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KAFKA: SINÓNIMO DE LO ABSURDO MÁS QUE UNA NOVELA, EL CHECO DEJÓ UN HITO Y ARQUETIPO EN LA LITERATURA, PLANTEANDO SITUACIONES DONDE LO ABSURDO Y ANGUSTIOSO COMPLOTAN CONTRA LOS PROTAGONISTAS. ‘INTERSTELLAR’: CONFIRMACIÓN DE LA VIGENCIA DE LA CIENCIA FICCIÓN LA NUEVA PELÍCULA DE CHRISTOPHER NOLAN DA CUENTA DE QUE LA CIENCIA FICCIÓN ES UN GÉNERO QUE NO PASA DE MODA, Y QUE CUANDO ES TRATADA CON HABILIDAD E INTELIGENCIA PUEDE GENERAR OBRAS DE GRAN TRASCENDENCIA Y REFLEXIÓN, MUCHO MÁS CUANDO SE CUENTA CON UN REPARTO DE LUJO. DOMINGO | 16 de noviembre de 2014 | año 5 | N° 259 4 Y 5 8 Devianart

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Page 1: La Esquina 16-11-14

KAFKA: SINÓNIMO DE LO ABSURDO MÁS QUE UNA NOVELA, EL CHECO DEJÓ UN HITO Y ARQUETIPO EN LA LITERATURA, PLANTEANDO SITUACIONES DONDE LO ABSURDO Y ANGUSTIOSO COMPLOTAN CONTRA LOS PROTAGONISTAS.

‘INTERSTELLAR’: CONFIRMACIÓN DE LA VIGENCIA DE LA CIENCIA FICCIÓN

LA NUEVA PELÍCULA DE CHRISTOPHER NOLAN DA CUENTA DE QUE LA CIENCIA FICCIÓN ES UN GÉNERO QUE NO PASA DE MODA, Y QUE CUANDO ES TRATADA CON HABILIDAD E INTELIGENCIA PUEDE GENERAR OBRAS DE GRAN TRASCENDENCIA Y REFLEXIÓN, MUCHO MÁS CUANDO SE CUENTA CON UN REPARTO DE LUJO.

DOMINGO | 16 de noviembre de 2014 | año 5 | N° 259

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2 Domingo 16 de noviembre de 2014

Algunos versos de Jesús Urzagasti

EL PERRO ES UN HOMBRE BUENO

Cuando uno se mira en los ojos del hijo

ve el mundo con los ojos del perro.

Me refiero al perro con cola de perro

no al badulaque que anda suelto.

Yo también fui un cachorro de esos

hasta que alguien empezó a mirar

a través de mis curiosos ojos negros

la floreciente tierra prometida

—tanto cambió mi vida anodina

que entré con paso de parada

a la metrópoli de la soledad.

Husmear melones y sandías

periódicos y bicicletas

aviones y camionetas

marraquetas y mortadelas

a través de los ojos del perro

no es cosa de todos los días.

El mundo —famoso por viejo

de pronto parece rejuvenecido

recién salido de algún sueño

poblado por ecos y marionetas

de procedencia desconocida

como el huevo que pone la gallina

con ejemplar disciplina.

Dicho lo cual entremos en materia.

Chocarse de sopetón con la mirada

del perro tiene sus inconvenientes.

Es como toparse con los ojos del hijo

y recordar que alguna vez fuimos el

perro

de cuyos ojos salían inolvidables

árboles

caballos árabes galopando

debajo de nubes errantes

hombres y mujeres conversando

en todas las posiciones posibles

entre carretillas y ferrocarriles.

Así padre e hijo hasta el infinito

mirando a través de otros ojos

una jaula de putas y de locos.

El mundo pierde su hermosura

cuando el hijo ya no tiene padre.

El rato menos pensado los intendentes

lo pueden confundir con un perro

sin collar

trotando a la que te criaste

entre peligrosos basurales

a la deriva con sus zalameros reclamos

Nació en la provincia Gran Chaco, en 1941, y murió en La Paz, en 2013. Tirinea es su trabajo más conocido, y es considerada una de las 15 novelas fundamentales de Bolivia. Además de ésta escribió otras seis novelas. Produjo cuatro poemarios (uno de autoría compartida) y una obra en prosa poética. Por su labor es reconocido como uno de los escritores más importantes de la historia boliviana.

un serio candidato a visitar el

matadero.

En tales trances el pellejo es lo

primero.

De modo que me negué a intervenir

en fábulas que aleccionan a los

hombres

con estúpidas historias de animales.

No me tragué el cuento del gallo

nigüento

ni me puse a tono con las moralejas de

celofán.

Después de olfatear una historia de

doble filo

y al término de muchas noches en vela

uñas y dientes me rebelé contra el

destino

—porque gruñir como un animal

al borde del abismo

de ninguna manera es un delito.

De improviso se me dio por mirar el

mundo

a través de los ojos de mi perro.

Nada se pierde con ganar un verano

inmortal

pensé al comienzo de la mañana

mientras los pájaros picoteaban

higos y guayabas al otro lado de la

quebrada.

Cuando me salí de los ojos de mi hijo

el mundo de todos los días

—donde mirar la realidad

cuesta un ojo de la cara—

me hizo sentir un perro de atardecer

sereno.

EL ÁRBOL DE LA TRIBULa soledad es eso

un río que no cesa

entre peñascos y tierras labradas

un árbol que sale de una habitación

a buscar el ancho cielo.

Quizás una plaza con palomas

que rompen la arquitectura del pasado

e instalan el presente en aquel hombre

que recuerda un poema

un modo de ver y de retirar una silla

azul

mientras el río se desliza ruidoso

y atraviesa la ciudad que habitas

como un árbol que abandona la

habitación.

Eres otro entre el cielo y la noche

que no cesa de batir sus alas

y calla al amanecer.

DIRECTORAdalid Cabrera Lemuz

EDITOR GENERALJavier Mancilla Luna

EDITOR DE LA ESQUINAMiguel A. Rivera G.

Colaboradores: Víctor Montoya

Diseño: Eusebio Lazo Sumi

Diagramación: Horacio Copa Vargas

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3Domingo 16 de noviembre

de 2014

Al pie de foto le alcanzaría decir: “Flannery O’Connor en Lourdes” y sería como una novela entera. La bruja blanca de la literatura, que se estaba muriendo de lupus desde los

25 años, llega al Santuario de Lourdes en mule-tas. Una parienta rica le pagó el viaje. Flannery tenía 33 años, le quedaban seis de vida. Ya había escrito uno de los mejores libros de cuentos de la historia: Un hombre bueno es difícil de en-contrar. Cuando a los veinte años llegó desde su Georgia natal a la famosa residencia de escrito-res en Iowa, no sabía quiénes eran Kafka y Joy-ce. Días después, cuando leyó su primer cuento allá, dejó a todos en atónito silencio; en las horas siguientes se fueron acumulando manojos de flores silvestres en la puerta de su cubículo, que manos anónimas habían ido dejándole sin decir palabra. De Iowa fue a Yaddo, otra famosa resi-dencia de escritores, y pasó más o menos lo mis-mo. En los días previos a que lo internaran en el loquero, el poeta Robert Lowell abandonó Yaddo sin decir a nadie a dónde iba y en un legendario raid maníaco por Nueva York enloqueció a todos sus amigos con influencias exigiendo que lo ayu-daran a lograr la canonización de Flannery: no la literaria sino la auténtica, la del Vaticano; se había hecho católico por Flannery. Ella se ente-ró cuando ya estaba de vuelta en Georgia. La ha-bían bajado del tren en camilla: de un día para el otro sus brazos no le respondieron al teclear en la máquina de escribir. Le diagnosticaron lupus. Desde Georgia escribió a sus amigos del norte: “Creo que me quedaré hasta ver en qué clase de inválida me convierto”. A Lowell prefi-rió no escribirle nada en la carta que le mandó; adentro de la página en blanco doblada en tres iba una pluma del último de los pavos reales que había criado de chica en su granja, el único que quedaba con vida cuando ella volvió del norte y se convirtió en la celebridad del pueblo: la escri-tora loca que caminaba en muletas por sus hu-mildes dominios seguida de un pavo real.

Vivía en esa granja con su madre, manteni-das por la parienta rica que después las lleva-ría a Lourdes. Todas las mañanas al despertarse y todas las noches antes de dormirse leía una hora, de algún breviario, la vida de un santo o un mártir (nunca la Biblia; ese era territorio de Faulkner y ella no quería “que mi pequeña bar-ca encalle contra él”). Después se iba a misa de siete y después se sentaba a escribir sus historias dementes y fabulosas sobre las pobres almas del Sur. Su madre y su tía decían: “Ojalá hubiera encontrado otra forma de expresar su talento”. La gente del pueblo decía: “Es una buena chica. Solo me da miedo acercarme y que me ponga en uno de sus cuentos”. Ella se limitaba a decir: “Las buenas personas son muy difíciles de en-contrar. Hay que arreglarse con las malas per-sonas, que son tan respetables que resultan ho-rribles, tan horribles que resultan cómicas, tan

cómicas que resultan patéticas, tan patéticas que sería horroroso tener piedad de ellas, por-que atraería a los demonios del desprecio”.

En esos cinco años en el norte se alimenta-ba, sin alejarse de su máquina de escribir, de sardinas que comía directo de la lata y de agua de la canilla, a la que vertía un chorrito de bou-rbon porque “el agua del norte no tiene gus-to a nada”. Cuando volvió a Georgia y el lupus empezó a asfixiarle el cuerpo, le escribió a una admiradora: “Descanso veintidós horas al día para poder escribir las otras dos” (la misa, la lectura de breviarios y la alimentación de su pavo real eran parte del descanso). Nunca tuvo novio ni marido y solo una vez fue besada en toda su vida, por un vendedor de biblias danés, sobreviviente de los nazis. Fue poco antes del viaje a Lourdes. Así describió ese beso en “La buena gente del campo”, uno de sus mejores cuentos: “Él le apoyó la mano en el nacimien-to de la espalda, la atrajo hacia sí y la besó sin decir una palabra. El beso produjo una circula-ción de adrenalina en el cuerpo de ella, esa cla-se de adrenalina que permite arrastrar un baúl lleno fuera de una casa en llamas. Pero antes incluso de que él la soltara, la mente de ella dictaminó con agridulce satisfacción, como si contemplara la escena desde muy lejos, que era una experiencia perfectamente intrascenden-te si se mantenía el control”.

Siempre que leo ese beso me acuerdo al ins-tante de su perfecta contracara, una escena for-midable del cuento “La persona desplazada”: la señora Shortley reta a su marido porque está fu-mando mientras ordeña las vacas de la patrona; el señor Shortley hace que la colilla del cigarri-llo apunte hacia adentro y cierra su boca, sin dejar de mirarla y sin interrumpir su tarea. “Ese truco había sido en realidad su manera de corte-jar a la señora Shortley. Nunca llevó una guita-rra para cantarle ni nada bonito para regalarle, solo se sentaba en los escalones del porche, la miraba intensamente, hacía girar la punta del cigarrillo hacia adentro con la punta de la len-

gua y el labio inferior, cerraba la boca y la mira-ba con la expresión más cariñosa que se pueda imaginar. Esto volvía loca a la señora Shortley. Al instante le entraban ganas irrefrenables de bajarle el sombrero hasta los ojos y estrechar-lo entre sus brazos, mientras le murmuraba al oído: Oh, señor Shortley, oh, señor Shortley”.

La intelligentsia francesa quedó atónita cuan-do Flannery se negó a parar en París en su via-je a Lourdes. Tampoco quiso sumergirse en las aguas supuestamente milagrosas del manan-tial: “Vine como peregrina, no como paciente. Soy de esas personas que pueden morir por su religión, pero no tomar un baño por ella”. Le en-cantó, en cambio, que en Lourdes hubiera tan-tos enfermos, tullidos y locos como en sus cuen-tos. Y pidió que la dejaran un rato largo rezando en la capilla, no para curarse, sino para poder terminar el libro que estaba escribiendo (Todo lo que asciende debe converger, al que llamaba su “opus nauseous”). “Vivo en lo que escribo. Si entrecierro los ojos puedo ver todo lo que me ha pasado como una bendición”, dijo poco antes de morir. “Aunque, a decir verdad, prefiero mirar hacia 1931. De ahí en adelante ha sido un pro-longado anticlímax”. En 1931, cuando Flannery tenía cinco años, la gente del noticiero de varie-dades Pathé viajó hasta Georgia para filmar el gallo al que ella había enseñado a caminar para atrás. La filmación existe todavía: el gallo es un gallo cualquiera, hasta que empieza a imitar a la nena. Lo que se ve entonces en los ojos de ese bicho, y especialmente en los de esa nena, es lo mismo que asomó en los ojos de aquel anciano general confederado, cuando lo llevaron como un trofeo al estreno en Georgia de Lo que el viento se llevó. El general tenía 104 años, fue vestido con su uniforme y su sable. En mitad de la película creyó que se le venía encima la parca y “mientras su mano apretaba el filo de acero hasta que se hundía en el hueso, sus ojos hicie-ron un esfuerzo desesperado por ver más allá, más atrás; por tratar de saber, antes de morir, qué venía después del pasado”.

La bruja blancaAPUNTES SOBRE LA VIDA DE LA ESCRITORA FLANNERY O’CONNOR.

Juan FornEscritor y traductor El Malpensante

La escritora y su pavo real.

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4-5Domingo 16 de noviembre

de 2014

Lo kafkiano, un legadoDOS CUENTOS Y UN ANÁLISIS DE SUS NOVELAS DAN CUEN-TA DE LA PECULIARIDAD DE LA OBRA DE KAFKA.

Javier HerreroEl Desconsciente

LITERATURA

No muchos autores ni creadores han dado su nombre al len-guaje cotidiano. Existen per-sonajes literarios que, por res-ponder a actitudes claramente

cotidianas, denominan con sus nombres di-chas actitudes. Por ejemplo, el quijotismo —por El Quijote, claro—, como una “exage-ración en los sentimientos caballerosos” (RAE), o edípico (relativo al complejo de Edi-po, referenciado en el drama clásico Edipo rey). Pero casi nadie real ha puesto su nom-bre a algo que todos reconocemos. Junto a Dante Alighieri (1265-1321), que ha dado al mundo la palabra dantesco, otro de esos po-cos que ha aportado su apellido al lengua-je fue Franz Kafka (1883-1924), autor checo que escribió en alemán una obra, breve en su conjunto, que le ha encumbrado (a su pe-sar) como uno de los autores esenciales de la literatura universal. Sus textos, tortuosos y obsesivos, han dado forma a lo que hoy entendemos como lo kafkiano, que la RAE define como “Dicho de una situación: Ab-surda, angustiosa”.

Y eso es precisamente lo que aparece en las cuatro novelas que llegó a escribir: situaciones que escapan a las decisiones voluntarias de los protagonistas y que acaban envolviéndolos en sus redes, cada vez más densas y espesas, ahogándolos, asfixiándolos e impidiéndoles actuar para poder escapar de ellas.

He dicho “acaban envolviéndolos”... o también “empiezan”, pues La metamorfosis (1916) comienza con uno de los arranques literarios (con el permiso del “En un lugar de La Mancha...”) más famosos de la historia de la literatura, y que dice así: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró convertido en un monstruoso insecto”.

Algo extraño me ha pasado pero no sé qué es. Ese puede ser el resumen del argu-mento de este pequeño libro, aparentemen-te absurdo, que se ha convertido en una de las grandes obras maestras del siglo XX. Una historia que es alegoría o metáfora de

muchos de los complejos, miedos y com-portamientos de las sociedades europeas en tiempos de Kafka y, por extensión, de muchos males de las relaciones sociales de nuestro tiempo, en donde aparecen el mie-do a lo extraño y lo desconocido y la dificul-tad para separarnos de lo rutinario, de lo que la misma sociedad espera de nosotros y en lo que nos sentimos protegidos.

Metáforas de esas enfermedades socia-les que aquejan a nuestro mundo y que se magnifican en los vericuetos de la buro-cracia y de la justicia, tan bien plasmados en otras dos obras suyas: El castillo (1926) y El proceso (1925).

En la primera de ellas, El castillo, el agri-mensor K (el uso del acrónimo K, habitual en Kafka, crea una intensidad emocional deslumbrante) llega a las inmediaciones de un castillo, llamado por las autoridades lo-cales para realizar un proyecto indetermi-nado. Sin embargo, nunca podrá adivinar para qué está ahí y, ni siquiera, podrá acce-der a esas autoridades que le han llamado para solventar su insólita situación, debido a la espesa trama de funcionarios, obliga-ciones locales y burocracia que todo lo en-turbia y corrompe.

Un absurdo que se incrementa aún más en El proceso, en el que Joseph K (otra vez la letra K) es despertado una mañana con la acusación de haber cometido un delito y llevado por ello a los tribunales de justicia. Es en esos oscuros e incomprensibles es-pacios donde su vida comenzará a perder sentido, pues nunca podrá saber de qué se le acusa y se verá dramáticamente abocado a un caos de burocracia, permisos, pape-les, escritos, abogados... que le harán vivir en una espiral de sinsentido.

Otras dos obras maestra más del escri-tor praguense, que se complementan con la más luminosa e inacabada El desaparecido (1927), conocida también como América. En ella narra la llegada de un joven de 16 años a la meca que supone Estados Unidos para un emigrante de la deprimida Europa tras la Primera Guerra Mundial. No obstante te-ner un espíritu más esperanzador (y qui-zás, hasta de novela de aventuras), el libro de Kafka incide nuevamente en las dificul-tades, a veces incomprensibles, que traban el camino del protagonista. Pese a no es-tar finalizado, este título es una (otra) obra maestra de Kafka.

Kafka retrató las angustias de las sociedades de post guerra, pero al mismo tiempo, describió las problemáticas de cualquier sociedad en cualquier tiempo.

Las preocupaciones de un padre de familiaAlgunos dicen que la palabra “odra-dek” precede del esloveno, y sobre esta base tratan de establecer su etimología. Otros, en cambio, creen que es de ori-gen alemán, con alguna influencia del esloveno. Pero la incertidumbre de am-bos supuestos despierta la sospecha de que ninguno de los dos sea correcto, so-bre todo porque no ayudan a determi-nar el sentido de esa palabra.

Como es lógico, nadie se preocupa-ría por semejante investigación si no fuera porque existe realmente un ser llamado Odradek. A primera vista tie-ne el aspecto de un carrete de hilo en forma de estrella plana. Parece cubier-to de hilo, pero más bien se trata de pedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o apelmaza-dos entre sí. Pero no es únicamen-te un carrete de hilo, pues de su centro emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo recto. Con ayuda de este último, por un lado, y con una especie de prolon-gación que tiene uno de los radios, por el otro, el conjunto puede sostenerse como sobre dos patas.

Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más razonable y que ahora está rota. Pero éste no parece ser el caso; al menos, no encuentro ningún indicio de ello; en ninguna parte se ven hue-llas de añadidos o de puntas de ro-tura que pudieran darnos una pista en ese sentido; aunque el conjunto es absurdo, parece completo en sí. Y no es posible dar más de-talles, porque Odradek es muy movedizo y no se deja atrapar.

Habita alternativamen-te bajo la techumbre, en escalera, en los pasillos y en el zaguán. A veces no se deja ver durante varios meses, como si se hubiese ido a otras ca-sas, pero siempre vuel-ve a la nuestra. A veces, cuando uno sale por la puerta y lo descubre arrimado a la baranda, al pie de la escalera, en-tran ganas de hablar con él. No se le hacen pregun-tas difíciles, desde luego, porque, como es tan pe-queño, uno lo trata como si fuera un niño.

—¿Cómo te llamas? —le pregunto.

—Odradek —me contesta.—¿Y dónde vives?

—Domicilio indeterminado —dice y se ríe.

Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieran pulmones. Suena como el crujido de hojas secas, y con ella suele concluir la conversación. A veces ni siquiera contesta y permane-ce tan callado como la madera de la que parece hecho.

En vano me pregunto qué será de él. ¿Acaso puede morir? Todo lo que muere debe haber tenido alguna razón be ser, alguna clase de actividad que lo ha des-gastado. Y éste no es el caso de Odradek. ¿Acaso rodará algún día por la escalera, arrastrando unos hilos ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? No parece que haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa

la idea de que me pueda sobrevivir.

BuitresÉrase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego pro-seguía la obra.

Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.

—Estoy indefenso —le dije— vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero es-tos animales son muy fuertes y quería sal-tarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos.

—No se deje atormentar —dijo el se-ñor—, un tiro y el buitre se acabó.

—¿Le parece? —pregunté— ¿quiere encargarse del asunto?

—Encantado —dijo el señor— ; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿Puede usted esperar media hora más?

—No sé —le respondí, y por un instan-te me quedé rígido de dolor; después aña-dí: Por favor, pruebe de todos modos.

—Bueno— dijo el señor—, voy a apurarme.El buitre había escuchado tranquila-

mente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco, re-trocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profun-didades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.

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4-5Domingo 16 de noviembre

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Lo kafkiano, un legadoDOS CUENTOS Y UN ANÁLISIS DE SUS NOVELAS DAN CUEN-TA DE LA PECULIARIDAD DE LA OBRA DE KAFKA.

Javier HerreroEl Desconsciente

LITERATURA

No muchos autores ni creadores han dado su nombre al len-guaje cotidiano. Existen per-sonajes literarios que, por res-ponder a actitudes claramente

cotidianas, denominan con sus nombres di-chas actitudes. Por ejemplo, el quijotismo —por El Quijote, claro—, como una “exage-ración en los sentimientos caballerosos” (RAE), o edípico (relativo al complejo de Edi-po, referenciado en el drama clásico Edipo rey). Pero casi nadie real ha puesto su nom-bre a algo que todos reconocemos. Junto a Dante Alighieri (1265-1321), que ha dado al mundo la palabra dantesco, otro de esos po-cos que ha aportado su apellido al lengua-je fue Franz Kafka (1883-1924), autor checo que escribió en alemán una obra, breve en su conjunto, que le ha encumbrado (a su pe-sar) como uno de los autores esenciales de la literatura universal. Sus textos, tortuosos y obsesivos, han dado forma a lo que hoy entendemos como lo kafkiano, que la RAE define como “Dicho de una situación: Ab-surda, angustiosa”.

Y eso es precisamente lo que aparece en las cuatro novelas que llegó a escribir: situaciones que escapan a las decisiones voluntarias de los protagonistas y que acaban envolviéndolos en sus redes, cada vez más densas y espesas, ahogándolos, asfixiándolos e impidiéndoles actuar para poder escapar de ellas.

He dicho “acaban envolviéndolos”... o también “empiezan”, pues La metamorfosis (1916) comienza con uno de los arranques literarios (con el permiso del “En un lugar de La Mancha...”) más famosos de la historia de la literatura, y que dice así: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró convertido en un monstruoso insecto”.

Algo extraño me ha pasado pero no sé qué es. Ese puede ser el resumen del argu-mento de este pequeño libro, aparentemen-te absurdo, que se ha convertido en una de las grandes obras maestras del siglo XX. Una historia que es alegoría o metáfora de

muchos de los complejos, miedos y com-portamientos de las sociedades europeas en tiempos de Kafka y, por extensión, de muchos males de las relaciones sociales de nuestro tiempo, en donde aparecen el mie-do a lo extraño y lo desconocido y la dificul-tad para separarnos de lo rutinario, de lo que la misma sociedad espera de nosotros y en lo que nos sentimos protegidos.

Metáforas de esas enfermedades socia-les que aquejan a nuestro mundo y que se magnifican en los vericuetos de la buro-cracia y de la justicia, tan bien plasmados en otras dos obras suyas: El castillo (1926) y El proceso (1925).

En la primera de ellas, El castillo, el agri-mensor K (el uso del acrónimo K, habitual en Kafka, crea una intensidad emocional deslumbrante) llega a las inmediaciones de un castillo, llamado por las autoridades lo-cales para realizar un proyecto indetermi-nado. Sin embargo, nunca podrá adivinar para qué está ahí y, ni siquiera, podrá acce-der a esas autoridades que le han llamado para solventar su insólita situación, debido a la espesa trama de funcionarios, obliga-ciones locales y burocracia que todo lo en-turbia y corrompe.

Un absurdo que se incrementa aún más en El proceso, en el que Joseph K (otra vez la letra K) es despertado una mañana con la acusación de haber cometido un delito y llevado por ello a los tribunales de justicia. Es en esos oscuros e incomprensibles es-pacios donde su vida comenzará a perder sentido, pues nunca podrá saber de qué se le acusa y se verá dramáticamente abocado a un caos de burocracia, permisos, pape-les, escritos, abogados... que le harán vivir en una espiral de sinsentido.

Otras dos obras maestra más del escri-tor praguense, que se complementan con la más luminosa e inacabada El desaparecido (1927), conocida también como América. En ella narra la llegada de un joven de 16 años a la meca que supone Estados Unidos para un emigrante de la deprimida Europa tras la Primera Guerra Mundial. No obstante te-ner un espíritu más esperanzador (y qui-zás, hasta de novela de aventuras), el libro de Kafka incide nuevamente en las dificul-tades, a veces incomprensibles, que traban el camino del protagonista. Pese a no es-tar finalizado, este título es una (otra) obra maestra de Kafka.

Kafka retrató las angustias de las sociedades de post guerra, pero al mismo tiempo, describió las problemáticas de cualquier sociedad en cualquier tiempo.

Las preocupaciones de un padre de familiaAlgunos dicen que la palabra “odra-dek” precede del esloveno, y sobre esta base tratan de establecer su etimología. Otros, en cambio, creen que es de ori-gen alemán, con alguna influencia del esloveno. Pero la incertidumbre de am-bos supuestos despierta la sospecha de que ninguno de los dos sea correcto, so-bre todo porque no ayudan a determi-nar el sentido de esa palabra.

Como es lógico, nadie se preocupa-ría por semejante investigación si no fuera porque existe realmente un ser llamado Odradek. A primera vista tie-ne el aspecto de un carrete de hilo en forma de estrella plana. Parece cubier-to de hilo, pero más bien se trata de pedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o apelmaza-dos entre sí. Pero no es únicamen-te un carrete de hilo, pues de su centro emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo recto. Con ayuda de este último, por un lado, y con una especie de prolon-gación que tiene uno de los radios, por el otro, el conjunto puede sostenerse como sobre dos patas.

Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más razonable y que ahora está rota. Pero éste no parece ser el caso; al menos, no encuentro ningún indicio de ello; en ninguna parte se ven hue-llas de añadidos o de puntas de ro-tura que pudieran darnos una pista en ese sentido; aunque el conjunto es absurdo, parece completo en sí. Y no es posible dar más de-talles, porque Odradek es muy movedizo y no se deja atrapar.

Habita alternativamen-te bajo la techumbre, en escalera, en los pasillos y en el zaguán. A veces no se deja ver durante varios meses, como si se hubiese ido a otras ca-sas, pero siempre vuel-ve a la nuestra. A veces, cuando uno sale por la puerta y lo descubre arrimado a la baranda, al pie de la escalera, en-tran ganas de hablar con él. No se le hacen pregun-tas difíciles, desde luego, porque, como es tan pe-queño, uno lo trata como si fuera un niño.

—¿Cómo te llamas? —le pregunto.

—Odradek —me contesta.—¿Y dónde vives?

—Domicilio indeterminado —dice y se ríe.

Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieran pulmones. Suena como el crujido de hojas secas, y con ella suele concluir la conversación. A veces ni siquiera contesta y permane-ce tan callado como la madera de la que parece hecho.

En vano me pregunto qué será de él. ¿Acaso puede morir? Todo lo que muere debe haber tenido alguna razón be ser, alguna clase de actividad que lo ha des-gastado. Y éste no es el caso de Odradek. ¿Acaso rodará algún día por la escalera, arrastrando unos hilos ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? No parece que haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa

la idea de que me pueda sobrevivir.

BuitresÉrase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego pro-seguía la obra.

Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.

—Estoy indefenso —le dije— vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero es-tos animales son muy fuertes y quería sal-tarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos.

—No se deje atormentar —dijo el se-ñor—, un tiro y el buitre se acabó.

—¿Le parece? —pregunté— ¿quiere encargarse del asunto?

—Encantado —dijo el señor— ; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿Puede usted esperar media hora más?

—No sé —le respondí, y por un instan-te me quedé rígido de dolor; después aña-dí: Por favor, pruebe de todos modos.

—Bueno— dijo el señor—, voy a apurarme.El buitre había escuchado tranquila-

mente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco, re-trocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profun-didades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.

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6 Domingo 16 de noviembre de 2014

Cuando salgo a la calle, sin otro propósito que llegar a Mosebac-ke, primero abordo el autobús hasta Gullmarsplan y luego el metro que me deja en Slussen,

estación por la cual transitan casi todos los peatones de la ciudad.

Me apeó en el andén y subo por las gradas que conducen hacia una plaza atestada de gen-te y de comerciantes vendiendo flores y frutas. A un lado de la plaza está el Museo de Esto-colmo y, al otro, la magnífica construcción de Katarina Hissen, cuya silueta, recortada contra las aguas y el cielo, me provoca una sensación de vértigo, sobre todo, cuando entro en el as-censor que, en fracción de segundos, me deja en la plataforma más alta de Slussen.

A unos cien metros más adelante, cruzando por un puente metálico y venciendo una empi-nada gradería, me interno en la plaza de Mose-backe, donde, sentado a la sombra de los árboles, contemplo la cabina de teléfono antiguo y la es-tatua de las dos mujeres desnudas que, puestas en medio de una pileta de aguas cristalinas, pa-recen sirenas en una tarde ardiente de verano.

Al lado izquierdo, junto al Teatro del Sur, está el famoso restaurante de Mosebacke, cuya terraza, expuesta bajo la franela añil del cielo, permite tender la mirada sobre gran parte de Gamla Stan, como hizo una tarde de mayo Arvid Falk, el protagonista principal de la novela El salón rojo, de August Strindberg.

Desde mi asiento preferido, donde la brisa sopla en la cara, contemplo, entre revoloteos de palomas y graznidos de gaviotas, los puen-tes y barcos que decoran el canal y, a mis pies, una parte de Gamla Stan, donde las cúpulas y ventanas reflejan un pedazo de sol al declinar la tarde con su rosado resplandor.

El simple hecho de estar en el corazón de Es-tocolmo, fundado en 1352, es un acto de por sí inolvidable; primero, porque permite relajarse del estrés y el ajetreo cotidiano; y, segundo, por-que ofrece un paisaje similar al de los cuentos de encanto, pues estar en la terraza de Mosebac-ke, rodeado de frondas verdes y azulinas aguas, es un modo de experimentar la belleza de la isla sobre la cual se erige la ciudad antigua, con sus casas apiñadas, calles angostas, arquitectura de reminiscencias medievales y canales cambian-do de matices a la hora del poniente.

Al costado izquierdo, y a vuelo de pájaro, se dis-tingue la cúpula de la Iglesia Mayor, desde la cual pueden dominarse los cuatro puntos cardinales de la ciudad y el laberinto de casas, con paredes de ladrillo, techos de latón y chimeneas alzándose hacia la concavidad del cielo. En este mismo lugar está emplazado el edificio del Parlamento, las ofi-cinas gubernamentales y el Palacio Real.

Junto a la ribera del lago, y mirando ha-cia la ciudad antigua, se sobrepone el Ayun-tamiento, donde todos los años tiene lugar la cena ofrecida a los galardonados con el Pre-mio Nobel. La construcción, que demoró 12 años y requirió más de 19 millones de mosai-cos, tiene una torre de oscuros ladrillos rojos, una bóveda de verde cobre, rematada con tres coronas doradas y un panorama que no cono-ce lengua capaz de describir su belleza.

Delante de Mosebacke, en la otra orilla del canal y en medio de un aire que huele a bos-ques, se divisa una hilera de museos y hoteles y, al costado derecho, el parque de distraccio-nes oculto entre pinos y desniveles, y decora-do por unos barcos que boyan en los muelles y otros que surcan las aguas del Mälaren. Más al fondo se pierde la vista y se hunde el hori-zonte que, en un día de verano, es una línea curva donde confluyen el cielo y la tierra.

Al desfallecer la tarde, los edificios caen en las aguas quebrando su simetría y dando la im-presión de ser una ciudad anfibia, con una par-te en la tierra y la otra en el canal. De pronto, al precipitarse la noche, se encienden las calles y los puentes en un alucinante juego de luces, como si la misma ciudad se hubiese sumergi-do en el agua con una transparencia y lumino-sidad inusuales. Al cabo de experimentar esta sensación, bajo un cielo constelado de estre-llas, no queda más que retornar a mi casa, con la misma ilusión de siempre: volver a Mosebac-ke apenas le quite tiempo al tiempo y me in-vadan las ganas de sentarme junto al busto de August Strindberg y delante de un paisaje que, si bien no es comparable a las siete maravillas, tiene la magia de encandilar el corazón de los amantes fieles de la Venecia del Norte.

Mosebacke, un mirador en EstocolmoUN PASEO POR LA CAPITAL SUECA AL DESFA-LLECER LA TARDE.

Víctor Montoya Escritor y pedagogo

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7Domingo 16 de noviembre

de 2014

Como si el Coco no fuera demasiado para asustar las mentes de los niños, los niños ahora deben estar atentos a la llegada del Krampus, un ser ínti-mamente ligado a la Navidad.

Cuando empieza diciembre, y con este mes las convivencias familiares, regalos y todo lo que la Navidad trae consigo, en ciertas partes de Europa hace su aparición una especia de anti - Papá Noel, el que pone a los niños a tem-blar bajo la cama.

El Krampus es una criatura mítica de la re-gión de los Alpes que se extendió por Austria, Bavaria, Hungría y Eslovenia. Su historia nace de las creencias de esas regiones, donde se pensaba que un dios cornudo rondaba los bos-ques pre-cristianos hasta que se constituyó el cristianismo y este ser pasó de ser una deidad a convertirse en un demonio.

Él aparece normalmente el 5 o 6 de di-ciembre, o a lo largo de las primeras dos se-manas de diciembre. Se cree que acompa-ña a San Nicolás (Santa Claus o Papá Noel o como quiera que se lo conozca) y simboliza a su antagonista, quien durante la época navi-deña castiga a los niños que se han portado mal y dándoles advertencias sobre su com-portamiento. De él proviene la tradición de que algunos niños que no se portaron de acuerdo a las expectativas reciban en Navi-dad carbón o papas podridas. De esa forma,

Krampus personifica lo malo, que siempre, y arquetípicamente, convive con lo bueno, es decir Santa Claus.

La palabra Krampus viene del antiguo ale-mán, de la palabra krampen, que significa garra. Es conocido con otros nombres en di-

versas partes del continente europeo, tales como Knecht, Ruprecht, Klaubauf, Pelze-

bock, Schmutzii, entre otros. Su figura es un poco aterradora, pues normal-mente se lo presenta como un diablo rojo con pezuñas y cuernos de chivo,

aunque también puede ser visto como un hombre viejo, barbudo y salvaje o una bestia peluda enorme. La tradición cuenta que no sólo asusta a los niños, incluso a algunos los mete en una canasta y se los lleva a un lugar en el infierno.

Existe toda una tradición alrededor de este ser. El 5 y 6 de diciembre en Austria, Suiza, Croacia, Alemania y en otras regio-nes europeas se acostumbra que los niños se acerquen a San Nicolás para saludarlo y para su sorpresa (o su susto) encuentran al ame-nazante Krampus detrás de él con sus cade-nas y su canasta esperando a que los niños mal portados se aproximen para reprender-los hasta que se arrepientan.

Cuando se acerca la víspera de la fiesta de San Nicolás (6 de diciembre), conocida tam-bién como la Noche del Krampus (Krampus-nacht), en algunas zonas, como en Austria, hombres se visten del Krampus o de hombres barbudos y salvajes, y de brujas, y comienzan

a hacer un ritual antiguo que se conoce como Krampus Run. Por lo general, los hombres dis-frazados salen a las calles con antorchas en la mano, cadenas y sus máscaras para asustar a los niños y a los adultos que estén a su paso.

A lo largo de los tiempos, esta costumbre ha crecido no sólo en Europa, sino a lo largo del mundo. A mitad del siglo XIX empezaron a publicarse postales con la figura del Kram-pus, con niños cargados en su espalda. Fue Monte Beauchamp, el editor de BLAB, quien introdujo estas postales del Krampus y las hizo famosas.

Hoy en día existen diversos festivales al-rededor del mundo (como en Francia, Co-rea, Estados Unidos y Canadá) donde se toma la figura del Krampus para represen-tar el lado oscuro de la Navidad. Esta fies-ta, en ocasiones, se sale un poco de control, pues es excusa para algunos para beber de más y salir ebrios a las calles con máscaras, que normalmente están hechas de madera o son prótesis, con pieles fabricadas de piel de oveja negra, todo con el objetivo de asus-tar a la gente.

La celebración más importante se da en Schladming, Austria, donde más de doscien-tos Krampus se reúnen para asustar a la gente a su paso, en especial mujeres jóvenes.

A fin de cuentas, la tradición lleva una mo-raleja, la de portarse bien a lo largo del año, y así evitar un buen susto y escarmiento e in-cluso ser llevado por el Krampus a algún lu-gar del infierno. Algo para tomar en cuenta.

¡Cuidado con el Krampus!LA TRADICIÓN EUROPEA POSEE UN ANTAGONIS-TA DE LA NAVIDAD, QUIEN HACE SU APARICIÓN A PRINCIPIOS DE DICIEMBRE.

Revista Mucho Miedo

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Dos representaciones del Krampus, la de los ilustradores (abajo izquierda) y la “real”, en un festival en Salzburgo, Austria.

Page 8: La Esquina 16-11-14

8 Domingo 16 de noviembre de 2014

En la última película de Christopher Nolan, Interste-llar, Matthew McConaughey interpreta a un piloto de la NASA que, por azares de un

destino que está acabando con la vida en la Tierra —una que exhibe las tra-zas de los años de la Gran Depresión, tormentas de polvo incluidas—, vive sus días reconvertido en granjero, entre vastas extensiones de campos de maíz y ratos de reposo entre tragos de cerveza en el porche de su casa.

Los primeros compases del filme —la conversación en el colegio, en espe-cial— lo dibujan como un individuo de vuelta de todo, alguien que ha renun-ciado a hacer aquello que le apasiona para acoplarse como pieza funcional de una maquinaria dando sus últimos co-letazos, con el único objetivo de inten-tar perpetuar el futuro de los suyos, en-tre los que sobresale por intereses para el desarrollo de la historia la menor del clan. Imparable desde su renacer como actor al que tomarse muy en serio, Mc-Conaughey y su Cooper representan al hombre íntegro, sujeto a pruebas que han de atestiguar sus méritos y su de-recho a la vuelta al hogar.

Como el Ulises de La Odisea o el Wi-lliam Mandela de La guerra intermina-ble, Cooper sólo ansía el regreso al pun-to de partida. El viaje interestelar que emprende para garantizar el futuro de la humanidad, y que es tan solo la excu-sa para hacer avanzar la historia, le lle-va cada vez más lejos en el espacio y en el tiempo de aquellos a quien deja atrás.

Como en su anterior película, Origen (Inception, 2010), el director juega con la divergencia en tiempos a priori para-lelos. Si en aquella la dilación del tiem-po iba a mayores a medida que los pro-tagonistas iban adentrándose en niveles del sueño, aquí es la proximidad al agu-jero negro lo que provoca el descompás entre los años en el planeta Tierra y las horas surcando el espacio.

A modo de gigantesco y visualmen-te impecable mcguffin, el viaje in-terestelar se convierte en marco de proyección de un clasicismo hasta el momento desconocido para el realiza-dor, y en términos de la narración el objetivo marcado es claro y no hay pri-sa por llegar a él, que sí urgencia: el

heroico regreso de este Ulises del espa-cio a su Ítaca particular, hastiado como el soldado Mandela de años de conflic-to que en la Tierra equivalían a siglos, trasladados aquí a horas y décadas y ejemplificado por vía de mensajes muy claramente inspirados en el 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odys-sey, 1968) de Stanley Kubrick.

Osadía —visual— y odisea —espa-cial— convergen en una de las experien-cias ajenas a este mundo más estimu-lantes en el terreno de la ciencia ficción de los últimos años. El paseo por los di-ferentes planetas es una muestra de la capacidad de atracción de un filme que hace de su microcosmos, la relación en-tre padre e hija, el macrocosmos al que la subyuga. La habitación de la conclusión de la obra espacial de Kubrick encuen-tra aquí su reflejo en otra que reconoce-mos bien y que precisamente arroja luz sobre la intención del británico –el amor a prueba de dimensiones como metáfo-ra algo libre de riesgos– para con el rela-to. Y que el monolito de aquella aparez-ca aquí transformado en robot andante, aun conllevando la pérdida del misterio y la necesidad de hilar cada puntada del metraje, no es sino una muestra más, al lado de secuencias como la del acople a la nave en pleno descenso o las conse-cuencias, mentales, del viaje al primer planeta, del estatus de artesano de pri-mer orden que, para quien esto escribe, el realizador ha renovado con esta su úl-tima aventura.

Interstellar: el regreso a Ítaca“UNA DE LAS EXPERIENCIAS AJE-NAS A ESTE MUNDO MÁS ESTIMU-LANTES DE LOS ÚLTIMOS AÑOS”.

Pablo Vigar Revista Magnolia

SINOPSISInspirada en la teoría del experto en relatividad Kip Stepehen Thorne sobre la existencia de los agujeros de gusano, y su fun-ción como canal para llevar a cabo los viajes en el tiempo. La historia gira en torno a un grupo de intrépidos exploradores que se adentran por uno de esos agujeros y viajan a través del mismo, encontrándose en otra dimensión. Un mundo descono-cido se abre ante ellos y deberán luchar por mantenerse unidos si quieren volver de una pieza.

La película cuenta con un reparto de lujo con nombres como Matthew McConaughey, Anne Hathaway, Jessica Chastain y Mi-chael Caine.

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