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BRUNO SCHULZ

La PrimaveraTraducción:

Jorge SEGOVIA y Violetta BECK

MALDOROR ediciones

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La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos de copyright.

Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

Título de la edición original:

Wiosna

Widawnictwo Literackie, Kraków 1973

© Primera edición: 2009© Maldoror ediciones

© Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck

ISBN-10: 84-96817-12-1ISBN-13: 978-84-96817-12-8

MALDOROR ediciones, [email protected]

www.maldororediciones.eu

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La Primavera

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I

He aquí la historia de una primavera que fue másauténtica, más deslumbrante y más violentaque las otras, que simplemente tomó en serio,

al pie de la letra, su texto, ese manifiesto inspirado,escrito con un rojo de fiesta, el más claro, el del lacrey el calendario, del lápiz de color y del entusiasmo,amaranto de los telegramas felices de allá…Cada primavera comienza así, con sus horóscoposenormes y embriagadores y que no están hechos a lamedida de una sola estación; en cada primavera–digámoslo de una vez– hay todo esto: desfiles y mani-festaciones interminables, revoluciones y barricadas;cada primavera es en un momento dado atravesadapor un viento cálido de encarnizamiento, una tristeza,un encantamiento sin límites que busca en vano suequivalente en la realidad.

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Más tarde, esas exageraciones y apogeos, esas acu-mulaciones y éxtasis entran en floración, se funden enla exuberancia de los follajes que se agitan en los jar-dines primaverales, en la noche, y el murmullo lasabsorbe. Así las primaveras se reniegan, sumergidasen los murmullos apagados de los parques en flor, enlas crecidas y mareas; olvidan sus promesas, pierdenuna a una las páginas de su testamento.Sólo esta primavera tuvo el coraje de durar, de per-manecer fiel, de mantener todas sus promesas.Después de tantas fracasadas tentativas, anhelos,conjuros, quiso al fin establecerse verdaderamente,hacer explotar a través del mundo una primaverageneral y definitiva.¡Viento, huracán de acontecimientos: el feliz golpe deEstado, días patéticos, espléndidos, triunfales!¡Quisiera que el desarrollo de mi historia cogiese suritmo animado, que adoptase el paso y el tono heroi-cos de esa epopeya, el ritmo de esa primaveralMarsellesa!Insondable es el horóscopo de la primavera. Éstaaprende a leerlo de cien maneras a la vez, busca a cie-gas, silabea en todos los sentidos, feliz cuando logradescifrar algo entre los engañosos pronósticos de lospájaros. Lee ese texto al derecho y al revés, perdiendoel sentido y volviendo a encontrarlo, en todas sus ver-siones, en miles de alternativas, de gorjeos y trinos. Sutexto está por entero compuesto de elipsis, de puntossuspensivos trazados en el azul vacío, y, en los espa-cios entre las sílabas los pájaros deslizan sus capricho-sas conjeturas y sus previsiones. Es por lo que mi his-toria, a imagen de ese texto, seguirá distintas vías

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ramificadas y será tejida con guiones, con suspiros yfrases inacabadas.

II

En esas noches anteprimaverales, dilatadas y salvajes,cubiertas por un cielo inmenso, todavía austeras y sinaroma, conduciendo a través de los accidentes del fir-mamento hacia los desiertos estrellados, mi padre mellevaba a cenar al jardín de un pequeño restaurante,encerrado entre los muros ciegos de las últimascasas de la plaza que le daban la espalda.Caminábamos bajo la luz húmeda de las farolas quevibraban ante los golpes de viento, a través de la granplaza abovedada, solos, abrumados por la inmensidadde los laberintos celestes, perdidos y desorientadosbajo los espacios vacíos de la atmósfera. Mi padrelevantaba hacia el cielo su rostro inundado de unadébil claridad y miraba con una tristeza amarga lagrava de las estrellas diseminada, los torbellinos des-atados. Sus densidades irregulares aún no se ordena-ban en constelaciones, ninguna figura organizabaaquellas dimensiones estériles. La tristeza de los desiertos estrellados pesaba sobrela ciudad, las farolas tejían la noche que se proyectabaen el suelo con haces luminosos, que ataban impertur-bablemente, nudo tras nudo. Bajo las farolas, los tran-seúntes se detenían –ora dos, ora tres– en el círculo

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de luz que creaba en torno a ellos la ilusión efímera delcomedor iluminado por su lámpara sobre la mesa,rodeados por una noche indiferente, inhóspita, que sedispersaba por arriba, y devenía un paisaje celesteinextricable, deshilachado por golpes de viento desola-dores. Las conversaciones languidecían; con los ojosocultos en la penumbra de los sombreros, sonreían,meditabundos, escuchando el murmullo lejano de lasestrellas, que dilataba los espacios de esa noche. En el jardín del restaurante los senderos eran de gra-villa. Dos farolas de gas silbaban en sus postes.Vistiendo negras levitas, los señores permanecíansentados –ora dos, ora tres–, encorvados ante lasmesas cubiertas de manteles blancos, con su miradaapagada fija en los relucientes platos. Inmóviles, calcu-laban los movimientos en el gran tablero negro de aje-drez del cielo, imaginaban los saltos de los caballos, laspiezas perdidas y las constelaciones que enseguidaocupaban su lugar.En el estrado, los músicos mojaban sus bigotes enjarras de cerveza amarga, apagados y silenciosos,sumidos en sí mismos. Sus instrumentos, violines y vio-lonchelos de nobles contornos, yacían abandonadosbajo el aguacero silencioso de las estrellas. A veces losagarraban con las dos manos, los probaban, los afina-ban con la nota quejumbrosa de su pecho que verifica-ban carraspeando. Después los dejaban, como si losinstrumentos no estuvieran todavía maduros, a lamedida de aquella noche que seguía transcurriendoimpasible. Entonces, en la marea baja de los pensa-mientos, entre el ligero tintineo de los cubiertos prove-niente de las mesas blancas, un solo violín se alzó brus-

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camente, precozmente crecido, adulto; hace unmomento tan quejumbroso y meditabundo, se mante-nía ahora ante nosotros, esbelto, de talla fina, y, cons-ciente de su misión, retomaba la causa humana diferi-da un instante, continuaba el proceso perdido ante eltribunal del firmamento donde se dibujaban con signosde agua las curvas y los perfiles de los instrumentos,fragmentos de llaves, liras y cisnes inacabados,1 imita-tivo comentario maquinal de las estrellas al margen dela música. El señor fotógrafo, que desde hacía algún tiempo noslanzaba miradas de inteligencia, vino finalmente a sen-tarse a nuestra mesa trayendo su jarra de cerveza.Nos dirigía sonrisas equívocas, luchaba con sus pro-pios pensamientos, hacía tamborilear los dedos, per-día sin cesar el hilo de la situación. Sentíamos desde elprimer momento cuánto había allí de paradójico. Esecampamento improvisado en el restaurante bajo losauspicios de las estrellas lejanas caía irremediable-mente en quiebra, se hundía de modo miserable, nopudiendo hacer frente a las pretensiones de la nocheque crecían con desmesura. ¿Qué podíamos nosotrosoponer a aquellos desiertos sin fondo? La noche ani-quilaba la empresa humana que el violín trataba envano de defender, ocupaba el lugar vacío, disponía susconstelaciones en las posiciones conquistadas.Veíamos el campamento de mesas en desbandada, elcampo de batalla de servilletas y manteles abandona-dos que la noche franqueaba triunfal: la noche lumino-sa e incontable. Nosotros nos levantamos, mientrasque, habiéndose adelantado a nuestros cuerpos, nues-tro pensamiento corría ya tras el rumor de sus

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carros,2 tras el lejano y difuso rumor de sus grandescaminos claros.Caminábamos bajo los cohetes de los astros, nues-tra imaginación anticipando iluminaciones cada vezmás altas. ¡Oh, el cinismo de la noche triunfante!Habiendo tomado posesión de todo el cielo, jugabaahora al dominó, sin apresurarse, sin contar, reco-giendo con desdén los millones ganados. Después,aburrida, trazaba sobre el campo desolado miles degarabatos traslúcidos, caras sonrientes, siempreuna única y misma sonrisa que, en algunos instantes,ya eterna, pasaría a las estrellas para perderse ensu indiferencia. Nos detuvimos en la pastelería para comprar dulces.Apenas habíamos traspasado la puerta acristalada,resonante, con un interior blanco, frío, lleno de golosi-nas brillantes, cuando la noche detuvo de golpe todassus estrellas, bruscamente atenta, curiosa de saber sino iríamos a escaparle. Nos esperó todo ese tiempopacientemente, montando guardia delante de la puer-ta, haciendo brillar a través de los cristales los plane-tas inmóviles, mientras que nosotros escogíamos losdulces tras una madura reflexión. Fue entonces cuan-do vi a Bianka por primera vez. Acompañada de su ins-titutriz, permanecía de pie cerca del mostrador, envestido blanco, de perfil, delgada y caligráfica, comosalida del Zodíaco.3 Manteniendo una pose caracterís-tica de joven altiva, no se volvió y siguió comiendo unpastel de crema. Todavía bajo la influencia del zigzagde las estrellas, no la veía con claridad. Así se cruzaronpor primera vez nuestros horóscopos, aún muy enre-dados. Se encontraron y se separaron insensiblemen-

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te. Aún no habíamos comprendido nuestro destino enese temprano aspecto astral y salimos haciendo reso-nar la puerta acristalada.Regresamos después por un camino apartado, atrave-sando un lejano suburbio. Las casas eran cada vezmás bajas y dispersas; finalmente, las últimas estabanseparadas y entramos en un clima diferente. De súbi-to, nos encontramos en medio de una primaverasuave, de una noche tibia que plateaba el fango con losrayos de una luna joven, malva pálido, apenas surgida.Esa noche se anticipaba con un apresuramiento febrila sus fases ulteriores. Hace un momento sazonadacon el sabor acre habitual de la estación, el aire setornó repentinamente suave, insípido, impregnado delos olores de la lluvia, de la tierra húmeda y de las prí-mulas que florecían en la blanca luz mágica. Era igual-mente extraño que bajo aquella luna generosa lanoche no llenase aquel plateado fango con el desovegelatinoso de las ranas, que no abriese las ovas, ohiciese hablar a las miles de pequeñas y locuacesbocas diseminadas por los espacios pedregosos,donde en los menores intersticios rezumaban loshilos brillantes de una dulcedumbre agua. Hay que adi-vinar, añadir el croar al rumor de las fuentes, a lostemblores secretos. Un momento detenida, la nochese puso en marcha, la luna estaba cada vez más páli-da, como si hubiera vertido su blancura de una copaa otra, cada vez más alta y luminosa, cada vez másmágica y trascendente.Caminábamos así bajo la gravitación creciente de laluna. Mi padre y el señor fotógrafo me habían cogidoentre ellos, porque me caía de sueño. La tierra húme-

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da crujía bajo nuestros pasos. Yo dormía desde hacíaalgún tiempo, encerrando bajo los párpados toda lafosforescencia del firmamento barrido por signos lu-minosos, por señales y fenómenos estrellados, cuandofinalmente nos detuvimos en pleno campo. Mi padreme acostó sobre su abrigo extendido en el suelo. Conlos ojos cerrados, veía el sol, la luna y once estrellas ali-neadas en el cielo para el desfile, que marchabandelante de mí. –¡Bravo, Józef!– exclamó mi padre aplaudiendo. Fueun plagio evidente aplicado a otro Józef,4 en circuns-tancias muy distintas. Nadie me lo reprochó. Mi padre–Jakub– movió la cabeza y chasqueó la lengua, elseñor fotógrafo colocó su trípode en la arena, abrió elfuelle de la cámara y se metió bajo los pliegues de telanegra: fotografiaba ese fenómeno extraordinario, esehoróscopo brillante en el cielo, mientras que yo, con lacabeza bañada en la claridad, estaba tendido sobre elabrigo, inerte, sosteniendo ese sueño el tiempo de laexposición.

III

Los días se hicieron largos, claros y amplios, casidemasiado amplios visto su contenido, indefinido ypobre. Eran días llenos de espera, palideciendo de abu-rrimiento e impaciencia. Un soplo claro, un viento bri-llante atravesaba su vacío que aún no era turbado por

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los senderos de los jardines desnudos y soleados, lim-piaba las calles tranquilas, largas y claras, barridascomo los días de fiesta y que, también ellas, parecíanesperar una llegada, todavía desconocida y lejana. Elsol se dirigía lentamente hacia el equinoccio, ralentiza-ba su curso, alcanzaba la posición en la que debía dete-nerse en un equilibrio ideal, arrojando torrentes defuego sobre la tierra desierta.Un soplo infinito recorría el horizonte en toda su exten-sión, disponía los setos y las avenidas a lo largo de laslíneas puras de las perspectivas y se detenía al fin,sofocante, inmenso, para reflejar, en su espejo queabrazaba el mundo, la imagen ideal de la ciudad, fata-morgana sumida en su anfractuosidad luminosa. Eluniverso se inmovilizaba un instante, sin aliento, ciego,queriendo entrar todo entero en esa imagen quiméri-ca, eternidad provisoria que se abría ante él. Pero elsegundo feliz pasaba, el viento rompía su espejo y eltiempo volvía a tomarnos en su posesión. Llegaron las vacaciones de Pascua, interminablemen-te largas. Liberados de la escuela, deambulábamospor la ciudad sin necesidad ni fin, sin saber aprove-char la libertad vacía, imprecisa, inutilizable. No encon-trando nosotros mismos definición, esperábamos unadel tiempo que, embrollado en miles de respuestasequívocas, tampoco él sabía encontrar.Se habían dispuesto ya las mesas en la acera delantedel café. Las señoras con vestidos claros estaban sen-tadas y aspiraban el viento a pequeños tragos, comose degusta un helado. Las faldas flotaban, el viento lesmordisqueaba el dobladillo como un cachorro furioso,las mejillas de las señoras se sonrosaban, el viento

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seco quemaba sus rostros, agrietaba sus labios. Elentreacto duraba todavía y su gran tedio, el mundose acercaba suavemente, con angustia, a una fron-tera, llegaba –demasiado pronto– a un objetivo yesperaba. En aquellos días, teníamos todos un apetito de ogro.Deshidratados por el viento, nos precipitábamos en lacasa para devorar grandes rebanadas de pan conmantequilla, comprábamos en la calle rosquillas cru-jientes y frescas, durante horas permanecíamos sen-tados en fila, sin un pensamiento en la cabeza, bajo elamplio porche abovedado de un inmueble de la plazadel mercado. Entre las arcadas bajas se veía la plazablanca y limpia. Los toneles de vino estaban alineadosa lo largo del muro y olían bien. Repiqueteando con elpie sobre las planchas de madera, entorpecidos por eltedio, nos sentábamos en el largo mostrador en elque, los días de mercado, se vendían las pañoletas abi-garradas de las campesinas. Repentinamente, Rudolf, con la boca llena de rosqui-llas, sacó de un bolsillo interior su álbum de sellos y loabrió ante mis ojos.

IV

En aquel momento, comprendí por qué esa primaverahabía sido hasta entonces tan vacía, tan cerrada y tansofocante. Inconscientemente, se silenciaba, se calla-

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ba, retrocedía,5 dejaba el sitio libre, se abría entera-mente como un espacio puro, un azul sin opiniones nidefiniciones, forma asombrada y desnuda que espera-ba un contenido misterioso. De ahí procedía esa neu-tralidad azul, como despertada en sobresalto, esainmensa disponibilidad. Esa primavera estaba a punto,amplia, desierta y disponible, sin aliento y sin memoria:aguardaba la revelación. ¿Quién hubiera podido preverque saldría, deslumbrante y adornada, del álbum desellos de Rudolf?Eran abreviaciones y fórmulas extrañas, recetas decivilizaciones, amuletos de bolsillo en los que se podíaagarrar con dos dedos la esencia de los climas y delas provincias. Eran órdenes de pago en imperios yrepúblicas, en archipiélagos y continentes. ¿Qué pose-ían de más los emperadores y usurpadores, los con-quistadores y dictadores? Súbitamente sentí la dulzu-ra del poder, el acicate de esa insatisfacción que sóloel gobierno de las tierras puede saciar. Con Alejandroel Grande6 yo deseé el mundo. Y ni una pulgadamenos, todo el mundo.

V

Sombrío y ardiente, colmado de un áspero amor, reci-bía el desfile de la creación: países en marcha, comiti-vas brillantes que veía a intervalos, a través de eclipsespúrpuras, aturdido por los golpes de la sangre que gol-

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peaba en mi corazón al ritmo de esa marcha univer-sal de todas las naciones. Rudolf hacía desfilar antemis ojos batallones y brigadas, organizaba la paradacon celo, con dedicación. Él, el dueño de ese álbum,se degradaba voluntariamente, descendía al rangode un ayuda de campo, recitaba su informe solemne-mente, como un juramento, cegado y desorientadoen su rol ambiguo. Finalmente, en un arrebato, empu-jado por una magnanimidad desmesurada, colocó enmi pecho –como si se tratara de una medalla– unaTasmania rosa, resplandeciente como el mes demayo, y un Hajdarabad plagado de alfabetos extra-ños, entrelazados7.

VI

Fue en aquel momento cuando tuvo lugar la revelación,visión bruscamente descubierta, fue en aquel momen-to cuando llegó la buena nueva, mensaje secreto,misión especial de posibilidades incalculables.Horizontes violentos se abrieron por completo, fero-ces hasta cortar el aliento, el mundo brillaba y tembla-ba, se inclinaba peligrosamente, amenazando conromper las amarras de todas las reglas y todas lasmedidas. ¿Qué es para ti, querido lector, un sello de correos? ¿Yqué el perfil de Francisco José I con su calvicie ornadapor una corona de laurel? ¿No es el símbolo de la gri-

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salla cotidiana, límite de todas las posibilidades, garan-tía de fronteras infranqueables donde el mundo hasido encerrado de una vez para siempre?En aquella época, el mundo estaba cercado porFrancisco José I8 y no había salida que llevara más allá.Ese perfil omnipresente e inevitable surgía en todos loshorizontes, aparecía por todos los rincones de lascalles, cerraba el mundo con llave como una prisión. Yhe aquí que, en el momento en que nosotros ya había-mos perdido la esperanza, cuando llenos de una amar-ga resignación habíamos aceptado la univocidad delmundo, su estrecha invariabilidad cuyo poderosogarante era Francisco José I, en aquel momento, ohDios mío, tú has abierto súbitamente ante mí eseálbum de sellos como una cosa anodina, me has per-mitido echar una mirada fugaz sobre ese libro fasci-nante, sobre ese álbum que abandonaba su ropaje acada página, cada vez más cegador, cada vez másconmovedor… ¿Quién va a reprocharme por haberquedado deslumbrado, paralizado por la emoción, quelas lágrimas corriesen de mis ojos bañados de clari-dad? ¡Oh, relatividad maravillosa, acto copernicano,fluidez de las categorías y las nociones! ¡Así, oh Diosmío, has permitido tantos modos, incontables, de exis-tencia! Es más de lo que yo había soñado en mis sue-ños más locos. ¡Así, esa anticipación de mi alma no mehabía equivocado, mi alma que, contra toda evidencia,se obstinaba en creer que el mundo era infinitamentediverso!

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VII

El mundo se limitaba entonces a Francisco José I. Encada sello de correos, en cada moneda, en cadaestampación, su imagen confirmaba la inmutabilidad,el dogma inquebrantable: tal es el mundo y no hayotros mundos posibles fuera de este, decía el selloornado con el anciano real-imperial. Todo lo demássólo es ilusión, pretensión extravagante y usurpación.Alojado en toda cosa, Francisco José I había detenidoel mundo en su desarrollo.Querido lector, todo nuestro ser se inclina a la lealtad.La lealtad de nuestra naturaleza educada no es insen-sible al encanto del poder. Francisco José I era elpoder supremo. Si ese anciano autoritario ponía todosu peso en la balanza, no había nada que hacer, habíaque renunciar a todas las esperanzas del espíritu, asus presentimientos ardientes, organizarse bien quemal en ese mundo –el único posible– sin ilusiones y sinromanticismo: había que olvidar.Sin embargo, cuando la prisión se había irrevocable-mente cerrado, cuando la última salida había sidotapada, cuando una conjuración de silencio había rode-ado al prisionero, Francisco José I habiendo amuralla-do, obstruido el más pequeño intersticio con el fin deque no te viésemos, entonces, oh Dios mío, has surgi-do, vestido con el abrigo rumoroso de los mares y loscontinentes y tú lo has desmentido; Señor, has carga-do con la infamia de la herejía al hacer estallar esaenorme blasfemia, florida y espléndida. ¡Oh,H e r e s i a r c a9 espléndido! Tú me has deslumbradoentonces con ese libro resplandeciente, has explotado

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en el bolsillo de Rudolf al manifestarte en su álbum desellos. En esa época, yo no conocía aún la forma trian-gular del álbum. En mi inconsciencia, lo había confundi-do con una pistola de cartón con la cual disparábamosen clase, bajo el pupitre, para mayor contrariedad delos profesores. ¡Y tú has disparado, Señor! ¡Fue tu cáli-da retahíla, tu filípica luminosa y soberbia contraFrancisco José I y su Estado de prosa, fue el verdaderolibro del esplendor!

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Entonces lo abrí y los colores del mundo brotarondelante de mis ojos, el viento de los espacios inmen-sos, el panorama de los horizontes cambiantes. Túatravesabas sus páginas, arrastrando la cola de tusvestiduras tejida con todas las esferas y todos los cli-mas: Canadá, Honduras, Nicaragua, Abracadabra,Hiporabundia… Te había comprendido, Señor. Todoeso eran los subterfugios de tu riqueza, las primeraspalabras que se te habían ocurrido. Habías metido unamano en tu bolsillo y como quien exhibe un puñado debotones tú me mostraste las posibilidades que habíaen ti. No se trataba de exactitud, tú decías no importaqué. Hubieras podido decir igualmente: Panfibras yHaleliva, y en el aire hubieran batido inmisericordes lasalas de los papagayos, y el cielo, tal una inmensa rosaazul de cien pétalos abiertos por tu soplo, hubierahecho aparecer su fondo luminoso, tu ojo ocelado ypenetrante, y el núcleo cegador de tu sabiduría hubie-ra resplandecido allí, impregnado de subidos colores,floreciente de embriagadores aromas. Tú has queridodeslumbrarme, oh Dios mío, vanagloriarte, seducirme,pues tú también tienes tus momentos de vanidad enlos que te admiras a ti mismo. ¡Oh, cómo amo esosmomentos!

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¡Tú estabas confundido, Francisco José I, tú y tu evan-gelio de prosa! Mis ojos te buscaban en vano.Finalmente, te encontré. Estabas bien ahí, entre esamuchedumbre, pero qué pequeño, desorientado y gris.Caminabas entre el polvo del camino, detrás deAmérica del Sur y delante de Australia y cantabas conlos otros: ¡Hosanna!

VIII

Me hice adepto del nuevo evangelio. Trabé amistadcon Rudolf. Lo admiraba a la vez que presentía confu-samente que él sólo era un instrumento, que el libroestaba destinado a algún otro. En efecto, Rudolf hacíamás bien de garante. Él clasificaba, pegaba, despega-ba, lo encerraba con llave en un armario. En el fondo,él estaba triste, como si supiera que iba a decrecermientras que yo crecería. Era parecido a aquel quehabía venido a enderezar los caminos del Señor...11

IX

Yo tenía numerosas razones para considerar que eselibro me estaba destinado. Muchos signos indicabanque se dirigía a mí, que me confiaba una misión espe-

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cial, un mandato, una carga personal. Lo comprendí alver que nadie se consideraba como su propietario. Nisiquiera Rudolf, que lo servía. Él le era esencialmenteextraño. Parecía un doméstico perezoso y reticentesometido a la faena del deber. A veces los celos inun-daban su corazón de amargura. Se rebelaba interior-mente contra su papel de guardián de un tesoro queno le pertenecía. Miraba con un ojo envidioso el reflejode los mundos lejanos, la gama silenciosa de coloresque atravesaba mi rostro. Solamente cuando la veíareflejada en mi cara le llegaba la luz de esas páginas, alas que su alma no tenía acceso.

X

Una vez, vi a un prestidigitador. Se mantenía de pie enel escenario, delgado, visible desde todos los lados, y,exhibiendo un sombrero de copa, mostraba a todo elmundo su fondo blanco y vacío. Habiendo así preveni-do su arte insospechable contra el reproche de mani-pulaciones deshonestas, trazó en el aire con su varillaun signo mágico, complicado, después, con precisión yostentación, se puso a sacar del sombrero, con ayudade su bastoncillo, cintas de papel, palmos y varas yfinalmente kilómetros de lazos de color. La sala sellenó de una masa crujiente de colores, de un crepéligero, espumoso, multiplicado hasta el infinito, de unamontonamiento luminoso, y él no dejaba de devanar

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su trama a pesar de las voces asustadas, las protes-tas admirativas, los gritos de éxtasis y los lloros convul-sivos; finalmente se hizo claro como el día que aquellono le costaba nada, que no sacaba esa abundancia desus propios recursos: simplemente, reservas de otrosconfines se habían abierto, que no tenían nada encomún con las medidas y los cálculos humanos.Alguien que estaba predestinado para comprender elsentido profundo de esa demostración volvió a sucasa pensativo y deslumbrado, penetrado hasta elfondo del alma por la verdad que le había alcanzado:Dios es infinito…

XI

Este es el momento para desarrollar aquí un breveparalelismo entre Alejandro el Grande y mi persona.Alejandro el Grande era sensible a los aromas de lospaíses. Su olfato presentía posibilidades inauditas. Erade esos a los que la mano de Dios roza el rostro duran-te su sueño, que tienen el conocimiento de lo que nosaben y a través de sus párpados cerrados disciernenlos reflejos de mundos lejanos. Pero él tomó demasia-do al pie de la letra las alusiones divinas. Siendo unhombre de acción, es decir de poco espíritu, interpre-tó su misión como una misión de conquistador delmundo. Su corazón conocía la misma insaciabilidad dela que sufría el mío, los mismos suspiros agitaban su

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pecho ante cada horizonte, ante cada paisaje. No hubonadie que corrigiera su error. Ni el mismo Aristó-teles12 le comprendía. Y así murió, desencantado, des-pués de haber conquistado el mundo entero, dudandode Dios que se le escapaba siempre, y de sus milagros.Su retrato ornaba las monedas y los sellos de todoslos países. Para su castigo, se convirtió en el FranciscoJosé I de su tiempo.

XII

Me gustaría darle al lector una idea, al menos aproxi-mada, de lo que era entonces ese volumen en el quese ordenaban por adelantado los asuntos finales deesa primavera. Un viento inquietante pasaba por la filade sellos, calle brillante decorada con blasones y ban-deras, desplegando emblemas resplandecientes queflotaban en un silencio inspirado, bajo la sombra ame-nazadora de las nubes surgidas en el horizonte.Después, en la calle vacía aparecieron repentinamen-te los primeros heraldos, en traje de gala, con brazale-tes rojos, relucientes de sudor, turbados, convencidosde su misión, afanados. Solemnes, profundamenteemocionados, daban señales silenciosas, y ya la callese ensombrecía; de todas las calles transversales aflu-ían comitivas taciturnas de manifestantes con un ruidocrujiente de pasos. Era una enorme manifestación detodos los países, un Primero de Mayo universal, un

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desfile monstruo. Con miles de manos alzadas para eljuramento, de banderas, de estandartes; por miles debocas el mundo gritaba que no estaba destinado aFrancisco José I sino a alguien mucho, mucho másgrande. Por encima de la muchedumbre flotaba uncolor rojo claro, casi rosa, indescriptible, el color liber-tador del entusiasmo. De Santo Domingo, de SanSalvador, de Florida, afluían delegaciones sofocadas yenardecidas, en trajes frambuesa, saludaban consombreros de copa color cereza de los que salíanvolando –ora dos, ora tres– excitados pinzones. Lossoplos felices de un viento brillante aguzaban los refle-jos de las trompetas, rozaban suavemente las aristasde los instrumentos erizados de silenciosos destellos.A pesar de la gran afluencia, el desfile se desarrolla-ba en orden, la inmensa revista transcurría en calmay sin ruido. En ciertos momentos las banderas violen-tamente, enardecidamente retorcidas con movimien-tos amaranto, con golpes febriles, con vanas sacudi-das de entusiasmo, se levantan y quedan inmóvilescomo presentando armas, y toda la calle se inmovili-za, roja, cegadora, en un alerta silencioso, mientrasque se cuentan atentamente las salvas amortigua-das de la cañonería: cuarenta y nueve detonacionesa lo lejos.Después el horizonte ensombreció súbitamente comoantes de una tormenta de primavera, sólo los instru-mentos de las fanfarrias despiden reflejos, y se oye elretumbar del cielo oscurecido, el ruido de los espacioslejanos, y de los jardines próximos el perfume del cere-zo llega en cargas compactas que explotan suave-mente, saciando el aire con sus fragancias indecibles.

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XIII

A finales de abril hubo una mañana gris y tibia, las gen-tes caminaban mirando al suelo, siempre el mismometro cuadrado de suelo húmedo delante de sus pies,sin apreciar que a su izquierda y su derecha rebasa-ban los árboles del parque en cuyas ramas negras seabrían heridas supurantes y dulces. Apresado entre la densa red de árboles, el cielo gris,sofocante, pesaba sobre la nuca de la gente, apelma-zado y sin formas como un inmenso edredón. Comoescarabajos olfateando con sus sensibles antenas ladulce arcilla, la gente, apresada en aquella tibia hume-dad, buscaba torpemente una salida. El mundo se esti-raba, se desarrollaba y crecía en alguna parte allá arri-ba, en alguna parte atrás y al fondo, se dejaba arras-trar, beatíficamente debilitado. Por momentos se vol-vía estático, recordaba vagamente alguna cosa, sehacía ramas de árboles desplegados, red luminosa yapretada de canto de pájaros arrojada sobre ese díagris, y descendía bajo la tierra, hasta las raíces ofidia-nas, hasta el latido de versos ciegos, hasta el salvajis-mo primitivo del humus negro y de la greda.Bajo esa inmensidad sin forma, la gente se acuclillabaentorpecida, con la cabeza entre sus manos, encorva-da, colgaba de los bancos en los parques manteniendosobre las rodillas un pétalo de periódico cuyo texto sehabía fundido en la gran inercia incolora del día; torpe-mente desplomados, babeaban sin darse cuenta.Quizá el gorjeo de los pájaros les aturdía, esos sonaje-ros repetidos, cápsulas de adormidera derramando

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grises perdigones que perfumaban el aire. Caminabande aquí para allá, somnolientos bajo esa granizada deperdigones, se hablaban por señas bajo aquel aguace-ro intenso, o bien se callaban, resignados. Mas, cuando hacia las once horas de la mañana, elbrote pálido del sol traspasó el gran cuerpo hinchadode las nubes, súbitamente en las cestas de las ramaslas yemas brillaron todas a la vez, y el velo gris del gor-jeo comenzó a virar a un oro pálido al separarse len-tamente del rostro del día que abrió los ojos. Era lap r i m a v e r a .Repentinamente, la alameda vacía del parque aparecióllena de gente que marchaba en todos los sentidos,como si fuera el punto convergente de todas las callesde la ciudad: allí florecen vestidos, mujeres raudas yligeras corren a su trabajo, a las oficinas, a las tiendas,y otras a sus citas, pero durante los pocos instantesen que atraviesan el cesto calado de la avenida sintien-do la humedad de invernadero y moteada de gorjeosde pájaro, pertenecen a esa avenida, a aquella hora,sin saberlo, son figurantes en el teatro de la primave-ra como si hubieran nacido aquí al mismo tiempo quelas sombras delicadas de las ramas y las hojas quebrotan a simple vista sobre el fondo de oro sombrío dela grava húmeda, corren, el tiempo de unos latidos cáli-dos y preciosos de sus venas, después palidecenrepentinamente, imbuidas de sombra, la arena lasaspira, filigranas transparentes, cuando el sol entra enla ensoñación de las nubes.Pero durante un instante ellas han poblado el caminocon su prisa fresca, y el perfume anónimo de la alame-da parece llegar de su ropa blanca. Ah, esas blusas

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ligeras, frescamente almidonadas, llevadas de paseopor la sombra calada de la calle primaveral, blusas conmanchas húmedas bajo las axilas, que secan con losefluvios de violeta llegados de lejos. Ah, esas piernas rít-micas, jóvenes, cálidas a consecuencia del movimiento,enfundadas en medias de seda nuevas, bajo las que seocultan manchas rojas y granos, sanas erupciones deuna sangre caliente. Todo el parque está descarada-mente cubierto de granos, y todos los árboles secubren de granos que estallan en un piar.Después, la alameda se vacía de nuevo y a lo largo dela acera pasa con un amortiguado balanceo metálicoun coche de bebé, de resortes esbeltos. Bajo la capo-ta barnizada, hundido en un parterre de almidonadassederías, duerme como dentro de un buqué de floresalgo más delicado que ellas mismas. La joven que llevael coche se inclina a veces, se apoya en la barrahaciendo chirriar los ejes y, con un soplo acariciador,aparta ese buqué de tules hasta el núcleo dormidocuyos sueños atraviesan nubes y luces, según que elcoche pase por zonas de sombra o de claridad. Más tarde, a mediodía, luz y sombra continúan tren-zando el jardín brotado y a través de las mallas finas deesa red cae sin fin el canto de los pájaros, de una ramaa la otra, cae en lluvia de perlas a través de la jaula deldía, pero las mujeres que siguen el sendero están yafatigadas, la migraña ha deshecho sus cabellos, la pri-mavera atormentó sus rostros: más tarde todavía laalameda queda desierta, sólo allí se arrastra el olor delrestaurante del parque.

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XIV

Todos los días a la misma hora, Bianka pasa por allíacompañada de su institutriz. ¿Qué decir de Bianka,cómo describirla? Sólo sé una cosa, y es que ella estámaravillosamente de acuerdo consigo misma, quecumple con su programa hasta el final. Con una pro-funda emoción, la veo todavía como la primera vezentrar paso a paso en su ser, bailarina ligera que concada gesto llega a lo esencial.Su manera de andar no es ni demasiado graciosa nirebuscada, y esa simplicidad va derecha al corazón, yel corazón se oprime de felicidad ante la idea de que sepueda ser Bianka tan simplemente, sin artificio y sin lamenor tensión.Una vez alzó lentamente sus ojos hacia mí y la sabidu-ría de su mirada me traspasó de parte a parte. En esemomento supe que nada se le ocultaba, que desde elprincipio ella conocía todos mis pensamientos. Desde entonces, me puse a su disposición, exclusivamente ysin reservas. Lo acogió con un movimiento de sus pár-pados apenas perceptible. Todo ocurrió sin una pala-bra, sin un momento de interrupción, con una solamirada.Cuando intento imaginármela, sólo puedo evocar undetalle, insignificante: la piel de sus rodillas, agrietadacomo la de un muchacho. Ese detalle es profundamen-te emotivo, lleva la imaginación a contradicciones tor-turadas, a antinomias encantadoras. Todo lo demás,todo lo que hay arriba y abajo, es trascendente einimaginable.

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XV

Hoy me sumí de nuevo en el álbum de sellos de Rudolf.¡Qué estudio maravilloso! Ese texto está lleno denotas, de alusiones, de sobreentendidos, de un ambi-guo destello. Pero todas sus líneas convergen enBianka. ¡Cuántas felices suposiciones! De un vínculo aotro, mi sospecha corre como a lo largo de unamecha, encendida por la esperanza deslumbradora.Ah, tengo el corazón triste, oprimido por los misteriosv i s l u m b r a d o s .

XVI

En el parque municipal hay ahora música todas las tar-des, el paseo de primavera discurre por los senderos.Por ahí deambulan y regresan, se cruzan y se encuen-tran, siguiendo arabescos simétricos, a cada instantereanudados. Los jóvenes llevan sombreros nuevos yagarran indolentemente sus guantes con una mano.Entre los troncos de los árboles, a través de los setos,los vestidos de las muchachas brillan en los senderosvecinos. Las muchachas van de dos en dos, moviendolas caderas, erizadas de faralaes y volantes vaporosos,cisnes vestidos de plumas blancas y rosas, campanasrellenas de muselina con flores, y a veces se sientanen un banco, como fatigadas del vacío de esa etiqueta,

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posan esa gran rosa de gasa y batista, que estallaentonces con todos sus pétalos desbordados. En esemomento las piernas cruzadas se descubren, enlaza-das, formas blancas, irresistibles, y los jóvenes, alpasar ante ellas, palidecen y se callan, fulminados porla fuerza del argumento, convencidos y vencidos.Justamente antes del crepúsculo hay un momento enque los colores del mundo embellecen. Adornados,cálidos y tristes, adquieren contornos. El parque secubre de un barniz rosa, de una laca brillante que vuel-ve las cosas súbitamente muy luminosas. Pero enesos mismos colores hay un tono de azul demasiadoprofundo, una belleza demasiado evidente y ya sospe-chosa. Un instante más, y el jardín, apenas salpicadode fresco verdor, aún desnudo y todo en ramas, dejatransparentar la hora rosa del crepúsculo, tibia y fra-gante, impregnada de la tristeza indecible de las cosaspara siempre y mortalmente bellas. Súbitamente todo el parque se transforma en una or-questa enorme y muda, solemne y recogida, aguardan-do bajo la batuta alzada del director a que la músicamadure en él, después sobre esa ardiente sinfoníasilenciosa cae el crepúsculo breve y teatral, como bajoel empuje de una subida violenta de tonos en todos losinstrumentos a la vez –allá arriba, el canto de una oro-péndola oculta entre las ramas traspasa el joven ver-dor– y todo se hace grave, desierto y tardío, como enel bosque al anochecer. Un soplo apenas perceptiblepasa sobre las cimas de los árboles que dejan caeruna lluvia amarga y seca de flores de cerezo. El aromaacre flota bajo el cielo ensombrecido y desciende conun suspiro de muerte, las primeras estrellas dejan

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escapar sus lágrimas, pequeñas flores de lilas cogidasen la noche pálida y malva. (Ah, sí, lo sé, su padre esmédico en un barco, su madre era criolla. Es a ella aquien espera todas las noches en el atracadero elbarco de vapor con ruedas en sus flancos, con todaslas luces apagadas.)En ese momento, una fuerza extraña se apodera delas parejas deambulantes, los jóvenes y las mucha-chas que se encuentran a intervalos regulares. Cadajoven se convierte en un Don Juan bello e irresistible,se supera a sí mismo, orgulloso y triunfante, y su mira-da adquiere esa fuerza mortal bajo la que desfallecenlos corazones de las muchachas. Y los ojos de éstasse hacen profundos, jardines con mil senderos seabren allí, parques-laberintos sombríos y susurrantes.Un brillo de fiesta dilata sus pupilas que se abren, seabandonan y dejan entrar a los vencedores en los sen-deros de sus jardines tenebrosos cuyos caminos simé-tricos, estrofas de una canzona 13 se alejan en todoslos sentidos, confluyen, se encuentran en una tristerima, en plazas rosas, en torno a parterres circulares,o cerca de fuentes en las que los últimos rayos de solponiente incendian el agua, para separarse de nuevo,dispersarse entre las masas negras de los bosques,espesuras del anochecer, cada vez más densas ysusurrantes, donde ellos se separan, se pierden comoen corredores complicados, entre colgaduras de ter-ciopelo, en tranquilas alcobas. Atravesando el frescorde esos jardines oscuros entran insensiblemente enlugares solitarios, extraños, olvidados, en un susurronuevo de los árboles, más sombrío, crespón de luto flo-tando, donde la oscuridad fermenta y el silencio se

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deteriora, se desintegra como en un viejo tonel de vinoolvidado. Errando así a ciegas en medio del terciopelo oscuro deesos parques, se encuentran finalmente en un claroapartado, bajo un último rayo púrpura, al borde de unestanque que un fango negro invade desde hacesiglos, y al pie de la balaustrada mellada, en los confi-nes del origen, se encuentran de nuevo en una vidahace mucho tiempo terminada, en una preexistencialejana, incluidos en un tiempo desconocido, vestidoscon trajes de épocas pasadas sollozan sin fin sobre lamuselina de una elegía, se elevan hasta inaccesiblespromesas, y subiendo los peldaños del éxtasis llegan alas cumbres, los límites más allá de los cuales sóloexiste la muerte y el entorpecimiento del placer que nodice su nombre.

XVII

¿Qué es el crepúsculo de primavera?¿Acaso hemos alcanzado el corazón de las cosas,acaso el camino se detiene aquí? Nos encontramos alfinal de nuestras palabras que, desde ahora, se hacenoníricas, disparatadas y locas. Sin embargo, es única-mente más allá de las palabras cuando comienza esoque, en esta primavera, es lo más grande y lo másindecible. ¡El misterio del crepúsculo! Es únicamentefuera de las palabras, allí donde nuestra magia ya no

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actúa, donde se despliega ese elemento inmenso ysombrío. La palabra entonces se descompone, sedisuelve, regresa a su etimología, a su oscura raíz.He aquí que oscurece, las palabras se pierden enmedio de vagas asociaciones: Aqueronte, Orco,A v e r n o …1 4 ¿Sentís el soplo de las profundidades, delos sótanos, de la tumba? ¿Qué es el crepúsculo deprimavera? Una vez más nos hacemos esa pregunta,leitmotiv de nuestras indagaciones, no encontrandorespuesta. Cuando las raíces de los árboles quieren hablar ybajo la corteza terrestre se ha acumulado muchopasado, muchas historias y leyendas antiquísimas,cuando en el origen se han concentrado demasiadossusurros apagados, un magma inarticulado y esacosa oscura que precede a la palabra, entonces lacorteza de los árboles se ennegrece y se desgaja enescamas ásperas y espesas, de surcos profundos, yallí se abren orificios, oscuros como la piel del oso, ysi se hunde el rostro en esa piel suave del crepúscu-lo, todo se hace repentinamente oscuro y silencioso.Hay que aplicar los ojos, pues, contra la oscuridadmás negra, forzarlos un poco, obligarlos a penetrarlo impenetrable, el suelo inerte, y súbitamente nosencontramos del otro lado de las cosas, en el fondo,en el Averno. Y vemos…La oscuridad no es total, contrariamente a lo que sepodría imaginar. No, pulsaciones luminosas hacenvibrar el espacio. Es evidente que la luz interior de lasraíces, los fuegos fatuos, finas venas de resplandorrecorren la oscuridad, el sueño inmóvil de la materia.Aquí, cortados del mundo, perdidos en ese regreso al

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arcano, vemos a través de nuestros párpados cerrados,porque los pensamientos se encienden entonces ennosotros, pequeñas llamas, antorchas interiores. Es unaregresión total, un viaje hasta el fondo, un retorno a lasraíces, la anamnesia1 5 se ramifica, y soñamos sacudi-dos por estremecimientos subterráneos. Es únicamen-te allá arriba, en la luz del día –hay que decirlo de unavez– cuando somos ese haz melodioso, articulado, tem-bloroso, alondra y cima incandescente; aquí, en el fondo,nos diseminamos hechos añicos, en sintagmas negros,en infinitas historias inacabadas.Ahora sabemos al fin sobre qué ha brotado esta pri-mavera y por qué es tan triste, tan plena de sabiduría.¡Ah, no lo creeríamos de no haberlo visto con nuestrospropios ojos! He aquí los laberintos, los depósitos inte-riores, los silos de materia; he aquí las turbas aúncalientes, cenizas y polvo. Historias seculares. Sietecapas, como en Troya,16 pasillos, cámaras, tesoros.Cuántas máscaras de oro alineadas, de aplastadassonrisas, cuántos rostros carcomidos, momias, crisá-lidas vacías. Es aquí donde se encuentran esos colum-barios,17 esos funerarios cajones donde yacen losmuertos endurecidos, negros como raíces, esperandosu hora; aquí las grandes vitrinas donde están expues-tos en urnas, en tarros, en los que permanecen duran-te años sin que nadie los compre. Quizá se agiten ya ensus nidos, ya completamente curados, puros como elincienso, drogas olorosas, gorjeantes, despiertos eimpacientes, pomadas y bálsamos matinales proban-do con la punta de la lengua su propio sabor. Esos palo-mares amurallados están repletos de picos saliendodel huevo y del primer balbuceo, a tientas y luminoso.

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¡Nace súbitamente una atmósfera matinal, unaatmósfera de antes del tiempo, en esos largos pasi-llos vacíos donde los muertos que allí reposan se des-piertan uno tras otro a un alba completamenten u e v a !

***

Aunque eso no es todo, descendamos más abajo. Notengáis miedo, dadme la mano, un paso más, y ya nosencontramos en las raíces y enseguida nos vemosrodeados de ramajes oscuros, como en el fondo de unbosque. Allí huele a hierba y a madera carcomida, lasraíces se hunden en lo negro, se enredan, suben,savias inspiradas ascienden por ellas. Hemos pasadoal otro lado, al revés de las cosas, a la oscuridad pica-da por enmarañadas fosforescencias. Revoloteo, agi-tación, multitud. Magma bullicioso de pueblos y gene-raciones, multiplicación infinita de Biblias y de Ilíadas.Migración tumultuosa, maraña y ruido de la historia.El camino se acaba aquí. Estamos en lo más hondo,hemos llegado a los fundamentos oscuros, estamosen las Madres.18 Aquí están los infernos19 intermina-bles, las desoladas extensiones osiánicas,20 los nibelun-gos

21 de la desesperanza. Aquí, los grandes viveros de

la historia, las fábricas22 de fábulas, de cuentos, deleyendas. Ahora finalmente comprendemos el gran ytriste mecanismo de la primavera. ¡Ah, la primaveraestimula las historias. Cuántos acontecimientos, cuán-tas vidas, cuántos destinos! Todo lo que alguna vez

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hemos leído, todas las historias escuchadas y todasaquellas con las que soñamos confusamente desdenuestra infancia, sin haberlas oído nunca, tienen aquísu casa y su patria. ¿De dónde sacarían los escritoressus ideas, dónde encontrarían el ánimo para inventarsi no sintieran detrás de ellos esas reservas quehacen vibrar el Averno? Murmullo de la tierra. Contratu oído golpea regularmente un discurso inagotable.Avanzas, con los ojos semicerrados, entre la tibieza deesos murmullos, sonrisas, sugestiones, hostigado,quemándote en miles de preguntas. Quisieran queaceptes algo de ellas, no importa qué, aunque sólofuese una pizca de esas historias que nunca han adqui-rido forma, piden que tú las integres en tu joven vida,en tu sangre, que tú las salves y continúes viviendo conellas. ¿Qué es la primavera sino una resurrección dehistorias? En medio de ese elemento inmaterial, sola,la primavera vive, es real, fresca e ignorante de todo.Su joven sangre verde, su ingenuidad vegetal atraenlos espectros, fantasmas, larvas y farfarele 23. Y ella,desamparada e ingenua, los deja entrar en su sueño,duerme con ellos, y, después, se despierta al amane-cer sin recordar nada. He aquí por qué es tan plena,tan grávida con toda esa suma de cosas olvidadas, ytan triste, porque debe completamente sola realizarsu vida por tantas vidas no realizadas, ser bella portantas vidas rechazadas y abandonadas… Y parahacerlo, sólo tiene el perfume del cerezo que fluye porun solo cauce eterno e insondable donde todo estácomprendido… ¿Qué quiere decir, olvidar? Sobre lasviejas historias un verdor nuevo ha surgido en unanoche, un delicado depósito verde, y han aparecido,también, claros y densos brotes. El olvido reverdece en

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la primavera, viejos árboles recubren su dulce e inge-nua ignorancia, se despiertan dotados de ramajes lige-ros y sin memoria, mientras que sus raíces se hundenen historias antiguas. La primavera leerá esas histo-rias como si fueran nuevas, las silabeará desde el prin-cipio, las reunirá, y comenzarán una vez más como sinunca hubiesen ocurrido. Hay muchas historias que no han nacido nunca. Entrelas raíces, ¡cuántos coros quejumbrosos, cuentos con-tados interminablemente, monólogos inagotables,improvisaciones insospechadas! ¿Tendremos lapaciencia de escucharlos? Antes que la más antiguade las historias contadas, hubo otras que no habéisescuchado, hubo predecesores anónimos, novelas sintítulos, epopeyas enormes, pálidas y monótonas,byliny 24 sin formas, troncos informes, gigantes sin ros-tro que oscurecían el horizonte, palabras oscuras, dra-mas vesperales de las nubes, y todavía más lejos,libros-leyendas, nunca escritos, libros-aspirando-a-la-eternidad, libros fuegos fatuos, perdidos in partibusinfidelium…25

***

Entre todas las innumerables historias que se cruzanen los vasos comunicantes de las raíces, hay una que–desde hace mucho tiempo– ya es propiedad de lanoche, establecida para siempre al final del firmamen-to, compañía eterna y telón de fondo de las extensio-nes celestes. A través de cada noche de primavera,cualesquiera que sean los acontecimientos que se

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desarrollen, transcurre sobrevolando el concierto delas ranas y el ruido infatigable de los molinos. El hom-bre avanza bajo el polvo de las estrellas, avanza a gran-des pasos a través del cielo, apretujando a la criaturaentre los pliegues de su abrigo, siempre en camino,peregrino eterno por los espacios infinitos de la noche.Oh, pena inmensa de la soledad, huérfano por los espa-cios nocturnos, brillo de las estrellas lejanas. El tiempoya no puede cambiar nada en esta historia, que atra-viesa los horizontes estrellados, se cruza con nosotrosy será siempre así, siempre de nuevo, porque una vezque ha abandonado el carril del tiempo, se ha hechoinsondable y ninguna repetición podrá jamás agotarla.El hombre avanza apretujando a la criatura entre susbrazos: repetimos intencionadamente ese leitmotiv,ese exergo de la noche, con el fin de apoderarnos dela continuidad intermitente de su recorrido, unasveces velado por la red enmarañada de las estrellas,otras invisible durante largos intervalos mudos pordonde pasa el soplo de la eternidad. Los mundos seaproximan demasiado, aterradores de color, envíanseñales violentas, informes inexpresables, y él avanza,tranquilizando a la pequeña con una voz monótona ydesesperada, impotente ante el otro murmullo, a laspersuasiones terriblemente dulces de la noche, a esapalabra única que formula la boca del silencio cuandonadie la escucha…Esta es la historia de la princesa raptada y sustituida.

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XVIII

Cuando a medianoche entran silenciosamente en laumbrosísima villa que se levanta entre los jardines, enla habitación blanca de techo bajo en la que hay unpiano de cola negro y reluciente con todas las cuerdasenmudecidas, cuando a través del gran ventanal lanoche se introduce como si lo hiciera por los cristalesde un invernadero, noche pálida en la que cae una finalluvia de estrellas –los vasos de las ramas del cerezoexpanden su perfume amargo que flota sobre la camablanca– entonces en la gran noche despierta circulanlas angustias y el corazón habla en su sueño, y vuela ytropieza y solloza en la noche salpicada de rocío, lumi-nosa y colmada de mariposas… Ah, cómo el amargoperfume del cerezo dilata la noche, y el corazón fatiga-do, agotado por sus felices carreras, quisiera dormir-se un instante sobre una frontera aérea, sobre unaarista estrecha, mientras que la noche discurre cadavez más pálida e inmaterial, completamente rayadapor líneas y zigzags luminosos, y el corazón vuelve adelirar, se deja arrastrar en los asuntos complicadosde las estrellas, apresuramientos sofocados, pánicoslívidos, sueños lunáticos, estremecimientos letárgicos.¡Ah, esos raptos y persecuciones de la noche, esastraiciones y murmullos, negros y timoneles, balaustra-das de balcones y postigos nocturnos, vestidos demuselina y velos flotando en una enloquecida huida!…Finalmente, tras un breve eclipse, un momento depausa negra y sorda, llega la hora en la que todas lasmarionetas están alineadas en sus cajas, todas las

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cortinas corridas, y las respiraciones recobran su vai-vén tranquilo sobre la escena, mientras que en el pro-fundo cielo sereno el amanecer construye silenciosa-mente sus villas lejanas rosas y blancas, sus pagodasy minaretes claros de cúpulas redondas.

XIX

Solamente para un lector atento del Libro la naturale-za de esta primavera se hace clara y legible. Todosesos preparativos matinales, vacilaciones, dudas yescrúpulos, desvelan su sentido al iniciado en los sellosde correos. Éstos le introducen en el juego complicadode la diplomacia matinal, en largas negociaciones, enlas tergiversaciones atmosféricas que preceden al día.El México abigarrado y tórrido quisiera verterse en nie-blas rojas de la novena hora –es claramente visible–,con su serpiente retorciéndose en el pico de un cón-d o r ,2 6 pero en el alto verdor de los árboles un papaga-yo repite obstinadamente a intervalos regulares, siem-pre con la misma entonación, “Guatemala”, palabraturquesa, y la atmósfera se impregna de un perfumede cereza, de frescor, de hojas. Así, poco a poco, supe-rando dificultades y conflictos, tiene lugar la declara-ción, se decide el orden del ceremonial, la lista del des-file, el protocolo diplomático del día.En el mes de mayo, los días eran rosas como Egipto.La plaza desbordaba con un fulgor ondulante. En el

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cielo, las nubes se acumulaban bajo las grietas lumino-sas, volcánicas, de contornos cegadores, y–Barbados, Labrador, Trinidad– todo viraba al rojo,como si se mirara el mundo a través de gafas de rubí-es. Al ritmo de los eclipses púrpuras de la sangre subi-da a la cabeza, la gran corbeta de la Guyana27 atrave-saba el cielo, con las velas desplegadas. Avanzaba,pesadamente, con sus telas golpeadas por el viento,con sus cordajes extendidos, entre los gritos de los sir-gadores, a través de la agitación de las gaviotas y la luzcobriza del mar. Entonces surgía, cubriendo todo elcielo, desplegándose, el enorme aparejo de cordajesenredados, de vergas y jarcias, y el espectáculo aéreode palos de mesana, de baupreses y foques se des-arrollaba, y a intervalos aparecían negros ágiles que sedispersaban en el laberinto de la tela, se perdían enmedio de las señales y las figuras fantásticas del cielode los trópicos.Más tarde, el decorado cambia, en el cielo tres som-bras rosas se despliegan a la vez, la lava brillantehumea, dibujando con un trazo luminoso los contornosamenazadores de los macizos de las nubes, y –Cuba,Haití, Jamaica– el nudo del mundo discurría al fondo,llegaba a lo esencial, bruscamente la quintaesencia deesos días se derramaba: océanos de los trópicos, azu-les de los archipiélagos, atolones y torbellinos felices,monzones salados de Ecuador.Con el álbum de sellos entre las manos, leía esa prima-vera. ¿Acaso no era el gran comentario de sus tiem-pos, la gramática de sus días y noches? Esa primave-ra que se conjugaba con todas las Colombia, CostaRica, Venezuela. Pues México, en el fondo, ¿qué era, o

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Ecuador o Sierra Leona, sino una codiciada especiaque realzaba el sabor del mundo, posibilidad última,punto muerto del aroma al que había llegado el mundoen sus búsquedas después de pulsar todas las teclasdel teclado?Lo importante es no olvidar –como Alejandro elGrande– que ningún México es el último, que sólo esun punto de paso, que el mundo continúa más allá, yque tras cada México se abre otro México, todavíamás deslumbrante.

XX

Bianka es toda gris. Su tez curtida encubre comoun toque diluido de cenizas apagadas. Creo que elcontacto de su mano debe sobrepasar todo lo ima-ginable. La disciplina de su sangre es resultado de generacio-nes amaestradas. Conmovedor sometimiento a losimperativos de la educación, y que pone de manifiestoun espíritu de contradicción superado, de rebeldíasdominadas, de apagados sollozos nocturnos, de viola-ciones cometidas contra su orgullo. Llena de buenavoluntad y de una gracia triste, se inserta, con cadauno de sus gestos, en las formas prescritas. No hacenada más allá de lo necesario, sus movimientos estánmedidos con parsimonia, llenan apenas la forma, sinentusiasmo, como dictados por el sentido del deber.

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Ese dominio de sí le da a Bianka su precoz experiencia,su conocimiento de las cosas. Ella lo sabe todo. Y supropia sabiduría, impregnada de una cierta tristeza,no la deja sonreír, su boca se cierra en una línea debelleza consumada, las cejas tienen un dibujo nítido ysevero. No, ella no saca de su sabiduría ninguna incli-nación a la indulgencia, a la relajación. Al contrario, aesa verdad a la que están atados sus ojos tristes, nole es posible –diremos– hacerle frente si no es conayuda de una vigilancia tensa, observando estricta-mente la forma. Hay en su tacto infalible, en su lealtadhacia la forma un mar de tristeza y de sufrimientopenosamente superados.Sin embargo, rota por la forma, se ha liberado de ella,victoriosa. ¡Pero al precio de qué sacrificio!Cuando camina –esbelta y derecha– ¿de dónde leviene ese orgullo que lleva con simplicidad al ritmo desus pasos? ¿Es su propio orgullo, vencido, o el triunfode los principios a los que se ha sometido?En cambio, cuando alza los ojos y nos mira con unamirada clara y triste, súbitamente lo sabe todo. Sujuventud no le ha impedido adivinar las cosas mássecretas, su dulce serenidad es apaciguamiento des-pués de largos días de lágrimas y sollozos. Es por loque sus ojos están circundados de ojeras, hay en ellosun calor húmedo, y su mirada, ignorando la dispersión,va derecha al objetivo.

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XXI

Bianka, la maravillosa Bianka es un enigma para mí. Laestudio con obstinación, con encarnizamiento –y condesesperación– en el álbum de sellos postales. ¡Cómo!¿El álbum tratará igualmente de psicología? ¡Ingenuapregunta! El álbum es un libro universal, un libro dereferencia que engloba todo el saber humano. Eviden-temente, lo oculta detrás de alusiones, de sobreenten-didos. Hay que tener cierto olfato, cierto ánimo decorazón y de espíritu para encontrar el rastro defuego, el relámpago que recorre sus páginas. Lo que hay que evitar en este asunto es la mezquindad,la pedantería, la literalidad ciega. Todos los elementosestán relacionados entre sí, todos los hilos se juntan enel mismo nudo. ¿Habéis observado que entre las líneasde ciertos libros las golondrinas pasan en bandadas,versículos de golondrinas puntiagudas y temblorosas?Hay que leer en el vuelo de los pájaros…Pero vuelvo a Bianka. Qué belleza conmovedora en susgestos. Cada uno de ellos está pensado, determinadodesde hace siglos, asumido con resignación, como siella misma conociese por anticipado el desarrolloinevitable de su destino. Ocurre a veces que intentopreguntarle con la mirada –cuando nos encontramoscara a cara en un sendero del parque–, que intentoformular mi ruego. Antes de conseguirlo, ella ya harespondido. Respondió tristemente, con una solamirada breve y profunda. ¿Por qué mantiene la cabeza inclinada? ¿Qué miransus ojos atentos y soñadores? ¿El fondo de su destino

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será de una insondable melancolía? A pesar de todo,¿no lleva su resignación con dignidad, con orgullo, conla certeza de que no puede ser de otra manera, ycomo si la sabiduría, al privarla de alegría, la hubiesehecho invulnerable, la hubiese dotado de una libertadsuperior, descubierta en lo más profundo de la obe-diencia voluntaria? Eso es lo que da a su sumisión elencanto del triunfo. Ella está sentada frente a mí, al lado de su institutriz, ylas dos leen. Su vestido blanco –nunca la he visto enotro color–, se despliega sobre el banco como una florabierta. Con una gracia indescriptible cruza sus pier-nas esbeltas de piel curtida. El contacto de su carnedebe ser doloroso en su santidad.Después se levantan las dos tras haber cerrado suslibros. Con una breve mirada Bianka acepta y me de-vuelve mi saludo, y se aleja, ligera, toda en meandros,sus piernas adaptándose melodiosamente al ritmo delos grandes pasos elásticos de la institutriz.

XXII

He registrado minuciosamente toda la propiedad. Asi-mismo, he recorrido en varias ocasiones ese amplísi-mo terreno protegido por altas vallas. Los muros blan-cos de la villa, sus terrazas, sus verandas se me apa-recen bajo ángulos siempre nuevos. Detrás de la villase extiende el parque que conduce a una llanura defo-

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restada. Hay allí extrañas edificaciones, mitad fábricas,mitad granjas o establos. He podido mirar a través dela fisura de una de las vallas, y lo que he visto quizá seauna ilusión. En el aire primaveral enrarecido por elcalor, creo percibir a veces cosas lejanas, espejismosreflejados en algún punto de esa atmósfera estremeci-da. Además, mi cabeza estalla de ideas contradictorias.Debo consultar el álbum de sellos postales.

XXIII

¿Es posible? ¿La villa de Bianka estará protegida portratados internacionales de extraterritorialidad? ¡Aqué asombrosos descubrimientos me lleva el estudiodel álbum! ¿Acaso soy yo el único en conocer esa sor-prendente verdad? No puedo tomar a la ligera los pre-sentimientos y argumentos que el álbum acumulasobre ese punto. Hoy he examinado la villa de cerca. Desde hace sema-nas merodeo en torno a la imponente verja de hierroforjado, adornada con escudo de armas. Aproveché elmomento en el que dos carruajes vacíos abandonabanel parque. Los dos batientes de la verja estaban abier-tos de par en par. Nadie acudió a cerrarla. Entré conun paso indolente, saqué un pequeño cuaderno del bol-sillo, y, apoyado contra el montante de la verja, simula-ba dibujar algún detalle arquitectónico. Permanecía enel sendero de grava que el pequeño pie de Bianka

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había pisado tantas veces. Mi corazón dejaba de latiracongojado ante la idea de que bajo el dintel de unapuerta, en el balcón, apareciera su silueta esbelta envestido blanco. Pero unos estores verdes, bajados,cerraban todas las puertas y ventanas. Ni el más leveruido traicionaba la vida oculta de aquella casa. El cielocomenzaba a oscurecerse en el horizonte, se oíanrelámpagos lejanos. Ni el menor soplo en el aire tibio.En el silencio de ese día gris, sólo los muros de la villa,de una blancura de tiza, hablaban el lenguaje de su ricaarquitectura, libre y ligera, que se expresaba en pleo-nasmos, en miles de variantes del mismo motivo. A lolargo de un friso corrían, a izquierda y derecha, encadencias simétricas, guirnaldas en relieve; las mis-mas se detenían, indecisas, en los ángulos de la casa.Desde lo alto de la terraza central descendía una esca-lera de mármol, patética y ceremoniosa, rodeada debalaustradas y vasos que se separaban de prisa, y lle-gada al suelo, parecía retroceder con una profundareverencia, recogiendo su vestido desplegado.Tengo un sentido del estilo particularmente agudo. Yaquel estilo me irritaba e inquietaba de una manerainexplicable. Su clasicismo ardiente, laboriosamentedominado, su elegancia aparentemente fría oculta-ban estremecimientos indefinibles. Era demasiadoardiente, demasiado acerado. Una gota de un venenodesconocido lo había convertido en sombrío, explosivoy peligroso.Desorientado, temblando de emoción, recorrí con sigi-lo la parte frontal de la villa, espantando a los lagartosdormidos en la escalera.

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En torno a un estanque circular, sin agua, la tierra apa-recía agrietada y todavía desnuda. Por aquí y por allá,un poco de verdor entusiasta, fanático, brotaba dealguna grieta. Arranqué un puñado de aquellas hierbasy lo deslicé en mi cuaderno. Temblaba, conmovidohasta el fondo del alma. Sobre el estanque el aire eragris, demasiado transparente y demasiado ondulantecon el calor. El barómetro fijado a un poste no lejos deallí indicaba un descenso inquietante. En aquel contor-no el silencio era absoluto. No se movía ni una brizna.Con los estores bajados, la villa parecía dormir, brillan-do con una blancura de tiza en una atmósfera de mor-tal entumecimiento. Súbitamente, como si aquel estan-camiento hubiera llegado a su punto crítico, un fer-mento florido enturbió el aire, descomponiéndolo enpétalos abigarrados, en tornasolados aleteos.Eran mariposas enormes y pesadas, ocupadas –enparejas– en los juegos del amor. Su agitación temblo-rosa, torpe, duró algunos instantes. Relámpagos decolores, se perseguían, se unían en vuelo. ¿O era sólouna fatamorgana surgida en el aire impregnado delolor a hachís? Blandí mi gorra y una mariposa ater-ciopelada vino a posarse en el suelo, con las alastemblorosas. La recogí. Una prueba más.

XXIV

He adivinado el secreto de ese estilo. Las líneas de esaarquitectura repetían desde hace tanto tiempo, con

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tanta voluptuosidad inoportuna la misma frase incom-prensible que he acabado por descifrar el código, hedesenmascarado la mistificación. En efecto, era unamascarada frágilmente urdida. En esas líneas rebus-cadas y ágiles, de una distinción exagerada, hay ungusto demasiado picante, demasiado ardiente, unacento de frenesí, de calor o violencia —en una pala-bra—, algo de florido, colonial y desdeñoso. Sí, ese esti-lo tiene un regusto repugnante, es vicioso, alambicado,tropical y cínico en extremo.

XXV

Se comprenderá hasta qué punto me conmovió esedescubrimiento. Líneas alejadas se acercaban y seunían, convergían en aproximaciones inesperadas.Conmovido, le revelé a Rudolf mi descubrimiento. Nomostró ninguna emoción. Incluso, con un movimientode impaciente descontento, me acusó de exagerar, defabular. Cada vez con más frecuencia me reprocha deser un mentiroso y un mistificador. Aunque aún sientoalguna simpatía por él, dueño del álbum, sus estallidosde odio desbordando amargura contribuyen a alejar-me. Pero no le hago ver que me hieren. Desgraciada-mente dependo de él. ¿Qué haría yo sin su álbum? Él losabe y se aprovecha de su superioridad.

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XXVI

Ocurren demasiadas cosas esta primavera. Demasia-das aspiraciones, numerosas y exorbitantes ambicio-nes hacen estallar sus oscuras profundidades. Suexpansión no conoce límites. Dominar esa empresainmensa, desmesuradamente crecida, sobrepasa misfuerzas. Queriendo descargar una parte del pesosobre los hombros de Rudolf, lo he nombrado co-regente. Naturalmente, anónimo. Él, yo y su álbum desellos, constituimos juntos un triunvirato oficiososobre el que pesan todas las responsabilidades de esegigantesco e indescifrable asunto.

XXVII

No tuve la audacia de rodear la villa para saber quéhay detrás. Intuí que sería descubierto. ¿Por qué,entonces, tuve el sentimiento de haber estado allí unavez, hace mucho tiempo? ¿Acaso, en el fondo, no cono-cemos por anticipado todos los paisajes que encontra-mos en el transcurso de nuestra vida? ¿Es posible queocurra algo enteramente nuevo, algo que no hayamospresentido en lo más profundo de nosotros mismos?Yo sé que un día, a una hora tardía, estaré allí, en elumbral de los jardines, cogido de la mano con Bianka.Entraremos en esos rincones olvidados, entre viejos

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muros que encierran parques envenenados, en esosparaísos artificiales de Poe saturados de cicuta, ador-mideras y plantas trepadoras de jugos opiáceos, febri-les bajo un cielo cobaltado como el de muy antiquísi-mos frescos. Despertaremos el mármol blanco de unaestatua que dormita, con los ojos vacíos, en esemundo más allá de los márgenes, más allá de los con-fines de un atardecer marchito. Asustaremos a suúnico amante, un vampiro rojo dormido en su seno,con las alas plegadas. Volará sin ruido, flexible, blando,ondulante, despojo seco, rojo carmíneo, sin esqueletoni sustancia, revoloteará batiendo las alas, se esfuma-rá sin dejar huella en el aire coagulado. Franquea-remos una pequeña verja, entraremos en un clarovacío. La vegetación estará allí quemada como el taba-co, como una pradera al final del verano indio. Ocurrirátal vez en el estado de New Orleans o Louisiana: lospaíses son sólo un pretexto. Nos sentaremos en elborde de piedra de un estanque cuadrado. Biankameterá sus dedos pálidos en el agua tibia en la que flo-tarán hojas amarillecidas, no levantará los ojos. Delotro lado del estanque permanecerá sentada una figu-ra negra, delgada y oculta tras un velo. “¿Quién es?”preguntaré con un murmullo. Bianka moverá la cabe-za y responderá en voz baja: “No tengas miedo, noescucha, es mi madre, está muerta. Ella mora aquí.”Después me dirá las cosas más dulces y más tristes.Y ya no habrá consuelo. Caerá el crepúsculo…

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XXVIII

Los acontecimientos se suceden con una rapidez ver-tiginosa. El padre de Bianka ha llegado. Me encontraba parado en la esquina que hace la calle de las Fuentescon la del Escarabajo, cuando vi pasar una limusina bri-llante, abierta, de carcasa ancha y plana como unaconcha. Dentro de la gran concha de seda vi a Bianka,recostada, en vestido de tul. El borde vuelto de su som-brero sujeto por una cinta anudada bajo el mentónarrojaba una sombra sobre su perfil delicado. Casidesaparecía entre la espuma blanca de su vestido. Asu lado estaba sentado un personaje que vestía unalevita negra y un chaleco de piqué blanco en el que bri-llaba una pesada cadena dorada, adornada con multi-tud de colgantes. Bajo el sombrero hongo –negro,ajustado hasta las orejas–, una cara gris, hermética ysombría, rodeada por gruesas patillas. Me estremecíal verlo. Ninguna duda era posible. Aquel hombre erael señor de V…Cuando el elegante carruaje pasó cerca de mí con unruido amortiguado, Bianka le dijo algo a su padre quese volvió, dirigiendo hacia mí la mirada de sus grandesgafas negras. Tenía el semblante de un león gris sincrines. Bajo una intensa agitación emocional, perdiendo casila razón, excitado por los sentimientos más contradic-torios, exclamé: “¡Cuenta conmigo!…” y: “¡…hasta la últi-ma gota de sangre!…” y disparé al aire con la pistolaque había sacado de un bolsillo interior.

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XXIX

Muchos son los indicios que permiten creer queFrancisco José I fue en el fondo un poderoso y tristedemiurgo. Sus ojos estrechos, pequeños botones inex-presivos incrustados en los deltas triangulares de lasarrugas, no eran los de un hombre. La forma de surostro, encajado entre las patillas blancas peinadashacia atrás como las de los dragones japoneses, ledaba un parecido de viejo zorro taciturno. Visto delejos, apareciendo en las alturas de las terrazas deSchönbrunn28 y gracias a una disposición particular delas arrugas, esa cara parecía sonreír. Visto de cerca,la sonrisa no era más que un rictus de amargura deun banal realismo que no reflejaba ni la menor chispade un ideal. En el momento en que apareció sobre elescenario del mundo, adornado con el penacho verdede general, vestido con un abrigo turquesa que llegabaal suelo, ligeramente encorvado y la mano levantadaen un saludo militar, el mundo venía de alcanzar en suevolución un feliz límite. Habiendo agotado su conteni-do en metamorfosis infinitas, las formas colgaban delas cosas sin adherirse a ellas, a punto de escamarse,maduras por el abandono. El mundo atravesaba unamuda violenta, salía del huevo cubierto de colores jóve-nes, chispeantes, inauditos, deshacía con placer todoslos nudos y todos los obstáculos. Había faltado pocopara que el mapa del mundo, esa tela cubierta de man-chas de color, saliese volando por los aires, inspirado yondulante. Francisco José I lo había sentido como unaamenaza personal. Su elemento era un mundo encau-

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zado por los reglamentos, la prosa, el pragmatismodel aburrimiento. Su alma era la de las cancillerías ylos distritos. Y, cosa curiosa, ese anciano seco, desensibilidad apagada, de ningún modo atractivo,había conseguido poner de su lado a una buena partede la creación. Con él, todos los buenos padres defamilia leales y previsores se sintieron amenazados yrespiraron con alivio cuando ese poderoso demoniose tendió con todo su peso sobre las cosas y frenó elvuelo del mundo. Francisco José I cuadriculó elmundo imponiéndole rúbricas, reguló su curso conayuda de certificados, lo enmarcó con actas procesa-les y lo previno contra un descarrilamiento hacia lodesconocido, hacia lo azaroso, –en una palabra–hacia lo incalculable.Francisco José I no fue enemigo de una alegría justay piadosa. Fue él quien, movido por una especie debondad previsora, imaginó para el pueblo la loteríareal-imperial, los libros de la clave egipcia de los sue-ños, los almanaques ilustrados y las tiendas de taba-co. Unificó el servicio celeste: vistiéndolo con un uni-forme azul simbólico,2 9 soltó por el mundo, dividido enescalafones y rangos, al personal de las legionesarcangélicas disfrazados de carteros, ferroviarios yagentes del fisco. El último de esos correos celestesconserva en su cara un reflejo de la sabiduría secularprestada del Creador y una sonrisa de sencillez con-descendiente enmarcada por las patillas, incluso aun-que sus pies apesten a sudor como consecuencia delas agotadoras caminatas terrestres.Mas, ¿quién ha oído hablar alguna vez de un complotdesarrollado al pie del trono, de una gran revolución de

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palacio cortada de raíz cuando comenzaba el gloriosoreinado del Todopoderoso? Los tronos no alimentadoscon sangre se marchitan, su vitalidad crece proporcio-nalmente al mal cometido, a la masa de vidas negadas,a la diversidad prohibida y rechazada. Desvelamos aquíasuntos misteriosos, tocamos los secretos de Estadosellados con mil sellos de silencio. El Demiurgo tenía unhermano menor que no se le parecía en nada. ¿Quiénno tiene un hermano menor, bajo una forma u otra,que lo sigue como una sombra, como su antítesis,compañero de un diálogo eterno? Según una ciertaversión de la historia, sólo era un primo; según otra,nunca llegó a existir. Únicamente se podría deducir suexistencia de los temores, de los delirios del Demiurgoque hablaban en su sueño. Tal vez hizo él mismo unaimitación tosca, que lo haya sustituido no importacómo para poder representar ese drama simbólico,repetir por la enésima vez, ritualmente, el acto originaly fatal, inagotable a pesar de sus infinitas encarnacio-nes. Ese antagonista desdichado, nacido facultativa-mente, desfavorecido de oficio, si puede decirse, enrazón del papel que le incumbía, se llamaba archidu-que Maximiliano30.. Ese nombre, aun pronunciado envoz baja, hace circular en nuestras venas una sangrenueva, más clara y más roja, color del entusiasmo, dellacre de las cartas y del lápiz que trazó los telegramasfelices de allá. Tenía las mejillas sonrosadas y ojos azu-les radiantes, todos los corazones corrían hacia él, lasgolondrinas le cortaban el camino con chillidos de ale-gría, lo rodeaban de comillas vibrantes. El mismoDemiurgo le amaba en secreto aun calculando su pér-dida. Lo nombró primero gran almirante de la flota

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levantina, esperando que al correr la aventura de losmares del sur se ahogara miserablemente. Mas, pron-to firmó un acuerdo secreto con Napoleón III quien,pérfidamente, arrastró a Maximiliano en la expediciónmexicana. Todo había sido organizado. Tentado por lailusión de un mundo nuevo y feliz que él levantaría a ori-llas del Pacífico, aquel joven lleno de ardor e imagina-ción renunció a todos los derechos al trono y a laherencia de los Habsburgo. En “Le Cid”, paquebote delas líneas marítimas francesas, viajó directamentehasta la trampa tendida. Las actas de aquella conjurasecreta no vieron nunca la luz del día31.Así desapareció la última esperanza de los descon-tentos. Después de la muerte de Maximiliano,Francisco José I prohibió el uso del color rojo bajo elpretexto del duelo de la corte. El negro y el amarillose convirtieron en los colores oficiales. El color ama-ranto, estandarte del entusiasmo, sólo se enarbola-ba secretamente en ciertos corazones. Sin embargo,el Demiurgo no consiguió extirparlo completamentede la naturaleza. ¿No está virtualmente presente enla luz del sol? Basta con cerrar los párpados para verolas de color amaranto. El papel fotográfico sequema con esa misma luz roja del resplandor prima-veral que sobrepasa todos los límites. Los toros lleva-dos por las calles de la villa, con un trozo de franeladelante de los cuernos, ven como retazos brillantes yagachan la cabeza dispuestos a embestir a torerosimaginarios que huyen con pánico a través de lasarenas ardientes. En ocasiones, durante todo un día el sol estalla detrásde los montones de nubes con contornos rutilantes y

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cromáticos, donde el rojo, rompiendo el dibujo, apare-ce a lo largo de todas las crestas. La gente caminaentonces con los ojos cerrados, deslumbrada comopor explosiones de cohetes, de fuegos de Bengala ybarriles de pólvora. Después, al anochecer, ese fuegohuracanado del cielo se debilita, el horizonte se redon-dea, se embellece entonces llenándose de azul, bola decristal encerrando un panorama del mundo en minia-tura, por encima del cual, coronación suprema, lasnubes se disponen en abanico: balanceo de medallasdoradas o sonido de campanas, letanías rosas. La gente se reúne en la plaza del mercado, silenciosabajo la enorme y luminosa cúpula, constituyendo sinsaberlo grupos del gran final inmóvil, una escena deatenta espera, las nubes se elevan cada vez másrosas, y en el fondo de todos los ojos hay una profundacalma y un reflejo de la claridad lejana; súbitamente,mientras esperan así, el mundo alcanza su cenit, suúltima perfección. Los jardines se ordenan en el inte-rior de la bóveda cristalina del horizonte, el verdor delmes de mayo espumea, hierve y desborda, las colinasadquieren la forma de las nubes: habiendo alcanzadola cumbre, la belleza del mundo se echa a volar paraentrar en la eternidad.Y mientras que la gente permanecía todavía inmóvil,con la cabeza agachada, hechizada por el gran vueloluminoso del mundo, aquél a quien se esperaba incons-cientemente sale corriendo de entre la muchedumbre,mensajero jadeante, todo rosa, vestido con un bello tri-cot frambuesa, adornado con campanillas, medallas ycondecoraciones. Atravesó la plaza limpia, bordeadapor la muchedumbre silenciosa, aún colmada de arre-

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bato y anunciación, suplemento imprevisto, resultadofeliz de un día resplandeciente. Dio la vuelta a la plaza,una vez, dos veces, siete veces, consumando bellos cír-culos mitológicos, muy delimitados, muy dibujados.Corrió sin prisa, con los párpados entornados, comoavergonzado, con las manos sobre las caderas. Suvientre un poco pesado se movía al ritmo de suspasos. En su rostro empurpurado por el esfuerzo bri-llaba el sudor, mientras que las medallas, las condeco-raciones y las campanillas, atavíos de boda, saltan ytintinean en su pecho bronceado. Se le ve a lo lejos,con un envolvente giro parabólico se acerca al son delas campanillas, bello como un dios, increíblementerosa, con el torso inmóvil, mirando de soslayo, ahuyen-tando a golpes de látigo a la jauría de perros que loacosaban entre ladridos.Entonces, desarmado por la armonía general,Francisco José I proclama una amnistía tácita, permi-te el rojo, y lo permite para esa única noche de mayo,bajo una forma diluida y dulzona, y –reconciliado con elmundo y con su antítesis– se muestra al pueblo desdeuna de las ventanas de Schönbrunn; en ese momento,lo ven en todo el mundo, desde todos los horizontesdonde, alrededor de las plazas de mercado bien barri-das, colmadas por una muchedumbre silenciosa,corren atletas rosas. Aparece como una enorme apo-teosis real-imperial sobre el fondo de las nubes, conlevita turquesa, con la cinta de Gran Maestre de laOrden de Malta, apoyando sus manos enguantadas enla balaustrada de la ventana, los ojos achicados por unrictus imitando la sonrisa en medio de los deltas dearrugas: sus ojos, dos botones azules sin bondad y sin

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gracia. Permanece de pie, zorro desilusionado maqui-llado en imagen de bondad, con una mueca por sonri-sa en su rostro sin humor ni genio.

XXX

Después de largas vacilaciones le conté a Rudolf losacontecimientos de los últimos días. No podía guardarpara mí ese secreto que me subía a la boca. Con elrostro súbitamente ensombrecido, Rudolf me acusóde mentir, sus celos estallaron al fin de forma eviden-te. Todo eso es una farsa, una farsa desvergonzada,gritaba recorriendo a grandes pasos la pieza y levan-tando los brazos al cielo. ¡Extraterritorialidad!¡Maximiliano! ¡México! ¡Ah! ¡Ah! ¡Plantaciones de algo-dón! Era suficiente, se acabó, él no admitiría que suálbum fuese utilizado para semejantes empresas. Seterminó la asociación. El contrato estaba denunciado.Se tiraba de los pelos. Estaba fuera de sí, dispuesto atodo. Intenté explicarme, calmarlo, yo estaba muy asustado.Le concedí que en efecto el asunto a primera vistaparecía increíble. Yo mismo –le dije– estoy asombra-do. Nada extraño, pues, que se niegue a admitirlo, todavez que no estaba preparado para eso. Invoqué a sucorazón y a su honor. ¿Se quedará con la concienciatranquila, al retirarme su ayuda, justamente ahoracuando el asunto entra en su fase decisiva, consegui-

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rá que todo fracase negándome su participación?Finalmente, me comprometí a probarle con la ayudadel álbum que todo era verdad, palabra por palabra. Un poco más apaciguado, abrió el álbum. Nuncaantes yo había hablado con tanta elocuencia y ardor,me superaba a mí mismo. Aludiendo a los sellos,rechacé todos los reproches, disipé todas las dudas y,yendo más lejos, llegué a conclusiones tan revelado-ras que yo mismo me quedé deslumbrado ante lasperspectivas que las mismas abrían. Rudolf se calla-ba, convencido, ya no era cuestión de romper nuestrae n t e n t e .

XXXI

¿Puede considerarse verdaderamente un azar elhecho de que un museo de figuras de cera, un granteatro de ilusión –extraordinario panóptico32– llegarapor esos días y acampase en la plaza de SantaTrinidad? Yo lo había previsto desde hacía tiempo y selo anuncié triunfalmente a Rudolf.La tarde era ventosa e inquieta. A intervalos, caía undébil sirimiri. En el horizonte amarillo y apagado, el díase disponía a morir, desplegando sus toldos grisessobre el cortejo de nubes que se iban una tras otrahacia los más allá frescos y nocturnos. Las últimasestelas lejanas del sol poniente aparecieron todavía uninstante, cayendo sobre una llanura espejeante de

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grandes lagos. Un reflejo amarillo, aterrado, ya conde-nado, cortó al bies una mitad del cielo: la cortina cayórauda, los tejados brillaron con una pálida luz húmeda,la noche descendió sobre la ciudad y algunos instantesmás tarde los canalones se pusieron a cantar un airemonótono. El panóptico estaba ya iluminado. En el crepúsculo rápi-do y ansioso, en la luz carmínea del día agonizante, lagente se apresuraba, siluetas oscuras bajo los para-guas abiertos, ante la entrada de la carpa donde paga-ban con respeto su localidad a una dama escotada, flo-rida, centelleante, adornada de joyas y llevando unacorona dorada en la boca, busto viviente, atado y pinta-do, desapareciendo en la sombra de las colgaduras deterciopelo.Franqueando las puertas abiertas, penetramos en elespacio iluminado. Había ya mucha gente. Algunos gru-pos, con abrigos mojados por la lluvia y los cuellos alza-dos, deambulaban en silencio, se detenían formandosemicírculos recogidos. Entre ellos, reconocí sin dificul-tad a los otros, a aquellos que en apariencia aún eranparte del mismo mundo pero en realidad llevaban unavida separada, embalsamada, una vida de representa-ción colocada sobre un pedestal, expuesta a las mira-das, vestida de etiqueta y vacía. Se mantenían de pieen un silencio sobrecogedor, ataviados con solemneslevitas, chaqués y chaquetas de buen tejido, confeccio-nadas a la medida. Estaban muy pálidos, con máculasrojas en las mejillas dejadas por su última enfermedad,de la que habían muerto, y los ojos brillantes. Desdehace mucho tiempo no hay ni un solo pensamiento ensus cabezas, únicamente el hábito de exhibirse desde

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todos los lados, el vicio de ofrecerse en representa-ción, que los sostenía en ese último esfuerzo. Deberíanestar ya en la cama, después de haber tragado unacucharada de medicamento, envueltos entre las sába-nas frías, y con los ojos cerrados. Era un abuso obligar-les a permanecer hasta tan tarde en sus zócalos ysillas sobre las que se mantenían rígidos, con los piesenfundados en zapatos de charol, infinitamente distan-tes de su vida de antaño, completamente privados dememoria. Desde que abandonaron la casa de locos,donde permanecieron un cierto tiempo como en elpurgatorio, considerados como maníacos, antes detraspasar el último umbral de su boca colgaba, comola lengua de un estrangulado, su último grito. No, esosno eran los Dreyfus, los Edison ni los Lucceni comple-tamente auténticos, sino en una cierta medida simula-dores. Quizá eran en efecto locos cogidos en flagrantedelito, en el momento mismo en que esa deslumbran-te idee fixe los había poseído, o su locura era verdad;hábilmente aislada, pura como un elemento y ya inmu-table, se convirtió en el pivote de su nueva existencia.Desde entonces, sólo tenían ese único pensamiento-exclamación en la cabeza y se apoyaban en él, con unpie en el aire, petrificados en pleno vuelo.Pasando de un grupo al otro, con una creciente ansie-dad lo buscaba con la mirada. Finalmente lo encontré;no vestía el impecable uniforme de almirante de la flotalevantina, que llevaba en el momento de abandonarToulon en “Le Cid,” ni tampoco el uniforme verde degeneral de caballería, que se ponía habitualmente alfinal de sus últimos días. Estaba vestido con una sim-ple levita de largos faldones plisados, pantalón claro,

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un falso cuello alto con pechera le sostenía el mentón.Nos detuvimos los dos, Rudolf y yo, embargados por laemoción y el respeto, mezclados a un grupo de hom-bres que formaban un círculo en torno a él.Súbitamente, me quedé frío hasta la médula. A trespasos de allí, en la primera fila de espectadores, vi aBianka, en vestido de tul, acompañada de su institutriz.Ella también miraba. Su cara adelgazada estaba muypálida, sus ojos apagados, llenos de sombra, teníanuna expresión de tristeza mortal. Permanecía inmóvil, con las manos cruzadas ocultasentre los pliegues de su vestido, los ojos llenos de lutobajo la línea severa de las cejas. Mi corazón se crispódolorosamente. Seguí maquinalmente su mirada, yesto es lo que vi: la cara de Maximiliano se animó, des-pertó, una sonrisa levantó la comisura de sus labios,sus ojos parecieron brillar y se movieron en sus órbi-tas, un suspiró levantó su pecho donde refulgieronmedallas. No era un milagro, sino un truco puramentetécnico. Una vez animado, el archiduque iniciaba elceremonial de bienvenida33 según el principio de sumecanismo, ceremoniosamente, con arte, como teníapor costumbre cuando vivía. Su mirada se deslizabasobre los presentes, deteniéndose en cada uno porseparado.Así se encontraron sus miradas. Él se estremeció,vaciló, tragó saliva como si fuese a decir algo, peropronto, obedeciendo al mecanismo, apartó los ojos ysu mirada continuó deslizándose sobre otros rostros,siempre con la misma sonrisa intimidante y feliz.¿Había notado la presencia de Bianka? ¿Puso en ellasu corazón? ¿Quién podía saberlo? Además, no era él

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mismo en el sentido propio del término, apenas undoble alejado de su verdadera persona, muy disminui-do y en un estado de profunda postración. Mas, sinos atenemos a los hechos, había que admitir que élera, digamos, su propio pariente, incluso quizás élmismo, en la medida en que eso era todavía posibletanto tiempo después de su muerte. Sin duda le eradifícil, para esa resurrección en cera, entrar exacta-mente en su piel. A pesar de todo, se había necesa-riamente deslizado en él en esta ocasión algo nuevo,amenazador, algo extraño, que procedía de la locuradel genial maníaco que había concebido, y eso sólopodía llenar a Bianka de terror. Si un hombre grave-mente enfermo recuerda poco a aquél que ha sidoantes, ¿qué decir de un resucitado a pesar de símismo? ¿Cómo se comportaba ahora frente a eseser salido de su sangre? Con una fingida alegría, for-zando la nota, representaba su comedia de empera-dor-bufón, sonriente y soberbio. ¿Había sido llevado atanta simulación como consecuencia de las miradasque le echaban en ese hospital las figuras de ceradonde vivían todos bajo la amenaza de los rigores delasilo, tenía tanto miedo de los vigilantes que lo espia-ban desde todos los rincones? Penosamente salidode una locura, propia, curado y finalmente salvado,¿temía ser precipitado de nuevo en el desorden, enel caos?Cuando mi mirada se encontró de nuevo con Bianka, vique había ocultado su rostro en un pañuelo. La institu-triz le rodeaba los hombros con un brazo, sus ojos deesmalte, vacíos, brillaban. Yo no podía soportar más eldolor de Bianka, los sollozos me oprimían la garganta,

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le tiré a Rudolf de una manga. Nos dirigimos hacia las a l i d a .A nuestras espaldas, aquel ancestro maquillado, aquelabuelo en la flor de la vida continuaba enviando a laredonda su saludo vehemente y soberano; con unaumento de celo había incluso levantado el brazo, arro-jando casi, desde el fondo de su silencio inmóvil, besostras nuestros pasos. Entre el zumbido de las lámparasde acetileno y el suave murmullo de la lluvia contra lostoldos de la carpa, se levantaba sobre la punta de lospies con esfuerzo, completamente enfermo, y, comotodos ellos, aspirando a la mortaja.En el vestíbulo, el busto maquillado de la cajera nosdirigió la palabra, sus diamantes y su corona dental ful-guraron sobre el fondo de las mágicas colgaduras.Nosotros salimos a la noche rutilante y tibia. El aguachorreaba de los tejados brillantes, los canalones llo-raban con una voz monótona. Nos pusimos a correrbajo aquel aguacero iluminado por las farolas quezumbaban con la lluvia.

XXXII

¡Oh, abismo de la vileza humana, oh, intriga infernal!¿En qué alma pudo engendrarse esa idea venenosa ysatánica que supera los sueños más locos? Cuantomás profundizo en su insondable bajeza, más admiroen ese complot criminal la perfidia sin límites, el brillodel genio del mal.

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Así, pues, el presentimiento no me había engañado.Aquí, entre nosotros, bajo apariencias de lealtad, enuna época de paz general y de vigencia de los tratadosinternacionales, se cometía un crimen de lesa majes-tad. Un sombrío drama se desarrollaba en medio deun silencio absoluto, tan bien disimulado que nadiepudo adivinarlo ni descubrirlo bajo las apariencias ino-centes de esta primavera. ¿Quién hubiera sospecha-do que entre ese maniquí amordazado, mudo, de ojosartificialmente animados, y Bianka, tan delicada, tanbien educada, se desarrollaba una tragedia familiar?¿Quién era Bianka? ¿Debemos al fin levantar el velodel secreto? ¿Qué importa si no descendía de laemperatriz legítima de México3 4, ni incluso de la espo-sa morganática, Isabel de Orgaz, cuya belleza habíaseducido al archiduque desde que la vio aparecersobre la escena de una ópera ambulante? ¿Qué importa si su abuela fue aquella pequeña criollaa quien él llamaba tiernamente Conchita y que bajo esenombre entró en la historia, por la escalera de serviciosi se puede decir? Las informaciones que pude reco-ger sobre ella en el álbum de sellos se pueden resumiren pocas palabras.Después de la caída del emperador, Conchita partiócon su pequeña hija a París donde vivió de su renta deviuda, inquebrantablemente fiel a su imperial amante.La historia pierde aquí la huella de ese personajeentrañable; quedan las conjeturas y las intuiciones.Nada sabemos del matrimonio de su hija ni de la suer-te de ésta. En cambio, en 1900, una cierta señora deV., persona de una extraordinaria belleza exótica,acompañada de su marido y su pequeña hija, dejaFrancia por Austria, provista de un pasaporte falso.

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En Salzburgo, en la frontera bávara, en el momento desubir al tren de Viena, toda la familia es arrestada porlos gendarmes austriacos. Cosa extraña, después dela comprobación de sus falsos papeles, el señor de V.es puesto en libertad, sin embargo no hace ningunagestión para liberar a su mujer y su hija. El mismo día,regresa a Francia y desaparece sin dejar huella. Aquí,todos los hilos se pierden por completo. ¡Con quéentusiasmo los encontré nuevamente, surgiendo entrazos de fuego de las páginas del álbum! Mi mérito ymi descubrimiento son el de haber identificado al nom-brado V. como un personaje muy sospechoso, conoci-do bajo otro nombre y en un distinto país. Pero,¡chist!… Ni una palabra más por el momento. Nosbasta con saber que la genealogía de Bianka está veri-ficada sin ninguna duda posible3 5.

XXXIII

He aquí para la historia. Pero la historia oficial no estácompleta. Hay en ella vacíos intencionados, largas pau-sas y silencios donde la primavera se instala inmedia-tamente. Con presteza ha llenado los blancos con lashojas que derrama sin contar; las absurdidades de lospájaros, sus controversias falsas y sus repeticionesobstinadas, sus preguntas ingenuas para las que nohay respuesta borran las pistas. Hay que tener muchapaciencia para encontrar el texto entre tanto enredo.

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A eso sólo nos puede llevar un análisis gramatical dela primavera, de sus frases y periodos. ¿Quién, qué?¿A quién, a qué? Se trata de eliminar el guirigay confu-so de los pájaros, sus adverbios y pronombres agudos,sus pronombres personales fáciles de espantar, paraseparar poco a poco el grano de la paja. El álbum desellos me sirve aquí como una guía preciosa. ¡Estúpida,simplista primavera! Se instala en las cosas sin discer-nimiento, confundiendo el hechizo y la necedad, burlo-na, despreocupada, siempre indolente. ¿Será ella tam-bién un aliado de Francisco José I, formará tambiénparte del complot? No hay que olvidar que la menorpizca de buen sentido que brota en esta primavera esinmediatamente ensordecida por el parloteo absurdoy estrafalario. Los pájaros borran las huellas, enmara-ñan los cálculos metiendo por todas partes una pun-tuación errónea. Es así como la verdad es rechazadapor esa primavera exuberante que siembra flores yhojas sobre cada palmo de terreno, en el menorintersticio. La verdad expulsada, ¿dónde encontraráasilo si no es allí donde nadie la busca: en los almana-ques y los calendarios populares, en los cantares deciego cuyo texto desciende en línea directa del álbumde sellos?

XXXIV

Después de semanas soleadas, siguieron algunos díasnubosos y cálidos. El cielo se oscureció como en los

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antiguos frescos, en un silencio sofocante las nubes seamontonaron: campo de batalla trágico de la escuelanapolitana. Sobre el fondo de aquellos torbellinoscobaltados y plomizos, las casas brillaban con unablancura violenta, todavía resaltada por las sombrasnetas de las cornisas y pilastras. La gente caminabacon la cabeza baja, llena de una oscuridad interior que–como antes de una tormenta con sus descargaseléctricas– se abría paso en ella. Bianka no viene ya al parque. Sin duda la vigilan, le impi-den salir. Han olfateado el peligro. Hoy he visto en la ciudad a un grupo de hombres, ves-tidos con levita negra y sombrero de copa, atravesan-do la plaza del mercado con un paso mesurado dediplomáticos. Las pecheras blancas de sus camisasbrillaban en el aire azulado. Examinaban las casascomo si calcularan su valor. Avanzaban lentamente.Sus caras estaban recién afeitadas, sus bigotesnegros como el carbón, sus ojos brillantes y expresi-vos. En ocasiones se quitaban el sombrero parasecar sus frentes perladas de sudor. Todos altos, del-gados, de mediana edad, con semblantes curtidos deg a n s t e r s .

XXXV

Los días se hicieron oscuros, nublados y grises. La tor-menta lejana pesa día y noche sobre el horizonte, sin

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romper en lluvia. En medio de un gran silencio, un soploatraviesa a veces el aire de acero: olor de la lluvia,brisa húmeda. Mas, enseguida, de nuevo enormes suspiros ascien-den de los jardines donde los follajes se espesan toda-vía. Las banderas cuelgan inertes, empañadas, derra-mando en el aire espeso las últimas olas de color. Enocasiones, en la esquina de una calle alguien vuelvehacia el cielo un perfil recortado por la sombra, un ojohorrorizado y brillante, escucha el ruido de los espa-cios infinitos. Las golondrinas negras y blancas, flechaspuntiagudas y temblorosas, cortan en zigzags el fondodel aire. Ecuador y Colombia anuncian la movilización general.En medio de un silencio amenazador, batallones deinfantería se apresuran hacia los muelles del puerto,pantalones blancos, correajes blancos cruzados sobreel pecho. El capricornio chileno se ha encabritado36. Sele ve por la noche sobre el fondo del cielo, animal paté-tico, petrificado de horror, con sus pezuñas en el aire.

XXXVI

Los días se abisman en la sombra y el sueño. El cielose ha cerrado, levantó barricadas, la tormenta creceallí cada vez más negra, el cielo bajo se calla. La tierraquemada ya no respira. Sólo los parques empujanhasta perder el aliento, inconscientes y ebrios prodi-

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gan hojas, cubren con su sustancia fresca todas lasgrietas. (Los brotes eran pegajosos, dolorosos y supu-rantes; ahora sanan con el verdor, cicatrizan. Ese ver-dor ya ha cubierto y apagado el reclamo extraviado delcuco, sólo se oye una voz sofocada, perdida en loscorredores profundos, desapareciendo bajo la avalan-cha del florecimiento feliz).¿Por qué las casas brillan así en el paisaje sombrío? Amedida que se acentúa la susurrante umbrosidad delos parques, más cegadora se vuelve la blancura de lasparedes que reluce sin sol con un cálido destello de tie-rra quemada, cada vez más intensa, como si en un ins-tante fuese a cubrirse con negras máculas de un abi-garramiento enfermizo.Los perros corren como embriagados, con los hocicosal aire. Trastornados, excitados, olfatean, escudriñanen el verde vaporoso.Hay algo que intenta fermentar en el murmullo conden-sado de esos días nubosos, algo extraordinario, enor-me. Yo busco, intento adivinar qué acontecimientopodría corresponder a esa espera arborescente, quese convierte en una carga enorme, a ese descenso depresión barométrica.En alguna parte del mundo crece y adquiere importan-cia eso para lo que la naturaleza ha preparado talmolde, ese hiato sin un soplo, que el perfume de laslilas no llega a colmar.

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XXXVII

¡Negros, negros, multitud de negros en la ciudad! ¡Seles ha visto aquí y allá, en diferentes lugares al mismotiempo! Van por las calles, banda harapienta y chillona,invaden las tiendas de alimentación, las devastan.Bromas, risas, empujones, enormes ojos abiertosmoviendo sus blancas escleróticas, sonidos guturalesy dientes blancos, brillantes. Cuando la policía se movi-lizaba, desaparecieron como alcanfor.Lo había presentido, no podía ser de otra manera.Consecuencia inevitable de la presión atmosférica.Ahora mismo me doy cuenta que lo había intuidodesde el comienzo: esta primavera tiene un trasfondode negros.¿Negros en este clima? ¿De dónde vienen esas hor-das con pijamas de algodón a rayas? ¿Es que el granBarnum37 habrá instalado su campamento en estosparajes, con su innumerable cortejo de hombres, deanimales y demonios, sus trenes estarán detenidos nolejos de allí, llenos del alboroto de los ángeles, de ani-males extraños y acróbatas? No, no. Barnum estálejos. Mis sospechas van en muy distinta dirección.Pero no diré nada. Es por ti que yo me callo, Bianka, yninguna tortura podrá arrancarme una confesión.

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XXXVIII

Ese día me vestí larga y cuidadosamente. Al fin, ya pre-parado y delante del espejo di a mi cara una expresiónde firmeza implacable. Comprobé mi pistola antes dedeslizarla en un bolsillo del pantalón. Todavía me echéuna ojeada ante el espejo, me palpé la levita a la alturadel pecho donde estaban ocultos los documentos.Estaba preparado para afrontarlo.Me sentía tranquilo y decidido a todo. ¿No se tratabade Bianka? Por ella, ¿de qué no sería yo capaz?Había decidido no confiarle nada a Rudolf. A medidaque lo observaba, mi opinión se fortalecía: era unpájaro de bajo vuelo, incapaz de elevarse por encimade lo común. Estaba harto de esa cara petrificada,consternada, pálida de envidia, con la que acogía misrevelaciones. El camino no era largo, lo recorrí sumido en mis pen-samientos. Cuando la enorme puerta de hierro forjadose cerró detrás de mí, me encontré en un clima dife-rente, en una región extraña y fresca del gran año. Lasramas negras de los árboles delimitaban un tiempoaparte, sus cimas aún desnudas apuntaban hacia uncielo blanco y alto que discurría por encima de ellas,cielo de otra latitud, estrechamente demarcado porlos senderos, cortado del mundo y olvidado como ungolfo sin salida. Las voces de los pájaros, veladas y per-didas en los espacios, dibujaban el contorno de unsilencio pesado y gris, reflejado del revés en el aguatranquila del estanque, y el mundo se precipitaba cie-

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gamente en ese reflejo, en ese sueño todopoderoso:zarcillos de los árboles al revés huyendo hacia el infi-nito, palor movedizo sin término y sin límite.Con la cabeza alta, frío y completamente dueño de mí,me hice anunciar. Me pasaron a un hall invadido poruna tamizada claridad. Reinaba allí una penumbraestremecida de un lujo discreto. Por una ventanaabierta, orificio de una flauta, entraban bocanadas deaire desde el jardín, ligeramente perfumado como elaire de una habitación de enfermo. El soplo invisiblepenetrando a través de las cortinas suavemente hin-chadas, animaba los objetos que se despertaban conun suspiro, arpegios angustiados recorrían las filas devasos venecianos en una gran vitrina, las hojas de lostapices crujían, inquietas y plateadas. Después las paredes se apagaban, volvían a sumirseen la penumbra, y su sueño tapizado, desde hacemucho tiempo encerrado entre esos tallos, desperta-ba súbitamente en un delirio de aromas; así, a travésde las praderas calcinadas de antiguos herbariospasan vuelos de colibríes y manadas de bisontes,incendios de estepas y caballos, una cabellera atada ala silla de montar.Extraño. Esos antiguos interiores no pueden encontrarla paz fuera de su pasado oscuro y convulso: en susilencio, historias consumadas, terminadas, intentanrepresentarse una vez más, las mismas situacionescomponiendo variantes infinitas, representadas adnauseam por la dialéctica estéril de las tapicerías. Susilencio podrido y desmoralizado se descompone en eltranscurso de meditaciones solitarias y recorre lasparedes donde provoca oscuros relámpagos. ¿Por

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qué ocultarlo? ¿No había que calmar aquí, cada noche,emociones demasiado violentas, paroxismos de fiebreque aliviaban inyecciones de drogas secretas, drogasque llevaban a paisajes insospechados, tranquilos ydulces, más allá de los tapices, donde brillaban losreflejos de aguas lejanas?Oí un ruido. Precedido por el lacayo, descendía la esca-lera. Era de baja estatura, aunque fuerte; de adema-nes sobrios, parecía ciego detrás del reflejo de susgrandes gafas con montura de carey. Por primera vezme encontraba cara a cara con él. Era impenetrable,mas, después de mis primeras palabras, vi no sinsatisfacción que dos arrugas de sufrimiento y amargu-ra le marcaban el rostro. Mientras que, protegido porel bastión de sus gafas, se confeccionaba la máscarade una suprema invulnerabilidad, vi cómo se deslizabaentre los pliegues de esa máscara el pálido horror.Poco a poco, pareció interesado; por su expresiónatenta comprendí que solamente ahora comenzaba aapreciarme en mi justo valor. Me hizo entrar en sudespacho situado al lado del hall. Cuando entrábamos,pude ver cómo una mujer vestida de blanco se aparta-ba, inquieta, como si hubiera sido sorprendida escu-chando tras la puerta, y después se alejaba hacia elfondo de la casa. ¿Era la institutriz de Bianka? Al fran-quear el umbral de la pieza, me pareció que entrabaen una jungla. Allí reinaba un crepúsculo glauco rayadopor las sombras de los estores cerrados. Las paredesestaban cubiertas de cuadros de botánica, en grandesjaulas retozaban pequeños pájaros de todos los colo-res. Queriendo sin duda ganar tiempo, se puso a expli-carme las armas primitivas: jabalinas, boomerangs y

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tomahawks dispuestos sobre las paredes. Mi sensibleolfato me permitió detectar el olor del curare.38 En elmomento en que manipulaba una especie de alabardaprimitiva, le recomendé la mayor precaución, y, enapoyo de mi puesta en guardia, saqué súbitamente mipistola. Un poco sorprendido, dejó su arma con unasonrisa desagradable. Nos sentamos en torno a unenorme escritorio de ébano. Rechacé el cigarro queme ofrecía alegando mi abstinencia. Tantas precaucio-nes me valieron al fin su aprobación. Con el cigarro col-gando de la comisura de sus labios, me observaba conuna sombría benevolencia que me hacía desconfiar.Sacó un talonario de cheques y –hojeándolo con unaire de indiferencia– me propuso inesperadamente uncompromiso, adelantando una cifra de múltiples ceros,mientras que me miraba de soslayo. Mi sonrisa iróni-ca le hizo abandonar ese tema. Dejando escapar unsuspiro abrió los libros de cuentas. Entonces comenzóa darme explicaciones sobre el estado de sus nego-cios. El nombre de Bianka no fue pronunciado ni unasola vez, aunque ella estuviese presente en cada unade nuestras palabras. Yo lo miraba sin protestar, conla misma sonrisa irónica aún en mis labios.Finalmente, agotado, se dejó caer en su sillón. “Ustedes intratable –dijo como si hablara para sí mismo–,¿qué quiere usted, verdaderamente? Yo me puse ahablar con una voz sofocada, con un fuego contenido.Sentí que mis mejillas enrojecían. Repetidas veces pro-nuncié el nombre de Maximiliano y me di cuenta que acada instante la palidez de mi interlocutor se acentua-ba. Me contuve al fin, respirando entrecortadamente.Él, abatido, permanecía inmóvil. Ahora ya no vigilaba su

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rostro, súbitamente envejecido y fatigado. “Las decisio-nes que usted tome me dirán –concluí– si ha compren-dido el nuevo estado de cosas y si está dispuesto areconocerlo. Exijo hechos, sólo hechos…”Extendió una mano temblorosa hacia la campanilla. Lodetuve con un gesto y, con el dedo sobre el gatillo dela pistola, salí sin dejar de mirarle. En el vestíbulo, ellacayo me tendió mi sombrero. Me encontré en laterraza inundada de sol, con los ojos aún llenos deoscuridad y vibraciones. Descendí la escalera sin vol-v e r m e , triunfante y seguro de que ahora ningún cañónde fusil asesino me apuntaba detrás de uno de losestores cerrados del castillo.

XXXIX

Importantes asuntos, asuntos de Estado de la mayortrascendencia me obligan ahora a tener con Biankafrecuentes conferencias secretas. Me preparo escru-pulosamente, trabajando hasta avanzadas horas de lanoche en mi escritorio, sumido en todos esos proble-mas dinásticos de una naturaleza particularmentedelicada. El tiempo pasa, la noche se detiene silenciosaen el halo de la lámpara delante de la ventana abierta,noche avanzada y solemne; cada vez más oscura, des-amparada e impotente, lanza en mi ventana suspirosinefables. A largos y lentos tragos mi habitación aspiralas malezas del parque, se llena de la oscuridad m e z-

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clada con las semillas de los granos que se esparcenen el aire, con los pólenes oscuros y las mariposas noc-turnas de terciopelos silenciosos que sobrevuelan lasparedes al ritmo de pánicos inaudibles. Las espesurasarboladas de los tapices se erizan de angustia, a travésde las hojas de plata se deslizan pavores letárgicos,éxtasis, estremecimientos y terrores que colman lanoche de mayo más allá de los márgenes de la media-noche. Su fauna de cristal, plancton ligero de mosqui-tos, me envuelve mientras que me inclino sobre mispapeles, intercala en el espacio su blanco bordadoespumeante y precioso que la noche sigue tejiendomás allá de la medianoche. Saltamontes y efímeras,mariposas nocturnas de cristal, finos monogramas,arabescos imaginados por la noche, vienen a posarsesobre las páginas, cada vez más grandes y fantásticos,tan grandes como murciélagos, como vampiros,hechos del aire y la caligrafía. Por el visillo filigraneaese sensitivo bordado, invasión silenciosa de una blan-ca fauna imaginaria.Una noche así, que ignora sus propios límites, haceque la noción de espacio pierda su sentido. Rodeadopor esa danza como de derviches giradores de losinsectos, con un fardo de papeles ya analizados bajo elbrazo, doy algunos pasos en una dirección indetermi-nada, hacia el callejón sin salida de la noche cerradapor una puerta blanca, la puerta de la habitación deBianka. Muevo el picaporte y entro en su casa como sipasara de una pieza a la otra. A pesar de eso, en elmomento de franquear el umbral, los bordes de misombrero negro de carbonario39 golpean contra elviento de una larga caminata, la seda de mi corbata

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atada en un nudo fantástico murmura en las corrien-tes de aire, aprieto contra mí el portafolios con el volu-minoso dossier de documentos ultra secretos. Tengola impresión, después de haber franqueado su vestíbu-lo, de entrar en el centro de la noche. ¡Qué profunda-mente se respira aquí! Esto es el núcleo, el corazón dela noche ahogada de jazmín. Aquí comienza entoncesla verdadera historia. Una gran lámpara arde sobre lacabecera de la cama. Bajo la sombra carmínea de supantalla Bianka descansa entre enormes almohado-nes, llevada por la crecida de las sábanas como por lamarea ascendente de la noche. La ventana está abier-ta, Bianka lee, con la cabeza apoyada sobre su pálidobrazo. Me inclino profundamente, ella me respondecon una breve mirada, apartando por un segundo losojos del libro. Vista de cerca, su belleza parece contro-larse, podríamos decir que se retira. Con una sacríle-ga emoción observo que el dibujo de su pequeña narizestá lejos de ser noble y su tez lejos de ser perfecta.Lo percibo con un cierto alivio, aunque sé que si borraasí su resplandor, es únicamente por una especie depiedad, para no cortarme el aliento y la palabra. Con elalejamiento, su belleza se regenera y enseguida sevuelve dolorosa, desmesurada e insoportable.Animado por su gesto, me siento cerca de la cama ycomienzo mi informe sirviéndome de los documentosque he preparado. Por la ventana abierta –a la alturade la cabeza de Bianka–, los rumores enloquecidos delparque entran por oleadas. Desfiles de árboles, todoun bosque penetra a través de las paredes, omnipre-sente, envolvente. Bianka me escucha con cierta dis-tracción. En el fondo, me parece irritante que no inte-

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rrumpa la lectura. Ella me deja exponer cada problemabajo todos sus aspectos, demostrar todos los pros ylos contras, después, alzando los ojos, parpadea, conun aire un poco ausente, y zanja rápido el asunto,superficialmente pero con una precisión asombrosa.Atento a cada una de sus palabras, escucho ardiente-mente el tono de su voz con el fin de descubrir suintención oculta. Entonces le presento humildementelos decretos, los firma, y sus pestañas arrojan largassombras sobre sus mejillas, después me observa conleve ironía cuando yo los rubrico.Es posible que la avanzada hora –pasada la mediano-che– no favorezca la concentración en los asuntos deEstado. Superada la última frontera, la noche entra enuna cierta relajación. Mientras conversamos, la ilusiónde la pieza se difumina cada vez más, estamos real-mente en el bosque: matas de helechos invaden todoslos rincones, justo detrás de la cama brota una paredde maleza, móvil, enredada. De esa pared frondosasurgen –con las reverberaciones fulgúreas de la lám-para– ardillas de grandes ojos, picos y criaturas noc-turnas; estáticas, miran el espacio luminoso con ojossaltones. A partir de un cierto momento, entramos enun tiempo ilegal, en una noche incontrolada, culpablede todos los excesos, de todas las fantasías. Lo queocurre es inesperado, fútil, teñido de infraccionesimprevisibles. Sólo a eso puedo atribuir el cambioextraño que se produjo entonces en el comportamien-to de Bianka. Ella, siempre tan seria y dueña de símisma, personificación de una bella disciplina, se vuel-ve caprichosa y obstinada, de reacciones sorprenden-tes. Los papeles están diseminados sobre la gran

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superficie del cobertor, Bianka los coge negligente-mente y echa una ojeada distraída, después los dejadeslizar de sus dedos indiferentes. Con un rictus mal-humorado en sus labios, su pálido brazo bajo la cabe-za, posterga su decisión y me hace esperar. O bien mevuelve la espalda, se tapa los oídos con las manos,sorda a mis proposiciones y súplicas. O bien, súbita-mente, con un movimiento brusco del pie tira al suelotodos los papeles y me mira desde la altura de susalmohadones, con las pupilas misteriosamente dilata-das, cuando me inclino para recogerlos y sacudirleslas agujas de pino. Esos caprichos, por lo demásencantadores, no facilitan mi tarea de regente, difícil yllena de responsabilidades. Durante nuestra conversa-ción, el susurro del bosque y el olor del jazmín hacendesfilar a través de la habitación paisajes siempre nue-vos, siempre más vastos: fragmentos de bosques, cor-tejos de árboles y arbustos, escenarios forestales. Sehace evidente que, desde el principio, nos encontra-mos como en un tren nocturno que se desplaza lenta-mente al borde de un barranco, en las proximidadesboscosas de la ciudad. De allí viene ese soplo de aire,embriagador y profundo, que penetra en los comparti-mientos con un argumento nuevo que se prolonga enuna perspectiva infinita de presagios. Hay incluso unrevisor con su pequeña linterna, surgido de no se sabedónde o de entre los árboles, que perfora nuestrosbilletes. Penetramos en la noche, las corrientes deaire hacen crujir las puertas. Los ojos de Bianka pare-cen más profundos, sus mejillas arden, una sonrisaenigmática se dibuja en sus labios. ¿Va a confiarme unsecreto? Habla de traición y su cara se enciende, sus

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ojos se empequeñecen ante la subida del placer cuan-do, retorciéndose como un lagarto bajo el cobertor,insinúa que yo he traicionado, yo, la misión más sagra-da. Indaga atentamente mi cara palidecida con susojos dulces que súbitamente se ponen a bizquear.“Hazlo, murmura con insistencia, hazlo. Tú te converti-rás en uno de ellos, en uno de esos negros…” Y, cuan-do lleno de desesperación, llevo un dedo a mis labioscon gesto de súplica, una repentina maldad se dibujaen su cara. “Eres ridículo con tu fidelidad, tu misión.¡Dios sabe lo que te imaginas! Te crees indispensable.¿Y si hubiera elegido a Rudolf? Lo prefiero mil vecesa ti, aburrido pedante. Ah, él me obedecería, me obe-decería hasta el crimen, hasta borrarse a sí mismo,hasta aniquilarse…” Después, con un aire repentina-mente triunfante, me pregunta: “¿Recuerdas aLonka, la hija de la lavandera Antosia, con la que tújugabas cuando eras pequeño?” Yo la miré asombra-do. “Era yo, dijo sonriendo ahogadamente, sólo que enaquella época yo era un muchacho más. ¿Te gustabae n t o n c e s ? ”Ah, en el seno de la primavera algo se rompe y se des-hace. Bianka, Bianka, ¿también tú me decepcionas?

XL

Temo desvelar demasiado pronto mis últimas bazas.La apuesta es muy elevada como para correr tal ries-

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go. Hace mucho tiempo que he dejado de dar cuenta aRudolf del desarrollo de los acontecimientos. Además,su comportamiento ha cambiado. La envidia, que erael rasgo dominante de su carácter deja paso a unacierta generosidad. Una benevolencia servil mezcladade turbación se manifiesta en sus gestos y en sus pala-bras torpes cuando nos encontramos por azar. Antes,detrás de su aspecto sombrío de hombre taciturno,detrás de su reserva que disimulaba una expectativa,había en efecto una curiosidad devoradora, ávida dedetalles nuevos, de una nueva versión del asunto. En laactualidad, está extrañamente tranquilo, ya no deseaconocer nada de mí. En el fondo prefiero eso, ahoraque cada noche tengo esas conferencias tan impor-tantes en el museo de figuras de cera, y que debentodavía permanecer absolutamente secretas. Los vigi-lantes, inconscientes por la vodka que les ofrezco enabundancia, duermen el sueño de los justos mientrasque yo delibero entre esa augusta asamblea, al res-plandor de algunas velas humeantes. Hay entre elloscabezas coronadas y no resulta fácil su trato. Todosconservan su heroísmo de antaño, hoy desprovisto desentido, la facultad de consumirse en el fuego de unideal, de jugárselo todo a una sola carta. La prosa coti-diana ha desacreditado una tras otra las ideas por lasque vivieron, y helos aquí llenos de una energía inútil,con los ojos brillantes, la mirada ausente: esperan laúltima réplica de su papel. Me será muy fácil falsearesa réplica, inducirles una idea cualquiera: ¡son tancrédulos, tan desamparados! Eso hace mi tareamenos ardua. Aunque, por otro lado, me cuesta llegara su espíritu, encender ahí la chispa de un pensamien-

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to, pues el viento de la nada sopla a través de susalmas. Tan solo el despertarlos de su sueño me ha lle-vado un gran esfuerzo. Estaban todos postrados ensus camas, mortalmente pálidos y no respiraban. Meincliné sobre sus rostros, pronuncié en voz baja laspalabras esenciales para ellos, las palabras que hubie-ran debido traspasarlos, electrizarlos. Abrieron un ojo.Tenían miedo de los vigilantes, ponían semblante deestar sordos, de estar muertos. Solamente una veztranquilizados se levantaron de sus lechos, cubiertosde vendajes, compuestos de piezas, sujetando las pró-tesis de madera, los falsos pulmones y las imitacionesde hígados. Al principio, se mostraron muy desconfia-dos, intentaban recitar los papeles que se les habíaenseñado. Les parecía inconcebible que se les pudierapedir otra cosa. Y yo los veía inmóviles, turbados, exha-lando a veces un gemido, esos hombres espléndidos,flor de la humanidad, esos Dreyfus y Garibaldi,Bismarck y Victor Manuel I, Gambetta y Mazzini, y tan-tos otros. El archiduque Maximiliano era el que peor loentendía. Cuando, pegado a su oreja, murmuré, repi-tiéndole cálidamente, el nombre de Bianka, sus ojosparpadearon, un gran asombro se dibujó en sus ras-gos, pero ninguna luz de comprensión los iluminaba.Sólo entonces, cuando pronuncié lentamente, confuerza, el nombre de Francisco José I, una mueca sal-vaje torció sus rasgos durante un segundo: como unreflejo que no tuvo ya correspondencia en su alma. Esecomplejo, también, hace mucho tiempo que fue expul-sado de su conciencia. ¿Cómo pudo vivir con una ten-sión de odio así, él, reconstituido y cicatrizado tanpenosamente después de la sangrante descarga de

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fusilería de Veracruz?4 0 Tuve que volver a enseñarle suvida desde el principio. La anamnesia era muy débil,tuve que recurrir a sus reflejos emocionales. Le incul-qué los rudimentos del amor y el odio. Una noche des-pués, puede creerse que lo había olvidado todo. Másdotados que él, sus camaradas venían en mi ayudaaconsejándole las reacciones con las que debía res-ponderme. Así, su educación avanzaba lentamente. Élestaba muy castigado, muy devastado interiormentepor sus vigilantes, sin embargo obtuve al fin el siguien-te resultado: al oír pronunciar el nombre de FranciscoJosé I sacaba su espada de la funda. Incluso estuvo apunto de traspasar a Victor Manuel I que no se apartóa tiempo de su camino. Ocurrió, además, que el ideal había inflamado muchomás rápido al resto de ese sagrado colegio que al des-venturado archiduque, que seguía a los otros congran dificultad. Su entusiasmo no tenía límites, mesentía obligado a mitigarlo con todas mis fuerzas.Imposible juzgar hasta qué punto habían comprendidola causa por la cual iban a combatir. El fondo, el conte-nido, no era su asunto. Predestinados a arder en elfuego de un dogma, estaban encantados de haberencontrado –gracias a mí– una palabra por la cualpodrían morir en el campo de honor, arrastrados porel viento del éxtasis. Los tranquilizaba por medio de lahipnosis, empujándolos progresivamente, aunque condificultad, a guardar el secreto. Estaba orgulloso deellos. ¡Qué general tuvo nunca bajo sus órdenes unestado mayor tan deslumbrante, un cuerpo de oficia-les de espíritus tan ardientes, una guardia formadapor inválidos, ciertamente, pero inválidos tan geniales!

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Llegó finalmente la noche tormentosa, colmada detempestad, conmovida hasta el fondo por aquella enor-midad que germinaba en su seno. Los relámpagosrompían las tinieblas, la tierra se abría, resquebrajadahasta las entrañas, mostraba su núcleo deslumbradory después lo cerraba de nuevo. El mundo remaba enmedio del murmullo de los parques, de desfiles deárboles, de horizontes cambiantes. Abandonamos elmuseo protegidos por el velo de la noche. Yo marcha-ba a la cabeza de aquella cohorte inspirada que avan-zaba entre claudicaciones, vacilaciones, descansos,ruidos de muletas y madera. Los relámpagos se desli-zaban sobre las láminas de las espadas que ya se habí-an desenvainado. Alcanzamos así, en la oscuridad, lareja de la villa. Estaba abierta. Inquieto, presintiendouna celada, di la orden de encender las antorchas. Elaire se empurpuró, los pájaros alzaron el vuelo, asus-tados por la luz de las llamas humeantes. Vimos la villa,sus terrazas y balcones como iluminados por un incen-dio. En el tejado ondeaba una bandera blanca. Con elcorazón oprimido por un mal presentimiento, entré enel recinto a la cabeza de mis valientes. En la escalinataapareció el mayordomo. Con un ademán de saludo,descendía la monumental escalera y se aproximaba,pálido, dudando, cada vez más visible a la luz de lasantorchas. Dirigí contra su pecho la punta de mi espa-da. Mis fieles permanecían inmóviles con las antor-chas en alto, en el silencio se oía el crepitar de las lla-mas movidas por el viento.– ¿Dónde está el señor de V.? –pregunté.El mayordomo hizo un gesto vago con las manos.– Ha partido, señor –dijo.

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– Veremos si es verdad. Y la Infanta, ¿dónde está? – Su Alteza también ha partido, todos se han ido…No tenía razón para dudarlo. Alguien me había traicio-nado. No había tiempo que perder.– ¡A caballo! –grité–. ¡Hay que cortarles la retirada!Derribamos la puerta de la caballeriza, la oscuridadexhaló el olor caliente de los animales. Un instante des-pués todos montábamos piafantes corceles. Llevadapor su galope, nuestra cabalgada se estiró por la callenocturna con un ruido crepitante de cascos. “Por elbosque, hacia el río”, exclamé, torciendo por un cami-no forestal. En torno a nosotros las profundidades delbosque se desencadenaban. En la oscuridad se abríanpaisajes de catástrofes y diluvios. Cabalgábamos arienda suelta entre el rumor de las cascadas, rodea-dos por masas de árboles agitados; de las antorchasse desprendían jirones de llamas detrás de nuestragalopada. Un huracán de pensamientos atravesaba micabeza. ¿Bianka había sido secuestrada o la bajaherencia de su padre había ganado contra la noblesangre de su madre y la conciencia de una misión acumplir que en vano yo había querido inculcarle? Elsendero, cada vez más estrecho, se convertía en unahondonada al final de la cual se abría un gran claro. Ahíles dimos alcance. Nos habían visto de lejos, loscarruajes se detuvieron. El señor de V. descendió,cruzó las manos sobre su pecho. Avanzaba hacia nos-otros, sombrío, carminoso a la luz de las antorchas,sus gafas destellaban. La punta de doce espadas bri-llantes se dirigieron contra él. Nos aproximamos for-mando un amplio semicírculo, las cabalgaduras iban alpaso, hice visera con la mano. La luz cayó sobre uno de

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los carruajes, entonces vi a Bianka acurrucada en elfondo, pálida como la muerte, y a su lado, Rudolf. Él lecogía la mano que apretaba contra su corazón.Despacio, me bajé del caballo y me dirigí hacia elloscon un paso indolente. Rudolf se levantó como si fueraa venir a mi encuentro.Cuando llegué al carruaje, me volví hacia los jinetesque se mantenían preparados, con la guardia alta, ydije: “Señores, os he molestado inútilmente. Estas per-sonas quedan libres y partirán sin ser inquietadas.Nadie tocará ni uno solo de sus cabellos. Habéis cum-plido con vuestro deber. Envainad las espadas. No séhasta qué punto habéis entendido el ideal a cuyo servi-cio os he consagrado, hasta qué punto se hizo sangrede vuestra sangre, si corre por vuestras venas. Eseideal, como veis, está en quiebra, y en toda la línea.Creo que sobreviviréis a este fracaso sin gran daño,habiendo sobrevivido ya al fracaso de vuestro propioideal. Ahora ya sois indestructibles. En cuanto a mí…Pero poco importa mi persona. Simplemente, no qui-siera –aquí me volví hacia la pareja en el landó– quecreáis haberme cogido desprevenido. No. Yo lo habíaprevisto hace mucho tiempo. Si aparentemente persis-tí en mi error durante todo este tiempo, fue únicamen-te porque no tenía derecho a saber lo que estaba másallá de mi competencia, no tenía derecho a anticiparlos acontecimientos. He querido mantenerme en ellugar en que el destino me había situado, he queridollenar hasta el final mi programa, permanecer fiel alpapel que había usurpado. En efecto, lo confieso ahoray me arrepiento: a pesar de todo lo que me aconseja-ba mi orgullo, sólo he sido un usurpador. En mi cegue-

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ra, he querido explicar las Escrituras, he querido ser elintérprete de la voluntad divina; guiado por una falsainspiración, he cogido a ciegas presunciones, contor-nos que se deslizaban a través de las páginas delálbum de sellos. Y los he reunido en una figura, desgra-ciadamente, gratuita. He querido imponerle a esta pri-mavera mi dirección, he añadido a su florecimientoque no tiene límites mi propio programa, he queridoplegar la primavera a mis planes. Indiferente y pacien-te, me ha sostenido algún tiempo, sintiendo apenas mipeso. Había creído adivinar sus intenciones profundas,he querido anticipar lo que no sabía expresar ellamisma, equivocada por su propia riqueza. Ignoré todoslos síntomas de su salvaje e insobornable independen-cia, no quise ver las violentas perturbaciones que laconmovían hasta el fondo de su inalcanzable corazón.Mi manía de grandeza me ha llevado incluso a inmis-cuirme en los asuntos dinásticos de los más altospoderes, os he movilizado, a vosotros, señores, contrael Demiurgo, he abusado de vuestra falta de resisten-cia a las ideas, de vuestra noble falta de sentido críti-co, a fin de inculcaros una doctrina falsa y peligrosapara el mundo, a fin de empujar vuestro idealismoentusiasta a actos de locura. No quiero prejuzgar lacuestión de saber si yo estaba realmente llamado paralas causas más altas que codiciaba mi orgullo. Sinduda sólo he sido llamado para realizar el principio,después he sido abandonado. He sobrepasado mislímites, pero eso también estaba previsto. En el fondo,desde el comienzo conocía mi destino. Como el delinfeliz Maximiliano que he aquí, era el destino de Abel.Durante algún tiempo mi ofrenda ha sido agradable a

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Dios, mientras que el humo de la tuya se arrastrabapor el suelo, Rudolf 41. Pero Caín siempre vence. Estejuego estaba urdido de antemano.”En ese momento, una detonación lejana estremeció elaire, una columna de fuego surgió por encima del bos-que. Todos volvieron la cabeza. “No temáis –dije–, es elpanóptico que arde. Al abandonarlo, dejé un barril depólvora con la mecha encendida. No tenéis casa,nobles señores, estáis sin hogar. Tengo la esperanzade que eso no os trastorne demasiado.” Mas, aquellos personajes fuera de lo común, lacrema de la humanidad, se callaban entornando losojos, desamparados e inmóviles, en orden de comba-te, iluminados por el resplandor lejano del incendio.Se miraban con aire de no comprender nada, parpa-deando. “Usted, Sire –aquí me dirigí al archiduque–estaba equivocado. Fue tal vez, por vuestra partetambién, una manía de grandeza. Yo no tenía razónen querer reformar el mundo en vuestro nombre.Además, quizá incluso esa no era vuestra intención.El rojo es un color igual a los otros, únicamente todosjuntos crean la luz plena. Perdonadme por haber uti-lizado abusivamente vuestro nombre para fines queos eran extraños. ¡Viva Francisco José I!El archiduque se estremeció al oír ese nombre, llevóla mano a su espada, pero desistió al momento, unrubor más vivo coloreó sus mejillas maquilladas, suslabios se abrieron en una sonrisa, sus ojos giraron ensus órbitas y, con dignidad y cadencia, inició el cere-monial de bienvenida, pasando de uno a otro con unasonrisa radiante. Todos se apartaron escandaliza-dos. Esa reiteración de los hábitos imperiales en cir-

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cunstancias tan poco propicias causó una impresióndeplorable. – Deténgase, Sire –dije–, no tengo duda de que cono-céis al pie de la letra el protocolo de vuestra corte,pero este no es el momento. Quisiera leeros, noblesseñores y a vos Infanta, el acta de mi abdicación.Abdico en toda la línea. Disuelvo el triunvirato. Ledevuelvo a Rudolf los poderes de regente. Y vosotros,nobles señores –aquí me volví hacia mi estado mayor–vosotros sois libres. Teníais las mejores intenciones yos doy gracias en nombre del ideal, de nuestro idealdestronado –las lágrimas me subieron a los ojos–que, a pesar de todo…En ese momento el estrépito de un disparo se oyó muycerca. Volvimos todos la cabeza en esa dirección. Elseñor de V., con la pistola aún humeante en la mano,estaba allí, de pie, extrañamente rígido y como al bies.Una fea mueca le torcía el rostro. Súbitamente, setambaleó y cayó de bruces al suelo. “¡Padre, padre!”–gritó Bianka–, precipitándose sobre el cuerpo caído.Siguió un momento de confusión. Garibaldi, antiguocombatiente que sabía de heridas, examinó al infeliz.La bala había traspasado el corazón. El rey delPiamonte42 y Mazzini levantaron el cuerpo con precau-ción, agarrándolo bajo los brazos, y lo dejaron sobreuna angarilla. Bianka sollozaba apoyada en Rudolf. Losnegros que, solamente entonces, se habían agrupadobajo los árboles, rodearon a su amo. “Massa, massa,nuestro buen massa” –gemían a coro. ¡Esta noche es verdaderamente fatal! –grité. No serála última tragedia de su memorable historia. Confiesosin embargo que esto no lo había previsto. He sido

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injusto. A pesar de todo, latía en su pecho un corazónnoble. Revoco mi juicio inicuo y parcial sobre él. Veoque era un buen padre y un buen amo para sus escla-vos. Aquí también mi anterior visión de las cosas entraen quiebra. La abandono sin pesar. A ti, Rudolf, tecorresponde calmar el dolor de Bianka, amarla doble-mente, reemplazar a su padre. Sin duda, desearéisembarcarlo con vosotros, formemos una comitiva yvayamos al puerto. La sirena del buque os llama desdehace mucho tiempo.Bianka subió al carruaje, nosotros montamos en loscaballos, los negros auparon la angarilla sobre loshombros y nos dirigimos hacia el puerto. Las cabalga-duras cerraban la triste comitiva. Durante mi alocu-ción la tempestad se había calmado, la luz de las antor-chas abría grietas profundas en el bosque, sombrasnegras, alargadas, se desplazaban a derecha, aizquierda y por encima de nuestras cabezas, cerrándo-se en un amplio semicírculo detrás de nosotros.Finalmente salimos del bosque. Se veía ya el barco devapor con sus grandes ruedas.Ya no me queda nada más que añadir, nuestra histo-ria llega a su fin. Acompañado por los sollozos deBianka y de los negros, el cuerpo fue llevado a cubier-ta. Una última vez, formamos una fila en el muelle.“Una cosa más, Rudolf” –dije–, reteniéndolo por unbotón de su levita. “Partes como heredero de unaenorme fortuna. No quiero imponerte nada, mecorrespondería más bien a mí asegurar la vejez deestos héroes de la humanidad que se han quedado sintecho; pero, desgraciadamente, estoy en la miseria.”Rudolf sacó inmediatamente el talonario de cheques.

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Nos consultamos con brevedad y llegamos a un rápidoacuerdo. – ¡Señores! –exclamé, volviéndome hacia mi guardia–,mi generoso amigo ha decidido reparar ese acto míoque os ha privado de pan y cobijo. Después de lo ocu-rrido ningún panóptico os aceptaría, sobre todo cuan-do la competencia es tan grande. Tendréis que aban-donar algunas de vuestras ambiciones. A cambio,seréis hombres libres y yo estoy seguro de que sabréisapreciarlo. Y como a vosotros no se os enseñó profe-sión práctica alguna, lamentablemente, puesto queestábais predestinados a la pura representación, miamigo os dona una cantidad de dinero suficiente parala compra de doce organillos de Schwarzwald43. Id porel mundo, tocando para levantar el corazón de lagente. La elección de las arias os corresponde a vo-sotros. Inútil ocultarlo: no sois verdaderos Dreyfus,Edison o Napoleón, lo habéis sido a falta de mejores, sipuedo decirlo. Ahora vais a aumentar el número devuestros predecesores, de esos Garibaldi, Bismarck yMc-Mahon anónimos y olvidados que surcan elmundo. En el fondo de vuestros corazones, seréiscomo ellos para siempre. Ahora, queridos amigos ynobles señores, gritad conmigo: ¡Vivan los reciéncasados, Rudolf y Bianka! “¡Viva!”–exclamaron a coro.Los negros entonaron un spiritual song. Cuandoacabó, los reagrupé con un gesto de la mano y des-pués, tras situarme en medio, dije: –Y ahora adiós,señores, y de lo que vais a ver dentro de un instantesacad la conclusión y el aviso de que no le correspon-de a nadie descifrar los secretos divinos. Nadie haprofundizado jamás en los propósitos de la primavera.¡Ignorabimus, señores, ignorabimus.!44

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Levanté la pistola hasta mi sien y disparé, pero en esepreciso instante recibí un golpe que me hizo soltar elarma. Un oficial del batallón de fusileros45 que teníaunos papeles en la mano, preguntó: – ¿Es usted Józef N.?– Sí – respondí sorprendido.– ¿Ha tenido usted hace algún tiempo el típico sueñodel bíblico José?– Quizás…– De acuerdo –dijo el oficial, consultando sus pape-les–. ¿Sabe usted que su sueño ha sido conocido enlas más altas instancias y severamente condenado?– No respondo de mis sueños.– Sí. ¡En nombre de Su Majestad Real e Imperial quedausted arrestado!Sonreí.Qué lenta es la maquinaria de la justicia. La burocraciade Su Majestad Real e Imperial es un poco indolente.Hace mucho tiempo que he distanciado ese sueño dejuventud con hechos aún más graves, por los cualesiba a hacerme justicia, y he aquí que ese sueño antiguome salva la vida. Estoy a vuestra disposición.Vi aproximarse una columna del batallón de fusileros.Extendí las manos para que me pusieran las cadenas.Por última vez, volví la mirada. Por última vez, vi aBianka. De pie sobre la cubierta, agitaba un pañuelo.La guardia de los inválidos me saludaba en silencio.

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NOTAS

1. liras y cisnes – alusión a las formas de los instrumentos demúsica, y al mismo tiempo a las constelaciones boreales de Cisney Lira.2. rumor de sus carros – alusión a los nombres de las constela-ciones boreales: Carro Mayor y Carro Menor.3. como salida del Zodíaco – probablemente se refiere a la cons-telación zodiacal de Virgo.4. Se trata del sueño del José bíblico. (Génesis 37:9).5. Ese “proceso de contracción” y “dejar el lugar libre” que efec-túa la primavera es semejante al “zimzún ” cabalista: si Dios estoda la realidad, si Dios fuese infinito y ocupase todo el universo,la creación sería imposible puesto que no existiría un lugar dondeno estuviese la sustancia divina. La creación sólo ha podido tenerlugar porque Dios se ha concentrado, porque se ha retirado alinterior de sí mismo para crear un vacío y dejar un lugar librepara la creación –y ese retroceso es el zimzún.6. Alejandro el Grande (356-323 a. de C.) – su vida dio origen adiversas leyendas reflejadas en la literatura. En una de esas leyen-das diría que en el cielo no hay sitio para dos soles y en la tierrapara dos soberanos. 7. Tasmania – isla cerca de Australia, que pertenecía a la UniónAustraliana y hasta 1912 emitía sus propios sellos de correo;Hajdarabad – antiguo país situado en territorio de la India con sucapital del mismo nombre (ahora capital de la región Andhra-Prades). Los sellos de Hajdarabad aparecían escritos en idiomaurdu y también en alfabeto arábigo.8. Francisco José I Habsburgo (1830-1916) – emperador delpaís Austro-Húngaro en los años 1848-1916, el monarca demás larga gobernación en toda la historia mundial, símbolo de laestabilidad del ancien régime.9. Heresiarca (griego) – creador y propagador de ideas contra-rias a los dogmas de la religión declarada y profesada en algúnlugar.

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10. libro del esplendor – Schulz, en la descripción de su relatotitulado “El Libro” (El Sanatorio de la Clepsidra, Maldoror edicio-nes, 2003), igual que en este pasaje, hace alusión al Zohar –ElLibro del Esplendor– el corpus esencial de la Cábala: explicacióndel misticismo cabalístico heredado por los discípulos de Simeonben Jochaj del siglo II, aunque probablemente escrito por Moisésde León en el siglo XIII.11. Es decir, anunciaba y preparaba la venida de Dios, sin ser elmismo Dios (Isaías 40.3).12. Aristóteles – fue maestro de Alejandro el Grande en los añosde su juventud.13. canzona (italiano) – aquí: una de las más antiguas formas dela poesía provenzal (XII), luego italiana (XIII-XIV), poema lírico quetrataba de amor y de aventuras de gesta. Composición poética dediez o más estrofas.14. Aqueronte (mitología griega) – río que separa en el Hades elmundo de los muertos del mundo de los vivos; Orco – (mit. roma-na), el demonio de la muerte, también lugar donde están losmuertos; Averno – aquí: el país de los muertos, el reino de las his-torias y tradiciones. 15. anamnesia (griego) – en sentido filosófico, según Platón: sig-nifica recordarse de algo que ya antes uno había conocido y quese refiere al mundo de las ideas; aquí más bien en el sentido deJung: recordar aquello que está en nuestro subconsciente, apo-yarse en el ámbito de imágenes arquetípicas.16. Siete capas como en la antigua Troya – durante los traba-jos arqueológicos en el lugar donde se encontraba la antiguaTroya se descubrieron, en forma de respectivas capas, restos demás de una ciudad.17. columbarios (columbarium, latín) – antigua tumba romana(en forma de edificio o sala) que dispone de nichos para las urnascon cenizas de los muertos.18. las Madres – según Plutarco (Vida de Marcelo, cap. XX), dio-sas reverenciadas en la antigua ciudad de Engyium en Sicilia.Goethe se sirvió de ese motivo en la II parte de Fausto y, segura-mente, Schulz se remite al mismo.19. infernos (italiano) – infierno; aquí más bien el subterráneopaís de los muertos, de las almas eternamente condenadas.20. Osian – figura de ficción del bardo celta, creada por el poeta

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escocés James Macpherson en el siglo XVIII; aquí se trata proba-blemente del ambiente sentimental, romántico y misterioso.21. nibelungos – el nombre de los Nibelungos procede de la epo-peya alemana, probablemente de principios del siglo XIII.22. fábricas – aquí: palabra que no tiene un significado concreto,se relaciona con “vivero” de fábulas.23. farfarele – palabra que se relaciona con la italiana farfarello:pequeño duendecillo, alma; o con farfallo: mariposa nocturna.24. byliny (ruso) – antiguas canciones rusas, épicas y heroicas,basadas en temas histórico-legendarios.25. in partibus infidelium (latín) – a pie de letra: con ese título senombraba a los obispos-sufragáneos de una diócesis donde loscreyentes no son católicos. Aquí: significa sentirse perdido,encontrarse perdido en países lejanos, estar fuera del sentidocomún.26. México con su serpiente retorciéndose en el pico de un cón -dor – alusión al escudo de México; apareció en los sellos de estepaís, en las series editadas en el año 1899 y 1903.27. Se refiere al escudo de la Guyana Británica, que lleva la cor-beta y el lema: Damus petimusque vicissim que apareció en lossellos de las tres primeras series emitidas en la Guyana Británicaen los años 1853-1875, 1876-1882 y 1889-1907. 28. Schönbrunn – residencia imperial veraniega en Viena. 29. Alusión a la vez a la “celestial” procedencia del poder imperialy a los uniformes usados obligatoriamente por los funcionariosestatales de la monarquía. El mismo emperador vestía con prefe-rencia el uniforme militar de color azul; escalafones y rangos –aquí: sección, instancia del juzgado, administración pública.30. Fernando Maximiliano José Habsburgo (1832-1867) –archiduque de Austria, hermano menor de Francisco José I.Según Franciszek Grodzinski (Francisco José I, 2ª ed., Wroclaw1983, págs. 103-104): “tenía un carácter romántico, le gustabala poesía, era más un soñador que hombre político”. A consecuen-cia de la campaña de los franceses en México, aceptó la coronaimperial de este país (1864) y durante su reinado trató de refor-mar la administración y desarrollar los intereses mexicanos.Abandonado por las tropas francesas, tuvo que retirarse aQuerétaro, donde se rindió a los republicanos y fue fusilado pororden del presidente Juárez.

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31. En la versión de la historia de Maximiliano creada por Schulzlos hechos históricos se entremezclan con la ficción “romántica”:ciertamente el archiduque era el comandante en jefe de la arma-da austriaca del Adriático y mantenía ilusiones románticas conrespecto a su papel en el continente americano; pero el “complot”entre Francisco José I y Napoleón III pertenece a la pura fantasíaliteraria del autor.32. panóptico (panoptikum, griego) – exposición, museo quealberga colección de rarezas; también exposición de figuras decera.33. ceremonial de bienvenida (cercle, francés) – aquí: ceremoniadurante la cual el monarca ofrece la bienvenida a los invitados auna recepción real.34. emperatriz legítima de México – la princesa Carlota vonCoburg, hija de Leopoldo I de Bélgica (1832-1867), esposa deMaximiliano de Habsburgo. 35. Las elucubraciones para resolver el dilema de “la ascenden-cia de Bianka” son, supuestamente, una pura fantasía al estilo delas novelas históricas populares del siglo XIX.36. Schulz hace alusión al escudo de Chile donde aparece el hue-mul –confundido por él con el unicornio–; ese escudo apareció enun sello con valor de dos centavos, emitido en el año 1904.37. gran Barnum – se trata del circo más conocido en esaépoca.38. curare – sustancia resinosa que los indios de América delSur extraen de la corteza del maracure, árbol loganiáceo delgénero estricno, y que utilizan, por ser sumamente venenosa,para emponzoñar sus flechas y lanzas.39. carbonario – se aplicaba al miembro de una sociedad secre-ta organizada con fines revolucionarios, fundada en Italia en elaño 1806.40. Veracruz – ciudad de México con puerto comercial muyimportante. Maximiliano Habsburgo (véase nota 30) fue fusiladoen Querétaro.41. Se refiere a la historia bíblica de Caín y Abel (Génesis 4:1-16).El humo del fuego del ofertorio de Caín se esparcía por el suelo,porque Dios no quiso recibir su ofrenda, y el humo del fuego deAbel se dirigía rectamente al cielo.42. rey del Piamonte – Victor Manuel I.

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43. Schwarzwald (alemán) – montañas de Alemania, entre elvalle del río Rhein, al sur, y la parte baja de Kraichgau, al norte.44. ignorabimus, (...) ignorabimus (latín) – a pie de letra: “novamos a saber”. Compárese: ignoramus et ignorabimus (no sabe-mos y no vamos a saber) –formulación del filósofo agnóstico ale-mán Emil Du Bois Reymond. 45. fusilero (feldjeger, alemán) – soldado del batallón de fusilerosen el ejército austriaco durante el siglo XIX.

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La Primavera –más que un relato, una novela corta–forma parte del corpus narrativo de El Sanatorio de laClepsidra (1934), segundo libro en prosa de BrunoSchulz, escritor judío-polaco que levantó en muy pocotiempo una obra literaria –además de gráfica– podero-sa y de largo aliento, que lo ha situado entre los grandesnombres de la literatura universal. La Primavera contiene todos esos elementos caracte-rísticos de la novela romántica de corte histórico delsiglo XIX: amor, poesía, intrigas, política, conjuras depalacio, personajes de trazo soberbio como la enigmáti-ca Bianka –o Józef– el mismo protagonista, y hasta unalucinante panóptico de figuras de cera que vuelven acobrar vida animada por mor de la magia negra y poéti-ca que Schulz y su alter ego –el protagonista de la histo-ria– despliegan en cada página. Nos encontramos aquí con una traducción extraordina-ria de la obra de Bruno Schulz: rítmica, de construcciónperfecta en castellano, llena de aciertos formales y difi-cilmente superable. Aunque –como decía WalterBenjamin–, si aun la mejor traducción está destinada adiluirse, las traducciones de la obra de Bruno Schulz lle-vadas a cabo por MALDOROR ediciones perdurarán enel tiempo.Así, pues, para entrar y comprender y apreciar el mundode Schulz, su poética y su literatura, sólo hay un camino:leerlo en MALDOROR ediciones. Schulz y su prosa enestado de Gracia. MALDOROR ediciones ha publicado en volúmenes exen-tos toda la obra de Bruno Schulz: Las Tiendas de CanelaFina, El Sanatorio de la Clepsidra, El Libro Idólatra, Larepública de los sueños, Ensayos críticos, Correspon-dencia, y el ensayo biográfico Schulz, de Jerzy Jarzębski.

ISBN-13: 978-84-96817-12-8

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