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92 CAPÍTULO IV La modernidad en entredicho A diferencia de los textos narrativos estudiados en el capítulo anterior, la preocupación fundamental de los relatos que se analizarán ahora no es la problematización de la relación entre literatura y realidad, sino la indagación en algún aspecto de esa realidad emergente que en la década de los veinte habitualmente no era representada en la literatura mexicana: la modernidad. Cabe recordar que la novela colonialista y la novela de la revolución representaban predominantemente periodos de la historia mexicana: el pasado colonial en el primer caso, y el conflicto armado de 1910 en el segundo. En estas novelas la modernidad no era un tema de reflexión, a diferencia de la narrativa vanguardista: “Si hay algo como un imponente deseo y a la vez un „gran‟ tema de la novela vanguardista hispanoamericana en su primera fase [1922-1928], éste es, pues, la modernidad” (Niemeyer Subway 154). Los textos vanguardistas buscan, entonces, “proporcionar nuevos modos de entender y percibir el continente” (Niemeyer Subway 207) que difieran de la concepción hegemónica dictada por la novela regionalista y la novela de la Revolución. Si dichas corrientes literarias pretendían erigir una identidad estable para Hispanoamérica basada en nociones como la Naturaleza o la Revolución, la narrativa vanguardista aporta visiones disidentes que relativizan dichos conceptos totalizadores. Antes de continuar, es necesario exponer la definición de modernidad que se utilizará en esta investigación. Para efectos de esta tesis, la modernidad es el producto de la conjunción de ideas herederas de la Ilustración y una serie de procesos materiales que se iniciaron en la Revolución Industrial. Entre los procesos que han transformado las estructuras materiales de las sociedades modernas se encuentran la industrialización, la urbanización, la concretización de la

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CAPÍTULO IV

La modernidad en entredicho

A diferencia de los textos narrativos estudiados en el capítulo anterior, la preocupación

fundamental de los relatos que se analizarán ahora no es la problematización de la relación entre

literatura y realidad, sino la indagación en algún aspecto de esa realidad emergente que en la

década de los veinte habitualmente no era representada en la literatura mexicana: la modernidad.

Cabe recordar que la novela colonialista y la novela de la revolución representaban

predominantemente periodos de la historia mexicana: el pasado colonial en el primer caso, y el

conflicto armado de 1910 en el segundo. En estas novelas la modernidad no era un tema de

reflexión, a diferencia de la narrativa vanguardista: “Si hay algo como un imponente deseo y a la

vez un „gran‟ tema de la novela vanguardista hispanoamericana en su primera fase [1922-1928],

éste es, pues, la modernidad” (Niemeyer Subway 154). Los textos vanguardistas buscan,

entonces, “proporcionar nuevos modos de entender y percibir el continente” (Niemeyer Subway

207) que difieran de la concepción hegemónica dictada por la novela regionalista y la novela de

la Revolución. Si dichas corrientes literarias pretendían erigir una identidad estable para

Hispanoamérica basada en nociones como la Naturaleza o la Revolución, la narrativa

vanguardista aporta visiones disidentes que relativizan dichos conceptos totalizadores.

Antes de continuar, es necesario exponer la definición de modernidad que se utilizará en

esta investigación. Para efectos de esta tesis, la modernidad es el producto de la conjunción de

ideas herederas de la Ilustración y una serie de procesos materiales que se iniciaron en la

Revolución Industrial. Entre los procesos que han transformado las estructuras materiales de las

sociedades modernas se encuentran la industrialización, la urbanización, la concretización de la

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razón en ciencia y tecnología, la profesionalización del trabajo y, en suma, la serie de cambios

impetuosos originados por la expansión del sistema de producción capitalista a nivel mundial.

Por otra parte, las ideas ilustradas que fundamentan la modernidad son resumidas por Matei

Calinescu en el siguiente fragmento:

La doctrina del progreso, la confianza en las benéficas posibilidades de la ciencia y la

tecnología, la preocupación por el tiempo (un tiempo mensurable, un tiempo que puede

comprarse y venderse y tiene por lo tanto, como cualquier otra mercancía, un equivalente

calculable en dinero), el culto a la razón y el ideal de libertad definido dentro del marco de

un humanismo abstracto, además de la orientación hacia el pragmatismo y el culto de la

acción y el éxito, todo ello ha sido asociado en varios niveles con la batalla por lo

moderno y se mantuvo vivo fomentándose como valores esenciales de la civilización

triunfante establecida por la clase media. (55)

La concepción moderna del tiempo resulta de particular interés para esta investigación, ya

que tiene consecuencias específicas en el orden estético. Como sostiene Calinescu, “la idea de

modernidad sólo podría concebirse dentro del marco de una conciencia específica del tiempo, a

saber, el de tiempo histórico, lineal e irreversible, que fluye irresistiblemente hacia delante. La

modernidad como noción carecería completamente de sentido en una sociedad que no utilizara el

concepto de historia temporal y secuencial y organizara sus categorías temporales según un

modelo mítico y recurrente… ” (27). Esta noción del tiempo implica una valoración positiva de

“lo nuevo”, en tanto que representa el progreso hacia un futuro supuestamente mejor. En el

ámbito estético, lo anterior supone la instauración de lo que Octavio Paz ha llamado “la tradición

de la ruptura”, esto es, el afán de renovación constante de las disciplinas artísticas. Las

vanguardias históricas constituyen, pues, uno de los puntos álgidos de esta tradición.

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Por otro lado, según la modelización clásica de Max Weber, la modernidad implica la

autonomización de las distintas esferas de la racionalidad humana: la cognitiva (ciencia y

técnica), la ética (moral y derecho) y la estético-expresiva (amor y arte). Si durante la Antigüedad

y la Edad Media la teología dominaba los demás campos del conocimiento y de la praxis vital, en

la Época Moderna las diversas esferas constituyen ámbitos autónomos que responden a sus

propias leyes, lo cual conlleva la profesionalización o especialización de las diferentes

actividades humanas. Retomando esta tesis, el sociólogo francés Pierre Bourdieu ha propuesto la

teoría de los campos para dar cuenta del funcionamiento de las sociedades modernas: cada campo

o esfera autónoma establece relaciones variables con las demás, de tal manera que estos ámbitos

no permanecen incomunicados. En consonancia con estas ideas, Calinescu ha planteado la

existencia de “dos modernidades” –la socioeconómica y la estética– que se relacionan de modos

variables.

La modernidad en Hispanoamérica

La relación de Hispanoamérica con la modernidad ha sido siempre conflictiva. A lo largo

de su tradición intelectual se puede atisbar la idea de que Hispanoamérica está imposibilitada

para la modernidad. Algunos se remontan al punto de arranque y sugieren que los países

hispanoamericanos –como fruto de una tradición católica y conservadora– son por naturaleza

incapaces de ser modernos. Otros advierten que el régimen estricto de la Colonia mantuvo a los

países de Hispanoamérica en una burbuja aislada de las ideas renacentistas y, más tarde,

ilustradas. Según esta perspectiva, esas “deficiencias” inauguran el perenne atraso de

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Hispanoamérica, su permanente llegada tarde a todos los acontecimientos relevantes de la

civilización occidental.

Como haya sido –bien o mal, tarde o temprano–, lo cierto es que el largo proceso de

modernización de las sociedades hispanoamericanas comenzó en la segunda mitad del siglo XIX.

Una vez finalizadas las guerras de independencia, los países hispanoamericanos se dan a la tarea

de modernizarse. Las ciudades capitales se empiezan a industrializar y se crea una nueva

burguesía. Principia, pues, la paulatina integración de Hispanoamérica –en una posición

dependiente y subalterna– al sistema capitalista mundial. Por supuesto, en un principio este

proceso de modernización tuvo una influencia muy poco extendida; los beneficios de la

modernidad se limitaron a los centros metropolitanos y, más aún, a una capa social privilegiada.

Como ha estudiado José Joaquín Brunner, hasta la década de 1950 la mayoría de los países

hispanoamericanos seguían siendo poblaciones rurales y analfabetas.

Los artistas e intelectuales adoptaron una postura crítica ante estos procesos de

modernización. Desde el inicio de la modernidad estética hispanoamericana, el modernismo

inauguró una visión hostil –que se debate entre el rechazo crítico y la evasión– sobre la

modernidad socioeconómica: “…mas he aquí que veréis en mis versos –sentencia Rubén Darío

en la introducción de Prosa profanas (1896)– princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de

países lejanos e imposibles, ¡qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó

nacer…”. Los modernistas concibieron el Arte –con mayúscula– como una especie de bastión de

defensa ante una civilización burguesa degradada y materialista. De ahí que se interesaran por la

indagación de lo exótico, lo esotérico o arcano, esto es, aquellas regiones oscuras que se

mantienen fuera de la vista del burgués utilitarista.

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Según Saúl Yurkievich, durante la década de 1920 las vanguardias históricas tomaron dos

posturas fundamentales ante los fenómenos de modernización: la optimista o futurista y la

pesimista o agonista. La primera “exalta los logros del siglo mecánico, los avances en la era de

las comunicaciones, las excitaciones de la urbe tecnificada, multitudinaria y babélica, el vértigo y

la pujanza de lo moderno, de una actualidad mundialmente acompasada que ha roto los

confinamientos regionales e idiomáticos para imponerse por doquier” (96). Por su parte, la

pesimista o agonista “es la vanguardia atribulada, la de la angustia existencial, la del hombre que

está solo y espera en medio de la multitud anónima, indiferente a su quebranto, a su orfandad. Es

la vanguardia de la asunción desgarradora de la crisis, la del absurdo como universal negativo…”

(87).

En un afán de mostrar el punto de vista de la narrativa mexicana de vanguardia en esta

cuestión, en el primer apartado del presente capítulo se estudiará la postura que adoptan los

protagonistas de La señorita Etcétera de Arqueles Vela y El joven de Salvador Novo ante los

incipientes resultados de la modernización en México. Más tarde, en el segundo apartado, se

analizará el papel que Panchito Chapopote de Xavier Icaza le reserva a “lo popular” en el marco

de la modernidad. En el último apartado, se examinará la figura del intelectual moderno que

dibujan Margarita de niebla de Jaime Torres Bodet y Dama de corazones de Xavier Villaurrutia.

Así pues, se intentará revelar cómo la narrativa mexicana se hace eco del proyecto vanguardista

de revolucionar las estructuras del pensamiento.

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1.- La experiencia de la modernidad en La señorita Etcétera (1922) de Arqueles Vela y El

joven (1928) de Salvador Novo

En el año 1922, se publicó La señorita Etcétera de Arqueles Vela en el periódico

mexicano El Universal Ilustrado. Este relato inaugura la narrativa vanguardista hispanoamericana

y, al mismo tiempo, promueve una de sus preocupaciones más asiduas: la representación de la

modernidad. Según Katharina Niemeyer, dicho propósito constituye la tendencia más temprana y

fructífera de la narrativa de vanguardia en Hispanoamérica:

La primera de esas vertientes –primera por razones cronológicas y por ser la más

frecuentemente realizada– es, pues, la de presentar, en un lenguaje y a través de técnicas

narrativas „actualistas‟ y por tanto „adecuadas‟, la experiencia de la modernidad

urbana/suburbana y su impacto sobre el individuo. Es decir, no se trata sólo de comunicar

a través de las experiencias en el plano de la ficción una introspección, necesariamente

fragmentaria y subjetiva, en la precaria (auto)constitución del sujeto bajo las condiciones

de la modernidad y, por tanto, una visión de la realidad extraliteraria nacional

contestataria frente a los discursos hegemónicos. También el texto mismo, en cuanto

objeto de lectura, se convierte en una experiencia (estética) de esta modernidad…

(Subway 151)

Dentro de esta vertiente, Niemeyer ubica otros textos narrativos como El café de nadie y

El Intransferible de Arqueles Vela, El juguete rabioso de Roberto Arlt, La casa de cartón de

Martín Adán y El joven de Salvador Novo. En todos ellos se representan espacios urbanos en los

que aparecen tranvías, marquesinas iluminadas, calles atestadas de personas, entre otros

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elementos que en los años veinte pasaban por ser expresión de la modernidad extrema. Del

mismo modo, estos relatos despliegan técnicas y procedimientos formales marcadamente

“actuales”, esto es, apropiados con los cánones estéticos de la modernidad occidental. Aun

cuando muestran una intención de ser “modernos”, en muchos casos estos relatos están lejos de

exaltar acríticamente los procesos de modernización que comenzaban a experimentar las

sociedades hispanoamericanas. En el presente ensayo, se intentará mostrar la postura que adoptan

los protagonistas de La señorita Etcétera (1922) de Arqueles Vela y El joven (1928) de Salvador

Novo ante la modernidad.

La señorita Etcétera narra la búsqueda del protagonista-narrador por una mujer

arquetípica. En el primer apartado de los ocho que componen el relato, el protagonista se topa

con una mujer en una ciudad tras un incidente del tranvía que lo obligó a bajarse antes de su

destino final. Por un momento el narrador parece creer que ha logrado definitivamente su

objetivo: “sentado allí junto a ella, en medio de la soledad marina y de la calle, me sentía como

en mi casa” (Vela 319), “Acaso ella, era ELLA” (320). No obstante, “cuando empezó a estilizarse

la decoración imaginista, me di cuenta de que había estado alucinado de un sueño…” (319). De

esta manera, la relación armónica con la mujer ideal es considerada por el protagonista como un

“sueño”, esto es, una acción imposible de realizar que funciona como catalizador de la búsqueda.

Al reflexionar que “ella podría ser un estorbo para mi vida errátil” (320), el narrador decide huir

de esta primer mujer y proseguir su pesquisa por otras ciudades.

Antes de continuar, es necesario señalar que en La señorita Etcétera el momento de

enunciación es posterior al tiempo del enunciado. De esta manera, el personaje-narrador enuncia

sus propias vivencias desde un momento en el que ya cuenta con la información y el aprendizaje

obtenidos en su proceso de búsqueda. Lo anterior le provee de una visión desengañada ante los

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posibles resultados de su indagación, pues ya conoce el desenlace de su historia. En el último

apartado, el tiempo de la enunciación y el del enunciado se empalman: “Había peregrinado

mucho para encontrar la mujer que una tarde me despertó de un sueño. Y hasta ahora se me

revelaba” (Vela 330, cursivas mías). Así pues, la búsqueda ha dado como resultado una

revelación que condiciona el punto de vista del narrador.

Ahora bien, ¿cuál es esa revelación que se va formando en el transcurso del relato? A lo

largo de los siguientes apartados, el protagonista refiere sus encuentros con diferentes mujeres en

distintos espacios urbanos. La búsqueda por el modelo ideal de lo femenino lo lleva a descubrir la

modernidad: “Bajo el azoramiento de las calles desveladas de anuncios luminosos, me dejaba

estrujar por sus turistas, sus mujeres elegantes, sus „snobs‟ de la moda y del sistemático vagar por

las aceras desenfrenadas” (323). El impacto de la modernidad sobre la sensibilidad del

protagonista es considerable, ya que según asegura “yo era un reflector de revés que prolongaba

las visiones exteriores luminosamente hacia las concavidades desconocidas de mi sensibilidad”

(326). En particular, el mundo moderno tiene una influencia deshumanizante en el protagonista:

“La vida casi mecánica de las ciudades modernas me iba transformando. Mi voluntad ductilizada

giraba en cualquier sentido. Me acostumbraba a no tener las facultades de caminar

conscientemente (…) Me volvía mecánico” (326).

De la misma manera, el efecto de la modernidad se deja ver en el estado de alienación del

protagonista. Dicho estado supone que “la conciencia puede experimentarse como separada de la

realidad a la cual pertenece; siendo esta realidad conciencia de realidad, la separación antedicha

es separación de sí misma. Surge entonces un sentimiento de desgarramiento y desunión, un

sentimiento de alejamiento, alienación, enajenamiento y desposesión” (Ferrater Mora 105,106).

Se puede advertir esta sensación de alejamiento entre el mundo interior del personaje y el mundo

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exterior en oraciones como la siguiente: “Como no hablo más que mi idioma, nadie podrá

comunicarse conmigo” (320) o “Yo estaba condenado a olvidar todas las cosas. A despegarme de

ellas, con una facilidad torturante” (321). En ese sentido, el protagonista de La señorita Etcétera

experimenta la modernidad como un factor deshumanizante y alienante que le imposibilita una

vida armónica con el mundo (moderno) y los otros hombres, pues existe una inadecuación

esencial entre ambas entidades.

En este punto, resulta pertinente recurrir a la oposición que establece Georg Lukács entre

el mundo premoderno –en particular la antigua cultura griega– y el moderno: mientras el primero

se fundamenta en un “sentido ya previamente dado en existencia cerrada” (300), en el segundo

“la inmanencia del sentido a la vida se ha hecho problema pero que, sin embargo, conserva el

espíritu que busca totalidad, el temple de totalidad” (323). La modernidad supone, entonces, la

ausencia de valores estables y trascendentales que ordenen definitivamente la existencia humana.

Según Lukács, una de las principales consecuencias de esta carencia de fundamentos ontológicos

es que

Hemos hallado en nosotros la única sustancia verdadera: por eso tuvimos que abrir

abismos insalvables entre el conocimiento y la acción, entre el alma y la figura, entre el yo

y el mundo, y permitir que toda sustancialidad situada al otro lado del abismo se disipara

en reflexividad; y por eso nuestra esencia hubo de convertírsenos en postulado, y por eso

tuvimos que poner entre nosotros y nosotros mismos un abismo todavía más profundo y

amenazador. (302)

Así pues, el hombre moderno ha abierto “abismos insalvables” entre los distintos órdenes

de la vida, justo como el protagonista del relato de Arqueles Vela. En este mundo contingente en

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donde no hay esencias, el hombre emprende una continua búsqueda –una “marcha obsesiva hacia

adelante” (Bauman 31)– para descubrir nuevas formas de organizar la existencia: “la búsqueda no

es más que la expresión, dicho desde el sujeto, de que tanto el objetivo todo de la vida cuanto sus

relaciones con el sujeto carecen totalmente de armonía evidente” (327). En otras palabras, el

hombre moderno debe esforzarse por encontrarle un sentido a la existencia, pues éste no se da de

forma inmanente. Es por esto que, según Lukács, el protagonista de la novela moderna27

es un ser

que busca: “El simple hecho de la búsqueda indica que ni las metas ni los caminos se pueden dar

de modo inmediato, o que su ser dado psicológico, inmediato e inconmovible, no es un

conocimiento evidente de conexiones verdaderas o de necesidades éticas…” (327,328).

El peregrinaje del protagonista de La señorita Etcétera constituye un intento por alcanzar

un Ideal trascendental que ordene la vida y, al mismo tiempo, repare la “desfundamentación del

ser” (Bauman 37) que conlleva la modernidad; representa una tentativa de franquear los “abismos

insalvables” que enajenan a los hombres modernos. Lo que se le revela en el transcurso es que

dicha búsqueda es un proceso ininterrumpido cuyo resultado es un horizonte lejano: “(En la

modernidad) La marcha debe proseguir ya que todo lugar de llegada es una estación provisional.

No existe un lugar privilegiado, no hay uno mejor que otro, desde ningún lugar el horizonte se

encuentra más cercano que desde el otro” (Bauman 31). De ahí que el personaje se considere a sí

mismo como un “vagabundo de las calles y de la vida” (Vela 327), una especie de flâneur

baudeleriano (Escalante 84) que vive en constante movimiento.

27 Tomando en cuenta que las vanguardias literarias se caracterizan por desafiar las definiciones

genéricas establecidas, en el presente ensayo se estudia La señorita Etcétera y El joven como

“relatos” o “textos narrativos” y no como novelas o cuentos. De cualquier manera, las

consideraciones de Lukács en Teoría de la novela resultan enriquecedoras al momento de

analizar estos relatos.

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Sin embargo, lo anterior no supone que la indagación resulte infructuosa. Según ha

sugerido Lukács, esta búsqueda del sentido de la vida implica también “el camino del individuo

problemático hasta sí mismo, el camino que va desde la oscura prisión en la realidad simplemente

existente, heterogénea en sí, sin sentido para el individuo, hasta el autoconocimiento claro” (347).

Como parte de ese proceso de conocerse a sí mismo, el protagonista retoma sus recuerdos –sus

intentos fallidos de apresar un Ideal trascendental– y los introduce en una narrativa coherente que

explica su situación actual. De este modo se genera una comprensión, así como una valoración,

de lo que ha revelado su peregrinaje en busca de la “señorita Etcétera”, ese nombre que parece

reunir las “apariciones múltiples de una sola mujer, versiones concretas de un arquetipo, de una

idea” (Escalante 86).

Para el protagonista, la señorita Etcétera no es más que el avatar moderno de la idea

Mujer. Como señala el narrador, “ella también se había mecanizado” (Vela 326), “Ahora era otra.

Había seguido las tendencias de las mujeres actuales” (328). Su mismo nombre sugiere

connotaciones de desfundamentación ontológica; su identidad no está fundamentada en una

esencia estable sino en accidentes arbitrarios.: “Presentía sus miradas etc… su sonrisas etc… sus

caricias etc… Estaba formada de todas ellas” (Vela 330). Lo anterior se corresponde con su

carácter elusivo y paradójico: “Compleja de simplicidad, clara de imprecisa, inviolable de tanta

violabilidad…” (330). Se trata, pues, de una mujer que, antes que garantizar la unión plena del

protagonista con la otredad, pone en duda la posibilidad de vivir armónicamente en el mundo

moderno que lo rodea. La señorita Etcétera –como un “fenómeno de esta modernidad” (Niemeyer

79)– promueve la enajenación del protagonista y la reclusión en sí mismo.

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Ahora bien, es necesario preguntarse cuál es la postura que adopta el narrador ante la

señorita Etcétera y, por lo tanto, ante la modernidad. Su postura se podría calificar de

“ambivalente”. Según ha sugerido Zygmunt Bauman:

La modernización está llena de riesgos, lo que significa gran cantidad de incertidumbre,

un sentimiento creciente de inseguridad y también una suma de confusión llamada

“ambivalencia”. Experimentamos “ambivalencia” cuando nos debatimos en medio de

impulsos contradictorios. Algo, al mismo tiempo, nos atrae y repele; deseamos un objeto

con la misma fuerza que le tememos, ansiamos su posesión tanto como sentimos medio de

poseerlo. (11,12)

El narrador de La señorita Etcétera muestra, entonces, una actitud ambigua respecto a la

modernidad: por un lado, al representar la experiencia de la modernidad por medio de técnicas

reconocidas como “actuales”, reconoce que la modernización tanto estética como

socioeconómica es un proceso irreversible y actuante (algo que no todos los artistas e

intelectuales del México posrevolucionario estaban dispuestos a aceptar); por otro lado, no

desconoce los efectos deshumanizantes y alienantes que la modernidad socioeconómica puede

tener en los individuos. De este modo, “se abraza la modernidad al mismo tiempo que se le teme”

(Escalante 54).

Al igual que el relato de Arqueles Vela, El joven de Salvador Novo también narra un viaje

a través de la ciudad moderna. El protagonista es un joven quien, tras aliviarse de una

enfermedad que lo mantuvo en su cama, redescubre la ciudad en la que vive: “Todo lo conocía.

Sólo que su ciudad le era un libro abierto por segunda vez, en el que reparaba hoy más, en el que

no se había fijado mucho antes” (Novo 164). Su travesía comienza al amanecer, cuando “abrían

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las tiendas; de las panaderías flotaba un santo olor y había quien ya volviese de misa…” (163), y

termina cuando empieza a oscurecer y el joven regresa a su casa. En el transcurso, el foco de la

narración se dirige no tanto a las acciones del protagonista como a los recuerdos, pensamientos y

percepciones que su viaje le provoca. Para referir el mundo interior del personaje, el narrador

heterodiegético emplea continuamente el estilo indirecto libre, así como una forma de

presentación narrativa cercana al monólogo interior: “Discos Víctor. Ese joven amable es,

realmente, un tipo de cine. En su casa andará en pijamas. Sabe el catálogo reciente. ¿Pero cómo

hará para peinarse tan lisa y llanamente?” (179).

En un principio, el joven muestra una actitud empática y jubilosa ante el espacio urbano:

“Leía con avidez cuanto encontraba. ¡Su ciudad! Estrechábala contra su corazón. Sonreía a sus

cúpulas y prestaba atención a todo” (164). Este primer deslumbramiento se trueca en una serie de

reflexiones sobre las transformaciones que ha sufrido “nuestra moderna sociedad” (165):

“Anteriormente a la Revolución, podía leerse entero el periódico, y se podían atravesar las calles.

Hoy, los diarios dan demasiado papel y los hijos de Ford existen demasiado” (165). Además de

estos cambios materiales, la modernidad ha implicado una “especialización de labores” (165),

pues “antes el físico, que curaba todo, o el brujo, que sabía disecar cuerpos, sabían también

griego y hebreo y astrología. Hoy hemos descubierto un repertorio brillantísimo de muertes…”

(165). Al mismo tiempo, han surgido nuevos sujetos sociales derivados de las nuevas formas de

convivencia, como el “tipo de los ferrocarrileros” (166).

En resumen, como constata el narrador, “en tres años el cambio ha sido verdaderamente

asombroso” (168). Se trata, pues, de una colectividad que ha dejado de ser una sociedad

tradicional para convertirse en una sociedad impulsada por la “marcha obsesiva hacia adelante”,

esto es, el cambio como “modus vivendi”. De hecho, esa forma de organización tradicional

105

todavía persiste en las provincias: “Una vez fue a pasar la Semana Santa casi a Huehuetoca (...)

La casa de su leal amigo, ¡qué amplia, qué entera! Hasta allá no llegaban aún los closets en las

flacas paredes de apartamientos. Los roperos, repletos de ropa dada de azul, se vencían

paternalmente. Los colchones se habían nutrido con la lana de ovejas coterráneas” (170). Por el

contrario, la ciudad en la que vive el protagonista –que por elementos textuales podemos saber

que es la ciudad de México– se caracteriza por una continua innovación en todos los aspectos.

En el relato de Salvador Novo, un modelo prestigioso de la sociedad moderna es el

estadounidense: “Ha de ser de Franklin la fórmula: „No dejes para mañana lo que puedes hacer

hoy‟. Porque para el americano del norte, el ayer es cosa sabida” (177), “¿Y por qué no han de

componer su propio lenguaje los que han fabricado todo lo suyo? Europa inventó ladrillos y ellos

(estadounidenses) alzaron rascacielos. Italia les mandó a Caruso y ellos grabaron discos con sello

rojo” (178). Aparte de este afán de construirse a sí mismos, el protagonista se muestra admirado

ante la accesibilidad de los grandes autores clásicos en Estados Unidos. No se advierte, sin

embargo, un intento de exaltar la cultura estadounidense hasta el punto de proponerla como

fórmula a seguir para la sociedad mexicana. Después de todo, el protagonista exhibe una visión

irónica ante productos culturales estadounidenses como el cine, ya que éste “confía en que el

pueblo –in God we trust– reconocerá a sus muchachos y se conseguirá el keep smiling aun con

los aprietos que pasa Juanita Hansen en la cueva de los pieles rojas (…) y el público tiene la

digestiva seguridad de que todo será fixed up” (177).

De hecho, el protagonista adopta esta misma postura desengañada e irónica ante los

distintos discursos sociales que aparecen: el de los periódicos, de los conductores de tranvías y

automóviles, de los boticarios, de los estudiantes de sociología, medicina y leyes, de los

escritores nacionalistas, del cine mexicano e internacional, de las mujeres que compran en el

106

Sanborn‟s. Estos lenguajes sociales aparecen referidos y, en otros casos, reproducidos por el

narrador. Por ejemplo, “„Nuestra planilla –gritan convincentes (los estudiantes que se dedican a la

política)– ofrece reducir los planes de estudios, tomar parte en los consejos universitarios, ligar

entre sí a las escuelas y ayudar al iberoamericanismo (…) Los norteamericanos son un pueblo sin

educación. La doctrina Monroe, vos lo sabéis, fue un lapsus linguae. Debió formular: América

para los norteamericanos‟” (172, 173).

Si bien en el ejemplo anterior resulta evidente que esa reflexión es atribuible a los

estudiantes que se dedican a la política, existen otros casos en los que no es tan fácil determinar

cuál es la fuente de la enunciación. Tal es el caso del siguiente fragmento: “¿Cuándo será que

pueda haber literatura mexicana, teatro, novela, canción, música? No ser normales es, en los

pueblos, un defecto mayor que en las mujeres ser sietemesinas o gemelas. Que la ontogénesis nos

ayude a descubrir que a esta América mía, que palpo toda en el mapa de relieve de mi corazón, le

ha faltado algo (…) ¿Por qué no tuvimos, como todos los pueblos, primero lo épico y luego lo

lírico?” (175). Estos comentarios no pueden ser considerados como “observaciones

generalizantes del narrador” (Niemeyer Subway 194) ni tampoco deben atribuirse en sentido

literal al protagonista. Se trata, pues, de la parodia de un discurso social muy extendido en los

años veinte mexicanos: el de los escritores nacionalistas o americanistas. Se puede notar un afán

de exagerar sus rasgos –por ejemplo, en “esta América mía, que palpo toda en el mapa de relieve

de mi corazón”– con una intención de ridiculizar o poner en entredicho su verdad.

Una intención semejante se advierte en este fragmento: “Con la Revolución, por fin, hubo

tantos autos –ya rápidos y yanquis– como generales. ¡Qué grandes días aquellos en que la

familia, toda la familia del general Aguado, iba en su auto a admirar las obras del desagüe! ¡Y los

días de campo!” (167). Aquí se ridiculiza el discurso social de los revolucionarios, los

107

beneficiados del nuevo régimen emanado de la Revolución. Más adelante, “Los numerosos

choferes de los generales eran, un poco, revolucionarios también. Por mimetismo se les había

hecho cara de bandidos” (168). La burla y el desenmascaramiento de los revolucionarios tienden

a desacralizar a la Revolución mexicana, la cual en los años veinte ya empezaba a erigirse como

el gran mito fundacional del partido oficial y, por lo tanto, del Estado mexicano.

Así pues, al mismo tiempo que un viaje de descubrimiento de la ciudad moderna, el

peregrinaje del joven representa un reconocimiento de los diversos discursos sociales del México

posrevolucionario. Su enfoque es “crítico-burlón” (Niemeyer Subway 193) e irónico, pues no se

distingue un intento de afiliarse plenamente a ninguno de ellos. En ese sentido, su viaje parece

impulsado por la voluntad de leer, con ojos desprejuiciados y desde una perspectiva inédita, ese

“libro abierto por segunda vez, en el que reparaba hoy más, en el que no se había fijado mucho

antes” (164) que es la ciudad de México y la sociedad posrevolucionaria. El joven percibe el

“presente” de México en ese mundo en continua transformación, una realidad emergente que

buena parte de la cultura mexicana de los años veinte pretendía ignorar: “El pueblo „de Allende

del Bravo‟ descubre el pasado ocasionalmente. Nosotros descubrimos el presente, tan exterior a

nuestra vida, tan casualmente como ellos la historia. Por eso nuestra cultura se detiene en 1900 y

es, sobre todo, francesa” (177).

La postura del joven ante el “presente” de México –la modernidad– se resume en las

últimas líneas del relato, luego de que el peregrinaje le ha permitido ver con nuevos ojos su

realidad:

“Lo que hice hoy –dijo el joven soltando sus zapatos– no tendrá ya objeto mañana. Hay

cosas invariables, que gustan siempre. Tengo sueño. Siempre me gustará dormir. Pero

108

mañana se habrá muerto alguien. Hay estadísticas como leyes –no leyes mexicanas– que

se cumplen siempre. Yo puedo ser alguien y morirme. ¿Qué es un siglo para San Pedro?

Sería divertido que yo resultara objeto de investigaciones. Se me acusa de ser muy alto.

¿Y por qué no habían de equivocarse los eruditos?” (Novo 179,180)

En este párrafo, al igual que el protagonista de La señorita Etcétera, el joven se debate entre

impulsos contrarios: por una parte, acepta que el mundo moderno implica la ausencia de

fundamentos estables y trascendentales –“lo que hice hoy no tendrá ya objeto mañana”, “mañana

se habrá muerto alguien”–; y por otra parte, percibe que pueden existir realidades perdurables que

se opongan a lo contingente –“hay cosas invariables, que gustan siempre”. Su postura

“ambivalente” se compendia, pues, en la siguiente afirmación: “yo puedo ser alguien y morirme”.

Siguiendo esta interpretación, no se puede sostener que el final de El joven “parece

sugerirnos que en medio de aquella vorágine despiadada que se impone sobre las cabezas de los

habitantes de la ciudad existe aún un espacio reducido donde lo propio, lo individual, pueden

salvarse de ser tocados –trocados– por la modernidad que lo mismo impulsa que globaliza”

(Palau 259). Por el contrario, la reflexión final del joven sugiere que la modernidad es un proceso

del que no se puede escapar, aun cuando puedan existir ciertos estratos de la existencia humana

que perduran. Lo anterior, sin embargo, no deviene en una exaltación acrítica de lo moderno, sino

en un reconocimiento de la ambivalencia que conlleva la modernidad. De ahí que las

consideraciones del joven finalicen con una nota de ironía –que ahora toma por objeto a sí

mismo– y de escepticismo: “Sería divertido que yo resultara objeto de investigaciones. Se me

acusa de ser muy alto. ¿Y por qué no habían de equivocarse los eruditos?”

109

Como se ha podido ver, la postura que adoptan los protagonistas de La señorita Etcétera y

El joven ante la modernidad es ambivalente. En ese tenor, sus posiciones ideológicas no

concuerdan con ninguna de las dos tendencias básicas que el crítico Saúl Yurkievich ha

distinguido para las vanguardias hispanoamericanas: la optimista o futurista y la pesimista o

agonista. Si bien La señorita Etcétera se acerca a esta última, se puede decir que tanto el relato de

Arqueles Vela como el de Salvador Novo son textos narrativos que presentan una postura

ambigua ante los fenómenos de modernización que experimentaba Hispanoamérica. Si, por un

lado, son relatos estéticamente modernos en tanto que dialogan con las propuestas innovadoras de

la modernidad estética occidental, por otro lado muestran una visión no panegírica de la

modernidad socioeconómica.

No deja de ser paradójico que, en la Hispanoamérica poco desarrollada de finales del siglo

XIX y principios del XX, los artistas e intelectuales se preocuparan más por los aspectos

problemáticos de la modernización que por extender sus beneficios a un mayor número de

personas. Esta aparente incongruencia representa una particularidad de la cultura en la

modernidad:

Sería fútil determinar si la cultura moderna socava o sirve a la existencia moderna. Hace

ambas cosas. Puede hacer una sólo a la vez que la otra. La negación compulsiva es la

positividad de la cultura moderna. La disfuncionalidad de la cultura moderna es su

funcionalidad (…) La historia de la modernidad es una historia de tensión entre la

existencia social y su cultura. La existencia moderna compele a su cultura a mantener una

oposición con ella misma. Esta conflictividad es precisamente la armonía que necesita la

modernidad. (Bauman 29,30)

110

De esta manera, las vanguardias como movimientos culturales se erigen en agentes que,

desde la esfera estética, buscan tener una influencia en el devenir de la modernidad

socioeconómica. Se trata, pues, de “la dialéctica de la modernidad estética que en su posición

crítico-cultural revolucionaria frente a la modernización (dependiente) se sabe y quiere saberse

parte activa de la modernidad hispanoamericana” (Niemeyer Subway 157). Las vanguardias

literarias representan un intento de cambiar las estructuras tradicionales del pensamiento en

Hispanoamérica; buscan rediseñar el imaginario de sociedades que, estéticamente, todavía

cultivan formas literarias que han perdido valor expresivo y, socioeconómicamente, pertenecen a

los países menos desarrollados del mundo. En ese contexto, las vanguardias literarias pretenden

“poner al día” a las naciones hispanoamericanas, desean demostrar que Hispanoamérica puede y

debe modernizarse. La modernidad, sin embargo, “está llena de riesgos” (Bauman 11) y relatos

como La señorita Etcétera y El joven están dispuestos a revelarlos.

111

2.- La concepción de lo popular en Panchito Chapopote de Xavier Icaza

Panchito Chapopote. Retablo tropical o relación de un extraordinario sucedido de la

Heroica Veracruz (Cvltura, 1928) de Xavier Icaza constituye un caso excepcional en el ámbito de

la narrativa mexicana de los años veinte. La combinación de motivos populares, máquinas

modernas, sátira política, experimentación formal y rasgos metaficcionales es totalmente

inusitada en la época. Para comprender la posición singular que ocupa el relato de Icaza resulta

necesario considerar el contexto sociocultural de México en la década de 1920. Cuando el

escritor mexicano componía Panchito Chapopote existían dos posturas reconocidas ante la

función del quehacer literario en la sociedad posrevolucionaria: por un lado, la de los promotores

de una literatura “viril” y nacionalista y, por otro, la de los que defendían la renovación de la

literatura en sus propios términos.

Según se ha visto en el segundo capítulo, estos dos bandos chocaron en 1925 en una

polémica sobre el “afeminamiento” de la literatura mexicana. Como sostiene Guillermo Sheridan,

se puede resumir dicha polémica en el dictum “el escritor debe ser la conciencia social del pueblo

y el que no lo acepte así es „mariquita‟” (44). De esta manera, los representantes de la “literatura

viril” respondían al surgimiento de textos literarios –como los que publicaba el grupo de los

Contemporáneos– que revelaban una preocupación formal muy marcada y una ausencia de

ideología nacionalista. Por el contrario, en un afán de apuntalar la institucionalización de los

valores emanados de la Revolución, los viriles exigían una literatura que representara

temáticamente “lo nuestro” y que, además, lo hiciera en una forma y estilo accesible para las

masas.

112

Ante este panorama, el proyecto estetico-ideológico de Xavier Icaza propone una “tercera

vía” por medio de la fusión de elementos de ambas posturas.28

En primera instancia, se puede

reconocer en Panchito Chapopote una intención de incorporar las tradiciones populares. A lo

largo del texto se incluyen fragmentos de canciones pertenecientes a géneros vernaculares como

la rumba, el bolero y el son. Un ejemplo de lo anterior es el siguiente: “Este es son de doña/ de

doña vieja Liboria./Liboria escribes muy mal/escribes muy mal, Liboria./Y ai las das,/y ahí te las

doy./Y este es el son,/de la vieja Liboria,/de la maistra Liboria/este es el son.” (17). Asimismo, se

reproduce el habla popular en los diálogos de los personajes: “Señor Presidente, usté´s muy riata,

y estamos de buen humor. Hemos organizado una rumba. Véngase con nosotros porque va a estar

bueno eso, pero, pa qu´esté mejor denos permiso de balaciar los focos, de apagarlos a tiros…”

(21).

Además de la incorporación de rumbas, boleros y demás canciones populares, así como

del habla cotidiana, lo popular se manifiesta en Panchito Chapopote en su configuración

genérica. Como lo señala el subtítulo Retablo tropical o relación de un extraordinario sucedido

de la Heroica Veracruz, la novela aspira a pertenecer al género del “retablo”, esto es,

una pintura anecdótica que se ofrece como símbolo de devoción y agradecimiento a un

santo, virgen o figura sacra a quien se atribuye un milagro (generalmente se realiza al óleo

sobre lámina; sus dimensiones son variables...); en ella se representan los sucesos

acaecidos por la acción de un accidente, enfermedad o situación adversa. La narración se

28 Según ha considerado Elissa J. Rashkin en su libro The Stridentist Movement in Mexico, Xavier

Icaza fue un cultivador distinguido de la “literatura viril” en un primer momento de su carrera

literaria, cuando publica Gente mexicana (1924). Más tarde, seguramente debido a su contacto

con el Estridentismo, Icaza se inclinó hacia la renovación literaria.

113

sitúa en el lugar de los hechos, en el que aparecen de manera simbólica, no como retrato,

la persona o personas afectadas, la imagen del santo o de la virgen a quien se ofrece el

retablo y en algunas ocasiones, los donantes que a favor del afectado suelen hacer el

ofrecimiento [...]. Como parte de la composición se acostumbra incluir un texto para

informar sobre lo esencial de los hechos; en este se pone de manifiesto el agradecimiento

de los devotos por la acción del milagro, que aparece comúnmente al pie de la escena o

dentro de ella, según distintas modalidades (Sánchez Lara 9).

Así pues, el retablo –también llamado exvoto– es una “manifestación de la religiosidad

popular” (Hadatty Mora La ciudad 118) que se caracteriza por la representación de sucesos

adversos mediante la mezcla de los lenguajes pictórico y verbal. Durante la década de 1920,

pintores como Diego Rivera y Dr. Atl se dedicaron a la “divulgación de los retablos mexicanos o

exvotos en exposiciones de arte vernáculo y en las revistas internacionales de arte, como apuesta

de recuperación de lo popular, de la que podía y debía partir la renovación estética de los artistas

contemporáneos” (Hadatty Mora La ciudad 118). Así pues, la reapropiación culta de los retablos

constituía un intento más por rescatar e infundir nueva vida en “lo nuestro”.

Con Panchito Chapopote, Xavier Icaza se adscribe a este interés por recuperar el género

popular del retablo. Atendiendo a la combinación de lenguaje pictórico y verbal que caracteriza al

retablo, las “maderas originales de Ramón Alva de la Canal” que ilustran Panchito Chapopote

deben considerarse como parte constituyente de la novela y no como dibujos prescindibles que

decoran la edición.29

Además, los personajes deben interpretarse “de manera simbólica, no como

retrato” (Sánchez Lara 9), es decir, como arquetipos o representantes de una postura ideológica

29 Al mismo tiempo, como ya se ha visto, la intención de fundir elementos de diversas disciplinas

artísticas en una sola obra de arte era un propósito típicamente vanguardista.

114

establecida. Asimismo, la historia que narra el relato de Icaza puede verse como “los sucesos

acaecidos por la acción de un accidente, enfermedad o situación adversa” (Sánchez Lara 9), esto

es, como la historia de un país aquejado por desgracias de diverso orden: fue arrasado por

extranjeros durante el Porfiriato y, luego del levantamiento armado de 1910, por los caudillos.

Dicha reformulación de un género popular constituye al mismo tiempo una muestra del

afán de experimentación formal de Xavier Icaza, lo cual lo aleja de la posición de la “literatura

viril”. En una conferencia dictada en el Palacio de Bellas Artes en 1934, el propio Icaza teorizó

sobre el proyecto estético de las vanguardias, argumentando que “es un arte que echa al cesto de

las cosas inútiles la complicada utilería realista” (12). Se trataba, pues, según el escritor

mexicano, de encontrar formas de expresión que renovaran los procedimientos realistas de

representación de la realidad. En este sentido apunta la intromisión del “autor” en Panchito

Chapopote. En un pasaje que recuerda a Niebla (1914) de Miguel de Unamuno, el “autor” se

dirige a Panchito Chapopote asegurándole que su misión como personaje ha terminado y, por lo

tanto, debe morir. Esta estrategia metaficcional subvierte la mimesis realista al evidenciar el

carácter ficcional –y, por lo tanto, construido– del relato.

De la misma manera, la estructuración del material narrativo en escenas con diálogos

teatrales sugiere la búsqueda de un nuevo modelo narrativo. Panchito Chapopote se conforma de

frases entrecortadas, las cuales crean a su vez pequeños fragmentos o “escenas” separadas por un

espacio en blanco. La sucesión ininterrumpida de escenas impone un ritmo trepidante a la

narración, al mismo tiempo que genera la ilusión de que se asiste a cuadros inmóviles. Como

sostiene Evodio Escalante, “el lector experimenta la sensación de estar leyendo un guión de cine,

al que sólo faltarían las indicaciones Gran acercamiento, Exterior/Día” (101). Lo anterior se

puede constatar en el inicio del texto:

115

Veracruz. Portal del Hotel Diligencias. Viajeros que se aburren y sudan. Boleros

impertinentes, vagos, cargadores.

En tres mesas, petimetres que beben. Consumen cerveza, mint-julep, limonada,

agua de coco. Charlan, gritan, gesticulan. Invita Panchito Chapopote.

-Conque ¿te vas, Panchito?

-Me voy.

-¿Te vas y nos dejas?

-¡Ay, qué tristor!

-¡Ay, qué guanajo!

-¡Envidia! Me voy al viejo mundo en vapor.

-¿Conque en vapor, Panchito? Já, já, já, já…

-¿Querían que en ferrocarril?

-Eres grande, Panchito… já, já, já, já…

-¡A la salud de Panchito Chapopote!

-¡A su salud, pero que invite sidra! (7, 8)

Esta técnica teatral proviene del llamado Chauve Souris o “teatro ruso de murciélago”,

una modalidad vanguardista del teatro que Luis Quintanilla, otro miembro del Estridentismo,

116

conoció en París y divulgó en México a través del Teatro del Murciélago. En la ya mencionada

conferencia, Icaza declara que “hay que desterrar de la novela ese falso e inútil aparato que no

hace sino inflarla. Hay que quemar toda esa paja. Debe llevarse a ella la técnica rápida y sintética

del Chauve Souris” (44). Asimismo, el propio género del retablo implica el manejo no de un

discurso narrativo complejamente articulado sino de frases cortas que sirvan para expresar las

imágenes.

Como se ha podido ver, el proyecto estético de Xavier Icaza en Panchito Chapopote

conlleva una combinación de motivos populares con técnicas vanguardistas. El texto de Icaza se

ubica, entonces, dentro de la tendencia que Ángel Rama ha llamado “modernización

transculturadora”, la cual “más allá del rechazo de la tradición realista en su aspecto formal,

aspira a recoger de ella su vocación de adentramiento en una comunidad social” (126). En este

sentido, el vanguardismo de Icaza se emparienta con el de César Vallejo y Pablo Neruda en su

intención de “transculturar” las innovaciones de las vanguardias europeas en una nueva versión

americana. Por lo demás, esta tendencia habitualmente involucra un contenido político y

“americanista” más evidente, en tanto que busca ofrecer una imagen de Hispanoamérica que se

fundamente en “lo nuestro” y no en las manifestaciones de la modernidad occidental.

Ahora bien, el relato de Icaza manifiesta una visión desencantada del México

posrevolucionario. Si por una parte censura a los norteamericanos e ingleses que sólo buscaban

ganancias económicas durante el Porfiriato, por otra parte satiriza a los caudillos de la

Revolución que, apoyados por el gobierno estadounidense, desean poder político para

aprovecharse del pueblo. Este enfoque escéptico permea también la concepción de lo popular en

Panchito Chapopote. Por un lado, como ya se ha examinado, la novela manifiesta un anhelo

evidente de reivindicación de las tradiciones populares. El sólo hecho de que se ceda la palabra al

117

pueblo por medio de sus canciones autóctonas implica una legitimación de la voz popular en el

concierto de la sociedad mexicana.

Al mismo tiempo, sin embargo, el pueblo es considerado en Panchito Chapopote como

una entidad que no se involucra en la situación política del país y al que sólo le interesa

“rumbiar”:

Llega un retén.

-¡Prohibidos los grupos de más de una persona!

-¡Ha estallado la revolución! Es orden del día…

-¡No raspen… viva la juerga! ¡que nos dejen rumbiar!

-¡La Revolución es la Revolución! (69).

Más tarde, cuando todos los caudillos pretenden erigirse como portavoces del pueblo, éste

contesta: “¿Hablaban de mí? No me molesten. Déjenme descansar. Yo lo que tengo, amigo, es un

profundo deseo de dormir…” (83). En el mismo sentido, el “autor” decide matar al personaje

Panchito Chapopote porque su pasividad no le permite comprometerse con el curso que han

tomado los acontecimientos después de la Revolución:

PANCHITO CHAPOPOTE

Quiero vivir. ¡Quiero ir al viejo mundo en vapor! Quiero “actuar”. No le hago mal

a nadie. Soy bueno. No molesto. Soy bueno.

118

CORO COMENTARIO

¡Pasivamente bueno!

PANCHITO, insistiendo

Soy bueno, no hago nada.

EL AUTOR

Cabalmente por eso. Lo dicho. Apúrate a morir. Ya no estorbes. (76,77)

Se puede notar, entonces, una concepción ambivalente de lo popular en el texto de Icaza.

Si bien se inserta en una tendencia hacia la reivindicación estética de las formas tradicionales,

Panchito Chapopote postula también la incapacidad de las masas populares para convertirse en

agentes del cambio político. Tan es así que hacia el final del relato, cuando un caudillo ha

conquistado el poder a costa de la destrucción del país, “el pueblo veracruzano rumbea gozoso”

(89) y lanza vivas al gobierno. En este contexto, resulta significativo que el texto termine con una

escena en la que Enrique le dedica una canción popular a Amalia, quien se reúne de nueva cuenta

con él luego de casarse por conveniencia con Panchito Chapopote:

En la Huasteca. Luna de miel. Se olvida el pasado sufrir. Renace el viejo idilio.

Cada vez que cai la tarde,

en vez de llorar me río,

recordando los besitos

119

que me dabas junto al río

con tu boquita temblando,

¡pobrecita, tendrías frío! (94)

Esta canción indica que, aun cuando el país se encuentra en un proceso de cambio

permanente originado por la Revolución y la modernidad, las canciones populares continúan

siendo los medios de expresión de los sentimientos recónditos del pueblo. En ese sentido, el

contenido nostálgico de estos versos parece sugerir un deseo de restituir el “viejo idilio” del

pueblo mexicano, esto es, un pasado en el que las ambiciones económicas y políticas no reinaban

sobre los sentimientos “nobles” como el amor. Si el matrimonio entre Amalia y Panchito

Chapopote respondía a intenciones de orden económico, el amor entre la primera y Enrique

constituye un sentimiento verdadero. Del mismo modo, estableciendo una analogía entre la

historia amorosa de los personajes y la situación de México, los sucesos históricos del país –

desde el Porfiriato hasta la posrevolución– han estado presididos por propósitos económicos y

políticos. El relato parece insinuar, pues, la esperanza de un futuro mejor para el pueblo

mexicano una vez que se guíe por sentimientos “nobles”, justo como la relación entre Amalia y

Enrique.

De este modo, si bien las masas populares se definen por su inactividad ante los

acontecimientos políticos, también poseen un germen utópico que las convierte en un posible

agente de transformación. Según el texto de Icaza, la raíz utópica del pueblo consiste en su

fidelidad a ese pasado “inocente” que es necesario restablecer. Un modo de lograr dicho

cometido es la reivindicación estética de las formas populares, en las que supuestamente se

resguardan las tradiciones ancestrales. Así pues, lo popular en Panchito Chapopote es concebido

120

como la base de un proyecto de nación que, por medio del restablecimiento del “viejo idilio” del

pueblo mexicano, pretende transformar el presente de la sociedad posrevolucionaria de México.

Al respecto, se podría pensar que la idea del pasado como algo que es preciso restituir se

opone a la concepción moderna del tiempo, según la cual es forzoso rechazar el pasado en favor

del progreso. A primera vista, lo “popular” o “tradicional”, por un lado, y lo “moderno”, por otro,

se presentan en el relato de Icaza como términos excluyentes e irreconciliables. Cuando Panchito

Chapopote regresa a Tepetate después de algunos años de ausencia, encuentra que su pueblo natal

se ha transformado visiblemente:

Ya no es el antiguo Tepetate pintoresco y risueño. Lo atraviesa amplia carretera asfaltada.

No más casas de palma, sino casonas galeras de tablón. Hoteles más caros que el Ritz:

veinte dollars cama. Comida yanqui, costumbres ayancadas. Lonches. Quick lunch. Free

lunch. Banana lunch. No se asoman camisolas blancas de mujeres cuando alguien se

asoma. Hay continuo tráfico intenso. Pesados camiones con herramienta y maquinaria se

entrecruzan. Carros tanques. Camiones regaderas. Camiones de carga. Camiones atestados

de obreros. Automóviles con magnates de Nueva York, de California, de Londres, de no

man‟s land. (64)

Tepetate ha dejado de ser un pueblo “pintoresco y risueño” y se ha convertido en una urbe

con una actividad económica pujante. Esta ciudad exhibe todos los signos externos de las

metrópolis modernas: las carreteras, los automóviles, los empresarios. Se trata, además, de una

urbe “ayancada”, es decir, una ciudad dominada por el código de valores de los estadounidenses,

llamados “yanquis” o “gringos”. Este código se resume en el relato de la siguiente manera:

“Business, business and business. Time is money: evangelio sajón impuesto al mundo” (29). De

121

este modo, entroncando con una tradición intelectual hispanoamericana que tiene en Ariel (1900)

de Rodó30

uno de sus puntos más influyentes, en Panchito Chapopote los estadounidenses

encarnan la modernidad en su aspecto utilitarista y pragmatista.

A lo largo del relato de Icaza, los norteamericanos –y también los ingleses– son

configurados como personajes solamente interesados en obtener ganancias económicas. Su

“tentadora huella de oro” (46) se advierte en todos los pueblos a los que arriban. Una vez que han

consumado sus propósitos, “marchan tras nueva caza apetitosa” (53) como depredadores en busca

de comida. En una escena del relato, estadounidenses e ingleses –simbolizados en Uncle Sam y

John Bull, respectivamente– se reparten una ranchería “como quien parte una manzana” (49).

Queda claro que, según la propuesta ideológica del texto, el modelo de modernidad

estadounidense no implica un beneficio para el pueblo mexicano. Lo anterior se dramatiza en el

siguiente fragmento:

-Yes. No. Allright. Very well. No. Jesuchrist!

-¡Cállese gringo malora!

-You stupid, you greeser.

-¡Cállese, gringo malora!

30 En Ariel (1900), José Enrique Rodó desarrolla un ideal aristocrático del cultivo de la

personalidad, en el cual las aptitudes estéticas y espirituales ocupan un lugar privilegiado; se

trata, pues, de una “estetización” de la vida humana que favorece el ocio sobre el trabajo. Rodó

atribuye a Hispanoamérica una tendencia hacia las virtudes espirituales, mientras relega a

Norteamérica a la zafia ocupación de obtener la prosperidad material.

122

-¡You greeser!

-¡Su madre, gringo c…!

¡Paf! ¡paf! ¡paf!

Un yanqui menos y un pasajero más para el viejo Caronte. Después de todo, en los

infiernos quizás no esté tan mal. (64, 65)

No obstante, aun cuando Panchito Chapopote no muestra una valoración positiva de la

modernidad personificada por los estadounidenses, la relación entre lo “tradicional” y lo

“moderno” en el relato de Icaza no se reduce a una oposición irreconciliable. Como ya se ha

visto, lo popular en Panchito Chapopote es considerado una parte esencial de un proyecto de

nación que busca transformar la sociedad posrevolucionaria por medio del restablecimiento del

“viejo idilio” del pueblo mexicano. Así pues, paradójicamente, la restitución de un pasado

“inocente” es un intento de “modernizar” el país, lo cual supone una reformulación de la noción

de modernidad occidental. Según afirma Katharina Niemeyer: “(en las vanguardias

hispanoamericanas) se trataba de crear una apropiación/reivindicación literaria específicamente

„moderna‟ de esta nueva visión de la modernidad a la vez que de fundamentar/orientar tal

apropiación hacia las necesidades y características histórico-culturales del contexto

latinoamericano” (Subway 155).

Se puede advertir, entonces, que Panchito Chapopote de Icaza propone de nueva cuenta

una “tercera vía”, ahora ante la encrucijada que establece el conflicto entre lo tradicional y lo

moderno. Sin decidirse plenamente por ninguno de los dos términos, el relato postula un modo de

modernización que se fundamente en “lo propio”, esto es, en los aspectos más tradicionales de la

123

sociedad mexicana. Esta reapropiación de la noción de modernidad representa una tentativa de

“transculturar” las nociones creadas desde Europa. De esta manera, el relato de Icaza articula una

propuesta estético-ideológica que pretende intervenir activamente en el curso de la modernidad

socioeconómica. Al igual que en el caso de la narrativa vanguardista “actualista”, se trata de “la

dialéctica de la modernidad estética que en su posición crítico-cultural revolucionaria frente a la

modernización (dependiente) se sabe y quiere saber parte activa de la modernidad

hispanoamericana” (Niemeyer Subway 157).

Como se ha podido observar, la concepción de lo popular en Panchito Chapopote tiene

múltiples aristas. En el nivel estético, el relato reivindica las formas tradicionales en un afán de

renovación que se nutre del ambiente generado por las vanguardias. En el nivel ideológico, aun

cuando el pueblo se presente como una entidad pasiva, lo popular constituye la vía que promete

un futuro mejor para la sociedad posrevolucionaria. En última instancia, se puede notar un intento

de sortear las denominaciones unívocas que modelaban el campo cultural de los años veinte: ni

“arte deshumanizado” ni “literatura viril”, ni conservadurismo nacionalista ni exaltación futurista

de la modernidad. Seguramente, esta condición elusiva hizo que John Brushwood –quizás el

primer crítico que se ocupó del texto de Icaza– sostuviera que Panchito Chapopote es “uno de los

fenómenos más extraordinarios que se encuentran en el estudio de la literatura mexicana” (161).

124

3.- La figura del intelectual moderno en Dama de corazones (1928) de Xavier Villaurrutia y

Margarita de niebla (1927) de Jaime Torres Bodet

Desde finales del siglo XIX, la reflexión en torno al papel de los intelectuales en las

sociedades hispanoamericanas ha sido una tarea prioritaria. Como ha sostenido Aníbal González,

“en Hispanoamérica la reflexión acerca del lugar del intelectual en el nuevo esquema político-

social que iba surgiendo a fines del siglo XIX se dio primero de manera sostenida, en la novela, y

sobre todo en la novela modernista” (La novela 31). Desde un autoexilio aristocrático, pasando

por una rebelión existencial, hasta llegar al compromiso efectivo con la realidad circundante, la

novela modernista aportó diferentes imágenes de lo que implicaba ser un intelectual en la

Hispanoamérica moderna. Se trataba, pues, de determinar cuál era la relación que debía entablar

la esfera estética con el ámbito social-político.31

Si durante la etapa de construcción de las

naciones hispanoamericanas el intelectual cumplía con su labor predilectamente desde puestos

oficiales, a finales del siglo XIX y principios del XX empezó a adoptar una posición

independiente y se formó la figura del escritor profesional.

La preocupación por el rol de los intelectuales fue especialmente urgente en el México

posrevolucionario. Según Claude Fell, en el “Congreso de Escritores y Artistas”, celebrado en

mayo de 1923, se discutió principalmente la cuestión del intelectual y se intentó responder a las

preguntas “¿Cuáles deben ser el lugar, el papel y las responsabilidades de un intelectual mexicano

31 Como se ha visto en la introducción de este capítulo, la modernidad supone la autonomización

de las esferas de la racionalidad humana, las cuales pueden establecer relaciones variables entre

sí.

125

en la sociedad postrevolucionaria? y ¿de qué fuentes ha de nutrirse y qué temas debe preferir,

teniendo en cuenta el contexto cultural nacional?” (529). Después del conflicto armado, la

sociedad mexicana se encontraba en un proceso de definición del Estado y de la literatura

nacionales. Según ha considerado Ignacio M. Sánchez Prado, en esta época se presentaron “una

serie de proyectos alternativos que, simultáneamente, permitían al campo literario proponer

opciones ideológicas distintas como forma de articularse al proyecto del Estado” (134). Cada una

de estas posturas ideológicas conllevaba una perspectiva respecto al papel del intelectual en el

Estado: si escritores como Francisco Monterde proponían un tipo de intelectual orgánico, el

grupo de los Contemporáneos postulaban una clase de intelectual crítico ante el poder.

En este contexto, la narrativa de vanguardia –al igual que la novela modernista–tematizó

el papel del artista-intelectual en las sociedades hispanoamericanas. Como han planteado Palou,

García Gutiérrez y más recientemente Niemeyer, los relatos de los Contemporáneos pueden ser

estudiados como “ficciones de intelectual”, esto es, como actos discursivos que reflexionan sobre

la posición del artista-intelectual en el campo cultural de la época. Si bien este tipo de personaje

se encuentra en buena parte de los relatos vanguardistas de México, textos narrativos como

Margarita de niebla (1927) de Jaime Torres Bodet, Dama de corazones (1928) de Xavier

Villaurrutia o Tachas (1928) de Efrén Hernández manifiestan una preocupación más evidente

sobre la condición del intelectual en la sociedad mexicana posrevolucionaria. En el presente

capítulo, se analizarán los primeros dos textos mencionados con el objetivo de mostrar la

concepción del intelectual que configuran.

Tanto Dama de corazones como Margarita de niebla son relatos en los que un personaje

culto, con una concepción del mundo basada en referentes artísticos prestigiados, narra en

primera persona los acontecimientos de un viaje real y simbólico. En el transcurso, los dos

126

personajes se encuentran en una continua oscilación entre la contemplación desinteresada de su

mundo interior y la participación activa en el mundo exterior. Aun más, como ha señalado

Katharina Niemeyer con relación al texto de Villaurrutia, la atención de los protagonistas “no se

dirige a las „cosas en sí‟, sino a las cosas tal como ellas se presentan en sus actos o vivencias de

conciencia” (Subway 104), lo cual supone la “afirmación de la subjetividad como condición

ineludible de toda apropiación de la realidad” (204). En un momento dado, ambos protagonistas

se siente suspendidos en una situación insostenible:

la interrupción del viaje convierte a los protagonistas en hombres estancados, víctimas de

una parálisis existencial que sólo pueden superar a través de las expectativas de un nuevo

viaje; cada protagonista resuelve esa necesidad de partir de manera diferente (…) el

retrato que se dibuja es el mismo: el de un hombre impelido a viajar, a salir de México y

su estancamiento vital, y que sólo en los casos de Dama de corazones y Margarita de

niebla pone en práctica ese impulso que valora como una obligación. (García Gutiérrez

288)

En el relato de Villaurrutia, el protagonista es un estudiante de Harvard que regresa a su

tierra natal, México, para visitar a su tía Mme. Girard y a sus primas Aurora y Susana. Julio, el

protagonista, es un hombre con una sensibilidad afín a las manifestaciones culturales de la

modernidad más reciente, como lo demuestran las múltiples referencias –ya sea para compararse

a sí mismo con ellas o para describir algún acontecimiento u objeto– a artistas y productos

culturales como Picasso, cuadros impresionistas, poetas dadaístas, Apollinaire, Proust, entre

muchas otras. Además, como ha sugerido Niemeyer, su misma actitud autorreflexiva –su “mirada

fenomenológica” (Subway 103)– lo caracteriza como un sujeto moderno, esto es, un sujeto

consciente de la ausencia de fundamentos sólidos que garanticen una percepción unívoca de la

127

realidad. Lo anterior ubica al protagonista como contemporáneo de las tendencias filosóficas de

la modernidad.

En contraste con la sensibilidad moderna de Julio, el entorno familiar se muestra

“atrasado”. Mme Girard, según el protagonista-narrador, “vivió nutriéndose con los recuerdos de

sus deseos” (Villaurrutia 502). Esta “ausencia espiritual” (502) la mantiene viviendo en el país de

su memoria y no en el presente: “un disco de jazz la hace abrir los ojos y temblar de pies a cabeza

despertándola a otro mundo que no es el suyo porque no puede recordar nada” (487). De ahí que,

según Evodio Escalante, Mme. Girard representa “el mundo caduco del porfirismo” (103), un

mundo con el que Julio no se siente identificado. Por su parte, Aurora y Susana tampoco

constituyen ejemplos de actitud moderna: “Ya sé cómo me quieres, Susana. Me atrasas el

corazón, el traje, el peinado, la voz, para llevarme muy cerca de Lamartine y de Musset […]

Piensa, Susana, que no puedo regresar un siglo entero para alcanzarte, que no puedo esperar otro

siglo para que tú me alcances” (492, 493).

Así pues, ¿cuál es la postura que adopta el protagonista ante este panorama estancado y

poco fértil para un hombre moderno? Su actitud se puede resumir en su manera de proceder ante

la “dama de corazones” que da título al relato. Para Julio, Aurora y Susana son tan distintas como

complementarias: “Ahora se sobreponen en mi memoria como dos películas destinadas a formar

una sola fotografía. Diversas, parecen estar unidas por un mismo cuerpo, como la dama de

corazones de la baraja” (487). De este modo, la dama de corazones simboliza la naturaleza

ambivalente y equívoca de sus primas. Esta condición elusiva le impide a Julio decidir a cuál de

las dos ama verdaderamente. Su estado de indefinición permanece irresuelto hasta el último

momento, pues decide marcharse antes que zanjar tajantemente la situación.

128

De hecho, la dama de corazones puede representar la complejidad y plurivocidad de la

realidad. El relato de Villaurrutia se funda en binomios que, al igual que la dama de corazones,

“parecen estar unidos por un mismo cuerpo”. Tal es el caso de la dicotomía pasado/futuro. Julio

se pregunta a sí mismo: “¿Por qué viviré en un mundo sin pasado, presente indeciso, con miedo

del vértigo que pudiera sentir al asomarme al futuro como a un precipicio? (499). De la misma

manera, la oposición muerte/vida es enunciada por el narrador:

No es difícil morir. Yo había muerto ya, en vida, algunas veces. Todo estriba en no hacer

un solo movimiento, en no decir una sola palabra, en fijar los ojos en un punto, cerca,

lejos. Sobre todo, en no distraerse en mil cosas […] Morir equivale a estar desnudo, sobre

un diván de hielo, en un día de calor, con los pensamientos dirigidos a un solo blanco que

no gira como el blanco de los tiradores ingenuos que pierden su fortuna en las ferias.

Por último, de manera paralela al anterior, el binomio sueño/vigilia aparece cuando el

protagonista se dispone a dormir: “Ahora siento que dejo caer la mano… ¿Cuánto tiempo he

estado así, indeciso entre la realidad y el sueño?” (493).

Ante todas estas dicotomías, Julio parece optar por el mismo estado de indefinición que

reservó para la dama de corazones. Esto conlleva un reconocimiento de la complejidad de la

realidad, pues favorecer un polo por sobre el otro significaría eliminar la plurivocidad de las

cosas. De esta manera, ante la oposición pasado/futuro escoge el “presente indeciso”; ante el

binomio muerte/vida prefiere una especie de “muerte en vida” que implica una atención

concentrada; ante la dicotomía sueño/vigilia descubre el momento anterior al umbral del sueño.

Se trata, pues, de estados fronterizos que permiten al protagonista mantener una actitud siempre

escéptica y crítica ante las posturas unívocas.

129

En ese sentido, resulta sumamente significativa la escena que inaugura el texto. El lector

asiste, de entrada, a uno de esos estados fronterizos que el protagonista promueve. Julio se acaba

de despertar y se encuentra en su cama con las luces apagadas, pensando qué le deparará esa

“vida casi olvidada, casi nueva para mí” (481) que es la casa de su tía y su patria. En primer

lugar, aunque ya tiene abiertos los ojos, “la oscuridad de la pieza se empeña en demostrarme que

ello es completamente inútil” (481), lo que genera un estado intermedio entre el día (vigilia, luz)

y la noche (sueño, oscuridad). Durante ese tiempo que permanece a oscuras pero despierto, Julio

trata de recordar a sus primas: “apenas las recuerdo esfumadas en la infancia” (481). Se ubica,

entonces, en ese lugar a medio camino entre el pasado y el presente: la memoria. Además, cabe

recordar que Julio acaba de regresar a México después de una ausencia determinante. Su país ha

sufrido cambios drásticos al igual que su propia persona. En este tenor, se topa ante una

“situación desconocida” (481), como reconoce él mismo, que lo obliga a comportarse de una

manera distinta a sus patrones de costumbre.

Esta primera escena ayuda a establecer la configuración del protagonista que se reforzará

a lo largo del texto. Como ya se ha visto, antes que traicionar ese estado de indecisión crítica que

lo define, Julio decide emprender un viaje de nueva cuenta. En las últimas líneas del relato, el

protagonista se da cuenta que la frase “Los débiles se quedan siempre. Es preciso saber huir” “se

acomoda a mi situación” (506). De esta forma, el viaje le asegura un descubrimiento continuo de

sí mismo y de la realidad. Asimismo, le proporciona una apertura hacia nuevas perspectivas

130

ajenas a las formas de pensar solidificadas. El viaje real y simbólico implica, pues, una actitud

signada por “la curiosidad y la crítica”.32

Así pues, según se ha podido ver, Dama de corazones establece la figura del intelectual

como un sujeto “fuera de lugar”, esto es, situado en las fronteras de lo establecido. El viaje como

concepción del mundo garantiza que esa posición sea perdurable. Al mismo tiempo, el viaje

conlleva un afán de modernización en tanto que busca siempre “lo nuevo”, es decir, los territorios

desconocidos que es preciso conquistar. En este contexto, como ha enfatizado Evodio Escalante,

resulta sintomático que Julio emprenda el viaje final a bordo de un tren: “El tren, que parece

volar para no tener tiempo de arrepentirse, de volverse, me comprende, me ayuda a huir. La

máquina se despide de la ciudad con un silbido largo, afilado, que perfora el norte de la noche”

(506). En estas líneas finales del texto, la máquina –un símbolo de la modernidad extrema en los

años veinte– se personifica y “ayuda” al protagonista a que preserve su condición moderna.

Al igual que Dama de corazones, Margarita de niebla de Jaime Torres Bodet narra los

acontecimientos que conducen al protagonista-narrador a emprender un viaje. Carlos Borja, como

Julio en el relato de Villaurrutia, es un hombre con una actitud moderna ante el arte y ante la

32 En 1930, Villaurrutia manifestaba: “Con Salvador Novo dirigí una revista, Ulises, que llevaba

este subtítulo: „revista de curiosidad y crítica‟. La curiosidad era el veneno y la crítica el antídoto.

Y viceversa. No había en aquella doctrina más doctrina que la que encerraban los epígrafes que

hablaban de la aventura, del viaje alrededor del mundo y alrededor de la alcoba, de la curiosidad

enemiga del tedio, del Simbad que tiene algo de Ulises” (citado en García Gutiérrez, 153). Según

ha considerado Rosa García Gutiérrez, las novelas de los Contemporáneos pueden ser vistas

como materialización del programa estético-ideológico de la revista Ulises, el cual giraba en

torno al personaje de Ulises como símbolo en dos sentidos: “primero como un modo de entender

la literatura –como aventura, como búsqueda crítica en la línea de la tradición occidental

moderna– y segundo, como un modelo de definición del escritor mexicano” (215)

131

vida. En primer lugar, muestra un anhelo de percibir su entorno a través de facultades

especulativas como la imaginación o la memoria: “En un esfuerzo de imaginación, dilato la

distancia que me aleja de ellas, deseoso de agregar a la mirada con que me sonríen la ojera del

tiempo, porque no sé gozar de ningún placer que no se me ofrezca en el cultivo de la memoria. La

realidad de de lo que puedo inmediatamente oler, tocar, sentir, me desagrada como un

compromiso” (358). Incluso, su tendencia reflexiva lo lleva a considerar su propio yo como una

entidad carente de fundamentos sólidos: “Desde el rostro del adolescente que era cuando empecé

a afeitarme los domingos para ir a visitar a María Luisa, hasta el de hoy, ¡cuántos rostros ajenos

he llevado sobre el mío, oculto! Cada hora cambia un accidente de expresión en este paisaje”

(364), “Ser. Continuidad estúpida que nace de una contingencia y desemboca en otra” (338).

Además de las cualidades anteriormente mencionadas, el protagonista se pronuncia a

favor del “arte nuevo” o “arte deshumanizado” en una de las conversaciones sobre música que

sostiene con Margarita y su madre.33

Mientras que a ésta la “música pura” no le pareció “nada

serio” (346), Carlos Borja considera que “no podemos seguir siendo devotos de una música que

corresponde a una manera espiritual que ya no es nuestra, a la sensibilidad de un mundo

desaparecido” (346). Esta declaración de principios demuestra una semejanza sorprendente con

los manifiestos que los distintos movimientos de vanguardia difundían a lo largo de

Hispanoamérica. Más adelante, el protagonista declara una concepción del arte que se aleja de la

mimesis realista que caracterizó al siglo XIX: “el arte no es nunca la expresión de la vida, sino, al

contrario, la realización de las virtudes que la vida no dio al artista” (352).

33 Los conceptos de “arte nuevo” o “arte deshumanizado”, introducidos por José Ortega y Gasset

en su influyente libro La deshumanización del arte (1925), fueron objeto de reflexión y

encarnada discusión entre los escritores mexicanos de la segunda mitad de los años veinte.

132

Así pues, no es raro que se establezca una oposición entre Carlos Borja y Paloma –amiga

de Margarita–, por un lado, y la propia Margarita y su familia, por el otro. Más allá de las

diferencias en cuanto a opiniones estéticas, existe una discrepancia en la noción de cultura que

manejan: “Para Margarita, la cultura es algo adquirido, inesencial, una amiga tan íntima que

puede descuidar su trato sin peligro de perderla. Para Paloma, la cultura es, en cambio, un

propósito, el país no visitado aún que, por esto mismo, desearía terriblemente conquistar […] mi

cultura –como la de Paloma– está fabricándose en mí” (383). En pocas palabras, mientras que

Margarita y su familia representan el valor de la tradición como “algo adquirido”, Carlos y

Paloma encarnan la modernidad en tanto código de valores que privilegia la novedad, ese “país

no visitado”: “A cada conflicto, ella [Margarita] consultará en sí misma el archivo de una raza.

Yo deberé inventar mis soluciones” (383).34

Esta pugna entre tradición y modernidad se fundamenta, pues, en una consideración sobre

diversos grupos étnicos: “Nuestras razas se repugnan” (384), sentencia el protagonista. Margarita

–descendiente de padres alemanes– pertenece a la “raza” sajona, al tiempo que Carlos y Paloma –

hijos de inmigrantes franceses o españoles– son integrantes de la latina. En este punto, el relato

de Torres Bodet entronca con una tradición que va de Ariel (1900) de José Enrique Rodó a La

raza cósmica (1925) de José Vasconcelos, según la cual los sajones se interesan sólo por alcanzar

la prosperidad material –la modernidad socioeconómica–, mientras que los latinos aspiran a

34 De este modo, Hispanoamérica es considerada como un lugar en el que “todo está por

hacerse”, mientras que Europa está en pleno proceso de “decadencia”. La madre de Margarita

enuncia esta idea muy difundida en el ambiente cultural de la época a raíz de la publicación de La

decadencia de Occidente (1918) de Oswald Spengler: “A pesar de lo que digan, en Europa el

porvenir de cada quien es siempre muy limitado –luego añade una frase justa–: Parece como si el

pasado de todos nos hubiera robado muestro porvenir…” (347)

133

cultivar las facultades espirituales –la modernidad cultural–. En ese sentido, Carlos Borja se

configura como un sujeto moderno en su concepción de la cultura como un terreno virgen, en

tanto que desea poseer “esas virtudes de silencio e inteligente modestia que son las de mi raza, las

de Paloma, acaso también las mías” (387).

Ahora bien, es necesario preguntarse cuál es la postura que el protagonista adopta ante el

conflicto entre su actitud moderna y la condición tradicionalista de Margarita. De hecho, Carlos

advierte dicho conflicto una vez que ya se ha casado con Margarita. Su primera reacción consiste

en lamentarse ante la incompatibilidad de sus caracteres. No obstante, logra justificar esta

circunstancia en el siguiente fragmento que cito extensamente:

[…] Cuando la vida se prolonga demasiado en un sitio cualquiera, las costumbres, los

hechos, los seres acaban por irse envenenando para nosotros sin que nos demos clara

cuenta de ello. Besamos la misma boca, recorremos la misma calle y creemos que el

placer de esa boca besada, de esa calle recorrida es igual al que nos proporcionaron la

primera vez. Mentira. Bajo la apariencia amable de una repetición, el descubrimiento ha

ido congelándose en memoria. Éramos los pintores de cada emoción nueva. No nos

resignamos a ser los fotógrafos de nuestra pintura.

Por eso lo que me inquietó de este viaje de bodas –el viaje mismo– es lo que me

consuela ahora del matrimonio y, en cierto modo, lo justifica. Seguramente, haber elegido

a Margarita para compañera de viaje fue un error. Pero ¿me habría decidido a viajar si ella

no me hubiese obligado a hacerlo? Imagino lo que podría ser mi existencia al lado de

Paloma, la absoluta subordinación de ambos a la dulzura equívoca de la costumbre.

134

Cuando dos seres se comprenden tan perfectamente, ¿les queda algo más que callar, o

morir? (386)

Así pues, si bien todo supondría la posibilidad de un matrimonio armónico con Paloma –

ya que pertenecen a la misma “raza”–, Carlos prefiere una vida con Margarita porque le garantiza

una “emoción nueva” permanente. De este modo, el matrimonio le permite “viajar” en el mismo

sentido que toma en el relato de Villaurrutia: apertura de perspectivas inéditas, descubrimiento de

nuevas posibilidades. Este afán de desautomatizar la percepción es un rasgo definitorio de su

configuración como personaje. Al verse al espejo, reconoce que en su mirada está muriendo “el

júbilo de una vida que fue descubrimiento y que no se resigna a ser costumbre” (265). El

protagonista se encuentra, pues, en una lucha constante contra los modos convencionales de

percibir el mundo: “Acostumbro salir a pie durante estas semanas de vacaciones […] Escojo

siempre una calle distinta para no dar al placer que disfruto el aspecto endurecido de la

costumbre. A veces, la ruta elegida me transporta a través de algunos ángulos inéditos y,

entonces, descubro una sorpresa mezclada, en partes iguales, de deleite y de rubor...” (339).

De esta manera, la figura del intelectual que dibuja Margarita de niebla se fundamenta en

el anhelo de desfamiliarizar lo conocido con el propósito de preservar un conocimiento y

emoción renovados. En consonancia con dicho afán, el intelectual se erige como un agente crítico

y escéptico ante las opiniones establecidas: “[Otto, amigo de Margarita] Es uno de esos

individuos que creyeron todavía en la importancia de la radio y de la telegrafía inalámbrica.

Nosotros, que nacimos después, no creímos ya en nada” (372). Esta actitud, incluso, debe

mantenerse aun cuando conlleve la falta de armonía existencial del intelectual: “Pensaba en el

júbilo de los hombres que hallan junto a ellos, al despertar, su dicha, como una fruta recién

cortada, perfecta, anterior a la crítica, superior al conocimiento. Y los envidiaba porque la mía no

135

estaba hecha sino de la impaciencia de una noche estéril. Sólo su fragilidad la sostenía” (377). De

ahí que, según ha considerado Katharina Niemeyer: “[en Margarita de niebla] El dilema del

intelectual moderno es éste: ha de pagar su reflexión crítica sin compromiso con la falta de

seguridad, arraigo y felicidad vital o ha de renunciar a esta su propia condición de intelectual”

(Subway 200)

Como se ha podido ver, tanto Dama de corazones como Margarita de niebla postulan la

figura del intelectual como un sujeto guiado por el doble imperativo de “crítica y curiosidad”. En

ambos relatos el motivo del viaje físico y simbólico funciona como catalizador de dicho

imperativo. Al mismo tiempo, la particular concepción del mundo de ambos protagonistas los

enfrenta a su entorno social –que se manifiesta como “atrasado”– y los ubica en una posición

marginal en el tejido social. Lo anterior implica la negativa de adscribirse a cualquier ideología

establecida, en un intento de salvaguardar su capacidad de crítica y asombro. De esta forma, la

imagen del intelectual que aportan los relatos de Villaurrutia y Torres Bodet supone un sujeto con

una ética profesional incuestionable que le permite estar consciente de su papel activo en la

sociedad.

En ese sentido, los Contemporáneos –y otros escritores afines– plantearon en su narrativa

una metáfora de su propia posición como intelectuales en el concierto de la sociedad

posrevolucionaria. En medio de un ambiente cultural estéril, estos escritores propusieron el

modelo de un intelectual que difundiera la modernización y que mantuviera una postura vital

específica. Según Ignacio M. Sánchez Prado, quien encarnó más fielmente dicho modelo fue

Jorge Cuesta, ya que para éste “cualquier política de la adscripción, llámese nacionalismo,

exotismo, etc., basada en una aproximación acrítica a cierta ideología (no debemos olvidar que en

su argumento el desamparo genera la „actitud crítica‟) es una „misantropía‟, es decir, un

136

antihumanismo” (Sánchez Prado 101). De este modo, inspirado por la lectura de La traición de

los clérigos (1927) de Julien Benda, Jorge Cuesta respondió a los diversos proyectos ideológicos

que formulaban un tipo de intelectual al servicio de conceptos como la nación, la raza, el

Estado.35

Por el contrario, la figura del intelectual que plantean Dama de corazones y Margarita de

niebla se basa en la autonomía relativa del campo cultural ante las otras esferas de la sociedad –

económica, política, religiosa, etc–. Dicha situación le asegura al intelectual una posición

estratégica: ni subordinada a las otras esferas –lo cual supondría una autonomía nula–, ni ajena a

las problemáticas de los demás campos –lo cual indicaría una autonomía absoluta–. Se trata,

pues, de una posición singular que permite al artista-intelectual cumplir con su función crítica y

conquistadora de nuevas posibilidades. En última instancia, este posicionamiento del intelectual

en un lugar influyente de la sociedad constituye una de las manifestaciones del proyecto

revolucionario de las vanguardias, las cuales aspiraban a “mantener la autonomía del arte lograda

en el proceso de diferenciación entre los distintos campos del actuar social y, a la vez, ocupar

desde esta base autónoma los otros ámbitos sociales” (Niemeyer Subway 28).

35 Como sostiene Roderic A. Camp: “En América Latina, el papel del intelectual como crítico

social se ha considerado más importante aún que el papel de interpretador de valores, ideólogo, o

representante de algún grupo o alguna clase” (94). Después de los Contemporáneos, en México el

modelo del intelectual crítico fue defendido activamente por figuras reconocidas como Octavio

Paz o Carlos Monsiváis.