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Aleksandr Radischev

VIAJE DE PETERSBURGOA MOSCÚ

Traducción:Jorge SEGOVIA y Violetta BECK

MALDOROR ediciones

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La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos de copyright.

Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

Título de la edición original:

Puteschestvie iz Peterburga v Moskvu

© Primera edición: 2007© Maldoror ediciones

© Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck

ISBN 13: 978-84-96817-04-3

Maldoror edicioneswww.maldororediciones.eu

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Viaje de Petersburgo a Moscú

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“Monstruo fatuo, malvado, gigantesco, que ladra por sus cien bocas...”

Telemájida, t.II, libro XVIII, vs 51

A mi muy querido amigo A.M.K.

ualesquiera que sean los frutos delespíritu y el corazón, los mismos teserán dedicados, ¡oh, mi benevolente

amigo! Aunque mis opiniones disienten de lastuyas en muchos puntos, tu corazón late alunísono con el mío y eres mi amigo.He contemplado en torno a mí y los sufrimien-tos de la humanidad han mortificado mi alma.Volví esa mirada hacia mi interior y pude verque las desdichas del hombre se deben almismo hombre, por la única razón de que amenudo no mira de frente los objetos que lerodean. ¿Acaso, pensé, la naturaleza ha sidotan avara con sus hijos como para ocultarlela verdad durante siglos a quienes se extra-vían inocentemente? ¿Acaso esta terriblemadrastra nos ha engendrado para que sintié-ramos las desgracias y nunca la felicidad? Mialma se estremeció ante este pensamiento y micorazón lo apartó lejos de sí. Finalmente,encontré el consuelo en el mismo hombre.

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“¡Apartaré de los ojos la venda que tapa elsentimiento natural y seré feliz!” La voz dela naturaleza resonó poderosa en mi carne.Súbitamente despertaba de la zozobra en queme habían sumido la sensibilidad y conmise-ración, sentí en mi interior la fuerza sufi-ciente para enfrentarme a los extravíos y–¡oh, indecible alegría!– que también eraposible que cualquiera pudiese ser partícipeen el bienestar de sus semejantes. Estasreflexiones me llevaron a escribir lo que vasa leer. Pero –me dije a mí mismo–, si encuen-tro a alguien que apruebe mi intención y que,por la noble causa que persigue, no menos-precie lo que no supe expresar de mejor mane-ra, que sienta conmigo las desdichas de sushermanos y me apoye en mi camino, ¿acaso nosería ese ya el fruto de mi trabajo? ¿Porqué, por qué buscar a alguien lejos? Amigomío, tú vives cerca de mi corazón y tunombre iluminará este comienzo.

La partida

espués de cenar en compañía de mis ami-gos, me acomodé en un kibitka. Elcochero, como de costumbre, hizo galo-

par los caballos a un gran trote, y, unosminutos más tarde, me encontraba ya a lasafueras de la ciudad. Es penoso separarse,aunque sea por poco tiempo, de quienes se hanhecho necesarios en cada instante de nuestraexistencia. Despedirse es difícil: perodichoso aquel que puede despedirse sin son-reír, pues el amor o la amistad le esperan

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para consolarle. Lloras mientras dices adiós,pero recuerda que volverás, y ante esa ideatus lágrimas se secarán como el rocío al sol.Dichoso aquel que rompe a llorar, pues espe-ra quien le consuele; dichoso aquel que enocasiones vive en el futuro; dichoso aquelque vive en sus sueños: su ser deviene máspleno, sus placeres se multiplican y la sere-nidad calmará su melancolía, creando imágenesde felicidad en el espejo de la imaginación. Viajaba recostado en el kibitka. El tintineode la campanilla de postas, que sonaba monó-tono en mis oídos, acabó por convocar al bien-hechor Morfeo. En mi soledad, la amargura demi separación –que me sumía en un estado pró-ximo a la muerte– se hizo más evidente. Me vien una vasta llanura quemada por el sol y pri-vada de cualquier encanto o espesura vegetal;no había ni un manantial para refrescarse nila sombra de un árbol para aplacar el calor.¡Un ermitaño solitario, abandonado en mediode la naturaleza! Me estremecí. “Desgraciado,exclamé, ¿dónde estás? ¿A dónde ha ido a parartodo lo que te fascinaba? ¿Dónde está aquelloque hacía tu vida agradable? ¿Acaso las ale-grías que has disfrutado fueron sólo sueños yfatamorganas?” Para mi suerte, en el caminohabía un escollo contra el que se golpeó unarueda de mi kibitka, y me desperté. El carrua-je se detuvo. Alcé la cabeza y miré al exte-rior: en aquel lugar desierto se levantabauna construcción de una planta. “¿Qué esesto? le pregunté a mi cochero. –Una casa depostas. –¿Pero dónde estamos? –En Sofia”–respondió–, mientras desenganchaba loscaballos.

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Sofia

or todas partes, silencio. Sumido enmis pensamientos, no caí en la cuentade que mi kibitka llevaba mucho tiempo

detenido, y sin caballos. El cochero que mehabía traído hasta aquí me sacó de mi ensoña-ción. “Señor, ¡la voluntad!” Aunque fueseilegal, aquella tasa era pagada de buena ganapor todo el mundo, para poder viajar sin pro-blemas. Me bastaron veinte kopeks. Todo aquelque ha viajado en coche de postas sabe que lahoja de ruta es un salvoconducto sin el cualcualquier monedero –exceptuado el de ungeneral, sin duda–, sería esquilmado. Trassacarlo de un bolsillo, avancé con él, delmismo modo que algunos caminan con una cruzpara protegerse. Encontré al encargado de postas roncando y losacudí ligeramente por el hombro. “Malditasea, ¿qué sucede? ¿A quién se le ocurre salirde la ciudad en plena noche? No hay caballos;aún es muy pronto; se lo ruego, vaya a laposada si quiere, bébase un té o duerma unpoco.” Dicho esto, el señor encargado de pos-tas se volvió contra la pared y comenzó a ron-car de nuevo. ¿Qué hacer? Lo zarandeé otra vezpor el hombro. “¡Maldita sea! Ya le dije queno hay caballos”, y, tapándose la cabeza conla manta, el señor encargado de postas me diola espalda. Si todos los caballos están enruta, pensé, no sería justo impedirle dormir.Pero si están en las cuadras... Decidí com-probar si decía la verdad. Salí al patio,encontré las caballerizas y descubrí allí almenos veinte caballos; aunque, a decir ver-dad, parecían estar famélicos, pero aun asícreí que podrían llevarme igualmente hasta el

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siguiente relevo. Salí de las caballerizas yregresé a donde estaba el encargado de pos-tas: ahora lo zarandeé con más violencia. Mepareció que estaba en mi derecho, tras descu-brir que me había mentido. Se levantó de prisay todavía con los ojos cerrados, balbució:“¿Quién ha llegado? Acaso...” Pero, volvien-do en sí, al verme dijo: “Por lo visto, joven,estás acostumbrado a tratar con cocheros delos de antes, a los que molían a palos. Peroesos tiempos ya han pasado.” El señor encar-gado de postas, iracundo, volvió a acostarse.Tenía ganas de obsequiarle del mismo modo quea los antiguos cocheros cuando daban pruebade socarronería, pero mi anterior gesto degenerosidad, cuando el cochero local me pidióla voluntad y le obsequié con una propina,animó a los cocheros de Sofia a uncir presta-mente los caballos y, justo en el momento enque me disponía a cometer un desmán contra laespalda del encargado de postas, la campani-lla resonó en el patio. Me comporté como unbuen ciudadano. Así, una pieza de cobre deveinte kopeks evitó una investigación contraun hombre pacífico y de un ejemplo de intem-perancia –a causa de la ira– a mis hijos.Aprendí que la razón es esclava de la impa-ciencia.Cuando los caballos iban a galope tendido, micochero entonó una canción melancólica, comode costumbre. Quien conozca esas cancionespopulares rusas sabe que expresan, por decir-lo así, la aflicción del alma. Casi todasestas voces tienen una dulce entonación. Apartir de esa disposición musical del oídodel pueblo, ¡bien sabe éste cómo manejar lasriendas del gobierno! Descubrirás en esascanciones el carácter del alma de nuestropueblo. Observa al hombre ruso: comprobarásque es meditabundo. Si quiere escapar al abu-rrimiento o, como él mismo dice, si quiere

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divertirse, va a la taberna. Cuando sedivierte, es impetuoso, temerario y penden-ciero. Si algo no es de su gusto, enseguidacomienza una discusión o una pelea. Un traba-jador que va a la taberna con la cabeza gachay regresa ensangrentado a causa de la palizaque ha recibido, puede resolver muchas cosasque hasta ahora resultaban enigmáticas en lahistoria de Rusia. Mi cochero cantaba. Eran las dos de la madru-gada. Como antes la campanilla, ahora era sucanción la que me inducía al sueño. ¡Oh, natu-raleza!, tú que envuelves al hombre en unmanto de dolor desde su nacimiento, y loarrastras por las inmisericordes cumbres delmiedo, del tedio y la tristeza a lo largo desu vida, le has dado para su disfrute elsueño. Al fin me quedé dormido y todo acabó.El despertar resulta insoportable para undesdichado. ¡Oh, qué agradable encuentra lamuerte! Pero ¿acaso es esta el fin del dolor?Padre de todo bien, ¿es que apartarías tumirada de aquél que valerosamente acaba consu miserable existencia? Es a ti, fuente debienaventuranza, a quien se ofrece estesacrificio. Sólo tú le das fuerza al ser quetiembla y se estremece. Es la voz del padrellamando hacía sí a sus hijos. Tú me diste lavida y a ti te la devuelvo: sobre la tierrase ha convertido en algo inútil.

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