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Wole soyinka

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  • wole soyinka

    Akinwande Oluwole Soyinka naci en el oeste de Nigeria, en 1934. Creci en una misin anglicana en Ak, aunque las tradiciones paternas del pueblo yoruba estuvieron presentes en su educacin. Soyinka recrea sus races en Isar (1989) y recuerda su infancia en Ak (1981). Las turbulencias polti-cas de su adolescencia, con la independencia de Nigeria como teln de fondo, aparecen en Ibadan, The Penkelemes Years (1994). A los dieciocho aos viaj a Inglaterra, y se licenci en Teatro en la Universidad de Leeds en 1957. Tra-baj dos aos en el Royal Court Theatre de Londres, donde compuso sus primeras piezas teatrales, como The Lion and the Jewel. En 1960 gan una beca Rockefeller y regres a Nigeria. En los siguientes aos combin la docencia univer-sitaria en Ife, Lagos e Ibadan con la creacin de tragedias con carga poltica como The Road. De esta poca son su primera novela, The Interpreters (1965), y su primer libro de poesa, Idanre and Other Poems (1967). Su actitud crti-ca y su activismo poltico le llevaron a la crcel en 1967, acusado de traicin. Pas en prisin ms de dos aos, buena parte de los cuales estuvo en rgimen de aislamiento. El rela-to de esa experiencia llena las autobiogrficas pginas de The Man Died (1972), de la novela Season of Anomy (1973) y los versos de A Shuttle in the Crypt (1972).

    Altern la creacin con la labor docente e investigadora: Myth, Literature and the African World (1976) y Art, Dia-

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  • logue and Outrage (1988) son dos de sus ensayos ms cono-cidos. A una clara intencin de denuncia poltica obedece The Open Sore of a Continent (1996). Fue profesor visitante en las universidades de Cambridge, Sheffield y Yale. En los ltimos tiempos ha seguido cultivando todos los gneros li-terarios: los poemarios Outsiders (1999) y Samarkand and Other Markets I have Known (2002), la stira poltica King Baabu (2001) y, en 2006, la ltima entrega de sus memorias, You Must Set Forth at Dawn (Partirs al amanecer, RBA, 2010), son buena muestra.

    En 1994 fue nombrado por la UNESCO Embajador de Buena Voluntad, y ha sido investido doctor honoris causa por las universidades de Harvard (1993) y de Princeton (2005). Wole Soyinka fue el primer africano que recibi el Premio Nobel de Literatura, en 1986.

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  • partirs al amanecer

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  • Wole Soyinka

    PARTIRS AL AMANECER

    Traduccin de Marcelo Cohen

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  • Ttulo original: You Must Set Forth at Dawn

    Wole Soyinka, 2006

    de la traduccin, Marcelo Cohen, 2010

    de esta edicin: RBA Libros, S.A., 2010

    Prez Galds, 36 - 08012 Barcelona

    [email protected] / www.rbalibros.com

    Primera edicin: junio de 2010

    Reservados todos los derechos.

    Ninguna parte de esta publicacin

    puede ser reproducida, almacenada

    o transmitida por ningn medio

    sin permiso del editor.

    Ref.: oaf431

    isbn: 978-84-9867-810-9

    Composicin: Vctor Igual, S.L.

    depsito legal: b. 0.000-2010

    Impreso por

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    Los estados de Nigeria , 1955-1991

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  • A todos los cados por nuestra causa comn, y a los que han sobrevivido, a pesar de las heridas,

    clamorosos u ocultos.

    A mis hijos, estoicamente resignados.

    Y a mi esposa, Adefolake, que durante la temporada de dictadura asesina, pese a

    degradarme del cargo de Profesor Visitante al de Esposo Visitante, apenas se quedaba con un Esposo Invisible cuando aun en las horas de

    visita yo me dejaba tragar por mi estudio.

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    iba: para los que nos precedieron*

    A veces, de viaje a casa, fuera de m en momentos como ste, me detengo a comprobar si de verdad hay all un yo viviente. Quiz soy una mera entidad incorprea que ha usurpado mi cuerpo y, sujeta a un asiento de avin de clase ejecutiva, es transportada a la tumba que le fue designada: la franja de cactus del terreno de mi casa en Abeokuta, a slo media hora de huida del estrepitoso centro de Lagos. Tal vez no estoy realmente en el avin sino tendido entre las maletas dentro de un atad, disfrazado de inocente para engaar a los supersticiosos, mientras mi fantasma se empea en ocu-par un asiento cuyas curvas se le han hecho familiares en los cinco aos de un exilio que empez en 1994. Porque mi mente elige este momento para remontarse doce aos atrs hasta la poca en que, vaco de toda emocin, acompa a casa desde Wiesbaden, Alemania, el cadver de mi amigo Femi Johnson, desafiando la insondable conspiracin para dejarlo en tierra extranjera como un paria sin lazos de fami-lia ni amigos. Y los fugaces dolores que me atacan ahora brotan de la conciencia renovada de la ausencia de este ami-go, que con su risa atronadora y su contagiosa alegra de vivir habra apabullado a las voces hospitalarias que esperan en mi destino. Pese al momento eterno de despedida, junto

    * Iba es la expresin con la que comienzan muchas oraciones yoru-bas. Suele traducirse como Rindo homenaje. (N. del t.)

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    al atad abierto en la casa funeraria de Wiesbaden, entonces fue difcil, y nunca dej de serlo, reconciliar aquello con la ausencia de una vitalidad que durante tanto tiempo todos habamos dado por supuesta, al ver el cuerpo grande pero compacto en una caja, vestido impecablemente como por simple costumbre como vesta l, ya fuese con traje cruza-do, y un clavel que el chfer acabara de recoger del jardn y hubiera dejado ritualmente junto a la bandeja del desayuno, ya con ropas ms informales pero combinadas con no me-nor cuidado, ya con un atuendo de caza que pareca ms indicado para pasear por la campia inglesa que para va-gar por la jungla. Era difcil aceptar que se haban cerra-do esos ojos que solan inflamarse ante la idea inspirada de algn negocio, la perspectiva de un solaz gastronmico, el paso de una mujer generosamente dotada o la simple carga de una travesura recin concebida, iluminando siempre el espacio a su alrededor. Con todo, no pude descansar hasta que no lo hube trado a casa, despus de exhumarlo del ce-menterio de Wiesbaden, y el carcter enfermizo de mis mo-vimientos me hizo preguntarme si en vez del alma de Femi no habra dejado all la ma.

    Principalmente, desde luego, el sombro recuerdo debe de haber surgido porque viajo en la misma compaa: Femi tam-bin hizo el regreso final en un vuelo de Lufthansa. Y tambin fue un regreso para m, que desde su muerte hasta su nuevo entierro haba vivido, momento a momento, en una regin etrea poblada por las lejanas miradas de muda reprobacin que me enviaban muertos sin reposo. Slo volv a la tierra cuando l estuvo en su tierra elegido, la tierra que haba he-cho suyo: Ibadn. Y es esto lo que reafirma el hecho incon-cebible e irracional de que aquel mismo Femi OBJ para numerosos amigos, socios comerciales y conocidos, no est ahora en Ibadn esperando mi llegada, sudorosa la cara negra como las ollas, supervisando la cocina en un frenes de

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    expectativa, con un despliegue de vinos dispuesto para cele-brar el reencuentro largamente esperado! Femi tendra que haber vivido esto. Si alguien mereca y poda contener en s mismo todas las emociones de este regreso, se era Femi; y se ha ido.

    Es una vuelta a casa muy deseada, mi sello ntimo al final de la pesadilla sealado por la muerte del tirano Sani Aba-cha, y sin embargo heme aqu, tratando de encontrar razo-nes para la falta de sentimientos, tratando de asegurar que esta falta de aceleracin del pulso no es slo una mscara, un ejercicio perverso de control. Es que aquel viaje a casa de hace doce aos se me aferra a la mente con terquedad: el amigo inmvil para siempre en un atad, en la bodega del avin, y yo sentado entre los vivos pero fro ante el mundo como una piedra, consciente del hecho pero con cierta dis-tancia y preguntndome por qu estaba an tan huero de sensacin de prdida. Acaso, lo reconozco, aquel nimo fue-se una secuela de la batalla por llevar los restos a casa: dicho claramente, me haba dejado seco de sentimientos. Como con este regreso no ocurre lo mismo, si no logro experimen-tar el viaje como la recuperacin de una zona de carencia, ha de ser porque en los ltimos cinco aos he llevado tan obse-sivamente aquel otro en la cabeza. La ausencia de Femi, terri-torio de privacin embotada que sigue creciendo, es slo par-te de la cuestin. La adrenalina segregada y almacenada a lo largo del tiempo, como ya no haba en qu emplearla, se ha evaporado en un instante: pfff.

    Busco estas explicaciones con cierta desgana, porque re-conozco que este retorno no es el que haba imaginado, ni transcurre exactamente segn ciertos planes; no estaba pla-neado al menos llegar legalmente a Lagos en un vuelo ordi-nario, como si Lagos fuera Francfort, Nueva York o Dakar. Sin duda no es el mismo monstruo de pelo blanco, el mismo hombre buscado y con recompensa por su cabeza, ese

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    hombre cuya pista se segua por todo el mundo, el que ahora se dirige a casa lubricado sin cesar por el bien provisto bar del avin. Sigo interrogando la planicie sin rasgos de mi men-te: comparada con ella, la chatura pastel del desierto del S-hara, sobre la cual parecemos flotar eternamente, parece un tramo de paisaje escabroso, salvaje, indomable y extico.

    Reconozco que no soy muy dado a sentimientos, pero tampoco tengo aversin a que me den la bienvenida a casa! A menudo me pregunto si, para otros tan acuciados por la lucha, la vuelta al hogar no se vuelve poco a poco el motivo central de su existencia. Por ejemplo, he descubierto que me disgustan las despedidas en los aeropuertos; por lo general las excepciones han seguido a algn tira y afloja al que acab cediendo, casi siempre por chantaje emocional. Por el con-trario, me acomodo mejor emocionalmente a la bienvenida del regreso, aunque incluso entonces es probable que me pi-llen escabullndome por la puerta trasera. Por lo general tiendo sencillamente a haber vuelto; a estar de nuevo en el lugar de donde nunca deb marcharme. O all donde volver no es diferente de no haber partido nunca; donde el regreso es la recuperacin rutinaria de un espacio de vida normal que se fractur por un tiempo, cuya restauracin no tiene significacin alguna y no demanda reconocimiento especial. Como sea, cada vuelta a casa se diferencia desmedidamente de la anterior; y esto se remonta a la ms temprana concien-cia que tuve del acontecimiento el fin de una separacin fsica, cuando el da de Ao Nuevo de 1960, ao de la independencia de Nigeria, volv a casa por primera vez des-de la universidad de ultramar donde estudiaba. Entonces, sintindome ya entrado en aos a los veinticinco, haba ur-dido el plan de entrar disimuladamente, para consternacin de padres, familia y amistades. Por lo normal un regreso as habra sido motivo de celebracin, ya fuera modesta y limi-tada o amplia y festiva, y esta ltima habra atrado a clanes

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    lejanos y aun a completos extraos con el taido invocatorio que debi de adoptar la primera lnea de beneficiarios de la cultura europea Nuestro argonauta ha vuelto de los ma-res tras un viaje largo y peligroso en busca del Vellocino de Oro! o cualquiera de sus cientos de variantes.

    Tal vez la sobriedad de aquel retorno siga alojada en m torpemente, abrupta usurpacin del otro regreso, que no fue furtivo por muy poco! No es que lamente el cambio, de ninguna manera! Tagba ba nde, a a ye ogun kja, dice la sa-bidura yoruba: Segn se va haciendo mayor, uno deja de disfrutar con los combates. Menuda esperanza! La prime-ra vez que se pronunci este adagio, ni se haba pensado an en cierta entidad llamada Nigeria. En cualquier caso, parece que he fracasado en la ambicin de envejecer con digni-dad no ms afanes, basta de susceptibilidad a las provo-caciones de la belleza, etc., proceso que una vez, con toda confianza, me haba propuesto iniciar a los cuarenta y nueve aos, siete veces siete, la cifra mgica de Ogn, mi divinidad compaera. Pero al menos acepto que, llegado un momento, la edad le dicta a uno evitar ciertas formas de compromiso. Tiene sentido y adems es justo. A ciertas alturas de la vida uno ya no debera verse obligado a infiltrarse en su patria a travs de arroyos, manglares y guaridas de contrabandistas, y menos con disfraces ridculos!

    As, pues, me preocupa la ausencia de sentimiento, la au-sencia incluso de una seal de gratitud a la Providencia, y busco alguna seguridad de que no se me hayan muerto los sentidos, de que la provincia emocional de la mente an est activa. Con todo, obtengo algn alivio de hecho empieza a preocuparme que los sentidos se me hayan descontrolado cuando, todava en el aire reciclado del interior del avin y mientras sobrevolamos el polvo y las dunas del Shara, po-dra jurar que huelo ya el aire hmedo de Lagos, los ftidos montculos de bosta, los mercados estridentes y las calles

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    atestadas. Estoy seguro de or, por encima del firme ronroneo de las turbinas, las dudosas gangas que vociferan los vende-dores callejeros, y de ver las taimadas sonrisas conspiratorias con que algunos ofrecen el contrabando ms peligroso, pu-blicaciones prohibidas algo que se haba convertido ya en una rutina antes de que yo marchara al exilio en noviembre de 1994 que sacan sigilosamente de debajo de la pila de peridicos, como en otras partes se hace con la pornografa. Pssst! En los cruces y en los atascos se acercan a los conduc-tores exhibiendo ostentosamente los principales diarios. Lue-go, indiferentes al riesgo de que el posible comprador resulte ser un agente del servicio secreto o uno de los ubicuos infor-mantes de Abacha, descargan la sensacional primera plana de Tempo, The News, The Concord, Tell o cualquier otro samizdat relmpago: sani abacha muestra las fauces! los dioses lo destruirn! vandalismo represivo: ma-dre muerta, nio de once aos encarcelado. escn-dalo convulsiona aso rock.* quin mat a bagauda kaltho? Despus, el juego del gato y el ratn, los consabidos allanamientos, los das, semanas y aun meses de crcel para los tercos vendedores, algunos de no ms de diez u once aos. Y no bien los liberan ya estn de nuevo en las calles. Hasta la polica haba llegado a cansarse de la farsa. Ver estas cosas agitaba la sangre con urgencias polticas; la verdad, sin em-bargo, era que yo prefera estar a muchos kilmetros de las obligaciones que imponan, llevarme el arma de paseo al monte, lejos de la tensin de las calles.

    No veo la hora de reapropiarme del bosque, o quiz, mejor dicho, de dejar que el bosque vuelva a poseerme. El matorral

    * El palacio de gobierno en Abuja, la ciudad que en 1991 reemplaz a Lagos como capital de Nigeria. (N. del t.)

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    y su aliento furtivo. Refugio y solaz. Slo pensarlo me de-vuelve un squito de olores y en seguida mi asiento queda aislado y envuelto nicamente en los perfumes del monte! La idea de reanudar mis incursiones en la espesura silenciosa acaba por acelerarme el pulso, vacilante, apenas perceptible-mente, hasta que lo aplaca el pensamiento de que Femi, a quien tambin ense a cazar, ya no formar parte de la partida. Sin embargo, es all donde tal vez recobrara su pre-sencia con menos dolor: en esa franja de aislamiento, ese territorio de ambigedad sensorial. Dejarse envolver por la vegetacin tropical tiene un efecto sedante... hasta que se acerca una presa, desde luego, aunque ni siquiera entonces el pulso se acelera exageradamente. No importa si es la esta-cin harmattan con su aire seco y su vegetacin mustia o quemada salvo al amanecer, cuando la bruma cubre el follaje y hasta el suelo est engaosamente hmedo o la de las lluvias, que lo deja a uno da y noche tambalendose entre matas empapadas, vadeando corrientes crecidas, res-balando por rocas traicioneras y sorbido por remolinos de barro, sin otra cosa, por la noche, que un puado de estre-llas vistas a travs de las ramas, o de lucirnagas, de modo que puedes poner a prueba tu paciencia y tu juicio a medi-da que te preguntas si sern los ojos de un guepardo, un c-rax o gotas gemelas capturadas a la luz de la lmpara.

    Lo nico que importa es la evasin hacia la intempora-lidad, interrumpida por los pasos furtivos de una presa cua-drpeda o la irrupcin repentina del urogallo pardo o la pintada griscea que se afanan chillando sobre los rboles. Apenas un instante para decidir si merece o no la pena pro-bar con la segunda: incluso si uno le acierta, cunto tiempo llevar hundirse en la fronda hostil hasta recoger el botn? En el proceso, uno no advierte la presencia rancia de una presa mucho ms grande, al preciado egbin o igala, ese pa-riente del antlope, o un patriarca o matriarca de la familia

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    roedora del etu, el archisuperviviente de la especie adimu cuya carne densa podra alimentar a un considerable pelo-tn de guerrilleros perdido largo tiempo en la selva. Defini-tivamente es el monte, slo el monte sus olores, ruidos amortiguados, texturas y a menudo su silencio impenetra-ble lo que por fin me baa en un resplandor clido y ex-pectante. Se trata de eso, slo de eso, y no de reanudar ciertos vnculos o recuperar voces suspendidas? Y hay en eso algo de misantropa?

    Tal vez sea el miedo reprimido a que haya desaparecido mi casa, a regresar a una notoria brecha en el paisaje, que aos antes de mi partida abr y excav para dar expresin a mi hambre de espacio. Noticias de la invasin me han llega-do, pero sobre la magnitud de la destruccin hubo vaguedad y reserva, como si los amables mensajeros hubieran acorda-do guardarse lo peor. En verdad, respecto al propio edificio yo no haba planeado confinar tanto espacio entre paredes, slo, tras mi retiro del puesto universitario, quera una caba-a pequea pero con todo el terreno que pudiera costearme. Con todo, choza o mansin, la violacin de los soldados segua pesando como pesaba sobre muchos otros hogares de enemigos sealados del dictador Sani Abacha. Haba paga-do casi por entero la casa con la inesperada ganancia del Premio Nobel. Haba ampliado el diseo original porque quera crear un espacio para el retiro peridico de escritores y artistas: tpica fantasa de los que son bombardeados con una cantidad de dinero que generaciones de antecesores no vieron jams! As surgi la idea de la Fundacin Ensayo para las Humanidades. El nombre homenajeaba a mi padre, cu-yas iniciales S. A. mi mente infantil haba fundido en una palabra: Essay.*

    * Ver Ak: los aos de infancia. S. A. se pronuncia en ingls de modo muy semejante a essay, que significa ensayo. En el nombre de la Fun-

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    El paisaje humano que haba dejado atrs haba cambiado irreversiblemente; crteres de prdida lo marcaban como una viruela. La muerte de OBJ, el irreprimible Femi John-son, ya haba sido una prdida casi insoportable; pero que un personaje como Ojetunji Aboyad, familiar tanto en el plano ntimo como en el nacional, hubiera desaparecido a slo tres o cuatro semanas de mi partida pareca un acto perverso perpetrado por una divinidad vengativa. Pero con qu fin? Impartir una ya asimilada leccin sobre la morta-lidad? Hasta el momento pareca cruel, tan poco tiempo des-pus de que yo huyera.

    Mi huida se conoci cuando, hacia finales de noviem-bre, reaparec en una conferencia de prensa en la UNESCO. Dos semanas ms tarde estaba de nuevo al lado de Nigeria, en Cotonou, Benn, un lugar poblado en gran parte por ciudadanos de Nigeria, especialmente yorubas. A mi fami-lia la haban sacado a escondidas para una fiesta de fin de ao que acaso sera la ltima por... quin poda decir cunto tiempo? Nuestro pilar en Cotonou, Akin Fatoyin-bo, en un tiempo actor de prisin en un guin kafkiano bajo una dictadura anterior la de los generales Muham-madu Buhari y Tunde Idiagbon decidi darme la noticia sin prembulos. Yo estaba trabajando en mi improvisado escritorio del bungalow que habamos alquilado por una temporada, cuando Akin lleg en coche desde Lagos. Con cara de piedra, me tendi los peridicos sin decir una pala-bra. Una gruesa banda negra que cruzaba la primera plana me quem los ojos antes ya de que leyera la declaracin irremisible: ha muerto el profesor ojetunji aboyad! Barr los peridicos de un manotazo, me levant y sal de la habitacin.

    dacin dejaremos la traduccin antes que el apodo que Soyinka dio al padre. (N. del t.)

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    Era una advertencia imposible de pasar por alto. Hacia el final de este exilio, los mojones humanos a que yo estaba acostumbrado se desvanecan sin ms, irremediablemente. Oje casi nadie lo llam nunca por el nombre completo haba sido mi vicecanciller en la Universidad de Ife, deno-minada ms tarde Universidad Obafemi Awolowo tras la muerte del poltico y sabio Awolowo, un nacionalista de primera generacin de origen yoruba que no se apart de la vida poltica hasta su muerte en 1984. Yo nunca supe real-mente en qu medida se haba desarrollado y profundizado mi vnculo con Oje, pero tal vez era inevitable. l perteneca a esa especie de contrincantes intelectuales infatigables, era un sagaz elaborador de propuestas tericas que infalible-mente provocaban y te mantenan en un animado debate mientras el almuerzo se disolva en cena y la cena en madru-gada.

    La noticia de su muerte me dej con la sospecha irracio-nal de una conspiracin de amigos y colegas para abando-narme poco a poco, un plan siniestro para desposeerme de un paisaje valioso. La cerebracin de Oje era una naturaleza primera, como si la materia gris de su cabeza majestuosa batiera compulsivamente y slo encontrara alivio en la con-troversia. Como aprendiz de cazador, sin embargo, era un desastre total. Se limitaba a proporcionar esparcimiento li-gero a cualquier excursin. Oje, se era tuyo! Por qu no has disparado? Y Oje se encoga de hombros: No quera gastar un cartucho. As que lo apodamos Rifle Callado, en contraste con Femi, que se convirti en O. B. Lau-lau!. Femi no precisaba que lo urgieran para tirarle a cualquier cosa que agitara el follaje. Pero Rifle Callado haca cual-quier cosa menos guardar silencio cuando enfilbamos las sendas del monte rumbo a los campos de caza; de hecho, su voz era la ms exuberante cuando asustbamos a campesi-nos, aldeanos y, a veces, pastores, maravillados todos ellos

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    al ver a tres locos, evidentemente akowe,* entonando la Can-cin de caza del aparo,** que yo haba adaptado a la melo-da del espiritual Un hombre ronda en busca de nombres. Durante las excursiones le aada versos nuevos y cada ver-sin delataba el resultado del da de caza. Una jornada me-dia poda empezar optimista y tendiendo a demoledora, y acabar con el equivalente a la retirada napolenica de Mos-c. El paseo poda empezar apaciblemente con:

    Un aparo espera con mi nombre por all Dice cuo-uc, cuo-uc, cuo-uc: sa es mi caza No va a dormirse ni va a callar Mientras no le meta una perdigonada Pero ya lo oigo crepitar Al calor de las llamas.

    pero no era inusual que acabara con un escarmentado retro-ceso:

    No te invites a cenar a mi casa maQue en este clan de cazadores Cuanta ms animacin menos comida Como dice el proverbio ancestralSi el cazador contara sus cuitas No invitara nunca al amigo a cenar.

    El ao 1994 se cerraba sobre el reino brutal de Sani Abacha, y el flujo de disidentes exiliados iba en aumento. Como si su

    * El tipo de persona con instruccin, de empleado administrativo a mdico, abogado, profesor, etc.

    ** Ave de vuelo rpido de la familia de la perdiz.

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    fastidiosa mente estadstica lo hubiera previsto, Oje eligi las ltimas horas del ao para subsumir todos los otros exi-lios en su propia e irreversible partida, y as llen la ma con la advertencia de que vendran muchas frustraciones ms. Cerca, a apenas cuatro o cinco horas de coche de la casa de Ibadn donde l haba fallecido y a una hora ms de Awe, donde sera enterrado, se me dej echando chispas por no poder estar en el funeral para despedirme de un organismo que haba crecido en m a lo largo de muchos aos. No me quedaba sino llorar su partida a travs de un sustituto. No tuve tiempo de sumirme en la nueva prdida y encajar el golpe a mi modo: no! Se esperaban mis palabras de despe-dida; un contacto haba acordado recoger el mensaje al da siguiente.

    Busqu una suerte de consuelo recordando cmo a veces le sealaba cuando l se pona difcil que al fin y al cabo era a m a quien deba conceder el crdito de haberle alarga-do la vida o, ms precisamente, de haber frustrado un recla-mo anterior de la muerte. l, rechazando el alegato, insista en cambio en que el episodio del salvamento slo descu-bra qu pellejo tan blando esconda yo bajo el caparazn pblico. No haba superado del todo la enfermedad que casi se lo lleva, cuando ya se pona a obsequiar al que quisiera escucharlo con detalles de mi conducta poco viril en el Hospital de la Laguna de Apapa, en Lagos. Para Oje aquello era la demistificacin ltima, la explosin del mito de Kongi,* una lectura que le deleitaba y se negaba a abandonar.

    Lo estaban preparando para volar a Alemania en un avin ambulancia, recurso necesario, ay, que era en s un comenta-rio nefasto sobre el estado de los hospitales en nuestro pas y la confianza de los gobernantes en el sistema de salud. Al

    * Nombre del personaje Kongis Harvest (La cosecha de Kongi), obra teatral de Soyinka, que otros aplicaron como apodo al autor.

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    dictador de entonces, Ibrahim Babangida, la consideracin no lo desvelaba; tampoco, por cierto, haba preocupado a sus antecesores. Babangida no estaba dispuesto a perder a su principal asesor poltico; orden que evacuaran a Oje Abo-yad de inmediato.

    Cuando lleg el momento de subirlo al vehculo, sin em-bargo, me plant.

    Bueno, que vueles bien. Y vuelve pronto. Se le dilataron los ojos de incredulidad. No vienes al aeropuerto conmigo? No, gracias. Ya me siento bastante superfluo. Pero y el aumento de presupuesto que te tiene preocu-

    pado? El prstamo de refuerzo del FMI... Podramos seguir discutindolo en el camino.

    Entonces me sincer. De ninguna manera dije. Fui a despedir a Femi y

    no volvi nunca. No voy a acompaarte. Es increble! grit. Mrate un poco! Tanto saka-

    ra* y en el fondo eres un blandengue. Te mueres de miedo. Peor, eres un supersticioso.

    Me encog de hombros, inconmovible. Ya me haba de-cidido. Hasta la ambulancia terrestre s, pero seguirlo, ver cmo lo suban a la parienta alada y despegaba hacia el mis-mo ozono que se haba tragado a Femi para siempre... Ni hablar!

    Piensa lo que quieras. No ir. A Femi lo acompa prcticamente hasta la cabina y no lo volv a ver nunca ms. Esta vez no. As me aseguro de que volvers en seguida.

    Cobarde! De sta no voy a dejar que te repongas. Me las arreglar. Ya no est Femi para ayudarte a se-

    guir con la panzada. As que, una vez ms, que tengas buen viaje. Por cierto, en Alemania hay una cerveza fenomenal.

    * Bravuconera.

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    Dile a los mdicos que te pongan junto a la cama una pan-carta bien visible: A cada cual su cerveza. En un abrir y cerrar de ojos te habrs curado.

    Mis dedos se haban aligerado bastante y empec a teclear el homenaje funerario con una invocacin del lance anterior, el que mi amigo haba ganado.

    Hace unos cuatro aos Oje Aboyad esquiv la muerte por un pelo. Hasta los especialistas del hospital alemn que le salvaron la vida quedaron maravillados de que sobrevivie-se a la operacin. En efecto, pas a ser un nmero especial para los estudiantes en residencia; acudan todos a examinar las notas del caso y se quedaban boquiabiertos ante el mila-gro humano. Se recuper por completo y es casi seguro que no fue aquella enfermedad la que acab llevndoselo. Des-pus de la refaccin, y por provenir de una familia de lon-gevos, yo tena una gran confianza en que nos sobrevivira a todos y a menudo se lo deca. Qu negligente fui; tendra que haber recordado el factor asesino de Nigeria. Sencillamente definido, es el opresivo veto al mero acto de pensar crtica-mente en una sociedad donde el poder y el control siguen siendo juguetes de imbciles, psicpatas y depredadores.

    Ante m se alzaba la cabeza de Oje, el pelo rapado ape-nas moteado por algunos mechones blancos, la redondez del rostro engaosamente manso, surcado por las leves cicatri-ces de su origen aw. A los eruditos, el nombre de Ojetunji les revelaba al instante que era vstago y heredero de la an-cestral mscara de la familia, la oje. A l le enorgulleca tan-to el legado que los discpulos del cristianismo y el Islam tenan por pagano que se asegur de que los nombres de sus dos hijos llevaran el prefijo Oje, a pesar de acudir sin falta cada domingo a la iglesia de la urbanizacin de Bodija y de ser una especie de prroco.

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    Mucho antes de que yo marchara al exilio, Aboyad ha-ba estado profundamente comprometido con un proyecto en Ibadn: el Centro de Polticas de Desarrollo. La semilla de la idea se haba sembrado ya en 1978, bajo el rgimen militar encabezado por el general Olusegun Obasanjo, que en 1999 resurgira como jefe de Estado civil. La idea origina-ria de un think tank de civiles haba culminado en una apro-piacin militar ms: el Centro de Estudios Estratgicos, situa-do muy al norte, en Kuru. Alegremente, el general Obajanjo haba supuesto que Oje accedera a dirigir la nueva institu-cin, pero no lo hizo. No era lo que l haba concebido. No slo le haban birlado la idea; se la haban militarizado. Obs-tinado y paciente, persisti en su visin primera y a la larga, veinte aos ms tarde, empez a ver que se materializaba. Al comienzo acompa muchas veces a Oje en la bsqueda de un lugar adecuado; nos establecimos en una urbanizacin en proceso de desarrollo en Asejire Dam, en las afueras de Iba-dn. Estuve a su lado en varias sesiones de trabajo con Oba-sanjo, en el cuartel Dodan de Lagos, entonces sede del go-bierno, estudiando copias de planos. Un ao antes de morir Oje, la idea haba regresado a Ibadn, en escala mucho ms modesta pero como una institucin plenamente civil e inde-pendiente de los dictados del gobierno.

    Yo entraba y sala del proyecto renacido, ocupado como estaba en otras preocupaciones, pero ambos discutamos su marcha a nuestra manera especulativa. Unos cinco aos an-tes de morir, Oje me llev a visitar las obras, y la construc-cin de los despachos estaba bien avanzada. l ya haba re-clutado un equipo y designado mi espacio de trabajo, y como era habitual, me puso al corriente de ello con la mayor infor-malidad y sin consulta previa.

    Anduve por el lugar: pareca un asilo lgico para un au-tor de mi edad y un conferenciante nmada que, como yo mismo reconoca, llevara su inquietud creativa ms all del

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    umbral de la senilidad. El entorno mantena un ajustado equilibrio interior y estaba perfectamente defendido de la expansiva ciudad de Ibadn. Pareca cargado, vibrante, y palpitaba de energa intelectual... Pero claro, tengo que ad-mitir que no soy ecunime. Para m las obras en construc-cin suelen ser espacios inspiradores, plenos de formas inci-pientes, y, sabiendo que aqul se haba materializado a fuerza de perseverancia y aspiraba a ser un almacn de men-tes mutuamente fertilizadoras, era inevitable que hasta la hormigonera cubierta de cemento y momentneamente en silencio se me apareciera imbuida de un fecundo intelecto. A veces me apenaba que un edificio elegante y lustroso sustitu-yera el catico terreno de la musa arquitectnica en accin, pero est claro que al final uno termina consolndose con otro tipo de belleza... Eso espera! Como un adicto, yo vaga-ba entre lomas de arena y de grava, pasando por encima de tocones desarraigados y discutiendo con las reforzadas co-lumnas de cemento. Charcos formados por lluvias recientes se estancaban sobre los suelos sin revestir.

    Esparcidas por el terreno haba piedras rotas, la mayora losas, desenterradas durante los trabajos de cimentacin. A Alhaji Adetunji, colaborador de Oje y arquitecto, le preocu-paba cmo iban a deshacerse de ellas, en vista de que no encajaban en el proyecto paisajstico. Oje slo finga ponde-rar el problema, pero ya meneaba maliciosamente la cabeza en mi direccin. Su mirada deca a las claras: Ah tienes uno que te ha cado del cielo; no encontrars un vertedero de basura que nos resulte ms cmodo. Por entonces mi casa de Abeokuta que para l era la expresin estructural de toda peculiaridad no registrada estaba a punto de quedar terminada. Yo tambin fing pensrmelo. Pocos das despus un camin volc en mi terreno un cargamento de lajas de esquisto y piedras; un mensaje deca que, en caso de querer ms, tendra que organizar yo el transporte. Era tpico de

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    Alhaji, una persona discreta que siempre deca muy poco pero actuaba con espontaneidad y desprendimiento. Las la-jas y piedras fueron a pavimentar la parte delantera de mi casa de Abeokuta... y la mucho ms restringida Fundacin Ensayo para las Humanidades.

    Las circunstancias de la marcha de Oje reavivaron las punzadas de una privacin mucho ms antigua y mucho ms ntima: la partida de mi padre, Essay, que debido una vez ms a las exigencias de mis opciones polticas tuvo lugar in absentia. Mis memorias de la crcel, The Man Died (El hom-bre muri), publicadas recientemente, no me haban congra-ciado con el rgimen en el poder; oficiosamente se haba prohibido su difusin. En 1972 la dictadura del general Yakubu Gowon, bajo la cual yo haba pasado aquella tem-porada en prisin, segua rigiendo nuestras vidas. Aunque no era ni remotamente tan infame como Abacha, Gowon tampoco era tan benigno como para que yo dejara de reco-nocer la sensatez de las advertencias de mi madre la cris-tiana feroz de Ak, mis memorias de infancia cuando se enter de mis intenciones de arriesgarme a volver al pas. El mensaje era lo que caba esperar de ella: Faltaba ms, vuel-ve. Si hasta te enviar un billete de primera. Pero ten en cuenta que vendrs para dos funerales, el segundo garantiza-do, por tamaa locura. Me qued en Londres. La Cristiana Feroz sobrevivi a su compaero de vida varios aos ms y luego tuvo la cortesa, a su manera, de comunicarme su pro-pia defuncin. El da infausto yo tena billete para volar a un encuentro en Ghana; de hecho estaba en la cola del mostra-dor cuando los pies se me volvieron de plomo. Me negu a dar el rutinario ltimo paso hacia la tarjeta de embarque. Di media vuelta y volv en mi coche a Ife a esperar... no saba qu. Puertas y ventanas permanecieron cerradas para dar una ilusin de ausencia mientras yo segua esperando lo que fuera que me haba hecho volver.

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    Como lo haban hecho a la muerte de mi padre, pasando por alto que ahora yo estaba en casa, y junto con mis herma-nos empezaba a embeberme de las tareas que recaen en los hijos, Oje y Femi, ayudados por Yemi Ogunyub, antiguo alumno que ahora era colega en Ife, se hicieron cargo de buena parte de lo que me corresponda a m. El funeral de la Cristiana Feroz tambin se llev a cabo en nuestra segunda ciudad, Isara; la enterraron al lado del esposo. Pude desem-pear mi funcin ritual de omo oloku, uno de los hijos del desamparo, al contrario que en el funeral de mi padre, en el que me haban reemplazado Oje y OBJ. La funcin de ellos aquella vez no haba sido nada ritual. Haban introdu-cido un casete con mi adis, que inclua unos versos de Dylan Thomas a la muerte de su padre, y se aseguraron de que se oyera durante el servicio. Muertos los dos amigos y cmpli-ces, menos mal que no haba ms padres que perder!

    La advertencia de mi madre sobre el funeral de Essay no era desatinada. Enjambres de agentes del servicio secreto mis eternos acompaantes! vigilaban las carreteras, persuadidos de que intentara colarme en el pas. Todos con-vergieron en la iglesia y, al or mi voz por los altavoces, llega-ron a la conclusin de que los haba burlado y estaba rindien-do tributo a mi padre en persona. No tardaron en descubrir que la fuente de mi voz era mecnica y una vez acabado el servicio se precipitaron al interior de la iglesia e intentaron requisar la cinta... Pero, por qu? Para dar a los jefes la tranquilidad de que yo no haba mostrado la cara, que slo mi voz desencarnada haba podido eludir los controles? O para interrogar a la cinta hasta que confesara cmo haba aterrizado en la iglesia? Poco importaba; mis dos colabora-dores se haban encargado del asunto y lograron ocultar la grabadora (una voluminosa Grundig) a los policas y asegu-rarse de que la cinta permaneciera donde deba estar: con mi familia. Bajo la dictadura de Abacha los agentes no habran

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    esperado a que acabase el servicio. Habran arrasado la igle-sia, habran requisado la grabadora y se habran llevado a los religiosos para interrogarlos!

    De lejos, el vaco ms acusador de mi paisaje poltico era el que dej alguien esencial para mi misin en estos cinco aos de exilio, el industrial Bashorn Moshood Kashimawo Abio-la. Abiola era el presidente electo que nunca lleg a gobernar ms que su casa, su vasta red de negocios y, al final, su lugar de detencin. Bien se sabe que es un hbito absurdo etique-tar como fracaso propio lo que es claramente delito de otros, pero a veces la especulacin irracional reclama ese sitio en nuestros reveses. La muerte de Abiola haba sido de una crueldad sin par, imborrable. Despojado del triunfo, reclui-do y aislado del contacto humano durante casi cuatro aos, la que iba a ser su segunda victoria, una victoria sealada por la muerte del carcelero y usurpador de su mandato, Sani Abacha... acab desperdiciada!

    Despus de la muerte repentina de Abacha en junio de 1998, las aspiraciones democrticas del pas hicieron concebir es-peranzas de un futuro acuerdo por el cual Abiola, el presi-dente electo encarcelado, desempeara lgicamente un papel decisivo, con toda probabilidad como jefe de un gobierno interino de unidad nacional. Nadie en absoluto negaba que haba ganado las elecciones presidenciales de 1993. Enton-ces, un mes despus de la muerte de Abacha, en presencia de una delegacin de altos funcionarios estadounidenses en-tre otros Thomas Pickering, antiguo embajador en Nigeria, y Susan Rice, secretaria de Estado del presidente Clinton para asuntos africanos haban servido a Abiola la taza de t hoy legendaria en el pas, porque minutos despus de be-berla tuvo un ataque, se desplom y muri. Trato de recor-dar si en la historia o la mitologa nigerianas hubo alguna

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    vez un Tntalo, pero no encuentro ninguno adecuado. Slo se le acerca el hroe de Ogboju Ode Ninu Igbo Irunmale, de D. O. Fagunwa, vctima de una vil conspiracin palaciega y enterrado hasta el cuello en su cautiverio, pero eso es un cuento que al menos ofrece al lector la recompensa moral del rescate y un final feliz.

    S que un da saldr a la luz la verdad. Tuvieron cuatro aos para perpetrar el asesinato y no lo hicieron, pero al cabo lo asesinaron y no puedo sino sentir que fue por alguna insuficiencia nuestra, o ma, aunque en realidad no s qu habra podido hacer cualquier luchador democrtico para impedirlo. Me sigue pareciendo groseramente injusto que pocos das antes de su muerte me hubiera sorprendido en Viena un fax con la advertencia de que iban a asesinarlo. A causa de esa advertencia, y por ftil que fuera, considerando el tiempo y los medios, tiendo a arrastrar un persistente sen-timiento de culpa. Magro consuelo fue descubrir ms tarde que yo no haba sido el nico en recibir un mensaje cuyo texto rayaba tan claramente en la histeria. Aun en lo ms llano y prctico de su registro, el informante no haba apren-dido a tomarse las cosas con calma. Era evidente que el esta-do de nimo dbamos a nuestras fuentes clave de infor-macin el nombre colectivo de Longa Throat en alusin a la nmesis de Nixon, Deep Throat (Garganta Profunda) haba afectado el uso que haca de las maysculas... y las minsculas:

    El nico addendum que tienen el rgimen y sus colaborado-res es: ASEGURAR QUE EL JEFE M. K. O. ABIOLA NO LLEGUE A SER PRESIDENTE DE NIGERIA DE NIN-GUNA MANERA... Permtaseme afirmar categricamente que aqu no se trata en absoluto de una prediccin. Se trata de un plan preconcebido por el nuevo rgimen, expuesto por alguien que lo ve desde dentro...

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    HOY ME HA LLEGADO UN INFORME IMPOR-TANTE: UNA NOTORIA PANDILLA DEL EJRCITO NIGERIANO tiene a punto el plan de asesinar al jefe Mos-hood Abiola como modo de zanjar la guerra ABACHA/ABIOLA sin vencedor ni vencido. Crase o no, si el infor-me que ha llegado hasta m merece alguna credibilidad, la muerte del jefe Abiola ocurrir dentro de pocos das o antes de que acabe el mes de septiembre. Puede parecer ridculo, impensable o una lisa y llana fabulacin pero, crase o no, es cierto. Decidle al Profesor y a otros grupos demcratas del interior y el extranjero que organicen una presin muy in-tensa sobre Abdulsalami para que libere al jefe M. K. O. Abiola ahora mismo!

    El nuevo rgimen no lograr proteger al jefe Abiola, porque no ha sido capaz de persuadir a los asesinos de que vuelvan a replantearse la cuestin nacional nigeriana.

    Para perpetrar su destructivo plan podran incluso arre-batarle el poder a Abubakar. Son gente obstinada, capaz de destruir la existencia colectiva de Nigeria con tal de no ver a Abiola convertido en presidente.

    La ltima fase de los relevos que me haban transmitido el mensaje era nada menos que mi hijo Ilemakin, que desde haca mucho, alejado del pas, se haba lanzado a la lucha por su cuenta y empezaba a llevar a cabo algunas misiones para el movimiento democrtico. El desesperado llamamien-to lleg hasta m el ltimo da de mi estancia en Viena, cuan-do Kofi Annan, secretario general de las Naciones Unidas, ya se haba marchado. El da anterior yo haba mantenido con l una entrevista personal de casi hora y media. Lo en-contr muy distendido; al parecer la conferencia sobre dere-chos humanos que nos haba llevado a Austria haba satisfe-cho los objetivos de la organizacin y ahora Annan esperaba emprender otra misin: viajar al da siguiente a Nigeria, donde visitara al nuevo y decididamente provisional

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    jefe de Estado Abdulsalami Abubakar, y por supuesto visita-ra a Moshood Abiola en la crcel. Ninguno de los dos haba necesitado acicates para aceptar que debamos encontrarnos antes de que l partiera.

    La actitud razonable de Kofi fue una dura prueba para mi paciencia... S, Wole, s, con la muerte de Abacha se ha abierto una oportunidad que no debemos desperdiciar. Se pueden conseguir muchas cosas, es posible solucionar la cri-sis, pero ya sabes, tienes que decirle a tu gente que tambin ellos sean razonables. Sencillamente, la oposicin ha de ser razonable.

    Razonables? Estbamos siendo irracionales? Despus de casi treinta aos de gobiernos militares, los ltimos cinco bajo lo ms repelente de la especie, pedamos que se liberase inmediatamente al presidente electo y a todos los presos po-lticos y se estableciera un gobierno provisional encabezado por Abiola durante un perodo de un ao, a lo sumo dos. Paralelamente, los representantes del pas se reuniran en una conferencia nacional para discernir la verdadera volun-tad del pueblo y preparar el terreno para las prximas elec-ciones, y al mismo tiempo revisaran las condiciones de aso-ciacin entre las distintas partes constitutivas de la nacin. Luego se convocaran elecciones generales. Qu tenan estas propuestas de irracionales? Por cierto, haba otra alternati-va? Tuve la desalentadora sensacin de que Kofi viajaba con un guin preparado, acordado entre las Naciones Unidas y una camarilla de los gobiernos occidentales. Y el programa de nuestra coalicin democrtica no formaba parte de ese guin.

    El aviso de la amenaza de muerte que se cerna sobre Abiola me lleg cuando Kofi Annan ya haba partido hacia Nigeria e incluso se haba reunido con el preso! De haberlo recibido antes, hubiera subordinado toda discusin poltica a la urgencia de sacar inmediatamente a Abiola de la crcel.

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    Sin duda habra informado oficialmente a las Naciones Uni-das y habra insistido si de algo hubiera servido en que el secretario general se negara a ver a Abiola hasta que estu-viera en libertad, en su casa y rodeado de su familia y de los compaeros polticos. La experiencia nos haba enseado a confiar en los avisos de Longa Throat. Sin embargo, esta vez era demasiado tarde; Abiola ya estaba agonizando, con los rganos debilitados por un diablico envenenamiento lento. Vivo en la confianza absoluta de que un da el asunto saldr a la luz con todos sus retorcidos detalles.

    De modo que la conversacin y mis preocupaciones prin-cipales giraron en torno al futuro de Nigeria, no al riesgo que corra el hombre fundamental en aquel momento. Aca-bado el encuentro, tan convencido estaba yo de que el futuro ya haba sido decidido por otros que en seguida envi men-sajes al pas instando a ejercer toda la presin posible sobre el visitante para hacerle escuchar nuestro programa e impo-nrselo al nuevo seor de Aso Rock, el general Abdulsalami. Y sin embargo, en el mismo impulso alertaba de que en cual-quier caso sera intil. Contradicciones como sta definan frecuentemente muchos de los momentos de la empresa de-mocrtica. Uno se enfrentaba con la futilidad, pero la inac-cin era mucho ms intolerable.

    Sarcstico e incongruente, en momentos as afloraba en mi mente uno de los aforismos predilectos de mi madre, con su cmica yorubizacin de la clave palabra inglesa inten-to: Itirayi ni gbogbo nkan, el intento lo es todo. Cristia-na Feroz sola aplicarlo a un gran surtido de situaciones in-compatibles, desde el encogimiento de hombros posterior al intento de cargar un precio exorbitante a su mercanca hasta devorar con pleno deleite el dudoso resultado de alguna re-ceta extica hecha por primera vez. Abiola como el presi-dente socialista francs Franois Mitterrand, y aqu termi-nan las semejanzas era un tenaz discpulo de la doctrina

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    del itirayi. No era la primera vez que intentaba convertirse en presidente de Nigeria. Yoruba del sur, su primera y teme-raria incursin haba sido escarnecida y torpedeada por una conspiracin feudal del norte, que consideraba ridculo que alguien exterior a su cofrada soase siquiera con gobernar el pas. Agarraron el dinero de Abiola a montones pero despreciaron abiertamente sus ambiciones. l emprendi una retirada estratgica, se tom su tiempo, se lanz a una cru-zada filantrpica y ampli y reforz su base poltica. Al se-gundo intento triunf. Y por eso lo mataron.

    Tengo la tentacin de hacer responsable a esta ltima prdi-da, por encima de otras candidatas, de la casi total falta de emocin de este regreso, como si el foco de la lucha personal hubiera desaparecido violentamente en un vrtice. Pero la cosa va ms all del peso deprimente de esa ausencia. No vuelvo a ningn territorio abandonado; he permanecido aqu por compulsin, casi con una intensidad agotadora, durante estos cinco aos.

    Cuando el capitn del avin anuncia que hemos entrado en el espacio areo nigeriano, me vuelvo instintivamente ha-cia la ventana. La sombra del avin baila sobre los dispersos minaretes y ciudades amuralladas del norte. Todava esta-mos a cierta distancia de nuestro destino; falta atravesar en toda su extensin el territorio del pas. Por un instante me parece haber vislumbrado un oasis pero es apenas un deste-llo de sol en un techo de acero acanalado, sin duda una f-brica. Mi mente se traslada la suerte que corri mi casa, el modesto sueo fundacional. Pues bien, eso s que lo abando-n efectivamente, quizs en defensa propia, ladrillo a ladrillo y viga a viga, incluido el amplio terreno silvestre donde ha-ba experimentado y triunfado contra toda probabilidad, segn me dijeron con el cultivo del hoy raro y salvaje ag-

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    bayn, esa baya tenaz que proporciona a cualquier bocado una dulzura natural que se mantiene durante horas. Genera-ciones enteras de agricultores frustrados mantenan la tra-dicin de que nunca fructificaba en cultivos. Mediante ensa-yo y error, variando las combinaciones de sol y suelo, de humedad, sombra y todo lo que alcanzara a recordar de mi coqueteo de aficionado con la vinicultura, yo obtuve un xi-to fenomenal del que, como no soy agricultor, me enorgulle-ca hasta la exageracin. La mayor y el menor de la familia, Tinuola y Folabo, son los que tienen mano para la huerta. Femi, el que me sigue a m Jamani, para que el apodo de infancia lo distinga de su tocayo OBJ es el pescador. Yo me inclin por la caza. Cultivar el agbayn fue adems una irona, porque no me gustan los dulces y las bayas se las dejo a los dems.

    Tambin estaba mi bosquecillo de menta silvestre. Cuan-do en 1985 me retir del sistema universitario nigeriano, pen-sando en cmo iba a sobrevivir, consider, entre otros, un proyecto para congelar o secar mi menta silvestre y venderla, sobre todo a bares y casas de t de todo el mundo. Desde haca mucho tiempo, uno de mis pasatiempos favoritos con-sista en imaginarme convertido en un pequeo mercader disidente que produca y comercializaba, prcticamente des-de el umbral de su casa, uno o dos productos selectos, y as ganaba lo suficiente para dedicarse a labores puramente creativas. Lo que estimulaba esta fantasa, supongo, era mi fascinacin por el mundo de la Cristiana Feroz, aquella mo-desta comerciante de gneros surtidos. Yo saba que no iba a resultar en nada productivo, pero sentarme en las amplias terrazas, vigilar mi seoro y tejer la mgica alfombra de una vida de interdependencia entre el arte y la granja me depara-ba momentos de dicha sin igual. El minibosque de menta silvestre y el agbayn estaban destinados a no ser ms que paisajes para la contemplacin. Yo disfrutaba vindolos cre-

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    cer, olisqueando el aire a su alrededor y volando con ellos a miradas de ciudades dentro de envases cerrados al vaco. Pero lo nico que haca era echar unas hojas de menta a la copa ocasional y distribuir las bayas de agbayn entre los amigos. Cientos de ellas las olvidaba en el congelador, don-de inevitablemente se pudran cuando el infame sistema elc-trico suspenda su dbil suministro durante largos perodos coincidentes con mis ausencias de casa.

    Puede que siga flotando sobre la finca el recuerdo del nico homenaje que alberg. En el primer aniversario de la muerte de Femi Johnson o ms precisamente de su reinter-namiento, la Fundacin recibi a su primer husped, un husped ausente y residente perpetuo. Entonces el predio co-br vida, poblado una sola vez por la tribu creativa a la cual deba servir. Trato de recordar las voces y los rostros llenos de animacin: la poetisa y periodista Odia Ofeimn; el crti-co Biodn Jefiyo; Tunji Oyelana y Jimi Solanke, msicos y actores; la cantante y colaboradora de toda la vida Frances-ca Emmanuel; Bola Ige, abogado y poltico amigo de las ar-tes y poeta ocasional... Formalmente pusimos a un ala el nombre de nuestro amigo, sacrificamos una cabra y consu-mimos calabazas de vino de palma y cajas y cajas de sus parientes embotellados, etiquetados y expatriados. Cele-brbamos la vida de Femi Johnson? O era un paliativo ms a la prdida? Qu importaba; Femi era uno de los nuestros, actor y cantante adems de hombre de negocios, y entre esos muros estbamos sellando su recuerdo.

    Recuerdos, s, pero y el envoltorio fsico de la idea? Mentalmente abandonado al menos eso sigo esperando, se escurri hasta el fino arroyuelo que yo haba ampliado en un estanque artificial, ms all de las zonas de captacin y las arboledas de reposo de las mrgenes, hoy sin duda ence-nagadas o cubiertas por el fango oleoso que rezuma perezo-samente de ese suelo extrao. Recuerdo que hubo un tiempo

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    en que abandon hasta el jardn de cactus, una erizada falan-ge de mojones espinosos a la que yo haba asignado la fun-cin de cubrir mis restos: s, una prueba final de mi desarrai-go. Y precisamente por haber renunciado a aquel ltimo lazo, frente a la posibilidad de que me mataran en el exilio, a raz de un encuentro casual, de una revelacin, me aferr vidamente a la isla de Jamaica. Atribu a ese acontecimien-to una dimensin fatdica; lo interpret como un pronuncia-miento solemne y una ofrenda de los predecesores a los do-minios ancestrales. Por desgracia, incluso el sucedneo se revelara traicionero y, de nuevo, me infligira la leccin que yo crea haber aprendido: no afirmar nunca rotundamente que algo es mo, no apegarse nunca a nada, ni siquiera a una futura tumba.

    En 1990, cuando segn mis notas Nelson Mandela fue libe-rado e hizo de Jamaica una de sus etapas para reunirse con el mundo de los vivos, yo hice en la misma isla un descubri-miento asombroso. Si Mandela descubra el espacio de la libertad a escala global, yo descubra un micromundo basa-do en la libertad. Emprend un peregrinaje que, con un co-mienzo sentimental, evolucionara hasta convertirse en un vnculo enfermizo.

    El hecho de coincidir en Kingston con Mandela aun-que all no nos llegramos a reunir nunca revisti mi des-cubrimiento de una indefinible sensacin de augurio, aun-que recordemos que por entonces, como una gran parte del mundo, yo pensaba ms en el calvario de aquel hombre y en su lucha contra el apartheid en Sudfrica que en los asuntos de su relevo continental, el horror de la nacin ni-geriana abachizada. Adems de participar en las obliga-das manifestaciones por la libertad de Mandela, en campa-as de boicot, conferencias, comisiones contra la represin

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    de las protestas y dems, cuando era estudiante present en el Royal Court Theatre de Londres una de mis primeras obras, La invencin, sobre las locuras del apartheid. Dca-das despus de aquella produccin titul una seleccin de poemas La tierra de Mandela y otros poemas, y en 1986, al preparar el discurso de aceptacin del Nobel, me pareci muy apropiado dedicrselo a l. (Fue el discurso en el cual, para mi eterno pesar, inclu a Montesquieu entre los for-jadores del pensamiento racista europeo... Ojal la sombra de Montesquieu encuentre en su corazn ancestral un per-dn para ese libelo!)

    Encontrarme de nuevo en Kingston en 1990 para dar una conferencia, por primera vez en quince aos y justo cuando toda la ciudad se volcaba en Mandela, ya era ms que suficiente. Era un presente simblico que yo tom como personal, no compartido con las multitudinarias hordas ex-tticas que haban trabajado por su libertad y ahora la feste-jaban. Pero descubrir al mismo tiempo una parte de mi pa-tria en un pas tan lejano... caramba, eso era un milagro que slo un avatar de Mandela habra podido hacer!

    Porque fue durante aquella visita, la segunda que haca a la isla en mi vida, cuando tuve noticia de una colonia de es-clavos llamada Bekuta, un nombre que despert en mi men-te ecos de nada menos que el nombre de mi ciudad natal, Abeokuta. Esta conjuncin de siglos con mi historia me hizo estremecer hasta la mdula. Un encuentro con los descen-dientes de mi pueblo en una lejana isla del Caribe, en las colinas de la antao colonia de esclavos llamada Jamaica?

    En su huida de las plantaciones de la llanura, el grupo de descendientes de esclavos fundadores de la colonia haba buscado una serrana que, adems de impenetrable para los patrones que los perseguan, a ellos les recordara su hogar. La encontraron en el condado de Westmoreland, y all se establecieron, en unas colinas rocosas que haban llamado

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    Abeokuta. Yemi Adefuy, el alto comisionado nigeriano en las Indias Occidentales, conoca ya la historia y estaba impa-ciente por concertar una visita. Lo que para l y otros era un hallazgo apasionante pero acadmico, para m era una ex-periencia profundamente conmovedora. Por cierto, me re-sultaba extrao que durante la visita que hice en 1976 al Carifesta, el Festival Caribeo de las Artes, nadie en la isla me hubiera mencionado la existencia de la colonia ni me hubiera propuesto visitarla.

    Me informaron de que un nigeriano famoso, ahora tam-bin fallecido, me haba precedido en ese viaje de descubri-miento privado. Se trataba de Fela Sowande, compositor de espritu muy diferente al de su tocayo ms joven y famoso, el iconoclasta rey del afro-beat Fela Anikulapo Kuti. To-talmente abrumado, Sowande se haba echado a llorar. Aos ms tarde, este primo mayor ejercera sobre m una involun-taria venganza emocional: cuando irrumpi al frente de los violines y violonchelos de la orquesta sueca mientras yo su-ba al estrado de Estocolmo para recibir el Premio Nobel, para interpretar su sinfona Obanjigi, basada en melodas de nuestro comn lugar de nacimiento, estuvo a punto de ha-cerme cometer la desvergenza de derramar lgrimas. La lucha fue breve pero intensa! Los peascos de mis orgenes me mantuvieron firme, pero habra podido pasar cualquier cosa. (Y qu horror me da pensarlo: el maestro de ceremo-nias inmaculadamente planchado, encintado y fajado, el mis-msimo prncipe consorte de Suecia, prestndome su paue-lo!) Las ceremonias de Estocolmo no deberan provocar sorpresas de esa ndole a susceptibilidades maduras!

    No bien la isla empez a superar la resaca de la visita de Mandela, ansiosamente respond a la llamada de Bekuta. All conoc a uno de mis ancestros vivos, la habitante ms antigua de la colonia, frgil como caba esperar de un ser de ms de cien aos. Y que nadie se atreva a decirme que no

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    soy capaz de reconocer un rostro egba en cuanto lo veo! La apergaminada tirantez, los rasgos inconfundibles de la ms-cara mortuoria egba tan inmutablemente capturados en Ogboni, la pintura de Demas Nwoko* dejaban clara constancia de sus orgenes frente a cualquier escepticismo. Si hubiera tenido algo ms de movilidad, estoy seguro de que el cuerpo de aquella mujer habra reforzado lo que afirmaba su rostro. Al caer definitivamente postrada, haba mandado que le acercaran la cama a la ventana que daba a las colinas. Ahora slo esperaba que, al alba y al ocaso, sus ojos se abrie-ran y cerraran sobre aquellas rocas hasta el momento final.

    Era la nica superviviente de los colonos originales. Te-na una voz notablemente fuerte. Imagin yo el inconfundi-ble retintn egba en su patois jamaicano? Desde luego, pero qu presuncin dejar que persistiera en la resonante cmara de mi cabeza! Ah, s, en realidad se llama A-be-o-ku-ta nun-ca la msica haba sonado tan bronceada, tan ancestral en su autoridad, se es el nombre, pero cuntos de ellos pue-den acordarse? Como no se lo recuerde yo, ni saben qu significa. Cuando vinimos yo era una nia. Cuando los nues-tros bailan para vosotros y os cocinan fufu, ewed, jogi y otras comidas de nuestra tierra, nadie viene a deciros que descendemos de los esclavos de A-be-o-ku-ta. Pero s, se ha perdido mucho. El gobierno ayuda un poquito, a veces vie-nen, traen visitantes y el consejo local conserva nuestra his-toria montando representaciones todos los aos. Respeta-mos las estaciones de los dioses, Sang, Obatal, Ogn...** Antes tenamos un babalawo,*** pero creo que ya nadie sabe leer el Ifa...**** Hay jvenes que se van y no regre-

    * Pintor y escultor nigeriano. ** Divinidades yorubas. *** Adivino, sacerdote de orculos. **** Corpus de adivinacin.

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    san... De hecho los mejores bailarines son los ms viejos. Ellos mantienen vivas las tradiciones. Ensean a sus hijos, pero los hijos no estn muy interesados. Como slo hacen estas cosas cuando hay visitas importantes, no sabemos qu suceder cuando los viejos se mueran...

    A la sombra de las elevadas colinas en ningn otro si-tio encontrara el dios Ogn morada ms amena bailaron para nosotros los serenos, ceremoniosos pasos egba y coci-naron platos cuyas recetas haban conservado cuidadosa-mente desde el desaparecido hogar de antao. Eran los exi-liados de la vida, los exiliados de las generaciones, los que haban muerto para su hogar lejano y renacido para una tierra nueva, gentes para las cuales la llamada del origen haba ido menguando con el tiempo y se haba disipado en los vientos del trnsito, entre las brumas de las cascadas y las colinas de Bekuta. Melanclicamente desvanecida en el do-minio de las leyendas, de las divinidades de las montaas y los valles, esa antigua llamada se encarnaba en modos de pura representacin que subrayaban cada vez ms su carc-ter de puro vestigio. Siempre sumisa al presente, la reminis-cencia entraba cautelosamente en los espacios de recupera-cin de templos y patios de escuelas. Las exigencias del presente carrera, supervivencia econmica, poltica y todo lo dems reforzaban su supremaca sobre la memoria y el sentimiento. Despus de cada aparicin, las mscaras trans-figuradoras y los trajes originarios volvan a su habitual pa-radero en cajas y estantes alcanforados... hasta la prxima ocasin festiva o conmemoratoria.

    En mi encuentro con la colonia en el Ao de la Libera-cin de Mandela no pens ni remotamente en el exilio, ese estado vvido de animacin suspendida. Estaba de visita y prefera ver a la escasa poblacin de Bekuta no como un grupo de exiliados sino como una de las muchas ramas del egba: un clan de vagabundos que haba desaparecido un da

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    en el bosque y no haba podido encontrar an el camino de regreso. Respecto a mi futuro, el exilio no estaba en el table-ro de adivinacin.

    Tres aos despus las cosas haban cambiado. Haba un nuevo dictador, Sani Abacha, y un plan idntico la perpe-tuacin de un gobierno militar, pero con una actitud men-tal diferente y una red cada vez ms cruel y extendida para aplicarlo. El pensamiento de la muerte real no ya la reme-diable veleidad del exilio como imitacin de la muerte se convirti en mi compaa constante y estridente. Lanzado a una misin tras otra en busca de lo que sin duda habra de ser la clave para recobrar el espacio propio, mi mente se re-fugiaba en Bekuta. No era nada enfermizo; slo una posibi-lidad prctica que me miraba a los ojos. Agitado por la idea de que amigos equivocados o mi familia llevaran algn da mis restos a Nigeria, anunci abiertamente que, en caso de que sucediera lo peor, no quera que los pies triunfantes de Abacha pasearan su torpeza de elefante sobre mi cadver y decid establecerme en la tierra sustitutiva de Jamaica. Inici pues los preparativos para comprar un pedazo de terreno en Bekuta.

    Cuando en 1995, poco menos de dos aos despus del exilio derivado del ascenso al poder de Abacha, hice mi siguiente y decisiva visita a Jamaica, conclu que el destino me haba echado el lazo. El vehculo fue The Beatification of Area Boy (La beatificacin del muchacho de la zona), una obra origi-nalmente pensada para Lagos pero que ahora iba a estrenar-se en el pas de los rastas. Bekuta me hizo seales. El primer fin de semana en Kingston me encontr conduciendo por las pendientes en forma de horquilla de la carretera de montaa que llevaba a Westmoreland. Estaba impaciente por firmar la escritura de mi parcela de cactus en Bekuta. En el coche

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    iba conmigo Gerry Feil, mi amigo americano y director de cine, de inagotable energa bombeada por un cuerpo volu-minoso y unos rasgos permanentemente irritados que, con la edad, maduraban convirtindolo en un aceptable doble del patriarca de la familia Picapiedra. Haba llegado a Kingston con su hija Anna, llamada mi hija de vino. Nuestra especial relacin se remontaba a su consagracin ceremonial al vino cuando era nia, un rito de paso obligado en mi casa, donde mi madre elige entre ser cmplice voluntaria, dejarse inmo-vilizar ella misma con una dosis generosa o ser encerrada en el bao hasta que todo acabe. La prolongada devocin a la causa del vino transmitida a travs de la nobleza enfila de Francia result en el reconocimiento que ms valoro, por encima incluso del Premio Nobel. Durante una conferencia que di en la Universidad de Tours, el vicerrector y yo fuimos arrastrados a una profunda cava de mltiples cmaras. All, sin que obstaran mis dbiles pretextos de ineptitud, fui ad-mitido en la Commanderie de la Dive Bouteille de Borgueuil et de St. Nicolas de Borgueuil, una orden con siglos de anti-gedad que se jacta de haber contado entre sus miembros con Rabelais, Voltaire y otros humanistas ilustres. Fue defi-nitivamente el punto culminante de mi carrera.

    Gerry me haba visitado varias veces en Nigeria, en Iba-dn, Ife y Abeokuta, la primera vez como miembro del equi-po de la directora de cine britnica Joan Littlewood, que quera filmar mi obra The Lion and the Jewel (El len y la joya). Cada visita llevaba la marca de algn acontecimiento memorable, pero quiz ninguna fue tan inquietante como su estancia en Abeokuta cuando yo viva en unas habitaciones de alquiler y supervisaba la construccin por entonces modestamente concebida de la que podra llamar mi pro-pia casa por primera vez en mi vida. Gerry, para quien la combinacin de calor y humedad era siempre una amenaza en potencia, durmi en mi coche, con el motor encendido

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    para garantizar una atmsfera respirable. Por desgracia mi casa careca de aire acondicionado. Esto significa que aque-lla noche un espectro terco se me peg en la cara interna de los prpados y me impidi dormir: el cadver de Gerry, a la maana siguiente, entre los humos de gasolina que se ha-bran filtrado en el coche. Haba resultado intil la tentativa de ofrecerle una baera llena de agua fra, donde hubiera corrido menos peligro de ahogarse por inmersin que en el coche respirando monxido de carbono. Mi husped insista en que, si bien no tena miedo de ahogarse, la inmersin en agua agravara la enfermedad. Me pas la noche bajando cada media hora a mirar a travs de algn claro en los cris-tales empaados si todava segua respirando. La noche si-guiente, tras una intensa campaa de persuasin, logr trans-ferirlo a una habitacin con aire acondicionado no lejos de la ma, slo por las noches, y mientras pudo pasar unos das con un anfitrin que de otro modo se habra convertido en un manojo de nervios.

    La invitacin a Westmoreland era sobre todo para Anna. Por entonces ella necesitaba un tema para su tesis de antro-pologa social y se me ocurri que la historia de Bekuta pareca hecha a propsito: dispersin violenta, exilio, escla-vitud, liberacin, la bsqueda de un hogar sustitutivo y... restablecimiento. Era un tema de investigacin por el cual no intent disimular mi propio inters. Qu haba quedado de las culturas del pas de origen? Cmo se haban adapta-do los descendientes? Haba subsistido la poligamia? Este ltimo interrogante lo suscitaba algo ms que un inters superficial por el retorno a las races. Quiz produjese crite-rios objetivos para evaluar una filosofa social que contras-taba tan rotundamente con la poligamia serial tal como se practicaba en el mundo occidental avanzado. Exista en la nueva microcultura del aara Bekuta (pueblo de Bekuta) algn sincretismo con las culturas de otros colonos o ind-

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    genas jamaicanos? Y as sucesivamente. Anna viajaba pro-vista de una grabadora y una cmara de vdeo, con el fin de recoger suficiente material de presentacin para persuadir a los supervisores de que el tema mereca una tesis. Yo estaba dispuesto a acompaar su informe con una recomendacin de aspecto tan tentador escrita incluso en verso suelto, si eso ayudaba que los supervisores salivaran e incluso tra-taran de sacar el proyecto adelante para alardear con los extractos.

    En aquel encuentro decisivo nos llev un tiempo encon-trar la aldea, ms an que el viaje desde Kingston, durante el cual el conductor se esforz al mximo, a travs de caminos traicioneros y a veces vertiginosos, para asegurarse de que llegramos prematuramente a mi terreno soado para la vida pstuma. De regreso a Kingston, sin embargo, tuve motivos para lamentar que no lo hubiera conseguido, que no hubiese acabado con mi sueo del modo brutal en que pareca capaz de hacerlo, tan completo fue el derrumbe de mis ilusiones. Aunque slo haban pasado cinco aos desde mi visita Mandela, daba la impresin de que casi nadie en las al-deas vecinas haba odo la palabra mgica: Bekuta! Aunque a algunos se les iluminaban los ojos al or ese sonido, no es-taban seguros de que el lugar existiese an. Bekuta? Claro, yo una vez estuve. Pero encontrar a alguien viviendo all todava?

    Nos habamos embarcado en una empresa particular; al contrario que los negros americanos, no buscbamos races sino afluentes. Como en Jamaica era fiesta, uno de esos fines de semana infinitos, no haba guas oficiales. Tampoco era que yo los necesitase, fanfarrone. La sangre llamara a la sangre, no importaba que por rutina yo me refiriese a m no como egaba sino como ijegba: matrimonio de Ijebu y Egba, las dos ramas yorubas de mi ascendencia. En cuanto a los descendientes locales de los clanes egba que bamos a encon-

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    trar, haca tiempo que haban reemplazado el vino de palma y la nuez de cola por el ron y la yerba y el juju, y el agidigbo la msica social de los yorubas por el calipso y el reg-gae. Por suerte era tal mi impaciencia que la misma tarde en que llegamos, y pese a lo avanzado del da, decid que antes del anochecer haramos un primer reconocimiento. Si elimi-nbamos varias pistas falsas, para el da siguiente slo que-daran unos pocos caminos de montaa sin salida.

    Y en efecto, a la maana siguiente encontramos Bekuta sin ningn problema. La anciana haba muerto, pero eso era de esperar: llevaba mucho tiempo dispuesta a que la convo-caran. Era ella quien a fuerza de voluntad haba mantenido la colonia y sus tradiciones vivas; y aunque nosotros lo sa-bamos, no tenamos idea de lo solitaria que haba sido la tarea, hasta qu punto su espritu haba sido la fuerza exis-tencial de la aldea. Ahora su hacienda haba muerto con ella. Los jvenes juntaron los brtulos y partieron. A la nieta de la mujer, establecida a un breve paseo de Bekuta, mi peregri-naje le result divertido... Pero esas bobadas sobre frica no le importan mucho a nadie. Ella era la nica que las guarda-ba en la cabeza, y desde que muri a nadie le interesan. Si hubiera sabido qu daga oxidada estaba usando para ras-garme las entraas!

    Sin embargo, como descubrimos al visitar el emplaza-miento primitivo y las reliquias humanas supervivientes, ha-ba un claro y obstinado retraimiento. Interrogamos a uno tras otro, y Anna tom notas y film la miniatura de aldea con su cmara en miniatura, pero era obvio que no era un tesoro para el futuro investigador y menos sustancia an pa-reca haber en mi bsqueda. Proporcionaba cierto consuelo como si en los recovecos de algn que otro corazn rigiera an el espritu de la difunta matriarca que la hija, su pro-pia hija desdeosa, fuera incapaz de desarraigarse por com-pleto. All se haba quedado, y en su pequeo huerto estaba

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    la tumba de la madre, ntida, amorosamente cuidada, al am-paro de las colinas ante las cuales, esperaba yo, se haban cerrado los ojos de la matriarca.

    Pero los tiempos haban sido crueles con Bekuta. Frag-mento a fragmento, la historia de la muerte del poblado fue surgiendo de voces indiferentes. Unos aos antes, uno de los torrentes desbordados en las montaas haba barrido en una inundacin fulminante buena parte de las casas de la ladera, haba anegado cultivos y hasta se haba cobrado un tributo en vidas. Algunos supervivientes se establecieron en terrazas cavadas en las colinas, protegidas por peascos, pero la ma-yora lo hicieron en la planicie inferior. Un ao ms tarde la naturaleza volvi a golpear y, con la nueva inundacin, a Bekuta se le quebr el nimo. Ahora la aldea agonizaba y la muerte de la anciana no haba hecho sino sellar su destino. Tres o cuatro aos despus del fallecimiento desaparecieron los ltimos de la pequea comunidad, y con ellos toda hebra de vida humana. La selva haba reclamado su espacio.

    Abatidos, volvimos al hotel. Y entonces, mientras me lama las heridas echado en la cama, del otro lado del ocano, a travs de decenas de miles de kilmetros, vol hacia m otro espritu egba. La noticia lleg por el transistor y me son rarsima, una contradiccin flotante distanciada del mundo del que acababa de ganarme un rechazo amoroso y a la vez imbuida de l. Haba muerto mi joven primo, el abami eda* que el mundo conoca como Fela Anikulapo Kuti. No haba cumplido an sesenta aos.

    Pantalones a rayas y un torso desnudo sobre el cual en escena se balanceaba un saxo o un micrfono; el derrame de una meloda improvisada en calzoncillos mientras reciba a

    * Ser nico y extrao.

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    invitados o periodistas en el patio de su casa, una sala de ensayo o en cualquier lugar donde celebrara audiencia: se era un rasgo caracterstico de su inconformismo inquebran-table. Mucho ms reveladores que el atuendo mnimo, sin embargo, eran su crneo rapado y los ojos saltones, perma-nentemente inyectados en sangre debido a su indiferencia hacia el descanso y a las densas infusiones de marihuana. Cantaba con una voz rugosa destinada no a seducir sino a arrebatar con mensajes mordaces. Flaco y gil, Fela saltaba por el escenario como un gato pardo escaldado cuyo maulli-do era un rumor de riffs obtenidos de un saxofn que al parecer cuidaba mejor que su cuerpo. Su msica, para mu-chos, era tanto una salvacin como un eco de las angustias, frustraciones y reprimidas violencias de sus vidas. La raza negra era comienzo y fin del conocimiento y la sabidura; la misin vital de Fela era liberarla mental y fsicamente. Me impresion que, como si fuera una especie de portento, mientras yo visitaba un lugar tan lejano, impelido bien que sobria, objetivamente por pensamientos de muerte, me hubiera enterado de que acababa de morir un msico de mi familia, el incontenible rebelde Fela Anikulapo Kuti.

    Cmo resumir a Fela? Decir que era un mero populista sera inadecuado. Sin duda era radical, y a menudo de forma simplista. Flaco como una vaina de alubias, con una cabeza que a veces pareca una mscara funeraria que slo se ani-maba en el escenario o en las discusiones (aunque sera ms exacto hablar de peroratas en serie, porque era incapaz de intercambiar argumentos, sobre todo polticos). Nadie sino Fela habra concebido un disco segn las virtudes heroicas de tres individuos tan incompatibles como Kwame Nkru-mah, de Ghana, Sekou Tour, de Guinea, y ay, s, en efec-to Idi Amin Dada, el terror de Uganda. Con todo, para mi primo bastaba que en un momento u otro los tres hubieran retado o ridiculizado el poder imperial; toda voz que se alza-

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    ra para denunciar los asesinatos de Idi Amn o las celdas de tortura de Sekou Tour era la voz de un monigote occiden-tal, un agente de la CIA o un lacayo del imperio. En la pol-tica en blanco y negro de Fela no haba zonas grises.

    La noche se llen de un parpadeo de recuerdos. Una de mis ltimas experiencias preciosas, por ejemplo: ser califica-do como comida para perros. Corra 1984 y yo haba viajado a Pars para hacer campaa por la libertad de Fela preso de otro dictador, el general Buhari en un gigantesco festi-val de msica. El gobierno de Buhari lo haba encarcelado por cargos falsos de delito monetario. Bajo el antirracismo general y la consigna Touche pas mon pot! (No toquis a mi amigo!), los organizadores del concierto planeaban dedi-car un espacio especial a difundir la injusticia cometida con Fela y movilizar a la opinin mundial en su favor. Yo haba aceptado la invitacin con muy poco tiempo y nunca haba asistido a un concierto de msica pop, poco dado como soy a los altos decibelios y las masas excitadas.

    El problema surgi de mis esfuerzos por acercarme a la arena sagrada en cuya tienda se reunan artistas, tcnicos y otros participantes. En cuanto hube dejado la maleta me precipit del hotel derecho al lugar y sin la docena o ms de credenciales requeridas para abrir la serie de barreras; al-guien haba olvidado hacrmelas llegar. La imagen que me qued grabada del concierto es la de estar en cada barrera a punto de ser devorado por una jaura de pastores alsacianos obviamente famlicos, azuzados por sus cuidadores aunque fingiesen contenerlos. Nadie conseguir convencerme de que a esos perros los alimentan, ni de que no los adiestran para identificar a cualquier ser humano inocente como su siguien-te comida! Yo haba visto filmaciones de policas blancos soltando monstruos similares sobre manifestantes negros contra el apartheid en Sudfrica. Jams me haba pasado por la cabeza que un da estara cerca de desempear el pa-

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    pel de esas vctimas en Pars, y menos como invitado de ho-nor. Asum que mi misin era entregar un mensaje al mundo y, al punto, huir de ese ambiente txico y estrepitoso, en donde millones de personas presumiblemente cuerdas vivi-ran realmente una noche de xtasis, a la cordura del caf ms lejano. Pero una vez a salvo tras las vallas protectoras, llev a cabo la misin con la debida dignidad, como le corres-ponda hacerlo a un embajador del Presidente Negro, uno de los muchos ttulos no oficiales de Fela, y pronunci el mensaje ante una enorme imagen suya y mientras su msica atronaba en la noche parisina.

    Durante casi sus cinco ltimos aos de vida Fela estuvo convencido, no slo de ser la reencarnacin de un dios egip-cio, sino de que haba empezado a invertir el proceso de en-vejecimiento y volvera a la adolescencia y la infancia. Si esto era cierto, mi aburo debe de haber visto su funeral sin que los simples mortales notaran su presencia. Amortajado en una calma de marihuana porque no dudo de que en el cielo de Fela haya jardines de ganja de primera habr disfrutado de la irona de un entierro cuya magnitud fue un inintencio-nado don para nosotros, los de fuera. Lo sepultaron solem-nemente en el enorme hipdromo de Onikan, en el corazn de Lagos, hoy degradado monumento a la vanagloria que se hizo construir un dictador anterior, Yakubu Gowon. Conce-bido para los desfiles que mostraran la dignidad y el esplen-dor del rgimen militar, la primera dignataria extranjera en agraciarlo deba ser la reina Isabel II de Inglaterra. Lamenta-blemente, mientras asista en frica Oriental a un encuentro con otros jefes de Estado del continente, Gowon se enter de que un golpe organizado por su guardia palaciega acababa de derrocarlo y la visita real se cancel. Me pareci muy apropiado que se sepultase a Fela en aquel terreno, rodeado de un milln de compatriotas rindindole homenaje.

    El da del funeral de Fela se paraliz Lagos, toda activi-

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    dad fue suspendida y se mantuvo el acto ajeno a cualquier presencia del gobierno. La gigantesca multitud que acudi a despedirse de ese disidente ruidoso e incansable quera ante todo rendirle homenaje. Pero aparte de esto el acto fue un desafo a la tirana de Sani Abacha. Pese a sus exabruptos quijotescos, casi blasfemos desde que parecan apoyar a la dictadura, el mensaje fundamental del arte y el modo de vida de Fela era el anatema contra cualquier rgimen militar o dictatorial; por eso nunca dej de ser persona non grata para Abacha, cuya persecucin de Beko, el hermano de Fela, re-cordaba al msico rebelde que ni l era intocable. El funeral de Fela fue pues una ocasin que el pueblo aprovech al mximo, volcndose en la calle en un reto a la prohibicin de reuniones pblicas, convirtiendo al Presidente Negro, aun en su forma inerte, en portavoz de los sentimientos reprimi-dos. Ni la polica ni los militares se atrevieron a dar la cara; pocos y excepcionales uniformados acudieron a rendirle tri-buto. Muy abiertamente, sin tratar de ocultar su identidad, se pararon junto al atad y saludaron al difunto azote del poder corrupto, la cultura simiesca y el militarismo. Para nosotros fue acto de solidaridad imprescindible.

    Al margen de la adulacin pblica, yo retena en la men-te una imagen de Fela con dcadas de antigedad; una ima-gen privada, no la conocida figura del torso desnudo sobre pantalones con lentejuelas, versin flaca de James Brown saltando por el escenario con un bro inimitable. Fue una revelacin vislumbrada durante una de las infrecuentes visi-tas que le haba hecho, un momento de reposo en que sus pen-samientos ntimos parecieron imponerse a sus ojos penetran-tes, aquietndolos y convirtindolos en ventanas profundas a un ser melanclico y profundamente insatisfecho. No haba pblico ni necesidad de actuar. Colgado de los labios, el fa-miliar y mal liado porro, grande como medio puro, se con-suma propagando humo suficiente para intoxicar a ms de

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    cien personas. Fela tena una mirada distante, cargada de descontento, y en sus ojos cre leer, a la vez que un anhelo de transformar el fumigador amargo que le brotaba de entre los labios en un agente transformador de las podredumbres del pas, el reconocimiento de que l era impotente para reali-zarlo, de que la inmensidad burlona de la tarea lo manten-dra perpetuamente atormentado, inconsolable.

    Encontr en el fallecimiento de Fela una simetra priva-da, sobre todo en la manera en que eligi tocarme en un es-pacio remoto de familiaridad separada pero estrecha, como si me hubieran enviado esa muerte pblica mediante ondas de radio para religarme a un paisaje distante pero cada vez ms mermado. Pese a la carga de una privacin doble, acep-t como un hecho que no era mi destino ser enterrado de Bekuta; pero me mostr cauteloso ante la posibilidad de to-mar la prdida de Fela-Bekuta como una profeca de que no iba a morir en el exilio.

    Bekuta ha muerto; larga vida a Abeokuta? O a cual-quier cosa que tire de nosotros inexplicablemente, como si Ogn dirigiera su imn a nuestros vasos metlicos. Aquella mezcla de esperanza, plegaria y duda lanzada a las colinas rocosas y su divinidad rectora, Ogn o las emanaciones que de l quedaran en las vetas de granito, tuvo el efecto de sim-plificar mi misin en el exilio e intensificarla. De regreso en Kingston, aprovech la primera ocasin para comunicar que haba cambiado mi ltima voluntad y testamento! Sepultar-me en Bekuta, anunci, sera lo mismo que sepultarme en alguna selva prstina que hubiera regalado el alma. Puesto que la esperanza de encontrar otra Bekuta fuera de Nigeria exceda la ley de las probabilidades, mi misin en el exilio se hizo cada vez ms personal: aplicar cada segundo de las ho-ras de vida a recuperar mi jardn de cactus, pero purgado para siempre de la posibilidad de que lo pisara un tirano triunfante.

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