gálvez olaechea defensa material [17.3.06]

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 Alberto Gálvez Olaechea Texto presentado el viernes 17 de abril en la Base Naval del Callao ante la Sala Penal Nacional para casos de Terrorismo. DEFENSA MATERIAL  Autodefensa Ser o no ser, esa es la cuestión: si se demues tra mayor nobleza de espíritu al soportar los reveses de la mala fortuna, o al empuñar las armas contra un mar de dif icultades y, al hac erles frente , acabar con ellas. W. Shakespeare, “Hamlet” El conocidísimo fragmento de Shakespeare que he usado como epígrafe muestra cuán antiguo y extendido es este dilema que recurrentemente han enfrentado individuos y generaciones a lo largo del devenir humano. Ciertos peruanos, en distintos momentos de nuestra historia, también decidieron “empuñar las armas contra un mar de dif icultades”. Su cedi ó con los “mo ntoneros” de Piérola, que en 1895 derrot aron al ejército cacerist a en durís imos enfrenta mient os, dando inicio a la llamada “Rep ública  Aristocrática”. Ocurrió con los insurrectos apristas de 1932 y 1948, cuyos sueños de justicia social fueron aplastados a sangre y fuego. Pasó también con los guerrilleros del MIR en 1965 y con el joven poeta Javier Heraud, quien “no tuvo miedo de morir entre pájaros y árboles”  Al referirse a la insurgencia armada de fines del siglo pasado, el padre Hubert Lanssiers, en su libro Los dientes del dragón, la califica de “imperfección de la caridad”; y ésta es, desde mi punto de vista, una de las definiciones más abarcadoras y sugestivas. Caridad, pues si algo hubo entre nosotros fue pre cisamente un comprom iso e iden tif icac ión plen a con los sufrimientos y las esperanzas de los desposeídos y humildes; asumimos la política como un apostolado, una entrega total al ideal de justicia y solidaridad. Imperfección, porque asociamos estas aspiraciones justas al ejercicio de lo que consideramos entonces un camino necesario: el de la lucha armada, irrogándonos una representación que nadie nos concedió y autoerigiéndonos en voluntad justiciera de un pueblo que no había sido consultado.  Añade el padre Lanssiers, a renglón seguido, que si esta “caridad imperfecta” es equivocada y cuestionable, la indiferencia —que es la perfección del egoísmo—, es muchísimo peor. Y en esto último, quienes estén libres de culpa que tiene la primera piedra. 1

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Alberto Gálvez Olaechea

Texto presentado el viernes 17 de abril en la Base Naval del Callao

ante la Sala Penal Nacional para casos de Terrorismo.

DEFENSA MATERIAL Autodefensa

Ser o no ser, esa es la cuestión: si

se demuestra mayor nobleza de

espíritu al soportar los reveses de

la mala fortuna, o al empuñar las

armas contra un mar de

dificultades y, al hacerles frente,

acabar con ellas.

W. Shakespeare, “Hamlet”

El conocidísimo fragmento de Shakespeare que he usado como epígrafe muestra cuán antiguo y

extendido es este dilema que recurrentemente han enfrentado individuos y generaciones a lo largo

del devenir humano.

Ciertos peruanos, en distintos momentos de nuestra historia, también decidieron “empuñar las

armas contra un mar de dificultades”. Sucedió con los “montoneros” de Piérola, que en 1895

derrotaron al ejército cacerista en durísimos enfrentamientos, dando inicio a la llamada “República

 Aristocrática”. Ocurrió con los insurrectos apristas de 1932 y 1948, cuyos sueños de justicia social

fueron aplastados a sangre y fuego. Pasó también con los guerrilleros del MIR en 1965 y con el joven

poeta Javier Heraud, quien “no tuvo miedo de morir entre pájaros y árboles”

 Al referirse a la insurgencia armada de fines del siglo pasado, el padre Hubert Lanssiers, en su

libro Los dientes del dragón, la califica de “imperfección de la caridad”; y ésta es, desde mi punto de

vista, una de las definiciones más abarcadoras y sugestivas. Caridad, pues si algo hubo entre

nosotros fue precisamente un compromiso e identificación plena con los sufrimientos y las

esperanzas de los desposeídos y humildes; asumimos la política como un apostolado, una entrega

total al ideal de justicia y solidaridad. Imperfección, porque asociamos estas aspiraciones justas al

ejercicio de lo que consideramos entonces un camino necesario: el de la lucha armada, irrogándonos

una representación que nadie nos concedió y autoerigiéndonos en voluntad justiciera de un pueblo

que no había sido consultado.

 Añade el padre Lanssiers, a renglón seguido, que si esta “caridad imperfecta” es equivocada y

cuestionable, la indiferencia —que es la perfección del egoísmo—, es muchísimo peor. Y en esto

último, quienes estén libres de culpa que tiene la primera piedra.

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Dice el sociólogo alemán Max Weber que la política se orienta por uno de estos dos

imperativos: la ética de los principios o la ética de la responsabilidad . La ética de los principios es

aquélla que impele a las personas a entregarse de manera total al logro de sus ideales, sin escatimar 

esfuerzos ni sacrificios propios ni ajenos; añade que, por lo general, estos políticos llevan a sus

colectividades hacia destinos inciertos y ajenos a los objetivos proclamados. La ética de la

responsabilidad, por el contrario, supone un cálculo razonado de las consecuencias que nuestras

determinaciones y nuestros actos desencadenan en la compleja trama de voluntades interactuantes

que configuran una sociedad. En otras palabras: cuando la política se sobrecarga de ideología, los

resultados suelen ser funestos.

 A la luz de la experiencia, sólo nos queda admitir que nos sobró ética de los principios y nos

falto ética de la responsabilidad.

En El Príncipe, Nicolo Machiavello afirma: “Ciertamente que es feliz aquél que armoniza su

proceder con la calidad de las circunstancias; y de la misma manera, que es infeliz aquel cuyo

proceder está en discordancia con los tiempos”. En esta “discordancia con los tiempos” reside, a mi juicio, el meollo de la explicación de la derrota del MRTA, al que algunos analistas han llamado

“guerrilla tardía”.

 Aparecimos cuando las circunstancias empezaron a tornarse cada vez más desfavorables: al

derrumbe de la URSS y el llamado “campo socialista” le siguió la derrota electoral del sandinismo;

internamente, la división de la izquierda legal (Izquierda Unida) y el agotamiento de las luchas

sociales nos fueron aislando, agravado esto por el hecho de que el enfrentar a un gobierno

democrático nos dejaba sin la superioridad moral indispensable para cualquier victoria revolucionaria.

Como trágico colofón, como si no bastasen los errores propios del MRTA, éste tuvo que cargar 

también con los pasivos creados por el PCP-SL, una fuerza con mayor incidencia y gravitación.

Como ya he dicho ante esta Sala, la tragedia del MRTA fue el pretender ser una organización

revolucionaria en una época que no era –al menos ya no era– revolucionaria. Al moverse en un

creciente vacío social y político, muchas cosas se saldrían de su curso.

El coronel Aureliano Buendía, ese personaje entrañable de Cien años de soledad , que

promoviera treinta y dos insurrecciones armadas y las perdiera todas, descubrió un día que era más

fácil empezar una guerra que terminarla. Sucede que, con ella, la magnitud de los agravios aumenta,

las heridas se amplifican, los rencores se maceran y, como alguien dijo, “el odio reemplaza a las

neuronas”. Cuando la política se militariza, se desencadenan fuerzas y pasiones que se van tornando

ingobernables y nos atraviesan a todos. Cuando los disparos cesan, quedan secuelas y heridas

abiertas: las víctimas y sus familias, los vencedores y los vencidos, los miedos y las rabias; y lo que

es más peligroso, una jauría de inescrupulosos que pretenden sacar ventaja y manipular las

ansiedades y los temores colectivos para ganar posiciones en sus disputas políticas y periodísticas.

Cuando miro hacia atrás y examino los 18 años que ya llevo en prisión, tengo que señalar que

lo más doloroso no han sido las torturas ni los maltratos que sufrí; tampoco lo es el estar separado de

los míos —con todo lo que ello implica—; ni siquiera lo es el constatar que a ese pueblo, al que

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idealistamente ofrendé mi vida, le es indiferente mi destino. Lo más duro, lo verdaderamente

doloroso, al menos para mí, es comprobar que nuestro sacrificio sirvió para que las fuerzas más

oscuras y retrógradas de la sociedad nos utilizaran para legitimar sus proyectos antidemocráticos y

sus fechorías, pretendiendo pasar a la historia como “héroes de la pacificación” y “salvadores del

Perú”.

Esta intervención no puede concluir sin un reconocimiento de que nos equivocamos: si bien los

fines fueron justos y nobles, erramos en la elección de los medios y extraviamos los caminos. Reitero

mi pedido de perdón a quienes pudieran haberse visto afectado por mis actos, así como mi

disposición a perdonar a quienes alguna vez me torturaron y maltrataron. Creo que éste es un tiempo

de reencuentro y no de avivar rencores. “Hay un tiempo para cada cosa y un tiempo para hacerla

bajo el cielo”, está escrito en el Eclesiastés.

No reniego de mi pasado ni de mis sueños. Formo parte de una generación que fundó sus

rebeldías en su aspiración de justicia social y solidaridad. Quisimos cambiar el mundo y hacerlo ya.

Estábamos llenos de impaciencia y urgencias impostergables. Primero alzamos los puños; ydespués, en los puños, las armas. No tuvimos en cuenta la advertencia de Bertold Brecht en su

poema a los hombres futuros: “también la ira contra la injusticia pone ronca la voz”; “también el odio

contra la bajeza desfigura la cara”. De este modo, “nosotros, que queríamos preparar el camino para

la amabilidad, no pudimos ser amables”.

 Ahora que este Tribunal se apresta a emitir una sentencia, me parece pertinente citar las

siguientes palabras del señor Salomón Lerner, presidente de la desactivada Comisión de la Verdad y

la Reconciliación: “[…] si la memoria para la dominación es repudiable, también lo es la memoria

vindicativa. No se recuerda un episodio de violencia para convertirse en esclavos del pasado, sino

para humanizar ese pasado terrible; […] para purificar su sentido. Por ello, esa memoria minuciosa

de los agravios que se dirigen a motivar la venganza es, en última instancia, un sometimiento al

pasado. Es una memoria que no libera, sino que aprisiona; que no eleva el pasado sino que degrada

el presente. Los antiguos griegos enseñaron que una forma de alcanzar la libertad era romper el

círculo fatal de la venganza. La memoria ha de servir para ello y no para encerrarnos en un ciclo

infinito de agravios y represalias”.

 Alberto Gálvez Olaechea

Establecimiento Penal «Miguel Castro Castro», Lima-Perú

Lima, marzo del 2006

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