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1 Deliberación, disenso esclarecido y decisión mayoritaria Congreso de IPSA, Santiago de Chile, julio 2009 Javier Gallardo La democracia y la deliberación pública constituyen sendos tropismos de la teoría y la práctica política, igualmente relevantes para cualquier enfoque ciudadano de las cosas políticas. En este texto discutimos la relación entre democracia y deliberación, buscando desentrañar las exigencias normativas y políticas que la racionalidad discursiva o argumental le plantea a la política democrática, procurando esclarecer el aporte que la deliberación política pueda hacerle al gobierno de la democracia o a una ciudadanía democráticamente gobernada. 1 A la democracia le acordamos, en nuestro contexto analítico, el carácter de última ratio en aquellos asuntos que motivan una decisión colectiva y vinculante, la cual no puede confiarse a una fuente externa a la voluntad de los implicados o afectados por la misma. Nuestra definición de democracia es, por tanto, minimalista, refiere a un método de decisión política basado en tres criterios fundamentales: i) la participación igualitaria de los ciudadanos en la toma de una decisión colectiva; ii) la libre elección entre alternativas diversas; y iii) el predominio de la mayoría en el marco de una legalidad común. 2 Ahora bien, los criterios democráticos de inclusión equitativa, libre elección y predominio de la mayoría contienen dos promesas básicas: i) la posibilidad de disputar abiertamente las posiciones políticas preeminentes y forjar agregados mayoritarios de preferencias, bajo métodos competitivos; y ii) la posibilidad de contrastar racionalmente 1 Ponemos énfasis en el aspecto gubernativo de la democracia, primero, porque algunos cultores de la deliberación política no lo tienen debidamente en cuenta; segundo, porque el hecho de privilegiar los fines gubernativos de la deliberación, supone considerar, con especial atención, sus atributos para resolver cuestiones de poder o de autoridad común en contextos de desacuerdo; y tercero, porque, adecuadamente pensada y escenificada, la deliberación política puede contribuir a convertir al ciudadano gobernado en un agente cívico responsable y dotado de amplias capacidades de juicio político. 2 Esta definición de la democracia refleja nuestro interés en los criterios internos de legitimidad de la decisión democrática, en lo que convierte en democrática toda decisión política, conforme a su corrección procedimental, confiriéndole una legitimidad vinculante en la medida en que su resultado obliga a todas las partes, independientemente de las condiciones externas de acceso al proceso democrático y de la sustancia concreta de sus productos. Pese a su carácter formal, esta definición no deja de contener valoraciones normativas, pues reconoce a cada ciudadano una igual cuota parte de autoridad política, medida básicamente en votos, acordándole el mismo derecho a influir en el proceso de decisión común, ofreciendo mínimas garantías de justicia o de imparcialidad para legitimar el uso del poder gubernativo, permitiendo desafiar o defender un estatus quo sobre bases igualitarias, sin favorecer o desmerecer a ninguna de las partes. Definiciones de este carácter pueden encontrarse en Dahl (1987), Bobbio (1986), Nelson (1996), O´Donnell (2007), y Pasquino (1999)

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Deliberación, disenso esclarecido y decisión mayoritaria

Congreso de IPSA, Santiago de Chile, julio 2009

Javier Gallardo

La democracia y la deliberación pública constituyen sendos tropismos de la teoría y la

práctica política, igualmente relevantes para cualquier enfoque ciudadano de las cosas

políticas. En este texto discutimos la relación entre democracia y deliberación, buscando

desentrañar las exigencias normativas y políticas que la racionalidad discursiva o

argumental le plantea a la política democrática, procurando esclarecer el aporte que la

deliberación política pueda hacerle al gobierno de la democracia o a una ciudadanía

democráticamente gobernada.1

A la democracia le acordamos, en nuestro contexto analítico, el carácter de última ratio

en aquellos asuntos que motivan una decisión colectiva y vinculante, la cual no puede

confiarse a una fuente externa a la voluntad de los implicados o afectados por la misma.

Nuestra definición de democracia es, por tanto, minimalista, refiere a un método de

decisión política basado en tres criterios fundamentales: i) la participación igualitaria de

los ciudadanos en la toma de una decisión colectiva; ii) la libre elección entre

alternativas diversas; y iii) el predominio de la mayoría en el marco de una legalidad

común. 2

Ahora bien, los criterios democráticos de inclusión equitativa, libre elección y

predominio de la mayoría contienen dos promesas básicas: i) la posibilidad de disputar

abiertamente las posiciones políticas preeminentes y forjar agregados mayoritarios de

preferencias, bajo métodos competitivos; y ii) la posibilidad de contrastar racionalmente

1 Ponemos énfasis en el aspecto gubernativo de la democracia, primero, porque algunos cultores de la

deliberación política no lo tienen debidamente en cuenta; segundo, porque el hecho de privilegiar los

fines gubernativos de la deliberación, supone considerar, con especial atención, sus atributos para resolver

cuestiones de poder o de autoridad común en contextos de desacuerdo; y tercero, porque, adecuadamente

pensada y escenificada, la deliberación política puede contribuir a convertir al ciudadano gobernado en

un agente cívico responsable y dotado de amplias capacidades de juicio político. 2 Esta definición de la democracia refleja nuestro interés en los criterios internos de legitimidad de la

decisión democrática, en lo que convierte en democrática toda decisión política, conforme a su corrección

procedimental, confiriéndole una legitimidad vinculante en la medida en que su resultado obliga a todas

las partes, independientemente de las condiciones externas de acceso al proceso democrático y de la

sustancia concreta de sus productos. Pese a su carácter formal, esta definición no deja de contener

valoraciones normativas, pues reconoce a cada ciudadano una igual cuota parte de autoridad política,

medida básicamente en votos, acordándole el mismo derecho a influir en el proceso de decisión común,

ofreciendo mínimas garantías de justicia o de imparcialidad para legitimar el uso del poder gubernativo,

permitiendo desafiar o defender un estatus quo sobre bases igualitarias, sin favorecer o desmerecer a

ninguna de las partes. Definiciones de este carácter pueden encontrarse en Dahl (1987), Bobbio (1986),

Nelson (1996), O´Donnell (2007), y Pasquino (1999)

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la calidad de las razones públicas justificativas de un curso de acción común, bajo

métodos deliberativos. Tales promesas conllevan a distintas vías o momentos de

formación de las preferencias electivas y mayoritarias, admitiendo diferentes reglas y

normas procesales de acción.

Ciertamente, nada impide que las perspectivas competitivas y deliberativas de la

democracia concuerden en valorar sus aspectos igualitarios, electivos y mayoritarios,

reconociendo la trascendencia de estos criterios respecto a cualquier contingencia

histórica. Pero las teorías que las sustentan y, por ende, sus respectivas prácticas,

privilegian distintos medios para asegurar el estricto cumplimiento del lado inclusivo,

electivo y mayoritario de la democracia, haciendo depender la legitimidad de sus

decisiones, en un caso, de la competencia política, y en otro, de la deliberación. De ahí

que otras condiciones internas del proceso democrático, como los derechos de

expresión, de libre información y de respeto a las minorías, así como los principios de

publicidad y de reciprocidad política, reciban un trato diferente por parte de las teorías

competitivas y deliberativas de la democracia, al punto tal que lo que las primeras

pueden llegar a tolerar de buena gana, en nombre de la competencia política, las

segundas puedan rechazarlo tajantemente, en defensa de la deliberación. De hecho, la

teoría de la democracia competitiva constituye la mayor fuente de inspiración de las

indagatorias corrientes de la Ciencia Política contemporánea, conforme a su espíritu

realista y a su sensibilidad hacia el conflicto político, mientras que la idea deliberativa,

si bien ha venido concitando, en los últimos tiempos, una amplia gama de adhesiones en

diversos círculos académicos, constituyéndose, incluso, en un polo de desafío teórico al

paradigma de la democracia competitiva, muchas de sus defensas traslucen un

desmesurado normativismo, mostrándose más interesadas en resolver cuestiones de

filosofía moral, que en dar cuenta de la especificidad de la vida política o de los cursos

experimentales de la democracia.3

El argumento central de este texto es el siguiente: la deliberación pública es deseable y

posible, al punto de constituir un poderoso instrumento de mejora de la democracia,

pero no por las razones que esgrimen algunos filósofos políticos contemporáneos,

situados en la perspectiva de una razonabilidad o una racionalidad común.4 Para aspirar

a hacerse un lugar en el terreno de las ideas y realidades democráticas, el ideario

deliberativo debe venir fundado en una teoría interna a las prácticas de formación de

voluntades políticas en contextos de desacuerdo y ante los justos reclamos de adopción

de una regla común. Por consiguiente, lo que la deliberación necesita, a nuestro juicio,

es una teoría que la vuelva compatible con el pluralismo, con el disenso público y la

democracia mayoritaria, que defienda su equidad democrática y anticipe la calidad

3 En otro texto llevé a cabo un breve contraste evaluativo entre el modelo competitivo y deliberativo de la

democracia, abundando en sus diferencias y en sus distintas aplicaciones prácticas. Mi conclusión fue que

la vida política demo-republicana requiere tanto de instancias competitivas como deliberativas de

formación de las voluntades políticas o, si se prefiere, de momentos adversativos y de diálogo franco u

orientado al entendimiento. Y también sostuve que, para estimar la validez teórica de uno u otro modelo,

así como su relevancia práctica, ambos debían evaluarse conforme a su capacidad para fortalecer, en vez

de recortar, el poder de acción común de la ciudadanía, para asegurar que los ciudadanos y sus agentes

puedan decidir libremente las normas básicas de la sociedad y los ámbitos en los que desean interferirse

mutuamente, apoyándose en firmes, aunque revisables, bases públicas de justificación (Gallardo: 2005). 4 Del mismo modo que la democracia no es el mejor régimen político por las razones prudenciales,

procedimentales y consecuencialistas, (weberianas, schumpeterianas o tocquevilianas) que aducen los

cientistas políticos más realistas o consustanciados con la teoría de la elección racional, sino por razones

morales provenientes de una tradición filosófica familiarizada con los principios de igualdad política y de

autogobierno, de autonomía y control racional de las condiciones de existencia individual y colectiva.

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ético-política de sus resultados, superando, por un lado, las exigencias consensuales de

una filosofía moral centrada en las libertades liberales negativas, y por otro, las

objeciones críticas de un relativismo moral y cognitivo, tendiente a convertir el

pluralismo ético-social en un fin en sí mismo o a alimentar, desde diversas tomas de

partido, la política de poder.

Partimos, pues, de dos proposiciones críticas. i) La deliberación política no es

equiparable, en ningún caso, a un diálogo desencarnado, animado por participantes

ideales o voluntariamente sujetos, en nombre de un ideal de razón común o de la

búsqueda racional de arreglos imparciales, a las “buenas maneras y costumbres” que

supuestamente gobiernan los ámbitos académicos o judiciales, en los que no sólo rigen

–o deben regir− elevados estándares epistémicos o garantes de un juicio racional, sino

que abundan también los destratos intelectuales y las crudas imposiciones mayoritarias.

Y ii) la democracia competitiva (que algunos perciben como un arreglo prudencial entre

agentes imposibilitados de participar en un diálogo reflexivo y mutuamente

justificativo, dispuestos a jugar un juego menos oneroso para cada parte que cualquier

intento por suprimirlo, y otros defienden como un principio de libre elección entre

alternativas contrapuestas y sujetas al conteo imparcial de las preferencias individuales),

tampoco asegura, por sí misma, las bases de equidad y de neutralidad procedimental de

la democracia, dadas las asimetrías de información que suele generar entre políticos y

ciudadanos, las externalidades negativas que traslada a los grupos con menor poder

numérico y su tendencia a devaluar la cooperación política conforme a la racionalidad

estratégica que impone el mercado político (Ovejero Lucas: 2001). En consecuencia,

para que la deliberación y la democracia puedan reconciliarse en el terreno normativo y

político, la primera debe emanciparse de un quimérico ideal de razón pública

universalista y consensual, y la segunda debe deslindarse de un imaginario político

disputativo, alegremente instalado en el reino de la incertidumbre o ciegamente

confiado en la inteligencia institucional de los mercados competitivos.

A lo largo de este texto trataremos de responder a tres interrogantes básicas: 1) ¿Cuáles

son las propiedades distintivas de la deliberación demo-política y sus diferencias con la

democracia competitiva? 2) ¿Alcanza con justificar la deliberación en términos de su

corrección procedimental, o sus bondades dependen, más bien, de la calidad epistémica

y moral de sus resultados sustantivos? 3) ¿Cuáles son las buenas razones de una buena

deliberación en una buena democracia, si dejamos de pensar ambas en términos puros o

ideales, sino a la luz de nuestras prácticas políticas corrientes y de nuestras experiencias

generalizadas como ciudadanos de comunidades políticas pluralistas y sujetas al

imperativo de decidir en conjunto? Ciertamente, no es nuestra intención formular una

respuesta concluyente a estas preguntas, sino servirnos de ellas para tratar de articular

una concepción aceptable de la deliberación y de su relación con la democracia.5

En los próximos apartados transitaremos por una diferenciación conceptual de las ideas

de competencia política y de deliberación, pasando revista a distintas visiones sobre las

bondades normativas de la deliberación política, unas centradas en sus condiciones

procedimentales y otras en sus performances justificativas o en la calidad sustantiva de

sus resultados. Junto a la formulación de algunos reparos críticos a las concepciones

5 Empleamos el predicado demo-político y demo-deliberativo para referirnos –conforme al sentido

clásico de los términos isonomía e isegoría– a las prácticas políticas que conjugan principios de igualdad

participativa y de decisión común, de equidad en el trato político y de interacción deliberativa, de

legitimidad inclusiva y de corrección justificativa del uso del poder común.

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procedimentales de la deliberación y a sus enfoques consensualistas, dejaremos sentada

nuestra preferencia por una deliberación susceptible de avenirse a la racionalidad

mayoritaria de la democracia e igualmente sensible a la fortaleza normativa de las

pretensiones de ejercicio del poder estatal en contextos de desacuerdo.

Como se verá, al discutir las bondades de la deliberación política y su relación con la

democracia, nos hemos sentido más atraídos por una filosofía política de inspiración

aristotélica, que por las moralidades contractualistas o neo-kantianas, orientadas a

establecer las condiciones ideales de un razonamiento moral o de un habla

comunicativa, tendientes a privilegiar, en contextos de desacuerdo, las justificaciones

prácticas universales, imparciales o moralmente inobjetables. Nuestro enfoque pro-

deliberativo, por así decirlo, se inspira en algunos principios básicos de la filosofía

política aristotélica, caracterizada, entre otras cosas, por su sensibilidad hacia la

estructura pluralista de la política ciudadana o hacia las diversas motivaciones morales

de los individuos, por su comprensión de la deliberación como ponderación racional y

prudencial de la acción, por su valorización de la virtud política y su atenta

consideración de las reglas argumentales de la retórica política. Un retorno crítico a

Aristóteles, a sus hallazgos teóricos y a sus observaciones políticas, puede contribuir, a

nuestro juicio, y al juicio de los actuales cultores del neo-aristotelismo (Galston: 1994;

Nussbaum: 1995; Sherman: 1998; Thiebaud: 2004), a suministrarle a la deliberación

política sus mejores credenciales normativas y políticas, convirtiéndola en un padrón

constitutivo o evaluativo de las decisiones democráticas, si no superior, al menos

correctivo de algunas de las principales fallas de los regímenes de competencia, de

agregación y negociación política. Despojada de sus originarias marcas naturalistas y

aristocráticas, la tradición aristotélica, puede servirnos, en fin de cuentas, para articular

una visión constructiva y realista de la deliberación política, adecuada a una república o

a una politeia demo-pluralista.

1. ¿Cuál deliberación?

De cómo se entienda la deliberación, dependerán las distintas visiones que se tengan de

sus rasgos estructurales o contingentes, de sus posibilidades políticas o de sus

compatibilidades con una democracia electiva y mayoritaria. Teniendo en cuenta estas

distinciones básicas, de indudable relevancia teórica y práctica, en esta sección

discutiremos las características más importantes de la deliberación, distinguiendo sus

diversos significados y enfatizando sus potenciales correctivos de las bajas

performances cívicas de las actuales democracias competitivas o de negociación.

Recordemos, en primer lugar, que la deliberación en sedes políticas y ciudadanas cuenta

con ilustres linajes teóricos.6 El intercambio equitativo de razones y argumentos

6 Basta dirigir una rápida mirada retrospectiva a las principales tradiciones del pensamiento político, para

comprobar que sus voces más representativas en ningún momento pusieron en duda el valor normativo y

político de la deliberación. Ya Pericles, según Tucídides, asoció el vigor político de la polis ateniense a

sus prácticas deliberativas. Pero fue Aristóteles quien le reconoció un genuino estatuto moral a la razón

deliberativa, al identificarla con un procedimiento justo y adecuado para resolver asuntos prácticos que, a

diferencia de los de la razón teórica o científica, pueden ser de otra manera a cómo son y admiten diversas

opiniones, siendo irreductibles, en todo caso, a una determinación experta o a un juicio regla-caso. Y

entre las defensas modernas de la deliberación, cabe mencionar los alegatos rousseaunianos en favor de

los raciocinios ciudadanos trascendentes de intereses o identidades particulares, la celebración

madisoniana de las maneras razonables de discusión por parte de selectos estratos cívicos, filtrados por

adecuadas reglas electorales, y el elogio de John Stuart Mill a una suerte de gimnasia pública discutidora,

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públicos, así como el proceso público de indagación en común, han sido considerados,

desde las más diversas tiendas teóricas, clásicas y modernas, como una suerte de

epifanía del poder colectivo de los ciudadanos, siendo valorada o bien como el principal

sustento de la capacidad de los ciudadanos y sus agentes para decidir en conjunto y

obligarse mutuamente, o bien como el fundamento básico de una ciudadanía autónoma,

reflexiva y corresponsable de los cursos de acción común. Incluso hoy, quienes dirigen

su mirada a las virtudes morales y políticas de la deliberación, tienden a reivindicarla

como un componente constitutivo de la integridad procedimental y sustantiva de las

decisiones políticas, más importante aún que el juicio autoritativo de una (virtual o real)

voluntad popular, que el conteo imparcial, en todo caso, de las preferencias ciudadanas

y la preeminencia de agregados mayoritarios de opinión.7

Ciertamente, la exigencia normativa de una deliberación racional, como remedio a los

faccionalismos mayoritarios, a las pasiones partidistas o a la política de intereses, vino

acompañada, por regla general, de ciertas inclinaciones elitistas, tal como lo evidencian

los escritos políticos que, en muy diversas épocas y circunstancias, defendieron la

deliberación política con el mismo celo con que expresaron sus resquemores frente a la

política plebeya o entre muchos, sin ocultar su desconfianza hacia la participación

popular o ante el poder soberano de una doxa mayoritaria. Sin embargo, para los

actuales defensores de la política deliberativa, al igual que para los más fríos estudiosos

de su revival normativo, el principio de deliberación política connota una fuerte

exigencia democrática, pues reclama el examen abierto y en pie de igualdad de todas las

voces con derecho a incidir en la elección pública (Elster: 2001). Incluso, las actuales

reivindicaciones de la validez normativa de la deliberación, le reconocen una exigencia

moral universalista y contextual a la vez, pues mientras algunos le atribuyen el reclamo

un trato digno o no instrumental a todos los participantes en la discusión colectiva,

mutuamente reconocidos como agentes libres e iguales, con independencia de sus

atributos e identidades particulares (Benhabib: 2008), para otros no haría sino ratificar

el derecho de los miembros de una comunidad política concreta a decidir, sobre la base

de una discusión libre y racional, sus normas de vida común, sirviéndose de sus acervos

cívicos o de sus arraigos históricos (Shapiro: 2005).

Sea como fuere, desde el punto de vista conceptual, el término deliberación designa, por

lo menos desde Aristóteles, un contraste exhaustivo de razones, al interior del individuo

o con otros, en favor o en contra de un curso de acción. Actualmente, el término se

emplea para designar un intercambio de argumentos y razonamientos públicos, de

razones y consideraciones válidas para elegir o decidir, sobre bases públicas y

racionales, un curso de acción común. Pero se trate de una auto-reflexión o de un habla

pública, lo cierto es que la idea de deliberación remite a un discurso justificativo,

sensible a todas las consideraciones relevantes para la acción, tendiente a suministrarle a

esta última el mayor quantum de aceptación voluntaria y racional. En una palabra, toda

deliberación supone un empeño de justificación racional y el interés por realizar una

elección razonable y bien informada.

dirigida contra las opiniones hegemónicas y los prejuicios públicos. Incluso hoy, quienes discuten la

validez política o democrática de la deliberación, no siempre lo hacen por sus características intrínsecas,

sino por sus riesgos contingentes (Pzevorsky: 1991). 7 Ian Shapiro (2003) discute este punto, y también lo hace Ovejero Lucas (2001)

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Ahora bien, la deliberación contiene diferentes exigencias normativas y admite distintos

usos prácticos, según las propiedades y atributos que se le reconozcan. En tanto pública,

la deliberación consiste en un intercambio abierto y manifiesto (accesible a todo el que

quiera) de justificaciones y consideraciones relevantes para un accionar común. Lo cual

impide el trámite secreto de los intercambios discursivos, el uso discrecional de

informaciones o razones privadas y, por ende, el “doble discurso”. El principio público

de deliberación obliga a dar una amplia publicidad a los contenidos de esta última, a

transparentar las posiciones e informaciones de sus participantes, a restringir el habla

oportunista o manipuladora, a evitar, en fin, la instrumentalización de cualquier parte

involucrada, directa o indirectamente, con el objeto de la discusión.

En cuanto a la deliberación política, si bien incluye estas características en función de

su relevancia y significación para el conjunto de la ciudadanía, consiste

fundamentalmente en un intercambio franco y de buena fe de razones, argumentaciones

y alegaciones destinadas a justificar la adopción de una decisión colectiva, de efectos

vinculantes u obligatorios para todos, cuyos alcances legales o coercitivos reclaman una

extendida base pública de legitimación, vale decir, la más amplia aceptación voluntaria

y racional de los involucrados con la decisión (con independencia de la regla de

decisión utilizada). La acción de deliberar en sedes políticas o ciudadanas es

indisociable, por tanto, de un principio de reciprocidad justificativa, por el cual las

pretensiones políticas deben estar dirigidas al libre entendimiento común, y sus bases de

sustentación (creencias, evidencias, informaciones e inferencias prácticas), deben estar

en condiciones de ser cotejadas o contrastadas por todas las partes. No son por tanto de

recibo las razones que un actor político racional (monológico) se dé a sí mismo, en

favor o en contra de un curso de acción, conforme a sus fines pre-establecidos y a las

circunstancias del caso (razones válidas, incluso, para un observador imparcial o

agnóstico sobre la calidad de los propósitos, atento exclusivamente al éxito de la acción,

centrado en una racionalidad medios-fines o costos-beneficios). Lo que la deliberación

política exige, más bien, es una justificación (dialógica) del agente ante otros, dotados

de perspectivas diferentes y en condiciones de objetar sus razones o pretensiones, con

capacidad de incidir, en todo caso, en el resultado final de la acción. De ahí que las

normas de conducta de la política deliberativa obliguen a descartar los discursos auto-justificativos o centrados en la perspectiva intencional del agente, volviendo irrelevantes

o inaceptables las retóricas políticas auto-afirmativas o auto-referidas, los discursos

sectarios o cerrados a la perspectiva del otro. Lo que distingue a la deliberación política

de otras formas de habla pública, en fin de cuentas, es que sus resultados dependen del

escrutinio ciudadano de los razonamientos y argumentos justificativos de una acción

decidida en conjunto y de efectos vinculantes. En tal caso, los principios deliberativos

(transparencia informativa, reciprocidad dialogal y apertura hacia otros), se aplican a la

formación discursiva de las bases públicas de legitimación del libre ejercicio del poder

común.8

8 En rigor, existe una identidad constitutiva entre el principio de publicidad y la deliberación política,

pues el primero abriga una fuerte reivindicación de la capacidad de los ciudadanos para juzgar las razones

motivadoras de los agentes públicos, conforme a su entendimiento común. Siguiendo a Kant, toda acción

que afecte intereses o derechos individuales y colectivos es incorrecta si la máxima o principio en que se

sustenta no pueden hacerse públicos, si sus razones justificativas no pueden “salir a luz” y defenderse

públicamente. Claro está, el principio de publicidad no exige que todas las discusiones y decisiones

políticas deban darse a conocer urbi et orbi, sino que la máxima o regla general que las sustentan puedan

hacerse públicas y justificarse ante el entendimiento del ciudadano común. En otras palabras, el

imperativo de publicidad obliga virtualmente a declarar, sin simulacros o disimulos, las razones que

motivan una acción de autoridad, pues en caso contrario, la acción sería incorrecta y merecería la

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El predicado democrático de la deliberación, introduce, a su vez, un conjunto de

exigencias normativas igualitarias, no del todo bien comprendidas por algunos teóricos

deliberativos. A cuenta de mayores abundamientos, precisemos que la deliberación

democrática se funda en un principio de igual acceso al habla pública y de igual

escucha de todas las voces afectadas por la decisión común, sin reservas

conversacionales, ni presiones “normalizadoras” hacia alguna de las partes. El

componente democrático de la deliberación está llamado a asegurar un diálogo plural e

inclusivo, en el que puedan tener cabida los más diversos “desafíos conversacionales” a

los consensos y disensos establecidos (Shapiro: 2005), los más diversos lenguajes

justificativos de las pretensiones públicas, dirigidos al entendimiento común pero

igualmente protegidos contra cualquier forma de hegemonismo discursivo y tutela

cultural. La democracia deliberativa vendría a garantizar, en suma, el derecho a pedir

razones ante cada pretensión pública o acto de autoridad, junto al correspondiente deber

de suministrar razones justificativas ante tales requerimientos, habilitando un “careo

adecuado” (Pettit: 2001) de todos los argumentos y razones relevantes para la decisión

colectiva.

La deliberación democrática se justifica, en definitiva, por un principio de no

dominación (Shapiro: 2005), pues vendría a asegurar el derecho de los más vulnerables,

marginados o desprotegidos a exigir razones y a incidir, con sus razones y

argumentaciones (de suyo impregnadas a priori del principio constitutivo de

reciprocidad dialogal y del ideal regulativo de una verdad común, pues de otro modo la

deliberación no tendría sentido o sería irrelevante), en la decisión del cuerpo político,

reforzando así el espectro de voces participantes, la integridad pluralista o la

consistencia racional de la decisión mayoritaria. En todo caso, la decisión resultante de

una deliberación democrática no tiene que venir fundada, necesariamente, como

veremos más adelante, en razones inobjetables para todas las partes, sino en razones

igualmente consideradas, que justifiquen la acción de una mayoría de un modo

compatible con las reglas de juego democrático y vengan presididas por una

determinación específica de los principios de libertad e igualdad, de justicia y

reconocimiento, de solidaridad o reciprocidad, de interés general o utilidad común, que

deben informar los lenguajes justificativos de las actuaciones políticas. Incluso, las

mayorías y minorías democráticas pueden no coincidir, en términos razonables o de

justo derecho, en el plano de los fundamentos justificativos de una decisión colectiva, y

en cambio sí compartir sus efectos y consecuencias prácticas. Al fin y al cabo, en toda

actividad participativa y orientada a una elección colectiva, la decisión adoptada por

mayoría, como luego veremos, no debe reflejar necesariamente una verdad, coincidente

con la posición mayoritaria, sino reflejar las razones y consideraciones relevantes o

pertinentes para el caso, sin que esto conlleve a una idéntica percepción de la situación,

ni a una convergencia de pareceres o convicciones.

desaprobación general. En definitiva, el principio de publicidad vendría a combatir dos males: i) las

actitudes orientadas a promover decisiones o acuerdos aceptables, más que justos o correctos, o sea, las

propensiones de los agentes políticos a buscar atajos de aprobación, en lugar de seguir caminos rectos de

justificación y de interpelación ciudadana; y ii) las actuaciones gravosamente interesadas en su éxito, al

precio del ocultamiento de las verdaderas intenciones o razones del agente, del empleo discrecional de

mentiras “nobles” o “necesarias”. Incluso, el principio de publicidad vendría a instalar la deliberación

política en un terreno democrático, pues su efectivo cumplimiento pondría en entredicho el paternalismo

o las actitudes de superioridad de las élites políticas o expertas hacia el ciudadano profano.

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Como quiera que sea, el caso es que la democracia deliberativa exige mayores deberes

de cooperación o de “civilidad”, que la democracia competitiva, cuyo funcionamiento

es compatible con la formación no deliberativa de las preferencias políticas, con el

ejercicio de una amplia gama de recursos persuasivos y con la justificación privada o

auto-referida de las preferencias electivas. Además, la competencia política admite el

cálculo optimizador de intereses relacionados con interdependencias fácticas o con

diferenciales de poder, así como las estrategias ganadoras, propias de un agente

racionalmente orientado a maximizar los recursos propios y a minimizar los del

adversario, cuando no centrado en el cálculo de ganancias y ventajas unilaterales. En

cambio, los principios de justificación racional desde una igual posición de habla

obligan a todas las partes a suministrarse razones públicas mutuamente referidas o

dirigidas al entendimiento común, moralmente imparciales o comprehensivas, sin que

esto implique la obligación contractual de concitar respaldos o consentimientos

unánimes, carga demasiado onerosa o injusta para la aprobación democrática de las

iniciativas políticas. Incluso, los resultados de uno y otro modelo de democracia no

pueden medirse con los mismos criterios de evaluación, pues la deliberación

democrática no pretende reflejar un genuino orden de preferencias, ni formar un

agregado mayoritario de voluntades consistentes, sino construir preferencias públicas

bien informadas, esclareciendo los desacuerdos razonables, o bien fortaleciendo el

juicio público de los ciudadanos. Dicho de otra manera, la democracia deliberativa no

privilegia, como la competitiva, un método neutral de conteo y agregación de las

preferencias individuales, pues tiende a asegurar la igual consideración de todos los

argumentos y testimonios susceptibles de modificar las preferencias previas y clarificar

el contenido de las divisorias públicas. En la deliberación democrática, en suma, el

principio de imparcialidad se aplica a las razones y argumentaciones públicas, más que

a las preferencias electivas de los ciudadanos, pues no se trata −ni única, ni

fundamentalmente− de respetar la autonomía de los ciudadanos y sus decisiones

propias, sino de juzgar, en base a todas las consideraciones relevantes, las mejores

razones para hacer un uso legítimo del poder de acción común.

2. El deliberacionismo procedimiental

Algunas teorías discuten, como veremos más adelante, la validez sustantiva de los

resultados deliberativos, examinando la calidad moral y política de las razones

empleadas en la deliberación o su grado de corrección para formar genuinas voluntades

colectivas, convirtiendo el contenido sustantivo de la deliberación en el fundamento de

la autoridad y del cumplimiento obligatorio de sus resultados. Sin embargo, para la

perspectiva procedimentalista de la deliberación, las reglas de igualdad y las normas de

imparcialidad aplicadas al tratamiento público de las pretensiones esgrimidas y a sus

posibilidades de influir en la formación discursiva de la voluntad política, asegurarían la

justicia de sus resultados y su legítima legalidad, con independencia de la sustancia de

la deliberación, del contenido de la decisión adoptada o de sus impactos concretos en la

vida social. Dicho de otra manera, al permitir el igual acceso a todas las opiniones y

propuestas al espacio público, al tratar con imparcialidad el conjunto de razones y

argumentos relevantes para la decisión colectiva y al privilegiar las normas públicas de

un intercambio discursivo dirigido al entendimiento común, el procedimiento

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9

deliberativo aseguraría la corrección de sus resultados, independientemente de su

contenido específico y de sus fundamentos sustantivos.9

Nótese que entre los enfoques procedimentalistas no hay acuerdo sobre cuáles criterios

deben primar a la hora de asegurar una justa deliberación o de garantizar la corrección

procesal de sus resultados. Así, mientras algunos autores enfatizan las restricciones

morales internas al proceso deliberativo, otros destacan las condiciones externas de

igualdad social, tendientes a asegurar las mismas capacidades de influencia en la

deliberación y en su resultado. Entre los primeros, algunos ponen énfasis en los deberes

de respeto universal, de igual consideración a todas las personas y de reciprocidad

comunicativa (Benhabib: 2008), y entre los segundos, se tiende a poner un mayor

énfasis, o bien en la igualdad de recursos necesarios para acceder a los recursos

deliberativos, o bien en las capacidades para hacer un uso efectivo de tales recursos,

dadas las diferencias de poder, de riqueza o de educación entre los ciudadanos

(Bohman: 1998, Sen: 1995).

En todo caso, desde el Stuart Mill del Gobierno representativo hasta los más recientes

desarrollos teóricos de John Rawls (1993) y Jürgen Habermas (1998), se han venido

discutiendo las condiciones procedimentales de la deliberación y sus atributos para

favorecer decisiones racionales y justas para todas las partes. Ya sea confiando en las

reglas de una representación plural de las corrientes de opinión ciudadana y en los

incentivos institucionales para la formación de opiniones generales en ámbitos macro-

políticos de discusión, como en Mill, ya sea priorizando lo común o lo generalizable,

suprimiendo la diversidad social ex ante, bajo el constructo teórico de una “posición

originaria”, como en Rawls, ya sea invocando, en fin, una situación ideal de habla,

fundada en los principios de reciprocidad comunicativa impresos en el lenguaje

humano, como en Habermas, lo cierto es que la política deliberativa cuenta con

prestigiosos y señeros elogios procedimentales. Si nos atenemos a estos autores, la

razón deliberativa, librada a condiciones justas de participación o de representación

ciudadana, depurada de asimetrías fácticas y de cálculos estratégicos, se encargaría de

procesar resultados justos o equitativos para todas las partes.10

9 En rigor, lo que distingue a los teóricos procedimentalistas de los sustantivistas no es que unos ignoren

los resultados y los otros desdeñen los procedimientos, sino que los primeros se concentran en las

condiciones legales o formales del proceso decisional, sin pronunciarse sobre su sustancia, haciendo

depender esta última de la calidad de su garantismo procesal, mientras que los segundos se interesan más

por los contenidos del proceso y por sus fundamentos sustantivos. Pero ambas posiciones serían contra-intuitivas o teóricamente irrelevantes si ignoraran la relación constitutiva que existe entre procedimiento y

sustancia en cualquier actividad o práctica social, más allá de que existan o no criterios independientes

para juzgar, en cada caso, la corrección de los productos o la relación virtuosa entre procedimiento y

resultado (Rawls: 1993). Lo que sí podría decirse, aunque aquí no vamos a discutir el punto, es que los

procedimentalistas evidencian cierta parquedad epistémica o normativa a la hora de juzgar la calidad

sustantiva de las actuaciones políticas, mientras que los sustantivistas confían más en la determinación de

firmes criterios prácticos para discernir entre mejores y peores razones para decidir políticamente. Por

cierto que ambas perspectivas se ocupan fundamentalmente de procedimientos y razones, lo que hace que

dejen de lado, o al menos traten de manera indirecta, dos tópicos relevantes desde el punto de vista de la

ética de la virtud: la clase de personas que toman parte en estos procesos, junto a la maleabilidad de sus

motivaciones, y el papel formativo de las instituciones en las conductas y valores de los ciudadanos. 10

En realidad, la teoría de Rawls se sitúa a medio camino entre el paradigma procedimentalista y el

sustancialista, dada la articulación que establece entre las condiciones constructivistas de una decisión

política básica (“posición originaria”, “velo de ignorancia” y reglas de la razonabilidad moral) y la

justicia distributiva, o puesto a la inversa, entre los asuntos susceptibles de resolverse en el terreno de la

razón pública y las reglas de una democracia constitucional.

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10

En el caso de las teorías de Rawls y Habermas, el principio de justificabilidad pública se

inscribe en un procedimiento ideal de deliberación, concebido para asegurar la

corrección o la vocación general de los razonamientos políticos, ideado para evitar

bloqueos filosóficos provenientes de la apelación a verdades metafísicas controvertibles

o para descartar los equilibrios cooperativos basados en diferenciales de poder o de

negociación. Pero la tendencia de estos autores a asimilar la deliberación a una

moralidad contractualista o discursiva, y sus inspiraciones acuerdistas o consensualistas,

los conducen, o bien a imaginar un depurado ámbito de razonamiento imparcial,

susceptible de neutralizar las racionalidades orientadas al bien propio y favorecer las

propuestas exentas de objeciones razonables, o bien a confiar en una normatividad

comunicacional alejada de la política convencional, destinada a formar opinión en la

sociedad civil o en ámbitos públicos divorciados de las responsabilidades gubernativas.

Pero en ambos casos, se trata de una deliberación más pensada para satisfacer elevados

estándares morales de una comunicación o decisión racional, que para fortalecer el

poder colectivo de una democracia pluralista, más parecida a un diálogo moral centrado

en lo común o en lo universalizable, que a una interlocución compatible con las

divisorias políticas y con la naturaleza constitutiva de las diversas identidades

ciudadanas.

Ahora bien, dejando de lado la cuestión del valor teórico y práctico de los esfuerzos de

estos autores por reivindicar la razón pública y el habla comunicativa, tanto ante las

divisorias de doctrinas del bien como contra la racionalidad política estratégica, lo cierto

es que las condiciones procedimentales de una deliberación política no pueden hacer la

economía de las particularidades de sus participantes, ni ignorar la racionalidad

sustantiva de las divisorias políticas más duraderas, sin poner en riesgo los componentes

democráticos de la deliberación, sin recortar onerosamente los asuntos en discusión y

desconocer los problemas semánticos o sustantivos de la vida política, ciertamente

significativos para los hablantes y para las performances concretas del habla pública.

Incluso podría decirse, sin desmerecer el espíritu pluralista de las referidas teorías, que,

sin algún fraccionamiento significativo y manifiesto del todo social, sin agrupamientos

solventes y confiables de principios o de opinión, firmemente arraigados en la sociedad

y con vocación legisladora, o no tendría sentido deliberar, o la deliberación caería en un

murmullo ininteligible de infinitas voces inconmensurables, a menos de encorsetarlas en

una abstracta condición ciudadana, escindida de los arraigos, compromisos e

identidades que informan o constituyen el lenguaje moral. Al fin y al cabo, en el mundo

empírico, el proceso justificativo de un determinado esquema o curso de acción se

activa a partir de la iniciativa de una parte o fracción de la sociedad, sin que esta fuente

inicial de la decisión constituya un pecado original, sino más bien la revelación de un

agente y de su identidad pública ante otros, en un espacio público común o abierto a

todos (Arendt: 1987).

Si en vez de caminar, entonces, en la dirección de una razón deliberativa desencarnada,

orientada al consenso por solapamiento o a la búsqueda de un interés generalizable,

dirigimos la mirada a la filosofía política aristotélica, encontraremos en ella algunas

ideas demo-republicanas apropiadas para juzgar las verdaderas bondades

procedimentales de la deliberación, más realistas, al menos, que las ofrecidas por la

tradición contractualista o la ética discursiva (Aristóteles 1978, 1986). En la Retórica,

Aristóteles sostiene, en efecto, que sólo deliberamos sobre aquello que depende de

nosotros mismos o sobre lo que puede ser de otra manera a cómo es, lo cual excluye la

homologación política de las verdades de la razón teórica, filosófica o científica. Pero

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11

en buena lógica aristotélica, no estaríamos en condiciones de reconocer lo que depende

de nosotros, o lo que puede ser de otra manera, si no nos reconocemos como criaturas

humanas con diferencias y particularidades (constitutivas, por cierto, de diferentes

modos y posibilidades de ejercer las capacidades comunes a la especie humana), dando

debida cuenta, en todo caso, de nuestras expectativas de justicia y autorrealización, en

contextos concretos y diferentes. De ahí que en la república o en la politeia aristotélica,

los participantes en las asambleas y en las magistraturas deban provenir de diferentes

clases o categorías sociales, y la calidad de sus deliberaciones dependa, de una parte, del

valor multiplicador de la cantidad (ya que muchos piensan mejor que cada uno por

separado), y de otra, de las diferencias de capacidades o de méritos políticos (pues los

males de la cantidad o del interés pueden remediarse con la virtud y la excelencia),

factores igualmente indispensables para el mejoramiento de la discusión y la decisión

colectiva.

Puestas las cosas así, el procedimiento deliberativo, en clave aristotélica, no vendría a

eliminar las diferencias entre las partes sino, en buena lógica pluralista, a servirse de

ellas, neutralizando sus perspectivas unilaterales, desmontando sus orgullos o

sentimientos de justicia auto-referidos, sin disolverlas en un “yo común”, al modo de

Rousseau, ni en un “velo de ignorancia”, a la manera de Rawls, sino aportándoles una

mayor inteligencia y capacidad de comprensión mutua, acercándolas, si seguimos a

Aristóteles, a la medida justa de una justicia común. Por democrática, entonces, la

deliberación vendría a garantizar la igual libertad de acción discursiva, rescatando de la

oscuridad o del anonimato (de la necesidad o la dependencia, para emplear el lenguaje

clásico), a las voces susceptibles de revelar aspectos relevantes para la decisión

colectiva, que de otro modo permanecerían ocultos o ignorados, y por su moralidad

republicana (por su compromiso con una valorización cívico-moral de la cosa pública o

de todos, por su privilegiada atención, si se quiere, a la calidad más que a la cantidad),

la deliberación llamaría a jerarquizar las dotaciones diferenciales de virtud política,

privilegiando la escucha de las voces más confiables o de todos aquellos dispuestos a

dar preeminencia argumental a las cuestiones de justicia o de reconocimiento mutuo, sin

que las partes intervinientes tengan que auto-negarse o renegar de sus intereses, sino

revisar, más bien, los aspectos parciales de sus posiciones, mejorando las bases

inclusivas y justificativas del pleno ejercicio del poder gubernativo de los ciudadanos.11

La política deliberativa exige que los actos y pretensiones de los agentes políticos

vengan fundados en principios o en ideas de alcance general, sin que esto lleve a

descartar la necesidad del juicio o de una decisión acorde a las circunstancias (dixit

11

Esta referencia a los sujetos de la deliberación y a sus perfeccionamientos deliberativos puede

servirnos para decir algo respecto a la viabilidad de la deliberación bajo la “libertad de los modernos” o

de un modo compatible con las diversas formas de vida de las sociedades demo-pluralistas. La

maximización participativa no es una exigencia intrínseca de la deliberación, aunque sí lo sea de la

democracia, pues las instituciones deliberativas se interesa, más bien, por la equidad en el acceso al habla

pública y por la calidad de los argumentos. La realidad y la viabilidad de la deliberación no dependen, por

tanto, de que todos los ciudadanos deliberen o estén motivados a deliberar políticamente, sino del

acondicionamiento apropiado de escenarios deliberativos (en el ágora mediática, en la plaza pública, en

los ámbitos convencionales de la política profesional, en las asociaciones cívicas, etc.) donde puedan

circular libremente −con confianza y con controles de calidad− los discursos deliberativos –y no sólo, o

no tanto, los disputativos− y constituirse también diversos públicos ciudadanos, facultados para juzgar los

intercambios deliberativos y extraer conclusiones válidas, con efectos vinculantes o no, tal como se viene

haciendo en algunas experiencias europeas (Font: 2001).

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12

Aristóteles (1978)). Pero se trata, en todo caso, que los principios y razonamientos de

moralidad política, imparciales o comprehensivos, primen sobre los cálculos de poder o

de conveniencia estratégica. Ahora bien, ¿pueden separarse estas dos cosas? ¿Acaso la

justificación centrada en principios de moralidad política puede anular el cálculo de

beneficios –palpables o probables− de cada parte? Sin duda, las falibilidades

epistémicas y morales de la deliberación política (y de cualquier procedimiento

destinado a formar una voluntad colectiva y a establecer un arreglo común), hacen que

sea improbable, no ya la supresión, sino la neutralización de los desacuerdos filosóficos

y políticos. Lo cual vuelve inevitables las actitudes prudenciales y el cálculo de

conveniencias, así como la disposición de cada parte a velar por su perspectiva moral y

por su racionalidad realizativa (Rawls: 1993).12

Sin embargo, el “hecho del pluralismo”

y la imperfecta reducción colectiva de la contingencia o de la discrecionalidad

motivacional de los hombres, refuerzan las razones para deliberar (otra vez Aristóteles),

para ejercer un libre razonamiento público entre iguales (Cohen), donde primen las

consideraciones de principio y los juicios bien informados, donde las valoraciones

normativas o extraídas de la experiencia común pesen más que los cálculos de

conveniencia estratégica, que los atajos de aceptabilidad fáctica y las meras

correlaciones de fuerzas, que tanta recepción tienen en los discursos mediáticos

“realistas” o en las voces expertas tendientes a escrutar las jugadas habilidosas en el

“tablero político”.

Sea como fuere, las diferenciaciones políticas que admite la política deliberativa no

pueden equiparase a las aceptadas por la democracia competitiva, pues en esta última

los oponentes construyen sus identidades públicas con referencia a otros adversativos,

diferenciándose mediante discursos disputativos o de impugnación recíproca,

participando en un juego de ganadores y perdedores relativos, reversibles o provisorios.

De ahí que la competencia política no sólo ofrezca la posibilidad de sacar a luz los

desacuerdos políticos y dirimirlos en forma pacífica en un “mercado político”; también

incentiva el ejercicio escasamente regulado de la libertad calculadora, pues el uso

racional de una estrategia ganadora en un juego competitivo, supone un cálculo racional

de jugadas favorables al actor, tendientes a maximizar sus recursos competitivos y sus

objetivos ganadores, negando o minimizando los del adversario.13

Al fin y al cabo, no

hay que olvidar que el actor político competitivo disputa por recursos públicos escasos

(atención ciudadana, favoritismos en la opinión, apoyos organizacionales y financieros,

control de los patrimonios simbólicos o de las adhesiones históricas, etc.), y, por tanto,

debe actuar, si no quiere exponerse a severas pérdidas, en base al cálculo de los riesgos

e incertidumbres que supone ingresar en el juego competitivo, teniendo en cuenta las

12

De hecho, el grueso de las acciones políticas se sitúan en algún punto intermedio entre los extremos de

un crudo cálculo estratégico y la pura motivación moral, combinando, según las circunstancias o las

señales −cooperativas o antagonistas− intercambiadas por los agentes políticos, actitudes de racionalidad

calculadora y razonamientos de principio, situados en la perspectiva de lo justo o lo bueno para todos. 13

La política competitiva suele convalidar la racionalidad pragmática o hipotética de Kant, según la cual,

el agente racional es aquel que elige hacer lo que le permite obtener su fin. La preferencia racional es

aquella que tiene más probabilidades de conducir al fin deseado por el agente y, por tanto, la que

maximiza sus utilidades. Es razonable esperar, entonces, que el agente haga lo que le asegura mayor

probabilidad de éxito. En otros términos, el hecho de que la probabilidad de éxito de un agente dependa

de una determinada acción es una razón para hacer esa acción. Puestas las cosas así, el conocimiento

efectivo de esta probabilidad justifica el imperativo hipotético: haz x si quieres tener un éxito y. En cuyo

caso, el agente razonable no es el que sopesa sus fines y considera, consigo mismo o con otros, el

conjunto de sus circunstancias y las legítimas perspectivas de los otros, sino el que ajusta sus expectativas

y sus acciones a la probabilidad lógica de un resultado.

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13

reglas de distribución de los premios y el coste de resultar perdedor. En resumidas

cuentas, si bien el método competitivo promueve espacios públicos de diferenciación y

de imputación recíproca, no deja de incentivar el cálculo del beneficio propio y la

evaluación permanente de ganancias y pérdidas que arrojan los juegos competitivos.

En cuanto a la deliberación política, si bien no está en condiciones, como ya vimos, de

erradicar los cálculos estratégicos o interesados, sí puede tender a neutralizarlos o a

minimizar su eficacia racional, pues supone un principio constitutivo de reciprocidad

comunicativa y un ideal regulativo de búsqueda razonable de la verdad común, lo cual

no quiere decir, como veremos más adelante, que tenga que conducir a una verdad

única, convergente o consensual, ni que la decisión final, adoptada por consenso o por

mayoría, impida que cada parte pueda seguir bregando por sus posiciones propias

(Elster: 2001). Lo importante es que las instituciones deliberativas incentiven la

confianza y la seguridad mutua entre las partes, asegurando que ninguno de los actores

políticos, probablemente dotados de combinaciones promediales de virtud y de interés,

prefiera sustraerse a las reglas de cooperación comunicativa o emplear recursos extraños

al poder de convicción de sus razones, optando, más por motivos estratégicos que por

razonables fundamentos morales o políticos, por la construcción de un otro adversativo,

más que de un nos-otros relacional o dialogal.14

En síntesis, si la competencia política refuerza un principio de libre elección, alentando

una dinámica de discursos adversativos, mediante los cuales los contendientes se

desmarcan o se diferencian, procurando superarse unos a otros en un mercado político

abierto y contestable, la deliberación pone en juego discursos orientados al

entendimiento común y a la supremacía del mejor argumento, exigiendo de sus

participantes mayores disposiciones dialogales, en particular, una atenta escucha de

todas las voces y testimonios relevantes, con independencia de sus artes competitivas,

de su respaldo en votos o de su capacidad para ingresar o prevalecer en el mercado

político. La deliberación tiene así un componente anti elitista, celosamente reivindicado

por los teóricos de la competencia política, pero menos expuesto a los riesgos de las

estrategias agregativas de los empresarios políticos competitivos, incentivados, acaso a

pesar de sí mismos y en función de la propia naturaleza del mercado político, a moverse

en el terreno de un cálculo de éxito o a no exceptuarse, al menos unilateralmente, de una

racionalidad ganadora.15

14

Los principios deliberativos se distinguen tanto de los principios de la competencia política, como de

los que gobiernan las prácticas de negociación, ya que estos últimos legitiman la búsqueda de arreglos o

compromisos tendientes a optimizar la satisfacción de los intereses de cada parte en el contexto de la

negociación, de acuerdo al cálculo interesado de cada una de ellas. En cambio, las instancias deliberativas

introducen a los participantes, en función de sus principios constitutivos y regulativos, en un intercambio

argumentativo dirigido al mutuo esclarecimiento de los intereses de cada parte y a alcanzar soluciones

racionales, no sobre la base de una optimización de los intereses propios, sino teniendo en cuenta lo justo

y lo conveniente para todas las partes, independientemente de los recursos diferenciales de cada una de

ellas y de sus interdependencias fácticas. 15

Desde un punto de vista arendatiano, la política deliberativa y sus reglas procesales ofrecerían un lado

agonista, más que competitivo, y otro asociativo, más que contractual. Su lado agonista consistiría en

ofrecer la posibilidad de una revelación pública de agentes que buscan distinguirse y prevalecer mediante

actos de habla y de discurso, exhortando y persuadiendo en favor de un curso de acción común, sin acudir

a las estrategias agregativas de la competencia política ni al empleo de recursos persuasivos reñidos con

un espacio público respetuoso de las diferencias. El lado asociativo de la deliberación nos remitiría, a su

vez, a la creación –mediante la renovación permanente de la conversación política− de un poder y un

saber compartidos, de un espacio público abierto y común donde la libertad discursiva pueda manifestarse

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14

3. Deliberación y corrección sustantiva de sus resultados

Sin duda, la calidad procedimental de la deliberación colabora a la corrección sustantiva

de sus resultados, pues no sólo debe garantizar un derecho simétrico de habla a todas las

partes, asegurando que todos los afectados por la decisión común puedan hacer oír sus

reclamos y sus objeciones, sino que introduce normas restrictivas de los actos de habla,

eliminando las actitudes meramente auto afirmativas o disputativas, coadyuvando a que

las decisiones finales se justifiquen en principios generales y en apropiados juicios

contextuales, compatibles con el pleno ejercicio de las libertades e igualdades básicas,

ciudadanas y civiles (Rawls: 1993, Dahl: 1991).16

Ahora bien, ¿podemos confiar en la justicia procesal de las decisiones demo-

deliberativas? ¿Alcanza con garantizar una igual autoridad deliberativa a todas las

partes o su igual derecho a incidir discursivamente en las decisiones obligatorias, con

independencia del enjuiciamiento normativo y político del contenido de sus razones en

favor o en contra de un curso de acción común? ¿Acaso el cumplimiento de las

condiciones −neutrales o imparciales− del procedimiento deliberativo, constituye una

razón suficiente para reconocer la validez sustantiva de sus resultados y cumplir

voluntariamente sus prescripciones, sin considerar los fundamentos esgrimidos y sus

implicancias políticas? Tales preguntas remiten, en última instancia, a una distinción

básica entre un procedimiento deliberativo justo, tendiente a asegurar un igual acceso de

todas las voces al debate público, junto al tratamiento imparcial de todas las razones y

consideraciones relevantes para la decisión colectiva, y un procedimiento deliberativo

sustantivamente exigente, el cual requiere algo más, a saber: la disposición de criterios

en sus más diversas formas y las mayorías puedan ejercer el derecho de iniciativa política de un modo

compatible con la libertad de los oponentes (Benhabib: 2008).

16

Quedan fuera de esta discusión las teorías que, a la hora de examinar la relación entre procedimientos y

resultados, parten de un criterio independiente de juicio de las decisiones políticas, reclamando su

correspondencia con un estado final previamente determinado, acorde a criterios de corrección

independientes de las motivaciones, opiniones y valoraciones de estos últimos. En esta saga teórica

figuran, desde las búsquedas platónicas de un terreno firme de evaluación de las decisiones políticas,

abonado por criterios universales de bondad y justicia, inmunizado contra las inclinaciones mundanas a la

ilusión o al apetito, hasta las fórmulas cientificistas conducentes a un estado de cosas predeterminado,

socialmente valorado o beneficioso para todas las partes, con independencia de lo que éstas puedan hacer

valer en las asambleas políticas, pasando por algunas defensas contractualistas de derechos pre-políticos,

intangibles a la voluntad de los cuerpos ciudadanos. Estas posturas tienden a fundarse en estándares

independientes de juicio sobre la corrección de las decisiones políticas, contraponiendo la razón filosófica

o científica, el derecho o los principios constitucionales, a las polémicas del demos, esgrimiendo

pretensiones de corrección externa de los debates políticos democráticos, subordinando el poder de las

asambleas políticas a los fines contractuales de la asociación política, alentando, en fin, una escisión de

los criterios de corrección de las decisiones colectivas de las discusiones políticas reales y de sus

divisorias intrínsecas. Adviértase que, desde otras tiendas teóricas, como es el caso del liberalismo

anti−populista, encabezado por Arrow (1951), se ha procurado devaluar también la validez interna de las

reglas electivas y mayoritarias, pero por otros medios, pues si bien estas posiciones no acuden a un

criterio externo de juicio de las actuaciones políticas, tienden a cuestionar la consistencia racional de las

elecciones públicas o mayoritarias, objetando la posibilidad de que éstas puedan revelar algún orden

consistente de preferencias o un máximo de bienestar, por no hablar del desdén marxista hacia cualquier

intento por superponer algún interés común al conflicto de clases. En definitiva, para todas estas

posiciones, o bien el proceso deliberativo está de más, debido al conocimiento previo o teórico del

resultado correcto, o bien no estaría en condiciones de conducir a decisiones racionales, medidas

conforme a un orden transparente de preferencias, a un estado de cosas satisfactorio para todos o a la

prevalencia de un interés superior a los intereses de cada parte.

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15

que discriminen la calidad justificativa de las razones determinantes de la decisión

pública, tendientes a distinguir, de una parte, las razones de otras motivaciones

políticas, y de otra, las buenas razones de las malas, y su capacidad para movilizar el

poder de acción estatal. Si en el primer caso se trata de un compromiso −asociativo o

contractual− con el cumplimiento de las decisiones de autoridad, de acuerdo a su

legitimidad procesal o institucional, al punto tal que las resoluciones se cumplen porque

provienen de una autoridad legítima, y no porque sean las más acertadas o justas, en el

segundo caso, se trata de la validez ético-política de las razones justificativas de la

decisión de autoridad, de su compatibilidad con las libertades e igualdades básicas de

los ciudadanos, con los más legítimos reclamos de justicia o de autorrealización moral.

Si nos atenemos, pues, a la perspectiva sustantivista de la deliberación, y tenemos en

cuenta la conexión interna de esta última con una finalidad política, con el tratamiento

político, mejor dicho, de una cuestión de justicia, de interés común o de reconocimiento

recíproco, sus resultados deben venir fundados en criterios que permitan distinguir entre

las buenas y malas razones para usar el poder estatal, seguido de la adjudicación de un

mayor peso a las razones que mayor incidencia tengan en la formación de las

preferencias públicas y en el juicio ciudadano.17

Llegados a este punto, nos confrontamos con dos órdenes de interrogación, igualmente

relevantes desde el punto de vista de la calidad sustantiva de la deliberación y de sus

resultados. El primero nos remite la cuestión del poder motivador de las razones en la

vida política, instalándonos en una vieja discusión teórica y práctica sobre la

autosuficiencia política de las razones y su estatuto justificativo en el plano de la acción

política. Y el segundo se relaciona con los criterios que permiten reconocer una buena

razón para actuar políticamente, su justo derecho a participar en la formación discursiva

de la voluntad política y a predominar en la elección pública.18

Respecto al primer punto, recordemos que el ideal de razón y justificación pública que

está detrás de las más señeras exigencias normativas pro-deliberativas, importa una

fuerte reivindicación del poder de las razones en la vida política. De hecho, la conexión

interna entre el principio de justificabilidad pública y la razón deliberativa llevó a

defender insistentemente, en muy diversos tiempos y circunstancias, una política de

razones, tendiente a asignarle un papel fundamental, entre los componentes causales o

17

De hecho, los procedimientos y las reglas formales que informan el funcionamiento de las instituciones

sociales no les aseguran un buen funcionamiento, a menos que les permitan cumplir con sus fines

específicos, propiciando buenos resultados o consecuencias beneficiosas para sus usuarios o destinatarios,

asegurando rendimientos controlados por exigentes estándares –internos o externos– de calidad. 18

Dejamos aquí de lado otros asuntos de relevancia política, como los referidos al pedigrí discursivo de

cada comunidad política concreta, a las configuraciones históricas de cada habla pública, a sus reservas

conceptuales y a sus performances prácticas. Todo indica que estos asuntos constituyen un caso de

indeterminación teórica o de contingencia histórica irresoluble en términos teóricos. Por un lado, las

competencias discursivas y semánticas de los agentes políticos no pueden remplazarse con los mandatos

de la razón práctica, pues el habla política abarca diversas formas de discurso (narrativas públicas, relatos

identitarios, referencias fácticas, aportes eruditos, etc.). Y por otro lado, la calidad de las argumentaciones

y relatos circulantes en una determinada polis depende de los asuntos tratados y de los desempeños

discursivos de sus sujetos políticos, de sus acervos cívico-morales y sus aprendizajes históricos, de la

naturaleza moral de cada “nosotros” susceptible de tener éxito performativo y la capacidad interpelante de

los hablantes ante las prácticas sociales más deficientes o injustas. Dicho de otra manera, la sustancia

cualitativa de la praxis discursiva de una comunidad política no depende de una iluminación teórica, sino

de la fortuna y la virtud con que sus protagonistas políticos logren sortear los obstáculos de construcción

permanente de una autoridad común y dignificar sus divisorias públicas.

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16

intencionales del accionar individual o colectivo, al poder motivador, necesario y

suficiente, de las razones, concebidas como consideraciones que cuentan a favor o en

contra de una acción o de una cosa que depende de nosotros, sensible al juicio, al decir

de Scanlon (2003).19

Ciertamente, el acento puesto en las razones como elemento necesario y suficiente de

justificación de una orientación política, al igual que la conversión de las diversas

fuentes motivacionales al lenguaje de las razones, empresa kantiana si las hay, tiende a

eliminar el peso excluyente de la subjetividad y los estados expresivos en la acción

intencional en general, y en el accionar justificativo en particular, buscando

independizar las razones del sujeto, queriendo aislar el justificacionismo semántico del

contexto, por emplear los viejos términos del empirismo lógico.20

Ahora bien, el poder

motivador de las razones en la vida política no goza de un consenso pacífico entre los

filósofos políticos, pues las razones, dicen algunos, no todo lo pueden, ni son

suficientes, dicen otros, para dar estabilidad a las actitudes y comportamientos

humanos. Para ser más exactos, el culto a la política de razones tiene su otro adversativo

en las corrientes que, desde Aristóteles a la filosofía de la acción, pasando por las

ciencias sociales de linajes románticos, o bien rechazaron la auto-suficiencia de la razón

y su independencia respecto a los deseos, o bien insistieron en la fuerza motivadora,

originaria o selectiva, de las pasiones, las emociones y los sentimientos en la vida

humana, enfatizando la importancia del carácter y la personalidad de los individuos a la

hora de actuar o juzgar una situación, de tomar la palabra y argumentar en un

determinado sentido. Así, mientras del lado del pensamiento platónico, y al calor de

sucesivos iluminismos ilustrados, se buscó superponer la imagen de la fría y recta razón

a la parte irracional del alma, del lado de los herederos de Aristóteles, se insistió en el

papel de las emociones, de la reacción airada y los sentimientos de indignación a la hora

de actuar y de juzgar, con inteligencia y decisión, las cosas políticas (Nussbaum: 1995).

Desde esta última perspectiva, siguiendo con el lenguaje aristotélico, las razones

19

Entre las propiedades más salientes de la política de razones cabe mencionar su rechazo –en nombre de

las reglas de la lógica o de una ética dialogal– a las acusaciones o argumentos ad hominen, a las

impugnaciones dirigidas al agente y no a sus ideas o argumentos, y su correspondiente llamado a una

discusión pública racional y razonada, sujeta a restricciones morales de mutuo respeto y de reciprocidad

dialogal. Ahora bien, guste o no guste, los debates políticos son conducidos por agentes que

corrientemente emplean las más variadas artes retóricas para defender sus posiciones y atacar las de sus

adversarios, quienes se auto-confieren la libertad de decidir qué consideraciones valen como razones

relevantes o pertinentes para la discusión, acudiendo a emplazamientos personales toda vez que lo

estimen necesario o beneficioso para sus argumentos o para la discusión general. Téngase en cuenta,

además, que en la vida política corriente no sólo se confrontan ideas o argumentos; también se juzgan

desempeños y responsabilidades públicas, por lo que la confiabilidad de los hablantes y su conducta

personal tiene especial relevancia. De todas formas, nada obsta para que la política de razones admita de

buena gana las impugnaciones ad hominen, toda vez que un participante en la deliberación tienda a actuar

de manera prejuiciosa o con malicia, distorsionando la conversación mediante descalificaciones de sus

interlocutores, exceptuándose de las reglas de reciprocidad dialogal que reclamaría para sí cualquier

participante racional en un intercambio argumental o deliberativo. 20

Para la tradición moral kantiana, fielmente representada por Thomas Scanlon, todas las fuentes

motivacionales son convertibles al lenguaje de las razones o de las consideraciones reconocidas como

razones. Para esta tradición, las impresiones, los deseos o los placeres no se oponen a las razones como

distintos móviles para actuar, pues se trata de consideraciones que se toman como razones justificativas

de un acto o de un principio, aún cuando la racionalidad del agente podría atender a otras razones

pertinentes, independientes o contrarias a las razones del placer, del deseo o la impresión. Así, aunque el

juicio de un agente respecto a una creencia o una acción dependa de muchas cosas, no sólo de lo que

reconozca como razón suficiente, determinante o inobjetable para la crítica racional (disposiciones

actitudinales, impresiones concretas, etc.), de todos modos, todas estas cosas serían traducibles al

lenguaje de las razones o de las consideraciones válidas como razones (Scanlon: 2003).

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morales y prudenciales, esto es, las exigencias prácticas de moralidad y juicio recto, no

tienen por qué separarse de las motivaciones centradas en deseos, ni las obligaciones

éticas tienen que escindirse de los deseos autorrealizativos, ni tampoco las preferencias

morales del agente deben aislarse de su carácter moral, aunque los deseos y los móviles

pasionales no basten, por sí solos, para justificar un acto público o un reclamo moral,

los cuales deben pasar por el tamiz, en buena lógica aristotélica, de una auto-deliberación o de una deliberación racional con otros.

21

Si este fuera el caso, en una deliberación política atenta a todas las circunstancias

merecedoras de una corrección política, los atributos de sensibilidad y perceptividad

moral de los ciudadanos servirían para capturar los aspectos injustos o degradantes de

tales circunstancias, para discurrir sobre las cegueras de las perspectivas de los otros o

corregir las generalizaciones insensibles a ciertos costes o renunciamientos intolerables.

Lejos de afectar, entonces, al accionar deliberativo, la sensibilidad emotiva contribuiría

a su desarrollo, permitiendo percibir la particularidad moral de cada circunstancia, lo

éticamente relevante en cada caso, lo que pueda contar como sufrimiento o injusticia en

una determinada situación. Aun cuando la deliberación exija que los hablantes tomen

distancias respecto a sus preferencias egocéntricas y abandonen sus actitudes

meramente auto afirmativas, ello no impide que hagan uso de su sensibilidad perceptiva

y su capacidad emocional para capturar y revelar los costes y sacrificios implícitos en la

adopción de determinados principios y cursos de acción. Como lo sugieren algunas

perspectivas neo-aristotélicas (Sherman: 1998; Nussbaum: 1995), las razones que

reclama la deliberación no son sólo razones pertenecientes al dominio de la recta razón,

sino razones que encuentran su más firme terreno de cultivo en el plano sensitivo y

emocional de los individuos, en su carácter y personalidad moral, susceptibles de

combatir los sesgos morales e ideológicos de las asunciones genéricas, conjugadas

como principios o como juicios regla-caso. En suma, si toda deliberación requiere

discernir los peligros, oportunidades y consecuencias de optar por un determinado curso

de acción, el agente más dispuesto a traducir sus motivaciones al lenguaje de las razones

aceptables para otros, no podría llevar a cabo tal empresa, sin contemplar su propia

peripecia vivencial, sin hacer uso de sus facultades sensitivas, sin conectarse, en

definitiva, con sus temores y afecciones más profundas y sentidas.

Pasemos ahora a la segunda interrogante, referida a la cuestión de cómo calibrar la

calidad sustantiva de las razones deliberativas y sus performances justificativas en el

terreno político. En este punto se nos presenta una encrucijada teórica, cuyas

alternativas serían las siguientes: i) la búsqueda de un fundamento epistémico a las

pretensiones públicas, de un criterio que les confiera un estatuto de verdad o determine

sus errores e incorrecciones; y ii) la adopción de una posición (que si bien invierte las

cosas se sitúa en el mismo terreno de discusión), tendiente a inscribir las proposiciones

políticas en una razonabilidad común, escindida de las doctrinas controvertibles sobre la

verdad y la moral, susceptible de ambientar un consenso o acuerdo unánime sobre

cuestiones políticas básicas o de justicia. La deliberación demo-política que aquí

estamos perfilando debe sortear esta encrucijada y evitar ambas alternativas, apelando,

por un lado, a un fundamento epistémico débil, y no a un fundacionismo fuerte, y por

21

Nagel (2004), discute con buen criterio, la posibilidad de que las razones referidas al agente, sensibles a

sus deseos y sentimientos, puedan convertirse, de justo derecho, en razones imparciales, susceptibles de

llamar la atención sobre un aspecto relevante y digno de ser amparado para cualquier vida humana

dignamente vivida.

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otro, a una autorización mayoritaria del uso del poder común y no a una razonabilidad

uniforme, conducente, inevitablemente, a un consenso desencarnado.22

Respecto a la primera de estas alternativas, recordemos que la deliberación política no

es asimilable, en ningún caso, a una indagación científica o moral. No porque no se

confronte con problemas de validez, de objetividad y racionalidad, como lo hacen estas

últimas, sino por su finalidad decisional y por los vínculos de obligatoriedad que

emanan de sus resultados. De hecho, el telos y la praxis de la actividad política se

nutren de los insumos prácticos de los saberes científicos y del conocimiento moral, con

vistas a dar debida cuenta de la realidad (resistente o común), o a fortalecer su

racionalidad práctica. Pero dejando de lado las relaciones contingentes entre la acción

política y los saberes expertos, lo cierto es que el principio de justificabilidad de las

proposiciones políticas requiere que su validez venga apoyada en creencias y

convicciones del sentido común y de los saberes expertos con relación a la realidad del

mundo, a los hechos comunes y a la vida moral.

Ahora bien, la deliberación demo-política no conlleva a una verdad científicamente

demostrada o a una única perspectiva moral, sean trascendentes de lugares y

temporalidades, sean dependientes del contexto o de carácter histórico-cultural. Por

tratarse de una actividad con fines gubernativos y legislativos, su cometido es

discriminar entre las mejores o peores razones para actuar en común, en volver

convincentes, razonablemente fundados y consistentes, los argumentos en favor o en

contra de una decisión colectiva y vinculante para todos. De ahí que las actuaciones

políticas no puedan contar con un fundamento epistemológico fuerte sino débil,

moderadamente realista y cognitivista, podría decirse. Si bien los hablantes se

comunican mutuamente sus pretensiones de validez, en términos de verdad y corrección

normativa de sus actos de habla, contrastándolos con testimonios relevantes y con la

experiencia común, dando por sentado el valor de ambas cosas en una deliberación

racional, no existe un criterio externo −metodológico u ontológico− que permita

determinar lo verdadero o lo correcto, por fuera de las experiencias y valoraciones de

los participantes en la discusión, ni es posible llegar tampoco a un acuerdo sobre las

condiciones que garanticen la aceptabilidad racional de tales pretensiones.23

La determinación de la verdad o falsedad, de la corrección o incorrección de las

proposiciones políticas es una cuestión problemática o de resultados controvertibles,

entre otras cosas, porque las premisas que les sirven de fundamento son, por regla

22

Ambas posiciones cuentan con el respaldo de diversos autores, cuya referencia obviamos. Dado nuestro

tratamiento típico-ideal de cada una de ellas, algunas referencias particulares podrían llevarnos a tener

que establecer múltiples matices, alargando inútilmente la discusión sobre este punto.

23 La deliberación política y democrática no aspira a una eventual conversión de una hipótesis científica,

explicativa o predictiva, en una verdad objetiva, ni a la elevación del interés racional de una parte de la

sociedad a una razón común. Ni se trata tampoco de un procedimiento destinado a desenmascarar a un

agente egoísta o auto−interesado, para forzarlo a que adopte la perspectiva del interés común, de una

razón trascendente o superior, pues el supuesto egoísta o supuestamente víctima de un apetito o de un

interés particular, puede ser, en realidad, el portavoz de una categoría social injustamente damnificada en

el reparto de recursos sociales o arbitrariamente excluida del espacio público, mientras que su demanda

puede ser leída como un legítimo reclamo de reconfiguración del “nosotros” ciudadano, sea mediante la

incorporación de algo nuevo a viejos preceptos, sea mediante la creación de nuevos preceptos. Además, la

legitimación política no se agota en cuestiones de verdad y validez, puesto que lo verdadero y lo correcto

abarcan también, en la política corriente, la veracidad de los hablantes, es decir, la relación entre su

discurso y sus convicciones. Como en otras actividades y prácticas sociales, en la vida política no se juzga

sólo la calidad de los discursos sino también la confiabilidad y sinceridad de las personas.

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general, genéricas o polémicas. Incluso, las lecturas valorativas de los hechos comunes,

al igual que las orientaciones éticas de los individuos, suelen expresar profundas

diferencias y discordancias.24

El caso, entonces, es que la corrección de lo que hacemos

o decidimos políticamente no depende de la verdad probada o demostrada de los

enunciados públicos, pues si supiéramos de antemano la verdad o la falsedad de

nuestras convicciones y las de los otros, no tendríamos necesidad de deliberar

colectivamente, ni de realizar elecciones públicas. Por consiguiente, la razón política

conduce a elegir una alternativa entre otras posibles o reales, acordando a la opinión

ganadora el derecho de iniciativa para reglamentar situaciones sociales, conforme a

normas procedimentales que permiten a los oponentes seguir bregando, en términos

democráticos, por sus creencias y pretensiones.

Con todo, no debe exagerarse la dimensión pragmática de la razón política, pues, por un

lado, la esfera gubernativa pone en juego creencias y valoraciones relevantes o

fundamentales para la vida de los ciudadanos, llamadas a configurar sus fines y

destinos, a constituir sus mundos comunes y contrastarse con las realidades

involuntarias, cuya dimensión semántica y práctica ocupa un lugar prioritario a la hora

de tomar parte en una decisión colectiva. Y por otro lado, aun cuando las mayorías y

minorías políticas no estén en condiciones de resolver cuestiones epistémicas y morales

sobre la base de un criterio independiente, conforme a alguna medida objetiva de verdad

y corrección, sus posiciones no tienen por qué alojarse en el dominio de la subjetividad,

de lo contingente o lo arbitrario, pues en tal caso estaríamos emparejando, en nombre de

un escepticismo cognitivo o de una indecibilidad normativa, todas las creencias y

apuestas morales, librando el mundo público a meras luchas de poder, negándoles a sus

protagonistas el derecho a la verdad y al justo combate por prevalecer en el terreno de

las creencias públicas más depuradas y de los principios mejor fundados.

En resumidas cuentas, en este punto pretendemos afirmar tres cosas. i) Las comunidades

políticas, al igual que las comunidades científicas o jurídicas, están obligadas a justificar

públicamente sus creencias y sus actos. ii) si bien las primeras no están en condiciones

de contar con criterios de juicio metodológicamente firmes o cuasi puros desde el punto

de vista procesal, tampoco están llamadas a regirse por un relativismo cognitivo y

moral, por un decisionismo arbitrario o irracional en cuestiones de verdad y valor. Y iii)

el problema epistémico de una deliberación con fines políticos no reside en su

imposibilidad de aspirar a un justificacionismo concluyente, pues probablemente ningún

justificacionismo lo logre, sino en cómo trata, habida cuenta del carácter general,

vinculante y hacia el futuro de sus resoluciones, las justificaciones disputadas, en cómo

son discriminadas y juzgadas, desde la perspectiva de la razón pública y del ejercicio

autónomo de los poderes públicos, las mejores y peores razones para actuar en común.

Y bien, las razones erróneas en la vida política sólo pueden detectarse y descartarse

mediante la crítica racional y la experiencia común entre hablantes dispuestos a seguir

reglas comunes de razonamiento público, dialógicas y disputativas a la vez. Lo cual

incluye la posibilidad de un emplazamiento discursivo a las bases mismas de las

prácticas sociales y políticas, vale decir, una indagación común sobre las premisas que

se comparten o generalmente admitidas, y las que no se comparten en una comunidad

política, sobre los valores públicos que de ellas emanan y sus consecuencias políticas.

Así, la deliberación política puede llevar a reformular los términos de la cooperación

24

Sin perjuicio de que las experiencias comunes, los aprendizajes públicos y los saberes expertos vayan

revelando, aquí y allá, las falencias de algunas convicciones, obligando a abandonar, al menos en público,

sin la tutela de algún determinismo lineal, falsas creencias o valoraciones.

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social y política, como en el caso de las deliberaciones constitucionales, o a depurar las

escalas públicas de preferencias y los juicios ciudadanos concluyentes, como en el caso

del habla política corriente. Pero una vez garantizada la justicia procesal de la

deliberación, conforme a principios de inclusividad y equidad discursiva, el juicio

−anticipatorio o posterior, ex ante o ex post– de sus resultados, depende del “careo

adecuado” de los fundamentos y consecuencias de las alternativas en juego, de los

contenidos de justicia –éticos también− que estas encierran, de la determinación pública

de los beneficiados y desfavorecidos con sus propuestas, de los derechos y autonomías

que estas afectan, de los valores e identidades que unas y otras reconocen y promueven.

Se trata de un habla construida a base del libre desafío discursivo a la parcialidad de los

contrarios, abierta al conocimiento y al contraste público del conjunto de pretensiones y

consecuencias que los ciudadanos y sus agentes quieren y pueden ver razonablemente

aseguradas o realizadas en la vida común, expresando, como cuerpo político, sus

preferencias electivas, sometiéndolas a un genuino fallo democrático y a una controlada

experimentación cívico-moral.

En cuanto a la segunda alternativa mencionada anteriormente, tendiente a privilegiar la

vocación acuerdista o consensual de las mejores razones deliberativas, precisemos, para

empezar, que, desde una perspectiva demo-republicana, más que contractualista, si cabe

la expresión, las buenas razones del proceso deliberativo no tienen por qué equipararse a

las razones orientadas a la obtención de un acuerdo racional o a un consentimiento

unánime, ya provengan de una constitutiva orientación de la comunicación humana al

entendimiento o de una situación ideal de habla, como en Habermas, ya resulten de un

procedimiento normativo ideal, trascendente de divisorias particulares, tendiente a

neutralizar las racionalidades calculadoras y los equilibrios basados en diferenciales de

de poder o de negociación, a la manera de Rawls.25

Antes bien, las buenas razones

deliberativas deben su origen a un habla ciudadana corriente y real, pues los discursos

justificativos y objetables de una norma común, impulsados por sus propios interesados

o por quienes se sientan afectados por ella, están llamados a traer a la luz pública el más

amplio conjunto de consideraciones relevantes, reales o hipotéticas, para la decisión

colectiva, contribuyendo a fortalecer las bases públicas de aceptación o de objeción de

una reglamentación común, justificando la corrección de sus dotaciones de principios,

sin necesidad de acudir a constructos procedimentales ideales, ni ajustarse a un

principio de justificación imparcial (inevitablemente “interno” a un contexto político o

cultural), ni pasar tampoco por el lecho de Procusto de un consentimiento unánime.

Para una defensa modesta de la política deliberativa alcanza con exigir que las razones

tendientes a disponer favorablemente a todas las partes o a lograr su aprobación

racional, no encierren cálculos estratégicos que obstruyan la discusión y el juicio sobre

su razonabilidad común o su justificabilidad general, evitando los argumentos que

25

Como es sabido la teoría de Rawls apela a la construcción de un procedimiento hipotético de

deliberación, tendiente a filtrar las consideraciones irrazonables o inobjetables bajo una situación

simétrica de decisión, en el que deberían mirarse, de alguna manera, los procedimientos reales. Camino

emprendido por Rousseau, para quien la corrección de las decisiones colectivas fundamentales debía

depender de su capacidad para reflejar la voluntad general, esto es, una voluntad que por ser común a la

voluntad de cada ciudadano igualmente considerado, distinta de la voluntad de todos o de un agregado

mayoritario de opiniones, respetaría su autonomía moral junto con su capacidad para gobernarse a sí

mismo, conforme a una voluntad justa, general o trascendente de intereses particulares. Incluso las

mayorías rousseaunianas, como expresión idéntica o cercana a la voluntad general, podrían ostentar un

mayor título de corrección moral que las minorías, las cuales verían así gravemente erosionada su auto-

estima moral y sus libertades democráticas.

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21

impliquen una afirmación expresiva del agente o remitan a la intensidad de una

preferencia 26

Y si bien se trata de que las razones puedan juzgarse en sí mismas, esto no

significa erradicar al quién del sujeto hablante, ni su mirada privilegiada sobre su

situación particular. La justificación de las pretensiones dirigidas a convertirse en una

norma legal u obligatoria para todos, requiere el suministro de razones referidas a

puntos de vista compartibles o representables desde las más diversas perspectivas, reales

o hipotéticas, que permitan revelar –intersubjetivamente− los costes y consecuencias –

generales o particulares− de una determinada regla común. Por consiguiente, el

desacuerdo sobre cuestiones morales fundamentales y el pluralismo de intereses, no

constituye un obstáculo a superar sino el terreno fértil sobre el cual debe desarrollarse

una deliberación abierta, moralmente exigente y bien informada. En otros términos, la

sustancia de la deliberación en un contexto pluralista, lejos de requerir la búsqueda de

una racionalidad común o de una razonabilidad desencarnada, está expuesta a los más

radicales desafíos conversacionales, incluyendo los cánones de racionalidad y de

razonabilidad aceptados comúnmente o normativamente aceptables, por lo que no puede

ser ajena a la perspectiva de los agentes que deliberan, ni a sus respectivas identidades o

arraigos básicos, de donde surgen las diferencias y las demandas de reconocimiento

mutuo de una ciudadanía no escindida entre los usos públicos y privados de la razón.27

La deliberación democrática reclama, en definitiva, el ejercicio plural de la razón

pública, tendiente a reconocer, más que a tolerar, las manifestaciones privadas o no

políticas del pluralismo ético-social, orientada al contraste de razones cuya calidad

sustantiva no dependa de un acomodamiento empático a la perspectiva del otro, ni de

condiciones procesales uniformizantes de los intereses y creencias de los individuos,

sino de la relevancia moral que adquieran determinadas situaciones particulares y de su

inscripción en un sistema de reglas y normas generales, tras haber sido debidamente

escrutados, desde el punto de vista ciudadano, los costes y beneficios que la permisión o

26

Ciertamente, la división ellos-nosotros, inherente a la vida política, comprende un tipo de compromiso

con ciertos vínculos especiales, identitarios o asociativos, parecidos, en algunos casos, a las exigencias de

lealtad y preferencia subjetiva de la amistad. Ahora bien, la vida política también exige un trato moral

hacia otros, adversarios o concurrentes, conforme a lo que se les debe como agentes morales

independientes, igualmente motivados para defender intereses generales y políticos. Así, por ejemplo, si

defiendo a mis compañeros porque son los míos y no por razones que otros pueden razonablemente

aceptar, mi actitud es arbitraria, y está llamada a despertar desconfianza, pues cualquiera de ellos se vería

expuesto a caer en desgracia en cualquier momento. Y si defiendo a mis compañeros a costa de la razón y

la verdad que razonablemente sostienen mis adversarios, carezco de estatura moral, de responsabilidad y

valor para hacer un juicio correcto. Dicho de otra manera, la amistad es una buena razón para conservar la

concordia común y erradicar los problemas de justicia, como pensaba Aristóteles, pero no puede sustituir

las razones que les debemos a otros, a sus reclamos y exigencias como personas autónomas e

independientes (lo cual entra en Aristóteles entra en el rubro de la retórica política, que no es meramente

persuasiva, sino dialéctica o argumental). Precisamente, la justa deliberación pública puede servir para

fortalecer la autonomía de los agentes políticos y su capacidad para sustraerse a las lealtades disciplinadas

o compactas, pues las normas de confianza dialogal y de entendimiento común evitan su exposición al

riesgo de una manipulación estratégica de sus actos de justicia con sus allegados más próximos. Por lo

demás, los logros políticos obtenidos a costa de injuriar a los adversarios o escamoteando información

pertinente, no pueden constituir, en un espacio público transparente y abierto a todos, verdaderos sucesos

políticos, sino éxitos parciales y precarios. 27

Una elección razonada, ejercida democráticamente tras una amplia y justa deliberación, no sólo

requiere que los ciudadanos conozcan las consecuencias de su elección en términos de resultados

posibles, sino que puedan tener en cuenta también todas las circunstancias, intereses, valores y

compromisos dignos de consideración en el contexto de la decisión, pues de lo contrario la elección no

estaría debidamente justificada, presentando severos vicios de corrección deliberativa. En palabras de S.

Benhabib (2008): “En una conversación de justificación moral como la que prevé la ética comunicativa,

los individuos no necesitan verse a sí mismos como seres sin atributos.”

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la prohibición de dicha regulación arroje para todas las partes afectadas, con

independencia de su poder de veto o de negociación.

Desde la perspectiva demo-pluralista de la deliberación, sin duda más escéptica que las

contractualistas respecto al pasaje de la voluntad a la razón, de lo que se trata es de

maximizar la participación de todos los involucrados en cada decisión común, no sólo

mediante el voto o el conteo imparcial de las preferencias individuales, sino asegurando

la escucha atenta de las más diversas voces públicas por parte de una amplia audiencia

ciudadana, con independencia de su poder numérico o de negociación, garantizando así

las mejores condiciones epistémicas del debate democrático (Ovejero Lucas: 2001).28

Conclusión

Como cualquier deliberación, la deliberación política se basa en un principio de

justificación pública y en una práctica discursiva desprovista de distorsiones coercitivas

o de divisorias adversativas. Pero por ser política, el habla justificativa está dirigida a

autorizar el ejercicio legítimo del poder gubernativo de los ciudadanos en una

determinada dirección, difícilmente neutral o imparcial ante las diferencias de creencias

y de valores de los ciudadanos, y por ser democrática, la decisión no tiene por qué

28

En otro texto sostuve que las aperturas democráticas del diálogo republicano arrojan dudas sobre su

bondad normativa o sobre su efectiva viabilidad política. Reitero aquí esos comentarios: “Las tensiones

inherentes a una política que pretenda ser inclusiva y discursiva a la vez, llaman a adoptar una actitud de

cautela respecto a la calidad de sus resultados sustantivos o efectivos. Esto es así porque, por un lado, los

medios de resolución argumental de las controversias políticas requieren de un cierto background

comunicacional, de códigos semánticos compartidos o de léxicos valorativos inscriptos en una cultura

pública común, tal como lo sostienen los abogados de la razón pública, a la manera de John Rawls (1993).

Pero, por otro lado, los principios democráticos de inclusividad y apertura a las diferencias, de

maximización de los participantes en la conversación pública, de reconocimiento de identidades diversas

o mutuamente desafiantes, obligan a asumir la contingencia de una erosión disruptiva de los códigos de

comunicación, de los supuestos discursivos comunes o de los significados políticos compartidos. En tales

condiciones, no parece fácil conciliar el principio de inclusión y de diversidad democrática con una

semántica política uniforme o con una razón común, ni es posible vislumbrar un entendimiento

compatible con las diversas lecturas de la realidad común, susceptible de subsumir las discrepancias

políticas en un lenguaje único o en una única verdad. En tal caso, por demás frecuente en la vida política,

se plantea el problema de cómo compatibilizar las interacciones dialogales con una democracia pluralista.

Vale decir, en las situaciones normales de disenso y desacuerdo democrático, los agentes políticos no

estarían en condiciones de hacer la economía de una explicitación adversativa de los mensajes públicos,

ni de evitar una negociación sobre los términos de la discusión, sobre sus significados semánticos o

valorativos. Lo cual implica asumir la necesidad de administrar políticamente los códigos y contenidos

sustantivos del habla pública (Harre: 1999). De todas formas, ante situaciones litigiosas o conflictivas, la

política deliberativa exigiría de cada parte la disposición a situar las diferencias en el terreno de una

conversación franca y abierta, tendiente a relanzar la discusión en un plano de cooperación dialogal y de

reflexión común, donde tengan cabida todas las voces afectadas o confiables, aún las más contestatarias o

heterodoxas. Lo importante, en definitiva, es que dicha conversación considere en sus justos términos la

voz de los insiders, de los directamente involucrados con los asuntos considerados o con las prácticas

sometidas a la regulación común, eliminándose las imposiciones arbitrarias o irresponsables de los

outsiders, sin marginar a los inarticulados, a los desprovistos de medios de poder, de fuerza numérica o

de negociación (Shapiro: 2003). Ante el desacuerdo sobre palabras o sobre la lectura apropiada de los

hechos comunes, sobre juicios de hecho o de valor, sobre evidencias causales o inferencias prácticas, el

intercambio deliberativo, sustentado en deberes de civilidad y en reglas de diálogo público, serviría para

aclarar los términos de la discusión, para delimitar los problemas e iluminar las verdaderas líneas de

división, fortaleciendo la auto confianza de las posiciones comúnmente aceptadas junto con las de las

contestatarias o heterogéneas, propiciando el descubrimiento de alternativas novedosas o de soluciones

apropiadas a la situación, de suyo sujetas, por si hiciera falta recordarlo, a una indagación pública y

experimental, a reglas de fiscalización opositora y de revisión democrática (Gallardo: 2005).

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23

concitar una aceptación unánime, sino disponer de un asentimiento mayoritario,

fundado en determinaciones específicas de los principios de justicia y reciprocidad, de

interés común y reconocimiento mutuo que deben informar las actuaciones políticas en

contextos políticos pluralistas. Al fin y al cabo, la democracia, por si fuera necesario

recordarlo, a diferencia de lo que exige la tradición contractualista, no demanda un

acuerdo racional y unánime, sino una justa consideración de las pretensiones públicas

con derecho a incidir en las orientaciones gubernativas, en el marco de una legalidad

común.

En contraposición, por un lado, a la idea competitiva de la democracia que, si bien

asegura un principio de libre elección, junto a la disputabilidad de las posiciones

encumbradas en base a la más amplia libertad persuasiva, tiende a incentivar la

racionalidad estratégica, las retóricas adversativas y una escasa cooperación dialogal, y

por otro, a la idea de una razón deliberativa que, si bien tiende a dignificar la razón o la

comunicación pública tanto ante las divisorias morales o culturales políticamente

inertes, cuanto contra la racionalidad política estratégica, tiende a privilegiar una

razonabilidad excesivamente centrada en lo común, en la distorsiones procedimentales

del habla pública y en una agenda ciudadana escindida de cuestiones éticas relevantes,

aquí hemos esbozado la idea de una deliberación demo-política, sensible al principio de

no dominación, tendiente a esclarecer los disensos públicos y favorable a la

adjudicación democrática de las parcelas de corrección y rectitud de las alternativas

sometidas al arbitrio y al juicio ciudadano.

La idea de deliberación demo-política que aquí hemos esbozado, puede servir para

evitar diversos males políticos: la conciliación acrítica de intereses, la mera

administración de contradicciones, los acomodos pragmáticos a la aceptabilidad de las

decisiones, las agregaciones indiscriminadas a cargo de estrategias competitivas

ganadoras, la sustitución del discurso argumental por lenguajes ad hominen. En todos

estos casos, la deliberación ofrecería un escrutinio ciudadano sobre los sustentos

justificativos de todas las alternativas públicas, de las lecturas más perspicaces y

penetrantes de las suposiciones manejadas y los principios invocados. Así, actores

movidos por sus propios objetivos y valores, a menudo auto referenciales, indiferentes o

desinformados respecto a las externalidades de su acción, pueden ser llevados, mediante

los incentivos de las instituciones deliberativas, a confiar en un intercambio

racionalmente persuasivo, a contemplar sus verdaderas interdependencias, a cotejar el

verdadero valor público de sus recursos y responsabilidades, junto a las cargas y méritos

de sus pretensiones. En tal caso, más que subordinarse a una lógica de antagonismos

competitivos o de entendimientos sobre la base de un universalismo etéreo, la política

deliberativa vendría a fomentar agonismos discursivos y a sacar a luz genuinos

consensos y disensos públicos, escrutándolos desde todas las luces y racionalidades

ciudadanas, mejorando las decisiones democráticas desde el punto de vista epistémico y

moral, reforzando las bases de verdad y justicia, valorativas y autoritativas de las

distintas alternativas en juego, sin reificarlas ni suprimirlas en un pluralismo tribal o

trivial.

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24

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