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JUAN JACINTO MUÑOZ RENGEL

EL SUEÑO DEL OTRO

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El papel utilizado para la impresión de este libro ha sido fa-bricado a partir de madera procedente de bosques y planta-ciones gestionadas con los más altos estándares ambientales, garantizando una explotación de los recursos sostenible con el medio ambiente y beneficiosa para las personas.

Por este motivo, Greenpeace acredita que este libro cumple los requisitos ambientales y sociales necesarios para ser con-siderado un libro «amigo de los bosques». El proyecto «Li-bros amigos de los bosques» promueve la conservación y el uso sostenible de los bosques, en especial de los Bosques Pri-marios, los últimos bosques vírgenes del planeta.

Primera edición: enero, 2013

© 2013, Juan Jacinto Muñoz Rengel© 2013, Random House Mondadori, S. A.

Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la re-producción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el trata-miento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Es-pañol de Derechos Reprográfi cos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Printed in Spain – Impreso en España

ISBN: 978-84-01-35357-4Depósito legal: B. 28.706-2012

Compuesto en Fotocomposición 2000, S. A.

Impreso y encuadernado en UnigrafPol. Ind. Arroyomolinos, 1428938 Móstoles

L 3 5 3 5 7 4

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Una vez más, a Ada,

que sostiene cada una de estas líneas

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Vita enim mortuorum in memoria vivorum

est posita.

Porque la vida de los muertos consiste

en la memoria de los vivos.

MARCO TULIO CICERÓN,

Filípica IX

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Tenía miedo de salir a la calle. Y tenía

miedo de quedarse allí solo, en aque-

lla casa, en casa. Por esa razón había invitado a cenar a unos

compañeros de trabajo. Pero había cerrado la puerta de la en-

trada dando una doble vuelta y no encontraba la llave. Ahora no

podría salir. Tampoco nadie iba a poder entrar.

No era de extrañar que la hubiera perdido. Aquella misma

mañana había estado reordenándolo todo, porque últimamente

las cosas no estaban donde debían estar. Nada lo estaba. Apenas

se hubo despertado, después de otro sueño intranquilo, no ha-

bía terminado de recorrer el pasillo cuando se quedó ensimisma-

do observando el salón, sintiéndose un extraño en su propio

piso. Y a continuación se vio dominado por la necesidad de cam-

biar de lugar todo lo que alcanzaba su vista. Reemplazaba unas

por otras todo tipo de cosas, el reloj del segundo estante por las

fi gurillas de terracota, los altavoces del equipo de música por sus

réplicas arqueológicas, y aunque los libros de historia quedaran

tan comprimidos como en una prensa de reciclar papel, eso no

le impedía tratar de volver a organizarlos si había creído advertir

también algo anormal en el orden que seguían. Escondió el re-

vistero entre la mesita pequeña y la chaise longue del sofá, en

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parte para dejar de ver en todo momento aquella portada de la

revista Science, con el primer plano de un niño oriental afectado

por la nueva pandemia que asolaba el este de Asia. Había bajado

las persianas, para que no entrara aquella luz del sol, aquella luz

tan blanca y desoladora como la radiografía de una neumonía.

El aire acondicionado estaba a su máxima potencia, y el piso te-

nía cierto aire a vivienda media de ciudadano medio conservada

en cámara frigorífi ca. Cuando reformó el piso familiar quiso

transformarlo todo, no quería dejar ningún vestigio de la vida

anterior, de las vidas anteriores, y tardó un tiempo en darse cuen-

ta de que ahora la casa carecía por completo de calidez. Pero eso

en realidad no era lo que le preocupaba. No, era otro malestar el

que lo mantenía en aquel continuo estado de desasosiego, mez-

cla de angustia y de excitación. Redistribuyó las lámparas y los

puntos de luz, retiró la alfombra que había debajo de la mesa de

centro y trajo una maceta de la cocina y la puso en la estantería,

junto a los libros; trató de combinar de todas las maneras posi-

bles la maceta y los libros. Y tras varias horas de tarea frenética, lo

había vuelto a colocar todo como estaba al principio. Antes del

mediodía, todo estaba de nuevo en su sitio y las cosas seguían sin

estar donde debían estar.

No sabía si en algún momento de aquel proceso había es-

condido la llave. A veces, esconder las cosas es perderlas. Y aho-

ra había quedado atrapado en la trampa de su propio refugio.

Si nadie iba a poder entrar, debía avisar a sus invitados.

Caminó por el pasillo en semipenumbra. Sólo se oían el

zumbido del aire acondicionado y los crujidos de sus pasos so-

bre los listones de madera. La tarima del suelo era original de la

casa, no la cambió cuando hizo la reforma, sólo mandó lijar los

tablones; como en su vida: todos los cambios se limitaban a una

leve remodelación exterior. Se detuvo cuando llegó al dormito-

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rio. Antes de entrar puso la mano derecha sobre la superfi cie de

la puerta, como si quisiera tomarle el pulso, y comenzó a susu-

rrar algo entre dientes. Le había cogido pánico al dormitorio.

Pero por poco que le gustara, el teléfono estaba allí dentro. Fi-

nalmente entró, se sentó en la cama y marcó.

—Te llamo por lo de esta noche. Me temo que no va a po-

der ser.

—¿Qué ocurre, Xavier? ¿Ha habido malas noticias?

—No, no es nada de eso.

—Entonces, ¿no hay novedades?

—No, nadie me ha llamado del hospital. Es sólo que he per-

dido las llaves de mi casa. Me he quedado encerrado y como se

acerca la hora, y aún tenía que salir a comprar varias cosas, he

pensado que lo mejor sería llamaros para anularlo.

—No te preocupes. Me encargaré de avisar a los demás. ¿Tú

cómo estás?

Él permaneció en silencio, con la mirada perdida en las

sombras de la habitación.

—¿Cómo te encuentras, Xavi? —insistió ella.

—No me encuentro en mi mejor momento, la verdad.

—Ánimo, seguro que todo sale bien. Estoy convencida de

que todo saldrá bien.

—No, no es por eso, Helena.

—Vamos, no te hagas el duro. Es normal que estés afectado.

—Te digo que no es por lo de mi padre. Claro que me afecta

la situación. Pero hay algo más… Dejémoslo, ¿quieres?

Colgó y, manteniendo la mano todavía sobre el auricular,

contó hasta diez, despacio. Tuvo que hacerlo, porque de repen-

te se sintió mucho más solo en la casa.

Podía notar la respiración desacompasada. Encendió el tele-

visor con el mando a distancia y el sonido estalló de golpe en la

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quietud del dormitorio. Dos hombres se perseguían sobre mo-

tos de gran potencia, intercambiando disparos. Por un momen-

to, el que huía pareció despistar a su perseguidor, pero al doblar

una esquina se encontró de improviso con un enorme camión

cisterna y se empotró contra la parte baja del chasis. Con aque-

lla imagen aún en la retina, Xavier apagó la televisión. Sentía

cómo todo le afectaba por encima de su nivel de tolerancia ha-

bitual.

Se levantó y fue hasta el baño. Trató de serenarse. No había

nada que temer. No iba a venir nadie a rescatarlo, pero él sabía

quién era. Se colocó en posición de fi rmes delante del espejo,

casi se cuadró. Luego se quitó la camisa. Sabía quién era. Sabía

que tenía una cicatriz detrás de la oreja, una cicatriz limpia y

curva, que le bajaba dulcemente hasta el cuello y que cuando

era niño pudo haberle costado la vida. Sabía que en la aspereza

rugosa de su codo izquierdo se ocultaba un pequeño quiste de

grasa, y que encima de su pezón derecho se alineaban dos luna-

res grandes, en relieve. Xavier comprobó que todo estaba ahí.

Con el dedo índice de la mano derecha trazó sobre su cuerpo el

recorrido de los signos de su identidad, al tiempo que seguía

el movimiento sobre el espejo con el mismo dedo de la mano

contraria. Y los signos de su cordura también estaban allí: recor-

daba los nombres y apellidos de su padre, y los nombres y apelli-

dos de sus abuelos; podría citar de memoria todas las direccio-

nes en las que había vivido, con detalles, incluso con los códigos

postales; recordaba cómo se llamaba su exmujer, su nombre, sus

apellidos, los lugares que habían compartido, tenía sensaciones

vívidas de los momentos que habían pasado juntos; y el nombre

y los apellidos de su hijo, y la cara de su hijo. Sabía quién era.

Sin duda. Y aunque estuviera allí encerrado, a solas consigo mis-

mo, no había nada que temer.

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Se dirigió hasta la entrada del piso. Miró la puerta, más por

buscar una asociación que le llevara a recordar dónde había

puesto la llave, que por pensar siquiera en forzarla. Aunque no

lo parecía a simple vista, era una puerta blindada de acero. Te-

nía un multicerrojo de seis pernos, con mecanismos de anclaje

arriba y abajo. Incluso disponía de un sistema de autodestruc-

ción de la cerradura en caso de que detectara que estaba siendo

manipulada. Así se lo dijeron cuando la compró, un sistema de

autodestrucción. De modo que no había manera de salir de allí

sin la llave. Dónde la habría escondido. Dónde. A veces, escon-

der las cosas es perderlas. En demasiadas ocasiones lo que nos

protege es lo que nos hace cautivos.

Él no estaba escondido. De lo que huía lo encontraría en

cualquier parte. Estaba perdido.

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Era una noche sucia, ventosa. Sobre el

cielo pesaban unas nubes grises, a las

que el trasluz de la luna llena confería una consistencia de piedra.

En la tienda de la gasolinera apenas había cinco personas, ade-

más de los dos dependientes. Dentro del establecimiento la gente

guardaba una sola cola. Una joven llevaba abrazadas una botella

de refresco light y una bolsa de snacks, como si sus compras pu-

dieran protegerla. Un señor acababa de sacar la tarjeta de crédito

para pagar la gasolina, y la mantenía oculta en el hueco cóncavo

que formaba con la palma de su mano, mientras permanecía mi-

rando al frente. Una mujer agarraba su bolso con un brazo y la

mano de su hijo con el otro, apretando ambos contra su pecho.

Era un niño pelirrojo, que lloriqueaba porque la madre no le ha-

bía comprado un muñeco equipado con armas de exterminio. En

la caja de la izquierda, uno de los dependientes atendía a los com-

pradores. En la terminal contigua el otro no hacía avanzar la cola,

porque estaba contándole a su compañero una anécdota protago-

nizada por un amigo que era agente de policía local. La anécdota

era violenta; no obstante, los jóvenes parecían divertidos.

En el establecimiento entró otro hombre. Al abrirse las

puertas de cristal automáticas una corriente de aire frío se

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coló desde la calle, junto con ruido de tráfi co. La expectora-

ción de una ciudad enferma. Las puertas se volvieron a cerrar,

dentro estaba encendida la calefacción y había un cambio de

temperatura de casi veinte grados. El hombre no miró ningu-

no de los productos que se alineaban en las estanterías. Se

dirigió directamente hacia la cola, sin embargo no se situó al

fi nal, sino a uno de los lados. Vestía una chaqueta de pana

color canela, con los ojales y los bolsillos todavía sin abrir,

aunque muy arrugada, como si llevara varios días durmiendo

con ella. Parecía mirar a algún miembro de la cola a través

de unas gafas de pasta oscura, pero lo cierto era que su mira-

da traspasaba los cuerpos y se extraviaba en algún punto inde-

fi nido de la tienda. La mujer apretó aún más contra su pecho

el bolso y la mano de su hijo, que aprovechó la reacción de la

madre para aumentar sus gritos de protesta. El hombre que

acababa de entrar tenía los hombros hundidos, los brazos caí-

dos junto al cuerpo y las manos extrañamente crispadas hacia

fuera.

—¿Necesita algo? —le preguntó el dependiente que estaba

contando la anécdota.

El hombre permaneció inmóvil todavía un instante. Luego,

sus pupilas parecieron volver a enfocar la realidad. Movió la ca-

beza, se aclaró la garganta y dijo:

—Sólo quería un poco de agua.

—Las botellas de agua mineral están en ese expositor —le

contestó el joven y señaló con la mano sin mirar hacia el exposi-

tor, sólo al hombre. Después añadió—: No servimos agua del

grifo.

Su compañero afi ló una sonrisa. La cola avanzó. Los clientes

que pagaban su compra parecían ansiosos por salir de allí. El

hombre caminó hasta el refrigerador de las bebidas, cogió una

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botella de agua pequeña y regresó a la fi la. La mujer y su hijo

pelirrojo quedaron delante del hombre. El lloriqueo del niño

cada vez se hacía más insistente y agudo.

—Como no te calles… —le dijo la madre, con el mismo

tono apático con el que le acababa de pedir al dependiente que

le cobrara la gasolina del puesto número seis.

Cuando el hijo oyó el dinero tintinear sobre el mostrador y

vio los billetes y las monedas, chilló aún con más fuerza. Había

adivinado que su oportunidad estaba a punto de escaparse defi -

nitivamente. Su aullido se alargó de una manera monocorde y

exasperante, y parecía no tener fi n.

—Calla —repitió la madre en un susurro, como si tuviera

miedo de que alguien reparara en ellos, o de que alguien repa-

rara en su inefi cacia. O de hacer enfadar al niño.

Pero el crío, lejos de obedecerla, comenzó a dar tirones del

brazo de su madre y dejó caer todo su peso muerto hacia abajo,

como si colgara de una liana. Entonces el hombre puso una

mano sobre el hombro del niño, lo giró hacia sí y le dijo:

—Niño.

El crío perdió por un segundo la concentración en su llanto,

para buscar la cara del desconocido y mirarlo a los ojos. Sorbió

una nariz pecosa, se metió el dedo en uno de los orifi cios, y

poco a poco comenzó a abrir de nuevo la boca para seguir gi-

moteando. Antes de que pudiera hacerlo, el hombre tomó im-

pulso con el antebrazo derecho y lo abofeteó con todo el dorso

de la mano. El chasquido adquirió una contundencia sólida en

el silencio de la tienda.

—Pero ¿qué hace? —gritó la mujer, dando un paso atrás con

su hijo y cubriéndolo con los brazos. En sus ojos había más mie-

do que indignación.

—Lo siento —dijo él.

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La mujer miró a los dependientes. Los rostros de los jóvenes

estaban lívidos y sus movimientos en las cajas registradoras ha-

bían quedado congelados. Ninguno de los dos parecía capacita-

do para volver a moverse.

—Lo siento, no pude evitarlo… —repitió—. Tendría que ha-

berlo hecho usted.

Otro cliente, que venía de un pasillo entre las estanterías,

había dejado en el suelo una bolsa de hielo y comenzaba a mar-

car un número en su teléfono móvil. Se dirigió a él:

—Pero no lo hizo ella, amigo. Y si lo hace usted es una agre-

sión a un menor.

El hombre de la chaqueta de pana comprendió que aquel

individuo estaba llamando a la policía.

—Sí —murmuró—, he agredido a un puto menor de los

cojones.

Se acercó al mostrador, apartando a un lado a las personas

que tenía delante, se buscó en los bolsillos y soltó unas monedas

sobre el tapete de goma con el logotipo de la compañía gasoli-

nera, sin mediar palabra con ninguno de los dependientes. Lue-

go, dando unas zancadas nerviosas, salió del establecimiento.

En ningún momento, desde que le diera la bofetada, el niño

dejó escapar una sola lágrima ni volvió a llorar.

El hombre había aparcado su moto a pocos metros de la

puerta, un modelo BMW R 1200 R color gris granito. Se subió a

la moto, giró la llave de contacto y dejó atrás la gasolinera. Ha-

bía empezado a caer una lluvia débil, pequeñas motas ingrávi-

das iluminadas por una luz plateada. Al otro lado de los crista-

les, todos los que quedaban dentro de la tienda aún seguían la

luz de su faro con la mirada.

Después del incidente en el establecimiento, el hombre em-

pezó a conducir sin rumbo. Continuaba sin encontrarse bien.

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Se sentía desorientado, fuera de control. Probablemente por

eso, apenas desembocó en una de las avenidas principales de

la ciudad, se vio asaltado por la necesidad de poner a prueba la

potencia de la moto. Como si compitiera consigo mismo, inició

una serie de carreras contra nadie a más de doscientos diez kiló-

metros por hora, por encima de las líneas continuas que divi-

dían en dos la avenida. A uno y otro lado, las imágenes refl eja-

das en las fachadas de espejos de los edifi cios se convertían en

haces de luz, como partículas radioactivas en un órgano someti-

do a un centellograma. Los pocos transeúntes que aún ronda-

ban la calle a esas horas se detenían a observarlo, mientras el

hombre rogaba por que ninguno de ellos apareciera de la nada

y se cruzara en su camino; aunque no fue eso lo que en todo

momento deseó. Por fi n, terminó por aburrirse. Entonces con-

dujo hacia el distrito norte y ascendió hasta la formación monta-

ñosa que hacía de límite natural de la ciudad. Se internó en ca-

rreteras oscuras, cada vez más asediadas por el bosque, que

parecían querer tragárselo en un laberinto interminable. El

viento movía la fronda de las ramas y producía un sonido extra-

ño. Él no se dejó amedrentar por ningún laberinto infi nito. En

cambio, en la alta madrugada, a una hora que no sabría deter-

minar, a uno y otro lado de la carretera, pudo distinguir con

horror rostros humanos emergiendo entre las formas que com-

ponía la espesura. Las caras, alargadas y contrahechas, tenían

un tamaño dos o tres veces superior al normal y abrían sus bocas

con el rictus de los desahuciados, estirando hacia el frente unas

fauces salvajes. Podía diferenciar con claridad dos tipos de ros-

tros, los que pertenecían a su mundo y los que no. Los de un

lado de la carretera simétricamente enfrentados a los del otro.

Poco antes del amanecer, la moto regresó a la ciudad, circu-

lando con lentitud. Entró en una amplia rotonda de edifi cios

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señoriales de quince plantas, con una enorme fuente de már-

mol de aristas cortantes en el centro, y se detuvo a la altura de

un luminoso de color verde en forma de cruz.

La farmacia de guardia tenía las correderas metálicas echa-

das hasta el suelo. A través de un hueco recortado sobre una de

las persianas asomaba una ventanilla dispensadora, reforzada

con cristales antibalas. El hombre llamó con los nudillos. No

acudió nadie. Se quitó los guantes, y volvió a llamar con más

fuerza. Tenía las manos amoratadas por el frío. En la parte supe-

rior de la ventanilla, tras el cristal, había una pequeña cámara

grabándolo todo. Se encendió un cigarrillo y esperó casi un mi-

nuto hasta que apareció una joven, abrochándose una bata

blanca y mirándolo con desconfi anza.

Le preguntó si tenía algo para dormir.

—¿Un tranquilizante o un somnífero? —dijo la mujer, y se

comenzó a recoger el pelo con una gomilla—. ¿Tiene receta?

—No. No tengo receta. Deme lo más fuerte que pueda dar-

me sin receta.

—Le tengo que cobrar por adelantado.

—¿Cómo por adelantado?

—Quiero decir, antes de hacerle entrega de los medicamentos.

—Me parece estupendo. No pensaba salir corriendo.

—¿Pagará en efectivo o con tarjeta?

—Con tarjeta.

—Necesitaré su DNI, ¿lo lleva encima?

—Claro que lo llevo encima. ¿También lo quiere ver por

adelantado? Aquí lo tiene.

El hombre sacó su documento de identidad de la cartera,

agarró el asidero del cajón que había debajo de la ventanilla,

tiró de él y depositó el carné sobre la bandeja. El carné apareció

al otro lado.

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—¿Es usted André Bodoc?

—Pues claro que soy André Bodoc, ¿quién si no? ¿No parez-

co André Bodoc?

En la fotografía del documento de identidad el hombre no

tenía el pelo tan blanco como ahora, ni tan largo. Tampoco lle-

vaba las mismas gafas de pasta oscura que usaba ahora. La chica

miraba a uno y a otro como buscando similitudes y diferencias.

Luego, se dio la vuelta y se adentró en el almacén.

—¡Espere! —la llamó él. Había olvidado decirle algo impor-

tante—: Deme lo que sea para dormir, pero sin sueños. Quiero

dormir sin soñar.

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