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Roberto Rodriguez editor. (2016) Contrapsicología. Ed. Dado. Madrid (pp. 167-193) CAPÍTULO 6 ANA ELÚA SAMANIEGO Ana Elúa Samaniego (Burgos, 1981), Psicóloga Clínica en el Hospital Universitario Río Hortega (Valladolid). Su formación como especialista en ese mismo hospital con el llamado Colectivo Villacián ha sido decisiva para su práctica clínica centrada en una defensa de la subjetividad del malestar y para la compresión de una salud mental comunitaria que prime el respeto de los derechos humanos de las personas con sufrimiento psíquico. Contacto: [email protected] La ciencia ficción de las clasificaciones diagnósticas 1 1. Introducción En la actualidad somos testigos de cómo las prevalencias de trastornos mentales se incrementan estrepitosamente en las sociedades occidentales, aumentado las demandas de atención psicológica y/o psiquiátrica, demandas que conlleva un diagnóstico o etiqueta diagnóstica, así como un tratamiento, siendo el psicofarmacológico el de primera elección en muchos de los casos. Aumento que no parece responder tanto a una mayor incidencia real de enfermedades mentales y aumento del sufrimiento humano, sino a la mayor intolerancia a ese sufrimiento y sobre todo a las taxonomías actuales y los modelos psicopatológicos que las amparan. La nosología actual propone unas categorías estancas y superficiales, cuyos criterios diagnósticos se basan en descriptores de la conducta externa, dejando fuera toda subjetividad en la clínica mental, el paciente seamos presenta como alguien ajeno en su forma de enfermar, anulando su discurso particular y negando sus posibilidades de reconducir su vida ante las adversidades. Todo ordenamiento, clasificación o taxonomía del pathos es la conjunción de una doctrina nosológica, una perspectiva nosográfica y una interpretación psicopatológica. A estos aspectos se añaden otros cuyas miras sobrepasan la circunscripción de la clínica, en especial los factores ideológicos y los destinados a la permanente legitimación científica de la psicología clínica y la psiquiatría. Además, desde la aparición de la psicofarmacología, las clasificaciones diagnósticas internacionales se han visto afectadas por intereses económicos y de mercado, lo 1 Este trabajo nace y está basado en una investigación conjunta realizada con José María Álvarez y Juan Domingo Martín, publicada en el Manual del Residente de Psicología Clínica, editado por la Asociación Española de Neuropsiquiatría, en el capítulo titulado "Los sistemas internacionales de clasificaciones diagnósticas: presentación crítica de la nosología actual".

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Roberto Rodriguez editor. (2016) Contrapsicología. Ed. Dado. Madrid (pp. 167-193)

CAPÍTULO 6

ANA ELÚA SAMANIEGO

Ana Elúa Samaniego (Burgos, 1981), Psicóloga Clínica en el Hospital Universitario Río Hortega

(Valladolid). Su formación como especialista en ese mismo hospital con el llamado Colectivo Villacián ha

sido decisiva para su práctica clínica centrada en una defensa de la subjetividad del malestar y para la

compresión de una salud mental comunitaria que prime el respeto de los derechos humanos de las personas

con sufrimiento psíquico. Contacto: [email protected]

La ciencia ficción de las clasificaciones diagnósticas1

1. Introducción

En la actualidad somos testigos de cómo las prevalencias de trastornos

mentales se incrementan estrepitosamente en las sociedades occidentales,

aumentado las demandas de atención psicológica y/o psiquiátrica, demandas que

conlleva un diagnóstico o etiqueta diagnóstica, así como un tratamiento, siendo el

psicofarmacológico el de primera elección en muchos de los casos. Aumento que no

parece responder tanto a una mayor incidencia real de enfermedades mentales y

aumento del sufrimiento humano, sino a la mayor intolerancia a ese sufrimiento y

sobre todo a las taxonomías actuales y los modelos psicopatológicos que las

amparan. La nosología actual propone unas categorías estancas y superficiales,

cuyos criterios diagnósticos se basan en descriptores de la conducta externa,

dejando fuera toda subjetividad en la clínica mental, el paciente seamos presenta

como alguien ajeno en su forma de enfermar, anulando su discurso particular y

negando sus posibilidades de reconducir su vida ante las adversidades.

Todo ordenamiento, clasificación o taxonomía del pathos es la conjunción

de una doctrina nosológica, una perspectiva nosográfica y una interpretación

psicopatológica. A estos aspectos se añaden otros cuyas miras sobrepasan la

circunscripción de la clínica, en especial los factores ideológicos y los destinados a

la permanente legitimación científica de la psicología clínica y la psiquiatría.

Además, desde la aparición de la psicofarmacología, las clasificaciones diagnósticas

internacionales se han visto afectadas por intereses económicos y de mercado, lo

1 Este trabajo nace y está basado en una investigación conjunta realizada con José María Álvarez y Juan

Domingo Martín, publicada en el Manual del Residente de Psicología Clínica, editado por la Asociación

Española de Neuropsiquiatría, en el capítulo titulado "Los sistemas internacionales de clasificaciones

diagnósticas: presentación crítica de la nosología actual".

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cual les otorga un enorme poder en el ámbito sanitario y judicial. De acuerdo con el

proceder del capitalismo, la ampliación del territorio de patología es la fuente de

nuevas ganancias.

Todos estos aspectos confieren a las taxonomías psiquiátricas actuales un

cariz de artificio y arbitrariedad, impresión a la que contribuye la permanente

renovación a la que están sometidas y los intereses extraclínicos que están en la

base de muchos de los trastornos descritos. Algo está fallando en estas

clasificaciones internacionales cuando las categorías propuestas, antes que estables

y homogéneas, se revelan heterogéneas e interdependientes. Buena prueba de ello

es la acción transnosológica de los medicamentos y las tasas de comorbilidad, sin

parangón en otras especialidades médicas.

Como advierte José María Álvarez (2011), a falta de una semiología clínica

consistente y de una interpretación psicopatológica inspirada en las grandes teorías

de la psicología patológica, estas clasificaciones ponen de manifiesto lo alejada de

las ciencias de la naturaleza que se halla nuestra disciplina y lo próximos que

estamos al territorio de la ficción.

2. Historia psicopatológica

El sufrimiento psíquico es inherente al ser humano; la locura y otras

manifestaciones psicopatológicas, así como su estudio y compresión ha sido una

constante en la historia de la humanidad desde la antigüedad. La descripción y

clasificación de los trastornos mentales, ha sido desde siempre una de las

inquietudes principales dentro del conocimiento psicopatológico. El resultado de

tal investigación ha sido los diferentes modelos nosológicos y nosográficos, tan

dispares entre sí y germen de vivas controversias que han caracterizado la historia

de la psicopatología, principalmente con el inicio de la psiquiatría científica.

Estos desacuerdos se inician en el mismo momento que se pretende definir

el objeto a clasificar, la enfermedad mental. Concepto ambiguo, heterogéneo y

cambiante según el momento histórico, que dificulta una definición clara,

multiplicándose los puntos de vista sobre la enfermedad mental. Las diferentes

conceptualizaciones de enfermedad mental existentes se pueden articular en dos

posicionamientos epistemológicos distintos con respecto a la sustancia, esencia o

naturaleza de la propia enfermedad mental. La enfermedad mental es una

construcción discursiva (afección del alma) o es un hecho de la naturaleza (afección

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del cuerpo). Estas dos posiciones rivales se arraigan en la tradición psicopatológica

y perduran a lo largo de la historia, estando aún presentes entre los profesionales

de lo "psi". La primera, la enfermedad como construcción discursiva, de tradición

filosófica y psicológica, antepone al sujeto a la enfermedad; la segunda, la

enfermedad como suceso de la naturaleza, que nace del discurso médico, prima la

enfermedad al enfermo en el quehacer clínico.

Las taxonomías sobre alteraciones, trastornos o enfermedades mentales se

han venido sucediendo y superponiendo sin descanso en los poco más de dos siglos

de historia de la psicopatología, cuando la locura y las afecciones del alma

empiezan a entrar bajo el dominio del discurso médico moderno, distanciándose de

la tradición filosófica. Tres han sido los cambios fundamentales que se han ido

produciendo en las diferentes clasificaciones: la transformación de la locura en

enfermedades mentales, la visión unitaria ha dado paso a la multiplicidad y por

último, el territorio de la psicopatología se ha extendido paulatinamente hasta

extremos insospechados, donde cualquier sufrimiento humano es tildado de

patológico, asignándole una etiqueta diagnóstica y un supuesto proceso morboso

de carácter crónico.

La psiquiatría como especialidad médica se inicia con el alienismo de Pinel y

Esquirol, transformando la locura en alienación mental; término del que se sirvió

para nombrar un proceso morboso único en el que se reúnen las más llamativas

alteraciones del comportamiento y del entendimiento siguiendo un orden gradual

de menor a mayor gravedad. Presenta al alienado como un extranjero de sí mismo,

conservando un núcleo inalienable, cohabitando la razón y la sinrazón. Bajo la

denominación de alienación mental se conjugaba la tradición filosófica moral (en-

fermedades del alma y las pasiones) con la tradición médica renacentista.

La transformación de la alienación mental (visión unitaria de la locura) en

múltiples enfermedades mentales, viene de la mano de Jean-Pierre Falret. El

clínico francés, basándose en la nosografía de Sydenham y su concepto de especie

morbosa (grupo característico y típico de signos articulados entre sí, cuya evolución

es tan característica como previsible, siendo idéntica de un paciente a otro, y en la

que cursos evolutivos idénticos corresponden a enfermedades idénticas e

independientes) así como en los estudios neuroanatómicos de Bayle2 y la Paralisis

2 En 1922 Antoine-Laurent-Jessé Bayle publica su tesis sobre el origen orgánico de las enfermedades

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general Progresiva, se instaura una nueva forma de observación clínica, cuya

misión consiste en aprehender y ordenar los signos de las enfermedades mentales

hasta fijar tipos estables y permanentes de cada una de las enfermedades

independientes. Así, la psiquiatría hizo suyos los ideales de la medicina del

positivismo naturalista, asumiendo que las enfermedades mentales eran hechos de

la naturaleza esperando a ser descubiertos. La psiquiatría debía basarse en una

clínica activa, detallada y rigurosa, libre de cualquier influencia, la mirada clínica

estaría puesta en el curso de la enfermedad en aras de identificar y clasificar las

diferentes enfermedades mentales. El nuevo modelo nosológico implicó el progreso

clínico-psicopatológico de la psiquiatría clásica, así como el gran desarrollo de la

semiología clínica. Pero también supuso un cambio en el trato con el enfermo, en

un esfuerzo de adecuar sus prácticas a los patrones de la práctica médica general,

en el que al sujeto le arrebatan su responsabilidad, su participación en su forma de

enfermar y sus capacidades de recuperación; el sujeto ya no cuenta más que como

paciente o como enfermo.

Las clasificaciones de las enfermedades mentales se iban desarrollando y

construyendo bajo diferentes supuestos teóricos, siendo el resultado propuestas

taxonómicas altamente contradictorias entre sí. La más influyente en la actualidad,

fue la nosografía sistemática de Emil Kraepelin. Partiendo de una visión naturalista

de los trastornos mentales (serían procesos de la naturaleza que se desarrollan al

margen de toda subjetividad y de cualquier influencia externa), dedicó su vida a

diferenciar y clasificar los fenómenos de la locura en entidades morbosas

homogéneas e independientes hasta convertirlas en enfermedades mentales (con

una etiología, unas manifestaciones específicas, un curso e histopatología propia).

Ante el desconocimiento de una etiología biológica que guiase su clasificación, sitúa

como principio rector de su nosología médica las condiciones de aparición,

evolución y terminación de las enfermedades. Logró así, establecer un panorama

completo de las supuestas enfermedades mentales independientes; si bien, su

propuesta no cumplía los supuestos que él mismo exigía para hablar propiamente

mentales; reorientándose la investigación psicopatológica hacia la neuropatología, lo que supuso una

transformación definitiva de la locura clásica en una enfermedad del cerebro, así como el inicio del periodo

anatomoclínico de las enfermedades mentales. En dicha tesis, el autor, a partir de seis observaciones, atribuye

el desencadenamiento de la alienación mental en la Parálisis General Progresiva a una meningitis crónica -

aracnitis crónica-, cuya perturbación evoluciona en tres fases: 1. Delirio monomaníaco con un estado de

exaltación más o menos considerable; 2. Delirio maniático general con agitación, logorrea, a veces furor; 3.

Demencia con inherencia y amnesia. Ver: BERCHERIE, Paul (1986). Los fundamentos de la clínica. Historia

y estructura del saber psiquiátrico. Buenos Aires: Ediciones Manantial, 51-57.

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de "enfermedades", esto es, una correlación entre la anatomía patológica, la

sintomatología, el curso y la terminación y un conocimiento de sus causas;

degradando su nosología supuestamente médica a una orientativa. La psiquiatría

positivista y su visión de la locura como enfermedad, tuvo un gran auge y

desarrollo durante el siglo xix e inicio del xx. Posteriormente se producirá una

vuelta a la subjetividad y la fenomenología de las experiencias humanas con los

estudios del austriaco Sigmund Freud y su propuesta del Psicoanálisis que ejercerá

gran influencia durante la primera mitad del siglo xx.

La historia de la psicopatología, así como las manifestaciones del malestar,

los modelos nosológicos de la locura, sus nosografías, las prácticas asistenciales

como los marcos teóricos que las sustentan son inseparables del momento histórico

en el que surgen, la negligencia de los aspectos históricos de una disciplina como la

psiquiatría puede generar la idea de que el lenguaje tal y como lo encontramos

actualmente en los manuales en uso son fruto de un progresivo refinamiento y

mejor adecuación a la realidad, quedando en la sombra los criterios, condiciones y

razones que propician la generación, el mantenimiento o el abandono de

determinados términos psicopatológicos.

La psicopatología, como campo de conocimiento, nace como búsqueda de un

sentido a los síntomas, como intento de explicación y compresión de la enfermedad

mental más allá de lo puramente observable; conjugándose la escucha y la

observación clínica con una teoría capaz de explicar las manifestaciones psíquicas,

tanto en su dimensión general (trastornos, síndromes, estructuras clínicas), como

en su dimensión particular (caso por caso, la subjetividad individual). En esta

dimensión particular nace la práctica clínica, en su intento de ayudar a un sujeto

concreto, con su individualidad y biografía propias, experiencias subjetivas que

traspasan cualquier diagnóstico o intento de clasificación. Pero la psiquiatría actual

ha renunciado a los modelos de compresión de la enfermedad mental para

priorizar la siempre decepcionante en psiquiatría investigación neurobiológica. En

un intento de alojarse en un discurso científico y positivista, pone de relieve una

visión naturalista del malestar subjetivo, que lo cosifica y desvitaliza, dando a

entender que lo que se clasifica son enfermedades mentales naturales e

independientes.3

3 La psiquiatría actual basada en la evidencia, así como sus propuestas diagnósticas y modelos etiológicos

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La reflexión clásica sobre la psicopatología, así como semiología clí¬nica ha

cedido terreno a la simplicidad de esquemas operativos, árboles de decisión y

criterios diagnósticos. El proceso psicodiagnóstico queda reducido a la ausencia o

presencia de determinados descriptores sinto¬máticos simples y superficiales, con

su posterior adjudicación de una etiqueta diagnóstica; asumiéndose, falsamente, la

etiqueta nominativa como la causa de las manifestaciones psicopatológicas,

imponiéndose la enfermedad al enfermo. Método diagnóstico que anula y borra la

subjetividad del relato del paciente. La biografía del sujeto, así como su discurso

espontáneo ante el malestar quedan reducidos a una etiología biología no

demostrada aún. La relación terapéutica, bajo el modelo médico de las

enfermedades mentales, se trasforma una relación mercantil, que consistirá en

identificar previamente la dolencia, adjetivada de trastorno, y la posterior

prescripción de estrategias y técnicas para el supuesto trastorno identificado, ya

sean intervenciones farmacológicas o psicológicas; en el que el diagnóstico parece

guiar la elección de tratamiento. La diagnosis o pseudodiagnosis ha cobrado una

gran importancia en la práctica psiquiátrica actual, no sopesando las consecuencias

negativas que puede acarrear en las personas diagnosticadas, como el estigma y la

violencia que ejerce el propio diagnóstico sobre la libertad del sujeto. Al especialista

se le confiere un saber tanto de lo que le sucede al individuo-paciente como de qué

manera tratarlo. La etiqueta diagnóstica no sólo supone un estigma del que es

difícil desprenderse, sino que condena al individuo a una identidad de enfermo, en

muchas ocasiones crónico, de incapacitado de por vida, dependiente del sistema

sanitario e impotente ante su curación, en palabras de Fernando Colina (Sobre la

locura, 2013: 116-117):

Con la diagnosis ejercemos una violencia especial que no nos ayuda a

conocer al enfermo ni a hablar con él. Cuando la clínica se confunde con la

supuestamente científicos, están siendo objeto de críticas y debates, ya que no han supuesto un avance en el

entendimiento del malestar psíquico, sino un empobrecimiento psicopatológico. Federico Menéndez Osorio, a este respecto dice: "Este deslumbramiento cientificista ha llevado a que perdamos el rigor y la riqueza de la

sutileza y finura de la semiología clásica, de la observación y la anamnesis, de la escucha y la mirada clínica,

de la creatividad, como modo de conocimiento -tachados ahora de métodos obsoletos y periclitados- para

quedarnos reducidos a la mirada escópica de los aparatos y las pruebas, o a los cuestionarios, escalas, guías,

test, etc., etc:'. El autor nos alerta de cómo el conocimiento psicopatológico actual desestima el saber clínico

como fuente de conocimiento, siendo fundamental rescatar la importancia del relato, la patografía, la mirada y

la escucha clínica, así como lo subjetivo, singular y específico del caso concreto. Ver: MENÉNDEZ, Federico

(2012). "La historia clínica y la anamnesis en la psicopatología actual. De la biografía a la biología. De la

escucha y mirada clínica a la escucha y mirada por aparatos. ¿Qué es la evidencia en salud mental?". Revista

de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 32(115), 547-566

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nosología imponemos un estigma bajo la mano de la violencia del nombre y del

sello de la enfermedad. Confirmamos nuestra facilidad para elevar cualquier

malestar a categoría aunque sacrifiquemos a la persona en nuestro esfuerzo. El

gesto inquisidor del dictamen supone para el paciente pasar de ser loco a estarlo.

De ser esquizofrénico a tener esquizofrenia. Pero el ser es propiedad de uno,

mientras que el tener es una asignación ajena que el psiquiatra impone con

dudosa soltura.

El último cambio dentro del discurso psicopatológico, ha supuesto un

aumento desproporcionado de los trastornos mentales, difuminándose los límites

entre lo normal y lo patológico, aunque en ocasiones se dé a entender una

normalización de lo patológico, lo cierto es que, de esta multiplicación de los

trastornos se derivan consecuencias preocupantes: aumento del malestar subjetivo

y la cronificación progresiva de los trastornos mentales y, en consecuencia, un

incremento de los costes socioeconómicos objetivos, mayor dependencia de las

servicios socio-sanitarios y por el contrario, una disminución de la autonomía, res-

ponsabilidad y albedrío del sujeto. Para entender las transformaciones producidas

en el saber y quehacer clínico actuales, nos vemos obligados a realizar una revisión

de cómo se han ido construyendo las últimas clasificaciones diagnósticas utilizadas

en la práctica actual, la CIE y la DSM. Clasificaciones, que a pesar de ser de

obligado estudio en la formación de psiquiatras y psicólogos, no suponen ni un

modelo nosológico ni una nosografía psicopatológica; no aportando un

enriquecimiento al conocimiento y comprensión del pathos, constatándose un

empobrecimiento tanto semiológico como nosográfico. Siendo lo esencial la

entidad morbosa que justifica el sufrimiento del sujeto y no el compromiso que

tiene este último con su malestar; apareciendo una amnesia de lo que ha sido la

historia de la locura así como su vinculación histórica con ideas y nociones que

provienen del resto de las ciencias humanas (psicoanálisis, antropología,

lingüística, literatura o filosofía). Nos centraremos en las clasificaciones

psicopatológicas actuales (CIE y DSM) desde una visión crítica, las cuales lejos de

estar amparadas por la evidencia científica y mucho menos por la clínica, están

construidas a partir de criterios extra-clínicos de carácter político, social y

farmacológico-económico.

3. La CIE y el DSM

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Los dos principales sistemas internaciones de clasificaciones diagnósticas

actualmente son la CIE (Clasificación Internacional de Enfermedades, en inglés

International Classification of Diseases, ICD) y el DSM (Diagnostic and Statistical

Manual of Mental Disorders).

La primera, editada por la Organización Mundial de la Salud (OMS), vio la

luz en 1893 de la mano de Jacques Bertillon, director de estadística de París. En sus

primeras ediciones sólo recogía las enfermedades que eran causa de defunción e

invalidez. Es a partir de la sexta edición, publicada en 1948, cuando incorpora

también un capítulo específico para las enfermedades mentales (capítulo V), cuya

estructura se mantuvo hasta la novena revisión y estaba organizada en tres

secciones: a) psicosis; b) desórdenes psiconeuróticos, y c) trastornos de carácter,

del comportamiento y de la inteligencia. Sin embargo, hasta la octava edición, la

CIE tuvo escasa aceptación internacional como clasificación nosológica, pues su

propuesta se limitaba a meras nomenclaturas sin ofrecer criterios diagnósticos que

definiesen los cuadros; su objetivo era que cualquier país adoptase la nomenclatura

propuesta, de ahí su marcado carácter consensual, con el fin de proporcionar

índices de morbilidad y mortalidad comparables trasnacionalmente. En su última

edición de 1992 (CIE-10), la estructura es muy similar a las últimas ediciones del

DSM; además, adopta la noción de trastorno, borrando las diferencias tradicionales

entre psicosis y neurosis, e incorpora un sistema multiaxial formado por tres ejes

(Eje I: Diagnósticos clínicos, Eje II: Discapacidades y Eje III: Factores

contextuales).

El DSM, clasificación elaborada por la American Psychiatric Association

(APA), es el sistema de codificación psiquiátrica oficial utilizado en los Estados

Unidos. Se creó en 1952 como alternativa a la CIE-6. Por entonces, la mayoría de

los psiquiatras norteamericanos se hallaban en una situación confusa y caótica,

añadiéndose la diversidad de etiquetas diagnósticas y criterios valorativos

necesarios para emitir juicios clínicos que orientasen tanto la práctica psiquiátrica

como la de otras disciplinas relacionadas, en especial la medicina forense y la

selección de candidatos a las fuerzas armadas. Existían diferentes escuelas

(psicoanalítica, fenomenológica, psiquiatría clásica, etc.) que, o bien utilizaban

lenguajes psicopatológicos diferentes, o bien empleaban las misma etiquetas

diagnósticas aunque con criterios de asignación propios de la teoría de cada

especialista. Los problemas ligados a la práctica clínica, la investigación, la

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comunicación entre profesionales o la divulgación didáctica eran evidentes.

El DSM-I, preparado por George Reines, proponía una taxonomía basada

especialmente en el funcionalismo de Adolf Meyer, articulándose la tradición

psiquiátrica y el psicoanálisis mediante el concepto de "reacción"; promoviendo

una concepción de las patologías mentales como formas de reacción de la

personalidad ante distintos factores (psicológicos, sociales, orgánicos, genéticos,

etc.). La influencia psicoanalítica, dominante por entonces en Estados Unidos, se

puso de manifiesto con la utilización frecuente de conceptos como neurosis,

mecanismos de defensa o conflicto neurótico. La noción de "reacción" fue

abandonada en el DSM-II (1968), que por lo demás mantuvo una estructura similar

a la de su predecesor. Este sistema de clasificación motivó, no obstante, numerosas

críticas: se le consideraba excesivamente teórico-dependiente de una escuela

psicopatológica determinada y de postergar otros enfoques que ganaban prestigio

con el auge del empirismo experimental de los años 1970; además, se acusaba a los

diagnósticos psicoanalíticos clásicos (la oposición entre neurosis y psicosis) de

escasa fiabilidad y precisión por la vaguedad en la definición de las categorías

propuestas.

4. El DSM-III y cambio de paradigma: recuperación del modelo

biomédico

A principios de la década de 1970 fueron publicados dos artículos que

amenazaban la legitimidad de la psiquiatría como especialidad médica; en uno de

los artículos se publicaba un estudio plurinacional británico-estadounidense en el

que concluían cómo los diagnósticos de ambos países diferían radicalmente,

incluso cuando se evaluaban a los mismos pacientes mediante cintas de vídeo; en el

otro, basado en el famoso experimento de Rosenhan sobre la validez del

diagnóstico psiquiátrico, se evidenció lo fácil que era hacer que los psiquiatras no

sólo emitieran diagnósticos erróneos, sino que también aplicaran tratamientos

absolutamente inadecuados.

En 1980 se publicó el DSM-III, dotado de una apariencia científica, bajo la

dirección del psiquiatra Robert Spitzer. La nueva versión recuperaba el modelo

nosológico médico, del que derivaba la clasificación diagnóstica de las

enfermedades mentales cuyo objetivo principal era acabar con la anarquía

diagnosticadora, centrando su atención en una diagnosis cuidadosa como

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prerrequisito necesario para seleccionar un tratamiento más preciso y específico,

como en el resto de especialidades médicas; y a su vez, representaría el puente

necesario entre la investigación clínica y la psiquiatría clínica. Esta versión del

DSM culminaba los trabajos del Departamento de Psiquiatría de la Washington

University of Saint Louis desarrollados previamente por los llamados "neo-kraepe-

linianos": Robins, Guze, Winokur, Feighner. Quienes, más interesados por la

química cerebral, la investigación biológica y la clasificación científica,

cuestionaban la fiabilidad y validez de las taxonomías hasta entonces utilizadas.

Con el objetivo de aumentar la fiabilidad interjueces, los mencionados

investigadores propusieron un esquema clasificatorio más preciso y objetivo, los

denominados "criterios Feighner ", consistentes en una serie de reglas operativas

muy precisas que señalan qué síntomas son necesarios y cuántos bastan para

efectuar el diagnóstico de una categoría dada. Inspirándose en estos criterios,

Spitzer y su equipo de trabajo desarrollaron los Criterios Diagnósticos de

Investigación (RCD).

La confusión reinante entre las distintas escuelas y orientaciones teóricas

relativa a las causas, cursos, pronósticos y tratamientos impulsó la creación de una

taxonomía descriptiva y ateórica, evitando entrar en explicaciones etiológicas,

como si fuera posible en nuestro ámbito profesional una descripción de los

procesos morbosos ajena a una perspectiva teórica. Tras los calificativos de

clasificación descriptiva y ateórica se pretendía legitimar la reducción de la

psicopatología clínica a una mera enumeración de signos y síntomas, con la

consiguiente adjudicación de una etiqueta diagnóstica en aras de construir un

discurso más biomédico4. Pero pronto se pondría de manifiesto, cómo el nuevo

modelo supuestamente científico era un ataque frontal a la orientación

psicoanalítica y una defensa implícita de la perspectiva biológica; erradicando la

subjetividad de la clínica mental, desposeyendo al sujeto de la participación en el

malestar que le aqueja. Conforme a esta ideología implícita, entidades clásicas 4 A este respecto, el psiquiatra Allen Frances, quien fuera presidente del grupo de trabajo del DSM-IV y parte

del equipo directivo del DSM-III nos advierte: "El DSM-III fue anunciado como ateórico en cuanto a

etiología e igualmente aplicable a los modelos de tratamiento biológico, psicológico y social. Esto era cierto

sobre el papel, pero no en realidad. Era cierto en cuanto a que los grupos de criterios estaban basados en

síntomas superficiales y no decían nada sobre las causas o tratamientos. Sin embargo, el método de los

síntomas superficiales encajaba perfectamente con un modelo de trastorno mental biológico y médico y lo

fomentaba enormemente. El rechazo de conceptos psicológicos más deductivos y al contexto social colocaban

en clara desventaja a estos modelos y ponían una especie de camisa de fuerza reduccionista a la psiquiatría".

Ver: FRANCES, Allen (2014). ¿Somos todos enfermos mentales? Manifiestos contra los abusos de la

Psiquiatría. Barcelona: Editorial Planeta, 88

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como neurosis, psicosis, histeria, paranoia o melancolía se desdibujaron o

simplemente desaparecieron.

Con el DSM-III se difundió también el término "trastorno mental" (mental

disorder), eufemismo que pasa por alto el problemático concepto de enfermedad

en referencia a las afecciones psíquicas, contribuyendo a silenciar el tradicional

debate acerca del pathos como defensa, el síntoma como función y, en el fondo, la

implicación del trastornado en su trastorno. Bajo una supuesta metodología

estadística5 y una enumeración de criterios diagnósticos a veces insustanciales, la

perspectiva ontológica adoptada por el DSM-III sugiere que los trastornos

mentales son objetos naturales que sobrevienen sin mediación subjetiva, lo que se

traduce en una defensa de la irresponsabilidad respecto al malestar y en anteponer

la enfermedad al enfermo, dejando al sujeto en una pasividad permanente con

respecto a su malestar.

Por lo demás, la mayor innovación del DSM-III, el diagnóstico multiaxial,

pretendía abarcar la totalidad de la persona bajo el denominado enfoque

"biopsicosocial". Si bien, el modelo biopsicosocial nace de la perspectiva

psicobiológica de Adolf Meyer y como fruto de la práctica de la psiquiatría de

enlace, en la que se atienden los aspectos psicológicos de los pacientes

diagnosticados de alguna enfermedad somática, convirtiéndose el modelo

biopsicosocial en un modelo estándar en la psiquiatría contemporánea. Para ello se

propusieron cinco ejes, de los cuales contarán obligatoriamente para el diagnóstico

sólo los dos primeros:

5 La taxonomía propuesta por el DSM-III y las sucesivas revisiones, ante la ausencia de pruebas científicas

(de neuroimagen, genéticas) sobre los distintos diagnósticos que pudieran servir de guía en las decisiones

sobre qué categorías incluir y qué criterios conformarían dichas categorías, nace del consenso entre expertos y

no de estudios estadísticos. Vuelve a ser A. Frances, quién nos explica cómo se llevó tan arduo trabajo: "El

proceso no era bonito de ver; parecía más bien una interpretación virtuosa que un debate científico. Todas las

reuniones seguían un patrón bastante uniforme.

Un grupo formado por ocho o diez expertos se encerraba prácticamente en una sala y no salía hasta llegar a un

acuerdo. Las mañanas eran ruidosas e indisciplinadas, con expertos gritando los que consideraban mejores

síntomas, discrepando frecuentemente a voz en grito unos con otros. Sus opiniones apasionadas eran defendidas con la feroz determinación fruto de la experiencia, no de datos científicos, y no parecía una forma

racional de elegir entre sus discrepantes propuestas. Bob (en referencia Robert Spitzer) permanecía la mayor

parte del tiempo en silencio, escribiendo furiosamente a máquina en un rincón para tomar nota de todo. Tras

unas cuantas horas anárquicas, llegaba una tremenda bandeja de fiambres. Los expertos se tranquilizaban por

fin mientras trabajaban rodeados de bocadillos, ensalada, pepinillos y refrescos de vainilla. Bob continuaba

escribiendo con frenesí, absolutamente concentrado y al parecer ajeno a la comida. Milagrosamente, al final

del almuerzo, Bob había asimilado el caos matinal y lo había transformado en un borrador de los conjuntos de

criterios, condensando cuidadosamente las propuestas discordantes en una definición coherente". FRANCES,

Allen (2014). ¿Somos todos enfermos mentales? Manifiestos contra los abusos de la Psiquiatría, op. cit., 87-

88.

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- Eje I: Síndrome Clínico.

-Eje II: Trastornos de la Personalidad y Retraso Mental.

-Eje III: Enfermedades y Condiciones Físicas.

-Eje IV: Problemas Psicosociales y Ambientales.

-Eje V: Valoración Global de Funcionamiento.

5. Revisiones del DSM-III: DSM-III-R, DSM-IV y DSM-IV-TR

En un movimiento de permanente renovación, se intentó subsanar las

posibles inconsistencias, confusiones y discordancias del DSM-III con la

publicación, en 1987, del DSM-III-R. Sin variar el formato, en esta revisión se

depuraron algunos de los criterios diagnósticos que habían motivado críticas. Poco

después, en 1994, aparece el DSM-IV, en el que los autores afirman priorizar, antes

que cualquier otro criterio, los resultados de las investigaciones, intentando

introducir rigor, objetividad y transparencia en la toma de decisiones, realizando

las correcciones pertinentes tras una revisión de la biografía científica, la

realización de un meta-análisis de datos disponibles y tras estudios de campo. Lo

más llamativo de cada revisión publicada, sin embargo, radicaba en el aumento

desproporcionado del número de trastornos, en total 297 categorías diagnósticas.

Al respecto y con razón, Edward Shorter se preguntó: "¿Puede la naturaleza

dividirse verdaderamente en 297?".6

De acuerdo con esta tendencia a la multiplicación, se han ido diversificado

enormemente los trastornos de ansiedad (pánico, con o sin agorafobia,

generalizada, todo tipo de fobias, combinaciones de obsesiones y compulsiones,

6 Edward Shorter, con el cambio de paradigma con la publicación del DSM-III, señala cómo este proyecto

pretendidamente científico queda cues¬tionado con cada revisión del manual diagnóstico: "Más que

adentrarse en el mundo feliz de la ciencia, la psiquiatría al estilo DSM parecía de algún modo dirigirse al

desierto. Por la consiguiente cuestión, con cada sucesiva revisión edición de las series del DSM, el número de

trastornos distintos seguía creciendo. El DSM-III enumeraba 265 trastornos diferentes, subió un tercio de los

180 del DSM-II. El DSM-III-R tenía 292 y el DSM-IV, publicado en 1994, 297 trastornos. ¿Podía la naturaleza dividirse verdaderamente en 297 partes? A pesar de todo, los encargados del documento dieron la

es¬palda a la etiqueta kraepeliniana de 'enfermedad', identificando distintos `trastornos' que se referían a

diferentes entidades clínicas. Uno no esperaría encontrar tantas enfermedades distintas en nefrología y en

cardiología. Por supuesto, el cerebro es más complejo, pero aun así, Pinel había conseguido reducir el número

de trastornos psiquiátricos de un 'número indefinido de variedades' a cuatro. La psiquiatría tiene una tradición

de comprensión, de unir más que de separar. Uno de los redactores del DSM-III justificaba la inclusión

amplia basándose en el deseo de 'abarcar tantas condiciones como las que ven los clínicos en su ejercicio

profesional', para permitir que los futuros investigadores juzguen la validez de estas condiciones como una

entidad sindrómica válida". Ver: SHORTER, Edward (1999). Historia de la Psiquiatría. Desde la época del

manicomio a la era de la fluoxetina. Barcelona: J & C Ediciones Médicas: 303.

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estrés agudo y postraumático, adaptativos, etc.), los del estado de ánimo (bipolares,

depresiones, distimias, ciclotimia, etc.), los trastornos somatomorfos, de la

personalidad, etc. Ciertamente, según esta clasificación hay y habrá cada vez más

trastornos, muchos de los cuales aumentarán su distribución y frecuencia

(especialmente los bipolares y depresivos).

Los estudios clínicos que suscitan nuevas revisiones de los manuales no

hacen sino amplificar más estos diagnósticos parciales. Aparecen las nuevas

entidades de las comorbilidades y las patologías duales, de modo que los mismos

pacientes que antes padecían un trastorno pasan ahora a pertenecer a varias

categorías diagnósticas a la vez, es decir, a estar más enfermos y a necesitar varios

tratamientos simultáneos. De esta manera, sin pretenderlo, se cuestiona

abiertamente el principio según el cual las categorías son, por definición,

mutuamente excluyentes, pauta esencial en las clasificaciones inspiradas en el

modelo médico. La investigación epidemiológica puso de relieve cómo la

comorbilidad de dos o más trastornos en la misma persona, es un fenómeno

frecuentemente observado en la clínica, comprobándose cómo la coexistencia de

dos o más categorías diagnósticas del DSM en la misma persona es la regla y no la

excepción, cuestionándose uno de los principios que inspira la organización de la

taxonomía, el principio de parsimonia. El principio de parsimonia hace referencia a

la conveniencia de buscar un único diagnóstico que sea el más simple, económico y

eficiente y que pueda explicar todos los datos disponibles; el especialista debe

buscar un único diagnóstico que fuese suficiente para abarcar la realidad clínica de

un paciente. Pero la taxonomía americana en lugar de simplificar la realidad de la

enfermedad o del trastorno mental, nos sitúa ante una complejidad nosológica que

incumple uno de los fundamentos del DSM-III, el de aumentar la fiabilidad

interjueces; ya que no existen estudios concluyentes que hayan podido demostrar

una mejoría sustancial de la fiabilidad ante la diversidad de entidades diagnósticas

pobremente delimitadas.

Tanto el DSM-IV como su versión revisada (DSM-IV-TR, publicado en

2000) destacan por la descripción ampliada de cada trastorno con una serie de

epígrafes: características diagnósticas, características y trastornos asociados,

características relacionadas con una determinada edad, cultura o género,

prevalencia, incidencia y riesgo, evolución, complicaciones, factores

predisponentes, patrón familiar y diagnóstico diferencial. Únicamente faltaría una

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referencia a la etiología de origen biológico, ausente, pero implícita en la

taxonomía, aunque se renueva el anhelo de convertirla en principio organizador de

una futura clasificación de los trastornos mentales. Es llamativo cómo uno de los

cambios que se realizaron en el DSM-IV, es la transformación nominativa de la

categoría de trastornos orgánicos, que hasta entonces se diferenciaban del resto de

trastornos mentales, en trastornos cognitivos, que incluye los diagnósticos de

delirium, demencia, trastornos amnésicos y otros trastornos cognitivos. Lo que

refuerza la ideología implícita del DSM: que todos los trastornos serían

enfermedades reales y naturales, de las cuales en algunas se conocen sus bases

orgánicas morbosas y en otras no, aunque en la esperanza de descubrirlas más

pronto que tarde. La psiquiatría actual seducida por el importante desarrollo de las

neurociencias, los hallazgos genéticos, moleculares, estructurales y funcionales del

sistema nervioso, se olvida de la realidad clínica y asistencial. Su afán de encontrar

una explicación puramente biológica, como forma de legitimar el modelo médico

en la práctica psiquiátrica, está siendo cuestionado por los propios

neurocientíficos, al intentar reducir y simplificar la complejidad del

funcionamiento psíquico a hipótesis genetistas o de los sistemas de

neurotransmisores. Ejemplo de ello son las declaraciones que realizó el genetista y

autoridad en ese campo, Craig Venter, ante la pregunta de si la conducta humana

está determinada genéticamente en una entrevista publicada en El País (2000):

La mayoría de los científicos que trabajan en este campo no creen en el

determinismo genético, excepto en un número muy limitado de casos, cuando se

trata de enfermedades muy poco corrientes y con fuerte componente genético. La

biología, en general, no actúa de esa manera. Y, desde luego, no lo hace en el caso

de la inteligencia y el comportamiento. A muchas personas les gustaría eximirse

de responsabilidades y echarle la culpa al código genético (los fumadores o los

drogadictos, por ejemplo). Pues van a sufrir una desilusión. El código genético no

va a absolver a los seres humanos de sus decisiones individuales ni de su

responsabilidad personal. Nadie podrá esconderse detrás de sus genes.

Con cada revisión del DSM se constata la tendencia a alejarse de la

psicopatología clásica y psicoanalítica, así como el cuestionamiento y reflexión

continua sobre el malestar psíquico. Mediante el desplazamiento del foco de

observación clínica, pese a mantener antiguos criterios de clasificación, se destacan

otros nuevos y con ello se modifica completamente la comprensión del trastorno. A

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este respecto, el ejemplo más destacado lo constituye el auge del trastorno bipolar,

en el cual coinciden la semiología del pensamiento y la afectiva. Pero, a diferencia

del planteamiento tradicional donde el peso sustantivo del diagnóstico se basaba en

la primera, lo que contribuía al diagnóstico de psicosis, en la actualidad se funda

sobre la semiología de los afectos, el humor y el estado de ánimo, de manera que

los síntomas psicóticos se convierten en simples calificativos del trastorno bipolar,

despareciendo las categorías clásicas de melancolía o psicosis maniaco-depresiva.

Otro tanto sucede con la histeria y su proteica sintomatología, la cual se halla

dispersa entre los trastornos depresivos, distímicos, bipolares o los trastornos de la

personalidad; ya los alienistas alertaban sobre la dificultad de aprehender la

histeria en una entidad nosológica, célebres son las palabras de E. Laségue (1878):

La definición de la histeria jamás ha sido dada y nunca lo será. Los síntomas no

son ni tan constantes ni tan uniformes, ni tan iguales en duración e intensidad

para que un tipo descriptivo pueda comprender todas las variedades.

En la taxonomía americana se produce un desplazamiento de la semiología

de los trastornos del lenguaje y del pensamiento hacia alteraciones de los afectos y

la conducta, que aunque parezca ingenuo, favorece el descentramiento del sujeto,

en cuanto a lo que dice y piensa sobre lo que le pasa, y a su vez, promueve la

orientación de la terapia a los componentes neuroquímicos del organismo enfermo,

lo que respalda el uso generalizado de psicofármacos antidepresivos, ansiolíticos y

estabilizadores del humor.

6. Invención de los trastornos: criterios extraclínicos de las

clasificaciones

La transformación de la terminología y la inclusión de nuevas categorías

específicas que supuso la publicación del DSM-III, más que a una metodología

supuestamente más científica, obedecieron a cambios y presiones sociopolíticas de

la historia norteamericana, cuyos ecos se extendieron sin tardanza a otras partes

del mundo, así como a otros intereses ajenos a la práctica clínica y más cercanos a

la mercantilización del malestar psíquico que supuso el desarrollo la terapia

psicofarmacológica.

E. Shorter señala cómo a pesar de que los redactores de los diferentes DSM,

tras su tercera edición, luchaban por aferrarse a los datos objetivos para sus

propuestas categoriales, sus aspiraciones fueron combatidas por presiones

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ideológicas y se vieron forzados a hacer una serie de concesiones en las

clasificaciones. La homosexualidad constituye un ejemplo de ello, considerada

trastorno hasta 1972, pero que, merced a la presión del lobby americano

homosexual, desapareció del campo de la patología mental, en concreto del

epígrafe de las parafilias. Otro ejemplo de cómo una propuesta diagnóstica no

surge de la práctica clínica, y a menudo citado en la literatura especializada, es la

invención del trastorno por estrés postraumático. Surgido como consecuencia

directa de las reclamaciones económicas de los soldados excombatientes en

Vietnam, afectados de secuelas psicológicas contraídas durante la guerra. Conver-

tido en entidad nosológica en el DSM-III, el TEPT fue generalizándose a otros

territorios del pathos y sus criterios diagnósticos se ampliaron a nuevos factores

desencadenantes (familiares, sociales, laborales) cada vez más difusos, lo que

contribuyó a mermar el terreno de la normalidad saludable. El DSM y sus

posteriores revisiones, con los cambios experimentados en sus diagnósticos, más

que el resultado de una validación taxonómica, representa diferentes momentos de

la cultura estadounidense; los elementos clasificados cambian con el tiempo, en

gran medida debido a diferencias ideológicas y políticas, y no como consecuencia

del descubrimiento de enfermedades universales que tienen lugar de manera

natural y que hasta entonces eran desconocidas.

Nuevos trastornos ganados al territorio de la normalidad son la fobia social

(hasta entonces la timidez no se consideraba patológica), la depresión, que durante

el siglo XIX no se consideraba una categoría principal, y la multiplicación de los

trastornos de ansiedad en paralelo a la investigación farmacológica de las

aplicaciones de determinados fármacos ansiolíticos, amplificación de la que resultó

la escisión de los ataques de pánico como una entidad nosológica propia. La fobia

social es el ejemplo más claro de cómo un problema normal de la vida cotidiana se

eleva a trastorno psiquiátrico. La timidez deja de ser un rasgo humano y pasa a ser

inscrita en un discurso médico, cambiando su categorización y experiencia, incluso

con pretensiones de base biológica en cuanto a su etiología. La fobia social

ejemplifica el paradigma del modelo biocomercial en la construcción nosológica, de

cómo la solución médica, psicofarmacológica principalmente, antecede a la entidad

nosológica, en el que para promover un medicamento, en este caso la paroxetina, se

ha promovido la creación de un trastorno. La depresión se ha convertido en una

epidemia con el lanzamiento de los antidepresivos conocidos como "inhibidores

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selectivos de la recaptación de la serotonina", en el que la tristeza, como emoción

esperable y adaptativa ante circunstancias personales, familiares o sociales, se vive

en la actualidad como un desarreglo bioquímico, constatándose en las sociedades

desarrolladas una sensibilización e intolerancia para todo aquello que suponga bajo

humor y tristeza, como señala Marino Pérez (2008): "como si la condición natural

fuera la `euforia permanente'. De hecho, el término depresión capitaliza

clínicamente lo que de otra manera serían experiencias normales de la vida con un

curso natural". Cuando la industria farmacéutica irrumpió en la práctica

psiquiátrica con sus preparados psicofarmacéuticos, el sentido del diagnóstico se

empezó a deformar.

El supuesto ateoricismo invocado por el DSM-III queda en entredicho

cuando se observa hasta qué punto el vocabulario nosotáxico y nosológico se ha

acomodado paulatinamente a los principales grupos de psicofármacos (ansiolíticos,

antidepresivos, estabilizadores del ánimo, antipsicóticos). El argumento biomédico

que pretende justificar la adopción sistemática de fármacos para tratar síntomas

que hasta no hace mucho curaban con el paso del tiempo y la elaboración personal,

merman la madurez, la responsabilidad y la capacidad de elección del sujeto. De

hecho, esta orientación cientificista y la imprecisión descriptiva de los trastornos

mentales, facilita el fenómeno de la profecía autocumplida: allí donde más se ha

desarrollado la psicología clínica y la psiquiatría, mayor es la cronicidad de los

trastornos mentales y menor la tasa de curaciones espontáneas o adaptaciones a la

autonomía personal; consecuencia de la intervención de estas disciplinas ante

cualquier evento vital displacentero, siendo la medicación el tratamiento de

elección ante la concepción actual de enfermedad mental, de supuesta base

biológica y por tanto con tendencia a la cronificación.

Mientras antes abundaban las alteraciones reactivas, agudas y breves, ahora,

con el modelo de enfermedad implícito (los trastornos se deben a un desajuste de

algún neurotransmisor), se destacan los trastornos de la larga evolución, lo que

implica un tratamiento farmacológico muy duradero (a veces también psicológico);

de manera que aumenta tanto el coste como los efectos secundarios y acumulativos

tóxicos. El ejemplo por excelencia es de nuevo el trastorno bipolar. Hoy en día se

tiende a considerar patológicos ciertos altibajos y variaciones del ánimo, los cuales,

una vez diagnosticados siguiendo criterios internacionales, son tratados con

fármacos, de dudosa efectividad, ya que se ha comprobado que el nombre de

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estabilizadores del humor más que al mecanismo de acción del fármaco, se debe a

un eslogan de la propia industria farmacéutica7. A fin de reforzar la raigambre

enfermiza de ese revoltijo fenomenológico que da cuerpo al trastorno bipolar, se le

aporta un plus de gravedad puesto que en el listado de síntomas se mezclan unos

leves con otros severos, unos breves con otros tenaces, mientras que el tiempo de

espera para diagnosticar esa patología se reduce a pocos días (4 en el bipolar I, 7 en

el bipolar II), o a pocos meses (6) en el caso de la esquizofrenia.

El itinerario de este proceso favorece el estigma, es decir, la marca que

soporta un sujeto diagnosticado de enfermedad mental, lo que en muchos casos le

subyugará de por vida a tratamientos médico-psicológicos. Al amparo de las nuevas

taxonomías, algunos especialistas orientan sus pesquisas hacia la búsqueda de los

falsos negativos, es decir, los enfermos mentales que no han sido diagnosticados

hasta ese momento. De resultas de esta búsqueda, en los servicios de la salud

mental han comenzado a proliferar los falsos positivos, esto es, los pacientes que

reciben diagnósticos y tratamientos cuando realmente no lo necesitan. La

proliferación de diagnósticos, con la ampliación de los límites de la patología,

desdibujando la normalidad en la psiquiatría clínica, se ha intentado justificar con

el modelo de prevención y detección precoz utilizado en otras especialidades

médicas. El argumento consiste en que al identificar y tratar a quienes padecen

trastornos psiquiátricos menores, permitirá evitar que sean en el futuro enfermos

mentales graves. Si bien, la práctica clinica ha demostrado que la detección precoz

más que beneficios, suponen efectos iatrogénicos al basarse en un modelo médico,

con la prescripción de tratamientos farmacológico, así como una serie de prácticas

asistenciales que promueven la identificación del sujeto con su supuesta

enfermedad y así su cronificación y dependencia de los servicios sanitarios.

7. El polémico DSM-5

7 Marino Pérez y colaboradores, señalan cómo los mayores avances de la psiquiatría actual son producto de

eslóganes comerciales de la industria farmacéutica, uno de cuyos ejemplos lo representa el trastorno bipolar: Con todo y en base a todo ello, la era y la epidemia bipolar se debe a un 'avance' psiquiátrico servido por la

psicofarmacología. ¿Cómo es así, sabido que no hubo ninguna innovación psicofarmacológica en los últimos

treinta años? (Fibiger, 2012; Hyman, 2012). Se refiere al lanzamiento de conceptos que, sin suponer ningún

hallazgo farmacológico, funcionan como poderosos eslóganes en la práctica, como si fueran hallazgos

científicos. Ejemplos ya se encuentran en las denominaciones de preparados, dando a entender que son

específicos como `antipsicótico' y 'antidepresivo' cuando, en realidad no son específicos, ni etiológicamente,

porque de hecho no se conocen los mecanismos específicos de estos trastornos, ni siquiera sintomáticamente,

puesto que se utilizan para una variedad de síntomas distintos a los indicados.

Ver: PÉREZ, Marino; GARCÍA, Fernando y GONZÁLEZ, Héctor (2015). Volviendo a la normalidad. La

invención del TDAH y del trastorno bipolar infantil. Madrid: Alianza Editorial: 235.

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El 18 de mayo del 2013, la Asociación Psiquiátrica Americana publicó el

Manual de Diagnóstico Psiquiátrico (DSM-5), resultado de más de una década de

investigación, con 13 grupos de trabajo, 6 grupos de estudio y más de 500

profesionales participando en cada uno de los mismos. La culminación nosográfica

de un proceso de 14 años, esta vez bajo la dirección de David Kupfer, ha sido objeto

de críticas y polémicas, generado un gran debate en el cuerpo psiquiátrico, incluso

antes de su publicación.

La nueva clasificación nosología, con una pretensión de reflejar el estado

actual de la ciencia clínica, siguiendo el discurso positivista de la psiquiatría

biológica, ha supuesto el rechazo absoluto de una clínica subjetiva y contextual, así

como una patologización de la población al ampliar los límites de la psiquiatría

clínica a campos inimaginables, minimizando los umbrales diagnósticos y dejando

entrever más claramente que en las anteriores ediciones los intereses

mercantilistas de la psiquiatría.

El cambio más radical y polémico es la desaparición de los ejes diagnósticos,

no contemplándose una evaluación del contexto social e interpersonal del paciente,

reduciéndose el proceso diagnóstico al cumplimiento o no de una serie de criterios

operativos, pobremente formulados y sujetos a la interpretación tanto del paciente

como del especialista, lo que favorece una lectura errónea y la trivialización del

diagnóstico psiquiátrico. El ámbito psicosocial ha desaparecido del paradigma

"biop-sicosocial", tan importante en las anteriores versiones, reforzándose con ello

el núcleo "bio". El ideal de fundamentar la clasificación sobre una base genética y

un sustrato neurológico como el principio organizador de la nosotaxia parece

posponerse de nuevo, una vez más por falta de resultados consistentes.

La organización de los capítulos ha sido modificada con el fin de reflejar un

enfoque del ciclo vital, con los trastornos más frecuentemente diagnosticados en la

infancia al comienzo del manual. El primer capítulo es el dedicado a los trastornos

del neurodesarrollo y al final del manual se encuentran los trastornos más

frecuentes en las personas de edad avanzada, tales como los trastornos

neurocognitivos. No obstante esta nueva organización, conlleva, salvo en raras

ocasiones específicas, que cualquier trastorno se pueda diagnosticar en cualquier

tramo de edad. Un ejemplo de cómo los trastornos de comienzo habitual en la

infancia y adolescencia dejan de tener sentido, lo representa el TDAH (Trastorno

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de Déficit de Atención con Hiperactividad), diagnóstico de escasa validez como han

demostrado los estudios, el cual podrá ser diagnosticado en población adulta; en

este caso el diagnóstico se basa en síntomas subjetivos, basados en

autopercepciones falibles de falta de concentración y de ineficacia, más relacionado

con la sociedad acelerada y exigente en la que vivimos, que a una enfermedad

mental con una supuesta etiología cerebral. Otro cambio es como el TDAH ha

dejado de formar parte de los trastornos de conducta para englobarse dentro de los

"trastornos del neurodesarrollo", aceptando la hipótesis de la inmadurez cerebral y

la disfunción ejecutiva como verdadera, cuando las investigaciones siguen sin

confirmarla y la literatura científica existente en la actualidad no permite establecer

de forma concluyente la pretendida naturaleza neurobiológica de este diagnóstico.

No hace falta decir que la posibilidad de diagnosticar el TDAH en el adulto, no hace

sino replicar el éxito de venta de psicoestimulantes en población infantil y

ampliarla a otros focos de población, convirtiéndose, como anuncian los expertos,

en epidemia como ya lo está siendo el TDAH en población infantil. Como señala

Marino Pérez (2015): "Este diagnóstico invita ahora a que los adultos insatisfechos

con sus vidas, o con una parte de ellas, o que simplemente quieran ser eficaces en

sus quehaceres, busquen una respuesta farmacológica, como el metilfenidato, las

anfetaminas puras o antidepresivos, que hagan más llevaderas sus vidas".

Entre las críticas a las anteriores ediciones estaba las altas tasas de

comorbilidad entre diagnósticos, así como el uso masivo y extendido de los

diagnósticos "no especificados", limitaciones que ponían en evidencia la necesidad

de buscar una mejor nosología psiquiátrica. En vez de subsanarse estas

limitaciones, la nueva clasificación no excluye la comorbilidad entre varios

trastornos, lo que fomenta una pérdida de la visión holística del sujeto a favor de

una visión fragmentada por grupos de síntomas (ansiosos, depresivos, psicóticos,

autísticos), mezclándose síntomas con las consecuencias o vivencias de los mismos.

Pensar que un niño con el diagnóstico de trastorno del espectro autista está

desatento debido a que a su vez padece un TDAH, ignora las dificultades de

vinculación y angustias que supone una patología de tal índole. Polémico ha sido el

capítulo de los Trastornos Depresivos, como el duelo ante la pérdida de un ser

querido que no excluye el diagnóstico de depresión, desdibujándose

completamente los límites entre lo normal y lo patológico, lo que se justifica

mediante la sugerente pero falsa premisa: si hay sufrimiento, es porque existe un

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trastorno mental. Este cambio conceptual supondrá la medicalización innecesaria

de una de las experiencias más comúnmente vividas por los seres humanos,

aduciendo que los tratamientos médicos y psicosociales en el fondo son los mismos

que para la depresión mayor.

Como en sus predecesoras, el DSM-5 ha incorporado nuevos trastornos, los

cuales no dejan de ser polémicos, algunos porque son antiguos síntomas

transformados en entidades diagnósticas, como el trastorno por atracón. Allen

Frances advierte cómo esta nueva categoría se presenta como respuesta de la

psiquiatría a la epidemia de obesidad en la población, señalando los perjuicios que

supondrá esta falsa etiqueta como el tratamiento farmacológico ineficaz, con los

efectos secundarios de los psicofármacos, obviándose que la obesidad supone un

problema cultural y de los hábitos de vida del primer mundo, no un problema que

la psiquiatría deba solucionar. La expansión del pathos mental y su intromisión en

el terreno hasta ahora normalizado también se observa en trastornos de reciente

creación como el trastorno neurocognitivo menor, cuya pretensión es detectar e

intervenir precozmente para prevenir o retardar la progresión de una demencia

incipiente. Cuando dicho trastorno sigue siendo inexacto y confuso, pudiendo

abarcar a muchas personas que debido a un envejecimiento normal padecen una

pérdida de capacidades, presuponiéndoles una enfermedad crónica e incapacitante.

Otra de las incorporaciones que ha generado controversia es el trastorno disfórico

premenstrual en el capítulo de trastornos depresivos por el posible manejo

farmacológico que implica un nuevo diagnóstico explicado probablemente por

cambios hormonales fisiológicamente normales.

Esta nueva taxonomía y la difusión de sus criterios, no sólo a los espe-

cialistas, sino a los médicos de atención primaria, a grupos de defensa del

consumidor, medios de comunicación, Internet y redes sociales, se traducirá en

una inflación diagnóstica de la población normal ante la arbitrariedad nosológica y

tendrá efectos iatrogénicos en la forma de percibirse y percibir a los demás. Siendo

la población infantil la más perjudicada con la nueva clasificación, en el que

comportamientos normales, como las rabietas evolutivamente esperables, pasan a

denominarse y categorizarse trastorno de desregulación perturbador del estado de

ánimo. Este trastorno se incorpora para solventar la epidemia existente en EE.UU.

del trastorno bipolar infantil, trastorno que implica una supuesta enfermedad

crónica y legitima el uso de psicofármacos en edades cada vez más tempranas. La

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nueva etiqueta diagnóstica de trastorno de desregulación perturbador del estado de

ánimo, en principio, no conlleva la iatrogenia del trastorno bipolar en el niño, pero

supone una valoración patológica de las reacciones y comportamientos del infante

ante situaciones frustrantes; reacciones emocionales esperables en determinadas

etapas evolutivas, aunque molestas y desagradables para el entorno. Estando el

diagnóstico en función de la tolerancia del especialista, la familia o el grupo de

pertenencia a los descontroles emocionales del niño; legitimándose la

farmacoterapia en niños y adolescentes ante comportamientos fastidiosos o

incómodos para los adultos, pero normales desde una perspectiva evolutiva.

Confirmándose con la creación de las nuevas entidades nosológicas el modelo

biocomercial sobre el que se fundamenta la nueva edición diagnóstica de la APA,

olvidándose de comprender el malestar psíquico, así como de la mejora de la

asistencia clínica.

8. A modo de conclusión

La concepción naturalista y organicista de la patología mental actual, más

interesada en diferenciar y clasificar los fenómenos morbosos en entidades

homogéneas e independientes, se muestra insuficiente cuando el criterio para la

construcción de la taxonomías es puramente observacional y simplista, cuyo

resultado es la proliferación de diagnósticos y la incorporación de síntomas leves y

confusos, expandiendo los límites de la patología a situaciones insospechadas,

desdibujándose la frontera entre la normalidad y la enfermedad mental. Así, tanto

esta multiplicación de los trastornos mentales como la patologización de la vida

cotidiana, más que responder al avance científico y clínico de la especialidad, se

fundamenta en intereses extraclínicos: aumento de la cuota de mercado de la

industria farmacéutica, legitimización de la psiquiatría y la psicología clínica dentro

de las ciencias de la salud, así como ampliar sus dominios profesionales a una gran

variedad de demandas; añadiéndose los propios intereses de la población que ha

preferido ser "enferma" a ser infeliz8. En la población general, múltiples situaciones

injustas son planteadas como patologías del individuo y etiquetadas como tales, lo

8 Fernando Colina explica cómo la expresión social de la enfermedad es también fruto de los cambios

culturales: "Hemos aprendido que la sociedad de consumo indujo unas estrategias del deseo exigentes e

insaciables, cuya primera consecuencia es la inestabilidad psicológica, la ansiedad y esa intolerancia al duelo,

la depresión y la frustración que tan acertadamente nos caracteriza. Una vez instaurado el derecho a la

felicidad como exigencia irreemplazable, cualquier fallo, lentitud o tropiezo del deseo nos vuelve pacientes de

la psiquiatría con excesiva facilidad". Ver: COLINA, Fernando (2008). "Prólogo: Psiquiatría y cultura". En

José María ÁLVAREZ, La invención de las enfermedades mentales (13). Madrid: Gredos.

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que fomenta la irresponsabilidad del sujeto y de la sociedad ante las mismas.

El discurso reduccionista de la psiquiatría actual reduce al sujeto a un

objeto, a una realidad estable, fija e inmutable, queriendo hacerla mensurable,

contradiciendo la propia realidad de cada sujeto, que es multiforme e

intransferible. Ante el riesgo de que la salud mental se convierta en una máquina

instauradora de diagnósticos y tratamientos, bajo la falsa ilusión de un

cientificismo que ni desestigmatiza ni devuelve el lugar a la persona diagnosticada

en la sociedad urge la necesidad de replantear una psicopatología que vaya más allá

de la semiología o las propuestas taxonómicas actuales, así como la necesidad de

contar con una interpretación teórica en la que tenga cabida la subjetividad del

paciente, su dignidad como persona, su autonomía y responsabilidad ante su vida.

La psicopatología no es una ciencia exacta, como las matemáticas, ni puede basarse

en ella. La solidez y firmeza de los modelos de psicología patológica reside en su

potencial interpretativo y principalmente, resolutivo para el paciente; conocimiento

que surge de la experiencia clínica y de la escucha del relato subjetivo y particular

de la persona que busca ayuda. "Hay una verdad del hombre que está en su interior

que no es la verdad de las ciencias en su formulación moderna, ni la verdad

teológica o transcendental; y que nace de un ejercicio de indagación biográfica"

(Menéndez, 2011).

9. Bibliografía básica

ÁLVAREZ, José María (2008). La invención de las enfermedades mentales.

Madrid: Gredos.

ÁLVAREZ, José María, ELÚA, Ana y MARTÍN, Juan Domingo (2012). "Los

sistemas internacionales de clasificaciones diagnósticas: presentación crítica de la

nosología actual". En Manual del residente en psicología clínica (111-120). Madrid:

Asociación Española de Neuropsiquiatría.

ÁLVAREZ, José María, ESTEBAN, Ramón y SAUVAGNAT, François (2004).

Fundamentos de psicopatología psicoanalítica. Madrid: Síntesis. A.P.A. (1995).

DSM-IV Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales. Barcelona:

Masson.

A.P.A. (2013). Guía de consulta de los criterios diagnósticos del DSM-5.

Madrid. Editorial Médica Panamericana.

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Roberto Rodriguez editor. (2016) Contrapsicología. Ed. Dado. Madrid (pp. 167-193)

GÓNZALEZ, Héctor y PÉREZ, Marino (2008). La invención de los

trastornos mentales. Madrid: Alianza Editorial.

O.M.S. CIE-10 (1992). Trastornos mentales y del comportamiento.

Descripciones clínicas y pautas para el diagnóstico. Madrid: Meditor. Shorter,

Edward (1998). Historia de la Psiquiatría. Desde la época del manicomio a la era de

la fluoxetina. Barcelona: J & C Ediciones Médicas.

10. Bibliografía complementaria

ÁLVAREZ, José María y COLINA, Fernando (2012). "Sustancia y fornteras

de la enfermedad mental". En Manuel DESVIAT y Ana MORENO (eds.), Acciones

de salud mental en la comunidad (138-149). Madrid: Asociación Española de

Neuropsiquiatría.

BERCHERIE, Paul (1980). Los fundamentos de la clínica. Historia y

estructura del saber psiquiátrico. Buenos Aires: Ediciones Manantial.

COLINA, Fernando (2013). Sobre la locura. Madrid: Cuatro Ediciones.

DESVIAT, Manuel y MORENO, Ana (2012). "Razón de ser de la

psicopatología". En Manuel DESVIAT y Ana MORENO (eds.), Acciones de salud

mental en la comunidad (175-184). Madrid: Asociación Española de

Neuropsiquiatría.

FRANCES, Allen (2014). ¿Somos todos enfermos mentales? Manifiesto

contra los abusos de la psiquiatría. Barcelona: Ariel.

GARCÍA, Fernando, GONZÁLEZ, Héctor y PÉREZ, Marino (2014).

Volviendo a la normalidad. La invención del TDAH y del trastorno bipolar infantil.

Madrid: Alianza Editorial.

MENÉNDEZ, Federico (2012). "La historia clínica y la anamnesis en la

psicopatología actual. De la biografía a la biología. De la escucha y mirada clínica a

la escucha y mirada por aparatos. ¿Qué es la evidencia en salud mental?". Revista

de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 32(115), 547-566.

MOLINS, Ferrán y LÓPEZ-SANTÍN, José Manuel (2015). "La simplificación

neopositivista del lenguaje de la psicopatología desde una perspectiva post-

wittgensteiniana". Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 35 (125),

135-145.

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Roberto Rodriguez editor. (2016) Contrapsicología. Ed. Dado. Madrid (pp. 167-193)

MUÑOZ, Luis Fernando y JARAMILLO, Luis Eduardo (2015). "DSM.5:

¿Cambios significativos?". Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría,

35 (125), 111-121.

RODRIGUEZ, Francisco y GÓNZALEZ, Natalia (2012). "La construcción

social de los diagnósticos psiquiátricos y las clasificaciones". En Manuel DESVIAT

y Ana MORENO (eds.), Acciones de salud mental en la comunidad (210-221).

Madrid: Asociación Española de Neuropsiquiatría.