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Juan Domingo Perón

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colección EDICIONES ARTESANALES PARA LA DIFUSIÓN POPULAR

sección “DOCUMENTOS HISTÓRICOS”

EDITORES MATREROS

difundí, copiá, agregá, modificá…

la creación, la producción cultural son patrimonio de nuestro pueblo

LA COMUNIDAD ORGANIZADA

por

JUAN DOMINGO PERÓN Fuente: www.LaEditorialVirtual.com.ar Edición original: Buenos Aires, 1949 Edición Electrónica: Buenos Aires, 2007

Collage de tapa: a partir de dibujos de ALBERTO BRECCIA (en “EVITA. VIDA Y OBRA DE EVA PERÒN”)

Tapa, diseño y maquetación de esta edición: GON-SATUR, www.GonSatur.blogspot.com

Difunde: BIBLIOTECA POPULAR LOS LIBROS DE LA BUENA MEMORIA www.laBiblioPop.blogspot.com (actividades) www.issuu.com/laBiblioPop (publicaciones) [email protected]

Impreso en Baires, Patria Grande, Mayo de 2014

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INDICE

INTRODUCCIÓN: “LA VIGENCIA HISTÓRICA DE LA COMUNIDAD ORGANIZADA” 3 por ERNESTO RÍOS

LA COMUNIDAD ORGANIZADA 11 por JUAN DOMINGO PERÓN

1. EL HOMBRE Y LA SOCIEDAD SE ENFRENTAN CON LA MÁS PROFUNDA CRISIS DE VALORES QUE REGISTRA SU EVOLUCIÓN 12

2. EL HOMBRE PUEDE DESAFIAR CUALQUIER MUDANZA SI SE HALLA ARMADO DE UNA SÓLIDA VERDAD 13

3. SI LA CRISIS MEDIEVAL CONDUJO AL RENACIMIENTO, LA DE HOY, CON EL HOMBRE MÁS LIBRE Y LA CONCIENCIA MÁS CAPAZ, PUEDE LLEVAR A UN RENACER MÁS ESPLENDOROSO 14

4. LA PREOCUPACIÓN TEOLÓGICA 15 5. LA FORMACIÓN DEL ESPÍRITU AMERICANO Y LAS BASES

DE LA EVOLUCIÓN IDEOLÓGICA UNIVERSAL 16 6. EL RECONOCIMIENTO DE LAS ESENCIAS DE LA PERSONA HUMANA

COMO BASE DE LA DIGNIFICACIÓN Y DEL BIENESTAR DEL HOMBRE 17 7. LA REALIZACIÓN PERFECTA DE LA VIDA 18 8. LOS VALORES MORALES HAN DE COMPENSAR LAS EUFORIAS DE LAS LUCHAS

Y LAS CON-QUISTAS Y OPONER UN MURO INFRANQUEABLE AL DESORDEN 19 9. EL AMOR ENTRE LOS HOMBRES HABRÍA CONSEGUIDO MEJORES FRUTOS

EN MENOS TIEMPO DEL QUE HA COSTADO A LA HUMANIDAD LA SIEMBRA DEL RENCOR 20

10. EL GRADO ÉTICO ALCANZADO POR UN PUEBLO IMPRIME RUMBO AL PROGRESO, CREA EL ORDEN Y ASEGURA EL USO FELIZ DE LA LIBERTAD 21

11. EL SENTIDO ÚLTIMO DE LA ÉTICA CONSISTE EN LA CORRECCIÓN DEL EGOÍSMO 22

12. LA HUMANIDAD Y EL YO. LAS INQUIETUDES DE LA MASA “ 13. SUPERACIÓN DE LA LUCHA DE CLASES POR LA COLABORACIÓN SOCIAL

Y LA DIGNIFICACIÓN HUMANA 23 14. REVISIÓN DE LAS JERARQUÍAS 24 15. ESPÍRITU Y MATERIA: DOS POLOS DE LA FILOSOFÍA 25 16. CUERPO Y ALMA: EL «COSMOS» DEL «HOMBRE» 26 17. ¿LA FELICIDAD QUE EL HOMBRE ANHELA PERTENECERÁ AL REINO DE LO

MATERIAL O LOGRARÁN LAS ASPIRACIONES ANÍMICAS DEL HOMBRE EL CAMINO DE PERFECCIÓN? 28

18. EL HOMBRE COMO PORTADOR DE VALORES MÁXIMOS Y CÉLULA DEL «BIEN GENERAL» 31

19. HAY QUE DEVOLVER AL HOMBRE LA FE EN SU MISIÓN “ 20. LA COMUNIDAD ORGANIZADA, SENTIDO DE LA NORMA 32 21. LA TERRIBLE ANULACIÓN DEL HOMBRE POR EL ESTADO Y EL PROBLEMA

DEL PENSAMIENTO DEMOCRÁTICO DEL FUTURO 37 22. SENTIDO DE PROPORCIÓN. ANHELO DE ARMONÍA. NECESIDAD DE EQUILIBRIO 39

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A Nicolás Raúl, celebrando las travesuras

que debe estar gastándole a los ángeles. In Memoriam.

INTRODUCCIÓN

“LA VIGENCIA HISTORICA DE LA COMUNIDAD ORGANIZADA”

por ERNESTO RÍOS

I. “EL SUBSUELO DE LA PATRIA

SUBLEVADO...”

El 17 de octubre de 1945 fue un mo-

jón en la historia de la Patria. La eclosión popular que singularizó

a ese día fue la culminación de un pro-ceso en el que las masas argentinas tomaron conciencia de un destino histó-rico y asumieron el protagonismo de su nacionalidad.

No fue la ciega adhesión a un coro-nel derrotado; no. Fue el encuentro en-tre un pueblo huérfano y su caudillo, la encarnación en el hombre de las metas colectivas: “se gritaba ‘Perón’ porque se sabía que detrás de Perón estaba la Patria”[1].

El resurgir de la conciencia nacional había comenzado mucho tiempo atrás. Mientras la Argentina era “crucificada en las pizarras de las cotizaciones de bolsa” –al decir de Lugones- en plena “década infame” una joven generación, proveniente en su mayoría de las letras, se volcaba a una lucha política de es-clarecimiento de la realidad nacional.

Hombres como Ramón Doll, Ernesto Palacio, Manuel Ortiz Pereyra, Raúl Scalabrini Ortiz, Julio y Rodolfo Irazus-ta, José Luis Torres, Homero Manzi, Gabriel Del Mazo, entre muchos otros, dejaron en páginas memorables su de-nuncia contra la expoliación que sufría la Argentina.

Capítulo especial en esa desigual lucha contra la oligarquía personera de intereses imperialistas lo constituye F.O.R.J.A., la “Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina ”, cuyas consignas callejeras serían, una década

después de su fundación, coreadas unánimemente por el pueblo en ese día de octubre...

Por eso, una de las almas de F.O.R.J.A. pudo dar la más cabal defi-nición del 17 de octubre y las muche-dumbres que lo protagonizaron: “Era el subsuelo de la patria sublevado. Era el cimiento básico de la Nación que aso-maba por primera vez en su tosca des-nudez original, como asoman las épo-cas pretéritas de la tierra en la conmo-ción del terremoto. Era el substracto de nuestra idiosincracia y de nuestras po-sibilidades colectivas allí presente en su primordialidad sin reatos y sin disimu-lo”.[2]

II. LA CONSTITUCIÓN REAL Y SU

CORRELATO JURÍDICO

El advenimiento de las masas a la

política argentina conllevó un cambio en las estructuras de poder nacionales.

Un nuevo actor — el pueblo argen-tino consciente de sus derechos y pro-tagonista de sus deberes — irrumpió alegremente en la liza política, con la firme decisión de conseguir el predomi-nio político a través de las libertades democráticas que había utilizado la burguesía para suplantar al absolutismo feudal[3].

El 24 de febrero de 1946 los comi-cios dieron muestra cabal de este cam-bio: Perón era presidente, y con él una pléyade de jóvenes profesionales, obre-ros y sindicalistas se hicieron cargo de los resortes del Estado, en lugares que otrora eran patrimonio inconvertible de apellidos linajudos.

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La oligarquía vacuna fue expulsada de su rol dominante por ese nuevo ac-tor — que es el que dominaba entonces — con el consiguiente y natural cambio en la constitución real, puesto que “constitución y sector social dominante son lo mismo”[4].

Ese revolucionario cambio en la constitución real de los argentinos re-quería de su correlato jurídico. La trans-formación profunda exigía su propia ins-titucionalización. El país que emergía necesitaba plasmar en institutos de de-recho positivo las nuevas realidades a las que había llegado en cumplimiento de un histórico, “facúndico”[5] destino.

El resultado fue la reforma constitu-cional de 1949 que, en rigor, fue una nueva constitución, que reemplazó el trasfondo individualista del derecho libe-ral-burgués operante en el texto de 1853, por una concepción social, pro-fundamente cristiana y humanista de raíz tomista, que enaltecía y ponía en su justa medida al hombre, su familia, las asociaciones y el Estado.

Y que rescataba — allí está, en su artículo 40° justamente, la piedra de to-que de esa constitución[6] — la sobera-nía argentina en los factores esenciales del crecimiento económico nacional y la grandeza material del país.

El 16 de marzo de 1949 el Presiden-te de la Nación juraba esa nueva consti-tución — consagrada popularmente como “ la Constitución de Perón” — que abría una nueva senda en la historia argentina, constituida ya “como instru-mento idóneo en la lucha por la libera-ción de los pueblos”[7].

III. LA CULTURA NACIONAL Y

POPULAR

Tras la batalla de Caseros, los ven-

cedores se dieron a la tarea de “hacer el país”, conforme un ideario ilusionado en la marcha del mundo a la felicidad universal bajo la égida del liberalismo burgués.

Para ello no trepidaron en utilizar cualquier mecanismo: el fin justificaba, por supuesto, cualquier medio.

Y así, desde la lisa y llana elimina-ción física (la denuncia de “Martín Fie-rro” es elocuente; como elocuentes son los fusilados por Paunero, los muertos de Cañada de Gómez, el cadáver dego-llado del “Chacho” Peñaloza, etc., etc., etc.), el transplante biológico de gran-des contingentes de “las razas fuertes y viriles de la Europa”[8], hasta el tras-tueque de atávicos valores morales y políticos, las clases dominantes implan-taron las bases de una próspera colo-nia.

Resorte fundamental de esta impo-sición cipaya fue el andamiaje de una “superestructura cultural” — denunciada en su accionar lúcidamente por Arturo Jauretche — destinada a difundir como irrefragable dogma nacional los valores, intereses y creencias de ese sector dominante.

La escuela “estatal” — el monopolio estatal de la enseñanza, en rigor — que abandonaba para siempre la educación comunalista de raíz “facúndica”[9], fue el instrumento central a través del que las nuevas generaciones argentinas fueron impuestas de una historia falsifi-cada[10] y de esquemas culturales va-ciados en moldes foráneos.

La década del ´30 fue prolífica en la denuncia de tales realidades, aunque todavía los acusadores fueran por ello relegados a una situación de “malditos”, de marginales de la cultura oficial, au-sentes de las planas de los grandes diarios y de los centros donde la intelli-gentzia, “no servía a una causa orgáni-

ca, sino a la literatura en general”[11]. La llegada del peronismo al go-

bierno implicó también una transforma-ción en el disfrute de la cultura, cuyas manifestaciones más excelsas dejaron de ser de uso exclusivo de las clases opulentas, y pudieron ser recreadas por todos los sectores de la sociedad, in-cluidos los más humildes.

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El Estado, en esas épocas, estimuló grandemente la producción y la difusión de la cultura nacional y popular.

IV. EL CONGRESO NACIONAL DE

FILOSOFÍA

Enmarcada en esta nueva corriente

de exaltación de la cultura nacional y popular a través del cultivo de la inteli-gencia vernácula, surgió en Mendoza la idea de realizar un Congreso de Filoso-fía, que la Universidad Nacional de Cu-yo plasmó en la Resolución del Recto-rado de fecha 18 de diciembre de 1947, convocándolo para el 12 y hasta el 16 de octubre del año siguiente.

El 26 de abril de 1948, el Poder Eje-cutivo Nacional, mediante Decreto fir-mado por el Presidente de la Nación y los Ministros Ivanissevich y Gache Pi-rán, dio carácter nacional al Congreso, estableciendo su realización entre el 25 y el 29 de octubre de ese año (que pos-teriormente se trasladaría a su fecha definitiva entre el 30 de marzo y el 9 de abril de 1949) y señalando en sus con-siderandos: “Que el Poder Ejecutivo, en la persona del Primer Magistrado, ten-drá a su cargo la conferencia final y la presidencia de la sesión final plenaria de dicho Congreso”[12].

La importancia del Congreso puede observarse en la cantidad y calidad de los miembros que en él intervinie-ron.[13]

Entre los miembros relatores extran-jeros podemos señalar a Nicola Abbag-nano, Gastón Berger, Donald Brink-mann, A. Carneiro Leao, José Cortés Grau, Cornelio Fabro, Hans-Georg Ga-damer, Víctor García Hoz, Jesús Itu-rrioz, Charles de Koninck, Juan Llam-bías de Azevedo, Antonio Millán Pue-lles, José Vasconcelos, Alberto Wagner de Reynar, que estuvieron presentes en las deliberaciones; y a Maurice Blondel, Guido Calogero, Benedetto Croce, Re-ginald Garrigou Lagrange, Nicolai Hartmann, Martin Heidegger, Karl Jas-pers, Gabriel Marcel, Julián Marías y

Bertrand Russell, que participaron a través de sus ponencias.

Del mismo modo, entre los miem-bros relatores argentinos cabe destacar a Enrique R. Aftalión, Coriolano Alberi-ni, Nimio de Anquín, Carlos Astrada, Hernán Benítez, Juan Alfredo Ca-saubon, Carlos Cossio, Octavio Nicolás Derisi, Luis Farré, Luis Felipe García de Onrubia, Luis Juan Guerrero, Miguel Herrera Figueroa, Elisabeth Goguel de Labrousse, Roger Labrousse, Furio Lilli, Jaime María de Mahieu, Rodolfo Mon-dolfo, Alberto Palcos, César E. Pico, Juan Pichón Riviere, Enrique B. Pita, Diego F. Pró, Eugenio Pucciarelli, Beli-sario D. Tello, Angel Vasallo, Miguel Angel Virasoro, Juan Carlos Zuretti.

Leopoldo Eulogio Palacios, E. W. Doty, Agustín Martínez, José Antonio Olguín, Isaac Guzmán Valdivia, se cuentan entre los miembros adherentes activos extranjeros; así como María Mercedes Bergadá, Leonardo Castella-ni, Julio Meinvielle, entre otros, fueron miembros adherentes activos argenti-nos.

La flor y nata del pensamiento filo-sófico nacional y universal estuvo reunida en el ámbito bucólico de la ciu-dad cuyana, reflexionando sobre “La fi-losofía en la vida del espíritu”, “La per-sona humana”, “El existencialismo”, “La filosofía contemporánea”, “La filosofía y la ciudad humana”; conmemorando los centenarios de de Francisco Suárez, Johann Wolfgang von Goethe y Enrique José Varona; y homenajeando la me-moria de Félix Krueger, Guido de Ruggiero y Martin Grabmann; en sesio-nes plenarias.

Las sesiones particulares se refirie-ron a “Metafísica”, “Situación actual de la filosofía”, “Filosofía de la existencia”, “Lógica y Gnoseología”, “Axiología y Etica”, “Psicología”, “Estética”, “Episte-mología y Filosofía de la Naturaleza ”, “Filosofía de la Historia , la Cultura y la Sociedad ”, “Filosofía de la Educación ”, “Filosofía del Derecho y la Política ”,

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“Historia de la Filosofía ”, y “Filosofía argentina y americana”.

El 30 de marzo de 1949 quedó inaugurado el Congreso, que por el per-fil de sus participantes, la riqueza de los temas, y la profundidad de sus reflexio-nes, cobró vuelo universal y no ha po-dido ser superado aún en estas tierras.

V. LA CONFERENCIA DE

CLAUSURA

La sesión de clausura del Congreso

de Filosofía, como lo adelantara el De-creto de nacionalización respectivo, es-tuvo a cargo del Presidente de la Na-ción , que viajó a la ciudad de Mendoza acompañado de su esposa y del Gabi-nete en pleno, en palpable demostra-ción de la importancia que se le daba desde el seno del gobierno a tamaño acontecimiento intelectual.

En el Teatro “Independencia” de la ciudad cuyana, el 09 de abril de 1949, luego de los discursos del Dr. Alberto Wagner de Reyna[14] en representa-ción de los miembros extranjeros, y del Rector de la Universidad Nacional de Cuyo y Presidente del Comité Ejecutivo Dr. Irineo Fernando Cruz[15], el Gene-ral Perón clausuró las deliberaciones del Congreso con una conferencia[16] que la posteridad conociera como “La Comunidad Organizada”[17], y que se

reedita completa[18] y en versión fac-similar por primera vez en este volu-men.

Mucho se ha discutido sobre la au-toría de esta conferencia, sin llegarse hasta hoy a una certeza acerca de sus realizadores.

Se ha afirmado que detrás de ella estaba la dirección del P. Hernán Bení-tez –cosa que él ha negado categóri-camente[19]-; que había escrito los pri-meros borradores el P. Juan Sepich; que era obra del filósofo Carlos Astra-da; que algo había tenido que ver Nimio de Anquín; y hay quienes han visto, de-trás de una referencia al “centauro”, la poética mano de Leopoldo Marechal.

Lo cierto, más allá de esta disputa con ribetes de misterio, es que, fuesen quienes hayan sido los amanuenses del texto (todos los jefes de Estado poseen especialistas que redactan, sobre sus líneas, los discursos), su exposición pública estuvo a cargo de la persona concreta de Juan Domingo Perón, y a él cabe asignarle su autoría. Y además, a nuestro juicio, toda la conferencia res-ponde a un estilo de tinte muy peronia-no...

VI. LA COMUNIDAD ORGANIZADA

Perón, al saludar a los miembros del

Congreso, estableció prístinamente los límites de la conferencia que iba a pro-nunciar: “No tendría jamás — dijo — la pretensión de hacer filosofía pura frente a los maestros del mundo en tal disci-plina científica...”; “He querido ofrecer (...) una idea sintética de base filosófica, sobre lo que representa sociológica-mente nuestra tercera posición”. “El

movimiento nacional argentino — agre-gó — , que llamamos justicialismo en su concepción integral, tiene una doctrina nacional que encarna los grandes prin-cipios teóricos que os hablaré ensegui-da y constituye a la vez la escala de realizaciones, hoy ya felizmente cum-plidas en la comunidad argentina”.[20]

De esta forma, y claramente, que-daba expuesto el alcance de la diserta-ción; el intento de presentar a esa pieza como una original summa filosófica, a la

sazón una nueva “República” que com-pendiaba todas las verdades de la magna ciencia, no fue producto de la “baba” de los obsecuentes — de esos, en los que el peronismo ha sido tan pródigo — pero totalmente ajenos a los objetivos del conductor.

“La Comunidad Organizada” no es una nueva manera de discurrir acerca de la realidad; no presenta reflexiones novedosas, no pretende emular ningún sistema de pensamiento, no reclama originalidad ninguna.

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“La Comunidad Organizada” es, ni más ni menos, que la enumeración ta-xativa — enunciada, a veces, con citas farragosas de factura filosófica variopin-ta — de principios vitales, esenciales, recogidos de la sabiduría varias veces secular de raíz greco-romana-hispana, que propone las propias fuentes, las propias connotaciones y las propias conclusiones de una manera de ser ar-gentinos.

Su importancia radica allí: en la tra-bazón entre el núcleo doctrinal y las realizaciones — en plena marcha al momento de su enunciación — deriva-das de él. Y trasciende de ser un mero discurso de circunstancias, cuando in-forma las transformaciones profundas que el justicialismo, en lo espiritual y lo material, ha traído a la Patria[21], y en la que descuella — nuevamente lo se-ñalamos — el monumento político-jurídico de la Constitución de 1949.

Juan Domingo Perón es el genio po-lítico que deja en la historia del siglo XX — “para bien o para mal...”, argüirán al-gunos, y es cierto — la impronta indele-ble de su paso.

A él le cabe la caracterización del político: “Como el artista, el político pre-tende realizar un orden, y ésta es su justificación intelectual, así como su jus-tificación moral reside en el anhelo de justicia que vivifica aquel concepto. El político nato piensa: orden, y siente: justicia. Lo cual no significa contradic-ción, sino complemento necesario, puesto que el orden es justo y la injusti-cia desordenada”.[22]

Estas dos — orden y justicia — son las notas fundantes de la revolución jus-ticialista; orden y justicia se entienden rectamente y cobran cabal y genuina significación a la luz del humanismo po-lítico del justicialismo, “que afirma a la Nación como un destino que se clarifica y al Estado como una conciencia histó-rica que permite la articulación entre la patria eterna y el quehacer político im-postergable y cotidiano”[23].

VII. LA VIGENCIA HISTÓRICA DE LA COMUNIDAD ORGANIZADA

“La humanidad está viviendo días

tremendos: un frío materialismo quiere burlarse de la ternura, una hostil solem-nidad quiere alejar a los hombres de la humana sencillez que hace cordiales y sensibles a los corazones... Mezquinas ambiciones han hecho olvidar el encan-to inefable de las pequeñas cosas hu-mildes que nos rodean... Y el hombre, que tenía amor, se ha convertido en el hombre indiferente; y el hombre, que creaba, se ha transformado en el hom-bre que destruye...”

El aserto de Eva Perón — de estre-mecedora síntesis — caracteriza la difí-cil coyuntura del mundo actual.

“Días tremendos” éstos, en los que la “globalización”, la “era tecnotróni-ca”[24] — fruto inevitable de la ética del lucro reinante — despliega un apocalip-sis funesto sobre la cabeza de pueblos inocentes.

Desde perspectivas serias y distin-tas, hueras de obsecuentes intenciona-lidades, se ha señalado la vigencia de “ La Comunidad Organizada ” como va-lioso instrumento de pensamiento y ac-ción frente a las “nuevas realida-des”[25]; es este humanismo “en su ter-cera posición de alta escuela política(...) la tesis más avanzada para resolver los problemas económicos sociales e inter-nacionales... por realista y espiri-tual”[26].

En los albores de este nuevo siglo, el mundo asiste a la tensión entre dos cosmovisiones: antropocéntrica y mate-rialista, una; teocéntrica y espiritualista, la otra. Tensión que se expresa en di-versos frentes (el mediático, por la ac-ción psicológica; el biológico, a través de la posibilidad real de la guerra bacte-riológica; el económico y social; el insti-tucional; etc.) y que recurre para dirimir el conflicto tanto a operaciones militares clásicas, focalizadas, como cada vez más al atentado terrorista, en un esce-nario geográfico difuso.[27]

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“La Comunidad Organizada” adscri-be a la cosmovisión teocéntrica y espiri-tualista: el humanismo justicialista, a di-ferencia del resto de los humanismos que ven la luz en el grito del hombre como “medida de todas las cosas”, po-see una coordenada vertical que subra-ya un reclamo a algo superior al hom-bre. Y por su raíz occidental, cristiana, abomina del terrorismo y sus métodos, pues anhela “la mansión de la paz”, donde “posee el hombre, frente al Creador, la escala de magnitudes, es decir, su proporción”[28]

“La Comunidad Organizada” res-ponde a esta fe. Afirma las característi-cas de la vida política como un acto creador, en la que el bonum vivere del hombre — el “bien del aquende” — es condición necesaria y fundamental para gozar del “bien del allende”; y por eso repugna por igual del individualismo li-beral como del colectivismo marxista, “formas materialistas” que “no poseen condiciones de redención (pues) están ausentes de ellas el milagro del amor, el estímulo de la esperanza y la perfec-ción de la justicia”.[29]

Ante la democracia liberal individua-lista, cuya “única alternativa sigue sien-do colocar, de tanto en tanto, una bole-ta en una caja con nombres de perso-nas a las que no se conoce ni se ha vis-to nunca y cuya actuación escapará pa-ra siempre al contralor de los votan-tes”[30], propugna una democracia so-cial, basada en una representatividad

real, donde la comunidad se ve refleja-da en sus clases dirigentes.

Y ante el denominado “nuevo orden mundialista” — que responde a los in-tereses de los poderosos de la tierra, y no es orden, en rigor — reafirma una tercera posición, con su planteo filosófi-co, político y ético.

La vigencia histórica de “La Comu-nidad Organizada” es patente. Corres-ponde a los hombres y mujeres del mo-vimiento nacional, alejados de las pre-misas de los “profetas del odio” como de los resabios de la mentalidad del

“hombre jurídico”[31], cumplir esa “obli-gación y deber sacros” que apuntara Castellani[32], y que consiste en recrear los principios y aportar las soluciones concretas para hacer de esta Argentina el país que el destino de su pueblo exi-ge y merece: una Patria justa, libre, so-berana...

NOTAS

[1] Borradores de Raúl Scalabrini Ortiz,

citado por Norberto Galasso, Vida de Scalabrini Ortiz, Ediciones del

Mar Dulce, Bs. As., 1970, p. 406 [2] Raúl Scalabrini Ortiz, Tierra sin na-

da, tierra de profetas, p. 33 [3] Arturo Enrique Sampay, La Consti-

tución Democrática , con notas y es-tudio preliminar de Alberto González Arzac, Ciudad Argentina, Buenos Ai-res, 1999, p. 78

[4] Arturo Enrique Sampay, “La consti-tución como objeto de ciencia”, en Constitución y Pueblo, Cuenca edi-ciones, Buenos Aires, 1973, p. 60-62; Las constituciones de la Argen-tina (1810-1972) Recopilación, no-tas y estudio preliminar de Arturo Enrique Sampay, EUDEBA, Buenos

Aires, 1975, p. 2; “Legitimidad de la Constitución ”, en La Constitución Democrática.. ., p. 61

[5] Lo “facúndico” como expresión del genio nativo fue desarrollado por el maestro cordobés Saúl Taborda.

[6] vide Alberto González Arzac, “Vida, pasión y muerte del artículo 40°”, en Todo es Historia, n° 31, noviembre de 1969

[7] Arturo Enrique Sampay, “La reforma de la Constitución de Chile y el ar-tículo 40° de la Constitución Argen-tina de 1949” , en Constitución y Pueblo..., p. 36

[8] Juan Bautista Alberdi, Bases y Pun-tos de Partida para la Organización Política de la República Argentina , Derivados de la Lei que Preside el Desarrollo de la Civilización en la

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América del Sur, Imprenta Jacquin, Besanzon, 1856, p. 138 y passim. Sobre la actuación pública de Alber-di, su pensamiento y las conse-cuencias de éste, vide Juan Pablo Oliver, El verdadero Alberdi. Géne-sis del liberalismo económico argen-tino, Dictio, Buenos Aires, 1977

[9] vide al respecto Saúl Taborda, La argentinidad preexistente (Estudio preliminar de Fermín Chávez), Edi-torial Docencia, Buenos Aires, 1988

[10] “Fraguada para servir los intere-ses de un partido dentro del país, llenó la misión a que se la destina-ba; fue el antecedente y la justifica-ción de la acción política de nues-tras oligarquías gobernantes, o sea el partido de la ‘civilización’. No se trataba de ser independientes, fuer-tes y dignos; se trataba de ser civili-zados. No se trataba de hacernos, en cualquier forma, dueños de nues-tro destino, sino de seguir dócilmen-te las huellas de Europa. No de im-ponernos, sino de someternos. No de ser heroicos, sino de ser ricos. No de ser una gran nación, sino una colonia próspera. No de crear una cultura propia, sino de copiar la aje-na. No de poseer nuestras indus-trias, nuestro comercio, nuestros navíos, sino de entregarlo todo al extranjero y fundar, en cambio, mu-chas escuelas primarias donde se enseñara, precisamente, que había que recurrir a ese expediente para suplir nuestra propia incapacidad. Y muchas Universidades, donde se profesara como dogma que el capi-tal es intangible y que el Estado (sobre todo el argentino) es ‘mal administrador’ (...) Se exaltó al pró-cer de levita frente al caudillo de lanza; al ‘civilizador’ frente al ‘bárba-ro’. Y todo esto se tradujo a la larga en la veneración del abogado como tipo representativo, y en la domina-ción efectiva de quienes contrata-ban al abogado.”

Ernesto Palacio, La historia falsi-ficada, A. Peña Lillo editor, Buenos Aires, 1960, pp. 40-41 (los subraya-dos son nuestros)

[11] “Hay fuerza en el pueblo argen-tino, como en todo pueblo, pero tal fuerza está detenida por la pantalla que forman ‘ La Nación ’, ‘la socie-dad’, ‘los amigos’ y ‘Sur’, que no sir-ven a una causa orgánica sino a la literatura en general”. Drieu La Ro-chelle a Victoria Ocampo, publicado en Sur les écrivanes, Gallimard,

1964; citado en carta de Arturo Jau-retche a Victoria Ocampo de 24 de marzo de 1971; en Norberto Galas-so, Dos Argentinas. Arturo Jauret-che – Victoria Ocampo. Correspon-dencia inédita. Sus vidas –sus ideas, Homo Sapiens ediciones, Rosario, 1996, p.131

[12] Universidad Nacional de Cuyo, Congreso Nacional de Filosofía; Mendoza, Argentina, Marzo 30 – Abril 9, 1949, publicación al cuidado de Luis Juan Guerrero, Secretario de Actas del Congreso, Tomo I, Buenos Aires, 1950, pp. 12-13. (En adelante Actas...)

[13] La nómina de los distintos miem-bros y sus categorías ha sido toma-da directamente de las Actas..., pp. 23-41

[14] “Palabras del Profesor Alberto Wagner de Reyna, de la Universi-dad Católica del Perú, en represen-tación de los miembros extranjeros”, en Actas..., pp 127-128

[15] “Palabras del señor Rector de la Universidad Nacional de Cuyo y Presidente del Comité Ejecutivo del Congreso Dr. I. Fernando Cruz”, en Actas..., pp. 129-130

[16] “Conferencia del Excmo. Señor Presidente de la Nación , General Juan D. Perón”, en Actas..., pp. 131-174

[17] En 1952 la Subsecretaría de In-formaciones publicó la conferencia con el título “ La Comunidad Organi-zada ”, tal como se la conoce hasta

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hoy. El 29 de noviembre de 1951, bajo el pseudónimo “Descartes”, el Gral. Perón había publicado un edi-torial en el diario Democracia, tiula-

do “Una Comunidad Organizada”. [18] La conferencia fue publicada

completa por primera vez en las Ac-tas...; la edición de la Subsecretaría

de Informaciones de 1952 –y las restantes, que en ella se basaron- emite deliberadamente su introduc-ción (Actas...; 131-132) Este volu-men edita por primera vez la confe-rencia completa en forma separada de las Actas...

[19] Norberto Galasso, Yo fui el confe-sor de Eva Perón (Padre Hernán Benítez), Homo Sapiens ediciones, Rosario, 1999, pp. 47-48

[20] Actas..., pp. 131-132 [21] La necesidad de interpretar “ La

Comunidad Organizada ” en el mar-co de las realizaciones del justicia-lismo, ha sido señalada coherente-mente por el profesor Pablo Antonio Anzaldi.

[22] Ernesto Palacio, Catilina, contra la oligarquía, 1ª. edición, Rosso, Bue-nos Aires, 1935, pp. 177-178

[23] Carlos A. Disandro, “El humanis-mo político del justicialismo”, en Pe-ronismo y Ética, Centro Justicialista de Estudios Geopolíticos “Eva Pe-rón”, Buenos Aires, 1984, p. 51

[24] vide Francisco José Figuerola, Teoría de la democracia social. Hu-manismo. Etica. Participación. Soli-darismo. Planificación, Depalma, Buenos Aires, 1986, pp. 140 y ss.

[25] Oscar Salvador Martini, Hacia una Argentina Humanista, El Ateneo,

Buenos Aires, 1951; Eduardo Aste-sano, Filosofía histórica de la Co-munidad Organizada , Ediciones Temática, Buenos Aires, 1984; Car-los A. Disandro, Peronismo y Ética, Centro Justicialista de Estudios Geopolíticos “Eva Perón”, Buenos Aires, 1984; Oscar Juan Carlos De-novi, Pensamiento nacional y revo-lución, Edición del autor, Bs. As.,

1989; Ismael Pedro Brea, Nuestro Pensamiento. Hacia una Comunidad Organizada, Boletines de H.U.C.O., Villa Gobernador Gálvez, 1995

[26] Oscar Salvador Martini, op. cit., p. 297 (los subrayados son nuestros)

[27] Juan Carlos Lando, La primera guerra del siglo XXI, inédito. (Agra-

decemos al distinguido abogado y politólogo la deferencia de la lectura de los borradores de ese trabajo, en preparación para su próxima edi-ción)

[28] Actas..., pp. 172-173 [29] Idem [30] Ángel A. Brovelli, “Los factores de

poder en la concepción justicialista”, en Centro de Estudios y Planifica-ción (e. i.), Reflexiones sobre la Na-ción Argentina, Ediciones Temática, Buenos Aires, 1982, p. 65

[31] Héctor H. Hernández, “Radiografía del hombre jurídico: la carpa, el ba-rro, el cielo...”, en Camilo Tale (di-rector), Persona, Sociedad Derecho. Temas actuales de Filosofía Jurídica y Política, Ediciones El Copista, Córdoba, 1999, pp. 227-326

[32] “La inteligencia argentina tiene hoy una misión y un deber sacros: pensar la Patria”. P. Leonardo Cas-tellani

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1949

LA COMUNIDAD ORGANIZADA

por JUAN DOMINGO PERÓN

ONFERENCIA DEL EXCMO. SEÑOR PRESIDENTE DE LA NACIÓN,

GENERAL JUAN DOMINGO PERÓN

SEÑORES MIEMBROS EXTRANJEROS DEL

PRIMER CONGRESO NACIONAL DE FILOSOFÍA

Deseo, señores, que al pisar esta

tierra os hayáis sentido un poco argen-tinos y con ello nos habréis hecho un gran honor y brindado una inmensa sa-tisfacción.

Para el corazón argentino, en nues-tra tierra, nadie es extranjero, si viene animado del deseo de sentirse hermano nuestro. Ese corazón y esa hermandad es lo que os ofrecemos como más sin-cero y como más precioso.

Que os sintáis en vuestra casa será nuestro orgullo. En ella nadie os pre-guntará quién sois y os ofrecerá, con el pan y la sal de la amistad, esta heredad de nuestros mayores, que queremos honrar como la honraron ellos.

SEÑORES CONGRESALES

Alejandro, el más grande general, tuvo por maestro a Aristóteles. Siempre he pensado, entonces, que mi oficio te-nía algo que ver con la filosofía.

El destino me ha convertido en hombre público. En este nuevo oficio, agradezco cuanto nos ha sido posible incursionar en el campo de la filosofía.

Nuestra acción de gobierno no re-presenta un partido político, sino un gran movimiento nacional, con una doc-trina propia, nueva en el campo político mundial.

He querido entonces ofrecer a los señores que nos honran con su visita, una idea sintética de base filosófica, sobre lo que representa sociológica-mente nuestra tercera posición.

No tendría jamás la pretensión de hacer filosofía pura, frente a los maes-tros del mundo en tal disciplina científi-

C

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ca. Pero, cuanto he de afirmar, se en-cuentra en la República en plena reali-zación. La dificultad del hombre de Es-tado responsable, consiste casualmente en que está obligado a realizar cuanto afirma.

Por eso, señores, en mi disertación no ataco a otros sistemas, señalo sola-mente opiniones propias hoy comparti-das por una inmensa mayoría de nues-tro pueblo e incorporadas a la Constitu-ción de la Nación Argentina.

El movimiento nacional argentino, que llamamos justicialismo en su con-cepción integral, tiene una doctrina na-

cional que encarna los grandes princi-pios teóricos de que os hablaré en se-guida y constituye a la vez la escala de realizaciones, hoy ya felizmente cum-plidas en la comunidad argentina.

He querido exponer personalmente ante los señores congresales tales con-cepciones, en la seguridad de que las interpretarán como un esfuerzo perso-nal de contribución a este Congreso, y en el deseo de expresar personalmente también a nuestros gratos huéspedes toda nuestra consideración y todo nues-tro afecto.

LA COMUNIDAD ORGANIZADA

EL HOMBRE Y LA SOCIEDAD

SE ENFRENTAN CON LA MÁS PROFUNDA

CRISIS DE VALORES QUE REGISTRA SU EVOLUCIÓN

Está en nuestro ánimo la absoluta

conciencia del momento trascendental que vivimos. Si la Historia de la huma-nidad es una limitada serie de instantes decisivos, no cabe duda de que, gran parte de lo que en el futuro se decida a ser, dependerá de los hechos que es-tamos presenciando.

No puede existir a este respecto di-vorcio alguno entre el pensamiento y la acción, mientras la sociedad y el hom-bre se enfrentan con la crisis de valores más profunda acaso de cuantas su evo-lución ha registrado.

Las conclusiones de los congresos últimamente celebrados en el mundo prueban en cierto modo la universalidad de esta persuasión.

El Congreso Internacional de Roma de 1946, el III Congreso de las Socie-

dades de Filosofía de Lengua Francesa de Bruselas en 1947, el de Edimburgo de 1948 y el de Amsterdam, evidencian que la inquietud intelectual ha llegado a un momento activo.

Es posible que la acción del pensa-miento haya perdido en los últimos

tiempos contacto directo con las reali-dades de la vida de los pueblos. Tam-bién es posible que el cultivo de las grandes verdades, la persecución infa-tigable de las razones últimas, hayan convertido a una ciencia abstracta y do-cente por su naturaleza en un virtuo-sismo técnico, con el consiguiente dis-tanciamiento de las perspectivas en que el hombre suele desenvolverse.

Acaso sobre el gran fondo filosófico que es la verdad, haya prevalecido una cuestión de tendencias, ajenas al ansia de conocimiento a cuya satisfacción debería consagrarse toda fuerza crea-dora. En ausencia de tesis fundamenta-les defendidas con la perseverancia debida, surgen las pequeñas tesis, muy capaces de sembrar el desconcierto.

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EL HOMBRE PUEDE DESAFIAR

CUALQUIER MUDANZA SI SE HALLA ARMADO

DE UNA SÓLIDA VERDAD

Los problemas sustantivos no han sido resueltos en el tiempo, tal vez por-que existe un problema y una verdad demostrable para cada generación. Quizá, para cada generación sean siempre los mismos tal problema y tal verdad.

Los griegos de Sócrates se formula-ban grandes preguntas: el ser, el princi-pio, la virtud, la belleza, la finalidad, y trataron de formular debidamente sus tablas de Moral y sus principios de Eti-ca. No es lícito dar tales problemas por juzgados para permitirnos después ex-traviar al hombre –que ignora las viejas verdades centrales– con nuevas verda-des superficiales o con simples sofis-mas. El hombre está hoy tan necesitado de una explicación como aquellos para quienes Sócrates, tantos siglos atrás, forzaba sus problemas.

A los pueblos han sido descubiertos hechos de asimilación no enteramente sencilla. Se ha persuadido al hombre de la conveniencia de saltar sin gradacio-nes de un idealismo riguroso a un mate-rialismo utilitario; de la fe a la opinión, de la obediencia a la incondición.

La libertad, conquista máxima de las modernas edades, no se produjo acompañada de una previa reestructu-ración de sus corolarios. Es posible que hubiese cierta improvisación en tal vic-toria, porque siempre resulta difícil es-tablecer el orden entre las tropas que se apoderan de una ciudad largamente asediada.

La edad del materialismo práctico, por otra parte, ha correspondido con un gigantesco progreso económico. Una de sus características ha sido la de re-ducir las perspectivas íntimas del hom-bre. Este no posee la misma medida de

su personalidad a la sombra del olmo bucólico que junto al poderío estruen-doso de la máquina. Debemos pregun-tarnos si, al sobrevenir las radicales modificaciones de la vida moderna, se produjeron las oportunas orientaciones llamadas a equilibrar al hombre conmo-vido por la violenta transición al espíritu colectivo.

Preclaros cerebros han intentado advertir al mundo del peligro que supo-ne que el hecho no haya tenido un pró-logo ni una preparación; de que no se haya adaptado previamente el espíritu humano a lo que había de sobrevenir. El hombre puede desafiar cualquier contingencia, cualquier mudanza, favo-rable o adversa, si se halla armado de una verdad sólida para toda la vida. Pe-ro si ésta no le ha sido descubierta al compás de los avances materiales, es de temer que no consiga establecer la debida relación entre su yo, medida de todas las cosas, y el mundo circundan-te, objeto de cambios fundamentales.

En tal coyuntura la filosofía recupera el claro sentido de sus orígenes. Como misión pedagógica halla su nobleza en la síntesis de la verdad, y su proyección consiste en un «iluminar», en un llevar al campo visible formas y objetos antes inadvertidos; y, sobre todo, relaciones. Relaciones directas del hombre con su principio, con sus fines, con sus seme-jantes y con sus realidades mediatas.

De los elevados espacios donde las razones últimas resplandecen, procede la norma que articula al cuerpo social y corrige sus desviaciones.

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SI LA CRISIS MEDIEVAL CONDUJO AL RENACIMIENTO, LA DE HOY,

CON EL HOMBRE MÁS LIBRE Y LA CONCIENCIA MÁS CAPAZ,

PUEDE LLEVAR A UN RENACER MÁS ESPLENDOROSO

Entra en lo posible que las tradicio-

nes muertas no resuciten. Si el pensa-miento humano, considerado como te-soro de conceptos, se mira a través del ritmo vertiginoso y febril de la vida ac-tual, puede que aparezca como un campo desolado, escenario de patéti-cas batallas. Es posible también que muchas tradiciones caídas no sean adaptables al signo de la presente evo-lución y que otras hayan perdido incluso su objeto. En cierto modo era éste el panorama de la humanidad en los albo-res de la Edad Media: se consideraban suficientemente definidas algunas ver-dades, pero aun éstas aparecían cerra-das y custodiadas, y el pueblo se ali-mentaba sólo de fe. La verdad socráti-ca, la platónica y la aristotélica, no fue-ron textos prácticos para el medievo, que habían perdido, en el fragor de una terrible crisis, todo contacto con la con-tinuidad intelectual del pasado. Es cier-to que no resucitaron entonces muchas tradiciones, pero con los restos del nau-fragio, el pensamiento humano elaboró, a la luz de la fe, que es indeclinable, una nueva mística, con un nuevo con-tenido.

El Renacimiento prueba que el ca-mino es un factor asequible al hombre en todo momento. No es el rigor de nuestra crisis el que debieron arrostrar las islas pensantes de la Edad Media: el nuestro es, simplemente, un rigor de otra clase. No tiene ante sí, o no cree tenerlo, un infinito. No da la sensación de producirse para el tiempo, sino para el momento.

Se diría de algunos, que les preo-cupan menos las verdades que las apa-

riencias, y menos la visión de lo último y lo general que lo inmediato y personal. La marcha fatigosa y rápida de la evo-lución social, como de la económica, han trastornado los habituales paisajes de la conciencia.

No es frecuente hallar seres que posean una perspectiva completa de su jerarquía. La conquista de derechos co-lectivos ha producido un resultado cier-tamente inesperado: no ha mejorado en el hombre la persuasión de su propio valer. Esa miopía para la nobleza de los valores procede, posiblemente, de una deficiente pedagogía.

Caracteriza a las grandes crisis la enorme trascendencia de su opción. Si la actual es comparable con la del Me-dievo, es presumible que dependa de nosotros un Renacimiento más lumino-so todavía que el anterior, porque el nuestro, contando con la misma fe en los destinos, cuenta con un hombre más libre y, por lo tanto, con una con-ciencia más capaz.

El gran menester del pensamiento filosófico puede consistir, por consi-guiente, en desbrozar ese camino, en acompasar ante la expectación del hombre el progreso material con el es-piritual.

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LA PREOCUPACIÓN TEOLÓGICA

La primera preocupación fue nece-

sariamente la teológica. El conocimien-to precisaba luz con que enfocar los ob-jetivos, o un espacio iluminado donde situarlos para su examen posterior. El Origen era el factor supremo y natural de este proceso previo. Las inquietudes teológicas satisfacían en parte una ne-cesidad primaria y, después, condicio-naban categóricamente toda otra tras-lación de juicio sobre el existir.

La cultura condujo a distinguir con mayor claridad las relaciones existentes entre lo sobrenatural y el conocimiento; pero el carácter de aquella necesidad era consustancial al alma humana, co-mo vocación de explicaciones últimas o como una conciencia de hallarse en-cuadrada en un orden superior. Las comunidades más avanzadas razona-ban sobre el problema y, a su modo, llegaron a humanizar en una mitología su presentimiento, mientras que las atrasadas, necesitadas igualmente de una explicación, adoraron al Ser Su-premo en las cosas y objetos inanima-dos. Respecto a la explicación de ese estado de necesidad, unido a la razón teológica por impalpables vínculos, y por lo que toca a señalar su vigencia, es indiferente la visión especificada de las razas o grupos superiores o la ten-dencia primitiva y panteísta de las tri-bus; ambas prueban, por igual, el ca-rácter de esa necesidad.

Lo inexplicado residía sobre objetos distintos, porque antes de que otras tradiciones estableciesen conceptos terminantes sobre una inquietud univer-sal, se optaba sólo sobre el objeto de veneración. Así los eleatas ensayaban un principio de adoración en torno a su ser sustancial e inmutable y, en el me-canismo de Demócrito, opera en la teo-ría sobre el movimiento de los átomos

actuantes lo que él creía una explica-ción material plausible a un problema formulado de un modo general. Para Parménides hay ya un solo Dios, el ma-yor entre los dioses y los hombres, que ni en su figura ni en su pensar se pare-ce a los mortales.

La humanidad empezaba a escrutar ambiciosamente el silencio de los cie-los. El pensamiento no se conformó con la alegre orgía de los dioses mitológi-cos. Lo que el hombre no podía hallar en la corte de Zeus, ejemplaridad y principios absolutos, debía buscarlo por otros caminos. Platón, en el Eutifrón, concretará más tarde ese «estar alerta» de Sócrates ante la máxima virtud, con-siderada como resplandor de un Ser fuente del orden cósmico. El abismo de la Teogonía de Hesíodo y el apeiron, lo ilimitado, de Anaximandro, empezaban a poblarse de luz ante la inquieta pupila humana. La fuerza que genera en lo in-finito será al principio el Amor, símbolo inmediato de la acción de crear asequi-ble a nuestros sentidos, y más tarde su representación última en la Omnipoten-cia.

"¿Quién es Dios para que le ofrez-camos sacrificios?", pregunta el Rig-Veda. Padre del Universo, Prajapati llama a este ser, al que todo parece subordinado. Idéntica preocupación se nos formula en el logos griego, la pala-bra primera, la primera voz, fuerza que encabeza posteriormente el Antiguo Testamento. Era necesario ese «verbo» para diferenciar a su luz el bien del mal, como era necesario Prajapati para re-conocer luego en su poder el atman hindú, el alma, el «yo mismo».

Cuando Platón afirma que Dios es la medida de todas las cosas, cobra altura el hombre medida de todas las cosas de Protágoras, porque entre ellas se hallan muchas a las que el hombre no halla en la Naturaleza una explicación razonable. Muchos siglos después, un ilustre cerebro había de explicar con admirable sencillez el proceso de esa inquietud. No tenía necesidad por cierto

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de apoyarse Víctor Hugo en la teoría de los druidas, dos mil años antes de Je-sucristo, según los cuales «las almas pasan la eternidad recorriendo la in-mensidad» para preguntar, sobre la ne-cesidad de un orden supremo, lo si-guiente: ¿Y no hay Dios? ¿Cómo el hombre, perecedero, enfermo y vil, ten-dría lo que le falta al universo? ¡La cria-tura llena de miserias tendría más ven-tajas que la creación llena de soles! ¡Tendríamos un alma y el mundo no! El hombre sería un ojo abierto en medio del universo ciego. ¡El único ojo abierto! ¿Y para ver qué? ¡La nada!

No es imposible distinguir en esas frases la enunciación feliz del problema del pensamiento antiguo

LA FORMACIÓN DEL ESPÍRITU AMERICANO

Y LAS BASES DE LA EVOLUCIÓN

IDEOLÓGICA UNIVERSAL

Cuando el Renacimiento lucha por

levantar de las ruinas los valores sus-tantivos, no se apoya sólo en la Reve-lación ni en la disposición religiosa con-génita del hombre. El camino abierto por los griegos será método para los escolásticos y punto de referencia para la reacción posterior. El credo ut intelli-gam de Santo Tomás informa toda una Edad humana.

Centra sobre un fin la esencia y el existir; condiciona una ética y una moral y, acaso, por primera vez, se relacione con ésta, en jerarquía de necesidad, el libre albedrío, la libertad de la voluntad, como requisito de la Moral. La tomísti-ca, cualquiera sea el curso ulterior del pensamiento, centró al hombre en un momento decisivo ante un panorama hasta entonces confuso. Lo centró con poder suficiente para negar los propios principios de que esta situación proce-día. En cierto modo, los adversarios del tomismo, por lo que a la definición de los valores humanos respecta, son fruto suyo. Cuando el romanticismo de Spi-noza califica a lo Supremo de sustancia del Universo, se halla estructurado ya un mundo de valores, que servirá a la humanidad para lanzarse a uno de sus más tremendos y eficaces esfuerzos. Lo planteado habrá sido la crisis del es-píritu europeo, la formación del espíritu americano y la evolución ideológica universal posterior. A través de las ideas religiosas del Renacimiento y de principios de la Edad Moderna el hom-bre recibe del pensamiento helénico, como Israel desde el Sinaí, una tabla de valores. Pero observemos que el resul-tado indirecto de tales valores, al situar al ser humano ante Dios, fue definir la jerarquía del hombre.

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Poco después, Descartes habrá desviado el ancho y ambicioso cauce con sentido vertical, para ofrendar a una ciencia naciente y progresista la preocupación inicial del mundo antiguo. El «pienso, luego existo», dará como supuesto previo un orden, una natura-leza establecida, un hombre. Y será in-diferente a esta enunciación la pertinaz pregunta última del hombre.

La filosofía empezará a fragmentar-se; aparecerá una alta especulación científica, consumada en especialida-des, dorada por los profundos intentos del racionalismo kantiano, y otra de ma-tices más prácticos, más directos, pero de contenido inferior. En adelante, las preocupaciones serán inmediatas o es-pecíficas.

No existe punto ninguno de contacto entre los problemas de Sócrates y los de Voltaire. La tendencia ha cambiado de dirección. Lo que era movimiento vertical es ahora traslación horizontal.

Comte verifica un hábil escamoteo de objetivos: sustituye el culto de Dios por el culto de la humanidad. Será, rigu-rosamente, el principio de una edad dis-tinta, pero, entendámonos, de una mu-tación históricamente necesaria y útil.

Se opera una revolución total, gran-diosa en sus aspectos materiales, pero tal vez mal acompañada de una visión correcta de las perspectivas de fondo. Estas empiezan a esfumarse de las operaciones intelectuales y con ellas se esfuma insensible y progresivamente también la medida del hombre; la que éste poseía de su situación y de las co-sas, a través de sí, como reflejo de fuerzas superiores. El progreso se acentúa en la técnica y en el movimien-to social, pero no se puede decir que vigorice por sí solo parcelas íntimas an-taño regadas por la intuición de las magnitudes cósmicas.

EL RECONOCIMIENTO DE LAS ESENCIAS DE LA PERSONA HUMANA

COMO BASE DE LA DIGNIFICACIÓN

Y DEL BIENESTAR DEL HOMBRE

Cuando llegamos a Darwin y a sus

conexiones con la filosofía, advertimos de pronto que estamos ya muy lejos del mundo de Sócrates y sus figuras pen-santes. La evolución se nos ofrece co-mo una teoría biológica que no desease sostener trato de ninguna especie con otro linaje de cuestiones. Y por debajo del mundo científico, se plantea el pro-blema de si el alma humana puede di-gerir la sustitución de su culto elemental y tradicional, por una exégesis pura-mente científica.

En último término esta orientación no nos produce resultados positivos en orden a la organización de la vida co-mún. No podemos deducir de ella el clima de una nueva Etica y mucho me-nos el de una nueva Moral. Es un pro-blema biológico lo preferido; un suceso de orden físico, del que es más difícil extraer consecuencias para la vida es-piritual de los pueblos. No es posible fundar sobre una ley técnica, desconec-tada de las razones últimas, una ley po-sitiva, ni siquiera un tratado de buenas costumbres.

Elevada una explicación semejante a lo general, el hombre, la sociedad o el Estado, se ven obligados a inventar de pronto una escala nueva de valores, una nueva Moral. En el apogeo de una edad de ambiciones materiales, des-pués de un largo espacio, casi siglo y medio, de desechar todo razonamiento metafísico, el pensamiento no sabe permanecer indefinidamente refugiado en criterios marginales, ni gusta de tras-ladar sus cultos para proveerse de los mismos resultados.

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Desde una esfera rectora, al consi-derar la posibilidad de proveer a los pueblos de buenas condiciones mate-riales de vida, el problema deja de ser abstracto para convertirse en una nece-sidad apremiante. El hombre que ha de ser dignificado y puesto en camino de obtener su bienestar, debe ser ante to-do calificado y reconocido en sus esen-cias.

LA REALIZACIÓN PERFECTA DE LA VIDA

Entendemos en la virtud socrática la

realización perfecta de la vida. Esto es: comprensión de la propia personalidad y del medio circundante que define sus relaciones y sus obligaciones privadas y públicas.

Cuando Leibniz nos dice: Quien lo hubiera contemplado todo, lo lejano y lo cercano, lo propio y lo extraño, lo pasa-do y lo futuro, con la misma claridad y distinción, con lo cual por supuesto desaparecería la diferencia de cercano y lejano, propio y extraño, pasado y fu-turo, ese tal, libre de pecado, sólo que-rría y realizaría el bien, alude al arqueti-po de virtud que puede producir el des-dén ante lo perecedero.

No sería una actitud, sino una es-céptica o una apostólica inhibición. La virtud socrática era actuante, tan bata-lladora como había de ser después la cristiana; contemplaba el mundo prácti-co y lo sabía lleno de tentaciones y difi-cultades.

Virtuoso para Sócrates era el obrero que entiende en su trabajo, por oposi-ción al demagogo o a la masa incons-ciente. Virtuoso era el sabedor de que el trabajo jamás deshonra, frente al ocioso y al politiquero.

En el Eutifrón nos dice Platón que no hay una virtud específica, un ideal específico para cada cual, sino un ideal del hombre que no es acaso más que una disposición para resolver las ecua-ciones vitales con arreglo a una estima-tiva ética.

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LOS VALORES MORALES HAN DE COMPENSAR LAS EUFORIAS DE

LAS LUCHAS Y LAS CONQUISTAS Y OPONER UN MURO

INFRANQUEABLE AL DESORDEN

El bien y el mal obran sobre el hom-

bre como sobre la sociedad. De lo indi-vidual a lo colectivo sus momentos osci-lan entre arrebatos místicos y paroxis-mos pavorosos. Una postura moral pro-cedente de un fondo religioso sólido o de una refinada educación ética intenta estipular los límites entre posibles y ten-tadores extremos. El hombre, en la desgracia, tiende a la introversión como tiende la extraversión en la prepotencia. La duda y la soberbia, son los extremos máximos de esa oscilación, producida en ausencia de medidas suficientes.

La ciencia puede resolver en la abs-tracción los problemas, partiendo de premisas igualmente abstractas, pero en la vida de las comunidades los efec-tos de esas oscilaciones suelen ser muy otros. Cuando un pueblo se apro-xima a un momento grave, sus cerebros de primera fila se preguntan si el ánimo estará debidamente preparado para las horas que se avecinan.

Pues bien; es forzoso plantearse la misma pregunta cuando se trata de lle-var a la humanidad a una edad mejor. Incumbe a la política ganar derechos, ganar justicia y elevar los niveles de la existencia, pero es menester de otras fuerzas. Es preciso que los valores mo-rales creen un clima de virtud humana apto para compensar en todo momento, junto a lo conquistado, lo debido. En ese aspecto la virtud reafirma su senti-do de eficacia. No será sólo el heroísmo continuo de las prescripciones litúrgi-cas; es un estilo de vida que nos permi-te decir de un hombre que ha cumplido virilmente los imperativos personales y públicos: dio quien estaba obligado a

dar y podía hacerlo, y cumplió el que estaba obligado a cumplir.

Esa virtud no ciega los caminos de la lucha, no obstaculiza el avance del progreso, no condena las sagradas re-beldías, pero opone un muro infran-queable al desorden.

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EL AMOR

ENTRE LOS HOMBRES HABRÍA CONSEGUIDO

MEJORES FRUTOS EN MENOS TIEMPO

DEL QUE HA COSTADO A LA HUMANIDAD

LA SIEMBRA DEL RENCOR

Necesariamente ha debido ser larga

la época de la revolución social, a la que caracterizó un adusto ceño. Toda-vía no puede considerársela realizada, pero es preciso que aquella interpreta-ción de la virtud socrática esparza, junto a la conciencia de la dignidad humana, otra clase de valores. Junto al imperati-vo categórico kantiano se ofrece al mundo un campo ilimitado. Obra en to-do momento como si las máximas de tu conducta particular debieran convertirse en leyes generales. Kant proclamó ante la expectación de la humanidad un cre-do que sólo podría hallar precedentes en los principios cristianos del amor mu-tuo, con la diferencia de que en este caso la enunciación afecta el rigor de la disciplina.

El trasladar a lo colectivo lo que se desea en lo íntimo, es insinuar la su-peración de cuanto hubo de aislamiento y desdén en una época de gloriosos in-tentos.

Leemos en Empédocles que las al-ternativas en el predominio del amor y del odio engendran los diversos perío-dos en el mundo. Puede muy bien ser cierto, aunque Empédocles no buscase la misma conclusión, porque la humani-dad ha conocido entre épocas de odio otras de un vivir con los brazos abiertos hacia todas las posibilidades de la hu-mana naturaleza. Bajo ese imperio de místicos frutos se vislumbran mundos nuevos, se educan nacientes nacionali-dades, se destruyen las barreras.

Pero es sintomático que tales resul-tados se hayan obtenido sólo ante la presencia de un enemigo común y de

un modo poco duradero: una desolada experiencia armó la tesis del pesimis-mo.

Algo falla en la naturaleza cuando es posible concebir, como Hobbes en el Leviathan, al homo hominis lupus, el es-tado del hombre contra el hombre, to-dos contra todos, y la existencia como un palenque donde la hombría puede identificarse con las proezas del ave ra-paz. Hobbes pertenece a ese momento en que las luces socráticas y la espe-ranza evangélica empiezan a desvane-cerse ante los fríos resplandores de la Razón, que a su vez no tardará en abrazar al materialismo. Cuando Marx nos dice que de las relaciones econó-micas depende la estructura social y su división en clases y que por consiguien-te la Historia de la humanidad es tan sólo historia de las luchas de clases, empezamos a divisar con claridad, en sus efectos, el panorama del Leviathan.

No existe probabilidad de virtud, ni siquiera asomo de dignidad individual, donde se proclama el estado de nece-sidad de esa lucha que, es por esencia, abierta disociación de los elementos na-turales de la comunidad. Al pensamien-to le toca definir que existe, eso sí, dife-rencia de intereses y diferencia de ne-cesidades, que corresponde al hombre disminuirlas gradualmente, persuadien-do a ceder a quienes pueden hacerlo y estimulando el progreso de los rezaga-dos.

Pero esa operación –en la que la sociedad lleva ocupada con dolorosas vicisitudes más de un siglo– no necesita del grito ronco y de la amenaza y mu-cho menos de la sangre, para rendir los apetecidos resultados. El amor entre los hombres habría conseguido mejores frutos en menos tiempo, y si halló ce-rradas las puertas del egoísmo, se de-bió a que no fue tan intensa la educa-ción moral para desvanecer estos de-fectos, cuanto lo fue la siembra de ren-cores.

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EL GRADO ÉTICO

ALCANZADO POR UN PUEBLO

IMPRIME RUMBO AL PROGRESO, CREA EL ORDEN

Y ASEGURA EL USO FELIZ DE LA LIBERTAD

Esa virtud nos sitúa de plano en el

campo de lo ético. La actitud se enfren-ta con el mundo exterior. Se trata de ver hasta qué punto es susceptible de per-feccionar los módulos de la propia exis-tencia.

Aristóteles nos dice: El hombre es un ser ordenado para la convivencia social; el bien supremo no se realiza, por consiguiente, en la vida individual humana, sino en el organismo super-individual del Estado; la ética culmina en la política. El proceso aristotélico nos

lleva un punto más lejos del proyectado. Deseamos referirnos sólo a la imposi-ción de la convivencia sobre las pro-yecciones de la actitud individual. Nues-tra virtud no será perfecta hasta ser completada por esa ética, que mide los valores personales.

La vida de relación aparece como una eficaz medida para la honestidad con que cada hombre acepta su propio papel. De ese sentido ante la vida, que en parte muy importante procederá de la educación recibida y del clima impe-rante en la comunidad, depende la suerte de la comunidad misma.

Habrá pueblos con sentido ético y pueblos desprovistos de él; políticas ci-vilizadas y salvajes; proyección de pro-greso ordenado o delirantes irrupciones de masas. La diferencia que media en-tre extraer provechosos resultados de una victoria social o anegarla en el des-orden, corresponde a las dosis de ética poseídas.

Tales dosis caracterizan los diver-sos períodos de la Historia. Hacen glo-rioso el triunfo y soportable el fracaso;

atenúan las calamidades; prestan fuer-zas de reserva.

El progreso está, por lo demás, en absoluta relación de dependencia con el grado ético alcanzado: establece la moral de las leyes y puede interpretar-las sabiamente. Para la vida pública es-to significa el orden, la acción y el uso feliz de la libertad.

Permítaseme decir que la libertad posee carta de naturaleza en los pue-blos que poseen una ética, y es tran-seúnte ocasional donde esa ética falta. Santo Tomás dice: La libertad de la vo-luntad es un supuesto de toda moral; solamente las acciones libres, deriva-das de una reflexión racional, son mora-les. Es cierto que sólo esas acciones pueden alcanzar el calificativo de mora-les cuando se han producido con arre-glo a ciertos requisitos.

La libertad fue primariamente sus-tancia del contenido ético de la vida. Pero, por lo mismo, nos es imposible imaginar una vida libre sin principios éticos, como tampoco pueden darse por supuestas acciones morales en un ré-gimen de irreflexión o de inconsciencia.

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EL SENTIDO ÚLTIMO DE LA ÉTICA

CONSISTE EN LA CORRECCIÓN

DEL EGOÍSMO

Spencer nos dice que el sentido úl-

timo de la Etica consiste en la corrección del egoísmo.

El egoísmo, que forjó la lucha de clases e inspiró los más encendidos anatemas del materialismo, es al mismo tiempo sujeto último del proceder ético. Corresponde seguramente una actitud ante esa disposición cerrada que produ-ce la sobrestimación de los intereses propios. La enunciación de tal cosa co-rresponde en la Historia a una sangrien-ta y dura evolución, cuyo fin no podemos decir que se haya alcanzado aún.

Si la felicidad es el objetivo máximo, y su maximación una de las finalidades centrales del afán general, se hace visi-ble que unos han hallado medios y re-cursos para procurársela y que otros no la han poseído nunca. Aquéllos han tra-tado de retener indefinidamente esa condición privilegiada, y ello ha conduci-do al desquiciamiento motivado por la acción reivindicativa, no siempre pacífi-ca, de los peor dotados. El egoísmo es-taba destinado, acaso por designio pro-videncial, a transformarse en motor de una agitada edad humana. Pero el egoísmo es, antes que otra cosa, un va-lor-negación, es la ausencia de otros va-lores; es como el frío, que nada significa sino ausencia de todo calor. Combatir el egoísmo no supone una actitud armada frente al vicio, sino más bien una actitud positiva destinada a fortalecer las virtu-des contrarias; a sustituirlo por una am-plia y generosa visión ética.

Difundir la virtud inherente a la justi-cia y alcanzar el placer, no sobre el dis-frute privado del bienestar, sino por la di-fusión de ese disfrute, abriendo sus po-sibilidades a sectores cada vez mayores de la humanidad: he aquí el camino.

LA HUMANIDAD Y EL YO.

LAS INQUIETUDES DE LA MASA

Cuando Eurípides pone junto al yo

clamante la masa que, desde el coro, expone las inquietudes y pareceres co-lectivos, extiende junto al yo la dilatada llanura de la humanidad. Descubre en ella un elemento perfecto de medición. El ser individual halla su proporción ver-tical y horizontalmente.

Al exponer Humboldt el ideal de hu-manidad, se gesta, en el campo históri-co, el ideal del hombre universal, erigido en representante supremo de la civiliza-ción. Comte lo cimentó al afirmar que la Sociología es la base necesaria de la Política. Hegel llevó a sus últimas con-secuencias filosóficas esa certera intui-ción. Afirmó del espíritu, que existe por sí mismo, que sólo podrá llegar el pleno ser en sí en la medida en que el yo se eleve al nosotros o, con sus palabras, al yo de la humanidad. El racionalismo

postkantiano había trasladado asimismo su campo visual desde el individuo a la sociedad, desde el hombre a la humani-dad.

Los chispazos de una revolución po-lítico-económica, con la erección del in-dustrialismo y el capitalismo, generados por el Progreso en las entrañas de la Revolución liberal, provocaron la expan-sión de los valores individuales hacia los contornos públicos, o mejor dicho, el contorno filosófico del ser empezó a apreciarse mejor en su dintorno.

El individuo se hace interesante en función de su participación en el movi-miento social, y son las características evolutivas de éste las que reclaman atención preferente. Para derribar las defectuosas concepciones de la etapa de los privilegios fue necesario un im-placable desdoblamiento de la fortaleza-unidad del individuo. Pero apresurémo-nos a reconocer que tal mutación debe considerarse precedida de una larga

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etapa teórica. La práctica corresponde a nuestro siglo y está en sus comienzos.

Ello tiene una explicación hasta cier-to punto sencilla. Cuando decimos que el tránsito efectuado derivó del viejo es-tado histórico de necesidad al moderno de libertad, pensando mejor en el indivi-duo que en la comunidad, enunciamos una visión oblicua de la evolución. La etapa preparatoria, o teórica de realiza-ción del yo en el nosotros, fue, cabal-mente, una fase apta para permitir la ce-sión de los principios rectores que, sin caer todavía sobre la masa, facilitaba a los nuevos grupos dirigentes al suspira-do desplazamiento del poder.

La libertad entonces proclamada precisa un esclarecimiento si ha de con-siderarse su vigencia. Si por sentido de libertad entendemos el acervo palpitante de la humanidad, frente al estado de ne-cesidad dictado por el imperio indiscuti-do de una fracción electoral, deberemos plantearnos inmediatamente su proble-ma máximo: su incondición, y, sobre to-do, su posibilidad de opción.

Libre no es un obrar según la propia gana, sino una elección entre varias po-sibilidades profundamente conocidas. Y tal vez, en consecuencia, observaremos que la promulgación jubilosa de ese es-tado de libertad no fue precedida por el dispositivo social, que no disminuyó las desigualdades sociales en los medios de lucha y defensa ni, mucho menos, por la acción cultural necesaria para que las posibilidades selectivas inherentes a to-do acto verdaderamente libre pudiesen ser objeto de conciencia. El fondo cons-ciente que presta contenido a la libertad, la autodeterminación popular, sobrevie-ne a muy larga distancia en el tiempo del prólogo político de la cuestión. Cuando el ideal de humanidad empieza a abrirse paso, cuando las crisis de los hechos producen la revolución de las ideas, ad-vertimos que los antiguos enunciados no ensamblan de un modo perfecto con el signo de la evolución. Son esbozos, o reflejos imperfectísimos, de un ideal mu-cho más antiguo: el griego.

SUPERACIÓN DE LA LUCHA DE CLASES POR

LA COLABORACIÓN SOCIAL Y LA DIGNIFICACIÓN HUMANA

La lucha de clases no puede ser

considerada hoy en ese aspecto que ensombrece toda esperanza de fraterni-dad humana. En el mundo, sin llegar a soluciones de violencia, gana terreno la persuasión de que la colaboración social y la dignificación de la humanidad cons-tituyen hechos, no tanto deseables cuanto inexorables. La llamada lucha de clases, como tal, se encuentra en trance de superación. Esto en parte era un he-cho presumible. La situación de lucha es inestable, vive de su propio calor, con-sumiéndose hasta obtener una decisión. Las llamadas clases dirigentes de épo-cas anteriores no podían sustraerse al hecho poco dudoso de sus crisis. La humanidad tenía que evolucionar forzo-samente hacia nuevas convenciones vi-tales y lo ha hecho. La subsistencia de móviles de violenta inducción ofrece el espectáculo de un avance hacia la des-composición por el desgaste o hacia la adopción de fórmulas estériles. La aspi-ración de progreso social ni tiene que ver con su bulliciosa explotación proseli-tista, ni puede producirse rebajando o envileciendo los tipos humanos. La hu-manidad necesita fe en sus destinos y acción, y posee la clarividencia suficien-te para entrever que el tránsito del yo al nosotros, no se opera meteóricamente como un exterminio de las individualida-des, sino como una reafirmación de és-tas en su función colectiva. El fenómeno, así, es ordenado y lo sitúa en el tiempo una evolución necesaria que tiene más fisonomía de Edad que de Motín. La confirmación hegeliana del yo en la hu-manidad es, a este respecto, de una aplastante evidencia

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REVISIÓN DE LAS JERARQUÍAS

Importa, seguramente, no perder de

vista al hombre en esta nueva contem-plación revisionista de las jerarquías. No es perfectamente imposible disociar el todo de las partes o acentuar exclusi-vamente sobre lo colectivo, como si fuese por entero diferente a la condición de los elementos formativos. La subli-mización de la humanidad no depende de su consideración preferente como del hecho de que el individuo que la in-tegra alcance un grado que la justifique. La senda hegeliana condujo a ciertos grupos al desvarío de subordinar tan por entero la individualidad a la organi-zación ideal, que automáticamente el concepto de humanidad quedaba redu-cido a una palabra vacía: la omnipoten-cia del Estado sobre una infinita suma de ceros.

Como podemos entender al hombre, o divisarle mejor, en el marco de esa humanidad que lo realiza, será, en su jerarquía propia, atento a sus propios fines y consciente de su participación en lo general.

Sólo así podremos hablar del pro-blema de la redención como de una perfección realizable por elevación, en la vida en común.

Puede que D’Alembert acertase al pronosticar la subordinación del pen-samiento-luz a la técnica y hemos visto que los problemas inmediatos, sociales, políticos y económicos, produjeron un grado de obnubilación suficiente para desvanecer en la zozobra colectiva los sagrados fines del individuo.

En el seno de la humanidad que so-ñamos, el hombre es una dignidad en continuo forcejeo y una vocación inde-clinable hacia formas superiores de vi-da. Tales factores no operan, por cierto, en una consideración simplemente ma-siva de la biología social. De su igno-

rancia o de su sojuzgamiento depende precisamente el éxito de nuestra época.

Sólo en ese punto podemos exami-nar con mejores garantías de acierto la gran posibilidad de ese ideal de huma-nidad. Si no lo buscamos a través de esta misma, como una expresión de bloque con necesidades de bloque, sino a través del individuo, hallaremos ense-guida sus dos características esencia-les: humanidad como crisol de la digni-dad y como atmósfera de libertad.

Si recordamos a Antístenes, vere-mos que su ideal de libertad no era en absoluto compatible con ningún ideal razonado de humanidad. Hay una liber-tad irrespetuosa ante el interés común, enemiga natural del bien social. No vi-goriza al yo sino en la medida que nie-ga al nosotros, y ni siquiera se es útil a sí misma para proyectar sobre su acti-vidad una noble calificación. Kant insi-núa cuál podrá ser el alto sentido de la libertad al situarla en el campo de la ley moral y en el espacio del destino. Nada nos impide considerar como destino no sólo la finalidad individual, o la suma de sus probabilidades, sino la suma de las probabilidades generales. La misma ley moral no será considerada como ente aislado, como principio personal, sino como visión máxima del ideal de con-ducta universal. Con arreglo a ambas fuerzas presupone Kant la capacidad de autodeterminación y la llama casua-lidad libre. La existencia de esa perso-nalidad es un postulado de la razón práctica. Pero Fichte va más lejos toda-vía: El grado supremo sólo llega a lo-grarse –nos dice– cuando sobre ese ciego deseo de poder y sobre la arbitra-riedad del individuo se sobrepone en uno la voluntad de libertad, de sobera-nía del hombre, la voluntad racional. El hombre no es una personalidad libre hasta que aprende a respetar al próji-mo.

La conclusión de que sólo en el dila-tado marco de la convivencia puede producirse la personalidad libre, y no en el aislamiento, puede ser el agregado

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indispensable al ideal filosófico de so-ciología, cuya expresión más simple se-ría la de que nos es grato llegar a la humanidad por el individuo y a éste por la dignificación y acentuación de sus valores permanentes

ESPÍRITU Y MATERIA: DOS POLOS DE LA FILOSOFÍA

Desde los primeros tiempos el tema

magno de las tareas filosóficas fue una cuestión de acentuación. Su campo ofrecía las distintas y aun opuestas probabilidades según que el acento, la visión preferente, recayese sobre el es-píritu o sobre la materia. La disociación se caracterizó por un conflicto con la esencia religiosa, paladín de la inmorta-lidad del alma y consecuentemente de su primacía. El problema de los valores individuales y de los sociales dependió en todo momento de esa acentuación, no debida, por cierto, a caprichosas ve-leidades.

En la larga y laboriosa investigación en que el pensamiento mundial ha con-sumido sus mejores energías, se han producido, como chispazos inespera-dos, revelaciones que sostienen hoy el eterno templo del saber. Pero en el or-den de sus consecuencias importa so-bremanera comprender que del hecho de subrayar, quiero decir, del lado en que decidamos situarnos para contem-plar las cuestiones propuestas, depen-de nuestra calificación ulterior de lo vi-tal.

Inclinarse hacia lo espiritual o hacia lo material pudo ser una actividad se-lectiva de índole pensante o de génesis científica cuando aparecía pura en un grado anterior de la evolución. No es ésa la situación del mundo actual, cier-tamente. Los problemas presentes, la superpoblación, la presencia de las ma-sas en la vida pública, la traducción po-lítica de las doctrinas, confieren aguda responsabilidad al hecho, en apariencia intrascendente, de tomar partido en la suprema disputa

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CUERPO Y ALMA: EL «COSMOS» DEL «HOMBRE»

Acaso corresponda el mérito de su

iniciación al pensamiento oriental. Cuando hallamos en los Vedas la seve-ra afirmación de que, con carácter sus-tancial, se hallan en abierta oposición alma y cuerpo o, dicho con propiedad, espíritu y naturaleza, experimentamos la sensación de haber chocado con una duda larvada desde el Génesis. La pugna por reprimir la rebeldía de la ma-teria y subordinarla por entero al espíri-tu que supone la práctica del Yoga, y su tendencia por liberar el alma de las ape-tencias y dolores del cuerpo, nos ad-vierte que la cuestión había sido enér-gicamente planteada en los albores mismos de la civilización.

Para Aristóteles el universo consti-tuye una serie, en uno de cuyos extre-mos se encuentra la pura materia y en otro la pura forma. Claro está que en su pensamiento la forma, la causa formal del ser, su contenido, no era otro que el alma. Pero esa polaridad enuncia con la necesaria evidencia el carácter distinto de ambas fuerzas. Importa no perder de vista la visión aristotélica, sobre la que descansa en lo sucesivo la visión espiri-tualista mundial que ha de sucederle.

Para Platón, el problema consiste en el vencimiento por el alma de las po-tencias inferiores. El cristianismo agre-ga a la visión helénica la fe. El temor a la disociación, en el supuesto de la in-mortalidad, desaparece en él por la pu-rificación.

En la escuela tomista se opera la fusión del pensamiento cristiano con la dualidad aristotélica. Descartes, primero en encaminar a la filosofía por una sen-da nueva, ignorada hasta entonces, parte también de las bases tradiciona-les. Su exposición del proceso partien-do de la existencia de Dios, el cuerpo y el alma, constituye el prólogo de una

posterior explicación mecánica del uni-verso. Fue ésta y no su prólogo lo que la disputa general recogió. Sólo en Pi-tágoras podríamos hallar una preocu-pación, o una tendencia, de parecido carácter, pero la influencia cartesiana gravitó con enormes fuerzas en el desa-rrollo de las investigaciones.

Berkeley y D’Alembert parecen si-tuados, aunque la imagen no sea per-fecta, en los dos extremos de esa serie aristotélica. La vigorosa acentuación se convertirá en un hecho de hondas re-percusiones. Descartes dejó abando-nada, como al azar sobre el tapete, su teoría de la casualidad y ésta, en otras manos, proliferó la conversión de las je-rarquías espirituales en extrañas opaci-dades.

Parece incomprensible que la indife-rencia de un hombre dotado de tan gra-ve desprecio hacia la masa como Vol-taire, ejerciese tan demoledora influen-cia sobre los principios en que aquélla podría sustentar su línea de valores.

La disciplina científica nos aleja ya de la visión de las esencias centrales. Kant nos situará ante los conceptos, el espacio y el tiempo, que Bergson con-vertirá en materia y memoria. Para el romanticismo de Schelling la serie aris-totélica se sostiene en el dualismo, pero sobre el pensamiento alemán gravita ya la época. Esas fuerzas, además, se ha-llan en permanente tensión. El marxis-mo convertirá en materia política la dis-cusión filosófica y hará de ella una ban-dera para la interpretación materialista de la Historia.

Hemos pasado de la comunión de materia y espíritu al imperio pleno del alma, a su disociación y a su anulación final. Ciertamente, pese al flujo y reflujo de las teorías, el hombre, compuesto de alma y cuerpo, de vocaciones, espe-ranzas, necesidades y tendencias, si-gue siendo el mismo. Lo que ha variado es el sentido de su existencia, sujeta a corrientes superiores.

Esa acentuación oscilante lo mismo puede someterle como ente explotable

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al despotismo de individualidades egoístas, que condenarle a la extinción progresiva de su personalidad en una masa gobernada en bloque.

En los hegelianos existió una dere-cha y una izquierda. Tan pronto como esa escuela se reflejó en el poder asis-timos a la formación de sociedades de índole diversa: el hombre apareció anu-lado en unas, frente a los imperativos estatales, o con vagas posibilidades de redención en otras, condicionadas por el equilibrio entre el interés común y la jerarquía individual. En ambos casos no nos está permitido dudar de la trascen-dencia de Hegel en la liquidación de la disputa. Si la derecha hegeliana puede derivar hacia un teísmo conservador, la izquierda se desliza necesariamente a un materialismo no filosófico y, me atre-vería a sostenerlo, no humano. Por dis-tintos caminos, se alcanza la pendiente marxista.

Cuando este forcejeo por la interpre-tación de la verdad produjo un estado de hecho, ocasionando la crisis de los valores sociales, surge una nueva ex-plicación. Acaso resulte prudente con-siderarla. En Heidegger y en Kierke-gaard observamos un cierto esfuerzo por retomar la vía de la antigua comu-nión. Obligados a sacrificar algunos principios para caracterizarla, intentan sin embargo la rectificación. Cuando Heidegger expone la necesidad de que éste llegue a realizarse, a lograr una plenitud, establece su divorcio con la corriente que bajo la arquitectura del bloque amenazaba aniquilar al hombre. Kierkegaard proporcionó un sentido igualmente elevado a la exposición de tales ideas restituyendo a la controver-sia su sentido vertical, al relacionar nuevamente espíritu y alma con su causa y su finalidad.

Keyserling había observado el fondo del problema atentamente al decir que el esfuerzo de los siglos XVIII y XIX fue unilateral, pues habían dejado el alma al margen del progreso. Klages llegó a decir que bajo la influencia destructora

del espíritu llegara a su ocaso, en un día no lejano, la vida terrenal oponién-dole en su esencia el alma. En seme-jantes tiempos ya no resultaba popular el hombre de Vico, un conocer, un que-rer y un poder que tiende al infinito. Víc-tor Hugo, otra vez, el genial pensador francés, lanzará en la plaza pública, frente al monumento de Setiembre unas frases imperecederas: «...Si no hay en el hombre algo más que en la bestia pronunciad sin reír estas palabras: De-rechos del hombre y del ciudadano, de-recho del buey, derecho del asno, dere-cho de la ostra: producirán el mismo sonido. Reducir el hombre al tamaño de la bestia, disminuirle en toda la altura del alma que se le ha quitado, hacer de él una cosa como otra cualquiera; eso suprime de un golpe muchas declara-ciones acerca de la dignidad humana, de la libertad humana, de la inviolabili-dad humana, del espíritu humano y convierte todo ese montón de materia en cosa manejable. La autoridad de abajo, la falsa, gana todo cuanto pierde la autoridad de arriba, la verdadera. Sin infinito no hay ideal, sin ideal no hay progreso; sin progreso no hay movi-miento; inmovilidad, pues, statu quo, estancamiento: Este es el orden. Hay putrefacción en ese orden. Preguntad a la jaula lo que piensa del ala. Os con-testará: el ala es la rebelión...»

Semejante desafío no está dirigido a la conciencia filosófica, sino al mundo político, pero estamos lejos de permitir-nos afirmar que en estos momentos, de tan fina sensibilidad, resulta factible una sólida disciplina intelectual sin repercu-siones en el desarrollo de la vida so-cial... ¿No debemos, acaso, formular-nos el problema, con ambición de efica-cia, de si esa acentuación no deberá ser objeto de una cuidadosa definición antes de referirla a los fines comunes? Un pensador moderno ha escrito lo si-guiente: Hay un trabajo sin alegría, un placer sin risa, una virtud sin gracia, una juventud sin suavidad, un amor sin

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misterio, un arte sin irradiación... ¿por qué?...

Esa pregunta terrible acaso está to-davía pendiente sobre la vida actual. Pero puede gravitar sobre nuestro futu-ro si no llegamos a relacionar y defen-der debidamente las categorías y valo-res de ese sujeto de la vida toda, de nuestras preocupaciones y nuestros desvelos, que es el Hombre.

Sin el Hombre no podemos com-prender en modo alguno los fines de la naturaleza, el concepto de la humani-dad ni la eficacia del pensamiento...

¿LA FELICIDAD QUE EL HOMBRE ANHELA PERTENECERÁ AL

REINO DE LO MATERIAL O LOGRARÁN LAS ASPIRACIONES ANÍMICAS DEL HOMBRE EL CAMINO DE PERFECCIÓN?

De que importa activar la génesis de

un pensamiento susceptible de con-templar la futura evolución humana da pruebas el sentido de la vida actual.

Existe una laboriosa tarea en pleno desarrollo, encaminada a modificar sus-tancialmente las condiciones de vida en pro de la felicidad general. Es importan-te saber si esta felicidad pertenece al reino de lo material, o si cabe pensar que se trata de realizar las aspiraciones anímicas del hombre y el camino de perfección para el cuerpo social. Pero cuando volvemos a preguntarnos si la dirección de ese pensamiento ha de ser ejercida en un sentido horizontal, o si cabrá imprimirle al mismo tiempo verti-calidad, debemos antes examinar, si-quiera en busca de indicios, el panora-ma que se ofrece a nuestros ojos.

Advertimos en seguida un síntoma inquietante en el campo universal. Vo-ces de alerta señalan con frecuencia el peligro de que el progreso técnico no vaya seguido por un proporcional ade-lanto en la educación de los pueblos. La complejidad del avance técnico requiere pupilas sensibles y recio temperamento. Si tomamos como símbolo de la vida moderna el rascacielos o el transatlánti-co, deberemos enseguida prefigurarnos la estatura espiritual del ser que ha de morar o viajar en ellos. Ante esta cues-tión no caben retóricas de fuga, porque lo que en ella se ventila es, ni más ni menos, la escala de magnitudes con arreglo a la cual puede el hombre recti-ficar adecuadamente su propia propor-ción ante el bullicio creciente de lo cir-cundante.

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La vida que se acumula en las grandes ciudades nos ofrece con de-soladora frecuencia el espectáculo de ese peligro al que unos cerebros des-piertos han dado el terrorífico nombre de «insectificación». Es cierto que lo fí-sico no mengua ni aumenta la propor-ción intima, porque ésta consiste justa-mente en la estimación de sí mismo que el hombre posee; pero puede su-ceder que, en ausencia de categorías morales, acontezca en su ánimo una progresiva pérdida de confianza y un progreso paulatino del sentimiento de inferioridad ante el gigante exterior.

Frente a un complejo semejante –que en último término es un problema de cultura y de espíritu–, son contados los medios de autodefensa. La civiliza-ción tiende a complicarse y no parece que por el camino de lo exterior pueda resolverse esta incógnita íntima.

El materialismo intransigente conta-ba sin duda con el signo mecánico e implacable del progreso, sospechando que privado de su sombra cósmica el hombre acabaría por sentirse minúsculo y víctima de la monstruosa trepidación vital. Seguro de ello, proveyó a su indi-viduo de un sustitutivo de la proporción espiritual: el resentimiento. Previamente había sustituido también las tendencias supremas por fuerzas inferiores, por es «gana» que ayer integraba el cuerpo de una teoría sumamente interesante y que hoy, defraudada y desencantada, han convertido sus discípulos en la «nausea». Nausea ante la moral, ante la herencia de la vida en común, nau-sea ante las leyes y los procesos inexo-rables de la Historia, nausea biológica.

Es hasta cierto punto poco com-prensible que hayamos pasado con tan peligrosa brevedad intelectual de la de-cepción del ser insectificado a esa náu-sea con que, a espaldas de sagradas leyes, se pretende orientar la compren-sión de la existencia colectiva. Lo sin-tomático de ese modo de pensar está en que no es una abstracción, como tampoco lo era, pongo por ejemplo, el

marxismo. Este operaba sobre un des-contento social. La náusea –como ente-lequia– opera sobre el desencanto indi-vidual. Es la «angustia» abstracta de Heidegger en el terreno práctico: co-rresponde a una sociedad desmoraliza-da que ni siquiera busca una certidum-bre para reclinar la cabeza. No es por tanto la teoría lo deplorable, sino la realidad, la deformación postrera de aquella «insectificación», sólo que esta vez el individuo insectificado ha querido aislarse de la catástrofe con una mueca cínica.

Reconozcamos que ésta era la con-secuencia necesaria y obligada del do-loroso extravío de la escala de magni-tudes. Armado con ella podía el hombre enfrentarse no sólo con la áspera y po-co piadosa vicisitud de su existencia sino con la crisis que una evolución tan terminante había de suscitar en su inti-midad. Saberse ligado a reinos superio-res a las leyes materiales del contorno, le facilitaban una generosa concentra-ción de fuerzas para entrar con biológi-ca alegría en un ciclo en que todos los fenómenos parecen desbordarse. En una célebre fábula de Goethe le acon-tece a un hombre desdichado verse compelido a una elección extraordina-ria. Melusina, reina de país de los ena-nos, le invita a reducir su tamaño y compartir con ella su elevada jerarquía. Le ofrece amor, poder, riquezas, sólo que en un grado inferior: será rey, pero entre enanos. Trasladado al país donde las briznas de hierbas son árboles gi-gantescos, este hombre, el más mísero de los mortales, añora su forma ante-rior. Y la añora, supongamos, porque su escala de magnitudes le advierte que en la prosperidad o en el infortunio su estado anterior era inimitable. En el he-cho complejo del existir el hombre es, sin más, una entidad superior.

La fábula de Melusina puede ser igualmente trasladada a otros paisajes, y preferentemente a esos donde la de-sintegración y la heterogeneidad de la vida moderna han reducido principios

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absolutos e ideales en provecho del es-plendor material. Se ha producido el mi-lagro de la fábula, pero a la inversa: al hombre no le ha sido dado elegir con arreglo a su proporción, y aquel que no poseía un grado de fe en sus valores espirituales, sustituyó la altiva reacción por la resignación o por el descontento, la difuminación gradual de las perspec-tivas que padece quien no posee una conciencia justa de su jerarquía, la «in-sectificación».

Pero semejante desviación no es consecuencia del auge de los ideales colectivos. Que el individuo acepte pa-cíficamente su eliminación como un sa-crificio en aras de la comunidad, no re-dunda en beneficio de ésta. Una suma de ceros es cero siempre; una jerarqui-zación estructurada sobre la abdicación personal es productiva sólo para aque-llas formas de vida en que se producen asociados el materialismo más intole-rante, la deificación del Estado, el Esta-do Mito y una secreta e inconfesada vocación de despotismo.

Lo que caracteriza a las comunida-des sanas y vigorosas es el grado de sus individualidades y el sentido con que se disponen a engendrar en lo co-lectivo. A este sentido de comunidad se llega desde abajo, no desde arriba; se alcanza por el equilibrio, no por la im-posición. Su diferencia es que así como una comunidad saludable, formada por el ascenso de las individualidades conscientes, posee hondas razones de supervivencia, las otras llevan en sí el estigma de la provisionalidad, no son formas naturales de la evolución, sino paréntesis cuyo valor histórico es, jus-tamente, su cancelación.

En la consideración de los supre-mos valores que dan forma a nuestra contemplación del ideal, advertimos dos grandes posibilidades de adulteración: una es el individualismo amoral, predis-puesto a la subversión, al egoísmo, al retorno a estados inferiores de la evolu-ción de la especie; otra reside en esa interpretación de la vida que intenta

despersonalizar al hombre en un colec-tivismo atomizador.

En realidad operan las dos un es-camoteo. Los factores negativos de la primera, han sido derivados, en la se-gunda, a una organización superior. El desdén aparatoso ante la razón ajena, la intolerancia, ha pasado solamente de unas manos a otras. Bajo una libertad no universal en sus medios ni en sus fi-nes, sin ética ni moral, le es imposible al individuo realizar sus valores últimos, por la presión de los egoísmos poten-ciados de unas minorías. Del mismo modo, bajo el colectivismo materialista llevado a sus últimas consecuencias, le es arrebatada esa probabilidad –la gran probabilidad del existir–, por una impo-sición mecánica en continua expansión y siempre hipócritamente razonada.

El idealismo hegeliano y el materia-lismo marxista, operando sobre necesi-dades y calamidades universales que han influido profundamente en el ánimo general, constituyen direcciones cuya resultante será prudente establecer. De la Historia, y aun de sus excesos, ex-traeremos preciosas enseñanzas ante las que en modo alguno podemos ni debemos permanecer insensibles. Mientras el pensamiento creía poder sostenerse en lo fundamental, en espa-cios puramente teóricos, el mundo obraba por su cuenta; pero, si lo fun-damental declinó, la fijación práctica de lo abstracto puede ejercer una influen-cia perniciosa en la existencia común. Resulta entonces necesario detenernos de nuevo a examinar nuestros absolu-tos y a limpiar de excrecencias y añadi-duras superfluas un ideal apto para ser-vir de polo al sentido lógico de la vida.

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EL HOMBRE COMO PORTADOR

DE VALORES MÁXIMOS Y

CÉLULA DEL «BIEN GENERAL»

En esta labor se nos antoja primor-

dial la recuperación de la escala de magnitudes, esto es, devolver al hom-bre su proporción, para que posea ple-na conciencia de que, ante las formas tumultuosas del progreso, sigue siendo portador de valores máximos; pero para que sea humanamente, es decir: sin ig-norancia.

Sólo así podremos partir de ese «yo» vertical, a un ideal de humanidad mejor, suma de individualidades con tendencia un continuo perfeccionamien-to.

Sugerir que la humanidad es imper-fecta, que el individuo es un experimen-to fracasado, que la vida que nosotros comprendemos y tratamos de encauzar es, en sí y en sus formas presentes, al-go irremediablemente condenado a la frustración, nos hace experimentar la dolorosa sensación de que se ha perdi-do todo contacto con la realidad. Lo mismo tememos cuando se fía a la ab-dicación de las individualidades en po-deres extremos una imposible realiza-ción social.

Si hay algo que ilumine nuestro pensamiento, que haga perseverar en nuestra alma la alegría de vivir y de ac-tuar, es nuestra fe en los valores indivi-duales como base de redención y, al mismo tiempo, nuestra confianza de que no está lejano el día en que sea una persuasión vital el principio filosófi-co de que la plena realización del «yo», el cumplimiento de sus fines más sus-tantivos, se halla en el bien general.

HAY QUE DEVOLVER AL HOMBRE LA FE EN SU MISIÓN

Hoy, cuando la «angustia» de Hei-

degger ha sido llevada al extremo de fundar la teoría sobre la «náusea» y se ha llegado a situar al hombre en actitud de defenderse de la cosa, puede hacer-se de ello polémica simple, pero es conveniente repetir que no han sido teorías fundadas en sugestiones sino en un parcial relajamiento biológico. Del desastre brota el heroísmo, pero brota también la desesperación, cuando se han perdido dos cosas: la finalidad y la norma. Lo que produce la náusea es el

desencanto, y lo que puede devolver al hombre la actitud combativa es la fe en su misión, en lo individual, en lo familiar y en lo colectivo.

Ahora bien: va anexo al sentido de norma el sentido de cultura. Nuestra norma, la que tratamos de insinuar aquí, no es un cuadro de imposiciones jurídicas, sino una visión individual de la perfección propia, de la propia vida ideal... En ese aspecto no cabe duda de que su eficacia depende enormemente de nuestra comprensión del mundo cir-cundante como de nuestra aceptación de las obligaciones propias. El solo in-tento de trazar un cuadro comparativo entre las posibilidades culturales de la antigüedad y las actuales resultaría descabellado. El progreso, el incremen-to de relaciones, la complejidad de las costumbres, han ampliado el paisaje en términos indescriptibles.

Es lógico pensar, por consiguiente, que la dilatación del panorama haya re-dundado en limitación proporcional de la conciencia de situación. Cuando nuestro tiempo se plantea cuestiones de Moral o de Etica –acaso las más sustantivas e inaplazables que debe-mos formularnos hoy–, no ignora que en la confusión de muchos valores desempeña un activo papel el signo

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vertiginoso de progreso. La evolución humana se ha caracterizado, entre otras cosas, por lanzar al hombre fuera de sí sin proveerle previamente de una conciencia plena de sí mismo. A ese estar fuera de sí puede atender median-te leyes la comunidad organizada políti-camente, y tendremos entonces un as-pecto de la norma ética. Pero para su reino interior y para el gobierno de su personalidad, no existe otra norma que aquella que se puede alcanzar por el conocimiento, por la educación, que afirma en nosotros una actitud confor-me a moral.

De que esta norma llegue a consti-tuir un sistema ordenado de límites e inducciones depende absolutamente el porvenir de la sociedad. Ni siquiera nos es posible comprender ese porvenir como suma de libertad y de seguridad si no podemos prefigurar en él la exis-tencia de normas. Y no somos de los que pensamos que es preferible resol-ver quirúrgicamente el problema enco-mendando la libertad irresponsable al imperio vigilante de la ley. Las colectivi-dades que hoy deseen presentir el futu-ro, en las que la autodeterminación y la plena conciencia de ser y de existir in-tegren una vocación de progreso, preci-san, como requisito sustancial, el ha-llazgo de ese camino, de esa «teoría», que iluminen ante las pupilas humanas los parajes oscuros de su geografía.

LA COMUNIDAD ORGANIZADA, SENTIDO DE LA NORMA

Así como en el examen que nos es-

tá permitido aparece la voluntad transfi-gurada en su posibilidad de libertad, aparece el «nosotros» en su ordenación suprema, la comunidad organizada. El pensamiento puesto al servicio de la Verdad, esparce una radiante luz, de la que, como en un manantial, beben las disciplinas de carácter práctico. Pero por otra parte nos es imposible com-prender los motivos fundamentales de la evolución filosófica prescindiendo de su circunstancia.

Desde Platón a Hegel la civilización ha consumado su azarosa marcha por todos los caminos. Las circunstancias han variado sin tregua y, en ciertos dila-tados plazos se diría que volvían y vuelven a producirse con desconcertan-te semejanza. La sustitución de las vie-jas formas de vida por otras nuevas son factores sustanciales de las mutacio-nes, pero debemos preguntarnos si, en el fondo, la tendencia, el objetivo último, no seguirán siendo los mismos, al me-nos en aquello que constituye nuestro objeto necesario: el Hombre y su Ver-dad.

Cuando advertimos en Platón el Es-tado ideal, un Estado abstracto, com-prendemos que su mundo, en relación con el nuestro y en su apariencia políti-ca, era infinitamente apto para una abs-tracción semejante. Las ideas puras y los absolutos podían fijarse en el pano-rama, aprehender y configurar éste, cuando menos en su eficacia intelec-tual. Podía crearse un mundo en que valores ideales y representaciones prácticas eran susceptibles de producir-se con cierta familiaridad. Platón afir-maba: el Bien es orden, armonía, pro-porción; de aquí que la virtud suprema sea la justicia.

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En tal virtud advertimos la primera norma de la antigüedad convertida en disciplina política. Sócrates había trata-do de definir al hombre, en quien Aristó-teles subrayaría una terminante voca-ción política, es decir, según el lenguaje de entonces, un sentido de orden en la vida común. La idea platoniana de que el hombre y la colectividad a que perte-nece se hallan en una integración recí-proca irresistible se nos antoja funda-mental. La ciudad griega, llevada en sus esencias al imperio por Roma, contenía en fenómeno de larvación todos los ca-minos evolutivos.

Cuando los hechos se producían en fases simples y en estadios relativamen-te reducidos, era factible representarse la sociedad política como un cuerpo humano regido por las leyes inalterables de la armonía: corazón, aparato digesti-vo, músculo, voluntad, cerebro, son en el símil de Platón, órganos felizmente trasladados por sus funciones y sus fi-nes a la biología colectiva: un Estado de justicia, en donde cada clase ejercita sus funciones en servicio del todo, se aplique a su virtud especial, sea educa-da de conformidad con su destino y sir-va a la armonía del todo. El Todo, con una proposición central de justicia, con una ley de armonía, la del cuerpo hu-mano, predominando sobre las singula-ridades, aparece en el horizonte político helénico, que es también el primer hori-zonte político de nuestra civilización.

Todavía en el crepúsculo de la mito-logía pagana, no aparecen claros los fi-nes últimos del hombre. Se le concibe adscripto a la ciudad, y más interesante quizá que su persona, es la virtud abs-tracta que es susceptible de represen-tar. No existe, por cierto, un ideal de humanidad, aun para la clara visión de los filósofos.

El Cefiso y el Eurotas no son límites geográficos o militares, sino también in-telectuales. Al otro lado del Ponto exis-ten la barbarie y las sombras que Ale-jandro rasgará años después. El sol es

un globo de fuego un poco mayor que el Peloponeso.

La certera inteligencia de Aristóteles, que proporcionará el método cuando los

espacios nos hayan revelado gran parte de sus misterios, se desenvuelve tam-bién en esa concepción de la jerarquía humana. Hay hombres libres y esclavos y no parece que todos se rijan por leyes idénticas. Hay mundos en luz y mundos en sombra.

Nada de particular tiene que en tal situación, la ciudad, objetivada y armó-nica, predomine con carácter irreducti-ble sobre las desigualdades humanas, que son desigualdades sin vocación reivindicativa. Ello nos permitirá obser-var que cuando al hombre se le priva de su rango supremo, o desconoce sus al-tos fines, el sacrificio se realiza siempre en beneficio de entidades superiores petrificadas. El hombre es un ser orde-nado para la convivencia social –leemos en Aristóteles–; el bien supremo no se realiza, por consiguiente, en la vida indi-vidual humana, sino en el organismo superindividual del Estado; la Etica cul-mina en la Política.

Los pensamientos citados definen con carácter suficiente la fisonomía del mundo helénico, y es preciso tener en cuenta que eran filósofos idealistas los que la habían trazado. Sócrates intuyó la inmortalidad, pero sobre ella no pudo fundar un sistema. Platón y Aristóteles debían encargarse de situar a ese hom-bre, que divisaba con angustiada preo-cupación el problema último, ante la vi-da en común.

Nacía el Estado, aunque la comuni-dad cuya vida trataba de organizar ado-lecía de una insuficiente revelación de la trascendencia de los valores individua-les. La idea griega necesitaba para ser completada una nueva contemplación de la unidad humana desde un punto de vista más elevado. Estaba reservada al cristianismo esa aportación. El Estado griego alcanzó en Roma su cúspide. La ciudad, hecha imperio, convertida en mundo, transfigurada en forma de civili-

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zación, pudo cumplir históricamente to-das las premisas filosóficas. Se basaba en el principio de clases, en el servicio de un «todo» y, lógicamente, en la indi-ferencia o el desconocimiento helénicos de las razones últimas del individuo.

Una fuerza que clavase en la plaza pública como una lanza de bronce las máximas de que no existe la desigual-dad innata entre los seres humanos, que la esclavitud es una institución oprobiosa y que emancipase a la mujer; una fuerza capaz de atribuir al hombre la posesión de un alma sujeta al cum-plimiento de fines específicos superiores a la vida material, estaba llamada a re-volucionar la existencia de la humani-dad. El Cristianismo, que constituyó la primera gran revolución, la primera libe-ración humana, podría rectificar feliz-mente las concepciones griegas. Pero esa rectificación se parecía mejor a una aportación.

Enriqueció la personalidad del hom-bre e hizo de la libertad, teórica y limita-da hasta entonces, una posibilidad uni-versal. En evolución ordenada, el pen-samiento cristiano, que perfeccionó la visión genial de los griegos, podría más tarde apoyar sus empresas filosóficas en el método de éstos, y aceptar como propias muchas de sus disciplinas. Lo que le faltó a Grecia para la definición perfecta de la comunidad y del Estado fue precisamente lo aportado por el Cristianismo: su hombre vertical, eterno, imagen de Dios. De él pasa ya a la fami-lia, al hogar; su unidad se convierte en plasma que a través de los municipios integrará los estados, y sobre la que descansarán las modernas colectivida-des.

Roma no era la Grecia cerrada, atenta sólo al fenómeno exterior de la barbarie persa. Ha integrado en su exis-tencia la de otros pueblos de costum-bres, pensamientos y creencias distin-tas. Las necesidades de su comunidad fueron muy superiores también. Le fue sumamente difícil proporcionarse una idea abstracta sobre la concepción del

Estado, porque éste se había tornado proporcionalmente complejo. Su historia es un continuo proceso de crecimiento y asimilación que, cuando alcanza la cús-pide, se interrumpe por la violencia. Le-ga al mundo sus instituciones, su gloria, su civilización. Antes del ocaso, añade a esta herencia colosal la confirmación de la dignidad humana.

La libertad, expropiable por la fuerza antes de saberse el hombre poseedor de un alma libre e inmortal, no será nunca más susceptible de completa ex-tinción. Los tiranos podrán reducirla o apagarla momentáneamente, pero nun-ca más se podrá prescindir de ella: será en el hombre una «conciencia» de la re-lación profunda de su espíritu con lo so-brehumano. Lo que fue privilegio de la República servida por los esclavos, será más adelante un carácter para la huma-nidad, poseedora de una feliz revela-ción.

Al sobrevenir la crisis la civilización conoció siglos amargos. El derrumba-miento del imperio, sin parangón en la historia, devuelve el mundo a la oscuri-dad. Pero ésta habría sido espantosa si el crepúsculo romano no hubiese pren-dido en la noche siguiente la llama inex-tinguible de aquella revelación. Lo que permitirá que el hilo de oro del pensa-miento continúe a través del abismo de hogueras y sangre, es el milagro magní-fico de que el puente de las ideas reli-giosas no sucumbiese al chocar el hie-rro de los bárbaros con el agrietado mármol de Roma.

Las nuevas monarquías aparecidas al galope poseían ciertamente una no-table capacidad de asimilación, pero su proyección cultural era sumamente re-ducida y el imperio de la fuerza en que debían apoyarse hizo todavía más limi-tada esa posibilidad. Europa se convirtió en una necesidad armada: así como las zonas habitadas se polarizaban en torno a los puntos estratégicos y a los fosos de los castillos, la humanidad se distri-buyó en torno a jefes militares, caudillos y señores. Poco o nada subsistirá de

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cuanto había impreso su fisonomía a la existencia general. El principio de auto-ridad cae en manos de la fuerza, en ra-zón de ese estado de necesidad aludi-do. Los mismos reyes ven menguar sus atribuciones y privilegios a medida que se ven obligados a recurrir al poder de sus ricos señores y a solicitar su alianza para sus empresas militares.

El saber se refugia junto a los alta-res. En las abadías y en los conventos se conserva inextinguible la llama que más tarde volverá a iluminar al mundo. Y lo que preserva de la gigantesca crisis el acervo de los valores espirituales humanos es, con precisión, un sentido místico: la dirección vertical, hacia las alturas, que unos hombres de fe habían atribuido a todas las cosas, empezando por la naturaleza humana.

La Edad Media es de Dios, se ha di-cho, y en este hecho, en este paciente y laborioso mantenerse al margen de sus tinieblas, debemos ver la lenta y difícil gestación del Renacimiento. Fue una Edad caracterizada por la violencia desmedida. No nos es posible hallar en ella las formas del Estado ni contemplar al hombre. Gracias sólo al hecho de acentuar sus desgracias, y aun su bru-talidad a veces, sobre fines e ideales remotos, pudo resultar factible la evolu-ción resolutiva. En el individuo, no es fácil diferenciar la conciencia de su pro-porción en el ideal religioso de cuanto fue simplemente ignorancia o supersti-ción.

La Edad Media produjo santos y demonios, pero en su desolación, en su pobreza, con el horizonte teñido siem-pre por los resplandores de los incen-dios, no le quedaban al hombre otro es-cape que poner sus ojos y su esperanza en mundos superiores y lejanos. La fe se vio fortalecida por la desgracia.

El Renacimiento halló diseminados los restos de una cultura y trató de re-construir con ellos un nuevo clasicismo. Sobre las ruinas de los castillos feuda-les edificaron su trono las nuevas mo-narquías. A la idea de aventura sucedió

la empresa. Cuando los primeros conce-jos acuden al servicio del rey con pen-dón al frente, y se distinguen en las ba-tallas, se consuma en la práctica el final de un largo período histórico. El Estado tardará todavía en sobrevenir, pero en torno a los monarcas, depositarios de un mandato ideal, representantes de lo que siglos después será el concepto de nacionalidad, empieza a gestarse la vi-da de los pueblos modernos. Los nobles ingleses arrancarán a un Juan Sin Tie-rra la Carta Magna, los castellanos ha-rán jurar al trono en Santa Gadea, y los aragoneses arrancarán a su rey los «Usajes», demostrativos de que la constitución del Estado está en trance de ensayarse. Habrá Cámaras, rudi-mentarias al principio, y los estamentos harán oír en los concejos la voz de los gremios y de los municipios.

Esta evolución se produce bajo un signo idealista, cualquiera que sea su realización práctica o su signo político, y en la elevada temperatura de la Fe po-pular. El hombre tenía fe en sí, en sus destinos, y una fe inmarcesible en su subordinación a lo Providencial. Tal fe justifica en parte las titánicas andanzas de la época. Era necesaria para lanzar-se a las sombras atlánticas y sacar las Américas a la luz del sol romano, para detener la invasión tártara en las puer-tas de Europa y para levantar un mundo nuevo de la desolación. Lo conquistado y descubierto en esa edad constituye un himno sonoro a la vocación por el ideal. Pero es importante no perder de vista que, prescindiendo del rigor práctico de la organización política, el clima intelec-tual de la época conservó el acento so-bre los valores supremos del individuo. Cuando la escuela tomista nos dice que el fin del Estado es la educación del hombre para una vida virtuosa, presen-

timos la enorme importancia que tuvo ese puente tendido sobre las sombras de la Edad Media. Ese hombre a cuyo servicio, el de su perfeccionamiento, es-taba dedicado el Estado, no era por cierto el germen de un individualismo

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anárquico. Para que degenerase había que trasladar el acento de sus valores espirituales a los materiales. El hombre era sólo algo que debía perfeccionarse, para Dios y para la comunidad. La virtud a que Santo Tomás se refería no será enteramente indiferente a la «virtud» griega, el patrón de valores ideales para la realización de la vida propia.

Frente al humanismo, la inteligencia humana intenta divisar nuevos caminos y orientaciones. Maquiavelo cubrirá la vida con el imperativo político, y sacrifi-cará al poder real o a las necesidades del mundo cualquier otra ley, principio o valor.

Grocio llamará al Estado a erigirse en administrador supremo de la felicidad del hombre y abrirá nuevos cauces al principio de autoridad.

Los pueblos han vivido décadas y siglos intensos, han proyectado sus fuerzas hacia espacios desconocidos, se han desdoblado, han difundido en mundos nuevos, en empresas fantásti-cas y costosas. Para que esto fuese po-sible se precisaba un poder enorme de los recursos espirituales. El apogeo de los absolutos iba a despertar, como consecuencia necesaria, el desprecio a los absolutos. La intensa espiritualidad de la obra gestaba, por reacción, el de-sencanto y el materialismo que iban a producirse después. En la evolución, por primera vez acaso, se derivaría de un extremo a otro, de un polo al opues-to, y el objetivo a suprimir era, inevita-blemente, la temperatura ideal.

Hobbes predica el absolutismo del Estado en la corriente armada de la época, pero predica ya a un hombre desalentado. La unidad social no parece imaginada por él como el indestructible depósito de valores, sino como víctima. Fue el primero en definir al Estado como un contrato entre los individuos, pero importa observar que esos individuos eran lobos entre sí, eran seres despro-vistos de virtud y, seguramente, de es-peranzas supremas; la larga cabalgada les había rendido.

En la crisis de las monarquías abso-lutas, vierte su mordacidad el genio de Voltaire. Ciertamente no necesitaba ya la sociedad su corrosivo para fragmen-tarse bajo el trono. Montesquieu advirtió a la monarquía que sería heredada en la República y Rousseau coronó el pór-tico de la naciente época. Se caracterizó por el cambio radical del acento. Acen-tuó sobre lo material, y esto se produjo indistintamente, lo mismo si el sujeto del pensamiento era el individuo, en cuyo caso se insinuaba la democracia liberal, que si lo era la comunidad, en cuyo ca-so se avistaba el marxismo.

Es muy posible que las edades Me-dia y Moderna hayan verificado su elec-ción con un exclusivismo parcial en be-neficio del espíritu, pero es innegable que el siglo XVIII y el XIX lo hicieron, con mayor parcialidad, a favor de la ma-teria. El estado de la cultura en esos si-glos pudo prever las consecuencias, pe-ro debemos estimar necesario en toda evolución lo mismo lo que nos parece dudoso que lo acertado. Rousseau cree en el individuo, hace de él una capaci-dad de virtud, lo integra en una comuni-dad y suma su poder en el poder de to-dos para organizar, por la voluntad ge-neral, la existencia de las naciones. Pa-ra Kant, lo vital en lo político era el prin-cipio de «libertad como hombre», el de «dependencia como súbditos» y el de «igualdad como ciudadanos». Rous-seau llamará pueblo al conjunto de hombres que mediante la conciencia de su condición de ciudadanos y mediante las obligaciones derivadas de esta con-ciencia, y provistos de las virtudes del verdadero ciudadano, acepten congre-garse en una comunidad para cumplir sus fines.

La Revolución Francesa fue un es-truendoso prólogo al libro, entonces en blanco, de la evolución contemporánea. Hallamos en Rousseau una evolución constructiva de la comunidad y la identi-ficación del individuo en su seno, como base de la nueva estructuración demo-crática. Esta concepción servirá de pun-

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to de partida para la interpretación prác-tica de los ideales en las nuevas demo-cracias. Pero resulta hasta cierto punto conveniente examinar si en la concep-ción originaria no se produjo, por la di-námica misma de la reacción, la supre-sión innecesaria de toda una escala de valores. Podemos preguntarnos, por ejemplo, si fue decididamente impres-cindible para derivar el poder absoluto a la voluntad del ciudadano, cegar antes en ésta toda posibilidad espiritual. En segundo lugar es preciso tener en cuen-ta el largo paréntesis que el Imperio abrió entre el prólogo y la continuación del libro de la evolución política.

LA TERRIBLE ANULACIÓN

DEL HOMBRE POR EL ESTADO Y

EL PROBLEMA DEL PENSAMIENTO DEMOCRÁTICO DEL FUTURO

En ese paréntesis, el ideal que el

pensamiento había abandonado a la in-temperie, es rescatado del arroyo por fuerzas opuestas, que combatirán con extremada violencia en el futuro. No tra-tarán de fijar sus absolutos en la jerar-quía del hombre, en sus valores ni en sus posibilidades de virtud; los fijaran en el Estado, o en organizaciones de un característico materialismo.

Todavía Fichte crea un amplio espa-cio donde el individuo, subordinado al todo social, puede realizarse. Hegel convertirá en Dios al Estado. La vida ideal y el mundo espiritual que halló abandonados los recogió para sacrifi-carlos a la Providencia estatal, converti-da en serie de absolutos. De esta con-cepción filosófica derivará la traslación posterior: el materialismo conducirá al marxismo, y el idealismo, que ya no acentúa sobre el hombre, será en los sucesores y en los intérpretes de Hegel, la deificación del Estado ideal con su consecuencia necesaria, la insectifica-ción del individuo.

El individuo está sometido en éstos a un destino histórico a través del Esta-do, al que pertenece. Los marxistas lo convertirán a su vez en una pieza, sin paisajes ni techo celeste, de una comu-nidad tiranizada donde todo ha desapa-recido bajo la mampostería. Lo que en ambas formas se hace patente es la anulación del hombre como tal, su desaparición progresiva frente al apara-to externo del progreso, el Estado fáus-tico o la comunidad mecanizada.

El individuo hegeliano, que cree po-seer fines propios, vive en estado de ilusión, pues sólo sirve los fines del Es-tado. En los seguidores de Marx esos fines son más oscuros todavía, pues só-

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lo se vive para una esencia privilegiada de la comunidad y no en ella ni con ella. El individuo marxista es, por necesidad, una abdicación.

En medio se alza la fidelidad a los principios democráticos liberales que llena el siglo pasado y parte del presen-te. Pero con defectos sustanciales, por-que no ha sido posible hermanar puntos de vista distintos, que condujeron a dos guerras mundiales y que aún hoy some-ten la conciencia civilizada a durísimas presiones. El problema del pensamiento democrático futuro está en resolvernos a dar cabida en su paisaje a la comuni-dad, sin distraer la atención de los valo-res supremos del individuo; acentuando sobre sus esencias espirituales, pero con las esperanzas puestas en el bien común.

En lo político parte muy importante de tal crisis de las ideas democráticas se debe al tiempo de su aparición. La democracia como hecho trascendental estaba llamada a suceder ipso facto a

los absolutismos. Sin embargo, sufrió un largo compás de espera impuesto por la persistencia de monarquías templadas y repúblicas estacionarias que, para sub-sistir, creyeron necesario aplicar en le-ves dosis principios propios de la demo-cracia pura, preferentemente aquellos que podían ser adaptados sin peligro. Tal operación dulcificó la evolución, pe-ro sustrajo partes muy importantes de personalidad al nuevo orden de ideas, que a su advenimiento pleno halló, fren-te a colosales enemigos, muy disminui-da su novedad. Sucedió así que los pueblos que pudieron establecerla en su momento han alcanzado con ella los caminos de perfección necesarios, y los que no lo consiguieron, han optado por el empleo de sustitutivos, los extremis-mos, con tal de hacer efectivo por cual-quier vía, el carácter trascendental.

Y sin embargo lo trascendental del pensamiento democrático, tal como no-sotros lo entendemos, está todavía en pie, como una enorme posibilidad en orden al perfeccionamiento de la vida.

En varias ocasiones ha sido compa-rado el hombre al centauro, medio hom-bre, medio bruto, víctima de deseos opuestos y enemigos; mirando al cielo y galopando a la vez entre nubes de pol-vo.

La evolución del pensamiento hu-mano recuerda también la imagen del centauro: sometido a altísimas tensio-nes ideales en largos períodos de su historia, condenado a profundas oscuri-dades en otros, esclavo de sordos apeti-tos materiales a menudo. La crisis de nuestro tiempo es materialista. Hay de-masiados deseos insatisfechos, porque la primera luz de la cultura moderna se ha esparcido sobre los derechos y no sobre las obligaciones; ha descubierto lo que es bueno poseer mejor que el buen uso que se ha de dar a lo poseído o a las propias facultades.

El fenómeno era necesario, de una necesidad histórica, porque el mundo debía salir de una etapa egoísta y pen-sar más en las necesidades y las espe-ranzas de la comunidad. Lo que importa hoy es persistir en ese principio de justi-cia, pero recuperar el sentido de la vida, para devolver al hombre su absoluto.

Ni la justicia social ni la libertad, mo-tores de nuestro tiempo, son compren-sibles en una comunidad montada sobre seres insectificados, a menos que a modo de dolorosa solución el ideal se concentre en el mecanismo omnipotente del Estado. Nuestra comunidad, a la que debemos aspirar, es aquella donde la libertad y la responsabilidad son cau-sa y efecto, en que exista una alegría de ser, fundada en la persuasión de la dig-nidad propia. Una comunidad donde el individuo tenga realmente algo que ofrecer al bien general, algo que integrar y no sólo su presencia muda y temero-sa.

En cierto modo, siguiendo el símil, equivale a liberar al centauro restable-ciendo el equilibrio entre sus dos ten-dencias naturales. Si hubo épocas de exclusiva acentuación ideal y otras de acentuación material, la nuestra debe

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realizar sus ambiciosos fines nobles por la armonía. No podemos restablecer una Edad-centauro sólo sobre el múscu-lo bestial ni sobre su sólo cerebro, sino una «edad-suma-de-valores», por la armonía de aquellas fuerzas simple-mente físicas y aquellas que obran el milagro de que los cielos nos resulten familiares.

Los monjes de la Edad Media borra-ron el contenido de los libros paganos para cubrirlos con los salmos. La Edad Contemporánea trató de borrar los sal-mos, pero no añadió nada más que la promesa de una vaga libertad a la sed de verdades del hombre. En 1500 la humanidad concentró sus dispersas energías para empresas gigantescas y nos dio nuevos mundos y formas de ci-vilización. En 1800 reprodujo el intento y creó febrilmente, generosamente, una época. ¿No será el nuestro, acaso, el momento de hacer acopio de las ener-gías humanas para conformar el perío-do supremo de la evolución? Cuando pensamos en el hombre, en el yo y en el nosotros, aparece claro ante nuestra vista que nuestra elección debe ser ob-jeto de profundas meditaciones.

La sociedad tendrá que ser una ar-monía en la que no se produzca diso-nancia ninguna, ni predominio de la ma-teria ni estado de fantasía. En esa ar-monía que preside la norma puede ha-blarse de un colectivismo logrado por la superación, por la cultura, por el equili-brio. En tal régimen no es la libertad una palabra vacía, porque viene determina-da su incondición por la suma de liber-tades y por el estado ético y la moral.

La justicia no es un término insinua-dor de violencia, sino una persuasión general; y existe entonces un régimen de alegría, porque donde lo democrático puede robustecerse en la comprensión universal de la libertad y el bien general, es donde, con precisión, puede el indi-viduo realizarse a sí mismo, hallar de un modo pleno su euforia espiritual y la jus-tificación de su existencia

SENTIDO DE PROPORCIÓN.

ANHELO DE ARMONÍA. NECESIDAD DE EQUILIBRIO

Para el mundo existe todavía, y exis-

tirá mientras al hombre le sea dado ele-gir, la posibilidad de alcanzar lo que la filosofía hindú llama la mansión de la paz. En ella posee el hombre, frente a su Creador, la escala de magnitudes, es decir, su proporción. Desde esa man-sión es factible realizar el mundo de la cultura, el camino de perfección.

De Rabindranath Tagore son estas frases: el mundo moderno empuja ince-santemente a sus víctimas, pero sin conducirlas a ninguna parte. Que la me-dida de la grandeza humana esté en sus recursos materiales es un insulto al hombre.

No nos está permitido dudar de la trascendencia de los momentos que aguardan a la humanidad. El pensa-miento noble, espoleado por su voca-ción de verdad, trata de ajustar un nue-vo paisaje. Las incógnitas históricas son ciertamente considerables, pero no re-trasarán un solo día la marcha de los pueblos por grande que su incertidum-bre nos parezca.

Importa, por tanto, conciliar nuestro sentido de la perfección con la naturale-za de los hechos, restablecer la armonía entre el progreso material y los valores espirituales y proporcionar nuevamente al hombre una visión certera de su realidad. Nosotros somos colectivistas, pero la base de ese colectivismo es de signo individualista, y su raíz es una su-prema fe en el tesoro que el hombre, por el hecho de existir, representa.

En esta fase de la evolución lo co-lectivo, el «nosotros», está cegando en sus fuentes al individualismo egoísta. Es justo que tratemos de resolver si ha de acentuarse la vida de la comunidad so-bre la materia solamente o si será pru-dente que impere la libertad del indivi-

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duo solo, ciega para los intereses y las necesidades comunes, provista de una irrefrenable ambición, material también.

No creemos que ninguna de esas formas posea condiciones de redención. Están ausentes de ellas el milagro del amor, el estímulo de la esperanza y la perfección de la justicia.

Son atentatorios por igual al desme-dido derecho de uno o la pasiva imper-sonalidad de todos a la razonable y ele-vada idea del hombre y de la humani-dad.

En los cataclismos la pupila del hombre ha vuelto a ver a Dios y, de re-flejo, ha vuelto a divisarse a sí mismo. Si debemos predicar y realizar un evan-gelio de justicia y de progreso, es preci-so que fundemos su verificación en la superación individual como premisa de la superación colectiva. Los rencores y los odios que hoy soplan en el mundo, desatados entre los pueblos y entre los hermanos, son el resultado lógico, no de un itinerario cósmico de carácter fatal, sino de una larga prédica contra el amor. Ese amor que procede del cono-cimiento de sí mismo e, inmediatamen-te, de la comprensión y la aceptación de los motivos ajenos.

Lo que nuestra filosofía intenta res-tablecer al emplear el término armonía es, cabalmente, el sentido de plenitud de la existencia. Al principio hegeliano de realización del yo en el nosotros, apuntamos la necesidad de que ese «nosotros» se realice y perfeccione por el yo.

Nuestra comunidad tenderá a ser de hombres y no de bestias. Nuestra disci-plina tiende a ser conocimiento, buscar ser cultura. Nuestra libertad, coexisten-cia de las libertades que procede de una ética para la que el bien general se halla siempre vivo, presente indeclinable. El progreso social no debe mendigar ni asesinar, sino realizarse por la concien-cia plena de su inexorabilidad. La náu-sea está desterrada de este mundo, que podrá parecer ideal, pero que es en no-sotros un convencimiento de cosa reali-

zable. Esta comunidad que persigue fi-nes espirituales y materiales, que tiende a superarse, que anhela mejorar y ser más justa, más buena y más feliz, en la que el individuo puede realizarse y rea-lizarla simultáneamente, dará al hombre futuro la bienvenida desde su alta torre con la noble convicción de Spinoza: «Sentimos, experimentamos, que so-mos eternos"