la casa rusia john le carre

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Magistral novela de intriga y deamor en la que un modesto editorbritanico, aficionado al jazz,bebedor y negligente, se veenvuelto, de forma fortuita, en unatrama de espionaje internacional.Corre el tercer verano de la frágilperestroika. Nike Landau, unagente comercial, acude a una feriade Moscú: allí se le acercara unahermosa joven rusa llamada Katya,quien le pide que lleve un paquetecuando regrese de Inglaterra. Elpaquete está dirigido a BlandyBlair, un curioso individuo

aficionado al jazz, bebedor ymodesto editor.Contiene información que puedeconsiderarse vital para la defensaOccidente.Braly Blair es un hombre que serige por sus propias reglas. Hatenido diferentes experienciasmatrimoniales. Sin embargo en elfondo, el aspira al amor y a unhogar, así como servir a la causaideal. Desde el primer momento desu encuentro con Katya el cree queha hallado cuanto anhelaba. Pero¿será cierto?

John le Carré

La casa RusiaePUB v1.1Perseo 08.07.12

Título original: The Russia HouseJohn le Carré, 1989Traducción: Adolfo MartínDiseño/retoque portada: Perseo

Editor original: Perseo (v1.0 a v1.1)ePub base v2.0

A Bob Gottliebgran editor y

paciente amigo.

«Realmente, yo creo que lagente desea tanto la paz quelos Gobiernos harían bienen quitarse de en medio undía de éstos y dejarledisfrutar de ella».

DWIGHT D. EISENHOWER

«Se siente que pensar comoun héroe para comportarsecomo un ser humanosimplemente decente».

MAY SARTON

Prólogo

Los agradecimientos en las novelaspueden ser tan tediosos como los títulosde crédito en el cine; sin embargo,constantemente me siento conmovidopor la buena disposición de personasatareadas a dedicar su tiempo y susabiduría a una empresa tan frívolacomo la mía, y no puedo dejar pasar esaoportunidad de darles las gracias.

Recuerdo con especial gratitud laayuda de Strobe Talbott, el ilustreperiodista de Washington, sovietólogo yescritor sobre temas de defensa nuclear.

Si hay errores en este libro, sin duda noson suyos, y habría habido muchos mássin él. El profesor Lawrence Freedman,autor de varias obras clásicas sobre elconflicto moderno, me permitió tambiénaprender de él, pero no se le debeculpar de mis simplezas.

Frank Geritty, agente durante muchosaños del Federal Bureau ofInvestigation, FBI, me introdujo en losmisterios del detector de mentiras,tristemente llamado ahora polígrafo, y simis personajes no están tan versadoscomo él en sus poderes, a ellos y no a éldebe culpar el lector.

Debo absolver también de

responsabilidad a John Roberts y supersonal, de la Asociación GranBretaña-URSS, de la que es director.Fue él quien me acompañó en miprimera visita a la URSS, abriéndometodas las puertas que en otro caso quizáshubieran permanecido cerradas. Peronada sabía de mis oscuros designios ynada al respecto. De entre sus ayudantesdebo mencionar especialmente a AnneVaughan.

Mis anfitriones soviéticos en elSindicato de Escritores mostraron unadiscreción similar, y una grandeza deespíritu que me sorprendió. Nadie quevisite la Unión Soviética en estos

extraordinarios años y goce delprivilegio de sostener lasconversaciones que a mi me fueronpermitidas, puede regresar sin unduradero amor a su pueblo y sin unasensación de temor ante la magnitud delos problemas con que se enfrenta.Espero que mis amigos soviéticosencuentren reflejados en este relato unpoco del calor que sentí en su compañíay de las esperanzas que compartimospor un futuro más sensato y sociable.

El jazz es un gran unificador, y nome faltaron amigos cuando se trataba delsaxofón de Barley. Wally Fawkes, elfamoso caricaturista e intérprete de jazz,

me prestó su oído musical, y John Calleysu tono perfecto, tanto en letra como enmúsica. Si estos hombres gobernasen elmundo, yo me quedaría sin conflictossobre los que escribir.

JOHN LE CARRÉ

Capítulo 1

En una ancha calle de Moscú, situada amenos de doscientos metros de laestación de Leningrado, en el últimopiso de un recargado y horrible hotelconstruido por Stalin en el estiloconocido por los moscovitas como«Imperio durante la Peste», la primeraferia de material sonoro para laenseñanza del idioma inglés y ladifusión de la cultura británica,organizada por el Consejo Británico, searrastraba penosamente a su fin. Eranpoco más de las cinco y media y el

tiempo estival se mostraba un tantoerrático. Tras los violentos chaparronesque se habían sucedido durante todo eldía, un sol débil brillaba en los charcosy levantaba nubecillas de vapor en lasaceras. De los transeúntes, los másjóvenes llevaban pantalones vaqueros yzapatos de lona, pero sus mayorescontinuaban arrebujados en sus prendasde abrigo.

La sala que el Consejo habíaalquilado no era cara, pero tampoco eraapropiada para la ocasión. Yo la hevisto. No hace mucho, estando en Moscúpara otra misión completamente distinta,subí de puntillas la gran escalera

desierta y, con un pasaporte diplomáticoen el bolsillo, me detuve en la eternapenumbra que envuelve a los viejossalones de baile cuando estándormidos… Con sus gruesas columnasoscuras y sus espejos dorados, resultabamás adecuada para las últimas horas deun trasatlántico yéndose a pique, quepara el lanzamiento de una graniniciativa. En el techo, ceñudos rusostocados con gorras proletarias agitabansus puños en dirección a Lenin. Su vigorcontrastaba inevitablemente con losdesportillados bastidores de cassettesmagnetofónicas que se alineaban a lolargo de las paredes, presentando

Winnie the Pooh e Inglés paraordenadores en tres horas . Las cabinasde audición, forradas de arpillera ysuministradas por los servicios locales,poseían toda la melancolía de unassillas de lona en una playa desierta bajola lluvia. Los puestos de los expositores,apiñados bajo la sombra de una galeríasalediza, parecían tan blasfemos comounas oficinas de apuestas en un templo.

Sin embargo, allí se había celebradouna especie de feria. Habían acudidovisitantes, como suelen acudir losmoscovitas, siempre que tengan losdocumentos y la posición socialnecesaria para satisfacer a los

muchachos de fría mirada y cazadorasde cuero apostados en la puerta. Porcortesía, por curiosidad. Para hablar conoccidentales. Porque está ahí. Y ahora,en la quinta y última tarde, sedesarrollaba el gran cóctel de despedidade expositores e invitados. Un puñadode miembros de la reducida nómina dela burocracia cultural soviética secongregaba bajo la gran araña central,las damas con sus peinados estilocolmena y sus floreados vestidosdiseñados para cuerpos más esbeltos,los caballeros estilizados por losbrillantes trajes de confección francesaque significaban el acceso a las tiendas

especiales. Sólo sus anfitrionesbritánicos, vestidos en apagadastonalidades grises, observaban lamonotonía de la austeridad socialista.Aumentó en intensidad el rumor de lasconversaciones, una brigada de azafatascon delantal distribuyeron los rizadoscanapés de salchichón y vino blancocaliente. Un alto diplomático británicoque no era el embajador estrechaba lasmejores manos y decía que estabaencantado.

Sólo Niki Landau se había apartadode las celebraciones. Estaba inclinadosobre la mesa de su vacío stand,sumando sus últimos pedidos y

cotejando los recibos con los gastos,pues Landau tenía por norma no salirnunca a divertirse hasta haber terminadosu trabajo del día.

Y en un extremo de su ángulo visual,reducida a una simple y borrosa manchaazul, aquella mujer soviética que élestaba ignorando deliberadamente.Complicaciones, pensaba mientrastrabajaba. Evitar.

El ambiente de fiesta no habíacontagiado a Landau, a pesar de seralegre por temperamento. En primerlugar, siempre había sentido unaprofunda aversión hacia todo lobritánico de tipo oficial, desde que su

padre fuera devuelto por la fuerza aPolonia. De los británicos mismos, medijo más tarde, no toleraba que sehablase mal, él era uno más de ellos poradopción y sentía el poderoso respetodel converso. Pero los lacayos delForeign Office eran cuestióncompletamente distinta. Y cuanto máselevada era su posición y más secontorsionaban y sonreían y levantabansus estúpidas cejas al mirarle, más lesodiaba y pensaba en su padre. Además,si de él hubiera dependido, jamás habríaido a aquella feria de materialfonográfico. Se habría quedado enBrighton con una nueva y preciosa

amiguita que tenía, en un bonito hotelitoparticular que conocía para esasocasiones.

—Es mejor que conservemos seca lapólvora hasta la feria del libro deMoscú, en setiembre —habíaaconsejado Landau a sus clientes—. Alos rusos les encanta el libro, Bernard,pero el mercado fonográfico les asusta yno están predispuestos en su favor. Sinos dedicamos a la feria del libro, nosforramos. Si vamos a la feriafonográfica, podemos darnos pormuertos.

Pero los clientes de Landau eranjóvenes y ricos y no creían en la muerte.

—Mira, Niki —dijo Bernard dandola vuelta tras él y poniéndole una manoen el hombro, cosa que a Landau no legustaba—, en el mundo de hoy tenemosque hacer flamear la bandera. Somospatriotas, ¿comprendes, Niki? Como tú.Por eso somos una compañíadomiciliada en el extranjero. Con laglasnost actual, la Unión Soviética es elEverest del negocio de la grabación. Ytú vas a llevarnos a la cumbre, Niki.Porque si no lo haces, encontraremosalgún otro que lo haga. Alguien másjoven, ¿eh, Niki? Alguien con empuje ycon clase.

Empuje todavía tenía Landau. Pero

clase, como él mismo era el primero endecir, clase…, eso más valía dejarlo. Élera un jugador, eso era lo que le gustabaser. Un bullidor jugador polaco, yorgulloso de serlo. Era el viejo Nik, elmuchacho desvergonzado y audaz de losrepresentantes que trabajaban con elEste, capaz, según gustaba alardear, devender cuadros obscenos a un conventogeorgiano, o tónico capilar a un calvorumano. Era Landau, el bajito atleta dealcoba que llevaba tacones altos paradar a su cuerpo eslavo la escala inglesaque él admiraba, y ostentosos trajes queexclamaban «eh, aquí estoy». Cuando elviejo Nik montaba su puesto, aseguraron

sus colegas a nuestros infatigablesinvestigadores, casi podía oírse eltintineo de la campanilla de su carrito devendedor polaco. Y el pequeño Landaureía la broma con ellos y les seguía eljuego.

—Muchachos, yo soy el polaco conel que ninguno de vosotros podríaigualarse —declaraba orgullosamente,mientras pedía otra ronda.

Era su forma de hacer que se riesencon él. Y no de él. Y, muyprobablemente, para demostrar suaserto, se sacaría luego un peine delbolsillo superior de su chaqueta, y conla ayuda de un cuadro en la pared o de

cualquier otra superficie pulimentada, sealisaría los negrísimos cabellos parauna nueva conquista, utilizando las dosmanos para domarlos.

—¿Quién es esa belleza que estoyviendo en aquel rincón? —preguntaba ensu apicarada mezcla de polaco delghetto y cockney del East End—. ¡Hola,encanto! ¿Por qué estamos sufriendosolos esta noche?

Y una vez de cada cinco se salía conla suya, lo que para Landau constituíauna aceptable proporción de éxitos,siempre que no dejara de pedirlos.

Pero esta noche Landau no pensabani en éxitos ni en pedirlos. Pensaba que,

una vez más, se había pasado trabajandotoda la semana para ganarse la pitanza—o, como más gráficamente me dijo amí, un beso de puta—. Y queúltimamente cualquier feria, ya fuese dellibro, del disco o cualquier otra clase deferia, le dejaba un poco más fatigado delo que le gustaba reconocer, igual que lepasaba con las mujeres. Y lo queobtenía a cambio no acababacompensándole del todo. Y que estabadeseando que llegase el momento detomar el avión que le devolvería aLondres al día siguiente. Y que siaquella pájara rusa de azul no dejaba deintentar atraer su atención mientras él

trataba de cerrar sus libros, ponerse lasonrisa de fiesta y reunirse con la alegremultitud, muy probablemente le diría ensu propio idioma algo que los dosacabarían lamentando.

Que era rusa resultaba evidente.Sólo una mujer rusa llevaría colgandodel brazo una bolsa de plástico,dispuesta para la posible compra que esel triunfo de la vida cotidiana, inclusoaunque la mayoría de aquellas bolsasfueran de cuerda. Sólo una rusa sería tanentrometida como para acercarse tanto yespiar la aritmética de un hombre. Ysólo una rusa preludiaría su interrupcióncon uno de esos remilgados gruñidos

que en un hombre siempre le recordabana Landau a su padre atándose loscordones de los zapatos, y en una mujer,Harry, la cama.

—Disculpe, señor, ¿es usted elcaballero de «Abercrombie Blair»? —preguntó.

—No, querida —respondió Landau,sin levantar la cabeza. Ella habíahablado en inglés, así que él le habíacontestado en inglés, que era la normaque siempre seguía.

—¿Señor Barley?—Barley no, querida. Landau.—Pero éste es el puesto del señor

Barley.

—Éste no es el puesto del señorBarley. Éste es mi puesto.«Abercrombie Blair» están al lado.

Todavía sin levantar la vista, Landauseñaló con la punta del lápiz hacia laizquierda, al puesto vacío contiguo,donde un letrero anunciaba en coloresverde y oro la antigua casa editorial de«Abercrombie Blair», de Norfolk Street,Strand.

—Pero ese puesto está vacío. Nohay nadie en él —objetó la mujer—.Ayer también estaba vacío.

—En efecto, así es —replicóLandau, en un tono que sería definitivopara cualquiera. Luego, se inclinó

ostentosamente sobre su libro de cuentasesperando que la mancha azul seesfumara por sí sola, lo que, sabía, eradescortés por su parte, y su insistentepresencia le hizo sentirse más descortésaún.

—¿Pero dónde está Scott Blair?¿Dónde está el hombre que llamanBarley? Debo hablar con él. Es muyurgente.

Landau estaba ya odiando a la mujercon irracional ferocidad.

— E l señor Scott Blair —empezómientras levantaba bruscamente lacabeza y la miraba de frente—, máscomúnmente conocido por sus íntimos

como Barley, está fuera, señora. No havenido. Su compañía reservó un puesto,sí. Y el señor Scott Blair es director,presidente, gobernador general y, que yosepa, dictador vitalicio de la compañía.Sin embargo, no ocupó su puesto…

Pero en aquel punto, habiéndosecruzado sus ojos con los de ella, empezóa titubear.

—Escuche, querida, yo estoy aquítratando de ganarme la vida,¿comprende? No la del señor BarleyScott Blair, por mucho que le aprecie.

Se interrumpió y una caballerosainquietud remplazó su momentánea ira.La mujer estaba temblando. No sólo

temblaban las manos que sostenían subolsa marrón, sino también el cuello,pues su recatado vestido azul acababarematado por un cuello de encajeantiguo que Landau podía verestremecerse sobre su piel, realmentemás blanca que el encaje. Sin embargo,su boca y su mandíbula denotabanfirmeza y su expresión le impresionó.

—Por favor, señor, tiene usted queser bueno y ayudarme —dijo, como sino hubiera opción.

Landau se enorgullecía de conocer alas mujeres. Era otra de sus fastidiosasjactancias, pero no carecía defundamento. «Las mujeres son mi

entretenimiento favorito, el estudio demi vida y mi absorbente pasión, Harry»,me confió, y la convicción que latía ensu voz era tan solemne como la promesade un masón. Le era imposible yaprecisar cuántas había tenido, pero lecomplacía decir que ascendían a varioscentenares y que no había una sola quele hubiera hecho lamentar laexperiencia. «Yo juego limpio y elijobien, Harry —me aseguró, dándose unosgolpecitos con el dedo índice en la partelateral de la nariz—. Nada de venascortadas, matrimonios rotos, ni palabrasásperas después». Nadie, ni yo mismo,sabría jamás cuánto de cierto había en

aquello, pero era indudable que losinstintos que le habían guiado a travésde sus devaneos acudieron en su ayudamientras formaba sus juicios sobreaquella mujer.

Era seria. Era inteligente. Eradecidida. Estaba asustada, aunque en susoscuros ojos relucía una chispa dehumor. Y poseía esa rara cualidadLandau, con su florido estilo, gustaballamar «la clase que sólo la Naturalezapuede dar». En otras palabras, poseíacalidad, además de fuerza. Y, como enmomentos de crisis nuestrospensamientos no fluyenconsecutivamente, sino que se abaten

sobre nosotros oleadas de intuición yexperiencia, percibió todas estas cosasde forma simultánea y las tenía yaasimiladas cuando ella le habló denuevo.

—Un amigo mío soviético ha escritouna obra literaria creativa e importante—dijo, después de hacer una profundainspiración—. Es una novela. Una grannovela. Su mensaje es importante paratoda la Humanidad.

Calló.—Una novela —dijo Landau para

ayudarla a seguir. Y, luego, sin que mástarde se le alcanzara por qué razón lohabía dicho, añadió—: ¿Cómo se titula,

querida?Decidió que la fuerza que había en

ella no procedía de bravuconería ni delocura, sino de convicción.

—Entonces, ¿cuál es su mensaje, sies que no tiene título?

—Se refiere a las acciones antes quea las palabras. Rechaza el gradualismode la perestroika. Exige acción yrechaza todo cambio cosmético.

—Excelente —dijo Landau,impresionado.

«Hablaba como solía hacerlo mimadre, Harry: con la barbilla levantaday mirándote directamente a la cara».

—Pese a la glasnost y al supuesto

liberalismo de las nuevas líneasdirectrices, la novela de mi amigo nopuede todavía ser publicada en la UniónSoviética —continuó—. El señor ScottBlair se ha comprometido a publicarlacon discreción.

—Señora —dijo amablementeLandau, con el rostro ahora muy cercadel de ella—, si la novela de su amigoes publicada por la gran casa de«Abercrombie Blair», créame que puedeestar segura de un secreto absoluto.

Dijo esto, en parte como chiste alque no pudo resistirse, y en parte porquesu instinto le aconsejaba suavizar larigidez de la conversación y hacerla más

intrascendente a cualquiera queestuviese mirando. Y, comprendiera ono el chiste, la mujer sonrió también,con una rápida y cálida sonrisa deenvalentonamiento, que era como unavictoria sobre sus temores.

—Entonces, señor Landau, si amausted la paz, llévese, por favor, estemanuscrito a Inglaterra y déseloinmediatamente al señor Scott Blair.Sólo al señor Scott Blair. Es unadonación de confianza.

Lo que pasó después sucediórápidamente, una transacción callejeraentre comprador y vendedor, ambos biendispuestos. Lo primero que hizo Landau

fue mirar más allá de ella, por encimade su hombro. Lo hizo por su propiaseguridad tanto como por la de ella. Ensu experiencia, cuando los rusos queríanponer en práctica una treta, siemprehabía cerca otras personas. Pero aquelextremo de la sala de reuniones estabadesierto, la zona que se extendía bajo lagalería en que estaban los puestos sehallaba sumida en la oscuridad, y lafiesta que se desarrollaba en el centrode la sala se encontraba en todo suapogeo. Los tres muchachos decazadoras de cuero situados en la puertaprincipal charlaban aburridamente entreellos.

Finalizada su inspección, leyó elnombre escrito en la tarjeta de plásticoque la mujer llevaba en la solapa, cosaque normalmente hubiera hecho antes sisus oscuros ojos castaños no le hubierandistraído. Yekaterina Orlova, leyó. Ydebajo, expresada en inglés y en ruso lapalabra «Octubre», que era el nombrede una de las más pequeñas editorialesestatales de Moscú, especializada entraducciones de libros soviéticos parasu exportación, principalmente a otrospaíses socialistas, lo que me temo lacondenaba a una cierta mala calidad depublicaciones.

Luego le dijo lo que debía hacer, o

quizá se lo estaba diciendo ya mientrasleía el nombre de la tarjeta. Landau eraun chico curtido en la calle, capaz detoda clase de triquiñuelas. La mujer talvez fuese tan valiente como seis leones,y, por su aspecto, probablemente lofuera, pero no era una conspiradora. Enconsecuencia, él la tomó sin vacilar bajosu protección y, al hacerla, le hablócomo hubiera hablado a cualquier mujerque necesitara su consejo sobre, porejemplo, dónde encontrar su habitaciónde hotel, o qué decirle a su mariditocuando volviese a casa.

—O sea que lo ha traído consigo,¿verdad, querida? —preguntó, mirando

la bolsa y sonriendo como un amigo.—Sí.—Ahí dentro, ¿verdad?—Sí.—Entonces, deme la bolsa con toda

normalidad —dijo Landau hablándolemientras ella seguía sus instrucciones—.Eso es. Ahora deme un amistoso besoruso, de los ceremoniosos. Muy bien.Me ha traído un regalo oficial dedespedida en el último día de la feria,algo que estrechará las relacionesanglosoviéticas y dará exceso de peso ami equipaje, a menos que lo tire en lapapelera del aeropuerto. Unatransacción muy normal. Hoy he debido

de recibir ya media de regalos de estaclase.

Parte de esto lo dijo mientras seinclinaba de espaldas a ella. Puesintroduciendo la mano en la bolsa, habíasacado ya el paquete de papel marrónque había dentro y lo metía diestramenteen su cartera de tipo archivador, muycompacta y con compartimientos que seabrían en abanico.

—¿Casada, Katya?No respondió. Quizá no le había

oído o estaba demasiado ocupadaobservándole.

—Entonces, ¿es su marido quien haescrito la novela? —preguntó Landau,

sin amilanarse por su silencio.—Es peligroso para usted —susurró

ella—. Debe creer en lo que estáhaciendo. Entonces todo resulta claro.

Como si no hubiera oído suadvertencia, Landau seleccionó, de unmontón de muestras que había guardadopara regalar aquella noche, un ejemplard e l Sueño de una noche de verano,realizado en virtud de encargo especialde la Royal Shakespeare Company, y lodepositó ostentosamente sobre la mesa,firmando con rotulador sobre su estuchede plástico una dedicatoria: «De Niki aKatya, paz», y la fecha. Luego le metióceremoniosamente el estuche en la

bolsa, juntó las dos asas y se las apretóen la mano, porque ella parecía estarquedándose sin fuerzas y le preocupabala posibilidad de que se desmayase operdiese el control. Sólo entonces,mientras continuaba agarrándole lamano, que estaba fría, me dijo, pero eraagradable, le dio la tranquilidad que ellaparecía pedirle.

—Todos tenemos que hacer algoarriesgado de vez en cuando, ¿verdad,querida? —dijo alegremente Landau—.¿Vamos a participar en la fiesta?

—No.—¿Qué tal si nos vamos a cenar a

alguna parte?

—No es conveniente.—¿Quiere que la acompañe a la

puerta?—Me da igual.—Creo que debemos sonreír,

querida —dijo todavía en inglés,mientras la acompañaba a través de lasala conversando con ella como el buenvendedor en que había vuelto aconvertirse.

Al llegar al amplio rellano, leestrechó la mano.

—Entonces, hasta la feria del libro,¿no? En setiembre. Y gracias poradvertirme. Lo tendré presente, pero loimportante es que tenemos un trato. Lo

cual siempre es agradable, ¿no?Ella le apretó la mano y pareció

adquirir valor con ello, pues volvió asonreír con una sonrisa aturdida peroagradecida y, casi, irresistiblementecálida.

—Mi amigo ha tenido un gran gesto—explicó, mientras se echaba haciaatrás un rebelde mechón de pelo—.Asegúrese, por favor, de que el señorBarley se hace cargo de ello.

—Se lo diré. No se preocupe —respondió vivamente Landau.

Le habría gustado recibir otrasonrisa, pero ella parecía haber perdidoya todo interés en él. Estaba hurgando en

su bolso en busca de su tarjeta, que élsabía que había olvidado sacar hastaaquel momento. «ORLOVA, YekaterinaBorisovna», decía en caracterescirílicos por un lado y latinos por elotro, también con el nombre Octubre enlas dos versiones. Se la dio, y luegocomenzó a descender rígidamente por lamajestuosa escalinata, con la cabezaerguida, una mano sobre la anchabalaustrada de mármol y la otraarrastrando la bolsa. Los muchachos delas cazadoras de cuero se la quedaronmirando todo el camino hasta elvestíbulo. Y Landau les guiñó un ojo,mientras se guardaba la tarjeta en el

bolsillo superior de la chaqueta, juntocon la otra media docena que habíarecopilado en las dos últimas horas. Losmuchachos, tras la debida reflexión, lecontestaron también con un guiño, puesaquélla era la llueva época de apertura,en que un par de buenas caderas rusaspodían ser apreciadas por sí mismas,incluso por un extranjero.

Durante los cincuenta minutos defrancachela que quedaban, Niki Landause sumergió en cuerpo y alma en lafiesta. Cantó y bailó para unabibliotecaria escocesa de rostro adustoque llevaba un collar de perlas. Contóuna ingeniosa anécdota política sobre la

señora Thatcher a un par de pálidosinterlocutores de la Agencia Estatal dePublicaciones, VAAP, hasta querompieron a reír súbitamente. Piropeó atres damas de Editorial Progreso y, enuna serie de rápidos viajes a su cartera,obsequió a cada una de ellas con unrecuerdo de su estancia, pues Landau eraun regalador nato y recordaba nombres ypromesas, como recordaba tantas otrascosas, con la claridad de una mente librede preocupaciones, Pero durante todo eltiempo mantuvo la cartera discretamentea la vista, y aun antes de que losinvitados se hubieran marchado lasostenía en la mano libre mientras iba

despidiéndose de los demás. Inclusocuando subió al autobús particular queesperaba para llevar a losrepresentantes al hotel, se sentó con ellasobre las rodillas, mientras se unía alarmonioso coro de cantos de rugby,dirigido, como de costumbre, por SpikeyMorgan.

—¿Qué hay señoras, muchachos? —advirtió Landau, y poniéndose en pie,impuso silencio en los pasajes queconsideraba demasiado atrevidos; peroincluso actuando de director se lasarregló para mantener firmementeagarrada la cartera.

Ante la puerta del hotel merodeaba

la habitual caterva de busconas,traficantes de drogas y cambistas demoneda, que, junto con sus vigilantes dela KGB, contemplaron la entrada delgrupo. Pero Landau no vio en sucomportamiento nada que fuera motivode preocupación, ni por exceso devigilancia ni por exceso de indiferencia.El viejo mutilado de guerra que protegíael corredor de acceso a los ascensoresle pidió su pase de hotel, como decostumbre, pero cuando Landau, que yale había regalado cien «Marlboros», lepreguntó acusadoramente en ruso porqué no estaba aquella noche fuerahaciéndole carantoñas a su amiguita, rió

roncamente y le dio una palmada en elhombro en gesto de camaradería.

«Si están tratando de tenderme unatrampa —pensé—, más vale que se denprisa, o se les enfriará la pista, Harry —me dijo, tomando el partido de laoposición en lugar del suyo propio—.Cuando tiendes la trampa a alguien,Harry, tienes que actuar con rapidezmientras la prueba preparada estátodavía sobre la víctima», explicó comosi llevara toda vida tendiendo trampasde ese estilo a la gente.

—Entonces, en el bar del «National»a las nueve —le dijo fatigadamenteSpikey Morgan cuando lograron llegar

al cuarto piso.—Puede que sí, puede que no,

Spikey —respondió Landau—. Laverdad es que no me encuentro muy enforma.

—Gracias a Dios —dijo Spikey enmedio de un bostezo, y echó a andar porsu oscuro pasillo vigilado por elmalencarado portero de piso desde sugarita.

Al llegar a la puerta de suhabitación, Landau hizo acopio de valorantes de introducir la llave en lacerradura. Lo harán ahora, pensó. Aquí yahora sería el mejor momento paraapresarme y apoderarse del manuscrito.

Pero cuando traspuso el umbral, lahabitación estaba vacía y tranquila, y sesintió en ridículo por haber sospechadoque pudiera ser de otro modo. Todavíavivo; pensó, y depositó la cartera sobrela cama.

Luego corrió las minúsculas cortinastodo lo que le fue posible, o seasolamente la mitad, y colgó de la puerta,que luego cerró con llave, el inútil cartelde «No molesten». Vació los bolsillosde su traje, incluido el bolsillo en quealmacenaba las tarjetas comerciales queiba recibiendo, se quitó la chaqueta y lacorbata, y finalmente la camisa. Sesirvió un dedo de vodka con limón que

sacó del frigorífico y tomó un sorbo.Landau no era realmente un bebedor, meexplicó, pero cuando estaba en Moscú legustaba tomarse un buen vodka paraterminar el día. Llevando el vaso alcuarto de baño, se situó ante el espejo yse pasó diez minutos largos examinandoansiosamente las raíces de sus cabellos,en busca de indicios de canas, yeliminándolas con ayuda de una nuevafórmula que obraba maravillas.Terminada esta labor a su satisfacción,se enrolló en torno a la cabeza unturbante de goma que semejaba un gorrode baño y se duchó mientras cantaba,bastante bien, Soy el prototipo de un

moderno general de brigada. Luego, sesecó frotándose vigorosamente con latoalla para elevar el tono muscular, sepuso un albornoz estampado y volvió ala habitación todavía cantando.

Hizo estas cosas en parte porquesiempre las hacía y necesitaba lafamiliaridad fortalecedora de suspropias rutinas, pero en parte tambiénporque se sentía orgulloso de haberprescindido por una vez de toda cautelay no haber encontrado veinticincosólidas razones para no hacer nada.

Ella era una dama, estaba asustada,necesitaba ayuda, Harry. ¿Cuándo hadesairado jamás Niki Landau a una

dama? Y, si estaba equivocado conrespecto a ella y la mujer le habíaengañado lastimosamente, no tendríamás remedio que ir recogiendo sucepillo de dientes y presentarse en lapuerta de la Lubianka para dedicarsedurante cinco años al estudio de susexcelentes graffiti. Porque prefería serengañado veinte veces antes queapartarse de aquella mujer sin una razón.Y diciéndose esto, aunque sólomentalmente pues siempre tenía encuenta la posibilidad de micrófonosocultos, Landau sacó el paquete de lacartera y, con cierta timidez, se dispusoa desatar la cuerda que lo sujetaba, pero

no a cortarla, tal y como le habíaenseñado su santa madre, cuya fotografíareposaba fielmente en aquellosmomentos en su billetero. Tienen elmismo fulgor, pensó en placenteroreconocimiento mientras se afanabapacientemente con el nudo. Es la pieleslava. Son los ojos eslavos, la sonrisaeslava. Dos hermosas muchachaseslavas juntas. La única diferenciaestribaba en que Katya no había acabadoen Treblinka.

El nudo cedió finalmente. Landauenrolló la cuerda y la dejó sobre lacama. Tengo que saber, compréndeloquerida, explicó mentalmente a

Yekaterina Borisovna. No quiero fisgar,no soy entrometido, pero si tengo queabrirme paso a través de la aduana deMoscú, más vale que sepa qué es lo queestoy sacando por ella; porque esosiempre ayuda.

Delicadamente para no romperlo,utilizando las dos manos, Landau abrióel papel marrón. No se veía a sí mismocomo un héroe, o todavía no. Lo que eraun peligro para una belleza moscovitapodía no ser un peligro para él. Suinfancia y juventud habían sido duras,ciertamente. El East End de Londres nohabía sido precisamente una cura dereposo para un inmigrante polaco de

diez años, y Landau había recibido subuena ración de labios partidos, naricesrotas, nudillos aplastados y hambre.Pero si ahora o en cualquier otromomento de los últimos treinta años lehubieran preguntado cuál era sudefinición del héroe, habría respondidosin vacilar que un héroe era el primerhombre en escapar por la puerta traseracuando empezaban a pedir voluntarios.

Una cosa sabía mientras miraba elcontenido de aquel paquete envuelto enpapel marrón: tenía el zumbido encima.Por qué lo tenía era algo que podríaaclarar más tarde, cuando no hubieracosas mejores que hacer. Pero si había

que hacer un trabajo delicado aquellanoche, Niki Landau era el indicado.«Porque cuando Niki tiene el zumbido,Harry, nadie zumba mejor, como todaslas chicas saben».

Lo primero que vio fue el sobre.Luego advirtió la presencia de los trescuadernos debajo de él y vio que elsobre y los cuadernos estaban unidospor una gruesa goma elástica del tipoque él siempre guardaba pero que nuncaencontraba en qué usar. Pero fue elsobre lo que atrajo su atención, porquellevaba escritas unas palabras de puño yletra de ella, una cuidada letracaligráfica que confirmaba su pura

imagen de ella. Era un sobre cuadradode color marrón, descuidadamentepegado y dirigido al «SeñorBartholomew Scott Blair. Personal yurgente».

Extrayéndolo de la goma elástica,Landau lo sostuvo a contraluz, pero eraopaco y no reveló ninguna sombra. Loexploró con el índice y el pulgar. Unahoja de papel fino en su interior, doscomo mucho. «El señor Scott Blair se hacomprometido a publicada condiscreción —recordó—. Señor Landau,si ama usted la paz…, déseloinmediatamente al señor Scott Blair.Sólo al señor Scott Blair… Es una

donación de confianza». Ella confía enmí también, pensó. Dio la vuelta alsobre, el reverso estaba en blanco.

Y, siendo esto todo lo que se puedesacar en limpio de un sobre marróncerrado, y teniendo Landau porprincipio no leer la correspondenciapersonal de Barley ni de nadie, abrió denuevo su cartera y, escrutando en elcompartimiento de sus efectos deescritorio, extrajo de él un sobre depapel de Manila en cuya solapaaparecían primorosamente impresas laspalabras «Del despacho del señorNicholas P. Landau». Luego introdujo enél el sobre marrón y lo cerró.

Garrapateó sobre él el nombre «Barley»y lo guardó en el compartimiento quellevaba el rótulo de «Social» y quecontenía cosas tan diversas comotarjetas de visita que le habían entregadodesconocidos y notas de extrañosencargos que había aceptado realizarpara distintas personas…, como lagerente de una editorial que necesitabarecambios para su pluma «Parker», o elfuncionario del Ministerio de Culturaque quería una camiseta de Snoopy parasu sobrino, o la dama de Octubre quesimplemente acertó a pasar mientras élestaba recogiendo su puesto.

Y Landau hizo esto porque, con la

pericia que era totalmente instintiva enél, sabía que su primera misión eramantener el sobre lo más alejadoposible de los cuadernos. Si loscuadernos eran peligrosos no quería quenada los relacionase con la carta yviceversa. Y estaba completamenteacertado en ello. Nuestros máspolifacéticos y eruditos adiestradores,teñidos en todos los océanos delfolklore de nuestro Servicio, no lehubieran dicho otra cosa.

Sólo entonces cogió los trescuadernos y retiró la goma elásticamientras mantenía atento el oído aposibles pisadas en el pasillo. Tres

sucios cuadernos rusos, reflexionó,seleccionando el de arriba y dándolelentamente la vuelta. Estabaencuadernado en cartulina toscamenteilustrada y con la tela del lomodeshilachada. Doscientas veinticuatropáginas de mala calidad en cuarto yrayadas, si no recordaba mal Landau delos tiempos en que vendía artículos depapelería, al precio soviético de unosveinte kopeks al por menor en cualquierbuen establecimiento, siempre quehubiera llegado la remesa de material yestuviera uno en la cola adecuada el díaadecuado.

Finalmente, abrió el cuaderno y miró

la primera página.«Está chalada, pensó, pugnando por

vencer su disgusto. Está en manos de unchiflado, pobrecilla».

Garrapatos sin sentido, hechos porun lunático a plumilla con tinta china, avelocidad vertiginosa y en furiososángulos en los márgenes, a lo largo, a loancho, diagonalmente, como la letra deun médico desordenado, salpimentadoscon estúpidos signos de admiración ysubrayados. Unos, en caracterescirílicos; otros, en inglés. «El Creadorcrea creadores —leyó en inglés—. Ser.No ser. Contraser», seguido de unaexplosión de estúpido francés sobre la

guerra de la locura y la locura de laguerra, seguido por una barrera dealambradas. Muchas gracias, pensó, ypasó a otra página, y luego a otra, tandensamente cubiertas ambas de apretadaescritura que apenas si se podía ver elpapel. «Tras haber pasado setenta añosdestruyendo la voluntad popular, nopodemos esperar que de pronto selevante y nos salve», leyó. ¿Una cita?¿Un pensamiento nocturno? Imposiblesaberlo. Alusiones a escritores rusos,latinos y europeos, referencias deNietzsche, Kafka y gentes de las quenunca había oído hablar, y mucho menoshabía leído. Más sobre la guerra, esta

vez en inglés: «Los viejos la declaran ylos jóvenes la libran, pero hoy la librantambién los niños y los ancianos,»Volvió otra página y se encontró con queno había en ella más que una mancharedonda y oscura. Se acercó el cuadernoa la nariz y olfateó licor, pensó condesdén, apesta a destilería. No esextraño que sea amigo de Barley Blair.Una página doble dedicada a una seriede histéricas proclamas.

—¡NUESTRO MAYORPROGRESO SEDA EN EL TERRENODEL ATRASO!

—¡LA PARÁLISIS SOVIÉTICA ESLA MÁS PROGRESIVA DEL MUNDO!

—¡NUESTRO ATRASO ESNUESTRO MAYOR SECRETOMILITAR!

—SI NO CONOCEMOSNUESTRAS PROPIAS INTENCIONESY NUESTRAS PROPIASCAPACIDADES, ¿CÓMO PODEMOSCONOCER LAS TUYAS?

—¡EL VERDADERO ENEMIGOES NUESTRA PROPIAINCOMPETENCIA!

Y en la página siguiente, un poema,laboriosamente copiado de Dios sabíadónde:

Gira hacia aquí, gira hacia

allá,y la gente se queda

dudando,si la serpiente que abrió la

sendase iba al Sur o venía

regresando

Poniéndose en pie, Landau se acercófurioso a la ventana, que daba a unsombrío patio lleno de basura sinrecoger.

«Un maldito artista de la palabra,Harry. Eso es lo que pensó que era.Algún autocomplaciente genio de pelolargo y dado a las drogas, y ella se había

sacrificado en vano por él, igual quehacen todas».

La mujer tuvo suerte de que nohubiera una guía telefónica de Moscú,pues la hubiera llamado y le hubiesedicho lo que se merecía.

Para alimentar su ira tomó elsegundo cuaderno, se humedeció layema del dedo índice y empezó a pasardespreciativamente una a una laspáginas, y fue así como llegó a losdibujos. Todo se le volvió blanco por uninstante, como un relampaguea depantalla vivamente iluminada, sinimágenes, en medio de una película,mientras se maldecía a sí mismo por ser

un impetuoso eslavo en lugar de uninglés frío y sereno. Luego se sentó denuevo en la cama, pero suavemente,como si alguien estuviera descansandoen ella, alguien a quien hubiera heridocon sus prematuras condenas.

Pues si Landau despreciaba lo quecon demasiada frecuencia pasaba porliteratura, el placer que encontraba enlas cuestiones técnicas era ilimitado.Aunque no entendiese lo que estabamirando, podía disfrutar todo el día conuna buena página de matemáticas. Y alprimer vistazo comprendió, como lehabía pasado con la mujer llamadaKatya, que lo que estaba mirando era de

calidad. «No eran tus ordenadosdibujos, aquello era auténtico». Rápidosbocetos, pero excelentes, trazados amano alzada, sin instrumentos, poralguien que sabía pensar con un lápiz.Tangentes, parábolas, conos. Y entre losdibujos, las precisas descripciones queutilizan los arquitectos y los ingenieros,palabras como «punto de precisión»,«transporte cautivo», «distorsión» y«gravedad y trayectoria», «unas en tuinglés, Harry, y otras en tu ruso».

Aunque Harry no es mi verdaderonombre.

Pero cuando empezó a comparar laletra de estas palabras bellamente

escritas, del segundo cuaderno, con eldelirante revoltijo del primero,descubrió con asombro ciertasinequívocas similitudes. Así queexperimentó la sensación de estarmirando una especie de diarioesquizofrénico, con un volumen escritopor el doctor Jekyll y el otro por Mr.Hyde.

Miró el tercer cuaderno, que era tanordenado y preciso como el segundo,pero dispuesto como una especie dediario matemático con fechas y númerosy fórmulas, y la palabra «error»repitiéndose con frecuencia, a menudosubrayada o realzada con un signo de

admiración. Y luego, de pronto, Landauclavó la vista en el cuaderno y continuómirándolo fijamente, sin poder apartarla vista de lo que estaba leyendo. Laconfortable oscuridad de la jerga técnicadel escritor había terminadobruscamente y también sus divagacionesfilosóficas y sus dibujos cuidadosamenteanotados. Las palabras brotaban de lapágina con deslumbrante claridad.

«Los estrategas americanos puedendormir tranquilos. Sus pesadillas nopueden materializarse. El caballerosoviético está agonizando dentro de suarmadura. Es una potencia secundaria,como ustedes, los británicos. Puede

iniciar una guerra, pero no puedecontinuarla y no puede ganarla.Créanme».

Landau no siguió mirando. Unsentimiento de respeto, mezclado con unfuerte instinto de autoconservación, leindicó que ya había turbado bastante lapaz de la tumba. Cogiendo la gomaelástica, volvió a juntar los trescuadernos y los sujetó con ella. Essuficiente, pensó. A partir de ahora melimito a ocuparme de mis asuntos ycumplir mi deber. Que es llevar elmanuscrito a mi adoptada Inglaterra yentregárselo inmediatamente al señorBartholomew, alias Barley, Scott Blair.

Barley Blair, pensó con asombro,mientras abría el armario ropero ysacaba el voluminoso maletín dealuminio en que guardaba sus muestras.Bien, bien. Nos hemos preguntadomuchas veces si estábamos acogiendo aun espía entre nosotros, y ahora losabemos.

La calma de Landau era absoluta, measeguró. El inglés había vuelto asobreponerse al polaco. «Si Barleypodía hacerla, yo también podía, Harry,eso es lo que me dije». Y eso fue lo queme dijo a mí también, cuando por breveperíodo de tiempo me nombró suconfesor. La gente suele hacer eso

conmigo a veces, perciben la parte norealizada de mí y le hablan como sifuese la realidad.

Dejando el maletín sobre la cama,abrió los cierres y sacó dos equiposaudiovisuales que los funcionariossoviéticos le habían ordenado retirar desu exposición: una historia gráfica delsiglo xx con comentarios hablados, quehabían declarado arbitrariamenteantisoviética, y un manual del cuerpohumano con fotografías animadas y unacassette de ejercicios para mantenerseen forma, que los funcionarios habíandecidido que era pornográfica trascontemplar ávidamente a la flexible y

joven diosa del leotardo.El equipo de historia resultaba

espectacular, con la forma de un libro delujo de gran tamaño provisto denumerosos compartimientos interiorespara cassettes, textos paralelos, fichasde vocabulario progresivo y notas deestudiantes. Tras vaciar de su contenidolos compartimientos, Landau trató deintroducir los cuadernos en cada uno deellos, pero no encontró ninguno losuficientemente grande. Decidióconvertir dos compartimientos en unosolo. Sacó de su neceser un par detijeras para las uñas y comenzó a soltarcon ellas las grapas metálicas que

formaban la divisoria central.«Barley Blair», pensó de nuevo

mientras introducía la punta de lastijeritas. Debía haberlo adivinado,aunque sólo fuera porque tú eras elúnico que podía ser. SeñorBartholomew Scott Blair, vástagosuperviviente de «Abercrombie Blair»,espía. La primera grapa se habíasoltado, la extrajo cuidadosamente.Barley Blair, que, solíamos decir, nopodría vender heno a un caballo ricopara salvar a su madre agonizante en sucumpleaños, espía. Empezó a apalancarla segunda grapa. Cuyo principal títulopara la fama era que hacía dos años, en

la feria del libro de Belgrado, habíaemborrachado de vodka a SpikeyMorgan hasta el punto de que rodódebajo de la mesa y, luego, habíainterpretado el saxo tenor con la bandatan admirablemente bien que hasta lapolicía rompió a aplaudir. Espía.Caballero espía. Bien, aquí tienes unacarta de tu dama, como dice la cancióninfantil.

Landau cogió los cuadernos y tratóde introducirlos en el espacio que habíapreparado, pero no era aún lo bastantegrande. Tendría que hacer un solocompartimiento con tres.

«Haciéndose el borracho —pensó

Landau, con la mente fija todavía enBarley—. Haciéndose el tonto yengañándonos como a tontos a losdemás. Fundiendo hasta el últimopenique del dinero de tu familia,hundiendo cada vez más a la vieja firma.¡Oh!, sí. Salvo que, de un modo u otro,siempre te las arreglabas para encontraruno de esos Bancos de la City que teavalase en el momento preciso,¿verdad? ¿Y qué me dices de tuspartidas de ajedrez?». Eso deberíahaber sido una pista con sólo queLandau hubiera tenido ojos para ello.«¿Cómo puede un hombre que estáborracho vencer al ajedrez a todo el

mundo, Harry, si no es un expertoespía?».

Los tres compartimientos se habíanconvertido en uno solo, los cuadernosencajaban más o menos bien en suinterior y la indicación impresa quehabía sobre ellos decía todavía «Notasdel estudiante».

Notas, explicó mentalmente Landaual inquisitivo y joven agente de aduanasdel aeropuerto de Sheremetyevo. Notas,hijo, ya lo ves, como suena. Notas delestudiante. Por eso es por lo que hayaquí un compartimiento para notas. Yesas notas que tienes en la mano son eltrabajo de un estudiante auténtico que

está siguiendo el curso. Por eso es porlo que están aquí, hijo, ¿comprendes?S o n notas de demostración. Y estosdibujos están relacionados con las…

Con pautas socioeconómicas, hijo.Con cambios demográficos de lapoblación. Con estadísticasdemográficas que tanto os gustan a losrusos, ¿verdad? Mira, ¿has visto algunavez uno de éstos? Se llama libro delcuerpo.

Que Landau salvara o no el pellejodependería de lo listo que fuera elmuchacho, así como de la perspicacia yestado de ánimo de sus compañeros,dependiente, a su vez, de las relaciones

conyugales de éstos.Mas para la larga noche que le

esperaba y para la incursión delamanecer, cuando echaran la puertaabajo y se abalanzasen sobre élapuntándole con pistolas y gritando:«¡Venga, Landau, entréguenos loscuadernos!», para ese feliz momento elequipo preparado no servida de nada.«¿Cuadernos, oficial? ¿Cuadernos?¡Oh!, se refiere a esa basura que algunachiflada belleza rusa me obligó a cogeranoche en la feria. Creo que losencontrará en la papelera, oficial, si lacamarera no la ha vaciado por una vezen su vida».

Para esta contingencia, tambiénLandau dispuso ahora meticulosamentela escena. Sacando los cuadernos delcompartimiento del equipo de historia,los colocó artísticamente en la papelera,exactamente como si los hubiera tiradoallí en el arrebato de cólera que habíasentido al echar el primer vistazo. Paraacompañarlos, echó también sus folletosy literatura comercial sobrante, así comoun par de inútiles regalos de despedidaque había recibido: el delgado volumende otro poeta ruso y un taco de papelsecante con lomo metálico. Como toquefinal, añadió un par de calcetines sinremendar que sólo los occidentales

ricos acostumbran a tirar.Una vez más debo maravillarme;

como más tarde hicimos todos, delespontáneo ingenio de Landau.

Landau no salió a divertirse aquellanoche, soportó la prisión familiar de suhabitación de hotel en Moscú. Desde suventana, contempló cómo el prolongadocrepúsculo se convertía en oscuridad ycomenzaban a brillar las débiles lucesde la ciudad. Preparó té en su cazuela deviaje y comió un par de pastillas de frutade sus raciones emergencia. Se solazócon el recuerdo de sus conquistas másgratificantes, sonrió tristemente alpensar en otras. Se dispuso a soportar el

dolor y la soledad e invocó en su ayudaa su dura niñez. Pasó revista alcontenido de su cartera, su maleta y susbolsillos, y sacó todo lo que le eraespecialmente privado y de lo que nodeseaba tener que dar cuenta, sentado auna mesa desnuda: una ardiente cartaque le había enviado una amiguita hacíaaños y que aún podía estimular susapetitos y la tarjeta de socio de un ciertoclub de vídeo por correo al quepertenecía. Su primer impulso fue«quemarlas como en las películas», perole disuadió de ello la vista de losdetectores de humo en el techo, aunquehabría apostado cualquier cosa a que no

funcionaban.Así pues, encontró una bolsa de

papel y, tras romper todo aquello en milpedazos, metió los fragmentos en labolsa y la tiró por la ventana, viendocomo iba a reunirse con la basuraacumulada en el patio. Luego se tendióen la cama y dejó que fuera discurriendola noche. A veces se sentía lleno devalor, a veces se sentía tan asustado quetenía que clavarse las uñas en laspalmas de las manos para conservar lacalma. En un momento dado encendió eltelevisor, esperando ver aparecer lasnúbiles gimnastas que le gustaban. Peroen lugar de ello se encontró con el

propio emperador diciendo por enésimavez a sus asombrados hijos que el viejoorden no tenía vestidos. Y cuandoSpikey Morgan, medio borracho en elmejor de los casos, le telefoneó desde elbar del «National», Landau le retuvo enla línea por tener su compañía hasta queel viejo Spikey se quedó dormido.

Sólo una vez y en su momento másbajo, le cruzó a Landau por la mente laidea de presentarse en la Embajadabritánica y buscar la ayuda de la valijadiplomática. Su momentánea debilidadle enfureció. «¿Esos cerdos? —sepreguntó a sí mismo con desdén—. ¿Losque devolvieron a mi padre a Polonia?

No les confiaría ni una postal de laTorre Eiffel, Harry».

Además, no era eso lo que ella lehabía pedido que hiciese. Por lamañana, se vistió para su propiaejecución, con su mejor traje y con lafotografía de su madre bajo la camisa.

Y así es como sigo viendo todavía aNiki Landau siempre que consulto suexpediente o le recibo para lo quellamamos su comparecencia semestral,que es cuando gusta de revivir su horade gloria antes de firmar otradeclaración más de la Ley de SecretosOficiales. Le veo saliendo garbosamentea la calle de Moscú, con la maleta de

metal en la mano, sin tener la másmínima idea de lo que hay en su interior,pero resuelto, no obstante, a jugarse elcuello por ello.

Cómo me ve él a mí, si es que piensaen mí alguna vez, es cosa que no meatrevo siquiera a preguntarme. Hannah, aquien amé pero defraudé, no tendríaninguna duda. «Como otro de esosingleses con esperanza en el rostro yninguna en absoluto en el corazón»,diría, enrojeciendo de ira. Pues me temoque últimamente dice todo lo que se leocurre. Se ha esfumado gran parte de suantigua dulzura.

Capítulo 2

Todo Whitehall coincidía en queninguna historia debía jamás volver aempezar de esa manera. Disciplinadosministros montaron en cólera alrespecto. Crearon un comité deinvestigación terriblemente secreto paraaveriguar qué era lo que había marchadomal, oír testigos, citar nombres, dejarsede rodeos, apuntar directamente, cerrarhuecos, prevenir una repetición,nombrarme presidente y redactar uninforme. Las conclusiones a que nuestrocomité llegó, si es que llegó a alguna,

constituyen el secreto más alto de todos,en especial para los que formamos partede él. Pues, como todos sabíamos muybien, la función de tales comités eshablar gravemente hasta que el polvo sehaya sedimentado y luego, retornarnosotros también al polvo. Cosa quehizo puntualmente nuestro comité, sindejar detrás nada más que nuestro aireterriblemente secreto, una serie dedocumentos de trabajo por completodesprovistos de valor y un montón deanexos secretos en los archivos delTesoro.

Todo empezó, en el menos sobriolenguaje de Ned y sus colegas de la

Casa Rusia, con un egregio follón entrelas cinco y las ocho y media de unacálida tarde de domingo, cuando un talNicholas P. Landau, viajante decomercio y contribuyente acreditadoaunque de origen polaco, sinantecedentes, se presentó a las puertasde nada menos que cuatro Ministeriosdistintos de Whitehall para solicitar unaentrevista urgente con un funcionario dela Oficina de Inteligencia Británica,como él gustaba de llamada, sólo paraser ridiculizado, burlado y, en un caso,físicamente empujado. Aunque si los dosujieres del Ministerio de Defensallegaron hasta el extremo de agarrar a

Landau por el cuello y el fondillo de lospantalones, como él sostenía quehicieron, y llevarle en vilo hasta lapuerta, o si se limitaron a ayudarle avolver a la calle; según la versión deellos, es cuestión sobre la que nos fueimposible obtener un consenso.

¿Pero por qué, preguntó severamentenuestro comité, se sintieron obligadoslos dos ujieres a suministrar esta ayuda?

El señor Landau se negó a dejamosver el interior de su cartera de mano,señor. Sí, ofreció permitirnos tener ennuestro poder la cartera mientrasesperaba, siempre que él conservase lallave en su poder, señor. Pero no es ése

el reglamento. Y, sí, nos la agitó delantede la cara, la golpeó, la sacudió entresus manos, aparentemente parademostrar que no había en ella nada quedebiéramos temer. Pero eso tampoco erael reglamento. Y cuando, con un mínimode fuerza, tratamos de aliviarle de lacitada cartera, este caballero —comotardíamente se había convertido Landauen su testimonio— se resistió a nuestrosesfuerzos, señor, y lanzó fuertes gritoscon acento extranjero, provocandoalboroto.

¿Pero qué gritó?, preguntamos,consternados ante la idea de alguiengritando en Whitehall un domingo.

Verá, señor, en la medida en quepudimos entenderle, dado su estadoemocional, gritaba que aquella carterasuya contenía papeles altamentesecretos, señor. Que le habían sidoconfiados por una rusa, señor, enMoscú.

Y eso un alborotador polaco, señor,podrían haber añadido. En un tranquilodomingo en Londres, señor, y nosotrosviendo la grabación de los paquistaníescontra Botham en el cuarto de atrás.

Incluso en el Foreign Office, esaglacial sede de la hospitalidad británicadonde el desesperado Landau sepresentó como último recurso y con la

mayor repugnancia, fue sólo a fuerza desúplicas y con unas cuantas sinceraslágrimas es lavas como consiguióabrirse paso hasta los refinados oídosdel honorable Palmer Wellow, autor deuna sagaz monografía sobre Liszt.

Y si Landau no hubiera utilizado unanueva táctica, probablemente laslágrimas eslavas no habrían servido denada. Porque esta vez depositó lacartera abierta sobre el mostrador paraque el portero, que era joven peroescéptico, pudiese aproximar la cabezaal cristal blindado recientementeinstalado y la mirase con sus indolentesojos, y viera por sí mismo que allí no

había más que unos cuantos viejos ysucios manuscritos y un sobre marrón,nada de bombas.

—Vuelva-el-lunes-de-diez-a-cinco—dijo el portero, hablando por elmodernísimo comunicador eléctricocomo si anunciara una estación deferrocarril galesa, y volvió a sumergirseen la oscuridad de su garita.

La puerta de la verja estabaentornada. Landau miró al joven, y miróluego más allá de él hacia la grangalería construida cien años antes paraimpresionar a los turbulentos príncipesdel Raj. Y antes de que nadie se dieracuenta, había cogido su cartera y,

burlando las defensas aparentementeimpenetrables erigidas para impedirexactamente un asalto como ése, estabaya corriendo a toda velocidad con ella—«como un jugador de rugby, señor»—a través del sacrosanto patio y subiendolos escalones que conducían al enormevestíbulo. Y estaba de suerte. PalmerWellow, cualquier otra cosa que fueseademás, pertenecía al lado apaciguadordel Foreign Office. Y era día deservicio de Palmer.

—Hola , hola —murmuró Palmermientras descendía los ampliospeldaños y contemplaba ladescompuesta figura de Landau

jadeando entre dos corpulentos guardias—. Bueno, su estado es deplorable. Mellamó Wellow. Soy secretario residenteaquí.

Levantó defensivamente el puñoizquierdo, pero su mano derecha estabaextendida en ademán de saludo.

—Yo no quiero un secretario —dijoLandau—. Yo quiero un alto funcionarioo nada.

—Bueno, un secretario es bastantealto —le aseguró modestamente Palmer—. Supongo que es el idioma lo que lellama a engaño.

Era justo dejar constancia, y así lohizo nuestro comité, de que nada había

que reprochar hasta el momento a laactuación de Palmer Wellow. Se mostrójocoso, pero eficaz. No cometió ningúnerror. Condujo a Landau a una sala deentrevistas y le invitó a sentarse,derrochando atenciones. Encargó para éluna taza de té y le ofreció una galletadigestiva. Con una lujosa plumaestilográfica, regalo de un amigo, anotóel nombre y dirección de Landau y losde las compañías que contrataban susservicios. Anotó el número delpasaporte británico de Landau y su fechay lugar de nacimiento. 1930 enVarsovia. Insistió con desarmadorasinceridad en que él no sabía nada de

cuestiones propias de los servicios deinformación, pero se comprometía aentregar el material de Landau a «laspersonas competentes», que, sin duda, lededicarían la atención que merecía. Ycomo Landau volvió a insistir en ello,improvisó un recibo para él en una hojacon membrete azul del Foreign Office,lo firmó e hizo que el conserje añadieraun sello con la fecha y la hora. Le dijoque si había algo más que lasautoridades desearan tratar, muyprobablemente se pondrían en contactocon él, quizá por medio del teléfono.

Sólo entonces, vacilante, Landauentregó su desaliñado paquete por

encima de la mesa y contempló concierto pesar cómo se cerraba en torno aél la lánguida mano de Palmer.

—¿Pero por qué no se lo dasimplemente al señor Scott Blair? —preguntó Palmer, después de haber leídoel nombre que figuraba en el sobre.

—¡Lo he intentado, vive Dios! —estalló Landau en un nuevo arranque deexasperación—. Ya se lo he dicho. Lehe telefoneado a todas partes. Le hetelefoneado hasta ponerme morado. Noestá en su casa, no está en su trabajo, noestá en su club, no está en ninguna parte—protestó Landau, resintiéndose de sudesesperación su gramática inglesa—.

Lo intenté desde el aeropuerto. Muybien, es sábado.

—Pero es domingo —objetó Palmercon una indulgente sonrisa.

—Así que ayer era sábado, ¿no?Pruebo en su oficina, y me sale unaullido electrónico. Miro en la guíatelefónica, hay uno en Hammersmith. Nosus iniciales, sino Scott Blair. Se poneuna enfurecida dama que me dice que mevaya al infierno. Hay un representanteque conozco, un tal Archie Parr, quehace la parte occidental para él. Lepregunto a Archie: «Archie, por losclavos de Cristo, ¿cómo puedo localizarurgentemente a Barley?». «Ha

desaparecido, Niki. Ha hecho una de susescapadas. No se le ha visto en la tiendadesde hace semanas». Trato deinvestigar, Londres, los condadosvecinos. No figura inscrito, no hayningún Bartholomew. Bueno, no podríaestarlo, ¿verdad?, no si es un…

—Si es un ¿qué? —preguntó Palmer,intrigado.

—Escuche, se ha esfumado, ¿no? Yase había esfumado antes. Podría haberrazones para hacerlo. Razones que ustedno conoce porque no quieren que lasconozca. Podría haber vidas en juego,no sólo la de él. Es muy urgente, me dijoella. Y alto secreto. Vamos, ocúpese del

asunto, por favor.Esa misma noche, como no ocurría

gran cosa en el mundo aparte de unanueva crisis en el Golfo y un sórdidoescándalo de televisión sobre militaresy dinero en Washington, Palmer decidióacudir a una fiesta organizada enMontpellier Square por un grupo decompañeros de promoción deCambridge, solteros como él, perodivertidos. Un relato de este encuentrollegó también a oídos de nuestro comité.

—A propósito, ¿habéis oído hablarde Nosecuántos Scott Blair? —lespreguntó Wellow ya avanzada la noche,cuando su recuerdo de Landau fue

reavivado por unos compases de Chopinque estaba tocando al piano—. ¿Nohabía un Scott Blair con nosotros? —volvió a preguntar al no haberse podidohacer oír por entre el ruido.

—Un par de años por delante denosotros. En el Trinity —llegóborrosamente la respuesta a través de lasala—. Estudiaba Historia. Un fanáticodel jazz. Quería ganarse la vida tocandoel saxofón. El viejo no lo soportaba.Barley Blair, borracho como una cubadesde el amanecer.

Palmer Wellow hizo sonar unatronador acorde que sumió silencio a lalocuaz concurrencia.

—¿Os he dicho que es un peligrosoespía? —preguntó.

—¿El padre? Está muerto.—El hijo, estúpido. Barley.Como si saliera de detrás de una

cortina, su informante emergió de entrela multitud de jóvenes y menos jóvenes yse detuvo ante él, con un vaso en lamano. Y para su satisfacción, Palmerreconoció en él a un querido compañerodel Trinity de hacía cien años.

—La verdad es que no sé si Barleyes o no un peligroso espía —dijo elcompañero de Palmer con una asperezahabitual en él, mientras la barahúnda devoces se elevaba de nuevo hasta su

estruendo anterior—. Pero ciertamentees un fracasado.

Estimulada más aún su curiosidad,Palmer regresó a sus espaciososaposentos del Foreign Office y al sobrey los cuadernos de Landau, que habíaconfiado al conserje para su custodia. Yfue entonces cuando, en palabras denuestro documento provisional detrabajo, sus actos adoptaron un rumbonefasto. O, en las palabras más duras deNed y sus colegas de la Casa Rusia, fueentonces cuando, en cualquier paíscivilizado, P. Wellow habría sidosuspendido por los pulgares en un puntoelevado de la ciudad y abandonado allí

para que reflexionara en paz sobre suslogros.

Pues lo que Palmer hizo fuepasárselo en grande con los cuadernos.Durante dos noches y un día y medio.Porque los encontró en extremodivertidos. No abrió el satinado sobre—en el que, con la letra de Landau, seleía ahora: «Absolutamente privado, a laatención del señor B. Scott Blair o unalto miembro del Servicio deInteligencia»— porque, como Landau,era de una escuela que considerabaindigno leer la correspondencia ajena.De todos modos, el sobre estaba pegadopor los dos extremos, y Palmer no era

hombre que se enfrentara a obstáculosfísicos. Pero el cuaderno —con susdelirantes aforismos y citas, suexhaustiva abominación de políticos ymilitares, sus esporádicas referencias aPushkin, el puro hombre delRenacimiento, y a Kleist, el puro suicida— le fascinó.

Experimentaba escasa sensación deurgencia y ninguna de responsabilidad.Él era un diplomático, no un Amigo,como se les llamaba a los espías. Y losAmigos, en la zoología de Palmer, erangentes carentes de la potencia intelectualnecesaria para ser lo que Palmer era.Esto se debía, en realidad, a su

declarado resentimiento por el hecho deque el ortodoxo Foreign Office al quepertenecía semejando fuera cada vezmás una organización destinada aencubrir las ignominiosas actividades delos Amigos. Pues Palmer era un hombrede erudición impresionante, aunquedesorganizada. Había estudiado árabe yse había diplomado en HistoriaModerna. En sus ratos libres, habíaañadido ruso y sánscrito. Lo tenía todo,menos matemáticas y sentido común, locual explica por qué pasó por alto lasfatigosas páginas de fórmulasalgebraicas, ecuaciones y diagramas quecomponían los otros dos cuadernos y

que, en contraste con las divagacionesfilosóficas del autor, tenían un aspectoaburridamente disciplinado. Y lo cualexplica también —aunque el comitéencontró difícil aceptar semejanteexplicación— por qué decidió Palmerhacer caso omiso de la vigente Orden alos Secretarios Residentes relativa adesertores y ofrecimientos deinformación, solicitada o no, y obrar asu antojo.

—Él establece las conexiones másinsólitas e inesperadas, Tig —dijo elmartes a un colega más veterano delDepartamento de Investigación,habiendo decidido que era ya momento

de compartir su adquisición—.Simplemente, tienes que leerlo.

—Pero ¿cómo sabemos que se tratade un hombre, Palms?

Palmer lo sentía, simplemente, Tig.Las vibraciones.

El veterano colega de Palmer echóun vistazo al primer cuaderno, luego alsegundo, luego se sentó y examinó eltercero. Después, miró los dibujos delsegundo cuaderno. Y el lado profesionalde su personalidad asumió entonces elcontrol de la emergencia.

—Yo en tu lugar creo que lesentregaría esto inmediatamente, Palms—dijo. Pero pensándolo mejor, se lo

entregó él mismo inmediatamente,después de haber telefoneado a Ned porla línea verde pidiéndole ayuda.

Tras lo cual, dos días después, sedesató el infierno. A las cuatro de lamadrugada del miércoles, las luces delpiso superior del puesto que Nedocupaba en el edificio de ladrillo deVictoria conocido como la Casa Rusiapermanecían todavía brillantementeencendidas mientras tocaba a su fin laprimera y desconcertada reunión del quemás tarde se convertiría en el equipo«Pájaro Azul». Cinco horas después,tras haber participado en dos reunionesmás en el cuartel general del Servicio,

en un elevado edificio situado en elEmbankment, Ned estaba de nuevosentado a su mesa, mientras las carpetasse amontonaban a su alrededor tanrápidamente como si las chicas deRegistro hubieran decidido levantar unabarricada.

«Dios puede actuar de formamisteriosa —se le oyó a Ned decir a supelirrojo ayudante Brock, en unmomento de calma entre dos entregas—,pero no hay nada como la forma en queelige sus chorbos».

Un chorbo, en la jerga del Servicio,es una fuente viva, y una fuente viva enlenguaje liso y llano es un espía. ¿Se

refería Ned a Landau cuando hablaba dechorbos? ¿A Katya? ¿Al anónimoescritor de los cuadernos? ¿O estaba yasu mente concentrada en los vaporososcontornos de aquel gran caballero espíabritánico que era el señor BartholomewScott Blair? Brock no lo sabía ni leimportaba. Él era de Glasgow, pero depadres lituanos, y los conceptosabstractos le irritaban.

Por lo que a mí se refiere, tuve queesperar otra semana: antes de que Neddecidiese con la adecuada renuencia queera el momento de recurrir al viejoPalfrey. Llevo siendo el viejo Palfreydesde todo el tiempo que puedo

recordar. Todavía no he llegado acomprender qué fue de mis nombres depila. «¿Dónde está el viejo Palfrey? —dicen—. ¿Dónde está nuestra águilalegal doméstica? ¡Traed al viejoleguleyo! ¡Esto es mejor echárselo alviejo Palfrey!».

Es fácil tratar conmigo. No hacenfalta grandes complicaciones. Misnombres son Horatio Benedict dePalfrey, pero puede usted olvidarseinmediatamente de los dos primeros, yel hecho es que nadie se ha acordadojamás del «de». En el Servicio soyHarry, por lo que con frecuencia, dadomi natural obediente, soy Harry también

para mí mismo. A solas en mi pequeñopisito de soltero, me siento inclinado allamarme a mí mismo Harry mientras mepreparo una chuleta. Asesor legal de losilegales, ése soy yo, y en otro tiemposocio más joven de la desaparecida casade Mackie, «Mackie de Palfrey,Procuradores y Notarios Públicos», deChancery Lane. Pero eso fue hace veinteaños. Durante veinte años he sido sumás humilde servidor secreto, dispuestoen cualquier momento a robar la balanzade la misma diosa ciega a quien mijoven corazón había aprendido avenerar.

Según me han explicado, un

palafrén, que es lo que significa palfrey,no era un caballo de guerra ni uncazador, sino un caballo de sillaconsiderado adecuado para las damas.Bueno, pues sólo hay una damita quecondujera jamás durante algún trecho aeste Palfrey, pero lo condujo casi hastasu tumba, y se llamaba Hannah. Y fuepor cusa de Hannah por lo que meapresuré a buscar cobijo en el interiorde la ciudadela secreta en que la pasiónno tiene lugar, donde los muros son tangruesos que no puedo oír sus puñosgolpeando contra ellos, ni su lacrimosavoz implorando que la deje entrar yarrostre el escándalo que tanto

aterrorizaba a un joven procurador en elumbral de una carrera respetable.

Esperanza en el rostro y nada en elcorazón, dijo ella. Una mujer másjuiciosa podría haberse guardado para síesa clase de observaciones, según hepensado siempre. A veces se llega a laverdad a través de la autoindulgencia.«Entonces, ¿por qué insiste en un casodesesperado? —protestaba yo—. Si elpaciente está muerto, ¿por qué seguirintentando resucitarle?».

Porque ella era una mujer, parecíaser la respuesta. Porque ella creía en laredención de las almas masculinas.Porque yo no había pagado lo suficiente

por mi insuficiencia.Pero ya he pagado ahora, créanme.Es por causa de Hannah por lo que

continúo caminando por los corredoressecretos, llamando a mi cobardía deber,ya mi debilidad, sacrificio.

Es por causa de Hannah por lo quepermanezco hasta altas horas de lanoche aquí, en el gris cubículo de midespacho que ostenta en su puerta elletrero de LEGAL, rodeado de carpetasy cintas y películas amontonadas comoel caso de Jarndyce contra Jarndyce,mientras redacto el exculpatorio informede la operación que denominamos«Pájaro Azul» y de su protagonista,

Bartholomew, alias Barley, Scott Blair.Y es también por causa de Hannah

por lo que, incluso mientras garrapateasu exculpación, este viejo Palfrey dejade vez en cuando la pluma, y levanta lacabeza y sueña.

El retorno de Niki Landau a labandera británica, si es que habíallegado a abandonarla seriamente, tuvolugar exactamente cuarenta y ocho horasdespués de que los cuadernos fuerandepositados sobre la mesa de Ned.Desde su desdichado paso porWhitehall, Landau había estado enfermode ira y mortificación. No había ido atrabajar, no se había ocupado de su

pisito de Golders Green quenormalmente cuidaba y pulía como sifuese el faro de su vida. Ni siquieraLydia pudo sacarle de su melancolía. Yomismo había arreglado apresuradamentelas cosas para que Interior autorizase aintervenir su teléfono. Cuando ella lellamó, escuchamos cómo se la quitabaevasivamente de encima. Y cuando ellahizo una trágica aparición en su puerta,nuestros observadores informaron que ladejó quedarse a tomar una taza de té yluego la despidió.

—No sé qué es lo que he hecho mal,pero, sea lo que sea, lo siento —laoyeron decir con tristeza cuando se

marchaba.Apenas si había llegado ella a la

calle cuando llamó Ned. Después,Landau me preguntó astutamente sirealmente se trataba de unacoincidencia.

—¿Niki Landau? —preguntó Ned,con una voz que no le daba a uno ganasde bromear.

—Podría ser —respondió Landau,irguiéndose.

—Me llamo Ned. Creo que tenemosun amigo común, no hace faltamencionar nombres. Usted tuvo laamabilidad de entregar el otro día unacarta suya, no sin ciertas dificultades,

me temo. Y también un paquete.Landau reaccionó inmediatamente a

la voz con estremecida emoción.Competente e imperiosa. «La voz de unbuen oficial, no de un cínico, Harry».

—Sí, en efecto —dijo, pero Nedestaba hablando de nuevo.

—No creo que necesitemos entrar enmuchos detalles por teléfono, pero sicreo que usted y yo debemos sosteneruna larga conversación, y creo quedebemos estrecharle la mano. Sin tardarmucho. ¿Cuándo podemos hacerlo?

—Cuando usted diga —respondióLandau. Y se contuvo justo a tiempopara no decir «señor».

—Yo siempre pienso que ahora esun buen momento. ¿Qué le parece austed?

—Me parece de perlas, Ned —respondió Landau con tono risueño.

—Mandaré un coche a buscarle. Notardará mucho, así que quizá sea mejorque se quede usted donde está y espere aque suene el timbre de su puerta. Es un«Rover» verde matrícula B. Elconductor se llama Sam. Si lo prefiere,para su tranquilidad, pídale que leenseñe su tarjeta. Y si quiere mayortranquilidad aún, telefonee al númeroque figura en ella. ¿Cree que se lasarreglará?

—Nuestro amigo se encuentra bien,¿verdad? —dijo Landau, incapaz deresistir el deseo de preguntarlo. PeroNed ya había colgado.

El timbre de la puerta repiqueteó unpar de minutos después. Tenían el cocheesperando a la vuelta de la esquina,pensó Landau mientras flotaba escalerasabajo como en un sueño. Ya está. Estoyen manos de profesionales. La casa sehallaba situada en el elegante distritoresidencial de Belgravia, en una fila decasas idénticas, y había sidorecientemente restaurada. Su fachadablanca recién pintada resplandecía bajolos rayos del sol poniente. Un palacio de

excelencia, un templo a los secretospoderes que gobiernan nuestras vidas.Una brillante placa de latón sobre lapuerta enmarcada por columnas decíaOFICINA DE ENLACE DEL FOREIGNOFFICE. La puerta estaba abriéndose yamientras Landau subía los escalones. Ymientras el uniformado portero lacerraba a su espalda, Landau vio a unhombre delgado y erguido avanzar haciaél a través de los rayos del sol, primerola recortada silueta, luego el atractivo ysaludable semblante, luego el apretón demanos: discreto, pero leal como unsaludo naval.

—Bien hecho, Niki. Pase.

Las buenas voces no siempre vanunidas a buenos rostros, pero la de Nedsí. Mientras le seguía al interior delestudio ovalado, Landau sentía laimpresión de que podía contarleabsolutamente cualquier cosa y Nedseguiría de su lado. De hecho, Landauvio en Ned muchas cosas que leagradaron inmediatamente, lo cualconstituía la seducción de Ned: eldiscreto encanto, el mesurado buenaspecto, la energía que emanaba y el«pase». Landau olfateó en él también alpolíglota, pues él mismo lo era. No tuvomás que dejar caer un nombre ruso o unaexpresión rusa para que Ned la

recogiera y sonriese y la acompañaracon otra frase por su cuenta. «Era uno delos nuestros, Harry. Si tenías un secreto,ése era el hombre a quien contárselo, noaquel lacayo del Foreign Office».

Pero hasta que empezó a hablar,Landau no se había dado cuenta de lodesesperadamente que había estadonecesitando confiarse a alguien. Abrióla boca y se dejó llevar. Todo lo quepudo hacer a partir de ese momento fueescucharse a sí mismo con asombro,pues no sólo estaba hablando de Katya yde los cuadernos, y de por qué los habíaaceptado y cómo los había escondido,sino también de toda su vida hasta

entonces, de sus azoramientos por sereslavo, de su amor a Rusia pese a todo yde su sensación de hallarse suspendidoentre dos culturas. Sin embargo, Ned nole guió ni le frenó de ninguna manera.Era un escuchador nato. Apenas si semovió, salvo para tomar unas cuantasnotas en trozos de cartulina, y si leinterrumpió fue sólo para aclarar algúndetalle extraño, el momento deSheremetyevo, por ejemplo, cuando sele dio paso a Landau por el vestíbulo desalida sin dedicarle una mirada siquiera.

—¿Recibió todo su grupo ese trato,o sólo usted?

—Todos nosotros. Un movimiento

de cabeza, y pasamos.—¿No se sintió usted elegido de

alguna manera?—¿Para qué?—¿No tuvo la impresión de que

quizás estuviera recibiendo una clase detrato distinto al de las otras personas?¿Un trato mejor, por ejemplo?

—Pasamos como una cuadrilla deovejas. Un rebaño —se corrigió a símismo Landau—. Entregamos nuestrosvisados, y eso fue todo.

—¿Había otros grupos pasando conla misma facilidad, que usted se dieracuenta?

—Los rusos no parecían estar

tomándose mucho trabajo. Quizá porqueera un sábado de verano, quizá por laglasnost. Separaban a unos pocos parainspeccionarlos y dejaban pasar a losdemás. Me sentí como un estúpido, siquiere que le diga la verdad. Nonecesitaba haber tomado todas lasprecauciones que tomé.

—No fue usted ningún estúpido. Lohizo maravillosamente —replicó sin elmenor aire condescendiente, mientrasescribía de nuevo—. Y en el avión¿quién se sentó a su lado? ¿Lo recuerda?

—Spikey Morgan.—¿Quién más?—Nadie. Estaba junto a la

ventanilla.—¿Qué asiento era?Landau conocía perfectamente el

número del asiento. Era el quereservaba siempre que podía.

—¿Hablaron mucho durante elvuelo?

—Pues la verdad es que sí, mucho.—¿De qué?—De mujeres principalmente.

Spikey se ha instalado con un par deellas en Notting Hill.

Ned rió alegremente.—¿Y usted le habló a Spikey de los

cuadernos? ¿Para su alivio, Niki?Habría sido perfectamente natural,

dadas las circunstancias. Para confiarseen alguien.

—Ni soñarlo, Ned. En absoluto. Nolo hice y nunca lo haré. Si se lo estoycontando a usted es sólo porque usted esoficial.

—¿Y qué hay de Lydia?La ofensa a la dignidad de Landau

superó por un momento su admiraciónhacia Ned, e incluso su sorpresa por sufamiliaridad con sus asuntos.

—Mis amigas, Ned, saben pocoacerca de mí. Puede incluso que creansaber más de lo que saben —respondió—. Pero no comparten mis secretosporque no son invitadas a ello.

Ned continuaba escribiendo. Y dealguna manera, el movimiento de supluma, juntamente con la sugerencia deque podría haber sido indiscreto, indujoa Landau a probar suerte, pues ya sehabía dado cuenta de que cada vez queempezaba a hablar de Barley unaespecie de rigidez parecía descendersobre las tranquilizadoras facciones deNed.

—Y Barley se encuentra bien,¿verdad? No ha tenido un accidente, ninada.

Ned pareció no oírle. Cogió unanueva cartulina y reanudó su escritura.

—Supongo que Barley habría

utilizado la Embajada, ¿verdad? —dijoLandau—. Lo digo porque él es unprofesional. Es el ajedrez lo que ledelata, si quiere saberlo. En mi opinión,no debería jugar. No en público.

Entonces y sólo entonces levantólentamente Ned la cabeza de la páginaen que estaba escribiendo. Y Landau vioen su rostro una dura expresión que eramás aterradora que sus palabras.

—Nosotros nunca mencionamosnombres como ése, Niki —dijo muysosegadamente—. No entre nosotros.Usted no podía saberlo, así que no hahecho nada malo. Pero, por favor, novuelva a hacerlo.

Luego, viendo quizás el efecto quehabía producido en Landau, se levantó,fue hasta una mesita auxiliar de maderade satín, sirvió dos vasos de jerez yentregó uno a Landau.

—Y, sí, se encuentra bien —dijo.Y brindaron en silencio por Barley,

cuyo nombre Landau se había jurado yadiez veces, para entonces, que novolvería a cruzar sus labios.

—No queremos que vaya usted aGdansk la semana próxima —dijo Ned—. Hemos preparado un certificadomédico y una compensación para usted.Está usted enfermo. Posible úlcera. Y semantendrá entretanto alejado del trabajo,

¿le importa?—Haré lo que usted diga —

respondió Landau.Pero antes de marcharse, firmó una

declaración de la Ley de SecretosOficiales bajo la benévola mirada deNed. Se trata de un documento redactadoen términos legales, calculado paraimpresionar al firmante y a nadie más.Pero tampoco la propia Ley dice muchoen favor de sus redactores.

Después Ned desconectó losmicrófonos y las cámaras de vídeoocultas que el duodécimo piso habíainsistido en que se encendieran porqueaquello se estaba convirtiendo en esa

clase de operación.Y hasta aquí Ned lo hizo todo solo, a

lo que tenía perfecto derecho como jefede la Casa Rusia. Los agentesoperativos tienen que ser solitarios. Nisiquiera llamó al viejo Palfrey para queleyera la ley de sedición. Todavía no.

Si Landau se había sentidomenospreciado hasta esa tarde, duranteel resto de la semana fue objeto deinusitada atención. A primera hora de lamañana siguiente, Ned telefoneó parapedirle con su cortesía habitual que sepresentara en una dirección de Pimlico.Resultó ser un bloque de pisos de losaños 30, con curvadas ventanas de

marco de acero pintadas de verde y unaentrada que hubiera debido conducir aun cine. En presencia de dos hombresque no le presentó, Ned hizo que Landaurepitiera por segunda vez su historia y,luego, le arrojó a los lobos.

El primero en hablar fue un hombrede aire distraído y flotante, de mejillassonrosadas, ojos claros e infantiles yuna chaqueta de tonalidad amarillentaque hacía juego con sus desordenadoscabellos rubios. Su voz flotaba también.

—Ha dicho usted un vestido azul,me parece. Me llamo Walter —añadió,como si él mismo se sintierasorprendido por la noticia.

—En efecto, señor.—¿Está seguro? —gorjeó, girando

la cabeza y mirándole de soslayo pordebajo de sus sedosas cejas.

—Completamente, señor. Un vestidoazul, con una bolsa marrón de compra.La mayoría de las bolsas de compraestán hechas de cuerda o de rafia. Lasuya era de plástico marrón. «Bueno,Niki —me dije—, hoy no es el día, perosi alguna vez pensaras en darte unrevolcón con esta damita en el futuro,como bien podría ser, siempre podríastraerle de Londres un bonito bolso azulque hiciese juego con su vestido azul,¿verdad?». Así es como lo recuerdo,

¿sabe? Tengo la relación en la cabeza,señor.

Y siempre llama la atención en lascintas cuando vuelvo a reproducirlasque Landau llamase a Walter «señor»,cuando a Ned nunca le llamó otra cosaque Ned. Pero esto no era tanto unaseñal de respeto por parte de Landau,cuanto de una cierta repulsión queWalter le inspiraba. Al fin y al cabo,Landau era un mujeriego, y Walter eratodo lo contrario.

—¿Y el pelo negro, dice usted? —inquirió Walter, como si el pelo negrosuscitase incredulidad.

—Negro, señor. Negro y sedoso.

Casi como el ala de un cuervo.Definitivamente.

—¿No teñido cree usted?—Conozco la diferencia, señor —

respondió Landau, tocándose la cabeza,pues ahora quería ya darles todo,incluso el secreto de su eterna juventud.

—Ha dicho antes que era deLeningrado, ¿Por qué ha dicho eso?

—El porte, señor. Vi calidad. Vi unamujer rusa de Roma. Así es como piensoen ella. Petersburgo.

—Pero ¿no le pareció armenia? ¿Ogeorgiana? ¿O judía, por ejemplo?

Landau meditó la última sugerencia,pero la rechazó.

—Yo mismo soy judío, ¿sabe? Nodiré que haya que serlo para conocer auno, pero lo cierto es que no sentí eseestremecimiento especial dereconocimiento.

Un silencio que podría haber sidoembarazoso pareció alentarle acontinuar.

—Para ser sincero, yo creo que serjudío es excesivo. Si es eso lo que unoquiere ser, por mi parte muy bien. Perosi no necesita serlo, nadie deberíaobligarle. Yo mismo soy primero,británico y luego, polaco, y todo lodemás viene después. No importa que enmuchos la situación sea justamente al

revés. Eso es problema suyo.—¡Oh, bien dicho! —exclamó

enérgicamente Walter, agitando losdedos y sonriendo—. ¡Oh! Eso loexpresa de forma concisa y perfecta. ¿Ydice usted que su inglés era bastantebueno?

—Más que bueno, señor. Clásico.Una lección para todos nosotros.

—Como una maestra, dijo usted.—Ésa fue mi impresión —respondió

Landau—. Una maestra, una profesora.Percibí la instrucción. La inteligencia.La voluntad.

—¿No podría ser una intérprete?—En mi opinión, los buenos

intérpretes adoptan una postura discreta,se mantienen en un segundo plano. Estamujer se destacaba a sí misma.

—¡Oh!, vaya, esa es una buenarespuesta —dijo Walter, estirándose lospuños—. Y llevaba un anillo de boda.Bien hecho.

—Ciertamente que lo llevaba, señor.Un anillo de compromiso y un anillo deboda. Normalmente es lo primero quesuelo mirar, y en Rusia no es como enInglaterra y tiene uno que mirar al revés,porque las mujeres llevan el anillo deboda en la mano derecha. Las solterasrusas son una plaga y el divorcio no estábien visto. A mí deme un buen marido y

un par de chiquillos con los que ellapueda volver.

—Hablemos de eso. Cree usted queella también tenía hijos, ¿no?

—Estoy convencido de ello, señor.—¡Oh!, vamos, no puede estarlo —

dijo despectivamente Walter, con unasúbita contracción de las comisuras delos labios—. Usted no tiene facultadesde percepción psíquica, ¿no?

—Las caderas, señor. Las caderas,la dignidad incluso cuando estabaasustada. No era una Juno, no era unasílfide. Era una madre.

—¿Estatura? —preguntó Walter convoz aguda, mientras enarcaba con

alarma sus peladas cejas—. ¿Puededecirnos su estatura? Piense en ustedmismo. Imagine que está con ella. ¿Estáusted mirando hacia arriba o haciaabajo?

—Más alta de lo normal, ya se lo hedicho.

—¿Más alta que usted, entonces?—Sí.—¿Uno sesenta y cinco? ¿Uno

setenta?—Más bien lo segundo —respondió

hoscamente Landau.—¿Y su edad? Antes no la ha

concretado.—Si tiene más de treinta y cinco

años, ella no lo sabe. Una piel preciosa,una bella figura, una mujer hermosa enla plenitud de su vida, especialmente elespíritu, señor —respondió Landau conuna leve sonrisa, pues, si bien podíaencontrar a Walter desagradable, enalgunos aspectos seguía sintiendo ladebilidad del polaco hacia losexcéntricos.

—Es domingo. Imagine que ella esinglesa. ¿Esperaría usted que fuese a laiglesia?

—Habría dejado zanjada de formadefinitiva la cuestión —dijo Landau, congran sorpresa por su parte, antes dehaber tenido tiempo de pensar una

respuesta—. Podría haber dicho queDios no existía. Podría haber dicho queDios sí existía. Pero no habría dejado lacuestión en el aire como la mayoría denosotros. Ella la habría abordado defrente y habría tomado una decisión yhecho algo al respecto si considerabaque debía hacerlo.

Súbitamente, el extrañocomportamiento de Walter dejó paso auna amplia y blanda sonrisa.

—¡Oh!, es usted muy bueno —declaró con envidia—. ¿Conoce ustedalguna ciencia? —continuó, mientras suvoz volvía a perderse entre las nubes.

—Un poco. Ciencia elemental, en

realidad. Lo que voy captando.—¿Física?—Nivel cero, no más, señor. Antes

vendía libros de texto. No estoy segurode que aprobase el examen, ni aunahora. Pero me permitieron mejorar, porasí decirlo.

—¿Qué significa telemetría?—Jamás he oído hablar de eso.—¿Ni en inglés ni en ruso?—Me temo que en ningún idioma,

señor. La telemetría ha pasado de largopor delante de mí.

—¿Y qué me dice del CEP?—¿El qué, señor?—Circular-errar-probable. Bueno,

en esos curiosos cuadernos que ustednos trajo se hablaba mucho de ello. Nome diga que no le ha llamado laatención.

—No me fijé. Lo pasé por alto. Esoes todo lo que hice.

—Hasta que llegó a esa observaciónsobre el caballero soviético agonizandoen el interior de su armadura, dondedejó de pasar cosas por alto. ¿Por qué?

—No es que llegaradeliberadamente a esa observación. Metropecé con ella por casualidad.

—Muy bien, se la tropezó porcasualidad. Y se formó una opinión,¿verdad? De lo que el autor nos estaba

diciendo. ¿Qué opinión?—Incompetencia, supongo. Los

rusos son unos inútiles en eso. Sonineficaces.

—¿Ineficaces en qué?—Los cohetes. Cometen errores.—¿Qué clase de errores?—Todas las clases. Errores

magnéticos, errores de distorsión, sealo que sea eso. No sé. Eso es cosa deusted, no mía.

Pero la defensiva hosquedad deLandau no hizo sino poner de relieve suvirtud como testigo. Pues cuandodeseaba brillar y no lo conseguía, sufracaso les tranquilizaba, como mostró

ahora el alegre gesto de alivio deWalter.

—Bueno, creo que se ha portadoterriblemente bien —declaró como siLandau no estuviera delante y agitandode nuevo las manos en un teatral gestode conclusión—. Nos dice lo querecuerda. No inventa cosas para urdiruna historia mejor. Usted no hará eso,¿verdad, Niki? —añadió ansiosamente,descruzando las piernas como si tuvieraun pellizco en la ingle.

—No, señor. Puede estar tranquilo.—¿Y no lo ha hecho? Porque tarde o

temprano lo averiguaríamos. Y entoncestodo lo que usted nos ha dado perdería

valor.—No, señor. Es como lo he dicho.

Ni más ni menos.—Estoy seguro de ello —dijo

Walter a sus colegas en tono deconfianza, mientras volvía a recostarse—. Lo más difícil en nuestra profesión,o en cualquier otra es decir «creo». Nikies una fuente natural y muy pocofrecuente. Si hubiera más como él, nadienos a nosotros.

—Éste es Johnny —explicó Ned,haciendo de edecán.

Johnny tenía ondulados cabellosentre canos, mandíbula ancha y unacarpeta llena de telegramas de aspecto

oficial. Con su leontina de oro y su biencortado traje oscuro, podría haber sidola visión estereotipada del inglés de unacamarera extranjera, pero ciertamente,no lo era de Landau.

—Niki, ante todo tenemos que darlelas gracias, muchacho —dijo Johnny,con el perezoso acento americano de laCosta Este. Nosotros somos los mayoresbeneficiarios, sugería su munificentetono. Nosotros, los accionistasmayoritarios. Me temo que Johnny es unpoco así. Un buen oficial, pero incapazde guardarse su supremacía americana.A veces pienso que ésa es la diferenciaentre los espías americanos y los

nuestros. Los americanos, con su francodisfrute de poder y de dinero, hacenostentación de su suerte. Carecen delinstinto de disimulo que es tan natural ennosotros, los británicos.

De cualquier modo, Landau se sintiósúbitamente irritado.

—¿Le importa que le haga un par depreguntas? —dijo Johnny.

—Si a Ned le, parece bien… —respondió Landau.

—Por supuesto —dijo Ned.—Así que estamos en la feria

fonográfica esa noche. ¿De acuerdo,muchacho?

—Bueno, era por la tarde en

realidad, Johnny.—Usted escolta a la mujer

Yekaterina Orlova a través de la salahasta lo alto de la escalera, donde estánlos guardias. Se despide de ella.

—Ella va cogida de mi brazo.—Ella va cogida de su brazo,

estupendo. Delante de los guardias.Usted la ve bajar la escalera. ¿Tambiénla ve salir a la calle, muchacho?

Nunca le había oído a Johnny utilizarla palabra «muchacho» para dirigirse aalguien, así que entendí que estabatratando de aguijonear de alguna maneraa Landau, una cosa que los miembros dela Agencia aprenden de los psicólogos

de la casa.—En efecto —respondió

ásperamente Landau.—¿Hasta la misma calle? Párese a

pensarlo —sugirió, con la falsaafabilidad del fiscal.

—Hasta la calle y fuera de mi vida.Johnny esperó hasta tener la

seguridad de que todo el mundo se dabacuenta de que estaba esperando, yLandau más que nadie.

—Niki, muchacho, hemos situado adistintas personas en lo alto de esaescalera durante las últimas veinticuatrohoras. Nadie ve la calle desde lo alto deesa escalera.

El rostro de Landau se ensombreció.No de azoramiento, sino de ira.

—La vi bajar la escalera. La vicruzar el vestíbulo hasta donde está lacalle. No volvió. A menos que alguienhaya cambiado de sitio la calle durantelas últimas veinticuatro horas, cosa queadmito que con Stalin siempre eraposible…

—Vamos a seguir, ¿eh? —dijo Ned.—¿Vio salir a alguien detrás de

ella? —preguntó Johnny, presionando unpoco más a Landau.

—¿Por la escalera o a la calle?—Las dos cosas, muchacho. Las

dos.

—No. No la vi salir a la calle, ¿no?,porque acaba usted de decirme que no lavi hacerlo. Así que, ¿por qué noresponde usted a las preguntas y yo lasformulo?

Mientras Johnny se recostabanegligentemente, intervino Ned.

—Niki, algunas cosas tienen que serexaminadas muy cuidadosamente. Esmucho lo que está en juego, y Johnnytiene sus órdenes.

—Yo también estoy en juego —repuso Landau—. He hablado con todafranqueza y sinceridad, y no me gustaque me ponga en ridículo un americanoque ni siquiera es británico.

Johnny había vuelto a consultar lacarpeta.

—Niki, ¿quiere describir lasmedidas de seguridad adoptadas en laferia, tal como usted mismo lasobservó?

Landau respiró tensamente.—Está bien —dijo, y volvió a

empezar—. Teníamos a esos dosjóvenes policías de uniforme paseandopor el vestíbulo del hotel. Ésos son losque llevan las listas de todos los rusosque entran y salen, lo cual es normal.Luego, arriba, dentro de la sala,teníamos los plastas. Esos son los depaisano. Los vagos, les llaman, los

echados —añadió para ilustración deJohnny—. Al cabo de un par de días seconoce uno de memoria a los echados.No compran, no roban los objetosexpuestos ni piden muestras gratuitas, yuno de ellos siempre tiene pelo rubio, nome pregunte por qué. Teníamos tres deéstos, y no cambiaron toda la semana.Fueron los que se la quedaron mirandomientras bajaba la escalera.

—¿Ésos son todos, muchacho?—Que yo sepa, sí, pero estoy

esperando que me diga que estoyequivocado.

—¿No reparó también en dos damasde edad indeterminada y cabellos grises

que también estuvieron presentes todoslos días de la feria, llegaban temprano,se marchaban tarde, que tampococompraban, ni entraban ennegociaciones con ninguno de losexpositores, ni parecían tener ningúnmotivo legítimo para asistir a la feria?

—Supongo que está usted hablandode Gert y Daisy.

—¿Perdón?—Había un par de viejas del

Consejo de Bibliotecas. Venían por lacerveza. Su principal placer era cogerfolletos de los puestos y mendigarprospectos gratuitos. Las bautizamosGert y Daisy por los personajes de

cierto programa de radio muy popular enInglaterra en los años de la guerra ydespués.

—¿No se le ocurrió que esas damaspodrían estar desempeñando tambiénuna función de vigilancia?

La poderosa mano de Ned se habíalevantado ya para contener a Landau,pero llegó demasiado tarde.

—Johnny —exclamó Landau,hirviendo de excitación—. Estoy enMoscú, ¿de acuerdo? Moscú, Rusia,muchacho. Si me parase a considerarquién tenía una función de vigilancia yquién no, no saldría de la cama por lamañana y no me metería en ella por la

noche. Hasta los pájaros de los árbolesestán conectados, según tengo entendido.

Pero Johnny estaba consultando denuevo sus telegramas.

—Dice usted que YekaterinaBorisovna Orlova afirmó que el puestocontiguo, perteneciente a «AbercrombieBlair», había permanecido vacío el díaanterior, ¿no es así?

—Sí, eso digo.—Pero usted no la vio el día

anterior, ¿verdad?—No, en efecto.—Dice usted también que nunca le

pasa inadvertida una mujer atractiva.—Así es, y que me dure mucho

tiempo.—¿No cree, entonces, que hubiera

debido fijarse en ella?—A veces me pierdo alguna —

confesó Landau, coloreándose de nuevosu rostro—. Si estoy de espaldas, siestoy inclinado sobre una mesa oaliviándome en el retrete, es posible quemi atención se debilite por un momento.

Pero la imperturbabilidad de Johnnyestaba adquiriendo su propia autoridad.

—Tiene usted parientes en Polonia,¿verdad, señor Landau? —El«muchacho» había cumplidoevidentemente su función, pues,escuchando la cinta, advertí que había

prescindido de él.—Sí.—¿No tiene usted una hermana

mayor ocupando un alto puesto en laAdministración polaca?

—Mi hermana trabaja en elMinisterio de Sanidad polaco comoinspectora de hospitales. No ocupa unalto puesto y está ya en edad dejubilación.

—¿Se ha percatado alguna vez deser directa o indirectamente objeto depresión o chantaje por parte de agenciasdel bloque comunista o de terceraspartes que actuasen en su nombre?

Landau se volvió hacia Ned.

—¿Que si me he qué? Me temo quemi inglés no es muy bueno.

—Si lo ha advertido, si se ha dadocuenta —dijo Ned, con una sonrisa.

—No, nunca —respondió Landau.—En sus viajes a países del bloque

oriental, ¿ha intimado con mujeres deesos países?

—Me he acostado con algunas. Nohe intimado.

Como un escolar travieso, Waltersoltó una risita a medias contenidalevantando los hombros y tapándose conuna mano los horribles dientes. PeroJohnny continuó gravemente:

—Señor Landau, ¿ha tenido usted

anteriormente contactos con algunaagencia de Inteligencia de algún paíshostil o amigo, en alguna parte?

—Negativo.—¿Ha vendido alguna vez

información a alguna persona decualquier posición o profesión…,periódico, agencia de investigación,Policía, Ejército, para cualquierfinalidad, aun inocua?

—Negativo.—¿Y nunca ha sido usted miembro

de un partido comunista o de cualquierorganización o grupo favorable a susfines?

—Yo soy un súbdito británico —

replicó Landau, adelantando su pequeñamandíbula polaca.

—¿Y no tiene usted idea, por vaga ynebulosa que sea, del mensaje generalcontenido en el material que usted hamanejado?

—Yo no lo he manejado. Lo hepasado.

—Pero usted lo leyó.—Leí lo que pude. Un poco. Luego

lo dejé, como ya le he dicho.—¿Por qué?—Por un sentido de decencia, si

quiere saberlo. Algo que empiezo asospechar que a usted no le preocupa.

Pero Johnny, lejos de enrojecer,

estaba rebuscando pacientemente en sucarpeta. Sacó un sobre y del sobrevarias fotografías tamaño postal queextendió sobre la mesa como cartas debaraja. Unas eran borrosas, todas erangranulosas. Unas pocas presentabanobstáculos en primer plano. Mostrabanmujeres que bajaban los peldaños de undesolado edificio de oficinas, unas engrupos, otras solas. Unas llevabanbolsas de compra, otras tenían la cabezainclinada y no llevaban nada. Y Landaurecordó haber oído que era costumbreen Moscú que las mujeres que seescabullían para hacer sus comprasdurante la hora de la comida se metieran

en los bolsillos todo lo que necesitabany dejaran los bolsos encima de lasmesas, con el fin de mostrar al mundoque sólo habían salido momento alpasillo.

—Ésta —dijo Landau de pronto,señalando con el índice.

Johnny recurrió a otro de sus trucosde tribunal. En realidad, era demasiadointeligente para aquella tontería, peroeso no le contuvo. Adoptó una expresióndecepcionada e incrédula. Parecía comosi hubiese cogido a Landau en unamentira. La película de vídeo le muestraexagerando desaforadamente el papel.

—¿Cómo puede estar tan

condenadamente seguro, por amor deDios? Nunca la vio con abrigo.

Landau no se inmuta.—Ésa es la mujer, Katya —dice con

firmeza—. La reconocería en cualquierparte. Katya. Se ha arreglado el pelo,pero es ella, Katya. Y ésa es su bolsa,de plástico —continúa mirando lafotografía—. Y su anillo de boda —porun momento parece olvidar que no estásolo—. Haría lo mismo por ella mañana—dice—. Y pasado mañana.

Lo cual señaló el satisfactorio finaldel hostil interrogatorio del testigo porparte de Johnny.

A medida que avanzaban los, días y

una enigmática entrevista seguía a otra,nunca dos veces en el mismo sitio, nuncacon las mismas personas, a excepción deNed, Landau tenía la crecienteimpresión de que las cosas se estabanaproximando a un clímax. En unlaboratorio de sonido situado detrás dePortland Place le hicieron escucharvoces de mujeres recogidas en cintamagnetofónica, rusas hablando en ruso yrusas hablando en inglés. Pero noreconoció la de Katya. Otro día, paraalarma suya, fue dedicado al dinero. Noel de ellos, sino el de Landau. Susextractos bancarios…, ¿de dóndediablos los sacaban? Sus declaraciones

de impuestos, recibos de salarios,ahorros, hipoteca, póliza de seguros,peor que la Inspección de Hacienda.

—Confíe en nosotros, Niki —dijoNed con una sonrisa tan franca ytranquilizadora que Landau tuvo laimpresión de que había estado luchandode alguna manera en su favor y de quelas cosas estaban a punto de arreglarse.

Van a ofrecerme un empleo, pensó ellunes. Van a convertirme en un espía,como Barley.

Están tratando de enmendar lo quehicieron con mi padre, veinte añosdespués de su muerte, pensó el martes.

Luego, el miércoles por la mañana,

Sam, el conductor, tocó por última vezel timbre de su puerta, y todo quedóclaro.

—¿Dónde es hoy, Sam? —lepreguntó alegremente Landau—. ¿En laTorre de Londres?

—En Sing Sing —respondió Sam, yambos soltaron una carcajada.

Pero Sam no le llevó a la Torre, nitampoco a Sing Sing, sino a la puertalateral de entrada a uno de los mismosMinisterios de Whitehall en que hacíasolamente once días Landau habíaintentado infructuosamente entrar. Elojizarco Brock le guió por una escaleratrasera y desapareció. Landau entró en

una amplia estancia que daba sobre elTámesis. Varios hombres se hallabansentados a una mesa ante él. A laizquierda estaba Walter, con la corbatabien puesta y el pelo alisado. A laderecha estaba Ned. Y entre ellos, conlas palmas de las manos sobre la mesa yunos pliegues junto a las comisuras delos labios que daban a su rostro un airede firmeza, se sentaba un hombre másjoven, vestido con un bien cortado traje,que Landau supuso correctamente era derango superior a los otros dos y que,como Landau dijo más tarde, parecíacomo si hubiera salido de una películadiferente. Era de aspecto agradable y

reservado y como acicalado para latelevisión. Tenía cuarenta años, pero lopeor de él era su inocencia. Parecíademasiado joven como para que se leimputasen crímenes de adultos.

—Me llamo Clive —dijo con vozsosegada—. Pase, Landau. Tenemos unproblema respecto a qué hacer conusted.

Y más allá de Clive —más allá detodos ellos, en realidad—, como en unareflexión adicional, Niki Landau me vioa mí, el viejo Palfrey. Y Ned le vioverme, y sonriendo nos presentó.

—Y, Niki, éste es Harry —dijo,faltando a la verdad.

Nadie más había merecido hastaentonces una descripción de susfunciones, pero Ned ofreció una paramí:

—Harry es nuestro árbitro oficial,Niki. Él se ocupa de que todo el mundoreciba un trato justo.

—Excelente —dijo Landau.Aquí es donde, en la historia del

asunto, hago mi modesta entrada comorecadero jurídico, preparador yacondicionador y, finalmente, comocronista; ora Rosencrantz, oraGuildenstern, y sólo ocasionalmentePalfrey.

Y para cuidar más aún de Landau

allí estaba Reg, que era corpulento,pelirrojo y tranquilizador. Reg lecondujo hasta una silla situada en elcentro de la estancia y luego se sentójunto a él en otra. Y Landau le cogióinmediatamente apego a Reg, lo cual erafrecuente, ya que Red se dedicaba a laslabores de bienhechor, y entre susclientes figuraban desertores, agentesempantanados y huidos y otros hombresy mujeres cuyos lazos con Inglaterrapodían haberse debilitado si el viejoReg Wattle y su agradable esposaBerenice no hubieran estado allí paracogerles de la mano.

—Ha hecho usted un buen trabajo,

pero no podemos decirle por qué esbueno, ya que resultaría peligroso —continuó Clive con su voz, una vez queLandau se hubo instalado cómodamente—. Incluso lo poco que usted sabe esdemasiado. Y no podemos dejarlevagabundear por la Europa oriental connuestros secretos en la cabeza. Esdemasiado peligroso. Para usted y paralas personas afectadas. De modo que, sibien nos ha prestado un valiososervicio, también se ha convertido enuna grave preocupación.

En algún momento de su prudenteascensión al poder, Clive se habíaenseñado a sí mismo a sonreír. Era un

arma injusta para usarla con personasamistosas, algo así como el silencio porteléfono. Pero Clive no sabía nada deinjusticia porque nada sabía de sucontrario. En cuanto a la pasión, era loque uno empleaba cuando necesitabapersuadir a la gente.

—Después de todo, usted podríaseñalar con el dedo a algunas personasmuy importantes, ¿no? —continuó, envoz tan baja que todos se manteníaninmóviles para oírle—. Sé que usted noharía eso deliberadamente, pero cuandouno está esposado a un radiador no tienemucha opción. Al final, no.

Cuando consideró que había

asustado lo suficiente a Landau, Cliveme miró, me hizo una seña con la cabezay contempló cómo abría yo la ostentosacarpeta de cuero que había llevadoconmigo y entregaba a Landau el largodocumento que había preparado,mediante el cual, en sustancia, Landau secomprometía a renunciar a perpetuidad atodo viaje al otro lado del Telón deAcero, a no abandonar nunca el país sinavisar primero a Reg con undeterminado número de días deantelación, dejándose al acuerdo entreambos la concreción de los detalles, y aque Reg custodiara el pasaporte deLandau para evitar contratiempos. Y a

aceptar irrevocablemente laintervención de Reg en su vida, o dequien las autoridades designasen en sulugar, como confidente, filósofo yárbitro prudente de sus asuntos de todaíndole, incluido el delicado problema decómo liquidar los impuestos sobre elcheque adjunto, extendido sobre lasucursal, en Fulham, de un anodinoBanco británico, por la suma de cien millibras.

Y, para ser regularmenteamedrentado por la Autoridad, tambiénse le obligaba a presentarse cada seismeses, para una actualización del temadel Secreto, ante el asesor jurídico del

Servicio, Harry. Al viejo Palfrey, ex-amante de Hannah, un hombre tandoblegado por la vida que podíaencomendársele sin peligro la tarea demantener erguidos a otros. Y además detodo lo anterior, de conformidad conello y consecuentemente a ello, a quetodo el asunto relativo a una cierta mujerrusa y al manuscrito literario de suamigo, y al contenido del citadomanuscrito —cualquiera que sea elgrado de su apreciación de laimportancia del mismo—, y al papeldesempeñado por un cierto editorbritánico, sea en este momentosolemnemente declarado nulo,

inoperante, inexistente y extinguido, enlo sucesivo y para siempre. Amén.

Había un solo ejemplar ypermanecería en mi caja fuerte hasta quese descompusiera o disgregara de puroviejo. Landau lo leyó dos veces,mientras Reg lo leía por encima de suhombro. Luego Landau se sumergiódurante un rato en sus propiospensamientos, sin prestar atención aquién le estaba observando ni a quién leordenaba que firmase y dejara de ser unproblema. Porque Landau sabía que eneste caso él era el comprador, no elvendedor.

Se vio a sí mismo en pie junto a la

ventana de su habitación de hotel enMoscú. Recordó cómo había deseadopoder colgar sus botas de viajante ydedicarse a una vida menos difícil. Y sele ocurrió la regocijante idea de que suHacedor debía de haberle cogido lapalabra y dispuesto las cosas enconsecuencia, lo cual, para turbación detodos, le hizo soltar una carcajada.

—Bueno, espero que el viejoJohnny, el Yanqui, esté pagando lacuenta de esto, Harry —dijo.

Pero la broma no obtuvo el aplausoque merecía, porque resultaba que eraverdad. Así que Landau cogió la plumade Reg, firmó, me entregó el documento

y se quedó mirando mientras yo añadíami propia firma como testigo: HoratioB. de Palfrey, que, después de veinteaños, ha adquirido una ilegibilidad talque si hubiese firmado «Sopa de TomateHeinz» ni Landau ni nadie hubiesenpodido notar la diferencia, y lo volví adepositar en su ataúd de cuero y di unaspalmaditas sobre la tapa. Seintercambiaron apretones de manos yseguridades mutuas, y Clive murmuró:«Le estamos agradecidos, Niki», comola película de la que Landau seconvencía periódicamente de queformaba parte.

Luego todo el mundo volvió a

estrechar la mano de Landau y tras verlealejarse con noble porte en elcrepúsculo, o, más exactamente, caminarairosamente por el pasillo charlando conReg Wattle, que abultaba el doble queél, todos aguardaron con impacienciaque se estableciera la conexión de lastomas de escucha telefónica cuyaautorización yo había obtenido yamediante la infalible alegación deintenso interés americano.

Intervinieron los teléfonos de suoficina y de su casa, leyeron sucorrespondencia e instalaron una lapaelectrónica en el eje trasero de suquerido «Triumph» descapotable.

Le siguieron durante sus horas deocio y reclutaron una mecanógrafa de suoficina para que le vigilase como«extranjero sospechoso» él cumplía lasúltimas semanas de trabajo fijadas.Colocaron potenciales amigas en losbares en que solía hacer sus cacerías.Pero, pese a estas engorrosas einnecesarias precauciones, dictadas porla misma eficacia americana, noconsiguieron nada. Ningún indicio dejactancia o indiscreción llegó a susoídos. Landau nunca se lamentó, nuncaalardeó de nada, nunca trató desobresalir. De hecho, acabóconvirtiéndose en una de las pocas

historias perfectamente felices cortas yconcluidas de la profesión.

Él fue el prólogo perfecto. Nuncavolvió.

Jamás intentó ponerse en contactocon Barley Scott Blair, el gran espíabritánico. Vivió siempre bajo unasensación de respetuoso temor hacia él.Ni aun en la solemne inauguración de sutienda de vídeo, en que le habría gustadomás que ninguna otra cosa en el mundorecrearse en la presencia de aquel héroesecreto británico de la vida real, nuncatrató de forzar las reglas. Quizás erasuficiente satisfacción para él saber queuna noche en Moscú, cuando el viejo

país le había llamado, él también sehabía comportado como el caballeroinglés que a veces anhelaba ser. Oquizás el polaco que había en él sesentía contento de haber burlado alosaruso. O quizás era el recuerdo de Katyalo que le mantenía fiel. Katya la fuerte,la virtuosa, Katya la valiente y hermosa,que aun en su propio miedo se habíacuidado de advertirle de los peligrosque para él mismo entrañaba aquello:«Debe creer en lo que está haciendo».

Y Landau había creído. Y Landau sesentía en extremo orgulloso de habercreído, como lo habría estadocualquiera de nosotros.

Incluso su tienda de vídeo prosperó.Fue una sensación, un poco fuerte parala sangre de algunas personas de vez encuando, como la de aquel policía deGolders Green, con quien tuve quesostener una conversación amistosa.Pero puro bálsamo para otros.

Sobre todo, podíamos quererle,porque nos veía como nosotrosdeseábamos ser vistos, como losomniscientes, competentes y heroicoscustodios de la riqueza interior denuestra gran nación. Era una concepciónde nosotros que Barley nunca pareciópoder compartir…, como tampoco, debodecirlo, pudo compartirla Hannah,

aunque ella sólo llegó a conocerlo tododesde fuera, como el lugar al que nopodía seguirme, como el santuario delcompromiso definitivo y, por ende, en suinflexible concepción, de desesperación.

—Decididamente, ellos no son elremedio, Palfrey —me había dichohacía sólo unas semanas, cuando, poralguna razón, yo trataba de ensalzar alServicio—. Y a mí me parece que, másprobablemente, son la enfermedad.

Capítulo 3

Los veteranos solemos decir que no hayoperación de espionaje que no deriveocasionalmente en farsa. Cuanto mayores la operación, más grandes son lascarcajadas, y es sabido en el Servicioque la secreta caza del hombre,desencadenada durante una semana enpersecución de Bartholomew, aliasBarley Scott Blair, generó suficientefrenesí y frustración como para activaruna docena de redes secretas. Ortodoxosy jóvenes novicios como Brock, de laCasa Rusia, aprendieron a odiar la vida

de Barley antes incluso de encontrar alhombre que la llevaba.

Después de cinco días deperseguirle, creían saberlo todo acercade Barley, excepto dónde estaba.Conocían su ascendencia de libre-pensamiento y su costosa educación,ambas desperdiciadas, y los pocosedificantes detalles de sus matrimonios,todos rotos. Conocían el café deCamden Town en que jugaba al ajedrezcon cualquiera que entrase en él. Unverdadero caballero, aunque fuese laparte culpable, dijeron a Wicklow, quese presentaba como agente de divorcios.Con los pobres pero eficaces pretextos

habituales, habían abordado a unahermana suya que vivía en Hove y quese hacía muy pocas ilusiones conrespecto a él, a unos comerciantes deHampstead con los que sosteníacorrespondencia, a una hija casada enGrantham, que le adoraba, y a un hijo enla City, que era tan reservado que podríahaber hecho voto de silencio.

Habían hablado con miembros deuna heterogénea banda de jazz para laque ocasionalmente había tocado elsaxofón, con el asistente social delhospital en que estaba alistado comovisitante y con el vicario de la iglesia deKentish Town, donde, para asombro de

todos, resultó que cantaba de tenor.«Una voz preciosa cuando viene», dijoindulgentemente el vicario. Pero cuando,de nuevo con la ayuda del viejo Palfrey,intentaron intervenir su teléfono paraescuchar su preciosa voz, no había nadaque intervenir porque no había pagadosu factura.

Incluso encontraron un rastro de élen nuestros propios archivos. O, mejordicho, lo encontraron por nosotros losamericanos, lo cual no contribuyó ahacérnoslos más simpáticos. Puesresultó que, a principios de los años 60,cuando cualquier inglés que tuviera lamala suerte de poseer un nombre

compuesto se hallaba en peligro de serreclutado para el Servicio Secreto, el deBarley había sido transferido a NuevaYork por encajar en algún tratadobilateral de seguridad parcialmenteobservado. Furioso, Brock volvió aconsultar con el Registro Central, que,tras negar al principio todoconocimiento de Barley, extrajo al finalsu ficha de la lista que estaba todavíaesperando ser introducida en elordenador. Y la ficha llevó a unacarpeta que contenía el impreso originalde remisión y diversa correspondencia.Brock se precipitó en la habitación deNed como si hubiera encontrado la

clave de todo. ¡Edad, veintidós años!¡Aficiones, teatro y música! ¡Deportes:nada! ¡Razones para tenerle en cuenta,un primo llamado Lionel en la caballeríade la Guardia!

Sólo fallaba el resultado. El oficialde reclutamiento había almorzado conBarley en el «Athenaeum» y habíaestampado en su expediente el sello de«Ninguna misión más», tomándose lamolestia de añadir la palabra «nunca»de su propio puño y letra.

Sin embargo, este extraño episodiode hacía más de veinte años ejerció uncierto efecto oblicuo sobre su actitudhacia él, del mismo modo que, durante

algún tiempo, se habían sentidodesconcertados por las sorprendentesconexiones izquierdistas del viejoSalisbury Blair, su padre. A sus ojos,socavaba la independencia de Barley.No a los de Ned, pues Ned estaba hechode un material más fuerte, sino a los delos otros, Brock y los más jóvenes. Lesinducía a pensar que lo poseían dealguna manera, aunque sólo fuese comoel fracasado aspirante a su mística.

Una nueva frustración laproporcionó el ignominioso coche deBarley, que la policía encontró aparcadoilegalmente en Lexham Gardens, con laaleta derecha destrozada, la licencia

caducada y media botella de whisky enla guantera, juntamente con un manojo decartas escritas de puño y letra de Barley.Los vecinos llevaban semanasquejándose de su presencia.

—¿Remolcarlo, cargarlo osimplemente mandarlo a la chatarra? —preguntó a Ned por teléfono el servicialcomisario de tráfico.

—Olvídelo —respondiófatigadamente Ned. No obstante, él yBrock se apresuraron a acudir allí con lavana esperanza de encontrar algunapista. Las cartas de amor resultaronhaber sido escritas a una dama de losGardens que se las había devuelto. Ella

era la última persona del mundo, lesaseguró con aire trágico, en saber dóndeestaba Barley ahora.

No fue hasta el jueves siguiente,mientras revisaba pacientemente losextractos bancarios mensuales deBarley, cuando Ned descubrió entre laslargas columnas una orden permanentede abono trimestral en favor de unacompañía inmobiliaria de Lisboa, cientoy pico libras a favor de la RealNosecuántos Limitada. La miróincrédulamente. La continuó mirando.Luego, soltó una palabrota, cosa quenunca hacia. Telefoneó apresuradamentea Viajes y les encargó la comprobación

de viejas listas de vuelo con origen enGatwick y Heathrow. Cuando Viajestelefoneó a su vez, Ned volvió a soltaruna palabrota. Habían dado con ello.Días enteros de llamadas telefónicas,entrevistas y timbrazos a puertas, lasreglas forzadas en todas direcciones,examen de listas, cables a servicios deenlace amigos en la mitad de lascapitales del mundo, su cacareadaSección de Archivos humillada delantede los americanos. Sin embargo, ningunade las personas con las que habíanhablado ni ninguna de lasinvestigaciones practicadas habíanrevelado el único, crucial, indispensable

y estúpido dato que necesitabanconocer: que hacia diez años, habiendoheredado inesperadamente un par demiles de libras de una tía lejana. BarleyBlair había tenido el capricho decomprarse una destartalada casita enLisboa, donde acostumbraba a tomarseperiódicos descansos de la carga de supolifacética alma. Podía haber sidoCornualles, podía haber sido Provenza oTombuctú; pero le había seducidoLisboa, a orillas del mar, junto a unaextensión de terreno despejado, ydemasiado cerca del mercado depescado para la sensibilidad de muchagente.

Una tensa calma se adueñó de laCasa Rusia con este descubrimiento, y elhuesudo rostro de Brock se tornó lívidode furia.

—¿Quién es ahora nuestro HermanoLisboa? —le preguntó Ned, nuevamenteligero como una brisa estival.

Luego, telefoneó al viejo Palfrey,alias Harry, y le ordenó mantenerse endisponibilidad permanente hasta nuevoaviso, lo que, como habría dichoHannah, describía muy bien misituación.

Barley estaba sentado ala barracuando Merridew lo encontró. Sehallaba encaramado en un taburete y

disertando acerca de la naturalezahumana con un comandante de Artilleríaexpatriado y saturado de alcoholllamado Graves: comandante ArthurWinslow Graves, más tarde excluidocomo posible contacto de Barley, suúnica posibilidad de haber pasado a lahistoria sin que él llegara a saberlojamás. La larga y flexible espalda deBarley estaba vuelta hacia la puertaabierta, y la puerta daba al patio, por loque Merridew, que era un gruesomuchacho de treinta años, pudo haceracopio del aliento que tan urgentementenecesitaba, antes de iniciar su actuación.Llevaba medio día buscando a Barley,

perdiéndolo en todas partes ysintiéndose progresivamente furioso acada fracaso.

En el piso de Barley, a menos decinco minutos a pie desde allí, dondeuna inglesa de acento vulgar le habíadicho desde detrás del buzón que selargara.

En la Biblioteca Británica, donde labibliotecaria había informado queBarley se había pasado una tardehojeando libros sin leerlos, con lo queparecía dar a entender —aunque seapresuró a negarla cuando le fuepreguntado directamente— que sehallaba en un estado de estupor

alcohólico.Y en una repugnante taberna Tudor,

de Estoril, donde Barley y compañíahabían tomado una líquida cena y dedonde se habían marchado ruidosamentehacía menos de media hora.

El hotel —que prefiere llamarse a símismo una humilde pensão— era unantiguo convento, un lugar que encantabaa los ingleses. Para llegar a él,Merridew tuvo que trepar por unaescalera empedrada sobre la que seentrecruzaban las enredaderas y, trascoronarla y echar una cautelosa miradaalrededor, tuvo que volver a bajarapresuradamente para ordenar a Brock

que corriese «y quiero decir realmentecorrer» a telefonear a Ned desde el caféde la esquina. Y, luego, subir por ellaotra vez, por lo que estaba tan jadeante.Olores a fría piedra arenisca y a caférecién molido se mezclaban con elaroma de las plantas nocturnas.Merridew era impenetrable a ellos, lefaltaba aliento. El rumor de tranvíaslejanos y las bocinas de lasembarcaciones eran los únicos sonidosde fondo del monólogo de Barley.Merridew no reparaba en ellos.

—Los niños ciegos no sabenmasticar, Gravey, mi viejo amigo —explicaba pacientemente Barley,

mientras apoyaba la punta de su delgadodedo índice en el ombligo delcomandante y el codo en la barra, juntoa una inacabada partida de ajedrez—.Es un hecho científico, Gravey. A losniños ciegos hay que enseñarles amorder. Ven aquí. Cierra los ojos.

Tomando suavemente la cabeza delcomandante entre sus manos, Barley laguió hacia sí, separó las dócilesmandíbulas e introdujo entre ellas un parde anacardos.

—Bien, muchacho. A la orden demasticar, mastica. Cuidado con lalengua. Mastica. Otra vez.

Aprovechando el momento,

Merridew enarboló su mejor sonrisa yaventuró un paso en el bar, donde sesintió sorprendido al ver dos esculturas,en tamaño natural, de unas mulatasvestidas con falda corta, a ambos ladosde la puerta. Color del pelo, castaño;color de los ojos, verde, repasó,pasando revista a las características deBarley como si fuese un caballo.Estatura, uno ochenta, bien afeitado,bien hablado, de complexión delgada,ropa muy peculiar. Un cuerno peculiar,corrigió el rechoncho Merridew,todavía jadeante, examinando lasahariana de hilo, los pantalones defranela y las sandalias de Barley. ¿Qué

esperan los memos de Londres que lleveen una noche calurosa, en Lisboa?¿Visón?

—¡Ah!, disculpe —dijo Merridewcon tono amable—. Estoy buscando aalguien y tal vez pueda usted ayudarme.

—Lo que demuestra, mi queridoculo de vieja, por citar la famosacanción —continuó Barley, cuando hubovuelto a colocar al comandante enposición erguida—, que, no obstante elhecho de que el gran brujo nos hizo decarne, está mal comerse a la gente.

—Oiga, perdone, pero creo queusted debe de ser el señor BartholomewScott Blair —dijo Merridew—. ¿Me

equivoco?Sin soltar la solapa del comandante,

a fin de evitar un desastre militar,Barley se volvió en semicírculo en sutaburete y examinó a Merridew,empezando por los zapatos y terminandopor su sonrisa.

—Me llamo Merridew, de laEmbajada, ¿sabe? Sólo soy el SegundoSecretario comercial. Lo sientoterriblemente, pero hemos recibido untelegrama bastante urgente para usted.Pensamos que debería darse una vueltapor allá para leerlo en seguida. ¿Leimporta?

Y entonces, imprudentemente,

Merridew se permitió un ticcaracterístico de los funcionariosrechonchos. Levantó el brazo, ahuecó lamano y se la pasó oficiosamente por lacabeza como para confirmar que su pelocontinuaba en su sitio. Y este gesto,realizado por un hombre gordo en unahabitación de techo bajo, pareciódespertar en Barley temores que en otrocaso tal vez hubieran seguidoadormecidos, pues se tornódesconcertadamente sereno.

—¿Me está usted diciendo que hamuerto alguien, amigo? —preguntó conuna sonrisa tan tensa que parecíapreparada para la peor de las bromas.

—¡Oh!, mi querido señor, no sea tantrágico. Se trata de un asunto comercial,no consular. ¿Por qué, si no, habría dellegar por nuestra línea? —intentó unarisita conciliadora.

Pero Barley no había cedido. Ni unmilímetro. Continuaba mirando elabismo, dondequiera que Merridewdecidiera mirarse a sí mismo.

—Entonces, ¿qué infiernos nosestamos diciendo? —preguntó.

—Nada —respondió Merridew,asustado—. Un telegrama urgente. No selo tome tan personalmente. Telégrafodiplomático.

—¿Quién establece la urgencia?

—Nadie. No puedo darle unresumen delante de todo el mundo. Esconfidencial. Sólo para nuestros ojos.

Olvidaron sus gafas, pensóMerridew, mientras sostenía la miradade Barley. Redondas. De montura negra.Demasiado pequeñas para sus ojos. Lasdeja resbalar hasta la punta de la narizcuando le mira a uno torciendo el gesto.

—Nunca conocí una buena deudaque no pudiese esperar hasta el lunes —declaró Barley, volviéndose hacia elcomandante—. Aflójese el cinturón,señor Merridew. Tómese una copa conla chusma.

Puede que Merridew no fuese el más

delgado de los hombres, ni el más alto.Pero tenía garra, tenía astucia y, comomuchos gordos, tenía inesperadosrecursos de indignación que era capazde desencadenar como un torrentecuando hacía falta.

—Mire, Scott Blair, sus asuntos nome incumben, por fortuna. Ya no soy unalguacil, ni un mensajero. Soy undiplomático y ostento una ciertaposición. Me he pasado la mitad del díadando vueltas en su busca. Tengo uncoche y un empleado esperando fuera, yposeo ciertos derechos sobre mi propiavida. Lo siento.

Su dúo habría podido continuar

indefinidamente, si el comandante nohubiera manifestado una inesperadaresurrección. Echando hacia atrás loshombros, se llevó los puños a lascosturas de los pantalones y contorsionóla mandíbula en una mueca de respeto.

—Llamada real, Barley —ladró—.La Embajada es el palacio local. Lainvitación es una orden. No debeinsultar a Su Majestad.

—Él no es Su Majestad —objetópacientemente Barley—. No llevacorona.

Merridew se preguntó si debíallamar a Brock. Trató de sonreírpersuasivamente, pero la atención de

Barley se había desplazado hacia elhueco existente en la pared, en el que unjarrón de flores secas ocultaba unarejilla vacía. Le dijo: «¿De acuerdo?¿Vamos?». como podría habérselo dichoa una esposa que le estuviese haciendoesperar para asistir a una cena. Pero laextraviada mirada de Barley continuóposada en las marchitas flores. Parecíaver en ellas toda su vida, cada una desus equivocaciones y pasos en falso. Y,cuando ya Merridew comenzaba aperder la esperanza, empezó a metertodas sus cosas en los bolsillos de lachaqueta, ritualmente, como si sedispusiera a emprender un safari: su

doblada cartera, llena de cheques sincobrar y de tarjetas de créditocanceladas; su pasaporte, húmedo desudor y ajado a consecuencia de losmuchos viajes; la libreta de notas y ellápiz que tenía a mano para apuntarperlas de sabiduría alcohólica a fin deleerlas cuando estuviera sereno. Y, unavez hecho todo eso, arrojó sobre elmostrador un billete de Banco, con elgesto de quien no va a necesitar dinerodurante mucho tiempo.

—Acompañe al comandante a sutaxi, Manuel. Eso significa ayudarle abajar los peldaños, sentarle en el asientotrasero y pagar por adelantado al

conductor. Cuando lo hayas hecho,puedes quedarte con la vuelta. Hasta lavista, Gravey. Gracias por el rato quehemos pasado.

Había relente. Una joven luna yacíaacostada entre las estrellas húmedas.Bajaron la escalera, Merridew pordelante, urgiendo a Barley a que mirasebien dónde ponía el pie. El puertoestaba lleno de luces errantes. Unautomóvil negro con matrícula delCuerpo Diplomático esperaba junto albordillo. Brock aguardaba impacientejunto a él en la oscuridad. Más atrás,había un segundo coche, desprovisto dedistintivos.

—Éste es Eddie —dijo Merridew,haciendo las presentaciones—. Eddie,me temo que hemos tardado. Confío enque habrás hecho tu llamada telefónica.

—Sí —respondió Brock.—Y confío en que todo irá bien en

casa, ¿no, Eddie? Los pequeñosacostados y todo eso. ¿La parienta bien?

—Sin novedad —gruñó Brock, en untono que quería decir que se callara.

Barley se sentó en el asientodelantero, con la cabeza apoyada en elrespaldo y los ojos cerrados. Merridewconducía. Brock permanecía muy quietoen el asiento posterior. El segundocoche arrancó lentamente, como hacen

los buenos vigilantes.—¿Por aquí es por donde suelen ir a

la Embajada? —preguntó Barley en suaparente sopor.

—¡Ah!, bueno, el guardia deservicio se llevó el telegrama a su casa,¿sabe? —explicó expansivamenteMerridew, como si respondiese a unaobservación particularmente aguda—.Me temo que los fines de semanatengamos que reforzar la Embajada porun posible atentado irlandés. Sí —encendió la radio. Una mujer de vozprofunda empezó a entonar unexuberante lamento—. Fado —declaró—. Adoro el fado, Creo que por eso es

por lo que estoy aquí. Estoy seguro deque si, estoy seguro de que incluí el fadoen mi solicitud de destino.

Empezó a conducir con la manolibre.

—Fado —explicó.—¿Son ustedes los que han estado

acosando a mi hija, haciéndole unmontón de preguntas estúpidas? —preguntó Barley.

—¡Oh!, se trataba de una cuestiónpuramente comercial —dijo Merridew,y siguió plenamente atento a la tarea deconducir. Pero en su interior se sentíaahora gravemente conturbado por lafalta de inocencia de Barley. Antes ellos

que yo, pensó, sintiendo la fija miradade Barley en su mejilla derecha. Si estoes con lo que tiene que habérselas hoyen día la Oficina Central, Dios me librede un destino en la metrópoli.

Habían alquilado la casa que poseíaen la ciudad un antiguo miembro delServicio, un banquero británicopropietario de una segunda casa enCintra. El viejo Palfrey había cerrado eltrato en su nombre. No queríaninstalaciones oficiales, nada que mástarde pudiera ser utilizado contra ellos.Sin embargo, la sensación de tiempo ylugar tenía su propia y particularelocuencia. Una lámpara de hierro

forjado iluminaba la abovedada entrada.Las losas de granito habían sidocortadas para impedir que resbalasenlos caballos. Merridew tocó el timbre.Brock se había acercado por si seproducían accidentes.

—Hola. Adelante —dijojovialmente Ned, abriendo la grande yornamentada puerta.

—Bueno, yo me voy, ¿verdad? —dijo Merridew—. Maravilloso,formidable.

Todavía farfullando excusas, corrióa su coche antes de que nadie pudiesecontradecirle. Y mientras lo hacía, elsegundo automóvil se aproximó también

como un buen amigo que ha visto a otroa la puerta de su casa en una nochepeligrosa.

Durante unos momentos, mientrasBrock se mantenía apartadoobservándoles, Ned y Barley secalibraron mutuamente como sólopueden hacerlo ingleses de la mismaestatura y clase y con la misma forma decabeza. Y aunque aparentemente Nedera el perfecto arquetipo del dominio desí mismo y equilibrio británicos, y, porello, en muchos sentidos, el reversoexacto de Barley, que aunquedesgarbado y anguloso, tenía un rostroque aun en reposo parecía resuelto a

explorar más allá de lo evidente, habíatodavía en cada uno de ellos losuficiente del otro, como para permitirsu mutuo reconocimiento. A través deuna puerta cerrada llegó un murmullo devoces masculinas, pero Ned hizo comosi no lo hubiera oído. Condujo a Barleya lo largo del pasillo hasta unabiblioteca y dijo: «Pase aquí», mientrasBrock se quedaba fuera.

—¿Está usted muy borracho? —preguntó Ned, bajando la voz yofreciendo a Barley un vaso de aguahelada.

—No —respondió Barley—. ¿Quiénme está secuestrando? ¿Qué ocurre?

—Me llamo Ned, y voy a ir derechoal grano. No hay ningún telegrama, nininguna crisis en sus asuntos, fuera de lohabitual. Nadie está siendo secuestrado.Yo soy del Servicio de Inteligenciabritánico. Y también las personas que leestán esperando aquí al lado. Una vez,usted solicitó unirse a nosotros. Ahoraes su oportunidad de ayudar.

Se hizo el silencio entre ellosmientras Ned esperaba que respondiera.Ned tenía exactamente la misma edad deBarley. Durante veinticinco años, bajoun aspecto u otro, había estadorevelándose como agente secretobritánico a personas que necesitaba

atraerse. Pero ésta era la primera vez enque su cliente se abstenía de hablar,parpadear, sonreír, retroceder un paso omanifestar la más mínima señal desorpresa.

—Yo no sé nada —dijo Barley.—Quizá necesitemos que averigüe

algo.—Averígüenlo ustedes mismos.—No podemos. No sin usted. Por

eso es por lo que estamos aquí.Acercándose a las estanterías de

libros, Barley inclinó a un lado lacabeza y miró los títulos por encima desus redondas gafas, mientras continuababebiendo su agua.

—Primero eran comerciantes, ahorason espías —dijo.

—¿Por qué no habla con elembajador?

—Es un estúpido. Estuve enCambridge con él.

Cogió un libro encuadernado y miróla portada.

—Basura —declaró con desprecio—. Debe de comprarlos por metros. ¿Dequién es esta casa?

—El embajador acreditará la verdadde mis palabras. Si usted le pregunta sipuede jugar al golf el jueves, le dirá queno antes de las cinco.

—Yo no juego al golf —replicó

Barley, cogiendo otro volumen—. Nojuego a nada, en realidad. Me heretirado de todos los juegos.

—Excepto del ajedrez —sugirióNed, tendiéndole la guía telefónicaabierta.

Encogiéndose de hombros, Barleymarcó el número. Al oír al embajadorno pudo evitar una sonrisa granuja,aunque un poco desconcertada.

—¿Eres tú, Tubby? ¿Qué tal un pocode golf el jueves para tu hígado?

Una voz áspera respondió que estabacomprometido hasta las cinco.

—A las cinco, imposible —replicóBarley—. Se nos haría de noche

jugando… El cabrón de él ha colgado—se lamentó, agitando el auricular.Luego vio la mano de Ned sobre elsoporte del teléfono.

—Me temo que no es una broma —dijo Ned—. En realidad, es algo muyserio.

De nuevo sumido en sus propiasreflexiones, Barley colgó lentamente elauricular.

—La línea divisoria entre lorealmente muy serio y lo realmente muydivertido es realmente muy fina —observó.

—Pues crucémosla, ¿eh? —dijoNed.

Las voces del otro lado de la puertahabían callado. Barley hizo girar elpicaporte y entró, Ned le siguió, Brockse quedó en el pasillo para proteger lapuerta. Nosotros habíamos estadoescuchando todo por el transmisor.

Si Barley sentía curiosidad respectoa qué encontraría allí, también nosotros.Es un juego extraño el de volver delrevés la vida de un hombre sinconocerle. Entró lentamente. Avanzóunos pasos en la habitación y se detuvo,con los largos brazos colgando a loscostados mientras Ned hacía laspresentaciones.

—Éste es Clive, éste es Walter, y

aquél es Bob. Éste es Harry. Aquí,Barley.

Barley fue inclinando levísimamentela cabeza a medida que iban siendopronunciados los nombres. Parecíapreferir la evidencia de sus ojos acualquier cosa que se le dijese.

Le interesaron el ornamentadomobiliario y la maleza de las vulgaresplantas de interiores. Y también unnaranjo. Tocó un fruto, acarició una hojay, luego, se olfateó delicadamente elíndice y el pulgar como asegurándose deque eran reales. Había en él una irapasiva que prescindía de todaaveriguación de causas. Ira por ser

despertado, pensé. Por ser individualizado y citado…, cosa que, segúnHannah, era lo que yo más temía.

Recuerdo también que era elegante.No, bien lo sabe Dios, por sus raídasropas. Sino en sus gestos, en su desvaídacaballerosidad. En su cortesía natural,aunque se resistiese a ella.

—Parece que no quieren hablar deapellidos, ¿verdad? —preguntó Barleycuando hubo terminado su examen de lahabitación.

—Me temo que no —respondióClive.

—Porque un tal señor Rigby visitóla semana pasada a mi hija Anthea. Dijo

que era un inspector de Hacienda,alguna patochada sobre que queríarevisar una valoración indebida. ¿Eraalgún payaso de ustedes?

—A lo que parece, yo pensaría queprobablemente lo era —respondióClive, con la arrogancia de quien noquiere tomarse el trabajo de mentir.

Barley miró a Clive, que tenía unode esos rostros ingleses que parecíanhaber sido embalsamados mientras eratodavía un rey niño, a sus ojos duros einteligentes que no tenían nada detrás, ala ceniza bajo su piel. Se volvió haciaWalter, redondo y jovial, una especie deFalstaff de las salas comunes. Y de

Walter su mirada pasó a Bob,observando su porte patricio, su mayoredad, su masculina desenvoltura, lostonos marrones, en lugar de grises yazules, que vestía. Bob se hallabacómodamente recostado, con las piernasestira das y el brazo apoyadoposesivamente sobre el respaldo de lasilla. Del bolsillo superior de suchaqueta asomaban unas gafas demontura de oro y medios cristales. Lassuelas de sus agrietados zapatos colorcaoba eran como planchas de hierro.

—Barley, yo soy el elementoextraño de esta familia —anuncióplácidamente Bob, con acusado deje

bostoniano—. Supongo que también soyel más viejo, y no quiero estar aquísentado bajo una falsa bandera. Tengocincuenta y ocho años, así Dios meampare, y trabajo para la AgenciaCentral de Inteligencia, que como ustedprobablemente sabe, tiene su base enLangley, en el Estado de Virginia. Tengoun apellido, pero no le insultaréofreciéndole uno, porque, sin duda, nose parecería mucho al auténtico.

Levantó con aire desenfadado unamano salpicada de motitas oscuras.

—Encantado de conocerle, Barley.Vamos a divertirnos y a hacer algobueno.

Barley se volvió de nuevo haciaNed.

—Bueno, esto es estupendo —dijo,aunque sin animosidad perceptible—.Así que ¿adónde nos vamos? ¿ANicaragua? ¿A Chile? ¿A El Salvador?¿A Irán? Si quiere el asesinato de unlíder del Tercer Mundo, yo soy suhombre.

—No desvaríe —dijo lentamenteClive, aunque eso era lo último de quepodía acusarse a Barley—. Nosotrossomos tan malos como los compañerosde Bob y hacemos las mismas cosas.Tenemos también una Ley de SecretosOficiales, que ellos no tienen, y que

esperamos que usted firme.Y al decir esto Clive movió la

cabeza en dirección a mí, haciendo queBarley reparase adecuada aunquetardíamente en mi existencia, Yosiempre procuro sentarme un pocoapartado en esas ocasiones, y así lohabía hecho también aquella noche.Alguna fantasía residual, supongo,respecto a ser un funcionario delTribunal. Barley me miró, y por unmomento me sentí desconcertado ante lafijeza animal de su mirada. No encajabaen nuestra desaliñada imagen de él. YBarley, después de pasar sus ojos sobremí y ver yo no sé qué, emprendió un

examen más detallado de la habitación.Era elegante, y quizá pensó que su

propietario era Clive. Ciertamente,habría sido de su gusto, pues Clive erade clase media solamente en el sentidode que ignoraba que hubiese un gustomejor. Tenía tallados tronos y sofás dealgodón de zaraza y velones eléctricosen las paredes. La mesa del equipo, encuyo torno habría podido celebrarsetoda una ceremonia de armisticio, sehallaba en un hueco elevado, flanqueadode plantas ornamentales dispuestas enjarrones de Alí Babá.

—¿Por qué no fue usted a Moscú?—preguntó Clive, sin esperar más

tiempo a que Barley se instalara—. Leesperaban. Alquiló un puesto en laexposición, reservó su billete de avión ysu hotel. Pero no apareció por allí y noha pagado. En lugar de ello, vino aLisboa con una mujer. ¿Por qué?

—¿Preferiría usted que viniese aquícon un hombre? —preguntó Barley—.¿Qué tiene que ver con usted ni con laCIA el que yo venga aquí con una mujero con un pato ruso?

Cogió una silla y se sentó, más comoseñal de protesta que de obediencia.

Clive movió la cabeza en midirección, y yo hice mi número habitual.Me puse en pie, di la vuelta en torno a la

absurda mesa y coloqué delante de él elimpreso de la Ley de Secretos Oficiales.Saqué del bolsillo del chaleco unapluma de aspecto importante y se laofrecí con fúnebre gravedad. Pero susojos se hallaban fijos en un lugar situadofuera de la habitación, cosa que observécon frecuencia en él esa noche y losmeses siguientes, una forma de mirarmás allá del lugar en que se encontraba,a algún turbulento territorio privadosuyo; de romper a hablar ruidosamentecomo medio de exorcizar fantasmas quenadie más había visto; de chasquear sinmotivo los dedos, como diciendo«entonces, eso queda decidido», cuando,

que nadie supiese, no se había propuestonada.

—¿Va usted a firmar eso? —preguntó Clive.

—¿Qué hará usted si no firmo? —replicó Barley.

—Nada. Porque le estoy diciendo,formalmente y delante de testigos, queesta reunión y todo lo que tiene lugarentre nosotros es secreto. Harry esabogado.

—Me temo que es cierto —dije.Barley empujó sobre la mesa el

impreso sin firmar, apartándolo de sí.—Y yo le estoy diciendo que lo

pintaré en los tejados si me apetece —

replicó con igual calma.Regresé a mi sitio, llevando

conmigo mi ostentosa pluma.—Parece haber armado un buen

follón en Londres también antes demarcharse —observó Clive, mientrasvolvía a guardar el impreso en sucarpeta—. Deudas por todas partes.Todo el mundo ignorando su paradero.Una estela de llorosas amantes. ¿Estáusted tratando de destruirse a sí mismo oqué?

—Heredé un catálogo romántico —dijo Barley.

—¿Qué diablos significa eso? —preguntó Clive sin avergonzarse de su

propia ignorancia—. ¿Estamosutilizando una palabra elegante paradesignar los libros verdes?

—Mi abuelo se especializó ennovelas para criadas. En aquellostiempos la gente tenía criadas. Mi padrelas llamó «novelas para las masas» ycontinuó la tradición.

Sólo Bob se sintió movido aoponerse.

—Maldita sea, Barley —exclamó—,¿qué tiene de malo la literaturaromántica? Es mejor que alguna de labasura que se publica. Mi mujer la leeen cantidades industriales. A ella nuncale ha hecho ningún daño.

—Si no le gustan los libros quepublica, ¿por qué no los cambia? —preguntó Clive, que nunca leía nada másque los informes del Servicio y laPrensa de derechas.

—Tengo un Consejo deAdministración —respondiócansadamente Barley, como si hablaracon un niño fastidioso—. Tengoadministradores. Tengo accionistasfamiliares. Tengo tías. Ellos quierenseguir la línea segura de siempre.Idilios. Intrigas. Aves del ImperioBritánico —una mirada a Bob—.Interioridades de la CIA.

—¿Por qué no fue usted a la feria de

material fonográfico de Moscú? —repitió Clive.

—Las tías cancelaron la partida.—¿Quiere explicar eso?—Yo pensaba introducir la firma en

el campo de las cassettesmagnetofónicas. La familia se enteró ydecidió que no lo haría. Fin de lahistoria.

—Así que usted se largó —dijoClive—. ¿Es eso lo que hacenormalmente cuando alguien frustra suspropósitos? Quizá sea mejor que nosdiga a qué se refiere esta carta —sugirió, y, sin mirar a Barley, la deslizósobre la mesa en dirección a Ned.

No era el original. El original estabaen Langley, sometido a examen por lasfirmes fuerzas de la tecnología en buscade todo cuanto pudiera ofrecer, desdehuellas dactilares hasta la enfermedaddel legionario. Era un facsímil,preparado conforme a las meticulosasinstrucciones de Ned, que incluíatambién el cerrado sobre marrón con laindicación «Señor Bartholomew ScottBlair. Personal y urgente» escrita conletra de Katya y rasgado luego con uncortaplumas para demostrar que habíasido abierto más tarde. Clive se loentregó a Ned. Ned se lo entregó aBarley. Walter se rascó la cabeza con su

manaza y Bob se le quedó mirandomagnánimamente como el chico buenoque había dado el dinero. Barley volvióla vista hacia mí como si se hubieranombrado a sí mismo cliente mío. ¿Quéhago con esto? preguntaba con lamirada, ¿Lo leo o se lo tiro a la cara?Yo me mantuve, espero, impasible. Yano tenía clientes. Tenía el Servicio.

—Léalo despacio —aconsejó Ned.—Tómese todo el tiempo del mundo,

Barley —dijo Bob.¿Cuántas veces no habríamos leído

nosotros la misma carta durante laúltima semana?, me pregunté, viendocómo Barley examinaba por uno y otro

lado el sobre, lo alejaba de sí y se loacercaba, con las redondas gafaslevantadas sobre la frente como las deun motorista. ¿Cuántas opiniones no sehabían escuchado y descartado? Habíasido escrita en un tren, habían declaradoseis expertos de Langley. En la cama,dijeron otros tres en Londres. En elasiento trasero de un automóvil. Conprisa, en broma, con amor, con terror.Por una mujer, por un hombre, habíandicho. El autor es zurdo, diestro. Esalguien cuya escritura de origen escirílica, es latina, es ambas cosas, no esninguna.

Como giro final de la comedia,

incluso habían consultado con el viejoPalfrey. «Conforme a nuestra ley depropiedad intelectual, el receptor espropietario de la carta física, pero elautor tiene la propiedad intelectual y elderecho de reproducción —les habíadicho yo—. No creo que nadie os llevea los tribunales soviéticos». No podríadecir si se sintieron preocupados oaliviados por mi opinión.

—¿Reconoce la letra, o no? —preguntó Clive a Barley.

Introduciendo sus largos dedos en elsobre, Barley extrajo finalmente la carta,pero desdeñosamente, como si todavíaesperase que fuese una factura. Luego

hizo una pausa y se quitó sus curiosasgafas redondas y las dejó sobre la mesa.Luego se volvió en la silla, apartándosede los demás. Y al empezar a leer, unaexpresión ceñuda se dibujó en su rostro.Terminó la primera página y miró elfinal de la carta en busca de la firma.Volvió a la segunda página y leyó elresto de la carta sin detenerse. Luego lavolvió a leer entera de un tirón, desde«Mi querido Barley» hasta «Tu amanteK». Después de lo cual, apretócelosamente la carta contra su regazocon las dos manos e inclinó el bustosobre ella, de tal modo que, ya fueradeliberadamente, ya fuera por

casualidad, su rostro quedó oculto atodos los presentes, y su mechón de peloquedó colgando como un gancho, y susoraciones privadas se mantuvieron en suexclusivo ámbito personal, sinmanifestarse al exterior.

—Está chiflada —declaró a laoscuridad que se abría bajo él—. Totaly absolutamente chiflada. Ella nisiquiera estuvo allí.

Nadie preguntó de quién hablaba nia qué lugar se refería. Hasta Cliveconocía el valor de un buen silencio.

—K de Katya, abreviatura deYekaterina, según tengo entendido —dijo Walter al cabo de unos momentos

—. El patronímico es Borisovna —llevaba una torcida corbata de lazo,amarilla y con un motivo en colorespardo y naranja.

—No conozco ninguna K, noconozco ninguna Katya, no conozconinguna Yekaterina —dijo Barley—. Ytampoco ninguna Borisovna. Nunca hejodido con ninguna, nunca he flirteadocon ninguna, nunca me he declarado aninguna, nunca me he casado siquieracon ninguna. Nunca he conocido aninguna, que yo recuerde. Sí, una.

Todos esperaron, esperé yo también,y habríamos esperado toda la noche y nose habría oído el crujir de una silla ni el

carraspear de una garganta mientrasBarley escrutaba su memoria en buscade una Katya.

—La vieja bruja de Aurora —continuó Barley—. Trató de colocarmeunas láminas artísticas de pintores rusos.No piqué. Las tías habrían montado encólera.

—¿Aurora? —preguntó Clive, sinsaber si se trataba de una ciudad o deuna agencia oficial.

—Editores.—¿Recuerda su otro nombre?Barley meneó la cabeza, con la cara

todavía oculta.—Barba —dijo—. Katya de la

barba. Treinta a la sombra.La rica voz de Bob poseía una

calidad estereofónica, y la habilidad decambiar por sí sola las cosas.

—¿Quiere leerla en voz alta,Barley? —preguntó, con el tono decamaradería de un viejo amigo—.Quizás el leerla en voz alta le refresquela memoria. ¿Quiere intentarlo, Barley?

Barley, Barley, todo el mundo amigosuyo, excepto Clive, que ni una sola vez,que yo recuerde, le llamó nada más queBlair.

—Sí, hágalo, ¿quiere? Léala en vozalta —dijo Clive, haciendo de ello unaorden, y, para mi sorpresa, Barley

pareció considerarlo buena idea.Irguiéndose con un rígido movimiento dela espalda, dispuso el busto de tal modoque tanto la carta como su rostroquedaban a la luz. Frunció el ceño comoantes y empezó a leer en voz alta, contono de estudiada perplejidad.

—Mi querido Barley —ladeó lacarta y empezó de nuevo—. Mi queridoBarley: ¿Recuerdas la promesa que mehiciste una noche en Peredelkinomientras nos hallábamos en la galeríade la dacha de nuestros amigos y nosrecitábamos el uno al otro la poesía deun gran místico ruso que amaba aInglaterra? Tú me juraste que siempre

preferirías la Humanidad a lasnaciones y que cuando llegase elmomento te comportarías como un serhumano decente.

Había vuelto a detenerse.—¿No es verdad nada de eso? —

preguntó Clive.—¡Ya le he dicho que nunca he

estado con esa tipa!Había en la negativa de Barley una

energía y un vigor antes inexistentes.Estaba rechazando algo que leamenazaba.

—Así que ahora te pido quecumplas tu promesa, aunque no en laforma que podríamos haber imaginado

la noche en que consentimos enhacernos amantes. —Chorradas,murmuró. Esta tía lo confunde todo—.Te ruego que enseñes este libro apersonas inglesas que piensen igualque nosotros. Publícalo por mí,utilizando los argumentos queexpresaste con tanto ardor. Enséñaseloa tus científicos y artistas eintelectuales, y diles que es la primerapiedra de un gran alud y que ellosdeben arrojar por sí mismos lasiguiente. Diles que con la nuevaapertura podemos actuar juntos paradestruir la destrucción y castrar almonstruo que hemos creado.

Pregúntales qué es más peligroso parala Humanidad, someterse como unesclavo o resistir como un hombre.Compórtate como un ser humanodecente, Barley. Amo a la Inglaterra deHerzen y a ti. Tu amante K. ¿Quiéndiablos es ella? Está completamentetarumba. Los dos lo están.

Dejando la carta sobre la mesa,Barley se dirigió con pasos inciertoshacia el extremo oscuro de la estancia,maldiciendo por lo bajo y golpeando elaire con su puño derecho.

—¿Qué diablos se propone lamujer? —protestó—. Ha tomado doshistorias completamente distintas y las

ha mezclado. Y, de todas maneras,¿dónde está el libro?

Había recordado nuestra presencia yestaba de nuevo vuelto hacia nosotros.

—El libro está a salvo —respondióClive, mirándome de soslayo.

—¿Dónde está, por favor? Es mío.—Nosotros pensábamos más bien

que era del amigo de ella —dijo Clive.—Me ha sido confiado a mí. Ya ha

visto lo que él escribió. Yo soy sueditor. Es mío. No tienen ustedes ningúnderecho sobre él.

Se había posado con los dos piesjustamente en el terreno en que noqueríamos que entrase. Pero Clive fue

rápido en distraerle.—¿Él? —repitió Clive—. ¿Quiere

decir que Katya es un hombre? ¿Por quéd i c e él? Realmente, nos está usteddesconcertando. Es usted una personadesconcertante, supongo.

Yo había estado esperando que elestallido se produjese antes. Habíapercibido ya que la sumisión de Barleyera una tregua, no una victoria, y quecada vez que Clive la refrenaba leempujaba un poco más a la rebelión. Asíque, cuando Barley se acercó a la mesa,se inclinó sobre ella y levantóflojamente las manos con las palmashacia arriba, desde los costados, en lo

que muy bien podría haber sido un dócilgesto de desvalimiento, yo no esperabaprecisamente que fuese a ofrecer a Cliveuna respuesta dulcemente razonada a supregunta. Pero ni yo mismo habíaimaginado la intensidad de ladetonación.

—¡No tiene usted ningún derecho!—rugió Barley directamente en la carade Clive, golpeando con las palmas delas manos la mesa con tanta fuerza quemis papeles saltaron delante de mí.Brock acudió corriendo desde elpasillo. Ned tuvo que ordenarle que sevolviera—. Ése es mi manuscrito.Enviado para mí por mi autor. Para mi

consideración en mi propio tiempo. Notiene usted ningún derecho a robarlo,leerlo, ni guardarlo. Así que deme ellibro y vuélvase a su cochina isla —agitó un brazo.

—Nuestra isla —le recordó Clive—. El libro, como usted lo llama, no esen absoluto un libro, y ni usted ninosotros tenemos ningún derecho sobreél —continuó gélida y mendazmente—.No me interesa su preciosa ética deeditor. A nadie aquí le interesa. Todo loque sabemos es que el manuscrito encuestión contiene secretos militaresacerca de la Unión Soviética que,suponiendo que sean ciertos, son vitales

para la defensa de Occidente.Hemisferio al cual pertenece ustedtambién…, creo que agradecidamente.¿Qué haría usted en nuestro lugar?¿Ignorarlo? ¿Tirarlo al mar? ¿O tratar deaveriguar cómo llegó a ser dirigido a unnegligente editor británico?

—¡Quiere que se publique! ¡Que lopublique yo! ¡No que permanezca ocultoen sus cámaras acorazadas!

—Exactamente —dijo Clive,volviendo a mirarme.

—El manuscrito ha sido requisadooficialmente y clasificado como materiade alto secreto —dije—. Está sometidoa las mismas restricciones que esta

reunión. Incluso más.Mi viejo profesor de Derecho se

habría revuelto en su tumba… y me temoque no por primera vez. Pero siempre esmaravilloso lo que un abogado puedeconseguir cuando nadie conoce la ley.

Un minuto y catorce segundos fue loque el silencio duró en la cinta, Ned lomidió con su cronómetro cuando volvióa la Casa Rusia. Había estadoesperándolo, incluso complaciéndose enaguardarlo, pero empezó a temer habertropezado con uno de esosenloquecedores fallos que siempreparecen aquejar a las grabadoras en elmomento crucial. Pero al escuchar más

atentamente captó el zumbido un cochelejano y un retazo de risa femeninallegando hasta la ventana. Para entonces,Barley había descorrido las cortinas yestaba mirando a la plaza. Durante unminuto y catorce segundos, pues,permanecimos contemplando la espaldade Barley, nítidamente recortada sobrela noche lisboeta. Se oye luego unterrible fragor, como el estallido devarios cristales a un tiempo, seguido delsurtidor de un pozo petrolífero, y unosupondría que Barley había iniciado sumarcha, largo tiempo demorada,llevándose consigo los ornamentalesplatos portugueses que decoraban la

pared y los ondulados jarrones deflores. Pero, en realidad, todo elestruendo era solamente el ruido deBarley al descubrir la mesita de lasbebidas, echar tres cubos de hielo en unvaso de cristal y verter sobre ellos unagenerosa cantidad de whisky escocés,todo ello a cinco centímetros dedistancia del micrófono que Brock, consu esmero característico, había ocultadoen uno de los compartimientos ricamentetallados.

Capítulo 4

Había establecido un campamento baseen un extremo de la habitación, en unasilla alta y recta tan alejada de nosotroscomo pudo encontrar. Se encaramó enella de costado hacia nosotros y seinclinó sobre su vaso de whisky, quesostenía con las dos manos, mirándolofijamente como un gran pensador, o, almenos, como un pensador solitario. Nonos hablaba a nosotros, sino a sí mismo,enfática y mordazmente, sin rebullir másque para tomar un sorbo de su vaso omover afirmativamente la cabeza en

relación a algún punto privado yhabitualmente abstruso de su narración.Hablaba con la mezcla de pedantería eincredulidad que la gente utiliza parareconstruir un episodio desastroso,como una muerte o un accidente detráfico. Así que yo estaba aquí, y túestabas allí, y el otro tipo venía porallá.

—Fue en la última feria del libro deMoscú. El domingo. No el domingoanterior, el domingo siguiente —dijo.

—Septiembre —sugirió Ned, yBarley, al oído, volvió la cabeza ymurmuró «gracias», como si agradecierasinceramente ser aguijoneado. Luego

arrugó la nariz, se ajustó las gafas yempezó de nuevo.

—Estábamos agotados —dijo—. Lamayoría de los expositores se habíanmarchado el viernes. Éramos sólo unoscuantos los que quedábamos por allí.Los que tenían contratos que ultimar ocarecían de razones especiales paraapresurarse a regresar.

—Era un hombre comprometido, enlo alto del escenario, y resultaba difícilno sentir simpatía por él, allí, erguido,solo. Era difícil pensar «vamos, porDios, vamos». Y tanto más difícil cuantoninguno de nosotros sabía dónde iba a ira parar.

Nos emborrachamos el sábado porla noche, y el domingo nos fuimos todosa Peredelkino en el coche de Jumbo.

De nuevo pareció tener querecordarse a sí mismo que tenía unauditorio.

—Peredelkino es el «poblado» delos escritores soviéticos —dijo, como sininguno de nosotros hubiese oído hablarde él—. Disponen allí de dachas,siempre y cuando se porten bien. ElSindicato de Escritores lo gobiernasobre la base de su utilización exclusivapor sus miembros y decide quién tieneuna dacha, quién escribe mejor en lacárcel, quién no escribe en absoluto.

—¿Quién es Jumbo? —preguntóNed, interviniendo contra su costumbre.

—Jumbo Oliphant. Peter Oliphant.Presidente de «Lupus Books». Fascistaescocés de salón. Masón cinturón negro.Cree tener una longitud de onda especialcon los soviéticos. Tarjeta de oro —acordándose de Bob, inclinó la cabezahacia él—. Me temo que no es AmericanExpress. Es una tarjeta de oro de la feriadel libro de Moscú, distribuida por losorganizadores rusos y que indica que sees un tipo importante. Coche gratis,intérprete gratis, hotel gratis, caviargratis. Jumbo nació con una tarjeta deoro en la boca.

Bob sonrió demasiado ampliamentepara demostrar que se tomaba a bien labroma. Pero era hombre de grancorazón, y Barley se había dado cuenta.Se me ocurrió la idea de que Barley erauna de esas personas para las que unbuen carácter no puede permaneceroculto, lo mismo que él no podríaenmascarar su propia accesibilidad.

—Así que allá nos fuimos todos —continuó volviendo a su ensoñación—.Oliphant, de «Lupus». Emery, de la«Bodley Head». Y alguna chica de«Penguin» cuyo nombre no recuerdo. Sí,sí que lo recuerdo, Magda. ¿Cómodiablos podría yo olvidarme de una

Magda? Y Blair, de «A B».—Viajando como nababs en la

estúpida limusina de Jumbo —dijoBarley, lanzando frases cortas comoropas viejas extraídas del baúl de sumemoria—. Un coche corriente no era lobastante bueno para Jumbo, tenía que serun maldito y enorme «Chaika», concortinas en el dormitorio, sin frenos ycon un gorila al que le olía el alientocomo conductor. El plan era echar unvistazo a la dacha de Pasternak, que serumoreaba iba a ser declarada museo,aunque otro rumor insistía en que losbastardos se disponían a derribarla.Quizá también su tumba. Al principio,

Jumbo Oliphant no sabía quién eraPasternak, pero Magda murmuró«Zhivago», y Jumbo había visto lapelícula —dijo Barley—. No habíaninguna prisa, todo lo que querían erapasear un poco y tomar el aire delcampo. Pero el chófer de Jumbo utilizóel carril especial reservado paraautomovilistas oficiales en «Chaikas»,así que hicieron el viaje en diezsegundos en lugar de una hora,aparcaron en un charco y se dirigieron alcementerio, temblando todavía degratitud por el viaje.

—El cementerio está en la falda deuna colina, entre un montón de árboles.

El chófer se queda en el coche. Estálloviendo. No mucho, pero él estápreocupado por su horrible traje. —Hizo una pausa, aparentemente parameditar en la enormidad del chófer—.Gorila chiflado —murmuró.

Pero me dio la impresión de queBarley estaba despotricando contra símismo y no contra el chófer. Me parecíaoír en Barley todo un coro autoacusador,y me pregunté si también lo oirían losotros. Tenía dentro de sí personas querealmente le volvían loco.

La cuestión era, explicó Barley, quehabían acertado a ir un día en que lasmasas liberadas habían acudido también

en gran número. En el pasado, dijo,siempre que había estado allí habíaencontrado el lugar desierto. Sólo lascercadas tumbas y los pequeños árboles.Pero aquel domingo de septiembre, conlos poco familiares aromas de libertaden el aire, había unos doscientosentusiastas apiñados en torno a la tumba,y más cuando se marcharon, de todas lasformas y tamaños. La tumba desaparecíabajo una montaña de flores, dijo Barley.Llegaban ofrendas sin cesar. La genteiba pasando los ramos por encima desus cabezas para hacerlos llegar hasta elmontón.

Luego empezaron las lecturas. El

tipo bajito leyó poesía. La chica altaleyó prosa. Una avioneta pasó volando atan baja altura que no se podía oír ni unapalabra. Y volvió a pasar una y otra vez.

—¡Bang! ¡Bang! —chilló Barley,agitando de un lado a otro en el aire sularga muñeca, al tiempo que emitía unsonido nasal de disgusto.

Pero la avioneta no podía apagar elentusiasmo de la multitud, comotampoco podía hacerla la lluvia. Alguienempezó a cantar, los demás cogieron elestribillo y acabaron todos coreándolo ybalanceándose al compás de la música.Finalmente, el avión se marchó,presumiblemente porque se estaba

quedando sin combustible. Pero no eraeso lo que uno sentía, dijo Barley. Enabsoluto. Uno sentía que el canto habíaexpulsado del cielo a aquel cerdo.

El canto se fue haciendo más fuerte,más profundo y más místico. Barleyconocía tres palabras de ruso, y losotros ninguna. Eso no les impidiósumarse al coro. No le impidió a Magdallorar a lágrima viva. Ni a JumboOliphant jurar, con un nudo en lagarganta, mientras se alejaban colinaabajo que publicaría hasta la últimapalabra que Pasternak hubiera escrito,no sólo la película, sino también lodemás, y que lo subvencionaría de su

propio bolsillo en cuanto volviese a sudorado castillo de los muelles.

—Jumbo tiene esos acaloradosarrebatos de entusiasmo —explicóBarley con desarmadora sonrisa,volviendo a su auditorio, peroespecialmente a Ned—. A veces semantienen durante varios minutosseguidos.

Luego hizo una pausa, volvió afruncir el ceño, se quitó sus extrañasgafas redondas, que parecían más uncastigo que una ayuda, y fue mirandosucesivamente a todos como pararecordarse a sí mismo la situación enque se encontraba.

Estaban todavía bajando por lacolina, dijo, y todavía sumidos en suslamentos, cuando aquel mismo tipo rusobajó corriendo hacia ellos, sosteniendosu cigarrillo a un lado de la cara comosi fuese una vela y preguntando en ingléssi eran americanos.

De nuevo Clive se nos adelantó atodos. Levantó lentamente la cabeza.Había un tono cortante en su imperiosoacento.

—¿El mismo? ¿Qué mismo tiporuso? No hemos tenido ninguno.

Sus palabras hicieron de nuevo aBarley desagradablemente consciente dela presencia de Clive, y torció el gesto

en una mueca de disgusto.—Era el lector, hombre —dijo—. El

tipo que leía la poesía de Pasternakjunto a la tumba. Preguntó si éramosamericanos. Gracias a Dios, no, le dijeyo. Británicos.

Y yo observé, como supongo queobservamos todos, que era el propioBarley, no Oliphant, ni Emery ni Magda,quien se había convertido en portavozde su grupo.

Barley había pasado al diálogodirecto. Tenía un oído tan bueno como elde un ave. Ponía acento ruso para el tipobajito y una voz bronca para Oliphant.La imitación le salía como algo natural,

sin darse cuenta.—¿Son ustedes escritores? —

preguntó el tipo bajito, en la voz que leadjudicaba Barley.

—No, por desgracia. Sólo editores—dijo Barley, con su propia voz.

—¿Editores ingleses?—Hemos venido para la feria del

libro de Moscú. Yo dirijo unestablecimiento llamado «AbercrombieBlair», y éste es el propio presidente de«Lupus Books». Un fulano muy rico.Algún día le nombrarán caballero.Tarjeta de oro y bar. ¿Verdad, Jumbo?

Oliphant protestó que Barley estabadiciendo demasiado. Pero el tipo bajito

quería más.—¿Puedo preguntarles entonces qué

estaban haciendo junto a la tumba dePasternak? —preguntó.

—Una visita casual —dijo Oliphant,interviniendo de nuevo—. Puracasualidad. Vimos una aglomeración degente y nos acercamos a ver qué pasaba.Mera casualidad. Vámonos.

Pero Barley no tenía ningunaintención de irse. Estaba irritado por losmodales de Oliphant, dijo, y no iba aquedarse impasible mientras un gordomillonario escocés desairaba a unsubalimentado desconocido ruso.

—Estamos haciendo lo mismo que

todos los demás —respondió Barley—.Estamos rindiendo nuestro homenaje derespeto y admiración a un gran escritor.Y también nos ha gustado la lectura queha hecho usted. Muy conmovedora. Cosade calidad. Soberbia.

—¿Respetan ustedes a BorisPasternak? —preguntó el tipo bajito.

De nuevo Oliphant, el gran activistade los derechos civiles, representadopor una voz áspera y una mandíbulatorcida.

—No tenemos ninguna postura conrespecto a Boris Pasternak o cualquierotro escritor soviético —dijo—.Estamos aquí como huéspedes.

Exclusivamente como huéspedes. Notenemos opinión acerca de asuntosinternos soviéticos.

—Creemos que es maravilloso —dijo Barley—. Una auténtica figuramundial.

—¿Pero por qué? —preguntó el tipobajito, provocando el conflicto.

Barley no necesitaba que leapremiasen. No importaba que noestuviese totalmente convencido de quePasternak fuese el genio que seaseguraba, dijo. No importaba que, enrealidad, considerase que Pasternakhabía sido alabado en exceso. Eso eraopinión de editor, mientras que esto era

la guerra.—Respetamos su talento y su arte —

respondió Barley—. Respetamos suhumanidad. Respetamos su familia y sucultura. Y, décimo o el número que sea,respetamos su capacidad de llegar alcorazón del pueblo ruso, pese a quehayan intentado silenciarle una pandillade ratas de oficina que sonprobablemente los mismos que nosenviaron esa avioneta.

—¿Puede usted recitar algo de él?—preguntó el tipo bajito.

Barley tenía esa clase de memoria,nos explicó con cierto azoramiento.

—Le recité la primera estrofa de

«Premio Nobel». Me pareció queresultaba adecuada después de aquelmaldito avión.

—¿Quiere recitárnosla también anosotros? —dijo Clive, como si fuesenecesario comprobarlo todo.

Barley farfulló por lo bajo, y cruzópor mi mente la idea de que quizá fuerarealmente un hombre muy tímido.

—Como una bestia acorralada,estoy separado

»de mis amigos, de la libertad, delsol.

»Pero los cazadores van ganandoterreno,

»y ya no tengo a dónde huir.

El tipo bajito miraba con el ceñofruncido el encendido extremo de sucigarrillo mientras escuchaba esto, dijoBarley, y, por un momento, llegó apreguntarse si habría sido víctima deuna provocación, como temía Oliphant.

—Si respetan tanto a Pasternak, ¿porqué no vienen a conocer a unos amigosmíos? —sugirió el hombrecillo—.Somos escritores aquí. Tenemos unadacha. Sería un honor para nosotroshablar con unos distinguidos editoresbritánicos.

Antes de que el hombre hubieraterminado de hablar, Oliphant fue presade un violento ataque de nerviosismo,

dijo Barley. Jumbo sabía lo que pasabasi se aceptaban invitaciones de rusosdesconocidos. Era un experto en elasunto. Sabía cómo te enredaban, tedrogaban, te comprometían confotografías vergonzosas y te obligaban adimitir de tus cargos y a renunciar a tusposibilidades de obtener un títulomobiliario. Estaba además en vías deconcluir un ambicioso acuerdo editorialconjunto a través de la VAAP, Y loúltimo que necesitaba era ser encontradoen compañía de indeseables. Oliphantlanzó todo esto a Barley en un teatralsusurro que daba por supuesto que elpequeño desconocido era sordo.

—Y de todos modos —terminó conaire triunfante Oliphant—, estálloviendo. ¿Qué vamos a hacer conrespecto al coche?

Oliphant miró su reloj. Magda miróal suelo. Emery miró a Magda y pensóque podía haber cosas peores que haceren una tarde de domingo en Moscú. PeroBarley, según dijo, miró de nuevo aldesconocido y decidió que le gustaba loque veía. No tenía ningún plan conrespecto a la muchacha ni con respecto aposibles títulos nobiliarios. Ya habíadecidido que prefería ser fotografiadoen cueros con un montón de fulanasrusas antes que completamente vestido y

del brazo de Jumbo Oliphant. Así pues,hizo montar a todos en el coche deJumbo y resolvió quedarse con eldesconocido.

—Nezhdanov —declaró de prontoBarley a la silenciosa habitación,interrumpiendo el flujo de sus palabras—. Acabo de acordarme del nombre delfulano. Nezhdanov. Autor teatral.Dirigía uno de esos estudios teatrales,no podía estrenar sus propias obras.

Habló Walter, y su potente vozquebró el momentáneo silencio.

—Mi querido amigo, VitalyNezhdanov es un héroe de nuestros días.Dentro de cinco semanas se estrenan en

Moscú tres obras cortas suyas, y todo elmundo abriga las más peregrinasesperanzas sobre ellas. No es que tengani la más mínima calidad, pero nopodemos decirlo porque es un disidente.O lo era.

Por primera vez desde que le habíapuesto los ojos encima, el rostro deBarley adquirió un aspecto de sublimefelicidad, y tuve al instante la impresiónde que aquél era el hombre auténtico,que hasta entonces había permanecidooculto por las nubes.

—¡Oh!, eso es estupendo —dijo, conla sencilla satisfacción de quien escapaz de gozar con el éxito ajeno—.

Fantástico. Eso es lo que Vitalynecesitaba. Gracias por decírmelo —terminó, con aire rejuvenecido.

Luego, su rostro se oscureció denuevo, y empezó a beber su whisky asorbitos.

—Bueno, ya hemos llegado —murmuró vagamente—. Cuantos másseamos, mayor será la diversión. Lepresento a mi primo. Tómese unbocadillo de salchicha.

Pero advertí que sus ojos, como suspalabras, habían adquirido una calidadremota, como si estuviera previendo yauna dura prueba.

Tendí la vista a lo largo de la mesa.

Bob sonriente. Bob sonreiría en su lechode muerte, pero con una sinceridad devie jo scout. Clive de perfil, con elrostro tan profundo y tan afilado comoun hacha. Walter nunca en reposo.Walter con su inteligente cabeza echadahacia atrás, retorciendo un mechón depelo en torno a su esponjoso dedo índicemientras sonreía en dirección alornamentado techo, se contorsionaba ysudaba. Y Ned, el dirigente —competente e ingenioso Ned—, Ned ellingüista y el guerrero, el ejecutor y elplanificador, sentado como había estadodesde el principio, erguido, esperandola orden de avanzar. Algunas personas,

reflexioné mirándole, han recibido lamaldición de una cantidad excesiva delealtad, pues podría llegar un día en queno les quedara nada a lo que servir.

Casona destartalada, estabarecitando Barley en el telegráfico estiloa que había recurrido. Tablassuperpuestas a la manera eduardiana,desgastadas galerías, jardín exuberante,bosque de abedules. Bancos podridos,hoguera de carbón vegetal, olor a campode criquet en día de lluvia, hiedra. Unastreinta personas, la mayoría hombres,sentadas o paseando por el jardín,guisando, bebiendo, ignorando el maltiempo, igual que los ingleses. Coches

viejos y desvencijados aparcados a lolargo del camino, como solían ser loscoches ingleses antes de que losopulentos cerdos de Thatcher se hicierancargo de la nave. Buenos rostros, voceselocuentes, numerosos artistas. EntraNezhdanov acompañando a Barley. Nose vuelve ninguna cabeza.

—La anfitriona era una poetisa —dijo Barley—. Tamara no sé cuántos.Una dama de aire hombruno, peloblanco, jovial. Marido director de unade las revistas científicas. Nezhdanovera su cuñado. Todo el mundo eracuñado de alguien. La escena literariatiene mucho peso allá. Si tienes una voz

y te dejan usarla, tienes un público.En su arbitraria memoria, Barley

dividió ahora la ocasión en tres partes.Almuerzo, que empezó hacia las dos ymedia, cuando cesó la lluvia. Cena, quesiguió inmediatamente al almuerzo. Y loque él llamaba «el último bocado», quefue cuando sucedió lo que habíasucedido y que, por lo que pudimosllegar a entender, ocurrió en lasborrosas horas transcurridas entre esode las dos y las cuatro, cuando Barley,por utilizar sus propias palabras,oscilaba indoloramente entre el nirvanay una resaca casi terminal.

Hasta que llegó el almuerzo, Barley

había vagado de grupo en grupo, dijo,primero con Nezhdanov y luego solo,entregándose a una charlicopa concualquiera que se acercase a hablar conél.

—¿Charlicopa? —repitiósuspicazmente Clive, como si estuvieraoyendo hablar de un nuevo vicio.

Bob se apresuró a interpretar.—Una charla, Clive —explicó, con

su aire amistoso—. Una charla y unacopa. Nada siniestro.

Pero cuando fue servido elalmuerzo, dijo Barley, se sentaron a unamesa de tijera, con Barley en un extremoy Nezhdanov en el otro y botellas de

vino blanco georgiano entre ellos, y todoel mundo hablando en su mejor ingléssobre si la verdad era verdad cuando noera conveniente para la llamada granrevolución proletaria, y si debíamosvolver a los valores espirituales denuestros antepasados y si la perestroikaestaba ejerciendo algún efecto positivoen las vidas de las personas corrientes,y cómo, si realmente quería uno saberqué era lo que marchaba mal en la UniónSoviética, la mejor forma de averiguarloera tratar de enviar un frigorífico desdeNovosibirsk hasta Leningrado.

Para secreta irritación mía, Clivevolvió a intervenir. Como hombre a

quien aburrían las irrelevancias, queríanombres. Barley se dio una palmada enla frente, olvidada su hostilidad haciaClive. Nombres, Clive, Dios. Un tipoera profesor en la Universidad deMoscú, pero no conseguí entender sunombre. Otro tipo del departamentoquímico, ése era hermanastro deNezhdanov, le llamaban el Boticario.Alguien de la Academia de CienciasSoviética, Gregor, pero no tuve ocasiónde averiguar cuál era su apellido, ymucho menos su especialidad.

—¿Alguna mujer en la mesa? —preguntó Ned.

—Dos, pero ninguna Katya —

respondió Barley, y Ned, igual que yo,quedó visiblemente impresionado por larapidez de su percepción.

—Pero había alguien más, ¿verdad?—sugirió Ned.

Barley se echó lentamente haciaatrás para beber. Luego de nuevo haciadelante mientras colocaba el vaso entresus rodillas y se encorvaba sobre él,inhalando su sabiduría.

—Claro, claro. Claro que habíaalguien más —admitió—. Siempre lohay, ¿no? —añadió enigmáticamente—.Pero no Katya. Otros.

Su voz había cambiado. No sabríaprecisar en qué exactamente. Un timbre

más breve. Un asomo de pesar oremordimiento. Esperé, al igual quetodos los demás. Creo que todospercibíamos ya entonces que algoextraordinario estaba comenzando aaparecer por el horizonte.

—El tipo de la barbita —continuóBarley, mirando a la oscuridad como sial fin lo estuviera distinguiendo—. Alto.Traje oscuro, corbata negra. Carademacrada. Debía de ser por eso por loque se dejaba barba. Mangas demasiadocortas. Pelo negro. Borracho.

—¿Tenía un nombre? —preguntóNed.

Barley estaba todavía mirando a la

semioscuridad, describiendo lo queninguno de nosotros podía ver.

—Goethe —dijo al fin—. Como elpoeta. Le llamaban Goethe. Le presentoa nuestro eminente escritor, Goethe.Podría tener cincuenta años, podríatener dieciocho. Delgado como unchiquillo. Esos toques de color en lospómulos. Barba.

Y éste, como más tarde hizo notarNed, cuando estaba reproduciendo anteel equipo el contenido de la cinta, fue,operativamente hablando, el momento enel que el «Pájaro Azul» desplegó susalas. No está señalado por ningúnimpresionante silencio ni por un aliento

contenido en torno a la mesa. Por elcontrario, Barley eligió este momentopara ser presa de un acceso deestornudas, el primero de muchos otrosen nuestra experiencia con él. Comenzócon una serie de descargas aisladas y,luego, aceleró en una gran andanada.Después, fue menguando lentamente denuevo, mientras se golpeaba la cara conel pañuelo y maldecía entreconvulsiones.

—Maldita tos de perro —explicó enson de excusa.

—Me mostré brillante —continuóBarley—. No podía meter la pata.

Había vuelto a llenar su vaso, esta

vez de agua. Estaba bebiéndola asorbitos, con movimientos lentos yrítmicos, como uno de aquellos pájarosbebedores que solían balancearse entrelas miniaturas de todos los baresingleses antes de que fueran sustituidospor los aparatos de televisión.

—Míster Maravilloso, ése era yo.La estrella de la escena y de la pantalla.Occidental, cortés y apuesto. Por esovoy allá, ¿no? Los soviéticos son losúnicos tipos lo bastante chalados comopara escuchar las chorradas —sumechón de pelo volvió a caer hacia elvaso—. Eso es lo que pasa allí. Saleuno a dar una vuelta por el campo y

acaba discutiendo con una pandilla depoetas borrachos acerca de la libertadfrente a la responsabilidad. Vas a echaruna meada en algún mugriento retretepúblico, y alguien se asoma desde elcubículo contiguo y te pregunta si hayvida después de la muerte. Porque unoes occidental. Y por eso sabe. Así queuno se lo dice. Y ellos recuerdan. Nadase esfuma.

Parecía hallarse en peligro de dejarde hablar por completo.

—¿Por qué no se limita a decirnoslo que ocurrió y nos deja los reproches anosotros? —sugirió Clive, dando aentender que los reproches estaban por

encima de las posibilidades de Barley.—Resplandecí. Eso es lo que

ocurrió. Una mente brillante tuvo un díatriunfal. Olvídenlo.

Pero olvidarlo era lo último quenadie pretendía hacer, como puso demanifiesto la alegre sonrisa de Bob.

—Barley, creo que está usted siendodemasiado duro consigo mismo. Nadiedebe censurarse por ser divertido, poramor de Dios. Todo lo que usted hizo, alo que parece, fue cantar durante la cena.

—¿De qué habló? —preguntó Clive,sin dejarse desviar por la campechaníade Bob.

Barley se encogió de hombros.

—De cómo reconstruir el Imperioruso entre el almuerzo y la hora del té.Paz, progreso y glasnost por botellas.Desarme instantáneo sin opción.

—¿Son temas de los que habla ustedcon frecuencia?

—Cuando estoy en Rusia, sí —replicó Barley, irritado de nuevo por eltono de Clive, aunque no por muchotiempo.

—¿Podemos saber qué dijo?Pero Barley no le estaba contando su

historia a Clive. Se la estaba contando así mismo y a la habitación y aquienquiera que estuviese en ella, a suscompañeros de viaje, punto por punto,

un completo inventario de su locura.—El desarme no era una cuestión

militar ni tampoco una cuestión política,dije. Era una cuestión de voluntadhumana. Teníamos que decidir siqueríamos la paz o la guerra ypreparamos para ello. Porque aquellopara lo que nos preparemos será lo quetendremos. —Se interrumpió—. Todoeran cosas improvisadas —explicó,eligiendo de nuevo a Ned—.Argumentos apasionados que habíaleído por allá.

Como si percibiera que eranecesaria una mayor explicación,empezó de nuevo.

—Ocurría que esa semana yo era unexperto. Había pensado que la firmapodría encargar un libro rápido. Unagente literario que trabajaba en la feriaquería que yo adquiriese los derechospara el Reino Unido de un libro sobre laglasnost y la crisis de la paz. Ensayosescritos por halcones pasados ypresentes, revisiones de estrategias.¿Podía, después de todo, estallar unaauténtica paz? Habían alistado a algunosde los viejos veteranos americanos delos años 60 y mostrado cómo muchos deellos habían descrito un círculocompleto desde que abandonaron supuesto.

Se estaba excusando, y me preguntépor qué. ¿Para qué nos estabapreparando? ¿Por qué consideraba quedebía amortiguar previamente elchoque? Bob, que no era ningún tontopese a todo su candor, debía de haberestado haciéndose la misma pregunta.

—A mí me parece una idea bastantebuena, Barley. Opino que hay dinero eneso. Incluso podría corresponderme unaparte —añadió, con una risita picaresca.

—Así que tuvo usted su charla —dijo Clive, con su voz baja y cortante—.Y luego la regurgitó. ¿Es eso lo que nosestá diciendo? Estoy seguro de que no esfácil reconstruir los vuelos alcohólicos

de la propia fantasía, pero leagradeceríamos que lo intentase.

¿Qué habría estudiado Clive, mepregunté, si es que había estudiadoalguna vez? ¿Dónde? ¿Quién leengendró? ¿Dónde encontraba elServicio estas muertas almas suburbanascon todos sus valores, o la falta de ellos,perfectamente instalados?

Pero Barley conservó su docilidadante este renovado ataque.

—Dije que creía en Gorbachov —respondió plácidamente, al tiempo quetomaba un sorbo de agua—. Tal vezellos no, pero yo sí. Dije que la tareadel Occidente era encontrar su otra

mitad, y la del Este era reconocer laimportancia de la mitad que tenían. Dijeque si los americanos se hubieranpreocupado por el desarme tanto comose habían preocupado por poner un tipoen la Luna o franjas rosadas en la pastade dientes, habríamos tenido desarmehacía tiempo. Dije que el gran pecadode Occidente era creer que podíamoshundir en la bancarrota el sistemasoviético aumentando la apuesta en lacarrera de armamentos, porque de esamanera estábamos jugando con eldestino de la Humanidad. Dije que, conel agitar de nuestros sables, Occidentehabía dado a los dirigentes soviéticos la

excusa para mantener sus puertascerradas y regir un Estado carcelario.

Walter soltó una risa que sonó comoun relincha y se tapó la boca, deirregulares dientes, con su lampiñamano.

—¡Oh, Dios mío! O sea quenosotros tenemos la culpa de los malesde Rusia. ¡Es formidable! ¿No le pareceque se lo hicieron ellos mismos?¿Encerrarse ellos mismos dentro de supropia paranoia? No, ya veo que no.

Impertérrito, Barley reanudó suconfesión.

—Alguien me preguntó si no creíayo que las armas nucleares habían

conservado la paz durante cuarentaaños. Yo dije que eso era una chorradajesuítica. Lo mismo podría decirse quela pólvora había conservado la paz entreWaterloo y Sarajevo. Además, dije,¿qué es la paz? La bomba atómica noimpidió Carea y no impidió Vietnam. Noimpidió a nadie oprimir aChecoslovaquia, o bloquear Berlín, oconstruir el Muro de Berlín, o entrar enAfganistán. Si eso es paz, intentémoslasin la bomba. Dije que lo que senecesitaba no eran experimentos en elespacio, sino experimentos en lanaturaleza humana. Las superpotenciasdeberían custodiar juntas el mundo. Yo

estaba volando.—¿Y creía usted esas tonterías? —

preguntó Clive.Barley no parecía saberlo. Semejó

de pronto considerarse listo pordefinición y se tornó vergonzoso.

—Luego hablamos de jazz —dijo—.Bix Beiderbecke, Louis Armstrong,Lester Young. Yo toqué un poco.

—¿Quiere decir que alguien tenía unsaxofón? —exclamó Bob conespontáneo regocijo—. ¿Qué mástenían? ¿Bombos? ¡Barley, no me locreo!

Creí al principio que Barley semarchaba. Se enderezó lentamente y se

puso en pie. Miró a su alrededor enbusca de la puerta y, luego, echó a andarcon pasos vacilantes en dirección a ella,por lo que Ned se levantó alarmado,temeroso de que Brock llegara anteshasta él. Pero Barley se había detenido amitad de camino, hacia el centro de lahabitación, donde había una mesita demadera tallada. Inclinándose sobre ella,empezó a tabalear con los dedos en elborde, mientras cantaba nasalmente «pa-pa-paa, pa-pa-pa-pa», con el simuladoacompañamiento de címbalos ytambores.

Bob estaba ya aplaudiendo. Waltertambién. Y también yo, y Ned se estaba

riendo. Sólo Clive no encontraba nadagracioso en aquello. Barley bebió untrago de su vaso y volvió a sentarse.

—Luego me preguntaron qué sepodía hacer —dijo, como si no sehubiera levantado de la silla.

—¿Quién lo preguntó? —intervinoClive, con ese irritante tono suyo deincredulidad.

—Uno de los que estaban sentados ala mesa. ¿Qué importa?

—Supongamos que todo importa —respondió Clive, Barley estaba haciendode nuevo su voz rusa, ronca yapremiante.

—«Muy bien, Barley. Aceptemos

que es como usted dice. ¿Quién realizaráesos experimentos con la naturalezahumana?». Ustedes, respondí. Sequedaron muy sorprendidos. ¿Por quénosotros? Dije que porque, cuando setrataba de cambios radicales, lossoviéticos lo tenían más fácil queOccidente. Ellos tenían una clasepolítica reducida y una élite intelectualque siempre había ejercido una graninfluencia. En una democraciaoccidental era mucho más difícil hacerseoír sobre la multitud. Les gustó laparadoja. Y a mí también.

Ni siquiera este ataque frontal a losgrandes valores democráticos pudo

alterar la alegre suavidad de Bob.—Bueno, Barley, ése es un juicio

muy genérico, pero supongo que hayalgo de verdad en él.

—¿Pero sugirió usted lo que sedebía hacer? —insistió Clive.

—Dije que sólo quedaba la utopía.Dije que lo que hace veinte años parecíauna fantasía disparatada era hoy nuestraúnica esperanza, ya estuviéramoshablando de desarme, de ecología o desimple supervivencia humana.Gorbachov lo comprendía así, yOccidente se resistía a ello. Dije que losintelectuales occidentales debíanencontrar su voz. Dije que Occidente

debía dar ejemplo, no seguirlo. Eradeber de todos poner en movimiento elalud.

—O sea que desarme unilateral —dijo Clive, entrelazando las manos—.Llegamos así a Aldermaston. Bien, bien.Sí. —Pero pronunció este «sí»alargando la vocal, que era su forma dedecir sí cuando quería decir no.

Pero Bob estaba impresionado.—¿Y toda esa elocuencia sólo con

haber leído unas cuantas cosillas acercadel tema? —dijo—. Yo creo que esextraordinario, Barley. Bueno, si yopudiese asimilar así las cosas mesentiría orgulloso.

Q u i z á demasiado extraordinario,estaba sugiriendo también, peroevidentemente, las implicaciones lepasaron inadvertidas a Barley.

—Y, mientras usted nos salvaba denuestros peores instintos, ¿qué hacía elhombre llamado Goethe? —preguntóClive.

—Nada. Los otros participaban.Goethe, no.

—¿Pero escuchaba? Con los ojosbien abiertos, imagino.

—Para entonces estábamos trazandode nuevo el mapa del mundo. Yaltaentera otra vez. Todo el mundo hablabaal mismo tiempo, excepto Goethe, él no

comía, no hablaba. Yo seguíaarrojándole ideas, simplemente porqueno estaba participando. Lo único quehacía era palidecer y beber más. Desistí.

Y Goethe seguía sin hablar, continuóBarley, con el mismo tono dedesconcertada autorrecriminación. Nipío en toda la tarde, dijo Barley. Goetheescuchaba y miraba fijamente algunainvisible bola de cristal. Reía, aunqueen manera alguna cuando había algo deque reírse. O se levantaba y se ibaderechito a la mesa de las bebidas parabuscarse otro vodka, cuando todos losdemás estaban bebiendo vino, y volvíacon un vaso lleno, que apuraba en un par

de tragos siempre que alguien proponíaun brindis adecuado. Pero Goethe noproponía ningún brindis, dijo Barley.Era una de esas personas que ejercenuna influencia moral, con su silenciodijo, de tal modo que acababa unopreguntándose si se están muriendo deuna enfermedad secreta o cabalgando alomos de algún éxito extraordinario.

Cuando Nezhdanov condujo al grupoal interior para escuchar a Count Basieen el tocadiscos estereofónico, Goethele siguió obedientemente Hasta bienavanzada la noche, cuando ya Barleyhabía dejado de pensar por completo enél, no le oyó hablar por fin.

Una vez más, Ned se permitió unapregunta extraña.

—¿Cómo se comportaban los otroshacia él?

—Le respetaban, era su mascota.«Veamos qué opina Goethe». Levantabasu vaso y bebía por ellos, y todosreíamos, excepto él.

—¿Las mujeres también?—Todo el mundo. Se mostraban

deferentes con él. Le abrían paso,prácticamente. Aquí viene el granGoethe.

—¿Y nadie le dijo a usted dóndevivía o trabajaba?

—Dijeron que estaba de vacaciones

de alguna parte en que no estaba bienvisto el beber. Así que eran unasvacaciones para beber. Y todosprocuraban que no le faltase materia.Era hermano de alguien, de Tamara, nosé. Quizá primo. No me aclaré bien.

—¿Cree que le estaban protegiendo?—dijo Clive.

Las pausas de Barley no se parecena las de nadie, pensé. Él ejerce supropia y tenue presa sobre las cosaspresentes. Su mente abandona laestancia, y se queda uno con el alma envilo esperando a ver si regresa.

—Sí —dijo de pronto Barley, conaire de sentirse sorprendido de su

propia respuesta—. Sí, sí, estabanprotegiéndole. Es cierto. Eran su club deadmiradores, vaya si lo eran.

—Protegiendo, ¿de qué?Otra pausa.—Quizá de tener que explicarse. No

lo pensé entonces, pero lo pienso ahora.Sí, eso pienso.

—¿Y por qué no había deexplicarse? ¿Puede sugerir una razón sininventarla? —preguntó Clive,aparentemente decidido a irritar aBarley.

Pero Barley no se alteró.—Yo no invento —dijo, y creo que

todos sabíamos que era verdad. Pareció

ausentarse de nuevo—. Era persona dealta energía. Se le notaba —dijoregresando.

—¿Qué significa eso?—El elocuente silencio. Todo lo que

se oye a cien millas por hora es el latirdel cerebro.

—¿Pero nadie le dijo «es un genio»o algo así?

—Nadie me lo dijo. Nadienecesitaba hacerlo.

Barley miró a Ned y le encontrómoviendo afirmativamente la cabeza enun gesto de comprensión. Agenteoperativo hasta los tuétanos, Ned eraespecialista en adelantársele a uno

cuando uno creía que aún estabatratando de alcanzarle.

Bob tenía otra pregunta.—¿Nadie le cogió del brazo, Barley,

y le explicó por qué tenía Goethe unproblema de bebida?

Barley soltó una franca carcajada.Sus momentáneas libertades resultabanun poco temibles.

—¡En Rusia no hay que tenerninguna razón para beber, por amor deDios! ¡Cíteme un solo ruso que valga lapena que pueda enfrentarse sobrio a losproblemas de su país!

Volvió a quedar en silencio,haciendo muecas a las sombras. Entornó

los ojos y masculló alguna especie deimprecación, supuse que contra símismo. Después se sacudió susensoñaciones.

—Desperté con un sobresalto haciaeso de la medianoche —rió—. «Cristo,¿dónde estoy?». Echado en una tumbona,en una terraza cubierta y tapado con unamaldita manta. Al principio pensé queestaba en los Estados Unidos. Uno deesos porches cerrados de NuevaInglaterra, con paneles de rejilla y eljardín al otro lado. No me entraba en lacabeza cómo había llegado tanrápidamente a América después de unagradable almuerzo en Peredelkino.

Luego recordé que habían dejado dehablar conmigo y que me había aburrido.Nada personal. Estaban borrachos y sehabían cansado de estar borrachos en unidioma extranjero. Así que me instalé enla terraza con una botella de whisky.Alguien me había echado una mantaencima para protegerme del relente.Debía de haberme despertado la luna,pensé. Una enorme luna llena, inyectadaen sangre. Luego oí a aquel tipohablándome. Muy severo. Inglésimpecable. Cristo, pensé, nuevosinvitados a estas horas. «Algunas cosasson necesariamente malas, señor Barley.Algunas cosas son más malas de lo

necesario», dice. Está repitiendo cosasque yo he dicho en el almuerzo. Parte demi trascendental conferencia sobre lapaz. No sé a quién había citado yo.Luego, miro más detenidamente a mialrededor y distingo a ese barbudobuitre de dos metros y medio de altosuspendido sobre mí, agarrando unabotella de vodka y con los cabellossacudidos por la brisa en torno a surostro. Lo siguiente que percibo está encuclillas junto a mí, con las rodillasjunto a las orejas, llenando el vaso.«Hola, Goethe —digo—. ¿Por qué no seha muerto aún? Encantado de verle».

Fuera lo que fuese lo que había

liberado a Barley, había vuelto aencarcelarle de nuevo, pues su rostroestaba nublado otra vez.

—Y luego me da otra de mis perlasde cuando el almuerzo. «Todas lasvíctimas son iguales. No hay unas másiguales que otras». Me echo a reír. Perono demasiado. Estoy azorado, supongo.Violento. Siento que he sido espiado. Eltipo permanece allí sentado todo eltiempo durante el almuerzo, borracho,sin comer, sin decir ni palabra. Y depronto, diez horas después, estárepitiendo mis palabras como una cintamagnetofónica. Resulta incómodo.«¿Quién es usted, Goethe? —digo—.

¿Qué hace para ganarse la vida cuandono está bebiendo y escuchando?». «Soyun proscrito moral —responde—.Trafico en teorías corrompidas».«Siempre es agradable conocer a unescritor —digo—. ¿Qué clase de cosaestá preparando últimamente?». «Todo—dice—. Historia, comedia, fábulas,romances». Y se pone a hablar de unamemez que escribió sobre un trozo demantequilla derritiéndose al sol porquecarecía de un punto de vista consistente.Sólo que no hablaba como un escritor.Demasiado modesto. Se estaba riendode sí mismo, y, por lo que yo me dabacuenta, se estaba riendo de mí también.

No es que no tuviera todo el derecho ahacerlo, pero eso no lo volvía másdivertido.

Aguardamos, una vez más,observando la silueta de Barley. ¿Estabala tensión en nosotros o en él? Tomó unsorbo de su vaso. Volvió la cabeza a sualrededor y murmuró algo ininteligibleque tampoco los micrófonos llegaron acaptar completamente. Oímos crujir susilla como el crepitar de leña húmeda.En la cinta suena como un ataquearmado.

—Y luego va y me dice: «Vamos,señor Barley, usted es editor. ¿No va apreguntarme de dónde saco mis ideas?».

Y yo pensé: No es eso realmente lo quepreguntan los editores, amigo mío, peroqué diablos. «Muy bien, Goethe —digo—. ¿De dónde saca sus ideas?». «SeñorBarley. Mis ideas proceden de… uno»,empieza a contar.

Barley había extendido también suslargos dedos y estaba contando conellos, utilizando sólo las más levesentonaciones rusas. Y una vez más mellamó la atención la exquisitez de sumemoria musical, que parecía lograrmenos repitiendo palabras querecuperándolas de alguna abominablecámara de resonancia en la que nadaescapaba nunca a su oído.

«Mis ideas proceden de, uno, losmanteles de papel de los cafés de Berlínde los años 30». Luego se atiza unlingotazo de vodka y al mismo tiempoaspira ruidosamente el aire nocturno.Cruje. ¿Saben lo que quiero decir?¿Esos tipos de pecho burbujeante? «Dos—dice—, de las publicaciones de miscompetidores mejor dotados. Tres, delas fantasías obscenas de generales ypolíticos de todas las naciones. Cuatro,de los intelectos liberados de científicosnazis reclutados a la fuerza. Cinco, delgran pueblo soviético, todos cuyosdeseos democráticos son filtrados endirección ascendente por medio de

consultas a todos los niveles y arrojadosluego al Neva. Y, seis, muyocasionalmente, de la mente de undistinguido intelectual occidental queacierta a cruzarse de modo casual en mivida». Parece ser que ése soy yo, porqueclava sus ojos en mí para ver cómo melo tomo. Mirando y mirando como unniño precoz, transmitiendo esas señalesvitalmente importantes. Luego, depronto, cambia y se torna suspicaz. Alos rusos les suele pasar. «Su actuacióndurante el almuerzo fue formidable —dice—. ¿Cómo persuadió a Nezhdanovpara que le invitara?». Es una burla.Diciendo que no me cree. «Yo no le

persuadí —respondo—. Fue idea suya.¿Qué está tratando de atribuirme?». «Nohay propiedad de las ideas —dice—.Usted se lo puso en la cabeza. Es usteduna persona inteligente. Un trabajo muyastuto, diría yo. Le felicito».

—Luego, en vez de burlarse de mí,se me agarra a los hombros como si seestuviera ahogando. Y o no sé si estáenfermo o si ha perdido el equilibrio.Siento la desagradable impresión de quequizá quiera estar enfermo. Trato deayudarle, pero no sé cómo. Su cuerpoabrasa, y está sudando. Su sudor goteasobre mí. Tiene el pelo empapado. Esosojos febriles y aniñados. Le aflojaré el

cuello, pienso. Luego su voz suena justoal lado de mi oído, y allí están suslabios y su ardiente respiración. Alprincipio, no puedo oírle, pues estádemasiado cerca. Me aparto, pero élviene conmigo. «Creo hasta la últimapalabra que usted ha dicho —susurra—.Me ha hablado usted al corazón.Prométame que no es un espía británico,y yo le haré una promesa a cambio».

—Sus palabras exactas —dijoBarley, como si se avergonzara de ellas—. Él recordaba todas las palabras queyo había dicho. Y yo recuerdo todas suspalabras.

No era la primera vez que Barley

hablaba de la memoria como si fueseuna calamidad, y quizás es por eso porlo que yo me encontré, como tantasveces, pensando en Hannah.

«Pobre Palfrey —me había dicho enuno de sus accesos de crueldad,contemplando en el espejo su desnudocuerpo mientras tomaba a sorbos suvodka con tónica y se disponía a volverjunto a su marido—. Con una memoriacomo la tuya, ¿cómo olvidarás jamás auna mujer como yo?».

¿Producía Barley ese efecto en todoel mundo?, me pregunté. ¿Pulsabainconscientemente el nervio central delos demás y los precipitaba a sus más

íntimos pensamientos? Quizás era eso loque le había hecho también a Goethe.

El pasaje que siguió nunca fueparafraseado, condensado ni«reconstruido». Para los iniciados, o sereproducía la cinta, o se ofrecía sutranscripción íntegra. Para los noiniciados, nunca existió. Constituía elquid de todo lo que siguió y fue llamadocon deliberada ofuscación «laaproximación de Lisboa». Cuando losalquimistas y teólogos y usuarios finalesde ambos lados del Atlántico tenían suocasión era éste el pasaje que elegían ypasaban por sus cajas mágicas parajustificar los preseleccionados

argumentos que caracterizaban sushabilidosas especialidades.

—«Espía, no realmente, Goethe. Nilo soy, ni lo he sido, ni lo seré. Puedeque sea el estilo de su país, pero no delmío. ¿Qué tal el ajedrez? ¿Le gusta elajedrez? Hablemos de ajedrez». Noparece oír. «¿Y no es usted americano?¿No es espía de nadie, ni siquieranuestro?».

»«Escuche, Goethe —digo—. Laverdad es que me estoy poniendo unpoco nervioso. Yo no soy espía denadie. Yo soy yo. O hablamos deajedrez, o prueba usted una direccióndiferente, ¿de acuerdo?». Yo creía que

eso le haría callar, pero no fue así. Losabía todo acerca del ajedrez, dijo. Enel ajedrez, uno tiene una estrategia, y siel otro no la descubre o relaja suguardia, tú ganas. En el ajedrez, la teoríaes la realidad. Pero en la vida, enciertos tipos de vida, puede darse unasituación en la que un jugador tenga tangrotescas fantasías sobre otro que acabainventándose el enemigo que necesita.¿Estoy de acuerdo? Estoycompletamente de acuerdo, Goethe. Yde pronto, ya no se trata del ajedrez y élestá explicándose como suelen hacerlolos rusos cuando están borrachos. Diceque nació con dos almas, como Fausto, y

por eso es por lo que le llaman Goethe.Dice que su madre era pintora, peropintaba lo que veía, de forma tan naturalque no se le permitía exponer nicomprar materiales. Porque todo lo quevemos es secreto de Estado. Si es unailusión, también es secreto de Estado.Aunque no funcione ni vaya a funcionarnunca, es secreto de Estado. Y si es unaficción completa de arriba abajo,entonces es el secreto de Estado másimportante de todos. Dice que su padreestuvo doce años en los campos deconcentración y murió de un exceso decapacidad intelectual. Dice que elproblema de su padre consistía en que

era un mártir. Las víctimas son bastantemalas, los santos son peores, dice, perolos mártires son ya el colmo. ¿Estoy deacuerdo?

»Estoy de acuerdo. No sé por quéestoy de acuerdo, pero soy una personacortés y cuando un tipo que me estáagarrando la cabeza me dice que supadre cumplió doce años de condena yluego se murió, no vaya discutir con élni aunque esté un poco chispa.

»Le pregunto su verdadero nombre.Dice que no lo tiene, su padre se lollevó consigo. Dice que en cualquiersociedad decente fusilan a losignorantes, pero que en Rusia es al

revés, así que fusilaron a su padreporque, a diferencia de su madre, senegó a morirse de pena. Dice que quierehacerme esta promesa. Dice que él amaa los ingleses. Los ingleses son loslíderes morales de Europa, losafianzadores secretos, los unificadoresdel gran ideal europeo. Dice que losingleses comprenden la relación entrepalabras y acción, mientras que en Rusianadie cree ya en la acción, por lo quelas palabras se han convertido en unsustitutivo completo, un sustitutivo de laverdad que nadie quiere oír porque nopueden cambiarla o perderán susempleos si la cambian, o quizá,

simplemente, no saben cómo cambiarla.Dice que la desdicha de los rusos es queanhelan ser europeos, pero que sudestino es hacerse americanos, y que losamericanos han envenenado el mundocon lógica materialista. Si mi vecinotiene un coche, yo debo tener doscoches. Si mi vecino tiene un cañón, yodebo tener dos cañones. Si mi vecinotiene una bomba, yo debo tener unabomba más grande y en mayor número,sin que importe que no puedan llegarhasta sus objetivos. Así que lodo lo quetengo que hacer es imaginar el cañón demi vecino y duplicarlo y tengo lajustificación para cualquier cosa que

quiera fabricar. ¿Estoy de acuerdo?Fue un milagro que nadie

interrumpiera aquí, ni siquiera Walter.Pero no lo hizo, se mantuvo callado,como todos. No se oyó ni el crujido deuna silla antes de que Barley continuara.

—Así que estoy de acuerdo. Sí,Goethe, estoy completamente deacuerdo. Cualquier cosa es mejor que elque me pregunten si soy un espíabritánico. Y empieza a hablar del granpoeta y místico del siglo XIX, Piturin.

—Pecherin —dice una voz seca ycortante. Walter no ha podidocontenerse finalmente.

—Eso, Pecherin —asiente Barley—.

Vladimir Pecherin. Pecherin queríasacrificarse por la Humanidad, morir enla cruz con su madre a sus pies. ¿Heoído hablar de él? No. Pecherin fue aIrlanda, se hizo monje, dice. PeroGoethe no puede hacer lo mismo porqueno puede conseguir un visado y, además,no le gusta Dios. A Pecherin le gustabaDios y no le gustaba la ciencia a menosque tuviese en cuenta el alma humana.Le pregunto cuántos años tiene. Goethe,no Pecherin. Aparenta ya unos setenta,yendo para los cien. Dice que está máscerca de la muerte que de la vida. Diceque tiene cincuenta, pero que acaba denacer.

Walter interviene, pero con vozsuave, como quien habla en una iglesia,sin su habitual vozarrón.

—¿Por qué le preguntó su edad detodas las preguntas que podría haberlehecho? ¿Qué diablos importa en esemomento cuántos dientes tenga?

—Es desconcertante. Ni una arrugahasta que frunce el ceño.

—¿Y dijo ciencia? ¿No física,ciencia?

—Ciencia. Y luego se pone a recitara Pecherin. Traduciendo al mismotiempo. Primero en ruso, luego en inglés.Cuán dulce es odiar la propia tierranatal y esperar ávidamente su ruina…

y en su ruina columbrar la aurora delrenacimiento universal. Puede que nosea exactamente así, pero ésa es lasustancia. Pecherin comprendía que eraposible amar al propio país al mismotiempo que se odiaba su sistema, dice.Pecherin era un admirador de Inglaterra,igual que Goethe. Inglaterra es la patriade la justicia, la verdad y la libertad.Pecherin demostró que no había nadadesleal en la traición, siempre que unotraicionase lo que odiaba y luchase porlo que amaba. Supongamos que Pecherinhubiera poseído grandes secretos sobreel alma rusa. ¿Qué habría hecho?Evidente. Se los habría entregado a los

ingleses.»Estoy ya deseando que me suelte el

pelo. Empiezo a sentir pánico. Él vuelvea acercarse. Su rostro contra el mío,jadeando y rechinando como unamáquina de vapor. El corazónsaliéndosele del pecho. Esos ojososcuros y grandes como platos. «¿Quéha estado bebiendo? —pregunto—.¿Cortisona?».

»«¿Sabe qué otra cosa dijo en elalmuerzo?», pregunta.

»«Nada —respondo—. Yo no estabaallí. Eran otros dos tipos, y ellos mepegaron primero». Tampoco ahora meoye.

»Dijo: «Hoy en día debe uno pensarcomo un héroe para comportarse comoun ser humano simplemente decente».

»«Eso no es original —digo—.Nada de lo que dije lo es. Son cosasajenas, no mías. Ahora, olvide todo loque dije y vuélvase con los suyos». Noescucha, me agarra el brazo. Manoscomo las de una muchacha, pero queapresan como el hierro. «Prométame quesi alguna vez encuentra el valornecesario para pensar como un héroe secomportará como un ser humanosimplemente decente».

»«Escuche —le digo—, dejemosesto y vamos a comer algo. Tienen sopa

ahí dentro, puedo olerla. ¿Le gusta lasopa? ¿Sopa?». Que yo sepa, no estállorando, pero tiene la caracompletamente empapada. Como unsudor de muerte sobre toda esa pielblanca. Aferrado a mi muñeca como siyo fuese su sacerdote. «Prométamelo»,dice.

»Entonces es cuando me levanto.Suave y lentamente, para no alarmarle.Mientras, me sigue agarrando.

»«Yo cometo el pecado de laciencia todos los días —dice—.Convierto arados en espadas. Engaño anuestros amos. Engaño a los de usted.Perpetúo la mentira. Asesino a la

Humanidad en mí mismo todos los días.Escúcheme».

»«Tengo que irme ya, Goethe, amigomío. Todas esas bellas camareras depiso del hotel estarán levantadas,preocupadas por mí. Suélteme, ¿quiere?Me está rompiendo el brazo». Meabraza. Me aprieta contra él. Me hacesentirme gordo, tan delgado es él. Barbamojada, pelo mojado, ese calorabrasador.

»«Prométalo», dice. Me exprime.Fervor. Nunca vi nada parecido.«¡Prométalo! ¡Prométalo!».

»«Está bien —digo—. Si alguna vezconsigue usted ser un héroe, yo seré un

ser humano decente. Trato hecho. ¿Deacuerdo? Y ahora deje que me vaya».

»«Prométalo», dice.»«Lo prometo», respondo y le aparto

de un empujón.Walter está gritando. Ninguna de

nuestras anteriores advertencias, ningunade las furiosas miradas lanzadas porNed, por Clive o por mí mismo podíancontenerle durante más tiempo.

—¿Pero le creyó usted, Barley? ¿Leestaba convenciendo? Es usted un tipoperspicaz. ¿Qué sentía?

Silencio. Y más silencio. Luego,finalmente:

—Estaba borracho. Quizá sólo dos

veces en mi vida he estado yo tanborracho como lo estaba él. Pongamosque tres veces. Había estado dándole alblanco todo el día y todavía lo seguíabebiendo como si fuese agua. Pero habíarecalado en uno de esos momentos delucidez. Le creí. No es la clase de fulanoal que no se cree.

Walter de nuevo, furioso:—¿Pero qué creyó usted? ¿De qué

pensaba que estaba hablando? ¿Quépensaba que pensaba él? Todo eseparloteo sobre cosas que no alcanzansus objetivos, de engañar a sus amos y alos de usted, de ajedrez que no esajedrez sino alguna otra cosa… Usted

puede sumar, ¿no? ¿Por qué no acudió anosotros? ¡Yo sé por qué! Ustedescondió la cabeza en la arena. «No sépor qué no quiero saber». Ése es usted.

El siguiente sonido que se oye en lacinta es Barley maldiciéndose de nuevoa sí mismo mientras se mueve a grandeszancadas por la habitación.

—Maldita sea, maldita sea, malditasea —murmura una y otra vez. Hastaque, interrumpiéndole, oímos la voz deClive. Si en algún momento se ve Cliveen el caso de ordenar la destrucción delUniverso, le imagino utilizando estemismo helado tono.

—Lo siento, pero me temo que

vamos a necesitar su ayuda —dice.Irónicamente, creo que Clive lo

sentía, en efecto. Él era un hombre detecnología que no se sentía cómodo confuentes vivas, un espiócrata suburbanode la moderna escuela. Creía que loshechos constituían la única clase deinformación y despreciaba a quien no serigiera por ellos. Si algo le gustaba en lavida, aparte de su propio progreso y desu plateado «Mercedes», que se negabaa sacar del garaje con sólo que tuvieraun rasguño, era la ferretería y lospoderosos americanos, por ese orden.Para que Clive relumbrara, el «PájaroAzul» hubiera debido ser una clave

descifrada, un satélite o un comitéinterministerial. Entonces Barley nonecesitaría haber nacido.

Mientras que Ned era todo locontrario, y por ello se hallaba más enpeligro. Por temperamento y poreducación, era organizador de agente ycapitán de hombres. Las fuentes vivaseran su elemento y, en la medida en queconocía esta palabra, su pasión.Despreciaba las luchas internas de lapolítica de los servicios de inteligenciay se las dejaba gustosamente a Clive, lomismo que dejaba el análisis a Walter.En ese sentido, él era el primitivo llenode decisión, como deben serio las

personas que tratan con la naturalezahumana, mientras que Clive, para quienla naturaleza humana era una vasta yhedionda ciénaga, gozaba de lareputación de modernista.

Capítulo 5

Nos habíamos trasladado a la bibliotecaen que habían empezado a hablar Ned yBarley. Brock había instalado unapantalla y un proyector y había colocadovarias sillas dispuestas en forma deherradura, pensando en una personadeterminada para cada silla, pues comootras mentes violentas, Brock tenía unaexagerada afición al trabajo doméstico.Había escuchado la entrevista por eltransmisor y, pese a sus siniestrasinsinuaciones sobre Barley, un destellode excitación brillaba en sus pálidos

ojos bálticos. Barley, profundamentesumido en sus pensamientos, se hallabasentado en la primera fila entre Bob yClive, privilegiado aunque distraídoinvitado a una proyección privada.Observé la silueta de su cabeza mientrasBrock encendía el proyector, primeroreflexivamente inclinada y levantadaluego bruscamente al aparecer laprimera imagen en la pantalla. Nedestaba sentado junto a mí. No decía niuna palabra, pero podía percibir ladisciplinada intensidad de su excitación.Veinte rostros masculinos titilaron ennuestro campo visual, la mayoríacientíficos soviéticos que, en una

apresurada búsqueda en los registros deLondres y Langley, se estimó quepodrían haber tenido acceso a lainformación de «Pájaro Azul». Algunosaparecían más de una vez, primero conbarba y luego sin ella. A otros se lesveía tal como eran cuando tenían veinteaños menos porque eso era lo único quelos archivos tenían de ellos.

—Ninguno de ellos —declaróBarley cuando finalizó la proyección,llevándose bruscamente la mano a lacabeza como si hubiera recibido unpicotazo.

Bob simplemente no podía creerlo,pero sus incredulidades eran tan

seductoras como sus credulidades.—¿Ni siquiera un quizás o un acaso,

Barley? Parece muy seguro de sí mismopara ser un hombre que estaba bebiendoa base de bien cuando los vio porprimera vez. Cristo, yo he estado enfiestas en las que no podía recordar nimi propio nombre.

—Ninguna duda, amigo —respondióBarley, y tornó a sus pensamientos.

Le tocaba ahora el turno a Katya,aunque Barley no podía saberlo. Bobcomenzó a aludirla cautelosamente, unprofesional de Langley mostrándonos sudestreza.

—Barley, éstos son algunos de los

hombres y mujeres del mundilloeditorial de Moscú —dijo con airedesenfadado, mientras Brock pasaba lasprimeras diapositivas—. Personas conlas que puede que usted se hayatropezado durante sus viajes rusos, enrecepciones, ferias del libro y todo eso.Si ve alguien que conozca, avise.

—¡Válgame el cielo, pero si esa esLeonora! —exclamó Barley con alegríamientras Bob hablaba aún. En lapantalla, una espléndida y corpulentamujer con un trasero que parecía uncampo de fútbol cruzaba una despejadaextensión de asfalto—. Leni es un altocargo dentro de «SK» —añadió Barley.

—¿SK? —repitió Clive, como sihubiese descubierto una sociedadsecreta.

—Soyuzkniga. «SK» encarga ydistribuye libros extranjeros por toda laUnión Soviética. Otra cosa es si loslibros llegan o no. Leni es muydivertida.

—¿Conoce su otro nombre?—Zinovieva.Confirmado, decía la sonrisa de

Bob.Le mostraron otras y eligió las que

ellos sabían que conocía, pero cuando leenseñaron la fotografía de Katya que lehabían mostrado a Landau —Katya con

su abrigo y su peinado alto, bajando laescalera con su bolsa de compra—,Barley murmuró «otra», como habíahecho con todas las que no conocía.

Pero Bob se apresuró a intervenir.—Deja ésta, por favor —dijo, con

un tono tan apremiante que hasta un niñode pecho habría adivinado que aquellafotografía poseía algún ocultosignificado.

Así que Brock retuvo allí la foto y,como todos nosotros, también el aliento.

—Barley, la damita de pelo oscuro ygrandes ojos de esta foto trabaja en la«Compañía Editora Octubre», Moscú.Habla un inglés excelente, clásico, como

el de usted y el de Goethe. Tenemosentendido que es redaktor y se ocupa deencargar y aprobar traducciones deobras soviéticas al inglés. ¿No le suena?

—No tengo esa suerte —respondióBarley.

En vista de lo cual, Clive me loentregó con una inclinación de cabeza.Para usted, Palfrey, es su testigo.Asústelo.

Yo utilizo una voz especial para missesiones de adoctrinamiento. Se suponeque debe infundir el terror de lapromesa matrimonial, y la detestoporque es la voz que Hannah detesta. Simi profesión tuviese una falsa bata

blanca, éste sería el momento en que yoadministrase la perversa inyección. Peroesa noche, en cuanto me quedé a solascon él, adopté un tono más protector yme convertí en un Palfrey diferente yquizá rejuvenecido. Hablé a Barley, nocomo a un inexperto principiante, sinocomo a un amigo al que se trata deprevenir.

Éste es el trato, dije, utilizando lomenos parecido a la jerga legal que seme ocurrió. Éste es el lazo que leestamos echando en torno al cuello.Tenga cuidado. Reflexione.

A otras personas las hago sentarse.A Barley le dejé moverse de un lado a

otro porque había visto que seencontraba más a gusto cuando podíapasearse por la habitación y agitarse yestirar lánguidamente los brazos. Laempatía es una maldición aun cuandosea efímera, y ni todas las leyes deInglaterra me pueden proteger de ella.

Y mientras le alentabamomentáneamente percibí varias cosasde él que me habían pasado inadvertidascuando había más gente. Como seinclinaba su cuerpo apartándose de mí,como si se protegiera contra suarraigada disposición a entregarse a laprimera persona que se lo pidiera.Cómo sus brazos, pese a sus esfuerzos

por dominarse, se mantenían rebeldes,especialmente en los codos, que, comodesertores, parecían deseosos deliberarse de cualquier uniforme que seles impusiera.

Y, para mi propia frustración,advertí que aún no podía observarle lobastante atentamente, sino sólo tenerbreves atisbos de él en los doradosespejos, según pasaba por delante deellos. Hoy es el día en que todavía me lorepresento como muy alejado de mí.

Advertí su meditabundo talantemientras se sumergía en mi homilía yemergía luego de ella, captando uno odos extremos y alejándose seguidamente

de mí, con lo que me veía de pronto anteuna extensión poderosa espalda que nopodía reconciliarse con elirreconciliado frente.

Y cómo, al volverse hacia mí, susojos carecían del servil sometimientoque tan frecuentemente me habíaasqueado en otros receptores de missabias palabras. Él no se sentíaintimidado. Ni siquiera se sentíaafectado. Sus ojos me turbaban, noobstante, como lo habían hecho laprimera vez que se habían posadovalorativamente sobre mí. Erandemasiado veraces, demasiado claros,demasiado indefensos. Ninguno de sus

vivaces gestos podía protegerlos. Medaba la impresión de que yo o cualquierotra persona habría podido penetrar enello posesión de él, y esa sensación measustaba como si fuese una amenaza. Mehacía temer por mi propia seguridad.

Pensé en su expediente. Tantoschoques frontales, actos de aparenteautodestrucción, tan poca prudencia. Suterrible historial escolar. Sus esfuerzospor lograr unos pocos laurelesboxeando, que acabaron llevándole a laenfermería de la escuela con lamandíbula rota. Su expulsión por estarborracho mientras leía la Epístola en lamisa cantada. «Estaba borracho desde la

noche anterior, señor. No fueintencionado». Azotado y expulsado.

Qué útil, pensé, para él y para mí, siyo hubiera podido señalar algún grancrimen que le obsesionara, algún acto decobardía u omisión. Pero Ned me habíamostrado toda su vida, incluidos anexossecretos, historial médico, dinero,mujeres, esposas, hijos. Y todo erancasillas de poca monta. Ninguna granexplosión, ningún gran crimen. Ningúngran nada…, lo que tal vez constituyerala explicación de él. ¿Era por necesidadde un mar más vasto, por lo querepetidamente se había hecho a sí mismonaufragar contra rocas pequeñas,

desafiando a su Hacedor a que sepresentara con algo más grande o dejarade molestarle? ¿Sería tan arrojado ytemerario cuando se enfrentase apeligros mayores?

Y luego, de pronto, antes de que medé cuenta de ello, nuestros papeles sehan invertido. Él está en pie delante demí, mirándome desde arriba. El equipoestá todavía esperando en la biblioteca,y oigo los ruidos de su impaciencia. Elimpreso de declaración reposa delantede mí, sobre la mesa. Pero me estáleyendo a mí, no al impreso.

—¿Alguna pregunta? —le digo,consciente de su estatura—. ¿Algo que

quiera saber antes de firmar? —Finalmente estoy utilizando mi vozoficial, como medio de autoprotección.

Se siente desconcertado al principio,y, luego, regocijado.

—¿Por qué? ¿Tiene más respuestasque quiere decirme?

—Es un asunto grave —le adviertoseveramente—. Le han confiado a ustedun gran secreto. Usted no lo pidió, perono puede desconocerlo. Sabe losuficiente para colgar a un hombre, y,probablemente, a una mujer. Eso lecoloca a usted en una cierta categoría, leimpone obligaciones que no puederehuir.

Y, Dios me ayude, vuelvo a pensaren Hannah. El hombre ha despertado enmí el dolor de ella, como si fuese unaherida recién abierta.

Se encoge de hombros, rechazandola carga.

—No sé lo que sé —dice.Suena un golpecito en la puerta.—La cuestión es que tal vez quieran

decirle más cosas —añado, suavizandode nuevo la voz, tratando de hacerleconsciente de mi interés por él—. Puedeque lo que usted ya sabe sea sólo elprincipio de lo que quieran queaverigüe.

Está firmando. Sin leer. Es un cliente

de pesadilla. Podría estar firmando susentencia de muerte y no lo sabría ni leimportaría. Están llamando a la puerta,pero aún tengo que añadir mi nombrecomo testigo.

—Gracias —dice.—¿Por qué?Dejo la pluma sobre la mesa. Ya te

tengo, pienso con helado triunfo, en elmomento en que entran Clive y losdemás. Un cliente difícil, pero le hehecho firmar.

Pero la otra mitad de mi ser se sienteavergonzada y misteriosamentealarmada. Experimento la sensación dehaber encendido un fuego dentro de

nuestro propio campamento, y no haymedio de saber cómo se propagará niquién lo apagará.

El único mérito del acto siguienteconsistió en que fue breve. Me dio penaBob, nunca fue un hombre astuto y,ciertamente, no era un fanático. Eratransparente, pero eso no es todavía uncrimen, ni aun en el mundo secreto…Era más de la pasta de Ned que de la deClive y estaba más cerca de la forma dehacer las cosas del Servicio que de lade Langley. Hubo un tiempo en queLangley tenía muchos como Bob y no leiba nada mal.

—Barley, ¿tiene idea de la

naturaleza del material que la fuente queusted llama Goethe ha proporcionadohasta el momento? ¿De su mensajegeneral, digamos? —preguntóazoradamente Bob, exhibiendo suamplia sonrisa.

Johnny había lanzado la misma clasede pregunta a Landau, recordé. Y sequemó los dedos.

—¿Cómo voy a tenerla? —replicóBarley—. No le he puesto los ojosencima. Ustedes no me dejan.

—¿Está completamente seguro deque el propio Goethe no le dio ningunaindicación anticipada? ¿Ninguna palabrasusurrada, de autor a editor, de lo que

podría proporcionarle algún día, siambos cumplían sus promesas? ¿Apartede lo que ya nos ha contado dePeredelkino de las divagaciones sobrearmamento y enemigos irreales?

—Les he dicho todo lo que recuerdo—respondió Barley, meneando lacabeza con aire confuso.

También igual que Johnny antes queél, Bob empezó a mirar de soslayo quesostenía bajo la mesa. Pero en el casode Bob con verdadera turbación.

—Barley, en las seis visitas que harealizado usted a la Unión Soviéticadurante los siete últimos años, ¿haestablecido algún contacto, aunque sea

breve, con pacifistas, disidentes u otrosgrupos extraoficiales de esa naturaleza?

—¿Es delito acaso?Clive terció con tono cortante.—Responda a la pregunta, ¿quiere?Sorprendentemente, Barley

obedeció. A veces, Clive era,simplemente, demasiado pequeño parallegar hasta él.

—Está uno con toda clase depersonas, Bob. Músicos de jazz,libreros, intelectuales, periodistas,artistas… Es una pregunta imposible deresponder. Lo siento.

—Entonces, ¿puedo modificarla unpoco y preguntarle si está usted

relacionado con pacifistas en Inglaterra?—No tengo ni idea.—Barley, ¿sabía usted que dos

miembros de un cierto grupo musicalcon el que usted estuvo entre 1977 y1980 participaron activamente en laCampaña por el Desarme Nuclear, asícomo en otras organizaciones pacifistas?

Barley pareció sorprendido, perocomplacido.

—¿De veras? ¿Tienen nombres?—¿Le sorprendería si le dijese Maxi

Burns y Bert Wunderley?Para regocijo de todos menos de

Clive, Barley soltó una alegrecarcajada.

—¡Oh, Dios mío! Olvídese delpacifismo, Bob. Maxi era un comunistarematado. Habría hecho saltar por losaires las Cámaras del Parlamento sihubiese tenido una bomba. Y Bert lehabría tenido cogida la mano mientras lohacía.

—¿Debo entender que eranhomosexuales? —preguntó Bob, consonrisa maliciosa.

—Maricas perdidos —confirmóalegremente Barley.

Ante lo cual, con evidente alivio,Bob dobló su hoja de papel y dirigió aClive una mirada para indicar que habíaterminado, y Ned propuso a Barley que

salieran a tomar un poco el aire. Walterse acercó invitadoramente a la puerta yla abrió. Ned debía de haberle exigidoque actuara a manera de contraste, puesWalter nunca se habría atrevido si no.Barley vaciló unos instantes y, luego,cogió una botella de whisky y un vaso yse metió cada cosa en un bolsillo de lachaqueta en lo que sospecho que era ungesto destinado a impresionarnos. Asíequipado, marchó tras ellos a paso deambladura, moviendo, como la jirafa,las piernas y los brazos a un tiempo,dejándonos a los tres solos y sinpronunciar palabra.

—¿Eran las preguntas de Russell

Sheriton las que le estabas haciendo? —pregunté con tono amistoso a Bob.

—Últimamente, Russell esdemasiado brillante para toda estamaldita clase de cosa, Henry —respondió Bob con evidente disgusto—.Russell ha recorrido un largo camino.

Las luchas por el poder que sedesarrollaban en Langley eran unmisterio incluso para los que se veíanimplicados en ellas, y ciertamente —pormucho que fingiéramos otra cosa— paranuestros barones del piso doce. Pero enlas agitaciones y maniobrasdesarrolladas, el nombre de Sheritonhabía aparecido frecuentemente como el

hombre con más probabilidades deacabar descollando.

—¿Quién las autorizó entonces? —pregunté yo, ateniéndome a la cuestión—. ¿Quién las redactó, Bob?

—Quizá Russell.—¡Acabas de decir que era

demasiado brillante!—Quizá tiene que mantener

tranquilos a sus boyardos —respondióturbadamente Bob, encendiendo su pipay sacudiendo la cerilla.

Nos dispusimos a esperar a Ned.El umbroso árbol está en un jardín

público próximo a los muelles. Yo heestado bajo él y sentado bajo sus ramas

he contemplado cómo se elevaba sobreel puerto el sol naciente mientras elrocío depositaba gotitas de agua sobremi impermeable gris. He escuchado, sinentenderle, a un viejo místico de rostrovenerable que gusta de recibir allí a laluz del día, a sus discípulos. Son detodas las edades y le llaman profesor. Elbanco está instalado alrededor deltronco del árbol y se halla dividido enasientos individuales por medio dereposabrazos de hierro. Barley estabasentado en el centro, entre Ned y Walter.Habían hablado primero en unasoñolienta taberna de marineros y luegoen lo alto de una colina, dijo Barley,

pero, por alguna razón, Ned se niega aacordarse de la colina. Ahora habíanvuelto al valle como lugar final. Brockpermanecía sentado, vigilante, el cochealquilado observándoles detrás de laextensión de hierba. De los almacenesdel otro lado de la carretera llegaba unchirrido de grúas, un ir y venir decamiones y los gritos de los pescadores.Eran las cinco de la mañana, pero elpuerto está despierto desde las tres. Lasprimeras nubes del alba se formaban ydisgregaban como el Primer Día.

—Elijan a otro —dijo Barley. Lohabía dicho ya de varias manerasdiferentes—. Yo no soy su hombre.

—Nosotros no le elegimos —dijoNed—. Le eligió Goethe. Siconociéramos una forma de volver juntoa él sin usted, nos apresuraríamos autilizarla. Él se ha fijado en usted.Probablemente ha estado esperando diezaños a que apareciese alguien comousted.

—Él me eligió porque no era unespía —repuso Barley—. Porque cantémi maldita aria.

—Y tampoco será un espía ahora —dijo Ned—. Será un editor. El de él.Todo lo que hará será colaborar con suautor y con nosotros al mismo tiempo.¿Qué hay de malo en ello?

—Usted tiene empuje, tiene talento—dijo Walter—. No es extraño quebeba. Ha permanecido infrautilizadodurante veinte años. Ahora es suoportunidad de brillar. Tiene suerte.

—Ya brillé en Peredelkino. Cadavez que brillo, se apagan las luces.

—Podría incluso llegar a sersolvente —dijo Ned—. Tres semanas depreparación en Londres mientras esperanuestro visado, una divertida semana enMoscú, y nunca volverá a tenerdificultades económicas.

Con la prudencia innata en él, Nedhabía evitado la palabra«adiestramiento».

Y vuelve el turno a Walter, un toquede látigo, un poco de adulación, peroNed lo deja pasar.

—¡Oh!, el dinero no importa.¡Barley es demasiado espléndido! Setrata de hacer algo por el propio país, ya mucha gente no se le presenta nunca laoportunidad. Sueñan con ello, solicitanhacerlo, pero nunca encuentran ocasión.Y después, cumplida su intervención,puede reposar y disfrutar los beneficiosde ser británico, sabiendo que se los haganado aunque se ría de ellos, a lo quetiene perfecto derecho, cosa que, comotodas las demás, es preciso luchar paraconseguirla.

Y Ned había juzgado bien. Barley seechó a reír y dijo a Walter «venga deahí» o algo parecido.

—Y es también hacer algo por suautor, si lo piensa bien —intervino Ned,con su forma sencilla de hablar—. Leestará salvando el cuello. Si va aentregar secretos de Estado, lo menosque puede hacer por él es ponerle enmanos de gente competente. Usted esantiguo alumno de Harrow, ¿no? —añadió como si acabara de recordarlo—. ¿No he leído en alguna parte que seeducó usted en Harrow?

—Sólo fui a clase allí —respondióBarley, y Walter soltó una de sus

estrepitosas carcajadas, a las que seunió también Barley por pura cortesía.

—¿Por qué solicitó ingresar connosotros hace todos esos años?¿Recuerda qué le impulsó a ello? —preguntó Ned—. Algún sentido deldeber, ¿verdad?

—Yo quería mantenerme apartadode la empresa de mi padre. Mi profesordijo que enseñara en una escuelapreparatoria. Mi primo Lionel dijo queme hiciera espía. Ustedes merechazaron.

—Sí, Y me temo que no podemoshacerle ese favor una segunda vez —dijo Ned.

Como viejos camaradas, los treshombres contemplaron en silencio elmar. Una hilera de barcos de guerra seextendía ante la bocana del puerto,orlados de luces sus aparejos.

—¿Sabe que siempre soñé quehabría uno? —dijo de pronto Walter,mirando al mar—. En el fondo, yo soyun hombre de Dios. Estoy seguro. O, sino, un marxista fracasado. Siempre creíque, tarde o temprano, su historia tendríaque producir uno. ¿Cuánta ciencia tieneusted? Ninguna, claro. Usted es de esageneración… Si le preguntase qué esvelocidad de quemado, usted pensaríaprobablemente que le estaba hablando

de temas culinarios.—Probablemente —admitió Barley,

riendo de nuevo a pesar suyo.—¿CEP? ¿Alguna idea?—Me temo que no me gustan las

iniciales.—Circular-errar-probable entonces.

¿Qué tal eso?—En la inopia —replicó Barley, en

uno de sus impredecibles accesos deirritabilidad.

—¿Recalibrar? ¿A quién o quérecalibro, y con qué?

Barley no se molestó en contestar.—Bien. ¿Qué es el Gran Hijoputa,

familiarmente conocido en los círculos

como el GHP? No ofenderá eso susoídos, ¿verdad?

Barley se encogió de hombros.—El GHP es el supercohete SS9

soviético —dijo Walter—. Fue exhibidoen un desfile del Uno de Mayo en losaños oscuros de la guerra fría. Susdimensiones eran impresionantes, y mástarde se le atribuyó una famosa huella.¿Tampoco le dice nada eso? ¿Huella?No importa, ya se lo dirá. La huella eneste caso eran tres enormes agujeros enlas estepas rusas que parecían el diseñodel grupo de silos para Minuteman consu centro de mando. La discusión era sihabían sido producidos por cabezas

explosivas susceptibles de ser dirigidasindependientemente y si, porconsiguiente, podían los soviéticosalcanzar a tres silos americanos a unmismo tiempo. Los que no querían creertal cosa consideraban que las huellaseran mera casualidad. Los que sí locreían fueron más lejos y dijeron que lascabezas explosivas eran para destruirciudades, no silos. Prevalecieron loscreyentes, y se dieron a sí mismos luzverde para el programa ABM. Noimportaba que su teoría resultaracompletamente desautorizada tres añosdespués. Ellos se acabaron imponiendo.No sé si me sigue.

—No necesito ir detrás de nadie —dijo Barley.

—Pero aprende muy aprisa, ya locreo que sí —le aseguró Walter a Ned,hablando por encima del cuerpo deBarley—. Los editores pueden hacersecargo de cualquier cosa.

—¿Qué tiene de malo averiguar? —se quejó Ned, con el tono de un hombredesconcertado por sutilezas—. Eso es loque no consigo entender. No le estamospidiendo que construya los horriblescohetes ni que apriete el botón. Leestamos pidiendo que nos ayude amejorar nuestro conocimiento delenemigo. Si a usted no le gusta la

cuestión nuclear, tanto mejor. Y, si elenemigo resulta ser amigo, ¿dónde estáel mal?

—Yo creía que se suponía que laguerra fría había terminado —dijoBarley.

A lo que Ned, sinceramentealarmado al parecer, exclamó por lobajo:

—¡Oh, Dios mío!Pero Walter no se mostró tan

contenido. Walter fingió estar indignado,y quizá lo estaba. Podía estar cualquiercosa en cualquier momento, y a menudovarias cosas a la vez.

—¡Teatralismos políticos baratos y

amistades fingidas! —refunfuñó—. Aquíestamos, empeñados en el más grandeenfrentamiento ideológico de laHistoria, y usted me dice que todo haterminado porque un puñado deestadistas consideran convenienteestrecharse las manos en público ydeshacerse de unos cuantos juguetesanticuados. El imperio del mal derodillas, ¡oh sí! Su economía es undesastre, su ideología titubea y su patiotrasero está saltando en pedazos ante susrostros. No me diga que esa es una razónpara desmontar nuestros cañones,porque no le creeré ni una palabra. Esuna razón para espiarles a fondo

veinticinco horas al día y darles unapatada en los huevos cada vez queintenten sacar los pies del tiesto. ¡Diossabe quién se creerán que son dentro dediez años!

—Supongo que se da cuenta de quesi deja en la estacada a Goethe lo estaráentregando a los americanos —dijoNed, a manera de información de tipopráctico—. Bob no le dejará escapar,¿por qué habría de hacerla? No se dejeengañar por sus modales de Yale.¿Cómo vivirá usted consigo mismoentonces?

—Yo no quiero vivir conmigomismo —dijo Barley—. No puedo

imaginar nadie peor con quien vivir.Una nube color pizarra atravesó el

rojo camino del sol antes de deshacerseen fragmentos.

—Todo se reduce a lo siguiente —dijo Ned—. Es una forma ruda y pocoinglesa de expresarlo, pero lo diré detodos modos. ¿Quiere ser usted unelemento pasivo o activo en la defensade su país?

Barley estaba todavía tratando deencontrar una respuesta cuando Walterse la proporcionó, y con un tono cortanteque no admitía contradicción.

—Es usted miembro de una sociedadlibre. No tiene opción —dijo.

El confuso rumor del puerto ibacreciendo en intensidad a medida queaumentaba la luz del día. Barley se pusoen pie lentamente y se frotó la espalda.Parecía tener allí una zona de dolorpermanente, justo encima de la cintura.Quizás eso explicaba la inclinación desu cuerpo.

—Cualquier Iglesia decente hacetiempo que les habría quemado a ustedesen la hoguera, bastardos —dijofatigadamente.

Se volvió hacia Ned, escrutándole através de sus pequeñas gafas.

—Yo no soy el hombre adecuado —le advirtió—. Y es usted un necio por

utilizarme.—Todos somos inadecuados —dijo

Ned—. Y estamos tratando con cosasinadecuadas.

Barley cruzó el césped, buscándoselas llaves en los bolsillos. Entró en unacalle lateral y se perdió de vistamientras Brock caminaba suavementetras él. La casa era una cuña, estrecha enla calle, ancha en la trasera. Barleyabrió la puerta principal y la cerró a suespalda. Pulsó el temporizador yempezó a subir la escalera con pasoregular y pausado, porque tenía un largocamino que recorrer.

Ella era una buena mujer, y nada era

culpa suya. Todas eran buenas mujeres.Eran mujeres con una misión quecumplir para con él, lo mismo queHannah tuvo en otro tiempo una misiónpara conmigo…, salvarle, fortalecerle,encauzar sus numerosas capacidades enuna dirección, ayudarle a emprender elnuevo rumbo que le liberase de todoslos nuevos rumbos que habíaemprendido antes. Y Barley la habíaalentado como las había alentado atodas ellas. Había permanecido a sulado en el lecho de la enfermedad comosi él mismo no fuese el paciente sino unmiembro del equipo médico. «A ver quépodemos hacer por este pobre tipo que

le haga restablecerse y ponerse de nuevoen marcha».

La única diferencia era que él nuncahabía creído en el remedio, comotampoco yo.

Ella yacía tendida boca abajo,exhausta y posiblemente dormida. Habíalimpiado el piso. Como los presoslimpiaban celdas y los deudos cuidantumbas, ella había lavado la superficiede un mundo que no podía modificar.Otras personas podrían decirle a Barleyque era demasiado duro consigo mismo.Las mujeres se lo decían con frecuencia.Cómo no debía hacerse responsable delas dos mitades de cada relación que se

derrumbaba sobre él. Barley sabía a queatenerse. Conocía la distancia existenteentre él mismo y todas las cosas. Enaquellos días él era todavía elinigualado experto en su propiaincurabilidad.

La tocó en el hombro, pero ella nose movió, por lo que comprendió queestaba despierta.

—Tuve que ir a la Embajada —dijo—. En Londres hay gente que reclama acoro mi presencia. Tengo que volver yenfrentarme a la música o me quitarán elpasaporte.

Sacó una maleta de debajo de lacama y empezó a llenarla con las

camisas que ella le había planchado.—Dijiste que esta vez no ibas a

volver —respondió ella—. Que yahabías cumplido tu período inglés. Quehabías terminado.

—Me han apuntado en el vuelo de lamañana. No hay nada que pueda hacer.Dentro de unos minutos va a venir uncoche a recogerme.

Fue al cuarto de baño en busca de sucepillo de dientes y sus útiles de afeitar.

—Están acumulando contra mí todoslos cargos imaginables —exclamó—.No hay nada que pueda hacer.

—Y yo vuelvo con mi marido —dijoella.

—Quédate aquí. Utiliza el piso. Loque quieras. Van a ser sólo unassemanas.

—Si no hubieras dicho todo aquello,habríamos estado de maravilla. Yohabría sido feliz teniendo sólo unaaventura. Deberías ver tus cartas. Oírtea ti mismo.

Barley no la miraba. Estabainclinado sobre su maleta.

—No se lo hagas a nadie más —dijoella.

Y no pudo mantener por más tiempola calma. Empezó a sollozar y estabasollozando cuando él se marchó, y aúnseguía sollozando a la mañana siguiente

cuando yo entré y le puse bajo lasnarices un impreso de declaración y lepregunté cuánto le había contado Barley.Nada. Me expuso toda la historia y, sinembargo, le defendió a capa y espada.Hannah habría hecho lo mismo. Y losigue haciendo, un desbordamiento delealtad todavía hoy, cuando sus ilusionesquedaron ya destruidas.

Ned y sus hombres de la Casa Rusiano disponían más que de tres semanaspara poner en forma a Barley. Tres finesde semana y quince días que noempezaban hasta las cinco de la tarde,cuando Barley se escabullía de suoficina.

Pero Ned llevaba acabo el trabajocomo sólo él podía hacerlo. Ned habríamantenido en pie a los adiestradorestoda la noche y él mismo toda la noche yel día. Y Barley, con la mutabilidad queera innata en él, giraba y oscilaba aimpulsos de cada soplo de brisa, hastaque se asentó y encontró un rostro fijo y,a medida que se aproximaba el día de supartida, uno serio también. A menudoparecía aceptar sin vacilaciones toda laética de nuestro oficio. Después de todo,le dijo a Walter, ¿no era la apariencia loúnico importante? ¡Oh Dios mío, sí!,exclamó Walter, complacido…, ¡y nosólo en nuestro oficio! ¿Y no era una

máscara toda la identidad del hombre?,insistió Barley; ¿y no era el mundosecreto el único en que valía la penavivir? Walter le aseguró que así era y leaconsejó que estableciera en él suresidencia permanente antes de quesubieran los precios.

Barley había amado a Walter desdeel principio, había amado la fragilidady, como ahora comprendo, la fugacidadque había en él. Parecía saber desde elprimer momento que estaba tomando lamano de un hombre que caminaba haciasu destrucción. En otras ocasiones, elpropio rostro de Barley se tornaba tanvacío como la tumba abierta. No habría

sido Barley si no hubiera sido unpéndulo.

Sobre todo, se aficionó a laatmósfera familiar que Ned, con suInstinto del espectáculo, cuidaba tanasiduamente, las animadas cenas, laparticipación y el ser la estrella de lafamilia, las partidas de ajedrez con elviejo Palfrey, a quien Ned uncióastutamente al carro de Barley paracompensar la influencia turbadoramenteefímera de Walter.

—Déjate caer por aquí siempre quete apetezca —me dijo Ned, con unapalmadita amistosa.

Así que me convertí en el viejo

Harry de Barley.¡Viejo Harry, vamos a echar una

partida de ajedrez, maldita sea! ViejoHarry, ¿por qué no te quedas a cenar?Viejo Harry, ¿dónde tienes el jodidovaso?

Ned invitaba de vez en cuando aBob, y nunca a Clive. Era el espectáculode Ned, era su obra, y él sabíaperfectamente hasta dónde podíallegarse con Barley sin enfurecerle.

Para instalarle, Ned había elegidouna villa de estilo eduardiano situada enKnightsbridge, zona de Londres en laque Barley no tenía amistades nirelaciones. Clive parpadeó al enterarse

de su precio, pero pagaban losamericanos, así que sus remilgosestaban fuera de lugar. La casa seencontraba en una calle sin salida amenos de cinco minutos a pie de«Harrods», y yo la alquilé a nombre delGrupo de Acción e Investigación Ética,organismo de carácter caritativo quehabía registrado años antes y habíamantenido en reserva para cuando sepresentara la ocasión de utilizarlo. Fuedesignada para cuidar de la casa unaagradable ama de llaves del Serviciollamada Srta. Coad, y yo le tomépuntualmente juramento en la lista del«Pájaro Azul» La habitación de los

niños del piso superior fue convertidaen una modesta sala de reuniones y,como en el resto de las habitaciones,que eran cómodas y bien amuebladas, seinstalaron micrófonos en ella.

—Ésta será su casa durante bastantetiempo —le dijo Ned a Barley, mientrasle enseñaba las habitaciones—. Aquíestá su dormitorio cuando lo necesite, yaquí tiene la llave. Utilice el teléfonotodo lo que quiera, pero me temo queestaremos escuchando, así que si se tratade conversaciones privadas, más valeque recurra a la cabina del otro lado dela calle.

Como toque final, había pedido que

la autorización de Interior se extendieratambién a la cabina telefónica. Intensointerés americano.

Como Barley y yo éramos bastantenoctámbulos, jugábamos nuestraspartidas de ajedrez cuando los otros sehabían acostado. Él era un contrincanteimpulsivo y a menudo brillante, pero hayen mí una veta calculadora que él nuncaha poseído, y yo sintonizaba con susdebilidades mejor que él con las mías.Después de todo, yo había leído suexpediente. Pero aún recuerdo partidasen que él veía toda una campaña de unasola ojeada y con tres o cuatromovimientos y un rugido de regocijo me

obligaba a abandonar.—¡Te cacé, Harry! ¡Estás perdido!

¡Ríndete!Pero cuando empezábamos otra

partida, yo notaba que la paciencia leabandonaba. Comenzaba a merodear y aagitar las manos y dejaba que su menteemprendiera uno de sus viajes.

—¿Casado, Harry?—No como para darme cuenta —

respondí.—¿Qué diablos quiere decir eso?—Tengo una esposa en el campo.

Yo vivo en la ciudad.—¿Hace mucho?—Un par de siglos —dije

indolentemente, deseando ya haber dadouna respuesta diferente.

—¿La quieres?—¡Mi querido amigo!Pero él me estaba mirando,

deseando saber.—Supongo que desde lejos. Sí —

añadí a regañadientes.—¿Y ella te quiere también?—Supongo que sí. Ha pasado algún

tiempo desde que se lo pregunté.—¿Hijos?—Uno. Anda ya por los treinta.—¿Sueles verle?—Una felicitación por Navidad,

funerales y bodas. Somos bastante

buenos amigos a nuestra manera.—¿A qué se dedica?—Flirteó con la ley. Ahora gana

dinero.—¿Es feliz?Me sentí irritado, cosa que

últimamente es inhabitual en mí. Lasdefiniciones de felicidad y amor no erancosa suya. Yo tenía derecho a acercarmea él, pero no al revés. Y más inhabitualtodavía era que yo dejara traslucir miira. Sin embargo, debí de hacerlo, puesle sorprendí mirándome conpreocupación, preguntándose sin duda sino habría tocado accidentalmente algunatragedia familiar. Luego enrojeció y se

volvió, buscando una distracción quenos sacara del trance.

—Digamos que no oponeresistencia, señor —dijo un tal señorCandyman, especialista en el últimogrito en micrófonos corporales,dirigiéndose a Ned—. No es que sea unlince, pero escucha y, ciertamente,recuerda.

—Es un caballero, señor Ned, quees lo que a mí me gusta —dijo unavigilante a la que se había encargadoque enseñara a Barley los rudimentos delas técnicas callejeras—. Tieneinteligencia y tiene sentido del humor,que yo suelo decir que es la mitad del

camino.Más tarde confesó que había

rechazado sus proposiciones encumplimiento de las normas delServicio, pero que él había logradointroducirla en la obra de ScottFitzgerald.

—Parece cosa de brujería —declaróroncamente Barley al término de unafatigosa sesión sobre las técnicas de laescritura secreta. Pero era evidente quedisfrutaba con ello de todos modos.

Y al ir acercándose el día decisivo,su sumisión se hizo total. Incluso cuandointroduje al contable del Servicio, untipo de aspecto lúgubre llamado

Christopher, que había dedicado cincodías a una aterrada inspección de loslibros de «Abercrombie Blair», Barleyno manifestó la rebeldía que yo habíaesperado.

—¡Pero si todos los editoresestamos casi en quiebra, Chris,muchacho! —protestó, paseando de unlado a otro del saloncito, sosteniendo elvaso de whisky en la mano mientrasdaba sus zancadas—. Los grandes comoJumbo comen las hojas, y nosotrosmordisqueamos la corteza —y añadió,poniendo acento alemán—: Ustedestienen sus métodos, nosotros tenemos losnuestros.

Pero a Ned y a mí nos traía sincuidado el mundo editorial. Y lo mismoa Chris. Lo que nos importaba era laoperación, y nos obsesionaba lapesadilla de que Barley pudieradejamos colgados en medio de ella.

—¡Pero yo no necesito un malditodirector! —exclamó Barley, agitandohacia nosotros sus baqueteadas gafas—.Yo no puedo pagar a un malditodirector. ¡Mis santas tías en Elyreventarán las ligas si contrato a unmaldito director!

Pero yo ya me había encargado delas santas tías. Durante un almuerzo en«Rules» había cortejado y conquistado a

Lady Pandora Weir-Scott, más conocidapor Barley como la Vaca Sagrada acausa de sus acendradas creenciasanglicanas. Oficiando como pontíficedel Foreign Office, yo le habíaexplicado confidencialmente que la casade «Abercrombie Blair» iba a recibiruna subvención subrepticia de laFundación Rockefeller para promoverlas relaciones culturalesanglosoviéticas. Pero ni una palabra, oel dinero sería escamoteado y entregadoa otra editorial que lo mereciese.

—Bueno, pues yo lo merezco muchomás que nadie —aseguró Lady Pandora,separando los codos para extraer de su

langosta la última tira comestible—.Pruebe a dirigir «Ammerford» contreinta mil al año.

Malévolamente, le pregunté si podíaabordar a su sobrino.

—Ni hablar. Déjemelo a mí. Él noconoce el valor del dinero y no sabementir.

La necesidad de proporcionar aBarley un encargado pareció de prontomás urgente.

—Usted lo solicitó —explicó Ned,agitando ante el rostro de Barley unanuncio de una reciente edición de laPrensa cultural. Acreditada editorialbritánica busca lector cualificado de

ruso para promoción a director, 25-45años, ficción y técnicas, currículumvitae.

Y a la tarde siguiente Leonard CarlWicklow se presentó en losrepetidamente hipotecados locales de«Abercrombie Blair», de Norfolk Street,Strand.

—Tengo un ángel para usted, señorBarley —retumbó en el viejo interfonola voz empapada en ginebra de la señoraDunbar—. ¿Le hago pasar?

Un ángel con las perneras de lospantalones sujetas con pinzas de ciclistay una cartera colgada de una correa quele cruzaba el pecho en bandolera. Frente

angélica y despejada, sin una arruga,angélicos rizos rubios. Ojos angélicosque no conocían el mal. Una narizangélica, tan misteriosamente torcidaque lo primero que a uno se le ocurría alverle era alargar la mano y tratar deenderezársela. Entrevístele como loharía con cualquier otro, le había dichoNed a Barley. Leonard Carl Wicklow,nacido en Brighton en 1964, graduadocon mención de honor en la Escuela deEstudios Eslavos y de Europa Oriental,Universidad de Londres.

—¡Oh, sí! Usted. Maravilloso.Siéntese —gruñó Barley—. ¿Quédiablos le trae al mundo editorial?

Piojoso oficio —había almorzado conuna de sus más estridentes novelistas ytodavía estaba digiriendo la experiencia.

—Bueno, en realidad es un deseoque he tenido durante años, señor —dijoWicklow, con una sonrisa de angélicoentusiasmo.

«No sé si el cabrón de él ladra oronronea» le dijo esa misma noche aNed en Knightsbridge, mientrassubíamos los tres las estrechas escaleraspara nuestra vespertina cita con Walter.

—La verdad es que las dos cosas lashace bastante bien —respondió Ned.

Los seminarios de Walter manteníancautivado a Barley. Barley amaba a

cualquiera cuyo asidero en la vida fuesetenue, y Walter parecía como si sehallara en peligro de caerse por el bordedel mundo cada vez que se levantaba dela silla. Hablaban de técnicascomerciales, hablaban de teologíanuclear, hablaban del relato de horror dela ciencia soviética de la que erainevitablemente heredero el «PájaroAzul» quienquiera que fuese. Walter eraun profesor demasiado bueno como pararevelar cuál era su tema, y Barley estabademasiado interesado como parapreguntar.

—¿Control? —exclamó Walter,indignado—. ¿De verdad que no puede

distinguir entre control y desarme,mentecato? ¿Desactivar la crisismundial, dice? ¿Qué patochada propiad e l Guardian es ésa? Nuestrosdirigentes adoran la crisis. Nuestrosdirigentes se regodean en la crisis.¡Nuestros dirigentes se pasan la vidaexplorando el globo en busca de crisisque re aviven sus desfallecienteslibidos!

Y Barley, lejos de ofenderse, seinclinaba hacia delante en su silla,gemía y aplaudía y pedía más. Desafiabaa Walter, se ponía en pie de un salto yrecorría de un lado a otro la habitación.Tenía memoria, tenía aptitud, como

Walter había predicho. Y su virginidadcientífica cedió al primer asalto, cuandoWalter pronunció su conferenciaintroductoria sobre el equilibrio delterror, que se las había ingeniado paraconvertir en un inventario de todas laslocuras de la Humanidad.

—No hay escape —anunció consatisfacción—. Y ninguna acumulaciónde bienintencionados sueños depararáuna salida. El demonio no regresará alinterior de su botella, el enfrentamientoes para siempre, el abrazo se hace másprieto y los juguetes más inteligentes acada generación, y para ninguno de losdos bandos existe seguridad suficiente.

Ni para los actores principales, ni paralos pequeños advenedizos que todos losaños se agencian una bomba de bolsilloy se unen al club. Nos hemos cansado decreerlo, porque somos humanos.Podemos incluso engañarnos a nosotrosmismos para creer que la amenaza hadesaparecido. No desaparecerá nunca.Nunca, nunca, nunca…

—¿Y quién nos salvará, Walt? —preguntó Barley—. ¿Usted y Nedsky?

—Si algo nos salva, cosa que dudo,será la vanidad —repuso Walter—.Ningún dirigente quiere pasar a laHistoria como el cretino que destruyó asu país en una tarde. Y el miedo,

supongo. La mayoría de nuestrosvalerosos políticos tiene una narcisistaobjeción al suicidio, gracias a Dios.

—¿No hay esperanza, si no?—Para el hombre solo, no —

respondió alegremente Walter, que másde una vez había considerado seriamentela posibilidad de tomar las ÓrdenesSagradas, en vez de las del Servicio.

—Entonces, ¿qué es lo que Goetheestá tratando de conseguir? —volvió apreguntar Barley, con un atisbo deexasperación.

—¡Oh!, salvar al mundo, estoyseguro. A todos nos gustaría hacer eso.

—¿Salvarlo cómo? ¿Cuál es su

mensaje?—Eso es lo que usted debe

averiguar, ¿no?—¿Qué es lo que nos ha dicho hasta

ahora? ¿Por qué no puedo saberlo?—Mi querido amigo, no sea usted

tan pueril —exclamó ásperamenteWalter, pero Ned se apresuró aintervenir.

—Usted sabe todo lo que necesitasaber —dijo, con sosegada autoridad—.Usted es el mensajero. Es lo que ustedestá preparando para ser, es lo que élquiere que sea. Nos ha dicho que unmontón de cosas del bando soviético nofuncionan. Ha pintado un cuadro de

fracasos a todos los niveles,imprecisión, incompetencia, despilfarroy, encima, falseamiento de losresultados de las pruebas que se envíana Moscú. Quizás es verdad, quizá lo hainventado. Quizá lo inventó alguien porél. Resulta una historia bastantesugestiva.

—¿Nosotros creemos que esverdad? —insistió obstinadamenteBarley.

—No puede usted saberlo.—¿Por qué no?—Porque, sometido a interrogatorio,

todo el mundo habla. Ya no hay héroes.Usted habla, yo hablo, Walter habla,

Goethe habla, ella habla. Así que, si ledecimos lo que sabemos acerca de ellos,nos arriesgamos a comprometer nuestracapacidad para espiarles. ¿Conocemosalgún secreto determinado respecto aellos? Si la respuesta es que no,entonces saben que carecemos delprograma, o el aparato, o la fórmula o laestación terrestre supersecreta paraaveriguarlo. Pero si la respuesta es quesí, adoptarán medidas evasivas paraasegurarse de que no podemos seguirobservándoles por ese método.

Barley y yo jugábamos al ajedrez.—¿Entonces, considera usted que el

matrimonio sólo da resultado a

distancia? —me preguntó, reanudandonuestra conversación anterior como sinunca la hubiéramos abandonado.

—Estoy seguro de que el amor, sí —respondí, con un exageradoencogimiento de hombros, y me apresuréa desviar la conversación por derroterosmenos íntimos.

Para su última noche, la señoritaCoad preparó una trucha asalmonada yabrillantó la bandeja de plata. Se llamóa Bob, que llevó un raro whisky demalta y dos botellas de Sancerre. Peronuestra celebración encontró a Barleydel mismo humor introspectivo hasta queel animoso sermón final de Walter le

rescató de su taciturnidad.—La cuestión es por qué —gorjeó

de pronto Walter, haciendo resonar suvoz en la habitación, mientras se servíade mi vaso de Sancerre—. Eso es lo quebuscamos. No la sustancia, sino elmotivo. ¿Por qué? Si confiamos en elmotivo, confiamos en el hombre.Entonces, confiamos en su material. Enel principio no era la palabra, ni el acto,ni la estúpida serpiente. En el principioe r a ¿por qué? ¿Por qué cogió lamanzana? ¿Estaba aburrida? ¿Sintiócuriosidad? ¿Le pagaban por hacerlo?¿Le indujo Adán a ello? Si no, ¿quién lohizo? El diablo es la excusa de toda

muchacha. No haga caso de él. ¿Actuóella en nombre de alguien? No bastadecir: «Porque la manzana está ahí».Eso puede que sirva para el Everest.Puede incluso servir para el Paraíso.Pero no servirá para Goethe, y noservirá para nosotros y, ciertamente, noservirá para nuestros valerosos aliadosamericanos, ¿verdad, Bobby?

Y cuando nos echamos todos a reír,entornó los ojos y levantó más aún lavoz.

—O tomemos a la encantadoraKatya. ¿Por qué la elige Goethe? ¿Porqué pone en peligro su vida? ¿Y por quéella se lo permite? No lo sabemos. Pero

debemos saberlo. Debemos saber todolo que podamos acerca de ella, porqueen nuestra profesión los correos son elmensaje. Si Goethe es auténtico, lacabeza de la muchacha está en globo.Eso es un hecho. Y, si Goethe no esauténtico, ¿cómo queda ella? ¿Inventóella misma todo el asunto? ¿Estárealmente en contacto con él? ¿Está encontacto con alguien diferente y, en talcaso, con quién?

Apuntó con un fláccido dedo alrostro de Barley.

—Y ahí entra usted, señor. ¿CreeGoethe que es usted un espía o no? ¿Ledijeron otras personas que usted era un

espía? Conviértase en un hámster.Almacene todas las semillas que puedaencontrar. Dios le bendiga a usted y atodos los que navegan con usted.

Llené discretamente otro vaso, ybebimos. Y recuerdo que en el profundosilencio oímos con nitidez lascampanadas del Big Ben que subían ríoarriba desde Westminster.

Hasta primera hora de la mañanasiguiente, cuando faltaban pocas horaspara que Barley emprendiera la marcha,no le permitimos una visión limitada delos documentos que tan estridentementehabía reclamado en Lisboa, loscuadernos de Goethe recreados en

facsímil por Langley bajo draconianascondiciones de secreto, incluidas lasgruesas pastas rusas de cartón y losdibujos de alegres escolares soviéticosen las portadas.

Recibiéndolos en silencio con lasdos manos, Barley se convirtió en puroeditor, mientras el resto de nosotroscontemplábamos la transformación.Abrió el primer cuaderno, miró elmargen, lo sopesó y pasó rápidamentelas hojas hasta el final pareciendocalcular cuánto tardaría en leerlo. Cogióel segundo, lo abrió por una página alazar y, al ver las apretadas líneas, torcióel gesto como quejándose de que el texto

estuviera escrito a mano y a un soloespacio.

Luego, fue pasando revista a los trescuadernos, examinando con airedesconcertado sus páginas, desde lasilustraciones al texto y del texto a lasefusiones literarias, mientras mantenía lacabeza rígidamente echada hacia atrás ya un lado, como resuelto a reservarse sujuicio.

Pero cuando levantó los ojos, yoadvertí que habían perdido su sentidodel lugar y parecían hallarse fijos enalguna lejana montaña que sólo él veía.

Un registro rutinario del piso deBarley en Hampstead realizado por Ned

y Brock después de su marcha noproporcionó ninguna pista con respectoa su estado de ánimo. Entre el desordenque cubría su mesa se encontró una viejalibreta en la que acostumbraba a hacersus anotaciones. Los últimos apuntesparecían recientes, siendoprobablemente el más interesante elconstituido por un par de versos quehabía entresacado de la última obra deStevie Smith.

No temo tanto a la nocheoscura

como a los amigos que noconozco.

Ned lo introdujo despaciosamente enla carpeta, pero rehusó hacer ningunaconsideración al respecto. No hayningún tipo que no sienta un cosquilleoen el estómago en vísperas de suprimera operación.

Y en el reverso de una vieja facturatirada en la papelera, Brock encontróuna cita que acabó llevándole hastaRoethke y que por sus propias y oscurasrazones no mencionó hasta semanasdespués.

«Aprendo yendo a donde tengo queir».

Capítulo 6

Katya despertó bruscamente y, comodespués se persuadió a sí misma, conuna inmediata percepción de que aquélera el día. Katya era una mujer soviéticaemancipada, pero la superstición seresistía a morir en ella.

—Tenía que ser —se dijo más tarde.A través de las raídas cortinas, un

sol blanquecino comenzaba a aparecersobre las plazas de cemento de susuburbio del norte de Moscú. A sualrededor, los bloques de apartamentosconstruidos en ladrillo se alzaban como

andrajosos gigantes rosados hacia uncielo desierto.

«Es lunes —pensó—. Estoy en micama. Después de todo, me siento libre.Estaba pensando en su sueño».

Una vez despierta, permanecióinmóvil unos momentos, patrullando sumundo secreto y tratando de ahuyentarde su mente sus malos pensamientos. Yal no conseguido, saltó de la cama e,impulsivamente, como hacía la mayoríade las cosas, se zambulló con destrezafruto de la práctica entre las ropascolgadas y los elementos del cuarto debaño y se duchó.

Era una mujer hermosa, como había

observado Landau. Su alto cuerpo era deformas rotundas, pero no gordo, concintura esbelta y piernas fuertes. Teníauna abundante cabellera negra que setornaba exuberante cuando ladescuidaba. Su rostro era travieso perointeligente y parecía animar todo cuantohabía a su alrededor. Ya estuvieravestida o desnuda, no podía hacerningún gesto que no resultasegraciosamente atractivo.

Cuando se hubo duchado, cerrócuanto le fue posible las llaves del aguay, luego, lo completó con un golpeteodel mazo de madera. Canturreando porlo bajo, cogió el espejito y regresó al

dormitorio para vestirse. La calle denuevo: ¿dónde estaba? ¿En Leningrado oen Moscú? La ducha no había disueltosu sueño.

Su dormitorio era muy pequeño, elmás pequeño de los tres cuartos quecomponían su minúsculo apartamento,una alcoba con un armario y una cama.Pero Katya estaba acostumbrada a estaslimitaciones, y sus rápidos movimientosmientras se cepillaba el pelo, lo retorcíay se lo sujetaba para ir a la oficina,tenían una elegancia sensual aunquedesenfadada. De hecho, el apartamentopodría haber sido mucho más pequeño sino hubiera tenido derecho Katya a veinte

metros adicionales por su trabajo. TíoMatvey valía otros nueve; los gemelos ysu propio ingenio explicaban el resto.No tenía ningún reparo que poner alapartamento.

«Quizá la calle estaba en Kiev —pensó, recordando una reciente visitaallí—. No. Las calles de Kiev sonanchas, pero la mía era estrecha».

Mientras se vestía, el bloquecomenzó a despertar, y Katya fuepercibiendo con una sensación degratitud los rituales del mundo normal.Primero, a través de la pared contiguallegó el sonido del despertador de losGoglidz señalando las seis y media,

seguido del aullido de su perro lobopidiendo que lo soltaran. Los pobresGoglidz, debo llevad es un regalo,pensó. La semana anterior Natasha habíaperdido a su madre, y el viernes elpadre de Otar había sido urgentementeingresado en el hospital con un tumorcerebral. «Les daré un poco de miel»,pensó, y en el mismo instante seencontró dirigiendo una sonrisa desaludo a un antiguo amante, un pintormarginal que contra todas lasprobabilidades de la Naturaleza se lashabía arreglado para mantener unenjambre de abejas ilegales en un tejadosituado detrás del Arbat. La había

tratado vergonzosamente, le asegurabansus amigos. Pero Katya siempre ledefendía en su interior. Después de todo,era un artista, un genio quizás. Era unamante maravilloso, y entre sus accesosde furia la había hecho reír. Sobre todo,le había amado por conseguir loimposible.

Después de los Goglidz llegó elllanto de la hijita de los Voljov, queestaba echando sus primeros dientes, y,un momento después atravesaba latarima del suelo el retumbar de su nuevotocadiscos estéreo japonés interpretandoel último rock americano. ¿Cómodiablos podían permitirse tales cosas, se

preguntó Katya, con Elizabeth siempreembarazada y Sasha con 160 al mes?Después de los Voljov se oyó a losnunca sonrientes Karpov, para ellossolamente Radio Moscú. Hacía unasemana, se había desplomado el balcónde los Karpov, matando a un policía yun perro. Los graciosos del bloquehabían querido hacer una colecta para elperro.

Se convirtió en Katya laabastecedora. Los lunes había unaposibilidad de obtener pollos y verdurasfrescas traídas privadamente del campodurante el fin de semana. Su amigaTanya tenía un primo que actuaba

informalmente como tratante para lospequeños granjeros. Telefonear a Tanya.

Pensando en esto, pensó también enlas entradas para el concierto. Habíatomado su decisión. En cuanto llegase ala oficina recogería las dos entradaspara el concierto de la Filarmónica queel editor Barzin le había prometidocomo reparación por sus insinuacionescon ella bajo el efecto de la bebida en lafiesta del Uno de Mayo. Ella ni se habíadado cuenta siquiera de susinsinuaciones, pero Barzin se estabatorturando por algo, ¿y quién era ellapara interponerse en su sentimiento deculpabilidad…, especialmente si

adoptaba la forma de entradas para elconcierto?

A la hora de comer, después de lacompra, negociaría las entradas con elportero Morozov, que le habíaprometido veinticuatro pastillas dejabón de importación envueltas en papeldecorativo. Con el jabón, compraría lapieza de tela de pura lana que el gerentede la tienda de ropas tenía guardada enel almacén para ella. Katya se negabaresueltamente a preguntarse por qué.Aquella tarde, después de la recepciónhúngara entregaría la tela a OlgaStanislavsky, quien, a cambio de favoresa concretar, confeccionaría dos camisas

de cowboy en la máquina de coserfabricada en Alemania Oriental querecientemente había cambiado por suvieja «Singer» familiar, eran una paracada gemelo por su cumpleaños. Y talvez sobrara tela suficiente paraconseguirles a los dos una revisiónprivada del dentista.

Así que adiós concierto. Estabadecidido.

El teléfono se hallaba en el cuarto deestar, donde dormía su tío Matvey, y eraun precioso modelo polaco de colorrojo. Volodya lo había sacadoclandestinamente de su fábrica y habíatenido la atención de no llevárselo

consigo cuando hizo su salida final.Pasando de puntillas ante el dormidoMatvey —y dirigiéndole una miradacariñosa, pues Matvey había sido elhermano favorito de su padre—, llevó elteléfono por el pasillo estirando de sulargo cordón extensible, lo puso sobre lacama y empezó a marcar antes de haberdecidido con quién hablar primero.

Durante veinte minutos, fue llamandoa sus amigos, hablando principalmentede cosas intrascendentes, pero tambiénde algunas más íntimas. En dosocasiones, al colgar el teléfono, alguienle llamó a ella. El más actual directorcinematográfico checo estuvo la noche

anterior en casa de Zoya. Alexandra dijoque era devastador y que hoy ella seliaría la manta ala cabeza y letelefonearía, pero ¿qué podía utilizarcomo pretexto? Katya reflexionó y lehizo una sugerencia. Tres escultores devanguardia, hasta el momentoprohibidos, iban a celebrar su propiaexposición en el Sindicato deFerroviarios. ¿Por qué no invitarle a quele acompañara a la exposición?Alexandra quedó encantada. Katyasiempre tenía las mejores ideas.

Los jueves por la noche se podíacomprar carne de estraperlo en latrasera de un camión-frigorífico, en la

carretera a Sheremetyevo, dijo Lyuba;pregunta por un tártaro llamado Jan,¡pero no dejes que se te acerque! En unatienda situada detrás de la calleKropotkin se vendían piñas cubanas,dijo Olga; menciona a Dmitri y paga eldoble de lo que pidan.

Al colgar, Katya descubrió queestaba siendo perseguida por el libroamericano sobre desarme que le habíaprestado Nasayan, con sus caractereslatinos. Nasayan era el nuevo directorde la colección de no ficción. A nadie lecaía bien, nadie comprendía cómo habíaconseguido el puesto. Pero se observóque él guardaba la llave de la única

fotocopiadora, lo que le situaba de llenoen las lóbregas filas del estamentooficial. Katya tenía sus estanterías delibros en el pasillo, abarrotadas desdeel suelo hasta el techo y desbordándolo.Empezó a buscado. El libro era uncaballo de Troya. Lo quería fuera de sucasa, y a Nasayan con él.

—¿Va a traducido alguien, entonces?—le había preguntado ella con tonoserio, mientras él paseaba por sudespacho, mirando de soslayo sus cartasy hurgando en el montón de manuscritossin leer—. ¿Por eso quiere que lo lea?

—Pensé que era algo que podríainteresarle —había respondido—. Usted

es madre. Liberal, cualquier cosa queeso signifique. Usted adoptaba unapostura arrogante con respecto aChernobyl y los ríos y los armenios. Sino quiere, no se lo lleve.

Descubriendo su desdichado libroentre Hugh Walpole y Thomas Hardy, loenvolvió en un periódico, lo metió en labolsa, y luego, colgó la bolsa del pomode la puerta de la calle porque, así comolo recordaba todo últimamente, asítambién lo olvidaba todo.

¡El pomo que compramos juntos enel Rastro!, pensó, con un sentimiento decompasión. ¡Volodya, mi pobre queridoe intolerable marido, reducido a

alimentar tu nostalgia histórica en unpiso comunal con cinco malolientesseparados como tú!

Concluidas sus llamadas telefónicas,regó apresuradamente sus plantas y,luego, fue a despertar a los gemelos.Estaban durmiendo diagonalmente en sucama sencilla. En pie ante ellos, Katyalos miró intimidada, sin atreverse por unmomento a tocados. Luego sonrió paraque viesen su sonrisa al despertarse.

Durante la hora siguiente, se dedicópor completo a ellos, cosa que hacíatodos los días. Preparó su kasha, pelósus naranjas y cantó alegres cancionescon ellos, terminando con la Marcha de

los entusiastas, su favorita, queentonaron al unísono, con la barbillasobre el pecho como héroes de laRevolución, sin saber, aunque Katya sílo sabía y no dejaba de sentirseregocijada por ello, que estabancantando la melodía de un himno demarcha nazi. Mientras tomaban su té, lesenvolvió el almuerzo, pan blanco paraSergey, pan negro para Anna, y pastel decarne dentro para los dos. Y después, leabrochó el cuello a Sergey y enderezó elpañuelo de Anna y les dio a los dos unbeso antes de cepillarles el pelo porqueel director de su escuela era unpaneslavista que predicaba que la

pulcritud era un acto de homenaje alEstado.

Y cuando hubo hecho todo esto, sepuso en cuclillas y cogió en brazos a losgemelos, como había venido haciendocada lunes durante las cuatro últimassemanas.

—¿Qué tenéis que hacer si mamá noviene una noche, si tiene que ir a unaconferencia o visitar a alguien que estáenfermo? —preguntó animadamente.

—Telefonear a papá y decirle quevenga a estar con nosotros —respondióSergey, soltándose.

—Y yo cuidaré de tío Matvey —dijoAnna.

—Y si papá también está fuera, ¿quéhacéis?

Empezaron a reír nerviosamente,Sergey porque la idea le turbaba y Annaporque le excitaba la perspectiva deldesastre.

—¡Ir a casa de tía Olga! —exclamóAnna—. ¡Darle cuerda al canariomecánico de tía Olga! ¡Hacerle cantar!

—¿Y cuál es el número de teléfonode tía Olga? ¿Podéis cantarlo también?

Lo cantaron, retorciéndose de risa,los tres. Los gemelos continuaban riendotodavía mientras bajabanbulliciosamente delante de ella por lamaloliente escalera que servía de nido

de amor a los adolescentes y de bar alos alcohólicos, y, al parecer, a todosmenos a ellos, de urinario. Saliendo a laluz del sol, cruzaron el parque cogidosde la mano, con Katya en medio, endirección a la escuela.

—¿Y cuál es el objetivo de tu vidahoy, camarada? —preguntó Katya aSergey con fingida ferocidad mientras leenderezaba una vez más el cuello.

—Servir con todas mis fuerzas alpueblo y al Partido.

—¿Y?—¡No dejar que Vitaly Rogov me

pispe el almuerzo!Más risas mientras los dos gemelos

se separaban de ella y echaban a correrescaleras arriba por los peldaños depiedra, y Katya quedaba despidiéndolescon la mano hasta que desaparecieron.

En el Metro, lo veía todo demasiadobrillantemente y desde lejos. Observó elaire sombrío que tenían los pasajeros,como si ella misma no fuese también unode ellos; y cómo todos parecían estarleyendo periódicos de Moscú, cosa quehabría sido inimaginable un año antes,cuando los periódicos no servían másque como papel higiénico y para taparrendijas. Otros días, Katya podría haberido leyendo uno también; o, si no, unlibro o un manuscrito para el trabajo.

Pero hoy, pese a sus esfuerzos porliberarse de su estúpido sueño, estabaviviendo demasiadas vidas a la vez. Leestaba preparando una sopa de pescadoa su padre, a fin de compensar algúnacto de testarudez. Estaba soportandouna lección de piano en casa de laanciana Tatiana Sergeyevna y siendoreprendida por inconstancia. Estabacorriendo por la calle, sin poderdespertarse. O la calle estaba corriendotras ella. Que fue por lo que estuvo apunto de olvidar hacer el trasbordo detren.

Al llegar a su oficina, que era unafría construcción moderna de escamosa

madera y húmedo cemento —másadecuada para una piscina, pensabasiempre, que para una editorial estatal—, le sorprendió ver unos obrerosserrando y martilleando en el vestíbulode la entrada, y por un momento tuvo ladesagradable impresión de que estabanconstruyendo un patíbulo para suejecución pública.

—Es nuestra asignación —susurróel viejo Morozov, que siempre tenía quedecirle algo—. El dinero nos fueadjudicado hace seis años. Ahora algúnburócrata ha consentido en firmar laorden.

El ascensor estaba siendo reparado,

como de costumbre. En Rusia, pensó,ascensores e iglesias estaban siempre enreparación. Se dirigió a la escalera yempezó a subirla rápidamente, sin saberel porqué de la prisa, dando alegre yruidosamente los buenos días aquienquiera que los necesitase.Pensando después en su apresuramiento,se preguntó si no la habría aguijoneadosubconscientemente el timbre de suteléfono, porque, al entrar, allí estaba,sonando furiosamente sobre su mesa.

Cogió el auricular y dijo «Da»,jadeante, pero evidentemente, hablódemasiado pronto, pues lo primero queoyó fue una voz de hombre preguntando

en inglés por Madame Orlova.—Madame Orlova al habla —

respondió, también en inglés.—¿Madame Yekaterina Orlova?—¿Quién es, por favor? —preguntó,

sonriendo—. ¿Lord Peter Wimseyquizá? ¿Quién es?

Uno de mis estúpidos amigosgastando una broma. Otra vez el maridode Lyuba con la esperanza de conseguiruna cita. Y luego se le secó la boca.

—Ah, bien, me temo que usted nome conoce. Soy Scott Blair. Barley ScottBlair, de «Abercrombie Blair», enLondres, editores, y he venido en viajede negocios. Creo que tenemos un amigo

común, Niki Landau. Niki insistió muchoen que la llamara. ¿Qué tal está?

—Muy bien, ¿y usted? —se oyóKatya decir a sí misma, y sintiódescender sobre ella una nube ardiente ybrotar un dolor en el centro de suestómago, justo debajo de las costillas.En el mismo momento entró Nasayan,con las manos en los bolsillos y sinafeitar, que era su forma de manifestarprofundidad intelectual. Al ver queestaba hablando, encorvó los hombros yvolvió su feo rostro hacia ella con unamueca de desagrado, queriendo quecolgase.

—Bonjour, Katya Borisovna —dijo

sarcásticamente.Pero la voz del teléfono estaba ya

hablando de nuevo, imponiéndose sobreella. Era una voz recia, por lo quesupuso que se trataba de alguien alto.Era resuelta, por lo que supuso alguienarrogante, la clase de inglés que llevatrajes caros, carece de cultura y caminacon las manos a la espalda.

—Escuche, voy a decirle por qué lellamo —estaba diciendo—. Al parecer,Niki prometió buscarle algunas viejasediciones de Jane Austen con losdibujos originales, ¿no? —no le diotiempo a decir si era o no cierto—. Sólohe traído un par de ellas, bastante

bonitas realmente, y me preguntaba sipodríamos quedar en algún lugar quenos viniese bien a los dos para dárselas.

Cansado de mirarla ceñudamente,Nasayan estaba curioseando en lospapeles de su bandeja de entrada, comotenía por costumbre.

—Es usted muy amable —dijo ellaal teléfono, utilizando su voz másimpersonal. Había cerrado su rostro,haciéndolo inexpresivo y oficial. Esoera para Nasayan. Había cerrado sumente. Eso era para ella misma.

—Niki le manda también como unatonelada de té Jackson —continuó lavoz.

—¿Una tonelada? —exclamó Katya—. ¿De qué está hablando?

—A decir verdad, ni siquiera sabíaque Jackson seguía en el negocio. Antestenía una tienda maravillosa enPiccadilly, a unos portales de«Hatchard». El caso es que tengo tresclases diferentes de té delante de mí…

Había desaparecido.Le han detenido, pensó Katya. No ha

llamado. Es mi sueño otra vez. Dios delcielo, ¿qué hago ahora?

—… Assam, Darjeeling y OrangePekoe. ¿Qué diablos es un pekoe? A míme suena más como un ave exótica.

—No sé. Sospecho que será una

planta.—Y yo sospecho que tiene razón. De

todos modos, la cuestión es ¿cómopuedo dárselas? ¿Puedo llevárselas aalgún sitio? ¿O puede pasarse por elhotel y tomamos una copa y nospresentamos formalmente?

Ella estaba aprendiendo a apreciarsus divagaciones. Le estaba dandotiempo de reponerse. Se pasó los dedospor entre el pelo, descubriendo consorpresa que estaba ordenado.

—No me ha dicho en qué hotel sehospeda —objetó severo.

Nasayan volvió vivamente la cabezahacia ella con gesto de desaprobación.

—Pues también es verdad. ¡Quéridículo por mi parte! Estoy en el«Odessa», ¿conoce el «Odessa»? ¿Justoarriba de la carretera desde la viejacasa de baños? Me he aficionado a él yes donde siempre pido alojarme, aunqueno siempre lo consigo. Tengo los díasbastante ocupados con reuniones…,siempre ocurre así cuando viene uno enuna visita rápida, pero las noches lastengo relativamente libres por elmomento, si es que le parece bien.Quiero decir que qué tal esta noche…,no hay tiempo mejor que el presente…,¿le vendría bien esta noche?

Nasayan estaba encendiendo uno de

sus inmundos cigarrillos, aunque toda laoficina sabía que ella detestaba el humode tabaco. Tras encenderlo, lo levantóen el aire y le dio una chupada con suslabios de mujer. Katya le hizo unamueca, pero él no se dio por aludido.

—Me parece perfecto —dijo Katya,con su tono más militar—. Esta nochetengo que asistir a una recepción oficialen su distrito. Está organizada en honorde una importante delegación de Hungría—añadió, no muy segura de a quiénquería impresionar—. Llevábamossemanas esperando este momento.

—Estupendo. Maravilloso. Diga unahora. ¿Las seis? ¿Las ocho? ¿Cuál le

viene mejor?—La recepción es a las seis. Llegaré

quizás a las ocho y cuarto.—Quizás ocho y cuarto, entonces.

Ha cogido el nombre, ¿verdad? ScottBlair. Scott, como el de la Antártida.Soy alto y desgarbado, de unosdoscientos años, con gafas a través delas que no puedo ver. Pero Niki me diceque usted es la réplica soviética de laVenus de Milo, así que esperoreconocerla de todas formas.

—¡Eso es ridículo! —exclamó ella,riendo aun a su pesar.

—Estaré rondando por el vestíbulo,esperándola, pero ¿por qué no le doy el

número de teléfono de mi habitación,sólo por si acaso? ¿Tiene un lápiz?

Cuando colgó, las contradictoriaspasiones que habían ido acumulándoseen ella rompieron sus diques, y sevolvió hacia Nasayan con ojosllameantes.

—Grigory Tigranovich. Cualquieraque sea su posición aquí, no tienenningún derecho a invadir así midespacho, inspeccionar micorrespondencia y escuchar misconversaciones telefónicas. Aquí tienesu libro. Si quiere decirme algo, dígalomás tarde.

Luego cogió un manuscrito de

traductor sobre los logros de lascooperativas agrícolas cubanas y, conmanos heladas, empezó a pasar laspáginas, fingiendo contarlas.Transcurrió una hora entera antes detelefonear a Nasayan.

—Debe usted perdonar mi enfado —dijo—. Este fin de semana ha muerto uníntimo amigo mío. Me he dejadodominar por los nervios.

Para la hora del almuerzo habíacambiado de planes. Morozov podíaesperar sus entradas, el tendero suspastillas de jabón de lujo, OlgaStanislavsky su tela. Echó a andar, cogióun autobús, no un taxi. Volvió a caminar,

cruzando un patio tras otro hastaencontrar el destartalado edificio queestaba buscando y el callejón quediscurría junto a él. «Así es como puedecontactar conmigo cuando me necesite—había dicho él—. El portero es amigomío. No sabrá siquiera quién ha hecho laseñal».

Tienes que creer en lo que estáshaciendo, se recordó a sí misma.

Creo. Creo absolutamente.Tenía en la mano la postal pictórica,

un Rembrandt del Ermitage deLeningrado. «Recuerdos a todos», decíasu mensaje, firmado «Alina», y uncorazón.

Había encontrado la calle. Estaba enella. Era la calle de su pesadilla.Oprimió el timbre, tres veces, y luegoechó la tarjeta por debajo de la puerta.

Una perfecta mañana moscovita,fúlgida y sugerente, el aire alpino, un díapara perdonar todos los pecados.Concluida la llamada telefónica, Barleysalió de su hotel y, de pie en la cálidaacera, relajó la tensión de sus hombros ysus muñecas y volvió a un lado y otro lacabeza en movimiento giratorio mientrasvolcaba su mente hacia fuera y dejabaque la ciudad ahogara sus temores consus contradictorios olores y voces. Elhedor a petróleo ruso, tabaco, perfume

barato y agua de río… ¡hola! Dos díasmás aquí y no me daré cuenta de que osestoy oliendo. Las esporádicas cargasde caballería de los coches…, ¡hola!Los pardos camiones persiguiéndosesobre los baches entre gigantescoseructos de sus motores. El fantasmalvacío entre unos y otros. Las limusinascon sus ventanillas ennegrecidas, losedificios carentes de todo indicativoresquebrajándose prematuramente…,¿eres un bloque de oficinas, un cuartel ouna escuela? Los muchachos fumando enlos portales, esperando. Los chóferes,leyendo periódicos en sus cochesaparcados, esperando. El silencioso

grupo de hombres solemnes y tocadoscon sombrero, mirando fijamente unapuerta cerrada, esperando.

¿Por qué me atraía siempre?, sepreguntó, contemplando su vida entiempo pasado, según costumbrerecientemente adquirida. ¿Por quéseguía volviendo aquí? Se sentíaanimoso y brillante, no podía evitarlo.No estaba acostumbrado al miedo.

Por su forma de ser, decidió. Porquepueden soportar las penalidades mejorque nosotros. Por su amor a la anarquíay su terror al caos, y la tensión entreambos.

Porque Dios siempre encontraba

excusas para no venir aquí. Por suuniversal ignorancia y por el esplendorque irrumpe a su través. Por su sentidodel humor, tan bueno como el nuestro, ymejor.

Porque ellos son la última granfrontera en un mundo absolutamentedescubierto. Porque con tanto ahínco seesfuerzan en ser como nosotros yarrancan desde tan lejos.

Por el enorme corazón que late en elinterior de la enorme confusión. Porquela confusión es mía.

Llegaré quizás a las ocho y cuarto,había dicho ella. ¿Qué era lo que habíapercibido en su voz? ¿Precaución?

¿Precaución para quién? ¿Para ellamisma? ¿Para él? ¿Para mí? En nuestraprofesión el correo es el mensaje.

Mira al exterior, se dijo Barley a símismo. El exterior es el único sitio enque estar.

Un grupo de chicas con vestidos dealgodón y chicos con chaquetas de sargaazul trotaban con aire decidido desde elMetro, camino del trabajo o lainstrucción. Las sombrías expresionesde sus rostros se trocaban con facilidaden risa a una sola palabra. Al ver alextranjero, le observaron con fríasmiradas, sus redondas gafas, susgastados zapatos hechos a mano, su

viejo traje imperialista. En Moscú, yaque en ningún otro sitio, Barley Blairobservaba la corrección burguesa en elvestir.

Uniéndose a la corriente depersonas, se dejó llevar por ella, sinimportarle por dónde iba. En contrastecon su estado de ánimo resueltamentealegre, las colas ante las tiendas decomestibles tenían un aire inquieto ydesasosegado. Los héroes del trabajo ylos veteranos de guerra, mal vestidos ycon el pecho cubierto de medallas quetintineaban bajo el sol mientras seabrían paso por entre la multitud, teníanaspecto de ir a llegar tarde

adondequiera que fuesen. Hasta sulentitud parecía tener un aire de protesta.En el nuevo clima, no hacer nadaconstituía por sí solo un acto deoposición. Porque no haciendo nada nocambiamos nada. Y no cambiando nadanos aferramos a lo que conocemos,aunque sean los barrotes de nuestrapropia cárcel.

Llegaré quizá a las ocho y cuarto.Al llegar al ancho río, Barley volvió

a demorar el paso, haraganeando. En laotra orilla, las cúpulas de cuento dehadas del Kremlin se elevaban en uncielo sin nubes. Una Jerusalén con lalengua arrancada, pensó. Tantas torres, y

ni una campana. Tantas iglesias, yapenas una oración pronunciada.

Oyendo una voz junto a él, se volviódemasiado bruscamente y vio a unmatrimonio de ancianos vestidos con susmejores ropas que le preguntaban elcamino a alguna parte. Pero Barley el dela memoria perfecta conocía pocaspalabras de ruso. Era una música quehabía escuchado con frecuencia sinhacer acopio del valor necesario parapenetrar en sus misterios.

Se echó a reír e hizo un gesto deexcusa.

—No lo hablo, amigo. Soy una hienaimperialista. ¡Inglés!

El anciano le agarró la muñeca enseñal de amistad.

En toda ciudad extranjera en quehabía estado alguna vez, personasdesconocidas le preguntaban el camino alugares que no conocía en idiomas queno entendía. Sólo en Moscú lebendecían por su ignorancia.

Volvió sobre sus pasos,deteniéndose ante desaliñadosescaparates, fingiendo examinar lo queofrecían. Muñecas de madera pintada.¿Para quién? Polvorientas latas de fruta,¿o eran de pescado? Baqueteadospaquetes que colgaban de una cuerdaroja y cuyo contenido era un misterio,

quizá pekos. Tarros de muestrasmédicas variadas, iluminados porbombillas de diez vatios. Se estabaaproximando de nuevo a su hotel. Unacampesina de mirada turbia le tendió unramo de tulipanes envuelto en papel deperiódico.

—Muy amable por su parte —exclamó, y rebuscando en los bolsillosencontró un billete de un rublo.

Un «Lada» verde estaba aparcadoante la puerta del hotel, con el radiadoraplastado. En su parabrisas había unatarjeta con las letras VAAP escritas amano, El conductor estaba inclinadosobre el capó retirando las hojas del

limpiaparabrisas como precaucióncontra el robo.

—¿Scott Blair? —le preguntóBarley—. ¿Me busca a mí?

El conductor no le prestó la másmínima atención, sino que continuó consu trabajo.

—¿Blair? —dijo Barley—. ¿Scott?—¿Son para mí, querido? —

preguntó Wicklow, acercándosele pordetrás—. Todo en orden —añadió envoz baja—. Sin moros en la costa.

Wicklow cubriría las espaldas,había dicho Ned. Wicklow sabrá si estáusted siendo seguido. Wicklow ¿y quiénmás?, se preguntó Barley. La noche

anterior, nada más inscribirse en elhotel, Wicklow se había desvanecidohasta después de la medianoche, y, al ira acostarse, Barley le había visto desdela ventana, hablando en la calle con dosjóvenes vestidos con pantalonesvaqueros.

Subieron al coche. Barley echó lostulipanes sobre la repisa posterior.Wicklow se sentó en el asientodelantero, charlando animadamente conel conductor en su perfecto ruso. Elconductor lanzó una estruendosacarcajada. Wicklow rió también.

—¿Le importa contármelo? —preguntó Barley.

Wicklow lo estaba haciendo ya.—Le he preguntado si le gustaría

llevar a la reina cuando venga aquí en suvisita oficial. Según un proverbio muypopular por aquí, si robas, roba unmillón; si jodes, jade con una reina.

Barley bajó la ventanilla y tabaleórítmicamente con los dedos en el borde.La vida era una fiesta hasta las, quizásocho y cuarto.

—¡Barley! Bienvenido a Berbería,mi querido amigo. Por amor de Dios,hombre, no me des la mano en el umbral,ya tenemos bastantes problemas. Tienesun aspecto absolutamente saludable —selamentó, alarmado, Alik Zapadny

cuando tuvieron tiempo de examinarsemutuamente—. ¿Por qué no estás conresaca, si me permites que lo pregunte?¿Estás enamorado, Barley? ¿Te hasvuelto a divorciar? ¿Qué has estadohaciendo que necesitas confesarteconmigo?

El tenso rostro de Zapadny leexaminó con desesperada penetración,estampadas para siempre en susdemacradas mejillas las huellas de laprisión. Cuando Barley le conoció,Zapadny era un dudoso traductor caídoen desgracia que trabajaba bajo otrosnombres. Ahora era un dudoso héroe dela reconstrucción, vestido con camisa

blanca y traje negro.—He oído la Voz, Alik —explicó

Barley, experimentando un acceso delviejo afecto, mientras le entregaba unpaquete de números atrasados del TheTimes envueltos en papel marrón—. Enla cama a las diez, con un buen libro. Tepresento a Len Wicklow, nuestroespecialista ruso. Sabe acerca de ti másque tú mismo, ¿verdad, Leonard Carl?

—¡Bueno, gracias a Dios quealguien sabe! —exclamó Zapadny,teniendo buen cuidado de no agradecerel regalo—. Nos estamos volviendoúltimamente tan inseguros de nosotrosmismos que nuestro gran misterio ruso

está siendo exhibido a la luz pública. Apropósito, ¿cuánto sabe usted acerca desu nuevo jefe, señor Wicklow? ¿Estáenterado, por ejemplo, de cómoemprendió por sí solo la tarea deinstruir a la Unión Soviética? Él tenía lafascinante visión de cien millones detrabajadores soviéticos carentes deinstrucción adecuada que anhelabanperfeccionarse en sus horas de ocio. Lesvendería una amplia diversidad delibros sobre cómo aprender griego ytrigonometría y ciencia domésticabásica. Tuvimos que explicarle que elhombre de la calle soviético seconsidera a sí mismo finito y en sus

horas de ocio está borracho. ¿Sabe quéle compramos en su lugar para tenerlecontento? ¡Un libro de golf! No imaginacuántos de nuestros dignos ciudadanosse sienten fascinados por su capitalistagolf. —Y apresuradamente, todavía unapeligrosa broma—. No es que tengamoscapitalistas aquí. ¡Oh Dios mío!, no.

Se hallaban sentadas diez personas auna mesa amarilla bajo un icono deLenin hecho de chapa de madera.Hablaba Zapadny, y los otrosescuchaban y fumaban. Ninguno deellos, que Barley supiera, estabaautorizado para firmar un contrato oaprobar un acuerdo.

—Bueno, Barley, ¿quieres decirmequé es toda esa tontería de que hasvenido aquí para comprar librossoviéticos? —preguntó Zapadny amanera de cortesía inicial, levantandolas enarcadas cejas y juntando las yemasde los dedos como Sherlock Holmes—.Los ingleses nunca compráis nuestroslibros. En lugar de ello, hacéis quenosotros compremos los vuestros.Además, estás arruinado, por lo menoseso es lo que nos dicen nuestros amigosde Londres. «A. B., están viviendo delbuen aire de Dios y del whisky escocés,dicen. Personalmente, me parece unadieta excelente. Pero ¿por qué has

venido? Yo creo que sólo querías unaexcusa para visitarnos otra vez».

Pasaba el tiempo. La mesa amarillaflotaba en los rayos de sol. Sobre ella sealzaba una nube de humo de cigarrillos.Por la mente de Barley cruzabanimágenes en blanco y negro de Katya enforma fotográfica. El diablo es la excusade toda muchacha. Tomaron té en bellastazas de Leningrado. Zapadny estabapronunciando su habitual alocucióncontra la idea de hacer tratosdirectamente con editores soviéticos,eligiendo a Wicklow como auditorio:evidentemente, se estaba desarrollandobien la permanente guerra entre VAAP y

el resto del mundo. Dos hombres depálida tez entraron unos momentos aescuchar y volvieron a salir. Wicklowse estaba ganando simpatías repartiendo«Gauloises» azules.

—Hemos tenido una inyección decapital, Alik —se oyó a sí mismoexplicar Barley desde muy lejos—. Lostiempos han cambiado. Rusia está demoda últimamente. No tengo más quedecirles a los chicos de las pelas queestoy formando una lista rusa y vendráncorriendo detrás de mí a toda lavelocidad que les permitan sus cortaspiernas.

—Pero, Barley, esos chicos, como

tú los llamas pueden hacerse hombresmuy rápidamente —advirtió Zapadny, elgran sofisticado, con una nueva y suavecarcajada—. En particular cuando estándeseando que se les devuelva el dinero,diría yo.

—Es lo que te describí en mi télex,Alik. Quizá no has tenido tiempo deleerlo —dijo Barley—. Si las cosas sedesarrollan conforme a nuestros planes,«A. B». lanzará una nueva seriededicada íntegramente a cosas rusas esteaño. Ficción, no ficción, poesía,juveniles, ciencias. Tenemos una nuevalínea en medicina popular, todo enrústica. Los temas viajan, y también las

reputaciones de los autores. Nosgustaría que colaborasen auténticosmédicos y científicos soviéticos. Noqueremos cría de ovejas en MongoliaExterior ni piscifactorías en el CírculoÁrtico, pero si tenéis temas razonablesque sugerir, estamos aquí para escuchary comprar. Anunciaremos nuestra listaen la próxima feria del libro de Moscú,y, si las cosas van bien, publicaremosnuestros primeros seis títulos en laprimavera próxima.

—Y, perdóname, Barley, ¿tienesahora una organización de ventas, osigues confiando en la intervencióndivina como antes? —preguntó Zapadny,

con su rebuscada finura.Resistiendo a la tentación de decirle

a Zapadny que cuidara sus modales,Barley continuó:

—Estamos negociando un acuerdode distribución con varias importanteseditoriales y pronto efectuaremos unanuncio. Excepto para la ficción. Para laficción utilizaremos nuestro propioequipo ampliado —dijo, sin poderrecordar en absoluto por qué habíantomado esta extraña decisión ni, dehecho, si realmente la habían tomado.

—La ficción sigue siendo el buqueinsignia de «A. B»., señor —explicódevotamente Wicklow, ayudando a

Barley a salir del trance.—La ficción siempre debería ser el

buque insignia de uno —le corrigióZapadny—. Yo diría que la novela es elmás grande de todos los maratones. Esoes sólo mi opinión personal,naturalmente. Es la forma más elevadade arte. Más elevada que la poesía, máselevada que el relato breve. Pero, porfavor, no divulgues mis palabras.

—Bueno, digamos que son sólo lassuperpotencias literarias —dijoaduladoramente Wicklow.

Muy complacido, Zapadny se volvióhacia Barley.

—En la ficción, deberíamos, como

en este caso especial, suministrarnuestro propio traductor y percibir uncinco por ciento adicional de derechossobre la traducción —dijo.

—No hay problema —respondióalegremente Barley en su sueño—.Actualmente, ésa es la clase de dineroque «A. B». pone bajo la bandeja.

Pero, para asombro de Barley,Wicklow intervino vivamente.

—Disculpe, señor, eso significaduplicar el importe de los derechos depublicación. No creo que podamoshacer frente a eso. Seguramente, no haoído bien lo que estaba diciendo elseñor Zapadny.

—Tiene razón —dijo Barley,irguiéndose bruscamente—. ¿Cómodiablos podemos soportar otro cinco porciento?

Sintiéndose como un magodisponiéndose a realizar su siguientenúmero de ilusionismo, Barley sacó desu cartera una carpeta y extendió bajolos rayos de sol media docena desatinados prospectos.

—Nuestra conexión americanaaparece descrita en la página dos —anunció—. «Potomac Boston» es nuestrosocio en el proyecto. «A. B». comprarálos derechos en lengua inglesa decualquier obra soviética y los venderá a

«Potomac» para todo el territorio deAmérica del Norte. Ellos tienen unafilial en Toronto, así que añadiremos elCanadá. ¿Verdad, Wickers?

—Sí, señor.¿Cómo diablos aprendía Wicklow

tan rápidamente toda esta basura?, pensóBarley.

Zapadny estaba todavía examinandoel prospecto, pasando una rígida einmaculada página tras otra.

—¿Has editado tú esta mierda,Barley? —preguntó cortésmente.

—No, «Potomac» —respondióBarley.

—Pero el río Potomac está muy

lejos de la ciudad de Boston —objetóZapadny, aireando sus conocimientos degeografía americana para los pocos quelos compartían—. A menos que lo hayancambiado de sitio recientemente, está enWashington. Me pregunto qué mutuaatracción puede existir entre la ciudadde Boston y ese río. ¿Estamos hablandode una compañía antigua, Barley, o deuna nueva?

—Nueva en el ramo. Antigua en elmercado. Son comerciantes, antes deWashington y ahora de Boston. Capitalespeculador. Cartera diversificada.Producción cinematográfica,aparcamientos, máquinas tragaperras,

prostitución y cocaína. Lo habitual. Laeditorial es sólo una de sus actividadesmarginales.

Pero mientras sonaban las risas, aquien oía mentalmente hablar era a Ned.«Enhorabuena, Barley. Aquí, Bob, haencontrado un ricachón de Boston queestá dispuesto a aceptarle como socio.Todo lo que tiene que hacer es gastar sudinero».

Y Bob, con sus grandes pies y suchaqueta de mezclilla, sonriendo lasonrisa del comprador.

Once y media. Ocho horas y cuarentay cinco minutos hasta las quizás ocho ycuarto.

—El chófer quiere saber qué debeesperar cuando se encuentre con la reina—estaba gritando entusiásticamenteWicklow por encima del respaldo—. Lepreocupa realmente. ¿Acepta sobornos?¿Manda ejecutar a la gente por pequeñasinfracciones? ¿Qué se siente viviendo enun país gobernado por dos ferocesmujeres?

—Dígale que es agotador, pero quenos sobreponemos —dijo Barley con unenorme bostezo.

Y, habiéndose refrescado con untrago de su botella, se recostó en loscojines y despertó para encontrarsesiguiendo a Wicklow por el corredor de

una prisión. Salvo que, en lugar de losgritos de los encarcelados, era el silbidode una tetera lo que oía y el repiqueteode un ábaco sonando en la oscuridad. Unmomento después, Wicklow y Barley sehallan en las oficinas de una compañíaferroviaria británica, cosecha de 1935.Bombillas cubiertas de huellas demoscas y difuntos ventiladoreseléctricos cuelgan de las vigas de hierrofundido. Amazonas con pañuelos en lacabeza presiden máquinas de escribircirílicas, grandes como hornos. Gruesoslibros de contabilidad abarrotan lospolvorientos estantes. Montones decajas de zapatos llenas de carpetas de

cuero se elevan desde la tarima delsuelo hasta los alféizares.

—¡Barley! ¡Cristo! ¡Bienvenido aPrometeo Desencadenado! Me dicen quepor fin tienes algo de dinero. ¿Quién telo dio? —grita una figura de edad mediaataviada con equipo de combate estiloFidel Castro, saltando hacia ellos através del desorden—. Vamos anegociar directamente, ¿eh? ¡Al diablocon esos gilipollas de VAAP!

—¡Yuri, qué alegría verte! Tepresento a Len Wicklow, nuestrodirector de habla rusa.

—¿Es usted espía?—Sólo en mis ratos libres, señor.

—¡Cristo! ¡Un tipo majo! Merecuerda a mi hermano pequeño.

Están en Madison Avenue. Persianasvenecianas, mapas murales y sillones.Yuri es gordo, exuberante y judío.Barley le ha traído una botella de«Black Label» y unos pantys para subella y nueva esposa. Abriendo labotella de whisky, Yuri insiste enservirlo en las tazas de té. Entran en eléter ruso. Hablan de Bulgakov,Platonov, Ajmatova. ¿Será autorizadoSolzhenitsyn? ¿Y Brodsky? Hablan deUna serie de escritores inglesescontemporáneos que han encontradoarbitrariamente favor oficial y, por

consiguiente, fama en Rusia, Barley noha oído hablar de algunos y detesta aotros. Carcajadas, brindis, noticias deamigos ingleses, muerte a los gilipollasde VAAP. Rusia está cambiando pormomentos, ¿se ha enterado Barley? ¿Vioaquel artículo en el Moscow News delpasado jueves sobre los chifladosneofascistas de Pmayat, con sutrasnochado nacionalismo y suantisemitismo y su antitodo menos ellosmismos? ¿Y qué tal el artículo deOgonyok sobre Sigmund Freud? ¿Y lapostura de Novy Mir sobre Nabokov?Directores, diseñadores, traductoresproliferan en las sorprendentes

cantidades habituales, pero ningunaKatya. Todo el mundo está borracho,incluso los que han rehusado el alcohol.Es presentado un gran escritor llamadoMisha y se le hace sentarse donde supúblico pueda verle.

—Misha no ha estado todavía en lacárcel —explica apologéticamente Yuri,entre grandes carcajadas—. Pero quizá,si tiene suerte, le manden allá antes deque sea demasiado tarde y pueda serpublicado en Occidente.

Hablan de las últimas obrasmaestras soviéticas de ficción. Yuri haelegido solamente ocho de su propialista; cada una de ellas es un bestseller

seguro, Barley. Publícalas, y podrásabrirme una cuenta bancaria en Suiza.Una afanosa búsqueda de bolsas deplástico antes de que Wicklow se hagacargo de las copias realizadas mediantepapel carbón de ocho manuscritosimpublicables, pues éste es un mundo enque la fotocopiadora y la máquina deescribir eléctrica siguen siendoprohibidos instrumentos de sedición.

—Hablando de teatro y deAfganistán. ¡Pronto nos reuniremostodos en Londres! —exclama Yuri,como un jugador loco apostándoselotodo.

—Te enviaré a mi hijo, ¿de

acuerdo? ¿Y me envías tú al tuyo?Escucha, ¡intercambiamos rehenes, y deesa manera nadie se bombardeamutuamente!

Todo el mundo guarda silenciocuando Barley habla y también cuandolo hace Misha, el gran escritor.Wicklow traduce mientras Yuri y otrostres formulan objeciones a la traducciónde Wicklow. Misha objeta a lasobjeciones. Ha empezado la cuestaabajo.

Alguien pide saber por qué GranBretaña continúa gobernada todavía porel Partido Conservador fascista. ¿Porqué no echa a patadas el proletariado a

esos bastardos? Barley responde algo deescasa originalidad sobre que lademocracia es el peor de los sistemas aexcepción de todos los demás, Nadieríe. Quizá ya lo conocen, quizá no lesgusta. Terminado el whisky, es elmomento de marcharse mientras se vandebilitando las sonrisas. ¿Cómo puedenlos ingleses predicar los derechoshumanos, pregunta hoscamente alguien,cuando están esclavizando a losirlandeses y los escoceses? ¿Por quéapoyan al repugnante Gobierno deSudáfrica?, grita una rubia de noventaaños con vestido de baile. Yo no loapoyo, dice Barley. De verdad que no.

—Escucha —dice Yuri, ya en lapuerta—. Mantente apartado de esebastardo de Zapadny, ¿de acuerdo? Nodigo que sea de la KGB. Lo único quedigo es que necesitó de varios buenosamigos para volver a la circulación.¿Comprende lo que quiero decir?

Ya se habían abrazado muchasveces.

—Yuri —dice Barley—, mi ancianamadre me enseñó a creer que todosvosotros erais de la KGB.

—¿Yo también?—Tú especialmente. Decía que tú

eras el peor.—Te adoro. ¿Me oyes? Mándame a

tu hijo. ¿Cómo se llama?La una y media y van retrasados una

hora para su próximo paso a lo largo delduro camino hacia las quizás ocho ycuarto.

Maderas oscuras, comidaespléndida, criados respetuosos, laatmósfera de un aristocrático pabellónde caza. Están sentados a la larga mesadispuesta bajo la galería del Sindicatode Escritores. Nuevamente preside AlikZapadny. Varios prometedores jóvenesescritores de sesenta años se acercan,escuchan y vuelven a alejarse,llevándose consigo sus grandespensamientos. Zapadny señala a los

recientemente liberados de la prisión y aaquellos que espera no tarden enremplazarles. Burócratas literariosacercan sus sillas y practican su inglés.Wicklow interpreta, Barley brillafulgurantemente, bebiendo zumo defrutas y los restos de «Black Label». Elmundo va a ser un lugar mejor, leasegura Barley a Zapadny, como si fueseun experto en lo que al mundo se refiere.

Temerariamente, cita a Zinoviev.—¿Cuándo terminará todo esto?

¿Cuándo dejará la gente de hacer colaante la Tumba? —Alusión al mausoleode Lenin.

Esta vez, los aplausos no son tan

ensordecedores.A las dos en punto, de conformidad

con las nuevas leyes reguladoras de labebida y en el momento preciso, elcamarero lleva una botella de vino, yZapadny, en honor de Barley, saca unabotella de vodka de su apolilladacartera.

—¿Te ha dicho Yuri que soy de laKGB? —pregunta, con tono lastimero.

—Naturalmente que no —respondevigorosamente Barley.

—No te consideres singularizado.Se lo dice a todos los occidentales. Laverdad es que a veces me preocupa unpoco Yuri. Es buena persona, pero todo

el mundo sabe que es un piojoso editor,así que ¿cómo logra un judío como él suposición? Su hijo pequeño fue bautizadoen Zagorsk la semana pasada. ¿Cómoexplicas eso?

—No es asunto mío, Alik. Vive ydeja vivir. Finito. —Y, en un aparte, envoz baja—: Sáqueme de aquí, Wickers,me estoy poniendo sereno.

Hacia las seis, después de otras dosreuniones enormemente elocuentes, yhabiendo conseguido milagrosamentedeclinar media docena de invitacionespara la noche, Barley está de nuevo ensu habitación del hotel, pugnando con laducha para serenarse, mientras habla

alegremente con Wicklow de temaseditoriales a través de la puerta, a laatención de los ocultos micrófonos. PuesWicklow tiene orden de Ned depermanecer con Barley hasta el últimomomento por si le asalta el miedoescénico o se aturrulla en su papel.

Capítulo 7

En aquel tercer año de la GranReconstrucción Soviética, el hotel«Odessa» no era la joya de la toscaindustria turística de Moscú, perotampoco era la pieza peor. Estabadestartalado, estaba ruinoso, eraselectivo en sus favores. Ligado al rubiomás que al dólar, carecía derefinamientos tales como baresfuncionando con moneda extranjera ygrupos de fatigados ciudadanos deMinnesota reclamando lacrimosamentesus desaparecidos equipajes. Estaba tan

mal iluminado que las lámparas debronce y las espadañas y el porticadocomedor recordaba al viejo pasado enel momento de su derrumbamiento másque al fénix socialista emergiendo de lascenizas. Y cuando salía uno deltemblequeante ascensor y desafiaba elceño del conserje de piso, acurrucadoen su garita y rodeado de ennegrecidasllaves de habitación y mohososteléfonos, era probable queexperimentase la impresión de haberregresado a las más perversasinstituciones de su juventud.

Pero entonces la Reconstrucción noera todavía un medio visual. Se

encontraba estrictamente en la faseauditiva.

Sin embargo, para los que labuscaban, el «Odessa» en aquellostiempos tenía alma, y, con suerte, lasigue teniendo. Las buenas damas derecepción conservan un corazón amabletras sus miradas de acero; los porteroshan llegado a permitir el paso alascensor sin exigir el pasaporte porquinta vez en el mismo día. Elencargado del restaurante, supuesto elestímulo adecuado, le conducirá a unohasta su mesa y le gustará ver una buenacara a cambio. Y por las tardes, entrelas seis y las nueve, el vestíbulo se

convierte en una improvisada muestra delas cien naciones del Imperio.Administradores de Tashkentelegantemente vestidos, rubios maestrosde escuela de Estonia, fierosfuncionarios del Partido deTurkmenistán y Georgia, directores defábrica de Kiev, ingenieros navales deArkángel —por no hablar de cubanos,afganos, polacos, rumanos y un pelotónde alemanes orientales desaliñadamentearrogantes— salen de los charabanesque les han traído del aeropuerto ydescienden de la luz de la calle a laamortiguadora oscuridad del vestíbulopara rendir su homenaje a Roma y

desplazar metro a metro su equipaje endirección a la tribuna.

Y Barley, renuente emisario de unimperio diferente, ocupó esa tarde sulugar entre ellos.

Primero se sentó, sólo paraencontrarse con que una vieja dama ledaba unos golpecitos en el hombro y lepedía el asiento. Luego remoloneó porel interior de un recinto contiguo hastaque se vio en riesgo de quedarbloqueado por un muro de maletas decartón y paquetes marrones. Finalmente,se desplazó a la protección de unacolumna central y allí permaneció,excusándose a todo el mundo, viendo

girar la puerta de cristales, mientrassujetaba contra el pecho Emma, de JaneAusten, y sostenía con la otra mano unahorrible bolsa del aeropuerto deHeathrow.

Fue una buena cosa que Katyallegase para salvarle.

No había nada secreto en suentrevista, nada reservado en sucomportamiento. Cada uno de ellosdivisó al otro en el mismo instante,mientras Katya estaba atravesandotodavía la puerta. Barley levantó unbrazo, agitando a Jane Austen.

—¡Hola, soy yo! ¡Blair! —gritó.Katya desapareció y reapareció

victoriosa. ¿Le oyó? Sonrió de todosmodos y levantó los ojos hacia el cielo,en muda mímica, presentándole excusaspor su retraso. Se echó hacia atrás unmechón de negros cabellos, y Barley violos anillos de boda y de compromiso deLandau.

«Debería haberme visto tratando deescabullirme», le estaba ella diciendopor señas por encima de las cabezas. O:«Me ha sido completamente imposibleencontrar un taxi».

«No importa en absoluto», estabarespondiendo, también por señas,Barley.

Luego se desentendió por completo

de él mientras fruncía el ceño yrebuscaba en su bolso la tarjeta deidentidad para enseñársela al policía depaisano cuyo agradable trabajo aquellanoche era interceptar a todas las damasatractivas que entraban en el hotel. Erauna tarjeta roja lo que mostró, por lo queBarley adivinó que se trataba delSindicato de Escritores.

Luego el propio Barley se distrajomientras trataba de explicar en supasable aunque trabajoso francés a uncorpulento palestino que no, lo sentía,pero no era miembro del Grupo de Paz,muchacho, y, no, tampoco era el directordel hotel y dudaba mucho que hubiese

alguno.Wicklow, que había observado estos

hechos desde la zona media de laescalera, manifestó más tarde que nuncahabía visto un encuentro abierto mejorrealizado.

Como actores, Barley y Katya ibanvestidos para obras diferentes: Katya,para alta comedia, con su vestido azul ycuello de encaje antiguo que tanto lehabía gustado a Landau; y Barley, paracomedia cómica inglesa, con un traje arayas de su padre que le estabademasiado corto de mangas y un par dedesgastadas botas de ante de «Ducker»,en Oxford, que sólo un coleccionista de

antigüedades habría podido considerarcomo todavía espléndidas.

Cuando se reunieron sesorprendieron mutuamente. Después detodo, aún eran desconocidos, máspróximos a las fuerzas que les habíanllevado allí que cada uno al otro.Desechando el impulso de darle un besode cortesía en la mejilla, Barley seencontró mirando con aturdimiento susojos, que no sólo eran muy oscuros y, almismo tiempo, llenos de luz, sino que sehallaban también provistos de densasarias de sombra, de tal modo que nopudo por menos de preguntarse si noposeería un doble juego de pestañas.

Y, como Barley, por su parte,mostraba esa expresión indefiniblementeestúpida que asalta a ciertos ingleses enpresencia de mujeres hermosas, Katyasospechó que su primera impresión porteléfono había sido correcta y que él eraun tipo altivo.

Mientras tanto, se hallaban losuficientemente cerca uno de otro comopara percibir el calor de sus cuerpos, yBarley oler su maquillaje. A sualrededor continuaba la Babel delenguas extranjeras.

—Usted es el señor Barley, creo —dijo ella, jadeante, y le apoyó la manoen el antebrazo, pues tenía la costumbre

de tocar a las personas como paraasegurarse de que eran reales.

—Sí, en efecto, el mismo, hola, yusted es Katya Orlova, amiga de Niki.Maravilloso que haya podido lograrlo.Una obra maestra de precisión. ¿Cómoestá?

Las fotografías no mienten, perotampoco dicen la verdad, estabapensando Barley, viendo cómo seelevaba y descendía su pecho con surespiración. No captan el fulgor de unamuchacha que parece como si acabarade presenciar un milagro y uno fuese lapersona a la que hubiera decididodecírselo primero.

La bulliciosa muchedumbre quellenaba el vestíbulo le devolvió a larealidad. Nunca dos personas, porunidas que estuviesen, podrían habersobrevivido durante mucho tiempointercambiando cortesía en el centro deaquella agitación.

—Vamos a hacer una cosa —dijo,como si acabara de ocurrírsele depronto una brillante idea—. ¿Por qué notomamos un té? Niki me insistió en quederrochara mis atenciones con usted. Seconocieron en esa feria, me dijo.Excelente persona, un corazón de oro —continuó animadamente mientras laconducía hacia la escalera—. La sal de

la tierra. Un pelma también, desdeluego, pero ¿quién no lo es?

—¡Oh!, el Landau es un hombre muyamable —dijo ella, hablando paraBarley tanto como para el inidentificadoauditorio, pero con tono muy persuasivo.

—Y digno de confianza —añadióaprobadoramente Barley mientrasllegaban al rellano del primer piso.Ahora, también él por alguna razón,estaba jadeando—. Pídale a Niki quehaga algo, y lo hace. A su manera,cierto. Pero lo hace y se guarda para sílo que piensa. Siempre he consideradoque ése es el signo de un buen amigo,¿no le parece?

—Yo diría que sin discreción nopuede haber amistad —respondió ella,como si citase una frase de un libro depreparación al matrimonio—. Laverdadera amistad debe basarse en lamutua confianza.

Y Barley, al tiempo que reaccionabacordialmente a tan profundopensamiento, no pudo dejar dereconocer la similitud de sus cadenciascon las de Goethe.

En una estancia encortinada había unmostrador de diez metros de largo conuna sola bandeja de bizcochos sobre él.Detrás, tres corpulentas mujeres conuniformes blancos y cascos de plástico

transparente habían montado guardiajunto a un samovar de regimientomientras discutían entre ellas.

—Y con un excelente criterio parajuzgar un libro, el viejo Niki —observóBarley, insistiendo en el tema mientrasocupaban sus puestos ante la barrera decuerda—. Bête intelectuelle, comodicen los franceses. Té, por favor,señoras. Maravilloso.

Las señoras continuaronarengándose unas a otras. Katya las mirócon semblante inexpresivo. De pronto,para asombro de Barley, sacó su paserojo y gruñó ferozmente —no había otrapalabra para expresarlo—, con el

resultado de que una de ellas se separóde sus compañeras lo suficiente paracoger dos tazas de un estante y dejarlascaer malignamente sobre dos platilloscomo si estuviera cargando un viejorifle. Todavía furiosa, llenó una enormemarmita. Y, habiendo sacado con nuevasmuestras de cólera una moderna caja decerillas, encendió el gas y depositóencima con fuerza la marmita antes devolver junto a sus camaradas.

—¿Quiere un bizcocho? —preguntóBarley. ¿Foie gras?

—Gracias. Ya he tomado unospastelillos en la recepción.

—¡Oh, Dios mío! ¿Estaban buenos?

—No ha sido muy interesante lacosa.

—¿Pero eran amables los húngaros?—Los discursos no eran

importantes. Yo diría que eran banales.Yo culpo de ello a nuestro ladosoviético. No nos sentimos relajadoscon los extranjeros, ni aunque sean depaíses socialistas.

Los dos se habían salido por unmomento de los respectivos papeles.Barley se estaba acordando de una chicaque había conocido en la Universidad,hija de un general, con una piel queparecía hecha de pétalos de rosa, y quevivía sólo para defender los derechos de

los animales hasta que se casóprecipitadamente con un caballerizo dela asociación local de cazadores. Katyaestaba mirando sobriamente al extremode la sala, donde una docena de mesasse hallaban dispuestas en ordenadaslíneas. Junto a una de ellas se hallabaLeonard Wicklow, compartiendo unabroma con un joven de su edad. En otra,un maduro Rittmeister con botas demontar bebía limonada en compañía deuna muchacha con vaqueros y separabalos brazos como para describir susperdidas fincas.

—No comprendo por qué no lainvité a cenar —dijo Barley, mirándola

de nuevo a los ojos con la sensación dehundirse en sus profundidades—.Supongo que es que uno no quiere serdemasiado audaz. No, a menos quepueda salirse con la suya.

—No habría sido conveniente —respondió ella, frunciendo el ceño.

La marmita empezó a silbar, pero lasaguerridas mujeres siguieron deespaldas a ella.

—Siempre resulta difícil actuar porteléfono, ¿no le parece? —dijo Barley,por continuar la conversación—. Merefiero a estar dirigiéndose a unaespecie de flor de plástico, en lugar deun rostro humano. Personalmente, yo

odio al estúpido cacharro ese, ¿ustedno?

—¿Odiar qué, perdón?—El teléfono. Hablar a distancia. —

La marmita empezó a rebosar sobre elgas—. Se hace uno las más estúpidasideas sobre las personas cuando nopuede verlas.

Adelante, se dijo a sí mismo. Ahora.—Eso mismo le estaba diciendo el

otro día a un editor amigo mío —prosiguió, con el mismo tono ligero—.Estábamos comentando una nuevanovela que alguien me había enviado. Sela había enseñado de un modoestrictamente confidencial, y él había

quedado muy impresionado. Dijo queera lo mejor que había visto en muchosaños. Dinamita pura. —Los ojos deKatya estaban fijos en los suyos—. Peroes extraño no tener ninguna clase deimagen del autor —continuó alegremente—. Ni siquiera sé cómo se llama el tío.Y mucho menos de dónde saca toda suinformación, dónde aprendió su técnicay todo eso. ¿Comprende lo que quierodecir? Es como oír una música y noestar seguro de si es de Brahms o deCole Porter.

Ella permanecía con el ceñofruncido. Había retraído los labios yparecía estar humedeciéndoselos dentro

de la boca.—Yo no considero que cuestiones

tan personales sean apropiadas para unartista. Algunos escritores solamentepueden trabajar en la oscuridad. Eltalento es el talento. No necesitaexplicaciones.

—Bueno, el caso es que yo noestaba hablando de explicaciones, sino,más bien, de autenticidad —explicóBarley. Un leve vello seguía la línea delpómulo de la muchacha, pero, adiferencia de los cabellos, era de oro—.Quiero decir que usted ya sabe lo que esel mundo editorial. Si un tipo ha escritouna novela sobre las tribus montañesas

del norte de Birmania, por ejemplo, unotiene derecho a preguntar si ha estadoalguna vez al sur de Minsk.Especialmente, si se trata de una novelarealmente importante, como lo es ésta.Un éxito mundial en potencia, según miamigo. En un caso así, yo creo que tieneuno derecho a insistir en que el autor seponga en pie y declare suscualificaciones.

Más audaz que las otras, la dama demás edad estaba echando agua hirviendoen el samovar. Otra estaba abriendo lacaja. Una tercera colocaba raciones deté en una pequeña balanza. Buscando ensus bolsillos, Barley encontró un billete

de tres rubios. Al verlo, la mujer de lacaja prorrumpió en una furiosa diatriba.

—Supongo que quiere cambios —dijo estúpidamente Barley—. ¿No losqueremos todos?

Luego vio que Katya habíadepositado treinta kopeks sobre elmostrador y se le formaban dos hoyuelospequeñitos cuando sonreía. Cogió loslibros y el bolso, y ella le siguió con lastazas en una bandeja. Pero cuandollegaron a la mesa, le habló conexpresión desafiante.

—Si un autor está obligado ademostrar que dice la verdad, tambiénlo está su editor —dijo.

—¡Oh!, yo estoy decididamente afavor de la honradez. Cuanta más genteponga sus cartas sobre la mesa, mejornos irá a todos.

—Se me ha informado que el autorse inspiró en un poeta ruso.

—Pecherin —respondió Barley—.Muy respetado. Nacido en 1807 enDymerka, provincia de Kiev.

Los labios de Katya estaban cercadel borde de su taza, y sus ojos bajos. YBarley, aunque tenía muchas otras cosasen la mente, advirtió que su orejaderecha, emergiendo entre sus cabellos,se había tornado transparente a la luzvespertina que penetraba por la ventana.

—El autor se inspiró también enciertas opiniones de un inglés acerca dela paz mundial —dijo ella, con sumagravedad.

—¿Cree que le gustaría volver aentrevistarse con ese inglés?

—El dato es poco conocido y puededemostrarse.

—Bueno, al inglés sí que le gustaríaentrevistarse con él —dijo Barley—.Tienen muchas cosas que decirse uno aotro. ¿Dónde vive usted?

—Con mis hijos.—¿Dónde están sus hijos?Una pausa, durante la cual Barley

experimentó de nuevo la incómoda

sensación de haber violado algunadesconocida ética.

—Vivimos cerca de la estación deMetro de Aeropuerto. Ya no hayaeropuerto. Hay apartamentos. ¿Cuántotiempo va a quedarse en Moscú, señorBarley?

—Una semana. ¿La dirección de suapartamento?

—No es conveniente que se la dé.¿Va a alojarse todo el tiempo aquí, en elhotel «Odessa»?

—A menos que me echen. ¿A qué sededica su marido?

—No es importante.—¿Está en la actividad editorial?

—No.—¿Es escritor?—No.—¿Qué es, entonces? ¿Compositor?

¿Guardia fronterizo? ¿Cocinero? ¿Cómola mantiene a usted en el estilo a queestá acostumbrada?

La había hecho reír de nuevo, cosaque pareció complacerle a ella tantocomo a él.

—Era director de una empresamaderera —dijo.

—¿De qué es director ahora?—Su fábrica produce casas

prefabricadas para zonas rurales.Estamos divorciados, como todo el

mundo en Moscú.—¿Qué son sus hijos? ¿Niños?

¿Niñas? ¿Qué edad tienen?Y eso puso fin a la risa. Por un

momento Barley creyó que le iba a dejarallí plantado. Levantó la cabeza, suexpresión se endureció y en sus ojosbrilló una llamarada de ira.

—Tengo un niño y una niña. Songemelos, de ocho años. Pero eso no esrelevante.

—Habla usted un inglés espléndido.Mejor que el mío. Es como un aguacristalina.

—Gracias. Poseo una comprensiónnatural de las lenguas extranjeras.

—Es mejor que eso. Esextraordinario. Es como si el inglés sehubiera detenido en Jane Austen,¿Dónde lo aprendió?

—En Leningrado. Fui allí a laescuela. El inglés es también mi pasión.

—¿Dónde de fue a la universidad?—En Leningrado también.—¿Cuándo vino a Moscú?—Cuando me casé.—¿Cómo le conoció?—Mi marido y yo nos conocíamos

desde niños. Cuando estábamos en laescuela íbamos juntos a loscampamentos de verano.

—¿Cogían peces?

—Y conejos también —respondióella, mientras su sonrisa iluminaba denuevo la sala—. Volodya es unmuchacho siberiano. Sabe dormir en lanieve, desollar un conejo y coger pecesa través del hielo. En la época en queme casé con él yo estaba apartándomede los valores intelectuales. Pensabaque lo más importante que un hombrepodía saber era cómo desollar unconejo.

—En realidad, me estabapreguntando cómo conoció usted al autor—explicó Barley.

La vio luchar contra su indecisión,observando lo fielmente que sus ojos

reflejaban sus cambiantes emociones,ora aproximándose a él, ora retirándose.Hasta que la perdió por completomientras ella se inclinaba bajo el nivelde la mesa, apartaba su mechón de peloy cogía el bolso.

—Por favor, dele las gracias alseñor Landau por los libros y por el té—dijo—. Yo se las daré personalmentela próxima vez que venga a Moscú.

—No se vaya, por favor. Necesitosu consejo. —Bajó la voz y se puso muyserio de pronto—. Necesito susinstrucciones sobre qué hacer con eseextravagante manuscrito. No puedoactuar solo. ¿Quién lo escribió? ¿Quién

es Goethe?—Lo siento, pero tengo que volver

junto a mis hijos.—¿No hay alguien cuidando de

ellos?—Naturalmente.—Llame por teléfono. Diga que

llegará tarde. Diga que ha conocido a unhombre fascinante que quiere hablar deliteratura con usted toda la noche.Apenas nos conocemos. Necesitotiempo. Tengo montones de preguntaspara usted.

Recogiendo los volúmenes de JaneAusten, echó a andar hacia la puerta. Y,como un vendedor persistente, Barley se

puso a su lado.—Por favor —dijo—. Escuche. Soy

un piojoso editor inglés con algo asícomo diez mil cosas enormementeimportantes que discutir con una bellamujer rusa. No muerdo, no miento.Venga a cenar conmigo.

—No es conveniente.—¿Será conveniente otra noche?

¿Qué debo hacer? ¿Encender un pebete?¿Poner una vela en mi ventana? Hevenido aquí por usted. Ayúdeme aayudarle.

Su súplica la había desconcertado.—¿Puede darme el número de su

casa? —insistió.

—No es conveniente —murmuróella.

Estaban bajando por la ampliaescalera. Mirando al mar de cabezas,Barley vio a Wicklow y su amigo entreellas. Agarró del brazo a Katya, noviolentamente, pero con la fuerzasuficiente, no obstante, para hacer que sedetuviera.

—¿Cuándo? —dijo.Seguía agarrándola del brazo a la

altura del bíceps, justo sobre la carainterna del codo, donde la carne era másfirme y más prieta.

—Quizá le llame esta noche a últimahora —respondió ella, cediendo.

—Quizá, no.—Le llamaré.Quedándose en la escalera. Barley

vio cómo ella se aproximaba al bordede la multitud y, luego, parecía tomaraliento antes de extender los brazos yabrirse paso en dirección a la puerta.Estaba sudando. Un manto de humedadpendía sobre su espalda y sus hombros.Necesitaba un trago, Sobre todo,necesitaba desembarazarse delmicrófono. Sentía deseos de destrozarloen mil pedazos, pisotearlos yenviárselos a Ned por correo certificadoy personal.

Wicklow, con su nariz ganchuda,

subía las escaleras en dirección a él,sonriendo como un ladrón y diciendoalgún despropósito acerca de unabiografía soviética de Bernard Shaw.

Katya caminaba rápidamente,buscando un taxi, pero necesitandomoverse. El cielo se había cubierto denubes y no había estrellas, sólo lasanchas calles y el resplandor de losarcos voltaicos que llegaba desdePetrovka. Necesitaba poner distanciaentre Barley y ella. Un pánico nacido, nodel miedo, sino de una violentaaversión. Amenazaba apoderarse de supersona. No debía haber mencionado alos gemelos. Él no tenía ningún derecho

a derribar los muros de papel que sealzaban entre una vida y otra. No debíaacosarla con preguntas burocráticas.Ella había confiado en él: ¿por qué noconfiaba en ella?

Dio la vuelta a una esquina ycontinuó andando. Es un típicoimperialista, falso, impertinente yreceloso. Pasó un taxi sin hacerle caso.Un segundo taxi redujo la marcha eltiempo suficiente para oírle vocear supunto de destino y, luego, volvió aacelerar en busca de un encargo máslucrativo…, transportar prostitutas,trasladar muebles, repartir verduras,carne y vodka del mercado negro y

maniobrar las trampas para turistas.Estaba empezando a llover, gotasgrandes y bien dirigidas.

Su humor, tan fuera de lugar. Susinquisiciones, tan impertinentes. Nuncavolveré a acercarme a él. Debería cogerel Metro, pero temía el confinamiento.Atractivo, naturalmente, como lo sonmuchos ingleses. Aquella graciosatosquedad. Era ingenioso y, sin duda,sensitivo. No había esperado que fuera aacercarse tanto. O quizás era ella quiense había aproximado demasiado a él.

Siguió caminando, serenándose,buscando un taxi. Arreció la lluvia. Sacódel bolso un paraguas plegable y lo

abrió. Fabricado en Alemania Oriental,regalo de un efímero amante del que nose había sentido orgullosa. Al llegar aun cruce, se disponía a bajar a lacalzada cuando un muchacho en un«Lada» azul se detuvo a su lado. Ella nole había llamado.

—¿Cómo va el negocio, hermanita?¿Era un taxista, era un atracador?

Montó y dio su dirección. El muchachoempezó a protestar. La lluvia retumbabasobre el techo del vehículo.

—Es urgente —dijo, y le dio dosbilletes de tres rublos—. Es urgente —repitió, y miró su reloj, al tiempo que sepreguntaba si mirar relojes era algo que

la gente hacía cuando se dirigíaapresuradamente al hospital.

El muchacho parecía habersetomado a pecho su causa. Estabaconduciendo y hablando a velocidadvertiginosa mientras la lluvia penetrabatorrencialmente por su abiertaventanilla. Su madre, enferma enNovgorod, se había desmayado mientrascogía manzanas en lo alto de unaescalera y había despertado con las dospiernas escayoladas, dijo. El parabrisasera un torrente de agua furiosamentearremolinada. No había parado paracolocar los limpiaparabrisas.

—¿Y qué tal está ahora? —preguntó

Katya, anudándose un pañuelo en torno ala cabeza. Una mujer con prisa porllegar al hospital no se pone a charlarsobre la situación de otras, pensó.

El muchacho detuvo el coche. Katyavio la verja. El cielo estaba despejadode nuevo, y la noche, cálida y fragante.Se preguntó si realmente había llovido.

—Tome —dijo el muchacho,tendiéndole sus billetes de tres rublos—. La próxima vez, ¿eh? ¿Cómo sellama? ¿Quiere fruta fresca, café,vodka?

—Quédeselo —replicó ellasecamente, y rechazó el dinero.

La puerta de la verja estaba abierta,

conduciendo a lo que podría haber sidoun bloque de oficinas, con unas cuantasluces mortecinas encendidas. Un tramode escalones de piedra, medioenterrados en barro y broza, ascendíahasta una galería elevada que cruzabasobre un patio. Mirando hacia abajo,Katya vio ambulancias aparcadas, consus luces azules girando perezosamente,y los conductores y camilleros fumandoen grupo. A sus pies yacía una mujertendida sobre unas parihuelas, con elmagullado rostro torcido hacia un ladocomo para escapar a un segundo golpe.

Él se ocupó de mí, mientras su menteretornaba por un momento a Barley.

Avanzó presurosa hacia el grisedificio que se alzaba ante ella. Unaclínica diseñada por Dante y construidapor Franz Kafka, recordó. El personalviene aquí para robar medicinas yvenderlas en el mercado negro; todoslos médicos practican el pluriempleopara mantener a sus familias, recordó.Un lugar para la chusma y la canalla denuestro imperio, para el pobreproletariado carente de la influencia olas conexiones de unos pocos. La vozque sonaba en su cabeza poseía un ritmoque marchaba con ella mientrasatravesaba con paso firme las puertasdobles. Una mujer le dirigió la palabra

con tono airado, y Katya, en lugar demostrarle su tarjeta, le entregó un rubio.El vestíbulo reverberaba como unapiscina. Detrás de un mostrador demármol, más mujeres se comportabancomo si no existiera nadie más que ellasmismas. Un viejo vestido con uniformeazul dormitaba en una silla, con los ojosabiertos fijos en un aparato de televisiónapagado. Cruzó con pasos rápidos anteél y entró en un corredor a lo largo delcual se alineaban camas de pacientes. Laúltima vez que estuvo allí no habíacamas en el corredor. Quizá las sacabanpara dejar sitio a alguien importante. Unexhausto practicante estaba dando

sangre a una anciana, ayudado por unaenfermera vestida con bata abierta ypantalones vaqueros. Nadie gemía,nadie se quejaba. Nadie preguntaba porqué debía morir en un pasillo. Un letreroiluminado mostraba las primeras letrasde la palabra «Urgencias». Lo siguió.Compórtate como si estuvieras en tucasa, le había aconsejado él la primeravez. Y había dado resultado. Le seguíadando.

La sala de espera era un salón deconferencias abandonado e iluminadocomo un pabellón nocturno. En elestrado, una matrona de venerable rostrose sentaba ante una hilera de solicitantes

tan larga como un ejército en retirada.En el auditorio, los desventurados de laTierra gruñían y susurraban en la medialuz y atendían a sus hijos. Hombres conheridas vendadas a medias yacíantendidos en bancos. Se oían losjuramentos de borrachos tendidos en losrincones. El aire hedía a antiséptico,vino y sangre seca.

Aún debía esperar diez minutos. Y,de nuevo, sé encontró con que su menteretornaba a Barley. Su mirada franca ydirecta, su aire de valor desesperado.¿Por qué no le daría mi número deteléfono? Su mano sobre su brazo comosi siempre hubiera estado allí. «He

venido aquí por usted». Eligiendo unbanco roto situado junto a la puertatrasera con el letrero de «Lavabos», sesentó y clavó la mirada al frente. Puedesmorirte allí, y nadie preguntará tunombre, había dicho él. Está la puerta,está el hueco para el guardarropa,repitió mentalmente. Luego están loslavabos. El teléfono está en elguardarropa, pero nunca se usa porquenadie sabe que existe. Nadie puedecomunicar con el hospital por la líneaabierta, pero esta línea fue instalada porun importante médico que queríamantenerse en contacto con suspacientes privados y con su amante,

hasta que fue trasladado a otro hospital.Algún idiota lo instaló oculto detrás deuna columna. Y allí ha permanecidodesde entonces.

¿Cómo estás enterado de laexistencia de esos sitios?, le habíapreguntado ella. Esta entrada, este ala,este teléfono, sentarse y esperar. ¿Cómosabes?

Yo ando, había respondido, y ellahabía tenido una visión de élrecorriendo a grandes zancadas lascalles de Moscú, sin dormir, sin comer,sin su compañía, caminando. Soy elgentil errante, le había dicho. Ando paraestar con mi mente, bebo para ocultarme

de ella. Cuando ando, tú estás a mi lado;puedo ver tu rostro junto a mi hombro.

Caminará hasta desplomarse, pensó.Y yo le seguiré.

En el banco situado junto a ella, unacampesina tocada con un pañolón colorazafrán había empezado a rezar enucraniano. Sostenía un pequeño icono enlas manos e iba inclinando su cabezahacia él, más profundamente cada vez,hasta golpear la calva frente contra elmarco de hojalata. Brillaban sus ojos, y,cuando se cerraron, Katya vio deslizarselágrimas por entre sus párpados. Notardaré mucho tiempo en tener tu mismoaspecto, pensó.

Recordó cómo le había hablado élde visitar un depósito de cadáveres enSiberia, una fábrica para los muertos,situada en una de las ciudades fantasmaen que trabajaba. Cómo los cadáveressalían de una rampa y eran pasados poruna plataforma giratoria, hombres ymujeres mezclados, para ser rociadoscon mangueras de agua y rotulados ydespojados de su oro por las viejasmujeres de la noche. La muerte es unsecreto como cualquier otro; le habíadicho él; un secreto es algo que serevela a una sola persona a la vez.

¿Por qué siempre tratas deinstruirme en el significado de la

muerte?, le había preguntado ella, conuna sensación de repugnancia. Porque túme has enseñado a vivir, habíarespondido él.

El teléfono es el más seguro de todaRusia, había dicho. Ni siquiera nuestroslunáticos de los Órganos de seguridadpensarían en intervenir el teléfono endesuso de un hospital de urgencias.

Recordó la última vez que habíanestado juntos en Moscú, en lo más crudodel invierno. Él había cogido un trenlento en una remota estación, un lugarsin nombre en el centro de ninguna parte.No había sacado billete y había viajadometiéndole diez rublos en la mano al

interventor, como todo el mundo.Nuestros intrépidos Órganoscompetentes son tan burgueses en laactualidad que ya no saben mezclarsecon los obreros, había dicho. Se loimaginaba desvalido en su gruesa ropainterior, tendido en la semioscuridadsobre la litera superior reservada paralos equipajes, escuchando las toses delos fumadores y los gruñidos de losborrachos, asfixiándose con el hedor ahumanidad y las emanaciones de laestufa mientras miraba fijamente lashorribles cosas que él sabía y de las quenunca hablaba. ¿Qué clase de infiernosería, se preguntó, verse atormentado

uno mismo por sus propias creaciones?¿Saber que el absoluto mejor que unopuede hacer en su carrera es el absolutopeor para la Humanidad?

Se vio a sí misma esperando sullegada, vivaqueando entre las miles depersonas que aguardaban también en laestación de Kazansky bajo las suciasluces fluorescentes. El tren circula conretraso, ha sido cancelado, hadescarrilado, decían los rumores. Hayfuertes nevadas en todo el trayecto hastaMoscú. El tren está llegando, no hasalido siquiera, no tenía por quéhaberme molestado nunca en decir tantasmentiras. Los empleados de la estación

habían echado formaldehído en loslavabos y toda la muchedumbre apestabaa ello. Ella llevaba el gorro de piel deVolodya porque le ocultaba más la cara.Su bufanda de pelo de camello le cubríala barbilla, y el abrigo de piel de ovejael resto del cuerpo. Jamás había sentidotanto deseo hacia nadie. Era un ardor yun hambre a la vez dentro del abrigo.

Cuando bajó del tren y se dirigióhacia ella a través del aguanieve, sucuerpo estaba rígido y turbado como elde un chiquillo. Mientras estaba a sulado en el abarrotado Metro, estuvo apunto de gritar en el silencio al sentirleapretarse contra ella. Había tomado

prestado el apartamento de Alexandra,que se había ido a Ucrania con sumarido. Abrió la puerta de entrada y lehizo pasar delante. Él parecía a veces nosaber dónde estaba, o, después de todossus preparativos, no importarle nada. Aveces, a ella le daba miedo tocarle, tanfrágil era. Pero hoy, no. Hoy corrióhacia él, le agarró con todas sus fuerzas,atrayéndole hacia sí sin pericia niternura, castigándole por los meses ymeses de estéril anhelo.

Pero ¿y él? Él la abrazó como solíahacerla su padre, manteniendo la cinturaapartada de ella y los hombros firmes. Yal separarse de él, comprendió que

había pasado el tiempo en que él podíasepultar su tormento en su cuerpo.

Tú eres la única religión que tengo,susurró él, besándole la frente con loslabios cerrados. Escúchame mientras tedigo lo que he decidido hacer, Katya.

La campesina estaba arrodillada enel suelo, adorando su icono,apretándoselo contra el pecho y loslabios. Katya tuvo que pasar por encimade ella para llegar a la pasarela. En elextremo del banco se había sentado unjoven pálido vestido con una cazadorade cuero. Tenía un brazo introducido porla pechera de su camisa, por lo quesupuso que se había roto la muñeca.

Había dejado caer la cabeza sobre elpecho, y al pasar delante de él advirtióque también tenía rota la nariz, aunquecurada.

El recinto estaba a oscuras. Unabombilla fundida colgaba estérilmente.Un pesado mostrador de madera lecortaba el paso al guardarropa. Trató delevantar la trampilla, pero erademasiado pesada, así que se agachó ypasó por debajo. Se encontró entreperchas y colgadores vacíos ysombreros abandonados. La columnaestaba a un Metro. Un letrero escrito amano decía NO SE DAN CAMBIOS. Ylo leyó a la luz que dejó pasar

fugazmente una puerta al abrirse ycerrarse. El teléfono estaba en su lugarde costumbre al otro lado, pero cuandose situó ante él apenas si podía vedo enla oscuridad.

Lo miró fijamente, deseando quesonara. Su pánico había desaparecido.Se sentía fuerte de nuevo. ¿Dóndeestás?, se preguntó. ¿En uno de tusnúmeros postales, una de tus manchas enel mapa? ¿En Kazajstán? ¿En el Volgamedio? ¿En los Urales? Sabía quevisitaba todos esos lugares. En losviejos tiempos podía decir por el colorde su tez cuándo había estado trabajandoal aire libre. Otras veces parecía como

si hubiera pasado meses enteros bajotierra. ¿Dónde estás con tu espantosaculpa? pensó. ¿Dónde estás con tuaterradora decisión? ¿En un lugar oscurocomo éste? ¿En la oficina de telégrafos,abierta las 24 horas del día, de unapequeña ciudad? Lo imaginó detenido,como tantas veces había temido,amarrado y lívido en una choza, atado aun caballo de madera, sin poder casiresollar mientras continuabanpegándole. Estaba sonando el teléfono.Levantó el auricular y oyó una vozinexpresiva.

—Aquí Pyotr —dijo la voz, que erala clave convenida para protegerse

mutuamente…, si estoy en sus manos yme obligan a llamarte, les diré unnombre diferente para que puedasocultarte.

—Y aquí Alina —respondió ella,asombrada de poder hablar siquiera.Después de eso, nada le importaba. Estávivo. No le han detenido. No le estánpegando. No le han atado a un caballode madera. Se sintió floja y exhausta.Estaba vivo, estaba hablando con ella.Hechos, no emociones, su voz alprincipio remota y sólo a mediasfamiliar. Hacia atrás y hacia delante,sólo hechos. Haz esto. Él dijo esto. Yodije esto. Dile que le agradezco que

haya venido a Moscú. Dile que se estácomportando como un ser humanorazonable. Estoy bien. ¿Cómo estás tú?

Colgó, demasiado débil para seguirhablando. Regresó a la sala deconferencias y se sentó en un banco conlos demás, pugnando por recobrar elaliento, sabiendo que nadie sepreocuparía de ella.

El muchacho de la cazadora decuerpo continuaba en el banco. Volvió afijarse en su nariz. Se acordó de nuevode Barley y se sintió agradecida por suexistencia.

Yacía en mangas de camisa sobre lacama. Su cuarto era un cubículo mal

ventilado segregado de un ampliodormitorio y lleno del acuático coro detodo hotel ruso: el gorgoteo de losgrifos, el gotear de la cisterna deldiminuto cuarto de baño, las gárgarasdel negro radiador, el gemido delfrigorífico al lanzarse a un nuevo ciclode convulsiones. Estaba tomando whiskyen un vaso para limpiarse los dientes,fingiendo leer a la mortecina luz de lalámpara de la mesilla. Tenía el teléfonoal lado y junto al teléfono yacía sulibreta de notas para mensajes y grandespensamientos. Los teléfonos puedenestar vivos, se hallen o no colgados, lehabía advertido Ned. Éste, no, pensó

Barley. Éste está tan muerto como undodó hasta que ella llame.

Estaba leyendo al maravillosoMárquez, pero las líneas impresas erancomo alambradas para él; continuamenteestaba tropezando y teniendo queretroceder.

Pasó un coche por la calle, y luegoun peatón. Después le tocó el turno a lalluvia, crepitando como una perdigonadacontra los cristales de la ventana. Sin ungrito, ni una risa ni una voz airada,Moscú había retornado a los grandesespacios.

Recordó sus ojos. ¿Qué veían en mí?Una reliquia, decidió. Vestido con el

traje de mi padre. Un piojoso actorescondido tras su propia actuación, ydetrás del maquillaje, nada. Ella estababuscando en mí la convicción, y en lugarde ello ha visto la bancarrota moral demi clase y mi tiempo inglés. Estababuscando esperanza para el futuro yencontrando vestigios de una historiaterminada. Buscaba comunicación y vioen mí el letrero que dice «reservado».Así que me echó un vistazo y escapó.

¿Reservado para quién? ¿Para quégran día o gran pasión me he reservadoa mí mismo?

Trató de imaginar su cuerpo.Aunque, con una cara así ¿quién necesita

un cuerpo?Bebió. Ella es valor. Ella es

turbación. Bebió de nuevo. Katya, si esésa quien tú eres, estoy reservado parati.

Sí.Se preguntó qué más había que saber

de ella. Nada, excepto la verdad. Habíaexistido una época, ya olvidada hacíatiempo, en que él había confundido labelleza con la inteligencia, pero Katyaera tan evidentemente inteligente que nohabía peligro esta vez de confundirambas cualidades. Y había existido otraépoca en que había confundido belleza yvirtud. Pero había percibido en Katya

una virtud tan iridiscente que si ellaasomara la cabeza por la puerta en estemomento y le dijera que acababa deasesinar a sus hijos, él encontraríainmediatamente seis maneras deasegurarla que ella no tenía la culpa.

Sí.Tomé otro trago de whisky y, con un

sobresalto, se acordó de Andy.Andy Macready, trompeta, tendido

en el hospital con la cabeza cortada.Tiroides, había dicho vagamente sumujer. Cuando lo descubrieron, Andy noquiso operarse. Prefería la largazambullida y no volver, dijo, así que seemborracharon juntos y planearon el

viaje a Capri, una última comilona, ungalón de vino tinto y la larga zambullidaa ninguna parte a través del sucioMediterráneo. Pero cuando la tiroides lecreó realmente problemas, Andydescubrió que prefería la vida a lamuerte, así que votó a favor de laintervención quirúrgica. Y le separaronla cabeza del cuerpo, todo menos lasvértebras, y le alimentaban y lemantenían con tubos. Así que Andyestaba vivo aún, pero sin nada por loque vivir y nada de que morir,maldiciendo no haber realizado lazambullida a tiempo y tratando deencontrar para sí mismo un sentido que

la muerte no se llevara consigo.Telefonear a la parienta de Andy,

pensó. Preguntarle cómo está su marido.Miró su reloj, calculando qué hora seríaen el mundo real o irreal de la señoraMacready. Su mano empezó a moversehacia el teléfono, pero no lo cogió, porsi sonaba.

Pensó en su hija Anthea. La buena deAnt.

Pensó en su hijo Hal, en la City.Siento habértelo chafado, Hal, pero aúntienes tiempo para arreglarlo.

Pensó en su piso de Lisboa y en lamuchacha que lloraba llena dedesconsuelo, y se preguntó con un

estremecimiento qué habría sido de ella.Pensó en sus otras mujeres, pero susentimiento de culpabilidad no era elacostumbrado, de modo que se interrogótambién acerca de eso. Pensó de nuevoen Katya y comprendió que había estadopensando en ella todo el tiempo.

Un golpecito en la puerta. Ha venidoa mí. Lleva una simple bata casera y estádesnuda debajo. Barley, susurra,querido. ¿Me seguirás queriendodespués?

Ella no hace nada parecido. No tieneprecedente ni secuela. No forma partede la familiar y conocida serie.

Era Wicklow, su ángel guardián, en

acto de servicio.—Adelante, Wickers. ¿Quiere un

trago?Wicklow levantó las cejas,

preguntando ¿ha telefoneado? Llevabauna cazadora de cuero sobre la que seveían gotitas de lluvia. Barley meneó lacabeza. Wicklow se sirvió un vaso deagua mineral.

—He estado echando un vistazo aalgunos de los libros que nos hanpresentado hoy, señor —dijo, con eltono ceremonioso que ambos adoptabanpara los micrófonos—. Me preguntabasi querría usted que le pusiera al tantode algunos de los títulos de no ficción.

—Póngame al corriente, Wickers —dijo afablemente Barley, tendiéndose denuevo en la cama mientras Wicklow sesentaba en la silla.

—Bueno, quisiera comentarle sólouno de ellos, señor. Es ese manual sobreregímenes alimenticios y ejercicios paraestar en forma. Yo creo que podríamostenerlo en cuenta para una de nuestrasediciones en colaboración. Mepreguntaba si podríamos contratar a unode sus mejores ilustradores y elevar elnivel de impacto ruso.

—Elévelo. El cielo es el límite.—Bueno, tendré que preguntarle

primero a Yuri.

—Pregúnteselo.Pausa. «Repasemos eso otra vez»,

pensó Barley.—¡Oh!, a propósito, señor. Me

preguntaba usted por qué tantos rusosutilizan la palabra «conveniente».

—Sí, en efecto, sí —dijo Barley,que no había preguntado nada semejante.

—La palabra en que ellos piensan esudobno. Significa conveniente, perotambién significa adecuado, lo que debede resultar un poco confuso a veces.Quiero decir que una cosa es no serconveniente, y otra distinta no seradecuado.

—En efecto —asintió Barley tras

larga reflexión, mientras tomaba unsorbo de whisky.

Luego debió de quedarseamodorrado, porque de lo siguiente quese dio cuenta fue de que estabaincorporado en la cama con el teléfonoaplicado a la oreja y Wicklow en pie asu lado. Estaban en Rusia, así que ellano dijo su nombre.

—Venga por aquí —dijo él.—Siento llamar tan tarde. ¿Le

molesto?—Claro que sí. Continuamente. Fue

una magnífica taza de té. Ojalá, hubieradurado más. ¿Dónde está usted?

—Creo que me invitó usted a cenar

mañana por la noche.Él estaba tendiendo la mano hacia su

libreta de notas. Wicklow se le pusodelante, preparada.

—Almuerzo, té, cena, las tres cosas—dijo—. ¿Adónde envío la carroza decristal? —garrapateó una dirección—.A propósito, ¿cuál es su número deteléfono, por si me pierdo o se pierdeusted?

Ella se lo dijo también, lo cualconstituía una desviación de losprincipios, pero se lo dio de todosmodos. Wicklow miró cómo lo apuntabatodo y, luego, salió silenciosamente dela habitación mientras ellos continuaban

hablando.Uno nunca sabe, pensó Barley,

serenando su mente con otro prolongadotrago de whisky una vez que hubocolgado. Con mujeres bellas,inteligentes y virtuosas, uno,simplemente, nunca sabe a qué atenerse.¿Está que se muere por mí, o sólo soy unrostro en su muchedumbre?

Y, de pronto, el miedo de Moscúcayó sobre él con la fuerza de unvendaval. Saltó sobre él cuando menoslo esperaba, después de haber estadocombatiéndolo durante todo el día. Lossofocados terrores de la ciudadestallaron atronadores en sus oídos,

seguidos por la aguda voz de Walter.—¿Está ella realmente en contacto

con él? ¿Lo ha inventado todo ellamisma? ¿Está en contacto con alguiendiferente, y, en ese caso, con quién?

Capítulo 8

En la sala de situación instalada en elsótano del edificio de la Casa Rusia laatmósfera era la de un tenso ypermanente raid aéreo nocturno. Ned sehallaba sentado a su mesa de mando antetina batería de teléfonos. A vecesparpadeaba uno de ellos y él hablaba alaparato con breves monosílabos. Dossecretarias repartían en silencio lostelegramas y vaciaban las bandejas decorrespondencia a cursar. Dos relojesiluminados, uno con la hora de Londres,otro con la hora de Moscú, brillaban

como lunas gemelas en la pared delfondo. En Moscú era medianoche. EnLondres, las nueve. Ned apenas silevantó la vista cuando su portero meabrió la puerta.

No había podido escaparme antes.Había pasado la mañana con losprocuradores de Hacienda y la tarde conlos abogados de Cheltenham. La cenaestaba ayudando a entretener a unadelegación sueca de espiócratas antes deque fueran despachados a la obligatoriacomedia musical.

Walter y Bob estaban inclinadossobre un plano de Moscú, Brockhablaba por el teléfono interior con la

sala de cifrado. Ned se hallaba inmersoen lo que parecía un prolijo inventario.Me indicó una silla y empujó hacia míuna serie de comunicados recibidos,garrapateados mensajes del frente.

09:54 horas, Barley ha logradotelefonear a Katya a «Octubre». Hanconcertado una cita para las 20.15 deesta noche en el «Odessa». Más.

13:20 horas, irregulares han seguidoa Katya hasta el número 14 de la calletal y tal. Dejó una carta en lo que pareceser una casa deshabitada. Seguirán loantes posible fotografías por valija.Más.

20:18 horas, Katya ha llegado al

hotel «Odessa». Barley y Katya estánhablando en el bar. Wicklow y unirregular observan. Más.

21:05 horas, Katya sale del«Odessa». Seguirá resumen deconversación. Las cintas seguirán loantes posible por valija. Más.

22:00 horas, espera. Katya haprometido telefonear a Barley estanoche. Más.

22.50 horas, Katya seguida alhospital tal y tal. Cubren Wicklow y unirregular. Más.

23.25 horas, Katya recibe llamadatelefónica por teléfono en desuso delhospital. Habla tres minutos veinte

segundos. Más.Y ahora, de pronto, nada más.Espiar es la normalidad llevada a

los extremos. Espiar consiste en esperar.—¿Está recibiendo Clive esta

noche? —preguntó Ned, como si mipresencia le hubiera recordado algo.

Respondí que Clive estaría en susuite toda la noche. Había permanecidoencerrado todo el día en la Embajadaamericana y me había dicho que era suintención mantenerse disponible para loque hiciese falta.

Yo tenía un coche, así que fuimosjuntos a la Oficina Central.

—¿Has visto este maldito

documento? —me preguntó Ned, dandounos golpecitos en la carpeta quellevaba en el regazo.

—¿Qué maldito documento es ése?—La lista de distribución del

«Pájaro Azul». Los lectores del «PájaroAzul» y sus sátrapas.

Adopté una actitud de cautelosareserva. Era legendario el mal genio deNed cuando se encontraba en medio deuna operación. En la puerta deldespacho de Clive estaba encendida laluz verde, con el significado de «entra site atreves». La placa de latón decía«Delegado» en letras que eclipsaban ala Casa Real de la Moneda.

—¿Qué diablos ha sido de ladiscreción, Clive? —le preguntó Ned,agitando la lista de distribución tanpronto como estuvimos en su presencia—. Le damos a Langley una remesa dematerial sumamente delicado, y de lanoche a la mañana han reclutado máscocineros que caldo a cocinar. Quierodecir que ¿qué es esto? ¿Hollywood?Tenemos un agente allí. Tenemos undesertor que nunca hemos visto.

Clive contorneó la dorada alfombra.Cuando discutía con Ned acostumbrabaa volver todo el cuerpo a la vez, como sifuese una carta de baraja. Lo hizotambién ahora.

—¿O sea que te parece demasiadolarga la lista de lectura del «PájaroAzul»? —preguntó con el tono de quienestá tomando testimonio a alguien.

—Sí, y a ti también deberíaparecértelo. Y a Russell Sheriton.¿Quién diablos son el Consejo deEnlace Científico del Pentágono? ¿Quées el Equipo Académico Asesor de laCasa Blanca?

—¿Preferirías que tomase unadecisión e insistiese en que el «PájaroAzul» quedara limitado a su ComitéInteragencias? ¿Sólo directivos, sinayudantes ni subordinados? ¿Es eso loque me estás diciendo?

—Si crees que puedes volver ameter la pasta de dientes en el tubo, sí.

Clive fingió considerar aquello enrelación a su propio valor. Pero yosabía, y también lo sabía Ned, que Cliveno consideraba nada en atención a supropio valor. Él consideraba quiénestaba a favor de algo y quién estaba encontra. Y luego consideraba quién era elmejor aliado.

—En primer lugar, ni uno solo deesos elevados caballeros que hemencionado es capaz de encontrarle piesni cabeza al material del «Pájaro Azul»sin la adecuada orientaciónespecializada —dijo Clive, con su

gélida voz—. O les dejamos debatirseen la ignorancia o admitimos a susasesores y aceptamos el precio. Y lomismo vale para su equipo de espionajede Defensa, sus evaluadores de laMarina, el Ejército, la Aviación y laCasa Blanca.

—¿Esto lo dice Russell Sheriton, otú? —preguntó Ned.

—¿Cómo podemos decirles que nohagan intervenir a sus panelescientíficos, cuando al mismo tiempo lesestamos ofreciendo un materialinmensamente complejo? —insistióClive, pasando limpiamente por alto lapregunta de Ned—. Si el «Pájaro Azul»

es auténtico, van a necesitar toda laayuda que puedan encontrar.

—Si —repitió Ned, con ojosllameantes—. Si es auténtico. Dios mío,Clive, eres peor que ellos. Haydoscientas cuarenta personas en esalista, y cada una de ellas tiene unaesposa, una amante y quince mejoresamigos.

— Y en segundo lugar —continuóClive, cuando ya habíamos olvidado quehabía habido un primer lugar—, no esnuestra información la que enajenamos.Es la de Langley —se volvió hacia míantes de que Ned pudiera replicar—.Palfrey. Confírmalo. De acuerdo con

nuestro tratado de colaboración con losamericanos, ¿no es cierto queconcedemos a Langley derechosprioritarios sobre todo el materialestratégico?

—En asuntos estratégicos nuestradependencia de Langley es total —admití—. Ellos nos dan lo que quierenque sepamos. A cambio, estamosobligados a darles todo lo quedescubramos. No suele ser mucho, peroeso es lo pactado.

Clive escuchó con atención y mostrósu asentimiento. Su frialdad poseía unadesacostumbrada ferocidad, y mepregunté por qué. Si él hubiera tenido

conciencia, yo habría dicho que no latenía muy tranquila. ¿Qué había estadohaciendo en la Embajada todo el día?¿Qué había revelado a quién a cambiode qué?

—Es un error común en esteServicio —continuó Clive, hablándoledirectamente a Ned ahora— el pensarque nosotros y los americanos estamosen el mismo barco. No lo estamos. Nocuando se trata de estrategia. Notenemos en el país mi solo analista dedefensa que le llegue a la suela delzapato a su colega americano encuestiones de estrategia. En lo que a laestrategia se refiere, nosotros somos un

diminuto e ignorante chinchorrobritánico y ellos son el QueenElizabeth. No nos incumbe a nosotrosdecirles cómo deben gobernar su buque.

Todavía nos estábamosmaravillando del vigor de estadeclaración cuando empezó a sonar elteléfono de la línea de emergencia deClive y éste se dirigió ávidamente haciaél, pues siempre le encantaba contestaral teléfono de emergencia delante de sussubordinados. Tuvo mala suerte. EraBrock que quería hablar con Ned.

Katya acababa de telefonear aBarley al «Odessa» y ambos habíanconcertado una reunión para mañana por

la noche, dijo Brock. El puesto deMoscú necesitaba con urgencia laaprobación de Ned a sus propuestasoperativas para la entrevista. Ned salióinmediatamente.

—¿Qué estás tramando con losamericanos? —pregunté a Clive, pero élno se molestó en prestarme atención.

Me pasé todo el día siguientehablando con mis suecos. En la CasaRusia la vida no era mucho másanimada. Espiar es esperar. A eso de lascuatro me escabullí a mi habitación ytelefoneé a Hannah. A veces lo hago.Para las cuatro ella ha regresado ya delInstituto del Cáncer en que trabaja a

tiempo parcial, y su marido nuncavuelve a casa antes de las siete. Mecontó cómo le había ido el día. Apenassi le escuché. Le conté algo acerca de mihijo, Alan, que estaba liado con unaenfermera de Birmingham, una muchachabastante agradable, pero realmente no dela clase de Alan.

—Quizá te llame más tarde —dijo.Algunas veces decía eso, pero nunca

llamaba.Barley caminaba al lado de Katya y

podía oír sus pisadas como firme de lassuyas propias. Las destartaladasmansiones del Moscú dickensiano sehallaban bañadas por la agria luz del

atardecer. El primer patio era sombrío;el segundo, oscuro. Varios gatos lemiraban desde los montones dedesperdicios. Dos chicos de pelo largoque podrían haber sido estudiantesjugaban al tenis por encima de una filade cajas de embalaje. Un terceropermanecía apoyado contra la pared.Frente a ellos había una puertapintarrajeada con letreros diversos y unamedia luna de color rojo. «Atento a lasseñales rojas», había advertidoWicklow. Katya estaba pálida, y sepreguntó si él también estaría pálido,pues lo contrario sería un auténticomilagro. Algunos hombres nunca serán

héroes, algunos héroes nunca seránhombres, pensó, con apresuradoagradecimiento a Joseph Conrad por lapaternidad de la idea. Y Barley Blairnunca será ninguna de las dos cosas.Agarró el picaporte y estiró de él. Katyase mantenía a cierta distancia. Llevabaun pañuelo de cabeza y un impermeable.El picaporte giró, pero la puerta no semovió la empujó con las dos manos y,luego, empujó con más fuerza. Loschicos que jugaban al tenis le gritaronalgo en ruso. Se detuvo en seco,sintiendo fuego en la espalda.

—Dicen que debe abrirla de unapatada —dijo Katya, y vio con asombro

que estaba sonriendo.—Si puede sonreír ahora —dijo—,

¿qué cara tiene cuando se siente feliz?Pero debió de decirlo para sus

adentros, porque ella no respondió. Diouna patada a la puerta, que cedió,rechinando al frotar contra la arena delsuelo. Los chicos se echaron a reír yvolvieron a su juego. Él se introdujo enla oscuridad y ella le siguió. Accionó uninterruptor, pero no se encendió ningunaluz. La puerta se cerró de golpe trasellos, y cuando buscó a tientas elpicaporte no pudo encontrarlo. Sehallaban en una oscuridad absoluta,oliendo a gatos y cebollas y aceite de

cocina y escuchando retazos de música yconversaciones de las vidas de otraspersonas. Encendió una cerilla.Aparecieron tres escalones, luego mediabicicleta, luego la puerta de entrada a unmugriento ascensor. Luego se quemó losdedos. Vaya al cuarto piso, había dichoWicklow. Atento a las señales rojas.¿Cómo diablos voy a ver señales rojasen la oscuridad? Dios le respondió conuna débil claridad procedente del pisosuperior.

—¿Puede decirme dónde estamos?—preguntó cortésmente Katya.

—Es un amigo mío —respondió él—. Un pintor.

Abrió la puerta del ascensor y,luego, la verja. Dijo: «Por favor», peroella ya ella había pasado ante él y seencontraba dentro del ascensor, mirandohacia arriba, deseosa de subir.

—Se ha ido fuera por unos días. Essólo un lugar en que hablar —dijoBarley.

Volvió a fijarse en sus pestañas, enla humedad de sus ojos. Sintió deseos deconsolarla, pero ella no estabasuficientemente triste.

—Es pintor —repitió, como si esolegitimara a un amigo.

—¿Oficial?—No. Creo que no. No sé.

¿Por qué no le había dicho Wicklowqué clase de maldito pintor se suponíaque era el hombre?

Se disponía a apretar el botóncuando una niña con gafas de montura deconcha entró saltando tras ellos yabrazando un oso de plástico. Saludó, ya Katya se le iluminó la cara mientrascontestaba al saludo. El ascensorcomenzó a elevarse ruidosamente conuna sacudida, y los botones producíanpequeños chasquidos en cada piso. En eltercero la niña se despidió cortésmente,y Barley y Katya respondieron alunísono. En el cuarto, el ascensor sedetuvo bruscamente como si hubiera

chocado contra el techo, y quizás eraasí. Barley empujó a Katya a tierra firmey saltó tras ella. A su frente se abría unpasillo lleno de olor a niño, a muchosniños quizás. En su extremo, en lo queparecía ser una pared lisa, una flecharoja les dirigía hacia la izquierda.Llegaron a una angosta escaleraascendente de madera. En el primerpeldaño, Wicklow estaba acuclilladocomo un duende, leyendo un grueso libroa la luz de una linterna de mecánico. Nolevantó la cabeza cuando pasaron anteél, pero Barley observó que Katya lemiraba.

—¿Qué ocurre? ¿Ha visto un

fantasma? —le preguntó.¿Podía ella oírle? ¿Podía él oírse a

sí mismo? ¿Había hablado? Se hallabanen un alargado ático, Se veía el cielopor entre las grietas de las tejas y lasvigas estaban cubiertas de excrementosde murciélagos. Sobre las uniones sehabía instalado un camino de tablas deandamio. Barley le cogió la mano. Katyatenía la palma ancha, fuerte y seca. Sudesnudez contra la suya era como laentrega de todo su cuerpo.

Avanzó cautelosamente, percibiendoun olor a trementina y linaza y oyendo elgolpeteo de un viento inesperado, Pasópor entre dos cisternas de hierro y vio

una gaviota de papel de tamaño natural,con las alas desplegadas y girando alextremo del hilo que la manteníasuspendida de una viga. Tiró de Katyapara que le siguiese. Más allá, sujeta auna barra de ducha, colgaba una cortinarayada. Si no hay gaviota no hayreunión, había dicho Wicklow. Laausencia de gaviota significa aborto. Ésees mi epitafio, pensó Barley. «No habíaninguna gaviota, así que abortó».Descorrió la cortina y entró en unestudio de pintor sin dejar de tirar deKatya. En el centro había un caballete yuna silla tapizada para los modelos.Sobre ella reposaba un raído gabán. Es

una instalación para ser utilizada sólouna vez, había dicho Wicklow. Y yotambién, Wickers, yo también. En lapendiente del tejado se abría unaclaraboya de fabricación casera. En sumarco se veía pintada una marca roja.Los rusos no confían en las paredes,había explicado Wicklow, ella hablarámejor al aire libre.

Se abrió la claraboya, paraconsternación de una colonia depalomas y gorriones. Barley indicó aKatya que pasara primero, observandola flexibilidad de su esbelto cuerpo alagacharse. Él la siguió, golpeándose enla espalda y mascullando «maldita sea»,

exactamente como sabía que haría. Sehallaban entre dos frontis en unemplomado canalillo en el quejustamente les cabían los pies. El latidodel tráfico llegaba hasta ellos desdecalles que no podían ver. Katya estabade frente a él y muy cerca. Quedémonosa vivir aquí, pensó Barley. Tus ojos, yo,el cielo. Se estaba frotando la espalda,entornando los ojos a consecuencia deldolor.

—¿Se ha hecho daño?—Fractura de columna sólo.—¿Quién es ese hombre de la

escalera? —preguntó ella.—Trabaja para mí. Es mi director

literario. Él se encargará de vigilarmientras hablamos.

—Estaba en el hospital anoche.—¿Qué hospital?—Anoche, después de estar con

usted, visité cierto hospital.—¿Está enferma? ¿Por qué fue al

hospital? —preguntó Barley, dejando defrotarse la espalda.

—Nada importante. Él estaba allí.Parecía tener un brazo roto.

—No puede haber estado allí —dijoBarley, sin creérselo él mismo—.Estuvo conmigo todo el tiempo despuésde marcharse usted. Tuvimos unadiscusión sobre libros rusos.

Vio que la suspicacia desaparecíalentamente de sus ojos.

—Estoy cansada. Debe disculparme.—Permítame decirle lo que he

ideado, y luego puede usted decirme queno vale. Hablamos y, luego, la llevo acenar. Si los custodios del Puebloestuvieron escuchando anoche nuestraconversación telefónica, esperarán quesea eso lo que hagamos. El estudio es deun pintor amigo mío, un chiflado del jazzcomo yo. Nunca le dije su nombreporque no podía recordarlo, y quizánunca lo he sabido. Pensé que podíamostraerle bebida y ver sus cuadros, pero élno apareció. Fuimos a cenar y hablamos

de literatura y de la paz mundial. Apesar de mi reputación, no le hiceproposiciones atrevidas. Me sentíademasiado intimidado por su belleza.¿Qué tal?

—Es conveniente.Barley se puso en cuclillas, sacó un

botellín de whisky y desenroscó eltapón.

—¿Bebe usted de esto?—No.—Yo tampoco.Esperó que ella se instalara a su

lado, pero continuó en pie. Sirvió unpoco de licor en el tapón y dejó labotella a sus pies.

—¿Cómo se llama? —preguntó—.El autor. Goethe. ¿Quién es?

—Eso carece de importancia.—¿Cuál es su unidad? ¿Empresa?

¿Apartado postal? ¿Ministerio?¿Laboratorio? ¿Dónde trabaja? Notenemos tiempo para andamos conrodeos.

—No lo sé.—¿Dónde está establecido?

Tampoco me dirá eso, ¿verdad?—En muchos sitios. Depende de

dónde esté trabajando.—¿Cómo le conoció?—No sé. No sé qué puedo decirle.—¿Qué le dijo él que me dijera?

Katya vaciló, como si él la hubieradescubierto. Frunció el ceño.

—Lo que sea necesario. Deboconfiar en usted. Se mostró generoso. Essu naturaleza.

—¿Qué le retrae, entonces? —Nada—. ¿Por qué cree que estoy yo aquí? —Nada—. ¿Cree que disfruto jugando aguardias y ladrones en Moscú?

—No lo sé.—¿Por qué me envió usted el libro

si no confía en mí?—Si se lo envié, fue por él. Yo no le

elegí a usted. Lo hizo él —replicóhoscamente.

—¿Dónde está ahora? ¿En el

hospital? ¿Cómo habla con él? —levantó la vista hacia ella, esperando surespuesta—. ¿Por qué no empieza ahablar a ver cómo resulta? —sugirió—.Quién es él, quién es usted. Cómo segana la vida.

—No lo sé.—Quién estaba en la leñera a las

tres de la madrugada en la noche delcrimen. —Nada tampoco—. Dígame porqué me ha arrastrado a esto. Usted loempezó, no yo. ¿Katya? Soy yo. SoyBarley Blair. Gasto bromas, hago ruidosde pájaros, bebo. Soy un amigo.

A él le gustaban los solemnessilencios de Katya mientras le miraba.

Le encantaba su forma de escuchar conlos ojos y la sensación de recuperadacamaradería cada vez que hablaba.

—No ha habido ningún crimen —dijo ella—. Es mi amigo. Su nombre ysu ocupación carecen de importancia.

Barley tomó un sorbo de whiskymientras pensaba en esto.

—¿O sea que esto es lo que ustedacostumbra hacer por los amigos?¿Pasarles clandestinamente a Occidentesus manuscritos ilícitos? —ella tambiénpiensa con los ojos, pensó—. ¿Lemencionó por casualidad sobre quétrataba su manuscrito?

—Naturalmente. Él no me pondría

en peligro sin mi consentimiento.Barley captó el tono protector de su

voz y se sintió molesto.—¿Qué le dijo que era en lo que le

estaba metiendo? —preguntó.—El manuscrito describe la

implicación de mi país en lapreparación de antihumanitarias armasde destrucción en masa, a lo largo demuchos años. Pinta un cuadro decorrupción e incompetencia en todos loscampos del complejo industrial dedefensa. Y también de despilfarrocriminal y deficiencias éticas.

—Lo que usted dice es algo muyimportante. ¿Conoce algunos detalles

más?—No estoy al tanto de cuestiones

militares.—O sea que él es militar.—No.—¿Qué es entonces?Silencio.—¿Pero usted aprueba eso? ¿Pasar

esas cosas a Occidente?—No las está pasando a Occidente

ni a ningún bloque. Él respeta a losingleses, pero eso es lo de menos. Sugesto garantizará una auténticasinceridad entre científicos de todas lasnaciones. Ayudará a destruir la carrerade armamentos. —Aún tenía que llegar a

él. Hablaba con tono monótono einexpresivo, como si se hubieraaprendido las palabras de memoria—.Él cree que no queda tiempo. Debemosdestruir el abuso de la ciencia y lossistemas políticos responsables de ello.Cuando habla de filosofía, habla eninglés —añadió.

Y tú escuchas, pensó él. Con losojos. En inglés. Mientras te preguntas sipuedes confiar en mí.

—¿Es científico? —preguntó.—Sí. Es científico.—Los detesto a todos. ¿De qué

rama? ¿Es físico?—Quizá, no lo sé.

—Su información abarca todos loscampos. Precisión, puntos de mira,mando y control, motores de cohetes.¿Es un solo hombre? ¿Quién le da elmaterial? ¿Cómo conoce tantas cosas?

—No lo sé. Es un solo hombre. Esoes evidente. Yo no tengo tantos amigos.No es un grupo. Quizá supervisa tambiénel trabajo de otros. No lo sé.

—¿Está en un cargo importante? ¿Esun gran jefe? ¿Trabaja aquí, en Moscú?¿Está en el cuartel general? ¿Qué es?

Ella fue negando con la cabeza acada pregunta.

—No trabaja en Moscú. Por lodemás, no se lo he preguntado, y él no

me lo dice.—¿Realiza pruebas?—No lo sé. Va a muchos sitios, por

toda la Unión Soviética. A veces se haabrasado de calor, a veces se ha heladode frío, a veces las dos cosas. No sé.

—¿Ha mencionado en algunaocasión su unidad?

—No.—¿Números de apartados postales?

¿Los nombres de sus jefes? ¿El nombrede un colega o de un subordinado?

—No está interesado en decirmeesas cosas.

Y él la creyó. Mientras estuviesecon ella, creería que el Norte estaba en

el Sur y que los niños nacían de losárboles.

Ella le miraba, esperando supróxima pregunta.

—¿Se da cuenta de lasconsecuencias de la publicación deesto? —preguntó—. ¿Para él mismo,quiero decir? ¿Sabe con qué estájugando?

—Él dice que hay veces en quenuestros actos deben ser lo primero, yque sólo después de realizados debemosconsiderar sus consecuencias.

Pareció esperar que dijera algo,pero Barley estaba aprendiendo a noprecipitarse.

—Si vemos con claridad un objetivotal vez podamos avanzar un paso. Sicontemplamos todos los objetivos a lavez, no avanzaremos en absoluto.

—¿Y usted? ¿Ha pensado él en lasconsecuencias que pueden derivarsepara usted si algo de esto sale a la luz?

—Las acepta.—¿Y usted también?—Naturalmente. Fue decisión mía

también. ¿Por qué si no iba a apoyarle?—¿Y los niños? —preguntó Barley.—Es para ellos y para su generación

—respondió ella con tono resuelto, casicolérico.

—¿Y las consecuencias para la

Madre Rusia?—Nosotros creemos preferible la

destrucción de Rusia a la destrucción detoda la Humanidad. La mayor carga es elpasado. Para todas las naciones, no sólopara Rusia. Nosotros nos consideramoslos verdugos del pasado. Él dice que, sino podemos ejecutar a nuestro pasado,¿cómo vamos a construir nuestro futuro?No edificaremos un mundo nuevo hastaque nos hayamos desembarazado de lasmentalidades del viejo. Para expresar laverdad, debemos también estardispuestos a ser los apóstoles de lanegación. Él cita a Turgueniev. Unnihilista es una persona que no da nada

por sentado, por mucho que se respeteun principio.

—¿Y usted?—Yo no soy nihilista. Yo soy

humanista. Si se nos ha dado ainterpretar un papel para el futuro,debemos interpretarlo.

Barley estaba buscando en su vozuna sombra de duda, pero no encontróninguna. Su tono era perfecto.

—¿Cuánto tiempo hace que hablaasí? ¿Desde siempre? ¿O es reciente?

—Siempre ha sido un idealista. Essu naturaleza. Siempre ha sidoextremadamente crítico en un sentidoconstructivo. Hubo un tiempo en que

pudo convencerse a sí mismo de que lasarmas de aniquilación eran tan terriblesque producirían el efecto de abolir laguerra. Creía que producirían un cambioen la mentalidad de los mandosmilitares. Estaba convencido de laparadoja de que las armas máspoderosas contenían dentro de sí la máspoderosa capacidad de paz. En esteaspecto era un entusiasta de lasopiniones estratégicas americanas.

Estaba empezando a acercarse a él.Podía percibirlo en ella, el surgimientode una necesidad. Estaba despertando yaproximándose a él. Bajo el cielo deMoscú, se estaba despojando de su

desconfianza después de demasiadasoledad y privación.

—¿Y qué cambió en él?—Ha experimentado durante muchos

años la incompetencia y la arrogancia denuestras organizaciones militares yburocráticas. Ha visto cómo ponenplomo en los pies del progreso. Ésa essu expresión. Se siente estimulado por laperestroika y por la perspectiva de unapaz mundial. Pero no es utópico, no espasivo. Él sabe que nada se produciráespontáneamente. Sabe que nuestropueblo está engañado y carece de podercolectivo. La nueva revolución debe serimpuesta desde arriba. Por los

intelectuales. Por los artistas. Por losadministradores. Por los científicos, Élquiere realizar su propia e irreversibleaportación de acuerdo con lasexhortaciones de nuestros dirigentes.Suele citar un refrán ruso: «Si el hieloes delgado, hay que caminar de prisa».Dice que hemos vivido demasiadotiempo en una era que ya nonecesitamos. El progreso sólo se podrálograr cuando haya terminado esa era.

—¿Y está usted está de acuerdo?—Sí, y usted también. —Calor

ahora. Fuego en sus ojos. Un inglésdemasiado perfecto, aprendido en elclaustro, de clásicos permitidos en el

pasado—. ¡Dice que le oyó a ustedcriticar en términos similares a supropio país!

—¿Tiene algún pensamientointrascendente? —preguntó Barley—,quiero decir que ¿le gusta el cine? ¿Quécoche conduce?

Ella se había vuelto, apartándose deél, y Barley vio el perfil de su rostrorecortado sobre el vacío firmamento.Tomó otro sorbo de whisky.

—Ha dicho usted que podría serfísico —le recordó.

—Estudió física. Creo que tambiénse capacitó en determinados aspectos deingeniería. Tengo entendido que en el

campo en que trabaja las distinciones nosiempre se observan estrechamente.

—¿Dónde estudió?—Ya en la escuela se le consideraba

un prodigio. A los catorce años ganó unaOlimpíada de Matemáticas. Su triunfo sepublicó en los periódicos deLeningrado. Fue al Litmo y, después,siguió estudios de posgraduación en laUniversidad. Es brillante en grado sumo.

—Cuando yo iba a la escuela ésa erala clase de tipos que detestaba —dijoBarley, pero, para alarma suya, ellafrunció el ceño.

—Pero usted no detestaba a Goethe.Usted le inspiraba. Suele citar con

frecuencia a su amigo Scott Blair. «Si hade haber esperanzas, todos debemostraicionar a nuestros países».¿Realmente dijo usted eso?

—¿Qué es un Litmo? —preguntóBarley.

—Litmo es el Instituto deLeningrado para la Ciencia Mecánica yÓptica. Desde la universidad fueenviado a Novosibirsk para estudiar enla ciudad científica de Akademgorodok.Se hizo licenciado en ciencias, doctor enciencias. Hizo todo.

Él deseaba insistir acerca de esetodo, pero no se atrevió a presionarla,así que, en lugar de ello, la dejó hablar

de sí misma.—¿Cómo llegó a relacionarse con

él?—Cuando yo era niña.—¿De qué edad?Barley notó como se acumulaba de

nuevo su reserva y se disolvía después,como si tuviera que recordarse a símisma que se hallaba en compañíasegura… o en compañía tan insegura quedaba igual comprometerse un poco más.

—Yo era una gran intelectual dedieciséis años —respondió con unagrave sonrisa.

—¿Qué edad tenía el prodigio?—Treinta años.

—¿De qué año estamos hablando?—De 1968. Él era todavía un

idealista de la paz. Decía que nuncaharían intervenir a los tanques. «Loschecos son nuestros amigos —decía—.Son como los serbios y los búlgaros. Sise tratara de Varsovia, quizás enviaranlos tanques, pero contra nuestros checos,nunca, nunca».

Ella había acabado volviéndose deespaldas. Era demasiadas mujeres a lavez. Vuelta de espaldas a él, estabahablando al cielo y, sin embargo, leestaba atrayendo a su vida ynombrándole confidente suyo.

Era agosto en Leningrado, dijo, ella

tenía dieciséis años y estudiaba francésy alemán en su último año en la escuela.Era una alumna brillante, una soñadorade la paz y una revolucionaria de laespecie más romántica. Se hallaba alborde del estado adulto y se considerabamadura. Hablaba de sí misma conironía. Había leído a Erich Fromm y aOrtega y Gasset y a Kafka y había vistoDr. Strangelove. Consideraba a Sajarovacertado en su pensamiento, peroequivocado en su método. Sepreocupaba por los judíos rusos, perocompartía la opinión de su padre de quesus problemas se los habían buscadoellos mismos. Su padre era profesor de

Humanidades en la Universidad, y suescuela era para hijos e hijas de lanomenclatura de Leningrado. Corría elmes de agosto de 1968, pero Katya y susamigos aún eran capaces de vivir conesperanza política. Barley trató derecordar si alguna vez había vivido conesperanza política y decidió que eraimprobable. Ella hablaba como si nadapudiera nunca volver a impedirle hablar.Barley deseaba cogerle de nuevo lamano, como se la había cogido en laescalera. Deseaba poder coger cualquierparte de ella, pero sobre todo su cara, ybesarla en lugar de escuchar su historiade amor.

—Nosotros creíamos que el Este yel Oeste se estaban acercando —dijoKatya—. Cuando los estudiantesamericanos se manifestaron en contra dela guerra del Vietnam, nos sentimosorgullosos de ellos y los consideramoscomo camaradas nuestros. Cuando losestudiantes de París se amotinaron,deseamos poder estar junto a ellos enlas barricadas, llevando sus bellas ropasfrancesas.

Se volvió y le dirigió una sonrisapor encima del hombro. A su izquierda,sobre las estrellas, había aparecido unaluna en cuarto creciente, y Barley teníaun vago recuerdo literario de que

presagiaba mala suerte. Una bandada degaviotas se había posado sobre untejado, al otro lado de la calle. Nunca teabandonaré, pensó.

—En nuestro patio había un hombreque llevaba nueve años ausente —estabadiciendo ella—. Una mañana regresó,aparentando no haber estado nuncafuera. Mi padre le invitó a cenar yestuvo tocando música para él toda lanoche. Yo nunca había conocido aalguien que hubiera sufrido una recientepersecución, así que, naturalmente,esperaba que hablase de los horrores delos campos de concentración. Pero loúnico que él quería era escuchar a

Shostakovich. En aquellos tiempos yo nocomprendía que hay sufrimientos que sepueden describir. Nos llegaban desdeChecoslovaquia noticias de reformasextraordinarias. Creíamos que esasreformas no tardarían en llegar a laUnión Soviética y que tendríamos unamoneda fuerte y libertad para viajar.

—¿Dónde estaba su madre?—Muerta.—¿Cómo murió?—De tuberculosis. Ya estaba

enferma cuando yo nací. El 20 de agostohabía una proyección privada de unapelícula de Godard en el Club de losCientíficos. —Su voz se había tornado

severa contra ella misma—. Lasinvitaciones eran para dos personas. Mipadre, después de informarse sobre elcontenido moral de la película, semostraba reacio a llevarme, pero yoinsistí. Al final, decidió que yo debíaacompañarle como complemento de misestudios franceses. ¿Conoce el Club deCientíficos de Leningrado?

—No puedo decir que lo conozca —respondió él, recostándose.

—¿Ha visto À bout de souffle?—Intervine en ella —dijo, y ella se

echó a reír mientras Barley tomaba unossorbos de su whisky.

—Entonces recordará que es una

película muy tensa. ¿Sí?—Sí.—Era la película más llena de

fuerza que yo había visto jamás. Todo elmundo se sintió muy impresionado porella, pero para mí fue una auténticaconmoción. El Club de Científicos está aorillas del río Neva. Conserva el viejoesplendor, con escalinatas de mármol ysofás muy bajos en los que es difícilsentarse con una falda ajustada. —Seencontraba de nuevo de perfil a él, conla cabeza adelantada—. Hay un belloinvernadero y una sala que semeja unamezquita, con gruesas cortinas y lujosasalfombras. Mi padre me quería mucho,

pero estaba muy preocupado por mí yera muy severo. Cuando terminó lapelícula, fuimos a un comedor deparedes revestidas de madera. Era muyhermoso. Nos sentamos a las largasmesas, y allí fue donde conocí a Yakov.Nos presentó mi padre. «He aquí unnuevo genio del mundo de la física»,dijo. Mi padre tenía el defecto demostrarse sarcástico a veces con losjóvenes. Yakov era, además, guapo. Yohabía oído algo acerca de él, pero nadieme había dicho lo vulnerable que era,más parecido a un artista que a uncientífico en ese aspecto. Le preguntéqué estaba haciendo, y me respondió que

había regresado a Leningrado pararecuperar su inocencia. Me eché a reír yformulé una observación sorprendenteen una muchacha de dieciséis años, Dijeque me parecía extraño queprecisamente un científico estuvierabuscando inocencia. Él explicó que enAkademgorodok había destacadodemasiado en ciertos campos y se habíahecho demasiado interesante para losmilitares. Parece ser que en cuestionesde física la distinción entreinvestigación pacífica e investigaciónmilitar es a menudo muy pequeña. Leestaban ofreciendo todo —privilegios,dinero para realizar sus investigaciones

—, pero él lo rechazaba porque queríaconservar sus energías para mediospacíficos. Esto les enfurecía, porqueacostumbran reclutar la flor y nata denuestros científicos y no esperan serrechazados. Así que había regresado asu vieja universidad para recuperar suinocencia, Se proponía inicialmenteestudiar física teórica y estaba buscandopersonas influyentes que le ayudasen,pero éstas se mostraban reacias a causade su actitud. No tenía permiso pararesidir en Leningrado. Hablaba muylibremente, como suelen hacer nuestroscientíficos. Y estaba lleno de entusiasmopor el Gorodok. Hablaba de los

extranjeros que destacaban entonces, losbrillantes jóvenes americanos deStanford y el MIT, y también de losingleses. Describía a los pintores queestaban prohibidos en Moscú pero a losque se permitía exponer en el Gorodok.Los seminarios, la intensidad de la vida,los libres intercambios de ideas… y,como yo estaba segura, de amor. «¡Enqué otro país más que en Rusia van atocar especialmente para los científicosRichter y Rostropovich, Okudzhava acantar Voznesensky a leer sus poemas!¡Éste es el mundo que los científicosdebemos construir para los demás!».Bromeaba, y yo reía como una mujer

madura. Era muy ingenioso en aquellostiempos, pero también vulnerable, comolo sigue siendo hoy. Tiene una parte quese resiste a crecer. Es el artista que hayen él, pero es también el perfeccionista.Ya en aquellos días criticabaabiertamente la incompetencia de lasautoridades. Decía que había tantoshuevos y salchichas en el supermercadode Gorodok que los compradores afluíanmasivamente en autobús desdeNovosibirsk y habían vaciado lasestanterías para las diez de la mañana.¿Por qué no podían hacer el viaje loshuevos, en lugar de las personas? ¡Seríamucho mejor! Nadie recogía la basura,

dijo, y la electricidad seguía cortándose.A veces, la basura llegaba hasta laaltura de la rodilla en las calles. ¡Y lollaman un paraíso científico! Yo hiceotro precoz comentario. «Eso es lo malodel paraíso —dije—. Que no hay nadiepara recoger la basura». Todo el mundose mostró muy regocijado. Fue un éxitopor mi parte. Él describió a la viejaguardia tratando de asimilar las ideas delos hombres nuevos y alejándose,meneando la cabeza como campesinosque hasta han visto por primera vez untractor. No importa, dijo. El progresoprevalecerá. Dijo que el tren blindadode la revolución que Stalin había hecho

descarrilar se hallaba de nuevo enmarcha y que la próxima parada sería enMarte. Fue entonces cuando mi padre leinterrumpió con una de sus cínicasobservaciones. Estaba encontrando aYakov demasiado vocinglero. «Pero,Yakov Yefremovich —dijo—, ¿no eraMarte el dios de la guerra?». Yakovadoptó inmediatamente una actitudmeditabunda. No imaginaba yo que unhombre pudiera cambiar tanrápidamente, audaz un momento y, almomento siguiente, tan solitario yconsternado. Yo se lo reprochaba a mipadre. Estaba furiosa con él. Yakovtrataba de recuperarse, pero mi padre le

había sumido en la desesperación. ¿Lehabló Yakov de su padre?

Estaba sentada en el otro lado delcanalillo, frente a él, apoyada contra lastejas de la vertiente opuesta, con laslargas piernas estiradas ante sí y elvestido apretado contra el cuerpo. Elcielo se oscurecía tras ella y aumentabael brillo de la luna y las estrellas.

—Me dijo que su padre murió deuna sobredosis de inteligencia —respondió Barley.

—Tomó parte en un amotinamientoen el campo de concentración. Estabadesesperado. Yakov tardó muchos añosen enterarse de la muerte de su padre.

Un día, un viejo fue a su casa y dijo queél había matado al padre de Yakov.Estaba de guardián en el campo deconcentración y se le ordenó interveniren la ejecución de los rebeldes. Fueronametrallados por docenas en lasproximidades de la estación ferroviariade Vorkuta. El guardián estaba llorando.Yakov tenía sólo catorce años a lasazón, pero dio al viejo su perdón y unpoco de vodka.

Yo no puedo hacer eso, pensóBarley. No llego a esas alturas.

—¿En qué año fusilaron a su padre?—preguntó. Pórtate como un hámster. Escasi lo único para lo que vales.

—Creo que fue en la primavera de1952. Mientras Yakov guardabasilencio, todos los que estaban a la mesaempezaron a hablar vehementementesobre Checoslovaquia —continuó ellaen su perfecto inglés arqueológico—.Unos decían que la camarilla gobernanteenviaría los tanques. Mi padre estabaseguro de ello. Algunos opinaban queestaría justificado el hacerla. Mi padredijo que lo harían tanto si estuvieranjustificados como si no. Los zares rojosharían exactamente lo que les diera lagana, dijo, como lo habían hecho loszares blancos. Vencería el sistemaporque el sistema siempre vencía y el

sistema era nuestra maldición. Ésta erala convicción de mi padre, como mástarde fue la de Yakov. Pero en aquellaépoca Yakov estaba todavía decidido acreer en la Revolución. Deseaba que lamuerte de su padre hubiera valido lapena. Escuchó atentamente lo que mipadre tenía que decir, pero luego setornó agresivo. «¡Nunca enviarán lostanques! —dijo—. ¡La Revoluciónsobrevivirá!». Golpeó la mesa con elpuño. ¿Ha visto sus manos? ¿Cómo lasde un pianista, tan blancas y finas?Había estado bebiendo. También mipadre, y también mi padre se encolerizó.Quería que le dejaran en paz con su

pesimismo. Como ilustre humanista, nole agradaba que le contradijese un jovencientífico a quien consideraba unadvenedizo. Quizá mi padre estabatambién celoso, porque, mientrasdiscutían, yo me sentía completamenteenamorada de Yakov.

Barley tomó otro sorbo de whisky.—¿No le parece sorprendente? —

preguntó ella con tono indignado,mientras su sonrisa reaparecía en surostro—. ¿Una chica de dieciséis añoscon un experimentado hombre detreinta?

Barley no se sentía especialmenteagudo, pero ella parecía necesitar que la

tranquilizase.—Me desconcierta, pero en general

diría que ambos fueron muy afortunados—respondió.

—Cuando terminó la recepción lepedí a mi padre tres rublos para ir alcafé «Sever» a tomar un helado con miscompañeros. En la recepción estabanvarias hijas de académicos, algunas deellas condiscípulas mías. Formamos ungrupo, y yo invité a Yakov a que vinieracon nosotras. Por el camino le preguntédónde vivía, y él me contestó que en lacalle del Profesor Popov. «¿Quién eraPopov?», me preguntó, y yo me eché areír. Todo el mundo sabe quién es

Popov, dije. Popov fue el gran rusoinventor de la radio, que transmitió unaseñal antes incluso que Marconi,expliqué. Yakov no estaba tan seguro.«Quizá Popov no existió jamás —respondió—. Quizás el Partido loinventó para satisfacer nuestra obsesiónrusa de ser los primeros en inventarlotodo». Comprendí por aquello quetodavía se veía asediado por dudasacerca de lo que harían con respecto aChecoslovaquia.

Sintiéndose todo menos juicioso,Barley asintió juiciosamente con lacabeza.

—Le pregunté si su apartamento era

compartido o independiente. Élrespondió que era una habitación quecompartía con un viejo conocido delLitmo que trabajaba en un laboratorioespecial nocturno, por lo que rarasveces se veían. «Entonces, enséñamedónde vives —dije—. Quiero saber queestás cómodo». Él fue mi primer amante—añadió con sencillez—. Fuesumamente delicado, como yo habíaesperado, pero también apasionado.

—Bravo —dijo Barley, tansuavemente que quizás ella no le oyó.

—Me quedé con él tres horas y toméel último metro para casa. Mi padre meestaba esperando, y yo le hablé como si

fuese una extraña de visita en su casa.Al día siguiente oí las noticias en inglésde la BBC. Los tanques habían entradoen Praga. Mi padre, que lo habíaprofetizado, estaba desesperado. Pero amí no me preocupaba mi padre. En lugarde ir a la escuela, volví a casa deYakov. Su compañero de habitación medijo que le encontraría en el «Saigón»,que era el nombre informal de unacafetería de la Perspectiva Nevsky, unlugar para poetas, vendedores de drogay especuladores, no para hijas deprofesores. Le encontré tomando café,pero estaba borracho. Había estadobebiendo vodka desde que oyó la

noticia. «Tu padre tenía razón —dijo—.El sistema vencerá siempre. Hablamosde libertad, pero somos opresores».Tres meses después, había regresado aNovosibirsk. Se sentía irritado consigomismo, pero fue, de todos modos. «Esuna elección entre morir de oscuridad omorir de compromiso —dijo—. Puestoque se trata de una opción entre muerte ymuerte, bien podemos elegir laalternativa más confortable».

—¿Dónde la dejó eso a usted? —preguntó Barley.

—Me sentí avergonzada de él. Ledije que él era mi ideal y que me habíadecepcionado. Yo había estado leyendo

las novelas de Stendhal, así que le hablécomo una gran heroína francesa. Noobstante, consideraba que había tomadouna decisión inmoral. Había dicho unacosa y hecho la contraria. En la UniónSoviética, le dije, había demasiadagente que hacía eso. Le dije que novolvería a hablarle jamás hasta querectificase su inmoral elección. Lerecordé a E. M. Forster, a quien ambosadmirábamos. Le dije que debíacoordinar, que sus pensamientos y susactos debían ser una misma cosa.Naturalmente, no tardé en aplacarme, yreanudamos durante algún tiemponuestra relación, pero ya no había

romanticismo en ella, y cuandoemprendió su nuevo trabajocorrespondía sin calor. Me sentíaavergonzada de él. Quizá también de mímisma.

—Y se casó con Volodya —dijoBarley.

—En efecto.—¿Y continuó viéndose en secreto

ton Yakov? —sugirió él, como si fuesela cosa más normal del mundo.

Ella enrojeció y frunció el ceño a lavez.

—Sí. Durante algún tiempo, Yakov yyo mantuvimos una relación clandestina.No con frecuencia, sino de vez en

cuando. Él decía que éramos una novelaque no había sido terminada. Cada unode nosotros buscaba al otro paracompletar su destino. Tenía razón, peroyo no había comprendido la fuerza de suinfluencia sobre mí ni de la mía sobreél. Yo pensaba que si nos veíamos más amenudo podríamos acabar liberándonosel uno del otro. Cuando me di cuenta deque no era así, dejé de verle. Le quería,pero me negaba a verle. Además, estabaembarazada de Volodya.

—¿Cuándo volvieron a reunirse?—Después de la última feria del

libro de Moscú. Usted fue elcatalizador. Él había estado de

vacaciones y bebiendo abundantemente.Había escrito muchos documentosinternos y registrado muchas denunciasoficiales. Ninguna de ellas habíaproducido ningún efecto en el sistema,aunque yo creo que había conseguidoirritar a las autoridades. Usted le habíahablado al corazón. Había expresadocon palabras sus pensamientos, en unmomento crucial de su vida, y habíarelacionado palabras y actos, cosa que aYakov no le resulta fácil. Al díasiguiente, me telefoneó a mi oficina conun pretexto. Había tomado prestado elapartamento de un amigo. Mi relacióncon Volodya estaba ya desintegrándose

para entonces, aunque continuábamosviviendo juntos todavía porque Volodyatenía que esperar a que le concedieranun apartamento. Mientras noshallábamos sentados en la habitación desu amigo, Yakov habló mucho de usted.Usted había hecho que todo se leapareciese claro. Ésa fue la expresiónque utilizó: «El inglés me ha dado lasolución. A partir de ahora, sólo hayacción, sólo hay sacrificio —dijo—.Las palabras son la maldición de nuestrasociedad rusa. Son el sustitutivo de loshechos». Yakov sabía que yo teníacontactos con editores occidentales, asíque me dijo que buscara su nombre entre

nuestras listas de visitantes extranjeros.Inmediatamente su puso a trabajar en lapreparación de un manuscrito. Yo debíaentregárselo a usted. Él estaba bebiendomucho. Sentí miedo por él. «¿Cómopuedes escribir si estás borracho?».Respondió que bebía para sobrevivir.

Barley tomó otro trago de whisky.—¿Habló usted a Volodya acerca de

Yakov?—No.—¿Averiguó algo Volodya?—No.—¿Quién lo sabe, entonces?Parecía haberse estado haciendo

también la misma pregunta, pues

respondió con gran prontitud.—Yakov no cuenta nada a sus

amigos. Lo sé. Si soy yo la que pideprestado el apartamento, digo sólo quees para un asunto privado. En Rusiatenemos secreto y soledad, pero notenemos palabra para la intimidad.

—¿Y sus amigas? ¿No les hainsinuado nada?

—No somos ángeles. Si les pidociertos favores, hacen ciertassuposiciones. A veces soy yo quien hacelos favores. Eso es todo.

—¿Y nadie ayudó a Yakov acompilar su manuscrito?

—No.

—¿Ninguno de los amigos con losque bebe?

—No.—¿Cómo puede estar segura?—Porque estoy segura de que en sus

pensamientos está solo.—¿Es usted feliz con él?—¿Perdón?—¿Le gusta… además de quererle?

¿Le hace reír?—Yo creo que Yakov es un hombre

grande y vulnerable que no puedesobrevivir sin mí. Ser perfeccionista esser niño. Es también ser poco práctico.Yo creo que se derrumbaría sin mí.

—¿Cree que está derrumbado ahora?

—¿Quién está en su sano juicio?,diría Yakov. ¿El que planea elexterminio de la Humanidad, o el queadopta medidas para impedirlo?

—¿Y el que hace ambas cosas?No respondió. Ella estaba

provocando, y Katya lo sabía. Estabaceloso y quería erosionar las aristas desu fe.

—¿Está casado? —preguntó Barley.En su rostro se pintó una expresión

irritada.—No creo que esté casado, pero eso

carece de importancia.—¿Tiene hijos?—Esas preguntas son ridículas.

—Se trata de una situación bastanteridícula.

—Él dice que los seres humanos sonlas únicas criaturas que convierten envíctimas a sus hijos. Está decidido a noocasionar ninguna víctima.

«Excepto los tuyos», pensó Barley;pero se las arregló para no decirlo.

—De modo que siguió su carreracon interés —sugirió ásperamente,volviendo a la cuestión del acceso deGoethe.

—Desde lejos y sin detalle.—¿Y durante todo ese tiempo no

sabía qué trabajo hacía? ¿Es eso lo queestá diciendo?

—Lo que sabía lo deducía sólo denuestras discusiones sobre problemasmorales. «¿Cuánta parte de laHumanidad debemos exterminar parapreservar a la Humanidad? ¿Cómopodemos hablar de esfuerzo por la pazcuando sólo planeamos guerrasterribles? ¿Cómo podemos hablar deblancos selectivos cuando carecemos dela precisión necesaria paraalcanzarlos?». Cuando discutimos estosasuntos, yo me doy cuenta, naturalmente,de su implicación. Cuando me dice queel mayor peligro para la Humanidad noes la realidad del poder soviético, sinola ilusión de ese poder, yo no se lo

discuto. Le animo, le insto a serconsecuente y, si es preciso, valiente.Pero no le pongo en tela de juicio.

—¿Rogov? ¿No mencionó a Rogov?¿Profesor Arkady Rogov?

—Ya le he dicho que él no habla desus colegas.

—¿Quién ha dicho que Rogov es uncolega?

—Lo he supuesto por sus preguntas—replicó ella acaloradamente, y denuevo él la creyó.

—¿Cómo se comunica con él? —preguntó Barley, recuperando su tonoamable de voz.

—No tiene importancia. Cuando

cierto amigo suyo recibe cierto mensaje,informa a Yakov, y Yakov me telefonea.

—¿Sabe el cierto amigo de quiénprocede el cierto mensaje?

—No tiene por qué. Sabe que es unamujer. Nada más.

—¿Tiene miedo Yakov?—Dado lo mucho que habla de

valor, supongo que sí. Suele citar aNietzsche: «La virtud definitiva es notener miedo». Cita a Pasternak: «La raízde la belleza…».

—¿Es usted?Ella apartó la vista. En las casas del

otro lado de la calle comenzaban ailuminarse las ventanas.

—No debo pensar en mis niños, sinoe n todos los niños —dijo, y Barleyadvirtió que dos lágrimas yacíanolvidadas en sus mejillas.

Tomó otro trago de whisky y tarareóunos compases de Basie. Cuando lavolvió a mirar, las lágrimas habíandesaparecido.

—Él habla de la gran mentira —prosiguió Katya, como si acabara derecordarlo.

—¿Qué gran mentira?—Todo forma parte de la misma

gran mentira, hasta la más pequeña piezade repuesto del arma más insignificante.Incluso los resultados que se envían a

Moscú están sujetos a la gran mentira.—¿Resultados? ¿Qué resultados?

¿Resultados de qué?—No lo sé.—¿De pruebas?Pareció haber olvidado su negación.—Creo que sí. Él dice que los

resultados de las pruebas son falseadosdeliberadamente para satisfacer lasórdenes de los generales y lasexigencias de producción oficial de losburócratas. Quizás es él personalmentequien los falsea. Es muy complicado. Aveces habla de sus muchos privilegiosde los que ha acabado por avergonzarse.

La lista de compras, lo había

llamado Walter. Con amortiguadosentido del deber, Barley prescindió delos últimos puntos.

—¿Ha mencionado proyectosconcretos?

—No.—¿Ha mencionado que está

implicado en sistemas de mando?¿Cómo se controla al comandante decampo?

—No.—¿Le ha dicho alguna vez qué

medidas se adoptan para impedirlanzamientos por error?

—No.—¿Ha dado a entender alguna vez

que podría hallarse ocupado en asuntosde proceso de datos?

Katya estaba cansada.—No.—¿Le ascienden de vez en cuando?

¿Medallas? ¿Grandes fiestas a mediadaque va subiendo el escalafón?

—Él no habla de ascensos, salvopara decir que todo está corrompido. Yale he dicho que quizá se ha mostradodemasiado estruendoso en sus críticas alsistema. No sé.

Se había apartado de él. Su rostropermanecía oculto tras la cortina de suscabellos.

—Será mejor que cualesquiera

nuevas preguntas que quiera hacer se lashaga usted mismo —dijo Katya, con eltono de quien hace las maletas paramarcharse—. Quiere reunirse con usteden Leningrado el viernes. Va a asistir auna importante conferencia en una de lasinstituciones científicas militares.

Primero, se tambaleó el cielo, yluego, se percató del frío nocturno. Sehabía desplomado sobre él como unanube helada, aunque el cielo estabadespejado y la luna, cuando finalmentese detuvo, derramaba una cálida luz.

—Ha propuesto tres lugares y treshoras —continuó ella, con el mismotono inexpresivo—. Usted acudirá a

cada cita hasta que él consiga ir.Asistirá a una de ellas si puede. Leenvía sus saludos y su agradecimiento.Le aprecia.

Dictó tres direcciones y se le quedómirando mientras las anotaba en suDiario. Luego esperó mientras él teníaun acceso de estornudos, contemplandocómo se convulsionaba y maldecía a suHacedor.

Cenaron como amantes exhaustos enun sótano con un viejo perro gris y unagitana que cantaba melancólicascanciones acompañándose de unaguitarra. Quién era el dueño del local,quién permitía que existiese o por qué,

eran misterios que Barley nunca se habíamolestado en resolver. Todo lo quesabía era que en alguna reencarnaciónanterior, en alguna olvidada feria dellibro, había llegado allí borracho con ungrupo de chiflados editores polacos ytocado Bendice esta casa con el saxofónde alguien.

Hablaron tensamente, y mientrashablaban el abismo que se abría entreellos fue ensanchándose hasta que lepareció a Barley que englobaba latotalidad de su insignificancia. La miró,y le pareció que no tenía nada queofrecerle que ella no poseyera ya encantidades diez veces mayores. De

ordinario, él le habría hecho unaapasionada declaración de amor. Unazambullida en absolutos habría sidoesencial para su necesidad de romper elansia de una nueva relación. Pero enpresencia de Katya no podía encontrarningún absoluto que enfrentar a lossuyos. Veía su propia vida como unaserie de inútiles resurrecciones, unfracaso sustituido por otro. Le aterrabapensar que pertenecía a una sociedadque existía solamente en el materialismoy que tan poca atención dispensaba a susgrandes temas. Pero no podía decirlenada de todo eso. Decirle algo suponíaatacar la imagen que ella tenía de él, y él

no disponía de nada que ofrecer en sulugar.

Hablaron de libros, y Barley la veíadistanciarse de él por momentos. Surostro se tornaba distraído, su vozprosaica. Él la seguía, cantaba ybailaba, pero ella se había ido. La mujerformulaba las mismas insípidasobservaciones que había estadoescuchando todo el día mientrasesperaba el momento de reunirse conella. Dentro de unos minutos, pensó, leestaré hablando de «Potomac Boston» yexplicándole que el río y la ciudad no seunen. Yeso era exactamente lo queestaba haciendo.

No fue hasta las once, cuando eldueño apagó las luces y él laacompañaba por la desierta calle hastala estación del Metro, cuando empezó acomprender, contra todo cálculorazonable, que podría haber causado enella una impresión comparable en ciertamodesta manera a la que ella habíacausado en él. Le había cogido delbrazo. Sus finos dedos reposaban a lolargo de la cara interior de su antebrazo,y caminaba a grandes pasos paramantenerse a su altura. La blanca bocadel ascensor se hallaba abierta pararecibirla. Las arañas de cristalcentelleaban sobre ellos como árboles

de Navidad invertidos, mientras él ledaba el ceremonioso abrazo ruso:mejilla izquierda, mejilla derecha,mejilla izquierda y buenas noches.

—¡Señor Blair! ¡Me pareció haberlevisto! ¡Qué coincidencia! ¡Suba, lellevaremos a casa!

Barley subió al coche, y Wicklow,con su agilidad de acróbata, se deslizóen el asiento posterior, donde se dedicóa retirar la grabadora de la parte inferiorde la espalda de Barley.

Le llevaron al «Odessa» y le dejaronallí. Tenían trabajo que hacer. Elvestíbulo semejaba la terminal de unaeropuerto envuelto en espesa niebla. En

cada sofá y cada sillón, huéspedes nooficiales, que habían pagado la tarifaordinaria, dormitaban en la oscuridad,Barley los miró afablemente, arrugandola nariz. Algunos llevaban una especiede mono. Otros iban vestidos másformalmente.

—¿Alguien quiere un pitillo? —exclamó en voz alta.

Silencio.—¿Alguien quiere un trago de

whisky? —preguntó, sacando su botella,llena todavía en sus dos terceras partes,del bolsillo de su impermeable. Bebióél mismo largamente a manera deejemplo, y luego, pasó la botella a lo

largo de la fila.Y así fue como le encontró Wicklow

dos horas después en el vestíbulo,sentado campechanamente entre ungrupo de agradecidos noctámbulos,saboreando un último trago antes de irsea la cama.

Capítulo 9

—¿Quién diablos son los nuevosamericanos de Clive? —murmuré a Nedmientras nos congregábamos comoprimitivos adoradores en torno almagnetófono de Brock en la sala desituación.

El reloj de Londres dio las seis.Victoria Street no había empezado aúnsu gruñido matutino. El chirrido delcarrete sonaba como un coro deestorninos mientras Brock enrollaba lacinta. Había llegado por correo hacíamedia hora, tras haber viajado por tierra

hasta Helsinki en valija diplomática y,luego, en avión especial, hasta Northolt.Si Ned hubiera querido escuchar a lostentadores técnicos, podríamos habernosevitado todo este costoso proceso, pueslos brujos de Langley recomendaban unnuevo aparato que transmitía la palabrahablada con absoluta garantía. Pero Nedera Ned y prefería sus propios ycomprobados métodos.

Se hallaba sentado ante su mesa yfirmaba un documento que tapaba con lamano. Dobló el papel, lo metió en susobre y selló la solapa antes deentregárselo a la alta Emma, una de susayudantes. Para entonces yo había

desistido ya de esperar una respuesta,así que su vehemencia me sobresaltó.

—Unos malditos chanchulleros —exclamó.

—¿De Langley?—Dios sabe. Seguridad.—¿De quién? —insistí.Meneó la cabeza, demasiado furioso

para contestar. ¿Era el documento queacababa de firmar lo que le irritaba, oera la presencia de los intrusosamericanos? Eran dos. Los escoltabaJohnny, llegado de su puesto de Londres.Llevaban chaquetas deportivas y el pelomuy corto, y mostraban una pulcritudmormona que yo encontraba ligeramente

repulsiva. Clive se hallaba entre ellos,pero Bob se había sentadosignificativamente en el otro extremo dela habitación junto con Walter, quepresentaba un aire desdichado, yosupuse al principio que por causa de lahora. Hasta Johnny parecíadesconcertado por la presencia de losdos americanos, e inmediatamente loestuve yo también. Aquellos rostrosdesconocidos e inexpresivos no teníancabida en el centro de nuestra operacióny en un momento tan crucial. Eran comouna congregación anticipada deplañideras ante una muerte esperada.Pero ¿de quién? Volvía a mirar a

Walter, y mi inquietud aumentó.Miré otra vez a los nuevos

americanos, tan esbeltos, tan pulcros, tananodinos. Seguridad, había dicho Ned.Pero ¿por qué? Y ¿por qué ahora? ¿Porqué miraban a todos menos a Walter?¿Por qué Walter miraba a todos menos aellos? ¿Y por qué Bob se manteníaapartado de ellos y Johnny seguíamirándose las manos? Agradecí verinterrumpidos mis pensamientos.

Oímos el resonar de pisadas en unaescalera de madera. Brock había puestoen marcha el magnetófono. Oímos unoschasquidos y la maldición de Barley algolpearse contra el marco de la ventana.

Luego, de nuevo pisadas mientras seencaramaba al tejado.

Es una sesión de espiritismo, pensécuando nos llegaron sus primeraspalabras. Barley y Katya nos estabanhablando desde el gran más allá.Quedaron olvidados los inmóvilesdesconocidos con sus rostros deverdugos.

Ned era el único de nosotros conauriculares. Constituían una importantediferencia. Lo descubrí más tarde,cuando me los puse. Se oye a laspalomas de Moscú moviéndose en elalero y la rápida respiración dentro dela voz de Katya. Se oye el latido del

corazón del agente a través de losmicrófonos corporales.

Brock pasó toda la escena del tejadoantes de que Ned ordenara una pausa.Sólo nuestros nuevos americanosparecían no sentirse afectados. Susoscuras miradas nos rozaban a cada unode nosotros, pero no se detenían enninguna parte. Walter se estabaruborizando.

Brock pasó la escena de la cena, ynadie rebulló tampoco: ni un suspiro, niun crujido, ni una palmada, ni siquieracuando detuvo la cinta y la rebobinó.

Ned se quitó los auriculares.—Yakov Yefremovich, segundo

apellido desconocido, treinta años en1968, o sea nacido en 1938 —anunció,mientras cogía un impreso rosa desolicitud del montón que tenía delante ygarrapateaba rápidamente en él—.Walter, ¿sugerencias?

Walter tuvo que hacer un esfuerzo.Parecía turbado, y su voz carecía de suhabitual volubilidad.

—Yefrem. Científico soviético,otros apellidos desconocidos, padre deYakov Yefremovich, fusilado enVorkuta tras un amotinamiento en laprimavera de 1952 —declaró sin mirarsu libreta—. No puede haber tantoscientíficos Yefrem que fueran ejecutados

por una sobredosis de inteligencia, niaun en la época del amigo Stalin —añadió un tanto patéticamente.

Era absurdo, pero creí ver lágrimasen sus ojos. Quizás alguien ha muertorealmente, pensé, mirando de nuevo anuestros dos mormones.

—¿Johnny? —dijo Ned,escribiendo.

—Ned, creemos que tomaremos aBoris, desconocidos otros apellidos,viudo, profesor de Humanidades en laUniversidad de Leningrado, casi setentaaños, una hija, Yekaterina —dijoJohnny, sin dejar de mirarse las manos.

Ned cogió otro impreso, lo rellenó y

lo echó en su bandeja de salida como sifuese dinero que le encantara tirar.

—Palfrey. ¿Quieres jugar?—Apúntame para los periódicos de

Leningrado, ¿quieres, Ned? —dije, tanalegremente como pude, ya que losamericanos de Clive habían vuelto sobremí sus oscuras miradas—. Quisieraconocer los participantes, ganadores ycolocados de la Olimpíada deMatemáticas de 1952 —dije entre risas—. Y, para más seguridad, quizá seamejor incluir también el 51 y el 53. Y,ya que tal, podemos añadir sus medallasacadémicas. «Se hizo licenciado enciencias, doctor en ciencias. Hizo todo»,

ha dicho ella. ¿Podemos tener eso?Gracias.

Cuando quedaron anotadas todas lasposturas, Ned miró a su alrededor paraque Emma llevase los impresos alRegistro. Pero eso no erasuficientemente bueno para Walter,súbitamente resuelto a ser tenido encuenta, pues, poniéndose en pie, avanzóservicialmente hacia la mesa de Ned,con las delgadas muñecas extendidasante sí.

—Yo me encargo de todo —anunciócon tono demasiado solemne, mientrascogía los rosados papeles y los apretabacontra el pecho—. Esta guerra es

demasiado importante como paradejársela a nuestros generales delRegistro, por irresistibles que puedanser.

Y recuerdo haberme fijado en quenuestros mormones se le quedaronmirando todo el tiempo hasta que llegó ala puerta. Luego, se miraron uno a otromientras le oíamos alejarse taconeandopor el pasillo. Y no creo hablar consabiduría retrospectiva cuando digo quesentí helárseme la sangre por Walter sintener la más mínima idea de por qué.

—Un poco de aire campestre —medijo Ned por el teléfono interior unahora después, cuando no había hecho

más que sentarme de nuevo a mi mesa enla sede central. Dile a Clive que tenecesito.

—Entonces será mejor que vayas,¿no? —dijo Clive, ocupado todavía consus mormones.

Habíamos tomado un «Ford» rápidoen el parque móvil. Mientras conducía,Ned hizo caso omiso de mis escasosintentos de entablar una conversación yme entregó el expediente para que leyeraen lugar de hablar. Llegamos a lacampiña de Berkshire, pero él continuóen silencio. Y cuando Brock llamó porel teléfono del coche para darle algunaelíptica confirmación que necesitaba, se

limitó a gruñir: «Entonces díselo», ytornó a sus meditaciones.

Estábamos a setenta kilómetros deLondres, en el planeta más suciodescubierto por el hombre. Eran lossuburbios de la ciencia moderna, dondela hierba siempre está bien cortada. Losviejos pilares que flanqueaban la puertaestaban coronados por erosionadosleones de piedra arenisca. Un cortésindividuo vestido con una chaquetadeportiva de color marrón abrió laportezuela del lado de Ned. Su colegapasó un detector por debajo del chasis.Cortésmente, nos cachearon a los dos.

—¿Podemos coger la cartera,

caballeros?—Sí —dijo Ned.—¿Le importa abrirla, señor?—No.—¿Podemos meterla en la caja,

caballeros? Supongo que no habráningún rollo de película virgen, ¿verdad,señor?

—Por favor —dije yo—. Métala enla caja.

Nos quedamos mirando mientrasintroducían la cartera en lo que parecíauna carbonera verde y la volvían asacar.

—Gracias —dije, cogiéndola denuevo.

—Ha sido un placer, señor.La furgoneta azul decía SÍGAME.

Un perro alsaciano nos miraba ceñudopor entre los barrotes de la ventanillaposterior. Las puertas se abrieronelectrónicamente, y más allá de ellas seveían montones de hierba cortada quesemejaban montículos levantados sobrefosas comunes. Oliváceas colinas seextendían hacia el ocaso. Una nube conforma de hongo habría parecidocompletamente natural. Entramos en elaparcamiento. Un par de dardabasíesdescribían círculos en el cielodespejado. Una alta alambrada rodeabalos campos de heno. Edificios de

ladrillo de los que no salía nada dehumo se acurrucaban en vallesartificiales. Un cartel apremiaba a lautilización de ropas protectoras en lazonas D a K. Una calavera y unas tibiasdecían «Está usted avisado». Lafurgoneta que marchaba delante denosotros avanzaba a paso de funeral.Doblamos lentamente un recodo y vimospistas de tenis vacías y torres dealuminio. Un tubo de color oscuro corríajunto a nosotros, guiándonos hasta ungrupo de cobertizos verdes. En sucentro, sobre una pequeña eminencia delterreno, se alzaba el último vestigio dela era prenuclear, una casita de campo

construida en piedra y ladrillo, con lapalabra «Administrador» pintada sobrela cancela. Un hombre corpulentoavanzó con paso ligero por el senderoirregularmente pavimentado pararecibimos. Llevaba chaqueta deportiva yuna corbata con doradas paletas desquash, y un pañuelo metido en el puñode la manga.

—Son ustedes de la Firma. Bienhecho. Yo soy O’Mara. ¿Quién deustedes es quién? Le he dicho que seespere en el laboratorio hasta que lellamemos.

—Estupendo —dijo Ned.O’Mara tenía el pelo rubio grisáceo,

y una voz brusca y directa, enronquecidapor el alcohol. Su cuello era grueso ysus dedos de atleta eran caoba manchadade nicotina. «O’Mara mantiene a raya alos científicos de pelo largo —me habíadicho Ned en uno de los escasosmomentos en que hablamos durante elviaje—. Es medio de personal, mediode seguridad».

La sala tenía aspecto de estaratendida por prisioneros de guerranapoleónicos. Hasta los ladrillos de lachimenea habían sido abrillantados ypintadas de vivo color blanco las líneasde argamasa que había entre ellos. Nossentamos en unos sillones tapizados en

rosa, bebiendo ginebra con tónica ymontones de hielo. En las relucientesvigas negras brillaban adornos de metaldorado.

—Acabo de volver de los EstadosUnidos —recordó O’Mara, como sijustificara nuestra reciente separación.Levantó su vaso y bajó la cabeza,encontrándolo a mitad de camino—.¿Van ustedes mucho por allá?

—Ocasionalmente —dijo Ned.—De vez en cuando —dije yo—.

Cuando el deber lo exige.—La verdad es que solemos enviar

allá a algunos de nuestros muchachos.Oklahoma, Nevada, Utah. A la mayoría

de ellos les gusta. A unos pocos les dala depresión y se vuelven a casazumbando. —Bebió y se tomó unosmomentos para tragar—. Visité sulaboratorio de armas de Livermore, enCalifornia. Un sitio muy majo. Buenalojamiento. Dinero a porrillo. Se nospidió que asistiéramos a un seminariosobre la muerte. Condenadamentemacabro, si se piensa en ello, pero lostipos parecían creer que le vendría biena todo el mundo, y los vinos eranextraordinarios. Supongo que cuandouno planea arrojar a las llamas agrandes sectores de la Humanidad debesaber cómo funciona la cosa.

Volvió a beber, tomándose todo eltiempo del mundo. La cima de la colinaera a aquella hora un lugar muytranquilo.

—Lo que era sorprendente es quemuchas personas no habían pensado grancosa en el asunto. Especialmente losjóvenes. Los mayores eran poco másescrupulosos, podían recordar la edadde la inocencia, si es que alguna vezexistió. Si te mueres en el acto, eres unabaja rápida, y si lo haces lentamenteeres una baja demorada. Nunca me habíapercatado. Supongo que da un nuevosignificado al valor de estar en el centrode las cosas. Pero estamos ya en la

cuarta generación yeso lo suaviza todo.¿Juegan ustedes al golf?

—No —respondió Ned.—Me temo que no —dije yo—.

Antes tomaba lecciones, pero el caso esque nunca me sirvieron de gran cosa.

—Unos campos maravillosos, peronos hacían alquilar los malditos carros«Noddy». Ni loco me encontrarán a míen uno de esos cacharros. —Volvió abeber, con el mismo lento ritual—.Wintle es un tipo raro —explicó cuandohubo tragado—. Todos lo son, pero yocreo que Wintle más que la mayoría. Hahecho socialismo, ha hecho cristianismo.Ahora está metido en rollos de

contemplación y Tai Chi. Casado,gracias a Dios. Escuela secundaria, perohabla muy bien. Le quedan tres años.

—¿Cuánto le ha dicho? —preguntóNed.

—Siempre piensan que están bajosospecha. Le he dicho que él no, y quemantenga cerrada su estúpida bocacuando la cosa haya terminado.

—¿Y cree que lo hará? —pregunté.O’Mara meneó la cabeza.—Nunca se sabe lo que hará la

mayoría de ellos, cualquiera que sea laforma en que los tratemos.

Sonaron unos golpecitos en lapuerta, y entró Wintle, un eterno

estudiante de cincuenta y siete años. Eraalto pero encorvado, con cabeza de pelogris y rizado inclinada a un lado y unaire de vivacidad casi extinguida.Llevaba un jersey «Fair Isle» sinmangas, pantalones «Oxford» ymocasines. Se sentó con las rodillasjuntas, manteniendo apartado su vaso dejerez como si fuese una retorta químicaque no le inspirase mucha confianza.

Ned había adoptado su aireprofesional. Dejó a un lado susarranques de mal humor.

—Estamos siguiendo el rastro a loscientíficos soviéticos —dijo, con tonoinexpresivo—. Observando los

elementos y características de suorganización defensiva. Nada muyexcitante, me temo.

—O sea que son ustedes deInteligencia —dijo Wintle—. Me loimaginaba, aunque no he dicho nada.

Se me ocurrió que era un hombremuy solitario.

—Ocúpese de sus jodidos asuntos,cualesquiera que sean —le aconsejóafablemente O’Mara—. Son ingleses ytienen un trabajo que hacer, igual queusted.

Ned sacó de una carpeta un par dehojas mecanografiadas y se las entregó aWintle, que dejó el vaso sobre la mesa

para cogerlas. Sus manos teníanabultados nudillos y sus dedos seencorvaban tensos, como los de unhombre suplicando ser liberado.

—Estamos tratando de maximizarparte de nuestro viejo material yaolvidado —dijo Ned, recurriendo a unajerga que en otra situación habríaevitado—. Esto es una transcripción delinforme verbal que usted presentó a suregreso de una visita a Akademgorodoken agosto de 1963. ¿Se acuerda de un talcomandante Vauxhall? No esprecisamente una obra maestra literaria,pero menciona usted los nombres de doso tres científicos soviéticos con los que

nos agradaría tomar contacto si todavíaexisten y usted los recuerda.

Como si fuera a protegerse de unataque con gases, Wintle se puso un parde gafas de montura metálicaextraordinariamente feas.

—Según recuerdo de aquel informe,e l comandante Vauxhall me dio supalabra de honor de que todo lo que yodecía era enteramente personal yconfidencial —declaró con tonoespasmódicamente didáctico—. Por eso,me sorprende mucho ver mi nombre ymis palabras expuestos en unos archivosministeriales abiertos veinticinco añosdespués del hecho.

—Bueno, es lo más cerca que estarájamás de la inmortalidad, amigo, así queyo en su lugar cerraría el pico y losaborearía —aconsejó O’Mara.

Me interpuse como quien separa aunos beligerantes en una riña familiar.Quizá pudiera Wintle ampliar un poco laversión, un tanto concisa, delentrevistador, sugerí. Tal vez concretardetalles sobre uno o dos de loscientíficos soviéticos cuyos nombresaparecían relacionados en la últimapágina y acaso proporcionar datos sobreel equipo de Cambridge mientras estuvoen él. Quizá no le importase contestar auna o dos preguntas que podrían inclinar

la balanza.—«Equipo» no es la palabra que yo

utilizaría en este contexto, gracias —replicó Wintle, lanzándose sobre lapalabra como una huesuda ave de presa—. Por lo menos, no en lo que se refierea la parte inglesa. Equipo sugiere unpropósito común. Nosotros éramos ungrupo de Cambridge, sí. Pero no unequipo. Unos iban por el viaje, otrosiban por su propia promoción. Merefiero en particular al profesor Callow,cuya opinión altamente exagerada de sutrabajo sobre aceleradores, quedórefutada a partir de entonces. —Suacento de Birmingham había escapado

de su confinamiento—. Sólo una minoríamuy pequeña tenía realmente motivosideológicos. Ellos creían en la cienciasin fronteras. Un libre intercambio deconocimientos para beneficio común dela Humanidad.

—Ilusos —nos explicóservicialmente O’Mara.

—Teníamos allí franceses,americanos a manta, suecos, holandeseso dos alemanes —continuó Wintle, sinhacer caso de la humorada de O’Mara—. En mi opinión, todos ellos teníanesperanza, y los rusos la tenían aespuertas. Éramos nosotros, losingleses, los que estábamos

remoloneando. Y todavía lo estamoshaciendo.

O’Mara lanzó un gemido y se tomóun reanimador trago de ginebra. Pero laagradable sonrisa de Ned, aunque unpoco deteriorada, incitó a Wintle acontinuar.

—Era el apogeo de la era Kruschov,como sin duda recordarán ustedes.Kennedy en este lado, Kruschov enaquel otro. Se aproximaba una edad deoro, decían algunos. En aquellos días sehablaba de Kruschov tanto como ahorase habla de Gorbachov, estoy seguro.Aunque no debo decido, en mi opiniónnuestro entusiasmo de entonces era más

auténtico y espontáneo que el llamadoentusiasmo de ahora.

O’Mara bostezó y fijódesconcertadamente en mí la mirada desus abolsados ojos.

—Nosotros les contábamos todo loque sabíamos. Ellos hacían lo mismo —estaba diciendo Wintle con voz cada vezmás firme—. Nosotros leíamos nuestrosperiódicos. Ellos leían los suyos. Debodecir que Callow no consiguió nada.Ellos le calaron enseguida. Peroteníamos a Panson en cibernética y élondeó bien alta la bandera, y meteníamos a mí. Mi modesta conferenciafue todo un éxito, aunque sea yo quien lo

diga. La verdad es que no he vuelto a oíraplausos como aquellos. No mesorprendería que aún siguiesen hablandode ella, allá. Las barricadas sederrumbaron con tanta rapidez que,literalmente, podía uno oídasdesmoronarse en la sala deconferencias. «Opulencia, nolimitación». Ése era nuestro lema. Ytampoco «opulencia» era la palabraadecuada, no si se veía el vodka que sebebía en las fiestas de avanzadas horasde la noche. O las chicas que había allí.O se oían las conversaciones. La KGBestaba escuchando, naturalmente. Todoslo sabíamos. Se nos habían dado las

instrucciones correspondientes antes desalir, aunque varios habían formuladoobjeciones. Yo, no; yo soy un patriota.Pero no había nada que ninguno de ellospudiera hacer, ni su KGB ni la nuestra.

Evidentemente, había tocado un temafavorito suyo, pues se dispuso apronunciar un discurso preparado.

—Quisiera añadir aquí que, en miopinión, su KGB está siendo en granparte juzgada erróneamente. Sé debuena fuente que la KGB soviética haalbergado muy frecuentemente aalgunos de los elementos más tolerantesde la intelectualidad soviética.

—Cristo, bueno, no me diga que la

nuestra no —exclamó O’Mara.—Además, no tengo ninguna duda de

que las autoridades soviéticas estabanconvencidas, con razón, de que encualquier intercambio de conocimientoscientíficos con Occidente la UniónSoviética tenía más que ganar queperder.

La ladeada cabeza de Wintle ibapasando de uno a otro de nosotros comouna señal ferroviaria, y su manodescansaba sobre su muslo con la palmavuelta hacia arriba en angustiado gesto.

—Tenían también la cultura. Paraellos, nada de divisiones entre artes yciencias, no. Ellos tenían el sueño

renacentista del hombre completo, y losiguen teniendo. No es que yo entiendamucho de cultura, no tengo tiempo. Peroallí había de todo para los que teníaninterés. Ya precios razonables además,según tengo entendido. Algunos de losactos y espectáculos eran gratuitos.

Wintle necesitaba sonarse la nariz.Y para sonarse la nariz Wintlenecesitaba primero extender el pañuelosobre la rodilla y hacerla operativoluego con las yemas de los dedos. Nedaprovechó la pausa.

—Bien, me pregunto si podríamosechar un vistazo a uno o dos de esoscientíficos soviéticos cuyos nombres

tuvo usted la amabilidad de darle alcomandante Vauxhall —sugirió,cogiendo el mazo de papeles que yo letendía.

Habíamos llegado al momento parael que habíamos ido allí. De los cuatroque estábamos en la habitación, Wintleera el único, sospechaba yo, que no sedaba cuenta de ello, pues los pálidosojos de O’Mara se habían alzado haciael rostro de Ned y le contemplaban condispéptica astucia.

Ned empezó por los nombres que yatenía descartados, como habría hechoyo. Los había señalado en verde en lalista. Dos de ellos se sabía que habían

muerto y un tercero había caído endesgracia. Estaba poniendo a prueba lamemoria de Wintle, haciéndoleentrenarse para cuando llegase elmomento realmente importante.

¿Sergey?, exclamó Wintle. ¡Diosmío, sí, Sergey! ¿Pero cuál era apellido?¿Popov? ¿Popovich? ¡Eso, Protopopov!¡Sergey Protopopov, ingenieroespecialista en combustibles!

Ned continuó estimulándolepacientemente, tres nombres, luego uncuarto, guiando su memoria,ejercitándola.

—Bueno, y ahora piense en él unosmomentos antes de volver a decir que

no. ¿Realmente no? Muy bien. Probemoscon Savelyev.

—¿Cómo?Observé que la memoria de Wintle

tropezaba con las dificultades de todoslos ingleses para retener apellidosrusos. Prefería nombres propios a losque podía dar una versión inglesa.

—Savelyev —repitió Ned. Reparéde nuevo en los ojos de O’Mara fijos enél. Ned miró el informe que tenía en lamano, con aire de indiferencia quizásalgo excesivo—. Eso es, Savelyev —lodeletreó—. «Joven, idealista, locuaz, seconsideraba a sí mismo un humanitario.Trabajaba en partículas, formado en

Leningrado». Ésas fueron sus palabrassegún el comandante Vauxhall, hacetodo ese tiempo. ¿Algo más que yopueda añadir? ¿No se habrá mantenidoen contacto con él, por ejemplo? ¿ConSavelyev?

Wintle estaba sonriendo,maravillado.

—¿O sea que ése era el nombre?¿Savelyev? Vaya, que me ahorquen. Lohabía olvidado, ya ve. Para mí, siguesiendo Yakov.

—Estupendo. Yakov Savelyev.¿Recuerda su patronímico?

Wintle negó con la cabeza, sin dejarde sonreír.

—¿Algo que añadir a su primitivadescripción?

Tuvimos que esperar. Wintle teníaun sentido del tiempo diferente delnuestro. Y, a juzgar por su sonrisa, undiferente sentido del humor.

—Era un tipo muy sensible, Yakov.No se atrevía a hacer sus preguntas en elpleno. Tenía que quedarse al terminar yle estiraba a uno de la manga.«Discúlpeme, señor, pero ¿qué opinausted de tal y tal cosa?». Y buenaspreguntas, oiga. Un hombre muy culto, asu manera, según dicen. Tengo entendidoque hizo muy buen papel en alguna delas lecturas poéticas. Y el arte se nota.

Wintle titubeó unos instantes, y temíque se dispusiera a inventar, que es loque muchos suelen hacer cuando se hanquedado sin información pero quequieren conservar su ascendiente. Mas,para mi alivio, estaba, simplemente,recuperando recuerdos de su almacén…o, mejor dicho, extrayéndolos del étercon sus erguidos dedos.

—Yakov siempre estaba yendo deun grupo a otro —dijo, con la mismairritante sonrisa de superioridad—.Manteniéndose al borde de unadiscusión, muy atento. Encaramado en elborde de una silla. Había algún misterioacerca de su padre, nunca supe de qué se

trataba. Dicen que era también uncientífico, pero que había sidoejecutado. Bueno, muchos científicos lofueron, ¿no? Los mataban como moscas.He leído cosas al respecto. Si no losmataban, los mantenían en la cárcel.Tupolev, Petliakov, Korolev…, algunasde sus más destacadas figuras de latecnología aeronáutica diseñaron en lacárcel sus mejores modelos. Ramzininventó en la cárcel una nueva calderapara máquinas térmicas. Su primeraunidad de investigación en el campo delos cohetes se constituyó en la cárcel. Ladirigía Korolev.

—Condenadamente bien hecho,

muchacho —dijo O’Mara, de nuevoaburrido.

—Me dio este trozo de roca —continuó Wintle.

Y vi su mano, de nuevo vuelta haciaarriba sobre su rodilla abriéndose ycerrándose en torno al imaginarioregalo.

—¿Roca? —exclamó Ned—. ¿Se ladio Yakov? ¿Se refiere a una especie demuestra geológica?

—Cuando los occidentales nosfuimos de Akadem —dijo Wintle, comosi se lanzara, y a nosotros con él, a unahistoria completamente nueva—, nosdespojamos de nuestras posesiones.

Literalmente. Si hubiera visto nuestrogrupo aquel último día, no habría dadocrédito a sus ojos. Teníamos a nuestrosanfitriones rusos llorando a lágrimaviva, abrazándonos, echando flores enlos autobuses, hasta el propio Callowlloraba, aunque le cueste creerlo. Ynosotros, los occidentales,deshaciéndonos de todo lo queteníamos: libros, papeles, plumas,relojes, máquinas de afeitar, pastadentífrica, incluso nuestros cepillos dedientes. Discos de gramófono si loshabíamos llevado. Ropa interior,corbatas, zapatos, camisas, calcetines,todo excepto el mínimo que

necesitábamos para nuestra decencia enel vuelo de regreso. No convinimos enhacerla. Ni siquiera habíamos habladode ello. Sucedió espontáneamente.Hubo quien hizo más, desde luego. Enparticular los americanos, másimpulsivos. Oí decir que uno ofreció unmatrimonio de conveniencia a una chicaque estaba desesperada por salir delpaís. Yo no hice tal cosa. Ni la haría.Yo soy un patriota.

—Pero usted le dio algunas de suscosas a Yakov —sugirió Ned, mientrassimulaba escribir laboriosamente en undietario.

—Empecé a hacerla, sí. Es un poco

como echarles comida a los pájaros enel parque, eso de repartir los tesoros deuno. Eliges al que no está cogiendo naday tratas de atiborrarle. Además, le habíatomado afecto al joven Yakov, eraimposible evitarlo viéndole tanespiritual.

La mano se había inmovilizado entorno a la vacía forma, esforzándose lasyemas de los dedos por juntarse. La otramano se había elevado hasta su rostro ycogido un considerable pellizco decarne.

—«Toma, Yakov —dije—. No teretraigas. Eres demasiado tímido para loque te conviene». Yo tenía entonces una

máquina de afeitar eléctrica. Con pilas ytransformador, todo en un lindo estuche.Pero él no parecía sentirse a gusto. Dejólas cosas a un lado y permanecióarrastrando lentamente los pies.Comprendí entonces que estaba tratandode darme algo a mí. Era esta roca,envuelta en papel de periódico. Notenían papel de envolver de fantasía,naturalmente. «Es un pedazo de mi país—dice—. Gracias por su conferencia»,dice. Quería que yo amase lo bueno quehay en él, por malo que a veces puedaparecer desde fuera. Hablaba un inglésmagnífico, oiga, mejor que muchos denosotros. La verdad es que me sentí un

poco desconcertado. Conservé durantemuchos años aquel pedazo de roca.Luego, mi mujer lo tiró durante una desus limpiezas generales de primavera.Pensé a veces escribirle, pero nunca lohice. Él era arrogante a su manera.Bueno, muchos de ellos lo eran.Supongo que nosotros también loéramos a nuestra manera. Todoscreíamos que la ciencia podría gobernarel mundo. Bien, supongo que lo gobiernaahora, aunque no de la forma prevista,estoy seguro.

—¿Le escribió él a usted? —preguntó Ned.

Wintle reflexionó largo rato sobre

esto.—Nunca se puede decir, ¿no? Nunca

se sabe qué es lo que ha sidointerceptado en el correo. Ni por quién.

Saqué de la cartera las fotografías yse las pasé a Ned. Él se las pasó aWintle, mientras O’Mara observaba.Wintle empezó a mirarlas una a una y,de pronto, lanzó una exclamación.

—¡Es él! ¡Yakov! El hombre que medio el trozo de roca —mostró lafotografía a Ned—. ¡Mírelo ustedmismo! ¡Mire esos ojos! ¡Dígame a versi no es un soñador!

Extraída del periódico vespertino deLeningrado del 5 de enero de 1954 y

reconstituida por la Sección Fotográfica,Yakov Yefremovich Savelyev comogenio adolescente.

Había otros nombres, y Ned llevólaboriosamente a Wintle a cada uno deellos, tendiendo falsas pistas, borrandosus huellas hasta cerciorarse de que,para Wintle al menos, Savelyev no eramás que el resto.

—Muy inteligente por su parteesconder su triunfo en la mano —observó O’Mara mientras, con el vasoen la mano, nos acompañaba por elcamino hasta el coche—. La última vezque oí hablar de Savelyev, estabadirigiendo su campo de pruebas en lo

más profundo de Kazajstán, ideandoformas de leer su propia telemetría sinque todo mundo se la leyera por encimadel hombro. ¿Qué se propone ahora?¿Vender la tienda?

No suelo encontrar placer en mitrabajo, pero nuestra entrevista y ellugar me habían dado náuseas, y O’Marame había dado más náuseas que las doscosas juntas. Tampoco suelo coger delbrazo a nadie, y tengo que retroceder ysoltar mi presa.

—Tengo entendido que ha firmadousted la Ley de Secretos Oficiales, ¿no?—le pregunté en voz muy baja.

—Prácticamente la escribí entera —

replicó O’Mara, muy sorprendido.—Entonces sabrá que todo

conocimiento que haya adquiridooficialmente y toda especulación basadaen ese conocimiento son propiedadperpetua de la Corona. —Otratergiversación legal, pero no importa. Lasolté—. De modo que, si le gusta suempleo aquí y espera un ascenso, y siespera obtener su pensión, le sugieroque no vuelva a pensar jamás en estaentrevista ni en ningún nombrerelacionado con ella. Muchas graciaspor la ginebra. Adiós.

En el viaje de regreso, con laidentificación de «Pájaro Azul»

confirmada y telefoneada ya en mensajecifrado a la Sección Rusa, Ned semantuvo reservado y taciturno. Sinembargo, cuando llegamos a VictoriaStreet decidió súbitamente no dejarmemarchar.

—Quédate —me ordenó, y me hizobajar delante de él por la escalera delsótano.

A primera vista, la escena en la salade situación era de la más pura alegría.El elemento central era Walter, plantadocomo un artista ante una pizarra tangrande como él y escribiendo en ellacon rotuladores de colores los detallesde la vida de Savelyev. Si hubiera

llevado blusa y sombrero de ala ancha,no habría tenido un aspecto másdesenfadado. Sólo al cabo de unosinstantes recordé la extraña aprensiónque había experimentado por la mañana.

A su alrededor —lo que significabadetrás de él, pues la pizarra estabaapoyada contra la pared, debajo de losrelojes— estaban Brock y Bob, y Jack,nuestro especialista en claves, y Emma,la ayudante de Ned, y una veteranaempleada llamada Pat que era uno de lospuntales del Registro Soviético. Teníancopas de champaña en la mano y todossonreían, cada uno a su manera, aunquela sonrisa de Bob más parecía una

mueca de dolor contenido.—Un solitario tomador de

decisiones —declamó enfáticamenteWalter. Se inmovilizó un instante aloímos, pero no volvió la cabeza—. Untriunfador de cincuenta años sacudiendolos barrotes de su vida adulta,contemplando la mortalidad y una vidadesperdiciada. Bueno, ¿no lo somostodos?

Retrocedió un paso. Luego, volvió aadelantarse y escribió una fecha.Después, tomó un trago de champaña. Ypercibí en él algo macabro y aterrador,como si estuviera maquillando a unmuerto.

—Viviendo toda su vida adulta en sucentro secreto —continuó alegremente—. Pero manteniendo cerrada la boca.Tomando sus propias decisiones, por símismo, en la oscuridad, así Dios lebendiga. Siéndole indiferente que lahistoria le crucifique, cosa queprobablemente hará. —Otra fecha, y lapalabra OLIMPÍADA—. Se encuentraen el momento crítico. Más joven, leharían un lavado de cerebro. Más viejo,estaría buscando una sinecura que leasegurase una vida acomodada.

Bebió, todavía vuelto de espaldas anosotros. Miré a Bob en busca de unaexplicación, pero él tenía la vista

obstinadamente fija en el suelo. Miré aNed. Sus ojos estaban posadas sobreWalter, pero su semblante carecía deexpresión. Volví a mirar a Walter y vique estaba respirando con una especiede desafiantes jadeos.

—Yo le inventé, estoy seguro —declaro Walter, indiferente, al parecer,al ambiente de consternación que lerodeaba—. Le he estado prediciendodurante años. —Escribió las palabrasPADRE EJECUTADO—. Aun despuésde que lo reclutaran, el pobrecillo seesforzó en ser bueno. Él no era rastrero.No abrigaba resentimientos. Tenía susdudas, pero, como suele ocurrir con los

científicos, era un buen soldado. Hastaque un día…, ¡bingo! Se despierta ydescubre que todo es un montón debasura y que ha desperdiciado su geniocon una pandilla de gángstersincompetentes y, entretanto, ha llevadoal mundo al borde de la destrucción. —Mientras le corría el sudor por lassienes, estaba escribiendo con violentostrazos: TRABAJANDO A LASÓRDENES DE ROGOV EN LA BASEDE PRUEBAS 109 EN KAZAJSTÁN—. Él no lo sabe, pero se ha sumado ala gran revolución menopáusicamasculina rusa de los años 80. Hapasado todas las mentiras, ha pasado

Stalin, la rendija de luz de Kruschov y lalarga noche de Breznev. Pero aún lequeda un último impulso, una últimaposibilidad menopáusica de hacersepresente en el mundo. Y resuenan en susoídos las nuevas consignas: revolucióndesde arriba, apertura, paz, cambio,valor, reconstrucción. Incluso estásiendo alentado a rebelarse.

Jadeante o no, estaba escribiendomás rápidamente que nunca:TELEMETRÍA, PRECISIÓN.

—¿Dónde caerán? —preguntabaretóricamente con respiraciónentrecortada—. ¿Cuánto de cercallegarán cuántos a cuántos objetivos

cuándo? ¿Cuál es la dilatación ytemperatura de la piel? ¿Cuál es elefecto de la gravedad? Preguntascruciales, y «Pájaro Azul» conoce lasrespuestas. Las conoce porque estáencargado de hacer hablar a los misilesdurante su vuelo… sin que lo oigan losamericanos, que es su habilidad. Porqueél ideó los sistemas de cifrado queburlan a los superespías americanos a laescucha en Turquía y China continental.Él ve todas las respuestas tal como sonantes de que el Hermano Rogov lasembrolle para sus dueños y señores deMoscú. Lo que, según «Pájaro Azul», esla especialidad de Rogov. «El profesor

Vitaly Rogov es un maldito adulador»,nos dice en el cuaderno número dos. Unjuicio acertado. Eso es lo que es VitalyRogov. Un demostrable, plenamentepagado, servil y maldito adulador,cumpliendo sus normas y ganándose susmedallas y sus privilegios. ¿A quién nosrecuerda eso? A nadie. Ciertamente, noa nuestro querido Clive. Así que«Pájaro Azul» no puede soportar más yconfiesa su angustia a Katya, y Katyadice: «No lloriquees, haz algo». Y ya locreo que lo hace. Nos entrega todamaldita cosa a la que puede echar elguante. Las joyas de la Corona dobladasy redobladas. Textos cifrados,

descifrados. Telemetría en claro. Clavesretrospectivas para ayudarnos acomprobar. La verdad pura eincontaminada antes de que seaaderezada para consumo de Moscú. Deacuerdo, es un tipo insignificante.¿Quién no lo es, quién sirve de algo? —Tomó un último trago de su vaso, y vique el centro de su rostro era una masacarmesí de dolor y turbación eindignación—. La vida es una chapuza—explicó, mientras me ponía el vaso enla mano.

Lo siguiente que supe fue que habíapasado por delante de nosotros,escaleras arriba, y oímos las puertas de

acero abrirse y cerrarse sucesivamentecon estrépito tras él hasta que llegó a lacalle.

—Walter era un riesgo —me explicósucintamente Clive a la mañanasiguiente, cuando le hablé del asunto—.Para nosotros, era simplementeexcéntrico quizá. Pero para otros… —era lo más cerca de reconocer laexistencia del sexo que le había vistojamás. Se reprimió rápidamente—. Lehe cedido al Departamento deInstrucción —continuó, volviendo a sutalante más gélido—. Provocabademasiados enarcamientos de cejas enel otro lado.

Se refería al otro lado del Atlántico.Así que Walter, maravilloso Walter,

desapareció, y yo tenía razón, nuncavolvimos a ver a los mormones y Cliveno habló de ellos ni una sola vez. ¿Eransimples mensajeros de Langley, o habíanformado su veredicto e impuesto sucastigo? ¿Eran siquiera de Langley, opertenecían a uno de losextraordinariamente abundantes gruposde iniciados a los que tantas objecioneshabía presentado Ned cuando se quejó aClive de la lista de distribución de«Pájaro Azul»? ¿O eran lo queconstituía objeto predilecto de los odiosde Ned…, psiquiatras privados?

Fueran lo que fuesen, su efecto sedejó sentir en toda la Casa Rusia, y laausencia de Walter se nos hacía patentecomo un boquete causado por loscañones de nuestro mejor aliado. Bob lonotaba y estaba avergonzado. Hasta elinsensible Johnny se sentía confuso.

—Quiero que estés más cerca de laoperación —me dijo Ned.

Parecía un pobre consuelo por ladesaparición de Walter.

—Estás nervioso otra vez —dijoHannah mientras caminábamos.

Era la hora de comer. Su oficinaestaba cerca de Regent’s Park. A veces,en días cálidos, nos tomábamos un

sándwich juntos. A veces incluso nosdábamos una vuelta por el zoo. A veces,ella dejaba en paz al Instituto del Cáncery acabábamos en la cama.

Le pregunté por su marido, Derek.Era uno de los pocos temas queteníamos en común. ¿Había vuelto aenfurecerse Derek? ¿La había pegado?A veces, en los tiempos en que éramosamantes a tiempo completo, yo solíapensar que era Derek quien nos manteníaunidos. Pero ahora ella no quería hablarde Derek. Quería saber por qué estabayo nervioso.

—Han despedido a un hombre queapreciaba —dije—. Bueno, despedido,

no, pero lo han arrojado al montón debasura.

—¿Qué había hecho mal?—Nada en absoluto. Simplemente,

han decidido verle a una luz diferente.—¿Por qué?—Porque les convenía. Le retiraron

su tolerancia para satisfacer ciertasexigencias.

Ella reflexionó sobre esto.—Quieres decir que se han dejado

vencer por los convencionalismos —sugirió Hannah. Como tú, estabadiciendo. Como nosotros.

Me pregunté por qué seguíavolviendo junto a ella. ¿Para visitar la

escena del crimen? ¿Para buscar, pormilésima vez, su absolución? ¿O lavisito como visitamos nuestras antiguasescuelas, tratando de comprender quéfue de nuestra juventud?

Hannah es todavía una mujerhermosa, lo cual es un consuelo. Aún noha empezado a encanecer y engordar.Cuando la miro a contraluz y atisbo suanimosa y vulnerable sonrisa, la veocomo la veía hace veinte años y me digoa mí mismo que no la he arruinadodespués de todo. «Ella estáperfectamente. Mírala. Sonríe ypermanece indemne. Es Derek, no tú,quien la maltrata».

Pero nunca estoy seguro. Nuncaestoy seguro por completo.

La Unión Jack, que tanto habíaenfurecido al dictador Stalin cuando laobservaba desde las almenas delKremlin, colgaba lánguidamente de sumástil en el patio exterior de laEmbajada británica. El palacio colorcrema que se alzaba tras ella semejabauna vieja tarta nupcial esperando sercortada, y el río yacía dócilmentemientras el aguacero matutino azotaba suoleaginoso lomo. En las puertas dehierro, dos policías rusos estudiaron elpasaporte de Barley mientras la lluviahacía correrse la tinta. El más joven

copió su nombre. El de más edadcomparó dubitativamente susatormentadas facciones con sufotografía. Barley llevaba un empapadoimpermeable marrón. Tenía el pelopegado al cráneo. Parecía un poco másbajo que su estatura habitual.

— Bue no , francamente, ¡menudodía! —exclamó la muchacha deeducados modales y falda escocesa queesperaba en el vestíbulo—. Hola, soyFelicity. Usted es quien creo que es,¿verdad? ¿El alegre Scott Blair? Elconsejero de Economía le estáesperando.

—Creía que la gente de Economía

estaba en el otro edificio.—¡Oh!, ésos son de Comercio. Son

completamente diferentes.Barley siguió su ondulante figura,

subiendo por la ancestral escalera.Como siempre que entraba en unamisión británica, experimentó unasensación de dislocación que estamañana era absoluta. El desafinadosilbido era el de su vendedor deperiódicos de Hampstead. El zumbido yel golpeteo de la enceradora eléctricaera la furgoneta de la cooperativalechera. Eran las ocho de la mañana, yla Inglaterra oficial no estaba aúnoficialmente despierta. El consejero de

Economía era un rechoncho escocés deplateados cabellos. Se llamaba Craig.

—¡Señor Blair! ¿Cómo está usted?¡Siéntese! ¿Qué quiere tomar, té o café?Me temo que los dos saben igual, peroestamos trabajando en ello. Poco apoco, pero lo conseguiremos.

Cogiendo el impermeable de Barley,lo colgó en un perchero del Ministeriode Obras Públicas. Sobre la mesa, unafotografía enmarcada mostraba a la reinacon traje de montar. Junto a ella, unletrero advertía que era arriesgadohablar en aquella habitación. Felicityllevó té y pastas Garibaldi. Craighablaba vigorosamente, como si no

pudiera esperar para comunicar susnoticias. Su rubicundo rostro brillabapor efecto del afeitado.

—¡Oh!, y he oído que esos bergantesde la VAAP le ha estado llevando a darlas más fantásticas vueltas. ¿Ha sacadousted algo en limpio? ¿Está llegando aalguna parte o no encuentra más que lashabituales insustancialidadesmoscovitas? Aquí todo es apariencia, yasabe. Rara vez, pero rara vez, se llega auna transacción real. La idea delbeneficio como motivo impulsor, laposibilidad de algo parecido a ladiligencia, son cosas totalmentedesconocidas para ellos. Todo es

remolonear y rascarse unos a otros losya sabe qué. La imposible combinación,digo yo siempre, de ociosidad incurableunida a visiones inalcanzables. Elembajador utilizó recientemente mimisma frase en un despacho. No seconcede crédito, ni nadie lo pide.¿Cómo consiguen dominar pregunto yo,una economía edificada sobre la pereza,el tribalismo y el paro latente?Respuesta: ¡No lo consiguen! ¿Cuándose liberarán? ¿Qué ocurrirá si lo hacen?Respuesta: sólo Dios lo sabe. Yo estoyviendo aquí el mundo del libro como unmicrocosmos de todo su dilema, ¿mesigue?

Continuó disertando con voz tonantehasta que decidió que Barley y losmicrófonos habían tenido ya suficiente.

—Bueno, le aseguro que hedisfrutado con nuestra pequeñaconversación aquí esta mañana. No meimporta decirle que me ha dado muchoen qué pensar. En nuestro oficio, existeel peligro de quedarnos distanciados dela fuente. ¿Me permite que le enseñe lacasa? El personal de la cancilleríanunca me perdonaría si no lo hiciese.

Con un imperioso movimiento decabeza, la precedió a lo largo de unpasillo hasta una puerta de metal conmirilla. La puerta se abrió al llegar ellos

y se cerró una vez que Barley huboentrado.

Craig es su enlace, había dicho Ned.Es el infierno sobre la tierra, pero él lellevará hasta su jefe.

La primera impresión de Barley fueque se encontraba en una salaoscurecida, la siguiente que la sala erauna sauna, pues la única luz llegabadesde un ángulo del suelo y se percibíaun olor a resina. Luego decidió que lasauna estaba suspendida en el aire, puesdetectó una especie de oscilación bajolos pies.

Sentándose cuidadosamente en unasilla giratoria, distinguió dos figuras

detrás de una mesa. Sobre la primeracolgaba un abarquillado cartel de unalabardero defendiendo el Puente deLondres. Sobre la segunda, el lagoWindermere languidecía bajo una puestade sol de los ferrocarriles británicos.

—Braco, Barley —exclamó unarecia voz inglesa, no muy diferente de lade Ned, desde debajo del alabardero—.Me llamo Paddy, abreviatura de Patrick,y este caballero es Cy. Es americano.

—Hola, Barley —dijo Cy.—Nosotros somos los chicos de los

recados aquí —explicó Paddy—.Naturalmente, estamos bastantelimitados en lo que podemos hacer.

Nuestro principal trabajo consiste enproporcionar historias y explicacionesdigeribles. Ned envía sus especialessaludos. Y también Clive. Si noestuvieran tan tocados, habrían venido amorderse las uñas con nosotros. Gajesdel oficio. Nos ocurre a todos, me temo.

Mientras hablaba, la débil luz lehizo visible. Era velludo pero flexible,con las pobladas cejas y la miradadistante de un explorador. Cy era suavey urbano y una docena de años másjoven. Sus cuatro manos reposabansobre un plano de Leningrado. Lospuños de la camisa de Paddy estabandeshilachados. Los de Cy estaban sin

planchar.—Por cierto, que voy a preguntarle

si quiere continuar —dijo Paddy, comosi se tratara de un chiste muy gracioso—. Si quiere largarse, está en superfecto derecho y nadie se lo iba atomar a mal. ¿Quiere abandonar? ¿Quédice?

—Zapadny me matará —murmuróBarley.

—¿Por qué?—Soy su huésped. Él paga mi cuenta

y prepara mi programa. —Llevándose lamano a la frente, se la frotó, como formade restaurar la comunicación con sucerebro—. ¿Qué le digo? No puedo

ponerme ahora con que adiós muybuenas, me voy a Leningrado. Pensaríaque estaba chiflado.

— ¿ P e r o está usted diciendoLeningrado, no Londres? —insistióafablemente Paddy.

—No tengo visado. Tengo Moscú.No tengo Leningrado.

—Pero suponiendo.Otra larga pausa.—Necesito hablar con él —dijo

Barley, como si eso fuese unaexplicación.

—¿Con Zapadny?—Con Goethe. Tengo que hablar con

él.

Barley se pasó el dorso de lamuñeca por la boca en uno de sushabituales gestos y se la miró como siesperara ver sangre.

—No le mentiré —murmuró.—No tiene por qué mentirle. Ned

quiere colaboración, no engaño.—Y lo mismo nosotros —dijo Cy.—No utilizaré argucias con él. Le

hablaré con franqueza o no le hablaré enabsoluto.

—Ned no querría que fuese de otramanera —dijo Paddy—. Nosotrosqueremos darle todo lo que necesita.

—Nosotros también —dijo Cy.—«Potomac Boston, Incorporated»,

Barley, su nuevo socio comercialamericano —propuso Paddy con vozanimada, mirando un papel que teníadelante—. El jefe de sus actividadeseditoras es un tal señor Henziger, ¿no?

—J.P. —dijo Barley.—¿Le ha visto alguna vez?Barley meneó la cabeza y dio un

respingo.—Figura en el contrato —dijo.—¿Eso es lo más cerca que ha

estado de él?—Hemos hablado por teléfono un

par de veces. Ned pensó que debíaoírsenos por la línea trasatlántico. Comocobertura.

—¿Pero no se ha formado usted unretrato mental de él? —insistió Paddy,con su forma de forzar respuestas clarasaunque ello le hiciese parecer pedante—. ¿No es para usted una personaconcreta de alguna manera?

—Es un nombre con dinero yoficinas en Bastan y es una voz en elteléfono. Nunca ha sido otra cosa.

—Y en sus conversaciones conterceros locales, con Zapadny, porejemplo, ¿no se le ha representado J.P.Henziger como alguna especie de figurahorrible? ¿No le ha atribuido una barbapostiza, o pata de madera o una vidasexual espeluznante? ¿Nada que debiera

uno tener en cuenta si quisieraconcebirle de carne y hueso?

Barley consideró la pregunta ypareció desorientado.

—¿No? —preguntó Paddy.—No —respondió Barley, y volvió

a menear la cabeza.—De modo que una situación que

podría haber surgido es la siguiente —dijo Paddy—: el señor J.P. Henziger, de«Potomac Boston», joven, dinámico,agresivo, se encuentra actualmente devacaciones en Europa con su mujer. Esla temporada. En este momento están,por ejemplo, en el hotel «Marski», deHelsinki. ¿Conoce el «Marski»?

—He tomado un trago allí —dijoBarley, como si se avergonzara de ello.

—Y, con su característicaimpulsividad americana, a los Henzigerse les ha metido en la cabeza la idea dehacer un viaje a Leningrado. Y esto yaes tu terreno, creo, Cy.

Cy sonrió e hizo un gesto deasentimiento. Tenía un rostro expresivoy una forma inteligente, aunquedesabrida, de hablar.

—Los Henziger se apuntan a unaexcursión organizada de tres días,Barley. Visados en la fronterafinlandesa, el guía, el autobús y toda lapesca. Son gente honrada, decente. Esto

es Rusia, y es su primera vez. Laglasnost es noticia allá en Boston. Éltiene dinero invertido en usted.Sabiendo que está en Moscú gastándolo,le requiere para que lo deje todo yacuda a toda prisa a Leningrado, le llevelas maletas e informe de los progresosrealizados. Ésa es práctica normal,típica de un joven magnate. ¿Ve algúnproblema? ¿Alguna causa por la que novaya a dar resultado?

A Barley se le estaba despejando lacabeza, y, con ella, también su visión.

—No. Dará resultado. Puedo hacerque funcione si usted puede.

—Lo primero de todo, esta mañana,

hora del Reino Unido, J.P. llama desdeel «Marski» a su oficina de Londres y lesale el contestador automático —continuó Cy—. J.P. no habla concontestadores automáticos. Una horadespués, le manda un télex a través deZapadny, en la VAAP, con una copiapara Craig, en la Embajada británica enMoscú, pidiéndole que se reúna con éleste viernes en el hotel «Evropeiskaya»,alias el «Europa», Leningrado, que esdonde se hospeda su grupo turístico.Zapadny se retorcerá, quizás inclusolance un grito de dolor. Pero, comousted está gastando el dinero de J.P.,nuestra predicción es que no tendrá más

remedio que someterse a las fuerzas delmercado. ¿Comprende?

—Sí —respondió Barley.Paddy retornó el hilo de la historia.—Si tiene un poco de sentido

común, le ayudará a conseguir que lecambien los visados. Si remolonea,Wicklow puede llevarlos al OVIR, y allíse los cambiarán mientras espera. Ennuestra opinión, usted no le insistiríademasiado a Zapadny. No suplicaría nise rebajaría, no ante Zapadny. Haría deello una virtud. Le diría que así es comose vive hoy en día, con rapidez.

—J.P. es de la familia —dijo Cy—.Es un excelente oficial. Y también su

mujer.Se detuvo bruscamente.Como un árbitro que ha visto una

falta, Barley había levantado la mano yapuntaba con ella al pecho de Paddy.

—¡Eh, vamos a ver! Un momento, unmomento. ¿Para qué va a servir ningunode ellos, por excelentes que sean, si sepasan todo el día metidos en un autobúsde turistas y dando vueltas porLeningrado?

Paddy tardó sólo un instante enrecuperarse de este inesperadoarranque.

—Díselo tú, Cy —dijo.—Barley, a su llegada al hotel

«Europa» el jueves por la noche, laseñora Henziger contraerá una graveafección estomacal. J.P. no tendrá ganasde visitas turísticas mientras su bellaesposa yace post rada de dolor. Sequedará con ella en el hotel. No esproblema.

Paddy colocó la lámpara y eltransformador junto al plano deLeningrado. Tres direcciones de Katyaestaban señaladas con círculos rojos.

Barley no la telefoneó hasta últimahora de la tarde, cuando calculó que ellaestaría ya recogiendo sus cosas parairse. Había echado una siesta yacontinuación se había tomado un par de

whiskies para ponerse a tono. Perocuando empezó a hablar descubrió quesu voz era demasiado alta, y tuvo quebajarla.

—¡Hola! ¿Llegó a casa sin novedad?—dijo—. El tren no se convirtió en unacalabaza ni nada, ¿no?

—Gracias, no hubo problemas.—Magnífico. Bien, en realidad sólo

llamaba para saberlo. Sí. Oiga, graciaspor esa noche tan maravillosa. Bueno, yadiós por el momento.

—Yo también le doy las gracias.Fue útil.

—Esperaba que pudiéramos tenerotra oportunidad de vernos, ¿sabe? Lo

malo es que tengo que ir a Leningrado.Se ha presentado una estúpida cuestiónde trabajo y me he visto obligado acambiar de planes.

Un prolongado silencio.—Entonces debe sentarse —dijo

ella.Barley se preguntó quién de los dos

se había vuelto loco.—¿Por qué?—Es costumbre entre nosotros,

cuando nos estamos preparando para unlargo viaje, sentarnos primero. ¿Estáusted sentado ahora?

Él percibió la felicidad que latía ensu voz, yeso le hizo sentirse feliz

también.—En realidad, estoy echado.

¿Servirá?—No lo sé. Se supone que debe

usted sentarse sobre su equipaje o en unbanco, suspirar un poco y, luego,santiguarse. Pero espero que el estarechado produzca el mismo efecto.

—Así es.—¿Volverá a Moscú desde

Leningrado?—Bueno, en este viaje no. Creo que

volveremos directamente a la escuela.—¿La escuela?—Inglaterra. Una estúpida expresión

mía.

—¿Qué denota?—Obligaciones. Inmadurez.

Ignorancia. Los habituales defectosingleses.

—¿Tiene muchas obligaciones?—Montones de ellas. Pero estoy

aprendiendo a clasificarlas. Ayer dije«no» y dejé estupefacto a todo el mundo.

—¿Por qué tiene que decir «no»?¿Por qué no decir «sí»? Tal vez sequedaran más estupefactos aún.

—Sí, bueno, eso fue lo malo deanoche, ¿no? No encontré momento parahablar de mí mismo. Hablamos de usted,de los grandes poetas de todos lostiempos, del señor Gorbachov, del

negocio editorial. Pero dejamos fuera eltema principal. Yo. Tendré que hacer unviaje especial sólo para ir a aburrirla.

—Estoy segura de que no meaburrirá.

—¿Hay algo que pueda traerle?—¿Perdón?—La próxima vez que venga. ¿Algún

deseo especial? ¿Un cepillo de dienteseléctrico? ¿Rizadores de papel? ¿MásJane Austen?

Una larga y deliciosa pausa.—Le deseo un buen viaje, Barley —

dijo ella.La última comida con Zapadny fue

un velatorio sin cadáver. Eran catorce,

todos hombres, los únicos huéspedes enel enorme restaurante del último piso deun nuevo hotel aún sin terminar. Loscamareros llevaban los platos ydesaparecían hacia las distantes afueras.Zapadny tenía que despacharexploradores para localizarlos. Nohabía bebida, y muy poca conversación,a menos que Barley y Zapadny lasostuvieran entre ellos. Sonaba músicaenlatada de los años 50. Se oíannumerosos martillazos.

—Pero te hemos preparado una granfiesta, Barley —protestó Zapadny—.Vassily traerá sus tambores, Víctor teprestará su saxofón, un amigo mío que

destila sus propios licores nos haprometido seis botellas, habrá variospintores y escritores extravagantes.Tiene todos los ingredientes para seruna depravada velada, y tienes el fin desemana para recuperarte. Dile a tubastardo americano del Potomac que sevaya al infierno. No nos gusta que estéstan serio.

—Nuestros magnates son susburócratas, Alik. Si los ignoramos es anuestro propio riesgo. Como vosotros.

La sonrisa de Zapadny no era nicordial ni indulgente.

—Incluso pensábamos que podríashaberte prendado de una de nuestras

célebres bellezas de Moscú. ¿No puedela deliciosa Katya persuadirte para quete quedes?

—¿Quién es Katya? —se oyó Barleyresponder a sí mismo, al tiempo que sepreguntaba por qué no se habíadesplomado el techo.

Un regocijado murmullo se elevó entorno a la mesa.

—Estamos en Moscú, Barley —lerecordó Zapadny, muy complacidaconsigo mismo—. Nada sucede sin quesuceda algo. La clase intelectual es poconumerosa, todos estamos sin blanca y lasllamadas telefónicas son gratis. Nopuedes cenar con Katya Orlova en un

selecto e íntimo restaurante sin que porlo menos quince de nosotros estemosenterados de ello a la mañana siguiente.

—Fue una reunión estrictamenteprofesional —dijo Barley.

—Entonces, ¿por qué no te llevasteal señor Wicklow?

—Es demasiado joven —respondióBarley, y provocó otro acceso deregocijo ruso.

El tren nocturno a Leningrado salede Moscú pocos minutos antes de lamedianoche, tradicionalmente para quelos innumerables burócratas rusospuedan reclamar el importe de un díamás de dietas por el viaje. El

compartimiento constaba de cuatroliteras, y Wicklow y Barley tenían lasdos de abajo hasta que una corpulentadama rubia insistió en que Barleycambiara de lugar con ella. La cuartalitera se hallaba ocupada por un hombrede modales reposados y aspectoacomodado que hablaba un eleganteinglés y tenía una expresión de tristezaen el rostro. Primero llevaba un trajeoscuro de abogado; luego, un estridentepijama a rayas que le habría sentadobien a un payaso, pero su talante no seanimó con su atuendo. Hubo más ajetreocuando la dama rubia se negó a quitarseni tan siquiera el sombrero hasta que los

tres hombres hubieran salido ni pasillo.La armonía quedó restablecida cuandolos llamó para que volviesen a entrar y,vestida con un chándal rosa conpompones en los hombres, les ofreciópastas de confección casera enagradecimiento a su galantería. Ycuando Barley sacó whisky, quedó tanimpresionada que les invitó a comersalchichas también, insistiendo en quebebiesen a la salud de la señoraThatcher más de una vez.

—¿De dónde es usted? —preguntó aBarley el hombre triste cuando sedisponían a pasar la noche.

—De Londres —dijo Barley.

—Londres de Inglaterra. No de laluna, no de las estrellas, sino Londres deInglaterra —confirmó el hombre triste y,a diferencia de Barley, pareció quedarsedormido enseguida. Pero un par de horasdespués, al detenerse el tren en unaestación, reanudó la conversación—.¿Sabe dónde estamos ahora? —preguntó, sin molestarse en comprobarsi Barley estaba despierto.

—Creo que no.—Si Ana Karenina estuviera

viajando con nosotros esta noche ymirase a su alrededor, éste sería el lugaren que abandonaría al insatisfactorioVronsky.

—Maravilloso —dijo Barley,completamente desconcertado. Se lehabía terminado el whisky, pero elhombre triste tenía coñac georgiano.

—Si quiere estudiar la enfermedadrusa, debe vivir en la ciénaga rusa.

Estaba hablando de Leningrado.

Capítulo 10

Un cielo bajo y algodonoso permanecíasuspendido sobre los palaciosimportados, confiriéndoles un aireadusto en su disfraz. Sonaba una músicade verano en los parques, pero el veranocolgaba tras de las nubes, dejando unablanquecina niebla nórdica quetemblaba engañosamente sobre losvenecianos canales. Barley caminaba y,como siempre que estaba en Leningrado,tenía la sensación de ir paseando porotras ciudades, ahora Praga, ahoraViena, ahora un trozo de París o un

rincón de Regent’s Park. Ninguna otraciudad que él conociera ocultaba supudor detrás de tantas fachadashermosas ni hacía preguntas tan terriblescon su sonrisa. ¿Quién rezaba en estasiglesias cerradas, irreal es? ¿Y al Diosde quién? ¿Cuántos cuerpos habíanahogado estos bellos canales o llevadoflotando, helados, hasta el mar? ¿En quéotro lugar de la Tierra se ha construido así misma la barbarie monumentos tanbellos? Hasta las personas que pasabanpor la calle, tan educadas, tan correctas,tan reservadas, parecían unidas entre sípor su monstruoso fingimiento. YBarley, mientras vagaba y miraba a

todas partes como cualquier turista —ycontaba los minutos como cualquierespía—, sentía que él también formabaparte de su doblez.

Había estrechado la mano a unmagnate americano que no era unmagnate y compadecido con él a suesposa enferma, que no estaba enfermani, probablemente, era su esposa.

Había dado instrucciones a unsubordinado que no era subordinadosuyo para que prestara auxilio en unaemergencia que no existía.

Se estaba dirigiendo a una cita conun escritor que no era escritor pero quebuscaba el martirio en una ciudad en la

que podía encontrarse el martirio contoda facilidad aunque no lo anduvierauno buscando.

Estaba muerto de miedo y tenía unaresaca que le duraba ya cuatro días.

Por fin era ciudadano de Leningrado.Encontrándose en la Perspectiva

Nevsky, se dio cuenta de que estababuscando la cafetería habitualmenteconocida como el «Saigón», un lugarpara poetas, traficantes de drogas yespeculadores, no para hijas deprofesores. «Tu padre tiene razón —laoyó decir—. Siempre vencerá elsistema».

Tenía su propio plano de la ciudad,

cortesía de Paddy, una edición alemanacon texto en varios idiomas. Cy le habíadado un ejemplar de Crimen y Castigo,una manoseada edición en rústica dePenguin con una traducción que leresultaba desesperante. Había puesto lasdos cosas en una bolsa de plástico.Wicklow había insistido. No cualquierbolsa, sino esta bolsa, que anuncia algúnhorrible cigarrillo americano y puedeser reconocida a quinientos metros dedistancia. Ahora, su única misión en lavida era seguir a Raskolnikov en sufatídico viaje para asesinar a la viejadama, y por eso era por lo que estababuscando un patio que diera al canal

Grivoyedev. Se entraba por unas puertasde hierro, y un frondoso árbol dabasombra. Se internó lentamente en él,mirando su Penguin y luego,cautelosamente, a las sucias ventanas,como si esperase ver rezumar la sangrede la vieja usurera por la pinturaamarillenta. Sólo ocasionalmente dejabavagar su mirada a esa desenfocadadistancia media que es coto privado delas clases altas británicas y quecomprende objetos tan extraños comogente que pasa, o que no pasa pero nohace nada; o la puerta que conducía a lacalle Plejanova, que, decía Paddy, sólomuy pocas personas conocían en la

ciudad, como los científicos que habíanestudiado de jóvenes en el Litmo, a lavuelta de la esquina, pero que, por loque Barley podía ver en su indolentebúsqueda de accesos, no daban señalesde volver.

Estaba sin aliento. Una burbuja denáusea, como una bolsa de aire, lepresionaba en la boca del estómago.Llegó a la puerta y la abrió. Atravesó unvestíbulo. Subió el corto tramo deescaleras que llevaba a la calle. Miró aambos lados y fingió compulsar susdescubrimientos mientras la correa delodiado micrófono de Wicklow lecortaba la espalda. Dio media vuelta y

deambuló de nuevo a través del patio ybajo el frondoso árbol hasta encontrarseotra vez a la orilla del canal. Se sentó enun banco y desplegó el plano. Diezminutos, había dicho Paddy,entregándole un arañado cronómetro enlugar de su poco fiable reliquia. Cincoantes, cinco después, y luego largarse.

—¿Se ha perdido? —preguntó unhombre pálido que parecía demasiadoviejo para ser un gancho. Llevaba gafasitalianas de piloto de carreras yzapatillas «Nike». Su inglés ruso teníaacento americano.

—Yo siempre estoy perdido, amigo,gracias —respondió cortésmente Barley

—. Es lo que me gusta.—¿Quiere venderme algo?

¿Cigarrillos? ¿Whisky? ¿Unaestilográfica? ¿Quiere negociar condrogas, moneda, o algo por el estilo?

—Gracias, pero estoy muy biencomo estoy —respondió Barley,aliviado al oírse a sí mismo hablarnormalmente—. Y si se apartara un pocodel sol estaría mejor todavía.

—¿Quiere conocer un grupointernacional de personas, chicasincluidas? Yo puedo enseñarle laverdadera Rusia que nadie llega a vernunca.

—Mire, amigo, para serie

completamente sincero, no creo queconociera usted a la verdadera Rusia niaunque se pusiera en pie y le diese unmordisco en los huevos —dijo Barley,volviendo a su mapa. El hombre sealejó.

Los viernes, hasta los más grandescientíficos estarán haciendo lo mismoque todos los demás, había dicho Paddy.Estarán echándole el cierre a la semanay emborrachándose. Habrán tenido sustres días de jolgorio, se habránenseñado unos a otros sus logros eintercambiado sus descubrimientos. Susanfitriones de Leningrado les estaránobsequiando con una opípara comida,

pero dejándoles tiempo para que vayana las tiendas antes de regresar a susapartados postales. Ésa será la primeraoportunidad de su amigo paraescabullirse del grupo si es que lo va ahacer.

Mi amigo. Mi Raskolnikov. No suamigo. Mío. Por si fracaso.

Una cita fallida, y quedan dos.Barley se levantó, se frotó la

espalda y, con tiempo de sobra pordelante, continuó su paseo literario porLeningrado. Volviendo a cruzar laPerspectiva Nevsky, miró los ajadosrostros de los transeúntes que hacían suscompras y, en un acceso de empatía,

rogó por ser admitido en sus filas: «¡Soyuno de vosotros! ¡Comparto vuestrasconfusiones! ¡Aceptadme! ¡Escondedme!¡Ignorarme!». Se serenó. Miró a sualrededor con expresión estúpida.

A su espalda estaba la catedral deKazán. Delante de él se alzaba la Casadel Libro, donde, como buen editor, sedetuvo Barley, mirando los escaparatesy levantando la vista hacia la pequeñatorre con su globo. Pero no se quedómucho tiempo por si le reconocíaalguien de una de las oficinas editorialesdel edificio. Entró en la calleZhelyabova y se acercó a una de lasgrandes galerías comerciales de

Leningrado, con sus modas inglesas deltiempo de la guerra y gorros piel queresultaban fuera de lugar por la estación.Se colocó ostensiblemente delante de lapuerta principal, con la bolsa colgandodel dedo índice y desplegando el planopara justificarse.

Aquí no, pensó. Por amor de Dios,aquí no. Danos una intimidad decente,Goethe, por favor. Aquí, no.

«Si elige la tienda es que cuenta conuna entrevista pública —había dichoPaddy—. Tiene que abrir los brazos yexclamar: “Scott Blair, ¿es posible quesea usted?”».

Durante los diez minutos siguientes,

Barley no pensó en nada. Miraba elplano, levantaba la cabeza y miraba losedificios. Miraba a las chicas, y aqueldía de verano en Leningrado las chicasle devolvían la mirada. Pero eso noahuyentaba sus recelos, y volvía aclavar la vista en el plano. Un abundantesudor le corría por el tórax. Fantaseócon la posibilidad de que se leprodujera un cortocircuito en losmicrófonos. Carraspeó un par de vecesporque temía no ser capaz de hablar.Pero cuando trató de humedecerse loslabios descubrió que se le había secadola lengua.

Transcurrieron los diez minutos,

pero esperó otros dos porque se lodebía a sí mismo, a Katya y a Goethe.Dobló el plano, sin hacerla por lospliegues adecuados, pero eso era algoque nunca había conseguido hacer.Guardó el plano en la chillona bolsa deplástico. Volvió a integrarse con lamultitud y descubrió que, después detodo, podía andar como todos losdemás, sin súbitos bandazos ni fatalescaídas de bruces sobre el pavimento.

Retrocedió por la Nevsky endirección al puente Anichkov, buscandoel trolebús número 7 para su tercera yúltima comparecencia ante la asambleade espías de Leningrado.

Dos muchachos con pantalonesvaqueros estaban delante de él en lacola. Tres babushkas se hallaban detrás.Llegó el trolebús, y los muchachossubieron. Barley les siguió. Los dosmuchachos conversaban ruidosamente.Un hombre mayor se levantó para cederel asiento a uno de los babushkas.Formamos un buen grupo aquí, pensóBarley en otro impulso de dependenciarespecto de aquellos a los que estabaengañando; quedémonos juntos todo eldía y gocemos de nuestra compañía. Unniño le estaba mirando ceñudamente a lacara, preguntándole algo. Con súbitainspiración, Barley se levantó la manga

y le enseñó el reloj de pulsera, chapadoen acero, de Paddy. El chico lo observóy lanzó un silbido de entusiasmo. Eltrolebús se detuvo.

Se ha asustado, pensó Barley, conalivio, mientras entraba en el parque.Asomó el sol por entre las nubes. Se haacobardado, y ¿quién puedereprochárselo?

Pero ya le había visto para entonces.Goethe, exactamente tal y como estabaprevisto. Goethe, el gran amante ypensador, sentado en el tercer banco dela izquierda según se entra por elcamino de grava, un nihilista que no daningún principio por sentado.

Goethe. Leyendo su periódico.Sereno y de la mitad de su tamañooriginal, vestido con un traje negro,ciertamente, pero pareciendo suhermano más pequeño y más viejo.Barley experimentó una fugaz sensaciónde abatimiento a la vista de una tanabsoluta normalidad. La sombra del granpoeta se había esfumado. Varias arrugassurcaban el rostro antes liso. Lo volátilno tenía cabida en este ruso barbudo ycon aire de oficinista que tomaba el airede mediodía en un banco del parque.

Pero Goethe no obstante, y sentadoentre un conjunto de contrapuestossantuarios rusos; a menos de un tiro de

pistola de las altivas estatuas de Marx,Engels y Lenin, que le mirabanceñudamente desde plintos extrañamenteseparados; a menos de un tiro de fusil dela sagrada Habitación 67, donde Leninhabía establecido su cuartel generalrevolucionario en un internado paramuchachas de la clase alta dePetersburgo; a menos de una marchafúnebre de la barroca catedral azul deRastrelli, construida para aliviar losaños filiales de una emperatriz; a menosde un paseo a ciegas desde el cuartelgeneral del Partido en Leningrado, consus corpulentos policías mirandoamenazadoramente a las masas

liberadas.Smola significa alquitrán, recordó

estúpidamente Barley en aquel momentosostenido de monstruosa normalidad. EnSmolny, Pedro el Grande almacenó sualquitrán para la primera Armada rusa.

Los que se hallaban cerca de Goetheeran tan normales como él. Él día habíaamanecido nublado, pero el sol queluego había acabado luciendo habíaobrado milagros, y los buenosciudadanos se despojaban de sus ropascomo si un impulso común hubiesehecho presa en ellos. Muchachosdesnudos de cintura para arriba,muchachas que semejaban flores caídas

en el suelo y corpulentas mujeres consostenes de raso yacían tendidos a lospies de Goethe, escuchando radios,comiendo bocadillos y hablando de algoque les hacía torcer el gesto, reflexionary soltar la carcajada, todo ello en rápidasucesión.

Un sendero de gravilla discurríajunto al banco. Barley se lanzó por él,estudiando las Informationen quefiguraban al dorso del plano doblado.Sobre el terreno, había dicho Ned, enuna sesión consagrada a la macabraetiqueta de la profesión, la fuente es laestrella y la estrella decide si realizar elencuentro o abandonar.

Cincuenta metros separaban a Barleyde su estrella, pero el sendero les uníacomo una línea prescrita. ¿Estabaandando demasiado de prisa odemasiado despacio? Un momentoestaba casi tropezando con la pareja queiba delante de él, y al momento siguientele estaban empujando a un lado desdeatrás. Si no le hace caso, espere cincominutos y vuelva a pasar entonces, habíadicho Paddy. Mirando de soslayo porencima del plano, Barley vio a Goethelevantar la cara como si hubiera olido suproximidad. Vio la palidez de susmejillas y las apagadas cuencas de susojos; luego, la blancura del periódico

mientras lo doblaba como si fuese lamanta de un campista. Vio que habíaalgo anguloso y un tanto espasmódico ensus movimientos, de tal modo que a lamente desbocada de Barley se lepresentaba como la figura disciplinadade un aparato de relojería en una ciudadsuiza; ahora levanto mi blanca cara,ahora doy las doce con mi banderablanca, ahora me enderezo y me alejo.Una vez doblado el periódico, Goethe selo guardó en el bolsillo y dirigió unapedagógica mirada a su reloj de pulsera.Luego, con el mismo aire mecánico deser invento de otro, ocupó su puesto enel ejército de transeúntes y caminó entre

ellos en dirección al río.El paso de Barley quedó ahora

fijado, pues era el de Goethe. Ésterecorría el sendero que conducía a unafila de coches aparcados. Con los ojos yel cerebro despejados, Barley caminótras él y, al llegar a los coches, le vioparado, recortándose su figura sobre lasrápidas aguas del Neva y con lachaqueta hinchada por la brisa quesoplaba del río. Pasó un barco derecreo, pero sus pasajeros no dabanninguna muestra de estar recreándose.Una lancha carbonera, moteada deminio, se deslizó lentamente ante ellos, yel sucio humo que brotaba de su

chimenea resultaba hermoso a lasaltarina luz del río. Goethe se inclinósobre la balaustrada y contemplófijamente la corriente como si calculasesu velocidad. Barley se dirigió hacia él,arrastrando con lentitud los piesmientras se orientaba por su plano concreciente diligencia. Aunque oyó que lellamaban, en el inmaculado inglés que lehabía despertado en Peredelkino, norespondió inmediatamente.

—¿Señor? Disculpe, señor. Creoque nos conocemos.

Pero Barley rehusó oír al principio.La voz era demasiado nerviosa,demasiado vacilante. Continuó mirando

fijamente sus Informationen. Debe deser otro tipo que me quiere vender algo,se estaba diciendo a sí mismo. Otro deesos traficantes de drogas o alcahuetes.

—¿Señor? —repitió Goethe, comosi él mismo se sintiera ahora inseguro.

Sólo ahora, vencido por lainsistencia del desconocido, accedióBarley de mala gana a levantar lacabeza.

—Creo que usted es el señor ScottBlair, señor, el prestigioso editor inglés.

Ante lo cual, Barley se resolviófinalmente a reconocer al hombre que ledirigía la palabra, primero con duda,luego con sincero pero mudo placer, al

tiempo que le tendía la mano.—Vaya, que me ahorquen —dijo en

voz baja—. Santo Dios. El gran Goetheen persona. Nos conocimos en aquellaignominiosa fiesta literaria. Nosotrosdos éramos los únicos serenos. ¿Cómoestá usted?

— ¡ O h! , muy bien —respondióGoethe, mientras su tensa voz se ibaafianzando. Pero su mano estabaresbaladiza de sudor cuando Barley sela estrechó. No sé cómo podría estarmejor en este momento—. Bienvenido aLeningrado, señor Barley. Qué pena queyo tenga un compromiso para esta tarde.¿Puede usted pasear un rato conmigo?

¿Podemos intercambiar ideas? —bajóligeramente la voz y explicó—: Es másseguro mantenerse en movimiento.

Había cogido del brazo a Barley y leestaba llevando rápidamente a lo largode la orilla. Su premura habíaahuyentado de la mente de Barley todopensamiento táctico. Barley miró a laoscilante figura que caminaba a su lado,la palidez de sus demacradas mejillas,las líneas de dolor, o de miedo, o depreocupación que las surcaban. Vio losasustados ojos posarse nerviosamente encada rostro que pasaba. Y su únicoimpulso fue protegerle: por el propioGoethe y por Katya.

—Si pudiéramos seguir caminandodurante media hora, veríamos elacorazado Aurora, que disparó elcañonazo que desencadenó laRevolución. Pero la próxima revoluciónempezará con unas cuantas frasesmelodiosas de Bach. ¿Está de acuerdo?

—Y sin director —dijo Barley, conuna sonrisa.

—O quizás un poco de ese jazz queusted toca tan espléndidamente. ¡Sí, sí!¡Ya lo tengo! Usted anunciará nuestrarevolución tocando a Lester Young alsaxofón. ¿Ha leído la nueva novela deRybakov? Veinte años prohibida y, porlo tanto, una gran obra maestra rusa. Yo

creo que es un robo de tiempo.—No se ha publicado en inglés

todavía.—¿Ha leído la mía? —la delgada

mano se había tensado sobre su brazo.La excitada voz se había convertido enun murmullo.

—Lo que he podido entender, sí.¿Qué le parece?

—Es valiente.—¿Nada más que eso?—Es sensacional. Lo que he podido

entender. Soberbio.—Aquella noche nos reconocimos el

uno al otro. Fue algo mágico. ¿Conocenuestro refrán ruso: «Un pescador

siempre ve a otro desde lejos»?Nosotros somos pescadores.Alimentamos a los miles de personascon nuestra verdad.

—Tal vez —dijo dubitativamenteBarley, y notó que la delgada cabeza sevolvía hacia él—. Debo hablar de ellocon usted, Goethe. Tenemos uno o dosproblemas.

—Por eso es por lo que ha venidousted. Y también yo. Gracias por venir aLeningrado. ¿Cuándo lo publicará?Tiene que ser pronto. Aquí losescritores esperan para publicar tres ocinco años, aunque no sean Rybakov. Yono puedo hacer eso. Rusia no tiene

tiempo y yo tampoco.Pasó una fila de remolcadores,

mientras un pequeño bote de dos plazasse bamboleaba en su estela. Dosenamorados se abrazaban en labarandilla. Y en la sombra de lacatedral, una joven balanceaba uncochecito mientras leía el libro quesostenía con la mano libre.

—Al no acudir yo a la feriafonográfica de Moscú, Katya le dio sumanuscrito a un colega mío —dijocautelosamente Barley.

—Lo sé. Tuvo que correr el riesgo.—Lo que usted no sabe es que el

colega no pudo encontrarme a su regreso

a Inglaterra. Así que se lo entregó a lasautoridades. Personas discretas.Expertos.

Goethe se volvió bruscamente haciaBarley con súbita alarma, y su rostroadquirió una expresión consternada.

—No me gustan los expertos —dijo—. Son nuestros carceleros. Desprecioa los expertos más Que a nadie sobre latierra.

—Usted mismo lo es, ¿no?—¡Por eso lo sé! Los expertos son

adictos. ¡No resuelven nada! Sonservidores del sistema que les contrate,cualquiera que sea. Ellos lo perpetúan.Cuando seamos torturados, seremos

torturados por expertos. Cuando seamosahorcados, nos ahorcarán expertos. ¿Noha leído lo que escribí? Cuando elmundo sea destruido, lo será no por suslocos, sino por la cordura de susexpertos y la superior ignorancia de susburócratas. Usted me ha traicionado.

—Nadie le ha traicionado —replicóairadamente Barley—. El manuscrito seextravió, eso es todo. Nuestrosburócratas no son sus burócratas. Lo hanleído, lo admiran, pero necesitan sabermás acerca de usted. No pueden creer elmensaje a menos que puedan creer en lafuente.

—¿Pero quieren publicarlo?

—Ante todo, necesitan cerciorarsede que usted no es un fraude, y la mejorforma que tienen para ello es hablar conusted.

Goethe estaba caminando a zancadasgrandes y demasiado rápidas,arrastrando a Barley consigo. Mirabafijamente ante sí y le corría el sudor porlas sienes.

—Yo soy un hombre de letras,Goethe —dijo Barley, jadeante, a surostro apartado—. Todo lo que sé defísica se reduce a Beowulf, chicas ycerveza caliente. Esto es algo que mesobrepasa. Y también a Katya. Si quiereseguir este camino, sígalo con los

expertos y déjenos a nosotros al margen.Eso es lo que he venido a decide.

Cruzaron un sendero y atravesaronotro segmento de césped. Un grupo deescolares rompió filas para dejadospasar.

—¡Ha venido para decirme que seniega a publicar mi obra!

— ¿C ó mo puedo publicada? —replicó Barley, enardecido a su vez porla desesperación de Goethe—. Aunquepudiéramos dar forma al material, ¿quéhay de Katya? Ella es su correo,¿recuerda? Ha entregado secretosmilitares soviéticos a una potenciaextranjera, lo cual no es cosa que pueda

tomarse a broma aquí. Si llegan aaveriguar la intervención de ustedes dosen el asunto, ella morirá en cuanto elprimer ejemplar aparezca en losescaparates. ¿Qué clase de papel es ésepara que lo desempeñe un editor? ¿Creeque voy a quedarme en Londresapretando el botón que les condenará austedes dos aquí?

Goethe estaba jadeando, pero susojos habían dejado de escrutar a lamultitud y se habían vuelto hacia Barley.

—Escúcheme —suplicó Barley—.Espere un momento. Yo entiendo.Realmente creo que entiendo. Teníausted talento, y fue aplicado a

finalidades perversas. Usted conocetodas las formas por las que el sistemaapesta y quiere lavar su alma. Pero ustedno es Cristo ni es tampoco Pecherin.Carece de entidad suficiente para que sele tenga en consideración. Si quieresuicidarse, eso es cosa suya. Pero lamatará a ella también. Y si no le importaa quién mata, ¿por qué ha de importarlea quién salva?

Estaba dirigiéndose hacia unmerendero con sillas y mesas hechas detroncos. Se sentaron uno junto a otro yBarley extendió su plano. Se inclinaronsobre él, fingiendo examinarlo juntos.Goethe estaba todavía ponderando las

palabras de Barley, relacionándolas consus propósitos.

—Sólo existe el ahora —explicófinalmente, con voz que no era más queun murmullo—. No hay más dimensiónque el presente. En el pasado lo hemoshecho todo mal pensando en el futuro.Ahora debemos hacerlo todo bienpensando en el presente. Perder tiempoes perderlo todo. Nuestra historia rusano nos da segundas oportunidades.Cuando saltamos sobre un abismo, nonos da la oportunidad de un segundosalto. Y cuando fracasamos, nos da loque nos merecemos: otro Stalin, otroBreznev, otra purga, otra era glacial de

aterrorizada monotonía. Si el impulsoactual continúa, yo habré estado en lavanguardia. Si cesa o retrocede, seréotra estadística de nuestra historiaposrevolucionaria.

—Y también Katya —dijo Barley.El dedo de Goethe, incapaz de

permanecer quieto, se movía sobre elplano. Miró a su alrededor y continuó:

—Estamos en Leningrado, Barley, lacuna de nuestra gran Revolución. Nadietriunfa aquí sin sacrificio. Usted dijoque necesitábamos un experimento en lanaturaleza humana. ¿Por qué se horrorizacuando pongo en práctica sus palabras?

—Me interpretó mal aquel día. Yo

no soy el hombre por el que usted metomó. Soy el clásico bocazas. Usted meencontró simplemente cuando el vientosoplaba en la dirección adecuada.

Con un esfuerzo de autocontrol,Goethe abrió las manos y las extendiósobre el plano, con las palmas haciaabajo.

—No necesita recordarme que elhombre no está a la altura de su retórica—dijo—. Nuestros nuevos dirigenteshablan de apertura, desarme, paz. Así,pues, dejémosles que tengan su apertura.Y su desarme. Y su paz. Sigamos sujuego y démosles lo que piden. Yasegurémonos de que esta vez no pueden

atrasar el reloj. —Se había puesto enpie, sin soportar por más tiempo elconfinamiento de la mesa.

Barley estaba a su lado.—Goethe, por amor de Dios.

Tómeselo con calma.—¡Al diablo con la calma! ¡Es la

calma lo que mata! —empezó a caminarde nuevo a grandes pasos—. ¡Norompemos la maldición del secretopasándonos nuestros secretos de manoen mano como ladrones! ¡Yo he vividouna gran mentira! ¡Y usted me dice quela mantenga secreta! ¿Cómo sobrevivióla mentira? Por el secreto. ¿Cómo sedesmoronó nuestra gran visión hasta

convertirse en este horrible caos? Por elsecreto. ¿Cómo mantiene uno a supropio pueblo ignorante de la vesanía desus planes de guerra? Por el secreto.Manteniendo la luz apagada. Muestre miobra a sus espías si es eso lo que debehacer. Pero publíquela también. Es loque prometió, y yo creeré su promesa.He metido en su bolsa un cuaderno connuevos capítulos. Sin duda responde amuchas de las preguntas que los neciosquieren hacerme.

La brisa del río acariciaba elacalorado rostro de Barley mientrascaminaban. Mirando las relucientesfacciones de Goethe, creyó percibir

huellas de la inocencia herida queparecía ser el origen de suresentimiento.

—Quiero una sobrecubierta quetenga sólo letras —anunció—. Ningúndibujo, por favor, ni tampoco un diseñosensacionalista. ¿Me ha oído?

—Aún no tenemos título —objetóBarley.

—Hará figurar mi propio nombrecomo autor. Nada de evasiones ni deseudónimos. Utilizar un seudónimo esinventar otro secreto.

—Ni siquiera conozco su nombre.—Ellos lo sabrán. Después de lo

que Katya le dijo, y con los nuevos

capítulos, no tendrán ningún problema.Lleve bien las cuentas y cada seis mesesenvíe, por favor, el dinero a una causaque lo merezca. Nadie dirá que hice estopor mi propio beneficio.

Por entre los cercanos árboles lossones de una música marcial rivalizabancon el estruendo de invisibles tranvías.

—Goethe —dijo Barley.—¿Qué ocurre? ¿Tienes miedo?—Venga a Inglaterra. Ellos le

sacarán del país. Son astutos. Entoncespodrá decir al mundo lo que quiera.Alquilaremos el Albert Hall para usted.Hablará por televisión, por radio…,donde quiera, Y, cuando haya terminado,

le darán un pasaporte y dinero, y podrávivir tranquilamente el resto de su vidaen Australia.

Se habían detenido de nuevo. ¿Habíaoído? ¿Había entendido? Noparpadeaba. Sus ojos estaban fijos enBarley, como si fuese un punto lejano enun vasto horizonte.

—Yo no soy un desertor, Barley.Soy ruso, y mi futuro está aquí, aunquesea corto. ¿Publicará mi obra, o no?Necesito saberlo.

Tratando de ganar tiempo, Barleymetió la mano en el bolsillo de lachaqueta y sacó el manoseado libro deCy.

—Vaya darle esto —dijo—. Unrecuerdo de nuestro encuentro. Suspreguntas están incluidas en el texto,juntamente con una dirección deFinlandia a la que puede escribir y unnúmero de teléfono de Moscú coninstrucciones sobre lo que debe decircuando llame. Si trata con ellosdirectamente, tienen toda clase dechismes inteligentes que pueden darlepara facilitar las comunicaciones.

Depositó el libro en la abierta manode Goethe, donde permaneció.

—¿La publicará? ¿Sí o no?—¿Cómo podrán comunicar con

usted? Tienen que saberlo.

—Dígales que pueden contactarconmigo a través de mi editor.

—Saque a Katya de la ecuación.Quédese con los espías y manténgasealejado de ella.

La mirada de Goethe habíadescendido hasta el traje de Barley ypermanecía posada sobre él, como si suvista le turbase. Su triste sonrisa eracomo una última fiesta.

—Hoy va usted de gris, Barley. Mipadre fue enviado a prisión por hombresgrises. Fue ejecutado por un anciano quellevaba un uniforme gris. Son loshombres grises quienes han arruinadonuestra hermosa profesión. Tenga

cuidado, o arruinarán también la suya.¿Publicará mi obra, o debo recomenzarmi búsqueda de un ser humano decente?

Barley permaneció unos momentossin poder contestar. Se le habíanagotado sus mecanismos de evasión.

—Si consigo entrar en posesión delmaterial y encuentro la forma deconvertirlo en libro, la publicaré —respondió.

—Le preguntado sí o no.Prométale cualquier cosa que pida

dentro de lo razonable, había dichoPaddy. Pero ¿qué era razonable?

—Está bien —respondió—. Sí.Goethe devolvió a Barley el librito

en rústica, y Barley, aturdido, se lovolvió a guardar en el bolsillo. Seabrazaron, y Barley olió a sudor y ahumo de tabaco rancio y sintió de nuevola desesperada fuerza de su despedidaen Peredelkino. Goethe le soltó ahoratan bruscamente como le había agarradoy, con otra nerviosa mirada a sualrededor, echó a andar con pasosrápidos en dirección a la parada deltrolebús. Y, mientras le miraba, Barleyadvirtió que el viejo matrimonio delcafé observaba también su marcha,desde la sombra de los árboles oscurosy azulados.

Barley estornudó, luego empezó a

estornudar seriamente. Luego, estornudóde veras. Regresó al parque, con elrostro sepultado en el pañuelo mientrassacudía los hombros y estornudaba yvolvía a estremecerse.

—¡Hombre, Scott! —exclamó J. P.Henziger, con el desbordante entusiasmode un hombre de gran actividad obligadoa esperar, mientras abría la puerta de lahabitación más grande del hotel«Europa»—. Scott, hoy es el día en quedescubrimos quiénes son nuestrosamigos. Pase, por favor. ¿Qué le haretenido? Salude a Maisie.

Era un hombre de cuarenta y tantosaños, musculoso y prensil, pero poseía

la clase de rostro feo y amistoso al quenormalmente Barley habría reaccionadoal instante. Llevaba un pelo de elefantealrededor de una muñeca y una cadenillade eslabones de oro alrededor de laotra. Medias lunas de sudor oscurecíansus axilas. Tras él apareció Wicklow,que cerró rápidamente la puerta.

Dos camas gemelas, cubiertas porcolchas de color aceitunado, ocupabanel centro de la habitación. En una deellas languidecía la señora Henziger,una gatita de treinta y cinco años sinmaquillar y con las deshechas trenzasextendidas trágicamente sobre lospecosos hombros. Un hombre de traje

negro permanecía con aire inquieto juntoa ella. Llevaba gafas de monturaamarilla. Un maletín de médico yacíaabierto sobre la cama. Henzigercontinuó improvisando para losmicrófonos.

—Scott, quiero que conozca aldoctor Peter Bernstorf del ConsuladoGeneral aquí, en Leningrado, un médicoexcelente. Le estamos muy agradecidos.Maisie va mejorando rápidamente.También le estamos agradecidos alseñor Wicklow. Leonard se encargó delhotel, de la agencia de viajes, de lafarmacia. ¿Qué tal le ha ido el día?

—Aguantando mecha —exclamó

Barley, y por un momento el guiónprevisto amenazó irse al diablo.

Barley echó la bolsa sobre la cama ycon ella el libro rechazado que llevabaen el bolsillo de la chaqueta. Con manostemblorosas, se quitó la chaqueta, soltóla correa del micrófono y lo echó con labolsa y el libro. Se llevó la mano a laparte posterior de la cintura y,rechazando el ofrecimiento de ayuda porparte de Wicklow, se sacó de debajo delcinturón la pequeña grabadora y la echótambién sobre la cama, de tal modo queMaisie dejó escapar un sofocado«mierda» y movió rápidamente laspiernas a un lado. Dirigiéndose al

lavabo, vació su botellín de whisky enun vaso de plástico, apretándose elpecho con el otro brazo como si lehubieran pegado un tiro. Luego, bebió ysiguió bebiendo, indiferente a losmovimientos, perfectamenteorganizados, que se desarrollaban a sualrededor.

Henziger, ágil como un gato pese asu corpulencia, cogió la bolsa, sacó elcuaderno y se lo echó a Bernstorf, que lometió en su maletín, entre los frascos einstrumentos, donde desapareciómisteriosamente. Henziger le pasó ellibro, que se desvaneció también.Wicklow recogió la grabadora y la

correa. Ambas fueron a parar también almaletín, que Bernstorf cerró mientrasimpartía sus últimas instrucciones a lapaciente: nada de sólidos en cuarenta yocho horas, señora Henziger, té, un trozode pan moreno en todo caso, no deje detomar todos los antibióticos, se sienta ono mejor. No había terminado cuandointervino Henziger.

—Y, doctor, si alguna vez va aBoston y necesita cualquier cosa,insisto, cualquier cosa, aquí tiene mitarjeta y mi promesa y mi…

Con el vaso en la mano, Barleypermaneció ante el lavabo, mirando conexpresión ceñuda al espejo, mientras el

maletín del Buen Samaritano avanzabahacia la puerta.

De todas sus noches en Rusia y,pensándolo bien, de todas sus noches encualquier lugar del mundo, ésta fue lapeor de Barley.

Henziger había oído que acababa deabrirse en Leningrado un restaurante enrégimen de cooperativa, siendo éste eleufemismo a la sazón utilizado paradesignar un negocio privado. Wicklowlo había localizado y había informadoque estaba completo, pero las negativasconstituían un desafío para Henziger. Afuerza de abundantes llamadastelefónicas y de propinas aún más

abundantes, se les acabó colocando unamesa especial, a un metro de la peor ymás estruendosa ópera gitana que Barleyesperaba oír jamás.

Y allí se hallaban ahora sentados,celebrando la milagrosa recuperación dela señora Henziger. El maullido de loscantantes era amplificado por altavoceselectrónicos. No había descansos entrelos números.

Y en torno a ellos se sentaba laRusia que Barley siempre había odiadopero que nunca había visto: los no tansecretos zares del capitalismo, losadvenedizos industriales y consumidoresostentosos, los ricachones y

especuladores del Partido, susenjoyadas mujeres que apestaban aperfumes occidentales y a desodoranteruso, los camareros congregadosalrededor de las mesas más ricas. Seelevaban las horribles voces de loscantantes, la música se elevaba paraahogarlas, se elevaban de nuevo lasvoces y la voz de Henziger se elevabasobre todas ellas.

—Quiero que sepa algo, Scott —rugió, inclinándose excitadamente sobrela mesa en dirección a Barley—. Estepequeño país está en marcha. Hueloesperanza aquí, huelo cambios, huelocomercio. Y nosotros, en Potomac,

estamos adquiriendo una parte de ello.Me siento orgulloso. —Pero su voz lehabía sido arrebatada por la banda—.Orgulloso —repitieron inaudiblementesus labios frente a un millón dedecibelios gitanos.

Y lo malo consistía en que Henzigerera una buena persona y Maisie no loera menos, lo que empeoraba las cosas.A medida que el tormento seprolongaba, Barley entró en elbienaventurado estado de la sordera.Dentro de la cacofonía descubrió supropia cámara de seguridad. Desde susventanas saeteras, su yo secreto mirabala noche blanca de Leningrado. ¿Adónde

has ido, Goethe?, preguntó. ¿Quién lasustituye cuando ella no está aquí?¿Quién remienda tus negros calcetines yte prepara tu aguada sopa mientras laarrastras del pelo a lo largo de tu nobley altruista camino a la autodestrucción?

De alguna manera, sin ser conscientede ello, debían de haber vuelto al hotel,pues despertó para encontrarse apoyadoen el brazo de Wicklow entre losalcohólicos finlandeses que dabantumbos por el vestíbulo.

—Una gran fiesta —dijo a quienquisiera oírle—. La banda, espléndida.Gracias por venir a Leningrado.

Pero mientras Wicklow le

remolcaba pacientemente para llevarle ala cama, la parte serena de Barley mirópor encima de su hombro a lo largo dela amplia escalera. Y, en la oscuridad,junto a la puerta de entrada, vio a Katya,sentada con las piernas cruzadas y elbolso sobre el regazo. Vestía unachaqueta negra de pinzas. Llevaba unpañuelo blanco de seda anudado bajo labarbilla, y su rostro estaba vuelto haciaél con esa tensa sonrisa suya, triste yesperanzada, abierta al amor.

Sin embargo, al aclarársele la vista,la vio decirle alguna procacidad alportero y se dio cuenta de que se trataba,simplemente, de otra fulana de

Leningrado en busca de clientes.Y al día siguiente, a los sones de las

más discretas de las trompetasbritánicas, nuestro héroe volvió a casa.

Ned no quería ceremonias, nada deamericanos y, desde luego, tampocoClive, pero estaba decidido a realizaralgún gesto de bienvenida, así que nosfuimos en coche a Gatwick y, tras situara Brock en la barrera de Llegadas conuna tarjeta que decía «Potomac», nosinstalamos en una sala de espera que elServicio compartía de mala gana con elForeign Office, entre una interminablediscusión sobre quién se había bebido laginebra.

Esperamos, el avión traía retraso.Clive telefoneó desde Grosvenor Squarepara preguntar «¿Ha llegado, Palfrey?»,como si esperase que fuera a quedarseen Rusia.

Pasó otra media hora antes de queClive telefoneara de nuevo, y esta vezfue el propio Ned quien atendió lallamada. No había hecho más que colgarel teléfono cuando se abrió la puerta yentró Wicklow, sonriendoangelicalmente pero arreglándoselas almismo tiempo para lanzar unaadvertencia con los ojos.

Segundos después, entraba Barley,con el mismo aspecto de sus fotografías

de vigilancia, a excepción de la palidezque le cubría el rostro.

—¡Malditos cabrones! —exclamóantes de que Brock cerrara de golpe lapuerta—. ¡Ese remilgado capitán con suacento de Surrey! Le mataré al muycerdo.

Mientras Barley continuabadespotricando, Wicklow explicódiscretamente la causa de su agitación.Su vuelo chárter desde Leningrado habíasido ocupado por una delegación dejóvenes comerciantes británicos aquienes Barley había calificadoarbitraria como yuppies de la peorespecie, cosa que, por el ruido que

hacían, eran, en efecto. Varios estabanya borrachos cuando subieron al avión ylos restantes no tardaron en estarlo. Nollevaban más que unos cuantos minutosen el aire cuando el capitán, que, enopinión de Barley, fue el provocador delincidente, anunció que el avión acababade salir del espacio aéreo soviético. Seelevó un griterío ensordecedor mientrasla azafata recorría el pasillo repartiendochampaña. Luego, todos rompieron acantar el ¡Rule, Britannia!

—A mí que me den siempre«Aeroflot» —bramó furiosamenteBarley ante los congregados—. Vayaescribir a la compañía aérea. Voy a…

—Usted no va a hacer nada parecido—le interrumpió amablemente Ned—.Usted va a dejar que le demos nuestromás cálido y cordial recibimiento. Ydespués puede dar rienda suelta a suberrinche.

Mientras decía esto, continuóestrechando la mano de Barley hasta queéste acabó finalmente sonriendo.

—¿Dónde está Walt? —preguntó,mirando a su alrededor.

—Me temo que ha tenido que salir aun trabajo —respondió Ned, peroBarley había perdido ya el interés. Sumano temblaba violentamente mientrasbebía y lloraba un poco, cosa que Ned

me aseguró era normal en los quevolvían del lugar de la acción.

Capítulo 11

La pauta de los tres días siguientes,como los restos de un avión estrellado,fue minuciosamente examinada en buscade fallos técnicos, pero se encontraronmuy pocos.

Tras su estallido en el aeropuerto,Barley entró en la fase radiante,sonriéndose mucho a sí mismo duranteel viaje en coche, saludando con suhabitual y recatado afecto los familiarespuntos característicos del paisaje.También tuvo un acceso de estornudos.

Tan pronto como llegamos a la casa

de Knightsbridge, donde Ned habíadecidido que Barley pasara la nocheantes de volver a su piso, dejó caer suequipaje en el vestíbulo, abrazó a laseñorita Coad y, declarándole amoreterno, le obsequió con un espléndidosombrero de piel de lince que niWicklow ni nadie pudieron recordarhaberle visto comprar.

En este momento yo me separé delos demás. Clive me había ordenado quefuese al duodécimo piso para lo que éldenominó «una discusión crucial»,aunque resultó que lo que realmentequería era sonsacarme. ¿Estaba nerviosoScott Blair? ¿Se mostraba envanecido?

¿Cómo se sentía, Palfrey? Johnny estabaallí, escuchando, pero sin hablar apenas.Bob, dijo, había sido llamado a Langleypara celebrar consultas. Yo les conté loque había visto, nada más y nada menos.Los dos se sintieron desconcertados porlas lágrimas de Barley.

—¿Quieres decir que pretendevolver? —preguntó Clive.

Esa misma noche, Ned cenó mano amano con Barley. Esto no era todavía elinforme de actuación. Era la toma decontacto. Las cintas revelan un Barley untanto excitado y con voz ligeramente másagudo que de costumbre. Cuando yo mereuní con ellos para tomar café, estaba

hablando Goethe, pero con artificialobjetividad.

Goethe había envejecido, habíaperdido energía.

Goethe estaba realmenteaterrorizado.

Goethe parecía haber dejado debeber. Estaba encontrando ánimos enalgo distinto. «Debería haberle visto lasmanos, Harry, temblándole sobre aquelplano».

Deberías haber visto las tuyas,pensé, cuando bebías champaña en elaeropuerto.

De Katya habló solamente una vezesa noche, también de forma

deliberadamente desprovista deemoción. Yo creo que estaba decidido aque supiéramos que no teníasentimientos que controlar distintos delos nuestros. No se trataba de unaargucia por parte de Barley. Conexcepción de lo que nosotros lehabíamos enseñado, sería incapaz deello. Era su mismo temor a dóndepodrían acabar sus sentimientos si nolos mantenía unidos a nosotros.

Katya estaba más asustada por sushijos que por ella misma, dijo, de nuevocon estudiada indiferencia. Suponía queeso les pasaba a la mayoría de lasmadres. Por otra parte, sus hijos eran los

símbolos del mundo que deseaba salvar.Así que, en cierto sentido, lo que estabahaciendo era una especie de versiónabsoluta del amor materno, ¿no leparece, Nedsky?

Ned asintió. Nada más difícil queexperimentar con los propios hijos,Barley, dijo.

Pero una chica maravillosa, insistióBarley, ahora con aire de protectoracondescendencia. Quizá demasiadobravía también para el gusto actual deBarley, pero si a uno le gustaba que lasmujeres tuviesen la fibra moral de Juanade Arco, entonces Katya era la indicada.Y era guapa. Sin discusión. Algo

demasiado tosca para ser clásica, sientendíamos lo que quería decir, peroinnegablemente impresionante.

No podíamos decirle que durantetoda la semana habíamos estadoadmirando fotografías de ella, así queaceptamos su palabra.

A las once, quejándose de ladiferencia horaria, Barley se derrumbó.Nos quedamos en el vestíbulo, viendocómo se arrastraba escaleras arriba parairse a la cama.

—De todos modos, es buen material,¿no? —preguntó, mientras se aferraba ala barandilla y nos miraba sonriente através de sus gafitas redondas—. El

nuevo cuaderno que nos ha dado. ¿Ya lehan echado un vistazo?

—Los especialistas se estánquemando las pestañas sobre él ahora—respondió Ned. No podía decirle quese lo estaban disputando como perros ygatos.

—Los expertos son adictos —dijoBarley, con otra sonrisa.

Pero permaneció en la escalera,balanceándose, mientras parecía buscaruna línea de salida.

—Alguien debería hacer algo conestos micrófonos corporales, Nedsky.Tengo toda la maldita espalda llena derozaduras. El próximo tipo que manden

allá será mejor que tenga la piel másdura. A propósito, ¿dónde está tío Bob?

—Le manda recuerdos —dijo Ned—. Hay mucho trabajo últimamente.Espera reunirse pronto con usted.

—¿Está de caza con Walt?—Si lo supiese, no se lo diría —

respondió Ned, y todos nos echamos areír.

Recuerdo que esa noche recibí unallamada telefónica particularmenteirrelevante de Margaret, mi mujer, sobreuna multa por aparcamiento prohibidoque le habían puesto en Basingstoke…, asu juicio, injustamente.

—Era mí sitio. Yo había puesto mi

indicador, cuando aquel malditohombrecillo con un «Jaguar» últimomodelo, uno blanco, de pelo negro yliso…

Me eché a reír imprudentemente y lesugerí que los «Jaguar» de pelo negro yliso no gozaban de trato especial en losparquímetros. El humor nunca fue elpunto fuerte de Margaret.

A la mañana del día siguiente,domingo. Clive requirió de nuevo mipresencia, primero para sonsacarmeacerca de la noche anterior y, luego,para oírme hablar clara y directamentecon Johnny sobre asuntos tan esotéricoscomo si Barley podía legalmente ser

nombrado empleado de nuestro Servicioy si, en caso afirmativo, el hecho derecibir nuestro dinero implicaba quehabía renunciado a ciertos derechos…,su derecho a representación legal en elsupuesto de un litigio con nosotros, porejemplo. Yo respondí en términosdélficos, lo cual les fastidió, perobásicamente dije que la respuesta era«sí». Sí, había renunciado a esosderechos. O más exactamente, si,podíamos hacerle creer que lo habíahecho, fuera legalmente cierto o no.

Johnny, por si no lo he mencionadoya, estaba graduado por la Facultad deDerecho de Harvard, así que, por una

vez, no era necesario que Langley nosenviase un equipo de asesores legales.

Por la tarde, como Barleycontinuaba agitado y hacía un díasoleado, nos fuimos en coche aMaidenhead y dimos un paseo por elcamino de sirga que discurre junto alTámesis. Para cuando volvimos,supongo que podría decirse que Barleyhabía evacuado ya su informe, pues, nohabiéndonos sugerido ninguna preguntanuestros analistas, y cubiertos ya pormedios técnicos sus encuentrosoperacionales, quedaba realmente muypoco acerca de lo que informar.

¿Se sentía Barley afectado por

nuestras preocupaciones? Nosotros nosmostrábamos alegres y joviales comonos era posible, pero yo no podía pormenos de preguntarme si le estaríaalcanzando la atmósfera de amenazadorestancamiento. O quizá sus sentimientoseran una vorágine tal de confusión yanticlímax que, simplemente, nosenvolvía en ellos.

El domingo por la noche cenamosjuntos en Knightsbridge, y Barley mostróunos modales tan corteses y reposadosque Ned decidió —como habría hechoyo— que no había peligro en enviarle denuevo a Hampstead.

Su piso estaba en un bloque

victoriano, a poca distancia de EastHeath Road, y el puesto de vigilanciaestática se hallaba situado directamentedebajo de él, ocupado por un par debrillantes jóvenes del Servicio. Loslegítimos residentes habían sidoacomodados temporalmente en otrolugar. A eso de las once, la parejainformó que Barley estaba en el piso,solo pero moviéndose de un lado a otro.Podían oírle, pero no verle. Ned habíapuesto el límite en el vídeo. Estabahablando mucho consigo mismo, dijeron,y cuando abrió su correspondencia lasmaldiciones inundaron los monitores.

Ned no se inmutó. Ya había leído la

correspondencia de Barley y sabía queno contenía más horrores que loshabituales.

Hacia la una de la madrugada,Barley llamó por teléfono a su hijaAnthea, en Grantham.

—¿Qué es un ig?—Una casa esquimal sin retrete.

¿Qué tal Moscú?—¿Qué consigues si cruzas el

Atlántico con el Titanic?—Llegar hasta la mitad. ¿Qué tal

Moscú?—¿Qué consigues si cruzas una

oveja con un canguro?—Te he preguntado qué tal Moscú.

—Un lanudo saltarín. ¿Cómo está elcargante de tu marido?

—Durmiendo, o intentando dormir.¿Qué ha sido de la tarta de nata quellevaste a Lisboa?

—Se acabó.—Creía que era permanente.—Ella, sí. Yo, no.Barley telefoneó luego a dos

mujeres; la primera, una ex esposa sobrela que había conservado derechos devisita; la segunda, no registradaanteriormente. Ninguna de las dos podíaatenderle tan inesperadamente, aunquesólo fuera porque estaban en la camacon sus hombres.

A la una cuarenta, la pareja informóque se habían apagado las luces deldormitorio de Barley. Ned se fue adormir con una sensación deagradecimiento, pero yo estaba ya en mipisito, y el sueño era lo último en quepensaba. Bullían en mi cabeza recuerdosde Hannah, mezclados con imágenes deBarley en la casa de Knightsbridge.Recordé su forma falsamentedespreocupada de hablar de Katya y sushijos y la comparé con mis propiasrepetidas negaciones de mi amor aHannah, allá en los días en queconstituía un peligro para mí. Hannahparece un poco alicaída, observaba

delante de mí algún inocente cada cincominutos. ¿Es que ese marido suyo le damuchos disgustos o qué? Y yo sonreía.Tengo entendido que le da bastantemala vida, decía, exactamente con elmismo tono de indiferente superioridadque le había oído a Barley, mientras loscancerosos fuegos secretos que ardíanen mi interior me devoraban el corazón.

A la mañana siguiente, Barley fue asu oficina para reanudar su trabajo, perose acordó que se pasaría por la casa deKnightsbridge al término de su jornadalaboral por si había algún extremo queaclarar. Esto no era exactamente la clasede acuerdo poco perfilado y concreto

que parece, pues Ned se hallaba yaempeñado en un serio combate con elpiso doce, y era probable que para lanoche tuviera que, o ceder terreno, oenfrentarse en una batalla a gran escalacon los mandarines.

Pero para entonces Barley ya habíadesaparecido.

Según los vigilantes dispuestos porBrock, Barley salió de su oficina deNorfolk Street un poco antes de loesperado, a las 4.43, llevando susaxofón en su estuche. Wicklow, queestaba en la oficina trasera de«Abercrombie Blair», mecanografiandoun informe del viaje a Moscú, no se dio

cuenta de su marcha. Pero un par demuchachos de Brock vestidos conpantalones vaqueros siguieron a Barleyen dirección oeste a lo largo del Strandy, cuando cambió de idea, cruzaron conél al Soho, donde desapareció en elinterior de un abrevadero vespertinofrecuentado por editores y agentesliterarios. Pasó allí veinte minutos yreapareció llevando todavía su saxofóny con pasos perfectamente firmes. Llamóun taxi, y uno de los muchachos sehallaba lo bastante cerca como paraoírle dar la dirección de la casa derefugio. El mismo muchacho avisó porradio a Brock, el cual llamó a Ned, en

Knightsbridge, para decirle: «Esperaahí, tu huésped está en camino». Yoestaba en otro lugar, librando otrasguerras.

Hasta el momento, nada podíareprochársele a nadie, salvo que aninguno de los dos muchachos se leocurrió tomar la matrícula del taxi,descuido que más tarde les costó caro.Era la hora punta. Un viaje entre elStrand y Knightsbridge podía durarsiglos. Eran ya las siete y media cuandoNed desistió de seguir esperando y,preocupado pero no alarmado todavía,regresó a la Casa Rusia.

A las nueve, cuando nadie tenía

ninguna sugerencia razonable que hacer,Ned declaró a regañadientes una alarmainterna, la cual, por definición, excluía aamericanos. Como de costumbre,mantenía una fría serenidad. Quizá sehabía acorazado subconscientementepara una crisis así, pues Brock comentómás tarde que procedió a seguir unarutina preparada. No informó a Clive,pues, como me explicó después, hablarcon Clive en la actual atmósferaemponzoñada era como enviar undetallado y revelador telegrama aLangley.

Ned se dirigió primeramente aBloomsbury, donde los escuchas del

Servicio poseían una serie de sótanosdebajo de Russell Square. Utilizó uncoche de los adscritos al uso delServicio y debió de conducir a lavelocidad del rayo. El jefe de guardia enel departamento de escucha era Mary,una mujer de cuarenta años, de apetitocompulsivo, cara son rosada y aire desolterona. Sus únicos amores conocidoseran voces inalcanzables. Ned le entregóuna lista de contactos de Barley,compilada por Walt a partir deconversaciones interceptadas e informesde vigilancia. ¿Podía Mary cubrirlainmediatamente? ¿Ahora mismo?

Mary no podía en absoluto hacer

semejante cosa.—Una cosa es forzar un poco las

reglas, Ned. Pero una docena depinchazos ilegales es otracompletamente distinta, ¿no locomprendes?

Ned podría haber aducido que losnúmeros adicionales se hallabancubiertos por el mandamiento yaextendido por Interior, pero no semolestó en hacerlo. Me telefoneó aPimlico justo en el momento en que yodescorchaba la botella de Borgoña conla que me proponía consolarme despuésde un día asqueroso. Es un piso muypequeño, y yo tenía la ventana abierta

para que saliera el olor a aceite frito.Recuerdo que cerré la ventana mientrashablábamos.

Las autorizaciones telefónicas sonfirmadas, en teoría, por el secretario deInterior o, en su ausencia, por suministro. Pero hay un truco para eso, yaque ha otorgado al asesor legal facultaddelgada que ha de utilizarse solamenteen caso de emergencia y conjustificación por escrito en el plazo delas veinticuatro horas siguientes.Garrapateé mi autorización, apagué elgas —estaban todavía hirviendo lascoles de Bruselas—, subí a un taxi yveinte minutos después entregaba la

autorización a Mary. Antes de una hora,los teléfonos de los contactos de Barleyquedaban cubiertos.

¿Qué pensaba yo mientras hacía todoesto? ¿Pensaba que Barley se habíasuicidado? No. En absoluto. Suspreocupaciones estaban con los vivos.Lo último que él quería hacer eradejarlos abandonados a su suerte.

Pero consideré la posibilidad de quehubiera roto filas y supongo que mi peorfantasía era la imagen de Barleyaplaudiendo al oír al piloto de Aeroflotanunciar que su avión acababa de entrarnuevamente en el espacio aéreosoviético.

Mientras tanto, siguiendo órdenes deNed, Brock había persuadido a laPolicía para que lanzara una llamada deemergencia al taxista metropolitano quehabía recogido a un hombre alto, con unsaxofón, en la esquina de Old ComptonStreet a las cinco y media, destinoKnightsbridge, pero cambiadoprobablemente en ruta. Sí, un saxotenor…, un saxo barítono era el doblede grande. Para las diez, tenían a suhombre. El taxi había partido rumbo aKnightsbridge, pero en Trafalgar SquareBarley había cambiado, en efecto, deidea y le había pedido que le llevara aHarley Street. El taxímetro marcaba tres

libras. Barley le dio al chófer un billetede cinco y le dijo que se quedara lasvueltas.

Mediante un pequeño milagro deagilidad mental, y con la ayuda de losúltimos informes de Walter, Nedestableció la relación…, AndrewGeorge Macready, alias Andy, extrompetista de jazz y contacto registradode Barley, había ingresado hacía tressemanas en el Asilo de las HermanasMercedarias, en Harley Street, véasecarta interceptada escrita a lápiz, Mrs.Macready a Hampstead, sección 47A, yel lapidario comentario de Walter en lapequeña hoja: Macready es el gurú de

Barley sobre la mortalidad.Todavía recuerdo cómo me aferré

con las dos manos al agarradero delcoche de Ned. Llegamos al asilo y nosdijeron que Macready se hallaba bajosedación. Barley había permanecido unahora con él, y habían conseguidointercambiar unas pocas palabras. LAenfermera de noche, que acababa deentrar de servicio, había ofrecido aBarley una taza de té, sin leche niazúcar. Barley la había completado conwhisky de un frasco que llevaba. Habíaofrecido un trago a la enfermera, peroésta había declinado la invitación. Lepreguntó si podría «tocarle al viejo

Andy un par de sus piezas favoritas».Tocó con apagados tonos durante diezminutos exactamente, que fue lo que ellale permitió. Varias de las monjas sehabían congregado en el pasillo paraescuchar, y una de ellas reconoció lamelodía como Blue and Sentimental, deBasie. Dejó su número de teléfono y uncheque por cien libras «para elcroupier», en una bandeja de colecta quehabía junto a la puerta. La enfermera ledijo que podía volver siempre quequisiera.

—No será usted policía, ¿verdad?—me preguntó tristemente mientras nosdirigíamos hacia la puerta.

—Santo Dios, no. ¿Por qué habríade serlo?

Meneó la cabeza y no respondió,pero yo pensé que ya sabía lo que habíavisto en él. Un hombre que huía,ocultándose de sus propios actos.

Utilizando el teléfono del cochemientras regresábamos a toda velocidada la Casa Rusia, Ned ordenó a Brockque hiciese una lista de todos los clubes,salas de concierto y pubs del área deLondres en que se estuviera tocando jazzesa noche. Debía distribuir entre ellostodos los vigilantes que pudiera reunir.

Como toque final, yo añadí lamatización del abogado. En ninguna

circunstancia debía Brock ni ningúnvigilante coartar físicamente a Barley nillegar a las manos con él. Cualesquieraotros que fuesen los derechos a queBarley había renunciado, no habíarenunciado a su derecho a defenderse, yera un hombre vigoroso.

Nos estábamos preparando para unalarga espera cuando llamó Mary, la jefedel servicio de escucha, toda dulzura ysuavidad esta vez.

—Ned, creo que deberías venir poraquí lo antes posible. Algunos de loshuevos que pusiste a incubar se estánabriendo.

Ned regresó apresuradamente a

Russell Square, tomando las curvas anoventa por hora.

En su cubil subterráneo, Mary nosrecibió con la sonrisita que reservabapara momentos de desastre. Junto a ellase hallaba una ayudante llamada Pepsi,vestida con un mono de color verde.Sobre una mesa estaba funcionando unmagnetófono.

—¿Quién diablos es a estas horas?—preguntó una voz estentórea, yreconocí inmediatamente a la formidabletía Pandora de Barley, la Vaca Sagradaa la que había invitado a almorzar. Unapausa, mientras caían las monedas en elinterior de la máquina. Siguió la

comedida voz de Barley.—Me temo que ya he tenido

bastante, Pan. Me voy de la editorial.—No digas idioteces —replicó tía

Pandora—. Ya te estás dejando enredarpor alguna estúpida chicuela.

—Hablo en serio, Pan. Esta vez esde verdad. Tenía que decírtelo.

—Tú siempre hablas en serio. Poreso suenas a falso cuando tratas demostrarte frívolo.

—Por la mañana voy a ir a hablarcon Guy. —Guy Solomons, al abogadode la familia, contacto registrado deBarley—. Wicklow, el nuevo empleado,puede hacerse cargo de todo. Es un

tipejo duro, y aprende de prisa.—¿Has localizado la cabina

telefónica? —preguntó Ned a Mary encuanto Barley colgó.

—Inmediatamente —respondióMary, con orgullo.

Procedente de la cinta, oímos denuevo el timbre de un teléfono. Barleyotra vez.

—¿Reggie? Voy a ir a tocar estanoche. Ven tú también.

Mary nos pasó una tarjeta en la quehabía escrito: Canon Reginald Cowan,tambor y sacristán.

—No puedo —respondió Reggie—.Tengo la maldita clase de confirmación.

—Deshazte de ellos —dijo Barley.—No puedo. Los cabrones de ellos

están ya aquí conmigo.—Te necesitamos, Reggie. El viejo

Andy se está muriendo.—Y todos nosotros también. Todo el

puñetero tiempo.Cuando se estaba terminando la

cinta, Brock llamó desde la Casa Rusiapidiendo que se pusiera urgentementeNed. Sus vigilantes habían informadoque Barley se había presentado en suclub del Soho hacía una hora, se habíatomado cinco whiskies y había ido luegoal «Arco de Noé», en King’s Cross.

—¿Arco de Noé? Querrás decir

Arca.—Arco. Es un arco que hay bajo la

línea del ferrocarril. Noé es un antillanode dos metros y medio. Barley se haunido a la banda.

—¿Solo?—Hasta el momento.—¿Qué clase de sitio es?—Restaurante y licores. Sesenta

mesas, escenario, paredes de ladrillo,putas, lo de costumbre.

Brock pensaba que todas las chicasguapas eran putas.

—¿Cómo de lleno? —preguntó Ned.—Dos tercios y aumentando.—¿Qué está tocando?

—Lover Man, de Duke Ellington.—¿Cuántas salidas?—Una.—Reúne un grupo de tres hombres y

colócalos en una mesa cerca de lapuerta. Si se marcha, intercéptale, perono le toques. Llama a Recursos y dilesque quiero que Ben Lugg se sitúeinmediatamente con su taxi junto al«Arco de Noé» y espere con la banderabajada. Él sabrá lo que debe hacer —Lugg era el taxista particular delServicio—. ¿Hay algún teléfono públicoen el club?

—Dos.—Mantenlos ocupados hasta que

llegue yo ahí. ¿Te ha visto?—No.—Que no te vea. ¿Qué hayal otro

lado de la calle?—Una lavandería.—¿Está abierta?—No.—Espérame delante de ella. —Se

volvió hacia Mary, que todavía estabasonriendo—. Hay dos teléfonos en el«Arco de Noé», King’s Cross —dijo,hablando muy despacio—. Inutilízalosahora. Si la dirección tiene su propialínea, inutilízala también. Ahora. No meimporta la escasez de personal técnico,inutilízalos ahora. Si hay cabinas

telefónicas afuera, en la calle,inutilízalas todas, ahora.

Abandonamos el coche del Servicioy llamamos un taxi. Brock estabaesperando a la puerta de la lavandería,tal como se le había ordenado. Ben Luggtenía el coche aparcado junto albordillo. En la puerta se despachabanlos billetes de entrada a 5,95. Nedcaminó por delante de mí, pasó de largojunto a la mesa de los vigilantes sindedicarles ni una mirada y avanzó hastala parte delantera.

Nadie bailaba. La banda se estabatomando un descanso. Barley se hallabaen el centro del escenario, delante de

una silla dorada, tocando con el suaveacompañamiento del contrabajo y lostambores. Un arco de ladrillo formabauna cámara de resonancia sobre él.Llevaba todavía su traje de editor yparecía haberse olvidado de quitarse lachaqueta. Luces de colores giratoriasvagaban sobre él y se posabanocasionalmente sobre su rostro, cubiertode sudor. Tenía una expresión yerta yremota. Mantenía sostenidas las notaslargas, y comprendí que eran un réquiempor Andy y por cualquier otra personaque ocupara su atormentada mente. Unpar de chicas se habían sentado en lassillas de la banda y le miraban sin

pestañear. Una hilera de cervezasesperaba también su atención. En piejunto a él, se hallaba el inmenso Noé,con los brazos cruzados sobre el pecho,escuchando con la cabeza baja.Concluyó la pieza. Lenta yamorosamente, como si le vendara unaherida a un amigo, Barley limpió su saxoy lo depositó en su estuche. Noé nopermitió aplausos, pero se elevó en lasala un rumoroso sonido mientras todoel mundo hacía chasquear los dedos y seoían voces de «otra», pero Barley nohizo ningún caso. Bebió un par decervezas, agitó la mano en señal dedespedida y, abriéndose paso

delicadamente por entre la multitud, sedirigió hacia la puerta. Fuimos tras él, y,cuando salimos a la calle, Ben Lugg seacercó en el coche con la banderalevantada.

—A «Mo’s» —ordenó Barley,mientras se dejaba caer en el asientotrasero. Había sacado de alguna parteotro frasco de whisky y estabadesenroscando el tapón—. Hola, Harry.¿Qué tal el amor a distancia?

—Estupendo, gracias. Lorecomiendo.

—¿Dónde diablos está «Mo’s»? —preguntó Ned, mientras se instalabajunto a él y yo tomaba asiento en el

traspuntín.—En Tufnell Park. Debajo del

«Falmouth Arms».—¿Buen sonido? —preguntó Ned.—El mejor.Pero no era la falsa alegría de

Barley lo que me alarmaba. Era su airede lejanía, el apagado brillo de sus ojos,la forma en que se mantenía encerradodentro de la inexpugnable fortaleza de lacortesía británica.

Mo era una rubia de cincuenta ytantos años, que se pasó un rato besandoa Barley antes de dejar que nossentásemos a su mesa. Barley tocó unosblues y Mo quería que se quedase, yo

creo que a pasar la noche, pero Barleyno podía permanecer mucho tiempo enninguna parte, así que fuimos a unapizzería con orquestina de Islingtondonde tocó otro solo, y Ben Lugg entrócon nosotros a tomarse una taza de té yescuchar. Ben había sido boxeador ensus tiempos y todavía hablaba de estedeporte. Desde Islington cruzamos el ríohasta el «Elephant» para oír a un gruponegro que tocaba soul en un garaje deautobuses. Eran las cuatro y cuarto, peroBarley no mostraba señales de tenersueño; prefirió quedarse con el grupobebiendo combinaciones de cacao ylicores, en jarras de porcelana de medio

litro. Cuando por fin conseguimosllevarle suavemente hacia el taxi deBen, las dos chicas del local de Noéreaparecieron como salidas de la nada yse sentaron una a cada lado de él en elasiento trasero.

—Venga de ahí, muchachas —dijoBen, mientras Ned y yo esperábamos enla acera—. Largo.

—Quedaos donde estáis —lesaconsejó Barley.

—No es vuestro taxi, queridas. Esde ese tipo —señalando a Ned—, asíque largaos como buenas chicas.

Barley lanzó un puñetazo contra lacabeza de Ben, que se hallaba adornada

con un sombrero flexible. Ben paró elgolpe como un hombre que aparta unatelaraña y, con el mismo movimiento,sacó cuidadosamente del coche a Barleyy se lo entregó a Ned, quien, con elmismo cuidado, le sujetó,inmovilizándole los brazos.

Todavía con el sombrero puesto,Ben desapareció en la trasera del cochey reapareció con una chica agarrada decada mano.

—¿Por qué no vamos todos a tomarun poco el aire? —sugirió Ned, mientrasBen daba a cada una de las chicas unbillete de diez libras para que seesfumaran.

—Buena idea —dijo Barley.Así pues, cruzamos el río en lenta

procesión, con los vigilantes de Brockcerrando la marcha y el coche de BenLugg siguiéndonos lentamente. Un albagris comenzaba a clarear sobre losmuelles.

—Lo siento —dijo Barley al cabode un rato—. No ha pasado nada, ¿eh,Nedsky?

—No que yo sepa —dijo Ned.—Hay que estar alerta —advirtió

Barley—. Tu país te necesita alerta.¿Verdad, Nedsky? Es sólo que meentraron ganas de tocar un poco demúsica —me explicó—. ¿Le gusta la

música, Harry? Un amigo mío solíatocarle piezas por teléfono a su chica.Sólo piano, no saxo, pero decía queresultaba eficaz. Podría usted probarlocon su parienta.

—Mañana nos vamos a América —dijo Ned.

Barley no dio mayor trascendencia ala noticia.

—Les sentará muy bien. Es unabuena época del año. Yo diría que escuando más bonito está el país.

—En realidad, también le sentarábien a usted —dijo Ned—. Pensábamosllevarle con nosotros.

—Trajes de calle, ¿no? —preguntó

Barley—. ¿O es mejor que meta unsmoking en la maleta por si acaso?

Capítulo 12

Volamos a la isla en un pequeño avión yllegamos al atardecer. El aviónpertenecía a una gran corporaciónamericana. Nadie dijo a quienpertenecía la isla. Era estrecha yboscosa, su parte central descendíahacia el mar y sus extremos se erguíanen dos picos cónicos, de tal modo que laimpresión que me dio al contemplarladesde el aire fue la de una tiendabeduina desplomándose en el Atlántico.Calculé que tendría unos tres kilómetrosde longitud. Vimos en un extremo la

mansión, construida al estilo de NuevaInglaterra, con sus terrenos adyacentesen un lado, y en el otro el pequeñoembarcadero blanco, aunque más tardesupe que llamaban a la mansión casa deverano porque nadie iba allí en invierno.Había sido edificada a principios desiglo por un rico bostoniano, en lostiempos en que estas gentes se llamabana sí mismas veraneantes. Notamos quelas alas se balanceaban y percibimos elolor salobre del mar a través de lasretemblantes ventanillas de la cabina.Veíamos manchas de sol moviéndosesobre las olas como reflectoresdanzantes, y cuervos marinos luchando

en el viento. Un faro se alzaba en elcontinente, al Oeste. Habíamos estadosiguiendo la costa de Maine durante 58minutos de mi reloj. Los árbolesascendieron por ambos lados en torno anosotros, se desvaneció el cielo, y depronto estuvimos rebotando ybalanceándonos por una avenida dehierba a cuyo extremo esperaban Randyy sus muchachos con un jeep. Randy erafuerte y sano como sólo los americanosprivilegiados pueden serlo. Llevaba ungrueso chaquetón y lucía tambiéncorbata. Me dio la impresión de queconocía a su madre.

—Soy su anfitrión aquí, caballeros,

durante todo el tiempo que quieranquedarse, y sean bienvenidos a nuestraisla. —Estrechó primero la mano deBarley. Debían de haberle enseñadofotografías—. Señor Brown, señor, esun verdadero honor. ¿Ned? ¿Harry?

—Muy amable —dijo Barley.Mientras descendíamos por la

colina, los árboles se recortaban negroscontra el mar. Los muchachos nosseguían en un seguían en un segundocoche.

—¿Vuelan en aviones británicos,caballeros? ¡La señora Thatcher hizorealmente toda una adquisición con esalínea!

—Hace tiempo que se hundió con elbarco —dijo Barley.

Randy se echó a reír como si el reírfuese algo que hubiera aprendidojugando al golf. Brown era el nombreadjudicado a Barley para el viaje. Hastasu pasaporte, que llevaba Ned, decíaque era Brown.

Recorrimos una carretera hasta lacasa del portero. Las puertas de la verjase abrieron y volvieron a cerrarse anuestra espalda. Estábamos en nuestropropio promontorio. En su cumbre sealzaba la mansión, iluminada por arcosvoltaicos ocultos en los matorrales.Céspedes y arbustos azotados por el

viento se extendían en ambasdirecciones junto a ella. Los postes deun embarcadero derruido se adentrabanprecariamente en el mar. Randy detuvoel jeep y cogiendo el equipaje de Barleynos condujo a lo largo de un iluminadosendero flanqueado de hortensias hastauna casita al borde del agua. Durantenuestra travesía a Boston, Barley habíadormitado y bebido y gemido viendo lapelícula, A bordo de nuestro pequeñoavión, había mirado ceñudamente elpaisaje de Nueva Inglaterra, como si subelleza le turbase. Pero cuandoaterrizamos pareció entrar de nuevo ensu propio mundo.

—Señor Brown, mis órdenes sonacomodarle en la suite nupcial —dijoRandy.

—No se me ocurre ningún sitiomejor, muchacho —respondiócortésmente Barley.

—¿Ha dicho eso realmente, señorBrown: muchacho?

Randy nos condujo a través de unvestíbulo con suelo de losas de piedrahasta un camarote de capitán. El estiloera de casa solariega ideada por undiseñador. En un rincón había una camametálica de imitación y un escritoriotambién de imitación junto a la ventana.Dudosos accesorios náuticos colgaban

de las paredes. En el pequeño recinto enque estaba la cocina, típicamenteamericana, Barley identificó elfrigorífico, lo abrió y miróesperanzadamente en su interior.

—Al señor Brown le gusta tener unabotella de whisky en su habitación,Randy. Si puede proporcionarle una, lequedaría muy agradecido.

La casa de verano era un museo deinfancias doradas. En el porche, mazosde croquet de color melado yacíanapoyados contra una polvorientacarretilla cargada de caparazones delangosta recogidos en la playa. Olía acera. En el vestíbulo, retratos de

hombres y mujeres jóvenes tocados consombreros de ala ancha colgaban juntosa cuadros primitivos de balleneros.Subimos detrás de Randy por unabruñida escalinata. Barley nos seguía.En cada rellano, arqueados ventanalesbordeados de cristal emplomadoformaban enjoyadas puertas de acceso almar. Entramos en un corredor dedormitorios azules. El más grandeestaba reservado para Clive. Desdenuestros balcones podíamos ver losjardines que se extendían hasta la casitade la orilla y, más allá del mar, elcontinente. Estaba empezando aoscurecer.

En un comedor de techo atravesadopor blancas vigas, una vestal de Langleyse las arreglaba para no miramosmientras servía langosta de Maine yvino blanco.

Mientras comíamos, Randy explicólas reglas de la casa.

—Por favor, nada de fraternizar conel personal, caballeros. Buenos días yhola solamente. Cualquier cosa que hayaque decirles, será mejor que la diga yopor ustedes. Los guardianes están aquípara su servicio y seguridad, caballeros,pero nos gustaría que se mantuvierandentro de los límites de la conveniencia.Gracias.

Terminados la cena y los discursos,Randy llevó a Ned a la sala decomunicaciones y yo acompañé a Barleyhasta la casita de la orilla. Un fuerteviento soplaba sobre los jardines. Alpasar ante los conos de luz. Barleyparecía sonreír indolentemente. Jóvenesprovistos de aparatos de radio portátilesnos observaban.

—¿Qué tal una partida de ajedrez?—le pregunté ante su puerta.

Desde poder ver su cara másclaramente, pero la había perdido, lomismo que había perdido su estado deánimo. Sentí una palmadita en el brazomientras me daba las buenas noches. Su

puerta se abrió y volvió a cerrarse, perono antes de que yo hubiera vislumbradola espectral figura de un centinelaapostado a menos de dos metros denosotros en la oscuridad.

—Un docto abogado, un excelenteoficial —me aconsejó a la mañanasiguiente Russell Sheriton en reverentemurmullo, sabiendo que yo no eraninguna de las dos cosas, mientras susfuertes y suaves palmas envolvían mimano—. Uno de los verdaderos grandes.¿Cómo le va, Harry?

Poco había cambiado en él desde suviaje de servicio a Londres: las bolsasbajo los ojos un poco más grandes, un

poco más tristes, el traje azul una o dostallas mayor, la misma barriga cubiertacon una camisa blanca. La misma lociónfacial de empresario fúnebre ungía, seisaños después, al flamante jefe deOperaciones Soviéticas de la Agencia.

Un grupo de sus jóvenes se manteníaa respetuosa distancia, aferrando susbolsas de viaje y con el aire depasajeros varados en un aeropuerto.Clive y Bob se hallaban uno a cada ladode él como ayudantes. Bob parecíahaber envejecido diez años. Unacontenida sonrisa había remplazado suaplomo del viejo mundo. Nos saludódemasiado efusivamente, como si se le

hubiera advertido que se mantuvieraapartado de nosotros.

La Conferencia de la Isla, comoeufemísticamente se la acabóconociendo, estaba a punto de comenzar.

Hay en los acontecimientos de losdías siguientes una sensación placentera,un ambiente de hombres buenosdedicados a sus asuntos, que corro elriesgo de olvidar mientras recuerdo todolo que puedo el resto.

No me resulta fácil hacerla, perodebo intentarlo en honor a Barley, puesnunca se volvió contra nuestrosanfitriones, nunca les culpó de nada decuanto le sucedió, ni entonces ni más

tarde. Podía refunfuñar acerca de losamericanos en general, pero cuando losconocía individualmente hablaba deellos en términos elogiosos. No habíaentre ellos un solo hombre con el que nole hubiera encantado tomarse un tragopor la noche en el bar, si hubiéramostenido uno. Y, naturalmente, Barleysiempre se hacía cargo de la fuerza decualquier argumento que fuese dirigidocontra él, lo mismo que siempre sesentía enormemente impresionado por lalaboriosidad de otras personas.

¡Y a fe que eran laboriosas! Si lacantidad, el dinero y el puro esfuerzohubieran podido por sí solos producir

inteligencia, la Agencia la habría tenidoa carretadas…, salvo que, ¡ay! la cabezahumana no es una carreta, y existetambién algo que se llama falta deinteligencia.

¡Y cuán profundamente anhelabanser amados! Y Barley correspondíainmediatamente a su necesidad. Inclusomientras se cebaban en él, necesitabanser amados. ¡Y también por Barley! Lomismo que todavía necesitan ser amadospor todas sus conspiraciones políticas,desestabilizaciones y locas aventurascontra El Enemigo Exterior.

Sin embargo, fue este mismomisterio de buenos corazones vueltos

del revés lo que dio a nuestra semana suterror subyacente.

Hace años hablé con un hombre quehabía sido vapuleado, un mercenarioinglés que nos estaba haciendo unoscuantos favores en África y necesitabasu premio. Lo que más recordaba no erael látigo, sino el zumo de naranja que ledieron después. Recuerda haber sidoayudado a volver a su choza, recuerdahaber permanecido de bruces sobre lapaja. Pero lo que realmente recuerda esel vaso de zumo de naranja fresco queun guardián puso junto a su cabeza y queluego se sentó a su lado en cuclillas,esperando pacientemente hasta que tuvo

fuerzas suficientes para beber un poco.Sin embargo, era este mismo guardiánquien le había azotado.

También nosotros teníamos nuestrosvasos de zumo de naranja. Y teníamosnuestros guardianes decentes, aunque seescondiesen tras sus cascos deauriculares y una animosidad superficialque se fundía rápidamente ante la cálidacordialidad de Barley. Al día siguientede nuestra llegada, los mismosguardianes con quienes teníamosprohibido fraternizar estaban entrando ysaliendo de puntillas de la casita deBarley en cualquier momento ytomándose una «Coca-Cola» o un

whisky antes de regresar sigilosamente asus puestos. Percibían que era esa clasede hombre. Y, como americanos, sesentían fascinados por su fama.

Había un veterano llamado Edgar, unex marine, con el que le gustaba jugar alajedrez. Barley, según supe más tarde,obtuvo de él su nombre y su dirección,violando todas las reglas conocidas deloficio, para poder jugar una competiciónpor correo «cuando haya terminado todoesto».

Y no eran sólo los guardianes. En elcortejo de jóvenes de Sheriton, igual queen el propio Sheriton, había unamoderación, que era como un regular

latido de cordura frente a las histéricasoscilaciones de aquellos a los queSheriton denominaba colectivamente losegomaníacos.

Pero supongo que ésa es la tragediade las grandes naciones. Tanto talentopugnando por ser utilizado, tanta bondadanhelando brotar al exterior. Pero tanlastimosamente expresado todo ello quea veces nos costaba creer que Américanos estuviese hablando.

Pero lo estaba haciendo. El látigoera real.

Los interrogatorios tenían lugar en lasala de billar. El suelo de madera habíasido pintado de rojo oscuro para el baile

y la mesa de billar sustituida por uncírculo de sillas. Pero en la pared sealineaban todavía un marcador de marfily una fila de taqueras con inicialesgrabadas, y la baja lámpara formaba uncharco de luz en el centro, donde Barleydebía sentarse. Ned lo trajo de la casitade la orilla.

—Señor Brown, me siento orgullosode estrecharle la mano, y he decididoque mi nombre durante el tiempo quedure nuestra relación sea Haggarty —declaró Sheriton—. Nada más ponerlela vista encima, percibí algo irlandés.No me pregunte por qué. —Estabaconduciendo a Barley a buen paso a

través de la sala—. Sobre todo, deseofelicitarle. Tiene usted todas lasvirtudes: memoria, observación,fortaleza británica, saxofón.

Todo esto en hipnótico torrente,mientras Barley sonreía tímidamente yse dejaba instalar en el lugar de honor.

Pero ya Ned se hallaba sentadorígidamente, con los brazos cruzadossobre el pecho, y Clive, aunque formabaparte del círculo, se las había arregladopara excluirse del cuadro. Estabasentado entre los jóvenes de Sheriton yhabía echado su silla hacia atrás hastaquedar oculto por ellos.

Sheriton permanecía en pie ante

Barley y estaba hablándole, aunque suspalabras decían que se estaba dirigiendoa otros.

—Clive, ¿me permite quebombardee al señor Brown con ciertaspreguntas impertinentes? Ned, ¿quierehacer el favor de decirle al señor Brownque se encuentra en los Estados Unidosde América y que si no quiere respondera algo no necesita hacerlo, porque susilencio será considerado pruebaevidente de su culpabilidad?

—El señor Brown puede cuidar desí mismo —dijo Barley todavíasonriendo, sin dar aún crédito a latensión existente.

—¿Sí? ¡Estupendo, señor Brown!¡Porque durante los dos próximos díaseso es exactamente lo que esperamosque haga!

Sheriton fue hasta el aparador, sesirvió un poco de café y volvió con él.Su voz sonó con el sosegado tono delsentido común.

—Señor Brown, estamos comprandoun Picasso, ¿de acuerdo? Todo el mundoen esta sala está comprando el mismoPicasso. Azul, detonante, bien hecho,¿qué más? Hay unas tres personas entodo el mundo que lo entienden. Pero sise profundiza, sólo una cuestión importa.¿Lo pintó Picasso o lo preparó en su

granero J. P. Shmuck Jr. de South Bend,Indiana, o de Omsk, Rusia? Porque,recuerde esto —estaba dándosegolpecitos en el pecho con el dedoíndice y sosteniendo su taza de café conla mano libre—: No hay reventa. Estono es Londres. Esto es Washington. Y,para Washington, la información tieneque ser útil, y eso significa que tiene queser utilizada, no contemplada consocrática indiferencia. —Bajó la voz enreverente conmiseración—. Y usted esquien nos lo está vendiendo, señorBrown. Nos guste o no, ustedpersonalmente es lo más cerca quellegaremos de la fuente, hasta que

convenzamos al hombre que usted llamaGoethe para que cambie decomportamiento y trabaje directamentepara nosotros. Si alguna vez lo hacemos.Lo cual es dudoso. Muy dudoso.

Sheriton dio unos pasos hacia elborde del círculo.

—Usted es el elemento clave, señorBrown. Usted es el hombre. Usted esello. Pero ¿cuánto de ello es usted? ¿Unpoco? ¿Algo? ¿O todo? ¿Escribe,interpreta, produce y dirige usted mismoel guión? ¿O es usted el papelinsignificante que dice que es, elinocente espectador que todos tenemosque encontrar aún?

Sheriton suspiró, como si aquelloresultase un poco duro para un hombrede su delicada sensibilidad.

—Señor Brown, ¿tiene usted unacompañera regular estos días, o estájodiendo con la lista de reserva?

Ned empezó a ponerse en pie, peroantes de que terminara, Barley ya habíacontestado. Sin embargo, su voz no eraabrasiva ni aun ahora, no había en ellaningún acento hostil. Era como si noquisiese turbar la buena atmósfera quetodos estábamos disfrutando.

—Bueno, ¿y qué hay de usted,amigo? ¿Cumple la señora Haggartycomo debe, o nos vemos reducidos a los

hábitos de nuestra juventud?Sheriton no estaba siquiera

interesado.—Señor Brown, estamos comprando

su Picasso, no el mío. A Washington nole gusta que sus valores andenfrecuentando los bares de alterne.Tenemos que tratar esto con absolutafranqueza y sinceridad. Nada dereticencia inglesa ni de bromas de lavieja escuela. Ya antes nos hemosdejado engañar por esa basura y nunca,nunca, permitiremos que vuelva aocurrir.

Esto, pensé, va por Bob, que habíavuelto a clavar la vista en sus manos.

—El señor Brown no frecuenta losbares de alterne —intervinoacaloradamente Ned—. Y el material noes suyo. Es de Goethe. No veo qué tieneque ver con el asunto su vida privada.

Guárdate tus pensamientos para timismo, me había dicho Clive. Sus ojosrepitieron ahora el mensaje a Ned.

—¡Oh, Ned, vamos, vamos! —protestó Sheriton—. Tal como estáWashington últimamente, hay quecasarse y nacer de nuevo antes podercoger un maldito autobús. ¿Qué le llevaa Rusia cada cinco minutos, señorBrown? ¿Está comprando fincas allí?

Barley estaba sonriendo, pero ya no

tan plácidamente. Sheriton comenzaba airritarle, que era exactamente lo que seproponía.

—En realidad, muchacho, es unpapel que he heredado. Mi padresiempre prefirió la Unión Soviética alos Estados Unidos y pasó muchosapuros publicando sus libros. Erafabiano. Una especie de partidario delNew Deal. Si hubiera sido americano lohabrían metido en la lista negra.

—Lo habrían procesado,electrocutado e inmortalizado. He leídosu historial. Es terrible. Háblenos másde él, señor Brown. ¿Qué le legó a ustedque usted haya heredado?

—¿Qué diablos le importa eso anadie? —exclamó Ned.

Tenía razón. El asunto del excéntricopadre de Barley había sido consideradopor el piso doce y desechado comoirrelevante hacía tiempo. Pero no por laAgencia. O ya no.

—Y en los años treinta, como sinduda sabe —continuó Barley en tonotranquilo— fundó un Club del LibroRuso. No duró mucho pero tuvo éxito. Yen la guerra, cuando podía conseguirpapel publicaba propagandaprosoviética, la mayor parteglorificando a Stalin.

—¿Y qué hizo después de la guerra?

¿Ayudarles en los fines de semana aconstruir el Muro de Berlín?

—Tenía esperanzas y luego lasabandonó —respondió Barley tras unosmomentos de reflexión. La partecontemplativa de él había recuperado elprotagonismo—. Hubiera podidoperdonarles muchas cosas a los rusos,pero no el Terror, no los campos deconcentración ni las deportaciones. Esole destrozó el corazón.

—¿Se le habría destrozado elcorazón si los soviéticos hubiesenempleado métodos menos enérgicos?

—Supongo que no. Yo creo quehabría sido un hombre feliz hasta su

muerte.Sheriton se secó las palmas de las

manos en el pañuelo y, como un OliverTwist crecidito, llevó de nuevo su tazade café al aparador, sujetándola con lasdos manos, y allí desenroscó la capa deltermo y miró tristemente su interior antesde servirse otra taza.

—Bellotas —se lamentó—. Recogenbellotas, las exprimen y sacan café deellas. Eso es lo que hacen aquí. —Habíauna silla vacía junto a Bob. Sheriton sesentó en ella y suspiró—. ¿Me permiteque se lo explique un poco, señorBrown? Ya no hay lugar en la vida paravalorar por sus propios méritos a cada

humilde miembro de la familia humana,¿de acuerdo? Así que todo el mundo quees alguien tiene un historial. Aquí está elsuyo. Su padre era un simpatizantecomunista que acabó sintiéndosedesilusionado. En los ocho añostranscurridos desde su muerte, usted harealizado no menos de seis visitas a laUnión Soviética. Ha vendido a lossoviéticos exactamente cuatro piojososlibros de su propia lista y publicadoexactamente tres de ellos. Dos horriblesnovelas modernas que no produjeronningún beneficio y una bazofia sobreacupuntura de la que se vendierondieciocho ejemplares. Está usted al

borde de la bancarrota, no obstante locual calculamos que en estos viajes seha gastado doce mil libras y ha obtenidounos ingresos de mil novecientos. Esusted divorciado, individualista y frutotípico del sistema educativo británico.Bebe como si estuviera regando ustedsolo el desierto y elige amigos delcírculo de jazz con unos pasados quehacen que Benedict Arnold parezcaShirley Temple. Visto desdeWashington, es usted desenfrenado.Visto desde aquí, es muy comedido,pero ¿cómo se lo explico yo a losfanáticos miembros del próximosubcomité del Congreso a quienes se les

ha metido en la cabeza poner en lapicota el material de Goethe porquepone en peligro la Fortaleza América?

—¿Por qué la pone en peligro? —preguntó Barley.

Creo que todos nos sentimossorprendidos por su calma. Sheriton,ciertamente, lo estaba. Hasta entonces sehallaba mirando a Barley por encima delhombro, afectando una postura deconsternación mientras explicaba sudilema. Ahora se irguió y miró de frentea Barley con expresión burlona.

—¿Perdón, señor Brown?—¿Por qué les asusta el material de

Goethe? Si los rusos no pueden disparar

derecho, la Fortaleza América deberíaestar saltando de alegría.

—¡Oh!, y lo estamos, señor Brown,lo estamos. Estamos embelesados. Noimporta que todo el poderío militaramericano esté invertido partiendo de lacreencia de que el material soviético esde una precisión absoluta. No importaque la percepción de la precisiónsoviética lo sea todo en este juego. Quecon precisión pueda uno abalanzarsecontra el enemigo cuando menos se loespera, coger desprevenidos a susproyectiles balísticas intercontinentalesy dejarle en la imposibilidad deresponder adecuadamente. Mientras que

sin precisión, más le vale a uno nointentarlo porque es entonces cuando elenemigo se revuelve y arrebata a uno susveinte ciudades favoritas. No importaque se hayan destinado millones ymillones de dólares y cantidadesingentes de retórica política a cultivar lapesadilla de un primer golpe soviético yel escaparate americano devulnerabilidad. No importa que todavíahoy la idea de la supremacía soviéticasea el principal argumento en favor de laguerra de las galaxias y el principaljuego estratégico en las fiestas desociedad de Washington. —Para miasombro, Sheriton cambió bruscamente

de tono y habló con el acento de uncampesino del Profundo Sur, arrastrandolas sílabas—. Tenemos tiempo de hacersaltar por los aires a esos tipos antes deque ellos hagan lo mismo con nosotros.Este viejo planeta no es lo bastantegrande para dos superpotencias, señorBrown. ¿A favor de cuál está usted,señor Brown, cuando llegue elmomento?

Luego hizo una pausa, mientras sufláccido rostro reanudaba sucontemplación de las numerosasinjusticias de la vida.

—Y yo creo en Goethe —continuó,con tono de sobresalto—. Yo estoy

completamente a favor de Goethe desdeel día mismo en que hizo su aparición.Goethe es para mí una fuente generosacuyo momento ha llegado. ¿Y sabe quéme indica eso? Me indica que debocreer también en el señor Brown y queel señor Brown debe ser muy sinceroconmigo, o estoy perdido. —Se llevóreverentemente una mano a la parteizquierda del pecho—. Yo creo en elseñor Brown, creo en Goethe, creo en elmaterial. Y estoy asustado.

Algunas personas cambian de ideas,estaba pensando yo. Algunas personascambian de planes. Pero se necesita serRussell Sheriton para anunciar que ha

visto la luz en el camino de Damasco.Ned le estaba mirando con incredulidad.Clive había optado por admirar lastaqueras. Pero Sheriton permanecíamirando con expresión consternada sucafé, reflexionando en su mala suerte.De sus jóvenes, uno tenía la barbillaapoyada en la mano mientras secontemplaba la puntera de su zapatoHarvard. Otro estaba escrutando el mara través de la ventana como si la verdadpudiera tal vez encontrarse allá fuera.

Pero nadie miraba a Barley. Nadieparecía tener valor para ello.Permanecía sentado, inmóvil y conaspecto juvenil. Nosotros le habíamos

dicho un poco, pero nada como esto. Ymucho menos le habíamos dicho que elmaterial de «Pájaro Azul» habíaenfrentado violentamente a las faccionesindustriales y militares y provocadorugidos de ultraje en algunos de los mássórdidos grupos de presión deWashington.

El viejo Palfrey habló por primeravez. Al hacerla, experimenté laimpresión de estar desempeñando unpapel en el teatro del absurdo. Era comosi el mundo real huyera de debajo denuestros pies.

—Lo que Haggarty está preguntando—dije—, es lo siguiente. ¿Va a

someterse voluntariamente alinterrogatorio de los americanos, a finde que éstos puedan formarse una ideadefinitiva de la fuente? Puede respondernegativamente. La elección es suya. ¿Noes así, Clive?

Esto no le gustó ni pizca a Clive,pero asintió de mala gana antes devolver a zambullirse bajo el horizonte.

Los rostros del círculo se habíanvuelto hacia Barley como flores al sol.

—¿Qué responde? —le pregunté.Durante un rato permaneció en

silencio. Se estiró, se pasó el dorso dela muñeca por la boca, aparecióvagamente azorado. Se encogió de

hombros. Miró hacia Ned, pero no pudoencontrar sus ojos, así que volvió lavista hacia mí con cierta turbación. ¿Quéestaba pensando, si es que pensaba enalgo? ¿Que decir «no» sería apartarsepara siempre de Goethe? ¿De Katya?¿Había llegado siquiera a prever esaposibilidad? Hoy es el día en que aún nolo sé. Sonrió, aparentemente aturdido.

—¿Qué opina usted, Harry? ¿Vayaello? ¿Qué dice mi abogado?

—Es más bien cuestión de qué diceel cliente —respondí con suavidad,correspondiendo a su sonrisa.

—Nunca lo sabremos si noprobamos, ¿verdad?

—Supongo que no —respondí.Lo cual parece ser lo más cerca que

estuvo jamás de decir: «Lo haré».—Yale tiene esa clase de

sociedades secretas, ¿sabes, Harry? —me estaba explicando Bob—. Bueno, laverdad es que está lleno de ellas. Si hasoído hablar de Tibias y Calavera, Rolloy Llave, sólo has oído la punta deliceberg. Y estas sociedades hacenhincapié en el equipo. Harvard… bueno,Harvard sigue la dirección contraria yapuesta por el talento individual. Y asítambién la Agencia, cuando pone a proaa esas aguas en busca de reclutas, sueleelegir sus hombres de equipo en Yale y

sus grandes figuras en Harvard. Nollegaré hasta el extremo de decir quetodo hombre de Harvard es una primadonna o que todo hombre de Yale rindeobediencia ciega a la causa, pero ésa esen líneas generales la tradición. ¿Esusted un hombre de Yale, señor Quinn?

—De West Point —respondióQuinn.

Atardecía, y acababa de llegar laprimera delegación. Nos hallábamossentados en la misma sala con el mismosuelo rojo bajo la misma lámpara debillar, esperando a Barley. PresidíaQuinn, con Todd y Larry sentados uno acada lado de él. Todd y Larry eran

ayudantes de Quinn. Eran esbeltos yatractivos y, para un hombre de mi edad,ridículamente jóvenes.

—Quinn viene de las altas esferas—nos había dicho Sheriton—. Quinnhabla con Defensa, habla con lascorporaciones, habla con Dios.

—¿Pero quién le paga? —habíapreguntado Ned.

Sheriton pareció sinceramentedesconcertado por la pregunta. Sonrió,como si perdonara un solecismo a unextranjero.

—Bueno, Ned, supongo que todos—respondió.

Quinn medía 1,85 y era de anchos

hombros y orejas grandes. Llevaba sutraje como si fuese una armadura. Nohabía en él ni medallas ni emblemas queseñalasen su rango. Su rango estaba ensu mandíbula firme, en sus fríos yoscuros ojos y en la sonrisa dedespechada inferioridad que le invadíaen presencia de civiles.

Ned entró primero, y tras él lo hizoBarley. Nadie se levantó. Desde supuesto deliberadamente humilde en elcentro de la fila americana, Sheritonhizo suavemente las presentaciones.

A Quinn le gustan sencillos, noshabía advertido. Díganle a su hombreque no se las dé de listo. Sheriton estaba

siguiendo su propio consejo.Era lógico que Larry iniciara el

interrogatorio porque era el expansivo,Todd era virginal y retraído, pero Larryllevaba un enorme anillo de boda y lucíauna chillona corbata y reía por los dos.

—Señor Brown, tenemos queconsiderar este asunto desde el punto devista de sus detractores —explicó, conrebuscada insinceridad—. En nuestraprofesión existen la información noverificada y la información verificada.Nos gustaría verificar su información.Ése es nuestro oficio y para eso es paralo que se nos paga. Le ruego que no setome como cosa personal ningún indicio

de sospecha, señor Brown. El análisises una ciencia aparte. Tenemos querespetar sus leyes.

Hizo una pausa y, luego, continuó:—Dígame, por favor, señor Brown,

¿de quién fue la idea de ir a Peredelkinoaquel día, hace dos años? —preguntóLarry.

—Mía, probablemente.—¿Está seguro de eso, señor?—Estábamos borrachos cuando

hicimos el plan, pero estoy casi segurode que fui yo quien lo propuso.

—Bebe usted mucho, ¿no, señorBrown? —dijo Larry.

Las enormes manos de Quinn se

habían posado en torno a un lápiz comosi se propusieran estrangularlo.

—Bastante.—¿La bebida le hace olvidar cosas,

señor?—A veces.—Y a veces no. Después de todo,

tenemos largas transcripciones literalesde la conversación sostenida entre ustedy Goethe cuando ambos se hallabantotalmente embriagados. ¿Había estadousted alguna vez en Peredelkino antes deese día, señor?

—Sí.—¿Con frecuencia?—Dos o tres veces. Quizá cuatro.

—¿Visitaba algunos amigos allí?—Sí, en efecto —respondió Barley.—¿Amigos soviéticos?—Claro.Larry hizo una pausa lo bastante

larga como para conseguir que lo de losamigos soviéticos pareciera unaconfesión.

—¿Le importaría identificar a esosamigos, señor?

Barley identificó a los amigos. Unescritor. Una poetisa. Un burócrataliterario. Larry anotó los nombres,moviendo lentamente Su lápiz con aireefectista. Sonriendo mientras escribía.Los oscuros ojos de Quinn continuaron

mirando fijamente a Barley por encimade la mesa.

—¿O sea que el día de su excursiónallá, señor Brown —continuó Larry—,en ese Día Uno, como podríamosllamarlo, no se le ocurrió llamar a lostimbres de sus viejos conocidos, verquiénes estaban por allí, saludarlos,señor?

Barley no parecía saber si se lehabía ocurrido o no. Se encogió dehombros y realizó su habitual gesto depasarse el dorso de la mano por la boca,el perfecto testigo mendaz.

—Supongo que no quería hacerlescargar con Jumbo. Éramos demasiados.

No se me ocurrió, realmente.—Claro —dijo Larry.Tres excusas, observé, consternado.

Tres donde una habría sido suficiente.Miré a Ned y comprendí que estabapensando lo mismo. Sheriton estabaocupado en no pensar en absoluto. Bobestaba ocupado en ser el hombre deSheriton. Todd murmuraba al oído deQuinn.

—¿De modo que también fue ideasuya visitar la tumba de Pasternak,señor Brown? —preguntó Larry, comosi se tratara de una idea de la quecualquiera podría sentirse orgulloso.

—Sí, en efecto. No creo que los

otros supieran que estaba allí hasta queyo se lo dije.

—Y también la dacha de Pasternak,creo. —Larry consultó sus notas—. «Silos bastardos no la habían derribado».—Hizo que bastardos sonaraparticularmente ofensivo.

—Sí, su dacha también.—Pero usted no visitó la dacha de

Pasternak, ¿no? Ni siquiera comprobó siexistía aún. La dacha de Pasternakdesapareció por completo de la agenda.

—Estaba lloviendo —dijo Barley.—Pero usted tenía un coche. Y un

chófer, señor Brown. Aunque fuesemaloliente.

Larry sonrió de nuevo y entreabrióla boca justo lo suficiente para permitirque la punta de su lengua acariciase sulabio superior. Luego, la cerró e hizouna nueva pausa para incómodospensamientos.

—Así que usted organizó la fiesta,señor Brown, y usted identificó losobjetivos del viaje —continuó Larry,con tono de extravagante pesar—. Fuehasta el lugar, condujo al grupo colinaarriba hasta la tumba. Fue a ustedpersonalmente y no a otro a quien elseñor Nezhdanov habló cuando bajarontodos de la colina. Le preguntó si eranustedes americanos. Usted dijo:

«Gracias a Dios, no. Británicos».Ni una risa, ni siquiera una sonrisa

del propio Larry. Quinn tenía el aire deestar ocultando con dificultad una heridaabdominal.

—Fue también usted, señor Brown,quien por pura casualidad tuvo ocasiónde recitar al poeta, hablar en nombre delgrupo durante una discusión de susméritos y, casi por arte de magia,separarse de sus compañeros yencontrarse sentado durante el almuerzojunto al hombre que llamamos Goethe.«Le presento a nuestro distinguidoescritor Goethe». Señor Brown,poseemos un informe de Londres con

respecto a la muchacha Magda, de«Penguin Books». Tenemos entendidoque fue obtenido discretamente, encircunstancias sociales nadasospechosas, por un tercero noamericano. Magda tuvo la impresión deque usted deseaba manejar por sí mismola entrevista con Nezhdanov. ¿Puedeexplicar eso, por favor?

Barley había desaparecido de nuevo.No de la sala, sino de mi comprensión.Había dejado la sospecha a lossoñadores y entrado en su propio reinode realidad. Fue Ned, no Barley, quien,sin poder contenerse ante estereconocimiento del inescrupuloso

comportamiento de la Agencia, produjoel deseado estallido.

—Bueno, no le iba a decir ella a suinformante que estaba deseando meterseen la cama con su amigo a pasar latarde, ¿no?

Pero también ahora esa respuestapodría haber logrado su objetivo siBarley no la hubiera tapado con la suya.

—Quizá los despaché yo —admitió,con voz remota pero amistosa—.Después de una semana de feria dellibro, cualquier espíritu razonable estáya harto de editores.

La sonrisa de Larry tenía un sesgodubitativo.

—Bueno, al diablo —dijo, y meneósu bella cabeza antes de pasarle sutestigo a Todd.

Pero aún no, porque Quinn estabahablando. No a Barley, ni a Sheriton, nisiquiera a Clive. A nadie, en realidad.Pero estaba hablando de todos modos.Su boca se retorcía como una anguilaprendida en el anzuelo.

—¿Han agitado a este hombre?—Tenemos problemas de protocolo,

señor —explicó Larry, dirigiéndome unarápida mirada.

La verdad es que al principio noentendí. Larry tuvo que explicármelo.

—Lo que antes llamábamos detector

de mentiras, señor. Un polígrafo.Conocido en nuestro gremio como unagitador. Creo que ustedes no los usanallá.

—Sólo en ciertos casos —dijohospitalariamente Clive desde mi lado,antes de que yo tuviera oportunidad decontestar—. Cuando ustedes insisten, lesseguimos y lo aplicamos. Se estánintroduciendo.

Sólo entonces intervino el turbado yretraído Todd. Todd no era prolijo; alprincipio no era nada. Pero yo habíaconocido ya otros como Todd; hombresque hacen una cruzada de su falta deencanto y aprenden a usar su torpeza

verbal como una maza.—Describa su relación con Niki

Landau, señor Brown.—No tengo ninguna —respondió

Barley—. Hemos sido declaradosextraños hasta el día del juicio final.Tuve que firmar un papel diciendo quenunca hablaría con él. Pregúntele aHarry.

—¿Antes de ese acuerdo, por favor?—Tomábamos algún que otro pote.—¿Algún qué?—Pote. Un trago. Whisky. Es un tipo

majo.—Pero socialmente no es de su

clase, ¿no? Tengo entendido que él no

fue a Harrow y Cambridge.—¿Y eso qué importa?—¿Desaprueba usted la estructura

social británica, señor Brown?—Siempre me ha parecido una de

las sangrantes calamidades del mundomoderno, muchacho.

—«Es un tipo majo». ¿Significa esoque le agrada?

—Es un irritante cabronzuelo, perome agradaba, sí. Y me agrada aún.

—¿Nunca hizo tratos con él? ¿Algúntrato?

—Él trabajaba para otras casas. Yoera mi propio jefe. ¿Qué tratospodíamos hacer?

—¿Alguna vez le compró algo?—¿Por qué iba a hacerla?—Me gustaría saber, por favor, qué

hacían usted y Niki Landau en lasocasiones en que estaban solos, amenudo en capitales comunistas.

—Él alardeaba de sus conquistas. Legustaba la buena música. La clásica.

—¿Habló alguna vez con usted de suhermana? ¿De su hermana que aún estáen Polonia?

—No.—¿Le manifestó alguna vez su

resentimiento por el supuesto mal tratoque su padre recibió de las autoridadesbritánicas?

—No.—¿Cuándo fue su última

conversación íntima con Niki Landau,por favor?

Barley se permitió finalmentemostrar una cierta irritación.

—Hace que parezcamos un par demaricas —se quejó.

El rostro de Quinn no se inmutó.Quizás él ya había hecho esa deducción.

—La pregunta era cuándo, señorBrown —dijo Todd, en un tono quesugería que su paciencia estaba siendopuesta a prueba.

—En Frankfurt, supongo. El añopasado. Un par de tragos en el

«Hessischer Hof».—¿En la feria del libro de

Frankfurt?—Uno no va a Frankfurt a divertirse,

muchacho.—¿Ningún diálogo con Landau

desde entonces? No recuerdo ninguno.—¿Nada en la feria del libro de

Londres esta primavera?Barley pareció reflexionar

intensamente.—¡Oh, claro!, Stella. Tiene razón.—¿Perdón?—Niki se había fijado en una chica

que trabajaba para mí, Stella. Decidióque le gustaba. En realidad, le gustaban

todas. Quería que yo les presentase.—¿Y lo hizo?—Lo intenté.—Hizo de celestina para él, ¿no es

así?—En efecto, muchacho.—¿Qué ocurrió?—La invité a que viniera a tomar

una copa en el «Roebuck», a la vuelta dela esquina, a las seis. Niki apareció,pero ella no.

—¿Así que se quedó usted solo conLandau? ¿Mano a mano?

—En efecto. Mano a mano.—¿De qué hablaron?—De Stella, supongo. Del tiempo.

Podría haber sido de cualquier cosa…—Señor Brown, ¿tiene usted mucha

relación con antiguos ciudadanossoviéticos en el Reino Unido?

—El agregado cultural de vez encuando. Si se digna contestar, que no esmuy a menudo. Si viene un escritorsoviético y la Embajada organiza unafiesta para él, yo también voyprobablemente.

—Tenemos entendido que le gusta austed jugar al ajedrez en cierto café dela zona de Camden Town, Londres.

—¿Y…?—¿No es ése un café frecuentado

por exilados rusos, señor Brown?

Barley levantó la voz, pero semantuvo impasible por lo demás.

—Así que conozco a Leo. A Leo legusta dirigir desde posiciones dedebilidad. Conozco a Josef. Josef atacatodo lo que se mueve. No me acuestocon ellos y no les vendo secretos.

—Pero tiene usted una memoria muyselectiva, ¿verdad, señor Brown?Considerando las detalladasexplicaciones que da de otros episodiosy personas.

Pero Barley no se enfureció, lo cualhizo tanto más devastadora su respuesta.Por un momento, pareció que no iba acontestar siquiera; la tolerancia que

ahora estaba tan profundamenteinstalada en él parecía indicarle que nose molestara.

—Recuerdo lo que es importantepara mí, muchacho. Si no tengo unamente tan sucia como la de usted, eso escosa suya.

Todd enrojeció. Y continuóenrojeciendo. La sonrisa de Larry seensanchó hasta casi dividirle en dos elrostro. Quinn había adoptado unaexpresión ceñuda. Clive no había oídonada.

Pero Ned estaba radiante desatisfacción e incluso Russell Sheriton,sumido en un sueño de cocodrilo,

parecía estar recordando, entre tantasdecepciones, algo vagamente hermoso.

Esa misma tarde, mientras daba unpaseo a lo largo de la playa, meencontré a Barley y a dos de susguardianes que, fuera del alcance de lavista desde la mansión, lanzaban piedraslisas a ras del agua para ver quiénconseguía más rebotes.

—¡He ganado! ¡He ganado! —gritaba él, echándose hacia atrás ylevantando los brazos hacia las nubes.

— L o s mullahs están oliendo aherejía —declaró Sheriton durante lacena, obsequiándose con la últimainformación sobre el estado de las

cosas. Barley se había excusadoalegando sufrir una jaqueca y habíapedido que le llevasen una tortilla a lacasa de la orilla—. La mayoría de estostipos actúan sobre la base de un margende seguridad. Eso significa aumentar losgastos militares y desarrollar cualquiernuevo sistema, por absurdo que sea, quetraiga paz y prosperidad a la industriaarmamentística durante los próximoscincuenta años. Si no se acuestan con losfabricantes, sí es seguro que estáncomiendo con ellos. El «Pájaro Azul»,les está contando una historia muy mala.

—¿Y si es la verdad? —pregunté.Con expresión triste, Sheriton se

sirvió otro trozo de tarta de pacana.—¿La verdad? ¿Que los soviéticos

no pueden actuar? ¿Que estánreduciendo costes en todos los sectoresy los bufones de Moscú no saben ni lamitad de las malas noticias porque losbufones que operan sobre el terreno lesengañan para poder ganarse sus relojesde oro y su caviar gratis? ¿Cree ustedq u e ésa es la verdad? —Tomó unbocado enorme, pero eso no alteró laforma de su cara—. ¿Cree usted que nose hacen ciertas desagradablescomparaciones? —Se sirvió un poco decafé—. ¿Sabe qué es lo peor paranuestros neandertales democráticamente

elegidos? ¿Lo absolutamente peor? Lasimplicaciones contra nosotros.Moribundo en el lado soviético significamoribundo en nuestro lado. Los mullahsdetestan eso. Y también los fabricantes.—Meneó la cabeza en gesto dedesaprobación—. ¿Oír que lossoviéticos no pueden obtenercombustible sólido del estiércol, que losmotores de sus cohetes succionan en vezde soplar? ¿Que sus errores de alarmatemprana son peores que los nuestros?¿Que su artillería pesada no puede ni tansiquiera ser sacada de los hangares?¿Que nuestras estimaciones sonridículamente exageradas? Los mullahs

reciben vibraciones terribles de esascosas —reflexionó sobre la inconstanciade los mullahs—. ¿Cómo va uno avender la carrera de armamentos cuandoal único que tiene que vencer en lacarrera es a uno mismo? «Pájaro Azul»es una información que constituye unaamenaza vital. Muchos políticosespléndidamente pagados se hallan engrave peligro de encontrar rotos suscuencas de arroz por causa de «PájaroAzul». Usted quiere la verdad, ésa es.

—Entonces, ¿por qué se arriesgan?—objeté—. Si no es un programapopular, ¿por qué mantenerlo?

Y, de pronto, no supe dónde

meterme.No es frecuente que el viejo Palfrey

ponga fin a una conversación, haga quetodas las cabezas se vuelvan conasombro hacia él. Y ciertamente, no lohabía pretendido esta vez. Sin embargo,Ned y Bob y Clive me estaban mirandocomo si hubiera perdido la razón, y losjóvenes de Sheriton —teníamos dos deellos, si no recuerdo mal— dejaron cadauno sus tenedores y empezaron a secarselos dedos en sus servilletas.

Sólo Sheriton parecía no haber oído.Había decidido que un poco de queso nole haría ningún daño después de todo.Había atraído hacia sí la mesita auxiliar

y examinaba el surtido. Pero ninguno denosotros imaginaba que el quesoabsorbiera sus pensamientos, y no habíapara mí ninguna duda de que estabaganando tiempo mientras reflexionaba ensi debía responder y cómo.

—Harry —empezó cuidadosamente,dirigiéndose no a mí, sino a un trozo dequeso danés—. Harry, le juro que tieneusted delante a un hombre consagrado ala paz y al amor fraterno. Quiero decircon esto que mi ambición fundamental esatacar a los belicistas del Pentágono detal modo que nunca vuelvan a decirle alPresidente de los Estados Unidos queveinte conejos hacen un tigre, o que todo

pesquero a cinco kilómetros de puertoes un submarino nuclear soviético alacecho. Tampoco quiero oír másidioteces sobre hacer agujeritos en elsuelo para sobrevivir a una guerranuclear. Yo soy un glasnóstico, Harry.He realizado ciertos descubrimientossobre mí mismo. Nací glasnóstico, mispadres son viejos glasnósticos de todala vida. Para mí, el glasnosticismo esuna forma de vida. Yo quiero que mishijos vivan.

—No sabía que tuviese usted hijos—dijo Ned.

—En sentido figurado —respondióSheriton.

Pero si se prescindía de laenvoltura, Sheriton nos estabapresentando una versión veraz de sunueva personalidad. Ned lo notaba. Yolo notaba. Y, si Clive no lo notaba, erasólo porque había reducidodeliberadamente sus percepciones. Setrataba de una verdad que radicaba notanto en sus palabras, que con frecuenciaiban destinadas a oscurecer sussentimientos más que a expresarlos,cuanto en una nueva e irreprimiblehumildad que había impregnado susmodales desde sus azarosos días enLondres. A sus cincuenta años, despuésde un cuarto de siglo como camorrista

de la guerra fría, Russell Sheritonestaba, por utilizar la expresión deWalter, sacudiendo los barrotes de suedad madura. Nunca se me habíaocurrido que pudiera llegar a tenerlesimpatía, pero aquella noche estabaempezando a cobrársela.

—Brady es listo —nos advirtióSheriton con un bostezo mientras nosretirábamos—. Brady puede oír crecerla hierba.

Y Brady, se le mirara como se lemirase, era listo como pocos.

Se le notaba en su inteligente rostroy en la serena inmovilidad de su cuerpo.Su vieja chaqueta deportiva era más

vieja que él, y al verle entrar en la salase daba uno cuenta de que se complacíaen carecer por completo deespectacularidad. Su joven ayudantellevaba también una chaqueta deportivay, como su jefe, mostraba un elegantedesaliño.

—Parece que ha hecho usted unacosa magnífica, Barley —dijoalegremente Brady con su dejemeridional, al tiempo que dejaba sobrela mesa su cartera de mano—. ¿Alguienle ha dado las gracias? Yo soy Brady ysoy ya demasiado viejo como para andarcon nombres chuscos. Éste es Skelton.Gracias.

De nuevo la sala de billar, pero sinla mesa y las sillas de respaldo recto deQuinn. En su lugar, nos hallábamoscómodamente retrepados en mullidoscojines. Se estaba fraguando unatormenta. Las vestales de Randy habíancerrado las contraventanas y encendidolas luces. Cuando se levantó el viento, lamansión entera empezó a resonar comouna hilera de botellas en un estante.Brady abrió su cartera, una joya de lostiempos en que sabían hacerlas. Como elprofesor universitario queocasionalmente era, llevaba una corbataazul de punto.

—Barley, ¿he leído en alguna parte,

o estoy soñando, que en otro tiempo tocóusted el saxo en la banda del gran RayNoble?

—En aquellos tiempos era un chicoimberbe, Brady.

—¿No era Ray el hombre másbondadoso que jamás ha conocido? ¿Nohacía la mejor música que haya oídonunca? —preguntó Brady como sólo losmeridionales pueden hacer.

—Ray era el más grande. —Barleytarareó unos compases de Cherokee.

—Lástima lo de su política —dijoBrady, sonriendo—. Todos intentamosdisuadirle de aquella estupidez, peroRay no se avino a razones. ¿Ha jugado

alguna vez con él al ajedrez?—Sí, en efecto.—¿Quién ganó?—Yo, creo. No estoy seguro. Sí, yo.Brady sonrió.—Yo también.Skelton sonrió igualmente, a su vez.Hablaron de Londres y de en qué

parte de Hampstead vivía Barley: «Meencanta esa zona, Barley. Hampstead esmi idea de la civilización». Hablaron delas bandas en que Barley había tocado.«¡Dios mío, no me diga que él andatodavía por ahí! ¡A su edad yo nisiquiera compraría plátanos verdes!».Hablaron de política británica, y Brady

simplemente tenía que saber cómo eraque Barley tenía tan mala opinión de laseñora T.

Barley pareció verse obligado areflexionar sobre eso y al principioguardó silencio. Quizás había captado lamirada de advertencia de Ned.

—Qué diablos, Barley, no es culpasuya si no tiene ningún adversario decategoría, ¿no?

—La mujer es una maldita comunista—gruñó Barley, para secreta alarma delbando británico.

Brady no se rió. Se limitó a enarcarlas cejas y esperar, como hicimos todos.

—Dictadura electiva —continuó

Barley, haciendo acopio de energías—.Mil piernas buenas, dos piernaspiojosas. Dios bendiga a la corporacióny maldiga al individuo.

Pareció disponerse a desarrollaresta tesis y luego cambió de idea y, paraalivio nuestro, dejó las cosas comoestaban.

Fue, sin embargo, un comienzobastante intrascendente, y al cabo dediez minutos Barley debía de sentirsecómodo. Hasta que, con sus lánguidosmodales, Brady llegó a «esta cosa actualen que usted se ha metido, Barley» ypropuso que Barley hiciera de nuevotodo el recorrido con sus propias

palabras, «pero centrándose en aquellahistórica entrevista que ustedes dostuvieron en Leningrado».

Barley accedió a los deseos deBrady, y, aunque quiero pensar queescuché tan atentamente como él, no oíen el relato de Barley nada que mepareciese contradictorio oparticularmente revelador más allá de loque ya figuraba registrado.

Y a primera vista, tampoco Bradypareció oír nada sorprendente, pues,cuando Barley hubo terminado, ledirigió una tranquilizadora sonrisa ydijo, con tono de aparente aprobación:

—Bueno, gracias, Barley. —Sus

delgados dedos rebuscaron entre suspapeles—. Siempre digo que lo peor deespiar es el tener que andarharaganeando. Debe de parecerse a serpiloto de combate —dijo, seleccionandouna hoja y observándola atentamente—.Un momento está en su casa cenando y almomento siguiente está zumbando a mildoscientos kilómetros por hora. Y luego,de vuelta otra vez en casa a tiempo paralavar los platos. —Al parecer, habíaencontrado lo que buscaba—. ¿Es eso loque sintió usted, Barley, allá en Moscú?

—Algo así.—¿Haraganeando mientras esperaba

a Katya? ¿Haraganeando mientras

esperaba a Goethe? Parece queharaganeó bastante una vez que usted yGoethe hubieron terminado suconferencia, ¿no?

Con las gafas en la punta de la nariz,Brady estaba estudiando el papel antesde pasárselo a Skelton. Sabía que lapausa era deliberada, pero me asustó detodos modos, y creo que le asustótambién a Ned, pues miró a Sheriton yluego, posó de nuevo la vista en Barley.

—Según nuestros informes,facilitados desde el terreno, usted yGoethe se separaron a eso de las 14.33,hora de Leningrado. ¿Ha visto la foto?Enséñesela, Skelton.

Todos la habíamos visto. Todosmenos Barley. Mostraba a los doshombres en los jardines del Smolnydespués de haberse despedido. Goethese había vuelto. Las manos de Barleyestaban todavía tendidas sobre él tras elabrazo de despedida. La impresiónelectrónica horaria estampada en elángulo superior izquierdo señalaba las14 horas, 33 minutos, 20 segundos.

—¿Recuerda las últimas palabrasque le dijo? —preguntó Brady, con airede dulce reminiscencia.

—Le dije que publicaría su obra.—¿Recuerda las últimas palabras

que él le dijo a usted?

—Quería saber si debía buscar otroser humano decente.

—Extraordinaria despedida —observó sosegada mente Brady, mientrasBarley continuaba mirando la fotografíay él Y Skelton le miraban—. ¿Qué hizousted luego, Barley?

—Volví al «Europa» y entregué elmaterial.

—¿Qué camino siguió? ¿Recuerda?—El mismo por el que fui allí.

Trolebús a la ciudad y luego, un ratoandando.

—¿Tuvo que esperar mucho tiempoel trolebús? —preguntó Brady mientrassu acento meridional se convertía, para

mi oído al menos, más en un sonsoneteburlón que en una digresión regional.

—Que yo recuerde, no.—¿Cuánto tiempo?—Cinco minutos. Quizá más.Hasta aquel momento, yo no podía

recordar una sola ocasión en que Barleyhubiera alegado una memoriaimperfecta.

—¿Mucha gente en la cola?—No mucha. Unas cuantas personas.

No las conté.—El trolebús pasa cada diez

minutos. El trayecto hasta la ciudad duraotros diez. El recorrido a pie, a su paso,hasta el «Europa», diez. Nuestros

hombres lo han cronometrado en todaslas direcciones. Diez es el máximo.Pero, según el señor y la señoraHenziger, usted no se presentó en suhabitación del hotel hasta las 15.55. Esonos deja un hueco bastante grande,Barley. Como un agujero en el tiempo.¿Quiere decirme cómo vamos allenarlo? Supongo que no se iría aempinar el codo, ¿verdad? Llevabausted una mercancía muy valiosa. Yohubiera imaginado que deseabadesprenderse rápidamente de ella.

Barley se estaba tornando cauteloso,y Brady debía de haberse dado cuenta,pues su acogedora sonrisa meridional

estaba ofreciendo una nueva clase deestímulo, la clase que decía«desembuche».

En cuanto a Ned, se hallabacompletamente inmóvil, con los dos piesbien posadas en el suelo y la vista fijaen el turbado rostro de Barley.

Sólo Clive y Sheriton parecíanhaberse comprometido a no manifestarabsolutamente ninguna emoción.

—¿Qué estuvo haciendo, Barley? —preguntó Barley.

—Vagabundear —respondió Barley,no mintiendo nada bien.

—¿Con el cuaderno de Goethe? ¿Elcuaderno que le confió a usted,

juntamente con su vida? ¿Vagabundear?Eligió usted una tarde muy extraña parapasarse cincuenta minutosvagabundeando, Barley. ¿Adónde fue?

—Anduve paseando por la orilla delrío. Por donde habíamos estado. Paddyme había dicho que fuese con calma.Que no me apresurase a volver al hotel,sino que regresara despacio.

—Es cierto —murmuró Ned—; Ésasfueron mis instrucciones a través delpuesto en Moscú.

—¿Durante cincuenta minutos? —insistió Brady, haciendo caso omiso dela intervención de Ned.

—No sé cuánto duró. No estuve

mirando el reloj. Si va uno con calma,va con calma.

—¿Y no se le pasó por laimaginación que con una cintamagnetofónica y una batería eléctrica enlos pantalones, y un cuaderno lleno dematerial informativo de un valorpotencialmente inestimable en su carterade mano, la distancia más corta entredos puntos podría ser una línea recta?

Barley se estaba encolerizandopeligrosamente pero el peligro era paraél mismo, como la expresión de Ned, ytemo que la mía, podían haberleadvertido.

—Mire, no me está escuchando,

¿verdad? —exclamó con aspereza—. Lehe dicho que Paddy me indicó que fuesecon calma. Así es como me adiestraronen Londres, en nuestro estúpido cursillo.Vaya con calma. Nunca se dé prisa silleva algo. Es mejor hacer el esfuerzoconsciente de ir despacio.

Una vez más, el bueno de Ned tratóde colaborar.

—Eso es lo que se le enseñó —dijo.Pero estaba mirando a Barley

mientras hablaba.Brady también estaba mirando a

Barley.—¿De modo que, vagabundeando,

usted se alejó de la parada del trolebús,

en dirección a la sede del PartidoComunista en el Instituto Smolny…, porno mencionar el Komsomol y otro par desantuarios comunistas, llevando elcuaderno de Goethe en su cartera? ¿Porqué hizo eso, Barley? Los agentes hacena veces cosas extrañas en el campo deoperaciones, no hace falta que me lodiga, pero esto me parece absolutamentesuicida.

—¡Estaba obedeciendo órdenes,Brady, maldita sea! ¡Estaba yendo concalma! ¿Cuántas veces tengo quedecírselo?

Pero incluso durante su exabrupto seme ocurrió que Barley se hallaba

cogido, no tanto en una mentira, como enun dilema. Había demasiada sinceridaden su exclamación, demasiada soledaden sus acosados ojos. Y Brady, dichosea en su honor, parecía comprenderlotambién así, pues no manifestabaninguna señal de triunfo por la turbaciónde Barley, prefiriendo mostrarseamistoso en lugar de hostigarle.

—¿Sabe, Barley? Mucha gente poraquí encontraría en extremo sospechosoun hueco como ése —dijo Brady—. Serepresentarían la imagen de ustedsentado en el despacho o en el coche dealguien mientras ese alguien fotografiabael cuaderno de Goethe o le daba

órdenes. ¿Hizo usted algo de eso?Supongo que éste es el momento dedecirlo si, en efecto, lo hizo. Nunca seráun buen momento, pero éste esprobablemente el mejor que vayamos atener jamás.

—No.—¿No lo quiere decir?—Eso no es lo que sucedió.—Bueno, algo sucedió. ¿Recuerda

qué pensaba usted mientrasvagabundeaba?

—En Goethe. En publicar su obra.Destruyendo el templo si se veía en laprecisión de hacerlo.

—¿Qué templo es ése exactamente?

¿Podemos prescindir un poco de lametafísica?

—Katya. Los niños. Llevándoselosconsigo si le cogen. No sé quién tienederecho a hacer eso. No puedodiscernirlo.

—Así que estuvo vagabundeando ytratando de discernirlo.

Quizá Barley estuvo vagabundeando,quizá no. Se había encerrado en unprofundo silencio.

—¿No habría sido más normalentregar primero el cuaderno y tratar dediscernir la ética después? Mesorprende que pudiera usted pensar conclaridad mientras tenía aquella maldita

cosa abrasándole la cartera de mano. Noestoy sugiriendo que ninguno denosotros sea muy lógico en esassituaciones, pero aun conforme a lasleyes de la ilógica, yo pensaría que sehabía colocado usted en una situación enextremo incómoda. Pienso que ustedhizo algo. Creo que usted lo piensatambién.

—Compré un sombrero.—¿Qué clase de sombrero?—Un sombrero de piel. Un

sombrero de mujer.—¿Para quién?—La señorita Coad.—¿Una amiguita?

—Es la encargada de la casa deseguridad de Knightsbridge —intervinoNed antes de que Barley pudieraresponder.

—¿Dónde lo compró?—En el camino entre la parada de

tranvías y el hotel. No sé dónde. En unatienda.

—¿Eso fue todo?—Sólo un sombrero. Uno nada más.—¿Cuánto tiempo tardó?—Tuve que hacer cola.—¿Cuánto tardó?—No lo sé.—¿Qué más hizo?—Nada. Compré un sombrero.

—Está mintiendo, Barley. Nogravemente, pero, sin duda alguna, estámintiendo. ¿Qué más hizo?

—La telefoneé.—¿A la señorita Coad?—A Katya.—¿Desde dónde?—Desde una oficina de Correos.—¿Cuál?Ned se había puesto una mano sobre

la frente como para protegerse los ojosdel sol. Pero la tormenta habíacomenzado ya, y al otro lado de laventana el cielo y el mar se habíanennegrecido.

—No sé. Un sitio grande. Cabinas

telefónicas bajo una especie de voladizode hierro.

—¿La llamó a su oficina o a sucasa?

—A la oficina. Eran horas deoficina. A su oficina.

—¿Por qué no le oímos hacerlo enlas cintas?

—Las desconecté.—¿Cuál era el objeto de la llamada?—Quería asegurarme de que se

encontraba bien.—¿Cómo lo hizo?—Dije hola. Ella dijo hola. Yo dije

que estaba en Leningrado, que me habíareunido con mi contacto y que todo iba

bien. Cualquiera que escuchase pensaríaque estaba hablando de Henziger. Katyasabría que estaba hablando de Goethe.

—Me parece razonable —dijoBrady con indulgente sonrisa.

—Dije que adiós otra vez hasta laferia del libro de Moscú y que secuidase. Ella dijo que lo haría.Cuidarse, me refiero. Adiós.

—¿Algo más?—Le dije que destruyese los Jane

Austen que le había dado. Que no eranla edición buena. Que le traería otrosnuevos.

—¿Por qué había de hacer eso?—Los Jane Austen llevaban

impresos en el texto preguntas dirigidasa Goethe. Eran duplicados de laspreguntas que figuraban en el libro enrústica que él no quiso coger. Por si lehablaba ella, y no yo. Constituían unpeligro para ella. Como, de todasformas, él no las iba a contestar, noquería que ella las tuviese en su casa.

Reinaba un silencio y una quietudabsoluta en la sala. Sólo se oía el vientomarino que hacía crujir lascontraventanas.

—¿Cuánto duró su conversacióntelefónica con Katya, Barley?

—No sé.—¿Cuánto dinero le costó?

—No sé. Pagué en el mostrador. Dosrublos y pico. Hablé mucho sobre laferia del libro. Y ella también. Yoquería escucharla.

Esta vez le correspondió a Bradyguardar silencio.

—Tenía la impresión de que,mientras estuviese hablando, la vida eranormal. Que ella se encontraba bien.

Brady tardó unos momentos enhablar y, luego, para sorpresa nuestra,puso fin a su actuación.

—O sea que fue una conversaciónintrascendente —sugirió, mientrasempezaba a meter sus cosas en su viejacartera de mano.

—Sí —asintió Barley—. Una charla.—Como entre conocidos —

prosiguió Brady, cerrando su cartera—.Gracias, Barley. Le admiro.

Barley salió, y continuamos sentadosen la amplia sala de estar, con Brady enel centro.

—Deshágase de él, Clive —aconsejó Brady, con voz todavíaimpregnada de cortesía—. Es escamoso,es un riesgo y piensa demasiado.«Pájaro Azul» está levantando unamarejada que usted no se imagina. Losdistintos sectores están soliviantados,los generales de Aviación estánfrenéticos, Defensa dice que es un

agente saboteador, el Pentágono acusa ala Agencia de promocionar mercancíafalsificada. Su única esperanza esprescindir de este hombre y poner unprofesional, uno de los nuestros.

—«Pájaro Azul» no tratará con unprofesional —dijo Ned, y percibí lafuria que hervía en su voz y comprendíque estaba a punto de estallar.

Skelton también tenía una sugerenciaque hacer. Era la primera vez que le oíahablar, y tuve que alargar la cabeza paracaptar su cultivada voz de universitario.

—Al carajo con «Pájaro Azul» —dijo—. Es un traidor y un loco acosadopor un sentimiento de culpabilidad y

quién sabe qué más cosas es.Manténgale donde está. Díganle que sideja de producir le entregaremos a supropia gente, y a la chica con él.

—Si Goethe es buen chico recibirásu premio, de eso me encargo yo —prometió Brady—. Un millón no esproblema. Diez millones, mejor. Si se leasusta y se le paga lo suficiente, quizálos neandertales crean que es sincero yveraz. Russell, mis saludos. Clive, hasido un placer. Harry, Ned.

Con Skelton al lado, empezó aavanzar hacia la puerta.

Pero Ned no le estaba diciendoadiós. No levantó la voz ni dio un

puñetazo sobre la mesa, pero tampocoreprimió el oscuro fulgor de sus ojos niel filo acerado de sus palabras.

—¡Brady!—¿Alguna idea, Ned?—«Pájaro Azul» no se dejará

amedrentar. Ni por ellos, ni por ustedes.El chantaje puede parecer muy bien enla sala de planificación, pero no daráresultado sobre el terreno. Escuche lascintas si no me cree. «Pájaro Azul» estábuscando el martirio. A los mártires nose les amenaza.

—¿Qué se hace con ellos entonces,Ned?

—¿Le ha mentido Barley?

—No excesivamente.—Él es sincero y directo. Mientras

ustedes se andan con rodeos, «PájaroAzul» va en línea recta a su objetivo. Yha elegido a Barley como compañero.Barley es la única posibilidad quetenemos.

—Está enamorado de la chica —dijo Brady—. Es un tipo complicado. Esun peligro.

—Está enamorado de cientos dechicas. Se declara a cada chica queconoce. Él es así. No es Barley quienpiensa demasiado, sino los hombres deustedes.

Brady estaba interesado. No en su

propia convicción, si es que teníaalguna, sino en la de Ned.

—Yo he tenido casos de todasclases —prosiguió Ned—. Y tambiénusted. Algunos nunca son claros ydirectos, ni siquiera cuando hanterminado. Éste lo fue desde el primerdía, y si alguien lo está torciendo somosnosotros.

Nunca le había oído hablar con tantavehemencia. Ni tampoco Sheriton, puesestaba paralizado, y quizá fue por esopodo que Clive se sintió obligado aintervenir con unos cuantos tópicos quepermitiesen una salida momentánea.

—Sí, bueno, yo creo que tenemos

ahí materia abundante de reflexión,Brady. Russell, tenemos que hablar concalma de esto. Quizás haya una víaintermedia. Es muy posible. ¿Por qué norealizamos sondeos? Explorar un pocola cuestión. Repasarla una vez más.

Pero nadie se había marchado.Brady, pese a las trivialidades dichaspor Clive para que se fuera, habíapermanecido exactamente donde estaba,y observé en su rostro una especie deinusitada expresión de bondad que eracomo el hombre real bajo la máscara.

—Nadie nos contrató para quepracticáramos el amor fraterno, Ned. Losabíamos cuando nos alistamos —sonrió

—. Supongo que si se tratara de unacuestión de pura decencia, estaría usteddirigiendo la función en lugar de, aquí,el agente Clive.

Clive no se sintió complacido por lasugerencia, pero ello no le impidióescoltar a Brady hasta su jeep.

Por un momento pensé que estabasolo con Ned y Sheriton, hasta que vi anuestro anfitrión, Randy, en el umbral dela puerta, con una expresión de absolutaincredulidad en el rostro.

—¿Ése era el Brady? —preguntó,sin aliento—. ¿El Brady al que legustaba todo?

—Era Greta Garbo —respondió

Sheriton—. Vete, Randy, por favor.Debería seguir narrando cómo los

jóvenes de Sheriton se llevan de nuevo aBarley y pasean con él parla playa ybromean con él y le muestran el plano deLeningrado y, trabajosamente, localizanla tienda en que fue comprado elsombrero de piel de lince de la señoritaCoad, y cómo lo pagó y dónde podíatener el recibo si es que existía y siBarley había declarado el sombrero enla aduana de Gatwick y la oficina deCorreos desde la que debía de haberhecho su llamada telefónica.

Debería describir las horas muertasque Ned y yo nos pasamos por las tardes

en la casita de Barley, tratando deencontrar, sin conseguirlo, algún mediopara sacarle de sus introspecciones.

Pues el alejamiento de Barley denosotros —lo notaba aun entonces— nohabía cesado desde el momento en quepor primera vez accedió a serinterrogado. Se había convertido en unperegrino solitario, pero ¿a dónde?¿Desde dónde? ¿Por quién?

Y viene luego la mañana siguiente—de auténtico esplendor, como dicenallá; creo que debió de ser el jueves—cuando el avioncito del aeropuertoLogan nos trajo a Merv y Stanley atiempo para que pudieran tomar su

desayuno favorito de tortitas con tocinoy miel.

La cocina de Randy conocía bien susgustos.

Eran amables y corpulentos hombresde la tierra, con rostros de piedra pómezy grandes manos, y llegaron con elaspecto de un dúo de vodevil, consombreros flexibles de color oscuro ycargados con una maleta de comisionistaque mantuvieron cerca de ellos mientrascomían, y depositaron despuéscuidadosamente sobre el suelo pintadode rojo de la sala de billar.

Su profesión había dado un aireinexpresivo a sus rostros, pero eran el

tipo que más agrada a nuestroServicio…, soldados de a pie honrados,leales, sin complicaciones, con untrabajo que hacer y unos chicos quealimentar, que amaban a su país sinalharacas ni exhibicionismos.

Merv llevaba el pelo rapado de talmodo que semejaba una simple pelusa.Stanley tenía las piernas arqueadas ylucía en la solapa alguna especie deemblema patriótico.

—Puede ser usted Jesucristo, señorBrown. Puede ser un mecanógrafo demil quinientos al mes —había dichoSheriton mientras permanecíamossuplicantes en la casa de Barley—. Es

vudú, es alquimia, es espiritismo, eslectura de las hojas de té. Y, si no losupera, está perdido.

Luego habló Clive. Clive podíaencontrar razones para cualquier cosa.

—Si no tiene nada que ocultar, ¿porqué habría de preocuparse? —dijo—.Es su versión de la Ley de SecretosOficiales.

—¿Qué dice Ned? —preguntóBarley.

Nada de Nedsky ya. Ned.Había en la respuesta de Ned un aire

de derrota que nunca olvidaré, y tambiénen sus ojos. El interrogatorio de Barleypor parte de Brady había hecho

tambalearse su fe en sí mismo e, incluso,en su hombre.

—La elección es suya —dijotristemente. Y, como para sí mismo—:Y bastante desagradable si quiere que lediga la verdad.

Barley se volvió hacia mí,exactamente igual que había hecho antes,cuando le pregunté si se sometería alinterrogatorio americano.

—¿Harry? ¿Qué hago?¿Por qué insistía en mi opinión? No

era justo.Supongo que mi aspecto era tan

desasosegado como el de Ned.Ciertamente, así era como me sentía,

aunque logré encogerme alegremente dehombros.

—O les complace y sigue adelantecon el asunto, o les dice que se vayan aldiablo. Usted decide —respondí, deforma muy semejante a como habíahecho la ocasión anterior.

El eterno abogado.De nuevo el silencio de Barley. Su

indecisión dando paso lentamente a laresignación. Su alejamiento de nosotrosmientras mira a través de la ventanahacia el mar.

—Bueno, esperemos que no mecojan diciendo la verdad —dice.

Se pone en pie y sacude los brazos,

al tiempo que afloja los hombros,mientras los demás, como otros tantosmayordomos, nos confirmamosmutuamente con furtivas miradas ymovimientos de cabeza que nuestro amohabía dicho sí.

En su trabajo, Merv y Stanley teníanla respetuosa presteza de los verdugos.O habían traído consigo la silla o habíapermanentemente en la isla una paraellos, un trono de madera de respaldorecto, con un brazo tallado en el ladoizquierdo. Merv la instaló cerca delenchufe eléctrico mientras Stanleyhablaba a Barley como a un abuelo.

—Señor Brown, ésta no es una

situación en la que usted deba esperarhostilidad. Nuestro deseo es que no sevea usted turbado por una relación consus interrogadores. El interrogador no esun adversario, es un funcionarioimparcial. El trabajo lo hace la máquina.Tenga la bondad de quitarse la chaqueta,no hace falta que se suba las mangas,señor, ni que se desabroche la camisa,gracias. Muy tranquilo ahora, por favor,natural y relajado.

Mientras tanto, con suma delicadeza,Merv deslizó sobre el bíceps izquierdode Barley la membrana de un aparatopara medir la presión arterial hasta quequedó sobre la arteria de la cara interior

del codo. Luego la infló hasta que ellimbo graduado indicó cincuentamiligramos, mientras Stanley, con elcelo de un preparador de boxeo,ajustaba un tubo de goma de doscentímetros y medio de diámetro entorno al pecho de Barley, cuidando deevitar los pezones para no producirleescoriaciones. Luego, Stanley pasó unsegundo tubo sobre el abdomen deBarley, mientras Merv deslizaba undedil doble sobre los dos dedoscentrales de la mano izquierda deBarley, con un electrodo en su interiorpara captar la respuesta de las glándulassudoríparas y de la piel galvanizada y

los cambios de temperatura de la pielque escapan al control del sujeto…, asíal menos lo proclaman los conversos,pues hice que Stanley me explicarapreviamente todo, de forma parecida acomo un preocupado pariente se informade antemano sobre los detalles de laintervención quirúrgica de un serquerido. A algunos especialistas enpolígrafos, Harry, les gustaba colocaruna banda adicional en torno a lacabeza, como un encefalógrafo. AStanley, no. A algunos les gustaba gritary hostigar al sujeto. A Stanley, no.Stanley consideraba que muchaspersonas se sentían turbadas por una

pregunta acusatoria, fuesen o noculpables.

—Señor Brown, le rogamos que nohaga ningún movimiento, ni rápido nilento —estaba diciendo Merv—. Sirealiza usted un movimiento, estamosexpuestos a encontrarnos con unaviolenta alteración de la pauta seguida,que originará una nueva comprobación,una repetición de las preguntas. Gracias.Primero, quisiéramos establecer unanorma. Entendemos por norma un nivelde voz, un nivel de respuesta física,imagine un sismógrafo, usted es laTierra, usted hace moverse la aguja.Gracias, señor. La respuesta ha de ser

solamente «sí» o «no», por favor, yresponda siempre verazmente. Hacemosuna interrupción cada ocho preguntas,para aflojar entonces la presión sobre subrazo y evitar que esté usted incómodo.Mientras se afloja la presión deltensímetro sostendremos unaconversación normal, pero nada dehumor, por favor, ni ninguna excitaciónexcesiva de ningún tipo. ¿Se llama ustedBrown?

—No.—¿Tiene usted un nombre diferente

del que está utilizando?—Sí.—¿Es usted británico de nacimiento,

señor Brown?—Sí.—¿Ha venido usted aquí en avión,

señor Brown?—Sí.—¿Ha venido usted aquí en barco,

señor Brown?—No.—¿Ha contestado verazmente a mis

preguntas hasta el momento, señorBrown?

—Sí.—¿Se propone contestar verazmente

a mis preguntas durante todo el resto deesta prueba, señor Brown?

—Sí.

—Gracias —dijo Merv, con unasuave sonrisa, mientras Stanley soltabael aire del tensímetro—. Ésas son lasque llamamos preguntas irrelevantes.¿Casado?

—En este momento, no.—¿Hijos?—Dos.—¿Chicos o chicas?—Uno de cada.—Hombre sabio. ¿Ya está? —

Empezó a inyectar aire de nuevo—.Vamos ahora con las preguntasrelevantes. Tranquilo. Relájese.

En la maleta abierta, las cuatroespectrales garras metálicas describían

sus cuatro dentados perfiles violáceossobre el papel cuadriculado, mientraslas cuatro agujas negras oscilabandentro de sus esferas. Merv habíacogido una hoja con una serie depreguntas y se había sentado a unamesita al lado de Barley. Ni siquiera aRussell Sheriton se le había permitidoconocer las preguntas que los anónimosinquisidores de Langley habíanseleccionado. No debía permitirse queninguna intromisión casual de losconvecinos terrestres de Barleydesvirtuara los poderes mágicos de lacaja.

Merv hablaba con una tonalidad

inexpresiva. Merv, estaba seguro, seenorgullecía de la imparcialidad de suvoz. Él era la Marcha del Tiempo. Élera el Control de Houston.

—Estoy conscientementeinvolucrado en una conspiración parasuministrar información falsa a losServicios de Inteligencia de GranBretaña y los Estados Unidos deAmérica. Sí, estoy involucrado en ella.No, no estoy involucrado en ella.

—No.—El móvil que me impulsa es

promover la paz entre las naciones. ¿Sío no?

—No.

—Estoy trabajando en colusión conel Servicio Secreto soviético.

—No.—Estoy orgulloso de mi misión en

favor del comunismo mundial.—No.—Estoy trabajando en colusión con

Niki Landau.—No.—Niki Landau es mi amante.—No.—Fue mi amante.—No.—Yo soy homosexual.—No.Una interrupción, mientras Stanley

aflojaba de nuevo la presión.—¿Cómo se encuentra, señor

Brown? ¿No tendrá demasiado dolor?—Nunca es suficiente, muchacho.

Me crezco en él.Pero me di cuenta de que en estas

interrupciones no le mirábamos a él.Mirábamos al suelo, o nos mirábamoslas manos, o mirábamos a los árboles,que, zarandeados por el viento, parecíanhacernos señas desde el otro lado de laventana. Le tocaba ahora el turno aStanley. Un tono más cálido, pero lamisma inexpresividad mecánica.

—Estoy trabajando en colusión conla mujer Katya Orlova y su amante.

—No.—Al hombre que llamo Goethe lo

conozco como agente de los ServiciosSecretos soviéticos.

—No.—El material que me ha entregado

ha sido preparado por los ServiciosSecretos soviéticos.

—No.—Soy víctima de una trampa sexual.—No.—Se me está haciendo objeto de

chantaje.—No.—Se me está haciendo objeto de

coacciones.

—Sí.—¿Por parte de los soviéticos?—No.—Se me está amenazando con la

ruina financiera si no colaboro con lossoviéticos.

—No.Otra interrupción. Tercera ronda.

Turno de Merv.—Mentí cuando dije que había

telefoneado a Katya Orlova desdeLeningrado.

—No.—Desde Leningrado llamé a mi

control soviético y le conté miconversación con Goethe.

—No.—Soy el amante de Katya Orlova.—No.—He sido amante de Katya Orlova

en algún momento.—No.—Se me está haciendo objeto de

chantaje con respecto a mi relación conKatya Orlova.

—No.—He dicho hasta ahora la verdad

durante toda esta entrevista.—Sí.—Soy un enemigo de los Estados

Unidos de América.—No.

—Mi propósito es socavar lapreparación militar de los EstadosUnidos de América.

—¿Le importa repetirme eso,muchacho?

—Párala —dijo Merv, y Stanleyparó el funcionamiento de la máquina,mientras Merv hacía con lápiz unaanotación en el papel cuadriculado—.No rompa el ritmo, por favor, señorBrown. Tenemos personas que haceneso adrede cuando quieren zafarse deuna pregunta delicada.

Cuarta ronda, y de nuevo el turno deStanley. Continuaba el monótonozumbido de las preguntas, y estaba claro

que éstas no cesarían hasta que hubieranalcanzado el nadir de su vulgaridad. Los«no» de Barley habían adquirido unritmo mortecino y una pasividadburlona. Permanecía sentado tal y comole habían colocado. Yo nunca le habíavisto tanto tiempo quieto.

Volvieron a interrumpirse, peroBarley ya no se relajaba entre dosrondas. Su inmovilidad se estabatornando insoportable. Tenía la barbillalevantada, sus ojos estaban cerrados yparecía sonreír. Sólo Dios sabía de qué.A veces, su «no» sonaba antes del finalde una frase. A veces, esperaba tantoque los dos hombres se detenían y

levantaban la vista, el uno de susesferas, el otro de sus papeles, y mepareció que les asaltaba la inquietud deltorturador por la posibilidad de haberpresionado demasiado a su hombre.Hasta que, finalmente, volvía a sonar el«no», ni más alto ni más bajo, una cartaretrasada en el correo.

¿De dónde obtiene su estoicismo?No, no, a todo. ¿Por qué permanece ahísentado como un hombre preparándosepara las indignidades de la edad,pronunciando mansamente «no»? ¿Quésignifica esta mansedumbre, no, sí, no,no, hasta la hora de comer, en que leseparan de la máquina?

Pero, en otra parte de mi cabeza, yocreo que conocía la respuesta, aunqueaún no podía expresarla con palabras:su realidad se había desplazado a otrolugar.

Espiar es esperar.Esperamos tres días, y todavía se

pueden contar las horas en mis cabellosgrises. Nos habíamos dividido conformea un criterio de antigüedad: Sheriton fuecon Bob y Clive a Langley; Ned sequedó en la isla con su pupilo y Palfreypermaneció con ellos como apoyo,aunque constituía un misterio para míqué era lo que yo estaba apoyando. Paraentonces detestaba ya la isla, y

sospechaba que Ned y Barley también,aunque no podía aproximarme a Nedmás de lo que podía hacerla a Barley.Se había tornado remoto y, por elmomento, taciturno. Algo le habíaocurrido a su orgullo.

Así pues, esperábamos. Yjugábamos aturdidamente al ajedrez,terminando raras veces una partida. Yescuchábamos a Randy hablar de suyate. Y permanecíamos atentos alteléfono. Y escuchábamos los chillidosde las aves y el latido del mar.

Fue una temporada loca, y lasextravagancias del apartado lugar consus humeantes cielos y sus tormentas y

sus retazos de idílica belleza la hicieronmás loca aún. Una «niebla demazmorra», como la llamó Randy, nosenvolvió, y con ella nos invadió uninsensato temor a no poder abandonarnunca la isla. La niebla despejó, peronosotros seguíamos allí. La intimidadcompartida hubiera debidoaproximamos más, pero los dos hombresse habían retirado a sus dominios. Ned asu cuarto y Barley a su aire libre.Mientras la lluvia azotaba la isla comouna perdigonada, yo miraba a través dela chorreante ventana y vislumbraba aBarley subiendo por el acantilado con suimpermeable de hule, levantando las

rodillas como si forcejeara con unoszapatos incómodos… o, una vez,jugando al criquet con Edgar, elguardián, en la playa, valiéndose de unpalo arrojado hasta allí por las aguas yuna pelota de tenis. En los intervalossoleados lucía una vieja gorra náutica decolor azul que había desenterrado de unbaúl de marinero que había en suhabitación. La llevaba con una torvaexpresión en el semblante y los ojosfijos en las inconquistadas colonias. Undía. Edgar apareció con un viejo perroamarillento que había encontrado enalguna parte y lo hicieron correr de unlado a otro entre ellos. Otro día, se

celebraba una regata frente a la costa delcontinente, y una multitud de blancosyates se congregaron en círculo comodiminutos dientes. Barley estuvocontemplándolos interminablemente,encantado al parecer con el carnaval,mientras Edgar se mantenía a ciertadistancia, observando a Barley.

Está pensando en su Hannah, pensé.Está esperando que la vida le depare elmomento de elegir. Hasta mucho mástarde no se me ocurrió que algunaspersonas no toman sus decisiones de esamanera.

Mi última imagen de la isla tiene lasapropiadas distorsiones de un sueño. Yo

había hablado con Clive por teléfonosólo una o dos veces, lo que para él eravirtualmente un silencio absoluto. Unavez, deseaba saber «cómo van losánimos de tus amigos» y por lo que medijo Ned deduje que a él ya le habíahecho la misma pregunta. Y otra veznecesitaba saber las disposiciones queyo había tomado para la compensaciónde Barley, incluyendo las subvencionesa su compañía, y si el dinero saldría denuestros propios fondos o revestiría laforma de un presupuestocomplementario. Yo tenía a mano unascuantas notas y pude aclararle lacuestión.

Es mediodía, y el New York Times ye l Washington Post acaban de llegar ala mesa del cuarto de estar. Yo estoyinclinado sobre ellos cuando oigo aRandy gritarles a los guardianes que seponga Ned al teléfono. Al volverme, veoal propio Ned que entra por el lado deljardín y cruza el vestíbulo a grandeszancadas en dirección a la sala decomunicaciones. Levanto la vista haciael rellano del primer piso y veo allí aBarley, una silueta inmóvil. Hay allíarriba varios viejos armarios librería, yesa mañana ha persuadido a Randy paraque se los abra, a fin de curiosear unpoco. Es el rellano de la ventana

semicircular, la que da sobre lashortensias hacia el mar.

Está en pie, con la espalda vuelta yun libro colgando de una larga mano, yestá mirando al Atlántico. Tiene los piesseparados, y su mano libre estálevantada, como tantas veces, haciaalgún punto cercano a su cabeza, comosi tratara de parar un golpe. Debe dehaber oído todo lo que está pasando…el grito de Randy, luego los apresuradospasos de Ned a través del vestíbulo,seguidos del golpe de la puerta de lasala de comunicaciones al cerrarse. Elsuelo del rellano está embaldosado y laspisadas suben repicando por el hueco de

la escalera como rechinantes campanasde iglesia. Puedo oírlas ahora, cuandoNed sale de la sala de comunicaciones,avanza unos pasos y se detiene.

—¡Harry! ¿Dónde está Barley?—Aquí arriba —dice

sosegadamente Barley por encima de labarandilla.

—¡Le han dado el conforme! —gritaNed, alborozado como un escolar—.Presentan sus disculpas. He hablado conBob. He hablado con Clive. He habladocon Haggarty. Goethe es el material másimportante que han manejado en muchosaños. Oficial. Irán por él cien por cien.No habrá ya más vacilaciones. Ha

derrotado usted todo su aparato.Ned estaba ya acostumbrado a los

modales distraídos de Barley, por lo queno hubiera debido sorprenderse al verque no daba muestras de haberle oído.Su mirada continuaba fija en elAtlántico. ¿Le parecía estar viendohundirse un barco? A todo el mundo lepasa. Si se contempla durante suficientetiempo el mar en las costas de Maine, selos ve en todas partes, una vela, uncasco, ahora la manchita de la cabeza ola mano de un superviviente,hundiéndose bajo las olas para novolver más a la superficie. Hay queseguir mirando largo rato para darse

cuenta de que está uno viendo lospandiones y los cormoranes buscar suspresas.

Pero, en su excitación. Ned se sienteherido. Es uno de esos raros momentosen él que el profesional baja su guardiay deja al descubierto el hombreinacabado del interior.

—¡Va usted a volver a Moscú,Barley! Eso es lo que quería, ¿no? Verlootra vez.

Y Barley al fin, preocupado porhaber herido los sentimientos de Ned.Barley volviéndose a medias para queNed pueda ver su sonrisa.

—Sí, muchacho. Claro que sí. Justo

lo que quería.Mientras tanto, es mi turno en la sala

de comunicaciones. Randy me estáhaciendo señas para que entre.

—¿Eres tú, Palfrey?Lo soy.—Langley se va a hacer cargo del

caso —dice Clive, como si esto fuese laotra parte de la gran noticia—. Loclasifican en el apartado de plenitud demedios. Es lo más lejos que van —añade con tono terminante.

—¡Oh!, vaya. Enhorabuena —digo y,apartándome el teléfono de la oreja, lomiro con incredulidad mientras elpausado deje de Clive continúa

manando de él como un grifo que nadapuede cerrar.

—Quiero que redactesinmediatamente un documento deacuerdo, Palfrey, y prepara un contratocompleto que cubra las contingenciashabituales. Los tenemos comiendo ennuestra mano, así que espero que seasfirme. Firme pero justo. Estamostratando con gente muy realista, Palfrey.Inflexible.

Más. Más todavía. Y aún más.Langley se hará cargo de la pensión y lanueva instalación de Barley comogarantía de su total control operacional.Langley participará en términos de

igualdad en el manejo de la fuente, perotendrá voto de calidad en caso dedesacuerdo.

—Están preparando una lista decompras a gran escala, Palfrey,cubriendo todos los campos. Se lo van allevar a Estado, Defensa, el Pentágono ylos órganos científicos. Todas las másgrandes cuestiones del momento seránexaminadas y planteadas para que«Pájaro Azul» responda a ellas.Conocen los riesgos, pero eso no lesarredra. El que nada arriesga nada gana,razonan. Eso requiere valor.

Es su voz oficial. Clive se encuentraa sus anchas.

—En la gran coyuntura ataque-defensa, Palfrey, nada existe en el vacío—explica con tono solemne, citando,estaba yo seguro, lo que alguien le habíadicho una hora antes—. Es una cuestiónde la más fina sintonía. Cada pregunta estan importante como cada respuesta.Ellos lo saben. Lo comprenden con todaclaridad. No pueden rendir mayorhomenaje a la fuente que prepararle uncuestionario sin limitaciones. Es algoque no han hecho desde hace muchos,muchos años. Rompe todos losprecedentes. Los precedentes próximos,por lo menos.

—¿Lo sabe Ned? —pregunto,

cuando me deja meter baza.—No puede. Ninguno de nosotros

puede. Estamos hablando de las másaltas clasificaciones estratégicas.

—Quiero decir que si sabe que leshas regalado su pupilo.

—Quiero que vengasinmediatamente a Langley y discutasnuestras condiciones con tus colegas deaquí. Randy se encargará del transporte.¿Palfrey?

—¿Lo sabe? —repito.Clive hace uno de sus silencios

telefónicos, en los que se supone quedebe uno reflexionar en todos loserrores que ha cometido.

—Ned será puesto al corrientecuando vuelva a Londres, gracias. Locual será bastante pronto. Hastaentonces, espero que no digas nada. Serespetará el papel de la Casa Rusia.Sheriton valora el enlace. Incluso seampliará en ciertos aspectos, quizápermanentemente. Ned debería sentirseagradecido.

En ningún lugar fue recibida lanoticia más jubilosamente que en laPrensa comercial británica. Matrimoniocon futuro, pregonaba Booknews pocassemanas después en su reportaje depresentación de la feria del libro deMoscú. El compromiso del que hace

tiempo se venía hablando entre«Abercrombie Blair», de NorfolkStreet, Strand, y «Potomac Traders,Inc.,» de Boston, Mass., ¡ESTÁ ENMARCHA! El empresario JackHenziger ha acabado finalmente florcolocarse junto a Barley Scott Blair, de«A. B». en una nueva compañía mixtadenominada «Potomac Blair», queproyecta una agresiva campaña en losmercados del bloque oriental, que vanabriéndose rápidamente. «Esto es unescaparate sobre el mañana», declaraconfiado Henziger.

Feria del Libro de Moscú, ¡ahívienen!

El suelto informativo ibaacompañado de una risueña fotografíade Barley y Jack Henziger estrechándosela mano por encima de un jarrón deflores. La fotografía fue tomada por elfotógrafo del Servicio en la casa deseguridad de Knightsbridge. Las flores,suministradas por la señorita Coad.

Me reuní con Hannah al día siguientede mi regreso de la isla y di porsupuesto que haríamos el amor. Tenía unaire majestuoso y espléndido, que es elaspecto que presenta siempre cuandollevo algún tiempo sin verla. Era jueves,así que llevaba a su hijo Giles, decatorce años, a la consulta de algún

bastardo médico detrás de Harley Street.Nunca me he interesado por Giles,probablemente porque sé que fueconcebido en la fase de reacción,demasiado poco tiempo después de quela hubiera devuelto a Derek. Nossentamos en nuestro habitual cafetucho,bebiendo té rancio mientras ellaesperaba a que Giles saliese, y fumaba,cosa que detesto. Pero la deseaba, ellalo sabía.

—¿En qué sitio de América? —preguntó, como si importase.

—No lo sé. Alguna isla llena depandiones y mal tiempo.

—Apuesto a que no eran pandiones

auténticos.—Sí que lo eran. Allí son muy

comunes.Y en la tensión de sus ojos vi que

ella también me deseaba.—De todos modos, tengo que llevar

a Giles a casa —dijo, cuando noshubimos leído suficientemente uno a otronuestros pensamientos.

—Mándalo en un taxi —sugerí.Mas para entonces nos hallábamos

mutuamente enfrentados una vez más, yel momento había pasado.

Capítulo 13

Katya recogió a Barley a las diez de lamañana del domingo en el patio exteriordel inmenso «Mezhdunarodnaya», queera donde Henziger había insistido enque se hospedaran. Los occidentales loconocen familiarmente como «el Mezh».Wicklow y Henziger se hallabansentados en el extravagante gran salóndel hotel, con el propósito de presenciarsu feliz reunión y su marcha.

Era un día espléndido, saturado dearomas otoñales, y Barley habíaempezado temprano a esperarla,

paseando por el patio exterior entre laslimusinas de cristales ahumados queacudían en ininterrumpido flujo arecoger y descargar a sus caudillos delTercer Mundo. Después, apareció porfin entre ellas su «Lada» rojo como unacarcajada en su funeral, con la blancamanita de Anna asomando por laventanilla posterior como un pañuelo ySergey, erguido como un comisario juntoa ella, agarrando su red de pescar.

Era importante para Barley hacercaso primero a los niños. Había pensadoen ello y se había dicho a sí mismo queeso era lo que haría, porque nada erainsignificante ya, nada podía dejarse al

azar. Por consiguiente, sólo cuando leshubo saludado a los dos conentusiásticos movimientos del brazo y lehubo hecho a Anna una risueña mueca através de la ventanilla posterior, sepermitió a sí mismo mirar a la partedelantera, donde tío Matvey se hallabasólidamente instalado en el asiento de laderecha, resplandeciendo como uncastaño su bruñido rostro moreno ycentelleantes sus ojos de marinero bajoel borde de su gorra a cuadros. Hicierabuen o mal tiempo, Matvey se habíapuesto sus mejores cosas en honor delgran inglés: su chaqueta de sarga, susmejores botas y su corbata de lazo.

Prendida en la solapa, llevaba unainsignia de esmalte con las banderas dela Revolución cruzadas. Matvey bajó laventanilla de su lado, y Barley alargó elbrazo a través de ella, estrechándole lamano y gritándole «hola, hola» variasveces. Sólo entonces se aventuró a mirara Katya. Y se produjo una especie demomento en blanco, como si hubieraolvidado su papel, o simplemente lohermosa que era, antes de queenarbolara su sonrisa.

Pero Katya no mostró tanta reserva.Saltó del coche. Llevaba unos

pantalones cómodos y mal cortados yestaba preciosa con ellos. Se precipitó

hacia él, resplandeciente de felicidad yconfianza. Gritó: «¡Barley!». y paracuando llegó hasta él había extendidotanto los brazos que su cuerpo quedabaalegre e irreflexivamente ofrecido a suabrazo, que, como buena chica rusa,abrevió luego decorosamenteretrocediendo un paso, aunqueagarrándole todavía, examinando surostro, su pelo, su atuendo, mientrasparloteaba en un torrente de espontáneajovialidad.

— E s estupendo, Barley. ¡Esestupendo verte otra vez! —exclamaba—. Bienvenido a la feria del libro,bienvenido de nuevo a Moscú. ¡Matvey

no podía creerlo cuando llamaste desdeLondres! «Los ingleses siempre fueronnuestros amigos —dijo—. Ellosenseñaron a Pedro a navegar, y, si nohubiera sabido navegar, no tendríamoshoy una Marina». Hablaba de Pedro elGrande, claro. Matvey vive solamentepara Leningrado. ¿No le gusta el cochede Volodya? Estoy encantada de que porfin tenga algo que amar.

Le soltó, y, como el feliz idiota queya parecía, Barley lanzó un grito: «SantoDios, ¡casi lo olvido!». Se refería a lasbolsas. Las había dejado apoyadascontra la pared del hotel, junto a lapuerta de entrada, y cuando reapareció

con ellas Matvey trataba de bajar delcoche para dejarle sitio delante, peroBarley no quiso ni oír hablar de ello.

—¡No, no, no, no! ¡Estaréperfectamente bien con los gemelos!Muchas gracias, de todos modos,Matvey.

Luego, acomodó trabajosamente sulargo cuerpo en el asiento posteriorcomo si estuviese aparcando un camiónarticulado mientras repartía sus paquetesy los gemelos le dirigían intimidadassonrisas: este gigante occidental que nosha traído chocolatinas inglesas, ylápices suizos, y cuadernos de dibujo,uno a cada uno, y las obras de Beatrix

Potter en inglés para los dos, y unapreciosa pipa nueva para tío Matvey,que Katya está diciendo que le hará másfeliz de cuanto es posible imaginar, conuna bolsita de tabaco inglés para fumar.

Y para Katya todo cuanto podríadesear durante el resto de su vida…,lápices de labios y un jersey y perfumesy un pañuelo de seda francés demasiadobonito para llevarlo puesto.

Para entonces, Katya había salidocon el coche del patio del «Mezh» ytomado por una carretera llena debaches, charlando sobre la feria dellibro que se inauguraba al día siguientey tratando de sortear los inundados

hoyos.Se dirigían hacia el Este. El suave y

dorado sol de septiembre pendía anteellos en el firmamento, haciendo queincluso los suburbios de Moscúparecieran hermosos. Entraron en lamelancólica llanura de las afueras deMoscú, con sus campos sin dueño, susdesoladas iglesias y sus transformadoresvallados. Grupos de viejas dachas sedesparramaban como antiguas casetas deplaya a lo largo de la carretera, y susesculpidos frontis y sus cercadosjardines le recordaban a Barley lasestaciones ferroviarias rurales inglesasde su juventud. Desde su asiento

delantero, Matvey los estabaenvenenando a todos con su nueva pipay proclamando su éxtasis por entre lasnubes de humo. Pero Katya se hallabademasiado ocupada señalando puntosinteresantes del paisaje como paraprestarle mucha atención.

—En aquella colina está la fundicióntal y tal, Barley. El edificio de cementode tu izquierda es una granja colectiva.

—¡Magnífico! —exclamó Barley—.¡Fascinante! ¡Pero menudo día!

Anna había volcado sus lápicessobre su regazo descubriendo que silamía las puntas dejaban regueroshúmedos de pintura. Sergey la urgía a

volver a guardarlos en su bote y Barleytrataba de mantener la paz dibujándoleanimales para que ella los colorease,pero las superficies de las carreteras deMoscú no son consideradas con losartistas.

—Verde no, zoquete —le dijo—.¿Cuándo se ha visto una vaca verde? Poramor de Dios, Katya, tu hija cree que lasvacas son verdes.

—¡Oh, Anna carece por completo desentido práctico! —exclamó Katya,riendo, y, hablando por encima delhombro, le dijo algo a Anna, que miró aBarley y rió entre dientes.

Y todo esto tenía que ser oído por

encima del continuado monólogo deMatvey y la inmensa hilaridad de Anna ylas enojadas interjecciones de Sergey,por no mencionar el atormentado tronardel pequeño motor, hasta que nadie pudooír nada más que a sí mismo. De pronto,el coche se salió de la carretera yempezó a avanzar por un campo dehierba y a remontar luego una colina sintan siquiera una pista que los guiase, congrandes carcajadas de los niños ytambién de Katya, mientras Matvey seagarraba la gorra con una mano y la pipacon la otra.

—¿Lo ves? —le preguntó Katya aBarley por encima del alboroto, como si

hubiera demostrado una cuestiónlargamente discutida entre enamorados—. En Rusia podemos ir exactamentepor donde se nos antoje, siempre que noinvadamos las fincas de nuestrosmillonarios o nuestros funcionariosgubernamentales.

Coronaron la colina entre nuevas ytumultuosas risas y se hundieron en unadepresión herbosa. Volvieron a elevarseluego como un barco sobre las olas,para acabar enfilando un camino ruralque discurría junto a un arroyo. Elarroyo se internaba en un bosquecillo deabedules, hasta el que también llevabael camino. Katya detuvo el coche,

accionando el freno de mano como siestuviese reduciendo la velocidad de untrineo. Estaban solos en el paraíso, conel arroyo en el que construir una presa, yuna ribera en la que hacer su comidacampestre y espacio para jugar al laptacon el palo y la pelota de Sergey, queestaban en el maletero del coche, y querequería que todos se situasen en círculoy uno lanzase la pelota y otro lagolpease.

Pronto quedó claro que Anna seinteresaba muy poco por el lapta. Suambición era despacharlo lo másalegremente posible y, luego, disponersea almorzar y a flirtear con Barley. Pero

Sergey, el soldado, era un fiel creyente,y Matvey, el marinero, un fanático.Mientras disponía las cosas para elalmuerzo, Katya explicó la importanciamística del lapta para el desarrollo dela cultura occidental.

—Matvey me asegura que es elorigen del béisbol americano y devuestro críquet inglés. Él cree que fueintroducido en tu país por inmigrantesrusos. Estoy segura de que también creeque fue inventado por Pedro el Grande.

—Si eso es verdad, es la muerte delImperio —dijo gravemente Barley.

Tendido sobre la hierba, Matveycontinúa hablando volublemente

mientras da chupadas a su nueva pipa.Sus generosos ojos azules, volviéndosehacia su glorioso pasado de Leningrado,están llenos de una luz heroica. PeroKatya le oye como si fuese una radioque no es posible apagar. Capta eldetalle curioso y es sorda para todo lodemás. Caminando a través de la hierba,sube al coche y cierra la portezuela trasde sí, para reaparecer en pantalón corto,llevando el almuerzo en una bolsa dehule, con bocadillos envueltos en papelde periódico. Ha preparado kotleti ypollo fríos y empanadillas. Tiene pepinosalado y huevos duros. Ha traídobotellas de cerveza Zhiguli y Barley

whisky, con el que Matvey brindafervorosamente por algún monarcaausente, quizás el propio Pedro.

Sergey, de pie en la orilla, rastrea elagua con su red. Su sueño, explicaKatya, es coger un pez y guisarlo paratodos los que dependen de él. Anna estádibujando. Ostentosamente, se aparta desu obra para que los otros puedanadmirarla. Quiere dar un retrato suyo aBarley para que lo cuelgue en suhabitación de Londres.

—Me pregunto si estás casado —dice Katya, cediendo a la insistencia desu hija.

—No, ahora no, pero siempre estoy

disponible.Anna hace otra pregunta, pero Katya

se ruboriza y la reprende. Cumplidos susreales deberes, Matvey se ha tendido deespaldas, con la gorra sobre los ojos,parloteando acerca de Dios sabe qué,salvo que, sea lo que sea, le resultasumamente agradable.

—Pronto describirá el sitio deLeningrado —dice Katya, con cariñosasonrisa.

Una pausa mientras mira a Barley.La mirada quiere decir: «Ahorapodemos hablar».

El camión gris se marchaba ya.Barley llevaba un rato notando su

presencia con desagrado, esperando quefuese amistoso pero deseando que losdejara solos. Las ventanillas laterales dela cabina estaban oscuras de polvo. Conuna sensación de agradecimiento, lo viopor fin entrar lentamente en la carreteray perderse luego, también lentamente, desu vista y sus pensamientos.

—¡Oh!, él se encuentra muy bien —decía Katya—. Me escribió una largacarta, y todo le va de maravilla. Estuvoenfermo, pero se ha recuperado porcompleto, estoy segura. Tiene muchascosas de que hablar contigo, y durante laferia hará una visita especial a Moscúpara estar contigo y conocer los

progresos con relación a su libro. Legustaría ver pronto algún manuscritopreparado, aunque sea una página sólo.Mi opinión es que sería peligroso, peroél es muy impaciente. Quiere propuestassobre el título, traducciones, inclusoilustraciones. Yo creo que se estáconvirtiendo en el típico escritordictatorial. Lo confirmará todo dentro demuy poco y encontrará también unapartamento donde podáis entrevistaras.Quiere hacer todos los preparativos porsí mismo, ¿te imaginas? Creo que hassido una influencia muy beneficiosa paraél.

Estaba buscando algo en su bolso.

Un coche rojo había aparcado al otrolado del bosquecillo de abedules, peroella parecía ajena a Indo lo que no fuesesu propio buen humor.

—Personalmente, yo creo que suobra no tardará en ser consideradasuperflua. Con las conversaciones sobredesarme avanzando tan rápidamente ycon la nueva atmósfera de cooperacióninternacional, todas estas terribles cosaspertenecerán muy pronto al pasado.Naturalmente, los americanos recelan denosotros. Naturalmente, tambiénnosotros recelamos de ellos. Perocuando hayamos unido nuestras fuerzas,podremos desarmarnos completamente e

impedir juntos toda nueva perturbaciónen el mundo. —Era su voz didáctica,que no admitía discusión.

—¿Cómo impediremos toda nuevaperturbación en el mundo si no tenemosarmas con que impedirla? —objetóBarley, y se ganó una severa mirada porsu temeridad.

—Barley, creo que estás siendooccidental y negativo —replicó ella,mientras sacaba el sobre de su bolso—.Fuiste tú, no yo, quien dijo a Yakov quenecesitábamos efectuar un experimentoen la naturaleza humana.

Ningún sello, observó Barley.Ningún matasellos. Sólo «Katya» en

caracteres cirílicos, en lo que parecía laletra de Goethe, pero ¿quién podríaasegurarlo? Experimentó una súbitasensación de alarma en la cabeza y loshombros, como un veneno o una alergiaque le estuviese inundando.

—¿De qué se ha estadorecuperando? —preguntó.

—¿Estaba nervioso cuando le visteen Leningrado?

—Los dos lo estábamos. Era eltiempo —respondió Barley, todavíaesperando una respuesta. Se empezaba asentir también ligeramente embriagado.Debía de ser algo que había comido.

—Era porque estaba enfermo. Muy

poco después de vuestra entrevistasufrió un grave derrumbamiento, y fuetan súbito y tan intenso que ni siquierasus colegas sabían adónde habíadesaparecido. Tenían las peoressospechas. Un amigo suyo de confianzame dijo que temían que estuviesemuerto.

—No sabía que tuviese otros amigosde confianza aparte de ti.

—Me ha nombrado representantesuyo ante ti. Naturalmente, tiene otrosamigos para otras cosas —sacó la carta,pero no se la entregó.

—No es eso exactamente lo que medijiste la otra vez —dijo débilmente,

mientras continuaba luchando contra suscrecientes síntomas de desconfianza.

Ella no se inmutó por su objeción.—¿Por qué habría una de contarlo

todo en el primer encuentro? Una tieneque protegerse. Es normal.

—Supongo que sí —admitió él.Anna había terminado su autorretrato

y necesitaba reconocimiento inmediato.La representaba cogiendo flores en untejado.

—¡Soberbio! —exclamó Barley—.Dile que lo colgaré encima de michimenea. Sé exactamente dónde. Hayuna foto de Anthea esquiando en un lado,y Hal navegando en el otro. Anna irá en

medio.—Pregunta qué edad tiene Hal —

dijo Katya.Realmente tuvo que pensárselo.

Primero hubo de recodar el año denacimiento de Hal, luego el año en queestaban y, después, restarlaboriosamente uno de otro mientraspugnaba por ahuyentar la música quesonaba en sus oídos.

—¡Ah, bueno!, Hal tiene veinticuatroaños. Pero me temo que ha hecho unmatrimonio bastante desacertado.

Anna quedó decepcionada. Les mirócon aire de reproche mientras Katyareanudaba la conversación.

—Tan pronto como supe que habíadesaparecido, traté de ponerme encontacto con él por todos los medioshabituales, pero no conseguí nada. Mesentía sumamente angustiada.

Le entregó por fin la carta, con losojos brillantes de satisfacción y alivio.Al cogerla, la mano de Barley se cerrósobre la de ella, que no se resistió.

—Y luego, hace ocho días, ayersábado hizo una semana, justo dos díasdespués de tu llamada telefónica desdeLondres. Ígor me telefoneó a casa.«Tengo una medicina para ti. Vamos atomar un café y te la doy». Medicina esla palabra en clave que utilizamos para

referirnos a una carta. Se refería a unacarta de Yakov. Me sentí sorprendida ymuy feliz. Hacía años que Yakov no meenviaba una carta. ¡Y qué carta!

—¿Quién es Ígor? —preguntóBarley, levantando un tanto la voz paraacallar el tumulto que bullía en sucabeza.

Eran cinco páginas, escritas en buenpapel blanco imposible de encontrar,con letra mesurada y regular. Barley nohabía imaginado a Goethe capaz de undocumento de aspecto tan convencional.Ella retiró su mano, pero suavemente.

—Ígor es un amigo de Yakov, deLeningrado. Estudiaron juntos.

—Magnífico. ¿A qué se dedicaahora?

Ella se sintió incomodada por lapregunta, y estaba impaciente porconocer su reacción ante la carta,aunque Barley solamente pudierajuzgarla por la apariencia.

—Está como científico en uno de losMinisterios. ¿Qué importa en qué trabajaÍgor? ¿Quieres que te la traduzca o no?

—¿Cuál es su otro nombre?Ella se lo dijo, y, en medio de su

confusión, se sintió exaltado por su tonoáspero. Hubiéramos debido tener años,pensó, no horas. Hubiéramos debidoestirarnos del pelo el uno al otro cuando

éramos niños. Hubiéramos debido haberhecho todo lo que nunca hicimos, antesde que fuera demasiado tarde. Sostuvola carta para que se la leyera, y ella searrodilló cuidadosamente sobre lahierba detrás de él, sosteniéndose conuna mano apoyada en su hombro,mientras con la otra le iba señalando laslíneas a medida que las traducía. Barleypodía sentir sus pechos rozándole laespalda. Podía sentir cómo su mundo seasentaba y estabilizaba en su interior amedida que la monstruosidad de susprimeras sospechas dejaban paso a unestado de ánimo más analítico.

—Aquí está la dirección, sólo un

número de apartado postal, eso esnormal —dijo ella, apoyando la yemadel dedo índice en el ángulo superiorderecho—. Está en un hospital especial,quizás en una ciudad especial. Escribióla carta en la cama…, ¿ves lo bien queescribe cuando está sereno?, y le dio lacarta a un amigo que estaba de paso paraMoscú. El amigo se la dio a Ígor. Esnormal. «Mi querida Katya…», no es asíexactamente como empieza, es otraexpresión cariñosa distinta, no importa.«He estado postrado en cama aquejadode una variedad de hepatitis, pero laenfermedad es muy instructiva y estoyvivo». Eso es muy típico de él, extraer

enseguida la lección moral —estabaseñalando de nuevo en el papel—. Estapalabra hace peor la hepatitis. Es«irritada».

—Agravada —dijo sosegada menteBarley.

La mano apoyada en su hombre ledio un apretón de reprobación.

—¿Qué importa cuál es la palabracorrecta? ¿Quieres que vaya a buscar undiccionario? «He tenido temperaturaalta y muchas fantasías…».

—Alucinaciones —dijo Barley.—La palabra es gallutsinatsiya…

—empezó ella, furiosamente.—Está bien, dejémoslo así.

—«… pero ya estoy recuperado ydentro de dos días me trasladarán a unaunidad de convalecencia para pasar unasemana junto al mar». No dice qué mar,¿por qué había de hacerla? «Podré hacerde todo, excepto beber vodka, pero ésaes una limitación burocrática que, comobuen científico, pasaré por alto enseguida». ¿No es típico eso también?¿Que después de la hepatitis pienseinmediatamente en vodka?

—Absolutamente —convino Barley,sonriendo para complacerla y, quizá,para tranquilizarse.

Las líneas eran totalmente rectas,como si estuvieran escritas sobre papel

pautado. No había ni una sola tachadura.—«Si todos los rusos pudiéramos

tener hospitales como éste, notardaríamos en convertirnos en unanación extraordinariamente sana».Siempre es el idealista, aunque estéenfermo. «Las enfermeras songuapísimas y los médicos, jóvenes yatractivos, es más una casa de amor queuna casa de enfermedad». Esto lo dicepara ponerme celosa. Pero ¿sabes unacosa? Es muy poco habitual que hablede alguien feliz. Yakov es un trágico. Esincluso un escéptico. Yo creo que le hancurado también sus estados de ánimo.«Ayer hice ejercicio por primera vez,

pero pronto quedé agotado como unniño. Después me tendí en el balcón yestuve tomando el sol antes de quedarmedormido como un ángel, sin nada en laconciencia, excepto lo mal que te hetratado, siempre explotándote». Y ahorame habla de amor; eso no lo traduciré.

—¿Siempre lo hace?Ella se echó a reír.—Ya te lo dije. Ni siquiera es

normal que me escriba, y han pasadomuchos meses, años diría yo, desde quehablamos de nuestro amor, que ahora esenteramente espiritual. Yo creo que laenfermedad le ha puesto un pocosentimental, así que le perdonaremos. —

Volvió la página que sostenía Barley, ysus manos se encontraron de nuevo, perola de Barley estaba fría como el hielo, yse sintió secretamente sorprendido deque ella no hiciera ningún comentario alrespecto—. Y llegamos ahora al señorBarley. A ti. Es extremadamentecauteloso. No te menciona por tunombre. Por lo menos, la enfermedad noha afectado a su discreción. «Dile, porfavor, a nuestro buen amigo que harétodo lo posible por verle durante suvisita, siempre que continúe mirecuperación. Debe traer sus materialesy yo trataré de hacer lo mismo. Tengoque pronunciar una conferencia en

Saratov esa semana —Ígor dice que esen la academia militar, Yakov siempreda una conferencia allí en setiembre,aprende una muchas cosas cuandoalguien está enfermo— y desde allí iré aMoscú lo antes posible. Si hablas con élantes que yo, dile, por favor, que haga losiguiente. Dile que se traiga todas lasnuevas preguntas, porque después deesto no quiero responder más preguntaspara los hombres grises. Dile que sulista ha de ser definitiva y exhaustiva».

Barley escuchó en silencio lasnuevas instrucciones de Goethe, queeran categóricas, como lo habían sido enLeningrado. Y, mientras escuchaba, se

disiparon las negras nubes de suincredulidad, dejando un secreto temordentro de él, y retornó su náusea.

Una muestra de página detraducción, pero impresa, por favor,impresa es mucho más reveladora,estaba ella diciendo en nombre deGoethe.

Quiero un prólogo escrito por elprofesor Killian, de Estocolmo, ponte encontacto con él lo antes posible, estabaleyendo.

¿Ha habido nuevas reacciones de losintelectuales? Haz el favor de avisarme.

Fechas de edición. Goethe habíaoído que el otoño era el mejor mercado,

pero ¿hay que esperar realmente todo unaño?, preguntó ella, en nombre de suamante.

Y el título. ¿Qué tal La mayormentira del mundo? La presentaciónpublicitaria, mándame un borrador, si note importa. Y, por favor, envíale unejemplar al doctor Dagmar Nosecuántos,de Stanford, y al profesor HermanNosequé, del MIT…

Barley fue apuntando laboriosamentetodo esto en su libreta, en una páginaque rotuló con el título de FERIA DELLIBRO.

—¿Qué hay en el resto de la carta?Ella estaba guardándola de nuevo en

su sobre.—Ya te lo he dicho. Cuestiones de

amor. Está en paz consigo mismo ydesea reanudar una relación plena.

—Contigo.Una pausa, mientras ella le miraba

reflexivamente.—Barley, creo que te estás

mostrando un poco infantil.—¿Amantes, entonces? —insistió

Barley—. Vivir siempre felices, ¿eseso?

—En el pasado le asustaba laresponsabilidad. Ya no. Eso es lo queescribe, y, naturalmente, está descartadopor completo. Lo que ha sido ha sido.

No se puede reconstruir.—Entonces, ¿por qué lo escribe? —

dijo obstinadamente Barley.—No lo sé.—¿Tú le crees?Se disponía ella a enfadarse

seriamente con él cuando captó en suexpresión algo que no era envidia, queno era hostilidad, sino una intensa y casiaterradora preocupación por suseguridad.

—¿Por qué había de decirte todo esosólo porque está enfermo? No sueleandar jugando con las emociones de lagente, ¿no? Él se enorgullece de decir laverdad.

Y su penetrante mirada no seseparaba de ella ni de la carta.

—Está solo —respondió ella,protectoramente—. Me echa de menos, ypor eso exagera. Es normal. Barley, yocreo que te estás mostrando un poco…

O no podía encontrar la palabra o,pensándoselo mejor, había decidido nousarla, así que Barley la dijo por ella.

—Celoso —concluyó.Y se las arregló para hacer lo que

sabía que ella estaba esperando. Sonrió.Compuso una franca y sincera sonrisa dedesinteresada amistad, le apretó la manoy se puso en pie.

—Parece estar estupendamente —

dijo—. Me alegro mucho por él. Por surecuperación.

Y lo decía de veras. Totalmente.Podía oír la nota auténtica de convicciónque vibraba en su voz mientras sus ojosse movían rápidamente en dirección alcoche rojo aparcado al otro lado delbosquecillo de abedules.

Y luego, para deleite general, Barleyse lanza a la tarea de convertirse en unpadre de fin de semana, papel para elque su desgarrada vida le ha preparadoampliamente. Sergey quiere que pruebesu habilidad en la pesca. Anna quieresaber por qué no se ha traído su traje debaño. Matvey se ha ido a dormir,

sonriendo por efecto del whisky y de losrecuerdos. Katya está metida en el aguacon sus pantaloncitos cortos. A él leparece más hermosa que nunca, y másremota. Aun recogiendo piedras paraconstruir una presa, es la mujer máshermosa que ha visto jamás.

Pero nadie trabajó nunca másintensamente que Barley aquella tardepara construir una presa, nadie tuvo unavisión más clara de cómo había quemantener a raya a las aguas. Se remangasus estúpidos pantalones grises defranela y se mete en el agua hasta laingle. Levanta palos y piedras hastaquedar medio muerto de fatiga, mientras

Anna dirige las operaciones ahorcajadas sobre sus hombros.Complace a Sergey con su conductalaboriosa y decidida y a Katya con suaire romántico. Un coche blanco haremplazado al rojo. Una pareja se hallasentada en él con las puertas abiertas,comiendo lo que estén comiendo, y porsugerencia de Barley los niños se sitúanen lo alto de la colina y les saludanagitando los brazos, pero la pareja delcoche blanco no corresponde al saludo.

Cae la tarde y un intenso aroma ahogueras otoñales se extiende sobre lashojas secas de abedul. Moscú estánuevamente hecho de madera, y

ardiendo. Cuando cargan las cosas en elcoche, un par de gansos silvestres vuelasobre ellos, y son los dos últimos gansosdel mundo.

Durante el viaje de regreso al hotel,Anna duerme sobre el regazo de Barleymientras Matvey parlotea y Sergey miraceñudamente las páginas de SquirrelNutkin como si fuesen el ManifiestoComunista.

—¿Cuándo hablarás de nuevo conél? —pregunta Barley.

—Está arreglado —responde ella,enigmáticamente.

—¿Lo arregló Ígor?—Ígor no arregla nada. Ígor es el

mensajero.—El nuevo mensajero —la corrige

él.—Ígor es un viejo conocido y un

nuevo mensajero. ¿Por qué no?Katya le mira y lee sus intenciones.—No puedes venir al hospital,

Barley. Es peligroso para ti.—Tampoco es exactamente una

fiesta para ti —responde.Ella lo sabe, pensó. Lo sabe, pero no

sabe que lo sabe. Tiene los síntomas,una parte de ella ha establecido eldiagnóstico. Pero el resto de ella seniega a admitir que haya algo mal.

La sala de situación angloamericana

no era ya un destartalado sótano deVictoria, sino el radiante ático de unelegante nuevo rascacielos enGrosvenor Square. Se autodenominabaGrupo de Conciliación Interaliado y sehallaba custodiada por turnos demarines americanos vestidos conmilitares trajes de paisano. Flotaba unaire de excitación mientras el ampliadoequipo de atractivos jóvenes de ambossexos se movía por entre pulcras mesas,contestaba a destellantes teléfonos,hablaba con Langley a través de líneasde seguridad, pasaba papeles,mecanografiaba en silenciosos tecladoso haraganeaba en actitudes de ansiosa

relajación ante las filas de monitores detelevisión que habían remplazado a losrelojes gemelos de la vieja Casa Rusia.

Era una cubierta sobre dos niveles, yNed y Sheriton se hallaban sentados unojunto a otro en el cerrado puente,mientras bajo ellos, al otro lado delcristal a prueba de ruidos, susdesiguales equipos desarrollaban susfunciones. Brock y Emma tenían unapared. Bob, Johnny y sus cohortes, laotra pared y el pasillo central. Perotodos viajaban en la misma dirección.Todos mostraban las mismasexpresiones obedientemente resueltas,situados frente a las mismas baterías de

pantallas que vibraban y parpadeabancomo cotizaciones de Bolsa al funcionarel descodificador automático.

—El camión ha regresado sinnovedad —dijo Sheriton cuando laspantallas se despejaron bruscamente yfulguraron la palabra cifradaBLACKJACK.

El camión mismo era un milagro depenetración.

¡Nuestro propio camión! ¡En Moscú!¡Nosotros! Una enorme operaciónindependiente estaba detrás de suadquisición y despliegue. Era un«Kamaz», de color gris sucio y muygrande, de una flota de camiones

pertenecientes a SOVTRANSAVTO, deahí el acrónimo pintado en caractereslatinos en su mugriento costado. Habíasido reclutado, juntamente con suconductor, por el enorme destacamentode la Agencia en Munich, durante una delas muchas incursiones del camión en laAlemania Occidental para adquirirartículos de lujo con destino a losescasos privilegiados de Moscú quetenían acceso a un establecimientoespecial de distribución. Todo, desdezapatos occidentales hasta tamponesoccidentales y piezas de repuesto paracoches occidentales, había sidotransportado de un lado a otro en las

entrañas del camión. En cuanto alconductor, era uno de los Artilleros deLarga Distancia, como se conoce en laUnión Soviética a estas desdichadascriaturas. Empleados estatales,miserablemente mal pagados, sin seguromédico ni de accidentes que les protejacontra el infortunio en Occidente, queincluso en lo más crudo del invierno seacurrucan estoicamente al abrigo de susgrandes cargamentos, masticandosalchichas antes de compartir otra nochede sueño en sus incómodas cabinas,pero que se ganan, incluso en Rusia,grandes fortunas con sus oportunidadesen Occidente.

Y ahora, a cambio de recompensasmás inmensas aún, este concretoArtillero de Larga Distancia habíaaccedido a «prestar» su camión a un«traficante occidental» aquí, en elcorazón mismo de Moscú. Y este mismotraficante, que era miembro del propioejército de toptuny de Cy, se lo prestó aCy, quien, a su vez, lo equipó con todaclase de aparatos de escucha yvigilancia ingeniosamente portátiles, loscuales fueron luego retirados antes deque el camión fuese devuelto a través delos intermediarios a su conductor legal.

Jamás había sucedido nadasemejante. Nuestra propia sala de

seguridad móvil ¡en Moscú!Sólo Ned encontró turbadora la idea.

Los Artilleros de Larga Distanciatrabajaban en parejas, como él sabíamejor que nadie. Por orden de la KGB,estas parejas eran deliberadamenteincompatibles, y en muchos casos cadahombre tenía que informar acerca delotro. Pero cuando Ned preguntó si podíaleer el expediente operacional, se lodenegaron al amparo de las mismasleyes de seguridad que él tantorespetaba.

Pero aún quedaba por desvelar lapieza más impresionante del arsenal deLangley, y, una vez más, Ned se vio en

la imposibilidad de resistirse a ella. Enlo sucesivo, las cintas grabadas enMoscú serían cifradas con clavesaleatorias y transmitidas en pulsacionesdigitales en la milésima parte del tiempoque tardarían en devanarse si lasescuchaba uno en su cuarto de estar. Sinembargo, cuando la estación receptorareconvertía en sonido esas pulsaciones,insistían los brujos de Langley, eraimposible notar que las cintas hubiesensufrido ese proceso.

La palabra ESPERAR estabaformándose en bellas pirámides.

Espiar es esperar.La palabra SONIDO la sustituía.

Espiar es escuchar.Ned y Sheriton se pusieron sus

auriculares, mientras Clive y yo nosinstalábamos en los asientos que habíadetrás de ellos y nos poníamos losnuestros.

Katya permanecía sentada en lacama, mirando pensativamente elteléfono, queriendo que no volviera asonar.

¿Por qué das tu nombre cuandoninguno de nosotros damos nombres?, lepreguntó mentalmente.

¿Por qué das el mío?¿Eres Katya? ¿Cómo estás? Aquí

Ígor. Sólo para decirte que no he

vuelto a saber más de él, ¿de acuerdo?Entonces, ¿por qué me llamas para

no decirme nada?La hora acostumbrada, ¿de

acuerdo? El lugar acostumbrado. Nohay problema. Igual que antes.

¿Por qué repites lo que no necesitarepetición, cuando ya te he dicho queestaré en el hospital a la horaconvenida?

Para entonces sabrá cuál es suposición, sabrá qué avión puede coger,todo. O sea que no necesitaspreocuparte, ¿de acuerdo? ¿Qué tal tueditor? ¿Se presentó?

—Igor, no sé de qué editor estás

hablando.Y colgó antes de que él pudiera

decir más.Me estoy mostrando desagradecida,

se dijo. Cuando la gente está enferma, esnormal que los viejos amigos se reúnan.Y, si de la noche a la mañana pasan dela categoría de conocido casual a la deviejo amigo, y ocupan el centro de laescena cuando apenas si te han dirigidola palabra durante años, es un signo delealtad y no hay nada siniestro en ello,aunque hace sólo seis meses Yakovdeclaraba a Ígor irredimible… «Ígor hacontinuado por el camino que yo hedejado atrás —había observado después

de un encuentro casual en la calle—.Ígor hace demasiadas preguntas».

Sin embargo, aquí estaba Ígoractuando como el amigo más íntimo deYakov y exponiéndose por él de formasmuy valiosas y arriesgadas. Si tienesuna carta para Yakov, no tienes másque dármela. He establecido unaexcelente línea de comunicación con elsanatorio. Conozco a alguien que haceel viaje casi todas las semanas, le habíadicho en su última entrevista.

—¿El sanatorio? —había exclamadoella excitadamente—. Entonces, ¿dóndeestá? ¿Dónde se halla situado el sitio?

Pero era como si Ígor no hubiera

pensado aún la respuesta a la pregunta,pues había fruncido el ceño con airemolesto y había alegado secreto deEstado. Nosotros, secreto de Estado,¡cuando estamos aireando los secretosdel Estado!

Estoy siendo injusta con él, pensó.Estoy empezando a ver engaño en todaspartes. En Ígor, incluso en Barley.

Barley. Frunció el ceño. Él no teníaningún derecho a criticar la declaraciónde afecto de Yakov. ¿Quién se cree quees este occidental, con sus modalesconfianzudos y sus cínicas sospechas?¿Intimando tan rápidamente, haciendo deDios con Matvey y mis hijos?

Nunca confiaré en un hombre quehaya sido educado sin dogmas, se dijoseveramente.

Puedo amar a un creyente, puedoamar a un hereje, pero no puedo amar aun inglés.

Encendió su pequeña radio yrecorrió las bandas de onda corta,después de haberse puesto primero elauricular para no molestar a losgemelos. Pero mientras escuchaba lasdiferentes voces que se disputaban sualma —Deutsche Welle, Voz deAmérica, Radio Libertad, Voz de Israel,Voz de Dios sabía quién, cada una deellas tan cálida, tan superior, tan

apremiante—, se sintió invadida de unairritada confusión. ¡Yo soy rusa!, sentíadeseos de gritarlas. ¡Aun en la tragedia,sueño con un mundo mejor que elvuestro!

Pero ¿qué tragedia?Estaba sonando el teléfono. Cogió el

auricular. Pero era sólo Nasayan, unhombre muy alterado últimamente,pasando revista a los planes del díasiguiente.

—Escucha, estoy confirmandoprivadamente que realmente deseas estarmañana en la caseta de «Octubre». Sóloque debemos empezar pronto,¿comprendes? Si tienes que llevar a los

chicos a la escuela o algo así, puedoperfectamente decirle a YelizavietaAlexeyevna que venga en tu lugar. Nome cuesta nada. No tienes más quedecírmelo.

—Eres muy amable, GrigoryTigranovich, y agradezco tu llamada.Pero, ya que me he pasado casi toda lasemana ayudando a instalar lasexposiciones, me gustaría estar presenteen la inauguración oficial. Matvey puedearreglárselas muy bien para acompañara los niños a la escuela.

Pensativamente, volvió a colgar elauricular. Nasayan, Dios mío…, ¿porqué nos hablamos como personajes en el

escenario? ¿Quién creemos que nos estáescuchando que necesita frases tanredondas? Si puedo hablarle a undesconocido inglés como si fuese miamante, ¿por qué no puedo hablarlenormalmente a un armenio que es micolega?

Él llamó, y Katya comprendió enseguida que había esperado su llamadatodo este tiempo, porque ya estabasonriendo. A diferencia de Ígor, no dijosu nombre ni el de ella.

—Fúgate conmigo —dijo.—¿Esta noche?—Los caballos están ensillados y

hay comida para tres días.

—Pero ¿estás lo bastante serenocomo para fugarte?

—Sorprendentemente, lo estoy —una pausa—. No es por no intentarlo,pero nada ha ocurrido. Debe de ser lavejez.

Parecía, en efecto, sereno. Sereno ypróximo.

—Pero ¿y la feria del libro? ¿Vas aabandonarla como abandonaste la feriade material fonográfico?

—Al diablo con la feria del libro.Tenemos que hacerlo antes o nunca.Después, estaremos demasiadocansados. ¿Cómo te encuentras?

—¡Oh!, estoy furiosa contigo. Has

embrujado completamente a mi familia,y ahora sólo me preguntan cuándovolverás con más tabaco y pinturas.

Otra pausa. Él no solía ser tanreflexivo cuando bromeaba.

—Eso es lo que hago. Embrujo a laspersonas y luego, una vez que están bajomi hechizo, dejo de sentir nada porellas.

—¡Pero eso es terrible! —exclamóella, profundamente horrorizada—. ¿Quéme estás diciendo, Barley?

—Sólo repitiendo la sabiduría deuna ex esposa, eso es todo. Decía que yotenía impulsos, pero no sentimientos, yque no debía llevar abrigo con capucha

en Londres. Cuando alguien le dice auno algo así, uno lo cree durante todo elresto de su vida. Desde entonces, yonunca llevo abrigo con capucha.

—Barley, esa mujer… Barley, fuetotalmente cruel e irresponsable por suparte decir eso. Lo siento, pero estácompletamente equivocada. Estabaenfadada, estoy segura. Pero seequivoca.

—¿Sí? Entonces, ¿qué es lo quesiento? Ilústrame.

Katya se echó a reír, comprendiendoque se había metido de cabeza en sutrampa.

—Eres un hombre muy malo, Barley.

No quiero tener nada que ver contigo.—¿Porque no siento nada?—En primer lugar, sientes

protección hacia las personas. Todos lohemos notado hoy, y nos sentimos muyagradecidos.

—Más.—En segundo lugar, yo diría que

tienes un sentido del honor. Eresdecadente, claro, porque eresoccidental. Eso es normal. Pero teredime el hecho de que sientas el honor.

—¿Quedan empanadillas?—¿Quieres decir que también

sientes hambre?—Quiero ir a comerlas.

—¿Ahora?—Ahora.—¡Es completamente imposible!

Estamos ya todos acostados y es casimedianoche.

—Mañana.—Esto es demasiado ridículo,

Barley. Estamos a punto de empezar laferia del libro, los dos tenemos unadocena de invitaciones.

—¿A qué hora?Un hermoso silencio se abría paso

entre ellos.—Puedes venir quizás a las siete y

media.—Tal vez llegue antes.

Durante un rato, ninguno de los doshabló. Pero el silencio les unía másestrechamente de lo que hubieran podidohacer las palabras. Se convirtieron endos cabezas sobre una misma almohada,oreja con oreja. Y cuando él colgó, noeran sus bromas y sus ironías lo quepermanecía con ella, sino el tono detranquila sinceridad —Katya diría caside solemnidad— que parecía no podereliminar de su voz.

Estaba cantando.Dentro de su cabeza y fuera de ella

también. En su corazón y por todo sucuerpo, Barley Blair estaba por fincantando.

Se hallaba en su gran dormitorio grisdel sombrío «Mezh», la víspera de laferia del libro de Moscú, y estabac a nta nd o Bendice esta casa alreconocible estilo de Mahalia Jackson,mientras pirueteaba por la habitacióncon un vaso de agua mineral en la mano,viendo su reflejo en la inmensa pantallade televisión que era el únicoresplandor de la habitación.

Sobrio.Totalmente sobrio.Barley Blair.Solo.No había bebido nada. En el camión

de seguridad durante su rendimiento de

informe, aunque había sudado como uncaballo de carreras, nada. Ni siquiera unvaso de agua mientras obsequiaba aPaddy y Cy con una versión endulzada ysuavizada de su día.

En la fiesta ofrecida por los editoresfranceses en el «Rossiya» con Wicklow,donde había resplandecido de seguridaden sí mismo, nada.

En la fiesta de los suecos en el«National» con Henziger, donde habíaresplandecido más brillantemente aún,había cogido una copa de shampanskoyegeorgiano como medida deautoprotección porque Zapadny estabaestupefacto al ver que no bebía. Pero se

las había arreglado para dejarla sinbeber detrás de un jarrón de flores. Asíque tampoco nada.

Y en la fiesta de «Doubleday» en el«Ukraina» con Henziger también,resplandeciendo ya como la estrellapolar, había cogido un vaso de aguamineral en la que flotaba una rodaja delimón haciendo que pareciese una tónicacon ginebra.

Así que nada. No por altivez. No porespíritu reformado, ni mucho menos. Nose había vuelto abstemio ni habíacomenzado una nueva vida. Erasimplemente que no quería que nadaempañase el lúcido éxtasis que le estaba

invadiendo, aquella sensación nueva dehallarse en terrible peligro y mostrarse ala altura de las circunstancias, de saberque estaba preparado para cualquiercosa que sucediese y que si nadasucedía también para eso estabapreparado, porque su preparación erauna defensa completa con un sagradoabsoluto en su centro.

He ingresado en las reducidas filasde personas que saben qué es lo primeroque harán si el barco se incendia enplena noche, pensó; y qué será lo últimoque hagan o que no harán en absoluto.Sabía con ordenado detalle qué era loque consideraba digno de ser salvado y

qué carecía de importancia para él. Yqué debía ser apartado, pisoteado yabandonado.

Una gran operación de limpiezahabía tenido lugar en el interior en sumente, con inclusión, tanto de humildesdetalles, como de grandes temas.Porque, como recientemente habíaobservado Barley, era un humildedetalle que los grandes temas forjaran suruina.

La claridad de su visión lesorprendía. Miró a su alrededor, dio unao dos vueltas; cantó unos cuantoscompases. Volvió a donde estaba ycomprendió que nada había sido pasado

por alto.Ni la momentánea inflexión de

incertidumbre en la voz de ella. Ni lasombra de duda deslizándose sobre lososcuros charcos de sus ojos.

Ni las rectas líneas de la carta deGoethe en vez de alborotados trazos.

Ni las toscas y forzadas bromas deGoethe sobre burócratas y vodka.

Ni la culpable lamentación deGoethe por la forma en que la habíatratado, cuando durante veinte años lahabía tratado como le había dado lagana, incluso usándola como chica delos recados de la que prescindir encualquier momento.

Ni la ingenua promesa de Goethe decompensarle por todo ello en el futuro,siempre que continuara en el juego porel momento, cuando es un artículo de fepara Goethe que el futuro ya no leinteresa, que toda su obsesión se centraen el ahora. «¡Sólo existe el ahora!».

Pero de estas sutiles teorías, quemuy probablemente no eran más queteorías, la mente de Barley se remontósin esfuerzo al más importante premiode su clarificada percepción: que, en elcontexto de la noción de Goethe de loque estaba logrando, Goethe tenía razón,y que durante la mayor parte de su vidaGoethe había permanecido en un

miembro de una ecuación corrupta yanacrónica mientras Barley, en suignorancia, había permanecido en elotro.

Y que, si alguna vez tenía Barley queelegir, iría por el camino de Goetheantes que por el de Ned o de algún otro,porque su presencia sería urgentementerequerida en el extremo terreno mediodel que se había elegido a sí mismociudadano.

Y que todo cuanto le había sucedidoa Barley desde Peredelkino habíasuministrado la prueba de esto. Losviejos ismos estaban muertos, la luchaentre el comunismo y el capitalismo

había terminado en un húmedo sollozo.Su retórica se había sepultado en lascámaras secretas de los hombres grisesque continuaban bailando muchodespués de que hubiera finalizado lamúsica.

En cuanto a su lealtad hacia su país,Barley la veía sólo como una cuestiónde a qué Inglaterra elegía servir. Susúltimos lazos con la fantasía imperial sehabían roto. Los redobles de lostambores chauvinistas le repugnaban.Prefería ser arrollado por ellos, antesque marchar con ellos. Él conocía unaInglaterra mucho mejor, y estaba dentrode él mismo.

Yacía tendido en la cama, esperandoque el miedo se apoderase de él, perotal cosa no ocurría. En su lugar, seencontró jugando una especie de ajedrezmental, porque el ajedrez versaba sobreposibilidades, y parecía mejorcontemplarlas con tranquilidad en lugarde tratar de elegir entre ellas cuando eltecho se estuviera cayendo.

Porque, si Armagedón nodescargaba su golpe, no había nada queperder. Pero si lo hacía, había muchoque salvar.

Así, pues, Barley empezó a pensar.Y Barley empezó a hacer suspreparativos con la cabeza fría,

exactamente como le habría aconsejadoNed si Ned llevara todavía las riendas.

Pensó hasta la madrugada y dormitóun poco y cuando despertó continuópensando, y para cuando se dirigió conpasos rápidos a desayunar, buscando yala animación de la feria, había toda unasección de su cabeza plenamentededicada a pensar lo que los necios quelo hacen describen como lo impensable.

Capítulo 14

—¡Oh, vamos!, Ned —dijoindolentemente Clive, todavía jubilosopor la magia de la transmisión—. El«Pájaro Azul» ha estado enfermo antes.Varias veces.

—Lo sé —dijo distraídamente Ned—. Lo sé. —Y luego—: Quizá no meimporta que haya estado enfermo. Quizáme importa que ande escribiendo.

Sheriton escuchaba con la barbillaapoyada en la mano, como había estadoescuchando la cinta. Había brotado unaafinidad entre Ned y Sheriton, como

debe ser en una operación. Estabanmanejando el traspaso de poderes comosi hubiera sucedido hacía mucho.

—Pero, mi querido amigo, eso es loque hacemos todos cuando estamosenfermos —exclamó Clive en una erradademostración de conocimiento humano—. ¡Escribimos a todo el mundo!

Nunca se me había ocurrido queClive fuese capaz de enfermar, ni quetuviese amigos a los que escribir.

—Me importa que ande entregandolocuaces cartas a misteriososintermediarios. Y me importa que hablede intentar llevar más materiales paraBarley —dijo Ned—. Sabemos que no

le escribe normalmente. Sabemos que sepreocupa excesivamente de laseguridad. De pronto, cae enfermo y leescribe una efusiva carta amorosa decinco páginas que le hace llegar pormedio de Ígor. ¿Ígor quién? ¿Ígorcuándo? ¿Cómo?

—Hubiera debido fotografiar lacarta —dijo Clive, mostrándosedesaprobador de la conducta de Barley—. O habérsela quitado. Una cosa uotra.

Ned estaba demasiado absorto ensus pensamientos para dedicar a estasugerencia todo el desprecio quemerecía.

—¿Cómo podría hacerlo? Ella leconoce como editor. Es todo lo que sabede él.

—A menos que «Pájaro Azul» ledijera otra cosa —dijo Clive.

—No lo haría —replicó Ned, ytornó a sus pensamientos—. Había uncoche —dijo—. Un coche rojo y, luego,un coche blanco. Ya has visto eluniforme de la vigilancia. Primero llegóel coche rojo, y luego se hizo cargo elcoche blanco.

—Eso es pura especulación. En undomingo de calor todo Moscú sale alcampo —dijo Clive con aire enterado.

Esperó una reacción, pero en vano,

así que volvió al tema de la carta.—Katya no tuvo problemas con ella

—objetó—. Katya no tiene ningunasospecha. Está saltando de alegría. Siella no receló nada, y tampoco recelóScott Blair, ¿por qué nosotros, sentadosaquí, en Londres, habríamos depreocupamos en su lugar?

—Pedía la lista de compras —dijoNed, como si oyese todavía una músicadistante—. Una última y exhaustiva listade preguntas. ¿Por qué hizo eso?

Sheriton se había movido finalmente.Estaba agitando su manaza en direccióna Ned.

—Ned, Ned, Ned, Ned. ¿Vale? Es el

Día Uno otra vez, así que estamosnerviosos. Vámonos a dormir un poco.

Se puso en pie. Clive y yo leimitamos. Pero Ned continuóobstinadamente sentado donde estaba,con las manos entrelazadas ante sí sobrela mesa.

Sheriton le habló. Con afecto, perotambién con energía.

—Ned, óyeme, Ned, ¿de acuerdo?¿Ned?

—No estoy sordo.—No, pero estás cansado. Ned, si

sometemos a crítica una vez más estaoperación, no podrá repetirse más.Estamos yendo con tu hombre, el que tú

nos trajiste para que nos persuadiera anosotros. Hemos removido cielo y tierrapara llegar hasta aquí. Tenemos lafuente. Tenemos la consignación.Tenemos el auditorio influyente.Estamos más cerca de cubrir lagunas ennuestro conocimiento de lo que jamáspodrán llegar ninguna máquinainteligente, ningún artilugio electrónico,ni ningún jesuita del Pentágono. Simantenemos el ánimo, y lo mantieneBarley, y lo mantiene también «PájaroAzul», habremos obtenido un éxito comoel que no hubiera soñado ni laimaginación más desbocada. Sicontinuamos donde estamos.

Pero Sheriton hablaba condemasiada convicción, y su rostro, pesea su rechoncha inescrutabilidad,delataba una necesidad casidesesperada.

—¿Ned?—Te oigo, Russell. Alto y claro.—Ned, esto no es ya una industria

de andar por casa, por amor de Dios.Hemos jugado con audacia, y debemosahora pensar con audacia. Lasdecisiones presidenciales no son unainvitación a dudar de nuestro propiobuen juicio. Vienen a ser órdenes. Ned,creo realmente que deberías irte adormir.

—Yo no creo que esté cansado —dijo Ned.

—Yo creo que sí. Yo creo que todosdirán que lo estás. Yo creo que tal vezdigan, incluso, que Ned estaba muyentusiasmado con «Pájaro Azul» hastaque el malvado lobo americano llegó yse lo arrebató. Entonces, de pronto, el«Pájaro Azul» fue una fuente muyinsegura. Creo que la gente va a decirque estás mortalmente cansado.

Miré a Clive.Clive estaba también mirando a Ned,

pero con ojos tan fríos que me helaron lasangre. Ha llegado el momento delargarte, estaban diciendo. El momento

de prepararte para la caída.Tanto Henziger como Wicklow

vigilaron atentamente a Barley aquel díae informaron sobre él con frecuencia.Henziger a Cy por cualesquiera mediosque utilizasen. Wicklow a Paddy pormedio de un irregular. Ambos dierontestimonio de su buen humor y su talanterelajado y, con distintas palabras, de susoberanía. Ambos describieron cómohabía fascinado durante el desayuno auna pareja de editores finlandeses quese mostraban interesados en el proyectodel ferrocarril transiberiano.

—Estaban comiendo en su mano —dijo Wicklow, proporcionando una

imagen inconscientemente cómica deldesayuno, pero en el «Mezh» cualquiercosa es posible.

Ambos registraron con regocijo ladecisión de Barley de servirles de guíacuando llegaron a la zona de exhibiciónpermanente, y cómo obligó a su taxi adejarles en el extremo de la espléndidaavenida, a fin de que, como peregrinosde primera hora del mundo delcapitalismo, pudiesen hacer a pie suprimera aproximación.

Así, pues, los dos espíasprofesionales pasearon satisfechos bajoel tibio sol otoñal, con la chaqueta alhombro y su hombre entre ellos,

mientras Barley les obsequiaba con susexplicaciones, elogiando la arquitecturadel «período Essoldo tardío» y losjardines «rococó revolucionario». Legustaba en especial el inmenso estanqueornamental con sus peces doradoslanzando chorros de agua sobre lasnalgas de quince doradas ninfasdesnudas, una por cada una de lasrepúblicas socialistas. Insistió en que sedetuvieran ante los blancos cupidos ytemplos de placer, cuyas portadas,señaló, estaban dedicadas, no a Venus oBaca, sino a las diosas caídas de laeconomía soviética…, el carbón, elacero e, incluso, la energía atómica.

—Se mostró ingenioso, pero noaltivo —informó Henziger, que ya lehabía tomado afecto a Barley enLeningrado—. Era terriblementedivertido.

Y, desde los templos, Barley lescondujo a lo largo de la triunfal avenidapropiamente dicha, el paseo delEmperador, que quizás un kilómetro ydios sabe cuánto de anchura, queconmemoraba las Gestas del Pueblo alservicio de la Humanidad. Y, sin dudaalguna, ninguna visión de poder popularquedó jamás representada en tandespóticas imágenes, proclamó. Sinduda, ninguna revolución había

conservado tan perfectamente todo loque se había propuesto arrasar. Peropara entonces Barley tenía ya que gritarsus irreverencias para hacerse oír porencima del estruendo de los altavoces,que durante todo el día lanzan torrentesde autocomplacientes mensajes sobrelas cabezas de la aturdida multitud.

Finalmente llegaron, como teníanque llegar, a los dos pabellones quealbergaban la feria.

—A mi derecha, los editores de Paz,Progreso y Buena Voluntad —anunció, ala manera del árbitro en un combate deboxeo—. A mi izquierda, losdistribuidores de mentiras imperialistas

fascistas, los pornógrafos, loscorruptores de la verdad. Segundosfuera. Tiempo.

Enseñaron sus pases y entraron.La caseta de exposición de la recién

inaugurada y geográficamente confusacasa de «Potomac Blair» era unapequeña pero satisfactoria sensación dela feria. El símbolo de «P. B».,amorosamente creado por Langley,resplandecía entre los de «Astral Press»y «Purbeck Media». El diseño interiorde la caseta, caracterizado por losarquitectos de Langley como severopero de buen gusto, era un modelo deimpacto instantáneo. Los objetos

expuestos —muchos de ellos, como escostumbre, simulaciones de libros queaún no habían entrado en la línea deproducción— estaban preparados contoda la atención al detalle que losservicios secretos dedicantradicionalmente a las falsificaciones. Elúnico café bueno de la feria borboteabaen una ingeniosa máquina instalada en elacogedor recinto trasero. Lo servía lapropia Mary Lou, de Langley. Para losprivilegiados había incluso un trago deprohibido whisky escocés que lesayudase a pasar el día…, realmenteprohibido por edicto especial de losorganizadores, pues incluso la

reconstrucción literaria debe ser obra dehombres sobrios.

Y Mary Lou, con su abierta sonrisade colegiala y su ondulante falda detweed, constituía un producto natural dela parte más elegante de MadisonAvenue. Nadie debía sospechar quehabía también en ella una fibra deLangley.

Y Wicklow, con su conversacióncortés y comedida, no era tampoco nadamás que el avispado editor, joven yprometedor, que abunda en laactualidad.

En cuanto al honrado Jack Henziger,simbolizaba el arquetipo del instalado

bucanero de la moderna industriaamericana del libro. No hacía ningúnsecreto de sus antecedentes. Oleoductosen el Oriente Medio, humanidad enAfganistán, habas rojas para tribusmontañesas de Thailandia dedicadas alcultivo de opio… Henziger habíavendido de todo, además de lo quehubiera vendido para Langley. Pero sucorazón estaba con los libros, y aquí sehallaba él para demostrarlo.

Y Barley parecía recrearse en elartificio. Se lanzó sobre él como si fuerasu realidad tanto tiempo perdida,estrechando manos, recibiendo lasfelicitaciones de sus competidores y

colegas, hasta que, a eso de las once, sedeclaró impaciente y propuso aWicklow que recorriesen las líneas parallevar consuelo a las tropas.

Así pues, emprendieron la marcha,llevando Barley un mazo de sobresblancos que ocasionalmente ibaentregando a una mano elegida, mientrasgritaba y se abría paso por entre lasmultitudes de visitantes y expositores.

—Bueno, que me aspen si no esBarley Blair —declaró una voz familiardesde el centro de una políglotaexhibición de Biblias ilustradas—. Teacuerdas de mí, ¿verdad?

—Spikey. Te han dejado entrar otra

vez —dijo Barley, complacido, y leentregó un sobre.

—Cuando no me dejan salir escuando me preocupo. ¿O sea que éste estu padre?

Barley presentó al distinguido editorWicklow, y Spikey Morgan le otorgóuna sacerdotal bendición con sus dedosmanchados de nicotina.

Continuaron avanzando, sólo paratropezarse unos metros más adelante conDan Zeppelin. Dan no hablaba. Danconspiraba con sepulcral susurro,inclinándose sobre el mostrador con losbrazos cruzados.

—Dime una cosa, Barley. ¿De

acuerdo? ¿Somos pioneros o somos lasjodidas hermanas Mitford? De modo queunos cuantos no libros son libros esteaño. De modo que unos cuantos noescritores han salido de la cárcel.Menudo negocio. Entro en mi caseta estamañana y me encuentro con un mastuerzoque está sacando los libros de misestantes. «¿Puedo hacerle una preguntapersonal? —le digo—. ¿Qué puñetasestá haciendo con, mis libros?».«Órdenes», dice. Y me confiscó seislibros. Mary G. Ambleside sobre Laconciencia negra en la canción y lapalabra. ¡Órdenes! Quiero decir que¿quiénes somos, Barley? ¿Quiénes son

ellos? ¿Qué creen que estánreestructurando, cuando nunca hubo unaestructura? ¿Cómo se reestructura uncadáver?

En «Lupus Books» fueron dirigidoshacia la sala de café, donde nuestropropio presidente, el recién nombradocaballero Sir Peter Oliphant, habíaeclipsado incluso a los rusos reservandouna mesa. Una nota escrita a mano enambos idiomas confirmaba su triunfo.Las banderas de Gran Bretaña y laUnión Soviética ahuyentaban a losdubitativos. Flanqueado por intérpretesy altos funcionarios, Sir Peter seexplayaba sobre las numerosas ventajas

que reportaría a la Unión Soviéticasubvencionar las generosas compras queél les hacía.

—¡Es el conde! —exclamó Barley,entregándole un sobre—. ¿Dónde está lacorona?

Con apenas un temblor de susoscuros párpados, el gran hombrecontinuó su disertación.

En la caseta israelí reinaba una pazarmada. La oscura cola era ordenadapero silenciosa. Muchachos conpantalones vaqueros y zapatillasdeportivas se apoyaban contra lasparedes. Lev Abramovitz tenía el peloblanco y era extraordinariamente alto.

Había servido en los GuardiasIrlandeses.

—Lev, ¿cómo está Sion?—Quizás estemos ganando, quizás

esté comenzando el final feliz —dijoLev, guardándose en el bolsillo el sobrede Barley.

Y desde Israel, precedidos a pasorápido por Barley, avanzaron por entrela muchedumbre hasta el Pabellón dePaz, Progreso y Buena Voluntad, dondeno podía ya quedar ninguna duda delmasivo cambio histórico que estabateniendo lugar, ni de quién lo estabarealizando.

Cada bandera y cada trozo de pared

proclamaban el nuevo Evangelio. Encada puesto de cada República, lospensamientos y los escritos del ya nonuevo profeta, con su mancha borrada ysu mandíbula alzada, se alineaban juntoa los del maestro, Lenin. En el puesto deVAAP, donde Barley y Wicklowestrecharon unas cuantas manos y Barleydejó una nueva serie de sobres, losdiscursos del Jefe, envueltos enbrillantes portadas y traducidos alinglés, francés, español y alemán,ejercían un atractivo perfectamenteresistible.

—¿Cuánto más de esta mierdatenemos que aguantar, Barley? —

preguntó sotto voce un pálido editormoscovita mientras pasaban—. ¿Cuándoempezarán a reprimimos de nuevo paradejarnos a gusto? Si nuestro pasado esmentira, ¿quién dice que nuestro futurono es mentira también?

Continuaron a lo largo de lascasetas, Barley delante, Barleysaludando, Wicklow siguiéndole.

—¡Joseph! ¡Cuánto me alegra verte!Un sobre para ti. No te lo comasenseguida.

—¡Barley! ¡Amigo mío! ¿No tedieron mi mensaje? Quizás es que nodejé ninguno.

—Yuri. ¡Cuánto me alegra verte! Un

sobre para ti.—Ven a tomar una copa esta noche,

Barley. Vendrá Sasha, y también Rosa.Rudi tiene que dar un concierto mañana,así que quiere mantenerse sobrio. ¿Tehas enterado de que andan soltandoescritores? Escucha, es una cosa delpueblo de Potemkin. Los sueltan, les danunas cuantas comidas, los exhiben yvuelven a mandarlos allá hasta el añopróximo. Ven aquí, tengo que venderteun par de libros para fastidiar aZapadny.

Al principio, Wicklow no se diocuenta de que habían llegado a sudestino. Vio un estandarte romano con

desvaídas banderas y letras doradascosidas sobre colgaduras rojas. Oyó aBarley gritar: «Katya, ¿dónde estás?».Pero nada indicaba a quién pertenecía elpuesto, y probablemente eso era unaparte de la exposición que no habíallegado aún. Vio los habituales eilegible s libros sobre desarrolloagrícola en Ucrania y las danzastradicionales de Georgia expirando ensus estantes bajo la tensión de anterioresexposiciones. Vio la acostumbradamedia docena de mujeres de anchascaderas que permanecían en pie como siesperasen un tren, y a un tipo bajito y sinafeitar que sostenía su cigarrillo ante sí

como si fuese una varita mágica, ymiraba frunciendo el ceño la tarjeta deidentificación que Barley llevaba en lasolapa.

Nasayan, leyó a su vez Wicklow.Grigory Tigranovich. Director Jefe.Ediciones Octubre.

—Creo que está usted buscando a laseñorita Katya Orlova —dijo Nasayan aBarley en inglés, levantando más aún elcigarrillo como para ver mejor a suvisitante.

—¡Ya lo creo que sí! —respondióBarley con entusiasmo, y dos de lasmujeres sonrieron.

Una sonrisa de cortesía se había

extendido por el rostro de Nasayan. Conun floreo de su cigarrillo, se hizo a unlado, y Wicklow reconoció la espaldade Katya, que hablaba con dos asiáticosmuy bajitos a los que tomó porbirmanos. Luego, un instinto le hizo aella volverse, y vio primero a Barley,luego a Wicklow, luego de nuevo aBarley, mientras una resplandecientesonrisa iluminaba su rostro.

—Katya. Fantástico —dijotímidamente Barley—, ¿cómo están loschicos? ¿Sobrevivieron?

—¡Oh, gracias! ¡Están muy bien!—Observado por Nasayan y sus

damas, así como por Wicklow, Barley

le entregó una invitación a la gran fiestade glasnost que daba «Potomac Blair».

—¡Oh!, a propósito, puede que mepierda parte de la juerga esta noche —dijo Barley, mientras regresaban alpabellón occidental—. Tú y Jack y MaryLou tendréis que arreglároslas porvuestra cuenta. Voy a cenar con unahermosa dama.

—¿Alguien que nosotrosconozcamos? —preguntó Wicklow. Seecharon a reír los dos. Era un díasoleado.

Ella se encuentra perfectamente,estaba pensando Barley consatisfacción. Si está sucediendo algo, a

ella no le ha afectado todavía.¿Cuánto sabíamos o adivinábamos,

cualquiera de nosotros, de lossentimientos de Barley hacia Katya? Enun caso tan escrupulosamentesupervisado y controlado, la cuestióndel amor era objeto de pudoroso trato.

Wicklow, diligentemente promiscuoen su propia vida, se mostraba puritanocon respecto a la de Barley. Por sucondición de joven, quizá no podíatomarse en serio la idea de una pasión aedad madura. Para Wicklow, Barleyestaba simplemente encaprichado, como,por otra parte, era habitual queestuviese. La gente de la edad de Barley

no se enamoraba.Henziger, que tenía más o menos los

años de Barley, consideraba el sexocomo un elemento adicional y nocelebrado de la vida secreta, y daba porsentado que un tipo honrado comoBarley pondría su cuerpo allá dondeestaba su deber. Al igual que Wicklow,pero por razones diferentes, noencontraba nada excepcional en lostiernos sentimientos de Barley haciaKatya, y sí, en cambio, encontrabamucho en favor de ellos desde un puntode vista operacional.

¿Y en Londres? No había opiniónclaramente definida. En la isla. Brady

había dicho muchas cosas, pero elataque de Brady había sido repelido, ycon él su consejo.

¿Y Ned? Ned tenía una esposa tanmarcial como él mismo, e igualmentepoco maliciosa. Dime un agente en unmal país, gustaba Ned de decir con unatriste sonrisa, que no se enamore de unacara bonita si está de su lado frente almundo.

Y Bob, Sheriton y Johnny parecíanhaber admitido todos de diferentesformas, que la vida privada de Barley ysus apetitos eran de tan desdichadacomplejidad que más valía dejarlosfuera de la ecuación.

Y Palfrey, ¿qué pensaba el viejoPalfrey…, dirigiéndoseapresuradamente a Grosvenor Square encualquier rato libre y, si no podía ir,telefoneando a Ned para preguntar «quétal el muchacho»?

Palfrey estaba pensando en Hannah.La Hannah que había amado y quetodavía ama, como sólo los cobardespueden hacerlo. La Hannah cuya sonrisafue en otro tiempo tan cálida y profundacomo la de Katya. «Eres un buenhombre, Palfrey —dirá con terriblecontrol los días en que trata decomprenderme—. Encontrarás unaforma. Quizá no ahora, pero sí algún

día». ¡Y, oh, claro que Palfrey encontróuna forma! Alegó el código…, eseconveniente código que establece que unjoven abogado sorprendido en adulterioqueda ipso facto excluido de hacer nadaal respecto. Alegó los hijos, los de ellay los suyos…, hay tantas personasimplicadas, querida. Alegó elmatrimonio… ¿Cómo se arreglarán sinnosotros, querida? Derek ni siquierasabe cocer un huevo. Alegó la existenciade la asociación y, cuando se disolvió,enterró su estúpida cabeza en las arenasdel secreto desierto en que Hannah nopodría volver a verle más. Y tuvo ladesfachatez de alegar el deber, el

Servicio nunca me perdonaría unmezquino divorcio, querida, no podríaperdonárselo a su consejero legal.

Estaba pensando también en la isla.En la noche en que Barley y yohabíamos estado en la playa de piedras,viendo cómo la niebla avanzaba hacianosotros a través del Atlántico gris.

—Nunca la soltarían, ¿verdad? —dijo Barley—. No, si las cosas fuesenmal.

No respondí, y no creo que élesperara que lo hiciese, pero teníarazón. Ella era una nacional soviética depura cepa y había cometido un crimensoviético de pura cepa.

—En cualquier caso, nuncaabandonaría a sus hijos —dijo,confirmando sus propias dudas.

Contemplamos durante un rato elmar, sus ojos sobre Katya y los míossobre Hannah, que tampoco abandonaríanunca a sus hijos, sino que queríallevarlos consigo, y convertir en unhombre honrado a un jamelgo deChancery Lane, obsesionado por sucarrera, que se estaba acostando con lamujer de su jefe.

—¡Raymond Chandler! —gritó tíoMatvey desde su silla, por encima delestruendo de los aparatos de televisiónde los vecinos.

—Formidable —dijo Barley.—¡Agatha Christie!—¡Ah, bueno! Agatha.—¡Dashiell Hammet! Dorothy

Sayers. Josephine Tey.Barley se hallaba sentado en el sofá

en que Katya le había instalado. Elcuarto de estar era diminuto.Extendiendo los brazos podría haberabarcado toda su anchura. En un rincón,un aparador con el frente de cristalcontenía los tesoros de la familia. Katyase los había ido mostrando ya. Losrecipientes de alfarería, hechos por unamigo para su boda, sus medallones conla imagen de la novia y el novio. El

juego de café de Leningrado, que ya noestaba completo y que había pertenecidoa la dama que aparecía con marco demadera en el estante superior. La viejafotografía en sepia de una parejatolstoiana, el hombre barbudo y resueltoen almidonado cuello blanco, lamuchacha con su sombrero y sumanguito de piel.

—Matvey es un entusiasta de lasnovelas policíacas inglesas —dijoKatya desde la cocina, donde tenía unasúltimas cosas por hacer.

—Yo también —mintió Barley.—Te está diciendo que bajo los

zares no estaban permitidas. Ellos nunca

habrían tolerado semejante intromisiónen su sistema policial. ¿Tienes vodka?No le des más a Matvey, por favor.Debes comer algo. Nosotros no somosalcohólicos como vosotros, losoccidentales. Nosotros no bebemos sincomer.

Con el pretexto de examinar suslibros, Barley se adentró en el pequeñopasillo, desde el que podía ver a Katya.Jack London, Hemingway y Joyce.Dreiser y John Fowles. Heine,Remarque y Rilke. Los gemelos estabanen el cuarto de baño, parloteando. Lamiró a través de la abierta puerta de lacocina. Sus gestos tenían un aire de

morosidad intemporal y deliberada.Vuelve a ser rusa, pensó. Cuando algosale bien, se siente agradecida. Cuandono sale bien, es la vida. Desde el cuartode estar, Matvey continuaba hablandoalegremente.

—¿Qué está diciendo ahora? —preguntó Barley.

—Está hablando del asedio.—Te quiero.—Los habitantes de Leningrado se

negaron a aceptar que habían sidoderrotados —estaba preparandopastelillos de hígado con arroz. Susmanos se inmovilizaron unos instantes y,luego, continuaron con su trabajo—.

Shostakovich siguió componiendoaunque la tinta se helaba en su tintero.Los novelistas siguieron escribiendo.Cualquier semana podía uno oír uncapítulo de una nueva novela si conocíalos sótanos a los que había que ir.

—Te quiero —repitió él—. Todosmis fracasos fueron preparativos paraconocerte. De veras.

Ella suspiró profundamente, y ambosquedaron en silencio, sordos por unmomento al alegre monólogo de Matveydesde el cuarto de estar y a loschapoteos que sonaban en el baño.

—¿Qué más dice? —preguntóBarley.

—Barley… —protestó ella.—Por favor. Dime qué está

diciendo.—Los alemanes estaban a cuatro

kilómetros de la ciudad en el flanco sur.Cubrían las afueras con fuego deametralladora y bombardeaban el centrocon artillería. —Le entregó esterillas ycuchillos y tenedores y le siguió hasta elcuarto de estar—. Doscientos cincuentagramos de pan por trabajador; otros,ciento veinticinco. ¿Realmente te sientestan fascinado por Matvey, o estásfingiendo ser cortés, como decostumbre?

—Es un amor maduro, altruista,

emocionante. Nunca he conocido nadasemejante. Pensé que tú debías ser laprimera en saberlo.

Matvey miraba radiante a Barley,con expresión de franca adoración. Sunueva pipa inglesa resplandecía desdesu bolsillo superior. Katya sostuvo lamirada de Barley, empezó a reír ymeneó la cabeza, no en negación, sino engesto de aturdimiento. Los gemelosentraron corriendo, cubiertos con susalbornoces, y se colgaron de las manosde Barley. Katya los hizo sentarse a lamesa y colocó a Matvey a la cabecera.Barley se sentó al lado de ella mientrasservía la sopa de coles. Con un

prodigioso alarde de fuerza, Sergeyextrajo el corcho de una botella de vino,pero Katya no quiso tomar más quemedio vaso y Matvey sólo se permitíavodka. Anna rompió filas para ir abuscar un dibujo que había hechodespués de una visita a la AcademiaTimiryasev: caballos, un trigalauténtico, plantas que podían sobrevivira la nieve. Matvey estaba contando lahistoria del viejo del taller de enfrente,y una vez más Barley insistió en oírlaentera.

—Había un viejo que Matveyconocía, un amigo de mi padre —dijoKatya—. Tenía un taller. Cuando estaba

ya demasiado débil a consecuencia delhambre, se ató a la maquinaria para nocaer desplomado. Así fue como leencontraron Matvey y mi padre cuandomurió. Atado a la maquinaria. Helado.Matvey también quiere que sepas que élpersonalmente llevaba un emblemaluminoso en el abrigo —Matvey seestaba señalando orgullosamente elpunto exacto sobre su jersey— para notropezar con sus amigos en la oscuridadcuando iban con sus cubos a coger aguadel Neva. Bueno, ya basta deLeningrado —dijo con firmeza—. Hassido muy generoso, Barley, como decostumbre. Espero que seas sincero.

—Nunca en toda mi vida he sido tansincero.

Barley brindaba a la salud deMatvey cuando empezó a sonar elteléfono junto al sofá. Katya se puso enpie de un salto, pero Sergey se leadelantó. Se llevó el auricular al oído yescuchó; luego, volvió a colgarlo,meneando la cabeza.

—Muchos cruces de líneas —dijoKatya, y fue pasando platos para lospastelillos.

No había más que su habitación. Nohabía más que su cama.

Los niños se habían acostado ya, yBarley podía oírles roncar suavemente.

Matvey yacía en su petate militar en elcuarto de estar, soñando ya enLeningrado. Katya permanecía sentadacon la espalda muy erguida y Barley sesentaba a su lado, cogiéndola de la manomientras miraba su rostro, que serecortaba contra la ventana, desprovistade cortinas.

—También quiero a Matvey —dijo.Ella asintió con la cabeza y rió

brevemente. Barley le acarició lamejilla con los nudillos y descubrió queestaba llorando.

—No de la misma manera que tequiero a ti —explicó—. Yo quiero a losniños, los tíos, los perros, los gatos y

los músicos. El Arca entera esresponsabilidad mía. Pero te quiero tanprofundamente que me avergüenza sertan locuaz. Me sentiría muy agradecidosi pudiéramos encontrar una forma dereducirme al silencio. Te miro, y me danáuseas el sonido de mi propia voz.¿Quieres eso por escrito?

Luego, con las dos manos, le hizovolver la cara hacia él y la besó.Después, la guió hacia la cama, donde leapoyó la cabeza sobre la almohada y labesó de nuevo, primero en los labios y,luego, en los cerrados y húmedospárpados, mientras los brazos de ella lerodeaban la espalda y le atraían hacia sí.

Luego le apartó, se levantó de un salto yfue a mirar a los gemelos antes deregresar. Entonces, corrió el pestillo dela puerta del dormitorio.

—Si vienen los niños, debes vestirtey mostrarte muy serio —advirtió,besándole.

—¿Puedo decides que te quiero?—Si lo haces, no lo traduciré.—¿Puedo decírtelo a ti?—Si te estás muy quieto.—¿Lo traducirás?Ella ya no lloraba. Ya no sonreía.

Ojos negros, lógicos, escrutando comolos de él. Un abrazo sin reservas, sincodicilos ocultos, sin letra pequeña

agregada al contrato.Nunca había conocido a Ned en

semejante estado de ánimo. Se habíaconvertido en el Jonás de su propiaoperación, y su bronco estoicismo sólohacía sus presentimientos más difícilesde aceptar. En la sala de situación, sehallaba sentado a su mesa como siestuviese presidiendo un consejo deguerra, mientras Sheriton permanecíarecostado a su lado como un inteligenteosito de juguete. Y cuando con temerarioimpulso le llevé al «Connaught», adondeocasionalmente solía llevar a Hannah, y,para aliviar la espera, le invité a unamágica cena en el asador, seguía sin

poder penetrar la máscara de supaciencia.

Pues la verdad era que su pesimismoempezaba a afectar seriamente a mipropio estado de ánimo. Yo estaba en unbalancín. Clive y Sheriton se hallabanencaramados en un extremo. Ned era elpeso muerto en el otro. Y, dado que yono soy un gran tomador de decisiones,resultaba tanto más turbador ver a unhombre normalmente tan incisivoresignarse al ostracismo.

—Estás viendo fantasmas, Ned —ledije, con muy poco de la convicción deSheriton—. Has ido mucho más allá decuanto cualquier otro pueda estar

pensando. Está bien, ya no es tu caso.Eso no significa que sea un naufragio. Ytu credibilidad está, bueno, menguando.

—Una lista definitiva y exhaustiva—repitió Ned, como si la frase lehubiera sido inoculada por unhipnotizador—. ¿Por qué definitiva?¿Por qué exhaustiva? Contéstame a eso.Cuando Barley le vio en Leningrado, nisiquiera quiso aceptar nuestro primercuestionario. Se lo tiró a la cara aBarley. Y ahora está pidiendo toda lalista de compras de una sola vez.Pidiéndola. La lista definitiva. El GranPortazo. Tenemos que confeccionarlapara el fin de semana. Después, «Pájaro

Azul», no contestará a más preguntas delos hombres grises. «Ésta es vuestraúltima oportunidad», está diciendo.¿Por qué?

—Míralo por el otro lado —le instéen desesperado murmullo, una vez queel camarero de vinos nos hubo traídouna segunda botella de precioso clarete—. Está bien. «Pájaro Azul» ha caído enmanos de los soviéticos. Le estánmanejando. Entonces, ¿por qué cortantoda comunicación? ¿Por qué no seguirdándonos cuerda? Tú no cortarías siestuvieras en su lugar. Tú no noslanzarías un ultimátum, no fijarías plazoslímites. ¿No es verdad?

Su respuesta pagó la mejor y máscostosa comida a que jamás habíainvitado a un colega.

—Tal vez sí —dijo—. Si fuese ruso.—¿Por qué?Sus palabras fueron tanto más

estremecedoras por el hecho de serpronunciadas con heladodesapasionamiento.

—Porque podría no volver ya a serpresentable. Podría no ser capaz dehablar. O de coger su cuchillo y sutenedor. O de echar sal a su perdiz.Podría haber prestado un par dedeclaraciones voluntarias acerca de suencantadora amante de Moscú, que no

tenía ni idea, pero realmente ni idea, delo que estaba haciendo. Podría haber…

Regresamos andando a GrosvenorSquare. Barley había salido delapartamento de Katya a medianoche,hora de Moscú, y vuelto al «Mezh»,donde Henziger le había estadoesperando en el vestíbulo, leyendoostensiblemente un manuscrito.

Barley estaba de un humor excelente,pero no tenía nada nuevo que informar.Simplemente, una velada familiar, habíadicho a Henziger, pero agradable detodos modos. Y la visita del hospitaltodavía en marcha, añadió.

Durante todo el día siguiente, nada.

Un espacio. Espiar es esperar. Espiar espreocuparse desesperante uno mismomientras ve cómo se va hundiendo Ned.Espiar es llevarte a Hannah a tu piso dePimlico entre las cuatro y las seis de latarde, cuando se supone que estárecibiendo su clase de alemán, Diossabe por qué. Espiar es imitar el amor yasegurarse de que ella está en casa atiempo para darle la cena al queridoDerek.

Capítulo 15

Fueron en el coche de Volodya. Ella lohabía tomado prestado para la noche. Élhabía de esperarla delante de la estaciónde Metro del Aeropuerto a las nueve, y alas nueve en punto el «Lada» se deteníaprecariamente a su lado.

—No debías haber insistido —dijoella.

Brillaban los altos edificios sobreellos, pero en las calles se instalaba yala amenazadora atmósfera del toque dequeda. Aromas otoñales saturaban elhúmedo aire nocturno. Una media luna

envuelta en velos de niebla permanecíasuspendida en el firmamento ante ellos.Ocasionalmente, sus manos se rozaban.Ocasionalmente, sus manos se agarrabanen fuerte abrazo. Barley observaba elespejo retrovisor. Estaba roto y lefaltaban algunos pedazos, pero podíaver en él lo suficiente como paradistinguir a los coches que les seguíansin alcanzarles. Katya torció a laizquierda, pero continuó sin adelantarlesnadie.

Ella se mantenía sin hablar, así quetampoco él lo hacía. Se preguntó cómoaprenderían dónde se podía hablar ydónde no. ¿En la escuela? ¿De otras

chicas mayores a medida que crecían?¿O era ésa la primera plática del médicode familia hacia el segundo año de lapubertad? «Ha llegado el momento deque sepas que los coches y las paredestienen oídos igual que las personas…».

El coche avanzaba a sacudidas poruna carretera lateral llena de baches queconducía a un aparcamiento a medioterminar.

—Imagina que eres un médico —leadvirtió ella cuando se miraron uno aotro por encima del techo del coche—.Debes tener un aire muy severo.

—Soy un médico —dijo Barley.Ninguno de los dos bromeaba.

Avanzaron por un laberinto decharcos iluminados por la luz de la lunahasta un sendero cubierto por un techode amianto que conducía a unas puertasdobles y un vacío mostrador derecepción. Barley captó los primeros yalarmantes olores a hospital:desinfectante, cera de suelos, alcohol.Con paso vivo, ella le guió a través deun vestíbulo circular de cementoveteado, a lo largo de un pasillo consuelo de linóleo y por delante de unmostrador de mármol atendido pormujeres de gesto hosco. Un relojseñalaba las diez y veinticinco. Conademán deliberadamente oficioso,

Barley lo comparó con su reloj depulsera. El del hospital iba diez minutosatrasado. El pasillo siguiente estabaflanqueado por figuras derrumbadas ensillas de cocina.

La sala de espera era una sombríacatacumba sostenida por inmensascolumnas y con un estrado elevado en unextremo. En el otro, unas puertasbatientes daban acceso a los lavabos.Alguien había instalado una luzprovisional para mostrar el camino. Asu débil resplandor, Barley distinguióuna hilera de colgadores vacíos detrásde un mostrador de madera, camillascon ruedas y, sujeto a la columna más

próxima, un viejo teléfono. Junto a lapared había un banco. Katya se sentó enél, así que Barley tomó asiento tambiénjunto a ella.

—Siempre procura ser puntual. Aveces se retrasa por la conexión —dijoella.

—¿Puedo hablar yo con él?—Se enfadaría.—¿Por qué?—Si oyen hablar en inglés en una

conferencia interurbana prestaránatención inmediatamente. Es normal.

Por las puertas batientes, un hombrecon la cabeza vendada, que parecía unsoldado aturdido llegado del frente,

entró en el lavabo de mujeres en elmomento en que dos mujeres salían deél. Éstas le agarraron y le colocaron enla dirección correcta. Katya abrió subolso y sacó una libreta de notas y unapluma.

Lo intentará a las diez cuarenta,había dicho. A las diez cuarentaintentará el primer contacto. No hablarámucho tiempo, había insistido. Esimprudente hablar demasiado tiempoaun entre teléfonos seguros. Se puso enpie y se dirigió hacia el teléfono,agachándose con soltura para pasar bajoel mostrador del guardarropa.

¿Le dirá que la quiere?, se preguntó

Barley. ¿«Te quiero lo suficiente comopara poner en peligro tu vida por mí»?¿Le hablará de amor como hacía en sucarta? ¿O le dirá que ella es un precioaceptable por la purificación de sudesasosegada alma?

Ella estaba en pie, oblicuamente conrespecto a él, mirando atentamente através de las puertas batientes. ¿Habíavisto algo malo? ¿Había oído algo? ¿Oestaba ya su mente muy lejos, conYakov?

«Es su postura cuando le estáesperando —pensó—, como alguiendispuesto a esperar todo el día».

Sonó el teléfono, roncamente, como

si tuviese polvo en la laringe. Un sextosentido había guiado ya a Katya hacia él,por lo que no tuvo oportunidad de lanzarun segundo graznido antes de que ella locogiese. Barley estaba sólo a unos pasosde ella, pero apenas si podía oír su vozpor encima del ruido de fondo quellenaba el edificio. Katya se habíavuelto de espaldas a él,presumiblemente para proteger suintimidad, y se había tapado con la manola oreja libre a fin de poder oír mejor asu amante por el auricular. Barley sólopodía escucharla decir «sí» y de nuevo«sí», sumisamente.

¡Déjala en paz!, pensó airadamente

Barley. Te lo he dicho antes y te lovolveré a decir el fin de semana. Déjalaen paz, mantenla fuera de esto. ¡Tratacon los hombres grises o conmigo!

La libreta de notas yacía abiertasobre un desvencijado estante sujeto a lacolumna, con la pluma encima, pero nohabía tocado ni una ni otra. Sí. Sí. Sí.Yo hice eso en la isla. Sí. Sí. Sí. Vio sushombros elevarse y permanecer así, y suespalda distenderse después como sihubiera hecho una profunda inspiracióno hubiera disfrutado de un momentoplacentero en su interior. Su codo seseparó de su costado para apretar másfirmemente el auricular contra su

cabeza. Sí. Sí. ¿Qué tal no por una solavez? ¡No, no me someteré por ti!

Su mano libre había encontrado lacolumna, y Barley pudo ver cómo losdedos se separaban y se tensaban alapretarse las yemas contra el oscuroyeso. Vio que le blanqueaba el dorso dela mano al ponerse rígida, pero sinmoverse, y de pronto su mano le alarmó.Había encontrado un asidero y se estabaaferrando a él para salvar la vida. Ellaestaba en la lisa faz del acantilado, y lapresa de sus dedos era lo único quehabía entre su amante y el abismo.

Se volvió, con el auricular apretadoaún contra su oído, y él vio su cara.

¿Quién era? ¿En qué se habíaconvertido? Por primera vez desde quela conocía, su rostro carecía deexpresión, y el teléfono arrimado a susien era la pistola que alguien estabasosteniendo allí.

Tenía la mirada del rehén.Luego, su cuerpo empezó a resbalar

a lo largo de la columna, como si nopudiera ya hacer el esfuerzo necesariopara mantenerlo erguido. Al principio,cedieron solamente las rodillas, despuésse dobló también por la cintura, peroallí estaba Barley para sostenerla. Lerodeó la cintura con un brazo y le cogióel teléfono con la otra mano. Se lo llevó

al oído y gritó: «¡Goethe!», perosolamente percibió el tono de llamada,así que colgó.

Era extraño, pero hasta ahora Barleyhabía olvidado que era fuerte.Comenzaron a moverse, pero al hacerla,ella fue presa súbitamente de unaviolenta reacción contra él y le lanzó ensilencio el puño, golpeándole en elpómulo con tanta fuerza que por unosinstantes no vio nada más que una luzdeslumbrante. Le sujetó las manos a loscostados y las mantuvo allí mientras laempujaba por debajo del mostrador y laconducía a través del hospital y delaparcamiento. «Es una paciente alterada

—estaba explicando mentalmente—.Una paciente alterada, bajo los cuidadosde un médico».

Todavía sujetándola, volcó su bolsosobre el techo del coche, encontró lallave, abrió la puerta del lado delacompañante y la dejó caer dentro.Luego, dio la vuelta corriendo hasta ellado del conductor por si ella tenía ideade ponerse al volante.

—Iré a casa —dijo ella.—No conozco el camino.—Llévame a casa —repitió.—¡No conozco el camino, Katya!

Tendrás que decirme a la derecha y a laizquierda, ¿me oyes? —La agarró de los

hombros—. Incorpórate. Mira por laventanilla. ¿Dónde está la marcha atrásen este maldito cacharro?

Maniobró con los cambios. Asió lapalanca y la puso bruscamente enmarcha atrás, haciendo chirriar la cajade cambios.

—Luces —dijo.Ya las había encontrado, pero hizo

que ella se las encendiera, queriendoque reaccionara a su ira. Mientrasavanzaban dando tumbos sobre losbaches, tuvo que torcer a un lado paraesquivar una ambulancia que entraba atoda velocidad. Un surtidor de barro yagua ennegreció el parabrisas, pero

como no estaba lloviendo no habíalimpiaparabrisas. Deteniendo de nuevoel coche, se apeó y limpió a medias elcristal con su pañuelo. Luego, volvió asubir.

—A la izquierda —ordenó ella—.De prisa, por favor.

—Antes vinimos por el otro lado.—Es de dirección única. Date prisa.Su voz sonaba yerta, y él no podía

reanimarla. Le ofreció su botellín dewhisky. Ella lo rechazó. Conducíalentamente, haciendo caso omiso de susinstrucciones de que se apresurase.Brillaban unos faros en el espejoretrovisor, sin ganar ni perder terreno.

Es Wicklow, pensó. Es Paddy, Cy,Henziger, Zapadny, todos los coracerosde la guardia. El rostro de Katya seiluminaba y oscurecía alternativamentebajo las lámparas de sodio, pero semantenía exánime. Estaba mirando alinterior de su propia mente, acualesquiera terribles cosas que veía ensu imaginación. Se había llevado a laboca el apretado puño y tenía losnudillos encajados entre los dientes.

—¿Tuerzo aquí? —le preguntó élásperamente. Y de nuevo le gritó—:Dime dónde tengo que torcer, ¿quieres?

Ella habló primero en ruso y, luego,en inglés.

—Ahora. A la derecha. Más deprisa.

Nada le resultaba familiar a Barley.Cada calle desierta era como lasiguiente y como la anterior.

—Tuerce ahora.—¿Derecha o izquierda?—¡Izquierda!Gritó la palabra con todas sus

fuerzas y, luego, volvió a gritarla. Trasel grito, brotaron sus lágrimas ycontinuaron cayendo entre estranguladossollozos. Luego, gradualmente, lossollozos se fueron debilitando y paracuando detuvo el coche delante de suedificio de apartamentos habían cesado

por completo. Estiró del freno de mano,pero estaba roto. El coche se movíatodavía cuando ella abrió la puerta de sulado. Él alargó el brazo para detenerla,pero Katya fue demasiado rápida. Habíaconseguido saltar a la acera y corría porel patio delantero con el bolso abierto ybuscando las llaves. Un muchacho conchaqueta de cuero estaba apoyado en elquicio de la puerta y pareció querercortarle el paso. Pero Barley habíaalcanzado ya a Katya, y el muchacho sehizo a un lado de un salto para dejarlospasar. Ella no quiso esperar el ascensor,o quizás había olvidado que existía uno.Echó a correr escaleras arriba, y Barley

lo hizo detrás de ella, pasando pordelante de una pareja abrazada. En elprimer rellano, un viejo estaba sentado,borracho, en un rincón. Subieron ysiguieron subiendo. Ahora era una viejala que estaba borracha. Ahora, un chico.Subieron tantos tramos de escalera queBarley empezó a temer que hubieraolvidado en qué piso vivía. Luego, depronto, estaba haciendo girar la llave ynuevamente se encontraban en suapartamento, y Katya entraba en lahabitación de los gemelos y searrodillaba en su cama, con la cabezaechada hacia delante y jadeando comouna nadadora desesperada, con un brazo

extendido sobre el cuerpo de cada niñodormido.

Una vez más, sólo había sudormitorio. La llevó hasta allí porque,aun en aquel minúsculo espacio, ella yano conocía el camino. Se sentó en lacama con aire titubeante, pareciendo nosaber a qué altura estaba. Él se sentó asu lado, mirando su rostro apagado,viendo cómo sus ojos se cerraban, seentreabrían y volvían a cerrarse, sinatreverse a tocada porque estaba rígiday aterrada y alejada de él. Se agarrabala muñeca como si la tuviese rota. Lanzóun profundo suspiro. Barley pronunciósu nombre, pero ella no pareció oírle. Él

paseó la vista por la habitación,buscando. Sujeta a una pared había unaespecie de repisa, una improvisadamesa y un escritorio combinados.Echado entre viejas cartas vio uncuaderno con lomo de alambre enespiral, similar a los que usaba Goethe.Sobre la cama colgaba una reproducciónenmarcada de un Renoir. Barleydescolgó el cuadro y se lo apoyó sobrelos muslos. El adiestrado espía arrancóuna página de su libreta de notas, laapoyó sobre el cristal del cuadro, sacóuna pluma del bolsillo y escribió:

Cuéntame.Puso el papel delante de Katya, y

ella lo leyó con indiferencia, sin soltarsela muñeca. Se encogió levemente dehombros. Su hombro estaba apoyadocontra el de él, pero ella no se dabacuenta. Tenía abierta la blusa y losabundantes y negros cabellosdesgreñados a consecuencia de sucarrera. Escribió de nuevo Cuéntame y;luego, la agarró de los hombros mientrassus ojos la imploraban con desesperadoamor. Después, señaló con el dedoíndice la hoja de papel. Cogió el cuadroy se lo puso a ella sobre el regazo paraque lo sujetase. Ella miró el papel y elCuéntame, hizo una profundainspiración y bajó la cabeza hasta que él

la perdió la vista tras la caótica cortinade sus cabellos.

Han cogido a Yakov, escribió.Él volvió a tomar la pluma.¿Quién te lo ha dicho?Yakov, respondió ella.¿Qué ha dicho?Vendrá a Moscú el viernes. Se

reunirá contigo en el apartamento deÍgor a las once de la noche del viernes.Te traerá más material y responderá atus preguntas. Debes tener preparadauna lista concreta. Será la última vez.Debes traerle noticias de publicación,fechas, detalles. Debes traerle buenwhisky. Me quiere.

Él volvió a coger la pluma.¿Era Yakov el que hablaba?Ella asintió con la cabeza.¿Por qué dices que le han cogido?Utilizó el otro nombre.¿Qué nombre?Daniil. Era nuestra norma. Pyotr si

no hay novedad. Daniil si le hancogido.

La pluma había estado pasandourgentemente entre ellos. Ahora, Barleyla retuvo, mientras escribía pregunta traspregunta.

¿Ha cometido un error?, escribió.Ella meneó la cabeza.Ha estado enfermo. Ha olvidado

vuestro código, escribió él.Ella volvió a menear la cabeza.¿Nunca se ha equivocado antes?,

escribió.Negó ella con la cabeza, cogió la

pluma y escribió furiosamente.Me ha llamado Mariya. Ha dicho:

¿Eres Mariya? Mariya es e nombre queyo debía dar si estaba en peligro. Siestoy bien, Alina.

Escribe sus palabras.Aquí Daniil. ¿Eres Mariya? Mi

conferencia ha sido el éxito másgrande de mi carrera. Eso era mentira.

¿Por qué?Él siempre dice que en Rusia el

único éxito es no ganar. Es una bromaque tenemos. Hablaba deliberadamentecontra nuestra broma. Me estabadiciendo que estamos muertos.

Barley fue hasta la ventana y miróverticalmente hacia la multitud y lacalle. Todo el oscuro mundo de suinterior había quedado en silencio. Nadase movía, nada respiraba. Pero estabapreparado. Había estado preparado todasu vida, y nunca lo había sabido. Ella esla mujer de Goethe y, por lo tanto, estátan muerta como él. Todavía no, porquehasta ahora Goethe la ha protegido conla última brizna de valor que le queda.Pero tan muerta como pueden estado los

muertos, en cuanto quieran extender sulargo brazo y separarla del árbol.

Durante quizás una hora, permanecióallí, junto a la ventana, antes de regresara la cama. Ella estaba tendida decostado, con los ojos abiertos y lasrodillas encogidas. La rodeó con subrazo y la atrajo hacia sí y sintió que sucuerpo se quebraba dentro de su abrazoal tiempo que empezaba a sollozar enespasmos convulsivos y silenciosos,como si tuviera miedo incluso de llorardentro del alcance de los micrófonos.

Barley empezó a escribir de nuevo,con grandes letras mayúsculas:PRÉSTAME ATENCIÓN.

Las pantallas parpadeaban cadapocos minutos. Barley ha salido del«Mezh». Más. Han llegado a la estacióndel Metro. Más. Han salido del hospital.Katya del brazo de Barley. Más. Loshombres mienten, pero el ordenador esinfalible. Más.

—¿Por qué diablos conduce él? —preguntó Ned al leer esto. Sheritonestaba demasiado absorto paracontestar, pero Bob se hallaba detrás deél y fue quien recogió la pregunta.

—A los hombres les gusta conducira las mujeres, Ned. Los tiempos sonchauvinistas todavía.

—Gracias —dijo cortésmente Ned.

Clive sonreía aprobadoramente.Intermedio. Las pantallas abandonan

la secuencia mientras Anastasia reanudael relato. Anastasia es una colérica viejaletona de sesenta años que duranteveinte ha estado en los libros de la CasaRusia. Solamente a Anastasia se le hapermitido cubrir el vestíbulo.

El texto dice:Pasó dos veces, primero al lavabo,

luego de nuevo a la sala de espera.La primera vez, Barley y Katya

estaban sentados en un banco,esperando.

La segunda, Barley y Katya estabande pie junto al teléfono y parecían estar

abrazándose. Barley tenía una manojunto a la cara de ella. Katya teníatambién levantada una mano, con la otracolgando a un costado.

¿Había llegado ya para entonces lallamada de «Pájaro Azul»?

Anastasia no lo sabía. Aunque habíaestado en su cubículo del lavaboescuchando tan intensamente comopodía, no había oído el timbre delteléfono. Así que, o bien no se habíaproducido la llamada, o había terminadoya para cuando pasó por segunda vez.

—¿Por qué diablos iba a estarabrazándola? —dijo Ned.

—Quizá tenía ella una mosca en el

ojo —respondió ásperamente Sheriton,sin dejar de mirar a la pantalla.

Conducía él —insistió Ned—. Notiene permitido conducir allí, peroconducía. Le dejó conducir a ella todoel camino al campo y vuelta. Ellacondujo cuando fueron al hospital. Yluego, de pronto, va y coge el volante él.¿Por qué?

Sheriton dejó su lápiz y se pasó eldedo índice por el interior del cuello dela camisa.

—¿Y eso qué importa, Ned? ¿Hizo«Pájaro Azul» su llamada o no? Ésa esla cuestión.

Ned tuvo todavía la decencia de

meditar la pregunta.—Presumiblemente, la hizo. En otro

caso, habrían continuado esperando.—Quizás oyó algo que no le gustó.

Alguna mala noticia o algo —sugirióSheriton.

Las pantallas se habían apagado,dejando en penumbra la sala.

Sheriton tenía un despacho separado,con muebles de palisandro y arteinstantáneo. Nos fuimos allí, nosservimos café y permanecimos en elrecinto.

—¿Qué diablos está haciendo él ensu piso tanto tiempo? —me preguntóNed, llevándome aparte—. Lo único que

tiene que hacer es obtener de ella lahora y el lugar de la entrevista. Esopodía haberlo hecho hace dos horas.

—Quizás están teniendo unosmomentos de ternura —dije.

—Me sentiría mejor si fuese así.—Quizás esté comprando otro

sombrero —dijo desabridamenteJohnny, que nos había oído.

—Jerónimo —exclamó Sheritoncuando sonó el timbre, y regresamos entropel a la sala de situación.

Un plano iluminado de la ciudad nosmostró el apartamento de Katyaseñalado por una lucecita roja. El puntode recogida se hallaba a trescientos

metros al este de él, en la esquinasudeste de dos calles principalesseñaladas en verde. Barley debía ahoraestar caminando a lo largo de la acerasur, manteniéndose junto al bordillo. Alllegar al punto de recogida, debíaaparentar reducir la marcha como sibuscase un taxi. El coche de seguridadse detendría junto a él. Se habíainstruido a Barley en el sentido de quediera al conductor el nombre de su hotelen voz bien alta y que negociara unprecio con las manos.

En el segundo cruce, el cochetomaría un desvío lateral y entraría en unsolar en que se hallaba aparcado el

camión de seguridad, con su conductordormitando aparentemente en la cabina.Si la antena del camión estabadesplegada, el coche describiría uncírculo a la derecha y volvería alcamión.

Si no, fracaso.El informe de Paddy llegó a las

pantallas a la una de la madrugada, horade Moscú. Menos de una hora después,las cintas estaban disponibles paranosotros, lanzadas desde el tejado de laEmbajada de los Estados Unidos. Elinforme ha sido desmenuzado desdeentonces de todas las manerasimaginables. Para mí, sigue siendo un

modelo de información objetivasuministrada desde el terreno.

Naturalmente, el escritor necesitaser conocido, pues cualquier escritorbajo el sol tiene sus limitaciones. Paddyno era un adivinador del pensamiento,pero era muchas otras cosas, un antiguogurkha convertido en miembro de lasfuerzas especiales, convertido en oficialdel servicio de información, lingüista,planificador e improvisador conforme almodelo favorito de Ned.

Para su personalidad exterior habíaadoptado una apariencia de estupidezinglesa tal que los no iniciados lotomaban a chacota cuando se lo

describían unos a otros: sus pantalonescortos hasta las rodillas en verano,cuando practicaba sus excursiones porlos bosques de Moscú; su estrafalarioatuendo en invierno, cuando cargaba su«Volvo» con viejos esquíes y pértigasde bambú y raciones de supervivencia y,finalmente, su propia egregia persona,tocada con un gorro de piel que parecíacomo si hubiera sido tomado de losconvoyes árticos. Pero hay que ser unhombre inteligente para fingirse tonto ysalir con bien durante mucho tiempo, yPaddy era un hombre inteligente, porconveniente que más tarde resultaratomar como auténticas sus

excentricidades.También al controlar su abigarrada

mezcla de seudoestudiantes de idiomas,comisionistas, pequeños comerciantes ynacionales de terceros países, Paddy eraun primera clase. Ni el propio Nedhubiera podido superarle. Los cuidabacomo un prudente cura párroco, y cadauno de ellos, a su solitaria manera,estaba a su altura. No era culpa suya silas cualidades que hacían que loshombres acudieran a él le hacíantambién vulnerable al engaño.

Así también con el informe dePaddy. Le llamó primero la atención laprecisión con que Barley presentaba su

relato, y la cinta así lo confirma. La vozde Barley es más firme y segura que encualquier grabación anterior.

Paddy se sentía impresionado por ladecisión de Barley y por su entrega a sumisión. Comparaba el Barley que veíadelante de sí en el camión, con el Barleya quien había dado instrucciones para suviaje a Leningrado y se congratulaba dela mejora. Tenía razón. Barley era unhombre ampliado y transformado.

El relato que Barley hizo a Paddyconcordaba también con todos loshechos comprobables a disposición dePaddy, desde la recogida en el Metro yel viaje al hospital hasta la espera en el

banco y el sofocado timbrazo. Katyahabía estado inclinada sobre el teléfonocuando sonó, dijo Barley. El propioBarley apenas si lo había oído. No eraextraño que tampoco lo hubiera oídoAnastasia, razonaba Paddy. Katya debíade haberlo cogido con la rapidez delrayo.

La conversación entre Katya y«Pájaro Azul» había sido breve, dosminutos a lo sumo, dijo Barley. Otracosa que encajaba. Se sabía que aGoethe le asustaban las conversacionestelefónicas largas.

Por consiguiente, con tantoselementos adicionales de control a su

alcance, y superándolos Barley todosperfectamente, ¿cómo diablos puedenadie sostener después que Paddyhubiera debido llevar a Barleydirectamente a la Embajada y expedirlo,atado y amordazado, a Londres? Pero,desde luego, eso era exactamente lo quesostenía Clive, y no era el único.

Y lo mismo respecto a los tresmisterios que obsesionaban ya a Ned, elabrazo, el trayecto desde el hospital conBarley al volante, las dos horas quepasaron juntos en el piso. Por lasrespuestas de Barley, debemos verle talcomo le vio Paddy, inclinado a la débilluz que brillaba sobre la mesa en el

camión y con la cara reluciente porefecto del calor. Se oye al fondo elzumbido de los aisladores. Los doshombres llevan auriculares y entre elloshay un micrófono de circuito cerrado.Barley susurra su historia, medio almicrófono, medio a su jefe de puesto. Nitodas las noches de aventuras pasadaspor Paddy en la frontera del Noroestehabrían podido proporcionar unaatmósfera más dramática.

Cy permanece sentado en la sombracon un tercer par de auriculares. Es elcamión de Cy, pero tiene órdenes dedejarle a Paddy el papel de anfitrión.

—Y entonces va ella y se pone

melancólica —dijo Barley, consuficiente tono de camaraderíamasculina en su voz como para hacersonreír a Paddy—. Se había estadopreparando toda la semana para sullamada, y de pronto todo habíaterminado, y ella se derrumbó.Probablemente, no le favoreció el hechode que yo estuviese allí. Supongo que enotro caso habría aguantado hasta llegar asu casa.

—Muy probablemente —asientePaddy, con tono comprensivo.

—Fue demasiado para ella. Oír suvoz, oír que dentro de un par de díasestará en la ciudad, sus preocupaciones

por los niños… y por él, y por sí mismatambién…, todo eso fue demasiado paraella.

Paddy comprendía perfectamente. Ensus tiempos, había conocido mujeresemocionales, y tenía experiencia en laclase de cosas que las alteraban.

A partir de ahí, todo se deslizó connaturalidad. El engaño se convirtió enuna sinfonía. Barley había hecho cuantohabía podido por consolarla, dijo, peroestaba muy afectada, así que la rodeócon el brazo, la llevó hasta el coche y lacondujo a su casa.

En el coche, ella lloró otro pocomás, pero estaba ya repuesta cuando

llegaron al piso. Barley le preparó unataza de té y le acarició la mano hasta quetuvo la seguridad de que ella sabía hacerfrente a la situación.

—Bien hecho —dijo Paddy. Y si, aldecirlo, parece un oficial del ejércitoindio del siglo XIX felicitando a sushombres después de una vana carga decaballería, es sólo porque se hallaimpresionado y tiene la boca demasiadocerca del micrófono.

Está finalmente la pregunta deBarley, que es donde intervino Cy. Alconsiderarla retrospectivamente, esindudable que suena como una claramanifestación de perversas intenciones.

Pero Cy no la oyó así, y tampoco Paddy.Y, de hecho, tampoco nadie en Londres,a excepción de Ned, cuya impotenciaresultaba ya desalentadora. Ned estabaconvirtiéndose en el paria de la sala desituación.

—¡Oh! Sí…, esto…, ¿qué hay de lalista de compras? —dice Barleymientras se dispone a marcharse. Lapregunta surge como una de variaspequeñas cuestiones administrativas, sinespecial importancia—. ¿Cuándo mevan a poner en la mano la lista decompras? —pregunta repetitivamente.

—¿Por qué? —dice Cy desde lassombras.

—Bueno, no sé. ¿No debería yoestudiarla antes un poco o algo?

—No hay nada que estudiar —replica Cy—. Son preguntas escritas,con respuestas de sí o no, y espositivamente importante que usted noconozca ninguna de ellas, gracias.

—Entonces, ¿cuándo la tendré?—Haremos la lista de compra lo

más tarde posible —responde Cy.De la propia opinión de Cy sobre

Barley ha quedado registrada unaauténtica perla. «Con los ingleses —sedice que comentó—, nunca sabe uno quéinfiernos están pensando».

Esa noche por lo menos, Cy tenía

una cierta justicia de su parte.—No había ninguna mala noticia —

insistió Ned, mientras Brock reproducíalas cintas del camión por tercera otrigésima vez.

Estábamos de nuevo en nuestra CasaRusia. Nos habíamos refugiado allí. Eraotra vez como en los viejos tiempos.Comenzaba a amanecer, pero estábamosdemasiado despiertos como paraacordarnos de dormir.

—No había ninguna mala noticia —repitió Ned—. Todo eran buenasnoticias. «Estoy bien. Estoy sinnovedad. Di una conferencia magnífica.Vaya coger el avión. Te veré el viernes.

Te quiero». Y ella se echa a llorar.—¡Oh! No sé —dije, hablando en

contra de mi propia inclinación—. ¿Túno has llorado nunca de felicidad?

—Llora tanto que él tiene quellevarla por el pasillo del hospital.Llora tanto que no puede conducir.Cuando llegan a su apartamento, ella seadelanta corriendo hasta la puerta comosi Barley no existiese, porque se sientemuy feliz de que «Pájaro Azul» vaya allegar puntualmente. Y él la consuela.De todas las buenas noticias que harecibido. —La voz grabada de Barleyhabía vuelto a sonar—. Y él estátranquilo. Completamente tranquilo. Ni

una preocupación en el mundo.«Estamos justo sobre el objetivo, Paddy.Todo va perfectamente. Por eso es porlo que está llorando». Claro que sí.

Se recostó en su asiento y cerró losojos, mientras la fiable voz de Barleycontinuaba hablándole desde elmagnetófono.

—Él ya no nos pertenece —dijo Ned—. Se ha ido.

Como también, en un sentidodiferente, se había ido Ned. Habíadesencadenado una gran operación.Ahora, todo lo que podía hacer por símismo era ver cómo iba quedando fuerade control. Jamás en toda mi vida vi un

hombre tan solo, con la posibleexcepción de mí mismo.

Espiar es esperar.Espiar es preocuparse.Espiar es ser uno mismo pero más

aún.Las fórmulas del extinto Walter y del

viviente Ned resonaban en los oídos deBarley. El aprendiz se había convertidoen heredero de los hechizos de susmaestros, pero su magia era ahora máspotente de lo que jamás había sido la deellos.

Se encontraba en un altiplano al queninguno de ellos había ascendido. Teníael objetivo, tenía los medios para

alcanzarlo y tenía lo que Clive habríallamado la motivación, que en bocasmejores era resolución. Todo lo que lehabían enseñado estado dando frutosmientras se dirigía sosegadamente a labatalla para engañarlos. Pero él no erasu burlador.

Sus banderas no eran nada para él.Podían ondear en cualquier viento. Peroél no era su traidor. Él no era su propiacausa. Él conocía la batalla que teníaque ganar y por quién tenía que ganarla.Él conocía el sacrificio que estabadispuesto a hacer. Él no era su traidor.Él era completo.

Él no necesitaba sus asustados

rótulos y sus débiles sistemas. Él era unhombre solo, pero era más grande que lasuma de los que habían creído lograr sucontrol. Él los conocía como la peor detodas las armas dañinas, porque suexistencia justificaba sus objetivos.

De una forma suave que no lo eratanto, había descubierto la ira. Podíaoler sus primeras llamas y oír elchisporroteo de sus astillas.

Sólo existía el ahora. Goethe teníarazón. No existía el mañana porque elmañana era la excusa. Existía el ahora ono existía ningún lugar, y Goethe,incluso en ningún lugar, seguía teniendorazón. Debemos eliminar a los hombres

grises de nuestro propio interior,debemos quemar nuestros trajes grises yliberar nuestros buenos corazones, quees el sueño de toda persona decente eincluso —se crea o no— de ciertoshombres grises también. Pero ¿cómo?¿Con qué?

Goethe tenía razón, y no era culpasuya ni de Barley que cada uno de elloshubiese puesto al otro en movimientopor accidente. Con el radiante espírituque estaba alzándose en su interior, lasensación de parentesco con suinverosímil amigo que experimentabaresultaba irresistible. Rebosaba defidelidad al frenético sueño de Goethe

de liberar las fuerzas de la cordura yabrir las puertas de las habitacionessucias.

Pero Barley no se demoró muchotiempo en la agonía de Goethe. Goetheestaba en el infierno, y, muyprobablemente, Barley no tardaría enseguirle. Le lloraré cuando tenga tiempo,pensó. Hasta entonces su tarea estabacon los vivos a quienes Goethe habíapuesto tan vergonzosamente en peligro y,en un último y valeroso gesto, habíaintentado preservar.

Para su tarea inmediata, Barleydebía utilizar las tretas de los hombresgrises. Debía ser él mismo, pero más de

lo que lo había sido antes. Debíaesperar. Debía preocuparse. Debía serun hombre vuelto del revés,interiormente reconciliado,exteriormente irrealizado. Debía vivirsecretamente de puntillas, arquearsecomo un gato dentro de su cabezamientras representa el papel del BarleyBlair que ellos quieren ver, de lacreación totalmente suya.

Mientras tanto, el jugador de ajedrezque hay en él calcula sus movimientos.El adormecido negociador se estátornando imperceptiblemente despierto.El editor consigue lo que nunca antes haconseguido, se está convirtiendo en el

frío y sereno mediador entre lanecesidad y la previsión.

Katya sabe, razonar. Sabe que hancogido a Goethe.

Pero ellos no saben que sabe,porque ella no reveló su conocimientopor el teléfono.

Y ellos no saben que yo sé queKatya sabe.

En el mundo entero yo soy la únicapersona, aparte de Katya y Goethe, quesabe que Katya sabe.

Katya está libre todavía.¿Por qué?No le han quitado los hijos,

registrado el piso, metido a Matvey en

el manicomio ni manifestado ningunade las delicadezas tradicionalmentereservadas a las damas rusas quesirven de correo a físicos de la defensasoviética que han decidido confiar lossecretos de su nación a un negligenteeditor occidental.

¿Por qué?Yo también estoy libre por ahora.

No me han encadenado del cuello a unapared de ladrillo.

¿Por qué?Porque no saben que sabemos que

saben.Así que quieren más.Nos quieren a nosotros, pero más

que a nosotros.Pueden esperarnos, porque quieren

más.Pero ¿qué es ese más?¿Cuál es la clave de su paciencia?Todo el mundo habla , había dicho

Ned, enunciando un hecho de la vida.Con los métodos actuales, todo elmundo habla. Le estaba diciendo aBarley que no intentara resistir si lecapturaban. Pero Barley no pensaba yaen sí mismo. Estaba pensando en Katya.

Cada día, cada noche que siguió,Barley fue moviendo mentalmente laspiezas, puliendo su plan mientrasesperaba, como esperábamos todos, la

prometida entrevista del viernes con«Pájaro Azul».

En el desayuno, Barley puntualmentemanifiesto, editor y espía modelo. Ycada día, a todo lo largo del día, el almay vida de la feria.

Goethe. No puedo hacer nada porti. Ningún poder en la tierra te liberaráde su garra.

Katya, todavía salvable. Sus hijos,todavía salvables. Aunque todo elmundo habla, y Goethe al final no seráuna excepción.

Yo, insalvable como siempre.Goethe me dio el valor, pensó,

mientras crecía en él su secreta

determinación, y Katya el amor.No. Katya me dio ambas cosas. Y

me las sigue dando todavía.Y el viernes, tan tranquilo como los

días anteriores, las pantallas casi enblanco, mientras Barley se dirigemetódicamente hacia la gran fiesta depresentación de «Potomac Blair» en elespíritu de Buena Voluntad y Glasnost,como dicen nuestras floridasinvitaciones, impresas en trípticos dedentados bordes en la propia imprentadel Servicio hace menos de dossemanas.

E intermitentemente, con aparentedespreocupación, Barley se asegura de

que Katya continúa bien. La llamasiempre que puede. Charla con ella y lahace utilizar la palabra «conveniente»como señal de seguridad. A cambio, élintroduce la palabra «francamente» ensu propio negligente parloteo. Nadaimportante; nada acerca del amor o lamuerte o los grandes poetas alemanes.Sólo:

¿Cómo te va?Francamente, ¿te está cansando la

feria?¿Qué tal los gemelos?¿Continúa Matvey disfrutando con su

pipa?Todo lo cual quiere decir, te quiero,

y te quiero, y te quiero, y te quierofrancamente.

Para más seguridad de que siguebien, Barley envía a Wicklow para quela eche un vistazo al pasar por elpabellón socialista.

—Está perfectamente —informaWicklow con una sonrisa, divertido porel nerviosismo de Barley—. Tanpimpante como siempre.

—Gracias —dice Barley—. Muyamable, muchacho.

La segunda vez, de nuevo a peticiónde Barley, va el propio Henziger. QuizáBarley se está reservando para la noche.O quizás es que no confía en sus propias

emociones. Pero ella continúa allí,todavía viva, todavía respirando, y se hapuesto ya su vestido de fiesta.

Y durante todo el tiempo, inclusomientras regresa temprano a la ciudadpara adelantarse a sus invitados, Barleycontinúa pasando revista a su ejército dehechos alterables e inalterables con unaclaridad de la que incluso el abogadomás experto y comprometido se sentiríaorgulloso.

Capítulo 16

—¡Gyorgy! ¡Maravilloso! ¡Fantástico!¿Dónde está Varenka?

—¡Barley, amigo mío, sálvanos, porlos clavos de Cristo! No nos gusta elsiglo XX más que a ti el inglés.¡Huyamos juntos de él! Nos vamos estanoche, ¿vale? ¿Sacas los billetes?

—Yuri. Dios mío, ¿ésta es tu nuevaesposa? Abandónele. Es un monstruo.

—¡Barley! ¡Escucha! ¡Todo va bien!¡Ya no tenemos problemas! ¡En losviejos tiempos debíamos suponer quetodo era un caos! ¡Ahora podemos mirar

nuestros periódicos y confirmarlo!—¡Misga! ¿Cómo va el trabajo?

¡Súper!—Por amor de Dios, Barley, es la

guerra, guerra abierta. ¡Primero tuvimosque ahorcar a la vieja guardia y luegotuvimos que librar otro Stalingrado!

—¡Leo! ¡Me alegra verte! ¿Cómoestá Sonya?

—¡Hazme caso, Barley! ¡Elcomunismo no es una amenaza! ¡Es unaindustria parásita que se nutre de loserrores que cometéis vosotros, losestúpidos cretinos de Occidente!

La recepción se celebraba en la sala,revestida de espejos, del piso alto de un

vetusto hotel situado en el centro de laciudad. Guardias de paisanopermanecían fuera, en la acera. Otrosmás rondaban por el vestíbulo y en laescalera y a la entrada del salón.

«Potomac Blair» había invitado acien personas. Ocho habían aceptado,nadie había rehusado y hasta el momentohabían llegado ciento cincuentaasistentes. Pero hasta que Katya seencontrara entre ellos Barley preferíalos espacios próximos a la puerta.

Entró un rebaño de muchachasoccidentales, escoltadas por losacostumbrados y dudosos intérpretesoficiales, todos hombres. Un corpulento

filósofo que tocaba el clarinete llegóacompañado por su más recienteamiguito.

—¡Aleksander! ¡Fantástico!¡Maravilloso!

Un siberiano solitario llamadoAndrei, ya borracho, necesitaba hablarcon Barley sobre un asunto de vitalimportancia.

—El socialismo de partido único esun desastre, Barley. Nos ha destrozadoel corazón. Conservad vuestra variedadbritánica. ¿Publicarás mi nueva novela?

—Bueno, no sé, Andrei —respondiócautelosamente Barley, mirando hacia lapuerta—. Nuestro director ruso la

admira, pero no ve un mercado ingléspara ella. Estamos pensando en el tema.

—¿Sabes por qué he venido estanoche? —preguntó Andrei.

—Dímelo tú.Llegó otro bullicioso grupo, pero

Katya continuaba sin aparecer.—Para lucir ante ti mis mejores

ropas. Nosotros, los rusos, nosconocemos demasiado bien unos a otrosnuestras artimañas. Necesitamos tuespejo occidental. Tú vienes aquí,vuelves a marcharte con nuestrasmejores imágenes reflejadas en ti y nossentimos nobles. Si has publicado miprimera novela, lo lógico es que

publiques también la segunda.—No, si la primera no produjo nada

de dinero, ¿no te parece, Andrei? —replicó Barley con rara firmeza, y, parasu alivio, vio que Wicklow se dirigíahacia ellos cruzando el salón.

—¿Te has enterado de que Anatolymurió en diciembre en la cárcel aconsecuencia de una huelga de hambre?¿Después de dos años de esta GranNueva Rusia que estamos disfrutando?—continuó Andrei, tomando otroenorme trago de whisky, cortesía de laEmbajada americana en apoyo de unaRusia más sobria.

—Claro que nos hemos enterado —

intervino suavemente Wicklow—. Fueterrible.

—Entonces, ¿por qué no publican minovela?

Dejando que Wicklow se las hubieracon él, Barley extendió los brazos y sedirigió apresuradamente a la puerta conuna expresión radiante en el rostro.Había llegado la soberbia Natalie de laBiblioteca Estatal de LiteraturaExtranjera, una docta belleza de sesentaaños. Se unieron en extático abrazo.

—¿De quién hablaremos esta noche,Barley? ¿De James Joyce o de AdrianMole? ¿Por qué pareces de pronto taninteligente? Es porque te has vuelto

capitalista.Una estampida lanzó a la mitad de la

concurrencia hacia el fondo del salón ehizo que los guardias atisbaran,alarmados, por la puerta. El rumor deconversaciones se debilitó y volvió arecuperarse. Se había abierto el buffet.

Pero Katya seguía sin llegar.—Hoy, con la perestroika, todo es

mucho más fácil —estaba diciendoNatalie con su irresistible sonrisa—.Viajar al extranjero no es ningúnproblema. Por ejemplo, a Bulgaria.Todo lo que tenemos que hacer esdescribir a nuestros burócratas qué clasede persona creemos que somos.

Naturalmente, los búlgaros necesitansaberlo antes de que lleguemos. Debenestar advertidos de lo que puedenesperar. ¿Somos una persona inteligente,de inteligencia media o normal? Losbúlgaros necesitan prepararse, inclusoquizás entrenarse un poco. ¿Somostranquilos o excitables, prosaicos oimaginativos? Una vez que hemosrespondido a estas sencillas preguntasya mil más de parecido jaez, podemospasar a otros temas más importantes,tales como la dirección y nombrecompleto de nuestra abuela materna, lafecha de su muerte y el número de sucertificado de defunción y, si les da por

ahí, quizá también el nombre del médicoque lo firmó. Como puedes ver, nuestrosburócratas están haciendo todo loposible por introducir rápidamente lasnuevas y más relajadas normas yenviarnos de vacaciones al extranjerocon nuestros hijos. Barley, ¿a quiénestás esperando? ¿He perdido mi buenaspecto o es que te has aburrido ya demí?

—¿Y qué les dijiste tú? —preguntóBarley, riendo, e hizo un esfuerzo pormantener los ojos fijos en ella.

—¡Oh! Dije que era muy inteligente,que era una persona tranquila ybienhumorada y que los búlgaros

estarían encantados con mi compañía.Los burócratas están poniendo a pruebanuestra determinación, eso es todo.Confían en que, si tenemos quesatisfacer a tantos departamentosdiferentes, perderemos el ánimo ydecidiremos quedarnos en casa. Pero lacosa está mejorando. Todo estámejorando un poco. Quizá no lo creas,pero la perestroika no está siendodirigida por extranjeros. Está dirigidapor nosotros.

—¿Cómo está tu perro, Barley? —murmuró junto a Barley una lúgubre vozde hombre. Era Arkady, escultorextraoficial, con su bella amiga

extraoficial.—Yo no tengo perro, Arkady. ¿Por

qué lo preguntas?—Porque a partir de este momento

resulta menos peligroso hablar delpropio perro que de los prójimoshumanos diría yo.

Barley volvió la cabeza para seguirla mirada de Arkady y vio a AlikZapadny, de pie en el otro extremo delsalón y en animada conversación conKatya.

—Los moscovitas estamos hablandodemasiado peligrosamente estos días —continuó Arkady, con los ojos todavíafijos en Zapadny—. En nuestra

excitación, nos estamos tornandoirreflexivos. Los informadores por lomenos tendrán una buena cosecha esteotoño. Pregúntale a él. Yo diría que estáen la cúspide de su profesión.

—Alik, viejo diablo, ¿qué rollo leestás metiendo a esta pobre chica? —preguntó Barley, mientras abrazabaprimero a Katya y luego a Zapadny—.He podido verla ruborizarse desde elotro extremo del salón. Debes tenercuidado con él, Katya. Su inglés es casitan bueno como el tuyo, y lo hablamucho más de prisa. ¿Cómo, estás?

—¡Oh! Gracias —dijo ella,suavemente—. Estoy muy bien.

Llevaba el mismo vestido que habíallevado en su entrevista en el «Odessa».Se mostraba retraída, pero conservandoel dominio de sí misma. Su rostro teníala sufrida ansiedad de la aflicción. DanZeppelin y Mary Lou estaban con ellos.

—En realidad, estábamossosteniendo una discusión bastanteinteresante sobre derechos humanos,Barley —explicó Zapadny, moviendo suvaso en ademán circular hacia los demáscomo si estuviera haciendo una colecta—. ¿Verdad, señor Zeppelin? Siemprenos sentimos muy agradecidos cuandolos occidentales nos aleccionan sobrecómo debemos comportarnos con los

criminales, ¿sabes? Pero ¿cuál es ladiferencia, me pregunto yo, entre un paísque encierra en la cárcel a unas cuantaspersonas de más y un país que deja enlibertad a sus gángsters? Yo creo que heencontrado aquí un punto de negociaciónpara nuestros dirigentes soviéticos.Mañana por la mañana anunciaremos alllamado Comité de Vigilancia deLelsinki que no podemos tener nada másque tratar con ellos hasta que hayanmetido entre rejas a la mafia americana.¿Qué tal estaría eso, señor Zeppelin?Nosotros soltamos a los nuestros, yustedes encierran a los suyos. Yo diríaque es un trato justo.

—¿Quiere la respuesta cortés o laverdadera? —exclamó Dan por encimadel hombro de Mary Lou.

Pasó otro grupo políglota deinvitados, seguido, tras una teatralpausa, nada menos que por el propiogran Sir Peter Oliphant, rodeado de unacohorte de aduladores rusos e ingleses.Aumentaba el ruido y se iba llenando elsalón. Tres corresponsales ingleses deaire enfermizo inspeccionaron elagotado buffet y se marcharon. Alguienabrió el piano y empezó a tocar unacanción ucraniana. Una mujer cantó, yotros se le unieron.

—No, Barley, no sé qué es lo que te

aterra —estaba replicando Katya, parasorpresa de Barley, o sea que debía dehabérselo preguntado—. Estoy segura deque eres muy valiente, como todos losingleses.

En el calor del recinto y en eltorbellino de la ocasión, su propiaexcitación se había vuelto súbitamentecontra él. Se sentía embriagado, pero node alcohol, pues se había pasado toda lanoche sosteniendo un solo whisky.

—Quizá no haya nada allí —aventuró, dirigiéndose no sólo a Katya,sino también a un círculo de rostrosdesconocidos—. En el entramado. En laintelectualidad.

Todo el mundo estaba esperando.Barley, también. Trataba de mirarles atodos mientras sus ojos veían solamentea Katya. ¿Qué había estado diciendo él?¿Qué habían estado oyendo? Sus rostroscontinuaban vueltos hacia él, pero nohabía luz en ellos, ni siquiera en los deKatya; solamente había preocupación.Continuó, con voz vacilante:

—Durante años, todos tuvimos estavisión de grandes artistas rusosesperando ser descubiertos —titubeó—.Bueno, la teníamos, ¿no? ¿Novelasépicas, obras de teatro? ¿Grandespintores, prohibidos, trabajando ensecreto? ¿Áticos llenos de maravilloso

material ilegal? ¿Lo mismo músicos?Hablábamos de ello. Soñábamos conello. La secreta continuación del sigloXIX. «Y cuando llegue el deshielo —nos decíamos unos a otros—, saldrántodos del hielo y nos deslumbrarán».Así que, ¿dónde diablos están todosesos genios? ¿Y si murieron congeladosen el hielo? Quizá la represión fueeficaz. Eso es todo lo que estoydiciendo.

Un hechizado silencio siguió a suspalabras, antes de que Katya acudiera ensu ayuda.

—El talento ruso existe, Barley, ysiempre ha existido, incluso en los

peores tiempos. No puede ser destruido—declaró, con un atisbo de su viejaseveridad—. Tal vez tenga queacomodarse primero a las nuevascircunstancias, pero no tardará enexpresarse con toda brillantez. Estoysegura de que eso es lo que quieresdecir.

Henziger está pronunciando sudiscurso. Es una obra maestra deinconsciente hipocresía.

—¡Que la precursora y audazempresa de «Potomac Blair»proporcione una modesta contribución ala grande y nueva era de entendimientoEste-Oeste! —declara, engreído por su

convicción. Su voz se eleva, y con ellasu vaso. Él es el honrado comerciante,él es cada americano decente con elcorazón en su sitio. Y, sin duda que esoes precisamente lo que cree ser, pues elactor aficionado que hay en él reposajusto bajo la superficie—. ¡Hagámonosricos unos a otros! —grita, levantandomás aún, su vaso—. ¡Hagámonos libresunos a otros! Comerciemos juntos, yhablemos juntos, y bebamos juntos, yhagamos del mundo un lugar mejor enque vivir. Señoras y caballeros…, porustedes y por «Potomac Blair» y pornuestro beneficio mutuo…, y por laperestroika…, ¡salud! ¡Amén!

Están llamando a gritos a Barley.Spikey Morgan empieza, Yuri y AlikZapadny siguen, todos los viejos amigosque conocen el juego gritan «¡Barley,Barley!». Pronto, el salón entero estáclamando por Barley, algunos de ellossin saber siquiera por qué, y por unmomento ninguno de ellos le ve. Luego,de pronto, está subido a la mesa delbuffet, sosteniendo un saxofón prestadoy tocando My Funny Valentine , que hatocado en todas las ferias del libro deMoscú desde la primera, mientras JackHenziger le acompaña al piano con elinconfundible estilo de Fats Waller.

Los guardias de la puerta entran en

el salón para escuchar, los guardias dela escalera se acercan al umbral y losguardias del vestíbulo se aproximan a laescalera mientras las primeras notas delcanto del cisne de Barley adquierenclaridad y, luego, un espléndido poder.

—Por amor de Dios, vamos a ir alnuevo «Indio» —protesta Henzigermientras permanecen en pie sobre laacera bajo la inexpresiva mirada de lostoptuny—. ¡Tráete a Katya contigo!¡Hemos reservado una mesa!

—Lo siento, Jack. Lo teníamoscomprometido hace tiempo.

Henziger está sólo fingiendo.«Necesita bienestar —le ha confiado

Barley—. Vaya invitarla a una cenatranquila en alguna parte».

Pero Barley no invitó a Katya acenar en su noche de despedida, comoconfirmaron los irregulares antes deretirarse. Fue Katya, no Barley, quienhizo la invitación esta vez. Le llevó a unlugar que todos los chicos y chicas rusosde ciudad conocen desde laadolescencia, y que se encuentra en loalto de cualquier bloque deapartamentos de cualquier ciudadimportante. No hay un solo ruso de lageneración de Katya que no cuente consitios así entre los recuerdos de suprimer amor. Y un lugar de éstos había

también en lo alto de la escalera deKatya, en el punto en que termina elúltimo tramo y empiezan los áticos,aunque estaba más solicitado eninvierno que en verano porque incluía elrezumante depósito de agua caliente ylas humeantes tuberías negras.

Pero primero era preciso queinspeccionase a Matvey y los gemelospara asegurarse de que se encontrabanbien, mientras Barley permanecía en elrellano esperándola. Luego, le hizosubir, cogido de la mano, varios tramosde escaleras hasta el último, que era demadera. Tenía una llave y la introdujoen la herrumbrosa puerta de acero que

ordenaba a todos los intrusosmantenerse a distancia. Y cuando lahubo abierto y vuelto a cerrar, lecondujo a través de las vigas hasta eltrozo de suelo duro en que habíapreparado una improvisada cama, conuna borrosa vista de las estrellas através de la sucia claraboya y elborboteo de las tuberías y el hedor aropa húmeda por toda compañía.

—La carta que le diste a Landau seextravió —dijo Barley—. Acabó enmanos de nuestros funcionarios. Fueronlos funcionarios quienes me enviaronhasta ti. Lo siento.

Pero ya no había tiempo para que

ninguno de los dos se sorprendiera denada. Él le había hablado poco de suplan y no le habló más ahora. Ambosdaban por sobrentendido que ella yasabía demasiado. Y, además, habíacuestiones más importantes de quetratar, pues fue también esa nochecuando Katya contó a Barley las cosasque después constituyeron el resto de suconocimiento de ella. Y ella le confesósu amor en términos lo bastante simplescomo para sostenerle durante laseparación que ambos sabían lesesperaba.

Sin embargo, Barley no demoró suregreso. No dio a los que operaban

sobre el terreno ni a los quepermanecían en Londres ningún motivopara inquietarse por él. Volvió al«Mezh» para la medianoche, a tiempopara charlar un rato más con losmuchachos.

—¡Oh! Jack. Alik Zapadny me hainvitado a su tradicional reunión dedespedida mañana por la tarde —confióa Henziger, mientras se tomaban unaúltima copa en el bar del primer piso.

—¿Quieres que vaya yo? —preguntóHenziger. Pues, como los propios rusos,Henziger no se hacía ninguna ilusiónacerca de las lamentables amistades deZapadny.

Barley sonrió tristemente.—No estás lo bastante curtido, Jack.

Esto es para nosotros, los doradosviejos de los tiempos en que no habíaesperanza.

—¿A qué hora? —preguntóWicklow, siempre práctico.

—Las cuatro, creo que dijo. Pareceuna hora la mar de extraña para tomaruna copa. Sí, estoy seguro de que fueeso. Las cuatro.

Luego, les deseó cordialmentebuenas noches a todos y se dirigió alcielo en el ascensor, que en el «Mezh»es una jaula de cristal que se deslizahacia arriba y hacia abajo a lo largo de

una barra de acero, para preocupaciónsecreta de muchas personas honradas, enla planta inferior.

Era la hora de comer, y, después detodas nuestras noches insomnes ynuestros desvelados amaneceres, habíaalgo indecente en una sorpresa que seproducía a la hora de comer, Pero fueuna sensación. Una sensación llevada amano. Una sensación en el interior de unsobre amarillo dentro de una cartera deseguridad cerrada con llave. Johnnycorrió con él desde su puesto deLondres hasta la sala de situación, conprotección armada para cruzar la plazadesde la Embajada. Atravesó la planta

baja y subió la pequeña escalera hasta lazona de mando antes de comprender quenos habíamos trasladado al despacho demadera de palisandro de Sheriton paratomar nuestro café y nuestros bocadillos.

Se la entregó a Sheriton ypermaneció en pie junto a él como unmensajero de obra teatral mientrasSheriton leía primero la carta deremisión, que se guardó en el bolsillo, yluego el mensaje mismo.

Después se situó junto a Nedmientras Ned leía también el mensaje.Sólo cuando Ned me lo pasó a mí,Johnny pareció decidir que ya lo habíaleído bastantes veces: una interceptación

de señales, transmitidas desdeLeningrado por el Ejército soviético,interceptadas en Finlandia por losamericanos y descifradas en Virginiapor una batería de ordenadores lobastante potentes como para iluminarLondres durante un año.

De Leningrado a Moscú,copia para Saratov.

Se autoriza al profesorYakov Savelyev a pasar un finde semana de esparcimiento enMoscú tras su conferencia en laAcademia Militar de Saratov

este viernes. Ruego dispongatransporte y alojamiento.

—Bueno, gracias, señor oficial deAdministración, Leningrado —murmuróSheriton.

Ned había vuelto a coger el mensajey estaba leyéndolo otra vez. De todosnosotros, parecía ser el único que no sehallaba impresionado.

—¿Esto es todo lo que hanencontrado? —preguntó.

—No lo sé, Ned —respondióJohnny, sin molestarse en ocultar suhostilidad.

—Aquí dice «uno sobre uno». ¿Qué

se supone que significa eso? Averigua sies el único de la hornada. Si no lo es,quizá pudiera descubrir qué más hancaptado que valga la pena —esperóhasta que Johnny hubo salido de laestancia—. Perfecto —dijo ácidamente—. Dios mío, creería uno que estábamostratando con los alemanes.

Continuamos ociosos,mordisqueando distraídamente nuestracomida, Sheriton se había metido lasmanos en los bolsillos y vuelto deespaldas a nosotros mientras miraba elsilencioso tráfico por la ventana decristales ahumados. Llevaba un jerseynegro de punto. A través de la ventana

interior, los demás podíamos ver aJohnny hablando por uno de losteléfonos supuestamente seguros. Colgóy le vimos regresar hacia nosotros.

—Cero —anunció.—¿Qué es cero? —preguntó Ned.—«Uno sobre uno» significa uno

sobre uno. Es un solo. Nada a ningúnlado.

—¿Una chiripa entonces? —sugirióNed.

—Un solo —repitió obstinadamenteJohnny.

Ned se volvió hacia Sheriton, quecontinuaba de espaldas a nosotros.

—Lee las señales, Russell. Esa

interceptación depende por completo desí misma. No hay nada cerca por ningunaparte y apesta. Nos están echando unpedazo de cebo.

Ahora le tocó a Sheriton el turno derealizar un segundo examen de la hoja.Cuando finalmente habló, dio muestrasde un profundo cansancio y quedó claroque estaba llegando a los límites de sutolerancia.

—Ned, los criptógrafos me hanasegurado que el mensaje estaba en unaclave militar de ínfima categoría,cosecha de 1921. Nadie utiliza ya esetipo de engaño. Nadie hace esas cosas.No es «Pájaro Azul» quien está

fallando. Eres tú.—¡Quizás es por eso por lo que lo

hicieron así! ¿No es lo que tú y yopodríamos hacer?

—Bueno, es posible —admitióSheriton, como si le trajera sin cuidado—. Si empiezas a pensar así, resultabastante difícil pensar de otra manera.

Clive se tornó mordaz.—Difícilmente podemos pedirle a

Sheriton que suspenda la operaciónsobre la base de que todo marcha bien,Ned —dijo suavemente.

—Sobre la base de vocesimaginarias —le corrigió Sheriton,haciendo un esfuerzo por dominarse

mientras se volvía hacia los demás consemblante malhumorado—. Sobre labase de que todo lo que nos favorezca esuna conspiración del Kremlin y todo loque desbaratamos es prueba de nuestraintegridad. Ned, mi Agencia estuvo apunto de morir a causa de esta dolencia.Ya no vamos por ahí. Es mi operación ymi juego.

—Y mi agente —dijo Ned—. Lehemos abandonado. Y hemosabandonado a «Pájaro Azul».

—Claro, claro —dijo Sheriton conhelada afabilidad—. Sin duda.

Miró hoscamente a Clive.—¿Señor Delegado?

Clive tenía sus propias maneras demantenerse entre dos aguas, y todas bienensayadas.

—Russell…, si me lo permite…,Ned. Creo que los dos estáis siendoligeramente egoístas. Somos un servicio.Vivimos en una comunidad corporativa.Son nuestros jefes, no nosotros solos,quienes han dado a «Pájaro Azul» subendición. Existe una voluntadcorporativa que es más grande queninguno de nosotros.

Otro error, pensé. Es más pequeñaque todos nosotros. Es un insulto a lasposibilidades de cada uno de nosotros,excepto quizá de Clive, que, por lo

tanto, la necesita.Sheriton se volvió de nuevo hacia

Ned, pero siguió sin levantar la voz.—Ned, ¿tienes idea de lo que

sucederá en Washington y Langley sifracaso ahora? ¿Puedes imaginar lascarcajadas de hiena que resonarán através del Atlántico procedentes deDefensa, el Pentágono y losneandertales? ¿Puedes barruntar quéopinión se formarían del material de«Pájaro Azul»? —señaló sin aparenterencor a Johnny, que permanecía conexpresión estólida, mirandosucesivamente a cada uno de ellos—.¿Imaginas el informe de este sujeto? ¿De

este Judas? Estábamos esparciendo unpoco de moderación por la ciudad,¿recuerdas? Y ahora me dices que tengoque arrojar a «Pájaro Azul» a loschacales.

—Estoy diciendo que no se le dé lalista de compra.

Sheriton se inclinó hacia él ladeandola cabeza como si estuviese un pocosordo.

—¿A Barley? ¿O a «Pájaro Azul»?—A ninguno de los dos. Final.Sheriton acabó enfadándose

realmente. Había estado preparándosepara este momento, y ahora habíallegado. Se situó delante de Ned, a

menos de medio metro de él, y cuandolevantó las manos en ademán dereproche, levantó también la mitad de suesponjoso jersey, lo que le hizo parecerun gigantesco murciélago enfurecido.

—¡De acuerdo entonces! Ésta esnuestra situación de caso peor.Preparada al estilo Ned. ¿De acuerdo?Le enseñamos a «Pájaro Azul» la listade compra, y él resulta ser agente deellos, no nuestro. ¿He considerado esaposibilidad? Día y noche, apenas si heconsiderado otra cosa, Ned. Si «PájaroAzul» es de ellos y no nuestro, si Barleylo es, si la chica lo es, si todos o algunode los participantes no es estrictamente

trigo limpio, la lista de compra brillarácomo una luz resplandeciente por elorificio anal de los Estados Unidos deAmérica —empezó a pasear de un ladoa otro—. Mostrará a los soviéticos loque su propio hombre ha revelado. Asíque sabrán qué es lo que sabemos. Estoya es malo. Pero además mostrará a lossoviéticos que, no sabemos y cómo nolo sabemos. Malo también, pero aúnfalta lo peor. Inteligentemente analizada,la lista de compra puede ponerles demanifiesto los fallos de nuestramaquinaria de recogida de informacióny, si son más inteligentes aún, los denuestro grotesco, ridículo, incompetente

y cómicamente abarrotado arsenal. ¿Porqué? Porque, al final, nos concentramosen lo que nos asusta, que es lo quenosotros no podemos hacer y ellos sí.Ése es el lado desfavorable. He miradoel saldo bancario, Ned. Conozco losriesgos. Sé lo que podemos ganar con«Pájaro Azul» y lo que nos va a costarsi metemos la pata. El perder medesilusiona. Lo he visto otras veces, yno me impresiona. Si estamosequivocados, todo se va al diablo. Losabíamos allá, en la isla aquella, y losabemos ahora un poco mejor porque hallegado el momento de utilizar municiónviva. Pero no es éste el momento de

empezar a mirar por encima de nuestroshombros a menos que tengamos unarazón poderosísima.

Volvió a acercarse a Ned.—¡«Pájaro Azul» es sincero, Ned!

¿Recuerdas? Son tus palabras. ¡Te lasagradecí y sigo agradeciéndotelas!«Pájaro Azul» está diciendo la puraverdad, tal como él la conoce. Ya mismiopes jefes va a haber que metérselapor el culo aunque revienten. ¿Me oyes,Ned? ¿O ya te he hecho dormir?

Pero Ned no cedió a la negra ira deSheriton.

—No se la des, Russell. Le hemosperdido. Si le das algo, dale humo.

—¿Humo? ¿Jugársela a Barley,quieres decir? ¿Admitir que «PájaroAzul» es falso? ¿Bromeas? ¡Damepruebas, Ned! ¡No me despresentimientos! ¡Dame una jodidaprueba! ¡Todo el mundo en Washingtonque no tiene pelos entre los dedos de lospies me dice que «Pájaro Azul», es laSagrada Biblia, el Talmud y el Corán!¡Y ahora tú me dices que le dé humo!¡Tú nos metiste en esto, Ned! ¡No tratesde escabullirte a las primeras decambio!

Ned reflexionó sobre esto unosmomentos, y Clive reflexionó sobreNed. Finalmente, Ned se encogió de

hombros como diciendo quizá que dabalo mismo. Luego, volvió a su mesa,donde se sentó, solo, pareciendo leerpapeles, y recuerdo que yo me preguntéde pronto si también él tendría unaHannah, si la teníamos todos, algunavida secreta que le mantenía sujeto a larueda.

Quizás era cierto que VAAP no teníahabitaciones pequeñas, o quizás AlikZapadny, después de sus años en lacárcel, sentía una comprensible aversiónhacia ellas.

En cualquier caso, la habitación quehabía elegido para su entrevista lepareció a Barley lo bastante grande

como para organizar allí un baile deregimiento, y lo único pequeño quehabía en ella era el propio Zapadny, quese agazapaba al extremo de una largamesa como un ratón en una balsa,mirando con penetrantes ojos a suvisitante mientras avanzaba hacia élcaminando sobre el suelo de parqué, conlos largos brazos oscilando a loscostados, los codos ligeramentelevantados y una expresión en el rostroque ni Zapadny ni quizá nadie le habíavisto jamás: no de excusa, vaga nideliberadamente necia, sino de unafirmeza de intención casi amenazadora.

Zapadny había dispuesto delante de

sí varios papeles, y un montón de librosjunto a los papeles, y una jarra de agua ydos vasos. Y era evidente que deseabadar a Barley la impresión de haber sidosorprendido en medio de susocupaciones, en lugar de enfrentársele asangre fría, sin el apoyo o la protecciónde sus innumerables ayudantes.

—Barley, mi querido amigo, es muyamable por su parte venir a despedirse;seguramente estará tan ocupado como yoen este momento —empezó, hablandodemasiado de prisa—. Yo diría que sinuestra industria editorial continúaexpandiéndose así vamos a tener queemplear a cien personas más y solicitar

que se nos concedan oficinas másamplias, aunque esto es sólo mi opiniónpersonal y no oficial. —Revolviónerviosamente sus papeles y echó haciaatrás una silla en lo que imaginaba serun gesto de cortesía europea de viejoestilo. Pero, como de costumbre, Barleyprefirió quedarse de pie—. Bueno, nopuedo ofrecerle una copa en el lugar detrabajo, pero siéntese y cambiaremosimpresiones durante un rato… —levantando las cejas y mirando al reloj—, Dios mío, deberíamos disponer deun mes, no de cinco días solamente.¿Cómo va el Ferrocarril Transiberiano?Quiero decir que no veo dificultades

básicas ahí, siempre que se respetenuestra propia posición y todas laspartes contratantes observen las reglasde juego limpio. ¿Se muestrandemasiado codiciosos los finlandeses?¿Quizás es el señor Henziger quien semuestra codicioso? Ciertamente, es untipo duro de pelar, diría yo.

Su mirada volvió a cruzarse con lade Barley, y su desasosiego aumentó. Depie ante él, Barley no tenía el aspecto deun hombre que quisiera hablar delFerrocarril Transiberiano.

—La verdad es que me resulta unpoco extraño que usted insistiera tandogmáticamente en hablar

completamente a solas conmigo —continuó Zapadny, no sin desesperación—. Después de todo, esto es de la plenacompetencia de la señora Korneyeva.Ella y su personal son directamenteresponsables del fotógrafo y de todoslos detalles de tipo práctico.

Pero Barley también tenía preparadoun discurso, aunque no resultó enabsoluto afectado por el nerviosismo deZapadny.

—Alik —dijo, rehusando sentarse—. ¿Funciona ese teléfono?

—Claro.—Necesito traicionar a mi país y

tengo prisa. Y me gustaría que me

pusieses en contacto con las autoridadesadecuadas, porque hay ciertas cosas quedeben quedar concretadas de antemano.Así que no me vengas con que no sabescon quién hablar, hazlo simplemente, operderás muchos puntos con los cerdosque piensan que te dominan.

Era media tarde, pero un crepúsculoinvernal se había instalado ya sobreLondres y el pequeño despacho de Neden la Casa Rusia estaba sumergido enuna suave media luz. Había puesto lospies sobre la mesa y estaba recostado ensu silla, con los ojos cerrados y un vasode oscuro whisky al alcance de la mano,vaso que en manera alguna, me di cuenta

en seguida, era el primero del día.—¿Sigue Clive enclaustrado con los

nobles de Whitehall? —me preguntó confatigada ligereza.

—Está en la Embajada americana,preparando la lista de compra.

—Yo creía que a ningún simplebritánico se le permitía estar cerca deesa lista.

—Están hablando de principios.Sheriton tiene que firmar unadeclaración nombrando a Barleyamericano honorario. Clive tiene queañadir una nota.

—¿Diciendo qué?—Que es un hombre de honor y

persona digna y honrada.—¿Se la has redactado tú?—Claro.—Mal hecho —dijo Ned, con aire

de soñoliento reproche—. Te ahorcarán—se echó hacia atrás y cerró los ojos.

—¿Tanto vale realmente la lista decompra? —pregunté. Por una vez, medaba la impresión de tener un talantemás práctico que el de Ned.

—¡Oh!, lo vale todo —respondióindolentemente—. Es decir, si algunaparte de ella vale algo.

—¿Te importa decirme por qué?Yo no había sido admitido a los

secretos más recónditos del material de

«Pájaro Azul», pero sabía que, dehaberlo sido, no habría entendido nijota. El concienzudo Ned, en cambio,había procurado instruirse. Se habíasentado a los pies de nuestrosinvestigadores adscritos al Servicio yalmorzado en el Ateneo con nuestrosmás grandes científicos delDepartamento para ponerse al día.

—Interrelación —dijo condesprecio—. Desbarajuste mutuamenteasegurado. Nosotros rastreamos susjuguetes. Ellos rastrean los nuestros.Nos vigilamos unos a otros nuestrostorneos de ballestería sin que ni unos niotros sepamos a qué blancos está

apuntando el otro bando. Si apuntan aLondres, ¿darán en Birmingham? ¿Quées error? ¿Qué es deliberado? ¿Quién seestá aproximando al CEP cero? —captómi aturdimiento y se sintió satisfecho desí mismo—. Nosotros les vemos lanzarsus ICBM en la península de Kamchatka.¿Pero pueden lanzarlos sobre un silo deMinuteman? Nosotros no lo sabemos, yellos tampoco lo saben. Porque enninguno de los lados se ha probado elmaterial auténtico en condiciones deguerra. Las trayectorias de los ensayosno son las trayectorias que utilizaráncuando empiece la diversión. La Tierra,Dios la bendiga, no es una esfera

perfecta. ¿Cómo podría serio a su edad?Su densidad varía. Y también la fuerzagravitatoria cuando vuelan sobre ellacosas tales como misiles y cabezasexplosivas. Interviene la oblicuidad.Nuestros planificadores tratan decompensarla en sus verificaciones.Goethe lo intentó. Ellos utilizan losdatos suministrados por los satélites dealarma tempranas, y quizá tienen en suempeño más éxito que Goethe. Quizá no.No lo sabremos hasta que la benditaesfera salte en pedazos, y tampoco losabrán ellos, porque la prueba realsolamente puede hacerse una vez. —Seestiró voluptuosamente, como si el tema

le agradara—. Así, pues, los campos sedividen. Los halcones gritan: «¡Lossoviéticos tienen una extraordinariaprecisión de tiro! ¡Pueden acertarle auna mosca a diez mil kilómetros dedistancia!». Y todo lo que las palomasreplican es: «Nosotros no sabemos loque los soviéticos pueden hacer, y lossoviéticos no saben lo que lossoviéticos pueden hacer. Y nadie que nosepa si su arma funciona o no, va adisparar primero. Es la incertidumbre loque mantiene el equilibrio», dicen laspalomas. Pero ése no es un argumentoque satisfaga a la mente literalamericana, porque la mente literal

americana no gusta de habérselas conconceptos imprecisos o grandesvisiones. No en su nivel literal. Y lo queGoethe estaba diciendo era una herejíamayor aún. Estaba diciendo que laincertidumbre era lo único que existía.Con lo cual estoy bastante de acuerdo.Así que los halcones le odiaban y laspalomas organizaron un baile y secolgaron de la araña central. —Bebió denuevo—. Si por lo menos Goethehubiese respaldado a los que sosteníanla precisión de tiro, todo habría ido bien—dijo, con tono de reproche.

—¿Y la lista de compra? —volví apreguntarle.

Clavó la mirada en su vaso.—La selección de objetivos que

haga una de las partes, mi queridoPalfrey, se basa en las suposiciones deesa parte acerca de la otra. Y viceversa.Ad infinitum. ¿Acorazamos nuestrossilos? Si el enemigo no puedealcanzarlos, ¿por qué molestamos? ¿Lossuperacorazamos —aunque supiéramoscómo—, con un costo cifrable en milesde millones? De hecho, ya lo estábamoshaciendo, aunque no se ha divulgadomucho. ¿O los protegemosimperfectamente con SDI a costa de másmiles de millones? Depende de cuálessean nuestros prejuicios y de quién firme

el cheque de nuestro sueldo. Depende deque seamos fabricantes o contribuyentes.¿Instalamos nuestros cohetes en trenes, oen autopistas, o en carreteras rurales,que es lo que se lleva este mes? ¿Odecimos que todo es una basura, así queal diablo con ello?

—¿Así que es el fin o el principio?—pregunté.

Se encogió de hombros.—¿Cuándo llegará a terminar?

Enciende tu televisor, ¿qué ves? Losdirigentes de ambos bandosabrazándose. Lágrimas en los ojos.Pareciéndose cada día más uno a otro.¡Hurra, todo ha terminado! Por los

huevos. Escucha a los que están en elajo y te das cuenta de que el cuadro noha variado una sola pincelada.

—¿Y si apago mi televisor? ¿Quéveré entonces?

Había dejado de sonreír. De hecho,su rostro estaba más serio de lo que yole había visto nunca, aunque su ira —side eso se trataba— parecía no irdirigida contra nadie más que contra símismo.

—Nos verás a nosotros. Ocultosdetrás de nuestras grises pantallas.Diciéndonos unos a otros que nosotrosmantenemos la paz.

Capítulo 17

La elusiva verdad que Ned describíabrotaba lentamente y en una serie depercepciones distorsionadas, que es loque suele ocurrir en nuestro mundosecreto.

A las seis de la tarde, Barley fuevisto saliendo de las oficinas de VAAP,como nuestras pantallas insistían ahoraen avisarnos, y hubo un murmullo deaprensión ante la posibilidad de queestuviera borracho, pues Zapadny era unexcelente compañero de bebida, yresultaba probable que un vodka de

despedida con él acabara precisamenteasí. Salió, y Zapadny con él. Seabrazaron efusivamente en el umbral,Zapadny congestionado y un pocoexcitado en sus movimientos y Barley untanto rígido, y de ahí la preocupación delos observadores por la posibilidad deque estuviese borracho y su insólitadecisión de fotografiarle, como siinmovilizado el momento pudieranserenarle de alguna manera. Y, comoésta es la última fotografía suya que hayen el expediente, cabe imaginar cuántaatención se le ha dedicado. Barley tienea Zapadny entre sus brazos, y hay fuerzaen su abrazo, al menos por su parte. En

mi imaginación, aunque en la de nadiemás, es como si Barley estuvierasosteniendo al pobre hombre parainfundirle el valor necesario paramantener su mitad del pacto; como si leestuviera insuflando literalmente valor.Y el rosa es extraño. VAAP es unaantigua escuela de la calle BolshayaBronnaya, en el centro de Moscú. Fueconstruida, supongo, a principios desiglo, con grandes ventanas y fachada deyeso. Y este yeso fue pintado aquel añode un color rosa claro, que en lafotografía se transforma en un vivonaranja, presumiblemente por losúltimos rayos de un sol rojizo. Los

entrelazados hombres quedan, así,encerrados en un profano halo escarlataque semeja una llamarada roja. Uno delos vigilantes se introdujo incluso en elvestíbulo de entrada con el pretexto devisitar la cafetería y trató de obtener unafotografía desde el otro lado. Pero en sucamino se interponía un hombre alto quecontemplaba la escena desde la acera.Nadie le ha identificado. En el quioscode periódicos, un segundo hombre,también alto, está bebiendo un vasogrande, pero sin mucha convicción, puestiene los ojos vueltos hacia las dosfiguras que se abrazan en el exterior.

Los vigilantes no tomaron nota de

las decenas de personas que habíanentrado y salido del edificio de laVAAP durante las dos horas que Barleyhabía permanecido en él, ¿cómohubieran podido hacerlo? No tenían niidea de si los visitantes habían ido acomprar derechos de publicación osecretos.

Barley regresó a su hotel, dondetomó una copa en el bar con un grupo decolegas, entre los que se hallabaHenziger, quien, para alivio de Londres,pudo confirmar que Barley no estababorracho…, por el contrario, se hallabatranquilo y con talante reflexivo.

Barley mencionó de pasada que

estaba esperando una llamada telefónicade uno de los batidores de Zapadny,«estamos todavía tratando de concretarel asunto del Transiberiano». Y a eso delas siete confesó de pronto hallarsehambriento, por lo que Henziger yWicklow le llevaron al restaurantejaponés, junto con un par de alegresmuchachas de «Simon Schuster» con lasque Wicklow contaba para entretener laespera de Barley hasta su citavespertina.

Durante la cena, Barley se mostrótan chispeante que las muchachastrataron de persuadirle para quevolviera con ellas al «National», donde

un grupo de editores americanos dabauna fiesta. Barley respondió que teníauna cita, pero que podría ir después si lacita no le llevaba demasiado tiempo.

Exactamente a las ocho en punto porel reloj de Wicklow, llamaron a Barleyal teléfono, y él atendió la llamada en elrestaurante, a menos de cinco metros dedonde estaban sentados los otros.Wicklow y Henziger se esforzaron,como cuestión de rutina, en escuchar suspalabras. Wicklow recuerda haber oído:«Eso es lo único que me importa».Henziger cree haber oído: «Tenemos untrato», pero no podía asegurarlo.

En cualquier caso, Barley estaba

malhumorado cuando ocupó de nuevo suasiento y se quejó a Henziger de que losbastardos continuaban exigiendodemasiado dinero, lo que Henzigerconsideró más una señal de su tensióninterna que de verdadera preocupaciónpor el proyecto del Transiberiano.

Un cuarto de hora después, volvió asonar el teléfono, y Barley regresósonriendo de su conversación.

—Está hecho —dijo con júbilo aHenziger—. Sellado, firmado yentregado. Nunca dejan de cumplir supalabra.

Henziger y Wicklow rompieron enaplausos, y Henziger observó que «ojalá

tuviéramos unos cuantos más por elestilo en Moscú».

No parece habérseles ocurridopensar a ninguno de los dos que Barleynunca había manifestado tantoentusiasmo por un contrato depublicación. Pero hay que tener encuenta que ellos sólo estaban atentos algran golpe de la noche.

La conversación de Barley durantela cena fue con posterioridadlaboriosamente reconstruida, sinresultado. Estuvo locuaz, pero noexcitado. Su tema era el jazz, su ídoloera Slim Gaillard. Los grandes eransiempre proscritos, sostenía. El jazz no

era nada si no era protesta. Incluso suspropias reglas debían ser quebrantadaspor los verdaderos improvisadores,dijo.

Y todo el mundo estaba de acuerdocon él, sí, sí, ¡viva la discrepancia, vivael individuo por encima de los hombresgrises! Salvo que nadie lo veía así. ¿Ypor qué habían de verlo?

A las nueve y diez, con menos dedos horas por delante, Barley anuncióque se iba un rato a su habitación, teníaque escribir varias cartas y arreglarunos asuntos. Tanto Wicklow comoHenziger se ofrecieron a echarle unamano, pues tenían órdenes de no dejarle

solo si podían evitarlo. Pero Barleydeclinó sus ofrecimientos, y no pudieroninsistir.

Así, pues, Henziger ocupó su puestoen la habitación contigua y Wicklow seinstaló en el vestíbulo mientras Barleydescansaba, aunque, en realidad, nopodría haber descansado ni un instante,pues lo que hizo en aquel breve espaciode tiempo raya en lo heroico.

Se detectaron cinco cartas, por nomencionar dos llamadas telefónicas aInglaterra, una a cada uno de sus hijos,ambas escuchadas dentro del ReinoUnido y retransmitidas a GrosvenorSquare, pero ninguna de ellas guardaba

relación alguna con la operación. Barleyquería, simplemente, tener noticias de sufamilia y preguntar por su nieta, decuatro años. Insistió en que la pusieranal teléfono, pero la niña estabademasiado intimidada o cansada parahablar con él. Cuando su hija Anthea lepreguntó cómo estaba su vida amorosa,respondió «completa», lo que seconsideró una respuesta bastanteinsólita, pero también lo eran lascircunstancias.

Solamente Ned hizo notar queBarley no había dicho nada sobreregresar a Inglaterra al día siguiente,pero Ned era ya una voz en el desierto y

Clive estaba pensando seriamente enexcluirle por completo del caso.

Barley escribió también dos cartasmás breves, una a Henziger y otra aWicklow. Y, como no fueroninspeccionados, en la medida en quemás tarde pudieron determinar loslaboratorios, y como —másextraordinario aún— el hotel las entregóexactamente en las habitaciones a queiban destinadas a las ocho en punto de lamañana siguiente, se dio por supuestoque estas cartas formaban de algunamanera parte del paquete que Barleyhabía negociado mientras se encontrabaen el interior del edificio de la VAAP.

Las cartas advertían a los doshombres que si se marchabandiscretamente del país ese día,llevándose con ellos a Mary Lou, no lesocurriría ningún daño. Barley tenía unaspalabras afectuosas para cada uno.

«Wickers, tú tienes auténtica maderade editor. ¡Adelante!».

Y a Henziger: «Jack, espero que estono signifique tu prematuro retiro a SaltLake City. Diles que, de todos modos,nunca confiaste en mí. Yo mismo noconfiaba en mí, así que ¿por qué ibas ahacerla tú?».

Nada de sermones ni pertinentescitas tomadas de su grande y

desordenado almacén. Al parecer,Barley se las estaba arreglando muybien sin la ayuda de sabidurías ajenas.

A las diez en punto, salió del hotelacompañado solamente por Henziger, yse dirigieron a los suburbios del nortede la ciudad, donde Cy y Paddy estabanuna vez más esperando en el camión deseguridad. En esta ocasión, iba Paddy alvolante. Henziger se sentó a su lado, yBarley subió a la parte posterior con Cy,se quitó la chaqueta y dejó que Cy lecolocara las correas del micrófono y lecomunicara las últimas informacionesrelativas a la operación: que el avión deGoethe procedente de Saratov había

llegado puntualmente a Moscú; y queuna figura que correspondía a ladescripción de Goethe había sido vistaentrando en el bloque de apartamentosde Ígor hacía cuarenta minutos.

Poco después, se habían encendidolas luces de la ventana del piso.

Cy entregó entonces a Barley doslibros, uno, un ejemplar en rústica de Deaquí a la eternidad, que contenía la listade compra, el otro, un volumen másgrueso, encuadernado en piel, que era unaparato de ocultación que contenía unenmascarador de sonidos para activar elcual bastaba con abrir la portada. Barleyhabía manejado uno en Londres y sabía

utilizarlo con destreza. Sus micrófonoscorporales estaban ajustados de modoque no les afectasen los impulsos delaparato, pero los micrófonos muralesnormales los acusaban plenamente.También conocía el inconveniente delenmascarador. Su presencia en lahabitación era detectable. Si el piso deÍgor tenía instalados micrófonos, losescuchas se darían cuentainmediatamente de que se estabautilizando un enmascarador. TantoLondres como Langley habíaconsiderado aceptable este riesgo.

Lo que no se había tenido en cuentaera el otro riesgo, el de que el aparato

pudiera caer en manos de la oposición.Se hallaba todavía en la fase deprototipo y en su desarrollo se habíaninvertido años de investigación y unapequeña fortuna.

A las diez cincuenta y cuatro de lanoche, justo en el momento en que salíadel camión de seguridad, Barley habíaentregado a Paddy un sobre, al tiempoque decía: «Esto es para Nedpersonalmente en el caso de que meocurra algo». Paddy se guardó el sobreen el bolsillo interior de la chaqueta.Observó que era un sobre abultado yque, por lo que pudo ver a la media luz,no llevaba dirección.

El relato más vívido del recorridode Barley a pie hasta el bloque deapartamentos fue suministrado, no por elconciso lenguaje militar de Paddy, ymenos aún por el de Cy, sino que llegóen los tumultuosos acentos de su buenamigo Jack Henziger, que le acompañóhasta la entrada. Barley no abrió el pico,dijo. Y tampoco Jack. No tenían el másmínimo deseo de ser identificados comoextranjeros.

—Caminamos el uno al lado delotro, pero con pasos desajustados —dijo Henziger—. Él tiene paso largo, yocorto. Me preocupaba que nopudiéramos ir a la par. La casa de

apartamentos era uno de esos monstruosde ladrillos que tienen allá, con unkilómetro de cemento alrededor, ycontinuamos andando sin llegar aninguna parte. Es como uno de esossueños, pensé, no dejas de correr, perono adelantas ninguna distancia. El aire,abrasador. Sudor. Estoy sudando, peroBarley se mantiene frío. Estaba sereno ysosegado, sin duda. Tenía un aspectosolemne. Me miró fijamente a los ojos.Me deseó mucha suerte. Estaba en pazconsigo mismo. Lo noté.

Al estrecharle las manos, Henzigertuvo, no obstante, por un momento, laimpresión de que Barley estaba

enfadado por algo. Quizás enfadado conHenziger, pues ahora, en lasemioscuridad, parecía resuelto a rehuirsu mirada.

—Luego pensé: quizás está furiosocon «Pájaro Azul» por meterle en esto.Después pensé: quizás está furioso contodos nosotros, pero es demasiadoeducado para decirlo. Del mismo modoque estaba siendo muy británico, muyrelajado, muy comedido, guardándoselotodo dentro.

Noventa segundos después, cuandose disponían a marcharse, Cy y Paddyvieron una silueta en la ventana de Ígory la tomaron por la de Barley. La mano

derecha estaba ajustando el borde de lacortina, que era la señal convenida paradecir: «Todo va bien». Se alejaron ydejaron la vigilancia del apartamento alos irregulares, que se cubríanmutuamente en turnos toda la noche,pero la luz del apartamento continuóencendida y Barley no salió.

Una teoría entre cientos de ellas esque nunca llegó a subir al apartamento, yque le llevaron directamente a través deledificio y le hicieron salir por el otrolado, y que la figura de la ventana era deuno de sus propios agentes, por ejemplouno de los hombres altos de la fotografíatomada aquella tarde en el vestíbulo de

la VAAP. Nunca me pareció a mí queeso tuviera importancia, pero a losexpertos, por alguna razón, sí. Cuandoun problema amenaza con anegarte, nohay nada como los detalles irrelevantespara mantener la cabeza fuera del agua.

Las especulaciones acerca de ladesaparición de Barley comenzaronlentamente y fueron acumulándose a lolargo de la noche. Optimistas como Bob,y durante algún tiempo Sheriton, semantuvieron hasta el amanecer y mástarde. Barley y «Pájaro Azul» habíanvuelto a emborracharse hasta caer bajola mesa, seguían insistiendo paraanimarse unos a otros. Era Peredelkino

otra vez, una repetición, no había duda,se decían entre ellos.

Luego, por breve tiempo, elaboraronuna teoría de secuestro, hasta pocodespués de las cinco y media de lamañana —gracias a la diferencia horaria—, cuando Henziger y Wicklowrecibieron sus cartas y Wicklow, sinmás rodeos, tomó un taxi y se fue a laEmbajada británica, donde los guardiassoviéticos de vigilancia no leimpidieron el paso. El resultado fue unmensaje cifrado a Ned, de Paddy.Mientras tanto, Cy estaba transmitiendoun mensaje similar a Langley, a Sheritony a cualquiera que estuviese todavía

dispuesto a escuchar a un hombre cuyosdías en Moscú parecían muy próximos aterminar.

Sheriton recibió la noticia con suflema habitual. Leyó el telegrama de Cy,paseó la vista por la habitación y se diocuenta de que todo el equipo le estabamirando…, las chicas, los muchachos, elleal Bob, el ambicioso Johnny con susojos de pistolero. Y de los ingleses,Ned, yo mismo y Brock, pues Clivehabía descubierto prudentemente quetenía cosas urgentes que hacer en otraparte. Sheriton tenía mucho de actor,como lo tenía también Henziger, y loutilizó ahora. Se puso en pie, se estiró

hacia arriba los pantalones, se acaricióla cara como quien reflexiona que lehace falta un afeitado.

—Bien, muchachos. Será mejor quepongáis las sillas sobre las mesas hastala próxima.

Luego, se dirigió hacia Ned, quecontinuaba sentado a su mesa,estudiando el telegrama de Paddy, y leapoyó una mano en el hombro.

—Ned, te debo una cena —dijo.Después fue hasta la puerta,

descolgó su nuevo «Burberry», se loabrochó y salió, seguido al cabo de unosmomentos por Bob y Johnny.

Otros no hicieron mutis tan

elegantemente, y los que menos, losbarones del piso doce.

Una vez más, se formó un comité deinvestigación.

Había que dar nombres. No se debíaperdonar a nadie. Tenían que rodarcabezas.

Lo presidiría el Delegado, Palfreysería el secretario.

Otra finalidad de estos comités,descubrí, es infundir un sentido deceremonia a acontecimientos que hanpasado sin ninguna. Éramosextremadamente solemnes.

Los primeros en ser oídos, como decostumbre, fueron los teóricos de la

conspiración, que fueron reclutadosinmediatamente del Foreign Office, elMinisterio de Defensa y un organismoescasamente atractivo denominado losAsesores Informales, compuesto decientíficos industriales y académicosque se imaginaban a sí mismos espíasdominicales. Estos espiócratasaficionados ejercían gran influencia enlos bazares de Whitehall y fueron ahoralargamente escuchados por el comité. Unprofesor de Edimburgo nos estuvohablando durante todo el tiempo quetardó en fumarse cinco pipas completas,y casi nos gasea a todos, pero nadie seatrevió a decirle que apagara la maldita

cosa.La primera gran cuestión era qué

sucedería luego. ¿Habría expulsiones, seproduciría un escándalo? ¿Qué sería denuestro puesto en Moscú? ¿Habíaquedado comprometido alguno de losirregulares?

El camión con el equipo de sonido,aunque propiedad soviética, eraproblema americano, y su bruscadesaparición causó una silenciosainquietud entre los que habíanfavorecido su uso.

La cuestión de quién es expulsado,por qué, nunca está clara, pues los jefesde puesto en Moscú, Washington y

Londres son actualmente conocidos desus países anfitriones. Nadie en MoscúCentro se hacía ninguna ilusión sobre lasactividades de Paddy o las de Cy. Sucobertura no estaba diseñada paraprotegerles de la oposición, sino de lamirada del mundo real.

En cualquier caso, no fueronexpulsados. Nadie fue expulsado. Nadiefue detenido. Los irregulares, de los quese prescindió indefinidamente,continuaron dedicándose tranquilamentea sus trabajos de cobertura.

Los sabihondos occidentalesconsideraron rápidamente en extremosignificativa la ausencia de un gesto de

represalia.¿Un movimiento conciliatorio en la

época de la glasnost?¿Una clara señal para nosotros de

que «Pájaro Azul» era un gambito paraobtener la lista de compra americana?

¿O una señal menos clara paranosotros de que el material de «PájaroAzul» era exacto, pero resultabademasiado embarazoso reconocerlo?

Las líneas de batalla estaban fijadas.Conforme al principio que Ned ya mehabía explicado, palomas y halcones deambos lados del Atlántico volvían asepararse una vez más.

Si los soviéticos nos están enviando

una señal de que el material es exacto,entonces, evidentemente, el material esinexacto, decían los halcones.

Y viceversa, decían las palomas.Y viceversa otra vez, decían los

halcones.Papeles escritos, disputas libradas.

Ascensos, despidos, pensiones,medallas, desplazamientos laterales ydegradaciones. Pero ningún consenso.Sólo el habitual triunfo de lo más tosco,disfrazado de deducción racional.

En nuestro comité, sólo Ned rehusósumarse al baile. Parecía alegrementedispuesto a aceptar las censuras.«“Pájaro Azul” era sincero y Barley era

sincero» —repetía una y otra vez alcomité, sin perder jamás su buen humor—. No hubo engaño por parte de nadie,salvo en donde nos engañamos anosotros mismos. Fuimos nosotros losfaltos de honradez. No «Pájaro Azul»».

Poco después de haber formuladoeste juicio, se convino en que se hallabasometido a los efectos de una fuertetensión mental y su ayuda fue solicitadamás esporádicamente.

¡Oh!, y se tomó nota. Pasivamente,ya que los verbos activos tienen unadesagradable forma de delatar al actor.Muy seria nota. Tomada por todo ellugar.

Se tomó nota de que Ned no habíaavisado al piso doce delcomportamiento de Barley a su regresode Leningrado.

Se tomó nota de que Ned habíarequisado esa misma noche todo tipo derecursos de los que nunca había dadocuenta, entre ellos Ben Lugg y losservicios de la jefe de escuchas, Mary,que venció suficientemente su sentido delealtad hacia un oficial hermano paradar al comité un espeluznante relato dela arbitrariedad de Ned. ¡Pidiendocintas ilegales! ¡Imaginen! ¡Interviniendoteléfonos! ¡La libertad!

Mary fue jubilada poco después de

esto, y ahora vive enfurecí da en Malta,donde se teme que esté escribiendo susmemorias.

Se tomó nota también, aunque conprofundo sentimiento, de la cuestionableconducta de nuestro asesor legal dePalfrey —incluso recuperé mi de—, queno había justificado su utilización de laautoridad delegada del Secretario delInterior, con pleno conocimiento de queasí se lo exigía el procedimientoaprobado en secreto que regula lasactividades del Servicio conforme a laenmienda de etcétera y con sujeción a loprevisto en el párrafo tal de un negableprotocolo del Ministerio del Interior.

Se tuvo en cuenta, no obstante, elardor de la batalla. El asesor legal nofue jubilado, ni se fue a Malta. Perotampoco fue exonerado. Un perdónparcial en el mejor de los casos. Unasesor legal no hubiera debido estar tancerca de una operación. Un inapropiadouso de los conocimientos de un asesorlegal. Se hizo circular la palabra«imprudente».

Se hizo notar también consentimiento que el mismo asesor legalhabía redactado un entusiasta certificadoa favor de Barley para su firma porClive, menos de cuarenta y ocho horasantes de la desaparición de Barley,

permitiendo así a éste tomar posesión dela lista de compra, aunquepresumiblemente no por mucho tiempo.

En mis horas libres redacté lascondiciones de separación de Ned ypensé nerviosamente en las mías. Lavida dentro del Servicio podía tener suslimitaciones, pero la idea de la vidafuera de él me aterrorizaba.

El anuncio del fallecimiento de«Pájaro Azul» proporcionó un recesotemporal a las deliberaciones de nuestrocomité, pero éste no tardó enrecuperarse. La noticia era un suelto deseis líneas en Pravda, cuidadosamentemedido para que no fuese ni demasiado

ni demasiado poco, en el que seinformaba de la muerte por enfermedaddel eminente físico profesor YakovSavelyev, de Leningrado, y serelacionaban sus diferentescondecoraciones. Había fallecido porcausas naturales —nos aseguraba elboletín— poco después de haberpronunciado una importante conferenciaen la Academia Militar de Saratov.

Ned se tomó el día libre cuando seenteró de la noticia, y el día se convirtióen tres días, una leve gripe. Pero losteóricos de la conspiración tenían unbuen tema en que ocuparse.

Savelyev no estaba muerto.

Estaba muerto desde el principio, yel hombre con quien habíamos tratadoera un impostor.

Estaba haciendo lo que siemprehabía estado haciendo, dirigir laSección de Desinformación Científicade la KGB.

Su material estaba acreditado, noestaba acreditado.

Carecía de valor. Era oro puro.Era humo.Era un verídico mensaje de paz que,

corriendo inmensos riesgos, nosenviaban los moderados de los círculosdirigentes de Moscú para mostramosque la espada nuclear soviética se había

enmohecido en su vaina y que el escudonuclear soviético tenía más agujeros queun colador.

Era un diabólico plan para persuadira los cobardes americanos de queapartasen sus dedos del gatillo nuclear.

En resumen, había materia suficientepara que todo el mundo hincara el dienteen ella.

Y como, en la relación simbióticaque existe entre Estados beligerantes,nada puede ocurrir en uno sin dispararuna reacción refleja en el otro, surgióuna contraindustria y la historia delpapel americano en el asunto «PájaroAzul» fue vuelta a escribir

apresuradamente.Langley sabía desde el principio que

«Pájaro Azul» era falso, dijo lacontraindustria.

O que lo era Barley.O que lo eran ambos.Sheriton y Brady estaban

practicando juegos doblemente dobles,dijo la contraindustria. Su únicoobjetivo era introducirconvincentemente el humo y avanzarotro paso por delante de los rusos en lainterminable lucha por el Margen deSeguridad.

Sheriton era un genio.Brady era un genio.

Todos los eran, ¡todos genios!Sheriton se había apuntado un

brillante tanto. Brady lo había hecho.La Agencia estaba compuesta

exclusivamente por brillantes estrategasque eran por completo diferentes de susineptos equivalentes en el mundoabierto. Dios preserve a la Agencia.¿Dónde estaríamos sin ella?

Como si todo esto no fuesesuficiente, se añadieron nuevas series deposibilidades a las antiguas. Porejemplo, que Sheriton había sidoinstrumento inconsciente del Pentágonoy de Defensa. Eran ellos quienes habíanpreparado la falsa lista de compra y

quienes habían sabido desde elprincipio que el «Pájaro Azul» era unengaño.

Y cada nuevo rumor debía a su vezser tomado en serio, aunque el únicomisterio verdadero era quién lo habíafabricado o por qué.

La respuesta en muchos casosparecía ser Russell Sheriton, que estabaluchando por su pellejo.

En cuanto a «Pájaro Azul», si nohabía muerto por causas naturales,ciertamente lo estaba haciendo ahora.

Sólo Ned, tras volver de suautoimpuesta vigilia, fue una vez más tanestúpido como para expresar la

probable verdad. «“Pájaro Azul” erasincero y nosotros le matamos», dijo sinrodeos en la primera reunión a la queasistió. No fue invitado a la siguiente.

Y durante todo este tiempo no cesónuestra búsqueda de Barley, aunque aalgunos de nosotros nos alegraba noencontrarle. Avanzábamos hacia él, lerodeábamos y, con demasiadafrecuencia, nos alejábamos de él. Peroéramos hombres honorables. Nuncacejábamos.

Pero ¿qué había adquirido Barley…y a cambio de qué?

¿Qué estaban dispuestos los rusos acomprarle a él…, a Barley, que hasta

ahora sólo había necesitado una costosacomida, pagada muy probablemente desu propio bolsillo, para persuadirse a símismo de una pérdida irreversible?

¡Estaba perdido, después de todo!¡Completamente! ¡Ya para cuandoacudió a ellos! ¡Y lo sabía!

¿Qué tenía que ofrecerles que ellosno pudieran obtener por sí mismos?Después de todo, estamos hablando detortura, de los métodos más perversos yde registros de agonía de los que hastael regreso constituye un infiernoinimaginable. Podrían los rusos estarmejorando su imagen, pero nadiesuponía seriamente que fueran a

abandonar de la noche a la mañanamétodos que habían permanecidoarraigados en ellos durante miles deaños.

La primera y más evidente respuestaera: la lista de compra. Barley podíadecirles lisa y llanamente a los rusosque no la obtendría de sus jefes a menosque recibiese las necesariasseguridades. Y que preferiría abrasarseen aceite hirviendo durante el resto desu vida antes que entregar gratis la listade compra.

Y le creyeron. Comprendieron quetendrán que quedarse sin la lista decompra si no seguían su juego. Y, como

los hombres grises de cualquier bandotemen al autosacrificio tanto como alamor, los prudentes sabios de la KGBpreferían, evidentemente, tratar con laparte de él que comprendían antes queenredarse con la parte que no entendían.

Sabían que él tenía la facultad derechazarles, de decir: «No, no entregaréla lista de compra. No, no entraré en elapartamento de Ígor hasta que me hayáisdado algo más que vuestra solemnepalabra».

Sabían, una vez que le hubieronescuchado, que él tenía la fuerza. Y,como nosotros, se sentían un pocoaturdidos por ello.

Y Barley —como había dicho aHenziger y Wicklow durante la cena—nunca había conocido a un ruso quepudiera dar su palabra solemne y dejarlaincumplida. No estaba hablando depolítica, naturalmente, sólo de negocios.

¿Y a cambio? ¿Qué comprabaBarley con lo que vendía?

Katya.Matvey.Los gemelos.No era mal negocio. Personas reales

a cambio de argumentos irreales.¿Para él mismo? Nada. Nada que

pudiera concebiblemente modificar lafuerza de su demanda en favor de

aquellos a quienes había tomado bajo suprotección.

Y, poco a poco, fue quedando claroque, por una vez en su vida, Barleyhabía conseguido un contrato excelente.Si «Pájaro Azul» era una causa perdida,Katya y sus hijos mostraban todas lasseñales de ser una causa salvada. Ellacontinuaba en «Octubre», era vista en laocasional recepción, contestaba alteléfono en su casa y en la oficina. Losgemelos seguían yendo a la escuela ycantaban las mismas alegres canciones.Matvey practicaba sus mismas amistosascostumbres.

No tardó, por consiguiente, en

añadirse otra gran teoría a las demás.«Los soviéticos están realizando unaoperación de cobertura interna —decía—. No quieren que trasciendan lasrevelaciones de incompetencia hechaspor “Pájaro Azul”».

Así pues, la aguja giró en sentidocontrario durante algún tiempo, y elmaterial de «Pájaro Azul» fueconsiderado auténtico. Pero no pormucho tiempo.

«Eso es lo que ellos quieren quecreamos», exclamó un hombre investidode poder.

Y la aguja volvió a girarapresuradamente adonde estaba antes,

porque nadie quiere que se rían de uno.Pero el acuerdo pactado por Barley

se mantuvo. Katya no perdió susprivilegios, su tarjeta roja, suapartamento, su empleo ni, con el pasode los meses, su buen aspecto. Alprincipio, cierto, los informes hablabande la palidez de la viudedad, de unaspecto desaliñado y de largasausencias del trabajo. Y, evidentemente,nadie había prometido a Barley que ellano sería invitada a prestar unadeclaración voluntaria sobre su relacióncon el difunto «Pájaro Azul».

Pero gradualmente, tras un decorosoperiodo de apartamiento, su exuberancia

se reafirmó y volvió a la normalidad.¿Y el propio Barley?La pista pareció a punto de dar

frutos, luego se enfrió y finalmente setornó gélida.

A los pocos días de haber terminadola feria del libro, sus tías recibieroncartas formales de dimisión, conmatasellos de Lisboa, en las que seapreciaban las características delantiguo estilo de Barley… un cansanciogeneral del mundo editorial, la industriaha crecido en exceso, hora de volver sumente hacia otras cosas mientras todavíale quedan unos cuantos buenos años pordelante.

En cuanto a sus planes inmediatos,proponía «perderse durante algúntiempo» y explorar lugares insólitos. Demodo que estaba claro que ya no seencontraba en Rusia.

Es decir, aparentemente claro.Y, después de todo, así lo dijo él

mismo. Así lo dijo la bella muchacha dela agencia de viajes «Barry Martin», quetiene sus oficinas en el«Mezhdunarodnaya». El señor ScottBlair había decidido volar a Lisboa enlugar de regresar a Londres, dijo. Unmensajero de VAAP trajo su billete.Ella se lo cambió y le reservó plaza enel vuelo directo de «Aeroflot» que salía

el lunes a las 11.20 y llegaba a Lisboa alas 15.30, con escala en Praga.

Y alguien utilizó ese billete. Unhombre alto, que no habló con nadie, unBarley auténtico, o casi. Alto como loshombres del vestíbulo de la VAAPquizá, pero le seguimos la pista de todosmodos. La seguimos a todo lo largo dela línea, y la línea sólo se detuvo cuandollegó hasta Tina, la patrona lisboeta deBarley. ¡Sí, sí! Tina había tenidonoticias de él, dijo a Merridew…, unabonita postal de Moscú diciendo que sehabía encontrado con una amiga y que seiban a tomar unas vacaciones.

Merridew se sintió profundamente

aliviado al saber que, después de todo,Barley no había regresado a su agujero.

Luego, durante los meses siguientes,comenzó a formarse una imagen de lavida subsiguiente de Barley antes deesfumarse de nuevo. Un traficante dedrogas germanooccidental oyó durantesu detención que un hombre quecorrespondía a la descripción de Barleyestaba siendo sometido a interrogatorioen una cárcel próxima a Kiev. Un tipojovial, dijo el alemán. Apreciado porlos internos. Desenfadado. Hasta losguardianes no podían por menos dededicarle una sonrisa.

Una intrépida pareja de

automovilistas franceses que regresabana su país habían sido ayudados por un«inglés alto y servicial» que habló unpoco de francés con ellos cuando sevieron envueltos en un accidente decarretera con una limusina soviética enlas proximidades de Smolensko. Nadieresultó herido. Uno ochenta, lacioscabellos castaños, cortés, deestruendosa carcajada y custodiado poraquellos corpulentos rusos.

Y un día, cerca ya de Navidad, nomucho después de que Ned hubiesehecho entrega formal de la SecciónRusa, llegó de La Habana un informe deuna fuente cubana en el sentido de que

un inglés estaba sujeto a una detenciónespecial en una cárcel política cercana aMinsk, y que cantaba mucho.

¿Cantaba?, fue el indignadomensaje de respuesta. ¿Qué cantaba?

Cantaba a Satchmo, llegó larespuesta de La Habana. La fuente era unentusiasta del jazz, como el inglés.

¿Y el texto de la carta de Barley aNed?

Continúa siendo un pequeño misteriodel asunto el hecho de que nunca llegasea la carpeta del expediente, y no hayconstancia de ella en la historia oficialdel caso «Pájaro Azul». Yo creo queNed se la guardó como algo que

apreciaba demasiado como paraarchivarlo.

Así pues, ése debería ser el final dela historia, o, mejor dicho, la historia nodebería tener final. A juicio de losentendidos. Barley estabacompletamente decidido a ocupar supuesto entre las otras sombras quepueblan los senderos más oscuros de lasociedad moscovita… los pisoteadosdesertores y espías, los comprados y losdesleales con sus patéticas esposas y suspálidos vigilantes, compartiendo suscada vez menores raciones de artículosy recuerdos occidentales.

Hubiera debido ser localizado al

cabo de unos años, accidentalmente peroadrede, en una fiesta en la que se hallasemisteriosamente presente un afortunadoperiodista británico. Y quizá, si lostiempos seguían siendo los mismos, sele suministraría una flagrantedesinformación, o se le invitaría aarrojar un poco de pimienta a los ojosde sus antiguos jefes.

Y, en efecto, ése era exactamente elritual que parecía estar desarrollándosecuando un telegrama del sucesor dePaddy informó que un inglés alto y depelo color arena había sido visto —nosólo visto, oído—, tocando un saxotenor en un club recién abierto de la

vieja ciudad, un año justo después de sudesaparición.

Clive fue sacado de la cama,volaron mensajes entre Londres yLangley, se pidió al Foreign Office queechara un vistazo. Lo hicieron y, por unavez, se mostraron inequívocos…, no esproblema nuestro ni lo es tampocovuestro. Parecían considerar que losrusos estaban mejor equipados quenosotros para imponer silencio a Barley.Después de todo, los rusos lo habíanhecho antes.

Al día siguiente, llegó un segundotelegrama, esta vez del gordo Merridew,desde Lisboa. La patrona de Barley.

Tina, con la que Merridew habíamantenido relaciones a regañadientes,había recibido instrucciones de prepararel piso para la llegada de su pupilo.

Pero ¿cómo las había recibido?preguntó Merridew.

Por teléfono, respondió ella. Elsenhor Barley le había telefoneado.

¿Telefoneado desde dónde, mujerestúpida?

Tina no se lo había preguntado yBarley no lo había dicho. ¿Por qué habíade preguntarle dónde estaba, si iba avenir a Lisboa cualquier día deaquéllos?

Merridew estaba consternado. No

era el único. Avisó a los americanos,pero Langley había sufrido una pérdidacolectiva de memoria. ¿Qué Barley?,estuvieron en un tris de preguntarnos.Está muy extendida la idea de que losservicios como el nuestro aplicanviolentos castigos a quienes hantraicionado sus secretos. Bien, y a veceses cierto, lo hacen, aunque rara vezcontra personas de la clase de Barley.Pero en este caso quedó inmediatamenteclaro que nadie, y mucho menosLangley, tenía el menor deseo de llamarla atención sobre alguien a quienpreferirían con mucho olvidar. Mejorasegurar su postura, convinieron, y

mantener fuera del asunto a losamericanos.

Subí la escalera con aprensión.Había declinado los servicios deprotección de Brock y la tibia oferta deapoyo que me había formuladoMerridew. La escalera era oscura,empinada e inhóspita ydesagradablemente silenciosa.Comenzaba a anochecer, pero sabíamosque estaba en casa. Pulsé el timbre, perono lo oí sonar, así que di unosgolpecitos en la puerta con los nudillos.Era una puerta pequeña y recia, degrueso artesonado. Me recordó la casitade la orilla de la isla. Oí pasos dentro y

retrocedí en seguida, todavía no sé muybien por qué, pero supongo que era unaespecie de temor a los animales. ¿Semostraría violento, furioso oexcesivamente efusivo, me arrojaríaescaleras abajo o me daría un abrazo?Yo llevaba un maletín, y recuerdo que lopasé a la mano izquierda como paraestar en condiciones de poderprotegerme. Aunque bien sabe Dios queno soy hombre combativo. Percibí olor apintura fresca. La puerta no tenía mirillay estaba perfectamente ajustada al marcode hierro. Le era imposible saber quiénestaba allí antes de abrirme. Oídescorrerse un cerrojo. La puerta giró

hacia dentro.—Hola, Harry —dijo.Así que yo dije: «Hola, Barley». Yo

llevaba un ligero traje oscuro, azul másque gris. Dije: «Hola, Barley», y esperéque sonriera.

Estaba más delgado, más fuerte ymás erguido, con el resultado de que sehabía tornado realmente muy alto, tanalto que me llevaba la cabeza. Eres unaviajero sin nervios, recuerdo que pensémientras esperaba. Era lo que Hannahsolía decirme en sus primeros tiempos,que ambos deberíamos aprender a ser.

Los antiguos y desmañados gestos lehabían abandonado. La disciplina de los

espacios pequeños había surtido suefecto. Iba pulcramente vestido. Llevabapantalones vaqueros y una vieja camisade cricket con las mangas subidas hastael codo. Tenía salpicones de pinturablanca en el antebrazo y otra más grandesobre la frente. Vi detrás de él unaescalera de mano y una pared a mediasblanqueada, y en el centro de lahabitación montones de libros y dediscos parcialmente protegidos con unasábana.

—¿Vienes a jugar una partida deajedrez, Harry? —preguntó todavía sinsonreír.

—Si pudiera hablar contigo… —

dije, como podría habérselo dicho aHannah o a cualquier otra persona aquien estuviera proponiendo un acuerdode compromiso.

—¿Oficialmente?—Bien.Me observó como si no me hubiera

oído, francamente y tomándose tiempo,del cual parecía tener mucho…, tanto,supongo como cuando observa uno a suscompañeros de celda o a susinterrogadores en un mundo en que setiende a prescindir de las cortesíashabituales.

Pero su mirada no tenía nadahumillante ni vergonzoso, nada de

arrogancia o volubilidad. Parecía, por elcontrario, más límpida que como yo larecordaba, como si se hubiera instaladopermanentemente en las remotasregiones a que acostumbrabadesplazarse ocasionalmente.

—Tengo un poco de vino fresco, site apetece —dijo, y se hizo a un ladopara dejarme pasar mientras meobservaba, antes de cerrar la puerta yechar el pestillo.

Pero seguía sin sonreír. Su estado deánimo era un misterio para mí. Sentíaque no podría comprender nada de él amenos que él decidiera decírmelo.Dicho de otra manera, comprendía

acerca de él todo cuanto estaba alalcance de mi comprensión. El resto,infinito.

Había sábanas también sobre lassillas, pero las retiró y las dobló comosi fuesen su ropa de cama. Los que hanestado en la cárcel, he observado a lolargo de los años, tardan mucho tiempoen deshacerse de su orgullo.

—¿Qué quieres? —preguntó,llenando un par de vasos con vino deuna jarra.

—Me han pedido que arregle lascosas —dije—. Que obtenga de tialgunas respuestas. Seguridades. Y dartealgunas a cambio —me sentía confuso

—. Si podemos ayudar… —dije—. Sinecesitas cosas. Lo que podamosacordar para el futuro y todo eso.

—Tengo todas las seguridades quenecesito, gracias —dijo cortésmente,centrándose en la única palabra quepareció captar su interés—. Ellos semueven a su propia marcha. Heprometido mantener la boca cerrada —sonrió por fin—. He seguido tu consejo,Harry. Me he convertido en un amante alarga distancia, como tú.

—Estuve en Moscú —dije,esforzándome por dar fluidez a nuestraconversación—. Fui a los sitios. Vi a lagente. Utilicé mi propio nombre.

—¿Cuál es? —preguntó, con lamisma cortesía—. Tu nombre. ¿Cuál es?

—Palfrey —respondí, prescindiendodel de.

Sonrió, en señal de simpatía, o dereconocimiento.

—El Servicio me envió allá parabuscarte. Extraoficialmente perooficialmente, como si dijéramos.Preguntar a los rusos. Aclarar las cosas.Pensábamos que debíamos averiguarqué te había sucedido. Ver si podíamosayudar.

Y asegurarnos de que estabanobservando las normas, podría haberañadido. Que nadie en Moscú iba a

zarandear la lancha. Que no seproducían estúpidas filtraciones nialardes de publicidad.

—Ya conté lo que me habíasucedido —dijo.

—¿Te refieres a tus cartas aWicklow y Henziger y la gente?

—Sí.—Bueno, naturalmente sabíamos que

las cartas fueron escritas bajo coacción,si es que las escribiste tú siquiera. Mirala carta del pobre Goethe.

—Por los huevos —replicó—. Lasescribí por mi propia y libre voluntad.

Me aproximé un poco más a mimensaje. Y al maletín que tenía al lado.

—Por lo que a nosotros se refiere,actuaste muy honorablemente —dije,sacando una carpeta y abriéndola sobrelos muslos—. Todo el mundo hablacuando se le presiona, y tú no erasninguna excepción. Estamos agradecidospor lo que hiciste por nosotros y somosconscientes del coste que supuso para ti.Profesional mente y personalmente.Consideramos que debes recibir lacompensación adecuada. Concondiciones, naturalmente. La sumapodría ser grande.

¿Dónde había aprendido a mirarmeasí? ¿A reprimirse tan firmemente? ¿Aimpartir tensión a los demás, cuando él

parecía tan insensible a ella?Le leí las condiciones, que eran

semejantes a las de Landau, pero alrevés. Permanecer fuera del ReinoUnido y no entrar en él sin nuestroprevio consentimiento. Resolución plenay definitiva de todas las reclamaciones,su silencio a perpetuidad expresado exabundanti cautela de media docena deformas distintas. Y mucho dinero porfirmar aquí, siempre y cuando —solamente siempre y cuando—mantuviera cerrada la boca.

Pero no firmó. Ya estaba harto.Rechazó mi aparatosa pluma.

—A propósito, ¿qué hicisteis con

Walt? Le he comprado un sombrero. Unaespecie de tapa de tetera con franjas detigre. No puedo encontrar la malditacosa.

—Si me lo mandas, se lo haré llegar—dije.

Captó mi tono y sonrió con tristeza.—Pobre Walt. Le han dado la

patada, ¿eh?—En nuestro oficio, nos

desgastamos muy pronto —dije, pero nopodía mirarle a los ojos, así que cambiéde tema—. Supongo que te habrásenterado de que tus tías han vendido elnegocio a «Lupus Books».

Se echó a reír…, no con su

turbulenta risa de antes, cierto, pero sí,de todos modos, con la risa de unhombre libre.

—¡Jumbo! ¡El viejo diablo!¡Engatusó a la Vaca Sagrada! ¡Confiaren él!

Pero le agradaba la idea. Parecíaencontrar auténtico placer en ella. A mí,como a todos los de mi oficio, measustan las personas de buen instinto.Pero yo podía compartir vicariamente sudescanso. Parecía haber desarrolladouna tolerancia universal.

Ella vendrá, me dijo, mientrasmiraba hacia el puerto. Prometieron quevendría algún día.

No enseguida, y sólo cuando ellosquisieran, no cuando quisiera Barley.Pero vendría, no tenía ninguna duda.Quizás este año, quizás el siguiente,dijo. Pero algo en el interior delmontañoso vientre burocrático ruso seagitaría y daría a la luz un ratón decompasión. No tenía la menor duda.Sería gradual, pero sucedería. Se lohabían prometido.

«Ellos no rompen sus promesas», measeguró, y ante semejante confianzahabría sido una grosería por mi partecontradecirle. Pero alguna otra cosa meestaba impidiendo expresar mi habitualescepticismo. Era Hannah otra vez.

Sentía que ella me estaba rogando que ledejase vivir con su humanidad, aunquehubiera destruido la de ella. «Crees quelas personas nunca cambian porque tú nocambias —me había dicho una vez—.Sólo te sientes seguro cuando estásdesilusionado».

Sugerí que se viniera conmigo acomer, pero pareció no oírme. Estaba enpie ante la amplia ventana, mirando lasluces del puerto mientras yocontemplaba su espalda. La mismapostura que había adoptado cuando leentrevistamos por primera vez aquí, enLisboa. El mismo brazo sosteniendo suvaso. La misma postura que en la isla

cuando Ned le dijo que había ganado.Pero más erguido. ¿Me estaba hablandootra vez? Me di cuenta de que sí. Estabaviendo a su barco llegar de Leningrado,dijo. Estaba viéndola bajarapresuradamente la pasarela con sushijos a su lado. Estaba sentado con tíoMatvey debajo del frondoso árbol delparque bajo su ventana, donde habíaestado sentado con Ned y Walter en losdías anteriores a su madurez. Estabaoyéndole a Katya traducir los heroicosrelatos de resistencia de Matvey. Estabacreyendo en todas las esperanzas que yohabía sepultado conmigo cuando elegí elseguro bastión de la desconfianza

infinita con preferencia al peligrososendero del amor.

Logré persuadirle para que viniera acenar y tuviera la bondad de dejarmepagar. Pero no pude conseguir nada másde él, no firmó nada, no aceptó nada, noquería nada, no concedió nada, no debíanada y deseaba que todos nosotros, sinira, nos fuésemos al diablo.

Pero tenía una tranquilidadespléndida. No era estridente. Semostraba considerado hacia missentimientos, aunque era demasiadocortés para preguntar cuáles eran. Yonunca le había hablado de Hannah ysabía que nunca podría hacerla, porque

el nuevo Barley no tendría paciencia conmi inalterado estado.

Por lo demás, parecía deseoso dehacerme el regalo de su historia, paraque yo tuviese algo que llevarles a misjefes. Me condujo de nuevo a su piso einsistió en que tomáramos una últimacopa y en que nada era culpa mía.

Y habló. Para mí. Para él. Habló yhabló. Me contó la historia tal y comoyo he tratado de contárosla aquí, desdesu lado, así como desde el nuestro.Continuó hablando hasta que comenzó aclarear, y cuando me marché, a las cincode la mañana, él se estaba preguntandosi podría acabar aquel trozo de pared

antes de acostarse. Había muchas cosasque preparar, explicó. Alfombras.Cortinas. Estanterías para los libros.

—Estaré perfectamente, Harry —measeguró, mientras me acompañaba a lapuerta—. Díselo a ellos.

Espiar es esperar.

JOHN LE CARRÉ (Poole, 19 deoctubre de 1931), escritor inglés, esconocido por sus novelas de intriga yespionaje situadas en su mayoría durantelos años 50 del siglo XX yprotagonizadas por el famoso agenteSmiley.

Le Carré es el seudónimo utilizado

por el autor y diplomático David JohnMoore Cornwell para firmar la prácticatotalidad de su obra de ficción. Le Carréfue profesor universitario en Eton antesde entrar al servicio del ministerio deexteriores británico en 1960.

Su experiencia en el servicio secretobritánico, Le Carré trabajó paraagencias como el MI5 o el MI6, le hapermitido desarrollar novelas deespionaje con una complejidad yrealismo que no se había dado hasta suaparición. En 1963 logró un gran éxitointernacional gracias a su novela Elespía que surgió del frío, lo que lepermitió abandonar el servicio secreto

para dedicarse a la literatura.De entre sus novelas habría que

destacar títulos como El topo, La gentede Smiley, La chica del tambor, Lacasa rusia, El sastre de Panamá o Eljardinero fiel , todas ellas llevadas alcine con gran éxito durante los últimostreinta años y cuyas ventas ascienden amillones de ejemplares en más de veinteidiomas.

Le Carré no suele concederentrevistas y ha declinado la mayoría,por no decir todos, los honores ypremios que se le han ofrecido a lolargo de su carrera literaria y ya haanunciado que no volverá a realizar

actos públicos, aunque sigueescribiendo novelas, como demuestra suúltima obra Un traidor como losnuestros, publicada en 2010.