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ESTUDIOS LA SAGRADA ESCRITURA FUENTE DE VIDA ESPIRITUAL Empecemos por advertir que no hablamos de espiritualidad tomando el término como sinónimo de ciencia o doctrina, sino más bien como una actitud total básica, práctica y existencial, propia de todo cristiano, sea laico, sacerdote o religioso y que es consecuencia y expresión a la vez de su visión religiosa de la existencia y de las exigencias de su vida consagrada e injertada en Cristo. Así la mira el Concilio cuando dice que la Escritura es fuente pura y perenne de la vida espiritual para todas las categorías de personas. Las fuentes bíblicas son las Sagradas Escrituras, y principalmente el Evangelio, en sus cuatro narraciones, como cuatro imágenes auténticas de Cristo, porque en él está más intensamente y más cerca de nosotros para alimentar la vida de nuestro espíritu. «Nadie ignora -dice el Vati- cano II- que entre todas las Escrituras, incluso del Nuevo Testamento, los Evangelios ocupan con razón el lugar preeminente, puesto que son el testimonio principal de la vida y doctrina del Verbo Encarnado Nuestro Salvador» (Const. sobre la revelación, núm. 18) Realmente es así. Las Sagradas Escrituras, sobre todo el Evangelio. «El Evangelio -dice S. AgustÍn- es la boca misma de Cristo. Jesucristo ahora está en el cielo, pero sigue hablándonos en la tierra (Contra Faus- to, L. 4, c. 2). Aún más: «Jesucristo está realmente presente ante vosotros por su * "El evangelio, prometido antes por los profetas, 10 completó El (Cristo) y 10 promulgó con su propia boca, como fuente de toda verdad sabedora, y de la ordenación de las costumbres" (Const. núm. 7).

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Page 1: LA SAGRADA ESCRITURA FUENTE DE VIDA ESPIRITUALpre la Iglesia ha tenido a la Sagrada Escritura a lo largo de su historia como regla suprema de su fe, afirmando que toda la predicación

ESTUDIOS

LA SAGRADA ESCRITURA FUENTE DE VIDA ESPIRITUAL

Empecemos por advertir que no hablamos de espiritualidad tomando el término como sinónimo de ciencia o doctrina, sino más bien como una actitud total básica, práctica y existencial, propia de todo cristiano, sea laico, sacerdote o religioso y que es consecuencia y expresión a la vez de su visión religiosa de la existencia y de las exigencias de su vida consagrada e injertada en Cristo.

Así la mira el Concilio cuando dice que la Escritura es fuente pura y perenne de la vida espiritual para todas las categorías de personas.

Las fuentes bíblicas son las Sagradas Escrituras, y principalmente el Evangelio, en sus cuatro narraciones, como cuatro imágenes auténticas de Cristo, porque en él está más intensamente y más cerca de nosotros para alimentar la vida de nuestro espíritu. «Nadie ignora -dice el Vati­cano II- que entre todas las Escrituras, incluso del Nuevo Testamento, los Evangelios ocupan con razón el lugar preeminente, puesto que son el testimonio principal de la vida y doctrina del Verbo Encarnado Nuestro Salvador» (Const. sobre la revelación, núm. 18) ~.

Realmente es así. Las Sagradas Escrituras, sobre todo el Evangelio. «El Evangelio -dice S. AgustÍn- es la boca misma de Cristo. Jesucristo ahora está en el cielo, pero sigue hablándonos en la tierra (Contra Faus­to, L. 4, c. 2).

Aún más: «Jesucristo está realmente presente ante vosotros por su

* "El evangelio, prometido antes por los profetas, 10 completó El (Cristo) y 10 promulgó con su propia boca, como fuente de toda verdad sabedora, y de la ordenación de las costumbres" (Const. núm. 7).

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Evangelio (S. Agustín, sermón 25, núm. 1, in Mt. 19). Los Santos Padres nos enseñan que en cierto sentido en el Evangelio el Verbo toma cuerpo, pero con expresiones humanas. El Evangelio, decía S. Ignacio de Antia quía, es «Jesús en carne» (Carta a los Filipenses). Así es la palabra de Dios; no es ua expresión vaga, oculta y fría. No es tampoco una colección de sentencias o un florilegio de máximas maravillosas o textos venerandos. Es Jesucristo vivo. Persona divina con naturaleza humana a la que nos unimos a través de sus palabras, que son luz y vida. Como decía Monseñor Edelby, Consejero Patriarcal del Patriarcado Mel­quita de Antioquía, Auxiliar de S. B. Maximos IV, en su intervención sobre el esquema de Revelación: «La Escritura es una realidad litúrgica y profética. Una proclamación antes de ser un Libro; el testimonio del Espíritu Santo sobre el suceso de Cristo, cuyo momento culminante es la liturgia eucarística... La controversia postridentina ha visto en la Escritura sobre todo una norma escrita; las Iglesias orientales ven en ella la consagración de la Historia de la Salvación bajo las especies de la palabra humana, pero inseparable de la consagración eucarística, en la que toda esta historia está recapitulada en el Cuerpo de Cristo» 1.

Por eso precisamente, leída en el corazón mismo de la Iglesia, en el misterio total de Cristo, en el Espíritu Santo, en la tradición viva, la Escritura es una fuente pura, purísima, perenne y siempre actual de vida espiritual. No es sólo norma de conducta; es vida y vivificación como la Eucaristía. El contacto con la Escritura nos pone en contacto con Cristo, con la persona santa de Cristo, mediante el Espíritu Divino, por quien y en quien las palabras de Cristo son Espíritu y Vida.

El Concilio nos invita y nos urge a que volvamos a esta fuente bíblica de la espiritualidad.

Seguir sus consignas y poner en práctica una lectura y meditación vital de estas fuentes contribuirá a crear una cristiandad nueva, más sin­cera, más original, por estar más cerca de las fuentes de las que nació la primera Iglesia.

1. El primer texto del Vaticano II lo encontramos en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, «Sacrosantum Concilium», número 24: «En la celebración litúrgica la Sagrada Escritura tiene máxima impor-

1 C. RAYMONDON, L.-A. RICHARD, Vatican II au travail. Mame, 1961, p. 171.

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tancia. Pues de ella se escogen las lecturas que luego se explican en la homilía, y los salmos que se cantan, y las preces, oraciones e himnos litúrgicos están penetrados de su espíritu e inspiración y de ella reciben su. significación las acciones y los himnos. Por tanto, para procurar la instauración de la Sagrada Liturgia, su progreso y adaptación, es con­veniente promover aquel amor suave y vivo de la Sagrada Escritura que atestigua la venerable tradición de los ritos tanto orientales como occi­dentales».

En el número 35 leemos también: «En las celebraciones sagradas debe haber lecturas de la Sagrada Escritura, más abundantes, más varia­das y más apropiadas».

Parser el sermón parte de la acción litúrgica se indicará también en las rúbricas el lugar más apto, en cuanto lo permite la naturaleza del rito; cúmplase con la mayor fidelidad y exactitud el ministerio de la predi­cación. Las fuentes principales de la predicación serán la Sagrada Escri­tura y la liturgia, como proclamación de las maravillas de Dios en la historia de la salvación o misterio de Cristo, que siempre está presente y obrando entre nosotros, principalmente en las celebraciones litúrgicas (Cfr. núm. 511 y núm. 90 y 92a sobre el Oficio Divino).

2. En el Decreto sobre la adecuada renovación de la vida religiosa «Perfectae charitatis», del 28 de octubre de 1965, habla así a los reli­giosos:

«Los miembros de los Institutos han de cultivar asiduamente el espí­ritu de oración y la oración misma, bebiendo en las auténticas fuentes de la espiritualidad cristiana. En primer lugar, pues, cada día tengan entre las manos la Sagrada Escritura, para que aprendan con la lectura y meditación de las Escrituras el sublime conocimiento de J esucl'isto (Fil. 3, 8). Desarrollen interior y exteriormente la Sagrada liturgia, prin­cipalmente el misterio de la Eucaristía, según la mente de la Iglesa y nutran su vida espiritual de este riquísimo venero», núm. 6.

3. En el Decreto sobre la formación sacerdotal, «Optatam totius ecclesiae», de 28 de octubre de 1965, encontramos estos textos:

«Enséñeseles (a los seminaristas) a buscar a CristO' en la fiel medita­ción de la palabra de Dios», núm. 8.

«Fórmense con especial diligencia los alumnos en el estudio de la Sagrada Escritura, que debe ser como el alma de toda la teología (Pro­videntisimus Deus); precediendo una conveniente introducción, inicien­se con cuidado en el método de la exégesis, estudien los temas más im­portantes de la revelación divina y en la lectura y meditación cotidiana de los libros sagrados, reciban estímulo y alimento», núm. 16.

«Ordénese la teología dogmática de manera que ante todo se p!'O~ pongan los temas bíblicos ... aplíquese un cuidado especial en perfecci~ nar la teología moral, cuya exposición científica, más nutrida de la doc-

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trina de la Sagrada Escritura, explique la grandeza de la vocación de los fieles en Cristo».

4. El documento principal en el que la llamada conciliar a las fuentes bíblicas de la espiritualidad se hace más universal y apremiante es en el de la constitución dogmática sobre la Divina revelación «Dei Verbum» del 18 de nov. de 1965 2.

Esta llamada va dirigida, en primer término, a los traductores de los libros santos; en segundo lugar, a los exegetas; en tercero, a los teólogos y predicadores y, finalmente, a todos los fieles.

Todo el capítulo sexto de esta constitución es una llamada a las Sagradas Escrituras. Comienza por decirnos la veneración en que siem­pre la Iglesia ha tenido a la Sagrada Escritura a lo largo de su historia como regla suprema de su fe, afirmando que toda la predicación ecle­siástica, como la misma religión cristiana, se nutra de la Sagrada Escri­tura y se rija por. ella. Porque en los Sagrados Libros, el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos; y es tanta la eficacia que radica en la palabra· de Dios, que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual.

Ciñéndonos a la llamada que dirige a todos en general, he aquí sus palabras: «Es necesario, pues, que todos los clérigos, sobre todo los sacerdotes de Cristo y los demás que, como los diáconos y catequistas, se dedican legítimamente al ministerio de la palabra, se sumerjan en las Escrituras con asidua lectura y con estudio diligente, para que ninguno de ellos resulte predicador vacío y superfluo de la palabra de Dios, que no la escucha en su interior, puesto que debe comunicar a los fieles que se le han confiado, sobre todo en la Sagrada liturgia, las inmensas rique­zas de la palabra divina. De igual forma el Santo Concilio exhorta con vehemencia a todos los cristianos, en particular a los religiosos, a que aprendan el sublime conocimiento de Jesucristo (Fil. S, 8) con la lectura frecuente de las Divinas Escrituras. «Porque el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo». LIéguense, pues, gustosamente, al mismo sagrado texto, ya por la Sagrada liturgia, llena del lenguaje de Dios, ya por la lectura espiritual, ya por instituciones aptas para ello, y por otros medios que, con la aprobación o el cuidado de los pastores de la Iglesia, se difunden ahora laudablemente por todas partes. Pero no olviden que debe acompañar la oración a la lectura de la Sagrada Escri­tura, para que se entable diálogo entre Dios y el hombre; porque «a El hablamos cuando oramos y a El oímos cuando leemos las palabras divi­nas», núm. 25.

2 Dos exposiciones sencillas, diVUlgadoras sobre la Constitución Dei Verbum sobre la Revelación: ANASTASIO GRANADOS, La "Palabra de Dios" en el Concilio Vaticano 1I. Madrid, Ed. Rialp, 1966; MIGUEL NrcOLAU, Escritura y Revelación según el Concilio Vaticano 1I. Madrid, Ed. Apostolado de la Prensa, 1967.

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Como se ve, a lo largo de todo el Concilio, desde la primera constitu­ción, estamos oyendo la misma palabra de retorno a las fuentes bíblicas, pero en cuanto que son fuentes puras de vida espiritual.

Esto nos indica la importancia que en la mente del Concilio tiene esta vuelta a las Sagradas Escrituras, tanto para la vida misma de la f glesia, como Cuerpo místico de Cristo, cuyo órgano manifestativo prin­cipal es la Sagrada liturgia, como para la vida de cada miembro.

Un recorrido por todos los documentos emanados del Concilio nos prueba esta misma verdad en la abundancia de citas bíblicas y de retor­no por él mismo realizado a las fuentes de la Escritura, para beber la doctrina que en su afán pastoral y espiritualizador ha querido comuni­car al mundo.

Esta llamada, ¿es una innovación, una rotura con el pasado?

El Concilio Vaticano II no rompe con el pasado, sino que culmina una larga preparación

La primera época posconciliar se está caracterizando, entre otras notas, por una excesiva euforia de que con el Concilio habrá un cambio de estructura y con él de mentalidad y aun de doctrina.

Para ver el sesgo que va tomando el ritmo en estos momentos, nada mejor que leer los documentos que van saliendo oportuna y precisamente de la boca de su Santidad Pablo VI, porque nadie como él está en situa­ción de tomar el pulso a esta época difícil y prometedora a la vez.

En la alocución de la audiencia general del 12 de enero de 1966 (Ecclesia, 29 de enero de 1966), dice clara y avisadamente: «No debemos separar las enseñanzas del Concilio del patrimonio doctrinal de la Igle­sia, antes bien, tratar de ver cómo se insertan en él, pues son testimonios, explicación, incremento y aplicación suya. Por ello cuando las «noveda­des» doctrinales o normativas del Concilio aparecen en sus justas propor­ciones no crean objeciones con respecto a la fidelidad de la Iglesia a su función didascálica, y reciben ese verdadero significado que las hace resplandecer de luz superior ...

No estaría en la verdad quien pensase que el Concilio representa una separación, una rotura, como algunos han llegado a pensar; una libera­ción de la enseñanza tradicional de la Iglesia o que autorice y promueva un fácil conformismo con la mentalidad de nuestro tiempo en lo que tiene de efímero y negativo más que de seguro y científico, o que per­mita al que lo desee a dar el valor y la expresión que le parezca oportuno a las verdades de la fe. El Concilio abre muchos nuevos horizontes a los estudios bíblicos, teológicos, humanísticos, invita a investigar y a pro-

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fundizar en las ciencias religiosas, pero no priva al pensamiento cristiano de su rigor especulativo y no consiente que en la escuela filosófica, teo­lógica y escriturÍstica de la Iglesia penetre la arbitrariedad, la incerti­dumbre, el servilismo, la desolación que caracterizan a muchas formas del pensamiento religioso moderno cuando está privado de la asistencia del magisterio eclesiástico».

Esta llamada del Concilio Vaticano Il a las fuentes genuinas y puras de la espiritualidad es la culminación de una preparación de años en los que se ha dejado oír insistentemente la voz de los Papas que invitan y llaman a volver los ojos a las Sagradas Escrituras como remedio de males espirituales, individuales y sociales.

León XIII promulgó la Encíclica P1'Ovidentisimus Deus, de 18. de noviembre de 1893, considerada como la ley fundamental de los estudios bl'blicos. Nacida en un ambiente enrarecido de racionalismo y criticismo que salpicó a algunos autores católicos, es una invitación, a los exegetas principalmente, a un estudio sereno de la Escritura y ciencias profanas que pueden contribuir a una defensa y comprensión más cabal de la Biblia, usando así las mismas armas que sus adversarios.

Nos fijamos solamente en sus invitaciones a la lectura y estudio de la Biblia como fuente de vida espiritual, que van dirigidas principalmente a los sacerdotes, advirtiendo que no fue éste su primer intento. «Que todos, pues, y muy especialmente los soldados de la sagrada milicia, comprendan por los ejemplos de Cristo y de los Apóstoles, en cuanta estimación deben ser tenidas las divinas letras y con cuanto celo y con qué respeto les es preciso aproximarse a este arsenal. Porque aquellos que deben tratar, sea entre doctos o entre ignorantes, la doctrina de la verdad, en ninguna parte, fuera de los libros Santos, encontrarán ense­ñanzas más numerosas y más completas sobre Dios, bien sumo y perfec­tÍsimo y sobre las obras que ponen de manifiesto su gloria y su amor. Acerca del Salvador del género humano ningún texto tan fecundo y conmovedor como los que se encuentran en toda la Biblia y por esto ha podido S. Jerónimo afirmar con razon «que la ignorancia de las Escrituras es la ignorancia de Cristo»: En ellos se ve viva y palpitante su imagen, de la cual se difunde por manera maravillosa, el alivio de los males, la exhortación a la virtud y la invitación al amor divino... Si lo que se busca es algo relacionado con la conformación y disciplina de la vida y de las costumbres, los hombres apostólicos encontrarán en la Biblia grandes y excelentes recursos: prescripciones llenas de santidad, exhortaciones sazonadas de suavidad y de fuerza, notables ejemplos de todas las virtudes (E. B. 86; BAC 82).

Y ciertamente para la propia y ajena santificación se encuentran preciosas ayudas en los libros santos y abundan sobre todo en los Salmos (E:. B. 89; BAC 85).

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Lo que León XIII circunscribe casi exclusivamente a los sacerdotes, Benedicto XV lo extiende a todos los fieles en su Encíclica Spil'itus Pal'aclitus actualizando y haciendo suyas las enseñanzas de S. Jerónimo sobre el valor santificador de la Sagrada Escritura. Todo ello repeti­damente.

Antes de nada recomienda incansablemente a todos la lectura coti­diana de la palabra divina: «Entrará en nosotros la sabiduría si nuestro cuerpo no está sometido al pecado; cultivemos nuestra inteligencia me­diante la lectura cotidiana de los libros santos». Y en su comentario a la carta a los Efesios: «Debemos, pues, con el mayor ardor leer las Escri­turas y meditar de día y de noche en la Ley del Señor para que como expertos cambistas sepamos distinguir el buen metal y cual el falso». Ni exime de esta común obligación a las mujeres casadas o solteras. A la matrona romana Leta propone sobre la educación de su hija entre otros consejos los siguientes: TómaJe de memoria cada día el trozo señalado en las Escrituras, diciéndola a continuación por qué orden debe leer y aprender los Libas Santos ...

Por lo que a Nos se refiere, Venerables hermanos, a imitación de S. Jerónimo, jamás cesaremos de exhortar a todos los fieles cristianos para que lean diariamente sobre todo los Santos Evangelios d,e Nuestro Señor Jesucristo, los Hechos y las Epístolas de los Apóstoles, tratando de convertirlos en savia de su espíritu y en sangre de sus venas (E. B. 477; BAC 526).

A continuación alaba la obra Sociedad de S. Jerónimo, que se dedica a difundir el Evangelio lo más posible y aconseja que se funden otras sociedades con los mismos fines ...

«OigámosJe ahora hacia dónde debe dirigirse y qué debe pretender el conocimiento de las Sagradas Escrituras. Ante todo se debe bUficar en estas páginas el alimento que sustente la vida del espíritu hasta la perfección; por ello, S. Jerónimo acostumbraba meditar en la Ley del Señor de día y de noche y gustar en las Santas Escrituras el pan del cielo y el maná celestial que tiene en sí todo deleite. ¿Cómo puede nuestra alma vivir sin este manjar? ¿y cómo enseñarán los eclesiásticos a los demás el camino de la salvación si, abandonando la meditación de las Escrituras no se enseñan asimismo? ¿Cómo espera ser en la admi­nistración de los Sacramentos «guía de ciegos, luz de los que viven en tinieblas, preceptor de rudos, maestro de niños y hombres que tienen la ley, la norma de la ciencia y de la verdad» si se niega a escudriñar esa ciencia de la ley y cierra la puerta a la luz de lo alto? ¡Cuántos minis­tros sagrados, por haber descuidado la lectura de la Biblia, se mueren ellos mismos y dejan perecer a otros muchos de hambre, según lo que está escrito: ~os niños pidíeJ'on pan y no habían quien se lo partiera.

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Está desolada la tierra entera porque no hay quien piense en su corazón¡» (EB 502; BAC 531).

A este tenor se desenvuelven las últimas páginas de esta Encíclica exaltadora de la figura de S. Jerónimo como exegeta y enamorado de la Sagrada Escritura.

En la misma línea se mantiene su Santidad Pío XII en su Encíclica Divino Aflante Spiritu, del 30 de septiembre de 1943.

Escrita en plena guerra mundial, mientras los pueblos y las naciones, casi todas, se sumergen en un piélago de calamidades; mientras la gigan­tesca guerra acumula ruinas sobre ruinas, excitados mutuamente los oídos acerbísimos de los pueblos, propone la lectura y meditación de la Sagrada Escritura y el conocimiento de Cristo que de ella se deriva, como el remedio de tan calamitosos males.

Esta Encíclica marca un hito glorioso en la historia de la exégesis católica. Escrita en momentos de tranquilidad interior en el seno de la Iglesia, responde a las exigencias imperiosas y urgentes de renovación en los métodos de los estudios bíblicos. Sin motivaciones ni intenciones apologéticas expone sencillamente las verdades y establece las normas de una exégesis renovada y actual.

En cuanto a la llamada a la Biblia, como fuente pura de espirituali­dad y cristianización, persiste en la línea de las dos Encíclicas anteriores. Se dirige principalmente a los pastores de almas, pero en su calidad de tales, lo que indica que, en última instancia, apunta a todos los fieles; para quienes deben saber interpretar las divinas letras. Pero no sólo a ellos, sino a todos los fieles en general. Para unos y otros destaca sus valores espirituales:

« ... a los fieles de Cristo y, sobre todo, a los sacerdotes incumbe la grave obligación de servirse, abundante y santamente, de este tesoro, acumulado durante tantos siglos por los más excelsos ingenios. Porque los Sagrados Libros no se los dio a los hombres para satisfacer su curio­sidad, o para suministrad es materia de estudio o investigación, sino, como advierte el Apóstol, para que estos divinos oráculos nos pudieran instruír para la salvación por fe quel es en Cristo Jesús y a fin del que g~ hombre de Dios fuese peljecto y estuviese apercibido para toda obra buena (11 Tim. 3, 15. 17). Los sacerdotes, pues, a quienes está encomendado el cuidado de la eterna salvación de los fieles, después de haber indagado ellos con diligente estudio las Sagradas páginas y habérselas hecho suyas con la oración y meditación, expongan cuidadosamente estas soberanas riquezas de la divina palabra en sermones, homilías y exhortaciones; confirmen asimismo la doctrina cristiana con sentencias tomadas de los Sagrados Libros, ilústrenla con preclaros ejemplos de la Historia Sagrada, y nominalmente del Evangelio de Cristo Nuestro Señor ... expóngalo con

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tanta elocuencia, con tanta distinción y claridad, que los fieles no sólo se muevan y se inflamen a poner en buen orden su vida, sino que conci­ban también en sus ánimos suma veneración a la Sagrada Escritura ... Favorezcan, pues, y presten su auxilio a todas aquellas pías asociacio­nes que tengan por fin editar y difundir entre los fieles ejemplares impre­sos de las Sagradas Escrituras, principalmente de los Evangelios, y pro­curar con todo empeño que en las familias cristianas se tenga ordenada y santamente cotidiana lectura de ellas» (EB 651; BAC 566).

Este llamamiento es fruto de una toma de conciencia de la Igtesia misma

La Iglesia, asistida y guiada por el Espíritu Santo, es consciente de que posee, como cosa propia la sustancia de la palabra de Dios, la mani­festación y revelación del Señor. La posee en su tradición viva, en su propio corazón para desarrollar todas las inmensas virtualidades que contiene. Y cuando quiere entrar en contacto con esa palabra viva para proclamarla, para anunciarla al mundo, como mensaje de salvación, no puede hacerlo más que por medio de la Escritura, donde la encuentra consignada, fijada en su forma original, tal como salió del corazón mismo de Dios que la inspiró y tal como apareció humanada cuando los men­!lajeros de Dios la comunicaron al pueblo escogido y a la Iglesia. Es 10 que hace, por ejemplo, cuando se quiere dar a conocer a sí misma en la constitución sobre la Iglesia.

La Escritura, en cuanto palabra de Dios escrita, no es ajena ni acci­dental a la Iglesia. Forma parte de su sustancia; es una de sus estructu­ras esenciales, como los ministerios y los sacramentos. En una y otros la palabra de Cristo y la acción del Espíritu Santo actúan igualmente, aunque de manera diferente. He aquÍ unas palabras del mismo Conci­lio Vaticano n. «Para realizar una obra tan grande (la de la salvación) Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúr­gica. Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del Ministro «ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la Cruz», sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que cuando alguien bautiza es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se leen en la Iglesia las Sagradas Escrituras es El mismo quien habla» (Cons. sobre la Sagrada liturgia, núm. 7).

La Sagrada Escritura, fijada en letras, no es un cuerpo de doctrina revelada perfecto y acabado de una vez desde sus comienzos; antes bien, la revelación en ella consignada ha implicado una marcha, un avance, un progreso en la manifestación de Dios y sus designios de salvación,

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escalonados en la historia y en el tiempo. Por eso los textos tomados por separado entrañan valores desiguales. Y por eso precisamente los libros que los constituyen, sobre todo los del Antiguo Testamento, no encuen­tran su verdadero sentido sino cuando están colocados en la vida con­creta de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo. En el corazón de la Iglesia los libros del Antiguo Testamento encuentran su cumplimiento y se trans­forman en Evangelio; los del Nuevo manifiestan todo su alcance. Por­que es ahí, en el corazón de la Iglesia donde se ve la unidad de ambos testamentos, tal como Dios la quiso y dispuso de manera maravillosa. «Dios, pues, inspirador y autor de ambos Testamentos, dispuso las cosas tan sabiamente que el Nuevo Testamento está latente en el Antiguo y el Antiguo está patente en el Nuevo. Porque, aunque Cristo fundó· el Nuevo Testamento en su sangre (Lc. 22, 20; ICor. ll, 25), no obstante Jos libros del Antiguo Testamento, recibidos íntegramente en la procla­mación evangélica, adquieren y manifiestan su plena significación en el Nuevo Testamento (Cfr. Mt. 5, 17; Lc. 24, 27; Rom. 16,25-26; JI Cor. 3, 14-16), ilustrándolo y explicándolo al mismo tiempo» (Const. sobre la revelación, c. 4, núm. 16).

Por eso, aunque los libros del Antiguo Testamento contengan una revelación fragmentaria, imperfecta, leídos a la luz de la revelación plena del Evangelio, que sólo la Iglesia posee, adquieren todo su valor auténti­co de pedagogía y enseñanza a la vez. «Estos libros, aunque contengan algunas cosas imperfectas y adaptadas a los tiempos, demuestran sin embargo la verdadera pedagogía divina. Por tanto, los cristianos han de recibir devotamente estos libros (del Antiguo Testamento), que expre­~an el sentimiento de Dios y en los que se encierran sublimes doctrinas acerca de Dios, y una sabiduría salvadora sobre la vida del hombre, y tesoros admirables de oración y en que, por fin, está latente el misterio de nuestra salvación» (Ibid., núm. 15).

Sólo la Iglesia puede descubrir a los hombres en su plenitud la pala­bra de Dios, de la que la Escritura es la cristalización ocasional, aunque a veces oscura, parcial y oculta. Oscuridad, parcialidad, ocultamiento que exigen que sea ella la norma de interpretación, que no en vano tiene el mandato y la encomienda divina de conservarla e interpretrarla auténticamente.

La Escritura, integrada en la tradición viva de la Iglesia, en su propio corazón, es para ella mucho más que un libro venerable en el que se cuenta una historia maravillosa ya pasada. Es la palabra viva y actual de Dios que anuncia y realiza la salvación tal como Cristo la llevó a cabo y comunica ahora a todos en su seno. La Iglesia lo sabe.

Prueba de ello es el lugar de excepción que la escritura ha ocupado siempre en su vida, y el uso constante que ha hecho de ella en la litur­gía, en la predicación, en la catequesis, en la teología, en la enseñanza

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espiritual. Casi podíamos afirmar que no conoce otra fuente. La vida de la Iglesia no se comprende sin las Sagradas Escrituras como no se comprende sin los Sacramentos. «La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el Pan de Vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la liturgia» (Cons. sobre la revelación, c. 6, núm. 21).

Este uso incesante comienza con la existencia misma de la Iglesia en la era apostólica cuando no conoce todavía más que el Antiguo Tes­tamento y los libros del Nuevo están viviendo en la tradición oral, en la cual van adquiriendo fijeza y determinación. Es entonces cuando se cris­tianiza el Antiguo Testamento y a la luz de los nuevos escritos, Evange­lios y Epístolas, que van surgiendo para recoger las enseñanzas y los hechos salvadores de Cristo y los van interpretando y adaptándolos a las circunstancias concretas de las distintas comunidades queda plenamente iluminado. Sin los escritos del Nuevo Testamento el Antiguo sería casi ininteligible, hablaría un lenguaje cuya clave no poseería nadie. Cuando mucho hablaría un lenguaje balbuciente. Sería letra muerta. Aquél era la preparación. Estos, el cumplimiento, el Evangelio; uno y otros no se excluyen, se completan.

Siguiendo el ejemplo de Cristo y los Apóstoles al interpretar cristia­namente el Antiguo Testamento, los Santos Padres, para exponer la doc­trina de la fe o las enseñanzas espirituales, parten siempre de la escritura, no sólo del Nuevo Testamento, sino también del Antiguo.

Muchas obras patrísticas, miradas desde este punto de vista, no son más que comentarios con un fin pastoral y espiritual, no sólo sobre los libros del Nuevo Testamento, sino también del Antiguo. No importa que algunos procedimientos empleados por ellos hayan sido superados. Lo interesante es lo que queda, es que partían y se alimentaban de la Sagra­da Escritura en su enseñanza al pueblo en la formulación de su teología, en la aplicación pastoral de las normas cristianas. Esto es lo esencial. y fue un error en la reacción antimodernista confundir la esencia reli­giosa, tan noble, justa y aleccionadora de la interpretación patrística, con sus explicaciones puramente históricas.

Gracias al campo así abierto por Cristo y los Apóstoles y mantenido por los Santos Padres en aumento constante, la Escritura Santa ha sido siempre la fuente no sólo de la espiritualidad y de la exhortación práctica, sino también de la teología y reflexión especulativa. Toda la ciencia cris­tiana se ha desarrollado a partir de la Escritura y ha vivido en ella como en fuente purísima.

Nunca la Iglesia ha encontrado dificultad en ella .. Por el contrario, leída en su seno como norma de la verdadera tradición, jugó un papel capital en la expansión de la Iglesia. Su lectura en el marco de la litur-

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gia principalmente, punto de partida para una predicación abundante y variada, fue la fuente esencial de la formación y desarrollo de la fe de los fieles. Y este atenerse tan constante a la Escritura en su liturgia y enseñanza por medio de los Santos Padres, trajo como fruto la cristia­nización del mundo occidental y mediterráneo, a pesar de las dificulta­des creadas por las herejías, que buscaban apoyarse en la misma Sagrada Escritura.

La Iglesia, consciente de su misión, no intentó más que poner a los hombres en contacto con la palabra vivificadora y santificadora de Dios, tal como Dios mismo había querido que se fijase por escrito y lo logró plenamente.

Este contacto vital vino a entibiarse fuertemente a fines de la Edad Media con la aparición de una teología culta, demasiado filosófica, y unos comentarios del mismo estilo compuesto en el aislamiento de una celda sin tener en cuenta las necesidades pastorales y espirituales de los fieles. La misma pastoral discurre por caminos nuevos en los que la Sagrada Escritura no ocupa el lugar de antes. No se hace a partir de la Escritura.

La crisis protestante se explica en parte con su violenta reivindicación de vuelta a la Escritura por esta situación creada por el aflojamiento o entibiamiento entre escritura y tradición.

La protesta era legítima en un principio, pero fue a caer en el extre­mo contrario.

La reacción contra el biblismo integral que preconizaba la reforma no rehizo plenamente la cohesión íntima entre escritura por un lado y teología pastoral, etc., por otro.

El esfuerzo catequético, que fue inmenso a partir del Concilio de Trento, siguió otros caminos distintos a los andados en la época de los Padres.

Adaptó al marco de la pastoral el método para explicar el dogma, la moral, los sacramentos y la espiritualidad. Los textos bíblicos se citaban, pero se situaban al lado de las verdades que hrubía que creer, de los deberes que había que cumplir, de los medios establecidos por Dios para poder alcanzar la salvación. La unión íntima, la compenetración entre Sagrada Escritura y cultura religiosa, establecida en la antigüedad que vitaliza la vida práctica de la fe, había llegado a una laxitud o había desaparecido en la mayoría de los casos. Se citaban los textos de la Biblia como quien cita la autoridad de un autor más. Se hace costumbre citar un texto fuera de su contexto. La escritura tiende a convertirse en un lugar teológico o arsenal de argumentos en vez de ser un medio vital.

En el siglo XIX la cuestión bíblica vino a complicar más la cosa al hacer de la Biblia un libro discutido del que ante todo había que defen­der la historicidad, quedando su contenido espiritual relegado a segundo

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plano. Las dificultades creadas en torno a él le convirtieron en un libro peligroso que convenía reservar para los teólogos y exegetas de profesión.

Nosotros somos hoy herederos lejanos de esta situación y muchas di­ficultades en torno a la comprensión y valoración de la Biblia (inactuali­dad de la historia bíblica, carácter caduco del mensaje del Antiguo Testamento, diferencias de problemas espirituales, el abismO' entre la lengua y cultura de la Biblia y las nuestras, el lenguaje simbólico, los géneros literarios) nacen en gran parte de ella. Nuestra civilización y cultura moderna, religiosa, ha nacido y se ha desarrollado en una pers­pectiva no bíblica. Y nuestra espiritualidad no se ha alimentado de la palabra escrita de Dios. La Escritura no ha sido el punto de partida tanto por falta de lectura individual como por falta de una predicación, de una catequesis que arranque de ella y se consagren a su explicación. y esto a pesar de las voces de los Papas a los que aludimos más arriba desde León XIII. Aunque bien podemos decir que esta llamada del Con­cilio es el fruto maduro de aquellos principios 3.

En estas circunstancias interviene el Concilio actual con su llamada a una vuelta a las fuentes y afianzando y culminando el movimiento bí­blico que le ha precedido y le ha preparado, nos invita a rehacer acomo­dándola a nuestro tiempo esta unidad vida, esta compenetración estrecha de pensamiento y cultura cristiana y Sagrada Escritura, cuya desapari­ción o enfriamiento tanto perjuicio trajo a la exégesis, a la teología, a la pastoral, a la espiritualidad. Nos invita a tomar como punto de partida de nuestra total cultura cristiana, de nuestra vida espiritual, la Sagrada Escritura, «fuente pura y perenne de la vida espiritual». Que la Biblia deje de ser un lugar teológico o arsenal de textos y argumentos y sea eso sí una fuente pura en donde vayamos a beber nuestra espiritualidad, lln medio vital que la informe de lleno.

Esta llamada se basa en que la escritura es la fuente genuina de espirituaUdad

Pocas verdades habrá tan repetidas a lo largo de la historia de la Iglesia, a través de los órganos más genuinos manifestativos de su vida, como la de los valores espirituales y santificadores de la Sagrada Es­critura, que recoge ahora el Concilio Vaticano II en estas expresiones: La Sagrada Escritura fortaleza de la fe, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual 4.

3 Cfr. sobre todo este punto PIERREl GRELOT, palabra de Dios y hombre de hoy. Salamanca 1965.

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Entre estos órganos que revelan el sentir de la Iglesia ocupa un lugar preeminente la enseñanza de los Santos Padres en cuanto testigos de la vida misma de la Iglesia en sí mismos y en las cristiandades que re­presentan.

Como se lo oímos en el Decreto sobre la renovación religiosa, las auténticas fuentes de la espiritualidad son la palabra de Dios en la Escritura y la liturgia en el misterio eucarístico. De una manera aún más clara en la constitución sobre la revelación núm. 21 que ya leímos.

Pues bien, ya León XIII en su Encíclica nos recuerda que los Santos Padres no cesaron de elogiar las divinas letras y los frutos que de ella se pueden obtener. En más de un pasaje de sus obras llaman a los libros santos riquísimo tesoro de las doctrinas celestiales y eterno manantial de salvación y los comparan a fértiles praderas y a deliciosos jardines en los que la grey del Señor encuentra una fuerza admirable y un ma­ravilloso encanto.

La riquísima enseñanza de S. Jerónimo sobre este particular la re­coge abundantemente Benedicto XV en su Encíclica Spil'itus Pmaclitus.

A esto mismo nos exhorta el Concilio en el capítulo VI núm. 23 de la Constitución sobre la Revelación, cuando dice que la Iglesia fomenta también convenientemente el estudio de los Santos Padres, tanto del oriente como del occidente, y de las Sagradas Liturgias corno un medio para alimentar sin desfallecimiento a sus hijos con las divinas ense­ñanzas.

Es precisamente y principalmente bajo el aspecto de fuente de es­piritualidad cómo los Santos Padres consideran la Sagrada Escritura, siguiendo en esto la enseñanza de la misma Biblia.

Ya S. JtJan escribió en su Evangelio que lo que El nos dejó consig­nado acerca de Cristo fue para qüe creamos que Cristo es el Hijo de Dios y creyéndolo consigamos la Vida Eterna.

Fe y Vida Eterna. Dos términos cargados de robusta y fecunda es­piritualidad en la mente y en la pluma del evangelista del amor.

Porque la fe no termina en un cuerpo de verdades, sino en una per­sona, en Cristo. Creer es adherirse totalmente a Cristo; entregarse ple­namente a Cristo, y por Cristo y en Cristo al Padre, ya que Cristo es la plena y definitiva revelación del Padre 6, 46 y sus palabras 8, 26-28 y obras 5, 17. 30. son !as del Padre. La fe nos pone en contacto con Cristo que es la Verdad y el bien esencial. La fe es adhesión y amor. La revelación no es sólo desvelar, correr el velo de algo que está oculto, sino tanto y más donación gratuita. Por eso no se la puede captar sino mediante una fe que sea al mismo tiempo amor 17, 26; 15, 15. Aceptar

4 Un estudio ampliamente desarrollado sobre la Escritura y la vida espiritual ECl'itul'e Sainte et vie spil'ituelle en DBS (1960), c. 128-278. Más brevemente ECl'itul'e en DBS (1934), c. 475-476 (457-487).

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la revelación es creer y amar al mismo tiempo I Jo. 3, 23 Y esto es te­ner fe.

Porque la vida eterna no es só'¡o el bien futuro escatológico que es­peramos, sino el bien salvífico por excelencia, el conjunto de bienes es­pirituales, que ya tenemos, en los cuales se realiza la salvación, que está operante en los fieles, en los que creen. Es la vida de Cristo derramada en los hombres. Es Cristo, perfección suma en el amor, viviendo en ellos, como la savia de la vid en los sarmientos.

Sería interminable recoger todo el mensaje de espiritualización que la Biblia nos da de sí misma. Los Santos Padres y los documentos re­piten machaconamente aquel texto de S. Pablo: «Toda la Escritura es divinamente inspirada y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para instruir en la justicia a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y equipado para toda obra buena» (II Tim. 3, 16). Aunque S. Pablo se dirige a Timoteo como pastor de almas podemos extender sus pa­labras a cualquier otro fiel. Cfr. Rom. 15, 4; Beb. 4, 12 con Act. 20, 32.

Querer recoger la enseñanza de los Santos Padres sería intermina,­ble. Vamos a fijarnos solamente en dos. Uno de oriente y otro de occi­dente: S. Juan Crisóstomo y S. Agustín.

S. Juan Cl'isóstomo (345-407) 5

Aunque ha exaltado como pocos el sacerdocio, ha defendido la vida monástica y ha ensalzado la virginidad, es ante todo «un apóstol de la perfección de los laicos». A ellos propone principalmente la lectura y meditación de las Sagradas Escrituras como medio eficacÍsimo de sal­vación y de santidad.

Sus consejos sobre el particular gozan de una autoridad singular que le da su enorme ciencia exegética y la experiencia personal y pastoral que tiene de la eficacia espiritualizadora de la lectura y estudio de la Biblia, en sí mismo y en los demás. Según el testimonio de Paladio, «el amor de letras santas le cautivó desde que tuvo uso de razón» (PG 47, 18).

Las Sagradas Escrituras -es su enseñanza- son remedios divinos para las heridas del alma, armadura contra los dardos del enemigo, los útiles de nuestro oficio de cristiano, un tesoro riquísimo (PG 48, 992-994) porque está escrita por el Espíritu Santo.

Las Escrituras sirven para la corrección de las costumbres y cura de las enfermedades espirituales. «La sangre preciosa de Cristo reci­bida con confianza es capaz de apagar toda enfermedad del alma, a condición de añadir la audición regular de las Escrituras Divinas» (PG

5 Cfr. Ecriture sainte ... c. 150-153.

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57, 50). Arsenal de todos los remedios, ayudan a apagar el orgullo, mi­tigar la concupiscencia, pisotear la avaricia. Hacen despreciar el dolor, inspiran el valor, disponen a la paciencia, consuelan altamente a pobres y enfermos. Sin ellas el alma no se salvará y menos aún se transformará en santidad.

No son sólo las expresiones directas con que ensalzan a la Escri­tura como fuente pura y genuina de vida espiritual, sino también las variadas y floridas comparaciones con que nos habla de sus valores es­pirituales. Son -dice- como aromas que despiden un perfume tanto más penetrante cuanto más se las mueve entre las manos (pe 53, 106), como una fuente de abundantes manantiales perpetuamente manando que crecen cuanto más se bebe de ellas (pe 53, 32), como nubes cuya lluvia se filtra suave y amorosamente en la tierra para fecundarla, como un prado espiritual cubierto de flores de suave olor, como un paraíso de delicias del que salen infinitos ríos. Quien las lee y medita se ase­meja a un árbol plantado a las orillas de un río de aguas vivas siempre florecido (pe 51, 87-90), son cartas que Dios amorosamente nos envía después de la caída para atraernos hacia El (pe 53, 28).

Sinceramente persuadido de estos inmensos valores espirituales nada extraña su aptitud ante la despreocupación de muchos por los Libros Santos y sus urgentes exhortaciones a llegarse a ellos.

En Antioquía -dice- ninguno sería capaz de recitar un salmo o cualquier otro pasaje de las Escrituras (pe 57, 32), ni de decir el nú­mero de las Epístolas de S. Pablo o al menos el nombre de sus desti­natarios (pe 51, 188).

En Constantinopla muchos ignoran el autor y aún la existencia del Libro de los. Hechos (pe 60, 83).

Si alguno le replica: Yo no soy un monje. Tengo mujer e hijo y me ocupo de mi casa (pe 57, 30). No me incumbe a mí conocer a fondo las divinas Escrituras, sino a los que abandonaron el mundo y viven en las altas montañas (pe 48, 992) contesta: «Prácticas satánicas. Cuanto uno está más expuesto y recibe más heridas, más necesita de remedios (pe 57, 30). El monje está tranquilo en el puerto. Nosotros navegando en plena mar, y cometiendo necesariamente muchas faltas, necesitamos continuamente del socorro de las Escrituras» (pe 48, 992; 62, 151-152).

De ahí sus exhortaciones a que no se contenten con oír la explica­ción que se les da, sino que la noche antes preparen la lectura del texto que él les va a comentar el día siguiente.

Las muchas ocupaciones son sólo un pretexto. Lo mismo que la falta de recurso para comprar los libros. Porque aún los pobres poseen sufi­cientes instrumentos para su úficio (pe 59, 778). Y los instrumentos de nuestro oficio cristiano, con los que fabricamos nuestra alma son toda la Escritura inspirada por Dios y útil (pe 48, 993).

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De ahí su exhortación a que lean y relean el mismo relato si no lo comprenden a la primera lectura. Y si a pesar de todo no lo entienden que pregunten a los sabios. Como el eunuco de la reina Candaces de Etiopía. Este, leyendo en su carro a la hora en que el sol más calienta, es para S. Juan Crisóstomo el modelo perfecto que deben imitar los hombres, las mujeres y aún los monjes (PG 53, 321-324; 60, 159 y 154).

S. Agustín 6

S. Agustín sobrecargado de múltiples trabajos no estudia la palabra ele Dios de ordinario, sino para alimentar su piedad, edificar a su pue­blo, fundamentar su doctrina. No es la suya la postura de un sabio que consagra sus días y lo mejor de su vida al estudio de la Biblia, como S. Jerónimo que hizo de ella el centro de sus investigaciones. El estudio y la lectura de la Biblia en S. Agustín están presididos por un fin pas­toral, doctrinal o apologético pastoral. Lo pastoral e instructivo es ele­mento esencial en la obra de S. Agustín comO' en la mayoría de los San­tos Padres.

S. Agustín no se dirige a un auditorio selecto de clases. Sus oyentes son la masa de los cristianos, muchos recién convertidos. Es el suyo en general un auditorio wbigarrado, heterogéneo. Son pescadores, campe­sinos, comerciantes, la mayoría pobres y de cultura muy desigual. Y este público, entre los que no faltan también núcleos de gente selecta, en­tiende cuanto les predica y quedan prendados de su voz y hasta pro­rrumpen en aplausos.

Tal es el caso de los maravillosos comentarios a S. Juan, lo mejor que se escribió en la antigüedad sobre el cuarto Evangelio, y sus Ena­naciones a los Salmos, de las que él mismo dice: «Gon ahinco me piden (los fieles) que exponga los Salmos que aún no he tratado» (Salmo 118).

La exégesis de S. Agustín por consiguiente no es científica. Está mar­cada por la pastoral. Ha entrado en la exposición de la Biblia con ansias de perfeccion y de mejoramiento de las almas. Es la obra de un Apóstol, de un Pastor; genial, es verdad, pero Apóstol y pastor de almas.

Son la aplicación de lo que él mismo enseña repetidas veces sobre el valor espiritual y santificador de las Escrituras.

Su enseñanza a este respecto es clara, rica y variada y vital, porque nos trasmite sus propias vivencias. Lo que enseña lo ha vividO'. Guando afirma de la Escritura que es salvación, redención, santificación, que es luz, gracia, balanza de las acciones, espejo de pecado, espectáculo agradable, pan y alimento sólido, leche, bebida, consuelo, guía, socorro,

6 lbd. c. 155-158 y P. ROMÁN DEl LA l., La Sagrada Escritura como fuente de vida espiritual según San Agustin. RE 14 (1955), 281-298.

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solaz, medicina, diversión, tesoro escondido, dadora de Cristo, dulce com­pañera del camino, nube fecundadora, vino generoso, carta de lo alto, que todo esto y más dice S. Agustín de la Biblia, es porque lo ha expe­rimentado en sí mismo y en sus fieles. Habla con convencimiento. No en vano su misma conversión es fruto de la lectura de la Sagrada Es­critura.

Textos explícitos. Aunque la Escritura no es absolutamente necesa­ria para la salvación, está escrita por causa del hombre y para su bien; es santa y saludable. Nada hay más saludable y útil que las Escrituras Sagradas para quienes. las leen y las oyen con piedad, porque en ellas, en el Antiguo y Nuevo Testamento, se encuentra a Cristo y nos dan la Iglesia.

El que se alimenta interiormente de la palabra de Dios aprende a Vencer las tentaciones y pierde el gusto por los deleites del mundo. No hay libros tan poderosos para romper la dureza de la soberbia y el en­castillamiento en el pecado, ni palabras tan limpias que así persuadan a lá confesión humilde y a la adoración agradecida.

La Sagrada Escritura es un descender de Dios a nosotros, como el Verbo hecho carne, para subirnos a El. Nos tira hacia dentro, al reco­gimiento interior, sacándonos de lá superficie exterior.

Están escritas para nuestro consuelo. Son fuentes de gozo espiritua­les para los que peregrinan aún sobre la tierra. Y los predicadores apro­vecharán tanto con sus predicaciones cuanto hayan adelantado ellos mismos en el estudio y meditación de los Libros Santos.

Símiles y compamciones. Es propio de los grandes genios e ingenios agudos encerrar las enseñanzas más sublimes en la gracia de símiles y metáforas. En S. Agustín, genio e ingenio de primera categoría, abun­dan las comparaciones.

Los Libros Santos son medicina para todas las enfermedades del alma. Son bebida y alimento sólido a veces oculto, como el grano en la espiga. Son como selvas densas y umbrosas, de las que continuamente nos estamos alimentando. Nubes que hacen reverdecer el campo. seco del alma con su riego. El Evangelio es una lluvia tranquila y abundan­tísima derramada por Cristo Nuestro Señor, para que quien beba de sus aguas salte de su corazón una fuente que llega hasta la vida eterna.

Es compañera en el caminar de esta vida. Lámparas encendidas para no caminar a oscuras en la noche de este siglo.

Arco tenso que está disparando flechas que inflaman en amor di­vino. Espejo sincerísimo de los actos de nuestra vida. Balanza fiel que pesa las pasiones humanas. La carta que Dios nos envió desde nuestra patria, a nosotros peregrinos para enseñarnos a bien vivir, para que no perdamos el verdadero camino.

Toda la vida cristiana y ejercicio de virtudes lo enseña S. Agustín

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a base de la Escritura. Es en ella donde bebe su doctrina y de donde saca sus aplicaciones para todos porque a todos dirige su ~ensaje, que es el de la Biblia: Desde el esclavo y el borracho, hasta el Obispo, los monjes y las vírgenes. Los problemas de la vida matrimonial, de la ju­ventud, de los espectáculos, de los clérigos, de la vida monástica, todo queda iluminado a la luz de la Biblia.

Para concluir este punto he aquí unas palabras admirables sobre los valores santificadores de la Biblia: «Si queréis estar en la verdad debéis decir que la palabra de Dios no es menos que la Eucaristía», palabras que nos llevan a una afirmación del Concilio Vaticano Il, que ya cita­mos en el apartado anterior.

Así podíamos ir recogiendo las enseñanzas de otros Santos Padres sobre este punto concreto, en las que nos enseñan repetidamente los valores espirituales de la Sagrada Es clitura, como la principal doctrina que Dios nos quiere comunicar por ella. Es en estos valores donde ellos se fijan principalmente. Insertados en el corazón mismo de la Iglesia, son adoctrinados por el espíritu de la verdad, que es el autor de la Biblia y les enseña esta realidad y les guía a plasmarla insistente y aún machaconamente.

Es este mismo espíritu el que enseña a los Santos, sin tener cono­cimientos bíblicos, a intuir este valor singular de la Sagrada Escritura.

Santa Teresa nos narra en el Libro de la Vida que estando una vez en oración se sintió inflamar su alma y le vino un arrobamiento de es­píritu. «Parecióme estar metido y lleno de aquella majestad que he en­tendido otras veces. En esta majestad se me dio a entender una verdad que es cumplimiento de todas las verdades; no sé yo decir cómo, porque no vi nada; dijéronme, sin ver quién, mas bien entendí ser la mesma Verdad: «no es poco esto que hago por ti, que una de las cosas es en que mucho me debes; porque todo el daño que viene al mundo es de no conocer las verdades de la escritura con clara verdad; no faltará una tilde de ella» (Libro de la Vida, c. 40, n. 1).

¿Quién enseñó a S. Teresita el valor espiritualizador de la Biblia, sobre - todo de los Evangelios? ¿Quién enseñó a acudir a ella con la certeza de que encontraría la afirmación de la verdad de su camino de infancia espiritual? ¿Quién la dio una seguridad imperturbable y paz definitiva en esos textos? ¿Quién la llevó a rebuscar en las profundi­dades de las adorables palabras del Evangelio?

Fue obra del Espíritu Santo que la gobernaba suave e irresistible­mente sin encontrar obstáculo de su parte. Este la llevó a aprenderse de memoria el Evangelio. Este la dio el sentido de continuidad de la Escritura. Este la hacía descubrir en una sola palabra de la Escritma horizontes infinitos, como escribe a un su hermano espiritual, y esto no en las horas de oración de ordinario, sino en el vagar de las ocupacio-

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nes de cada día. Este la hizo escribir el admirable capítulo IX de la Historia de un alma con un constante esfuerzo para plasmar el Evan­gelio en una vida vivida por Dios hasta el detalle. Es el espíritu el que la llevó a inclinarse constantemente durante todo el decurso de su vida sobre las Bagradas Escrituras para beber en ella las enseñanzas de Cris­to. Fue para expresar ella misma esta convencida y sincera veneración de los evangelios, que le enseñó por fe el Espíritu de la verdad, quiso llevarlos continuamente sobre su corazón 7.

La llamada del Concilio '/'esponde a los hombres de hoy

Desde hace algunos años la voz del Profeta Amós parece más actual que nunca: «Vendrán días en que enviaré hambre sobre la tierra, no hambre de pan ni sed de agua, sino hambre de escuchar la palabra de Yavé» (Am. 8, 11).

El mundo cristiano de hoy desea conocer la historia santa, la historia de la salvación, la historia de Dios que viene a El; cansado de palabras humanas, siente necesidad de escuchar la palabra de Dios. Y se ha vuel­to a la Escritura que es la que nos la transmite.

Este retorno a la Biblia, esta vuelta a las fuentes bíblicas, pero en [o que tienen de mensaje salvador, de mensaje de espiritualización, se nota no sólo en el mundo católico, sino también en el protestante. Por eso la llamada del Concilio viene en un momento oportuno y viene como a canonizar esa sed y esa hambre.

Hoy se nota una renovación bíblica en todos los campos. En la re­novación litúrgica, en la que no sólo se utiliza la Biblia, sino en la que la Biblia se hace viviente y vivificadora, al proclamarse la palabra es­crita de Dios; en el movimiento pastoral y misionero; en la literatura espiritual.

Hoy día lo bíblico hace furor. Y los movimientos bíblicos se han extendido a la mayoría de los países; se han multiplicado las revistas de carácter bíblico; las versiones de los textos originales, los comen­tarios.

La vida cristiana se vuelve ávidamente hacia la Biblia. Hay sed de oír y leer la palabra de Dios. Y los exégetas, sin abandonar el estudio de los problemas históricos, críticos, literarios, etc., iniciados en el si­glo XIX, centran más su interés sobre los valores teológicos y espirituales del texto sagrado. Quiere proporcionar una Lectura cristiana de la Bi­blia según el título tan expresivo de la obra de D. C. Charlier.

7 Cfr. G. GARRONE, Sainte Thél'ese de l'Enfant Jésus et l'Ecriture sainte en Carmel (1957) 14-15.

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En este ambiente caldeado de entusiasmo bíblico lanza el Concilio' su llamada de retorno a las fuentes, pero no tanto para investigar sus valores científicos (esto lo supone) cuanto para beber sus aguas salva­doras, para penetrarse de su doctrina, de sus enseñanzas, de su espíritu y de su vida.

Todo cuanto nos dice en la Constitución sobre la divina revelación acerca del Antiguo y del Nuevo Testamento está centrado en sus va­lores teológicos y espirituales, «pues como todo lo que los autores ins­pirados o hagiógrafos afirman debe tenerse como afirmado por el Es­píritu Santo, hay que confesar que los Libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso con­signar en las Sagradas letras para nuestra salvación. ASÍ, pues, toda la Escritura es divinamente inspirada y útil para enseñar ... » (11 Tim. 3, 16-17).

«La economía, pues, de la salvación, preanunciada, narrada y expli­cada por los autores sagrados, se conserva como verdadera palabra de Dios en los Libros del Antiguo Testamento: Por lo cual estos libros ins­pirados por Dios conservan un valor perenne: pues todo cuanto está escrito para nuestra enseñanza fue escrito a fin de que por la paciencia y por la consolación de las Escrituras estemos firmes en la esperanza (Rom. 15, 4) ... Por tanto, los cristianos han de recibir devotamente estos libros que expresan el sentimiento vivo de Dios y en los que se encie­rran sublime doctrina acerca de Dios y una sabiduría salvadora sobre la vida del hombre y tesoros admira:bles de oración y en que por fin está latente el misterio de nuestra salvacióm) (C. 4, n. 14-15).

Esta llamada del Concilio tiene también un carácter eminentemente pastoral, no sólo cuando se dirige a los cristianos, sino también cuando se dirige a los traductores, a los exégeta s de oficio, a los teólogos y pre­dicadores.

¿Por qué procura la Iglesia con solicitud materna que se hagan ver­siones aptas y fieles en diversas lenguas, aún con la colaboración de los hermanos separados, y que aprobadas por su autoridad podrán usar to­dos los cristianos? Para que los cristianos tengan amplio acceso a la Sa­grada Escritura.

¿Por qué insta y anima a los exégetas católicos y demás teólogos a trabajar, aunando sus fuerzas y a investigar y proponer las letras divi­nas? Para que el mayor número posible de ministros de la palabra pue­dan repartir fructuosamente al pueblo de Dios el alimento de las Es­crituras que ilumine la mente, robustezca las voluntades y encienda los corazones de los hombres en el amor de Dios.

¿Por qué el estudio de la Sagrada Escritura ha de ser el alma de la

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teología? Para que se robustezca firmemente y se rejuvenezca de con­tinuo y capte toda la verdad contenida en el misterio de Cristo.

¿Por qué los predicadores y catequistas y cuantos se dedican al mi­nisterio de la palabra deben sumergirse en las S. Escrituras con asidua lectura y con estudio diligente? Para que puedan comunicar a los fieles las inmensas riquezas de la palabra divina. Y el tesoro de la revelación confiado a la Iglesia llene más y más los corazones de los hombres.

En esta llamada del Concilio a las fuentes bíblicas de la espirituali­dad no hay rastro de condescendencia a la curiosidad o a la ciencia por la ciencia. Es una auténtica llamada a los valores espirituales y salva­dores de la Biblia. Se trata de una llamada genuina a la Biblia, como fuente pura y perenne de la vida espiritual 8.

Esta llamada a una vuelta a las fuentes bíblicas de la espiritualidad si no ha de caer en el vacío supondrá para todos una labor ingente. Sobre todo, a los dirigentes, sacerdotes, catequistas y pastores. El Con­cilio llama la atención de los prelados a¡::erca del deber que les incumbe de instruir oportunamente a los fieles a ellos encomendados, para que usen rectamente de los libros sagrados, sobre todo el Nuevo Testamento y especialmente los evangelios. Porque la formación bíblica de los hom­bres de hoyes casi nula. Hemos cambiado la lengua en la liturgia. Ya entendemos las palabras. Pero ¿captamos el sentido, 10 que significan? ¿Tenemos un minimun de cultura y formación bíblica que nos capacite para comprender la Biblia e introducirla como vivencia en nuestra vida cristiana, porque, en definitiva, a esto tiende la llamada urgente y ve­hemente del Concilio.

Tenemos qúe confesar que la indiferencia ante las lecturas bíblicas de la liturgia nace de aquí. Aburren las cosas cuando no se las entiende. No digo que sea el único motivo, pero sí uno de ellos y fundamental.

«Me parece -decía Maritain en la conferencia de apertura de la Semana de Intelectuales católicos (2 de mayo de 1949)- que si una nueva cristiandad debe venir a la existencia habrá de ser una edad en la cual los hombres leerán y meditarán el evangelio más que 10 han hecho nunca.»

Esta nueva cristiandad ha nacido con el Vaticano II, del que dijo S. S. Juan XXIII «sería el nuevo Pentecostés que haría florecer en la Iglesia su riqueza interior y su extensión hacia todos los campos de la actividad humana. Los frutos del Concilio no se lograrán sin este sin­cero retorno a las fuentes vivas bíblicas. Esta nueva cristiandad no mo­rirá apenas nacida, porque su alimento, el alimento del alma, son los

8 Mgr Garrone en unas declaraciones al P. Arias decía que el sacerdote de hoy como es joven busca una espiritualidad menos formalista y más profunda; más bíblica sobre todo. Prefiere nutrir su vida espiritual con la palabra misma del Dios vivo y no con palabras de humana sabiduría.

Page 23: LA SAGRADA ESCRITURA FUENTE DE VIDA ESPIRITUALpre la Iglesia ha tenido a la Sagrada Escritura a lo largo de su historia como regla suprema de su fe, afirmando que toda la predicación

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Evangelios. Porque el fin de la Escritura es una inteligencia espiritual a la luz de Cristo resucitado que se haga constantemente vida cristiana. «Como la vida de la Iglesia recibe su incremento de la renovación cons­tante del misterio eucarístico, así es de esperar un nuevo impulso de la vida espiritual de la acrecida veneración de la palabra de Dios que permanece para siempre» (Is. 40, 8).

ROMÁN LLAMAS OCD Salamanca