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Heinrich von Kleist

LA MARQUESA DE O...

Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck

Maldoror ediciones

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La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos de copyright.

Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

Título de la edición original: Die Marquise von O...

Editions Circé, París 1970

© Primera edición: 2010© Maldoror ediciones

© Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck

ISBN 13: 978-84-96817-83-8

MALDOROR ediciones, [email protected]

www.maldororediciones.eu

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(Relato basado en un hecho auténtico, sin otro cambio queel del teatro de los acontecimientos, que ha sido desplazadodel Norte al Sur. )

Esta historia es para ti, hija mía. ¿En un desmayo? ¡Qué desver -gonzada farsa! Sencillamente había cerrado los ojos. Lo sé.

KLEIST(XIX Epigrama)

En M..., importante ciudad de la Italia septentrional, lamarquesa de O..., una dama viuda de intachable reputa-ción, madre de varios hijos esmeradamente educados, hizosaber por medio de los periódicos que sin explicarse cómose hallaba en cinta, que el padre debía presentarse parareconocer al hijo que iba a traer al mundo, y que –por con-sideraciones de familia–, estaba resuelta a casarse con él. Ladama, que, obligada por aquella ineluctable situación seatrevía a dar un paso tan insólito, poniéndose públicamen-te en ridículo, era la hija del señor de G..., gobernador de laciudadela de M... Pronto haría tres años desde que habíaperdido a su esposo, el marqués de O... (hacia quien siem-pre mostró el más tierno cariño), en el transcurso de unviaje que le llevaba a París. Por expreso deseo de su vene-rable madre –la señora de G...–, la marquesa abandonó lacampestre mansión cerca de V..., en la que por entoncesvivía, y volvió con sus dos hijos a casa de su padre. Allíhabía pasado estos últimos años, entregada a la lectura ylas artes, la educación de sus hijos y el cuidado de suspadres, llevando una recogida existencia, hasta que súbita-mente estalló la guerra de... que sitió la comarca con tropas

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de casi todas las naciones, incluida Rusia. El coronel de G...,que tenía orden de defender la plaza, sugirió a su mujer ya su hija que se retirasen a sus tierras –bien a las de ésta oa las de su hijo– de los alrededores de V... Pero mientras lasdos mujeres sopesaban, de una parte: la zozobra que eraesperar si se quedaban en la ciudadela y, de otra, los horro-res de la guerra en campo abierto, antes de que hubiesenalcanzado un acuerdo sobre los pasos a seguir, la ciudade-la era atacada por los rusos e intimada a rendirse. El coro-nel hizo ver a su familia que en adelante se comportaríacomo si no estuviesen allí, y respondió al enemigo conbalas y granadas. Éste, por su parte, bombardeó la ciuda-dela. Incendió los almacenes, avanzó su posición y, como elgobernador, tras un nuevo requerimiento, se negase a larendición, el enemigo ordenó un ataque nocturno y tomópor asalto la ciudadela.En el momento mismo en que las tropas hacían irrupciónbajo un violento fuego de artillería, se incendió el alaizquierda de la residencia del gobernador, lo que obligó alas mujeres a abandonarla. La esposa del coronel, apresu-rándose en seguimiento de su hija que bajaba por la escale-ra con los niños, les gritó que no debían separarse y se refu-gió en los sótanos. Pero una granada que en ese momentoestalló en la casa llevó al límite la confusión en que estaban.La marquesa, con sus dos hijos, llegó a la explanada delcastillo, donde los disparos –en pleno fragor del combate–horadaban la noche con sus fogonazos; entonces, enloque-cida y sin saber ya a dónde ir, retrocedió y entró de nuevoen la casa en llamas. Allí, para su desgracia, al querer huirpor la puerta de atrás, dio con una avanzadilla de tiradoresenemigos quienes, al verla, se echaron las armas al hombroy la arrastraron con obscenos ademanes que nada buenopresagiaban. Maltratada por aquella jauría que se la dispu-taba en reñida lucha y tiraba de ella por un lado y por otro,era en vano que la marquesa pidiera socorro a sus damasque, asustadas, emprendieron la huida. La llevaron al patio

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interior del castillo, y ya iba a caer allí bajo las más odio-sas vejaciones cuando, atraído por los gritos de angustiade la dama, apareció un oficial ruso que dispersó confuriosos golpes a aquellos perros lúbricos encarnizadoscon su presa. A la marquesa le pareció como un ángel lle-gado del cielo. El oficial, con la empuñadura de su sablegolpeó en la cara al último de aquellos miserables quee s t rechaba el delicado cuerpo, de modo que se tambaleó yacabó re t rocediendo con la cara ensangrentada. Despuéso f reció su brazo a la dama, hablándole en francés con cor-tesía, y muda de espanto como estaba tras las escenas vivi-das, la condujo al ala opuesta del palacio que aún no habíasido alcanzada por las llamas. Allí perdió completamenteel conocimiento y se desplomó. Fue entonces cuando...Sus damas, aterradas, no tard a ron en presentarse, y él hizotodo lo necesario para que viniera a verla un médico; acontinuación, poniéndose el quepis, les aseguró que serepondría sin tardanza y de nuevo fue a incorporarse alcombate. En poco tiempo la plaza fue totalmente conquistada, y elgobernador, que aún se defendía porque no esperabaencontrar perdón, se retiraba con tropas desfallecienteshacia la entrada principal de su residencia, cuando el ofi-cial ruso, con semblante muy encendido, salió de ella y legritó que se rindiera. El gobernador le contestó que sóloesperaba aquel requerimiento; le entregó su espada,pidiendo permiso para entrar en el castillo a fin de ver loque había sido de su familia. El oficial ruso, que a juzgarpor el papel que desempeñaba parecía ser uno de los jefesde las tropas de asalto, le otorgó su aquiescencia haciendoque una guardia le acompañara; se dio cierta prisa enponerse al frente de un destacamento, decidió el combateallí donde aún quedaba algún foco de resistencia y mandóocupar con suma eficacia los puntos defensivos de la forta-leza. Se apresuró en regresar a la plaza de armas, dio ordende sofocar el incendio que se incrementaba y hacía estra-

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gos, demostrando personalmente una prodigiosa energíacuando no ejecutaban sus órdenes con bastante celo. Tan pronto se le veía trepando acá y allá con la mangueraen la mano, en medio de las vigas en llamas, y dirigiendooportunamente los chorros de la bomba, como desaparecíaen el interior de los depósitos de municiones, helando deespanto el corazón de sus asiáticos, o sacaba rodando barri-les de pólvora y bombas cargadas. El gobernador que,entretanto, había entrado en su residencia, cayó en el másprofundo abatimiento cuando supo lo que le había sucedi-do a la marquesa. Estaba ya completamente repuesta de sudesmayo, sin auxilio del médico, como había predicho eloficial ruso, y, contenta de volver a ver a los suyos sanos ysalvos, guardaba cama únicamente para aplacar sus exage-radas alarmas. Aseguró a su padre que no tenía otro deseoque el de poder levantarse para dar las gracias a su salva-dor. Sabía ya que se trataba del conde F..., teniente coroneldel cuerpo de cazadores de T..., caballero de la orden delMérito militar y de varias otras. La marquesa rogó a supadre que suplicase encarecidamente al conde que no semarchara de la ciudadela sin haberse dejado ver un instan-te en el castillo. El gobernador, que respetaba los sentimien-tos de su hija, volvió al fuerte sin tardanza, y mientras eloficial iba y venía por las murallas pasando revista a lastropas que le quedaban y atendiendo sin tregua a las medi-das que se habían de tomar, puesto que no había ocasiónmejor de abordarle, allí mismo le participó el deseo y laemoción de su hija. El conde le aseguró que no aguardabamás que el instante en que sus deberes le dejaran algúnmomento libre para ir a presentarle sus homenajes. Pero enel instante en que acudía a informarse del estado de la mar-quesa, vinieron varios oficiales a darle partes que nueva-mente le arrastraron al torbellino de la guerra. Al amanecerllegó e inspeccionó el fuerte el general en jefe de las tropasrusas, testimonió al gobernador su alta estima, lamentó queel éxito no hubiera secundado mejor su valentía, y, fiado en

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su sola palabra de honor, le concedió plenamente libertadpara ir a donde quisiera. El gobernador le dio las gracias yle expresó todas las obligaciones que había contraído enaquella jornada hacia los rusos en general y particularmen-te hacia el joven conde F..., teniente coronel del cuerpo decazadores de T... Preguntó el general qué había ocurrido, ycuando le refirieron el innoble atentado cometido contra lamarquesa, una violenta indignación se apoderó de él.Mandó acercarse al conde F..., llamándolo por su nombre,le felicitó primero en pocas palabras por lo que había teni-do de caballeresco su comportamiento personal, lo quellevó el rubor a su rostro, y concluyó dándole la orden demandar fusilar a los miserables que habían arrojado aquelbaldón sobre el nombre del emperador, intimándole a decirquienes eran. El conde respondió con voz vacilante que nole era posible dar sus nombres: a la incierta luz de los rever-beros del patio no había sido capaz de reconocer sus ros-tros. El general, sabedor de que en esos momentos el casti-llo estaba ya en llamas, se mostró sorprendido; hizo notarlo fácil que es distinguir por sus voces en la oscuridad apersonas a quienes se conoce bien, y encogiéndose de hom-bros con aire contrariado le encargó que llevara a cabo lamás minuciosa y severa investigación sobre el asunto. Enese momento, alguien que se encontraba entre las últimasfilas se adelantó para decir que uno de los miserables heri-dos por el conde se había desplomado en el pasillo y que lagente del gobernador lo había arrastrado hasta un cuchitrildonde todavía se encontraba. Por orden del general fuerona buscarle unos soldados de la guardia; se le sometió a unbreve interrogatorio, y, una vez que hubo dado los nom-bres de los demás encausados, fueron fusilados en númerode cinco. Hecho esto, el general dejó en la fortaleza unareducida guarnición y ordenó al resto de la tropa ponerseen marcha. Los oficiales se dispersaron a toda prisa haciasus unidades. Mientras corrían atropelladamente de unlado a otro, el conde se acercó al gobernador; le expresó su

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pesadumbre por no serle posible hacer otra cosa, en aque-llas circunstancias, que enviar a la señora marquesa susmás deferentes respetos. En menos de una hora los rusoshabían evacuado la plaza por completo.La familia consideró que más adelante hallaría ocasión dedar al conde muestras de su agradecimiento. Mas cuál nosería su consternación al saber que, el mismo día de aban-donar la fortaleza, encontró la muerte en un enfrentamien-to con las tropas enemigas. El correo que trajo la noticia aM... lo había visto con sus propios ojos, mortalmente heri-do de un tiro en el pecho y transportado a P... donde sesabía con certeza que había expirado en el preciso instanteen que los camilleros lo aupaban sobre unas andas. Elgobernador, que acudió al correo para informarse perso-nalmente de lo sucedido, supo además que, en el campo debatalla y en el momento de recibir el disparo, el condehabía exclamado: “¡Julietta, esta bala te venga!” Y después,pronunciadas estas palabras, sus labios se cerraron parasiempre. La marquesa se mostraba inconsolable por haberdejado escapar la ocasión de arrojarse a sus pies. Se hacíalos más vivos reproches por no haber ido ella misma en subusca ante su negativa a presentarse en el castillo, negativainspirada sin duda por su modestia. Compadecía a la infor-tunada, del mismo nombre que ella, en quien el condehabía pensado en el momento de morir. En vano intentóaveriguar dónde vivía, a fin de informarle de aquel desgra-ciado y trágico acontecimiento, y transcurrieron variosmeses antes de que hubiera podido olvidarlo.La familia se vio entonces obligada a desalojar la residen-cia del gobernador para que se instalara en ella el generalruso. En un principio se preguntaron si se retiraría a lasposesiones del gobernador –perspectiva que halagabamucho a la marquesa–, pero al coronel no le gustaba la vidaen el campo; por eso la familia decidió alquilar una casa enla ciudad donde se instaló con carácter definitivo. Desdeentonces las cosas volvieron a su antiguo estado. La mar-

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quesa se entregó otra vez a la tarea –largo tiempo interrum-pida– de educar a sus hijos, y las horas de ocio las dedica-ba a la pintura y a sus libros, hasta que se sintió tan indis-puesta, ella que había sido la imagen de la salud, quedurante varias semanas fue incapaz de estar en compañíade nadie. Sufría náuseas, vértigos, mareos, y no sabía quépensar de tan singular estado. Cierta mañana, hallándosereunida la familia para el té, y ausente momentáneamenteel progenitor, la marquesa aprovechó para decir a sumadre: – Si una mujer me dijera que experimenta las mismas sen-saciones que yo ante esta taza de té, pensaría que estabaencinta.La señora de G... confesó que no lo entendía. Insistió lamarquesa, declarando que acababa de experimentar lamisma sensación que tiempo atrás cuando estaba embara-zada de su segunda hija. La señora de G... le dijo que pro-bablemente daría a luz una quimera, y se echó a reír.– Seguramente el padre sería Morfeo o algún sueño de sucortejo –arguyó la marquesa bromeando en el mismo tono.Pero la llegada del coronel interrumpió la conversación, ycomo la marquesa se restableciera a los pocos días, todaesta historia quedó olvidada.Poco tiempo después, hallándose en la casa el directorforestal de G..., hijo del gobernador, la familia se llevó unaenorme sorpresa cuando un sirviente irrumpió en el salónanunciando la llegada del conde F... – ¡El conde F... –exclamaron al mismo tiempo padre e hija.Y el asombro les dejó mudos.El sirviente aseguró que había visto y oído perfectamente yque el conde estaba ya esperando en la antesala. El gober-nador se precipitó a abrirle la puerta y el conde, como unjoven dios, ligeramente palidecido el rostro, hizo su entra-da en el salón. Cuando acabó esta escena de inconcebiblepasmo, una vez que el conde hubo convencido a los padresde que estaba vivo y bien vivo, empeñados ellos en conv e n-

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cerle de que estaba muerto, volvió hacia la hija un semblan-te donde se pintaba la más viva turbación, y le pre g u n t ócómo se encontraba.– Perfectamente –aseguró la marquesa, impaciente porsaber de qué manera había vuelto a la vida.Pero el conde persistió en su pregunta y repuso que ella nole decía la verdad: su rostro denotaba una extraña palidez;o mucho se engañaba o estaba indispuesta y padecía algúnmalestar. Ella, animada por el acento de cordialidad queponía el conde en sus palabras, respondió que, en efecto, siél se empeñaba, podía verse en aquella fatiga el vestigio deuna indisposición que padeció unas semanas antes; por lodemás, no abrigaba ningún temor de que aquello pudieratener otras consecuencias. A lo que él, manifestando granalegría, contestó: “¡Y yo tampoco!”, preguntándole a ren-glón seguido si consentiría en casarse con él. La marquesase mostró muy sorprendida ante lo insólito de aquellaspalabras. Con un rubor subido, miraba a su madre, y éstamiraba a su hijo y su marido con visible apuro. El conde seacercó a la marquesa, y, cogiéndole la mano como parabesarla, renovó su petición. ¿Le habían comprendido? Elgobernador le rogó que se sentara y le acercó un asientocon una cortesía un tanto envarada.– La verdad –dijo la mujer del gobernador–, vamos a creerque sois un espíritu hasta que no nos digáis cómo habéissalido de la tumba de donde os enterraron en P...Soltando la mano de la marquesa el conde se sentó, dicien-do que las circunstancias le obligaban a ser breve. Heridode muerte, traspasado el pecho, lo trasladaron a P... Allí,durante varios meses, dudó que pudiera sobrevivir; du-rante todo ese tiempo, su único pensamiento había sido laseñora marquesa; le era imposible describir el placer y eldolor entreverados con que evocaba su imagen. Una vezrestablecido, volvió al ejército; muchas veces, a impulsosde una intensa agitación, había tomado la pluma para abrirsu corazón al coronel y a la marquesa. Ahora, súbitamente,

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lo enviaban a Nápoles con unos partes. No sabía si desdeallí le darían orden de salir para Constantinopla; y aúnpudiera ser que se viese en el caso de tener que ir a SanPetersburgo; entretanto le sería imposible vivir más tiemposin saber a qué atenerse sobre una imperiosa aspiración desu alma. Al atravesar la ciudad de M..., no pudo resistir a lafuerza que le empujaba a hacer algo por conseguirlo; enuna palabra, le acuciaba el deseo de ver cumplida su aspi-ración de obtener la mano de la marquesa, y le dirigía lamás respetuosa, angustiosa y apremiante súplica de quedignara responderle sin rodeos. El gobernador, tras unlargo silencio, declaró que esa petición, si iba en serio, cosaque no dudaba, era sin duda muy halagüeña. Sin embargo,a la muerte de su esposo –el marqués de O...– su hija habíaexpresado la decisión de no volver a casarse. Con todo, depoco tiempo a esa parte había contraído hacia el conde unaobligación tan grande que no era imposible que su resolu-ción llegara a ser modificada en consonancia con susdeseos. Entretanto, le rogaba en su nombre le concedieraun cierto plazo para pensarlo con tranquilidad. Aseguró elconde que aquellas benévolas palabras satisfacían sin dudatodas sus esperanzas, que en otras circunstancias le hubie-ran colmado de felicidad y que comprendía todo lo quehabía de inconveniente en no contentarse con ellas. Perotenía motivos apremiantes –sin poder entrar en más deta-lles sobre el particular– para desear vehementemente unadeclaración más precisa: estaban ya enganchados los caba-llos que debían llevarle a Nápoles, y su súplica más angus-tiosa era que si algo en la casa hablaba a su favor –y al deciresto clavaba los ojos en la marquesa– no le dejaran poner-se en camino sin una repuesta prometedora. El coronel, aquien esta réplica no dejaba de sorprender, contestó que elagradecimiento que sentía la marquesa le autorizaba ahacerle algunas anticipaciones, las cuales, con ser grandes,no eran empero de esa envergadura; antes de dar un pasosemejante, en el que iba la felicidad de su vida, no podía

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menos que reflexionar con la circunspección necesaria. Eraindispensable que antes de dar a conocer su voluntad, suhija tuviera la feliz ocasión de conocerle más a fondo. Leinvitó, pues, a volver a M... una vez que hubiera cumplidosu misión, de suerte que fuera por algún tiempo huésped dela casa. Si entonces la marquesa podía esperar hallar su feli-cidad con él, sería el primero a quien encantaría saber quesu hija le había dado una respuesta concreta. Un intensorubor asomó al ro s t ro del conde.– Tal es el destino que había previsto para mis impacientesdeseos durante todo mi viaje –dijo, añadiendo que ahora seveía sumido en la más profunda aflicción. En vista delingrato papel que se veía obligado a representar en elmomento presente, el que se le conociera más de cerca nopodía menos de servir a su causa. En cuanto a su reputa-ción –si es que había de tenerse en cuenta la más ambiguade las cualidades humanas–, creía poder garantizarla; laúnica indignidad que había cometido en su vida era desco-nocida para el mundo, y se hallaba en vías de repararla. Enuna palabra, era hombre de honor y rogaba se aceptase sugarantía como expresión de la verdad. El gobernador esbozó una sonrisa, y contestó sin ironía queestaba de acuerdo con todas aquellas declaraciones. Jamáshabía conocido a un joven que en tan poco tiempo hubieradado prueba de tan excelentes cualidades de carácter. Noestaba lejos de creer que un tiempo limitado de reflexióndisiparía cualquier sombra de duda que aún pesara en losánimos; mas por lo pronto, antes de haber tratado del asun-to tanto con los suyos como con la familia del conde, nopodía hacerle otra declaración que la que ya había oído.Repuso el conde que él no tenía padre ni madre y que eralibre. Su tío era el general K...y respondía de su aceptación.Añadió que era dueño de una fortuna respetable y quepodría decidirse a adoptar Italia como patria. El gobernador se inclinó cortésmente, le expresó de nuevosu voluntad y le rogó que dejara las cosas así hasta el tér-

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mino de su viaje. El conde, tras un breve silencio en que diomuestras de la mayor turbación, respondió dirigiéndose ala madre que había hecho cuanto estaba a su alcance paraevitar aquel viaje oficial: las gestiones que no había temidollevar a cabo cerca del general en jefe y del general K..., sutío, eran las más decisivas que pudieran hacerse. Pero habí-an estimado que aquella misión acabaría por disipar lamelancolía que su larga postración había dejado comosecuela: de ahí la profunda angustia en que se veía sumido.No sabía la familia qué responder a semejantes declaracio-nes. El conde, pasándose la mano por la frente, añadió quesi le quedaba alguna esperanza de acercarse por ese medioal objetivo de sus deseos, intentaría su consecución apla-zando su viaje un día o tal vez un poco más... Y mientrasdecía esto, miraba alternativamente al gobernador, a lamarquesa y a su madre. El gobernador bajaba los ojos con aire descontento y nore s p o n d í a .– Marchad, marchad, señor conde –dijo la mujer del gober-nador–, emprended vuestro viaje a Nápoles y, a vuestroregreso, otorgadnos el placer de quedaros algún tiempocon nosotros: así, todo lo demás se arreglará...El conde siguió sentado un instante, como si pensase quédecisión tomar... Luego se levantó y apartó su asiento. Lasesperanzas con que había entrado en la casa eran prematu-ras, tenía que reconocerlo, y no le parecía mal la actitud dela familia en su insistencia en querer conocerle más afondo; a este fin, iba a devolver sus partes al cuartel gene-ral de Z... para que los enviasen por otro conducto, y acep-taba por algunas semanas el amable ofrecimiento de serhuésped de la casa. Así, puesta la mano sobre su silla, depie junto a la pared, permaneció inmóvil un instante obser-vando al gobernador. Contestó éste que le sería sumamen-te penoso ver que se acarreaba disgustos de orden másgrave a causa de la pasión que parecía haber concebido porsu hija. Con todo, él y sólo él era juez de lo que debía hacer

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o no hacer: podía devolver los partes y ocupar la habitaciónque se le reservaba. A estas palabras se le vio palidecer;besó respetuosamente la mano de la madre, se inclinó antelos demás y se alejó.Salió de la estancia y la familia se preguntaba qué habíaque pensar de un gesto semejante. En opinión de la madreno era concebible que devolviese a Z... los partes que lleva-ba a Nápoles únicamente por no haber conseguido, a supaso por M..., la respuesta afirmativa que esperaba, en unaentrevista de cinco minutos con una dama totalmente des-conocida para él. El inspector forestal hizo ver que un actotan injustificado y caprichoso le exponía cuando menos a lapena de prisión militar...– Y sin duda a un consejo de guerra –añadió el goberna-dor–. Pero no hay nada que temer –prosiguió–. A su modode ver, no era más que una salva de fogueo: antes de devol-ver sus partes el conde tornaría a la sensatez. Cuando supolos riesgos a que se exponía, la madre expresó el más vivotemor de que en efecto los devolviese. Puesto que su apa-sionada voluntad no perseguía más que un solo objeto, leparecía sobradamente capaz de semejante acción. Con lamayor insistencia le rogó al inspector forestal que siguieraal conde inmediatamente y le disuadiera de exponerse atodas esas desgracias. Respondió el inspector forestal queesa gestión produciría exactamente el efecto contrario, for-taleciéndole en la esperanza de vencer mediante aquellaestratagema. Tal era asimismo el parecer de la marquesa, lacual no obstante aseguraba que aun sin aquella interven-ción los partes serían indefectiblemente devueltos, pues elconde arrostraría todos los males antes de dar su brazo atorcer. Todos estaban de acuerdo en juzgar de lo más extra-ño su comportamiento, así como aquella manera, habitualsin duda, de tomar por asalto el corazón de las damas lomismo que las fortalezas. En ese momento el gobernadorvio delante de su puerta el carruaje del conde. Llamó a sufamilia a la ventana y preguntó sorprendido a un domésti-

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co que acertó a entrar en ese instante si el conde continua-ba en la casa. Respondió el doméstico que estaba abajo, enel cuarto del servicio, en compañía de un ayudante decampo, escribiendo cartas y sellando paquetes. El goberna-dor, dominando su gran inquietud, bajó a escape con el ins-pector forestal, y viendo al conde despachar sus asuntos enunas mesas poco adecuadas para el caso, le preguntó si noquería pasar a su gabinete y si por otra parte no tenía algu-na cosa que mandar. Sin dejar un momento de escribir, elconde le expresó su agradecimiento con la mayor humil-dad, diciendo que lo que tenía que hacer estaba ya conclui-do. Cerrando la carta y sellándola, preguntó la hora, y, actoseguido, puso la cartera repleta en manos del ayudante decampo y le deseó buen viaje. Partió el oficial, y el goberna-dor, que no daba crédito a lo que veía, exclamó: – Señor conde, a no ser que tengáis unas razones suma-mente graves...– Razones decisivas –interrumpió el conde, acompañandoal oficial hasta su carruaje y abriéndole la portezuela. – En ese caso, los despachos –prosiguió el gobernador–,podría llevarlos yo...– Eso no es posible –respondió el conde, ayudando al ofi-cial a acomodarse en el carruaje–; sin mí, esos despachosno tienen valor alguno en Nápoles. He pensado en ellotambién. ¡En marcha!– ¿Y las cartas de vuestro tío? –preguntó el oficial, asomán-dose por la portezuela.– Las recibiré en M... –repuso el conde.– ¡En marcha! –dijo el oficial. Y el carruaje se alejó rauda-mente.Volviéndose entonces al gobernador, el conde F... le pidióque por favor mandara que alguien le indicase la estanciaque iba a ocupar.– Venga conmigo; quiero tener personalmente ese honor–respondió el gobernador desconcertado. Y mandandocoger los equipajes a sus criados y a los del conde, le acom-

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pañó al aposento reservado a los huéspedes y secamente sedespidió de él.El conde se cambió de ropa y fue a presentarse al goberna-dor de la plaza. Durante el resto de la jornada no apareciópor la casa y no volvió hasta un poco antes de la cena.La familia había quedado presa de la más viva desazón. Elinspector forestal refirió lo categóricas que habían sido lasrespuestas del conde a ciertas objeciones del gobernador.Estimaba que su actitud tenía todas las apariencias de lareflexión, ¿pero había en el mundo razones capaces deexplicar una petición de mano formulada en términos tanperentorios? El gobernador confesó que no comprendíanada e invitó a la familia a no hablar más del asunto en supresencia. La madre miraba a cada instante por la ventana,preguntándose si a la postre el conde volvería, arrepentidode su ligereza, de forma que todavía se pudiera arreglar lacosa. Finalmente, con las primeras sombras del anochecer,se sentó junto a la marquesa, que absorta en su labor pare-cía evitar la conversación. Mientras el padre iba y venía, lamadre preguntó a la hija a media voz si tenía alguna ideade a dónde iba a llevarles todo aquello. Ella dejó caer unamirada tímida sobre el gobernador, y respondió que si supadre hubiera conseguido hacerle salir para Nápoles, todohubiese ido mejor.– ¿A Nápoles? –exclamó el gobernador que lo había oídotodo–. ¿Es que tenía que haber llamado al cura? ¿O man-darle arrestar y encerrar, y enviarle luego a Nápoles conuna escolta?– No –respondió la marquesa–, pero tratar de hacerle vercabalmente la situación a una persona nunca está de más–.Y con aire molesto bajó los ojos sobre su labor.Por la noche apareció el conde al fin. Tras las primeras cor-tesías, no esperaban todos más que una cosa: que la conver-sación recayera sobre el tema para lanzarse al asalto con unimpulso unánime e inducirle a desistir, si aún estaba atiempo, del paso que se había atrevido a dar. Pero en

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vano fue, durante toda la cena, que se esperara esemomento. Evitando deliberadamente cuanto pudieraconducir a tan espinoso tema, conversó el conde con elgobernador sobre la guerra y con el inspector fore s t a la c e rca de la caza. Cuando aludió al combate de P. . . ,donde lo habían herido, la mujer del gobernador lae m p rendió con el tema de su hospitalización, pre g u n t á n-dole lo que le había acontecido en aquella pequeña loca-lidad y si había encontrado en ella los cuidados conve-nientes a su estado. Refirió entonces más de un rasgocuyo interés residía primordialmente en la pasión quedenotaba por la marquesa. Durante todo el tiempo enque se debatió entre la vida y la muerte –dijo– había esta-do ella sentada a su cabecera, y en la fiebre que le abrasa-ba, siempre confundió su imagen con la de un cisne queviera de niño en la hacienda de su tío. Sobre todo habíavuelto a su mente un re c u e rdo con fuerza especial: ciertodía, arrojó fango a un cisne que se sumergió en silencio yre a p a reció poco después, emergiendo de las ondas entoda su blancura. A ella la veía siempre nadando de acápara allá sobre ondas de fuego, y la había llamado Thinka–tal era el nombre de aquel cisne–, pero que nunca habíasido capaz de atraerla, entregada totalmente como estabaal gozo de bogar pavoneándose. Repentinamente, consubido rubor en el ro s t ro, le declaró cuán intensamente laamaba; después, volvió a poner la mirada en el plato yg u a rdó silencio. Por último llegó el momento de levan-tarse de la mesa: el conde cambió algunas palabras con lam a d re, y acto seguido se despidió de todos con una re v e-rencia y volvió a su aposento, dejando a los miembros dela familia sin saber qué pensar. En opinión del goberna-dor lo mejor era dejar que la cosa siguiera su curso. Parahaber dado semejante paso, el conde contaba muy pro b a-blemente con su parentela. De lo contrario no dejaría deseguirse una acusación infamante. La señora de G... pre-guntó a su hija lo que pensaba de él. ¿No podría hacer a

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fin de cuentas una declaración que evitara una desgracia?– Mi querida mamá –contestó la marquesa–, eso no es posi-ble. Me acongoja que mi gratitud haya de verse sometida atan dura prueba. Pues había decidido no volver a casarme.No tengo ningún deseo de jugar por segunda vez con mifelicidad y mucho menos de una manera tan precipitada. El inspector forestal observó que, si ella lo entendía así, taldeclaración no podía ser sino beneficiosa para el conde, yque a su modo de ver era casi una necesidad darle una res-puesta categórica. La mujer del gobernador arguyó queaquel joven, en cuyo favor abogaban tantas cualidadespoco comunes, había manifestado su propósito de estable-cer su residencia en Italia. En consecuencia estimaba que supetición merecía algunas consideraciones y que la resolu-ción de la marquesa debía ser examinada detenidamente.El inspector forestal, sentándose junto a ella, le preguntócómo encontraba al conde en su persona. Ligeramente tur-bada, la marquesa respondió:– Me gusta y no me gusta –; y, a su vez, pidió la opinión delos demás.En el caso de que vuelva de Nápoles –dijo la mujer delgobernador–, y si las impresiones que tenemos acerca de élno se contradicen, ¿qué le contestarías si te volviese a hacerla proposición? – En ese caso –repuso la marquesa–, puesto que demuestraun ardor tan grande en sus deseos, yo... –Se interrumpió; alhablar le destellaban los ojos: –A causa de la obligación quecon él he contraído, daría satisfacción a esos deseos.La madre, que en el fondo había anhelado siempre que suhija se volviese a casar, disimuló a duras penas la alegría deoír aquella declaración, pensando en todo lo que significa-ba. Entonces el inspector forestal se levantó bruscamentede su asiento y dijo que, si la marquesa pensaba que cabíala posibilidad de darle una satisfacción concediéndole sumano, era necesario comunicárselo de inmediato para evi-tar las consecuencias de su precipitada acción. Tal era era

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también el parecer de la madre. Sostenía que, en resumidascuentas, no se arriesgaba mucho con ello y que las excelen-tes cualidades como las que mostró la noche en que losrusos tomaron la ciudadela, en nada hacían temer que enadelante su conducta no fuese a ser igual. La marquesa bajóla mirada dando muestras de una viva turbación.– Sin duda sería posible –añadió la madre cogiéndole lamano– darle a entender que, de aquí a su regreso deNápoles, no tienes intención de entrar en relaciones conningún otro.– Querida mamá –dijo la marquesa–, por mí puedo muybien hacerle esa declaración; lo único que temo es que nosea garantía suficiente para él y venga a complicar todavíamás las cosas para nosotros. – ¡Déjalo de mi cuenta! –repuso la madre con entusiasmo–.¿A ti qué te parece Lorenzo? –inquirió volviéndose hacia elgobernador, dispuesta a levantarse de su asiento.El gobernador, que de pie ante la ventana lo había oídotodo, miraba a la calle y no decía nada. El inspector fores-tal aseguró que él se comprometía a que el conde abando-nase la casa después de haberle dado aquella seguridad. – ¡Pues bien, adelante, adelante! –dijo el padre, volviéndo-se–. Mira por dónde tengo que vérmelas una vez más conese ruso. La madre se levantó, besó al marido y a la hija, ymientras al padre le hacía sonreír tanta diligencia, pregun-tó ella cómo se podría transmitir inmediatamente al condeesa declaración. A propuesta del inspector forestal, se deci-dió enviar a alguien a rogarle, caso de que estuviera toda-vía vestido, que hiciese el favor de volver a reunirse con lafamilia por un instante. Así se hizo, y el mandó contestarque no tardaría en hacer acto de presencia. No acababa dedar ese recado el sirviente a quien se le encomendó, cuan-do el propio conde en persona entraba en el salón. La ale-gría parecía llevarlo en volandas; presa de la más intensaemoción, se arrojó a los pies de la marquesa. El gobernadorquería hablar; pero él, levantándose, le atajó en el acto: de

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sobra sabía lo que quería decirle. Le besó la mano, así comoa la mujer del gobernador, estrechó al hermano en sus bra-zos y le pidió, como única merced, que hiciera el favor deayudarle a encontrar inmediatamente una silla de posta. Laemoción de la marquesa ante aquella escena no le impidiódecir:– No será de temer, señor conde, que a impulsos de estasesperanzas vayáis demasiado lejos...– ¡No, no! –respondió el conde–. Y si los informes quepodáis allegar sobre mí no concuerdan con los sentimien-tos que me han atraído hacia vos en este salón, aquí no hapasado nada.El gobernador le dio entonces un cálido abrazo, el inspec-tor forestal le ofreció en el acto su silla de posta personal,un cazador corrió a la posta a pedir caballos, y reinó la ale-gría con ocasión de aquella partida como nunca reinarapara celebrar un recibimiento. El conde dijo que esperabaalcanzar al portador de los despachos en B..., y desde allídirigirse a Nápoles, por un camino más corto que por M...En Nápoles haría lo posible para librarse del viaje aConstantinopla.Resuelto, en el peor de los casos, a declararse enfermo, afir-mó que si no le retenían obstáculos insuperables, estaría deregreso sin falta en un plazo de cuatro a seis semanas. Suasistente anunció entonces que el carruaje ya estaba engan-chado, y todo dispuesto para la partida. El conde cogió susombrero, se acercó a la marquesa y le cogió la mano.– Y ahora, Julietta –le dijo–, me siento relativamente mástranquilo, aun cuando mi más entrañable deseo hubierasido haceros mi esposa antes de la partida. – ¡Su esposa! –fue la exclamación unánime de toda laf a m i l i a .– ¡Si, mi esposa! –repitió el conde. Le besó la mano, ycomo ella le preguntara si estaba perfectamente en suscabales, le aseguró él que llegaría un momento en que lec o m p rendería.

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