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Un abogado experto en paraísosfiscales, de la prestigiosa asesoríafinanciera británica Single & Single,muere asesinado en la costa turcade un tiro a la cabeza. Su muertetiene todos los ingredientes de unaejecución, un castigo ejemplar. Poresas mismas fechas Oliver, unanimador de fiestas infantiles, esconducido a un banco de un pueblode Devon a media noche parajustificar el repentino ingreso deuna exorbitante suma en su exiguacuenta. Por otra parte, un cargueroruso es abordado y detenido por lapolicía en el mar Negro, y un

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famoso financiero londinensedesaparece sin dejar rastro.Entretanto, un funcionario deaduanas, Brock, investiga un casode corrupción internacional…

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John Le Carré

Single & Single

ePUB v1.0NitoStrad 21.02.2012

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Título: Singel & Single

Autor: John Le Carré

Traducción: Carlos Milla Soler

Lengua de traducción: InglésLengua: Español

Edición: marzo 2000

ISBN 10: 84-01-01350-X

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La sangre humana es una mercancía.

Comisión Federal de Comercio deEstados Unidos, 1966

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Capítulo 1

Esta pistola no es una pistola.O tal era la firme convicción del

señor Winser cuando el juvenil AlixHoban, gerente para Europa y directorejecutivo de las delegaciones de Trans-Finanz en Viena, San Petersburgo yEstambul, introdujo una pálida manobajo la delantera de su chaqueta italianay extrajo no una pitillera de platino niuna tarjeta de visita grabada, sino unaestilizada pistola automática negra conreflejos azules, en impecable estado, yla apuntó al caballete de la nariz

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aguileña pero estrictamente pacífica delseñor Winser desde una distancia dequince centímetros. Esta pistola noexiste. Es una prueba inadmisible. No esuna prueba en absoluto. Es una nopistola.

El señor Alfred Winser era abogado,y para un abogado los hechos estabanpara impugnarlos. Cualquier clase dehechos. Cuanto más evidentes parecíanal profano en derecho, tanto másenérgicamente debía refutarlos unabogado escrupuloso. Y en aquelmomento Winser era tan escrupulosocomo el que más. Aun así, en suestupefacción, se le cayó el maletín. Oyó

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el golpe contra el suelo; notó su pesotodavía por unos instantes en la palmade la mano; vio de refilón su sombraproyectada ante los pies. Mi maletín, mipluma, mi pasaporte, mis pasajes deavión, mis cheques de viaje. Mis tarjetasde crédito, mi legalidad. Con todo, no seagachó a recogerlo, aunque le habíacostado una fortuna. Siguiócontemplando con mudo asombro la nopistola.

Esta pistola no es una pistola. Estamanzana no es una manzana. Pese a loscuarenta años transcurridos, Winserrecordaba aún las sabias palabras de suprofesor de derecho cuando el gran

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hombre hizo aparecer como por arte demagia una manzana verde de lasprofundidades de su raída chaqueta desport y la blandió para someterla a lainspección de su auditorio,mayoritariamente femenino: «Puedeparecer una manzana, señoras, puedeoler como una manzana, tener el tactode una manzana, pero ¿suena como unamanzana? -La agita-. ¿Se corta comouna manzana?» Saca un antiguo cuchillode pan de un cajón de su escritorio ygolpea. La manzana se transforma en unalluvia de yeso. Cantarinas risas mientrasel gran hombre aparta los fragmentoscon la punta de la sandalia.

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Pero no terminó ahí la insensatahuida de Winser por el camino de lamemoria. En un abrir y cerrar de ojossaltó de la manzana de su profesor a suverdulero de Hampstead, el barriodonde vivía y donde en ese momentohabría deseado hallarse con toda sualma: un proveedor de manzanas risueñoy desarmado con un alegre delantal y unsombrero de paja que vendía, además demanzanas, unos espárragos frescos deprimera calidad que gustaban mucho aBunny, la esposa de Winser, a pesar deno gustarle casi nada de lo que sumarido le llevaba. «Acuérdate, Alfred,verdes y que hayan asomado ya sobre la

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tierra -insistía ella, endosándole lacompra-. Y sólo en temporada, Alfred;los que se crían fuera de tiempo nosaben a nada.» ¿Por qué lo hice? ¿Porqué tengo que casarme con una personapara descubrir que no me cae bien? ¿Porqué no consigo ver claras las cosasantes del hecho consumado en lugar dedespués? ¿Para qué sirve una buenaformación jurídica si no es paraprotegernos de nosotros mismos?Mientras su aterrorizado cerebrobuscaba desesperadamente una posiblevía de escape, Winser halló consuelo enestas incursiones en su realidad interior.Lo fortalecieron contra la irrealidad de

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la pistola, aunque fuese sólo por unasdécimas de segundo.

Esta pistola sigue sin existir.Sin embargo Winser era incapaz de

apartar de ella la mirada. Nunca habíacontemplado un arma desde tan cerca,nunca se había visto obligado a tomartan íntima nota del color, la línea, lasmarcas, el bruñido y el estilo, todo elloclaramente expuesto ante sus ojos bajoun sol cegador. ¿Dispara como unapis tola? ¿Mata como una pistola?¿Aniquila como una pistola, haciendodesaparecer la cara y las facciones enuna lluvia de yeso? Audazmente, serebeló contra tan ridícula posibilidad.

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¡Esta pistola no existe, no existe enabsoluto! Es una quimera, unaalucinación provocada por el cieloblanco, el calor y la insolación. Es undesvarío debido a la mala comida, losmalos matrimonios, y dos agotadoresdías de reuniones cargadas de humo yenloquecedores traslados en limusina enmedio del bochorno, el polvo y losatascos de Estambul, debido alaturdimiento del apresurado vuelo aprimera hora de la mañana en el aviónprivado de Trans-Finanz por encima delos parduscos macizos de la Turquíacentral, debido al suicida viaje en cochede tres horas por carreteras costeras con

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pronunciados desniveles y curvascerradas bajo precipicios de roca rojahasta el fin del mundo, aquel árido ypeñascoso promontorio salpicado dematas de cambrón y colmenas rotas adoscientos metros sobre el Mediterráneooriental, con el sol matutino ya en plenoapogeo, y la imperturbable pistola deHoban -todavía allí y todavía ilusoria-mirando a su cerebro con igual fijezaque un cirujano.

Cerró los ojos. ¿Ves?, dijo a Bunny.No hay pistola. Pero Bunny, aburridacomo de costumbre, lo apremió a saciarsus apetitos y dejarla en paz, así queWinser optó por dirigirse al estrado,

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cosa que llevaba treinta años sin hacer:Su señoría, me hallo ante el grato deberde anunciar a este tribunal que el litigioentre Winser y Hoban se ha resueltoamistosamente. Winser admite haberseequivocado al insinuar que Hobanblandió un arma durante una reunión insitu celebrada en los montes de laTurquía meridional. Hoban, a su vez, haofrecido una completa y satisfactoriaexplicación de sus actos…

Y después de eso, por hábito o porrespeto, se dirigió a su presidente,director ejecutivo y mentor de losúltimos veinte años, el epónimofundador y creador de la Casa de Single,

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el único e inigualable Tiger Single enpersona: Aquí Winser, Tiger.Francamente bien, gracias, ¿y usted quécuenta? Me alegro. Sí, creo que puededecirse que todo va tal como ustedsabiamente pronosticó, y hasta elmomento las reacciones han sidoplenamente satisfactorias. Salvo por undetalle insignificante… ya aguapasada… ningún cambio sustancial…sólo que tuve la impresión de queHoban, el representante de nuestrocliente, sacaba una pistola. Unapequeñez, pura fantasía, pero unoagradecería que lo avisasenpreviamente…

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Aun cuando abrió los ojos y vio lapistola justo donde antes estaba, y lamirada de niño de Hoban fija en él alotro extremo del cañón, y su dedo índicede niño, sin vello, doblado en torno algatillo, se resistió Winser a abandonarel último bastión de su postura legal.Muy bien, esta pistola existe en cuantoobjeto, pero no en cuanto pistola. Es unapistola de pega. Una broma pesada,inofensiva y jocosa. Hoban la hacomprado para su hijo. Es una réplicade una pistola, y Hoban, a fin de aligerarun poco lo que para un joven es sin dudauna negociación larga y tediosa, la hablandido en una simple humorada. Con

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los labios yertos, Winser forzó unaespecie de desenfadada sonrisa enconsonancia con su novísima teoría.

– Bueno, debo admitir, señor Hoban,que ése sí es un razonamientoconvincente -declaró con audacia-. ¿Quéquiere que haga? ¿Que renuncie anuestros honorarios?

Pero en respuesta oyó sólo unmartilleo de fabricantes de ataúdes, quese apresuró a convertir en el tableteo delos albañiles que arreglabancontraventanas, tejas y tuberías en unalocalidad turística al otro lado de labahía, con las prisas de última hora paradejarlo todo a punto antes del verano

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después de pasar el invierno enterojugando al backgammon. En su afán denormalidad, Winser saboreó los oloresdel aguarrás, los sopletes, el pescado ala brasa, las especias de los puestos decomida ambulantes, y el resto de losdeliciosos y no tan deliciosos aromas dela Turquía mediterránea. Hoban ordenóalgo en ruso a sus colegas. Winser oyóunas acuciosas pisadas a sus espaldaspero no se atrevió a volver la cabeza.Unas manos le arrancaron de un tirón lachaqueta y otras tentaron su cuerpo:axilas, costillas, columna, entrepierna.Recuerdos de manos más gratassustituyeron a las de sus agresores, sin

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ofrecerle no obstante el menor solaz aldescender hasta las pantorrillas y lostobillos en busca de un arma oculta.Winser no había llevado un arma en lavida, ni oculta ni a la vista, a menos quese considerase como tal el bastón decerezo con que mantenía a raya a losperros rabiosos y los maníacos sexualescuando salía a pasear y admirar a lasque hacían footing por el HampsteadHeath.

A su pesar, Winser recordó elexcesivo número de acólitos queacompañaban a Hoban. Hipnotizado porla pistola, había imaginado por un breveinstante que él y Hoban estaban solos en

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lo alto del promontorio, cara a cara y sinnadie que los oyese, una situación de laque cualquier abogado espera sacarpartido. Pero ya no podía seguirnegando la evidencia de que Hobancontaba con la asesoría de varioselementos de cuidado desde su salida deEstambul. En el aeropuerto se habíanunido a ellos un tal signor D’Emilio y untal monsieur François, ambos con laschaquetas sobre los hombros, sinenseñar los brazos. Winser no habíaprestado la menor atención a ninguno deellos. Otros dos indeseables losaguardaban en Dalaman, provistos de supropio Land Rover de color negro

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mortuorio y chófer. «De Alemania»,había explicado Hoban a modo depresentación, omitiendo los nombres delpar. Bien podían ser de Alemania, peroen presencia de Winser habían habladosólo en turco y vestían los trajes deempleado de pompas fúnebrescaracterísticos de los turcosprovincianos en viaje de negocios.

Otras manos agarraron a Winser porel cabello y los hombros y lo obligarona arrodillarse en el camino de arena.Oyó los cencerros de un rebaño decabras y decidió que eran las campanasde la iglesia de Saint John, enHampstead, tocando a muerto por él.

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Otras manos se apoderaron de sucalderilla, gafas y pañuelo. Otrascogieron su preciado maletín mientras éllo observaba como en una pesadilla: suidentidad, su seguridad, pasando demano en mano, seiscientas libras en pielde incomparable calidad, compradairreflexivamente en el aeropuerto deZúrich con metálico retirado de unacuenta de dinero negro que Tiger lohabía animado a abrir. «Pues la próximavez que tengas un arranque degenerosidad bien podrías regalarme unbolso presentable», se queja Bunny conun ascendente gemido nasal que anunciaque sus protestas no han hecho más que

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empezar. Me fugaré, pensó Winser.Bunny se queda con la casa deHampstead; yo me busco un piso enZúrich, un apartamento en uno de esosedificios nuevos construidos a modo degradas en una pendiente. Tiger locomprenderá.

Un vibrante resplandor amarillodisipó aquellas imágenes, y Winserlanzó un grito de dolor. Unas manosencallecidas le habían agarrado lasmuñecas y se las habían retorcido endirecciones opuestas detrás de laespalda. Su grito reverberó de monte enmonte hasta extinguirse. Otras manos lelevantaron la cabeza, en un principio

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con deferencia, casi como haría undentista, y al instante, sujetándolo delpelo, se la volvieron bruscamente caraal sol.

– Aguantadlo en esa posición -ordenó una voz en inglés, y Winser, conlos ojos entornados, atisbo el semblantepreocupado del signor D’Emilio, unhombre canoso de la edad de Winser.

«El signor D’Emilio es nuestroasesor de Nápoles», había dicho Hobancon el abominable acento nasal ruso-norteamericano que había adquiridoDios sabía dónde. «Muchísimo gusto»,había contestado Winser con una tibiasonrisa, empleando el mismo sonsonete

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que Tiger cuando éste no tenía intenciónde dejarse impresionar. Inmovilizado enla arena, traspasado por el dolor debrazos y hombros, Winser lamentósinceramente no haber mostrado respetoal signor D’Emilio cuando tuvo ocasión.

D’Emilio se paseaba cuesta arriba.Winser habría deseado pasear con él,del brazo, como buenos amigos, yreparar entretanto cualquier impresiónerrónea que hubiese podido causaranteriormente. Pero lo obligaron apermanecer arrodillado, la cara vueltahacia el sol abrasador. Cerró los ojoscon fuerza pero los rayos del solcontinuaron anegándolos en resplandor

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amarillo. Aunque arrodillado, tenía eltronco ladeado y erguido, y el dolor quepenetraba por sus rodillas era el mismoque taladraba sus hombros en corrientesalternas. Le preocupaba su cabello.Nunca le había atraído la idea deteñírselo y de hecho desdeñaba aquienes lo hacían. Pero cuando supeluquero lo convenció de que probaseun tinte provisional para ver cuál era elefecto, Bunny lo conminó a perseverar.«¿Qué crees tú que siento, Alfred, yendopor ahí con un hombre de pelo blancocomo la leche por marido?», preguntóBunny. «¡Pero, cariño, ya tenía el peloasí cuando nos casamos!», adujo

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Winser. A lo que ella repuso: «Para midesgracia.»

Debería haber seguido el consejo deTiger y ponerle un piso a Bunny en algúnsitio, Dolphin Square, el Barbican.Debería haberla despedido comosecretaria y mantenido como amiguitasin sufrir la humillación de ser sumarido. «¡No se case con ella, Winser;cómprela! A la larga sale siempre más acuenta», le aseguró Tiger, y luego lesobsequió una semana de luna de miel enBarbados. Abrió los ojos. Se preguntóadonde había ido a parar su sombrero,un postinero panamá que habíacomprado en Estambul por sesenta

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dólares. Vio que lo llevaba puesto suamigo D’Emilio, para entretenimiento delos dos turcos de traje oscuro. Primerorieron los tres a una. Luego se volvieronlos tres a una y, desde el lugar elegido amedio camino de lo alto de la cuesta,contemplaron a Winser como si ésterepresentase una escena. Los tres conexpresión adusta, interrogativa.Espectadores, no participantes. Bunnyobservándolo mientras él le hacía elamor. ¿Qué tal ahí abajo? ¿Te lo pasasbien? Venga, tú a lo tuyo, que estoycansada. Winser echó un vistazo alchófer del jeep en el que había viajadoel último trecho desde la falda del

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promontorio. Ese hombre tiene una caraafable; él me salvará. Y una hija casadaen Esmirna.

Con cara afable o sin ella, el chóferse había dormido. En el Land Rover decolor negro mortuorio, de los turcos,estacionado algo más abajo, un segundochófer permanecía en su asiento mirandoal frente, boquiabierto y ensimismado,sin ver nada.

– Hoban -dijo Winser.Una sombra le cubrió los ojos, y a

juzgar por lo alto que estaba ya el sol,quienquiera que la proyectase debía dehallarse muy cerca de él. Le entrósomnolencia. Buena idea. Despierta en

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otra parte. Bajando la vista, miró através de las pestañas pegoteadas por elsudor y vio un par de zapatos de piel decocodrilo que asomaban de las pernerasde un elegante pantalón blanco de drilcon vueltas. Alzó la vista e identificó elrostro negro e inquisitivo de monsieurFrançois, otro más de los sátrapas deHoban. «Monsieur François es nuestroagrimensor; se encargará de tomar lasmedidas de los terrenos propuestos»,había anunciado Hoban en el aeropuertode Estambul, y Winser, neciamente,saludó al agrimensor con la mismasonrisa tibia que había dedicado alsignor D’Emilio.

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Uno de los zapatos de piel decocodrilo se movió, y Winser, en susopor, se preguntó si monsieur Françoisse proponía asestarle un puntapié; peropor lo visto no era ésa su intención.Acercaba algo oblicuamente a la cara deWinser. Un dictáfono, decidió Winser.Los ojos le escocían a causa del sudor.Quiere que dirija unas palabrastranquilizadoras a mis seres queridospara cuando les exijan un rescate pormí: Tiger, le habla Alfred Winser, el«último Winser», como usted mellamaba, y quiero hacerle saber que meencuentro perfectamente, no hay por quépreocuparse, todo va sobre ruedas. Son

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buena gente y me tratan a cuerpo de rey.He aprendido a respetar su causa, seacual sea, y cuando me liberen, cosa que,según me han prometido, harán de unmomento a otro, la defenderé condenuedo en los foros de opinióninternacionales. Ah, y espero que no leimporte, pero les he asegurado quetambién usted hablará en favor de ellos,pues resulta que están muy interesadosen beneficiarse de su poder depersuasión…

Lo acerca a mi otra mejilla. Lo miracon la frente arrugada. No es undictáfono, pues; es un termómetro. No,tampoco. Es un aparato para tomarme el

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pulso, para cerciorarse de que no estoya punto de desmayarme. Vuelve aguardárselo en el bolsillo. Sube conpaso enérgico por la cuesta parareunirse con los dos empleados depompas fúnebres turco-alemanes y elsignor D’Emilio, cubierto con mipanamá.

Winser advirtió que, con lastensiones de descartar lo inaceptable, sehabía orinado encima. Una pegajosamancha de humedad se había formado enla cara interior de la pernera izquierdadel pantalón de su traje tropical, y nadapodía hacer para ocultarla. Estabadesvalido, aterrorizado. Estaba

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transportándose a otros lugares. Estabasentado tras su escritorio de la oficina aaltas horas porque no resistía la idea deesperar levantado una noche más a queBunny regresase malhumorada ysonrojada de casa de su madre. Estabaen Chiswick con una amiga regordetaque amó en otro tiempo, y ella le atabalas manos a la cabecera de la cama controzos del cinturón de una bata queguardaba en un cajón de la mesilla.Estaba en cualquier parte, donde fuese,menos en lo alto de aquel promontoriodel infierno. Estaba dormido pero seguíade rodillas, con el tronco ladeado yerguido, rabiando de dolor. Debía de

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haber esquirlas de conchas o piedrasentre la arena, porque notaba pinchazosen las rótulas. Cerámica antigua,recordó. Abundan los restos decerámica romana en estos montes y,según se dice, hay también vetas de oro.Precisamente el día anterior enEstambul, en el despacho del doctorMirsky, había planteado ese tentadorargumento de venta a la comitiva deHoban durante su elocuente exposicióndel proyecto de inversión de Single.Esas pinceladas de color despertabaninterés en los inversores ignorantes,especialmente los rusos patanes. «¡Oro,Hoban! ¡Tesoros, Hoban! ¡Una

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civilización antigua, tenga en cuenta esegancho!» Había pronunciado unaalocución brillante, provocativa, conuna oratoria de gran virtuosismo. InclusoMirsky, a quien Winser consideraba ensecreto un arribista y un estorbo, sehabía dignado aplaudir. «Vuestro planes tan legal, Alfred, que debería estarprohibido», bramó, y a continuación,con una estridente carcajada polaca, ledio tal palmada en la espalda que aWinser casi se le doblaron las rodillas.

– Por favor, señor Winser, tengoinstrucciones de hacerle un par depreguntas antes de matarlo.

Winser no concedió importancia al

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comentario. Hizo oídos sordos. No sedio por aludido.

– ¿Está en buenas relaciones con elseñor Randy Massingham? -preguntóHoban.

– Lo conozco.– ¿Cómo de buenas son sus

relaciones con él?¿Qué quieren oír?, se decía Winser

con desesperación. ¿Muy buenas? ¿Casiinexistentes? ¿Moderadamente buenas?Hoban repetía la pregunta convociferante insistencia.

– Haga el favor de describir elgrado exacto de su relación con el señorRandy Massingham. Con voz alta y

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clara, por favor.– Lo conozco. Somos colegas.

Trabajo para él como abogado.Tenemos un trato formal muy agradable,pero no somos amigos íntimos -balbucióWinser, dejándose abiertas todas laspuertas por si acaso.

– Hable más alto, por favor.Winser repitió parte de lo que

acababa de decir, alzando la voz.– Lleva una elegante corbata de

críquet, señor Winser. Haga el favor dedescribirnos qué representa esa corbata.

– ¡Esto no es una corbata de críquet!-De improviso Winser había encontradoredaños-. ¡Es Tiger el jugador de

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críquet, no yo! ¡Se ha equivocado dehombre, pedazo de idiota!

– Probando -dijo Hoban a alguiendel grupo situado unos metros másarriba.

– Probando ¿qué? -preguntó Winsercon brío.

Hoban leía de un devocionarioencuadernado en piel marrón quemantenía abierto ante el rostro, ladeadopara no obstruir el cañón de laautomática.

– Pregunta -declamó con el tonofestivo de un pregonero-. Dígame, porfavor, quién fue el responsable de lacaptura en alta mar la semana pasada del

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buque Free Tallinn, que había zarpadode Odessa con rumbo a Liverpool.

– ¿Qué sé yo de cuestiones detransporte? -replicó Winser conhostilidad, su ánimo todavía alto-.Somos asesores financieros, notransportistas. Si alguien tiene dinero ynecesita asesoramiento, viene a Single.Cómo ha conseguido el dinero es asuntosuyo. Siempre y cuando mantenga unaactitud adulta.

«Actitud adulta» para herir el amorpropio. «Actitud adulta» porque Hobanera un pipiolo, apenas recién salido delcascarón. «Actitud adulta» porqueMirsky era un polaco engreído y

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fantoche, por muy «doctor» que sehiciese llamar. Además, doctorado¿dónde? ¿En qué? Hoban volvió a lanzaruna ojeada cuesta arriba, se humedecióun dedo con la lengua y pasó la páginadel devocionario.

– Pregunta: ¿Quién proporcionó a lapolicía italiana información referente aun convoy especial de camiones queregresaba a Italia desde Bosnia el 30 demarzo de este año? Conteste, por favor.

– ¿Camiones? ¿Qué sé yo decamiones especiales? ¡Tanto como ustedde críquet, eso sé! Pídame que recite losnombres y fechas de los reyes de Suecia;tendrá más posibilidades.

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¿Por qué Suecia?, se preguntóWinser. ¿Qué pintaba allí Suecia? ¿Porqué pensaba en suecas rubias, muslosníveos, panecillos suecos, películaspornográficas? ¿Por qué se obstinaba envivir en Suecia cuando estaba a punto demorir en Turquía? Daba igual. Losánimos no lo habían abandonado aún.Manda a la mierda a este payaso, con osin pistola. Hoban pasó otra página deldevocionario, pero Winser se leadelantó. Al igual que Hoban, bramó apleno pulmón:

– ¡No lo sé, imbécil! Déjese ya depreguntas, ¿me oye?

Hasta que lo tumbó una descomunal

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patada de Hoban en el lado izquierdodel cuello. Winser no tuvo noción delrecorrido, sino sólo de la llegada. El solse apagó; vio la noche y notó la cabezacómodamente recostada en una oportunaroca y supo que una porción de tiempohabía desaparecido de su conciencia,una porción de tiempo que no deseabarecuperar.

Entretanto Hoban había reanudadosu lectura.

– ¿Quién instrumentó la confiscaciónsimultánea en seis países de todos losbarcos y propiedades que pertenecíandirecta o indirectamente a First FlagConstruction Company de Andorra y sus

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empresas filiales? ¿Quién facilitóinformación a la policía internacional,por favor?

– ¿Qué confiscación? ¿Dónde?¿Cuándo? No se ha confiscado nada.Nadie ha informado de nada. ¡Está loco,Hoban! Loco de atar. Loco, ¿me oye?

Winser yacía aún en tierra, pero ensu frenesí forcejeó para ponersenuevamente de rodillas, pataleando yretorciéndose como un animal caído,tratando por todos los medios deencoger las piernas y colocar los piesbajo el cuerpo, y consiguió sólolevantarse parcialmente y desplomarseotra vez de costado. Hoban continuaba

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con sus preguntas, pero Winser senegaba a oírlas; preguntas sobrecomisiones pagadas en vano, sobreautoridades portuarias en teoríadispuestas a cooperar que despuésresultaron hostiles, sobre sumas dedinero transferidas a cuentas bancariasdías antes de que dichas cuentas fuesenembargadas. Pero Winser nada sabía deaquello.

– ¡Todo eso es mentira! -exclamó-.Single es una asesoría seria y honrada.Los intereses de nuestros clientes son loprimero para nosotros.

– Arrodíllese y escuche bien -ordenó Hoban.

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Y Winser, gracias a su reciénhallada dignidad, logró de algún modoarrodillarse y escuchar. Atentamente. Yaún más atentamente. Tan atentamentecomo si Tiger en persona reclamase suatención. Nunca en su vida habíaescuchado de manera tan enérgica, tandiligente, la melodiosa músicaambiental del universo como en aquelmomento, en su afán por ahogar el únicosonido que rehusaba rotundamente oír,el chirriante y monótono dejo ruso-norteamericano de Hoban. Reparócomplacido en los chillidos de lasgaviotas que competían con el lamentolejano de un almuecín, el rumor del mar

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bajo la brisa, el tintineo de lasembarcaciones de recreo mientras lasaparejaban para el inicio de latemporada. Vio a una muchacha de sujuventud, arrodillada y desnuda en uncampo de amapolas, y tuvo miedo, tantoahora como entonces, de tender la manohacia ella. Con aquella pasiónaterrorizada que brotaba de él, adorótodos los sabores, texturas y sonidos dela tierra y el cielo, a condición de queno fuesen la horrísona voz de Hobanpronunciando con estentóreos gritos susentencia de muerte.

– Consideramos esto un castigoejemplar -proclamaba Hoban, ciñéndose

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a la declaración preparada que llevabaescrita en el devocionario.

– Más alto -ordenó lacónicamentemonsieur François desde su posición,unos metros más arriba, y Hoban repitióla frase.

– Sin duda esta muerte es tambiénuna venganza. Por favor. No seríamoshumanos si no tomásemos venganza.Pero pretendemos asimismo que estegesto se interprete como una solicitudformal de compensaciones. -Todavíamás alto. Y más claro-. Y tenemos lasincera esperanza, señor Winser, de quesu amigo el señor Tiger Single y lapolicía internacional comprendan el

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significado de este mensaje y extraiganlas conclusiones debidas.

Seguidamente leyó a voz en grito loque Winser supuso que era el mismomensaje en ruso, en consideración aaquella parte de su público cuyo inglésno diese quizá la talla. ¿O era acasopolaco, para ilustración del doctorMirsky?

Winser, que había perdidomomentáneamente el habla, comenzaba arecuperarla de manera gradual, si bienal principio sólo fue capaz de articularretazos descabalados tales como «mal

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de la cabeza», «juicio y jurado a la vez»y «con Single no se juega». Se hallabaen un estado lamentable, manchado desudor, orina y barro. En su pugna por lasupervivencia de la especie, lidiaba confútiles visiones eróticas propias de unadoble vida inviable, y la caída a tierralo había dejado cubierto de polvo rojo.Los brazos inmovilizados eran unmartirio, y tenía que echar atrás lacabeza para que la voz le saliese de lagarganta. Pero se sobrepuso. Nodesfalleció.

En su defensa adujo que, como anteshabía expresado, gozaba de inmunidadde tacto y de jure. Era abogado, y la ley

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se amparaba en la propia ley. Eradirector jurídico y miembro del consejode administración de la Casa de Single,un mediador pasivo de ilimitada buenavoluntad, con la misión de reparar, node destruir. Era un esposo y un padre defamilia que, pese a su debilidad por lasmujeres y a dos divorciosdesafortunados, había conservado elcariño de sus hijos. Tenía una hija queen aquellos momentos emprendía unaprometedora carrera de actriz. Almencionar a su hija, se le quebró la voz,pero nadie compartió su dolor.

– ¡Hable más alto! -recomendódesde arriba monsieur François, el

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agrimensor.A Winser se le saltaron las lágrimas,

y éstas dejaron regueros en el polvo desus mejillas, dando la impresión de quese le estuviese resquebrajando elmaquillaje. Aun así, siguió adelante,todavía sin desfallecer. Era especialistaen planificación fiscal preventiva einversiones, dijo, echando la cabezaatrás completamente y clamando al cieloblanco. Su área de conocimientosabarcaba las compañías offshore, lascorporaciones, los paraísos fiscales ylos refugios contra la presión impositivaofrecidos por todas aquellas nacionesindulgentes. No era un experto en

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derecho marítimo como decía ser eldoctor Mirsky, ni un aventurero denegocios turbios como Mirsky, ni ungángster. Él se dedicaba al arte de lolegítimo, a la transferencia de activosextraoficiales a terrenos más sólidos. Ya esto añadió una desesperada adendarespecto a los segundos pasaporteslegales, la ciudadanía alternativa y laresidencia no obligatoria en más de unadocena de países atractivos tanto por suclima como por sus sistemas tributarios.Pero nunca -«nunca» por duplicado, conaudaz insistencia- se había involucradoen lo que él llamaba las «metodologías»de la acumulación de riqueza primaria.

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Recordó que Hoban había pertenecidoal ejército en el pasado… ¿o quizá a lamarina?

– Somos cerebros grises, Hoban, ¿nolo entiende? Trabajamos en la sombra.Somos planificadores, estrategas. Loshombres de acción son ustedes, nonosotros. Usted y Mirsky, si quiere, yaque parece hacer tan buenas migas conél.

Nadie aplaudió. Nadie dijo amén.Pero tampoco lo interrumpió nadie, yaquel silencio lo convenció de queescuchaban. Había cesado el clamor delas gaviotas. Al otro lado de la bahía eratal vez la hora de la siesta. Hoban

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volvió a consultar su reloj. Empezaba aparecer un tic: sujetando el arma con lasdos manos, torcía hacia adentro lamuñeca izquierda hasta que asomaba laesfera del reloj. La hizo girar de nuevohacia fuera. Un Rolex de oro. Ésa es lamáxima aspiración de todos ellos.Mirsky también lleva uno. La audacia desus propias palabras le había devueltola entereza. Tomó aire y forzó unasonrisa con la que creyó transmitircordura. En un arranque de sociabilidad,comenzó a farfullar una selección de losmejores fragmentos de su exposición deldía anterior en Estambul.

– Estas tierras son suyas, Hoban.

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Son de su propiedad. Seis millones dedólares contantes y sonantes, pagaron.En dólares, libras, marcos, yenes,francos… surtido variado. Cestas,maletas, baúles llenos de billetes, ynadie hizo una sola pregunta, ¿recuerda?¿Quién se encargó de todo? Nosotros.Funcionarios comprensivos, políticostolerantes, personas influyentes…,¿recuerda? Single dio la cara porustedes de principio a fin, dejó de unblanco reluciente su dinero sucio, y dela noche a la mañana, ¿recuerda? Ya oyóa Mirsky: «… tan legal que deberíaestar prohibido». Pues no lo está. ¡Eslegal!

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Nadie admitió recordarlo.Winser comenzó a hablar

entrecortadamente, y a desvariar unpoco.

– Un serio banco privado, Hoban,nosotros, ¿recuerda? Con sede enMónaco, se ofrece a financiaríntegramente la compra de sus tierras.¿Aceptan ustedes? ¡No! Ustedes quierensólo papel, nada en efectivo. Y nuestrobanco accede. Accede a todo, claro queaccede. Porque nosotros somos ustedes,¿recuerda? Somos la misma persona condistinto sombrero. Somos un banco, peroutilizamos su dinero para financiar lacompra de sus tierras. ¡No van a matarse

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a sí mismos! Somos ustedes… somosuno.

Demasiado estridente. Se contuvo.La clave reside en mostrarse objetivo.Desapasionado. Distante. Nunca hay queexagerar los méritos propios. Ahí radicael problema de Mirsky. Después deescuchar durante diez minutos lapalabrería de Mirsky, cualquier hombrede negocios que se precie está ya amedio camino de la puerta.

– ¡Fíjese en las cifras, Hoban! ¡Losublime de la operación! Un florecientecentro turístico de su propiedad, sin elmenor control de cuentas. ¡Considere lacapacidad de blanqueo una vez que

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empiecen a invertir! Doce millones paralas calles, el alcantarillado, el tendidoeléctrico, las instalaciones para lapráctica de deportes acuáticos, lapiscina común; diez más para los chaletsde alquiler, los hoteles, los casinos, losrestaurantes y la infraestructuraadicional. ¡Hasta un niño llegaríafácilmente a treinta millones!

Winser estuvo a punto de añadir«Hasta usted, Hoban», pero se reprimiójusto a tiempo. ¿Lo oían bien? Quizádebía hablar más alto. Prosiguió a vozen cuello. D’Emilio sonrió. ¡Claro está!Ése es el volumen que le gusta aD’Emilio. Bien, pues también a mí me

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gusta. Vociferar es libertad. Vociferar esfranqueza, legalidad, transparencia.Vociferar es cosa de pandilla de amigos,de camaradas, de todos uno. Vociferares compartir sombreros.

– Ni siquiera necesitan inquilinos,Hoban, no para los chalets, no durante elprimer año. No inquilinos reales.Durante doce meses completos les bastacon inquilinos fantasma. ¿Se imagina?Residentes imaginarios desembolsandodos millones semanales en tiendas,hoteles, discotecas, restaurantes ypropiedades alquiladas. El dinero iráderecho de su maletín a legítimascuentas bancarias europeas, quedando

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registrado en los libros de la empresa,generando un impecable balance deexplotación para cualquier futurocomprador de acciones. ¿Y quién es elcomprador? ¡Ustedes! ¿Y quién es elvendedor? ¡Ustedes! Se lo venden a símismos, se lo compran a sí mismos, yasí sucesivamente sin limitación alguna.Y Single actúa en calidad de hombrebueno, velando por que prevalezca eljuego limpio, por que las cosas sigan elcurso deseado, sin trampa ni cartón.Somos sus amigos, Hoban. Nomarrulleros como Mirsky, que al menorproblema escurren el bulto. Ustedes ynosotros somos compañeros de armas.

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¡Uña y carne! Estaremos siempre a sudisposición. Incluso cuando corranmalos vientos, ahí estaremos… -citandopalabras de Tiger a la desesperada.

Una repentina lluvia cayó del cielodespejado, asentando el polvo rojo,avivando los olores y trazando nuevossurcos en la cara embadurnada deWinser. Vio acercarse a D’Emilio conel panamá que compartían y concluyóque había ganado el juicio y enseguidarecibiría ayuda para ponerse en pie,unas palmadas en la espalda y laenhorabuena del tribunal.

Sin embargo D’Emilio tenía otrosplanes. Colgaba una gabardina blanca de

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los hombros de Hoban. Winser intentódesmayarse pero no pudo. Gritaba:«¿Por qué? ¡Amigos! ¡No!»Balbuceando, aseguraba que nunca habíaoído hablar del Free Tallinn, que noconocía a nadie de la policíainternacional, que se había pasado lavida entera eludiéndola. D’Emiliocolocaba algo en la cabeza de Hoban.¡Madre de Dios, un birrete! No, unacinta de tela negra. No, una media, unamedia negra. ¡Cielo santo, Dios mío,Virgen santísima, una media negra paradistorsionar las facciones de miverdugo!

– Hoban. Tiger. Hoban. Escúcheme.

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¡Deje de mirar el reloj! Bunny. ¡Alto!Mirsky. ¡Espere! ¿Yo qué mal les hehecho? ¡Ninguno, se lo juro! ¡Tiger!¡Toda mi vida! ¡Espere! ¡Alto!

Cuando barbotó estas palabras, suinglés había empezado ya a perderfluidez, como si tradujese mentalmentede otro idioma. Sin embargo no hablabaningún otro idioma, ni ruso, ni polaco, niturco, ni francés. Miró alrededor y vio amonsieur François, el agrimensor, unosmetros más arriba, que llevaba puestosunos auriculares y observaba a travésdel ocular de un tomavistas con unmicrófono acoplado al tubo del objetivoy provisto de un paravientos de espuma.

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Vio la figura de Hoban con el antifaznegro y la capa blanca, que permanecíasolícitamente en posición de tiro, unapierna atrás en histriónica actitud, lapistola apuntada a la sien de Winser enuna mano y en la otra un teléfono móvildesplegado por el que susurrabaternezas en ruso sin apartar la vista deWinser. Vio a Hoban lanzar una últimaojeada a su reloj mientras monsieurFrançois se preparaba, en la mejortradición de la fotografía, parainmortalizar aquel momento tanespecial. Y vio a un niño de cara suciaque lo contemplaba desde una grietaentre dos peñascos. Tenía unos ojos

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castaños y grandes de mirada incrédula,como los de Winser a esa edad, y estabaechado de bruces con las manos bajo labarbilla a modo de almohada.

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Capítulo 2

– Oliver Hawthorne. Haz el favor devenir enseguida. Volando. Te llaman porteléfono.

En Abbots Quay, una pequeñalocalidad encaramada a la ladera de unmonte de la costa de Devon, en el sur deInglaterra, una radiante mañana deprimavera con olor a flores de cerezo, laseñora Elsie Watmore, de pie en elporche de su pensión victoriana,reclamaba alegremente la presencia desu huésped, Oliver, que estaba en laacera, doce peldaños más abajo,

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cargando desgastadas maletas negras ensu furgoneta japonesa con la ayuda delhijo de ella, Sammy, de diez años deedad. La señora Watmore habíadescendido a Abbots Quay desde laelegante ciudad balneario de Buxton, enel norte, portando consigo su elevadosentido del decoro. La pensión era unasinfonía victoriana de ondulantesencajes, espejos dorados y vitrinas conbotellas de licor en miniatura. Sellamaba el Reposo de los Marineros, yla señora Watmore había llevado allíuna vida venturosa con Sammy y sumarido, Jack, hasta que éste murió en elmar cuando le faltaba ya poco tiempo

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para retirarse. Era una mujer opulenta,inteligente, agraciada y compasiva. Elengolado acento de Derbyshire, a voz encuello para efecto cómico, resonó comouna sierra mecánica sobre las casas delas empinadas calles que bajaban almar. Lucía un coqueto pañuelo de colormalva atado a la cabeza, porque eraviernes, y los viernes siempre se lavabay arreglaba el pelo. Una suave brisasoplaba desde el mar.

– Por favor Sammy, cariño, dale uncodazo a Ollie en las costillas de miparte y avísalo de que lo llaman porteléfono. Está dormido, como decostumbre. ¡En el vestíbulo, Ollie! Es el

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señor Toogood, del banco. Tienes quefirmar algo, papeleo de rutina, dice,pero es urgente; y para variar, se le notaatento y caballeroso, así que no loestropees, o se negará otra vez aautorizarme los descubiertos. -La señoraWatmore aguardó, armándose depaciencia, que era lo único que podíahacerse con Ollie. No se inmuta pornada, pensó. Al menos cuando estáensimismado. No oiría ni un bombardeoaéreo. Para mayor incentivo, añadió-:Sammy acabará de cargar por ti,¿verdad, Samuel? Claro que sí.

Volvió a aguardar en vano. Oliverentregó otra maleta negra a Sammy para

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que la acomodase en la parte trasera dela furgoneta, y su rostro carnoso,ensombrecido por la boina de vendedorde cebollas francés que era su sellopersonal, permaneció contraído en unvisaje de extrema concentración. Son talpara cual, pensó la señora Watmore concondescendencia, observando a Sammymientras probaba a colocar la maleta detodas las maneras posibles porque eratardo, y más aún desde la muerte de supadre. Para ellos, la menor dificultad seconvierte en un problema. Cualquieradiría que van a Montecarlo, y no acuatro pasos de aquí. Las maletas erancomo las de los viajantes de comercio,

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forradas de piel sintética, cada una de untamaño. Al lado había una pelota rojahinchada de más de medio metro decircunferencia.

– No ha dicho: «¿Dónde para elbueno de Ollie?» No, no era ése el tononi mucho menos -insistió la señoraWatmore, convencida a esas alturas deque el director del banco había colgadoya-. Ha sido más bien algo como«¿Tendría la amabilidad de pasarme conel señor Oliver Hawthorne?». No tehabrá tocado la lotería, ¿eh, Ollie? Sóloque te lo guardabas, ¿no?, como seríapropio de ti, siempre tan serio y callado.Deja ya esa maleta, Sammy. Ollie te

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ayudará a colocarla cuando hayahablado con el señor Toogood. Al finalse te caerá. -Cerró los puños y se pusoen jarras con fingida exasperación-.Oliver Hawthorne, el señor Toogood esun ejecutivo bien remunerado de nuestrobanco. No puedes tenerlo escuchando elvacío a cien libras la hora. Luego nossubirá las comisiones, y serás tú elúnico culpable.

Pero para entonces, bajo el influjodel sol y la languidez del primaveraldía, sus pensamientos habían tomadootro rumbo por propia iniciativa, cosaque solía ocurrir en presencia de Ollie.Pensaba en la imagen que ofrecían

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juntos, casi como dos hermanos, pese ano parecerse demasiado: Ollie, grandecomo una montaña con su abrigo decolor gris lobo, que llevaba hiciese fríoo calor, sin preocuparse jamás de losvecinos o las miradas que le dirigían;Sammy, de rostro enjuto y aguileñocomo su padre, con su flequillo castañoy sedoso y la cazadora de cuero queOllie le había regalado para sucumpleaños y apenas se había quitadodesde entonces.

Recordaba el día que Oliverapareció ante su puerta por primera vez,con un aspecto desmadejado y enormedentro de aquel abrigo, barba de dos

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días y sólo una maleta pequeña en lamano. Eran las nueve de la mañana; ellaestaba recogiendo los platos deldesayuno. «¿Puedo venir a vivir aquí,por favor?», pregunta. No «¿Tienen unahabitación libre?» o «¿Puedo verla?» o«¿A cuánto cobran la noche?» No,simplemente, «¿Puedo venir a viviraquí?», como un niño perdido. Yademás llueve, así que ¿cómo va ella adejarlo allí plantado en la puerta?Hablan del tiempo; Oliver contemplacon admiración el aparador de caoba yel reloj de similor. Ella le enseña elsalón y el comedor, le informa de lasnormas de la pensión y lo lleva arriba

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para ofrecerle la número siete, convistas al cementerio, si no le resultademasiado deprimente. No, dice él, nove el menor inconveniente en tener a losmuertos por compañeros de habitación.Y si bien no es así como Elsie lo habríaexpresado, al menos desde elfallecimiento del señor Watmore, ríenlos dos con ganas. Sí, dice él, traerá másequipaje, en su mayor parte libros ytrastos inútiles.

– Y una impresentable furgonetavieja -añade tímidamente-. Si es unamolestia, la dejaré calle abajo.

– No es ninguna molestia -respondeella con tono melindroso-. En el Reposo

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no somos así, señor Hawthorne, y confíoen que nunca lo seamos.

Y acto seguido él paga un mes poradelantado, cuatrocientas librascontadas sobre el lavabo, y como caídasdel cielo considerando el descubierto desu cuenta.

– No será un fugitivo, ¿verdad? -pregunta ella medio en broma, medio enserio, ya abajo de nuevo.

Primero él la mira desconcertado,luego se sonroja. Por último, para aliviode ella, le dirige una sonrisa amplia yradiante que disipa todas sus dudas.

– No, en estos momentos no, creo -contesta.

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– Y aquel que asoma por allí esSammy -dice Elsie, señalando la puertaentreabierta del salón, porque Sammy,como de costumbre, ha bajado depuntillas para espiar al nuevo huésped-.Ya puedes salir, Sammy; te hemosdescubierto.

Y una semana después llega elcumpleaños de Sammy, y esa cazadorade cuero debe de costar cincuenta librascomo mínimo, y a Elsie se le encogió elcorazón porque en esos tiempos unanunca sabía de qué pie cojeaban loshombres, por encantadores que semostrasen cuando les convenía. Pasó lanoche en vela devanándose los sesos

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para imaginar qué habría hecho el pobreJack, ya que después de tantos años enel mar había desarrollado un especialolfato para esa clase de individuos. Losdistinguía en cuanto pisaban la pasarela,alardeaba, y Elsie temía que Oliverfuera uno de ésos y ella no lo hubiesenotado. A la mañana siguiente faltó pocopara que dijese a Ollie que devolvieseinmediatamente la cazadora a la tiendadonde la había comprado; en realidad selo habría dicho si no hubiese charladocon la señora Eggar, de Glenarvon,mientras hacían cola en la caja delsupermercado, averiguando, paraasombro suyo, que Ollie tenía una hija

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de corta edad llamada Carmen y una exesposa llamada Heather, en otro tiempoenfermera del Freeborn, conocida por suineptitud y por acostarse con todo aquelcapaz de manejar un estetoscopio. Porno hablar ya de la lujosa casa en ShoreHeights que él le había cedido, pagadahasta el último penique y escriturada.Algunas mujeres daban asco.

– ¿Por qué no me ha dicho que es unorgulloso padre? -preguntó Elsie a Olliecon tono de reproche, dividida entre elalivio por el descubrimiento y lahumillación de recibir una informaciónsensacional de una patrona de lacompetencia-. Nos encantan los bebés,

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¿verdad, Samuel? Nos chiflan los bebés,siempre y cuando no molesten a loshuéspedes, ¿eh que sí?

A lo cual Ollie no respondió. Comoun hombre sorprendido en algún actovergonzoso, se limitó a bajar la cabeza ymusitar:

– Sí, bien, hasta luego.Subió a su habitación y empezó a

caminar de un lado a otro, con pasossuaves, procurando no molestar, comoera propio de él. Hasta que finalmentese interrumpió el deambular y se oyó elcrujido de su butaca, y Elsie supo que sehabía calmado y puesto a leer uno de suslibros, amontonados en el suelo pese a

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que ella le había proporcionado unaestantería, libros de leyes, ética, magia,libros en lenguas extranjeras, todostanteados, catados y abandonados,abiertos y boca abajo o con jirones depapel entre las hojas para señalar elpunto de lectura. A veces Elsie seestremecía sólo de pensar en el cóctelde ideas que debía de agitarse dentro deaquella desgarbada figura.

Y sus borracheras -tres hasta lafecha-, tan controladas que a Elsie lasobrecogían. Ya había tenido huéspedesque bebían, claro está. Incluso tomabauna copa con ellos de vez en cuando,por cortesía, por cautela. Pero nunca se

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había presentado allí un taxi alamanecer, deteniéndose a veinte metrosde la entrada para no despertar a losotros huéspedes, y entregado una molecadavérica y momificada de alrededorde un metro noventa que había queacompañar escalinata arriba como a unherido en la explosión de una bomba,con el abrigo sobre los hombros y laboina recta y calada hasta las cejas, ycapaz sin embargo de sacar su cartera,separar un billete de veinte para eltaxista, susurrar «lo siento, Elsie» y -consólo una mínima ayuda por parte de ella-subir a su habitación sin causarmolestias a nadie excepto a Sammy, que

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había pasado la noche en claroesperándolo. Luego Oliver dormía todala mañana, o dicho de otro modo, Elsieno oía crujidos ni pisadas a través deltecho y en vano permanecía atenta algolpeteo de las cañerías. Y cuandosubía a verlo, con la excusa de llevarleuna taza de café, y llamaba a su puerta y,al no oír nada, hacía girar el picaportetemerosamente, lo encontraba no en lacama sino en el suelo, de costado, con elabrigo aún puesto, las piernas encogidascontra el vientre igual que un niño, losojos muy abiertos y la mirada fija en lapared.

– Gracias, Elsie. Déjalo en la mesa

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si eres tan amable -decía él conpaciencia, como si no hubiese terminadoaún de mirar la pared.

Ella obedecía. Y se marchaba, y yaabajo se preguntaba si convenía avisaral médico, pero nunca lo hizo, ni laprimera vez ni las siguientes.

¿Qué lo atormentaba? ¿El divorcio?Aquella ex esposa suya era una busconaempedernida, según contaban, y estabaobsesionada con el tema; podíaconsiderarse afortunado de haberselibrado de ella. ¿Qué trataba de olvidarcon la bebida que ésta avivaba más aún?En ese punto el pensamiento de Elsieregresó, como siempre en los últimos

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días, a la noche de tres semanas atrás enque durante una angustiosa hora creyóque Sammy acabaría encerrado en unsanatorio mental o algún sitio peor,hasta que Oliver llegó a rescatarlos alomos de su caballo blanco. Nuncapodré agradecérselo bastante. Haría loque me pidiese, de día o de noche.

Cadgwith, dijo llamarse aquelhombre, y para demostrarlo exhibió antela mirilla una flamante tarjeta de visita:«P. J. Cadgwith, supervisor de zona,Friendship Home Marketing Limited,sucursales en todas partes.» Debajo, enletra pequeña, se leía: «Haga un favor asus amigos. Gane una fortuna sin salir de

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casa.» De pie allí mismo, donde Elsie sehallaba en ese momento, con el dedo enel timbre a las diez de la noche, el pelobrillante y peinado hacia atrás y loslustrosos zapatos de policía espejeandoen el ojo de pez, y una falsa deferenciade policía.

– Señora, desearía hablar con elseñor Samuel Watmore si me lo permite.¿Es por casualidad su marido?

– Soy viuda -contestó Elsie-. Sammyes mi hijo. ¿Qué quiere?

Ése fue su primer error, comocomprendió cuando ya no habíaremedio. Debería haberle dicho queJack estaba en el bar de la esquina y

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volvería de un momento a otro. Deberíahaberle dicho que Jack le sacudiría elpolvo si se le ocurría meter las naricesen aquella casa. Debería haberle dadocon la puerta en la cara, pues teníaperfecto derecho a hacerlo -como Olliele explicó después-, en lugar deapartarse para dejarlo entrar en elvestíbulo y luego, casi sin pensar, llamara voces a Samuel -«Sammy, cielo,¿dónde estás? Ha venido un señor ahablar contigo»- una décima de segundoantes de verlo a través de la puertaentreabierta del salón cuando intentabaesconderse tras el sofá, arrastrándoseboca abajo, con el trasero en alto y los

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ojos cerrados. A partir de ese instanteconservaba sólo un recuerdofragmentario, incompleto, los peoresmomentos.

Sammy de pie en el centro del salón,blanco como el papel, con los ojoscerrados, negando con la cabeza pero enrealidad asintiendo. La señora Watmoresusurrando: «Sammy.» Cadgwith, con elmentón hundido como un emperador,diciendo: «¿Dónde? Enséñamelo.¿Dónde?» Sammy metiendo la mano enel jarrón anaranjado donde habíaescondido la llave. Elsie con Sammy yCadgwith en el taller de Jack, dondeJack y Sammy construían juntos sus

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barcos a escala cuando Jack regresaba acasa de permiso, galeones españoles,yolas, dragones vikingos, todos talladosa mano hasta el último detalle, ni unasola maqueta comprada ya lista paramontar. Esa era la mayor pasión deSammy, motivo por el cual pasaba allílánguidamente horas y horas tras lamuerte de su padre, hasta que Elsiedecidió que aquello era malsano para ély cerró con llave el taller para ayudarloa olvidar. Sammy abriendo los armariosdel taller uno por uno, y allí estaba todo:montones de artículos de muestraprocedentes de Friendship HomeMarketing, sucursales en todas partes.

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Haga un favor a sus amigos. Gane unafortuna sin salir de casa, salvo queSammy no había hecho un favor a nadieni había ganado un solo penique. Habíasuscrito un contrato de representantepara el vecindario y lo había guardadotodo como un tesoro para suplir laausencia de su padre, o quizá loconcibiese como una especie de regalopara él: bisutería, relojes perpetuos,jerséis noruegos de cuello vuelto,amplificadores de pantalla paraagrandar la imagen del televisor,perfumes, fijadores de cabello,ordenadores de bolsillo, chalets demadera con damas y caballeros que

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salían o entraban según se avecinasebuen o mal tiempo… cuyo valorascendía a mil setecientas treinta libras,calculó Cadgwith cuando volvieron alsalón, cifra que, sumados los intereses ylas ganancias no percibidas y el tiempode viaje y la visita y las horas extra,redondeó en mil ochocientas cincuentaque, concediéndoles un trato de amistad,se reducían de nuevo a mil ochocientaspor pronto pago, o aumentaban a cienlibras mensuales durante veinticuatromeses, debiendo hacerse efectivo elprimer plazo en aquel mismo instante.

Elsie no alcanzaba a comprendercómo se las había ingeniado Sammy

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para poner en práctica semejante plan -solicitar los impresos, falsificar la fechade nacimiento y lo demás, todo sinayuda de nadie-, pero lo había hecho, yaque el señor Cadgwith llevaba consigola documentación, cumplimentada,doblada y metida en un sobre marrón deapariencia oficial con una presilla dealgodón y un botón como cierre: primeroel contrato que Sammy había firmado,presentándose como un adulto decuarenta y cinco años, la edad de Jacken el momento de su muerte, y luego el«Compromiso Solemne de Pago», conun león estampado en relieve en cadaesquina para mayor solemnidad. _ Y

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Elsie habría firmado cualquier cosa enel acto, habría firmado la cesión delReposo y todo lo demás que no poseía,con tal de sacar a Sammy del aprieto, deno ser porque en ese preciso instante,gracias a Dios, apareció Ollie con suandar desgarbado, después del últimobolo de la jornada, todavía con la boinay el abrigo de color gris tobo, y encontróa Sammy sentado en el sofá como uncadáver con los ojos abiertos… y encuanto a ella…, en fin, tras elfallecimiento de Jack pensó que nuncamás lloraría, pero estaba equivocada.

En primer lugar Ollie, bajo lamirada de Cadgwith, leyó despacio los

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papeles, arrugando la nariz yfrotándosela, frunciendo el entrecejo,como quien sabe qué busca y no acabade gustarle. Lo leyó todo y luego, conexpresión aún más ceñuda, lo releyó, yesta vez, mientras leía, pareció erguirseo plantarse o cuadrarse, o lo que fueseque hacía un hombre cuando sepreparaba para una agarrada. Fueverdaderamente un descorrer el velo loque Elsie presenció, como una escena deuna película que a ella y a Sammy lesencantaba, el momento cuando el héroeescocés sale de la cueva con laarmadura puesta y el espectadordescubre que es él, pese a que se sabía

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desde el principio. Y Cadgwith debió depercibir algo de eso, porque cuandoOllie hubo terminado de leer el contratode Sammy por tercera vez -y después el«Compromiso Solemne de Pago»-, habíaempezado a desinflarse.

– Enséñeme las cifras -ordenó Ollie,así que Cadgwith le entregó las cifras,páginas y páginas, con los interesesincluidos, y al pie de cada página lostotales en números rojos. Y Ollie leyótambién las cifras, con la soltura que unove sólo en banqueros o contables, lasleyó tan deprisa como si fuesenpalabras. Finalmente dijo-: Lleva todaslas de perder. El contrato no tiene pies

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ni cabeza; la contabilidad da risa; Sames un menor, y usted, un sinvergüenza.Coja la puerta y ahueque el ala.

Y Ollie es desde luego todo unhombretón, y cuando no habla como sillevase algodones en la boca, tiene unavoz en consonancia, potente, firme, conautoridad, la clase de voz que uno oyeen las películas de juicios. Y también lamirada, cuando en lugar de fijarla en elsuelo a tres metros por delante de élmira a la cara como es debido. Unamirada fiera. Una mirada como la deesos pobres irlandeses que han pasadoaños en la cárcel por crímenes que nocometieron. Y con su estatura y

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corpulencia, Oliver se acercó aCadgwith y, sin separarse de él, loacompañó hasta la puerta, con actitud enapariencia cortés. Y en la puerta dijoalgo a Cadgwith para ayudarlo en sucamino. Y si bien Elsie no llegó a oírsus palabras, Sammy sí las oyó conabsoluta claridad, pues en las semanassiguientes, mientras recobraba el ánimo,las repetía en el momento menospensado como una frase de aliento: «Ysi vuelve a aparecer por aquí, leromperé ese asqueroso cuello», con unavoz comedida, desapasionada, sinintención de amenazar, sólo a títuloinformativo, pero sirvió de apoyo a

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Sammy a lo largo de su recuperación.Porque durante todo el tiempo queSammy y Ollie pasaron en el tallerembalando los tesoros para reenviarlosa Friendship Home Marketing, Sammycontinuó musitándola para mantener altala moral: «Si vuelve a aparecer poraquí, le romperé ese asqueroso cuello»,como una plegaria de esperanza.

Oliver había accedido por fin aescucharla.

– Gracias, Elsie, ahora no puedoponerme. Lo siento mucho, pero no esbuen momento -respondió desde la

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sombra de la boina, sus modalesintachables como siempre.

Luego se desperezó, una de suscontorsiones, arqueando la larga espalday estirando los brazos hacia atrás yhacia abajo, con el mentón contra elpecho como un soldado de la GuardiaReal llamado al orden. Erguido así, cuanalto y amplio era, su estatura resultabaexcesiva para Sammy y su anchuraexcesiva para la furgoneta, que era rojay más alta que ancha y llevaba en elcostado el rótulo autobús mágico del tíoollie, en gruesas y redondeadasmayúsculas de color rosa, parcialmenteborradas a causa de los malos

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aparcamientos y los vándalos.– Actuamos a la una en Teignmouth y

a las tres en Torquay -explicó mientrasse encajonaba en el asiento delconductor. Sammy estaba ya a su ladocon la pelota roja entre las manos,dándose de cabezadas contra ella,impaciente por ponerse en marcha-. Yen el centro del Ejército de Salvación alas seis. -El motor tosió, pero no pasóde ahí-. Quieren jugar a toma ésa,jueguecito de mierda -añadió porencima del aullido de frustración deSammy.

Hizo girar la llave de contacto porsegunda vez, con igual resultado. Ya ha

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vuelto a ahogar el motor, pensó ella.Llegará tarde a su propio funeral.

– Si no se juega al toma ésa, pornosotros no hay inconveniente, ¿verdad,Sammy? -Accionó por tercera vez lallave. El motor cobró vida con unestertor remiso y vacilante-. Hastaluego, Elsie. Dile, por favor, que letelefonearé mañana. Por la mañana.Antes de irme a trabajar. Y tú para dehacer gilipolleces -ordenó a Sammy-.No te des esos golpes en la cabeza; esuna tontería.

Sammy dejó de golpearse la cabeza.Elsie Watmore se quedó mirando lafurgoneta, que zigzagueó pendiente abajo

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entre las casas de la ladera hasta elpuerto y dio dos vueltas a la rotondaantes de enfilar la carretera decircunvalación, despidiendo humo por eltubo de escape. Y mientras laobservaba, le asaltó como siempre unacreciente ansiedad que no podía, niquizá quería, contener. No por Sammy,que era lo extraño, sino por Ollie. Era eltemor de que no regresase. Cada vez queOllie salía de la casa, a pie o en sufurgoneta -incluso cuando se llevaba aSammy al Legión para echar una partidade billar-, tenía la impresión de decirleadiós para siempre, igual que cuando suJack se hacía a la mar.

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Perdida aún en sus ensoñaciones,Elsie Watmore abandonó el soleadoporche y en el vestíbulo descubrió, parasu sorpresa, que Arthur Toogood seguíaal teléfono.

– El señor Hawthorne tieneactuaciones hasta la noche -le informócon desdén-. Vendrá tarde. Letelefoneará mañana si encuentra unhueco en su agenda.

Pero Toogood no podía esperarhasta el día siguiente. Con carácterabsolutamente confidencial, se veíaobligado a facilitarle su número deteléfono particular, que ni siquieraconstaba en la guía. Ollie debía llamarlo

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en cuanto llegase, por tarde que fuese,¿entendido, Elsie? Toogood trató desonsacarle dónde actuaba Ollie, peroella mantuvo las distancias. El señorHawthorne había mencionado quizá unhotel de lujo en Torquay, admitió condisplicencia. Y una discoteca en elalbergue del Ejército de Salvación a lasseis. O era tal vez a las siete; lo habíaolvidado. Y si no lo había olvidado, lohizo ver. En algunos momentos nodeseaba compartir a Ollie con nadie, ymenos con un rijoso director de sucursalbancaria de pueblo que en la últimaentrevista para hablar de lascondiciones de su crédito le propuso

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que puntualizasen los detalles en lacama.

– ¡Toogood! -repitió Oliver,exasperado, mientras giraba en larotonda-. Papeleo de rutina. Una charlaamistosa. Menudo capullo está hecho.¡Mierda! -Se había pasado la salida a lacarretera. Sammy soltó una sonora yáspera carcajada-. ¿Qué queda porfirmar? -preguntó Oliver, dirigiéndose aSammy de igual a igual, que era como lehablaba siempre-. Ella tiene ya la casa.Tiene el jodido dinero. Tiene a Carmen.Lo tiene todo menos a mí, como ella

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quería.– Entonces se ha quedado sin la

mejor parte, ¿no? -exclamó Sammy contono jocoso.

– La mejor parte es Carmen -gruñóOliver, y Sammy se mordió la lenguapor un rato.

Ascendieron a paso de tortuga poruna cuesta. Un camión impaciente losobligó a pisar el bordillo. La furgonetano tiraba en las subidas.

– ¿Qué vamos a hacer hoy? -preguntó Sammy cuando le parecióprudente.

– Menú A: Bota bota la pelota, lascuentas mágicas, encuentra el pajarito,

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molinetes, esculpir un cachorro, origamiy adivina quién te dio -explicó Oliver.Sammy lanzó un desesperado lamento depelícula de terror-. ¿Qué pasa ahora?

– ¿Y platos giratorios no?– Si queda tiempo, incluiremos los

platos; sólo si queda tiempo.Los platos giratorios eran la

especialidad de Sammy. Había ensayadoel número día y noche, y si bien nuncaconseguía hacer girar un solo plato, sehabía convencido de que era un fuera deserie. La furgoneta entró en una lúgubrezona de viviendas de protección oficial.Un amenazador cartel prevenía delriesgo de infarto, pero no dejaba claro

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el remedio.– A ver si ves los globos -indicó

Oliver.Sammy estaba ya atento. Apartando

la pelota roja, se levantó del asiento sindesabrocharse el cinturón de seguridad yextendió un brazo. Cuatro globos, dosverdes y dos rojos, pendían mustios deuna ventana del piso superior delnúmero 24. Tras subir la camioneta a laacera con una brusca sacudida, Oliverentregó las llaves a Sammy para quecomenzase a descargar y se dirigió haciala casa por el corto camino de cemento,los faldones de su abrigo gris loboondeando alrededor agitados por la

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tonificante brisa marina. Unadesangelada banderola pegada al cristalesmerilado de la puerta rezaba: felizcumpleaños mary jo. De dentro emanabaolor a tabaco, bebé y pollo frito. Olivertocó el timbre y lo oyó sonar por encimade los gritos de guerra de la chiquilleríaenloquecida. La puerta se abrió de golpey dos niñas menudas vestidas de fiestase quedaron mirándolo con larespiración entrecortada. Oliver se quitóla boina e hizo una profunda reverenciaoriental.

– Soy el tío Ollie -declaró conextrema solemnidad pero sin llegar aasustar-, mago extraordinario. A su

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entera disposición, señoras. Llueva obrille el sol. Tengan la bondad deguiarme hasta el organizador.

Un hombre de cabeza rapadaapareció detrás de ellas. Llevaba unacamiseta de malla y tatuajes en el primernudillo de cada dedo salvo losmeñiques. Oliver lo siguió hasta la salade estar, y en cuanto entró, tomó nota delescenario y el público. En su breve vidareciente había trabajado en mansiones,establos, salas comunales, playasabarrotadas de gente, e incluso bajo lamarquesina de una parada de autobús, enun paseo marítimo, con un viento defuerza ocho. Había ensayado por las

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mañanas y actuado por las tardes. Habíatrabajado ante niños pobres, niños ricos,niños enfermos y niños hospicianos. Alprincipio permitía que lo arrinconasenjunto al televisor y la EncyclopaediaBritannica. Pero con el tiempo habíaaprendido a imponerse. Aquella tardelas condiciones eran precarias perotolerables. Seis adultos y treinta niñosapiñados en una reducida sala de estar,los críos sentados en el suelo frente a élformando un semicírculo, los adultos enuna fotografía de grupo, todos en unúnico sofá, los hombres en el asiento ylas mujeres, descalzas, encaramadas enel respaldo por encima de ellos.

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Agachándose e irguiéndose una y otravez, Oliver abrió las maletas y extendiósus bártulos sin despojarse del abrigogris lobo. Utilizando sus pliegues amodo de pantalla, montó con afectadagravedad, ayudado por Sammy, la jauladel canario evanescente y la lámpara deAladino, que al frotarse se llenaba devaliosos tesoros. Y cuando se puso encuclillas para dirigirse a los niños a sumisma altura -ya que por principionunca hablaba hacia abajo sino sólohacia arriba o a nivel-, con las colosalesrodillas junto a las orejas y las manossudorosas colgando pesadamente deellas, parecía una especie de mantis

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religiosa, en parte profeta, en parteinsecto gigante.

– Hola a todos -empezó con una vozinesperadamente dulce-. Soy el tíoOllie, un hombre de facultadesmisteriosas, grandes habilidades ypoderes mágicos. -Hablaba sinengolamiento pero sí con ciertaafectación. Su sonrisa, libre de suhabitual reclusión, era un afableresplandor-. Y aquí a mi derecha seencuentra el gran y no muy diestroSammy Watmore, mi inestimableayudante. Un aplauso para él, porfavor… ¡Ay!

«Ay» para el momento en que le

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muerde Rocco el mapache, cosa queRocco siempre hace llegado ese punto,ante lo cual Oliver salta por los aires yvuelve a caer con increíble soltura a lavez que, con el pretexto de contener aRocco, acciona disimuladamente elingenioso resorte oculto en la tripa delmapache. Y cuando por fin Rocco entraen vereda, también él es presentadoceremoniosamente, y a continuaciónpronuncia un florido discurso debienvenida a los niños, haciendoespecial mención de Mary Jo, la niñaagasajada por su cumpleaños, que esdelicada y preciosa. Y de ahí enadelante la misión de Rocco consiste en

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demostrar a los niños que en realidad suamo es un pésimo mago, para lo cualasoma el hocico desde el interior delabrigo gris lobo y exclama: «¡Chicos,tendríais que ver lo que hay aquídentro!», y en el acto empieza a lanzarnaipes -todos ases-, un canario depeluche, una bolsa con sándwiches amedio comer y una botella de plásticode apariencia dañina marcada con elrótulo alpiste. Y después de poner enevidencia a Oliver como mago -aunqueno con total éxito-, Rocco lo pone enevidencia como acróbata, agarrándose asu hombro y lanzando alaridos de pánicomientras Oliver, con inesperada

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agilidad, brinca por el exiguo escenariode la sala de estar montado en la pelotaroja, con los brazos extendidos y losfaldones del abrigo gris lobo agitándosea sus espaldas. Casi choca conestanterías, mesas y el televisor y pisalas puntas de los pies a los niños máscercanos, acompañado en todo momentopor el griterío de Rocco, que le adviertede que ha rebasado el límite develocidad, ha adelantado a un coche depolicía, avanza derecho a una reliquiafamiliar de incalculable valor, va contradirección en una calle de sentido único.A esas alturas de la función unresplandor inunda la sala y un

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resplandor envuelve también el porte deOliver. Echa atrás la cabeza, el rostrosonrojado, los rizos negros de suabundante melena flotando sobre sushombros como los de un gran director deorquesta, las fluidas mejillas radiantesde agotador placer, la mirada de nuevojuvenil y limpia, y ríe, y los niños ríenaún más fuerte. Entre ellos es elPríncipe del Resplandor, el increíbleespantanublados. Es el torpe bufón que,por tanto, debe protegerse. Es un dioshábil capaz de invocar la risa, yhechizar sin destruir.

– Y ahora, princesa Mary Jo, quieroque cojas la cuchara de madera que te

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ofrecerá Sammy… Dale la cuchara demadera, amigo mío. Y quiero, Mary Jo,que remuevas en esta olla muy despacioy con total concentración. Sammy,acércale la olla. Gracias, Sammy. Bien.Todos habéis visto ya el interior de laolla, ¿no es así? Todos sabéis que laolla está vacía, salvo por unas pocascuentas sueltas y aburridas que de nadasirven a hombre o animal alguno.

– Y todos saben también que tiene undoble fondo, gordinflón estúpido -gritaRocco, y recibe clamorosos aplausos.

– ¡ Rocco, eres un hurón peludo yapestoso!

– ¡Mapache! ¡Mapache! ¡No hurón!

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¡Mapache!– Cállate de una vez, Rocco. Mary

Jo, ¿habías sido princesa alguna vez? -Con un minúsculo gesto de negación,Mary Jo nos informa de que carece deexperiencia previa en cuestiones derealeza-. En ese caso quiero que pidasun deseo, Mary Jo, un deseo grande,maravilloso y muy secreto. Tan grandecomo gustes. Sammy, ahora mantén esaolla muy quieta. ¡Ay!… Rocco, sivuelves a hacer eso, te…

Pero Oliver, pensándolo mejor,decide no concederle a Rocco unasegunda oportunidad. Agarrando aRocco por la cabeza y la cola, se lo

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lleva a la boca y le da un mordiscobrutal y catártico en la tripa. Deinmediato, entre las carcajadas ychillidos de terror de su público, escupeun convincente pedazo de piel demapache que ha extraído de algúnrecóndito escondrijo del abrigo.

– ¡Je, je! ¡Ji, ji! ¡No me has hechodaño! -se burla Rocco, haciéndose oírpor encima de los aplausos.

Pero Oliver no le presta la menoratención. Ha reanudado el número.

– Niños y niñas, quiero que miréistodos dentro de esa olla y vigiléis lascuentas sueltas y aburridas por mí.¿Pedirás un deseo para nosotros, Mary

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Jo?Un tímido gesto de asentimiento nos

indica que Mary Jo pedirá un deseo paranosotros.

– Ahora remueve despacio, Mary Jo,y espera un poco a que la magia surtaefecto. Remueve esas cuentas sueltas yaburridas. Ya has pedido el deseo,¿verdad, Mary Jo? Un buen deseorequiere su tiempo. ¡Ah, magnifico!¡Divino!

Oliver retrocede de un salto teatral,con los dedos extendidos paraprotegerse la vista del esplendor de sucreación. Ante nosotros aparece laprincesa con el atavío que como tal le

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corresponde: un collar de cuentasplateadas alrededor del cuello y unadiadema plateada en la cabeza.

– ¿Le viene bien que le pague enmonedas, jefe? -pregunta el hombre dela cabeza rapada, y a continuación sacaveinticinco libras de una bolsa degamuza y, contándolas, las deposita unaa una en la mano abierta de Oliver.

Contemplando la colecta demonedas, Oliver se acuerda de Toogoody el banco, y nota que se le revuelve elestómago sin saber por qué, a no ser porel tufo a irregularidad que desprende elcomportamiento de Arthur Toogood, untufo cada vez más intenso.

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– ¿Podemos jugar al billar eldomingo? -sugiere Sammy, de nuevo enla carretera.

– Ya veremos -responde Oliver,cogiendo una de las agujas de salchichaque han recibido de propina.

El segundo compromiso de Oliveren la tarde de aquel viernes tuvo lugaren el salón de banquetes del MajesticHotel Esplanade de Torquay, donde supúblico se componía de veinte niños debuena familia con voces que le traíanrecuerdos de su niñez, una docena demadres aburridas con vaqueros y perlas,y dos estirados camareros con suciaspecheras postizas que entregaron

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disimuladamente a Sammy un plato consándwiches de salmón ahumado.

– Nos ha parecido una actuaciónsensacional -comentó una distinguidadama mientras extendía un cheque en lasala de bridge-. ¡Y sólo por veinticincolibras! Lo encuentro baratísimo. No séde nadie que haga nada por veinticincolibras en estos tiempos -añadió,enarcando las cejas y sonriendo-. Nodebe de quedarle un solo minuto libre ensu agenda, ¿verdad?

Ignorando la finalidad de supregunta, Oliver masculló unas palabrasininteligibles y se puso de mil colores.

– Bueno, al menos dos personas han

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telefoneado durante la funciónpreguntando por usted -dijo ella-. A noser que haya llamado dos veces elmismo hombre. Me he tomado lalibertad de pedir a la telefonista quedijese que estaba usted con las manosen la masa… ¿he hecho mal?

El edificio del Ejército deSalvación, en las afueras del pueblo, erauna fortaleza contemporánea de ladrillorojo con esquinas curvas y aspilleraspara proporcionar un amplio campo detiro a los Soldados de Jesús. Oliverhabía dejado a Sammy al pie de WestHill, porque Elsie quería que merendasea su hora. En la sala de actos, treinta y

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seis niños sentados alrededor de unalarga mesa esperaban para comerse laspatatas fritas en cajas de cartón quehabía repartido un hombre con unchaquetón de borreguillo que imitaba lapiel de castor. De pie ante la cabecerade la mesa estaba Robyn, una mujerpelirroja con un chándal verde y unasllamativas gafas.

– Levantad todos la mano derechaasí -ordenó Robyn, alzando en el acto supropia mano-. Ahora levantad laizquierda así. Juntadlas. Ayúdanos,Jesús, a disfrutar de esta comida y de latarde de juegos y baile y a sabervalorarlo. No permitas que nos

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comportemos mal ni que olvidemos alos pobres niños del hospital y a tantosotros que hoy no podrán divertirse.Cuando veáis que yo o la tenienteagitamos los brazos así, dejáis lo queestéis haciendo y os quedáis quietos,porque significará que tenemos algo quedecir o que os portáis mal.

Al monótono son de cancionesinfantiles, los niños jugaron a pasa elpaquete, elefantes al galope y comoestatuas cuando pare la música. Jugarona leones dormidos, y una Venus denueve años y cabello largo fue el últimoleón en despertar. Tendida en el suelo,mantuvo los ojos cerrados mientras sus

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compañeros le hacían cosquillas conactitud respetuosa sin aparenteresultado.

– ¡Y ahora de pie y toma ésa! -gritóOliver atropelladamente a la vez queRobyn prorrumpía en un rugido de furia.

Los niños lanzaron puñetazos al airee hicieron las consabidasmanifestaciones de éxtasis. Como decostumbre, Oliver no tardó en tenerdolor de cabeza a causa del estruendo ylas luces estroboscópicas. Robyn leofreció una taza de té y dijo algo a vozen cuello, pero Oliver no la oyó. Le diolas gracias con gestos pero ella no semovió de donde estaba. Vociferando

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para hacerse oír por encima delalboroto, volvió a darle las gracias,pero ella continuó hablando hasta queOliver bajó el volumen e inclinó lacabeza hacia su boca.

– Un hombre con sombrero quierehablar con usted -gritó ella, sin darsecuenta de que la música sonaba muchomás baja-. Un sombrero verde con el alavuelta hacia arriba. Pregunta por OliverHawthorne. Es urgente.

Escudriñando la parpadeante bruma,Oliver distinguió a Arthur Toogoodjunto a la barra, custodiado por el tipodel chaquetón de borreguillo. Lucía unsombrero de fieltro de ala abarquillada

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y un anorak guateado sobre el traje. Conaquella iluminación, y agitando lasmanos irisadas para demostrar que nollevaba armas ofensivas, ofrecía elaspecto de un rollizo diablo.

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Capítulo 3

El director del hospital se cogió lasmanos en un oriental ademán de súplicay lamentó el deficiente funcionamientodel aire acondicionado. Un espectralmédico con una bata blanca manchadade sangre coincidió plenamente con él.También, pues, se adhirió el alcalde,que vestía un traje negro, bien porrespeto al muerto, bien en honor de losdiplomáticos ingleses llegados deEstambul.

– El sistema de aire acondicionadose sustituirá el próximo invierno -

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tradujo para Brock el cónsul de SuMajestad mientras los circunstantesescuchaban y asentían sin comprender-.Se instalará un nuevo aparato, cueste loque cueste. Un aparato británico. Suexcelencia el alcalde lo inaugurarápersonalmente. Ya se ha fijado una fechapara la ceremonia. El alcalde tiene unaexcelente opinión de los productosbritánicos. Ha insistido en que seadquiera sólo material de primeracalidad.

Brock acogió esta información conuna chispeante sonrisa de complicidadpropia de un duendecillo mientras elalcalde corroboraba con tono enérgico

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su devoción por todo lo británico, y susacompañantes, incómodamentearracimados en el sótano alrededor deél, expresaban su no menos enérgicaconformidad.

– El alcalde desea manifestarte suespecial pesar por el hecho de quenuestro amigo sea de Londres. Elalcalde ha estado en Londres una vez.Ha visto la Torre de Londres, el palaciode Buckingham y otras muchasatracciones. Siente un profundo respetopor la continuidad británica.

– Me alegra saberlo -comentó Brockcon seriedad, sin levantar su cabezacanosa-. Da las gracias al alcalde por

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las molestias, Harry, si eres tan amable.– Ha preguntado quién eres -susurró

el cónsul después de transmitir suagradecimiento-. He dicho que trabajaspara el Foreign Office, en undepartamento que se ocupa de lasmuertes de ingleses en el extranjero.

– Sí, es eso poco más o menos,Harry. Lo has informado bien. Gracias -respondió Brock cortésmente.

Sin embargo, pese a la aparentedeferencia, el cónsul percibió en su vozun tonillo de autoridad, y no por primeravez. Y aquel acento de Merseyside nosiempre resultaba tan campechano comopretendía. Un sujeto con múltiples

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envolturas, no todas ellasirreprochables. Un depredadordisfrazado. El cónsul era un hombretimorato que ocultaba sussusceptibilidades tras una eleganciaespontánea y sutil. Cuando hacía deintérprete, arrugaba la frente y dirigía lamirada hacia algún punto imprecisosituado en segundo plano, un hábitoheredado de su padre, un distinguidoegiptólogo. «Vomitaré -había advertidoa Brock en el coche camino del hospital-. Siempre me pasa. Sólo con ver unperro muerto en la cuneta, devuelvo enel acto. Sencillamente la muerte y yo noestamos hechos el uno para el otro.»

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Brock se había limitado a sonreír ymover la cabeza como diciendo que detodo ha de haber en este mundo.

Los dos ingleses se hallaban a unlado de la bañera de hierro galvanizado.Al otro, sobre una plataforma elevada,estaban el director del hospital y el jefemédico y el alcalde y la corporaciónmunicipal en pleno, enarbolandodeslumbradoras sonrisas. Entre ellos,desnudo y con media cabeza volada,descansaba el difunto señor AlfredWinser. Yacía en postura fetal sobre unlecho de cubitos de hielo procedentes dela máquina de la plaza mayor, a un pasode allí. A sus pies, en una mesa rodante,

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había una rebanada de pan azucarado amedio comer, el desayuno sin terminarde alguien, entre varios aerosoles dematamoscas. Un ventilador eléctricogimoteaba inútilmente en un rincón,junto a un viejo montacargas que debíade emplearse, supuso el cónsul, parasubir y bajar los cadáveres. Por untragaluz enrejado de lo alto del muro seveían pasar a veces las ruedas de unaambulancia, a veces un par de piesapresurados, portando esperanzadorasnoticias del mundo de los vivos. Dentrodel depósito el aire apestaba aputrefacción y formaldehído. Al cónsulaquel hedor le roía la laringe y le

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revolvía el estómago como undispositivo de acción lenta.

– La autopsia se practicará el luneso martes -tradujo el cónsul, arrugando lafrente con vigor-. El forense estáabrumado de trabajo en Adana. Es elmejor de Turquía, etcétera, etcétera. Lacantinela de siempre. Primero la viudadebe identificar el cadáver. El pasaportede nuestro amigo no basta. Ah, y fue unsuicidio.

Todo esto susurradoconfidencialmente al oído izquierdo deBrock mientras examinaba el cuerpo.

– ¿Cómo dices, Harry?– Según él, fue un suicidio -repitió

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el cónsul. Al advertir que Brock no dabamayores señales de haberlo oído,añadió-: Un suicidio, en serio.

– ¿Quién lo ha dicho? -preguntóBrock como si fuese un poco corto deentendederas para aquellas cuestiones.

– El capitán Alí.– ¿Y ése quién es, Harry?

Refréscame la memoria si no te importa.Pero Brock sabía de sobra quién era.

Mucho antes de preguntar, sus ojosazules e inocentes se habían posado yaen la figura risueña y aletargada delcapitán de la policía local, que llevabaun uniforme gris recién planchado y unasgafas de sol con montura de oro de las

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que sin duda estaba muy orgulloso y,acompañado por dos acólitos depaisano, permanecía en actitud indolentea un par de pasos de la comitiva delalcalde.

– El capitán sostiene que harealizado una investigación exhaustiva yestá seguro de que la autopsiaconfirmará sus averiguaciones. Suicidioen estado de embriaguez. Caso resuelto.Dice que has hecho este viaje en balde -agregó el cónsul con la vana esperanzade que Brock interpretase el comentariocomo indicación para marcharse.

– ¿Y por qué medio se suicidóexactamente, Harry? -preguntó Brock,

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reanudando su concienzudo examen delcadáver.

El cónsul planteó su duda al capitán.– Una bala -respondió a Brock tras

un entrecortado diálogo-. Se pegó untiro. En la cabeza.

Brock alzó de nuevo la mirada,dirigiéndola por un instante al cónsul yluego al capitán. Por efecto de unasmarcadas patas de gallo, a primera vistasus ojos transmitían benevolencia. Peroel cónsul los encontraba tambiéninquietantes.

– Bueno, bueno. Ya. Seguramente.Gracias, Harry. -Dio la impresión deque por un momento Brock se

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cuestionaba la conveniencia decontinuar, pero al final decidióarriesgarse-. Sólo que si tenemos queconsiderar seriamente la teoría delcapitán, Harry, y no veo razón algunapara no hacerlo, quizá debería antesaclararnos cómo puede alguien volarselos sesos con las manos esposadas a laespalda, que es la única explicación quese me ocurre para las rozaduras en lasmuñecas de nuestro amigo. ¿Me haríasel favor de preguntarle eso por mí,Harry? Hay que admitir que hablas unturco excelente.

Nuevo intercambio de palabras entreel cónsul y el capitán, éste en extremo

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gesticulante con manos y cejas mientrassus ojos seguían ocultos tras las gafascon la montura de oro.

– Nuestro amigo tenía ya las marcasde esposas en las muñecas cuandodesembarcó en el aeropuerto deDalaman -tradujo puntualmente elcónsul-. El capitán cuenta con un testigoque puede dar fe de ello.

– Desembarcó ¿de dónde, Harry, porfavor?

El cónsul trasladó al capitán lapregunta de Brock.

– Del vuelo de última hora de latarde procedente de Estambul -dijo.

– ¿El vuelo comercial? ¿El vuelo

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comercial corriente?– El vuelo de las aerolíneas turcas.

El nombre de nuestro amigo consta en lalista de pasajeros. El capitán te laenseñará con mucho gusto.

– Y yo le echaré un vistazo tambiéncon mucho gusto, Harry. Dile, por favor,que me admira su diligencia.

El cónsul transmitió el mensaje. Elcapitán aceptó el cumplido de Brock yprosiguió con su testimonio, que elcónsul tradujo.

– El testigo del capitán es una mujer,de profesión enfermera, que se sentó allado de nuestro amigo en el avión. Es lamejor enfermera de la región, la más

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solicitada. Tanto le preocupó el estadode las muñecas de nuestro amigo que lerogó que le permitiese acompañarlo auna clínica en cuanto tomasen tierra paraque se las vendasen. El se negó.Farfullando como un borracho.Rechazándola con los malos modos deun borracho.

– ¡Qué barbaridad!Desde la plataforma elevada al otro

lado de la bañera el capitán se valía desus dotes histriónicas para reconstruir laescena descrita: Winser repantigado aldesgaire en su asiento; Winsermanoteando bruscamente para librarsede la bienintencionada enfermera;

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Winser levantando el puño en ademánamenazador.

– Y eso concuerda con ladeclaración de un segundo testigo queviajó desde el aeropuerto de Dalamanhasta aquí en el mismo autobús quenuestro amigo -explicó el cónsul aBrock tras otra larga parrafada delcapitán.

– O sea, que vino en autobús, ¿no? -apostilló Brock con el alborozo de quienacaba de ver la luz-. Un vuelo comercialy un autobús de línea. Bueno, bueno.Todo un señor abogado de unaimportante asesoría financiera del WestEnd de Londres usando el transporte

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público. Puede que me decida a compraracciones de esa firma.

A pesar de la interrupción, el cónsulno pierde el hilo.

– En el autobús, nuestro amigo y estesegundo testigo ocuparon dos asientoscontiguos de la última fila. El segundotestigo es un policía retirado, el policíamás querido de la comunidad, como unpadre para los campesinos, cosa que poraquí no es muy frecuente. Ofreció anuestro amigo un higo fresco de unabolsa que llevaba. Nuestro amigoamenazó con agredirlo. El capitán tieneen su poder las declaraciones juradas yfirmadas de estos dos vitales testigos,

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así como las del conductor del autobús yla azafata del avión.

Atentamente, el capitán hizo unapausa por si el distinguido caballero deLondres tenía alguna pregunta. Pero alparecer no era ésa la intención deBrock, y la sonrisa de su rostro revelabasólo muda admiración. Alentado por tanbuena disposición, el capitán se acercóa los marmóreos pies de Winser yseñaló con un puntilloso dedo índice lasmuñecas laceradas.

– Además, unas esposas turcas nuncadejarían estas marcas -dijo el cónsul sinla menor señal de ironía-. Las esposasturcas se diferencian de otras en que son

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más humanas, más consideradas con eldetenido. No te rías. El capitán deduceque nuestro amigo fue aprehendido yesposado en otro país, y escapó o fueobligado a correr con las esposaspuestas. El capitán desearía saber si losantecedentes penales de nuestro amigoincluyen algún delito en el extranjeroanterior a su viaje a Turquía, y en talcaso, si el delito guardaba relación conel consumo de alcohol. Desearía contarcon tu ayuda en esa línea de lainvestigación. Siente gran respeto porlos métodos de la policía inglesa. Diceque, trabajando juntos, no hay delito quetú y él no podáis resolver.

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– Contéstale que me siento muyhalagado, Harry, por favor. Es siempreuna satisfacción resolver un delito,aunque sea sólo un suicidio. Sinembargo, en cuanto a esa línea de lainvestigación, lamento informarlo deque, según sabemos, nuestro amigo teníauna conducta intachable.

Pero el cónsul se ahorró el trabajode traducir aquello gracias a un bruscogolpe en la puerta de acero. El directorse apresuró a abrir y permitió entrar a unkurdo cansino cargado con un cubo dehielo y un tubo para enemas. Introdujoun extremo del tubo en la bañera ysuccionó por el otro. El hielo fundido

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cayó al suelo y afluyó a los desagüeshasta vaciarse la bañera. El kurdo vertióel hielo de recambio en la bañera y semarchó acompañado por el chacoloteode sus chinelas contra los peldaños depiedra. El cónsul salió precipitadamentedetrás de él, doblado por la cintura yapretándose el estómago con una mano.

– No estoy pálido -aseguró a Brockcon un gorgoteante murmullo al volveravergonzado al depósito-. Es sólo la luz.

Como si viese una provocación en elregreso del cónsul, el alcaldeprorrumpió en una sarta de quejas,expresándose en un inglés macarrónico.Era un hombre rehecho, con la

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complexión de un bracero ido a más, yhabló con vehemencia, como si arengasea un grupo de compañeros huelguistas,gesticulando con los robustos antebrazospara señalar ora al cadáver, ora altragaluz enrejado tras el cual se extendíael pueblo cuyo bienestar le había sidoconfiado.

– Nuestro amigo era suicida -declaró indignado-. Nuestro amigo eraladrón. No es nuestro amigo. Robanuestro bote. Muerto, va a la deriva enel bote. Era alcohólico. En el bote habíatambién una botella de whisky. Estabavacía. ¿Qué arma hace un agujero así? -preguntó retóricamente, apuntando con

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un brazo grueso y corto en dirección a lacabeza destrozada del pobre Winser-.Por favor, ¿quién tiene en este pueblo unarma tan grande? Nadie tiene. Todostienen armas pequeñas. Fue un armainglesa. Este inglés bebe, roba nuestrobote, se pega un tiro. Es ladrón. Esalcohólico. Es suicida. Punto.

La cordial sonrisa de Brock encajósin inmutarse la embestida.

– Me pregunto si podríamosremontarnos un poco en el tiempo, Harry-propuso-. Siempre y cuando te hayasrecuperado.

– Como tú creas conveniente -masculló el cónsul desconsoladamente,

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enjugándose los labios con un pañuelode papel.

– Según parece, nuestro amigo vinoen un vuelo comercial procedente deEstambul y en un autobús de línea desdeDalaman. Luego se pegó un tiro, ¿no esasí? Pero no acabo de entender elmotivo. Para empezar, ¿qué lo trajohasta aquí? ¿En qué empleó el tiempodesde que bajó del autobús? ¿Loesperaba aquí algún amigo? ¿Reservóhabitación en alguno de los excelenteshoteles del pueblo? ¿Dejó una nota dedespedida? A la mayoría de los suicidasingleses les gusta escribir un par delíneas antes de emprender la marcha.

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¿De dónde sacó el arma? ¿Dónde estáahora el arma?, me pregunto. ¿O se lesha olvidado enseñárnosla?

De pronto todos empezaron a hablara la vez, el director del hospital, el jefemédico, el capitán y varios miembros dela corporación municipal, cada cualdeseoso de demostrar mayor vigor quelos demás en su respuesta.

– No había nota de despedida, comoel capitán preveía -tradujo el cónsulresueltamente, seleccionando la voz delcapitán entre el barullo-. Alguien queroba un bote, sale a la mar con unabotella de whisky y se la bebe, no estáen condiciones dé escribir una nota. Has

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preguntado por el motivo. Nuestroamigo era un pordiosero. Era undegenerado. Era un preso fugado. Y era,como no podía faltar, un pervertido.

– ¿También eso, Harry? ¡Dios mío!¿Y a qué se debe esa impresión?, mepregunto.

– La policía ha tomado declaracióna varios atractivos pescadores turcosque nuestro amigo encontró en losmuelles a media tarde e intentó seducir -explicó el cónsul con un tono monocordee inexpresivo-. Todos lo rechazaron.Nuestro amigo era un homosexualdespechado, un alcohólico, un fugitivode la justicia. Decidió poner fin a todo.

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Afanó una botella de whisky, esperó aque oscureciese, se echó a la mar en elbote y se pegó un tiro. El arma cayó alagua. A su debido tiempo, unossubmarinistas bajarán a recuperarla. Enestos momentos, con tantasembarcaciones de recreo en el puerto,no sería oportuno sumergirse. ¿Dóndeconsiguió el arma? Según el capitán, esono viene al caso. Los delincuentes sondelincuentes. Saben dónde encontrarseunos a otros, se compran y venden armasentre sí; es un hecho sabido. ¿Cómologró pasar el arma en el vuelo nacionaldesde Estambul? En el equipaje. ¿Dóndeestá su equipaje? Continúan las

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indagaciones. En este país, eso significaque el resultado se conocerá dentro deun milenio menos un año.

Brock reanudó el examen delcadáver de Winser.

– Sólo que a mí esto me parece obrade una bala de punta hueca,¿comprendes, Harry? -objetó condelicadeza-. No hay orificio de salida;es una herida desperdigada. Para abrirun boquete como éste, se requiere unabala dum-dum.

– No puedo traducir «desperdigada»-advirtió el cónsul, descompuesto.Lanzando una inquieta mirada hacia elcamino por donde antes había escapado,

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añadió-: No existe equivalente.Al alcalde le había cogido otra

rabieta. Dotado de la perspicacia de unpolítico, quizá recelaba de laecuanimidad de Brock más que sussubordinados. Paseándose de un lado aotro del sótano, adoptó el enfoque másamplio, más agresivo. ¡Los ingleses ! ,se quejó. ¿Con qué derecho sepresentaban allí los ingleses haciendopreguntas si eran ellos los únicoscausantes de la desgracia del pueblo?¿Por qué, para empezar, vino a nuestropueblo este pederasta inglés ? ¿Por quéno se fue a pegarse un tiro a otra parte?¿A Kalkan? ¿A Kas? Más aún, ¿por qué

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tuvo que venir a Turquía? ¿Por qué no sequedó en Inglaterra en lugar de venir aamargarle las vacaciones a la gente yempañar el buen nombre del pueblo?

Pero Brock no tomó a mal nisiquiera esta invectiva. Por su discretamanera de asentir con la cabeza seadivinaba que comprendía la fuerza desus argumentos, respetaba la sabiduríalocal y el dilema local. Y su razonableactitud surtió efecto gradualmente en elalcalde, que primero se llevó un dedo alos labios y luego, como si se exhortasea conservar la calma, dio unas palmadasal aire, de arriba abajo, como quienahueca un cojín. El capitán, en cambio,

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no hizo gala de tal compostura. Con losbrazos levantados en un gesto decapitulación, pese a que no capitulaba nimucho menos, adelantó una heroicapierna y peroró con orgullosas frases,abreviadas en atención al cónsul.

– Nuestro amigo está borracho -tradujo el cónsul, impasible-. Está ennuestro bote. La botella de whisky estávacía. Está deprimido. Se pone en pie.Se pega un tiro. El arma cae al mar. Élqueda tendido en el bote porque estámuerto. En invierno buscaremos el arma.

Brock escuchó aquello conmanifiesto respeto.

– ¿Y hay alguna posibilidad de echar

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un vistazo al bote, Harry?El alcalde volvió a la carga.– El bote estaba sucio. Muy

manchado de sangre. El dueño de esebote, muy triste, muy enfadado. Muysupersticioso de Dios. Ha quemado elbote. No le importa. ¿El seguro? ¡Eldueño escupe sólo de oírlo!

Brock se paseó ociosamente por lasestrechas callejas, haciendo el papel deturista cuando se detenía ante las tiendasa examinar las alfombras o losartefactos otomanos expuestos, o losreflejos en algún escaparate bien

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situado. Había dejado al cónsul en eldespacho del alcalde, tomando té demanzana y discutiendo cuestionestécnicas tales como los ataúdes de aceroy la normativa referente al transporte decadáveres una vez realizada la autopsia.Con el pretexto de buscar un regalo decumpleaños para una hija inexistente,había resistido la invitación a almorzardel alcalde y se había visto obligado,por consiguiente, a escucharinterminables recomendaciones respectoa las muchas y magníficas tiendas delpueblo, siendo sin duda la mejor unaboutique climatizada propiedad delsobrino del alcalde. No sentía fatiga, ni

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decaía su habitual celo en la búsqueda.En las últimas setenta y dos horas habíadormido seis como mucho, en aviones,taxis, de camino a reuniones convocadasprecipitadamente, en Whitehall por lamañana, en Amsterdam a mediodía, y alcaer la tarde en el umbrío jardín de unafinca de Marbella perteneciente a uncapo de la droga, ya que Brock teníainformadores en todas partes. Gente detodas clases acudía a él por las másdiversas razones. Incluso a su paso poraquel pequeño pueblo, los fogueadoscomerciantes y restauradores, alllamarlo para ofrecerle sus mercancías,percibían algo en él que les daba que

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pensar en medio del bullicio. Algunoshasta bajaban los precios en su mente. Ycuando Brock, en el momento de cruzarla calle para ver si alrededor alguienvacilaba o cambiaba repentinamente dedirección, les respondía con undesenfadado gesto de negación o un«¡Quizá la próxima vez!» en tono dedisculpa, tenían la vaga impresión deque sus intuitivas sospechas quedabanconfirmadas por ese rechazo, lo seguíancon la mirada y permanecían en unpasivo estado de alerta por si volvía apasar ante ellos una segunda vez.

Al llegar al pequeño puertopesquero, con su faro pintado de blanco,

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su antiguo malecón de granito y susconcurridas tabernas, Brock continuóexteriorizando un ostensible placer portodo lo que veía: los bazares y lastiendas de vaqueros donde si hubiesetenido una hija, probablemente habríaencontrado lo que buscaba; los yates ylos barcos con el fondo de cristal; losbous con sus redes de pesca a modo demantillas; el mugriento jeep de colorocre detenido en el camino de tierra rojaexcavado en la ladera del monte que sealzaba detrás del puerto. Dos figurasocupaban los asientos delanteros, unchico y una chica. Incluso a sesentametros de distancia se los veía tan

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desastrados como el propio jeep. Brockentró en un bazar, toqueteó unas cuantascosas, echó algún que otro vistazo através de los espejos y eligió unagraciosa camiseta, que pagó con latarjeta de crédito a la que cargaba losgastos operacionales. Con la bolsa de latienda en la mano, recorriótranquilamente el malecón hasta el faro,donde extrajo un teléfono móvil delbolsillo, marcó el número de su oficinaen Londres, y de inmediato la voz deTanby, su lugarteniente, con elcaracterístico acento del sudoeste deInglaterra, comenzó a transmitirle unaserie de inconexos mensajes que habrían

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resultado absurdos a cualquiera quedesconociese su significado oculto.

– Entendido -masculló Brockdespués de escucharlos en silencio, ycortó la comunicación.

Una estrecha escalera de maderaascendía al camino de tierra. Brocksubió por ella como un turista más. Eljeep ocre había desaparecido. Ya en elcamino, rodeó una hilera de chalets enconstrucción y trepó por otro tramo deescalera hasta la siguiente franja deterreno nivelado, donde estaban yamarcadas las parcelas para otro grupode chalets pero aún no se habíaempezado a edificar. En esa segunda

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grada de la ladera, el camino se hallabasalpicado de material de desecho de lasobras y botellas vacías. Brock se colocóal borde, un posible comprador tomandocontacto con el lugar, formándose unaidea del paisaje tal como se vería desdelos chalets aún por construir. Seacercaba la hora de la siesta. Ni un solovehículo, ni un solo transeúnte, nisiquiera un perro. Abajo, en el pueblo,dos almuecines competían en susexhortaciones, uno con perentoriosgemidos, el otro con un lamento suave eirresistible. Apareció el jeep ocre,levantando una nube de polvo rojo. Loconducía una muchacha de barbilla

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redonda, ojos grandes y claros ydesgreñada melena rubia. Su novio, si esque era ésa su relación, guardaba unhosco silencio en el asiento contiguo.Llevaba una barba de tres días y unpendiente.

Brock echó una ojeada caminoarriba y ladera abajo. Levantó la mano.El jeep se detuvo, y desde dentroabrieron de inmediato la puerta trasera.En el asiento posterior había un montónde alfombras, unas enrolladas y otrasdobladas. Brock subió de un salto y, connotable agilidad para un hombre de suedad, se tendió en el suelo. El chico locubrió con las alfombras. Conduciendo

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a una marcha moderada, la chica siguióascendiendo por el sinuoso camino hastauna explanada casi en lo alto delpromontorio y allí paró.

– Nadie a la vista -anunció el chico.Brock salió de entre las alfombras y

se acomodó en el asiento trasero. Elchico encendió la radio, a un volumenno muy alto. Música turca, palmas,panderetas. Frente a. ellos se alzaba unacantera de arenisca roja, abandonada ycon señales que advertían del peligro dedesprendimientos. Había un banco demadera, ya roto. Había una zona de giropara camiones, ya invadida por lamaleza. Seis pequeñas islas de

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contornos recortados se adentraban en elmar en orden descendente. Al otro ladode la bahía se avistaban blancos pueblosde veraneo enclavados entre los montes.

– Soy todo oídos -dijo Brock.Los dos chicos eran Derek y Aggie y

no existían lazos amorosos entre ellos,por más que Derek quizá desease locontrario. Derek era propenso a loscircunloquios y a un uso estridente dellenguaje moderno. Aggie era unamuchacha de mirada franca y piernaslargas, dotada de una eleganciainconsciente. Mientras Derek informabaa Brock, Aggie permaneció atenta a losretrovisores, ajena en apariencia a la

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conversación. Habían tomado unahabitación en el Driftwood, dijo Derek -lanzando una mirada acusadora a Aggie-una «choza de alto standing» con unataberna y un camarero irlandés,homosexual, que se llamaba Fidelio yera capaz de conseguir cuanto se lepedía.

– El pueblo es un hervidero derumores, Nat -intervino Aggie, con uncuidado acento de Glasgow-. No haymás que un tema de la mañana a lanoche: Winser. Todo el mundo tiene supropia teoría, y muchos tienen dos otres.

El alcalde aparecía como

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protagonista principal en la mayoría delos rumores, prosiguió Derek como siAggie no hubiese hablado. Uno de loscinco hermanos del alcalde era un pezgordo en Alemania. Según se decía,controlaba una red de tráfico de heroínay una cuadrilla de albañiles turcos.Aggie volvió a interrumpirlo.

– Es dueño de varios casinos, Nat, yde un centro de ocio en Chipre. Unafacturación bruta de millones. Y escuchaesto: según cuentan, tiene conexionescon una de las grandes mafias rusas.

– ¡No me digas! -exclamó Brock,maravillado, y se permitió una discretasonrisa que en cierto modo ponía de

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relieve su edad y la distancia que loseparaba de ellos.

Según los rumores, continuó Derek,ese mismo hermano estuvo en el puebloel día de la muerte de Winser. Debía dehaber viajado desde Alemania en unaescapada, porque lo vieron a bordo deuna limusina propiedad de la cuñada deljefe de policía regional.

– El hermano del jefe de policía estácasado con una heredera de Dalaman -explicó Derek-. La empresa de ellaproporcionó los vehículos queesperaban al avión privado procedentede Estambul.

– Y además, Nat, el capitán Alí

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actúa como avanzadilla del jefe depolicía -saltó de nuevo Aggie convehemencia-. De verdad, Nat, hay muchagente metida en esto. Aquí todos sacantajada. Dice Fidelio que Alí incluso setomó el miércoles libre, y sólo para irde chófer en uno de los coches de lacuñada de su jefe. Sí, ya sé, el capitánAlí no destaca precisamente por suinteligencia. Pero estuvo presente, Nat.En el lugar del asesinato. Tomó parteactiva. ¡Un policía, Nat! ¡Participandoen el asesinato ritual de una banda! ¡Sonpeores que los nuestros!

– ¿Tú crees? -musitó Brock, y seprodujo un instante de silencio, porque

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ése era un tema que le llegaba alcorazón.

– Luego está la ex novia delcocinero de Fidelio, una escultorainglesa -prosiguió Derek-. Una colgada.Estudió en el Cheltenham LadiesCollege, y ahora se chuta tres veces aldía y vive rodeada de chusma en unacomuna del promontorio. Se deja caerpor el Driftwood para recoger elcaballo.

– Tiene un hijo, Nat -atajó Aggie unavez más, y Derek, sonrojado, la mirócon expresión ceñuda-. Zach, se llama.Es una buena pieza, te lo aseguro.Campan todos a su aire, los críos de la

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comuna, acosando a los turistas paravenderles flores y vaciándoles eldepósito del coche cuando van a ver elfortín otomano. Y resulta que Zachandaba por el monte entre las cabras,haciendo Dios sabe qué con una pandillade niños kurdos, cuando un convoycompleto de limusinas y jeeps se detienejusto debajo de ellos y salen todos yrepresentan una escena de una películade gángsters. -Se interrumpió como siesperase una recriminación, pero niDerek ni Brock despegaron los labios-.Un hombre recibe un balazo mientras elresto de la banda lo filma. Después dematarlo, lo cargan en un jeep y se

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marchan cuesta abajo en dirección alpueblo. Zach dice que fue estupendo,con sangre como la de verdad y todo.

Brock escrutaba el lado opuesto dela bahía. Una ondulada masa de nubesblancas se elevaba tras las crestas de lasmontañas. Las águilas ratoneras trazabancírculos en el aire caliente y trémulo.

– Y lo metieron en un bote con unabotella de whisky vacía -dijo,completando el relato por ella-. Es unasuerte que Zach no acabase igual. ¿Vivealguien por allí, aparte de las cabras?

– Rocas y más rocas -contestóDerek-. Colmenas. Muchas huellas deneumáticos.

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Brock volvió la cabeza hasta posarla mirada pensativamente en Derek yrecreó en él la vista con la mejor de sussonrisas fija en el rostro como siestuviese fundida en hierro.

– Mi joven amigo, creía haber dichoque no subieseis allí.

– Fidelio intenta colocarme suHarley-Davidson vieja. Me la dejóprobar durante una hora.

– Y la probaste.– Sí.– Y desobedeciste mis órdenes.– Sí.– ¿Y qué viste, mi joven amigo?– Huellas de coche, huellas de jeep,

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pisadas. Mucha sangre seca. Ni el menoresfuerzo por borrar el rastro. ¿Para quéiban a andarse con disimulos teniendo alalcalde y el jefe de policía en elbolsillo? Y esto.

Lo echó a las manos extendidas deBrock: una bola de celofán arrugado conel rótulo vídeo-8/60 repetido por todasu superficie.

– Os marcharéis los dos de aquí hoymismo -ordenó Brock después deextender el celofán sobre un muslo-. Alas seis de la tarde sale un vuelo chárterde Esmirna. Os reservan un par depasajes. Y otra cosa, Derek.

– ¿Sí, señor?

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– Esta vez, en la eterna pugna entrela iniciativa y la obediencia, lainiciativa se ha visto recompensada.Puedes, por tanto, considerarte unhombre con suerte, ¿no, Derek?

– Sí, señor.Sin más vínculo común que su

trabajo, Derek y Aggie regresaron a labuhardilla del Driftwood e hicieron elequipaje. Mientras Derek bajaba a pagarla cuenta, Aggie sacudió los sacos dedormir y puso en orden la habitación.Fregó las tazas y platos sucios y losguardó; pasó un trapo al lavabo y abriólas ventanas. Su padre era un maestro deescuela escocés; su madre, médica de

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cabecera y miembro de una organizaciónhumanitaria que ofrecía asistencia en losbarrios más necesitados de Glasgow.Los dos poseían un sentido del decorofuera de lo corriente. Una vez cumplidassus obligaciones, corrió tras Derek hastael jeep y emprendieron la marcha a todavelocidad por la tortuosa carretera de lacosta en dirección a Esmirna, Derek alvolante con una expresión de orgullovaronil herido y Aggie atenta a lascerradas curvas, el valle que se extendíabajo ellos y el reloj. Derek, dolido aúnpor el varapalo de Brock, juraba para síque abandonaría el Servicio en cuantollegase a Inglaterra y terminaría la

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carrera de derecho aunque se dejase lavida en el empeño. Hacía ese mismojuramento una vez al mes como mínimo,normalmente después de un par decervezas en el bar. Por su parte Aggie,desde un enfoque diametralmenteopuesto, se atormentaba con el recuerdode Zach. No podía apartar de sumemoria el modo en que había abordadoal niño cuando entró trotando en lataberna con el dinero para un helado -¡Dios santo, me lo ligué literalmente!-,el rato que había pasado con élbailando, haciendo cabrillas en la playa,sentada a su lado al borde del malecóncon un brazo alrededor de su hombro

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para que no se cayese mientras pescaba.Y se preguntaba qué opinión tenía de símisma, a los veinticinco años, con unospadres como los suyos, sonsacandosecretos a un niño de siete que veía enella a la mujer de su vida.

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Capítulo 4

Al volante de su impoluto Rover,erguido como un cochero real, ArthurToogood descendía majestuosamentepor la sinuosa carretera, seguido porOliver en su furgoneta.

– ¿A qué viene tanto jaleo? -habíapreguntado Oliver frente al edificio delEjército de Salvación mientrasToogood, servicialmente, le tendía lamaleta equivocada.

– Aquí nadie ha armado jaleo, Ollie;no es ése el tono ni mucho menos -contestó Toogood. Entregándole la

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maleta correcta, añadió-: Es el reflector.Puede ocurrirle a cualquiera.

– ¿Qué reflector?– El haz de luz que va girando, nos

enfoca para echarnos un vistazo, loencuentra todo en orden y sigue su curso-explicó Toogood con exasperación, sininterés ya en su propia metáfora-. Estotalmente aleatorio. No hay nadapersonal. No le des importancia.

– ¿Qué revisan en concreto?– Las cuentas fiduciarias,

casualmente. Este mes les toca a lascuentas fiduciarias. De empresas,organizaciones benéficas, familiares yoffshore. El mes que viene serán las

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carteras de valores, los préstamos acorto plazo o cualquier otra de las líneasde actividad del negocio.

– ¿La cuenta de Carmen?– Entre otras, muchas otras, sí. Lo

que nosotros llamamos una redadanocturna agresiva. Eligen una línea deactividad, examinan las cifras, hacenunas cuantas preguntas y pasan a otracosa. Simple rutina.

– ¿Por qué se han interesado depronto en la cuenta de Carmen?

A esas alturas el interrogatorio yahabía sacado a Toogood de sus casillas.

– No es sólo la de Carmen. Sontodas las cuentas fiduciarias. Llevan a

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cabo una inspección general de lascuentas fiduciarias.

– ¿Por qué en plena noche? -insistióOliver.

Aparcaron en el reducido patiotrasero del banco. Los cegó laimplacable luz de los focos deseguridad. Tres peldaños conducían auna puerta de acero. Toogood dobló undedo para marcar el código de acceso,cambió de idea y, en un gesto impulsivo,agarró a Oliver por el bíceps del brazoizquierdo.

– Ollie.Oliver se soltó de un tirón.– ¿Qué?

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– ¿Esperas… esperabas algúnmovimiento en la cuenta de Carmen?Recientemente. En los últimos meses,pongamos, o en un futuro cercano.

– ¿Un movimiento?– Una entrada o salida de dinero. Da

igual un movimiento que otro. Unaoperación.

– Los dos somos fiduciarios, tú y yo.Sé lo mismo que tú. ¿Qué pasa? ¿Te hasmetido en algún asunto turbio?

– ¡No, claro que no! A este respectoestamos en el mismo bando. ¿Y no… noconoces ningún otro factor que puedahaber incidido en el estado de la cuentaen fecha reciente? ¿No has recibido

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algún aviso? ¿Al margen del banco? ¿Atítulo personal? ¿Un aviso de alguien?

– Nada, ni un silbidito.– Bien. Perfecto. Mantén esa actitud.

Sé tú mismo. Un mago de niños. Ni unsilbidito. -Un destello de codiciailuminó los ojos de Toogood bajo el aladel sombrero-. Cuando te hagan laspreguntas de rutina, contestaexactamente lo que acabas de decirme.Eres su padre, eres un fiduciario, comoyo, fiel al compromiso contraído. -Marcó un número. La puerta se abriócon un zumbido. Dejando entrar a Oliveren un pasillo de color gris metálicoalumbrado con fluorescentes, añadió en

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confianza-: Son Pode y Lanxon, deBishopsgate. Pode es de baja estaturapero mucho peso. Mucho peso en elbanco. Lanxon es más de tu estilo. Alto yrobusto. No, no, ve tú delante. Lajuventud siempre en cabeza.

Era una noche estrellada, advirtióOliver antes de cerrarse la puerta. Unaluna rosada pendía sobre ellos, troceadapor la espiral de alambre de espino quecoronaba la tapia del patio. Sentados ala mesa de reuniones del despacho deToogood, junto a la ventana, había doshombres, ambos preocupados por lacalvicie. Pode, de baja estatura peromucho peso en el banco, llevaba un traje

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de tweed y unas bifocales sin montura, yel exiguo pelo le cruzaba el cuerocabelludo en líneas paralelas, todas conorigen en un mismo lado de la cabeza.Lanxon, el alto y robusto, de orejascomo botones y aspecto de pertenecer auna asociación de ex alumnos de algúncolegio privado, lucía una corbata conestampado de palos de golf y unaestropajosa peluca castaña depresentador de noticiario.

– No es fácil encontrarlo, señorHawthorne -comentó Pode, no del todoen broma-. Arthur lo ha buscado comoun loco por todo el pueblo, ¿verdad,Arthur?

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– ¿Le molesta el humo de la pipa? -preguntó Lanxon-. ¿Seguro que no?Sáquese el abrigo, señor Hawthorne;déjelo en cualquier sitio.

Oliver se quitó la boina pero no elabrigo. Tomó asiento. Siguió un tensosilencio mientras Pode ordenabainnecesariamente unos papeles y Lanxonatendía su pipa, escarbando en lacazoleta y echando tabaco húmedo en uncenicero. Persianas blancas, paredesblancas, luces blancas, observó Olivercon ánimo lúgubre. En esto seconvierten los bancos por la noche.

– ¿Qué te parece si nos tuteamos,Ollie? -propuso Pode.

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– Me es indiferente.– Nosotros somos Reg y Walter…

nunca Wally si no te importa -dijoLanxon-. Él es Reg. -Volvió aproducirse un silencio-. Y yo, Walter -añadió en busca de unas risas que noconsiguió.

– Y él es Walter -corroboró Pode, ylos tres hombres sonrieron sin la menornaturalidad, primero a Oliver y luego enun mutuo intercambio.

Deberíais tener largas patillasgrises, pensó Oliver, y narices cárdenascon escarcha en la punta. Deberíaisllevar viejos relojes de bolsillo en elinterior de los abrigos en lugar de

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bolígrafos. Pode sostenía un bloc depapel pautado amarillo. Anotacionesescritas por distintas manos, advirtióOliver. Columnas de fechas y números.Pero no era Pode quien hablaba, sinoLanxon. Falto de elocuencia, a travésdel humo de su pipa. Iría derecho algrano, dijo. De nada servía andarse porlas ramas.

– Para mi desgracia, Ollie, meocupo de la seguridad interna del banco,lo que nosotros llamamos«observancia». Eso incluye desde elvigilante nocturno que aparece con lacrisma rota hasta el blanqueo de dinero,pasando por el empleado que echa mano

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de la caja para redondearse el salario. -Tampoco esta vez rió nadie elcomentario-. Y también las cuentasfiduciarias, como ya te habrá informadoArthur. -Dio una chupada a la pipa. Erade tubo corto. De niño, recordó Oliver,él tenía una no muy distinta, de caolín,que empleaba para hacer pompas dejabón en la bañera-. Acláranos undetalle, Ollie. ¿Quién es ese señorCrouch que no conocen ni en su casa?

«Una abstracción», había contestadoBrock cuando Oliver le planteó esamisma duda en un bar de Hammersmithhacía un siglo. «Pensamos en llamarloJohn Smith pero nos pareció poco

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original.»– Un amigo de la familia -respondió

Oliver, dirigiéndose a la boina quemantenía sujeta en el regazo.«Anodino», le había inculcado Brock.«Muéstrate anodino. Sin chispa. Lospolicías los preferimos anodinos.»

– ¿Ah, sí? -dijo Lanxon, todo élinocencia perpleja-. ¿Qué clase deamigo, Ollie?

– Vive en las Antillas -contestóOliver como si eso definiese aquellaamistad.

– ¿Ah, sí? ¿Seguramente uncaballero de color, pues?

– No que yo sepa. Sólo vive allí.

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– ¿Dónde en concreto?– En Antigua. Consta en la

documentación.Error. No lo pongas en evidencia. Es

mejor que quedes tú en ridículo.Muéstrate anodino.

– ¿Es simpático? ¿Te cae bien? -preguntó Lanxon, enarcando las cejas enun gesto alentador.

– No lo conozco personalmente. Nosmantenemos en contacto a través de susabogados de Londres.

Lanxon arruga el entrecejo y sonríeal mismo tiempo, expresando sus reaciasdudas. Se consuela llevándose la pipa alos labios. No aparecen pompas de

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jabón. Adopta el rictus que entre losfumadores de pipa pasa por una sonrisa.

– No lo conoces personalmente,pero en obsequio ingresó cientocincuenta mil libras en la cuenta deCarmen. Por mediación de sus abogadosde Londres -declaró a través de unanociva nube de humo.

«Tiene el visto bueno», afirmaBrock. En un bar. En un coche. Paseandopor un bosque. «No seas tonto. Formaparte del trato.» Oliver se resiste. Se haresistido todo el día. «Me trae sincuidado si tiene o no el visto bueno. Nosoy yo quien lo ha dado.»

– ¿No te parece un comportamiento

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un tanto insólito? -inquirió Lanxon.– ¿A qué te refieres?– Al hecho de donar semejante suma

a la hija de alguien que no se conoce.Por mediación de unos abogados.

– Crouch es rico -respondió Oliver-.Es un pariente lejano, tío segundo o algoasí. Se autodesignó ángel custodio deCarmen.

– Lo que denominamos el síndromedel tío indeterminado -apostilló Lanxon,y miró primero a Pode y después aToogood con un visaje de suficienciaque presagiaba un infausto panorama.

Sin embargo Toogood vio en aquellouna afrenta.

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– ¡No es un síndrome de clase ogénero alguno! Es una práctica bancarianormal y corriente. Un hombre rico,amigo de la familia, autodesignado ángelcustodio de un niño…, eso sí es unsíndrome, te lo aseguro. Y muy corriente-concluyó con tono triunfal,contradiciéndose a cada palabra y aunasí expresando de manera convincentesu postura-. ¿Me equivoco, Reg?

Pero el pequeño Pode, que teníamucho peso en el banco, estabademasiado absorto en su bloc de papelpautado para contestar. Habíadescubierto un nuevo enfoque delasunto, éste mucho más inasequible a las

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previsiones de Oliver, y lo examinabameticulosamente a través de susbifocales con la luz de la lámpara delectura reflejada en su calva a rayas.

– Ollie -dijo Pode con una voz fina ycircunspecta, un estoque en comparacióncon la maza de Lanxon.

– ¿Qué?– ¿Qué tal si repasamos esto desde

el principio?– Repasar ¿qué?– Te ruego un poco de paciencia. Si

no te importa, Ollie, me gustaríaempezar por el día de apertura de lacuenta y seguir el procesorazonadamente a partir de ese momento.

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Soy un técnico. Me interesan losantecedentes y procedimientos. ¿Tendrásun poco de paciencia?

Oliver el anodino hizo un gesto deconformidad.

– Según nuestros datos -prosiguióPode-, viniste a ver a Arthur a estemismo despacho, habiendo concertadopreviamente la hora, hace casi dieciochomeses, y justo una semana después delnacimiento de Carmen. ¿Correcto?

– Correcto -confirmó Oliver.Anodino como el barro.

– Por entonces eras cliente delbanco desde hacía seis meses. Y tehabías trasladado recientemente a esta

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zona tras un período de residencia en elextranjero. Por cierto, ¿dónde estuviste?Se me ha olvidado.

«¿Has visitado Australia algunavez?», pregunta Brock. «No, nunca»,responde Oliver. «Perfecto, porque esahí donde has pasado los últimos cuatroaños.»

– En Australia -dijo Oliver.– Y allí viviste de… ¿qué?– Fui de empleo en empleo. Cuidé

ovejas. Serví pollo frito en restaurantesde poca monta. Todo lo que me salía alpaso.

– ¿No te dedicabas aún a la magia,pues? ¿No por aquellas fechas?

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– No.– Y cuando volviste, ¿cuánto tiempo

hacía que no eras residente del ReinoUnido a efectos tributarios?

«Vamos a borrarte del registro decontribuyentes -había dicho Brock-.Reaparecerás con el nombre deHawthorne, residente de regreso tras unaestancia en Australia.»

– Tres años. No, cuatro -respondióOliver, rectificándose para acentuar suanodina naturaleza-. Más bien cuatro.

– Así pues, cuando acudiste a Arthureras residente en el Reino Unido aefectos tributarios pero trabajabas porcuenta propia. Como mago. Casado.

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– Sí.– Y Arthur te ofreció una taza de té,

cabe esperar, ¿o no, Arthur?Un momento de hilaridad para

recordarnos el gran interés de losbanqueros en el toque humano pordelicadas que sean las decisiones que seven obligados a tomar.

– No tenía suficiente dinero en lacuenta para eso -repuso Toogood parademostrar que tampoco él se quedaba ala zaga en cuanto a humanidad.

– Son los antecedentes lo que quieroconocer, Ollie, ¿comprendes? -explicóPode-. Dijiste a Arthur que deseabasponer algo de dinero en fideicomiso,

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¿no? Para Carmen.– Así es.– Y Arthur aquí presente, dando por

sentado que te referías a una sumamodesta, te sugirió sensatamente queconsiderases la posibilidad de invertirese dinero en bonos del Tesoro o en unasociedad de crédito hipotecario o unseguro-ahorro. ¿Para qué pasar por lasinterminables complicaciones de unacuenta fiduciaria en toda regla?¿Correcto, Ollie?

Carmen cuenta seis horas de vida.Oliver se halla en una de las antiguascabinas telefónicas rojas que losconcejales de Abbots Quay insisten en

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conservar para deleite de los turistasextranjeros. Lágrimas de alegría y aliviobañan su rostro. «He cambiado de idea -dice a Brock entre sollozos-. Acepto eldinero. Todo me parece poco para ella.La casa para Heather y lo que sobrepara Carmen. Siempre y cuando no seapara mí, lo acepto. ¿Es eso corrupción,Nat?» Y Brock contesta: «Es lapaternidad, Oliver.»

– Correcto -asintió Oliver.– Pero te mantuviste firme en tu

decisión de abrir una cuenta fiduciaria,por lo que veo. -Otra ojeada al blocamarillo-. Una cuenta fiduciaria contodas sus implicaciones.

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– Sí.– Ése era tu planteamiento. Querías

guardar el dinero en sitio seguro paraCarmen y tirar la llave, dijiste a Arthur.Tomas nota de todo, Arthur. Hay quereconocer que no se te escapa una.Querías tener la absoluta certeza, Ollie,de que ocurriera lo que ocurriese en elfuturo, a ti, a Heather o a cualquier otrapersona. Carmen dispondría de susahorros.

– Sí.– Metidos en una cuenta fiduciaria.

Inaccesibles. Esperándola hasta que seauna mujer, se case o haga lo que sea quehagan las jóvenes cuando ella alcance la

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madura edad de veinticinco años.– Sí.Un remilgado reajuste de las

bifocales. Labios apretados de beato enmisa. Las yemas de dos dedos paravolver a poner en su sitio con todadelicadeza una de las líneas paralelas decabello negro. Reanudación.

– Y te habían informado, o esodijiste a Arthur aquí presente, de que eraposible abrir una cuenta fiduciaria conuna cantidad simbólica y aumentarlasiempre que a ti o a alguna otra personaos sobrase un poco de dinero.

Para aliviar un repentino picor en lapunta de la nariz, Oliver se la frotó

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enérgicamente con la palma de laenorme mano, los dedos extendidoshacia arriba.

– Sí.– ¿Y quién te informó de eso, Ollie?

¿Quién o qué te incitó a acudir a Arthuraquel día, una semana después delnacimiento de Carmen, y decir «Quieroabrir una cuenta fiduciaria»,concretamente una cuenta fiduciaria,hablando además del tema con plenoconocimiento, según las notas deArthur?

– Crouch.– ¿El mismo señor Geoffrey Crouch,

que reside en Antigua y con quien

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mantienes contacto a través de susabogados de Londres? Fue Crouch,pues, quien primero te aconsejó abriruna auténtica y legítima cuenta fiduciariapara Carmen.

– Sí.– ¿Cómo?– Por carta.– ¿Del propio Crouch?– De sus abogados.– ¿Sus abogados de Londres o sus

abogados de Antigua?– No lo recuerdo. La carta también

está incluida en el expediente, o debería.En su momento entregué toda ladocumentación pertinente a Arthur.

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– Quien la archivó puntualmente -corroboró Toogood con satisfacción.

Pode consultaba su hoja amarilla.– Dorkin amp; Woolley, un

acreditado bufete con oficinas en laCity. El señor Peter Dorkin esapoderado del señor Crouch.

Oliver decidió mostrar un poco detemperamento. Temperamento anodino.

– Y entonces ¿por qué lo preguntas?– Una simple verificación de los

antecedentes, Ollie. Para mayor certeza.– ¿Es ilegal o qué?– Ilegal ¿qué? -repuso Pode.– La cuenta de Carmen. Lo que se ha

hecho. Los antecedentes. ¿Es ilegal?

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– En absoluto, Ollie -ahora a ladefensiva-, nada más lejos. No existe lamenor ilegalidad ni irregularidadalguna. Salvo que, según parece, enDorkin amp; Woolley tampoco conocenpersonalmente al señor Crouch,¿comprendes? Bueno, eso no es algonuevo, supongo. -Le preocupaba el rigorsemántico-. Es irregular, quizá, pero nonuevo. En todo caso, tu señor Crouchlleva desde luego una vida muy recluida.

– No es mi señor Crouch; lo es deCarmen.

– Sin duda lo es. Y también es sufiduciario, según veo.

Toogood detectó otra afrenta en esa

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observación.– ¿Qué tiene de raro que Crouch sea

fiduciario? -preguntó, muy ofendido, alos dos hombres de Londressimultáneamente-. Crouch aportó eldinero. Él dispuso la creación delfideicomiso. Un amigo de la familia,parte del entramado de los Hawthorne.¿Qué tiene de raro que quiera asegurarsede que los ahorros de Carmen seadministren como es debido? ¿Por quéno va a llevar una vida recluida si es ésesu deseo? También yo llevaré una vidarecluida algún día. Cuando me jubile.

Lanxon, el alto y robusto, decidióvolver a la carga. Apoyando un

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abullonado codo en la mesa, inclinó suvoluminosa humanidad, pipa en mano yestropajoso tupé al frente, un agente deseguridad de la cabeza a los pies.

– Así pues -dijo, entornando los ojospara añadir sagacidad a su expresión-,por consejo del señor Crouch, abriste lacuenta de Carmen Hawthorne, constandotú mismo, el señor Crouch y Arthur aquípresente como fiduciarios, con unaaportación inicial de quinientas libras,cantidad que dos semanas después sevio incrementada con otras cientocincuenta mil libras, gracias a lagenerosidad del señor Crouch. ¿Es eso?-Había acelerado el ritmo.

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– Sí.– ¿Ha entregado el señor Crouch

más dinero a tu familia, que tú sepas?– No.– ¿No ha entregado más dinero o no

sabes si lo ha hecho?– No tengo familia. Mis padres

murieron. No tengo hermanos. Por esoadoptó Crouch a Carmen, supongo. Nohabía nadie más.

– Excepto tú.– Sí.– ¿Y a ti personalmente no te ha

dado nada? ¿Directa o indirectamente?¿No obtienes ningún beneficio deCrouch?

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– No.– ¿Ni ahora ni nunca?– No.– ¿Tampoco en el futuro, según tus

previsiones?– No.– ¿Has hecho alguna vez tratos con

él, has tenido relaciones comercialescon él, le has pedido dinero prestado,aunque sea de manera indirecta, pormediación de los abogados?

– No a todas las preguntas.– ¿Quién pagó, pues, la casa de

Heather, Oliver?– Yo.– ¿Con qué?

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– Con dinero.– ¿Sacado de un maletín?– Sacado de mi cuenta corriente.– ¿Y cómo reuniste ese dinero, si no

es indiscreción? ¿A través de Crouch,quizá, a través de sus abogados, de susoscuras actividades económicas?

– Lo ahorré en Australia -contestóOliver con aspereza, y empezó asonrojarse.

– ¿Pagabas el impuesto sobre larenta al fisco australiano durante tuestancia allí?

– Todos mis ingresos eraneventuales. Puede que me aplicasenalguna retención. No lo sé.

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– No lo sabes. ¿Y naturalmente nollevabas ninguna contabilidad? -dijoLanxon, y miró a Pode de soslayo conexpresión perspicaz.

– No.– ¿Por qué no?– Porque no me apetecía recorrer

quince mil kilómetros a dedo con loslibros de contabilidad en la mochila,sencillamente por eso.

– No, ya, es de suponer -admitióLanxon, dirigiendo otra mirada a Pode,esta vez mucho menos perspicaz-. ¿Concuánto dinero, pues, volviste deAustralia, Ollie? ¿Cuánto ahorraste, porasí decirlo?

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– Después de pagar la casa paraHeather y los muebles y la furgoneta y elequipo lo había gastado prácticamentetodo.

– ¿Tuviste alguna otra ocupación enAustralia? ¿Nunca te dedicaste a lacompra y venta de algo, de lo quepodríamos llamar mercancías o,digamos…, sustancias… ?

No pasó de ahí. Toogood seapresuró a atajarlo. Toogood cargó contodo el peso de la imputación.Levantándose parcialmente de la silla,apuntó su porcino dedo índice alcorazón de Lanxon.

– ¡Eso es un atropello, Walter! Ollie

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es mi estimado cliente. Retíralo ahoramismo.

Oliver fijó la mirada en un segundoplano mientras Pode y Toogoodaguardaban en incómodo silencio a queLanxon saliese por su cuenta delatolladero, cosa que hizo recurriendo asus farragosas insidias.

– Entretanto, pues -recapitulóLanxon-, tenemos a Ollie y Arthur acargo del fideicomiso; tenemos a uncurioso abogado de Londres queestampa el sello en todo lo que decidís,y tenemos al señor Crouch, que viverecluido en su casa de la isla antillanade Antigua y, como de costumbre, nadie

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puede localizar, ni siquiera susabogados.

Oliver permaneció callado,limitándose a observarlo dar palos deciego, como era propio de esa clase degente.

– ¿Has estado alguna vez allí? -preguntó Lanxon, alzando aún más lavoz.

– ¿Dónde?– En su casa. En Antigua. ¿Dónde va

a ser?– No.– Imagino que poca gente ha puesto

allí los pies, ¿verdad? Eso suponiendo,claro está, que exista dicha casa.

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– ¡Estás tomando el rábano por lashojas, Walter, ni más ni menos! -reprochó Toogood, indignado ya engrado sumo-. Crouch no es un simplesello en manos de un abogado; es unhombre con una mente privilegiada paralas finanzas, comparable en cualquiermomento a la de un agente de bolsa y aveces incluso superior. Oliver y yo nosponemos de acuerdo sobre la estrategia,se la comunicamos a Crouch pormediación de sus abogados, recibimossu aprobación. Dime algo más en reglaque eso. -Con un brusco giro en la silla,apeló a Pode, que tenía mucho peso enel banco-. La central fue informada en su

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día de todo esto, Reg. Lo revisó elDepartamento Jurídico; lo enviamos porpuro trámite al Departamento deInvestigaciones Penales, y nadie dijo nipío. Lo revisó el Departamento deCuentas Fiduciarias. El Departamentode Ingresos ni se inmutó. La central nosfelicitó y nos animó a seguir adelante. Yeso hicimos. Con gran acierto, aunqueno esté bien que yo lo diga. En menos dedos años, las ciento cincuenta mil librasiniciales se han convertido en cientonoventa y ocho mil, y siguen en aumento.-Con igual vehemencia, se volvió haciaLanxon-. No ha cambiado nada exceptolas cifras. Esa cuenta es un asunto de la

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sucursal y debe administrarse a nivellocal. Por Oliver y por mí como titulareslocales, que es lo lógico y normal. Havariado sólo la suma de dinero, no elacuerdo básico. El acuerdo básico seestableció hace dieciocho meses.

Oliver retrajo lentamente losmiembros e irguió el tronco.

– ¿Qué cifras? -preguntó-. ¿En quéhan cambiado? ¿Qué me ocultáis? Soy elpadre de Carmen, y no sólo un fiduciariode su cuenta.

Pode tardó una eternidad enresponder. O quizá la demora existiesesólo en la mente de Oliver. Quizá Poderespondió en el acto, y la mente de

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Oliver, tras registrar las palabras dePode, pasó la cinta a baja velocidad unay otra vez hasta asimilar la enormidaddel mensaje.

– Ollie, en la cuenta de tu hijaCarmen se ha ingresado una gran sumade dinero, tan exorbitante que en unprincipio el banco supuso que se tratabade un error. A veces se cometen errores.Por ejemplo, dinero institucionalabonado en la cuenta equivocada. Unbaile de dígitos. Millones de librasdepositadas en una improbable cuentapersonal hasta que nos ponemos encontacto con el banco de procedencia yaclaramos el asunto. Pero en este caso el

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banco de procedencia sostiene que lacantidad de dinero correcta ha sidotransferida a la cuenta correcta.Sumándose al saldo acreedor de lacuenta fiduciaria de Carmen Hawthorne.El o la donante permanece en elanonimato por expresa voluntad. Encuestiones de confidencialidad bancaria,los suizos son inamovibles. Para ellos,la ley es la ley. El código ético es elcódigo ético. «De un cliente», y lodemás podemos ya darlo por supuesto.Sólo están en situación de garantizarnosque el dinero procede de una cuentalegítima y operativa desde hace tiempo yque tienen sobrados motivos para

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confiar en la integridad del cliente. Apartir de ahí, tropezamos con un muroinfranqueable.

– ¿Cuánto? -dijo Oliver.– Cinco millones treinta libras -

respondió Pode sin vacilar-. Y nosgustaría saber de dónde han salido. Noshemos puesto en contacto con losabogados de Crouch. De él no, nosaseguran. Les hemos preguntado si acasoel señor Crouch podría arrojar algunaluz en cuanto a la identidad delbenefactor de Carmen. En estosmomentos el señor Crouch se encuentrade viaje, nos dicen. Nos avisarán a sudebido tiempo. Hoy en día estar de viaje

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no es excusa, francamente. De maneraque si Crouch no envió el dinero, ¿quiénlo envió? ¿Y cómo llegó a sus manos,para empezar? ¿Quién quiere hacer unaaportación de cinco millones treintalibras al fideicomiso de tu hija sin ser unfiduciario, ni informar previamente a losfiduciarios, ni revelar su identidad?Pensamos que quizá tú podrías sacarnosde dudas, ¿comprendes, Oliver? Por lovisto, nadie sabe nada. Tú eres nuestraúnica opción.

Pode calló para dejar hablar aOliver, pero Oliver nada tenía quedecir. Había vuelto a replegarse. Estabaencorvado dentro del abrigo, la larga

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cabellera negra hacia atrás, los ojosgrandes y castaños con la mirada fija enun punto lejano, la yema de un anchodedo sobre el labio inferior. En sumemoria se proyectaron escenas sueltasde la pésima película que había sido suvida hasta aquel entonces: una villa defachada lisa a orillas del Bósforo;colegios, y fracasos en todos ellos; unasala de interrogatorios de paredesblancas en el aeropuerto de Heathrow.

– Tómate el tiempo que necesites,Ollie -instó Pode con el tono de quienexhorta a otro al arrepentimiento-.Rememora. Alguien de Australia, quizá.Alguna persona que haya mantenido

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relación contigo o con tu familia en elpasado. Un filántropo. Un millonarioexcéntrico. Otro Crouch. ¿Has invertidoalguna vez en una mina de oro u otronegocio? ¿Has participado en algo conun socio, alguien que pueda haber tenidoun golpe de suerte?

Oliver no respondió, ni dio siquieraseñales de estar escuchando.

– Porque esto requiere unaexplicación, Ollie, ¿comprendes? Yademás convincente -prosiguió Pode-.Una transferencia anónima de cincomillones de libras procedente de unbanco suizo…, en fin, supera con creceslo que ciertas autoridades de este país

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están dispuestas a tragarse sin una buenaexplicación.

– Cinco millones treinta -rectificóOliver. Y rememoró, remontándose en eltiempo hasta que su semblante reflejó lasoledad de un preso que ha cumplidouna larga condena. Al cabo de un rato,preguntó-:

¿De qué banco?– Uno de los más importantes. Eso

da igual.– ¿Qué banco?– El Cantonal amp; Federal de

Zúrich. C amp; F.Oliver movió la cabeza en un

distante gesto de asentimiento,

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admitiendo la coherencia del dato.– Es un fallecimiento -sugirió con

voz remota-. Alguien ha dejado unaherencia.

– Eso ya lo preguntamos, Ollie.Siento reconocerlo, pero teníamos laesperanza de que fuera ése el caso. Así,al menos existiría la posibilidad de veralgún documento. C amp; F asegura queel donante estaba vivo y en pleno uso desus facultades mentales cuando ordenóla transferencia. Incluso dan a entenderque han vuelto a ponerse en contacto conél y verificado sus instrucciones. No lodicen así de claro, porque no es ése elestilo de los suizos, pero lo insinúan.

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– No es un fallecimiento, pues -musitó Oliver, más para sí que paraellos.

Lanxon tomó una vez más el relevo.– Muy bien. Supongamos que fuese

un fallecimiento. ¿Quién es el muerto?¿O quién no lo es? ¿Quién está aúnvivo? ¿Quién podría dejar a Carmencinco millones treinta libras en sutestamento?

Mientras aguardaban, el ánimo deOliver cambió gradualmente. Se diceque cuando un hombre es condenado amuerte, lo invade un estado de placidezy durante un tiempo realiza toda clase detareas cotidianas con precisión y

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diligencia. Esa especie de cordiallucidez se apoderó entonces de Oliver.Se puso en pie, sonrió y se excusócortésmente. Salió al pasillo y se dirigióal cuarto de baño que había visto antescamino del despacho de Toogood.Dentro, echó el seguro de la puerta y,mirándose en el espejo, evaluó lasituación. Se inclinó sobre el lavabo,abrió el grifo del agua fría, ahuecó lasmanos bajo el chorro y se mojó la cara,imaginando que se desprendía así de unaversión de sí mismo que no tenía yavigencia. Como no había toalla, se secólas manos con el pañuelo, que tiródespués al cubo de la basura. Regresó al

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despacho de Toogood y se quedó en elumbral de la puerta, llenando el vanocon los pliegues del abrigo. Actuandocomo si Pode y Lanxon no estuviesen, sedirigió educadamente a Toogood.

– Por favor, Arthur, me gustaríahablar un momento a solas contigo.Fuera, si no hay inconveniente.

Dio un paso atrás para que Toogoodlo precediese por el pasillo. Al cabo deunos instantes se hallaban de nuevo en elpatio trasero, bajo las estrellas,rodeados por la tapia y el alambre deespino. La luna se había liberado detodas, sus ataduras terrenas y sesolazaba voluptuosamente sobre los

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sombreretes de las muchas chimeneasdel banco, bañada por una neblinalechosa.

– No puedo aceptar los cincomillones -dijo-. Es excesivo para unaniña. Devuélvelos al sitio de donde hanvenido.

– Ni hablar -replicó Toogood coninesperado ímpetu-. Como fiduciario, notengo autoridad para eso. Ni yo ni tú niCrouch. No nos corresponde a nosotrosdemostrar que es dinero limpio. Lescorresponde a ellos demostrar que no loes. Si no lo consiguen, el dinero debequedarse en la cuenta. Si lo rechazamos,dentro de unos veinte años más o menos

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Carmen puede demandar al banco,puede demandarnos a mí, a ti y a Crouchy meternos en un verdadero aprieto.

– Acude a los tribunales -sugirióOliver-. Solicita una resolución judicial.Así estarás protegido.

Perplejo, Toogood empezó a deciralgo, pero cambió de idea y adoptó otroenfoque.

– De acuerdo, acudimos a lostribunales. ¿En qué van a apoyarse? ¿Enun presentimiento? Ya has oído a Pode:una cuenta legítima, un cliente deincuestionable integridad en pleno usode sus facultades. Los tribunales diránque no pueden hacer nada a menos que

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existan claros indicios de delito. -Retrocedió un paso-. No me mires conesa cara. Por cierto, ¿tú quién eres?¿Qué sabes de tribunales?

Oliver no había movido los pies niel cuerpo. Tenía las manos en losbolsillos del abrigo, y allípermanecieron. Por tanto, sólo sucorpulencia y la expresión de su rostroenorme y mojado bajo la luz de la lunapodían haber provocado el súbito saltoatrás de Toogood: la mirada cada vezmás tétrica de sus ojos hundidos encontraste con el resplandor de lasestrellas, la ira de la desesperación entorno a la boca y la mandíbula.

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– Diles que no quiero seguirhablando con ellos -anunció a Toogoodmientras montaba en la furgoneta-. Yabre la verja, Arthur, o tendré queecharla abajo.

Toogood abrió la verja.

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Capítulo 5

La casa se encontraba junto a uncamino particular conocido comoAvalon Way, enclavada bajo el pico delmonte e inaccesible a la vista desde elpueblo. Para Oliver, ése había sido unode sus mayores encantos: nadie nos ve,nadie piensa en nosotros, no estamos enla conciencia de nadie salvo en lanuestra. Se llamaba Bluebell Cottage, yHeather había propuesto cambiarle elnombre, pero Oliver, sin darexplicaciones, se había negado. Preferíareintegrarse en el mundo tal como era,

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ser absorbido, envuelto y olvidado. Legustaba el verano, cuando lafrondosidad de los árboles impedía verla casa desde la carretera. Le gustabanlos períodos invernales en que laescarcha cubría las laderas de LookoutHill y no pasaba un alma por allí durantedías. Le gustaban los vecinos sencillos yaburridos cuya previsible conversaciónnunca entrañaba una amenaza para él niexcedía los límites de lo soportable. LosAnderson, del chalet Windermere, teníanuna confitería en Chapel Cross. Unasemana después de Navidad regalaron aHeather una caja de bombones de licorcon una ramita de acebo encima. Los

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Miller, que vivían en el Swallows’Nest, estaban jubilados. Martin, antesbombero, había empezado a pintar a laacuarela, cada hoja de árbol una obramaestra. Yvonne echaba las cartas deltarot a los amigos y auxiliaba a loscoadjutores en las tareas de laparroquia. Saber que en las dos casascontiguas a la suya existía esa decentenormalidad lo reconfortaba, y ese mismosentimiento le habían despertado en unprincipio Heather y su conmovedoranecesidad de complacer continuamente atodo el mundo. Los dos somos personasfragmentadas, había pensado Oliver. Sijuntamos nuestros respectivos

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fragmentos y tenemos un hijo que nosuna, nos irán bien las cosas. «¿Noguardas alguna foto vieja de familia oalgo?», había preguntado Heather contristeza. «Resulta un pocodesequilibrado, yo aquí con midesastrosa parentela al completo y encambio tú sin ninguno de los tuyos,aunque los tuyos estén muertos.»

Las había perdido, dijo Oliver. Sehabían quedado en Australia dentro desu mochila junto con todo lo demás.Pero no entró en mayores detalles. A élle interesaba la vida de Heather, no lasuya. La infancia, los parientes, losamigos de Heather. Su banalidad, su

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continuidad, su debilidad, y hasta susinfidelidades, que para él representabanuna especie de absolución. Quería todoaquello que nunca había tenido, en elacto, ya listo para usar, con carácterretroactivo, defectos incluidos. Supesimismo adoptaba la forma de unacolosal impaciencia que exigía una vidaya preparada como una mesa para el tédesde el día anterior: amigos anodinoscon opiniones estúpidas, mal gusto ytodas las circunstancias más comunes.

Avalon Way tenía unos cien metrosde longitud y terminaba en una plazoletacircular con una boca de incendios.Apagando el motor, Oliver dejó rodar la

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furgoneta pendiente abajo hasta el finaldel oscuro camino y aparcó. Desde laplazoleta, retrocedió a piesilenciosamente por la hierba delmargen, escudriñando los coches vacíosy las ventanas sin luz de las casasporque pesaba sobre él la maldición delsigilo, así como los recuerdos detiempos pasados. Estaba en Swindon,donde Brock lo había adiestrado enactividades furtivas e inútiles. «Te faltaconcentración, hijo -le advirtió en unaocasión un instructor amable-. Tuproblema es que no te empleas a fondo.Espero que seas de esos que sedesenvuelven mejor a la hora de la

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verdad.» La luna pendía frente a él y suresplandor formaba una escalera en elmar. A veces, al pasar ante una casa, seencendía de pronto la luz de una alarmaantirrobo, pero los vecinos de AvalonWay eran gente frugal y ninguna tardabamucho en apagarse. A la entrada de lacasa se dibujaba indistintamente laforma enorme e imponente del Venturade Heather, desmesurada en el claro deluna. Su habitación tenía las cortinasechadas y detrás brillaba la luz de unalámpara. Está leyendo, se dijo Oliver.Novelones erótico-románticos ocualquier cosa que le envíe su club dellibro. ¿En quién pensará cuando lee eso?

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O libros de autoayuda. Qué hacercuando su pareja admite que no le ama ynunca le ha amado.

Las cortinas de la ventana deCarmen eran de gasa porque necesitabaver las estrellas. A sus dieciocho meseshabía aprendido ya a expresar susdeseos. Tenía abierta la pequeña hojabasculante de la parte superior de laventana, porque le gustaba el aire frescopero no la corriente. La lamparilla enforma de Pato Donald sobre la mesa. Lacinta de Pedro y el lobo para arrullarla.Oliver escuchó y oyó el mar pero no lacinta. Desde la oscuridad de una hayaroja, contempló el jardín, sintiéndose

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acusado por todo cuanto veía. La nuevacasita de juguete, o nueva el veranoanterior cuando Oliver y HeatherHawthorne compraban sin ton ni sonporque las compras eran ya su únicolenguaje común. La nueva estructura debarras para trepar ya con varias piezasmenos. El nuevo tobogán de plástico,combado. La nueva piscina hinchable,cuajada de hojas caídas, mediodesinflada, olvidada en un rincón. Elnuevo cobertizo para las nuevasbicicletas de montaña con las que habíanjurado salir a pasear religiosamentecada mañana de su nueva vida, llevandoa Carmen atrás de pasajera en cuanto

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creciese un poco. La barbacoa, parainvitar a Toby y Maud: Toby, el jefe deHeather en la agencia inmobiliaria, conun BMW, una risa de maníaco y unguiño solidario para los maridoscornudos gracias a él; Maud, su esposa.Oliver desanduvo el camino por lahierba del margen y marcó el númerodesde el teléfono móvil instalado en lafurgoneta. Primero oyó unos lánguidosacordes de Brahms y a continuación unestridente chirrido de música rock.

– Enhorabuena. Has llamado a lamansión ancestral de Heather y CarmenHawthorne. Hola. Lo sentimos pero eneste momento nos lo estamos pasando en

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grande y no podemos atenderte. Siquieres, deja tu mensaje almayordomo…

– Estoy a un paso de ahí, en elcamino; llamo desde la furgoneta -dijoOliver-. ¿Tienes compañía?

– No, estoy sola, joder -replicóHeather.

– Entonces abre la puerta. He dehablar contigo.

Permanecieron de pie en elvestíbulo, cara a cara, bajo la araña quehabían adquirido juntos en una subastade antigüedades. La hostilidad entreellos era como una calentura. Tiempoatrás Heather lo adoraba por actuar para

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los niños de la sala de pediatría delhospital en las Navidades, por sudesgarbada destreza y su afectuosidad.Lo llamaba su tierno gigante, su señor ymaestro. En el presente desdeñaba sucorpulencia y fealdad y se mantenía adistancia para observarlo y descubrir enél nuevos rasgos que detestar. Tiempoatrás Oliver adoraba sus defectos comouna preciosa carga que hubiese caídosobre él: ella es la realidad; yo soy elsueño. A la luz de la araña, el rostro deHeather se veía magullado y reluciente.

– Tengo que verla -dijo Oliver.– Ya la verás el sábado.– No la despertaré. Sólo necesito

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verla.Heather movía la cabeza con una

mueca de asco para demostrarle laaversión que sentía por él.

– No -contestó.– Te lo prometo -insistió Oliver sin

saber qué prometía exactamente.Hablaban en susurros por

consideración a Carmen. Heather seaferraba la tela del camisón a la alturadel cuello para ocultarse los pechos.Oliver percibió olor a tabaco. Vuelve afumar. Heather llevaba teñido de rubioel largo cabello, cuyo color natural erael castaño oscuro. Se había peinadoantes de dejarlo entrar. «Voy a

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cortármelo; estoy harta de esta melena»,decía ella cuando quería excitarlo. «Nimedio centímetro», respondía él,acariciándoselo, alisándoselo contra lassienes, notando crecer el deseo dentrode sí. «Ni medio centímetro. Me encantaasí. Me encantas tú y me encanta tu pelo.Vámonos a la cama.»

– He recibido una amenaza -mintióOliver tal como siempre le habíamentido, con un tono que la disuadía depreguntar-. Una gente con la que anduveen tratos cuando estaba en Australia.Han averiguado dónde vivo.

– Tú no vives aquí, Oliver. Vienesde visita cuando yo salgo, no cuando

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estoy en casa -repuso Heather como si lehubiese hecho proposicionesdeshonestas.

– Tengo que asegurarme de queCarmen está a salvo.

– Está a salvo, gracias. No podríaestar más a salvo. Empieza aacostumbrarse a la idea. Tú vives en unsitio; yo vivo en otro; Jillie me ayuda acuidarla. No es fácil para ella, pero vaentendiéndolo poco a poco.

Jillie, la au pair.– A salvo de esa gente, quiero decir.– Oliver, desde que te conozco oigo

hablar de marcianos que una nochevendrán a raptarnos. Eso tiene un

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nombre, ¿sabes? Paranoia. Quizá sea yahora de que consultes con alguien alrespecto.

– ¿Ha aparecido por aquí algúnindividuo extraño? ¿Alguien pidiendoinformación poco corriente? ¿Hallamado alguien a la puerta haciendopreguntas, vendiendo cosas raras?

– Esto no es una película, Oliver.Somos personas normales y llevamosvidas normales. Todos menos tú.

– ¿Ha venido o telefoneado alguien?-insistió él-. ¿Ha preguntado alguien pormí?

Oliver captó una ligera vacilaciónen la mirada de Heather antes de

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contestar.– Telefoneó un hombre. Tres veces.

Se puso Jillie.– ¿Preguntando por mí?– Por mí no, desde luego, o no te lo

habría dicho.– ¿Qué quería? ¿Quién era?– «Dígale a Oliver que llame a

Jacob. Él ya sabe el número.» Así quehabía un Jacob en tu vida. ¡Qué calladote lo traías! Espero que seas muy feliz.

– ¿Cuándo telefoneó?– Ayer y anteayer. Tenía intención

de decírtelo la próxima vez quehablásemos. Está bien, lo siento.Adelante, ve a verla.

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Sin embargo Oliver no se movió másque para agarrarla por los brazos.

– ¡Oliver! -protestó Heather,desprendiéndose de él con un furiosoforcejeo.

– Un hombre te envió rosas lasemana pasada -dijo Oliver-. Me locontaste por teléfono.

– Sí, te llamé y te lo conté.– Cuéntamelo otra vez.Heather dejó escapar un teatral

suspiro.– Una limusina me trajo unas rosas

con una simpática tarjeta. No sé quiénlas envió. ¿De acuerdo?

– Pero sabías que llegarían. La

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floristería avisó antes por teléfono.– La floristería avisó antes. Exacto -

confirmó Heather-. «Tenemos queentregar unas flores a los Hawthorne ydesearíamos saber cuándo habrá alguienen casa.»

– No era una floristería de por aquí.– No, era de Londres. No era

Interfiera; no eran los marcianos. Era unramo de flores selectas traído desdeLondres por una floristeríaespecializada en flores selectas, yquerían saber cuándo me venía bienrecibirlas. «Es una broma -dije-. Seequivocan de Hawthorne.» Pero no,éramos nosotras. «Para la señora

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Heather y la señorita Carmen», dijeron.«¿Y qué tal mañana a las seis de latarde?» Después de colgar seguíapensando que era una broma o un error oun truco de vendedores, pero al díasiguiente, a las seis en punto, se presentala limusina.

– ¿Cómo era?– Un Mercedes grande y

resplandeciente, ya te lo expliqué, ¿no?Y el chófer llevaba un uniforme griscomo en los anuncios. «Sólo le faltan laspolainas», le dije. No sabía qué eranunas polainas. Eso también te lo conté.

– ¿De qué color?– ¿El chófer?

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– El Mercedes.– Azul metálico, abrillantado como

un coche nupcial. El chófer era blanco,el uniforme gris, y las flores de un rosapálido. De tallo largo, fragantes, reciénabiertas, y acompañadas de un jarrón deporcelana blanco y alto para ponerlas.

– Y una nota.– Así es, Oliver, y una nota.– Sin firmar, dijiste.– No, Oliver, yo no dije eso. Dije

que la firmaba un admirador: «A dosbellas damas de un fervienteadmirador.» Escrito en una tarjeta de lafloristería: Marshall amp; Bernsteen,Jermyn Street, W1. Cuando telefoneé

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para preguntar quién era ese admirador,me contestaron que no estabanautorizados a revelar el nombre delcliente aunque lo supiesen. Repartíanmuchas flores de clientes anónimos,sobre todo en fechas próximas al día deSan Valentín, que no era el caso, peroseguían esa misma norma todo el año.¿De acuerdo? ¿Contento?

– ¿Todavía las conservas?– No, Oliver. No las conservo.

Como sabes, pensé por un instante quepodían ser tuyas. No porque sintieseespeciales deseos, sino porque eres laúnica persona que conozco capaz de unalocura como ésa. Me equivoqué. No

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eran tuyas, como tuviste la amabilidadde dejarme muy claro. Pensé endevolverlas o regalarlas al hospital,pero al final me dije, ni hablar, al menosalguien nos quiere, y en la vida habíavisto unas rosas como ésas y nos lashabían enviado a nosotras, así que hicetodo lo que se me ocurrió para quedurasen. Machaqué las puntas de lostallos, eché en el agua los polvos de labolsita y las mantuve en lugar fresco.Puse seis en la habitación de Carmen, yle encantaron. Y cuando conseguíaquitarme de la cabeza el temor a unmisterioso maníaco sexual, me sentíaperdidamente enamorada de quienquiera

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que las mandase.– ¿Tiraste la nota?– La nota no daba la menor pista.

Oliver. La escribieron en la floristería aindicación del remitente. Lo confirmé.Así que no servía de nada tratar deadivinar de quién era la letra.

– ¿Y dónde está?– Eso es asunto mío.– ¿Cuántas rosas había?– Más de las que nadie me había

regalado antes.– ¿No las contaste?– Las chicas contamos las rosas,

Oliver. Siempre lo hacemos. No es porcodicia; es por saber cuánto nos quieren.

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– ¿Cuántas había?– Treinta.Treinta rosas. Cinco millones treinta

libras.– ¿Y no has vuelto a tener noticias

desde entonces? -preguntó Oliver alcabo de un momento-. ¿Una llamada?¿Una carta? ¿Algo que permita seguir elrastro?

– No, Oliver, no hay nada quepermita seguir el rastro. He repasado dearriba abajo toda mi vida sentimental,que no es gran cosa, pensando cuál demis hombres podría haberse hecho rico,y la única posibilidad que se me haocurrido es Gerald, que siempre iba a

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sacar un pleno en las apuestas hípicaspero entretanto estaba en el paro. Aunasí, no pierdo la esperanza. Van pasandolos días, pero todavía me asomo a laventana de vez en cuando por si hay unMercedes azul esperando para llevarnosa alguna parte, aunque por lo generalllueve.

Oliver, de pie junto a la cama,contemplaba a Carmen. Se inclinó sobreella hasta percibir su calor y oír surespiración. La niña sorbió por la narizy pareció que iba a despertar. Deinmediato Heather agarró a Oliver porla muñeca y lo obligó a volver alvestíbulo y abandonar la casa.

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– Tienes que salir de aquí -dijoOliver ante la entrada.

Heather interpretó mal sus palabras.– No -respondió-. Eres tú quien ha

de salir de aquí.Oliver la miraba sin apenas verla.

Temblaba. Heather notó su temblor antesde soltarle la muñeca.

– Marcharte lejos de aquí -aclaró-.Tú y Carmen, las dos. No vayas a casade tu madre o tus hermanas; son sitiosdemasiado evidentes. Vete a casa deNorah. -Su amiga Norah, con quienhablaba por teléfono durante más de unahora en tiempo de tarifa máxima cadavez que Oliver y ella discutían-. Dile

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que has de poner distancia por unosdías. Dile que estoy volviéndote loca.

– Tengo un trabajo. Oliver. ¿Quévoy a decirle a Toby?

– Ya se te ocurrirá algo.Estaba asustada. La atemorizaba

aquello que atemorizaba a Oliver, aunsin saber qué era.

– ¡Por Dios, Oliver!– Telefonea a Norah esta misma

noche. Te enviaré dinero. Todo el quenecesites. Irá alguien a verte paraexplicarte lo que pasa.

– ¿Por qué no me lo explicas túmismo? -preguntó Heather a voz en gritocuando Oliver ya se alejaba.

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Su retiro secreto estaba a menos dediez minutos de la casa en coche, al finalde un camino de tablas abierto en lo altode un monte. Allí iba a ejercitarse en laescultura con globos, los platosgiratorios y los juegos malabares que noacababa de dominar. Allí iba aesconderse cuando temía perder elcontrol hasta el punto de pegar aHeather, destrozar la casa o quitarse lavida de pura rabia por el vacío quesentía en su alma. Sentado en lafurgoneta, aguardaba a que surespiración recuperase un ritmoacompasado, escuchando el murmullo delos pinos, los quejumbrosos reclamos de

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las gaviotas nocturnas, y el rumor de laspreocupaciones de otra genteascendiendo desde el fondo del valle. Aveces permanecía allí sentado toda lanoche con la vista fija en la bahía. Aveces se veía a sí mismo en equilibrio alborde del malecón durante la marea alta,hasta que finalmente se descalzaba paralanzarse a la espuma con los pies pordelante. O el mar se convertía en elBósforo, e imaginaba barcos pequeños ygrandes que se entrecruzabancontinuamente casi chocando. Trasestacionar la furgoneta en el rincón decostumbre, apagó el motor y marcó elnúmero de Brock en los dígitos verdes

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del teléfono móvil. Oyó el cambio detonos mientras se desviaba la llamada ysupo que había marcado bien porque unavoz femenina repitió el número, que eralo que siempre hacía y su única función.Era una voz grabada, una abstraccióninaccesible.

– Soy Benjamin y quiero hablar conJacob -dijo Oliver.

Más interferencias, seguidas de lavoz de Tanby, la macilenta sombra deBrock. El cadavérico Tanby, natural deCornualles, que conduce el coche deBrock por él cuando necesita dormir unrato; que va a buscarle comida china aBrock cuando no puede salir del

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despacho; que da la cara por él, mientepor él, y me arrastra escaleras arribacuando no me obedecen las piernas acausa de la bebida. Tanby, la voz serenaen la tormenta, aquel que uno deseaestrangular con sus manos sudorosas.

– Bueno, por fin se ha producido unaagradable sorpresa. Benjamin -anuncióTanby con alegre despreocupación-.Más vale tarde que nunca, diría yo.

– Nos ha encontrado -repuso Oliver.– Sí, Benjamin, me temo que así es.

Y el jefe desearía tener un mano a manocontigo a ese respecto cuanto antes. Salede ahí un tren expreso mañana por lamañana a las once treinta y cinco. Si no

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hay inconveniente en la hora, por lodemás es el mismo sitio y la mismarutina de siempre. Y dice el jefe quetraigas un cepillo de dientes y un par detrajes formales con los complementos ajuego, en especial los zapatos. Has leídoya los periódicos, supongo.

– ¿Qué periódicos?– No los has leído, veo. Mejor así.

Lo decía sólo porque el jefe no quiereque te preocupes, ¿comprendes? Me haencargado que te informe de que toda lagente importante para ti se encuentraperfectamente. No hay que lamentarpérdidas en la familia, por el momento.Quiere que estés tranquilo.

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– ¿Qué periódicos?– Bueno, yo personalmente compro

el Express.Oliver condujo despacio de regreso

al pueblo. Le dolían los músculos delcuello. Ocurría algo entraño en lasgrandes venas que ascendían a sucabeza. El quiosco de la estación estabacerrado. Se acercó a un banco, no elsuyo, y sacó doscientas libras del cajeroautomático. Se dirigió hacia los muellesen la furgoneta y encontró a Eric sentadoen su mesa habitual en un rincón delrestaurante situado al otro lado de laplaza, comiendo lo que comía siempredesde que se había retirado: hígado,

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patatas fritas y puré de guisantes,acompañado por un vaso de tintochileno. Eric había sido ayudante deMax Miller en el escenario y actorsuplente con la Crazy Gang. Habíaestrechado la mano a Bob Hope y sehabía acostado, contaba orgulloso, contodos los chicos guapos del coro.Cuando Oliver cogía una curda, Ericbebía con él, disculpándose por nopoder seguir su ritmo de consumo acausa de la edad. Y si las circunstanciaslo requerían, Eric se llevaba a Oliver asu apartamento, que compartía con unjoven y enfermizo peluquero llamadoSandy, y extendía el sofá-cama de la

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sala de estar para que Oliver durmiese agusto la borrachera y por la mañana, dedesayuno, se encontrase unas judías consalsa de tomate esperándolo.

– ¿Cómo andamos, Eric? -preguntóOliver, y al instante Eric levantó másaún sus enarcadas cejas de payaso,teñidas con Fórmula Grecian.

– Más que andar renqueamos, hijo,por decirlo de algún modo. Hoy en díano hay mucha demanda de sarasasdecrépitos especializados en origami eimitaciones de pájaros. Debe de ser larecesión.

En una página arrancada de laagenda, Oliver anotó sus compromisos

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de los días siguientes.– Es por mi tutor de la infancia, Eric

-explicó-. Ha sufrido un ataque alcorazón y quiere verme. Y aquí tienes unpoco más. -Le entregó las doscientaslibras.

– No vayas a atormentartedemasiado, hijo -advirtió Eric,guardándose el dinero en el bolsillointerior de su lustrosa chaquetaajedrezada-. La muerte no la inventastetú. La inventó Dios. Dios es el culpablede muchos males, o si no, pregúntale aSandy.

La señora Watmore estabaesperándolo, pálida y asustada, como

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cuando Cadgwith se presentó allí paraecharle el guante a Sammy.

– Si no ha telefoneado una docena deveces, no ha telefoneado ninguna.«¿Dónde se ha metido ese Ollie? Dileque no tiene por qué huir de mí.» Y alrato se planta ante la puerta, llamando altimbre, aporreando el buzón ydespertando a todo el mundo -protestó, yOliver adivinó que se refería aToogood-. No puedo permitirmecomplicaciones, Ollie, ni siquiera por ti.Estoy de deudas hasta el cuello. Tengovecinos. Tengo huéspedes. Tengo aSammy. Eres demasiado para mí,Oliver, y no sé por qué.

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Elsie creyó que no la había oído,porque estaba inclinado sobre laconsola del vestíbulo, leyendo el DailyTelegraph, cosa insólita en él. Oliveraborrecía los periódicos; de hecho,incluso llegaba a dar un rodeo paraeludirlos. Pensó, pues, que se hacía eldistraído y estuvo a punto de ordenarleque levantase la cabeza de aquel diarioy le respondiese como era debido. Sinembargo lo observó con más calma y,por la actitud alerta que percibió en él ytambién por propia intuición, supo quehabía ocurrido lo que desde el principiotemía que ocurriese, y que Oliver sehabía acabado para ella, y también para

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Sammy. Era el final. Y supo, aunque eraincapaz de expresarlo con palabras, quedurante todo aquel tiempo que habíapasado allí se escondía de algo, no sólode su hija o su matrimonio, sino tambiénde sí mismo. Y que aquello de lo quehuía era superior a su esposa y su hija, ypor fin había dado con él.

muere de un disparo un abogado devacaciones en turquía, leyó Oliver.Fotografía de Alfred Winser, presentadocomo director en materia legal de laasesoría financiera Single amp; Single,sita en el West End, y ofreciendo unaspecto estrictamente legal con las gafasde concha que sólo se ponía cuando

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entrevistaba a una nueva secretaria. Laidentificación del cadáver aplazadamientras se lleva a cabo a nivel nacionalla búsqueda de la viuda, quien, según lamadre de ésta, necesitaba un respiro yha aprovechado la ausencia de suesposo para tomarse ella misma unasvacaciones. Los motivos de la muerteaún sin determinar, todavía nodescartada la posibilidad de que se tratede un asesinato, vagos rumores sobre elresurgimiento del terrorismo kurdo en laregión.

Sammy bajó y se quedó plantado enla puerta, con un jersey de su difuntopadre a modo de batín.

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– ¿Y nuestra partida de billar? -preguntó.

– Tengo que ir a Londres -respondióOliver, sin apartar la vista delperiódico.

– ¿Estarás fuera mucho tiempo?– Unos días.Sammy desapareció. Al cabo de un

momento llegó desde el hueco de laescalera la voz de Burl Ives cantando:«Nunca más vagaré sin rumbo.»

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Capítulo 6

Para la reunión con Oliver trasvarios años de separación, Brock tomótodas las precauciones habituales y otrasmenos habituales pero exigidas por ladiscreta crisis desatada en sudepartamento, y por su percepción casireligiosa de la singularidad de Oliver.Uno de los preceptos básicos en laprofesión de Brock era que dosinformadores nunca debían usar elmismo piso franco, pero, en el caso deOliver, Brock insistió en que el lugarelegido no se hubiese utilizado en

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ninguna operación anterior. El resultadofue un chalet de tres dormitorios conparedes de ladrillo visto en unarecóndita zona de Camden, situado entreuna tienda de ultramarinos abierta lasveinticuatro horas y un concurridorestaurante griego. Nadie prestabaatención a quién entraba o salía por ladeslucida puerta del número 7. Pero noacababan ahí las precauciones de Brock.Quizá Oliver fuese una persona pocomanejable, pero era el ojo derecho deBrock, su adquisición más preciada y subenjamín, como se había dejadosobradamente claro a todos losmiembros del equipo. En la estación de

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Waterloo, en lugar de confiar el trasladode Oliver a una camioneta sindistintivos, Brock mandó a Tanby paraque lo recibiese en el andén y loacompañase a un servicial taxilondinense, se sentase a su lado en elasiento trasero y pagase el trayecto enefectivo como cualquier buenciudadano. Y en Camden apostó a Dereky Aggie y a otros dos miembros delequipo de aspecto tan poco sospechosocomo ellos por si Oliver, consciente oinconscientemente, tenía a alguiensiguiéndole los pasos. En nuestro medio,solía preconizar Brock, vale más preverlo peor y multiplicarlo por dos. Pero

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con Oliver, si uno sabía lo que leconvenía, era mejor multiplicar por unnúmero tan alto como se quisiese.

Era primera hora de la tarde. A sullegada al aeropuerto de Gatwick lanoche anterior, Brock había ido en supropio coche a su anónimo despacho delStrand y telefoneado a Aiden Bell por lalínea segura. Bell era el comandante delgrupo operativo interdepartamental alque Brock estaba asignado en elpresente.

– El pueblo es propiedad de lacompañía -explicó después de exponerla teoría del suicidio del capitán Alí conel debido escepticismo-. La alternativa

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es te hacemos rico o te matamos. Elpueblo ha optado por hacerse rico.

– Muy sensato de su parte -comentóBell, un ex militar-. Mañana después delas plegarias reunión táctica. En laoficina.

A continuación Brock, como unpastor preocupado por su rebaño,estableció comunicación con susdestacamentos uno por uno, empezandopor un piso cerrado a cal y canto en unaesquina de Curzon Street, continuandocon una furgoneta del servicio deaverías de British Telecom estacionadajunto al Hyde Park y terminando por elvehículo que servía de centro de

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operaciones a una brigada móvildestinada a un valle perdido en la partemás despoblada de Dorset. «¿Algunanovedad?», preguntaba a los jefes deunidad sin siquiera presentarse. «Nadade nada, señor», respondíandecepcionados. «Ni señales, señor.»Brock respiró aliviado. Dame tiempo,pensó. Dame a Oliver. En un silenciomonacal, empezó a consignar sus gastosoperacionales del último viaje en unasolicitud de reembolso. Rompió aquelsilencio el zumbido delintercomunicador de Whitehall y la vozdesparpajada de un funcionario de lapolicía londinense, calvo y de muy alto

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rango, llamado Porlock. Brock pulsó deinmediato el botón verde que ponía enmarcha la grabadora.

– ¿Dónde demonios has estado, si elseñorito me permite la indiscreción? -dijo Porlock, muy bromista él, y Brockvio en su memoria la falsa sonrisadesplegada en toda la amplitud de sumandíbula picada de viruela,preguntándose cómo un personaje tandeclaradamente corrupto podía andarpor la vida con tanto descaro y durantetanto tiempo.

– En ningún sitio al que me apetezcavolver, gracias, Bernard -respondió conafectada formalidad.

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En ese tono hablaban siempre, comosi sus agresiones mutuas fuesen un meroentrenamiento, cuando en realidad Brocklas vivía como un duelo a muerte dondeno podía haber más que un vencedor.

– Y bien, Bernard, ¿qué te ronda porla cabeza? -dijo Brock-. Hay gente queduerme por las noches, según he oídodecir.

– ¿Quién mató, pues, a AlfredWinser? -preguntó Porlock con vozpersuasiva, a través aun de su ampliasonrisa.

Brock simuló un esfuerzo dememoria.

– Winser. Alfred. Ah, sí. Bueno,

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desde luego no murió de un resfriadocomún, al menos por lo que he leído enlos periódicos. Ahora que lo dices,pensaba que vosotros estaríais ya allí,frustrando las indagaciones de loslugareños.

– Y entonces ¿por qué no estamosallí, Nat? ¿Por qué ya no nos quierenadie?

– Bernard, no me pagan para buscarexplicación a las idas y venidas de losdistinguidos caballeros de ScotlandYard. -Brock seguía viendo la insolentesonrisa, hablándole a ella. Algún día,pensó, si vivo lo bastante, le hablaré através de los barrotes de una celda, lo

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juro.– ¿Por qué insisten esos maricas del

Foreign Office en que espere a ver elinforme de la policía turca antes deimponerles mis ingratas atenciones? -dijo Porlock-. Aquí interviene una manooculta, y me da la impresión de que es latuya… cuando no la tienes ocupada enotra cosa.

– Ahora sí que me has dejado de unapieza, Bernard. ¿Por qué iba aentorpecer la acción de la justicia unsimple y baqueteado agente de aduanas ados años de la jubilación?

– Persigues a los que blanquean eldinero, ¿no? Todo el mundo sabe que

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Single blanquea dinero para el SalvajeEste. Prácticamente se anuncian en lasPáginas Amarillas.

– ¿Y eso, Bernard, qué relacióntiene con la fortuita muerte del señorAlfred Winser? No acabo de ver lacausalidad, me temo.

– El caso Winser es afín, ¿o no? Sidescubres quién mató a Alfred Winser,quizá consigas atrapar a Tiger. Meimagino a nuestros jefes de Whitehallencantados con la idea, sobre todo si depaso les lamen un poco el culo. -Remedó de manera insultante un hablade niño bien, unida a un homófoboceceo-. «Deje que el bueno de Nat se

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encargue de esto. Este caso le viene queni pintado al bueno de Nat.»

Brock se permitió una pausa para elrezo y la contemplación. Estoypresenciándolo en vivo, pensó. Estáocurriéndome a mí en este mismomomento. Porlock viene con elpropósito de proteger a quien lo tiene asueldo, y actúa a cara descubierta.Vuelve a ponerte la máscara, pensó. Sieres un sinvergüenza, obra como tal y note sientes a mi lado en las reunionessemanales.

– Mira, Bernard, yo no persigo aquienes blanquean dinero -aclaró Brock-. Persigo su dinero. Una vez perseguí a

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uno, es cierto, hace mucho tiempo -recordó, caricaturizando su nasal acentode Liverpool-. Gasté una fortuna enabogados y contables para investigar susactividades, no dejé piedra por mover.Al cabo de cinco años y varios millonesde libras de las arcas del Estado, mehizo un corte de mangas en vista públicay se marchó libre de todo cargo. Segúnme han dicho, los miembros del juradotodavía tratan de leer las palabraslargas. Así que buenas noches, Bernard,y por mucho tiempo.

Pero Porlock aún no habíaterminado.

– Oye, Nat.

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– ¿Qué?– Suéltate la melena. Conozco un

pequeño club nocturno en Pimlico. Vagente muy agradable, y no toda de sexomasculino. Invito yo.

Brock apenas pudo contener la risa.– Andas un tanto equivocado, ¿no

crees, Bernard?– ¿Y eso a qué viene?– Se supone que los policías son

sobornados por los sinvergüenzas. Novan por ahí sobornándose mutuamente,al menos en mi tierra.

Tras zafarse de Porlock, Brock abrióuna imponente caja fuerte empotrada enla pared y extrajo una agenda en cuarto,

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de tapa dura y papel pautado, con unmarbete donde se leía la palabra hidra,escrita de su puño y letra. La abrió porel día de la fecha y, con su prolijacaligrafía de juzgado, anotó lo siguiente:

01.22 h., llamada nosolicitada del com. BernardPorlock para pedir informaciónrespecto a la investigación delasesinato de A. Winser. Laconversación grabada terminóa las 01.27 h.

Y al acabar de rellenar la solicitudde reembolso, telefoneó a su esposa Lily

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a su casa de Tonbridge, pese a quepasaba ya de las dos de la madrugada, yse dejó obsequiar con la narración delos escabrosos sucesos ocurridos en elAteneo Femenino del pueblo, que leconfió en un ininterrumpido torrente depalabras.

– Y la tal señora Simpson, Nat, vaderecha a la mesa de las confituras ycoge el tarro de mermelada de MaryRyder y lo estampa contra el suelo.Luego mira a Mary y dice: «MaryRyder, si vuelvo a ver a tu Herbertfrente a la ventana de mi baño con surepugnante miembro en la mano a lasonce de la noche, le echaré el perro, y lo

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lamentaréis los dos.»Brock no explicó dónde había estado

aquellos últimos días, y Lily nopreguntó. A veces el secretismo laentristecía, pero por lo general era comoun compromiso mutuo y precioso deservicio. A la mañana siguiente a lasocho y media en punto, Brock y AidenBell cruzaron el río en dirección sur abordo de un taxi. Bell era un hombreelegante, dotado de una aparentedistinción que inspiraba confianza a lasmujeres, inconscientes del peligro quecorrían. Lucía un traje verde de tweedde aspecto militar.

– Anoche recibí una invitación de un

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san Bernardo calvo -informó Brock conel susurro de corto alcance que de malagana empleaba para divulgar secretos-.Quería llevarme a un club de alterne dePimlico que él conoce, para así podertomarme unas fotografíascomprometedoras.

– Un hombre de gran sutileza,nuestro Bernard -comentó Bell conseveridad, y por un momento amboshicieron un fondo común de suindignación. Bell añadió-: Algún día.

Ni Bell y Brock eran ya lo queparecían. Bell era un militar y Brock,como había recordado a Porlock, unmodesto agente de aduanas. Sin embargo

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los dos habían sido asignados al grupooperativo mixto, y los dos sabían que elprincipal objetivo del grupo era salvarlas diferencias artificiales entre losdepartamentos. El segundo sábado decada mes, todos los miembros sinobligaciones en otra parte estabaninvitados a asistir a aquellas informalessesiones de plegarias celebradas en unlúgubre edificio en forma de caja aorillas del Támesis. Aquel día laoradora era una mujer bien informada deInvestigaciones que les ofreció el últimoy catastrófico recuento de lasactividades delictivas internacionales:

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– tantos kilos de material nuclearapto para la industria armamentistavendidos bajo mano a tal o cualdisidente de Oriente Próximo;

– tantos miles de ametralladoras,fusiles automáticos, gafas de visiónnocturna, minas de tierra, bombasdispersoras, misiles, tanques y piezas deartillería entregados mediantecertificados de destinatario final falsosal último narcotirano o déspota africanoproclive a los métodos terroristas;

– tantos billones de dineroprocedente de la droga desaparecidosmisteriosamente en la llamada economíablanca;

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– tantas toneladas de heroínarefinada enviadas por barco a lospuertos europeos vía España y el nortede Chipre;

– tantas toneladas introducidas en elmercado británico en las últimas docesemanas, con un valor en la calle detantos cientos de millones, tantos kilosincautados, equivalentes según uncálculo aproximado al 0,0001 por cientodel total bruto.

La venta de narcóticos ilegales, dijola mujer con voz melodiosa, ascendía enla actualidad a una décima parte del

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comercio internacional.Los norteamericanos gastaban

setenta y ocho billones de dólaresanuales en el consumo de drogas.

La producción mundial de cocaínase había duplicado en los últimos diezaños y la de heroína se había triplicado.En su conjunto, el sector facturabaanualmente cuatrocientos billones dedólares.

La elite militar de Sudamérica habíaabandonado la guerra en favor de laproducción de droga. Los países dondeno era posible cultivarla ofrecíanrefinerías y complejos medios detransporte a fin de entrar en el negocio.

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Los gobiernos no involucrados sehallaban en un dilema: ¿Debían frustrarel éxito de la economía sumergida -en elsupuesto de que ello estuviese a sualcance- o participar de su prosperidad?

En las dictaduras, donde la opiniónpública no contaba para nada, larespuesta era obvia.

En las democracias existía una dobleactitud: los partidarios de la intoleranciaabsoluta daban patente de corso a laeconomía sumergida en tanto que lospartidarios de la despenalización ledaban carta blanca, comentario que lamujer bien informada utilizaba comoindicación para penetrar a hurtadillas en

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la guarida de la Hidra.– La delincuencia no es ya un hecho

al margen del Estado si es que algunavez lo ha sido -declaró con la firmeza deuna directora de colegio en su alocuciónde despedida a los alumnos reciéngraduados-. Hoy en día la magnitud delas ganancias es demasiado grande paradejar la delincuencia en manos de losdelincuentes. No nos enfrentamos ya contemerarios forajidos que tarde otemprano se delatarán ellos mismos portorpeza o reincidencia. Considerandoque un alijo de heroína descargado sinpercance en un puerto británico tiene unvalor de cien millones de libras y un

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capitán de puerto disfruta de un salariode cuarenta mil, nos enfrentamos connosotros mismos. Con la capacidad delcapitán de puerto para resistirse a unatentación de un nivel sin precedentes.Con el superior del capitán de puerto.Con la policía portuaria. Con sussuperiores. Con los agentes de aduanas.Con sus superiores. Con las autoridades,banqueros, abogados y administradoresque vuelven la cabeza y miran en otradirección. Es absurdo pensar que esagente puede sincronizar sus esfuerzosconjuntos sin un mando central y unsistema de control, y la connivenciaactiva de personas situadas en altos

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cargos. Ahí es donde interviene laHidra.

Se oyó un chasquido en algún lugarde la sala y detrás de la mujer aparecióproyectado en una pantalla el inevitablesoporte visual, mostrando la anatomíadel cuerpo político británico como unárbol genealógico. Dispersas por todo élse hallaban las numerosas cabezas de laHidra y, en color dorado, las hipotéticaslíneas que las conectaban.Instintivamente Brock posó la mirada enla policía londinense, donde imperaba lasilueta calva de Porlock como unarrogante medallón romano y surgían deél líneas doradas como manantiales de

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munificencia. Nacido en Cardiff en1948, rememoró Brock. Incorporado en1970 a la Brigada de InvestigaciónCriminal de la región centrooccidentalde Inglaterra, amonestado por exceso decelo en el cumplimiento del deber, esdecir, por falsear pruebas. Baja porenfermedad, ascenso por traslado.Incorporado en 1978 a la policíaportuaria de Liverpool, obtenida laespectacular condena de una banda denarcotraficantes ineptos que competíaimprudentemente con un rival bienasentado. Tres días después de concluirel juicio, vacaciones en el sur de Españacon todos los gastos pagados en

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compañía de los jefes de la banda rival.Después de alegar que reuníainformación criminal de vitalimportancia, exonerado, traslado porascenso. Investigado en 1985 porpresunta aceptación de incentivos deljefe identificado de una organizaciónmafiosa belga dedicada al narcotráfico.Exonerado, elogiado, ascenso portraslado. En 1992 descubierto por unperiódico sensacionalista inglésmientras comía en un restaurante dealterne de Birmingham con dosmiembros de un grupo serbioespecializado en la adquisición ilegal dearmas. Pie de foto: «el pícaro porlock.

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¿De qué lado está, comisario?»Cincuenta mil libras de indemnizacióncomo resultado de una demanda porcalumnia, exonerado tras unainvestigación interna, ascenso portraslado. ¿Cómo puedes mirarte a lacara en el espejo cada mañana alafeitarte?, se preguntó Brock. Respuesta:sin el menor problema. ¿Cómo duermespor las noches? Respuesta: a piernasuelta. Respuesta: tengo más conchasque un galápago y la conciencia de uncadáver. Respuesta: quemo informes,aterrorizo testigos, ando con la cabezabien alta.

La reunión terminó, como era

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habitual, con un ánimo de jocosadesesperación. Por una parte, se alentó ala tropa: todo estaba permitido, todo erapoco en la guerra contra la perversidadhumana. Pero también sabían que, aunviviendo mil años y saliendo airosos entodos sus esfuerzos, como muchocausarían unas cuantas heridassuperficiales al eterno enemigo.

Oliver y Brock se hallaban en eljardín trasero de la casa de Camden,sentados en sendas hamacas bajo unasombrilla de vivos colores. Enfrente,sobre una mesa, tenían una bandeja con

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té y pastas. Buena porcelana, té deverdad y no de bolsa, un suave sol deprimavera.

– Las bolsas llevan té picado -comentó Brock, que se permitía suspequeñas manías-. Para tomar una tazade té como es debido, hay que usar lashojas, no el té picado.

Oliver estaba a la sombra con laspiernas encogidas. Llevaba la ropa conque había viajado: vaqueros, botas demedia caña y un desastrado anorak azul.Brock lucía un ridículo sombrero depaja que esa mañana, a modo de broma,le habían comprado los miembros delequipo en el mercado de Camden Lock.

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Oliver no sentía la menor animadversiónhacia Brock. Brock no lo habíainventado ni seducido ni sobornado nichantajeado. Brock no había cometidocrimen alguno contra el alma de Oliverque no se hubiese cometido hacía yamucho tiempo. Fue Oliver, y no Brock,quien frotó la lámpara, y fue Brockquien apareció obedeciendo el mandatode Oliver.

Es pleno invierno y Oliver no estádel todo en sus cabales. Hasta ahí llegasu conocimiento de sí mismo, pero no vamás allá. Los orígenes, causas, duracióny grado de su locura se le escapan, almenos en ese momento. No andan lejos,

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pero los reserva para otra ocasión, otravida, otro par de coñacs. La tétricapenumbra creada por las luces de neónuna noche de diciembre en Heathrow lerecuerdan el vestuario de uno de losmuchos internados donde había estado.Llamativos renos de cartulina yvillancicos grabados agudizan susensación de irrealidad. Un cartelnevado pende de una de las cuerdas deun tendedero, deseándole paz y alegríaen la tierra. En breve va a ocurrirle algoasombroso, y lo devora la impacienciapor averiguar de qué se trata. No estáebrio pero en rigor tampoco está sereno.Unos cuantos vodkas en el vuelo, un

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botellín de vino tinto acompañando alpollo de plástico y un Rémy Martin odos a continuación no han hecho más,piensa, que proporcionarle el estímulonecesario para seguirle el ritmo altumulto desatado ya dentro de él. Llevasólo equipaje de mano y nada quedeclarar, aparte de una irreflexivaagitación en el cerebro, una tormenta deindignación y exasperación que empezóhace tanto tiempo que es imposibleremontarse a sus orígenes, que azota sumente como un huracán mientras losotros miembros de su congregacióninterna permanecen expectantes entímidos grupos de dos y de tres y se

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preguntan mutuamente cómo demoniosva a ponerle freno Oliver. Se aproximaa letreros de distintos colores y, en lugarde desearle paz y alegría en la tierra ybuena voluntad entre los hombres, leexigen que se defina. ¿Es un extranjeroen su propio país? Respuesta: sí, lo es.¿Llega de otro planeta? Respuesta: sí,así es. ¿Es azul, rojo, verde? Su miradavaga hasta posarse en un teléfono decolor tomate. Le resulta familiar. Quizáse fijase en él a la ida tres días atrás einconscientemente lo reclutase comoaliado secreto. ¿Pesa mucho, eseteléfono? ¿Tiene vida propia? ¿Estácaliente? A su lado se lee el aviso: «Si

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desea dirigirse a un agente de aduanas,utilice este teléfono.» Oliver lo utiliza.O mejor dicho, su brazo se extiende porpropia iniciativa hacia el auricular, sumano lo coge y lo acerca a su oído,dejándole la responsabilidad de hablar.El teléfono lo habita una mujer, y Oliverno esperaba encontrarse con una mujer.Oye decir «¿Sí?» al menos dos veces yluego «¿Puedo ayudarle en algo,caballero?», lo cual lo induce a pensarque aunque no ve a la mujer, ella sí love a él. ¿Es guapa, joven, vieja, adusta?Poco importa. Con su innata cortesía,contesta que, bueno, en realidad sípodría ayudarle; querría hablar en

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privado sobre un asunto confidencialcon alguna persona en un puesto deautoridad. Al oír su propia voz por elauricular, le sorprende su serenidad. Nohe perdido el dominio de mí mismo,piensa. Y ya separado por completo desu yo terrestre, lo invade unaabrumadora sensación de gratitud porhallarse en manos de alguien tancompetente. El problema es que si noactúas ahora, nunca lo harás, le explicala aplomada voz de su yo terrestre. Tehundirás, te ahogarás. Es ahora o nunca.No me gusta dramatizar, pero ha llegadoel momento. Y quizá su yo terrestre dicealgo de esto en voz alta por el teléfono

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rojo, porque de pronto Oliver nota quela mujer desconocida se pone tensa yelige con cuidado las palabras.

– Quédese exactamente donde está,por favor, al lado del teléfono. No semueva. Alguien irá a buscarlo en unosinstantes.

Y en este punto acude a la memoriade Oliver un recuerdo superfluo de unbar de Varsovia con teléfonos en lasmesas para ponerse en contacto con laschicas de las mesas vecinas, método porel cual acabó invitando a una cerveza auna maestra de un metro ochenta deestatura llamada Alicja que le advirtióque nunca se acostaba con alemanes.

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Esta noche, en cambio, se encuentra conuna mujer menuda, de complexiónatlética y corte de pelo masculino, queviste una camisa blanca con charreteras.¿Es la sagaz mujer que lo ha llamado«caballero» antes de oír su voz? Oliverlo ignora, pero percibe que la intimidasu corpulencia y que se pregunta si es unchiflado. Manteniéndose a distancia, lamujer repara en el traje caro, el maletín,los gemelos de oro, los zapatos hechos amano, el rostro enrojecido. Se aventuraa acercarse un paso más y, mirándolo ala cara con la barbilla levantada, lepregunta cómo se llama y de dóndellega, y mentalmente hace la prueba de

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alcoholemia a sus respuestas. Le pide elpasaporte. Oliver se palpa los bolsillos;como de costumbre no lo encuentra. Lolocaliza por fin, sumerge una mano pararescatarlo, casi lo dobla en su afán decomplacer, y se lo entrega.

– Tiene que ser algún alto cargo -advierte él, pero la mujer estádemasiado ocupada pasando hojas.

– Éste es su único pasaporte, ¿no?Sí, el único, replica con soberbia su

yo terrestre, y casi añade «mi buenaseñora».

– No posee, pues, doblenacionalidad ni nada por el estilo,¿verdad?

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No.– Este es por tanto el único

pasaporte con el que viaja, ¿no?Sí.– ¿Georgia, Rusia?Sí.– Y acaba de llegar de allí, ¿no? ¿De

Tiflis?No. De Estambul.– ¿Y quería hablar de algo

relacionado con Estambul? ¿O conGeorgia?

Deseo hablar con un funcionario dealto rango, repite Oliver. Recorren unpasillo abarrotado de asiáticostemerosos sentados en sus maletas.

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Entran en una sala de interrogatorios sinventanas, con una mesa atornillada alsuelo y un espejo atornillado a la pared.En su estado de trance autoprovocado,Oliver se sienta a la mesa por propiavoluntad y contempla maravillado suimagen en el espejo.

– Ahora iré a buscar a alguien, ¿deacuerdo? -dice la mujer con severidad-.Me quedo su pasaporte, y después ya selo devolverán, ¿de acuerdo? Vendráalguien lo antes posible. ¿De acuerdo?

De acuerdo. Absolutamente deacuerdo. Pasa media hora, se abre lapuerta, y aparece, en lugar de todo unalmirante cargado de galones dorados,

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un joven rubio y flaco con camisa blancay pantalón de uniforme, que le ofreceuna taza de té dulce y dos bizcochosazucarados.

– Disculpe el retraso. Es por lasfechas, me temo. En Navidad todo elmundo se marcha. Viene ya de camino lapersona indicada. Quería usted hablarcon un superior, creo.

Sí, así es. El joven permanece de piedetrás de él, observándolo mientrastoma el té.

– Nada como una buena taza de técuando volvemos a casa, ¿verdad? -diceal reflejo de Oliver en el espejo-.¿Tiene algún domicilio fijo?

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Oliver deletrea su rutilante direcciónde Chelsea mientras el joven la anota enuna libreta.

– ¿Cuánto tiempo ha estado enEstambul?

Un par de noches.– ¿Con eso ha tenido tiempo

suficiente, supongo, para hacer lo que lohabía llevado allí?

De sobra.– ¿Viaje de placer o de negocios?Negocios.– ¿Había estado antes allí?Con frecuencia.– Su trabajo lo obliga a viajar

mucho, ¿no?

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A veces demasiado.– Acaba siendo deprimente, ¿no?Puede serlo. Depende. El

aburrimiento y la aprensión empiezan aadueñarse del yo terrestre de Oliver. Noera el momento ni el lugar, se dice. Laidea era buena pero un poco extremada.Pide el pasaporte, coge un taxi, vuelve acasa, duerme bien, haz de tripascorazón, y sigue adelante con tu vida.

– ¿A qué se dedica, pues?Inversiones, responde Oliver.

Gestión de activos. Carteras. Sobre todoen la industria del ocio.

– ¿A qué otros sitios viaja, aparte deEstambul?

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Moscú. San Petersburgo. Georgia. Adonde el trabajo me lleve, de hecho.

– ¿Le espera alguien en Chelsea?¿Alguien a quien deba telefonear, avisar,decir que ha llegado bien?

En realidad, no.– No quiere que se preocupen por

usted, ¿eh?¡No, por Dios! Una alegre risotada.– ¿Tiene a alguien, pues? ¿Esposa?

¿Hijos?Ah, no, no, gracias a Dios. O al

menos todavía no.– Novia.Esporádicamente.– Ésas son las mejores, de hecho,

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¿no? Las esporádicas.Supongo que sí.– Traen menos complicaciones.Muchas menos. El joven se marcha.

Oliver se queda otra vez solo, pero nopor mucho tiempo. Se abre la puerta yentra Brock, con el pasaporte de Oliveren la mano. Y de uniforme, la única vezque Oliver lo vio vestido así y, comomás tarde supo, la primera vez que se loponía en sus veinte y tantos añosasignado a tareas menos reconocibles. Ysólo tras un largo aprendizaje lograOliver representarse a Brock de pie alotro lado del espejo durante el informalinterrogatorio del joven, incapaz de dar

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crédito a su suerte mientras se colocacon apuros el traje de gala.

– Buenas noches, señor Single -diceBrock, estrechando la mano pasiva deOliver-. ¿O puedo llamarte Oliver paraevitar confusiones con tu veneradopadre?

La sombrilla se dividía en triángulosde colores verde y naranja. Oliver sehallaba bajo una porción verde, queconfería a su amplio rostro un tonocetrino. El sombrero de Brock, encambio, reflejaba un dorado resplandory, bajo la desenfadada ala, sus vivos

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ojos despedían destellos de júbilopropios de un duende.

– Así pues, ¿quién reveló a Tiger tuparadero? -preguntó Brock con laactitud relajada de quien pretende, sacara relucir un tema más que obtener unarespuesta-. No es vidente, ¿verdad? Niomnisciente. Ni tiene ojos en todaspartes. ¿O sí? ¿Quién se ha ido de lalengua?

– Tú, probablemente -repuso Olivercon brusquedad.

– ¿Yo? ¿Por qué iba yo a hacer unacosa así?

– Por un cambio de planes,probablemente. Brock mantuvo la

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sonrisa sin inmutarse. Evaluaba elestado de su bien más preciado,examinando su evolución en aquellosaños de inactividad. Llevas ya a tusespaldas un matrimonio, una hija y undivorcio, pensaba. Y yo sigo tal comoantes, gracias a Dios. Buscaba en Oliverindicios de desgaste y no veía ninguno.Eres un producto acabado y no lo sabes,pensó, recordando a otros informadoresque había rehabilitado. Crees que un díael mundo vendrá a cambiarte, peronunca viene. Eres quien eres hasta lamuerte.

– Quizá tú has hecho otros planes -contraatacó Brock de buen talante.

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– Sí, ya. Seguro. «Papá, te echo demenos. Vamos a hacer las paces. Lopasado, pasado está.» Seguro.

– Conociéndote, no puededescartarse. Por nostalgia. Un poco deculpabilidad. Al fin y al cabo, cambiastevarias veces de idea en cuanto a tugratificación, si no recuerdo mal.Primero vacilaste. Luego fue que no,Nat, ni en broma. Luego que sí, Nat,acepto el dinero. Creía que acasohubiese ocurrido lo mismo respecto aTiger.

– De sobra sabes que el dinero de lagratificación era para Carmen -replicóOliver desde la sombra al otro lado de

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la mesa.– También esto es para Carmen. O

podría serlo. Cinco millones de libras.Tal vez tú y Tiger llegasteis a unacuerdo, pensé. Tiger pone el dinero, yOliver, el afecto. Me imaginoperfectamente una lealtad filialrecobrada en virtud de un pago inicialde cinco millones a nombre de Carmen.¿Qué lógica tiene, si no? Ninguna, queyo sepa, al menos desde el punto devista de Tiger. No es lo mismo que sihubiese enterrado una bolsa de billetesen el huerto de la familia, ¿no te parece?-No hubo respuesta ni Brock laesperaba-. No puede regresar con una

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pala y una linterna a desenterrarlosdentro de un año cuando necesite eldinero, ¿no? -Tampoco hubo respuesta-.No es ni siquiera de Carmen hasta quepase un cuarto de siglo. ¿Qué hacomprado Tiger con esos cinco millonesde libras? Su nieta ni sabe que tiene unabuelo. Si te sales con la tuya, nunca losabrá. Debe de haber comprado algo.Por eso me dije que quizá habíacomprado a nuestro Oliver. ¿Por quéno? Las personas cambian, pensé, elamor todo lo puede. Quizá realmentehabéis hecho las paces. Con cincomillones de libras para endulzar lapíldora, todo es posible.

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Inesperadamente, Oliver alzó losbrazos en un gesto de rendición, losestiró hasta que le crujieron y los dejócaer de nuevo a los lados.

– Eso es una sarta de estupideces, ytú bien lo sabes -dijo sin especialanimosidad.

– Alguien ha tenido que informarle -insistió Brock-. No te ha encontrado porcasualidad. Algún pajarito le hasusurrado al oído.

– ¿Quién mató a Winser? -contraatacó Oliver.

– No sé si me importa demasiado, ¿ya ti? No si paso revista al extraordinarioelenco de candidatos. Hoy por hoy

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Single amp; Single cuenta con másmaleantes entre sus estimados clientesque los ficheros de Scotland Yard.Podría haber sido cualquiera de ellos;en lo que a mí respecta, da igual uno queotro. -Nunca le llevas la delantera,pensó Brock, soportando impasible laceñuda expresión de Oliver: nunca loengañas, nunca consigues desviar suatención; él mismo ha previsto laspeores posibilidades hace muchotiempo. Tú te limitas a confirmar cuálesde sus previsiones se han cumplido.Brock conocía algunos supervisores quese creían Dios con zapatos de tacóncuando trataban con informadores. No

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así Brock, con nadie y menos conOliver. Con Oliver, Brock se veía a símismo como un invitado no grato, uninvitado que en cualquier momentopodían echar a la calle-. Lo mató tuamigo Alix Hoban de Trans-FinanzViena, según cierto confidente, con lacolaboración de un nutrido reparto dematones en los papeles secundarios.Además, hizo entretanto una llamadatelefónica. Suponemos que informó aalguien sobre el desarrollo de losacontecimientos. Pero lo mantenemos ensecreto, porque no nos conviene llamardemasiado la atención sobre la CasaSingle.

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Oliver aguardó la segunda parte deeste anuncio pero, viendo que nollegaba, apoyó el mentón en la mano y elcodo en la enorme rodilla y clavó enBrock una mirada estimativa.

– Trans-Finanz Viena, segúnrecuerdo, pertenecía íntegramente a laempresa andorrana First FlagConstruction Company -dijo a través deun ramillete de gruesos dedos.

– Pertenecía y pertenece, Oliver.Conservas la portentosa memoria desiempre.

– Al fin y al cabo, esa jodidaempresa la monté yo,¿no?

– Ahora que lo mencionas, creo que

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sí.– Y First Flag es el feudo exclusivo

de Yevgueni y Mijaíl Orlov, losprincipales clientes de la Casa Single,¿o eso ha cambiado?

Oliver no había alterado el tono devoz. Aun así, Brock advirtió que lerequería cierto esfuerzo pronunciar elnombre Orlov.

– No, Oliver, no lo creo. Existentensiones, pero sospecho queformalmente tus buenos amigos loshermanos Orlov ocupan aún el primerlugar para Single.

– ¿Y Alix Hoban sigue siendo surepresentante?

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– Sí, Hoban es aún el representantede los Orlov.

– Todavía es de la familia.– Todavía es de la familia, eso

tampoco ha cambiado -confirmó Brock-.Está en nómina y cumple órdenes, seancuales sean sus otras actividades.

– ¿Y por qué, pues, mató Hoban aWinser? -Perdiendo el hilo de su propiaargumentación, Oliver se contempló lasanchas palmas de las manos como sibuscase la respuesta en las líneas-. ¿Porqué el hombre de confianza de los Orlovmató al hombre de confianza de Tiger?Yevgueni apreciaba a Tiger. Más omenos. En la medida en que les

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permitiese hacerse de oro. Y tambiénMijaíl. Tiger devolvía el cumplido.¿Qué ha cambiado, Nat? ¿Qué ocurre?

Brock no tenía previsto llegar tanpronto a ese punto. Ilusamente, habíaimaginado un proceso gradual del quesurgiría la verdad. Pero con Oliver, paraahorrarse sorpresas, uno no debía darnada por supuesto. Había que dejarlo asu aire y seguirle el ritmo, reajustando elpaso sobre la marcha.

– Verás, Oliver, me temo que es unode esos casos en que el amor degeneraen rencor -explicó con cautela-. Unvaivén del péndulo, por así decirlo. Unode esos cambios de tiempo que se

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producen incluso en las familias mejororganizadas, me temo. -Dado que Oliverno parecía dispuesto a echarle unamano, continuó-: A los hermanos se leshan torcido las cosas.

– ¿Cómo?– Algunas de sus operaciones se

fueron al traste. -Brock andaba con piesde plomo, y Oliver lo sabía. Brockestaba poniendo nombre a los peorestemores de Oliver, movilizando losfantasmas siempre alertas de su pasado,añadiendo nuevos miedos a los yaexistentes-. Una considerable suma dedinero caliente que pertenecía aYevgueni y Mijaíl quedó bloqueada

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antes de pasar por el reciclaje de Single.– ¿Antes de llegar a First Flag,

quieres decir?– Quiero decir cuando estaban aún

en circuito de espera.– ¿Dónde?– Por todo el mundo. No todos los

países cooperaron, pero sí la mayoría.– ¿Todas aquellas pequeñas cuentas

que abrimos? -preguntó Oliver.– Ya no tan pequeñas. Había

alrededor de nueve millones de libras enla que menos. Los saldos de las cuentasde España ascendían ya a ochenta ycinco millones. En mi opinión, los Orlovempezaban a actuar de una manera un

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tanto descuidada, francamente. ¿Quiénconservaría cantidades así en activoslíquidos? Como mínimo podrían haberinvertido en obligaciones a corto plazodurante la espera, pero no.

Oliver se había llevado las manos ala cara de nuevo, encerrándola en unaprisión privada.

– Para colmo, uno de los barcos delos hermanos fue abordado cuandotransportaba un cargamento embarazoso-añadió Brock.

– ¿Rumbo adonde?– A Europa. A cualquier parte. ¿Qué

más da?– ¿A Liverpool?

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– De acuerdo, a Liverpool. Directa oindirectamente, viajaba con rumbo aLiverpool… ¿Puedes bajar ya de lasnubes, Oliver, por favor? Tú conoces elhampa rusa. Si te aprecian, todo lo venbien. Si creen que juegas con dosbarajas, te ponen una bomba en laoficina, te echan un misil por la ventanadel dormitorio y tirotean a tu mujer en lacola de la pescadería. Así es esa gente.

– ¿Qué barco era?– El Free Tallinn.– Procedente de Odessa.– Exacto.– ¿Quién lo abordó?– Ni más ni menos que los rusos,

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Oliver. Sus compatriotas. Las fuerzasespeciales rusas, en aguas rusas. Rusosabordando a rusos, sin colaboración denadie.

– Pero los informasteis vosotros.– No, eso es precisamente lo que no

hicimos -respondió Brock-. El soplo lesllegó de otra parte. Tal vez los Orlovpensaron que los había delatado Alfie.Son sólo suposiciones.

Oliver hundió aún más la cara entrelas manos y siguió en conferencia consus demonios interiores.

– Winser no traicionó a los Orlov.Los traicioné yo -declaró con voz deultratumba-. En Heathrow. Hoban mató

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al mensajero equivocado.La ira de Brock, cuando se desataba,

inspiraba miedo. Surgía de la nada, sinprevio aviso, y cubría todo su rostrocomo una mascarilla mortuoria.

– Nadie los traicionó -dijo entredientes-. A los delincuentes no se lostraiciona, se los atrapa. Yevgueni Orloves un vulgar matón georgiano, al igualque el retrasado mental de su hermano.

– No son georgianos; simplementequieren serlo -masculló Oliver-. YMijaíl no es un retrasado mental; esdiferente, sólo eso. -Pensaba en SammyWatmore.

– Tiger blanqueaba el dinero de los

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Orlov y Winser era un cómplice muydispuesto. Eso no es traición, Oliver. Esjusticia. Por si no lo recuerdas, ése eratu deseo. Querías arreglar el mundo, yestamos en ello. Nada ha cambiado. Yonunca te dije que fuésemos a hacerlo conpolvos mágicos. La justicia no es eso.

– Prometiste que esperarías -reprochó Oliver, todavía desde detrásde las manos.

– Y esperé. Te prometí un año, y hetardado cuatro. Uno para garantizar tuseguridad. Otro para seguir el rastro depapeles. Otro para que las damas ycaballeros de Whitehall se convenciesende que había que mover el culo y el

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cuarto para hacerles que se diesencuenta de que no todos los policíasingleses son maravillosos ni todos losfuncionarios ingleses son unos santos.En ese tiempo podrías haberte ido acualquier parte. Tuvo que ser Inglaterra.La elección fue tuya, no mía. Comohuida escogiste tu matrimonio, tu hija, sucuenta fiduciaria, tu país. Durante esoscuatro años Yevgueni Orlov y suhermano Mijaíl han inundado lo queantes llamábamos el mundo libre de todaaquella inmundicia que cae en susmanos, desde heroína afgana para losadolescentes hasta semtex checo paralos amantes de la paz irlandeses o

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detonadores nucleares rusos para losdemócratas de Oriente Próximo. YTiger, tu padre, ha financiado susoperaciones, ha blanqueado susganancias y les ha allanado el camino.Por no hablar del dinero que él mismose ha embolsado. Tendrás queperdonarme si después de cuatro añosme he impacientado un poco.

– Prometiste que no lo pondrías enpeligro.

– Si corre peligro, no es culpa mía.Eso es cosa de los Orlov. Y si unosmaleantes deciden empezar a volarsemutuamente los sesos e informar acercade sus respectivos envíos a Liverpool,

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de mí no oirán más que aplausos. Nosiento el menor cariño por tu padre,Oliver. Eso es tarea tuya. Soy quien soy.No he cambiado. Ni yo ni Tiger.

– ¿Dónde está?Brock prorrumpió en una carcajada

de desdén.– Al borde del colapso nervioso,

¿dónde si no? Con un dolorinconsolable, deshecho en lágrimas.Puedes leerlo en los comunicados deprensa. Alfie Winser era su amigo ycompañero de armas de toda la vida, tecomplacerá saber. Superaron juntos losobstáculos del arduo camino,compartieron los mismos ideales. Amén

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-se burló. Oliver seguía esperando-. Hadesaparecido de nuestros radares. No hasonado una sola campana en ningunaparte, y permanecemos alertas lasveinticuatro horas del día. Media horadespués de enterarse de la muerte deWinser se marchó de la oficina, pasó unmomento por su piso, y ya no se hasabido nada más de él desde entonces.Hoy hace seis días que no se pone encontacto con la oficina: ni una llamadade teléfono ni un fax ni un mensaje porel correo electrónico. Nada, ni siquierauna postal. Es un hecho sin precedentesen la vida de Tiger. Un día sin unallamada telefónica de él, es una

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emergencia nacional; seis, elapocalipsis. El personal da la cara porél en todo, telefonea discretamente a suslugares de retiro conocidos, y de paso alas casas de alguna gente que podríahaberle dado refugio, y hace loimposible por no levantar revuelo.

– ¿Dónde está Massingham? -preguntó Oliver. Massingham, el jefe depersonal de Single.

Ni la expresión ni la voz de Brockse alteraron. Mantuvo el mismo tono dereprobación, de desprecio.

– Limando asperezas. Vagando porel mundo. Tranquilizando a los clientes.

– ¿Y todo eso por Winser?

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Brock hizo como si no lo oyese.– Massingham telefonea de vez en

cuando, básicamente para preguntar sihay novedades. Aparte de eso, no dicemucho más. Al menos por teléfono. Lopropio de Massingham. Lo propio decualquiera de ellos, si nos paramos apensar. -Cavilaron los dos en silenciohasta que Brock expresó en alto el temorque empezaba a arraigar en la mente deOliver-. Tiger podría haber muerto,claro está, lo cual sería un felizacontecimiento… no para ti, quizá, perosí para la sociedad. -Brock esperabaarrancar a Oliver de su ensoñación. Sinembargo Oliver se negó a despertar-. La

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salida honrosa supondría todo uncambio en el caso de Tiger, debo decir.Aunque dudo que supiese dóndeencontrar la puerta. -Nada-. Además, depronto reaparece y ordena a su bancosuizo una transferencia de cincomillones de libras a la cuenta deCarmen. Por norma, los muertos nohacen esas cosas, según tengo entendido.

– Más treinta.– ¿Cómo dices? Últimamente ando

un poco duro de oído, Oliver.– Cinco millones treinta - precisó

Oliver con voz más alta e iracunda.¿Y ahora dónde demonios tienes la

cabeza?, deseó preguntar Brock

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observando a Oliver, que continuabacon la mirada perdida. Y si consigohacerte salir de ahí, ¿Adónde demonioste irás después?

– Les envió flores -explicó Oliver.– ¿A quién? ¿De qué estás hablando?– Tiger envió flores a Carmen y

Heather. La semana pasada, desdeLondres, en un Mercedes con chófer.Sabe dónde viven y quiénes son. Lasencargó por teléfono y dictó un mensajeextraño para la tarjeta, presentándosecomo un admirador. A una de lasfloristerías elegantes del West End. -Buscando a tientas en el anorak,palpándose los bolsillos, Oliver dio por

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fin con un papel y se lo tendió a Brock-.Ahí tienes. Marshall amp; Bernsteen.Treinta jodidas rosas. De color rosaclaro. Cinco millones treinta libras.Treinta monedas de plata. Con eso, estádiciendo: Gracias por volverme laespalda. Está diciendo que sabe dóndeencontrarla siempre que le venga engana. Está diciendo que es suya.Carmen. Está diciendo que Oliver puedeescapar pero no esconderse. Quieroprotección para ella, Nat. Quiero quealguien hable con Heather. Quiero quesea informada. No quiero que secontaminen. No quiero que Tiger ponganunca los ojos en Carmen.

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Si bien los inesperados silencios deBrock sacaban a Oliver de sus casillas,debía reconocer, a su pesar, que tambiénle impresionaban. Brock no avisaba. Nodecía: «Un momento.» Sencillamentedejaba de hablar hasta que terminaba deexaminar el asunto en cuestión y estabaen condiciones de emitir un juicio.

– Podría querer decir eso -concedióBrock por fin-. O podría querer deciralguna otra cosa, ¿no?

– ¿Cómo qué? -preguntó Oliver contono agresivo.

Brock se hizo esperar de nuevo.– No sé, Oliver…, como por

ejemplo que echa en falta un poco más

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de compañía en su vejez.Refugiado en el cuello de su anorak,

Oliver observó a Brock cruzar el jardín,golpear con los nudillos la cristalera yreclamar la presencia de Tanby. Vioaparecer a una muchacha de su mismaestatura pero en buena forma. Pómulospronunciados, larga coleta rubia, y esacostumbre que tienen las chicas altas deapoyar todo el peso del cuerpo en unapierna y levantar la cadera del ladoopuesto. La oyó decir con acentoescocés:

– Tanby ha salido a hacer un recadoaquí cerca, Nat.

Oliver observó a Brock entregarle el

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papel con el nombre de la floristería.Sin dejar de escuchar, la muchacha leyóel nombre. Oyó el susurro de Brock y loreprodujo verbalmente en su informadaimaginación: Necesito localizar alempleado que tomó el encargo de enviartreinta rosas a Abbots Quay la semanapasada, a nombre de Hawthorne, y elMercedes con chófer que las entregó -gestos de asentimiento de la muchachaacompasados al murmullo de Brock-;necesito saber cómo se pagaron el cochey las flores; necesito el origen, la hora,la fecha y la duración de la llamada, yuna descripción de la voz del cliente encaso de que no la grabasen, aunque

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quizá la grabaron porque es una prácticafrecuente. Oliver creyó que la muchachalo miraba por encima del hombro deBrock y la saludó con la mano, pero ellaentraba ya en la casa.

– ¿Y qué has hecho con ellas,Oliver? -preguntó Brock con cálidacordialidad después de volver a tomarasiento.

– ¿Con las flores?– Déjate de tonterías.– Las envié a Northampton, a casa

de la mejor amiga de Heather. Si es quehan ido. Norah, se llama. Una lesbianasoltera.

– ¿De qué quieres que sea informada

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exactamente?– De que estaba en el bando

correcto. Puede que sea un traidor, perono soy un delincuente. No debeavergonzarse de haber tenido una hijaconmigo.

Brock percibió lejanía en la voz deOliver, lo observó ponerse en pie,rascarse primero la cabeza y luego unhombro, echar un vistazo alrededorcomo si hasta ese momento no hubieseadvertido dónde estaba: el pequeñojardín, los manzanos que empezaban aflorecer, el rumor del tráfico al otrolado de la tapia, las fachadasposteriores de estilo Victoriano -cada

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una en su rectángulo de jardín-,invernaderos, ropa tendida. Lo observósentarse de nuevo. Esperó como unsacerdote aguardaría el regreso de supenitente.

– Debe de haber sido un tragoamargo para Tiger, huyendo yescondiéndose a su edad -comentó conánimo provocador, considerando queera ya el momento de interrumpir lasdivagaciones de Oliver-. Si es eso loque está haciendo -añadió. No huborespuesta-. Acostumbrado a comer bien,ir de un lado a otro en su Rolls-Roycecon el chófer al volante, vivir con todossus mecanismos de autoengaño en su

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sitio, sin asperezas, sin brusquedades, yde pronto le vuelan la cabeza a Alfie yTiger se pregunta si es él el siguiente dela lista. Un panorama poco alentador,imagino. Con más de sesenta años y tansolo. No me gustaría tener sus sueños alacostarme. ¿Y a ti?

– Cállate -dijo Oliver.Brock, impertérrito, movió la cabeza

en un gesto de pesar.– Por no hablar de mi propia

situación.– ¿Tu situación?– Me paso quince años persiguiendo

a un hombre. Conspiro contra él, mesalen canas, descuido a mi esposa. Me

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desvivo por pillarlo en falta. Y de lanoche a la mañana me entero de que estáescondido en una zanja con los perrostras sus pasos y mi único deseo estenderle la mano, darle una taza de técaliente y ofrecerle una amnistía total.

– Gilipolleces -dijo Oliver mientraslos ojos sagaces de Brock chispeaban ylo escrutaban bajo el ala del sombrerode paja.

– Y en cuanto a sentimientos nobles,Oliver, tú me aventajas con diferencia,he tenido ocasión de comprobarlo. Enresumidas cuentas, pues, todo se reducea ver quién lo encuentra primero, tú olos hermanos Orlov y sus alegres

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muchachos.Oliver dirigió la mirada hacia el

punto del jardín donde había estado lamuchacha, pese a que se había ido hacíarato. Contrajo su amplio rostro,reflejando la irritación de un campesinoen medio del bullicio de la capital.Luego habló con claridad y sumocuidado, cada palabra sometida muchoantes a su propia aprobación.

– No cuentes conmigo para nadamás. Todo lo que tenía que hacer por ti,está ya hecho. Quiero protección paraCarmen y su madre. Ésa es mi únicapreocupación. Cambiaré de nombre yme iré a vivir a otra parte. No cuentes

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conmigo para nada más.– ¿Y quién lo encuentra?– Vosotros.– No tenemos medios suficientes.

Somos pobres, insignificantes eingleses.

– ¡Y una mierda! -exclamó Oliver-.Sois un ejército secreto más queconsiderable. He colaborado convosotros.

Pero Brock movió la cabeza en ungesto de negación no menos rotundo.

– No puedo mandar varias unidadesa buscar a ciegas por todo el mundo,Oliver. No puedo anunciar misintenciones a todos los políticos

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extranjeros de la guía telefónica. SiTiger está en España, he de suplicar derodillas a los españoles, y cuando porfin se dan cuenta de que existo, Tiger hapuesto ya tierra por medio y yo meencuentro leyendo sobre mí en losperiódicos españoles, con la salvedadde que no sé español.

– Aprende -dijo Oliver conaspereza.

– Si está en Italia, son los italianos;en Alemania, los alemanes; en África,los africanos; en Pakistán, lospaquistaníes; en Turquía, los turcos…, ycada vez la misma historia. Untandomanos a mi paso, y sin saber si los

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hermanos las han untado antes y mejor.Si ha ido al Caribe, hay que buscar islapor isla y sobornar hasta a los postestelegráficos para conseguir un soloteléfono pinchado.

– Pues dale caza a otro. Tienesdonde elegir.

– Tú en cambio… -Brock se reclinóen la hamaca y contempló a Oliver conuna expresión que podía interpretarsecomo lastimera envidia-. A ti te bastacon respirar para presentir susreacciones, adivinar sus movimientos,ponerte en su papel. Lo conoces mejorque a ti mismo. Conoces sus casas, susargucias, a sus mujeres y lo que va a

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desayunar incluso antes de que lo pida.Lo has tenido aquí. - Se dio unaspalmadas en el pecho mientras Oliver senegaba entre dientes una y otra vez-. Aunantes de salir a por él, has recorrido yatres cuartas partes del camino. ¿Hedicho yo algo?

Oliver sacudía la cabeza comoSammy Watmore. Mataste ya una vez atu padre, y con eso es más quesuficiente, pensaba. No voy a hacerlo,¿me oyes? Estoy harto. Estaba hartohace cuatro años. Estaba harto inclusoantes de empezar.

– Búscate a otro pobre desgraciado -dijo con tono hosco.

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– Vuelvo con la misma canción desiempre, Oliver. El amigo Brock sereunirá con él a cualquier hora y encualquier lugar, sin nada en la manga.Ese es mi mensaje. Si no se acuerda demí, refréscale la memoria. Brock, eljoven funcionario de aduanas deLiverpool, el mismo al que aconsejócambiar de empleo después del juiciopor el lingote turco. Brock cooperará siél coopera, dile. La puerta de Brock estáabierta las veinticuatro horas del día. Ledoy mi palabra.

Cruzando los brazos ante el pecho,Oliver se abrazó a sí mismo en unaespecie de peculiar ritual de oración.

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– Nunca -masculló.– Nunca ¿qué?– Tiger nunca haría una cosa así.

Nunca traicionaría. Soy yo quien sededica a eso, no él.

– Con toda sinceridad, eso es unatontería, y tú lo sabes. Dile que Brockcree en la negociación creativa, comoél. Poseo amplias facultades, entre ellasel olvido. Se trata de un juego dememoria, dile. Yo olvido, él recuerda.Sin investigaciones públicas, sin juicios,sin cárcel, sin confiscación deactivos…, siempre y cuando él recuerdecorrectamente. Todo en la máximareserva y entre nosotros, y al final una

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garantía de inmunidad. Saluda a Aggie.La muchacha alta les había llevado

té recién hecho.– Hola -dijo Oliver.– Hola -contestó Aggie.– ¿Qué ha de recordar? -preguntó

Oliver cuando la muchacha se alejó y nopodía ya oírlos.

– Lo he olvidado -respondió Brock.Pero de inmediato añadió-: Él lo sabrá.Y tú también. Mi objetivo es la Hidra.Persigo a esos policías sin escrúpulos ya esos funcionarios con sueldosexcesivos que han contratado con él susplanes de pensiones complementarios.Los elementos corruptos de Scotland

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Yard y los abogados con camisa de seday los comerciantes desaprensivos queviven en barrios elegantes. No en otrospaíses. Los otros países pueden cuidarsesolos. En Inglaterra. A la vuelta de laesquina. En la casa de al lado.

Oliver se soltó las rodillas, pero alinstante volvió a sujetárselas,entrecruzando los dedos alrededor, conla vista fija en el césped como sicontemplase su tumba.

– Tiger es tu Everest, Oliver;apartándote de él, no alcanzarás la cima-prosiguió Brock con tono paternalista ala vez que extraía del bolsillo interiorde la chaqueta una ajada cartera de piel

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que Lily, su esposa, le había regalado ensu trigésimo cumpleaños-. ¿Has visto aeste individuo en alguno de tus viajes? -preguntó con aparente despreocupación,entregando a Oliver una fotografía enblanco y negro de un hombre corpulento,sin un pelo en la cabeza, que salía de unclub nocturno llevando del brazo a unajoven ligera de ropa-. Un viejo amigo detu padre, desde los tiempos deLiverpool. Un policía corrupto.Actualmente ocupa un alto cargo enScotland Yard y tiene excelentesconexiones por todo el país.

– ¿Por qué no se pone una peluca? -dijo Oliver con sorna.

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– Porque es la desfachatez enpersona -replicó Brock con vehemencia-. Porque hace en público lo que otrosgranujas no harían en privado. Es sumanera de excitarse. ¿Cómo se llama,Oliver? Su cara te suena, estoy seguro.

– Bernard -contestó Oliver,devolviéndole la fotografía.

– Bernard, exacto. Bernard ¿quémás?

– No dio su apellido. Vino a CurzonStreet un par de veces. Tiger nos lo trajoal Departamento Jurídico y leconseguimos una villa en el Algarve.

– ¿Para unas vacaciones?– En propiedad, como regalo -

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corrigió Oliver.– Me tomas el pelo. ¿A cambio de

qué?– ¿Cómo voy a saberlo? Yo me

ocupaba de los trámites inmobiliarios.Al principio se presentó como unaventa. Cuando estaba ya todo a puntopara efectuar el cambio de divisas, Alfiedijo que había dinero de por medio, quecerrase la operación y firmase laescritura de traspaso. Y eso hice.

– Así que es Bernard a secas.– Bernard el calvo -confirmó

Oliver-. Luego, además, sacó unalmuerzo gratis.

– ¿En el Kat’s Cradle?

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– ¿Cómo no?– No es propio de ti olvidar un

apellido, ¿verdad?– No constaba. Es Bernard, una

compañía offshore.– ¿Llamada?– No era una compañía; era una

fundación. La compañía pertenecía a lafundación. Guardando las distancias porduplicado.

– ¿Cómo se llamaba la fundación? -insistió Brock.

– Derviche, domiciliada en Vaduz.La Fundación Derviche. Tiger hizo unchiste con eso: «Os presento a Bernard,nuestro derviche danzante.» Bernard es

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dueño de Derviche; Derviche es dueñade la compañía; la compañía es dueñade la casa.

– ¿Y cuál era, pues, el nombre de lacompañía propiedad de la FundaciónDerviche?

– Sky… algo más. Skylight, Skylark,Skyflier.

– ¿Skyblue?– Skyblue Holdings, Antigua.– ¿Y por qué carajo no me lo dijiste

en su momento?– Porque no me lo preguntaste -

repuso Oliver con tono igualmenteairado-. Si me hubieses pedido quesiguiese la pista a Bernard, habría

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seguido la pista a Bernard.– ¿Tenía Single por norma repartir

villas gratuitamente?– No que yo sepa.– ¿Recibió alguien más una villa en

obsequio?– No, pero Bernard consiguió

también una motora. Una de esas lanchaspuntiagudas y superligeras. Bromeamoscomentando que no la balanceasedemasiado si ofrecía sus atenciones auna dama en alta mar.

– ¿De quién fue la gracia?– De Winser. Y ahora, si me

disculpas, tengo que ir a ensayar.Observado por Brock, Oliver se

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desperezó, se alborotó el pelo con lasdos manos como si le picase el cuerocabelludo y se encaminó tranquilamentehacia la casa.

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Capítulo 7

– ¡Oliver! Haz el favor de subir.Unos caballeros muy distinguidosdesean conocerte. Nuevos clientesrebosantes de ideas nuevas. Venvolando, por favor.

No es Elsie Watmore llamando aOliver a las armas, sino el mismísimoTiger a través del intercomunicador dela oficina. No es Pam Hawsley, nuestraDoncella de Hielo por cinco mil dólaresanuales, ni Randy Massingham, nuestrojefe de personal y demacrado Casio. Esel Hombre, en vivo, personificando la

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Voz del Destino. Es primavera, comoahora, cinco años atrás. Y es también laprimavera de la vida de nuestro joven yúnico socio adjunto en ciernes, reciénsalido de la facultad de derecho, nuestrozarevitz, nuestro heredero forzoso altrono de la casa real de Single. Oliverlleva tres meses en Single. Es su tierraprometida, la meta alcanzada con nopocos esfuerzos después de los durosreveses de una educación inglesaprivilegiada. Por más humillaciones yprivaciones que haya padecido hasta lafecha, por más cicatrices que le hayadejado la aparentemente interminablesucesión de academias, profesores

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particulares e internados, ha llegado a lalejana orilla, titulado en derecho comosu padre, destinado a mover los hilos dela sociedad en un futuro cercano,pictórico de fervor juvenil, lloroso,enamorado de todo aquello.

Y son muchos los estímulos. LaSingle de principios de los noventa noes una sociedad de capital riesgo al uso,y prueba de ello son las páginas deeconomía de los periódicos. Single es el«caballero andante del nuevo Este deGorbachov» - Financial Times-,«adentrándose con audacia allí dondevacilan otras firmas con menor empuje».Single es la «abanderada de las

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operaciones de riesgo» - Telegraph- ,«rastreando las naciones del renovadobloque comunista en busca deoportunidades, desarrollo sólido ybeneficio mutuo en armonía con elespíritu de la perestroika» -Independent-. La Casa Single, enpalabras de su dinámico fundador -apodado con gran acierto Tiger, elTigre-, está «dispuesta a escuchar acualquiera, en cualquier momento y encualquier lugar» en su firmedeterminación de afrontar el «mayor retopara el mundo de los negocios en laactualidad». Tiger hace referencia nadamenos que a la «aparición de una Unión

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Soviética como mercado». Single utiliza«un juego de herramientas distinto, esuna sociedad más ágil, más valiente,más pequeña, más joven, viaja másligera de equipaje» que los vetustosgigantes de tiempos pasados -Economist-. Y si hay quienes opinan queOliver, para curtirse, debería haberempezado trabajando para Kleinwort,Chase o Barings, también a ellos tieneTiger algo que decirles: «Somos unaempresa innovadora. Queremos lo mejorde él, y lo queremos ahora.»

Lo que Oliver quiere de Single no esmenos de admirar. «Trabajar al lado demi padre será para mí un beneficio

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adicional», explica a una comprensivacronista del Evening Standard duranteuna recepción en Park Lane organizadapara celebrar su incorporación a lafirma. «Mi padre y yo siempre hemossentido gran respeto el uno por el otro.Va a ser un extraordinario aprendizajeen todos los sentidos.» Ante la preguntade cuál cree que será su aportación a laempresa, el joven vástago demuestra quetampoco él tiene pelos en la lengua. «Undescarado idealismo con la cabezasobre los hombros», responde paradeleite de la cronista. «Las emergentesnaciones socialistas necesitan toda laayuda, conocimientos y recursos

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financieros que podamos poner a sudisposición.» En declaraciones a larevista Tatler, menciona otra de lasverdades de Single: «Ofrecemos unaparticipación estable a largo plazo sinánimo de explotación. Todo aquel queespere llenarse los bolsillos de rublosde la noche a la mañana se verádecepcionado.»

Una reunión de urgencia, piensaOliver, eufórico, mientras sale de sudespacho. Su mayor deseo. Después detres meses trabajando de pasante en elárido Departamento Jurídico de Alfred

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Winser, teme ya estancarse. Su expresaintención de «conocer hasta el últimodetalle el funcionamiento de todos losaspectos prácticos del negocio» lo hallevado a un laberinto de compañíasoffshore del que parece imposibleescapar en toda una vida de jovenentusiasta. Pero hoy Winser ha ido aBedfordshire para comprar una fábricade guantes malaisia, y Oliver no tieneque rendir cuentas a nadie. Una lóbregaescalera situada en la parte de atrás deledificio comunica el DepartamentoJurídico con el piso superior.Comparándola en su imaginación a unpasadizo secreto de la época de los

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Mediéis, Oliver sube los peldaños detres en tres. Ingrávido, ciego a todosalvo su objetivo, se desliza a través desucesivas secciones de la oficina y salasde espera forradas de madera hastallegar a la famosa puerta azul de doshojas. La abre y por un segundo eldivino resplandor es demasiado intensopara él.

– Me has llamado, padre -susurra,viendo sólo su propia sonrisa reflejadamisteriosamente en el fulgor frente a él.

La luz remite. Seis hombres loesperan y están de pie, cosa que no esdel agrado de Tiger, dado que crecióveinte centímetros menos que la mayoría

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de sus adversarios. Se hallanpreparados para una fotografía de grupoy Oliver es el fotógrafo, y podríapensarse que están diciendo «patata» aindicación suya porque todos sonríensimultáneamente, recién levantados porlo visto de la mesa de reuniones. Sinembargo la sonrisa de Tiger es como decostumbre la más radiante y enérgica.Envuelve en una aureola de santidad atodos los presentes. Oliver adora esasonrisa. Es el sol del que obtiene lafuerza para desarrollarse. A lo largo detoda su infancia ha creído que si algunavez logra abrirse paso entre sus rayos yechar una ojeada detrás de esos

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afectuosos ojos, alcanzará el reinomágico del que su padre es benévolo yabsoluto soberano. ¡Son los hermanosOrlov!, exclama en silencio, desbordadopor el entusiasmo y la expectación. ¡Encarne y hueso! ¡Randy Massingham losha pescado por fin! Tiger llevaba yaunos día advirtiendo a Oliver quepermaneciese alerta, que esperaseórdenes, que mantuviese despejada suagenda, que procurase ponerse trajespresentables. Pero sólo ahora hadesvelado el motivo.

Tiger, como capitán del equipo, sehalla en primer plano y en el centro. Consu último traje azul de raya diplomática

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y chaqueta cruzada cosida por Haywardde Mount Street, sus zapatos negros conalzas confeccionados por Lobb de St.James, y su corte de pelo hecho enTrumper, a la vuelta de la esquina, es elperfecto caballero del West Endreproducido en exquisita miniatura, unajoya, un diamante en el escaparateatrayendo las miradas de cuantos pasanjunto a él. Erguido como siempre en suesfuerzo por ganar estatura, Tiger rodeacon un brazo los hombros de un sesentónde complexión recia y aspecto marcialcon largas pestañas de querubín, el peloa cepillo y el cutis como la piedrapómez. Y si bien Oliver no lo había

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visto en su vida, reconoce de inmediatoal legendario Yevgueni Orlov deMoscú, negociante patriarcal, traficantede influencias, viajante plenipotenciarioy copero mayor de la mismísima Cortedel Poder.

Al otro lado de Tiger, pero libre desu abrazo, se encuentra un individuo depoblado bigote, piernas arqueadas ymirada furibunda, con un traje de colornegro Biblia que no le pega ni con colay unos zapatos anaranjados con orificiosde ventilación. Con su mudo ceño tribal,los hombros encorvados y las manosyertas colgando frente a él, semeja uncosaco exánime a lomos de un caballo

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desbocado. Dejándose guiar de nuevopor la intuición, Oliver reconoce en eseinsólito personaje al hermano menor deYevgueni, Mijaíl, descrito porMassingham mediante términos tandiversos como «el guardabosque deYevgueni», «el leñador» o «Mycroft, elhermano tonto».

Y detrás de este trío, en actitudposesiva, con la misma expresión que siacabase de unirlos en santo matrimonio -como de hecho así ha sido-, asoma elinfatigable asesor de Tiger en asuntosrelacionados con el bloque soviético yjefe de personal, el honorable Ranulf,alias Randy Massingham, hasta fecha

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reciente en el Foreign Office, exmiembro de la Guardia Real, excabildero y genio de las relacionespúblicas, hablante de ruso, hablante deárabe, consejero por un tiempo de losgobiernos de Kuwait y Bahrein, cuyaprincipal labor en su última encarnaciónal servicio de Single consiste en captarnuevos clientes a cambio de unacomisión. Cómo es posible que unhombre haya emprendido tantas carrerasa la edad de cuarenta años es un enigmaque Oliver aún no ha conseguidoresolver. No obstante envidia el piráticopasado de Massingham y hoy enparticular envidia también su éxito, ya

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que desde hacía meses Tiger tenía unafijación irracional y obsesiva con loshermanos Orlov. Tanto en las reunionespara fijar las líneas generales de laempresa como en las sesiones paraabordar temas concretos, Tiger haalternado los desplantes, las pullas y laslisonjas en su trato con Massingham.«Válgame Dios, Randy, ¿dónde estánmis Orlov? ¿Por qué he de conformarmecon elementos de segunda fila?»,refiriéndose a rusos inferiores y másasequibles que han sido declaradospoco aptos y desechados sincontemplaciones. «Si los Orlov son losque cuentan, ¿por qué no están hablando

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conmigo sentados a esta mesa?» Y acontinuación el látigo, porque cuandoTiger se ve privado de algo, todosdeben compartir su malestar: «Te notoviejo, Randy. Tómate el día libre.Vuelve el lunes cuando te hayasrejuvenecido.»

Pero hoy, como Oliver ve a simplevista, sentarse a la mesa de Tiger esprecisamente lo que han hecho losOrlov. Ya no hay necesidad de queMassingham salga a toda prisa, «sin másequipaje que el cepillo de dientes», paratomar un vuelo a Leningrado, Moscú,Tiflis, Odessa o dondequiera que losOrlov hayan trasladado su nómada

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existencia. Hoy las Montañas Gemelashan venido a Mahoma, acompañadas -Oliver ha advertido de inmediato supresencia a ambos lados de la fotografíade grupo- por dos hombres a quienesacertadamente asigna el papel deporteadores: el rubio, fornido y blancocomo la leche, de la edad de Oliver a losumo; el otro, un cincuentón rechoncho,con los tres botones de la chaquetaabrochados.

¡Y humo de tabaco, una verdaderacortina! ¡Improbable, imposible humo detabaco! ¡Y ceniceros nunca vistos en lamesa de reuniones, entre los papelesextendidos! Para Oliver, nada en el

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despacho, ni siquiera los hermanosOrlov, resulta tan memorable como esehumo abominable y prohibido por lossiglos de los siglos, ascendiendo envolutas a través del aire enrarecido delsanctasanctórum y concentrándose enuna nube en forma de hongo sobre larepeinada cabeza del «más acérrimoenemigo del tabaco» - Vogue-. Tigeraborrece más el vicio de fumar que elfracaso o la contradicción. Todos losaños, antes del cierre del ejercicio,retira una ostentosa suma de los ingresosgravables y la dona para organizarcampañas a favor de la prohibición. Sinembargo hoy descansa sobre el aparador

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un flamante humectador revestido deplata, comprado en Asprey, de NewBond Street, que contiene los cigarrosmás caros del universo. Yevgueni estáfumándose uno, al igual que el porteadorde los tres botones. Ninguna otra cosahabría revelado a Oliver de manera tanconvincente la extraordinariatrascendencia de la ocasión.

Tiger inicia la conversación con uncomentario burlón, pero Oliver ve lasburlas como una parte inseparable de larelación con su padre. Si uno llegaescasamente al metro sesenta con ayudade unas alzas en los tacones y su hijomide metro noventa, es natural que

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quiera reducirlo a escala delante de losdemás… y la obligación moral deOliver, lo correcto y apropiado, escolaborar en su mengua.

– Válgame Dios, hijo, ¿qué te haentretenido tanto? -protesta Tiger confingida seriedad para diversión de lospresentes-. Alguna juerga nocturna,supongo. ¿Quién es ella esta vez?¡Espero que no vaya a costarme unafortuna!

Oliver sigue la broma como buenchico que es.

– En realidad es bastante rica,padre; astronómicamente rica, de hecho.

– ¿De verdad es rica? ¿De verdad?

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No está mal, para variar. Quizá esta vezel viejo recupere su dinero. ¿Qué?

Y ese «qué» acompañado de unamirada vivaz a Yevgueni Orlov -a la vezque levanta y reasienta el pequeño puñoosadamente apoyado en el enormehombro de Yevgueni- y el comentario,con la connivencia de Oliver, de que elcaballerete aquí presente llevaúltimamente una vida de zángano graciasa la generosidad de su indulgente padre.Pero Oliver está ya acostumbrado a todoeso. Tiene ya mucha práctica en esaclase de escenas. Si Tiger se lo hubiesepedido, habría hecho su aceptableimitación de Margaret Thatcher o de

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Humphrey Bogart en Casablanca, ocontado el chiste de los dos rusosmeando en la nieve. Pero Tiger no se lopide, al menos esa mañana, así queOliver se limita a sonreír y apartarse elpelo de la frente mientras Tiger lopresenta con retraso a sus invitados.

– Oliver, quiero que conozcas a unode los pioneros más sagaces, intrépidosy clarividentes de la nueva Rusia, uncaballero que, como yo mismo, haluchado a brazo partido con la vida y haganado. Ahora ya no fabrican a muchoscomo nosotros, me temo. -Guardasilencio mientras Massingham, detrás deellos, vierte esas palabras a su ruso de

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ex miembro del Foreign Office-. Oliver,ante ti el señor Yevgueni IvánovichOrlov y su distinguido hermano Mijaíl.Yevgueni, éste es mi hijo, Oliver, dequien estoy muy contento, un hombre deleyes, un hombre de gran talla, comopuede verse, un hombre instruido einteligente, un hombre del futuro. Unpésimo atleta, es cierto. Un jinetedesastroso, baila como un buey -lascejas de actor de cine enarcadasanunciando la habitual agudeza-, pero,según los rumores, fornica como unguerrero. -Por las alegres risas deMassingham y los porteadores, Oliverdeduce que el tema ha salido ya a relucir

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antes de su llegada-. Le falta un poco deexperiencia en otras áreas, quizá; lesobran inquietudes éticas… como nos hapasado a todos a su edad. Pero poseeuna excelente formación académica enderecho; representa sin el menorproblema al Departamento Jurídicodurante la ausencia de nuestro veneradocolega el doctor Alfred Winser, de viajeen el extranjero. -¿Bedfordshire está ene l extranjero ? , se pregunta Oliver,como siempre encontrando graciosas laspequeñas licencias de Tiger. ¿Y Winserdoctor, ahora de pronto?-. Oliver,quiero que escuches con total atenciónun resumen de nuestro trabajo de esta

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mañana. Yevgueni nos ha planteado trespropuestas cruciales, muy originales ycreativas, que reflejan, en mi opinión deuna manera muy precisa y concluyente,el cambio de dirección en la nuevaRusia del señor Gorbachov.

Pero antes los apretones de manos,con un variado surtido de rellenos. Elmullido puño de Yevgueni forcejea conla palma no probada de Oliver a la vezque una picara sonrisa asoma a suslargas pestañas de querubín. Le siguenlos cinco curtidos dedos de su hermanoMijaíl. Luego un contacto breve yesponjoso del sacerdotal fumador depuros con tres botones de la chaqueta

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abrochados. Resulta llamarse Shalva,natural de Tiflis, Georgia, y deprofesión abogado, como Oliver. Es laprimera vez que se ha pronunciado lapalabra «Georgia», pero Oliver, cuyosojos y oídos hoy permanecen atentos alos más leves detalles, capta deinmediato su importancia: Georgia, y loshombres se yerguen perceptiblemente;Georgia, y se cruzan miradas alertasmientras las tropas leales vuelven aformar.

– ¿Ha estado alguna vez en Georgia,señor Oliver? -pregunta Shalva con eltono expectante de un auténtico creyente.

– Por desgracia, no -admite Oliver-.

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Me han dicho que es un sitio precioso.– Georgia es un sitio precioso -

confirma Shalva con la autoridad delpulpito.

Pero es Yevgueni quien se hace ecode esa afirmación, en inglés, moviendola cabeza en prolongados gestos deasentimiento como un caballo.

– Georgia un sitio precioso -brama,y el egregio Mijaíl asiente también ensagrada confirmación de su fe.

Y por último un toque de guantesprevio al combate, éste con el pálidocoetáneo de Oliver, el señor AlixHoban, de quien no se ofrecedescripción alguna, sea o no georgiano.

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Y algo en Hoban causa inquietud aOliver y le obliga a alojarlo en uncompartimiento aparte de su mente. Algoque hace presentir frialdad, deslealtad,impaciencia, represalias violentas. Algoque dice: Si vuelves a pisarme el pieuna sola vez más… Pero estasreflexiones quedan para más tarde. ConOliver incorporado ya a la reunión, lasmanos pequeñas y vivaces de Tigerindican a los presentes que tomenasiento, ya no alrededor de la mesa sinoen los sillones verdes de piel estiloRegencia reservados para lasdeliberaciones sobre lo que antes hallamado las tres propuestas muy

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originales y creativas de Yevgueni,reflejo del cambio de direcciónsoviético. Y puesto que los Orlov nohablan inglés -al menos hoy no- yMassingham no pertenece a su equiposino al de Tiger, son expuestas por elindefinido señor Alix Hoban. Su voz nocumple en absoluto las previsiones deOliver. No es propiamente ni de Moscúni de Filadelfia, sino más bien un refritode ambas culturas. Su filo dentado es tanpenetrante que parece surgir de unamplificador. Habla, cabe suponer, ainstancias de alguien poderoso,empleando -de eso no hay duda- frasesbruscas y mondas sin espacio para

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opciones intermedias, siempre son lotomas o lo dejas. Sólo muy de vez encuando algo de sí mismo destella comouna daga extraída de la funda.

– Los señores Yevgueni y MijaílOrlov cuentan con muchos y excelentescontactos en la Unión Soviética, ¿vale? -empieza, dirigiéndose con desdén aOliver por ser el recién llegado. El«vale» no requiere respuesta. Continúasin pausa-. Gracias a sus experienciasen el ejército y la administración,gracias también a sus conexiones conGeorgia… y otras ciertas conexiones…,el señor Yevgueni goza de la confianzade las más altas esferas del país. Está,

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pues, en una posición única parafacilitar la realización de trespropuestas específicas, sujetas a lascorrespondientes comisiones pagaderasfuera de la Unión Soviética. ¿Entendido?-pregunta de pronto. Oliver haentendido-. Estas comisiones sonresultado de negociaciones previas enlas más altas esferas del país. No hayvuelta de hoja. ¿Captas la onda?

Oliver capta la onda. Después detres meses en la Casa Single sabe desobra que las más altas esferas del paísno salen baratas.

– ¿Y cuáles son exactamente lascondiciones de pago de dichas

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comisiones? -pregunta Oliver con unadelicadeza que no siente.

Hoban tiene la respuesta en la puntade los dedos de la mano izquierda, quese agarra una por una.

– Debe pagarse la mitad antes de larealización de cada propuesta. El resto aintervalos acordados, dependiendo delposterior resultado de cada propuesta.Como base del cálculo, el cinco porciento del primer billón, el tres porciento a partir de esa cifra, nonegociable.

– Y hablamos de dólares -diceOliver, resuelto a aparentar que losbillones no le impresionan.

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– ¿En qué vamos a hablar, si no? ¿Enliras?

Una ráfaga de sonoras risas porparte de los hermanos Orlov y Shalva elabogado cuando Massingham seinterpone para traducir el graciosocomentario al ruso en atención a ellos, yHoban centra su inglés seudo-norteamericano en lo que llama laPropuesta Específica Número Uno.

– Las propiedades del Estadosoviético sólo puede venderlas elEstado, ¿conforme? Es axiomático.Pregunta: ¿A quién pertenecen hoy díalas propiedades de la Unión Soviética?

– Al Estado soviético, obviamente -

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responde Oliver, el alumno aventajado.– Segunda pregunta: ¿Quién puede

vender hoy día las propiedades delEstado soviético con arreglo a la nuevapolítica económica?

– El Estado soviético -contestaOliver, que a estas alturas siente ya unaprofunda aversión hacia Hoban.

– Tercera pregunta: ¿Quién autorizahoy día la venta de propiedades delEstado? Sí, de acuerdo, el nuevo Estadosoviético. Sólo el nuevo Estado puedevender las propiedades del viejoEstado. Es axiomático -repite,gustándole por lo visto la palabra-.¿Entendido?

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Y en este punto, para desconciertode Oliver, Hoban saca una pitillera deplatino y un encendedor, extrae ungrueso cigarrillo amarillento que pareceguardar desde su infancia no muy lejana,cierra la pitillera y golpea ligeramenteel cigarrillo contra la tapa paraapaciguarlo antes de añadir nubes dehumo tóxico a la cortina ya existente.

– La economía soviética de lasúltimas décadas era una economíaplanificada, ¿vale? -resume Hoban-.Toda la maquinaria, el armamento, lascentrales eléctricas, los gasoductos, lasvías férreas, el equipo móvil, laslocomotoras, las turbinas, los

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generadores, las imprentas, todopertenece al Estado. Pueden sermateriales viejos del Estado, pueden sermuy viejos; a nadie le importan enabsoluto. La Unión Soviética de lasdécadas pasadas no tenía interés enreciclar. Yevgueni Ivánovich dispone devaloraciones muy fiables de esosmateriales, elaboradas en las más altasesferas del país. Según esasvaloraciones, calcula que actualmentetienen en existencias un billón detoneladas de metales ferrososdesechados de buena calidad quepodrían recogerse y vender a losposibles clientes interesados. En todo el

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mundo hay una gran demanda de esaclase de metales. ¿Me sigues?

– Especialmente en el Sudesteasiático -apunta Oliver, ufano, porque enun número reciente de una revistatécnica ha leído un artículo sobre esetema.

Y mientras lo dice, su mirada secruza con la de Yevgueni, como haocurrido ya varias veces durante laperorata de Hoban, y le sorprende laexpresión de dependencia que advierteen sus ojos. Es como si ese hombre deavanzada edad se sintiese allíintranquilo y transmitiese mensajes decomplicidad a Oliver, el amigo recién

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llegado.– En el Sudeste asiático existe una

considerable demanda de metalesdesechados de calidad -asiente Hoban-.Quizá vendamos en el Sudeste asiático.Quizá sea una buena idea. Ahora mismo,a nadie le importa un carajo. -Con unalarmante resoplido, Hoban se aclara lanariz y la garganta simultáneamente paradespués recitar una interminable fraseprefabricada-. La inversión inicial parala propuesta específica referente a losmetales de desecho será de veintemillones de dólares en efectivo,pagaderos a la firma del contrato con elEstado por el que se otorga a la persona

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nombrada por Yevgueni Ivánovich unpermiso en exclusiva para recoger yvender todos los metales de desecho dela Unión Soviética, sea cual sea suubicación o estado de conservación. Esoes inamovible. No hay vuelta de hoja.

A Oliver le da vueltas la cabeza. Haoído hablar antes de tales comisiones,pero no dispone de información directa.

– Pero ¿quién es la personanombrada? -pregunta.

– Eso está por decidir. Ahora noviene al caso. Yevgueni Ivánovich laelegirá. Será la persona nombrada pornosotros.

Desde su trono, Tiger hace una

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severa advertencia:– Oliver, no seas obtuso.– Los veinte millones de dólares en

efectivo -prosigue Hoban- se ingresaránen un banco occidental previamenteacordado, mediante transferenciatelefónica, en el momento mismo de lafirma. La persona nombrada debe corrertambién con los costes de recogida ymontaje de metales de desecho. Seránecesario asimismo el arrendamiento ocompra de espacio de almacenaje enpuerto, cuarenta hectáreas como mínimo.Eso se cargará también a la cuenta degastos de estructura de la personanombrada. Deberá adquirir ese almacén

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a título privado. La organización deYevgueni Ivánovich posee contactos quepueden ofrecer ayuda a la personanombrada en la compra de un almacén -añade, y Oliver sospecha que esaorganización es el propio Hoban-. ElEstado soviético no puede proporcionarel equipo de corte y desguace. Esorecaerá igualmente sobre la personanombrada. Aun si el Estado poseeequipo de esas características, será sinduda inservible, para tirarlo al mismomontón de chatarra.

Hoban separa los labios en unasonrisa forzada mientras deja un papel ycoge otro. El silencio da pie a otra

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suave interpolación de Tiger.– Si tenemos que comprar nosotros

un almacén, habrá que contar con unascuantas propinas a los caciques dellugar, claro está. Creo que Randy hamencionado ya antes ese punto, ¿no,Randy? Nunca conviene tener en contraa los lugareños.

– Está ya incluido -responde Hobancon indiferencia-. Es un gastoinsignificante. Esos detalles losresolverá la Casa Single sobre elterreno, de común acuerdo con YevgueniIvánovich y su organización.

– ¡La persona nombrada somosnosotros, pues! -exclama Oliver,

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cayendo sagazmente en la cuenta.– ¡Qué inteligente eres, Oliver! -

masculla Tiger.La Propuesta Específica Número

Dos de Hoban atañe al petróleo.Petróleo de Azerbaiyán, petróleo delCáucaso, petróleo del mar Caspio,petróleo de Kazajstán. Más petróleo,comenta Hoban despreocupadamente,del que se encontraría en todo Kuwait eIrán juntos.

– Un nuevo El Dorado -susurraMassingham entre bastidores en unamuestra de apoyo.

– Ese petróleo pertenece también alEstado, ¿vale? -explica Hoban-. Muchos

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pretendientes se han acercado a las másaltas esferas del país solicitandoconcesiones y ha habido interesantespropuestas en lo concerniente arefinado, oleoductos, instalacionesportuarias, transporte, venta a países nosocialistas, y comisiones. No se hatomado ninguna decisión. Las altasesferas del país no gastan la pólvora ensalvas. ¿Entiendes?

– Entendido -informa Oliver alestilo militar.

– En la zona de Bakú se emplean aúnlos antiguos métodos soviéticos deextracción y refinado -anuncia Hoban,leyendo sus notas-. Dichos métodos

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están completamente desfasados. En lasaltas esferas se ha decidido, por tanto,que para los intereses de la nuevaeconomía de mercado soviética espreferible que la responsabilidad de laextracción se ceda a una compañíainternacional. -Levanta el dedo índicede la mano izquierda por si Oliver nosabe contar-. Una sola. ¿Vale?

– Claro. Genial. Vale. Una sola.– En exclusiva. La identidad de esta

compañía internacional es una cuestióndelicada, muy condicionadapolíticamente. Dicha compañía debe seruna buena compañía, receptiva respectoa las necesidades de toda Rusia, también

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del Cáucaso. Debe ser una compañíaexperta. Debe ser una compañía -pronuncia las palabras como si fuesenuna sola- de-probada-eficacia, y no untenderete de tres al cuarto en manos deun grupo de pipiolos.

– Los gigantes del sector aúllanliteralmente por llevarse el gato al agua,Oliver -explica Massingham con tonoinsinuante-. Los chinos, los indios, lasmultinacionales, los norteamericanos,los holandeses, los ingleses…, todos.Gastando suelas por los pasillos,enseñando los talonarios, repartiendobilletes de cien dólares como si fuesenconfeti. Es un zoo.

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– Eso parece -coincide Oliver conentusiasmo.

– En la selección de esa compañíainternacional, se tendrá muy en cuenta elrespeto a los diversos interesesparticulares de todos y cada uno de lospueblos que habitan en la región delCáucaso. Esa compañía internacionaldebe gozar de la confianza de dichospueblos. Debe cooperar. Debeenriquecerlos a ellos, y no sólo a símisma. Debe acomodarse a lasexigencias de los apparatchiks deAzerbaiyán, Daguestán, Chechenia,Ingushia, Armenia -una mirada aYevgueni-; debe complacer a la

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nomenklatura de Georgia. Las altasesferas del país tienen una relación muyespecial con Georgia, una especialconsideración. En Moscú se da máximaprioridad a la buena voluntad de laRepública de Georgia, por delante delas otras repúblicas. Eso es un hechohistórico. Es axiomático. -Consulta denuevo sus notas antes de recurrir alresonante lugar común-. Georgia es lajoya más preciada de la corona en laUnión Soviética. No hay vuelta de hoja.

Para sorpresa de Oliver, Tiger seapresura a corroborar esa afirmación.

– Perdona, Alix, en la corona detodo el mundo -asevera-. Un pequeño

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p a í s maravilloso. ¿Me equivoco,Randy? Una comida, un vino, una fruta,una lengua maravillosos, bellas mujeres,un increíble paisaje, una literatura quese remonta a los tiempos del Diluvio.No hay otra tierra igual en el planeta.Hoban no le presta la menor atención.

– Yevgueni Ivánovich ha vividomuchos años en Georgia. Yevgueni yMijaíl Ivánovich estuvieron de niños enGeorgia cuando su padre eracomandante del Ejército Rojo en Senaki.Conservan muchos amigos en Georgiadesde entonces. Ahora esos amigos sonpersonas muy influyentes. Los hermanospasan mucho tiempo en Georgia. Tienen

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una dacha en Georgia. Desde Moscú,Yevgueni ha desviado muchos favoreshacia su querida Georgia. Yevguenireúne por tanto todos los requisitos parareconciliar las necesidades de la nuevaUnión Soviética con las necesidades ylas tradiciones de la comunidadgeorgiana. Su presencia es una garantíade que los intereses del Cáucaso seránrespetados. ¿Vale?

El haz de luz se posa nuevamente enOliver. El auditorio entero se inclinahacia él, observando con atención susreacciones.

– Vale -confirma con la debidadiligencia.

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– Por eso mismo, Moscú ha dictadounas disposiciones informales.Disposición A. En Moscú se otorgaráuna sola licencia para todo el petróleodel Cáucaso. Disposición B. YevgueniIvánovich designará personalmente altitular de dicha licencia. Disposición C.La licencia se sacará a licitaciónpública y formal entre varias compañíaspetrol í feras. Sin embargo. - Seinterrumpe. Oliver respira hondo y elhumo de tabaco lo coge desprevenido,pero se recupera-. Sin embargo, que sejodan. De manera informal y en privado,Moscú seleccionará al consorciodesignado por Yevgueni Ivánovich y los

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suyos. Disposición D. Las condicionesimpuestas al consorcio designado secalcularán en concepto de regalías sobrelos yacimientos petrolíferos existentesen Azerbaiyán, tomando como referenciael rendimiento medio anual en losúltimos cinco años. ¿Me sigues?

– Te sigo.– Es muy importante recordar esto:

los métodos de extracción soviéticosson una mierda. Tecnología deficiente,infraestructura deficiente, transportedeficiente, gerentes de pacotilla. Por lotanto, la suma calculada será muymodesta en comparación con elresultado de una extracción eficaz

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mediante modernos métodosoccidentales. Se basará en losrendimientos históricos, no en losfuturos. Será una mínima parte de laproducción futura. Dicha suma seráaceptada por las altas esferas de Moscúen cuanto se efectúe el pago de losderechos de licencia. Disposición E. Eltotal de los ingresos excedentesderivados de la futura extracción depetróleo serán propiedad de unconsorcio del Cáucaso nombrado porYevgueni Ivánovich y su organización.Se establecerá un contrato formal yprivado en el momento de recibirse unpago al contado de treinta millones de

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dólares como anticipo. El resto de lacomisión original estará en función delas futuras ganancias reales por acuerdoinformal. Se negociará a su debidotiempo.

– Afortunadas las altas esferas delpaís -dice Massingham arrastrando laspalabras y con voz permanentementeronca, como si también él andase escasode combustible-. Cincuenta millones porescribir su nombre un par de veces yluego a esperar las suculentascomisiones, no es mal negocio, diría yo.

La pregunta de Oliver surgeespontáneamente. Ni el tono hosco ni laformulación agresiva son elección suya.

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Si pudiese retirarla, lo haría; pero ya esdemasiado tarde. Un fantasmavagamente conocido se ha apoderado deél. Es lo que queda de su sentido de lalegalidad después dé tres mesesenrolado en Casa Single.

– ¿Puedo interrumpirte un segundo,Alix? ¿Dónde interviene Singleexactamente? ¿Nos estáis pidiendo quepaguemos cincuenta millones de dólaresen sobornos?

Oliver tiene la sensación de que sele ha escapado un sonoro pedo en laiglesia mientras se desvanecen losúltimos acordes del órgano. En elamplio despacho se produce un silencio

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de incredulidad. El ruido del tráfico deCurzon Street, seis pisos más abajo, hacesado. Es Tiger quien, como padresuyo y socio principal de la firma, acudeen su rescate. Emplea un afectuoso tonode enhorabuena.

– Una buena observación, Oliver, yvalientemente planteada, si se mepermite decirlo. Me siento impulsado, yno por vez primera, a admirar tuintegridad. La Casa Single no soborna,claro está. No es eso lo que hacemos nimucho menos. Si deben pagarsecomisiones legítimas, se pagarán acriterio de nuestro socio en la zona, eneste caso nuestro buen amigo Yevgueni,

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y con el debido respeto a las leyes ytradiciones del país en que opera dichosocio. Los detalles serán asunto suyo, nonuestro. Obviamente, si un socio andaescaso de fondos, ya que no todo elmundo puede echar mano a cincuentamillones de dólares de la noche a lamañana, Single estudiará la concesiónde un préstamo para permitirle ejercersus facultades discrecionales. Considerode vital importancia dejar claro estepunto. Y has hecho bien en sacarlo arelucir, Oliver, en tu actual función deasesor jurídico. Te lo agradecemos, yo ytodos los demás.

Massingham asesta el golpe mortal

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con una ronca aprobación:– ¡Bien dicho!Entretanto Tiger inicia una suave

transición que terminará enpropagandística apología de la granCasa Single.

– La misión de Single es decir sídonde otros dicen no, Oliver.Aportamos visión. Experiencia. Energía.Recursos. Allí donde impera elverdadero espíritu emprendedor.Yevgueni no está hipnotizado por elviejo Telón de Acero, nunca lo haestado, ¿a que no, Yevgueni? -pregunta.A través del brumoso ambiente, con elrabillo del ojo, Oliver ve moverse en un

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gesto de negación la cabeza casi rapadade Yevgueni Orlov-. Actúa en nombrede Georgia. Ama la belleza y la culturade Georgia. Georgia cuenta con algunasde las iglesias cristianas más antiguasdel mundo. Probablemente no lo sabías,¿verdad?

– Lo cierto es que no.– Sueña con un Mercado Común del

Cáucaso. También yo. Una nuevaentidad comercial de grandesproporciones, basada en sus ingentesrecursos naturales. Es un pionero, ¿no esasí, Yevgueni? Como nosotros. Claroque lo es. Por favor, Randy, traduce.Bien hecho, Oliver. Estoy orgulloso de

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ti. Todos lo estamos.– ¿Tiene un nombre el consorcio?

¿Existe ya realmente? -pregunta Olivermientras Massingham traduce.

– No, Oliver, todavía no -respondeTiger a través de su impermeablesonrisa-. Pero estoy seguro de quepronto existirá. Ten un poco depaciencia.

Sin embargo, aun mientras sedesarrolla este inquietante diálogo -inquietante al menos para Oliver-, sesiente atraído casi por gravitación enuna dirección inesperada. Todosobservan a Oliver, pero la miradaveterana y astuta de Yevgueni

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permanece fija en él como el cabo de unbarco, tirando de él, tanteando su peso,formándose una opinión sobre él, y sinduda una opinión certera, de eso Oliverestá convencido. Sin saber por qué, labuena voluntad de Yevgueni le resultaevidente. Más raro aún, Oliver tiene lasensación de estar reanudando una viejay natural amistad. Ve a un niño enGeorgia entusiasmado con todo aquelloque lo rodea, y el niño es él mismo.Siente una gratitud incondicional por losfavores que ni siquiera es consciente dehaber recibido. Entretanto, Hoban hablade sangre.

Sangre de todos los grupos. Sangre

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común, sangre poco común, sangre enextremo infrecuente. El desequilibrioentre la demanda y la oferta mundiales.La sangre de todas las naciones. Elvalor monetario de la sangre, al pormayor y al detalle, por categorías, en losmercados médicos de Tokio, París,Berlín, Londres y Nueva York. Cómoanalizar la sangre, cómo separar lasangre buena de la mala. Cómoenfriarla, embotellarla, congelarla,transportarla, almacenarla, conservarla.Los reglamentos referentes a suimportación en los principales paísesindustrializados de Occidente. Lasnormas de sanidad e higiene. Aduanas.

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¿Por qué explica todo eso? ¿Por qué depronto le atrae tanto la sangre? Tigerdetesta la sangre en igual medida que eltabaco. Atenta contra sus principios deinmoralidad y contradice su pasión porel orden. Oliver conoce desde siempreesa aversión de su padre, viéndola unasveces como indicio de una sensibilidadoculta y otras como una debilidaddespreciable. Al menor corte, la visiónde una sola gota o su olor, la meramención de la palabra «sangre», bastanpara que sucumba al pánico. Gasson, suchófer, estuvo a punto de ser despedidopor ofrecer ayuda en un sangrientoaccidente mientras su patrón, lívido,

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permanecía en el asiento trasero delRolls-Royce ordenándole a gritos quesiguiese adelante, adelante, adelante. Sinembargo hoy, a juzgar por su exultanteexpresión mientras escucha la monótonaexposición de la Propuesta EspecíficaNúmero Tres, no hay nada en el mundoque le guste tanto como la sangre. Y aquíse trata de sangre a chorros: sangregratis del grifo gracias a los donantesrusos de corazón generoso, vendida alpor menor a un precio de noventa ynueve dólares con noventa y cincocentavos el medio litro para lospacientes necesitados de EstadosUnidos… y hablamos de una cantidad

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mínima de doscientos cincuenta millitros semanales, ¿queda claro, Oliver?Hoban se vuelve humanitario. Lodemuestra adoptando un reverencialtono monocorde, pero también apretandolos labios en una mueca de mojigatería yentornando los párpados. Los conflictosde Karabaj, Abkahzia y Tiflis, recita,han proporcionado a los hermanosOrlov una trágica percepción de lasdeficiencias de los deterioradosservicios médicos rusos. No dudan quela situación empeorará aún más. Pordesgracia, la Unión Soviética no poseeun servicio nacional de transfusiones, niun programa de captación y distribución

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de sangre para nuestras muchas capitalesasediadas, ni para su almacenaje. Lamera idea de vender o comprar sangrees ajena a los más nobles sentimientossoviéticos. Los ciudadanos soviéticosestán acostumbrados a donar sangregratuita y voluntariamente, en momentosde especial empatía o patriotismo, no -Dios nos libre- con fines comerciales,dice Hoban, con una voz tan anémicaque Oliver se pregunta si no le vendríabien a él mismo una transfusión.

– Por ejemplo, cuando el EjércitoRojo combate en un determinado frente,se solicitan donantes por la radio. Porejemplo, en caso de una catástrofe

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natural, todos los vecinos de una aldease ponen en fila para someterse a esesacrificio. Si la crisis es de granmagnitud, el pueblo ruso suministrarámucha sangre. En la nueva Rusia seproducirán numerosas crisis, y ademáslas crisis pueden provocarse. Esaxiomático.

¿Adónde quiere ir a parar con estasarta de disparates?, piensa Oliver, perole basta con echar un vistazo alrededorpara darse cuenta de que nadie compartesu escepticismo. Tiger exhibe unaamenazadora sonrisa como diciendo:Atrévete a hacerme una sola pregunta.Yevgueni y Mijaíl están unidos en la

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oración, las manos cruzadas sobre elregazo, la cabeza gacha. Shalva escuchacon un soñador aire de evocación, yMassingham con los ojos casi cerradosy las piernas extendidas hacia el fuegoapagado.

– Por lo tanto, en las altas esferas seha tomado la decisión política de crearbancos de sangre en las principalesciudades de la Unión Soviética -informaHoban, que ya no habla como un pastorevangelista sino como un locutorgangoso de Radio Moscú dando lasnoticias una fría mañana.

Y Oliver sigue sin entender nada,pese a que alrededor suyo todos parecen

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saber exactamente adonde lleva aquello.– Estupendo -musita a la defensiva,

consciente de que es el blanco de laatención colectiva. Pero al cabo de unossegundos se sorprende cruzando denuevo una mirada con Yevgueni, que haladeado y echado atrás la cabeza y, conel pétreo mentón en alto, lo escrutadesde entre los flecos de sus largaspestañas.

– De acuerdo con este objetivonacional, se recomendará a todas lasrepúblicas de la Unión Soviética quecreen una unidad de almacenamiento desangre en cada una de las ciudadesdesignadas. Dicha unidad contendrá

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como mínimo… -el estado de confusiónde Oliver respecto al proyecto le impideescuchar la cifra exacta-… litros desangre de cada categoría. El Estadoprevé ayudas para la financiación deeste proyecto, sujetas a ciertosrequisitos. El Estado también declararála situación de crisis. En este mismoespíritu de reciprocidad -levanta undedo blanco, reclamando atención-,cada república se verá obligada a enviaruna cantidad estipulada de sangre parala reserva central de Moscú. Esto esaxiomático. Las repúblicas que noaporten la cantidad estipulada de sangrea la reserva central no recibirán

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financiación. -Hoban adopta un tonotrascendente, tan trascendente al menoscomo le permite su desafortunada voz-.Dicha reserva central se conocerá comoReserva de Sangre para Situaciones deCrisis. Será un banco de sangremodélico. En un edificio imponente.Nosotros elegiremos el edificio. Quizácon el tejado plano para permitir elaterrizaje de helicópteros. En esteedificio habrá personal de guardia atodas horas para satisfacer cualquierdemanda repentina que exceda losrecursos de los servicios regionales, encualquier lugar de la Unión Soviética.Por ejemplo, en caso de terremoto. Por

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ejemplo, en caso de un accidenteindustrial grave. Por ejemplo, en casode un choque de trenes o una guerramenor. Por ejemplo, en caso de unatentado terrorista en Chechenia. Latelevisión emitirá un programa sobreeste edificio. Aparecerán artículos enlos periódicos. Este edificio será elorgullo de toda la Unión Soviética.Nadie se negará a donar sangre para esteedificio, ni siquiera cuando se trate depequeñas crisis, siempre que la crisissea declarada por las altas esferas. ¿Mesigues, Oliver?

– Claro que te sigo. Hasta un niño loentendería -prorrumpe Oliver. Pero,

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salvo él mismo, nadie ha notado suconfusión. Ni tan sólo el viejoYevgueni, la granítica cabeza apoyadaen el granítico puño, ha oído su grito.

– Ahora bien -dice Hoban, salvoque, bajando por un instante la guardialingüística, pronuncia la H como G,desliz que en cualquier otro momentohubiese arrancado a Oliver una discretasonrisa-. Agora bien. Es ya obvio quelos costes de explotación de la Reservade Sangre para Situaciones de Crisis sonprohibitivos para el Estado. El Estadosoviético no tiene dinero. El Estadosoviético debe aceptar los principios dela economía de mercado. Tengo, pues,

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una pregunta para ti, Oliver. ¿Cómopuede autofinanciarse la Reserva deSangre para Situaciones de Crisis?¿Cómo se conseguiría? ¿Cuál es tuparticular propuesta específica a lasaltas esferas del país, por favor?

Las feroces miradas de los presentesse dirigen a él, la de Tiger la más ferozde todas. Exigiendo su aprobación, subeneplácito, su complicidad.Queriéndolo a bordo con su ética y susideales incluidos. Bajo esa presióncolectiva, el rostro de Oliver seensombrece. Se encoge de hombros,frunce el entrecejo en un gesto deobstinación, pero de nada le sirve.

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– Vendiendo el excedente de sangrea los países occidentales, supongo.

– ¡Sube un poco más el volumen,Oliver! -ordena Tiger.

– Digo que vendiendo la sangresobrante a los países occidentales -repite, molesto-. ¿Por qué no? Al fin y alcabo, es una mercancía como cualquierotra. Sangre, petróleo, hierro viejo.¿Qué diferencia hay?

Oliver se escucha y tiene laimpresión de oír a alguien liberándosede sus cadenas. Sin embargo Hobanasiente ya con la cabeza, Massinghamsonríe como un idiota, y Tiger luce susonrisa más amplia y paternal del día.

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– Una perspicaz sugerencia -declaraHoban, satisfecho de su elección deadjetivo-. Venderemos esa sangre.Oficialmente pero también en secreto.La venta será un secreto de Estado,autorizada por escrito en las más altasesferas de Moscú. El excedente desangre será transportado a diario en unBoeing 747 con cámara frigorífica desdeel aeropuerto de Sheremetyevo, enMoscú, hasta la costa Este de EstadosUnidos. Los portes serán por cuenta dela compañía contratante. -Llevaanotadas las condiciones y las consulta ala vez que habla-. El transporte sellevará a cabo con la máxima reserva,

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eliminando cualquier publicidadnegativa. En Rusia no debe oírse:«Vendemos nuestra sangre rusa a losvencedores imperialistas.» En EstadosUnidos no es conveniente que se digaque los capitalistas norteamericanosestán desangrando literalmente a lasnaciones pobres. Seríacontraproducente. -Se humedece la yemablanca de un dedo con la lengua y pasala hoja-. Suponiendo que sea posiblemantener la mutua confidencialidad, estecontrato será también suscrito por lasaltas esferas del país. Las condicionesserán las siguientes. Primera condición:el señor Yevgueni será representado por

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una persona nombrada por él mismo; ésaserá su prerrogativa. La personanombrada puede ser extranjera, puedeser occidental, puede sernorteamericana, eso a nadie le importaun carajo. La compañía de la personanombrada no tendrá su sede en Moscú.Será una compañía extranjera. A serposible, suiza. Inmediatamente despuésde la firma del contrato, se depositarántreinta millones de dólares en títulos alportador en un banco extranjero; losdetalles serán acordados. ¿Quizá podáissugerirnos un banco?

– Sin duda -susurra Tiger.– Estos treinta millones de dólares

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se considerarán un anticipo sobre losbeneficios futuros calculado al quincepor ciento del beneficio brutoacumulado en favor de las personasnombradas por el señor YevgueniOrlov. ¿Te gusta, Oliver? Te parecebuen negocio, imagino.

A Oliver le gusta, lo detesta, leparece buen negocio, un negocioasqueroso, no un negocio sino un robo.Pero no tiene tiempo de expresar enpalabras su repugnancia. Le falta edad,aplomo, rango, espacio.

– Como bien has dicho, Oliver, esuna mercancía como otra cualquiera -afirma Tiger.

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– Supongo.– Te noto preocupado. No hay razón

para ello. Aquí estás entre amigos.Formas parte del equipo. Manifiesta tusdudas.

– Pensaba en el análisis de la sangrey esas cosas -masculla Oliver.

– Buena observación. Bien está quelo tengas en cuenta. No nos interesa enabsoluto que unos cuantos santurronesde la prensa nos acusen de traficar consangre contaminada. De modo que mecomplace aclararte que las pruebas, laclasificación, la selección…, todos esosproblemas, no representan un obstáculoen estos tiempos. A lo sumo atrasan unas

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horas el envío. Aumentan los gastosgenerales, pero lógicamente el coste estáincluido en el cálculo del precio final.Probablemente la mejor solución seríarealizar esas pruebas durante el vuelo.Se ahorraría tiempo y se evitarían másmanipulaciones de las necesarias. Loestamos estudiando. ¿Te preocupa algúnotro detalle?

– Bueno, está el… en fin…, lavisión más amplia, supongo.

– ¿De qué?– Bueno…, ya sabes…, como ha

dicho Alix, la venta de sangre rusa a lospaíses ricos de Occidente, loscapitalistas viviendo de la sangre de los

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campesinos.– Una vez más debo darte la razón, y

en efecto tomaremos todas lasprecauciones. La parte buena es queYevgueni y sus amigos están tanresueltos como nosotros a mantener laoperación en secreto. La parte mala esque tarde o temprano todo se sabe.Adopta una actitud positiva, ésa es laclave. Contraataca. Ten preparadas lasrespuestas y exponías de maneraconvincente. -Extiende el brazo como unpredicador callejero y añade un temblora la voz-. «¡Vale más comerciar con lasangre que derramarla! ¿Qué mejorsímbolo podría haber de reconciliación

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y coexistencia que una nación donandosangre a su antiguo enemigo?» ¿Qué talsuena?

– Pero no la donan, ¿no? Bueno, losdonantes sí, pero eso es distinto.

– ¿Preferirías, pues, que nosllevásemos su sangre de balde?

– No, claro que no.– ¿Preferirías que la Unión Soviética

no dispusiese de un servicio nacional detransfusiones?

– No.– No sabemos qué hacen los amigos

de Yevgueni con su comisión… ni nosinteresa. Podrían dedicarla a construirhospitales, a mejorar los servicios

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sanitarios para los enfermos. ¿Quépodría ser más ético que eso?

Massingham plantea lo que él llamael quid.

– Haz la suma, Ollie, muchacho.Estamos hablando de una propina inicialde ochenta millones por las trespropuestas específicas -calcula conelegante despreocupación-. Supongo…son puras cabalas, no estoy seguro…que alguien que pide ochenta millonesestará dispuesto a redondearlos ensetenta y cinco. Aun tratándose de lasaltas esferas del país, setenta y cincomillones es una suma considerable. Otracuestión es a quién invitaremos a

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sentarse a la mesa. Visto desde estelado, será como repartir lingotes de oro.

Almuerzo en el Kat’s Cradle deSouth Audley Street, presentado en lascrónicas de sociedad como el clubprivado que ni siquiera tú te puedespermitir. Pero Tiger sí puedepermitírselo. Tiger es el dueño, y esdueño también de Kat, la gerente, y esdueño de ella desde hace más tiempodel que se permite creer a Oliver. Luceel sol, y el paseo hasta la esquina seprolonga tres minutos completos, conTiger y Yevgueni a la cabeza, Oliver y

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Mijaíl en segunda posición, el restodetrás y Alix Hoban cerrando la marcha,hablando quedamente en ruso por unteléfono móvil, cosa que, como Oliverempieza a observar, complace mucho aHoban. Doblan la esquina. Rolls-Roycescon sus respectivos chóferes aguardancomo un cortejo de la mafia junto a laacera. Una puerta pintada de negro,cerrada, sin rótulo alguno, se abrecuando Tiger hace ademán de llamar altimbre. La famosa mesa redonda situadaen el saliente del balcón acristalado estáya preparada para ellos; los camareros,con chaquetas de color cereza pálido,empujan carritos de plata; halagos y

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susurros; unas cuantas parejas, hombrescon sus queridas, observan desde laseguridad de sus rincones. Katrina, cuyonombre lleva el establecimiento, espicara, elegante y eternamente joven,como corresponde a una buena querida.Se coloca junto a Tiger, rozándole elhombro con la cadera.

– No, Yevgueni, hoy no tomarásvodka -dice Tiger hacia la mesa-;tomará un Château Yquem con el foie-gras, Kat, y un Château Palmer con elcordero, y una copa de Armagnac dehace mil años acompañando el café, y niuna gota de vodka. Amaestraré al Osoaunque sea lo último que haga. Y unos

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cócteles de champán mientrasesperamos.

– ¿Y qué para el pobre Mijaíl? -protesta Katrina, quien, con ayuda deMassingham, se ha aprendido dememoria los nombres de todos ellosantes de su llegada-. Parece que llevaaños sin probar una comida como Diosmanda, ¿verdad, cariño?

– A Mijaíl le gusta la carne de vaca,me juego algo -insiste Tiger mientrasMassingham traduce todo aquello queconsidera oportuno-. Pregúntale siquiere ternera, Randy, y dile que no secrea una sola palabra de lo que cuentanlos periódicos. La carne de las vacas

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inglesas sigue siendo la mejor delmundo. Lo mismo para Shalva, ya eshora de que disfrute un poco de la vida.Y Alix, por favor, guarda ya eseteléfono; es norma de la casa. A élsírvele una langosta. ¿Te gusta lalangosta, Alix? ¿Qué tal está hoy lalangosta, Kat?

– ¿Y qué comerá Oliver ? -preguntaKat, volviendo hacia él su mirada alegrey eternamente joven y dejándola ahícomo un regalo para que Oliver jueguecon ella a su antojo-. Sea lo que sea, nohabrá suficiente -contesta por él parahacerle subir los colores.

Kat nunca ha escondido el placer

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que le causa la presencia del joven yviril hijo de Tiger. Cada vez que Oliverentra en el Cradle, lo contempla como aun cuadro de valor incalculable quedesease poseer.

Cuando Oliver se dispone aresponder, se desata una repentinaagitación en el restaurante. Sentándoseal piano blanco, Yevgueni ha acometidoun desenfrenado preludio que evocamontañas, ríos, danzas y -si Oliver no seequivoca- cargas de caballería. Alinstante Mijaíl se planta en el centro dela pequeña pista de baile con la místicamirada de sus ojos hundidos fija en laspuertas de la cocina. Yevgueni empieza

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a cantar una lamentación campesinamientras Mijaíl mueve lentamente losbrazos y añade el estribillo de fondo. Demanera espontánea, Kat enlaza el brazoal de Mijaíl e imita sus movimientos. Sucanto galopa montaña arriba, alcanza lacima y desciende lánguidamente. Ajenosa los murmullos de estupefacción, loshermanos vuelven a sentarse a la mesa yKat comienza -a aplaudir.

– ¿Era eso música de Georgia? -pregunta Oliver a Yevguenitímidamente, por mediación deMassingham, cuando remiten las palmas.

Pero Yevgueni, resulta, tiene menosnecesidad de intérprete de lo que

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aparenta.– De Georgia no, Oliver, de

Mingrelia -dice con un potente gruñidoruso que resuena en todo el comedor-.El pueblo de Mingrelia conserva lapureza. Otros pueblos georgianos hanpadecido tantas invasiones que no sabensi sus abuelas fueron violadas porturcos, daguestaníes o persas. Losmingrelianos son un pueblo inteligente.Protegen sus valles. Encierran bajollave a sus mujeres. Las dejan antesembarazadas. Tienen el pelo castaño, nonegro.

Vuelve a su ritmo normal elmajestuoso bullicio del restaurante. Con

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su habitual locuacidad, Tiger propone unprimer brindis.

– Por nuestros valles, Yevgueni. Losvuestros y los nuestros. Prosperidadpara todos ellos, por separado perounidos. Y que esa prosperidad osbeneficie a ti y a tu familia. Te lo deseocomo socio, de buena fe.

Son las cuatro de la tarde. Padre ehijo caminan del brazo tranquilamentepor la soleada acera, sumidos en lasomnolencia posterior al almuerzo,mientras Massingham acompaña algrupo al Savoy para descansar un ratoantes de las celebraciones de la noche.

– Para Yevgueni la familia es lo más

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importante -musita Tiger-. Como paramí. Como para ti. -Apretón en el brazo-.En Moscú, los georgianos forman unapina. Yevgueni les da apoyo, se le abrentodas las puertas. Es un hombreencantador. No tiene un solo enemigo enel mundo. -No es corriente que padre ehijo permanezcan tanto rato en contactofísico. Dada la notable diferencia deestaturas, es difícil encontrar una manerade cogerse cómoda para ambos, peroesta vez la han encontrado-. Es bastantedesconfiado con la gente. Y ya somosdos. Desconfía también de los objetos:los ordenadores, el teléfono, el fax. Diceque confía sólo en lo que tiene en la

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cabeza. Y en ti.– ¿En mí ?– Los Orlov valoran mucho los lazos

familiares. Todo el mundo lo sabe. Lesgustan los padres, los hermanos, loshijos. Si uno le envía a su hijo, lointerpreta como garantía de buena fe.Por eso me he librado hoy de Winser. Esya hora de que ocupes el lugar que tecorresponde.

– Pero ¿y Massingham? Él los haconseguido, ¿no?

– Es mejor el hijo. Randy no saleperjudicado, y todos preferimos tenerlode nuestro lado a tenerlo en contra -responde Tiger. Oliver hace ademán de

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retirar el brazo, pero su padre lomantiene atrapado-. Considerando enqué mundo se han criado, escomprensible esa desconfianza. UnEstado policial, todos delatándose entresí, pelotones de fusilamiento…, unambiente así hace reservada a la gente.Los propios hermanos pasaron untiempo en la cárcel, me ha contadoRandy. Al salir, conocían a la mitad delos futuros altos cargos de Rusia. Mejorque Eton, por lo que se ve. Habrá queredactar contratos, claro está. Acuerdossecundarios. Simplifica al máximo, ésees el mensaje. Un inglés jurídico básicopara extranjeros. A Yevgueni le gusta

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entender lo que firma. ¿Podrásencargarte de eso?

– Eso creo.– Está muy verde respecto a muchas

cosas, como no podría ser de otro modo.Tendrás que dárselo todo mascado,enseñarle las pautas occidentales.Detesta a los abogados y no sabe nadade bancos. ¿Cómo iba a saber si allí nohay bancos?

– Imposible, claro -responde Olivercon actitud obsecuente.

– Esa pobre gente tiene aún queaprender el valor del dinero. Allí losprivilegios eran hasta la fecha lamoneda corriente. Si jugaban bien sus

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cartas, conseguían todo lo que querían:casas, comida, colegios, vacaciones,hospitales, coches…, todos losprivilegios. Ahora, para darse esosmismos gustos, han de pagarlos enmetálico. Las reglas de juego sondistintas. Se requiere otra clase dejugadores.

Oliver sonríe y oye música en sucorazón.

– ¿Trato hecho, pues? -proponeTiger-. Tú te ocupas de los detallesprácticos, y yo llevo el peso de lanegociación. A lo sumo nos llevará unaño.

– ¿Y qué ocurrirá pasado ese año?

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Tiger se echa a reír. Es una risasincera, ufana, amoral e infrecuente delWest End, que Tiger deja escapar a lavez que suelta el brazo de Oliver y le daunas afectuosas palmadas en el hombro.

– ¿Dado el veinte por ciento delbeneficio bruto? -pregunta todavía entrerisas-. ¿Qué crees tú que ocurrirá?Dentro de un año habremos acabado contodos los problemas de ese viejo diablo.

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Capítulo 8

Oliver se halla en vuelo cautivo.Si alguna duda albergaba sobre la

conveniencia de incorporarse al negociode su padre, los dorados meses delverano de 1991 le dan la respuesta. Estoes vida. Esto es estar bien conectado.Esto es formar parte del equipo a unnivel que hasta entonces no era más queun sueño. Cuando el Tigre salta -comoles gusta decir a los articulistas de laspáginas de economía, jugando con elapodo de su padre-, los hombres demenor valía le abren paso. Ahora el

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Tigre salta como nunca. Dividiendo a supersonal directivo en unidadesoperativas, asigna a Massingham, sumariscal de campo, la sección Petróleoamp; Acero, lo cual no satisface enabsoluto a Massingham, que preferiría lasecundaria sección Sangre. Al igual queTiger, ha visto dónde residen lasganancias más suculentas, que es elmotivo por el que Tiger se ha reservadola sangre para él. Dos o tres veces almes se lo encuentra en Washington,Filadelfia o Nueva York, a menudoacompañado de Oliver. Con un respetorayano en temor, Oliver observa a supadre mientras éste encandila con sus

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dotes de persuasión a senadores,representantes de los grupos de presióny funcionarios de sanidad. Escuchandosus argumentos de venta, uno casi no caeen la cuenta de que la sangre procede deRusia. Es europea -¿o acaso no seextiende Europa desde la penínsulaIbérica hasta los Urales?-; es caucásica,e s - más embarazoso aún para lassusceptibilidades de Oliver que a duraspenas sobreviven- caucásica blanca; ese l excedente una vez cubiertas lasnecesidades europeas. Por lo demás, selimita arteramente a cuestiones tan pococontrovertidas como los permisos dedesembarque, la clasificación, el

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almacenaje, las exenciones aduaneras,los futuros envíos y la implantación depersonal móvil para supervisar laoperación. Pero si en el punto de llegadala sangre rusa cuenta con todas lasgarantías, ¿qué ocurre en el punto desalida?

– Es hora de hacer una visita aYevgueni -ordena Tiger, y Oliveremprende viaje en busca de su nuevohéroe.

Aeropuerto de Sheremetyevo,Moscú, 1991, en una espléndida tardede verano, la primera de Oliver en laMadre Rusia. En la terminal de llegadas,al verse ante las sombrías colas y los

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ceñudos policías de aduanas, sucumbe auna momentánea inquietud, hasta quelocaliza a Yevgueni en persona,caminando hacia él con gritos de alegríaseguido de una cuadrilla de dócilesagentes. Rodea completamente a Olivercon sus enormes brazos, aprieta surasposa mejilla contra la de él. Un olora ajo e instantes después también elsabor, cuando el viejo planta un tercerbeso tradicional ruso en la boca atónitade Oliver. En un abrir y cerrar de ojosle sellan el pasaporte, sacan su equipajepor una puerta lateral, y Oliver yYevgueni se hallan reclinados en elasiento trasero de un Zil negro

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conducido ni más ni menos que por elhermano de Yevgueni, Mijaíl, que hoyno viste un traje negro arrugado, sinounas botas de caña alta, pantalón military una cazadora de cuero bajo la cualOliver alcanza a ver la empuñaduranegra de una pistola automática detamaño familiar. Los precede una motode la policía y los siguen un Volga condos hombres de cabello oscuro.

– Mis hijos -explica Yevgueni,guiñando un ojo.

Pero Oliver sabe que no lo dice ensentido literal, porque Yevgueni, para supesar, tiene sólo hijas. El hotel deOliver es un pastel nupcial blanco en el

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centro de la ciudad. Se registra, ycontinúan el viaje en coche por callesanchas y llenas de baches, entregigantescos bloques de apartamentos,hasta una zona arbolada de las afuerascon casas individuales medio ocultas yvigiladas por cámaras de seguridad ypolicías de uniforme. Una verja dehierro se abre ante ellos, la escoltadesaparece, y entran en el patio de gravade una mansión cubierta de hiedra en laque se congregan niños ruidosos,babushkas, humo de tabaco, teléfonossonando, televisores enormes, una mesade pimpón, todo en movimiento. Shalva,el abogado, lo saluda en el vestíbulo.

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Está allí una prima ruborosa llamadaOlga que es «ayudante particular delseñor Yevgueni»; está un sobrinollamado Igor que es gordo y jovial; estánla esposa georgiana de Yevgueni,Tinatin, benévola y mayestática, y tres -no, cuatro- hijas, todas crecidas,casadas y un poco fatigadas, y la másbella y malhadada es Zoya, a quienOliver, con dolorosa conciencia de ello,toma cariño en el acto. La neurosisfemenina es su perdición. Y si a esoañadimos una fina cintura, caderasanchas y maternales, y unos ojoscastaños y grandes de miradainconsolable, Oliver no tiene ya

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escapatoria. Tiene en brazos a un bebéllamado Paul tan circunspecto comoella. Sus cuatro ojos examinan a Oliveren melancólica complicidad.

– Eres muy atractivo -declara Zoyacon igual tristeza que si anunciase unadefunción-. Posees la belleza de lairregularidad. ¿Eres poeta?

– Sólo abogado, lamentablemente.– La ley es también un sueño. ¿Has

venido a comprar nuestra sangre?– He venido a haceros ricos.– Bienvenido seas -declama con la

intensidad de una gran actriz trágica.Oliver ha traído unos documentos

para que Yevgueni los firme y una carta

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personal cerrada de Tiger, pero…«¡Todavía no, todavía no, primero teenseñaré mi caballo!» ¡Y claro quequiere verlo! El caballo de Yevgueni esuna flamante motocicleta BMW que seyergue, mimada y lustrosa, sobre unaalfombra oriental rosa en medio de unsalón. Con toda la familia apiñada en lapuerta -si bien Oliver ve principalmentea Zoya-, Yevgueni se descalza, seencarama a lomos de la bestia, apoya eltrasero en el sillín, arquea los pies entorno a los pedales y revoluciona elmotor al máximo. Luego desmonta ydespide destellos de placer por entre laspestañas pegoteadas.

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– ¡Ahora tú, Oliver! ¡Tú! ¡Tú!Observado por un clamoroso

público, el heredero forzoso de la CasaSingle entrega a Shalva su chaqueta amedida y su corbata de seda y saltasobre el sillín en relevo de Yevgueni.Acto seguido, para demostrar lo buenchico que es, hace temblar el edificiohasta los cimientos. Zoya es la única queno disfruta con el espectáculo. Mirandocon malos ojos esa encarnación deldesastre ecológico, estrecha a Paulcontra su pecho y le tapa el oído. Llevael pelo alborotado, viste con desaliño ytiene los hombros sólidos y bientorneados de una madre cortesana. Está

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sola y perdida en la gran ciudad de lavida, y Oliver ya se ha proclamado supolicía, protector y compañeroespiritual.

– En Rusia tenemos que cabalgardeprisa para quedarnos en el mismositio -informa Zoya a Oliver mientras sehace el nudo de la corbata-. Así que esnormal.

– ¿Y en Inglaterra? -pregunta él, ydeja escapar una carcajada.

– Tú no eres inglés. Naciste enSiberia. No vendas tu sangre.

El despacho de Yevgueni es unremanso de paz. Es un anexo a lamansión con las paredes forradas de

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acogedora madera y el techo alto, quizáun establo en otro tiempo. No penetra elmenor sonido del exterior. Lossuntuosos muebles antiguos de abedulresplandecen con una intensidad entremarrón y dorada.

– Del museo de San Petersburgo -explica Yevgueni, acariciando unenorme escritorio con la palma de lamano. Al estallar la revolución, elmuseo fue saqueado y la colección sedispersó por toda la Unión Soviética.Yevgueni le siguió la pista a esosmuebles durante años, cuenta. Luego,para restaurarlos, buscó a un ex reclusooctogenario que había cumplido condena

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en Siberia-. Los llamamos Karelka -dice con orgullo-. Eran los preferidos deCatalina la Grande.

En las paredes cuelgan fotografíasde hombres que Oliver por algún motivosabe que están muertos y diplomasenmarcados e ilustrados con dibujos debarcos en alta mar. Oliver y Yevgueni sesientan en las butacas de Catalina laGrande bajo una araña de hierroartúrica. Con su viejo rostro tallado enroca, sus gafas con montura de oro y suhabano, Yevgueni es el buen consejero ypoderoso amigo que todos desean.Shalva, el sacerdotal abogado, sonríe yfuma sus cigarrillos. Oliver ha traído

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acuerdos redactados por Winser yreescritos por Oliver en un inglésasequible. Massingham los ha traducidoal ruso. Desde un extremo de la mesaMijaíl observa con la atención de lossordos, devorando con sus ojos abisalespalabras que no oye. Shalva se dirige aYevgueni en georgiano. Mientras habla,la puerta se cierra, lo cual sorprende aOliver, ya que no estaba abierta. Vuelvela cabeza y ve a Alix Hoban plantadojunto a la puerta como un esbirro quetiene prohibido avanzar a menos que sele ordene. Yevgueni hace callar aShalva, se quita las gafas y se dirige aOliver.

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– ¿Confías en mí? -pregunta.– Sí.– ¿Y tu padre? ¿Confía en mí?– Por supuesto.– Entonces nosotros también

confiamos en vosotros -declaraYevgueni y, desestimando lasobjeciones de Shalva con un gesto, firmalos documentos y los desliza sobre lamesa para que Mijaíl firme también.Shalva se pone en pie y, colocándose allado de Mijaíl, le indica dónde.Despacio, realizando un supremoesfuerzo en cada letra, Mijaíl grabatrabajosamente su nombre. Hoban seacerca, ofreciéndose como testigo.

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Firman con tinta mientras Oliver piensaen sangre.

En una bodega con el suelo depiedra, se asan brochetas de cerdo ycordero en el fuego de leña de lachimenea abierta. Unas setas con ajocrepitan sobre ladrillos huecos. Hayhogazas de pan de queso georgianoamontonadas en platos de madera.Oliver debe llamarlas khachapuri, diceTinatin, la esposa de Yevgueni. Parabeber, sacan un tinto dulce que, segúnproclama Yevgueni misteriosamente, esvino casero de Belén. En la mesa deabedul, van apilándose precariamentebandejas de caviar, embutidos

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ahumados, patas de pollo picantes,trucha marina ahumada, aceitunas y tartade almendras hasta que no queda a lavista un solo centímetro cuadrado de susuperficie primorosamente abrillantada.Yevgueni y Oliver ocupan los extremosde la mesa. Entre ellos están sentadaslas hijas de opulentos pechos, todas consus taciturnos maridos menos Zoya, quelanguidece en un favorecedoraislamiento con el pequeño Paul sobreuna rodilla, dándole de comer como sifuese un enfermo y desviando la cucharasólo alguna que otra vez hacia suspropios labios, carnosos y sin pintar.Pero en la imaginación de Oliver sus

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ojos oscuros permanecen fijos en életernamente, como lo están los de él enella, y el niño es una mera prolongaciónde su etérea soledad. Habiéndoselarepresentado primero como modelo deRembrandt y luego como heroína deChéjov, se indigna al verla levantar lacabeza y fruncir el entrecejo en conyugaldesaprobación cuando entra Alix Hobancon su teléfono móvil entre dos jóvenestrajeados de rostro pétreo, la besa de_manera rutinaria en el mismo hombro enque Oliver, imaginariamente, habíaplantado hacía unos instantes susapasionados besos, pellizca la mejillade Paul de modo tal que el niño da un

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respingo de dolor, y se sienta junto aella sin interrumpir su conversacióntelefónica.

– ¿Habías coincidido ya antes conmi marido, Oliver? -pregunta Zoya.

– Sí, claro, varias veces.– Yo también -dice ella

enigmáticamente.Separados por la larga mesa, Oliver

y Yevgueni brindan repetidamente. Hanbrindado por Tiger, han bebido por susrespectivas familias, por su salud, porsu prosperidad y, pese a ser aún lostiempos del comunismo, también por losmuertos que Dios ha acogido en sugloria.

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– ¡Me llamarás Yevgueni, y yo tellamaré Cartero! -brama Yevgueni-. ¿Temolesta que te llame Cartero?

– ¡Llámame como quieras,Yevgueni!

– Soy tu amigo. Soy Yevgueni.¿Sabes qué significa Yevgueni?

– No.– Significa «noble». Quiere decir

que soy una persona especial. ¿Tútambién eres una persona especial?

– Me gustaría creerlo.Otro bramido. Se traen copas de

plata labrada y se llenan hasta el bordede vino casero de Belén.

– ¡Por la gente especial! ¡Por Tiger y

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su hijo! ¡Os queremos! ¿Vosotrostambién nos queréis?

– Mucho.Oliver y los hermanos brindan por

su amistad apurando las copas de untrago y volviéndolas luego boca abajopara demostrar que están vacías.

– ¡Ahora eres un verdaderomingrelio! -anuncia Yevgueni, y Oliverpercibe una vez más la mirada dereproche de Zoya.

Pero en esta ocasión Hoban tambiénla advierte, que quizá es lo que Zoyaquiere, porque él suelta una roncacarcajada y le dice algo entre dientes, alo que ella responde con una risa

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cáustica.– Mi marido está muy contento de

que hayas venido a Moscú paraayudarnos -explica Zoya-. Le gustamucho la sangre. Es su métier. ¿Decísmétier ?

– Pues no.A altas horas de la noche, partida de

billar en el sótano bajo los efectos delalcohol. Mijaíl es director técnico yarbitro, el cerebro que planea lastacadas de Yevgueni. Shalva observadesde un rincón; desde otro, Hoban, conaltiva mirada, sigue el juego sinperderse detalle mientras parlotea por elteléfono móvil. ¿Con quién habla en tono

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tan almibarado? ¿Con su querida? ¿Suagente de bolsa? Oliver no lo cree. Seimagina a hombres ocultos en lassombras como el propio Hoban, enportales oscuros y con ropa oscura,esperando a oír la voz de su jefe. Lostacos revestidos de latón no tienen suela.Las bolas amarillentas apenas caben enlas troneras demasiado sesgadas. Lamesa está inclinada; el tapete muestralos rotos y bolsas de anteriores juergas,y las bandas suenan a lata cada vez quegolpea una bola. Cuando un jugadoracierta a meter una bola, cosainfrecuente, Mijaíl da el tanteovociferando en georgiano y Hoban, con

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desdén, lo traduce al inglés. CuandoYevgueni falla un tiro, cosa frecuente,Mijaíl profiere un inflamado juramentocaucasiano contra la bola, la mesa o labanda, pero nunca contra el hermano queadora. En cambio, el desprecio deHoban aumenta con cada nuevademostración de incompetencia porparte de su suegro: la profundainhalación de aire como un gesto dedolor contenido, la fantasmal mueca desorna en los finos labios que continúanhablando por el teléfono móvil. ApareceTinatin y, con una delicadeza queconmueve a Oliver, obliga a Yevgueni aacostarse. Un chófer espera para llevar

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a Oliver al hotel. Shalva lo acompañahasta el Zil. Antes de entrar, Oliver sevuelve para echar una mirada afectuosaa la casa y ve a Zoya, sin niño y sinsujetador, que lo observa desde unaventana del piso superior.

A la mañana siguiente, bajo un cieloparcialmente nublado, Yevgueni lleva aOliver a conocer a algunos buenosgeorgianos. Con Mijaíl al volante,visitan un edificio gris tras otro. En elprimero, los guían por un pasadizomedieval que huele a hierro viejo, ¿o esquizá sangre? En el siguiente los abrazay les ofrece café dulce una vieja reliquiade los tiempos de Bréznev, de setenta

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años y ojos de lagarto, que guarda sugran escritorio negro como si fuese unmonumento a los caídos.

– ¿Eres el hijo de Tiger?– Sí.– ¿Cómo es posible que un tipo tan

pequeño dé hijos tan grandes?– Según he oído decir, tiene una

receta.Una carcajada estentórea.– ¿Cuál es su hándicap últimamente?– Doce, me han dicho -contesta

Oliver, aunque nadie le ha dicho talcosa.

– Hazle saber que Dato tiene elonce. Se pondrá como una fiera.

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– Se lo diré.– ¡Una receta! ¡Ésa sí que es buena!Y el sobre que nunca se menciona:

el sobre azul grisáceo, grande, resistenteque Yevgueni saca como por arte demagia de su maletín y desliza sobre elescritorio mientras la conversaciónversa acerca de asuntos más alegres. Yel untuoso vistazo de Dato al registrar elpaso del sobre y negarse a la vez aadmitir su existencia. ¿Qué contiene?¿Copias del acuerdo que Yevgueni firmóayer? Es demasiado grueso. ¿Un fajo debilletes? Es demasiado delgado. ¿Y quées este edificio? ¿El Ministerio de laSangre? ¿Y quién es Dato?

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– Dato es de Mingrelia -declaraYevgueni con satisfacción.

En el coche, Mijaíl pasa lentamentelas hojas de un cómic norteamericanopirateado. Una duda asalta la mente deOliver y su rostro no la disimula atiempo: ¿Sabe leer Mijaíl?

– Mijaíl es un genio -gruñeYevgueni tal como si Oliver hubieseformulado la pregunta en voz alta.

Entran en un ático repleto deacicaladas secretarias, como las deTiger pero de mejor ver, e hileras deordenadores que muestran lainformación bursátil de todo el mundo.Los recibe un joven esbelto que se llama

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Iván y viste un traje italiano. Yevguenientrega a Iván un sobre idéntico alanterior.

– ¿Y cómo va la vida en la viejaInglaterra? -pregunta Iván en una versiónapática del inglés de Oxford de los añostreinta.

Una bonita muchacha coloca unabandeja con camparis en un aparador depalo de rosa que parece haber resididotambién en el museo de San Petersburgoen el pasado.

– Chin-chin -dice Iván.Llegan a un hotel de estilo

occidental a un paso de la Plaza Roja.Policías de paisano montan guardia ante

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las puertas de vaivén, fuentes rosadasadornan el vestíbulo, el ascensor estáiluminado por una araña de cristal. En lasegunda planta, unas crupiers conescotados vestidos los observan desdelas ruletas vacías. Deteniéndose frente auna puerta marcada con el número 222,Yevgueni toca el timbre. Abre Hoban.En una sala circular llena de humo detabaco, aguarda sentado en una butacadorada un hombre de unos treinta años,barbudo y adusto, llamado Stepan. Anteél hay una mesita de centro dorada.Yevgueni deja el maletín sobre ella.Como siempre, Hoban observa.

– ¿Ha conseguido ya Massingham

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esos Jumbos de mierda? -preguntaStepan a Oliver.

– Mis noticias al salir de Londreseran que está todo listo para empezar encuanto concluyan aquí los preparativos -contesta Oliver con distante formalidad.

– ¿Eres hijo de un embajador ingléso qué carajo eres?

Yevgueni se dirige a Stepan engeorgiano. Emplea un tono admonitorioy firme. Stepan se levanta aregañadientes y tiende la mano.

– Encantado de conocerte, Oliver.Somos hermanos de sangre, ¿deacuerdo?

– De acuerdo -asiente Oliver.

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Una risa estridente y siniestra que aOliver no le gusta en absoluto resuenaen sus oídos durante todo el camino deregreso a su hotel.

– La próxima vez que vengas, tellevaremos a Belén -promete Yevgueni aOliver cuando se abrazan una vez más.

Oliver sube a su habitación parapreparar las maletas. Sobre laalmohada, encuentra un paquete envueltoen papel de tela marrón, junto con unsobre. Abre el sobre. La carta estáescrita con el mismo esmero que si fueseuna prueba de caligrafía, y Oliver tienela sensación de que se han redactadovarios borradores antes de llegar a una

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versión aceptable.

Oliver, tienes un corazón puro.Lamentablemente, finges todo lo quehaces. Por lo tanto, no eres nada. Tequiero.

Zoya.

Abre el paquete. Contiene una cajanegra lacada de las que venden encualquier tienda de recuerdos. Dentrohay un corazón, recortado en papel deseda de color albaricoque. No estámanchado de sangre.

Para ir a Belén, uno se ve obligado a

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abandonar su avión de British Airwaysen cuanto se detiene en la pista deestacionamiento del aeropuerto deSheremetyevo, cumplimentar a todaprisa los trámites de aduana con lacolaboración de otra cuadrilla deserviciales agentes de inmigración, ytransbordar a un bimotor Ilyushin, conemblemas de Aeroflot pero sinpasajeros desconocidos, que aguardaimpaciente para emprender el vuelohacia Tiflis, en Georgia. A bordo sehalla el clan familiar de Yevgueni, yOliver los saluda en bloque, con abrazosa los más próximos y gestos a los másalejados, y en el caso de Zoya -que es la

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más alejada de todos, sentada con Paulen un rincón de la cola, mientras sumarido y Shalva ocupan los asientosdelanteros- con un insulso gesto derelativa familiaridad dando a entenderque bueno, sí, ahora que lo piensa, cómono, claro que la reconoce.

En Tiflis existen muchasprobabilidades de llegar en medio de unviolento vendaval que hace oscilar lasalas y arroja contra el pasaje arenilla einmundicias mientras corre hacia laterminal en busca de refugio. Por lodemás, se prescinde de toda formalidad,a no ser que se considere como tal lapresencia de la mitad de los hombres

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respetables de la ciudad vestidos consus mejores trajes y un pequeñomediador llamado Temur quien, comotodos en Georgia, es primo, sobrino, oahijado de Tinatin, o como mínimo hijode su más íntima amiga del colegio.Café y coñac y una pirámide de comidalo esperan a uno en la sala de VIPS,brindis y más brindis antes de seguircamino. Un convoy de Zils negros, unaescolta de motoristas y un camión enretaguardia con soldados de las fuerzasespeciales uniformados de negro lohacen desaparecer a uno a velocidad devértigo, sin la protección de loscinturones de seguridad, rumbo al oeste

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a través de un imponente macizomontañoso, hacia la tierra prometida deMingrelia, cuyos habitantes tienen lainteligencia de dejar embarazadas a susmujeres antes que los invasores parapoder así jactarse de poseer la sangremás pura de Georgia, un legítimoderecho que Yevgueni le recuerdaalegremente mientras el Zil avanza portortuosas carreteras esquivando perrosvagabundos, ovejas, cerdos pintos concollares triangulares de madera, muíasde carga, camiones en sentido contrarioy enormes socavones. Todo ello con unánimo de euforia infantil avivado porfrecuentes tragos de vino y del whisky

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de malta libre de impuestos que hacomprado Oliver, pero también por lacertidumbre de que, tras meses deestratagemas, las tres PropuestasEspecíficas quedarán firmadas, pagadasy servidas en cualquier momento de lospróximos días. ¿Y no es éste acaso elprotectorado personal de Yevgueni, elhogar de su juventud? ¿No exige cadamojón de la peligrosa carretera que lasperfecciones de la región seanseñaladas, compartidas y admiradas porla esposa de Yevgueni, Tinatin, y por suhermano, al volante, y en especial por elpropio Oliver, el sagrado huésped paraquien todo aquello es nuevo?

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Detrás de ellos, en otro coche,viajan dos de las hijas de Yevgueni, yuna de ellas es Zoya, que lleva a Paulsentado en el regazo, sujeto por lacintura, y sus mejillas se rozan a cadabache y cada curva. E incluso con lanuca percibe Oliver que la melancolíade Zoya es sólo por él y sabe que nodebería haber venido, que debería haberdejado ese trabajo, que finge todo lo quehace y por lo tanto no es nada. Pero nisiquiera el ojo omnipresente de Zoyapuede empañar el placer que le producea Oliver la jubilosa alquimia deYevgueni. Rusia nunca ha merecido aGeorgia, insiste Yevgueni, expresándose

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en parte con su peculiar inglés, en partepor mediación de Hoban, que viajaencogido y malhumorado en el asientotrasero entre Oliver y Tinatin: cada vezque la Georgia cristiana ha solicitado aRusia protección contra las hordasmusulmanas, Rusia le ha arrebatado susriquezas y la ha dejado en la miseria…

Pero esta homilía se ve interrumpidapor otra cuando Yevgueni tiene queseñalar unos fortines en lo alto de lasmontañas y la carretera a Gori, donde sehallan la maldita casucha en la que IósifStalin llegó al mundo y la catedral que,si damos crédito a Yevgueni, es tanantigua como el propio Cristo, donde

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fueron coronados los primeros reyes deGeorgia. Dejan atrás un grupo de casascon celosías en los balcones colgadasprecariamente al borde de un profundoprecipicio, y una armazón de hierrocomo un campanario para indicar ellugar donde yace enterrado el hijo deuna familia rica. El muchacho rico eraalcohólico, cuenta Yevgueni con todaseriedad a través de Hoban,embarcándose por lo visto en unaespecie de fábula moral. Cuando sumadre acudió a reprocharle su conducta,se voló los sesos con un revólverdelante de ella, y Yevgueni se lleva losdedos a la sien para ilustrarlo. El padre,

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un hombre de negocios, quedó tanafligido que hizo sepultar al hijo dentrode una cuba de miel de cuatro toneladaspara que el cuerpo no se descompusiese.

– ¿Miel? -repite Oliver conincredulidad.

– Para conservar los cadáveres, lamiel da un muy buen resultado -respondeHoban con tono irónico-. Pregúntale aZoya, estudió química. Si se lo pides,quizá se preste a conservar tu cadáver.

Guardan silencio hasta que laarmazón de hierro se pierde de vista.Hoban hace una llamada con el teléfonoportátil. Éste es distinto, observa Oliver,del que utiliza en Moscú o Londres. Va

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conectado mediante un cable a una cajamágica negra. Con una sola gota desangre de una persona, descifra todossus secretos. Pulsa tres botones y está yasusurrando. El convoy se detiene en unagasolinera solitaria para llenardepósitos. Encerrado en una jaulaimprovisada junto al pestilente retrete,un oso pardo examina sin especialcariño a la comitiva.

– Mijaíl Ivánovich dice que esimportante saber de qué lado duerme unoso -traduce Hoban con manifiestasorna, apartando los labios del teléfonopero sin cortar la comunicación-. Si eloso duerme del lado izquierdo, hay que

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comerse el lado derecho. La carne dellado izquierdo será demasiado dura paracomerla. Si el oso se hace las pajas conla garra izquierda, se come la garraderecha. ¿Te apetece un poco de oso?

– No, gracias.– Deberías haberle escrito. Se

volvió loca esperando tu regreso. -Hoban reanuda la conversacióntelefónica. Sobre el firme de la carreteracae un sol de justicia, formando charcosde alquitrán. Las fragancias del pinarinundan el interior del coche. Pasan anteuna casa enclavada entre unos castaños.La puerta está abierta-. Puerta cerrada,el marido está en casa -declama Hoban,

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traduciendo nuevamente a Yevgueni-.Puerta abierta, el marido se ha ido altrabajo, así que puedes entrar y tirarte ala mujer. -Ascienden, y a ambos lados elpaisaje se allana bajo ellos. Montes decumbres nevadas resplandecen bajo uncielo infinito. Enfrente, casi ahogado ensu propia bruma, se extiende el marNegro. Una ermita a un lado del caminoadvierte de la inminencia de una curvapeligrosa. Bajando la ventanilla, Mijaíllanza un puñado de monedas a la faldade un anciano sentado en el portal-. Esetipo está podrido de dinero -comentaHoban, anhelante. Yevgueni ordenaparar junto a un sauce con cintas de

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colores atadas a sus viejas ramas. Es unárbol de la esperanza, explica Hoban,actuando una vez más de intérprete paraYevgueni-. Sólo pueden pedírselebuenos deseos. Los deseos perversos secumplen contra quien los formula. ¿Tútienes deseos perversos?

– Ni uno solo -responde Oliver.– Yo en particular tengo deseos

perversos a todas horas. Sobre todo porla noche y al despertarme por lamañana. Yevgueni Ivánovich nació en laciudad a la que los soviéticos dieron elnuevo nombre de Senaki -continúaHoban mientras Yevgueni vocifera yextiende un recio brazo hacia el valle-.

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Mijaíl Ivánovich nació también enSenaki. «Nuestro padre era comandantede la base militar de Senaki. Teníamosuna casa en una colonia militar a lasafueras de Senaki. Esa casa era una muybuena casa. Mi padre era un buenhombre. Todos los mingrelios querían ami padre. Mi padre fue feliz aquí.» -Yevgueni alza más aún la voz y dirige elbrazo hacia la costa-. «Yo fui a uncolegio de Batumi. Estudié en laAcademia Naval de Batumi.» ¿Teinteresa seguir oyendo estasgilipolleces?

– Sí, por favor.– «Antes de trasladarme a

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Leningrado, estuve en la Universidad deOdessa. Aprendo sobre barcos,construcción naval, navegación. Mi almaestá en las aguas del mar Negro. Está enlas montañas de Mingrelia. Moriré enesta tierra.» ¿Quieres que deje abiertami puerta para que te tires a mi mujer?

– No.Otro alto en el camino. Mijaíl y

Yevgueni salen del coche resueltamentey cruzan la carretera. Llevado por unimpulso, Oliver va tras ellos. Unoshombres altos y flacos que se acercanpor el arcén arreando a dos asnoscargados de repollos y naranjas sedetienen a observar. Unos gitanillos

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harapientos se apoyan en sus bastones ycontemplan a los hermanos que,seguidos de Oliver, pasan entre ellos yascienden por una estrecha escaleranegra invadida por la maleza. Loshermanos llegan a una gruta con el suelopavimentado de piedra negra. Laescalera es de mármol. Un pasamanosde mármol negro corre paralelo a ella.Alojada en una concavidad del muro, sealza una estatua de un oficial vendadodel Ejército Rojo exhortando a sustropas al combate. Tras el cristaldeslucido de una urna empotrada en laroca hay una fotografía manchada ydesvaída de un joven soldado ruso con

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gorra de visera. Mijaíl y Yevguenipermanecen de pie ante ella, hombro conhombro, las cabezas gachas, las manoscruzadas en oración. Cada uno a sutiempo, retroceden y se santiguan variasveces.

– Nuestro padre -explica Yevguenilacónicamente.

Regresan al Zil. Al salir de unacurva muy cerrada, Mijaíl se encuentrafrente a un control militar. Bajando elcristal de la ventanilla pero sin parar, segolpea el hombro izquierdo con la manoderecha, indicando alto rango, pero loscentinelas no se dejan impresionar.Lanzando un juramento, Mijaíl se

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detiene, y Temur, el mediador, salta delcoche de atrás y besa a uno de lossoldados, que a su vez le devuelve elbeso y lo abraza. El convoy puedecontinuar. Alcanzan la cima. Unexuberante paisaje se abre ante ellos.

– Dice que nos queda una hora másde viaje -traduce Hoban-. A caballo,dice, se tardarían dos días. Ahí es dondeestaría en su ambiente, en los tiempos delos jodidos caballos.

Un llano en un valle, centinelas, unhelicóptero con las aspas en rotación, unmuro de montañas. Yevgueni, Hoban,Tinatin, Mijaíl y Oliver montan en elprimer helicóptero con una caja de

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vodka y un retrato de una anciana tristecon un cuello de encaje blanco que haviajado con ellos desde Moscú,perdiendo algún que otro pedazo delmarco de yeso. El helicóptero remontauna cascada, sigue un camino decaballos, escala por el muro demontañas y desciende entre picosblancos hasta posarse en un valle verdecon forma de cruz. En cada brazo de lacruz se asienta una aldea, y un viejomonasterio de piedra se alza en elcentro, entre viñedos, establos, ganadopastando, bosques y un lago. El grupo seapea torpemente, Oliver el último. Losmontañeses, hombres y niños, se

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aproximan hacia ellos, y Oliver sonríeal comprobar que los niños son enefecto castaños. El helicóptero despegade nuevo y se lleva consigo el atronadorruido de los motores al otro lado de lacima. Oliver percibe olor a pinos y amiel y oye el susurro de la hierba y elborboteo de un arroyo. Una ovejadesollada pende de un árbol. De un hoyosale humo de leña. Sobre la hierba sehan extendido vistosas alfombras tejidasa mano. Numerosas cuernas y calabazashuecas llenas de vino esperanamontonadas en una mesa. Los aldeanosse congregan alrededor. Yevgueni yTinatin los abrazan. Hoban se sienta en

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una roca, el teléfono al oído y la cajanegra a sus pies, sin abrazar a nadie. Elhelicóptero regresa con Zoya y Paul yotras dos hijas con sus maridos, yvuelve a marcharse. Mijaíl y un gigantebarbudo, provistos de sendas escopetasde caza, se adentran en el bosque.Oliver se deja llevar por el grupo haciauna granja de un solo piso construida demadera que se halla en el centro de unprado en pendiente. Dentro, en un primermomento reina una total oscuridad.Gradualmente ve una chimenea deladrillo, una estufa metálica. Huele aalcanfor, espliego y ajo. En losdormitorios, los suelos están sin

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alfombrar y de las paredes cuelgancharros iconos con los marcosdesportillados: el santificado Jesús deniño, mamando del pecho cubierto de sumadre; Jesús clavado a la Cruz, peroestirando tan alegremente sus miembrosque de hecho emprende ya el vuelohacia lo alto, y ahí lo tenemos. Jesúsrecién llegado a casa sano y salvo,sentado a la diestra de Dios Padre.

– Lo que Moscú prohíbe, losmingrelios lo quieren -dice Hoban ennombre de Yevgueni, y bosteza. Añade-:Faltaría más.

Aparece un gato, y todos le hacenalharacas. La anciana triste enmarcada

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en yeso desmenuzable debe ocupar sulugar sobre la chimenea. Los niñosesperan a la entrada para ver lasmaravillas que Tinatin ha traído de laciudad. En el pueblo, alguien ha puestomúsica. En la cocina, alguien canta, y esZoya.

– ¿Estarás de acuerdo conmigo enque canta como un ganso? -preguntaHoban.

– No -responde Oliver.– Entonces te has enamorado de ella

-constata Hoban con satisfacción.El festejo se prolonga durante dos

días, pero Oliver no descubre hasta elfinal del primero que asiste a una

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reunión de negocios de alto nivel entrelos ancianos del valle. Antes aprendeotras muchas cosas. Que cuando se cazaun oso, conviene disparar a los ojos,porque un blindaje de barro seco lesprotege el resto del cuerpo. Que en lascelebraciones es costumbre derramarvino en la tierra para alimentar losespíritus de nuestros antepasados. Quelos vinos mingrelios proceden demuchas clases distintas de uva, connombres como Koloshi, Paneshi, Chodiy Kamuri. Que brindar con cervezaequivale a echarle una maldición a lapersona por la que se brinda. Que losantepasados de los mingrelios no son

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otros que los legendarios argonautasque, bajo el mando de Jasón,construyeron una gran fortaleza a menosde veinte kilómetros de allí con elobjeto de albergar el Vellocino de Oro.Y hablando con un sacerdote de miradavesánica que no parece saber siquieraque ha existido la Revolución Rusa,Oliver averigua que, para santiguarse,debe primero juntar el pulgar y otros dosdedos -o quizá eran sólo el pulgar y elmeñique, ya que su mano tenía los dedosdemasiado torpes para verloclaramente- y apuntarlos hacia arribapara indicar la Santísima Trinidad, yentonces tocarse la frente y a

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continuación los lados derecho eizquierdo del vientre, de modo que novea la cruz del diablo al mirar haciaabajo.

– Otra solución, es meterse un trébolpor el culo -aconseja Hoban en vozbaja, y luego repite el chiste en rusopara instruir a su interlocutor telefónico.

La reunión de negocios, a la queOliver asiste, resulta ser unaconsecuencia del Gran Sueño deYevgueni, y ese Gran Sueño consiste enunir las cuatro aldeas del vallecruciforme en una sola cooperativavinícola que, aunando las tierras, eltrabajo y los recursos, y reconduciendo

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los cauces de agua, y empleando lastécnicas de países como España,produzca el mejor vino no sólo deMingrelia, no sólo de Georgia, sino delmundo entero.

– Costará muchos millones -informaHoban lacónicamente-. Quizá billones.No tienen la más repajolera idea.«Debemos construir carreteras.Debemos construir presas. Debemoscomprar maquinaria y levantar unalmacén en el valle.» ¿Y quién pagarátoda esa mierda? -La respuesta es, comose sabrá, Mijaíl y Yevgueni IvánovichOrlov. Yevgueni ha hecho venir ya avinicultores de Burdeos, La Rioja y el

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valle de Napa. Han opinadounánimemente que las vides sonmagníficas. Sus espías han registrado lastemperaturas y precipitaciones, medidolos ángulos de las laderas, tomadomuestras de tierra y analizado el índicede concentración de polen en el aire.Expertos en irrigación, ingenieros decaminos, exportadores e importadoreshan confirmado la viabilidad del plan.Yevgueni conseguirá el dinero, anunciaa los aldeanos, a ese respecto puedenestar tranquilos-. Dará a estos gilipollashasta el último rublo que ganemos -corrobora Hoban.

Anochece deprisa. Por encima de las

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cumbres, el cielo adquiere un intensocolor rojo sanguíneo y momentosdespués se oscurece. Farolillosencendidos penden de los árboles, suenala música, la oveja desollada gira sobreel fuego. Unos cuantos hombresempiezan a cantar, otros forman uncírculo y baten palmas, un grupo demuchachas ejecuta una danza. Fuera delcírculo, los ancianos conversan entre sí,aunque Oliver ya no los oye y Hoban hadejado de traducir. Se desata unaltercado. Un anciano amenaza a otrocon su escopeta. Las miradas se centranen Yevgueni, que bromea, consigue unasrisas aisladas y avanza un paso hacia

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quienes lo escuchan. Abre los brazos.Primero reprende, luego promete. Ajuzgar por los aplausos, debe de habersido una promesa sustancial. Losancianos se apaciguan. Hoban,agrandándose con la oscuridad, se apoyacontra un cedro mientras musitatiernamente por su teléfono mágico.

En Casa Single la tensión es audible.Las mecanógrafas de remilgadaindumentaria procuraban no hacer ruido.La Sala de Transacciones, barómetro dela moral de la empresa, es un herviderode rumores. ¡Tiger va fuerte esta vez!

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¡Single se juega aquí el todo por el todo!El Tigre se apresta a caer sobre la presadel siglo.

– ¿Dices, pues, que Yevgueni estáanimado? Excelente -comenta Tiger contono enérgico en una de lasimprovisadas reuniones informativasposteriores a las escapadas de Oliver alSalvaje Este.

– Yevgueni es un tipo fuera de locomún -responde Oliver con lealtad-. YMijaíl lo apoya en todo.

– Bien, bien -dice Tiger, y sesumerge de inmediato en la espesura delos costes operacionales y las salidas aBolsa.

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En una carta, Tinatin insta a Oliver aponerse en contacto con aún otrapariente lejana más, esta vez unamuchacha llamada Nina, profesora en laEscuela de Estudios Orientales yAfricanos e hija de un violinistamingrelio ya fallecido. Interpretándolocomo una indirecta de la madre de Zoyapara que Oliver desvíe en otra direcciónsu impresionable mirada, Oliver mandaen el acto una carta a la viuda delviolinista y es invitado a tomar el té enBayswater. La viuda es una actrizretirada con un amplio vestido, que tienepor costumbre echarse atrás el pelo conel dorso de la mano; su hija Nina, en

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cambio, es una joven de cabello negro yojos abrasadores. Nina accede a darclases de lengua georgiana a Oliver,empezando por su hermoso perodesalentador alfabeto, pero le advierteque tardará años en aprender a hablar.

– ¡Cuantos más años, mejor! -exclama Oliver con galantería.

Nina es una persona altruista pornaturaleza, y sus lazos con Georgia yMingrelia se han fortalecido con elexilio. La conmueve la incondicionaladmiración de Oliver por todo aquelloque es más querido para ella, aunqueprovidencialmente nada sabe depetróleo, chatarra, sangre o sobornos

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por valor de setenta y cinco millones dedólares. Oliver la mantiene en laignorancia. Pronto Nina comparte sucama. Y si Oliver es consciente de queen un tortuoso sentido Zoya ha servidode estímulo a esa unión, no se sienteculpable, ¿qué razón habría para ello?Lo alegra pensar que, acostándose conNina, se distancia de la depredadoraesposa de un importante asociado, lamujer cuyo cuerpo desnudo aún semuestra provocadoramente ante él desdeuna ventana del piso superior de la casade Moscú. Orientado por Nina, Oliverse rodea de obras de la literatura y elfolklore georgianos. Escucha música

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georgiana y engancha un mapa delCáucaso en una pared de su postinero yvergonzosamente desordenado piso deun bloque de apartamentos construido enChelsea Harbour con recursosfinancieros gestionados por Single.

Y el Cartero es feliz. No feliz feliz,ya que Oliver no ve la felicidad absolutacomo un ideal alcanzable. Pero síactivamente feliz. Creativamente feliz.Feliz en su cauto enamoramiento, si esamor lo que siente por Nina. Feliztambién en su trabajo, en la medida enque el trabajo consista en visitar aYevgueni y Mijaíl y Tinatin, y siempre ycuando la insidiosa sombra de Hoban no

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ande demasiado cerca y Zoya continúeactuando como si él no existiese. Puestoque si antes la triste mirada de Zoya lodevoraba sin cesar, ahora parece noadvenir siquiera su presencia. Sale de lacocina cuando Oliver trocea verdurascon Tinatin. En los pasillos y escaleras,yendo de habitación en habitación conPaul a remolque, utiliza el cabello amodo de cortina para ocultar el rostro.

– Dile a tu padre que dentro de unasemana firmarán todos los documentos -anuncia Yevgueni junto a la mesa debillar paleolítica tras cerciorarse de queno lo oye nadie salvo Hoban, Mijaíl yShalva-. Dile que cuando todo esté

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firmado, tiene que venir a Mingrelia acazar un oso.

– En ese caso, tú tienes que venir aDorset a cazar un faisán -contraatacaOliver, y se abrazan.

Esta vez no hay correspondencia enmano. Oliver lleva los dos mensajes enla cabeza. En el vuelo de regreso suentusiasmo es tal que medio decideproponer el matrimonio a Nina. Es el 18de agosto de 1991.

De eso hace ya dos noches, y Ninasolloza en georgiano. Solloza por elteléfono, solloza cuando llega al piso de

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Oliver, solloza mientras permanecensentados en el sofá uno junto al otrocomo una anciana pareja, contemplandohorrorizados cómo se tambalea la nuevaRusia al borde de la anarquía, su líderaprehendido por la vieja guardia,surgida audazmente de la tumba, losperiódicos cerrados, los tanques en lascalles de la ciudad, y los personajes delas altas esferas del poder defenestradosen masa de sus puestos, llevándoseconsigo sus bien urdidas PropuestasEspecíficas respecto al metal dedesecho, el petróleo y la sangre.

En Curzon Street aún es verano perono trinan los pájaros. Es como si el

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petróleo, la chatarra y la sangre nuncahubiesen existido. Admitir su existenciaes admitir su pérdida. Los libros de lahistoria reciente se han reescrito demanera tácita; los jóvenes hombres ymujeres de la Sala de Transacciones hansido enviados en busca de otro botín.Por lo demás, no ha ocurrido nada,absolutamente nada. No se ha ido por eldesagüe la inversión de decenas demillones; no se han prodigado anticiposa cuenta de las futuras comisiones; no seha untado la mano a mediadores yfuncionarios norteamericanos; no se hanabonado las cuotas iniciales del contratode arrendamiento de los Jumbos con

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cámara frigorífica. La calefacción, laluz, el alquiler, los coches, los salarios,las gratificaciones, los seguros deenfermedad, los seguros de enseñanza,el teléfono y los gastos derepresentación de las cinco elegantesplantas de Curzon Street y susdespilfarradores inquilinos no correnpeligro. Y Tiger es el menos afectado detodos. Su andar es más ligero, su portemás orgulloso que nunca, su visión másamplia, su traje de Hayward másimpecable. Sólo Oliver -y quizá Gupta,el factótum indio de Tiger- conoce eldolor oculto bajo la armadura, sabe locerca que está de quebrarse el frágil

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héroe. Pero cuando Oliver, movido porsu incurable compasión, busca unmomento para acompañar a su padre enel sentimiento, Tiger responde con unaferocidad que deja a Oliver temblandode muda ira.

– No hace ninguna falta que mecompadezcas, gracias. No necesito tusternuras ni tus cómodas preocupacioneséticas. Sólo quiero tu respeto, tu lealtad,tu inteligencia aunque no sea gran cosa,tu compromiso y, mientras yo sea elsocio principal, tu obediencia.

– Ah, bueno, perdona -balbuceaOliver, y viendo que Tiger permanecefirme en su actitud, vuelve a su despacho

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y telefonea a Nina sin encontrarla.¿Qué ha sido de ella? Su última cita

no fue muy afortunada. Al principio seconvence de que Zoya ha iniciado unacampaña contra él. Finalmente recuerdade mala gana que estaba borracho y, ensu embriaguez, dio a conocer a Nina -inducido por la pura bondad de sucorazón solitario, sin más propósito- unpar de detalles reveladores acerca desus transacciones con el tío Yevgueni,como ella lo llama. Recuerda vagamenteque, en un momento de frivolidad,comentó que Rusia quizá había perdidoel rumbo, pero Single había perdidohasta la camisa. Ante la insistencia de

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Nina, Oliver consideró que era suresponsabilidad ofrecerle una versiónesquemática de cómo Single, con laayuda e inspiración de su tío Yevgueni,había planeado hacer un negocioredondo a costa de ciertos fluidosvitales rusos, tales como, bueno, sí,hablando claro, sangre. Al oírlo, Ninapalideció, y se enfureció, le golpeó elpecho con los puños y salióatropelladamente del piso jurando -nopor primera vez, pues poseía su buenacuota de volubilidad mingrelia- novolver a poner los pies allí.

– Por despecho, se ha buscado otroamante, Oliver -admite su trastornada

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madre por teléfono-. Dice que eresdemasiado decadente, querido, peor queun condenado ruso.

Pero ¿qué se sabe de los hermanos?¿De Tinatin y las hijas? ¿De Belén? ¿DeZoya?

– Los hermanos han sido depuestos -responde Massingham, que se consumede envidia desde que se vio despojadodel papel de mediador en favor deldetestado socio adjunto-. Desterrados.Exiliados. Enviados a Siberia. Avisadosde que no quieren ver sus horriblescaras en Moscú o Georgia nunca más.

– ¿Y Hoban y sus amigos?– Ah, mi apreciado muchacho, ésos

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son de los que siempre caen de pie.¿Ésos? ¿Quiénes son ésos?

Massingham no da más explicaciones.– Yevgueni ha acabado en el montón

de chatarra, y no hablemos ya delpetróleo y la sangre -concluye con saña.

Las comunicaciones con Rusia,sumida en los conflictos internos, soncaóticas, y se prohíbe a Oliver demanera permanente telefonear aYevgueni o cualquiera de sussubordinados. Aun así, pasa una tardeentera en cuclillas dentro de unainsalubre cabina telefónica de Chelseaengatusando y suplicando a la operadoradel servicio de llamadas al extranjero.

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Imagina a Yevgueni en pijama sobre sumotocicleta revolucionando el motor almáximo y el teléfono sonandoinaudiblemente a unos pasos de él. Laoperadora, una señora de Acton, ha oídodecir que una muchedumbre hairrumpido en la central telefónica deMoscú.

– Espera unos días, cariño, es lomejor -aconseja, como la enfermera delcolegio cuando Oliver se quejaba de undolor.

Es como si la última ventana a laesperanza acabase de cerrarse en la carade Oliver. Zoya tenía razón. Nina teníarazón. Debería haberme negado. Si me

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presto a vender la sangre de los pobresrusos, ¿dónde pondré el límite, si es quelo pongo? Yevgueni, Mijaíl, Tinatin,Zoya, las montañas blancas y losfestejos lo atormentan como promesasincumplidas. En su piso de ChelseaHarbour, arranca de la pared el mapadel Cáucaso y lo tira al cubo de labasura de la cocina blanca y vacía. Lamadre de Nina le recomienda otroprofesor para sustituir a su hija, unanciano oficial de caballería que fue suamante en otro tiempo, hasta que perdiósus facultades. Oliver resiste un par declases con él y cancela el resto. EnSingle, trabaja en silencio, manteniendo

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cerrada la puerta del despacho yencargando sándwiches para elalmuerzo. Le llegan rumores comoconfusos partes de guerra. Massinghamha oído que hay un depósito de desechosmilitares enterrado en las afueras deBudapest. Tiger lo envía ainspeccionarlo. Después de una semanaperdida vuelve de vacío. En Praga, ungrupo de matemáticos adolescentes seofrece para reparar ordenadoresindustriales por una tarifa mucho menorque la de los fabricantes, pero necesitanequipo por valor de un millón dedólares para empezar. Massingham,nuestro embajador itinerante, vuela a

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Praga, se entrevista con un par de geniosbarbudos de diecinueve años y a suregreso declara que la propuesta es untimo. Pero con Randy -como Tigerinsiste en recordar a Oliver- uno nuncapuede fiarse. En Kazajstán existe unafábrica textil capaz de producirkilómetros de alfombras de Wilton, eldoble de magníficas que las auténticas, yvenderlas a una cuarta parte del precio.Tras inspeccionar supuestamente unedificio en construcción inundado y conlas vigas de hierro oxidadas, afirma queestán aún muy lejos de su nivel óptimode producción. Tiger se muestraescéptico pero sigue su consejo. Ha

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llegado noticia del hallazgo de unextraordinario filón de oro en losUrales, no se lo digas a nadie. En estaocasión es Oliver quien pasa tres díasapostado en una granja de las montañasde Mugodzhar, acosado por lasimperiosas llamadas telefónicas de supadre, en espera de un intermediario deconfianza que finalmente no se presenta.

Tiger, por su parte, ha elegido elcamino de la soledad y lacontemplación. Mantiene una miradadistante. Dos veces, según rumores, hasido emplazado en la City para rendircuentas. En la Sala de Transacciones seoyen en susurros ingratas palabras como

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«inhabilitación». Misteriosamente, Tigerempieza a viajar. En una visita alDepartamento de Contabilidad, Oliverencuentra por azar una nota de gastosdonde consta que unos tales «señor yseñora Single» se alojaron durante tresdías en la suite real de un lujoso hotel deLiverpool y ofrecieron espléndidasrecepciones. En cuanto a la señoraSingle, Oliver supone que se trata deKatrina, la gerente del Kat’s Cradle. Losjustificantes del consumo de gasolinaentregados por Gasson, el chófer,revelan que el señor y la señora Singlese trasladaron en el Rolls-Royce.Liverpool es un territorio que Tiger

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conoce bien desde hace años. Allídemostró su valía como abogadodefensor de las clases criminalesoprimidas. Dos semanas después de eseviaje aparecen en Curzon Street trescaballeros turcos de anchas espaldas yresplandecientes trajes que, al dejar susdatos en el libro de visitas de laconserjería, dan como dirección«Estambul» y anuncian que tienen unaentrevista con Tiger en persona. Másalarmante aún, Oliver juraría que haoído la voz nasal de Hoban, junto con lade Massingham, a través de la puertaazul de dos hojas cuando sube a ver aPam Hawsley con un pretexto, pero Pam

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es impenetrable como de costumbre:– Es una reunión, señor Oliver.

Sintiéndolo mucho, no puedo decirlenada más.

A lo largo de toda la mañana Oliveraguarda en tensión la convocatoria queno se produce. A la hora del almuerzo,Tiger se marcha al Kat’s Cradle con susfornidos invitados, pero salen delascensor y el edificio antes de queOliver alcance a verlos. Unos díasdespués, cuando lleva a cabo unasegunda inspección de los gastos deTiger, advierte una serie de entradas conuna sola palabra: «Estambul.» TambiénMassingham ha reanudado sus viajes.

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Sus destinos más frecuentes sonBruselas, el norte de Chipre y el sur deEspaña, donde una compañía offshorede Single ha inaugurado recientementeuna cadena de bares discoteca, casinos yurbanizaciones de chalets en propiedadcompartida. Y dado que en la Sala deTransacciones se tiene a RandyMassingham por una especie dedinámico Pimpinela, se especula sobrepor qué se lo ve tan radiante y quésecretos puede esconder en su maletínnegro de ex miembro del Foreign Office.

Hasta que una tarde, cuando Oliverecha la llave a los cajones de suescritorio, Tiger en persona aparece en

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la puerta y le propone ir a cenar algo alCradle, ellos dos solos, como en losviejos tiempos. Kat no está a la vista,Oliver sospecha que por indicación deTiger. Los atiende en su lugar Álvaro, elmaître. La mesa del rincón, reservadapermanentemente para Tiger, es un nidode terciopelo rojo poco iluminado.Cenará pato, acompañado de unburdeos. Oliver elige lo mismo. Tigerpide dos ensaladas de la casa,olvidando que a Oliver no le gusta laensalada. Empiezan como siemprehablando de la vida amorosa de Oliver.Reacio a admitir la ruptura con Nina,Oliver opta por adornarla.

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– ¿Quiere eso decir que por fin vas asentar la cabeza? -exclama Tiger,encontrando la idea muy graciosa-.¡Dios santo! Yo te imaginaba a loscuarenta como un apuesto solterón.

– Supongo que hay cosas que uno nopuede planear -dice Oliver con los ojoshúmedos.

– ¿Le has dado la buena noticia aYevgueni?

– ¿Cómo? ¿Está localizable? Tigerse interrumpe a medio masticar,induciendo a pensar que acaso el patono está a su gusto. Sus cejas se acercanentre sí, formando un frontispiciotruncado. Para alivio de Oliver, al cabo

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de un instante la mandíbula reanuda surotación. Por lo visto, pues, el pato sí lesatisface.

– Estuviste en esa residenciacampestre suya, creo recordar -diceTiger-. Donde se propone criar vinos decalidad. ¿No?

– No es una residencia, padre. Es unpuñado de aldeas en las montañas.

– Pero habrá una casa aceptable,supongo.

– Pues no. O no, al menos, conarreglo a nuestros parámetros.

– El proyecto sí es viable, ¿no?¿Podría interesarnos, quizá?

Oliver suelta una risotada de

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suficiencia a la vez que a una parte de élse le hiela la sangre al imaginar lasombra de Tiger proyectándose hastaaquellos confines.

– Para serte sincero, son castillos enel aire, me temo. Yevgueni no es unhombre de negocios en el sentido quenosotros lo entendemos. Sería tirar eldinero.

– ¿Por qué?– Para empezar, no ha calculado los

costes de infraestructura -explicó,recordando las desdeñosas alusiones deHoban al proyecto-. Podría ser un pozosin fondo. Carreteras, canalización,división de los campos en bancales

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nivelados. Sabe Dios cuántas cosas más.Piensa utilizar mano de obra local, perono está cualificada. Además, hay cuatroaldeas y se llevan a matar. -Unpensativo trago de burdeos mientrasbusca con urgencia otras razonesdisuasivas-. Yevgueni ni siquiera deseamodernizar el lugar. Cree que sí, perono es verdad. Es todo puro fantaseo…Ha jurado mantener el valle tal comoestá y al mismo tiempo industrializarlo yproporcionarle riqueza. O lo uno, o lootro, las dos cosas a la vez no puedenhacerse.

– Pero ¿habla en serio?– Ah, como el Papa de Roma. Si

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algún día consigue reunir unos cuantosbillones, allí irán a parar. Pregúntale ala familia. Están horrorizados.

Los numerosos médicos de Tiger lehan recomendado que si bebe vino enlas comidas, beba igual cantidad de aguamineral. Enterado de ello, Álvaro dejauna segunda botella de Evian sobre elmantel de Damasco rosa.

– ¿Y Hoban? -pregunta Tiger-. Es detu misma edad. ¿Qué clase de personaes? ¿Despierto? ¿Hábil en su trabajo?

Oliver duda. Por norma, susantipatías personales duran a lo sumounos minutos, pero Hoban es laexcepción.

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– No tengo mucho en que basarme.Randy lo conoce mejor que yo. A mimodo de ver, tiene algo de lobosolitario. Un poco demasiado arribista.Pero buen elemento. A su manera.

– Según me ha dicho Randy, estácasado con la hija preferida deYevgueni.

– No me consta que Zoya sea supreferida - protesta Oliver, alarmado-.Es sólo un padre orgulloso. Quiere atodas sus hijas por igual.

Pero observa fijamente a Tiger,aunque sea a través de los espejosrosados de la pared. Lo sabe, Hoban selo ha contado, sabe lo de la carta y el

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corazón de papel. Tiger se lleva unapizca de pato a la boca, seguida de unsorbo de burdeos, un sorbo de Evian yun ligero roce de servilleta.

– Dime una cosa, Oliver. ¿Te hablóalguna vez el viejo Yevgueni de susconexiones marítimas?

– Sólo me comentó que estudió en laAcademia Naval y estuvo enrolado en lamarina de guerra una temporada. Y quelleva el mar en la sangre, y también lasmontañas.

– ¿Nunca te mencionó que en unaépoca toda la flota mercante del marNegro estaba bajo su control?

– No. Pero con Yevgueni uno va

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conociendo detalles a tropezones, que éldosifica a su antojo.

Una pausa mientras Tiger se abismaen uno de esos monólogos interiores queconcluyen en una decisión pero ocultanel razonamiento que ha conducido a ella.

– Sí, bueno, creo que daremosrienda suelta a Randy aún durante untiempo, si no te importa. Tú puedeshacerte cargo otra vez cuando volvamosa la brecha.

En South Audley Street, padre e hijose detienen en la acera y admiran elcielo estrellado.

– Y cuida bien a tu Nina, muchacho -aconseja Tiger con seriedad-. Kat la

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tiene muy bien considerada. Como yo.Transcurre otro mes y, para

manifiesta indignación de Massingham,el Cartero parte en misión a Estambul,donde Yevgueni y Mijaíl han plantadosu tienda.

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Capítulo 9

En la media luz de un lluviosoinvierno turco, Yevgueni se ve tanapagado y ceniciento como lasmezquitas de alrededor. Recibe a Olivercon un abrazo la mitad de vigoroso queen las ocasiones anteriores, lee la cartade Tiger con desagrado y se la entrega aMijaíl con la humildad de un exiliado.Viven en una casa de alquiler inacabadade una nueva zona residencial del ladoasiático de Estambul, vistosa peroendeble como el papel, situada en mediode un encharcado revoltijo de

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maquinaria de construcción abandonaday rodeada de calles, galeríascomerciales, cajeros automáticos,gasolineras y restaurantes de comidarápida, todo ello inacabado y vacío,todo deteriorándose gradualmentemientras contratistas deshonestos yarrendatarios frustrados eimperturbables burócratas otomanosesgrimen encarnizadamente susdiferencias en algún arcaico juzgadodestinado a los pleitos irresolubles deesta ciudad sofocante, inhóspita,nauseabunda y permanentementecongestionada por el tráfico, con unapoblación no censada de dieciséis

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millones de almas, cuatro veces más,como Yevgueni no se cansa de repetir,que la suma de todos los habitantes desu querida Georgia. El único momentode placer llega cuando se desvanece laluz del día y los amigos se sientan abeber raki en el balcón, bajo un inmensocielo turco, y disfrutar de los aromas delos limeros y el jazmín, que de algúnmodo logran imponerse al hedor delalcantarillado a medio construir,mientras Tinatin recuerda a su maridopor enésima vez que es su mismo marNegro el que tienen a un paso de allí yque Mingrelia se halla justo al otro ladode la frontera, por más que la frontera

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esté a una distancia de mil trescientoskilómetros por terreno montañoso, lascarreteras sean intransitables enperíodos de insurrección kurda, y lainsurrección kurda sea la norma. Tinatinprepara una comida mingrelia; Mijaílpone música mingrelia en un viejogramófono para discos de setenta y ochorevoluciones; amarillentos periódicosgeorgianos cubren la mesa. Mijaíl llevauna pistola colgada de un cordón bajo elgrueso chaleco y otra de menor tamañometida en la caña de la bota. Lamotocicleta BMW, los niños y las hijashan desaparecido…, excepto Zoya y suhijo Paul. Hoban realiza misteriosos

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viajes. Está en Viena. Está en Odessa.Está en Liverpool. Una tarde regresa deimproviso y pide a Yevgueni que loacompañe a la calle, donde se los vecaminar de un lado a otro por la estrechaacera inacabada con las chaquetas sobrelos hombros, Yevgueni agachando lacabeza como el preso que fue, y elpequeño Paul detrás de ellos como unaplañidera en un cortejo fúnebre. Zoya esuna mujer que espera, y espera a Oliver.Lo espera con los ojos y con el cuerpolánguido y extendido, mientras se mofade la nueva Rusia supermaterialista,enumera detalles de los últimos robossistemáticos de propiedades estatales y

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los nombres de súbitos billonarios, y sequeja del lodos, un viento sur deTurquía que le provoca una jaquecacada vez que no quiere hacer algo. Aveces Tinatin le recomienda que sebusque alguna actividad, que se ocupemás de Paul, que salga a pasear. Zoyaobedece, y luego vuelve a casa a esperary se lamenta del lodos con un suspiro.

– Acabaré siendo una Natasha -anuncia una vez en medio de un silencioque ella misma ha creado.

– ¿Qué es una Natasha? -preguntaOliver a Tinatin.

– Una prostituta rusa -respondeTinatin, decaída-. Así llaman los turcos

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a nuestras putas: Natasha.– Según me ha dicho Tiger,

reemprendemos los negocios -diceOliver a Yevgueni, aprovechando laausencia de Zoya durante su visitasemanal a la adivina rusa de la zona. Suafirmación hunde a Yevgueni en elabismo del desaliento.

– Negocios -repite con tristeza-. Sí,Cartero. Hacemos negocios.

Oliver recuerda con desasosiego queen una ocasión Nina le explicó que tantoen ruso como en georgiano esa inocentepalabra se ha convertido en sinónimo de«estafa».

– ¿Por qué no regresa Yevgueni a

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Georgia y se queda a vivir allí? -pregunta a Tinatin que, observada porZoya, rellena unas berenjenas al hornocon cangrejo picado y especias, en otrotiempo el plato preferido de Yevgueni.

– Yevgueni forma parte del pasado,Oliver -contesta ella-. Quienescontinúan en Tiflis no desean compartirel poder con un viejo de Moscú que haperdido a todos sus amigos.

– Pensaba en Belén.– Yevgueni ha hecho demasiadas

promesas a Belén. Si no se presenta allícon una carroza de oro, no será bienrecibido.

– Hoban le construirá esa carroza -

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vaticina Zoya, con la mano apoyada enla frente para contener los efectos dellodos-. Massingham será el cochero.

Hoban, piensa Oliver. Ya no Alix.Hoban, mi marido.

– Aquí también tenemos hiedra rusa-comenta Zoya, mirando hacia laalargada ventana-. Es muy apasionada.Crece demasiado deprisa, no llega aninguna parte y muere. Da unas floresblancas. El aroma es casi imperceptible.

– Ah -dice Oliver.Su hotel es grande, occidental y

anónimo. Es pasada la medianoche de sutercer día cuando oye que llaman a lapuerta. Me envían a una fulana, piensa,

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recordando la sonrisa en exceso cordialdel joven conserje. Pero es Zoya, lo cualno sorprende a Oliver tanto comodebiera. Zoya entra pero no se sienta. Lahabitación es pequeña y está bieniluminada. Cara a cara junto a la cama,se miran parpadeando bajo la intensa luzcenital.

– No participes en este negocio conmi padre -dice ella.

– ¿Por qué no?– Atenta contra la vida. Es peor que

la sangre. Es un pecado.– ¿Cómo lo sabes?– Conozco a Hoban. Conozco a tu

padre. Pueden poseer, pero son

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incapaces de amar, ni siquiera a sushijos. Tú también los conoces, Oliver.Si no escapamos de ellos, estaremosmuertos como ellos. Yevgueni sueñasólo con el paraíso. Quien le prometedinero para comprar el paraíso, lodomina. Hoban se lo promete.

No está claro quién ataca primero.Quizá son ambos los iniciadores, ya quesus brazos chocan y deben cambiar dedirección para llegar al abrazo. Una vezen la cama forcejean hasta quedardesnudos y entonces se prenden el uno alotro como animales hasta saciarse.

– Debes resucitar la parte de ti queha muerto -exhorta Zoya con severidad

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mientras se viste-. Si no, muy pronto teperderás a ti mismo. Puedes hacerme elamor cuando lo desees. Para ti esimportante. Para mí lo es todo. No soyuna Natasha.

– ¿Qué es peor que la sangre? -pregunta Oliver, sujetándola del brazo-.¿Qué pecado estoy cometiendosupuestamente?

Zoya lo besa con tal dulzura ymelancolía que Oliver de buena ganaempezaría de nuevo con tranquilidad.

– Con la sangre te destruías sólo a timismo -responde ella, cogiéndole lacara entre las manos-. Con esta nuevamercancía, te destruirás a ti mismo, y

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destruirás a Paul y a muchos niños y asus madres y a sus padres.

– ¿ Qué mercancía?– Pregúntale a tu padre. Yo estoy

casada con Hoban.

– Yevgueni se ha reorganizado -diceTiger con tono de aprobación a la nochesiguiente-. Sufrió un revés, y se harecuperado. Randy le insufló nuevavida. Con ayuda de Hoban.

Oliver ve a Yevgueni contemplarangustiado las luces al otro lado delvalle, con dos hilos de lágrimasresbalando por sus mejillas arrugadas.

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La fragancia de los fluidos de Zoya loimpregnan todavía. La percibe a travésde su camisa.

– Te complacerá saber que aúnsueña con sus vinos -continúa Tiger-.Estoy buscándole unos cuantos libros devinicultura. Puedes llevárselos en tupróximo viaje.

– ¿En qué negocio se ha metido asíde pronto?

– El transporte marítimo. Randy yAlix lo han persuadido de laconveniencia de restablecer sus antiguoscontactos navales, reclamar elcumplimiento de algunas promesas.

– Transporte ¿de qué?

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Un amplio gesto con la mano. Elmismo gesto con que indicaría alcamarero que retirase el carrito derepostería.

– Toda la gama. Todo aquello quesurja en el lugar y momento adecuados aun precio razonable. Flexibilidad, ésa essu consigna. Se trata de un tipo decomercio rápido, salvaje, pero él sedefiende bien. Con la pertinente ayuda, yahí es donde intervenimos nosotros.

– ¿Qué clase de ayuda?– En Single somos facilitadores,

Oliver -la cabeza un poco ladeada, lascejas enarcadas en expresiónpaternalista-, te has olvidado… Eres

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joven. Somos maximizadores.Creadores. -Un minúsculo dedo índiceseñala a Dios-. Nuestra labor consisteen proporcionar a nuestros clientes lasherramientas que necesitan y administrarla cosecha cuando la obtienen. Single noha llegado a donde ahora está cortandolas alas a sus clientes. Vamos allí adonde otros temen operar, Oliver. Ysalimos sonrientes.

Oliver, solícito, pone el mayorempeño en reflejar el entusiasmo de supadre, con la esperanza de que sipronuncia las palabras, quizá llegue acreerlas.

– Y saldrá airoso, estoy seguro -

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dice.– Claro que sí. Es un príncipe.– Es un viejo bandido. Tendrán que

sacarlo con los pies por delante.– ¿Cómo dices? -Tiger se levanta

del escritorio para coger del brazo aOliver-. Disculpa, pero te agradeceríaque no usases ese término. Oliver.Desempeñamos un papel muy delicado,y eso requiere también un uso cuidadosodel lenguaje, ¿queda claro?

– Por supuesto. Perdona, era sólouna manera de hablar.

– Si los hermanos ganan dinero enlas cantidades de que hablan Randy yAlix, van a interesarse en todo nuestro

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paquete de productos: casinos, clubesnocturnos, una o dos cadenas hoteleras,urbanizaciones; todo aquello que mejorse nos da. Yevgueni insiste otra vez enmantener la máxima reserva y, dado quetengo un punto de vista análogo, no merepresenta el menor problema seguirlela corriente. -Regresa tras su escritorio-.Quiero que le entregues este sobre enmano. Y saca una botella de whisky demalta de la cámara acorazada, elSpeyside de Berry Bros, y llévasela demi parte. Coge dos, mejor. Una paraAlix.

– Padre.– Hijo.

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– Necesito saber con quécomerciamos.

– Recursos financieros.– Derivados ¿de qué?– De nuestro sudor y lágrimas. De

nuestra intuición, nuestro olfato, nuestraflexibilidad. Nuestros méritos.

– ¿Qué viene después de la sangre?¿Qué es peor?

Tiger aprieta sus finísimos labios,reduciéndolos a una raya blanca.

– La curiosidad es peor, Oliver,gracias. Andar creando problemas deuna manera ociosa, inexperta,desinformada, caprichosa, gratuita ymoralista. ¿Fue Adán el primer hombre?

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No lo sé. ¿Nació Jesucristo el día deNavidad? No lo sé. En el mundo de losnegocios, entendemos la vida tal comoes, no como nos la muestran desde elpueril trono de los periódicos liberales.

Oliver y Yevgueni se hallansentados en el balcón, bebiendo unacuvée de Belén. Tinatin ha ido aLeningrado para cuidar de una hija enapuros económicos. Hoban está enViena, acompañado de Zoya y Paul.Mijaíl saca unos huevos duros ypescado en salazón.

– ¿Sigues estudiando el idioma de

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los dioses, Cartero?– Por supuesto que sigo -miente

Oliver, temeroso de decepcionar alviejo, y se promete que telefoneará alinsufrible oficial de caballería en cuantoregrese a Londres.

Yevgueni acepta la carta de Tiger yse la pasa sin abrir a Mijaíl. En elrecibidor hay maletas y cajas deembalar apiladas hasta el techo. Hanencontrado otra casa, explica Yevguenicon el tono de alguien que se somete a laautoridad. Un sitio más acorde con lasnecesidades futuras.

– ¿Comprarás otra moto? -preguntaOliver, esforzándose por introducir una

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nota de optimismo.– ¿Quieres que la compre?– ¡Pero cómo! Es obligatorio.– La compraré, pues. Quizá compre

seis.Y luego, para horror de Oliver,

Yevgueni llora, largo rato y en silencio,con el rostro oculto entre los puñosapretados.

«Es una verdadera lástima que noseas un cobarde -ha escrito Zoya en unacarta que espera a Oliver en el hotel-.Nada te afecta. Nos matarás a todos contus buenos modales. No te engañes conla idea de que no puedes saber laverdad.»

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Es la fiesta de Nochebuena en CasaSingle. En la Sala de Transaccionestodo aquello que es movible se haarrimado contra las paredes. Por losaltavoces estereofónicos de un momentoa otro empezará a sonar músicamoderna, que Tiger detesta en cualquierotra época del año; el champán de granreserva corre como el agua; hay langostaen pirámides, foie-gras y un cubilete decinco kilos de caviar Imperial que,según el chistoso comentario de RandyMassingham, ha sido «desembarcadoinformalmente» por unos clientes deSingle «con conexiones en el Caspio,

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donde las hembras de esturión vírgenespermanecen cruzadas de piernas a fin deproducir estos deliciosos huevos paranosotros». Los operadores de bolsaaplauden; un Tiger redivivo aplaude conellos, se arregla el nudo de la corbata ysube al estrado para pronunciar suarenga anual. La Casa Single, dice a suenfervorizado público, goza hoy de unaposición más sólida que en cualquierotra etapa de su historia. Comienza lamúsica, y cuando los primerosintegrantes del animado grupo seacercan a la mesa para servirse frugalescucharadas del cubilete, Oliver subediscretamente por la escalera de atrás,

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pasando por su originario DepartamentoJurídico, y llega a la cámara acorazada,cuya combinación sólo conocen él yTiger. Al cabo de veinte minutos está yade regreso, pretextando un pasajerotrastorno estomacal. Pero el trastorno esauténtico, si bien el estómago es la partede él menos afectada. Es el trastornocausado por una pesadilla hecharealidad. Por sumas de dinero tanexorbitantes, tan repentinas, tanapresuradamente ocultas que sólopueden provenir de una determinadafuente. De Marbella, veintidós millonesde dólares. De Marsella, treinta y cinco.De Liverpool, ciento siete millones de

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libras. De Gdansk, Hamburgo,Rotterdam, ciento ochenta millones dedólares en efectivo esperando lasatenciones del servicio de blanqueoSingle.

– ¿Quieres a tu padre, Cartero?Anochece. Es la hora de filosofar en

el salón de la recién reformada villa deveinte millones de dólares, en la orillaeuropea del Bósforo, a la que han sidopromovidos los hermanos. Losmajestuosos muebles que llamanKarelka - los mismos aparadores,rinconeras, sillas y mesa de comedor de

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color entre marrón y dorado que en losdías de inocencia de Oliver engalanabanla casa de las afueras de Moscú- seencuentran ahora en la planta bajaaguardando a ser colocados en suslugares correspondientes. Paisajes rusosnevados con trineos tirados por caballoshacen cola en espera de que les seaasignado un espacio en las paredesrecién pintadas. Y en el salón se alza lamotocicleta BMW más espléndida yfulgurante que puede comprarse condinero caliente.

– ¡Móntate, Cartero! ¡Móntate!Sin embargo Oliver, por alguna

razón, no siente el menor deseo.

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Tampoco Yevgueni. Una inusitada capade nieve blanda cubre el jardín enpendiente. En el estrecho, cargueros,transbordadores y embarcaciones derecreo pugnan frente a frente en unincesante duelo. Sí, quiero a mi padre,asegura Oliver a Yevgueni en una vagarespuesta. Zoya está de pie ante lacristalera, instando a Paul a dormirse ensu hombro. Tinatin ha encendido laestufa revestida de azulejos y dormitapensativamente junto a ella en sumecedora. Hoban está otra vez en Viena,inaugurando una oficina nueva. Sellamará Trans-Finanz. Mijaíl permaneceen cuclillas al lado de su hermano. Se ha

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dejado la barba.– ¿Te hace reír, tu padre?– Cuando las cosas van bien y está

contento, sí, Tiger puede llegar ahacerme reír.

Paul lloriquea, y Zoya lo calma, sumano extendida sobre la espaldadesnuda bajo la camisa del niño.

– ¿Te pone furioso?– A veces me pone furioso -admite

Oliver sin comprender el objetivo deesa sesión de catequesis-. Pero tambiényo lo pongo furioso.

– ¿Cómo lo pones furioso, Cartero?– Bueno, no soy precisamente el

chico diez que él querría tener por hijo,

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¿no es eso obvio? Está siempre un pocofurioso conmigo, aunque quizá no se décuenta.

– Llévale esto. Se alegrará.Introduciendo una mano bajo su

abrigo negro, Yevgueni extrae un sobrey se lo entrega a Mijaíl, que se lo tiendea Oliver.

Oliver contiene la respiración.Ahora, piensa. Vamos.

– ¿Qué está pasando? -dice. Tieneque repetir la pregunta-. La carta queacabas de darme…, ¿qué hay dentro?Empieza a preocuparme que puedandetenerme en una aduana o algo así. -Debe de haber levantado el volumen

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más de lo que pretendía, ya que Zoyavuelve la cabeza y Mijaíl posa en él laferoz mirada de sus ojos oscuros-. Noconozco el menor detalle de vuestranueva operación. Estoy en el lado legal.A eso se reduce mi participación… lomeramente legal.

– ¿Lo legal ? - repite Yevgueni,alzando la voz con colérica perplejidad-. ¿Qué hay de legal en esto? Por favor,¿cómo es posible que estés en el ladolegal? ¿Oliver en el lado legal? Eres elúnico de todos nosotros, diría yo.

Oliver mira de reojo, buscando aZoya, pero Zoya ha desaparecido y esTinatin quien arrulla a Paul para

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dormirlo.– Según Tiger, os dedicáis al

comercio en general -balbucea Oliver-.¿Qué significa eso? Dice que conseguísgrandes beneficios. ¿Cómo? Va aintroduciros en la industria del ocio. Ytodo en seis meses. ¿Cómo?

En el resplandor de la lámpara delectura encendida junto a Yevgueni, surostro es más viejo que los peñascos deBelén.

– ¿Mientes a tu padre, Cartero?– Sólo en cosas intrascendentes.

Para ahorrarle disgustos. Como hacemostodos.

– Ese hombre no debería mentir a su

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hijo. ¿Te miento yo?– No.– Vuelve a Londres, Cartero. Sigue

en la legalidad. Entrégale esa carta a tupadre y dile de parte de un viejo rusoque es un necio.

Zoya lo espera en la cama del hotel.Le ha traído regalos envueltos enpequeños paquetes de papel marrón: unicono que su madre llevaba encima ensecreto los días onomásticos en tiemposdel comunismo; una vela perfumada; unafotografía de su padre Yevgueni con eluniforme de la marina; poemas de unpoeta georgiano que a ella le es muyquerido. Se llama Khuta Berulava y es

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un mingrelio que escribe en georgiano,la combinación favorita de Zoya. Eldeseo que Oliver siente por ella es unaadicción. Llevándose un dedo a loslabios para pedirle silencio, Zoya sedesnuda. Oliver apenas puede contenerla excitación. Sin embargo se obliga apermanecer separado de ella.

– Si traiciono a mi padre, tú debestraicionar a tu padre y tu marido -dicecon cautela-. ¿Con qué comerciaYevgueni?

Zoya le da la espalda.– Con diversas mercancías, y

ninguna buena.– ¿Cuál es la peor de todas?

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– Todas por igual.– Pero habrá una peor, peor que el

resto. ¿De dónde sale tanto dinero?¿Millones y millones de dólares?

Lanzándose sobre él, Zoya lo atrapaentre sus muslos y embiste convehemencia, como si teniéndolo dentrode sí, esperase acallarlo.

– El se ríe -dice Zoya con larespiración entrecortada.

– ¿Quién?– Hoban -contesta ella. Otra

embestida.– ¿Por qué se ríe Hoban? ¿De qué?– «Es para Yevgueni -sostiene-.

Estamos criando un vino nuevo para

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Yevgueni. Estamos construyéndole unacarretera blanca hacia Belén.»

– Una carretera blanca ¿de qué? -insiste Oliver, jadeando.

– De polvo.– ¿De qué es ese polvo?Zoya responde a gritos, con volumen

suficiente para que lo oiga medio hotel:– ¡Viene de Afganistán! ¡De

Kazajstán! ¡De Kirguizistán! ¡Hoban loha organizado todo! Se dedican al nuevocomercio. A través de Rusia desde eleste.

Y un chillido ahogado y patético devergüenza mientras acometedesesperadamente contra él.

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Pam Hawsley, la Doncella de Hielode Tiger, está sentada a su escritorio enforma de media luna, tras las fotografíasenmarcadas de sus tres doguillos -Shadrach, Meshach y Abednego- y elteléfono rojo que la comunicadirectamente con el Todopoderoso. Esla mañana del día siguiente. Oliver noha dormido. Tendido en su cama deChelsea Harbour con los ojos abiertos,ha intentado en vano convencerse de quecontinúa en los brazos de Zoya, de quenunca ha estado en una sala deinterrogatorios de cartón piedra deHeathrow diciendo cosas a un alto cargo

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de aduanas uniformado que hastaentonces no se había dicho a sí mismo.Ahora, de pie en la antecámara de losaposentos reales de Tiger, padecevértigo, pérdida del habla,remordimientos sexuales y resaca.Mantiene aferrado el sobre de Yevgueniprimero en la mano izquierda y despuésen la derecha. Arrastra los pies y seaclara la garganta como un idiota. Dearriba abajo de la espalda nota elhormigueo de las terminacionesnerviosas. Cuando despega los labios yoye su propia voz, tiene la impresión deser el peor actor del mundo. Sin duda essólo cuestión de minutos que Pam

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Hawsley ponga fin a la representaciónpor pura falta de verosimilitud.

– ¿Serías tan amable de darle esto aTiger, Pam? Yevgueni Orlov me hapedido que se lo entreguepersonalmente, pero imagino que dejarloen tus manos es más que suficiente. ¿Deacuerdo, Pam? ¿De acuerdo?

Y posiblemente habría dadoresultado si el siempre encantadorRandy Massingham, recién llegado deViena, no hubiese elegido ese momentopara asomarse a la puerta de sudespacho.

– Ollie, muchacho, si Yevgueni hadicho en persona, ha de ser en persona -

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advierte-. Es la norma, creo yo. -Señalacon la cabeza la fatal puerta coronadapor su moldura de hojas talladas-. PorDios, es tu padre. Yo en tu lugar,aporrearía la puerta y entraría por lasbuenas.

Haciendo caso omiso del gratuitoconsejo, Oliver se hunde a veinte brazasde profundidad en el deshuesado sofáblanco de piel. El logotipo de S amp;Sle quema como un hierro candente cadavez que se reclina. Massingham sigue debrazos cruzados en la puerta de sudespacho. La cabeza de Pam Hawsley sesumerge entre sus doguillos y monitores.Su coronilla plateada le recuerda a

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Brock. Con el sobre firmementeagarrado contra el pecho, emprende unexhaustivo examen de la trayectoria desu padre. Certificados y mencioneshonoríficas de fábricas de diplomas quenadie conoce. Tiger con peluca y togarecibiendo el título de abogado y unapretón de manos de un espectral conde.Tiger con la ridícula indumentaria dedoctor en váyase a saber qué,sosteniendo una placa dorada con unainscripción. Tiger con su uniforme decríquet, sospechosamente impecable,blandiendo el impoluto bate enagradecimiento a los aplausos de unpúblico invisible. Tiger vestido de

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jugador de polo, aceptando una copa deplata de un principito con turbante. Tigeren una conferencia de los países delTercer Mundo, posando para la cámaraen el momento de estrechar la mano a unnarcotirano de Centroamérica. Tigercodeándose con gente importante en unseminario informal a orillas de un lagoalemán para intocables en edad senil.Algún día te interrogaré como un fiscal,empezando por la fecha de nacimiento.

– El señor Tiger lo recibirá ahora,señor Oliver.

Oliver, sin oxígeno, sale de suinmersión a veinte brazas en el sofádeshuesado, donde dormía con los ojos

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abiertos como un fugitivo. El sobre deYevgueni está empapado en su mano.Llama con un ligero golpe a la puertaazulada de dos hojas, rezando para queTiger no lo oiga. La voz temiblementefamiliar da permiso para entrar, y elamor filial lo invade como un venenoantiguo. Encorva los hombros y carga elpeso en las caderas en un rutinarioesfuerzo por reducir su estatura.

– ¡Válgame Dios, hijo mío! ¿Sabesel dinero que nos cuesta tenerte una horaahí sentado?

– Yevgueni me pidió que te dieseesto personalmente, padre.

– ¿Eso te pidió? ¿Eso? Hizo bien.

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Más que aceptar el sobre, Tiger loarranca de la mano de Oliver, y en esemomento Oliver oye a Brock negarse aaceptarlo: «Gracias, Oliver, pero noconozco a los hermanos Orlov tan biencomo tú. Así que sugiero que, portentador que sea, dejemos ese sobre talcomo nos ha llegado, virgen e intacto.Porque me temo que podría tratarse dela consabida prueba de lealtad bíblica.»

– Y me encargó también que te dé unmensaje -dice Oliver no a Brock, sino asu padre.

– ¿Un mensaje? ¿Qué mensaje? -pregunta Tiger, seleccionando unabrecartas de plata de veinticinco

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centímetros-. Ya me has dado elmensaje.

– Un mensaje oral. No es demasiadocortés, me temo. Quería que te hiciesesaber de su parte que un viejo ruso diceque eres un necio. -Para atenuar elgolpe, añade-: En realidad es la primeravez que lo he oído definirse como ruso.Normalmente es georgiano.

La impermeable sonrisa de Tiger nose altera. Mientras practica la peligrosaincisión, extrae una única hoja de papely la despliega, su voz adquiere un tonoalgo más melifluo.

– ¡Pero, querido hijo, Yevgueni tienetoda la razón! ¡Claro que lo soy!… ¡Un

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necio de la cabeza a los pies!… Nadiele ofrecería las condiciones que yo leofrezco. Nada valoro tanto como uncliente convencido de que estárobándome… Así no se llevará susnegocios a la competencia, ¿no crees?¿Qué me dices? ¿Qué? -Tiger dobla lahoja, la devuelve al sobre y lanza elsobre a la bandeja de correo entrante.¿Ha leído la carta? Por encima. Pero locierto es que últimamente Tiger apenaslee nada. Se ha provisto de la difusavisión de un vidente-. Esperaba noticiastuyas anoche, Oliver. ¿Dónde estuviste,si no es indiscreción?

Las neuronas de Oliver se encogen

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en una reacción de rechazo. ¡Elcondenado avión llegó con retraso!…,pero el avión llegó incluso antes delhorario previsto. ¡No he encontrado uncondenado taxi!…, pero había docenasde taxis. Oye la voz de Brock: «Dile queconociste a una chica.»

– Verás, tenía intención detelefonear, pero al final decidí pasar porcasa de Nina -miente, ruborizándose yfrotándose la nariz.

– Eso hiciste, claro. Nina, ¿eh? Lasobrina nieta del viejo Yevgueni en elexilio, o lo que quiera que sea de él.

– Sólo que Nina no anda muy biende salud. Ha cogido la gripe.

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– Todavía te gusta, ¿no?– Pues sí; bastante, realmente.– ¿No has perdido interés?– No, ni mucho menos…, todo lo

contrario.– Estupendo, Oliver. -Como por arte

de magia, se encuentran de pronto antela gran cristalera, cogidos del brazo-.Esta mañana he tenido un golpe desuerte.

– Me alegro mucho.– Un golpe considerable. Suerte en

el sentido de que los buenos hombres seforjan su propia suerte. ¿Entiendes?

– Claro. Enhorabuena.– Cuando Napoleón consideraba las

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aptitudes de los aspirantes a algúncargo, preguntaba a sus jóvenesoficiales…

– «¿Tiene usted buena suerte?» -completó Oliver por él.

– Exacto. Esa carta que acabas detraerme es la confirmación de que heganado diez millones de libras.

– Magnífico.– En efectivo.– Mejor aún. Extraordinario.

Fantástico.– Libres de impuestos. Offshore. A

una distancia prudencial. No causaremosmolestias a Hacienda. -Aprieta más aún:el brazo de Oliver mullido y fláccido; el

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de Tiger, sinuoso y fuerte-. He decididorepartirlos. ¿Entiendes?

– La verdad es que no. Esta mañanaestoy un poco espeso.

– Otro de tus excesos, ¿no?Oliver sonríe como un bobo.– Cinco millones para mí, en

previsión de una futura época de vacasflacas que no tengo previsto padecer.Cinco millones para nuestro nietoprimogénito. ¿Qué te parece?

– Increíble. Te lo agradezco mucho.Gracias.

– ¿Estás contento?– Contentísimo.– No tan contento como estaré yo

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cuando llegue ese gran día. No loolvides: tu primer hijo, cinco millonesde libras. Ya es cosa hecha. ¿Teacordarás?

– Cómo no. Gracias. De verdad,gracias.

– No lo hago por obtener tu gratitud,Oliver. Lo hago para añadir una terceraS a Single amp; Single.

– De acuerdo. Estupendo. Unatercera S. Bárbaro -dice Oliver, y concautela retira el brazo y nota circular lasangre de nuevo.

– Nina es una buena chica. Me heinformado. La madre es una buscona,cosa que nunca va mal si uno necesita un

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poco de ejercicio en la cama.Descendiente de la pequeña aristocraciapor vía paterna, un toque deexcentricidad pero nada alarmante,hermanos y hermanas saludables. Sin unpenique, pero con cinco millones paranuestro primer niño, ¿a quién leimporta? Por mi parte, no encontrarásningún obstáculo.

– Genial. Lo tendré en cuenta.– Y no se lo digas. Lo del dinero.

Podría influir en sus intenciones.Llegado el momento, que lo descubraella misma. Así sabrás que sussentimientos son sinceros.

– Bien pensado. Gracias otra vez.

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– Dime, hijo -con tono confidencial,apoyando una mano en el brazo deOliver-, ¿en qué tasa andamos hoy porhoy?

– ¿Tasa? -repite Oliver, confuso. Sedevana los sesos tratando de recordar elvolumen de facturación, los márgenes debeneficios, los ingresos netos y brutos.

– Con Nina. ¿Cuántas veces? ¿Dospor la noche y una por la mañana?

– ¡Por Dios! -Una sonrisa decomplicidad, un gesto para apartarse elflequillo de la frente-. Sintiéndolomucho, creo que hemos perdido lacuenta.

– Buen chico. Así me gusta. Es cosa

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de familia.

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Capítulo 10

En la desangelada buhardilla adondeOliver se había trasladado después detomar el té con Brock en el jardín -ydonde había estado a solas desdeentonces salvo por unas pocasinterrupciones bien administradas delequipo para asegurarse de su bienestar-,había un camastro de hierro, una mesade pino, una lámpara sobre ella con lapantalla remendada, y un cuarto de bañogangrenoso con calcomanías infantilesen el espejo, que Oliver, en suociosidad, había intentado en vano

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despegar. Había una toma de teléfono,pero los prisioneros no tenían derecho ateléfono. El equipo le había ofrecidocomida y compañía, pero Oliver habíarehusado tanto lo uno como lo otro.Miembros del equipo ocupaban lashabitaciones contiguas: la desconfianzade Brock hacia Oliver era tan absolutacomo su afecto por él. Se acercaba ya lamedianoche, y Oliver, tras muchasrondas de inspección por la buhardilla -que incluían la infructuosa búsqueda deuna botella de whisky que habíaescondido entre las camisas aquellamañana al hacer el equipaje-, se hallabade nuevo sentado en el camastro,

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encorvado y con la desmelenada cabezacolgando, en la posición del reclusocondenado a una larga pena, y ejercitabalas manos con un globo de ciento veintecentímetros. Llevaba sólo una toalla debaño atada a la cintura y unos calcetinesde seda de color azul oscuro, compradosen Turnbull amp; Asser. Tiger le habíaregalado treinta pares tras sorprenderloun día con un calcetín azul de lana en unpie y uno gris de algodón en el otro. Losglobos eran la cordura de Oliver, yBrearly era su mentor. Cuando se veíaincapaz de encontrar solución a susotros problemas vitales, siempre lequedaba el consuelo de colocar una caja

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de globos a sus pies y rememorar losconsejos de Brearly sobre el arte demodelar, sobre la manera de hinchar yanudar los globos, sobre palotes, hacesy formas irregulares, sobre los métodospara distinguir un globo servicial y unoremiso. Cuando su matrimonio hacíaaguas, se pasaba la noche en vela viendolos vídeos de demostración de Brearly ypermanecía inmune a los lacrimososreproches de Heather. «Sales de nuevo aescena a la una de la madrugada a menosque surja algún contratiempo -habíaavisado Brock-. Y quiero que recuperesel aspecto de un caballero.»

Aprovechando la escasa claridad

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que penetraba por la ventana sin cortinasde la buhardilla, Oliver deshinchó unpoco el globo y, con ligeros pellizcos enla superficie, dio forma a unos cincocentímetros, cayendo de pronto en lacuenta de que no había decidido aún quéanimal modelar. Le dio una vuelta,midió una anchura equivalente a unamano, le dio otra vuelta, y advirtió quele sudaban las palmas. Dejó el globo, sesecó respetuosamente las manos con unpañuelo, las hundió en una caja depolvos de estearato de cinc que tenía aun lado sobre el edredón -estearato decinc para mantener los dedos suavespero no resbaladizos; Brearly no iba a

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ningún sitio sin sus polvos- y buscó atientas bajo la cama un globo que habíahinchado previamente. Uniéndolos losdos, los sostuvo en alto frente a laventana para observar sus formas contrael cielo nocturno, eligió un punto ypellizcó. El globo reventó, pero Oliver -quien normalmente se sentía responsablede todos los desastres naturales y nonaturales- no se reprendió por ello. Noexistía un solo mago en el mundo,aseguraba Brearly para su tranquilidad,capaz de vencer la mala suerte con unglobo, y Oliver así lo creía. Te salía unlote defectuoso o no les gustaba eltiempo que hacía, y ya podías ser el

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mismísimo Brearly que igualmente teestallaban en las narices como petardosy, antes de darte cuenta, te quedaban lasmejillas llenas de pequeños cortes comodespués de un mal afeitado, te llorabanlos ojos y tenías en la cara la mismasensación que si hubieses caído decabeza en un ortigal. Y si eras tan sóloOliver, los únicos recursos para evitarun fiasco total eran tu sonrisa de héroe ylas burlas de Rocco: «Genial, así escomo se revienta un globo… Seguro quemañana lo devuelve a la tienda, ¿no?»

Un golpe en la puerta y la voz conacento de Glasgow de Aggie loobligaron a ponerse en pie con

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sentimiento de culpabilidad, ya que enotra de sus muchas cabezas seatormentaba pensando en Carmen:¿Estará todavía en Northampton? ¿Cómotendrá la herida de la ceja? ¿Se acuerdade mí tanto como yo de ella? Y en otracabeza: Tiger, ¿dónde te has metido?¿Pasas hambre? ¿Estás cansado? Perocomo las preocupaciones de Olivernunca se excluían mutuamente, y nuncahabía aprendido a dejar que cada unatomase su propio camino, se angustiabatambién por Yevgueni, y por Mijaíl, ypor Tinatin, y por Zoya, preguntándosesi sabía ya que estaba casada con unasesino. Sospechaba que sí lo sabía.

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– ¿Era un disparo de pistola lo quehe oído desde abajo, Oliver? -inquiríaAggie nerviosamente al otro lado de lapuerta.

Oliver dejó escapar un gruñidoininteligible, en parte por puracoincidencia, en parte por bochorno, yse frotó la nariz con el antebrazo.

– Sólo venía a traerte tu trajeelegante, planchado y listo para usar -explicó Aggie-. ¿Puedo pasar aentregártelo?

Oliver encendió la luz, se ciñó bienla toalla en torno a la cintura y abrió lapuerta. Aggie llevaba un chándal negro yzapatillas de deporte y se había

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recogido el pelo en un austero moño.Oliver cogió el traje e hizo ademán devolver a cerrar la puerta cuando notóque ella miraba con fingido terror endirección al camastro.

– Oliver, ¿qué demonios es eseobjeto? ¿Está bien que vea yo eso? ¿Hasdescubierto un vicio nuevo o algo así?

Oliver se volvió y contemplótambién su obra.

– Es media jirafa -admitió-. El trozoque no ha reventado.

Aggie tenía expresión de asombro,de incredulidad. Para mitigar suinquietud, Oliver se sentó en el camastroy completó la jirafa. Luego, por

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insistencia de ella, modeló también unpájaro y un ratón. Aggie quiso saberdurante cuánto tiempo conservaban laforma y le pidió que hiciese uno parauna sobrina de cuatro años que vivía enPaisley. Parloteó y le expresó suadmiración, y Oliver agradeciódebidamente sus buenas intenciones.Nadie podría haber sido más amablecon él, ni ir vestida de manera másapropiada, mientras aguardaba elmomento de subir al patíbulo.

– El Mosquito ha convocado unareunión urgente dentro de veinte minutospor si se han producido novedades -informó Aggie-. ¿Son ésos los zapatos

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que vas a ponerte, Oliver?– Ya están bien como están.– No para el Mosquito, ni mucho

menos. Me mataría.Cruzaron una mirada: ella porque

todo el equipo tenía órdenes de tratarlocordialmente; Oliver porque cuando unachica guapa lo miraba, se planteabasiempre una relación de por vida.

Lo trasladaron en taxi hasta ParkLane. Tanby era el taxista; Derek simulópagar a Tanby, y luego Derek y otromuchacho lo acompañaron por CurzonStreet -probablemente por si se le

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ocurría echar a correr- antes de darle lasbuenas noches y seguirlo a distanciamientras cubría los cincuenta metrosrestantes. Esto es lo que sucede en elmomento de mi muerte, pensó Oliver.Mi vida es un manojo de cabos sueltos,frente a mí se alzan unas puertas negras,y unos críos de negro me instan acontinuar desde la otra acera. Deseóhallarse de regreso en la pensión de laseñora Watmore, viendo la televisión yaentrada la noche en compañía deSammy.

– No ha entrado ni salido nadiedesde la hora de cierre del viernes ytampoco ha habido llamadas telefónicas

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desde el interior -había informadoBrock en la reunión-. Se ven luces en laSala de Transacciones, pero no haynadie trabajando. Las llamadas externaslas recibe el contestador automático y elmensaje grabado dice que las oficinaspermanecerán cerradas hasta el lunes alas ocho de la mañana. Aparentan estarmuy ocupados, pero con Winser muertoy Tiger desaparecido nadie mueve undedo.

– ¿Dónde está Massingham?– En Washington, camino de Nueva

York. Telefoneó ayer.– ¿Y Gupta? -preguntó Oliver,

preocupado por el criado indio de

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Tiger, que vivía en el sótano.– Los Gupta ven la televisión hasta

las once y apagan las luces a las once ymedia. Es su rutina de todas las noches,y eso mismo han hecho hoy. Gupta y suesposa duermen en la sala de calderas;su hijo y su nuera ocupan el dormitorio;los niños están en el pasillo. En elsótano no hay sistema de alarma.Cuando Gupta baja, echa la llave de lapuerta de acero y dice adiós al mundo.Según el equipo de vigilancia, llevatodo el día llorando y moviendo lacabeza. ¿Alguna otra pregunta?

Gupta, que quería a Tiger comonadie, recordó Oliver con tristeza.

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Gupta, cuyos tres hermanos, pese a suinocencia, habían sido inculpadosmediante pruebas falsas por la policíade Liverpool hacía cien años, pero,según la leyenda, salieron en libertadgracias a la audaz intervención de sanTiger de todos los Singles. Gupta, quesólo rogaba poder seguir sirviendo aTiger, llorando y moviendo la cabezatodo el día. Una animosa luna habíaascendido a la planta vigésima de unmonstruoso hotel insertado como unrascacielos de Manhattan en el perfilurbano de Londres. En el aire flotabauna bruma pulverulenta, mitad llovizna,mitad relente. Las farolas de sodio

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proyectaban un pegajoso resplandorsobre los familiares elementos delpaisaje: los bancos de Riad y Qatar,Chase Asset Management y una heroicatiendecita llamada Tradition que vendíasoldados en miniatura de tiempospasados. Oliver solía entretenerse anteel escaparate cuando necesitaba haceracopio de valor para entrar en CasaSingle. Ascendió por los cinco peldañosde piedra que había jurado no volver apisar jamás y se tanteó los bolsillosbuscando la llave hasta que se diocuenta de que la tenía en la mano. Llaveen ristre, avanzó con desgana. Lasmismas columnas. La misma placa

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metálica proclamando las remotasdelegaciones extranjeras del imperioSingle: Single Leisure Limited,Antigua… Banque Single amp; Cie…Single Resorts Monaco, Ltd… SingleSun Valley de Grand Cayman… SingleMarcelo Land de Madrid… SingleSeebold Löwe de Budapest… SingleMalanski de San Petersburgo… SingleRinaldo Investments de Milán… Oliverpodía recitar de memoria por orden deaparición la lista de empresas fantasmamientras dejaba vagar la mirada portodas partes sin fijarla en nada.

– ¿Y si han cambiado la cerradura? -había preguntado Oliver.

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– Si la han cambiado, nosotroshemos vuelto a poner la antigua.

Llave en mano, Oliver lanzó unúltimo vistazo a ambos lados de la callee imaginó que veía a Tiger en variaspuertas, envuelto en su abrigo negro consolapas de terciopelo, presto a echarleun maleficio. Un hombre y una mujer seachuchaban en la penumbra bajo unamarquesina. Un bulto humano yacía en elportal de una agencia inmobiliaria.«Apostaré a tres agentes en la calle paracualquier emergencia», había informadoBrock. Con «emergencia» se refería alintempestivo retorno del Tigre a sujaula. Sudaba copiosamente, y el sudor

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se le metía en los ojos. No deberíahaberme puesto el jodido chaleco. Eltraje era uno de los seis que le habíancosido a toda prisa en Hayward para eldía de su investidura como socioadjunto. Habían llegado junto con unadocena de camisas hechas a medida,unos gemelos de oro de Cartier -cadauno de ellos con un tigre grabado en unade las piezas y un tigrillo en la otra-, yun Mercedes deportivo marrón conequipo cuadrafónico y las iniciales TSen la matrícula. Sudaba y empezaba anublársele la vista, y si no era el pesodel chaleco lo que lo abrumaba, era elpeso de la llave. La cerradura cedió sin

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un chirrido. Empujó la puerta, que seabrió treinta centímetros y se detuvo.Volvió a empujar y notó deslizarse anteél la correspondencia del sábado.Levantó el pie y dio un paso largo. Lapuerta se cerró a sus espaldas, y losespectros del infierno, aullando,salieron de súbito a recibirlo.

¡Buenos días, señor Oliver!… Pat,el conserje, cuadrándose en broma.

El señor Tiger ha llamado a todaspartes preguntando por ti, Oliver…Sarah, la recepcionista, desde lacentralita.

Le has dado un meneo a la nena dedesayuno, ¿eh, Ollie?… Archie, el chico

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de familia obrera convertido en prodigiode la Sala de Transacciones, disfrutandode su momento de camaradería con elhijo del jefe.

– Nunca has dejado el negocio -había explicado Brock a Oliver mientrasaguardaban la hora idónea-. Al menosno en el Evangelio según Tiger. Nuncahas renunciado al puesto de socio, nuncate has evaporado. Estás en excedenciapor razones de estudios, acumulandotítulos en el extranjero, fomentandocontactos. Cobras el salario íntegro,según las memorias anuales de laempresa. La remuneración a los socioscon dedicación exclusiva ascendió el

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año pasado a un total de cinco millonesochocientas mil libras. Tiger declaró aHacienda tres millones brutos. O sea,que otro par de millones estánescondidos en alguna cuenta offshore.Enhorabuena. Además, enviabas untelegrama a la oficina con motivo de lafiesta de Navidad, lo cual era todo undetalle por tu parte. Tiger lo leía en vozalta.

– ¿Dónde estaba?– En Yakarta. Derecho marítimo.– ¿Quién se cree esas gilipolleces?– Todos los que quieren conservar

el empleo.Una tenue luz se filtraba desde la

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calle a través de la abertura delventilador situado sobre la puerta. Lafamosa jaula dorada del ascensor estabaabierta, invitando a los visitantesdistinguidos a elevarse hasta la últimaplanta. «El ascensor de Single sube ynunca vuelve a bajar», había escrito conentusiasmo el adulador corresponsal deuna revista de economía, previamenteagasajado con un almuerzo en el Kat’sCradle. Tiger había hecho enmarcar elartículo para colgarlo junto a losbotones. Oliver prescindió del ascensory subió por la escalera, pisando concuidado, sin notar el contacto de los piesen la alfombra, sin saber siquiera si

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realmente los tenía allí, guiándose por elpasamanos de caoba pero rozándoloapenas con los dedos, sin agarrarloporque su pátina era el orgullo de laseñora Gupta. Al llegar a un rellano,vaciló. La Sala de Transacciones sehallaba a su izquierda, tras las dos hojasde una puerta de vaivén que se cerrabacon igual fuerza que la de una cocina derestaurante. La empujó con suavidad yechó una ojeada a la sala. Dave, Fuong,Archie, Sally, Mufta, ¿dónde estáis? Soyyo, el gran Ollie, el príncipe regente.Nadie respondió. Han saltado por laborda. Bienvenidos al Marie Celeste.

En el lado opuesto del rellano

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arrancaba el largo pasillo delDepartamento de Administración, áreadestinada a secretarias vestidas deejecutivas en espera de un empleo mejory a un trío de contables conocidos comolos «pañales mojados», porque seencargaban de las tareas sucias que losmillonarios dejan en manos de quienestrabajan para ellos: coches, perros,casas, caballos, yates, palcos en Ascot,compensaciones económicas a amantesdesechadas, discretas negociaciones concriados desafectos que se fugaban con elRolls, una caja de whisky y el chihuahuadel cliente. El decano de los pañalesmojados era un gigante viejo y tímido

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llamado Mortimer que vivía enRickmansworth y se regodeaba de losexcesos de los detestables personajesque tenía bajo su tutela. Además la mujerse cepilla al mayordomo, murmurabapor la comisura de los labios, cargandosu hombro contra el de Oliver paramayor confidencialidad. Además estávendiendo los Renoirs de su maridito ycolgando en su lugar reproduccionesporque el vejete ya no ve tres en unburro. Además está excluyendo de laherencia a los hijos de él y tramitando elpermiso de obras para construir veintechalets adosados en el jardín…

Ascendiendo ingrávidamente hasta

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el siguiente rellano, Oliver se detieneante la puerta de la sala del consejo deadministración el tiempo suficiente paracomponer un cuadro vivo con Tigerentronizado a la cabecera de la mesa depalo de rosa, Oliver en el extremoopuesto, y Massingham, el maître,repartiendo contabilidades falsasencuadernadas en piel a una patulea delores desharrapados, ministrosdefenestrados, venales representantes dela prensa económica londinense,abogados bien remunerados ydesconocidos a sueldo. Llegó a undescansillo intermedio y vio por encimade su cabeza las patas con ruedas de un

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pupitre de conserjería y la mitad inferiorde un espejo convexo. Estabaaproximándose a lo que Massingham,pese a las procaces burlas de losoficinistas, insistía en llamar el ÁreaReservada.

«Hay un lado blanco y un lado negro-había explicado Oliver a Brock en lasala de interrogatorios de cartón piedrade Heathrow-. El lado blanco da parapagar las facturas; el lado negro empiezaen la tercera planta.» Y Brock habíapreguntado: «¿Tú en qué lado estás,hijo?» Después de pensar durante unrato, Oliver había contestado: «En losdos», y a partir de ese momento Brock

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dejó de llamarlo «hijo».Oyó un golpe y quedó paralizado. Un

ladrón. Las palomas. Tiger. Un ataque alcorazón. Subió más deprisa, huyendohacia adelante, aprestándose para elforzoso encuentro:

Soy yo, padre. Oliver. Siento muchohaber llegado con cuatro años deretraso, pero es que conocí a una chica,empezamos a charlar, una cosa lleva a laotra, y se me han pegado las sábanas…

Ah, hola, padre, perdona si teaburro, pero sencillamente tuve unacrisis de conciencia, ¿entiendes? Osupongo que era la conciencia. No unaintensa luz en el camino a Damasco ni

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nada por el estilo. Simplemente despertéen Heathrow tras una agotadora serie devisitas relámpago a clientes importantesy decidí que ya era hora de declararparte del contrabando que habíaacumulado en la cabeza…

¡Padre! ¡Fantástico! ¡Me alegromucho de verte! Pasaba por aquí y se meha ocurrido entrar… Es sólo que meenteré de la muerte del pobre AlfieWinser, sabes, y lógicamente no podíamenos que preguntarme cómo lollevabas…

¡Ah, padre! ¡Tú por aquí! Miles degracias por los cinco millones y picopara Carmen. Ella aún es un poco joven

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para darte las gracias personalmente,pero Heather y yo damos gran valor algesto…

Ah, padre, a propósito, Nat Brockdice que si por alguna casualidad estáshuyendo, te agradecería que le dieses laoportunidad de llegar a un acuerdocontigo. Por lo visto, te conoció enLiverpool y pudo admirar de primeramano tus habilidades…

Y por otra parte, padre…, bueno, enrealidad he venido a llevarte a un lugarseguro… si no tienes inconveniente.¡No, no, no, soy tu amigo! O sea, sí, esverdad que te traicioné, pero eso fue unaintervención terapéutica necesaria. En el

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fondo sigo siendo sumamente leal…Se hallaba ante una puerta del patio

interior de la fortaleza, examinandoinnecesariamente el panel numérico quecontrolaba la cerradura. Una ambulanciaululaba en South Audley Street pero, ajuzgar por el estruendo, daba laimpresión de que subiese por laescalera. La siguieron un coche depolicía y otro de bomberos. Estupendo,pensó, un incendio es justo lo quenecesito. «Tenemos ante nosotros,caballeros, lo que yo llamo unacombinación rotatoria -explica unexperto en seguridad de semblantelúgubre con voz mascullada de ex

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policía a los altos ejecutivos allícongregados de mala gana, Oliver entreellos-. Los primeros cuatro dígitos soninvariables, y todos los conocemos.»Sin duda los conocemos. Son 1-9-3-6, elbienaventurado año del nacimiento deTiger nuestro Señor. «Las dos últimascifras son, como nosotros decimos, lasrodantes, y éstas se obtienen restando alnúmero cincuenta el día de la fechapresente. Por ejemplo, si hoy es el día13 del mes, como así es segúninformación fidedigna de mis espías, ja,ja, pulsaré los dígitos tres siete. Si esprimero de mes, pulsaré los dígitoscuatro nueve. ¿Se ha asimilado bien,

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caballeros? Soy consciente de que estamañana me dirijo a un público superiora la media y en extremo ocupado, asíque no los retendré más de lo necesario.¿Ninguna pregunta? Gracias, caballeros,ya pueden fumar, ja, ja.»

Con una temeridad que lesorprendió, Oliver pulsó las cifrascorrespondientes al año de nacimientode Tiger, seguidas de los dígitosrodantes del día, y empujó la puerta. Seabrió con un gemido, dándole acceso alDepartamento Jurídico. Diversasacuarelas de inicios del gótico inglésrepresentan vistas de Jerusalén, el lagoWindermere y el monte Cervino.

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Pasaron a manos de Tiger al quebrar unantiguo cliente que se dedicaba a lacompraventa de pintura de esa época.Había una puerta entornada. Usando denuevo las puntas de los dedos, Oliver laabrió del todo. Mi despacho. Mi celda.Mi calendario de Pirelli, cuatro añosmás viejo. Aquí es donde nuestroCartero en el lado legal aprendió amanejar los hilos. Hilos comocompañías comerciales que nuncahabían comerciado en nada nicomerciarían. Hilos como sociedades decartera en cuya cartera nada duraba nicinco minutos porque todo quemaba.Hilos como la venta de bonos basura al

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banco a fin de que el banco figurasecomo comprador. Luego la recompra dedichos bonos por mediación de otrascompañías, porque casualmente el bancoes de tu propiedad. Hilos como elplanteamiento de situaciones hipotéticaspara ofrecer información general a uncliente, dando por sentado naturalmenteque dicho cliente no tenía tan pocosescrúpulos como para interpretar lainformación como verdadera asesoríaprofesional. Hilos que eran el preciadoterritorio ni más ni menos que deldifunto, asesinado, pene-propulsadoAlfred Winser, con su cabello castañode tinte permanente y sus trajes

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inspirados en Tiger; Alfie, terror de lasmecanógrafas, un peligro en los pasillos,mi inmoral tutor:

Bien, señor Asir -una sonrisaestúpida y un gesto de asentimientohacia el hijo del jefe, allí presente paraadquirir experiencia-, imaginemos,hablando por hablar, que ha obtenidouna gran suma de dinero gracias a supróspero negocio de productoscosméticos…, bueno, digamos que esmultinacional. Quizá no tenga usted esenegocio de productos cosméticos, peroimaginemos, hablando por hablar, que sílo tiene -una risita- e imaginemosasimismo que ofrece usted ayuda a su

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querido hermano menor de Delhi,suponiendo que exista dicho hermano, ysi no existe, por favor no me lo diga, ji,ji. Y este hermano es dueño, pongamospor caso, de una cadena de hoteles, yusted, como hermano mayor, estáobligado a conseguirle -comprarle- enEuropa equipo de hostelería costoso ymoderno, maquinaria a la que él, elpobre, no puede acceder en India, y paracuya adquisición le ha adelantado,digamos, siete millones y medio dedólares de manera informal, lo cual,siendo usted su hermano, debe de serbastante normal en círculos asiáticos,supongo. E imaginemos también que,

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con esta situación en mente, se dirigeusted al señor Tal y Tal del banco Tal yTal con sede en la agradable ciudadsuiza de Zug y le indica que está ustedrepresentado por la Casa Single amp;Single y que el señor Alfred Winser, conquien él disfrutó recientemente de unavelada recreativa, le envía sus máscordiales saludos…

Una insalubre escalera de incendios,iluminada con lamparillas azules,ascendía desde el extremo delDepartamento Jurídico hasta la suntuosaantesala de la Guarida del Tigre,pasando por dos puertas cortafuegos yun lavabo para hombres. Oliver subió

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por los peldaños de uno en uno. Unapuerta con cuarterones apareció ante él.Era convexa y estrecha y tenía un pomometálico en el centro. Levantó la manoen ademán de llamar pero se detuvo atiempo. Hizo girar el pomo y abrió. Sehallaba en la legendaria rotonda. Uncinematográfico cielo estrellado surgiósobre él, proyectado a través de lossegmentos de una cúpula de cristal. Bajoel vacilante resplandor distinguió lasestanterías con libros perfectamenteencuadernados que nadie leía: libros deleyes para delincuentes, libros sobrequién es rico y a quién estafar, librossobre contratos y cómo incumplirlos,

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sobre impuestos y cómo evadirlos.Libros nuevos para demostrar que Tigeres un hombre de hoy. Libros antiguospara demostrar que es digno deconfianza. Libros solemnes parademostrar que es sincero. Oliver movíade lado a lado la cabeza y una intensacomezón se extendía por su cuello y elinterior de su pecho y su frente. Lo habíaolvidado todo: su nombre, su edad, lahora del día, si estaba allí por encargode alguien o por voluntad propia, quéamaba aparte de a su padre. A suizquierda el sofá deshuesado y la puertadel despacho de Massingham. Cerrada.A su derecha, el escritorio en forma de

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media luna y los retratos de los tresdoguillos. Y enfrente, a doce metros dedistancia a través de la moqueta azulceleste, la puerta cóncava y azul de doshojas, la puerta de la tumba de Tiger,cerrada pero esperando al ladrón.

Guiándose por las estrellas, Olivercruzó la rotonda y localizó la hojaderecha de la puerta, hizo girar el pomo,se agachó y, con los ojos cerrados -oeso suponía- entró furtivamente en eldespacho de su padre. Un olor dulzónimpregnaba el aire quieto. Oliver loolfateó y creyó percibir vagamente elmasculino aroma de la loción corporalTrumper, el arma elegida por su padre.

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Descubriendo que en realidad tenía losojos abiertos, avanzó a trompicones y sedetuvo ante el sagrado escritorio,aguardando a que se notase su presencia.Era enorme, y más enorme aún en lasemioscuridad, aunque nunca tan enormecomo para reducir la estatura de suocupante. El trono estaba vacío. Oliverse irguió con cautela y se permitió echaruna ojeada menos inhibida al despacho.La mesa de reuniones de siete metros. Elcírculo de butacas donde los clientespermanecen cómodamente sentadosmientras Tiger los pone al corrienteacerca de las mejores lagunas legalesque pueden comprarse con riqueza

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ilícita. El mirador acristalado dondeTiger, como un capitán en miniatura ensu puente de mando, se pasea ufano y tecoge del brazo y observa su propioreflejo en el paisaje urbano londinense yconvierte a tu hijo nonato en cinco vecesmillonario. Y donde… -¡oh, Dios, santocielo!-… donde en ese momento elcadáver de Tiger, yacente y envuelto enuna espectral mortaja de muselina,flotaba en el aire como una luna nuevatendida de espaldas. Sometido al potrode tortura. Tensados sus miembros hastapartirse. Tiger atrapado en su propiatela como la araña.

Oliver consiguió de algún modo dar

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un paso al frente, pero la aparición no sealteró ni retrocedió. Es un truco.¡Asombre a sus amigos! ¡Corte en dos asu socio ante la mirada atónita de todosellos! ¡Envíe un sobre franqueado aNúmeros Mágicos, apartado de correos,Walsingham!

– Tiger -susurró Oliver. Nada oyósalvo los suspiros y sollozos de laciudad-. Padre. Soy Oliver. Yo. Hevuelto. Todo va bien. Padre. Te quiero.

Buscando hilos, extendió un brazo ytrazó con él un amplio arco por encimadel cadáver y descubrió que tenía en lamano sólo un jirón de mortaja.Encogiéndose, esperando algo horrendo,

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se obligó a mantener los ojos abiertos,miró hacia abajo y vio una indistintacabeza castaña que le sostenía lamirada. Y reconoció no a su padresurgido del sepulcro, sino el estupefactorostro exoftálmico del siempre lealGupta, saliendo de las profundidades desu hamaca: Gupta con lágrimas en losojos, lleno de júbilo, sin pantalones, conun calzoncillo azul y envuelto en tiras demosquitera, agarrando al hijo del jefe delos dos brazos y sacudiéndoselos alritmo de su aterrorizada alegría.

– Señor Oliver, por Dios, ¿dónde haestado? ¡En el extranjero, en elextranjero! ¡Por estudios, por estudios!

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¡Dios mío, debe de habérsele gastado lavista de tanto estudiar! Nadie podíahablar de usted. Era un misterio degrandes proporciones, que no debíarevelarse a persona alguna. ¿Está casadoel señor? ¿Lo ha bendecido Dios conalgún hijo? ¿Es feliz? ¡Cuatro años,señor Oliver, cuatro años! ¡Dios mío!Dígame sólo que su buen padre estásano y salvo, se lo ruego. Hace yamuchos días que no sabemos nada de él.

– Se encuentra bien -dijo Oliver,olvidándose de todo menos de susensación de alivio-. El señor Tiger estáperfectamente.

– ¿Es eso verdad, señor Oliver?

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– Por supuesto.– ¿Y qué ha sido de usted en estos

años?– No me he casado, pero no me

puedo quejar. Gracias, Gupta. Gracias.Gracias por no ser Tiger.– En ese caso mi alegría es doble,

señor, como lo será la de todos losdemás. No podía dejar mi puesto, señorOliver. No pediré disculpas. Pobreseñor Winser. Dios santo. En su segundaflor de la vida, podría decirse. Todo uncaballero. Siempre con una sonrisa yunas palabras a punto para nosotros laspersonas insignificantes, en especial lasseñoritas. Y ahora la nave se hunde y es

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abandonada; los pasajeros desaparecencomo nieve en el fuego. El miércolestres secretarias; el jueves dos excelentesoperadores de bolsa, y ahora se rumoreaque nuestro elegante jefe de personal noestá simplemente de vacaciones, sinoque se ha ido de manera permanente enbusca de pastos más verdes. Alguiendebe quedarse y mantener encendida lallama, digo yo, aunque estemosobligados a permanecer a oscuras porrazones de seguridad.

– Eres un ángel, Gupta -dijo Oliver.A continuación se produjo un

incómodo silencio mientras cada unoreevaluaba su respectivo placer ante

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aquel encuentro. Gupta tenía un termo deté caliente. Oliver tomó un poco en laúnica taza disponible. Pero eludía lamirada de Gupta, y la sonrisa expectantede Gupta iba y venía como la luz de unalámpara defectuosa.

– El señor Tiger te manda saludos,Gupta -mintió Oliver, rompiendo elsilencio.

– ¿Por mediación de usted ? ¿Hahablado con él?

– «Si ves allí al viejo Gupta, daleuna patada en el trasero.» Ya sabescómo es él.

– Dios mío, adoro a ese hombre.– Él lo sabe. -Oliver había adoptado

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la voz de socio adjunto, detestándosemientras escuchaba sus propiaspalabras-. Conoce la magnitud de tulealtad, Gupta. No espera menos de ti.

– Es una bellísima persona. Su padreposee un corazón inmensurable, diría yo.Son ustedes dos caballeros excelentes. -El desasosiego distorsionaba el rostropequeño de Gupta. Todo lo que sentía,amor, lealtad, recelo, miedo, sereflejaba en sus facciones contraídas-.¿Qué asuntos traen por aquí al señor, sino es indiscreción? -preguntó, reuniendovalor en su inquietud-. ¿Por qué vieneahora de pronto con mensajes del señorTiger después de cuatro años sin dar

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señales de vida en el extranjero?Perdóneme el señor, se lo ruego; no soymás que un humilde servidor.

– Mi padre me envía a recoger unosdocumentos de la cámara acorazada delos socios. Piensa que quizá guardenrelación con el desgraciado suceso delpasado fin de semana.

– Ya, señor -susurró Gupta.– ¿Qué ocurre?– Yo también soy padre, señor

Oliver.Y yo, deseó decirle Oliver.Se había llevado al pecho la

pequeña mano derecha.– Su padre no es un padre feliz,

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señor Oliver. Usted es su únicodescendiente. Yo, señor, soy un padrefeliz, y conozco por tanto la diferencia.El amor que el señor Tiger siente porusted no se ve correspondido. Ésa es supercepción. Si el señor Tiger confía enusted, señor Oliver, por mí encantado.Que así sea. -Asentía con la cabeza.Había visto su camino y expresaba asísu conformidad-. Veremos la prueba,señor Oliver, clara como el agua, sindudas ni salvedades. No soy yo quienplantea el desafío. Un acto de la DivinaProvidencia ha venido en nuestroauxilio. Sígame, por favor. Cuidado novaya a pisarme, señor Oliver. Y no se

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acerque a las ventanas.Oliver siguió la sombra de Gupta

hasta una puerta de caoba que camuflabala entrada a la cámara acorazada de lossocios. Gupta la abrió y entró. Oliver sereunió dentro con él. Gupta cerró lapuerta y encendió la luz. Se quedaronfrente a frente, con la puerta de lacámara acorazada a un lado. Gupta eraaún más bajo que Tiger, razón por lacual, sospechaba Oliver, lo habíaelegido Tiger.

– Su padre fue muy cauto en susconfidencias personales, señor Oliver.«Dime tú, Gupta, ¿en quién podemosconfiar plenamente? -me preguntaba-.

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Dime, Gupta, ¿dónde está la gratitud portodo lo que hemos dado a nuestros seresmás queridos? ¿Dónde puede encontrarun hombre un total compromiso si no esen los de su propia sangre? Dímelo sieres tan amable. Así pues, Gupta, deboprotegerme contra la traición.» Ésasfueron sus palabras, señor Oliver,confiadas personalmente a altas horas dela noche. -Fuesen o no palabras deTiger, Gupta las pronunció sin duda conuna implícita y trémula acusación ante lapuerta gris de acero, en la que manteníafija la mirada con misteriosa reverencia-. «Gupta -me aconseja-, guárdate de tushijos si son envidiosos. No estoy ciego.

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Ciertas desgracias que han ocurrido enmi casa no pueden pasarse por alto sinun detenido examen de los hechos.Cierta correspondencia conocida sólopor mí y por cierta persona ha caído enmanos de nuestros implacablesenemigos. ¿Quién es aquí el culpable?¿Quién es el Judas?»

– ¿Cuándo te dijo todo eso?– Cuando las calamidades

empezaron a multiplicarse, su padre sevio movido a la reflexión. Pasó muchashoras en esa cámara acorazada en la queusted intenta entrar, cuestionándose lalealtad de cualquier otro par de ojos queno fuesen los suyos.

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– Espero, pues, que lograse apartarde su mente sospechas infundadas -replicó Oliver con tono altivo.

– Yo también, señor. Con todasinceridad. Por favor, señor Oliver,cuando guste. Tómese el tiempo quenecesite. La Providencia será quiendecida, de eso estoy seguro.

Era un desafío. Observadoatentamente por Gupta, Oliver se inclinóhacia el disco. Era verde con los dígitosen relieve. Con los brazos cruzados enactitud hostil, Gupta se situó al otrolado.

– No sé si es muy correcto que estéspresente, ¿no crees? -dijo Oliver.

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– Señor, soy el guardián de facto dela casa de su padre. Espero una pruebade su buena voluntad.

La revelación cobró forma en lacabeza de Oliver discretamente, sinalharacas, como algo va conocido.Gupta está dándome a entender queTiger ha cambiado la combinación, y siignoro la nueva combinación, significaque Tiger no me la ha dado. Y si no mela ha dado, no me ha enviado él, y portanto miento descaradamente y la DivinaProvidencia está a punto de demostrarlo,y la Divina Providencia acertará delleno en el blanco.

– Gupta, de verdad preferiría que

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esperases fuera.En un gesto de descortesía, Gupta

apagó la luz, abrió la puerta, salió yvolvió a cerrar. Encendiendo de nuevola luz, Oliver, a través del ojo de lacerradura, lo oyó entonar un panegíricoa Tiger. Tiger, mártir por su bondad.Defensor de los desamparados. Víctimade una diabólica maquinación concebidapor personas próximas a él. Patróngeneroso, marido y padre modélico.

– Un gran hombre debería serjuzgado sólo por sus amigos, señorOliver. No debería ser juzgado porquienes están inveteradamentepredispuestos en contra de él a causa de

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la envidia y la mezquindad de susespíritus.

Nada menos que la fecha de minacimiento, pensó Oliver.

Es última hora de una tarde cercanaa la Navidad. Oliver colabora conBrock desde hace apenas unos días, ysin embargo vive aún en un estado dedesasosiego. El papel de espía lo obligaa depender de voluntades más fuertesque la suya, a obedecer como nuncaantes. Esta noche, a instancias de Brock,se quedará trabajando en la oficina ycontinuará con su escrutinio de las

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cuentas de los clientes en bancosoffshore antes de que Tiger tengaocasión de corregirlas. Sentado tras suescritorio, con los nervios a flor de piel,retoca el borrador de un contrato enespera de que Tiger asome la cabeza ala puerta para despedirse. En lugar deeso, Tiger lo llama a su presencia.Cuando Oliver comparece, Tiger, comode costumbre, parece no saber qué hacercon él.

– Oliver.– Sí, padre.– Oliver, ha llegado la hora de

iniciarte en los misterios de la cámaraacorazada de los socios.

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– ¿Estás seguro de que es ése tudeseo? -pregunta Oliver. Y es más quedudoso que sea él la persona másindicada para darle a su padre leccionesde seguridad personal.

Tiger está seguro. Una vez iniciadauna actividad, debe convertirla en unasunto de trascendental importancia, yaque todo aquello que Tiger hace escomo mínimo trascendental.

– Es absolutamente confidencial,Oliver. Algo entre tú y yo, y nadie másen el mundo. ¿Queda claro?

– Por supuesto.– Nada de susurros en confianza a

nuestra amada de turno, ni siquiera a

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Nina. Esto queda sólo entre nosotrosdos.

– Completamente de acuerdo.– Promételo.– Lo prometo.Henchido de un elevado sentido de

su propia solemnidad, Tiger revela elsecreto. La combinación de la cámaraacorazada no es otra que la fecha denacimiento de Oliver. Tiger la introducemediante el disco e invita a Oliver aaccionar el enorme tirador. La puerta deacero se abre.

– Padre, estoy conmovido.– No deseo tu gratitud. La gratitud no

tiene ningún valor para mí. Esto es un

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símbolo de confianza mutua. Encontrarásun whisky aceptable en el armario. Sirveun par de vasos. ¿Cómo dice el viejoYevgueni cuando quiere una copa?«Hablemos en serio.» He pensado quepodríamos cenar juntos después. ¿Qué teparece si telefoneo a Kat? ¿Está libreNina?

– En realidad Nina tiene uncompromiso esta noche. Por eso meproponía quedarme a acabar unas cosas.

– «¡Y cuando me apuñalan por laespalda, Gupta, dime de quién es lamano que empuña el cuchillo! -bramaba

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Gupta por el ojo de la cerradura-. ¿Es lamano más cercana a mi corazón? ¿Es lamano a la que he dado de comer y bebercomo a ninguna otra? Gupta, si teconfesase que hoy es el día más triste demi vida, no exageraría en absoluto miactual situación personal, pero laautocompasión es impropia de unhombre de mi talla.» Éstas fueron suspalabras, señor Oliver. Tal comosalieron de labios del señor Tiger.

Solo ante la cámara acorazada,Oliver contempló el disco. Conserva lacalma, se dijo. Éste no es momento desucumbir al pánico. Y si éste no esmomento, ¿cuándo lo es? Primero,

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aunque fuese únicamente por constatarlo apurado de su situación, introdujo lacombinación antigua: dos a la izquierda,dos a la derecha, cuatro a la izquierda,cuatro a la derecha, dos a la izquierda, yaccionar el tirador. Se negó a moverse.La fecha de mi nacimiento no es ya laclave. Al otro lado de la puerta, Guptaproseguía con su lamentación mientrasOliver se sermoneabadesesperadamente. Tiger no deja nada alazar, razonó; no hace nada ajeno a suamor propio. Sin convicción, marcó losdígitos de la fecha de nacimiento deTiger. Sin resultado. ¡El día de laconmemoración!, pensó con mayor

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optimismo, e introdujo las cifras050480, fecha en que se fundó laempresa, celebrada tradicionalmentedurante un paseo en barco por elTámesis y champán. Pero no ocurriónada por lo que brindar. Oyó la voz deBrock: «A ti te basta con respirar parapresentir sus reacciones, adivinar susmovimientos, ponerte en su papel. Lohas tenido aquí.» Oyó la voz de Heather:«Las chicas contamos las rosas,Oliver…; es por saber cuánto nosquieren.» Asqueado por el nacientepresentimiento, hizo girar de nuevo eldisco con dedos sudorosos: tres a laizquierda, dos a la derecha, dos a la

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izquierda, cuatro a la derecha, dos a laizquierda. Con sobriedad, conestoicismo, sin permitirsemanifestaciones de emoción. Estabaintroduciendo la fecha de nacimiento deCarmen.

– ¡Señor Oliver, no es ajeno a miscompetencias telefonear al 091 ysolicitar el oportuno servicio! -vociferaba Gupta-. ¡Ése será misiguiente paso, ya lo verá!

Los pasadores se descorrieron, lapuerta se abrió, y el reino secreto semostró ante él: cajas, carpetas, libros ypapeles apilados con la obsesivaprecisión de Tiger. Apagó la luz y salió

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al despacho. Gupta se retorcía lasmanos, disculpándose con un patéticogimoteo. Oliver tenía la cara al rojovivo y un nudo en el estómago, peroconsiguió hablar con autoridad, unoficial del Imperio Británico de Singleen India.

– Gupta, necesito saber con todaurgencia qué hizo mi padre desde elmomento que recibió la noticia de lamuerte del señor Winser.

– Enloqueció, señor Oliver. Sedesconoce por qué canales le llegóexactamente la noticia. En la oficina serumorea que fue una llamada telefónica,ignoramos de quién, pero quizá de un

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periódico. Se le extravió la mirada.«Gupta -me dijo-, nos han traicionado.Una serie de acontecimientos haculminado en un trágico desenlace.Tráeme el abrigo marrón.» Era unhombre incapaz de razonar, señorOliver, un hombre confuso. «¿Se va,pues, a Nightingales, el señor?»,pregunté. Siempre que va a Nightingales,se pone su abrigo marrón. Para él, es unemblema, un símbolo, un regalo de susanta madre de usted. Así que, cuando selo pone, tengo la certeza de que es ésesu destino. «Sí, Gupta, voy aNightingales. Y en Nightingales buscaréel consuelo de mi querida esposa y

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mandaré una señal de socorro a miúnico hijo vivo, cuya ayuda necesitoimperiosamente en estos difícilesmomentos.» En ese instante entró sinllamar el señor Massingham. Es unhecho en extremo insólito, considerandola respetuosa actitud del señorMassingham en otras ocasiones.«Déjanos solos, Gupta.» Fue su padrequien habló. Ignoro el contenido de laconversación entre ambos caballeros,pero fue breve. Los dos estaban pálidoscomo espectros. Alguna visión los habíaasaltado simultáneamente y queríancomparar sus respectivas notas. Esa fuemi impresión, señor Oliver. Se

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mencionó a un tal señor Bernard. Ponteen contacto con Bernard; hay queconsultar con Bernard; ¿por qué no ledejamos esto a Bernard? De pronto supadre ordenó silencio. Ese Bernard noes de fiar. Es un enemigo. La señoritaHawsley se deshacía en lágrimas. Nosabía que fuese capaz de llorar, exceptopor sus perritos.

– ¿Recuerdas si mi padre hizopreparativos para algún viaje? ¿Mandóllamar a Gasson?

– No, señor Oliver. No actuaba demanera racional. Si volvió a pensarracionalmente, fue más tarde, diría.

– Presta atención, Gupta -dijo

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Oliver, manteniendo aún el tono severo-.La suerte del señor Tiger depende deque recuperemos ciertos documentosperdidos. He contratado a un equipo deinvestigadores privados para ayudarmeen la búsqueda. Debes permanecer en tuvivienda hasta que abandonen eledificio. ¿Lo has entendido?

Gupta recogió su hamaca y seescabulló escalera abajo. Oliveraguardó hasta que oyó cerrarse la puertadel sótano. Desde el escritorio de Tigertelefoneó al equipo de vigilanciaapostado en la acera de enfrente yfarfulló la estúpida contraseña queBrock le había dado para la ocasión.

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Descendió a toda prisa hasta la plantabaja y abrió la puerta delantera. Entróprimero Brock y lo siguieron variosagentes vestidos de negro y conmochilas para las cámaras, trípodes,focos y demás trastos.

– Gupta ha bajado al sótano -informó Oliver a Brock con un susurro-.Algún idiota no se dio cuenta de queGupta había tomado por costumbre irsea dormir arriba. Yo me marcho.

Brock masculló algo dirigiendo lavoz al cuello de la chaqueta. Derekentregó la mochila a su compañero máscercano y se colocó junto a Oliver.Oliver bajó con paso vacilante por los

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peldaños de la entrada, escoltado porDerek y seguido por Aggie, que lo cogiódel brazo en un gesto amigable mientrasDerek lo sujetaba del otro brazo. Un taxiparó ante ellos. Tanby iba al volante.Derek y Aggie ayudaron a Oliver aentrar y se acomodaron con él en elasiento trasero, uno a su izquierda y otroa su derecha. Aggie le puso una mano enel brazo, pero él la retiró. Cuandotorcían en Park Lane, soñó despierto queestaba en India y apoyaba su bicicletacontra un tren detenido y subía a bordo,pero el tren no arrancaba porque habíacadáveres en la vía. Al llegar ante elpiso franco, Aggie fue a llamar al timbre

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mientras Derek dejaba a Oliver en laacera y Tanby esperaba para recogerlo.Oliver no tenía conciencia de habersubido por la escalera, sino sólo dehallarse tendido en el camastro en ropainterior, deseando que Aggie estuviesejunto a él. Al despertar, vio la luz de lamañana tras las raídas cortinas de laventana abuhardillada, y a Brock, no aAggie, sentado en la silla, tendiéndoleuna hoja de papel. Oliver se acodó en elcolchón, se frotó la nuca y aceptó lafotocopia de una carta con un logotipoimpreso: dos guanteletes de mallaentrelazados en un saludo… ¿o era encombate? El rótulo curvo trans-finanz

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viena rodeaba los guanteletes. La letraera de una máquina electrónica y. teníaun indefinible acento extranjero:

Para el señor don T. Single,personal; por mensajero.

Querido señor Single:Tras nuestras negociaciones con un

representante de su distinguida firma,tenemos el placer de notificarleformalmente nuestra reclamación a laCasa Single de una suma de£200.000.000 (doscientos millones delibras esterlinas), que consideramos unacompensación justa y razonable por las

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pérdidas sufridas y la divulgación deinformación confidencial revelada alamparo del secreto profesional. El pagodeberá realizarse en el plazo de treintadías mediante ingreso en la cuenta deTrans-Finanz Estambul, cuyos datos yaconocen, a la atención del doctorMirsky. En caso de no efectuarse dichopago, tomaremos nuevas medidas.Recibirán una prueba documental porseparado en su domicilio particular. Leagradecemos de antemano su prontarespuesta.

Firmado Y. I. Orlov con mano

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vacilante y anciana, y contrafirmado conlas pulcras iniciales de Tiger comoconstatación de que se había leído ytomado buena nota del contenido.

– ¿Te acuerdas de Mirsky? -preguntóBrock-. Era Mirski con «i» hasta quepasó dos años en Estados Unidos yadquirió sabiduría.

– Claro que me acuerdo. Un abogadopolaco. Una especie de socio comercialde Yevgueni. Me encargaste que leprestara atención.

– De socio comercial nada. -Brockestaba espoleándolo, resuelto a ponerloen marcha-. Mirsky es un sinvergüenza.Era un sinvergüenza comunista y ahora

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es un sinvergüenza capitalista. ¿Por quéhace de banquero de los doscientosmillones de Yevgueni?

– ¿Y yo qué carajo sé? -Oliver ledevolvió la carta.

– Levántate.Malhumorado, Oliver se incorporó

totalmente y, bajando los pies al suelo,quedó sentado al borde de la cama.

– ¿Me escuchas?– Apenas.– Siento lo de Gupta. No somos

perfectos, y nunca lo seremos. Lomanejaste de maravilla. Y descubrir lacombinación de la cámara acorazada fueuna auténtica genialidad. Nadie más

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podría haberlo hecho. Eres el mejoragente que tengo. Esa no es ni muchomenos la única carta que encontramos.Nuestro amigo Bernard está ahíenterrado con su villa gratis, lo mismoque otra media docena de Bernards. ¿Meescuchas? -repitió Brock. Oliver fue albaño, abrió el grifo del lavabo y se echóagua a la cara-. Apareció también elpasaporte de Tiger -informó Brock a vozen grito a través de la puerta abierta-. Outiliza el de otra persona, o no ha ido aninguna parte.

Oliver oyó esta noticia como sifuese sólo un fallecimiento más entreotros muchos.

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– Tengo que telefonear a Sammy -dijo al salir del baño.

– ¿Quién es Sammy?– Tengo que telefonear a su madre,

Elsie, para decirle que estoy bien.Brock le llevó un teléfono y

permaneció a su lado mientras hablaba.– Elsie…, soy yo, Oliver. ¿Cómo

está Sammy? Bien… Ah, perfectamente.Bueno…, hasta la vista -dijo, todo en untono monocorde, y colgó. Respiró hondoy, sin mirar a Brock, marcó el númerode Heather en Northampton-. Soy yo. Sí.Oliver. ¿Cómo está Carmen?… No, nopuedo… ¿Cómo? Pues avisa a unmédico… Oye, ve a uno privado; yo lo

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pagare… Pronto … - Alzó la cabeza yvio el gesto de asentimiento de Brock-.Pronto irá alguien a hablar contigo…mañana o pasado… -Brock asintió denuevo-. ¿Y no ha aparecido más genteextraña?… ¿Ningún otro cocheresplandeciente ni llamadas anónimas?¿Ningún otro ramo de rosas?… Bien. -Colgó-. Carmen se ha hecho una heridaen la rodilla -protestó, como si todofuese culpa de Brock-. Quizá tengan quedarle unos puntos.

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Capítulo 11

Conducía Aggie. Oliver, arrellanadoen el asiento contiguo, de pronto sellevaba la mano a la cabeza con unamplio movimiento para mesarse elcabello, de pronto levantaba sus largaspiernas y, resoplando ruidosamente, lasdejaba caer de nuevo contra el suelo, ode pronto se preguntaba qué ocurriría sise insinuaba con Aggie, por ejemploapoyando su mano en la de ella una delas veces que cambiase de marcha odeslizando los dedos por el interior delcuello de su jersey. Pararía el coche y

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me tumbaría de un golpe, decidió. Lascolinas de color verde oliva deSalisbury Plain se extendían a amboslados de la carretera. Rebaños de ovejaspacían en las laderas. El sol ponientedoraba las casas de campo y lasiglesias. El coche era un anónimo Fordcon un planeador de juguete en labandeja posterior y una segunda radiooculta bajo el salpicadero. Los precedíauna camioneta, con Tanby al volante yDerek a su lado. Llevaba una cinta rojaatada a la antena. A Aggie no le cae bienDerek, así que a mí tampoco. Dosmotoristas en una sola moto cerraban lamarcha; llevaban trajes de cuero y

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cascos decorados con vistosas flechasrojas. A veces la radio crepitaba y unafría voz femenina hablaba en clave. Aveces Aggie respondía, también enclave. A veces trataba de animar aOliver.

–…¿Has estado alguna vez enGlasgow, Oliver? -preguntó-. Allí haymucha actividad.

–…Eso he oído decir.–…No perderías nada probando

suerte allí cuando esto termine, ¿no sé sime entiendes?

–…Buena idea. Quizá lo tenga encuenta.

Aggie lo intentó de nuevo.

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–…¿Te acuerdas de Walter?–…Sí, claro, Walter, ¿cómo no? Uno

de los matones de Tanby. ¿Qué ha sidode él?

–…¡Huy, Walter! En fin, se fue alnorte; nos abandonó por una de esasempresas de seguridad de tres al cuarto.Treinta y cinco mil dólares al año y unRover con tapicería de piel. Da asco.¿Dónde está la lealtad? ¿Dónde está elsentido del servicio?

–…Eso digo yo: ¿Dónde? -convinoOliver, y sonrió por el detalle de latapicería de piel.

–…Tuvo que ser una experienciahorrible para ti, ¿no? ¿Descubrir que tu

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padre era un sinvergüenza y todo eso? Ytú recién salido de la facultad dederecho, convencido de que la leyservía para proteger a la gente ymantener la sociedad en el buen camino.O sea, ¿cómo reacciona alguien anteeso, Oliver? Y te recuerdo que hablascon una persona que estudia filosofía,para mi tormento -dijo Aggie. Oliver nohablaba con nadie, estudiara lo queestudiase, pero ella no cejó en suempeño-. O sea, ¿cómo es posiblesaber, en una situación así, sisimplemente odias al muy hijo de puta oactúas por amor a la justicia?Preguntándote día y noche: ¿Soy un

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hipócrita, fingiendo a todas horas que heobrado de una manera noble, íntegra yvirtuosa a lomos de mi caballo blanco,cuando de hecho le he vuelto la espaldaa mi propio padre? ¿Fue así como loviviste, o son imaginaciones mías?

–…Sí, bueno.–…En serio, eres un verdadero

ídolo para nosotros, ¿lo sabías? Elintrépido solitario. El idealista. Elmayor disidente de todos los tiempos.Hay gente en el Servicio que daríacualquier cosa por tener tu autógrafo.

Un largo silencio en el que inclusola aguerrida Aggie habría deseado quizáno ser tan aguerrida.

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–…No existe ningún caballo blanco-masculló Oliver-. Sería más bien untiovivo.

La camioneta puso el intermitente dela izquierda. Descendieron tras ella porun ramal de salida y continuaron el viajepor caminos vecinales. La moto lossiguió. El follaje nuevo se cerraba sobreellos, ocultando el cielo. Los rayos delsol centelleaban entre los troncos de losárboles. La radio emitía un continuogruñido de estática. La camioneta sedetuvo en un área de descanso; la mototomó por un desvío. El coche bajó enpicado por un pronunciado declive ycruzó un arroyo. Ascendieron a lo alto

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de una loma. Sobre una gasolinera,flotaba un globo cautivo con el rótuloharris pintado en su superficie. Ella yaha estado antes aquí, pensó Oliver,observando a Aggie con el rabillo delojo. Ella y todos los demás. En el cruce,dobló a la izquierda. Bordearon elpueblo y vieron la iglesia recortadacontra el horizonte y, a su lado, la cilla ylos chalets de tejas acanaladas a cuyaconstrucción Tiger se había opuesto conuñas y dientes. Entraron en AutumnLane, un camino cubierto todo el año dehojas caídas. Pasaron ante una calle sinsalida llamada Nightingales End yvieron una furgoneta de la compañía

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eléctrica aparcada. Tenía la escalerillaextendida, y un hombre manipulaba loscables de la luz encaramado en ella. Enla cabina del conductor, una mujerhablaba por teléfono. Aggie avanzóotros cien metros y paró junto a unaparada de autobús.

–…Has de ponerte en marcha -anunció.

Oliver se apeó. Detrás de losárboles el cielo se veía aún diurno, peroentre los setos oscurecía por momentos.En un monumento conmemorativo deladrillo erigido en medio de un recuadrode césped constaban los nombres de losgloriosos caídos. Cuatro muchachos

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apellidados Harvey, recordó Oliver.Todos de la misma familia, todosmuertos a la edad de veinte años, y sumadre vivió hasta los noventa. Empezó acaminar y oyó alejarse a Aggie en elcoche. Los enormes pilares de la verjase alzaban ante él, coronados por sendostigres labrados en piedra, cada uno deellos con el escudo de armas de Singleentre las garras. Los tigres procedían deun parque escultórico de Putney ycostaban una fortuna. Los escudos dearmas eran obra de un pedante heraldistallamado Potts que dedicó todo un fin desemana a interrogar a Tiger sobre susantecedentes históricos, sin darse cuenta

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de que variaban según las estaciones. Elresultado fue un barco hanseático enrepresentación de unos comerciantes deLübeck antepasados nuestros, hastaentonces desconocidos para Oliver, untigre rampante, y dos tórtolas pornuestro ascendiente sajón, si bien larelación entre las tórtolas y Sajonia eraun misterio que sólo el señor Potts podíadesentrañar.

El camino de entrada fluía como unrío negro sobre las praderas enpenumbra. Ésta es la tumba donde nací,pensó. Aquí es donde viví antes dehacerme niño. Pasó ante la casa delguarda, que sólo ocupaba Gasson, el

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chófer, cuando Tiger decidía quedarse adormir allí. No se veían luces en lasventanas; las cortinas del piso superiorestaban echadas. En el patio había unestablo móvil con la barra de tracciónapoyada en un montón de ladrillos.Oliver tiene siete años de edad. Es suprimera clase de equitación, y lleva elrígido sombrero hongo y la chaqueta detweed que Tiger ha decretado desde suremoto puesto de mando. Ninguno de suscompañeros de clase lleva sombrerohongo, de modo que Oliver ha intentadoesconderlo, junto con la fusta de mangode plata que Tiger le ha enviadomediante un mensajero para su

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cumpleaños porque por esas fechas lasvisitas de Tiger se producen sólo enraras ocasiones oficiales.

–…¡Saca el pecho, Oliver! ¡No teencorves! ¡Estás cabeceando, Oliver!¡Toma ejemplo de Jeffrey! Él nocabeceaba, ¿verdad? Erguido como unsoldado, así iba Jeffrey.

Jeffrey, mi hermano, cinco añosmayor que yo. Jeffrey, que hacía bientodo lo que yo hago mal. Jeffrey, que eraperfecto en todos los sentidos y murióde leucemia antes de poder dirigir elmundo. Oliver pasaba ante el depósitode hielo, una construcción de piedraarenisca. Había llegado por arte de

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magia en tres camionetas verdes y habíaquedado listo en una semana,convirtiéndose de inmediato en su lugarde castigo: los ciento setenta pasos a lacarrera hasta el depósito de hielo,tocarlo, los ciento setenta pasos deregreso, una vuelta por cada verboirregular del latín no aprendido, y másvueltas aún por no estar a la altura deJeffrey, ni en latín ni en correr. El señorRavilious, el profesor particular deOliver, es metódico. Tiger también. Ensus conferencias telefónicas, hablan depuntos, notas, distancias, horasempleadas y castigos merecidos, y sobrelos porcentajes necesarios para que

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Oliver acceda a un sitio llamado DragonSchool donde Jeffrey vistió los coloresdel equipo de críquet y consiguió unabeca para ingresar en otro sitio aún mástemible llamado Eton. Oliver aborrecelos dragones, pero admira al señorRavilious por sus chaquetas deterciopelo y su tabaco negro. Cuando elseñor Ravilious se fuga con la criadaespañola, Oliver lo celebra por él enmedio de la indignación general.

Optando por el camino más largoalrededor del jardín tapiado, Oliverbordeó un montículo nivelado que no erani un túmulo funerario ni un punto desalida de un campo de golf, sino un

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helipuerto para invitados cuya elevadaposición hacía impensable el transporteterrestre. Invitados como Yevgueni yMijaíl Orlov con sus bolsas de plásticocargadas de adornos lacados rusos,botellas de vodka al limón y embutidosahumados de Mingrelia envueltos enpapel encerado. Invitados conguardaespaldas. Invitados con tacos debillar plegables acarreados en fundasnegras porque no se fían de los tacos deTiger. Pero sólo Oliver sabía que elhelipuerto era un altar secreto.Inspirándose en la anécdota de una tribuindonesia que colocaba a la vistaaviones de madera a modo de reclamo

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para atraer a los turistas ricos quesobrevolaban la zona, Oliver habíapuesto allí en ofrenda las comidaspreferidas de Jeffrey con la esperanzade hacerlo regresar del cielo paraconcluir su infancia. Pero obviamente lacomida del cielo era mejor, porqueJeffrey nunca volvió. Y no era Jeffrey elúnico ausente. En medio de la brumacada vez más densa se hallaban lasvallas de hípica, siempre pintadas de unblanco radiante, y el campo de polo, quepermanecía todo el año con las líneasmarcadas y el césped cortado, y losestablos, donde cada silla, brida yestribo se mantenían lustrados en espera

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del imaginario día en que Tiger, despuésde veinte años en viaje de negocios,llegase en su coche por el camino, conGasson al volante, y reanudasemerecidamente la vida inglesa feudal.

El camino se ocultaba entre unashayas rojas. Más adelante había un parde casas de ladrillo y pedernal para elservicio. Al pasar frente a ellas, Oliveraminoró la marcha con la esperanza dever a Craft, el mayordomo, y su esposasentados a la mesa tomando el té. En suinfancia, adoraba a los Craft y losutilizaba como ventana al mundo que seextendía más allá de las paredes deNightingales. Pero la señora Craft había

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muerto hacía quince años y el señorCraft había regresado a Hull, dondetenía sus raíces, llevándose consigocomo obsequios una caja de Fabergé yun juego de miniaturas del siglo xviiiperteneciente a los esquivosantepasados de Tiger, esta vez unosholandeses radicados en Pensilvania.Oliver empezó a descender de la colinay Nightingales apareció ante él, primerolos sombreretes de las chimeneas, luegotoda la mole de piedra gris, rodeada degrava, que crujió bajo sus pies comohielo resquebrajándose cuando seacercó al porche delantero. El tirador dela campanilla era una mano de latón con

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los dedos doblados y juntos. Imitandoese gesto con su propia mano, tiró deella a la vez que el corazón le latía confuerza, asaltado por la ineludiblenostalgia de un hijo. Se disponía a tirarde nuevo cuando oyó arrastrarse unospies al otro lado de la puerta y sepreguntó aterrorizado cómo debíallamarla, porque detestaba usar lapalabra «madre», y más aún «mamá».Cayó en la cuenta de que había olvidadoel nombre de pila de aquella mujer.Había olvidado también el suyo propio.Tenía siete años de edad y estabasentado en una comisaría a diezkilómetros de allí, y no recordaba

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siquiera el nombre de la casa de la quehabía huido. La puerta se abrió y unaoscuridad salió hacia él. Oliver sonreíay farfullaba. Tenía taponados los oídos.Notó el roce de una rebeca de mohaircontra su sonrisa cuando los brazos deella le rodearon el cuello. La envolvió asu vez en un protector abrazo. Cerró losojos e intentó volver a ser niño, pero nolo consiguió. Ella le besó la mejillaizquierda, y él percibió un olor a mentay un aliento nauseabundo. Ella le besó laotra mejilla, y él recordó lo alta que era,más alta que cualquier otra de lasmujeres que había besado. Recordó sutemblor y su aroma a jabón de lavanda.

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Sintió curiosidad por saber si temblabasiempre o sólo ante él. Ella retrocedió.Sus ojos, como los de él, estabananegados en lágrimas.

–…Ollie, cariño -lo saludó. Hasacertado, pensó Oliver, porque a veceslo llamaba Jeffrey-. ¿Por qué no me hasavisado antes? Mi pobre corazón. ¿Enqué lío te has metido ahora?

Nadia, recordó Oliver: «No mellames “madre”, Ollie, cariño. LlámameNadia; me haces sentir tan vieja.»

La cocina era enorme y de techobajo. Cazos de cobre abollados,

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comprados en una subasta por undecorador de interiores desaparecido,pendían de las antiguas vigas añadidasdurante alguna de las innumerablesreformas. En la mesa había espacio desobra para veinte criados. Un viejohorno redondo de hierro, jamásconectado a la salida de humos, ocupabael oscuro rincón del fondo.

–…Debes de estar muerto de hambre-comentó ella analíticamente, como sicomer fuese un hábito que tenían otraspersonas.

–…Pues no, la verdad.Echaron un vistazo al frigorífico por

si a Oliver le apetecía algo.… ¿Una, …

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botella de leche? ¿Un paquete de panintegral de centeno? ¿Una lata deanchoas, quizá? Su mano temblorosareposaba sobre el hombro de él. Dentrode un momento estaré temblando yotambién.

–…Cariño, hoy es el día libre de laseñora Henderson -dijo-. Los fines desemana me pongo a dieta. Siempre lo hehecho. Ya lo has olvidado. -Sus miradasse cruzaron bajo la iluminación cenital,y Oliver advirtió que ella le teníamiedo. Se preguntó si estaba borracha osólo camino de estarlo. A vecesbalbuceaba como una niña cuandoapenas había empezado aún a beber.

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Otras veces, en cambio, con dos botellasen el cuerpo permanecía aparentementeserena-. No tienes muy buen aspecto,Ollie, cariño. ¿Has estado exigiéndotedemasiado? Te tomas las cosas tan apecho…

–…Estoy perfectamente. Tú tambiéntienes buen aspecto. Increíble.

No era increíble en absoluto. Cadaaño antes de Navidad se tomaba unas«breves vacaciones», como ella decía, yregresaba sin una sola arruga en la cara.

–…¿Has venido a pie desde laestación, cariño? No he oído llegarningún coche, y… Jacko …tampoco. -Jacko, …el gato siamés-. Habría ido a

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recogerte si hubieses telefoneado.Hace años que no conduces un

coche, pensó Oliver. Desde queatravesaste la pared del establo con elLand Rover una Nochevieja y Tiger tequemó el permiso de conducir.

–…Me encanta ese paseo, de verdad-respondió-. Ya lo sabes. Inclusocuando llueve.

En cuestión de minutos ninguno delos dos sabremos qué decir, pensóOliver.

–…Por lo general, los trenes de estalínea son muy poco fiables los fines desemana. La señora Henderson tiene quehacer transbordo en Swindon para

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visitar a su hermano -se quejó.–…El mío ha llegado justo a su

hora. -Oliver se sentó a la mesa en susitio de costumbre. Ella permaneció enpie, contemplándolo con adoración,temblorosa y preocupada, accionandolos labios como un bebé antes de latoma-. ¿Hay alguien en casa?

–…Sólo yo y los gatitos, cariño.¿Quién más iba a haber?

–…Era simple curiosidad.–…Ya no tengo perro. No he vuelto

a tener ninguno desde que vi consumirsede pena a… Samantha.

–… Lo sé.–…Al final se pasaba el día echada

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en el vestíbulo, esperando el sonido delRolls. No se movía, no comía, no meoía.

–…Ya me lo contaste.–…Había decidido que era una

perra de un solo amo. Tiger me dijo quela enterrase junto a la faisanería, y esohicimos. Yo y la señora Henderson.

–…Y Gasson -le recordó Oliver.–…Gasson cavó el hoyo. La señora

Henderson pronunció unas palabras. Noéramos un grupo muy alegre, me temo.

–…¿Dónde está, madre?–…¿Te refieres a Gasson, cariño?–…Tiger.Ha olvidado su papel, pensó Oliver,

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viendo lágrimas en sus ojos. Trata derecordar qué debe decir.

–…¡Vaya, Ollie, cariño!–…¿Qué, madre?–…Pensaba que venías a verme a…

mí.–… Y así es. Quería saber dónde

está Tiger. Ha estado aquí. Me lo dijoGupta.

No era justo. Nada lo era. Su madrese disponía a buscar refugio en unestallido de autocompasión.

–…Todo el mundo me pregunta -gimoteó-. Massingham. Mirsky. Gupta.Ese espeluznante Hoban desde Viena.Bernard. Esa fantasmal bruja de

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Hawsley con sus doguillos. Y ahora tú.A todos os digo lo mismo.… No lo sé.…Cabría pensar que con los faxes y losteléfonos móviles y sabe Dios cuántascosas más es fácil conocer el paraderode la gente en todo momento. Pero no.La información no es conocimiento,como siempre dice tu padre. Tiene todala razón.

–…¿Quién es Bernard?–…Bernard, cariño. Ya conoces a

Bernard. Ese policía grande y calvo deLiverpool que ayudó a tu padre. BernardPorlock. Una vez lo llamaste «ricitos» ycasi te mata.

–…Ése debió de ser Jeffrey -

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corrigió Oliver-. Y Mirsky… ¿elabogado?

–…Claro, cariño. El encantadoramigo polaco de Alix que vive enEstambul, ese tan jovial. Tiger sólonecesita un poco de privacidad -protestó-. Es comprensible que, estandosiempre en el candelero como es sucaso, quiera pasar por una persona…insignificante …durante una temporada.A todos nos ocurre de vez en cuando.También a ti, sin ir más lejos. Inclusocambiaste de nombre para poderhacerlo. ¿No es así, cariño?

–…Y ya te has enterado de lanoticia, supongo. Sí, seguro que sí.

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–…¿Qué noticia? -preguntó ella conaspereza-. No debo hablar con laprensa, Ollie. Tampoco tú. Debocolgarles si llaman.

–…La noticia sobre Alfred Winser,nuestro lince en temas jurídicos.

–…¿Ese hombrecillo insufrible?¿Qué ha hecho esta vez?

–…Lamentablemente ha muerto,madre. Asesinado. En Turquía. Porindividuo o individuos desconocidos.Estaba allí por un asunto de Single yalguien le pegó un tiro.

–…¡Qué horror, cariño! ¡Quéaberración! No sabes cuánto lo siento. Ysu pobre esposa… Tendrá que buscar

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trabajo. ¡Qué cruel! ¡Oh, cariño!Lo sabías, pensó Oliver. Tenías las

palabras preparadas antes de queacabase de contártelo. Estaban de pie,cogidos de la mano, en el centro de susalita privada, que ella llamaba «salónde mañana». Era la menor de una seriede salas situadas en el lado sur de lacasa.… Jacko, …el gato siamés, yacíaen una cesta tapizada bajo el televisor.

–…¿A ver si adivinas qué hacambiado desde la última vez queestuviste aquí? -decía ella-. ¡Venga, unjuego para poner a prueba la memoria!

Oliver accedió a jugar,aprovechando la circunstancia para

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buscar pistas. El vaso de whisky deTiger con sus iniciales grabadas, lahuella de su pulcro trasero en su sillónpreferido, un periódico impreso enpapel de color rosa, bombones deelaboración artesanal comprados enRichoux, justo al doblar la esquina deSouth Audley Street, sin los cualesnunca se presentaba en Nightingales.

–…Esa acuarela es nueva -dijo.–…¡Ollie, cariño, qué listo eres! -

exclamó ella, batiendo palmasinsonoras-. Tiene una antigüedad de cienaños por lo menos, pero… aquí …esnueva, así que has acertado. Me la dejóen herencia la tía Bee. La hizo la señora

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que pintaba aves para la reina Victoria.Yo nunca espero nada cuando muere lagente.

–…Así pues, madre, ¿cuándo loviste por última vez?

Pero ella, en lugar de contestar a supregunta, inició una apasionadadescripción de la operación de caderade la señora Henderson, saliendo endefensa del hospital del pueblo, quehabía tenido una actuación maravillosa,justo cuando el gobierno planeabacerrarlo, como solía pasar.

–…Y nuestro querido doctor Bill,que nos atiende a todos desde hacesiglos… sencillamente… bueno, el

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doctor, bueno, sí… -Había perdido elhilo.

Entraron en el cuarto de juego de losniños, y Oliver contempló los juguetesde madera con los que no recordabahaber jugado y el caballito de balancínque no recordaba haber montado, pese aque su madre juró que se habíabalanceado en él casi hasta desencajarla base, así que Oliver supuso que loconfundía con Jeffrey una vez más.

–…Y estáis bien, ¿verdad, cariño?¿Los tres? Sé que no deberíapreguntarlo, pero soy sólo una madre; nosoy de piedra. ¿Gozáis de buena salud?¿Sois felices? ¿Tenéis la libertad que

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queríais? ¿No más adversidades?Y mantuvo la sonrisa, parpadeante

como en una antigua filmacióndoméstica, y enarcó sus cejas depiladascuando Oliver le tendió una fotografíade Carmen, que examinó poniéndose lasgafas plegables que llevaba colgadas deun collar de granates, extendiendo elbrazo para alejarla de los ojos, lafotografía oscilando al ritmo de sumano, y su cabeza oscilando al ritmo dela fotografía.

–…Ahora es mayor que en la foto yle hemos cortado el pelo -explicóOliver-. Cada día aprende palabrasnuevas.

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–…Es adorable, cariño. Mienhorabuena a los dos -dijo ella,devolviéndole la fotografía-. ¡Qué niñitatan feliz y encantadora! Y Helen estábien, ¿no? ¿Contenta y demás?

–…Heather está estupendamente.–…Me alegro.–…Necesito saberlo, madre. Tengo

que saber cuándo viste a Tiger porúltima vez y qué ocurrió. Hay muchagente siguiéndole el rastro. Esimportante que lo encuentre yo primero -insistió Oliver. Nos sentimos máscómodos cuando no nos miramos a lacara, recordó, fijando la vista en elcaballito de balancín.

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–…No me agobies, Ollie, cariño. Yasabes cómo soy para las fechas. Noresisto los relojes, no resisto la noche,no resisto los agobios. Aborrezco todoaquello que no es placentero y coquetóny alegre.

–…Pero sí quieres a Tiger. No ledeseas ningún mal. Y me quieres a mí.

–…Ya conoces a tu padre, cariño -respondió ella, adoptando de nuevo unavoz infantil-. Entra, sale, una secontonea bien, y cuando se ha ido, sepregunta si realmente ha estado aquí. Almenos ésa es la sensación de la pobreNadia.

Oliver estaba ya harto y cansado de

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ella, que era precisamente la mismarazón por la que había intentado escapara los siete años. Deseaba que fuese areunirse con Jeffrey.

–…Vino y te dijo que Winser habíasido asesinado -continuó Oliver.

Con un aspaviento, alzó una mano yse agarró con ella el molledo del brazoopuesto. Llevaba una blusa de tul demanga larga con volantes en los puñospara ocultar las venas.

–…Tu padre se ha portado muy biencon nosotros, Oliver. Déjalo ya. ¿Meoyes?

–…¿Dónde está, madre?–…Debes respetarlo. El respeto es

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lo que nos diferencia de los animales.Tu padre nunca te comparaba conJeffrey. No te volvía la espalda cuandosuspendías los exámenes y tenías queabandonar los colegios. Eso habríanhecho otros padres. No le importaba queescribieses poemas o te dedicases acualquiera de tus otras actividades,aunque no diesen dinero. Contratóprofesores particulares y te permitióocupar el puesto de Jeffrey en elnegocio. Eso es muy duro para unhombre que cree en los méritos y haempezado de la nada. Tú te libraste dela época en Liverpool; yo no. Sihubieses conocido aquellos tiempos,

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ahora tendrías la personalidad deJeffrey. No existen dos matrimoniosiguales, es imposible. A Tiger siemprele ha gustado Nightingales. Siempre meha mantenido como era su obligaciónmantenerme. Fuiste desleal con él,Oliver. No sé qué le hiciste, pero no selo merecía. Ahora tienes tu propiafamilia. Ve y cuida de ellos. Y deja desimular que estás en Singapur cuando meconsta que vives en Devon.

Una súbita frialdad se adueñó deOliver, la frialdad de un verdugo.

–…Se lo dijiste tú, ¿verdad? -reprochó sin rodeos-. Tiger te losonsacó. Vino a verte, te contó lo de

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Winser, y tú le hablaste de mí. Le dijistedónde estaba, cuál era mi nuevo nombre,que me escribías al banco, a la atenciónde Toogood. Debió de agradecértelocon creces. -Oliver tuvo que sostenerlaen pie, porque empezó a desfallecer, amorderse el dedo índice y a lloriquearbajo su flequillo a lo princesa Diana-.Lo que desearía saber, Nadia, por favor,es qué te dijo Tiger -prosiguió sinmiramientos-. Porque si no me locuentas, mucho me temo que acabarácomo Alfie Winser.

Nadia necesitaba un escenariodiferente, así que Oliver la guió por elpasillo hasta el comedor, donde había

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una chimenea de mármol blanco labradocon estatuas de mujeres desnudas,posiblemente de Canova, erigidas enhornacinas entre columnas ornamentales.Durante su pubertad, aquéllas habíansido las queridas sirenas de su fantasía.Una mirada furtiva a sus sonrisascelestiales y sus traseros perfectos porel hueco de la puerta entreabiertabastaba para excitarlo. Sobre ellascolgaba un cuadro, obra de un pintorolvidado de la época, con nubes doradaselevándose por encima de Nightingales,Tiger montado en un caballo de polo enplena cabriola y Oliver con la chaquetade Eton alargando el brazo hacia la

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brida, y Nadia, la joven y bella esposade Tiger, de estrecha cintura, vestidacon una bata larga y suelta, refrenando lamano impaciente del niño. Y detrás deTiger, con el aspecto de un rubiopríncipe italiano, se pavoneaba elfantasma de Jeffrey, devuelto a la vida apartir de fotografías, con el doradocabello al viento y una radiante sonrisa,saltando a lomos de su caballo gris,llamado… Admiral, …a través de unrayo de sol, mientras los criados de lafamilia saludan agitando sus gorras.

–…Soy tan mala, Oliver -se lamentóNadia, viendo el cuadro como unaespecie de reproche-. Tiger no debería

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haberse casado conmigo, y yo nodebería haberos traído al mundo avosotros.

–…No te preocupes, madre. Algunaotra nos habría traído al mundo si tú nolo hubieses hecho -dijo Oliver con falsaalegría.

Se preguntaba si Jeffrey era hijo deTiger. En una de sus borracheras, Nadiahabía mencionado a un abogado deLiverpool, compañero de Tiger enaquellos tiempos, un verdaderodiamante en bruto de magnífico cabelloclaro.

Se hallaban en la sala de billar.Oliver volvía a presionarla:

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–…Tengo que saberlo, madre, tengoque enterarme de qué ocurrió entrevosotros dos.

Ella hipaba y sacudía la cabeza y lonegaba todo a la vez que confesaba,pero había dejado de llorar.

–…Soy demasiado joven,demasiado frágil, demasiado sensible,cariño. Tiger me obligó a hablar, yahora tú estás haciendo lo mismo. Esome pasa porque no fui a la universidad;mi padre creía que una señorita nonecesitaba estudios. Doy gracias a Diospor no haber tenido hijas. -De prontocambió de pronombres y empezó ahablar de sí misma en tercera persona-.

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Nadia sólo dijo a Tiger alguna que otracosa, cariño. No… todo. …Eso nunca loharía. Si de entrada Ollie no hubiesedado cierta información a la pobreNadia, ella no habría podido dar ciertainformación a Tiger, ¿no es así?

Tienes toda la razón, pensó Oliver.Fue una estupidez decírtelo. Deberíahaberte dejado bebiendo y muriéndotede preocupación.

–…Tu padre estaba tan triste, cariño-explicó Nadia entre sollozos-. Tristepor Winser. Más triste aún por ti. EsaKat había echado más leña al fuego,imagino. Prefiero mil veces antes lacompañía de… Jacko. …Yo sólo quería

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que me mirase, que me llamase«cariño», que me abrazase y me dijeseque aún conservo algún encanto.

–…¿Dónde está, madre? ¿Con quénombre viaja? -Oliver la manteníasujeta, y ella colgaba de sus brazoscomo un peso muerto-. Debió de decirteadonde iba. Te lo cuenta todo. Tiger noocultaría una cosa así a su Nadia.

–…No debo confiar en ti. Enninguno de vosotros. Ni en Mirsky ni enHoban ni en Massingham ni en nadie. Yfue Oliver el único causante de todo.Déjame en paz.

Butacas de piel, libros acerca de loscaballos, un escritorio de director de

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colegio. Habían llegado al despacho.Sobre la chimenea, un cuadro de unpurasangre dudosamente atribuido aStubbs. Oliver se encaramó al asientoempotrado bajo la ventana y deslizó lamano a tientas por encima del bastidorde las cortinas hasta encontrar unapolvorienta llave de latón. Descolgó elcuadro y lo colocó en el suelo. Detrásapareció una caja fuerte situada a laaltura de Tiger. Oliver la abrió y miródentro, tal como hacía de niño cuandoaún creía que la caja fuerte era unponedero de gallinas mágico donde sedepositaría un gran secreto.

–…Ahí no hay nada, Ollie, cariño.

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Nunca ha habido nada. Sólo aburridostestamentos y escrituras y algunapequeña cantidad de dinero extranjeroque se le quedaba en los bolsillos.

Nada ahora, nada entonces. La cerró,devolvió la llave a su escondrijo ydirigió la atención a los cajones delescritorio. Un guante de polo. Una cajade cartuchos de calibre doce. Facturasde tiendas con el sello de «pagado».Papel y sobres. Una libreta negra sinrótulo en la tapa. «Quiero libretas -habíadicho Brock-. Quiero apuntes sueltos,blocs de notas, agendas, direccionesgarabateadas. Quiero nombres escritosen cajas de cerillas, bolas de papel

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arrugado, cualquier cosa que sepropusiese tirar y no llegase a hacerlo.»Oliver abrió la libreta: «La guía delconversador de sobremesa. Chistes,aforismos, proverbios, citas.» Echó lalibreta al cajón de nuevo.

–…¿Han traído algún paquete a sunombre, madre? ¿Cajas, sobres grandes,correo certificado, envíos pormensajero? ¿Algo que tengas guardadopara dárselo? «Recibirán una pruebadocumental por separado en sudomicilio particular, firmado Y. I.Orlov.»

–…Claro que no, cariño. Aquí norecibe correspondencia de nadie,

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excepto alguna factura.Oliver volvió a llevarla a la cocina

y preparó un té. Ella lo observaba.–…Al menos ahora ya no eres feo,

cariño -comentó Nadia para consuelo deambos-. Tu padre lloró. No lo habíavisto llorar desde la muerte de Jeffrey.Me pidió que le prestase mi Polaroid.No sabías que era fotógrafa, ¿eh?

–…¿Para qué demonios quería unaPolaroid? -preguntó Oliver, pensando enpasaportes y solicitudes de visados.

–…Deseaba llevarse fotografías detodo aquello que más ha amado. Yo. Elretrato de la familia completa, el jardíntapiado…, todo aquello que le

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proporcionaba felicidad hasta que túdecidiste amargarle la vida.

Nadia necesitaba otro afectuosoabrazo, así que Oliver se lo concedió.

–…¿Ha venido por aquírecientemente el viejo Yevgueni?

–…El invierno pasado, cariño. Entemporada de faisanes.

–…Pero Tiger no ha cazado aún unoso, ¿no? -bromeó Oliver.

–…No, cariño. No creo que los osossean lo suyo. Se parecen demasiado alos humanos.

–…¿Quién más vino?–…El pobre Mijaíl. Dispara contra

cualquier bicho viviente. Le habría

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pegado un tiro a… Jacko si …hubiesetenido ocasión. Es tan considerado departe de Yevgueni incluir a su hermanoen todos sus negocios… Y Mirsky,naturalmente.

–…¿Qué hacía Mirsky?–…Jugar al ajedrez con Randy en el

invernadero. Randy y Mirsky estaban…muy …unidos. Llegué a pensar quequizá tenían algún… asunto.

–… ¿Qué clase de asunto?–…Bueno, Randy no muestra mucho

interés por las faldas, ¿no? Y elencantador doctor Mirsky no ponereparos a nada. Por increíble que suene,lo sorprendí galanteando a la señora

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Henderson en la cocina, pidiéndole quese fuese con él a Gdansk para prepararleallí su puré de patatas con carne.

Oliver le entregó una taza. Conmedia rodaja de limón, nunca leche.Procuró mantener un tono desenfadado.

–…Y así pues, ¿cómo llegó Tigeraquí? Esa última vez, quiero decir,cuando vino a verte. ¿Lo trajo Gasson?

–…Lo trajo un taxi, cariño. Desde laestación. Vino en tren, como tú, salvoque no era domingo. Quería pasarinadvertido.

–…¿Y tú qué hiciste? ¿Esconderloen la leñera?

Nadia estaba de pie, agarrada al

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respaldo de una silla que le servía deapoyo.

–…Recorrimos la finca, como decostumbre, contemplando todo aquelloque le es más grato y fotografiándolo -contestó con actitud desafiante-. Llevabapuesto el raglán marrón que le regalécuando cumplió los cuarenta. Lollamamos su «prenda de amor». Le dije:«No te vayas, quédate aquí.» Le dije queyo cuidaría de él. No quiso escucharme.Tenía que salvar el barco, dijo. Aúnestaba a tiempo. Yevgueni debíaconocer la verdad, y entonces todo iríabien. «Les presenté batalla en Navidad yvolveré a hacerlo ahora.» Me sentí

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orgullosa de él.–…¿Qué pasó en Navidad?–…Suiza, cariño. Pensé por un

instante que me llevaría, como en losviejos tiempos. Pero era sólo trabajo,trabajo, nada más que trabajo. Todo eldía de acá para allá como un yoyó. Notuvo tiempo ni de venir a comer su pudínde Navidad, pese a que le encanta. Laseñora Henderson casi se echó a llorar.Les presentó batalla. A todos. «Lesaplasté las narices -dijo-. Al finalYevgueni se puso de mi lado. A partirde ahora se lo pensarán dos veces antesde intentar una jugada como ésa.»

–…¿Quiénes?

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–…Quienesquiera que fuesen.Hoban. Mirsky. ¿Cómo voy yo asaberlo? La gente que trató de hundirlo.Los traidores. Tú eres uno de ellos. Dijoque tenía que enviarte algo. Aunque novolviese a verte ni a recibir noticiastuyas, seguía siendo tu padre y como talte debía algo, por más que le hubieseshecho una mala pasada. Algo que tehabía prometido. Por ese principio se haregido toda su vida. Y también yo. Losdos te enseñamos a cumplir tuspromesas.

–…Y fue entonces cuando lehablaste de Carmen.

–…Tiger había llegado a la

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conclusión de que yo conocía tuparadero. Es un hombre inteligente.Siempre lo ha sido. Había notado que yono me preocupaba por ti como suelohacer, ¿y cuál era el motivo? Esabogado, así que de nada sirve llevarlela contraria. Empecé a decirestupideces, y me zarandeó. No contanta fuerza como en los viejos tiempos,pero sí con fuerza suficiente. Intentéseguir mintiendo por ti, pero de prontono le vi sentido. Eres nuestro único hijo.Nos perteneces a partes iguales. Le dijeque era abuelo, y se echó a llorar otravez. Los hijos siempre piensan que suspadres son fríos hasta que los ven llorar,

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y entonces piensan que son ridículos.Dijo que te necesitaba.

–…¿Me… necesitaba ? ¿Para qué?–…¡Es tu padre, Ollie! ¡Es tu socio!

Se han confabulado contra él. ¿A quiénva a acudir si no es a su hijo? Se lodebes. Ya va siendo hora de que le destu apoyo.

–…¿Eso lo dijo él?–…¡Sí! Textualmente. ¡Dile que me

lo debe!–…¿Dile?–…¡Sí!–…¿Llevaba alguna maleta?–…Una bolsa marrón a juego con su

prenda de amor. Equipaje de mano.

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–…¿Y en qué vuelo salió? ¿Condestino adonde?

–…¡Yo no he hablado de ningúnvuelo!

–…Has dicho «equipaje de mano».–…No he dicho eso. ¡No lo he

dicho!–…Nadia. Madre. Atiéndeme. La

policía ha revisado las listas depasajeros de todos los vuelos. No hay nirastro de él. ¿Cómo consiguió pasarinadvertido en el avión?

De pronto Nadia se dio media vueltay se abalanzó sobre él, desatando su ira.

–…¡Ya lo decía él! ¡No seequivocaba! ¡Te has aliado con la

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policía!–…Tengo que ayudarlo, madre. Me

necesita. Él mismo lo dijo. Si yo no loencuentro y tú sabes dónde está, seremoslos culpables de lo que ocurra.

–…¡No sé dónde está! Tu padre noes como tú; él no me cuenta secretos queluego soy incapaz de guardar. ¡Deja deapretarme de esa manera!

Dándose miedo a sí mismo, Oliverse apartó al instante de ella. Nadialloriqueaba.

–…¿De qué sirve todo esto? Dimequé quieres saber y déjame en paz -dijo,y se atragantó con sus propias palabras.

Oliver volvió a acercarse y la

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abrazó. Al rozar la mejilla de Nadia conla suya, notó el contacto pegajoso de suslágrimas. Se sometía a él del mismomodo que se había sometido a su padre,y una parte de él se deleitaba en eltriunfo mientras la otra odiaba a sumadre por su fragilidad.

–…No se lo ha visto desde entonces,madre. No lo ha visto nadie, excepto tú.¿Cómo se marchó?

–…Valientemente. Con el mentón enalto. Tal como se iría un luchador. Haríani más ni menos lo que había dicho.Debería seguir su ejemplo con orgullo.

–…Me refiero al medio detransporte.

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–…El taxi regresó a por él. De nohaber sido por la bolsa de viaje, habríavuelto a pie a la estación. «Otra vezcomo el primer día, Nadia -dijo-.Estamos en Liverpool entre la espada yla pared. Te prometí que nunca tefallaría, y nunca te fallaré.» Volvía a serel de siempre. No vaciló. Se puso enmarcha como si no pasase nada. ¿Porqué lo hiciste, Ollie? ¿Por qué contastetu secreto a la tonta de Nadia si noquerías que Tiger se enterase?

Porque era un padre loco de alegríay Carmen tenía tres días de vida, pensócon impotencia. Porque adoraba a mihija y daba por supuesto que tú

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desearías adorarla también. Nadiaestaba sentada a la mesa, inmóvil yrígida, sujetando la taza de té frío conlas dos manos.

–…Madre.–…No, cariño. Ya no más.–…Si los aeropuertos están

vigilados y lleva una bolsa de mano y vaa enfrentarse con sus enemigos, ¿cómoplanea moverse? ¿Con qué pasaporte,por ejemplo?

–…Con el de nadie, cariño. Otra vezestás haciendo teatro.

–…¿Por qué has dicho «con el denadie»? ¿Por qué tendría que ser elpasaporte de alguien el que no está

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usando?–…¡Calla, Ollie! Te crees un gran

abogado como tu padre, y no lo eres.–…¿De quién es el pasaporte que

lleva? No puedo ayudarlo si desconozcoel nombre que utiliza, ¿no te parece?

Nadia dejó escapar un hondosuspiro. Movió la cabeza en un gesto denegación y su respuesta le provocó denuevo el llanto. Pero recobró la calma.

–…Pregúntale a Massingham. Tigerconfía demasiado en sus subordinados.Y luego lo apuñalan por la espalda,como tú.

–…¿Es un pasaporte británico?–…Es auténtico, sólo eso me dijo.

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No es un pasaporte falso. Pertenece auna persona real que no lo necesita. Nomencionó la nacionalidad, ni yo lepregunté.

–…¿Te lo enseñó?–…No. Simplemente alardeó.–…¿Cuándo? Esta vez no, supongo.

Dudo que estuviese con ánimo dealardear.

–…En marzo del año pasado -ella,que aborrecía las fechas- tenía queocuparse de un asunto en Rusia o algúnotro sitio y no quería dar a conocer suidentidad. Así que se hizo con esepasaporte. Randy se lo consiguió. Y unapartida de nacimiento para acreditarlo.

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Le quita cinco años de edad.Bromeando, dijimos que la declaracióna Hacienda de Dios Padre le habíasalido negativa y le había correspondidouna devolución de cinco años. -Su vozse tornó de pronto tan fría como la de él-. Eso es todo lo que sacarás de mí,Ollie. Ni ahora ni nunca me sacarásnada más. Ni una sola gota. Nos hasarruinado la vida. Una vez más.

Oliver emprendió el camino deregreso, despacio en un primermomento. Llevaba el abrigo de colorgris lobo colgado del brazo. Sindetenerse empezó a ponérselo, primeroun brazo y luego el otro, apretando ya el

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paso gradualmente. Cuando llegó a laverja, iba ya a todo correr. La furgonetade la compañía eléctrica seguía en elmismo sitio, pero tenía replegada laescalera extensible y en la cabina habíados ocupantes. Continuó corriendo hastala bifurcación y allí vio el parpadeo delos faros del Ford aparcado y la alegresilueta de Aggie haciéndole señas desdeel asiento del conductor. Se abrió lapuerta del pasajero, y Oliver se sentójunto a Aggie.

–…¿Es posible hablar con Brockpor ese artefacto? -preguntó a voz encuello.

Aggie sostenía ya el teléfono para

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ofrecérselo.

–…Así que nunca ha estado enAustralia -dijo Heather-. También lo deAustralia era mentira.

–…Parte de su nueva identidad, paraser más exactos -corrigió Brock.

En ocasiones como aquélla adoptabaun tono sacerdotal. Formaba parte de unprofundo sentido de la responsabilidad.Cuando te haces cargo de un pupilo, tehaces cargo también de sus problemas,solía preconizar ante los reciénllegados. No eres Maquiavelo, no eresJames Bond, eres un atareado asistente

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social que debe mantener en orden lavida de todo el mundo, o si no alguienacabará cometiendo alguna locura.

Estaban en el pequeño cuartelillo dela policía de Northamptonshire, Brocksentado a un lado de la austera mesa yHeather al otro, con la cabeza apoyadaen una mano y los ojos muy abiertospero no atentos a nada, como si fijase lavista en la penumbra de la sala deinterrogatorios para eludir la mirada deBrock. Atardecía y la sala estaba maliluminada. Fugitivos de la justicia yniños desaparecidos los observabandesde las oscuras paredes como unmudo coro de condenados. A través del

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tabique se oían las risotadas de unborracho encarcelado, el monótonosonido de una radio de la policía y losgolpes de los dardos contra una diana.Brock se preguntó qué opinión lemerecería Heather a Lily, como siempreque se entrevistaba con una mujer. «Esuna buena chica, Nat -habría dicho-. Nole pasa nada que un buen marido nopueda arreglar en una semana.» Lilypensaba que todas las mujeres deberíantener un buen marido. Era su manera dehalagarlo.

–…Me habló incluso del marisco deSidney -dijo Heather, atónita-. Me dijoque era el mejor que había probado en

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la vida. Me dijo que iríamos allí algúndía, que comeríamos en todos losrestaurantes donde él había trabajado decamarero.

–…Dudo que haya trabajado algunavez de camarero -respondió Brock.

–…Para usted sí ha hecho decamarero, ¿no? Todavía lo es.

Brock no se inmutó ante elcomentario.

–…A Oliver no le gusta lo que estáhaciendo, Heather. Lo ve como unaobligación. Necesita saber que seguimosa su lado. Todos nosotros. En especialCarmen. Para él, Carmen es lo másimportante de este mundo. Quiere que la

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niña sepa que su padre es una personahonrada. Espera que le hables bien de élde vez en cuando a medida que crece.No querría que pensase que se marchósin más ni más.

–…«Tu padre entró en mi vida abase de mentiras, pero es un buenhombre…» ¿Algo así?

–…Algo un poco mejor, si esposible.

–…Suélteme el rollo, pues.–…No creo que haya ningún rollo

que soltar, Heather. En mi opinión, setrata más bien de sonreír cuando hablesde él. Y de dejarle ser el padre quesueña ser.

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Capítulo 12

Para su visita a la Zahúrda dePlutón, un piso franco conocido sólo pormedia docena de miembros de la unidadHidra, Brock tomó primero el metro endirección sur hasta la otra orilla del río,luego subió a un autobús con rumbo estey comió tranquilamente en unasandwichería con buena visibilidad dela acera. En un segundo autobús, bajódos paradas antes de la suya y recorrió apie los últimos doscientos metros,caminando sin demasiada determinaciónni demasiado poca y deteniéndose a

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contemplar aquellos elementos delpaisaje portuario que despertaban suinterés -una hilera de herrumbrosasgrúas, una gabarra podrida, un vertederode neumáticos usados-, hasta llegar auna arcada semejante a un viaducto,donde cada soportal albergaba unsospechoso taller de metalisteríaespecializado en una u otra actividad.Eligiendo la sólida puerta negra de doshojas señalada con el número 8 yadornada con el alentador mensaje noshemos trasladado a españa, jodeos,pulsó el botón del interfono y sepresentó como un hermano de Alfinteresado en el Aston Martin.

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Una vez franqueado el paso,atravesó un almacén que contenía piezasde coche, chimeneas viejas y un ampliosurtido de matrículas de automóvil, ysubió por una destartalada escalera demadera hasta una puerta de aceroinstalada recientemente que, por guardarlas formas, había sido rayada ypintarrajeada con los pertinentesgrafitos. Allí esperó a que la mirilla seoscureciese, como así ocurrió a sudebido tiempo, y le abriese la puerta unhombre espectral con vaqueros,zapatillas de deporte, camisa a cuadrosy una pistolera de cuero al hombrodonde se alojaba una Smith amp;

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Wesson automática de nueve milímetroscon una tira de esparadrapo viejo ypegajoso alrededor de la empuñadura,como si se hubiese herido en algunaaventura ya olvidada. Cuando Brockentró, la puerta volvió a cerrarse.

– ¿Cómo se comporta nuestrohombre, señor Mace? -preguntó con lavoz algo ronca a causa de una ciertatensión, comparable al nerviosismo deun actor la noche del estreno.

– Depende de las circunstancias, enrealidad -contestó Mace, hablando almismo volumen que Brock-. Lee a ratos,cuando consigue concentrarse. Juega alajedrez, lo cual es una ayuda. Por lo

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demás, se dedica a hacer crucigramas,esos de clase alta.

– ¿Sigue asustado?– Cagado de miedo, señor.Brock avanzó por el pasillo, dejando

atrás una cocina, una habitación conliteras y un cuarto de baño, y al fondoencontró a un segundo hombre, regordetey con el pelo largo, recogido tras lanuca. Su pistolera era de lona y lallevaba colgada del cuello como unamochila de bebé.

– ¿Todo bien, señor Carter?– Perfectamente, señor, gracias.

Acabamos de echar una agradablepartida de whist.

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– ¿Quién ha ganado?– Plutón, señor. Hace trampas.Mace y Carter porque Aiden Bell,

para esa operación, había decididoarbitrariamente llamar a los doshombres como a los descubridores de latumba de Tutankamón. Y Plutón,tomando como referencia al rey delaverno. Brock empujó una puerta demadera y entró en una buhardillaalargada con tragaluces enrejados.Había dos sillones tapizados en panajunto a una estufa. Una caja de embalajecolocada entre ellos hacía las veces demesa, cubierta en ese momento deperiódicos y naipes esparcidos. Un

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sillón estaba vacío y ocupaba el otro elhonorable Ranulf, alias Randy,Massingham, alias Plutón, anteriormenteal servicio del Foreign Office y otrasentidades de dudosa fama, que vestía unhogareño suéter azul de Marks amp;Spencer con cierre de cremallera y, enlugar de sus habituales zapatos degamuza, unas pantuflas forradas deborreguillo sintético. Estaba encorvadoy aferrado a los brazos del sillón, peroen cuanto vio a Brock entrelazó lasmanos detrás de la cabeza, cruzó lospies con sus pantuflas sobre la caja deembalaje, y se arrellanó en una falsapose de relajación.

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– Pero si tenemos otra vez aquí al tíoNat -dijo, arrastrando las palabras-.¿Qué? ¿Ha traído mi carta de libertad?Porque si no, pierde el tiempo.

Brock pareció encontrar muygraciosa la pregunta.

– Vamos, vamos, caballero. En elfondo, los dos somos funcionarios.¿Desde cuándo firman los ministroscertificados de inmunidad los fines desemana? Si insisto más, alguien acabaráirritándose. ¿Quién es ese doctor Mirskyque no conocen ni en su casa? -inquirió,basándose en el principio de que lasmejores preguntas de un interrogadorson aquellas cuya respuesta ya sabe:

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– Es la primera vez que oigo esenombre -repuso Massingham,malhumorado-. Y quiero algo de ropapresentable de mi casa. Puedo darles lallave. William está en el campo, yseguirá allí mientras yo no diga locontrario. Simplemente procuren no iren martes o jueves; son los días que laseñora Ambrose hace la limpieza.

Brock volvía a mover la cabeza enun gesto de negación.

– Me temo, caballero, que eso esabsolutamente imposible por elmomento. Puede que la casa esté bajovigilancia. Por nada del mundo estoydispuesto a correr el riesgo de que me

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sigan desde allí hasta aquí, gracias. -Esoera una mentira intrascendente. En suurgencia por entregarse, Massingham nisiquiera había cogido mudas de ropalimpia. Brock, conociendo la afición desu prisionero por el plumaje exquisito,había aprovechado la ocasión para darleuna lección de humildad,proporcionándole pantalones de lanacon elástico en la cintura e informesmonos de trabajo-. En fin, caballero,prosigamos. -Brock tomó asiento, abrióun cuaderno y sacó la estilográfica quele había regalado Lily-. Según me hadicho un pajarito, usted y el mencionadodoctor Mirsky jugaron juntos al ajedrez

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en Nightingales exactamente el pasadomes de noviembre.

– Pues su pajarito charlatán miente -dijo Massingham, que cuando se sentíaamenazado era en general mucho máslacónico.

– Que charlaron, se contaron chistesverdes y esas cosas, usted y el doctorMirsky, según me han dicho. No es desus mismas creencias, ¿no?

– No lo conozco; no he oído hablarde él en mi vida; no he jugado con él alajedrez. Y ya que lo pregunta, no, no loes. Es más bien de creencias opuestas -replicó Massingham. Cogió un ejemplardel Spectator, lo sacudió y simuló leer-.

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Y me encanta este sitio. Los chicos sonencantadores; la comida está de muerte,y la ubicación es divina. Estoy pensandoen comprar la casa.

– Comprenda, caballero, que elproblema con estos acuerdos deinmunidad -explicó Brock, todavía en elmás cordial de los tonos- es que elministro y sus adláteres necesitan sabercontra qué inmunizan a una persona, yése es el quid de la cuestión.

– Ya he oído antes ese sermón.– Siendo así, quizá si lo repito, se lo

tome más en serio. Con todo respetodebo advertirle que de nada le servirátelefonear a algún conocido suyo con

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influencias en el Foreign Office o dondesea y decir: «Randy Massingham estádispuesto a facilitar cierta información acambio de una garantía de inmunidad,así que agita un poco el bastón de mandopor nosotros, ¿de acuerdo, compañero?»Eso no dará resultado, al menos a largoplazo. Mis superiores son muypuntillosos. «¿Inmunidad contra qué? -se preguntan-. ¿Está el señorMassingham excavando un túnel bajo elBanco de Inglaterra o abusa decolegialas menores de edad? ¿Estáaliado con Belcebú? Porque si es ése elcaso, preferiríamos que presentase supetición en otra parte.» Sin embargo,

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cuando yo le planteo a usted esa mismapregunta, gasto saliva en vano. Porquelo que me ha dicho hasta ahora,francamente, es pura paja. Leprotegeremos si es ése su deseo. Leprotegeremos con mucho gusto. El sitiono será tan acogedor como éste, pero nole quepa duda que estará bien protegido.Porque si persiste en esa actitud, missuperiores no sólo le negarán trato defavor, sino que además presentaráncargos contra usted por entorpecer laacción de la justicia. -Entró Carter conel té-. Señor Carter, ¿ha telefoneado hoyel señor Massingham a su oficina?

– A las 19.45, señor.

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– ¿Desde dónde?– Nueva York.– ¿Quién estaba con él?– Yo y Mace, señor.– ¿Se ha portado bien?Massingham tiró el periódico sobre

la caja de embalaje y dijo:– Como un ángel, se ha portado. Ha

puesto el alma en ello, ¿no, Carter?Admítalo.

– Sonaba convincente, señor -respondió Carter-. Un poco exageradopara mi gusto, pero siempre es así.

– Escuche la grabación si no mecree. Estaba en Nueva York. El tiempoera una gozada. En ese mismo momento

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venía de insuflar nuevas esperanzas enlos corazones y las mentes de nuestrosvacilantes inversionistas de Wall Streety me disponía a partir rumbo a Torontopara hacer allí exactamente lo mismo, ¿ytenía alguien noticias de nuestro pobreTigre errante? Respuesta: un afligido no.¿Es verdad o no, Carter?

– Diría que, cuando menos, es unadescripción bastante fiel.

– ¿Con quién ha hablado? -preguntóBrock a Carter.

– Con Angela, su secretaria, señor.– ¿Cree que se lo ha tragado?– Tragar es lo suyo -dijo

Massingham. Adoptando una expresión

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severa. Carter se retiró-. ¿Y eso?¿Acaso he hecho un comentariodemasiado obsceno?

– El señor Carter es un devotocreyente, compréndalo. Está muy metidoen actividades parroquiales: partidos defútbol, asociaciones de jóvenes.

– ¡Vaya por Dios! -exclamóMassingham, alicaído-. Maldita sea.¿Cómo he podido ser tan grosero?Pídale disculpas de mi parte.

Brock consultaba de nuevo sucuaderno, moviendo su cabeza blanca enactitud benévola como el padre conquien todo el mundo sueña.

– Sigamos, caballero. ¿Le importaría

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que ahonde un poco más en esasamenazas telefónicas que ha recibido?

– Ya le he dicho todo lo que sé.– Sí, claro, pero el caso es que

encontramos aún ciertas dificultadespara localizarlas, ¿comprende? Essimplemente que cuando aceptamos unapetición como la suya, nos vemosobligados a demostrar que existe unriesgo real. Es lo que yo llamo eltándem básico: por un lado, la existenciade riesgo; por otro, una prueba palpablede su voluntad de cooperar con lasautoridades una vez que le seaconcedida la inmunidad. -Una pausacomo preámbulo al endurecimiento del

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tono-. Tiene usted la clara impresión,según ha declarado a mis agentes, deque las llamadas procedían delextranjero.

– Se oían de fondo ruidos propios deotros países. Tranvías y cosas por elestilo.

– Y sigue sin reconocer la voz. Le hadado vueltas y más vueltas, pero estáatascado.

– De lo contrario ya lo habría dicho,Nat.

– Eso me gustaría creer. Y fue lamisma voz todas las veces y seprodujeron cuatro llamadas sucesivas yrepitieron siempre lo mismo. Y siempre

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desde el extranjero.– Se percibían en todas las

mismas… interferencias… el mismovacío. Resulta difícil describirlo.

– ¿No sería el doctor Mirsky, porejemplo?

– Podría ser… si hubiese cubierto elauricular con un pañuelo o lo que seaque hagan.

– ¿Hoban? -preguntó Brock.Dejando caer a bulto esos nombres,pretendía calibrar el efecto que causabacada uno de ellos.

– No era un acento tanmarcadamente norteamericano. Alixhabla como si le hubiesen practicado

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una rinoplastia hace una hora.– ¿Shalva? ¿Mijaíl? No sería el

propio Yevgueni, supongo.– Era un inglés demasiado correcto.– Y además el viejo le habría

hablado en ruso, imagino…, salvo quequizá en ese caso el mensaje no habríasonado tan amenazador. -Leyendo en elcuaderno, declamó-: «Es usted elpróximo de la lista, señor Massingham.No puede esconderse de nosotros.Podemos volarle la casa o pegarle untiro cuando nos venga en gana.» ¿No sele ocurre nada nuevo al respecto?

– No era tan teatral. Dicho así, suenaridículo. No era ridículo; era aterrador.

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– Es una verdadera lástima que esasmisteriosas llamadas anónimas no serepitiesen ni una sola vez a partir delmomento en que usted vino en busca deauxilio y desviamos su línea telefónica -lamentó Brock con gentil paciencia-.Cuatro llamadas en igual número dehoras, y en cuanto acude a nosotros, niuna sola más. Eso me induce a pensarque quizá ese individuo sabe más de loque conviene.

– Yo sólo sé qué me convenía a mí.– No lo pongo en duda, caballero. A

propósito, ¿qué pasaporte utiliza Tiger?– Un pasaporte británico, supongo.

Ya me lo preguntó la última vez.

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– Y como ex funcionario del ForeignOffice está usted enterado, supongo, deque en este país se considera delitograve instigar o secundar a alguien en laobtención de un pasaporte falso omodificado de cualquier nacionalidad.

– Por supuesto.– Y de que, en consecuencia, si yo

lograse demostrar que el honorableseñor Ranulf Massingham proporcionóa sabiendas y con toda intención dichopasaporte fraudulento, acompañado paracolmo de una partida de nacimientosubstraída, existirían grandesprobabilidades de que tuviese usted quetrasladarse de este alojamiento tan

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confortable a la celda de una cárcel.Massingham estaba sentado con la

espalda erguida y se tiraba del labioinferior con los dedos de una mano. Conla mirada baja y la frente arrugada enactitud de profunda concentración,parecía analizar un movimiento crucialde una partida de ajedrez.

– No puede meterme en la cárcel.Tampoco puede detenerme.

– ¿Por qué?– Echaría por tierra toda la

operación. Ahora usted y nosotrosvamos en el mismo barco. Le interesamantener la apariencia de normalidadtanto tiempo como sea posible.

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En su fuero interno, Brock no sealegró ni mucho menos ante esa exactaevaluación de las presentescircunstancias. Cara afuera, sinembargo, continuó comportándose con lamisma sencilla corrección que hastaentonces.

– Caballero, he de darle la razón. Esmi deseo librarlo de todo mal. Pero nopuedo mentir a mis superiores, y ustedno debe mentirme a mí. Así que tenga labondad de facilitarme, sin más evasivas,el nombre que consta en el pasaportefalso que usted personalmente leproporcionó al señor Tiger Single.

– Smart. Tommy Smart. Para que las

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iniciales TS coincidieran con las de susgemelos de oro, bastante vulgares, todohay que decirlo.

– Aclarado ese punto, hablemosahora un poco más del amigo Mirsky -propuso Brock, ocultando por puranecesidad su victoria tras un burocráticoceño, y consiguió permanecer allísentado otros veinte minutos antes decorrer a comunicar la noticia a sushombres.

Confesó a Tanby, no obstante, sumás secreta preocupación:

– Miente como un bellaco, Tanby.Todo lo que dice es simple hojarasca.

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Según había informado el equipo devigilancia, el Sujeto estaba en casa y sincompañía. La escucha telefónicaconfirmó que el Sujeto había rehusadodos invitaciones a cenar, pretextandoprimero una partida de bridge y despuésuna cita previa. Eran las diez de lanoche en Park Lane. Una lluvia templaday vertical borboteaba sobre la acera.Tanby lo había llevado hasta allí en eltaxi; Aggie lo había acompañado en elasiento trasero, hablándole de la comidachina de Glasgow.

– Si estás cansado, podemos dejarlopara mañana -había dicho Brock sinconvicción.

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– Estoy bien -había contestadoOliver, el casi buen soldado.

«K. Altremont», leyó, protegiéndoselos ojos de la lluvia con la manomientras consultaba el panel de timbresiluminado. «Apartamento 18.» Apretó elbotón, una luz le enfocó la cara, y oyó ungraznido andrógino.

– Soy yo -dijo, mirando a la luz-.Oliver. Me preguntaba si podríasofrecerme una taza de café. No teentretendré mucho.

– ¡Dios mío! -prorrumpió una vozmetálica en medio del zumbido deestática-. Eres tú realmente. Yo abro, túempujas. ¿Listo?

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Pero Oliver empujó demasiadopronto y tuvo que esperar y volver aempujar antes de que la puerta de cristalcediese. En un vestíbulo futurista, dosterrícolas vestidos de gris tripulaban unmostrador espacial blanco. Según laplaca sujeta al pecho, el de menor edadse llamaba Mattie. El otro, Joshua, leíael Mail on Sunday.

– El ascensor central -indicó Mattiea Oliver con un marcado ceceo-. Y notoque nada porque nosotros lo hacemostodo por usted.

El ascensor subió; Mattiedesapareció bajo tierra. En la plantaoctava, la puerta se abrió y detrás estaba

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ella, esperándolo, la eterna treintañeracon unos vaqueros lavados a la piedra yuna de las camisas de seda de Tigerarremangada hasta los codos, luciendouna maraña de finas pulseras de oro encada muñeca. Dio un paso al frente yestrechó a Oliver contra sí de cuerpoentero, que era como saludaba a todossus hombres, pecho con pecho y pelviscon pelvis, con la salvedad de que enese caso, dada la estatura de Oliver, laspartes no coincidían como estabaprevisto. Tenía la larga melena reciéncepillada y le olía a baño.

– Oliver. ¿No es espantoso? ¿Lo delpobre Alfie?… ¿Todo? ¿Adónde ha ido

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Tiger?– Dímelo tú, Kat.– Por Dios, ¿dónde te habías

metido? Pensaba que Tiger había ido abuscarte o algo así. -Apartó de sí aOliver, pero sólo la distancia necesariapara examinarlo más detenidamente.Empiezan a formarse grietas en lospuntos de tensión, advirtió Oliver. Lamisma sonrisa picaruela, pero mantenidacon mayor esfuerzo. La mirada tancalculadora como siempre, la voz igualde quebradiza-. ¿Has adquiridoresponsabilidades, querido? -preguntóuna vez concluido el escrutinio.

– En realidad no. No, creo que no -

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respondió Oliver con una sonrisaestúpida.

– Has adquirido algo, pues. Megustaría que así fuese. Siempre lo hedicho, ¿no?

Oliver la siguió a la sala de estar.Un estudio en busca de artista, recordó.Estatuillas de ídolos, arte de aeropuerto,kilims de Kensington. Propiedad de unafundación con sede en Liechtenstein. Yoredacté el contrato, Winser lo revisó,Kat era la propietaria de la fundación,en fin, lo de siempre.

– ¿Qué tal un poco de alcohol,querido?

– No me vendría mal.

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– A mí tampoco.El mueble bar era un frigorífico

disfrazado de arcón español. Sacó unajarra de plata labrada que conteníamartini seco, llenó una copa larga decristal esmerilado casi hasta el borde yotra sólo hasta la mitad. Brazosbronceados, porque Kat va devacaciones a Nassau en febrero. Manosde pulso firme.

– Tamaño de chico para ti -dijoKatrina, entregándole la copa llena yquedándose para ella la de tamaño dechica.

Oliver tomó un sorbo y entró enestado de alteración. Si hubiese sido

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zumo de tomate, se habría emborrachadoigualmente. Tomó un segundo sorbo y serecobró.

– ¿Marcha bien el restaurante? -preguntó.

– Es una verdadera mina, querido.El año pasado Tiger cogió una pataletaal ver los beneficios. -Katrina seencaramó a un taburete con el asiento enforma de silla de montar beduina. Oliverse sentó a sus pies en un montón decojines de pelo largo. Iba descalza,mostrando unas uñas diminutas comogotas de sangre-. Cuéntame, querido. Sinomitir ningún detalle, por sórdido quesea.

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Oliver mintió, pero con Katrinamentir le resultaba fácil. Estaba en HongKong cuando recibió la noticia, dijo,siguiendo las directrices de Brock. Pormedio de un fax, Pam Hawsley leinformó de que habían asesinado aWinser y Tiger había «abandonado suescritorio para atender asuntosurgentes», sugiriendo de paso que quizáOliver debía plantearse el regreso acasa. En Londres era plena noche, asíque, en lugar de esperar, tomó el primervuelo a Gatwick de Cathay Pacific, fueen taxi del aeropuerto a Curzon Street,despertó a Gupta y salió de inmediatohacia Nightingales para ver a Nadia.

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– ¿Cómo está? -lo interrumpióKatrina con el especial interés quemuestran las queridas por las esposas desus amantes.

– Lo sobrelleva bastante bien,gracias -respondió Oliver, incómodo-.Sorprendentemente bien. Sí. La heencontrado muy animada.

Mientras hablaba, Katrina no apartóde él la mirada ni un solo instante.

– No has acudido a los chicos deazul, ¿verdad, querido? -preguntóarteramente, escrutando el rostro deOliver como una jugadora de bridge.

– ¿Cuáles? -repuso Oliver,escrutando también el rostro de ella.

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– Pensaba que tal vez habíassolicitado los servicios de nuestroquerido Bernard. ¿O tú no estás enbuenas relaciones con Bernard?

– ¿Lo estás tú?– No en tan buenas relaciones como

a él le gustaría, gracias a Dios. Mischicas no quieren ni acercarse a él.Cinco de los grandes le ofreció a Angelasi se iba con él de vacaciones a susoleado picadero. Ella le contestó queno era de ésas, cosa que nos hizo muchagracia a todos.

– No he acudido a nadie -dijoOliver-. La firma quiere mantener ensecreto a toda costa la desaparición de

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Tiger. Los aterroriza que cunda elpánico entre los clientes y retiren susinversiones en desbandada.

– ¿Y para qué has venido a verme,pues, querido?

Oliver hizo un exagerado gesto deindiferencia, pero no logró zafarse de sumirada.

– He pensado que así averiguaríaalgo de buena fuente.

– Y yo soy la fuente. -Katrina lehurgó en el costado con el pulgar de unpie-. ¿Seguro que no has venido enbusca de un poco de tierno consueloentre tantas tribulaciones?

– Mira, Kat, tú eres su mejor amiga,

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¿no? -respondió Oliver, sonriendo yapartándose de ella.

– Después de ti, querido.– Además, eres la primera persona

que Tiger -vino a ver cuando se enteróde la muerte de Alfie.

– ¿Yo?– Según Gupta, sí.– ¿Y adonde fue luego ? - preguntó

Katrina.– A ver a Nadia. O al menos eso

dice ella. Aunque supongo que no se loha inventado. ¿Qué sentido tendría?

– ¿Y después de Nadia? ¿A quiénfue a ver después? ¿Alguna amiguitaespecial que no conozco?

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– Pensaba que quizá había vueltoaquí.

– Pero, querido, ¿con qué objeto?– Bueno, a Tiger no se le da muy

bien organizar sus propios viajes, ymenos aún al extranjero, ¿no? De hecho,me sorprende que no te haya llevado.

Katrina encendió un cigarrillo, paraasombro de Oliver. ¿Qué más hacecuando Tiger no está presente?, se dijo.

– Yo dormía -explicó, cerrando losojos al exhalar el humo-, sin nadaencima aparte de mi pudor. Habíamostenido una noche desastrosa en elCradle. Los directivos de una compañíade vuelos chárter trajeron a un príncipe

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árabe que se prendó de Vora a primeravista. Te acuerdas de Vora -otroaguijonazo con el pulgar, esta vez en unanalga-, una rubia despampanante depechos increíbles y piernasinterminables. Bien, pues ella sí seacuerda de ti… tan bien como yo.Ahmed quería llevársela a París en suavión privado, pero el novio de Vorasalió hace poco de la cárcel, y ella no seatrevió. Se armó un buen alboroto, y nollegué aquí hasta las cuatro de lamadrugada, así que desconecté elteléfono, tomé un somnífero y caí comoun tronco. Cuando abrí los ojos, era yala hora del almuerzo y a mi lado estaba

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Tiger, de pie y con ese monstruosoabrigo marrón suyo. «Esa gente le havolado la cabeza a Winser a modo decastigo», dijo.

– ¿Volado la cabeza? -repitióOliver-. ¿Cómo se había enterado deeso?

– A mí que me registren, querido.Una manera de hablar, probablemente.Pero desde luego era lo único que mefaltaba en mi lamentable estado. «Diosmío, ¿qué motivo podía haber paramatar a Alfie? -pregunté-. ¿Quién es esagente? ¿Cómo sabes que no ha sido unmarido celoso?» No, dijo, era uncomplot, y estaban todos metidos:

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Hoban, Yevgueni, Mirsky y elregimiento completo. Queríapreguntarme dónde tenía guardados loscepillos del calzado. Ya sabes cómo sepone cuando le entra uno de susarrebatos de pánico. Quiere morir conlas botas limpias.

Oliver, que desconocía esapropensión al pánico de su padre,asintió de todos modos.

– A continuación me pidió cambiopara el teléfono -prosiguió Katrina-.Tartamudeaba, y al principio pensé queme sugería que cambiase mi número deteléfono. No, no, dinero suelto, aclaró.Monedas de una libra, de cincuenta

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peniques, lo que tuviese a mano. «¿Quétontería es ésa? -contesté-. Eres tú quienpaga la factura del teléfono. Llamadesde aquí.» No le servía. Tenía que serun teléfono público. Todas las demáslíneas estaban pinchadas por susenemigos. «Ponte en contacto conRandy», dije. Tampoco le servía. Teníaque conseguir unos chelines. «Telefoneaa Bernard -dije-. Si andas en apuros,para eso está Bernard.» Desde aquí, no,insistió. «Pero, querido, es policía -dije-. La policía no pincha los teléfonosde la policía.» Negó con la cabeza y mesalió con su rollo de la mujercitadescerebrada. Dijo que yo no era capaz

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de comprender la situación en toda sumagnitud, y él sí.

– Pobrecita -la consoló Oliver,intentando aún asimilar la imagen deTiger tartamudeando.

– Y claro está, no encontramos niuna sola moneda. Yo tenía en el coche eldinero suelto que guardo para losparquímetros. El coche estaba en elsótano. Para serte sincera, pensé que tuvenerado padre estaba trastocándose.¿Te pasa algo, querido? Tienes la mismacara que si te hubiese sentado mal algoque has comido.

A Oliver no le había sentado malnada. Simplemente concatenaba en su

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cabeza los acontecimientos y no veía lamenor lógica. Calculaba que Tigervisitó a Kat sólo unos minutos despuésde recibir la carta en la que Yevgueni leexigía doscientos millones de libras. Sinembargo, cuando Gupta vio salir a Tigerde Curzon Street, conservaba al parecerla serenidad. Y Oliver se preguntabaqué podía haber ocurrido entre CurzonStreet y el apartamento de Kat para quesu padre se hubiese aterrorizado hasta elpunto de tartamudear.

– Así que nos pasamos diez minutosde un lado a otro del piso, yo enquimono, buscando dinero suelto. Deseéestar de nuevo en mi modesta habitación

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de alquiler con un bote lleno demonedas de diez peniques para elcontador del gas. Al final aparecieron unpar de libras. Y bueno, con eso nobastaba, ¿no?, al menos para unaconferencia con el extranjero. Pero,claro está, en ningún momento habíadicho que tuviese que telefonear alextranjero, no hasta que terminamos debuscar. «Por amor de Dios -dije-, mandaa Mattie al quiosco a por unas tarjetastelefónicas.» Tampoco eso le parecíabuena solución. Los porteros no eran defiar. Para eso, prefería comprarlas élmismo. Así que se fue, y no me dio nilas gracias. Tardé horas en volver a

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dormirme y soñar contigo. -Una intensacalada al cigarrillo, seguida de unsuspiro de descontento-. Ah, y tú tienesla culpa de todo, te complacerá saber;no es sólo cosa de Mirsky y los Borgia.Estamos todos confabulados contra él,todos lo hemos traicionado, pero tutraición es la peor. Me entró un poco deenvidia. ¿Es verdad que lo hastraicionado?

– ¿Cómo?– Dios sabe, querido. Dijo que

dejaste un rastro tras de ti y él habíaaveriguado la fuente, y la fuente eras tú.Nunca había oído yo decir que losrastros tuviesen fuentes, pero ésas

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fueron sus palabras.– ¿No mencionó a quién necesitaba

telefonear?– Ni remotamente, querido. Yo no

soy de fiar, ¿no? Iba agitando suagendita de un lado a otro, así que nodebía de saberse el número de memoria.

– Pero era una llamada al extranjero.– Eso dijo.Y era la hora del almuerzo, pensó

Oliver.– ¿Dónde está el quiosco? -preguntó.– Nada más salir, unos cincuenta

metros a la derecha. ¿Haces de HérculesPoirot, querido? Dijo que eras un Judas.Personalmente pienso que estás para

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comerte -añadió.– Simplemente intento formarme una

idea de la situación -respondió Oliver.Una situación que hasta entonces nisiquiera había imaginado: Tigerhistérico, irracional, dado a la fuga,acurrucado en una cabina telefónica consu raglán marrón y sus zapatos reciénlustrados, mientras su querida se vuelvea la cama-. La Navidad pasada tuvo unserio altercado con alguien. Un grupo degente trató de gastarle una mala jugada.Viajó a Zúrich y les plantó cara. ¿Tesuena eso de algo?

Katrina bostezó.– Vagamente. Iba a despedir a

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Randy. Siempre está despidiendo aRandy. Y son todos unos sinvergüenzas,Mirsky incluido.

– ¿Yevgueni también?– Yevgueni baila al son que le tocan.

Está sometido a muchas influencias.– ¿De quién?– Dios sabe, querido. ¿Qué tal va

esa copa? -preguntó Katrina. Oliver sebebió el martini. Ella fumaba y loobservaba mientras, masajeándosepensativamente un pie con el otro-. Túeres el único que se le escapó de lasmanos, ¿verdad, pillín? -comentó conexpresión reflexiva-. Tiger nunca hablade ti, ¿sabías? O mejor dicho, sólo habla

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de ti cuando se conmueve. Bueno, noexactamente cuando se conmueve,porque eso sólo ocurre en añosbisiestos. Primero estabas deexcedencia por razones de estudios,luego te ocupabas de captar clientes enel extranjero, luego volviste a estudiar.A su manera, sigue orgulloso de ti. Esúnicamente que te considera un traidor yun mierda.

– Probablemente aparecerá dentrode unos días -dijo Oliver.

– Ah, si está solo, regresará a todaprisa. No resiste su propia compañía, niahora ni nunca. Por eso se busca unhombre a una amiguita. Desde luego no

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le basta conmigo. Ni viceversa, paraserte sincero. Quizá necesita un cambiode juego. Algo lógico y normal a suedad, y también a la mía, si a eso vamos.-Lo aguijoneó de nuevo con el pulgardel pie, esta vez más cerca de laentrepierna-. ¿Tienes tú una amiguita,querido? ¿Alguien que sepa volverteloco?

– La verdad es que ahora nado entredos aguas, y no acabo de decidirme.

– Aquel encanto de Nina vino averme una vez al Cradle. No entendíapor qué habías anunciado a Tiger quepensabas casarte con ella y a ella, encambio, no le habías dicho nada.

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– Sí, la verdad es que lo siento.– No te disculpes conmigo, querido.

¿Qué problema le veías? ¿No erademasiado briosa en el catre? Por lo quepude observar, tenía un cuerpofrancamente apetitoso. Un culo deprimera. Una cadera adorable. No mehabría importado ser hombre.

Oliver se apartó un poco más deella.

– Dice Nadia que últimamenteMirsky ronda mucho por aquí -comentóOliver, cambiando de tema-. Ha estadoen Nightingales, jugando al ajedrez conRandy. -«Averigua todo lo que puedassobre Mirsky», había ordenado Brock.

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– No sólo juega a eso, querido, te loaseguro. Jugaría también conmigo situviese la menor oportunidad. Y no seráporque no lo ha intentado. Es peor queBernard. Por cierto, nos está prohibidollamarlo Mirsky. Tiene un pasaporte untanto voluble. No me sorprende.

– ¿Cómo lo llamáis, pues?– Doctor Münster, de Praga.

¡Valiente doctor! Por si no lo sabías, yosoy su secretaria particular. ¿El doctorMünster necesita un helicóptero para ira Nightingales? La buena de Kat seocupará de ello. ¿El doctor Münsternecesita la suite nupcial del Grand RitzPalace? La buena de Kat lo arreglará.

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¿El doctor Münster necesita ahoramismo tres fulanas y un violinista ciego?No hay problema, Kat le hará dealcahueta. Es demasiado ardoroso paradejarlo en manos de la Doncella deHielo, supongo.

– ¿No había dicho Tiger que Mirskyformaba parte también de laconspiración contra él?

– Eso es este mes, querido. El mespasado era el arcángel san Gabriel. Y depronto, sorpresa, Mirsky se ha cambiadode bando; Yevgueni es un viejo chocho amerced de un polaco con labia, y Randyes el canalla que ha instigado aMirsky… y por lo que yo sé también tú

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te has pasado al enemigo, ¿o no? ¿Dóndete has instalado, querido?

– Estoy en Singapur la mayor partedel tiempo.

– Me refería a esta noche.– En Camden. En casa de una de mis

viejas amistades de la facultad dederecho.

– ¿Amigo o amiga?– Amigo.– ¡Vaya un desperdicio! A menos

que seas otro Randy, cosa que desdeluego no eres -dijo Katrina. Oliverestaba a punto de echarse a reír cuandosu mirada se cruzó con la de ella yadvirtió en sus ojos un brillo distinto,

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más opaco-. Si quieres, aquí hay unacama disponible. La mía. Satisfaccióngarantizada.

Oliver consideró la proposición ydescubrió que no lo sorprendía.

– Creo que debería ir a casa deTiger a echar un vistazo -pretextó, comosi eso representase un obstáculo-. Por sihay algún documento importante ocualquier otra cosa. Antes de que lohaga otro.

– Puedes ir a su casa a echar unvistazo, y luego venir a mi cama a echarotra cosa, ¿no?

– El problema es que no tengo susllaves -explicó Oliver con una sonrisa

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poco convincente.Estaban uno al lado del otro en el

ascensor, rozándose. Todas sus llavescolgaban juntas de un aro de pelo deelefante. Cogió la mano de Oliver, lecolocó las llaves en la palma, y le doblólos dedos sobre ellas. Luego lo atrajohacia sí y lo besó, y siguió besándolo yacariciándolo hasta que él le devolvió elabrazo. Llevaba los pechos desnudosbajo la camisa de Tiger. Recorrió lalengua de Oliver con la suya a la vezque paseaba las manos por suentrepierna. Luego cogió de nuevo sumano, la abrió y seleccionó una llaveque los dos a la par introdujeron en el

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ojo de la cerradura e hicieron girar.Repitieron la operación con una segundallave. El ascensor subió, se detuvo, y laspuertas se abrieron ante un pasilloacristalado de la azotea, semejante a unvagón de tren detenido, con chimeneas aun lado y las luces de Londres al otro.Todavía en silencio, ella separó unallave de tija larga y otra unida a ésta ylas dispuso expresivamente entre susdedos pulgar e índice, apuntadas haciaafuera y hacia arriba, donde estaba suimaginario objetivo. Volvió a besarlo y,empujándole el trasero, lo instó a correren dirección a la puerta de caobailuminada por dos farolillos eléctricos

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de antigua posada, uno a cada lado.– No tardes -susurró ella-. ¿Me lo

prometes?Oliver aguardó a que el ascensor

desapareciera y después, para mayorseguridad, pulsó el botón de llamada yesperó hasta que el ascensor regresóvacío. A continuación se quitó unazapatilla y la encajó a modo de calce enuna de las puertas para que el ascensorno se moviese de allí, porque sabía que,de los tres que había en el edificio, erael único que llegaba al ático, y por tanto,lógicamente, la única persona que podíadesear subir allí a esas horas, aparte deTiger, era Katrina, decidiendo quizá en

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el último momento quedarse a hacerlecompañía. Con las llaves en la mano, unpie descalzo y el otro calzado, recorriórenqueante el pasillo. La puerta decaoba no opuso resistencia, y Oliverentró en la casa londinense de uncaballero del siglo xviii, salvo quehabía sido construida quince años atrásen lo alto de un tejado. Oliver nuncahabía dormido allí, nunca se había reídoallí, nunca se había lavado o hecho elamor o jugado allí. Algunas veces, ennoches solitarias, Tiger había requeridosu presencia, y habían matado el rato,entre cabezada y cabezada, viendoprogramas de televisión reductores de la

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mente. Por lo demás, sus únicosrecuerdos ligados a aquel lugar eran lasdiatribas de Tiger contra las autoridadesde la City por negarle el permiso parainstalar un helipuerto en el tejado y unascuantas fiestas de verano, con el bufé acargo de Katrina, ofrecidas para todoslos amigos que Tiger no tema.

«¡Oliver, Nina, venid aquí, porfavor! Oliver, cuéntanos otra vez esechiste del escorpión que quería cruzar elNilo. Pero despacio. Su alteza deseaanotarlo…»

«¡Oliver! ¿Me concedes un minutode tu tiempo, hijo mío, si te es posiblesepararte de tu deliciosa compañía?

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Explícale otra vez a su excelencia labase legal del proyecto que con tantasoltura nos has presentado esta mañana.Puesto que ésta es una ocasión informal,puedes emplear una terminología másdesinhibida…»

Oliver se hallaba en el vestíbulo, laentrepierna dolorida aún a causa de lascaricias de Katrina. Se adentró en elpiso, con los sentidos todavía en estadode incandescencia. Lo desorientaba ladistribución de las habitaciones y nosabía ya por dónde iba, pero eso eraculpa de Katrina. Dobló una esquina yatravesó un salón, una sala de billar y undespacho. Regresó al vestíbulo y hurgó

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en abrigos y gabardinas en busca de lostrozos de papel a que Brock otorgabatanto valor. En el taco de notas situadojunto al teléfono parecía haber algoescrito del puño y letra de Tiger.Presente aún la proposición de Katrinade «echar otra cosa», se echó el taco albolsillo. En una habitación algo habíadespertado su interés, pero no recordabaen cuál. Se paseó indeciso por el salón,esperando la inspiración, procurandoalejar de su memoria el tacto del pechode Katrina bajo el hueco de su mano y lapresión de su pubis contra el muslo. Noera aquí, pensó, pasándose los dedosentre el pelo para aclararse las ideas.

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Prueba en otra parte. Se dirigía a la salade billar cuando reparó en una papelerade cuero colocada entre una butaca delectura y una mesa auxiliar, y supo quela había visto antes sin percatarse de suimportancia. En la papelera había sóloun sobre acolchado amarillo, vacío perohinchado todavía por efecto del objetoque había contenido. Su mirada se posóen las puertas de un armario presentadasexteriormente como estanterías delibros. Estaban entreabiertas, revelandoparcialmente en corte vertical un equipode audio y vídeo. Y cuando se acercabacojeando con su pie calzado y su piedescalzo, percibió el parpadeo de un

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piloto verde en el aparato de vídeo.Sobre éste se hallaba la caja blanca ysin rotular de una cinta de vídeo,también vacía. Oliver tenía ya la mentedespejada y sus deseos habían remitido.Si alguien hubiese escrito pruebadocumental en el lomo de la caja ytrazado una flecha que señalase la luzverde intermitente, la conexión entreambas no habría sido más obvia.«Recibirán una prueba documental porseparado en su domicilio particular. Y.I. Orlov.» Sonaba el teléfono.

Es para Tiger.Es Mirsky, que se hace llamar

Münster.

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Es Katrina para decir que quieresubir pero el ascensor no funciona.

Es Bernard el calvo para ofrecer unservicio.

Son los porteros para avisar quevienen de camino.

Es Brock para advertir: «Te handescubierto. Abandona.»

Siguió sonando, y Oliver lo dejósonar. Ningún contestador automáticointerceptó la llamada. Pulsó la teclaeject en el panel del vídeo, extrajo lacinta, la guardó en la caja y devolvióésta al sobre acolchado amarillo. «A laatención del señor Tiger Single», rezabaen la etiqueta, mecanografiada

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electrónicamente. entrega en mano, perono llevaba el sello de ningún servicio demensajería ni remite. Se encaminó haciael vestíbulo y, alarmado, vio unafotografía de sí mismo, más joven, condisfraz de abogado, peluca incluida.Cogió una cazadora de piel de una hilerade abrigos y se la colgó de un hombro,usándola para ocultar la cinta quellevaba bajo el brazo. Recuperó lazapatilla encajada en la corredera de laspuertas del ascensor, se la calzó, entróy, tras un vergonzoso instante devacilación, apretó el botón de la plantabaja. El ascensor descendió a suparsimoniosa marcha. Atrás quedaron

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los pisos duodécimo y undécimo, y en eldécimo Oliver se comprimió contra unrincón para que Katrina no lo viese porla estrecha ventanilla al pasar ante elrellano de la octava planta. Sin embargoen su imaginación la vio desnuda yresplandeciente en la cama quecompartía con Tiger y tenía en esemomento una plaza vacante. En elvestíbulo del edificio, Mattie se habíaapropiado del Mail on Sunday deJoshua.

– ¿Sería tan amable de devolverleesto a la señorita Altremont? -dijoOliver, entregándole las llaves de Kat.

– A su debido tiempo -contestó

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Mattie sin desviar la vista del periódico.En la acera, giró a la derecha y

caminó con paso enérgico hasta llegar aMohammed, quiosco de prensa y tabaco,abierto las veinticuatro horas. Poco másallá había tres cabinas telefónicas juntoa la barandilla de protección delbordillo. Oyó que detrás de él, a cortadistancia, un coche reclamaba suatención con repetidos bocinazos y sevolvió en el acto, temiendo ver aKatrina en su Porsche de Casa Single.Pero era Aggie, que le hacía señas,sentada al volante de un Mini verde.

– A Glasgow -susurró cuando sedejaba caer agradecido en el asiento

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contiguo-. Y pisa a fondo.

La sala de estar de la casa deCamden, con su olor a sándwichespasados y cuerpos ausentes, reunía todaslas condiciones de un cine de barrio.Brock y Oliver se hallaban sentados enun sofá con los muelles a flor de piel amodo de púas. Brock se había ofrecidoa ver él solo la cinta. Oliver habíapreferido acompañarlo. En la pantallaaparecieron unos números. Es una peliporno, pensó Oliver, recordando lasmanos de Kat; justo lo que necesito. Depronto vio a Alfred Winser de rodillas y

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maniatado en un pedregoso ypronunciado camino y, ante él, a unángel enmascarado con gabardina blancaque apuntaba a su cabeza una relucientepistola automática. Y oyó la voz nasal yrepugnante de Hoban explicar a Alfiepor qué tenía que volarle la cabeza. Ydespués de eso ya sólo pudo pensar enTiger, sólo en su ático, con el raglánmarrón puesto, viendo y oyendo aquellomismo antes de bajar a la planta octavapara despertar a Kat. El resto del equipoescuchaba la voz monocorde de Hobandesde la cocina, tomando té y mirando eltabique. «Vendréis todos a la segundacasa», les había dicho Brock. Los

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hombres estaban sentados juntos y ensilencio. Aggie, en una silla aparte, teníalos ojos cerrados y recordaba cómohabía imitado el canto de las aves conhojas de hierba para Zach.

Brock se dio el gusto de sacar aMassingham de la cama en plena noche.Mientras esperaba en el estrechorellano, se consoló oyéndolo gritarcuando Carter y Mace lo despertaroncon un mínimo uso de la fuerza. Ycuando lo obligaron a salir de sudormitorio como un reo exhibido paraescarnio público con la informe bata de

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matrona, las zapatillas y el horrendopijama a rayas, parpadeando con miradasuplicante, custodiado por sus doscarceleros, Brock pensó con saña: «Teestá bien empleado», antes de forzarse amostrar un inexpresivo semblanteburocrático.

– Disculpe las molestias, caballero.Ha salido a la luz cierta información quedebe usted conocer. Por favor, señorMace, una grabadora. El ministrodeseará oír esto personalmente.

Massingham no se movió. Carter dioun paso atrás, apartándose de él. Macesalió en busca de la grabadora.Massingham siguió inmóvil.

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– Exijo la presencia de mi abogado -declaró-. No pienso decir una solapalabra más hasta que reciba garantíaspor escrito.

– En ese caso, caballero, dadas lasactuales circunstancias, vale más que sevaya preparando para vivir como unmonje trapense.

Sin aspavientos, Brock abrió lapuerta de la sala de estar abuhardillada.Massingham entró primero, sin dignarsemirarlo. Ocuparon sus asientos decostumbre. Mace apareció con lagrabadora y la puso en marcha.

– Si ha estado molestando aWilliam… -empezó a decir

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Massingham.– Ni yo ni nadie lo ha molestado.

Quiero hablar con usted acerca delriesgo. ¿Recuerda nuestra conversaciónsobre el riesgo?

– Claro que la recuerdo.– Bien, porque los ayudantes del

ministro me llevan por la calle de laamargura. Ahora piensan que ocultausted algo.

– Pues mándelos a tomar por el culo.– Gracias por la sugerencia,

caballero, pero no creo que les guste laidea. Hora del almuerzo: Tiger Singledesaparece de Curzon Street. Noobstante, usted había abandonado ya el

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edificio. A las once de la mañana salióusted de su despacho y regresó a sudomicilio de Chelsea, ¿por qué?

– ¿Es eso delito?– Depende del motivo, caballero.

Permaneció allí durante diez horas,hasta las nueve y cinco de la noche,momento en que solicitó protección. ¿Loconfirma?

– Claro que lo confirmo. Es lo queyo mismo dije -afirmó Massingham. Susenérgicas palabras delataban suverdadero estado, que era de crecientenerviosismo.

– ¿Por qué razón volvió tan pronto acasa aquella mañana?

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– ¿Es que no tiene la más mínimaimaginación? Winser había sidoasesinado; la noticia era ya de dominiopúblico; la oficina estaba al borde delcaos; los teléfonos sonaban sin cesar.Docenas de personas habían dejadomensajes para que me pusiese encontacto con ellas. Necesitabatranquilidad y silencio. ¿Dónde iba aencontrar una poco de paz si no en micasa?

– Donde luego recibió las amenazastelefónicas -apuntó Brock, pensando quelos embusteros a veces también decíanla verdad-. A las dos de esa misma tardeun mensajero entregó un paquete en su

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casa. ¿Qué contenía ese paquete?– Nada.– ¿Cómo dice?– No recibí ningún paquete, y por

tanto no había nada en él. Eso esmentira.

– En su casa, alguien aceptó esepaquete y firmó el recibo.

– Demuéstrelo. No puede. No puedeencontrar el servicio de mensajería. Yono firmé nada, ni toqué nada. Todo esoes pura fantasía. Y si cree que lo recibióWilliam, está muy equivocado.

– Yo no he insinuado siquiera quefuese William. Eso lo ha dicho usted.

– Se lo advierto: no meta a William

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en esto. Esa mañana estuvo enChichester desde las diez. Ensayandotodo el santo día.

– ¿Para qué, si no es indiscreción?– El sueño de una noche de verano.

Interpreta el papel de Puck.– ¿A qué hora volvió a casa?– No llegó hasta las siete.

«Márchate, márchate -le dije-. Sal de lacasa; no es segura.» No lo entendió,pero se fue.

– ¿Adónde?– No es asunto suyo.– ¿Se llevó algo, William?– Naturalmente. Hizo la maleta. Yo

lo ayudé. Luego pedí un taxi por teléfono

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para él. No sabe conducir. Ni aprenderánunca. Ha tomado cientos de clases,pero no es lo suyo.

– ¿Se llevó el paquete?– No existía tal paquete. -Ahora con

voz fría y severa-. Ese paquete es unapatraña, señor Brock.

– A las dos en punto de la tarde, unavecina suya vio parar ante su casa a unmensajero en moto que se acercó a supuerta con un paquete en la mano y semarchó sin él. No vio quién firmaba elrecibo porque estaba echada la cadenade la puerta.

– Esa vecina es una mentirosa.– Sufre de artritis múltiple y se

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entera de todo cuanto ocurre en esa calle-respondió Brock con sobrehumanapaciencia-. Y será una excelente testigo.Testigo de la acusación.

Massingham se examinó las uñas condesaprobación, como si dijese: «Mirecómo me han quedado.»

– Supongo que podría habersetratado del reparto de guías telefónicas oalgo así -aventuró, ofreciendo unaexplicación válida para ambos-. Esagente de Telecom se presenta a las horasmás intempestivas. Es posible quefirmase yo mismo el recibo sin darmecuenta. Dado el estado en que mehallaba. Puede ser.

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– No hablamos de guías telefónicas.Hablamos de un sobre acolchado,amarillo, con una etiqueta blancaautoadhesiva. Algo aproximadamentedel tamaño… -Miró alrededor condetenimiento, entreteniéndose de maneraespecial en el televisor y el aparato devídeo-. Del tamaño de uno de esoslibros en rústica -dijo por fin.Massingham volvió la cabeza paraobservarlos-. O podría haber sido unacinta de vídeo - añadió como si la ideaacabase de ocurrírsele-. Como las deaquel estante. Mostrando a todo color elasesinato mediante un disparo de sudifunto colega Alfred Winser.

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En respuesta, Massingham se limitóa adoptar la misma expresión deobstinado enojo que había asomado a surostro cuando Brock mencionó aWilliam.

– Y con un mensaje adjunto -continuó Brock-. La filmación era de porsí escalofriante, pero el mensaje que laacompañaba era aún peor. ¿Estoy en locierto?

– Ya sabe que sí.– Tan escalofriante era que, antes de

solicitar la protección de la policía deaduanas, inventó usted un cuento con laintención de negar la existencia de lacinta, que entregó a William con

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instrucciones de quemarla y esparcir lascenizas a los cuatro vientos… o algosemejante.

Massingham se puso en pie.– El «mensaje», como usted se

complace en llamar -repuso, hundiendolas manos en los bolsillos de la informebata y echando atrás la cabeza-, no eraun mensaje en absoluto. Era una sarta dementiras que me describían como unverdadero monstruo. Prácticamente meresponsabilizaban de la muerte deWinser. Me acusaban de todos loscrímenes sobre la faz de la tierra, sinuna sola prueba para respaldarlo. -Conactitud teatral, se aproximó a Brock,

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todavía sentado, y con las rodillas cercade la cara de Brock, le habló inclinandola cabeza-. ¿Realmente cree que se mehabría ocurrido presentarme anteustedes, mis anfitriones, nada menos quela policía de aduanas de Su Majestad,exhibiendo como billete de entrada undocumento en extremo difamatorio queme muestra como el peor hijo de puta detodos los tiempos? Debe de estar loco.

Brock no estaba loco, peroempezaba a valorar en su justa medida asu adversario.

– Sin embargo, señor Massingham,si lo que afirman sus detractores esverdad, tendría usted dos buenas razones

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en lugar de una para destruir laspruebas, ¿no cree? ¿Y eso hizo él, no, suWilliam, destruir las pruebas?

– No eran pruebas de nada, así queno destruyó ninguna prueba. Era todomentira. Merecía ser destruido, y así sehizo.

Brock y Aiden Bell se hallabansentados en la sala de oficiales de lacasa situada junto al río tras un pase démedianoche de la ejecución de Winser.Eran las dos de la madrugada.

– Plutón se guarda algunainformación importante que yo

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desconozco -dijo Brock, repitiendo laconfesión que había hecho a Tanby-. Latengo delante mismo. Es como unabomba, con la mecha encendida ocultaen alguna parte. Huelo a quemado, perono voy a verla hasta que me estalle en lacara.

Luego, como era frecuente en losúltimos días, la conversación se desvióhacia Porlock. Su comportamiento en lasreuniones: flagrante. Su fastuoso tren devida: flagrante. Sus supuestas fuentesbásicas de información en los bajosfondos, que eran de hecho sus socios:flagrantes.

– Está poniendo a prueba la

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paciencia de Dios -dijo Brock, usandouna frase de Lily-. Está comprobandohasta qué altura puede volar antes deque los dioses le corten las alas.

– Lily querrá decir que se le funden -objetó Bell-. Piensa en Ícaro, imagino.

– Bien, se le funden. ¿Qué diferenciahay? -concedió Brock, malhumorado.

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Capítulo 13

La boda forzosa se acordó despuésde largas deliberaciones entre Brock ylos estrategas, sin contar con la opiniónde las partes contratantes. Los novios, sedecidió de inmediato, irían de luna demiel a Suiza, porque era allí adondehabía llevado el rastro de Tiger Single,alias Tommy Smart, tras su marcha deInglaterra. Llegando a Heathrow ya aúltima hora de la tarde, Smart-Singlehabía pasado la noche en el Hilton delaeropuerto, cenado frugalmente en lahabitación, y tomado el primer vuelo a

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Zúrich del día siguiente. Lo habíapagado todo en metálico. También habíasido Zúrich el destino de su llamadadesde una cabina telefónica de ParkLane, siendo su interlocutor un bufetejurídico internacional que desde hacíatiempo mantenía relacionesprofesionales con la sección detransacciones offshore de Casa Single.Un equipo de apoyo compuesto por seisagentes permanecería cerca de la parejaa todas horas, proporcionandocontravigilancia y comunicaciones.

La decisión de unir en matrimonio aOliver y Aggie no se tomó a la ligera. Alprincipio Brock daba por supuesto que

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Oliver seguiría actuando en el extranjerocomo hasta ese momento: aparentementesolo, con un equipo tras sus pasos quevelase por él, y el propio Brock siemprea su disposición para recibir los partesde la misión y enjugarle las lágrimas.Sólo dio marcha atrás cuando empezó adiscutirse la letra menuda del plan:¿Cuánto dinero en efectivo llevaríaencima Oliver? ¿Qué pasaporte? ¿Quétarjetas de crédito? ¿Debía viajar elequipo de apoyo en los mismos avionesque Oliver y alojarse en los mismoshoteles, o era preferible mantenerlo adistancia? Algo no le cuadraba, anuncióvagamente a Bell.

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– No lo veo claro, Aiden -dijo.– ¿Qué no ves claro?– No me veo a Oliver solo -añadió

Brock-, en el extranjero, con unpasaporte falso, tarjetas de crédito, unfajo de billetes en el bolsillo y unteléfono sin pinchar en la mesilla denoche. Ni que hubiese en la calle unregimiento entero para vigilarlo, o en eltaxi detrás de él, o en las mesascercanas, o en las habitacionescontiguas.

Pero cuando Aiden Bell insistió enconocer los motivos de su recelo, Brockcontestó con una inseguridad pococomún en él.

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– Es por sus condenados trucos -dijo. Bell malinterpretó su respuesta.¿Qué trucos había utilizado Oliver,inquirió con severidad, que Brock no lehabía revelado en sus informes? Bellhabía pasado un tiempo destinado enIrlanda. Para él un informador era uninformador. Se le pagaba en función desu valía y se lo abandonaba cuandodejaba de ser útil. Si pretendía llevarloa uno al huerto, se mantenía unatranquila conversación con él en uncallejón desierto.

– Me refiero a sus trucos de magia -explicó Brock, percibiendo él mismo laestupidez de esas palabras-. Su

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permanente perplejidad, su incapacidadde llegar a una conclusión, o en caso dellegar, su tendencia a callársela. Estásiempre barajando sus cartas. Haciendomalabarismos. Modelando suscondenados globos. Ya antes noconfiaba en él, pero ahora además no loconozco. -Sus quejas fueron no obstantemás lejos-. ¿Por qué no me pregunta yapor Massingham? -Burlándose de suspropias invenciones, recitó-: «¿Limandoasperezas? ¿Vagando por el mundo?¿Tranquilizando a los clientes?» ¿Cómova a dejarse engañar por semejantecuento un hombre de la inteligencia deOliver?

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Ni siquiera entonces consiguióBrock desentrañar el núcleo de suinquietud. Oliver estaba experimentandoalgún cambio radical, deseaba decir;mostraba de pronto un aplomo que antesno poseía. Brock lo había percibidodespués de ver juntos la cinta de vídeo.Esperaba que Oliver se revolcase por elsuelo, amenazando con recluirse en unmonasterio o alguna otra tontería por elestilo, y sin embargo, cuando seencendieron las luces, siguió sentado enel sofá tan tranquilo como si acabasende ver un episodio de la serie Vecinos.

– Yevgueni no lo mató. Fue Hoban,actuando por su cuenta -declaró con una

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especie de apasionado engreimiento.Y tan profunda era la convicción de

Oliver, tan fortalecedora, por asídecirlo, que cuando Brock propusopasar la cinta una segunda vez para losdemás miembros del equipo -quedespués la contemplaron en tensosilencio y se marcharon con aspectopálido y resuelto-, Oliver manifestócierto interés en verla de nuevo conellos para confirmar su hipótesis hastaque, advirtiendo la mirada admonitoriade Brock, se desperezó como decostumbre y se fue parsimoniosamente ala cocina, donde se preparó una taza dechocolate para llevársela a su

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habitación.Para celebrar la ceremonia, Brock

eligió el invernadero, y no porcasualidad sino pensando en las flores.

– Viajaréis como marido y mujer -dijo a la pareja-. Y eso significa quecompartiréis el cepillo de dientes, lahabitación y el apellido. Eso y sólo eso.Oliver. Queda claro, ¿no? Porque no megustaría que volvieses a casa con losbrazos rotos. ¿Me oyes?

Oliver quizá lo oía o quizá no.Primero frunció el entrecejo. Luegoadoptó una actitud mojigata y parecióreflexionar sobre la compatibilidadentre el plan y sus elevados principios

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morales. Finalmente forzó una tontasonrisa que Brock interpretó comovergüenza y masculló:

– Como tú mandes, jefe.Y Aggie se ruborizó, ante lo cual

Brock se estremeció de la cabeza a lospies. Los matrimonios platónicos eranuna tapadera habitual para los agentesdestinados a misiones en el extranjero.Dos personas del mismo sexo llamabandemasiado la atención. ¿A qué venía,pues, aquel desconcierto virginal?Brock decidió que se debía al hecho deque Oliver no era en rigor miembro delequipo y descartó la idea de reunirsecon Aggie en privado para darle un

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sermón prematrimonial. El amor y susvariaciones no le pasaron siquiera porla mente. Quizá fue víctima de laconvicción, compartida por Oliver, deque cualquier mujer que se enamorasede él debía de ser un caso clínico pordefinición. Y Aggie -si bien Brocknunca se lo habría dicho-, lejos de serun caso clínico, era la muchacha mejor ymás cuerda que había conocido en sustreinta años de servicio.

Una hora más tarde, cuando Brockacompañó a un par de maduras analistasde Hidra a la habitación de Oliver paraofrecerle unos sabios consejos dedespedida, no lo encontró preparando el

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equipaje sino descamisado y haciendomalabarismos con sus pesos, unasbolsas de piel cosidas y llenas de arenao algo parecido. Mantenía tres en danza,y cuando las dos mujeres lo animaron aseguir con gritos de entusiasmo, Oliverañadió una cuarta bolsa. Después,durante unos gloriosos instantes, se lasarregló para mantener cinco enmovimiento.

– Señoras, acaban de presenciar unade mis mejores actuaciones -anunció consu voz de pregonero-. Nathaniel Brock,señor, si consigue usted mantener cincoen danza durante diez series completasde lanzamientos, será un hombre, hijo

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mío.Oyéndolo, Brock se preguntó una

vez más: ¿Qué le pasa a este muchacho?Se lo ve casi feliz.

– Quiero telefonear a Elsie Watmore-dijo Oliver a Brock en cuanto semarcharon las dos mujeres, porqueBrock había prohibido las llamadasdesde Suiza. Así que Brock lo guió hastael teléfono y se quedó con él mientrashablaba.

Tomada la decisión sobre elmatrimonio, Brock meditóprofundamente sobre los nombres de lapareja. La solución obvia era llamarHeather a Aggie y mantener el

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Hawthorne para Oliver. De ese modolas tarjetas de crédito, los permisos deconducir y los registros públicos seríanun problema menos, con la ventajaañadida de que Oliver contaría ya consu imaginario pasado en Australia.Cualquiera que intentase verificar susidentidades encontraría abundantesdatos con que corroborarlas, y aparte deeso un muro de ladrillo. Si descubrían eldivorcio, no importaba: Oliver yHeather se habían reconciliado. Encontra de esta opción debíacontemplarse el incuestionable hechooperacional de que el apellidoHawthorne había quedado ya al

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descubierto, no sólo para Tiger sinotambién para otras personasdesconocidas. Aunque no lo tenía porcostumbre, Brock se decidió por eltérmino medio. Oliver y Aggiedispondrían no de uno sino de dospasaportes operacionales por cabeza. Enel primer par serían Oliver y HeatherSingle, animador infantil y ama de casa,ingleses, casados. En el segundo juegode pasaportes serían Mark y CharmianWest, dibujante publicitario y ama decasa, norteamericanos residentes en elReino Unido, identidades yapreviamente autorizadas para usooperacional fuera del territorio

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estadounidense. Se disponía asimismopara uso restringido de las tarjetas decrédito, permisos de conducir y datos delos domicilios particulares de los West.La decisión de qué pasaportes empleardependería de las circunstanciasespecíficas de cada situación. Aggierecibiría cheques de viaje a nombre decada una de sus dos identidades -Heather y Charmian- y sería responsablede guardar en lugar seguro lospasaportes no utilizados. Administraríatambién todo el dinero en metálico y seencargaría de los pagos.

– O sea, que no me confías siquierala economía doméstica -gimoteó Oliver

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en fingida protesta-. Entonces no mecaso con ella. Devuelve los regalos deboda.

La broma, advirtió Brock, no hizo lamenor gracia a Aggie, que apretó loslabios y arrugó la nariz como si lasituación escapase a su control. Tanbylos llevó al aeropuerto. Los demásmiembros del equipo salieron a lapuerta a despedirlos, todos menosBrock, que observaba desde una ventanadel piso superior.

El castillo se alzaba en lo alto de unmontículo de la arbolada zona

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residencial de Dolder, donde llevabaconstruido cien años o más, unamedieval torre del homenaje conpináculos revestidos de azulejos verdes,postigos listados, parteluces en lasventanas y dos garajes, y un feroz perrorojo, cómicamente demacrado,enseñando los dientes, y una placa delatón en el poste de granito de la verjadonde se leía: lothar, storm amp; conrad,Anwälte. Y debajo: «Abogados,asesoría jurídica y financiera.» Oliverse acercó a la verja de hierro y tocó eltimbre. Echando una ojeada ladera abajoa través de los árboles, vio fragmentosdel lago de Zúrich y de un hospital

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infantil con familias felices pintadas enlas paredes y un helicóptero en eltejado. Al otro lado de la calle, sentadoen un banco con informal indumentariade estudiante, se hallaba Derek, tomandoel sol y escuchando un walkmanadaptado. Pendiente arriba, en elinterior de un Audi amarillo aparcado,con un fiero diablo suspendido de laluna trasera, había dos muchachas delargas melenas, ninguna de ellas Aggie.«Tú eres su esposa y harás lo que hacenlas esposas cuando sus maridos seocupan de sus negocios -le habíaordenado Brock en presencia de Olivercuando ella insistió en ser incluida en el

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equipo de vigilancia-. Pasea, lee, visitagalerías de arte, ve a las tiendas, al cine,a la peluquería. ¿Y tú de qué te ríes?»De nada, había respondido Oliver. Elcerrojo de la verja se descorrió con unzumbido. Oliver acarreaba un maletínnegro que contenía carpetas vacías, unaagenda electrónica, un teléfono móvil yotros juguetes de adultos. Uno de ellos -no sabía bien cuál- desempeñaba ladoble función de micrófono.

– Señor Single… Pero ¡Oliver!Cinco años. ¡Dios mío! -saludó elorondo doctor Conrad con el entusiasmocontenido de un compañero de velatorio,apresurándose a salir de su despacho

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con el mentón en alto y los rollizosbrazos abiertos, gesto que redujo luego aun apretón de condolencia, expresadomediante la colocación de su blancuzcamano izquierda sobre las dos diestrasestrechadas de ambos-. Realmentehorroroso… pobre Winser… unaverdadera tragedia. Estás igual queantes, juraría. ¡Estatura no has perdido,desde luego! Ni te has engordado detanto comer esa excelente comida china.-Dicho esto, el doctor Conrad cogió aOliver del brazo para guiarlo, y juntospasaron ante frau Marty, su ayudante, yante otras ayudantes y otros despachosde otros socios y entraron en un gabinete

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con las paredes forradas de maderadonde una exuberante cortesana,desnuda salvo por las medias negras y elmarco dorado, se exhibía en primerplano sobre una chimenea gótica depiedra-. ¿Te gusta?

– Es fabulosa.– Para algunos de mis clientes

resulta un tanto atrevida, a decir verdad.Tengo una condesa que vive en elTesino, y cuando viene, lo cambio porun Hodler. Me gustan mucho losimpresionistas. Pero también me gustanlas mujeres que no envejecen. -Laspequeñas confidencias para que tesientas especial, recordó Oliver.

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Palabrería de cirujano codicioso antesde abrirte en canal-. ¿Te has casado enestos años, Oliver?

– Sí -contestó, pensando en Aggie.– ¿Es guapa?– A mí me lo parece.– ¿Y joven?– Veinticinco.– ¿Pelo oscuro?– Rubio tirando a castaño -

respondió Oliver con misteriosaparquedad. En su mente, oía entretanto aTiger elogiar encarecidamente a nuestrocortés doctor: «Nuestro genio enoffshore, Oliver, uno de los principalesnombres en lo que se refiere a

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compañías sin nombre, el único hombreen Suiza capaz de guiarte con los ojoscerrados por la legislación fiscal deveinte países distintos.»

– ¿Tomas café? ¿De filtro, exprés?Ahora tenemos una máquina. ¡Hoy en díatodo se hace a máquina! También haydescafeinado, si quieres. ZweiFilterkaffee bitte, Frau Marty, conveneno, por favor… ¿Azúcar, Oliver?Zucker nimmt er auch… Pronto lasmáquinas nos sustituirán también a losabogados. Und kein Telefon, FrauMarty, aunque llame la mismísimareina, Tchüss. - Todo esto mientrasseñalaba a Oliver una butaca frente a él,

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extraía unas gafas de montura negra deun bolsillo del cárdigan que llevabapara poner de relieve su informalidad,limpiaba las lentes con una gamuzasacada de un cajón, se inclinaba haciaadelante en su asiento, asomaba los ojospor encima del parapeto negro de lasgafas y sometía a Oliver a un segundoescrutinio, lamentando de nuevo elfallecimiento de Winser-. En todo elmundo es igual, ¿eh? Ya nadie está asalvo ni siquiera aquí en Suiza.

– Es espantoso -convino Oliver.– Hace dos días en Rapperswil, sin

ir más lejos -prosiguió el doctorConrad, su intensa mirada fija por algún

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motivo en la corbata de Oliver, unanueva, comprada por Aggie en elaeropuerto, porque «no voy a permitirtellevar puesta ni un momento más esacosa naranja con manchas de jabón»-.Una mujer respetable muerta a tiros porun joven muy normal, un aprendiz decarpintero. El marido, subdirector de unbanco.

– Horrible -convino Oliver.– Quizá ocurrió lo mismo con el

pobre Winser -sugirió el doctor Conrad,bajando la voz para conferir a suhipótesis una validez clandestina-. Haymuchos turcos en Suiza. De camarerosen los restaurantes, de taxistas. Lo cierto

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es que hasta la fecha se han comportadobien, en general. Pero ya ves, ¿eh?Nunca se sabe.

– No, nunca, desde luego -repitióOliver con convicción, y dejó el maletínsobre el escritorio, soltando los cierresa modo de preludio para empezar ahablar de negocios y de paso orientandodebidamente el cierre de la derecha paratransmitir.

– Y saludos de Dieter -añadió eldoctor Conrad.

– ¡Caramba, Dieter! ¿Cómo está?¡Fantástico, tiene que darme sudirección! -Dieter, recordó Oliver, elsádico de cabello blanquecino que me

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ganó al pimpón por veintiuno a cero enel ático del club para millonarios quetenía Conrad en Küsnacht mientrasnuestros padres tomaban coñac ycharlaban de queridas y dinero en elsoleado salón.

– Bien, gracias. Dieter tiene yaveinticinco años; estudia en la YaleSchool of Management, y espera no vera sus padres nunca más; pero eso dehecho es una fase -explicó Conrad conorgullo. Un tenso silencio debido a queOliver había olvidado el nombre de laesposa de Conrad, pese a que Aggie lohabía escrito claramente en la chuletaque le había obligado a aceptar al salir

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del hotel, y que tenía aún guardada juntoal corazón-. Y Charlotte también estámuy bien -informó el doctor Conrad porpropia iniciativa, sacando a Oliver delatolladero. A continuación deslizó unadelgada carpeta desde un ángulo delescritorio hasta situarla ante sí y,separando los codos, apoyó en losbordes las yemas de los dedos comopara evitar que se la llevase el viento.

Y fue entonces cuando Oliver notóque al doctor Conrad le temblaban lasmanos y que unas untuosas gotas desudor habían aparecido sobre su labiocomo una visita inoportuna.

– Bueno, Oliver -dijo Conrad,

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irguiendo la espalda y acometiendo unnuevo comienzo-. Te haré una pregunta,¿de acuerdo? Una preguntaimpertinente, pero somos viejosamigos, y no te enfadarás. Somosabogados. Ciertas preguntas sonineludibles. No siempre obtienenrespuesta, quizá, pero deben formularse.¿No te importa?

– En absoluto -contestó Olivercortésmente.

Conrad apretó los sudorosos labiosy arrugó la frente en un gesto deexagerada concentración.

– ¿A quién recibo hoy? ¿En calidadde qué? ¿Recibo acaso al preocupado

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hijo de Tiger? ¿Es por el contrario elrepresentante de la Casa Single en elSudeste asiático? ¿O quizá el brillanteestudiante de lenguas asiáticas? ¿Es elamigo de Yevgueni Orlov? ¿O es uncolega interesado en abordar losaspectos jurídicos de algún asunto, y ental caso quién es su cliente? ¿Con quiéntengo el honor de hablar esta tarde?

– ¿Cómo me describía mi padre? -propuso Oliver con una obvia evasiva.Cada pregunta es una amenaza, pensó,observando cómo se juntaban yseparaban las nerviosas manos deldoctor Conrad. Cada gesto una decisión.

– De ningún modo, en realidad. Dijo

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sólo que vendrías -respondió el doctorConrad con excesiva presteza-, quevendrías y que cuando vinieses, debíaproporcionarte la información que fuesenecesaria.

– Necesaria ¿para qué?Conrad trató de tomarlo a broma,

pero el miedo le heló la sonrisa.– Para su supervivencia, de hecho.– ¿Eso dijo? ¿Con esas mismas

palabras? ¿Su supervivencia?El sudor se había extendido a sus

sienes.– Quizá salvación. Salvación o

supervivencia. Por lo demás, nada dijorespecto a Oliver. Quizá se olvidó.

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Teníamos asuntos importantes que tratar.-Respiró hondo-. Así pues, ¿quién ereshoy, Oliver, por favor? -repitió con suvoz cantarina-. Contéstame, por favor.Siento verdadera curiosidad porsaberlo.

Entró frau Marty con el café y unosbollos azucarados. Oliver aguardó a quese marchase y después, con calma, sinuna sola mentira fuera de sitio, recitó elEvangelio según Brock tal como se lohabía expuesto a Kat, hasta el punto desu llegada a Inglaterra.

– Tras analizar la situación y hablarcon el personal, comprendí que alguiendebía tomar las riendas del negocio, y

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yo era el más indicado. Carecía de laexperiencia y los conocimientosjurídicos de Winser, pero era el otroúnico socio, estaba allí, y conocía susmétodos de trabajo y los de Tiger. Sabíadónde estaban enterrados los cadáveres-dijo Oliver. El doctor Conrad abriódesmesuradamente los ojos delatandoterror-. Quiero decir que me hallabafamiliarizado con el funcionamientointerno de la firma -aclaró Oliveramablemente-. Si no sustituía yo aWinser, ¿quién iba a hacerlo? -Estabasentado con la espalda recta. Dueño desus ficciones, miró a Conrad a la carabuscando su aprobación y obtuvo sólo

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un evasivo gesto de asentimiento-. Elproblema es que no queda nadie en laempresa a quien pueda consultar, y nohay constancia de casi nada por escrito.Deliberadamente, Tiger hadesaparecido. Media plantilla hatomado la baja por enfermedad…

– ¿Y el señor Massingham? -lointerrumpió el doctor Conrad con unavoz exenta de toda inflexión.

– Massingham ha emprendido unagira relámpago para tranquilizar a losinversores. Si lo hago volver, dará laimpresión de que intentamosanticiparnos a la retirada de fondos.Además, Massingham no sirve de gran

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ayuda en la parte jurídica -adujo Oliver.El semblante de Conrad reflejabaúnicamente un flatulento malestar-. Porotro lado, está la cuestión del estado deánimo, salud, o como quiera llamarse…-Se permitió un instante de decorosavacilación-. Vive bajo una abrumadorapresión desde antes de Navidad.

– Presión -repitió Conrad.– Es una persona de gran

resistencia…, como sin duda debe deserlo usted…, pero todo el mundo puedepadecer una crisis nerviosa endeterminadas situaciones. Cuanto másfuerte es un hombre, más tiempo aguanta.Pero los síntomas son visibles para

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quien sepa interpretarlos. El hombreempieza a quedarse sin pilas.

– ¿Cómo?– Deja de actuar de una manera

racional. Y ni siquiera es consciente deello.

– ¿Eres psicólogo, Oliver?– No, pero soy hijo de Tiger, y su

socio, y su mayor admirador, y, comousted dice, confía en mi ayuda. Y ustedes su abogado. -Pero incluso esto, ajuzgar por la rígida expresión del doctorConrad, era más de lo que estabadispuesto a admitir-. Mi padre estádesesperado. He hablado con laspersonas que se hallaban más cerca de

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él durante las horas previas a sudesaparición. Su única obsesión erahablar con Kaspar Conrad. Usted. Teníaque hablar con usted antes que connadie. Mantuvo su visita en secreto. Ni amí me informó.

– Entonces, Oliver, ¿cómo sabíasque vino a verme?

Oliver se las arregló para no oír esapregunta tan desagradablementeperspicaz.

– Debo encontrarlo cuanto antes.Ofrecerle toda la ayuda posible. No sédónde está. Me necesita. -«Procura queConrad te ponga al corriente de loocurrido en Navidad -había dicho

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Brock-. ¿Por qué lo visitó Tiger nueveveces en diciembre y enero?»-. Haceunos meses mi padre atravesó unasituación crítica. En una carta que meenvió se quejaba de una conspiracióncontra él. Decía que, aparte de mí, sólopodía confiar en usted. «Kaspar Conrades nuestro hombre.» Y usted y él juntossalieron victoriosos. Derrotaron a esosindividuos, quienesquiera que sean.Tiger saltaba de alegría. Hace un par desemanas le vuelan la cabeza a Winser, ymi padre corre de nuevo a verlo a usted.Después desaparece. ¿Adónde ha ido?Debió de decirle adonde se dirigía.¿Cuál fue su siguiente movimiento?

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Capítulo 14

Es una repetición de la escena,pensaba Oliver cuando Conrad empezóa hablar. Es un día de hace cinco años, yTiger se halla de pie ante este mismoescritorio, y yo permanezcoobedientemente detrás de él, empachadoa causa de la cena entre padre e hijo dela noche anterior, a base de ternerapicada y Rösti y tinto de la casa en elKronenhalle, seguida de los placeresmás privados del minibar de mihabitación del hotel. Tiger pronunciauno de sus discursos sobre el estado de

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la nación, y como de costumbre yo soyla nación:

– Kaspar, mi buen amigo, permítemeque te presente a Oliver, mi hijo y reciénincorporado socio, y desde hoy tuestimado cliente. Tenemos unainstrucción que darte, Kaspar. ¿Estáspreparado para recibirla?

– Tratándose de ti, Tiger, estoypreparado para cualquier cosa.

– La nuestra es una sociedad fundadaen el afecto, Kaspar. Oliver tiene lallave de todos mis secretos, y yo la delos suyos. ¿Entendido y conforme?

– Entendido y conforme, Tiger.Y se van a almorzar al Jacky’s.

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Es un día tres meses después, y estavez son una multitud: Tiger, Mijaíl,Yevgueni, Winser, Hoban, Shalva,Massingham y yo. Entre café y café, nossolazamos con nuestra amistad, enespera de solazarnos con algo mássustancioso en el Dolder Grand, a unpaso de aquí. Anoche, en Chelsea, hiceel amor con Nina y llevo marcas dedientes en el hombro bajo la camisa deTurnbull amp; Asser. Yevgueni está ensilencio y quizá dormido. Mijaílobserva las ardillas por la ventana,deseando cazarlas. Massingham sueñacon William; Hoban nos detesta a todos,y el doctor Conrad describe la perfecta

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armonía. Seremos uno solo… casi. Unacompañía offshore ilimitada… casi,aunque unos disfrutaremos de unasituación más privilegiada que otros.Esas triviales diferencias se producenincluso en las familias mejor avenidas.Gozaremos de ventajosas condicionestributarias, o dicho de otro modo, nopagaremos impuestos. Nosestableceremos en las Bermudas y enAndorra. Seremos beneficiarios casi apartes iguales de un archipiélago decompañías que se extenderá desdeGuernsey hasta Grand Cayman y hastaLiechtenstein, y el doctor Conrad, elgran experto en derecho internacional

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será nuestro confesor, guardará nuestrosfondos y llevará el timón de la nave,vigilando los movimientos de nuestrocapital e ingresos con arreglo ainstrucciones genéricas y globalestransmitidas a él de vez en cuando por laCasa Single. Y todo va sobre ruedas -sólo nos separan del almuerzo unoscuantos párrafos más del brillanteinforme de funcionamiento del doctorConrad- cuando, para estupefacción deOliver, Randy Massingham introduce laelegante puntera de su zapato de gamuzaen medio de esa intrincada, inasible ydistante maquinaria y, desde suinmejorable lugar de influencia entre

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Hoban y Yevgueni, dice:– Kaspar, seguramente dará la

impresión de que hablo en contra de losintereses de Casa Single, pero ¿no seríatodo un poco más democrático si lasinstrucciones que recibirás de nosotrosfueran acordadas conjuntamente porTiger y Yevgueni, en lugar de procedersólo de mi incomparable director? Sólopretendo prevenir fricciones deantemano, Ollie -explica Massingham enun aparte ofensivamente informal-. Esmejor resolver nuestras diferenciasahora que pagar las consecuencias másadelante. ¿No sé si sigues mirazonamiento?

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Oliver lo sigue sin el menoresfuerzo. Massingham trata de equilibrarlas fuerzas para beneficiarse él en sucalidad de mediador y presentarse a lavez como el simpático del grupo. PeroTiger es más rápido que él y ataja lasugerencia casi antes de que acabe dehablar:

– Randy, permíteme que te expresemi más encarecido agradecimiento porla previsión, la presencia de ánimo y,me atrevo a decir, el valor de plantear atiempo una cuestión de vitalimportancia. Sí, debemos constituir unasociedad democrática. Sí, convienerepartir el poder, y no sólo sobre el

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papel sino también en la práctica. Sinembargo aquí no hablamos de poder.Hablamos de la necesidad de hacerllegar al doctor Conrad una única vozclara y una única orden clara. ¡El doctorConrad no puede recibir órdenes de unatorre de Babel! ¿No es así, Kaspar? Nopuede recibir órdenes de un comité, niaun tratándose de un comité tanarmonioso como el nuestro. Kaspar,dime que estoy en lo cierto. Oequivocado. No me importa.

Y naturalmente está en lo cierto, ysigue en lo cierto durante todo el caminohasta el Dolder Grand.

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El doctor Conrad hablaba de falsoscortesanos. Cortesanos confabulados.Cortesanos que se aliaban y se volvíancontra su benefactor. El miedo y laindignación que le inspiraban erapalpable. Cortesanos rusos. Cortesanospolacos. Cortesanos ingleses. Hablabade una manera elíptica y a veces ensusurros, sus pequeños y brillantes ojoscada vez más abiertos y redondos. Suscortesanos eran cortesanos anónimosembarcados en conspiracionesanónimas, en las que él no participabaen absoluto, palabra de honor. Pese a sucautela, la identidad de los cortesanosempezó a aflorar, y su cabecilla en la

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Navidad pasada había sido el doctorMirsky…

– … que, te diré en confianza, tieneuna pésima reputación y una bellaesposa de piernas largas, en el supuestode que sea su esposa, porque el doctorMirsky es polaco, y con los polacosnunca se sabe. -Resopló y sacó unpañuelo de seda para enjugarse el sudorde la frente-. Te diré lo que me seaposible, Oliver. No te lo diré todo, perote diré lo máximo que me permita miconciencia profesional. ¿Lo aceptas?

– No me queda otro remedio.– No lo adornaré, no especularé, no

admitiré preguntas adicionales. Pese a

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que la conducta de ciertas personas hasido absolutamente deplorable. Bien.Somos abogados. Nos pagan porrespetar los instrumentos de la ley. Nonos pagan por demostrar que lo negro esnegro o lo blanco es blanco. -Volvió asecarse la frente-. Quizá el doctorMirsky no sea la locomotora de estetren -insinuó, susurrando.

Oliver, confuso, movió la cabeza enun inteligente gesto de asentimiento.

– Quizá la locomotora estéenganchada detrás.

– Quizá -convino Oliver, másconfuso todavía.

– Es un hecho sabido, y no violo por

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tanto el secreto profesional, que desdehace dos años ciertas cosas no han idobien.

– ¿Para Single?– Para Single, para ciertos clientes.

Mientras los clientes ganan dinero.Single lo administra. Pero ¿qué ocurrecuando los clientes dejan de ponerhuevos? Single no puede hervirlos.

– Claro.– Es lógico. Sucede también a veces

que los huevos se rompen. Eso es undesastre. -Una repugnante instantánea dela cabeza de Winser reventando como unhuevo-. Los clientes de Single sontambién mis clientes. Estos clientes

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tienen intereses muy diversos. Yo ignoroqué intereses exactamente; eso no formaparte de mi trabajo. Si me dicen que sonexportaciones, son exportaciones. Si sonla industria del ocio, son la industria delocio. Si son piedras preciosas, materiaprima, componentes técnicos oelectrónicos, lo acepto igualmente. -Seenjugó los labios-. A esto lo llamamos«multifacético». ¿De acuerdo?

– Sí -contestó Oliver, pensando:Habla claro; suéltalo ya, sea lo que sea.

– Era una sociedad sólida, habíabuen ambiente, y los clientes estabansatisfechos, así como los cortesanos. -¿Qué cortesanos? Una instantánea de

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Massingham con las mallas, lasjarreteras amarillas y el jubón deMalvolio-. Se obtenían considerablessumas, se acumulaban los beneficios,iba en alza la industria del ocio,pueblos, urbanizaciones, hoteles,también importaciones y exportaciones,y qué sé yo. La estructura era excelente.Yo no soy tonto. Tu padre tampoco.Tomamos nuestras precauciones.Venimos del mundo académico perotenemos también sentido práctico. ¿Loaceptas?

– Totalmente.– Hasta… - Conrad cerró los ojos,

respiró hondo, pero mantuvo el dedo en

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el aire-. Al principio se trataba sólo dealguna que otra situación embarazosa.Indagaciones de entidadesgubernamentales insignificantes. EnEspaña. En Portugal. En Turquía. EnAlemania. En Inglaterra. ¿Orquestadas,quizá? No lo sabíamos. Donde antestodo era aceptación, ahora habíadesconfianza. Cuentas bancariascongeladas pendientes de investigación.Misteriosamente. Operacionessuspendidas sin previa explicación.Algunas detenciones, a mi juicioinjustificadas. -El dedo descendió-.Incidentes aislados. Pero para ciertagente no tan aislados. Demasiadas

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preguntas, respuestas insuficientes.Demasiados accidentes que resultan noser una mera coincidencia… en fin. -Nuevas idas y venidas del pañuelo deseda. El sudor brotando de él comorocío. Gotas de sudor como lágrimas enlas bolsas de los ojos-. Ésas compañíasno me pertenecen, Oliver. Yo soyabogado, no comerciante. Lo mío es loque consta en el papel, no lo que viajaen el barco. No abro cada plátano paracomprobar si es un plátano u otra cosa.Yo no redacto el… manifest… ¿Cómose dice?

– Casi igual: «manifiesto».– Por favor, si yo te vendo una caja,

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no soy responsable de lo que guardes enella. -Se pasó el pañuelo por el cuello.Hablaba cada vez más deprisa y lefaltaba el aliento-. Yo proporcionoasesoría, basada en la informaciónrecibida. Cobro una minuta, y adiós muybuenas. Si la información no es correcta,¿quién puede responsabilizarme? Puedoestar mal informado. No es un delitoestar mal informado.

– Ni siquiera en Navidad -dijoOliver, incitándolo a hablar del tema.

– Bien, Navidad -accedió Conrad, ytomó aire-. La Navidad pasada. Cincodías antes, para ser exactos. El 20 dediciembre el doctor Mirsky me envía

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por mensajero, sin más ni más, unultimátum de sesenta y ocho páginas. Unfait accompli dirigido a la inmediataatención de tu padre, cliente mío.«Devuélvase en el acto copiacontrafirmada, etcétera… Fecha límite,20 de enero.»

– Exigiendo ¿qué?– De hecho, el traspaso de toda la

estructura de compañías creadas,intacta, a manos de Trans-FinanzEstambul, una compañía nueva,offshore, por supuesto, pero ahoraademás compañía matriz de Trans-Finanz Viena, como consecuencia de unaenrevesada maniobra planeada por el

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doctor Mirsky y otros, siendo nombradopresidente de dicha compañía el doctorMirsky, así como gerente y directorejecutivo. -Hablaba ya a todavelocidad-. ¿Nombrado por quién? Otracuestión. Ciertos cortesanos de tupadre… cortesanos desleales, diríayo… poseen también acciones de esanueva compañía. -Sobrecogido por supropio relato, Conrad volvió a secarsela frente y siguió adelante-. Un gestotípico, en realidad, propio de unamentalidad polaca. En Navidad nadiepresta atención a nada, todo el mundoestá preparando pasteles, comprandoregalos para la familia… y entonces,

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firme aquí inmediatamente. -Le temblóla voz pero no por ello perdió impulso-.El doctor Mirsky no es una persona defiar. Tengo muchos amigos en Zúrich.No actúa correctamente ni mucho menos.Y ese Hoban… -Movió la cabeza en ungesto de negación.

– Traspasar la estructura ¿cómo? Esuna red enorme. Sería como traspasar elmetro de Londres.

– ¡Así es! Genau. Exactamente. Elmetro de Londres es una comparaciónperfecta. -Alzando el valeroso dedo unavez más, Conrad abrió una carpeta yextrajo un grueso documentoencuadernado en tela roja, que sostuvo

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cerca de su estómago-. Me alegro de quehayas venido, Oliver, de verdad. Mealegro mucho. Haces unos comentariosmuy acertados, como tu padre. -Empezóa hojear el documento, ofreciendosimultáneamente una versión delcontenido-… todas las acciones yactivos controlados por la Casa Singleen representación de ciertos clientesdeberán transferirse sin demora a Trans-Finanz Estambul… eso es un robodeclarado… todas las operacionesoffshore pasarían a ser administradaspor el doctor Mirsky y su esposa y superro completamente a su antojo… quizádesde Estambul, no lo sé, quizá desde lo

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alto del monte Cervino… ¿Por qué unpolaco es el representante de un ruso enTurquía?… Casa Single, comosignataria, renuncia a todos losderechos, atiende, por favor… todas lasatribuciones respecto a los asuntos de lacompañía serán redefinidas, a fin deexcluir a Casa Single, naturalmente…reemplazada con mucho gusto porciertos cortesanos, la elección de loscuales quedará al arbitrio de los señoresYevgueni y Mijaíl Orlov o las personasnombradas por ellos, quienesobviamente son ciertos cortesanos yaclaramente identificados en elultimátum… es un golpe de Estado en

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toda regla. Una conspiración palaciega,sin duda alguna.

– ¿Y si no? -preguntó Oliver-. ¿SiTiger se niega? ¿Si él y usted se niegan?¿Qué pasa entonces?

– Haces bien en preguntarlo, Oliver.Es una pregunta totalmente lógica, diría.Si no, ¿qué? Era un chantaje. Si CasaSingle no se aviene al plan maestro deMirsky, ciertos cortesanos anónimos senegarán de inmediato a colaborar… locual naturalmente tendrá consecuenciascatastróficas… en adelante estoscortesanos considerarán nulo cualquieracuerdo existente… si los demandamos,presentarán de inmediato una

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contrademanda por violación del secretoprofesional, administraciónincompetente, falta de ética, y no sécuántas cosas más. Por otro lado… essólo una insinuación, diría, pero está enel ultimátum, entre líneas. -Se tocó unaaleta de la reluciente nariz para indicarsu desarrollado sentido del olfato, altiempo que la velocidad de sus palabrasseguía en aumento-. Por otro lado, decía,en el eventual caso de incumplimientopor parte de Casa Single, ciertainformación negativa acerca de lasactividades en el extranjero de CasaSingle puede llegar casualmente a oídosde ciertas autoridades internacionales y

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también nacionales. Es una auténticavergüenza: un polaco amenazando a uninglés en Suiza.

– ¿Y qué medidas tomaron, usted yTiger, a la vista de ese ultimátum? ¿Quéhicieron?

– Habló con ellos.– ¿Mi padre?– Naturalmente.– ¿Cómo?– Desde esa misma butaca en la que

tú estás sentado -dijo Conrad, señalandoel teléfono que se hallaba entre ellos-,desde aquí, varias veces. A cuenta mía.No importa. A menudo durante horas.

– ¿Con Yevgueni?

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– Exacto. Con el mayor de losOrlov. -Empezaba a reducir la marcha-.Tu padre tuvo una actuación brillante,diría. Mostrándose encantador, pero a lavez firme. Incluso hizo un juramento.Sobre la Biblia literalmente. Aquítenemos una, como es lógico, y frauMarty se la trajo. «Yevgueni, jurosolemnemente que nadie te hatraicionado, que por parte de CasaSingle no se ha cometido ningunaindiscreción; todo eso es una infameinvención de Mirsky y los cortesanosanónimos.» El señor Yevgueni es muyinfluenciable, tengo la impresión. Ahorapor un lado, ahora por otro, como un

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péndulo. Tu padre hizo también ciertasconcesiones. Era inevitable. Seestablecería tal acuerdo, se anularía talotro; era un paquete de medidas. Aunasí, dentro del paquete se incluía unasituación humana muy precaria, muyfrecuente, esto es, un anciano que nosabía a quién debía escuchar. El mayorde los Orlov cuelga el teléfono, ¿yaquién tiene delante? Los cortesanos.Cada uno con su correspondiente dagaescondida tras la espalda. -El doctorConrad, a modo de demostración, ocultóun puño tras su propia espalda-. ¿Cuántodurará el acuerdo? No mucho, creo.Sólo hasta que el anciano cambie de

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opinión persuadido por alguien, osuceda el próximo desastre.

– Y sucedió -apuntó Oliver tras otrotenso silencio, que sólo rompió eldoctor Conrad, momentáneamenteexhausto, para susurrar en repetidasocasiones las palabras «Dios mío»-. ElFree Tallinn fue abordado; se produjoun tiroteo; unos días después le volaronla cabeza a Winser, y mi padre, presadel pánico, vino aquí para apagar elfuego.

– Sólo que con este fuego ya no fueposible.

– ¿Por qué?– Ardía con demasiada violencia. Se

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había propagado mucho. Era máspeligroso.

– ¿Por qué?– En primer lugar tenemos un

episodio: un barco detenido en alta mar,material confiscado, miembros de latripulación muertos, algunos quizácapturados…, no lo sabemos. Eranasuntos que no podían pasarse por alto,aunque no fuesen en modo algunoresponsabilidad de tu padre, y menosaún mía, tal como el contenido de loscargamentos…

– ¿Y en segundo lugar? -lointerrumpió Oliver.

– No obtuvimos respuesta.

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– ¿Cómo?– Nadie nos contestó. Literalmente.– ¿Desde dónde? ¿Quiénes?– Desde ninguno de los números de

teléfono o fax de ninguna de las oficinas.Ni Estambul, ni Moscú, ni SanPetersburgo. Probamos con Trans-Finanz de aquí, Trans-Finanz de allá, laslíneas de teléfono particulares, laslíneas generales, y nada, no huborespuesta.

– ¿Está diciéndome que ellosquedaron incomunicados?

Un gesto de cansancio.– Topábamos con un muro. No era

posible localizar al señor Yevgueni;

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tampoco a su hermano. Estaba enparadero desconocido; no había manerade ponerse en contacto con él. Se nosinformó de que ya se habían establecidolas pertinentes comunicaciones con CasaSingle, y era sólo cuestión de que CasaSingle cumpliese con sus obligacioneseconómicas o afrontase lasconsecuencias. Adiós y gracias.

– ¿Quién dijo eso? Lo de afrontar lasconsecuencias… ¿quién lo dijo?

– El señor Hoban de Viena, salvoque no estaba en Viena. Hablaba por unteléfono móvil desde otra parte, no sédónde, quizá desde un helicóptero, quizádesde la grieta de un glaciar, quizá

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desde la luna. Llamamos a eso lacomunicación moderna.

– ¿Y Mirsky?– Tampoco era posible localizarlo.

Otra vez el muro, a tu padre no le cabíala menor duda. Deseaban rodearlo de unmuro de silencio. Presión y miedo. Esuna combinación de sobra conocida.Muy eficaz, dicho sea de paso. A él ytambién a mí. -Conrad se amilanaba pormomentos ante los ojos de Oliver. Seenjugaba los labios, se encogía dehombros y, como abogado escrupuloso,veía la fuerza de los argumentos de laotra parte, pese a quejarse de susatrocidades-. Mira, en cierta medida es

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razonable. Han sufrido enormespérdidas; Single ha proporcionado elservicio, y el servicio quizá no ha sidoplenamente satisfactorio, así queresponsabilizan a Single y exigen unaindemnización. Objetivamente, ésa esuna práctica comercial corriente. Fíjateen Estados Unidos, si no. Eres untrabajador, te rompes el dedo con vete asaber qué, y cien millones de dólares,por favor. Single pagará o no pagará.Quizá pague una parte. Quizá haya unanegociación.

– ¿Le ha dado mi padreinstrucciones de negociar?

– Es imposible. Ya lo has oído. No

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contestan. ¿Cómo puede uno negociarcon un muro? -Se puso en pie-. Te hehablado con franqueza, Oliver, tal vezcon demasiada franqueza. No sólo eresabogado, sino también el hijo de tupadre. Y ahora adiós, ¿eh? Buena suerte.Como decimos por aquí, rómpete unapierna y el cuello.

Oliver permaneció inmóvil en labutaca, haciendo caso omiso de la manoque Conrad le tendía.

– ¿Qué ocurrió, pues? Vino aquí.Telefoneó. No hubo respuesta. ¿Quéhicieron después?

– Tu padre tenía otros compromisos.– ¿Dónde se alojaba? Era ya última

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hora de la tarde. ¿Se molestó enpreguntárselo? ¿Adónde fue? Usted es suabogado desde hace veinte años.¿Sencillamente lo puso en la calle a esashoras?

– Por favor, Oliver, estásdramatizando. Eres su hijo. Perotambién eres abogado. Escucha, porfavor -dijo Conrad. Oliver escuchaba,pero tuvo que esperar un rato. Y elmensaje, cuando por fin llegó, incluíacontinuas pausas forzadas por unarespiración entrecortada y anhelante-.También yo tengo mis problemas. Elcolegio de abogados suizo…, otrasentidades oficiales…, la policía

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incluso…, se han dirigido a mí. No meacusan de nada, pero me han perdido elrespeto y estrechan cada vez más elcírculo. -Se humedeció los labios con lalengua y los apretó-. Por desgracia, tuveque informar a tu padre de que estosasuntos escapan a mis competenciasprofesionales. Dificultades con losbancos…, cuestiones fiscales…, cuentascongeladas, quizá…, de todo esopodemos hablar. Pero marinerosmuertos…, cargamentos ilegales…, unabogado asesinado, y acaso no sólouno…, eso me sobrepasa. Por favor.

– Rechazó a mi padre como cliente,¿es eso? ¿Se deshizo de él? ¿Adiós muy

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buenas?– No fui desconsiderado con él,

Oliver. Escúchame. No lo tratamos mal.Frau Marty lo acompañó en coche albanco. Quería ir al banco. Necesitabaver con qué cartas debía jugar. Ésasfueron exactamente sus palabras. Meofrecí a prestarle dinero. No mucho,porque no soy rico; unos cientos demiles de francos. Tengo amigos másricos que yo. Quizá se presten aayudarlo. Iba desaseado. Un abrigomarrón viejo, una camisa sucia. Tienesrazón. No era el de siempre. Uno nopuede dar consejos a un hombre fuera desí. Por favor, ¿qué haces?

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Todavía sentado, Oliver jugueteabacon el maletín. Una vez que hubojugueteado a su entera satisfacción, selevantó, rodeó el escritorio y agarró aConrad por la pechera del cárdigan y lacamisa con la intención de arrastrarlohasta la pared más cercana y mantenerloallí en volandas mientras le hacía unascuantas preguntas más. Pero ése era unacto más fácil de imaginar que derealizar. Como a Tiger le complacedecir, pensó, carezco de instintoasesino. Así pues, soltó a Conrad y lodejó acurrucado en el suelo, temblandoy gimoteando. Y a modo de consuelo,cogió la carpeta que contenía las sesenta

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y ocho páginas del ultimátum navideñode Mirsky y la metió entre las suyas enel maletín. De paso, echó un vistazo enlos cajones del escritorio, pero sólollamó su atención un voluminosorevólver militar, probablemente unareliquia de los heroicos tiempos deConrad al servicio del ejército suizo.Cerrando la puerta al salir, fue a laantesala donde frau Marty escribía amáquina con gran diligencia y se inclinócon actitud insinuante sobre su mesa.

– Quería darle las gracias por llevara mi padre en coche al banco -dijo.

– Ah, no se merecen.– ¿No le mencionaría por casualidad

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adonde tenía pensado ir después?– Pues no; lo siento, pero no.Maletín en mano, recorrió a paso

ligero el estrecho camino del jardín,llegó a la acera y se dirigió calle abajo.Derek lo siguió. La tarde estababochornosa. Descendieron por uncallejón adoquinado en pronunciadapendiente con anchura para un solocoche. Oliver caminaba a zancadas,golpeando ruidosamente los adoquinescon los tacones. La cabeza le dabavueltas. Pasaba ante pequeños chalets yrostros familiares. En un jardín vio aCarmen en un columpio con su vestidoblanco de fiesta, balanceada por Sammy

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Watmore. En el chalet contiguo, Tigercortaba el césped, observado por Jeffreycon su dorada melena al viento. Desdela ventana de una buhardilla, Zoya losaludó con la mano. A su izquierdaapareció una calleja. Dobló por ella.Corrió durante un rato, seguido de cercapor Derek. Llegó a una calle ancha y vioel Audi amarillo en un área deestacionamiento próxima a una paradade tranvía. Se abrió una de las puertastraseras. Derek entró detrás de él. Losnombres seleccionados para las chicaseran Pat y Mike. Ese día Pat era morena.Mike, la copiloto, llevaba un pañueloatado a la cabeza.

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– ¿Por qué has desconectado elmicrófono, Ollie? -preguntó Mike porencima del hombro cuando se pusieronen marcha.

– No he desconectado.Descendían hacia el lago y el centro

de la ciudad.– Sí has desconectado, poco antes de

salir.– Quizá lo he golpeado sin querer o

algo así -respondió Oliver con sulegendaria vaguedad. Volviéndose haciaDerek, le entregó el maletín y dijo-:Conrad me ha dado un documento paraleerlo.

– ¿Cuándo? -insistió Mike desde el

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asiento delantero, sosteniendo la miradade Oliver a través del retrovisor.

– Cuándo ¿qué?– ¿Cuándo te ha dado el documento?– Simplemente me lo ha puesto en

las manos -contestó Oliver con igualvaguedad-. No quería admitir que lohacía, probablemente. Ha dejado a Tigeren la estacada.

– Esa parte ya la hemos oído -dijoMike.

Lo dejaron a la orilla del lago, alprincipio de Bahnhofstrasse.

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Capítulo 15

Oliver no estuvo del todo presentedurante su visita al banco. Sonrió ymintió; sonrió y estrechó manos; se sentóy se levantó y sonrió y se volvió asentar. Esperó la aparición de señalesde pánico u hostilidad en sus anfitriones,pero no se produjeron. La creciente iraque lo había dominado a lo largo de laentrevista con Conrad había dado paso auna aletargada apatía. Flotando dedespacho en despacho, todos ellos conlas paredes revestidas de teca,recibiendo el parte de los últimos y

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espectaculares cambios en las vidas deantiguos conocidos que apenasrecordaba -herr Tal está ahora al frentedel Departamento de Préstamos pero lemanda recuerdos, frau Cual es ahoradirectora regional para el cantón deGlarus y lamentará no haber tenidoocasión de saludarlo-, Oliver entró enun estado de consciencia intermitenteque le trajo a la memoria la sala derecuperación por la que había pasadodespués de ser operado de apendicitis.Era una nulidad, sometido a la voluntadde los demás. Era un actor suplente queno se había aprendido el guión.

Desde el vestíbulo del banco subió

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en un ascensor de acero satinado sinpanel de botones. Arriba le dio labienvenida un hombre con el pelo decolor zanahoria llamado herr Albrecht, aquien en un primer momento confundiócon uno de los directores de sus muchoscolegios.

– No sabe cuánto nos complacetenerlo otra vez aquí después de tantosaños, señor Single, y siendo aún tanreciente la visita de su buen padre -dijoherr Albrecht, dándole la mano.

¿Y cómo estaba mi buen padre?¿También usted lo ha dejado en laestacada como el cabrón de Conrad?,replicó Oliver. Pero era obvio que había

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formulado esas preguntas sólo en suimaginación, porque instantes despuésflotaba por un río de moqueta azul allado de una afable matrona camino deldespacho de herr Lilienfield, que haríauna fotocopia de su pasaporte conarreglo a la reciente normativa.

– ¿Muy reciente?– Sí, muy reciente. Además, ha

pasado mucho tiempo desde su últimavisita. Debemos asegurarnos de que esla misma persona.

También yo, pensó Oliver.Herr Lilienfield necesitaba una

muestra de la nueva firma de Oliverpara reemplazar la de cinco años atrás,

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más redondeada y juvenil. Si le hubiesepedido una muestra de sangre, Oliver sela habría proporcionado también. Perocuando la afable matrona lo acompañóde regreso al despacho del director decolegio Albrecht, allí estaba Tiger,sentado en la misma silla de palo derosa que él había ocupado minutos antes.Ofrecía poco más o menos el aspectoque Oliver preveía, desarreglado,envuelto en su prenda de amor marrón.Sin embargo fue a Oliver, no a Tiger, aquien se dirigió herr Albrecht mientrasdetrás de él, en los monitores adosadosa la pared, las cotizaciones mundialescaían en picado y repuntaban. Y fue un

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duendecillo de ojos redondos llamadoherr Stämpfli, no Tiger, quien salió delas sombras para presentarse comoactual responsable de la amplia familiade cuentas a nombre de Single. Todopodía calificarse de satisfactorio,aseguró herr Stämpfli para tranquilidadde Oliver. La autorización originalseguía vigente -era a perpetuidad- ynaturalmente Oliver no requeríaautorización alguna para examinar supropia cuenta personal, que gozaba deexcelente salud, se complació eninformar herr Albrecht.

– Bien. Magnífico. Gracias.Excelente.

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– Existe no obstante un ligeroinconveniente -admitió herr Albrecht, eldirector de colegio, por encima de lacalva de herr Stämpfli-. Ha pedidocopia de toda la correspondencia y,sintiéndolo mucho, la autorización noincluye llevarse copias. Lacorrespondencia bancaria no puede salirdel banco más que en mano del propioseñor Single padre. Esta limitaciónconsta por escrito en las instrucciones, ydebemos acatarla.

– Estoy autorizado a tomar notas,espero.

– Eso es precisamente lo que supadre esperaba que usted esperase -

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declaró herr Albrecht con tono solemne.Así que existen órdenes expresas,

pensó Oliver. No tengo por quépreocuparme. En esta ocasión el río demoqueta era anaranjado. Herr Stämpflilo vadeó junto a Oliver, un carceleroacompañado del tintineo de sus llaves.

– ¿Se llevó mi padre algúndocumento? -preguntó Oliver.

– Su padre posee un desarrolladoinstinto para cuestiones de seguridad.Pero se le habría permitido,naturalmente.

– Naturalmente.La sala tenía reminiscencias de

capilla. Sólo faltaba el cadáver de

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Tiger. Flores de cera, una mesaabrillantada para el difunto. Bandejascon listados en papel continuo de ladocumentación privada del ser querido.Montones de carpetas de piel sintéticallenas de hojas de balance sujetas porvarillas de latón. Una grapadora, unrecipiente con compartimientos paraalfileres, clips y gomas elásticas, yblocs de espiral. Y una pila de postalesde obsequio que mostraban a uncampesino del valle de Engadinaenarbolando la bandera suiza en lo altode una montaña verde que a Oliver lerecordó a Belén.

– ¿Le apetece un café, señor Oliver?

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-entonó herr Stämpfli, comoofreciéndole su última comida en estemundo.

Herr Stämpfli vivía en Solothurn.Estaba divorciado, cosa que lamentaba,pero su esposa había llegado a laconclusión de que prefería la soledad asu compañía, ¿y qué podía hacer él?Tenía una hija llamada Yvette que vivíacon él, un poco obesa en el presente,pero contaba sólo doce años y al crecer,con un poco de ejercicio, adelgazaría.Eran las cinco de la tarde y el bancocerraba a esa hora, pero herr Stämpfli sehonraría en quedarse hasta las ocho siOliver lo deseaba; no tenía ninguna otra

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obligación pendiente y las tardes se lehacían interminables.

– ¿No se preocupará Yvette si llegatarde?

– Yvette está jugando al baloncesto -respondió herr Stämpfli-. Los martestiene siempre baloncesto hasta lasnueve.

Oliver escribía, leía y tomabademasiado café, todo al mismo tiempo.Oliver era Brock. Quiero a Bernard elcalvo y sus malas compañías. Era Tiger,señor de las «cuentas satélite»,conectadas a su vez por vía intravenosaa la cuenta matriz de Single HoldingsOffshore. Era nuevamente Oliver,

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autorizado a perpetuidad a ejercer todoslos poderes de que estaba investido susocio y padre. Era Bernard el calvo,dueño de una fundación llamadaDerviche, con sede en Liechtenstein,valorada en treinta y un millones delibras, y una compañía llamada SkyblueHoldings, con sede en Antigua.«Bernard se cree a prueba de bala -diceBrock-. Bernard cree que puede andarsobre el agua, y si me salgo con la mía,se hundirá para el resto de su miserablevida.» Era Skyblue Holdings, empresapropietaria no de una villa sino decatorce, todas ellas asignadas a igualnúmero de compañías subsidiarias con

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nombres ridículos como Janus, Plexus oMentor. «Bernard es el encargado de lanómina -había dicho Brock-. Bernard esla cabeza mayor de la Hidra.» Era otravez Brock, hablando de funcionariosdeshonestos que se aseguraban segundaspensiones de jubilación. Era Oliver, hijode Tiger, escribiendo paciente ylegiblemente bajo la mirada de herrStämpfli, que invitaba a la cordura. Eraun niño de doce años y estabaexaminándose, vigilado no por herrStämpfli, sino por el señor Ravilious.Era Yvette, en Solothurn, jugando albaloncesto hasta las nueve de la nochepara mejorar la silueta. En una página

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estaba en Antigua, a la siguiente enLiechtenstein y a la otra en GrandCayman. Estaba en España, Portugal,Andorra y el norte de Chipre,escribiendo. Era dueño de una cadenade casinos, hoteles, urbanizaciones ydiscotecas. Era Tiger, sumando sufortuna personal para calcular cuántofaltaba para llegar a los doscientosmillones de libras esterlinas. Respuesta,salida de la cabeza de Tiger: faltabanciento diecinueve mil millones de libras.«Cuenta de alta rentabilidad», leyó. Sinencabezamiento, sólo un número de seiscifras y las iniciales TS en lo alto de lahoja. Saldo actual de diecisiete millones

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de libras, con su correspondiente valoren moneda de distintos países. Doscargos en las últimas dos semanas: unode cinco millones y treinta librasrecogido como «Transferencia»; otro decincuenta mil libras recogido como«Pago al portador».

– ¿Retiró mi padre esta suma enefectivo?

En efectivo, confirmó herr Stämpfli.El propio herr Stämpfli lo habíaayudado a cargar el dinero en su bolsade viaje.

– ¿En qué moneda?– Francos suizos, dólares, liras

turcas -contestó herr Stämpfli como un

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reloj parlante suizo, y añadió conorgullo-: Fui a buscárselaspersonalmente.

– ¿Podría conseguirme también amí?

La pregunta, que sorprendió aOliver, resultó estar determinada pordos factores externos: primero, quehabía encontrado casualmente su propiacuenta numerada, descubriendo que teníaun saldo de tres millones de libras;segundo, que le molestaba el hecho deque Brock le había prohibido llevardinero mientras se hallase en elextranjero, con la insultante insinuaciónde que podía incurrir en una

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improvisada huida, posibilidad quehabía contemplado repetidas veces enlos últimos tres días.

A herr Stämpfli no le estabapermitido dejar solo a Oliver con ladocumentación. Con extremaformalidad, telefoneó por tanto al cajeronocturno y solicitó de parte de Olivertreinta mil dólares estadounidenses, unpar de miles de francos suizos, ah, ytambién algo en moneda turca, como supadre. Apareció una vestal, portando unfajo de billetes y un recibo. Oliver firmóel recibo y distribuyó los billetes entrelos numerosos bolsillos de su traje deHayward. Ningún mago habría llevado a

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cabo el reparto con mayor discreción.Para celebrarlo, cogió una de laspostales del campesino abanderado,escribió al dorso un desenfadadomensaje para Sammy y se la guardótambién en un bolsillo. Reanudó elescrutinio de las cifras. Cuando dieronlas siete, empezaba a vencerle eldesaliento.

– No deseo hacer esperar a Yvettepor mi culpa -dijo a herr Stämpfli conuna tímida sonrisa.

Con sumo cuidado, arrancó del blocsus valiosas hojas manuscritas. HerrStämpfli le ofreció un resistente sobre yse lo mantuvo abierto mientras las

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introducía. A continuación herr Stämpflilo acompañó escalera abajo hasta lapuerta principal.

– ¿Mencionó mi padre adonde iba alsalir de aquí?

Herr Stämpfli negó con la cabeza.– Con las liras, quizá a Turquía.Fuera, en la penumbra, lo esperaba

Derek.– Cambiáis de identidad -anunció

mientras se dirigían a un taxi aparcado-.Órdenes de Nat. Sois los señores West yos alojáis en un nidito de amor paraviajantes de comercio al otro lado de laciudad.

– ¿Por qué?

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– Fisgones.– Fisgones ¿de quién?– Desconocidos. Podrían ser suizos,

podrían trabajar para Hoban, podríanestar al servicio de Hidra. Quizá Conradte ha delatado.

– ¿Qué han hecho?– Seguir a Aggie, preguntar en el

hotel, olfatearte los calzoncillos. Sonórdenes. Tenéis que pasar inadvertidos,quedaros entre bastidores, y volver acasa mañana en el primer vuelo.

– ¿A Londres?– El Mosquito ha pedido tiempo

muerto. ¿Qué quieres que haga? ¿Atartea un árbol y esperar a los lobos?

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Sentado en el taxi junto a Derek,Oliver contempló las luces que orlabanel lago. En el vestíbulo de un edificioalto y deprimente que olía a caldorancio, Derek habló con la habitación509 a través de la línea interior mientrasMike y Pat miraban el tablón deanuncios. Aguardando el momentoidóneo, Oliver hizo aparecer por arte demagia la postal para Sammy, anotó «acargo de la 509» en el recuadrodestinado al sello y la echó al buzón delhotel.

– Ella está esperándote -susurróDerek a Oliver, señalándole elascensor-. Te prefiere a mí, colega.

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Era una habitación muy pequeña conuna cama de matrimonio. La cama erapequeña incluso para amantes pequeños,y ya no digamos para dos desconocidosaltos y casados resueltos a no tocarsemutuamente. Tenía minibar y televisor.Encajados a los pies de la cama, habíados diminutos sillones, y la cama,introduciendo dos francos en una ranurade la cabecera, proporcionaba unmasaje terapéutico. Aggie habíadeshecho las maletas. El otro traje deOliver estaba colgado en el armario.Aggie llevaba un agradable perfume.Hasta ese momento Oliver no la

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asociaba con los perfumes, sino másbien con el aire libre. Reparó en todoeso antes de sentarse al borde de lacama de espaldas a Aggie mientras ellase retocaba el maquillaje en el cuarto debaño. En su equipaje había incluido aRocco el mapache, y empezó a pasárselopor encima de los hombros, sin quitarsela chaqueta para no separarse del dinerooculto en los bolsillos.

– ¿Puede hablarse aquí sin peligro?– A menos que seas un paranoico -

respondió ella a través de la puertaabierta.

Entretanto Oliver se descargó losbolsillos, se desabrochó la camisa y se

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colocó los billetes bajo la cinturilla.– Todos se han confabulado contra

él. Sólo Yevgueni está de su lado. Nisiquiera yo lo he apoyado -se lamentó ala vez que se metía un fajo de billetes decien donde se estrechaba la espalda.

– ¿Y?– Se lo debo.– ¿Qué le debes? -dijo Aggie.

Oliver supuso que apretaba los labiospara extenderse el carmín o algosemejante, porque mascullaba comoHeather-. Oliver, no nos debemos a todoel mundo.

– Tú, sí. -Tenía ya todo el dinerobajo la camisa. Se quitó la chaqueta y

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empezó a manipular a Rocco de nuevo-.Te he observado. Actúas como unaenfermera de ronda. Todos somospacientes tuyos.

– Eso es una gilipollez -replicóAggie, pero la «z» final se quedó en eltintero a causa de lo que estuviesehaciendo con los labios-. Y deja demenear a ese animal, porque te estásmenospreciando, y me revienta.

Nuestra primera pelea conyugal,pensó Oliver, frotándole el hocico aRocco y haciéndole muecas. Aggie saliódel cuarto de baño. Oliver entró, cerróla puerta y echó el pestillo. Se sacó eldinero de la cintura y lo escondió detrás

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de la cisterna. Tiró de la cadena y abriólos grifos. Regresó al dormitorio y miróalrededor en busca de una camisalimpia. Aggie abrió un cajón y le entregóuna nueva a juego con la corbata que lehabía elegido en Heathrow.

– ¿Cuándo la has comprado?– ¿A qué iba a dedicarme el día

entero?Oliver se acordó de los fisgones y

supuso que era ése el motivo de sumalhumor.

– ¿Quién te ha seguido, pues? -inquirió con interés.

– No lo sé, Oliver, y no tuve ocasiónde preguntárselo porque ni siquiera los

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vi. Los vio el equipo. Yo no debopreocuparme de la vigilancia.

– Ah, sí. Claro. Perdona. -Oliverconsideró que quedaría ridículo entrarotra vez en el baño para ponerse lacamisa nueva. Por otra parte, nuncaestaba de más demostrar al público queuno no escondía nada en la mangacuando en efecto así era. Se desprendióde la camisa vieja y encogió el vientremientras rompía el celofán y buscabainexpertamente los alfileres quesujetaban la camisa nueva al cartóninterior-. En el envoltorio debería venirindicado cuántos hay -protestó cuandoella cogió la camisa y acabó la tarea por

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él-. Uno podría atravesarse con unalfiler al ponérsela.

– Lleva puños corrientes, conbotones -informó Aggie-. Como a ti tegustan.

– No soy muy aficionado a losgemelos, ni a las cadenas en general -explicó él.

– Ya me he dado cuenta.Se enfundó la camisa y volvió la

espalda a Aggie para bajarse lacremallera de la bragueta y remeterselos faldones. Siempre se hacía mal elnudo de la corbata, y recordó queHeather insistía a menudo enrehacérselo usando el nudo Windsor, un

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truco que el gran mago nunca habíallegado a dominar. Luego se preguntócuántos hombres habrían pasado por lavida de Heather hasta que aprendió latécnica, y si Nadia le hacía el nudo de lacorbata a Tiger, o Kat, y si Tigerllevaría corbata en ese momento, o sipor ejemplo se había ahorcado con ellao lo habían estrangulado con ella o lehabían volado la cabeza con la corbatapuesta, porque la mente de Oliverrebotaba de un lado a otro de su cabezacomo una bola de goma, y él no podíahacer nada al respecto, salvo actuar connaturalidad y mostrarse tan encantadorcomo de costumbre y apoderarse de uno

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de los folletos con los horarios deaviones y trenes que había visto en uncasillero situado junto a la recepción.

Su mesa era un rincón de amantes,con cencerros colgados sobre ella. En elresto del comedor, cenaban hombresintercambiables de traje gris ysemblante inexpresivo. Pat y Mike, solasen una mesa pegada a la pared, erandesnudadas con disimulo por uncentenar de solitarias miradasmasculinas. Aggie pidió un filete deternera de Estados Unidos y patatasfritas. Lo mismo para mí, por favor. Sihubiese pedido doblón de vaca ycebollas, también habría dicho «lo

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mismo para mí». Se sentía incapaz detomar esas decisiones intrascendentes.Pidió una botella de medio litro deDolé, pero Aggie bebería sólo aguamineral.

– Con gas -dijo al camarero-. Peropor mí no te prives, Oliver.

– ¿Lo haces porque estás deservicio? -preguntó él.

– Hago ¿qué?– No probar la bebida.Aggie contestó, pero él no prestó

atención. Eres preciosa, le decía con lamirada. Incluso bajo esta espantosa luzblanca haces gala de una bellezaradiante, saludable y absurda.

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– Es un esfuerzo inhumano -se quejó.– ¿El qué?– Ser una persona todo el día y otra

distinta por la noche. Ya no estoy segurode quién soy.

– Sé tú mismo, Oliver. Sólo por unavez.

Oliver se rascó la cabeza.– Ya, bueno, de mí mismo no queda

ya mucho. Tiger y Brock no han dejadogran cosa.

– Oliver, si vas a seguir hablandoasí, creo que cenaré sola.

Le dio un respiro y luego volvió a lacarga, recurriendo a las preguntas queempleaba con el personal femenino de

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Single en la fiesta navideña deconfraternidad: ¿Cuáles eran susmayores ambiciones? ¿Cómo le gustaríaverse pasados cinco años? ¿Si queríatener hijos o una vida profesional oambas cosas?

– La verdad, Oliver, es que no tengola más remota idea -respondió ella.

La cena prosiguió tediosamentehasta el final, Aggie firmó la cuenta, yOliver la observó: Charmian West.Después Oliver propuso tomar una copaen el bar, que se hallaba al otro lado dela recepción. Un ligero roce al pasar pordelante, y asunto resuelto, pensaba. Ellaaccedió, viendo quizá en ello un buen

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pretexto para retrasar el regreso a lahabitación.

– ¿Qué demonios buscas? -preguntóAggie.

– Tu abrigo -dijo Oliver. Heathersiempre llevaba abrigo o chaquetacuando salían. Le gustaba que él laayudase a quitárselo y ponérselo, y quelo colgase por ella entre actos.

– ¿Por qué iba a coger un abrigopara bajar de la habitación al comedor yvolver a subir?

Claro. Una tontería por mi parte. Enrecepción, Aggie preguntó al conserje sihabía algún mensaje para los West. Nohabía mensajes, pero cuando

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reemprendieron el camino hacia el bar,Oliver tenía un manojo de horarios en elbolsillo de la chaqueta y el público nose había dado cuenta de nada. En el bar,Oliver pidió un coñac y Aggie otra aguamineral, y esta vez, cuando ella firmó lacuenta, él bromeó ambiguamente sobreel hecho de ser un hombre mantenido.Aggie no le rió la gracia. En el ascensor,del que dispusieron para ellos solos,Aggie permaneció distante; no era unaKatrina. En la habitación, donde entróella primero, lo tenía ya todo previsto.Oliver era más corpulento que ella, dijo,y por tanto le correspondía la cama. Ellase arreglaría perfectamente con los dos

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sillones. Ella se quedaría el edredón ydos almohadas; Oliver tendría la mantay la colcha, y el primer turno para elcuarto de baño. Oliver creyó advertir unasomo de desilusión en su mirada y sepreguntó si el reparto de espacio habríasido más conciliatorio en caso deatenerse él al papel asignado, en lugarde seguir sus propios planes. Se quitó lacamisa, pero se dejó puestos el pantalóny los zapatos. Colgó la chaqueta en elarmario, extrajo los horarios, se losmetió bajo el brazo, se echó un albornozal hombro, cogió el neceser y,comentando entre dientes que se daría unbaño por la mañana, se encerró en el

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lavabo. Sentado en la tapa del inodoro,consultó los horarios. Recuperó eldinero oculto detrás de la cisterna, loguardó en el neceser y, con gran aparato,dejó correr el agua y se cepilló losdientes, añadiendo entretanto los últimosdetalles a su plan. Al otro lado de lapuerta oyó la marcial fanfarria de losinformativos de un canal de televisiónnorteamericano.

– Si es el hijo de puta de Larry King,apaga la tele -exclamó en un alarde deinterpretación.

Se lavó la cara, limpió el lavabo,golpeó la puerta con los nudillos, oyó«Adelante», y salió de nuevo al

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dormitorio, donde Aggie esperabaenvuelta hasta el cuello en un albornoz ycon el pelo recogido en un gorro deducha. De inmediato entró en el cuartode baño, cerró la puerta y corrió elpestillo. La televisión mostraba lasúltimas catástrofes en el África negra,ofrecidas por gentileza de una mujermuy maquillada con chaleco antibalas.Oliver aguardó el sonido del agua, perono se produjo. La puerta se abrió, yAggie, sin dirigirle la mirada, salió abuscar su peine y cepillo para el pelo yvolvió a encerrarse en el cuarto debaño. Oliver oyó el ruido de la ducha.Se puso la camisa, echó el neceser en

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una bolsa de lona y metió a continuacióna Rocco, calcetines, calzoncillos, otropar de camisas, las sacas de arena parasus malabarismos y el tratado de Brearlysobre los globos. Seguía oyéndose laducha. Definitivamente convencido, sepuso la chaqueta, agarró la bolsa y seencaminó con sigilo hacia la puerta.Tras rodear la cama, se detuvo paradejar un mensaje a Aggie en el taco depapel colocado junto al teléfono: «Losiento, pero tengo que hacerlo. Tequiero, O.» Con la conciencia ya mástranquila, apoyó la mano en el pomo dela puerta y lo hizo girar, confiando enque el sonido quedase ahogado por la

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catástrofe en la selva africana. La puertacedió, y Oliver volvió la cabeza paraechar una última ojeada a la habitación yvio que Aggie, sin el gorro de ducha, loobservaba desde la puerta del baño.

– Cierra inmediatamente. Consuavidad.

Oliver cerró la puerta.– ¿Adónde carajo te crees que vas?

No levantes la voz.– A Estambul.– ¿En avión o en tren? ¿Lo has

decidido ya?– En realidad no. -Desesperado por

eludir su mirada iracunda, Oliver lanzóun vistazo a su reloj-. A las 22.33 sale

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de la estación de Zúrich un tren quellega a Viena alrededor de las ocho dela mañana. Me daría tiempo de tomar elvuelo Viena-Estambul de las 10.30.

– ¿Y si no?– A las veintitrés horas con destino a

París y salida del aeropuerto Charles deGaulle a las 9.55.

– ¿Y cómo piensas ir a la estación?– En tranvía o a pie.– ¿Por qué no en taxi?– Sí, bueno, en taxi si encuentro

alguno. Depende.– ¿Por qué no tomas un vuelo desde

Zúrich?– He supuesto que el tren es un

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medio más anónimo, esas cosas. Mejorcoger el avión en otra parte. Encualquier caso, tendría que esperar hastala mañana.

– Muy inteligente. Derek está al otrolado del pasillo y Pat y Mike entrenuestra habitación y el ascensor. ¿Tieneseso en cuenta?

– He pensado que estarían dormidos.– ¿Y crees que en recepción se

alegrarán mucho al verte pasardisimuladamente a estas horas con unabolsa de viaje en la mano?

– Bueno, si es por la cuenta, aún tetienen a ti para pagarla, ¿no?

– ¿Y con qué dinero vas a viajar? -

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preguntó Aggie, pero antes de que élrespondiese, añadió-: No, no me lodigas. Sacaste dinero del banco. Esoescondías en el cuarto de baño.

Oliver se rascó la coronilla.– Me voy de todos modos.Mantenía la mano en el pomo de la

puerta y se hallaba erguido cuan altoera, y esperaba aparentar la mismadeterminación que sentía, porque si ellaintentaba detenerlo -alertando a Derek ylas chicas, por ejemplo-, estabadecidido a impedirlo de una u otramanera. Volviéndole la espalda, Aggiese despojó del albornoz -quedando porun instante magníficamente desnuda- y

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empezó a vestirse. Y Oliver cayó en lacuenta, como siempre demasiado tarde,de que una chica que se propone pasaruna casta noche durmiendo en dossillones se llevaría al cuarto de baño elpijama o el camisón a fin de reaparecercon el obligado decoro, y sin embargono era eso lo que Aggie había hecho.

– ¿Qué haces? -preguntó,contemplándola boquiabierto como unidiota.

– Irme contigo, ¿tú qué crees? Nollegarías sano y salvo ni a la acera deenfrente.

– ¿Y qué dirá Brock?– No estoy casada con Brock. Pon

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esa bolsa en la cama y ya me ocuparé yode hacer el equipaje como es debido.

Oliver la observó hacer el equipajecomo era debido. La vio añadir cosassuyas, no todas, para no tener que cargarcon más de un bulto. La vio guardar elresto de su ropa en una segunda bolsapara que «Derek lo encuentre todo apunto cuando se levante por la mañana»,dijo en un susurro, y notó que no lapreocupaba demasiado causarleproblemas a Derek. Se paseóinútilmente por la pequeña habitaciónmientras Aggie regresaba al cuarto debaño y a través del delgado tabique laoyó pedir un taxi en voz baja por el

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teléfono del cuarto de baño y encargarque preparasen la cuenta porque debíanmarcharse inmediatamente. Aggie salióy le ordenó que cogiese la bolsa y lasiguiese procurando pisar con cuidado.Hizo girar el pomo de la puerta, lolevantó ligeramente, y la puerta se abrióen silencio, cosa que no había ocurridoantes. Al otro lado del pasillo había unapuerta con el rótulo servicio. Aggie laabrió y le indicó que la siguiese.Bajaron por una siniestra escalera depiedra que a Oliver le recordó laescalera de la parte de atrás del edificiode Curzon Street. Oliver la observómientras pagaba en recepción, y ella

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inconscientemente colocó las caderas talcomo le había visto hacer en el jardín deCamden, apoyando el peso en una piernay alzando el costado opuesto. Advirtióque todavía llevaba el pelo suelto y queincluso bajo aquella horrible luz, podíaimaginarla montando a caballo, trepandopor una cañada y ofreciendo el aspectode una chica de anuncio de ropaimpermeable mientras pescaba salmonescon caña.

– ¿Ha llegado ya el taxi, Mark? -preguntó Aggie por encima del hombromientras firmaba.

Oliver, que seguía soñando, miróalrededor servicialmente en busca de

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Mark hasta recordar que era él.Se trasladaron en silencio a la

estación. Al llegar, Oliver dejó la bolsaen el suelo y verificó varias veces elnúmero de andén, porque no conseguíafijarlo en su memoria, mientras ellacompraba los billetes. Y de pronto allíestaban, convertidos en un matrimonioWest como otro cualquiera, empujandosu bolsa de viaje común por el andén eintentando localizar sus literas.

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Capítulo 16

Hasta aquella tarde Brock jugabasimultáneamente con todas las cartaspara mantener a Massingham a la mesa,presentándose sin previo aviso a horasintempestivas del día o la noche,lanzando enigmáticas preguntas ydejando en el aire otras sin formularpero más elocuentes, y a la vezalimentando con promesas susesperanzas: sí, caballero, su inmunidadestá estudiándose en estos momentos…no, caballero, no hostigaremos aWilliam, ¿y podría entretanto echarnos

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una mano con este pequeño problema?Cualquier táctica con tal de inducirlo aseguir hablando, decía Brock a AidenBell, cualquier cosa con tal de mantenerdespierto su interés hasta que llegase lainformación.

– ¿Por qué no lo estampas contra unapuerta y ahorras tiempo? -sugirió Bell.

– Porque hay cosas que lo asustanmás que nosotros -respondió Brock-.Porque ama a William y sabe dónde estáescondida la bomba. Porque cambia dechaqueta con mucha facilidad, y ésosson los peores. Porque no entiendo quémotivos lo llevaron a acudir a nosotros,ni sé qué nos oculta. Como tampoco me

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explico por qué los pragmáticos Orlov,en la vejez, deciden de pronto dedicarseal asesinato ritual.

Sin embargo esa tarde Brock sabíaque estaba un paso por delante deMassingham, y dio sus órdenes enconsonancia, aunque seguíaexperimentando aquella misteriosainseguridad que lo había atenazado ensus entrevistas anteriores: algo noencajaba, faltaba alguna pieza. Habíaescuchado la conversación entre Olivery el doctor Conrad, digitalmentecodificada en el consulado británico deZúrich aquella misma tarde. Con sinceroagradecimiento, había examinado las

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notas tomadas por Oliver en el banco, ysi bien sabía que los analistasnecesitarían meses para exprimir hastala última gota, había visto a través delos ojos de Oliver la prueba palpable -sialguna duda le quedaba- de que Singlepagaba sustanciosa y regularmente a laHidra por sus servicios y Porlockejercía de tesorero e interventor. Bajo elbrazo, dentro de un sobre oficial marrónprecintado con cinta de la policía deaduanas, llevaba el ultimátum de sesentay ocho páginas del doctor Mirsky,enviado a Londres en el último vuelodel día. Fue al grano de inmediato, talcomo tenía previsto, formulando su

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primera pregunta antes de sentarse.– Dígame, caballero, ¿dónde pasó

las últimas Navidades? -inquirió,blandiendo la palabra «caballero» comouna cuchilla de cortar carne.

– Esquiando en las Rocosas.– ¿Con William?– Naturalmente.– ¿Dónde estaba Hoban?– ¿Qué tiene que ver él con esto?

Con su familia, supongo.– ¿Qué familia?– Su familia política,

probablemente. No creo que tengapadres. Por alguna razón, me lo imaginocomo un niño huérfano -respondió

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Massingham con tono apático,oponiendo un intencionado contrapunto ala premura de Brock.

– Así que Hoban estaba enEstambul, con los Orlov. Hoban pasólas Navidades en Estambul. ¿Es así?

– Supongo. Con Alix, nunca puedeponerse la mano en el fuego. Del aguamansa líbreme Dios…, ¿no dice así elrefrán?, que de la brava me libro yo.

– El doctor Mirsky también pasó lasNavidades en Estambul -apuntó Brock.

– ¡Qué asombrosa coincidencia!Considerando que la ciudad tiene eldoble de habitantes que Londres, debíande estar tropezándose a todas horas.

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– ¿Le sorprende saber que el doctorMirsky y Alix Hoban son viejos amigos?

– No especialmente.– ¿En qué cree que se basaba la

relación entre ellos… en el pasado?– Amantes no eran, desde luego, si

es eso lo que insinúa.– No, no es eso. Insinúo que los

unían otros factores, y le pregunto cuáleseran esos factores.

No le ha gustado, percibió Brockcon renovado ánimo. Intenta ganartiempo. Echa una ojeada al sobre que hedejado en la mesa. Levanta otra vez lamirada. Se humedece los labios. Sepregunta qué sabe el hijo de puta que

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tiene delante y qué le conviene decir.– Hoban era un prometedor

apparatchik soviético -admitióMassingham tras unos instantes dereflexión-. Mirsky era eso mismo enPolonia. Hacían negocios.

– Cuando dice apparatchik, ¿a quéclase de aparato se refiere?

Massingham hizo un gesto dedesdén.

– A un poco de todo. Pero mepregunto si está usted autorizado aacceder a esa información -añadió coninsolencia.

– Inteligencia, pues. Pertenecían alos servicios de inteligencia de sus

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respectivos países, uno soviético, elotro polaco.

– Dejémoslo en policías de a pie -propuso Massingham, intentando una vezmás poner a Brock en su sitio.

– Durante su etapa en la embajadabritánica de Moscú, ¿no era usted una delas personas que trataba bajo mano conel Servicio de Inteligencia soviético?

– Iniciamos algunos sondeos. Erauna operación muy informal, bastanteromántica y sumamente secreta.Buscábamos un terreno común.Objetivos con un interés potencial.Estudiamos las posibilidades decolaboración. No me está permitido

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entrar en mayores detalles, lo siento.– ¿Qué clase de objetivos?– El terrorismo. Allí donde no eran

los rusos quienes lo financiaban, claroestá -dijo Massingham, regodeándose.

– ¿Actos delictivos?– Allí donde los rusos no estaban

implicados.– ¿Drogas?– ¿No se incluye eso entre los actos

delictivos?– Dígamelo usted -replicó Brock, y

para su satisfacción notó que habíamarcado un tanto, ya que Massingham sellevó los dedos a los labios para taparsela boca y desvió la mirada hacia la

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estantería-. ¿Y no era Alix Hoban una delas personas del lado soviético queustedes sondearon?

– Eso no es asunto suyo,francamente. No puedo seguir hablando,lo lamento. Antes debo pedirautorización a mis antiguos superiores.

– Sus antiguos superiores no ledirigirían la palabra ni pagándoles.Pregunte a Aiden Bell. ¿Formaba parteHoban del equipo soviético o no?

– De sobra sabe que sí.– ¿Cuál era su área de experiencia?– Actos delictivos.– ¿El crimen organizado ?– Esa expresión es contradictoria en

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sí misma, querido. Está desorganizadopor definición.

– ¿Y mantenía Hoban contactos conbandas mafiosas soviéticas?

– Las encubría.– Lo tenían en nómina, ¿es eso lo

que quiere decir?– No sea tan remilgado. Ya conoce

las reglas del juego. Es un toma y dacaentre el policía y el ladrón. Todas laspartes han de obtener algún beneficio ono hay trato.

– ¿Mirsky estaba ya metido por esasfechas?

– Metido ¿dónde?– En los asuntos que usted y Hoban

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se traían entre manos. -El siguiente gestode Brock obedeció a una súbitainspiración. No lo había planeado; no sele había siquiera pasado por la cabezahasta aquel momento. Cogió el sobre ylo abrió. Extrajo el documentoencuadernado en tela roja y lo echó denuevo sobre la caja de embalaje. Acontinuación arrugó el sobre y, reducidoa una bola de papel, lo lanzó conabsoluta precisión a la papelera que sehallaba en el extremo opuesto de labuhardilla. Y por un rato el documentorojo ardió como las brasas de unahoguera en la habitación oscura-. Lepreguntaba si conoció al doctor Mirsky

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durante su paso por Moscú a finales delos años ochenta -recordó Brock aMassingham.

– Nos vimos un par de veces.– Un par.– Es usted un tanto retorcido. Mirsky

asistió a las reuniones. Yo asistí a lasreuniones. Eso no significa quejugásemos a médicos a la hora delalmuerzo.

– Y Mirsky se hallaba allí enrepresentación del Servicio deInteligencia polaco.

– Si quiere darle más importancia dela que tuvo, sí, así es.

– ¿Qué hacía el Servicio de

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Inteligencia polaco en unasconversaciones secretas entre agentes delos servicios británico y ruso?

– Hablar sobre la utilidad de hablarde colaboración. Exponer el punto devista polaco. Había también checos,húngaros, búlgaros… -Ahoradirigiéndose a Brock en tono suplicante-. Insistimos nosotros en lacomparecencia de todos ellos, Nat. Denada servía plantear nuestra proposicióna los países satélites si los soviéticos nodaban luz verde. Así que ¿por qué noahorrarnos trabajo teniendo a bordo alos satélites desde el principio?

– ¿Cómo conoció usted a los

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hermanos Orlov?Massingham dejó escapar un

estúpido chillido de burla.– ¡No sea bobo! ¡Eso ocurrió

muchos años después!– Seis. Usted alcahueteaba para

Single. Tiger quería a toda costa laconexión con los Orlov, y usted se laconsiguió. ¿Cómo? ¿Por mediación deMirsky o de Hoban?

La mirada escrutadora deMassingham se posó de nuevo en eldocumento rojo abandonado sobre lacaja de embalaje. Al cabo de uninstante, volvió a dirigirla hacia Brock.

– Hoban.

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– ¿Estaba ya Hoban casado con Zoyapor aquel entonces?

– Es posible -con expresión hosca-,pero ¿quién cree aún en el matrimoniohoy en día? Alix se había fijado comometa las hijas de Yevgueni y no poníareparos a ninguna. El yerno tambiénmedra -añadió con una nerviosa sonrisa.

– Y fue Hoban quien presentó aMirsky a los hermanos.

– Probablemente.– ¿Se opuso Tiger a la entrada de

Mirsky en el negocio?– ¿Por qué iba a oponerse? Mirsky

es un tipo de gran talento. Era unimportante abogado polaco, se las sabía

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todas, poseía una organización deprimera. Si los hermanos pretendíanabrirse camino más al oeste, Mirsky erala persona indicada. Conocía a lasautoridades portuarias. Gdansk era suterritorio; era capaz de abrir cualquierpuerta. ¿Qué más podía pedir Yevgueni?

– Querrá decir Hoban, ¿no?– ¿Por qué? La operación seguía en

manos de los Orlov.– Pero Hoban la dirigía. En el fondo,

era todo un montaje de Hoban y Mirsky.Por entonces Yevgueni era sólo lacabeza visible. Detrás estaban Hoban,Massingham y Mirsky -concluyó Brock,apoyando un dedo en el documento rojo-

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. Es usted un granuja, señorMassingham. Está metido en esto hastael cuello. No se dedica simplemente ablanquear dinero. Es usted uno de losjugadores clave en el juego más vil delplaneta. Caballero.

A Massingham le temblaban lascuidadas manos. Por segunda vez enpoco más de un minuto se aclaró lagarganta.

– Eso no es verdad en absoluto. Esuna absoluta falsedad. El dinero era unasunto entre Tiger y Yevgueni y eltransporte era un asunto entre Hoban yMirsky. Toda comunicación se realizabamediante entregas en mano, y yo no vi

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una sola carta. Era correspondenciaconfidencial a nombre de Tiger.

– ¿Puedo preguntarle una cosa,Randy?

– No si pretende cargarme a mí todala responsabilidad.

– ¿En alguna ocasión…, pongamosal principio de todo, por ejemplocuando Hoban lo llevó a usted a lo altode la montaña, o Mirsky, o cuando ustedlos llevó a ellos, y se mostraron susrespectivos reinos, o cuando se llevóusted a Tiger aparte para eso mismo, olo llevó él a usted…, no quiero señalara nadie…, en alguna ocasión, alguno deustedes, mencionó una sola vez, en alto,

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a título privado, la palabra «drogas»?Massingham se encogió de hombros

en un gesto socarrón, dando a entenderque la pregunta carecía de fundamento.

– ¿O cabezas nucleares y nonucleares? -prosiguió Brock-. ¿Omateriales fisibles? ¿Tampoco?

Massingham negaba con la cabezauna y otra vez.

– ¿Heroína?– ¡Por Dios, no!– ¿Cocaína? ¿Y cómo resolvieron

ese espinoso problema léxico, si no esindiscreción? ¿Tras qué hoja de parraescondieron su vergüenza, y perdone lavulgaridad?

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– Ya se lo he dicho y se lo herepetido. Nuestra tarea consistía enpasar del lado negro al lado blanco eldinero de los Orlov. Nosotrosinterveníamos después del hecho. Noantes. Ése era el trato.

Brock se inclinó hacia Massinghamy, casi a modo de ruego, preguntó:

– En ese caso, caballero, ¿quéhacemos aquí? Si es usted tan inocente,¿a qué viene esa urgencia por llegar a unacuerdo?

– Usted ya sabe por qué. Ya ha vistode qué son capaces. Yo seré su próximavíctima.

– Usted. No Tiger. Usted. ¿Por qué

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usted? ¿Qué ha hecho usted que no hahecho Tiger? ¿Qué sabe usted que Tigerno sabe? ¿Qué lo asusta tanto? -No huborespuesta. Brock aguardó y siguió sinrecibir respuesta. Su ira adquirió un filomortal. Si Massingham estabaaterrorizado, ¿por qué no aterrorizarloun poco más? ¿Por qué no ofrecerle unvislumbre de la miserable vida que leesperaba?-. Quiero la lista negra. Laagenda donde Tiger tiene anotados losnombres de personas en altos cargos. Nopolacos corruptos de Gdansk nialemanes corruptos de Bremen niholandeses corruptos de Rotterdam.Ésos me interesan pero sin

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entusiasmarme. Quiero los nombres deingleses corruptos. La fauna autóctona,con mucho poder del que abusar.Individuos como usted. Cuanto más altasea su posición, tanto más me interesan.Y ahora me dirá que sólo Tiger conocíaa esa gente, no usted. Y yo le contestaréque no me creo una sola palabra. Tengola impresión de que sólo dice verdadesa medias y, en cambio, espera que yosea generoso y le garantice plenainmunidad. No cuente con ello. Nodestaco por mi generosidad. No piensodar un solo paso más para conseguirle lainmunidad hasta que me facilite esosnombres y números de teléfono.

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En una nueva convulsión de miedo yrabia, Massingham logró zafarse de lahipnótica mirada de Brock.

– Es Tiger quien sabe moverse enlos bajos fondos, no yo. Es Tiger eldefensor de maleantes, el amigo de lapolicía. ¿Dónde aprendió el oficio? EnLiverpool, entre inmigrantes ydrogadictos. ¿Cómo ganó el primermillón? En rigor, sobornando a losconcejales. Por más que usted lo niegue,Nat, ésa es la verdad.

Pero Brock había cambiado ya deenfoque.

– Verá, señor Massingham, lo queme pregunto una y otra vez es por qué.

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– Por qué ¿qué?– ¿Por qué el señor Massingham

acudió a mí? ¿Quién lo envió? ¿Quién esel titiritero que mueve sus hilos? Yentonces un pajarito se inclina en surama y me susurra: es Tiger. Tigerquiere saber que sé y cómo lo heaveriguado. Y por mediación de quién.De manera que me envía a su imponentejefe de personal en el papel de súbditobritánico asustado mientras él toma elsol en algún agradable paraíso fiscal sinconvenios de extradición. Usted es elchivo expiatorio, señor Massingham.Porque si no consigo atrapar a Tiger,tendré que conformarme con usted -

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advirtió Brock. Sin embargoMassingham había recobrado la calma.Una sonrisa de incredulidad se dibujabaen sus labios tensos-. Y si no es TigerSingle quien lo envía, son los hermanosOrlov. Esos arrieros seudogeorgianossiempre se sacan algo de la manga, deeso no cabe duda -prosiguió Brock,tratando de adoptar un tono triunfal, perola sonrisa de Massingham se tornó aúnmás amplia-. ¿Por qué se trasladóMirsky a Estambul? -preguntó Brock,empujando el documento rojo hacia elotro lado de la caja de embalaje con unademán colérico.

– Por razones de salud, querido -

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respondió Massingham-. El muro deBerlín se venía abajo. Temía quepudiese caerle encima algún ladrillo.

– Oí rumores de un posible procesocontra él.

– Dejémoslo en que el clima turco lesentaba bien.

– ¿Posee usted acciones de Trans-Finanz Estambul, por casualidad? -inquirió Brock-. ¿Usted o cualquiercompañía nacional u offshore en la quetenga participación?

– Me acojo a la Quinta Enmienda -dijo Massingham.

– Aquí no tenemos -contestó Brock,y con este último intercambio de

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palabras se produjo entre interrogador einterrogado una de esas misteriosastreguas que preceden siempre a unrenovado y más encarnizado combate-.Mire, Randy, no me cuesta entender quehaya engañado a Tiger. Si yo trabajasepara Tiger, lo engañaría a placer. Puedoentender asimismo su conciliábulo conun par de maleantes salidos de losantiguos servicios de inteligencia delEste. Nada de eso me molesta. Puedoentender que Hoban y Mirsky indujesena Yevgueni a excluir del negocio a Tigery que usted les echase una mano, por nodecir algo peor. Pero cuando eso falló, ydespués de todo no vino Papá Noel,

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¿qué demonios ocurrió? -Estaba tancerca. Brock lo presentía. Estaba allí, enaquella habitación. Estaba frente a él, alotro lado de la caja de embalaje. Estabadentro del cráneo de Massingham,deseando salir… hasta que en el últimoinstante se dio media vuelta y huyó enbusca de refugio-. Sí, muy bien, el FreeTallinn fue descubierto -concedióBrock, ahondando en su perplejidad-.Mala suerte. Los Orlov perdieron unascuantas toneladas de droga, y tambiénunos cuantos hombres. Esas cosas pasan.E implicaba un desprestigio. Ya habíademasiados Free Tallinns. Alguiendebía recibir su castigo. Tenía que

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exigirse una compensación. Pero ¿quépapel juega usted en todo eso, señorMassingham? ¿De qué lado está, apartedel suyo propio? ¿Y qué demonios loretiene ahí sentado, soportando mi sartade insultos?

Pero a pesar de que Brock insistióuna y otra vez, planteó la pregunta dediez maneras distintas, obligó a leer aMassingham las sesenta y ocho páginasdel documento con pruebas patentes desu infamia, y a pesar de queMassingham, unas veces con grosería yotras con descaro, contestó a una seriede preguntas menos agobiantesinspiradas en las visitas de Oliver al

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doctor Conrad y al banco, Brock regresóa su despacho del Strand con mayorsensación de frustración y fracaso queantes. «La tierra prometida sigue ahí yestá aún por conquistar», dijo a Tanbycon amargura, y Tanby le aconsejó quedurmiese un rato. Pero Brock desoyó elconsejo. Telefoneó a Bell y sostuvo conél la conversación de siempre.Telefoneó a un par de informadores delugares lejanos. Telefoneó a su esposa yescuchó complacido sus disparatadasopiniones sobre cómo debía actuarsecon los irlandeses del Norte. Ninguno deestos diálogos lo acercó a la clave paradescifrar el código.

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– No me extrañaría que los rusosapareciesen con un obús -pronosticólúgubremente.

Iban sentados en dos filas de a tres ycuatro en el fuselaje, vestidos conuniforme ligero de combate, zapatillasnegras y pasamontañas negros, yllevaban el rostro embadurnado depintura de guerra.

– Recogeremos al último hombrecuando cambiemos de transporte enTiflis -había anunciado Bell, omitiendoque el último hombre era una mujer.

Brock y Bell se sentaron aparte, unalto mando formado por dos jefes.Brock vestía unos vaqueros negros y una

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chaqueta a prueba de bala con elemblema de aduanas sobre el corazóncomo una medalla. Se había negado allevar arma. Mejor muerto que sometidoa una investigación interna paraesclarecer por qué había disparadocontra uno de sus propios hombres. Unasmarcas fosforescentes en la guerreradistinguían a Bell como comandante delgrupo, pero sólo era posible verlas conlas adecuadas gafas de visión nocturna.El avión se sacudió y gruñó, peropareció no avanzar hasta que se hallaronsobre las nubes en tierra de nadie.

– Nosotros nos ocuparemos deltrabajo sucio -dijo Bell a Brock-. Tú

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encárgate de las relaciones públicas.

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Capítulo 17

La cima del monte era un marmágico suspendido sobre el smog. Lascúpulas de las mezquitas flotaban en élcomo tortugas al sol. Los minaretes sealzaban como los blancos fijos delcampo de tiro de Swindon. Aggie apagóel motor del Ford de alquiler y escuchóel zumbido decreciente del aireacondicionado. Abajo, en algún lugar, seextendía el Bósforo, oculto por el smog.Bajó la ventanilla para dejar entrar elaire. Del asfalto ascendió una bocanadade calor, pese a que ya atardecía. El

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hedor del smog se mezclaba con elaroma de la hierba mojada. Subió laventanilla y continuó en estado de alerta.Unos cúmulos grises se congregaronresueltamente en el cielo. Empezó allover. Aggie encendió el motor y pusoen marcha el limpiaparabrisas. Dejó dellover; los cúmulos adquirieron unatonalidad rosada, y los pinos dealrededor se ennegrecieron hasta que laspinas parecieron gruesas moscasatrapadas en la tracería del follaje.Volvió a bajar la ventanilla y esta vezpenetró en el coche la fragancia de loslimeros y el jazmín. Oía el chirrido delas cigarras y los eructos de una rana o

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un sapo. Sobre un cable, vio unoscuervos de pecho gris en posición defirmes. Una explosión celeste la hizosaltar del asiento. Una ráfaga de chispaspasó sobre ella y se alejó valle abajoantes de que advirtiese que eran fuegosartificiales lanzados desde una casacercana. Las chispas se desvanecieron yaumentó la oscuridad.

Vestía unos vaqueros y una cazadorade cuero, la misma ropa con la quehabía emprendido la fuga. No ibaarmada porque no había establecidocontacto con la familia de Brock.Ningún paquete envuelto en papel deregalo le había llegado al hotel; ningún

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voluminoso sobre le había sidoentregado por debajo de la reja de lasección de visados con un adusto«Firme aquí, señora West». ExceptoOliver, nadie en el mundo conocía suparadero, y la quietud que reinaba en loalto de aquel monte era como el letargoen que había entrado su vida. Estabadesarmada, enamorada y en peligro, ymantenía la vista fija en una solitariaverja de hierro turca engastada en unmuro a prueba de bomba a unos cienmetros pendiente abajo. Detrás del murose veía el tejado plano de la modernafortaleza de ladrillo del doctor Mirsky,que para el ojo avezado de Aggie era

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sólo la casa de otro abogado sinescrúpulos, con buganvillas, sistema dealarma con focos de detección, fuentes,cámaras de seguridad, perrosalsacianos, estatuas, y dos hombresfornidos en el patio que vestían pantalónnegro, camisa blanca y chaleco negro yno hacían nada en particular. Y en algúnlugar dentro de esa fortaleza se hallabasu amante.

Habían llegado allí tras unainfructuosa visita al bufete del doctorMirsky en el centro de la ciudad. «Eldoctor Mirsky no se encuentra hoy aquí -les había informado una atractivarecepcionista sentada tras una mesa de

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color malva-. Si son tan amables, dejensu nombre y vuelvan mañana.» Nodejaron ningún nombre, pero una vez enla calle Oliver se revolvió los bolsilloshasta dar con un papel donde teníaanotada la dirección particular deMirsky, extraída del documento quehabía robado en el despacho del doctorConrad. Pararon a un venerablecaballero que los tomó por alemanes y,señalando a lo lejos con el dedo, indicóa voz en grito: «Dahin, dahin.» En laladera del monte siguieron lasinstrucciones de otros venerablescaballeros hasta que milagrosamente sehallaron en el camino particular

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correspondiente, pasaron frente a lafortaleza correspondiente y llamaron laatención de los perros, cámaras yguardaespaldas correspondientes.

Aggie habría dado cualquier cosapor entrar en la casa con Oliver, pero élse había negado. Prefería un mano amano entre abogados, adujo. Quería queaparcase a cien metros de la entrada yesperase. Le recordó que era el padre deél a quien buscaban, no el de ella. «Y entodo caso, ¿de qué vas a servirme, con osin pistola, sentada allí como un florero?Es mucho mejor que esperes a ver sisalgo, y si no salgo, gritas.» Se haceresponsable de su propia vida, pensó

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Aggie. Y también de la mía. No sabía sisentirse alarmada u orgullosa, o lo uno ylo otro a la vez.

Estaba en un solar abandonadodonde había aparcados también uncamión rosa con una botella de limonadapintada en el flanco y seis Volkswagenescarabajo, todos vacíos. Se requeriríauna cámara de vigilancia muy potente,pensó Aggie, o un guardaespaldas muysagaz, para advertir mi presencia a estadistancia. Además, ¿quién iba a fijarseen una mujer dentro de un utilitariomarrón sin antenas, hablando por unteléfono móvil al anochecer? Enrealidad, no hablaba. Escuchaba uno por

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uno los mensajes de Brock. Nat, serenocomo un buen capitán de barco en plenatempestad, sin reproches, sin alboroto:«Charmian, soy yo otra vez, tu padre;desearíamos que nos telefoneases encuanto recibas este mensaje, por favor…Charmian, necesitamos tener noticiastuyas, por favor… Charmian, si nopuedes comunicarte con nosotros poralguna razón, ponte en contacto con tutío, por favor… Charmian, os queremosaquí de regreso lo antes posible, porfavor.» Donde dice «tío» léase el«representante británico más cercano».

Mientras escuchaba, recorrió con lamirada la verja de hierro, los árboles y

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setos de los jardines circundantes, y lasluces que traspasaban el smog grisazulado. Y cuando acabó de escuchar aBrock, escuchó las vocescontradictorias de su complejanaturaleza, intentando comprender qué ledebía a Brock, qué a Oliver y qué a símisma, si bien estas dos últimas deudasse reducían a una sola, porque cada vezque pensaba en Oliver, volvía a verloentre sus brazos, riendo, moviendo lacabeza en un gesto de incredulidad,sudando copiosamente a causa de laexagerada calefacción del coche cama, yen apariencia tan despreocupado yentusiasta que Aggie tenía la sensación

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de que había dedicado la vida entera aintentar sacarlo de la cárcel, y de que silo abandonaba, volvería a encerrarlo enella sin remisión. El Servicio contabacon un centro de recepción de mensajes,y Aggie sabía el número de memoria.Movida por su natural tendencia acontemporizar, se planteó telefonearpara decir que Oliver y Aggie estabansanos y salvos y que no se preocupasen.Sin embargo una parte más fuerte de ellasabía que incluso el menor mensaje erauna traición.

Casi era noche cerrada; el smogempezaba a disiparse; los focos dedetección proyectaban un cono blanco

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sobre la fortaleza, y los faros de loscoches que cruzaban los puentes delBósforo parecían collares móvilescontra la negrura del agua. Aggiedescubrió que estaba rezando, y que laoración no disminuía su capacidad deobservación. Todo su cuerpo se tensó depronto. Las dos hojas de la verja seseparaban, un chaleco negro junto a cadauna. Los haces de luz de unos farosascendían hacia ella por la pendiente.Vio cambiar las luces largas por lascortas y oyó a lo lejos un sonoro claxon.El coche dobló ante la casa y cruzó laverja abierta. Antes de que la verja secerrase, Aggie identificó un Mercedes

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plateado, con chófer. Un hombrecorpulento viajaba en el asiento trasero,pero a aquella distancia; con tan fugazvisión y sin más referencia que lasfotografías de Mirsky que le habíanmostrado en Londres, a un millón dekilómetros de allí, le fue imposiblereconocerlo.

Oliver llamó al timbre y, para sudesconcierto, oyó una voz de mujer, locual le recordó que cuando se estáobsesionado con una mujer, todas lasdemás conducen a ella. La mujercontestó primero en turco, pero en

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cuanto Oliver se dirigió a ella en inglés,cambió a un euro-norteamericano parainformarle de que su marido no estabaen ese momento en casa y sugerirle queprobase en el bufete. A lo cual Oliverrespondió que ya había probado sinéxito en el bufete, que había tardado másde una hora en encontrar la casa, que eraamigo del doctor Conrad, que teníamensajes confidenciales para el doctorMirsky, que su chófer se había quedadosin gasolina, y que quizá la señoraMirsky podía decirle cuándo regresaríaaproximadamente su marido. Y dedujoque, mientras hablaba, su voz debía dehaberle transmitido algo especial a

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aquella mujer, quizá una mezcla deautoridad y residual galanteo dejado porsu reciente contacto amoroso con Aggie,porque a continuación ella, con unronroneo relajado, casi poscoital,preguntó:

– ¿Es usted inglés o norteamericano?– Inglés hasta la médula.

¿Representa eso algún inconveniente?– ¿Y es cliente de mi marido?– Todavía no, pero me propongo

serlo, tan pronto como me reciba -contestó Oliver efusivamente.

La mujer permaneció unos segundosen silencio y finalmente sugirió:

– Siendo así, ¿por qué no entra y

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toma una limonada mientras espera aAdam?

Y enseguida un hombre de chaleconegro abrió la verja lo suficiente paradar paso a un peatón, mientras otrohombre, hablando en turco, mandabacallar a los dos perros alsacianos. Y ajuzgar por las expresiones de ambosvigilantes, habría podido pensarse queOliver acababa de aterrizar procedentedel espacio exterior, ya que primeromiraron con perplejidad a uno y otrolado de la carretera y luego observaronlos zapatos de Oliver, sin una mota depolvo. Oliver señaló pendiente abajocon el pulgar y soltó una carcajada.

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– El chófer ha ido por gasolina -dijocon la esperanza de que si no loentendían, lo interpretasen al menoscomo explicación.

La puerta de entrada estaba yaabierta cuando Oliver llegó. Lacustodiaba un boxeador profesionalvestido con traje negro. Era fachendoso,poco amigable y de la estatura deOliver, y mantuvo las manosparcialmente cerradas a los costadosmientras registraba a Oliver con lamirada.

– Bienvenido -dijo por fin, y lo guióa través de un patio exterior hasta unasegunda puerta, que a su vez daba a un

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jardín con una piscina iluminada y unpatio interior enlosado, adornado concampánulas y bombillas de colores,donde había balancines suspendidos devigas. En un balancín se sentaba unaniña parecida a como sería Carmencuando alcanzase la madura edad de seisaños, con trenzas y una doble melladonde deberían haber estado losincisivos superiores. Se apretujabacontra ella un Romeo de ojos deazabache, dos años mayor, cuyo rostroresultó a Oliver misteriosamentefamiliar. La niña, provista de unacuchara, comía helado de un platocomún. Esparcidos por el suelo, había

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cuentos para colorear, tijeras derecortar, lápices de colores y fragmentosde guerreros desmontables. Una mujerrubia de piernas largas, en las dosúltimas semanas de embarazo, estabasentada frente a los niños. Y el doctorConrad no había mentido: era preciosa.A un lado tenía un ejemplar abierto dePeter Rabbit, de Beatrix Potter, eninglés.

– Niños, éste es el señor West, deInglaterra -anunció con cómicasolemnidad, extendiendo una mano haciaél-. Le presento a Friedi y Paul. Friedies nuestra hija; Paul es nuestro amigo.Acabamos de descubrir que las lechugas

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son somníferas, ¿verdad, niños?… Ah, yyo soy la señora Mirsky… Paul, ¿quésignifica «somnífero»?

Oliver supuso que era sueca y estabaaburrida, y recordó que Heather, a partirdel quinto mes de embarazo, coqueteabacon toda persona de sexo masculinomayor de diez años. Friedi, que eraCarmen a los seis, sonrió y se llevó otracucharada de helado a la boca; Paul, porsu parte, miró a Oliver y mantuvo lamirada fija en él para acusarlo. Pero ¿dequé delito? ¿Contra quién? ¿Dónde? Elboxeador del traje negro apareció conun granizado de limón.

– Que da sueño -contestó Paul al

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cabo de un rato, cuando ya nadierecordaba la pregunta, y de prontoOliver cayó en la cuenta: ¡Por Dios,pero si es Paul! ¡El Paul de Zoya! ¡EsePaul!

– ¿Ha llegado hoy? -preguntó laseñora Mirsky.

– De Viena.– ¿Estaba allí por negocios?– Algo así.– El padre de Paul también viaja

mucho a Viena por negocios -dijo,articulando lenta y claramente enatención a los niños pero mirando aOliver con una expresión ponderativa ensus enormes ojos-. Vive en Estambul,

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pero trabaja en Viena, ¿no, Paul? Es ungran comerciante. Hoy en día todo elmundo es comerciante. Alix es nuestromejor amigo, ¿eh que sí, Paul? Loadmiramos mucho. ¿También usted escomerciante, señor West? -preguntólánguidamente, ciñéndose el chal entorno al pecho.

– Más o menos.– ¿Comercia con alguna mercancía

en particular, señor West?– Básicamente con dinero.– El señor West comercia con

dinero. Y ahora, Paul, dile al señorWest qué idiomas hablas… rusonaturalmente, turco, un poco de

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georgiano, inglés. Contesta, Paul. Elhelado no es somnífero.

Paul es el niño triste de todas lasfiestas, pensó Oliver, identificándosecon él. Inconsolable como su madre.Paul el melancólico, el repudiado, eleterno hijastro, aquel a quien ruegas unasonrisa, aquel cuyos ojos empañados seiluminan cuando entras en la habitación,y permanecen fijos en ti llenos dereproche cuando llega la hora demarcharte con tus trucos a otra parte.Paul, intentando rescatar de su turbulentamemoria de ocho años un borrosoencuentro con un monstruo loco llamadoCartero, de los tiempos en que el abuelo

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y la abuela vivían en un castillo rodeadode árboles en las afueras de Moscú,donde había una moto que el Carteromontó mientras mamá me abrazabacontra su pecho y me tapaba el oído conla mano.

Inclinándose de pronto en subalancín, Oliver cogió del suelo uncuento de colorear y unas tijeras y -cuando Paul dio su consentimiento conun gesto- arrancó una página doble delcuento. Tras plegarla varias veces,recortó y agujereó con las tijeras hastacrear una hilera de felices conejosunidos hocico con cola.

– ¡Es fantástico! -exclamó la señora

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Mirsky, la primera en hablar-. ¿Tienehijos, señor West? Porque si no tienehijos, ¿cómo puede ser tan experto? ¡Esusted un genio! Paul, Friedi, ¿qué ledecís al señor West?

Pero a Oliver le preocupaba muchomás qué diría el señor West al doctorMirsky. Y qué diría a Zoya y Hobancuando pasasen a recoger a su hijo. Hizoaviones y, para deleite de todos,volaban realmente. Uno cayó al agua, demodo que enviaron un avión de rescateen su busca, y luego pescaron los doscon un palo para dejarlos en tierrafirme. Hizo un pájaro, y Friedi se negó aecharlo a volar porque era precioso.

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Sacó de la oreja de Friedi por arte demagia un billete de cinco francos suizos,y se disponía a extraer otro de la bocade Paul cuando el estridente graznidobitonal de un claxon y el alegre «¡Papá!»de Friedi anunciaron que el buen doctorMirsky había vuelto a casa.

Alboroto en el patio exterior,rápidas pisadas de criados, el ruido delas puertas de un coche al cerrarse, ungutural aullido de perros felices y unrelajante clamor de saludos polacos,mientras un hombre enérgico ybullicioso de pelo negro y ampliasentradas irrumpe en el jardín, se quita lacorbata, la chaqueta, los zapatos y todo

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lo demás y, con un bramido desatisfacción, se lanza en cueros a lapiscina y recorre dos largos bajo elagua. Asomando a la superficie como unoso semiafeitado, agarra un albornozmulticolor que le tiende el boxeador, seenvuelve en él, abraza a su esposa y a suhija, saluda a Paul -«¡Hola, Pauli!»- y lerevuelve afectuosamente el pelo, vuelvea inclinarse ante su esposa y por último,con manifiesto desagrado, ante Oliver.

– Siento muchísimo habermepresentado de este modo -se disculpóOliver con su más encantadora voz declase alta-. Soy un antiguo amigo deYevgueni y le traigo recuerdos del

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doctor Conrad.Por única respuesta, el doctor

Mirsky clavó en él su mirada, variossiglos más vieja que la de Paul yembutida entre los párpados hinchados.

– Si no le importa que hablemos enprivado… -dijo Oliver.

Oliver siguió la espalda multicolor ylos talones descalzos del doctor Mirsky.El boxeador del traje negro siguió aOliver. Cruzaron un pasillo, subieronpor una corta escalera y entraron en undespacho con vistas panorámicas delmontañoso paisaje nocturno, salpicadode inquietas luces. El boxeador cerró lapuerta y se apoyó contra ella, llevándose

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una mano al corazón bajo la chaqueta.– Veamos, ¿qué carajo quiere? -dijo

Mirsky con voz grave, casi una descargade artillería.

– Soy Oliver, el hijo de Tiger Singley socio adjunto de Single amp; Single deCurzon Street. Busco a mi padre.

Mirsky masculló una orden enpolaco. El boxeador puso las manoscariñosamente bajo las axilas de Oliver,las exploró y descendió luego por elpecho hasta la cintura. Obligó a Oliver avolverse y, en lugar de besarlo yarrastrarlo a la cama como Zoya, lepalpó la entrepierna como Kat yprolongó la caricia hasta los tobillos. Le

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sacó la cartera del bolsillo y se laentregó a Mirsky. Luego hizo lo mismocon el pasaporte a nombre de West y lavariada morralla de sus bolsillos, quecomo de costumbre habría sido lavergüenza de un colegial de doce años.Ahuecando las manos, Mirsky cargó contodo y lo llevó al escritorio. Acontinuación se puso unas rebuscadasgafas. Dos mil francos suizos -habíadejado el resto en la bolsa de viaje-,calderilla, una fotografía de Carmen enuna silla de playa, un recorte todavía sinleer de una revista llamadaAbracadabra que ofrecía «trucosrecientes y recientemente desvelados»,

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un pañuelo limpio por mandato deAggie. Mirsky inspeccionaba elpasaporte a la luz de una lámpara.

– ¿De dónde carajo ha sacado esto?– Me lo ha proporcionado

Massingham -respondió Oliver,acordándose de su visita a Nightingalespara hablar con Nadia y lamentando noestar allí en ese momento.

– ¿Es amigo de Massingham?– Somos colegas.– ¿Lo envía Massingham?– No.– ¿Lo envía la policía inglesa?– He venido por propia iniciativa,

para encontrar a mi padre.

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Mirsky volvió a pronunciar unaspalabras en polaco. El boxeadorcontestó. Siguió una entrecortadaconversación, por lo visto acerca delmodo en que Oliver había llegado, y elboxeador fue reprendido y obligado aabandonar el despacho.

– Pone usted en peligro a mi esposay mi familia, ¿no se da cuenta? Ha hechomal en venir aquí, ¿comprende?

– Le escucho.– Quiero que salga de esta casa.

Ahora mismo. Si vuelve a aparecer poraquí, que Dios le ayude. Llévese esamierda. No la quiero. ¿Quién lo hatraído hasta aquí?

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– Un taxi.– ¿Una mujer conduciendo un taxi en

Estambul?La han visto, pensó Oliver,

impresionado.– La ha puesto a mi disposición la

agencia de alquiler de coches delaeropuerto. Hemos tardado una hora enencontrar la casa. Tenía otro encargopendiente y no le quedaba gasolina -dijoOliver. Mirsky lo observó con aversiónmientras guardaba de nuevo su morrallaen los bolsillos-. Tengo que encontrarlo-insistió Oliver, metiéndose la carteraen el bolsillo interior de la chaqueta-. Siusted no conoce su paradero, dígame a

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quién puedo preguntar. Está en apuros.Debo ayudarlo. Es mi padre.

En el patio se oyó la alegre charlade la señora Mirsky y los niños cuandolos dejaba en manos de una criada paraacostarlos. El boxeador regresó yaparentemente informó de que lasórdenes se habían cumplido. Dio laimpresión de que Mirsky, de mala gana,ordenaba algo distinto. El boxeadorpuso reparos, y Mirsky lo hizo callar deun bramido. El boxeador se marchó yvolvió con unos vaqueros, una camisa acuadros y unas sandalias. Mirsky sedespojó del albornoz, quedándosedesnudo, y a continuación se puso los

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vaqueros y la camisa y se calzó lassandalias. Lanzó un juramento y,dejando al boxeador de nuevo enretaguardia, precedió a Oliver por unpasillo trasero hasta el patio de entrada.Aguardaba allí un Mercedes plateado decara a la verja cerrada, con un chófer alvolante. Mirsky abrió la puerta delchófer, lo hizo salir de un tirón y diootra orden a gritos. El boxeador extrajouna pistola de la axila izquierda y se laentregó a Mirsky, que, moviendo lacabeza en un gesto de desaprobación, sela colocó al cinto con el cañón haciaarriba. El boxeador escoltó a Oliverhasta la puerta del pasajero, sujetándolo

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del brazo, y lo obligó a sentarserápidamente. La verja se abrió. ConMirsky al volante, salieron a lacarretera, doblaron a la izquierda ydescendieron hacia las luces de laciudad. Oliver deseó volver la cabezacon la esperanza de ver a Aggie, pero nose atrevió.

– ¿Es usted buen amigo deMassingham?

– Massingham es un hijo de puta -repuso Oliver, presintiendo que aquél noera momento para medias verdades-.Engañó a mi padre.

– ¿Y qué? Todos somos unos hijosde puta, y hay hijos de puta que ni

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siquiera saben jugar al ajedrez.Mirsky frenó en seco en medio de la

carretera, bajó la ventanilla y aguardó.A su derecha, un tortuoso camino detierra subía hacia la cima del monte,donde se alzaba un grupo de antenas conluces intermitentes en la punta. El cieloestaba plagado de estrellas; unareluciente luna mitigaba la negrura delhorizonte, y su resplandor cabrilleaba enlas aguas del Bósforo. Mirsky seguíaesperando, atento a los retrovisores,pero ninguna Aggie descendió por lacarretera hacia ellos. Mascullando unapalabra malsonante, Mirsky arrancóbruscamente, abandonó la carretera y

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enfiló el camino, tomó una curva a todavelocidad, recorrió quinientos metros através de la hierba y los escombros queinvadían el camino y paró en unensanchamiento. Estaban rodeados dealtos árboles. Oliver recordó su rincónsecreto de Abbots Quay y se preguntó siaquél sería el de Mirsky.

– No tengo la menor idea de dóndecarajo está su padre, ¿de acuerdo? -dijoMirsky con tono de reacia complicidad-.Es la verdad. Le digo la verdad, y usteddesaparece de mi vida, se aleja de micasa, mi esposa y mis hijos, vuelve a sujodida Inglaterra o a donde le dé lagana, me importa una mierda. Soy un

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padre de familia. Creo en los valores dela familia. Su padre me caía bien, ¿deacuerdo? Siento mucho que haya muerto,¿de acuerdo? Lo siento. Así que vuelvaa su país, funde una nueva dinastía yolvídese de él. Soy un abogadorespetable. Eso es lo que quiero ser. Yano me dedico a los negocios sucios, nilo haré a menos que sea necesario.

– ¿Quién lo mató?– Puede que aún no lo hayan matado.

Puede que lo maten mañana, esta noche,¿qué más da? Cuando lo encuentre,estará muerto, y conseguirá que lo matentambién a usted.

– ¿Quién lo matará?

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– Todos. La familia entera.Yevgueni, Tinatin, Hoban, todos losprimos, tíos, sobrinos…, ¿qué sé yoquién lo matará? Yevgueni hareinventado el odio de sangre, hadeclarado la guerra a toda la especiehumana sin exención alguna. Es unhombre del Cáucaso. Todo el mundotiene que pagar. Tiger, el hijo de Tiger,el perro del hijo, y hasta su canario.

– ¿Y todo a causa del Free Tallinn ?– Con el Free Tallinn se jodió todo.

Hasta Navidad… sí, de acuerdo,tomamos ciertas medidas…,Massingham, yo y Hoban… Estábamosya un poco hartos de los errores de los

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demás y pensamos que era ya hora dereorganizarse, modernizarse, mejorar laseguridad.

– Deshacerse de los viejos -matizóOliver-. Apropiarse del negocio.

– Claro -concedió Mirsky,magnánimo-. Mandarlos a la mierda deuna vez. Así son los negocios, ¿qué tienede raro? Intentamos tomar el poder. Ungolpe incruento. ¿Por qué no? Pormedios pacíficos. Yo soy un hombrepacífico. He recorrido un largo camino.Un mocoso harapiento de Lvov, estudiapara llegar a ser un buen comunista,aprende a follar en cuatro idiomas a laedad de catorce años, magna cum laude

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en derecho, llega a ser un pez gordo delPartido, con influencias, un buentenderete, ve por dónde van los tiros, seconvierte en un buen católico, recibe elbautismo, una fiesta por todo lo grande,se afilia a Solidaridad pero el remediono es eficaz al ciento por ciento, losnuevos mandamases creen que convienemeterme en la cárcel, así que vengo aTurquía. Aquí soy feliz. He abierto unnuevo bufete, me he casado con unadiosa. Quizá algún día me convierta alislam. Me adapto a todo… y soypacífico - repitió categóricamente-. Hoyen día hay que ser pacífico, no existeotra opción, hasta que un ruso chiflado

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decide empezar por su cuenta la terceraguerra mundial, y a joderse.

– ¿Adónde lo han llevado?– Al sitio adonde lo hayan llevado.

¿Qué sé yo? ¿Dónde está Yevgueni? Enel sitio adonde llevaron el cadáver.¿Dónde está Alix? En el sitio adonde fueYevgueni. ¿Dónde está Tiger? En elsitio adonde lo haya llevado Alix.

– ¿Qué cadáver?– ¡El cadáver de Mijaíl, joder!

¿Quién iba a ser? Mijaíl, el hermano deYevgueni. ¿Tiene serrín en la cabeza oqué? Mijaíl, por Dios, que murió en eltiroteo del Free Tallinn. ¿Por qué creeque Yevgueni se ha propuesto iniciar

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una guerra? Estaba obsesionado conrecuperar el cadáver. Pagó una fortunapor él. «Traedme el cadáver de mihermano. En un ataúd de acero, conmucho hielo. Luego mataré al mundoentero.»

Oliver percibió muchas cosassimultáneamente. Que veía las imágenesen negativo, y no en positivo, de maneraque por unos segundos la luna fue uncírculo negro en el cielo blanco. Que sehallaba sumergido bajo el agua, privadodel habla y el oído. Que Aggie le tendíauna mano pero él se estaba ahogando.Cuando recobró sus facultades, Mirskyhablaba otra vez de Massingham.

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– Alix informa a Randy sobre elcargamento, y Randy se lo sopla a susantiguos jefes, el jodido ServicioSecreto británico. Sus antiguos jefes lonotifican a Moscú. Moscú moviliza a lamarina rusa en pleno, organiza un nuevoPearl Harbor, mata a cuatro hombres,confisca el barco, tres toneladas demierda de primera calidad vuelven aOdessa para que los de aduanas sehagan de oro. Yevgueni enloquece,ordena que le vuelen la cabeza aWinser. Eso sólo para empezar. Ahoraviene lo serio.

Oliver habló con tono inexpresivo,la vista al frente, fija en las luces de la

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ciudad a través de los árboles.– ¿Qué hacía Mijaíl en el Free

Tallinn ?– Viajar con la carga. Protegerla.

Como favor a su hermano. Ya se lo hedicho. Estaban perdiendo demasiadamercancía. Demasiados errores,demasiadas cuentas congeladas,demasiado dinero tirado por el desagüe.Había ya mucho malestar. Todosechaban las culpas a todos. Mijaílquiere comportarse como un héroe antesu hermano, así que embarca con elcargamento, armado de su Kalashnikov.La marina rusa aborda el barco, Mijaílmata a un par de marineros, se crea mal

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ambiente. Ellos lo matan a él, y ahoratiene que pagarlo todo el mundo. Eslógico.

– Tiger vino a verlo -dijo Oliver conel mismo tono mecánico de antes.

– ¡Y un carajo!– Vino a Estambul hace sólo unos

días.– Quizá sí, quizá no. Me llamó por

teléfono. A la oficina. Eso es lo únicoque sé. No sonaba como un teléfononormal. Tampoco él hablaba como unhombre normal. Parecía que tuviese unacebolla en la boca. Quizá era unapistola. Mire, lo siento, ¿de acuerdo? Yasé que es su padre, joder.

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– ¿Qué quería?– Me insultó. Me acusó de intentar

robarle en Navidad. «Robarle yo, lodudo -dije-. En cambio, por esas fechassí teníamos la clara impresión de queusted nos robaba a nosotros. En todocaso, ganó usted, así que poco importa.»Entonces me dice que debo retirar esadescabellada reclamación de doscientosmillones de libras. Hable con Yevgueni,le digo. Hable con Hoban. Esareclamación no es idea mía. Quéjese alcliente, no a mí. Son ellos quienes hantomado la decisión. Y entonces me dice:«Si se presenta ahí mi hijo Oliver, nohable con él, es un lunático de mierda.

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Dígale que deje de joder, que no mesiga. Dígale que se largue de Estambul yse busque una madriguera dondeesconderse. Dígale que el juego haterminado.»

– Eso no se parece en nada a lamanera de hablar de mi padre.

– Es su mensaje. En palabras mías.También es mí mensaje. Soy abogado.Transmito lo esencial. Lárguese deEstambul ahora. ¿Quiere que lo lleve aalguna parte? ¿El aeropuerto? ¿Laestación de tren? ¿Tiene dinero? Lodejaré en una parada de taxis.

Mirsky puso el motor en marcha.– ¿Por quién se ha enterado de que

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el traidor fue Massingham?– Por Hoban. Alix está bien

informado. Aún conserva contactos enMoscú, gente que forma parte delsistema. Espías.

Sin encender las luces, Mirsky quitóel freno de mano y dirigió el cochelentamente hacia la carretera, dejandoque la luna le alumbrase el camino.

– ¿Por qué le dijo Hoban que fueMassingham quien delató al FreeTallinn ?

– Me lo dijo, sin más. Porque somosamigos. Porque nos metimos juntos ennegocios cuando corrían malos tiemposy éramos un par de agentes secretos,

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trabajando por el bien del comunismo yembolsándonos un pavo bajo mano.

– ¿Dónde está Zoya?– En las nubes. No la moleste, ¿me

oye? Las rusas están locas. Alix tieneque volver a Estambul e internarla en unsanatorio o algo así. Alix estádescuidando sus deberes conyugales.

Habían llegado ya al pie del monte.Mirsky miraba sin cesar por losretrovisores. Oliver los miraba también.Vio acercarse el Ford por detrás, ycuando Mirsky aminoró la velocidadpara arrimarse a la acera, vio pasar delargo a Aggie, con expresión tensa y lasmanos firmemente sujetas al volante.

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– Es usted un buen tipo. Espero noverle nunca más la cara. -Se sacó lapistola de la cintura-. ¿Quiere una deéstas?

– No, gracias -respondió Oliver.Mirsky detuvo el coche poco antes

de una rotonda. Oliver se apeó yaguardó en el bordillo. Apretando elacelerador, Mirsky dio una vueltacompleta a la rotonda y emprendió elregreso a casa, sin volver a mirar aOliver. Transcurrido un tiempoprudencial, lo sucedió Aggie.

– Mijaíl era el Sammy de Yevgueni -comentó Oliver con la mirada perdida.Habían aparcado cerca del agua. Oliver

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había dado el parte de su misión aAggie.

– ¿Quién es Sammy? -preguntó ella,marcando ya el número de Brock en elteléfono móvil.

– Un niño que conozco. Me ayudabacon mi magia.

Elsie Watmore oyó el timbre ensueños, y después del timbre oyó decir asu difunto marido Jack que volvían areclamar la presencia de Oliver en elbanco. A continuación, ya no era Jacksino Sammy quien, con la luz del pasilloencendida y envuelto en su batín, le

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decía que dos policías de paisanollamaban a la puerta, que debía dehaberse cometido un asesinato, y queuno de ellos era calvo. ÚltimamenteSammy tenía una marcada propensión alas ideas morbosas. Muerte y desastres,ésos eran sus temas preferidos, y nuncaparecía cansarse de ellos.

– Si van de paisano, ¿cómo estás tanseguro de que son policías? -preguntóElsie mientras se ponía la bata-. ¿Quéhora es?

– Han venido en un coche de policía-respondió Sammy, siguiéndola escaleraabajo-. Un coche que lleva escrita lapalabra policía.

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– No te quiero rondando por aquí,Sammy, así que no vengas conmigo. Esmejor que te quedes arriba.

– No pienso quedarme arriba -repuso Sammy.

Ésa era otra de las cosas quepreocupaban a Elsie: la rebeldía deSammy desde que Oliver se habíamarchado. Había aparecido junto con laincontinencia de orina por las noches yel deseo de que todo el mundo murieseen algún desastre. Acercó el ojo a lamirilla. El que estaba más cerca de lapuerta llevaba sombrero. El otro ibadescubierto y lucía una calva tan mondacomo la de un luchador, y Elsie nunca

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antes había visto a un policíacompletamente calvo. Su liso cuerocabelludo relucía bajo la lámpara delporche, y Elsie sospechó que seaplicaba algún ungüento especial.Detrás de ellos, aparcado justo al ladode la furgoneta mágica de Oliver, sehallaba su Rover blanco. Elsie abrió lapuerta, pero no quitó la cadena.

– Es la una y cuarto de la madrugada-dijo por la abertura.

– Lo sentimos mucho, señoraWatmore, se lo aseguro. Porque es ustedla señora Watmore, ¿verdad?

Hablaba el del sombrero; el calvosólo observaba. Una voz londinense,

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cultivada, pero no tanto como éldesearía.

– ¿Y qué si lo soy? -replicó.– Soy el sargento Jenning, de la

Brigada de Investigación Criminal, y micompañero es el agente Ames. -Agitóante ella una tarjeta plastificada, peropodría haber sido su pase de autobús-.Actuamos sobre la base de informaciónrecibida acerca de cierta persona con laque nos gustaría hablar antes de que secometa otro delito. Creemos que quizáusted pueda ayudarnos en nuestraspesquisas.

– ¡Vienen por Oliver, mamá! -exclamó Sammy con un ronco susurro

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desde el codo izquierdo de Elsie, y ellaestuvo a punto de darse media vuelta yordenarle que cerrase aquella bocaza.

Retiró la cadena de la puerta, y lospolicías pasaron al vestíbulo, unopegado a los talones del otro. Debe deser cosa de esa ex esposa suya, pensó;seguro que lo ha demandado paraexigirle la pensión. O ha pillado una desus borracheras y le ha dado una palizaa alguien. Se representó a Oliverencogido en el suelo, de costado, talcomo lo había encontrado aquella vez ensu habitación, con la mirada fija en lapared de una celda.

El policía del sombrero se

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descubrió. Ojos lagrimosos dealcohólico. Por alguna razón,avergonzado de sí mismo. El de la calvareluciente, en cambio, no seavergonzaba de nada. Había visto elregistro de entradas del Reposo y,encorvado sobre él, lo hojeaba como sifuese suyo. Hombros de matón. Culodesproporcionadamente pequeño.

– Un tal West -dijo el agente calvo,humedeciéndose el pulgar con la lenguapara pasar otra hoja-. ¿Conoce a algúnWest?

– Supongo que alguno se ha alojadoaquí de vez en cuando. Es un apellidobastante corriente.

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– Enséñasela -propuso el agente, ysiguió pasando páginas mientras elsargento del sombrero extraía de sucartera un sobre de papel encerado ymostraba a Elsie una fotografía deOliver a lo Elvis Presley, con el peloahuecado y los párpados hinchados, dela época en que se dedicaba a aquellode lo que había huido.

Sammy, de puntillas, trataba deechar una ojeada a la foto y decía:

– A mí, a mí.– Nombre de pila, Mark -informó el

sargento-. Mark West. Más de metroochenta, cabello oscuro.

Elsie Watmore tenía sólo intuición, y

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el recuerdo de las contenidas llamadastelefónicas de Oliver, como mensajes deSOS de un barco a punto de hundirse:«¿Qué tal, Elsie? ¿Cómo está Sammy?Yo estoy bien, Elsie; no te preocupespor mí. Pronto volveremos a vernos.»Sammy había cambiado su súplica porun «Enséñamela, enséñamela», ychasqueaba los dedos bajo la nariz de sumadre.

– No es él -dijo Elsie con vozquebrada, como una declaración formalensayada demasiado a menudo.

– No es ¿quién? - inquirió el agentecalvo, irguiéndose a la vez que se volvíahacia ella-. ¿ Quién no es quién?

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Tenía los ojos muy claros y lamirada vacía, y fue ese vacío lo que laasustó: la convicción de que por másamabilidad que una vertiese en aquellosojos, se desperdiciaría hasta la últimagota. No cambiaría de expresión ni aunviendo agonizar a su madre, pensó.

– No conozco al hombre de lafotografía, así que no es él, ¿no? -repuso, devolviendo la fotografía-.Debería darles vergüenza andardespertando así a personas decentes.

Sammy no soportaba ya más suexclusión. Apartándose de las faldas desu madre, avanzó con paso firme haciael sargento y tendió resueltamente la

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mano.– Sammy, vete a la cama, por favor.

Hablo en serio. Mañana tienes colegio.– Enséñasela -mandó el agente, si

bien sus labios no se movieron. Unagente dando órdenes a un sargento.

El sargento entregó la fotografía aSammy, y éste la examinó con granalarde de concentración, primero con unojo, luego con los dos.

– Ningún Mark West ha estado aquí-dictaminó por fin, y la devolvió con ungesto de desdén, como si fuese unainmundicia. A continuación, subióruidosamente por la escalera sin miraratrás.

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– ¿Y un tal Hawthorne? -preguntó elagente calvo, consultando de nuevo elregistro de entradas-. O. Hawthorne.¿Quién es?

– Ése es Oliver -respondió Elsie.– ¿Quién?– Oliver Hawthorne, un huésped de

la pensión. Trabaja en el mundo delespectáculo. Para niños. El tío Ollie.

– ¿Está aquí en este momento?– No.– ¿Dónde está?– Ha ido a Londres.– Para qué.– A actuar. Tenía un compromiso.

Un viejo cliente. Uno muy especial.

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– ¿Y un tal Single?– «Y un tal… y un tal…» ¿No sabe

decir otra cosa? -Por fin le brotaba laira, esa clase de ira intensa y diáfanaque tan buen resultado le daba-. Notienen derecho a hacer esto. No hantraído ninguna orden judicial. Salgan deaquí.

Abrió la puerta y la mantuvo abiertapara que se fuesen, creyendo notar quese le hinchaba la lengua tal como ocurríaa los mentirosos, según le decía siempresu padre. El agente calvo se acercó aella y le echó a la cara su aliento awhisky y jengibre.

– ¿Alguna persona de este

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establecimiento, varón, ha viajadorecientemente a Suiza, por placer o pornegocios?

– No que yo sepa.– ¿Por qué, pues, ha enviado alguien

a su hijo Samuel una postal con unaimagen de un campesino suizo agitandouna bandera? ¿Una postal donde esealguien anuncia que regresará pronto acasa? ¿Y por qué el sello de dichapostal se cargó a la cuenta de lahabitación del señor Mark West?

– No lo sé. Yo no he visto esapostal, ¿no?

Los ojos de mirada vacía aún máscerca, los efluvios del whisky más tibios

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y hediondos.– Si está mintiéndome, señora, como

así creo, usted y el chismoso de su hijodesearán no haber nacido -dijo elagente, y luego le dio las buenas nochescon una sonrisa y se dirigió hacia elcoche con su compañero.

Sammy esperaba en la cama de sumadre.

– He hecho bien, ¿verdad, mamá? -preguntó.

– Tenían mucho más miedo ellos quenosotros, Sammy -aseguró Elsie, yempezó a temblar.

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Capítulo 18

Una vez, dejándose arrastrar por lafogosidad de su ya lejana juventud,Brock había hecho llorar a un hombre agolpes. Aquellas lágrimas, taninesperadas, le causaron desconcierto yvergüenza. Al entrar en la Zahúrda dePlutón menos de una hora después de suconversación con Aggie, recordó eseincidente, como siempre que volvía aasaltarlo la tentación, y juró que seatendría a la lección aprendida en elpasado. Carter abrió la puerta de aceroy, por el semblante de Brock, adivinó

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que se había producido alguna novedadsignificativa. Mace, atrapado en elpasillo, se apretó respetuosamentecontra la pared para dejar paso a Brock.En la calle, Tanby aguardaba en su taxi,con el taxímetro corriendo y la radio deoperaciones abierta. Eran las diez de lanoche, y Massingham, sentado en unsillón, cenaba comida china con untenedor de plástico y veía a un grupo derisueños periodistas de televisiónfelicitarse mutuamente por su ingenio.Brock desenchufó el televisor desde lapuerta y ordenó a Massingham que sepusiese en pie. Él obedeció. Ladebilidad reflejada en el rostro de

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Massingham era una mancha que en losúltimos días se había oscurecido más ymás tras cada interrogatorio. Brock echóel cerrojo desde dentro y se guardó lallave en el bolsillo, sin poder explicarseni entonces ni más tarde por qué lohacía.

– He aquí la situación, señorMassingham -dijo, amable y tranquilo,actitud que se proponía mantener-.Mijaíl Ivánovich Orlov murió en elintercambio de disparos del FreeTallinn. Usted lo sabía, pero noconsideró oportuno revelárnoslo. -Conla pausa que hizo a continuación nopretendía invitar a Massingham a hablar,

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sino darle tiempo para que tomase plenaconciencia de la acusación-. ¿Por quéno, me pregunto? -Al no recibirrespuesta, aparte de un gesto deindiferencia poco convincente, añadió-:También ha llegado a mi conocimientoque Yevgueni Orlov los considera austed y a Tiger Single culpables porigual de la muerte de su hermano.¿Coincide esa información con la suya?

– Fue cosa de Hoban.– ¿Disculpe?– Hoban me cargó a mí el muerto.– ¿Ah, sí? ¿Y cómo accedió usted a

esa información si puede saberse?Un prolongado silencio, seguido de

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unas palabras casi inaudibles:– Eso es asunto mío.– ¿Se enteró por casualidad

mediante su versión personalizada de lacinta de vídeo con las imágenes delasesinato de Alfred Winser? ¿Algúnmensaje o posdata dirigidoespecíficamente a usted para advertirledel peligro que corría?

– Me dijeron que yo era el siguientede la lista. Mijaíl estaba muerto; yo lohabía traicionado. Yo y mis seresqueridos, William en especial,pagaríamos con sangre -explicóMassingham con la voz cascada-. Fue unmontaje. Hoban jugaba con dos barajas.

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– Más bien con tres, ¿no? Al fin y alcabo, usted y él engañaban ya a Tiger.

Massingham no respondió, perotampoco lo negó.

– Usted participó de maneraentusiasta en un plan anterior, allá porNavidad aproximadamente, concebidopara despojar a su jefe. Single, de todossus activos y crear una nueva entidadcontrolada por Hoban, Mirsky y ustedmismo. ¿Es así, señor Massingham?¿Tendrá la bondad de decir «sí»?

– Sí.– Gracias. Dentro de un momento

pediré a los señores Mace y Carter queentren y lo acusaré formalmente de

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varios delitos, entre ellos, obstaculizarla acción de la justicia ocultandoinformación y destruyendo pruebas, yconfabularse con personas conocidas ydesconocidas para importar sustanciasprohibidas. Si colabora conmigo ahora,subiré al estrado en su juicio y abogaréen favor de una reducción de ladraconiana pena que le espera. Si nocolabora ahora conmigo, presentaré suparticipación en este asunto de modo talque se le apliquen las penas máximas entodos los cargos y sentaré a William asu lado en el banquillo, acusado decomplicidad antes, después y durante elhecho. Además, negaré bajo juramento

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haber dicho lo que acabo de decir. ¿Quéserá, señor Massingham? ¿Sí, colaboro;o no, no colaboro?

– Sí.– Sí ¿qué?– Sí, colaboro.– ¿Dónde está Tiger Single?– No lo sé.– ¿Dónde está Alix Hoban?– No lo sé.– ¿Veré a William en el banquillo de

los acusados junto a usted?– No, no lo verá. Estoy diciendo la

verdad.– ¿Quién informó a las autoridades

rusas acerca del Free Tallinn ? Conteste

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con mucho cuidado, por favor, porqueya no tendrá oportunidad de rectificar ladeclaración.

– El muy hijo de puta me metió eneso -susurró Massingham.

– ¿Y quién es el hijo de puta encuestión?

– ¡Maldita sea! Ya se lo he dicho.Hoban.

– Me gustaría entender la lógica deeso. Esta noche tengo la cabeza un pocoespesa. ¿Qué se ganaba, desde el puntode vista de Hoban y usted, con laconfiscación por parte de lasautoridades rusas del Free Tallinn yunas cuantas toneladas de heroína

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refinada de la mejor calidad… y ya nodigamos con la muerte de Mijaíl?

– ¡Yo no sabía que Mijaíl viajaba enel condenado barco! Hoban no me lodijo. Si hubiese sabido que Mijaílestaba a bordo, no me habría prestadopor nada del mundo a seguirle el juego.

– Seguirle el juego ¿respecto a qué?– Hoban quería poner la gota que

colma el vaso. Un último fracasoespectacular tras una larga serie. Y esohizo.

– Pero también usted lo hizo.– ¡De acuerdo, lo hicimos los dos!

Él lo propuso, y yo vi sentido a la idea.Le seguí el juego. Me dejé engañar

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como un imbécil. ¿Contento? Si seconfiscaba el Free Tallinn, sería elfactor decisivo y Hoban estaría encondiciones de mover a Yevgueni.

– «Mover» ¿en qué sentido? Ylevante la voz, por favor. No le oigobien.

– Mover en el sentido de persuadir.¿Es que hablo en chino? Hoban tienecierto ascendiente sobre Yevgueni. Estácasado con Zoya. Es padre del úniconieto varón de Yevgueni. Puede sacarprovecho de esa situación. Si fracasabala operación del Free Tallinn, no habríaya más resistencia ni más cambios deplanes en el último momento por parte

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de Yevgueni. Ni siquiera Tigerconseguiría disuadirlo con suszalamerías.

– Y Hoban, para mayor seguridad,puso a Mijaíl en el barco sin informarlea usted. El razonamiento empieza adebilitarse otra vez, me temo.

– Ponerlo en el barco, no creo.Seguramente lo decidió Mijaíl. PeroHoban sabía de antemano que se habíarevelado la naturaleza del cargamento, yno se lo impidió.

– Así que Mijaíl resultó muerto, yusted, en lugar de beneficiarse de underrocamiento comercial, se vioenvuelto en un mayúsculo odio de sangre

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a la georgiana.– Fue una trampa. Yo soy el traidor,

y por lo tanto el principal objetivo.Pero, según la versión de Hoban, Tigerme incitó a la traición, y por lo tanto tanculpable como yo.

– He vuelto a perderme. ¿Por qué esusted el traidor? ¿Cómo llegó a esaposición? ¿Por qué no dio Hobanpersonalmente el soplo sobre el FreeTallinn ? ¿Por qué no hacía Hoban sutrabajo sucio?

– El soplo debía proceder deInglaterra. Si procedía de Hoban, susantiguos camaradas lo descubriríantarde o temprano y Yevgueni acabaría

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enterándose.– ¿Ése es el razonamiento tal como

Hoban se lo presentó a usted?– ¡Sí! Y tenía sentido. Si el soplo

procedía de Inglaterra, podía deducirseque procedía de Tiger. Si pasaba yo lainformación, lo hacía por orden deTiger. Tiger, pues, engañaba aYevgueni. Delatar a Tiger formaba partedel plan.

– Y también delatarlo a usted.– Al final… resultó ser así…, sí.

Interpretado a la manera de Hoban, sí.Interpretado a mí manera, no -contestóMassingham. Había recobrado la voz, ycon ella cierta farisaica indignación.

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– ¿Le siguió el juego, pues?Massingham no respondió. Brock

dio medio paso hacia él, y con mediopaso bastó.

– Sí. Le seguí el juego. Pero nosabía que Mijaíl estaba a bordo. Nosabía que Hoban se volvería contranosotros. ¿Cómo iba a saberlo?

Brock parecía absorto en susreflexiones. Asentía vagamente con lacabeza, se tocaba el mentón.

– Así que accedió a dar el soplo -dijo por fin, pensando en voz alta-. Pero¿cómo? -No hubo respuesta-. Déjemeadivinar. El señor Massingham acudió asus viejos amigos de lo que llamamos el

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Foreign Office. -Siguió sin haberrespuesta-. ¿A alguien que yo conozco?Repito: ¿A alguien que yo conozco?

Massingham negó con la cabeza.– ¿Por qué no? -preguntó Brock.– ¿Qué iba a decirles cuando me

preguntasen cómo había averiguado queel Free Tallinn salía de Odessa con esecargamento? ¿Que lo había oídocasualmente en un bar? ¿Que habíaescuchado una conversación telefónicagracias a un cruce de líneas? Se mehabrían echado encima en cuestión desegundos.

– Sí, sin duda -concedió Brockdespués de pensarlo por un instante-.

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Les habría despertado más curiosidadusted que el Free Tallinn. Eso no habríadado resultado, ¿verdad? Ustednecesitaba un aliado pasivo que nohiciese preguntas, y no a un miembropensante del Servicio de Inteligencia.Así pues, ¿a quién acudió, señorMassingham? -Brock estaba tan cerca deél y su actitud era tan reflexiva que noera necesario ni pertinente alzar la vozmucho más allá de un susurro. Por esomismo, su repentino grito resultó aúnmás desconcertante-. ¡Señor Mace!¡Señor Carter! ¡Entren, por favor!¡Deprisa! -Y los dos hombres debían deestar justo al otro lado de la puerta, ya

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que, encontrándola cerrada con llave ysospechando que Brock estaba enpeligro, la echaron abajo y se colocarona ambos lados de Massingham casi antesde que Brock hubiese terminado de darla orden-. Señor Massingham –prosiguió Brock-. Deseo que me diga,delante de estos dos caballeros, a quédepartamento de seguridad británicoinformó, con la mayor reserva, delcargamento ilegal que se hallaba abordo del buque Free Tallinn cuandozarpó de Odessa.

– A Porlock -susurró Massinghamcon la respiración entrecortada-. Tigerme dijo que… si alguna vez necesitaba

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ayuda de la policía, me dirigiese aPorlock… que Porlock tenía una red…podía arreglar cualquier cosa… siviolaba a alguien… si pescaban aWilliam esnifando… si alguienchantajeaba a alguien o si necesitabaquitar a alguien de en medio… fuera loque fuese, Porlock cooperaría…Porlock trabajaba para él.

De pronto, para bochorno de ambos,rompió a llorar, acusando a Brock consus lágrimas. Pero Brock no teníatiempo para remordimientos deconciencia. Tanby se había asomado a lapuerta con un mensaje que comunicar, yAiden Bell, al frente de un puñado de

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hombres muy duros, permanecía enestado de alerta en el aeropuerto deNortholt.

Habían cruzado el estrecho por unlargo puente y, siguiendo lascontradictorias instrucciones de Oliver,exploraban otra serie de colinas -«lapróxima a la izquierda, no a laderecha… ¡No, espera un momento, a laizquierda!»-, pero Aggie no se quejaba,sino que daba rienda suelta a la intuiciónde Oliver, erguido en el asiento contiguocomo un sabueso, olfateando, arrugandola frente, intentando recordar. Pasaba de

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medianoche y no había ya venerablescaballeros a quienes preguntar. Habíapueblos y restaurantes en elevadasatalayas y juerguistas nocturnos encoches rápidos que se echaban de prontosobre ellos como aviones de combateenemigos, los adelantaban comoexhalaciones y de inmediato se perdíande vista en el valle. Había negrashondonadas de campos yermos ypequeñas nubes de bruma que aparecíansúbitamente ante ellos, los envolvían ylos dejaban salir poco después.

– Un azulejo de color azul -dijoOliver-. Una especie de azulejomusulmán con unas palabras escritas en

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letra muy recargada, y los números tresy cinco en blanco.

Había anotado variasaproximaciones de la dirección, y él yAggie, sentados hombro con hombrodentro del coche aparcado en algunaárea de descanso, habían escrutadoprimero un mapa de carreteras y luegoun callejero, buscando en el índicetoponímico. -«¿Podría ser éste, Oliver?¿Y ese otro, Oliver?»-, y Aggie apenashabía recurrido a su recién nacidaintimidad, excepto para guiarle el dedosobre el plano alguna que otra vez y, enuna única ocasión, para besarle la sien,que tenía mojada de sudor frío y

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temblorosa. Desde una cabinatelefónica, Aggie había tratado en vanode encontrar en el servicio deinformación a una operadora anglófonaque pudiese proporcionarle la direccióny el número de teléfono de Orlov,Yevgueni Ivánovich u Hoban, Alix,patronímico desconocido. Pero debía deser día festivo o el cumpleaños dealguien o simplemente una de tantasnoches de descanso para las operadorastelefónicas de Estambul, ya que sóloobtuvo promesas en un inglésmacarrónico y la cortés sugerencia deque volviese a intentarlo por la mañana.

– Procura recordar lo que se veía

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desde las ventanas -instó Aggie,deteniendo el coche en un mirador paraturistas y apagando el motor-. Algúnelemento especial del paisaje, cualquiercosa. Estaba en el lado europeo.Mirabas hacia Asia. ¿Qué veías?

Oliver estaba tan distante, tanensimismado. Era el Oliver del día quelo conoció en la casa de Camden con suabrigo de color gris lobo, dolido,mirando alrededor con fiereza,desconfiando de todos.

– Nieve -respondió Oliver-. Era unpaisaje nevado. Palacios en la orillaopuesta. Barcos, luces de colores. Habíauna verja -continuó a medida que las

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imágenes cobraban forma en sumemoria-. Una verja bajo una torre deentrada -precisó-. Al fondo del jardín.El terreno descendía en terrazas, y alfondo del jardín se levantaba una tapiacon una verja, y sobre la verja estabaesa torre de entrada. Y al otro ladopasaba una calle estrecha. Adoquinada.Nos acercamos hasta allí.

– ¿Quiénes?– Yevgueni, yo y Mijaíl. -Un instante

de silencio por Mijaíl-. Dimos un paseopor el jardín. Mijaíl estaba orgulloso deél. Le gustaba tener una finca grande.«Como Belén», decía una y otra vez.Había luz en la torre de entrada. Vivía

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alguien allí. Gente de Hoban. Guardias olo que fuese. Mijaíl no les tenía muchoaprecio. Escupió y puso cara de pocosamigos cuando los vio en una ventana.

– ¿Y el aspecto?– No llegué a verlos.– No me refiero a esa gente, Oliver.

Hablo de la torre de entrada.– Almenada.– ¿Qué demonios significa eso? -

preguntó Aggie con tono jocoso,tratando de sacarlo de su abismo.

– Torrecillas. Dientes de piedra. -De manera imprecisa, dibujó la forma enel vaho del parabrisas y repitió-:Almenada.

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– ¿Y la calle adoquinada?– ¿Qué?– ¿Estaba en un pueblo, quizá? Los

adoquines hacen pensar en un pueblo.¿Viste farolas al otro lado de la tapiacuando contemplaste el jardín nevado?

– Vi semáforos -contestó Oliver,todavía ausente-. A la izquierda de latorre de entrada. La villa se encontrabaen el ángulo de un cruce. Al fondo, lacalle adoquinada, apenas un caminovecinal; a un lado, una carretera deverdad, y los semáforos estaban dondeel camino confluía con la carretera. ¿Porqué ha dicho que hablaba como situviese una cebolla en la boca? -dijo

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Oliver, pensando en voz alta mientrasella buscaba en el mapa-. ¿Por qué dabapor supuesto que lo seguiría?Probablemente estaba enterado de mivisita a Nadia.

– Concéntrate en esto -aconsejóAggie.

– Había dos carreteras -prosiguióOliver, consultando con su memoria-.Una costera y una de montaña. A Mijaílle gustaba la carretera de montañaporque le permitía exhibir sus dotes deconductor. Había una tienda deporcelanas y un supermercado. Y unletrero luminoso de una marca decerveza.

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– ¿Qué cerveza?– Efes. Turca. Y una mezquita. Tenía

un viejo minarete con una antena en loalto. Oímos al almuecín.

– Y viste la antena -dijo ella,poniendo el coche en marcha-. Denoche. Elevándose por encima de unatapia con una torre de entrada y unacalle adoquinada y un pueblo y elBósforo más abajo y Asia al otro lado.Y sabemos que es el número treinta ycinco. Vamos allá, Oliver. Necesito tusojos. No te duermas, no es el momento.

– La tienda de porcelana.– ¿Qué tiene de especial?– Se llamaba Jumbo Jumbo Jumbo.

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Me vino a la cabeza la imagen de treselefantes en una tienda de porcelana.

En otra cabina encontraron una guíatelefónica hecha jirones y la direcciónde Jumbo Jumbo Jumbo, pero cuandoconsultaron el plano, resultó que la calleno existía, o si existía, había cambiadode nombre. Sorteando socavones,deambularon por la zona hasta que derepente Oliver echó hacia adelante lacabeza y agarró del hombro a Aggie.Habían llegado a una confluencia. Anteellos nacía una calle adoquinada. A laizquierda, corría paralela una tapia deladrillo. A media calle, los afiladosdientes negros de una antigua torre se

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hincaban en el cielo estrellado. A suderecha se alzaba una mezquita. Inclusohabía una antena en el minarete, aunqueAggie se preguntó si no sería en realidadun pararrayos. Más adelante brillabanlos discos rojos de un par de semáforos.Dejando encendidas sólo las luces deposición, Aggie avanzó hacia ellos bajola sombra de la torre almenada. No seveía luz en la ventana en forma de arco.Al llegar al semáforo, dobló a laizquierda colma arriba, dejando atrás unindicador donde se leía ankara.

– Ahora otra vez a la izquierda -ordenó Oliver-. Para aquí. A unos cienmetros por este camino hay una verja

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alta de dos hojas y un patio. Allí, dondese ven aquellos árboles. La casa estádebajo de los árboles.

Aggie aparcó silenciosamente en unarcén de arena, esquivando las latas ybotellas esparcidas por el suelo. Apagólas luces. Eran dos amantes en busca deintimidad. El Bósforo volvía aextenderse bajo ellos.

– Entraré solo -anunció Oliver.– Yo también voy -dijo Aggie. Tenía

su bolso en el regazo y hurgaba en él.Extrajo el teléfono móvil y lo escondióbajo el asiento-. Dame el dinero turcoque lleves.

Oliver le entregó un fajo; ella le

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devolvió la mitad y ocultó el resto bajoel asiento, junto con los pasaportes anombre de Single. Retiró la llave delcontacto y la separó del llavero con laetiqueta de identificación de la agenciade alquiler. Salió del coche. Oliver seapeó también. Aggie abrió el maletero,cogió el juego de herramientas, sacó lallave fija para las tuercas de las ruedasy se la colocó al cinto con la palanquetahacia abajo. Cerró el maletero y, conuna pequeña linterna, empezó aescudriñar la arena del arcén.

– Por si la necesitas, te informo deque llevo mi navaja suiza -comentóOliver.

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– Cállate, Oliver. -Aggie se agachóy recogió una lata oxidada sin tapa.Cerró el coche con llave y acontinuación sostuvo en alto la lata y lallave-. ¿Ves esto? Si nos separamos osurgen problemas, se lleva el coche elprimero que llegue. Sin esperar al otro. -Puso la llave dentro de la lata, y la latajunto a la cara interna de la ruedadelantera del lado izquierdo-. Punto deencuentro, la base del minarete.Alternativa en caso de emergencia, elvestíbulo de la principal estación de trencada dos horas a partir de las seis de lamañana. Oliver, te adiestraron para estetrabajo.

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– No me pasa nada. Estoy bien.– En el supuesto de que nos

separemos, el primero que llegue alcoche, avisa a Nat lo antes posible porla línea caliente. Pulsa el uno y luego latecla send, encendiendo antes elteléfono, claro está. ¿Atiendes, Oliver?Tengo la sensación de estar hablandosola. Ven aquí. -Abocinó las manos entorno al oído de Oliver-. Acabo de darteinstrucciones para la operación. Haz elfavor de tenerlas en mente hasta el final.Muchas personas, cuando se equivocan,creen que son unos héroes, y en realidadson unos auténticos gilipollas. Ése es unerror garrafal. ¿Me oyes, Oliver? Ve tú

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delante, conoces el terreno. ¡Vamos!Oliver encabezó la marcha; Aggie lo

siguió. Era un camino sin asfaltar,embarrado y lleno de charcos. Desdedetrás, el delgado haz de la linternaalumbraba sus pasos. Oliver olía a zorroo tejón y a relente nocturno. Aggieapoyaba la mano en su hombro. Oliverse detuvo y se volvió hacia ella, incapazde verla en la oscuridad peropercibiendo preocupación en su mirada.Eso mismo se refleja en la mía, pensó.Oyó un búho, luego un gato y despuésmúsica bailable. Una opulenta villaapareció más arriba, a su derecha, contodas las luces encendidas y gran

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número de coches aparcados en elcamino de acceso. Las sombras de losasistentes a la fiesta danzaban en lasventanas.

– ¿Quiénes son ésos? -susurróAggie.

– Millonarios corruptos.La deseaba intensamente. De buena

gana habría tomado el Orient-Expresscon ella en la antigua estación deEstambul y le habría hecho el amordurante todo el trayecto hasta París.Recordó entonces que el Orient-Expressno llegaba ya a Estambul. Un búho dealas blancas alzó el vuelo ruidosamenteentre las ramas de los cinamomos,

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dándole un susto de muerte. Oliver seacercaba ya a la verja, con Aggiepegada a él. La verja se hallaba a quincemetros del camino, al pie de unaempinada rampa de asfalto. A un ladohabía una garita de guardia. Luces deseguridad iluminaban la verja; gruesascadenas mantenían sujetas las dos hojas,y una espiral de alambre de espino lacoronaba. En cada pilar resplandecía elnúmero 35, grande y blanco sobre unfondo morisco. Atravesandorápidamente la rampa seguido de Aggie,Oliver llegó a una segunda entrada, másmodesta, para el servicio y los repartos:dos hojas de acero de un metro ochenta

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de altura, rematadas con púas paraempalar mártires cristianos, le impedíanel paso. Al otro lado se extendía lafachada posterior de la villa, unamaraña de tuberías, chimeneas ygárgolas. No se veía luz en ningunaventana. Aggie examinó la cerraduraenfocándola con la linterna y luego,empuñando la llave fija, introdujo elextremo con forma de palanqueta en elintersticio entre las dos hojas de lapuerta, tanteó y la retiró con cuidado. Uncable eléctrico asomaba por un diminutoagujero abierto junto a la cerradura. Sehumedeció el dedo con la lengua, tocó elcable y movió la cabeza en un gesto de

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negación. Metió la llave fija bajo lacinturilla del pantalón de Oliver, apoyóla espalda contra la tapia y entrelazó lasmanos ante el abdomen con las palmashacia arriba.

– Así -susurró.Oliver obedeció, y Aggie se

encaramó a sus manos pero no pasómucho tiempo sobre ellas. Oliver notóuna breve presión mientras trepaba yluego la vio volar hacia las estrellas porencima de las púas para mártires. Oyósu correteo al caer al otro lado y elpánico se adueñó de él. ¿Cómo voy aseguirla? ¿Cómo saldrá ella de ahí? Unade las hojas de la puerta de acero

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chirrió y se abrió. Oliver se deslizó porel hueco. Una vez dentro del recinto, seorientó en el acto. Un pasadizo enlosadodiscurría entre la villa y la tapia. Habíajugado allí al escondite con las nietas deYevgueni. Un arbotante formaba un arcocontra el cielo. Enormes tuberías dedesagüe, semejantes a cañones viejos,atravesaban el pasadizo a ras de tierra.Las niñas saltaban sobre ellas como sifuesen las piedras de un arroyo. Oliveractuó de guía, apoyando una mano en latapia para mantener el equilibrio.Recorrió el pasillo acristalado quecomunicaba el ático de Tiger con elascensor a través del terrado, y su

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renqueante paso por él con un piedescalzo. Habían llegado a la partedelantera de la villa. A la luz de la luna,las terrazas descendentes del jardín seextendían lisas como naipes. Abajo, latapia y la torre de entrada parecíanmurallas recortables de una fortaleza dejuguete.

Aggie le rodeó la cintura con losbrazos y, con delicadeza, recuperó lallave fija.

– Espera aquí -indicó.Oliver no tenía otra alternativa.

Aggie se movía ya sigilosamente a lolargo de la fachada, atisbando el interiora través de cada cristalera, cruzando

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ante ellas con felinos saltos, mirando denuevo y avanzando, deteniéndose yvolviendo a asomarse. Al llegar alextremo opuesto, hizo una señal aOliver, y él se encaminó hacia allí,consciente de su torpeza. A la luz de laluna se veía con igual claridad que dedía pero en blanco y negro. En laprimera ventana no advirtió nadafamiliar. La habitación estaba vacía.Había flores marchitas esparcidas por elsuelo: rosas, claveles, orquídeas, trozosde papel de plata. Un par de maderosclavados en forma de cruz descansabanen un rincón apoyados contra la pared.Algo más abajo de su intersección,

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Oliver vio otro madero de menorlongitud clavado perpendicularmente enel palo vertical y recordó la forma de lacruz ortodoxa. En el centro se alzaba unaestrecha mesa de caballetes como lasque usan los pintores, pero Oliver nodetectó manchas ni salpicaduras. Aggiele indicaba que siguiese adelante.

Oliver avanzó hasta la segundacristalera. Allí vio una cama de niño yuna mesilla de noche, una lámpara delectura, un montón de libros y unapequeña bata colgada de una percha.Pasó a la tercera ventana y estuvo apunto de echarse a reír a carcajadas.Adosados contra las paredes, estaban

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algunos de los muebles de abedul de losque se preciaba Yevgueni. En el centrodel suelo de parquet, ocupando el lugarde honor, dormía la BMW bajo su funda,como un poni de Shetland envuelto enuna manta. Deseando dirigir la atenciónde Aggie hacia esa cómica visión,volvió la cabeza y vio que ella se habíaquedado inmóvil, con la espalda pegadaa la pared y las manos extendidas,señalando repetidamente con el mentónhacia la cristalera más próxima a ella, laúltima de la fachada. Se agachó y sedirigió hacia allí. Quedándose en el ladoopuesto de esa misma cristalera,observó la habitación. Zoya estaba

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sentada en la mecedora de Tinatin.Llevaba un largo vestido negro, como untraje de noche, y unas botas rusasnegras. Tenía el pelo recogido en undescuidado moño, y su rostro era unicono de sí misma, demacrado, los ojosdesorbitados. Mantenía la vista fija en laalta cristalera, pero con la mirada tanlúgubre y perdida que Oliver dudó queviese algo aparte de los demonios de supropia mente. Una vela parpadeaba enuna mesa junto a ella. Sostenía unaKalashnikov sobre las rodillas, con eldedo índice de la mano derecha dobladoen torno al gatillo.

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En un primer momento Aggie nocomprendió qué intentaba decirle Olivermediante gestos, y él tuvo que repetirvarias veces su mensaje mímico, alprincipio sin levantar los brazos, luegocon las manos en alto. Finalmente Aggiese sacó la llave maestra del cinturón, sepuso en cuclillas y le indicó que hicieselo mismo. Encogiendo los brazosparcialmente ante el pecho, formó unacuna, y Oliver la imitó. A continuaciónAggie lanzó la llave con la fuerzanecesaria para salvar el metro y mediode anchura de la cristalera, y Oliver laatrapó en el aire con una sola mano,contraviniendo por completo sus

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instrucciones. Con una serie de gestos,trató de explicarle a Aggie otras cosas.Se dio palmadas en el pecho, señaló endirección a Zoya, asintió con la cabeza yalzó el pulgar para que Aggie no sepreocupase: somos viejos amigos.Luego extendió las palmas de las manosy las movió hacia el suelo indicandolentitud: vamos a tomarnos esto concalma. Volvió a señalarse él mismo:esta vez llevo yo la voz cantante; entroyo, y tú te quedas fuera. Se tocó la siensin mucha convicción para dar aentender el posible trastorno mental deZoya y luego, frunciendo el entrecejo enexpresión de duda, ladeó la cabeza a

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izquierda y derecha para poner en telade juicio su vulgar diagnóstico. Conactitud reverencial, representó unabrazo: fui su amante; ella esresponsabilidad mía. Era difícil saberqué había entendido Aggie de todoaquello pero, a juzgar por su docilidad,Oliver supuso que la mayor parte porqueella, tras observarlo atentamente, sebesó las yemas de los dedos y sopló elbeso en dirección a él.

Oliver se irguió y supo que sihubiese estado allí solo, se habríaapoderado de él el miedo, yprobablemente también el desconcierto;sin embargo, gracias a la presencia de

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Aggie, veía las cosas con absolutaclaridad y no albergaba la menor dudaacerca de lo que debía hacer. Sabía quelas ventanas de la casa eran de cristalblindado, porque Mijaíl le habíamostrado con satisfacción las bisagras ycierres reforzados que se requerían parasostener el enorme peso. Porconsiguiente, la improvisada palanca noera su primer recurso, sino más bien elúltimo. En todo caso era innegable queAggie, entregándole la llave, dejaba ensus manos la tarea, como él quería. Laidea de hacer entrar a Aggie en batallapor él, de ver a Aggie abatida por unasalva de balas de Kalashnikov en

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premio a sus esfuerzos y convertida enun cadáver más en la catastrófica estelaque él dejaba a su paso, le resultabainsoportable. El cristal blindado era unacosa. Una ráfaga de metralleta a altavelocidad a una distancia de menos dedos metros era otra muy distinta.

De modo que se colocó la llavemaestra bajo el cinturón, estilo Aggie, ycon movimientos rígidos, caminando decostado, se desplazó hasta el centro dela cristalera y luego un poco más allápara que Zoya le viese toda la cara através de un panel, y no dividida en dospor el marco. Llamó al cristal blindadocon los nudillos, primero con suavidad,

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después con golpes más enérgicos.Cuando ella levantó la cabeza y pareciófijar en Oliver la mirada, él forzó unadébil sonrisa y con voz lo bastante alta,esperó, para traspasar el cristal, dijo:

– Zoya, soy Oliver. Déjame entrar.Lentamente, Zoya abrió aún más los

ojos hasta que parecieron a punto desalírsele de las órbitas y de pronto, enun arrebato de febril actividad, comenzóa manosear el arma que sostenía en elregazo como preludio del proceso deapuntar el cañón hacia él. Oliver golpeóel cristal con las palmas de las manos yacercó la cara tanto como pudo sinllegar a ofrecer una imagen cómica.

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– ¡Zoya! ¡Déjame entrar! ¡SoyOliver, tu amante! -anunció a voz engrito, sin acordarse en ese momento,bien está admitirlo, de la presencia deAggie. Pero habría dicho eso mismo encualquier caso, y era obvio que lapropia Aggie lo habría instado a decirlo,ya que Oliver, con el rabillo del ojo, vioque ella asentía enérgicamente con lacabeza en muestra de apoyo.

Sin embargo la reacción de Zoya fueidéntica a la de un animal cuando oye unsonido recordado sólo a medias: loreconozco… casi… pero ¿es amigo oenemigo? Se había puesto en pie,vacilante -Oliver tuvo la impresión de

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que estaba desnutrida-, pero sujetabaaún el arma. Y después de observar aOliver por unos instantes, lanzó unasevera mirada alrededor, escudriñandola habitación, como si sospechase que suaparición en la ventana era sólo unseñuelo para atraer hacia allí suatención mientras le tendían unaemboscada por la espalda.

– ¿Puedes abrir esta puerta, Zoya,por favor? -insistió Oliver-. Necesitoentrar. ¿Hay alguna llave en lacerradura? Si no, podrías ir a la puertaprincipal y dejarnos entrar por allí. Sóloestoy yo, Zoya. Yo y una amiga. Tecaerá bien. Nadie más, te lo prometo.

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¿Por qué no intentas hacer girar la llave?Es una de esas llaves de latón pequeñasy redondas, si no recuerdo mal. Hay quedar tres o cuatro vueltas.

Pero Zoya sostenía aún el arma yhabía conseguido dirigir el cañón haciala entrepierna de Oliver, y se advertíatal letargo en sus movimientos, taldesesperación en su semblante, tanabsoluta indiferencia a la vida y lamuerte, que tan probable parecía quedisparase como que no. Se produjo,pues, un largo silencio durante el cualOliver se mantuvo firme ante lacristalera, Aggie observó entrebastidores, y Zoya trató de reconciliarse

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con la idea de tener a Oliver de nuevoante ella después de tantos añospadeciendo lo que la vida le hubiesedeparado. Finalmente Zoya, apuntándolotodavía con el arma, dio un paso alfrente, luego otro, hasta que se hallaroncara a cara separados por el cristal, yella pudo examinarle los ojos y tomaruna decisión sobre lo que veía en ellos.Manteniendo el arma empuñada con lamano derecha, extendió la izquierda ytrató de descorrer el cerrojo, pero sudelgada muñeca carecía de la fuerzanecesaria. Optó por dejar el arma y, trasarreglarse el pelo para recibirlo, empleólas dos manos para franquearle el paso.

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Aggie entró inmediatamente después, seagachó a recoger la Kalashnikov y se lametió bajo el brazo.

– ¿Podrías decirme, por favor, quiénmás hay en la casa? -preguntó Aggie aZoya con tranquilidad, como si seconociesen de toda la vida.

Zoya negó con la cabeza.– ¿Nadie?No hubo respuesta.– ¿Dónde está Hoban? -dijo Oliver.Zoya cerró los ojos en expresión de

repudio.Oliver la cogió de los codos y la

atrajo hacia sí. Le extendió los brazos yse los colocó alrededor de sus propios

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hombros. Luego la abrazó él a su vez,estrechando su cuerpo frío, dándolepalmadas en la espalda y meciéndola.Entretanto Aggie comprobó el cargadorde la Kalashnikov, la amartilló y,sosteniéndola cruzada ante el pecho,salió con sigilo de la habitación parainspeccionar la casa. Después demarcharse Aggie, Oliver mantuvo aZoya entre sus brazos largo rato,esperando a que se relajase y entrase encalor contra su cuerpo, a que distendieselos puños y le soltase las solapas de lachaqueta, a que levantase la cabeza y lerozase la mejilla. Oliver notaba loslatidos de Zoya contra el pecho y el

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temblor de su descarnada espalda, y lassacudidas de sus costillas cuando alcabo de unos minutos empezó a sollozarcon prolongadas exhalaciones,expulsando de su pecho bocanada trasbocanada de dolor. Su extrema delgadezlo sobrecogió, pero supuso que no eraalgo nuevo en ella. Tenía el rostrocadavérico, y cuando alzó la barbilla yapretó la sien contra la mejilla deOliver, él notó que su piel se deslizabasobre el hueso como la de una anciana.

– ¿Cómo está Paul? -preguntó Olivercon la esperanza de que si la persuadía ahablar de su hijo, conseguiría abrir lapuerta a todo lo demás.

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– Paul es Paul.– ¿Dónde está?– Paul tiene amigos - explicó Zoya,

como si ese fenómeno diferenciase aPaul del resto de los niños-. Ellos loprotegerán. Le darán de comer. Lodejarán dormir. No habrá funerales paraPaul. ¿Quieres ver el cadáver?

– ¿Qué cadáver?– Quizá ya no está.– ¿Qué cadáver, Zoya? ¿El cadáver

de mi padre? ¿Lo han matado?Las habitaciones delanteras de la

villa estaban comunicadas entre sí.Aferrándose al brazo de Oliver con lasdos manos, Zoya lo guió a través de la

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habitación con los muebles de Catalinala Grande y la moto cubierta y deldormitorio vacío de Paul hasta el cuartocon flores esparcidas por el suelo, lamesa de caballetes en el centro y losmaderos clavados en forma de cruzortodoxa.

– Es nuestra tradición -dijo Zoya,situándose junto a la mesa.

– ¿Qué tradición?– Primero lo ponemos en un ataúd

abierto. Los aldeanos preparan elcuerpo. Aquí no tenemos aldeanos, asíque lo preparamos nosotros mismos. Noes fácil vestir a un cadáver con muchasheridas de bala. También la cara había

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quedado dañada. Aun así, llevamos acabo la tarea.

– La cara ¿de quién?– Junto al cadáver, colocamos sus

objetos preferidos. Su paraguas. Sureloj. Su cinturón. Sus pistolas. Peroconservamos su cama arriba para él. Lereservamos un sitio a la mesa. Comemospor él a la luz de una vela. Cuando losvecinos vienen a despedirse de él, lesdamos la bienvenida y bebemos todospor él. Pero aquí no tenemos vecinos.Somos exiliados. También forma partede la tradición dejar la ventana abiertapara que el alma parta como un pájaro.Quizá su alma partió, pero eran días muy

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calurosos. Cuando el cadáver abandonala casa, se dan tres vueltas a lasmanecillas de los relojes contra sudirección natural, su mesa se pone patasarriba, se retiran todas las flores, y antesde que el ataúd emprenda su viaje segolpea la puerta tres veces con él.

– El cadáver de Mijaíl -dijo Oliver,y Zoya lo confirmó con prolongados ylúgubres gestos de asentimiento.

– Quizá deberíamos hacerlo, pues -propuso Oliver, disimulando su aliviocon un resuelto ánimo.

– ¿Cómo?– Volver la mesa del revés.– No fue posible. Cuando se fueron,

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me quedé sola, y yo no tengo fuerzasuficiente.

– Juntos sí tenemos fuerza suficiente.Ya verás. Déjame a mí. ¿Qué te parecesi simplemente la pliego?

– Recuerdo que eres muy amable -dijo Zoya, y sonrió con admiraciónmientras Oliver doblaba las patas bajola mesa, las encajaba en su alojamientoy ponía la mesa boca abajo en el suelode parquet.

– Quizá también deberíamos limpiaresto de flores. ¿Dónde hay una escoba?Necesitamos una escoba y un recogedor,será lo mejor. ¿Dónde guardas lasescobas? -La cocina le recordó a la de

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Nightingales: amplia, con vigas vistas yolor a fría piedra-. Enséñamelas.

Al igual que Nadia, Zoya abrióvarios armarios antes de encontrar loque buscaba. Al igual que Nadia, Zoyaexplicó entre dientes la ausencia de loscriados. Regresaron a la habitacióndelantera, y Zoya barrió distraídamentelas flores mientras Oliver le sostenía elrecogedor. Al cabo de un rato, le retiróla escoba de las manos y la apoyó contrala pared, porque se había echado allorar de nuevo, y esta vez Oliver tuvola impresión de que su compañía lahabía reanimado y esas lágrimasejercían un efecto catártico. Y Oliver

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puso de sí cuanto pudo para atenderla:sus sentimientos, su compasión y sufuerza de voluntad se concentraron enella. Para arrancarla con ternura de suestado de catatonia y devolverla a lavida, Oliver se vio obligado aimponerse la disciplina de no pensar ennada más; porque de lo contrario lahabría apartado de un empujón,dejándola con sus lágrimas yconvulsiones, para correr de vuelta a lacocina y mirar en el segundo armario dela izquierda, donde había una bolsa deviaje marrón a juego con su abrigo -«demano», había dicho Nadia-, con elnombre «Señor Tommy Smart» escrito

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de puño y letra de Tiger en la etiqueta,abandonada entre botas mohosas,chanclos de goma y números atrasadosde periódicos en ruso.

– A mi padre lo traicionó el tiempo -anunció Zoya, apartándose de él-. Ytambién Hoban.

– ¿Cómo ocurrió?– Hoban no quiere a nadie, así que

no traiciona a nadie. Cuando traiciona,en realidad es leal consigo mismo.

– ¿A quién ha traicionado Hoban,además de a ti?

– Ha traicionado a Dios. Cuandovuelva, lo mataré. Es necesario.

– ¿Cómo ha traicionado a Dios?

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– Eso no importa. Quizá nadie losepa. A Paul le gusta mucho el fútbol.

– A Mijaíl también le gustaba elfútbol -dijo Oliver, recordando algúnque otro partidillo en el jardín y aMijaíl, todavía con la pistola en la cañade la bota, saltando a por la pelota-.¿Cómo ha traicionado Hoban a Dios?

– No importa.– Pero estás dispuesta a matarlo por

ello.– Traicionó a Dios en el partido de

fútbol. Yo estaba presente. No me gustael fútbol.

– Pero fuiste.– Paul y Mijaíl irán a ver el partido;

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ya está todo previsto. Hoban haconseguido las entradas. Ha compradodemasiadas.

– ¿Aquí en Estambul?– Era de noche. Sobre el estadio de

Inönü brillaba la luna llena. -Zoyadesvió la mirada hacia la ventana.Volvía a temblar, y Oliver la abrazó-.Hoban ha conseguido cuatro entradas, ypor tanto hay un problema. A Mijaíl nole gusta Hoban. No quiere que Hobanvaya. Pero si voy yo también, Mijaíl nolo resistirá, porque me quiere. EstoHoban también lo sabía. Yo nunca habíapresenciado un partido de fútbol. Estabaasustada. El estadio de Inönü tiene

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capacidad para treinta y cinco milespectadores. Es imposible conocerlos atodos. En el fútbol hay un descanso. Eneste descanso, los jugadores se retiran yhablan. Nosotros también hablamos.Llevábamos pan y embutido. Y vodkapara Mijaíl. Yevgueni apenas permitetomar vodka a Mijaíl, pero Hoban hatraído una botella. Yo ocupo un asientoen un extremo del grupo. A mi lado sesienta Paul y más allá Mijaíl. En la otrapunta está Hoban. Los focos dan una luzmuy intensa. No me gustan los focos.

– Y hablasteis -dijo Oliver condelicadeza, guiándola.

– Hablo de fútbol con Paul. Me

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explica las sutilezas del juego. Estácontento. Es raro que su padre y sumadre asistan juntos a un acontecimientocomo ése. Se habla también del FreeTallinn. Hoban propone a Mijaíl quehaga un viaje por mar en el FreeTallinn. Lo tienta como el diablo. Seráuna hermosa travesía. El paso por elBósforo desde Odessa es hermoso.Mijaíl disfrutará mucho. No se locontarán a Yevgueni. Será un secreto, unregalo para sorprenderlo.

– ¿Y Mijaíl accedió?– Hoban fue muy sutil. Los diablos

siempre son sutiles. Plantó la idea en lacabeza de Mijaíl, la fomentó, pero en su

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conversación se aseguró de que la ideasaliese de Mijaíl. Felicitó a Mijaíl porsu buena idea. Se volvió hacia mí.Mijaíl ha tenido una excelente idea.Viajará a bordo del Free Tallinn.Hoban es perverso. Es lo normal en él.Aquella noche estuvo más perverso delo que es normal en él.

– ¿Le has contado eso a Yevgueni oTinatin?

– Hoban es el padre de Paul.Habían regresado a la sala de estar,

y allí se puso de manifiesto que Aggie,en alguna etapa de su adiestramiento,había adquirido nociones de enfermería,porque había preparado un consomé con

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pastillas de caldo y dos huevos, y en esemomento, sentada en el brazo del sillónque Zoya ocupaba, le daba el consomécon una cuchara, le tomaba el pulso, lefrotaba las muñecas y le humedecía lacara con agua de colonia que habíaencontrado en el cuarto de baño. Einevitablemente Oliver se acordó deHeather en las ocasiones en que élpadecía sus accesos de fiebre galopantey escalofríos, pero en tanto que Heathersentía una especie de poder sobre él alimpartirle sus cuidados, Aggiesimplemente parecía sentirseresponsable de todo el universo, lo cualcomplacía a Oliver pero a la vez lo

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desconcertaba, porque hasta entonceshabía supuesto que a ese respecto él eraun caso único. Oliver había ido a buscarla bolsa de Tiger y no le había reveladonada, excepto que dondequiera queestuviese o no estuviese, carecía de ropapara cambiarse. Tras desmontar laKalashnikov, Aggie la había dejado enun rincón apoyada contra la pared yhabía traído velas nuevas porque, aligual que Oliver, tendía de manerainstintiva a preservar el ambiente y noquería sobresaltar a Zoya con laaspereza de la luz eléctrica.

– ¿Quién eres? -preguntó Zoya aAggie.

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– ¿Yo? Soy sólo la nueva chorba deOliver -respondió ella, y soltó unaalegre risotada.

– ¿«Chorba»? ¿Qué significa eso,por favor?

– Estoy enamorado de ella -explicóOliver, y observó mientras Aggie tapabaa Zoya con una manta, le ahuecaba lasalmohadas que había bajado de losdormitorios, y le humedecía la frentecon un paño empapado en colonia-.¿Dónde está mi padre?

Siguió un largo silencio durante elcual Zoya pareció recomponer sumemoria. De pronto, para asombro deOliver, se echó a reír.

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– Fue absurdo -dijo, moviendo lacabeza con macabro humor.

– ¿Por qué?– Nos habían traído a Mijaíl. Desde

Odessa. Primero lo llevaron a Odessa.Luego Yevgueni les pagó y nos lomandaron aquí a Estambul. El ataúd erade acero. Parecía una bomba.Compramos hielo. Yevgueni hizo unacruz. Estaba fuera de sí. Lo colocamosen la mesa dentro de su ataúd, envueltoen hielo.

– ¿Se encontraba ya aquí mi padre?– No.– Pero vino a esta casa.Zoya rió de nuevo.

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– Fue de lo más teatral. Ridículo.Sonó el timbre de la puerta. No habíacriadas. Abrió Hoban, pensando quetraían más hielo. No era hielo; era elseñor Tiger Single con un abrigo. Hobanestaba encantado. Lo llevó a lahabitación y dijo: «Mirad. Por fin nosvisita un vecino. El señor Tiger Singleha venido a presentar sus respetos alhombre que ha asesinado.» A Yevguenile pesaba demasiado la cabeza. No pudolevantarla. Hoban tuvo que llevarlo anteél para que le creyese.

– ¿Cómo? Llevarlo ¿cómo?Zoya dobló el brazo tras la espalda,

con la mano tan arriba como le fue

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posible. Luego alzó la barbilla e hizouna mueca de dolor.

– Así -añadió.– ¿Y después?– Después Hoban dijo: «¿Lo saco al

jardín y le pego un tiro?»– ¿Dónde estaba Paul? -preguntó

Oliver, experimentando de pronto unainexplicable inquietud por el niño.

– Con Mirsky, gracias a Dios.Cuando llegó el cadáver de Mijaíl,envié a Paul a casa de Mirsky.

– Sacaron a mi padre al jardín, pues.– No. Yevgueni dice: «No, no lo

mates. Si estamos en presencia de losmuertos, estamos también en presencia

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de Dios.» Así que lo ataron.– ¿Quién lo ató?– Hoban tiene a sus hombres. Rusos

de Rusia, rusos de Turquía. Mala gente.No sé cómo se llaman. A vecesYevgueni los echa, pero más tarde seolvida o se arrepiente.

– ¿Y después de atarlo? ¿Quéhicieron entonces con él?

– Lo obligaron a contemplar a Mijaílen la mesa. Le enseñaron los orificiosde bala. No le gustó lo que veía. Loforzaron a mirar. Luego se lo entregarona un guardián para que lo encerrase enuna habitación.

– En la buhardilla hay una cama

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individual -informó Aggie-. Estáempapada.

– ¿De sangre?Aggie negó con la cabeza y arrugó la

nariz.– ¿Cuánto tiempo lo mantuvieron

encerrado en esa habitación? -preguntóOliver a Zoya.

– Quizá una noche, quizá más. Quizáseis. No lo sé. Hoban es como Macbeth:ha asesinado el sueño.

– ¿Dónde está ahora? -dijo Oliver,refiriéndose a su padre.

– Hoban repite a todas horas: «Lomataré. Déjame matarlo. Es un traidor.»Pero a Yevgueni no le queda voluntad.

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Está destruido. «Mejor será que lollevemos con nosotros. Hablaré con él.»Lo bajan. Alguien le ha golpeado, quizáHoban. Le vendo las heridas. Es tanpequeño… Yevgueni apela a su honor:«Te llevaremos de viaje. Hemosalquilado un avión. Tenemos queenterrar a Mijaíl, su cuerpo está yacorrompido. No debes resistirte, eres unprisionero. Debes acompañarnos comoun hombre, o si no Hoban te matará deun balazo o te tirará del avión.» Yo nolo oí. Es lo que Hoban me contó. Quizásea mentira.

– ¿Adónde iba el avión?– A Senaki, en Georgia. Es un

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secreto. Lo enterrarán en Belén. Temurse encarga de los preparativos desdeTiflis. Será un doble funeral. CuandoHoban mató a Mijaíl, mató también aYevgueni. Es lo normal.

– Pensaba que Yevgueni no erabienvenido en Georgia.

– Su situación allí es precaria. Siestá callado, si no compite con lasmafias, lo toleran. Si manda grandescantidades de dinero, lo toleran.Últimamente no ha podido mandarmucho dinero, así que su situación esprecaria. -Zoya dejó escapar unprofundo suspiro y cerró los ojos por unrato. Luego los abrió lentamente-.

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Yevgueni no tardará en morir, y Hobanserá el rey de todo. Pero tampocoentonces estará satisfecho. Mientrasquede un solo hombre inocente en latierra, no estará satisfecho. -Una bellasonrisa asomó a sus labios-. Así que tencuidado, Oliver. Tú eres el últimohombre inocente.

Percibiendo el ambiente algo másdistendido, Oliver se puso en pie,sonrió, se desperezó, se rascó la cabeza,movió los brazos en círculo, enarcó laespalda, e hizo en general todo aquelloque solía hacer cuando llevaba muchotiempo sentado en una misma posición, ocuando pensaba en tantas cosas a la vez

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que los motores de su cuerponecesitaban liberar un poco de presión.Formuló unas cuantas preguntas -conaparente despreocupación-, como porejemplo cuál era el apellido de Temur yqué día habían partido exactamente. Ymientras se paseaba por la habitación ytomaba nota mentalmente de lasrespuestas de Zoya, no pudo resistir latentación de realizar un breveperegrinaje hasta la BMW de lahabitación contigua, donde levantó lafunda y contempló con una sonrisa susresplandecientes contornos, constatandoal mismo tiempo a través de la puertaque Aggie, con su inquebrantable

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solicitud, aprovechaba su ausencia paradarle más caldo a su paciente.

Escapando de la línea de visión deAggie, se acercó en silencio a lacristalera, agarró la llave y, con toda lasuavidad posible, la hizo girar hastadescorrer completamente el pasador. Acontinuación empujó las puertas un parde centímetros, comprobando para susatisfacción que, como la cristalera dela sala de estar, se abrían hacia afuera.Y en ese punto se adueñó de él unsentimiento de culpabilidad casiinsufrible, que prácticamente lo impulsóa regresar a la sala de estar, bien paraconfesar lo que acababa de hacer, bien

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para invitar a Aggie a acompañarlo.Pero le estaba vedado tanto lo uno comolo otro, porque si lo hacía, no estaría yaprotegiéndola, cosa que, dados losriesgos de su empresa, consideraba lomás decente. Furtivamente, pues, comoun colegial haciendo novillos, echó otraojeada a través de la puerta quecomunicaba las dos habitaciones y, unavez confirmado que Zoya y Aggie habíanentablado conversación, abrió de par enpar las puertas de la cristalera, retiró lafunda de la moto, plegó la patilla,montó, dio al contacto, apretó el botónde arranque y, con un rugido que pareciósurgir de las entrañas mismas de su ser,

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se adentró en la noche estrellada yatravesó el puente del Conquistadorcamino de Belén.

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Capítulo 19

A Oliver le entusiasmaban las motosdesde que Tiger las había decretadopropias de la clase baja. En sueños,había huido en ellas, dotándolas de alasy otros poderes mágicos; en el pueblocercano a Nightingales, había montadodetrás de los hijos de los granjeros yprobado el elixir de la velocidad; en laadolescencia, había soñado con chicasde piernas largas yendo de paquetedetrás de él. Pero si bien el viaje hastaAnkara cumplía muchas de susexpectativas más exóticas -una luna

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brillante, el cielo nocturno, la carreterasinuosa y vacía a cualquier parte-, nopudo dejar de atormentarse con lospeligros que se hallaban ante él, y conlos que había dejado atrás.

Al pasar junto al Ford, se habíadetenido sólo el tiempo suficiente paracoger dinero de la bolsa de viaje yescribir una nota que dejó sujeta bajouna de las varillas del limpiaparabrisas:«Lo siento, pero no me creía conderecho a meterte en esto, Oliver.»Pasadas unas horas, ese texto se leantojaba tan inadecuado que deseabaponerse en contacto con ella porteléfono, regresar y explicarse mejor. La

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ropa, el teléfono móvil, los pasaportes anombre de Single y el resto del dinerolos había dejado en su sitio. Habíadecidido tomar la carretera a Ankaraporque había visto el indicador, yporque supuso que la primera medida deBrock en cuanto recibiese la noticiasería vigilar los vuelos con salida deEstambul. Pero eso no significaba queAnkara fuese totalmente segura, ni quepudiese embarcarse libremente en unvuelo de Ankara a Tiflis. Por otra parte,el señor West no disponía de visadopara entrar en Georgia, y Oliversospechaba que lo necesitaría. Peroestas preocupaciones no eran nada en

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comparación con la imagen grabada ensu mente de Tiger con el brazo dobladotras la espalda, obligado a andar porAlix Hoban; de Tiger golpeado,sangrando, forzado a contemplar elcadáver destrozado de Mijaíl; de Tigercrinándose de terror mientras esperabala hora de ser conducido a Belén yasesinado. «Es tan pequeño…», habíadicho Zoya.

Al principio continuó por lacarretera. No tenía alternativa.Avanzaba deprisa, pero los baches eransu continuo temor. A ambos lados veíapasar montes negros salpicados deciudades satélite con altos edificios,

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semejantes a plataformas petrolíferasiluminadas. Llegó a un túnel. Loatravesó y, al salir, vio poco másadelante una viga horizontal azul conluces blancas y unos números saltaronhacia él a la altura de la cabeza. Era unpeaje. Milagrosamente, frenó a tiempo,echó un billete de cincuenta millones deliras al estupefacto hombre de laventanilla y siguió adelante. Dos veces,o quizá más, tuvo que detenerse encontroles policiales por orden de unoshombres con blusones amarillos deplástico y bandas plateadasfosforescentes en el pecho. Provistos delinternas, escrutaban su rostro y su

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pasaporte en busca de algún rasgo kurdoo algún otro trastorno semejante. En unaocasión, se metió de pleno en unconsiderable socavón y estuvo a puntode rodar por el suelo. En otra ocasión,frenó derrapando al borde mismo de unprofundo despeñadero. Se quedó singasolina y tuvo que parar a un cochepara que lo llevase, descubriendo quehabía una estación de servicio a sóloquinientos metros. Pero estaspenalidades quedaron atrás como unsueño, y cuando despertó, se encontrabaante el mostrador de información delaeropuerto de Ankara, donde lecomunicaron que la única manera de

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viajar en avión a Tiflis era volver aEstambul y tomar el vuelo de las ochode la tarde, es decir, a catorce horasvista. Pero Estambul era el lugar dondehabía dejado a Aggie, y a las ocho de latarde Hoban ya podía haber librado aTiger de sus sufrimientos.

Oliver recordó entonces que erarico, y que llevaba consigo parte de susriquezas, y que el dinero, como Tigersolía decir, era la herramienta deutilidad general más eficaz del mundo.Así pues, descendió a las catacumbasadministrativas del aeropuerto y, concinco billetes de cien dólares sobre lamesa entre ambos, habló lentamente en

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inglés con un grueso caballero quecombatía el nerviosismo deslizando conlos dedos unas cuentas ensartadas en unhilo y que finalmente abrió una puerta ydio un grito a un subordinado queregresó acompañado de un hombreojeroso que vestía un mugriento monoverde con alas en el bolsillo y sellamaba Farouk, y Farouk era dueño ypiloto de un avión de transporte que sehallaba en reparación en el hangar peroestaría listo en una hora, convertida alfinal en tres. Y Farouk aceptaría elservicio por la módica suma de diez mildólares, siempre y cuando Oliver no semarease en su avión ni dijese a nadie

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que Farouk lo había llevado a Tiflis.Oliver sondeó la posibilidad de viajar aSenaki, pero Farouk no se dejó tentarpor Senaki, ni siquiera a cambio deotros cinco mil dólares.

– Senaki demasiado prohibido.Demasiados rusos. Abjasia da muchosproblemas.

Una vez cerrado el trato, elcaballero grueso con la sarta de cuentaspara los nervios no pareció muycontento. Un arraigado instintoburocrático le decía que el trámite habíasido demasiado fluido y demasiadorápido.

– Debe rellenar papeles -informó a

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Oliver, ofreciéndole una pila deformularios viejos en turco. Oliverrehusó el ofrecimiento. El caballerogrueso buscó otros pretextos parademorarlo, pero finalmente se rindió.

El avión despegó, se sacudió en elaire y pasó rozando sobre las montañas,y durante la segunda mitad del viajeOliver afortunadamente durmió, y quizátambién Farouk durmió, ya queaterrizaron en Tiflis con tal brusquedady rodaron tan corta distancia por la pistaque dio la impresión de que el pilotohubiese despertado de un profundosueño en el último momento. En elaeropuerto de Tiflis era obligatorio

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presentar un visado de entrada en vigor,y la ley no podía tomarse a la ligera. Niel mariscal de campo de Inmigración, nisu colega el almirante de Seguridad, nininguno de los muchos edecanes,auxiliares y navegantes podíancontemplar siquiera la posibilidad depermitir la entrada de Oliver en el paíspor menos de quinientos dólares enmetálico, y sólo se aceptaban billetespequeños. Por entonces era ya últimahora de la tarde. Oliver cogió un taxi ydio al conductor la dirección de Temur,que era una puerta con diez timbres y niun solo nombre junto a los botones.Apretó uno, luego otro, y por último

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todos a la vez, y si bien se veía luz envarias ventanas del edificio, nadie bajó,y cuando llamó a Temur a gritos, algunasde las luces se apagaron. Telefoneódesde un café, pero también fue inútil.Empezó a caminar. Barría la ciudad ungélido viento norte procedente delCáucaso. Las casas de madera crujían yvibraban como barcos viejos. En loscallejones, hombres y mujeres conabrigos y pasamontañas se apretujabanalrededor de neumáticos de coche enllamas buscando un poco de calor.Regresó a la casa de Temur y llamó otravez a todos los timbres. Nada. Se echó acaminar de nuevo, manteniéndose en el

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centro de las estrechas callejas porqueen la total oscuridad lo asaltó de prontoun miedo irracional. Bajó por una cuestay, para alivio suyo, reconoció elmosaico dorado de la puerta de losantiguos baños termales. Una ancianacogió su dinero y lo acompañó a unahabitación vacía revestida de azulejosblancos. Un hombre esquelético encalzoncillos lo sumergió en una bañerade agua sulfurosa, lo hizo tendersedesnudo sobre un tajador y le restregócon una esponja de luffa hasta dejarlo encarne viva desde el cuello hasta lospies. Con todo el cuerpo escocido, fue auna discoteca y, después de volver a

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telefonear a Temur en vano, preguntódónde podía alojarse y le dieroninstrucciones para llegar a una pensiónsin nombre. Aunque se hallaba a sólodos calles de distancia, la oscuridad eratal que estuvo a punto de perderse. Pasójunto a una fila de espectrales trolebusesy recordó que en Tiflis los trolebuses separaban en el acto cuando se producíaun corte en el suministro eléctrico, cosaque ocurría la mayor parte del día.Llamó a la puerta de la pensión con elpuño y aguardó, oyendo descorrerse loscerrojos. Apareció un viejo con bata yredecilla en el pelo y le habló engeorgiano, pero Oliver tenía ya muy

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olvidadas las clases de Nina. El viejoprobó en ruso, y fue aún peor, así queOliver juntó las manos y apoyó lacabeza en ellas simulando dormir. Elviejo lo guió hasta Una celda de labuhardilla con un catre del ejército, unalámpara con la pantalla estampada deninfas retozonas y remendada, y unlavabo provisto de un trozo de jabón delejército y un pañuelo muy grande o unatoalla muy pequeña. Sonaron sirenas alo largo de toda la noche. ¿Un incendio?¿Un golpe de Estado? ¿Un asesinatopolítico? ¿O una niña muerta en unaccidente de tráfico y llamada Carmen?Aun así, concilio el sueño, con la

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camisa y el pantalón y los calcetinespuestos, y el resto de su ropaamontonado sobre la cama para darlecalor, y la piel dolorida, y el vientosacudiendo los aleros de maderamientras echaba en falta a Aggie y temíapor Tiger, y en sus sueños lo vio irlloriqueando de un lado a otro de Belénen tanto Hoban y Yevgueni intentabanponerse de acuerdo sobre cuál era elmejor sitio para volarle la cabeza.Despertó y descubrió que estaba ateridode frío. Despertó de nuevo y sudabaazufre. Despertó una tercera vez y marcóel número de teléfono de Temur, y éstecontestó de inmediato, la eficiencia

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personificada. ¿Un taxi, un helicóptero?No hay problema, Oliver. Tres mildólares en efectivo, pásate por aquí alas diez de la mañana.

– ¿Te espera esa gente allí arriba? -inquirió Temur.

– No.– Quizá los avise. Así no se pondrán

nerviosos.

De todas las órdenes que Brockpodía haber dado a Aggie en aquelmomento, la peor con diferencia era,decidió, exigirle que se quedase debrazos cruzados esperando nuevas

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instrucciones. Si le hubiese pedido quesaltase al Bósforo, si la hubiesereprendido severamente, si le hubiesemandado que se presentase con lacabeza rapada en castigo ante la puertatrasera de la embajada para surepatriación inmediata, como mínimohabría sentido menos la humillación. Sinembargo el mensaje recibido, con aquelacento sensato y ecuánime de Liverpool,era: «¿Dónde estás, Charmian? ¿Puedeshablar libremente con nosotros? ¿Y aqué hora ocurrió, lo recuerdas? Bien,quédate donde estás, Charmian, porfavor, y no hagas nada hasta que tengasnoticias mías o de tu madre…» Razón

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por la cual Aggie llevaba dos horasenjaulada en aquel mísero restaurantecon el techo de hojalata, bancos vacíos,pollos de cuello desplumado, y un perroescrofuloso de pelaje amarillo llamadoApolo que mantuvo la cabeza apoyadaen la rodilla de Aggie y la miró con ojostiernos hasta que ella le compró otrahamburguesa.

Y todo es culpa mía, se repetíaAggie sin cesar. Ha sido un accidenteque esperaba el momento de ocurrir, acámara lenta, con mi consentimiento, asíque ha ocurrido. Aggie había visto lamotocicleta, había percibido lasintenciones de Oliver, había notado que

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pese a mostrarse solícito con Zoyaestaba muy pensativo. Y cuando locontempló alejarse como una enormeliebre plateada a través de la hierbailuminada por la luna hasta llegar alcamino y perderse de vista detrás de lacasa, su primer pensamiento fue: Hijo deputa impaciente, si hubieses esperado unsegundo, ahora estaría encima de esamoto contigo.

Pero era una crisis, y Aggie la habíasuperado como tantas veces. Hizo todolo que debía hacer, meticulosa yconcienzudamente, como si se preparasepara emprender el viaje más largo de suvida, que por alguna razón era como se

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sentía. Corrió al coche y leyó la nota deOliver, que la enfureció comocorrespondía hasta que recordó su vozdiciendo a Zoya sin la menor afectación:«Estoy enamorado de ella.» Telefoneóal número directo de Brock, contestóTanby, y le ofreció el mínimoindispensable en el más desapasionadode los tonos: «Primo ha robado unamoto y, según parece, viaja rumbo aGeorgia. Más información dentro de doshoras. Corto y fuera.» Corriónuevamente al lado de Zoya, a quien lamarcha de Oliver parecía haberledevuelto el ánimo, ya que sonreíacomplacida de una manera que en otras

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circunstancias habría molestadoconsiderablemente a Aggie. Pero Aggietenía trabajo pendiente y promesas quecumplir, aunque se las hubiese hecho así misma. Acompañó a Zoya al pisosuperior, permaneció a su lado mientrasse lavaba, y juntas buscaron un camisóny ropa que ponerse a la mañanasiguiente. Tomándose todas esasmolestias por Zoya, Aggie se vioobligada asimismo a escuchar consejosde discutible sabiduría sobre la relaciónentre Oliver y ella misma, impartidospor Zoya con la autoridad de losdesquiciados. Prometiendo que lotendría muy en cuenta, Aggie pensó qué

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más podía hacer por ella. Un papelautoadhesivo con el número particularde Mirsky pegado a la pared junto alteléfono le proporcionó la respuesta.Marcó el número y salió el contestadorautomático de Mirsky. Se describió a símisma como una amiga neozelandesa deZoya que pasaba por allí, y dijo que sibien no deseaba entrometerse, ¿seríaposible que los Mirsky ofreciesen aZoya atención urgente, como porejemplo conseguirle un médico yllevársela a otra parte durante unatemporada? Quitó el cerrojo de laKalashnikov y se lo guardó en el bolso.Luego subió otra vez al dormitorio para

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asegurarse de que Zoya estaba acostaday, para su satisfacción, la encontródormida. Volvió de inmediato al Ford.

Mientras se dirigía al aeropuerto deEstambul, la atormentó una nuevapesadilla. ¿Se habría encaminado Oliverhacia la franja montañosa de Turquía?Lo creía capaz de todo. En la terminalde salidas, después de devolver el Forda la agencia de alquiler, recurrió a uncalculado ataque de remordimientos ydesesperación. Puso el corazón en ello,lo cual no le exigió un gran esfuerzo. EraCharmian West y estaba aterrorizada,explicó al joven empleado de miradacomprensiva que se hallaba tras el

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mostrador de las aerolíneas turcas. Lemostró el pasaporte, acompañado de sumás sugerente sonrisa. Ella y Markllevaban casados exactamente seis días,y la noche anterior se habían enzarzadoen una pelea sin motivo alguno, laprimera, y cuando despertó por lamañana, encontró una nota donde él leanunciaba que salía de su vida parasiempre… Tecleando tiernamente en suordenador, el empleado dijo que, talcomo ella temía, ninguna de las listas depasajeros de los vuelos de salida de esamañana incluían a un West. Tampococonstaba su nombre en la lista dereservas para las horas siguientes.

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– Muy bien -respondió Aggie,pensando en realidad que no estaba bienen absoluto-. ¿Y si, supongamos,hubiese viajado en autocar a Ankara ytomado un vuelo desde allí?

Pero ante esta nueva petición elempleado contestó, con cierta severidad,que lo lamentaba mucho pero las listasde pasajeros de Ankara no estaban alalcance de su romanticismo. Así queAggie abandonó el aeropuerto y serefugió en aquel restaurante nocturno,donde, con la participación de Apolo,realizó la prometida llamada a Brockpor el teléfono móvil. Tras lo cual nopodía hacer nada salvo esperar, y seguir

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esperando a tener noticias de su madre ode él, que era precisamente lo que hacíaen ese momento.

¿Y qué diría ante esto mi verdaderamadre, ella que nunca está contenta amenos que sus propios intereses se veandesatendidos? Haz con él lo que quieras,Mary Agnes, siempre y cuando no lecauses ningún daño…

¿Y mi padre, el modélico maestroescocés? Eres una chica fuerte, MaryAgnes. No debes ser tan exigente con loshombres…

Sonaba el teléfono. No era su madreni su padre, sino una grabación de lacentral de mensajes:

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– Mensaje para Arcángel.Ésa soy yo.– Tiene reservado un pasaje en el

vuelo a Toytown.Ése era el nombre en clave de Tiflis.– La estarán esperando a su llegada.

Opción alternativa, su tío en la zona.¡Aleluya! ¡Me han indultado!Levantándose de un salto, Aggie

dejó unos billetes en la mesa, dio aApolo un afectuoso abrazo, y llena dejúbilo se dirigió hacia la terminal desalidas. En el camino se acordó delcerrojo de la Kalashnikov y delcargador de munición y logró reunir elsentido común suficiente para tirarlos a

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un cubo de basura antes de pasar elbolso por el control de equipaje.

En el aeropuerto de Northolt, Brocksubió al avión camuflado de transportemilitar con la sensación de haber hechobien todas las cosas intrascendentes desu vida, y mal todas las importantes.Había detenido a Massingham, peroMassingham nunca había sido suobjetivo prioritario. Había identificadoa Porlock como la manzana más podridadel cesto, pero carecía de pruebasválidas ante un tribunal. Para conseguiruna sentencia contra él, necesitaba a

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Tiger, y calculaba que susprobabilidades de encontrarlo eran casinulas. Esa mañana, en la negociacióncon el enlace ruso y georgiano, habíanacordado que Brock tendría a Tiger silos rusos podían atrapar a Hoban yYevgueni. Sin embargo lasprobabilidades de que Tiger siguiesecon vida cuando Brock llegase hasta éleran, a su juicio, inexistentes, y lo que lecorroía realmente las entrañas era que,en su determinación de coger al padre,había enviado a una muerte seguratambién al hijo. Nunca debería haberledado rienda suelta, se dijo. Deberíahaber estado a su lado, in situ, las

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veinticuatro horas del día.Como de costumbre no culpó a nadie

salvo a sí mismo. Al igual que Aggie,tenía la impresión de haber tenido antesus ojos los indicios obvios y no habersido capaz de extraer las conclusionesobvias. Yo lo empujaba, pero Tigertiraba de él, y el tirón de Tiger era másfuerte que mi presión. Sólo lainminencia de la batalla le servía deconsuelo, la perspectiva de que despuésde tantas tentativas y amagos y cálculosde despacho, se había fijado una fecha yun lugar, los padrinos habían sidoelegidos y las armas acordadas. Encuanto al riesgo que el propio Brock

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asumía, él y Lily habían ya hablado a suindirecta manera, coincidiendo en queno quedaba elección:

– Se trata de ese joven -había dichoBrock a Lily por teléfono hacía unahora-. Y le he creado muchascomplicaciones, ¿comprendes? Y no sési hice bien.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué le ha pasado, Nat?– Bueno, ha ido a dar un largo paseo

y, por mi culpa, en el camino ha caídoen malas compañías.

– En ese caso debes ir a buscarlo,¿no, Nat? No estaría bien abandonarlo asu suerte, y menos tratándose de unjoven.

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– Sí, claro, imaginaba que lo veríasde ese modo, Lily, y te lo agradezco -respondió Brock-. Porque no va a sercoser y cantar, ¿entiendes?

– Claro que no. Nada que merezca lapena resulta fácil. Desde que te conozcosiempre has hecho lo que debías, Nat.No vas a cambiar ahora, no si quieresseguir siendo quien eres. Así que ve yhazlo.

Pero Lily tenía asuntos másacuciantes que tratar con él, lo cualavivó más aún el afecto que Brocksentía por ella. La veleidosa hija de lajefa de correos se había fugado conPalmer, el contratista, que había

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abandonado a su pobre esposa,dejándola a cargo de un montón de hijos.Lily se proponía cantarle las cuarenta aljoven Palmer la próxima vez que loviese. Consideraba seriamente la ideade presentarse en su patio y decirle quépensaba de él. Y en cuanto a la jefa decorreos, echar a su hija a los brazos delhombre más rico del pueblo y luegosentarse detrás de ese cristal blindadocreyéndose inmune a todo…

– Tú verás, Lily, pero lleva muchocuidado -advirtió Brock-. Los jóvenesya no son tan respetuosos como antes.

El grupo de asalto se componía deocho hombres. Según Aiden Bell, uno

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más sería ya una multitud, dados losproblemas de coordinación existentes enel punto de destino.

– No me extrañaría que los rusosapareciesen con un obús -pronosticólúgubremente.

Iban sentados en dos filas de a tres ycuatro en el fuselaje, vestidos conuniforme ligero de combate, zapatillasnegras y pasamontañas negros, yllevaban el rostro embadurnado depintura de guerra.

– Recogeremos al último hombrecuando cambiemos de transporte enTiflis -había anunciado Bell, omitiendoque el último hombre era una mujer.

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Brock y Bell se sentaron aparte, unalto mando formado por dos jefes.Brock vestía unos vaqueros negros y unachaqueta a prueba de bala con elemblema de aduanas sobre el corazóncomo una medalla. Se había negado allevar arma. Mejor muerto que sometidoa una investigación interna paraesclarecer por qué había disparadocontra uno de sus propios hombres. Unasmarcas fosforescentes en la guerreradistinguían a Bell como comandante delgrupo, pero sólo era posible verlas conlas adecuadas gafas de visión nocturna.El avión se sacudió y gruñó, peropareció no avanzar hasta que se hallaron

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sobre las nubes en tierra de nadie.– Nosotros nos ocuparemos del

trabajo sucio -dijo Bell a Brock-. Túencárgate de las relaciones públicas.

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Capítulo 20

Lo primero que llamó la atención deOliver al ocupar su lugar entre los dosjóvenes de mirada hosca que loesperaban junto al helipuerto fueron lostractores. Tractores amarillos delabranza. Si algún día necesito uno o dostractores amarillos, vendré a pedirlosprestados a Belén, y ni siquiera losecharán en falta, pensódespreocupadamente. Se obligaba acentrar el pensamiento en el mundoexterior. Se había jurado hacerlo. Alaproximarse por el aire, había admirado

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la majestuosidad de las montañas. Altomar tierra, había admirado las cuatroaldeas, el valle cruciforme, el halodorado de las cumbres nevadas. Yaabajo, le tocó el turno a los tractores.Cualquier cosa, se decía, con tal de quemires hacia afuera, y no hacia adentro.

Tractores abandonados. Tractoresdestinados a construir nuevas carreterasque de pronto habían dejado de sercarreteras y se habían convertido otravez en campos. Tractores para nivelar elterreno con vistas a edificar, tender loscanales de irrigación y el alcantarillado,roturar campos, arrastrar troncoscortados, salvo que no había casas

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nuevas, los tramos de tubería no estabantendidos sino amontonados, y lostroncos se hallaban allí donde habíancaído. Tractores adheridos comobabosas a sus viscosos rastros.Tractores mirando con nostalgia hacialos resplandecientes picos. Peroinactivos. No se movía ni uno solo, enninguna parte. Doblegados de prontoante los viñedos a medio plantar, antelas conducciones inacabadas.Estrellados contra barreras invisibles, ysin un solo conductor a la vista.

Cruzaron una vía de ferrocarril. Lamaleza asomaba entre las ruedas devagones vacíos y desechados. Las

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cabras se paseaban entre las traviesas.«Su situación allí es precaria -oía decira Zoya-. Si manda grandes cantidades dedinero, lo toleran. Últimamente no hapodido mandar mucho dinero, así que susituación es precaria.» Los ocupantes delas casas de piedra lo observaban conexpresión malévola desde las puertas.Sus acompañantes no eran mucho máscordiales. El muchacho de su izquierdatenía cicatrices en la cara y actitud deanciano. El muchacho de su derecharenqueaba y gruñía al ritmo de su cojera.Los dos portaban fusiles automáticos.Los dos presentaban el aspecto demiembros de una orden secreta. Lo

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llevaban hacia la granja, pero por unaruta distinta de la acostumbrada. Zanjas,cimientos anegados y una pasarelahundida obstruían el antiguo camino.Vacas y asnos pacían entre una coloniade silenciosas hormigoneras. En cambiola granja continuaba poco más o menoscomo la recordaba: los peldañoslabrados, la terraza de roble, las puertasabiertas de par en par, y dentro la mismaoscuridad. El muchacho cojo le indicóque subiese por los peldaños. Olivertrepó a la terraza, oyendo resonar suspisadas en el aire vespertino. Llamó conlos nudillos a la puerta abierta, peronadie contestó. Dio un paso hacia la

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oscuridad y se detuvo. Ni un solosonido, ni el olor de los guisos deTinatin. Sólo un hedor dulzón, dando fede la presencia reciente de cadáveres.Distinguió la mecedora de Tinatin, lascuernas, la estufa metálica. Luego lachimenea de ladrillo y el retrato de laanciana triste en su maltrecho marco deyeso. Se dio media vuelta. Un gato jovenhabía saltado de la mecedora y enarcó laespalda ante él, recordándole a Jacko,el siamés de Nadia.

– ¿Tinatin? -llamó. Esperó-.¿Yevgueni?

Al fondo se abrió lentamente unapuerta y un haz de luz vespertina se

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dibujó en el suelo. En el centro del haz,vio la sombra de un duendecillo,seguida momentos después de Yevgueni,mucho más frágil de lo que Oliverpreveía, con unas pantuflas y unachaqueta de punto afelpada, caminandocon ayuda de un bastón. Una especie devello ralo y blanco crecía donde anteshabía estado su mata de pelo castaño, yse extendía por las mejillas y lamandíbula como sedoso polvo de plata.Los astutos ojos que cuatro años atráschispeaban entre las largas pestañaseran ahora oscuras cavidades oblicuas.Y detrás de Yevgueni se cernía laanodina e impecable figura de Alix

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Hoban, en parte criado, en partedemonio, con una veraniega chaquetablanca y un pantalón azul oscuro y,colgando de la muñeca como un bolso,la caja mágica negra de su teléfonomóvil. Y quizá, como sostenía Zoya, erarealmente el diablo, ya que, al igual queel diablo, no proyectaba sombra, hastaque por fin ésta apareció y se colocójunto al duendecillo de Yevgueni.

Yevgueni habló primero, y su vozera tan firme y feroz como siempre habíasido.

– ¿Qué haces aquí, Cartero? Novengas aquí. Es un error. Vete -dijo, y sevolvió para repetir la orden

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furiosamente a Hoban, pero Oliver se leadelantó.

– He venido a buscar a mi padre,Yevgueni. Mi otro padre. ¿Está aquí?

– Está aquí.– ¿Vivo?– Está vivo. Nadie lo ha matado.

Todavía.– ¿Puedo, pues, saludarte como es

debido?Avanzó resueltamente hacia él con

los brazos extendidos. Y Yevgueniestuvo a punto de corresponderle, ya quesusurró «Bienvenido» y levantó lasmanos, pero se contuvo al percibir lamirada de Hoban. Bajó la cabeza y se

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hizo a un lado para dejar paso a Oliver.Circunstancia que Oliver aprovechó,negándose a aceptar el desaire, ymovido por el alivio de saber que Tigeraún vivía, echó un alegre y nostálgicovistazo a la habitación hasta que, muchodespués de lo que habría sido normal, sumirada se posó en Tinatin treinta añosmás vieja, sentada en una silla alta demimbre, con las manos entrelazadassobre el regazo, una cruz colgada delcuello, y detrás un icono del Niño Diosmamando del pecho cubierto de sumadre. Oliver se arrodilló ante ella y lecogió la mano. Su rostro, advirtiócuando se levantó para besarla, había

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cambiado. Nuevas arrugas surcaban entrazos verticales y oblicuos su frente ysus mejillas.

– ¿Dónde has estado, Oliver?– Escondido.– ¿De quién?– De mí mismo.– Nosotros no podemos hacer lo

mismo -dijo Tinatin.Oyó un ligero ruido y se volvió a

mirar. Acercándose a una puerta trasera,Hoban la había abierto empujándola conlas yemas de los dedos. Ladeó lacabeza, invitando a Oliver a seguirlo.

– Ve con él -ordenó Yevgueni.Pegado a los talones de Hoban,

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Oliver cruzó un patio hasta un bajoestablo de piedra, custodiado por doshombres armados de aspecto igual deencantador que los que lo habíanacompañado hasta la granja. La puertaestaba cerrada mediante travesaños demadera encajados en soportes de hierro.

– Es una lástima que te hayasperdido el funeral -comentó Hoban-.¿Cómo se te ha ocurrido venir aquí? ¿Teenvía Zoya?

– No me envía nadie.– Esa mujer es incapaz de quedarse

callada ni cinco minutos. ¿Has invitadoa alguien más a venir?

– No.

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– Si lo has hecho, mataremos a tupadre y luego también a ti. Yoparticiparé personalmente en laoperación.

– No lo dudo.– ¿Te la has tirado?– No.– Esta vez no, ¿eh? -Aporreó la

puerta-. ¿Hay alguien en casa? SeñorTiger, tiene una visita.

Pero para entonces Oliver ya sehabía abierto paso entre Hoban y losvigilantes y retiraba los travesaños desus alojamientos. Empujó la puerta y sele resistió. Lanzó entonces variaspatadas hasta que cedió.

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– Padre -dijo, y entró rápidamente,notando el olor a heno y caballos queflotaba en el aire.

Oyó una voz quejumbrosa, como lade un inválido al despertar, seguida delsusurro de la paja. El establo se hallabadividido en tres compartimientos. Todoscontenían paja. En el tercero, pendía deun clavo el raglán marrón de Tiger, ysobre la paja yacía su padre mediodesnudo, de costado -tal como yacíaOliver en los momentos de tristeza-, confinos calcetines negros, calzoncillosblancos y una mugrienta camisa azul deTurnbull amp; Asser, el cuello blancohecho jirones. Tenía las piernas

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encogidas contra el pecho y los brazosalrededor de las rodillas, el rostrocubierto de magulladuras negras, y losojos hinchados y enrojecidos a causa delmiedo al mundo en el que habíarenacido. Estaba encadenado. Lacadena, sujeta de un extremo a un postede madera por medio de una argolla dehierro, lo inmovilizaba de pies y manos.Trató de levantarse cuando Oliver seacercó, pero a medio camino sedesplomó y de inmediato lo intentó denuevo. Oliver, en lugar de mantener unarespetuosa distancia por temor ahumillarlo con su estatura, lo cogió pordebajo de los brazos y lo ayudó,

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reparando, al igual que Zoya, en supequeño tamaño y en la extremadelgadez de su cuerpo bajo la camisa deTurnbull amp; Asser. Observó la caramaltrecha de su padre y pensó en Jack,el marido ahogado de la señoraWatmore, pese a que lo conocía sólopor fotografías y de oídas: «En el aguadurante diez días -le había contado ellauna vez-, y yo tuve que ir a Plymouth aidentificarlo.» Pensó en la necesidad dehacer la respiración artificial a personasque uno no desea besar. Pensó enJeffrey, su hermano muerto, y sepreguntó qué debía sentir un hombre queposeía Nightingales, un ático en Londres

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y un Rolls-Royce al verse encadenadode pies y manos sin vistas ni secretarias.

– Vi a Nadia -dijo Oliver,creyéndose en la obligación detransmitir alguna noticia de cualquierclase-. Te manda recuerdos.

Ignoraba por qué había elegido esanoticia en particular, pero Tiger loabrazaba con un fervor sin precedentes yplantaba una especie de torpe besooblicuo en su mejilla, prudencialmenteseparada, si bien en cuanto sus labios lorozaron, Tiger lo apartó de un empujóny, con un apresurado tono prácticopensado para que Hoban lo oyese, lereprochó:

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– Ya veo que no han tenidoproblemas para localizarte, dondequieraque estuvieses, ¿eh? En Hong Kong odonde sea.

– Sí. Me han localizado. En HongKong. Comprendido.

– Yo no estaba muy seguro de pordónde andarías, ¿entiendes? Vassiempre de un lado a otro. Nunca sé si tededicas a estudiar o a sondear clientes.Supongo que ésa es la prerrogativa delos jóvenes: ser escurridizos. ¿Qué?

– Debería haberme puesto encontacto con más frecuencia -admitióOliver. Y para Hoban añadió-: Quitadleesta cadena. Mi padre viene con

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nosotros a la casa. -Viendo que Hobansonreía con desdén, Oliver lo agarró delcodo y, observado por los vigilantes, lollevó a donde no los oyesen-. Estásperdido, Alix -afirmó en virtud de muypoco salvo suposiciones-. Conrad va acontarlo todo a la policía suiza; Mirskyestá a punto de cerrar un trato con losturcos; Massingham se ha retirado a surefugio, y tu cara aparece en todas laslistas de criminales más buscados comoautor del asesinato de Alfred Winser.No creo que en estos momentos teconvenga volver a mancharte las manosde sangre. Es posible que mi padre y yoseamos tus únicas bazas para negociar.

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– ¿Qué papel representas tú en esacomedia, Cartero?

– Soy un miserable informador. Tedelaté a las autoridades británicas hacecuatro años. Traicioné a mi padre, aYevgueni y a todo el mundo. Missuperiores son un poco lentos a la horade afilar el cuchillo. Pero darán contigomuy pronto, te lo aseguro.

Hoban fue a consultar con Yevgueni.Regresó y dio una orden a los vigilantes,que libraron a Tiger de la cadena yobservaron mientras Oliver lavaba a supadre con una esponja y agua de uncubo, intentando recordar la última vezque Tiger había hecho eso por él en su

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infancia, y llegando finalmente a laconclusión de que nunca lo había hecho.Recogió el traje de Tiger del pesebredonde lo habían tirado y trató derecomponerlo lo mejor posible antes deayudarlo a ponérselo, pierna por pierna,brazo por brazo, y por último le calzólos zapatos.

En la granja tenía lugar una especiede despertar, o quizá era una vuelta alletargo, un restablecimiento de lasreconfortantes rutinas cotidianas en elperíodo posterior a la muerte. Bajo lamirada escéptica de Hoban, Oliveracomodó a su padre en una silla junto alfuego y frente a Yevgueni y sirvió una

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copa de vino de Belén a cada uno de unajarra colocada en la mesa. Y si bienYevgueni se negó a advertir la presenciade Tiger, prefiriendo recrear la miradaen las llamas, una tácita complicidad losindujo a tomar el primer sorbo alunísono, concediéndose mutuoreconocimiento por el hecho mismo deesforzarse tanto en ignorarsemutuamente. Y Oliver, contemplándolos,puso todo su empeño en mantener esecordial ambiente, por artificial quehubiese sido el método para crearlo.Representando el papel que con mayornaturalidad le salía -el hijo adoptivopródigo recién regresado-, ayudó a

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Tinatin a mondar y cortar las verduras,mover las sartenes sobre el fuego,buscar velas y cerillas, y poner losplatos y cubiertos en la mesa,comportándose en general, si no confrivolidad, sí con un continuo ajetreoque era como un ensalmo. «Yevgueni,¿te lleno la copa?», y se la llenaba,ganándose un «Gracias, Cartero» entredientes por su diligencia. «Ya notardará, padre; ¿te apetece un poco deembutido para aguantar hasta la cena?»,y Tiger, aunque avergonzado de sus uñassucias, despertaba de su aturdimiento yaceptaba un trozo, y lo masticaba con suboca magullada, y declaraba que era el

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mejor que había comido, a la vez queforzaba espasmódicas sonrisas desatisfacción y, por efecto del alivio desu parcial liberación, empezaba arecobrar el ánimo y seguía a Oliver conla mirada por el salón a través de suspárpados hinchados.

– Esta casa es obviamente elNightingales de Yevgueni -afirmó Tiger,levantando la voz por encima del ruidode la cocina. Le faltaba un incisivo yceceaba.

– Sin duda -convino Oliver,colocando los cuchillos.

– Podrías habérmelo dicho. Noestaba enterado. Deberías haberme

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avisado previamente.– Creía que ya te lo había dicho.– Me gusta estar bien informado. Un

par de urbanizaciones de veraneo noquedarían nada mal aquí. O cuatro,pensándolo mejor. Una en cada valle.

– Sería un éxito seguro. Cuatro esuna buena idea.

– Con un hotel en medio, discoteca,club nocturno, piscina olímpica.

– Es el sitio ideal.– ¿Has probado el vino, supongo? -

preguntó Tiger con total seriedad pese ala mella.

– He bebido litros.– Bien hecho. ¿Y qué impresión te

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causa?– Me gusta. Me he aficionado a él.– No me extraña. Tienes muy buen

paladar. Veo aquí una excelenteoportunidad para nosotros, Oliver. Mesorprende que no te hayas dado cuentaantes. De sobra sabes que siempre mehan interesado los productosalimenticios y las bebidas. Es uncomplemento natural de la industria delocio. ¿Te has fijado en todos esostractores desaprovechados que hayafuera?

– Por supuesto -respondió Oliver,cortando finas rebanadas de pan con unaantigua guillotina.

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– ¿Qué ha sido lo primero que te havenido a la mente al verlos?

– La verdad es que estaba un pococansado.

– Pues deberías haber pensado en tupadre. Es la clase de situación a la quesaco mejor partido. Bienes en desusopor bancarrota, una empresa extinta.Todo a punto para el toque creativo. Secompran las instalaciones a precio desaldo, se aplican métodos modernos, seracionaliza la infraestructura, se reducela mano de obra, y todo está en marchaen tres años.

– Genial -dijo Oliver.– A los bancos les encantará.

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– Por fuerza.– Buena comida, buen vino, buenos

servicios. Los sencillos placeres de lavida. Ésa es la clave del próximomilenio. ¿No es así, Yevgueni? -Nohubo respuesta, y entretanto Tiger,elogiosamente, tomó otro sorbo de sucuvée de Belén-. Pienso proponerle a labuena de Kat que añada este vino a sucarta -anunció, dirigiéndose nuevamentea Oliver-. Un Cabernet más queaceptable. Un poco saturado de tanino. -Otro sorbo-. Unos cuantos años más enla botella lo mejorarían notablemente.Pero sin duda tiene un lugar entre losgrandes. -Traga. Paladea-. Un sabor

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difícil de identificar, ése es el secreto.Kat lo hará correr como el agua.Apuesto algo a que más de uno sesonrojará ante este vino. A bote prontome vienen a la cabeza un par deindividuos que se las dan de entendidos.Siempre es un placer ver tambalearse alpoderoso. -Otro largo sorbo. Se enjuagalos dientes con el vino. Traga. Serelame-. Necesitaremos un diseñador.Hablaré con Randy. Debemos conseguiruna etiqueta acertada, estilizar labotella. Esos cuellos largos quedansiempre bien. Château Argonaut, ¿qué talsuena eso? A los españoles no lesconvencerá, eso os lo aviso de

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antemano. -Una risita-. No, no, esoseguro.

– Por mí, los españoles puedencultivar otros placeres -dijo Oliver porencima del hombro mientras ponía lamesa.

Tiger aplaudió con delirante júbilo.– ¡Sí, señor! ¡Así habla un

verdadero inglés! El otro díaprecisamente se lo comentaba a Gupta.No hay sujeto más arrogante en el mundoque un español por encima de susposibilidades. Alemanes, franceses,italianos… son tolerables, ¿no,Yevgueni? -No hubo respuesta-. Nos hancausado muchos agravios, esos

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españoles, y desde hace siglos. -Volvióa beber, aprestando valerosamente parael combate su pequeña mandíbulamientras buscaba otra vez a Yevguenicon mirada vacilante, sin éxito.Impertérrito, se dio una palmada en elmuslo en señal de súbita inspiración-.¡Dios mío, Yevgueni, casi se me olvida!¡Tinatin, buena mujer, esto te encantará!A veces con tantas malas noticias, seolvida uno de las buenas. Oliver espadre. De una preciosa damiselallamada Carmen. Levanta tu copa connosotros, Yevgueni. Alix, te veoapagado esta noche. Tinatin, queridaamiga. Por Carmen Single. Larga vida,

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salud y felicidad para ella… y tambiénprosperidad. Oliver, mi enhorabuena. Lapaternidad te sienta bien. Ahora eresmás gran hombre que antes.

Y tú has menguado, pensó Oliver enun breve arrebato de furia al ver a suhija exhibida de aquel modo. Hasrevelado en toda su magnitud tu inmensae infinita vacuidad. A las puertas de lamuerte, no tienes nada a lo que apelar,aparte de tus inconcebiblestrivialidades.

Pero esa ira no se traslució en elcomportamiento de Oliver. Dando larazón, animando, alzando su copa haciaTinatin -pero no hacia Hoban-, yendo y

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viniendo desenfadadamente entre lacocina y la mesa y los dos ancianossentados junto al fuego, su únicoobjetivo era crear un ambiente de sobriaarmonía. Sólo Hoban, atendiendo a suteléfono mágico, sentado en un bancoentre dos hoscos compinches,permanecía totalmente ajeno al espíritude la fiesta. Pero esa amarga yperturbadora presencia no podíadesalentar a Oliver. Ni eso ni nada. Elmago cobraba vida. El ilusionista, eleterno pacificador y deflector delridículo, el creador de un karmaimposible respondía a la llamada de lascandilejas. El Oliver de las paradas de

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autobús azotadas por la lluvia, loshospitales infantiles y los albergues delEjército de Salvación interpretaba supapel para salvar su propia vida y la deTiger, mientras Tinatin guisaba,Yevgueni medio escuchaba y contabasus desgracias en las llamas, y Hoban ysus compañeros del infierno tramabansus agrias diabluras y calculaban susmenguantes opciones. Y Oliver conocíaa su público. Comprendía su caos, suestupefacción, sus confusas lealtades.Sabía cuántas veces en su propia vida,en las horas más bajas, habría dadocualquier cosa por un malprestidigitador con un mapache de

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peluche.Incluso Yevgueni, poco a poco, dejó

de resistirse a su magia. «¿Por qué nonos escribiste, Cartero?», reprochó juntoal fuego cuando Oliver le rellenó unavez más la copa. Y en otra ocasión:«¿Por qué dejaste de aprender nuestraquerida lengua georgiana?» Y a ambaspreguntas respondió encantadoramenteque al fin y al cabo era un hombre decarne y hueso, había sido desleal, peroya había aprendido de sus errores. Y apartir de estos diálogos en aparienciainocentes, fue creciendo una especie delocura, una ilusión de normalidadcompartida. Una vez preparada la cena,

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Oliver llamó a todos a la mesa e hizosentarse a Yevgueni a la cabecera. Porun rato el anciano permaneció allí, conla cabeza gacha, mirando al plato. Depronto, como si la visión le hubiesedevuelto el ánimo, se irguió, cerró lospuños, se golpeó el amplio pecho ypidió más vino. Y fue a Hoban, no aOliver, a quien Tinatin envió a labodega.

– ¿Qué tengo que hacer convosotros, Cartero? -preguntó Yevguenicon lágrimas en las comisuras de losojos-. Tu padre mató a mi hermano.¡Dime!

Sin embargo Oliver, con peligrosa

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sinceridad, lo contradijo:– Yevgueni, lamento mucho la

muerte de Mijaíl. Pero mi padre no lomató. Mi padre no es un traidor, y yo nosoy hijo de un traidor. No entiendo porqué lo tratas como a un animal. -Olivermiró disimuladamente a Hoban, sentadocon expresión impasible entre susinquietos protectores. Y advirtió que suteléfono no se hallaba a la vista, lo quelo indujo a pensar con satisfacción queHoban se había quedado sin amigos-.Yevgueni, creo que debemos disfrutarde tu hospitalidad y marcharnos con tubendición en cuanto amanezca.

Y Yevgueni parecía dispuesto a

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aceptar la sugerencia, hasta que Tiger,deseoso siempre de protagonismo, echóa perder el momento:

– Permíteme que me ocupe de esto,Oliver, si no te importa. Nuestrosanfitriones, incitados en gran medida,sospecho, por nuestro amigo AlixHoban, tienen una visión muy distintadel asunto… No, no me interrumpas, porfavor. Su posición es que, considerandoque me he entregado a ellos por propiavoluntad, se hallan en una dobleposición de ventaja. Por un lado… nomientras yo hablo, Oliver, gracias… Porun lado, quieren convencerme de querenuncie a todo en su favor, que es lo

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que exigen desde hace meses. Por otrolado, desean vengarse por la muerte deMijaíl, partiendo de la erróneasuposición de que yo, en connivencianada menos que con Randy Massingham,soy responsable de esa muerte. Nadie,ningún miembro de mi empresa o mifamilia, es culpable ni remotamente detal hecho. Sin embargo, como vosotrosmismos podéis ver, mis desmentidos hancaído en saco roto.

Lo cual indujo a Hoban a reafirmarla acusación, por más que sudesagradable voz hubiese perdido partede su habitual arrogancia.

– Tu padre nos jodió por todas

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partes -declaró-. Llegó a un acuerdo conMassingham a escondidas. Llegó a unacuerdo con la policía secreta británica.La muerte de Mijaíl era parte del trato.Yevgueni Ivánovich quiere venganza yquiere su dinero.

Tiger volvió a la cargatemerariamente, utilizando a Olivercomo jurado.

– Eso es un absoluto disparate,Oliver. Tú sabes tan bien como yo queconsidero a Randy Massingham unamanzana podrida desde hace muchotiempo, y si algo se me puede achacar eneste asunto, cosa que niego, es que hesido demasiado blando con Randy

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durante demasiado tiempo. El eje de laconspiración no lo formamosMassingham y yo, sino Massingham yHoban. Yevgueni, te ruego que ejerzas tuautoridad…

Pero Oliver el adulto lo habíaatajado ya:

– Dinos, Alix -propuso sin mayorénfasis que si pidiese una aclaraciónsobre un detalle semántico-. ¿Cuándoasististe por última vez a un partido defútbol?

A pesar de todo, Oliver no sentíaanimadversión hacia Hoban al formularesa pregunta. No se veía como unresplandeciente caballero andante o

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como un gran detectivedesenmascarando al malhechor. Era unartista, y para el artista no hay másenemigo que el espectador que noaplaude. Su objetivo básico era hacerdesaparecer de allí a su padre por artede magia y pedirle luego perdón si leapetecía, aunque tenía sus dudas alrespecto. Necesitaba curar lasmagulladuras de su padre y llevarlo a undentista y ponerle un traje planchado yafeitarlo y entregárselo a Brock, ydespués de Brock, sentarlo en sukilométrico escritorio de Curzon Street ydecirle: «Ahí te quedas, tú solo; yaestamos en paz.» Aparte de esos

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intereses, Hoban no era más que unamolestia accesoria, la consecuencia y nola causa de la locura de su padre. Asípues, lo contó sin histrionismo, conserenidad, aproximadamente como Zoyase lo había contado a él, con todos losdetalles, hasta el embutido y el vodkadel descanso del partido, el orgullo delpequeño Paul por tener juntos a su padrey su madre, y la desconfianza de Mijaílhacia Alix, que la presencia de Zoyaagudizaba aún más. Habló con sensatez,sin levantar la voz ni señalar con eldedo, pero preservando con todos lostrucos vocales que conocía la ilusión,frágil como el cristal. Y mientras

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hablaba, notó que la verdad se imponíagradualmente y todos empezaban aaceptarla: Hoban, pálido, inmóvil ycalculador, y sus inquietos compinches;Yevgueni, fortalecido de nuevo por lasatenciones de Oliver; Tinatin, cuando sepuso en pie y se ocultó en la penumbra,rozando con los dedos los hombros delmarido al pasar para darle apoyo; yTiger, que lo escuchaba desde uncapullo de falsa superioridad mientrasse exploraba los contornos del rostromaltrecho con las yemas de los dedos,reafirmándose en su recobradaidentidad. Y cuando Oliver huboconcluido el relato acerca del partido de

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fútbol y dejado pasar un tiempo para quesu significación resonase en la memoriade Yevgueni, se sentía tan conmovidopor su propio llamamiento a lasinceridad que estuvo a punto deabandonar toda la estrategia y confesarsus propias traiciones, a todos losreunidos y no sólo a Hoban. Peroafortunadamente ocurrirían en breve unaserie de extraños sucesos que se loimpedirían.

Primero se oyó el inesperadozumbido de un helicóptero encima deellos, el inconfundible sonido de unosrotores gemelos. Se desvaneció, y no seoyó nada más hasta que un segundo

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helicóptero sobrevoló la granja. Y sibien ya no quedan en el mundo lugaressilenciosos, y los helicópteros y otrosaparatos aéreos son asiduos visitantesnocturnos en el misterioso Cáucaso,Oliver sintió nacer en él una esperanzatan viva que permaneció inmune a ladecepción cuando el sonido se alejó.Hoban protestaba, naturalmente -o mejordicho, maldecía-, pero protestaba engeorgiano, y Yevgueni le ganaba lapartida. También Tinatin habíaregresado del rincón de la casa al que sehubiese retirado, y llevaba una pistoladel mismo diseño, notó Oliver, que laque Mirsky le había ofrecido en

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Estambul. Pero este suceso dio pasorápidamente a la precipitada huida delos dos compañeros de Hoban, unohacia la puerta principal de la terraza yel otro hacia una ventana situada entre lachimenea y la cocina. Los dosresbalaron y cayeron al suelo antes dealcanzar sus objetivos. Inmediatamentedespués de estos hechos, se puso demanifiesto su causa, a saber, que unassiluetas oscuras habían entrado en elsalón al mismo tiempo que aquellos doshombres intentaban abandonarlo, siendoel resultado que las siluetas oscuras, consus oscuros instrumentos, salieronvictoriosas.

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Sin embargo nadie había hablado nidescerrajado un solo disparo audible,hasta que el salón se iluminó y estalló enuna finita e incontrovertible detonación,no de un explosivo o una granada, sinode la pistola de Tinatin, que manteníaapuntada hacia Hoban con gran pericia,utilizando las dos manos con la firmezapropia de un golfista profesional. Ycomo efecto de este truco de magiacasera, Hoban lucía de pronto un rubígrande y brillante en el centro de lafrente y tenía los ojos desmesuradamenteabiertos, con expresión de sorpresa. Ymientras esto sucedía, Brock hablabacon Tiger en un rincón y le anunciaba,

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con las frases más llanas y enérgicas deMerseyside, el desdichado rumbo quetomaría su vida si no se comprometía acooperar generosamente. Y Tiger lo oía,como diría él. Lo oía con una atenciónrespetuosa, si no servil, en actitud deprisionero: los pies juntos, las manos alos costados, los hombros caídos, y lascejas enarcadas para mayorreceptividad.

¿Qué estoy viendo?, se preguntóOliver. ¿Qué comprendo ahora que nocomprendía antes? Para él, la respuestaera tan clara como la pregunta. Que lohabía encontrado y no existía. Habíallegado al último y más recóndito

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espacio de su búsqueda, había abiertopor la fuerza la caja más secreta, yestaba vacía. El secreto de Tiger era queno había secreto.

Por las ventanas entraban máshombres, y obviamente no pertenecían algrupo de Brock porque eran rusos yvociferaban en ruso y recibían órdenesde un ruso barbudo, y fue este rusobarbudo quien, para consternación deOliver, golpeó a Yevgueni en un lado dela cabeza con algún tipo de porra,provocándole una copiosa hemorragia.Sin embargo el anciano no parecióapenas notarlo ni concederleimportancia. Estaba de pie, con las

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manos atadas a la espalda mediante unaespecie de torniquete instantáneo, y eraTinatin quien exigía a gritos que soltasena su marido, si bien tampoco ella podíahacer gran cosa para ayudarlo, porque lahabían desarmado, derribado y obligadoa tenderse boca abajo, y lo veía todo desoslayo, a ras de suelo, donde segundosdespués Oliver, para asombro suyo, ibaa reunirse con ella. Al avanzar un pasopara expresar sus quejas al barbudoagresor de Yevgueni, alguien le barriólos pies de una patada, privándolo deapoyo. Voló por el aire, y al instante seencontró tumbado de espaldas en elsuelo, con un tacón duro como el acero

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hincándosele en el estómago con talferocidad que se le nubló la vista ypensó que había muerto. Pero no era así,porque cuando volvió a ver conclaridad, el hombre que le habíagolpeado yacía en el suelo, aferrándosela entrepierna y gimiendo, y quien lohabía dejado en esa situación, dedujoOliver rápidamente, era Aggie, queblandía una metralleta, vestía un traje depantera, y llevaba la cara pintarrajeadacomo un guerrero apache.

De hecho, no la habría reconocido ano ser por el marcado acepto deGlasgow pronunciado con el tonoenfático de una maestra:

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– ¡Arriba, Oliver, por favor,levántate, Oliver, ahora !

Y cuando vio que las palabras nosurtían efecto, le tendió el arma paramedio ayudarlo, medio obligarlo alevantarse, y una vez en pie Oliver sebalanceó, preocupado por Carmen ypreguntándose si la habrían despertadocon aquel alboroto.

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Agradecimientos

Deseo expresar mi agradecimientoespecialmente a Alan Austin, mago yartista del espectáculo, de Torquay,Devon; a Sükrü Yarcan, del Programade Administración Turística,Universidad de Boaçi, Estambul; aTemur y Giorgi Barklaia, de Mingrelia;al distinguido Phil Connelly, miembroreciente del Servicio de InvestigacionesAduaneras de Su Majestad; y a unbanquero suizo a quien sólo puedollamar Peter. George Hewitt, profesorde lenguas caucásicas de la Escuela de

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Estudios Orientales y Africanos desde1996, me ha ahorrado una vez más algúnque otro bochorno.

John le CarréCornualles, julio de 1998