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CAPÍTULO VI El homicidio, según las antiguas legislaciones. Hay homicidio material cuando se quita la vida a un hombre, cuyo hecho puede realizarse de dos modos: o cometiendo un crimen o de un modo irresponsable. El que mata porque se ve obligado a hacerlo, como el soldado en campaña, no es responsable de la sangre que vierte, y lo mismo sucede a quien quita la vida a un injusto agresor, si de otro modo no puede proteger su vida, su persona o sus bienes. También ocurre lo mismo si el homicidio tiene lugar, por casualidad, contra la voluntad del agente, y sin que haya en él falta. Pero si el homicidio es el resultado de una imprudencia, de una temeridad, hay ya falta, cuando no haya voluntad. La responsabilidad es aún más grave, es completa, y el homicidio llega a ser completamente imputable, cuando es voluntario, aunque se haya consumado bajo la influencia de una pasión violenta. El homicidio se excusa o se justifica, según que ha excedido o no los límites de una justa defensa.

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CAPÍTU LO VI

El homicidio, según las antiguas legislaciones.

Hay homicidio material cuando se quita la vida a un hombre, cuyo hecho puede realizarse de dos modos: o cometiendo un crimen o de un modo irresponsable.

El que mata porque se ve obligado a hacerlo, como el soldado en campaña, no es responsable de la sangre que vierte, y lo mismo sucede a quien quita la vida a un injusto agresor, si de otro modo no puede proteger su vida, su persona o sus bienes. También ocurre lo mismo si el homicidio tiene lugar, por casualidad, contra la voluntad del agente, y sin que haya en él falta. Pero si el homicidio es el resultado de una imprudencia, de una temeridad, hay ya falta, cuando no haya voluntad.

La responsabilidad es aún más grave, es completa, y el homicidio llega a ser completamente imputable, cuando es voluntario, aunque se haya consumado bajo la influencia de una pasión violenta.

El homicidio se excusa o se justifica, según que ha excedido o no los límites de una justa defensa.

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La excusa deja subsistente cierta culpabilidad; la justificación lleva consigo la absolución completa, como ya hemos visto.

El homicidio es justificable si es legal o legítimo. Es legal si es exigido por la Ley, por una ley justa sobre todo, y ordenado por una autoridad competente.

Es legítimo fuera del estado social, o en la imposi­bilidad de recurrir a la autoridad pública para obtener ora una protección suficiente contra un atentado pro­bable, ora en la reparación de un mal cometido o que pueda serlo, cuando no es posible librarse de la injus­ticia sino por medio de este terrible extreipo, o cuando no se está dispuesto a sacrificar el derecho a la caridad; sacrificio prescrito por la moral, pero que sería contra­dictorio imponer en nombre del Derecho.

Un esclavo convencido del homicidio, se vende a los europeos, y al rey le toca la mitad del precio.

En el reino de Benin, la codicia de los jueces, la posibilidad absoluta de que la muerte no habría tenido lugar por las vías de hecho empleadas realmente, la ima­gen de una sangrienta expiación ofrecida por el culpa­ble, son un medio de escapar a la pena capital por causa de homicidio. Si sucede, por ejemplo, que uno mata a su enemigo de modo que no vierta sangre, el asesino puede escapar del suplicio con una de estas dos condi­ciones: haciendo enterrar el cadáver a sus expensas o presentando un esclavo que muera en su lugar. Paga luego una suma considerable a los tres ministros, y des­pués de esto es reintegrado en todos sus derechos socia­les, y los amigos del muerto están obligados a mostrarse satisfechos. (Niendal, Dans Bosmann, pág. 448.)

La segunda de estas condiciones, la de una expiación

sangrienta, es notable, y prueba cuánto cuesta al hombre formar ideas precisas y justas, y cuán fácilmente es sedu­cido por las más groseras apariencias; como carecen de exactitud sus primeras comparaciones y de verdad sus primeras generalizaciones. Se ha cometido un homicidio, luego hay que cometer otro para expiar al primero. La vida por la vida; no se distingue bien quién debe dar la una por la otra. Y , sin embargo, ya se reconoce que el asesino está estrictamente obligado a sufrir esta clase de pena. Será necesario todavía sangre humana, pero no la de aquél; bastará la sangre de un hombre que apenas lo es: bastará la sangre de un esclavo.

Entre los habitantes de la Nueva Gales del Sur, la sangre vertida sufre siempre un castigo que es un supli­cio cruel. El culpable queda expuesto a las lanzas de todos los que quieran herirle, porque en esta clase de ejecución los lazos de sangre o de amistad no tienen valor alguno. (Dumont-Durville, Voy. de VastroU, t. II, página 395.)

El asesinato se castiga con la pena de muerte por la ley de Moisés, prohibiendo entrar en composición. (Génes., IX, 6; Éxodo XXI, 12; Levític., XXIV, 17 21; núm. XXXV, 16 31; Deuter., X XIX et 12; Mi- kotz, Proecept, afirm, negat., CLX , CLXI.)

Si el culpable era conocido, el pariente más próximo de la persona asesinada, su natural y legítimo heredero, podía quitarle la vida.

En vano el asesino se refugiaba en altar, pues era arrancado de allí para sufrir un justo castigo, se hubiera perseguido al sacerdote culpable; ni aun el sacrificio en el instante de ofrecerse al eterno habría librado al mismo Pontífice.

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Casi no se recurría a un lugar de refugio, sino en el caso en que el asesinato se había cometido por accidente, por error o por ignorancia; pero no cuando la falta no fuese leve.

Si el asesino era desconocido, se recurría a ceremo­nias expiatorias, muy propias para herir la imaginación del pueblo e inspirar horror al homicidio; pero la razón es en esto menos satisfactoria. Inmolábase solemnemente una ternera lejos de las viviendas, y su sangre sustituía a la sangre del culpable. Esta sustitución de una víctima expiatoria por otra, de un animal por un hombre, tenía su razón en dos principios igualmente falsos: el primero, que el inocente puede pagar por el culpable; el segundo, que el animal puede sustituir al hombre. Este último error obedecía, sin duda, a la idea muy generalizada de que Dios se dejaba aplacar por sacrificios sangrientos, y que gustaba de la sangre de las víctimas y del olor de los sacrificios. Los profetas combatieron este grosero culto. Si no se admitía la composición por el asesinato, es debido a la costumbre de vengar la sangre de su familia; era disciplinar la venganza por la justicia. El goel o vengador de sangre era simplemente acusador, en vez de ser el verdugo.

Otra institución excelente fué la de las ciudades de refugio o asilo para los homicidios involuntarios; pero se temía que en ciertos casos, en los juicios de celo, el fanatismo del pueblo quedase autorizado para tomar un aspecto feroz, y que hasta en las sentencias más regu­lares, los primeros testigos debiesen tirar la primera, si la pena era de ser apedreado.

El plagio o robo de persona era también considerado por el legislador hebreo como digno de la pena de muerte.

Entre los judíos más modernos, cuando tenían juris­dicción propia, el asesino era expulsado por espacio de tres años de todas las ciudades donde había judíos; todos los días era azotado, se le imponían abstinencias» ayunos y signos de luto, y andaba errante de uno en otro lugar con el brazo homicida sujeto al cuello con una cadena de hierro.

Así como el goel o vengador de sangre entre los judíos se encargaba de castigar o de mandar a castigar al asesino, así entre los árabes el talr o pariente próximo del muerto tenía el derecho y el deber de vengarle por su propia mano. Podía recurrir al artificio, o a la traición, al asesinato. Mahoma reconocía el derecho de represa­lias; pero recomienda al vengador contentarse con una módica compensación en dinero, sobre todo cuando era un inferior el que sucumbía a los golpes de un superior. Esta recomendación no se ha seguido, y es contraria al principio del honor entre los árabes.

- La ley musulmana condena al asesino a la pena de muerte, a no ser que el taír reciba la compensación de la ofensa y la perdone. Michaelis-observa que en esta sus­titución de justicia privada a la justicia pública, es un mal terrible en la mayor parte de los países musulmanes.

En el oasis de Juah, por ejemplo, si el crimen denun­ciado a los jeques es un asesinato, tienen el deber de mandar a buscar al culpable pero no pueden ni juzgarle ni castigarle. Una vez cogido el asesino, es entregado a los parientes de la víctima; éstos son sus dueños, y según su capricho, le matan, le devuelven la libertad o le hacen sufrir todos los tormentos imaginables. El pro­ducto de las multas se emplea en usos piadosos, como son el sostenimiento de los santones y de las mezquitas,

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o en las limosnas a los extranjeros robados por los ára­bes del desierto.

En Persia el asesino es entregado a los parientes pró­ximos del difunto, que le tratan como les parece. Si sucede que las partes dejan al criminal por muerto, sin que lo esté, no pueden volver a empezar la ejecución. Esta justicia es todavía muy primitiva, a pesar de la tardía protección concedida al culpable.

En Egipto, la vida del hombre era tan respetada en ciertos casos, que el homicidio por omisión, o por no haber salvado alguno de las manos de un asesino, era castigado con la última pena. Esto era para traspasar los

imites y violar la justicia, creyendo vengarla.La flagelación y un ayuno de tres días era la pena

de los que no denunciaban al autor de un homicidio.La ciudad más próxima al lugar en que se encontraba

el cadáver de un hombre asesinado, ahogado o muerto, por otro cualquier accidente, estaba obligada a hacerle los más suntuosos funerales. Excelente medio de crear una policía local vigilante. Pero el medio habría sido más útil y no menos seguro si-la ciudad hubiese indemnizado con largueza a la familia de la víctima.

El homicidio cometido en un acceso de ira, en una circunstancia en que la cólera se justifica por el ultraje, no era castigado por las leyes de Atenas sino con el des­tierro, hasta que los padres del difunto fuesen peaunia- riamente satisfechos. Este destierro era, más que una pena, una precaución tomada por la autoridad pública en interés del culpable y de la justicia, lo que prueba, además, que no podía ser perseguido o perturbado en su retiro, siendo allí protegido como en un asilo.

Los griegos tenían también sus asilos para sustraer

al homicida a una venganza irreflexiva. El Areópago gozaba de este favor. Esta institución del asilo era muy antigua; el de Samocracia se creía establecido por Cibe­les, y el de Beocia, por Cadmo.

Por lo demás, el asesino ni debía ser maltratado ni privado de sus bienes; sólo su vida pagaba la sangre que había vertido. Se imponía también la pena de muerte por matar a un asesino por venganza y antes de su formal condena. No podía ser cogido en suelo extranjero, aun cuando fuese acusado de homicidio, por haber perdido los derechos de ciudadano.

Los germanos no conocían más que dos crímenes capitales: ahorcaban a los traidores y ahogaban a los cobardes. Éstos eran los dos grandes crímenes públicos: vender a su patria o carecer de valor para defenderla. El homicidio era un delito privado, que vengaba la familia y exigía reparación de él. La ley de los frisones protegía al asesino en su casa, en el camino de la iglesia y en el lugar en que se administraba justicia. La ley sajona castigaba con la muerte el robo, el estrago come­tido en una iglesia, el asesinato y el perjurio. La misma pena se reservaba a quien, con intención premeditada, mataba a uno que fuera o volviera de la iglesia en días solemnes. Se reconocía, pues, que la justicia, a pesar de todo su rigor, o la pasión más violenta de la venganza, no pueden romper los lazos que todavía unen al hombre más culpable con la divinidad. Era economizar el perdón por la caridad, la reconciliación del hombre con el hombre, por la unión indisoluble del hombre con Dios (i).

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(i) J. Tissot, E l Derecho penal, páginas 21, 22, 25, 26 y 28.