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www.jp2madrid.org Año 2008 nº 10 julio ROMA – EXTRACTO del Ciclo de conferencias Evangelización, Familia y Movimientos eclesiales, organizado por el Pontificio Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia. Este mes, ofrecemos la conferencia pronunciada por el Dr. Salvador Martínez, Presidente Nacional de Renova- ción en el Espíritu. Evangelización, familia y movimientos eclesiales CICLO DE CONFERENCIAS - 2 Familia, como comunidad de fe, habitada por el Espíritu (Dr. Salvador Martínez, Presidente Nacional del RnS) Una premisa histórica Doy las gracias al Presidente del Instituto Pontificio para los Estudios sobre el Matrimonio y Familia, mons. Livio Melina, por su gentil invitación. Estoy contento de poder tomar la palabra para contar lo que el Espíritu Santo está obrando en la Renovación respecto a la difusión del Evan- gelio de la familia. Un Evangelio decisivo en la actuali- dad, exigente pero apasionante para quien acepta hacerse intérprete. Una breve mención sobre la misión eclesial del Movi- miento que represento. La Renovación surge tras la clausura del Concilio Vatica- no II y hoy ya está difundida en 204 Países llegando a más de 100 millones de católicos. Una corriente de gracia que se ha concretado en cada país del mundo con frutos y características diferentes. En Italia, La Renovación en el Espíritu (RnS) se configu- ra como un Movimiento eclesial, una asociación privada de fieles, aprobada por la Conferencia Episcopal Italiana, que colabora activamente con diferentes Dicasterios Vati- canos. El Movimiento se articula en 1900 grupos y Co- munidades, con más de 200.000 miembros procedentes de todas las Diócesis de Italia y de los países del mundo donde viven italianos emigrados. Una expresión epigráfica de Pablo VI resume el sentido, el desafío que hemos abrazado: «Fuego en el corazón, Palabra sobre los labios, Profecía en la mirada». Con estas palabras, el siervo de Dios Pablo VI indicaba el mo- delo cristiano para el tercer milenio, en noviembre de 1972, justamente en el año en que surgió la RnS en Italia. Nosotros miramos este modelo, sin presumir de aportar a la Iglesia una nueva espiritualidad. La RnS pretende más bien favorecer aquella vuelta a la «vivacidad carismática de los orígenes» que el siervo de Dios Juan Pablo II invocó en la Novo Millennio Ineunte, la carta apostólica de fin de milenio que, a mi juicio, re- presenta el verdadero testamento espiritual del Pontífice.

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Page 1: Evangelización, familia y movimientos eclesiales · efunde incesantemente en el corazón de los esposos (cfr. Rm 5,5) y desde estos en el corazón de los hijos. Nosotros pensamos

www.jp2madrid.org

Año 2008 � nº 10 � julio

ROMA – EXTRACTO del Ciclo de conferencias Evangelización, Familia y Movimientos eclesiales, organizado por el Pontificio Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia. Este mes, ofrecemos la conferencia pronunciada por el Dr. Salvador Martínez, Presidente Nacional de Renova-ción en el Espíritu.

Evangelización, famil ia y movimientos eclesiales CICLO DE CONFERENCIAS - 2

Familia, como comunidad de fe, habitada por el Espíritu

(Dr. Salvador Martínez, Presidente Nacional del RnS)

Una premisa histórica Doy las gracias al Presidente del Instituto Pontificio para los Estudios sobre el Matrimonio y Familia, mons. Livio Melina, por su gentil invitación. Estoy contento de poder tomar la palabra para contar lo que el Espíritu Santo está obrando en la Renovación respecto a la difusión del Evan-gelio de la familia. Un Evangelio decisivo en la actuali-dad, exigente pero apasionante para quien acepta hacerse intérprete. Una breve mención sobre la misión eclesial del Movi-miento que represento. La Renovación surge tras la clausura del Concilio Vatica-no II y hoy ya está difundida en 204 Países llegando a más de 100 millones de católicos. Una corriente de gracia que se ha concretado en cada país del mundo con frutos y características diferentes. En Italia, La Renovación en el Espíritu (RnS) se configu-ra como un Movimiento eclesial, una asociación privada

de fieles, aprobada por la Conferencia Episcopal Italiana, que colabora activamente con diferentes Dicasterios Vati-canos. El Movimiento se articula en 1900 grupos y Co-munidades, con más de 200.000 miembros procedentes de todas las Diócesis de Italia y de los países del mundo donde viven italianos emigrados. Una expresión epigráfica de Pablo VI resume el sentido, el desafío que hemos abrazado: «Fuego en el corazón, Palabra sobre los labios, Profecía en la mirada». Con estas palabras, el siervo de Dios Pablo VI indicaba el mo-delo cristiano para el tercer milenio, en noviembre de 1972, justamente en el año en que surgió la RnS en Italia. Nosotros miramos este modelo, sin presumir de aportar a la Iglesia una nueva espiritualidad. La RnS pretende más bien favorecer aquella vuelta a la «vivacidad carismática de los orígenes» que el siervo de Dios Juan Pablo II invocó en la Novo Millennio Ineunte,la carta apostólica de fin de milenio que, a mi juicio, re-presenta el verdadero testamento espiritual del Pontífice.

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Familia, como comunidad de fe, habitada por el Espíritu IGLESIA Y FAMILIA � Año 2008 � nº 10 � julio

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En el n. 40, el llorado Pontífice invita a toda la Iglesia a «dejarse persuadir por el ardor de la predicación apostóli-ca que sigue a Pentecostés, para revivir en nosotros el sen-timiento lleno de ímpetu de Pablo que exclamaba: "¡Ay de mí si no predicase el Evangelio!" (1 Cor 9, 16)». Y bien, «¡Ay de nosotros si no predicáramos el Evangelio de la familia!».

Renovación y “carisma fundador: la efusión del Espíritu” La misión de la renovación en el espíritu está orientada a despertar la estructura fisiológica de la experiencia cristia-na que es por su naturaleza una existencia “en el Espíritu Santo”. Por este motivo, la Renovación está abierta a to-das las categorías eclesiales y sociales, sin distinciones ni subdivisiones en el camino de crecimiento, para que todos se re-encuentren en grupos y comunidades «para pedir en la oración una nueva “efusión del Espíritu Santo" en vir-tud de la cual se añada a la gracia de la iniciación cristiana una nueva experiencia de los carismas del Espíritu Santo y una nueva disponibilidad para usarlos al servicio de los hermanos y de la Iglesia. Nos gusta definir la RnS como una “familia de familias”» (del Perfil Teológico Pastoral de la Renovación en el Espíritu). El dinamismo espiritual de la RnS tiene su propio corazón en la experiencia de la petición de una nueva efusión del Espíritu: La efusión del Espíritu (conocida en el ambiente anglófo-

bo como “bautismo en el Espíritu”) representa una suerte de “carisma fundador” de la espiritualidad ca-rismática específica de la renovación. No se trata de un nuevo bautismo o de la reiteración del sacramento sino que más bien actualiza y renueva las gracias sa-cramentales recibidas donando una conciencia más clara de su actualidad. Y esto vale también y sobre todo para el sacramento del matrimonio.

La efusión del Espíritu genera una relación de fe personal, responsable e intratrinitaria manifestando: Una nueva experiencia del amor del Padre. Volverse a descubrir

amados y capaces de amar; Una nueva experiencia del señorío de Jesús Salvador. Redescu-

brirse dependientes de la Palabra de Dios que suscita la fe;

Una nueva experiencia de la potencia del Espíritu y de sus caris-mas. Redescubrirse, interiormente, capaces de gozo y de esperanza incluso cuando todo parece tenebroso.

El Espíritu Santo y la familia cristiana El elemento fundamental de la espiritualidad familiar, de su continua regeneración y refuerzo, es necesario buscarlo en el don del Espíritu. Es Él que, como amor oblativo, se efunde incesantemente en el corazón de los esposos (cfr. Rm 5,5) y desde estos en el corazón de los hijos.

Nosotros pensamos que el tema de la familia está estre-chamente conectado al de la Persona y al del papel del Espíritu Santo. En la RnS las familias son educadas a co-nocer al Espíritu Santo, experimentando sus carismas y reconociendo sus mociones. Es muy actual para nuestras familias la pregunta que san Pablo realiza a algunos discípulos de la comunidad de Éfeso: «¿Habéis recibido el Espíritu Santo cuando vinis-teis a la fe?» (cfr. At 19, 2). Le respondieron: «Ni siquiera hemos oído hablar de ese Espíritu Santo» (ibíd.) Preguntémonos también nosotros si verdaderamente la persona del Espíritu Sano vive y obra en nuestras casas, o si más bien está encadenado, encarcelado por una fe cada vez más débil, descolorida, incapaz de experimentar las promesas de Jesús. Miles de bautizados no hacen expe-riencia de su presencia, de su acción, nunca han invocado al Espíritu Santo, muchas familias no gozan de los efectos de Pentecostés porque no han instaurado una relación vi-tal con el Espíritu Santo. La mayor necesidad que tenemos es la presencia de fami-lias completamente evangelizadas y evangelizadoras. La desintegración de la vida familiar y la merma de vocacio-nes sacerdotales y religiosas entre nuestros hijos –entre los pocos que tenemos- son síntomas del debilitamiento de la comunidad cristiana, pero antes todavía son signo de una clara indiferencia respecto de la vida en el espíritu. El Espíritu es el amor que une la familia en Cristo. Pero es el mismo Espíritu que da el amor con el que la familia misma testimonia creíblemente ser de Cristo. Para que esta capacidad de amor y de amar no se agote, el Espíritu Santo se efunde continuamente, toda las veces que en la oración los esposos lo invocan con corazón sincero. Nosotros creemos firmemente que el don del Espíritu Santo es mandamiento de vida para la familia cristiana, regeneración del amor sacramental que permite a los es-posos avanzar hacia una comunicación de amor más ple-na, rica y consciente a todos los niveles: del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia, de la voluntad, del alma. De la colaboración de los esposos con el Espíritu depende el éxito del matrimonio cristiano. Los esposos sólo pue-den expresar la verdad bíblica «los dos serán una sola carne» (Gen 2, 24) al nivel propio de la comunión de las personas mediante las fuerzas sobrenaturales procedentes del Espíritu.

El Espíritu y la santidad familiar El camino de fe que las familias toman en el interior de la RnS –después de haber vivido la experiencia de efusión del Espíritu- es esencialmente un «camino de santidad», de lucha contra el pecado y de correspondencia a las gra-

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cias que el Espíritu concede para resistir al diablo y a sus seducciones. Este es un “combate espiritual” incesante en el que los esposos toman las armas de la oración y de la palabra de Dios (cfr. Ef. 6, 10-18). El Papa Juan Pablo II no ha dudado en definir como “urgente” el llamamiento a la santidad (cfr. Novo Millen-nio Ineunte, n.30). La santidad en la vida familiar es con-ducta de vida. Nuestro empeño es hacer a las familias ca-paces de practicar una santidad de pensamiento y de obras que testimonien como el Espíritu –que es Santo y nos hace santos- vive en ellos. Hay una palabra de la Escritura que nos es muy querida para reclamar a las familias a la santidad de pensamiento y de obras necesarias para que la vida nueva según el Es-píritu se arraigue bien en los corazones: «No os confor-méis a la mentalidad de este mundo, sino transformaos renovando vuestra mente para poder discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que a él le agrada, lo perfec-to» (Tm 12, 2). La apertura dócil al Espíritu cambia de raíz el modo de pensar de una familia. Cristo es la raíz y su Evangelio la fuente que inspira el juicio de cada decisión familiar. Una pregunta tiene que atravesar la vida de nuestras familias: ¿os trans-formáis en Cristo u os con-formáis al mundo? ¡Cuántos sufrimientos morales y espirituales provienen de no buscar “lo que Dios quiere” (esta es la obediencia a la ley de santidad) y de buscar una felicidad ajena al pensa-miento de Cristo! (cfr. 1 Cor 2, 16b).

Pentecostés, cultura de amor En la vida de la Iglesia y, en el seno de éstas, de las fami-lias cristianas, es necesario que se renueve continuamente el prodigio de Pentecostés. Pentecostés es un evento per-manente de gracia que se realiza en hombres y mujeres disponibles a convertirse en «cultores del Espíritu Santo», es decir, capaces de testimoniar una cultura nueva, un ca-mino humano nuevo, un nuevo estilo de vida: la cultura de Pentecostés. Una consigna que la RnS ha recibido de modo preciso y reiterado por parte de Juan Pablo II. «Dar a conocer las razones del Espíritu». «Dar a conocer y amar al Espíritu Santo». «Difundir la cultura de Pentecos-tés sin la cual no será posible realizar la civilización del amor». Por tanto, si es algo bueno que la Iglesia se ocupe de “políticas familiares”, a ella le compete indicar, a la luz del Espíritu, una auténtica “espiritualidad familiar” que proviene del prodigio de Pentecostés y que puede generar un empeño apostólico apasionado en las familias del mundo. Se hace palpable en nuestro tiempo el vacío de ideas fuer-

tes. El mundo está sembrado de mentiras, y en muchas ocasiones, de apariencias pseudo-espiritualistas. Los hom-bres cada vez se sienten más atraídos por propuestas de salvación fundadas no sobre el Evangelio sino sobre dic-támenes económicos, sociológicos o psicológicos. Un mundo que nos desafía, que nos provoca al amor. Se hace urgente abrir las puertas al Espíritu y, confiados en Su poder, responder a este mundo “insensato” que prefiere sobrevivir antes que vivir –cuando afirma la inutilidad del amor de Dios. Una generación de cultores del amor: ¡este es el verdade-ro rostro que el Espíritu Santo quiere dar a las familias cristianas a partir de Pentecostés!

Del relativismo a la comunión del amor: la cultura de Pentecostés La cultura de Pentecostés, la cultura del amor es justa-mente lo contrario de la cultura del relativismo. El relati-vismo, «un desafío abierto». «El mayor desafío de nues-tros tiempos» dijo el cardenal Ratzinger en la Vigilia del Cónclave que determinaría Su elección como Pontífice. «Todos los días se realiza lo que dice san Pablo acerca del engaño a los hombres, acerca de la astucia que tiende a llevarnos al error. Este engaño toma el nombre de “relativismo”, esto es, del dejarse llevar aquí y allá por cualquier viento de doctrina. Aparece como la única posi-ción a la altura de los tiempos actuales». La familia se encuentra bajo los tremendos golpes de este viento de doctrinas humanas, egoístas, subjetivas, menti-rosas y engañosas. Pero el Espíritu Santo sopla más po-tentemente y elimina toda aversión a Cristo y a su Evan-gelio. Sopla el Espíritu Santo y quiere restituir a cada familia la belleza de la Iglesia, de una Iglesia que cultiva el amor y recoge el fruto de la pureza y de la fidelidad a este amor. El relativismo es un desafío abierto a Dios y en el fondo al hombre mismo. Un desafío abierto al género humano que, a punto de volverse loco a fuerza de contemplarse narcisistamente, acaba luchando contra sí mismo, contra el propio destino de felicidad -en el intento de eliminar a Dios de la historia, a lo divino del corazón del mundo, del corazón de la familia, del corazón del hombre, del cora-zón de un niño y, si fuera posible, ya desde su concep-ción-. La familia se ha hecho fuerte gracias al Espíritu para de-fenderse de la “cultura de la muerte” que la aflige –hoy como nunca antes había sucedido- ante la omnipotencia de la ciencia, de la tecnología y del atropello de los dere-chos naturales del hombre a golpe de leyes que desnatura-lizan la vida familiar.

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Con el Espíritu, la Iglesia y las pequeñas iglesias domésti-cas tienen otro parámetro para el hombre, que es persona y no objeto de manipulación, sea la que sea: este paráme-tro es el Evangelio del amor, es decir, la Verdad de Dios para el bien de todo hombre, y no el "dato relativo", mi verdad, mi bien. Al mundo todavía le falta la cultura del amor, la cultura de Pentecostés, la lección de fraternidad universal de Pen-tecostés que hace del mundo una gran familia, la familia de los hijos de Dios. A la teología dominante todavía le falta la cultura del milagro de Pentecostés, a los sistemas políticos y sociales todavía les falta el dinamismo de amor de Pentecostés. A nosotros se nos ha pedido regalar el “Evangelio del Es-píritu Santo” a este nuevo milenio y a este primer siglo que se nos concede vivir, con la misma pasión testimonial que tuvo el corazón del Pontífice que nos introdujo en el año 2000, Juan Pablo II.

Amar y permanecer en el amor Existe una gran confusión entre el amor de Dios y el amor del mundo, como nos ha recordado el papa Bene-dicto XVI desde el primer parágrafo de la Carta Encíclica Deus Caritas Est, confusión que contamina peligrosa-mente la fe de la familia y la fe en la familia, especial-mente cuando las mentiras del mundo adormecen la con-ciencia del verdadero amor. Hoy se considera que es un acto de amor justificar la su-presión de la vida para no ver sufrir al propio pariente: ¡y de este modo se legitima la eutanasia! Se considera que es un acto de amor justificar la destrucción del matrimo-nio para acabar con tantos sufrimientos de la pareja: ¡y de este modo se legitima el divorcio! Se considera que es un acto de amor justificar la interrupción de un embarazo cuando se piensa que el nasciturus va a tener con seguri-dad una vida difícil: ¡y de este modo se legitima el abor-to!Preguntémonos: ¿dónde ha acabado Cristo? ¿A qué lugar hemos arrinconado al Espíritu de profecía, la verdad de Cristo que siempre reclama al martirio social? El amor es donación, no privación; es ofrecimiento, no renuncia; es vida, no muerte; es diálogo, no una renuncia preconcebi-da. Esta es una verdad laica, inscrita en el código genético de todo hombre. Pensad que incluso hasta el ateo e irreveren-te Carl Marx la defendió; un día escribió: «Cuando amas sin provocar amor, es decir, cuando tu amor como amor no produce amor recíproco y, a través de tu manifestación de vida, de hombre que ama, no haces de ti mismo un hombre amado, tu amor es impotente, es una desventu-

ra» (en Manuscritos económico-filosóficos, 1844). ¡Qué verdadera es esta expresión, todavía más si pensamos en las familias! ¿Qué hacer para que esto suceda, para que suceda esto en nuestras casas? Acogiendo la invitación de Jesús: «Permaneced en mi amor» (Jn 15, 9b). Parece que Jesús nos dice: antes de hacer de mi amor una lección para vuestros hijos, procurad hacer vosotros experiencia. Co-menta s. Agustín: «Si habitas en el Espíritu, el Espíritu habitará en ti. Permanece en el amor y el amor permane-cerá en ti» (Comentario a la primera carta de san Juan 7, 10). “Permanecer” es el verbo espiritual de una familia para la que el gran desafío no es crear una familia sino conservar-la cristiana. Una familia «que se hace por sí misma», que no se deja hacer continuamente por el Espíritu, se hace daño, hará daño a los propios hijos, empobrecerá a la Igle-sia, no podrá impresionar al mundo.

El eclipse de la autoridad Nos encontramos ante la crisis de la relación intergenera-cional que se manifiesta en dos modalidades diferentes:

La insignificancia de los adultos; La crisis de la figura del Padre.

Muchas encuestas sobre la condición juvenil ponen de relieve la “insignificancia de los adultos” para la mayoría de los jóvenes. Para éstos, en muchos casos, los adultos no son modelos a imitar ni a rechazar; no son ocasión de encuentro ni de desencuentro; son simplemente insignifi-cantes. Muchos adultos, además, no perciben a los jóve-nes como la imagen de su futuro sino como “un proble-ma”, como potenciales desestabilizadores de su condición de vida hasta tal punto que no les aseguraran espacios de expresión, de crecimiento y de maduración. El profeta Oseas nos dice a la perfección que tipo de pa-ternidad quiere Dios que nosotros ejercitemos a su ima-gen: «Cuando Israel era un muchacho yo lo he amado... Enseñaba a Efraím a caminar sosteniéndolo de la mano, lo hacía crecer con bondad, con vínculos de amor... me inclinaba sobre él para asegurarle el sustento» (Os 11, 1-5). Existe el peligro de caer en un evidente “egoísmo genera-cional”, en una marginalidad en la que los padres pueden introducir a los hijos. A veces se trata de indiferencia de los adultos hacia los hijos, de los adultos volcados en de-fender sus propias condiciones de vidas e incapaces de renunciar a espacios de protagonismo en pos de los jóve-nes. Sin un discipulado fatigoso y continuo en materia de fe y de valores cristianos, este mundo se encontrará enseguida

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sin memoria y se precipitará en el subjetivismo y en la idolatría. Si se pierde la memoria familiar –es decir, la transmisión de los afectos-; si se pierde la memoria social -es decir, la transmisión de los valores-; si se pierde la me-moria cristiana –es decir, la transmisión de la fe-, las ge-neraciones futuras serán incapaces de soñar el futuro y de afrontar los desafíos del Tercer milenio. Sucederá entonces, como nos testimonian las crónicas de muertes cotidianas, lo anunciado por Jesús: «los hijos se levantarán contra los padres y los llevarán a la muer-te» (Mc 13, 12). La crisis de la relación adulto-joven se expresa en toda su plenitud en la relación hijo-padre. La figura paterna, des-de el inicio de la historia, siempre ha representado de un modo concreto y vital el conjunto de leyes y valores que regulan la vida de un grupo social. El padre también era el responsable del proceso educativo que aseguraba al joven la pertenencia al mismo grupo social o a la misma comu-nidad de fe. El padre, por tanto, transmite a los hijos los principios y reglas que definen el grupo social al que el joven pertene-ce. La mayoría de los padres están renunciando –aunque sólo sea de forma parcial- al papel de depositarios de los cánones culturales y religiosos, en la medida en que creen que la modernidad consiste en la superación de toda tradi-ción heredada o, más aún, en el alejamiento de la fe y de los valores recibidos. Una prueba elocuente de esta deriva la tenemos precisa-mente en Italia, en nuestro Parlamento, donde muchos quieren sostener una propuesta de ley que permita a cada cual darse el apellido que quiera. Una suerte de “año ce-ro”, en el que mi historia no tiene ninguna relación paren-tal con el pasado. La historia comienza en mí. A mí me corresponde decidir de dónde vengo. Para muchos padres, vivir modernamente el papel paterno significa ponerse al mismo nivel, como improbables ami-gos de sus hijos, huyendo de cualquier tipo de función educativa familiar, social o eclesial. Este el momento en el que se abandona a los hijos a la orfandad de los padres y a la orfandad de Dios.

Una mirada a la familia Hoy se hace verdaderamente difícil poder repetir a los hijos las palabras que san Pablo dirigía al jovencísimo Timoteo: «Recuerdo tu fe sincera, fe que antes lo fue de tu abuela Loide, después de tu madre Eunice y ahora, es-toy seguro, también es tuya» (cfr. 2 Tm 1,5). Estoy seguro de que es tuya: cada vez es más extraño asistir a “genealogías de una fe cierta”, que en san Pablo equivale a decir “santas”, es decir, familias donde la obediencia al Evangelio y al camino de santidad son tan contagiosas que pasan de “generaciones en generaciones”.

Desgraciadamente constatamos cómo cada día muchos ambientes familiares se entristecen, se hacen anónimos y se llenan de miedo por la ausencia del Espíritu Santo; son casas en las que se respira el aliento del espíritu del mun-do. Los hijos piden ternura en la familia: tener tiempo para estar y dialogar con ellos, ocuparse de ellos. Es necesario ayudar a los padres a percibir a los hijos como “un don” y no como un “problema”. Y si son un don, serán reconoci-dos como parte de un designio providencial de Dios de-ntro de la vida de los esposos. La pregunta fundamental que nos tenemos que poner es: ¿cómo aprenden a amar? Si desde niños no hacen la expe-riencia de ser amados, si no ven que sus padres se aman, si no perciben que el amor también es sacrificio y renun-cia, afrontarán la vida de un modo inmaduro, con poca generosidad. Muchas veces las familias que se acercan a la RnS pre-sentan situaciones de dificultad: llaman a nuestras puertas para buscar protección, compañía, acompañamiento espi-ritual; en muchos casos constatamos los efectos terribles de la irrupción del Maligno –como espíritu de mentira, de odio, de división- dentro de la vida conyugal y familiar. En otras ocasiones, nos encontramos que algún miembro de una familia se acerca a la RnS: atraído por la espiritua-lidad carismática decide retomar un camino de conversión en el que arrastra consigo –como primer fruto de un pro-ceso de evangelización- a los otros miembros de la fami-lia.

Educar es evangelizar La familia es una palabra querida para Dios y para los hombres. «Honra a tu padre y a tu madre» no es sólo un mandamiento bíblico, un principio común a todas las reli-giones. También es un compromiso laico, porque no exis-te sabiduría humana o civilización digna de este nombre que no recuerde a los hijos honrar a los propios padres, el propio pasado, las propias tradiciones. Un padre y una madre. No un padre que actúa de madre o una madre que actúa de padre. No hay espacio para mistificaciones o re-ducciones de la verdad. La puesta en acción, el acontecer de nuevas generaciones, es demasiado alta. Los jóvenes ya no saben estar en el mundo porque estamos dejando de enseñarles “cómo se vive”, cómo permanecer en el amor. Quién no defiende la familia, ofende a los jóvenes que vendrán mañana; ¡esto si a alguien le interesa verdadera-mente el futuro! La historia humana está hecha de altibajos. Pero ahora está sucediendo algo inédito y dramático: se quiere alterar el curso natural de la historia humana. Nunca, en ninguna civilización, había sucedido que se ridiculizase y se difa-

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mara un bien tan profundamente humano, tan profunda-mente aliado del futuro del hombre como la familia. Nun-ca había sucedido que, en nombre de la familia, el núcleo natural más laico y universal que la historia conoce, se ofendiera la dignidad de millones de ciudadanos, instru-mentalizando incluso su genuina fe en Dios. ¡Qué triste es ver que se quiere dividir a las conciencias, confundir a las mentes de tantos italianos, de tanta gente simple precisa-mente en nombre de la familia!

Evangelizar es dar la vida a los propios hijos Es triste asistir al comportamiento de muchos padres cris-tianos que están renunciando a la transmisión de la fe a sus hijos, secundando una cierta psicología que invita a respetar la libertad de los chicos a fin de que puedan “construir la autoestima”. ¿Qué quiere decir construir la autoestima? Si significara abandonar a un chico a sí mis-mo, para que se convierta en maestro de sí mismo, deci-diendo al margen de Dios lo que está bien y lo que está mal, si esto sucediera, ¡estaríamos creciendo en casa de los ateos! S. Juan Crisóstomo, en una Homilía sobre la primera carta a Timoteo, amonesta: «Se nos ha confiado una gran pren-da: nuestros hijos. Preocupémonos, por tanto, de ellos y hagamos todo lo posible para que el Maligno no se los lleve. Pero entre nosotros sucede lo contrario. Nuestra preocupación es la de dejar propiedades a nuestros hijos y por acumular bienes materiales no pensamos en ellos» (Homilía sobre la primera carta a Timoteo, 9, 2). «Evangelizar es enseñar a los hombres el arte de vivir» afirmó el cardenal Ratzinger en el año 2000, con ocasión del Jubileo de los catequistas. En nuestros cursos formativos invitamos a los padres no a teorizar sino a ejercitar los carismas que el Espíritu conce-de a la pareja para la evangelización de los hijos. De nuevo san Juan Crisóstomo, en otra homilía sobre la carta a los efesios, se dirigía de este modo a los padres cristianos: «¿Quieres que tu hijo sea obediente? Hazlo crecer desde el inicio educándolo y corrigiéndolo en el Señor. No creáis que para él sea inútil escuchar las Sagra-das Escrituras. No digáis: “Es cosa de monjes y yo no quiero hacer de él un monje”. No es necesario que se haga monje: ¡hazlo cristiano! Recuerda: nunca harás tanto por él como cuando le enseñes a ser cristiano. ¡Que ante el cuidado espiritual de los hijos, todo para nosotros sea se-cundario!» (Homilías sobre la carta a los Efesios, 21, 1-2). Si hay crisis de identidad de la familia cristiana no se debe ciertamente a las “dimisiones” del Espíritu Santo en la historia humana, sino más bien a nuestras “deserciones”. La invitación de san Pablo es clara: «No apaguéis el Espí-ritu Santo» (1 Ts 5, 19).

San Agustín, en una carta a Bonifacio, comenta así esta expresión paulina a propósito de aquellos padres que des-cuidan la educación en la fe de sus propios hijos. Los de-fine como “asesinos espirituales”. Escribe san Agustín: «Cuando san Pablo afirma: no apaguéis el Espíritu! (1 Ts 5, 19). No entiende que el Espíritu pueda ser apagado. Lo dice para poner en guardia a los cristianos. También los padres son llamados justamente "extinguidores" cuando no dejan a sus hijos la Iglesia por madre y a Dios por pa-dre. Empujando de este modo a sus hijos y a los de los demás al servicio del demonio» (San Agustín, Cartas I, 98, 3 [a Bonifacio]).

Las familias en la experiencia de la RnS Nosotros creemos que la familia es un centro de vida nue-va. Se puede vivir enseñando a amar el mundo, se puede vivir enseñando a amar a Dios. Invitamos a las parejas de esposos a vivir la radicalidad evangélica que distingue las obras infructuosas de la carne de las obras del Espíritu; el Reino de Dios del Reino de las tinieblas. Si existe crisis de verdad sobre la familia es porque se está perdiendo en muchos casos el sentido del pecado bajo los golpes del relativismo ético imperante. Las familias de la RnS que experimentan la docilidad al Espíritu Santo en la vida de los grupos y en las Comuni-dades de pertenencia, intentan después reproducir la espi-ritualidad carismática en sus propias casas. Este es ya un primer camino de transmisión de la fe a los propios hijos, de tal modo que no exista una fractura entre la fe y la vi-da, entre la vida comunitaria y la vida familiar. Ejemplifico. El carisma comunitario de acogida, en la vida familiar se traducirá en una nueva capacidad de los padres e hijos para sostenerse en las pruebas, sin avergon-zarse de confesar las propias fragilidades. El carisma co-munitario de la oración, se convertirá en la vida familiar en una nueva actitud -por parte de los padres e hijos- de diálogo, confianza, acción de gracias, alabanzas a Dios siempre y en cada cosa, e intercesión de los unos por los otros. El carisma comunitario de la Palabra producirá en la vida familiar una nueva disponibilidad de los padres e hijos a escuchar a Dios y a escucharse, a decidir según el pensamiento de Dios, a discernir juntos los signos, las pruebas, las ayudas necesarias dentro de una familia. En la vida comunitaria, las familias de la RnS experimen-tan la docilidad al Espíritu, la fuerza de la oración caris-mática, el discernimiento basado sobre la Palabra de Dios, intentando reproducir la experiencia del Cenáculo de Pen-tecostés en sus casas. En nuestros cursos formativos exhortamos a los padres a ser testigos antes que enseñantes, de tal modo que los do-nes que el Espíritu da a la pareja para la evangelización de los hijos puedan ser mostrados antes que teorizados.

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Cuando los hijos son “alcanzados”, provocados, desafia-dos por el amor gratuito de los padres, estarán mucho más fácilmente dispuestos a vivir según las verdades morales y espirituales que ven encarnadas en la vida de los padres. Tendrán confianza en sí mismos y estarán mucho más disponibles a leer la vida en la perspectiva cristiana. La fe siempre es un don, pero al mismo tiempo es un ca-mino a recorrer, en el que los padres son llamados a cami-nar humildemente con Dios (cfr. Mi 6, 8) junto a sus hijos. Indicamos en tres etapas el camino de maduración a tra-vés del cual el Espíritu conduce a una pareja de esposos-evangelizadores: la llamada a encarnar la "familia de Dios", la efusión del Espíritu para realizar una "familia santa"; la misión para "conducir a Jesús" a otras familias. En la llamada se toma conciencia de que dios ha pensado en la dignidad paterna y materna para un proyecto de amor difusivo; Mediante la efusión del Espíritu, los padres aprenden a reconocer la "ley de la santidad", la ley interior escrita en su corazón mediante la consagración matrimonial; En la misión comprenden que una familia no vive para sí misma y que su propio espacio es la Iglesia y el mundo. Mediante la oración carismática y la Palabra de dios, los padres generan en sus familias una “espiritualidad inte-grada”, es decir, un modo de vivir la fe que abraza todas las dimensiones humanas: la corporeidad, afectividad, racionalidad, creatividad, lo social. Una espiritualidad que no sea una parte de la vida sino la misma vida guiada por el Espíritu. Una espiritualidad que no aleje de la vida coti-diana sino que rompa la separación entre fe y vida. De aquí se concluye que la transmisión de la fe y la edu-cación de los hijos en la vida cristiana no representan un gesto, un tiempo o una metodología que poder individuar en la vida familiar. Los padres viven y transmiten la fe de un modo natural, sin estructuras o fracturas. Por esta razón, nos resultan muy queridas las palabras de la Familiaris Consortio (n. 52): «En la medida en que la familia cristiana acoge el Evangelio y madura en la fe se convierte en comunidad evangelizadora». Es el Espíritu –según la enseñanza de Jesús- el que obra todo esto; es Él la medida "sin medida" (cfr. Jn 3, 34); es Él quien dilata la acogida del Evangelio en el corazón de una familia, a fin de que ésta, en el seno de la "gran Comunidad" de la RnS, se convierta en el núcleo comunitario evangelizador más importante. «La familia es el corazón de la nueva evangeliza-ción» (EV n. 92). La familia tiene una misión específica que la implica en la transmisión del Evangelio; de este modo la vida familiar se transforma en un itinerario de fe

y de iniciación cristiana. El futuro de la “nueva evangelización” pasa de un modo ineludible por la familia: ella es llamada a ser “sacramento de la evangelización”, rostro de una iglesia profética y nunca débil.

El señorío de Jesús en la familia Estrechamente conectado a la efusión del Espíritu, nos encontramos el tema del señorío de Jesús en la familia, una profesión de fe mediante la que es posible constatar los progresos de maduración en el camino de santidad. ¡Jesús es el Señor!: esta expresión es un verdadero anun-cio jubilar que las familias del RnS proclaman, un nuevo “régimen de vida” que permite vivir –con la ayuda del Espíritu- la gracia de una auténtica y permanente renova-ción de la vida espiritual. Quisiera ahondar en el dinamismo evangélico contenido en la expresión kerigmática Jesús es el Señor, la misma que se escuchaba en las casas de los primeros cristianos donde el Evangelio comenzó a difundirse en medio de grandes persecuciones y martirios. Intento de este modo indicar tres acciones específicas y contemporáneas que el Espíritu cumple en la vida de una familia que se renueva proclamando el señorío de Jesús. Proclamando el señorío de Jesús, la familia recibe un

“nombre nuevo”. El “nombre nuevo” es el carisma de la vida nueva, la mi-

sión específica que el Espíritu asigna a los esposos y a sus hijos; es un don “nuevo” porque indica un testi-monio “nuevo” -en el nombre de Jesús- al que el Es-píritu llama a vivir. Es el ingreso en la vida carismáti-ca, en la experiencia arrolladora de la potencia de Dios.

Proclamando el señorío de Jesús, la familia recibe una “fuerza nueva”.

Es la fuerza del Evangelio, «espada del Espíritu» (cfr. Ef 6, 17) contra todos los enemigos de nuestra fe. Con-trariamente a lo que sucede en el mundo, donde los “sometidos” viven una situación de debilidad e impo-tencia, soportando con sufrimiento el poder de un “dueño”, vivir el señorío de Jesús significa experi-mentar con gozo todas las promesas del Padre, las mismas que realizó el Espíritu en la vida de Jesús.

Proclamando el señorío de Jesús, la familia recibe un “pensamiento nuevo”.

El “pensamiento nuevo” es la escuela de la sabiduría, me-diante la cual sabemos juzgar y comportarnos recta-mente. Un pensamiento nuevo para leer los signos de los tiempos, para distinguir siempre el bien del mal y enseñar a los hijos este arte.

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El arte de la oración en la familia El Santo Padre Juan Pablo II, en la Novo Millennio Ineun-te nos recordó que necesitamos «un cristianismo que se caracterice por el arte de la oración» (cfr. NMI, n. 32). El Papa nos ha exhortado «a no dar por descontado la ora-ción… a aprender a rezar, aprendiendo de nuevo y siem-pre este arte» (cfr. Ibíd.). ¡Qué verdadero es todo esto en nuestras casas! En la RnS, dentro del núcleo familiar, la oración comuni-taria, la oración de la pareja y la oración de los unos por los otros (de los padres por los hijos y de estos por los padres) son tres formas complementarias e indispensables para marcar los tiempos del crecimiento espiritual. La familia, cuando reza, es vigilante, profética, enamora-da, encarnada, en comunión. Ninguna otra cosa fuera de la oración tiene que estar en el centro de los pensamientos de una familia cristiana –si no quiere caer bajo los golpes de la descristianización imperante- porque ninguna otra cosa apremia tanto a la Iglesia. Como pequeña iglesia do-méstica, la familia es «signo e instrumento de la íntima unión con Dios» (Lumen Gentium, n. 1). ¿Es posible explicar qué significa rezar en familia? Qui-zás es mejor experimentarlo. Nosotros intentamos educar a las familias en la oración, en una relación de confianza con Dios, para que puedan encontrar la intimidad fami-liar, la capacidad de diálogo y de escucha entre los miem-bros de la misma familia. El camino de oración en el interior de una familia de la RnS es un camino espiritual entendido como educación para acoger al Espíritu Santo y reconocer sus mociones. En este camino no hay “adultos” y “niños”, sino sujetos amados llamados a amar y a remediar con el perdón las heridas del amor que resquebrajan la comunión familiar. Dos iconos están especialmente presentes en nuestra ex-periencia: «la exultación de María», la Madre que, movi-da por el Espíritu, canta en el Magnificat la grandeza de Dios (cfr. Lc 1, 46-55) y la «exultación de Jesús», el Hijo que, movido por el Espíritu, canta al Padre por la sabidu-ría revelada a los pequeños (cfr. Lc 10, 21-22). El Espíritu suscita en nuestras familias la exultación, la danza, la alegría de profesar la salvación recibida: por esta razón, la oración de alabanza es un momento tan impor-tante en la vida de una familia renovada. En la alabanza, los padres reconocen la santidad de Dios y se convierten en “cultores del nombre del Señor", los "adoradores en Espíritu y verdad", a los que tanto busca el Padre, según la enseñanza de Jesús a la samaritana (cfr. Jn 4, 23). Los hijos aprenden la necesidad de alabar al Señor en ca-da circunstancia, ya sea favorable o desfavorable, de tal modo que la alabanza se convierte en un estilo de vida.

Nace y se desarrolla así una “dependencia de Dios” que genera paz y gozo, también en el tiempo de la prueba, infundiendo en el corazón de los hijos “el honor hacia dios y el honor hacia los padres”. De este modo, se va haciendo natural observar los mandamientos de Dios y buscar su querer. Delante de las pruebas de la vida, la oración de interce-sión de los unos por los otros es algo de extrema impor-tancia. Una pareja de esposos que impone sus manos con fe sobre su hijo enfermo, se dispone a ser utilizada como un instrumento de curación potente en las manos de Dios. La Escritura atestigua ampliamente cómo Dios concede a los padres el poder de bendecir. En el gesto de invocación de los esposos sobre su criatura, se manifiesta el amor de Dios y podemos testimoniar, por la gloria de Dios, el acontecer de tantas curaciones y liberaciones de esclavitu-des ocultas, enfermedades físicas o de conductas perver-sas presentes en los hijos. En familia, los padres educan a los hijos para experimen-tar el poder de la bendición. Ante decisiones delicadas o acontecimientos importantes, los padres entregan a sus hijos a Dios mediante la bendición. De rodillas, los hijos reciben la oración que el Espíritu pone en los labios de los padres, que piden una Palabra al Señor para que enderece e ilumine el camino de sus hijos, enseñándoles a modelar sobre la Palabra de Dios todas las elecciones de la vida. Resultan útiles a este propósito las palabras de san Pablo: «Me pongo de rodillas delante del Padre, del que toda paternidad y maternidad toma el nombre, para que os con-ceda ser confortados interiormente con potencia por su Espíritu» (cfr. Ef 3,16). Muchas familias testimonian cómo está experiencia im-plica a los hijos de tal modo, que éstos, después de haber experimentado su eficacia, se convierten ellos mismo en “animadores” del camino de sus padres: invertidos los papeles, los chicos ofrecen a sus padres al Señor, ejerci-tando los dones del Espíritu para que descienda la conso-lación de Dios. Se realiza así la enseñanza del Magisterio de la Iglesia contenido en la Exhortación Apostólica Evangelii Nun-tandi (n. 71): «Los padres no sólo comunican el Evange-lio a sus hijos, sino que pueden recibir de ellos el mismo Evangelio profundamente vivido». En nuestra experiencia hemos comprendido cómo los pa-dres, en medio del ejercicio de la paternidad y maternidad sobre los hijos, deben mostrarse ellos mismos “hijos” de Dios, esto es, deben transmitir el sentido del sometimiento al Padre del cielo, Los hijos son así educados a no descui-dar la doble paternidad, celeste y terrena, experimentando en la propia familia humana a partir del ejemplo de los padres, qué quiere decir ser “familiares de Dios”.

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El Espíritu, obrando en la intimidad del corazón de los padres, los pone en la justa relación con Dios Padre. Esta es siempre una relación filial. Recordamos las palabras de san Pablo: «Aquellos que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (cfr. Rm 8,14). En este momento, quisiera recordar tres gracias concretas que la oración en familia produce. Rezar es realizar un encuentro “misterioso” entre Dios y

nosotros. Cuando rezamos a Dios, ya no está lejos sino cerca; ya no

está muerto sino vivo; ya no está ausente sino pre-sente. Rezar en familia es gozar del amor de Aquel que nos ama. Sólo el que no reza no es capaz de amar y de sentirse amado, por Dios y por los fami-liares.

Rezar es hacer entrar a Dios en nuestras fragilidades humanas y en las situaciones de debilidad en las que nos encontramos.

Muchas parejas cristianas tienen miedo de rezar porque «no quieren descubrirse en profundidad», tomar conciencia de la necesidad que tienen de Dios, de completarse en Él, de volcar en su amor todos los límites presentes en la naturaleza humana. Cuando una familia es sostenida en la oración, “el caer” se resuelve en la luz de Cristo Jesús y no en la tenta-ción de mirarse con extrañeza; “el realizarse juntos” tiene el sabor de la esperanza y no de la derrota; “el caminar juntos” empuja a desear el cielo y a mirar con esperanza el futuro, más que afanarse en lamen-tos sobre cosas pasadas.

Rezar es saber callar y escuchar, para reconocer la voz y los silencios de Dios.

Consigue rezar quien sabe escuchar; el culmen de nuestra experiencia de oración reside precisamente en la capacidad de saber distinguir, en el silencio interior, la voz de Dios. Quien reza se deja educar por el Es-píritu en la escucha de la voz de Dios y más fácil-mente podrá dirigirse al cónyuge con un lenguaje de amor y escuchar con paciencia. ¡Qué amargura su-pone constatar el silencio que envuelve a tantas fa-milias y el grito prepotente de falsos ídolos televisi-vos que seducen y condicionan los comportamientos de los adultos, jóvenes y niños!

La familia “depende” de la Palabra y la testimonia

Para nosotros, además de la oración, es fundamental la Palabra de Dios como origen de un perfil profético dentro de la espiritualidad familiar. Es una gracia que llena de consuelo ver la Biblia en las manos de los esposos; y to-davía más, asistir a las oraciones de los niños inspiradas en la palabra del Señor.

Continuamente, experimentamos en nuestras casas las “guías proféticas” del Espíritu, aquel que inspira –mediante la Palabra rezada y meditada- los tiempos, mo-dos y elecciones familiares. Es maravilloso constatar esta “dependencia de la Palabra” que la familia aprende a practicar cotidianamente, siempre asistida por el Espíritu invocado y por sus revelaciones bíblicas iluminadoras. «Nunca nadie ha podido conocer los secretos de Dios, si no el Espíritu de Dios. Nosotros no hemos recibido el es-píritu del mundo sino el Espíritu de Dios para conocer todo lo que Dios nos ha donado…» (1 Cor 2, 11b-12). El espíritu, entonces, guía a la familia por “caminos de la sabiduría”, desvela la Palabra, revela los “secretos” de Dios. De hecho: El Espíritu es la memoria del Evangelio de Jesús, porque

mediante la Palabra vuelve vivas y eficaces “las pro-mesas de Jesús” entre los miembros de la familia;

Pero el Espíritu también es profecía del Evangelio de Je-sús, la guía que conduce la familia “de Palabra en Pa-labra”. Nos hace tender hacia “la verdad entera” (cfr. Jn 16, 13) y nos desvela todos los días las "cosas nue-vas" que le gustan al Padre.

La Palabra se convierte así en nuestra misma vida fami-liar, carne de nuestra carne. Cuando la Palabra se encarna en una casa, llena de la carne de Cristo las paredes de aquella casa y los esposos e hijos se transforman en testi-gos de lo que han acogido en la vida doméstica.

Familia, objeto y sujeto de Renovación Para que suceda un verdadero despertar de la evangeliza-ción, creemos que es necesario manifestar más confianza en la familia, entendida como objeto formativo, como ámbito privilegiado de nuestra acción pastoral; y más confianza en las familias, entendidas como sujeto activo, operante, protagonista de la expansión del Reino de Dios.

La familia, por lo tanto, es “objeto y sujeto” pastoral. Para sostener esta propuesta, deseo presentar –muy breve-mente- dos iniciativas. En una, las familias son “objeto” de formación; en la otra son “sujeto” de evangelización. Dos iniciativas que hemos llevado a cabo en dos lugares en Italia muy significativos. La primera iniciativa tiene lugar en Loreto. Muy cerca del célebre Santuario maria-no, que la tradición reconoce como una parte de la casa de María de Nazaret, hemos recuperado una Villa pontificia que hemos consagrado a la causa de la familia bajo los auspicios del Pontificio Consejo para la Familia. Durante el año, ininterrumpidamente, acogemos, animamos y evangelizamos a las familias a través de veinte cursos di-ferentes de espiritualidad, dedicados a las muchas peticio-nes de ayuda que nos llegan.

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En nuestras escuelas de vida, cientos de familias son ayu-dadas a convertirse en signo elocuente de aquel Pentecos-tés que las hace “pequeñas” pero también “potentes igle-sias domésticas”; pequeñas pero no “invisibles iglesias domésticas”. La segunda iniciativa tiene lugar en Caltagirone, en Sici-lia. En una zona de la Isla dominada por la mafia y la de-lincuencia juvenil, está naciendo la primera ciudadela de-dicada a los presos y a sus familias. Para desarrollar esta gran obra social, nos servimos de unas tierras que nuestra Fundación ha heredado de don Luigi Sturzo, fundador del Partido popolare italiano y uno de los máximos promoto-res de la democracia europea durante el siglo pasado. Es la primera vez que las familias de los detenidos se pue-den reunir entorno a sus familiares encarcelados durante los tres años anteriores al fin de su pena. Además, cuando están en plena libertad, gracias al Fondo Sturzo, tienen la posibilidad de volver a la normalidad de la vida social y eclesial. El encarcelado y la propia familia, de este modo, se empeñan responsablemente en trabajar, en “regularizar” tantas situaciones morales y espirituales pendientes, en reconstruir las relaciones familiares rotas. De este modo, no sólo es la persona encarcelada sino la misma familia la que es salvada y la que tiene la oportuni-dad de volver a la vida a través de una gestión madura de la libertad. La familia puede volver a proyectar activa-mente su propio futuro, con la ayuda de todas las institu-ciones y la cercanía del voluntariado social, siendo así una oportunidad para el estado social y no un problema.

La familia cristiana… “no es de este mundo”

Si «la Iglesia existe para evangelizar» (cfr. Evangelii Nuntiandi, 14), ¿qué sucede si no recupera la potencia del anuncio del Evangelio a partir de las familias, las pequeñas iglesias domésticas? ¿Tenderá a morir? Jesús ha dicho: «Las puertas de los infiernos no prevalece-rán» (cfr. Mt 16, 18), pero también es verdad que si se apaga la fe, el mysterium iniquitatis se expandirá cada vez más. Una vida plena en el Espíritu Santo y la un-ción de su potencia carismática no son solamente un consuelo para las familias sino que –mediante ellas- son un motivo de esperanza para toda la Iglesia y para el mundo. En un tiempo que genera «padres verdugos de vidas indefensas» (Sap 12, 6), en el que «el hermano da muerte al hermano, el padre al hijo y los hijos se levan-tan contra los padres para hacerlos morir» (cfr. Mt 10, 21), podemos advertir la necesidad de las familias que somos "primicias en el jardín de Dios", como la familia di Estéfanas alabada por san Pablo «por haberse dedi-cado al servicio de la fe» (cfr. 1 Cor 16, 15). La palabra del señor nos amonesta: «Si alguno no cui-

da a sus seres queridos, sobre todo a los que son de su familia, éste ha renegado de la fe y es peor que un in-fiel» (1 Tm 5, 8). Quiera el Espíritu Santo dilatar nues-tros corazones y donarnos un nuevo amor por nuestras familias. La historia de la salvación es la historia de la ternura de Dios, que nos ha amado y ha dado su vida por noso-tros (cfr. Gal 2, 20). Este Evangelio de la ternura revi-ve en los padres: ellos, que un día dieron la vida a sus hijos, son empujados todos los días por el Espíritu a volver a dar la vida por sus hijos, en la medida en que, cada día, «generan a Cristo», como afirmaba san Am-brosio. La familia cristiana es ternura herida, ternura traiciona-da y crucificada, pero siempre –con la Eucaristía- es la expresión del sacramento de la ternura divina, del Dios amor. Sí, en la frágil experiencia terrena de cada fami-lia cristiana vive la misma fragilidad de la carne del Hijo de Dios. Los padres de la Iglesia definen la familia cristiana co-mo una “comunidad de pacientes”, es decir, de creyen-tes que no se rinden ante el mal y comparten con Cristo su fracaso terreno, haciendo de cada “cruz cotidiana” un anticipo del cielo, una profecía cumplida del triunfo de la resurrección. Mientras permanezca sobre la tierra la familia cristiana, siempre vivirá una secreta simpatía con el sufrimiento humano; ningún mal podrá oscure-cer su rostro “sobrehumano” eliminando los rasgos de Cristo, aquel perfil divino maravilloso que la hace úni-ca. La familia cristiana es y será cada vez más un “laboratorio de esperanza” para la salvación de una humanidad que está desesperada porque está enferma de amor. Al final sólo permanecerá el amor. De este modo, po-demos decir que la familia está orientada al cielo, dada para el mundo «sin ser del mundo» (cfr. Jn 17, 11.16). Cambiando las palabras de Jesús delante de Pilatos, querríamos poder decir que «la familia cristiana no es de este mundo» (cfr. Jn 18, 36). Existe como profecía para transformarlo, para testimoniar que “ser de Cris-to” significa convertirse en «signo de contradic-ción» (cfr. Lc 2, 34). Una familia cristiana que vive del Espíritu Santo nunca perderá el coraje; cada empresa, como a María, le re-sultará posible. No perdamos el ánimo y hagamos del gozo de Cristo resucitado nuestra mejor savia vital. Si Cristo ha vencido la muerte, todo puede ser vencido. Si Cristo ha resucitado, todo puede volver a la vida. ¡Esta es nuestra esperanza viva! Este es nuestro deseo de bien.

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LA RENOVACIÓN EN EL ESPÍRITU SANTO EN ITALIA

Origen y denominación

La “Renovación en el Espíritu Santo” se desarrolla en Italia al inicio de los años setenta y hoy se confi-gura como un movimiento eclesial. “La Renovación en el Espíritu Santo” es en Italia la expresión de la gran corriente espiritual denominada “Renovación Carismática Católica” o más simplemente “Renovación”, nacida inesperadamente en la clausura del Concilio Vaticano II, en América. Hoy la Renovación está presente en 204 países de los cinco continentes alcanzando a cerca de cien millones de católicos, y asume en las diferentes naciones estilos, formas de vida asociativa y empeños misione-ros diferentes entre sí, aunque reconducibles, en definitiva, a la misma fuente.

La gracia de la Renovación católica forma parte de un movimiento de despertar carismático todavía más grande –“transversal”, por decirlo así-, suscitado por el Espíritu, que ha atravesado las tres grandes tradiciones –católica, protestante y ortodoxa. Y que abraza, según las últimas estimaciones de los so-ciólogos, a más de 400 millones de cristianos que intentan testimoniar una vida nueva en el espíritu a partir de la experiencia de efusión del Espíritu y del bautismo en el Espíritu. Podemos vislumbrar en este fenómeno de renovación entre los cristianos, ya sea a nivel teológico como de experiencia de los ca-rismas, un “anticipo” de la obra con la que más se empeña el Espíritu santo: la reunificación visible de la cristiandad, el ecumenismo espiritual indicado por Juan Pablo II y por Benedicto XVI como momen-to decisivo del camino hacia la unidad de todos los cristianos.

El motivo de la denominación de la experiencia italiana “Renovación en el Espíritu” en lugar de “Renovación Carismática Católica” se debe, ya desde los inicios, a los efectos de la primera reflexión teológica y de la mediación cultural que los iniciadores del movimiento en Italia cumplieron para dar cuenta de la clara identidad católica. El nombre de “Renovación en el Espíritu” está extraído de la carta de san Pablo a Tito (3,5) en la que el apóstol afirma que hemos sido salvados mediante una puri-ficación de regeneración y de renovación en el Espíritu Santo. La característica inconfundible de la expresión adoptada es la de fijar la atención en el Espíritu santo y no en los carismas, en el Dador y no tanto en los dones: de este modo resulta más fácil recordar que ninguno puede decirse “carismático” si no es en referencia a la Iglesia, ya que ella es carismática.

Naturaleza y espiritualidad

La experiencia carismática que define a la Renovación no tiene fundador, como otras muchas reali-dades eclesiales, ni un carisma particular que señalar a la Iglesia y al Mundo, sino que quiere contribuir a despertar la estructura fisiológica de la existencia cristiana, que es, por su misma naturaleza, una existencia “en el Espíritu”. La Renovación es un instrumento eclesial para una nueva comunicación espiritual de la fe, pero no representa en sí mismo una nueva espiritualidad. Ni siquiera se puede indi-car una finalidad precisa de la Renovación, sino tan sólo indicar su dinamismo interno, orientado a la renovación de toda la Iglesia, en todas sus manifestaciones vitales y en todas sus actividades. La Re-novación está abierta a todos, a todas las categorías eclesiales y sociales, sin distinción de edad o de sexo, para que todos puedan hacer la experiencia maravillosa de la vida nueva en el Espíritu.

Fundamento teológico

La autenticidad de la Renovación procede de Pentecostés; en tanto que parte orgánica de la Iglesia, ha nacido en el Cenáculo. La Renovación, por tanto, expresa la continuidad del evento de Pentecos-tés –allí donde la Iglesia ha sido fundada- abrazando todos los aspectos de la vida de la Iglesia y de la experiencia cristiana. Por esta razón, aunque se ponga el acento en la dimensión espiritual, la Renova-ción es –y cada vez lo será más- por su misma naturaleza un movimiento eclesial.

La base teológica de la Renovación es esencialmente trinitaria, según la visión de la Iglesia indicada por el Concilio Vaticano II en la Lumen Gentium. La relación trinitaria que la Renovación ha redescu-bierto es una relación de fe personal intertrinitaria: una nueva experiencia del amor del Padre; una nueva experiencia del señorío de Jesús salvador, una nueva experiencia de la potencia del Espíritu que nos hace capaces de defender y difundir la fe.

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Fundamento pastoral y comunitario: la experiencia generadora

La Renovación está caracterizada por «el constituirse de grupos cristianos que rezan juntos y piden en la oración para cada uno de los propios miembros una nueva efusión del Espíritu Santo en virtud de la cual se añada a la gracia de la iniciación cristiana una nueva toma de conciencia del Señorío de Cristo, una nueva experiencia de los dones y carismas del Espíritu Santo y una nueva disponibilidad para usar los carismas y talentos de los que Dios ha decidido dotarles, al servicio de los hermanos y de la Iglesia» (del Perfil teológico pastoral de la Renovación en el Espíritu).

De este modo, la Renovación vuelve a proponer a los cristianos una nueva apertura a la irrupción de la presencia de Dios, un retorno al Cenáculo como “zarza ardiente”, como lugar en el que Dios se «manifiesta, habla, convierte y desde el que nos envía» como sucedió para Moisés. Este nuevo dina-mismo espiritual tiene su corazón en la experiencia de la petición de una nueva efusión del Espíritu y del Bautismo en el Espíritu. En 1980, Juan Pablo II dijo a los grupos y comunidades de la Renovación: «Sabemos que debemos a esta efusión del Espíritu Santo una experiencia cada vez más profunda de la presencia de Cristo». No se trata ciertamente de un nuevo bautismo o de la reiteración del sacra-mento, sino que implica la relación con los sacramentos de la iniciación cristiana.

Peculiaridad de la Renovación en Italia

La Renovación en el Espíritu Santo es una realidad difundida capilarmente en todas las diócesis de Italia. Está compuesta por unas 250.000 personas que, gracias a la misma espiritualidad, se agregan en grupos y comunidades (de alianza y de vida, muchas veces regidas por estatutos propios aprobados por el Ordina-rio) que hoy ya han alcanzado el número de 1900. Es una Asociación privada de fieles cuyos estatutos fue-ron aprobados por el Consejo Permanente de la CEI (Conferencia Episcopal Italiana) en 1996 y actualiza-dos en el 2007.

En la República de Moldavia (el País más pobre de Europa) reside una comunidad misionera de la Renova-ción; además de otras cinco Misiones en el extranjero (Suiza, Alemania, EE.UU, Canadá y Australia).

La organización del Movimiento es fundamentalmente capilar: un Comité Nacional de Servicio, un Consejo Nacional, Comités Regionales de Servicio, Comités diocesanos de Servicio, una Fundación para la activi-dad de gestión, una Cooperativa para la actividad organizativa, 20 Ministerios y Servicios Nacionales con sus “redes regionales”, ocho Comisiones nacionales, un Proyecto Unitario de Formación con más de cien cursos (semanales y de fin de semana) propuestos a nivel nacional el año pasado.

Una Sociedad Editorial “Ediciones Renovación en el Espíritu”, con tres oficinas de producción en campo gráfico, audiovisual y multimedia. Las “Ediciones RnS” publican dos revistas (una mensual y otra trimestral), quince títulos anuales, CDs musicales con partituras para orquesta, series completas de CD ROM y DVD de diferentes géneros.

Actividades principales

Desde hace treinta años, la RnS organiza en la Feria de Rímini una Convocatoria nacional, un gran evento de "pueblo" con más de veinte mil personas, único en Europa por la presencia de Cardenales y Obispos, delegados ecuménicos, sacerdotes (no menos de 500), religiosas, familias, jóvenes y niños que, juntos, testimonian el rostro de una Iglesia fraterna.

La Casa Familia de Nazaret en Loreto, un Centro permanente de formación y de evangelización dedi-cado a las familias, con particular atención a las parejas en dificultad.

La Escuela de vida carismática y Escuela de vida pastoral, dos centros permanentes de formación de animadores y guías.

La Escuela Nacional de Música y Canto, una orquesta sinfónico-rítmica con coro polifónico de cien elementos que produce cada año un CD musical y organiza seminarios, festivales, etc. Los cantos del RnS se han difundido por todo el mundo y son muy utilizados en nuestras Iglesias.

La Asociación Terapeutas Católicos ayuda a cuantos desarrollan una profesión en el campo sanitario a difundir “competencia y compasión” en el ámbito de la antropología cristiana.

El proyecto de Adoración eucarística con animación carismática “Zarza ardiente”.

El proyecto Cultura de Pentecostés es un conjunto de iniciativas de profundización popular de la doc-trina social de la Iglesia.