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LEGADO INFINITO Todos los derechos reservados. Prohibida su difusión sin consentimiento. Rafael Alcolea © 1. El Proyecto Poco tiempo después de terminar mi proyecto de fin de carrera sobre el campo magnético originado en la tacoclima solar, recibí un telegrama que marcaría el resto de mi vida. Aquel telegrama me llevaría a vivir la experiencia más increíble jamás soñada por un ser humano: Descubrir que aparte de nuestro mundo real y humano existía toda una amalgama de experiencias, lugares y objetos ocultos a la opinión pública que podrían hacer tambalear los cimientos de nuestras economías y sociedades desarrolladas. Lo inexplicable siempre se había mantenido oculto, el descubrimiento siempre se había relacionado con la locura; ahora, yo, estaba a punto de emprender un viaje que rompería con todas las barreras puestas por algunos hombres para que aquellos secretos no fuesen jamás revelados. El telegrama consistía en una invitación para colaborar con el instituto de astrofísica de la universidad de Oslo, concretamente con el equipo de la isla de la Palma, residencia del nuevo telescopio solar sueco. La isla de la Palma constituía el marco idóneo para el desarrollo de investigaciones en el espacio exterior. La isla libre de polución y luces artificiales, consigue que el estudio de los astros, en especial el Sol, se realice con la mayor claridad posible. Mi futuro jefe me comentaba en el escueto trozo de papel, que estaban interesados en mis teorías acerca del porqué la temperatura de la corona solar

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LEGADO INFINITO

Todos los derechos reservados. Prohibida su difusión sin consentimiento. Rafael Alcolea ©

1. El Proyecto

Poco tiempo después de terminar mi proyecto de fin de carrera sobre el

campo magnético originado en la tacoclima solar, recibí un telegrama que

marcaría el resto de mi vida.

Aquel telegrama me llevaría a vivir la experiencia más increíble jamás

soñada por un ser humano: Descubrir que aparte de nuestro mundo real y

humano existía toda una amalgama de experiencias, lugares y objetos ocultos

a la opinión pública que podrían hacer tambalear los cimientos de nuestras

economías y sociedades desarrolladas.

Lo inexplicable siempre se había mantenido oculto, el descubrimiento

siempre se había relacionado con la locura; ahora, yo, estaba a punto de

emprender un viaje que rompería con todas las barreras puestas por algunos

hombres para que aquellos secretos no fuesen jamás revelados.

El telegrama consistía en una invitación para colaborar con el instituto de

astrofísica de la universidad de Oslo, concretamente con el equipo de la isla de

la Palma, residencia del nuevo telescopio solar sueco.

La isla de la Palma constituía el marco idóneo para el desarrollo de

investigaciones en el espacio exterior. La isla libre de polución y luces

artificiales, consigue que el estudio de los astros, en especial el Sol, se realice

con la mayor claridad posible.

Mi futuro jefe me comentaba en el escueto trozo de papel, que estaban

interesados en mis teorías acerca del porqué la temperatura de la corona solar

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es miles de veces mayor que la de la superficie solar; y se preguntaban si sería

posible contar conmigo para futuras investigaciones sobre el Sol, en el

instituto.

Mi euforia era más que comprensible, recién acababa de terminar mis

estudios universitarios, y era fichado por uno de los institutos astronómicos

más prestigiosos del mundo, y que en Europa estaba a la cabeza de

investigación espacial.

Este cambio en mi vida me recordó a mi tío. Según él, ahora que muchas

multinacionales privadas, laboratorios y gobiernos, estaban interesados en

investigar, y financiar proyectos al espacio exterior; con el fin de ser los

primeros en descubrir nuevos productos que comercializar, medicamentos,

vacunas, cosméticos, recursos minerales, e incluso viajes espaciales para

turistas provistos de una gran cartera; era mi momento para triunfar dentro de

un mercado desconocido y con miles de grandes clientes potenciales y

hacerme de oro. Atrás quedaba la magia de un nuevo descubrimiento, o la

satisfacción de poder ayudar a millones de personas, que solo los grandes

descubridores sienten en su pequeño laboratorio.

Mi tío, Markus Stauder, era el presidente fundador y principal accionista

de los laboratorios CORVIS, enriquecido entre otros productos por la famosa

'píldora masculina' que se vendía como churros en las farmacias de todo el

mundo. Como buen tiburón de las finanzas, sabía exactamente cómo y dónde

invertir su dinero. Como muchos grandes hombres de negocios, Markus

Stauder empezó de la nada. Él era el hijo menor de cuatro hermanos. Por lo

tanto mis abuelos ya estaban muy mayores para poder costearle estudios

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universitarios. Pero a los diecinueve años montó su primer negocio, una

humilde especie de botica que vendía toda clase de nuevos y milagrosos

remedios naturales para diferentes dolencias y males, la cosa fue tan bien que

en tres años ya tenía franquicias por toda Suiza, el norte de Italia, y Alemania.

Cuando contaba con veinticinco años y era dueño del ochenta por ciento de las

farmacias en Suiza, fundó sus propios laboratorios. Si hubiese sido

conformista, sus farmacias y laboratorios le daban una rentabilidad más que

suficiente para ir tirando con mucha holgura. Tampoco paró ahí, siguió

invirtiendo y desarrollando proyectos en los más variopintos campos.

En sus inicios, sus colegas le decían que estaba loco y que perdería todo lo

acumulado, que existían ya muchos y grandes laboratorios europeos, sin

contar con los estadounidenses que se estaban implantando en Europa. Mi tío

hizo caso omiso a todos los inversores que le aconsejaron que invirtiera en

vivienda. No obstante empezó a comprar diversas propiedades aquí y allá , por

si acaso, y así se convirtió en la década de los noventa en uno de los hombres

más ricos del viejo continente. Los laboratorios CORVIS, así como la

inmobiliaria ZUHAUSE, especialista en buscar viviendas de lujo a alemanes,

daneses, holandeses y suizos en el sur y las islas españolas, habían hecho de

mi idolatrado tío Markus un hombre incalculablemente rico.

Siendo del todo honestos, el tío Markus se portaba muy bien conmigo. Mis

estudios de Astrofísica fueron costeados única y exclusivamente por el fondo

de becas 'CORVIS'. Siempre prefirió que estudiase bioquímica y farmacia,

pero sabía que yo era tan terco como mi madre, y que acabaría estudiando lo

que yo quisiera.

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Los otros hermanos de mi madre, aun vivían en Suiza, donde yo nací. Ellos

siempre habían sido mejores estudiantes que mi tío, y mejor considerados por

mi abuelo. Pero ni por asomo habían conseguido el estilo de vida ―High

Class‖ de su hermano. Mi madre la única hija, y la mayor de los cuatro,

siempre había gozado del cariño y respeto de todos los demás.

Mis padres vinieron a vivir a España cuando yo tenía quince años, con un

padre español y una madre inglesa afincada en Suiza desde su juventud, no

tuve nunca ningún problema con los idiomas. De hecho estudié la educación

secundaria obligatoria en alemán, lo cual me convertía en un verdadero

políglota, dominaba perfectamente cinco idiomas: español, inglés, alemán,

italiano, y francés. Estaba seguro de que este hecho me había favorecido

enormemente a la hora de ser elegido entre numerosos doctores, catedráticos y

especialistas para trabajar en el Instituto de investigación.

En cuanto pude llamé a mis padres para darles la noticia, y en dos días lo

tenía todo listo: billetes, maletas, libros, despedida de amigos y familiares,

incluso había conseguido alojamiento.

El instituto me ofrecía la posibilidad de compartir un piso de tres

habitaciones con otros dos profesores del instituto, pero el tío Markus no

podía permitir que su ojito derecho compartiera su espacio vital con unos

desconocidos; así que me buscó una maravillosa villa a unos cinco kilómetros

del observatorio. La majestuosa casa resultó ser una de las propiedades que la

inmobiliaria ZUHAUSE poseía en la isla. Le repetí infinidad de veces que

podía apañármelas perfectamente viviendo con los otros compañeros en un

piso, pero me dijo que ya no estaba en situación de compartir piso, que mi

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época de estudiante ya había pasado, ahora debía enfrentarme al mundo real.

Y nada mejor que una enorme villa con nueve habitaciones y dos personas de

servicio para hacerme a la idea. El tío Markus se pasaba a veces en

agasajarme. Pensé en discutir lo de la casa más adelante cuando hubiese

llegado a la isla. No había por qué precipitarse, aun no tenía claro si podía o

quería quedarme más cerca del observatorio. Finalmente, decidiría quedarme

dentro del observatorio y evitar desplazamientos.

Mamá estaba tan emocionada que quiso venir desde Berna para felicitarme

personalmente y ayudarme con las maletas, mamá era así. Sabía lo duro que

había sido para mí llegar hasta allí. Se lo agradecí de todo corazón, pero

finalmente, la convencí para que no viniese. Tenía que empezar a vivir mi

propia vida y descubrir las cosas por mí mismo.

Cuando cerré la puerta del piso de mis padres en Madrid, tuve la sensación

de que cerraba una etapa de mi vida, y que comenzaba una nueva y

emocionante andadura en solitario, que a la vez de inquietante y necesaria, me

aterraba sin lugar a dudas. Atrás dejaba la seguridad de un hogar, a caballo

entre España y Suiza, una familia, mis amigos, todo lo conocido, y me

adentraba hacia el oscuro e indefinido futuro. Casi podía palpar lo que sentiría

al mirar por primera vez a través de aquel gigantesco telescopio del

observatorio, capaz de mostrarme todo sobre cuanto yo había estudiado. Me

sentía como el estudiante de medicina cuando está a punto de asistir a su

primera operación: emocionado pero a la vez, por qué no decirlo: acojonado.

Llegué al aeropuerto de Barajas en taxi, tres horas antes de la salida de mi

vuelo hasta Tenerife, desde allí cogería otro avión más pequeño hasta la

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Palma. Rápidamente identifiqué los mostradores de facturación, una vez que

mis tres maletones bajaron por la cinta hasta el muelle de carga del hipódromo

de maletas, fui a tomarme algo a una cafetería. Dudé bastante al elegir el

lugar, unos bares estaban repletos, otros no resultaban acogedores, hasta que

por fin cerca de los aseos encontré una pequeña cafetería con unos grandes

ventanales que daban a las pistas, desde donde podía ver cómo los aviones

subían y bajaban cual tecnológico tiovivo de feria, metáfora de nuestra

sociedad y economía llena de altibajos. Mientras devoraba mi desayuno

comprobé mi tarjeta de embarque y comprobé para mi alegría que tenía

reservado el asiento 3A. Casi siempre viajaba en primera clase gracias a los

puntos que mi tío acumulaba como viajero frecuente, o a la ayuda directa de la

cartera del tío Markus o a sus contactos. Era increíble cómo el dinero se

relacionaba con el dinero. Cuando había pasado ya buen rato pensando sobre

mi vida y empezaba añorar la vida que dejaba atrás, escuché las voces del

embarque del vuelo UX 8905 a Tenerife. Durante todo el trayecto disfruté

junto a la ventana del inmenso cielo azul que nos envolvía, y que contrastaba

con el mar azul intenso del Océano Atlántico. Al contemplarlo pensaba en lo

pequeños que éramos, pero a la vez en la magnitud de los avances técnicos

que ya habíamos logrado, pero entonces intentaba mirarlo y como si de un

dios todo poderoso se tratase, no podía retarle y aguantar su visión más de tres

segundos; dentro de poco tiempo podría observarlo cuanto quisiese sin temor a

quedar ciego. Que cercano se veía a 9000 metros de altura y que desconocido

y misterioso era. Dentro del avión y acomodado en mi asiento, con el

estómago lleno apenas hice caso del desayuno que sirvieron en ―business‖. Al

cabo de un par de horas, y de sobrevolar el continente africano, llegamos a las

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islas afortunadas. Aun me quedaba lo peor el vuelo entre Tenerife y la isla de

la Palma en una especie de avión-mosquito que se suponía tenía que

sobrevolar la distancia entre ambas islas sin caerse.

Si alguna vez pensé que me gustaba volar, sería porque iba montado en un

gran Airbus y no en una avioneta como en la que me trasladó. El resto de

viajeros parecían muy relajados, como si aquellos vaivenes y estrujamientos

en el estómago fueran normales; tan normales como desayunar callos en

domingo tras salir de fiesta.

Cuando llegué a la isla de la Palma, fui directamente a los lavabos, y

devolví a la madre naturaleza todo lo que me había entregado en la cafetería

del aeropuerto de Barajas. Fue una verdadera lástima no poder disfrutar de las

vistas que la isla ofrecía en un día tan despejado como ese, especialmente a

esa altura. Pero yo estaba acordándome de todos los santos del santoral, así

como todas las vírgenes habidas y por haber de la madre patria hasta el nuevo

continente. Traté de asearme un poco antes de presentarme a mis nuevos jefes

y colegas. Cuando llegué a recoger las maletas, ya habían sido retiradas de la

cinta. Aturdido miré alrededor. Esperándome, junto a éstas se encontraba un

hombre de unos cincuenta y tantos años con aspecto bronceado y apariencia

de taxista.

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2. Observatorio

— ¡Buenos días usted debe ser James G. Stauder, me comentaron que fue

el primero en abandonar el avión! —dijo el hombre con un meloso acento

canario y una expresión en su rostro que reflejaba las primeras bromas que

tendría que aguantar en los primeros días de estancia en la isla. Soy Jesús

Gómez, y me han mandado del instituto para recogerle.

—En efecto yo soy —dije mientras le seguía hasta la gran furgoneta

aparcada frente a nosotros en la zona de recogida de viajeros del aeropuerto

insular— usted será finalmente quien me llevará al observatorio, espero que

las maletas no sean un problema.

El hombre sonrió señalando los metros cúbicos del amplio portaequipajes

del furgón.

Durante el trayecto pude disfrutar del paisaje canario. Mientras

ascendíamos los 2400 metros de altitud por una angosta carretera de montaña,

admiraba feliz el increíble paisaje canario que tenía ante mí, y admiraba el

luminoso cielo que bañaba el Atlántico. El clima era fabuloso, la brisa

agradable proveniente de la costa africana y el cálido clima me iban

seduciendo como si de una amante serena e irresistible se tratasen. La clara

transparencia color zafiro, mágica, llena de una perfecta quietud animada y de

una pureza originaria, obligaba a cerrar los ojos y deshacerse en el recuerdo

deslumbrado de tan bucólica visión. Incluso el colorido que reinaba sobre La

Palma, resultaba casi irreal.

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Debíamos ascender hasta el borde de una vieja caldera volcánica, hoy día

inactiva, donde se encontraba el observatorio. Desde allí se podía observar la

pequeña estrellita enana y amarilla con la mayor resolución y nitidez que se

había conseguido jamás por un equipo científico; por eso las fotografías e

imágenes tomadas estaban batiendo records por todo el mundo. Lo primero

que pude apreciar cuando por fin, tras innumerables recovecos del camino,

alcanzamos los casi 2 kilómetros y medio de altura; fueron tres gigantescos

champiñones blancos orientados con su penetrante mirada en el cielo. Un

revoloteo de mariposas, como el de los enamorados, me invadía el cuerpo

cuando, tras pasar el control de seguridad, accedimos al recinto. Jesús aparcó

junto al primer edificio que encontramos a nuestra izquierda. Al bajar del

coche pude ver los tres grandes telescopios al final de todo el observatorio.

Desde allí se podía dominar toda la isla, y seguramente se divisarían

algunas de las islas vecinas que salpicaban el manto azul del océano como

solitarias lentejuelas de un viejo vestido de noche. Corría un poco de viento,

pero dada la altitud era algo normal, según me dijo Jesús en invierno daba la

sensación que los telescopios y demás edificios iban a salir volando. Jesús se

encargaba del mantenimiento de los jardines, las instalaciones y también era

el chofer del observatorio. Desde allí arriba tenía que dar varios viajes al día

para llevar y traer personal a las instalaciones o para realizar diversos recados

y gestiones del observatorio. En su mirada se apreciaba cuánto amor sentía por

aquel lugar y por su isla, que como buen lugareño tanto cuidaba y respetaba.

Me ayudó con todos mis bártulos, y entramos al edificio nombrado como: "

Oficinas del Instituto de Astrofísica de Oslo". Una joven recepcionista de tez

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morena y vivaracha saludó afablemente a Jesús y tras las presentaciones

formales, en las que no dudó mirarme de arriba abajo repetidas veces, me

condujo al despacho del director del instituto, que me estaba esperando.

— ¡Bienvenido James por fin has llegado! No te imaginas las ganas que

teníamos de tenerte entre nosotros. Tus estudios han causado sensación entre

todos por aquí. Temíamos que fueses fichado por la NCAR (Centro Nacional

de Investigación Atmosférica de Colorado), la HAO, la NASA o cualquier

universidad como Stamford o Michigan. —dijo Göran Wiltberger, el jefe del

instituto en un castellano muy sueco.

—A decir verdad me sorprendió la celeridad con que recibí su oferta. Esto

no quiere decir que no me considere apto para el puesto, solo que habiendo

miles de estudiantes de astrofísica en todo el mundo, que se fijaran en mí me

sorprendió bastante —respondí algo abrumado por tan calurosa

bienvenida.

—Lo que nos fascinó de tu investigación fueron tus teorías sobre el campo

magnético originado en la tacoclima solar, y su artículo junto al profesor

Fernández de Lara en el que intentan predecir y comprender la meteorología

espacial, algo en lo que, permítame la expresión aun estamos en pañales.

Así que fue eso lo que les convenció, el artículo publicado en la

Astrophysics Magazine. —pensé.

El pasado mes de Mayo escribí, junto con el tutor de mi proyecto de fin de

carrera el catedrático D. Fernández de Lara, un artículo brillante. Tuve una

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gran suerte que el profesor aceptara dirigir mi proyecto final en la facultad,

pensé contento para mí mismo.

—Pero dejémonos de formalismos y veamos todo el complejo, estoy

seguro que te morirás de ganas de verlo todo —aseguró el Sr. Wiltberger

acompañándome hasta la salida—. Poco a poco comenzarás a familiarizarte

con nuestras instalaciones, aunque al principio es un poco agobiante, dentro de

unos días correrás por los pasillos sin parecer un turista despistado.

Lo primero que vimos fue el pabellón A, que se encontraba junto a las

oficinas. En este edificio de dos plantas que recordaba a los internados de

mitad de siglo, estaban los dormitorios de todo el personal que trabajaba en el

instituto. Los físicos, los informáticos que se encargaban de las simulaciones

por ordenador del comportamiento solar que se recogía a través de los

telescopios y los satélites, los matemáticos, los científicos; casi todos dormían

y vivían allí. En total unas veinte personas se repartían por la treintena de

habitaciones; el comedor, las dos salas de recreo, y demás instalaciones de

ocio. El Sr. Wiltberger me ofreció la posibilidad de quedarme a dormir, al

menos de lunes a viernes, en sus instalaciones. Me pareció bien el no

contrariar a mi nuevo patrón, lo más adecuado; así que acepté esperando no

disgustar al tío. De todas formas, podría pasar los fines de semana en su casa

de la isla, así no se enojaría del todo, y a la vez estaría agradeciendo su

hospitalidad.

La que se suponía iba a ser mi habitación tenía orientación Este, con lo

cual, podía ver los tres inmaculados telescopios desde mi cama. Tenía un

pequeño escritorio, un diminuto baño sin ducha, ya que las duchas eran

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comunes y estaban al final de cada planta. Una cama, un teléfono fijo y un

enorme póster del sistema solar que ocupaba el hueco entre el armario y la

ventana eran todos los complementos que necesitaría en mis ratos de descanso

y lectura.

No vimos ni un alma por los pasillos, ni en el comedor o el salón porque

todos estaban trabajando a esas horas. Dejé mis maletas junto a la cama y me

guardé las relucientes llaves que me dio Göran. El siguiente edificio albergaba

los laboratorios, las salas de procesamiento de datos, cientos de aparatos y

ordenadores que trabajaban sin descanso recogiendo toda la información

enviada por los telescopios, y los satélites ACE y SOHO. Allí, Göran me

presentó a algunos de los que iban a ser mis compañeros. Fueron tantos

nombres, la mayoría extranjeros y todos a la vez, que al final de la visita sólo

recordaba el nombre de Ake Niels, una matemática que tendría más o menos

mi edad, había nacido en España, pero su padre era noruego, y que había sido

la más simpática durante las presentaciones, su imponente apariencia física

también ayudaba a recordar su nombre.

Daba la sensación que aunque todos formaban un gran equipo, cada uno

llevaba su propia línea de investigación y quería destacar sobre los demás con

algún nuevo e increíble descubrimiento. Cierto individualismo protagonista

flotaba en el aire, algunos incluso me miraban como a una nueva amenaza, en

vez de a un nuevo compañero; aunque todo el pique tenía un trasfondo

competitivo, al final era sano.

Por fin, tras una media hora de recorrido, nos dirigimos hasta el primer

enorme telescopio bautizado como "Galileo‖. Éste era el mayor de los tres, y

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por tanto el más potente. Era el primero además, capaz de obtener imágenes de

estructuras tridimensionales en el Sol. Su potencia le hacía capaz de ver

células de plasma del tamaño de España. E incluso podía visualizar la

naturaleza de la materia existente entre esas células o gránulos con una

precisión de unos 250 kilómetros cuadrados.

Subimos una inmensa escalinata hasta que llegamos a una gran nave

semicircular en la que miles de lucecitas y sombras, proyectadas por los

científicos se movían sin parar. Junto al ordenador principal que dirigía el

seguimiento en el espacio realizado por Galileo, se encontraba Thomas

Eddington nieto del prestigioso astrónomo británico. Thomas será el

astrónomo encargado de las investigaciones realizadas en el Galileo. Tenía

numerosos premios y libros en su currículo, y para mí fue un enorme honor el

conocerle en persona y aún más el poder trabajar con él, puesto que al ser yo

especialista en la investigación solar pasaría a formar parte de su equipo de

investigación.

Estaba fascinado por las imágenes que mis ojos veían de reojo en los

monitores mientras que Thomas y Göran me hablaban. A decir verdad no

tenía mucha idea acerca de cómo mover un telescopio tan inmenso, y como

adentrarme en el espacio con él. Por eso a partir del siguiente día por las

mañanas tenía dos horas de clase práctica con el profesor Klaus para

manejarme con semejante bicho. Según me había contado, aquello sería peor

que ser controlador aéreo.

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Tras la cena de bienvenida, realicé una llamada a mis padres para contarles

todo y decirles que estaba bien, escribí unos cuantos e-mails en mi ordenador

portátil, y me quedé profundamente dormido.

A la mañana siguiente lo que parecía una sirena nuclear me despertó de un

salto, eran las 5:30 de la noche, esta gente estaba loca, si aún no había

amanecido. Como pude, me dirigí hasta las duchas que ya estaban ocupadas, y

tras un rato dormitando bajo el agua, bajé hasta el comedor como un zombi a

recargar las pilas, casi todos se habían ido. Si llegaba tarde a la primera clase

con el profesor Klaus no podría perdonármelo, vaya primera impresión que

causaría.

Una vez estaba atragantándome con las tostadas y el café, sentí que alguien

se dirigía hacia mí.

— ¡Hola!, ¿está libre? —preguntó la voz de la única persona del instituto

de la que podía recordar su nombre: Ake.

—Sí, sí, por supuesto Ake, —Me atropellé dejándole sitio en la mesa para

que pudiera colocar su bandeja. Sin querer mirar más allá de donde mi mirada

dejase de ser cortés.

— ¿Qué tal tu primera noche en el ‗campus‘? así es al menos como a mí

me gusta llamarlo. Aquí la mayoría de la gente está estudiando todo el día,

parece como si fuese lo único importante en la vida. Me estresa tanta agonía

por saber. Al principio me sentía atraída por este estilo de vida, pero luego me

paré a pensar, y me di cuenta que siendo tan pragmáticos, no podía encontrarle

sentido a mi trabajo, ni a mi vida. Se supone que estudiamos, estrellas,

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planetas, satélites y todo eso, pero eso no significa que seamos entes gaseosos

como el Sol, y que no podamos disfrutar de la vida a través de nuestro trabajo

—soltó Ake casi sin respirar.

—No sé, creo que es todavía demasiado temprano para mí —respondí

mirando su escaso desayuno, una manzana y un zumo de naranja natural

extraído de un tetrabrik, era todo el alimento para su metro setenta—. ¿Tienes

idea de dónde se dan las clases con el profesor Klaus? Creo que ayer olvidé

preguntar lo más importante: el lugar dónde nos reunimos.

—No te preocupes le he visto merodeando por el salón de ocio,

seguramente esperándote. —dijo tan alegremente observando cómo me

cambiaba la cara y salía apresurado al encuentro del profesor.

Ake Niels era una chica de lo más peculiar, más bien parecía la capitana

del equipo de animadoras que toda una doctora en matemáticas, que dejaba

con la boca abierta al más experto científico cuando estaba simulando

ecuaciones y trabajando en el laboratorio. Sinceramente era desconcertante,

así como lo era la manera en que todos mis compañeros parecían no percatarse

de la arrolladora personalidad y el fastuoso físico de esa chica.

Cuando llegué al salón, el profesor ya se había ido. Volví sobre mis pasos

para ver si había salido fuera del pabellón, y en efecto allí estaba,

esperándome junto a la entrada.

— ¡Buenos días James, espero que estés preparado para echarle un vistazo

al universo! Ante todo, no te agobies con tantos indicadores, pantallitas y

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cálculos. Una vez familiarizado es más fácil que programar el video —dijo el

profesor indicándome que le siguiera.

—Eso espero profesor, si le soy sincero tengo muy poca experiencia con

telescopios tan potentes, pero estoy dispuesto a aprender lo que haga falta.

— Argumenté, tratando de disimular el cangue y el agobio que me estaba

entrando ante tanta responsabilidad.

Caminamos durante unos diez minutos hasta llegar al segundo telescopio

en tamaño. Este se llamaba Copérnico, en honor al astrónomo polaco. El

edificio donde se encontraba este segundo telescopio era más pequeño que el

del Galileo. El profesor me comentó que por las mañanas solía estar vacío

puesto que muy pocos intentaban estudiar a esas horas, la mejor hora para

bucear en el espacio, era obviamente la noche. Durante el día, todos se

dedicaban en el instituto a procesar y transmitir los datos recogidos por la

noche anterior, tenían reuniones acerca de los nuevos hallazgos o las nuevas

líneas de investigación que se iban a seguir, etc. Pero no solían utilizar los

telescopios. Robert Klaus sabía que aquí estaríamos más tranquilos que en el

Galileo y que el Copérnico era algo más fácil de manejar. Me preguntaba

porqué por esa regla de tres, no empezábamos con el más pequeño de los

tres, que estaba algo más apartado; junto a un pequeño bosquecillo que había

dentro del recinto. Más tarde me enteraría por qué no podíamos acceder allí.

Cuando entramos dentro y me subí a la plataforma desde donde se podía

manejar el telescopio, sentí que iba a evaporarme de la emoción. El profesor

comenzó a teclear claves y códigos hasta que todas y cada una de las decenas

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de lucecitas cobraron vida. Pasados unos instantes, en los que yo actuaba

como un autómata y pulsaba aquí, y tecleaba allá, mire a través de lo que

parecía una mirilla gigante y entonces la vi, más grande y blanca que nunca, la

podía reconocer, era la Luna. El profesor ajustó la imagen a la máxima nitidez

y claridad posible. Aunque era de día y la Luna ya estaba ocultándose por el

reflejo de los rayos solares, ésta se veía con más claridad que el salvapantallas

de mi ordenador portátil. Tras esta inolvidable y maravillosa experiencia en la

que por un instante había tenido a nuestro vecino satélite terrícola al alcance

de las manos, tocó la parte más teórica. Estaba tan fascinado con aquel

artilugio tan sumamente avanzado de la era de las telecomunicaciones, que las

cinco horas que pasé escuchando acerca de perímetros, ángulos, cálculos y

demás transacciones para hacer que aquel monstruo de la ingeniería

funcionase, me pasaron como sólo veinte minutos.

Cuando acabamos la primera sesión, Robert me comentó que necesitaría

entre tres o cuatro semanas para empezar a defenderme con el manejo de los

telescopios, eso sí, siempre que tuviese a algún técnico cerca para

supervisarme.

Por la tardes, tenía que estudiar los numerosos tratados y manuales que el

equipo del doctor Thomas Eddington me entregaba. Si quería formar parte de

su equipo, el único que se encargaba de estudiar al Sol en el observatorio,

tenía que trabajar muy duro. El Dr. Eddington estaba muy interesado en mis

teorías acerca del campo magnético solar y en cómo éste podía influir en la

Tierra.

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Por fin, al cabo de tres semanas de locura estudiantil, conseguí formar parte

de un nuevo proyecto que el profesor había mandado a mi correo electrónico

por la mañana mientras estaba en clase de `teleco' como yo le llamaba a mis

prácticas con el profesor Klaus. Durante la primera fase de investigación, yo

estaría encargado de estudiar el impacto de las EMC sobre la magnetosfera

terrestre. A su vez debería observar la exposición de los satélites de la agencia

espacial europea a partículas solares. Estas fulguraciones impulsan el plasma

ionizado y partículas radiactivas a energías muy elevadas que pueden alterar

las señales de radio y GPS, y averían satélites fundamentales para las

telecomunicaciones del territorio europeo. Por esta razón este nuevo proyecto

estaba respaldado económicamente por las principales empresas de

telecomunicaciones europeas, estadounidenses y japonesas.

Con fuerzas renovadas ante estas nuevas expectativas para la semana

próxima, decidí salir a celebrarlo con Ake, Takako y Berta a la zona de

marcha de la isla. Un poco de diversión no le hacía mal a nadie, y aunque

éramos jóvenes, era difícil despegar a esos ―cerebritos‖ de sus ordenadores.

Takako Shiino, era un experto en telecomunicaciones enviado por el

Instituto de Ciencia Espacial y Astronáutica de Japón. Takako había sido uno

de los creadores del satélite nipón YOHKOH, la joya oriental de las

telecomunicaciones, lo último en satélites de última generación. Resultaba que

Takako dormía en la habitación contigua a la mía, y como ahora íbamos a

trabajar juntos en el mismo proyecto, empezábamos a ser buenos amigos.

Takako era un tipo afable, exquisitamente educado al estilo japonés, que tenía

una prometida esperándole en Tokio. Quería casarse la primavera próxima, y

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no dejar Japón ya más. Pero pensaba que esta oportunidad no podía perderla,

así que hizo las maletas y se vino a la tierra de sus abuelos maternos. Por esta

razón Takako hablaba un más que decente castellano. Aunque a veces si los

nervios le traicionaban, el samurái que llevaba dentro daba la cara, y solapaba

al poco español que dominaba.

Berta conducía el coche, después de todo, era ella la que hacía de anfitriona

en la isla, y había prometido llevarnos a todos los garitos y sitios típicos de la

isla. Berta trabajaba como secretaria en las oficinas del observatorio. Llevaba

dos años trabajando como asistente de Göran Wiltberger, y nos contaba

montones de anécdotas e historias acerca de los empleados más veteranos del

instituto. Berta acostumbrada a las sinuosas curvas y los tenebrosos

acantilados que rodeaban al Roque de los Muchachos ya que a veces subía y

bajaba cuatro veces diarias, descendiendo a todo gas; cuando iba a comer con

amigos y conocidos.

Las vistas desde la estrecha carretera eran magníficas, pero yo estaba más

pendiente de los infinitos acantilados que dejábamos a cada lado, que del

impresionante paisaje natural. Ake y Berta se reían ante mi descompuesta cara

por la conducción de semejante Fitipaldi. Al bajar por aquel tobogán de

alquitrán, me percataba de lo apartado que había estado del mundanal mundo

en las últimas semanas. Si me paraba a pensar, ésta era realmente, la primera

vez que salía del observatorio, sin tener en cuenta los paseos y las carreras

haciendo jogging en los alrededores del Roque de los Muchachos.

Me había percatado que en los primeros días que pasé en el instituto, me

cansaba con más facilidad, como que los pies me pesaban más. No era capaz

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de correr más de veinte minutos seguidos, y cualquier actividad física fuera de

lo normal me agotaba tremendamente. Al principio lo achaqué a la gran

actividad intelectual que estaba llevando a cabo diariamente, pero después caí

en la cuenta que no es lo mismo correr a nivel del mar, que a los 2.426 donde

se situaba el observatorio.

Conforme íbamos llegando, empezaba a sentir un hambre feroz. No veía el

momento en que nos sirvieran cuando nos sentamos en el restaurante El

Taquito, un restaurante mejicano en la zona turística de los Cancajos.

Berta nos aconsejó que olvidásemos las típicas coronitas que todos los

extranjeros pedían para acompañar sus nachos y eligiésemos una botella de

vino de las malvasías de Fuencaliente. La verdad es que yo tenía ganas de algo

más refrescante pero por no contrariar a nuestra anfitriona, lo probé. El vino

cultivado en la zona oriental de la isla bajo los conos de dos de los volcanes de

la isla, el San Antonio y el Teneguía este último protagonista de la última

erupción en la isla en 1971, resultó ser toda una revelación; y después de la

tercera botella nadie se acordaba ya de las cervezas. Tras atiborrarnos a

guacamole, fajitas, burritos y vino; Berta nos fue arrastrando como pudo hasta

los locales de copas de Santa Cruz de la Palma. Ake, guapísima con su

minifalda azul y un top a juego, no se asemejaba en nada a la calculadora y

profesional doctora del instituto, que se escondía tras su bata blanca y sus

coordenadas exactas. Me decía a mí mismo que si los del observatorio la

viesen de esa guisa, sobre todo el prepotente de Pedro Gutiérrez de Ochoa,

habrían hecho todo lo posible por seducirla. Pero esa noche era toda para mí, a

no ser que Takako intentase algo, cosa que dudaba pues todas las noches las

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pasaba en su habitación chateando con su prometida de Tokio, por video

conferencia.

Pero si de alguien tenía que cubrirme las espaldas en cuanto a las chicas, el

trabajo y en definitiva en todo, ese era Pedro. Pedrito era un experto en

informática de sistemas, que trabajaba en el área administrativa. Su padre

había sido diplomático en la embajada de Venezuela, y su madre era profesora

de relaciones internacionales en la Complutense. Era hijo único, tenía mucho

dinero, y lejos de parecerse a Bill Puertas, era más una mezcla entre Brad Pitt

y cualquier guaperas de barrio con el coeficiente intelectual de Albert

Einstein. Vamos que cuando se paseaba por la isla en su Audi TT color plata,

no había lugareña o foránea que se le resistiese. En cuanto al trabajo, era

todavía mejor que en su vida privada. Pedro se encargaba de supervisar la

mayoría de los sistemas informáticos de los telescopios, coordinaba los

proyectos entre la agencia espacial europea y el instituto, y había creado un

programa informático gracias al cual se lograba una mayor nitidez en las

imágenes tridimensionales del Sol. El sentimiento de atragantamiento al

vernos era mutuo, estaba claro que no podíamos compartir el mismo aire. Ni

yo soportaba su éxito con las mujeres en general y en la vida en particular, ni

él podía soportar el buen trato que todos me dispensaban en el instituto como

recién llegado, en especial el profesor Eddington.

Para mí lo mejor de la noche fue ver bailar a Takako la canción de las

chuches, en mitad de la pista de baile. Estaba seguro de que a la mañana

siguiente todo el mundo en Santa Cruz de la Palma hablaría de la nueva

rumba nipona que Takako había inventado.

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Sobre las seis de la madrugada paramos un taxi que nos llevara hasta el

observatorio, y así al fin, rendirnos en los brazos de Morfeo en nuestras

habitaciones. De regreso al observatorio, El taxista bordeaba las instalaciones

cuando desde el coche me pareció ver luz en uno de los últimos telescopios.

Me pregunté quién estaría trabajando a esas horas en uno de los telescopios

menos usados de las instalaciones. Algo en mi interior me dijo que tenía que

averiguar lo que estaba pasando por allí.

En la calurosa tarde de domingo que siguió a nuestra escapada por la isla,

aprovechando que no había nadie trabajando en el recinto, me fui al Galileo a

trabajar sobre el nuevo proyecto que el profesor Eddington me había

propuesto. Pasadas las diez, cuando el cielo que cubría el inmenso telescopio

se había convertido en un manto negro iluminado por miles de centelleantes

estrellas, que daban la sensación de infinitud al manto nocturno que nos

envolvía. Estaba harto de estudiar gráficos y datos sobre la densidad del

magma solar; conecté el telescopio para ver más de cerca semejantes

maravillas del universo. Todavía no dominaba totalmente las coordenadas, los

parámetros, los enfoques digitales y las transacciones necesarias para mover

las lentes de Galileo a mi antojo. Pero aun así, podía recrearme en nuestra

vecina más cercana: la Luna.

Conecté con el SOHO y me ofreció un panorama espectacular del satélite

terrícola. Sus cráteres y valles aparecían ante mí con tal nitidez que parecía

sobrevolarlos en avioneta.

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Comencé a recrearme por todos los recovecos del terreno y empecé a

preguntarme si alguna vez pudo haber vida en aquellos valles, depresiones y

colinas como hoy día había en la Tierra.

De repente, sin saber a qué botón pulsé, o si introduje unos valores muy

disparatados en el ordenador; la imagen se perdió. Todo lo que quedaba en el

monitor era una gran oscuridad que me indicaba haber perdido la conexión.

Desilusionado y enfadado por haber perdido semejantes imágenes. Traté de

darles a los mismos botones que había visto hacer al profesor Klaus, pero no

hubo manera. Tras probar de todo, decidí reiniciar el ordenador central, pero

al intentarlo cientos de luces y pitidos me alertaron de que eso no era muy

aconsejable, tenía conexión.

No sabía el porqué si todo funcionaba bien, no podía ver nada a través del

telescopio. Entonces, como por arte de magia, las coordenadas y valores del

Galileo comenzaron a variar por sí solas. Estaba siendo reconducido a control

remoto desde cualquier otro observatorio del mundo. Sabía, por lo que me

habían enseñado que eso era prácticamente imposible, pero que algunos

piratas informáticos habían sido capaces de burlar todas las medidas de

seguridad de los telescopios en alguna ocasión. Me quedé pasmado viendo

cómo una mano invisible manejaba el telescopio desde no se sabe donde a su

antojo, y yo en cambio, no era capaz de sostener la imagen de la Luna por más

de cinco minutos.

Entonces sucedió algo increíble, de la nada surgió una imagen que me dejó

perplejo. No tenía mucha claridad, pero se apreciaba, con la nitidez del blanco

y negro, lo que parecía una especie de figura triangular de gran envergadura

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con una gran especie de entrada o cueva, rodeada por otras difusas figuras que

parecían anexos en forma piramidal. No sabía qué datos había introducido, o

qué había hecho mal para dirigir el telescopio hasta ese lugar. Me pregunté si

seguiría enfocando a la Luna, si así era, acababa de descubrir el mayor

hallazgo de la historia de la humanidad, ¡existió civilización en la Luna! —¿Y

si seguía existiendo? —me pregunté a mí mismo. Mientras todas estas ideas

se agolpaban en mi cabeza y trataba de conseguir acercarme y obtener una

mayor resolución en las imágenes, escuché un ruido que provenía del

exterior; alguien se acercaba al edificio. De pronto se me heló la sangre, si me

encontraban tonteando con el telescopio, era hombre muerto. Todavía no

estaba autorizado a utilizar los telescopios sin que alguno de los superiores

estuviera presente. Supliqué para que fuera algún animal nocturno, y que no

fuesen personas, pero mis esperanzas pronto quedaron ahogadas cuando

empecé a escuchar unos pasos en la planta baja del edificio que albergaba el

telescopio. Sabía que existían más de setenta escalones por la escalera de

emergencia desde la base hasta la entrada del telescopio, pero si subían por el

ascensor, me encontrarían en unos diez segundos. Como pude salté de la silla,

cual gacela africana en peligro de muerte tras ser acechada por un gran felino

salvaje, y bloqueé la puerta del ascensor con una papelera que encontré en mi

camino. Al hacerlo, oí cómo pulsaban el botón desde abajo y cómo la puerta

permanecía inmóvil ante la presencia del obstáculo. Tras varios intentos, sentí

cómo se dirigían hacia las escaleras de emergencia. Hubiera sido muy fácil

coger el ascensor cuando les oyera llegar, pero necesitaba averiguar qué

significaba aquella imagen;— ¿alguien quería que yo viese aquello y se había

tomado muchas molestias en que así fuera —me pregunté—. O tal vez yo

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estaba viendo aquello por error y me la estaba jugando por una tontería.

Disponía de poco más de un minuto para grabar las coordenadas en mi

pendrive, y tratar más tarde de averiguar qué significaba todo aquello. Me

acerqué para ver una vez más la imagen y cerciorarme de que realmente

existía, mientras se grababan las coordenadas en el pen. No tenía ni idea si era

una base lunar, o si en cambio, lo que allí se mostraba estaba en cualquier otra

parte del sistema solar.

Mis sentidos se agudizaron al máximo, y sentía como poco a poco se iban

acercando los pasos, —había más de una persona—, y en breve estarían allí.

Por fin, tras una eternidad, todos los datos se grabaron satisfactoriamente

como decía el computador, entonces mi mano cobró vida propia y sacó el pen

en un instante y después apagué el sistema por completo. Sin que mi cerebro

tomara el mando de mi cuerpo, cogí mis cosas y me tiré al suelo, debajo de

una mesa. Acto seguido se encendieron las luces del laboratorio y aparecieron

el Sr.Wiltberger seguido de un guarda de seguridad.

— Señor me pareció ver luz en la sala hace cosa de una hora, y por el calor

que irradian estas bombillas... no me equivocaba. Aquí ha habido alguien—

Aseguró el guarda inspeccionando cada rincón del laboratorio.

— ¿Tú crees?— preguntó el Sr. Wiltberger algo extrañado por el celo de

su empleado, al ver que la enorme sala estaba vacía. Tal vez ha estado todo el

día encendida porque ayer olvidaron apagarla. Pero sí me gustaría saber quien

ha sido el gracioso que ha bloqueado el ascensor con la papelera haciendo que

subamos caminando.

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— Supongo que es la típica broma de los más jóvenes para que mañana,

los primeros que lleguen se peguen la paliza subiendo por las escaleras como

nos ha pasado a nosotros. —dijo el guarda escudriñando detrás de cada

recoveco de la habitación, acercándose a la mesa bajo la cual me escondía.

El corazón me latía a mil por hora, hasta el punto que pensé en ser

descubierto por culpa de semejante ruido. Si me pillaban allí debajo de la

mesa, escondido, tendría que dar muchas explicaciones, y seguramente

ninguna sería convincente, e iría a la calle. En esos precisos instantes me

recordaba a mi mismo que era experto en meterme en líos y en complicarme la

vida. Ni siquiera había digerido lo que había ocurrido hacía unos segundos,

sólo pensaba en que no se les ocurriese encender el ordenador y descubrir mi

hallazgo o que el guarda avanzara un poco más y me descubriese. Si veía la

última transferencia de datos del ordenador general del telescopio,

comprenderían que hacía un par de minutos, alguien había estado allí, y que

por supuesto aun no había abandonado la habitación. Por primera vez en mi

vida, sentí en mi propia piel la expresión quedarse de piedra, permanecer

inmóvil sin mover ni una pestaña, por miedo a perder todo por lo que has

luchado en tu vida en una milésima de segundo. Ahí, inmóvil, petrificado

como una gárgola de Notre Dame, aguardaba lo inevitable: iba a ser

descubierto.

Entonces, de repente, el director se dio la vuelta y se encaminó hacia el

ascensor, indicando con un rápido movimiento de cabeza al guarda para que

entrara en el ascensor.

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Poco a poco mis glóbulos rojos se pusieron en movimiento, la sangre

comenzó a fluir por mi cuerpo y el color volvió a mi cara. Una vez que les oí

abandonar el edificio me dispuse a encender de nuevo el ordenador e

introducir las coordenadas en el telescopio para averiguar de dónde procedían

las imágenes que había visto. Pero cuando me disponía a hacerlo, en el

monitor más alejado del cuadro de mandos una lucecita roja empezó a

parpadear. No tenía ni idea de lo que aquello significaba, primero pensé que

sería una especie de alerta para avisar que el sistema había sido desconectado

repentinamente. Entonces me fijé en el navegador del telescopio y pude leer:

Intercepting transmission

¡Maldición! alguien intentaba interceptar los datos con los que yo había

trabajado. El navegador era capaz de distraer la atención de posibles ataques

externos a través de los cortafuegos, pero esta táctica no era infalible y en

varias ocasiones los intrusos habían logrado colarse en el sistema.

Rápidamente apagué el terminal desde el que recibí el mensaje, y como sabía

que los informáticos a la mañana siguiente podrían averiguar fácilmente lo que

yo había visto esa noche, fui hasta mi mochila que seguía debajo de la mesa y

cogí mi botella de agua. Abrí la tapa del ordenador y vacié el contenido de la

botella en el interior. Sabía, por culpa de unas inundaciones que tuvimos en

casa hacía unos años, que ese ordenador no volvería a funcionar.

Satisfecho con mi tosca manera de eliminar información, me dije a mi

mismo que ya nadie podría obtener la información que yo poseía. Resultaba

intrigante que alguien en cualquier parte del planeta había estado intentando

averiguar lo que había estado haciendo. Cogí mis cosas, cerré la puerta del

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observatorio tras de mí, y apresuradamente como una sombra más de la noche,

me sumergí en su oscuridad.

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3. Hallazgo

A la mañana siguiente, tras haber dado mil y mil vueltas en la cama,

pensando en lo que podían significar esas imágenes. Lo primero que hice fue

esconder el disco a buen recaudo en mi habitación. Después, me dirigí hasta

dirección para notificar la pérdida de mi cartera, incluida mi chapa

identificativa y la que me daba acceso a las instalaciones del observatorio. Si

alguien era capaz de averiguar que el día anterior yo había entrado en el

telescopio por medio de mi tarjeta, notificando la pérdida de ésta tendría las

espaldas cubiertas. Berta me encubrió con los de seguridad contándoles la

noche de marcha que nos pegamos y lo mucho que bailamos; según ella la

habría perdido bailando la rumba con Takako.

Tras abandonar la oficina, recorrí todas las instalaciones del observatorio

buscando a mi cabeza de turco, el profesor Klaus. El observatorio, inmenso

con cerca de 1,2 km cuadrados, situado al borde del Parque Nacional de la

Caldera de Taburiente en el término municipal de Garafia, constituía un

entorno natural incomparable, y a la vez un enorme laberinto de telescopios,

laboratorios, y bosque de pino canario. Por fin le encontré saliendo del

telescopio Anglo-Holandés William Hershel.

— ¡Profesor klaus! —Le grité alcanzándole— necesito que me ayude con

algunas dudas sobre el telescopio, todavía no controlo las variables para

localizar un objetivo previamente fijado.

—Por supuesto James, nos vemos en el Copérnico en una hora. Ahora

mismo no puedo ayudarte, alguien estuvo gamberreando en el Galileo ayer, y

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parte del sistema ha quedado inutilizado. —Se excusó el profesor Klaus,

mientras yo notaba cómo toda la sangre de mi cuerpo se iba agolpando en mis

mejillas. Me quedé inmóvil contemplando su pintoresca figura que me

recordaba a uno de los hermanos Marx, el hermano del cual nunca recordaba

su nombre.

Disponía de una hora para averiguar si las coordenadas de aquel extraño

lugar se habían grabado en el pen. No paraba de imaginar una y otra vez qué

supondría para mi carrera como astrónomo haber descubierto algo así. Pero a

la vez tenía que ser sumamente cuidadoso con no revelar dicho

descubrimiento hasta estar totalmente seguro, ya que en esta profesión existían

muchos veteranos aprovechados y novatos ávidos de apuntarse logros ajenos.

Alguien ya había intentado obtener la información que yo tenía guardada en

el disco duro de mi habitación. No sabía quiénes eran, y lo que aun era peor,

si aun estaban interesados en esa información. Esperaba que fuese alguno de

esos Hackers de poca monta retándose a sí mismo con acceder al ordenador

central de un telescopio espacial. Volví a mi habitación y saqué el pen de su

escondite, mi viejo Taschenwörterbuch , era en realidad un enorme libro

hueco por dentro.

Ahí siempre había guardado todo lo que no quería que mi madre viese.

Tras descodificar los datos del disco las coordenadas del lugar captado por el

telescopio eran

w 171º 37' 49''

S 95º 28' 13,4''

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Ya me conocía de memoria las coordenadas del observatorio, w 17º 52'

38,9‘‘; + 28º 45' 44,2''. Y a decir verdad, esas coordenadas no me sonaban de

nada. Minutos antes de mi cita con el profesor Klaus, le pedí a Berta su tarjeta

identificativa, para entrar a la biblioteca del Instituto Científico. Una vez allí,

busqué la estantería en la que se encontrara el manual 2004 del GONG (Red

mundial de estaciones de Observación), para comprobar a qué lugar

correspondían las coordenadas. Pero casualmente alguien lo había cogido

prestado, y no me pude entretener en averiguar quién había sido porque se me

hacía tarde para llegar a mi cita con el profesor Klaus.

Llegué medio jadeando al Copérnico. Estaba a tope, pues en el Galileo los

técnicos tenían armado un buen follón, me asombraba comprobar lo que era

capaz de hacer un poco de la más común sustancia de la Tierra, H2O, sobre la

tecnología más avanzada del ser humano. Pero con tanta gente, mucho me

temía que no podría quedarme a solas e introducir las coordenadas

correctamente con la ayuda del profesor, sin que nadie observara parte de las

imágenes que había conseguido por casualidad en mi pasada aventura

nocturna.

Cuando el profesor ya parecía desfallecer tras dos horas de preguntas,

muchas de ellas reiterantes, acerca de los sistemas y transacciones necesarias

para conectar con el SOHO (observatorio heliosférico lanzado por la NASA y

la Agencia Espacial Europea), y así enfocar el telescopio hasta un objetivo

predeterminado, conseguí que el profesor y yo nos quedásemos a solas. Las

dudas acerca del sistema no eran comparables a la gran cuestión que rondaba

por mi cabeza. ¿Podía confiar en el profesor y revelarle mi secreto, y así tener

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otra opinión acerca de qué podían ser aquellas imágenes imborrables de mi

retina y dónde podían encontrarse? Pero tras unos minutos de duda, la razón

se impuso a la necesidad y pensé que si se lo contaba, el profesor tal vez

decidiera apoderarse del hallazgo; al fin y al cabo yo era un recién llegado que

aún tenía problemas con el manejo de lo más básico en el observatorio.

A los cinco minutos, el profesor me brindó la oportunidad de seguir

investigando por mi cuenta. Me comentó que debía recoger unos documentos

de su oficina antes de que todos se marchasen, y tendría que ausentarse por

unos quince minutos. Aunque más bien, parecía una excusa barata para

librarse de mí por un rato.

Una vez se hubo marchado, con su clave de acceso aun metida, redirigí el

telescopio hasta las coordenadas que tenía en el pen, y tras unos instantes de

espera, en los que no veía nada, sólo una pantalla negra; perdí toda esperanza

y pensé que no se habían grabado los datos correctamente. Todo había sido en

balde. Entonces la imagen apareció clara y nítida de la nada, ¡Eureka! , allí

estaban la pirámide y los edificios colindantes. Aproximé lo máximo que pude

el zoom a la imagen y descubrí que la especie de entrada descubierta estaba

rodeada por lo que parecían grandes formaciones rocosas. Me acordé de

buscar en el GPS las coordenadas hacia dónde enfocaba el telescopio.Y… tras

introducir la transacción tfs:rdm to…

El lugar estaba localizado: Earth, Olympus Natural Park, Washington,

USA.

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Mi primer sentimiento fue el de una tremenda y casi humillante decepción.

Yo creía haber encontrado una nueva piedra roseta, otra especie de sábana

Santa, o incluso un sucedáneo del santo grial, y resultaba que mi gran

descubrimiento era un lugar de la Tierra. Volví a comprobar que las

coordenadas y todos los parámetros que había introducido eran los correctos.

Ya que no confiaba todavía en mis dotes como navegador espacial. Cuando

tras el tercer intento, volvió a aparecer el mismo resultado me rendí ante la

evidencia; aquellas imágenes no pertenecían a la Luna.

Cuando empezaba a recoger mis notas, cuadernos, y los pedacitos de mi

orgullo científico, regresó el Profesor Klaus. Juntos recorrimos el camino de

vuelta hasta el bloque dormitorio en silencio, con el tiempo justo para llegar

hasta el comedor y poder cenar algo frío. Fue durante ese paseo hasta nuestra

deseada cena, en el que caí en la cuenta de la importancia de las imágenes que

había descubierto. En ellas se veía medio oculto por la nieve en deshielo, una

especie de entrada o gruta a alguna especie de construcción oculta en la nieve.

Por su forma diría que se vislumbraba una parte de una especie de pirámide

indígena. Tal vez esa entrada había estado oculta al ojo humano durante

cientos de años, y nadie había logrado entrar allí desde que el hielo la

sepultase. Pero tampoco quería hacerme ilusiones, ya me había llevado un

buen batacazo con mis primeras hipótesis, y no quería caer en la misma

demagogia. No obstante esa misma noche, me empaparía todo lo que existiera

en internet acerca del Parque Olympus en Estados Unidos, y si realmente esa

construcción había sido descubierta, tendría que aparecer información acerca

de ésta por alguna parte, en cualquier página web de la red de redes. Si no

encontraba información alguna, significaría que había hecho un

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descubrimiento. Según aparecía en las imágenes, el deshielo ocasionado por el

calentamiento global, estaba descubriendo zonas hasta ahora enterradas y

ocultas en el hielo. Lo mismo había ocurrido hacía un par de meses en

Argentina, cuando un cascote enorme del Perito Moreno descubrió una

antiquísima embarcación medio sepultada en el hielo.

En el comedor, busqué con la mirada a Takako y Ake, pero ninguno

estaba a la vista. Todos estaban ocupados en sus respectivos proyectos y

trabajos. Lo cual me recordaba que casi había abandonado el que me había

encargado el profesor Eddington; si no me ponía pronto las pilas, estaba casi

seguro que me echaría de su equipo de trabajo.

Me senté a solas con mi plato de spaghetti ―aldiente‖ junto a uno de los

grandes ventanales del comedor, orientado hacia la impresionante Caldera de

Taburiente. Entonces, incómodo, noté que alguien me observaba. Me volví

rápidamente hacia la dirección de la que provenía el acoso visual, y resultó ser

el pedante de Pedro Gutiérrez de Ochoa.

Nuestras ―enemigables‖ miradas se vieron interrumpidas ante la llegada de

una figura que destrozó tan afable momento. Ake llegaba con su bandeja del

almuerzo rebosante de hidratos de carbono, proteínas, azúcares... la verdad, no

tenía ni idea de dónde metía todo lo que se comía; pero su figura no mostraba

ni un resquicio de celulitis.

— ¡Hola, por fin te encuentro! Parece que trabajes en otra ciudad, no hay

quien te vea el pelo. ¿Qué comes? —preguntó Ake cogiendo varios de mis

spaghetti con su cubierto. —El profesor Eddington estaba muy molesto porque

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no le habías informado acerca de tus avances en la investigación, y me dijo

que si seguías así, terminarías retrasando el proyecto. La verdad es que llevas

un par de días como ido. ¿Te ocurre algo?— preguntó extrañada.

—A decir verdad... sí. Pero este no es el lugar más apropiado para hablar

de ello —Le dije mirando a nuestro alrededor. ¿Qué te parece si nos vemos a

las 22:00 horas en la sala de control del Copérnico? A esas horas ya se habrán

marchado todos. Pienso que si digo que necesito ayuda con mi investigación

para no retrasar a los demás, nos darán permiso para echar algunas horas extra

con el telescopio.

—De acuerdo, como prefieras. —respondió cambiando rápidamente de

tema por la seriedad que reflejaba mi rostro, pero tan intrigada que sus ojos me

exigían una explicación con urgencia.

Como discreta mujer de ciencia, no volvió a mencionar el tema. Tras lo que

resultaron ser unos agradables veinte minutos de conversación con mi colega,

se presentó Takako. Entonces, mirando el reloj, caí en la cuenta que en menos

de una hora el profesor Eddington me estaría esperando para trabajar con él en

el Galileo, según las últimas noticias ya estaría arreglado.

—Chicos lo siento muchísimo pero tengo una tonelada de trabajo atrasado,

nos vemos esta noche a la hora y lugar que he acordado con Ake. Ella te lo

explicará todo. Si alguien se enterase de lo que os voy a contar, iría a la calle,

o quién sabe si aun algo peor…— me miraron estupefactos y me marché

pitando.

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Corrí hasta el pabellón dormitorio y traté de preparar algo convincente

para el profesor. Cuando terminé un simulacro de ante-proyecto, me dirigí a

ver a mi verdugo. Me recibió fríamente, y casi sin mediar palabra empezó a

darme la brasa.

—Por fin nos deleita con su compañía. —Soltó el profesor nada mas

verme.

Intenté abrir la boca para excusarme, pero me volvió la cara y no me dejó

hablar.

—No trate de darme ninguna explicación. Deje el dossier que le

entregamos acerca del proyecto encima de mi mesa, y ayude al

Dr.Appenzeller a contrastar la información recibida por el telescopio desde el

Observatorio de La Silla, en Chile.

Mi apasionante misión consistía en imprimir, leer y subrayar cualquier dato

que fuese destacable para establecer ciertas similitudes entre el Sol y estrellas

más ancianas. De ese modo podríamos establecer un patrón entre el

comportamiento de estas estrellas y nuestro astro luz.

En resumen, mi status dentro de la investigación había pasado de mente

prodigiosa y revolucionaria, a mero becario. Resignado, asentí sin rechistar.

Después de todo me lo tenía merecido —pensé—. En un ambiente tan

competitivo como el del Observatorio, había comprobado que uno no podía

bajar la guardia en un solo momento.

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Durante el resto de la tarde, estuve pegado al monitor contrastando más y

más datos. Pude observar cómo algunos de los que decían ser mis

compañeros, se sentían complacidos al ver cómo había caído en el más bajo de

los abismos profesionales.

A eso de las 21:15 se hizo de noche. Un manto negro de humedad cayó

sobre el observatorio, y hubo que cerrar las cúpulas de los telescopios para

prevenir la formación de escarcha en las lentes.

A las 21:55 caminaba como un espíritu solitario por las instalaciones del

Instituto. Ya hacía casi una hora que los no residentes se habían marchado. A

las 22:00 horas estaba entrando en la sala de control del Galileo. Allí me

esperaban dos figurillas cómplices, confusas e inquietas como si de unos

animalillos nocturnos se tratase, se levantaron al verme llegar.

— No puedes imaginarte la intriga que hemos pasado durante toda la tarde

—dijo Takako al verme— debe ser algo realmente importante para hacernos

venir aquí, a estas horas y tan en secreto.

—Confío en que nadie os haya seguido. —Interrumpí con sequedad

sacando mi ordenador portátil de su funda. Anoche estuve aquí y...

— Así que tú fuiste quien se cargó el equipo —me interrumpió Ake.

— Sí fui yo — admití— pero todo fue un accidente. Como iba diciendo,

anoche trataba de enfocar la Luna, y perfeccionar el manejo del telescopio sin

la constante necesidad de un operador que me ayudase a manejarlo. Para ello,

traté de introducir diversas coordenadas aleatoriamente, y así practicar.

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Entonces sucedió algo de lo más inesperado. Cuando ya estaba empezando a

controlar el telescopio, hice algo mal que lo redirigió hacia unas coordenadas

imprevistas. Al principio pensé que había descubierto algo importante; pues

pensaba que las coordenadas pertenecían a la Luna. Pero más tarde pude

descubrir que ese lugar que había localizado se encontraba en nuestro planeta.

—Dije sacando unas fotos de mi cartera.

Los dos se quedaron asombrados al ver las fotos. No tenían mucha calidad,

pero se percibía claramente la silueta de lo que parecía ser una pirámide casi

sepultada por completo bajo la nieve. Tras varios minutos analizando las fotos

en silencio, Takako hizo la primera pregunta.

—James, ¿dónde se supone que están tomadas esas fotografías? —

Preguntó el experto en telecomunicaciones nipón.

—Según las coordenadas introducidas en el ordenador, las imágenes

corresponden al Parque Nacional Olympic, en el estado de Washington,

Estados Unidos. Por lo que he averiguado, esas ruinas que aparecen en la

foto, deben encontrarse en la falda del mismo monte Olympic: relativo a los

dioses del Olimpo, por su gran altura. He investigado algo, y hasta ahora

nadie conoce ese lugar realmente, en cambio si existen muchas leyendas

acerca de una entrada al Olimpo desde aquella tierra en la antigua mitología.

Pensad si esa fuese la entrada... ¿Qué habría detrás de esas murallas? De lo

que estoy completamente seguro, es que nadie hasta ahora ha hablado de la

existencia de esos restos arqueológicos. Por ahora el todopoderoso gobierno

americano desconoce la existencia de tal hallazgo. Ya sabéis cuan ávidos de

historia de más de doscientos años están los americanos. El hecho de encontrar

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unas ruinas que podrían superar en antigüedad y valor a las pirámides de

Egipto, los volvería locos; y en ninguna de las páginas Web que hablan acerca

del monte Olympic o del Parque Nacional, hablan acerca de las

construcciones, o desconocen su existencia, o la ocultan al mundo.

—¿Supongo que habrá alguna explicación para que se desconozca

semejante hallazgo? —Preguntó Ake mientras encendía el sistema del

telescopio para introducir las coordenadas.

—Mi teoría es la siguiente —Expliqué— Pienso que hay dos posibilidades

para que la opinión pública en general desconozca la existencia de la pirámide.

En primer lugar, pienso que la pirámide ha estado sepultada bajo miles de

toneladas de hielo y nieve durante sabe Dios cuantos siglos, y que a

consecuencia del cambio climático, se está produciendo un efecto invernadero

en la zona, provocando el progresivo deshielo. Precisamente, supongo que os

acordaréis del reportaje que vimos el otro día acerca del deshielo producido en

el glaciar Sperry, en el Parque Nacional de Glaciar, Montana. Creo que a

consecuencia del calentamiento global la naturaleza ha revelado lo que hasta

ahora era un secreto para la humanidad.

— ¡Mirad, mirad, aquí lo tengo! —interrumpió Ake, mostrándonos una

gigantesca imagen del Monte Olympic desde el telescopio. Espera que

enfoque la imagen mejor con el zoom digital, a simple vista, incluso desde un

helicóptero resultaría imposible descubrir la construcción, por eso nadie ha

reclamado su descubrimiento.

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Ahí estaba de nuevo, colosal y majestuosa aparecía el ángulo superior de la

construcción, como si la proa del Titanic hubiese emergido de las gélidas

profundidades del océano. Sin saber cómo, a todos nos estaba invadiendo un

cierto espíritu colonialista y descubridor, que nos envolvía de manera

arrebatadora. Lo que no sospechábamos, era que esa atracción nos conduciría

a vivir la aventura más grande que pudiéramos haber soñado en nuestra vida.

—La segunda opción, —continué— sería que el gobierno estadounidense

haya descubierto la existencia de la pirámide, pero que por alguna causa

desconocida aún no ha sido revelado a la opinión pública. Tal vez han

descubierto algo tan increíble o peligroso que piensen que todavía no estamos

preparados para conocer.

— Como dice Ake tal vez no se han percatado de su existencia —insinuó

Takako. Esa zona no parece muy transitada, y aun menos ahora que es verano.

Pocas personas querrían pasar sus vacaciones estivales en alta montaña a

varios grados bajo cero, pudiendo estar en Hawai, Malibú, Florida o

California.

Tras unos minutos de silencio y reflexión, cuando parecía que los tres nos

habíamos armado de valor para hablar a la vez, surgió una voz detrás de los

enormes archivadores que habían estado ocultando su figura todo el tiempo.

—Pienso que deberíamos ir hasta allí a descubrir qué hay de cierto en la

leyenda acerca de la entrada del Monte Olimpo. Nadie realmente sabe si

existió o no. Lo que sí sé, es que la palabra pirámide me suena a tesoro, y que

cualquier tesoro, es del primero que lo encuentra.

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Los tres nos volvimos al tiempo para descubrir que la figura segura pero

distante de la que provenía la voz, y que se dirigía a nosotros, era la persona

más deleznable y estirada de todo el Observatorio.

— ¿Qué puñetas estás haciendo aquí Pedro? —pregunté colérico e

indignado. —¿Cómo te atreves a escuchar una conversación privada? ¿Cómo

sabías que estábamos aquí?

— Tranquilos, vuestro secreto está a salvo conmigo, al menos de momento,

eso sí, siempre que decidáis llevarme con vosotros –dijo Pedro sonriendo

abiertamente. James deberías empezar a confiar más en mí. Después de todo,

si no hubiese borrado el registro del ordenador central del Galileo, a estas

horas todo el Observatorio tendría un salvapantallas de tu pirámide en sus

ordenadores, o qué creías, que echándole agua al ordenador no conseguirían

acceder a la información que encontraste.

— Así que tú eras el que intentaba acceder a la información mientras yo

estaba buscando las coordenadas — aseguré dando por perdida toda

posibilidad de mantenerle fuera del descubrimiento, y de nuestra posible

expedición.

— Aquella noche, estaba revisando los sistemas informáticos en control

remoto. Era una puesta a punto más como la que realizo todos los domingos

por la tarde; de esa manera, los ordenadores están a punto para la nueva

semana. Pero el ordenador del Galileo me negaba el acceso en modo remoto;

y eso sólo podía significar algo: alguien estaba utilizando el telescopio. Miré

en el tablón las horas de trabajo asignadas en los telescopios, y ¡bingo! No

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había nadie autorizado para estar trabajando a esas horas en el telescopio. El

resto puedes imaginártelo. Llegué al telescopio poco después de que te

hubieses ido, pues al tocar las bombillas aun estaban calientes. Miré en el

registro de empleado de la puerta de acceso y apareció tu nombre: James

Martin Stauder.

—Muy ingenioso Pedro, pero no sabemos qué vamos a hacer todavía. ¿Y

quién nos dice que no has sido tú el que redirigió el telescopio a control

remoto para tenderle una trampa? —acusó Ake.

—Sois unos paranoicos. ¿En serio pensáis que si yo hubiese descubierto

ese hallazgo lo hubiera compartido con vosotros? Para nada. —Dijo el

informático cambiando el semblante. — Ya que parece que estáis un poquito

bloqueados, yo he ideado un plan.

—A ver cuéntanos cerebrito —dije retándole— No sabía que pensases,

creía que sólo procesabas datos.

—Eres muy simpático ―I love you too”. Pienso que podríamos convencer

al Dr.Thomas Eddington de realizar una expedición al Monte Olympus. Sé

que está interesado en tomar unas mediciones sobre terreno de ese tipo, es

decir, en la cima de las cumbres más altas del planeta. Precisamente ahora, en

verano, cuando el calor es más intenso que en otra época del año es cuando se

puede ver claramente la influencia del Sol en el calentamiento global. Así,

contrastaríamos los datos acerca del comportamiento solar para aplicarlo al

estudio de otras estrellas más lejanas. Para el doctor todas las variables

cuentan. ¿Qué os parece? —Cuestionó mirando nuestras caras pasmadas al ver

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lo bien planteado que lo había expuesto todo— yo puedo proponerle la

expedición.

—A mí me parece que cuanta menos gente lo sepa será mejor —objeté ante

la idea de dejar en las manos de ese trepa nuestro hallazgo.

—Pero, ¿no crees que si no conseguimos el permiso y el apoyo del

Instituto, levantaríamos más sospechas? Además también está el problema del

dinero. Si conseguimos que el Dr.Eddington respalde la expedición,

conseguiremos cubrir la mayoría de los gastos. —argumentó Takako,

buscando el apoyo de Ake.

—Creo que Pedro tiene razón, James. Tal vez deberíamos tratar de

conseguir algún respaldo económico—dijo Ake.

Pero yo ya había pensado en conseguir fondos por otra parte. Siempre

quedaban las becas del Laboratorio CORVIS; mi tío estaría encantado de

financiar cualquier cosa que tuviese algo que ver con la posibilidad de

conseguir más dinero. Además, si conseguíamos hacernos con un

descubrimiento de tal envergadura, mi tío estaría encantado que el nombre de

sus laboratorios apareciesen en la portada de todos los diarios del mundo.