la propiedad urbanistica del suelo, el vuelo y el subsuelo

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LA PROPIEDAD URBANISTICA DEL SUELO, EL VUELO Y EL SUBSUELO CONFERENCIA P ronunciada en la A cademia M atritense del N otariado EL DÍA 15 DE DICIEMBRE DE 1994 POR D. TOMAS RAMON FERNANDEZ RODRIGUEZ Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense

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LA PROPIEDAD URBANISTICA DEL SUELO, EL VUELO Y EL SUBSUELO

CONFERENCIAP r o n u n c i a d a e n l a A c a d e m i a

M a t r i t e n s e d e l N o t a r i a d o

EL DÍA 15 DE DICIEMBRE DE 1994

POR

D. TOMAS RAMON FERNANDEZ RODRIGUEZCatedrático de Derecho Administrativo

de la Universidad Complutense

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S U M A R I O

I. UN VIEJO PROBLEMA PLAGADO DE EQUIVOCOS.

II. EL MARCO INICIAL DEL ARTICULO 350 DEL CODIGO CIVIL.

1. La i n t e r p r e t a c i ó n t r a d i c i o n a l d e l p r e c e p t o e n l a d o c t r i n a c i v i l i s t a .

2. U n e l e m e n t o a u s e n t e e n e l p r o c e s o i n t e r p r e t a t i v o : e l i n c i s o f i n a l d e l p r e c e p t o .

III. LA TITULARIDAD DEL SUBSUELO EN LA LEGISLACION ADMINISTRATIVA EN VIGOR.

IV. LA NUEVA PERSPECTIVA DEL ORDENAMIENTO URBANISTICO.

1. B r e v e r e f e r e n c i a a a l g u n o s e q u í v o c o s f r e c u e n t e s .

2. PUNTUALIZACIONES SOBRE LA APLICABILIDAD DE LA LEY DEL SUELO A TODOS LOS TERRENOS

INTEGRANTES DEL TERRITORIO NACIONAL.

3. E l E s t a t u t o d e l a P r o p i e d a d e n la L e y d e l S u e l o .

A) La propiedad del suelo no urbanizable.B) La propiedad del suelo urbanizable.C) La propiedad del suelo urbano.

4. L a c a p a c id a d c r e a d o r a d e l o s P l a n e s u r b a n í s t i c o s .

V. LA NECESIDAD DE UNA INTERPRETACION INTEGRADORA DEL ORDENA­MIENTO Y DE UN CAMBIO DE MENTALIDAD CONSECUENTE CON ESTA.

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I

UN VIEJO PROBLEMA PLAGADO DE EQUIVOCOS

¿Qué es el suelo? ¿Qué el subsuelo? ¿A quién pertenecen uno y otro? ¿Hasta dónde se extienden verticalmente las facultades del propietario del suelo? Estas y otras muchas cuestiones semejantes han atraído siempre la atención de los juristas y siguen reclamándola hoy con m a­yor urgencia todavía, supuesto el incremento actual y potencial de la utilización del vuelo y del subsuelo que el progreso técnico ha hecho posible y la insatisfacción de las respuestas de las que hasta ahora dis­ponemos.

En efecto. Basta asomarse a la literatura jurídica más reciente para sentirse envuelto de inmediato en una confusión difícilmente supera­ble (1). Los datos normativos manejados por los autores suelen ser

(1) En el campo del Derecho civil, amén del clásico y conocido trabajo de J. G o n ­

z á l e z , «Extensión del Derecho de propiedad en sentido vertical», en Estudios de Derecho hipotecario y de Derecho civil, t. II, Madrid, 1948, págs. 194 y ss., y de los Manuales más al uso de L a c r u z , A l b a l a d e j o y D í e z - P i c a z o , pueden verse los comentarios de V. M o n t e s

al artículo 350 del Código civil, en el Comentario del Código civil del Ministerio de Justi­cia, t. I , Madrid, 1993, págs. 982 y ss., y , especialmente, los trabajos de P é r e z C á n o v a s ,

«Problemas actuales en torno a la delimitación vertical de la propiedad sobre inmuebles por naturaleza», en Revista Crítica de Derecho Inmobiliario, 1988, págs. 735 y ss., y

L . M. L ó p e z F e r n á n d e z , «El subsuelo urbano en relación con el planeamiento urbanísti­co y con los artículos 348 y 350 del Código civil», en Anuario de Derecho Civil, 1991, págs. 1633 y ss., y sus referencias. En el campo del Derecho administrativo pueden ver­se el excelente estudio de A. N i e t o , «Aguas subterráneas: Subsuelo árido y subsuelo hí- drico», en el núm. 56 de la Revista de Administración Pública, y del mismo autor, «El subsuelo urbanístico», en el voi. Derecho urbanístico local, coord. por J. M. B o q u e r a , Ed. Civitas, Madrid, 1992, págs. 393 y ss., también publicado en el núm. 66 de la Revista Es­pañola de Derecho Administrativo; F . S a in z M o r e n o , «El subsuelo urbano», en el núm. 122 de la Revista de Administración Pública. También el «Dictamen sobre el dere­cho de superficie, la división horizontal del dominio y otras figuras afines», de A. N ú ñ e z

R u i z , en el núm. 29 de la Revista de Derecho Urbanístico.

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siempre fragmentarios, bien porque voluntariamente prescinden de los que quedan fuera del ámbito convencional de su especialidad, bien por­que, cuando se aventuran fuera de él, terminan siendo víctimas de una terminología que no les resulta familiar y que, poco a poco, les va em­pujando insensiblemente hacia un literalismo estéril, cuando no per­turbador.

Lo que acabo de decir no es predicable sólo de los civilistas y de sus lógicas dificultades para moverse con soltura en el intrincado y comple­jo campo del urbanismo, en el que han hecho últimamente un esfuerzo muy serio por entrar (2), sino también de los propios administrativistas, que en ocasiones han incurrido, a mi juicio, en notorios errores de pers­pectiva a la hora de valorar la legislación del suelo (3).

A todo ello hay que unir el oportunismo de una praxis cotidiana, que, falta de una referencia teórica segura, busca a los problemas que ha de enfrentar una salida cualquiera que, al menos de momento, apa­cigüe los conflictos, sin preocuparse de los conflictos futuros que esa precaria solución del momento pueda llegar a generar.

El resultado de todo ello es, ya lo he dicho, la confusión, una confu­sión que, sin duda, debe mucho a los propios desfallecimientos del le­gislador, pero también a la renuncia de los intérpretes al obligado en­samblaje de las distintas piezas que componen el plural sistema normativo que aquél ha ido elaborando a lo largo del tiempo.

Para salir de ella es por eso imprescindible ir pasando revista a éstas una a una e intentar con paciencia y paso a paso su articulación. Esto es, al menos, lo que me propongo realizar a continuación con la espe­ranza de lograr, si no resolver el problema, sí, al menos, de hacer saltar la chispa que permita a otros iluminar el oscuro panorama actual.

(2) Vid., especialm ente, los trabajos de P ér e z Cánovas y L. M. L ó pez F ern á n d ez ci­tados en la nota anterior.

(3) Así, A. N ie t o , El subsuelo urbanístico, a cuyos puntos de vista me referiré en el texto más adelante.

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II

EL MARCO INICIAL DEL ARTICULO 350DEL CODIGO CIVIL

1. L a i n t e r p r e t a c i ó n t r a d i c i o n a l d e l p r e c e p t o

EN LA DOCTRINA CIVILISTA

La tarea debe comenzar, obviamente, por el artículo 350 del Código civil, según el cual «el propietario de un terreno es dueño de su super­ficie y de lo que está debajo de ella y puede hacer en él las obras, plan­taciones y excavaciones que le convengan, salvas las servidumbres, y con sujeción a lo dispuesto en las Leyes sobre Minas y Aguas y en los Reglamentos de Policía».

La interpretación al uso del precepto conviene en afirmar que éste, más que pretender definir la extensión vertical del dominio, ha intenta­do subrayar sus límites (4). Es general también en la doctrina española, lo mismo que en la extranjera, el rechazo del manido aforismo medieval usque ad sidera, usque ad inferos (5), que, sin embargo, como ocurre siempre con los tópicos gratos al oído y favorables al propio interés, si­gue firmemente arraigado en las conciencias de los propietarios, lo que hic et nunc es tanto como decir de la sociedad entera, porque quienes no lo son están muy lejos de haber renunciado a la posibilidad de serlo y operan, por tanto, con los mismos esquemas.

Es pacífica igualmente la idea de que el suelo no se reduce a la me­ra superficie, a una simple línea geométrica, porque el concepto mis­mo de propiedad fundiaria reclama un corpus, un espesor mínimo sin el cual no sería concebible siquiera el disfrute del suelo (6). Hasta dón­de pueda llegar ese espesor, ese cuerpo de tierra (Erdkorper) de que ha-

(4) La observación procede de M a n r e s a y S c a e v o l a en sus respectivos Comentarios al Código civil, como se conviene en notar.

( 5 ) Sobre su origen, vid. las cuidadosas anotaciones de N i e t o , Aguas subterráneas, cit., págs. 33 y ss.

(6) «Una finca no puede concebirse como objeto patrimonial sin el espacio sobre y bajo el suelo... Una finca es un cuerpo de tres dimensiones» (J. G o n z á l e z , op. cit.,pág. 202).

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bla el artículo 905 del Código civil alemán, es ya otra cuestión difícil de precisar hoy, aunque en la época de la codificación y en el contex­to de una economía sustancialmente agraria no lo fuese tanto, ni m u­cho menos. Así lo prueba el artículo 5 del Decreto-Ley de Minas de 29 de diciembre de 1868, vigente entonces, según el cual ese corpus que se considera formando parte del suelo comprende «el espesor a que haya llegado el trabajo del propietario, ya sea para el cultivo, ya para solar o cimentación, ya para otro objeto cualquiera distinto del de la minería».

A partir de ahí y de acuerdo con el artículo 6 del propio Decreto-Ley citado, se extendería en profundidad el subsuelo, que —dice este pre­cepto—• «se halla originariamente bajo el dominio del Estado y éste po­drá, según los casos y sin más regla que la conveniencia, abandonarlo al aprovechamiento común, cederlo gratuitamente al dueño del suelo o enajenarlo mediante un canon a los particulares o asociaciones que lo soliciten» (7).

La sabia previsión del Decreto-Ley de Minas de 1868, que todavía sirvió de pauta a la Sentencia del Tribunal Supremo de 4 de diciembre de 1906 para negar al propietario del suelo el dominio sobre la zona subterránea ocupada por el túnel construido por una empresa conce­sionaria de ferrocarriles, nos hubiera ahorrado a todos no pocas difi­cultades de haberse mantenido. No fue así, sin embargo, y su olvido nos dejó como herencia la incertidumbre. Una incertidumbre de la que no nos permite salir el criterio del interés del propietario al que nos remi­tió I h e r i n g , ni tampoco las variantes ideadas por sus críticos, pues tan­to aquél como éstas encallan y se atoran definitivamente cuando se pre­gunta si ese interés (o la aprehensibilidad o la susceptibilidad de utilización) del propietario es la actual o si, por el contrario, también se protege por el Derecho el interés meramente potencial, lo que, de ad­mitirse, dado el estado actual de la ciencia y de la técnica, haría esa pro­tección indefinida.

Así las cosas, de poco sirve que los autores afirmen que el subsuelo es una realidad, una cosa, distinta del suelo, porque con esas simples referencias nos resulta imposible precisar dónde termina éste, es decir, hasta dónde debe entenderse que llega la susceptibilidad de utilización

(7 ) En N ie t o , Aguas subterráneas, cit., págs. 19 y ss., puede verse una m inuciosa re­ferencia a las relaciones entre la prim era Ley de Aguas de 18 6 6 y sus antecedentes, el De­creto-Ley de Minas de 1 8 6 8 , la Ley de Aguas de 1 8 7 9 y el Código civil.

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por el propietario. A falta de este dato, la atribución del subsuelo al Es­tado corno bien patrimonial en base a lo dispuesto en el artículo 21.1 de la Ley del Patrimonio del Estado de 15 de abril de 1964 («pertene­cen al Estado como bienes patrimoniales los inmuebles vacantes y sin dueño conocido»), por bien fundada que esté —y lo está sin duda, su­puesto que es innegable la condición inmueble del subsuelo— (8), per­manece inane hasta el punto de que el propio Estado no se ha atrevido a invocarla y, menos aún, ha intentado hacerla efectiva, a pesar de las facilidades que el propio precepto le ofrece («se entenderán adquiridos, desde luego, por el Estado y tomará posesión de los mismos en vía ad­ministrativa, salvo que se oponga un tercero con posesión superior a un año, pues en tal caso el Estado tendrá que entablar la acción que co­rresponda ante la jurisdicción ordinaria»).

Socialmente «pesa» más que la norma legal que acabo de citar la opinión general de la doctrina civilista que conviene en reconocer al propietario del suelo un señorío potencial sobre el subsuelo, aunque condicionado a la existencia de ese impreciso y hoy realmente impreci­sable interés o en admitir que del artículo 350 del Código civil resulta una presunción iuris tantum en favor del propietario del suelo, que vie­ne a ser lo mismo (9).

De este modo, por mucho y muy enérgicamente que se le condene, el viejo mito medieval sigue haciendo su obra y alentando la conclusión de negocios jurídicos aberrantes, como las «ventas de subsuelo» que tan vigorosamente ha criticado N ieto (1 0 ) , la constitución de derechos reales innominados sobre el subsuelo que parece haber avalado la Di­rección General de los Registros y del Notariado (11) y otros fenóme­nos similares de disociación voluntaria del suelo y del subsuelo para los

(8 ) Vid., al respecto, V. M o n te s , loe. cit.(9) En realidad, todas las explicaciones ofrecidas por la doctrina y la ju risp ru ­

dencia, española y com parada, son variantes de la m ism a idea, aunque la carga de la prueba del interés o de la falta de él cambie de un sistema a otro.

(10) En Aguas subterráneas, cit., cuyo núcleo argum ental gira en torno, precisa­mente, a estas prácticas, habituales en Canarias.

(11) En la Resolución de 28 de octubre de 1988, que cita L. M . L ó pez F ern á n d ez , en El subsuelo urbano en relación con el planeamiento urbanístico, cit., págs. 1639 y ss. Pé­rez C ánovas, en Problemas actuales en tom o a la delimitación vertical, cit., pág. 758, no duda en adm itir estos fenómenos. S ainz M o r en o , en El subsuelo urbano, cit., pág. 174, cita una Resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado de 13 de mayo de 1987 que niega la posibilidad de constituir fincas independientes con segrega­ciones de subsuelo de fincas contiguas por la razón apuntada en el texto.

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que no parece haber otro freno que el que pueda resultar de la unidad de folio registrai.

2. U n e l e m e n t o a u s e n t e e n e l p r o c e s o i n t e r p r e t a t i v o :

EL INCISO FINAL DEL PRECEPTO

Anteriormente apunté que las dificultades que el tema presenta ac­tualmente tienen mucho que ver con la renuncia de los autores a en­samblar las piezas que componen el sistema normativo y de que ello es así da fe la ausencia en el proceso interpretativo descrito de los ele­mentos a que alude el inciso final del artículo 350 del Código civil.

Las Leyes de Minas y Aguas fueron desde el prim er momento m ar­ginadas de ese proceso, tratadas como meras excepciones al principio general establecido por la proposición inicial del precepto, error éste notable si se tiene presente que los artículos 5 y 6 del Decreto-Ley de Minas de 1868 eran, por su propio contenido, mucho más que eso, co­mo ya ha habido ocasión de comprobar.

La integración de ambos preceptos en la interpretación del artícu­lo 350 hubiera hecho discurrir ésta por rumbos muy diferentes y hu­biera conducido a resultados muy distintos también, simplificando ab initio el problema, que hoy no existiría como tal.

De los Reglamentos de Policía cabe decir otro tanto, aunque las con­secuencias de su olvido no se hayan hecho patentes hasta fechas mucho más recientes.

A ambos elementos habrá que dedicar ahora especial atención.

III

LA TITULARIDAD DEL SUBSUELO EN LA LEGISLACION ADMINISTRATIVA EN VIGOR

Tiene mucha razón N ie t o cuando afirma que el subsuelo en sentido propio, esto es, lo que está debajo del cuerpo de tierra que hay que con­siderar y que siempre se ha considerado como parte del fundo, perte-

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nece al Estado, de forma que a él no llegan las facultades dominicales del dueño del suelo (12). Que sea dominio público, como él afirma, es ya otra cuestión que conviene examinar más despacio.

El artículo 12 de la vigente Ley de Aguas califica, en efecto, como do­minio público «los acuíferos o formaciones geológicas por las que cir­culan aguas subterráneas», y el artículo 2 de la Ley de Minas otorga idéntica calificación a «todos los yacimientos de origen natural y demás recursos geológicos existentes en el territorio nacional, mar territorial y plataforma continental». La calificación demanial no se limita, pues, a los contenidos, sino que se extiende inequívocamente a los contenedo­res, es decir, a los yacimientos y a las formaciones geológicas en las que se encuentra el mineral o por las que circulan las aguas subterráneas, ahora demaniales, e, incluso, a los contenedores artificialmente creados en el subsuelo «como consecuencia de actividades reguladas por la Ley de Minas, cuyas características permiten retener naturalmente y en pro­fundidad cualquier producto o residuo que en ellos se vierta o inyecte», a los que la propia Ley llama estructuras subterráneas.

Cabría objetar, ciertamente, que la calificación demanial no se ex­tiende a todo el subsuelo, sino sólo a la parte de éste rica en agua o en minerales, lo que plantearía el problema de la titularidad de la parte restante. Sin embargo, no puede olvidarse que lo que se concede por el Estado al peticionario de una concesión de explotación es un con­junto de «cuadrículas mineras», unidad indivisible, dice el artículo 75 de la Ley de Minas, consistente en un «volumen de profundidad inde­finida cuya base superficial queda comprendida entre dos paralelos y dos meridianos», es decir, un espacio comprensivo de los yacimientos en los que se encuentra el mineral y del subsuelo restante. Y lo mis­mo ocurre con los permisos de exploración y de investigación, que también se otorgan para un espacio medido en cuadrículas mineras (art. 76 de la Ley).

(12) N ie t o , El subsuelo urbanístico, págs. 395 y ss., es, quizá dem asiado rotundo cuando afirm a que los artículos 2 de la Ley de Minas y 12 de la nueva Ley de Aguas de 1985 se pronuncian inequívocam ente en el sentido recogido en el texto. En realidad, el artículo 12 de la Ley de Aguas no es inequívoco, pues, tras afirm ar el carácter de dom i­nio público de «los acuíferos y formaciones geológicas por las que circulen aguas sub­terráneas», añade que tal afirm ación «se entiende sin perjuicio de que el propietario del fundo pueda realizar cualquier obra que no tenga por finalidad la extracción o aprove­cham iento del agua, ni perturbe su régimen, ni deteriore su calidad», salvedad ésta que, en rigor, deja las cosas com o estaban. El artículo 2 de la Ley de Minas sí es concluyen- te, sin em bargo, com o se hace no tar en el texto.

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Los preceptos citados demuestran en cualquier caso que el Estado dispone del subsuelo, existan o no yacimientos minerales (cosa que los permisos de exploración e investigación pretenden, precisamente, com­probar), a título de dueño, lo que presupone su condición de tal. De es­to no puede haber la más mínima duda, aunque quepa matizar que esa titularidad dominical del subsuelo por parte del Estado lo sea inicial­mente en concepto de bien patrimonial al amparo de lo dispuesto en el artículo 21 de la Ley de Patrimonio del Estado en tanto no exista y se descubra la riqueza hídrica o mineral susceptible de hacer surgir la afectación determinante de su conversión en demanial.

Huelga, pues, seguir hablando de la eventual extensión de las faculta­des del propietario del suelo más allá del cuerpo de tierra situado inme­diatamente por debajo de la superficie. El subsuelo, todo el subsuelo, es inequívocamente propiedad del Estado.

IV

LA NUEVA PERSPECTIVA DEL ORDENAMIENTO URBANISTICO

1. B r e v e r e f e r e n c ia a a l g u n o s e q u ív o c o s f r e c u e n t e s

A los datos, ya presentes desde el primer momento, a los que me aca­bo de referir se han venido a sumar en fechas más recientes los que ofre­ce el ordenamiento urbanístico, que aporta una perspectiva nueva con la que los redactores del Código civil no pudieron contar o, para ser más exactos, contaron en la forma que entonces era posible. A ello responde la referencia a los Reglamentos de Policía a los que el artículo 3 5 0 del Código alude, alusión ésta que en el contexto de la época se identifica con toda evidencia con lo que entonces se denominaba policía urbana, expresión que precede en el tiempo a la de Derecho urbanístico, que Pé­r e z B o t ija utilizó por vez primera entre nosotros en 1 9 5 0 ( 1 3 ) .

(1 3 ) Vid. E . P ér e z B otija , «Introducción al Derecho urbanístico», en el volumen co­lectivo de igual título, Madrid, 1 9 5 0 , págs. 13 y ss. H asta esa fecha, com o se indica en el texto, la term inología dom inante era la de «policía urbana». Vid., por ejemplo, el «Ma­nual com pleto de Policía Urbana y de Construcciones civiles o recopilación de toda la le­gislación vigente relativa al ornato, com odidad y salubridad de las poblaciones; alinea-

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Una interpretación actual del artículo 350 del Código civil tiene que tener presente necesariamente, por tanto, como un elemento más del propio precepto el ordenamiento urbanístico en vigor, en cuanto bloque normativo llamado expresamente por aquél a integrar el sistema que quiso establecer.

Esta observación pretende subrayar desde ahora que «los Regla­mentos de Policía» de entonces y el ordenamiento urbanístico de hoy son la misma cosa a los efectos del artículo 350 del Código civil (14) y que, por tanto, el ordenamiento urbanístico en vigor no es algo exterior y extraño a dicho precepto, sino una parte esencial del mismo, «con su­jeción» a la cual, por emplear su propia expresión, hay que interpretar su afirmación inicial.

Si se tiene esto presente, se descubre de inmediato el error de pers­pectiva en que incurren algunos autores, entre los que no faltan tam ­poco administrativistas de bien ganado prestigio, a la hora de valorar el impacto del ordenamiento urbanístico en el concepto y régimen de la propiedad fundiaria y las relaciones entre la Ley del Suelo y el Códi­go civil. No es infrecuente, por ejemplo, oír o leer que la Ley del Suelo no se ocupa o se ocupa sólo marginalmente del subsuelo y que, cuan­do lo hace, opera sólo desde la perspectiva de las conexiones de éste con la ordenación del suelo. De esta afirmación primera se pasa luego a sostener la existencia de límites a la potestad de planeamiento urba­nístico, que, según se dice, impedirían a la Administración titular de la misma establecer limitaciones al uso del subsuelo no justificadas por su conexión urbanística con el suelo, de lo cual se concluye que, a fal­ta de determinación prohibitiva expresa en los planes de ordenación, el subsuelo podrá utilizarse libremente por el propietario del suelo co­rrespondiente en los términos que resultan de los artículos 348 y 350 del Código civil.

Esta tesis, defendida por N i e t o y avalada por alguna jurisprudencia contencioso-administrativa (15), ha sido justamente criticada desde el propio campo del Derecho civil, pero la crítica, que denuncia con acier-

ción y rotulación de calles; altura de casas; numeración de manzanas y construcción de edificios públicos seguido de un proyecto de Ordenanzas municipales», editado por el Boletín de Administración Local y de los Pósitos, dirigido por el Dr. G r a c ia C a n t a l a p i e d r a ,

Madrid, 1863.(14) En este sentido, vid. L . M. L ó p e z F e r n á n d e z , op. cit., pág. 1640, en nota 16.(15) Cfr. N i e t o , El subsuelo urbanístico, cit., y las sentencias que cita en pág. 407.

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to el literalismo de aquélla, termina perdiéndose ella misma en otros li- teralismos del mismo corte en base a los cuales llega a concluir que las instalaciones subterráneas no parecen computables a efectos del límite de edifícabilidad, salvo expresa regulación al efecto en el plan de orde­nación (16).

Se sale así de una confusión para entrar en otra, con lo cual el régi­men jurídico del subsuelo sigue atrapado en una nebulosa de la cual pa­rece cada vez más difícil salir a resultas del entrecruzamiento de argu­mentaciones contradictorias, hechas, además, de razonamientos en los que el acierto y el error se mezclan en proporciones variables, lo que contribuye a aum entar la dificultad.

En esta situación resulta sencillamente imprescindible empezar el análisis por el principio, formulando previamente algunas puntualiza- ciones imprescindibles.

2 . PUNTUALIZACIONES SOBRE LA APLICABILIDAD

d e la L e y d e l S u e l o a t o d o s l o s t e r r e n o s

INTEGRANTES DEL TERRITORIO NACIONAL

La que familiarmente llamamos Ley del Suelo tiene una denomina­ción oficial mucho más precisa: es la Ley del Suelo y Ordenación Ur­bana. Como esta denominación oficial indica expresivamente, su obje­to no es solamente el régimen del suelo, sino también, y sobre todo, la ordenación urbana. Con esta prim era y elemental puntualización que­da ya claro, sin necesidad siquiera de entrar en el análisis de su arti­culado, que el subsuelo no queda, ni mucho menos, fuera de su alcan­ce, como la denominación familiar de la Ley podría equívocamente sugerir.

Segunda puntualización: La denominación oficial de la Ley, de Ré­gimen del Suelo y Ordenación Urbana, se queda incluso corta a la ho-

(1 6 ) Vid. L. M. L ó pez F e r n á n d ez , op. cit., pág. 1 6 5 5 . Lo que sea com putable o no a efectos del lím ite de edifícabilidad fijado en un plan lo decide el propio plan. En rea­lidad, tanto da decir 1 ,2 5 m 2/m 2, cifra en la que se entienden com prendidos todos los aprovecham ientos posibles, com o decir 1 ,3 0 m 2/m 2, excluidos los aprovecham ientos bajo superficie. De este dato convencional (cada plan puede establecer las reglas de cóm puto que tenga por conveniente, pues cada térm ino m unicipal es, a estos efectos, un m undo cerrado) no se puede extraer consecuencias de ningún tipo en el plano sus­tantivo.

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ra de cumplir satisfactoriamente la función identificadora que a toda denominación corresponde y ello porque la Ley en cuestión no se limi­ta a establecer las bases de la ordenación urbana, esto es, de la ciudad, sino que persigue la ordenación de todo el territorio nacional. Su títu­lo III se dedica al «planeamiento urbanístico del territorio», que se ins­trum enta a partir de una teoría completa de planes de diferente ámbi­to, que van desde el Plan Nacional de Ordenación, que «establecerá las grandes directrices territoriales, fijará los fines y objetivos y determi­nará las prioridades de la acción pública a escala del territorio na­cional» (art. 66 del Texto Refundido vigente), hasta los llamados Estu­dios de Detalle, cuya función es la de «completar o, en su caso, adaptar determinaciones establecidas en los Planes Generales para el suelo ur­bano y en los Planes Parciales», previendo o reajustando las alinea­ciones y rasantes de las vías urbanas y la ordenación de los volúmenes de acuerdo con las especificaciones del planeamiento municipal (art. 91 del Texto Refundido). Ni un solo metro cuadrado o cúbico del territo­rio nacional escapa, pues, a la regulación contenida en la Ley. Todo el espacio físico que forma parte del territorio nacional queda sujeto, pues, a esta acción ordenadora.

Hasta tal punto es así que el legislador, deseoso de asegurar a ul­tranza este objetivo omnicomprensivo y consciente de la dependencia en que en otro caso quedaría con respecto a los planes a los que se re­mite, se ha cuidado de establecer directamente una ordenación míni­ma, operativa, incluso, en ausencia de plan. Esta es la función que cum­ple el actual artículo 13 del Texto Refundido —que procede del texto inicial de 1956, según el cual «en los municipios que carecieren de pla­neamiento general el territorio se clasificará en suelo urbano y suelo no urbanizable».

Aunque no existiera plan de ordenación alguno, todos los rincones del territorio nacional tendrían por esta vía una regulación básica, pues todos ellos quedarían automáticamente clasificados ex lege como suelo urbano, si reunieran las condiciones del artículo 13.2, y en suelo no ur­banizable en los demás casos y sujetos en consecuencia al régimen ju ­rídico que para ambas clases de terrenos establecen, respectivamente, los artículos 19 y ss. y 15 y 16 de la propia Ley.

Tercera puntualización: El término «suelo» en la Ley que nos ocupa se utiliza por ésta con carácter general como equivalente a «terrenos», como es fácil comprobar con la simple lectura de sus preceptos. Es, pues, abusivo cualquier intento de diferenciar suelo y subsuelo sobre

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una base puramente terminologica, como lo es por la misma razón de­cir que la Ley no se ocupa del subsuelo. La Ley se refiere claramente a los terrenos cuyo uso ordena (art. 6) y a los que clasifica, es decir, inclu­ye en algunas de las clases de suelo que acuña («constituirán el suelo u r­bano los terrenos», art. 10; y lo mismo los arts. 11, 12 y 13), asignándo­les en función de esta clasificación un régimen jurídico determinado (art. 15: «Los terrenos clasificados como suelo no urbanizable... no po­drán ser destinados a fines distintos del agrícola...»; lo mismo los arts. 16, 18, 20, 21, etc.).

Este régimen jurídico se aplica, pues, no sólo al suelo como superfi­cie, sino a los terrenos como tales, al espacio físico en su conjunto y a ese espacio en su globalidad se refiere la ordenación contenida en los planes, a los que la Ley se remite en su artículo 8. El texto de éste es bien expresivo: «La utilización del suelo y, en especial, su urbanización y edificación, deberá producirse en la forma y con las limitaciones que establezcan la legislación territorial y urbanística y, por remisión a ella, el planeamiento, de conformidad con la clasificación y calificación ur­banística de los predios. »

El ordenamiento urbanístico se refiere, pues, a los predios, a los terre­nos, al espacio físico, no sólo a la superficie, y tiene como objeto último la «reglamentación detallada del uso pormenorizado, volumen y condi­ciones higiénico-sanitarias de los terrenos y construcciones» una vez que dichos terrenos, dicho espacio físico, sea urbanizado [art. 72.3.A)./)].

La ordenación urbanística de los terrenos es, pues, ordenación in­tegral de todo el espacio físico del territorio nacional, sin limitaciones ni excepciones de ningún tipo. Ningún terreno puede escapar a ella, ninguna porción de terreno, ni horizontal ni verticalmente, puede elu­dirla. La Ley aporta las bases de esa ordenación; los planes de ordena­ción, a los que la Ley expresamente se remite (art. 8), completan la re­gulación legal y la llevan hasta el detalle con la profundidad que en cada caso estime conveniente la Administración competente para aprobar éstos en razón del modelo territorial por el que en cada caso libremente opten.

3 . E l E s t a t u t o d e la P r o p ie d a d e n la L e y d e l S u e l o

La versión inicial de la Ley del Suelo de 1956 definió con todo rigor y de forma lapidaria en dos preceptos clave, los artículos 61 y 79, la

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nueva configuración del derecho de propiedad fundiaria. «Las faculta­des del derecho de propiedad se ejercerán dentro de los límites y con el cumplimiento de los deberes establecidos en esta Ley o, en virtud de la misma, por los Planes de Ordenación, con arreglo a la clasificación u r­banística de los predios» (art. 61). El Plan no impone, pues, limitacio­nes, no establece recortes a un derecho de propiedad inicialmente ili­mitado; establece límites, fronteras precisas al derecho de propiedad de cada porción de terreno que ordena, de forma que las facultades del propietario de esa porción de terreno serán, precisamente, las que el propio Plan fije y sólo éstas y llegarán hasta donde el propio Plan deci­da y nada más que hasta ahí. Por eso, el artículo 70.1 del texto inicial de la Ley decía que «la ordenación del uso de los terrenos y construc­ciones enunciada en los artículos precedentes no conferirá derecho a los propietarios a exigir indemnización, por implicar meras limitacio­nes y deberes que definen el contenido normal de la propiedad según su calificación urbanística» (17).

El Texto Refundido vigente de 1992 dice lo mismo (arts. 6 y 8), aun­que lo dice peor, porque, como advirtió C a r n e l u t t i , cuantas más Leyes se hacen peor se hacen (18). En cualquier caso, lo importante es que desde 1956 el derecho de propiedad tiene unas fronteras precisas, las que marca en cada caso el binomio Ley-Plan. Desde ese momento ca­rece de toda justificación seguir hablando de la extensión vertical del dominio en los términos en que se viene haciendo. El derecho del pro­pietario llega hasta donde la Ley y el Plan dicen y de ahí no puede pasar. Hasta ahí debe llegarse también en todo caso si el Plan así lo impone (19). Nada puede hacerse si el Plan no lo permite; todo lo que el Plan esta­blece debe ser ejecutado en sus propios términos.

(17) Como explicó lúcidam ente E. G arcía de E nterría a raíz de la prom ulgación de la Ley del Suelo de 1956, en «La Ley del Suelo y el futuro del urbanism o», en el libro Problemas actuales de régimen local, Sevilla, 1958 (reeditado en 1986). Este breve traba­jo sigue siendo, al cabo de siete lustros, la clave de la com prensión del ordenam iento u r­banístico.

(18) «En Derecho consuetudinario y Derecho legal», en Revista de Occidente, núm. 10, enero 1964.

(19) Entre los deberes del propietario figura el de edificar los solares en el plazo fi­jado en la preceptiva licencia [art. 20. l.e) del Texto Refundido vigente] y en los térm inos que en cada caso fije el Plan, que puede im poner «unas condiciones urbanísticas de vo­lum en o alturas con el carácter de mínimas» (art. 191.1 del mismo Texto). El incum pli­m iento de ese deber se sanciona con la expropiación o sujeción al régim en de venta for­zosa de los terrenos por un valor correspondiente al 50 por 100 del aprovecham iento urbanístico (arts. 30 y concordantes del Texto Refundido).

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Como esto se ha puesto en duda, conviene añadir algunas precisiones:

A) La propiedad del suelo no urbanizable

Los terrenos clasificados (por el Plan o, en su defecto, por la Ley) co­mo suelo no urbanizable (y los clasificados como suelo urbanizable no programado en tanto no se apruebe el correspondiente programa: art. 18), dice el artículo 15 del Texto Refundido vigente, «no podrán ser destinados a fines distintos del agrícola, forestal, ganadero, cinegético y, en general, de los vinculados a la utilización racional de los recursos na­turales, conforme a lo establecido en la legislación urbanística y secto­rial que los regule».

En esta clase de suelo no es legalmente posible, en principio, otro aprovechamiento de los terrenos que el que la propia naturaleza hace posible. Este aprovechamiento natural es el contenido normal de la propiedad fundiaria en nuestro Derecho vigente. El interés del propieta­rio al que se refería I h e r in g tiene así una medida y un alcance concretos. Termina bajo la reja del arado por utilizar la gráfica y conocida expre­sión del Sachsenspiegel.

Más allá de ese límite comenzará, pues, el subsuelo en sentido propio, del que el Estado dispone a título de dueño, según la legislación de Mi­nas y Aguas, a la que el artículo 15 del Texto Refundido de la Ley del Suelo se remite, como hemos visto, al referirse a la «legislación secto­rial».

Sólo excepcionalmente y a través de un procedimiento también ex­cepcional son posibles otros aprovechamientos diferentes (edificacio­nes e instalaciones de utilidad pública o interés social que hayan de emplazarse en el medio rural y edificios aislados destinados a vivien­da unifam iliar en los lugares en que no exista posibilidad de forma­ción de un núcleo de población: art. 16.3.2.a) (20), cuya excepcionali-

(20) Este tipo de aprovecham ientos excepcionales no resulta ya sim plem ente del derecho de propiedad y de una licencia m unicipal de carácter reglado, que no puede ne­garse a quien se propone ejercitar aquel derecho dentro de los lím ites legales que defi­nen su contenido norm al, sino de una decisión de la autoridad urbanística atonóm ica, que, aunque se califique form alm ente de autorización, participa de la naturaleza propia de los planes (y, de alguna m anera, por tanto, del m argen de libertad propio de la ela­boración de éstos), com o viene a poner de m anifiesto el procedim iento al que se sujeta por la Ley, que es el que ésta establece para ciertos Planes Especiales. E sta correlación era muy clara en el Texto Refundido de 1976 (art. 85.1.3 y rem isión al art. 43.3) y sigue

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dad no hace sino reforzar el sentido de la regla general: el suelo no ur- banizable no puede ser transformado por el propietario, ni apartado por éste del destino natural, que da la medida del contenido de su de­recho.

B) La propiedad del suelo urbanizable

El suelo urbanizable o apto para la urbanización (21) es un suelo en estado natural destinado por el Plan a ser transformado en urbano se­gún el programa por él previsto. El Plan, al adoptar esta decisión, aña­de a la propiedad de este suelo un contenido artificial, el aprovecha­miento urbanístico correspondiente, que no está en la naturaleza, un plus, por tanto, por encima del contenido normal, natural, que la Ley reconoce a la propiedad fundiaria, cuya efectiva adquisición por los propietarios se condiciona por la Ley al cumplimiento sucesivo por és­tos, en los plazos que el Plan establezca, de los deberes de cesión gra­tuita de los terrenos destinados a dotaciones públicas y de un 15 por 100 del aprovechamiento tipo fijado por el Plan para cada área de ac­tuación (22), de costear y ejecutar la obra urbanizadora de transforma­ción y de edificar los solares resultantes, todo ello previa distribución equitativa de aquel aprovechamiento añadido y estas cargas en el seno de la comunidad formada por todos los propietarios de una misma uni­dad de actuación.

No es éste el momento, naturalmente, de exponer en su detalle lo que constituye el meollo del complejo sistema de gestión urbanística que la Ley regula. Lo que importa retener es que el aprovechamiento urbanístico es un añadido, una adición del Plan, una creación de éste en una palabra, que ese aprovechamiento y el plusvalor correspon­diente se reparte por la propia Ley entre la Administración y los pro­pietarios, tal y como exige el artículo 47 de la Constitución y que la parte correspondiente al conjunto de éstos debe distribuirse equitati­vamente entre ellos.

en pie en el nuevo Texto Refundido, aunque ahora se visualice peor, ya que el actual a r­tículo 16.3.2.a ha sustituido la an terior rem isión y ha incluido en su propio texto la re­gulación del procedim iento correspondiente.

(21) Ambas expresiones son equiparables a nuestros efectos. Vid. el artículo 11, apartados 3 y 4, del Texto Refundido vigente.

(22) La Ley vigente ha eludido hablar de cesión gratuita del 15 por 100 del aprove­cham iento y ha preferido fijar en el 85 por 100 el aprovecham iento susceptible de apro­piación por el propietario, pero la cuestión es la misma, obviamente.

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Estas reglas básicas que imponen un doble reparto del aprovecha­miento urbanístico que el Plan crea, primero entre la Administración y los propietarios (régimen de cesiones gratuitas de terrenos) y después entre estos últimos de la parte que corresponde al conjunto de ellos, con­denan a radice por contraria a la Ley la tesis, defendida por N ie t o y por alguna jurisprudencia del Tribunal Supremo, según la cual, plañe silen­te, el propietario del suelo podría, al amparo del artículo 348 del Código civil, construir en el subsuelo lo que tuviera por conveniente (23).

No es así en absoluto. Todo aprovechamiento urbanístico, todo apro­vechamiento que vaya más allá del que la naturaleza pone, es creación del Plan y ningún propietario puede apropiárselo para sí sin repartirlo previamente con la Administración primero y con los demás propieta­rios después. Cuando el Plan guarda silencio, no existe simplemente aprovechamiento urbanístico alguno. Sólo el Plan puede añadir apro­vechamientos no naturales y para eso es imprescindible que hable.

C) La propiedad del suelo urbano

Lo que acabo de decir respecto del suelo urbanizable es trasladable sin más al suelo urbano, cuyo régimen ha sido homologado básicamen­te con el de aquél por la Ley 8/1990, de 25 de julio, y consiguientemente por el Texto Refundido en vigor de la Ley del Suelo, sin que ahora sea preciso detenerse en el análisis de las diferencias subsistentes.

4. L a c a p a c id a d c r e a d o r a d e l o s P l a n e s u r b a n í s t i c o s

Partiendo de la base, errónea como he puesto de relieve, de que «la Ley del Suelo, como su mismo nombre indica, es una Ley reguladora del régimen de éste», N ie t o afirma que dicha Ley sólo interviene en el régimen del subsuelo cuando —y en la medida en que pueda afectar al suelo (24)— lo que le lleva a concluir que la libertad del planificador pa-

(23) La tesis choca frontalm ente, por lo demás, con el artículo 47 de la Constitución, según el cual «la com unidad participará en las plusvalías que genere la acción u rbanísti­ca de los entes públicos». Los térm inos imperativos del precepto constitucional excluyen radicalm ente la apropiación por los propietarios en su totalidad de todo aprovecham ien­to que resulte de la transform ación del suelo, com o vendría a resultar en el supuesto de que se adm itiera la construcción en el subsuelo al arbitrio del propietario.

(24) Cfr. N ie t o , El subsuelo urbanístico, cit., págs. 401 y ss.

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ra regular los usos del subsuelo está limitada en este sentido, por lo que, en su opinión, «sería perfectamente posible impugnar un Plan que es­tableciese arbitrariamente limitaciones al uso del subsuelo no justifica­das por su conexión urbanística con el suelo» (25).

Que esto no es así creo haberlo demostrado ya. La Ley del Suelo va mucho más allá de la pura y simple regulación del suelo, como con to­da claridad dejó dicho hace ya casi cuarenta años el artículo 1 de la re­dacción inicial de 12 de mayo de 1956, también aquí mucho más preci­sa y expresiva que el vigente Texto Refundido: «Es objeto de la presente Ley la ordenación urbanística de todo el territorio nacional.»

Esa ordenación de todo el territorio nacional quedó desde ese pri­mer momento remitida a los Planes sin límites de ningún tipo que no fuesen «las conveniencias de la ordenación social y económica para el mayor bienestar de la población» (art. 7 de la Ley de 12 de mayo de 1956) y, por supuesto, el obligado respeto por los planificadores de lo dispuesto en las leyes (26). La reforma de 1975 aportó límites precisos para asegurar una calidad mínima del planeamiento al establecer pará­metros o estándares de obligado respeto, pero, amén de éstos, del ca­rácter reglado que la jurisprudencia, muy acertadamente, ha dado a la clasificación del suelo urbano en razón de la base física de su definición legal y de algunas, pocas, normas de directa aplicación que la propia Ley establece (27), la potestad de planeamiento es sustancialmente li­bre, aunque, como es obvio, su ejercicio no puede ser arbitrario y su concreto despliegue exija en todo caso una justificación objetiva y ra­zonable (28).

(25) Idem, págs. 405 y 406. Cuestión distinta a ésta es, naturalm ente, que la orde­nación del suelo y del subsuelo no se interfieran entre sí. De existir tal interferencia, el Plan incurriría en una contradicción interna que determ inaría per se su nulidad, pues en este punto su contenido sería imposible [art. 62.1 .cj de la Ley 30/1992].

(26) A los lím ites legales de la potestad de planeam iento me he referido en «Presu­puestos jurídicos en el planeam iento urbanístico», en el voi. Consideraciones económi­cas, urbanísticas y legales ante la revisión del Plan General de Ordenación Urbana de Ma­drid, editado por la Cám ara de Comercio e Industria de Madrid, Madrid, 1994, págs. 251 y ss.

(27) Idem.(28) Sobre el tem a del control de la discrecionalidad del planeam iento urbanístico

y la exigencia de justificación objetiva y razonable de sus determ inaciones, vid. J. D el­gado B a rrio , El control de la discrecionalidad del planeamiento urbanístico, Ed. Civitas, Madrid, 1993, y mi libro, De la arbitrariedad de la Administración, Ed. Civitas, Madrid, 1994.

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El Plan puede, por tanto, establecer libremente la ordenación que es­time más conveniente u oportuna para los intereses públicos de la tota­lidad del territorio al que se refiere. Puede, pues, si así lo exige el modelo territorial elegido por la autoridad competente para su formación (29), de­finir o delimitar niveles horizontales de suelo, distintos e independientes entre sí, por debajo, en o, incluso, por encima de rasante, asignando a ca­da uno de ellos usos o funciones y, por tanto, aprovechamientos distin­tos, que luego habrán de repartirse equitativamente en el proceso de eje­cución (30).

No hay nada, absolutamente, nada, desde el punto de vista jurídico, que pueda impedir que el Plan prevea la construcción bajo rasante de un nuevo «trozo» de ciudad, con sus viales, sus construcciones y aun sus zo­nas verdes, y nada hay tampoco que pueda impedir que prevea otro tanto sobre las construcciones e instalaciones superficiales ya existentes, si­tuando sobre ellas, por decirlo gráficamente, un «techo», susceptible de constituir un suelo de nueva creación capaz de soportar sobre sí nuevos viales, instalaciones y zonas verdes en lo que hasta ahora convenimos en llamar «vuelo» de las fincas superficiales.

El primero de estos dos supuestos no necesita de ninguna explicación adicional, pues, sin ser frecuente todavía, es bien conocida de todos la existencia de supuestos de auténticas urbanizaciones subterráneas, de uso comercial preferentemente, con su correspondiente equipamiento viario. El segundo puede resultar un poco más chocante, si se quiere, pe­ro no es, en absoluto, utópico. Las operaciones de soterramiento del fe­rrocarril que algunas ciudades vienen persiguiendo con empeño para evitar el estrangulamiento que padecen en barrios o distritos que su di­námica de crecimiento ha venido a convertir en centrales y que exigen, como es lógico, inversiones extraordinariamente cuantiosas (31) apun-

(29) Esto es, de los Ayuntamientos, cuya autonom ía impide a la Administración au­tonóm ica corregir, en vía de aprobación definitiva, las determ inaciones discrecionales de los planes que no afecten a intereses de índole supram unicipal (como serían, indudable­m ente, las aludidas en el texto), según ha precisado una firme doctrina jurisprudencial que arranca de la Sentencia del Tribunal Suprem o de 13 de julio de 1990.

(30) En este sentido apunta N úñez R uiz lúcidam ente en su Dictamen citado en no­ta 1.

(31) Son m uchas las ciudades españolas que tienen planteado un gravísimo pro­blem a con el ferrocarril, cuyas líneas cortan hoy su tram a u rbana abruptam ente origi­nando, además, un auténtico estrangulam iento del tráfico al cruzar al m ism o nivel vías urbanas que su dinám ica de crecim iento ha convertido en centrales. Los casos de Bur­gos y Castellón son, entre los que conozco, particularm ente llamativos. San Sebastián se

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tan en esta dirección, que facilitaría de modo notable su ejecución gra­cias a la financiación adicional que podría proporcionar el suelo de nue­va creación resultante del cubrimiento de las vías e instalaciones ferro­viarias. La llamada «operación Chamartín», de la que la prensa madrileña ha dado cuenta en diversas ocasiones, constituye por su no­toriedad e importancia un ejemplo emblemático.

Ningún propietario del suelo originario tendría títulos para oponerse con éxito a determinaciones semejantes de los planes. Estos, ciertamen­te, pueden ser impugnados por cualquier persona, porque en materia de urbanismo la acción es pública (32), pero los eventuales recursos no po­drían prosperar, porque, como ya he notado, la potestad de planea­miento es sustancialmente discrecional, lo que permite su libre desplie­gue en los términos que considere más convenientes u oportunos la autoridad competente, que sólo viene obligada a justificar su decisión en términos objetivos a fin de no incurrir en la arbitrariedad que la Consti­tución prohíbe. Si estos desarrollos urbanísticos en el subsuelo o en el vuelo están debidamente justificados en la Memoria que preceptiva­mente ha de acompañar a todo Plan de ordenación, ningún Juez o Tri­bunal podría criticar eficazmente en Derecho su previsión.

Ningún propietario del suelo originario podría tampoco ejercitar con éxito el ius opponendi integrante de su derecho de propiedad y ello porque los límites de ese derecho son los que precisa y define en cada momento el planeamiento aplicable. La extensión hacia arriba o hacia abajo del derecho del propietario del suelo llega hasta donde el plan per­mite y la eventual modificación de éste no confiere «per se» derechos in- demnizatorios (arts. 6 y 8 de la vigente Ley del Suelo), como ya hemos visto (33). Desde 1956 la situación jurídica del propietario de suelo es

planteó tam bién en el Avance de la revisión de su Plan General, el soterram iento de las vías férreas, aunque por razones que no son del caso ahora haya renunciado a llevar ade­lante esa operación en el Plan aprobado inicialmente, que en este m om ento está pen­diente de su aprobación provisional. En todos estos casos el factor coste sigue dem o­rando unas obras que se consideran y son imprescindibles.

(32) Vid. el artículo 304 del vigente Texto Refundido.(33) Esto es así, como ya notam os, desde la prom ulgación de la prim itiva Ley del

Suelo de 12 de mayo de 1956. Desde entonces ningún propietario puede reclam ar como suya facultad alguna que no tenga su expreso reconocim iento en los planes de ordena­ción. Sólo existiría un derecho a reclam ar indem nización si un Plan elaborado al am pa­ro de la citada Ley hubiera reconocido facultades o aprovecham ientos que otro Plan pos­terior hubiera elim inado o reducido y ello en los límites del artículo 87.2 del Texto Refundido de 1976, que introdujo esa previsión excepcional, y hoy de los más estrictos que establecen los artículos 237 y ss. del Texto Refundido en vigor.

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un supuesto más de las situaciones que D u g u it y J e z e ( 3 4 ) calificaron a principios de siglo de estatutarias u objetivas, cuyo contenido —hecho de facultades, pero también de deberes y de cargas— resulta en cada ca­so de la Ley que las regula, cuyo decurso sigue siempre por ello las vi­cisitudes de la propia Ley, frente a la cual sus titulares no pueden es­grimir válidamente derechos adquiridos de ningún tipo.

V

LA NECESIDAD DE UNA INTERPRETACION INTEGRADORA DEL ORDENAMIENTO

Y DE UN CAMBIO DE MENTALIDAD CONSECUENTE CON ESTA

Con el análisis precedente he pretendido m ostrar cuál es el juego respectivo de cada uno de los tres elementos que el artículo 350 del Có­digo civil maneja para fijar los límites verticales del dominio: el estric­tamente civil, el que resulta de las Leyes especiales de Minas y de Aguas y el de los que el Código llama Reglamentos de Policía, expresión que hoy remite al ordenamiento urbanístico.

Cada uno de ellos ha evolucionado por separado y ha sido inter­pretado también tradicionalmente de forma independiente, lo que ha terminado produciendo las dificultades de ensamblaje con las que to­dos tropezamos a diario. Eliminar totalmente estas dificultades re­queriría, sin duda, una reforma legislativa, porque la sombra que to­davía proyecta la vieja fórmula de C iñ o d e P is t o ia sigue siendo demasiado densa. La práctica civil a la que al comienzo hice alguna alusión así lo acredita, como lo dem uestra igualmente la práctica ad­ministrativa. La propia Ley del Suelo, pese a la claridad de sus princi­pios, no deja de dar pie a los equívocos, que la propia mentalidad de los operadores urbanísticos, públicos y privados, contribuye a diario a acrecentar.

(34) Sobre este punto, vid. m i trabajo, «El contenido del derecho de propiedad an ­te la m odificación y revisión del planeam iento», en el voi. Los derechos de los propieta­rios de suelo y los nuevos planes de urbanismo, Ayuntam iento de M adrid, 1981, págs. 47 y ss.

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Así, por ejemplo, las cesiones gratuitas de suelo para viales, zonas verdes y dotaciones públicas de todo tipo que la Ley y los Planes obli­gan a hacer a los propietarios siguen exigiéndose por los Ayuntamien­tos como si la propiedad se extendiera hasta el centro de la tierra, cuan­do es obvio que las necesidades públicas que tales viales, zonas verdes y dotaciones están llamados a satisfacer podrían quedar cubiertas con la mera cesión de la superficie o con la simple imposición de una ser­vidumbre de uso público sobre ésta, soluciones ambas que permitirían resolver con toda facilidad no pocas contradicciones en las que los Pla­nes de ordenación, dada su inevitable complejidad, incurren muchas veces (35).

La previsión de nuevos desarrollos en el subsuelo (aparcamientos subterráneos públicos o para residentes, tan frecuentes hoy) suele limi­tarse por las propias Administraciones Públicas a los muchas veces es­trechos límites del viario o de las zonas verdes superficiales, que, por te­ner la condición de demaniales, les aseguran la libre disponibilidad del subsuelo correspondiente sin temor a las reclamaciones de los propie­tarios colindantes. En ocasiones, incluso, cuando estos viales y zonas verdes de dominio público se obtuvieron por expropiación, no dudan en llamarse a la parte los antiguos propietarios en su día expropiados o sus causahabientes ejercitando el derecho de reversión e intentando ha­cer suyo por esta vía el nuevo aprovechamiento creado en el subsuelo de aquéllos por un planeamiento ulterior, lo que lleva a la Administra­ción a echar mano en su defensa de la interpretación tópica del artícu-

(35) Es habitual, en efecto, que los Planes im pongan estándares de aparcam iento que no pueden cum plirse dentro de la superficie edificable de cada parcela, lo que plan­tea en la práctica el problem a de la eventual invasión a estos efectos del subsuelo co­rrespondiente al resto de esa parcela, que el propio Plan califica com o zona verde o via­rio y obliga a ceder al Ayuntamiento, lo que determ ina su condición de bien demanial. El supuesto rem ite así a dos posibles soluciones: o bien se otorga una concesión, de do­minio público, para legitim ar la invasión de ese subsuelo, lo que resulta a todas luces disfuncional y crea dificultades muy serias, no sólo regístrales, sino de com ercialización de las viviendas y sus plazas de aparcam ientos anejas, o bien «se hace la vista gorda», con el consiguiente riesgo de una im pugnación de la licencia por cualquier persona al am paro de la acción pública.

Este y otros conflictos sem ejantes se evitarían si las cesiones de suelo para viales y zonas verdes se lim itaran a la superficie (con el espesor necesario para que la función pública inherente a esa calificación quedara debidam ente satisfecha) o se im pusiera so­bre ella una servidum bre de uso público, pero ello exigiría un cam bio de m entalidad y la aceptación consiguiente del desdoblam iento o disociación del suelo y el subsuelo co­mo algo natural, que está perfectam ente al alcance de cualquier Plan.

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lo 350 del Código civil, que, finalmente, resulta ser la ratio decidendi u ti­lizada por el Tribunal Supremo al resolver el conflicto (36).

Por dondequiera que se mire la vieja sombra del aforismo medieval, tan arraigado en nuestra mentalidad, sigue ejerciendo su influencia, una influencia cuya definitiva erradicación sólo puede esperarse de una declaración solemne del legislador en la línea del artículo 6 del Decre­to-Ley de Minas de 1868. En tanto esa declaración se produce, los ju ­ristas positivos tenemos que limitarnos, ciertamente, a interpretar los datos normativos disponibles, pero sin olvidar, al hacerlo, que la corre­lación de los tres elementos a que alude el artículo 350 del Código civil ha cambiado sustancialmente desde la fecha en que se promulgó éste y que hoy el dato, entonces marginal, de «los Reglamentos de Policía» ha pasado a ser el elemento dominante. El ordenamiento urbanístico, ar­ticulado desde 1956 sobre el binomio Ley-Plan, es en la actualidad el que marca los confines, jurídicos y aun físicos, del derecho de propie­dad, el que dice hasta dónde pueden llegar en cada caso las facultades del propietario y cuáles son las cargas que éste ha de asumir y los de­beres que está obligado a cumplir para hacer efectivamente suyas (pa- ra~<patrirhonializar», según dice expresivamente el texto vigente de la Ley del Suelo) aquellas facultades. Más allá de esos límites, de esos con­fines, no hay ya, ni por arriba, ni por debajo, ni facultad, ni expectativa alguna.

(36) Es curiosa y m erece recordarse aquí la Sentencia de la antigua Sala 5.a del Tri­bunal Suprem o de 1 de diciem bre de 1987. El supuesto era el siguiente: a los actores les fueron expropiados en 1962 unos terrenos por el Ayuntam iento de S antander para la eje­cución de un proyecto de ensanche y reform a de una plaza pública en dicha ciudad. En 1981 el Ayuntam iento decidió adjudicar en el subsuelo de dicha plaza las obras de cons­trucción de un aparcam iento subterráneo en régim en de concesión, en cuyo m om ento los antiguos propietarios ejercitaron el derecho de reversión sobre el subsuelo de las p a r­celas que en su día les fueron expropiadas por entender que constituía un «sobrante» de la referida expropiación. Ellos consideraban, pues, que antes de la expropiación eran propietarios del suelo y del subsuelo de sus parcelas sin lim itación. Su recurso tuvo éxi­to en prim era instancia, pero la sentencia fue revocada en apelación por el Tribunal Su­premo. La sentencia de éste afirm a que «el aprovecham iento del subsuelo de la tan re­petida plaza por parte de la Corporación m unicipal es una facultad que asiste a ésta como titu lar del dom inio público sobre la m ism a en aplicación m utatis m utandis del a r­tículo 350 del Código civil». Para unos y para otros el usque ad inferos sigue siendo deter­m inante, cuando, en rigor, es obvio que en 1962, fecha de la expropiación, el P lan en­tonces vigente no reconocía derecho alguno de aprovecham iento en el subsuelo y que fue un Plan posterior el que hizo surgir un «nuevo» suelo y un «nuevo» aprovecham ien­to bajo rasante, que nunca antes estuvo en el patrim onio de los actores porque sim ple­m ente no existía antes de la expropiación.