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En el mundo del espionaje un topocrea laberintos, encrucijadas ytrampas en sus galerías, y quienintente atraparlo corre el riesgo deconvertirse en cazador cazado. Eljefe del espionaje británico muriósumido en viejos expedientes yrecientes sospechas, convenido deque había galerías pero sinencontrar el topo. Smiley fue fiel asu jefe hasta el final, lo que le costósu puesto. Pero nuevos informesvuelven a remover al peligrosofantasma del topo, y Smiley, porsupuesto, decide adentrarse

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extraoficialmente en el laberinto. Alfinal del mismo sólo encontrará unaverdad: que los seres humanossomos demasiados complejos paraser clasificados con una solapalabra, ya sea "héroe", "traidor" ocualquier otra.

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John Le Carré

El topo

ePUB v1.0Mezki 21.11.11

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Título: El topoAutor/es: Le Carré, JohnTraducción: Covián Fasce, MarceloLengua de publicación: CastellanoEdición: 1ª ed., 1ª imp.Fecha Impresión: 10/2001Publicación: Editorial Planeta DeAgostini,S.A.Colección: Biblioteca John Le Carré, 6ISBN 13: 978-84-395-9211-2ISBN 10: 84-395-9211-6

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A James Bennett y Dusty Rhodes

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Primera Parte

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1

La verdad es que si el viejo mayorDover no hubiera caído muerto en lascarreras de Taunton, Jim jamás hubieraido a Thursgood. Llegó, sin previaentrevista, mediado el trimestre, cuandocorría el mes de mayo, pese a que, ajuzgar por el tiempo, nadie lo hubieradicho, contratado a través de una de lasmás dudosas agencias entre lasdedicadas a proporcionar maestros depreparatoria, con la tarea de sustituir alviejo Dover, hasta el momento en quefuera posible encontrar a alguien másidóneo. Thursgood dijo a sus

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colaboradores:—Es un lingüista. Lo he contratado

con carácter temporal. —Tras decirestas palabras, Thursgood se echó atrásel mechón de autodefensa que le caíasobre la frente. Añadió—: Se llamaPriddo.

Y, como sea que el francés no era laasignatura de Thursgood, consultó unacuartilla para deletrear el apellido:

—P-r-i-d-e-a-u-x. El nombre de pilaes James. Creo que servirá parasacarnos de apuros hasta el mes de julio.

Los colaboradores no tuvierondificultad alguna en interpretar elsignificado de estas palabras. Jim

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Prideaux era un paria en la comunidaddocente. Pertenecía a la misma secta quela desaparecida señora Loveday, quientenía un chaquetón de cordero persa, yque dio clases de primero de religiónhasta que comenzó a librar cheques sinfondos, o a la misma especie que eltambién desaparecido señor Maltby, elpianista que tuvo que interrumpir lasprácticas del coro cuando la policía lofue a buscar para requerir su ayuda enciertas investigaciones, ayuda que, ajuzgar por las apariencias, el señorMaltby seguía prestando, ya que su baúlse encontraba en el sótano, en espera delas pertinentes instrucciones. Varios

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profesores, principalmenteMarjoribanks, eran partidarios de abrirel baúl. Aseguraban que conteníaimportantes tesoros desaparecidos,como, por ejemplo, el retrato de lalibanesa madre de Aprahamian, enmarco de plata, el cortaplumas delejército suizo de Best-Ingram, y el relojde la matrona. Pero Thursgood formabaen su rostro sin una sola arruga un gestode tozuda oposición a tales peticiones.Sólo habían transcurrido cinco añosdesde el día en que heredó la escuela desu padre, pero ya sabía que hay ciertascosas que más vale mantener cerradas yocultas.

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Jim Prideaux llegó un viernes, bajouna lluvia torrencial. Como oleadas dehumo, la lluvia descendía por la pardacampiña de Quantocks, cruzaba velozlos vacíos campos de cricket e iba darcontra las viejas fachadas de piedraarenisca. Llegó después del almuerzo,conduciendo un viejo Alvis rojo quearrastraba un remolque de segundamano, en otros tiempos de color azul. EnThursgood las primeras horas de latarde son tranquilas, una breve tregua enla cotidiana batalla escolar. Los chicosvan a descansar a sus dormitorios, y losprofesores se congregan en la sala, endonde, mientras toman café, leen el

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periódico o corrigen los ejercicios delos chicos. Thursgood lee en voz altauna novela a su madre. Por esto, entretodos los habitantes de la escuela,solamente el pequeño Bill Roach viollegar a Jim, vio el vapor saliendo delmotor del Alvis, mientras el automóvildescendía por el irregular camino, conlos limpiaparabrisas funcionando a todamarcha, y el remolque detrás, rodandopor los baches encharcados.

En aquellos tiempos, Roach eraalumno nuevo, con la clasificación dealgo tonto, cuando no auténticodeficiente mental. Thursgood era lasegunda escuela preparatoria a la que

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asistía en el curso de dos trimestres. Setrataba de un muchacho esférico, conasma, que consumía la mayor parte deltiempo de descanso arrodillado en unextremo de la cama, jadeando y mirandopor la ventana. Su madre vivíaespectacularmente en Bath, y su padreera considerado el padre más rico entoda la escuela, distinción que costabacara al muchacho. Hijo de un hogardeshecho, Roach era también unobservador nato. Durante suobservación, Roach pudo ver que Jim nodetenía el automóvil ante el edificio dela escuela, sino que proseguía hasta elpatio del establo. Al parecer, Jim

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conocía ya el plano de la escuela. Mástarde, Roach concluyó que Jimseguramente había reconocido el terrenoo estudiado los planos. Ni siquiera alllegar al patio detuvo el automóvil, sinoque siguió adelante, cruzando,velozmente, hacia el Oeste, la extensiónde verde césped, aprovechando lainercia del descenso. Luego ascendiópor la suave colina, bajó al Hoyo, decabeza, y se perdió de vista. Roach casiesperó que el remolque volcara aliniciar el descenso, tal era la velocidada la que Jim iba, pero el remolque selimitó a levantar la cola y a desapareceren el Hoyo, como un gigantesco conejo.

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El Hoyo forma parte del folklore deThursgood. Se encuentra en unaextensión de tierra baldía, entre elhuerto, el invernadero y el patio delestablo. A primera vista no es más queuna depresión cubierta de césped, conpequeñas elevaciones en la parte norte,cada elevación de la altura del cuerpode un muchacho, y cubierta dematorrales que, en verano, adquieren unaspecto esponjoso. Estas elevacionesdan al Hoyo su especial mérito encuanto a terreno de juegos, y también ledan su reputación, la cual varía enarmonía con la peculiar fantasía de cadageneración de muchachos. Un año se

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dice que allí hay indicios de que existeuna mina de plata, y los chicos cavancon entusiasmo, en busca de riquezas.Otra generación asegura que allí hubo unfuerte romano, y los chicos se entregan alibrar batallas con palos y proyectilesde arcilla. Para otros, el Hoyo es elcráter formado por una bomba durante laguerra, y las elevaciones contienen loscuerpos que la explosión sepultó. Laverdad es más prosaica. Seis años atrás,poco antes de que súbitamente el padrede Thursgood se fugara con unarecepcionista del hotel Castle, dichoseñor decidió construir una piscina, yconsiguió convencer a los chicos de que

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cavaran un hoyo, profundo en un extremoy superficial en el otro. Pero el dineropreciso para financiar tal ambiciónnunca llegó en las debidas cantidades, yfue empleado en otros menesteres, comola compra de un nuevo proyector para laescuela de arte, y en el empeño decultivar setas en el sótano. Los máscrueles llegaban a decir que este dinerose empleó en disponer un nidito paraciertos amantes ilícitos, cuando dichosamantes se fueron a Alemania, tierranatal de la señora en cuestión.

Jim ignoraba estas asociaciones. Apesar de todo, lo cierto es que, por purabuena suerte, Jim había elegido el único

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lugar de la escuela Thursgood que, ajuicio de Roach, estaba dotado decaracterísticas sobrenaturales.

Roach esperó en la ventana, pero novio nada más. Tanto el Alvis como elremolque se encontraban en desenfilada,y si no fuera por las rojas huellas sobreel césped, Roach hubiera muy bienpodido creer que todo había sido unsueño. Pero las huellas de losneumáticos eran reales, por lo queRoach, cuando sonó la campana dandofin al período de descanso, se puso elimpermeable y, bajo la lluvia, se dirigióhasta la parte alta del Hoyo, y vio a Jim,con un impermeable militar, y cubierto

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con un sombrero realmenteextraordinario, con anchas alas, comolos utilizados para ir de safari, peropeludo, una de las partes laterales delala retorcida hacia arriba, con chuleríade pirata, de manera que por el extremocontrario el agua caía a chorro, comosurgida de un canalón.

El Alvis se encontraba en el patiodel establo, y Roach no pudo siquieraimaginar cómo se las había arregladoJim para sacarlo del Hoyo, pero elremolque se encontraba allí, en el lugardestinado a ser la parte profunda de lapiscina, con las patas sobre unos viejosladrillos, y Jim estaba sentado en el

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peldaño que daba entrada al remolque,bebiendo de una botella de plásticoverde, y frotándose el hombro derecho,como si se lo hubiera golpeado contraalgo, mientras el agua manaba de susombrero. Entonces el sombrero selevantó, y Roach se encontró con la vistafija en una cara roja, cuyo aspectoextremadamente feroz quedabaincrementado por la sombra del ala y unmostacho castaño cuyas puntas la lluviahabía convertido en colmillos. El restode la cara estaba cruzado por irregulareshendiduras, tan profundas y retorcidasque Roach concluyó, gracias a otrorelampagueo de imaginativa genialidad,

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que hubo un tiempo en que Jim habíapasado mucha hambre, en un paístropical, y que, luego, volvió a adquirircarnes. El brazo izquierdo aún seencontraba cruzado sobre el pecho, y elhombro derecho aún estaba alzado,contra la mejilla. Pero la complicadaforma del cuerpo de Jim seguía inmóvil,como un animal quieto sobre el paisaje,como un ciervo, como un ser noble,pensó Roach en un impulso esperanzado.

Una voz terriblemente militarpreguntó:

—¿Quién diablos eres?—Soy Roach, señor. Un chico

nuevo.

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Durante unos instantes la cara deladrillo examinó a Roach, desde lasombra del sombrero. Luego, con granalivio por parte de Roach, las faccionesse relajaron, formando una sonrisa delobo, la mano izquierda, agarrando elhombro derecho, reanudó susmovimientos de masaje, y, al mismotiempo, el hombre se las arregló paralevantar la botella de plástico y beberlargamente. Sin dejar de sonreír, y comosi se dirigiera a la botella de plástico,Jim dijo:

—Conque un chico nuevo… No estámal…

Se levantó y dando la torcida

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espalda a Roach, se puso a efectuar loque parecía ser un detallado estudio delas cuatro patas del remolque, un estudiomuy crítico que implicaba grandescomprobaciones de la suspensión, ymucho inclinar la extrañamente cubiertacabeza a uno y otro lado, así como lacolocación de ladrillos en diferentespuntos y ángulos. Entretanto, la lluviaprimaveral tamborileaba sobre todas lascosas, sobre el impermeable de Jim,sobre su sombrero, sobre el techo delremolque. Roach observó que en elcurso de estas operaciones el hombroderecho de Jim no se había movido, sinoque seguía elevado, inclinado hacia el

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cuello, como si Jim llevara una piedrabajo el impermeable. En consecuencia,Roach se preguntó si acaso Jim no seríauna especie de gigantesco jorobado, y sitodos los jorobados padecían el dolorque Jim sufría. También notó, enconcepto de generalidad, deconocimiento para archivo, que losindividuos con defectos en la espaldacaminan a largas zancadas, lo cualseguramente está relacionado con unacuestión de equilibrio.

Mientras tiraba de una de las patasdel remolque, Jim prosiguió, aunque entono mucho más amistoso:

—Conque un chico nuevo… Pues yo

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no lo soy. Soy un chico viejo. Tan viejocomo Rip Van Winkle. Más viejotodavía. ¿Tiene amigos?

—No, señor —repuso Roachsencillamente.

Lo dijo en el tono distraído que losescolares siempre usan para decir «no»,dejando todo género de reacciónpositiva a cargo de quienes lesinterrogan. Pero Jim no tuvo reacciónalguna, por lo que Roach sintiórepentinamente una extraña sensación deafinidad y de esperanza.

—Mi nombre de pila es Bill —dijo—. Cuando me bautizaron me pusieronel nombre de Bill, pero el señor

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Thursgood me llama William.—Bill… Bill Impagado[1] ¿Nunca te

lo han llamado?—No, señor.—De todos modos, Bill es un buen

nombre.—Sí, señor.—Conozco a muchos Bill. Todos

son grandes tipos.De esta manera quedaron, hasta

cierto punto, presentados. Jim no dijo aRoach que se fuera, por lo que Roach sequedó donde estaba, en lo alto, mirandohacia abajo a través de los cristales desus gafas mojados por la lluvia. Conpasmo y temor advirtió que los ladrillos

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procedían de la protección circularalrededor del cocotero. Algunos deestos ladrillos estaban ya sueltos, y Jimarrancó los otros. A Roach le parecíamaravilloso que un ser recién llegado aThursgood tuviera la suficienteseguridad en sí mismo para apoderarsede parte de la estructura de la escuelapara sus fines privados, y doblementemaravilloso le parecía el que Jimhubiera enchufado un tubo de goma a laboca de riego, para llevar el agua aldepósito de su remolque, ya que dichaboca de riego constituía el objeto de unanorma de la escuela: tocarlo era undelito penado con azotes.

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—Oye, Bill, ¿no, tendrás una canicapor casualidad?

—¿Una qué, señor?Y, desorientado, Bill se tocó los

bolsillos de los pantalones.—Una canica, hombre. Una de esas

bolas de vidrio, pequeñas. ¿Es que ya nojugáis a canicas? En mis tiempos, sí.

Roach no tenía canicas, peroAprahamian poseía una colección enteraque le habían mandado en avión desdeBeirut. En cincuenta segundos Billregresó corriendo a la escuela, seapoderó de una canica, corriendo conello terribles riesgos, y volvió jadeanteal Hoyo. Al llegar dudó, por cuanto, en

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su mente, el Hoyo era ya de Jim, yRoach consideraba que necesitabapermiso de, éste para penetrar en él.Pero Jim había desaparecido en elinterior del remolque, por lo que Roach,después de esperar un instante,descendió tímidamente, y ofreció lacanica a través de la puerta abierta. Porel momento, Jim no se dio cuenta de lapresencia de Roach. Estaba bebiendo dela botella verde, y, por la ventana,miraba las negras nubes que avanzabanhacia él, sobre Quantocks. Roach notóque el movimiento necesario para beberresultaba muy difícil, debido a que a Jimle costaba tragar manteniendo el cuerpo

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erguido, y tenía que echar hacia atrás sutronco de torcida espalda, a fin deponerse en el ángulo adecuado.

Entretanto, la lluvia había arreciado,y las gotas golpeaban el remolque, comosi fueran grava.

—Señor —dijo Roach.Pero Jim no se movió. Por fin, y

como si se dirigiera a la ventana, en vezde hacerlo hacia su visitante, Jim dijo:

—Lo malo del Alvis es que no tienesuspensión. Uno conduce con el traseroen el suelo. Es para dejar hecho polvo acualquiera.

Volvió a inclinar el tronco, y bebió.Muy sorprendido de que Jim le hubiese

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hablado como si también él pudieraconducir automóviles, Roach repuso:

—Sí, señor.Jim se había quitado el sombrero.

Llevaba muy corto el cabello de colorarenoso, en el que había claros, como sialguien se hubiera excedido en elmanejo de la tijera. Estos claros sehallaban principalmente en un lado de lacabeza, por lo que Roach supuso queJim se había cortado él mismo elcabello, haciéndolo con el brazo en buenestado, y como resultado de ello daba laimpresión de que había quedado todavíamás escorado.

—Le he traído una canica —dijo

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Roach.—Ha sido muy amable por tu parte.

Gracias, chico.Jim cogió la canica y la hizo rodar

despacio sobre la palma de la mano,dura y polvorienta, de manera queRoach comprendió al instante que Jimera muy hábil en todo lo que hacía, queera hombre que sabía manejarherramientas y todo género de objetos engeneral. Sin dejar de mirar la canica,Jim dijo en tono de confidencia:

—Como puedes ver, Bill, elremolque no está equilibrado. Estátorcido a un lado, como yo. Mira.

Se acercó despacio a la ventana más

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grande. En la base del marco había uncanalón de aluminio para recoger lahumedad condensada. Jim puso la canicaen el canalón, y la canica rodó y fue aparar al suelo. Repitió:

—Torcido a un lado. Bueno, enrealidad, con la cola levantada. Esto nopuede ser.

Mientras se inclinaba para recogerla canica, Roach pensó que el remolqueno tenía aspecto hogareño. Pese a estarescrupulosamente limpio, hubierapodido pertenecer a cualquiera. Allíhabía una litera, una silla de cocina, unhornillo, y una estufa a gas, en forma decilindro. Ni siquiera había una

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fotografía de la esposa de Jim, pensóRoach, quien, con la sola excepción delseñor Thursgood no había conocidotodavía a un hombre soltero. Los únicosobjetos personales que pudo descubrirfueron una bolsa de herramientascolgada en la puerta, instrumentos paracoser, puestos junto a la litera, y unaducha de construcción casera, hecha conuna lata de galletas agujereada ylimpiamente soldada al techo. Sobre lamesa había una botella con una bebidaincolora, ginebra o vodka pensó Roach,debido a que esto era lo que su padrebebía, cuando Roach iba a su piso parapasar los fines de semana, durante las

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vacaciones.Mientras examinaba la base del

marco de la ventana, Jim declaró:—En la dirección Este-Oeste está

bien, pero en la dirección Norte-Sur estátorcido. ¿En qué destacas, Bill?

Con expresión pétrea, Roach repuso:—No lo sé, señor.—Forzosamente has de destacar en

algo, todos destacamos en algo. ¿Fútbolquizá? ¿Juegas bien al fútbol, Bill?

—No, señor.Sin prestar atención a sus palabras,

después de tumbarse en la cama,soltando un gruñido, y de beber un tragode la botella, Jim preguntó:

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—¿Acaso eres un empollón? —Cortésmente, Jim añadió—: No tienesaspecto de empollón. De todos modos,diría que eres un solitario.

—No lo sé —repuso Roach.Y retrocedió un paso, hacia la puerta

abierta.—¿En qué destacas, pues? —Jim

bebió un largo trago. Prosiguió—: Enalgo has de destacar, Bill. Todosdestacamos en algo. Yo era muy buenojugando a ladrones y policías. A tusalud.

Fue muy inoportuno formular aquellapregunta a Roach, por cuanto era la queocupaba su mente durante la mayor parte

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del tiempo. Y hasta tal punto era así queRoach había llegado a dudar de quetuviera algo que hacer en este mundo.Tanto en sus tareas como en los juegos,Roach se consideraba gravemente torpe.Incluso los rutinarios trabajos diarios dela escuela, tales como hacer la cama ycolgar sus ropas le parecían demasiadodifíciles para él. También carecía depiedad religiosa, tal como la viejaseñora Thursgood le había dicho, ya quehacía demasiados gestos en la capilla.Se acusaba de estos defectos, pero másse acusaba todavía de la ruptura delmatrimonio de sus padres, que hubieradebido prever y tomar las pertinentes

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medidas para evitarla. Incluso sepreguntaba si acaso no sería responsablede dicha ruptura de un modo mucho másdirecto; si acaso, por ejemplo, todo sedebía a que él era anormalmentetravieso o dado a producirenfrentamientos entre la gente, oexcesivamente vago, de modo y maneraque su mal carácter había sido la causade la ruptura. En la última escuela enque estuvo, Roach había intentadomanifestar sus sentimientos por el mediode dar grandes gritos y fingir ataques deparálisis cerebral, parálisis que, porcierto, su tía padecía. Sus padrestuvieron una razonable conversación,

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como solían hacer con frecuencia, y lecambiaron de escuela. En consecuencia,aquella pregunta casual, que le habíasido formulada en el atestado remolquepor un ser que se hallaba muy cerca dela divinidad, por un camarada desoledad, puso a Roach, de repente, alborde del desastre. Sintió que unaoleada de calor le invadía la cara,advirtió que los cristales de las gafas sele empañaban, y el remolque comenzó adisolverse en un mar de tristeza y dolor.Roach jamás llegó a saber si Jim se diocuenta o no de lo anterior, ya que,bruscamente, le dio la torcida espalda,se acercó a la mesa, empuñó la botella

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de plástico, y comenzó a lanzar frasesconsoladoras:

—De todos modos, eres un buenobservador. Sí, se nota que lo eres.Nosotros, los solteros, siempre somosbuenos observadores. Y es natural,porque no tenemos a nadie en quienconfiar, ¿no crees? Sólo tú te has dadocuenta de mi llegada. Me has dado unaverdadera sorpresa, cuando he visto queme habías descubierto mientras yoestaba ahí, aparcado en el horizonte.Pensaba que eras un fantasma. Mejugaría cualquier cosa a que Bill Roaches el mejor observador de la escuela.Siempre y cuando lleves las gafas

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puestas, claro está. ¿Verdad?Agradecido, Bill Roach se mostró

de acuerdo:—Sí, es verdad.Mientras se encasquetaba el

sombrero de safari, Jim. le ordenó:—Bueno, pues quédate aquí y vigila,

que yo voy a salir y arreglar las patasdel remolque. ¿De acuerdo?

—Sí, señor.—¿Dónde está la maldita canica?—Aquí, señor.—Pues obsérvala y dame un grito

cuando se mueva hacia el Norte o haciael Sur o hacia donde sea.¿Comprendido?

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—Sí, señor.—¿Sabes dónde está el Norte?—Allí —repuso rápidamente Roach.Y señaló con la mano, al azar.—Efectivamente. Dame un grito

cuando la canica se mueva.Y, tras decir estas palabras, Jim

salió desafiando la lluvia. Pocodespués, Roach notó que el suelo delremolque se movía bajo sus pies, y oyóun rugido de dolor o de ira, mientras Jimluchaba en el exterior.

En el curso de aquel trimestre deverano, los chicos de la escuelahonraron a Jim dándole un apodo.Probaron varios apodos, antes de

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encontrar uno que les dejara satisfechos.Primero probaron el apodo de«Soldado» que reflejaba los maticesmilitares de su personalidad, susocasionales y totalmente inocentespalabrotas, y sus solitarios paseos porQuantocks. De todos modos este apodono cuajó, por lo que los chicos probaronlos de «Pirata» y «Goulash». Esteúltimo se lo dieron por su afición a lacomida fuerte, por el olor a cebollas ypimienta que llegaba a sus narices, encálidas oleadas, cuando pasaban por elHoyo, camino de Evensong. También lellamaban «Goulash» por su perfectoacento francés, que tenía cierta calidad

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espesa, como de salsa. Spikely, de laclase Quinta B, sabía imitar demaravilla el acento de Jim. «Ya hasoído la pregunta, Berger. ¿Qué estámirando Emil? —convulsivo ademán dela mano derecha—. Y no me mires así,que no soy un fantasma. Qu’est ce qu’ilregarde, Emil, dans le tableau que tuas sous le nez? Mon cher Berger, si nose te ocurre pronto una decente frase enfrancés je te jetterai toute suite par laporte, tu comprends, pedazo deanimal?»

Pero estas terribles amenazas jamásfueron llevadas a efecto, ni en francés nien inglés. Se daba la rara circunstancia

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de que las amenazas aumentaban laaureola de bondad que no tardó enrodear a Jim, una bondad que sólo puededarse en los hombres corpulentos,contemplados con ojos infantiles.

Sin embargo, «Goulash» tampocoles dejó satisfechos. En el apodo faltabael matiz de fortaleza que había en lapersonalidad de Jim. No reflejaba elcarácter apasionadamente inglés de Jim.El amor a Inglaterra era el único tema enque Jim era capaz de perder el tiempo.Bastaba con que Sapo Spikely seatreviera a formular un comentariopeyorativo sobre la monarquía británica,o ensalzara las felices circunstancias de

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un país extranjero, preferentemente declima cálido, para que Jim secongestionara y malgastase tres minutosexplicando que haber nacido enInglaterra constituía un gran privilegio.Le constaba que los chicos sólo queríanburlarse un poco de él, pero era incapazde contenerse. A menudo, remataba susermón con una triste sonrisa,murmurando frases acerca de tomadurasde pelo, de malas notas, y de malascaras en el día en que ciertos alumnostuvieron que quedarse en el colegio parapasarse un rato castigados, y perderse elpartido de fútbol. Pero Inglaterra era sugran amor. Cuando hablaba de

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Inglaterra, este país parecía un lugarperfecto.

En cierta ocasión, gritó:—¡Es el mejor país del mundo!

¿Sabes por qué? ¿Sabes por qué, Sapo?Spikely no lo sabía, por lo que Jim

cogió la tiza y dibujó un globoterráqueo. Dijo que al Oeste seencontraba América, rebosante decodiciosos imbéciles dedicados a hacermal uso de su herencia histórica. AlEste, China y Rusia, entre las que Jim nohacía distinción, con ropas de uniforme,campos de concentración y una largamarcha hacia ningún sitio. En medio…

Por fin le llamaron «Rhino».

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En parte, este apodo se basaba en elapellido Prideaux, y, en parte, hacíareferencia a la afición de Jim a vivir alaire libre, y a aquella tendencia a hacerejercicio físico, que los alumnosnotaban constantemente. A primera horade la mañana, mientras hacían cola paratomar la ducha, veían a Rhino avanzarpor el camino de Coombe, con unmacuto en la torcida espalda, de vueltade su paseo matutino. Al acostarse,vislumbraban la solitaria sombra de Jim,al través del techo de plástico delfrontón, mientras Rhino atacabainfatigable el muro de cemento. A veces,en los atardeceres cálidos, desde las

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ventanas de los dormitorios los alumnoscontemplaban disimuladamente a Rhinojugando al golf, con un horrible y viejopalo, avanzando en zigzag por el campo,a menudo después de haberles leídopáginas de algún libro de aventurasextremadamente inglés, de Biggles,Percy Westerman o Jeffrey Farnol,tomado de la escuálida biblioteca. Encada golpe, los chicos esperaban queRhino soltara un gruñido de dolor, y raravez quedaban defraudados. Los alumnoscontaban meticulosamente la puntuaciónde Jim. En el partido de cricket con losprofesores Jim marcó veinticinco, antesde entregar deliberadamente una pelota

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a Spikely:—¡Cógela, Sapo!¡Anda, cógela!

¡Muy bien, Sapo!Pese a sus tendencias a ser tolerante,

Jim gozaba del prestigio de conocer afondo la mentalidad delincuencial. Sedieron varios ejemplos de lo anterior,pero el más destacado ocurrió pocosdías antes de que terminara el trimestre,el día en que Spikely descubrió en lapapelera de Jim un borrador de laspreguntas del examen del día siguiente, ylo alquiló a sus compañeros al precio decinco peniques. Fueron varios losmuchachos que pagaron el precio y,además, pasaron una triste noche

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aprendiéndose de memoria lasrespuestas, a la luz de una linterna, en eldormitorio. Pero, en el momento delexamen, Jim formuló unas preguntastotalmente diferentes.

—Estas preguntas las podéis leer yreleer gratis —gritó.

Y se sentó. Abrió el DailyTelegraph y se entregó a la lectura delas últimas opiniones de los fantasmas,que eran, según habían llegado aaveriguar los alumnos, casi todos losindividuos con pretensionesintelectuales, incluso en el caso de queescribieran en defensa de la causa de laReina.

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Por fin, se produjo el incidente de lalechuza, que ocupo un lugar aparte en lamente de los alumnos y en la opiniónque de Jim tenían, debido a que en élintervino la muerte, fenómeno ante elque los niños reaccionan de maneradiversa. Seguía haciendo frío, por lo queJim llevó a la clase un recipiente conleños, y un miércoles encendió lachimenea, se sentó de espaldas al calory procediendo a leer un dictée.Primeramente, cayó un poco de hollín,de lo que Jim no hizo caso, y luego cayóla lechuza, una lechuza grande que habíaanidado en la chimenea, sin la menorduda, durante los abundantes veranos e

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inviernos del mandato de Dover, en quela chimenea no funcionó. La lechuzaestaba ahumada, deslumbrada, y con elcuerpo negro de tanto darse contra lasparedes. Cayó en el fuego, y luego saltóal suelo, quedando allí, formando unapelota y rebullendo con ruido de aleteo,como un mensajero del infierno,jorobada pero respirando, con las alasabiertas, mirando directamente a losmuchachos a través del hollín que lecubría los ojos. Todos quedaronatemorizados. Incluso Spikely, el héroe,estaba atemorizado. Todos salvo Jim,quien en un abrir y cerrar de ojos, cogióa la lechuza, le plegó las alas, y con ella

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salió de clase, sin decir palabra. Pese aque los alumnos aguzaron el oído, nadaoyeron, hasta que por fin les llegó elsonido del manar de agua, al final delcorredor, indicativo de que Jim seestaba lavando las manos.

—Está meando —dijo Spikely.Y estas palabras provocaron risas

nerviosas. Pero, al salir de clase,descubrieron a la lechuza, plegada,formalmente muerta, esperando elentierro, sobre un montón de leña, juntoal Hoyo. Los más valerososcomprobaron que la lechuza tenía elcuello quebrado. Sólo unguardabosques, dijo Sudeley, quien tenía

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uno en su casa, era capaz de matar tanhábilmente a una lechuza.

Entre los restantes miembros de lacomunidad de Thursgood la opinión queJim merecía no era tan unánime. Lasombra del señor Maltby, el pianista, nose había desvanecido todavía. Lamatrona, coincidiendo con Roach,sostenía que Jim era un héroe y quenecesitaba ayuda; era un milagro que sepudiera desenvolver en la vida, consemejante espalda. Marjoribanks dijoque Jim había sido atropellado por unautobús, un día en que iba borracho. Ytambién fue Marjoribanks quien, duranteel partido de cricket en que tanto

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destacó Jim, se refirió al jersey de éste.Marjoribanks no jugaba al cricket peroacudió al campo para contemplar eljuego, en compañía de Thursgood.

Con voz aguda, Marjoribankspreguntó:

—¿Cree que este jersey es deprocedencia lícita o cree que se lo robóa alguien?

Thursgood le reprendió:—Leonard, lo que acaba de decir es

injusto, muy injusto.Dio unas palmadas al flanco de su

perro de raza lebrier, y le dijo:—Ginny, muérdele, muérdele por

malo.

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Sin embargo, cuando Thursgoodllegó a la biblioteca, su buen humorhabía desaparecido, y estaba en granmanera nervioso. Era perfectamentecapaz de enfrentarse con falsoslicenciados en Oxford, ya que en otrostiempos había conocido a profesores deliteraturas clásicas que ignoraban elgriego, a eclesiásticos que ignoraban lareligión. Cuando ponía ante estoshombres la prueba de su engaño,confesaban sus pecados, lloraban y seiban, o bien se quedaban en la escuelacobrando la mitad del sueldo. Sinembargo, Thursgood nunca se habíaenfrentado con hombres de auténtica

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valía y sólidos conocimientos; para élconstituían una extraña raza, y se dabacuenta de que no les tenía la más levesimpatía. Después de consultar la guíatelefónica llamó al señor Stroll, de laagencia Stroll y Medley.

Con voz terriblemente opaca, elseñor Stroll dijo:

—¿Qué quiere saber con exactitud?—Con exactitud, nada.La madre de Thursgood estaba allí,

cosiendo, y parecía prestar atención a loque su hijo hablaba. Thursgoodprosiguió:

—Solamente quería decirle quecuando alguien pide un curriculum vitae

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lo quiere completo. Nadie los quierecon lagunas. Y menos cuando se paga unprecio.

En este punto, Thursgood se diocuenta de que, aterrado, preguntaba siacaso no habría despertado de unprofundo sueño al señor Stroll, sueño alque ahora había regresado dicho señor.

Por fin, el señor Stroll observó:—El tipo es un gran patriota.—Yo no le pago por su patriotismo.Como si hablara a través de densas

cortinas de humo de tabaco, el señorStroll musitó:

—Ha estado en el hospital. Inútil.Cosa de la espina dorsal.

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—Evidentemente. Sin embargo,imagino que no se habrá pasado losúltimos veinticinco años en el hospital.Touché.

Pronunció esta última palabra en unmurmullo, dirigiéndose a su madre, conla mano sobre la boquilla del teléfono,mientras, una vez más, por su mentecruzaba la idea de que el señor Stroll sehabía dormido.

Con débil aliento, el señor Strolldijo:

—Sólo lo tendrá hasta el fin deltrimestre. Si no le gusta, échele. Pidió untemporero, y temporero le di. Lo pidióbarato, y se lo di barato.

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—En esto quizá lleve razón —repuso tozudo, Thursgood—. De todosmodos, pagué veinte guineas, mi padretuvo tratos con usted durante muchosaños, y tengo derecho a que me denciertas garantías. Aquí, usted escribió losiguiente… ¿Permite que se lo lea? Puesaquí, usted puso: antes de su lesióndesempeñó diversos cargos, fuera deInglaterra, de carácter comercial y deprospección. No creo que a esto se lepueda llamar una luminosa descripciónde los trabajos realizados en el curso deuna vida.

Sin dejar de coser, la madre movióafirmativamente la cabeza, y, en voz

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alta, como un eco, dijo:—No creo.—Este es el primer punto. Y, ahora,

déjeme que me extienda un poco…—Pero no mucho, querido —

advirtió la madre.—Sé que este hombre estaba en

Oxford en el año treinta y ocho. ¿Porqué no terminó los estudios? ¿Con quéobstáculos tropezó?

—Si no recuerdo mal —dijo elseñor Stroll después de dejar pasar otrosiglo—, en aquella época se produjocierta suspensión de actividades, aunquees usted demasiado joven paraacordarse.

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Tras un largo silencio, sin levantarla vista de la prenda que cosía, intervinola madre:

—No puede haber estado en lacárcel durante todos estos años.

—En algún lugar habrá estado —dijo Thursgood pensativo, mirando losjardines barridos por el viento, endirección al Hoyo.

Durante las vacaciones de verano,mientras sufría las incomodidades detrasladarse de un hogar a otro, aceptadoy rechazado, Bill Roach viviópreocupado, pensando en Jim, pensandosi la espalda le dolía o no, y qué hacíapara ganarse la vida, ahora que no tenía

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a nadie a quien enseñar francés, ysolamente la paga de medio trimestrepara ir tirando. Peor todavía, Bill Roachse preguntaba si Jim estaría en laescuela cuando comenzara el curso, yaque Roach tenía la extraña sensación,una sensación que era incapaz dedescribir, de que Jim se encontraba tanpoco arraigado en la superficie delmundo que cualquier día iba a caer en unvacío. Temía que Jim fuera como él, unser sin el natural peso de gravedadpreciso para tenerse en pie. Recordó lascircunstancias de su primer encuentro, y,en particular, las preguntas de Jimreferentes a sus amigos, y Roach

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experimentó tanto terror de que, de lamisma manera que había defraudado asus padres, en el aspecto del afecto,ahora hubiera defraudado a Jim, debidoprincipalmente a la diferencia de edadque mediaba entre ellos. Y, enconsecuencia, Roach temía que Jimhubiera seguido su camino, y que ahoraestuviera ya en otro lugar, buscando uncompañero, examinando, con suspálidos ojos, a los alumnos de otrasescuelas. Roach también imaginaba queJim, lo mismo que él, había tenido ungran afecto en su vida, un afecto que lehabía defraudado y que ansiaba sustituirpor otro. Pero, aquí, el pensamiento de

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Bill llegaba a un callejón sin salida,porque no tenía la menor idea del modoen que los adultos se amaban entre sí.

Pocas eran las cosas prácticas queBill podía hacer. Consultó un libro demedicina, e interrogó a su madre acercade los jorobados, y sintió ardientesdeseos de robar a su padre una botellade vodka y llevarla a Thursgood, amodo de cebo. Y, cuando por fin elchófer de su madre lo dejó ante laodiada escalinata, no perdió tiempo endespedirse, y salió a todo correr endirección al Hoyo, y allí vio, conindecible alegría, el remolque de Jim, enel mismo lugar, en la parte más honda,

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un poco más sucio que antes, con unaporción de tierra removida a un lado,para cultivar hortalizas invernales —supuso Bill—, con Jim sentado ante elremolque, sonriéndole como si lehubiera oído llegar, y hubiera preparadola sonrisa antes de que Bill llegara alborde del Hoyo.

En aquel trimestre, Jim dio apodo aRoach. Dejó de llamarle Bill, y le llamó«Jumbo». No alegó razón alguna delapodo, y Roach, tal como ocurre en todobautizo, no se encontró en situación deponer objeciones. En agradecimiento delo dicho, Roach se atribuyó el cargo deprotector de Jim. En el mundo interior

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de Roach, el cargo se configuraba bajola forma de protector—regente, unprotector que sustituía al desaparecidoamigo de Jim, fuera quien fuese.

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2

El señor George Smiley, adiferencia de Jim Prideaux, no erahombre naturalmente equipado paracircular bajo la lluvia, y menos aún enplena noche. En realidad, bienpudiéramos decir que era la versióndefinitiva de aquel prototipo del queBill Roach era sólo el proyecto. Bajo,regordete y, en el mejor de los casos, demedia edad, tenía la apariencia de unode esos mansos londinenses que noheredarán la tierra. Tenía cortas laspiernas, su aire al andar podía sercualquier cosa salvo ágil, y su traje que

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era caro, le sentaba mal y estabaextremadamente mojado. Su abrigo, queofrecía ciertos matices de viudedad, erade ese tejido negro y blando que pareceideado exprofeso para retener la lluvia.O bien las mangas eran excesivamentelargas o bien los brazos eran demasiadocortos, por cuanto, al igual que leocurría a Roach cuando iba con suimpermeable, poco faltaba para que lasbocamangas ocultaran los dedos. Porvanidad no usaba sombrero, por cuantocreía, con todo fundamento, que lossombreros le daban aire ridículo.«Pareces un huevo duro», observó subella esposa, poco antes de abandonarlo

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por última vez, y, tal como solía ocurrir,esta frase crítica fue certera. Enconsecuencia, la lluvia había formadogruesas y persistentes gotas en losgruesos cristales de las gafas, obligandoal señor George Smiley a bajar y echarhacia atrás, alternativamente, la cabeza,mientras avanzaba por la acera junto alas ennegrecidas arcadas de la EstaciónVictoria. Avanzaba hacia el Oeste, haciael refugio de Chelsea, en donde vivía.Por razones desconocidas, su paso eraun tanto inseguro, y si Jim Prideauxhubiera surgido de las sombras parapreguntarle si acaso no tenía amigos quele transportaran en automóvil, el señor

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George Smiley hubiera contestado,seguramente, que prefería ir en taxi.

Mientras un nuevo diluvio caíasobre sus amplias mejillas, y después sedeslizaba hasta la empapada camisa, elseñor George Smiley musitó para sí:«Roddy es un charlatán increíble.Hubiera debido levantarme e irme».

Con tristeza, Smiley se repitió unavez más las razones de sus actualesdesdichas y, con el desapasionamientoanejo a la faceta humilde de su manerade ser, concluyó que solamente él era elculpable de las mismas.

Desde el principio, el día había sido

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penoso. Se había levantado demasiadotarde, después de haber trabajado hastaaltas horas la noche anterior, costumbreque había adquirido sin apenas darsecuenta, a partir del día en que se jubiló,diez meses antes. Al darse cuenta de quese le había terminado el café hizo colaen la tienda de abastos hasta que se leacabó la paciencia, y decidióconsagrarse a las tareas de suadministración personal. El estado decuentas de su banco, que había llegadoen el correo de la mañana, revelaba quesu esposa había retirado la parte delleón de su pensión mensual. Ante talestado de cosas, Smiley decidió vender

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algún objeto de su propiedad. Estareacción fue irracional, ya que Smileytenía más que suficiente dinero, y, porotra parte, el oscuro banco encargado depagar la pensión cumplía con todaregularidad sus deberes. Sin embargo,después de envolver una antigua ediciónde Grimmelshausen, modesto tesoro desus tiempos de Oxford, Smiley partiósolemnemente hacia la librería deHeywood Hill, en la calle Curzon, endonde de vez en cuando efectuabaalguna compra, después de amistosoregateo con el propietario. Durante eltrayecto, su irritación aumentó, y, desdeuna cabina pública, pidió hora para ver

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a su abogado, en la tarde de aquelmismo día.

—George, ¿cómo puedes ser tanvulgar? De Ann no se divorcia nadie,hombre. Mándale flores, y ven aalmorzar conmigo.

Este consejo le estimuló un poco, y,cuando se encontraba ya cerca deHeywood Hill, iba con el corazónalegre, pero en aquel instante se topó demanos a boca con Roddy Martindale,quien salía del Trumper’s, en donde lehabían cortado el pelo, como lo hacíantodas las semanas.

Martindale no podía alardear devinculación alguna, profesional o social,

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con Smiley. Trabajaba en la faceta másmundana del ministerio de AsuntosExteriores, y su tarea consistía en llevara almorzar a dignatarios de visita enInglaterra, a los que nadie hubierainvitado a su propia casa. Era un alegresoltero, con gris melena, y esa clase deagilidad corporal de la que sólo gozanlos hombres gordos. Solía llevar unaflor en el ojal, vestía trajes de colorclaro, y, sin apenas base, pretendíaconocer íntimamente lo que se tramabaen las grandes estancias ocultas deWhitehall. Algunos años atrás, y antesde que se decretara su extinción,Martindale había adornado con su

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presencia un equipo organizado enWhitehall para coordinar ciertosservicios de información. Por tenercierta facilidad matemática, durante laguerra había también frecuentado laperiferia del mundo de los serviciossecretos. Y, como nunca se cansaba derepetir, en cierta ocasión trabajó conJohn Landsbury en una operación declaves secretas, que fue de delicadanaturaleza durante un corto período.Pero, como era preciso recordarle devez en cuando, la guerra había tenidoefecto hacía ya treinta años.

—Hola, Roddy —dijo Smiley—.Me alegra verte.

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Martindale hablaba con acentopropio de las clases altas, un acentoaltisonante y pletórico de confianza en símismo, un acento que, durante lasvacaciones en países extranjeros, habíasido causa y razón, más de una vez, deque Smiley abandonara el hotel ybuscara protección en otro. Ahora,Martindale decía:

—¡Vaya por Dios! ¡Nada menos queel mismísimo maestro! Me habían dichoque te habías encerrado en el monasteriode San Gallen o de no sé dónde, y queestabas descifrando manuscritos…Confiésate conmigo inmediatamente.Quiero saber todo lo que has hecho

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durante este tiempo, hasta el menordetalle. ¿Estás bien? ¿Amas todavía aInglaterra? ¿Cómo está la deliciosaAnn?

La inquietante mirada de Martindalerecorrió la calle, antes de posarse en elvolumen de Grimmelshausen,debidamente envuelto, bajo el brazo deSmiley:

—¡Apuesto una libra contra unpenique a que esto es un regalo paraella! Me han dicho que la mimas de unmodo indignante.

La voz de Martindale bajó de tono,convirtiéndose en un torrencialmurmullo:

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—¿No habrás vuelto a ejercer eloficio? No me digas que todo essencillamente un modo de despistar,George…

La aguda lengua de Martindale saliópor entre los húmedos labios de su bocamenuda, y, después, como la de unaserpiente, se ocultó en el interior.

Tan torpe fue Smiley que compró suhuida a cambio de acceder a cenar conMartindale, aquella misma noche, en unclub de la plaza de Manchester al quelos dos pertenecían, pero que Smileytemía como a la peste por diversasrazones, contándose entre ellas la de queMartindale era uno de los socios.

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Cuando llegó la hora de la cena, Smileyaún se sentía repleto de la comidaingerida durante el almuerzo en WhiteTower, a donde su abogado, hombre quede nada se privaba, le había llevado,después de decidir que solamente unagran comida podía sacar a Smiley de sutristeza. Por diferentes caminos,Martindale había llegado a la mismaconclusión, y durante cuatro largas horasdedicadas a la comida, Smiley tuvo quesoportar la evocación de nombres depersonas desaparecidas, de las queMartindale habló como si se tratara deolvidados jugadores de fútbol. DeJebedee, quien fue el instructor de

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Smiley, Martindale dijo:—¡Qué gran pérdida para todos

nosotros! ¡Y qué gran talento para guisarcaza! ¡Un verdadero maestro!

Sin embargo, Smiley tenía la certezade que Martindale en su vida había vistoa Jebedee. Luego habló de Fielding, elespecialista en historia medieval deFrancia, en Cambridge:

—¡Qué delicioso sentido del humor!¡Y qué agudeza mental!

Luego, le llegó el turno a Sparke, dela Escuela de Lenguas Orientales, y, porfin, a Steed—Asprey, quien habíafundado aquel club con la idea de evitara los pesados como Roddy Martindale.

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—Conocí a su pobre hermano. Notenía ni la mitad de inteligencia que elotro, pero en empuje le daba ciento yraya. Sí, el cerebro se lo quedóíntegramente el otro.

Y Smiley, a través de las nieblas delalcohol, escuchó semejantes tonterías,diciendo «sí», «no», «qué lástima», «no,nunca lo encontraron», y, en unaocasión, para su vergüenza, «vamos,vamos, no me des coba», hasta elmomento en que, con lúgubreinevitabilidad, Martindale se refirió amás cercanos aconteceres, a los cambioshabidos en las alturas, y a la retirada deSmiley del servicio. Como cabía prever,

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comenzó hablando de los últimos díasde Control:

—Tu viejo jefe, George, la únicapersona que supo conservar en secretosu nombre. Sí, fue un secreto para todos,aunque no para ti, George, claro está,no, porque nunca tuvo secretos para ti.Todos lo dicen, carne y uña fueronsiempre Smiley y Control, carne y uñahasta el final.

—Me parece una opinión demasiadohalagadora.

—¡Vamos, vamos, George, no seastan modesto, recuerda que soy unveterano! Así, así, erais Control y tú.

Las manos regordetas quedaron

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brevemente unidas en matrimonio.Martindale siguió:

—Y ésta es la razón por la que tedieron la patada, y ésta es la razón porla que Bill Haydon ocupó tu puesto. ¡Sí!Y ésta es también la razón de que PercyAlleline se haya llevado todos loslaureles, y tú no.

—Si tú lo dices…—¡Pues sí, lo digo! Y más que esto

todavía. ¡Mucho más!Cuando Martindale se acercó más,

Smiley olió el aroma de una de las mássensuales creaciones de Trumper.

—Y ahora te voy a decir algo —continuó Martindale—: Control no está

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muerto. Ha sido visto.Con un ademán de aleteo,

Martindale acalló las protestas deSmiley, y siguió:

—Déjame terminar. WillyAndrewartha se tropezó con él en elvestíbulo del aeropuerto de Jo’burg. Noera un fantasma. Carne y hueso. Willyestaba en el bar tomándose una sodapara calmar la sed; no has visto a Willyúltimamente, está hecho un globo.Bueno, y el caso es que dio mediavuelta, y allí estaba Control, vestidocomo un repulsivo bóer. Y en el mismoinstante en que vio a Willy, desapareció.¿Qué te parece? Al fin nos hemos

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enterado. Control no murió. PercyAlleline y su terceto lo echaron, y elpobre Control fue a parar a Sudáfrica.En fin, no podemos echárselo en cara.No se puede reprochar a un hombre elque quiera gozar de un poco de paz en suvida. No, al menos yo no puedoreprochárselo.

La monstruosidad de lo anterior, quellegó a la mente de Smiley a través de unmuro de agotamiento espiritual, le dejómomentáneamente mudo.

—¡Es ridículo! —dijo por fin—. ¡Esla historia más estúpida que he oído enmi vida! Control ha muerto. Murió de unataque cardíaco, después de larga

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enfermedad. Además, odiaba el Áfricadel Sur. Odiaba todos los lugares delmundo, salvo Surrey, los locales delCircus, y el campo de cricket de Lords.Roddy, realmente, no debieras contarhistorias como ésta.

Y hubiera podido añadir: «Yomismo asistí a su cremación, en unodioso crematorio del East End, laúltima Nochebuena, y fui el únicoasistente. El sacerdote tenía un defectode pronunciación».

—Willy Andrewartha —dijoMartindale, impertérrito—, siempre hasido un tremendo embustero. Le dije lomismo: tonterías, Willy, y debieras

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avergonzarte de contar estas cosas. —Acontinuación, como si jamás hubieraaceptado, de pensamiento o de palabra,tan estúpida historia, añadió—: Fue elescándalo checo lo que dio la puntilla aControl, creo yo. Fue lo de aquel pobreindividuo a quien pegaron un tiro en laespalda, y que salió en los periódicos,el tipo aquel que era tan amigo de BillHaydon. Sí, Ellis le teníamos quellamar, y así seguimos llamándole, pesea que sabemos su verdadero nombre contanta certeza como el nuestro.

Astuto, Martindale esperó a queSmiley hiciera algún comentario. PeroSmiley no tenía ganas de hablar, por lo

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que Martindale lanzó un tercer ataque:—No sé por qué, pero lo cierto es

que soy incapaz de considerar a PercyAlleline como a un auténtico jefe.George, ¿tú crees que es una cuestión deedad o que se debe a mi naturalcinismo? Dímelo, porque siempre hassido fenomenal en lo referente a calibrara la gente. Supongo que nos es difícilver en situaciones encumbradas aaquellos con quienes hemos crecido.¿Será esto? Actualmente, y desde mipunto de vista, son muy pocos los quepueden ocupar un alto cargo, y, además,el pobre Percy siempre me ha parecidoun ser tan transparente… Esa pesada

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cordialidad… ¿Cómo es posible quealguien le tome en serio? Bastarecordarlo en los viejos tiempos en queandaba haciendo el vago en el bar deTravellers, chupando aquella pipa deleñador, e invitando a copas a losimportantes. La perfidia debe ser sutil,¿no crees, George? ¿O crees que estocarece de importancia, siempre y cuandosea eficaz? ¿Cuál es su truco, George,cuál es su fórmula mágica?

Martindale hablaba inclinado haciadelante, absorto, con los ojos brillantesde codicia y excitación. Sólo la comidapodía conmoverlo tan profundamente.Añadió:

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—Vive de la inteligencia de sussubordinados. En fin, quizás en estoconsista la gran virtud del jefe, ennuestros días.

—La verdad, Roddy, es que nopuedo aclararte ideas, al respecto —dijo Smiley débilmente—. A Percy no lehe visto en un puesto importante. Cuandole trataba sólo era…

No encontró la palabra adecuada, yMartindale, relucientes los ojosconcluyó:

—Un ambicioso. Pero ¿quién es subrazo derecho? ¿Quién le estáproporcionando su reputación? Todosdicen que está triunfando. Ponen a su

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disposición las pequeñas salas deconferencias del Almirantazgo, trata acomisiones con nombres raros, lereciben con cohetes en cualquier partede Whitehall, los ministros de segundaimportancia son felicitados desde lasalturas, y gente de la que uno nunca haoído hablar es condecorada por nada.En fin, es algo que ya he visto ocurrirantes.

Disponiéndose a ponerse en pie,Smiley insistió:

—Roddy, lo siento pero no lo sé. Laverdad, estoy in albis.

Pero Martindale le retuvofísicamente junto a la mesa, cogiéndole

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con su húmeda mano, mientras hablabatodavía más de prisa:

—¿Quién es el cerebro? ¡No seráPercy, desde luego! Y no me digas quelos norteamericanos han vuelto a tenerconfianza en nosotros.

La mano oprimió a Smiley con másfuerza:

—¡El brillante Bill Haydon, nuestromoderno Lawrence de Arabia! Es éste,Bill Haydon, tu antiguo rival.

La lengua de Martindale asomó denuevo la cabeza, exploró el exterior, yse retiró, dejando en su cara el rastro deuna leve sonrisa.

—Según me dijeron, tiempo hubo en

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que Bill y tú lo compartíais todo. Sinembargo, sus métodos nunca fueronortodoxos. Los métodos de los geniosnunca lo son.

El camarero preguntó:—¿Desea algo más, señor Smiley?—Luego, también está Bland, la

esperanza blanca por todos manoseada,el maestro de escuela…

La mano seguía reteniendo a Smiley.—Y si no son estos dos los que

animan el cotarro, forzosamente ha deser alguien ya retirado, ¿no crees?Quiero decir, alguien que finge haberseretirado. Y si Control ha muerto, ¿quiénqueda? Salvo tú, naturalmente.

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Se estaban poniendo los abrigos.Los empleados se habían ya ido, y ellosmismos tuvieron que coger los abrigosen los colgadores castaños.

—Roy Bland no es un maestro deescuela —dijo Smiley en voz alta—.Estuvo en el St. Anthony College, deOxford, si no te importa.

Smiley pensó: «En fin, me heportado de la única manera en que podíaportarme». Secamente, Martindalereplicó:

—No seas tonto, querido.Smiley le había aburrido. Ahora,

Martindale tenía expresión quejosa, dehombre estafado; en la parte baja de sus

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mejillas se habían formado bolsas.—St. Anthony —dijo— está lleno de

maestros de escuela, querido, salvo unaspocas excepciones, a pesar de queBland haya sido tu protegido. Supongoque ahora será el protegido de BillHaydon (no le des propina, soy yo y notú quien invita). Bill es como un padrepara todos, siempre lo ha sido. Los atraecomo la miel a las abejas. En fin, es unhombre con encanto, y no como algunosde nosotros. Un privilegiado es, uno delos pocos. Me han dicho que las mujeresse pirran por él, si es que las mujeres sepirran.

—Buenas noches, Roddy.

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—Acuérdate de darle recuerdos aAnn.

—No lo olvidaré.—No, no te olvides.Y ahora llovía a cántaros, Smiley

iba calado hasta los huesos, y Dios, amodo de castigo, había quitado todos lostaxis de la faz de Londres.

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Mientras cortésmente declinaba lainvitación de una señora en un portal,Smiley se dijo: «Pura y simple falta devoluntad. Se dice que son buenosmodales, cuando no es más quedebilidad. Martindale, cabeza dechorlito. Martindale, ser pomposo,falso, afeminado, estéril…» Dio un pasomás largo que los demás, a fin de evitarun obstáculo que no había visto. Smileyprosiguió: «Debilidad, y la incapacidadde vivir una vida autónoma,independiente de instituciones —el aguade un charco entró limpiamente en su

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zapato— y de sentimientos que hanperdido su razón de ser, como ocurre,por ejemplo, en el caso de mi mujer, delCircus, de vivir en Londres…»

—¡Taxi!Smiley inició la carrera hacia el

taxi, pero ya era tarde. Dos muchachasbajo un sol paraguas, entre risitasahogadas subieron al taxi por la puertaque daba a la calle. Después de alzarseinútilmente el cuello del abrigo, Smileycontinuó su solitaria marcha. Furioso,musitó para sí: «La esperanza blancapor todos manoseada… Saint Anthonylleno de maestros de escuela…Martindale, chismoso, impertinente,

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bombástico…»Y, en este momento, y, desde luego,

demasiado tarde, recordó que se habíadejado el Grimmelshausen en el club.

Se detuvo para dar mayor énfasis asus palabras, y, sopra voce, dijo:

—¡Maldición! ¡Oh, maldición,maldición, maldición!

Decidió vender su casa de Londres.Allí, bajo los balcones, agazapado allado de la máquina de vendercigarrillos, esperando que la nueva nubeterminara de descargar sus aguas,Smiley tomó la grave decisión. Todosdecían que el valor de la propiedadinmobiliaria había aumentado

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desproporcionadamente, en Londres.Muy bien. Pues vendería la casa, y conparte del precio compraría una casita decampo en Cotswolds. ¿En Burfordquizá? Demasiado tránsito. SteepleAston, éste era el lugar adecuado.Llevaría vida de excéntrico inofensivo,solitario y meditativo, pero con una odos simpáticas costumbres, como la dehablar en voz alta para sí, paseando porlas calles. Quizás esta clase de vidafuera un tanto anticuada, pero ¿quién noera anticuado en los presentes tiempos?Anticuado, sí, pero fiel a sus tiempos.Al fin de cuentas, siempre llega elmomento en que todos nos vemos

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obligados a tomar una decisión:¿Seguimos adelante o retrocedemos?Nada deshonroso había en no dejarsellevar por cada vientecillo demodernidad que soplara. Más valía serhombre con propios valores, hombrearraigado, sí, ser un noble de la propiageneración. Y si Ann pretendía volver asu lado, pues bien, la echaría de casa.

O no la echaría. Esto dependía delas ganas que de volver a su ladomostrara Ann.

Consolado por estas visiones,Smiley llegó a King’s Road, y se detuvo,como si pretendiera cruzar. A uno y otrolado tenía adornadas tiendas. Y, ante él,

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su calle, la calle de Bywater, callejónsin salida, con una longitud que era,exactamente, la de sesenta y tres pasosdel propio Smiley. Cuando se mudó allí,aquellas casitas de estilo georgianotenían un encanto humilde y sencillo, yestaban habitadas por jóvenesmatrimonios que se las arreglaban paravivir con quince libras a la semana, máslo que les daba un realquilado ilegal(ingreso libre de impuestos), escondidoen el sótano. Ahora, rejas de aceroprotegían las ventanas bajas, y trescoches para cada casa atestaban la calle.Siguiendo una vieja costumbre, Smileypasó revista a los automóviles, para ver

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cuáles eran los conocidos y cuáles losdesconocidos. Y, en el caso de losdesconocidos, se fijó en cuáles teníanantena y retrovisores extra, y cuáles erandel tipo camioneta, aquel tipo que tantogusta al hombre dedicado a vigilar lospasos de otro. En parte lo hizo como unejercicio de memoria, para evitar que sumente sufriera la atrofia de la jubilación,de la misma manera que en tiempospasados se aprendía los nombres de lastiendas que había a lo largo delitinerario del autobús que le llevaba alMuseo Británico, de la misma maneraque sabía el número de peldaños quemediaban entre cada piso de su casa, y

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la dirección en que se abría cada una desus doce puertas.

Pero Smiley lo hizo también enméritos de una segunda razón, razón queera el miedo, el miedo secreto queacompaña a todo profesional hasta latumba. Miedo, por ejemplo, de que undía, de aquel pasado tan complejo delcual ni siquiera el propio Smiley podíarecordar a todos los enemigos que sehabía ganado, surgiera uno de ellos y lepidiera cuentas.

En el fondo de la calle una vecinapaseaba a su perro. Al ver a Smiley,alzó la cabeza para decirle algo, peroSmiley fingió no verla, seguro de que lo

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que la vecina iba a decirle haríareferencia a Ann. Cruzó la calle. Su casaestaba sumida en la oscuridad, y lascortinillas se encontraban en la mismaposición en que él las había dejado.Subió los seis peldaños que llevaban ala puerta de entrada. Cuando Ann leabandonó, también le abandonó la mujerde la limpieza. Y sólo Ann tenía lallave. Había dos cerraduras, una del tipoBanham y otra del tipo Chubb, más doscuñas fabricadas por el propio Smiley,de madera de roble, del tamaño de unauña de dedo pulgar, colocadas entre lapuerta y el quicio, encima y debajo de lacerradura Banham. Eran como un

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recuerdo de los tiempos en que Smileyllevaba vida de acción. Recientemente,sin saber exactamente por qué, Smileylas había vuelto a usar. Quizá no queríaque Ann le sorprendiera. Con las yemasde los dedos tocó una y otra cuña.Evacuado este trámite obligado, abriólas cerraduras, empujó la puerta, y notó,en el suelo, sobre la alfombra, el correodel mediodía.

Se preguntó qué esperaba recibir.¿German Life and Letters? ¿Philology?Decidió que seguramente seríaPhilology, ya que llevaba tiempoesperándolo. Encendió la luz delvestíbulo, se inclinó, y examinó el

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correo. Había una cuenta de su sastrepor un traje que no había encargado,pero que sospechaba fuera uno de losque actualmente adornaban el cuerpo delamante de Ann; una cuenta de un garajede Henley, por gasolina comprada porAnn —¿qué diablos podía hacer enHenley aquella pareja, sin dinerosiquiera para pagar la gasolina, el díanueve de octubre?—, y una carta delbanco referente a la apertura de unacuenta, en favor de lady Ann Smiley, enla sucursal del Midland Bank enImmingham.

¿Y qué diablos hacían enImmingham?, preguntó Smiley a aquel

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documento. ¡Por el amor de Dios! ¿Aquién podía ocurrírsele tener unaaventura amorosa en Immingham? ¿Ydónde se encontraba Immingham?

Estaba todavía formulándose estapregunta, cuando su mirada se posó enun paraguas desconocido, en elparagüero, un paraguas de seda, conempuñadura forrada de cuero cosido, yun aro de oro sin iniciales. A unavelocidad que no puede medirse por eltiempo, Smiley pensó que, habida cuentade que el paraguas estaba seco,forzosamente tenía que haber llegadoantes de las seis y quince minutos,momento en que comenzó a llover,

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puesto que tampoco el paragüero estabamojado. También pensó que se tratabade un elegante paraguas, y advirtió que,a pesar de no ser nuevo, tenía la conteraapenas desgastada. De lo cual cabíadeducir que el paraguas pertenecía aalguien ágil, e incluso joven, cual elúltimo cerdo de Ann. Ahora bien,teniendo en consideración que elpropietario del paraguas había sabidodarse cuenta de la presencia de lascuñas, y había sabido volver a ponerlas,una vez dentro de la Casa, y, además,había tenido el cuidado de dejar elcorreo junto a la puerta, después dehaberlo cogido y, sin duda alguna, leído,

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con casi toda probabilidad cabía decirque también conocía a Smiley. Y no setrataba de un amante sino de unprofesional, como el propio Smiley, queforzosamente tuvo que haber colaboradode manera íntima con él, ya que conocíasus hábitos.

La puerta de la sala de estar seencontraba entornada. Despacio, laempujó, abriéndola un poco más.

—¿Peter? —preguntó.Por la abertura, y a la luz procedente

de la calle, vio un par de zapatos deante, perezosamente cruzados, el unosobre el otro, saliendo de un extremo delsofá.

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—Si estuviera en tu lugar, queridoGeorge —repuso una voz amable—, nome quitaría el abrigo. Tenemos quehacer un largo viaje.

Cinco minutos después, cubierto conun basto abrigo de viaje, de colorcastaño, regalo de Ann y el único secoque le quedaba, George Smiley,enfurruñado, se sentaba al lado delvolante del automóvil deportivo, afectode grandes corrientes de aire, de PeterGuillam, quien lo había aparcado en unaplaza inmediata a la calle en que Smileyvivía. Su destino era Ascot, lugarfamoso gracias a las mujeres y loscaballos. Y menos famoso quizás en su

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concepto de lugar de residencia delseñor Oliver Lacon, de la Oficina delGabinete, asesor superior de diversascomisiones de vario pelaje, y perroguardián de los asuntos de información yespionaje. O bien, como decía Guillam,con cierta irreverencia, la madresuperiora del Whitehall.

Entretanto, en la escuela deThursgood, en cama y despierto, BillRoach meditaba acerca de las últimasmaravillas que le habían ocurrido, en elcurso de sus cotidianos esfuerzos en prodel bienestar de Jim. Ayer, Jim habíadejado pasmado a Latzky. Hoy, habíarobado el correo de la señorita

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Aaronson. La señorita Aaronsonenseñaba violoncelo y Escrituras, yRoach la cortejaba con el objeto degranjearse su ternura. Latzky, eljardinero ayudante, era un DP[2] decíala matrona, y el DP no habla inglés, o lohabla muy mal. Pero ayer, Jim habló aLatzky, para pedirle que le ayudara en lareparación de su coche, y le habló en DPo, mejor dicho, en idioma DP, de lo cualLatzky quedó muy ufano.

El asunto del correo de la señoritaAaronson era más complejo. Sobre elaparador de la sala de profesores habíados sobres aquella mañana, cuando

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Roach fue allá para recoger sus libretasde ejercicios, uno de ellos dirigido aJim y el otro a la señorita Aaronson. Elde Jim estaba mecanografiado. El de laseñorita Aaronson, escrito a mano, y enuna caligrafía parecida a la de Jim. Lasala de profesores estaba vacía,mientras Roach hacía estasobservaciones. Roach cogió sus libretasde ejercicios, y en el momento en que seiba discretamente, Jim entró por la otrapuerta, de regreso de su paseo matutino,con la cara colorada y resoplando. Seinclinó sobre el aparador y dijo:

—Anda a clase, Jumbo, que va atocar la campana.

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—Sí, señor.—Tiempo asqueroso, ¿verdad,

Jumbo?—Sí, señor.—Anda, anda a clase.Cuando se hallaba en la puerta,

Roach echó una ojeada alrededor. Jimse había erguido, echando el troncohacia atrás, mientras abría el DailyTelegraph del día. En el aparador nadahabía. Los dos sobres habíandesaparecido.

¿Acaso Jim había escrito a laseñorita Aaronson, y luego se habíaarrepentido? ¿Acaso le había propuestocasarse con ella? Entonces, a Roach se

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le ocurrió otra idea. Recientemente, Jimhabía comprado una vieja máquina deescribir, una desvencijada Remingtonque había reparado con sus propiasmanos. ¿Acaso había mecanografiado élmismo el sobre a él dirigido? ¿Tan solose sentía que se escribía cartas a símismo y, además, robaba las cartas delos demás? Roach se durmió.

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Guillam conducía lánguidamentepero de prisa. Los olores de otoñoinvadían el automóvil, brillaba la lunallena, jirones de niebla se arrastrabansobre los campos, y el frío erairresistible. Smiley se preguntó qué edadtendría Guillam, y juzgó que estaría enlos cuarenta años, pero a aquella luzparecía un estudiante bogando con unsolo remo en el río; movía la palancadel cambio de marchas con un largo yfluido movimiento como si empujaraagua con ella. Irritado, Smiley se dijoque, en todo caso, el automóvil era

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demasiado juvenil para Guillam. Habíapasado a toda velocidad porRunnymeade, y habían comenzado aascender por Egham Hill. Llevabanveinte minutos de viaje y Smiley habíaformulado diez o doce preguntas sinrecibir una respuesta digna de talnombre, por lo que ahora comenzaba anacer en su interior un miedo cuyanaturaleza se negaba a confesar.

Mientras recogía junto a su cuerpolos faldones del abrigo, Smiley dijo, singran mala intención:

—Me sorprende que no te echaranigual que a todos nosotros. Reunías

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todos los requisitos para que te dieran lapatada: eficaz en tu trabajo, leal ydiscreto.

—Me pusieron al frente de loscazadores de cabelleras.

—¡Cristo! —exclamó Smiley y seestremeció.

Alzó el cuello del abrigo, alrededorde su amplia sotabarba, y se abandonó aaquellos recuerdos, en vez de hacerlo aotros más inquietantes, al recuerdo deBrixton y de aquella lúgubre escuela quepasó a ser el cuartel general de loscazadores de cabelleras. El nombreoficial de los cazadores de cabellerasera Viajes. Por indicación de Bill

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Haydon, Control había formado aquellaunidad en los primeros tiempos de laguerra fría, cuando los asesinatos, losraptos y el chantaje eran asuntoscotidianos, y el primer jefe de loscazadores de cabelleras fue nombradopor Haydon. Formaban un reducidoequipo de unos doce hombres, y seencargaban de llevar a cabo golpes demano que eran demasiado sucios odemasiado arriesgados para los agentescon residencia en el país extranjero deque se tratara. Control siempre habíadicho que el buen trabajo deinformación era de naturaleza gradual yse basaba en una especie de amabilidad.

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Los cazadores de cabelleras eran laexcepción a esta norma. Su actuación noera gradual, y en modo alguno cabíadecir que fuesen amables, con lo quereflejaban el temperamento de Haydon,antes que el de Control. Y trabajaban ensolitario, lo cual constituía la razón deque se les mantuviera en la oscuridad,detrás de un muro coronado con alambrede espino y vidrios rotos.

—Me pregunto si la palabra«lateralismo» significa algo para ti.

—Nada, en absoluto.—Pues ésta es la doctrina. Antes

solíamos tener altibajos, subíamos ybajábamos. Ahora nos movemos a lo

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largo de un lado, en línea recta.—¿Y qué diablos significa esto?—En tus tiempos, el Circus estaba

organizado por regiones: África, lospaíses satélites, Rusia, China, Asia delSur, etcétera, Cada región estaba bajo elmando de un tipo, y Control seencontraba en los cielos, llevando lasriendas. ¿Te acuerdas?

—Sí, algo creo recordar.—Pues bien, en la actualidad, todo

lo referente a operaciones está bajo unsolo mando. A este mando lo llamamosLondon Station. Lo de las regiones ya nose lleva; ahora impera el lateralismo.Bill Haydon es el jefe de la London

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Station, Roy Bland es el número dos, yToby Esterhase va correteando del unoal otro, como un perrito. Es como unservicio dentro de un servicio. Tiene suspropios secretos y no se mezcla con losproletarios. Esto nos da más seguridad.

Ignorando las insinuaciones anejas aestas palabras, Smiley dijo:

—Parece una excelente idea.A medida que los recuerdos volvían

a surgir en su mente consciente, Smileyexperimentó una extraordinariasensación. Le parecía que había vividodos veces el mismo día, primero conMartindale en el club, y ahora conGuillam en un sueño. Pasaban por una

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plantación de pinos jóvenes. Por entreellos pasaba a rayas la luz de la luna.

Smiley volvió a hablar:—¿Se sabe algo de…? —Calló, y en

tono de menor intensidad, preguntó—:¿Hay noticias de Ellis?

—En cuarentena —repuso Guillamsecamente.

—Sí, claro… Desde luego… Nopretendo chismorrear, sólo quería sabersi circula por ahí… Creo que se curó.¿Puede andar? Las lesiones en laespalda son peligrosas.

—Pues se dice que se bandeabastante bien. He olvidado preguntartecómo está Ann.

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—Bien. Normal.El interior del automóvil estaba

oscuro como boca de lobo. Habíansedesviado de la carretera y ahorarodaban por un sendero de grava.Negros muros de follaje se alzaban auno y otro lado, aparecieron luces,después un porche alto, y luego lasilueta de un destartalado caserónalzándose por encima de las copas delos árboles. Había dejado de llover,pero cuando Smiley salió al aire frescooyó a su alrededor el inquieto goteo delas hojas mojadas.

Pensó que también llovía en laanterior ocasión en que estuvo aquí,

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cuando el nombre de Jim, Ellis eranoticia periodística.

Fueron al lavabo y en la antesalavieron la mochila de escalador deLacon, descuidadamente arrojada sobreuna cómoda de estilo Sheraton. Ahoraestaban sentados en semicírculo ante unasilla vacía. Era la casa más fea en variasmillas a la redonda y Lacon la habíaconseguido por muy poco dinero. Laconla calificó de «destartalado caserón deBerkshire», y explicó a Smiley quehabía sido «construida por un millonarioabstemio». La sala de estar era una granestancia con ventanas de vidriospolicromos, situadas a seis metros de

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altura, con una galería de madera depino ante la entrada. Smiley pasó revistaa los objetos conocidos. Un pianovertical con partituras esparcidas sobresu parte superior, viejos retratos declérigos con túnicas, un montón deinvitaciones impresas. Con la vistabuscó el remo de la Universidad deCambridge, y lo descubrió colgadosobre el hogar. Ardía el fuego desiempre, un fuego insuficiente para elenorme hogar. Sobre la riqueza flotabaun aire de pobreza.

Como si hablara dirigiendo la voz ala trompetilla de una tía sorda, Laconpreguntó a gritos:

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—¿Te gusta estar jubilado, George?¿No echas de menos el calor delcontacto humano? Yo lo echaría en falta,me parece. Ya sabes, el trabajo, loscompañeros…

Era un hombre con el cuerpo comoun alambre, juvenil y sin gracia.Haydon, el ingenioso del Circus, lohabía calificado de miembro del sistemaestablecido eclesiástico y de espionaje.Su padre era un dignatario de la Iglesiaescocesa, y su madre tenía orígenesaristocráticos. De vez en cuando, losmás distinguidos suplementosdominicales de los periódicos localificaban de hombre del «nuevo

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estilo», por ser joven.—Pues sí —contestó Smiley

cortésmente—, me las arreglo bien,muchas gracias —y para dar pie a que laconversación prosiguiera, añadió—: Sí,sí, muy bien… Y tú, ¿qué tal? ¿Todo vabien?

—Como siempre. No, no ha habidograndes cambios. Todo normal.Charlotte ha conseguido la beca paraRoedan. Esto ha sido una buena noticia.

—Me alegro.—¿Y tu mujer? ¿Sigue estando como

quiere y demás?Sus expresiones también eran

juveniles.

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En un intento de seguirle lacorriente, Smiley repuso:

—Sí, lo pasa bomba.Daban frente a la puerta de dos

hojas. A lo lejos oyeron el sonido depasos sobre el piso de losas. Smileypensó que seguramente se trataba de dospersonas, hombres. Las puertas seabrieron y apareció una figura alta, demedio perfil. Smiley percibió la figurade otro hombre, tras él, menudo, negro, yen postura atenta. Pero sólo entró elprimer hombre, antes de que unas manosinvisibles cerraran las puertas. Lacongritó:

—Cierre la puerta desde fuera, por

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favor.Oyeron el sonido de la llave al dar

vuelta dentro de la cerradura. Lacon dijoal recién llegado:

—Conoce a Smiley, ¿verdad?Iniciando el largo camino desde la

lejana oscuridad, la figura repuso:—Creo que sí. Creo que en cierta

ocasión me dio un empleo, ¿no es cierto,señor Smiley?

Hablaba con el suave acento de unhombre del Sur, pero no cabía la menorduda de que su acento era colonial.

—Me llamo Tarr, señor —dijo—Ricki Tarr, de Penang.

Un destello de luz, procedente del

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hogar, iluminó parte de la seca sonrisa,y convirtió un ojo en un orificio. Elhombre siguió:

—Soy el hijo del abogado, ¿seacuerda? Usted fue quien me dio losprimeros biberones.

Y, en aquel momento, de un modoabsurdo, los cuatro quedaron en pie, yGuillam y Lacon parecían los padrinos,mientras Tarr estrechaba, sacudiéndola,la mano de Smiley una vez, luego otra, ypor fin una tercera vez, en beneficio delos fotógrafos.

—¿Cómo está usted, señor Smiley?Me alegra verle, señor.

Por fin liberó la mano de Smiley, y

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se apartó de él, avanzando hacia la sillaque le habían destinado, mientras Smileypensaba: «Sí, con Ricki Tarr podíaocurrir; con Ricki Tarr cualquier cosapodía ocurrir; Dios mío, hace un par dehoras me estaba diciendo que iba arefugiarme en el pasado…»

Smiley sintió sed, y supuso que eramiedo.

¿Hacía diez años? ¿Doce quizá? Noera aquella noche la adecuada para queSmiley comprendiera el tiempo. Enaquel entonces, entre las tareas deSmiley se contaba la de dar el vistobueno a los nuevos reclutas. A nadie secontrataba sin que Smiley diera su

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aprobación, a nadie se daba instrucciónsin que la firma de Smiley constara enlos papeles. La guerra fría estaba en suapogeo, había gran demanda decazadores de cabelleras, losfuncionarios del Circus con residenciaen países extranjeros habían recibidoórdenes de Haydon, en el sentido de quebuscaran hombres con las condicionesprecisas. Y Steve Mackelvore, deYacarta, descubrió a Tarr. Mackelvoreera un veterano profesional que se fingíaconsignatario de buques, y encontró aTarr borracho y agresivo, merodeandopor los muelles, en busca de unamuchacha llamada Rose, que le había

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abandonado.Según el relato del propio Tarr,

andaba mezclado con un grupo de belgasque traficaban en armas, entre las islas yla costa. Sentía antipatía hacia losbelgas, el tráfico de armas le aburría yestaba furioso porque le habían robado aRose. Mackelvore pensó que Tarrreaccionaría bien ante la disciplina, yque era lo bastante joven para seradiestrado en el tipo de violentasoperaciones a que se dedicaban loscazadores de cabelleras, salidos de traslos muros de la lúgubre escuela deBrixton. Después de las habitualesinvestigaciones, Tarr fue enviado a

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Singapur, para que fuera objeto de unsegundo examen, y luego, al Parvulariode Sarrat, para un tercer examen. En esteúltimo momento, Smiley intervino, enconcepto de moderador, en una serie deinterrogatorios, algunos de ellosviolentos. El Parvulario de Sarrat era ellugar de instrucción, pero también seutilizaba para otros fines.

Al parecer, el padre de Tarr era unabogado con residencia en Penang. Lamadre era una actriz de poca monta,nacida en Bradford, que fue al Este conuna compañía dramática inglesa, antesde la guerra. Según recordaba Smiley, elpadre tenía manías evangélicas, y

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predicaba los evangelios en las salas deconferencias de la localidad. La madretenía antecedentes penales, de pocaimportancia, en Inglaterra, pero el padrelo ignoraba, o lo sabía y no leimportaba. Cuando estalló la guerra, elmatrimonio se refugió en Singapur, pormor del hijo de corta edad. Pocos mesesdespués, Singapur caía en manos delenemigo, y Ricki Tarr comenzaba sueducación en la cárcel de Changi, bajosupervisión de los japoneses. EnChangi, el padre predicó la caridadcristiana a cuantos se le pusieron a tiro,y si los japoneses no se hubieranopuesto a tales actividades lo hubieran

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hecho los propios prisioneros. Cuandollegó la liberación, los tres regresaron aPenang. Ricki intentó estudiar leyes,aunque se dedicaba preferentemente aquebrantarlas, por lo que el padre azuzóa varios predicadores de pelo en pechoa fin de que a palos sacaran el pecadodel alma de Ricki. Tarr huyó a Borneo.A los dieciocho años era traficante enarmas, con paga íntegra, en el ámbitogeográfico de las islas indonesias. Yéste fue el momento en que Mackelvoretropezó con él.

Cuando terminó su formación en elParvulario, se produjo el conflicto deMalaya. A Tarr le ordenaron que

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volviera al tráfico de armas. Casi losprimeros individuos con quienes setropezó fueron sus viejos amigos belgas.Los belgas estaban demasiado ocupadossuministrando armas a los comunistaspara preguntarse dónde había estadoTarr durante su ausencia, y, por otraparte, necesitaban hombres. Tarr llevó aefecto diversas entregas, por cuenta delos belgas, a fin de descubrir suscontactos, y una noche emborrachó a losbelgas, mató a tiros a cuatro de ellos,incluyendo a Rose, y pegó fuego albarco. Se quedó en Malaya y llevó acabo un par de trabajos más, antes derecibir la orden de regresar a Brixton, a

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fin de ser de nuevo adiestrado paraefectuar operaciones especiales enKenia, o, dicho en palabras no tanrefinadas, para dedicarse a la caza demiembros del Mau Mau.

Después de Kenia, Smiley casiperdió de vista a Tarr, aunque recordabaun par de incidentes, debido a quepodían llegar a convertirse enescándalos, por lo que era precisoinformar de ellos a Control. En elsesenta y uno, Tarr fue enviado alBrasil, para sobornar a un ministro dearmamentos que se encontraba ensituación muy comprometida. Tarr seportó con excesiva rudeza, el ministro se

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aterrorizó, y fue con el cuento a laprensa. Tarr se fingía holandés, por loque el escándalo sólo tuvo el efecto deenfurecer al servicio secreto de losPaíses Bajos. Un año después, enEspaña, basándose en datos que leproporcionó Bill Haydon, Tarr hizochantaje —o «quemó», como decían loscazadores de cabelleras— a undiplomático polaco que andaba loco poruna bailarina. La primera cosecha fuebuena, por lo que Tarr se ganó unafelicitación y una prima. Pero cuandoTarr volvió, a fin de sacar mayoresprovechos, el polaco mandó unaconfesión escrita a su embajador, y se

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tiró por una ventana a la calle.En Brixton se decía que Tarr era

hombre propenso a sufrir accidentes.Pero, a juzgar por la expresión de lainmatura aunque avejentada cara deGuillam, mientras estaban sentados ensemicírculo, alrededor del migradofuego, la calificación que éste le dabaera mucho peor.

Mientras, en fáciles movimientos desu cuerpo flexible, se sentaba en la silla,Tarr dijo, amablemente:

—Bueno, creo que ha llegado elmomento de empezar mi perorata.

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—Ocurrió hace seis meses —comenzó Tarr.

Secamente, Guillam le interrumpió:—En abril. Creo que será mejor que

hablemos con precisión.—Bueno, pues en abril —rectificó

Tarr, obediente—. En Brixton habíacalma. Allí estábamos diez o doce enespera de órdenes. Pete Sembriniacababa de regresar de Roma, y CyVanhofer había dado un golpe enBudapest… —Dibujó una sonrisatraviesa, y añadió—: No hacíamos másque jugar al ping-pong y al billar en la

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sala de juegos de Brixton… ¿No esverdad, señor Guillam?

—Era un período de calma.—Y así estaban las cosas —dijo

Tarr—, cuando de repente llegó unapetición urgente del residente de HongKong. En la ciudad había una delegacióncomercial soviética, de poca monta,buscando material eléctrico para elmercado de Moscú. Uno de losdelegados vivía a lo grande en los clubsnocturnos. Se llamaba Boris. El señorGuillam conoce los demás detalles.Carecía de antecedentes. Llevabanvigilándolo cinco días, y la delegaciónestaría allí doce días más. Desde un

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punto de vista político, el asunto erademasiado peligroso para que los chicosde la localidad se encargaran de él, perose pensaba que un enfoque audaz, acargo de uno de fuera, podía aclarar lascosas. Los beneficios que cabía sacar dela operación no parecían importantes,pero en fin, siempre cabía la posibilidadde comprar al tipo para tenerlo enalmacén, ¿no es eso, señor Guillam?

«Tener en almacén» significabatener a un individuo para venderlo ocambiarlo, en un trato con otro serviciosecreto. Se trataba de un comercio detraidores de poca monta, llevado a cabopor los cazadores de cabelleras.

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Haciendo caso omiso de Tarr,Guillam dijo:

—El Sudeste asiático era laparroquia de Tarr. Estaba en Brixtonmano sobre mano, y, por esto, le ordenéque fuera a Hong Kong para efectuar unainvestigación e informar por cable.

Cuando alguien hablaba, Tarr sesumía en un sueño. Fijaba la vista enquien hablaba, una niebla le cubría losojos, y se producía una pausa, como unregreso, antes de que Tarr volviera ahablar:

—Por consiguiente —dijo—, hice loque el señor Guillam me habíaordenado. Siempre lo hago, ¿verdad,

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señor Guillam? Soy un buen chico,aunque algo impulsivo.

Tomó el avión la noche siguiente, 31de marzo, sábado, con un pasaporteaustraliano en el que figuraba comovendedor de automóviles, y dospasaportes de huida, vírgenes, suizos,escondidos bajo el forro de la maleta.Eran documentos para casos deemergencia, que se llenarían segúnexigieran las circunstancias, uno paraBoris y otro para el propio Tarr. Tarrconcertó una cita, en un automóvil, conel residente de Hong Kong, no muy lejosde su hotel, el Golden Gate, enKowloon.

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En este momento, Guillam se inclinóhacia Smiley y murmuró:

—Era Dusty Thesinger, el bufón. Ex-mayor del ejército Fusileros Africanosdel Rey. Nombrado por Alleline…

Thesinger entregó a Tarr un informesobre los movimientos de Boris, basadoen una semana de vigilancia.

—Boris era un auténtico tipo raro.No podía comprenderle. Bebía sindescansar, todas las noches. No habíadormido en una semana, y los sabuesosde Thesinger estaban que se caían.Durante todo el día, Boris los arrastrabade un lado para otro, detrás de ladelegación, inspeccionando fábricas,

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interviniendo en discusiones, yportándose siempre como un joven einteligente funcionario soviético.

—¿Qué edad tenía? —preguntóSmiley.

—Su solicitud de visado —tercióGuillam— decía que había nacido enMinsk, el cuarenta y seis.

—Cuando llegaba la noche,regresaba al Alexandra Lodge, que erael desvencijado edificio, en North Point,en que se alojaba la delegación. Cenabacon el grupo, y alrededor de las nuevese deslizaba por la puerta lateral,tomaba un taxi, y se iba a los lugares dediversión nocturna, alrededor de la calle

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Pedder. Su sitio favorito era el Cat’sCraddle, en Queen’s Road, en dondeinvitaba a copas a los comercianteslocales y se portaba como MísterPersonalidad. A veces, estaba allí hastamedianoche. Desde el Craddle se ibadirectamente a Aberdeen Harbour, a unlugar llamado Angelika’s, en donde lascopas eran más baratas. Iba solo. Allí,abundan los restaurantes flotantes, conclientes que gastan mucho, pero elAngelika’s es un café en tierra, con unasala en el sótano. Allí se tomaba tres ocuatro copas y se guardaba la cuenta.Generalmente bebía brandy, pero de vezen cuando tomaba vodka, para variar la

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dieta. Un día se lió con una chicaeuroasiática, y los sabuesos deThesinger la siguieron y compraron suhistoria. La chica dijo que el tal Borisera un tipo que se sentía solo, y que sepasó el rato que estuvo con él sentado enla cama, quejándose de que su esposa nose daba cuenta de su inteligencia…

Mientras Lacon atizabaruidosamente el fueguecillo, dándolevida por el medio de lanzar los leñosardiendo unos contra otros, Tarr añadiósarcástico:

—Fue un gran descubrimiento.Aquella noche, fui al Craddle para echaruna ojeada al individuo. Los sabuesos

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de Thesinger se acostaron, después debeberse un vaso de leche.

A veces, mientras Tarr hablaba, unaextraordinaria quietud dominaba sucuerpo, y parecía que escuchara supropia voz, reproducida en cintamagnetofónica.

—Llegó diez minutos después queyo. Iba acompañado de un sueco grandey rubio que llevaba una fulana china. Ellugar estaba casi a oscuras, por lo queme trasladé a una mesa más cercana aellos. Pidieron whisky escocés, y yo mequedé a dos metros de distancia, con lavista fija en la pésima orquesta, yescuchando lo que decían. La mujer

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china se estuvo callada, y el sueco fuequien hizo casi todo el gasto de laconversación. Hablaba en inglés. Elsueco preguntó a Boris en qué sitio sealojaba, y Boris le dijo que en elExcelsior, lo cual era mentira, ya quevivía en el Alexandra Lodge, con losdemás excursionistas. Pero escomprensible, el Alexandra no tienegran prestigio. El Excelsior suena muchomejor. Hacia medianoche, se acabó lafiesta. Boris dijo que tenía que irse acasa porque al día siguiente le esperabamucho trabajo. Ésta fue la segundamentira. Iba a casita tanto como hubierapodido ir aquel tipo…, y ¿cómo se

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llamaba? ¡Sí, Jekyll y Hyde! Aquelmédico normal y corriente que, por lanoche, se cambiaba las ropas y salía porahí, a organizarla… ¿Cuál de los dos eraBoris?

Durante unos instantes, nadie leaclaró ideas al respecto.

Mirándose las manos limpias yrojas, cruzadas sobre las piernas, Lacon,que estaba de nuevo sentado, dijo:

—Hyde.—Hyde —repitió Tarr—. Gracias,

señor Lacon. Siempre le he tenido porun hombre de aficiones literarias.Bueno, el caso es que pagaron la cuenta,y yo me fui a toda prisa a Aberdeen,

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para estar ya en el Angelika’s, cuando élllegara. Pero, en estos momentos, yaestaba casi seguro de que allí había algoraro.

Con sus largos dedos, Tarr contódespacio las razones de su aseveración.En primer lugar, jamás había visto a unadelegación soviética que no llevara a unpar de sabuesos, cuya función consistíaen evitar que los muchachos acudieran alos lugares de fulanas. En consecuencia,¿cómo se las arreglaba Boris, para salirnoche tras noche? En segundo lugar, aTarr no le gustaba ni pizca la manera enque Boris gastaba la moneda extranjera.Para un funcionario soviético esto era

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algo anormal, contrario a su básicaforma de ser.

—Los funcionarios soviéticos nollevan dinero extranjero —insistió Tarr—. Y, cuando lo llevan, se lo gastan encomprar collares para su mujer. Y, entercer lugar, no me gustaba su manera dementir. Mentía con demasiada soltura,para ser decente.

Por consiguiente, Tarr esperó en elAngelika’s, y, puntualmente, media horamás tarde, míster Hyde compareciósolo.

Se sentó y pidió una copa. Esto estodo lo que hizo. Estar sentado y beber asolas.

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Una vez más, a Smiley le tocórecibir el pleno impacto del ingenio deTarr:

—¿A qué jugaba aquel tipo?¿Comprende lo que quiero decir, señorSmiley? —Sin dejar de dirigirse aSmiley, advirtió—: Eran cosaspequeñas, detallitos, lo que me llamabala atención. Por ejemplo, fijémonos encómo se sentó. Ni siquiera nosotros, ypuede usted creerme, señor, hubiéramospodido sentarnos tan bien. Estaba cercade las salidas y de la escalera,dominaba la entrada y veía todo lo queocurría en la sala, era diestro, quierodecir que no era zurdo, y tenía el flanco

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izquierdo cubierto por la pared. Borisera un profesional, señor Smiley, sin lamenor duda. Estaba esperando unenlace, o quizás iba a recogerdocumentos o a dejarlos en un sitioconvenido, o acaso andaba por ahíexhibiéndose para ver si un sabuesocomo yo le seguía. Ahora bien, fíjensebien: una cosa es quemar a un delegadocomercial de poca monta, y otra cosamuy diferente es andar por ahí, detrás deun profesional instruido en el Centro.¿No es verdad, señor Guillam?

—Desde la reorganización —repusoGuillam—, los cazadores de cabellerasno están autorizados a entendérselas con

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agentes dobles. Estos agentes debenpasar inmediatamente a la atención de laLondon Station. Los muchachos tienenórdenes, en este sentido, firmadas por elpropio Bill Haydon. En cuanto huelan unpoco de oposición, deben abandonar lapartida, en favor de la London Station.—Tras una breve pausa, añadió, quizápara mayor ilustración de Smiley—:Bajo el régimen de lateralismo, nuestraautonomía ha quedado draconianamentelimitada.

—Anteriormente había intervenidoen juegos de dobles-dobles —dijo Tarren tono de virtuoso escándalo—, y leaseguro, señor Smiley, que son

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auténticos gusanos.Smiley se ajustó las gafas con un

delicado movimiento, y afirmó:—Sí, sí. No tengo la menor duda.Tarr mandó un cablegrama a

Guillam diciéndole que abandonaba lapartida, reservó plaza en el avión, y sefue de compras. Sin embargo, como seaque el vuelo era para el jueves, pensóque, antes de partir, aunque sólo fuerapara justificar su viaje, igual podíaregistrar el dormitorio de Boris:

—El Alexandra es un hotel viejo yrealmente asqueroso, señor Smiley,junto a Marble Road, con balcones demadera. Y, en cuanto hace referencia a

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las cerraduras, le aseguro, señor, que seabren solas tan pronto le ven llegar auno.

Así, Tarr tardó muy poco enencontrarse dentro del dormitorio deBoris, con la espalda apoyada en lapuerta, en espera de que sus ojos seacostumbraran a la oscuridad. Estabaaún así, cuando una mujer le habló enruso, con voz adormecida, desde lacama:

—Era la esposa de Boris —explicóTarr— Estaba llorando. Bueno, la voy allamar Irina, por ejemplo, ¿de acuerdo?El señor Guillam tiene todos los datos.

Pero Smiley ya tenía algo que

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objetar. Dijo que aquella mujer no podíaser la esposa de Boris. El Centro nuncapermitía salir a marido y mujer deRusia. Se quedaba con uno y dejabasalir al otro…

Guillam advirtió secamente:—Eran amantes oficiales. Un

concubinato. Una relación permanente,aunque sin el trámite del matrimonio.

Sin dirigirse a nadie en concreto, ymenos aún a Smiley, Tarr esbozó unairónica sonrisa y dijo:

—En la actualidad, en muchos casosocurre todo lo contrario.

Guillam le lanzó otra miradaasesina.

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Desde el principio de la reunión,Smiley había adoptado una postura deinescrutable Buda, de la que ni el relatode Tarr ni las escasas intervenciones deLacon y Guillam podían sacarle. Estabasentado con el tronco echado haciaatrás, las cortas piernas dobladas, lacabeza inclinada hacia delante, y lasmanos cruzadas sobre el generosoestómago. Tenía cerrados los ojos dehinchados párpados, tras los gruesoscristales de las gafas. Su únicomovimiento era el de limpiar loscristales de las gafas con el forro de

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seda de la corbata, y, cuando efectuabaesta tarea, en sus ojos había una miradadesnuda, húmeda, que resultaba un tantoinquietante para quienes se fijaban enella. Sin embargo, su intervención, asícomo el profesoral e inútil tono con quecomentó la explicación de Guillamprodujo el efecto de una señal dirigida atodos los presentes, quienes se aclararonla garganta y movieron las sillas en quese sentaban. Lacon fue el que másclaramente reaccionó:

—George, ¿qué sueles beber? ¿Unwhisky quizá? —Había ofrecido labebida con acento solícito, como siofreciera una aspirina a un hombre con

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dolor de cabeza. Se excusó—: Me habíaolvidado. Vamos, George, algo paraanimarte un poco. A fin de cuentasestamos en invierno. ¿Qué vas a tomar?

—Nada. Estoy bien así.Le hubiera gustado tomar un poco de

café, pero, sin saber las razones, sesentía incapaz de decirlo. Por otra parte,recordó que el café, en aquella casa, erahorrible.

Lacon pasó al turno siguiente:—¿Guillam?No. A Guillam también le resultaba

imposible aceptar alcohol de manos deLacon.

Lacon nada ofreció a Tarr, quien

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prosiguió su narración.Dijo que reaccionó con serenidad

ante la presencia de Irina. Habíaprevisto esta contingencia antes deentrar, y, ahora, se dispuso a poner enpráctica el truco que se le habíaocurrido. No se sacó la pistola ni pusola mano sobre la boca de la mujer, nihizo ninguna de estas idioteces —dichosea con las propias palabras de Tarr—;sino que dijo que había ido para hablarcon Boris acerca de un asuntoconfidencial, que lamentaba mucho loocurrido, y que iba a quedarse allí hastaque Boris llegara. En perfecto acentoaustraliano, cual correspondía a un

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indignado y humilde vendedor deautomóviles, dijo que no quería meterseen los asuntos de los demás, pero que noestaba dispuesto a tolerar que un malditoruso, incapaz de pagar el precio de susplaceres, le robara el dinero y la chica,en una sola noche. Tarr consiguió causarla impresión de hallarse indignado,aunque sin alzar la voz. Y, después,esperó acontecimientos.

Y así, dijo Tarr, comenzó todo.Había llegado al dormitorio de

Boris a las once y media. Y salió a launa y media, con la promesa de reunirsecon la mujer la noche siguiente. Cuandosalió, la situación había cambiado

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radicalmente. Era la opuesta de aquellaen que se encontró al entrar.

—No hicimos nada censurable —dijo Tarr—. Trabamos amistad y esto estodo. No hay nada malo en esto,¿verdad, señor Smiley?

Durante un instante, la burlonasonrisa de Tarr pareció pedir queSmiley le revelara sus más preciosossecretos. Smiley, inexpresivo, asintió:

—Verdad.Nada raro había en la presencia de

Irina en Hong Kong, y Thesinger no teníapor qué estar enterado de ella, explicóTarr.

Irina era miembro de la delegación

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por propio derecho. Era una expertacompradora de productos textiles.

—Y, francamente, creo que estabamucho más preparada para estos asuntosque su marido, si es que marido se lepuede llamar.

En una divagación impropia de él,Tarr añadió:

—Era una chica del montón, niguapa ni fea, un poco demasiadopuritana para mi gusto, pero era joven ytenía una sonrisa muy agradable, cuandodejaba de llorar. —Luego, como siquisiera desmentir una creencia general,dijo—: Y, además, su trato era tambiénmuy agradable. Bueno, el caso es que,

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cuando el señor Thomas, de Adelaida,entró en su vida, la chica ya estaba hartade preguntarse qué debía hacer con suamante oficial. Me tomó por el arcángelGabriel. ¿A quién podía hablar de sumarido, sin que éste fuera acusado yperseguido? En la delegación no teníaamigos, y, según dijo, en Moscú, notenía confianza en nadie. Dijo que, sinhaberlo vivido, no hay quien sea capazde comprender lo que significa intentarconservar una relación destrozada,mientras uno está obligado a ir sin cesarde un lado para otro.

Smiley había vuelto a entrar entrance.

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—Dijo que su vida no era más que irsaltando de un hotel a otro, de unaciudad a otra, sin poder hablar tranquilay francamente con los naturales del país,sin poder provocar una sonrisa en undesconocido. La chica se encontraba enmuy mal momento, señor Smiley, de locual sus quejas y una botella de vodka,vacía, al lado de la cama, eran buenostestigos. ¿Por qué no podía ser como lagente normal? Ésta era la pregunta quese repetía una y otra vez. ¿Por qué nopodía gozar de la luz del sol del Señor,igual que todos los demás? Le gustaba irde paseo y ver cosas, le gustaban losniños extranjeros, y ¿por qué no podía

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tener ella un hijo? Sí, un hijo nacido enlibertad, y no un hijo nacido en elcautiverio. Siempre repetía estaspalabras: nacido en libertad, y no en elcautiverio. «Soy una persona alegre,Thomas. Soy una chica normal, sociable.Me gusta la gente. ¿Por qué estoyobligada a engañarla, cuando enrealidad la gente me gusta?» Y luegodijo que su problema radicaba en quelargo tiempo atrás había sido elegidapara llevar a cabo un trabajo que ladejaba helada, como una vieja, y que laseparaba de Dios. Y ésta era la razónpor la que había bebido un poco y por laque estaba llorando. En estos momentos

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ya se había olvidado de su amante, y seexcusó por haber bebido un poco más dela cuenta.

Una vez más, Tarr hizo una pausa.Siguió luego:

—Lo olí, señor Smiley, lo olí.Aquella mujer era una mina. Me lo olídesde el principio. Dicen, señor Smiley,que el conocimiento es equivalente alpoder, y, desde luego, Irina tenía elpoder. ¿Cómo se puede explicar lo quees una corazonada? No sé… Hay tiposque huelen incluso el agua bajo latierra…

Parecía esperar que alguien dieramuestras de entenderle, por lo que

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Smiley dijo:—Comprendo.Y se tiró del lóbulo de la oreja. Con

la vista fija en él, con una extrañaexpresión de vivir pendiente del otro,Tarr guardó silencio durante un rato. Porfin, dijo:

—A primera hora del día siguiente,me mudé de hotel y cancelé mi billete deavión.

De repente, Smiley abrió los ojos depar en par:

—¿Y qué dijo a Londres?—Nada.—¿Por qué?—Porque es un traicionero insensato

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—terció Guillam.—Pensé que quizás el señor Guillam

me dijera: «Tarr, vuelva a casa». —Ydirigió una mirada de comprensión aGuillam, quien no se la devolvió.Añadió—: Hace tiempo, cuandoempezaba, cometí un error… En fin, metragué un cebo.

—Se dejó tomar el pelo por unachica polaca —dijo Guillam.

—Me constaba que Irina no era uncebo, pero no tenía manera deexplicárselo al señor Guillam de modoque me creyera. No, no había manera.

—¿Se lo dijo a Thesinger?—¡Ni hablar!

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—¿Y qué razón dio a Londres pararetrasar su viaje de regreso?

—Tenía que partir el jueves, y penséque en Londres nadie se daría cuenta demi ausencia hasta el martes,especialmente si tenemos en cuenta queel asunto de Boris ya no estaba en mismanos.

—No dio razón alguna —intervinoGuillam—, y sus superiores inmediatoslo pusieron en situación de ausente sinpermiso, el lunes. Quebrantó todas lasnormas del reglamento, y otras que nisiquiera están en el reglamento. Amediados de la semana, incluso BillHaydon estaba que trinaba. —Tras una

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pausa, añadió irritado—: Y yo tuve queescuchar sus trinos.

El caso es que Tarr e Irina seencontraron la noche siguiente. Yvolvieron a encontrarse la otra noche. Elprimer encuentro tuvo efecto en un café,y no fue fructífero. Tomaron todo génerode precauciones para que no les vieran,debido a que Irina estaba aterrada, nosolamente a causa de su marido sinotambién a causa de los agentes deseguridad que iban con la delegación, delos «gorilas» como Tarr los llamaba. Senegó a beber y temblaba. La segundatarde fueron en tranvía a Victoria Peak,atestado de matronas norteamericanas

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con calcetines y ojos pintados. En latercera ocasión, Tarr alquiló unautomóvil, y fue de paseo con Irina, enel automóvil, por los llamados NuevosTerritorios, hasta que, de repente, Irinase atemorizó al pensar que se estabanacercando demasiado a la fronterachina, y volvieron a lugar seguro. Sinembargo, a Irina le gustó la excursión, yhabló a menudo de la limpia belleza delpaisaje, de las lagunas con peces y delos campos de arroz. A Tarr también legustó el viaje por cuanto demostró a losdos que nadie les seguía.

—Y, ahora, les diré algo realmenteextraño que pasó en esta etapa del juego.

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Al principio, exageré a más no poder enmi empeño de hacerme pasar porThomas, el australiano. Lancé a Irinacortinas de humo y más cortinas dehumo, hablándole de una granja deganado lanar en las afueras de Adelaida,y de una gran casa en la calle principal,con un escaparate y Thomas en luces.No me creyó. Afirmaba con la cabeza,se distraía con otras cosas, y esperaba aque yo terminara de hablar, para decir:«Sí, Thomas; no, Thomas», y, luego,cambiaba el tema de la conversación.

En la cuarta tarde, Tarr la llevó a lascolinas que dominan la playa norte, eIrina dijo a Tarr que se había enamorado

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de él, y que trabajaba por cuenta delCentro —de Moscú—, lo mismo que suamante, y que le constaba que Tarrtambién pertenecía al oficio. Sí, leconstaba por su estado de constanteatención, y por su manera de mirar,como si escuchara con los ojos.

—Irina —dijo Tarr sin sonreír—concluyó que yo era coronel del serviciosecreto inglés. Irina tan pronto llorabacomo se echaba a reír, y, en mi opinión,le faltaba muy poco para ser un caso decamisa de fuerza. Los ingleses eran supueblo favorito. Decía que erancaballeros. Fui con una botella devodka, e Irina se bebió la mitad en unos

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quince segundos, como si tal cosa.¡Vivan los caballeros ingleses! Borisera el jefe e Irina quien le ayudaba. Lacosa estaba organizada así, en forma depareja hombre-mujer, y algún día Irinahablaría con Percy Alleline y le diría ungran secreto, Boris andaba a la caza dehombres de negocios de Hong Kong, ytenía un lugar secreto para entregar yrecoger comunicaciones, cerca del sitioen que vivía el agente permanentesoviético. Irina cumplía las funciones deenlace, revelaba los microfilmes, y seencargaba de manejar la emisora-receptor, de alta frecuencia, a fin de notener radioyentes indeseados, ésta era la

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situación oficial, ¿comprenden? Los dosclubs nocturnos eran lugares deencuentro con el enlace de Boris en lalocalidad. Pero a Boris lo único que leinteresaba era beber, andar detrás de lasbailarinas, y tener depresiones. O biendarse paseos de cinco horas porque nopodía soportar el encontrarse en lamisma habitación con su amante. Y loúnico que Irina hacía era esperarllorando, agarrar grandes castañas, eimaginar que se reunía con Percy, asolas, y le contaba todo lo que sabía. Ladejé que hablara, allí, en lo alto de lacolina, en el automóvil. No dije nadaporque no quería estropear el buen

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momento. Vimos como anochecía en elpuerto, salió una luna muy hermosa, ylos campesinos pasaban junto a nosotroscon sus largos palos y sus linternas depetróleo. Lo único que nos faltaba eraHumphrey Bogart, de smoking. Procurémantener apartada la botella de vodka, ydejé que Irina hablara.

Con la indefensa expresión delhombre que ansía ser creído, se dirigió aSmiley:

—No moví ni un músculo, señorSmiley. De veras.

Pero Smiley tenía los ojos cerrados,y los oídos sordos a todo género desúplicas. Como si se tratara de un

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accidente, de algo en lo que él no habíatenido arte ni parte, Tarr dijo:

—Lo soltó todo. Me contó su vidadesde el día de su nacimiento. Bueno, sela contó al coronel Thomas, es decir, yo.Me habló de su papá y su mamá, meexplicó sus primeros amores, cómo lareclutaron, la instrucción que le dieron,su horrible medio-matrimonio, en fin,todo. Me dijo que Boris y ella formaronequipo desde los tiempos deladiestramiento y que no se habíanseparado desde entonces. Sí, era una deesas grandes uniones que jamás sepueden romper. Me dijo su nombreauténtico, su nombre en el trabajo y los

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nombres falsos bajo los que habíaviajado y transmitido mensajes.Después, cogió el bolso y comenzó aenseñarme su equipo: una plumaestilográfica con un hueco, el código deseñales en el hueco, una cámarafotográfica disimulada, en fin, todo. Yyo, para seguirle la corriente, le decía:«Ya verás, cuando Percy vea todoeso…» Era un papel improvisado, elmío, nada ensayado de antemano, pero, apesar de ello, mi actuación fue deprimera clase. Para rematar el asunto,Irina comenzó a contarme todo loreferente a la organización soviética enHong Kong: enlaces, lugares de reunión,

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puntos de entrega y recogida demensajes, la Biblia en verso. Y yoandaba como loco, intentando grabarlotodo en la memoria.

—Pero lo consiguió —dijo Guillamsecamente.

Tarr asintió; sí, consiguió recordarlotodo, o casi todo. A Tarr le constaba queIrina no le había contado toda la verdad,pero contar toda la verdad resultaba untanto difícil a una mujer que desde lapubertad había trabajado en el oficio,aunque, a juicio de Tarr, la chica hablómuy verazmente, teniendo en cuenta queera principiante en el asunto de decir laverdad.

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En otro arrebato de falsa sinceridad,Tarr concluyó:

—La verdad es que comprendía muybien a la chica. En serio, tenía laimpresión de que ella y yo estábamos enla misma, órbita.

—Lo comprendo —dijo Lacon enuna de sus escasas intervenciones.

Estaba muy pálido, aunque no cabíadeterminar si esta palidez se debía a laira, o a la luz, cada vez más intensa, delos primeros momentos de la mañana,que se colaba por los resquicios de lospostigos.

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—Ahora me encontraba en unaextraña situación. La vi el día siguientey el otro, y me di cuenta de que si lachica no estaba ya esquizofrénica notardaría en estarlo. Había momentos enque hablaba de Percy y del alto empleoque le daría en el Circus, en dondetrabajaría a las órdenes del coronelThomas, y, en estos momentos, discutíaconmigo si le correspondía el grado deteniente o el de mayor. Pero en elinstante siguiente, decía que no queríaser espía nunca más, por cuenta denadie, fuera quien fuese, y que lo que

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quería era cuidar un jardín y hacer elamor con Thomas en el pajar. Luego, ledaba la manía de entrar en un convento,y decía que las monjas baptistas lelimpiarían el alma de sus pecados.Cuando dijo esto, poco faltó para queme muriese de risa. Le pregunté quiéndiablos había podido hablarle de monjasbaptistas. Y me contestó que estocarecía de importancia, y que losbaptistas son los mejores porque se lohabía dicho su madre, que eracampesina, y que estaba muy enterada deestas cosas. Dijo que éste era el másimportante secreto que jamás me diría,mejor dicho el segundo secreto en

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importancia. Entonces le pregunté: «¿Ycuál es el secreto más importante, elprimero?» No quiso decirlo. Se limitó aafirmar que estábamos en peligromortal, en un peligro mucho más gravede lo que yo podía imaginar. No habíaesperanza para ninguno de los dos, entanto ella no tuviera una conversacióncon el hermano Percy. «¿Qué peligro es,por el amor de Dios?¿Qué sabes que yono sepa?» Era juguetona como un gato,pero cuando insistí se cerró en banda, ytemí que regresara al hotel y se locontara todo a Boris. Por otra parte,tenía ya muy poco tiempo a midisposición. Ya era miércoles, y la

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delegación tenía que tomar el avión paraMoscú el viernes. Irina sabía su oficio,pero estaba loca y yo no podía confiaren ella. Ya sabe usted cómo son lasmujeres cuando se enamoran, señorSmiley. Apenas saben…

Pero Guillam le interrumpió:—Cíñase al asunto, haga usted el

favor.Y Tarr estuvo unos instantes

enfurruñado.—Lo único que yo sabía —continuó

— era que Irina quería desertar (hablarcon Percy, como ella decía), y lequedaban tres días para hacerlo, por lo

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cual pensé que cuanto antes lo hiciera,mejor para todos. Si yo esperaba mástiempo, cabía la posibilidad de que lapropia muchacha se echara atrás. Poresto, tomé una decisión y fui a ver aThesinger, a primera hora de la mañana,cuando estaba abriendo su despacho.

—Miércoles, día once —murmuróSmiley—. En Londres eran las primerashoras de la mañana.

—Me parece que Thesinger me tomópor un fantasma. Le dije: «Voy a hablarcon Londres; será un mensaje personalpara el jefe de la London Station.» Seopuso, discutió como un loco, pero mesalí con la mía. Me senté al escritorio y

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escribí el mensaje en clave, basándomeen una clave para ser usada una solavez, mientras Thesinger me miraba comoun perro enfermo. Tuve que iniciar yterminar el mensaje como si fuera unacomunicación comercial, debido a queThesinger se finge exportador. Esto mellevó media hora más. Estaba muynervioso, de veras. Después, quemé laclave y escribí el mensaje en lamáquina. En aquel momento, nadie entodo el mundo, salvo yo, sabia lo quesignificaban aquellos números que ibamarcando en la hoja. Nadie, ni siquieraThesinger. Sólo yo. Pedí que dieran aIrina tratamiento de tránsfuga total, en

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procedimiento de urgencia. Pedí paraella todos los beneficios, inclusobeneficios de los que ella jamás habíahablado, como dinero, nacionalidad,nueva identidad, eliminación de todogénero de publicidad, y un lugar en elque vivir. A fin de cuentas, yo era algoasí como el representante comercial dela muchacha, ¿no es así, señor Smiley?

Smiley levantó bruscamente la vista,como si se hubiera sorprendido de quese dirigieran a él.

—Sí —dijo amablemente—, creoque, desde cierto punto de vista era así.

—Teniendo en cuenta el modo deser de Tarr —terció Guillam en un

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susurro—, estoy seguro de que algúnbeneficio para sí se reservó…

Interpretando correctamente estaspalabras, o imaginando que así lo hacía,Tarr se enfureció. Se le congestionó lacara y gritó:

—¡Mentira! ¡Esto no es más que…Dirigió una larga y furiosa mirada a

Guillam, y volvió a su relato:—Hice un esbozo de la carrera de

Irina hasta el presente momento y de loslugares a que tenía acceso, sin olvidarlas tareas que desempeñó en el Centro.Pedí la intervención de los inquisidoresy que mandaran un avión de las fuerzasaéreas. Irina creía que yo pediría una

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entrevista personal entre ella y PercyAlleline, en un país neutral, pero yopensé que este problema lo arreglaríadespués, cuando llegara el momentooportuno. Aconsejé que mandaran un parde faroleros de Esterhase para que sehicieran cargo de la chica, y quizás unmédico.

—¿Por qué pidió faroleros? —preguntó Smiley secamente—. Carecende autorización para hacerse cargo detránsfugas.

Los faroleros eran el grupo deEsterhase, y su base no se encontraba enBrixton, sino en Acton. Su funciónestribaba en prestar servicios

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complementarios en las operacionesprincipales, tales como los devigilancia, escucha, transporte y lugaresseguros en los que residir.

—Bueno —explicó Tarr—, laverdad es que Toby ha progresadomucho desde sus tiempos, señor Smiley.Según me han dicho, incluso susesclavos más tirados van en Cadillac. Ysi tienen la oportunidad quitan el pan dela propia boca de los cazadores decabelleras, ¿no es verdad, señorGuillam?

En breves palabras, Guillam dijo:—Se han convertido en los

ejecutores generales de la London

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Station —y añadió—: Es unaconsecuencia más del lateralismo.

—Pensé que los inquisidorestardarían medio año en cumplir lostrámites necesarios para que Irinaentrara en Inglaterra. Por razones queignoro, Irina estaba entusiasmada conEscocia. Su mayor deseo era pasar alláel resto de la vida. Con Thomas.Educando a nuestros hijos en el campo.Mandé el mensaje al grupo de la LondonStation, y le di la calificación de sumaurgencia y para ser entregado sólo a unfuncionario principal.

Guillam intervino:—Esta es la nueva fórmula para dar

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máxima rapidez al trámite.Teóricamente, se elimina el paso delmensaje por las oficinas deinterpretación de claves.

—¿Incluso en el ámbito de laLondon Station? —preguntó Smiley.

—Sí lo hacen o no lo hacen así esasunto suyo.

Lacon volvió bruscamente la cabezahacia Smiley, y dijo:

—Supongo que ya sabes que BillHaydon ocupa el puesto ese, el puestode jefe de la London Station. Enrealidad, es el jefe de operaciones, talcomo lo era Percy en los tiempos deControl. Han cambiado todas las

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denominaciones. Ya sabes cómo son tusviejos camaradas, en materia denombres. Debes informarle de esascosas, Guillam.

—Creo que me hago cargo de lasituación, gracias —dijo Smileycortésmente.

Dirigiéndose a Tarr, Smiley lepreguntó con engañosa expresiónensoñada:

—Le habló de un gran secreto,¿verdad?

—Sí, señor.—¿Dijo algo al respecto en su

mensaje a Londres?Sin duda alguna, Smiley había

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tocado un punto importante, un puntodoloroso para Guillam, ya que Tarrparpadeó azorado, luego dirigió unamirada suspicaz a Lacon, y después aGuillam. Interpretando la mirada deTarr, Lacon se apresuró a disculparse:

—Smiley sólo sabe lo que hasta elmomento le ha contado usted, aquí, enesta habitación. ¿No es cierto, Guillam?

Guillam asintió, mirando a Smiley.Tarr reconoció con desgana, comoalguien a quien le han quitado la ocasiónde contar un buen chiste:

—Dije a Londres lo que ella mehabía dicho.

—¿En qué palabras, exactamente?

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—preguntó Smiley, Quizá no se acuerde,claro…

—«Asegura poseer más informaciónesencial para la prosperidad del Circus,aunque todavía no la ha expresado». Lodije así o de forma muy parecida.

—Gracias. Muchas gracias.Todos callaron, en espera de que

Tarr prosiguiera.—También —dijo Tarr— pedí al

jefe de la London Station que informaraal señor Guillam de que había tenidosuerte y de que no estaba haciendonovillos por gusto.

—¿Se cumplió esta petición? —preguntó Smiley.

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—Nadie me dijo nada —dijoGuillam secamente.

—Me pasé el día esperandocontestación, pero al anochecer aún nola había recibido. Irina pasó el díatrabajando de manera normal. Insistía enque así lo hiciera. Ella quería fingir unpoco de fiebre, para quedarse todo eldía en cama, pero me opuseterminantemente. La delegación teníaque visitar unas fábricas en Kowloon, ydije a Irina que fuera con suscompañeros y que procurase parecerdespejada y tranquila. Le hice jurar quese mantendría alejada de la botella. Noestaba dispuesto a que se dedicara a

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hacer teatro de aficionados en el últimomomento. Quería que todo sedesarrollara normalmente, hasta elmomento de pegar el bote. Esperé hastael anochecer, y, entonces, mandé uncable de suma urgencia recordando elanterior.

La adormecida mirada de Smiley sefijó en el pálido rostro que tenía ante sí.

—¿Recibió acuse de recibo,supongo? —preguntó Smiley.

—«Enterados», esto fue todo. Paséla noche sudando tinta. Al amanecer, aúnno había recibido respuesta. Pensé quequizás el avión de la RAF ya estaba encamino. Pensé que Londres seguramente

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actuaba con lentitud pero con seguridad,atando todos los cabos sueltos, antes devenir a buscarme. Con esto quiero decirque, cuando uno está lejos, a uno no lequeda más remedio que pensar que losde Londres trabajan bien. Sea cual fuesela opinión que uno tenga de la gente deLondres, tiene que pensar así. Y consteque, a mi parecer, de vez en cuando,Londres trabaja bien, ¿no es verdad,señor Guillam?

Nadie reaccionó ante estas palabras.—Irina me tenía preocupado,

¿comprenden? Estaba absolutamenteseguro de que si pasaba un día más,Irina se desmoronaría. Por fin, llegó la

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respuesta. En realidad no era unarespuesta, sino un obstáculo, unadilación: «Díganos las secciones en quetrabajó, nombres de anteriores contactosy amigos en el seno del Centro deMoscú, fecha de entrada en elCentro…», y no sé cuántas cosas más.Contesté a toda prisa, porque a las trestenía que encontrarme con Irina, junto ala iglesia…

—¿Qué iglesia? —volvió apreguntar Smiley.

—La baptista inglesa.Ante el asombro de todos, Tarr se

había ruborizado. Siguió:—Le gustaba visitar esta iglesia, y

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no para asistir a las funciones religiosas,sino para estar allí e ir de un lado paraotro. La esperé cerca de la entrada,procurando adoptar un aire denaturalidad, pero no compareció. Era laprimera vez que faltaba a una cita.Habíamos acordado que si no nosencontrábamos en la iglesia, nosencontraríamos tres horas después,yendo primero a lo alto de la colina, ybajando, durante un minuto y cincuentasegundos, hacia la iglesia, hastaencontrarnos. Si Irina se tropezaba condificultades dejaría el traje de bañocolgado en su ventana. Era unaentusiasta de la natación, se pasaba el

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día nadando. Fui al Alexandra, y no vi eltraje de baño. Ahora, tenía que matardos horas y media. Lo único que podíahacer era esperar.

—¿Qué calificación de prioridadllevaba el telegrama que la LondonStation le mandó? —preguntó Smiley.

—Inmediato.—¿Pero el suyo fue de suma

urgencia?—Los dos míos fueron de suma

urgencia.—¿Estaba firmado el telegrama de

Londres?—Ahora ya no se firman —intervino

Guillam—. Los de fuera se entienden

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con la London Station en cuanto aunidad, sin intervenciones deindividuos.

Guardaron silencio, en espera deque Tarr continuara:

—Estuve un rato en la oficina deThesinger, pero allí no era yodemasiado bien visto, porque Thesingerno tiene la menor simpatía hacia loscazadores de cabelleras, y, además,tenía un asunto importante en marcha enla China continental, y, al parecer, temíaque yo fisgase en este asunto. Por estofui a un café y me senté. Entonces se meocurrió la idea de ir al aeropuerto. Fueuna idea así, como la que se tiene

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cuando uno dice, «quizá me meta en uncine». Tome el ferry Star, alquilé un taxiy le dije al taxista que fuera a todavelocidad al aeropuerto. Fue como unrayo. Me colé en la cola ante«Información» y pedí que me informarande todas las salidas hacia Rusia o hacialos aeropuertos con transbordo paraRusia. Me faltó poco para volvermeloco leyendo las listas de vuelos, yhablando a gritos con los empleadoschinos, pero lo cierto era que el últimoavión había salido el día anterior, y elpróximo salía a las seis de la tarde.Pero, entonces, tuve una corazonada. Eracuestión de comprobar también los

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vuelos charter, los vuelos noconsignados en las listas, los avionesque habían aterrizado en tránsito. ¿Esque nada, realmente nada, había salidopara Moscú desde ayer por la mañana?Entonces, vino aquella chica menuda,una azafata china, y me dio la respuesta.Bueno, la chica me había cogidosimpatía y había decidido hacerme unfavor. Un avión soviético, en vuelo noprevisto por el aeropuerto, habíadespegado hacía dos horas. Sólosubieron cuatro pasajeros. El centro deatracción era una mujer enferma. Enestado de coma. Tuvieron que llevarlaen camilla hasta el avión, e iba con la

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cara vendada. La acompañaban dosenfermeros y un médico. Éstas eran laspersonas que formaban el grupo.Animado por una última esperanza,llamé al Alexandra. Tanto Irina como suamante seguían oficialmente en el hotel,es decir, no habían liquidado lahabitación, pero no contestaban elteléfono. Los desdichados empleadosdel hotel ni siquiera sabían que la parejase había largado.

Quizá la música llevaba largotiempo sonando, pero Smiley sólo ahorase dio cuenta de ella. La oyó enimperfectos fragmentos, en diferentespartes de la casa: una escala en una

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flauta, una canción infantil en ungramófono, una composición para violíninterpretada con más seguridad. Lasmuchas hijas de Lacon se habíandespertado.

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Estólidamente, dirigiéndose demodo principal a Guillam, Smiley dijo:

—Quizá estaba realmente enferma.Quizás estaba en coma. Quizás eranauténticos enfermeros los que se lallevaron. A juzgar por lo que sabemosde ella, se encontraba en un estado deconfusión mental, en el mejor de loscasos. —Mirando de soslayo a Tarr,añadió—: A fin de cuentas, sólo habíantranscurrido veinticuatro horas desde suprimer telegrama y la partida de Irina.Teniendo en consideración la brevedaddel plazo, no podemos acusar a Londres.

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Con la vista fija en el suelo, Guillamdijo:

—Sí, podemos. Por pelos, peropodemos. Es preciso actuar con extremarapidez, pero cabe la posibilidad,siempre y cuando, en Londres… —Hizouna pausa. Todos esperaban—. Siemprey cuando en Londres alguien hubieraactuado con gran rapidez. Y hubieseocurrido lo mismo en Moscú, desdeluego.

Con orgullo, haciendo caso omiso delo dicho por Guillam, y aceptando lodicho por Smiley, Tarr dijo:

—Esto es, exactamente, lo que medije, señor. Sí, me lo dije en estas

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mismas palabras. Me dije: Ricki,tranquilízate, ya que si no vas con muchotiento te encontrarás disparando contrasombras.

—Y también —volvió a hablarSmiley— cabe la posibilidad de que losrusos echaran el guante a la chica. Quizálos agentes de seguridad descubrieran laaventura amorosa, y se llevaron a lachica. Hubiese sido un milagro el que nose hubieran dado cuenta, teniendo enconsideración el modo en que ustedesdos se comportaban.

—O Irina se lo contó todo a sumarido —apuntó Tarr—. Sé depsicología tanto como el que más, señor.

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Sé lo que pasa entre marido y mujer,cuando todo se ha acabado. La mujerquiere irritar al marido. Le pincha paraconseguir una reacción. Y va y le dicealgo así como: «¿Sabes lo que he estadohaciendo mientras tú te dedicabas aempinar el codo y a ir con otras?»Entonces, Boris va y se lo dice a losgorilas. Los gorilas le dan con la porraen la cabeza y se la llevan a casita.Créame, señor Smiley, pensé en todasesas posibilidades. Realmente lasestudié, palabra. Es lo que hace todohombre cuando una mujer le deja. Asíme porté.

—Será mucho mejor para todos que

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se limite a contar lo que pasó —dijoGuillam furioso.

Tarr dijo que, ahora, debíareconocer que se pasó veinticuatro horastotalmente salido de cauce, añadiendo:

—No me pasa a menudo, ¿verdad,señor Guillam?

—Demasiado a menudo.—El caso es que sentía la necesidad

de actuar físicamente. Casi podría decirque me sentía frustrado.

La convicción de que le habíanquitado brutalmente de las manos unaimportante presa le produjo un arrebatode furia que expresó en un salvajerecorrido de los viejos antros. Fue al

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Cat’s Craddle y después fue alAngelika’s. Al alba había estado enmedia docena de antros más, y habíatrabado amistad con varias muchachas.En cierto momento, —cruzó la ciudad yanduvo por los alrededores delAlexandra, con la esperanza de decir unpar de palabras a aquellos gorilas de laseguridad rusa. Cuando se serenó,comenzó a pensar en Irina y en los díasque pasaron juntos, y decidió que, antesde regresar a Londres, iría a los lugaresocultos de entrega y recogida decorrespondencia, para ver si Irina lehabía escrito algo, antes de partir. Enparte, en aquellos momentos esto le

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proporcionaba algo que hacer.—Y, en parte, creo yo, lo hice

porque no podía soportar la idea de queen un orificio en la pared hubiera unacarta de Irina, abandonada, mientras ellasudaba tinta china.

Éstas fueron las palabras de aquelmuchacho, siempre susceptible derendición.

Tenían dos lugares en los quedejaban las cartas que se dirigían. Elprimer lugar estaba cerca del hotel, enun sitio en donde se construía unedificio.

—¿Han visto alguna vez elandamiaje de bambú que utilizan? Es

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algo fantástico. Los he visto con veintepisos de altura, mientras los coolies vancomo hormigas de un lado para otro, conpiezas de cemento, prefabricadas.

Allí, el punto de depósito de lascartas era una porción de tubería inútil,situada a la altura del hombro, dijo Tarr.Lo más probable era que, si Irina teníaprisa, utilizara esta porción de tubería.Pero, cuando Tarr llegó, nada había enla tubería. El segundo lugar seencontraba en la parte trasera de laiglesia, «bajo el sitio en que almacenanlos panfletos», como dijo Tarr.

—Aquella estantería procedía de unantiguo armario empotrado. Y si uno se

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arrodillaba junto a la estantería, ytentaba la pared, notaba que había unatabla suelta, era una tabla del viejoarmario, y, detrás de la tabla, había unagujero con cascotes y excrementos deratas. Era un lugar ideal para escondercartas, el mejor que he visto en mi vida.

Hubo una corta pausa, iluminada porla visión de Ricki Tarr y su amante delCentro de Moscú, los dos arrodillados,el uno al lado del otro, en elreclinatorio, al fondo de la iglesiabaptista de Hong Kong.

Tarr dijo que en este escondrijo noencontró una carta, no señor, sino todoun diario íntimo. La escritura era

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menuda y en una y otra cara de laspáginas, de manera que la tintatrasparentaba en bastantes lugares.Había sido escrita de prisa y sintachaduras. Una ojeada bastó para queTarr se diera cuenta de que Irina habíaescrito aquellas páginas en momentos delucidez.

—Esto no es el diario, esto es sólola copia.

Metiéndose la larga mano en elinterior de la camisa, Tarr había sacadouna bolsa de cuero unida a una anchacorrea. De la bolsa sacó un fajo depapeles de dudosa limpieza.

—Me parece que dejó este diario en

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el escondrijo inmediatamente antes deque se la llevaran —dijo—. Quizá rezópor última vez. —Sin darle importanciaa la cosa, añadió: Yo mismo lo traduje.

Smiley, con la atención fijaúnicamente en Tarr, comentó:

—Ignoraba que conociera el ruso.Estas palabras hicieron sonreír a

Tarr, quien, mientras separaba laspáginas del diario, repuso:

—En nuestra profesión es precisotener conocimientos, señor Smiley.Quizá no haya destacado en el estudiodel derecho, pero un idioma más puedeser decisivo. ¿Supongo que ya sabe loque dicen los poetas? —Alzó la vista de

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las páginas, su sonrisa se ensanchó yañadió—: Poseer otro idioma es lomismo que poseer otra alma. Esto loescribió un gran rey, señor Carlos V. Mipadre siempre tenía a mano una buenacita, sí, hay que reconocerle este mérito,pese a que no hablaba ni un malditoidioma, como no fuera el inglés. Si noles importa, leeré el diario en voz alta.

—No sabe ni media palabra de ruso—dijo Guillam—. Hablaban en inglés.Irina había estudiado tres años de inglés.

Guillam había decidido mantener lavista fija en el techo, y Lacon en suspropias manos. Sólo Smiley miraba aTarr, quien, ahora, se reía, en silencio,

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de su broma.—¿Preparados? —preguntó—.

Bueno, pues voy a empezar. «Thomas,escucha porque a ti van dirigidas estaspalabras». Siempre me llamaba por elapellido. Le dije que me llamaba Tony,pero, para ella, siempre fui Thomas,¿comprenden? «Este diario es un regaloque te ofrezco, en el caso de que se melleven, antes de que haya podido hablarcon Alleline. Preferiría darte mi vida,Thomas, y mi cuerpo también, como esnatural, pero me parece que estemiserable secreto es lo único que puedodarte para hacerte dichoso. ¡Dale buenuso! ¡Dios mío, qué extraña ofrenda de

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amor!»Tarr levantó la vista. Cuando habló,

su voz carecía de entonación, era casiaburrida:

—Lleva fecha del domingo. Escribióel diario durante aquellos cuatro días.«En el Centro de Moscú hay máschismorreo del que nuestros superioresquisieran. Las gentes de pocaimportancia, en especial, pretendendarse tono fingiendo que están enteradasde lo que nadie sabe. Durante dos años,antes de que me destinaran al Ministeriode Comercio, trabajé en concepto desupervisora en el departamento dearchivos de nuestro cuartel general, en

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la plaza Dzerzhinsky. El trabajo era muyaburrido, Thomas, el ambiente eradesagradable y no estaba casada.Procuraban que todos sospecháramos detodos, y no entregarse jamás, decorazón, produce terribles tensiones. Amis órdenes tenía un funcionariollamado Ivlov. Pese a que Ivlov erainferior a mí, tanto socialmente como enel escalafón, aquella opresiva atmósferadio lugar a que nuestros temperamentosse sintieran hermanados. ¡Perdóname,Thomas, a veces solamente podemoshablar con el cuerpo, hubieras debidoaparecer antes en mi vida! Varias vecesIvlov y yo trabajamos juntos durante el

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turno de noche, y llegó el momento enque decidimos hacer caso omiso delreglamento, y reunirnos fuera deledificio. Era rubio, Thomas, igual quetú, y yo le deseaba. Nos encontramos enun café de un distrito pobre de Moscú.En Rusia, nos dicen que Moscú no tienedistritos pobres, pero es, mentira. Ivlovme dijo que su verdadero nombre eraBrod, aunque no era judío. Me regalócafé, parte del café que un camarada lehabía enviado ilícitamente desdeTeherán, era muy dulce, y también meregaló medias. Ivlov me dijo que meadmiraba en gran manera, y que, encierta ocasión, había trabajado en una

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sección encargada de redactar elhistorial de todos los agentes extranjerosal servicio del Centro. Me eché a reír yle dije que este archivo no existía, y queera propio de soñadores suponer quetantos secretos pudieran estar en un sololugar. Pero, en fin, creo que los doséramos soñadores.»

Tarr interrumpió la lectura yanunció:

—Ahora, pasamos a otro día.Empieza con muchos «muy buenos días,Thomas», algunas oraciones, y unascuantas palabras de amor. Dice que unamujer no puede escribir al aire y que,por lo tanto, escribe a Thomas. Su

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amante fijo había salido temprano, y lachica tenía una hora a su disposición,¿comprenden?

Smiley lanzó un gruñido.—«La segunda ocasión en que Ivlov

y yo nos reunimos, lo hicimos en lahabitación de un primo de la esposa deIvlov, profesor en la Universidad delEstado de Moscú. Nadie más estuvopresente. El encuentro fue rodeado degran secreto, y constituía lo que, en unainvestigación, se llama “actorevelador”. ¡Me parece, Thomas, quetambién tú has cometido este acto una odos veces! En este encuentro Ivlov mecontó la siguiente historia, a fin de que

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nuestros lazos de amistad quedaranmayormente estrechados. Thomas, debesandar con mucho cuidado. ¿Sabes quiénes Karla? Karla es un viejo zorro, elhombre más astuto del Centro, el másreservado, e incluso su nombre suenararo en Rusia. Ivlov me contó con grantemor esta historia que, según él, estabarelacionada con una gran maquinación,quizá la mayor maquinación rusa. Yahora voy a contarte la historia de Ivlov.Ten cuidado, Thomas, y cuéntalasolamente a las personas más dignas deconfianza, porque es una historiaextremadamente secreta. No debescontársela a nadie del Circus porque en

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nadie se puede confiar hasta que elenigma haya sido aclarado. Ivlov dijoque no era verdad que en otros tiemposhubiera trabajado en un archivo deagentes extranjeros. Se inventó estahistoria para demostrarme cuán grandeseran sus conocimientos del Centro. Laverdad es que Ivlov trabajó con Karla,como ayudante, en una de las grandesmaquinaciones de Karla, y que estuvodestinado en Londres, desempeñandofunciones secretas, aunque fingiendo serchófer y ayudante en la oficina de clavesde la embajada. Para desempeñar estatarea le dieron el falso nombre de Lapin.De manera que Brod se convirtió en

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Ivlov, e Ivlov se convirtió en Lapin. Deesto último, Ivlov estaba muy orgulloso.No le dije lo que Lapin significa enfrancés. ¡Cuán triste es que laimportancia de un hombre se mida por elnúmero de sus nombres! La tarea deIvlov consistía en estar al servicio de untopo. Un topo es un agente depenetración profunda, al que se llamaasí porque penetra en profundidad en eledificio del imperialismo occidental; eneste caso, el topo era inglés. Los toposson muy importantes para el Centro,debido a que se tarda muchos años, aveces quince o veinte, en colocarlos enel sitio que se desee. Casi todos los

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topos ingleses fueron reclutados porKarla, y procedían de la más altaburguesía, e incluso los había que eranaristócratas y nobles, avergonzados desus orígenes, que se habían transformadoen fanáticos, aunque en secreto, enhombres mucho más fanáticos que suscamaradas de la clase trabajadorainglesa, que son vagos y perezosos.Hubo varios individuos que solicitaroningresar en el Partido, pero Karla loimpidió a tiempo, y los dedicó atrabajos especiales. Algunos lucharon enEspaña contra Franco, y los agentes deKarla, especializados en encontrarpersonal, los conocieron allá, y los

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mandaron a Karla. Otros fueronreclutados durante la guerra, en lostiempos de la alianza de convenienciaentre la Rusia Soviética y la GranBretaña. Otros fueron reclutadosdespués, cuando quedarondesilusionados al ver que la guerra notrajo el socialismo a Occidente…»

Con la vista fija en su propiomanuscrito, Tarr anunció:

—Aquí hay una interrupción.Escribí: «Hay una interrupción».Seguramente se debió a que el amante dela chica llegó antes de lo previsto. Latinta está corrida. Sabe Dios dóndeescondió los papeles. Debajo del

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colchón, quizá.Si Tarr dijo estas últimas palabras

para dar risa, fracasó totalmente en suempeño. Siguió:

—«El topo a cuyo servicio estabaLapin, en Londres, tenía el nombre, enclave, de Gerald. Había sido reclutadopor Karla, y se le trataba con gransecreto. La labor de estar al servicio delos topos solamente la llevan a cabocamaradas dotados de gran habilidad,dijo Ivlov. De modo que, si bien enapariencia Ivlov-Lapin era un don nadieen la embajada, víctima de muchashumillaciones por su aparenteinsignificancia, tales como estar con las

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mujeres detrás del mostrador del bardurante las recepciones, por derecho eraun gran hombre, era el ayudante secretodel coronel Gregor Viktorov, cuyonombre en la embajada es Polyakov.»

En este momento, Smileyinterrumpió a Tarr para preguntarlecómo se escribía este último nombre.Como un actor interrumpido en mitad desu actuación, Tarr contestógroseramente:

—P-O-L-Y-A-K-O-V, ¿se haenterado?

Con inquebrantable cortesía, de unamanera que revelaba terminantementeque aquel nombre nada significaba para

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él, Smiley dijo: —Muchas gracias.—«Viktorov —prosiguió Tarr— es

un veterano profesional dotado de granastucia, dijo Ivlov. Su trabajo decamuflaje es el de agregado cultural dela embajada, y en concepto de tal secomunica con Karla. Como agregadocultural organiza conferencias en lasuniversidades y sociedades inglesassobre temas culturales rusos, pero sutrabajo nocturno, en concepto de coronelGregor Viktorov, consiste en darinstrucciones y recibir informacionesdel topo Gerald, siguiendo lasdirectrices que le da Karla desde elCentro. A estos fines, el coronel

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Viktorov-Polyakov utiliza enlaces, y elpobre Ivlov lo fue durante un tiempo.Sin embargo, es Karla, desde Moscú,quien realmente controla al topoGerald.»

Tarr dejó de leer y dijo:—Aquí la escritura cambia. Escribe

de noche y ya lleva una castaña como unpiano, o bien está que no ve de miedo,porque escribe casi de través. Habla depasos en el corredor, y de las asesinasmiradas que le dirigen los gorilas. No esnecesario que lo lea, ¿verdad, señorSmiley?

Un breve movimiento de asenso fuela contestación, y Tarr prosiguió:

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—«Las medidas tomadas para lamayor seguridad del topo eran realmentenotables. Los informes escritos enviadosdesde Londres a Karla, en el Centro,incluso después de haber sido escritosen clave, eran partidos en dos porcionesque se entregaban a dos enlaces queefectuaban el viaje por separado, otrasveces se escribían en tintas simpáticasen inocentes cartas de la embajada.Ivlov me dijo que, a veces, el topoGerald entregaba más material secretodel que Viktorov-Polyakov era capaz dedar trámite. En gran parte este materialse encontraba en película sin revelar, y,a veces, entregaba treinta carretes en una

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semana. Si alguien abría la caja de laspelículas sin tomar las precaucionesdebidas, la película quedaba velada.Otras veces, el topo daba sus informesde palabra, en reunionesextremadamente secretas, y sus palabrasquedaban grabadas en una cinta especialque sólo podía oírse mediante máquinasmuy complicadas. Esta cinta tambiénquedaba borrada si le daba la luz o si sepasaba por una máquina que no fuera laindicada. Estas reuniones se celebrabansiempre en condiciones diferentes,siempre de repente, y esto es todo lo quesé al respecto, salvo que se llevaron acabo en los peores tiempos de la

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agresión fascista al Vietnam. EnInglaterra, los peores extremistasreaccionarios habían vuelto al poder.Además, según dijo Ivlov-Lapin, el topoGerald era un alto funcionario delCircus. Thomas te digo estas cosasporque, debido a que te amo, hedecidido admirar a todos los ingleses, ati más que a cualquier otro. No deseopensar que un gentleman inglés se portacomo un traidor, y, como es natural,pienso que hizo muy bien al abrazar lacausa del proletariado. También temopor la seguridad de todos los quetrabajan en las maquinaciones delCircus. Thomas, te amo, ten cuidado con

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estos secretos que te he dicho, porquetambién tú podrías salir malparado.Ivlov era un hombre como tú, a pesar deque le llamaran Lapin…»

Tímidamente, Tarr se detuvo, y dijo:—Aquí, al final, hay unas

palabras…—Léalas —murmuró Guillam.Poniendo el papel un poco de lado,

Tarr leyó con la misma voz sin acentos:—«Thomas, te he dicho todo lo

anterior debido, también, a que tengomiedo. Esta mañana, al despertar, hevisto que él estaba sentado en el bordede la cama, mirándome con ojos deloco. Cuando he bajado para tomar café,

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los agentes Trepov y Novikov memiraban como animales, mientrascomían con muy malos modales. Estoysegura de que llevaban horas allí, y conellos había un muchacho del equipo delresidente Avilov. Thomas, ¿has habladomás de lo que imagino? Ahora puedescomprender por qué únicamente Allelineera la persona adecuada. No te culpesde nada, Thomas, porque imaginoperfectamente lo que has dicho a tusjefes. En el fondo de mi corazón soylibre. Tú, Thomas, solamente has vistoen mí las cosas malas, la bebida, elmiedo, y las mentiras en que vivimos.Pero en el fondo de mi ser arde una

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nueva y bendita llama. Antes pensabaque el mundo del servicio secreto era unlugar aparte, y que yo vivía exiliada enuna isla en donde sólo había medios-seres. Pero no es un mundo aparte. Diosme ha revelado que este mundo estáaquí, en medio del mundo real que seencuentra a nuestro alrededor, y nosbasta con abrir la puerta para salir fueray ser libres. Thomas debes buscarsiempre esa luz que yo he encontrado.Se llama amor. Ahora dejaré estaspáginas en nuestro escondrijo, si es quetengo tiempo para ello. Dios mío, esperoque así sea. Dios me ha dado refugio ensu Iglesia. Recuérdalo: también allí te he

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amado.»Tarr estaba muy pálido y sus manos,

mientras abrían la camisa para devolverel diario a la bolsa, temblaban y estabanhúmedas.

—Hay unas últimas palabras —concluyó—. Dice: «Thomas, ¿cómo esque recuerdas tan pocas oracionesaprendidas en la infancia? Tu padre eraun hombre grande y bueno». Como leshe dicho, estaba loca.

Lacon había abierto las cortinas, y lablanca luz del día entraba a raudales enla estancia. Las ventanas daban a unpequeño cercado en el que JackieLacon, niña pequeña, gorda, con trenzas

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y casco protector, hacía trotarcautelosamente a su pony.

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Antes de que Tarr se fuera, Smileyle formuló varias preguntas. Lo hizo sinmirar a Tarr, con la vista de miope fijaen la media distancia, y su caraabotagada entristecida por la tragedia.

—¿Dónde está el original deldiario?

—Lo devolví al escondrijo. Pensé losiguiente, señor Smiley: cuando encontréel diario de Irina, ella llevaba yaveinticuatro horas en Moscú; pensé que,en el momento del primer interrogatorio,Irina estaría algo más que reblandecida;lo más probable es que comenzaran a

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ablandarla en el avión, que luego ledieran otro repaso al llegar, y que,después, empezaran a interrogarlacuando los importantes hubieranacabado de desayunarse. Así es comotratan a los flojos: primero el palo ydespués las preguntas. Por lo tanto, lomás probable era que en cuestión de unoo dos días el Centro mandara a unaspiernas a echar una ojeada a la iglesia.—No sin cierto remilgo, añadió—: Porotra parte, también tenía que cuidar mipropia seguridad.

—¿Quiere decir —preguntó Guillam— que el Centro de Moscú no tendrátanto interés en su persona, si creen que

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el diario no llegó a sus manos?—¿Lo fotografió?—No llevo cámara. Compré una

libreta, y copié el diario en la libreta.Devolví el original a su sitio. Tardécuatro horas en sacar copia.

Miró a Guillam, y, luego, apartó lavista. A la luz del nuevo día, aparecióbruscamente en el rostro de Tarr unprofundo miedo interior.

—Cuando regresé al hotel, encontrémi dormitorio patas arriba. Inclusohabían arrancado el papel de lasparedes. El gerente me dijo que melargara. No quería saber lo ocurrido.

—Siempre va con pistola —dijo

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Guillam—. Nunca ha querido dejarla.—Y tanto que no.Smiley lanzó un gruñido de

comprensión, y preguntó:—En cuanto a estos encuentros con

Irina, estos escondrijos para dejar yrecoger cartas, las señales de seguridad,los segundos encuentros en caso defracasar los primeros, toda la artesaníadel asunto, ¿quién la propuso, usted oella?

—Ella.—¿Qué señales de seguridad

utilizaban?—Señales corporales. Si yo iba con

el cuello de la camisa abierto, Irina

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sabía que había echado una ojeada porlos alrededores, y que no había morosen la costa. Si lo llevaba cerrado, estosignificaba que el encuentro quedabacancelado, y que teníamos que recurriral segundo encuentro.

—¿E Irina?—El bolso. En la derecha o en la

izquierda. Yo llegaba primero y laesperaba en un sitio en que pudieraverme. Y así podía decidir si seguiradelante o no.

—Todo lo dicho ocurrió hace seismeses. ¿Qué ha hecho durante estetiempo?

—Descansar —repuso Tarr con

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rudeza.—Le entró miedo y se quedó en la

zona —dijo Guillam—. Se fue a KualaLampur y estuvo escondido en unpueblo. Esto es lo que dice. Tiene unahija llamada Danny.

—Sí, Danny es mi pequeña.Hablando como solía, es decir,

haciendo caso omiso de las palabras deTarr, Guillam dijo:

—Estuvo viviendo con Danny y lamadre de la pequeña. Tiene vanasesposas diseminadas por la faz delmundo, pero esta mujer parece ser lafavorita, actualmente.

—¿Y por qué eligió precisamente

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este momento para recurrir a nosotros?—Tarr guardó silencio—. ¿Es que noquiere pasar las Navidades con Danny?

—Claro que quiero.—¿Qué pasó? ¿Es que se asustó de

algo?—Corrían rumores —respondió

Tarr con voz lúgubre.—¿Qué clase de rumores?—Un francés vino a Kuala Lampur y

dijo que yo le debía dinero. Queríaecharme encima a un abogado. Yo nodebo dinero a nadie.

Smiley se volvió hacia Guillam.—¿En el Circus sigue con la

calificación de desertor?

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—Presunto desertor.—¿Y qué medidas se han adoptado

hasta el momento?—El asunto no está en mis manos.

Radio Macuto dijo que la LondonStation había celebrado un par dereuniones para tratar del asunto, pero nome invitaron a asistir, e ignoro losresultados. Supongo que, como decostumbre, no decidieron nada.

—¿Qué pasaporte utiliza?Tarr tenía la contestación dispuesta:—Dejé de ser Thomas tan pronto

llegué a Malaya. Pensé que el nombresería demasiado popular en Moscú, ymaté a Thomas. En Kuala Lampur

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conseguí un pasaporte británico, de laCommonwealth. El nombre es Poole. Noestá mal el pasaporte ese, teniendo encuenta lo que pagué por él.

Entregó el pasaporte a Smiley, quienpreguntó:

—¿Y por qué no empleó uno de suspasaportes suizos? —Otro silencio ¿Esque se quedó sin ellos, cuandoregistraron su dormitorio?

—Los escondió tan pronto llegó aHong Kong —dijo Guillam—. Es lousual.

—Pero ¿por qué no los utilizó?—Estaban numerados, señor Smiley.

Estaban en blanco, ciertamente, pero

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numerados. Y francamente, tenía misaprensiones. Si Londres tenía losnúmeros, Moscú podía también tenerlos.Ya comprenden ustedes lo que quierodecir.

—¿Y qué hizo con los pasaportessuizos? —insistió Smiley amablemente.

—Asegura que los tiró —repusoGuillam—. Pero lo más probable es quese los vendiera. O que, como últimasolución, los trocara por éste.

—Pero ¿de qué manera? ¿Cómo sedesprendió de ellos? ¿Los quemó?

Con nervioso tono en la voz, un tonoen parte de amenaza y en parte demiedo, Tarr repuso:

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—Eso: los quemé.—De modo que, cuando este francés

fue en su busca…—Buscaba en realidad a Poole.Mientras hojeaba el pasaporte,

Smiley preguntó:—Pero ¿quién había oído hablar de

Poole, como no fuera el individuo quefalsificó el pasaporte?

Tarr guardó silencio, Smiley leexhortó:

—Cuénteme cómo regresó aInglaterra.

—Por la ruta segura, desde Dublín.No hubo problemas.

Tarr mentía mal cuando se le

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sometía a presión. Quizá de ello teníanla culpa sus padres. Contestabademasiado de prisa, cuando no tenía larespuesta preparada, y contestaba entono demasiado agresivo, cuandollevaba la respuesta escondida en lamanga.

Mientras miraba las estampillaspuestas en la frontera, en la páginacentral, Smiley preguntó:

—¿Y cómo llegó a Dublín?Tarr recobró la confianza en sí

mismo.—Tirado —repuso—. Fue tirado.

Conozco a una chica que es azafata enlas líneas de África del Sur. Un amigo

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mío me llevó, como mercancía, a ElCabo; en El Cabo, la chica se hizo cargode mí, y me llevó gratis hasta Dublín,con uno de los pilotos. Por lo que sesabe en Oriente, aún sigo en lapenínsula.

Dirigiendo la voz al techo, Guillamdijo:

—Estoy intentando comprobar estahistoria.

Tarr se dirigió broncamente aGuillam:

—¡Pues más le valdrá mirar un pocolo que hace, muchacho! No vaya a serque quienes investigan sean exactamentelos que no debieran.

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Sin dejar de estar sumido en elexamen del pasaporte de Poole, quetenía aspecto sobado, y no estabademasiado lleno ni demasiado vacío,Smiley preguntó:

—¿Y por qué recurrió al señorGuillam, prescindiendo del hecho deestar usted asustado?

—El señor Guillam es mi jefe —contestó Tarr en tono virtuoso.

—¿No se le ocurrió que el señorGuillam podía muy bien pasar su casodirectamente al señor Alleline? A fin decuentas, en cuanto a los altos jefes delCircus hace referencia, usted es unhombre del que se ha decretado la busca

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y captura.—Desde luego. Pero me parece que

la nueva organización le gusta tanto alseñor Guillam como a usted.

Con mordiente sarcasmo, Guillamdijo:

—También hay que tener en cuentaque ama a Inglaterra.

—Sí. Sentía añoranza.—¿Pensó alguna vez en recurrir a

otro que no fuera el señor Guillam? ¿Porqué no acudir a uno de los residentes enultramar, por ejemplo, en algún paísmenos peligroso para usted? ¿Todavíaestá Mackelvore en París? —Guillamafirmó con la cabeza. Smiley siguió—:

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Ahí está. Podía usted haber acudido alseñor Mackelvore. Él fue quien lereclutó, y usted puede confiar en él,además, pertenece al viejo grupo delCircus. Hubiera podido quedarse seguroy tranquilo en París, en vez de arriesgarla piel viniendo aquí. ¡Dios mío! ¡Lacon,de prisa!

Smiley se había puesto bruscamenteen pie, con el dorso de una mano junto ala boca, mirando por la ventana. JackieLacon yacía boca abajo en el suelo,gritando, mientras el pony galopaba sinjinete por entre los árboles. Todavíamiraban cuando la esposa de Lacon,mujer linda, con el cabello largo y

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gruesas medias de invierno, saltó lavalla y puso en pie a la niña.

—Se caen a menudo —observóLacon, ceñudo—. Pero a esta edad no sehacen daño. —Sin apenas disminuir elceño, añadió—: No eres responsable detodo lo que ocurre a los demás, George.

Lentamente, volvieron a sentarse.Smiley volvió a hablar:

—Y, en el caso de haber decidido ira París, ¿qué ruta hubiera seguido?

—La misma hasta Irlanda, y,después, Dublín-Orly, me parece. ¿Quépensaba usted? ¿Que iba a ir caminandosobre el agua?

Ante estas palabras, el rostro de

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Lacon se enrojeció, y Guillam se pusoen pie, lanzando una airadaexclamación. Pero Smiley siguióimperturbable. Volvió a coger elpasaporte, y giró las páginas, desde elfinal hasta el principio.

—¿Y cómo entró en contacto con elseñor Guillam?

Hablando de prisa, Guillam contestópor Tarr:

—Había dejado mi automóvil en elgaraje del barrio para que le pusieranaceite y demás. Tarr dejó una nota en elautomóvil, diciendo que queríacomprarlo, y la firmó con el nombre queemplea en el Circus, es decir, Trench.

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Indicó un lugar en el que, encontrarnos,y añadió una velada petición de quetodo se desarrollara discretamente, antesde ponerme yo en contacto con otroscompradores. Fui acompañado de Fawn,por razones de seguridad…

Smiley le interrumpió:—Y Fawn es éste que estaba ahí, en

la puerta.—Sí. Fawn me guardó las espaldas

mientras Tarr y yo hablábamos. Fawnnos ha acompañado siempre, desdeaquel día. Tan pronto hube escuchado lahistoria de Tarr, llamé a Lacon desdeuna cabina y le pedí una entrevista. Oye,George, ¿por qué no hablamos del

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asunto a solas?—¿Llamaste a Lacon aquí o en

Londres?—Aquí —contestó Lacon.Hubo un silencio, hasta que Guillam

dijo:—Me acordé del nombre de una

chica que trabaja en la oficina de Lacon.Mencioné este nombre, y dije que lachica quería hablar con él, acerca de unasunto privado. No fue una excusaperfecta, pero no se me ocurrió otracosa, en aquel momento. —Después deotro silencio, Guillam añadió—:¡Maldita sea, no tenía razón alguna parasuponer que el teléfono estuviera

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intervenido, con un aparatito de escucha!—Había todo tipo de razones para

suponerlo.Smiley había cerrado el pasaporte, y

examinaba las cubiertas a la luz de unalámpara de maltrecha pantalla, a sulado. Sin dar importancia a sus palabras,dijo:

—El pasaporte es realmente bueno.Un excelente trabajo. La obra de unprofesional, diría yo. No le encuentro elmenor defecto.

Recuperando el pasaporte, Tarrdijo:

—No se preocupe, señor Smiley,que el pasaporte no está hecho en Rusia.

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Cuando Tarr llegó a la puerta, lasonrisa había vuelto a su rostro.Dirigiéndose a los tres que se hallabanen el fondo de la larga estancia, Tarrdijo:

—No sé si se dan cuenta, pero siIrina estaba en lo cierto van ustedes atener que reconstruir el Circus de arribaabajo. Por esto creo que si nosmantenemos unidos, quizá nos dentrabajo en el entresuelo. —Golpeójuguetón la puerta, y dijo—: Abre,pequeño. Soy yo, Ricki.

—Hemos terminado —gritó Lacon—. Abra, por favor.

E instantes después, la llave giraba

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en la cerradura, aparecía la oscurafigura de Fawn, el guardaespaldas, y elsonido de los pasos de dos personas seperdía en el vacío de la —gran casa,acompañado del distante llanto deJackie Lacon.

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En el otro lado de la casa, el ladoopuesto a aquel ante el que seencontraba la cerca con el pony, habíauna pista de tenis, oculta entre losárboles. No se trataba de una buenapista, y la hierba se segaba muy de vezen cuando. En primavera, la hierbaconservaba aún la humedad invernal y elsol no llegaba a ella, por lo que no lasecaba. En verano, las pelotasdesaparecían entre el follaje, y, ahora,en otoño, las hojas secas procedentesdel jardín se amontonaban en la pista,formando una capa en la que los pies se

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hundían hasta el tobillo. Pero junto a lapista, siguiendo más o menos elrectángulo formado por la tela metálica,avanzaba un sendero por entre losálamos, y por este sendero avanzabantambién Smiley y Lacon. Smiley sehabía puesto el abrigo de viaje, peroLacon iba a cuerpo, con su viejo traje.Quizá por esta razón Lacon caminaba apaso vivo, aunque un tantoincoordinado, de modo que adelantaba aSmiley a cada zancada, por lo que teníaque esperarle constantemente, con loshombros y los codos levemente alzados,en espera de que Smiley, más bajo queél, le alcanzara. Entonces, Lacon se

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lanzaba al frente, ganando terreno denuevo. Caminando de esta maneradieron un par de vueltas alrededor de lapista, antes de que Lacon rompiera elsilencio.

—Cuando viniste a verme, hace unaño, y me insinuaste algo parecido,mucho me temo que te eché deldespacho a cajas destempladas.Supongo que debo pedirte disculpas.Realmente no estaba dispuesto a creerlo.—Después del pertinente silencio,durante el cual Lacon meditó acerca desu error, dijo—: En consecuencia, teordené que abandonaras lainvestigación.

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Lúgubremente, como si rememorarala misma definición que ocupaba lamente de Lacon, Smiley comentó:

—Me dijiste que erainconstitucional.

—¿Esta palabra utilicé? ¡Dios mío,qué pomposo!

Desde la casa, llegó a ellos elsonido del constante llanto de Jackie.Alzando la cabeza para oír mejor elsonido, Lacon murmuró:

—No tenéis, ¿verdad?—¿Perdón?—Hijos. Ann y tú.—No.—¿Sobrinos, sobrinas?

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—Un sobrino.—¿De tu familia?—De la de Ann.Quizá no llegué a salir de este lugar:

pensó Smiley, mientras miraba a sualrededor, a los rosales entrelazados,los columpios averiados, las zonas dearena empapada, y la casa destartalada,roja, de un rojo al que la luz de lamañana daba chillones matices. Quizáno hemos salido de aquí, desde la últimavez en que nos reunimos. Lacon volvía apedir disculpas:

—¿Me permites que diga que casidesconfié de los motivos que teimpulsaron a hablarme del asunto?

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Llegué a pensar que actuabasobedeciendo órdenes de Control. Sí,creí que Control era quien manejaba loshilos, con el fin de mantenerse en elpoder y de alejar de él a Alleline…

Otra vez se había alejado Lacon, consus largas zancadas. Distraído, Smileydijo:

—No, no, te aseguro que Controlnada sabía.

—Ahora me doy cuenta de ello. Peroentonces no. Es muy difícil saber cuándohay que confiar en la gente y cuándo no.Tú te guías por criterios diferentes a losmíos. Quiero decir que estás obligado atener criterios diferentes. Y conste que

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no pretendo juzgarte. Pero, a fin decuentas, nuestras finalidades sonidénticas, pese a que tus métodos sondiferentes.

Lacon saltó un charco, y siguió:—En cierta ocasión alguien dijo que

la moral no era más que método. ¿Creesque es así? Me parece que no. Supongoque piensas que la moral se encuentra enla finalidad. Es difícil saber cuáles sonlos fines que uno persigue. Ahí está elproblema, especialmente cuando uno esinglés. No podemos pretender que losdemás determinen la política quedebemos adoptar. No, lo único quepodemos pedir es que los demás pongan

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en práctica esa política. ¿No es así? Nosé, me parece todo muy difícil.

En vez de ir a los alcances de Lacon,Smiley se sentó en un enmohecidotrapecio y se arrebujó en su abrigo,hasta que, por fin, Lacon volvió sobresus pasos, y se sentó al lado de Smiley,de modo que, durante unos instantes, losdos se balancearon al unísono, al ritmode los gemidos de los muelles. Por fin,enlazando sus largos dedos, Laconmurmuró:

—¿Y por qué diablos esa mujereligió a Tarr? Es increíble que, entretodos los hombres del mundo, escogieraa Tarr. Es el tipo menos adecuado para

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hacer de confesor.Mientras se preguntaba una vez más

dónde se encontraba Immigham, Smileydijo:

—Mucho me temo que esto es algoque debieras preguntar a una mujer, y noa mí.

Lacon se mostró totalmente deacuerdo, con generosidad:

—¡Desde luego! Para mí es unmisterio. —Bajando la voz, añadió—: Alas once veré al ministro. —Y, después,pretendiendo hacer un chiste amistoso,familiar, dijo—: Tendré que hacerintervenir a tu primo, el parlamentario…

En tono de ausencia, Smiley le

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corrigió:—En realidad, es el primo de Ann;

es un primo lejano, pero primo a fin decuentas.

—¿Y Bill Haydon también es primode Ann? ¿Bill, nuestro distinguido jefede la London Station?

—Por una rama diferente, perotambién lo es. Mi mujer pertenece a unaantigua familia con fuerte tradiciónpolítica. Con el tiempo se ha extendido.

A Lacon le gustaba aclararambigüedades, por lo que preguntó:

—¿La familia o la tradición?—La familia.Pensó que más allá de los árboles

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circulaban los automóviles. Más allá delos árboles estaba el mundo, el mundoentero, pero Lacon tenía aquel castillorojo, y un sentido cristiano de la éticaque ninguna recompensa le reportaría,como no fuera un título de nobleza, elrespeto de sus iguales, una buenapensión, y un par de cargos de director,conferidos por caridad, en el mundo dela City.

Lacon se había puesto de pie, y losdos caminaban de nuevo. Flotando haciaatrás, en el aire matutino, entre las hojas,a los oídos de Smiley llegó el apellido«Ellis». Durante un instante, tal como lehabía ocurrido en el automóvil de

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Guillam, se sintió invadido por unaoleada de nerviosismo.

—A fin de cuentas —decía Lacon—,los dos adoptamos posturasperfectamente honradas. Tú pensabasque Ellis había sido traicionado yquerías desencadenar una cacería debrujas. Mi ministro y yo considerábamosque Control había actuado de maneraincompetente, y queríamos esgrimir laescoba.

Como si hablara para sí, en vez dedirigirse a Lacon, Smiley dijo:

—Comprendía perfectamentevuestro dilema.

—Me alegro. Y no olvido, George,

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que tú eras el hombre de Control.Control te prefería a Haydon, y cuandoControl comenzó a perder facultades, yahacia el final, tú sacaste la cara por él.Tú y solamente tú, George. En otrascircunstancias, supongo que Haydon sehubiera caído, pero tú estabas allí,aguantando el temporal…

En voz tan baja que no bastó paraque Lacon le prestara atención odetuviera su discurso, Smiley dijo:

—Y Alleline era el hombre delministro.

—Pero tú no tenías un sospechoso.¡No lo tenías! ¡No señalaste a nadie conel dedo! Y una investigación que no se

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dirige contra alguien puede serextremadamente destructiva.

—En tanto que una nueva escobalimpia más.

—¿Percy Alleline? En términosgenerales ha desarrollado bien sufunción. Nos ha proporcionadoinformación en vez de escándalos, haobservado el reglamento y se ha ganadola confianza de los clientes. Que yosepa, todavía no ha invadidoChecoslovaquia.

—Con Bill Haydon como ejecutivoes fácil. ¿Quién no desarrollaría unabuena labor con Haydon?

—Control, entre otros —repuso

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Lacon con rotundo acento.Se habían detenido ante una piscina

vacía, y contemplaban el fondo, en laparte más honda. Smiley tenía laimpresión que, desde las profundidadesde la piscina, le llegaban los insinuantestonos de la voz de Martindale: «Salas deconferencias en el Almirantazgo,pequeñas comisiones con nombresraros…» Smiley preguntó:

—¿Todavía funciona esa especialfuente de información de Percy, elasunto Brujería o como le llamen ahora?

En modo alguno complacido, Laconrepuso:

—No sabía que estuvieras en la

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lista. Pues sí, ya que lo preguntas, te diréque sí. La fuente Merlín sigue siendo lamás importante que tenemos y Brujeríaes el nombre del producto. Hacíamuchos años que el Circus no conseguíamaterial tan bueno. En realidad, es lomejor que ha obtenido, en tantorecuerdo.

—¿Y sigue siendo objeto detratamiento especial?

—Ciertamente, y, ahora, después delo que ha ocurrido, tendremos queadoptar mayores precauciones todavía.

—En tu lugar, no lo haría. Geraldpuede entrar en sospechas.

Rápidamente, Lacon observó:

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—Ahí está el quid de la cuestión,¿no?

Smiley pensó que las fuerzas deaquel hombre eran imprevisibles. Habíamomentos en que parecía un boxeadorflaco y vacilante, con guantesdesproporcionadamente grandes, encomparación con sus muñecas. Pero enel instante siguiente lanzaba un puñetazo,le proyectaba a uno contra las cuerdas, ylo contemplaba con cristalina claridad.Ahora decía:

—No podemos actuar. No podemosinvestigar, debido a que todos losinstrumentos de investigación están enlas manos del Circus, quizás en las

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manos del topo Gerald. No podemosseguir a la gente, no podemos escucharsus conversaciones, no podemos abrircorrespondencia ajena. No, porque, parahacer cualquiera de estas cosas,necesitamos a los faroleros de Esterhasey éste es sospechoso igual que todos. Nopodemos llevar a cabo interrogatorios,no podemos hacer lo preciso paralimitar el acceso de un individuodeterminado a secretos delicados. Hacercualquiera de esas cosas presuponecorrer el riesgo de alarmar al topo. Es elmás viejo de todos nuestros problemas,George: ¿quién puede espiar a losespías? ¿Quién puede oler al zorro, sin

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ir en su misma dirección? —Intentandoser ingenioso, en un confianzudo aparte,comentó—: En este caso no es el zorro,sino el topo.

Ahora, Smiley, en un arrebato deenergías había adelantado a Lacon en suavance por el sendero, camino de lacerca del pony.

—En este caso —gritó—, recurre ala competencia, ve a los tipos deseguridad. Son expertos en el asunto, yllevarán a cabo el trabajo.

—El ministro no daría laautorización. Sabes muy bien lo que elministro y Alleline piensan de lacompetencia. Y están en lo cierto, creo

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yo. ¡Una multitud de ex administradorescoloniales revolviendo los papeles delCircus! ¡Es como si pidieras al Ejércitode Tierra que efectuara unainvestigación en la Armada!

—La comparación no es válida —objetó Smiley.

Pero Lacon, como todo buenfuncionario, ya tenía preparada lasegunda metáfora:

—Muy bien, pues digamos que elministro prefiere vivir con goteras a vercómo un grupo de desconocidos le dejansin techo. ¿Estás satisfecho, ahora?Llevo razón, George, llevo razón.Tenemos agentes desplegados en el

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terreno de acción, y su suerte quedaríaseriamente comprometida si loscaballeros de la seguridad intervinieranen el asunto.

Ahora, le había llegado a Smiley elturno de ir más despacio.

—¿Cuántos agentes tenemos en elterreno de actuación? —preguntó.

—Seiscientos, más o menos.—¿Y detrás del telón de acero?—Tenemos presupuesto para ciento

veinte. —En materia de números, dehechos de todo género, Lacon jamásdudaba. Éste era el oro con quetrabajaba, el oro arrancado de la gristierra de la burocracia. Siguió—: Y, a

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juzgar por los estados de cuentas, todosellos están en activo.

Dio un salto al frente. Sin darimportancia a sus palabras, como si setratara de un trámite formalista, Laconpreguntó:

—¿Puedo decirle que te haces cargodel asunto? ¿Aceptas la faena de limpiarla cuadra? ¿Moverte, ir de un lado paraotro, hacer cuanto sea necesario? A finde cuentas se trata de hombres de tugeneración. Es tu herencia.

Smiley había abierto la puerta de lacerca, la había cruzado, cerrándola acontinuación. Ahora, los dos estabanfrente a frente, separados por la débil

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valla. En el rostro de Lacon, levementesonrosado, había una sonrisa expectante.Como si iniciara una nuevaconversación Lacon preguntó:

—¿Por qué le llamas Ellis, cuandoel apellido del pobre hombre eraPrideaux?

—Ellis era su apellido de trabajo.—Sí, es cierto. Hubo tantos

escándalos, en aquellos tiempos, queuno se olvida de los detalles.

Se produjo una pausa. Laconpreguntó:

—¿Era amigo de Haydon, no tuyo?—Estuvieron juntos en Oxford, antes

de la guerra.

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—Y fueron compañeros de cuadra,durante la guerra, y después. Sí, elfamoso tándem Haydon-Prideaux. Miantecesor no hacía más que hablar deellos. —Tras otra pausa, Lacon insistió—: Pero ¿nunca fuiste amigo suyo?

—¿De Prideaux? No.—¿No es primo tuyo?—No, por Dios.De repente, Lacon quedó inhibido,

pero mantuvo fija en Smiley su miradatozudamente honrada.

—¿Y no hay ninguna causa de ordensentimental o de cualquier otranaturaleza que estimes te impida aceptarel trabajo? Debes hablar con franqueza,

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George.Había hablado con acento

angustiado, como si hablar confranqueza fuera lo último que deseara.Esperó unos instantes, y, luego, desechósus escrúpulos:

—De todos modos, no veo que hayaproblema. Siempre hay una parte denuestra personalidad que pertenece a laesfera pública.

El contrato social produce estosefectos, y siempre te ha constado.Prideaux también lo sabía.

—¿Qué quieres decir con eso?—Pues que le pegaron un tiro,

George. Una bala en la espalda se ha

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considerado siempre algo así como unsacrificio notable, incluso en tu mundo,George.

Smiley estaba de pie, solo, en el másalejado extremo del cercado, bajo loshúmedos árboles intentando ordenar susemociones, mientras procurabaacompasar la respiración. Lo mismo queuna vieja enfermedad, la ira le habíaasaltado por sorpresa. Durante el últimoaño, había negado la existencia de esaira, manteniéndose alejado de cuantopudiera suscitarla: los periódicos, losviejos colegas, las chismorrerías cual lade Martindale. Después de haberdedicado su vida al ejercicio del

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ingenio y de la memoria, había abrazadoahora la profesión de olvidar. Se habíaimpuesto la obligación de entregarse aunos estudios humanísticos que le habíansido de utilidad, a modo de distracción,mientras trabajaba en el Circus, peroque, ahora que estaba jubilado, nadasignificaban, absolutamente nada. Debuena gana hubiera gritado: ¡Nada!

—Quémalos todos —le habíaaconsejado Ann con la mejor intención,refiriéndose a sus libros. Y añadió—:Pega fuego a la casa, pero no te quedesasí, pudriéndote.

Si por pudrirse Ann quería decirconformarse, había adivinado las

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intenciones de Smiley. Lo habíaintentado, lo había intentado por todoslos medios, al acercarse a lo que losanuncios de las compañías de seguros secomplacen en llamar el atardecer de lavida, había intentado ser todo lo que unmodélico rentista debe ser. Sin embargo,nadie, y menos aún Ann, le habíaagradecido el esfuerzo. Todas lasmañanas, al abandonar la cama, y todaslas noches al volver a ella, por logeneral solo, se recordaba a sí mismoque nunca había sido indispensable. Sehabía obligado a reconocer que, durantelos últimos y desdichados meses de lacarrera de Control, cuando los desastres

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se sucedían a vertiginosa velocidad,había cometido el pecado de ver lascosas sin la debida proporción, conmirada desorbitada. Y si el viejoprofesional que había en él se rebelaba,y de vez en cuando le decía «sabes queel ambiente del Circus se envenenó,sabes que Jim Prideaux fue traicionado,¿acaso hay mejor testimonio que unabala en la espalda, que dos balas en laespalda?», se contestaba, «bueno, y si losé, ¿qué importa?, y si estoy en lo cierto,¿qué importa?, es vanidad, y nada másque vanidad, imaginar que un espíagordo y de media edad es la únicapersona capaz de impedir que el mundo

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se desintegre». Otras veces, se decía:«Jamás he oído decir que alguien salieradel Circus sin dejar algún asuntoinacabado».

Sólo Ann, a pesar de que nocomprendía la lógica de Smiley, senegaba a aceptar sus conclusiones. Annera muy apasionada, como sólo lasmujeres pueden serlo, en lo referente aasuntos de orden práctico, e insistía enque Smiley volviera a su trabajo, loreanudara en el punto en que lo habíadejado, y nunca se dejaba convencer porfáciles argumentaciones. Desde luego,Ann nada sabía de lo ocurrido, pero¿acaso ha habido en el mundo una mujer

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que haya cejado en sus empeños porfalta de información? Ann sentía. Ydespreciaba a Smiley por nocomportarse de acuerdo con lossentimientos que ella albergaba.

Y, ahora, en el preciso instante enque Smiley casi comenzaba a creer en supropio dogma, hazaña que no fue enmodo alguna facilitada por el hecho deque Ann se enamorase de un actor sintrabajo, los diversos fantasmas delpasado, Lacon, Control, Karla, Alleline,Esterhase, Bland, y, por fin, BillHaydon, penetraban en la celda deSmiley y le decían, mientras ledevolvían a aquel jardín, que todo

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aquello que él llamaba vanidad era laverdad.

«Haydon», se repitió Smiley inmente, incapaz de detener la marea delos recuerdos. Incluso el sonido deaquel nombre le producía un sobresalto.Martindale le dijo: «Me han dicho quetú y Bill lo compartíais todo, durantecierto tiempo». Smiley se miró lasmanos, Le temblaban. ¿Demasiadoviejo, ya? ¿Impotente? ¿Con miedo ainiciar la cacería? ¿O quizá con miedo alo que pudiera descubrir al final? A Annle gustaba decir: «Siempre hay docenasde razones para no hacer nada —enrealidad era una de las frases con que

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pretendía excusar muchos de sus actoscensurables—, y sólo hay una razón parahacer algo, y esta razón es la de quererhacerlo». ¿O tener que hacerlo? Annnegaba furiosamente esta posibilidad:obligación es sólo otra palabra paraexpresar voluntad, o bien para no hacerlo que uno teme hacer.

Los hijos medios lloran más tiempoque sus hermanas y hermanos. Porencima del hombro de su madre,consolándose de su dolor y de suhumillación, Jackie Lacon contemplócomo el grupo se iba, Primero, se fuerondos hombres a los que jamás habíavisto, uno de ellos alto, y el otro bajo y

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moreno. Se fueron en una pequeñacamioneta verde. Advirtió que nadie lesdespidió agitando la mano, ni siquieradiciéndoles adiós.

Después se fue su padre, en suautomóvil, y por fin un hombre rubio yapuesto, en compañía de otro bajo ygordo, con un formidable abrigo, avanzóhacia un automóvil deportivo aparcadojunto a los álamos. Por un momento,Jackie pensó que algo malo le ocurría alhombre gordo, ya que caminaba muydespacio y dificultosamente. Luego, alver que el hombre apuesto abría lapuerta del automóvil y la manteníaabierta para darle paso, el hombre gordo

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pareció despertar de un sueño, yapresuró el paso, dando primero untorpe saltito. Sin saber exactamente porqué, este movimiento del hombre gordohundió de nuevo en la desdicha a Jackie.Una tormenta de pena se desencadenósobre Jackie, y su madre no pudoconsolarla.

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Peter Guillam era un individuocaballeroso, cuyas lealtades conscientesquedaban determinadas por sus afectos.Las otras lealtades se habían forjadomucho tiempo atrás, y tenían por objetoel Circus. Su padre, hombre de negociosfrancés, había trabajado como espía porcuenta de un réseau del Circus durantela guerra, mientras su madre, inglesa,desempeñaba misteriosas tareasrelacionadas con claves secretas. Ochoaños atrás, y durante cierto tiempo, bajolas apariencias de empleado de unaempresa consignataria de buques, el

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propio Guillam había dirigido un grupode agentes secretos en la zona francesade África del Norte, misión que seconsideraba realmente asesina. Sedescubrió el pastel, sus agentes fueronahorcados, y Guillam entró en la largamedia edad del profesional apartado delcampo de acción. Anduvozascandileando en Londres, a veces alas órdenes de Smiley, y dirigió unascuantas operaciones, con base en elpropio Londres, entre las que podemoscontar la formación de una red deamantes, y cuando el grupo de Allelinese hizo cargo del poder, Guillam fueenviado a pastar en Brixton, debido,

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según suponía el propio Guillam, a queestaba relacionado con quien no hubieradebido; entre otros, Smiley. Sin lamenor duda, ésta era la manera en queGuillam hubiera relatado la historia desu vida, hasta el pasado viernes. Surelación con Smiley habría sido la causadel actual estado de la carrera deGuillam.

En los últimos tiempos de Smiley,Guillam vivía principalmente en losmuelles de Londres, en donde estabaformando redes marítimas de escasaimportancia, con cuantos marinerospolacos, rusos y chinos podía conseguir

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él y su grupo de descubridores detalentos. A horas perdidas ocupaba unminúsculo despacho, en el primer pisodel Circus, consolaba a una lindasecretaria llamada Mary, y hubiera sidototalmente feliz si algún funcionario dealta categoría hubiera contestado susmemorándums y comunicaciones, lo cualno ocurría. Cuando utilizaba el teléfono,o bien la línea estaba ocupada, o nadiecontestaba la llamada. A sus oídosllegaron vagos rumores de que habíamar de fondo, pero lo cierto es quesiempre había mar de fondo en elCircus. Por ejemplo, era sobradamenteconocido que Control y Alleline se las

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habían tenido tiesas, pero, en realidad,llevaban ya años en esta situación.También sabía, igual que todos, que unaimportante operación había sidodesbaratada, en Checoslovaquia, y queJim Prideaux, jefe de los cazadores decabelleras, el más veterano agente enChecoslovaquia, y, desde siempre, lamano derecha de Bill Haydon, habíarecibido un tiro en la espalda, y, aconsecuencia de ello, quedó fuera dejuego, en cuanto al Circus hacíareferencia. Y ésta era la causa, presumíaGuillam, del lúgubre silencio y de lascaras largas. Y ésta era también la causade los arrebatos de ira de Bill Haydon,

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la noticia de los cuales corría, como unestremecimiento nervioso, por latotalidad del edificio. Eran como la irade Dios, decía Mary, quien amaba lasgrandes pasiones. Más tarde, Guillam seenteró de la operación Testimonio.Según le dijo Haydon, mucho más tarde,la operación Testimonio fue la másincompetente jamás organizada por unhombre ya viejo, en busca de la gloriapóstuma, y el precio de talincompetencia fue Jim Prideaux. Ciertosaspectos de la operación Testimoniollegaron a conocimiento de la prensa.Hubo interpelaciones en el Parlamento ylas tropas inglesas en Alemania fueron

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puestas en estado de alerta.

Y llegó el momento en que, gracias air de un despacho a otro y a atar cabos,Guillam logró enterarse de lo que todoslos demás sabían desde hacía ya seissemanas. El Circus no sólo guardabasilencio, sino que había quedadocongelado. Nada entraba, nada salía.Por lo menos así era en el nivel en queGuillam actuaba. En el ámbito deledificio, parecía que la tierra se hubieratragado a los funcionarios importantes, ycuando llegó el día de cobro nadierecibió el sobre para gastos, debido aque, según dijo Mary, los

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administradores no habían recibido lausual autorización para efectuar estepago. De vez en cuando, alguien decíaque había visto a Alleline saliendo de suclub, y que parecía estar furioso. O quehabía visto a Control subiendo a suautomóvil, y que tenía aspecto radiante.O que Bill Haydon había dimitido,alegando que se había hecho caso omisode sus órdenes o que se habían dadoórdenes contrarias a las suyas, pero estocarecía de importancia, ya que Bill sepasaba la vida dimitiendo. Sin embargo,en esta ocasión, los rumores ofrecieronuna variante, puesto que el motivo de ladimisión de Bill era más concreto:

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Haydon estaba furioso debido a que elCircus no quería pagar el precio que loschecos pedían para la repatriación deJim. El Circus decía que el precio erademasiado alto, en agentes y enprestigio. Y también se decía que a Billle había dado un ataque de patriotismo,declarando que cualquier precio esjusto, con tal de devolver a su patria aun inglés leal. Con tal de que Jimvolviese, había que darles todo lo quepidieran

Y, entonces, un atardecer, Smileysacó la cabeza por la puerta deldespacho de Guillam, y le invitó a tomar

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una copa. Mary no se dio cuenta de queera Smiley, y se limitó a decirle «Hola»,en su estilizada pronunciación demiembro de una sociedad sin clases.Cuando los dos salieron juntos delCircus, Smiley dio las buenas noches alos conserjes, con su usual cortesía, y,en el bar de Wardour Street, dijo aGuillam, «me han despedido», y esto fuetodo.

De aquel bar fueron a otro, junto aCharing Cross, con un sótano desierto ycon música. Guillam preguntó a Smiley:

—¿Te han dado alguna razón paradespedirte, o se debe solamente a quehas perdido la línea?

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Fue la palabra «razón» la que centróla atención de Smiley. En aquellosmomentos ya estaba cortés perototalmente borracho. Sin embargo, lapalabra «razón» penetró en su mente,mientras caminaban a paso inseguro porla orilla del Támesis. Con un estilopropio de Bill Haydon, cuya fraseologíapolémica, nacida en los clubsestudiantiles del Oxford. de lapreguerra, parecía estar en los oídos detodos, en aquellos tiempos, Smileypreguntó:

—¿Razón en cuanto a justificaciónlógica o en cuanto a motivo? ¿O quizárazón en cuanto a modo de vivir?

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Se sentaron en un banco. Luego,mientras Guillam le encaminabacuidadosamente hacia un taxi, y daba altaxista la dirección de Smiley, y elprecio de la carrera, éste dijo:

— A mí, no tienen por qué darmerazones. Puedo escribir yo mismo todasmis malditas razones. Y conste que noestriban en esta imperfecta tolerancianacida del hecho de que a uno le importetodo un pimiento, desde años.

—Amén —dijo Guillam.Y mientras contemplaba como el taxi

se perdía en la distancia, Guillam se diocuenta de que, de acuerdo con lasnormas del Circus, su amistad, o lo que

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fuera, con Smiley había terminado enaquel instante. El día siguiente, Guillamsupo que unos cuantos funcionarios máshabían caído, que Percy Alleline iba acumplir la función de cancerbero, con eltítulo de «jefe en funciones», y que BillHaydon, ante el pasmo general, debidoseguramente a sus constantesdisensiones con Control, quedaba a lasórdenes de Alleline o, como decían losenterados, éste quedaba a las órdenes deaquél. Por Navidad, Control murió.Mary que consideraba que estosacontecimientos eran algo así como lasegunda toma del Palacio de Invierno,dijo a Guillam:

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—El próximo en caer será usted.Y Mary lloró cuando vio partir a

Guillam, camino de la Siberia deBrixton, a fin de ocupar,paradójicamente, el lugar que JimPrideaux había dejado vacante.

Mientras subía los cuatro peldañosque daban acceso al vestíbulo delCircus, aquella húmeda tarde del lunes,Guillam, con la mente estimulada por laimagen de la traición en lontananza,pasó revista a estos aconteceres, yconcluyó que aquel día iniciaba elcamino de regreso a sus anterioresbases.

Había pasado la noche anterior en su

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espacioso piso de Eaton Place, encompañía de Camilla, estudiante demúsica, con largo cuerpo y cara triste yhermosa. Pese a que Camilla sólo teníaveinte años, su cabello negro estabaentreverado de gris, como si hubierarecibido una fuerte impresión a la quejamás se refería. Quizá como un efectomás de aquel nunca mencionado trauma,Camilla no comía carne, llevaba zapatosde plástico y no bebía bebidasalcohólicas. A Guillam le parecía queCamilla solamente en el amor seliberaba de estas limitacionesmisteriosas.

Había pasado la mañana solo, en su

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extremadamente triste despacho deBrixton, ocupado en sacar fotografías dedocumentos del Circus, después dehaber conseguido una cámara ensubminiatura en los almacenes del ramode operaciones, cosa que hacía muy amenudo para mantenerse en forma. Elencargado del almacén le habíapreguntado: «¿La quiere, para luz deldía o para luz eléctrica?», y, luegotuvieron una amistosa discusión acercade la calidad de la película a utilizar.Guillam dijo a su secretaria que noquería que le molestasen, cerró lapuerta, y se puso a trabajar, siguiendolas minuciosas órdenes de Smiley. Las

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ventanas estaban situadas en lo alto dela pared, y Guillam sólo podía ver elcielo y el remate de la nueva escuela, enla carretera, más allá.

Comenzó con documentos dereferencia, que extrajo de su caja fuertepersonal. Smiley le había dado el ordende prioridad. En primer lugar la lista depersonal, que se daba solamente a losfuncionarios de categoría superior, en laque constaban las señas, número deteléfono, nombres y nombres de trabajode todos los empleados del Circus, conbase en Inglaterra. En segundo lugar, elmanual de funciones del personal,incluyendo el desplegable con el

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diagrama de la reorganización delCircus, elaborado por Alleline. En elcentro del diagrama se veía la LondonStation de Bill Haydon, como unagigantesca araña, en el centro de su tela.Se decía que Bill había dicho,enfurecido: «Después del fracaso quetuvimos en el asunto Prideaux, se hanacabado para siempre los malditosejércitos privados, igual que se acabó elque la mano derecha ignore lo que hacela izquierda». Guillam notó que Allelineaparecía dos veces, en el diagrama, unade ellas en concepto de «Jefe» y la otraen concepto de «Director de fuentesespeciales». Según los rumores, estas

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fuentes eran la causa de que el Circussiguiera funcionando. En opinión deGuillam, solamente la existencia deestas fuentes podía explicar la inerciaque imperaba en el Circus, y la estimade que gozaba el Circus en Whitehall. Apetición de Smiley, a estos documentosGuillam añadió el estatuto revisado delos cazadores de cabelleras, en forma decarta de Alleline, que comenzaba conlas palabras «Querido Guillam», y queestablecía con todo detalle ladisminución de los poderes de éste. Endiversos casos, quien salía ganando eraToby Erterhase, jefe de los faroleros deActon, única dependencia exterior que,

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según podía deducirse, había aumentadosu influencia bajo el régimen dellateralismo.

A continuación, Guillam pasó a sumesa escritorio y, también por orden deSmiley, fotografió un puñado derutinarias circulares que podían serútiles a los efectos de dar una idea delescenario general en que sedesarrollaban los acontecimientos. Entreellas se contaba una quejosa circular deadministración referente al mal estadoen que se encontraban las casas y pisos«seguros» para uso de los agentes («Porfavor, compórtense en estas casas comosi estuvieran en la suya»), y otra

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referente al censurable uso de losteléfonos secretos del Circus parallamadas particulares. Por fin, había unacarta, extremadamente grosera, de lasección de documentos, en la que se leinformaba «por última vez» que supermiso de conducir, bajo el nombresupuesto empleado en el trabajo, habíacaducado, y se le decía que si no setomaba la molestia de renovarlo, sepasaría el correspondiente informe aAdministración, para que tomara laspertinentes medidas disciplinarias.

Dejó la cámara, y volvió a la cajafuerte. En la más baja estantería, habíaun montón de informes librados por los

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faroleros, con la firma de TobyEsterhase y el nombre en clave«Hacha». En estos informes se daban losnombres y empleos ficticios de dos otrescientos agentes secretos soviéticos,plenamente identificados, que operabanen Londres, en empleos legales osemilegales, por cuenta de la Cámara deComercio, de la Tass, Aeroflot, RadioMoscú, consulado y embajada. En loscasos en que resultara procedente,también se daban las fechas en que tuvoefecto la investigación llevada a cabopor los faroleros, así como los nombresde las «ramificaciones», denominacióndada a las personas contactadas en el

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curso de la investigación. Los informesconsistían en un volumen anual ysuplementos mensuales. Guillamconsultó primero el volumen principal,y, luego, los suplementos. A las once yveinte, cerró la caja de caudales, por lalínea directa llamó a la London Station,y preguntó por Lauder Strickland, de lasección de banca.

—Lauder, soy Peter. Te llamo desdeBrixton. ¿Cómo va todo?

—Bien, Peter, ¿qué deseas?Sí, señor, eficiente e inexpresivo. El

tono venía a decir, «nosotros, los de laLondon Station, tenemos amigos másimportantes».

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Guillam le explicó que se trataba dejustificar legalmente la adquisición decierta suma de dinero ilegalmenteconseguido, a fin de ver de comprar a unenlace diplomático francés, que parecíaestar en venta. Con los más dulcesacentos de que era capaz, Guillampreguntó a Lauder si le sería posiblereunirse con él y hablar del asunto.Lauder le preguntó si la London Stationhabía dado el visto bueno a laoperación. No, pero Guillam ya habíaenviado los papeles a Bill. LauderStrickland pareció suavizar un poco suactitud. Guillam insistió:

—Hay una o dos cuestiones un tanto

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dificilillas, Lauder, y creo quenecesitamos que intervenga un hombrecon tu preparación.

Lauder dijo que podía dedicarlemedia hora.

De camino hacia el West End,Guillam dejó las películas en la míseratiendecilla de un farmacéutico, llamadoLark, en Charing Cross Road. Lark, siasí se llamaba, era un hombre muyobeso y con grandes puños. La tiendaestaba vacía. Guillam le dijo:

—Le traigo las películas del señorLampton, para revelar.

Lark llevó el paquete a la trastienda,y, cuando regresó, dijo, con voz bronca:

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—Ya está en marcha.Acompañó a Guillam hasta la puerta,

y la cerró ruidosamente tras él. ¿Dóndediablos encontraba George a aquellostipos?, se preguntó Guillam. En lafarmacia había comprado pastillascontra la tos. Smiley le había advertidoque tenía que justificar todos susmovimientos, como si el Circus lesiguiera la pista las veinticuatro horasdel día. Guillam pensó que esto últimono era nada nuevo. Toby Esterhase seríacapaz de hacer seguir a su propia madre,si con ello conseguía que Alleline, consu inveterada costumbre, le felicitaracon una palmadita en la espalda.

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Desde Charing Cross fue a pie hastaChez Victor, para almorzar en compañíade su segundo de a bordo, Cy Vanhofer,y de un chorizo que se hacía llamarLorimer, y que aseguraba que compartíasu amante con el embajador de laAlemania oriental en Estocolmo.Lorimer afirmaba que la chica estabadispuesta a colaborar, pero que exigía laciudadanía británica y mucho dinero acambio del primer servicio. Dijo que lachica estaba dispuesta a todo: a violar lacorrespondencia del embajador, a ponermicrófonos en sus habitaciones y a,«echar vidrios rotos en la bañera». Estoúltimo lo dijo para dar risa, al parecer.

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Guillam opinaba que Lorimer mentía, eincluso sospechaba que Vanhofertambién, pero fue lo bastante prudentepara darse cuenta de que no se hallabaen condiciones de determinar lospropósitos y finalidades de los demás.En Chez Victor lo pasó bien, pero,ahora, en el momento en que pisaba elvestíbulo del Circus, se dio cuenta deque no recordaba lo que había comido, ycomprendió que ello fue debido a suexcitación.

—Hola, Bryant.De carrerilla, sin respirar, Bryant

dijo:—Me alegra verle, señor. Siéntese

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por favor, señor. Será sólo un momento,señor. Muchas gracias, señor.

Y Guillam se sentó en un banco demadera, pensando en dentistas y enCamilla. La muchacha era una reciente yextraña adquisición. Hacía bastantetiempo que las cosas no habían ocurridotan de prisa, en la vida de Guillam. Seconocieron en una fiesta y la chica, solaen un rincón, le habló de la verdad.Guillam, con la intención de ver si podíaaprovechar una muy remota posibilidad,le dijo que no destacaba enconocimientos de ética, por lo que igualpodían acostarse. Durante unosinstantes, la chica sopesó gravemente la

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propuesta, y, luego, cogió el abrigo.Desde entonces, Camilla estuvo más omenos presente en el piso de Guillam,dedicada a guisar albóndigas y a tocar laflauta.

El vestíbulo parecía hoy máslúgubre que en cualquier tiempo pasado.Tres viejos ascensores, una barrera demadera, un anuncio del té Mazawatee, lagarita de centinela de Bryant con lapuerta de vidrio, y, dentro, un calendariocon «escenas inglesas» y variospolvorientos teléfonos.

Al salir del interior, Bryant dijo:—El señor Strickland le está

esperando, señor.

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En lentos movimientos, Bryantestampó con tinta rosada la hora:«catorce cincuenta y cinco. P. Bryant,Portero». La puerta del ascensor centralen forma de reja, tembló, produciendoun sonido parecido al de entrechocar deramas secas. Mientras esperaba que elmecanismo se plegara sobre sí mismo,Guillam dijo:

—Comienza a ser hora de quepongan un poco de aceite al trasto ese,¿no cree?

Lanzando su favorita lamentación,Bryant repuso:

—No hacemos más que pedirlo,pero no hacen nada. Uno puede pedir y

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pedir hasta herniarse, pero nada. ¿Cómoestá su familia, señor?

Guillam, que no tenía familia,repuso:

—Muy bien, gracias.—Me alegro, señor.Mirando hacia abajo, Guillam vio

desaparecer entre sus pies la cabeza concalidad de crema. Recordó que Marysiempre decía que Bryant le recordabalos helados de fresa y vainilla: cararoja, cabello blanco, y calidadesponjosa.

En el ascensor, Guillam examinó elpase. Decía: «Permiso para ver a L.S.Fin de la vista: Sección de Banca. Este

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documento debe ser devuelto al salir».El espacio destinado a «Firma delvisitante» estaba en blanco.

—Bienvenido, Peter. ¿Qué tal?Llegas un poco tarde, pero no importa.

Lauder le esperaba en la barrera, sinque ni un átomo de su breve cuerpofuera auténtico, con camisa blanca, ysecretamente estirado, en ocasión derecibir una visita. En los tiempos deControl este piso estaba atestado degente atareada. Actualmente, una barreracerraba la entrada, y un conserje concara de rata examinó el pase de Guillam.

Deteniéndose ante una nueva yreluciente cafetera automática, Guillam

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preguntó:—¡Santo Cielo! ¿Hace mucho que

tenéis este monstruo?Un par de muchachas que estaban

llenando sus tazas, miraron alrededor ydijeron:

—Hola, Lauder.Pero lo dijeron mirando a Guillam.

La más alta le recordó a Camilla. Teníala misma lenta y ardiente mirada, con laque parecía censurar la masculinainsuficiencia. Inmediatamente, Laudergritó:

—¡No tienes idea de las horas detrabajo que nos ahorra! Es fantástico,realmente fantástico.

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Y en su entusiasmo, poco le faltópara darse de manos a boca con BillHaydon, quien salía de su despacho, unabombonera exagonal, que daba a NewCompton Street y a Charing Cross Road.Avanzaba en la misma dirección que losotros dos, aunque a una velocidad demedio kilómetro por hora, lo cual, en elinterior de un edificio, era la velocidadsuma, para Bill. En el exterior era yaotro asunto. Guillam había tenidoocasión de comprobar esto último,primero en los juegos de adiestramientofísico, en Sarratt, y, luego, en unencuentro nocturno, en Grecia. En elexterior, Bill era rápido y estaba

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siempre alerta. Su rostro seco, que enaquel húmedo corredor parecía sombríoy reservado, cambiaba al encontrarse alaire libre, y causaba la impresión dehaber sido modelado por todos loslugares extranjeros en los que Bill habíaprestado sus servicios. La lista erainfinita. En su admiración, Guillamestimaba que no había teatro deoperaciones que no llevara, en algúnlugar, la impronta de Haydon. En elcurso de su carrera, Guillam se habíacruzado una y otra vez con el misteriosorastro dejado por Haydon en susexóticas actuaciones. Hacía uno o dosaños, cuando Guillam todavía trabajaba

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en información marítima, uno de susobjetivos consistió en formar un equipoque vigilara los puertos chinos deWenchow y Amoy, descubrió con elconsiguiente pasmo que aún habíaagentes chinos viviendo en dichasciudades, reclutados por Bill Haydon,en el curso de alguna olvidada hazañade los tiempos de guerra, y que cabía laposibilidad de entrar en contacto condichos agentes, dotados de aparatos deradio ocultos y debidamente equipados.En otra ocasión, mientras Guillamexaminaba el historial de guerra de loshombres fuertes del Circus, lo cual hacíamás por nostalgia de aquel período que

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por actual optimismo profesional,Guillam se tropezó dos veces, en otrostantos minutos, con el nombre de trabajode Haydon. En el cuarenta y uno dirigiólos trabajos de una flota pesquerafrancesa con base en el estuario deHelford. El mismo año, en colaboracióncon Jim Prideaux, estableció una líneade enlaces en la zona sur de Europa,desde los Balcanes hasta Madrid. ParaGuillam, Haydon pertenecía a aquellageneración del Circus, única y ahoramoribunda, a la que también pertenecíansu padre y George Smiley, unageneración exclusiva, y, en el caso deHaydon, con sangre azul, formada por

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hombres que habían vivido diez o docevidas de placer y holganza, encomparación con la apresurada vida delpropio Guillam, y que, ahora, treintaaños después, daban todavía al Circussu evanescente aroma de aventura.

Al ver a los dos hombres, Haydon sedetuvo, quedando inmóvil como unaroca. Hacía un mes que Guillam habíahablado por última vez con él.Seguramente se había ausentado paraatender asuntos no explicados. Ahora, lafigura recortada contra la luz de supropio despacho, cuya puerta habíadejado abierta, parecía extrañamentenegra y alta. Llevaba algo en la mano,

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algo que Guillam no podía determinarqué era, quizás un semanario, unexpediente o un informe. El despacho deHaydon, dividido por su propia sombra,estaba en estudiantil desorden, undesorden caótico y monacal. En todaspartes había montones de informes,papeles y expedientes; en la pared seveía un tablero forrado de bayeta, conpostales y recortes de prensa; y al ladodel tablero, torcido y sin marco, una delas viejas pinturas de Bill, un bultoabstracto y redondeado, sobre los llanoscolores del desierto.

—Hola, Bill —dijo Guillam.Dejando la puerta abierta, en

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contravención de lo establecido por losadministradores, Haydon siguióadelante, sin decir palabra. Iba vestidocon su habitual descuido. Los parches decuero de su chaqueta no tenían formarectangular sino de rombo, lo que, por laespalda, le daba aspecto de arlequín.Llevaba las gafas alzadas, de maneraque los cristales le quedaban en lafrente. Por unos instantes, los doshombres le siguieron dubitativos, hastaque, bruscamente, Haydon dio mediavuelta sobre sí mismo, la dio como si sucuerpo fuera de una pieza, como unaestatua girando sobre su base, y fijó lamirada en Guillam. Entonces, sonrió de

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manera que sus cejas en forma de cuartocreciente, quedaron levantadas, comolas de un payaso, y su rostro fatigadoquedó hermoso y absurdamente joven.En tono amable, preguntó:

—¿Se puede saber qué haces aquí,paria?

Tomando en serio la pregunta,Lauder comenzó a dar explicacionesreferentes a Belgrado y a dinero ilegal.

Sin mirarle, Bill se dirigió a Lauder.—Más valdrá que guardes bajo

llave los cubiertos. Esos malditoscazadores de cabelleras son capaces derobarle a uno el oro de los dientes.

Con la vista todavía fija en Guillam,

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añadió, como si se hubiese olvidado deello, y ahora lo recordara:

—Y encierra también a las chicas, site dejan hacerlo. ¿Se puede saber desdecuándo los cazadores de cabelleras danlegalidad a su dinero? Esto es trabajonuestro.

—Lauder se encarga de legalizarlo,y nosotros de gastarlo.

En tono súbitamente seco, Haydon sedirigió a Strickland:

—Mandadme los papeles. No estoydispuesto a que se quebranten másnormas del reglamento.

—Ya te los he mandado —dijoGuillara— Seguramente están en el

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correo que tienes sobre la mesa.Con un último movimiento

afirmativo de la cabeza, Haydon lesmandó seguir su camino, de manera queGuillam sintió la pálida mirada azul deHaydon atravesándole la espalda, hastaque llegó a la siguiente esquina oscura.

Como si Guillam acabara deconocer a Haydon, Lauder dijo:

—Es un tipo fantástico. La LondonStation no puede estar en mejoresmanos. Es de una habilidad increíble.Tiene un historial increíble. Realmentebrillante.

Con furia salvaje, Guillam pensó:«En tanto que tú eres brillante por

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asociación, asociación con Bill, con lacafetera, con los bancos». Lasmeditaciones de Guillam fueroninterrumpidas por la cáustica vozbarriobajera de Roy Bland que surgía dela puerta ante la que se disponían apasar:

—Oye, Lauder, espera un momento.¿Has visto al maldito Bill en algúnsitio? Quieren verlo urgentemente.

La voz de Bland fue seguida acontinuación por la fiel voz de TobyEsterhase, proviniente del mismo sitio,como un eco, con acentos de la Europacentral.

—Inmediatamente, Lauder. Hemos

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dado ya la orden de busca y captura.Habían penetrado en el último

estrecho corredor. Lauder se habíaadelantado cosa de unos tres pasos, y seencontraba ya en trance de componer larespuesta a la pregunta, cuando Guillamllegó ante la puerta abierta, y miró haciadentro. Bland estaba sentado,espatarrado y gordo, ante su mesaescritorio. Se había quitado la chaquetay tenía un papel en la mano. El sudorformaba arcos en los sobacos. Elmenudo Toby Esterhase se encontrabaen pie, inclinado hacia Bland, como unmaître de restaurante, rígido embajadoren miniatura, con cabello plateado y

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mandíbula descarnada y poco amistosa,y tenía una mano adelantada hacia elpapel, como si estuviera recomendandouna especialidad. Evidentemente, leíanel mismo documento cuando Bland viopasar a Lauder Strickland.

Lauder, quien tenía la costumbre decontestar repitiendo las palabras de lapregunta, a fin de dar mayorverosimilitud a la contestación, dijo:

—Ciertamente, he visto a BillHaydon. Creo que en estos momentosviene hacia aquí. Hace unos instanteshemos hablado acerca de un par deasuntos.

La mirada de Bland se dirigió

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lentamente hacia Guillam y quedóposada en él. Su helada valoración deGuillam recordaba desagradablementela de Haydon.

—Hola, Peter —dijo.En el mismo instante, el pequeño

Toby se irguió y dirigió la miradarectamente hacia Guillam, una miradacastaña y quieta como la de un perropointer.

—Hola, ¿qué hay de nuevo?, —saludó.

Su encuentro no fue frío, sinoclaramente hostil. Guillam habíatrabajado en íntima colaboración conToby Esterhase, durante tres meses, en

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una delicada operación en Suiza, y Tobyjamás había sonreído, por lo que, ahora,su mirada en modo alguno sorprendió aGuillam. Pero Roy Bland era uno de losdescubrimientos de Smiley, era un tipoimpulsivo y cordial que se encontraba agusto en este mundo, tenía el cabellorojo y era corpulento, un intelectualprimitivo, cuya idea de una nochedivertida consistía en hablar deWittgenstein en los bares de losalrededores de Kentish Town. Habíapasado diez años ocupado en actuarcomo enlace del Partido, y cultivandolos círculos intelectuales de los paísesde la Europa oriental. Pero, ahora, igual

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que Guillam había sido destinado a labase, lo cual, en cierto sentido, nodejaba de ser un momio. Por lo general,su estilo en el comportamiento consistíaen una ancha sonrisa, una palmada en laespalda, y una oleada de aliento cargadodel olor a la cerveza bebida la nocheanterior. Pero ahora no se comportó así.

Roy, formando en su rostro unatardía sonrisa, dijo:

—No pasa nada nuevo, Peter. Sóloque me ha sorprendido verte. Esto estodo. Estamos acostumbrados a norecibir visitas, en este departamento.

Lauder, muy complacido al ver quesus previsiones quedaban confirmadas,

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dijo:—Ahí viene Bill.En el pasillo de luz que se formó

cuando Bill entró, Guillam pudo notar elextraño color de las mejillas de aquél.Eran de un rojo ruboroso, más intenso enla zona de los pómulos, y causado por laruptura de pequeñas venillas. En suintenso nerviosismo, Guillam pensó queeste color le daba un ligero parecido aDorian Gray.

Su reunión con Lauder Stricklandduró una hora y veinte minutos, y en elcurso de este tiempo Guillam pensó másde una vez en Bland y Esterhase, y sepreguntó por qué diablos estaban tan

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preocupados. Por último, Guillam dijo:—En fin, supongo que más valdrá

que consulte el asunto con la Dolphin.Ya sabemos la competencia de esamujer en lo referente a bancos suizos.

Los administradores trabajaban dospuertas más allá de la sección de banca.Arrojando el pase sobre el escritorio deLauder, dijo:

—Dejo esto aquí.El despacho de Diana Dolphin olía a

desodorante reciente. El bolso concadena de Diana Dolphin estaba sobrela caja fuerte, junto a un ejemplar del«Financial Times». Diana Dolphin erauna de aquellas compuestas novias del

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Circus, con las que nadie se casa. Conacentos de cansancio, Diana Dolphindijo que sí, que los documentos de lasactuaciones referentes a la operaciónhabían sido ya presentados en la LondonStation. Sí, comprendía perfectamenteque manejar sin control alguno dineropeligroso era cosa del pasado.

—Estudiaremos el asunto, y tediremos los resultados —anunció.

Con estas palabras quería decir queconsultaría con Phil Porteous, quientrabajaba en la habitación contigua.Guillam pensó que había llegado elmomento de levantar el vuelo.

—Bueno —dijo—, pues entonces se

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lo diré a Lauder.En el lavabo esperó treinta

segundos, ante las piletas, escuchando, yvigilando la puerta reflejada en elespejo. Un curioso silencio se habíaextendido en la totalidad de aquellaplanta. «Vamos —pensó—, te estáshaciendo viejo, actúa ya.» Cruzórápidamente el corredor, entróaudazmente en el despacho delfuncionario de guardia, cerró la puertacon fuerza, y miró alrededor. Calculóque tenía diez minutos a su disposición,y pensó que, en aquel silencio, unportazo violento hacía menos ruido queuna puerta subrepticiamente cerrada.

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Actúa.Había llevado consigo la cámara,

pero la luz era muy mala. La ventanacubierta con una cortinilla en forma dered daba a un patio interior con grancantidad de tuberías ennegrecidas. Nohubiera podido arriesgarse a servirse deuna bombilla más potente, ni siquiera enel caso de que la hubiera tenido, por loque decidió servirse de su memoria. Nose habían producido grandes cambios,desde la nueva organización. Durante eldía, aquel lugar se utilizaba, antes, comosala de descanso de las empleadas, y, ajuzgar por el olor a perfume barato,seguía utilizándose a los mismos fines.

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Junto a una de las paredes estaba eldiván de plástico que por la noche setransformaba en una horrible cama. A sulado había el botiquín con una cruz rojadeslucida, y un televisor averiado. Lacaja de acero estaba en el mismo lugar,entre las clavijas de los teléfonos y losaparatos telefónicos. Se fijó en la caja.Era vieja, y hubiera podido abrirla conun abrelatas. Había ido preparado, conun par de herramientas de metal ligero.Pero recordó que la combinación de lacerradura de aquella caja era 312211, ydecidió probar, a ver si se abría. Larueda había sido usada tantas veces quesabía el camino. Cuando la puerta se

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abrió, del fondo de la caja salió unanube de polvo, que viajó lentamente enel aire a lo largo de cierta distancia, y,luego, se elevó hacia la oscura ventana.En el mismo instante oyó un sonido queparecía el de una sola nota surgida deuna flauta. Con casi toda certeza, lohabía producido un automóvil, al frenar,fuera, en la calle. O quizá la rueda de uncarrito para trasladar documentos, algemir contra el linóleo. Pero, en aquelmomento, fue como una de aquellaslargas y tristes notas que producíaCamilla al practicar, haciendo escalas.Camilla tocaba cuando le daba la gana,exactamente cuando le daba la gana, a

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medianoche, a primera hora de lamañana, en cualquier momento. Leimportaba un comino lo que pudieranpensar los vecinos, la muchacha parecíacarecer de nervios. La recordó enaquella primera noche: «¿En qué lado dela cama duermes? ¿Dónde dejo misropas?» Estaba orgulloso de ladelicadeza con que trataba los asuntosde esta clase, pero en el caso de Camillano servía para nada. La muchacha decíaque la técnica era ya, en sí misma, unaconcesión, una concesión a la realidadde los hechos, en fin, una forma deescapar a dicha realidad. En fin, másvalía seguir adelante.

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Los libros registro de lasactuaciones diarias se encontraban en laestantería superior, con lascorrespondientes fechas en una etiquetapegada al lomo. Parecían dietarios decuentas hogareñas. Cogió el volumencorrespondiente al mes de abril, y leyóla lista de nombres en la primera páginao cubierta interior, mientras sepreguntaba si alguien podía verle desdela habitación al otro lado del patiointerior, y, caso de que pudieran verle,si su presencia despertaría sospechas.Comenzó a estudiar las anotaciones,buscando las de la noche del día diez alonce, en que, al parecer, había tenido

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lugar la comunicación entre la LondonStation y Tarr. Smiley le había advertidoque, en Hong Kong, iban ocho horasadelantados con respecto a Londres.Tanto el telegrama de Tarr como laprimera contestación de Londres habíantenido efecto fuera de las horas detrabajo.

Bruscamente, a sus oídos llegaronvoces procedentes del corredor, y, porun instante imaginó percibir el modo dehablar de Alleline, aquel acentoregional, aquel hablar a gruñidos, enalardes carentes de sentido del humor.Pero, en aquellos instantes, no habíalugar a fantasías. Había ya preparado

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una excusa, en la que ya creía a piesjuntillas, por lo menos en parte. Si ledescubrían, creería enteramente en ella,y en el caso de que los inquisidores deSarratt le atosigaran a preguntas, teníaotra escapatoria, ya que nunca actuabasin ella. De todos modos, estabaaterrado. Las voces se extinguieron, ycon ellas se extinguió el fantasma deAlleline. El sudor le cubría las costillas.Pasó una muchacha tarareando unacanción de «Hair». Pensó, si Bill te oyete asesina, ya que si hay algo que saquea Bill de sus casillas este algo es que lagente tararee. Entonces, con deleite, oyóel furioso rugido de Bill, que le llegó

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como un eco, desde sabía Dios quédistancia:

—¡Basta ya de gritos! ¿Quién es lainsensata que anda gimoteando esamusiquilla?

Actúa. Cuando uno deja de actuar yano vuelve a comenzar. Hay cierto temor,parecido al que experimentan losactores al salir a escena, que le deja auno con la boca seca, le pone los dedosardientes, y le convierte el estómago enagua. Actúa. Devolvió el volumen delmes de abril a su sitió, y cogió, al azar,cuatro volúmenes, los de febrero, junio,septiembre y octubre. Los hojeó deprisa, cotejándolos, los devolvió a su

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lugar, y se agachó. Deseabaardientemente que el polvodesapareciera de una vez. Parecía que lapolvareda no fuera a desaparecer jamás.¿Por qué la gente no se quejaba?Siempre ocurre lo mismo cuando muchagente usa una misma estancia. Nadie seconsidera responsable, y a todos lesimporta un pimiento lo que pase.Buscaba las listas de los conserjes enservicio nocturno. La encontró en laúltima estantería, entre las bolsas de té ylos botes de leche condensada. Lashojas, formando fajos, estaban en elinterior de unos sobres. Los conserjeslas llenaban y las entregaban al

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funcionario de guardia, en el curso delas doce horas de servicio, dos veces,una a medianoche y otra a las seis de lamañana. El funcionario de guardia dabael visto bueno —sabía Dios sobre québase, puesto que el personal en servicionocturno se encontraba diseminado a lolargo y ancho del edificio—, firmaba laslistas, se quedaba con la tercera copia, yla guardaba en la caja, sin que nadiesupiera la razón de esto último. Éste erael procedimiento seguido antes de loscambios, y, al parecer, seguía siendo elmismo.

Pensó: «Polvo y bolsas de té en laestantería». ¿Cuánto tiempo hacía que

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nadie había preparado té?Una vez más se fijó en la noche del

diez al once de abril. La camisa se lepegaba a las costillas. «¿Qué me pasa?¡Dios mío, estoy acabado!» Se balanceóhacia delante y hacia atrás, dos, tresveces, y, por fin, cerró la caja. Esperó,con el oído atento, dirigió una últimamirada preocupada al polvo, y, después,cruzó audazmente el corredor, paraentrar en el seguro refugio de loslavabos. Durante el trayecto, a su oídollegó el confuso ruido de las oficinas, elsonido de las máquinas de redactarclaves, los timbres de los teléfonos, lavoz de una muchacha gritando: «¿Dónde

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están los malditos papeles que hace unmomento tenía en la mano?», y aquelmisterioso sonido de flauta, que, ahora,ya no se parecía al que solía producirCamilla de madrugada. Con furor,pensó, en la próxima ocasión obligaré aCamilla a que haga el trabajo, que lohaga sin argucias, a pecho descubierto,tal como se debe actuar en la vida.

En el lavabo encontró a SpikeKaspar y a Nick de Silsky, en pie antelas piletas y hablando en murmullosmientras se miraban el uno al otro, através de los espejos. Los dos erancorreveidiles al servicio de las redes deespionaje soviético de Haydon, llevaban

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años trabajando, y se les conocía,sencillamente, con el nombre de «losrusos». Tan pronto vieron a Guillamdejaron de hablar.

—Hola, ¿cómo estáis? ¡Dios, soisrealmente inseparables!

Los dos eran rubios y cuadrados.Parecían más rusos que los propiosrusos. Esperó a que se fueran, se limpióel polvo de los dedos, y volvió aldespacho de Lauder Strickland. En tonofrívolo, dijo:

—Menos mal que la Dolphin nohabla.

—Es un funcionario muy competente—repuso Lauder—. Es la que más se

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acerca a la consideración deindispensable. Créeme, esextremadamente competente.

Después de mirar con atención elreloj, firmó el pase, y acompañó aGuillam a los ascensores. TobyEsterhase estaba junto a la valla,hablando animosamente con el joven yadusto conserje.

—¿Regresas a Brixton, Peter? —preguntó Toby.

Había pronunciado estas palabras entono ligero, con el rostro inexpresivo,como de costumbre.

—¿Por qué lo preguntas?—Es que tengo un coche fuera. He

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pensado que podía acompañarte. Tengoque ir hacia allá.

Toby Esterhase no hablaba a laperfección idioma alguno, pero seexpresaba en todos los idiomas. EnSuiza, Guillam le había oído hablarfrancés, y su francés tenía acentoalemán. Su alemán tenía acento eslavo, ysu inglés estaba lleno de errores aquí yallá, de vacilaciones, y de falsossonidos de vocales.

—Gracias, Toby. Creo que voydirectamente a casa. Buenas noches.

—¿Directamente a casa? Pues puedoacompañarte.

—No, gracias. He de hacer unas

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compras. Sí, cosas para mis malditosahijados.

—Comprendo… —dijo Toby—como si no tuviera ahijados.

Y, defraudado, adelantó sumandíbula de granito.

Guillam volvió a pensar, ¿quédiablos quiere este hombre? Los dos, elpequeño Toby y el corpulento Roy, sí,¿qué querían?, ¿por qué se fijaban tantoen él?, ¿habían intuido algo, o es que setrataba de pura casualidad?

Fuera, anduvo por Charing CrossRoad, mirando los escaparates de laslibrerías, mientras la otra parte de sumente vigilaba ambas aceras. Hacía

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mucho más frío que antes, se habíalevantado viento, y, en los rostros de losapresurados transeúntes, habíaexpresión de esperanza.

Guillam sintió una oleada deoptimismo. Decidió que, hasta elpresente momento, había vividodemasiado orientado hacia el pasado.Había llegado el momento de volver alpresente. En Zwemmers se fijó en undecorativo libro, con el título Losinstrumentos musicales a través de lostiempos, y recordó que, a última hora,Camilla tenía una lección con el doctorSand. Retrocedió hasta la altura deFoyles, mirando, al pasar, las colas ante

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las paradas de los autobuses. Smiley lehabía dicho: «Piensa que estás en elextranjero». Al recordar el despacho delfuncionario de guardia, y la mirada debesugo de Roy Bland, Guillam no tuvodificultad alguna en seguir el consejo.Pensó en Bill. ¿Se encontraba Haydonentre los sospechosos? No. Incapaz deresistir una oleada de lealtad hacia Bill,Guillam decidió que éste se encontrabaen una categoría aparte. Bill era incapazde formar parte de un grupo. Al lado deBill, los otros eran pigmeos.

En Soho alquiló un taxi, y dijo que lellevara a la Estación de Waterloo. EnWaterloo, desde una apestosa cabina

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telefónica, marcó un número deMitcham, Surrey, y habló con ciertoinspector Mendel, que había pertenecidoa Servicios Especiales, y a quien Smileyy Guillam conocían de toda la vida.Cuando Mendel se puso al aparato,Guillam preguntó por Jenny, y Mendel ledijo secamente que allí no vivía ningunaJenny. Guillam pidió disculpas y colgóel aparato. Marcó el número deinformación horaria, y mantuvo unaagradable conversación con la cintamagnetofónica automática, lo cual hizodebido a que, fuera de la cabina, habíauna señora esperando que él terminara.Guillam pensó que ahora el otro tipo ya

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habría llegado. Colgó el aparato ymarcó un segundo número de Mitcham,en esta ocasión el de un teléfono públicosituado al final de la calle en que vivíaMendel.

—Aquí Will —dijo Guillam.—Y aquí Arthur —repuso

alegremente Mendel—. ¿Qué tal está,Will?

Mendel era un hombre astuto,habituado a seguir pistas, de cara afiladay vista aguda. En aquellos instantes,Guillam tenía una muy clara imagen deMendel, inclinado sobre un bloc depolicía, lápiz en ristre.

—Voy a darle ahora los datos

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principales, no sea que le atropelle unautobús y no pueda dárselos luego.

Mendel, como si quisiera consolar aGuillam repuso:

—Me parece muy bien, Will. Todaprecaución es poca.

Guillam le comunicó el mensajelentamente, utilizando el lenguajeuniversitario que habían acordado, amodo de protección contra los escuchasque pudiera haber, un lenguaje deexámenes, estudiantes, y temas deexamen robados. Cuando Guillam hacíauna pausa solamente oía un leve sonidocomo si se rascara papel. Imaginó aMendel escribiendo despacio, con letra

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claramente legible, y decidido a nohablar hasta que lo hubiera consignadotodo por escrito.

Por fin, Mendel, después decomprobar con Guillam si había anotadodebidamente el mensaje, dijo:

—A propósito, el laboratorio ya meha entregado las fotos reveladas. Hansalido todas perfectas. Ni una hafallado.

—Gracias, me alegro —dijoGuillam.

Pero Mendel ya había colgado.Guillam pensó: «Hay que reconocer

el mérito de los topos, siguen un largo yoscuro túnel, sin desviarse». En el

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momento en que mantenía la puertaabierta, para que la anciana señoraentrara en la cabina, se fijó en elteléfono colgado en su soporte, y vioque gotas de sudor resbalaban por susuperficie. Pensó en el mensaje aMendel, recordó a Roy Bland y a TobyEsterhase mirándole desde la puerta, yse preguntó angustiado dónde estaríaSmiley, y si tomaba las precaucionesdebidas. Cuando regresó a Eaton Placese dio cuenta de que necesitaba de malmodo la presencia de Camilla, y sintióun poco de miedo al pensar en cuálespodían ser las razones de ello. ¿Acaso,de repente, la edad se había convertido

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en su enemigo? Por primera vez en suvida había pecado contra su concepto denobleza. Se sentía sucio, e inclusoexperimentaba cierto asco hacia símismo.

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12

Hay hombres maduros que, cuandoregresan a Oxford, ven el fantasma de sujuventud, dándoles la bienvenida desdelas piedras de los edificios. Smiley nopertenecía a esta clase de hombres. Diezaños atrás, quizás hubiera sentido unestremecimiento. Ahora no. Al pasarante el Bodleian, pensó vagamente:«Aquí pasé horas de trabajo». Al ver lacasa de su viejo profesor, en ParksRoad, recordó que en su jardín alargado,antes de la guerra, Jebedee le insinuópor vez primera que acaso le interesarahablar con un «par de individuos de

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Londres, a los que conozco». Y, al oír,en la Tom Tower, las campanadas de lasseis de la tarde, se dio cuenta de queestaba pensando en Bill Haydon y Jim.Prideaux, que seguramente llegaron elaño en que Smiley salió de launiversidad, y que, luego, la guerra losreunió. Y, en ociosa curiosidad, sepreguntó qué impresión causabanaquellos dos, juntos, en aquel entonces:Bill, el pintor, polemista y hombre desociedad, y Jim, el atleta que seexpresaba torpemente. Recordó que, ensus mejores tiempos, en el Circus, estasdiferencias quedaron casi borradas: Jimadquirió agilidad en los trabajos

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intelectuales, y Bill no era tonto, nimucho menos, en cuanto se trataba deactuar. Solamente al final, la viejaantítesis se afirmó de nuevo: el caballode labor volvió al establo, y el pensadora su despacho.

Caían gotas, pero Smiley no podíaverlas. Había ido en tren y, luego, fueandando hasta allí, desviándoseconstantemente de su camino: primerohacia Blackwells, la escuela en queestudió, luego hacia cualquier parte,después hacia el Norte… Aquí,anochecía antes, debido a los árboles.

Al llegar a un callejón sin salida,

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Smiley dudó, y una vez más volvió aorientarse. Una mujer cubierta con unchal, en bicicleta, pasó junto a éldeslizándose a través de los haces de luzde las farolas, en aquellas zonas en queatravesaban los girones de niebla. Lamujer se apeó, abrió una verja ydesapareció. Al otro lado de la calle,una confusa figura paseaba a un perro, ySmiley no pudo concretar si se tratabade un hombre o de una mujer. Con estasalvedad, la carretera estaba desierta, lomismo que la cabina telefónica. Derepente, dos hombres adelantaron aSmiley, iban hablando de Dios y de laguerra. El más joven era quien más

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hablaba, y el otro asentía, por lo queSmiley supuso que éste era un profesor.

Avanzaba a lo largo de una vallaalta, de la que salían ramas de arbustos.La verja del número quince girósuavemente en las bisagras. Era unaverja de dos puertas, aunque sólo seutilizaba una. Cuando la empujó, se diocuenta de que faltaba el pestillo. La casase encontraba muy rezagada, y casi entodas las ventanas había luz. En una deellas, en lo alto, se veía a un hombrejoven inclinado sobre un escritorio. Enotra, dos muchachas parecían discutir, yen una tercera ventana una mujer muypálida tocaba la viola, aunque el sonido

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no llegaba a los oídos de Smiley. Lasventanas de la planta baja tambiénestaban iluminadas, aunque con lascortinas corridas. El piso del porcheestaba embaldosado, y la puertaprincipal era de vidrios policromos; enla jamba había una nota que decía:«Pasadas las 11 de la noche, diríjanse ala puerta lateral». Había más notas:«Prince, tres timbrazos», «Lumby, dostimbrazos», «Buzz: estaré fuera toda lanoche; hasta la vista, Janet». Estas notasestaban junto a los timbres. El timbremás bajo decía: «Sachs». Y éste fue elque Smiley oprimió. Inmediatamente seoyeron ladridos y una mujer comenzó a

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gritar. La voz decía:—¡Flush, tonto, es sólo un gamberro!

¡Flush, cállate ya! ¡Flush!La puerta, retenida por una cadena

interior, se abrió un poco. Y en laapertura apareció un cuerpo, mientrasSmiley centraba toda su atención enaveriguar si había alguien más en elinterior de la casa. Y en aquellosinstantes, dos ojos pálidos y astutos,húmedos como los de un niño de cortaedad, examinaban a Smiley, se fijabanen su cartera, en sus zapatos mojados, sealzaban y miraban por encima delhombro de Smiley para ver la calle, yuna vez más volvían a mirarle. Por fin,

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el rostro blanco formó una encantadorasonrisa, y la señorita Connie Sachs, enotros tiempos reina de los archivos delCircus, dio suelta a su espontáneaalegría. Mientras arrastraba a Smiley alinterior de la casa, gritó, con un rastrode tímida risa en su voz:

—¡George Smiley! Mi queridoSmiley… Y pensar que yo creía queeras un vendedor de aspiradores, cuandoen realidad eres tú…

Rápidamente, cerró la puerta.Era una mujer alta. Le pasaba la

cabeza a Smiley. Enmarañado cabelloblanco enmarcaba su rostro ancho. Ibacon una chaqueta castaña, como un

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blazer, y pantalones con una goma en lacintura. Tenía barriga caída, como unviejo. En el hogar ardía un fuego decarbón. Ante el fuego yacían unos gatos,y, en el diván había un inválido perroespaniel, tan gordo que no podíamoverse. En un carrito de ruedasestaban los platos de latón y las latas enque la mujer comía, y las botellas de lasque bebía. En un solo enchufe habíaenchufado la radio, el hornillo eléctricoy las tenacillas para rizar el cabello. Enel suelo, yacía un muchacho con melenaque le llegaba hasta los hombros,ocupado en tostar pan. Al ver a Smiley,el chico abandonó en el suelo el tridente

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de latón. Dirigiéndose al muchacho,Connie imploró:

—Querido Jingle, ¿por qué novuelves mañana? Debes comprender quemi más antiguo amor no viene todos losdías, ¿sabes? —Connie había olvidadomodular su voz. Solía jugarconstantemente con ella, empleándola entoda la gama de los más raros tonos.Siguió—: Te voy a conceder una horade libertad para que hagas lo que te déla gana. ¿Te gusta? —Dirigiéndose aSmiley, añadió, antes de que elmuchacho se hubiera alejado losuficiente para no oírlo—: Éste es unode mis gamberros.

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Mientras Smiley sacaba la botella dejerez del interior de su cartera y llenabados vasos, Connie murmuró, después deuna breve pausa, contemplándoloorgulloso desde el otro extremo de laestancia:

—Todavía doy clases, George,aunque no sé por qué. —Dirigiéndose alespaniel, Connie explicó—: Es elhombre más encantador que he conocidoen mi vida, ¿sabes? Y ha venidoandando. Fíjate en sus zapatos. Havenido andando desde Londres, ¿verdadque sí, George? ¡Dios mío, qué alegría!

Tuvo dificultades para beber. Laartritis había engarfiado sus dedos,

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como si se los hubiera quebrado todosen un mismo accidente, y tenía el brazorígido. Mientras extraía del bolsillo delblazer un cigarrillo suelto, preguntó aSmiley:

—¿Has venido solo? ¿No teacompaña nadie? —Smiley le encendióel cigarrillo, y Connie lo sostuvo comosi fuera una cerbatana, posando losdedos a lo largo del pitillo. Después,como si le apuntara con el cigarrillo,dirigió la astuta mirada de sus ojosenrojecidos a Smiley, y le preguntó—:¿Y qué vas a pedirle a Connie, malo másque malo?

—Sus recuerdos.

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—¿Qué parte de ellos?—Vamos a recordar viejos tiempos.—¿Lo has oído, Flush? —exclamó

Connie—. Primero nos echan, dándonosun hueso pelado por toda recompensa, y,luego, vienen a suplicar. ¿Qué viejostiempos?

—Traigo una carta de Lacondirigida a ti. Esta tarde, a las siete,estará en su club. Si tienes algúnescrúpulo, llámale desde el teléfonopúblico al final de la calle. Preferiríaque no lo hicieras, pero si lo haces,Lacon emitirá los sonidos precisos paraimpresionarte.

Hasta este instante, Connie había

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tenido las manos en los brazos deSmiley, pero ahora las dejó caer a suscostados, y, durante un buen rato, estuvoflotando por la estancia, sabedora decuáles eran los lugares en que podíadescansar, y los puntos en que podíaapoyarse, mientras murmuraba:

—¡Maldito sea George Smiley ytoda su pandilla!

Al llegar junto a la ventana, quizásimpulsada por la fuerza de la costumbre,entreabrió las cortinas, pero, al parecer,fuera nada había que atrajera suatención.

—¡Maldito seas, George! —musitó—. ¿Cómo te has atrevido a meter a

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Lacon en el asunto? Este hombre escapaz de dirigir los asuntos a tiencargados, aprovechándose de queestás absorto en ellos.

Sobre la mesa descansaba elejemplar del «Times» del día, con elcrucigrama en su parte superior. En lascasillas se veían letras laboriosamentetrazadas. No había ni una casilla enblanco. Ahora, Connie se encontrabadebajo del arco formado por la escalera;había cogido del carrito el vaso de jerezpara entonarse; desde aquel rincón, casicantando las palabras, dijo:

—He ido al fútbol, hoy. Mi queridoWill me ha llevado al fútbol. Will es mi

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gamberro favorito. Ha sido un buendetalle por su parte, ¿verdad? —Ahora,su voz de niña se elevó indignada—: YConnie ha pasado mucho frío, George.Connie se ha quedado helada hasta losdedos de los pies.

Smiley intuyó que Connie estaballorando. La sacó de la oscuridad y lallevó hasta el sofá. El vaso de Connieestaba vacío, por lo que Smiley lo llenóhasta la mitad. Sentados el uno al ladodel otro, en el sofá, los dos bebieron,mientras las lágrimas de Connie leresbalaban por el blazer y le mojabanlas manos. Decía:

—¡George, mi querido George!

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¿Sabes lo que me ha dicho esa mujer,cuando me han echado? ¿La encargadade personal? —Con el índice y el pulgarhabía cogido una punta del cuello de lacamisa de Smiley y la retorcía, mientrasiba serenándose—. ¿No sabes lo que meha dicho? —Ahora, habló con voz desargento—: Pues me ha dicho: «Estáusted perdiendo el sentido de laproporción, Connie, ya es hora de que seentere de cómo es la realidad». Odio larealidad, George. Me gusta el Circus ymis queridos muchachos.

Cogió las manos de Smiley e intentóenlazar sus dedos con los de éste. Convoz reposada, pronunciando el nombre

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de acuerdo con las instrucciones deTarr, Smiley dijo:

—Polyakov, AlekseyAleksandrovich Polyakov, agregadocultural de la Embajada soviética enLondres. Ha resucitado, tal como túpreviste.

Por la calle se acercaba unautomóvil. Smiley sólo oyó el sonido delas ruedas, ya que el motor había sidoparado. Luego, unos pasos muy leves.

Connie musitó, con los ojos debordes rojizos fijos en Smiley, mientraséste compartía con ella los sonidosllegados de fuera:

—Janet va a meter en su casa, a

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escondidas, a su novio. Imagina que nolo sé. ¿Oyes? Lleva chapas metálicas enlos tacones. Ahora está esperando. —Los pasos se habían detenido, y se oyóun sonido de roces—. Ahora, Janet le dala llave. Janet imagina que el chico abrela puerta más silenciosamente de lo quelo hace ella. Pero no es verdad. —Lacerradura se abrió, con un fuerte y secosonido. En un suspiro, con una sonrisade impotencia, exclamó—: ¡Loshombres…! George, ¿por qué has tenidoque sacar a relucir a Aleks?

Durante los instantes que siguieron,Connie lloró por Aleks Polyakov.

Smiley recordó que los hermanos de

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Connie eran profesores. Y el padretambién era profesor de algo. Controlhabía conocido a Connie en el curso deunas partidas de bridge, y se inventó unempleo para ella.

Connie comenzó su relato como si setratara de un cuento de hadas:

—Hubo una vez un desertor llamadoStanley, hace ya mucho tiempo, en elsesenta y tres…

Y prosiguió el relato conformándolocon aquella falsa lógica, en parteintuición y en parte oportunismointelectual, que suele ser fruto de unamente maravillosa que nunca llegará asu madurez. Su rostro blanco y sin

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forma, adquirió el esplendor que animaal de las abuelas cuando evocanencantadores recuerdos. Su memoria eratan ancha como su cuerpo, y, sin lamenor duda, Connie amaba más aaquélla que a éste, ya que prescindió detodo para escuchar la voz de sumemoria. Se olvidó de su copa, delcigarrillo, e incluso de la pasiva manode Smiley. Había dejado de estarsentada en postura de abandono, y ahorasu cuerpo había adquirido cierta rigidez.Inclinó la gran cabeza a un lado,mientras, ensoñada, se retorcía unmechón de su blanco y algodonosocabello. Smiley había imaginado que

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Connie comenzaría refiriéndosedirectamente a Polyakov, pero comenzóhablando de Stanley. Smiley habíaolvidado la pasión de Connie por losárboles genealógicos. Connie dijo elnombre de Stanley, pseudónimo que losinquisidores habían dado a un desertorde quinta categoría, procedente delCentro de Moscú. Marzo del sesenta ytres. Los cazadores de cabelleras lohabían comprado, de segunda mano, alos holandeses, y lo habían facturadopara Sarratt, y, probablemente, si nohubieran estado en la temporada decalma chicha, y los inquisidores nohubiesen tenido el tiempo preciso para

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ello, nada se hubiera sacado de lapresencia de aquel desertor. Peroresultó que el hermano Stanley teníacierta importancia, y los inquisidorespudieron descubrirlo. Los holandeses,por su parte, no se dieron cuenta, y unacopia de su informe llegó a manos deConnie. En este momento, Connierefunfuñó:

—Lo cual fue otro milagro, sitenemos en cuenta que todos, y de unm o d o especial los de Sarratt,observaban la norma absoluta, de nodejar que los demás efectuaran el menortrabajo de investigación.

Smiley esperó pacientemente a que

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Connie dijera en qué estribaba la ciertaimportancia de Stanley, ya que Connieera mujer de edad avanzada, y lo únicoque un hombre podía darle era tiempo.

Stanley había desertado, mientrasestaba entregado a un trabajo deviolencia física, en La Haya. El tipo erauna especie de asesino profesional, yhabía sido enviado a Holanda con lamisión de asesinar a un exiliado rusoque comenzaba a molestar demasiado alCentro de Moscú. Pero, en vez de llevara cabo su misión, Stanley decidiódesertar. Con acento de gran desprecio,Connie dijo:

—Según parece, se dejó engañar por

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una chica. Los holandeses le habíanpreparado una trampa amorosa, yStanley cayó en ella.

A fin de prepararle para esta misión,el Centro de Moscú le había enviado auno de sus campos de adiestramiento enlas afueras de la capital, en donderefrescó un poco sus conocimientos delas artes negras, las artes del sabotaje ydel asesinato silencioso. Cuando losholandeses lo atraparon, quedaronescandalizados de esto último, ycentraron sus interrogatorios en ello.Publicaron la foto de Stanley en losperiódicos, y le hicieron dibujar balasde cianuro, y otras piezas de ese terrible

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armamento que tanto gusta a los delCentro de Moscú. Pero los inquisidoresse sabían de memoria este asunto de lasarmas, y centraron su atención en elcampo de adiestramiento en sí mismo,que era nuevo y poco conocido. Connieexplicó: «Era como un Sarratt demillonarios». Los inquisidores trazaronun plano de dicho campo, que seextendía a lo largo y ancho de variosacres de tierra con bosque y lagos, ytambién dibujaron todos los edificiosque Stanley recordaba, comolavanderías, cantinas, barracones delectura, cocinas y todo lo demás. Stanleyhabía estado allí varias veces, y

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recordaba muchas cosas. Losinquisidores creían que ya habíanterminado, cuando Stanley se quedó muypensativo, tomó el lápiz y dibujó, en elángulo noroeste, cinco barracones más,rodeados de una doble valla para quepor el pasillo pasearan los perrosguardianes. Pobre Stanley… Dijo queestos barracones eran nuevos,construidos en los últimos meses. Sellegaba a ellos a lo largo de un caminosecreto, y Stanley los había visto desdelo alto de una colina, un día en quepaseaba en compañía de su instructor,Milos. Con mucha intención en suspalabras, Connie dijo que, según Milos,

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quien era amigo de Stanley, en dichosbarracones se alojaba una escuelaespecial, recientemente fundada porKarla, para adiestrar a militares en elsutil arte de urdir secretasmaquinaciones con no menos secretospropósitos.

—¡Ahí está la madre del cordero! —exclamó Connie—. Durante años,habíamos oído rumores de que Karlaintentaba formar su propio ejércitoparticular, en el seno del Centro deMoscú, pero que el pobrecillo carecíadel poder suficiente para ello. Sabíamosque Karla tenía agentes esparcidos portodo el globo, y, como es natural, temía

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que, al hacerse viejo, fuera incapaz dedirigirlos él solito. Sabíamos tambiénque Karla, igual que todos, tenía unterrible sentido de posesión de susagentes, y que no podía tolerar nisiquiera la idea de que dichos agentesquedaran bajo el mando de losresidentes, o sea, los representanteslegales del Centro, en los países de quese tratara. Como es natural, no estabadispuesto a que eso ocurriera. Ya sabeslo mucho que Karla odiaba las oficinasde los residentes, por considerarlasdotadas de un exceso de personal y muyinseguras. También odiaba a la viejaguardia. A los miembros de ésta les

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llamaba cabezas cuadradas. Y teníarazón. Bueno, el caso es que, ahora,Karla tenía la autoridad precisa para suspropósitos, y comenzó a actuar, igualque hubiera hecho cualquier hombre devalía.

No fuera que Smiley hubieraolvidado la fecha, Connie repitió:

—Marzo del sesenta y tres.Luego nada ocurrió, como es lógico:—En fin, lo de siempre. Abandonar

el asunto, dedicarse a otros, y esperar.Connie estuvo esperando tres años,

hasta el día en que el mayor MikailFedorovich Komarov, ayudante delagregado militar de la Embajada

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soviética en Tokio, fue pillado infraganti, en el momento en que se hacíacargo de seis rollos de informaciónsecreta, que le había facilitado un altofuncionario del Ministerio de Defensadel Japón. Komarov era el protagonistadel segundo cuento de hadas de Connie.Komarov no era un desertor, sino unsoldado que lucía las insignias deartillería.

—¡Y medallas, querido…!¡Medallas a montones!

Komarov tuvo que ausentarse deTokio con tal premura que su perroquedó encerrado en el piso y, más tarde,lo encontraron muerto, muerto de

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hambre, lo cual era algo que Connie nopodía perdonar a Komarov. Pero elagente japonés de Komarov fue, desdeluego, debidamente interrogado, y, poruna feliz coincidencia, el Circus pudocomprar el correspondiente expediente ala Toka.

—Y ahora recuerdo que fuiste tú,precisamente tú, quien negoció estacompra, George.

En un raro arranque de vanidadprofesional, Smiley reconoció que sí,que cabía la posibilidad de que élhubiera intervenido en el asunto.

Lo esencial de este expediente eramuy sencillo. El funcionario del

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Ministerio de Defensa japonés era untopo. Había sido reclutado antes de laguerra, aprovechando la invasión deManchuria por los japoneses, y quien loreclutó fue un tal Martin Brandt,periodista alemán que, al parecer,estaba relacionado con el Comintern.Brandt, dijo Connie, era uno de loshombres de Karla, durante los añostreinta. En cuanto a Komarov, resultabaque nunca fue miembro del personal delresidente oficial en Tokio, en el ámbitode la embajada, sino que trabajaba ensolitario, con un subordinado encargadode los trabajos menores, y estando enrelación directa con Karla, del que

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había sido compañero de armas, durantela guerra. Más aún: Komarov, antes deir a Tokio, había asistido a un cursoespecial de adiestramiento, en unaescuela situada en las afueras de Moscú,a la que iban los individuos que Karladesignaba personalmente. Connie cantó:

—Conclusión, el hermano Komarovfue nuestro primer, y no demasiadobrillante, titulado de la escuela deKarla. Fue fusilado, el pobrecillo. —Bajando dramáticamente la voz, añadió—: No los ahorcan, no. Son demasiadoimpacientes para ello, los desgraciados.

Ahora, Connie consideró que podíaponer manos a la obra, dijo. Sabedora

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de lo que tenía que buscar, estudiócuidadosamente el expediente de Karla.Se pasó tres semanas en Whitehall, conlos especialistas en cuestiones delejército soviético, examinando losdestinos militares publicados en elboletín de dicho ejército, en busca denombramientos que ocultaran larealidad, hasta que, entre una multitud desospechosos, consideró que habíadescubierto a tres nuevos, y plenamenteidentificables, discípulos de Karla.Todos eran militares, todos conocíanpersonalmente a Karla, y todos teníanentre diez y quince años menos que éste.Sus nombres eran Bardin, Stokovsky y

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Viktorov, todos ellos coroneles.Al sonar este último nombre, las

facciones de Smiley quedaron cubiertasde inexpresividad, en sus ojos aparecióuna expresión de cansancio, y parecíaque estuviera luchando para superar elaburrimiento que le embargaba.

—¿Y qué fue de ellos? —preguntóSmiley.

—Bardin cambió su nombre por elde Sokolov, y después por el deRusakov. Pasó a formar parte de ladelegación de la URSS en la sede de laONU, en Nueva York. No estabaabiertamente relacionado con elresidente, no intervenía en operaciones

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de información, no se mezclabademasiado con las gentes del lugar, nointentaba reclutar agentes, y se dedicabaa su trabajo oficial. Que yo sepa, aúnestá allí.

—¿Stokovsky?—Se dedicó a espía clandestino,

ilegal. Montó un negocio fotográfico enParís, bajo el nombre de Grodescu, y sehizo pasar por francés de origen rumano.Estableció una sucursal en Bonn, que, alparecer, se dedicaba a cultivar una delas fuentes de información de Karla, enla Alemania occidental.

—¿Y el tercero, Viktorov?—Desapareció sin dejar rastro.

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—¡Dios mío…! —exclamó Smiley.—Siguió los cursos, y desapareció

de la faz de la tierra. Quizás hayamuerto. Por lo general, tenemos ciertatendencia a olvidar las causas naturales.

Smiley se mostró de acuerdo:—Es muy cierto, muy cierto…Los largos años de vida secreta

habían enseñado a Smiley el arte deescuchar con la parte delantera de lamente, de dejar que las aparienciasprimarias se hicieran patentes, en tantoque otra facultad, totalmente separada dela primera trabajaba arduamente parahallar las conexiones históricas. En estecaso, la conexión unía a Tarr con Irina,

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pasaba de Irina a su pobre ex-amante,aquel que tan orgulloso estaba de que lellamaran Lapin, y de haber estado alservicio de cierto coronel GregorViktorov, «cuyo nombre de guerra en laembajada es Polyakov». Estasconexiones se le quedaron grabadas enla memoria, como un árbol genealógico.Nunca las olvidaría. Con lúgubreacento, Smiley preguntó:

—¿Había fotos, Connie? ¿Pudistehacerte con descripciones físicas?

—De Bardin, el de la ONU, sí,como es natural. De Stokovsky quizá.Teníamos una vieja foto de prensa,correspondiente a sus tiempos en el

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ejército, pero no pudimos verificar laautenticidad de la foto.

Mientras se dirigía al otro extremode la estancia, en busca de bebida,Smiley preguntó:

—¿Y de Viktorov, el quedesapareció sin dejar rastro? ¿Noteníais una hermosa foto de él?

Con una distraída sonrisa de cariño,Connie dijo:

—El coronel Gregor Viktorov…Luchó como un terrier en Stalingrado.No, no conseguimos fotos de él.Lástima. Se decía que era el mejor detodos, con mucha diferencia a su favor.Aunque, desde luego, nada sabemos de

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los otros. Cinco barracas y unadiestramiento de dos años. Querido,esto significa que son bastantes más detres, los licenciados, en el curso deestos años.

Con un leve suspiro de desengaño,como si quisiera expresar que, hasta elmomento, en el relato de Connie, ymenos aún en lo referente a la personadel coronel Gregor Viktorov, nada habíaque pudiera ayudarle en su laboriosabúsqueda, Smiley sugirió que pasaran ahablar del fenómeno, totalmente ajeno,de Aleksey Aleksandrovich Polyakov,de la Embajada soviética en Londres, alque Connie conocía mejor por el nombre

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de querido Aleks Polyakov, y concretarqué lugar ocupaba en la organización deKarla, y cuál era la razón por la que aConnie le prohibieron que prosiguieralas investigaciones referentes a dichopersonaje.

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Ahora, Connie estaba mucho másanimada. Polyakov no era unprotagonista de cuento de hadas, sinoque era su amante Aleks, pese a queConnie jamás había hablado con él y aque, probablemente, nunca le había vistoen carne y hueso. Connie se habíatrasladado a otro asiento, más cercano ala lámpara de lectura, es decir, a unamecedora que le aliviara ciertosdolores. No había sitio alguno en el queConnie pudiera permanecer largo ratosentada. Había echado la cabeza haciaatrás de modo que ante la vista de

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Smiley quedaron los blancos plieguesdel cuello de Connie, quien habíadejado una de sus rígidas manoscolgando en el aire, coquetamente,mientras recordaba indiscreciones delas que no se arrepentía. Pero, para laordenada mente de Smiley, lasespeculaciones de Connie, analizadas deacuerdo con la ortodoxa aritmética delservicio secreto, eran todavía más locasque las anteriores.

—¡Era muy bueno, pero que muybueno! —dijo Connie—. Aleks estuvoaquí siete largos años, sin que nosotrostuviéramos la menor sospecha. ¡Sieteaños!

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Connie recitó los datos de laprimera petición de visado, solicitadaantes de que transcurrieran losmencionados siete años: Polyakov,Aleksey Aleksandrovich, licenciado enla Universidad de Leningrado, ayudanteagregado cultural, con categoría desegundo secretario, casado, aunque novenía en compañía de su esposa, nacidoel tres de marzo de mil novecientosveintidós, en Ukrania, hijo de untransportista, sin que se dijera nadareferente a enseñanza primaria y media.Siguió, sin hacer una pausa, recitando laprimera descripción reglamentariaefectuada por los faroleros: altura, cinco

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pies con once pulgadas, corpulento, ojosverdes, cabello negro, sin visiblesseñales distintivas. —Connie se echó areír—. Era un alegre gigantón. Untremendo bromista. Con un mechón decabello que le caía en la parte derechade la frente, sobre el ojo. Estoy segurode que le gustaba pellizcar el trasero delas chicas, pese a que nunca le pillamoscon las manos en la masa. De buenagana le hubiera ofrecido un par detraseros de nuestro servicio, si nuestroToby hubiese estado dispuesto acolaborar, pero no lo estaba. Y con estono quiero decir, ni mucho menos, queAleksey Aleksandrovich hubiera caído

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en semejante trampa. —Con orgullo,declaró—: Aleks estaba muy por encimade esto. Tenía una hermosa voz. Comola tuya, dulce. A menudo yo escuchabalas cintas dos veces, sólo para oírlehablar. ¿Está todavía aquí, George?Incluso preguntarlo me da miedo. Temoque todos hayan sido relevados y que yano conozca a nadie.

Smiley la tranquilizó, diciéndoleque, efectivamente, aún estaba enLondres, con el mismo cargo y el mismorango. Connie inquirió:

—¿Y aún vive en aquella horriblecasita de la zona residencial de Highgateque tanto odiaban los vigilantes a las

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órdenes de Toby? Era el númerocuarenta de Meadow Close. ¡Un lugarhorrible! Me gustan los tipos querealmente viven de acuerdo con el cargoficticio que ocupan, para ocultar sutrabajo de espionaje, y Aleks realmentelo hacía. Era el funcionario de lasección de cultura más ocupado quejamás haya tenido embajada alguna. Siquerías conseguir algo de prisa, fuera unconferenciante o un músico o cualquierotro tipo por el estilo, Aleks abreviabalos trámites burocráticos con máseficacia que nadie.

—¿Y cómo se las arreglaba para sertan eficiente?

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Ruborizándose, Connie repuso:—No de la manera que tú imaginas,

George Smiley. ¡Oh, no! AleksAleksandrovich era exactamente lo quedecía que era. Y si lo dudas, pregunta aToby Esterhase o a Percy Alleline.Blanco y puro como la nieve. Impecableen todos los aspectos. ¡Toby pondría lamano en el fuego, en esta materia!

—Vamos, vamos, Connie, noexageres —dijo Smiley llenando el vasode Connie.

Sin inmutarse, Connie exclamó:—¡Perfecto! ¡Era la perfección

absoluta! Aleksey AleksandrovichPolyakov era un seis cilindros

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preparado por Karla, de lo mejorcitoque he visto, y yo lo decía, pero nadieme hacía caso. Toby me decía: «Vesespías por todos lados, hasta debajo dela cama». Y Percy, con su acentoescocés, me decía: «Los faroleros estánmuy ocupados, y no tenemos tiempo paraemplearlo en lujos». ¡Narices, lujos! —Ahora, Connie volvía, a llorar—. PobreGeorge. Tú intentaste ayudarme un poco,pero nada podías hacer. Tambiénestabas aislado. Oh, George, por favor,no vayas de caza con Lacon y su gente…Por favor, no lo hagas.

Con cuidado, Smiley logró que laatención de Connie volviera al tema de

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Polyakov, y a las razones por las queestaba tan segura de que éste era unhombre al servicio de Karla, ylicenciado en la escuela especial deéste.

—Era el Día de la Conmemoración—dijo Connie entre sollozos—. Y lofotografiamos con sus medallas.

Otra vez estaban en el primer año, elprimero de los ocho años de su aventuraamorosa con Aleks Polyakov. Conniedijo que lo más curioso del caso era quese había fijado en Polyakov desde elinstante en que llegó.

—Inmediatamente —dijo— pensé:«Vaya, vaya, me parece que voy a

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divertirme un poco contigo, muchacho».Connie no sabía exactamente por qué

pensó así. Quizá se debió a su aire deseguridad en sí mismo, a su manera deandar, como si viniera de un desfile.

—Tieso como una vela. Con el sellodel ejército desde la coronilla hasta laspuntas de los pies. —O quizá se debióal modo en que Aleks vivía—. Eligió laúnica casa de Londres a la que losfaroleros no podían acercarse hastamenos de cincuenta metros. —O quizáfue, su trabajo—. Ya había tresagregados culturales, dos de ellos eranespías, y lo único que hacía el terceroera mandar flores al cementerio de

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Highgate, para la tumba del pobre KarlMarx.

Ahora, Connie estaba un pocomareada, por lo que Smiley la obligó acaminar un poco, soportando sobre sítodo el peso de la mujer, cuando ellatropezaba. Connie dijo que, al principio,Toby Esterhase accedió a poner a Aleksen la lista A, y que sus faroleros deActon le vigilaran en días escogidos alazar, unos doce días de cada treinta, yque, siempre que le vigilaron, Aleksdemostró ser puro como la nieve.

—Querido, cualquiera hubiera dichoque yo le había telefoneado paradecirle: «Aleks Aleksandrovich, ten

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mucho cuidado con lo que haces, porquehe hecho lo preciso para que lossabuesos de Toby te vigilen. Por estolimítate a cumplir con los deberes de tucargo oficial, y no hagas nada raro».

Asistía a espectáculos yconferencias, paseaba por el parque,jugaba un poco a tenis, y, con lasalvedad de obsequiar con caramelos alos niños, todas sus actividades eraabsolutamente respetables. Connie luchópara que fuera constantemente vigilado,pero perdió la batalla. La máquinasiguió funcionando regularmente y, enconsecuencia, Polyakov fue trasladado ala lista B, en la que sería objeto de

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estudio una vez cada seis meses, o en lamedida que los recursos disponibles lopermitieran. Los estudios semestralesningún resultado dieron, y al cabo detres años fue calificado de Persil, esdecir, después de una investigaciónprofunda, resultó que era individuocarente de interés desde el punto devista del servicio secreto. Connie yanada podía hacer, y, realmente, habíacomenzado a aceptar los hechos, cuandoun maravilloso día del mes denoviembre, el encantador Teddy Hankie,la llamó muy agitado, desde laLavandería de Acton, para decirle queAleks Polyakov había dado muestras, al

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fin, de ser lo que realmente era.—Teddy era un viejo, pero que muy

viejo, compañero. Pertenecía a la viejaguardia del Circus, y era encantador,pese a que casi tenía noventa años.Había terminado la jornada y se dirigíaa su casa, cuando el Volga delembajador soviético pasó por la calle,dirigiéndose, al parecer, a la ceremoniade depositar coronas de flores, yllevando a tres agregados de servicio.Otros tres iban en un segundo automóvil.Uno de ellos era Polyakov, y lucía másmedallas que un árbol de Navidad.Teddy se dirigió a toda prisa aWhitehall, con su cámara, y les sacó una

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foto desde el otro lado de la calle.Querido, todas las circunstancias nosfavorecieron. El tiempo era perfecto,porque, después de llover, ahora lucíaun hermoso sol de atardecer, de maneraque Teddy hubiera podido fotografiar lasonrisa de una mosca, a trescientosmetros de distancia. Ampliamos lasfotos, y vimos las medallas: dos alvalor, y cuatro de participación encampañas. Aleks Polyakov era un excombatiente y a nadie lo había dicho enel curso de siete años. ¡No sabes lo queme emocioné! Ni siquiera tuve quetrazar planes de actuación. Llaméinmediatamente a Toby, y le dije:

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«Toby, escúchame un instante, venenosoenano húngaro. Estamos ante un caso enque, por fin, el ego ha triunfado sobrelas necesidades de cumplir con todas lasexigencias de un cargo ficticio. Quieroque investigues, todo lo referente aAleks Aleksandrovich, por todos loslados, del derecho y del revés, y noquiero excusas ni pretextos. Micorazonada ha resultado ser cierta».

—¿Y qué dijo Toby?El espaniel gris soltó un suspiro de

tristeza, y volvió a dormirse. Derepente, Connie se había quedado muysola.

—¿Toby? Bueno, pues Toby me

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habló con voz de pescado, y me dijoque, ahora, Percy Alleline era el jefe deoperaciones, por lo que correspondía aPercy, y no a él, asignar loscorrespondientes recursos.Inmediatamente, me di cuenta de quealgo funcionaba mal, y pensé que eraToby. —Guardó silencio durante unosinstantes. Con voz cansada, musitó—:Maldito fuego… En cuanto una sedescuida, se apaga. —Había perdidotodo interés en el asunto—. Ya sabes elresto. El informe pasó a Percy, quiendijo: «Bueno, ¿y qué? Polyakov estuvoen el ejército ruso, que era un ejércitobastante numeroso, y no todos los que

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lucharon en él eran agentes de Karla».Muy gracioso. Me acusó de entregarmea deducciones poco científicas. Y yo ledije: «¿Qué quieres decir con eso?» Yél contestó: «Que no es una deducción,sino una intuición». Y yo le contesté:«Querido Percy, cuando empleaspalabras así, pareces un médico pedanteo algo por el estilo». ¡Cómo se puso!Bueno, el caso es que, como favorespecial, Toby encargó a sus sabuesosque vigilaran a Aleks, y no consiguieronnada. Yo dije: «Registrad su casa,registrad su coche, fingid un atraco,volvedle del revés, poned micrófonos.Fingid que le habéis confundido con otro

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y registradle los bolsillos. Haced algo,cualquier cosa, porque me juego unalibra contra un rublo a que AleksPolyakov está en contacto con un topoinglés». Y, entonces, Percy me mandóllamar, y muy altanero, con su acentoescocés, me dijo: «Debes dejar en paz aPolyakov. Y debes quitarte de tualocada cabeza de mujer a este hombre,¿comprendes? Tú y tu maldito Polyakovos estáis convirtiendo en una lata paratodos nosotros. Déjale en paz». Luegome mandó una carta muy poco cortés,con copia para la vaca en jefe, en la quedecía: «En el curso de nuestraconversación, usted se mostró de

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acuerdo…» Al pie de la carta, escribí:«Sí, repito que no». Y le devolví lacarta. —Connie volvió a emplear su vozde sargento—: Estás perdiendo tusentido de la proporción, Connie. Ya eshora de que te enfrentes con la realidad.

Ahora, Connie tenía resaca. Volvía aestar sentada, inclinada hacia el vaso.Había cerrado los ojos, y su cabeza seinclinaba, una y otra vez, hacia un lado.Despertó bruscamente, y murmuró:

—Dios mío… Pobre de mí…—¿Tenía Polyakov un hombre a su

servicio, un ejecutor de órdenes? —preguntó Smiley.

—¿Por qué iba a tenerlo? Era un

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agregado cultural, y los agregadosculturales no necesitan ejecutores deórdenes.

—Komarov tenía uno, en Tokio. Túmisma lo has dicho.

—Komarov era militar —contestóConnie enfurruñándose.

—Y Polyakov también. Viste susmedallas.

Smiley le cogió la mano, esperandosu reacción. Connie dijo que tenía a untal Lapin, el conejo, chófer al serviciode la embajada. Al principio, Connie nopodía identificar a este hombre.Sospechaba que Lapin era cierto Ivlov-Brod, pero no tenía modo de

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demostrarlo, y nadie podía ayudarla.Lapin, el conejo, se pasaba la mayorparte del día paseando por Londres,mirando a las chicas y sin atreverse ahablarles. Pero, poco a poco, Conniecomenzó a poner en relación unoshechos con otros. Polyakov dio unarecepción, y Lapin le ayudó a servirbebidas. A última hora de la noche,llamaron a Polyakov por teléfono, ymedia hora después, Lapin volvió aaparecer, seguramente a fin de descifrarun telegrama. Y, cuando Polyakov setrasladó en avión a Moscú, Lapin, elconejo, se fue a vivir a la embajada, eincluso dormía en ella.

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Connie concluyó con firmeza:—Estaba sustituyendo a su jefe; de

esto no cabe la menor duda.—¿Y también diste cuenta de esto?—Naturalmente.—¿Y qué pasó?Soltó una risita.—Connie fue despedida, y Lapin

regresó feliz y contento a su casa. —Bostezó, añadiendo—: ¡Qué tiemposaquellos…! ¿Fue mi despido el que diocomienzo al alud de despidos, George?

El fuego se había apagado. En otraestancia, seguramente del piso superior,sonó un sordo sonido, quizá lo habíanproducido Janet y su amante. Poco a

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poco, Connie comenzó a tararear, y,luego, se balanceó al compás deltarareo.

Smiley se quedó, con el propósito deanimar un poco a Connie. Le sirvió másvino, y, por fin, Connie se animó.

—Ven —dijo—, que te voy aenseñar mis asquerosas medallas.

Recepción en el dormitorio, una vezmás. Las tenía en una maltratada carteraque Smiley tuvo que sacar de bajo lacama. Primeramente, había una auténticamedalla en una cajita, con una menciónhonorífica mecanografiada, en la que sedaba a Connie su nombre de guerra, osea, Constance Salinger, y se decía que

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quedaba incluida en la lista que semandaba al primer ministro para laconcesión de honores. Poniendo sumejilla junto a la de Smiley, Conniedijo:

—Me la dieron porque Connie erauna buena chica, y quería a todos losestupendos chicos que trabajaban conella.

Luego había fotografías de antiguosmiembros del Circus: Connie con eluniforme militar femenino, durante laguerra, entre Jeebedee y el viejo BillMagnus, el matemático, tomada en algúnlugar de Inglaterra; Connie con BillHaydon a un lado y Jim Prideaux al otro,

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con los hombres vestidos y equipadospara jugar al cricket, y los tres conaspecto de gente «muchas gracias, esusted muy amable», dicho sea con laspropias palabras de Connie, durante uncurso de verano en Sarrat, con el campoextendiéndose a sus espaldas, la hierbarecién segada e iluminada por el sol.Luego, una enorme lupa, con firmas en elcristal de aumento; eran firmas de Roy,Percy y muchos más, con las palabras:«Para Connie, que siempre estará connosotros, con amor».

Por fin, había el especial homenajede Bill, consistente en una caricatura deConnie, tumbada en los jardines del

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Palacio de Kensington, y ocupándolostotalmente con su cuerpo, entregada avigilar con un telescopio la Embajadasoviética, y las palabras: «Con amor ytiernos recuerdos, para la muy queridaConnie».

—Aquí todavía se acuerdan de él —dijo Connie—. El chico prodigio. En lasala de descanso de Christ Churchtodavía tienen un par de cuadros suyos.Los sacan muy a menudo, y los vuelvena poner. Hace poco, un par de días,creo, Giles Langley me paró y mepreguntó si había tenido noticias deHaydon últimamente. No sé lo que lecontesté, sí o no. En fin, no lo sé. ¿Sabes

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si la hermana de Giles sigueorganizando pisos seguros para refugiode los agentes del servicio? —Smileyno lo sabía. Connie siguió—: Giles dijo:«Le echamos mucho de menos aquí,ahora ya no hay tipos como él». Gilesdebe tener cien años, por lo menos. Dijoque le dio clases de historiacontemporánea, en los tiempos en que«imperio» todavía no era una palabrafea. También preguntó por Jim. Dijo:«Jim, su alter ego, ejem, ejem…» Túnunca le tuviste simpatía a Bill,¿verdad?

Connie siguió parloteando entérminos vagos, mientras envolvía en

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plástico y retales sus recuerdos.—Nunca llegué a averiguar —dijo

— si tenías celos de él o él los tenía deti. Era demasiado apuesto, me parece.Siempre sentiste desconfianza hacia loshombres apuestos.

Por vez primera, las palabras deConnie habían pillado a Smiley con laguardia baja. Smiley contestó:

—No seas absurda, Connie. Éramosexcelentes amigos. No sé por qué hasdicho eso.

Connie casi se había olvidado delasunto, pero observó:

—Por nada. En cierta ocasión, medijeron que Bill había dado un paseo

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por el parque con Ann, y esto es todo.Siempre pensé que hubiera sidomagnífico que trabajarais juntos los dos,Bill y tú. Pero no pudo ser. Tú hubierasresucitado el viejo espíritu. Sí, hubierasdebido ser tú, y no este palurdo escocés.Ya lo imagino: Bill reconstruyendo laorganización Camelot, y George…

En el rostro de Connie volvía ahaber la sonrisa de cuento de hadas.Smiley terminó la frase:

—Y George cogiendo las migajasque cayeran de la mesa…

Los dos rieron. Smiley, confalsedad.

—Dame un beso, George. Dale un

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beso a Connie.Le acompañó hacia la puerta trasera,

que daba al huerto, o sea, el camino queseguían los pupilos de Connie. Dijo queprefería aquella salida a la frontera, consu espectáculo de los asquerososbungalows nuevos que los cerdos deHarrison habían construido en susjardines. Caía una lluvia fina, a travésde la niebla se veían las estrellasgrandes y pálidas, por la carreterapasaban los camiones, atravesando lanoche, hacia el Norte. Connie agarró aSmiley y, de repente, se asustó.

—Eres muy malo, George —dijo—.¿Oyes? Mírame. No mires hacia allá

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porque no verás más que luces de neón ySodoma. Bésame. A lo largo y ancho delmundo, gente bestial se dedica aaniquilar nuestro tiempo, ¿por quécolaboras con ellos? ¿Por qué?

—No colaboro con ellos, Connie.—¡Claro que sí! Mírame. Fueron

buenos tiempos, ¿oyes? Grandestiempos. Entonces, los ingleses podíanestar orgullosos. Haz que ahora tambiénlo puedan estar.

—No está en mi mano, Connie.Ahora, Connie acercaba el rostro de

Smiley al suyo, por lo que éste la besóen los labios.

—Pobrecillos —dijo Connie.

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Respiraba con dificultad, debido, no auna sola emoción, sino a un confusorevoltijo de emociones en las que estabasumergida como en un mar de bebidasmezcladas—. Pobrecillos. Adiestradospara servir al Imperio, adiestrados paramandar sobre las olas del mar. Y todoha desaparecido. Todo nos lo hanquitado. Adiós, querido mundo. Tú eresel último, George, tú y Bill. Y el puercoPercy también lo es un poco.

Smiley había sabido que laconversación terminaría así, pero nohabía imaginado que en las palabras deConnie habría tanta horrible tristeza.Todas las Navidades, Connie le había

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soltado el mismo rollo, en el curso delas celebraciones, con copas, que teníanefecto en los rincones del Circus. Ahora,Connie le preguntaba:

—No conoces Millponds, ¿verdad?—¿Dónde está?—Es la casa de campo de mi

hermano, una casa muy hermosa, con unparque maravilloso, cerca de Newbury.Pero un día hicieron una carretera. ¡Plaf!¡Bang! Autopista. Se cargaron el parque,desapareció, sí. Me crié allí, ¿sabes?Supongo que no habrán vendidoSarratt… Temía que lo vendieran.

—Tengo la certeza de que no lo hanvendido.

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Smiley ansiaba liberarse de Connie,pero ésta le tenía agarrado másfuertemente todavía. Smiley sentía elcorazón de Connie latiendo contra elsuyo.

—Si las cosas empeoran, no vuelvasa verme —dijo Connie—. ¿Me loprometes? Soy un viejo leopardo, y hellegado a una edad en que ya no puedocambiar las manchas de mi piel. Quierorecordaros a todos tal como erais,muchachos encantadores, realmenteencantadores.

Smiley no quería dejarla allí, en laoscuridad, balanceándose bajo losárboles, por lo que la acompañó hasta

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mitad de camino de la casa, sin queninguno de los dos hablara. Cuando sedirigía hacia la carretera, volvió a oír aConnie tarareando. Tarareaba tan altoque parecía que chillara. Pero, ahora,aquellos gritos en nada podían afectar ala tortura interior de Smiley, a aquellascorrientes de alarma, ira y asco haciaaquella caminata en la noche ciega, consabe Dios qué gente a su término.

Tomó un tren-tranvía, para ir aSlough, en donde Mendel le aguardabacon un coche de alquiler. Mientras en elcoche se dirigían despacio hacia elanaranjado resplandor de la ciudad,Smiley se enteró del resumen de los

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resultados de las investigaciones deGuillam. El libro registro de losfuncionarios de guardia no contenía datoalguno referente a la noche del diez alonce de abril, aseguró Mendel. Laspáginas habían sido separadas,cortándolas con una navaja de afeitar.Los partes de los conserjes habíantambién desaparecido, así como losreferentes a las comunicaciones habidas.

—Peter cree que las páginas y todolo demás fue hurtado recientemente. Enla página siguiente hay una nota en laque se dice: «Diríjanse todas laspreguntas a la jefatura de la LondonStation». Está escrita en la letra de

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Esterhase, y lleva fecha del viernes.Volviéndose tan bruscamente que el

cinturón de seguridad emitió un gemido,Smiley dijo:

—¿El pasado viernes? Éste es el díaen que Tarr llegó a Inglaterra.

—Esto es lo que dice Peter —replicó Mendel con estolidez.

Por fin, dijo que, en cuanto hacíareferencia a Lapin, alias Ivlov, y alsegundo secretario AlekseyAleksandrovich Polyakov, ambos de laEmbajada soviética acreditada enLondres, los informes de los farolerosde Toby Esterhase no contenían datoincriminatorio alguno. Se habían

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efectuado investigaciones con respecto alos dos, y los dos merecieron lacalificación Persil, es decir, la máslimpia de cuantas había. Lapin habíasido destinado de nuevo a Moscú, hacíaun año.

En una cartera, Mendel llevabatambién las fotografías hechas porGuillam, resultado de su incursión enBrixton, debidamente reveladas yampliadas. En las cercanías de laestación de Paddington, Smiley se apeó,y Mendel le ofreció la cartera por laventanilla. Mendel le preguntó:

—¿Está seguro de que no quiere quele acompañe?

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—Muchas gracias, pero sólo sonunos cien metros.

—Suerte tiene usted que los díastengan veinticuatro horas.

—Ciertamente.—Hay gente que también duerme.—Adiós, buenas noches.Mendel todavía sostenía la cartera

en las manos.—Me parece que he encontrado la

escuela —dijo—. Se llama Thursgood yestá cerca de Taunton. El individuotrabajó durante medio trimestre enBerkshire, en tareas administrativas, y,luego, en abril, se fue a Sommerset.Según me han dicho tiene un automóvil

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con remolque. ¿Quiere que locompruebe?

—¿Cómo se las arreglará parahacerlo?

—Llamando a la puerta, paravenderle un aspirador. Y, luego,trabando conversación.

Súbitamente preocupado, Smileydijo:

—Lo siento, pero temo que ando a lacaza de sombras.

—El joven Guillam también va a lacaza de sombras —comentó Mendel confirmeza—. Dice que todos le miran deuna manera rara. Dice que estáocurriendo algo y que todos andan

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metidos en el asunto. Le aconsejé que setomara un par de tragos.

Después de pensar unos instantes,Smiley dijo:

—Sí, esto es lo aconsejable. —Luego de una pausa, explicó—: Jim esun verdadero profesional. Un hombre deacción de la vieja escuela. Pese al tratoque le dieron, vale mucho.

Camilla regresó tarde. Guillampensaba que la clase de la muchachaterminaba a las nueve; sin embargo, eranya las once cuando Camilla Regó, por loque Guillam la trató con sequedad. Nopudo evitarlo. Ahora, Camilla yacía encama, con el cabello gris-negro sobre la

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almohada, contemplando a Guillam,mientras éste permanecía de pie, aoscuras, contra la ventana, mirando laplaza.

—¿Has cenado?—El doctor Sand me ha invitado a

cenar.El doctor Sand, de nacionalidad

persa, era su profesor de música.—¿Y qué has cenado?No obtuvo contestación. ¿Sueños

quizá? ¿Un bistec? ¿Amor? Cuandoestaba en cama, Camilla jamás rebullíacomo no fuera para hacer el amor conGuillam. Cuando dormía, Camillaapenas respiraba. A veces, Guillam se

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despertaba y la contemplaba,preguntándose qué sentimientosexperimentaría si estuviera muerta.Guillam le preguntó:

—¿Quieres a Sand?—A veces.—¿Es tu amante?—A veces.—Quizá fuera mejor que vivieras

con él, en vez de vivir conmigo.—No, no son esa clase de

sentimientos. No lo comprendes.No. No lo comprendía. Primero vio

a una pareja de enamorados besándoseen la parte trasera de un Rover, luego aun solitario marica paseando a su perro,

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después un par de muchachas hablaronpor teléfono, durante una hora, en lacabina pública situada ante la puerta dela casa de Guillam. En realidad, nadaexcepcional había en estos aconteceres,como no fuera que ocurrieronconsecutivamente, como si de cambiosde guardia se tratara. Ahora aparcó unacamioneta y nadie salió de ella. ¿Másenamorados o un par de faroleros enservicio nocturno? La camioneta llevabaallí diez minutos, cuando el Rover sefue.

Camilla dormía. Guillam se tumbójunto a ella, quedando despierto, enespera del día siguiente, en el que, a

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petición de Smiley, intentaría robar elexpediente acerca del asunto Prideaux,conocido asimismo como el escándaloEllis u operación Testimonio.

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Hasta el presente momento, aquélhabía sido el segundo día más feliz de lacorta vida de Bill Roach. El día másfeliz, el Primero, había ocurrido pocodespués de la separación de sus padres,cuando su padre descubrió un nido deavispas en el tejado, y requirió la ayudade Bill para exterminarlas oahuyentarlas con humo. Su padre no erahombre amante del campo ni de la vidaal aire libre, y tampoco se podía decirque fuera mañoso, pero, después de queBill leyera en su enciclopedia el artículocorrespondiente a las avispas, los dos

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juntos fueron en automóvil a ladroguería y compraron azufre, quequemaron bajo el alero de la techumbre,matando así a las avispas.

Pero hoy Bill Roach había sidotestigo de la solemne inauguración delclub de rallies en el coche de Jim. Hastael presente momento, se habían limitadoa desmontar el Alvis, a limpiar laspiezas y volverlas a montar. Pero hoy, amodo de recompensa, habíanorganizado, con la ayuda de Latzky, elrefugiado, un slalom con balas de paja,en la zona pedregosa de la carretera, y,después, todos, por riguroso turno, se

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habían puesto al volante, y, mientras Jimse ocupaba del cronometraje,condujeron, entre virajes y resoplidos,saliendo por la verja, acompañados delas tumultuosas manifestaciones de suspartidarios. Jim habíales presentado suautomóvil con las siguientes palabras:

—El mejor coche que jamás se hayafabricado en Inglaterra. Ahora ya no sefabrica, gracias al socialismo.

El automóvil había sido pintado denuevo, en el cubremotor lucía, como loscoches de carreras, la bandera de laGran Bretaña, y, sin duda alguna, era elmejor y más rápido automóvil delmundo. En la primera manga, Roach

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consiguió el tercer lugar entre catorcecompetidores, y, ahora, en la segunda,había llegado a los castaños sin cometerni una falta, y se disponía a efectuar elrecorrido de regreso en un tiemporécord. Nunca había imaginado BillRoach que en el mundo hubiera algo quepudiera producirle tanto placer. Amabaaquel automóvil, amaba a Jim, e inclusoamaba la escuela. Y por primera vez ensu vida, amaba intentar triunfar. Podíaoír la voz de Jim gritándole: «¡Calma,Jumbo!», y podía ver a Latzky saltandocon la improvisada bandera a cuadros,pero, cuando Bill Roach llegó a la meta,le constaba ya que Jim había dejado de

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mirarle, y que tenía la vista fija hacia lacarretera, allí donde se alzaban lashayas. Con el aliento cortado, Billpreguntó:

—¿Qué tiempo, señor?Se acallaron las voces. Y Spikely,

probando a ver si su broma eraaceptada, gritó:

—¡Cronometrador! ¡El tiempo, porfavor, Rhino!

Latzky, con la vista también fija enJim, dijo:

—Has conseguido un tiempo muybueno, Jumbo.

Excepcionalmente, tanto laimpertinencia de Spikely como la

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pregunta de Roach quedaron sinrespuesta. Jim miraba con fijeza másallá del campo, hacia el sendero queformaba su límite al Este. Un muchachollamado Coleshaw, cuyo remoquete eraCole Slaw[3] estaba al lado de Jim. Eraun repartidor de la clase Tercera B, yfamoso por la coba que daba a losprofesores. En aquella zona, el campo,antes de alzarse para convertirse encolinas, era muy llano. A menudo,después de unos días de lluvia, quedabaencharcado. Por esta razón no habíajunto al sendero un seto sino alambrada.Tampoco había árboles, sólo laalambrada, la llanura, y, a veces, las

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colinas de los Quantocks que hoy sehabían desvanecido, confundidas con lageneral blancura.

En consecuencia, la llanura podíamuy bien pasar por tierras pantanosasconducentes a un lago, o, sencillamente,al blanco infinito. Por este liso paisajecaminaba una solitaria figura, unatildado peatón, sin rasgos distintivos,del sexo masculino, con cara flaca,sombrero del tipo trilby, impermeablegris, y un bastón del que apenas seservía. Roach, que también locontemplaba, pensó que aquel hombrede buena gana hubiera caminado más de

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prisa, pero que iba despacio por algunarazón concreta.

Jim que contemplaba asimismoaquella figura que, ahora, estaba a puntode llegar a la altura del primer pilar,dijo:

—¿Llevas las gafas puestas, Jumbo?—Sí, señor.—¿Quién es este hombre? No lo sé,

señor.—¿No le has visto nunca?—No, señor.—No pertenece a la escuela y

tampoco es del pueblo. ¿Quién será?¿Un vagabundo? ¿Un ladrón? ¿Por quéno mira hacia aquí, Jumbo? ¿Qué

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tenemos nosotros para que no nos mire?¿No mirarías tú, si vieras un grupo dechicos conduciendo un automóvil en elcampo? ¿Es que no le gustan losautomóviles? ¿Es que no le gustan loschicos?

Roach todavía estaba pensando lasrespuestas a esas preguntas, cuando Jimcomenzó a hablar con Latzky, en suidioma, en un murmullo, en un tono bajoque tuvo la virtud de inducir a Roach apensar que había cierta complicidadentre los dos, una especie de vínculoextranjero. Esta impresión quedófortalecida por la respuesta de Latzky,claramente negativa, dada asimismo en

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parecida voz baja y tranquila.—Señor, por favor, señor —dijo

Cole Slaw—, me parece que tiene algoque ver con la iglesia, este hombre. Levi hablando con Wells Fargo, señor,cuando salimos de la capilla.

El vicario se llamaba, en realidad,Spargo, y era un hombre muy viejo. Peroen Thursgood había la leyenda de que setrataba del gran Wells Fargo, yaretirado. Después de oír estas palabras,Jim quedó pensativo, mientras Roach,furioso, se decía que Coleshawseguramente se había inventado lahistoria.

—¿Has podido oír de qué hablaban,

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Cole Slaw?—Señor, no señor, señor. Estaban

mirando las listas del orden de sentarnosen la capilla, señor. Pero, si quiere,puedo preguntárselo a Wells Fargo,señor.

—¿Nuestras listas de capilla? ¿Lasde Thursgood?

—Sí, señor. Las listas de capilla.Las de Thursgood. Con todos losnombres señor, y el sitio en que nossentamos.

Roach pensó irritado: «Y tambiénlos lugares en que se sientan losprofesores». Jim se dirigió a todos, enun tono que parecía quitar toda

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importancia al asunto:—Si alguien le vuelve a ver, que me

lo diga. Si alguien ve a este hombre o acualquier otro de aspecto siniestro, queme lo diga. ¿Comprendido? No me gustaver a gente rara merodeando por losalrededores de la escuela. La últimaescuela en que estuve estaba plagada demerodeadores. Se lo llevaron todo, laplata, el dinero de los chicos, radios, enfin, todo. Éste, en cuanto nosdescuidemos nos va a robar el Alvis. Elmejor coche que jamás se hayafabricado en Inglaterra y que, ahora, yano se fabrica. Jumbo, ¿de qué color tieneel pelo?

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—Negro, señor.—¿Qué estatura, Cole Slaw?—Seis pies, señor, seis pies.Debido a que Cole Slaw era enano,

hasta el punto de que se decía que habíasido criado con ginebra, un graciosodijo:

—Para Cole Slaw todo el mundomide seis pies.

—Tú Spikely, Sapo, ¿qué edadtiene?

—Noventa y un años, señor.Las carcajadas terminaron con la

situación. A Roach le concedieron laoportunidad de volver a recorrer elcircuito, lo cual hizo con malos

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resultados, y, aquella misma noche,Roach se vio acometido, en cama, por latortura de los celos, al pensar que todoslos miembros del club deautomovilismo, e incluso el propioLatzky, habían sido reclutados en masa,para desempeñar el distinguido cargo deobservadores. Poco le consoló el pensarque la labor de vigilancia de losmuchachos, en modo alguno podíacompararse con la suya, y que lasórdenes dadas por Jim se olvidaríanantes de veinticuatro horas, o que, apartir de ahora, Roach tendría queincrementar sus esfuerzos a fin desuperar lo que constituía una clara

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amenaza en lontananza.El desconocido de la cara flaca

desapareció. Pero, el día siguiente, Jimefectuó una insólita visita al cementerio.Roach lo vio allí, hablando con WellsFargo, junto a una tumba abierta. Luego,Bill Roach advirtió que una tenebrosaexpresión cubría la cara de Jim, y queadoptaba un aire de estar alerta que, enocasiones, parecía expresión de ira. Yasí estaba Jim en el curso de sus paseosal atardecer, o cuando se sentaba juntoal remolque, indiferente al frío o a lahumedad, fumando un delgado cigarro ytomando sorbos de vodka, mientras lassombras del anochecer se hacían más y

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más densas a su alrededor.

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Segunda Parte

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El hotel Islay, en los Jardines deSussex, en donde, el día siguiente a suvisita a Ascot, George Smiley, bajo elnombre de Barraclough, habíaestablecido su centro de operaciones,era un lugar muy tranquilo si tenemos encuenta su situación, y perfectamenteadecuado a las necesidades de Smiley.Se encontraba a unos cien metros al Surde la Estación de Paddington, y era unedificio más en el grupo de viejas casasseparadas de la avenida principal poruna fila de plátanos y un solar destinadoa aparcamiento. Por allí pasaban los

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vehículos, rugiendo en denso tránsito,durante toda la noche. Pero el interiordel hotel, pese a que era un ardientecaos de paredes empapeladas conpapeles de colores malamentecontrastados, y lámparas con pantalla decobre, gozaba de una paz extraordinaria.No sólo nada ocurría en el hotel, sinoque parecía que nada ocurriera en elmundo, y esta impresión quedabareforzada por la presencia de la señoraPope Graham, la propietaria, viuda deun comandante, que tenía una voz deterrible languidez que comunicaba unasensación de profunda fatiga al señorBarraclough o a cualquier otra persona

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que se hubiera acogido a la hospitalidadde dicha señora. El inspector Mendel,de quien la propietaria del hotel habíasido confidente durante muchos años,insistía en que el nombre de ésta erasimplemente el de Graham. Lo de Popese lo había antepuesto para mayor lustre,o quizás en deferencia a Roma[4].

Al leer el nombre Barraclough en elregistro, la señora Graham. dijo,acompañando las palabras con unbostezo:

—¿Era militar su padre?[5]

Smiley pagó un adelanto decincuenta libras, a cuenta del precio de

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su estancia por dos semanas, y la mujerle asignó la habitación número ocho,debido a que Smiley quería trabajar.Smiley pidió una mesa, y la mujer leproporcionó una endeble mesa de juego,que Norman, el botones, transportó a lahabitación. Mientras supervisaba eltransporte de la mesa, la señora Grahamdijo:

—Es de estilo georgiano, por lo quele agradecería que la tratara bien. Enrealidad, no debiera prestársela porquehabía pertenecido a mi marido, elcomandante.

A las cincuenta libras, Mendelañadió veinte más, a cuenta, de su

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propio bolsillo; sucias onzas, como éllas llamaba, que más tarde le seríanreembolsadas por Smiley.

—¿Qué? ¿Ha olido algo por aquí?—preguntó.

La señora Pope Graham contestó,mientras se guardaba prudentemente laslibras en algún lugar de la parte baja desu atuendo:

—Nada nuevo, en efecto.Mendel, sentado en el piso de la

señora Graham, en la planta baja, anteuna botella de la bebida que gustaba a laseñora Graham, le advirtió:

—Lo quiero todo, hasta el mínimodetalle. Horas de entrada y de salida,

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contactos, estilo de vida, y, sobre todo—Mendel levantó enfáticamente un dedo—, sobre todo, algo que es mucho másimportante que todo lo que usted puedaimaginar, y que es lo siguiente: quieroque me informe acerca de las personassospechosas que se interesen por susempleados o les hagan preguntas bajocualquier pretexto.

Mendel dirigió a la señora Grahamsu mirada de informe-acerca-del-estado-de-la-nación, y añadió:

—Incluso en el caso de que asegurenser la Guardia de Palacio y SherlockHolmes, todo de una pieza.

Indicando a un tembloroso muchacho

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con abriguito negro, al que la propiaseñora Graham había añadido uncuellecito de terciopelo castaño claro,dicha señora repuso:

—Aquí sólo estamos Norman y yo.Y, con Norman, no llegarán muy lejos,¿verdad que no, Norman? Es unmuchacho tan apocado…

—Y también quiero información delas cartas que lleguen —dijo elinspector—, información sobre elmatasellos y las fechas en que fueronechadas al correo, cuando sean legibles,aunque no debe usted abrir las cartas niretenerlas. Lo mismo digo en loreferente a sus objetos. —Calló y dejó

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que el silencio adquiriese densidad,mientras miraba la sólida caja fuerte quetanto se distinguía entre los restantesmuebles —. Seguramente —añadió—pedirá que usted le guarde ciertosobjetos que, principalmente, seránpapeles y libros. Salvo él, sólo unapersona podrá examinar dichos objetos—en este momento, en el rostro deMendel se dibujó bruscamente unasonrisa de pirata—, y esta persona soyyo, ¿comprende? Es preciso que nadiesepa que usted guarda estos objetos. Yno los toquetee, porque es un hombremuy observador, y se daría cuenta.Hemos de llevar a cabo un trabajo muy

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fino. Y esto es todo.Así concluyó Mendel sus

instrucciones. Pero, poco después deregresar de Sommerset, dijo a Smileyque si todo lo que les iba a costar estaparte de la operación era veinte libras,Norman y su protectora resultarían serlos confidentes más baratos delmercado.

Al hacer esta afirmación Mendeldemostró estar disculpablementeequivocado, ya que era difícil esperarque estuviera enterado de que Jim habíareclutado a la totalidad de los miembrosdel club del automóvil, ni tampoco losmedios por los que Jim, posteriormente,

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podría seguir la pista de las cuidadosasinvestigaciones de Mendel. Tampocopodía Mendel, ni nadie, intuir el estadode eléctrica atención en que, al parecer,la tensión de la espera, y quizás un pocode locura, habían puesto a Jim.

La habitación número ocho estaba enel piso más alto del edificio. La ventanadaba al muro. Más allá del muro habíauna calle que desembocaba en otra másancha, con una sombría librería y unaagencia de viaje llamada «Ancho,Mundo». En las toallas del hotel se leíanlas palabras «Swan Hotel Marlow».Aquella misma tarde, llegó Lacon conuna abultada cartera que contenía la

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primera entrega de papeles procedentesde su oficina. Para hablar, se sentaron eluno al lado del otro, en el borde de lacama, después de que Smiley hubierapuesto en marcha un transistor para quesu sonido ahogara el de sus voces.Lacon aceptó esta precaución conrenuencia. Parecía ya demasiado viejopara estos juegos. En la mañanasiguiente, de paso para la oficina, Laconreclamó los papeles, y devolvió loslibros que Smiley había embutido en sucartera. En esta clase de trabajos, lapersonalidad de Lacon quedaba muyapagada. Se comportaba con aire dehombre ofendido y displicente, dando

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evidentes muestras de que aquellasirregularidades le desagradaban. El fríohabía dado a la piel de la cara de Laconun color parecido al de un permanenterubor. Pero Smiley no podía leer losarchivos durante el día, debido a quedebían hallarse a disposición delpersonal de Lacon, y su ausencia hubierasido causa de un escándalo. Por otraparte, Smiley tampoco quería hacerlo.Sabía, mejor que nadie, que andabaterriblemente escaso de tiempo. En elcurso de los tres días siguientes, dichoprocedimiento se repitió sin apenasvariación. Todas las tardes, cuando sedirigía a tomar el tren de Paddington,

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Lacon dejaba sus papeles, y todas lasnoches, la señora Pope Grahaminformaba a Mendel que el tipo agriadoy larguirucho había acudido al hotel, sí,el mismo tipo que mirabadespectivamente a Norman. Todas lasmañanas, después de haber dormido treshoras y de haberse tomado unnauseabundo desayuno de salchichas contomate —no había variantes— Smileyesperaba la llegada de Lacon, y,después, con satisfacción, salía alexterior, al frío invernal, para ocupar supuesto entre sus semejantes, loshombres.

Eran noches extraordinarias las de

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Smiley, solo, arriba, en el último piso.Luego, al recordarlas, pese a que susdías eran igualmente atareados y,aparentemente, más agitados, tuvo laimpresión de que formaron un soloviaje, una sola noche, casi. Con todocinismo, Lacon le había dicho, en eljardín: «¿Y serás capaz de hacerlo?¿Serás capaz de ir hacia atrás e irhacia adelante constantemente?»Mientras Smiley recorría hacia atráscamino tras camino, en su propiopasado, no notaba diferencia algunaentre los dos términos: hacia atrás yhacia adelante. Para él se trataba de unsolo viaje, y el destino estaba en frente.

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Nada había en aquella estancia, ni unsolo objeto entre los que formaban lamaltratada colección de trastos de hotel,que le separara de las estanciasgrabadas en su recuerdo. De nuevo seencontraba en el último piso del Circus,en su sencilla oficina, con los grabadosde Oxford, igual que en el momento enque la había abandonado, hacía ya unaño. Al otro lado de la puerta seencontraba la sala de techo bajo, en laque las señoras de gris cabello deControl, las madres, tecleabansuavemente y contestaban las llamadastelefónicas, en tanto que aquí, en elhotel, en algún lugar del corredor, un

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genio aun no descubierto tecleabapacientemente, día y noche, en una viejamáquina de escribir. Al otro extremo dela sala de las «madres» —en el caso dela señora Pope Graham se trataba de uncuarto de baño, con la advertencia deque no debía usarse— había una puertasin letrero alguno, que conducía alsantuario de Control: era como unpasillo, una calleja, con viejasestanterías de acero, viejos libros rojos,y un dulce olor a polvo y a té de jazmín.Tras el escritorio, el mismísimoControl, ahora reducido a una especiede cadáver, con el lacio mechón de pelogris en la frente, y una sonrisa tan cálida

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como una calavera.En Smiley, esta trasposición mental

era tan completa que, cuando sonaba elteléfono —la extensión era un extra quedebía pagar— tenía que dedicar untiempo a determinar en qué lugar seencontraba. Otros sonidos tenían unefecto igualmente equívoco, como, porejemplo, el zureo de las palomas en elmuro, el susurro de la antena deltelevisor agitada por el viento, y, cuandollovía, el sonido del súbito río en elvalle de la techumbre. Sí, ya que estossonidos también pertenecían al pasado,y en Cambridge Circus se oíansolamente desde el quinto piso, por lo

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que, sin duda, el oído de Smiley loshabía seleccionado en méritos de estarazón: eran el fondo sonoro del pasado.En cierta ocasión, a primera hora de lamañana al oír pasos en el corredor,junto a su puerta, Smiley se acercó a lapuerta del dormitorio, a fin de darentrada al funcionario encargado dedescifrar claves, por la noche. Enaquellos momentos estaba inmerso en elexamen de las fotos de Guillam,mientras, basándose en una informacióninsuficiente, se preguntaba cuál sería elprocedimiento del Circus, bajo el nuevorégimen del lateralismo, para dar cursoa un telegrama llegado de Hong-Kong.

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Pero en vez de ver al funcionario, vio aNorman descalzo y en pijama. Sobre laalfombra había confetti y dos pares dezapatos ante una puerta, un par dehombre y un par de mujer, pese a que enel Islay, nadie iba a limpiarlos, y menosque nadie Norman.

—Deja de espiar y vete a la cama —dijo Smiley.

Y, cuando Norman se limitó amirarle, Smiley tuvo tentaciones dedecirle: «Lárgate ya». Pero se contuvo,pensando: «Eres un viejo gruñón».

El título del primer volumen queLacon le llevó el domingo era:«Operación Brujería. —Régimen de

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distribución de un producto especial».Las restantes palabras de la cubiertaestaban tapadas por diversas etiquetascon instrucciones referentes al manejodel libro, entre las que se contaba una enla que, cosa rara, se decía a quienaccidentalmente encontrara el volumen,que lo devolviera «SIN LEERLO», alarchivero en jefe. En la cubierta delsegundo volumen se leía: «OperaciónBrujería. —Estimacionescomplementarias destinadas a Hacienda,alojamientos especiales en Londres,especiales disposiciones financieras,etc.» El tercero, unido al primero conuna cinta de color de rosa, decía:

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«Fuente Merlín. —Valoraciones deventa, eficacia de los costes, ampliaciónde la explotación, ver asimismo AnexoSecreto.» Pero este anexo no iba unidoal volumen. Y cuando Smiley lo pidió,su petición fue recibida con granfrialdad.

Secamente, Lacon le dijo:—Lo guarda el ministro en su caja

fuerte personal.—¿Conoces la combinación?—¡Ni hablar! —repuso Lacon

furioso.—¿Cuál es el título de este anexo?—No creo que pueda interesarte. En

primer lugar te diré que, realmente, no

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comprendo a santo de qué has de perderel tiempo con este material. Es altamentesecreto y hemos hecho todo lohumanamente posible para reducir almínimo el número de personas que lolean.

—Incluso un anexo secreto debetener título —observó Smileydulcemente.

—Pues éste no lo tiene.—¿Revela la identidad de Merlín?—No seas ridículo. Al ministro no

le interesa saberla, y a Alleline no leinteresa revelársela.

—¿Qué significa «ampliación de laexplotación»?

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—Me niego a que me interrogues,George. Recuerda que has dejado depertenecer a la familia. De acuerdo conel reglamento hubiera debido sometertea una investigación oficial.

—¿La operación Brujería lo exige?—Sí.—¿Tenemos una lista con los

nombres de los individuos que han sidoobjeto de esta especial investigación?

Lacon repuso que se encontraba enel expediente acerca del manejo de lospapeles, y poco faltó para que diera unportazo, antes de regresar, acompañadopor el sonido de la lenta canción«¿Dónde han ido todas las flores?»,

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presentada por un disk-jockeyaustraliano. Lacon volvió a decir:

—El ministro… Bueno, pues elministro no quiere explicaciones largasy complicadas. Dijo que sólo creería loque pudiera escribirse en una tarjetapostal. Está ansiando que le demos algoa lo que poder echar mano.

—¿Supongo que no te has olvidadode Prideaux? Me interesa todo lo quetengas referente a él, incluso si sólo setrata de informaciones parciales. Másvale esto que nada.

Después de decir estas palabras,Smiley dejó que los ojos de Laconlanzaran chispas durante un rato. Luego,

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Lacon se lanzó otra vez al ataque:—¿No habrás empezado a chochear,

George? ¿Te das cuenta de que lo másprobable es que Prideaux ni siquierahubiera oído hablar de la operaciónBrujería, antes de que le pegaran el tiro?Realmente, no alcanzo a comprender porqué no te centras en el problemaprincipal, en vez de andar divagandopor otros terrenos…

Lacon había dicho estas palabrascamino de la puerta, y, con ellas, sedespidió de Smiley.

Smiley se fijó en el último volumen:«Operación Brujería. Correspondenciacon el departamento». El

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«Departamento» era uno de los muchoseufemismos con que en Whitehall sedenominaba al Circus. Este volumenestaba formado por memorándumsoficiales entre el ministro, por un lado,y, por el otro lado —lo cual se advertíapor la caligrafía trabajosa, de párvulo—, Percy Alleline, quien, a la sazón,estaba confinado en los últimos nivelesde la escala de hombres de Control.

Al echar una ojeada a aquellospapeles tan manoseados, Smiley pensóque reflejaban un momento muy aburridoen aquella larga y cruel guerra.

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Fue aquella larga y cruel guerra, ensus principales batallas, lo que Smileyvolvió a vivir, al embarcarse en lalectura de los documentos. Losdocumentos sólo contenían un levereflejo de ella. La memoria de Smileycontenía mucho más. Sus protagonistasfueron Alleline y Control, y sus orígenesnebulosos. Bill Haydon, atento peroentristecido observador de dichosacontecimientos, sostenía que aquellosdos habían comenzado a odiarse enCambridge, durante el breve período enque Control estuvo de profesor allí,

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cuando Alleline era todavía estudiante.Según Bill, Alleline era alumno deControl, y un mal alumno, y Control lehumillaba, lo cual parecía muyverosímil. Esta historia era lo bastantegrotesca para que Control bromeara a surespecto, diciendo:

—¡Dicen que Percy y yo somoshermanos de sangre! ¡Hacíamos elgamberro juntos, en la universidad!

Sin embargo, Control nunca dio aentender si hablaba en serio o en broma.

A esta cuasi-leyenda, Smiley podíaañadir unos cuantos hechosincontrovertibles, derivados delconocimiento que tenía de la juventud de

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ambos hombres. Control no teníaantecedentes que le condicionaran, peroPercy Alleline era un escocés de lastierras bajas y un auténtico fruto de suparroquia; su padre era un duropresbiteriano, y si bien Percy nopertenecía al mismo credo, sin dudaalguna había heredado la facultad depersuadir mediante la brutalidad. Poruno o dos años se salvó de ir a laguerra, y entró en el Circus procedentede una empresa financiera de la City. EnCambridge se había interesado un pocopor la política (estaba un poco más a laderecha que Genghis Khan, asegurabaHaydon, quien no era ni mucho menos un

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melifluo liberal), así como por elatletismo. Fue reclutado para el Circuspor un individuo llamado Maston, figurade poca importancia, que, durante ciertotiempo, consiguió un puesto en tareas decontraespionaje. Maston considerabaque Alleline era un hombre con un granporvenir al frente, pero, después dehaber protegido furiosamente a Alleline,Maston cayó en desgracia. Entonces,Alleline se convirtió en un estorbo, porlo que la dirección de personal delCircus lo facturó para Sudamérica, endonde se pasó dos turnos de servicioseguidos, bajo el disfraz de empleadodel consulado, sin regresar a Inglaterra.

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Smiley recordó que incluso Controlreconoció que Alleline había trabajadocon extraordinaria competencia, enSudamérica. A los argentinos les gustóel modo en que Alleline jugaba al tenis ymontaba a caballo, por lo que leconsideraron un gentleman —dicho seaen palabras de Control— y presumieronque era imbécil, sin que Percy lo fueradel todo. Cuando entregó el puesto a susucesor, Percy había conseguido formardos cadenas de agentes, en una y otracosta, y estaba ampliando suorganización hacia el Norte. Después depasar vacaciones en Inglaterra, y depasarse un par de semanas recibiendo

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instrucciones y preparación, fue enviadoa la India, en donde sus agentes parecíanconsiderarlo como la reencarnación delRaj de la Gran Bretaña. Alleline lespredicaba el evangelio de la lealtadabsoluta, les pagaba una miseria, y,cuando le convenía, los vendía sin elmenor escrúpulo. De la India pasó a ElCairo, destino que seguramente tuvo queser muy difícil, sino imposible, para él,debido a que el Próximo Oriente habíasido el favorito campo de actuación deHaydon. Los agentes de las redes de ElCairo consideraban a Bill, literalmente,de la manera que Martindale habíaexpresado, en aquella fatal noche, en su

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anónimo club, es decir, como un nuevoLawrence de Arabia Y estabanplenamente dispuestos a convertir en uninfierno la vida de su sucesor. Sinembargo, Percy consiguió salir adelante,y si hubiera sabido mantenerse alejadode los norteamericanos, hubiera pasadoa la historia como un funcionario inclusomejor que el propio Haydon. Pero seprodujo un escándalo y una abiertacontroversia entre Percy y Control.

Las circunstancias en que dichacontroversia se produjo eran todavíaoscuras. El incidente ocurrió muchoantes de que Smiley fuera ascendido a lacategoría de alto ejecutor de Control.

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Sin contar con la autorización deLondres, al parecer Alleline se habíacomprometido en una torpe maquinaciónnorteamericana para sustituir a undirigente local por otro más favorable alos intereses de los norteamericanos.Alleline siempre había mostrado unafatal reverencia hacia losnorteamericanos. En Argentina, Allelinehabía podido observar con admiraciónla manera en que los norteamericanosdesalojaban de sus puestos a lospolíticos de izquierdas, en todo elhemisferio. En la India, Alleline habíavisto con placer cómo losnorteamericanos dividían hábilmente las

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fuerzas encaminadas a unacentralización. Contrariamente, Control,al igual que la mayoría de los miembrosdel Circus, menospreciaba a losnorteamericanos y sus actos, yprocuraba neutralizarlos, en la medidade lo posible.

La maquinación fracasó lascompañías petroleras inglesas pusieronel grito en el cielo, y Alleline, tal comosuele decirse, tuvo que salir a uña decaballo. Más tarde, Alleline alegó queControl le había animado a participar enel asunto, y que, luego, le habíatraicionado, e incluso llegó a decir queControl había dado a conocer,

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deliberadamente, la existencia delcomplot a los agentes de Moscú. El casoes que Alleline, cuando regresó aLondres, se encontró con una orden quelo destinaba al Parvulario, en donde seencargaría de adiestrar a los novatosque pretendían ingresar en el servicio.Era, éste, un puesto generalmentereservado a hombres ya acabados, aquienes sólo faltaba un par de años deservicio para jubilarse. Bill Haydon, ala sazón jefe de personal, justificó estaorden diciendo que, en aquellostiempos, había en Londres muy pocospuestos vacantes para un hombre con losconocimientos y categoría de Percy. A

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lo que éste replicó:—En este caso, creo que debieras

inventarte un puesto para mí.Y, realmente, Percy llevaba razón.

Tal como Bill confesó con todafranqueza a Smiley, un poco más tarde,no había contado con el poder del grupoque protegía a Percy.

Ante esta manifestación, Smileysolía decir:

—Pero ¿quiénes son estosindividuos? ¿Cómo pueden obligarte aaceptar a un hombre al que no quieres?

Control replicaba secamente:—Jugadores de golf.Y así era, jugadores de golf y

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conservadores. Sí, porque, en aquellostiempos, Alleline coqueteaba con laoposición, que lo recibía con los brazosabiertos, y, entre los miembros de laoposición se contaba Miles Sercombe,el primo de Ann, o sea, el ministro deLacon. Control poca resistencia podíaofrecer. El Circus estaba en muy malasituación, e incluso se hablaba dedesmontar íntegramente la presenteorganización, y de montar otra, nueva, enotro lugar. Es tradicional, en estemundo, que los fracasos ocurran enseries, a ráfagas, pero la presente ráfagade fracasos había sido excesivamentelarga. Los resultados eran cada vez más

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escasos, y, en muchas ocasiones,resultaban sospechosos. Y, en losaspectos más importantes, la mano deControl no se hacía sentir con la debidafuerza.

Esta temporal debilitación del poderde Control en modo alguno disminuyó elgoce de éste, cuando redactó los deberesde Percy Alleline en su cargo de jefe deoperaciones. Control decía que estecargo era la confirmación de Percy en sucalidad de tonto.

Smiley nada podía hacer pararemediar la situación. En aquelentonces, Bill Haydon estaba enWashington, intentando alterar los

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términos del tratado de colaboración, enmateria de espionaje, con quienes éldenominaba los puritanos fascistas de lacorrespondiente organizaciónnorteamericana. Smiley había ascendidoal quinto piso, y una de sus tareasconsistía en lidiar con cuantos teníanque formular alguna petición a Control.Por esto, Alleline se dirigió a Smileypara preguntarle:

—¿Por qué?Le visitó cuando Control no estaba

en su despacho, y, luego, le invitó a suhorrendo piso, no sin antes haberenviado al cine a su amante, y leinterrogó con su quejoso acento escocés:

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—¿Por qué?Incluso invirtió dinero en una botella

de whisky de malta, del que obligó aSmiley a beber generosas cantidades,mientras él bebía una marca más barata.

—¿Qué le he hecho yo a estehombre, George? ¿Tan terrible ha sido?Hemos tenido un par de roces, él y yo,pero ¿es que esto es raro? Dímelo,George. ¿Por qué me ha cogido estainquina? Lo único que quiero es un lugaren la mesa principal. ¡Sabe Dios que,por mis servicios, tengo derecho a ello!

La mesa principal significaba elquinto piso.

Los deberes del puesto que Control

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había configurado para Alleline eran, aprimera vista, impresionantes, y ledaban competencia para analizar todaslas operaciones antes de su iniciación.Pero la letra menuda subordinaba dichacompetencia a la previa autorización decada una de las secciones deoperaciones, y Control tomó lasoportunas medidas para que dichaautorización no se concediera jamás.Alleline también tenía que «coordinarlos recursos y eliminar las rivalidades ycelos regionales», lo cual Alleline yatenía solucionado con el establecimientode la London Station. Pero, además, lassecciones de recursos, tales como los

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faroleros, los falsificadores, losescuchas y los camorristas, se negaban amostrar sus libros a Alleline, quiencarecía de autoridad precisa paraobligarlos a ello. Por esto, Alleline semoría de aburrimiento, y a su mesa nollegaba ni un papel, a partir de la horadel almuerzo.

—Soy un tipo mediocre, ¿no es eso?En la actualidad, todos tenemos que sergenios, todos prima donnas, y el corono existe. Y, además, hay que ser viejo.

Pese a que uno se olvidabafácilmente de ello, Alleline era todavíademasiado joven para sentarse a la mesaprincipal, ya que contaba unos ocho o

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diez años menos que Haydon y Smiley, ymuchos menos que Control.

Pero Control se mantuvoinconmovible:

—Percy Alleline vendería a supropia madre con tal de conseguir untítulo de nobleza, y vendería nuestroservicio, con tal de entrar en la cámarade los lores.

Y más tarde, cuando aquella penosaenfermedad comenzó a minarle, Controldijo:

—Me niego a confiar la labor detoda mi vida a esa especie de caballo dedesfile. Soy demasiado vanidoso paradejarme llevar por los halagos, soy

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demasiado viejo para ser ambicioso, ysoy feo como un cangrejo. Percy es todolo contrario, y, en Whitehall, sobran loshombres listos que prefieren los tiposcomo Percy a los tipos como yo.

Y ésta fue la forma indirecta en quecabe decir que Control se echó encimala operación Brujería. Un día, Controlordenó secamente a Smiley, por elintercomunicador:

—George, ven acá. El hermanoPercy intenta tomarme el pelo. Ven o delo contrario habrá sangre.

Smiley recordó que corrían unosdías en que fracasados luchadoresregresaban de diversas partes del

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mundo. Roy Bland acababa de regresarde Belgrado, en donde, con la ayuda deToby Esterhase, había intentado salvardel naufragio una muy malparada red deespionaje. Paul Skordeno, el ejecutor deBill Hayman, acababa de enterrar a suprincipal agente soviético, en el Berlínoriental. Y, en cuanto a Bill, después deotro estéril viaje, había regresado a casaechando chispas contra la arrogancia delPentágono, su estupidez y su hipocresía;Bill aseguraba: «Ha llegado el momentode entendernos con los malditos rusos,en vez de los norteamericanos».

En el hotel Islay había sonado lamedianoche, ya que un tardío huésped

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había tocado el timbre para entrar.Smiley pensó que el huésped tendría quepagar diez chelines a Norman, paraquien el nuevo sistema monetario eratodavía un misterio. Con un suspiro,Smiley cogió el primer expediente de laoperación Brujería, y, después dehaberse lamido delicadamente las yemasde índice y pulgar, se dispuso acomparar los recuerdos oficiales con lossuyos.

Sólo un par de meses después dedicha entrevista, Alleline, en una cartalevemente histérica y personal, dirigidaal distinguido primo de Ann, el ministro,y, después, incorporada al expediente de

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Lacon, escribió: «Hemos hablado. Losinformes de Brujería proceden de unafuente extremadamente sensible. A miparecer no hay en Whitehall método dedistribución alguno que se adapte a lascaracterísticas del caso. El sistema decajetines que empleamos en TÁBANOquedó invalidado cuando los clientescomenzaron a perder las llaves, y, en undesdichado caso, cuando unsubsecretario afectado por el exceso detrabajo, dio su llave a su secretarioparticular. He hablado ya con Lilley, deInformación Naval, y está dispuesto aponer a nuestra disposición una sala delectura del edificio principal del

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Almirantazgo, en donde el material sepondrá a disposición de los clientes, yserá vigilado por un conserje de máximorango, de nuestro servicio. A efectos decamuflaje, la sala de lectura serádenominada sala de juntas del Grupo deTrabajo del Adriático, o sea GTA. Losclientes con derecho a leer no tendránpases, ya que también este sistema sepresta a los abusos, sino que darán aconocer personalmente su identidad a miconserje —Smiley se fijó en el posesivo«mi»—, quien dispondrá de una listacon las fotos de los clientes».

Lacon, quien todavía no estabaconvencido, se dirigió a Hacienda, a

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través de su odioso amo, el ministro, encuyo nombre formulaba invariablementetodas sus peticiones: «Incluso en el casode que lo propuesto sea necesario, lasala de lectura tendría que serampliamente modificada.

1. —¿Autorizarán ustedes losgastos?

2. —Si así es, el coste debieracorrer a cuenta del Almirantazgo.Nuestro Departamento le reembolsaríade dicho coste, con la debidadiscreción.

3. —También debemos pensar en lacuestión de los conserjes, lo cualsignifica más gastos…»

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Mientras volvía lentamente laspáginas, Smiley pensó: «Y también estála cuestión de la mayor gloria deAlleline», una gloria que ya comenzabaa resplandecer por todos lados. Percy sedirigía rectamente hacia la mesaprincipal, y Control no contaba, como siya hubiera muerto.

De la escalera llegó el sonido de unacanción casi agradable. Un huéspedgalés, muy borracho, deseaba buenasnoches a todos.

La operación Brujería, recordóSmiley —su memoria otra vez, porcuanto los expedientes nada decían dealgo tan sencillamente humano—, fue,

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sin duda, el primer intento de PercyAlleline, en su nuevo cargo, de lanzaruna operación propia. Pero, como seaque las características de su cargo leobligaban a pedir la autorización deControl, los anteriores proyectos habíannacido muertos. Durante cierto tiempo,Alleline centró su atención en el asuntode perforar túneles. Losnorteamericanos habían construidotúneles auditivos en Berlín y Belgrado, ylos franceses habían conseguido algosemejante en contra de losnorteamericanos. Pues bien, bajo labandera de Percy, el Circus también sededicaría al asunto. Control contempló

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el proyecto con benevolencia, se formóun comité con representantes dediversos servicios (conocido con elnombre de «Comité Alleline»), y unequipo de técnicos inspeccionó loscimientos de la Embajada soviética enAtenas, con el entusiasta apoyo de loscoroneles, a quienes Percy admirabagrandemente. Entonces, Control, conmucha suavidad, se cargó los proyectosde construcción subterránea de Percy, yesperó a que se le ocurriera algo nuevo.Lo cual, tras diversos intentosfrustrados, era exactamente lo que Percyestaba haciendo, aquella gris mañana enque Control invitó urgentemente a

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Smiley a participar en la juerga.Control estaba sentado detrás del

escritorio, Alleline de pie junto a laventana, y entre los dos mediaba unasencilla carpeta, cerrada, de claro coloramarillo.

—Siéntate ahí, y echa una ojeada aesa estupidez.

Smiley se sentó en un sillón, yAlleline se quedó junto a la ventana, conlos recios codos apoyados en el alféizar,la vista fija, por encima de los tejados,en la columna del monumento a Nelson,y en las un tanto fláccidas agujas deWhitehall, más allá.

En el interior de la carpeta había la

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fotocopia de un supuesto despacho navalsoviético, de alto nivel, y de unascincuenta páginas. Pensando que latraducción era lo bastante buena comopara atribuirla a Roy Bland, Smileypreguntó:

—¿Quién lo ha traducido?—Dios —repuso Control— ¿Verdad

que lo hizo Dios, Percy? No le preguntesnada, George, porque no te contestará.

Smiley recordó que, en aquellostiempos, Control parecíaexcepcionalmente joven. Smiley dirigióuna ojeada a sus hinchadas facciones,reflejadas en el espejo del hotel, otrorapropiedad de la compañía de

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ferrocarriles London and North Eastern.Recordó que Control había perdidopeso, que tenía las mejillas sonrosadas,y que aquellos que le conocían pocosolían felicitarle por su buen aspecto.Quizás únicamente Smiley se dabacuenta de las gotitas de sudor que, enaquellos días, perlaban la parte alta dela frente de Control, junto al cabello.

El documento constituía unavaloración, supuestamente redactada porel alto mando soviético, de unasrecientes maniobras navales llevadas acabo por los rusos, en el Mediterráneo yen el Mar Negro. En el expediente deLacon figuraba simplemente como

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Informe N.º 1, bajo el título «Naval».Durante meses, el Almirantazgo habíapedido a gritos al Circus cuantos datoshicieran referencia a estas maniobras.En consecuencia, el documento era deimpresionante oportunidad, lo cual lohizo inmediatamente sospechoso a losojos de Smiley. Se trataba de un informedetallado, pero que hacía referencia aunas materias que Smiley no comprendíaen absoluto: potencia de ataque costa-mar, radioactivación de los sistemas dealerta del enemigo, en fin, las altasmatemáticas de la balanza del terror. Siel informe era auténtico podíacalificarse de oro en paño, pero no

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había razón alguna para suponer que lofuera. Todas las semanas, el Circus dabacurso a docenas de documentospretendidamente soviéticos, nosolicitados. En casi todos los casoscarecían de importancia. Algunos erandeliberadas falsificaciones de unapotencia aliada con resentimientos, yalgunos estaban falsificados por lospropios rusos. Rara vez resultaban serauténticos, y, si así era, ello ocurríadespués de haber sido rechazado eldocumento en cuestión.

Señalando unas anotaciones almargen, en ruso, escritas a mano, Smileypreguntó:

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—¿De quién son estas iniciales? ¿Losabe alguien?

Control dijo, indicando con lacabeza a Alleline:

—Pregúntalo a la autoridad en lamateria. Yo nada sé.

—De Zharov —dijo Alleline—,almirante de la Séptima Flota. —No hayfecha —objetó Smiley.

Complaciente, con su acento escocésmás marcado que de costumbre, Allelinereplicó:

—Es un borrador. Zharov lo firmó eljueves. El despacho en sí mismo, conestas correcciones, comenzó a circularel lunes, con la correspondiente fecha.

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Era martes. Smiley, todavíadesorientado, preguntó:

—¿De dónde procede?—Percy estima que no está

autorizado para manifestarlo —dijoControl.

—¿Y qué dicen nuestros expertos?Fue Alleline quien contestó:—No lo han visto, y no estoy

dispuesto a que lo vean.Con helado acento, Control terció:—Mi hermano en Cristo, Lilley del

servicio de Información Naval, ha dado,sin embargo, una opinión preliminar,¿verdad, Percy? Percy le mostró eldocumento anoche mientras se tomaban

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una ginebra rosada, en el clubTraveller’s, ¿no es verdad, Percy?

—Fue en el Almirantazgo.—El hermano Lilley, por haber sido

compañero de estudios de Percy en elCaledonian, no suele propasarse en loselogios. Sin embargo, cuando me hatelefoneado, hace cosa de media hora,estaba realmente exaltado. Incluso me hafelicitado. Considera que el documentoes auténtico y quiere que le demospermiso (creo que debiera decir quePercy le dé permiso) para informar a losseñores de los mares de lasconclusiones en él contenidas.

—Es imposible —dijo Alleline—.

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Sólo Lilley puede estar enterado. Almenos así debe ser durante un par desemanas.

—El tema es tan candente —explicóControl— que debemos dejar pasar eltiempo, a ver si se enfría, y, entonces,podremos distribuir el documento.

—Pero ¿de dónde lo hemosconseguido? —preguntó Smiley.

—No te preocupes, George, no,porque Percy ya ha soñado un nombrefalso. A Percy se le da muy bien lo deinventarse nombres falsos.

—En este caso, ¿quién es la personaque lo ha conseguido, el funcionarioencargado del asunto?

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En un aparte, Control dijo a Smiley:—Esto te divertirá, ya verás.En el curso del largo tiempo que se

conocían, Smiley jamás había visto aControl tan irritado. Sus manos delgadasy pecosas temblaban, y sus ojos, por logeneral sin vida, chispeaban de furia.

Precediendo sus palabras con unaleve pero muy escocesa inhalación deaire por entre los dientes, Alleline dijo:

—La fuente de esta información, aquien llamamos Merlín, es una fuente demuy alto nivel con acceso a las mássensibles esferas de la formulación de lapolítica soviética. —Tras una pausa, ycomo si se refiriera a la mismísima

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realeza, añadió—: Hemos dado elnombre de Brujería a los productos dedicha fuente.

Smiley advirtió que Alleline habíautilizado idénticas palabras en una cartapersonal y calificada de «sumo secreto»dirigida a un amigacho de Hacienda,solicitando que se guardara la mayordiscreción en lo referente a los pagos adhoc a sus agentes.

Control quien, a pesar de aquellasegunda juventud en que se encontraba,hablaba con la inexactitud de un viejo,en cuanto concernía a los girosidiomáticos populares, advirtió aSmiley:

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—Ahora sólo falta que Percy digaque consiguió esa fuente en las quinielasdel fútbol. Anda, George, pregúntale porqué no quiere decirte cómo entró encontacto con su Merlín.

Alleline siguió impertérrito.También él tenía el rostro colorado,pero colorado de éxito, y no por unaenfermedad. Hinchó su ancho pecho,dispuesto a soltar una larga parrafadaque dirigió exclusivamente a Smiley, entono neutro, como un escocés sargentode la policía al prestar testimonio antelos tribunales:

—La identidad de Merlín constituyeun secreto que no está en mi mano

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divulgar. Merlín es el fruto de una largalabor de cultivo llevada a cabo porciertos hombres de nuestro servicio. Setrata de gente que depende de mí en lamisma medida que yo dependo de ella, yademás es gente que, en su trabajo, noda el porcentaje de fracasos que sueledarse en esta casa, ni mucho menos.Reconozcamos que aquí ha habidodemasiados desastres, demasiadotiempo perdido, demasiado descuido,demasiados escándalos. Lo he dicho unay mil veces, pero nada, igual que sihablara en el desierto.

Como en un aparte, Control explicó:—Se refiere a mí. En su manera de

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hablar, aquí soy yo, ¿comprendes,George?

—En este servicio, los máselementales principios del oficio, losprincipios básicos de seguridad, se hanido a paseo. Por ejemplo, laorganización en compartimentos, a todoslos niveles, ¿dónde ha ido a parar? Haydemasiadas rivalidades regionales,rivalidades que son estimuladas desdelo alto.

—Otra referencia a mi persona —apuntó Control.

—Divide y vencerás, éste es elprincipio imperante en los presentestiempos. Personalidades que debieran

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contribuir a luchar contra el comunismose dedican a guerrear entre sí. Estamosperdiendo a nuestros más importantescolaboradores.

—Se refiere a los norteamericanos—explicó Control.

—Estamos perdiendo nuestra razónvital, perdemos la propia estima.Estamos ya hartos de tanto desastre.

Alleline cogió el expediente y se lopuso bajo el brazo, en un enérgicomovimiento.

Mientras Alleline salía ruidosamentede la estancia, Control dijo:

—Y como todos los que ya estánhartos, quiere un poco más de lo mismo.

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Ahora, y durante un rato, losexpedientes de Lacon prosiguieron elrelato, sustituyendo así a la memoria deSmiley. De un modo muy propio delambiente imperante en los últimosmeses, resultaba que después de habersido incorporado a la solución de aquelasunto, e informado de sus inicios,Smiley no había recibido posteriorinformación del desarrollo del mismo.Control detestaba los fracasos,especialmente los suyos. Sabía quereconocer el fracaso equivalía aaceptarlo, y que un servicio que noluchaba vivía abocado a la muerte.Asimismo detestaba a los agentes con

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camisa de seda, que se llevaban delpresupuesto la parte del león, endetrimento del pan nuestro de cada díade los agentes de las redes de espionaje,en los que Control había depositado sufe. Control amaba los éxitos, perodetestaba los milagros, si éstosensombrecían y quitaban importancia alresto de su trabajo. Detestaba lasdebilidades, igual que detestaba elsentimentalismo y la religión, ydetestaba a Percy Alleline, en quienhabía un poco de todo lo anterior. Paraenfrentarse con todo lo dicho, Controlseguía la táctica de cerrar, literalmentehablando, la puerta, de retirarse a la

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triste soledad de sus estancias del pisosuperior, de negarse a recibir visitas, yde dar instrucciones a fin de que todaslas llamadas telefónicas pasaran antespor aquellas ancianas secretarias, lasmadres. Eran estas mismas silenciosasseñoras las que le servían té jazmín, asícomo un infinito número de expedientesque Control pedía, y devolvía amontones. Smiley vio estos expedientesamontonados ante la puerta, cuandosalió para dedicarse a sus asuntos yprocurar mantener a flote el resto delCircus. Muchos de ellos eran viejos, delos tiempos anteriores al día en queControl comenzó a dirigir la orquesta.

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No faltaban los de carácter personal, lasbiografías de anteriores y actualesmiembros del servicio.

Control nunca decía lo que hacía. SiSmiley lo preguntaba a las madres, o siBill Haydon, el favorito, entrabarebosante de vitalidad y hacía la mismapregunta, las madres se limitaban asacudir la cabeza o a levantarsilenciosamente las cejas hacia el cielo.Sus amables miradas decían: «Estáacabado. Nos dedicamos a llevarle lacorriente a un gran hombre, en losúltimos días de su carrera». PeroSmiley, mientras pacientemente pasabalas páginas de los expedientes, uno tras

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otro, y en un rincón de su complejamente se repetía el contenido de la cartaque Irina había dirigido a Tarr, sabía, y,en realidad tal conocimiento leconsolaba grandemente, que él no era, afin de cuentas, el primero que efectuabaaquel viaje de exploración, que elespíritu de Control le acompañaba entodas las etapas, salvo las últimas, y queeste espíritu le hubiera acompañadodurante todo el trayecto de la operaciónTestimonio, si, en el último instante, lamuerte no hubiera detenido la andadurade Control.

Desayuno otra vez, y un galés muchomás tranquilizado que no se sentía

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atraído por las salchichas con tomate.—¿Me llevo estos expedientes o no

has terminado todavía con ellos? —preguntó Lacon—. No pueden serdemasiado interesantes, ya que nocontienen los informes.

—Si no te molesta, me los quedaréhasta esta noche.

—Supongo que te has dado cuentade que tienes aspecto de estar agotado,hecho cisco…

No, no se había dado cuenta. Pero enla calle Bywater, cuando volvió allá, elespejo le mostró sus ojos ribeteados enrojo, y las mejillas hundidas por lafatiga. Durmió un poco, y, después se

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dedicó a sus misteriosos quehaceres. Alllegar la noche, encontró a Laconesperándole. Luego, siguió leyendo.

Según los expedientes, durante seissemanas el despacho naval no tuvosucesor. Otros departamentos delMinisterio de Defensa se hicieron ecodel entusiasmo del Almirantazgoprovocado por el despacho en cuestión.El Ministerio de Asuntos Exteriores, enpalabras de difícil interpretación dijo:«Este documento arroja unaextraordinaria luz sobre una faceta de laagresiva filosofía soviética». Allelineinsistía en sus peticiones de que se dieraespecial tratamiento al expediente, pero

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era como un general sin ejército. Laconhacía heladas referencias a la «un tantolenta prosecución del asunto», yaconsejaba a su ministro que«conjuntamente con el Almirantazgo,quitara veneno al asunto». Según losdocumentos a disposición de Smiley,Control nada decía. Quizá callabaadrede, en espera de que la situación secalmara por sí misma. Durante esteperíodo de calma, un funcionario deHacienda, aficionado a los asuntosmoscovitas, manifestó agriamente queWhitehall había sido testigo de muchoscasos como aquél, en los últimos años:primero, un informe esperanzador, y,

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después, silencio, o, peor todavía, unescándalo.

Este funcionario iba errado. En laséptima semana, Alleline anunció lapublicación de tres nuevos informes deBrujería, en un solo día. Todos losinformes revestían la forma decorrespondencia secreta,interdepartamental, soviética, auncuando los temas tratados erandiferentes.

Según el resumen de Lacon, BrujeríaN.º 2, describía las tensiones existentesen el seno del Comecon, y hablaba delos corruptores efectos que los tratadoscomerciales con Occidente tenían en los

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más débiles miembros de aquellaorganización. Desde el punto de vistadel Circus, aquél era un clásico informeprocedente del territorio de Roy Bland,referente al mismísimo objetivo que lared Aggravate, con base en Hungría,había perseguido en vano durante años.Un cliente del Ministerio de AsuntosExteriores, escribió: «Estamos ante unexce l ente tour d’horizon, con laapoyatura de una buena visióncolateral».

Brujería N.º 3, analizaba elrevisionismo en Hungría, así como laspurgas de Kadar, en los ámbitospolíticos y académicos. El autor del

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documento, sirviéndose de una fraseacuñada largo tiempo atrás porKruschev, decía que la mejor manera deacabar con las habladurías disidentes enHungría consistía en fusilar a unoscuantos intelectuales más. Una vez más,aquél era territorio de Roy Bland. Elmismo comentarista del Ministerio deAsuntos Exteriores decía: «Es unasaludable advertencia a cuantosimaginan que la Unión Soviética sepropone suavizar el trato que da a lospaíses satélites».

Esencialmente, estos dos informeseran paisaje de fondo, pero el informeBrujería N.* 4, constaba de sesenta

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páginas, y los clientes lo considerabanúnico. Se trataba de una apreciacióninmensamente técnica, a cargo delservicio de asuntos exteriores soviético,de las ventajas y desventajas denegociar con un presidentenorteamericano débil. La conclusión eraque, si daban al presidente un pequeñotriunfo para que lo esgrimiera ante elelectorado, la Unión Soviética podríaconseguir útiles concesiones en laspróximas conferencias acerca decabezas nucleares múltiples. Sinembargo, dicho informe ponía muyseriamente en duda la conveniencia depermitir que los Estados Unidos tuvieran

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demasiado clara conciencia de quehabían salido perdiendo en el trato, yaque esto podía dar lugar a que elPentágono pasara al ataque o iniciarauna acción preventiva. Este informecorrespondía al mismísimo corazón delterritorio de Bill Haydon. Pero, tal comoel propio Haydon reconoció en unaconmovedora nota dirigida a Alleline —nota de la que inmediatamente se sacócopia, sin el conocimiento de Haydon,que fue enviada al ministro, y, luego,incorporada a los archivos de secretaríadel gobierno—, en veinticinco añosdedicados a investigar los asuntosnucleares soviéticos, Haydon jamás

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había conseguido nada de tanta altura.Haydon concluía: «Y, a no ser que

me equivoque de una forma lamentable,tampoco nuestros camaradas de armasnorteamericanos han logrado algoparecido. Sé que es prematuro, peropienso que si alguien mostrara estematerial a Washington podría negociaren posición altamente ventajosa. Y, siMerlín sigue así, me atrevo a vaticinarque podremos comprar lo que queramos,entre las existencias de la tienda de laOrganización Norteamericana».

Percy Alleline tenía su sala delectura, y George Smiley se preparó uncafé en el viejo hornillo, al lado de la

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pileta para lavarse las manos. Hacia elmediodía, el aparato de suministro degas que funcionaba echándole monedas,dejó de suministrar gas, y, en unarrebato, Smiley llamó a Norman, y leordenó que le cambiara cinco libras enchelines.

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Con creciente interés, Smiley siguióaquel viaje a través de los anémicosinformes de Lacon, desde el primerencuentro de los protagonistas hasta elpresente. En aquellos tiempos, se formóen el Circus tal ambiente de suspicaciaque, incluso entre Smiley y Control, eltema de la fuente de Merlín llegó a sertabú. Alleline acudía con los informesBrujería, y esperaba en la antesala,mientras las madres los presentaban aControl, quien los firmabainmediatamente, a fin de demostrar queni siquiera los leía. Alleline los

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devolvía al archivo, asomaba la cabezaen el despacho de Smiley, le saludabacon un gruñido, y bajaba las escaleras.Bland se mantenía distante, e incluso lasalegres visitas de Bill Haydon, quetradicionalmente formaban parte delcotidiano vivir en aquellas alturas, y delas conversaciones de chismorreo que,en los viejos tiempos, Control deseabatuvieran lugar entre sus lugartenientes dealta jerarquía, comenzaron a escasear ya hacerse más y más breves, hasta que,por fin, cesaron.

Con desdén, Haydon dijo a Smiley:—Está chocheando. Y si no me

equivoco, poco tardará en irse al otro

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barrio. El problema estriba en saber simorirá antes de quedar totalmentechocho, o viceversa.

Las habituales reuniones de losjueves fueron suspendidas, y Smiley sevio constantemente hostigado porControl, quien le ordenaba ir alextranjero para llevar a cabo vagasmisiones, o visitar las delegacionesnacionales —Sarratt, Brixton, Acton ytodas las demás—, en calidad deemisario personal suyo. Smiley comenzóa pensar, con más y más convicción, queControl quería mantenerle alejado.Cuando hablaba con él, Smiley notaba lapesada tensión de la sospecha mediando

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entre los dos, de manera que incluso elpropio Smiley comenzó a preguntarsecon toda seriedad, si acaso Bill noestaba en lo cierto, y resultaba queControl ya no se hallaba capacitado paradesempeñar su cargo.

Los documentos de los archivos desecretaría de gobierno revelabanclaramente que, en el curso de los tresúltimos meses, la operación Brujeríahabía dado frutos constantemente, sin lamenor intervención de Control.— Losinformes llegaban a un ritmo de dos eincluso tres al mes, y su calidad, segúnlos clientes, seguía siendo excelente,pero el nombre de Control rara vez se

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mencionaba, y nunca se le invitaba aemitir su opinión. Alguna que otra vez,los encargados de valorar los informesponían objeciones. Más a menudo sequejaban de que no cabía la posibilidadde corroborar los informes, debido aque Merlín los situaba en zonas ignotas,y preguntaban: «¿Podemos pedir a losnorteamericanos que comprueben elcontenido de estos informes?» Elministro contestaba: «No». Y Allelinedecía: «Todavía no». Añadiendo:«Cuando llegue el momento oportunoharemos algo más que intercambiarnuestro material por el suyo; concluir untrato por una sola vez no nos interesa;

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nuestra tarea consiste en eliminar todaduda acerca de la veracidad de losinformes de Merlín, y, entonces, Haydonpuede encargarse de negociar».

Ahora, ya no había dudas. Entre losselectos individuos que tenían acceso alas estancias del Grupo de TrabajoAdriático, Merlín era ya un triunfo. Ysus informes eran veraces, puesto que, amenudo, otras fuentes los confirmabancon carácter retrospectivo. Se formó unComité Brujería, presidido por elpropio ministro. Alleline ocupaba elpuesto de vicepresidente. Merlín sehabía convertido en una industria en laque Control ni siquiera estaba

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empleado. Desesperado, Control habíaencomendado a Smiley la misión demendigar información.

—Son tres y Alleline. Abórdalos atodos, ponles cebos, coacciónalos,maltrátalos, si es preciso.

Los expedientes mostraban unabendita ignorancia, con referencia aestos encuentros que, a su vez,pertenecían a las peores zonas de lamemoria de Smiley. Y, por otra parte, leconstaba que Control había perdido todointerés en ellos.

Corría el mes de abril. Smiley, quienacababa de regresar de Portugal, endonde había acallado un escándalo,

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encontró a Control viviendo en estadode sitio. Los expedientes seamontonaban en el suelo; en las ventanashabían puesto nuevos cerrojos. Controlhabía cubierto su teléfono con el pañodestinado a cubrir la tetera paramantener el té caliente, y del techocolgaba una especie de altavoz, paraprevenir subrepticias escuchaselectrónicas, que parecía un ventiladoreléctrico que emitía constantemente unsilbido de intensidad variable. En elcurso de las tres semanas que Smileyhabía estado ausente, Control se habíatransformado en un anciano.

Sin apenas alzar la vista de los

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papeles que leía, Control murmuró:—Diles que están comprando sus

futuros cargos con dinero falsificado. Enfin, diles cualquier cosa. Necesito ganartiempo.

Son tres, se repitió ahora Smiley,sentado ante la mesa de juego delcomandante, mientras estudiaba la lista,hecha por Lacon, de aquellos que habíansido autorizados a tener acceso a laoperación Brujería. Pero hoy eransesenta y ocho los autorizados a entraren la sala de lectura. Cada uno de ellos,al igual que los miembros del Partidocomunista, tenía un número, de acuerdocon la fecha de ingreso en el grupo. La

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lista había sido mecanografiada denuevo, después de la muerte de Control.Smiley no constaba en ella. Pero, en sucabecera, figuraban los mismos cuatropadres fundadores: Alleline, Bland,Esterhase y Bill Haydon.

De repente, la mente de Smiley que,sin dejar de leer, estaba abierta a todogénero de injerencias, a cualquierconexión oblicua, fue asaltada por unavisión ajena al asunto en que seocupaba. Era la visión de Ann y de élmismo, paseando por los acantilados deCornualles. Corrían los díasinmediatamente posteriores a la muertede Control. Era aquella la peor época,

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en tanto Smiley recordaban de su largo ycomplejo matrimonio. Se encontraban aconsiderable altura, en la costa, en unlugar situado entre Lamorna yPorthcurno, a donde habían ido, fuera detemporada, con la aparente finalidad deque Ann respirara el aire marítimo, paraver si mejoraba de su tos. Habíanseguido el sendero de la costa, cada cualinmerso en sus propios pensamientos.Smiley suponía que Ann pensaba enHaydon, en tanto que él pensaba enControl, en Jim Prideaux, en laoperación Testimonio, y en el horrendolío que el propio Smiley había dejado asus espaldas, al jubilarse. No había

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armonía entre él y Ann. Cuando estabanjuntos, no reinaba la calma entre ellos,cada uno era un misterio para el otro, yla más banal conversación podía tomarextrañas sendas, fuera del dominio de suvoluntad. En Londres, Ann había vividode un modo extremadamente alocado,aceptando a cuantos demostrabandesearla. A Smiley le constaba que Annintentaba enterrar algo que laatormentaba o la preocupaba en exceso.Pero Smiley no sabía qué hacer parallegar hasta ella.

—Si hubiera muerto yo —preguntóAnn de repente—, en vez de morirControl, ¿cuáles serían tus sentimientos

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con respecto a Bill? —Smiley estabatodavía meditando la respuesta, cuandoAnn dijo—: A veces pienso que protejola buena opinión que de él tienes, ¿creesque es posible? Pienso que, de algúnmodo u otro, soy yo quien os mantieneunidos, ¿es posible?

—Sí, es posible —einmediatamente, añadió—: Sí, supongoque, en cierto sentido, también dependode él.

—¿Es hombre importante, Bill, en elCircus?

—Más de lo que lo era, me parece.—¿Y todavía va a Washington, trata

y discute con esa gente, y les sonsaca

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cuanto saben?—Supongo que sí. Eso dicen.—¿Es tan importante como tú?—Supongo.—Supongo —repitió Ann—, creo,

eso dicen… ¿Entonces, es mejor que tú?¿Hace las cosas mejor que tú, se sabemejor las asignaturas? Dímelo. Porfavor, dímelo. Debo saberlo.

Estaba extrañamente excitada. Susojos, que el viento había puestolacrimosos, brillaban desesperadamente,mirando a Smiley, a quien había cogidoel brazo con las dos manos, y de quientiraba, como un niño que exige unarespuesta. Smiley replicó torpemente:

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—Siempre me has dicho que loshombres no deben compararse. Siemprehas dicho que no creías en lascomparaciones.

—¡Dímelo!—Bueno, de acuerdo. Pues no, no es

mejor.—¿Y si yo no estuviera de por

medio, qué pensarías de él? Si Bill nofuera primo mío, si no fuera nada mío,¿qué pensarías de él? Quiero que me lodigas. ¿Le tendrías en más estima o enmenos?

—Menos, me parece.—En este caso, tenle en menos

ahora. Desde este momento, lo separo

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de mi familia, de nuestras vidas, detodo. Lo arrojo al mar. Ahí.¿Comprendes?

Pero Smiley sólo comprendió elsiguiente mensaje: «Regresa al Circus, ytermina tu trabajo». Las palabras de Anneran una de las diez o doce maneras quetenía de decir la misma cosa.

Todavía alterado por esta intrusiónen su memoria, Smiley se levantó concierto nerviosismo y se acercó a laventana, su habitual atalaya, cuandoestaba preocupado. Sobre el muro sehabían posado cinco o seis gaviotas.Seguramente había oído sus gritos, yéstos le habían traído a la mente el

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recuerdo del paseo en Lamorna.En cierta ocasión, Ann le dijo:

«Cuando hay cosas que no puedo decir,toso». ¿Qué era, pues, lo que Ann nopodía decirle?, preguntó Smileylúgubremente a las chimeneas quesobresalían de los tejados, en el otrolado de la calle. Connie podía decirlo.Martindale podía decirlo. Entonces,¿por qué no podía decirlo la propiaAnn?

Allí, junto a la ventana, Smileymusitó:

—Tres y Alleline.Las gaviotas se habían ido, todas al

mismo tiempo, como si hubieran

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descubierto un sitio mejor. «Diles queestán comprando sus futuros cargos condinero falsificado.» ¿Y si los bancosaceptaban este dinero? ¿Y si losexpertos proclaman que es genuino, yBill Haydon lo ensalza hasta ponerlo enlas nubes? ¿Y si secretaría de gobiernoestá repleta de expedientes que cantanlas alabanzas de los nuevos y valerososhombres de Cambridge Circus, esoshombres que, por fin, han sacado alCircus de su marasmo?

Smiley había elegido a Esterhase,debido a que Toby le debía toda sucarrera. Smiley le había reclutado enViena, cuando era un estudiantillo

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muerto de hambre que vivía en lasruinas de un museo del que el difunto tíode Toby había sido conservador. Enautomóvil Smiley fue a Acton y abordó aEsterhase, allí, en la Lavandería,estando Toby sentado tras su escritoriode roble, con la hilera de marfileñosteléfonos. En la pared, los Reyes Magosde rodillas, dudosa obra italiana delsiglo xvii. A través de la ventana, unamplio patio cerrado, atestado deautomóviles, camionetas y motocicletas,así como barracones de descanso endonde los equipos de faroleros matabanel tiempo entre los turnos de servicio.Primeramente, Smiley preguntó a Toby

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por su familia: Toby tenía ya un hijo enWestminster y una hija que cursabaprimero de medicina. Luego dijo a Tobyque los faroleros iban dos mesesretrasados con respecto a su plan detrabajo, y, cuando Toby se salió por latangente, Smiley le preguntódirectamente si sus muchachos habíanestado ocupados, recientemente, enalgún trabajo especial, ya en el país yaen el extranjero, que Toby, por válidasrazones de seguridad, no se considerabaautorizado a revelar. Muerta la mirada,Toby repuso:

—¿Por cuenta de quién podríamosrealizar este trabajo, George? Sabes

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que, de acuerdo con mi particularBiblia, esto sería completamenteilegal…

Y de acuerdo con la particularBiblia de Toby, sus giros idiomáticosresultaban siempre extraños ylamentablemente cómicos.

—Bueno —insinuó Smiley,proporcionándole una salida—, pues yocreo que hubieras podido llevar a caboesta clase de trabajo por cuenta de PercyAlleline, entre otros. A fin de cuentas, siPercy te ordenara hacer algo y no darparte alguna de ello, tú te encontraríasen una situación en que difícilmentepodrías negarte.

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—¿Y qué clase de cosa podríaordenarme Percy?

—Averiguar si un punto de entregade correspondencia es seguro, organizarun piso de refugio de agentes, vigilar aalguien, poner aparatos de escucha enuna embajada… A fin de cuentas, Percyes el director de operaciones. Y tú bienhubieras podido pensar que Percyactuaba obedeciendo órdenes emanadasdel quinto piso. No sé, me parece algomuy posible y plenamente razonable.

Toby miró atentamente a Smiley.Sostenía un cigarrillo entre los dedos,pero, después de haberlo encendido, nole había dado ni una sola chupada. Se

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trataba de un cigarrillo liado a mano,que había extraído de una cajita deplata, pero que, después de encenderlo,ni siquiera se llevó a los labios. Se loacercaba a la boca o lo alejabalateralmente, pero nunca se decidía atomar la decisión. Y así, Toby emitió sudiscurso que fue una de susmanifestaciones personales, con caráctersupuestamente definitivo, acerca dellugar en que se encontraba, en aquelmomento de su vivir.

Dijo que el servicio le gustaba y queprefería seguir en él. El servicio era suvida. Sí, ante el servicio, reaccionabasentimentalmente. Cierto era que tenía

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otros intereses, intereses que, endeterminado momento, podían reclamartoda su atención, pero, de todasmaneras, prefería el servicio. Dijo quesu problema radicaba en los ascensos.No, no deseaba ascender por meracodicia, sino que sus razones tenían uncarácter social.

—Como tú sabes, George, tengomuchos años de antigüedad, y me sientoverdaderamente inhibido cuando estoschicos jóvenes pretenden que obedezcasus órdenes. ¿Comprendes lo que quierodecir? Incluso Acton, el solo nombre deActon les parece ridículo.

—Ya… —dijo Smiley con dulzura

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—. ¿Y quiénes son esos chicos jóvenes?Pero Esterhase había perdido todo

interés en el asunto. Terminada sumanifestación, había cubierto de nuevoel rostro con su habitual inexpresividad.Sus ojos de muñeco mantenían la miradafija en un punto en el aire. Smileyintervino de nuevo:

—¿Te refieres a Roy Bland? ¿0 aPercy? ¿Es que Percy es joven? ¿Aquién te refieres, Toby?

De nada sirvieron estas preguntas.En tono de lamentación, Toby dijo:

—George, cuando hace ya muchotiempo que te has ganado el ascenso y note lo han dado, y uno sigue matándose a

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trabajar, todos los que se encuentranmás avanzados en el escalafón parecenjóvenes.

—Quizá Control pueda darte unempujoncito hacia arriba…—insinuóSmiley sin que le gustara el papel queahora iba a interpretar.

La respuesta de Esterhase tuvo lavirtud de enfriar mayormente elambiente:

—Bueno, George, en realidad nocreo que Control pueda llegar a tanto, enla actualidad. A propósito, tengo algopara Ann. —Esterhase abrió un cajóndel escritorio—. Cuando supe que ibas avenir, telefoneé a un par de amigos y les

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dije que quería algo bueno, algo bonito,para una mujer sin tacha… Nunca hepodido olvidar a Ann desde el día enque la conocí, en un cóctel ofrecido porHaydon.

Por lo que Smiley se llevó el premiode consolación: una cara botellita deesencia que Smiley presumía habíapasado de contrabando alguno de losfaroleros de Esterhase, al regresar a subase. Y Smiley tuvo que ir a mendigarinformación a Roy Bland, sabedor deque, al hacerlo, se acercaba un paso mása Haydon.

Después de regresar a la mesa delcomandante, Smiley buscó entre los

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papeles de Lacon hasta encontrar undelgado expediente con el título«Operación Brujería. —SubsidiosDirectos», en el que se habían registradolos primeros gastos ocasionados por laexplotación de la fuente Merlín. En otromemorándum personal dirigido alministro, con fecha del ocho de febrero,de hacía dos años, Alleline decía: «Porrazones de seguridad, propongo que lafinanciación de la operación Brujeríaquede absolutamente separada de losrestantes pagos al Circus. Hasta elmomento en que encontremos eladecuado camuflaje, solicito de ustedsubvenciones directas de Hacienda, en

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vez de los meros suplementos a lasasignaciones secretas, que, de un modo uotro, con toda seguridad quedaríanincorporadas a la contabilidad generaldel Circus. Personalmente rendirécuentas a usted de dichas subvencionesdirectas».

Una semana después, el ministrocontestaba por escrito: «Aprobado,siempre con la condición…»

Sí, siempre había condiciones. Unasola mirada a las primeras cifras revelóa Smiley lo que deseaba saber: ya en elmes de mayo de aquel año, cuando tuvoefecto aquella entrevista en Acton, TobyEsterhase había efectuado

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personalmente no menos de ocho viajessufragados con el presupuesto Brujería,dos a París, dos a La Haya, uno aHelsinki y tres a Berlín. En cada uno deestos casos, la finalidad del viaje eraescuetamente calificada de «hacersecargo de productos». Entre mayo ynoviembre, cuando Control desapareciódel escenario, Toby hizo diecinueveviajes más. En uno de ellos fue a Sofía yen otro, a Estambul. En ningún caso tuvoque estar ausente más de tres días. Casitodos se efectuaron en fines de semana.En varios de estos viajes fueacompañado por Roy Bland.

Tal como Smiley jamás había puesto

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en duda, Toby Esterhase le habíamentido sin el menor rebozo. Le gustóver que los papeles confirmaban suimpresión personal.

En aquel entonces, la opinión queSmiley tenía de Roy Bland era un tantoambivalente. Ahora, al recordarla,decidió que seguía opinando igual. Unprofesor había descubierto el potencialvalor de Bland, y Smiley se habíaencargado de reclutarlo. Estacombinación guardaba un raro parecidocon aquella otra que llevó al propioSmiley al Circus. Pero, en esta ocasión,no había un monstruo alemán que dierapábulo al fuego patriótico, y Smiley

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siempre había reaccionado con ciertasensación molesta ante las afirmacionesde anticomunismo. Lo mismo queSmiley, Bland no había tenido infancia.Su padre era un trabajador portuario,apasionado sindicalista y miembro delPartido. La madre de Bland muriócuando éste estaba aún en la infancia. Supadre odiaba la educación, del mismomodo que odiaba cuanto fuera autoridad,y, cuando Bland comenzó a demostrar suinteligencia, el padre se metió en lacabeza la idea de que las clasesdirigentes le habían robado a su hijo, ycomenzó a tratarle a punta de zapato.Bland luchó denodadamente hasta

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terminar la enseñanza media, matándosea trabajar —como diría Esterhase—para pagarse las matrículas. CuandoSmiley le conoció, en casa de suprofesor, en Oxford, Bland tenía elapaleado aspecto de quien acaba deregresar de un fatigoso viaje.

Smiley comenzó a cultivar a Bland,y, al cabo de varios meses pudoformularle una vaga proposición queBland aceptó, principalmente, suponíaSmiley, movido por la animosidad quesentía hacia su padre. Después de esto,dejó de estar al cuidado de Smiley.Subsistiendo gracias a extrañas yoscuras becas, Bland estudió

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arduamente en la Biblioteca en Memoriade Karl Marx, escribiendo artículosizquierdistas que publicaba en ínfimasrevistas que hubieran fallecido largotiempo atrás, si el Circus no las hubiesefinanciado. Por las tardes, Blanddefendía su postura en reuniones,celebradas en tabernas con el aire densode humo o en salas universitarias.Durante las vacaciones, fue alParvulario, en donde un fanáticollamado Thatch se encargaba de fascinara futuros agentes de penetración enpaíses extranjeros, cultivando a susalumnos de uno en uno. Thatch adiestróa Bland en las artes del oficio, y, muy

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cuidadosamente, consiguió que lasprogresistas opiniones de Bland fueranacercándose más y más al campomarxista en que se encontraba su padre.Tres años después del día en que fuereclutado, gracias, en parte, a susproletarios orígenes, y a la influencia desu padre en King Street, Bland consiguióque le contrataran para desempeñar,durante un año, el puesto de profesorauxiliar de economía en la Universidadde Poznan. Con ello, Bland quedólanzado.

Desde Polonia, solicitó, conresultados positivos, un puesto en laAcademia de Ciencias de Budapest, y,

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durante los ocho años siguientes vivió lanómada vida de un intelectualizquierdista en busca de luz, gozando amenudo de simpatías, aunque nunca deconfianza. Vivió en Praga, pasó doshorribles semestres en Sofía y seis enKiev, en donde tuvo una depresiónnerviosa, la segunda en pocos meses.Una vez más, el Parvulario se hizo cargode él, aunque esta vez con la finalidadde comprobar su lealtad. Fue calificadode hombre limpio de toda mácula, susredes fueron puestas al cuidado de otrofuncionario, y Roy fue destinado alCircus, a fin de que dirigiera,principalmente desde detrás de su

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escritorio, las redes que había formadoen el campo de actuación. A Smiley leparecía que, recientemente, Bland sehabía convertido en una especie decolega de Haydon. Cuando Smileyvisitaba a Roy, para charlar un poco conél, le encontraba a menudo en compañíade Bill, reclinado en su sillón y rodeadode papeles, expedientes y mapas, con elaire denso de humo de tabaco. De lamisma manera, si Smiley entraba en eldespacho de Bill no era raro encontrarallí a Bland, con la camisa empapada ensudor, paseando a pesados pasos por laalfombra. Bill tenía Rusia y Bland lossatélites. Pero, en aquellos primeros

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tiempos de la operación Brujería, lasdistinciones habían quedado casitotalmente borradas.

Se reunieron en el patio abierto deuna taberna de St. John’s Wood, siendotodavía el mes de mayo, a las cinco ymedia de un día gris, y el lugar estabavacío. Roy acudió con un hijo suyo, unchico de unos cinco años, un Bland enminiatura, rubio, gordo y con la carasonrosada. Bland no hizo referenciaalguna a su hijo, pero, de vez en cuando,mientras los dos hablaban, Bland dejabade prestar atención y se fijaba en elchico, sentado en un banco, lejos deellos, comiendo almendras. Depresiones

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nerviosas aparte, Bland todavía llevabaimpresa la filosofía que Thatchenseñaba a los agentes destinados aactuar en el campo enemigo: fe en símismos, participación activa, simpatíatabernaria, y las restantes frasesincómodas que, en los mejores tiemposde la cultura de la guerra fría, habíanconvertido el Parvulario en algoparecido a un centro de rearme moral.

—¿Bueno, qué me ofreces? —preguntó Bland afablemente.

—En realidad, nada tengo queofrecerte, Roy. De todos modos, quierodecirte que Control estima que lapresente situación no es saludable. No le

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gusta verte mezclado en líoscabalísticos. Y a mí, tampoco.

—Magnífico. ¿Y qué me ofreces?—¿Qué quieres?En la mesa, mojadas por la lluvia

anteriormente caída, había unasvinagreras, dejadas allí desde la hora decomer, con unos cuantos palillos deplástico, en un compartimento situado enel centro. Bland tomó un palillo, escupióel papel que lo envolvía, proyectándolocontra el suelo, y comenzó a hurgarse lasmuelas cariadas, con el extremodestinado a ser sostenido entre losdedos.

—Bueno, pues, ya que me lo

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preguntas, no estaría mal que me dieraiscinco mil libras de propina, sacadas delfondo secreto.

—¿Y casa y coche? —preguntóSmiley siguiendo la broma.

—Y el chaval en Eton —añadióBland.

Y guiñó el ojo, dirigiendo la mirada,al través del piso de cemento, indicandoal muchacho, mientras seguía hurgandocon el palillo.

—He pagado, George —dijo—. Teconsta que he pagado. Todavía no sé loque he comprado, pero lo cierto es quehe pagado mucho. Quiero resarcirme unpoco. Diez años trabajando en solitario,

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por cuenta del quinto piso. Esto significamucho dinero, sea cual fuere la edad queuno tenga. Incluso si uno tiene tu edad,George. Seguramente tuve alguna razónpara aceptar tanto abuso, pero ahora yano me acuerdo de ella. Quizá todo sedebió a tu magnética personalidad.

Smiley aún no había terminado suvaso, por lo que Bland fue al mostradorpara llenar el suyo y, al mismo tiempo,comprar algo para su chico.Tranquilamente, mientras se sentaba,Bland dijo:

—Eres un cerdo dotado de excelenteeducación, George. Un artista es un tipoque puede tener dos opiniones

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fundamentalmente opuestas, al mismotiempo, y, a pesar de ello, seguirfuncionando. ¿A quién se le ocurrió estafrase?

Pensando por un momento que Blandse disponía a decir algo referente a BillHaydon, Smiley replicó:

—Scott Fitzgerald.—Pues no era tonto el tal Fitzgerald

—afirmó Bland.Mientras bebía, Bland giró sus ojos

levemente saltones hacia un lado, haciala verja, como si buscara a alguien.

—Y yo funciono, George —dijo—.Como buen socialista, voy detrás deldinero. Como buen capitalista, estoy a

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favor de la revolución debido a que, sino puedes evitarla, lo mejor es espiarla.No me mires así, George. En estostiempos, somos así, a poco que busquesen mi conciencia, verás que lo quequiero es conducir tu Jaguar.

—¿Es de Bill este chistecito? —preguntó Smiley súbitamente irritado.

—¿Cuál?—Este chistecito acerca del

materialismo inglés, de la sociedad decerdos en busca de la opulencia.

—Quizá. —Bland terminó subebida, y, añadió—: ¿No te gusta?

—No, no mucho. Antes, Bill no eraun reformista radical. ¿Qué le ha dado?

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Molesto ante todo género deinfravaloración de su socialismo o de lapersonalidad de Haydon, Bland repuso:

—Esto no es radicalismo. Esto es,solamente, mirar por la ventana. Esto esla Inglaterra actual. Y esto es algo que anadie gusta.

Reconociendo que sus palabraspertenecían al peor y más pomposoaspecto de su manera de ser, Smileydijo:

—Quisiera que me dijeras cómopretendes destruir los instintosadquisitivos y de competencia de lasociedad occidental, sin destruir almismo tiempo…

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Bland había ya terminado su bebida,y también la reunión.

—No sé por qué te preocupas —dijo—. Has conseguido ocupar el puesto deBill, ¿qué más quieres? Mientras dure…

«Y Bill ha conseguido mi esposa»,pensó Smiley, mientras Bland selevantaba para irse. Y, siguió pensandoSmiley, «el maldito Bill te lo ha dicho,Bland».

El chico se había inventado unjuego. Había puesto una mesa de lado,en el suelo, y hacía rodar una botellavacía por el tablero inclinado, para quecayera sobre la grava. Cada vez querepetía el juego soltaba la botella desde

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un punto más alto. Smiley decidió irseantes de que el muchacho hiciera añicosla botella.

A diferencia de Esterhase, Bland nisiquiera se había tomado la molestia dementir. Los expedientes y documentos deLacon no ocultaban el hecho de queBland intervino en la operaciónBrujería.

En un escrito con fechacorrespondiente a los díasinmediatamente siguientes a ladesaparición de Control, Allelineescribía: «La explotación de la fuenteMerlín es, desde todos los puntos devista, una operación de comité, y,

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honradamente, no podría decir cuál demis tres ayudantes merece más elogios.La energía de Bland ha constituido unestímulo para todos nosotros…» En esteescrito, Alleline contestaba unacomunicación del ministro en la que ésteafirmaba que los dirigentes de laoperación Brujería debían aparecer enla lista de concesión de honores de Añonuevo. Alleline añadía: «En tanto que elingenio operativo de Haydon casiiguala, a veces, al del propio Merlín».Los tres fueron condecorados. Elnombramiento de Alleline en el puestode jefe fue confirmado, y con elloconsiguió su ambicionado título

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nobiliario.

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Con lo que me quedé con Bill, pensóSmiley.

En el curso de la mayoría de lasnoches londinenses, se produce unmomento de respiro en la constanteinquietud. Durante diez, veinte, treintaminutos, e incluso durante una hora, nose oye el parloteo de un borracho, ni elllanto de un niño, ni el gemido de losneumáticos de un automóvil instantesantes de chocar. En los Jardines deSussex, este momento se produce

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alrededor de las tres. Aquella noche,dicho respiro se produjo pronto, a launa, mientras Smiley se encontraba unavez más ante la ventana de sudormitorio, mirando hacia abajo, comoun prisionero, mirando la zona cubiertade arena, ante el edificio de la señoraPope Graham, en la que hacía pocohabía aparcado una camioneta Bedford.El techo estaba cubierto de frases talescomo: «A Sidney en noventa días», «AAtenas en una sola etapa», «Mary Louhemos llegado». En el interior brillabauna luz mortecina, y Smiley presumióque allí dormían un par de críos,inmersos en felicidad extramatrimonial.

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Críos no, jóvenes debiera llamarles.Unas cortinillas cubrían las ventanas.

Con lo que me quedé con Bill, pensóSmiley, con la vista fija en lascortinillas de la camioneta y en susoptimistas proclamaciones devagabundo mundial. Con lo que mequedé con Bill, con nuestras amistosascharlas en Bywater Street, los dos solos,viejos amigos, compañeros de armas,«compartiéndolo todo», como habíadicho Martindale en galana expresión,pero después de haber dicho a Ann quese fuera, para que los dos hombrespasaran solos aquellas horas de lanoche. Con lo que me quedé con Bill,

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repitió impotente, con lo que sintió quese le alzaba la sangre, que los colores seintensificaban ante su vista, y que susentido de la moderación comenzaba adeslizarse peligrosamente cuesta abajo.

¿Quién era Bill? Smiley habíadejado de tener una clara visión de Bill.Cada vez que lo contemplaba lo veía deun tamaño excesivo, y diferente. Hastael momento en que Ann inició suaventura con Bill, Smiley creía que loconocía bastante bien, que sabía valorardebidamente tanto su brillantez como suslimitaciones. Bill pertenecía a aquellaclase de gente de antes de la guerra, dela que suele decirse que ya no existe,

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que se las arreglaba para ser, al mismotiempo, gente sin escrúpulos y con altasmiras. El padre de Bill era magistrado,dos de sus varias y hermosas hermanasse habían casado con aristócratas. EnOxford, Bill se inclinaba más por lasderechas, que no estaban de moda, quepor las izquierdas, que lo estaban,aunque sin excesivos entusiasmos.Desde su adolescencia, cuando lefaltaba poco para cumplir los veinteaños, Bill había sido un entusiastaexcursionista, así como aficionado apintar cuadros, con técnica libre, aunquecon temática excesivamente ambiciosa.Varias de sus obras pictóricas colgaban

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de las paredes del palacio de MilesSercombe, junto a los jardines deCarlton. Contaba con amistades en todaslas embajadas y consulados del OrienteMedio, y se servía despiadadamente deellas. Aprendía con facilidad remotosidiomas, y, cuando llego el año treinta ynueve, el Circus se lo incorporó,después de haberle tenido la vistaencima durante varios años. Suactuación durante la guerra fuedeslumbrante. Estuvo en todas partes,siempre heroico, siempre encantador; sucomportamiento era poco ortodoxo, y,en ocasiones, descarado.Inevitablemente surgía la comparación

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con Lawrence.Smiley reconoció que, en sus buenos

tiempos, Bill había intervenido enimportantes hechos históricos, que habíapropuesto todo género de planesgrandiosos encaminados a devolver aInglaterra su poderío y su influencia; aligual que Rupert Brooke, Bill rara vezdaba a la nación el nombre de GranBretaña. Pero Smiley, en sus momentosde objetividad, recordaba que fueronmuy pocos los proyectos de Bill quellegaron a ponerse en marcha.

Contrariamente, a Smiley le eramucho más fácil respetar, en conceptode colega, la otra faceta del modo de ser

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de Haydon, es decir, la pacienzudahabilidad propia del nato dirigente deagentes, su raro sentido del equilibrio enel manejo de los agentes dobles, y laorganización de falsas operacionesencaminadas a engañar al enemigo.También admiraba en Bill su arte desuscitar afecto, e incluso amor, hastacuando iba contra la existencia de otraslealtades…

—En cuanto a testigo, muchasgracias, querida esposa.

Desesperado, Smiley pensó que sí,que quizá Bill fuera realmente unhombre desproporcionado, fuera deserie, ajeno a las escalas normales.

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Smiley seguía luchando, en busca delsentido de la proporción. Al pensarahora en Bill, y al compararlo conBland, Esterhase e incluso Alleline,tenía la impresión de que todos elloseran, en mayor o menor medida,imperfectas imitaciones del prototipooriginal, es decir, Haydon. Le parecíaque las pretensiones de estos hombresno eran más que pasos dados haciaaquel inasequible ideal de hombrecompleto y equilibrado, incluso en elcaso de que la concepción de dichoideal fuera errónea o incongruente.Incluso el propio Bill se hallaba muylejos de este ideal. Bland con su brutal

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impertinencia, Esterhase con su altanerobritanismo, y Alleline con sussuperficiales dotes de dirigente,quedaron desdibujados, sin la presenciade Bill. Smiley también sabía, oimaginaba saber —esta idea se leocurrió ahora y fue como un leve rayode luz—, que Bill, por sí solo, era muypoca cosa, y que si bien sus admiradoresquizás encontraban en él aquella calidadde hombre completo y equilibrado —entre ellos, Bland, Prideaux, Alleline,Esterhase, y los restantes miembros delclub de entusiastas—, lo cierto era quela verdadera habilidad de Bill radicabaen servirse de ellos, en utilizarles para

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redondear su propia personalidad,empleando esta o la otra porción decada una de sus pasivas personalidades,con lo que Bill ocultaba el hecho de serél menos, mucho menos, que la suma desus aparentes cualidades… y, por fin,Bill ocultaba su dependencia deaquéllos bajo la capa de la arroganciadel artista, y las calificaba de hijos desu talento.

—Bueno, basta ya —dijo Smiley envoz alta.

Abandonó bruscamente estospensamientos; irritado, los apartó de sí,calificándolos de una teoría más acercade Bill. Y refrescó su calenturienta

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mente mediante el recuerdo de su últimaentrevista con Haydon.

Bill comenzó diciendo:—Imagino que quieres acribillarme

a preguntas sobre el maldito Merlín…Parecía cansado y nervioso. Tenía

que ir a Washington. En los viejostiempos, Bill hubiera comparecidoacompañado de alguna muchachainadecuada a la ocasión, y le hubiesedicho que hablara con Ann, mientras losdos hombres hablaban de sus asuntos.Sí, esto hubiera hecho, con la idea deque Ann realzara su personalidad, la deBill, ante la muchacha en cuestión,pensó cruelmente Smiley. Estas chicas

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pertenecían todas a una misma clase:tenían la mitad de los años de Bill, eranandrajosas estudiantes de la Escuela deBellas Artes, ceñudas y pegajosas. Annaseguraba que Bill, contaba con alguienque se las suministraba. Y, en unaocasión, con la idea de escandalizar unpoco, compareció con un repulsivojovenzuelo, llamado Steggie, que eraayudante de barman en un bar deChelsea, y que iba con camisa abierta yuna cadena de oro alrededor de lacintura.

—Bueno —dijo Smiley—, por ahíse dice que tú eres el encargado deescribir los informes.

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Con su sonrisa de zorro, Bill repuso:—Pensaba que esto era cosa de

Bland.—Roy hace las traducciones, y tú

escribes los informes que acompañan alos documentos que se reciben. Y estosinformes están mecanografiados en tumáquina. El material no pasa por lasmecanógrafas.

Bill le escuchaba atentamente, conlas cejas alzadas, como si en cualquierinstante fuera a interrumpir a Smiley conuna objeción o a decir algo para abordarun tema más agradable. Luego, selevantó del hondo sillón y anduvo hastalas estanterías con libros, ante las que

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quedó de pie, cediéndole una estanteríaa Smiley. Con sus largos dedos, Haydonsacó un libro, y lo examinó, con unasonrisa en los labios. Mientras volvíauna página, dijo:

—Percy Alleline nada vale. ¿Es éstala premisa básica?

—Más o menos.—Lo cual significa que Merlín

tampoco vale nada. Merlín tendría valorsi fuera una fuente mía, ¿no es eso? ¿Quépasaría si el maldito Bill fuera a ver aControl y le dijera que un pez gordohabía picado su anzuelo y que el buenBill deseaba manejar él solito este pez?Control seguramente diría: «Muchacho,

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enhorabuena, eres muy listo; desdeluego, maneja el asunto como te dé lagana; anda toma un poco de esterepulsivo té». Y, ahora, ya estaríapidiendo que me dieran una medalla, envez de mandarte que anduvierasfisgando por ahí. Antes, formábamos ungrupo con indudable estilo, con clase.¿Por qué somos tan vulgaresactualmente?

—Control piensa que Percy Allelineva en busca de más altos cargos.

—Y así es. Y también yo. Quiero serel jefe. ¿No lo sabías? Ya es hora deque llegue a ser algo en la vida, George.Soy, en parte, pintor y en parte espía, y

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es tiempo que sea algo de una solapieza. ¿Desde cuándo la ambición es unpecado en nuestra bestial organización?

—¿Quién le maneja, Bill?—¿A Percy? Karla, ¿quién, si no?

Un hombre de baja clase social, confuentes de información de clase socialalta, es una perla. Percy se ha vendido aKarla, ésta es la única explicación.

Bill había aprendido, hacía yamucho tiempo, el arte de interpretarerróneamente, con carácter voluntario,las palabras de los demás.

—Quería decir quién maneja aMerlín. ¿Quién es Merlín? ¿Qué pasa?

Apartándose de la biblioteca,

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Haydon pasó revista a los dibujos quecolgaban de las paredes de la casa deSmiley. Descolgó un pequeño cuadrocon marco dorado y lo puso a la luz.

—Es un Callot, ¿verdad? Muybonito.

Alzó un poco sus gafas para queaumentaran la imagen. Smiley tenía lacerteza de que Bill había examinadoincontables veces aquel dibujo.

—Muy bonito —dijo Haydon—. Aveces pienso que, en nuestraorganización, hay alguien que pretendeque aparte la mirada de los asuntos queson de mi incumbencia. Oficialmente,como tú sabes muy bien, mi objetivo es

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Rusia. A este trabajo he consagrado losmejores años de mi vida, he organizadoredes de agentes, he encontradobuscadores de futuros agentes, hemodernizado mi organización…Vosotros, los del quinto piso, habéisolvidado lo que es dirigir una operaciónen la que mandar una simple carta llevatres días, y ni siquiera te la contestan.

Comprensivo, Smiley pensó: «Sí, lohe olvidado. Sí, comprendo la situaciónen que te encuentras. No, Ann ningunaintervención tiene en mi pensamiento,ahora. A fin de cuentas, somos colegas yhombres de mundo, y estamos aquí parahablar de Merlín y de Control».

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—Y, de repente —prosiguió Haydon—, viene el advenedizo Percy, malditomercachifles del Caledonian, sin sombrade clase, y aporta una carretada deproductos rusos. Es muy molesto, ¿nocrees?

—Mucho.—Lo malo es que mis redes no son

demasiado buenas. Es mucho más fácilespiar a Percy que…

Se calló, aburrido por su propiatesis. Ahora había fijado la atención enuna menuda cabeza, al pastel, debida aVan Mieris.

—Y éste me gusta mucho también —dijo.

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—Es regalo de Ann.—¿A modo de reparación?—Probablemente.—Entonces, tuvo que ser un pecado

gordo. ¿Cuánto hace que lo tienes?Incluso ahora, Smiley recordó que,

en aquel instante, se dio cuenta de lomuy silenciosa que estaba la calle.¿Sería un martes? ¿Un miércoles? Yrecordó que pensó: «No, Bill; en lo quese refiere a ti no he recibido premio deconsolación alguno; hasta esta noche, nisiquiera has llegado a merecer un par dezapatillas para saltar de la cama». Lopensó, pero no lo dijo. Haydonpreguntó:

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—¿Se ha muerto ya Control?—No. Sólo está ocupado.—¿Y qué diablos hace este hombre,

durante todo el día? Es como unermitaño con ladillas, ahí, encerrado ensu cueva, y rascándose todo el santo día.¡Y esos expedientes que lee…! ¿Quédiablos busca? Imagino que estaráhaciendo una sentimental revisión de sudesagradable pasado. Tiene un horribleaspecto de enfermo. Supongo quetambién Merlín es el culpable de suenfermedad…

Una vez más, Smiley guardósilencio.

—¿Por qué no se sienta a la mesa

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común, comiendo lo que todoscomemos? ¿Por qué ha emprendido estasolitaria cacería? ¿Qué busca?

—No sabía que buscara algo.—Vamos, vamos, deja de hacerte el

tonto. ¡Claro que busca algo! Tengo unafuente de información, en la oficina deControl, una de las madres. ¿No losabías? Me cuenta chismes, a cambio debombones. Control se dedica a leer loshistoriales de viejos héroes popularesdel Circus, va en busca de podredumbre,a ver quién era un rojillo, quién eramarica… La mitad de ellos están yamuertos y enterrados. Control lleva acabo un estudio de nuestros fracasos y

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deficiencias. ¿Imaginas? ¿Y por qué?Pues, sencillamente, porque hemosconseguido un éxito. Este hombre estáloco, George. Padece paranoia senil,puedes estar seguro. ¿Te ha hablado Annalguna vez del malvado tío Frey? Puesel perverso tío Frey imaginaba que loscriados ponían micrófonos en las rosas,para enterarse del lugar en donde habíaescondido su dinero. Apártate de estehombre, George. La muerte es una lata.Corta amarras. Baja unos cuantos pisos,únete al proletariado.

Ann todavía no había regresado, porlo que los dos anduvieron juntos porKing’s Road, en busca de un taxi,

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mientras Bill expresaba sus últimasopiniones políticas, y Smiley decía: sí,Bill; no, Bill, y se preguntaba cómopodía arreglárselas para alejarse deControl. Ahora, Smiley ya no recordabacuáles fueron las opiniones políticas queBill expresó. El año anterior, Bill habíasido un convencido halcón, partidario dela mano dura. Aseguraba que loconveniente era retirar las fuerzasarmadas convencionales de Europa, ysustituirlas por armamento nuclear.Quizás era la última persona en todoWhitehall que creía en la eficacia de laindependiente fuerza de disuasiónbritánica. En el presente año, si la

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memoria no engañaba a Smiley, Bill sehabía convertido en un agresivopacifista inglés, y quería aplicar unasolución sueca, aunque sin presencia desuecos.

No había ni un taxi a la vista, lanoche era hermosa, y, como viejosamigos, siguieron caminando, el uno allado del otro.

—A propósito, si algún día quieresvender el Mieris, dímelo, por favor. Telo pagaré bien.

Pensando que Bill había hecho otrochistecito de mal gusto, Smiley sevolvió hacia él, al fin dispuesto aenojarse. Haydon ni se dio cuenta de

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ello. Tenía la vista fija al frente, y ellargo brazo levantado, para detener eltaxi que se acercaba. Irritado, Haydongritó:

—¡Maldita sea! ¡Fíjate, va lleno demalditos judíos, camino de Quag’s!

Al día siguiente, sin apenas levantarla vista de los papeles, Controlmurmuró:

—Bill debe tener el trasero como uncolador, después de los años que se hapasado sentado en lo alto de la verjadivisoria entre derecha e izquierda.

El lunes siguiente, las madres teníansorprendentes noticias para Smiley.Control se había trasladado en avión a

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Belfast, para sostener conversacionescon el Ejército. Más tarde, gracias aestudiar las dietas de viajes, Smiley sedio cuenta de la mentira. Ningúnmiembro del Circus se había trasladadoen avión a Belfast aquel mes, pero habíauna asignación para un viaje en primeraa Viena, y la autoridad que autorizaba elpago era nada menos que G. Smiley.Haydon, quien también buscaba aControl, estaba irritado:

—¿Y ahora a qué jugamos? Supongoque se trata de meter a Irlanda ennuestros líos, creando así una operaciónde diversión. ¡Dios mío, qué lata es esehombre!

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La luz en el interior de la camionetase apagó, pero la vista de Smiley siguiófija en el brillante techo. Se preguntó«¿Cómo vive esa gente?, ¿qué hace paraconseguir agua, dinero?» Intentóaveriguar las soluciones logísticas parallevar vida de troglodita en los Jardinesde Sussex. Ann las encontrarla sindificultad.

Hechos. ¿Cuáles eran los hechos?Los hechos eran que un cálido

atardecer de verano, en la época pre-Brujería, regresé inesperadamente deBerlín, y encontré a Bill Haydontumbado en el suelo de la sala de estarde mi casa, mientras sonaba la música

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de un disco de Liszt, que Ann habíapuesto en el gramófono. Ann estabasentada en el otro extremo de lahabitación, en salto de cama, y sinmaquillaje. No se produjo una escena,todos se portaron con penosanaturalidad. Bill dijo que hallándose depaso, de vuelta del aeropuerto, habíadecidido hacer una corta visita a Ann;acababa de regresar de Washington. Annestaba ya en cama, pero insistió enlevantarse para recibirlo. Bill y yo nosmostramos de acuerdo en que había sidouna verdadera lástima que nohubiéramos compartido un taxi pararegresar de Heathrow. Bill se fue, yo

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pregunté: «¿Qué quería?», y Ann repuso:«Un hombro sobre el que llorar». Billtenía problemas de mujeres, ynecesitaba desahogarse.

—Tiene a Felicity, en Washington,que quiere tener un hijo, y a Jan, enLondres, que está esperando uno.

—¿De Bill?—Quién sabe… Por lo demás, tengo

la certeza de que Bill lo ignora.En la mañana siguiente, sin desearlo,

Smiley averiguó que Bill había llegadoa Londres hacía ya dos días. Después deeste episodio, Bill mostró hacia Smileyuna deferencia impropia de él, y Smileyle correspondió con unos actos de

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cortesía que, normalmente,corresponden a una amistad másreciente. A su debido tiempo, Smileyadvirtió que el secreto se habíadivulgado, y quedó pasmado ante lavelocidad con que ello había ocurrido.Suponía que Bill había alardeado de suhazaña ante alguien, quizá Roy Bland. Ysi lo que se decía era verdad, Ann habíainfringido tres de sus normas. Billpertenecía al Circus y al Grupo, palabra,ésta última, con la que Ann se refería asu familia y las ramificaciones de lamisma. En ambos aspectos, Ann habíadelinquido. En tercer lugar, le habíarecibido en la casa de Bywater Street, lo

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cual constituía una reconocida violaciónde las normas de decencia territorial.

Retirándose una vez más a susolitario vivir, Smiley esperó a que Anndijera algo. Se trasladó al dormitorio deinvitados, e hizo lo preciso para tenergran número de compromisos, por lanoche, a fin de no darse demasiadacuenta de las idas y venidas de su mujer.Poco a poco, Smiley comprendió queAnn era profundamente desdichada.Perdió peso, perdió su sentido delhumor, y si Smiley no la hubieraconocido bien hubiese jurado que Annestaba padeciendo un fuerte ataque deremordimientos de conciencia y de

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repulsión hacia sí misma. CuandoSmiley la trataba con dulzura, Ann sehurtaba a su trato. Aquel año, no diomuestras de sentir el menor interés porefectuar las compras de Navidad, y ledio una tos pertinaz que Smiley sabíaera síntoma de infelicidad. Si no hubierasido por la operación Testimonio, sehubiesen trasladado antes a Cornualles.Pero tuvieron que retrasar el viaje hastael mes de enero, en cuyo momentoControl había ya muerto. Smiley seencontraba sin empleo y el fiel, de labalanza se había inclinadodefinitivamente a un lado. Para mayormortificación de Smiley, Ann se

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dedicaba a ocultar su aventura conHaydon bajo el mayor número deaventuras posible, iniciadas en la calle.

¿Qué ocurrió? ¿Había Ann roto susrelaciones con Haydon? ¿Era éste quienhabía dado término a la aventura? ¿Porqué razón jamás hablaba Ann delasunto? ¿Acaso este asunto teníaimportancia, teniendo en cuenta laexistencia de tantos otros? Smileyrenunció a aclarar tantos interrogantes.Bill parecía retroceder, quedar borroso,cada vez que Smiley se acercaba a él. ASmiley le constaba que Bill, de un modou otro, había herido profundamente aAnn, lo cual era el más grave de todos

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los pecados.

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19

Después de emitir un suspiro,Smiley volvió junto a la ingrata mesa, yreanudó la lectura de la carrera deMerlín, desde el momento en que él setuvo que retirar del Circus. Al instantese dio cuenta de que el nuevo régimende Percy Alleline había producidoinmediatamente varios cambiosfavorables en el estilo de vida deMerlín. Fue como una maduración comouna sedimentación. Los repentinosviajes nocturnos a capitales europeascesaron, el suministro de informes sehizo más regular y menos nervioso.

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Había problemas, desde luego. Laspeticiones de dinero por parte de Merlín—no se trataba de amenazas, sino desimples peticiones— siguieron igual, y,habida cuenta de la constante baja de lalibra esterlina en las cotizacionesinternacionales, estos cuantiosos pagosen moneda extranjera causaban grandesdolores a Hacienda. En cierto momento,incluso se propuso, propuesta que nuncafue aceptada, que «teniendo enconsideración que éste es el paíselegido por Merlín, lo lógico es que estédispuesto a participar en nuestrasvicisitudes económicas». Al parecer,Haydon y Bland estallaron, ante

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semejante idea. Con una franquezaimpropia de él, Alleline escribió alministro: «No tengo valor suficientepara volver a hablar de este tema a miagente».

También se produjo una discusiónpor culpa de una nueva cámara, que, congrandes dificultades y gastos, fuedesmontada en componentes tubularespor los de Ferretería, cuyoscomponentes fueron incorporados a unalámpara normal y corriente, defabricación soviética. Esta lámpara,después de provocar grandes muestrasde dolor, en esta ocasión por parte delMinisterio de Asuntos Exteriores, fue

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transportada a Moscú, en valijadiplomática. Entonces surgió elproblema de la entrega. El encargadopermanente de los asuntos deinformación, o sea, el residente, nopodía saber la identidad de Merlín, ytambién ignoraba el contenido de lasusodicha lámpara. Ésta, por su parte,era de incómodo manejo y no cabía en elportamaletas del coche del residente.Después de varios intentos frustrados, seencontró un burdo modo de entrega de lalámpara, pero la cámara se negó afuncionar, y, a resultas del asuntosurgieron tensiones entre el Circus y suresidente en Moscú. Esterhase se

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encargó de trasladar a Helsinki unmodelo no tan ambicioso que fueentregado —de acuerdo con unmemorándum dirigido por Alleline alministro— a «un intermediario digno deconfianza, que puede cruzar la fronterasin la menor dificultad».

De repente, Smiley se irguió de unasacudida.

En un escrito con fecha del 27 defebrero del presente año, Alleline decíaal ministro: «Hemos hablado. Y usted semostró dispuesto a presentar a Haciendala petición de una estimaciónsuplementaria, para una casa enLondres, que quedará incluida en el

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presupuesto de Brujería».Smiley lo leyó una vez, y, luego,

otra, más despacio. Hacienda habíaasignado sesenta mil libras para lacompra, y diez mil para muebles einstalaciones. Para reducir los gastos,Hacienda quería que sus propiosabogados se encargaran de la operación.Pero Alleline se negó a revelar lasituación de la casa. Por las mismasrazones surgió una discusión acerca dequién debía tener en su poder el título depropiedad. En esta ocasión, Hacienda semostró firme, y sus abogados redactaronlos pertinentes documentos a fin de quela casa pasara a ser propiedad de

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Hacienda, en el caso de que Allelinemuriese o fuera declarado en quiebra.Pero, a pesar de todo, Alleline no revelólas señas del inmueble, ni tampoco lajustificación de este curioso, y caro,complemento a una operación que sesuponía se desarrollaba en el extranjero.

Smiley buscó ansiosamente unaexplicación. Pronto pudo confirmar quelos documentos de financiación ningunaexplicación contenían. Sólo hacíanvelada referencia a la casa de Londres,en el momento en que los gastos que lacasa comportaba quedaronmultiplicados por dos. El ministro habíaescrito a Alleline: «Supongo que la

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instalación de Londres sigue siendonecesaria». Y Alleline contestaba:«Eminentemente necesaria. Incluso diríaque más que en cualquier otro momento.Y puedo añadir que el ámbito deconocimiento no se ha ampliado desdenuestra conversación». ¿Quéconocimiento?

Hasta que volvió a examinar losdocumentos que valoraban los productosde la operación Brujería, Smiley nohalló la solución. La casa se pagó aúltimos de marzo. E inmediatamente fueocupada. Exactamente a partir de aqueldía, Merlín comenzó a adquirir unapersonalidad, y esta personalidad

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quedaba conformada por loscomentarios de los clientes. Para lasuspicaz mentalidad de Smiley, hastaaquel momento Merlín había sido unamáquina, infalible en su funcionamiento,de acceso fantasmal, y libre de lastensiones que son causa de que sea tandifícil el trato con los agentes. Pero,ahora, de repente, Merlín se habíaentregado a una pataleta.

«Formulamos a Merlín su preguntacomplementaria referente a la opinióndominante en el Kremlin con respecto ala venta de excedentes de petróleo rusoa los Estados Unidos. A petición deusted, le hicimos notar que su informe no

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era congruente con el también suyo delpasado mes, según el cual el Kremlincoquetea actualmente con el gobierno deTanaka, en vistas a un contrato de ventade petróleo siberiano en el mercadojaponés. En opinión de Merlín no se dacontradicción alguna entre los dosinformes, y se negó a predecir cuál delos dos mercados sería el elegido, enúltima instancia.»

Whitehall lamentaba su propiatemeridad.

«Merlín no está dispuesto a repetir,ni a nada añadir, a su informe referente ala represión del nacionalismo georgianoy a los disturbios de Tbilisi. Por no ser

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georgiano, Merlín adopta la tradicionalopinión rusa, según la cual todos losgeorgianos son ladrones y vagabundos, ylo mejor es meterlos entre rejas…»

Whitehall se mostró de acuerdo enque lo mejor era no ejercer ulteriorespresiones.

De repente, Merlín se habíaacercado. ¿Era solamente la adquisiciónde una casa en Londres lo que daba aSmiley aquella nueva sensación de laproximidad física de Merlín? Desde elremoto silencio de un inviernomoscovita, Merlín parecía habersetrasladado aquí, y estar sentado anteSmiley en la sórdida estancia o en la

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calle, bajo la ventana, esperando en lalluvia, en donde, en aquel precisoinstante, según le constaba a Smiley,Mendel estaba de guardia, solo. Allítenía, como bajado del cielo, a unMerlín que hablaba, contestaba, yofrecía gratuitamente sus opiniones, unMerlín que tenía a su disposición eltiempo suficiente para quedar al alcancede los ingleses. ¿Al alcance aquí, enLondres? ¿Un Merlín alimentado,cuidado e interrogado, en una casa desesenta mil libras, desde donde hacíasentir su influencia y se burlaba de losgeorgianos? ¿Cuál era aquel ámbito deconocimiento que se había formado,

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incluso dentro del más amplio círculoformado por aquellos iniciados en lossecretos de la operación Brujería?

En este punto, una extraña figuraentraba en escena. Se trataba de un tal J.P. R., nuevo recluta de Whitehall, en lasiempre creciente banda de valoradoresde Brujería. Al consultar la lista depersonas sometidas a instrucción,Smiley supo que el nombre de aquelrecluta era Ribble, y que formaba partedel Departamento de Investigaciones delMinisterio de Asuntos Exteriores. J. P.Ribble era una incógnita.

J.P.R. escribía al Grupo de TrabajoAdriático (GTA): «¿Puedo

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respetuosamente llamar su atenciónhacia una evidente discrepancia encuestión de fechas? Brujería N.º 104(Conversaciones franco-soviéticassobre producción conjunta deaeronaves) lleva fecha del 21 de abril.De acuerdo con el escrito de ustedes queacompaña dicho documento, Merlínconsiguió esta información directamentedel general Markov, en el día siguiente aaquel en que las partes interesadasacordaron llevar a efecto un secretointercambio de notas. Pero, en dicho día,el 21 de abril, y de acuerdo con nuestraembajada en París, Markov se hallabatodavía en dicha capital, en tanto que

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Merlín, como atestigua el informe n.º109, estaba visitando un lugar deinvestigaciones de cohetería, en lasafueras de Leningrado…»

El escrito citaba no menos de cuatro«discrepancias» parecidas, que,conjuntamente, indicaban que Merlíngozaba de una movilidad digna del magode quien había tomado el nombre.

A J. P. Ribble le contestarondiciéndole que se preocupara de suspropios asuntos. Pero en un escritoseparado, dirigido al ministro, Allelinehacía una extraordinaria confesión, quearrojaba una luz enteramente nuevasobre la naturaleza de la operación

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Brujería.«Extremadamente secreto y

personal. Hemos hablado. Merlín, comousted sabe desde hace algún tiempo, noes una fuente, sino varias. Y si biennosotros hemos hecho cuanto estaba ennuestra mano para ocultar este hecho asus lectores, el mero volumen delmaterial recibido dificulta más y más elseguir en esta ficción. ¿No cree quequizás haya llegado el momento deaclarar este punto, por lo menos conciertas limitaciones? Por las mismasrazones, ningún daño se seguiría siinformáramos a Hacienda que laasignación de diez mil francos suizos al

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mes, en concepto de sueldo de Merlín,más otros tantos para gastos, no esrealmente excesiva, si tenemos en cuentaque debe dividirse en tantas cuentas.»

Pero el escrito terminaba con unanota más severa: «Sin embargo, inclusoen el caso de que acordemos abrir lapuerta en la medida antes dicha,considero de suma importancia que elconocimiento de la existencia de la casade Londres, y el fin a que está destinada,quede limitado al mínimo absoluto.Incluso cabe decir que, tan pronto lapluralidad de Merlín se haga patente anuestros lectores, la vidriosidad denuestra operación —en Londres quedará

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aumentada».Totalmente confuso, Smiley leyó

varias veces esta correspondencia.Luego, como si se le hubiera

ocurrido bruscamente una idea, Smileyfijó la vista en la ventana, sin verla, y,ahora, su rostro era la viva imagen de laconfusión. En realidad, tan lejos estabansus pensamientos, tan intensos ycomplejos eran, que el timbre delteléfono sonó varias veces, dentro de laestancia, antes de que Smiley cogiera elaparato. Al hacerlo, miró el reloj. Eranlas seis de la tarde. Llevaba apenas unahora de lectura.

—¿Señor Barraclough? Aquí

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Lofthouse, de financiación, señor.Era Peter Guillam, utilizando el

procedimiento de emergencia, quesolicitaba, por medio de las frasesacordadas de antemano, una reunión deurgencia. Guillam parecía un tantoalterado.

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20

Al archivo del Circus no se podíallegar partiendo de la entrada principal.Se encontraba diseminado en unconjunto de sórdidas habitaciones yaltillos, en la parte trasera del edificio,y antes se parecía a las librerías delance que proliferaban en aquellosalrededores, que a la organizadamemoria de una gran dependenciagubernamental. Se entraba por un tristeportal, en Charing Cross Road, entre unatienda de marcos para cuadros y un caféabierto las veinticuatro horas del día, alque los empleados del Circus jamás

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iban. En la puerta, una placa anunciaba:«Escuela de idiomas Town and Country.Sólo personal». Y otra placa decía: «Cand L Distribution Ltd». Para entrar, unooprimía uno u otro timbre, y esperaba aque la llamada fuera contestada porAlwyn, afeminado miembro de laMarina que sólo hablaba de fines desemana. Hasta el miércoles, más omenos, hablaba del fin de semanaanterior, y, luego, del fin de semanavenidero. Aquella mañana, era lunes,Alwyn estaba dominado por indignadainquietud.

Mientras empujaba el libro registrosobre el mostrador, para que Guillam

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firmara en él, Alwyn preguntó:—¿Y qué me dice usted de la

tormenta de anoche? Tenía la impresiónde estar en un faro. Todo el sábado ytodo el domingo. Le dije a mi amigo:«Aquí estamos, en pleno Londres, yescucha, escucha…» ¿Quiere que leguarde esto?

Mientras ponía en las ofrecidasmanos de Alwyn la bolsa de tela,Guillam observó:

—Pues hubiera debido estar dondeyo estuve. Allí no era cuestión deescuchar, no… Allí, ni en pie podíaestar uno.

No le des demasiadas confianzas,

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pensó Guillam, hablando consigomismo. Mientras dejaba la bolsa en unode los cajones situados detrás delmostrador, Alwyn confesó:

—De todos modos, el campo siguegustándome. ¿Quiere que le dé unnúmero? Estoy obligado a dárselo,¿sabe? Si se entera de que no se lo hedado, la Dolphin me mata…

—No se preocupe —dijo Guillam—Tengo confianza en usted.

Después de subir los cuatropeldaños, Guillam empujó la puerta conmuelles que daba entrada a la sala delectura. La estancia parecía unaimprovisada aula: diez o doce pupitres,

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todos orientados en la misma dirección,y una zona elevada, en la que se sentabala archivera. Guillam se sentó ante unpupitre situado al fondo. Era todavíatemprano —las diez y diez, en el relojde Guillam—, y el único lector que allíhabía, además de Guillam, era BenThuxton, del departamento deinvestigación, que pasaba allí la mayorparte de la jornada. Años atrás,fingiendo ser un disidente letón, Benhabía estado al frente de gruposrevolucionarios que recorrían las callesde Moscú, pidiendo la muerte de losopresores. Ahora estaba agazapado trasel pupitre, como un viejo cura, blanco el

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cabello y perfectamente inmóvil.Al ver a Guillam en pie ante su

mesa, la archivera sonrió. Muy amenudo, cuando Brixton estabaencalmado, Guillam se pasaba el día enla sala de lectura, revisando viejoscasos, para ver si había alguno queofreciera posibilidades de serreavivado. La archivera se llamaba Sal,y era una muchacha fornida, de aspectodeportivo, que dirigía un club juvenil enChiswick, y que había alcanzado lacategoría de cinturón negro, en judo.Mientras cogía unos cuantos verdesformularios de petición de documentos,Guillam preguntó a Sal:

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—¿Qué? ¿Has roto muchas crismasdurante este fin de semana?

Sal le entregó unas cuantas notas,dirigidas a Guillam, que tenía en laestantería metálica, y contestó:

—Dos o tres. ¿Y tú?—Ni una. He visitado a mis tías de

Shropshire.—Sí, sí, tías…Utilizando la mesa de Sal, Guillam

rellenó dos formularios, para ver sendasreferencias que constaban en su lista.Estuvo observando a Sal mientras ellasellaba los formularios, arrancaba lascopias al carbón, y las metía en laranura que había en la mesa. Mientras

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entregaba los originales de losformularios a Guillam, Sal murmuró:

—Están en el corredor D, los dosochos, en medio, a la derecha, y los tresunos, a continuación.

Guillam empujó la puerta y penetróen la sala principal. En el centro habíaun ascensor, en forma de jaula deminero, que transportaba los documentosa las dependencias principales delCircus. Dos embrutecidos funcionariosde ínfima categoría se encargaban deponer los documentos en el ascensor, yun tercero le daba a la manivela.Guillam anduvo despacio por entre lasestanterías, leyendo las fluorescentes

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cartulinas numeradas.Con su habitual acento de

preocupación, Smiley le habíaexplicado: «Lacon jura que no tiene niun expediente referente a la operaciónTestimonio. Sólo posee unos cuantosdocumentos administrativos, acerca dereclasificación de Prideaux». En elmismo tono lúgubre, Smiley añadió:«Mucho me temo que no nos quedarámás remedio que descubrir algún modode encontrar lo que haya en el registrodel Circus».

En el diccionario de Smiley, lapalabra «encontrar» significaba«robar».

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En lo alto de una escalera de manohabía una muchacha. Oscar Allitson, elencargado de mantener en orden elarchivo, estaba llenando de expedientesuna cesta como las utilizadas para ponerla colada, mientras Astrid, el fontanero,reparaba un radiador. Las estanterías, demadera, eran profundas como baúles, yestaban divididas, mediante delgadashojas de madera, en compartimentoscúbicos. Guillam sabía ya que lareferencia de la operación Testimonioera cuatro-cuatro ocho-dos E, lo cualsignificaba el compartimento cuarenta ycuatro, ante el que ahora se encontraba.E significaba Extinto, y sólo se

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empleaba para designar operacionesextinguidas. Guillam buscó elsubcompartimento número dos, a contardesde la izquierda, aunque no habíamodo de saberlo con certeza debido aque los lomos de los expedientes nollevaban indicación alguna. Terminadasu labor de reconocimiento, Guillamextrajo los dos expedientes que habíapedido, dejando los verdes formulariosen los pinchos de acero puestos allí aeste efecto.

Como si los expedientes con pocashojas fueran de más fácil manejo,Smiley le había dicho: «No encontrarásgran cosa, pero algo ha de haber, aunque

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sólo sea para cubrir las apariencias».Entre las características delcomportamiento de Smiley que, en aquelmomento, no gustaron a Guillam estabala de hablar como si los demás siguieransus razonamientos internos, como si losdemás se hallaran en el interior de sumente.

Guillam se sentó y fingió leer, pero,en realidad, pensaba en Camilla. ¿Quédebía hacer él con aquella muchacha?Aquella misma mañana, mientras estabaen sus brazos, Camilla le había dichoque, durante cierto tiempo, estuvocasada. A veces, Camilla hablaba así,igual que si hubiera vivido veinte vidas.

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El matrimonio fue un error, y, por esto,decidieron separarse.

—¿Qué os pasó?—Nada. No congeniábamos.Guillam no había podido dar crédito

a estas palabras.—¿Conseguisteis el divorcio?—Supongo.—¡Por favor, no te hagas la imbécil!

Forzosamente has de saber si estásdivorciada o no.

Camilla repuso que sus padres sehabían encargado del asunto. El maridoera extranjero.

—¿Te manda dinero?—¿Por qué ha de mandármelo? No

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me debe nada.Y, después, de nuevo la flauta, en

otra habitación, mientras Guillam hacíacafé, la flauta cuyas notas parecíanformular interrogantes a la media luz.¿Era Camilla una embustera o un ángel?Guillam pensó que le gustaría estudiar lapersonalidad de Camilla en uno deaquellos expedientes. Dentro de unahora, Camilla comenzaría su clase conSand.

Armado con un formulario verde conla referencia cuatro-tres, Guillamdevolvió a sus respectivos lugares losdos expedientes, y se colocó ante elcompartimento inmediato al de la

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operación Testimonio.Guillam pensó: «La operación

previa para despistar ha sido llevada aefecto sin novedad».

La muchacha seguía en lo alto de laescalera. Allitson había desaparecido,pero el cesto de la colada seguía allí. Elradiador había ya conseguido dejarfatigado a Astrid, quien, sentado junto alaparato, leía el «Sun». El formularioverde —decía cuatro-tres, cuatro-tres, yGuillam encontró el expediente sin lamenor dificultad, debido a que ya lohabía localizado anteriormente. Teníalas cubiertas de color de rosa, lo mismoque el de la operación Testimonio. Y lo

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mismo que el de Testimonio, mostrabahuellas de haber sido bastante utilizado,aunque no en exceso. Colocó elformulario en el pincho. Retrocedió unpoco en el corredor, echó una rápidaojeada a Allitson y a las chicas, cogió elexpediente de Testimonio y lo sustituyó,muy de prisa, por el que tenía en lamano.

Smiley le había dicho: «Creo, Peter,que lo más importante es no dejar unhueco. Por esto, me atrevo a aconsejarteque pidas un expediente semejante,físicamente semejante quiero decir, y lopongas en el hueco que quedará…»

Guillam había dicho: «Sí, sí,

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comprendo».Sosteniendo con aire de indiferencia

el expediente Testimonio en la manoderecha, con la cubierta en la quefiguraba el título orientada hacia sucuerpo, Guillam regresó a la sala delectura, y volvió a sentarse ante elpupitre. Sal alzó las cejas y dijo algo.Guillam movió afirmativamente lacabeza, para indicar que no habíatropezado con dificultades. Lo hizo conel convencimiento de que Sal le habíadirigido una pregunta en este sentido,pero, ahora, Sal le hizo señas de que seacercara. Fue un momento de miedo.¿Voy con el expediente en la mano o lo

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dejo aquí? ¿Qué suelo hacer? Dejó elexpediente en el pupitre.

—Juliet va a buscar café, ¿quieres?—murmuró Sal.

Guillam dejó un chelín sobre lamesa de Sal.

Miró el reloj en la pared, y, luego, elsuyo. «¡Deja ya de mirar el reloj! Piensaen Camilla, piensa en su lección, piensaen esas tías con las que no has pasado elfin de semana, piensa en que Alwyn nomirará el contenido de tu bolsa de fin desemana. Piensa en cualquier cosa menosen el tiempo. Una espera de dieciochominutos.» «Peter, en el momento en quesientas la más leve aprensión debes

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dejar de actuar; esto es lo másinteresante.» Magnífico, pero ¿cómopuede uno advertir si tiene aprensioneso no, cuando treinta jóvenes mariposasse emparejan revoloteando en elestómago de uno, y el sudor es como unalluvia secreta, bajo la camisa? Guillamse juró que nunca, nunca, lo habíapasado tan mal.

Abrió el expediente de la operaciónTestimonio, e intentó leerlo.

El expediente no era delgado, perotampoco podía calificarse de grueso.Tenía el grosor de un libro normal. Talcomo Smiley le había dicho, lasprimeras paginas estaban consagradas a

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decir todo lo que no constaba en elexpediente: «Los anexos del 1 al 8 estánen la London Station, referencia Ellis,Jim, Hajek Vladimir, Collins Sam,Habolt, Max…» y el tío Tom Cobley ytodos los demás. «Para usar estosdocumentos, consúltese con LondonStation o JC». JC significaba Jefe delCircus, o las madres por él delegadas alefecto. No mires el reloj de pulsera,idiota, mira el reloj de pared, y haz lospertinentes cálculos. Ocho minutos.Resulta gracioso ese asunto de hurtarexpedientes referentes a tu antecesor enel cargo. Resulta curioso que Jim sea miantecesor, y, además, que tenga su

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misma secretaria, esa secretaria queparece añorarle constantemente, sinjamás mencionar su nombre. El únicorastro que Guillam había percibido deJim, con la salvedad de su nombre deguerra en los expedientes, era la raquetade jugar a squash, escondida detrás dela caja de caudales, con las iniciales J.P. grabadas a mano en el mango.Guillam mostró esta raqueta a Ellen, lavieja y endurecida gallina que hacíatemblar a Cy Vanhover como si fuera uncolegial, y, al verla, Ellen se echó allorar a mares, envolvió la raqueta y lamandó a los administradoresinmediatamente, con una nota personal

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dirigida a la Dolphin, en la que pedía sedevolviera a Jim «si es humanamenteposible». ¿Qué tal juegas ahora alsquash, en los presentes días, queridoJim, con un par de balas checas en lapaletilla?

Todavía faltaban ocho minutos.Smiley le había dicho: «Lo ideal

sería, si es que podemos, bueno, quierodecir si es que no constituye demasiadamolestia, que dejaras tu automóvil en elgaraje de tu barrio, para que lo laven ydemás, utilizando antes el teléfono de tucasa para avisar al garaje de que vas adejar el coche, en la esperanza de queToby haya hecho lo preciso para

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escuchar tus palabras…» ¡Esperanza!¡Santo cielo! ¿Y sus íntimasconversaciones con Camilla, qué?Todavía faltaban ocho minutos para lahora señalada.

El resto del expediente parecía estarformado por telegramas del Ministeriode Asuntos Exteriores, recortes deprensa checos, informes de boletinestransmitidos por Radio Praga, extractosde normas referentes a nuevo empleo yrehabilitación de los agentesdescubiertos, borradores de peticiones aHacienda, y una nota necrológica escritapor Alleline en la que culpaba delfracaso a Control.

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Mentalmente, Guillam comenzó amedir la distancia que mediaba entre supupitre y la puerta que daba almostrador de recepción en que Alwyndormitaba. Calculó que esta distanciaera de cinco pasos, y decidió trasladarsea un lugar tácticamente más favorable. Ados pasos de la puerta, había un mueble,del tamaño de un piano, con cajones enlos que había diversos papeles ydocumentos de información general,como mapas a gran escala, viejosejemplares del Quien es quien, viejasguías de viaje… Poniéndose el lápizentre los dientes, cogió el expedienteTestimonio, se acercó al mueble en

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cuestión, y, después de coger la guíatelefónica de Varsovia, comenzó aescribir nombres en un papel. ¡Mi mano!Una voz aullaba en su interior: ¡Mi manotiembla de mala manera, mira estascifras, parece que las haya escritoborracho! ¿Cómo es que nadie se hadado cuenta? Entró Juliet y dejó una tazade café en el pupitre de Guillam, quienle lanzó un beso, con ademánindiferente. Cogió otra guía, la dePoznan, a juicio de Guillam, y la dejójunto a la primera. Cuando entró Alwyn,Guillam ni siquiera levantó la vista.

—Le llaman por teléfono, señor —murmuró Alwyn.

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Como si estuviera inmerso en lalectura de la guía telefónica, Guillamdijo:

—¡Vaya por Dios! ¿Y quién diablosllama?

—Le llaman desde fuera. Es un tipoun poco bruto. Es su garaje, para decirleno sé qué de su coche… —Evidentemente complacido, Alwynañadió—: Ha dicho que tenía que darlemalas noticias.

Guillam sostenía con las dos manosel expediente Testimonio y, sin la menorduda, estaba entregado a la tarea decotejarlo con la guía telefónica. Seencontraba de espaldas a Sal, y se daba

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cuenta de que las rodillas le temblabanchocando con la tela de los pantalones.Tenía aún el lápiz entre los dientes.Alwyn inició el camino y sostuvo lapuerta abierta para que Guillam pasara.Éste la cruzó sin dejar de leer elexpediente. Igual que un inocentecolegial, pensó. Esperaba que, de unmomento a otro, un rayo le fulminara,que Sal comenzara a chillar acusándolede robo, que Ben, el superespía,despertara bruscamente. Pero nada deeso ocurrió. Guillam se sintió muchomejor: Alwyn es mi aliado, confío en él,los dos vivimos unidos contra laDolphin, y yo puedo actuar con

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seguridad. Se cerró la puerta conmuelle, Guillam bajó los tres peldaños,y allí estaba de nuevo Alwyn,sosteniendo abierta la puerta de lacabina telefónica. La parte baja de lacabina era de madera, y la parte altaestaba acristalada. Al coger el teléfono,dejó el expediente junto a sus pies, yoyó la voz de Mendel diciéndole quesería preciso cambiar la caja decambios, y que esto quizá costara unascien libras. Habían planeadopreviamente esta conversación pensandoen los administradores, o quien fuera elencargado de leer las transcripciones delas conversaciones telefónicas, y

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Guillam siguió conversando felizmentehasta el momento en que Alwyn estuvosentado detrás de su mostrador,escuchando como un águila. Pensó:«Funciona, la estratagema funciona, yestoy alcanzando mis objetivos». Oyó supropia voz, diciendo:

—Bueno, de acuerdo, pero, por lomenos, diríjase a los representantes dela marca, y pregúnteles cuánto tiempotardarán en entregar la pieza. ¿Sabe elnúmero de su teléfono? —Con acento deirritación, añadió— Espere un instante.—Entreabrió la puerta, manteniendo laboquilla del teléfono oprimida contra elhombro, debido a que no quería, en

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modo alguno, que sus próximas palabrasquedaran grabadas en la cintamagnetofónica—. Alwyn, deme la bolsaesa, por favor.

Alwyn le entregó la bolsa con grandiligencia, como un masajista en unpartido de fútbol.

—Aquí está, señor. ¿Quiere que laabra?

—No. Déjela aquí. Gracias.La bolsa quedó en el suelo, junto a

la cabina. Guillam se inclinó, y laarrastró al interior, donde la abrió. En laparte central, entre las camisas y variosperiódicos, había tres falsosexpedientes, uno de color castaño, otro

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verde y otro rosado. Extrajo elexpediente de color de rosa, así como lalibreta en que apuntaba los números deteléfono, y metió dentro el expedienteTestimonio. Cerró la cremallera de labolsa, se irguió y leyó ante el teléfonoun número de teléfono, el verdaderonúmero de teléfono de aquelrepresentante antes mencionado. Colgóel teléfono, devolvió la bolsa a Alwyn,y regresó a la sala de lectura, con elfalso expediente. Se quedó ante elmueble con los papeles de informacióngeneral, hojeó un par de guías más, y,luego, se fue hacia los archivos, con elfalso expediente en la mano. Allitson

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estaba ocupado en representar unacomedia habitual en él, consistente enempujar hacia delante y luego haciaatrás el cesto de la colada. Dirigiéndosea Guillam, dijo:

—Peter, ayúdame a mover esto. Seha quedado clavado.

—Un momento, por favor.Después de recobrar el expediente

cuatro-tres del compartimento deTestimonio, lo sustituyó por el falsoexpediente, devolvió aquél al lugar quele correspondía, en el compartimentocuatro-tres, y cogió el formulario verde,clavado en el pincho. Todo habíafuncionado a la perfección. A Guillam

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poco le faltaba para echar a cantar.Entregó el formulario a Sal, quien lo

firmó y lo puso en un pincho, cualsiempre hacía. Luego, Sal efectuaría lascorrespondientes comprobaciones. Si elexpediente estaba en su lugar, destruiríael formulario verde y la copia, y nisiquiera la inteligente Sal recordaría queGuillam había estado junto alcompartimento cuatro-cuatro. En elmomento en que Guillam se disponía aacudir en ayuda de Allitson, se encontrómirando de hito en hito las castañas ypoco amistosas pupilas de TobyEsterhase.

En su inglés levemente imperfecto,

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Toby dijo:—Peter, lamento mucho tener que

molestarte, pero ha surgido una pequeñacrisis, y Percy Alleline quiere hablarurgentemente contigo. ¿Puedes ir a verleahora? Te lo agradeceríamos mucho. —Ya en la puerta que Alwyn sostenía,Esterhase observó, en el tono oficiosopropio de un hombre de pocaimportancia todavía, pero en trance deascender rápidamente—: En realidadsólo quiere que le des tu opinión. Quieresaber qué piensas.

En reacción desesperada perobrillante, Guillam se dirigió a Alwyn:

—A mediodía hay un viaje a

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Brixton. Llame a Transporte, por favor,y dígales que lleven la bolsa esa a midespacho en Brixton.

—Con mucho gusto, señor. Sí,señor, con mucho gusto. Cuidado con elpeldaño.

Y Guillam pensó: «Y que el Señorme dé suerte».

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Haydon le llamaba «nuestroparticular ministro de AsuntosExteriores». Los conserjes le llamaban«Blancanieves», debido a su cabello.Toby Esterhase vestía como un maniquí,pero en el instante en que echaba loshombros hacia delante y crispaba susmenudos puños se convertía, sin lamenor duda, en un luchador. Mientrasandaba tras él a lo largo del corredordel cuarto piso, fijándose en la cafeteraautomática una vez más, y en el sonidode la voz de Lauder Strickland en trancede explicar que no estaba libre, Guillam

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pensó: «Dios mío, parece que estemosde nuevo en Berna, actuando».

Poco le faltó para comunicar estepensamiento a Toby, pero no lo hizo porconsiderar que la comparación eraimprudente.

Siempre que Guillam pensaba enToby pensaba en Suiza, diez años atrás,en los días en que Toby era un simpleobservador allí destacado, con lacreciente reputación de saber conseguirdatos gracias al mero hecho de escucharen todo instante. Guillam estaba dedescanso, después de sus tiempos en elNorte de África, por lo que el Circus lesmandó a los dos a Berna, a fin de que

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llevaran a efecto una operación aislada,consistente en dar fin a las actividadesde un par de traficantes en armas que seservían de los suizos para mandar susmercancías a zonas poco deseables.Guillam y Esterhase alquilaron una villasituada al lado de la de los traficantes.La noche siguiente, Toby cogió susinstrumentos e hizo lo preciso para queél y Guillam pudieran escuchar, en suteléfono, las conversaciones de lostraficantes. Guillam ejercía lasfunciones de jefe y enlace al mismotiempo, y dejaba las cintasmagnetofónicas en un automóvilaparcado, ante la casa del funcionario

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residente. Con igual facilidad, Tobysobornó al cartero, para que le dieraprimera opción a la lectura de las cartasdirigidas a los traficantes belgas, antesde entregarlas a éstos, y tambiénsobornó a la mujer de la limpieza, a finde que colocara un micrófonoradiofónico en la sala de estar, que erael lugar en donde solían sostener susconversaciones. Para divertirse, iban alChikito, y Toby bailaba con lasmuchachas más jóvenes. De vez encuando, se llevaba una a casa, pero lachica siempre se iba a primera hora dela mañana, y, entonces, Toby abría lasventanas para disipar el perfume.

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Vivieron así durante tres meses, y, apesar de ello, Guillam no llegó aconocer a Toby mejor de lo que leconocía el primer día. Ni siquiera sabíacuáles eran los lugares mejores en quecomer y ser visto. Lavaba sus propiasropas, y, por la noche, se ponía unaredecilla sobre su cabellera deBlancanieves, y el día en que la policíaentró en la villa y Guillam tuvo queescapar saltando el muro trasero,Guillam encontró a Toby en el BellevueHotel, comiendo patisserie ycontemplando el thé dansant. Escuchólas explicaciones de Guillam, pagó laconsumición, dio en primer lugar una

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propina al director de la agrupaciónmusical, luego dio otra propina a Franz,el conserje, y, después, inició el camino—por una larga sucesión de corredoresy escaleras que les llevaron al garajesubterráneo, en donde había escondidoel coche reservado para la huida, asícomo los correspondientes pasaportes.Allí, siempre meticuloso, también pidióla cuenta. Guillam pensó: «Por lo visto,cuando uno se ve en el caso de salirprecipitadamente de Suiza, lo primeroque hay que hacer es pagar las cuentas».Los corredores eran interminables, conespejos en las paredes, y lámparas delágrimas, por lo que podía decirse que

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Guillam no seguía a un solo Esterhasesino a toda una delegación deEsterhases.

Ésta fue la visión que acudió a lamente de Guillam ahora, pese a que laestrecha escalera de madera queconducía a las oficinas de Allelineestaba pintada de un borroso colorverde, y únicamente una maltratadalámpara de pergamino traía a lamemoria las lámparas de lágrimas decristal.

Dirigiéndose al joven conserje queles indicó que pasaran, mediante uninsolente movimiento de la cabeza, Tobydijo con aire importante:

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—Vamos a ver al jefe.En la antesala, ante sendas máquinas

de escribir se sentaban cuatro grisesmadres con jerseys y perlas. Saludaroncon la cabeza a Guillam e hicieron casoomiso de Toby. En la puerta deldespacho de Alleline había un cartelitoque decía «Ocupado». Al lado de lapuerta había una caja fuerte, como unarmario, de dos metros de altura.Guillam se preguntó cómo era posibleque el piso pudiera aguantar semejantepeso. Sobre la caja fuerte había botellasde vino sudafricano, vasos y platos.Guillam recordó que era el martes, eldía de la comida en que se reunían los

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de la London Station para conversar sinformalismos.

Cuando Toby abrió la puerta,Alleline gritó:

—Diles que no me pasen lasllamadas telefónicas.

Mientras mantenía la puerta abierta,para dar paso a Guillam, Toby dijo conestudiada corrección:

—El jefe no desea que le pasen lasllamadas telefónicas, señoras. Estamosreunidos.

—Ya lo habíamos oído —dijo unade las madres.

Aquello parecía una reunión deestado mayor, preparando una batalla.

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Alleline estaba sentado a lacabecera de la mesa, en la silla demadera tallada, propia de unmegalómano, leyendo un documento dedos páginas, y no efectuó el menormovimiento, en el momento en queGuillam entró, limitándose a gruñir:

—Siéntate allá, abajo. Al lado dePaul. Delante de la sal.

Y siguió leyendo con concentradaatención. La silla situada a la derecha deAlleline no estaba ocupada. Y Guillamsupo que era la de Haydon, por lacurvada forma del cojín a ella atado conun cordel. A la izquierda de Alleline sesentaba Roy Bland, quien también leía,

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pero que alzó la vista, cuando Guillampasó, diciéndole:

—El observador Peter.Y, después, le siguió con la mirada

de sus saltones ojos azules, en sutrayecto hasta el extremo de la mesa.Junto a Roy se sentaba Mo Delaware, larepresentante femenina de la LondonStation, con el cabello rizado y unvestido de lana castaño. Junto a ellaestaba Phil Porteous, el jefe de losadministradores, hombre rico y servilque vivía en una gran casa situada enuna zona residencial del extrarradio.Cuando Porteous vio a Guillam, dejó deleer, cerró ostentosamente la carpeta,

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puso sobre ella sus manos delgadas, yrebulló. Sin dejar de rebullir, Phil dijo:

—Delante de la sal significa al ladode Paul Skordeno.

—Gracias, ya me había dado cuenta.Al lado de Porteous estaban los

rusos de Bill, vistos por última vez en ellavabo de caballeros, Nick de Silsky ysu amiguito Kaspar. No sabían sonreír,y, a juicio de Guillam, seguramentetampoco sabían leer, ya que eran losúnicos que no tenían papeles ante sí.Estaban sentados con las cuatro gruesasmanos encima de la mesa, como sialguien les estuviera encañonando por laespalda, y se limitaron a mirar a

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Guillam con sus cuatro ojos castaños.Luego, se sentaba Paul Skordeno, de

quien se decía era el hombre que RoyBland mandaba al campo de acción pararegir las redes de espionaje en lospaíses satélites, pero que, segúnaseguraban otros, actuaba de enlace deBill. Paul era delgado, de aspectomezquino, con unos cuarenta años deedad, cara sumida, con piel morena, ylargos brazos. Guillam había sidoemparejado con él, durante un curso deestratagemas propias de gente dura, enel Parvulario, y poco faltó para que semataran entre sí.

Guillam apartó un poco la silla de

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las cercanías de Paul y se sentó, por loque Toby tuvo que sentarse al otro ladode Guillam, de manera que parecíaformar, con Paul, una pareja deguardianes de Guillam. Guillam pensó:«¿Qué diablos esperan que haga? ¿Queintente escapar en busca de la libertad?»

Todos observaban como Allelinellenaba la pipa, cuando Bill Haydon lerobó el primer plano. Se abrió la puerta,y, por un momento, nadie entró. Luego seoyó un lento roce de suelas de zapatoscontra el suelo, y apareció Bill,sosteniendo con ambas manos una tazade café, cubierta con el plato. Bajo elbrazo llevaba una carpeta a rayas, y,

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cosa rara, iba con las gafascorrectamente colocadas en la nariz, porlo que, sin duda, había efectuado lalectura de los documentos en algún otrolugar. Guillam pensó: «Todos hanestado leyendo, salvo yo, por lo que nosé de qué va». Se preguntó si acaso setrataba del mismo documento queEsterhase y Roy estaban leyendo ayer, y,sin la apoyatura de prueba alguna,decidió que sí, que ayer había llegado eldocumento, que Toby se lo habíamostrado a Roy, y que él —Guillam—les había aguado el primer momento deexcitación, si es que excitación era lapalabra adecuada.

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Alleline aún no había levantado lavista. Desde el otro extremo de la—mesa, Guillam solamente podía ver elespeso cabello negro de Alleline y unpar de hombros cubiertos con tejido depunto. Mientras la imagen de Camillavolvía a infiltrarse en su mentecalenturienta, Guillam recordó quePercy tenía dos esposas, las dosalcohólicas, lo cual seguramentesignificaba algo. Guillam solamentehabía tenido ocasión de conocer laversión londinense. Percy estaba entrance de formar su particular club departidarios, y ofrecía cócteles en suamplio piso, con paneles de madera en

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las paredes, de Buckingham PalaceMansions. Aquel día, Guillam llegótardíamente, y estaba quitándose elabrigo en el vestíbulo, cuando unapálida rubia avanzó tímidamente haciaél, ofreciéndole ambas manos. Guillamla confundió con una criada queacudiera dispuesta a hacerse cargo de suabrigo. En voz teatral, la mujer dijo:

—Me llamo Joy…[6]

Y lo dijo igual que hubiera podidodecir, me llamo Virtudes o me llamoContinencia. No quería el abrigo deGuillam, sino un beso. Cediendo a lainvitación, Guillam inhaló losmezclados placeres de «Je reviens» y de

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una alta concentración de jerez barato.—Bien, bien, joven Peter Guillam

—habló Alleline—, ¿estás ya dispuestoa prestarme atención o bien tienes queocuparte de otros asuntos? —Alzó unpoco la mirada, y Guillam vio dosmenudos triángulos de vello en lascurtidas mejillas. Alleline prosiguió—:¿De qué asuntos te ocupas en estos días—Alleline volvió una página—, ademásde andar detrás de las vírgenes de lalocalidad, aunque dudo mucho quequede alguna en Brixton y perdona, Mo,la libertad con que me expreso, y degastar el dinero del erario público encaros almuerzos?

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Esta manera de bromear era el únicoinstrumento de comunicación deAlleline. A veces tenía carácteramistoso y otras, hostil, de reproche ode felicitación, pero, a fin de cuentas, eltono era siempre el mismo.

—Tengo un par de árabes queparecen prometedores —repuso Guillam—. Y Cy Vanhover ha entrado encontacto con un diplomático alemán. Yesto es todo, me parece.

Mientras echaba a un lado la carpetay se sacaba del bolsillo una pipa derústico aspecto, Alleline dijo:

—Árabes. Cualquier imbécil puedeconseguir un árabe, ¿no es cierto, Bill?

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A poco que te interese, puedes comprartodo un gobierno árabe por mediacorona. —De otro bolsillo Allelineextrajo una bolsa de tabaco que arrojócon donoso movimiento sobre la mesa.Siguió—: Me han dicho que has estadofrotándote con nuestro llorado hermanoTarr. ¿Qué tal sigue el muchacho?

Por la mente de Guillam pasó unainfinidad de pensamientos, mientras oíasu propia voz contestando. Tenía laabsoluta certeza de que la vigilancia desu piso no había comenzado hasta lanoche anterior. Pensó que en el cursodel último fin de semana susmovimientos no fueron observados, a no

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ser que Fawn, el cautivo vigilante,hubiera hecho horas extras, lo cualhubiese resultado tremendamente duropara él. Que Roy Bland se parecíamucho al difunto Dylan Thomas, y queRoy siempre le había recordado aalguien, aunque, hasta el presentemomento, no había sabido a quién, y queMo Delaware había sido aceptada comomujer debido, solamente, a sus varonilesmodales. Se preguntó si Dylan Thomastenía los ojos tan extremadamente azulpálido como los de Roy. Vio que TobyEsterhase cogía un cigarrillo de supitillera de oro, y recordó que Allelineno permitía fumar cigarrillos —

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solamente pipas por lo que Tobyseguramente tenía que estar enexcelentes términos con Alleline, en lospresentes días. Que Bill Haydon tenía unaspecto extrañamente juvenil, y que losrumores que en el Circus corrían acercade su vida amorosa no eran tan risiblescomo eso, ya que, según se decía, eraambidextro. Que Paul Skordeno habíapuesto la morena palma de una de susmanos sobre la mesa, con el pulgarlevemente alzado, de manera que eldorso quedaba tenso y endurecido.También pensó en su bolsa de tela. ¿Lahabía mandado Alwyn a Brixton? ¿O sehabía ido a almorzar, dejándola en

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Registro, para que fuera registrada poralguno de aquellos jóvenes y nuevosconserjes con ansia de ser ascendidos?Y también se preguntó, y no por vezprimera, cuánto tiempo anduvo Tobyzascandileando por los alrededores delRegistro, antes de que Guillam se dieracuenta de su presencia.

Guillam decidió expresarse en tonofestivo:

—Es cierto, jefe. Tarr y yo tomamosel té todos los días en Fortnum.

Alleline daba chupadas a la pipavacía, y manoseaba la bolsa de tabaco.Despacio, con su pedante acentoescocés, dijo:

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—Peter Guillam, quizá no te hayasdado cuenta, pero soy un hombre dotadode gran tendencia a perdonar. Enrealidad, reboso buena voluntad. Loúnico que quiero es saber el tema de tuconversación con Tarr. No quiero sucabeza, ni ninguna otra parte de sumaldita anatomía, y refrenaré misimpulsos de estrangularle con mispropias manos. O de estrangularte a ti.

Prendió una cerilla y encendió lapipa, provocando una monstruosa llama.

—E incluso estoy dispuesto a pensaren la posibilidad de ponerte un collar deoro, con cadena de lo mismo, y sacartedel odioso Brixton, para entronizarte en

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este palacio.—En este caso —dijo Guillam—, te

serviré a Tarr en bandeja.—Y dile que goza de total amnistía

hasta el momento en que le eche la manoencima.

—Se lo diré. Quedará muyemocionado.

Una gran nube de humo se deslizó alo largo de la mesa.

—Joven Peter, me has dejado muydefraudado. Sí, porque has prestadooídos a groseras calumnias insidiosas ytendentes a crear rencillas. Te pago elsueldo en buen dinero de curso legal, ytú vas y me apuñalas por la espalda. Me

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parece, esto, muy mal pago, después deque te doy de comer. Y te lo digo,haciendo caso omiso de los consejos demis asesores.

Guillam observó que Alleline habíaadquirido un nuevo vicio, vicio quetambién había visto en hombresvanidosos y de media edad. Este vicioconsistía en aprisionar entre índice ypulgar una porción de carne de lasotabarba, y darle masaje, con laesperanza de reducir su volumen.

—Anda —dijo Alleline—,explícanos con más detalle las actualescircunstancias de Tarr. Háblanos de sussentimientos, de su estado emotivo.

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Tiene una hija, ¿verdad?, ¿una hijapequeñita que se llama Danny?, ¿hablade ella?

—Solía hablar.—Regálanos con anécdotas de la

niñita.—No sé ni una. Lo único que sé es

que Tarr la quiere mucho.—¿La ama con obsesión, quizá? —

Después de decir estas palabras,Alleline alzó la voz, súbitamente airado—: ¿Qué diablos significa esteencogimiento de hombros? ¿Se puedesaber por qué encoges los hombros antemis narices? Te estoy hablando de undesertor de tu maldita sección, te estoy

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acusando de conchabarte con él a misespaldas, de dedicarte a jueguecitosclandestinos con él, cuando no sabes laimportancia de las bazas, y lo único quese te ocurre es encoger los hombrosdesde el otro extremo de la mesa. Noolvides, Peter Guillam, que hay una leycontra los que se conchaban con agentesenemigos. Quizá no lo sabías… ¡Y estoydispuesto a echarte encima todo el pesode esta ley!

Mientras la ira acudía también en suauxilio, Guillam repuso:

—Yo no he estado viendo a estehombre. Tú eres quien se dedica ajueguecitos clandestinos. Sí, señor, tú.

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Así es que deja de darme la lata.En este mismo instante, Guillam

apreció que, alrededor de la mesa, latensión disminuía, que se producía unleve descenso hacia el aburrimiento,algo parecido a un generalreconocimiento de que Alleline habíaempleado todas sus municiones, sin daren el blanco. Skordeno manoseaba unapequeña pieza de marfil, una especie deamuleto que siempre llevaba consigo.Bland volvía a leer, y Bill Haydon bebíacafé y, al parecer, lo encontraba muymalo, ya que había compuesto unamueca de desagrado, dirigida a MoDelaware, tras lo cual dejó la taza. Toby

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Esterhase, con la barbilla en la mano,había alzado las cejas, y contemplaba elrojo celofán que llenaba el hogarvictoriano. Sólo los rusos seguíanmirándole sin pestañear, como un par deperros terrier que no quisieran creer quela cacería había terminado.

De nuevo con la vista fija en eldocumento ante él, Alleline dijo:

—De manera que solía hablarte deDanny, ¿no? Y te decía que queríamucho a la niña. ¿Quién es la madre deDanny?

—Una mujer euroasiática.Ahora, Haydon habló por vez

primera:

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—¿Inconfundiblemente euroasiática,o bien puede pasar por algo un poco máscercano a nosotros?

—Tarr aparenta creer que la mujerparece totalmente europea. Y la niña, lomismo.

Alleline leyó en voz alta:—Doce años de edad, cabello rubio

y largo, ojos castaños, delgada. ¿Es asíDanny?

—Quizá. Parece posible.Se produjo un largo silencio que ni

siquiera Haydon parecía deseoso deromper, Escogiendo sus palabras congran cuidado, Alleline prosiguió:

—Bueno, pues si yo te dijera, si te

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dijera, que Danny y su madre hubierandebido llegar, hace tres días, alaeropuerto de Londres, directamentedesde Singapur, ¿tú compartirías nuestraperplejidad?

—Ciertamente.—¿Y también mantendrías la boca

cerrada, al salir de aquí? ¿A nadie lodirías, salvo a tus doce mejores amigos?

Desde un lugar no muy lejano, aGuillam le llegó el sonido del murmullode la voz de Phil Porteous:

—La fuente de esta información esextremadamente secreta, Peter. Quizá teparezca que se trata de una simpleinformación de lista de pasajeros, pero

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no es así. Se trata de una fuente ultradelicada.

—Bueno —dijo Guillam a Porteous—, pues si es así mantendré la bocaultra cerrada.

Porteous se ruborizó, y Bill Haydonsoltó una risita de colegial.

—¿Qué uso harías de estas noticias?—preguntó Alleline. Tras una pausa, enla voz de Alleline volvió a aparecer eltono de desafío—: Vamos, Peter, vamos,¿qué harías? Tú fuiste su jefe, su guía, sufilósofo y amigo… ¿Dónde están tusconocimientos psicológicos? ¿Por quévuelve Tarr a Inglaterra?

—No es esto lo que has dicho. Tú

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has dicho que la mujer de Tarr y su hijaDanny eran esperadas en el aeropuertode Londres hace tres días. Quizá lamujer venga para visitar parientes.Quizá tenga un nuevo amiguito… ¿Cómoquieres que lo sepa?

—¡No seas obtuso, hombre! ¿Es queno se te ha ocurrido pensar que lo másprobable es que Tarr no se encuentredemasiado lejos del lugar en que seencuentra la pequeña Danny? Y Tarrvendrá si es que no está ya aquí, que esoes lo que yo creo, ya que pertenece a esaclase de tipos que primero llegan ellosy, luego, llega su equipaje, y perdona,Mo, que califique de esta manera a la

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familia, ha sido un lapsus solamente.Por segunda vez en aquella sesión,

Guillam se permitió dar muestras decierto temperamento.

—Hasta el presente momento, no seme había ocurrido. Hasta ahora, Tarr noera más que un desertor. Así lodictaminaron los administradores haceya cuatro meses. ¿No es verdad, Phil?Tarr se encontraba en Moscú, y todo loque sabía debíamos considerarlo comoconocimientos revelados a los rusos.¿Verdad, Phil? También había buenasrazones para apagar las luces enBrixton, y dar una porción de nuestrotrabajo a la London Station y otra a los

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faroleros de Toby. Y, ahora, ¿quédiablos debemos suponer que Tarr sedispone a hacer? ¿Redesertar a nuestrocampo?

Fija de nuevo la vista en el papelante él, Alleline repuso.

—Redesertar es un modo muycaritativo de expresar los hechos. Prestaatención. Presta atención a lo que te voya decir, y procura recordarlo. Sí, porqueno tengo la menor duda de que tú, lomismo que los restantes miembros de miequipo, tienes una retentiva como uncolador. Todos vosotros, las primadonnas, sois igual. Danny y su madreviajan con falsos pasaportes de la

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Commonwealth y británicos, con elnombre de Poole, Poole, como el puerto.Estos pasaportes han sido falsificadospor los rusos. Un tercer pasaporte fueentregado a Tarr, al conocido MisterPoole. Tarr ya se encuentra enInglaterra, pero no sabemos dónde.Partió antes que Danny y su madre, yllegó siguiendo un itinerario diferente.Según nuestras investigaciones, se tratade un itinerario negro. Dio instruccionesa su esposa o amante o lo que sea —pronunció estas palabras como si élfuera ajeno a estas cosas—, y te ruegouna vez más que me perdones, Mo, en elsentido de que le siguiera al cabo de una

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semana, lo cual, según parece, no hahecho. Conseguimos esta informaciónayer, por lo que aún nos queda muchotrabajo por delante. Tarr dijo a Danny ya su madre que si, por casualidad, él noconseguía entrar en contacto con ellas,debían recurrir a la caridad de un talPeter Guillam. Y este Peter Guillam, sino me equivoco, eres tú.

—Si se les esperaba hace tres días yno han llegado, ¿que ha sido de ellas?

—Se han retrasado. Han perdido elavión. Han variado sus planes. Hanperdido los billetes. ¿Cómo diablospuedo saberlo?

—O la información recibida es falsa

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—insinuó Guillam.—No lo es —repuso Alleline

secamente.Resentimiento y desorientación, esto

era lo que Guillam experimentaba.—Bueno, de acuerdo —dijo—. Los

—rusos han conseguido convertir a Tarra su causa. Han enviado a su familia aInglaterra, aunque no sé por qué, y,luego, han mandado al propio Tarr. Eneste caso, ¿a santo de qué dar tantaimportancia al asunto? ¿Qué clase deagente puede ser Tarr, cuando nocreemos ni media palabra de lo quedice?

Con satisfacción, Guillam observó

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que, ahora, todos miraban a Alleline,quien, a juicio del propio Guillam, nosabía si dar una respuesta satisfactoriapero indiscreta o decir cualquiertontería.

—¡Poco importa la clase de agenteque pueda llegar a ser! —contestó—Quizá se dedique a enturbiar aguasclaras, a envenenar los pozos. Cosas así.A segarnos la hierba bajo los pies,cuando nos dedicamos a pacertranquilamente…

Guillam pensó que Alleline utilizabaen sus circulares la misma forma deexpresión. Las metáforas eranconstantes, a lo largo de las páginas.

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—Pero recuerda bien lo que voy adecirte —siguió Alleline—. En cuantotenga el menor vislumbre, antes de tenerel menor vislumbre, en cuanto oiga elmás leve rumor indicativo de lapresencia de Tarr, de su dama o de sulinda hijita, el joven Peter Guillamacudirá inmediatamente a decirlo anosotros, los mayores. A cualquiera delos que estamos aquí sentados. ¡Y anadie más! ¿Has comprendidodebidamente mi exhortación? Sí, porque,aquí, hay muchas más ruedecitas, dentrode otras ruedas y de más ruedas, de loque puedas llegar a imaginar o de lo quetengas derecho a saber.

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Y en aquel instante, todos semovieron, y los movimientos fueroncomo una conversación. Bland se metiólas manos en los bolsillos y, a pasosperezosos, cruzó la estancia y apoyó elhombro en la puerta. Alleline habíavuelto a encender la pipa, y apagaba lacerilla mediante un amplio movimientodel brazo, mientras miraba con ojosllameantes a Guillam, a través del humo,a quien dijo:

—¿A quién cortejas en los presentesdías, Peter, quién es la afortunadadamita?

Porteous deslizó un papel anteGuillam para que lo firmara, diciéndole:

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—Firma, por favor.Paul Skordeno susurraba algo al

oído de su amigo ruso, sentado a sulado, y Esterhase estaba en la puerta,dando desagradables órdenes a lasmadres. Sólo los ojos castaños, demirada sencilla, de Mo Delawareseguían fijos en Guillam.

—Léelo primero, Peter, por favor —dijo Porteous con empalagosa cortesía.

Guillam había leído ya casi la mitad:«Certifico que en el día de hoy me

han informado del contenido del InformeBrujería N.º 1308, fuente Merlín, y mecomprometo a no divulgar parte algunade dicho informe a otros funcionarios de

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este servicio, ni divulgar la existenciade la fuente Merlín. También mecomprometo a comunicarinmediatamente cualquier hecho quellegue a mi conocimiento y que estérelacionado con dicho asunto.»

La puerta estaba abierta y, mientrasGuillam firmaba, los funcionarios desegunda categoría de la London Stationentraron precedidos por las madres,portadoras de bandejas con bocadillos.Diana Dolphin y Lauder Stricklandpresentaban el aspecto tenso, como sifueran a estallar. También entraron laschicas de Distribución, y un veterano detodas las campañas, con el rostro de

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expresión agria, llamado Haggard, queera el jefe supremo de Ben Thruxton.Guillam inició despacio el camino haciala salida, fijándose en todos porquesabía que Smiley le preguntaría elnombre de los asistentes. Cuando llegó ala puerta, advirtió con sorpresa queHaydon se ponía a su lado. Al parecer,Haydon había decidido que los restantesactos no eran para él. Indicando con unvago ademán a las madres, Bill dijo:

—Qué estupidez, los bocadillos ydemás… —Luego añadió—: Percy estácada día más insoportable.

—Eso creo —dijo Guillam de todocorazón.

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—¿Qué tal sigue Smiley? ¿Lo ves amenudo? Erais bastante amigos,¿verdad?

El mundo de Guillam, que, enaquellos momentos parecía ir camino desosegarse un poco, experimentó unabrusca sacudida.

—Pues no le veo mucho —contestó—. Parece que vive en otro mundo.

—¿Que vive en otro mundo? —comentó Bill despectivamente—.Vamos, vamos, no digas tonterías.

Habían llegado a la escalera.Haydon se adelantó.

—¿Y tú, le has visto? —preguntóGuillam.

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—Y Ann ha levantado el vuelo —dijo Bill como si no hubiera oído lapregunta— Se largó con un marinero oun camarero, o algo por el estilo. Estoes lo que me han dicho. ¿Es verdad?

La puerta del despacho de BillHaydon estaba abierta de par en par, yla mesa aparecía atestada deexpedientes secretos.

—No lo sabía —repuso Guillam—.Pobre George.

—¿Café?—No, gracias, me voy.—¿A tomar el té con el hermano

Tarr?—Eso. En el Fortnum. Hasta la

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vista.En la sección de archivos, Alwyn

había regresado a su puesto, luego dealmorzar. Alegremente, dijo a Guillam:

—Ya he enviado la bolsa. En estosmomentos estará ya en Brixton.

Rizando el rizo, Guillam exclamó:—¡Maldita sea! Había algo que

necesito ahora.Entonces se le ocurrió un

nauseabundo pensamiento. Era algo tanclaro y tan horriblemente evidente quese maravillaba de que no se le hubieraocurrido antes. Sand era el marido deCamilla. Y Camilla llevaba una doblevida. Ahora amplios panoramas de

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engaño aparecieron ante su vista. Susamigos, sus amantes, incluso el Circus,formaban interminables alianzas paraintrigar en contra de él.

Recordó que hacía un par de noches,Mendel le había dicho, mientras bebíanuna cerveza en una sórdida taberna delas afueras: «Levanta esos ánimos,Peter. Jesucristo sólo tenía doce, y unode ellos era agente doble».

Guillam replicó:—Es cierto. Y mira lo que le pasó.Tarr, pensó, maldito hijo de mala

madre.

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22

El dormitorio alargado y de techobajo, en otros tiempos ocupado por unacriada, se encontraba en la buhardilla.Guillam estaba de pie junto a la puerta,y Tarr sentado en la cama, inmóvil, conla cabeza echada hacia atrás y eloccipucio apoyado en el techoinclinado, y las manos a uno y otro lado,con los dedos separados. Arriba, habíauna ventanuca, y, desde el lugar en quese encontraba, Guillam podía vergrandes extensiones del negro paisaje deSuffolk, y una hilera de árboles negrosrecortados contra el cielo. El papel que

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cubría las paredes era de color castaño,con grandes flores rojas. La únicabombilla colgaba de una viga de roble,negra, e iluminaba las dos caras,dándoles extrañas formas geométricas,y, cuando algunos de los dos se movía,Tarr en la cama y Smiley en la silla demadera, de cocina, parecía que, con sumovimiento, se llevaran consigo, lejos,la luz, hasta el momento en que todovolvía a quedar extático.

Si de él solamente hubieradependido, Guillam hubiese tratado congran dureza a Tarr, sí, estaba seguro deello. Tenía los nervios de punta, y,durante el viaje en coche, había marcado

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los ciento treinta, momento en queSmiley le dijo secamente que fuera másdespacio. Si solamente de él hubieradependido, hubiese apaleado a Tarr, y,caso de ser necesario, habría solicitadola ayuda de Fawn. Mientras conducía, enla imaginación tenía un cuadro muyclaro del momento en que abriría lapuerta del lugar en que Tarr estuviera, yen que acto seguido la emprendería apuñetazos en la cara, con recuerdos deCamilla y de su ex marido, eldistinguido doctor en flautas. Y, quizás,en la compartida tensión del viaje,Smiley había recibido por telepatía lamisma imagen, ya que lo poco que dijo

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estuvo directamente encaminado acalmar a Guillam:

—Tarr no nos ha mentido, Peter. Porlo menos podemos decir que no nos hamentido en lo referente a datosobjetivos. Se ha limitado a hacer algoque hacen todos los agentes a lo largo yancho del mundo, es decir, no nos hacontado la historia en su integridad. Porotra parte, debemos reconocer que hasido bastante listo.

Lejos de compartir la perplejidad deGuillam, Smiley parecía curiosamenteseguro de sí mismo, incluso complacido,hasta el punto de permitirse repetir unsentencioso aforismo de Steed Asprey

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referente al arte del doble juego, algoreferente a que no se debe buscar laperfección, sino la ventaja, lo cualindujo a Guillam a pensar, una vez más,a lo largo del día, en Camilla.

—Karla nos ha dado entrada en sucírculo íntimo —dijo Smiley.

Y Guillam hizo un chiste de malgusto, referente a lo de la intimidad. Apartir de este momento, Smiley se limitóa indicarle el trayecto, y a mirar elretrovisor.

Se habían reunido en Crystal Palace,en una camioneta conducida por Mendel.Fueron a Barnsbury, a un taller dereparaciones de automóviles, situado al

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final de una calleja empedrada conadoquines y atestada de chiquillos. Allífueron recibidos con discretoentusiasmo por un viejo alemán y suhijo, quienes quitaron la matrícula de lacamioneta en un dos por tres, casi antesde que se hubieran apeado, y loscondujeron hasta un Vauxhall, presto aemprender la marcha, en el fondo deltaller. Mendel se quedó con elexpediente Testimonio, que Guillamhabía sacado de Brixton por la noche.Smiley dijo: «Hay que encontrar elA12». Había poco tránsito, pero pocoantes de llegar a Colchester, seencontraron con una fila de camiones, y

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Guillam perdió la paciencia. Smileytuvo que ordenarle que volviera ameterse en su canal. También seencontraron con un viejo que conducía atreinta por hora por el canal rápido.Cuando le estaban adelantando pordentro, el viejo, borracho o enfermo, oaterrado, se desvió bruscamente haciadentro. En otro instante, penetraron, sinprevio aviso, en un banco de niebla queparecía haber descendido del cielo.Guillam lo atravesó limpiamente,temeroso de frenar, no fuera que hubiesehielo en la carretera. Pasado Colchester,siguieron su camino por carreterasvecinales. En las señales de esas

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carreteras figuraban nombres comoLittle Horkesley, Wormingford y BuresGreen. Después, dejó de haber señales,y Guillam tuvo la impresión de hallarseen la nada.

—Gira a la izquierda, y otra vez a laizquierda, antes de llegar a la casa.Acércate cuanto puedas, pero para antesde llegar a la verja.

El lugar parecía un caserío, pero nohabía luces, ni gente, ni luna. Al salir elfrío les envolvió, y Guillam percibió unolor a campo de cricket, a humo de leñay a Navidad. Pensó que jamás habíaestado en un lugar tan silencioso tan fríoy tan remoto. Ante ellos se alzaba el

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campanario de una iglesia, a un ladocorría una valla, y en lo alto de unacuesta se alzaba una edificación queGuillam pensó se trataría de la rectoría.Era una casa baja y ancha, parcialmentecubierta con tejas, parte de cuyatechumbre se recortaba contra el cielonocturno. Fawn les esperaba. Cuandoaparcaron el automóvil, Fawn se acercó,y, silenciosamente, se acomodó detrás.

—Ricki se ha portado mucho mejor,hoy, señor —dijo. No cabía duda de queFawn había informado extensamente aSmiley, en el curso de los últimos días.Fawn era un muchacho equilibrado, detranquilo hablar, y animado de intensos

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deseos de complacer, pese a lo cual losrestantes funcionarios de Brixtonparecían temerle, sin que Guillamsupiera por qué. No ha estado tannervioso —añadió—. Esta mañana harellenado las quinielas. Le gustan lasquinielas a Ricki. Y esta tarde hemosarrancado pequeños abetos para que laseñorita Ailsa los venda en el mercado.Luego, hemos jugado a cartas, y Ricki seha acostado temprano.

—¿Ha salido solo? —preguntóSmiley.

—No, señor.—¿Ha usado el teléfono?—¡Dios mío, no! No, señor; por lo

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menos no lo ha hecho estando yopresente, y tengo la certeza de quetampoco lo ha hecho hallándose allí laseñorita Ailsa.

El aliento de los que estaban en elautomóvil había dejado los vidrios delas ventanillas cubiertos de vaho, peroSmiley no quería que Guillam pusiera enmarcha el motor, por lo que no teníancalefacción y el limpiaparabrisastampoco funcionaba.

—¿Ha mencionado a su hija, Danny?—Durante el fin de semana lo hizo

muchas veces. Ahora, parece que sussentimientos se hayan enfriado. Creo quese esfuerza en no pensar en su mujer y en

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su hija, para evitar caer en un estado deconstante emotividad.

—¿Ha hablado de volverlas a ver?—No, señor.—¿No ha dicho nada sobre la

posibilidad de reunirse o la manera dereunirse, cuando este asunto hayaterminado?

—No, señor.—¿O de traerlas a Inglaterra?—No, señor.—¿O de proporcionarles

documentos?—No, señor.Irritado, Guillam terció:—Entonces, ¿de qué diablos ha

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hablado?—De la señora rusa, señor. Le gusta

leer el diario de esta señora. Dice que,cuando atrapen a Gerald, obligará alCentro a que lo truequen por Irina.Luego, le proporcionaremos una casabonita, lo mismo que a la señorita Ailsa,pero en Escocia, que es un país máslindo. Dice que también procurará queyo saque tajada. Dice que meproporcionará un buen puesto en elCircus. Me ha aconsejado con graninsistencia que aprenda otro idioma,para ampliar mis horizontes.

A juzgar por la voz átona que sonabaa sus espaldas, Smiley y Guillam no

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podían decir cómo había recibido Fawneste último consejo.

—¿Dónde está, ahora?—En cama, señor.—Cierren las puertas sin hacer

ruido.Ailsa Brimley les esperaba en el

porche delantero. Era una mujer decabello gris, de unos sesenta años, conrostro de facciones firmes e inteligentes.Smiley solía decir que Ailsa pertenecíaa la vieja guardia del Circus, una de lasmujeres encargadas de los mensajes enclave, de los tiempos de lord Lansbury,durante la guerra, y que ahora estabaretirada, aunque no por ello dejaba de

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ser todavía formidable. Iba con unsencillo vestido castaño. Estrechó lamano a Guillam, dijo «hola», cerró lapuerta, y, cuando Guillam la buscó conla mirada, Ailsa había ya desaparecido.Smiley inició la subida de la escalera.Fawn esperaría abajo, para el caso deque su ayuda fuera requerida. Smileygolpeó con los nudillos la puerta delaposento de Tarr y dijo:

—Soy Smiley. Quiero hablar conusted.

Tarr abrió inmediatamente. Sin dudales había oído llegar y les esperabajunto a la puerta. La abrió con la manoizquierda, sosteniendo la pistola en la

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derecha, y con la vista fija, más allá deSmiley, en el fondo del corredor.

—Es Guillam —aclaró Smiley.—En él pensaba —dijo Tarr— Los

niños pequeños pueden morder.Entraron. Tarr iba con pantalones

vaqueros y una barata blusa malaya. Enel suelo había una baraja con los naipesesparcidos, y el aire olía a curry queTarr había guisado en el hornillo. Entono de sincera conmiseración, Smileycomenzó:

—Lamento tener que darle la lata,pero debo preguntarle una vez más quéhizo usted con los dos pasaportes suizosque, con la finalidad de escapar, se

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llevó a Hong Kong.—¿Por qué? —preguntó Tarr,

después de unos instantes de silencio.Ya no había en Tarr aquella

vitalidad que anteriormente ledistinguía. Tenía su rostro palidezcarcelaria, había perdido peso, y estabasentado en el borde de la cama, con lapistola sobre la almohada, a su lado,mientras sus ojos mirabannerviosamente a uno y otro de susvisitantes, sin confiar en ellos.

—Oiga —dijo Smiley—, quierocreer su historia. Nada ha cambiado.Tan pronto sepamos lo que queremossaber, le dejaremos en paz. Pero, antes

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debemos saberlo. Es terriblementeimportante. Por eso necesitamos conocera fondo su historia.

Guillam pensó: «Sí, y mucho más».Guillam conocía bien a Smiley, y, poresto, le constaba que una larga ycompleja deducción pendía de un hilo,en aquellos momentos.

—Ya se lo dije, los quemé. No megustaban los números. Pensé que todossabían ya la existencia de aquellospasaportes. Con ellos, era igual que sillevara un cartel colgado del cuello,diciendo: «Ricki Tarr, buscado por lapolicía».

Smiley formulaba las preguntas con

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terrible lentitud. Incluso Guillam sesentía inquieto, en el profundo silenciode la noche, esperando la siguientepregunta de Smiley.

—¿Cómo los quemó?—¿Y qué diablos importa eso?Pero, al parecer, Smiley no sentía el

menor deseo de justificar con razonessus preguntas, prefería que el silenciocumpliera su función, y estaba seguro deque así sería. Guillam había presenciadolargos interrogatorios llevados a cabode esta manera: un elaborado catecismo,cubierto con espesas capas de rutina,fatigosas pausas mientras cada respuestaera consignada por escrito, y el

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sospechoso sitiaba su propia mente conmil preguntas centradas en la formuladapor el investigador… De esta manera lafe del interrogado en su propia historiaiba debilitándose día tras día.

Después de dejar transcurrir otrosiglo, Smiley preguntó:

—Cuando compró el pasaportebritánico con el nombre de Poole,¿compró también otros pasaportes almismo proveedor?

—¿A santo de qué iba a comprarlos?—Pero Smiley tampoco estabadispuesto a dar explicaciones. Tarrrepitió—: ¿A santo de qué iba acomprarlos? ¡Maldita sea, no soy

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coleccionista de pasaportes! Lo únicoque quería era salir de aquella ratonera.

Con una sonrisa de comprensión,Smiley insinuó:

—Y proteger a su hija. Y protegertambién a la madre, caso de ser posible.

Tras una pausa, Smiley añadió entono halagador:

—Estoy seguro de que pensó muchoen ellas. A fin de cuentas, no podíadejarlas a merced de aquel francés taninteresado en usted.

Dispuesto a esperar, Smiley se fijóen los naipes en el suelo. Se trataba deuna baraja de letras, para formarpalabras cruzadas. Smiley leyó las

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palabras horizontales y verticales. Nohabía en ellas nada especial. Se tratabade palabras formadas al azar. Guillamadvirtió que una de las palabras estabamal formada. En vez de una «a» habíauna «e», en la palabra «epístola».Guillam se preguntó: «¿Qué habráestado haciendo este hombre aquí, eneste sórdido aposento, en este nido depulgas? ¿Qué furtivos senderillos habráseguido su mente, ahí, encerrado con lasbotellas de salsa…»

—Pues sí —dijo Tarr de repente—,de acuerdo, conseguí pasaportes paraDanny y su madre. Sí, para la señoraPoole y la señorita Danny Poole. Y,

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ahora, ¿qué debemos hacer? ¿Cantarvictoria todos juntos?

Una vez más, el silencio se encargóde acusar.

En el tono propio de un padredefraudado, Smiley preguntó:

—¿Por qué no nos lo dijo antes? Nosomos monstruos. No queremos hacerlesel menor daño. ¿Por qué no nos lo dijo?Incluso hubiéramos podido ayudarle…—Smiley volvió a fijar la vista en lascartas que formaban palabras. Tarrhabía usado seguramente dos o tresbarajas porque los naipes formaban ríossobre la alfombra de coco. Smileyrepitió—: ¿Por qué no nos lo dijo? No

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es ningún delito proteger a los seres queuno ama.

Guillam pensó: «Si es que a uno ledejan…»

Para ayudar a Tarr a responder,Smiley insinuó posibles razones:

—¿Se debió quizás a que echó manode los fondos de trabajo para comprarlos pasaportes británicos? ¿Por esto nonos lo dijo? Por Dios, hombre, en estecaso el dinero carece de importancia. Afin de cuentas usted nos dio unainformación de vital importancia. Novamos a pelearnos por mil o dos mildólares…

Y el tiempo volvió a discurrir

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lentamente, sin que nadie se sirviera deél.

—¿O quizá —insinuó Smiley—adquirió estos pasaportes debido a queestaba usted avergonzado? —Guillam seenvaró, olvidando sus propiosproblemas. Smiley prosiguió—:Avergonzado con toda razón, creo yo. Afin de cuentas, no es nada elegante dejara Danny y a su madre con pasaportescuya falsedad ha sido ya descubierta, amerced de ese francés, o lo que fuera,que tan interesado estaba en encontrar alseñor Poole… Sí, dejarlas así, mientrasusted escapaba tranquilamente…

Tras una pausa, Smiley se mostró de

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acuerdo con sus propias palabras comosi hubiera sido Tarr, y no él, quienhubiese argüido lo anterior.

—Habría sido horrible, realmente.Es horrible pensar lo que Karla hubierasido capaz de hacer, con tal de comprarsu silencio, Tarr. Sí, su silencio o susservicios.

De repente, el sudor en el rostro deTarr se hizo insoportable. Habíademasiado sudor; era como si lágrimascubrieran toda la cara. Las cartas habíandejado de interesar a Smiley. Su vista sehabía fijado en un juego diferente. Setrataba de un juguete formado por dosbarras de acero paralelas. El juego

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consistía en hacer rodar por ellas unabola de acero. Cuanto más largo trayectorecorriera la bola, más puntos ganabauno al caer aquélla en uno de losagujeros situado debajo de las barras.

—Otra posible razón por la que nonos lo dijo radica en que los quemó. Sí,quiero decir los pasaportes británicos;que quemó estos pasaportes, y no lossuizos.

Guillam pensó: «Ten cuidado,George». Y, lentamente, avanzó un Paso,para quedar junto a Smiley. Sí, ándatecon tiento, George.

—Usted sabía que la personalidadde Poole había sido descubierta, por lo

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que quemó los pasaportes a nombre dePoole, de Danny y su madre, peroconservó el suyo, debido a que no teníaotra alternativa. Luego, reservó billetes,para las dos, a nombre de Poole, a fin deque todos creyeran que usted todavíacreía en la eficacia de los pasaportes anombre de Poole. Y, al decir «todos»,he querido decir los esbirros de Karla.Entonces, usted mismo se encargó depreparar los pasaportes suizos, para quepudieran servir para Danny y su madre,confiando en que nadie se fijaría en losnúmeros de los mismos, y tomó unaserie de medidas que mantuvo ensecreto. Unas medidas que producirían

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resultados antes que aquellas otrastomadas con respecto a la señora yseñorita Poole. ¿Qué clase de medidas?Pues la de permanecer en Oriente,aunque no en Yakarta, sino en un lugaren el que tuviera amigos…

Incluso teniendo en cuenta lasituación que había adoptado, Guillamno llegó a tiempo. Tarr habíaaprisionado con sus manos el cuello deSmiley, la silla de éste cayó al suelo, ylos dos hombres con ella. De entre elmontón, Guillam eligió el brazo derechode Tarr, y lo torció contra su espalda,faltando poco para que lo quebrase, alhacerlo. Como surgido de la nada,

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apareció Fawn, cogió la pistola quereposaba en la almohada, y avanzó haciaTarr, como si se dispusiera a ayudarle.En el instante siguiente, Smiley sealisaba el traje, y Tarr estaba en lacama, dándose toques con un pañuelo enla comisura de los labios.

—No sé dónde se encuentran —dijoSmiley—. Que yo sepa, ningún daño hansufrido. ¿Supongo que me cree?

Tarr le miraba, a la espera. Teníalos ojos blancos y furiosos, pero sobreSmiley había descendido una especie decalma, que Guillam pensó quizá fuera lacerteza que Smiley había esperadoadquirir. Con la mano en la boca, Tarr

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murmuró:—Más le valiera vigilar a su propia

mujer y dejar a la mía en paz.Lanzando una exclamación, Guillam

se abalanzó sobre Tarr, pero Smiley lecontuvo. Smiley prosiguió:

—Mientras no intente usted entrar encomunicación con ellas, acaso sea mejorque yo ignore dónde se encuentran. A noser que usted quiera proporcionarlesalgo, como dinero, protección, o algunaotra cosa…

Tarr sacudió negativamente lacabeza. Tenía sangre en los labios,mucha sangre, y Guillam pensó queseguramente Fawn le había golpeado,

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aunque no sabía cuándo.—Esto no durará mucho —dijo

Smiley—. Quizás una semana. Y, sipuedo, menos. Esfuércese en no pensardemasiado.

Cuando se fueron, Tarr volvía asonreír, por lo que Guillam pensó que lavisita, o el insulto que había dirigido aSmiley, o el golpe en la cara, habíanproducido resultados beneficiosos paraTarr.

Mientras entraban en el automóvil,Smiley preguntó en voz baja a Fawn:

—Esas quinielas, supongo que nolas entrega usted, ¿verdad?

—No, señor.

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Esperemos que no acierte ni una —dijo Smiley en un insólito rasgo dehumor.

Y todos rieron.La memoria suele jugar extrañas

pasadas a las mentes agotadas o con unasobrecarga de pensamiento. MientrasSmiley dormitaba y Guillam conducíacon una parte de la mente consciente enla carretera y otra desdichadamenteocupada en forjar nuevas y máscomplicadas sospechas acerca deCamilla, extrañas imágenes de aquellargo día y de otros largos días delpasado acudían libremente, por sí solas,a su memoria. Días de terror en

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Marruecos, mientras sus agentes, unotras otro, eran descubiertos, y el sonidode pasos en la escalera bastaba para queGuillam acudiera a la ventana para verqué pasaba en la calle; días de holganzaen Brixton, en los que Guillam veíadeslizarse aquel triste mundo, y sepreguntaba cuánto tiempo hacía que sehabía incorporado a él. Y, de repente, elinforme escrito estaba allí, sobre sumesa, en ciclostil, en un papel azul ydelgado, porque el mensaje era de fuentedesconocida y, por lo tanto, poco dignode confianza, y, ahora, cada una de laspalabras, con letras de medio metro,volvió a su memoria. Según las

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manifestaciones de un penadorecientemente salido de la Lubianka, elCentro de Moscú llevó a efectosecretas ejecuciones en el bloque decastigo de dicho establecimiento, en elpasado mes de julio. Las víctimasfueron tres funcionarios del propioCentro. Una de ellas era una mujer.Los tres fueron ahorcados.

—Llevaba el sello «Conocimientointerno» —dijo Guillam con vozapagada.

Habían aparcado junto a un paradoriluminado con luces de feria. Guillamvolvió a hablar:

—Alguien de la London Station

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había escrito en el informe: «¿Puedealguien identificar a los muertos?»

Al colorido resplandor de las luces,Guillam vio cómo la cara de Smiley secontraía en un gesto de asco. Tenía lasmanos enlazadas por los dedos, sobrelos muslos. Por fin, Smiley dijo:

—Sí. La mujer era Irina. Y supongoque los otros dos serían Ivlov y Boris, elmarido de Irina. —Había hablado contotal frialdad. Y, como si quisierasacudirse de encima la pereza que leinvadía, prosiguió—: Tarr no debeenterarse. Es de vital importancia que nolo sepa. Sólo Dios sabe lo que seríacapaz de hacer… O de no hacer.

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Durante unos instantespermanecieron quietos; quizá pordiferentes razones ninguno de los dostenía las fuerzas o el ánimo precisospara moverse.

—Debo telefonear —dijo Smiley.Pero no se movió.—¿George?Smiley murmuró:—Debo llamar por teléfono. A

Lacon.—Pues llama.Pasando el brazo por delante de

Smiley, Guillam abrió la portezuela. Porfin, Smiley se apeó del automóvil, diounos pasos por el asfalto, pero pareció

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cambiar de opinión, y emprendió elregreso. Por la ventanilla, en el mismotono preocupado, dijo:

—Ven y come algo. No creo que nisiquiera los hombres de Toby seancapaces de habernos seguido hasta aquí.

Anteriormente, había sido unrestaurante, pero ahora era un paradorde transportistas, con adornos de suanterior grandeza. La carta teníacubiertas de cuero rojo y estabamanchada de grasa. El chico que la trajoiba medio dormido.

Al volver de la cabina telefónica, enel rincón, Smiley dijo, en un lamentableintento de ser gracioso:

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—Me han dicho que el coq au vin essiempre digno de confianza[7] —En vozmás baja que ningún eco podíadespertar, preguntó—: ¿Qué sabesacerca de Karla?

—Lo mismo que acerca de Brujería.—Buena contestación…

Seguramente lo has dicho para hacermecallar, pero la analogía es perfecta.

El chico reapareció blandiendo en lamano, como si fuera una porra, unabotella de borgoña.

—¿Quiere, por favor, dejarlarespirar un poco?

Ante esta petición, el chico miró aSmiley como si fuera un loco.

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Secamente, Guillam le ordenó:—Ábrala y déjela en la mesa.Smiley no le contó la historia

íntegra. Después, Guillam advirtióvarias lagunas en el relato. Pero le dijolo suficiente para levantar un poco losánimos de Guillam, después del bajónque habían sufrido al hallarse en aquellaberinto en que se habían metido.

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Smiley comenzó a hablar como sidiera una conferencia a un grupo deprincipiantes, en el Parvulario:

—Es tarea propia de los dirigentesde agentes el transformarse en sereslegendarios. En primer término lo hacenpara impresionar a sus agentes. Luego,intentan impresionar a sus colegas, y,según la experiencia me ha enseñado,entonces, se ponen un poco en ridículo.Los hay, pocos, que incluso intentanimpresionarse a sí mismos. Éstos sonlos ilusos, y es preciso desembarazarsede ellos. No queda más remedio.

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Sin embargo, se forjaban leyendas, yKarla era una leyenda. Incluso la edadque tenía era un misterio. Lo másprobable era que su nombre real nofuese Karla. Había décadas enteras desu vida de las que nada se sabía, yseguramente nada se sabría, ya que losindividuos con quienes trataba teníantendencia a morir o a mantener la bocacerrada.

—Se dice que su padre estuvo en laOkhrana y que, después, reapareció enla Cheka. No creo que sea verdad, perotampoco es imposible. Según otrahistoria, Karla fue pinche en un trenacorazado, en la lucha contra las tropas

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de ocupación japonesas, en Oriente.También se dice que su maestro fueBerg, que fue el niño mimado de Berg,lo cual es como decir que a uno le haenseñado música… da igual, cualquiergran compositor. Desde mi punto devista, la carrera de Karla comenzó enEspaña, el año treinta y seis, y digo estoporque, por lo menos, este punto estáapoyado por la debida documentación.Fingió ser un ruso blanco periodista, enla zona de Franco, y reclutó toda unamanada de agentes alemanes. Fue unaoperación muy compleja y de notablemérito, teniendo en cuenta la juventud deKarla. Luego, reapareció en la

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contraofensiva soviética de Smolensko,en el otoño del cuarenta y uno, comooficial de información, a las órdenes deKonev. Dirigía redes de guerrilleros queactuaban detrás de las líneas alemanas.En esta ocasión, descubrió que eloperador de su radio se había puesto alservicio de los alemanes y transmitíamensajes al enemigo. Entonces,consiguió que volviera a ponerse a suservicio, y comenzó un juego demensajes radiados que tuvo locos a losalemanes durante qué sé yo el tiempo.

Según Smiley había otra leyenda: enYelnia, gracias a Karla, los alemanesbombardearon sus propias líneas de

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vanguardia.—Y, entre una y otra misión —

prosiguió Smiley—, en el treinta y seis yen el cuarenta y dos, Karla, visitóInglaterra, y creemos que estuvo aquíunos seis meses. Pero ni siquiera ahorasabemos (por lo menos yo no lo sé) quénombre utilizó, ni qué falsas aparienciasrevistió. Lo cual no significa quetambién Gerald lo ignore. Pero no esprobable que Gerald nos lo diga, almenos voluntariamente.

Smiley jamás había hablado aGuillam de esta manera. No era hombreproclive a confidencias o a largosparlamentos. Guillam siempre le había

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considerado hombre tímido, pese a susvanidades, y que muy pocas esperanzasponía en la comunicación con sussemejantes.

—A mediados del cuarenta y cinco,después de haber servido lealmente a supaís, Karla fue encarcelado y,posteriormente, enviado a Siberia. Nohubo nada personal en el asunto.Ocurrió, simplemente, que estabaencuadrado en una de aquellas seccionesde información del Ejército Rojo que, enalguna purga u otra, dejaron de existir.

Smiley prosiguió diciendo que,después de ser rehabilitado, durante elperíodo poststaliniano, Karla fue a

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Norteamérica, lo cual se sabía debido aque, cuando las autoridades de la Indiale detuvieron, en junio del cincuenta ytres, en Delhi, sobre la base de vagasacusaciones de inmigración ilegal,acababa de llegar, por vía aérea, deCalifornia. Según habladurías delCircus, Karla intervino en los grandesescándalos de traición habidos enInglaterra y en los Estados Unidos.

—Karla volvió a caer en desgracia.Moscú le andaba a la caza, y nosotrospensamos que quizá pudiéramosconseguir que se pasara a nuestro bando.Ésta es la razón por la que me mandarona Delhi, para que hablara con él.

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El fatigado camarero se acercó, locual interrumpió el relato de Smiley, yles preguntó si estaban satisfechos delservicio. Con gran solicitud, Smiley leaseguro que sí.

—La historia de mi encuentro conKarla —prosiguió— es característicadel ambiente imperante en aquellostiempos. En los primeros añoscincuenta, el Centro de Moscú estabadesmoronándose. Los funcionarios decategoría superior eran fusilados osometidos a purgas por razonesignoradas, y los subordinados vivían enun estado paranoico. Como primeraconsecuencia de lo anterior, buen

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número de funcionarios del Centrodesertaron al bando enemigo. Desdetodos los puntos del mundo, desdeSingapur, Nairobi, Estocolmo,Canberra, Washington, yo qué sé, desdetodas partes nuestros residentes recibíanconstantes ofrecimientos de los agentesenemigos, y no se trataba solamente dehombres con cargos importantes, sinotambién de ejecutores, conductores,empleados encargados de las claves,mecanógrafas… Y tuvimos quereaccionar en consecuencia (creo quemuy poca gente se da cuenta de lo muchoque nuestra industria estimula su propiainflación), por lo que, de la noche a la

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mañana, me convertí en una especie deviajante de comercio, trasladándome undía a una capital y al día siguiente a unvillorrio fronterizo (en cierta ocasióntuve que ir a un buque en alta mar), paracontratar a desertores rusos, paraofrecerles señuelos, para canalizar lacorriente de deserciones, para fijartérminos, para asistir a loscorrespondientes interrogatorios, y, ensu caso, para decidir su destino.

Guillam no había dejado decontemplar a Smiley, pero incluso bajoaquella cruel y uniforme luz de neón laexpresión de Smiley seguía sin revelarnada, salvo una concentración levemente

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angustiada.—Formulamos tres diferentes clases

de contratos para aquellos cuyasrevelaciones nos parecieron coherentes.Si la fuente de información del desertorno nos parecía interesante, loprestábamos a un país amigo, y nosolvidábamos de él. Bueno, en realidad,lo poníamos en el almacén, tal como enla actualidad hacen los cazadores decabelleras. O bien dejábamos quevolviera a Rusia, en el caso,naturalmente, de que los rusos no sehubieran enterado de su deserción. O, siel desertor era afortunado, loaceptábamos, le sonsacábamos todo lo

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que sabía, y le dábamos refugio enOccidente. Por lo general, estasdecisiones las tomaba Londres, no yo.Esto es algo que te ruego recuerdes. Enaquellos tiempos, Karla, o Gerstmann,como se hacía llamar, no era más queotro presunto cliente nuestro. Bueno, meparece que te estoy contando estahistoria al revés. Y conste que no quieroarmarme un lío. Sin embargo, quiero quetengas presente que todo lo que ocurrióentre nosotros dos, Karla y yo, o, mejordicho, todo lo que no ocurrió, quedóconformado por el hecho consistente enque lo único que el Circus sabía, cuandome fui a Delhi, era que un hombre que se

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hacía llamar Gerstmann habíaestablecido una comunicación por radioentre Rudnev, jefe de la secciónnorteamericana en el Centro de Moscú,y una red de agentes, dirigida por dichoCentro, en California, red que no podíaactuar por falta de medios decomunicación. Esto era todo. Gerstmannpasó de contrabando, por la fronteracanadiense, una emisora, y vivió durantetres semanas en San Franciscoinstruyendo al nuevo operador de laemisora en cuestión. Esto era lo quenosotros presumíamos, y, en apoyo deesta presunción, contábamos con variasemisoras de pruebas, interceptadas por

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nosotros.En estas transmisiones de pruebas

entre Moscú y California, explicóSmiley, se empleaba cierta clave.

—Pero un día, Moscú transmitió unaorden clara y concreta…

—¿En la misma clave?—Exactamente. Y aquí está el quid

de la cuestión. Gracias a un descuido delos criptógrafos de Rudnev, nosotroshabíamos conseguido cierta ventaja.Nuestros criptógrafos descifraron laclave, y así conseguimos nuestrainformación. Gerstmann debía salirinmediatamente de San Francisco e ir aDelhi, para reunirse con el corresponsal

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de la Tass, hombre dedicado a descubrircolaboradores, que se había tropezadocon una muy interesante posibilidad deinfiltración en círculos chinos, por loque necesitaba inmediatamente alguienque le instruyese acerca del modo dellevar el asunto. La razón por la queobligaron a Karla a ir desde SanFrancisco a Delhi, y la razón por la quetenía que ser precisamente Karla elencargado de esta misión, es harina deotro costal. Lo único importante es queGerstmann acudió a la cita de Delhi, queel hombre de la Tass le dio un billete deavión, y que le dijo que fuerainmediatamente a Moscú. La orden

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había sido dada por Rudnev,personalmente. Estaba firmada con elnombre de guerra de Rudnev, y sustérminos eran bruscos, incluso teniendoen cuenta las costumbres rusas.

Entonces, el hombre de la Tassdesapareció, dejando a Gerstmann en lacalle, con un montón de interrogantes enla cabeza, y teniendo que esperarcuarenta y ocho horas para tomar elavión.

—Poco tiempo estuvo Karla en estasituación, ya que las autoridades indiaslo detuvieron, a petición nuestra, y loencerraron en la cárcel de Delhi.Acordamos compartir con los indios

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parte del producto de la operación. Meparece que sí… —Smiley calló,bruscamente dolorido por aquel fallo desu memoria, y fijó la vista, abstraído, enel fondo del comedor de densaatmósfera. Observó—: O quizá lesdijimos que podían quedarse con elindividuo, tan pronto nosotroshubiéramos terminado nuestros asuntoscon él. Oh, Dios mío…

—Bueno —dijo Guillam—, enrealidad carece de importancia.

Después de tomar un sorbo de vino yde esbozar un gesto de desagrado,Smiley prosiguió:

—El caso es que, tal como decía,

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por una vez en la vida, el Circus le ganóventaja a Karla. Karla no podía saberlo,pero la red de espionaje de SanFrancisco, a la que él acababa deproporcionar los medios precisos paraque funcionara, fue desarticulada en elmismo día en que partió rumbo a Delhi.Tan pronto Control se enteró del asuntode la emisora, lo comunicó a losnorteamericanos, dándoles la ocasión dedesarticular la red de Rudnev enCalifornia, con la sola condición de quedejaran a Gerstmann en nuestras manos.Gerstmann se fue a Delhi sin saberlo, yseguía ignorándolo cuando yo entré en lacárcel de Delhi, para venderle un

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seguro, tal como Control solía decir. Eldilema en que Karla se encontraba eramuy simple. No cabía la menor duda deque la cabeza de Gerstmann rodaría porlos suelos tan pronto llegara a Moscú,en donde Rudnev, con la finalidad desalvar su propia piel, le estaba acusandode haber hecho naufragar la red deCalifornia. En los Estados Unidos se diogran publicidad al asunto, lo cual habíairritado en gran manera a Moscú.Llevaba conmigo las fotografías de losarrestos publicadas por la prensanorteamericana, e incluso las de laemisora importada por Karla y delcódigo de señales. Ya sabes lo mucho

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que nos molesta que nuestrasactividades salgan en la prensa.

Sí, Guillam lo sabía. Y, consobresalto, recordó el expediente de laoperación Testimonio, que había dejadoal cuidado de Mendel aquella mismatarde.

—En resumen, Karla era la típicavíctima de la guerra fría. Había salidode su país para llevar a cabo una misiónen el extranjero. La misión habíafracasado estrepitosamente, pero nopodía volver a su base, debido a que supropio país era más peligroso que lospaíses extranjeros. No teníamosautoridad para tenerlo indefinidamente

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detenido, por lo que a Karlacorrespondía el pedirnos protección. Nocreo haberme encontrado jamás con uncaso en que las circunstancias fueran tanpropicias para la deserción. Me bastabacon convencer a Karla de los arrestospracticados en San Francisco (es decir,enseñarle las fotos y recortes de prensaque llevaba en la cartera), hablarle unpoco de las poco amistosasmaquinaciones del hermano Rudnev enMoscú, mandar un cable a los atareadosinquisidores de Sarratt, y, con un pocode suerte, me encontraría en Londrespara pasar el fin de semana. Creo quetenía entradas para ir al Sadlers Wells.

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Corría el año en que a Ann le dio porentusiasmarse con el ballet.

Sí, Guillam también había oídohabladurías al respecto, y, al parecer, setrataba de un Apolo galés de veinte añosde edad, que se había revelado enaquella temporada. La pareja se habíanexhibido por las salas de Londresdurante unos cuantos meses.

Smiley continuó diciendo que, en lacárcel, hacía un calor insoportable. Lacelda tenía una mesa de hierro, en elcentro, y anillas de hierro, como lasempleadas para sujetar caballerías,clavadas en la pared.

—Lo trajeron esposado, lo que me

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pareció un poco tonto, ya que el tipo eramuy frágil. Pedí que le quitaran lasesposas y, cuando lo hicieron, Karlapuso las manos sobre la mesa, y estuvoobservando como el riego sanguíneovolvía a ellas. Las esposas forzosamentetuvieron que causarle dolor, pero Karlano se había quejado. Llevaba unasemana detenido, e iba con una blusa detela delgada. La blusa era roja. Heolvidado ya el significado del colorrojo, en aquel caso. Supongo que estaríamás o menos relacionado con las normaséticas de aquella cárcel.

Tomó un sorbo de vino, torció elgesto, y, poco a poco, lo fue

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corrigiendo, a medida que los recuerdosacudían a su mente.

—Karla, a primera vista, no meimpresionó. Difícilmente hubiera sidocapaz de decir que aquel tipo menudoera el genio de astucia del que se hablaen la carta de Irina, pobre mujer.Supongo que, por otra parte, tambiéninfluyó el hecho de que mi sensibilidadse hubiera embotado, después de habersostenido tantas entrevistas del mismocariz, en el curso de los últimos meses,así como por tanto viaje, y, también,bueno, en fin, los problemas de mihogar…

En todo el tiempo que Guillam había

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conocido a Smiley, ésta era la ocasiónen que más se había acercado areconocer las infidelidades de Ann.

Ahora, Smiley siguió hablando conlos ojos abiertos, pero tenía la miradafija en su mundo interior. La piel de lafrente y de las mejillas estaba tirante,como si el esfuerzo de la memoria lahubiera tensado, pero nada podía ocultara la percepción de Guillam ladesolación que aquel únicoreconocimiento había producido.

—Aquello —dijo Smiley por algunarazón u otra, me causó mucho daño. —En tono más ligero, añadió—: Tengouna teoría que sospecho es un tanto

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inmoral. Cada uno de nosotros tiene unadeterminada cantidad limitada decomprensión. Y si prodigamos estacapacidad en todos los seresextraviados que se nos ponen ante lavista, nunca llegaremos a conocer laesencia de las cosas. ¿No es así?

Como si la pregunta de Smiley fueratan sólo una fórmula retórica que norequería contestación, Guillam preguntó:

—¿Qué aspecto tenía Karla?—Paternal. Modesto y paternal.

Hubiera podido pasar por un cura, unode esos curas desaliñados y casi enanosque suelen verse en los pueblos deItalia. Era menudo, seco, con el cabello

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plateado, pupilas castañas, de muy vivomirar, y muchas arrugas alrededor de losojos. También hubiera podido pasar porun maestro de escuela, un maestro deescuela durillo y sagaz, dentro de laslimitaciones propias de su oficio. Pero,de todos modos, lo que más llamaba laatención era su pequeño tamaño.Inicialmente ésta era la principalimpresión que causaba, aun cuando sumirada se clavó rectamente en mí, desdeel principio de nuestra conversación. Hedicho «conversación», aun cuando no sési ésta es la palabra adecuada, ya queKarla no pronunció palabra. No, no dijoni media palabra en todo el tiempo que

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estuvimos reunidos. Ni una sílaba.Tampoco debemos olvidar que hacía uncalor infernal, y que los constantesviajes me estaban matando.

Por buenos modales, antes que porapetito, Smiley empuñó los cubiertos ycomió unos cuantos bocados sin elmenor goce, antes de reanudar sunarración:

—Ahí va. Para que el cocinero no seofenda. Bueno, pues la verdad es que yoestaba un poco predispuesto en contradel señor Gerstmann. Todos tenemosnuestros prejuicios, y yo los tengo contralos especialistas en radio. Laexperiencia me ha enseñado que son

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tipos extremadamente fatigosos, pocohábiles en el campo de acción,excesivamente nerviosos, ylamentablemente poco dignos deconfianza, cuando llega el momento dellevar a cabo un trabajo. Tuve laimpresión de que Gerstmann era unomás en este clan. Quizás, ahora,pretenda escudarme con falsospretextos, y hurtarme a la acusación deno haber empleado… —Dudó, en buscade la palabra adecuada—. No haberempleado… digamos el cuidado, laatención que, ahora, contemplándoloretrospectivamente, hubiera debidoemplear. —Con súbita firmeza, añadió

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—: De todos modos, no creo que debaescudarme en excusas.

Ahora, Guillam sintió una insólitaoleada de irritación, producida por lafantasmal sonrisa que cruzó los pálidoslabios de Smiley, quien musitó:

—En fin, más vale dejarlo.Desorientado, Guillam esperó.

Smiley volvió a hablar tranquilamente:—También recuerdo que pensé que

la cárcel parecía haber dominado muyde prisa el ánimo de Karla, puesto quesólo llevaba siete días en ella. Tenía lapiel con aquel aspecto de estar cubiertade polvillo blanco, y no sudaba. Yosudaba profusamente. Solté mi rollo, tal

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como había hecho docenas de vecesaquel año, aunque, en el presente caso,no había posibilidad alguna de mandar aRusia a nuestro futuro agente. «Leofrezco una posibilidad, y a usted sólocorresponde decidir. Venga a Occidentey le daremos medios para vivirdecentemente. Después de losinterrogatorios, en los que esperamosque usted muestre sus deseos decolaborar de buena fe, podemosayudarle a comenzar una nueva vida, conun nuevo nombre y con cierta cantidadde dinero. Por otra parte, también tienela posibilidad de regresar a su país, endonde será fusilado,, o, en el mejor de

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los casos, le mandarán a un campo detrabajos forzados. El mes pasadomandaron a uno de esos campos aBykov, Shur y Muranov. ¿Por qué no medice su verdadero nombre?» Si no ledije esto, le dije algo muy parecido.Después, me recliné en la silla, meenjugué el sudor, y esperé que dijera:«Sí, muchas gracias». Pero nada dijo.No habló. Se quedó sentado, rígido,menudo, debajo del gran ventilador queno funcionaba, mirándome con sus ojoscastaños, con cierto matiz alegre en lamirada. Las manos sobre la mesa. Teníalas manos muy encallecidas. Recuerdoque pensé que le debía preguntar dónde

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diablos había hecho tanto trabajomanual. Tenía las manos así, sobre lamesa, con las palmas hacia arriba, y losdedos algo engarfiados, como si aúnllevara las esposas.

El chico, creyendo que, por lapostura de las manos, Smiley deseabaalgo, se acercó cansinamente, y Smileyvolvió a asegurarle que todo había sidoexcelente, que el vino, en especial, leparecía exquisito, y que incluso se habíapreguntado dónde habían obtenidoaquella maravilla. Hasta que el chico sefue, con una sonrisa de secretadiversión, y pasó el trapo por una mesacercana.

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—Creo que fue entonces cuandocomencé a sentir una extraña sensaciónde inquietud. El calor me estabaafectando. El hedor era insoportable, yrecuerdo que presté atención al sonidoun pat pat, de las gotas de mi sudorcayendo en la mesa de hierro. Lainquietud no se debía solamente a susilencio, sino que también suinmovilidad física comenzaba a darmeangustia. Desde luego, había tratado adesertores que tardaban en hablar. Parauna persona adiestrada a guardarsecretos, incluso con respecto a susmejores amigos, puede llegar a ser muydifícil el abrir la boca y comenzar a

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revelar secretos al enemigo. Tambiénpensé que quizá las autoridades de laprisión habían considerado un deber decortesía para conmigo el ablandar unpoco a su prisionero, antes de ponerlo ami disposición. Me aseguraron que no lohabían hecho, pero eso es algo quenunca se sabe con certeza. Por esto, alprincipio, atribuí su silencio a unareacción de sorpresa. Pero aquellaquietud, aquella intensa y vigilantequietud, era harina de otro costal. Sí,especialmente si tenemos en cuenta que,en mi interior había mucho movimiento:Ann, los latidos de mi corazón, losefectos del calor y del viaje…

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—Sí, lo comprendo —dijo Guillamen voz baja—. Lo comprendoperfectamente.

—¿De veras? Estar sentado es unaposición muy elocuente. Cualquier actorpuede explicártelo. Nos sentamos segúnnuestro modo de ser y nuestro humor.Nos sentamos con las piernas abiertas, oa horcajadas, o descansando como losboxeadores entre un asalto y otro, orebullimos, o estamos con la espaldaerguida, o cruzamos y descruzamos laspiernas, perdemos la paciencia,perdemos la serenidad… Gerstmann nohizo ninguna de esas cosas. Su posturaera perfectamente definida e

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irreductible. Su cuerpo menudo ytrabajado era como una peña. Parecíacapaz de estarse sentado de aquellamanera el día entero, sin mover ni unmúsculo. Pero yo…

Después de soltar una risotada detimidez y crítica, Smiley probó de nuevoel vino, que, al parecer, no habíamejorado. Dijo:

—Pero yo ansiaba tener algo antemí, papeles, un libro, un informe. Meparece que soy hombre inquieto,variable. Por lo menos, esto pensé enaquellos momentos. Tuve la impresiónde que carecía de reposo filosófico, deque carecía de filosofía. Mi trabajo me

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había absorbido mucho más de lo que yoimaginaba, hasta el presente instante. Y,en aquella hedionda celda, me sentírealmente indignado. Tuve la impresiónde que toda la responsabilidad de librarla guerra fría había sido puesta sobremis hombros. Lo cual era una tontería,desde luego. En realidad estaba agotadoy algo enfermo.

Volvió a beber. De nuevo irritadoconsigo mismo, Smiley insistió:

—Te digo otra vez que nadie,absolutamente nadie, está obligado apedir excusas por lo que hice.

—Pero ¿qué hiciste? —preguntóGuillam con una sonrisa.

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—Pues el caso es que, entonces, seprodujo el fallo. No un fallo deGerstmann, que era silencio absoluto,sino mío. Yo había ya soltado mi rollo,había exhibido las fotografías, de lasque Karla no hizo el menor caso, ya queparecía haber dado crédito a mi palabra,cuando le dije que la red de SanFrancisco había sido descubierta, lehabía contado de nuevo, con algunasvariaciones, lo de esa red, y, por fin, mehabía quedado seco. Seco no, no, porqueestaba allí, sentado, sudando como uncerdo. En fin, como todos sabemos,cuando se llega a esta situación, uno selevanta y se va, diciendo: «Ya sabe, lo

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toma o lo deja», «Mañana volveré avisitarle», «Piénselo durante una hora»,en fin, cualquier cosa por el estilo. Perono lo hice. Sin apenas darme cuenta, meencontré hablándole de Ann.

Guillam soltó una exclamaciónahogada.

—Sí, señor. Pero no le hablé de miAnn, sino de su Ann. Presumí que en suvida había una Ann. Por lo visto, mehabía preguntado, ociosamente, quépensaría un hombre que se hallara en lasituación de aquel tipo, qué pensaría yo.Y mi mente me dio una contestaciónsubjetiva: pensaría en su mujer. ¿Cómose le llama a eso? ¿Proyección?

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¿Sustitución? Detesto estos términos,pero me consta que uno de ellos es eladecuado. Intercambié mi situación conla suya, y, ahora me doy cuenta,comencé un interrogatorio en el que yoera el interrogado. Sí, porque el tipo nodijo ni media palabra. ¿Imaginas? Desdeluego, también me basé en ciertasrealidades externas. Aquel hombre teníaaspecto de casado, parecía ser de laspartes de una unión, parecía demasiadocompleto para pasar la vida solo. Luego,en el pasaporte se decía que Gerstmannestaba casado, y, como sabes, todosnosotros tenemos la costumbre de forjarnuestro falso historial, nuestra falsa

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personalidad, de manera que sea, por lomenos, paralelo a la realidad.

Volvió a sumirse en meditacionesdurante unos instantes. Siguió:

—Pensaba a menudo en este hecho,e incluso le dije a Control quedebiéramos tomar más en serio losfalsos historiales de nuestros oponentes.Cuantas más identidades tiene unhombre, estas identidades más expresanla personalidad que ocultan. Está elhombre de cincuenta años que se quitacinco, el hombre casado que se dicesoltero, el hombre sin hijos que seatribuye un par de ellos… O elinterrogador que se proyecta a sí mismo

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sobre la vida de un hombre que nohabla. Pocos son los hombres capacesde resistirse a expresar sus deseos,cuando fantasean acerca de sí mismos.

De nuevo quedó Smiley perdido enlejanos territorios, y Guillam esperópacientemente su regreso. Smiley habíatenido su atención centrada en Karla,pero Guillam la había tenido centrada enSmiley, y, en aquel instante le hubieraseguido a cualquier sitio, hubieradoblado cualquier esquina, con tal depermanecer a su lado, y de escuchar elrelato.

—Gracias a los informes de losobservadores norteamericanos, también

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sabía que Karla era un fumadorempedernido que empalmaba lospitillos. Fumaba Camels. Di recado deque fueran a buscar varios paquetes deesta marca, y recuerdo que me sentí muyraro, cuando di el dinero al funcionariode prisiones. Tuve la impresión de queGerstmann veía cierto simbolismo en elacto de entregar yo dinero al indio. Enaquellos días, llevaba una de esascarteras que van sujetas al cinturón, porlo que tuve que meter los dedos, yseparar un billete del montón. La miradade Gerstmann me hizo sentir como unopresor capitalista de quinta categoría…—tras una sonrisa, dijo—: Y esto es

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algo que, realmente, no soy. Bill lo es.Percy… Pero yo no. Bueno, el caso esque le pregunté por la señoraGerstmann.

Llamó al chico, a fin de alejarle.—¿Puede traernos agua? Una jarra y

dos vasos, por favor. Muchas gracias.Le pregunté dónde estaba la señoraGerstmann. Era una pregunta que mehubiera gustado mucho que alguien mecontestara, con respecto a Ann. Nadadijo. Siguió mirándome sin pestañear.En comparación con sus ojos, los de losdos celadores a uno y otro lado,parecían de muy leve mirar. Le dije quesu mujer tendría que forjarse una nueva

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vida. No le quedaría otro remedio.¿Tenía él algún amigo a quien confiar asu mujer? ¿Podría encontrar la manerade entrar secretamente en contacto conella? Le hice notar que, si regresaba aMoscú, nada podría hacer en beneficiode su esposa. En realidad escuchaba mispropias palabras, hablaba y hablaba yno podía parar. Quizá no quería. Enrealidad pensaba en separarme de Ann,sí, creía que había llegado el momentode hacerlo. Le dije que regresar aMoscú no sería más que un actoquijotesco, que en nada beneficiaría a sumujer ni a nadie, sino todo lo contrario.En el mejor de los casos, su mujer

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quedaría condenada al ostracismosocial. Quizá permitirían a su mujervisitarle, antes de que le fusilaran. Porotra parte, si ponía su destino ennuestras manos, nosotros podíamoscanjear a su mujer. En aquellos tiemposteníamos gran cantidad de tipos en«almacén», y muchos de ellos volvían aRusia, gracias a una operación de canje.Sin embargo, no sé cómo pudoocurrírseme que pudiéramos utilizarlosal propósito que acababa de decir aKarla. Dije que, sin la menor duda, a sumujer le gustaría más saber que élestaba sano y salvo en Occidente, y queella tenía buenas posibilidades de

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reunirse con él, que no que le fusilaran ole mandaran a Siberia para que allímuriese de hambre. Bueno, el caso esque insistí mucho en servirme de su,mujer, y la expresión de Karla me animóa ello. Hubiera jurado que mis palabrasle habían hecho mella, que habíaencontrado una grieta en su durocaparazón, pese a que, en realidad, loúnico que yo hacía era mostrarle lagrieta en mi caparazón. Cuandomencioné Siberia, me di cuenta de quehabía tocado un punto sensible. Lo noté,sentí como un nudo en la garganta, y mepareció notar que un temblor de rebeldíaestremecía el cuerpo de Karla.

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Con amargura, Smiley comentó:—Desde luego, toqué un punto

sensible, ya que Karla había sidoliberado de Siberia hacía pocos meses.Por fin, llegó el funcionario de prisionescon los cigarrillos, un montón depaquetes, y los arrojó ruidosamentesobre la mesa de hierro. Conté elcambio, di una propina al celador, y, alhacerlo, me fijé en los ojos de Karla.Me pareció ver en ellos una chispa dediversión, aunque, realmente, yo habíadejado de hallarme en el estado mentaladecuado para poder determinarlo. Elcarcelero rechazó mi propina. Supongoque lo hizo debido a que sentía antipatía

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hacia los ingleses. Abrí un paquete yofrecí un cigarrillo a Gerstmann,diciéndole: «Vamos, fume, todossabemos que empalma los cigarrillos, y,además, son de su marca preferida».Había hablado con voz forzada, conacentos de tontería, pero nada habíapodido hacer para evitarlo. Entonces,Gerstmann se levantó, y, con cortesesademanes, indicó a los celadores quedeseaba regresar a su celda.

Como si quisiera ganar tiempo,Smiley alejó de sí el plato con la mitadde la comida, en el que se habíanformado placas de grasa, como se formahielo en los paisajes invernales.

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—Cuando se disponía a irse, cambióde parecer. Se volvió y cogió un paquetede cigarrillos y el encendedor, miencendedor que era un regalo de Ann:«Para George, con todo mi amor, Ann».En circunstancias normales, jamás lehubiera permitido que se llevara miencendedor. Pero, aquéllas, no erancircunstancias normales. Es más, estiméque era perfectamente adecuado que locogiera. Que Dios me perdone, peropensé que aquello expresaba laexistencia de un vínculo entre él y yo. Semetió los cigarrillos y el encendedor enel bolsillo de la blusa roja, y, luego,ofreció las manos para que le pusieran

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las esposas. Le dije: «Encienda uno, siquiere». Dije a los celadores: «Déjenlefumar, por favor». Pero Karla no efectuóel menor movimiento. Añadí: «Mañanale mandarán en avión a Moscú, si noacepta mi propuesta». Reaccionó igualque si no me hubiera oído. Contemplécomo los celadores se lo llevaban, yregresé al hotel. Alguien me llevó enautomóvil, aunque no sé quién. Enaquellos momentos ya no sabía lo quesentía o lo que pensaba. Estaba másdesorientado y más enfermo de lo queera capaz de reconocer ante mí mismo.Comí mal, bebí demasiado, y me entrófiebre fuerte. Me metí en cama, y,

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mientras sudaba, soñé en Gerstmann.Deseaba ardientemente que aquelhombre se quedara con nosotros. Pese ala debilidad mental que me habíaacometido, me propuse que aquelhombre se quedara, que rehiciera suvida, y, de ser posible, que volviera avivir con su mujer, en circunstanciasidílicas. Quería darle la libertad,apartarle de una vez para siempre de laguerra. Ansiaba con todas mis fuerzasque no volviera a Moscú.

Una vez mas, Smiley alzo la vistacon expresión de ironía dirigida hacia símismo.

—Y fíjate bien, Peter. Era Smiley, y

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no Gerstmann, quien aquella noche seapartaba de la lucha.

—Estabas enfermo —insistióGuillam.

—Digamos que estaba cansado.Enfermo o cansado, lo cierto es que,durante toda la noche, entre aspirinas yquinina y extrañas visiones de laresurrección del matrimonio deGerstmann, una imagen aparecía conconstante reiteración en mi mente. Era laimagen de Gerstmann, apoyado en elalféizar de la ventana, mirando abajo, ala calle, con la fija mirada de sus ojoscastaños, mientras yo le hablaba y ledecía una y otra vez: «Quédese, no salte

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por la ventana, quédese». Y, desdeluego, no me daba cuenta de que soñabaen mi propia inseguridad, y no en la deKarla. A primera hora de la mañana, unmédico me dio una inyección contra lafiebre. Hubiera debido abandonar elcaso, y mandar un cable pidiendo quealguien me sustituyera. Hubiera debidoesperar, antes de ir de nuevo a laprisión, pero tenía la mente fija enGerstmann y sólo en Gerstmann.Necesitaba su decisión. A las ocho de lamañana ya me dirigía, debidamenteescoltado, a la celda de audiencia.Gerstmann estaba sentado, tieso comouna baqueta, en un banco de madera. Por

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vez primera, intuí en él una formaciónmilitar, y supe con toda certeza que, aligual que yo, no había dormido en todala noche. No se había afeitado, y habíaen su mentón unos toques plateados quele daban aspecto de viejo. En otrosbancos dormían detenidos indios, yGerstmann, con su roja blusa y el clarocolor de su piel, parecía, en contrastecon los otros, extremadamente blanco.En sus manos, sostenía el encendedor deAnn, y el paquete de cigarrillosreposaba, intacto, en el banco, a su lado.Concluí que se había servido de lanoche y de los rechazados cigarrillos,para decidir si era capaz de enfrentarse

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con el encarcelamiento, losinterrogatorios y la muerte. Una solamirada a su cara me bastó para saberque había decidido que sí, que era capazde ello. No insistí. No era hombresusceptible de ser influido porpayasadas. Su avión rumbo a Moscúdespegaba a media mañana. Todavía mequedaban dos horas. Soy el peorabogado del mundo pero en el curso deaquellas dos horas procuré hacer uso detodas las posibles razones para que nofuera a Moscú. Creía haber percibido enaquella cara algo que era muy superioral simple dogmatismo. Pero no me habíadado cuenta de que este algo era el

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reflejo de mí mismo. Me había llegado aconvencer de que Gerstmann era, enúltima instancia, sensible a las normalesargumentaciones humanas formuladaspor un hombre de su misma edad yprofesión y, también de su misma, enfin… de su misma durabilidad. No leprometí dinero, mujeres, cadillacs ymantequilla a bajo precio, porque yahabía yo aceptado que esas cosas no leinteresaban. Y, por fin, tuve la suficienteclarividencia para no tocar el argumentode su mujer. No le solté discursosreferentes a la libertad, sea cual fuere elsignificado de esta palabra, ni acerca dela esencial buena voluntad de Occidente.

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A fin de cuentas debemos tener encuenta que aquellos días no eran los máspropicios para hablar de este asunto, y,por otra parte, tampoco me encontrabayo en un estado de clarividenciaideológica. Me amparé en nuestraafinidad. Le dije: «Oiga, no tardaremosen ser viejos, y los dos hemos empleadonuestras vidas en descubrir lasrecíprocas debilidades de nuestrossistemas; comprendo las debilidades delos valores del Este igual que ustedcomprende las de los valores del Oeste.Tengo la seguridad de que tanto ustedcomo yo hemos experimentado adnauseam las satisfacciones técnicas de

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esta desdichada guerra. Pero, ahora, losde su propio bando se disponen afusilarlo. ¿No cree usted que ha llegadoel momento de reconocer que su bandovale tan poco como el mío?» Le dije:«Oiga, en nuestro oficio sólo tenemosuna visión negativa. En este sentido,ninguno de los dos tiene un lugar al queir. En nuestra juventud, los dos nossentíamos atraídos por las grandesvisiones…» Una vez más, sentí en él unimpulso, Siberia, ya que había tocado unpunto sensible. Seguí: «Pero ahora ya noes así, ¿no es cierto?» Entonces, leexhorté a que contestara la siguientepregunta: ¿No creía que tanto él como yo

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habíamos llegado, siguiendo diferentescaminos, a las mismas conclusionesacerca de la vida? Incluso en el caso deque mis conclusiones fueran lo que élllamaría «no liberadas», ¿acaso no eracierto que el funcionamiento de nuestramente era idéntico? ¿No creía él, porejemplo, que las generalidades políticascarecían de significado? ¿Que en la vidasolamente lo particular tenía valor paraél, ahora? ¿Que, en manos de políticos,los grandes proyectos no consiguennada, como no sea nuevas formas de lavieja infelicidad? ¿Y no creía, enconsecuencia, que salvar su vida de otropiquete de ejecución, sin sentido, era

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más importante, moral y éticamente másimportante, que aquel sentido del deber,de la obligación, de la entrega o de loque fuera, que ahora le tenía preso en elsendero que conducía a suautodestrucción? ¿Después de todos losviajes de su vida, no se le habíaocurrido poner en tela de juicio laintegridad de un sistema que se proponíafusilarle a sangre fría por delitos que nohabía cometido? Le rogué, sí, mucho metemo que fue un ruego, una súplica,cuando íbamos camino del aeropuerto,sin que me hubiera dirigido ni mediapalabra; le rogué, decía, que sepreguntara si realmente creía aún, si su

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fe en el sistema al que había servido erahonestamente posible para él, enaquellos instantes.

Ahora, Smiley guardó silenciodurante un buen rato. Luego, en voz bajay tranquila, siguió:

Había yo prescindido de misconocimientos psicológicos, si es quelos tengo, así como de las normas deloficio. Ya puedes imaginar lo queControl dijo. De todos modos, mi relatole divirtió. A Control le gustabaenterarse de las debilidades delprójimo. Especialmente de las mías,aunque no sé por qué.

Smiley, ahora, volvió a emplear un

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tono objetivo:—Cuando llegó el avión, subí a

bordo con Karla, y volé en su compañíaparte del trayecto. En aquellos tiempos,no todos los aviones eran reactores.Aquel hombre se me estaba escapandode las manos, y yo nada podía hacerpara evitarlo. Había renunciado ahablarle, pero allí estaba yo, en caso deque cambiara de opinión. No lo hizo.Prefería morir a darme lo que yo quería.Prefería morir a renegar del sistemapolítico al que se había consagrado. Encuanto recuerdo, la última imagen quede él tengo es la de su cara enmarcadaen la ventanilla del avión, mientras yo

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me alejaba Había llegado una pareja dematones de facciones tremendamenterusas, que se había hecho cargo de mihombre, sentándose en los asientos a suespalda, por lo que mi presencia era yainútil. En avión regresé a Inglaterra, yControl me dijo: «En fin, deseo muysinceramente que le fusilen». Luego,restauró mis energías con una taza de té,ese asqueroso té chino que solía beber,té de limón o de jazmín o qué sé yo, eseté que manda comprar en la tienda de laesquina. Perdón, que mandaba comprar.Luego me dio tres meses de vacaciones.Me dijo: «Me gusta que tengas dudas.Así sé cuál es tu postura. Pero no des

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culto a la duda porque te convertirías enun pesado». Fue un aviso. E hice casodel mismo. Me dijo que no pensara tantoen los norteamericanos, y me aseguróque él apenas pensaba en ellos.

Guillam le miraba en espera de laconclusión de la historia. En el tonopropio de quien se siente defraudado alterminar un relato, Guillam le preguntó:

—Pero ¿tú qué crees? ¿Crees que enalgún momento Karla pensó enquedarse?

—Tengo el convencimiento de queni por un instante le cruzó la idea por lacabeza —repuso Smiley con asco—. Meporté como un blandengue estúpido,

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como el arquetipo del liberal flojo deestas latitudes. Sin embargo, prefiero serun tonto a mi estilo que al estilo deKarla.

—Tengo la seguridad —insistióSmiley con vigor— de que ni misargumentos ni la triste situación en quese encontraba ante el Centro de Moscú,podían influir en su decisión. Supongoque se pasó la noche pensando de quémanera podía lanzarse al contraataque,contra Rudnev. Incidentalmente te diréque Rudnev fue fusilado un mes después.Karla pasó a ocupar el puesto deRudnev, y se dedicó a reactivar a susantiguos agentes, la mayoría de los

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cuales habían sido olvidados, durantelas purgas en Moscú. Entre estos agentesse contaba, sin duda alguna, el propioGerald. Resulta raro advertir quedurante todo el tiempo que Karla meestuvo mirando, seguramente tenía elpensamiento puesto en Gerald. Supongoque, después, los dos se rieron mucho.

Smiley dijo que este episodio habíaproducido otro resultado. Después de laexperiencia de San Francisco, Karlajamás había vuelto a servirse de radiosclandestinas. Las prohibiópersonalmente.

—Los medios de comunicación delas embajadas —dijo Smiley— son otra

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cosa, pero los agentes que actúan en elcampo de operaciones no pueden niacercarse a una emisora. Y aún conservael encendedor de Ann.

—Tu encendedor, querrás decir —lecorrigió Guillam.

—Sí. Claro, el mío. Desde luego.Mientras el camarero se llevaba el

dinero dejado por Smiley, éste preguntó:—Dime, ¿cuando Tarr ha hecho esa

desagradable referencia a Ann, serefería a un hombre determinado?

—Mucho me temo que sí.—¿Tan detallado es el rumor? ¿Y

hasta tan bajos niveles llega? ¿Hasta unTarr?

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—Así es.—¿Y qué es, exactamente, lo que se

dice?Sintiéndose invadido por aquella

oleada de frialdad que era su proteccióncuando tenía que dar malas noticias,tales como «Han descubierto tuidentidad», «Estás despedido», «Vas amorir», Guillam repuso:

—Que Bill Haydon ha sido amantede Ann.

—Ah… Comprendo. Sí… Muchasgracias.

Se produjo un tenso silencio.—¿Y existe ciertamente una señora

Gerstmann? —preguntó Guillam.

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—En cierta ocasión, Karla contrajomatrimonio con una chica, unaestudiante, en Leningrado. Cuando Karlafue enviado a Siberia, esta mujer sesuicidó.

—¿De modo que Karla es un serimbatible? —preguntó Guillam por fin—. ¿No se le puede comprar y no se lepuede coaccionar?

Regresaron al automóvil.—Francamente —dijo Smiley—, el

precio me ha parecido un poco caro,teniendo en cuenta la comida que noshan dado. ¿Crees que el camarero me harobado?

Pero Guillam no estaba dispuesto a

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conversar acerca de los precios de lamala comida en Inglaterra. De nuevo alvolante, el día volvió a convertirse enuna pesadilla para Guillam, en unconfuso revoltijo de peligros mediopercibidos y de sospechas.

—¿Y quién es la fuente Merlín? —preguntó—. ¿De dónde se saca Allelineesas informaciones, como no sea de lospropios rusos?

—Desde luego, son los rusosquienes se las proporcionan.

—Pero, por el amor de Dios, si losrusos enviaron a Tarr…

—No lo hicieron. Ni tampoco Tarrse sirvió de los pasaportes británicos.

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Los rusos se equivocaron. Lo queAlleline tiene es la prueba de que Tarrengañó a los rusos. Ésta es la esencialinformación que hemos conseguido deesta tormenta en un vaso de agua.

—Entonces, ¿a qué diablos serefería Percy, cuando ha hablado de«encenagar aguas»? Forzosamente hatenido que referirse a Irina.

Smiley se mostró de acuerdo.—Y a Gerald.Viajaron en silencio, y, de repente,

el abismo que mediaba entre los dospareció insalvable.

—Oye —dijo Smiley en voz baja—,me siento bastante desorientado todavía,

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Peter. Pero creo que pronto conseguiréaclarar este lío. Karla ha logrado tenerel Circus en la palma de la mano. Estoes algo que veo muy claramente, y tútambién. Pero hay un último nudo, muyinteligentemente trabado, que todavía nopuedo deshacer, pese a que debo. Y siquieres que te dé una buena lección, tediré que Karla no es imbatible, debido aque es un fanático. Y llegará el día enque, si todavía tengo poder para ello,esa falta de moderación será la causa desu caída.

Cuando llegaron a la estación delmetro de Stratford East, estaballoviendo. Bajo la marquesina se

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apiñaban unos cuantos peatones.—Peter, quiero que, a partir de

ahora, actúes con calma, que descansesun poco.

Al cerrar la puerta, después deapearse Smiley, Guillam sintió la súbitanecesidad de darle las buenas noches eincluso de desearle buena suerte, por loque se inclinó a un lado, bajó el vidrio,e incluso inhaló aire. Pero Smiley habíadesaparecido. Guillam jamás habíaconocido a nadie capaz de desaparecertan rápidamente entre la multitud.

Aquella misma noche, la luz en laventana del dormitorio del señorBarraclough en el ático del hotel Islay

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estuvo constantemente encendida hastael amanecer. Sin cambiarse las ropas,sin afeitarse, Smiley permanecióinclinado sobre la mesa del comandanteleyendo, comparando, tomando notas,con una intensidad tal que si Smileyhubiera podido observarse a sí mismo,se habría comparado con Control, en susúltimos días, en el quinto piso delCircus. Smiley consultó cuidadosamentelas listas de permisos y de ausencias porenfermedad proporcionadas porGuillam, en el curso del último año, ylas comparó con los viajes, manifiestos,del segundo secretario (cultural) AleksAleksandrovich Polyakov, rumbo a

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Moscú, y sus viajes fuera de Londres, deacuerdo con la información facilitadapor la Oficina Especial del Ministeriode Asuntos Exteriores y las autoridadesde Inmigración. Volvió a cotejar loanterior con las fechas en que Merlínproporcionó, aparentemente,información, y, sin saber exactamentepor qué lo hacía, agrupó los informes dela operación Brujería en dos categorías,en la primera de las cuales se contabanlos informes de acontecimientos quecabía demostrar eran de actualidad en elmomento de ser recibidos, y, en lasegunda, estaban aquellos que podíanhaber sido conseguidos, por Merlín y

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sus colaboradores, uno o dos mesesantes, a fin de rellenar con ellos losperíodos de calma, tales comoopiniones, estudios de la personalidadde prominentes miembros de laadministración y habladurías delKremlin, todo lo cual había podidoconseguirse en cualquier momento para,luego, guardarlo en conserva, a fin deutilizarlo en un día de carestía. Despuésde haber formado una lista de losinformes de actualidad, consignó en unacolumna sus fechas, y prescindió de todolo demás. En este momento, el estado deánimo de Smiley podía compararse conel de un científico cuyo instinto le

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advierte que se encuentra al borde de undescubrimiento, y que espera el instanteen que se establezca la conexión lógicacorrespondiente. Más tarde, en unaconversación con Mendel, Smiley dijoque su labor, en dichos momentos, fue lade «meterlo todo en un tubo de ensayo,para ver si explotaba». Dijo que lo quemás le había fascinado era la cuestión aque Guillam se había referido, almencionar las lúgubres palabras deAlleline al referirse a «encenagaraguas». En otras palabras, Smiley iba enbusca del último nudo inteligentementetrabado por Karla, con lo que podríaexplicar las sospechas, claras y

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precisas, a que la carta de Irina habíadado lugar.

Smiley hizo unos cuantosdescubrimientos preliminares muycuriosos. En primer lugar comprobó queen las nueve ocasiones en que Merlínhabía proporcionado informes deactualidad, o bien Polyakov habíaestado en Londres, o bien TobyEsterhase había efectuado un rápidoviaje al extranjero. En segundo lugar,comprobó que, durante el decisivoperíodo inmediato siguiente a laaventura de Tarr en Hong Kong, aquelmismo año, Polyakov estuvo en Moscúpara evacuar consultas urgentes, y que,

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poco después, Merlín entregó uno de susmás espectaculares, y más de actualidad,informes referentes a la «penetraciónideológica» en los Estados Unidos, en elque también había una valoración de lasactividades del Centro con respecto asus principales objetivos enNorteamérica.

Volviendo de nuevo hacia atrás,Smiley concluyó que lo contrario de loanterior era también cierto, es decir, quelos informes que había descartado porno estar estrechamente relacionados conacontecimientos recientes eran aquellosque, por lo general, se habíandistribuido mientras Polyakov se hallaba

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en Moscú, o con permiso.Y, entonces, lo percibió.No, no fue una revelación explosiva,

no fue un rayo de luz, ni un grito deEureka, ni llamadas a Guillam y Lacon,diciendo: «Smiley es el campeón delmundo». Se trataba, simplemente de queallí, ante él, en los documentosexaminados y en las notas que habíatomado, se encontraba la corroboraciónde una teoría que Smiley, Guillam yRicki Tarr, desde diferentes puntos devista, habían tenido ocasión decomprobar, aquel día: entre Gerald yMerlín se daba una interacción que nocabía negar; por otra parte, los

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polifacéticos conocimientos de Merlínle permitían ser instrumento de Karla einstrumento de Alleline, al mismotiempo. Mientras se echaba una toalla alhombro y alegremente se dirigía hacia elcorredor para celebrar con un baño eldescubrimiento, Smiley se dijo que, enrealidad, bien cabía preguntarse si acasoMerlín era solamente instrumento deKarla. En el fondo de aquella máquinahabía un artilugio tan simple que Smileyquedó genuina y placenteramentepasmado por su simetría, Este artilugioincluso tenía entidad física, allí, enLondres, y era una casa, pagada condinero de Hacienda, con sesenta mil

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libras, a menudo codiciada, sin dudaalguna, por los infortunadoscontribuyentes que pasaban ante ella,seguros de que nunca podrían permitirseel lujo de adquirirla, y sin saber que, enrealidad, ya habían pagado su precio.Con un optimismo que no habíaexperimentado en muchos meses, Smileycogió el expediente, hurtado, de laoperación Testimonio.

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Dicho sea en su honor, lo cierto esque la matrona de la escuela llevaba unasemana preocupada por culpa de Roach.En realidad, comenzó a preocuparse eldía en que descubrió a Roach solo enlos lavabos, diez minutos después quelos restantes alumnos de su dormitoriohubieran bajado a desayunarse. Roachiba todavía en pantalones de pijama, yse cepillaba enérgicamente los dientes,inclinado sobre la pileta. Estaba pálidoy desmejorado. Cuando la matrona leinterrogó, Roach contestó evitandomirarla a la cara. Luego, la matrona dijo

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a Thursgood:—Todo se debe al desdichado de su

padre. Ahora, volverá a hacerse cargodel chico.

Y, el viernes, la matrona dijo aThursgood:

—Debiera escribir una carta a lamadre, diciéndole que el chico padeceuna crisis.

Pero ni siquiera la matrona, a pesarde su maternal intuición, hubiera podidodiagnosticar que, en realidad, se tratabade puro y simple terror.

¿Qué podía hacer Roach, siendomeramente un niño? Ahí radicaba suculpa. Éste era el hilo que conducía

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directamente a las desdichas de suspadres. Éste era el hecho, lacircunstancia, que ponía sobre susinclinados hombros la responsabilidadde conservar, día y noche, la pazmundial. Roach, el observador —«elmejor observador de esta malditaorganización», dicho sea en laspreciosas palabras de Jim Prideaux—,había, al fin, observado demasiado.Roach hubiera sacrificado cuantoposeía, su dinero, el álbum de fotos desus padres forrado en cuero, cuanto ledaba valor en este mundo, si con ellopudiera liberarse de aquel conocimientoque le atormentaba desde la tarde del

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pasado domingo.Roach había emitido las debidas

señales. El domingo por la noche, unahora, después de que se hubieranapagado las luces, Roach había idoruidosamente al lavabo, se había metidolos dedos en el gaznate, había eructado,y, por último, vomitó. Pero el chico queejercía el cargo de monitor deldormitorio, y quien tenía el deber de darla voz de alarma —«Matrona, Roach havomitado»— siguió durmiendotozudamente, a lo largo de aquellacomedia. Sintiéndose muy desdichado,Roach volvió a la cama. Desde lacabina telefónica situada junto a la sala

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de profesores, el día siguiente, llamópor teléfono para preguntar qué habíapara comer, lo cual hizo con extrañosacentos, animado por la esperanza deque el jefe de estudios le oyera y lotomara por loco. Pero nadie le prestó lamenor atención. Intentó mezclar larealidad con los sueños, con laesperanza de que ello diera comoresultado algo que él había imaginado.Pero todas las mañanas, cuando pasabajunto al Hoyo, veía la torcida figura deJim inclinada sobre la pala, a la luz dela luna. Roach veía la negra sombra delrostro de Jim, bajo el ala del viejosombrero, y oía sus gruñidos,

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producidos por el esfuerzo de cavar latierra.

Roach nunca hubiera debido estarallí. También en esto radicaba su culpa.Su conocimiento había sido adquiridomediante el pecado. Después de lalección de violoncelo, en el otroextremo del pueblo, Roach regresabacon voluntaria lentitud, a fin de llegartarde a los himnos del anochecer, yganarse una mala mirada de la señoraThursgood. La escuela entera daba cultoal Señor, menos él y Jim. Roach les oíacantando el Magnificat, al pasar junto ala capilla, siguiendo el camino máslargo, a fin de poder pasar junto al

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Hoyo, en donde todavía brillaba la luzde Jim. De pie, en su lugar habitual,Roach observaba la sombra de Jimmoviéndose lentamente, cruzando una yotra vez la ventana con cortinillas. Consatisfacción, Roach pensó: «Se retiratemprano», al ver que la luz se apagaba.Sí, por cuanto, en los últimos tiempos,Jim se había ausentado demasiado, parael gusto de Roach, yéndose a bordo delAlvis a última hora de la tarde, yregresando cuando Roach estaba yadormido. Entonces, la puerta delremolque se abrió y se cerró, y Jim sequedó en pie, junto a la zona en quecultivaba hortalizas, con la pala en la

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mano, mientras Roach, muy perplejo, sepreguntaba a santo de qué quería Jimcavar en la oscuridad. ¿Hortalizas parala cena, quizá? Durante unos instantes,Jim se quedó quieto como si fuera depiedra, escuchando el Magnificat.Después, lentamente, miró alrededor, ysu vista se fijó en el lugar en que estabaRoach, al que no podía ver por cuantoéste se encontraba en la zona oscurainmediata a los montículos. Roachincluso pensó en llamar a Jim, pero nolo hizo por sentirse demasiado pecador,ya que no había acudido a los cultos, enla capilla.

Por fin, Jim comenzó a tomar

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medidas. O, al menos, esto le pareció aRoach. En vez de cavar, Jim se habíaarrodillado en un ángulo del rectángulodestinado a cultivar hortalizas, y habíadejado la pala en el suelo, como sihubiera querido alinearla con algo queRoach no podía ver, como, por ejemplo,el campanario de la iglesia. Después dehacer esto, Jim se levantó rápidamentey, poniéndose junto a la parte metálicade la pala, clavó enérgicamente el tacónen la tierra, dejando una marca.Después, cogió la pala y cavó muy deprisa. Roach contó doce paletadas.Luego Jim se irguió, quedándose otravez quieto. De la capilla no llegaba

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sonido alguno. Después, llegó elmurmullo de los rezos. Jim se inclinómuy de prisa y cogió del suelo unpaquete que, inmediatamente, limpió conlos faldones de la chaqueta. Segundosdespués, y a una velocidad inverosímil,se cerró ruidosamente la puerta delremolque, se encendió de nuevo la luz,y, en el momento más audaz de su vida,Bill Roach bajó de puntillas al Hoyo,hasta llegar a la distancia de un metro dela ventana deficientemente cubierta porla cortina, quedando Bill a la altura dela ventana, gracias a estar en un lugaralgo elevado, debido a la inclinacióndel suelo.

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Jim se encontraba de pie junto a lamesa. En el camastro a su lado había unmontón de libretas de ejercicios, unabotella de vodka y un vaso vacío.Seguramente lo había arrojado todo allápara dejar la mesa despejada. En lamano sostenía un cortaplumas abierto,pero no se servía de él. Jim era hombreincapaz de cortar un cordel, a poco quepudiera evitarlo. El paquete tendría unalargada de treinta centímetros y era deun color amarillento, como las bolsas detabaco para pipa. Bill lo abrió, sin usarel cortaplumas, y extrajo algo parecido auna llave inglesa, envuelta en tela desaco. Pero, ¿quién era el ser capaz de

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enterrar una llave inglesa, incluso en elcaso de querer utilizarla en el mejorautomóvil que jamás se había fabricadoen Inglaterra? Los tornillos y lasarandelas se encontraban en otropaquete, también de color amarillento.Jim los derramó en la mesa, y estudiópor separado cada uno de ellos. No erantornillos, sino plumillas. Y, no señor,tampoco eran plumillas. Pero, ahora,aquellos objetos quedaron en un lugarque estaba fuera del alcance de la vistade Roach.

Y tampoco se trataba de una llaveinglesa, y mucho menos de undestornillador, ni siquiera de algo que

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pudiera utilizarse para reparar elautomóvil.

Roach, aterrado, dio media vuelta, yechó a correr. Corría por entre losmontículos, camino del sendero, perocorría más despacio de lo que jamáshabía corrido en su vida. Corría sobrearena y aguas profundas, corríatrabándose los pies, arrancando hierba,tragando aire nocturno y expulsándolodespués a sollozos, corría escorado, aligual que Jim, apoyándose ahora en estapierna y, luego, en la otra, balanceandola cabeza para conseguir de esta maneramayor velocidad. No tenía la menor ideadel lugar hacia el que se dirigía. Toda su

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conciencia había quedado a susespaldas, fija en el negro revólver y enlas tiras de gamuza, fija en las plumillasque se convirtieron en balas, en elmomento en que Jim, metódicamente, lasintrodujo en el tambor del arma,inclinada hacia la lámpara su caracruzada de profundas arrugas, su carapálida, y con los párpados algoentornados para proteger de la luz losojos.

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Con voz lánguida, el ministroadvirtió:

—No quiero que se citen mispalabras, George. No quieromemorándums, ni notas, ni nada. Tengoque pensar en mis electores. Y usted,George, no tiene electores. OliverLacon, tampoco. ¿No es cierto, Oliver?

Smiley pensó: «Y también tienesacento y violencia norteamericana en laformulación de tus frases».

—Sí —dijo—, lo comprendo, ylamento la situación.

—Más lo lamentaría —advirtió el

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ministro— si tuviera que vivir pendientedel electorado, George.

Como cabía suponer, el solo hechode determinar el punto en que iban areunirse dio lugar a una estúpidadiscusión. Smiley hizo notar que seríamuy poco prudente reunirse en eldespacho de Lacon, ya que allí estaríansometidos a la constante vigilancia depersonal del Circus, ya fueran conserjesen el acto de entregar comunicacionesescritas, ya fuera el propio Allelinedispuesto a hablar un poco del problemade Irlanda. Por su parte, el ministro sénegó a ir al hotel Islay y a la casa de lacalle Bywater, so pretexto de que en uno

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y otra carecerían de seguridad.Recientemente, el ministro habíaaparecido en la televisión, y. estabaorgulloso de que la gente le reconocierapor la calle. Después de variasconversaciones telefónicas, acordaronreunirse en la casita de dos pisos, deestilo Tudor, situada en Mitcham, endonde vivía Mendel, constituyendo enaquel barrio, tanto él como su relucienteautomóvil, una nota tan destacada comoun flemón en la cara. Y allí estaban,Lacon, Smiley y el ministro, sentados enla habitación delantera, coquetona y concortinas de red, ante unos bocadillos desalmón, mientras su anfitrión permanecía

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en el piso superior, vigilando losaccesos a la casa. En la calle, unoschiquillos intentaban hacer confesar alchófer el nombre de su amo.

Detrás de la cabeza del ministrohabía una estantería con libros sobre lasabejas. Las abejas eran la pasión deMendel, según recordó Smiley. Mendelllamaba «exóticas» a las abejas que nofueran de Surrey. El ministro era unhombre todavía joven, dotado de unaoscura mandíbula que parecía haberquedado dislocada en algún extrañoaccidente. Era calvo, lo que le daba uninjustificado aspecto de madurez, yarrastraba terriblemente las palabras al

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hablar.—Muy bien —dijo—, ¿qué

decisiones han tomado, por fin?También gozaba del arte de la

brutalidad en el diálogo. Smileycomenzó:

—Bueno, en primer lugar creo quedebiera interrumpir cuantasnegociaciones mantiene con losnorteamericanos. Lo digo pensando en elnuevo secreto y sin título que guardausted en la caja fuerte, o sea, el anexo enque se amplía el estudio de laexplotación de material de la operaciónBrujería.

El ministro dijo:

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—Nunca he oído hablar de él.—Comprendo los alicientes que

concurren. Siempre es tentadorconseguir la flor y nata de lo quedescubre el enorme servicio secretonorteamericano, a cambio de ofrecerlesel material de la operación Brujería.

Como si hablara con su agente deBolsa, el ministro preguntó:

—¿Y cuáles son los inconvenientes?—Si el topo Gerald existe… —En

cierta ocasión, Ann había proclamadocon orgullo, que, de entre todos susprimos, sólo Miles Sercombe carecía detodo género de característicasredentoras. Por vez primera, Smiley se

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daba cuenta, ahora, de que Ann llevabarazón. Se sentía no sólo idiota sinotambién incoherente. Siguió—: SiGerald existe, en lo cual creo que todosestamos de acuerdo… —Esperó, peronadie dijo que no estuviera de acuerdo.Repitió—: Si Gerald existe, nosolamente será el Circus el que doblarásus beneficios en el trato con losnorteamericanos, sino que también seráel Centro de Moscú, debido a queGerald les comunicará cuanto nosotroscompremos a los norteamericanos.

En un ademán de frustración, elministro dio una palmada sobre la mesade Mendel, dejando en ella una huella

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de humedad, y declaró:—¡Maldita sea! ¡No lo entiendo!

¡Esa operación Brujería es unamaravilla! Hace un mes nos daba laLuna. Ahora, nos estamos colando porsus orificios, y decimos que los rusos lahan amañado para darnos para el pelo.¿Se puede saber qué diablos ocurre?

—Bueno, pues la verdad es —dijoSmiley— que no creo que sea tanilógico como a primera vista parece. Afin de cuentas también nosotros hemossacado beneficios, de vez en cuando, dealguna que otra red de espionaje rusa, yme atrevo a decir que no hemosmanejado el asunto demasiado mal. Les

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dimos el mejor material que teníamos anuestra disposición, como lo de loscohetes dirigidos, planeamientosbélicos… Tú mismo anduviste metidoen este asunto —y Smiley se dirigió aLacon, quien asintió de un cabezazo—, yrecordarás que les entregamos enbandeja agentes nuestros de los quepodíamos prescindir, lesproporcionamos excelentes medios decomunicación, no interferimos sus líneasde mensajeros, e hicimos lo posiblepara que sus mensajes radiados lesllegaran con toda claridad, de maneraque también nosotros podíamosescucharlos. Éste fue el precio que

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pagamos para poder dirigir la oposicióninterior… ¿Qué expresión utilizaste,Oliver? Ah, sí—para «saber el modo enque instruían a sus comisarios». Tengola seguridad de que Karla pagarla unprecio semejante, a cambio de dirigirnuestras propias redes de espionaje. Eincluso pagaría más, en el caso de queanduviera detrás del mercadonorteamericano.

Smiley calló, y dirigió una mirada aLacon. Prosiguió:

—Pagaría más, muchísimo más. Uncontacto norteamericano, bueno, enrealidad quiero decir un buen dividendonorteamericano, pondría a Gerald en un

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lugar de máxima importancia, y, pordelegación, el Circus también ocuparíaeste lugar… Serían capaces de dar a losingleses cuanto pidieran, siempre ycuando pudieran comprar, a cambio, alos norteamericanos.

—Muchas gracias —dijo Laconrápidamente.

El ministro se fue, llevándose un parde bocadillos, para comerlos en elautomóvil, y sin despedirse de Mendel,debido quizás a que no era elector de sucircunscripción.

Lacon se quedó. Al cabo de un rato,Lacon dijo:

—Me pediste que buscara a ver si

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teníamos algo referente a Prideaux. Puessí, he descubierto que tenemos unoscuantos papeles, pocos, referentes a él.

Explicó que había examinado unoscuantos expedientes de seguridad internadel Circus, con la sola finalidad dedespejar su archivo. Y, al hacerlo, habíaencontrado unos cuantos informespositivos, resultantes de investigacionesacerca del propio personal del Circus,uno de ellos referente a Prideaux.

—Resultó ser hombre limpio,absolutamente limpio, sin sombra deduda. Sin embargo —y, ahora, lainflexión nueva en la voz de Laconindujo a Smiley a mirarle—, había algo

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que creo puede interesarte, quizá. Setrata de ciertos rumores que corrieronmientras estaba en Oxford. Pero, en fin,a esa edad todos tenemos derecho a serun poco rojillos.

—Naturalmente.De nuevo se hizo el silencio, roto

solamente por los suaves pasos deMendel en el piso superior. Laconconfesó:

—Prideaux y Haydon eran muyamigos, ¿sabes? Más de lo que creía.

De repente, Lacon pareció tenermucha prisa. Metió la mano dentro de sucartera, extrajo un sobre sin membrete,muy grande, lo puso en la mano de

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Smiley, y se dispuso a regresar al másdigno mundo de Whitehall, mientras elseñor Barraclough se preparaba parareanudar, en el hotel Islay, la lectura dela operación Testimonio.

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Era la hora del almuerzo del díasiguiente. Smiley había leído, habíadormido algo y vuelto a leer y se habíabañado, y, mientras ascendía lospeldaños de aquella linda casalondinense, se sentía contento porquetenía simpatía a Sam.

Se trataba de una casa georgiana, deladrillos pardos, junto a la plaza deGrosvenor. Había cinco peldaños queconducían a un descansillo con unapuerta negra, flanqueada por sendascolumnas, y un timbre de latón. Oprimióel timbre y, en realidad, pareció que

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empujara la puerta, ya que ésta se abrióinmediatamente. Entró en un vestíbulocircular, con otra puerta al fondo, y condos hombres corpulentos, vestidos denegro, que bien hubieran podido serconserjes en Westminster Abbey. Sobrela repisa de una chimenea de mármol seveía unos caballos encabritados. Uno delos dos hombres se quedó junto aSmiley, mientras éste se despojaba delabrigo, y, luego, el otro hombre leacompañó hasta el gran facistol, paraque firmara en el libro registro.

Mientras escribía un nombre deguerra que Sam pudiera recordar,Smiley lo pronunció en un murmullo.

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—Hebden. Adrian Hebden.El hombre que se había hecho cargo

del abrigo de Smiley repitió el nombreen un intercomunicador:

—El señor Hebden, Adrian Hebden.El hombre junto al facistol dijo:—Por favor, espere un instante,

señor.No había música, y Smiley tenía la

sensación de que hubiera debidohaberla. Y una fuente, también.

—Soy amigo del señor Collins —dijo—, y me gustaría verle, si es quepuede disponer de unos minutos. En fin,creo que me espera.

El hombre junto al intercomunicador

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murmuró:—Gracias.Y cortó. Acompañó a Smiley hasta

la puerta del fondo, y la empujó paradarle paso. La puerta no produjo el másleve sonido, ni siquiera el de roce con lasedosa moqueta. Respetuosamente, elhombre murmuró:

—Ahí está el señor Collins. Lasbebidas son obsequio de la casa.

Las tres primeras habitacioneshabían sido unidas de modo queformaban una sola, aunque ópticamentedivididas mediante columnas y arcos. Enlas paredes había paneles de caoba. Lasluces iluminaban inanes cuadros

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representando fruta, encuadrados encolosales marcos dorados, e iluminabanasimismo la bayeta verde que cubría lasmesas. Las cortinas estaban corridas, lasmesas ocupadas en un tercio de sucapacidad, con cuatro o cinco jugadoresen cada una, todos hombres, y los únicossonidos eran el chasquido de la bola enlas ruedas, y el chasquido de las fichasal ser distribuidas, así como el levemurmullo de los croupiers.

Con una chispa en la voz, SamCollins dijo:

—Adrian Hebden… Tiempo sinvernos…

—Hola, Sam —repuso Smiley.

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Y se estrecharon la mano. Samdirigió un movimiento de la cabeza alotro hombre que permanecía en pie en laestancia, hombre corpulento, con altapresión sanguínea y la cara partida. Elhombre corpulento también movió lacabeza.

Mientras cruzaban una habitaciónvacía, forrada de seda roja, Sampreguntó:

—¿Te gusta?Siempre cortés, Smiley repuso:—Impresionante.—Ésta es la palabra. Impresionante.

Es exactamente esto, impresionante.Sam iba de smoking. Su despacho

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estaba decorado al estilo eduardiano,con mucho terciopelo, la mesa teníatablero de mármol y patas terminadas engarra sobre esfera, pero la habitaciónera pequeña y en modo alguno bienventilada, de manera que Smiley juzgóque se parecía a un despacho de teatro,amoblado con restos de decoradosescénicos.

—Es posible —dijo Sam— queincluso me dejen poner cuatro reales enel negocio, más adelante, dentro de unaño o así. Son gente dura, pero conempuje.

—No lo dudo.—Como nosotros en los viejos

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tiempos.—Eso.Era esbelto y de modales alegres,

con un bigotillo recortado. Smiley eraincapaz de imaginarle sin bigote.Contaría unos cincuenta años. Habíavivido mucho tiempo en Oriente, endonde colaboró con Smiley en untrabajo de golpe de mano contra unchino que estaba encargado de operaruna radio. Pese a que la piel y el cabellocomenzaban a ser grises, seguíaaparentando treinta y cinco años. Teníasonrisa de colegial, y unos modalesconfianzudos, amistosos, propios de salade banderas. Mantenía las dos manos

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sobre la mesa, como si estuvierajugando a cartas, y miraba a. Smiley conun cariño posesivo, paternal o filial o deambas naturalezas. Sin dejar de sonreír,dijo:

—Si nuestro amiguete pasa de lascinco, avísame, Harry. Si no es así,cállate la boca porque estoy tratando deengatusar a un rey del petróleo.

Había hablado dirigiendo la voz auna caja sobre la mesa.

—¿En qué situación se encuentra?—preguntó.

—Gana tres —repuso una vozcascada.

Smiley presumió que la voz

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pertenecía al hombre con la cara partiday presión sanguínea. Sam dijo con vozsuave:

—En este caso aún tiene que perderocho. Procura que siga en la mesa. Coneso bastará. Trátale como si fuera unhéroe.

Cortó la comunicación y esbozó unasonrisa dirigida a Smiley, quien ledevolvió la sonrisa. Sam le aseguró:

—Es la gran vida. Y si no lo es, megusta más que vender lavadoras. Desdeluego, resulta un poco raro el tener queponerse el smoking a las diez de lamañana. Me recuerda los tiempos en quetenía que fingir ser diplomático, para

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poder espiar.Smiley se echó a reír. Sin variar la

expresión del rostro, Sam añadió:—Y es una vida honrada, aunque no

lo creas. Nos basamos cuanto podemosen la aritmética.

Otra vez con gran cortesía, Smileyrepuso:

—No me cabe la menor duda.—¿Te gusta la música?Era una grabación, y procedía del

techo. Sam aumentó volumen hasta ellímite de lo insoportable. Ensanchandosu sonrisa, preguntó:

—¿En qué puedo ayudarte?—Me gustaría hablar contigo de la

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noche en que le pegaron el tiro a JimPrideaux. Tú estabas de guardia.

Sam fumaba unos cigarrillos detabaco negro que despedían aroma decigarro. Acercó el mechero al extremode uno de esos Cigarrillos, dejó que lapunta prendiera y que, luego, el fuegomuriera, dejando una porción de ceniza.

—¿Es que escribes tus memorias?—preguntó.

—Vamos a abrir de nuevo el caso.—¿Vamos? ¿Quiénes sois ese

«nosotros»?—Yo, mi, este menda que te habla,

con Lacon empujando y el ministrotirando.

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—El poder corrompe, pero alguienha de gobernar, y, en este caso, elhermano Lacon, muy a su pesar, seencaramará en el más alto cargo quepueda.

—Sí, todo sigue igual —dijoSmiley.

Meditativo, Sam dio una chupada alcigarrillo. La música cesó, dando paso aunas frases de Noel Coward. Por entreel sonido, la voz de Sam Collins dijo:

—De vez en cuando sueño despiertoque llega aquí Percy Alleline, con unamaltratada maleta castaña, y pide fichas.Se juega al rojo todas sus influencias yamistades, y pierde.

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Smiley volvió a lo suyo:—El expediente ha sido amañado.

No queda más remedio que ir a ver a losque intervinieron y preguntar. En elexpediente no queda nada digno detenerse en cuenta.

—No me sorprende.Después de decir estas palabras,

Sam pidió bocadillos, por elintercomunicador.

—Vivo de bocadillos y canapés —explicó—. Es uno de los gajes deloficio.

Estaba escanciando café en las tazas,cuando se encendió la luz roja, sobre lamesa, entre los dos. La voz cascada

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dijo:—El amiguete está como al empezar.—Pues comienza a contar.Sam cortó la comunicación.Se expresó en palabras sencillas

aunque con precisión, tal como un buensoldado recuerda una batalla, sin deseosde considerarla una victoria o unaderrota, y con la sola finalidad derememorarla. Dijo que acababa deregresar del extranjero, de una estanciade tres años en Vientian. Se presentó ala sección de personal y se entrevistócon la Dolphin para arreglar suspapeles. Al parecer nadie pensaba enencomendarle trabajo alguno, por lo que

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planeaba pasar un mes de permiso en elSur de Francia. Pero así estaban lascosas, cuando MacFadean, el viejoconserje que era en realidad el valet deControl, le pescó en pleno corredor, y lellevó al despacho de Control. Smileypreguntó:

—¿Qué día fue, exactamente?—El diecinueve de octubre.—El jueves.—El jueves. Pensaba ir en avión a

Niza, el lunes siguiente. Tú estabas enBerlín. Recuerdo que quería invitarte auna copa, y las madres me dijeron queestabas occupé, y, cuando pregunté a lasección de viajes, me dijeron que te

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encontrabas en Berlín.—Sí, es cierto. Control me había

enviado allí.Y Smiley hubiera podido añadir que

le había mandado a Berlín con la ideade tenerlo alejado. Incluso cuandoocurrieron los hechos, había tenidoSmiley esta impresión. Evitando lamirada de Smiley, Sam siguió:

—Fui en busca de Bill Haydon, perotampoco estaba. Control le habíaenviado a no sé qué país.

—Le envió a solventar un problemaimaginario —murmuró Smiley—. Perovolvió.

Ahora Sam lanzó a Smiley una

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mirada penetrante y curiosa, pero nadaañadió a lo dicho acerca del viaje deBill Haydon.

—Tuve —dijo— la impresión deque nuestras oficinas pasaban por unatemporada de calma chicha, que nada sehiciera allí, y poco faltó para quecogiera el avión y regresara a Vientian.

—Sí, había calma chicha —contestóSmiley.

Pero pensó: salvo las actividades dela operación Brujería Y Sam dijo queControl parecía haber pasado cinco díascon fiebre. Estaba rodeado de un mar deexpedientes, tenía la piel amarillenta, y,cuando hablaba, se interrumpía

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constantemente para enjugarse la frentecon un pañuelo. No le felicitó por lostres años de buen trabajo llevado a caboen el campo de operaciones, ni hizoindirecta referencia a la vida privada deSam que, en aquel entonces, era un tantoirregular. Le dijo, simplemente, quedeseaba que hiciera la guardia del fin desemana, sustituyendo a Mary Masterman.

—Le dije: «Desde luego, si quieresque haga la guardia, la haré». Me dijoque el sábado me explicaría el resto dela historia, pero, por el momento, nopodía decir nada a nadie. Y yo, por miparte, no debía decir nada a nadie, hastael punto que ni siquiera podía decir que

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él me había pedido aquella sustitución.Necesitaba tener a alguien capacitado alteléfono, pero tenía que tratarse dealguien destinado a otra oficina, o dealguien que, como yo, hubierapermanecido largo tiempo fuera. Y,además, debía ser un veterano.

En consecuencia, Sam fue a ver aMary Masterman, y le explicó un cuentobasado en la mala suerte que habíatenido, debido a que no había podidoechar de su piso al actual ocupante,quien se quedaría en él hasta el lunes.¿Aceptaba Mary que él la sustituyera enla guardia, con lo que se ahorraría elgasto del hotel? Entró de guardia a las

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nueve de la mañana del sábado, con elcepillo de los dientes y seis latas decerveza dentro de una maleta quetodavía llevaba pegadas a los ladosetiquetas con palmeras. Geoff Agate lorelevaría al atardecer del domingo.

Una vez más, Sam hizo referencia ala calma que imperaba en el edificio.Dijo que, tres años atrás, los sábadoseran días de tanta actividad como losrestantes de la semana. En la mayoría delas secciones regionales había unfuncionario de guardia durante los finesde semana, algunas incluso teníanpersonal nocturno y, cuando uno dabauna ronda por el edificio, le parecía que

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todo el mundo anduviera muy atareado.Pero, dijo Sam, aquel sábado por lamañana parecía que el edificio hubierasido evacuado, lo cual, a juzgar por loque le dijeron luego, era la verdad, y sehizo obedeciendo órdenes de Control.Un par de analistas trabajaban en elsegundo piso, y las oficinas de clavesfuncionaban a todo gas, pero esto eranormal, ya que esa clase de funcionariostrabajaban en todo instante. Por lodemás, imperaba un gran silencio. Sepasó una hora sentado, en espera de queControl le llamara por teléfono. Luegopasó otra hora ocupado en incordiar alos conserjes, a quienes consideraba un

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atajo de vagos, una pandilla de eso, lootro y lo de más allá, y la gente quemenos trabajaba en el Circus. Examinóla lista de gente presente, y descubrióque dos mecanógrafas y un escribientefiguraban como presentes, pero noestaban, por lo que dio parte al conserjejefe, empleado nuevo, llamadoMellows. Por fin, subió a ver si Controlestaba.

—Se encontraba solo, con la únicacompañía de MacFadean. Sin lasmadres, sin ti, solo con el viejo Mac,que entraba de vez en cuando con téjazmín y simpatía. ¿Te cuentodemasiadas cosas, quizá?

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—No, no, sigue así, con todos losdetalles que puedas recordar.

—Entonces, Control se despojó deotro velo. Mejor dicho, de medio velo.Dijo que alguien estaba llevando a caboun trabajo especial, siguiendo susinstrucciones. Se trataba de algo muyimportante para nuestro Servicio. Lorepitió varias veces: para nuestroServicio. Sí, señor, no era paraWhitehall, ni para la libra esterlina, nipara el precio del pescado, sino paranosotros. E incluso cuando el asuntohubiera terminado no debía, yo, decir nimedia palabra a nadie. Ni siquiera a ti.Ni a Bill, ni a Bland, ni a nadie.

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—¿Ni a Alleline?—Ni una sola vez se refirió a Percy.Smiley se mostró de acuerdo.—Es cierto, en los últimos tiempos

ni mencionarle podía.—Durante aquella noche, debía dar

a Control la consideración de jefe deoperaciones. Yo no sería más que unenlace entre Control y el resto deledificio. Si ocurría algo, un mensaje ouna llamada telefónica, por trivial quepareciera, yo debía esperar el momentoen que no hubiera moros en la costa,subir al piso de Control, y comunicarlelo ocurrido. Nadie debía saber, entonceso después, que Control era el hombre

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que llevaba el timón. El teléfono eratabú, incluso las líneas interiores. —Cogiendo un bocadillo, Sam añadió—:Te lo juro George.

Si era preciso mandar telegramas,Sam debía actuar, también, como sifuera el doble de Control. Lo másprobable era que nada aconteciera hastael atardecer. E incluso era probable queni aun al atardecer ocurriera algo. Encuanto a los conserjes y gente deparecida laya, dicho sea en palabras deControl, Sam debía hacer cuantoestuviera en su mano por parecer lo másnatural posible, y dar la impresión deestar atareado.

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Terminada la séance, Sam regresó aldespacho del funcionario de guardia,mandó por el periódico de la noche,abrió una lata de cerveza, eligió unalínea exterior, y se dispuso a perderhasta la camisa. En Kempton secelebraba una carrera de obstáculos queSam no había visto durante largos años.A primera hora de la noche, dio otraronda, y comprobó el estado de lostimbres de alarma, en el piso de registrogeneral. De quince timbres había tresque no funcionaban. Ahora los conserjesya le hubieran estrangulado con sumogusto. Se frió un huevo, y, después decomerlo, subió al piso superior, para

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charlar un poco con el viejo Mac yofrecerle una cerveza.

—Mac me pidió que apostara por éluna libra a un penco con tres patas.Estuve hablando con él cosa de unosdiez minutos, volví a mi covacha,escribí unas cuantas cartas, vi unapelícula en la tele, y decidí descansar.La primera llamada se produjo cuandocomenzaba a dormirme. A las once yveinte, exactamente. Y los teléfonos nodejaron de sonar durante las diez horassiguientes. Pensaba que la centralita ibaa explotar ante mis narices.

Por el intercomunicador, una vozdijo:

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—Arcadi pierde cinco.Con su habitual sonrisa, Sam dijo a

Smiley:—Discúlpame un momento.Y se fue para arreglar el asunto,

dejando a Smiley solo con la música.Sentado, a solas, Smiley contempló

como el cigarrillo de tabaco negro deSam se consumía en el cenicero. Esperó.Sam no volvía, y Smiley se preguntó sidebía apagar el cigarrillo. Pensó que,según las normas de la casa,seguramente no estaba permitido fumardurante el trabajo.

—Asunto solucionado —dijo Sam.Sam dijo que la primera llamada fue

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efectuada por el funcionario residentedel Ministerio de Asuntos Exteriores.Parecía que en las carreras deWhitehall, el Ministerio de AsuntosExteriores ganara siempre por un belfoalzado.

—El jefe de la Reuter en Londresacababa de llamar al Ministerio deAsuntos Exteriores para comunicarleuna historia referente a un tiroteo, enPraga. Las fuerzas de seguridad rusashabían dejado seco de un tiro a un espíainglés, y ahora se había desencadenadouna cacería en busca de los cómplicesdel espía en cuestión. El jefe de laReuter preguntó si el Ministerio de

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Asuntos Exteriores estaba interesado enla cuestión. El funcionario de AsuntosExteriores había decidido llamarnos,para tenernos al corriente, dijo. Dije queme parecía un cuento chino, y, en elmomento en que colgaba el aparato,entró Mike Meakin, el jefe de losanalistas, diciendo que el aire deChecoslovaquia estaba que ardía demensajes, la mitad en clave, pero la otramitad en clair. No hacía más que captarconfusos mensajes referentes a un tiroteohabido en Brno. Le pregunté: «¿En Pragao en Brno?, ¿o quizás en amboslugares?» No, sólo en Brno. Le dije quesiguiera a la escucha, y, en aquel

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momento, comenzaron a sonar los cincotimbres del despacho. En el momento enque me disponía a salir, volvió allamarme, por la línea directa, elresidente del Ministerio de AsuntosExteriores. El tipo de la Reuter habíacorregido su relato: en vez de Praga eraBrno. Cerré la puerta, y me pareció quedejara, dentro, un avispero. Cuandoentré, vi a Control en pie junto a suescritorio. Me había oído subir laescalera. A propósito, ¿Alleline no hapuesto aún alfombras en aquellasmalditas escaleras?

—No —repuso Smiley.Estaba imposible, Una vez Ann dijo

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a Haydon, de modo que Smiley lo oyó:«George es como un vencejo, sutemperatura desciende automáticamentehasta ser la misma que la del medioambiente, y así no pierde energíasajustándose a éste». Sam prosiguió:

—Ya sabes lo rápido que eraControl, cuando te examinaba con lamirada. Me miró las manos, a ver sillevaba en ellas un telegrama, y yo sentídeseos de que así fuera, pero iba con lasmanos vacías. Le dije: «Mucho me temoque se ha desencadenado una oleada depánico». Le expliqué muycondensadamente el asunto, vi quemiraba el reloj, y supuse que estaba

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imaginando lo que hubiese debidoocurrir, en el caso de que todo hubierasalido a pedir de boca. Le dije:«¿Puedes darme instrucciones, porfavor?» Se sentó. No le podía ver muybien por culpa de aquella lámpara baja,con pantalla verde, que tenía en la mesa.Volví a decirle: «Necesitoinstrucciones. ¿Quieres que niegue lahistoria?» No contestó. «Necesitoinstrucciones». Sonaron pasos en laescalera, y comprendí que los chicos dela radio me estaban buscando. «¿Quieresbajar y encargarte directamente delasunto?» Rodeé el escritorio, pasandopor encima de aquellos expedientes,

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todos abiertos en diferentes paginas.Parecía que estuviera preparando unaenciclopedia. Algunos forzosamentetenían que ser de antes de la guerra.Control estaba sentado así.

Sam abrió una mano, puso las yemasde los dedos en la frente, y se quedómirando con fijeza la mesa. La otramano estaba sobre la mesa, sosteniendoel imaginario reloj de bolsillo deControl. Volvió a hablar:

—Me dijo: «Dile a MacFadean queme encuentre un taxi, y, luego, entra encontacto con Smiley». Le pregunté: «¿Yde la operación qué?» Tuve que esperarqué sé yo el tiempo la con testación.

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Hasta que me dijo: «Se puede negar;esos dos hombres llevabandocumentación extranjera; en lospresentes momentos, nadie puede saberque son ingleses». Le recordé: «Sehabla de un hombre, solamente».Después le dije: «Smiley está enBerlín». Bueno, al menos esto es lo quecreo que le dije. Y pasamos dos minutosmás en silencio. Dijo: «Cualquierapuede intervenir en el caso. Da lomismo». Hubiera debido sentir lástimapor Control, me parece, pero, enaquellos momentos, francamente, no letenía la menor simpatía. A fin decuentas, Control me había echado el toro

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encima, sin que yo tuviera la menor ideadel asunto. No vi a MacFadean por allí,por lo que pensé que Control igual podíabuscarse el taxi él solito. Cuando lleguéabajo seguramente debía tener una carade un mal humor insoportable. Elfuncionario de servicio en la sección decomunicaciones, flameó boletines en midirección, como si fueran banderas, unpar de conserjes me decían algo a gritos,el chico de la radio llevaba otro montónde mensajes, todos los teléfonos estabansonando, sí, no sólo los míos, sinoincluso media docena de teléfonos conlínea directa, del cuarto piso. Fui a midespacho y desconecté todas las líneas

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con la idea de serenarme un poco. Elfuncionario encargado decomunicaciones era aquella mujer…,¿cómo diablos se llamaba…? La quejugaba al bridge con la Dolphin…

—Purcell. Molly Purcell.—Ésa. Por lo menos, su relato era

coherente. Radio Praga había prometidodifundir un boletín, dentro de mediahora. Esto lo había dicho hacía un cuartode hora. El boletín haría referencia a unbrutal acto de provocación llevado acabo por una potencia occidental, a unacto atentatorio a la soberaníachecoslovaca, a un insulto dirigidocontra todas las naciones amantes de la

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libertad. Excepto esto, todo lo demás sediluyó en la nada. Llamé por teléfono atu casa de la calle Bywater, desde luego,y, después, llamé a Berlín encargándolesque te buscaran y que te mandaran aLondres en el avión de anteayer. Llaméa Mellows, le di los pertinentes númerosde teléfono, y le ordené que encontraraun teléfono con línea exterior y llamaraa todos los jefes importantes quepudiera encontrar. Percy estaba enEscocia, pasando el fin de semana, yhabía salido de su casa, para cenar. Sucocinera dio a Mellows el número deteléfono de la casa a la que había ido, yMellows habló con el anfitrión, quien le

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dijo que Percy Alleline acababa de irse.Smiley le interrumpió:—Un momento, por favor, ¿por qué

llamaste a mi casa de la calle Bywater?Se había cogido con índice y pulgar

el labio superior, y tiraba de él haciafuera, de modo que parecía deforme,mientras mantenía la mirada fija en unpunto a media distancia.

—No fuera que hubieses regresadode Berlín antes de lo previsto.

—¿Y había regresado?—No.—¿Con quién hablaste?—Con Ann.—Ahora Ann no está en casa.

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¿Recuerdas la conversación?—Le pregunté por ti, y me dijo que

estabas en Berlín.—¿Y esto fue todo?En tono de disculpa, Sam dijo:—Estábamos en una crisis,

George…—¿Y…?—Le pregunté sí, por casualidad,

sabía dónde se encontraba Bill Haydon.Le dije que se trataba de un asuntourgente. Según parece, estaba depermiso, pero quizá se encontrara enLondres. No sé quién me había dichoque Ann y Bill eran primos. —Tras unapausa, Sam añadió—: Además, creo que

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Bill es amigo de tu familia.—Sí, lo es. ¿Y qué dijo Ann?—Me contestó con un seco «no», y

colgó. Lo siento, George, pero la guerraes la guerra.

Después de dejar que este aforismoquedara flotando entre los dos duranteunos instantes, Smiley preguntó:

—¿Y en qué tono te habló Ann?—Ya te lo he dicho: seco.Roy, dijo Sam, estaba en la

Universidad de Leeds, buscandocandidatos con talento, y no podía venir.

Entre llamada y llamada, sobre lasespaldas de Sam cayeron todas lasconsecuencias del asunto. Parecía que

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hubieran invadido Cuba.—Los militares chillaban, diciendo

que se había observado movimiento detanques checos, a lo largo de la fronteraaustríaca. Los analistas se sentíanahogados en el océano de mensajesradiados. Lacon, y, después, el ministro,aullaban ante nuestras puertas. Y, porfin, a las doce y media captamos elprometido boletín checo, emitido veinteminutos después de lo previsto, pero nopor esto más consolador. Un espíainglés, llamado Jim Ellis, que viajabacon documentos checos falsificados,ayudado por contrarrevolucionarioschecos, había intentado secuestrar a un

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general checo, cuyo nombre no se decía,en los bosques de los alrededores deBrno, y pasarlo clandestinamente aAustria. Ellis había sido abatido a tirospero no se decía que hubiera muerto, seesperaban detenciones de un momento aotro. En el índice de nombres de guerra,busqué el apellido Ellis y vi que era JimPrideaux. Y pensé lo mismo que tuvoque pensar Control: «Si Jim ha recibidoun tiro y lleva documentos checos,¿cómo diablos saben su nombre y que esinglés?» Entonces llegó Bill Haydon,blanco como un papel. Se habíaenterado de la historia en la cintaluminosa de su club, e inmediatamente

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habíase dirigido al Circus.Con leve cejo, Smiley preguntó:—¿A qué hora llegó exactamente?

Supongo que debía de ser bastante tarde.Sam pareció desear que Smiley no le

pusiera las cosas tan difíciles.—A la una y cuarto —repuso.—Hora bastante tardía para leer

cintas luminosas de noticias en el club,¿no te parece?

—No pertenezco a este mundo,muchacho.

—El club de Bill es el Saville, ¿no?Con acento de terquedad; Sam

contestó:—No lo sé. —Bebió café, y siguió

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—: Lo único que puedo decir es queBill constituía todo un espectáculo.Siempre pensé que era un tipo tranquiloy excéntrico. Pero aquella noche, nocabía ni por asomo calificarle así.Estaba realmente alterado. ¿Quién no lohubiera estado? Cuando llegó, sólosabía que había habido un tiroteo de mildiablos, y nada más. Pero, cuando ledije que era Jim quien había recibidolos tiros, pareció enloquecer. Llegué apensar que iba a echárseme encima.«¿Que le han pegado un tiro, variostiros? Pero ¿está vivo? ¿Ha muerto?» Lepuse los boletines en las manos, y losfue leyendo uno tras otro.

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—¿Es que no se había enterado porla cinta luminosa del club? —preguntóSmiley con voz débil—. Yo hubieradicho que, a esta hora, la noticia era lamisma en todas partes: Ellis abatido atiros. ¿No era éste el titular?

Sam encogió los hombros.—Depende del boletín que hubiera

visto —dijo—. El caso es que se hizocargo de las llamadas telefónicas,coordinó los pocos medios que teníamosa nuestra disposición, y consiguióimponer algo muy parecido a laserenidad. Dijo al Ministerio de AsuntosExteriores que se mantuvieraimpertérrito y no soltara prenda, se puso

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en contacto con Toby Esterhase y leordenó que enchiquerase a una pareja deagentes checos, estudiantes en la LondonSchool of Economics. Hasta el presentemomento, Bill había dejado en barbechoa esos dos agentes, con la idea dealistarlos a nuestro servicio, y, luego,mandarlos a Checoslovaquia. Losfaroleros de Toby secuestraron a loschecos y los encerraron en Sarratt.Entonces, Bill llamó al residente checoen Londres, y le habló con autoridad desargento. Le amenazó con dejar aldescubierto todas sus maquinaciones, demanera tal que se convertiría en elhazmerreír de todos los del oficio, si los

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checos se atrevían a tocar un solo pelode Jim Prideaux. Le exhortó a quecomunicara tal decisión a sus amos. Yotenía la impresión de encontrarme anteuno de esos accidentes que ocurren en lacalle, y que Bill fuera el único médicopresente. Llamó a un periodista amigo yle dijo que Ellis era un mercenariocheco contratado por losnorteamericanos, y dio al periodistapermiso para publicar la historia,callándose la fuente. De hecho, aparecióen las últimas ediciones de losperiódicos. Tan pronto pudo, se fue alpiso de Jim para asegurarse de que nohabía dejado allí nada que pudiera ser

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útil a un periodista, en el caso de quehubiera un tipo lo bastante inteligentepara establecer la igualdad entre las dospersonalidades, Ellis y Prideaux. Creoque Bill llevó a cabo una excelentelabor de limpieza en aquellos aspectosque pudieran comprometer.

Tras una pausa, Sam prosiguió:—A las ocho de la mañana, llegó

Percy Alleline. Había venido en unavión especial de las fuerzas aéreas.Llegó con una sonrisa de oreja a oreja.No me pareció una actitud demasiadointeligente, teniendo en cuenta lossentimientos de Bill, pero, en fin, asífue. Quiso saber por qué razón estaba yo

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de guardia, y le di la misma historia quehabía contado a Mary Masterman: notenía alojamiento. Sirviéndose de miteléfono, consiguió concertar unaentrevista con el ministro, y estabatodavía hablando cuando llegó Bland,hecho una furia y medio borracho,empeñado en saber quién diablos habíaestado actuando en su territorio, y,prácticamente, acusándome a mí de taldelito. Le dije: «¡Por el amor de Dios,hombre! ¿Es que no piensas en Jim? Máste hubiera valido cuidar de su seguridad,cuando podías hacerlo«. Pero Roy es unambicioso, y prefiere a los vivos que alos muertos. Con gran satisfacción por

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mi parte, le cedí el uso de los teléfonos,y fui al Savoy para desayunarme y leerlos periódicos del domingo. La mayoríade ellos se limitaban a reproducir losinformes de Radio Praga y el boletín dementís del Ministerio de AsuntosExteriores.

—¿Y, luego, te fuiste al Sur deFrancia? —dijo Smiley al cabo de unrato de silencio.

—Donde pasé dos maravillososmeses.

—¿Nadie volvió a interrogarte?¿Acerca de Control, por ejemplo?

—Hasta que regresé, no. Entonces,tú ya no estabas, y Control se encontraba

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enfermo en el hospital…Con voz algo más profunda, Sam

preguntó, después de meditar unosinstantes:

—¿Supongo que Control no hizoninguna tontería gorda?

—Se murió, solamente. ¿Y qué pasódespués?

—Pues que Percy quedó en el cargode jefe en funciones. Me llamó y mepreguntó por qué había sustituido a laMasterman en la guardia, y qué clase decomunicaciones había tenido conControl. Yo me mantuve fiel a mihistoria, y Percy me llamó embustero…

—¿Y por esto te echaron, por

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mentir?—No, por alcoholismo. Los

conserjes se vengaron. Encontraroncinco latas de cerveza en la covacha delfuncionario de guardia, e informaron deello a los administradores. Ya sabes laorden: prohibido el bebercio en acto deservicio. A su debido tiempo, untribunal disciplinario me encontróculpable de prender fuego al palacio dela reina, y, entonces, me dediqué a laindustria del juego. ¿Y tú qué?

—Me pasó algo parecido. No fuicapaz de convencerles de que nada tuveque ver con el asunto.

Mientras le acompañaba, a través de

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una puerta lateral, a un lindo jardíninterior, con salida a la calle, Sam dijo:

—Si quieres decapitar a alguien, nonecesitas más que llamarme ycolaboraré con mucho gusto.

Pero Smiley parecía hundido en suspensamientos.

—Y si quieres —prosiguió Sam—que desplumemos a alguien, vente conalgunos de esos inteligentes amigos deAnn.

—Oye, Sam. Aquella noche Billestuvo haciendo el amor con Ann. No,no, quiero que me escuches. Cuando lallamaste, te dijo que Bill no estaba en sucasa. Tan pronto colgó, Ann sacó a Bill

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de la cama, y Bill apareció en el Circusmedia hora después, sabiendo ya quehabía habido un tiroteo enChecoslovaquia. Si hubieras tenido quecontarme la historia, sin preocuparte demí, ¿no es eso lo que me hubieras dicho?

—Sí, más o menos.—Pero, cuando llamaste a Ann, ¿le

dijiste algo acerca de Checoslovaquia?—No. Bill seguramente pasó por su

club, antes de ir al Circus…—Si es que estaba abierto. Muy

bien, en este caso, ¿cómo es que nosabía que le habían pegado un tiro a JimPrideaux?

A la luz del día, y pese a que la

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sonrisa no había abandonado su rostro,Sam adquirió aspecto de hombre viejo,durante unos breves instantes. Parecióque se dispusiera a decir algo, pero,luego, cambió de opinión. Causaba laimpresión de estar airado, pero luegoadquirió expresión de hombre frustrado,y, después, volvió a la inexpresividad.

—Adiós, muchacho —dijo—, yándate con tiento.

Luego se retiró a la permanentenocturnidad del oficio que habíaelegido.

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27

Cuando Smiley salió del hotel Islay,para dirigirse a la plaza de Grosvenor, aprimera hora de la mañana, un sol clarobañaba las calles, y el cielo era azul.Ahora, mientras conducía el Rover dealquiler, pasando ante las feas fachadasde la calle Edgware, el viento habíadejado de soplar, el cielo negroamenazaba lluvia, y, de aquel esplendorsolar sólo quedaba un matiz rojizo en elasfalto. Aparcó en la calle de St. JohnWood, en el patio ante un nuevo bloquede edificios, con porche de cristal, perono entró a través del porche. Después de

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pasar ante una voluminosa escultura que,al parecer de Smiley, no representabamás que una especie de caos cósmico,siguió su camino bajo la helada lloviznapor una escalera descendente en cuyoinicio había un cartel que decía «Salidasolo». El primer tramo estaba adornadocon cerámica y tenía una barandilla demadera de teca africana. Más adelante,la generosidad del constructorterminaba. El yeso mal aplicadosustituía los anteriores lujos, y un hedorde basura daba densidad al aire. Elcomportamiento de Smiley antes parecíacauteloso que furtivo. Pero, cuandollegó a la puerta de hierro, se detuvo,

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quedó unos instantes inmóvil, antes deponer las dos manos en el largomanubrio, y aspiró aire, como si sepreparase para soportar una duraprueba. La puerta se abrió cosa detreinta centímetros, y se detuvoproduciendo un sordo sonido que, a suvez, dio nacimiento a un grito airado,que el eco repitió varias veces, cualhace cuando se grita en una piscina:

—¡Mire usted lo que hace, hombre!Smiley se coló por la abertura. El

movimiento de la puerta había sidodetenido por el parachoques de unautomóvil muy reluciente, pero Smileyno miró el automóvil. Al otro lado del

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garaje, dos hombres con mono detrabajo lavaban con una manguera unRolls Royce puesto sobre un elevador.Los dos miraban a Smiley. La mismavoz airada dijo:

—¿Por qué no entrar por la otrapuerta? ¿Es inquilino? ¿Por qué no usarel ascensor de los inquilinos? Estaescalera es la de escape.

No cabía determinar cuál de los dosera el que hablaba, pero lo cierto es quetenía un fuerte acento eslavo. La luz queiluminaba el Rolls estaba detrás de losdos hombres, y el más bajo sostenía lamanguera.

Smiley siguió adelante, teniendo

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buen cuidado de llevar las manos lejosde los bolsillos. El hombre con lamanguera volvió a su trabajo, pero elmás alto se quedó mirando a Smiley, através del aire en penumbra. Iba conmono blanco y llevaba el cuello delmono alzado, lo que le daba cierto aireachulapado. Tenía cabello abundante,negro y peinado hacia atrás.

—No, no soy inquilino —reconocióSmiley—, pero quisiera alquilar unaparcamiento para mi coche, porque hecomprado un piso ahí, en esta calle, unpoco más adelante. —Con voz másrecia, añadió—: Me llamo Carmichael.—Esbozó un ademán, como si se

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dispusiera a sacar una tarjeta de visita,como si sus documentos pudieran causarmejor impresión que su insignificanteapariencia—. Pagaré por adelantado —prosiguió—. Y, desde luego, si quierenfirmaré contrato o lo que sea. Peroquiero que mi aparcamiento esté al nivelde la calle. Mi coche es un Rover. Esnuevo. Lo he traído conmigo, pero lo hedejado fuera porque no quería hacermeilusiones de conseguir el aparcamiento.Y, bueno, ya sé que parece un pocotonto, pero la rampa no me ha gustado nipizca. El coche es nuevo, recién salidode fábrica, ¿comprende?

Durante esta larga manifestación,

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que pronunció con tono inquieto ypreocupado, Smiley estuvo bajo laviolenta luz de una lámpara colgada deuna viga, con el aspecto de una figurasuplicante, e incluso cabía pensar queabyectamente humilde, visible desdetodos los puntos del garaje. Esta actitudprodujo el efecto deseado. Apartándosedel Rolls, la figura blanca echó a andarhacía una garita de cristales opacos,construida entre dos columnas, y con suhermosa cabeza indicó a Smiley que lesiguiera. Al iniciar el trayecto, elhombre comenzó a quitarse los guantes.Eran guantes de cuero, cosidos a mano,y de excelente calidad. En la misma voz

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alta, el hombre advirtió a Smiley:—Debe no usar puerta, ¿sabe? Debe

usar ascensor, o quizá le cueste un Parde libras. Si usar ascensor, no habráproblemas.

Tan pronto estuvieron dentro de lagarita, Smiley dijo:

—Max, quiero hablar contigo, asolas, fuera de aquí.

Max era un hombre ancho y fuerte,con rostro de piel pálida y expresióninfantil, pero arrugada como la de unviejo. Era bien parecido, con ojoscastaños y de quieto mirar. En realidad,todo él estaba revestido de una mortalquietud.

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—¿Ahora? ¿Querer hablar ahora?—En el automóvil. Lo tengo fuera.

Si subes la rampa, encontrarás elautomóvil allí.

Poniendo la mano a un lado de laboca, Max gritó hacia el interior delgaraje. Le pasaba media cabeza aSmiley y tenía una voz recia como untambor. Smiley no pudo comprender suspalabras. Posiblemente habló en checo.Nadie contestó, pero Max ya estabadesabrochándose los botones del mono.

—Quiero hablarte acerca de JimPrideaux —dijo Smiley.

—Bueno —repuso Max.En el automóvil fueron a Hamstead,

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y se quedaron sentados dentro delreluciente Rover, contemplando comounos niños intentaban romper el hieloque cubría el lago. No había llovido,quizá debido al frío.

En la superficie, fuera del garajesubterráneo, Max vestía traje azul concamisa azul. La corbata también eraazul, aun cuando de matizcuidadosamente diferenciado de losotros azules. Max habíase tomado todogénero de molestias para encontrar eltono adecuado de la corbata. Lucíavarios anillos, y calzaba botas de mediacaña, de piloto, con cremallera a unlado. Smiley le preguntó:

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—He dejado el oficio. ¿No te lo handicho? —Max meneó la cabeza. Smileydijo—: Pensaba que te lo habrían dicho.

Max estaba sentado con la espaldaerguida, sin apoyarse en el respaldo delasiento, ya que era demasiado orgullosopara ello. No miraba a Smiley. Tenía losojos castaños fijos en el lago y en losniños que jugaban.

—Nunca me dicen nada —repuso.—Me echaron. Creo que fue cuando

te echaron a ti, también.Max pareció erguirse un poco más,

y, luego, volvió a su postura anterior.—Es malo, George, malo. ¿Qué

haces ahora? ¿Robar dinero?

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—No quiero que se enteren de loque hago, Max.

—Si tú reservado, yo tambiénreservado.

Tras estas palabras, Max ofreció uncigarrillo, en pitillera de oro, a Smiley,quien no lo aceptó. Smiley prosiguió:

—Quiero saber lo que pasó. Intentéaveriguarlo antes de que me echaran,pero no tuve tiempo.

—¿Y por esto te echaron?—Quizá.Con la vista indiferentemente fija en

los niños, Max dijo:—Parece que tú no saber mucho,

¿verdad?

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Smiley habló con palabras muysencillas, mirando constantemente aMax, para ver si le comprendía.Hubieran podido conversar en alemán,pero a Smiley le constaba que Max sehubiera negado a ello. Por esto, Smileyhabló en inglés, sin dejar de mirar lacara de Max:

—No sé nada, Max. Ni intervine enel asunto. Cuando ocurrió, yo estaba enBerlín, y nada sabía de los planes ni delos antecedentes. Me mandaron un cable,pero cuando llegué a Londres ya erademasiado tarde.

—Los planes —repitió Max—. Sí,sí, planes…

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De repente, el mentón y las mejillasde Max se transformaron en una masa dearrugas, se le contrajeron los ojos, yesbozó una mueca o una sonrisa.

—¿De modo que tú tener muchotiempo, ahora? ¡Planes…! ¡Dios, vayaplanes…!

—Jim tenía que llevar a cabo untrabajo especial, y pidió que tú leayudaras.

—Sí, claro. Jim querer que Max leayudara.

—¿Y cómo se las arregló paraconseguir que te asignaran el trabajo?¿Fue a Acton y le dijo a Toby Esterhase:«Toby, quiero a Max»? ¿Qué hizo?

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Las manos de Max reposaban sobresus rodillas. Eran manos delgadas ycuidadas, salvo los nudillos quedestacaban por su fortaleza. Ahora, aloír el nombre de Esterhase, volvió laspalmas de las manos levemente haciadentro y formó con ellas una jaula, comosi hubiera aprisionado una mariposa.

—Y una mierda —dijo Max.—¿Qué pasó, entonces?—Fue en secreto. Jim en secreto y

yo en secreto. Igual que ahora.—Vamos, cuenta, hombre, cuenta.Max habló como si explicara un lío,

un lío de familia, un lío de negocios, unlío de amor. Era un lunes por la tarde, a

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mediados de octubre, exactamente el díadieciséis. Pasaban una temporada decalma, Max llevaba varias semanas sinir al extranjero, y estaba hasta lasnarices de esa inactividad. Se habíapasado el día vigilando una casa, enBloomsbury, en la que, se decía, vivíaun par de estudiantes chinos. Losfaroleros planeaban montar unaoperación de robo. Cuando Max sedisponía a regresar a la Lavandería deActon para redactar su informe, Jim leabordó en la calle, mediante el truco delencuentro casual, y lo llevó enautomóvil al Crystal Palace, en dondedetuvo el coche y hablaron, dentro, igual

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que ahora. Jim dijo que había un trabajoespecial, algo especial, tan secreto queni siquiera Toby Esterhase podía saberque la cosa estaba en marcha. Se tratabade una operación ordenada desde lo másalto, y era muy delicada. ¿Tenía Maxinterés en participar?

—Y yo voy y digo: «Claro, Jim.Max estar interesado». Entonces él medice: «Pide permiso; decir a Toby, Tobymi madre estar enferma, yo necesitarpermiso». Yo no tener madre. Yo decir:«Seguro, yo tomar permiso, ¿cuántosdías, Jim?»

Jim dijo que la operación norequeriría más que el fin de semana. La

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comenzarían el sábado y la terminaríanel domingo. Entonces, Jim preguntó aMax si tenía alguna falsa identidadpreparada, lista para ser usada. Lomejor sería nacionalidad austríaca, deoficio comerciante, y con permiso deconducir. Si Max no tenía los papelesdispuestos en Acton, Jim procuraría quese los preparasen en Brixton.

—Y yo decir: «Seguro, yo tenerHartmann Rudi, de Linz, émigré de losSudetes».

Entonces, Max le contó a Toby uncuento referente a un problema con unachica, en Bradford, y Toby le saltó unsermón de diez minutos sobre las

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costumbres sexuales de los ingleses. Eljueves, Jim y Max se reunieron en unacasa que los cazadores de cabellerastenían, a estos efectos, en aquelentonces. Era un viejo y ruinosoedificio, en Lambeth. Jim vino con lasllaves. Jim dijo que se trataba de unaoperación de tres días, de una reuniónclandestina, en las afueras de Brno. Jimdesplegó un mapa grande, y los dos loestudiaron. Jim iría en avión desde Parísa Praga, y, allí, cogería el tren. Jimviajaría con documentos checos, porquela personalidad checoslovaca era lasegunda mitad de Jim, y Max le habíavisto utilizarla en otras ocasiones. Y

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Max se convertiría en Hartmann Rudi,comerciante en objetos de cristal ycerámica. Max cruzaría la fronteraaustríaca en camioneta, cerca deMikulov, luego, seguiría hacia el Norte,hacia Brno, con el tiempo preciso parallegar a las seis y media de la tarde delsábado, a una calleja, cerca del campode fútbol, en donde los dos se reunirían.Aquella tarde se celebraría unimportante partido que comenzaría a lassiete. Jim, mezclado con la multitud, iríahasta la calleja, y, allí, subiría a lacamioneta. Acordaron todo lo referentea los tiempos del viaje, a los segundosencuentros en caso de que así fuera

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preciso, y a cuantas contingenciaspudieran presentarse. Max dijo que,además, Jim y él conocían a laperfección su recíproca caligrafía.

Al salir de Brno, irían los dosjuntos, en la camioneta, por la carreterade Bilovice, hasta llegar a Krtiny, endonde girarían hacia el Este, endirección a Racice. En un lugardeterminado de la carretera de Racicepasarían junto a un automóvil negro,probablemente un Fiat, detenido en ellado izquierdo. Los dos primerosnúmeros de la matrícula serían sendosnueves. El conductor estaría leyendo unperiódico. Se detendrían, Max se

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acercaría al otro conductor, y lepreguntaría si se encontraba endificultades. El otro contestaría que elmédico le había prohibido conducirdurante más de tres horas seguidas. Maxdiría que, ciertamente, los viajes largosson malos para el corazón. Entonces, elconductor les diría dónde aparcar lacamioneta, y, en su automóvil, lesconduciría al lugar de la reunión.

—¿Con quién ibais a reuniros, Max?¿No te lo dijo, Jim?

No. Jim sólo le dijo lo anterior.Hasta Brno, continuó Max, todo

salió tal como habían planeado. Al salirde Mikulov, Max fue seguido por un par

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de motoristas, civiles, que se relevabancada diez minutos, pero atribuyó elhecho a que llevaba matrícula de Linz, yno se preocupó más del asunto. Llegó aBrno con tiempo sobrado, a media tarde,y, con la finalidad de que todo parecieraabsolutamente normal, alquiló unahabitación en un hotel, y se tomó un parde cafés en el restaurante. Un tipo conaspecto de policía trabó conversacióncon él, y Max le contó las dificultadesdel negocio de cristalería, y que sunovia, en Linz, se había fugado con unnorteamericano. Jim no acudió a laprimera cita, pero llegó a la segunda,una hora después. Al principio, Max

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supuso que el tren de Jim se habíaretrasado, pero, cuando Jim le dijo«Conduce despacio», comprendió quehabían surgido dificultades.

Jim le dijo que había habido cambiode planes. Max no intervendría en elasunto, acompañaría a Jim hasta lascercanías del lugar del encuentro, ledejaría allí y volvería a Brno, en dondese quedaría hasta el lunes por lamañana. No entraría en contacto connadie del Circus, con nadie de la redAggravate, ni de la red Plato, y menosaun con el residente en Praga. Si Jim nohabía ido al hotel a las ocho de lamañana del lunes, Max debía largarse

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usando los medios que juzgara oportuno.Si Jim comparecía, la tarea de Maxconsistiría en llevar a Control unmensaje de Jim. El mensaje quizá fueraextremadamente simple, quizás estuvieraformado por una sola palabra. Cuandollegara a Londres, debía entrevistarsepersonalmente con Control, trasconseguir una cita a través del viejoMacFadean, y darle el mensaje.¿Comprendido? Si Jim no iba al hotel,Max debía reanudar su normal vivir, yno decir ni media palabra tanto a lagente del Circus como a la de fuera.

—¿Te dijo Jim las razones por lasque el plan había sido modificado?

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—Jim estaba preocupado.—Es decir, ¿algo le había ocurrido,

mientras se disponía a reunirse contigo?—Quizá. Yo decir a Jim: «Oye, Jim,

yo ir contigo; tú estar preocupado, yoayudarte, yo conducir coche para ti, yodisparar para ti, sí, señor». Y Jimenfadarse, ponerse como loco.

—Comprendo.Recorrieron la carretera de Racice,

y encontraron el automóvil detenido, sinluces, en un campo, y orientado hacia lacarretera. Era un Fiat negro, con sendosnueves en la matrícula. Max detuvo lacamioneta, y Jim se apeó. Mientras Jimavanzaba hacia el Fiat, el conductor de

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éste entreabrió la puerta cosa de unapulgada, con la finalidad de que seencendiera la luz interior. Tenía unperiódico abierto, sobre el volante.

—¿Le pudiste ver la cara?—Estaba en la sombra.Max esperó, y Jim y el conductor

seguramente intercambiaron las palabrasen clave. Jim subió al coche, y éste sepuso en marcha, sin encender las luces.Max regresó a Brno. Estaba tomándoseunos vasos de aguardiente en elrestaurante, cuando la ciudad enteracomenzó a zumbar. Al principio, Maxpensó que el ruido procedía del campode fútbol, pero luego se dio cuenta de

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que lo producían los camiones, unconvoy, que avanzaban a toda velocidadpor la calle. Preguntó a la camarera quépasaba, y ésta le dijo que había habidoun tiroteo en el bosque, provocado porlos contrarrevolucionarios. Max salió,se metió en la camioneta, y escuchó elboletín de Radio Praga. Fue la primeravez que oyó hablar de un general. Pensóque habría vigilancia por todas partes, y,además, Jim le había dado instruccionesde esperar en el hotel, sin hacer nada,hasta el lunes.

—Quizá Jim mandar mensaje.Quizás un tipo de la resistencia venir averme.

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En voz baja, Smiley dijo:—Para decirte aquella única

palabra.—Claro.—¿No te dijo Jim de qué palabra se

trataba?—Tú estar loco.Max había pronunciado estas

palabras de manera que no fueron unaafirmación ni una pregunta.

—¿No sabes si era una palabracheca, inglesa o alemana?

Max dijo que nadie acudió a verlepor lo que no iba a contestar preguntasidiotas.

El lunes, Max quemó el pasaporte

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que había utilizado para entrar, cambióla matrícula de la camioneta, y utilizólos documentos alemanes, para escapar.En vez de dirigirse hacia el Sur, sedirigió hacia el Suroeste, abandonó lacamioneta, y cruzó la frontera enautocar, yendo a parar a Freistadt, yaque ésta era la ruta más segura queconocía. En Freistadt se tomó una copa,y pasó la noche con una muchacha,porque se sentía irritado y desorientado,y necesitaba centrarse un poco. Llegó aLondres el martes por la noche, y, apesar de las órdenes de Jim, estimó quelo más correcto era entrevistarse conControl.

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—Fue muy difícil intentar verle.Trató de contactarle por teléfono,

pero sólo pudo hablar con las madres.MacFadean no estaba. Pensó enescribirle una nota, pero recordó queJim le había dicho que nadie del Circusdebía enterarse. Escribir era demasiadopeligroso. En la Lavandería de Actoncorrían rumores de que Control estabaenfermo. Intentó averiguar en quéhospital se encontraba, pero no lo logró.

—¿Los de la Lavandería causaban laimpresión de saber dónde habíasestado?

—Esto preguntarme yo.Estaba todavía preguntándoselo

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cuando los administradores le llamarony le pidieron que les mostrara supasaporte a nombre de Rudi Hartmann.Max les dijo que lo había perdido, locual se acercaba mucho a la verdad. ¿Ypor qué no había dado parte de lapérdida? No lo sabía. ¿Cuándo lo habíaperdido? No lo sabía. ¿Cuándo vio porúltima vez a Jim Prideaux? No podíarecordarlo. Le mandaron al Parvulariode Sarratt, pero Max estaba irritado, y,después de dos o tres días losinquisidores se cansaron de él o bienalguien les dijo que lo dejaran en paz.

—Yo volver a la Lavandería deActon, y Toby Esterhase darme cien

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libras y decirme que fuera a hacerpuñetas.

Desde la orilla del lago les llegarongritos de entusiasmo. Dos chicos habíanconseguido hundir una buena porción dehielo y, ahora, el agua burbujeaba en elorificio.

—Max, ¿qué le pasó a Jim?—Yo no saber.—Siempre se habla, en este mundo.

Los emigrados se enteran de cosas. ¿Quéle pasó? ¿Quién le curó, cómo se lasarregló Bill Haydon para rescatarle?

—Los émigrés no hablar con Max,ahora.

—Pero algo has oído, ¿no es cierto?

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En esta ocasión, las blancas manoscontestaron a Smiley, quien vio losdedos extendidos, cinco en una mano ytres en la otra, y Smiley sintió dolor,incluso antes de que Max hablara.

—Hirieron a Jim por la espalda.Quizás Jim huir. Meter a Jim en lacárcel. Malo, malo, muy malo para Jim,estar en la cárcel. Y muy malo tambiénpara amigos míos. Sí, es malo. —Comenzó a contar, tocándose la yemadel pulgar—. Pribyl, Bukova Mirek,hermano de la mujer de Pribyl —cerróun segundo dedo—, también la mujer dePribyl —cerró un tercer y un cuartodedos—, Kolin Jiri y también su

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hermana, casi todos muertos. Esto ser lared Aggravate. —Pasó a la otra mano—.Después de red Aggravate, venir redPlato. Venir abogado Rapotin, coronelLandkron y escribientes Kriegel Leni yPeotr Anni, también casi todos muertos.—Puso los dedos ante la cara de Smiley—. Ser grande precio por inglés conagujero de bala en la espalda. —Ahora,Max estaba perdiendo la paciencia—.¿Por qué preocuparte, George? Circusno es bueno para checos. Aliados no sonbuenos para checos. Hombre rico nosacar de cárcel a hombre pobre.¿Quieres te cuente cuento? ¿Cómo decir«märchen», George?

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—Cuento de hadas.—Bueno, pues tú no contar más

cuentos de hadas de ingleses salvando achecos. ¡No!

Tras un largo silencio, Smiley dijo:—Quizá no fue Jim el culpable de

que se descubrieran las redes checas,quizá fue culpa de otro, y no de Jim.

Max estaba ya abriendo laportezuela del coche.

—¿Qué más? —preguntó.—Max… —dijo Smiley.—No preocuparte, George. No

poder venderte a nadie, ¿comprender?—Comprender.Desde el interior del automóvil,

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Smiley vio a Max llamando un taxi. Lohizo con un movimiento de la manoparecido al que se hace para llamar a uncamarero. Dio las señas, sin tomarse lamolestia de mirar al taxista. Se alejó,sentado de nuevo muy erguido, con lavista al frente, como un rey que hacecaso omiso de la multitud.

Cuando el taxi desapareció, elinspector Mendel se levantó despaciodel banco, dobló con cuidado elperiódico, y se acercó al Rover.

—No hay, moros en la costa —dijo—. Nadie a su espalda, nadie en suconciencia.

Dudando de esto último, Smiley

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entregó a Mendel las llaves delautomóvil, y, a pie, se dirigió a laparada del autobús, cruzandoprimeramente la calle, a fin de tomar elque iba hacia el Oeste.

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28

Su destino era Fleet Street,concretamente una bodega llena degrandes barriles. En otras zonas, las tresy media de la tarde quizá se considereuna hora excesivamente tardía paratomar el aperitivo de antes del almuerzo,pero, cuando Smiley empujó suavementela puerta, diez o doce sombrías figuras,en el mostrador, volvieron la vista haciaél. En una mesa situada en un ángulo,llamando tan poco la atención cual lasfalsas bóvedas carcelarias de plástico ylos mosquetes, también imitados, en lasparedes, se sentaba Jerry Westerby, ante

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una gran copa de ginebra rosada.Con tono de timidez, en una voz que

parecía salir de bajo tierra, JerryWesterby dijo:

—¡Hombre! ¡Maldita sea! ¿Cómoestás, muchacho? ¡Eh, Jimmy!

La mano de Jerry Westerby quedescansaba en el brazo de Smiley,mientras con la otra mano llamaba laatención del camarero, era enorme ymuy musculada, ya que Jerry, en otrostiempos, había sido un destacadojugador regional de cricket, jugando decancerbero. En contraste con otroscancerberos de cricket, Jerry era hombrecorpulento, pero iba todavía con los

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hombros inclinados hacia delante, detanto estarse con las manos bajas. Teníacabello de color arenoso, entreveradocon canas, la cara roja, y lucía unabrillante corbata sobre una camisa deseda de color crema. No cabía la menorduda de que ver a Smiley le habíaproducido una gran alegría, ya que sucara resplandecía con un gozo propio deun colegial.

—¡Maldita sea! —repitió—.¡Hombre! Es increíble… ¿Qué es de tuvida?

Obligándole a la fuerza a sentarsejunto a él, le preguntó:

—¿Dime qué haces, hombre?

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¿Descansas? ¿Te dedicas a escupircontra el techo…?

Con acento grave y de sumaurgencia, preguntó a Smiley:

—¿Qué tomas?Smiley pidió zumo de tomate con

vodka. Y confesó:—No creas que nos hayamos

encontrado por simple coincidencia…Se produjo una breve pausa, hasta

que Jerry se sintió obligado ainterrumpirla:

—¿Y cómo está el demonio de tumujer? ¿Todo bien? ¡Gran matrimonio eltuyo! Siempre lo he dicho.

Jerry Westerby se había casado

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varias veces, pero pocos fueron losmatrimonios que le dieron algo defelicidad. Acercando un fuerte hombro aSmiley, dijo:

—Hagamos un trato, George. Yo meacuesto con Ann, y me dedico a escupiren el techo, y tú te haces cargo de mitrabajo y escribes las páginas femeninas.¿Qué te parece?

—De acuerdo —dijo Smiley conbuen humor.

Sin que hubiera explicación posible,Jerry se ruborizó, y confesó con ciertatimidez:

—Hace tiempo que no he visto a losviejos amigos. El año pasado, recibí una

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tarjeta de Navidad de Toby, y esto estodo. Supongo que me habrán dado delado, también. En parte, llevan razón. —Dio un golpecito en el borde de la copay añadió—: Demasiado de eso. Piensanque puedo irme de la lengua.

—No, hombre, no lo creo.Y otra vez se hizo el silencio. Por

fin Jerry entonó solemnemente:—Demasiado bebercio no bueno

para valientes guerreros indios.Durante años habían bromeado

hablando como indios, recordó Smileycon tristeza. Pero dijo:

—¡Jau!—¡Jau! —repuso Jerry.

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Y los dos bebieron. Con voztranquila y despreocupada, Smiley dijo:

—Quemé tu carta tan pronto la hubeleído. Te lo digo para tu tranquilidad. Ya nadie hablé del asunto. De todosmodos, la carta llegó demasiado tarde.Todo había terminado ya.

Al oír estas palabras, la animadapiel de Jerry se puso de intenso colorescarlata. En la misma voz tranquila yamable, Smiley continuó:

—Por lo tanto no fue la carta lo quemotivó que te dejaran de lado. Si estoera lo que pensabas, estabas muyequivocado. No olvides que meentregaste la carta a mano.

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—Te portaste muy bien —murmuróJerry—, y te lo agradezco. No hubieradebido escribir aquella carta. Era comoexpulsarme a mí mismo, un suicidio.

Smiley ordenó un par de copas másy dijo:

—Tonterías. Escribiste la cartapensando en beneficiar con ella alServicio.

Smiley se dijo que estaba hablandocomo Lacon. Pero la única manera dehablar a Jerry consistía en hablarlecomo su periódico, es decir, en frasescortas que expresaran opiniones fáciles.Jerry soltó un poco de aliento y grancantidad de humo de tabaco. Con una

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vuelta al acento despreocupado,recordó:

—Mi último trabajo fue… sí…,hace un año. Más, más de un año.Consistió en dejar un paquetito enBudapest. Una bobada. En una cabinatelefónica. Había una estantería. Puse lamano y deje el paquete. Un juego deniños. Pero lo hice bien, no creas. Tomémis precauciones, primero. Sí, adoptélas medidas de seguridad. Tal como nosenseñabais. Pero vosotros sabéis más,mucho más. Sois los sabios. Cada cualhace lo suyo. Y nada más. Y cada actoforma parte de una actuación.Planeamiento. Eso.

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Para consolarle, Smiley dijo:—Cualquier día volverán a andarte

detrás. Supongo que te han dejado enbarbecho por una temporada, para quedescanses. Lo hacen mucho, ¿sabes?

Con una sonrisa de lealtad, muytímida, Jerry dijo:

—Eso espero.Al levantar el vaso para beber, la

mano le temblaba ligeramente. Smiley lepreguntó:

—¿Ese viaje lo hicisteinmediatamente antes de escribirme lacarta?

—Eso. Fui, primero, a Budapest y,luego, a Praga.

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—¿Y en Praga fue donde oíste lahistoria esa? ¿Lo que me contabas en lacarta?

En el bar, un hombre de aspectoufano, vestido de negro, vaticinaba elinminente colapso de la nación. Le dabatres meses de vida. Después, ¡telón!Jerry dijo:

—Tipo raro, Toby Esterhase.—Pero muy bueno en lo suyo.—¡Tanto que sí! Un tipo de

primerísima clase. Muy brillante, en miopinión. Pero raro, ¿sabes?

Jerry Westerby se puso el dedodetrás de la cabeza, imitando la plumade un apache, y dijo:

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—¡Jau!Volvieron a beber. El hombre ufano,

en el bar, con la copa alzada, decía:—Lo malo es que ocurrirá sin que ni

siquiera nos demos cuenta.Decidieron almorzar

inmediatamente, debido a que Jerry teníaque escribir su artículo del día siguiente.Fueron a un restaurante especializado encurries, en donde se servía, sin el menorinconveniente, cerveza a la hora del té, ylos dos acordaron que si alguiensaludaba a Jerry, éste presentaría aSmiley, diciendo que era el director desu banco, idea que le dio risa repetidasveces, en el curso del almuerzo. Sonaba

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una música de fondo que Jerry calificócomo «el sonido del vuelo nupcial delmosquito», pero que, en ocasiones,amenazaba con ahogar las más bajasnotas de la ronca voz de Jerry, lo cualquizá fuera aconsejable, a fin de cuentas.Sí, por cuanto, si bien Smiley se esforzóvalerosamente en hacer entusiásticoshonores al curry, Jerry, después decierta inicial renuencia, se lanzó aexplicar una historia referente a un talJim Ellis, la historia que el buen TobyEsterhase le prohibió publicar.

Jerry Westerby era una de esaspersonas que rara vez se encuentran: elperfecto testigo. Carecía de fantasía, de

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malicia y de opiniones personales.Sencillamente, la cosa era extraña. Nose la podía quitar de la cabeza, y ahorarecordaba que no había hablado conToby desde entonces.

—Sólo la postal, ¿sabes?, «FelicesNavidades, Jerry», y una reproducciónde la calle Leadenhall cubierta por lanieve…

Perplejo, Jerry fijó la vista en elventilador eléctrico.

—¿No hay nada especial —continuó—, algo digno de notarse, en la calleLeadenhall? ¿No es un centro deespionaje o un lugar de reunión deespías, o algo por el estilo?

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—Que yo sepa, no —repuso Smileyriendo.

—Realmente, no sé por qué diablosescogió la calle Leadenhall. Esrarísimo, ¿no crees?

Smiley aventuró que quizá Toby sóloquiso mandarle una escena de Londresbajo la nieve. A fin de cuentas, Tobytenía muchas facetas de extranjero.

—Pues me parece una forma muyextraña de mantenerse en contactoconmigo —dijo Jerry—. Antes memandaba una caja de botellas de whisky.No fallaba nunca. Puntual como un reloj.

Jerry frunció las cejas y bebiócerveza. Con la desorientación que a

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veces enturbiaba las grandes visiones desu vida, Jerry explicó:

—No es el whisky lo que mepreocupa, que conste. Siempre me hecomprado las botellas… Lo que pasa esque, cuando uno está fuera de laorganización, uno le da significación atodo, y, por esto, los regalos sonimportantes. ¿Comprendes lo que quierodecir?

Ocurrió un año atrás, bueno, endiciembre. El restaurante Sport, dePraga, dijo Jerry Westerby, no era lugargeneralmente frecuentado por losperiodistas occidentales. Casi todosellos iban al Cosmo o al Internacional,

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y, allí, hablaban en voz baja entre sí, yestaban siempre juntos porque teníancierto miedo. Pero el local favorito deJerry era el Sport, y, desde el día quefue allá en compañía de Holotek, elguardameta, después de ganar el partidocontra los tártaros, el barman trató congran deferencia a Jerry. Este barman sellamaba Stanislaus o Stan.

—Stan es un gran tipo. Siempre hacelo que le da la real gana. Viéndole,cualquiera diría que Checoslovaquia esun país libre.

Jerry dijo que la palabra«restaurante» significaba, en realidad,bar. En tanto que «bar», en

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Checoslovaquia, significaba clubnocturno, lo cual no dejaba de ser raro.Smiley reconoció que ello podía inducira confusiones.

De todos modos, siempre que Jerryiba allí estaba atento a todo lo que sedecía, ya que se encontraba enChecoslovaquia, y, más de una vez,había podido comunicar alguna que otrarara información a Toby, o ponerlo en lapista de alguien interesante.

—A veces sólo se trataba de tráficode divisas, de asuntos del mercadonegro. Según Toby, todo esaprovechable. Esos pequeños datos,sumados, siempre significan algo… O,

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al menos, esto dice Toby.Smiley se mostró de acuerdo: sí,

señor, así se trabajaba.—Toby era el cerebro directivo,

¿verdad?—Sí, en efecto.—Antes, yo trabajaba directamente

bajo las órdenes de Roy Bland. Luego, aRoy le ascendieron, y Toby ocupó sulugar. Los cambios siempre resultanmolestos. A tu salud.

—¿Cuánto tiempo llevabastrabajando a las órdenes de Toby,cuando efectuaste este viaje?

—Un par de años, no más.Hubo una pausa, mientras servían

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comida y volvían a llenar las jarras decerveza, y mientras Jerry Westerby, consus enormes manos, cortaba y aplastabauna patata en el más picante curry delrepertorio, y añadía una salsa roja.Según dijo, esa salsa roja daba aroma almanjar. En un aparte, explicó:

—Khan la compra especialmentepara mí. La guarda en el fondo de laestantería.

De todos modos, volvió a explicarJerry, aquella noche, en el bar de Stan,había un chico joven, con el cabellocortado en cepillo y una guapa chicacolgada del brazo.

—Y yo me dije: «Ten cuidado,

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Jerry, porque este chaval lleva el cortede pelo del ejército». ¿Comprendes?

Pensando que, en cierta manera,Jerry era tan astuto como el que más,Smiley repitió como un eco:

—Comprendo.Pues resultó que el chico era sobrino

de Stan, y que estaba muy orgulloso desaber hablar en inglés.

—Sorprende lo que la gente escapaz de contarle a uno, con tal dedemostrar sus conocimientos de unidioma extranjero.

Estaba en el ejército, pero le habíanconcedido un permiso y se habíaenamorado de aquella chica, todavía le

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quedaban ocho días de permiso, y elchico se sentía hermano de todo elmundo, Jerry incluido. En realidad, sesentía especialmente hermano de Jerry,ya que era éste quien pagaba la bebida.

—Bueno, el caso es que estábamostodos sentados a la gran mesa, en elrincón, y éramos muchos, estudiantes,chicas guapas, gente de toda laya. Stanhabía dejado el mostrador para reunirsecon nosotros, y un chico tocaba laguitarra… Montones de Gemütlickheit,montones de copas, montones de ruido.

Jerry explicó que el ruido era deespecial importancia, por cuanto lepermitía hablar con el chico, sin que

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nadie les prestara atención. El chicoestaba sentado al lado de Jerry, a quienhabía tomado simpatía desde elprincipio. Tenía un brazo sobre loshombros de la chica, y otro brazo sobrelos hombros de Jerry.

—Era uno de esos chicos que puedetocarte sin que sientas malestar. Porregla general, no me gusta que metoquen. Los griegos tocan mucho a lagente. Personalmente, me repugna.

Smiley dijo que también a él lerepelía que le tocaran. Jerry comentó:

—Y ahora recuerdo que la chica separecía bastante a Ann. Con pinta así, unpoco de fulana, ¿sabes? Ojos como los

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de la Garbo, y mucho parpadeo…Bueno, el caso es que mientras todos

se divertían, cantaban y bebían, el chicova y le pregunta a Jerry si le gustaríasaber la verdad acerca de Jim Ellis.

—Fingí que jamás había oído hablardel tipo —explicó Jerry a Smiley—. Ledije: «Sí, hombre, con mucho gusto, y, apropósito, ¿quién es el Jim Ellis ese?»El chico me miró como si yo fueraimbécil, y me dijo: «Un espía inglés».Nadie le oyó, porque todos gritaban ycantaban canciones subidas de tono. Elchico tenía la cabeza de la muchachasobre el hombro, pero la chica llevabamedia castaña y estaba en el séptimo

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cielo, por lo que el chico siguióhablando conmigo, muy orgulloso de suinglés, ¿sabes?

—Sí, comprendo.—Y va y me grita a un dedo de la

oreja: «¡Espía ingles! ¡Luchó con losguerrilleros checos durante la guerra!¡Ha vuelto utilizando el nombre deHajek, y la policía secreta rusa le hapegado un tiro!» Yo, entonces, encogílos hombros y dije: «Pues no lo sabía».Lo dije así, sin darle importancia alasunto. A veces no conviene ejercerpresión en el otro. Otras veces sí, pero aveces no. Se asustan, si les presionas.

De todo corazón, Smiley se mostró

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de acuerdo:—Tienes muchísima razón.Y, durante un rato, Smiley tuvo que

dedicarse pacientemente a esquivarpreguntas acerca de Ann, y de lo quesignificaba amar, amar de veras alcónyuge, y amarlo siempre, toda la vida.

Según Jerry Westerby, el chico dijo:«Estoy cumpliendo el servicio militarobligatorio. Si no lo cumplo, no puedoingresar en la universidad». En el mesde octubre, el chico había participado enunas maniobras de instrucción básica, enlos bosques cercanos a Brno. En estosbosques siempre había gran número demilitares. Durante el verano, la zona se

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cerraba al público por un mes. Estaba elchico participando en un aburridoejercicio de infantería que, según sedecía, iba a durar dos semanas, pero altercer día se suspendió sin que dieranrazón alguna, y las tropas recibieronórdenes de volver a la guarnición, en laciudad. Ésta fue la orden: haced elpetate y volved al cuartel. Al anochecer,todos debían haber abandonado ya elbosque.

—Pocas horas después —prosiguióJerry—, corrían rumores de toda clase.Unos decían que el centro deinvestigaciones balísticas de Tisnovhabía explotado. Otros decían que los

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batallones que hacían las maniobras sehabían sublevado y se habían liado atiros con los soldados rusos. Se decíaque había habido un alzamiento enPraga, que los rusos se habían hechocargo del gobierno de la nación, que losalemanes habían atacado aChecoslovaquia, sabe Dios lo que sedecía… Ya sabes cómo son lossoldados. Los soldados son igual entodas partes. Radio Macuto funciona eldía entero.

Esta referencia al ejército indujo aJerry Westerby a preguntar por ciertosconocidos a quienes trató en sus tiemposen el ejército. Eran individuos a los que

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Smiley había conocido levemente y delos que luego se había olvidado. Por fin,volvieron a centrarse en el anteriortema.

—Levantaron el campo, se sentaronen los camiones y esperaron a que elconvoy se pusiera en marcha. Cuandohubieron recorrido media milla, loscamiones se detuvieron, y se dio laorden de que el convoy dejara lacarretera despejada. Los camionestuvieron que meterse entre los árboles, yquedaron clavados en el barro, sehundieron en hoyos, en fin, la caraba, elcaos.

Westerby dijo que eran los rusos.

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Venían procedentes de Brno, conmuchas prisas, y todo cuanto fuera checotenía que apartarse y desaparecer delmapa, o aceptar las consecuencias.

—Primero llegó un grupo demotoristas, iluminando la carretera consus potentes faros, y gritando órdenes.Luego, un coche de estado mayor y otrode civiles, el chico calculó que habíaunos seis civiles en total. Después uncamión cargado de tropas especiales,armadas hasta los dientes, y con ropaspintadas con camuflaje. Por fin, vino unacamioneta repleta de perros sabuesos.En fin, una cosa espectacular a más nopoder. Oye, ¿no te estaré aburriendo con

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esa historia?Westerby se enjugó con un pañuelo

el sudor de la cara, y parpadeó comoalguien que acaba de despertarbruscamente. El sudor le empapaba lacamisa de seda. Parecía que saliera dela ducha. Como sea que el curry eramanjar que no le gustaba, Smiley pidiódos jarras más de cerveza, para quitarseel mal gusto. Westerby dijo:

—Y ésta es la primera parte de lahistoria: tropas checas fuera, y llegadade tropas rusas. ¿Comprendido?

Smiley dijo que sí, que hasta elmomento su mente había podido captarcon claridad la exposición.

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Sin embargo, al hallarse de regresoen Brno, el chico supo inmediatamenteque la participación de su unidad en elasunto estaba lejos de haber terminado.Otro convoy se unió al suyo, y, duranteocho o diez horas de la noche siguienterecorrieron varias carreteras, sin destinofijo, al parecer. Fueron hacia el Oeste,hasta Trebic, se detuvieron y esperaron,mientras la sección de transmisionesemitía un largo mensaje, luegoemprendieron la dirección Sudeste, yllegaron hasta Znojino, cerca de lafrontera austríaca, sin dejar de transmitirmensajes como locos, durante eltrayecto. Nadie sabía quién les había

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ordenado que siguieran aquella ruta,nadie explicaba nada. En ciertomomento, les ordenaron calar bayonetas,y en otro momento acamparon, peroluego tuvieron que desacampar yponerse de nuevo en marcha. De vez encuando se encontraban con otrasunidades. Cerca del depósito ferroviariode Breclav, vieron unos tanques quetrazaban círculos constantemente, y, enotro lugar vieron cañones de transporteautónomo. En todas partes se decía lomismo, se trataba de una actividadcaótica, sin finalidad alguna. Losveteranos decían que era un castigo quelos rusos les habían impuesto por el

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delito de ser checos. Al volver de nuevoa Brno, el chico oyó una explicacióndiferente. Los rusos andaban a la cazade un espía inglés llamado Hajek. Habíaestado espiando en el centro deinvestigaciones, había intentadosecuestrar a un general, y los rusos lehabían pegado un tiro. Jerry dijo:

—Y, entonces, el chico, muy astuto,preguntó al sargento: «Si a Hajek le hanpegado ya un tiro, ¿por qué recorremosel país, armando escándalo?» Y elsargento le contestó: «Porque el ejércitoes el ejército». Los sargentos soniguales en todo el mundo.

En voz baja y tranquila, Smiley

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preguntó:—Estamos hablando de dos noches

diferentes, Jerry. ¿Cuál fue la noche enque los rusos penetraron en el bosque?

Perplejo, Jerry Westerby torció elgesto.

—Precisamente esto es lo que elchico quería decirme, George. Esto eralo que quería que comprendiera, allí, enel bar de Stan. En esto se centrabantodos los rumores. Los rusosintervinieron el viernes. Pero no cazarona Hajek hasta el sábado. Por esto, todoslos que pensaban un poquito, se decían:los rusos estaban esperando la llegadade Hajek. Sabían que iba a venir. Lo

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sabían todo. Y le esperaron. Mal asunto.Muy malo para nuestro prestigio,¿comprendes? Asunto malo para granjefe. Malo para tribu. ¡Jau!

Con la jarra de cerveza junto a loslabios, Smiley repuso:

—¡Jau!—Y esto también lo comprendió

muy claramente el propio Toby. Toby yyo pensamos lo mismo, peroreaccionamos de modo diferente.

Mientras ofrecía una fuente concomida a Jerry, Smiley dijo en tonoligero:

—Se lo contaste todo a Toby. Detodas maneras tenías que verle, para

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decirle que habías cumplido su encargode dejar el paquete en Budapest, y, depaso, le contaste la historia de Hajek.

Pues ahí estaba el quid de lacuestión, dijo Jerry. Esto era lo que lepreocupaba, lo que le parecía raro, y enrealidad, lo que le indujo a escribiraquella carta a George.

—El buen Toby dijo que todo era uncuento chino. Se puso desagradable yadoptó aires de general en jefe.Primeramente estuvo estupendo, y vengadarme palmaditas en la espalda, y vengadecirme que yo era un gran tipo. Luego,volvió a su covacha, y al día siguienteme echó el toro encima. Reunión de

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emergencia, y, después, paseo en coche,dando vueltas y más vueltas por elparque, y poniéndome como chupa dedómine. Me dijo que aquellos díasseguramente había estado tan borrachoque no sabía distinguir lo blanco de lonegro, ni lo imaginario de lo real. En fin,cosas así. En realidad, consiguióamoscarme un poco.

Comprensivo, Smiley observó:—Supongo que te preguntarías con

quién había hablado Toby, entre laprimera y la segunda entrevista…

Luego, sin gran interés, sólo como siquisiera saberlo todo con absolutaclaridad, Smiley preguntó:

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—¿Qué te dijo Toby, exactamente?—Me dijo que lo más probable era

que todo hubiese sido una ficción. Queel tal Hajek sería un ruso o un checo. Yque la finalidad radicaba en pretenderdesorientar al Circus, en que el Circuscomenzase a llevar a efectoinvestigaciones sobre sí mismo, en fin,que se dedicara a morderse la cola. Yme acusó de difundir rumoresinfundados. Entonces, yo le dije: «Toby,muchacho, me he limitado a transmitirteuna información; no tienes por quéponerte así. Ayer, me diste trato de niñomimado. Me parece tonto que tedediques a asesinar al que te trae la

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noticia. Si, después de pensarlo, hasdecidido que esa historia no te gusta,esto es asunto tuyo, y solamente tuyo».No estaba dispuesto a escucharle más,¿comprendes? Su comportamiento mepareció ilógico. Parece mentira, unhombre como Toby… En un instante eratodo mieles, y en el instante siguientequería asesinarme. No, no se cubrió degloria.

Con la mano izquierda, se rascó laparte lateral de la cabeza, como uncolegial que finge pensar:

—Le dije: «Muy bien, olvídate delasunto; lo publicaré en mi papelucho.No, no escribiré la parte esa de la

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llegada de los rusos con la debidaantelación, sino que escribiré la otraparte, Juegos peligrosos en el bosque,esa clase de cosa». Y le dije: «Si lahistoria de nada sirve al Circus, servirápara el periódico». Bueno, puesentonces volvió a subirse a la parra. Eldía siguiente, uno de los jefazos delCircus llamó a mi jefe en el papeluchopara decirle que procurara que elcretino de Westerby no intentara abordarel asunto Ellis. El tipo del Circus seamparó en la ley, y dijo que mi jefedebía considerar sus palabras como unaadvertencia con todas las formalidades.«Toda referencia a Jim Ellis, alias

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Hajek, va en contra del interésnacional.» Por tanto tuve queabstenerme. ¡Salud!

—Pero, en aquellos momentos —lerecordó Smiley—, ya me hablas escritola carta.

Jerry Westerby se ruborizóintensamente.

—Lo lamento —dijo—. De repente,me entraron sospechas y tuve un ataquede xenofilia. Esto es resultado de viviren el extranjero: llega el momento enque uno no confía en sus mejoresamigos. Bueno, uno confía en ellos, sí,pero no tanto como en los extranjeros.—Después de una pausa, intentó

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justificarse de nuevo—: Pasó quecomencé a pensar que el buen Toby eraun poco traidorzuelo. No hubiera debidohacerlo, ¿verdad? Va en contra delreglamento.

Pese a la vergüenza que sentía, Jerryconsiguió esbozar una dolorida sonrisa.

—Luego, me enteré por radioMacuto de que te habían despachado dela empresa, y, entonces, me sentí todavíamás imbécil. Oye, ¿no andarás de cazasolo, ahora? ¿Supongo que no…?

Dejó la pregunta inacabada, aunquequizá no incontestada.

Al despedirse, Smiley le cogiósuavemente del brazo:

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—Si Toby se pone en contactocontigo, creo aconsejable que no ledigas que nos hemos visto. Es un buenmuchacho, pero tiene tendencia aimaginar que todos conspiramos encontra de él.

—Ni se me había ocurridodecírselo.

—Y si se pone en contacto contigoen el curso de los próximos días —eltono de Smiley parecía indicar queconsideraba muy remota semejanteposibilidad—, más vale que me lodigas. En este caso, podría ayudarte. Apropósito, no llames a mi teléfono.Llama a este número.

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De repente, a Jerry le entró una granprisa. Su trabajo en el periódico nopodía esperar ni un segundo más. Pero,mientras cogía la tarjeta de Smiley,apareció en sus ojos una mirada extraña,apartó tímidamente la vista de Smiley, ydijo:

—Oye, ¿no estará pasando algo en elCircus? ¿No habrán comenzado ahacerse la zancadilla los unos a losotros? —Su sonrisa era terrible. Volvióa preguntar—: ¿Gran tribu no andarácomo loca o algo por el estilo?

Smiley se echó a reír y pusolevemente la mano sobre el hombro deJerry, muy grande y algo echado hacia

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delante. Westerby dijo:—Estoy a tu disposición, siempre

que quieras.—Gracias, lo tendré en cuenta.—Pensé que habías sido tú el que

telefoneó a mi jefe, en el periódico.—No fui yo.—Quizá fue Alleline.—Supongo.Westerby repitió:—A tu disposición siempre que

quieras. Recuerdos a Ann.Después de decir estas palabras,

Westerby quedó dubitativo, y Smiley ledijo:

—Vamos, hombre, dilo ya.

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—Toby me contó algo feo, referentea Ann. Le dije que se fuera al cuerno.Era todo mentira, ¿no?

—Gracias, Jerry. Hasta la vista.¡Jau!

Muy complacido, y poniéndose elíndice detrás de la cabeza, pararepresentar una pluma, Jerry dijo:

—Es lo que imaginaba.Y se fue camino de su reserva.

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29

Aquella noche, solo en la cama delhotel Islay, aunque incapaz de dormir,Smiley cogió una vez más el expedienteque Lacon le había dado en casa deMendel. El expediente llevaba fecha deuno de los últimos años cincuenta,cuando la competencia había ejercidopresión en el Circus y otrosdepartamentos de Whitehall, a fin de queexaminaran detenidamente y a fondo lalealtad de sus funcionarios. Casi todoslos documentos tenían caráctermeramente rutinario, ya que eranreproducción de conversaciones

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telefónicas interceptadas, informes detrabajos de vigilancia, interminablesentrevistas con los profesores y amigosde los funcionarios, etc. Pero había undocumento que atraía a Smiley como unimán, un documento que nunca secansaba de releer. Era una cartadesignada en el índice con las palabras«De Haydon a Fanshawe, 3 de febrerode 1937». Para ser más exactos, era unacarta manuscrita, dirigida por elestudiante Bill Haydon a su profesorFanshawe, descubridor de talentos porcuenta del Circus, en la que le dabaconocimiento de la existencia de unjoven llamado Jim Prideaux, al que

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consideraba buen candidato a ingresaren el Servicio de Información de la GranBretaña. Esta carta iba precedida de unas e c a explication de texte. «Los“Óptimos” era un club de clase alta, deChrist Church, formado principalmentepor ex-alumnos de Eton», decía elanónimo autor de la explicación previa.Fanshawe (P. R. de T. Fanshawe,Legion d’Honneur, O.B.E., PF, etc.) fuesu fundador, y Haydon (había multitudde referencias a su persona) era, aquelaño, el más destacado miembro del club.La tendencia política de los «Óptimos»,a cuyo club también había pertenecido,en sus tiempos, el padre de Haydon, era

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descaradamente conservadora.Fanshawe, muerto años atrás, fue unapasionado partidario del imperiobritánico, y los «Óptimos» constituían elgrupo que él había seleccionado paraparticipar en el Gran Juego Imperial»,decía la nota previa. Cosa curiosa,Smiley conservaba un vago recuerdo deFanshawe. Era un hombre flaco yenérgico, con gafas sin montura,paraguas a lo Neville Chamberlain, y unextraño tono sonrosado en las mejillas.Asprey solía llamarle «el hadamadrina».

«Querido Fan, me atrevo ainsinuarle que mueva un poco su persona

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por ahí, a fin de investigar un poquito lapersonalidad de un joven caballero cuyonombre le doy en el adjunto fragmentode piel humana» (Una superflua nota delos inquisidores aclaraba que elestudiante en cuestión era Prideaux.)«Probablemente considera usted a Jim—si es que le conoce un atleta notable.Lo que usted no sabe, y debiera saber,es que Jim es un lingüista en modoalguno desdeñable, y que no tiene ni unpelo de idiota…» (A continuaciónconstaba un resumen biográficosorprendentemente detallado y exacto:Lycée Lakanal de París, matriculado enEton aunque no ingresó, externo en los

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jesuitas de Praga, dos semestres enStrasburgo, padre banquero en Europa,pequeña aristocracia, vidaindependiente…)

«De ahí los amplios conocimientosque de extranjeras tierras atesora Jim, ytambién su ligero aire de huérfano queencuentro irresistible. Dicho seaincidentalmente, pese a que estáformado por diferentes partes deEuropa, no debemos dejarnos inducir aerror por ello, ya que Jim, en su versióncompleta, es íntegramente nuestro. En laactualidad es un muchacho un tantoentregado a formularse preguntas y a laexploración mental, debido a que acaba

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de darse cuenta de que hay un Mundosituado más allá de los límites de lasaulas, y este Mundo soy yo.»

«Pero primero debo contar cómo leconocí.»

«Como usted sabe, querido Fan,obedeciendo a una costumbre mía (yórdenes suyas), de vez en cuando meatavío con arábigas prendas y bajo a loszocos, en donde me siento entre losgrandes guarros, y presto oídos a laspalabras y al mundo de sus profetas, conla finalidad de poderlos confundirmejor, cuando el día llegue. Aquel día,el agorero en vogue, procedía delmismo corazón de la Madre Rusia. Se

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trataba de cierto académico llamadoKhlebnikov, actualmente agregado a laEmbajada soviética en Londres,hombrecillo alegre y simpaticón, queacertó a decir unas cuantas cosasingeniosas, entre las habituales tonterías.El zoco en cuestión era un club dedebates llamado los «Populares», rivalnuestro, mi querido Fan, y bien conocidopor usted, gracias a otras incursionesque en él he efectuado. Después delsermón nos sirvieron un horriblementeproletario café con leche, acompañadode un terriblemente democráticopanecillo, y me fijé en un corpulentomuchacho que estaba sentado solo, en el

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fondo de la sala, por ser, al parecer,demasiado tímido para alternar con losdemás. Su cara me era algo conocida,por haberla visto en el campo de cricket,ya que jugamos en un mismo equipoocasional y tontamente formado, sin queintercambiáramos ni media palabra. Laverdad es que, no sé cómo describir aeste muchacho. En serio, Fan, este chicotiene las cualidades precisas.»

En este punto, la caligrafía, hastaahora rígida e incómoda, adquiría untrazo holgado y fluido, al entrar en calorel autor de la carta:

«Tiene esta pesada serenidad queimpone. Hombre de cabeza dura, en el

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sentido literal de la palabra. Es uno deestos hombres astutos y silenciosos quedirigen el equipo sin que nadie se décuenta. Fan, usted sabe muy bien lomucho que me cuesta actuar. Sin cesartiene usted que recordarme, recordarmeintelectualmente, que si no pruebo lospeligros de la vida nunca llegaré aconocer los misterios de la misma. PeroJim actúa por instinto… es funcional…Es mi otra mitad. Entre él y yoformaríamos un hombre maravilloso,con la sola salvedad de que ninguno delos dos sabe cantar. Y, querido Fan, ¿haexperimentado alguna vez la sensaciónde que forzosamente, de un modo

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irremediable, ha de trabar amistad conun desconocido o, de lo contrario, elmundo se derrumbará?»

Aquí, la caligrafía volvía adisciplinarse.

«—Yavas Lagloo —le dije,palabras que, si no me equivoco,significan, en ruso, “vayamos juntos a lacabaña del bosque”, o algo parecido—y él me contestó: “Ah, hola”, que es loque, a mi parecer, hubiera dicho si elarcángel Gabriel hubiese pasado porallí.»

«—¿Qué dilema tienes? —lepregunté.»

«—Ninguno —repuso, después de

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pensar durante casi una hora.»«—¿En este caso, qué haces aquí?

¿Si no tienes un dilema, por qué hasentrado?»

«Y, entonces, formó una grande yplácida sonrisa, nos acercamos al granKhlebnikov, le estrechamos y sacudimosla pezuña durante un buen rato, y nosfuimos a mis habitaciones. En dondebebimos. Y bebimos.

Y, querido Fan, Jim se bebió cuantolíquido vio. O quizá fui yo, no lorecuerdo. Y, cuando vino el alba, ¿sabelo que hicimos? Pues se lo voy a decir,querido Fan. Nos dirigimossolemnemente al campo de deportes, yo

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me senté en un banco, cronómetro enristre, el gran Jim se atavió de atleta ydio veinte vueltas. Veinte. Quedéagotado».

«Cualquier día iremos a verle,querido Fan, por cuanto Jim no pide másque estar en mi compañía o en la de misperversos y divinos amigos. En resumen,me ha nombrado su Mefistófelesparticular, y estoy vastamenteemocionado por tal honor. A propósito,es virgen, mide unos dos metros ymedio, y parece construido por la mismafirma que hizo las pirámides. No sealarme, sin embargo.»

Así terminaba el documento. Smiley

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volvió con impaciencia las amarillentaspáginas, en busca de manjares másfuertes. Los profesores de amboshombres atestiguan (veinte añosdespués) que es inconcebible que entrelos dos hubiera algo más que unarelación «puramente amistosa»… No sepidió el testimonio de Haydon. Elprofesor expresamente asignado a Jimdice que es «intelectualmente omnívoro,después de un largo período deinanición», y rechaza toda posibilidadde que fuera «rojillo». La entrevista quetiene lugar en Sarratt comienza conlargas excusas, en atención a la soberbiahoja de servicios de Jim durante la

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guerra. Después del amaneramiento dela carta de Haydon, las respuestas deJim son agradablemente francas ydirectas. Hay un representante de lacompetencia presente, pero su voz casinunca se deja oír. No, Jim no volvió aver a Khlebnikov ni a nadie enviado ensu representación…

No, sólo habló con él en dichaocasión. No, no tuvo contacto algunocon comunistas o rusos, en aquellostiempos, y no podía recordar el nombresiquiera de un miembro de los«Populares»…

P. (Alleline): Lo cual no te quita elsueño, supongo…

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C.: Pues no, en realidad, no (risas).Ciertamente, había sido miembro del

club de los «Populares» de la mismaforma que lo había sido del club teatralde su facultad, de la sociedad filatélica,de la sociedad de idiomas modernos,del sindicato y de la sociedad deHistoria, de la sociedad de ética, y delgrupo de estudios Rudolph Steiner… Lohizo para asistir a conferenciasinteresantes y para conocer a gente, enespecial lo segundo. No, nunca habíadistribuido literatura de izquierda,aunque alguna vez había leído elSemanario Soviético… No, tampocohabía dado dinero a partido político

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alguno, ni en Oxford ni luego de Oxford,y, en realidad, ni siquiera había hechouso de su derecho de voto… Una de lasrazones por las que se había afiliado atantos clubs y asociaciones en Oxfordradicaba en que, después de haberrecibido una variopinta educación en elextranjero, no tenía amigos ingleses desu edad y condición… Ahora, todos losinquisidores se habían ya puesto departe de Jim. Todos estaban en contra dela competición y de sus burocráticasinterferencias.

P. (Alleline): A título de curiosidad,¿dónde aprendiste a jugar al cricket?(risas).

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R.: Bueno, tenía un tío que vivía enuna casa, en las afueras de París. Era ungran aficionado al cricket. Tenía todo elequipo necesario. Cuando iba a pasarvacaciones en su casa, no hacía más quejugar al cricket con él.

(Nota de los inquisidores: el Condede Seinte-Yvonne, Dic. 1941, PF. AF64—7.) Fin del interrogatorio. Elrepresentante de la competencia quisieraque Haydon fuera citado como testigo,pero Haydon se encuentra en elextranjero. El testimonio de Haydon seaplaza sine die.…

Smiley leyó casi dormido el últimodocumento del expediente, añadido

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mucho después de que la competenciahubiera declarado formalmente digno deconfianza a Jim. Se trataba del recortede un periódico de Oxford, en el que sehacía la crítica de la exposicióncelebrada por Haydon, en junio de 1938,con el título: «¿Real o subreal? Unaretina de Oxford». Después de habersecargado a conciencia la pintura deHaydon, el crítico terminaba con lasiguiente nota de ironía:

«Según nos han dicho, el señor JimPrideaux, nuestro distinguidocontemporáneo, sacrificó parte deltiempo que suele dedicar al cricket, conel fin de ayudar a colgar los cuadros. En

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nuestra opinión, más le hubiera validoquedarse en Banbury Road. Sinembargo, como sea que su función deprotector de las artes constituyó el únicoacto sincero ejecutado en dicha ocasión,quizá no debiéramos reírnos de él…»

Smiley comenzó a dormitar, con lacabeza dominada por un amasijo denubes, sospechas y certidumbres. Pensóen Ann, y, en el estado de cansancio enque se hallaba, sintió hacia ella un muyprofundo amor, y grandes deseos deproteger la fragilidad de Ann con lasuya. Lo mismo que un hombre joven,Smiley musitó audiblemente el nombrede Ann, e imaginó su hermoso rostro

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inclinado sobre el suyo, a la media luz,mientras la señora Pope Graham lesdecía a aullidos, a través del ojo de lacerradura, que aquello estaba prohibido.Pensó en Tarr e Irina, y meditóinútilmente acerca del amor y la lealtad.Pensó en Jim Prideaux, y en el trabajodel día siguiente. Tenía conciencia decierta leve sensación de aproximarse aun triunfo, Había viajado mucho enautomóvil, había navegado a vela entodas las direcciones, pero mañana, sitenía suerte, vería tierra, una islamenuda y desierta, por ejemplo. Una islade la que Karla jamás había oído hablar.Una isla sólo para él y para Ann. Se

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durmió.

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Tercera Parte

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30

En el mundo de Jim Prideaux, aqueljueves había discurrido igual quecualquier otro jueves, con la salvedadde que a primeras horas de lamadrugada la herida en la paletillacomenzó a supurar, debido, suponía Jim,a su intervención en el partido celebradoel miércoles por la tarde. Le despertó eldolor y la sensación de humedad en laespalda. En la anterior ocasión en quetal hecho ocurrió fue transportado alhospital Taunton General, en donde lasenfermeras le echaron una ojeada y lemandaron a la sala de emergencias, para

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que allí esperase la llegada de unmédico cuyo nombre ignoraba, y paraque le miraran por la pantalla, por loque Jim se puso las ropas y se largó.Había decidido no volver jamás a unhospital. Había terminado de una vezcon los hospitales, tanto los inglesescomo los no ingleses.

Con la mano no podía llegar a laherida, pero, lo mismo que en la ultimaocasión en que supuró, cortó unascompresas de gasa en forma detriángulo, les cosió cordeles en losángulos, y después de ponerlas alalcance de la mano, en la repisa, cogióla botella de desinfectante, hirvió agua,

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echó al agua medio paquete de sal, y,agachado, se dio una improvisadaducha. Luego, empapó la compresa dedesinfectante, se la echó a la espalda, sela ató, con los cordeles por delante, y setumbó boca abajo, con la botella devodka al alcance de la mano. El dolordisminuyó, y el sopor le invadió lacabeza, pero a Jim le constaba que si sedejaba llevar por aquella oleada desopor dormiría durante todo el día, porlo que, cogiendo la botella de vodka, sesentó ante la mesa, junto a la ventana, ycomenzó a corregir los ejercicios defrancés de la clase Quinta B, mientras laluz del alba del jueves comenzaba a

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iluminar el Hoyo, y las cornejasempezaban a agitarse entre los olmos.

A veces, pensaba que la herida eracomo un recuerdo del que uno no puededesprenderse. Hacía cuanto podía paraolvidarse de ella, pero sus esfuerzos nobastaban.

Efectuó lentamente la corrección delos ejercicios porque ésta era unaactividad que le gustaba, y porquecorregir tenía la virtud de mantener sumente en estado de equilibrio. A las seisy media o a las siete había ya terminado,por lo que se puso unos viejospantalones de franela y una chaqueta dedeporte, y, despacio, se dirigió a la

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iglesia, cuyas puertas nunca estabancerradas. Allí, se arrodilló unosinstantes en una capilla lateral, que eraun monumento de familia dedicado a losmuertos en dos guerras, y a la que raravez acudía alguien. La cruz del pequeñoaltar había sido labrada en madera porunos zapadores, en Verdún. Todavíaarrodillado, Jim tanteó con la mano,cuidadosamente, la parte inferior internadel banco, hasta que las yemas de susdedos tocaron la cinta adhesiva, y,después, frío metal. Terminadas susdevociones, Jim emprendió el recorridodel sendero de Combe, camino de lacumbre de la colina, lo cual hizo a paso

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muy vivo, casi corriendo, con el fin desudar, ya que el calor le hacia sentirsemejor, mientras duraba, y el ritmo delandar calmaba su nerviosismo vigilante.Al llegar a la cumbre de la colina, laniebla le produjo cosquilleos,cosquilleos en la nariz y en su sentidodel humor: mírala, forma como unacapa, una capa que se eleva cosa demedio metro sobre el suelo, y es tandensa que uno podría romperla a tirascon las manos. Los árboles quedancortados en su base, y las matas flotanen el aire. Después de pasarse la nochesin dormir, y del desayuno de vodka,Jim se sentía con la cabeza un tanto

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ligera. Por esto, cuando vio las jacasallá, abajo, mirándole con sus carasatontadas, Jim les gritó con mal acentode Sommerset:

—¡Fuera! ¡Fuera de aquí, malditosanimales! ¡Dejad ya de mirarme!

Luego descendió, para tomarse uncafé y cambiarse el vendaje.

La primera clase, después de lasoraciones, era la de francés, en la claseQuinta B, y, allí poco faltó para que Jimperdiera la paciencia. Tontamente,impuso un castigo al estúpido Clemens,hijo de un fabricante de lencería, y tuvoque levantárselo al terminar la clase.

Una vez en la sala de profesores,

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emprendió otra actuación rutinaria, cualla llevada a efecto en la iglesia. Unaactuación rápida, sin demasiadameditación, y sin vacilaciones. Elanálisis del correo era un truco muysencillo, pero eficaz. Jamás había oídodecir que fuera utilizado entre losprofesionales. Pero también era ciertoque los profesionales no suelen hablarde los trucos que utilizan. Estribaba enlo siguiente: si la oposición te vigila, nocabe la menor duda de que vigilaasimismo tu correo, ya que vigilar elcorreo es lo más fácil que hay en eloficio, y más fácil todavía cuando laoposición está formada por la gente de

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casa, es decir, por gente que cuenta conla colaboración del servicio de correos.¿Qué hacer, en este caso? Todas lassemanas, desde el mismo buzón, en lamisma hora y al mismo ritmo, uno semanda un sobre a sí mismo y otro sobrea un tercero que viva en las mismasseñas. Se mete en el sobre cualquierclase de papelote —propaganda delsupermercado de la localidad o bienpeticiones de limosnas en ocasión de laNavidad—, se toma la precaución decerrar el sobre, se espera un poco y secompara el tiempo de llegada de uno yotro sobre. Si la carta dirigida a unomismo llega más tarde que la dirigida al

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otro tipo, ello es indicio de que alguiense interesa por uno, en este casoconcreto, el alguien sería Toby.

A esto Jim lo llamaba, en su extrañoy seco vocabulario, probar el agua. Y,una vez más, la temperatura del agua eraimpecable. Las dos cartas llegaron almismo tiempo, pero Jim no tuvo tiempode guardarse la dirigida a Marjoribanks,quien, lanzando un «¡Mierda…!», rasgóla invitación a inscribirse en laAsociación de Amantes de la Biblia. Apartir de este momento, el rutinariotrabajo de la escuela absorbió a Jimhasta el momento del partido de ruggercontra el St. Ermin, que él debía

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arbitrar. Fue un partido jugado a granvelocidad, y, cuando terminó, la espaldavolvía a dolerle a Jim, por lo que bebióvodka en espera del momento del toquede la primera campana, tarea en la queJim había accedido a sustituir al jovenElwes. Ahora, Jim no recordaba larazón por la que se había ofrecido asustituir a Elwes, pero lo cierto era quelos profesores jóvenes, en especial loscasados, le pedían constantemente quelos sustituyera en diferentes trabajos, yJim accedía, porque, de esta manera, leresultaba más fácil que no le molestaranen su vida de solitario. La campana, ensí misma, procedía de una vieja

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embarcación, y la había encontrado elviejo Thursgood, formando ahora partede las tradiciones de la escuela.Mientras Jim hacía sonar la campana,vio que el pequeño Bill Roach estaba asu lado, mirándole, con una blancasonrisa, reclamando su atención, cualsolía hacerlo seis o siete veces al día.

—Hola, Jumbo, ¿se puede saber quéte pasa hoy?

—Sí, señor.—Vamos, Jumbo —dijo—, suelta lo

que tengas que decir.—Señor, ha venido una persona

preguntando dónde vive usted, señor.—¿Qué clase de persona, Jumbo?

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¡Vamos, vamos, que no te voy a morder!¿Qué clase de persona? ¿Un hombre?¿Una mujer? ¿Un fantasma?

Flexionó las piernas hasta quedar ala altura de Roach. Dijo:

—No hay por qué llorar. ¿Qué tepasa? ¿Tienes fiebre?

Extrajo un pañuelo de la manga yrepitió en voz baja:

—¿Qué clase de persona?—Preguntó por la señora McCollum.

—dijo Roach—. Este hombre dijo queera amigo de usted. Luego volvió ameterse en el automóvil. Lo tieneaparcado delante de la iglesia.

Las lágrimas volvieron a acudir a

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los ojos de Roach, que añadió:—Está sentado dentro del coche,

señor.Jim gritó a un grupo de chicos

mayores que se habían detenido en lapuerta:

—¡Fuera de aquí! ¡Fuera todos!Se dirigió a Roach:—¿Era alto? ¿Era un tipo alto y

desaliñado, Jumbo? ¿Con cejas negras yencorvado? ¿Un tipo delgado?Bradbury, ven aquí y deja de estar conla boca abierta. Acompaña a Jumbo aque le vea la matrona.

Preguntó a Roach, muy dulcemente,pero con firmeza:

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—¿Un tipo delgado?Pero Roach se había quedado sin

palabras. Se había quedado sinmemoria, sin sentido del tamaño ni de laperspectiva. Su facultad de selección ydiscernimiento en el mundo de losadultos se había apagado. Los hombresgrandes, los hombres pequeños, losviejos, los jóvenes, los de espaldaencorvada, los de espalda recta, todosformaban un solo ejército de peligrosindistintos. Y decir «no» a Jim eramucho más de lo que Roach podíasoportar. Y decir «sí» significabaecharse a la espalda la totalresponsabilidad de defraudarle. Vio que

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Jim lo miraba, vio que la sonrisadesaparecía del rostro de Jim, y sintió elconsolador contacto de una mano grandesobre el brazo.

—¡Gran muchacho, Jumbo! ¡Nadiesabe vigilar tan bien como tú!

Apoyando con abandono la cabezaen el hombro de Bradbury, Bill Roachcerró los ojos. Cuando los abrió, vio, através de las lágrimas, que Jim ya seencontraba a mitad de la escalera.

Jim se sentía tranquilo. Desde hacíadías sabía que alguien le buscaba. Estotambién dio lugar a un trabajo rutinario:vigilar los lugares en los que losencargados de vigilarle a uno suelen

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formular preguntas. Vigilar laretaguardia, como se decía en Sarratt.Jim siempre supo cuáles eran los lugaresen que quienes le seguían formularíanpreguntas. La iglesia, en donde laentrada y salida de las gentes de lalocalidad se da con frecuencia; elAyuntamiento, en donde se llevan laslistas de los electores; los comerciantes,si tenían lista de clientes; los bares, si lapresa no los frecuentaba habitualmente.Jim sabía que, en Inglaterra, éstos eranlos lugares en que los investigadoreshusmeaban, antes de cernirse sobre supresa. Y, desde luego, hacía dossemanas, en Taunton, mientras charlaba

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tranquilamente con el bibliotecarioayudante, Jim había percibido el rastroque andaba buscando. Un desconocido,al parecer llegado de Londres, se habíainteresado por el censo de la villa; sí,era un caballero metido en asuntospolíticos —bueno, en realidad parecíaun investigador de asuntos políticos, unprofesional de estos asuntos—, y una delas cosas que quería era, nada menos, elregistro de habitantes del pueblo de Jim,el registro puesto al día; sí,efectivamente, le interesaba la lista deelectores, sí, y pensaba llevar a cabo unsondeo puerta a puerta, acerca deaquella población un tanto aislada,

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fijándose principalmente en los reciénllegados a ella. Jim se mostró deacuerdo: realmente, se hacen muchascosas raras en este mundo. Pero, a partirde aquel momento, tuvo elconvencimiento. A partir de aquelmomento tomó las medidas oportunas,pese a que no tenía la menor idea dequién era el que se interesaba por él.Compró billetes de ferrocarril adiversos lugares, de Taunton a Exeter,de Taunton a Londres, de Taunton aSwindon, válidos por un mes, por cuantosabía que si tenía que huir, le seriadifícil adquirir billetes con la debidadiscreción. Sacó de su escondrijo las

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viejas identidades falsas y el revólver, ylo ocultó todo en un lugar fácilmenteaccesible, en la superficie, y no bajotierra. Puso una maleta llena de ropas enel maletero del Alvis, y llenó eldepósito de gasolina. Estasprecauciones calmaron un poco sustemores, abrieron camino a laposibilidad de dormir.

—¿Quién ha ganado, señor?Era Prebble, un chico nuevo, que,

con bata y el tubo de pasta para losdientes, se dirigía a la enfermería. Aveces, los chicos hablaban a Jim sinmotivo alguno, ya que la altura de Jim ysu espalda torcida representaban un reto

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para los chicos.—Me refiero al partido, señor, al

partido contra el Saint Ermins.Otro chico terció burlón:—El Saint Vermins[8], sí, señor,

¿quién ha ganado?A ladridos, Jim repuso:—Señor, ellos han ganado, señor.

Han ganado, como hubieras debidosaber ya, señor, si te hubiera interesadoun poco, señor.

Y balanceó su enorme puño,lentamente, fingiendo que iba a dar unpuñetazo a los chicos, tras lo cual losempujó a lo largo del corredor, hacia eldispensario de la matrona.

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—Buenas noches, señor.—Buenas noches, renacuajos.Y echó a andar en la dirección

opuesta, para ir al dormitorio de loschicos enfermos, desde donde podríaver la iglesia y el cementerio.

Señor, por favor, ¿qué essupervivencia? Supervivencia, señor, esuna infinita capacidad de sospecha. Éstaera la primera lección, en el Parvulario.El viejo Thatch solía entonar estadefinición todas las mañanas.

El dormitorio de los enfermos estabacon la luz apagada. Tenía un aspecto yun olor que desagradaba a Jim. Docechicos yacían en la penumbra, entre la

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cena y la temperatura.—¿Quién es? —preguntó una voz

ronca.—Rhino —repuso otra voz—. Oiga

Rhino, ¿quién ganó el partido contra losSaint Vermins?

Llamar a Jim por su apodo constituíaun acto de insubordinación, pero loschicos que se encontraban en eldormitorio de enfermos se considerabanliberados momentáneamente de ladisciplina.

Mientras pasaba con dificultad porentre dos camas, Jim contestó:

—¿Rhino? ¿Quién diablos es Rhino?No le conozco. No significa nada para

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mí este apellido. ¡Vamos, tú, apaga esalinterna! Las linternas están prohibidas.Un paseo, esto ha sido el partido, unpaseo. Si no recuerdo mal, dieciocho acero a favor de los Vermins.

La ventana llegaba casi hasta elsuelo. Una vieja rejilla metálica, comola que se pone ante los radiadores decalefacción, la protegía de los chicos.Mientras miraba por la ventana, Jim.murmuró:

—Los de las líneas traseras hanjugado como idiotas. Por esto hemosperdido.

Un chico llamado Stephen dijo:—Odio el rugger.

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El Ford azul estaba aparcado a lasombra de la iglesia, cerca de losolmos. Desde la planta baja del edificio,no cabía ver el automóvil; sin embargo,tampoco se podía decir que estuvieraoculto. Jim se quedó muy quieto, unpoco apartado de la ventana, buscandocon la vista indicios delatores. La luzdel ocaso se extinguía muy de prisa,pero Jim tenía buena vista y sabía lo quebuscaba: una antena circular para laonda corta, una antena de largadistancia, un segundo espejo interiorpara el acompañante, marcas dequemaduras en las cercanías del tubo deescape. Los chicos, al notar la tensión

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de Jim, comenzaron a bromear:—¿Es un pájaro, señor?—¿Está buena?—¿Se quema algo?—¿Qué tal tiene las piernas?—¡Dios mío! ¿No será la señorita

Aaronson?Esta frase desencadenó las risas de

todos, porque la señorita Aaronson eravieja y fea. Genuinamente irritado, Jimdijo secamente:

—¡A callar! ¡Cerdos mal educados!Abajo, Thursgood pasaba lista a los

mayores.¿Abercrombie? Presente, señor.

¿Astor? Presente, señor. ¿Blakeney?

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Enfermo, señor.Jim vio que la puerta del automóvil

se abría, y que de él se apeabacautelosamente George Smiley, cubiertocon un pesado abrigo.

En el corredor sonaron los pasos dela matrona. Oyó el gemido de sustacones de goma, y el entrechocar de lostermómetros en un vaso de plástico.

—Querido Rhino —dijo la matrona—, ¿se puede saber qué haces aquí, enmi dormitorio de enfermos? Y cierra lascortinas o se van a morir todos depulmonía. William Merridew, siéntateahora mismo en la cama.

Smiley estaba cerrando la puerta del

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automóvil. Iba solo y no llevaba nada, nisiquiera una cartera.

—En Grenville están pidiendo agritos tu presencia, Rhino.

Jim repuso en tono de grandiligencia:

—Voy, voy corriendo.Y, después de lanzar un «buenas

noches a todos», se fue al dormitoriollamado Grenville, en donde debíaterminar la lectura de un relato breve deJohn Buchan. Mientras leía en voz alta,se dio cuenta de que tenía dificultadesen pronunciar ciertos sonidos, sonidosque se le quedaban trabados en algúnlugar de la garganta. Sabía que sudaba,

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suponía que la herida le supuraba, y,cuando terminó, había en su quijada unarigidez que no podía haber sido causadapor la lectura. Pero estos síntomascarecían de importancia, comparadoscon la oleada de furia que ibainvadiéndole en el momento en que salióal frío aire nocturno. Durante unosinstantes, en la terraza, quedó dubitativo,fija la vista en la iglesia. Le llevaríaunos tres minutos, seguramente menos,despegar el revólver del banco, ymetérselo en la cintura de lospantalones, en el lado izquierdo, con elcañón hacia dentro, hacia el escroto…

Pero el instinto le aconsejó: «no». Y

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echó a andar en dirección al remolque,cantando a todo pulmón, y sin afinar,«Hey diddle diddle…»

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En el dormitorio del hotel lasensación de molesto movimiento eraconstante. Incluso en los raros momentosen que el tránsito exterior disminuía unpoco, las ventanas seguían vibrando. Enel baño, los vasos para los cepillos delos dientes también vibraban, y por eltecho, así como por las paredes, los doshombres oían colarse la música, sonidosde choque y retazos de conversaciones ycarcajadas. Cuando llegaba unautomóvil, el sonido de la portezuela alcerrarse parecía sonar en el interior deldormitorio, y el sonido de los pasos

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también. En cuanto al mobiliario ydecoración, es preciso decir que todoera armónico. Las sillas amarillasarmonizaban con los cuadros amarillos ycon la alfombra amarilla. Las colchasarmonizaban con el color naranja de lapintura de la puerta, y, por puracoincidencia, con la etiqueta de labotella de vodka sobre la mesilla baja.Smiley lo había preparado todo con grancuidado. Había separado las sillas ypuesto la botella de vodka en la mesabaja, y, ahora, mientras Jim, sentado lemiraba fijamente, Smiley extrajo de lamenuda nevera una bandeja de salmónahumado y pan moreno con la

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mantequilla ya esparcida sobre lasrebanadas. En contraste con ladisposición de ánimo de Jim, Smileyestaba visiblemente alegre, y susmovimientos eran rápidos y decididos.

Con una breve sonrisa, mientras ibaponiendo las cosas en la mesa, Smileydijo:

—He pensado que lo menos quepodía hacer era disponerlo todo paraque estuviéramos cómodos. ¿A qué horadebes estar de nuevo en la escuela?¿Tienes un límite determinado?

Al no recibir contestación, Smiley sesentó y dijo:

—¿Te gusta la enseñanza? Si no

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recuerdo mal te dedicaste a ella duranteuna temporada, después de la guerra,¿no es cierto? Fue antes de quevolvieran a meterte en el servicio, creo.¿También era una escuela depreparatoria?

Jim le contestó con voz agria:—Míralo en el expediente. No

intentes jugar al gato y al ratón conmigo,George Smiley. Si quieres enterarte dealgo, mira al expediente.

Smiley alargó el brazo hacia lamesa, llenó dos vasos, y entregó uno aJim, a quien preguntó:

—¿Tu expediente personal en elCircus?

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—Que te lo den los administradores.Que te lo dé Control.

—Sí, eso debiera hacer supongo…—dijo Smiley dubitativo—. Lo malo esque Control ha muerto, y que a mí meecharon mucho antes de que túregresaras. ¿Nadie se tomó la molestiade decirte lo ocurrido, cuandoregresaste?

Al decir estas palabras, la expresiónde Jim se suavizó, y, en lentosmovimientos, hizo uno de aquellosademanes que tanto divertían a loschicos de la escuela de Thursgood,pasándose la mano izquierda por lasguías del bigote, y, luego, alzándola para

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ponérsela sobre el apolillado cabello.—Dios mío… —musitó—. Control

ha muerto. ¿De qué murió, George? ¿Delcorazón? ¿El corazón le mató?

—¿Ni siquiera esto te dijeron, alterminar tu misión?

Al oír la palabra «misión», Jim seenvaró de nuevo y a su mirada volvió laexpresión de ferocidad.

—Sí, fue el corazón —dijo Smiley.—¿Quién ocupó su puesto?Smiley se echó a reír.—¿De qué diablos hablasteis en

Sarratt, sí ni siquiera esto te dijeron?—¡Maldita sea! ¿Quién ocupó su

cargo? Desde luego, no fuiste tú porque

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a ti te echaron. ¿Quién ocupó el puesto,George?

Examinando cuidadosamente a Jim,y fijándose en la posición del brazo deéste, inmóvil cruzando las rodillas,Smiley repuso:

—Alleline. ¿Quién querías que loocupara? ¿Tienes tu candidatoparticular, quizá? —Después de unalarga pausa, Smiley siguió—: ¿Y no tedijeron, por casualidad, lo que leocurrió a la red Aggravate? ¿Lo que lespasó a Pribyl, a su esposa y a sucuñado? ¿O lo que pasó con la redPlato? ¿Con Landkron, Eva Krieglova,Hanka Bilova? Tú reclutaste a algunos

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de éstos, antes de los tiempos de RoyBland, ¿no es eso? El viejo Landkronincluso trabajó bajo tus órdenes, durantela guerra.

En aquel momento algo terrible huboen el modo en que Jim quedó sin podermoverse hacia adelante ni hacia atrás.Su rostro rojo se torció con el esfuerzode la indecisión, y grandes gotas desudor se formaron sobre sus cejashirsutas.

—¡Maldita sea, George! ¿Quépretendes? He hecho borrón y cuentanueva. Es lo que me ordenaron. Medijeron que emprendiera una nueva vida,que me olvidara de todo lo anterior.

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—¿Quiénes son esos «ellos», Jim?¿Roy? ¿Bill, Percy? —Smiley esperó.Luego dijo:

—Y fueran quienes fuesen esosellos, ¿te dijeron la suerte de Max?Incidentalmente, te diré que Max estábien.

Smiley se levantó, escanció másvodka en el vaso de Jim, y volvió asentarse.

—Muy bien, de acuerdo —dijo Jim—, ¿qué pasó con las redes deespionaje?

—Fueron descubiertas. Según losrumores, tú las delataste para salvar lapiel. No creo que fuera así. Pero he de

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saber lo que realmente ocurrió. Ya séque Control te hizo jurar por lo mássagrado que nada dirías, pero lasituación ha cambiado. Me consta que tehan acribillado a preguntas, y quealgunas cosas las has hundido tanprofundamente en tu interior que nisiquiera puedes encontrarlas o que ya nosabes distinguir entre la verdad y laficción. Sé que has intentado hacerborrón y cuenta nueva, y decir que, enrealidad, nada ocurrió. También yo lo heintentado. En fin, puedes hacer borrón ycuenta nueva, sí, pero después de estanoche. He traído conmigo una carta deLacon, y, si quieres, puedes hablar por

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teléfono con él. No quiero que guardessilencio. Prefiero que hables. ¿Por quéno viniste a verme, cuando regresaste?Hubieras podido hacerlo. Intentasteverme, antes de irte, por lo que, ¿cómoes que no lo intentaste al volver? Nofueron solamente las normas del juego loque te lo impidieron.

—¿Se salvó alguien?—No. Según parece, fueron

fusilados.Habían telefoneado a Lacon, y,

ahora, Smiley estaba sentado solo,tomando breves sorbos de su bebida.Del cuarto de baño le llegaba el sonidode manar de agua, y los gruñidos de Jim

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al mejorarse la cara.Como si fuera una condición precisa

para hablar, Jim musitó:—¡Por el amor de Dios, vayamos a

un sitio en que podamos respirar!Smiley cogió la botella, y los dos

juntos cruzaron la zona asfaltada,camino del automóvil.

Viajaron durante veinte minutos. Jimiba al volante. Cuando el coche sedetuvo volvieron a encontrarse enaquella zona elevada, en lo alto de lacolina que aquella misma mañana estabacubierta de niebla, y desde la que sedivisaba el valle. A lo lejos, había lucesdiseminadas. Jim, sentado, se estaba

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quieto como si fuera de hierro, con elhombro derecho alzado y las manoscolgantes, mirando a través delempañado parabrisas la sombra de lascolinas. El cielo tenía color claro, y elperfil de Jim se recortaba duramentecontra él. Las primeras preguntas deSmiley fueron breves. La ira habíaabandonado la voz de Jim, y, poco apoco, fue hablando con crecientefacilidad. En determinado momento,mientras se refería a las artimañas deControl incluso rió, pero Smiley eninstante alguno relajó su atención, seportaba con la misma cautela que siayudara a un niño a cruzar la calle.

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Cuando Jim divagaba, o se perdía enconfusiones, o se dejaba llevar por unarrebato temperamental, Smiley,suavemente, le dirigía hasta que los dosse encontraban el uno al lado del otro,avanzando al mismo paso y en la mismadirección. Cuando Jim dudaba, Smileyle estimulaba a salvar el obstáculo. Alprincipio, y gracias a una mezcla deinstinto y deducción, Smiley llegó adecir a Jim la historia que éste lecontaba.

Smiley insinuó que, para dar a Jimlas primeras instrucciones, Controlseguramente había concertado una citafuera del Circus. Así había sido.

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¿Dónde? En un piso del servicio, en St.James, piso que Control propuso.¿Asistió alguien más a la reunión?Nadie. ¿Y para ponerse al habla conJim, por vez primera, Control se sirvióde MacFadean, su conserje personal?Efectivamente, el viejo Mac fue aBrixton, con una nota para Jim en la quese concertaba una entrevista paraaquella misma noche. Jim debíacontestar si o no a Mac y devolverle lanota. No debía utilizar el teléfono, nisiquiera las líneas internas, para hablarde la cita. Jim dijo que sí a Mac, y llegóa las siete.

—Supongo que, ante todo, Control te

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recomendaría suma cautela.—Me dijo que no debía confiar en

nadie.—¿Dio nombres concretos?—Luego. Al principio, no. Al

principio, sólo dijo que no confiara ennadie, especialmente si se trataba depeces gordos. ¿George?

—Sí.—Los fusilaron, ¿verdad? ¿A

Landkron, Krieglova y los Pribyl? ¿Fueun puro y simple fusilamiento?

—La policía secreta apresó a losmiembros de las dos redes, en unamisma noche. Luego, nadie sabe lo queocurrió. Pero los más próximos

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parientes fueron informados de quehabían muerto, y esto, por lo general,significa que sí, que las personas encuestión han muerto.

A su izquierda, una fila de pinos,como un ejército inmóvil, trepaba desdeel valle.

—Y supongo —dijo Smiley— que,entonces, Control te preguntó de quéidentidades checas disponías, ¿no eseso?

Tuvo que repetir la pregunta, paraque Jim se decidiera. Por fin, contestó:

—Le dije que tenía la de Hajek,Vladimir Hajek, periodista checo conbase en París. Control me preguntó

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cuánto tiempo sería posible utilizarestos papeles. Y yo le contesté: «No sepuede saber con certeza; a veces,después de un viaje ya no sirven»—…Alzando bruscamente la voz, como sihubiera perdido el dominio de la misma,Jim añadió—: Sordo como una tapia eraControl, cuando le interesaba.

—Y, entonces —insinuó Smiley—,te dijo cuál iba a ser tu misión.

—En primer lugar estudiamos lasposibilidades de negarlo todo. Dijo que,si me cogían, debía mantenerle a éltotalmente al margen. Debía fingir quese trataba de una operación de loscazadores de cabelleras, algo así un

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poco nacido de la iniciativa privada…Pero, incluso en aquellos instantes,pensé: ¿Quién diablos puede creersemejante embuste? Cada palabra quepronunciaba le costaba un esfuerzo,como si le arrancaran una muela.Durante toda la sesión tuve concienciade su resistencia a informarme de larealidad. No quería que supiera nada,pero deseaba darme instrucciones clarasy válidas. Dijo: «Me han hecho unaoferta, una oferta de servicios; se tratade un personaje que ocupa un alto cargo,y cuyo nombre en clave es Testimonio».Le pregunté: «¿Personaje checo?» Ycontestó: «Sí, militar; tú eres un militar

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también, Jim, y creo que haréis buenasmigas». Durante todo el rato hablamosasí. Yo pensaba en aquellos momentosque si Control no quería decirme nada,lo menos que podía hacer era dejar dedudar y de hacer insinuaciones.

Jim dijo que Control después de másy más intentos de aproximación, anuncióque Testimonio era un general deartillería checo. Se llamaba Stevcek, y,en la jerarquía militar de Praga, se leconsideraba un hombre prosoviético ypartidario de la línea dura; habíacumplido misiones de enlace en Moscúy era uno de los pocos checos enquienes los rusos confiaban. A través de

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un intermediario al que Control habíainterrogado personalmente en Austria,Stevcek había expresado su deseo dehablar con un alto funcionario del Circusacerca de cuestiones de mutuo interés.Este emisario del Circus debía conocerel idioma checo, y ser alguien capaz detomar decisiones. El viernes, día veintede octubre, Stevcek inspeccionaría elcentro de investigaciones de armassituado en Tisnov, cerca de Brno, unosciento cincuenta kilómetros al Norte dela frontera austríaca. De allí, iría apasar, solo, el fin de semana en unalbergue de caza. Este albergue seencontraba en pleno bosque, no muy

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lejos de Racice. Estaba dispuesto arecibir al emisario allí, al atardecer delsábado día veintiuno. Se encargaría deencontrar la persona adecuada para queescoltase hasta allá al emisario delCircus.

—¿Dijo Control —preguntó Smiley— algo acerca de los motivos quepodían impulsar a Stevcek a portarseasí?

—Sí, una mujer, una chica estudianteque se había liado con él. Control dijoque se trataba de unos amores tardíosdel coronel, quien le llevaba veinte añosa la chica. Esta muchacha fue fusiladadurante el alzamiento del verano del

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sesenta y ocho. Hasta aquel momento,Stevcek había sabido ocultar sussentimientos antirrusos, para poderproseguir su carrera, Pero la muerte dela muchacha puso fin a esta actitud.Ahora, Stevcek estaba dispuesto a hacercuanto daño pudiera a los rusos. Durantecinco años, fingió una actitud amistosa,y fue recogiendo información querealmente pudiera perjudicar a losrusos. Pronto pudimos abordarle yestablecer los debidos medios decontacto, ya que Stevcek estabadispuesto a venderse.

—¿Había comprobado Controldebidamente la veracidad de lo que has

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dicho?—En la medida de lo posible.

Conocíamos bastante bien lapersonalidad de Stevcek. Era un generalmuy activo, hombre de despacho, conuna larga lista de cargos y actividadesen el Estado Mayor. Era un tecnócrata.Cuando no se encontraba trabajando ensu país, estaba adquiriendo experienciay conocimientos en otros. Estuvo enVarsovia, en Moscú, en Pekín durante unaño, pasó una temporada de agregadomilitar en África, volvió a Moscú… Erahombre de carrera brillante, uno de losgenerales más jóvenes del país.

—¿Te dijo Control la clase de

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información que cabía esperar teproporcionara este hombre?

—Material de defensa. Cohetes.Balística.

Entregándole la botella, Smileypreguntó:

—¿Nada más?—Información política.—¿Algo más?Una vez más, Smiley tenía la clara

sensación de tropezar con un obstáculoque no consistía en ignorancia por partede Jim, sino en unos restos de voluntariadecisión de no recordar. De repente, enla oscuridad, la respiración de JimPrideaux, se hizo profunda y ansiosa.

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Había puesto las manos en lo alto delvolante, apoyando la barbilla en ellas, y,sin expresión en los ojos, miraba elparabrisas con escarcha.

—¿Cuánto tiempo los tuvieronpresos, antes de fusilarlos? —preguntó.

—Mucho me temo que algo más quetú.

—¡Dios!Con un pañuelo que había extraído

del interior de la manga, se limpió de lacara el sudor y cuanto en ella hubieradándole brillo. Suavemente, Smileypreguntó:

—¿Y cuál era, en realidad, lainformación secreta que Control

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esperaba conseguir de Stevcek?—Esto es lo que me preguntaron

durante el interrogatorio.—¿En Sarratt?Jim sacudió la cabeza, y moviéndola

hacia las colinas, repuso:—No, allá. Desde el principio

sabían que se trataba de una operaciónde Control. Nada de cuanto les dijepudo convencerles de lo contrario. Sereían de mis palabras.

Una vez más, Smiley esperópacientemente a que Jim estuviera endisposición de proseguir.

—Stevcek. Control tenía una ideametida en la cabeza: Stevcek nos daría

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la solución. Stevcek nos proporcionarlala clave. Le pregunté: «¿Qué clave?»Control sacó su caja, ya sabes, aquellavieja caja de música de color castaño. Yde ella extrajo papeles anotados por él,de puño y letra. Eran papeles escritos ymarcados en colores, con tinta y lápicesde colores. Dijo: «Esto te servirá pararecordar mejor; ahí tienes al hombre conquien te entrevistarás». Y allí estaba lacarrera de Stevcek descrita año por año.Me obligó a leerla íntegra. Todo,academias militares, medallas,esposas… Dijo: «Le gustan loscaballos; tú solías montar; recuérdalo,es una afición común». Y yo pensé que

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sería tan divertido, estar enChecoslovaquia con los sabuesossiguiéndome la pista, y, entretanto,hablar del modo de domar yeguas depura sangre.

Soltó una risa un tanto extraña, porlo que Smiley también se rió.

—Lo señalado en rojo era el trabajode enlace de Stevcek. Lo verde era sutrabajo en el servicio de información.Stevcek había actuado en todas lasesferas. Era el cuarto hombre en elservicio de información militar checo, elgran jefe en lo referente a armamento,secretario del comité nacional deseguridad interna, consejero militar de

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una especie de Praesidium encargado deasuntos anglonorteamericanos en laorganización checa de informaciónmilitar… Entonces, Control llegó aaquella época de mediados de los añossesenta, o sea, la segunda estancia deStevcek en Moscú, que Control habíamarcado mitad en rojo y mitad en verde.Aparentemente, Stevcek ocupaba elcargo de general de enlace en la juntadel Pacto de Varsovia, pero esto, dijoControl, no era más que un puesto paracamuflar sus verdaderas actividades.Dijo: «No tenía nada que ver con elPacto de Varsovia; su auténtico trabajoestaba en la sección inglesa del Centro

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de Moscú, y operaba bajo el nombre deguerra Minin». Su misión consistía encoordinar las actividades checas con lasdel Centro. Y, entonces, Control dijo:«Esto es lo más importante, éste es elverdadero tesoro, lo que Stevcekrealmente quiere vendernos es elnombre del topo que el Centro de Moscútiene en el Circus».

Recordando lo dicho por Max,Smiley pensó que podía ser una solapalabra, y sintió una oleada deinquietud. Sabía que, a fin de cuentas,todo quedaría reducido a un nombre, unnombre para el topo Gerald, un grito enla noche. Jim prosiguió:

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—Hay una manzana podrida, Jim, yestá corrompiendo a las demás.

La voz de Jim, lo mismo que sucuerpo, fue adquiriendo cierta rigidez:

—Me habló de la labor deeliminación que había llevado a cabo,de sus investigaciones de los historialesde los miembros del Circus, y dijo quecasi había descubierto la verdad. Dijoque había cinco posibilidades. No mepreguntes cómo llegó Control a estaconclusión. Dijo: «Es uno de los cincohombres más importantes; se puedencontar, pues, con los dedos de unamano». Me ofreció una copa, y Control yyo comenzamos a inventarnos una clave,

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como un par de colegiales.Utilizamos lo de Tinker, Tailor. Sí,

lo hicimos allí, en el piso, mientrasbebíamos aquel barato sherry de Chipreque era la bebida que Control siempreofrecía. En el caso de que yo no pudierasalir de Checoslovaquia, si surgíaalguna dificultad después de reunirmecon Stevcek y tenía que ocultarme, debíahacer llegar la palabra en cuestión aControl, incluso en el caso de quetuviera que ir a Praga y escribirla conyeso en la puerta de la embajada ollamar por teléfono a nuestro residente ychillar el nombre. Tinker, Tailor,Soldier, Sailor [9] Alleline era Tinker,

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Haydon era Tailor, Bland era Soldier yToby Esterhase era Poorman. Nossaltamos Sailor porque se parecíademasiado a Tailor. Y tú fuisteBeggarman.

—¿De veras? ¿Y qué te pareció,Jim, la teoría de Control?

—Estúpida. Una bobadainconcebible.

—¿Por qué?En tono de militar tozudez, Jim

exclamó:—¡Una estupidez! ¡Uno de nosotros,

un topo…! ¡Vamos, hombre! ¡Es unaidea de loco!

—¿Llegaste a creerlo?

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—¡Nunca! ¿Cómo es posible quetú…?

—¿Y por qué no había de serposible? En teoría, siemprereconocimos que tarde o tempranoocurriría. Siempre nos advertíamos losunos a los otros: cuidado… A fin decuentas habíamos comprado a bastantesmiembros de organizaciones rivales, arusos, polacos, checos, franceses,incluso algún que otro norteamericano…¿Es que los ingleses somos diferentes?

Advirtiendo que había suscitado elantagonismo de Jim, Smiley abrió lapuerta del automóvil, permitiendo asíque entrara el aire frío.

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—¿Damos un paseo? —preguntó—.No podrán sorprendernos mientrasdemos vueltas.

Tal como Smiley había previsto,Jim, al moverse, recuperó la fluidez delhabla.

Se encontraban en el límite orientalde la parte alta de la colina, con unoscuantos árboles en pie, y varios en elsuelo, cortados. Pasaron junto a unbanco helado, pero hicieron caso omisode él. No soplaba el viento, las estrellaslucían muy claras, y, cuando Jimreanudó el relato, los dos iban el uno allado del otro acompasando Jim su pasoal de Smiley, alejándose del automóvil y

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acercándose a él. De vez en cuando sedetenían, rozándose los hombros, decara al valle.

Primeramente, Jim contó cómoconsiguió los servicios de Max, y cuántohizo a fin de que los restantes miembrosdel Circus no llegaran a saber su misión.Hizo saber, indirectamente, que teníaposibilidades de abordar a un altoempleado del servicio de clavessoviético en Estocolmo, y adquirióbillete para Copenhague con su nombrede guerra Ellis. Pero, en realidad, fue enavión a París, allí adoptó lapersonalidad de Hajek, y fue en avión aPraga, en cuyo aeropuerto aterrizó a las

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diez de la mañana. Pasó las aduanas y elcontrol policial sin la menor dificultad,confirmó la hora de partida de su tren enla estación terminal, y, luego, decidiódar un paseo por cuanto aún le quedabandos horas libres, con lo que podría versi le seguían, antes de iniciar el viaje aBrno. Era un otoño frío y desagradable.La nieve ya había cuajado en el suelo yseguía nevando.

Jim dijo que, en Checoslovaquia lavigilancia no era por lo general unproblema. Los servicios de seguridadnada sabían acerca de la manera devigilar al prójimo sin ser vistos, debido,probablemente, a que ninguna

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administración, por lo que se recordaba,había tenido que ocultar que vigilaba aalguien. Jim añadió que enChecoslovaquia todavía se utilizabanautomóviles y paseantes, cual hubierahecho un Al Capone cualquiera. Y estoera lo, que Jim buscaba: Skodas negros,y hombres fortachones conimpermeables. Con tiempo frío, advertirestas presencias es un poco más difícildebido a que todos los automóviles vanmás despacio, la gente va más de prisa,y todo el mundo anda con la caracubierta hasta la nariz. De todos modos,hasta que llegó a la Estación deMasaryk, o Central, como en la

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actualidad la llaman, Jim no tuvoproblemas. Pero en la Estación deMasaryk vio algo… fue más unacuestión de intuición que de observaciónde la realidad— que le infundiósospechas. Se trataba de dos mujeresque habían adquirido billetes antes queél.

Entonces, con la objetividad propiadel profesional, Jim recordó cuanto lehabía ocurrido en el trayecto hasta allá.En unos pórticos con tiendas, junto a laplaza Wenceslas, fue rebasado por tresmujeres, una de ellas, la que iba enmedio, empujaba un cochecito de niño,la que estaba más cerca del bordillo de

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la acera llevaba una bolsa de plásticorojo, y la que iba en la parte interior ibacon un perro sujeto con cadena. Diezminutos después, dos mujeres, distintas,avanzaron hacia él, cogidas del brazo,las dos con mucha prisa, y a Jim se leocurrió que si Toby Esterhase se hubieraencargado de vigilarle, hubieraempleado una combinación de este tipo:un rápido paso de perfiles, con uncochecito de niño, automóviles deapoyatura con onda corta, y un segundoequipo de reserva, para el caso de queel primer equipo se viera obligado arebasarle. En la Estación de Masaryk, alver a las dos mujeres ante él, en la cola

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para adquirir billetes, Jim se dio plenacuenta de que lo anteriormente previstoestaba ocurriendo en realidad. Hay unaparte del equipo con que la gente va porla calle que el encargado de vigilar notiene el menor deseo de cambiarse, ymenos aún en un clima subártico, y setrata, ni más ni menos, de los zapatos.De los dos pares de zapatos ante suvista, en la cola para comprar billetes,Jim reconoció uno. Se trataba de unascortas botas de plástico, forradas depiel, con cremallera, y suelas gruesas,de un material de color castaño queproducía un gemido al pisar la nieve. Yahabía visto aquellas botas, por la

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mañana, en el pasaje Sterba, y lasllevaba aquella mujer que pasó junto aél, empujando el cochecito, aunque, enaquella ocasión vestía ropas diferentes.A partir de este instante, Jim ya no tuvosospechas sino certidumbre, del mismomodo que también la hubiera tenidoSmiley.

En el quiosco de la estación, Jimcompró el «Rudepravo», y, luego, subióal tren con destino a Brno. Si hubieranquerido detenerle ya lo habrían hecho.Seguramente iban en busca dederivaciones, es decir, de descubrir losenlaces de Jim. De nada servía buscarrazones, pero Jim pensó que

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seguramente la identidad Hajek habíasido descubierta, y que habíancomenzado a prepararle la trampa ya enel momento en que subió al avión. Jimse dijo que, en tanto no supieran que élse había dado cuenta de que le seguían,tenía cierto margen de ventaja. Y, por uninstante, tuvo la sensación de hallarse denuevo en la Alemania ocupada, en sustiempos de agente en el campo deoperaciones, viviendo con terror en laboca, y sintiéndose desnudo ante la mirade cualquier desconocido.

Jim tenía que tomar el tren de lastrece ocho que llegaba a Brno a lasdieciséis veintisiete. Este tren fue

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cancelado por lo que Jim tomó unmaravilloso tren tranvía, formadoespecialmente para el partido de fútbol,que se detenía en todas partes, y en cadadetención Jim tenía la certeza de haberidentificado a sus seguidores. Eran dediversas clases. En Chocen, lugarejoprácticamente desierto, Jim se apeó ycompró un bocadillo de salchicha, loque le permitió ver nada menos que acinco sabuesos, todos ellos del sexomasculino, esparcidos por el minúsculoandén, con las manos en los bolsillos,fingiendo que charlaban, y poniéndoseen ridículo.

—Si hay algo —dijo Jim— que

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permita distinguir el buen sabueso delmalo, este algo es que el primero estádotado del noble arte de hacerlo todo deun modo verosímil.

En Svitavy dos hombres y una mujersubieron al vagón de Jim y se pusieron ahablar del partido. Al cabo de un rato,Jim intervino en la conversación. Antesse había enterado de los antecedentes enel periódico. Se trataba de un partido devuelta, y todos andaban locos deexpectación. Llegó a Brno sin que nadamás hubiera ocurrido, por lo que Jim seapeó, entró y salió de diversas tiendas yanduvo por sitios atestados, a fin de quesus seguidores se vieran obligados a

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estar cerca de él para no perderle.Quería tranquilizarlos, quería

demostrarles que nada sospechaba. Leconstaba que era el objetivo de lo queToby denominaría una gran jugada. Losde a pie trabajaban formando equipos desiete. Los automóviles se sustituían contanta frecuencia que Jim ni contarlospudo. El primer vehículo que le dio lapista era una camioneta verde conducidapor un matón. Esta camioneta llevabauna antena circular, y lucía una estrelladibujada con yeso en un lugar de la partetrasera al que no había niño que pudierallegar. Los automóviles, en los casos enque Jim pudo observarlos, se

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identificaban entre sí gracias a un bolsode mujer sobre la guantera y la viseracontra el sol bajada, en el asientocorrespondiente al acompañante delconductor. Seguramente utilizaban otrasseñales, pero Jim tenía bastante conéstas. Por lo que Toby le había contado,en las operaciones de este tipo seempleaban unas cien personas, y si elhombre seguido conseguía dar elesquinazo, el fracaso resultaba muydoloroso. Por esta razón, Toby les teníagran antipatía.

Jim dijo que en la plaza principal deBrno hay un establecimiento en el que sevende toda clase de géneros. Ir de

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compras en Checoslovaquia es muypesado debido a que cada industrialestatal tiene muy pocas tiendas de ventaal detalle, pero aquel establecimientoera nuevo y realmente impresionante.Jim compró juguetes, un pañuelo para elcuello, cigarrillos, y se probó un par dezapatos. Suponía que quienes le seguíanaún estaban esperando que entrara encontacto con su clandestino enlace. Jimrobó un gorro de piel, un impermeablede plástico blanco y una bolsa en la quelo metió. Se quedó en el departamentode prendas masculinas el tiemposuficiente para confirmar que las dosmujeres que formaban la pareja de

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vanguardia estaban aún tras él, pero untanto remisas a acercársele. Jim supusoque habían pedido ser sustituidas porhombres, y que esperaban el relevo. Enel lavabo para hombres, Jim actúo congran celeridad: Sobre el abrigo, se pusoel impermeable blanco, se metió labolsa en el bolsillo y se encasquetó elgorro. Abandonando los restantespaquetes bajó a toda velocidad laescalera de escape, abrió a patadas lapuerta de escape en caso de incendio,recorrió una calleja, luego otra, metió elimpermeable blanco en la bolsa, entróen otra tienda que estaba cerrando suspuertas, y en ella compró un

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impermeable negro para sustituir elblanco. Mezclándose entre los clientesque salían de la tienda, saltó a un tranvíaatestado, y se quedó en él hasta lapenúltima parada, luego caminó duranteuna hora, y llegó puntualmente a lasegunda cita con Max.

Ahora, Jim relató su conversacióncon Max, y dijo que poco faltó para quese pelearan.

—¿Y nunca se te ocurrió abandonarla operación? —preguntó Smiley.

Secamente, casi en tono de amenaza,Jim repuso:

—No. No se me ocurrió.—¿Incluso teniendo en cuenta que,

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desde el principio, pensaste que la ideaera una estupidez?

En el tono de Smiley sólo habíadeferencia. No había filo, no habíadeseos de apuntarse un tanto. Sólo eldeseo de llegar a la verdad, allí, bajo elcielo nocturno.

—Seguiste adelante —dijo—. Tehabías dado cuenta de que te seguían,sabías que la misión era absurda, peroseguiste adentrándote más y más en lajungla.

—Sí, eso hice.—¿No sería que habías cambiado de

opinión, en lo referente a tu trabajo? ¿Oque la curiosidad te dominaba? ¿Qué

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ansiabas saber, quién era el topo, porejemplo? Son hipótesis solamente, Jim.

—¿Y qué importa? ¿Qué importanmis motivos en un lío tan monumentalcomo aquél?

En lo alto de la colina, la media lunalucía libre de nubes y parecía muycercana. Jim se sentó en el banco, cuyaspatas se hundían en el suelo de grava.Mientras hablaba, Jim cogía de vez encuando una piedra y la arrojaba, de unrevés, hacia las matas. Smiley se sentó asu lado, y fijó la vista en Jim. En unaocasión, para acompañarle, tomó unsorbo de vodka, y pensó en Tarr y enIrina bebiendo, en lo alto de otra colina,

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en Hong Kong. Pensó que seguramenteera un hábito propio de las gentes deaquel oficio: hablamos mejor cuandopodemos contemplar un panorama.

Jim dijo que el santo y seña y lacontraseña fueron intercambiados sindificultades, a través de la ventanilla delFiat aparcado. El conductor era uno deesos rígidos y musculosos magiares, conbigote al estilo eduardiano, y aliento conolor a ajo. A Jim no le gustó, perotampoco se había forjado esperanzas alrespecto. Las dos puertas traserasestaban cerradas con llave, y surgió unadisputa acerca del lugar en que Jimdebía sentarse. El magiar decía que más

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valía que no se sentara detrás, porconsiderarlo peligroso. Por otra parte,también era poco democrático. Jim ledijo que se fuera al cuerno. Él preguntóa Jim si iba armado, a lo que éstecontestó que no lo iba, lo cual eramentira, pero lo cierto es que si eleslavo no le creyó tampoco lo dijo. Lepreguntó si había traído instruccionespara el general. Jim dijo que no habíatraído nada, que había ido para escucharsolamente.

Jim se sentía algo nervioso. El cochese puso en marcha, y el magiar habló.Cuando llegaran a la casa no veríanluces ni signo alguno de vida. El general

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estaría dentro. Si veían algún signo devida, como una bicicleta, un automóvil,una luz o un perro, si veían algún signorevelador de que la casita estabaocupada, entonces el magiar iríaprimero allá, y Jim esperaría en elautomóvil. ¿Lo había comprendidoclaramente?

Jim preguntó que por qué no ibanjuntos a la casa. El eslavo dijo que sedebía a que el general no lo quería.

Viajaron durante media hora, deacuerdo con el reloj de Jim, endirección Noroeste, a una media detreinta quilómetros por hora. Lacarretera presentaba muchas curvas y

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estaba bordeada de árboles. No habíaluna, y Jim podía ver muy pocas cosas,como no fuera, de vez en cuando, másbosques y más colinas recortándosecontra el cielo. Advirtió que la nievehabía llegado desde el Norte. Lacarretera estaba despejada, pero seveían las huellas de los neumáticos decamiones pesados. Iban sin luces. Elmagiar comenzó a contarle una historietaverde, y Jim intuyó que aquello erasigno de que estaba nervioso. El olor aajo era terrible. Parecía que el magiarestuviera comiendo ajos constantemente.Sin previo aviso, el magiar detuvo elmotor. Avanzaban cuesta abajo, más

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despacio. Aún no se habían detenido deltodo cuando el magiar bajó el brazohacia el freno de mano, en cuyomomento Jim le aplastó la cabeza contrael marco de la ventanilla y se apoderóde su revólver. Estaban ante unabifurcación. Unos treinta metros másallá, avanzando por el sendero que nacíaen la carretera, había una cabaña demadera. No se advertía el menor signode vida.

Jim dijo al magiar lo que deseabaque éste hiciera. Queda que el magiar setocara con el gorro de piel de Jim y sepusiera el impermeable de éste, y que,de esta guisa, recorriera el camino hasta

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la cabaña. Lo haría lentamente, con lasmanos unidas a la espalda, y caminandopor el centro del sendero. —Si noobedecía, Jim le pegaría un tiro. Cuandollegara a la cabaña, entraría en ella yexplicaría al general que Jim no hacíamás que tomar unas precaucioneselementales. Después, regresaríacaminando despacio, daría el parte aJim, diciéndole que todo iba a pedir deboca y que el general estaba dispuesto arecibirle. O lo contrario, si éste era elcaso.

El magiar no parecía muy contentode estas disposiciones, pero no sehallaba en situación de formular

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objeciones. Antes de que saliera, Jim leordenó que moviera el automóvil, demodo que quedara orientado hacia elsendero. Jim le explicó que si hacía lamenor jugada sucia, encendería los farosy le pegaría un tiro. El magiar inició sutrayecto. Poco le faltaba para llegar a lacabaña cuando la zona entera quedóbañada en luz: la cabaña, el sendero yun amplio espacio alrededor. Entoncesocurrieron, simultáneamente, muchascosas. Jim no pudo verlo todo, debido aque estaba ocupado en dar la vuelta alautomóvil. Vio que cuatro hombres sedescolgaban de los árboles, y que unode ellos atizaba un golpe en la cabeza

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del magiar, tumbándolo. Comenzaron asonar tiros, pero ninguno de los cuatrohombres prestó la menor atención a talhecho, ya que se habían echado a unlado mientras otro hombre tomabafotografías. Parecía que los tiros fuerandirigidos al claro cielo, detrás de losfocos. Era una escena muy teatral.Entonces comenzaron a estallar luces,bengalas militares y luces Verey, y,mientras Jim avanzaba a toda velocidadpor el sendero, tenía la impresión dedejar a sus espaldas un ejercicio militaren su momento culminante. Seencontraba casi a salvo —creíarealmente hallarse a salvo—, cuando, en

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el bosque a su derecha alguien abriófuego, desde muy cerca, con unaametralladora. La primera ráfagaarrancó una de las ruedas traseras,lanzando el automóvil hacia un lado. Jimvio la rueda volando por encima delcubremotor, en el momento en que elautomóvil se desviaba hacia laizquierda, y caía por un desmonte. Eldesmonte tendría unos tres metros deprofundidad, pero la nieve suavizó elgolpe. El automóvil no se incendió, porlo que Jim se cubrió detrás de él yesperó, con la vista en el otro lado delsendero, en espera de la oportunidad dedisparar sobre el hombre de la

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ametralladora. La ráfaga siguiente fuedisparada a la espalda de Jim, y loarrojó contra el automóvil. El bosqueseguramente estaba atestado de tropas.Jim se dio cuenta de que había recibidoun par de balazos, los dos le dieron enel hombro derecho y, mientras yacía allí,contemplando la exhibición militar, semaravillaba de que aquel par de balazosno le hubieran arrancado el brazo. Sonódos o tres veces el claxon de unautomóvil, Por el sendero avanzó unaambulancia, pero los disparos seguíancon tal intensidad que seguramente enaquel bosque la caza habría quedadoatemorizada por varios años. La

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carrocería de la ambulancia era tan altay rectilínea que recordó a Jim aquellosviejos coches de bomberos que salían enlas películas de Hollywood. Se estabadesarrollando una fingida batalla,batalla en toda la regla, pero loshombres de la ambulancia estaban allí,en pie, mirándole tranquilamente, comosi nada ocurriera. Comenzaba Jim adesvanecerse cuando oyó que llegaba unsegundo vehículo, oyó voces, y ahoravolvieron a tomar fotografías, aunque enesta ocasión fotografiaron al hombre quetenían que fotografiar. Alguien estabadando órdenes, pero Jim no pudo saberqué decían estas órdenes por cuanto

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quien las daba hablaba en ruso. Su únicopensamiento, cuando le arrojaron en lacamilla y perdió el conocimiento, secentraba en la posibilidad de regresar aLondres. Se imaginó a sí mismo, allí, enel piso de Saint James, con aquellospapeles coloreados y el montón denotas, cómodamente sentado en unamplio sillón, dedicado a explicardetalladamente a Control el modo ymanera en que los dos se habían dejadoengañar, por la más burda treta jamásideada en la historia de su oficio. Elúnico consuelo de Jim radicaba enpensar que aquella gente había tumbadoal magiar, mediante un golpe en la

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cabeza, aunque ahora, al recordar laaventura, lamentaba no haberle partidola crisma, lo cual hubiera podido hacerfácilmente y sin escrúpulos.

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La descripción del dolor padecidoera, desde el punto de vista de Jim, unlujo del que se podía prescindir. ParaSmiley el estoicismo de Jim teníamatices terribles, especialmente si setenía en cuenta que el propio Jimparecía ignorarlo. Jim explicó que laslagunas de su relato correspondían a losmomentos en que había perdido elconocimiento. A su juicio, la ambulancialo transportó hacia el Norte. Paraformular esta hipótesis se basó en quelos árboles que vio cuando abrieron lapuerta para dar entrada al médico tenían

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una más gruesa capa de nieve. Lasuperficie de la carretera estaba en muybuen estado, por lo que Jim pensó queseguramente se dirigían a Hradec. Elmédico le dio una inyección, y Jimdespertó en una clínica carcelaria, conaltas ventanas enrejadas, y tres hombresvigilándole. Volvió a despertar, despuésde la intervención quirúrgica, en unasala diferente, sin ventanas, y Jimestimaba que el primer interrogatorioseguramente tuvo efecto allí, unassetenta y dos horas después de laoperación, pero no lo sabía de ciertopor cuanto el tiempo ya se habíaconvertido en un problema y, desde

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luego, le habían quitado el reloj.Lo trasladaron muchas veces, ya a

diferentes habitaciones, según lo que sedispusieran a hacer con él, ya a otrascárceles, según fuera la persona que sedisponía a interrogarle. A veces, lotrasladaban con la sola finalidad demantenerlo despierto por la noche, y lehacían recorrer largos corredores.También lo trasladaron en camiones y,en una ocasión, en un avión detransporte checo, aun cuando lo ataron yle vendaron los ojos, y Jim se desmayópoco después de despegar. Elinterrogatorio subsiguiente a este vuelofue muy largo. De todos modos, Jim no

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conseguía aprehender el sentido de estosinterrogatorios, conjuntamenteconsiderados, y el intento de pensar enello nada le aclaraba, sino al contrario.Lo que tenía más presente en su memoriaera el plan de actuación que se habíatrazado mientras esperaba serinterrogado por primera vez. Leconstaba que el silencio era imposible, yque, en aras de su salud mental o de susupervivencia, forzosamente tendría quehaber diálogo, y, al término del diálogo,era necesario que aquella gente creyeraque él les había dicho lo que sabía, todolo que sabía. Mientras yacía en laclínica preparó su mente, formando

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líneas de defensa en progresivoretroceso, detrás de las cuales podíairse refugiando sucesivamente, enconstante retirada, caso de que la suertele favoreciera, hasta causar la impresiónde haber sido totalmente derrotado. Suprimera línea de defensa, y al mismotiempo, aquella que podía abandonarcon menos escrúpulos era la formadapor el esquema general de la operaciónTestimonio. No cabía saber si Stevcekhabía actuado voluntariamente como uncebo o si había sido traicionado. Pero,tanto en uno como en otro caso, una cosaera cierta: los checos sabían más queJim, en cuanto a Stevcek hacía

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referencia. Su primera confesión sería,por tanto, la historia de Stevcek, puestoque, a fin de cuentas, los checos ya lasabían. Pero les obligaría a trabajarpara conseguirla. Primeramente, lonegaría todo, y mantendría la historia desu falsa identidad. Después de resistirse,confesaría ser un espía inglés, y daría sunombre de guerra, Ellis, de modo que silo publicaban, el Circus sabría, por lomenos, que estaba vivo y resistiendo.Sabía con certeza que la magnitud de latrampa que le habían tendido, así comolas fotografías, auguraban granpublicidad del asunto. Luego, y deacuerdo con las instrucciones que

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Control le había dado, diría que laoperación era cosa exclusivamente suya,montada sin el consentimiento de sussuperiores y con la finalidad de ganarlaureles. Y enterraría en lo más hondode su ser, más hondo de lo que susinterrogadores podían llegar, todopensamiento concerniente a la existenciade un espía en el seno del Circus.

Dirigiéndose a las negras sombrasde las colinas, Jim dijo:

—El topo no existía, la entrevistacon Control no se había celebrado, y elpiso de Saint James tampoco existía.

Su segunda línea de defensa seríaMax. Al principio negaría haber ido con

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un ayudante. Luego diría que sí, quehabía ido con ayudante, pero queignoraba su nombre. Luego, debido aque a la gente siempre le gusta sabernombres, les daría un nombreprimeramente falso, y luego, elverdadero. En estos momentos, Max yase encontraría a salvo, u oculto, o en lacárcel.

Ahora a la memoria de Jim llegó unasucesión de posiciones que no tendríaque defender con tanto tesón, como, porejemplo, recientes operaciones de loscazadores de cabelleras, o bienhabladurías del Circus, cualquier cosa,con la finalidad de inducir a creer a sus

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interrogadores que estaba ya totalmentedominado, que hablaba con enteralibertad, que esto era cuanto sabía, y quehabían ya conquistado la últimatrinchera. Buscaría en su memoriapasadas actuaciones de los cazadores decabelleras, y, en caso de que fueranecesario, les daría el nombre de uno odos funcionarios soviéticos o de lospaíses satélites, que hubieran sidorecientemente descubiertos, y tambiénles daría quizás el nombre de otrosfuncionarios que, en el pasado, habíanvendido, una sola vez, información porlo que, como sea que no habíandesertado, bien se les podía considerar

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en situación de poder prescindir deellos. Les arrojaría cuantos huesospudiera y, en caso de necesidad, lesentregaría íntegramente el establo deBrixton. Y todo lo anterior formaría lacortina de humo que ocultaría lo que, ajuicio de Jim, era el más vulnerableaspecto de sus conocimientos,conocimientos que sus interrogadorespresumirían, sin la menor duda, queposeía, a saber, la identidad de losmiembros de las redes Aggravate yPlato.

—Landkron, Krieglova, Bilova, losPribyl —dijo Jim.

Smiley se preguntó por qué razón

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Jim siempre mencionaba estos nombresen el mismo orden.

Durante largo tiempo, Jim no habíatenido nada que ver con estas redes.Años atrás, antes de hacerse cargo deBrixton, había contribuido a formarlas yreclutado algunos de sus miembros.Pero, desde aquellos tiempos, habíanocurrido muchas cosas que afectaron alas redes en cuestión, durante lostiempos de Bland y de Haydon, de lasque Jim nada sabía. Sin embargo, a Jimle constaba que sabía lo suficiente paraque, caso de hablar, las redes fuerandescubiertas en su integridad. Y lo quemás preocupaba a Jim era el temor de

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que Control, o Bill, o Percy Alleline, oquien quiera que fuese el que tuviera elpoder de decisión en la actualidadactuaran con demasiada lentitud odemasiada codicia, para que las redeshubieran sido evacuadas en el momentoen que Jim, sometido a unas formas demalos tratos y coacción que solamentepodía imaginar, se viera obligado adeclararlo todo.

Ahora, sin el menor asomo de buenhumor, Jim. dijo:

—Pero lo gracioso fue que misinterrogadores no mostraron el menorinterés por las redes. Me formularonseis o siete preguntas acerca de

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Aggravate, y, luego, perdieron todointerés en el asunto. Sabíanperfectamente que Testimonio no erafruto de mi ingenio, y sabían todo loconcerniente a la compra de Stevcek, enViena, a cargo de Control. Comenzaronexactamente en el lugar en que yo queríaterminar: con las instrucciones recibidasen el piso de St. James. Nada mepreguntaron acerca de un ayudante, y nomostraron el menor interés en loreferente a la persona que me llevó hastael punto de reunión con el magiar. Enprincipio, sólo querían hablar de aquellamaldita teoría de la manzana podrida,formulada por Control.

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Smiley volvió a pensar. Unapalabra, sólo una palabra.

—¿Conocían las señas del piso deSt. James? —preguntó.

—Hasta la marca del sherryconocían.

—¿Y los papeles con colores? ¿Y lacaja de música? —volvió a preguntarrápidamente Smiley.

—No, al principio no lo sabían.Smiley pensó que forzosamente

tenían que saberlo. Gerald sabía todo loque los administradores habíanconseguido sonsacar al viejoMacFadean. El Circus llevó a cabo lacorrespondiente investigación post-

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mortem. Y Karla se benefició con loscorrespondientes descubrimientos, y sebenefició a tiempo para esgrimirlos anteJim.

—Supongo —dijo Smiley— que, enaquellos momentos, comenzaste a pensarque Control estaba en lo cierto, y que,realmente, había un topo.

Jim y Smiley se apoyaban en unavalla de madera. La tierra formaba unapronunciada pendiente, ofreciendo a suvista un panorama de tierras incultas,con matas, y de campos de cultivo másallá. Abajo había otro pueblo, una bahía,y una estrecha cinta de mar iluminadopor la luna.

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—Fueron directamente al corazóndel asunto: «¿Por qué razón Controlactuó solo? ¿Qué pretendía conseguir?»Les dije: «Rehabilitarse». Se echaron areír: «¿Gracias a esa información sinimportancia, referente a losemplazamientos militares en la zona deBrno? Con esto no tenía ni para pagarseuna comida en su club». Dije: «QuizáControl esté perdiendo terreno en elseno del Circus». Dijeron que si Controlrealmente perdía terreno, ¿quién era elque se lo estaba ganando? Dije queAlleline. Sí, Alleline y Control habíanentablado una dura competencia para laconsecución de información. Pero a

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Brixton sólo llegaron rumores, dije. «¿Yqué consigue Alleline que Control noconsiga?» «No lo sé». «Pero ustedacaba de decir que Control y Allelinehan entablado una dura competenciapara la consecución de información…»«Es un rumor; no lo sé». Y medevolvieron a la celda.

Jim dijo que, en aquellos tiempos,había perdido totalmente la noción deltiempo, puesto que, o bien vivía en laoscuridad de la capucha que le poníanen la cabeza, o en la blanca luz de lasceldas. No había noche ni había día, y,para mayor confusión, sus carcelerosproducían ruidos constantemente.

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Le daban un trato basado en elprincipio de la producción en cadena,explicó Jim. No le dejaban dormir, serelevaban en los interrogatorios,procuraban desorientarle lo másposible, y le trataban con gran dureza,hasta que llegó el momento en que losinterrogatorios representaron para Jim,según dijo éste, una lenta carrera entrela posibilidad de quedar con la cabezacomo una regadera, dicho sea en laspropias palabras de Jim, y la deconfesarlo todo. Naturalmente, teníaesperanzas de quedar sólo con la cabezacomo una regadera, pero esto era algoque escapaba a su poder de decisión, ya

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que los interrogadores tenían los mediosprecisos para evitarlo. Le torturaron conelectricidad.

—Y volvieron a empezar, desde unnuevo punto de ataque. «Stevcek era unimportante general; si pidióentrevistarse con un funcionariobritánico de alta categoría, Stevcekdebía esperar que dicho funcionarioconociera a fondo todos los aspectos dela carrera militar del propio Stevcek;¿pretende usted deciros que no hizo lopreciso para informarse?» «Lo que yoles digo es que todo lo que sé me lo dijoControl». «¿Leyó el historial deStevcek, en el Circus?» «No». «¿Y

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Control?» «No lo sé». «¿Quéconclusiones sacó Control de la segundaestancia de Stevcek en Moscú?, ¿lehabló Control del cargo de Stevcek en elcomité de enlace del Pacto deVarsovia?» «No». Insistieron sinvariación en esta pregunta y yo meencastillé en la misma contestación,pesando que, si lo hacía, perderían lapaciencia, Y, realmente, la perdieron.Cuando me desmayé, me echaron aguaencima, y volvieron a la carga.

Movimiento, dijo Jim. Ahora, sumodo de narrar había adquirido unextraño ritmo brusco, a retazos. Celdas,corredores, automóvil en el aeropuerto,

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tratamiento de hombre importante ypalos antes de subir al avión… duranteel vuelo me dormí y me castigaron porello.

—Volvieron a encerrarme en unacelda, más pequeña, y con las paredessin pintar. A veces, pensaba que estabaen Rusia. Fijándome en las estrellas,deduje que me habían trasladado más alEste. A veces, estaba en Sarratt,siguiendo un curso de resistencia a losinterrogatorios…

Durante un par de días le dejaron enpaz. Jim se sentía muy confuso, con lacabeza pesada. Oía constantemente eltiroteo en el bosque, veía las bengalas,

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y, cuando por fin dio comienzo la gransesión, la sesión que él recordaba comoun maratón, Jim tenía la desventaja desentirse medio derrotado ya, agazapadoen la última trinchera.

Ahora, con voz muy tensa, Jim dijo:—Principalmente era una cosa de

salud.—Si quieres —dijo Smiley—,

podemos descansar un poco.Pero en el lugar en que Jim estaba no

había descansos, y lo que él quisieracarecía de importancia.

Ésta fue la sesión larga, dijo Jim. Enun momento de dicha sesión, Jim leshabló de las notas de Control, y de sus

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papeles con tintas y lápices de colores.Le iban a la caza con furia, y Jimrecordaba la presencia de un público,enteramente masculino, en el otroextremo de la estancia, mirándole todoscomo si fueran médicos, hablando entresí en murmullos, y él les habló de loslápices de colores con la sola finalidadde mantener viva la conversación, paraque aquella gente dejara de murmurar yle prestara atención. Le prestaronatención, pero no dejaron de murmurar.

—Cuando tuvieron los colores,quisieron saber su significado. «¿Quésignificaba el azul?» «No había azul».«¿Qué significaba el rojo? ¿Qué quería

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decir el rojo? Dénos un ejemplo delempleo del rojo en el papel, ¿quésignificaba el rojo?, ¿qué significaba elrojo?, ¿qué significaba el rojo?» Y,entonces, todos se fueron dejándomesolo con un par de guardianes, y con untipo de modales helados, con la espaldamuy recta, que parecía ser el jefe. Losguardias me llevaron hasta una mesa, yel pequeño se sentó a mi lado, como unrepulsivo gnomo, con una mano sobre laotra. Ante él, en la mesa, tenía un par delápices, uno verde y otro rojo, y unpapel con el historial profesional deStevcek.

No fue exactamente esto lo que

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derrotó de una manera definitiva a Jim,sino el hecho de haber agotado sucapacidad de invención. Ya no podíaforjar más historias. Las verdades quehabía enterrado tan profundamente en suinterior eran lo único que acudía a sumente.

—Y, por lo tanto —insinuó Smiley—, le hablaste de la manzana podrida, ytambién le hablaste de Tinker y Tailor.

Jim se mostró de acuerdo;efectivamente, así fue. Dijo a aquelhombre que Control creía que Stevcekpodía revelar la personalidad de un topoen el seno del Circus. Le reveló la claveTinker, Tailor, y a quien correspondía

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cada uno de los nombres en clave.—¿Cómo reaccionó?—Pensó durante unos instantes, y,

luego me ofreció un cigarrillo. Era uncigarrillo asqueroso.

—¿Por qué?—Tenía sabor norteamericano.

Camel me parece que era.—¿Y el tipo fumaba?Jim sacudió afirmativamente la

cabeza:—Como una chimenea.Después de esto, el tiempo volvió a

discurrir, dijo Jim. Lo llevaron a uncampo de prisioneros, en las afueras deuna ciudad, según le pareció, y allí vivió

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en unos barracones, rodeado de unadoble valla de alambradas. Pronto pudoandar, con la ayuda de un guardián. Undía, incluso dieron un paseo por elbosque. El campo era muy grande. Elconjunto de barracones de Jimsolamente era una parte delestablecimiento. Por la noche, podía verel resplandor de una ciudad, al Este. Losguardianes iban con mono de trabajo yno hablaban, por lo que Jim no podíadecir si se encontraba enChecoslovaquia o en Rusia, aunque seinclina a creer que se trataba de Rusia,y, cuando llegó el médico para echar unaojeada a la herida en la espalda, utilizó

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un intérprete que traducía del inglés alruso y viceversa, para expresar eldesprecio que le inspiraba el trabajo delcolega que le había precedido en eltratamiento de la herida. De vez encuando, de forma esporádica, losinterrogatorios eran reanudados, aunquesin hostilidad. Le asignaron un nuevoequipo de interrogadores, que resultaronser muy benévolos, en comparación conel primer equipo. Una noche, lo llevarona un aeropuerto militar, y un caza de laRAF lo trasladó a Inverness. De allí, lotrasladaron, en avioneta, a Elstree, y,luego, en camioneta a Sarratt. Estos dosúltimos viajes se hicieron de noche.

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Jim ahora avanzaba a grandes saltosen su narración, hasta el punto que yaestaba hablando de sus experiencias enel Parvulario cuando Smiley lepreguntó:

—¿Y no volviste a ver al jefe, alhombrecillo pequeño, con modaleshelados?

Jim dijo que sí, una vez,inmediatamente antes de regresar.

—¿Y para qué fue a verte?—Para chismorrear. —En voz

mucho más alta, Jim aclaró—: Parahablar de mil y una estupideces acercade personalidades del Circus.

—¿Qué personalidades?

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Jim contestó evasivamente.Estupideces sobre quién estaba en alza yquién iba de capa caída, acerca de quiénseria el sucesor del jefe.

—¿Cómo iba yo a saberlo? —dijo—. Los conserjes se enteraban de esascosas mucho antes de que llegaran aconocimiento de los que estábamos enBrixton.

—¿Y de quiénes se dijeron esasestupideces?

Roy Bland, principalmente, repusoJim en tono aburrido. ¿Cómo podíaBland armonizar sus ideas izquierdistascon su trabajo en el Circus? Jim repusoque Bland carecía de ideas, y éste era el

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modo en que armonizaba una cosa conotra. ¿Cuáles eran las relaciones entreBland, por una parte, y Esterhase yAlleline, por otra? ¿Qué opinaba Blandde los cuadros de Bill? ¿Bebía mucho,Bland? ¿Y qué sería de él, el día en queBill le retirara su apoyo? Jim dio muyvagas respuestas a estas preguntas.

—¿Y no mencionó a nadie más?Secamente, en el mismo tono tenso,

Jim contestó:—A Esterhase. El tipo quería saber

cómo era posible que hubiera alguiencapaz de confiar en un húngaro.

La siguiente pregunta de Smileycausó la impresión, incluso al propio

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Smiley, de cubrir de absoluto silencio elnegro valle, en toda su extensión:

—¿Y qué dijo de mí? —Repitió lapregunta—: ¿Y qué dijo de mí?

—Me mostró un encendedor. Dijoque era tuyo. Un regalo de Ann, quedecía «Con todo mi amor». Y su firma.Grabado.

—¿Se refirió al modo en que esteencendedor llegó a su poder? ¿Qué dijo,Jim? Vamos, dilo, no voy a desmayarmepor el solo hecho de que un matón rusohaya hecho un chiste de mal gusto, a misexpensas.

La respuesta de Jim tuvo acentos deorden militar:

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—Dijo que, a su juicio, después dela aventura de Bill con Ann, ésta tendría—que volver a grabar el encendedor. —Dio unos pasos hacia el automóvil, y,enfurecido, gritó—: Le contestéescupiendo las palabras contra su caramenuda y arrugada. Le dije que no sepodía juzgar a Bill por cosas así. Losartistas viven basándose en criteriostotalmente diferentes. Los artistas vencosas que nosotros no vemos. Susensibilidad les permite percibir cosasque están más allá de nuestros límites.El maldito enano se echó a reír, y dijo:«No sabía que sus cuadros fueran tanbuenos». Y. de veras, George, yo le

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contesté: «¡Váyase al cuerno! Si entresus hombres tuviera un solo BillHaydon, ganaría la partida en un dos portres». Sí, señor. Y le dijeacaloradamente: «¡Por Dios, hombre!¿Quién tienen ustedes en este país, unservicio de información o un ejército desalvación?»

Como si comentara un lejano debate,Smiley dijo:

—Fue una buena contestación. ¿Ynunca le habías visto antes?

—¿A quién?—Al tipo pequeño y helado. ¿No te

pareció haber visto aquella cara, muchotiempo antes? Bueno, ya sabes cómo es

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nuestra vida. Seguimos cursos depreparación, vemos muchas caras,fotografías de personalidades delCentro, y, a veces, esas caras quedangrabadas en nuestra memoria, aunque norecordemos el nombre. En fin, resultaque la cara de este tipo no te eraconocida. Hubiera podido sértelo, poresto te lo he preguntado. —Tras unapausa, Smiley prosiguió en tono deconversación intrascendente—: Hepensado que allí tuviste mucho tiempopara pensar. Mientras convalecías, enespera del momento de regresar aInglaterra, no podías hacer otra cosa quepensar. —Smiley esperó. Luego

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preguntó—: ¿Y en qué pensabas? En laoperación que te habían encomendado,supongo…

—A ratos, sí.—¿Y qué conclusiones sacaste?

¿Llegaste a deducir algo de utilidad?¿Tuviste sospechas, hiciste algúndescubrimiento, viste alguna pista, algoque ahora pueda serme útil?

Secamente, con mucha dureza, Jimrepuso:

—¡Vete al cuerno! Ya sabes cómosoy, George Smiley, no, no soy uno deesos fantasmas que…

—Sí, ya lo sé, eres un hombre deacción que se limita a actuar en el

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campo de operaciones, y dejas que losdemás se encarguen del trabajo depensar. Sin embargo, cuando uno se dacuenta de que le han dejado caer en unatrampa monumental, cuando uno ha sidotraicionado y le han pegado un par detiros por la espalda, y se pasa meses sintener nada que hacer, como no sea estartumbado o sentado en un camastro, opasear por una celda carcelaria rusa,creo que, en este caso, incluso el másfiel hombre de acción —la voz deSmiley no había perdido su tonoamistoso— es capaz de preguntarse porqué razones se encuentra en tandesagradable situación.

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Smiley sugirió a la inmóvil figura asu lado:

—Fijémonos por un momento en laoperación Testimonio. Testimonio diofin a la carrera de Control. Fracasó, y nopudo proseguir sus investigaciones enbusca del topo, caso de que hubiera taltopo. El Circus pasó a otras manos.Control murió oportunamente. Laoperación Testimonio produjo asimismootro resultado, puesto que reveló a losrusos, a través de tus manifestaciones, elexacto alcance de las sospechas deControl, quien llegó a reducir el ámbitode sus sospechas a cinco personas,cinco y sólo cinco, al parecer. No

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pretendo decir, con estas palabras, quetú hubieras debido concluir todo loanterior mientras estabas en la celda,esperando. A fin de cuentas, mientrasestabas allí, no tenías la menor idea deque Control ya no estaba en su cargo.Sin embargo, podías muy bien haberpensado que los rusos organizaronaquella batalla de mentirijillas en elbosque con la finalidad de provocar unescándalo, ¿no crees?

—Te olvidas de las redes —replicóJim con tristeza.

—Los checos sabían todo loreferente a esas redes mucho antes deque tú entraras en escena. Detuvieron a

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sus miembros con la sola finalidad dedar mayor importancia al fracaso deControl.

El tono discursivo, casi deconversación sin importancia, con queSmiley había expuesto estas teorías, noencontró eco en Jim. Después de haberesperado en vano que Jim dijera algo,Smiley abandonó aquel tema:

—Bueno, pasemos ahora a tu llegadaa Sarratt, si te parece bien.

En un raro momento de olvido,Smiley bebió un trago de vodka antes depasar la botella a Jim.

A juzgar por el tono de su voz, Jimya estaba cansado de aquella

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conversación. Habló de prisa e irritado,con aquella militar sequedad queconstituía su defensa ante las incursionesintelectuales.

Durante cuatro días, Sarratt fue unparaíso.

—Comí mucho, bebí mucho, dormímucho, y paseé por el campo de cricket.

Y hubiese nadado si la piscina nohubiera estado en trance de serreparada, en cuya situación llevaba yaseis meses, lo cual era demostración dela horrenda ineficiencia imperante enSarratt. De vez en cuando, le visitaba elmédico, veía la televisión, y jugaba alajedrez con Cranko, quien era el

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encargado de recepción.También esperaba que Control le

visitara, pero Control no compareció. Laprimera persona del Circus que le visitófue el encargado de reincorporaciónsocial, quien le habló de una agencia deempleo de profesores que estaba enexcelentes relaciones con el Circus,luego vino una especie de contable quele habló de sus derechos a cobrar unapensión, y luego acudió un médico paravalorar la indemnización a que se habíahecho acreedor. Jim esperó que fueran averle los inquisidores, pero no lohicieron, lo cual no dejó de representarun alivio para él, por cuanto Jim no

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sabía lo que podía decirles y lo que no,podía decirles hasta el momento en queControl, le hablara, y por otra parte,estaba ya cansado de interrogatorios.Pensó que Control estaba demorando lavisita de los inquisidores. Parecía untanto absurdo que tuviera que callar antelos inquisidores lo que ya había dicho alos rusos y a los checos, pero ¿qué otracosa podía hacer, antes de hablar conControl? Al ver que Control no dabasignos de vida, Jim pensó en laposibilidad de ir a ver a Lacon ycontarle la historia. Después, Jim pensóque Control esperaba que Jim salieradel Parvulario, y que tan pronto éste lo

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hiciera entraría en contacto con él. Jimtuvo una recaída, y, cuando la hubosuperado, le visitó Toby Esterhase, conun traje nuevo, a fin, aparentemente, deestrecharle la mano y desearle buenasuerte. Pero, en realidad, Esterhaseacudió para informarle de la situación.

—Consideré muy raro que mandarana Esterhase, pero parecía que el tipohubiera prosperado mucho. Entonces,recordé lo que Control había dichoacerca de usar solamente a tipos de lasorganizaciones que no fueran deLondres.

Esterhase le dijo que poco habíafaltado para que el Circus se hundiera

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definitivamente, a resultas de laoperación Testimonio, y que, en laactualidad, Jim se había convertido en elleproso número uno del Circus. Controlhabía sido apartado del Circus, y seestaba llevando a efecto unareorganización, a fin de aplacar aWhitehall.

—Y, entonces —continuó Jim—, medijo que no debía preocuparme.

—¿Preocuparte de qué?—De mi misión especial. Dijo que

muy poca gente sabía la verdad, y queno debía preocuparme porque ya seestaban ocupando del asunto. Se sabíatodo lo ocurrido. Después, me dio mil

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libras, en metálico, a modo decomplemento de la indemnización.

—¿De parte de quién te las dio?—No lo dijo.—¿Hizo referencia a la teoría de

Control con respecto a Stevcek, acercadel espía del Centro en el seno delCircus?

—Se sabía lo ocurrido —repitióJim, furioso—. Me dio órdenes de queno fuera a ver a nadie y de que nointentara contar la historia porque seestaban ocupando del asunto en las másaltas esferas, y mi intervención podríaser perjudicial. El Circus se estabarehabilitando, Más valía que me

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olvidara de Tinker y Tailor, del topo yde todo. Me dijo: «Quédate totalmenteal margen». Y no dejaba de decir: «Eresun hombre afortunado, Jim». Y luego:«Has recibido órdenes de vivir en paz ytranquilidad». Podía olvidarme de todo.Sí, podía comportarme como si nuncahubiera ocurrido nada. —Ahora, Jimhablaba a gritos—: Y esto es lo que hehecho: ¡obedecer órdenes y olvidar!

De repente, el paisaje nocturno lepareció a Smiley tremendamenteinocente. Era como una gran tela en laque nada malo o cruel se hubierapintado. El uno al lado del otrocontemplaban el valle, que terminaba

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con las luces apiñadas que destacabancontra el horizonte.

Por entre estas luces se alzaba unatorre, y, durante unos instantes, a Smileyle pareció que aquella torre marcara elfinal del viaje.

—Sí, también yo me dediqué aolvidar un poco —dijo Smiley—. Enfin, el caso es que Toby te habló deTinker, Tailor. ¿Y cómo pudo enterarsede esta historia, a no ser que…? Y Billno habló contigo, ni siquiera te mandóuna postal…

—Bill estaba en el extranjero.—¿Quién te lo dijo?—Toby.

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—Y no volviste a ver a Bill. Desdela operación Testimonio no volviste aver a tu mejor y más viejo amigo. Billdesapareció.

—Ya te he dicho lo que me dijoToby. No debía hablar con nadie.

En tono de reminiscencia, Smileydijo:

—Pero Bill nunca fue hombre quehiciera demasiado caso de ese tipo deórdenes.

—¡Y tú nunca fuiste hombre quetuviera simpatía a Bill! —replicó Jim aladridos.

Después de una breve pausa, Smileydijo con acentos de cordialidad:

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—Lamento no haber estado presentecuando fuiste a verme. Control me habíaquitado de en medio, mandándome aAlemania, y cuando regresé… En fin,¿para qué querías verme?

—Para nada. Pensé que la operaciónde Checoslovaquia era un tantopeliaguda, y fui a verte para decirteadiós, para despedirme, solamente.

Con leve sorpresa, Smiley exclamó:—¿Despedirte, antes de una misión?

¿Antes de una misión tan especial? —Jim no dio muestras de haber oído aSmiley, quien prosiguió—: ¿Y tedespediste de alguien más? Supongo quetodos estábamos fuera, Toby, Roy,

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Bill… ¿Viste a alguien?—A nadie.—Bill se encontraba de permiso,

¿no es cierto? Pero, por lo que sé, sehallaba en Londres.

Un espasmo de dolor obligó a Jim alevantar el hombro y a hacer unmovimiento de rotación con la cabeza.

—No vi a nadie —dijo—. Todosestaban fuera.

Con el mismo tono suave, Smileycomentó:

—Es muy impropio de ti, Jim, irdespidiéndote de la gente antes de partirpara una misión peligrosa. Parece que,al envejecer, te hayas vuelto

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sentimental… —Smiley dudó—: Oye,¿no pretenderías que te dieran consejos?Al fin y al cabo, considerabas que lamisión era una estupidez, y que Controlestaba perdiendo facultades. Quizápensabas que debías consultar elproblema con una tercera persona…Reconozco que te encontrabas en unasituación muy rara…

Steed Asprey solía decir: conocedprimero los hechos, y luego, probad lashistorias como quien se prueba un traje.

Estando Jim todavía encerrado en unfurioso silencio, regresaron alautomóvil.

En el motel, Smiley extrajo de las

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profundidades de su abrigo veintefotografías del tamaño de una tarjetapostal, y las puso, formando dos filas,sobre la mesa de cerámica. Algunas eraninstantáneas en movimiento, y otrasretratos en reposo. Todos eran hombresy ninguno parecía inglés. Haciendo unamueca, Jim cogió dos y las entregó aSmiley. En un murmullo dijo que estabaseguro del primero, y no tan seguro delsegundo. El primero era el jefe, elhombre menudo y helado. El segundoera uno de los cerdos que miraban desdelas sombras, mientras los matoneshacían trizas a Jim. Smiley volvió ameter las fotos en el bolsillo. Mientras

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Smiley llenaba los vasos para tomar elúltimo trago de la noche, un observadormenos torturado que Jim hubieraadvertido que en el comportamiento deSmiley no había trazas de triunfo sino deceremonia, como si el trago sellara algo.

—Entonces, ¿cuándo viste a Bill porúltima vez?

Smiley había formulado la preguntacomo si se refiriera a cualquier viejo ycomún amigo. Sin duda alguna, Jim.Estaba pensando en otras cosas, ya quelevantó la cabeza y tardó un poco enenterarse de la pregunta. Sin darimportancia a sus palabras, Jim repuso:

—Pues seguramente le vería por

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ahí… Me tropezaría con él en algúncorredor o algo por el estilo.

—¿Y cuándo conversaste con él porúltima vez? —Pero, al ver que Jim habíavuelto a sumirse en sus pensamientos,dijo—: Déjalo, da igual.

Jim no quiso que Smiley leacompañara hasta la puerta de laescuela. Dijo que más valía que ledejara al principio del camino que, através del cementerio, llevaba a laiglesia. Dijo que había dejado unoslibros en el vestíbulo de ésta, y quequería recogerlos. Sin saber por qué,Smiley dudó de la veracidad de laspalabras de Jim. Quizá se debía a que

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Smiley siempre había considerado quéJim no sabía mentir, pese a llevar treintaaños en la profesión. Smiley vioalejarse la torcida sombra, camino delporche normando, mientras los taconesde Jim sonaban como disparos por entrelas tumbas.

En el automóvil fue a Taunton, y, enel hotel Castle hizo varias llamadastelefónicas. Pese a sentirse agotado,durmió acompañado de la imagen deKarla sentado ante la mesa, junto a Jim,con dos lápices de colores, y de laimagen del académico Polyakov, aliasViktorov, despedido para mayorseguridad de su topo Gerald, esperando

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impacientemente, en la celda de Jim, aque éste se desmoronara. Por último, vioa Toby Esterhase en Sarratt,sustituyendo al ausente Haydon, yaconsejando a Jim que olvidara todo loreferente a Tinker, Tailor, y al inventorde la clave, el difunto Control.

Aquella misma noche, Peter Guillamse dirigió en automóvil por él conducidohacia el Oeste, cruzando limpiamenteInglaterra, hasta Liverpool, con RickiTarr como único pasajero. Fue un viajeaburrido, y en condicionesdesagradables a más no poder. Durantecasi todo el trayecto, Ricki Tarr estuvoalardeando de las recompensas y el

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ascenso que exigiría tan pronto hubierallevado a cabo su misión.

Cuando dejó este asunto, pasó ahablar de sus mujeres: Danny, la madrede Danny e Irina. Parecía, Tarr,proyectar vivir en un ménage à quatre,en el que las dos mujeres cuidaríanconjuntamente de la pequeña Danny.

—Irina es una mujer muy maternal—dijo—. Y naturalmente, el hecho deno ser madre es lo que la tiene tanfrustrada.

Dijo que Boris tendría quedesaparecer del mapa. Ya se encargaríaél de decirle a Karla que se quedara conBoris. Cuando comenzaron a hallarse

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cerca del punto de destino, el humor deTarr cambió, y, por fin, guardó silencio.El alba fue fría y neblinosa. En lossuburbios, tuvieron que reducir lavelocidad, y los ciclistas les avanzaban.Un hedor a hollín y a acero penetró en elinterior del automóvil.

—Y no se quede mucho tiempo enDublín —dijo Guillam de repente—.Esperan que siga usted las rutas seguras,por lo que debe andar con cuidado. Noolvide tomar el primer avión.

—Ya hemos hablado de eso.—Pues de todos modos —repuso

Guillam—, le vuelvo a hablar de lomismo. A propósito, ¿cuál es el nombre

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de trabajo de Mackelvore?Entre dientes, Tarr exclamó:—¡Por el amor de Dios!Y dio el nombre.Todavía era oscuro cuando el ferry

irlandés soltó amarras. Había soldadosy policías en todas partes. Soplabafuerte viento procedente del mar, yparecía que la travesía fuera a serincómoda. En el muelle, nació unasensación de compañerismo queenvolvió a la pequeña muchedumbredurante unos instantes, mientras las lucesde la embarcación, balanceándose, seperdían rápidamente en la oscuridad.Una mujer lloraba, y, más allá, un beodo

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celebraba su liberación.Regresó conduciendo despacio, e

intentando ver la imagen de sí mismo, laimagen de aquel nuevo Guillam que sesobresaltaba al oír ruidos imprevistos,que tenía pesadillas, y que no sabíaconservar a una mujer a su lado. Camillahabía desaparecido. Guillam la habíaacusado de sus relaciones con Sand, desu excéntrico horario y del secreto deque rodeaba su vivir en general.Después de escucharle mirándole consus graves ojos pardos, Camilla le dijoque estaba loco y se fue, diciéndole:«Soy lo que piensas que soy». Desde supiso vacío, Guillam llamó a Esterhase,

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invitándole a tener con él una amistosaconversación, aquel mismo día.

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Smiley se encontraba sentado en elinterior del Rolls del ministro (cocheque, por lo ostentoso, era objeto deburlas en la familia de Ann, que lellamaban la olla negra), con Lacon a sulado. Al chófer le habían dicho quefuera a desayunarse. El ministro sesentaba en el asiento contiguo al delconductor, y todos miraban al frente,más allá del largo cubremotor, a lastorres de la central eléctrica deBattersea, envueltas en niebla, al otrolado del río. El ministro tenía el cabelloabundante en la parte posterior de la

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cabeza, y, en las sienes, le formaba unpar de cuernecillos negros.

Después de un fúnebre silencio, elministro dijo:

—Si está en lo cierto, y conste queno digo que no lo esté, y que sólo digo siestá usted en lo cierto, ¿cuánta vajillahabremos hecho cisco al fin de lajornada?

Smiley no alcanzó a comprender estaúltima expresión.

—Me refiero al escándalo —aclaróel ministro—. El tipo va y se pasa alotro bando. Muy bien, ¿qué pasaentonces? ¿Asoma la cabeza por unaventana y se ríe públicamente de todos

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aquellos a quienes ha tomado el pelo?¡Dios mío, yo sólo quiero decir que, eneste asunto, estamos involucrados todosnosotros! La verdad es que no sé porqué razón vamos a dejar que se nosescape, después de habernos tomado elpelo, y que los de la competencia noshagan cisco.

El ministro, ahora, adoptó otra líneade ataque:

—Lo que quiero decir es que, por elmero hecho de que los rusos sepannuestros secretos, no vamos a dejar queel resto del mundo los conozca también.No sólo son los rusos quienes nos danquebraderos de cabeza, creo yo. Por

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ejemplo, ahí están los negros: ¿es quetambién ellos van a leer la noticia de loocurrido en el «Diario del tam-tam»,dentro de una semana?

Smiley pensó que el ministrotambién tenía en cuenta a sus electores.

—A mi parecer —dijo Lacon—, losrusos siempre han procurado evitar queesto suceda. A fin de cuentas cuando sedeja en ridículo total al enemigo sepierde la justificación precisa paraatacarle. Tras una pausa, añadió—:Hasta el momento, los rusos nunca hanhecho pleno uso de sus oportunidadespara dejarnos totalmente en ridículo.

—Pues, en este caso, procure que

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sigan portándose así. Que le denseguridades por escrito. No, no, eso no,claro. Pero dígales con toda claridadque donde las dan las toman. A fin decuentas, nosotros tampoco vamos porahí sacando a relucir los trapos suciosdel Centro de Moscú, por lo que ellos,aunque sólo sea por una vez en la vida,bien pueden portarse decentemente.

Smiley rechazó la oferta de ir conlos otros en el automóvil, asegurandoque sentía deseos de pasear un poco.

Aquel día a Thursgood le tocaba elservicio de profesor de día, lo cual no legustaba ni pizca. A su juicio, losdirectores de estudios debieran estar

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exentos de trabajos tan triviales, a fin dereservar todas sus energías mentales a latarea de dirigir y de formular lasdirectrices generales. El hecho de lucirsu toga de Cambridge en nada leconsolaba mientras se hallaba de pie enel gimnasio, contemplando cómo loschicos formaban filas para la lista de lamañana. Les miraba con expresión devaciedad, cuando no claramente hostil.Sin embargo, fue Marjoribanks el queechó en el vaso de la paciencia deThursgood la última gota de agua. Juntoal oído izquierdo de Thursgood,murmuró:

—Ha dicho que ha sido su madre.

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Ha recibido un telegrama de su madre, yha dicho que se iba inmediatamente, sinsiquiera tomar una taza de té. Le heprometido que se lo diría a usted.

—Es monstruoso —comentóThursgood—, sencillamente monstruoso.

—Si quiere, puedo hacerme cargode su clase de francés. Podemos juntarlas clases de quinto y sexto.

—Estoy furioso, tan furioso que nopuedo ni tan siquiera pensar.

—Por otra parte, Irving dice que seencargará del partido final de rugger.

—Hay que celebrar los exámenes,hay que redactar informes, hay que jugarfinales de rugger… ¿Y qué diablos le

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puede pasar a esa mujer? La gripe, esoes lo que tendrá, cosa del tiempo. Todostenemos la gripe, y nuestras madrestambién. ¿Dónde vive esa mujer?

—Por lo que le ha dicho a Sue,parece que la pobre está agonizando.

Sin suavizar su actitud, Thursgoodobservó:

—Bueno, al menos ésta es unaexcusa que sólo podrá utilizar una vez.

Con un ladrido ordenó silencio, ycomenzó a pasar lista.

—¿Roach?—Enfermo, señor.Lo que faltaba. El chico más rico de

la escuela estaba padeciendo una crisis

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nerviosa por culpa de sus desdichadospadres, y el padre amenazaba conmandarlo a otra escuela.

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Eran las cuatro de la tarde delmismo día. Mientras echaba una ojeadaa la lúgubre vivienda, Guillam pensó:«¡Hay que ver la cantidad de pisossecretos que he visto en mi vida!»Hubiera podido escribir sobre ellos delmismo modo que un viajante decomercio puede escribir sobre hoteles,desde el piso secreto de cinco estrellasen Belgravia, con espejos en lasparedes, columnas y hojas de roble,doradas, hasta este pisito de doshabitaciones, asignado a los cazadoresde cabelleras, en Lexham Gardens, con

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olor a polvo y a humedad, y un extintorde incendios, de más de un metro,destacando en la oscuridad delvestíbulo. Sobre el hogar, había ungrabado de unos caballeros bebiendocerveza en jarra de peltre. Sobre lasmesas, ceniceros en forma de conchamarina, y en la grisácea cocina unaanónima nota ordenando que se cerrasenlas dos espitas de gas. En el momento enque cruzaba el vestíbulo sonó el timbre,con exacta puntualidad. Guillam cogió elteléfono, y oyó la voz de Toby, alteradapor el micro, aullando junto a su oído.Oprimió el botón y oyó el sonido de lacerradura electrónica, resonando en el

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hueco de la escalera. Abrió la puerta,pero no quitó la cadena hasta tener laseguridad de que Toby había acudidosolo. Le dio entrada, y le preguntóalegremente:

—¿Qué tal? ¿Cómo va todo?Mientras se quitaba abrigo y guantes,

Toby repuso:—Excelente, Peter, excelente.Había una bandeja con el servicio

de té. Guillam lo había preparado. Tépara dos. En los pisos secretos imperasiempre cierto protocolo. O bien unofinge que vive en ellos o bien uno fingeque en cualquier sitio se siente como ensu propia casa. También se puede —uno

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comportar como si, fuera un hombre quesiempre piensa en todo. Guillamconcluyó que, en su oficio, lanaturalidad es un arte. He aquí otra cosaque Camilla sería incapaz decomprender. Como si hubiera efectuadoun cuidadoso análisis del asunto,Esterhase anunció:

—La verdad es que hace un tiemporarísimo.

En los pisos secretos, el arte de«trabar conversación» nunca alcanzabagrandes alturas. Esterhase se sentó.

—No sé qué pasa —dijo—, pero encuanto uno da cuatro pasos, se sientecompletamente agotado. ¿De modo que

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hemos venido aquí para esperar a unpolaco? ¿Un polaco que comercia enpieles y que, a tu juicio, puede servirnosen enlace…?

—Llegará de un momento a otro.—¿Le conocemos ya? He dicho a

mis hombres que investigaran, a ver siteníamos el nombre de este tipo, y nohan encontrado ni rastro.

Guillam pensó: «Mis hombres»,procuraré recordar este giro, yemplearlo de vez en cuando.

—Los «Polacos Libres» —dijo— lehicieron una propuesta, hace unosmeses, y el tipo echó a correr. Después,Karl Stack lo conoció en un almacén del

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muelle, y pensó que el tipo podía ser deutilidad a los cazadores de cabelleras.

Encogió los hombros conindiferencia, y terminó:

—El hombre me gustó, pero quizá nosirva para nada. A fin de cuentas notenemos trabajo ni siquiera paramantener ocupada a nuestra gente.

Con reverencia, Esterhase comentó:—Peter, has sido muy generoso al

pensar en mí.Y, entonces, Guillam tuvo la ridícula

sensación de haber dado una pista aEsterhase. Con alivio, oyó que sonaba eltimbre de la puerta, Y que Fawnocupaba su puesto en el vestíbulo.

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Algo jadeante por el esfuerzo desubir la escalera, Smiley dijo:

—Perdone la jugarreta, Toby.¿Peter, dónde dejo el abrigo?

Guillam puso a Esterhase de cara ala pared, le levantó los brazos, sin queel otro ofreciera resistencia, le puso laspalmas de las manos contra la pared, yle registró lentamente, en busca de unapistola. Toby iba desarmado. Guillampreguntó:

—¿Ha venido solo o tiene a algúnamiguito esperándole en la calle?

—Parece que ha venido solo —repuso Fawn.

Smiley, junto a la ventana, miraba la

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calle.—¿Puedes apagar la luz unos

instantes, por favor? —preguntó.—Espere en el vestíbulo —ordenó

Guillam.Y Fawn se fue, con el abrigo de

Smiley. Guillam se puso al lado de éstey le preguntó:

—¿Has visto algo?La tarde londinense había adquirido

ya los neblinosos matices rosados yamarillentos previos al ocaso. La plazaera una zona residencial victoriana. Enel centro, había un jardín rodeado poruna verja, ya oscuro.

—Sólo una sombra —gruñó Smiley.

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Se volvió hacia Esterhase. El relojsobre la repisa del hogar dio las cuatro.Seguramente Fawn lo había puesto enmarcha.

—Quisiera plantearte una teoría,Toby. Sí, darte una idea de lo que, a miparecer, está ocurriendo. ¿Puedo hacerloaquí?

Esterhase ni parpadeó. Sus manosmenudas descansaban en los brazos demadera del sillón. Estaba cómodamentesentado, aunque con la atención tensa,juntos los pies calzados con relucienteszapatos.

—No será necesario que hables, porel momento —continuó Smiley.

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—Eso ya lo veremos.—Hace dos años. Percy Alleline

quiere el puesto de Control, pero Percyno tiene la suficiente categoría en elCircus. De ello se ha encargado Control.Control está enfermo y en decadencia,pero Percy no puede echarle. ¿Teacuerdas?

Esterhase afirmó con un movimientode la cabeza. Con su voz razonable,Smiley prosiguió:

—Corre una temporada de calmachicha. Como que no hay suficientetrabajo fuera, nos dedicamos a intrigaren el seno del servicio, y a espiarnos losunos a los otros. Una mañana, Percy está

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sentado en su despacho, sin nada quehacer. Le han dado, sobre el papel, elcargo de director de operaciones, pero,en la práctica, Percy no es más que unsello de goma que media entre lassecciones regionales y Control, o menosque eso quizá. De repente, se abre lapuerta del despacho de Percy y alguienentra. A este hombre le llamaremosGerald. Y dice: «Percy, he descubiertouna fuente de información rusa deprimerísima importancia; puede ser unaverdadera mina de oro». O quizá no dicenada hasta el momento en que los dosestán fuera del edificio, debido a queGerald es hombre habituado a actuar en

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el campo de operaciones, y no le gustahablar entre paredes y teléfonos. Quizádan un paseo por el parque, a pie o enautomóvil. Quizá se van a comer a unrestaurante, y, en estos momentos, aPercy no le queda más alternativa quecallar y escuchar. Recuerda que Percycarece de experiencia en lo referente alescenario europeo, y menos todavía encuanto toca a Checoslovaquia y losBalcanes. Hizo sus primeras armas enSudamérica, y luego trabajó en nuestrasantiguas posesiones, en la India y elOriente Medio. La Europa oriental es unmisterio para Percy. Poco sabe de losrusos o de los checos o de lo que sea;

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para él, todo lo rojo es rojo y basta. ¿Teparece correcto?

Esterhase frunció los labios y arrugóla frente un poco, como si quisieraindicar que nunca discutía con sussuperiores.

—Contrariamente, Gerald es unexperto en esta zona. Se ha pasado lavida trabajando los mercados de laEuropa oriental. Percy anda un tantodesorientado, pero presta muchaatención. Gerald pisa firme y seguro.Gerald afirma que esta fuente deinformación rusa puede ser la másimportante que haya tenido el Circus enmuchos años. Gerald no quiere hablar

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demasiado, pero espera tener, encuestión de uno o dos días, un par demuestras de dicha información, y quiereque Percy les eche una ojeada paraapreciar su calidad. Los detalles podránestudiarse y discutirse después. PeroPercy dice: «¿Y por qué te has dirigidoa mí, precisamente?» Entonces, Geraldle contesta: «Percy, muchos de nosotros,los que trabajamos en las secciones deoperaciones estamos ya cansados de lasmuchas pérdidas que sufrimos; pareceque haya un escape, que alguien habledemasiado en el seno del Circus, eincluso fuera; interviene demasiadagente con función de intermediaria;

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nuestros agentes, en el campo deoperaciones, son descubiertos, nuestrasredes son desbaratadas, y cada nuevaoperación termina en desastre; queremosque nos ayudes a corregir estasituación». Gerald no habla indignado ocon ánimo de rebelarse, tiene buencuidado de no insinuar que en el Circushaya un traidor que revele todas lasoperaciones, no lo hace porque sabe,igual que tú y que yo, que, cuando seinsinúa la existencia de un traidor, todala maquinaria queda parada. Lo últimoque Gerald desea es que se dé comienzoa una investigación dentro del Circus.Pero dice que la organización tiene

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puntos de escape, y que los descuidos delas altas esferas dan lugar a fracasos enlos niveles más bajos. Todo lo dichosuena muy bien a los oídos de Percy.Gerald recuerda los recientesescándalos, y tiene buen cuidado enhacer hincapié en la aventura deAlleline en el Oriente Medio, que tanmal final tuvo, y que casi le costó a éstela carrera. Y, entonces, Gerald formulasu propuesta. Ésta es mi tesis,¿comprendes, Toby? Es sólo una tesis.

Toby se pasó la lengua por loslabios.

—Sí, sí, claro —dijo.—Otra tesis podría consistir en que

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Alleline y Gerald se funden en una solapersona, es decir, el propio Alleline.Pero, francamente, no lo creo posible.No creo que Alleline sea capaz de salirpor ahí, comprar un espía ruso deprimera magnitud, y dirigir él solito laoperación. Creo que metería la pata.

—Efectivamente —asintió Esterhasecon absoluta certeza.

—En consecuencia, según mi tesis,Gerald va y dice a Percy. «Nosotros, osea, yo y aquellos que piensan como yoy que intervienen en el proyecto,quisiéramos que tú nos patrocinases, querepresentaras para nosotros la figura depadre. Nosotros no somos políticos,

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somos hombres de acción. Nadasabemos de la jungla de Whitehall. Perotú, sí sabes. Tú te encargas de tratar conlas comisiones, y nosotros nosencargaremos de tratar con Merlín.Nosotros te proporcionaremos lamercancía, siempre y cuando tú nosrepresentes, nos protejas de lapodredumbre que está minando laorganización, y limites al mínimo ladifusión del conocimiento de estaoperación». A continuación, los doshablan del modo de llevar a la prácticala operación, y Gerald deja a Percy soloy meditabundo, dispuesto a dejar pasarel tiempo preciso para que Percy se

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ponga nervioso. Y así pasa una semanao quizás un mes, no lo sé. Hasta que, unbuen día, Gerald entrega la primeramuestra, y, desde luego, es muy buena,pero que muy buena. Se trata deinformación de asuntos navales, lo cualle va de perlas a Percy, ya que seencuentra en excelentes términos con elAlmirantazgo que, en realidad, es elgrupito que le apoya. En consecuencia,Percy enseña la muestra a sus amigos dela Armada, y a éstos se les hace la bocaagua. Preguntan: «¿De dónde ha salidoesto? ¿Puedes conseguir más?» Sí, sepuede conseguir más, mucho más. Encuanto a la identidad de la fuente de

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información, pues, sí, en el presenteinstante es un misterio, un gran misterio,y así debe ser. Perdona, Toby, si enalgunos puntos mi tesis, no se ciñeexactamente a la realidad, pero me basosolamente en un expediente.

La mención del expediente, elprimer indicio de que Smiley actuaraquizá con cierto carácter oficial,produjo en Esterhase una visiblereacción. El habitual movimiento depasarse la lengua por los labios fueacompañado por otro movimiento de lacabeza hacia delante, y por unaexpresión de astucia indicativa de estaral tanto del asunto, como si Toby

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quisiera indicar que también él habíaleído el expediente, y compartieraíntegramente las conclusiones deSmiley, quien, en los presentes instantes,había interrumpido su relato para tomarunos sorbos de té. Con la taza alzada,Smiley preguntó:

—¿Más té, Toby?—Se lo serviré yo —dijo Guillam

con más firmeza que hospitalidad.Dirigiéndose a la puerta, gritó—:

Fawn, té.E inmediatamente, la puerta se abrió

y apareció Fawn con una taza de té en lamano. Smiley volvía a estar ante laventana. Apartó un poco las cortinillas y

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fijó la vista en la plaza.—¿Toby?—¿Dime, George?—¿Has venido con guardaespaldas?—No.—¿Con nadie?—George, ¿cómo iba a venir con

guardaespaldas, si he acudido aquísolamente para entrevistarme con Petery un pobre polaco?

Smiley volvió a sentarse.—La fuente Merlín… ¿Dónde

estaba? Sí, se daba la cómodacircunstancia de que Merlín no era unsolo individuo, tal como poco a pocoGerald fue explicando a Percy y a los

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otros dos a los que, ahora, Percy habíaintroducido en el círculo mágico. Merlínera un agente soviético, ciertamente,pero, casi igual que Alleline, era elportavoz de un grupo disidente. A todosnos gusta ponernos en las situaciones delos demás, y tengo la seguridad de quePercy sintió simpatía por Merlín desdeel principio. Este grupo, esa pequeñabanda de la que Merlín era el jefe,estaba formada por unos seis o sietefuncionarios soviéticos, con ideasparecidas, y todos ellos situados enaltos cargos. Sospecho que, al cabo dealgún tiempo, Gerald dio a suslugartenientes y a Percy una descripción

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bastante ajustada de quiénes eran estasfuentes subordinadas. Lo sospecho, perono lo sé de cierto. La función de Merlínestribaba en seleccionar los informesrecibidos y transmitirlos a Occidente.Durante los meses siguientes, Merlíndemostró gran competencia en estatarea. Utilizaba todo género de métodos,y el Circus le proporcionaba muygustosamente todo el equipo y mediosprecisos. Escritura secreta, micropuntosen cartas aparentemente inocentes,lugares secretos en los que dejarcorrespondencia en alguna ciudad de laEuropa occidental, lugares en los quevalerosos rusos dejaban los importantes

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papeles y en los que los valerososfaroleros de Toby Esterhase losrecogían… Incluso encuentrospersonales, dispuestos y vigilados porlos guardaespaldas de Toby…

Smiley hizo una brevísima pausa,para dirigir la vista a la ventana, una vezmás.

—Un par de lugares en el propioMoscú —continuó—, en donde losagentes de nuestro residente recogían elmaterial, aunque sin saber jamás quiénlo proporcionaba. Así, multitud demétodos, pero nunca se empleó la radio.A Merlín no le gustan las radios. Encierta ocasión se formuló una propuesta,

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propuesta que llegó incluso hasta lasoficinas de Hacienda, de montar unaestación permanente de radio enFinlandia, pero el asunto se olvidó tanpronto Merlín dijo que nones. Pareceque Merlín haya sido discípulo deKarla, ¿verdad? Ya sabes que a Karlano le gustan las radios. Lo másimportante es la movilidad de Merlín.Ahí es donde más brilla nuestro hombre.Quizá Merlín es funcionario delMinisterio de Comercio ruso y utilizalos servicios de los agentes que van porel mundo. De todos modos, el caso esque tiene gran número de recursos parasalir de Rusia. Y por esta razón sus

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camaradas de conspiración le hanconfiado la tarea de tratar con Gerald ydiscutir las condiciones, las condicioneseconómicas, claro está. Sí, porque esagente quiere dinero, mucho dinero.Hubiera debido decirlo antes. En esteaspecto, los agentes secretos y susclientes son como los restantesciudadanos. Dan más valor a lo que máscuesta conseguir, y Merlín cuesta unafortuna. ¿Has comprado alguna vez uncuadro falsificado, Toby?

—En cierta ocasión, vendí dos —repuso Toby con una extraña sonrisa.

Pero nadie rió.—Cuanto más pagas por una

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falsificación más tendencia tienes aconsiderar que se trata de una obraauténtica. Es una tontería, pero así es.Por otra parte, todos nos sentimos mejoral saber que Merlín es hombre venal.Estamos ante una motivación que todoscomprendemos, ¿no es verdad, Toby?Todos, y de modo especial los deHacienda. Cincuenta mil francosmensuales depositados en un bancosuizo. Realmente, a cambio de una sumaasí, ¿quién no es capaz de olvidarse unpoco de las cuestiones de principio? Enconsecuencia, Whitehall paga a Merlínuna fortuna, y considera que lainformación que él proporciona no tiene

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precio…Tras meditar, Smiley reconoció:—Y parte de esta información es

realmente buena, muy buena, y meparece lógico que así sea. Y un día,Gerald revela a Percy el mayor de lossecretos. El grupo Merlín tiene unrepresentante en Londres. Y con estocomienza la formación de un nudo, unnudo extremadamente inteligente.

Toby dejó la taza de té sobre lamesa, y, con el pañuelo, se dio unospulidos golpecitos en las comisuras delos labios. Smiley siguió:

—Según dijo Gerald, uno de losmiembros de la Embajada soviética en

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Londres es, en realidad, el representantede Merlín en Inglaterra. Este hombre seencuentra incluso en las extraordinariascircunstancias precisas para poderutilizar, de vez en cuando, los medios dela propia embajada para hablar conMerlín en Moscú, para mandar y recibirmensajes. Y si se toman todo género deprecauciones, incluso cabe laposibilidad de vez en cuando, de queGerald organice secretos encuentros coneste maravilloso individuo, en los que leda instrucciones y recibe información, yen los que le formula preguntas paraclarificar esto y lo otro, y recibe lasoportunas contestaciones. A este

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funcionario soviético le vamos a llamarAleksey Aleksandrovich Polyakov, yvamos a suponer que pertenece a lasección cultural de la Embajadasoviética. ¿Estás de acuerdo con estaexplicación?

—Lo siento, pero me he quedadosordo. No sé nada de nada.

—Este hombre, según la historia quete estoy contando, ha sido miembro de laEmbajada soviética durante largotiempo, concretamente durante ochoaños, pero últimamente Merlín lo haincorporado a su clan. ¿Ocurrió quizámientras Polyakov pasaba vacaciones enMoscú?

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—Ya te lo he dicho: me he quedadosordo.

—Y, muy de prisa, Polyakov seconvierte en un hombre muy importante,ya que, rápidamente, Gerald le da elpuesto de centro de enlace de laoperación Brujería, y no sólo le da estepuesto si no que le concede muchasatribuciones más. Los lugares en quedejar correspondencia y documentos enParís y Amsterdam, las tintas secretas,los micropuntos, todo funciona muybien, pero pasa a ser de segundaimportancia. Tener a un Polyakov ahí, enla casa de al lado, es algo demasiadobueno para desperdiciarlo. Parte del

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material que manda Merlín llega aLondres en valija diplomática. Lo únicoque tiene que hacer Polyakov es abrirlos sobres y pasar su contenido a suenlace en el Circus, o sea, Gerald o lapersona a quien Gerald haya designado.Pero no debemos olvidar que esta partede la operación es un gran secreto, lomás secreto que hay en ella. El propiocomité Brujería es también secreto,aunque numeroso. Esto último resultainevitable. La operación es muy amplia,la información es de largo alcance yvoluminosa, por lo que, el solo hecho dedarle el necesario tratamiento técnico ydistribuirla exige la intervención de una

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formidable masa de funcionarios yempleados, como traductores,transcriptores, especialistas en descifrarclaves, mecanógrafos, evaluadores, yqué sé yo cuánta gente más. Pero esto nopreocupa a Gerald, desde luego. Enrealidad le gusta, debido a que el arte deser un Gerald se basa en poder ser unomás entre una multitud. ¿Quién dirige elcomité Brujería? ¿Está dirigido desdeabajo, desde arriba o desde en medio?Me gusta la definición que Karla da delos comités. ¿La conoces? Es de origenchino, ¿verdad? Un comité es un animalcon cuatro patas traseras. Pero en elextremo de Londres (donde está la pata

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Polyakov) sólo hay el círculo mágicoprimigenio. Skordeno, de Silsky y todoslos demás, quizá efectúen viajesrelámpagos al extranjero y hagan las mily una para reunirse con los agentes deMerlín en otros países. Sin embargo,aquí, en Londres, las actividadesconcernientes al hermano Polyakov,gracias al especial modo en que estenudo se ha anudado, son secretas, muyespecialmente secretas por razonestambién muy especiales. Sois cuatro, tú,Percy, Bill Haydon y Roy Bland.Vosotros cuatro formáis el círculomágico. ¿Es o no es verdad? Y, ahora,intentemos averiguar cómo funciona la

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operación, en sus detalles. Tenéis unacasa, lo sabemos. Y los encuentros yreuniones se preparan con gran cuidado,como es natural. ¿Quién es el que sereúne con Polyakov? ¿Quién es el quetrata con él? ¿Tú? ¿Roy? ¿Bill?

Smiley cogió el extremo ancho de lacorbata, lo volvió del revés, y comenzóa limpiar con él los cristales de susgafas. Como si contestara las preguntaspor él mismo formuladas, dijo:

—Todos. A veces, es Percy quien sereúne con él. Supongo que Percyrepresenta la autoridad, que es lo quemás le va: «¿Por qué no se toma unasvacaciones, hombre? ¿Ha tenido noticias

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de su esposa, esta semana?» Sí, esto esalgo que Percy sabe hacer. Pero elcomité Brujería pocas veces se sirve dePercy. Percy es el pez gordo y espreciso reservarlo para las grandesocasiones. Luego está Bill Haydon. Billtambién se reúne con Polyakov, y meparece que lo hace con más frecuenciaque Percy. Bill tiene una personalidadque impresiona a los rusos y, además,resulta hombre divertido. Me parece queBill y Polyakov se llevan bien. Imaginoque Bill rayó a gran altura cuando lellegó el momento de dar instrucciones aPolyakov y de formularle preguntasaclaratorias, el momento de procurar

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que a Moscú llegaran los mensajes quedebían llegar. A veces, Bill va encompañía de Roy Bland, y otras vecesmanda a Roy, solo. Me parece que, eneste último punto, Bill y Roy han llegadoa un acuerdo. Por otra parte, Roy estáespecializado en cuestiones deeconomía y es quien más sabe acerca delos países satélites, temas estos en losque también hay mucho de que hablar.En otras ocasiones, imagino que será enlos días de cumpleaños o por Navidad ocuando hay que dar una buena suma dedinero y muchas gracias (he advertidoque, en el presupuesto, se consigna unapequeña fortuna a gastos de

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representación y obsequios); a veces,decía, vais los cuatro, y alzáis las copaspara brindar en honor de Merlín, através de su representante, Polyakov.Por fin, supongo que tú mismo, Toby,tienes necesidad de hablar con el buenamigo Polyakov. Hay que hablar decosas del oficio, y siempre se entera unode chismes referentes al mundo interiorde la Embajada rusa, chismes que sonmuy útiles a los faroleros, en sucotidiana labor de vigilar lasoperaciones del residente ruso. Por esto,el buen Toby también celebra sussesiones a solas con el amigo Polyakov.A fin de cuentas tampoco podemos

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olvidar el valor meramente local dePolyakov, además de su valor comorepresentante de Merlín en Londres.Tener a un diplomático soviéticodomesticado que viene a comer ennuestra mano es algo que no ocurretodos los días. Basta con adiestrar aPolyakov en el manejo de la cámarafotográfica para que sea de sumautilidad a nivel local. Aunque siemprehay que recordar el debido orden deprioridad.

En momento alguno había dejadoSmiley de mirar a Esterhase.

—Supongo —continuó— quePolyakov es hombre capaz de gastar

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bastantes rollos de, película, ¿no escierto, Toby? Y que una de las tareas dela persona que le visite, sea quien fuere,seguramente consiste en proporcionarlemás cintas, en paquetitos debidamentesellados, paquetitos de película virgen,como es natural, ya que proceden delCircus. Dime, Toby, por favor, ¿hasoído hablar alguna vez de un tal Lapin?

Se pasó la lengua por los labios,frunció las cejas y sonrió, mientrasadelantaba la cabeza.

—Claro que sí, George. Conozco aLapin.

—¿Quién ordenó que el informe delos faroleros concerniente a Lapin fuera

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destruido?—Yo.—¿Por propia iniciativa?La sonrisa de Esterhase se ensanchó

un poco.—George, no sé si sabes que, en

estos últimos tiempos, he subido algunospeldaños en el escalafón.

—¿Quién dijo que era preciso echara Connie Sachs?

—Creo que fue Percy. Digamos quefue Percy, aunque da igual. Quizá fueBill. Ya sabes lo que ocurre cuando seemprende una operación deenvergadura, siempre hay que cuidar mily un detalles, tomar precauciones,

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desbrozar camino… —Hizo una pausa,encogió los hombros y dijo—: Quizá fueRoy.

Sin dar importancia a sus palabras,Smiley comentó:

—Según parece obedeces órdenesde todos ellos, Toby. Francamente, tantaobediencia me confunde. No debierashacerlo.

Esterhase permanecióimperturbable.

—¿Y quién te ordenó despedir aMax? —continuó Smiley—. ¿Fueronesos tres, también? Te lo preguntoporque debo dar cuenta de todo eso aLacon, ¿sabes? Ahora Lacon está

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interesadísimo en estos asuntos. Segúnparece, actúa presionado por elministro. ¿Quién fue?

—George, creo que has estadohablando con quien no hubieras debido.

Smiley se mostró de acuerdo, enparte.

—No cabe duda —dijo— de queuno de nosotros ha hablado con quien nohubiera debido. También estáninteresados en saber lo que pasó conWesterby. Quieren saber quién le tapó laboca. ¿Fue la misma persona que teordenó fueras a Sarratt con mil libras enmetálico e instrucciones de que hicieraslo preciso para que Jim Prideaux dejara

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de pensar? Toby, voy en busca dehechos, no de cabelleras. Me conocesbien y sabes que no soy vengativo. Ytampoco digo que no seas un hombreleal. Sólo quiero saber a quién eres leal.Incluso se ha hablado de esa cosa tandesagradable que es la posibilidad depedir auxilio a la competencia, y esto esalgo que nadie desea. Es algo parecido air al despacho del abogado, después dehaber tenido una pelea con la esposa. Esun paso irrevocable. ¿Quién te dio elmensaje para Jim, referente a Tinker,Tailor? ¿Sabías su significado? ¿Teenteraste por el propio Polyakov, no eseso?

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—¡Por el amor de Dios, George! —musitó Guillam—. ¡Deja que haga sudartinta china a ese hijo de mala madre!

Smiley no le hizo caso. Prosiguió:—Sigamos hablando de Lapin. ¿Cuál

era su función?—Trabajaba a las órdenes de

Polyakov.—¿Era su secretario en el

departamento cultural?—Su mensajero y hombre de

confianza.—Pero, mi querido Toby, ¿para qué

diablos necesita un agregado cultural aun mensajero y hombre de confianza?

La mirada de Esterhase estaba fija

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en Smiley, constantemente. Guillampensó: es como un perro que no sabe sile van a dar un hueso o una patada. Lamirada de Esterhase se posó en lasmanos de Smiley, luego volvió a surostro, buscando sin, cesar un indiciorevelador.

Tranquilamente, repuso:—Por favor, George, no digas

bobadas. Polyakov trabaja para elCentro de Moscú, y esto es algo quesabes tan bien como, yo.

Esterhase cruzó sus cortaspiernecillas, y, con un renacimiento desu anterior insolencia, se reclinó en lasilla y tomó un sorbo de té frío. Por otra

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parte, a juicio de Guillam, Smileypareció entregarse al reposo duranteunos instantes, de lo cual Guillam, en suconfusión, dedujo que Smiley estabasatisfecho de su trabajo debido, quizás,a que, por fin, Esterhase había salido desu mutismo:

—Por favor, George, no somosniños, y todos sabemos el gran númerode operaciones que hemos llevado acabo de modo muy parecido al de ésta.Compramos a Polyakov. Polyakovpertenece al Centro de Moscú, pero estáa nuestro servicio. Sin embargo, debefingir ante sus jefes que nos espía. Estaes la única manera de que pueda estar a

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nuestro servicio. ¿Cómo se lasarreglaría, si no, para entrar y salir deesa casa cuando le da la gana, singuardaespaldas, ni gente que la vigile, ninada? Va en busca de informaciónacerca de nosotros, y, como es natural,nosotros le damos información, lerevelamos tonterías para que lastransmita a sus jefes, y, allá, en Moscú,todos le felicitan y le dicen que es ungran tipo. Esto pasa todos los días,George.

La mente de Guillam, ahora, estabadominada por un raro y furioso temor,pero, contrariamente, la de Smileyparecía hallarse en un estado de muy

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notable claridad.—¿Y ésta es una historia normal y

corriente para todos los que trabajan ennuestro oficio? —preguntó Smiley conmeditada parsimonia.

Con un movimiento de la mano muyhúngaro, consistente en extender la manoy balancearla a uno y otro lado, palma altecho, Esterhase dijo:

—Bueno, tampoco cabe decir quesea muy normal.

—¿Y quién es el agente dePolyakov?

Guillam advirtió que Smiley dabagran importancia a esta pregunta. Todolo anterior no había sido más que una

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preparación para llegar al presenteinstante. Mientras Guillam esperaba,mirando, ya a Esterhase, quien habíaperdido aquella anterior confianza en símismo, ya el rostro de mandarín deSmiley, se dio cuenta de que también élcomenzaba a comprender la forma delúltimo e inteligente nudo de Karla, talcomo Smiley lo había denominado, asícomo el significado de su última ypenosa entrevista con Alleline.

—Lo que te pregunto —insistióSmiley— es muy sencillo: ¿quién es elagente de Polyakov en el interior delCircus? ¡Por favor, Toby, no seasobtuso! Si la excusa que Polyakov

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esgrime para reunirse con vosotros es lade espiar el Circus, forzosamente ha detener un espía dentro del Circus. Puesbien, ¿quién es este espía? Polyakov nopuede regresar a la embajada, despuésde reunirse con vosotros, cargado depelículas con información del Circus, ydecir: «Los muchachos me han dadoesto». Forzosamente ha de contar algúncuento, y este cuento forzosamente ha deser convincente. Ha de ser un cuento conel relato del modo en que hizo la corte aalguien, el modo en que lo reclutó, conencuentros clandestinos, con dinero ymotivaciones… ¡Este cuento no es sólouna excusa para Polyakov, es la defensa

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de su propia vida! Ha de ser una buenahistoria, una historia plenamenteconvincente. ¿Quién es el agente? —Amablemente, preguntó—: ¿Eres tú,Toby? ¿Será Toby Esterhase quien fingeser traidor al Circus, a fin de quePolyakov pueda estar al servicio delCircus? Toby, me descubro, merecesuna montaña de medallas.

Esperaron, mientras Toby pensaba.Por fin, Toby dijo:

—Te has metido en un atolladero,George. ¿Por qué no lo dejas?

—¿Cómo puedo dejarlo, teniendo aLacon encima?

—Pues trae a Lacon. Y trae a Percy,

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y a Bill. ¿Por qué atacas a un tipo sinimportancia como yo? Ve directamente alos peces gordos.

—Pensaba que, actualmente, eras unpez gordo. Además, eres un tipo muyadecuado para cumplir la función deagente de Polyakov: eres de familiahúngara, estás resentido por no haberascendido lo que mereces, tienes accesoa bastante información, aunque nodemasiada… eres hombre de reaccionesrápidas…, te gusta el dinero… Contigocomo agente, Polyakov podría montaruna excelente historia. Los tres pecesgordos te dan la información que les dala gana dar, tú la pasas a Polyakov, el

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Centro de Moscú piensa que haencontrado una mina, y todos tancontentos… Pero surge un problema. Sí,porque bien pudiera darse el caso deque tú entregaras informaciónvaliosísima a Polyakov, y que los rusoste entregaran la información que lesdiera la gana. Si, realmente, es éste elcaso, vas a necesitar buenos amigos.Amigos como nosotros. Y, ahora, voy aterminar mi tesis: Gerald es un toporuso, dirigido por Karla, y este tipo seha metido el Circus en el bolsillo.

Toby tenía aspecto de hallarse untanto indispuesto.

—Oye, George, te voy a decir una

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cosa: quizá te equivoques, y si túquieres correr el riesgo de equivocarte,yo no estoy dispuesto a ello.

En una rara interrupción, Guillaminsinuó:

—Pero si no se equivoca, si está enlo cierto, tú también quieres estar en locierto. Y cuanto antes estés en lo cierto,mejor.

Sin darse cuenta de la ironía de estaspalabras, Toby dijo:

—Sin duda alguna. George ha tenidouna buena idea. Ahora bien, toda teoríatiene dos caras, George, y cuando estateoría se centra en agentes del serviciosecreto lo de las dos caras tiene muy

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especial validez. Quizás estéscontemplando la cara que no es cierta,George. Presta atención. ¿Ha habidoalguien que haya dicho que lainformación resultante de la operaciónBrujería es la que los rusos nos hanquerido dar para tenernos contentos?¡Nadie! Es información de primerísimoorden. Pero resulta que un tipo hacomenzado a sospechar, y sólo por estotú pones en tela de juicio la competenciade medio Londres. ¿Comprendes lo quequiero decir? Oye, yo hago lo que memandan. Me dicen que finja ser el agentede Polyakov, y finjo serlo. Me dicen quele entregue esa película, y se la entrego.

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Estoy en una situación muy peligrosa,realmente peligrosa.

Desde la ventana, donde una vez másvigilaba la plaza por entre las cortinas,Smiley dijo:

—Lo siento. Para ti esto ha designificar una constante preocupación.

Toby se mostró de acuerdo.—Una gran preocupación, sí señor

—dijo—. Tengo úlcera de estómago, nopuedo comer. Estoy realmente malo.

Durante unos momentos, y paramayor indignación de Guillam, los tresguardaron un comprensivo silencio,motivado por la mala salud deEsterhase. Sin apartarse de la ventana,

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Smiley preguntó:—Oye, Toby, ¿no habrás mentido, en

lo referente a los guardaespaldas?—Te juro que no, George. Te lo juro

por lo más sagrado.—¿Qué sistema utilizarías, en un

caso como el presente? ¿Automóviles?—Peatones. Pondría un microbús

ahí, en la terminal de la compañía deaviación, e iría turnando a los peatones,teniendo como base el microbús.

—¿Cuántos emplearías?—Ocho o diez. En esta época del

año, quizá seis. Hay mucho personalenfermo… —Con pesar, explicó—: Yase sabe: la Navidad…

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—¿Y no emplearías a un hombresolo?

—Jamás. Estás loco. ¡Un hombresolo! No, no serviría para nada.

Smiley se apartó de la ventana yvolvió a sentarse.

—George —dijo Toby—, tu teoríaes terrible, no sé si te has dado cuenta.Y no debes olvidar que soy hombre desentimientos patrióticos.

—¿Cuál es el trabajo de Polyakoven la Residencia rusa en Londres?

—Trabaja por su cuenta.—¿Se dedica a dirigir a su espía

dentro del Circus?—Exactamente. Le permiten salir y

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entrar cuando le da la gana para quepueda entendérselas con Toby el granespía. Y yo me paso horas con él. Ledigo, por ejemplo: «Oye, Bill comienzaa sospechar de mí, mi esposa sospechade mí, el niño tiene la escarlatina y notengo dinero para pagar al médico…»En fin, le suelto todos los rollos que losagentes suelen soltar, a fin de quePolyakov lo comunique a sus superiores,y todo parezca verdad.

—¿Y quién es Merlín?Esterhase sacudió negativamente la

cabeza.—Pero, al menos —dijo Smiley—,

¿habrás oído decir que reside en

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Moscú? ¿Y que es un importantemiembro del servicio de informaciónsoviético?

—Esto, sí, lo sé —repuso Esterhase.—¿Y, gracias a esto, Polyakov

puede comunicar con él, siempre enbeneficio del Circus, desde luego? ¿Sereúne con él secretamente, sin que losdel Centro de Moscú entren ensospechas?

—Eso.Y tras este asentimiento, Esterhase

reanudó sus lamentaciones, pero Smileyparecía prestar atención a unosimaginarios sonidos que no sonaban enaquella estancia.

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—¿Y Tinker, Tailor?—No sé de qué diablos se trata. Me

limito a obedecer las órdenes de Percy.—¿Y Percy te dijo que le cerraras la

boca a Jim Prideaux?—Exactamente. O quizá fue Bill o

Roy. Sí, fue Roy. He de ganarme el pande todos los días, George. He deobedecer.

Con voz tranquila y cierto acentodistante, Smiley comentó:

—Es la jugarreta perfecta, Toby.Suponiendo que se trate de unajugarreta, claro está. Gracias a ellaresulta que están equivocados todos losque estaban en lo cierto, como Connie

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Sachs, Jerry Westerby, Jim Prideaux…Incluso Control. Acalla a los que tienendudas incluso antes de que hayancomenzado a hablar… Y una vez se halanzado la mentira básica, sobre ella sepueden idear las más diversascombinaciones y variantes. Por ejemplo,se puede decir que es preciso que elCentro de Moscú crea que tiene unaimportante fuente de información en elseno del Circus, y que, por otra parte, esimprescindible que los de Whitehall nose enteren de ello. Y si llegamos a lasúltimas conclusiones de esta jugarreta,veremos que Gerald se encuentra ensituación de obligarnos a estrangular a

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nuestros propios hijos, mientrasduermen… —Casi ensoñado, Smileyobservó —: Y, contemplado desde otropunto de vista, este truco podría ser muyhermoso… Pobre Toby… Sí, locomprendo. Has de pasarlo muy mal,liado con toda esa gente.

Toby tenía preparadas sus próximaspalabras:

—Como es natural, George, si puedohacer algo de carácter práctico paraayudarte, sabes que estoy por entero a tudisposición. Ya me conoces. Mismuchachos están bien adiestrados, y silos necesitas para algo, siemprepodremos llegar a un acuerdo. Pero,

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como es natural, antes tendría que hablarcon Lacon. Lo único que quiero es queeste asunto se aclare, en beneficio delCircus, naturalmente. No quiero más queesto: poner en claro las cosas, enbeneficio de la casa. Nada quiero paramí.

—¿Dónde está esta casa secreta quetenéis al servicio exclusivo dePolyakov?

—Es el número cinco de LockGardens, en Camden Town.

—¿Hay alguien al cuidado de lacasa?

—La señora McCraig.—¿También está a la escucha?

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—Naturalmente.—¿Hay sistema de grabación?—¿Qué dirías tú?—¿De manera que Millie McCraig

cuida de la casa y se encarga de manejarlos instrumentos de grabación?

Alzando la cabeza con un bruscomovimiento de alerta, Toby dijo que asíera.

—Pues quiero que le llames porteléfono —ordenó Smiley— y que ledigas que voy a pasar la noche allí y queutilizaré el equipo de grabación. Dileque estoy llevando a cabo un trabajoespecial y que debe obedecer misórdenes. Llegaré hacia las nueve. ¿Qué

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procedimientos sigues para entrar encontacto con Polyakov, en caso deemergencia?

—Mis muchachos tienen unahabitación en Haverstock Hill. Polyakovpasa en automóvil ante la ventana deesta habitación todas las mañanascuando va a la embajada, y todas lasnoches cuando regresa a su casa. Si mismuchachos ponen un cartel amarilloprotestando contra el tránsito rodado,entonces esto significa que quieroreunirme con él.

—¿Y por la noche? ¿Y en los finesde semana?

—Una llamada telefónica, diciendo

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que nos hemos equivocado de número.Pero éste es un sistema que a nadiegusta.

—¿Se ha utilizado alguna vez?—No lo sé.—¿No vigiláis su teléfono?Esterhase no contestó. Smiley dijo:—Quiero que pases el fin de semana

fuera de Londres, ¿producirá estosospechas en el Circus?

Con entusiasmo, Esterhase sacudiónegativamente la cabeza.

—Tengo la seguridad —dijo Smiley— de que prefieres encontrarte un pocolejos del cotarro. —Esterhase afirmócon la cabeza. Smiley continuó—: Di

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que tienes problemas con una chica, oque tienes cualquier otra clase deproblemas, en fin, lo que sea máspertinente, según tu actual modo de vida.Pasarás aquí una noche o quizá dos.Fawn te atenderá, en la cocina haycomida. ¿Habrá problemas con tumujer?

Bajo la mirada de Guillam y Smiley,Esterhase marcó el número del Circus ypidió hablar con Phil Porteous. Recitóperfectamente el papel asignado,poniendo un poco de preocupación, unpoco de acento de complicidad con elotro, y terminando con una nota dehumor. Una chica estaba loca por él, ahí,

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en el Norte de Inglaterra, y amenazabacon cometer una barbaridad, en el casode que él no fuera a sostener su manoentre las suyas. Añadió:

—Me consta que esas cosas te pasantodos los días, Phil. A propósito, ¿cómosigue tu estupenda secretaria? Y,además, oye, Phil, si Mara llama desdecasa, dile que Toby está ocupado, que lehan dado un trabajo importantísimo,¿comprendes? Dile que se ha ido a volarel Kremlin, y que regresará el lunes. Enfin, dile algo gordo. Gracias, Phil.

Colgó y marcó un número del sectornorte de Londres.

—Señora M., le llama su amante

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favorito, ¿reconoce la voz? Bien. Oiga,le mando a un visitante esta mismanoche. Se trata de un viejo amigo. Sellevará usted una sorpresa. Tapando elteléfono con la mano, Toby explicó: Meodia las tripas, la pobre mujer. —Siguió—: Este amigo quiere comprobar elfuncionamiento de los aparatitos.Procure que todo funcione debidamente.

Cuando Guillam y Smiley se iban,aquél dijo a Fawn, con acento feroz:

—Si ese individuo le plantea algúnproblema, átele de pies y manos.

Cuando se encontraban en laescalera, Smiley tocó levemente elbrazo de Guillam.

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—Peter, me gustaría quecomprobaras si me siguen. Dame unaventaja de un par de minutos, yalcánzame en la esquina de MarloesRoad, hacia el Norte. Ve por la acera deponiente.

Guillam esperó, y, luego, salió a lacalle. Caía una lluvia fina que parecíasuspendida en el aire, y que tenía unaextraña calidez, como si fuera undeshielo. En los lugares en que habíaluces, la humedad se deslizaba formandouna fina neblina, pero en los lugaresoscuros, Guillam no veía ni sentía lalluvia, aunque la niebla enturbiaba suvisión y le obligaba a entornar los ojos.

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Dio una vuelta completa a los jardines, yemprendió el camino. Al llegar aMarloes Road, pasó a la acera deponiente, compró un diario de la noche,y echó a andar ante las villas erigidas alfondo de los jardines fronteros. Contabapeatones, ciclistas, automóviles,mientras veía ante él, a lo lejos, aGeorge Smiley, prototipo del londinenseque vuelve a casa después del trabajo,caminando pesadamente. Guillam lehabía preguntado: «¿Te sigue un equipoorganizado?» Pero Smiley no pudocontestarle con certeza. Le dijo: «Pocoantes de llegar a Abingdon Villas,cruzaré la calle; entonces vigila con

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atención; seguramente se tratará de unhombre solo». Ahora, mientras Guillamvigilaba atentamente, Smiley giró sobresí mismo con brusquedad, como sihubiera recordado algo, bajó de laacera, con el consiguiente peligro, y semetió por entre el furioso tránsito, paradesaparecer inmediatamente por lapuerta de una tienda. En este instante,Guillam vio, o creyó ver, una figura alta,con un abrigo oscuro, emprender elmismo camino seguido por Smiley, peroante su vista se detuvo un autobúsocultando tanto a Smiley como a lafigura alta y oscura. Cuando el autobúsarrancó, pareció haberse llevado al

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hombre alto, ya que el único ser quehabía en aquel lugar era un hombreviejo, con impermeable de plástico ygorra de paño, ocupado en leer elperiódico, junto al poste de parada delautobús. Y cuando Smiley salió de latienda, con un paquete en la mano, elhombre en la parada del autobús nisiquiera levantó la vista de las páginasdeportivas del periódico. Durante unosmomentos, Guillam siguió a Smiley a lolargo de la más elegante zona de la partevictoriana de Kensington. Sólo una vez,Guillam se olvidó de Smiley, eimpulsado por el instinto miró haciaatrás, teniendo entonces la vaga

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sospecha de haber avistado una tercerafigura, yendo tras ellos, una figura comouna sombra recortada contra la fachadade una casa en una calle desierta, pero,cuando Guillam avanzó un paso, lafigura ya había desaparecido.

Después la noche adquirió un ritmode locura. Los acontecimientos sesucedieron demasiado de prisa para queGuillam los recordara uno por uno.Pasaron varios días antes de queGuillam recordara que algo familiarhabía en aquella figura evanescente.Pero ni siquiera entonces pudoidentificarla. Más tarde, un día en quedespertó antes de lo habitual, recordó

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claramente la figura, el hablar aladridos, el acento militar, una dulzuraen el comportamiento difícilmentedisimulada, y una raqueta oculta detrásde la caja fuerte de su despacho enBrixton, que llenaba de lágrimas losojos de su poco emotiva secretaria.

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Probablemente el único error queSteve Mackelvore cometió aquellamisma tarde, de acuerdo con las normasclásicas del oficio, fue acusarse a símismo de no haber cerrado la cerradurade la puerta de su automóvil,correspondiente al asiento contiguo aldel conductor. En el momento desentarse al volante, consideró que lacausa de que la cerradura de la otrapuerta estuviera abierta no era otra quesu propia negligencia.

De acuerdo con tan estricto criterio,Mackelvore hubiera debido sospechar

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que en aquella hora puntaparticularmente odiosa, de unparticularmente odioso atardecer, en unade aquellas ruidosas calles laterales quevan a desembocar en la parte baja de losCampos Elíseos, Ricki Tarr era muycapaz de descerrajar la puerta encuestión, y amenazarle con una pistola,sentado en el asiento contiguo al delconductor. Pero la vida en la Residenciade París, en los presentes tiempos, pocoservía para mantener en forma laagudeza de un agente, y la mayor partede la jornada de trabajo de Mackelvorehabía sido consumida en la tarea deanotar sus gastos semanales, y terminar

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las cuentas correspondientes a laplantilla de personal, para presentarlotodo a los administradores. Solamente elalmuerzo, un largo almuerzo, con uninsincero anglófilo perteneciente allaberinto del servicio de seguridadfrancés, había roto la monotonía deaquel viernes.

Su automóvil estaba aparcado bajola copa de un tilo agónico, víctima delhumo de los tubos de escape. El cochellevaba matrícula extraterritorial, conlas CC en la parte trasera, debido a quela Residencia actuaba bajo aparienciasde pertenecer al Cuerpo Consular,aunque se trataba de una ficción que

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nadie tomaba en serio. Mackelvore erauno de los veteranos del Circus, unhombre cuadrado, con el cabello blanco,natural del Yorkshire, con un largohistorial de cargos consulares que, a losojos del mundo, ningún avance en elescalafón le habían reportado. París erasu último destino. No sentía especialamor hacia París, y gracias a haberpasado casi toda la vida actuando en elLejano Oriente, sabía que los francesesy él difícilmente podían hacer buenasmigas. Pero su cargo en París,contemplado como preludio de sujubilación, no podía ser mejor. Lacuenta de gastos era generosa, su oficina

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cómoda, y cuanto trabajo se le habíaordenado en el curso de los últimos diezmeses consistió en atender a algún queotro agente en tránsito, transmitir algúnque otro mensaje, entregar documentosen alguna que otra operación dirigidapor la London Station, y amenizar laestancia de algún visitante.

Así fue hasta el presente momento,hasta este momento en que se encontrósentado en su propio automóvil, con laboca del revólver de Tarr clavada en elcostillar, y con la mano de Tarrdescansando afectuosamente en suhombro derecho, dispuesta a acogotarleen el caso de que Mackelvore intentara

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alguna jugarreta. Muy cerca delautomóvil, unas chicas se dirigíanapresuradamente hacia la boca delmetro. El tránsito había quedadodetenido en un embotellamiento quepodía durar una hora. Nadie prestaba lamenor atención a aquellos dos hombresque parecían charlar amistosamente, enel interior de aquel automóvil aparcado.

Tarr había hablado desde el instanteen que Mackelvore se sentó ante elvolante. Tarr dijo que quería mandar unmensaje a Alleline. Se trataba de unmensaje personal que debía serdescifrado por el propio destinatario, yTarr quería que Steve manejara la

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máquina, mientras él estaba a su ladoapuntándole con el revólver.

Mientras, cogidos del brazo,emprendían a pie el camino de regreso ala Residencia, Mackelvore dijo en sonde queja:

—¿Se puede saber en qué clase delío te has metido, Ricki? ¿Sabes que elservicio entero anda buscándote? Y si teencuentran te van a despellejar vivo.Hemos recibido órdenes de hacertecosas que ponen los pelos de punta, tanpronto te echemos el guante.

Mackelvore pensó en la posibilidadde hacerle una presa a Tarr y partirle lanuca, pero comprendió que carecía de la

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velocidad precisa para ello, y Tarr lemataría.

Mientras Mackelvore abría la puertay encendía las luces, Tarr le dijo que elmensaje tendría una longitud de unosdoscientos caracteres. Y que, cuandoSteve lo hubiera transmitido, los dos sequedarían sentados junto a la máquina, yesperarían la respuesta de Alleline. Y sila intuición no le engañaba a Tarr,mañana Percy se dirigiría a todavelocidad a París para sostener unaconversación con él. Esta conversaciónse celebraría asimismo en laResidencia, debido a que Tarrconsideraba que era un poco menos

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probable que los rusos intentaranasesinarle en el interior de las oficinasconsulares británicas.

—Estás loco, Ricki. No son losrusos quienes quieren matarte, si nonosotros.

La primera habitación estabacalificada como Recepción, y era cuantoquedaba de las apariencias consularesdel piso. En ella había un viejomostrador de madera, y colgando de lasucia pared se veía un tablero de Avisosa los Ciudadanos Británicos. Allí, Tarrcacheó con la mano izquierda aMackelvore, en busca de armas, pero noencontró ni una. La casa tenía un patio

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interior, y el material importante seencontraba en las habitaciones situadasal otro lado del patio. Allí estaban lasmáquinas, la sala de claves y la cajafuerte.

Después de pasar por un par deestancias vacías, y mientras oprimía eltimbre de la sala de claves, Mackelvoreadvirtió monótonamente a Tarr:

—Has perdido el juicio, Ricki.Siempre tuviste sospechas de serNapoleón Bonaparte, pero ahora estásya totalmente convencido de que lo eres.Tu papá te metió demasiada religión enla cabeza.

Se abrió la mirilla de acero, y en el

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hueco apareció un rostro de expresiónperpleja, algo atontada. EntoncesMackelvore dijo:

—Ben, más valdrá que te vayas acasa. Sí, vete a casa, con tu mujer, perono te alejes mucho del teléfono, no seaque te vaya a necesitar. Deja los librosdonde están, y pon las claves en lasmáquinas, porque he de comunicar conLondres.

El rostro desapareció, y los doshombres esperaron mientras el otroabría la puerta desde dentro. Primeroutilizó una llave, luego otra, y por finabrió la cerradura de muelle.

Mackelvore explicó, mientras

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entraban:—Este caballero viene del Extremo

Oriente, Ben, y es uno de mis másdistinguidos amigos.

—Buenas noches, señor —dijo Ben.Era un muchacho alto, con aspecto

de matemático, gafas y mirar fijo.—Vete a casa, Ben. No te

descontaré esas horas en la próximapaga. Vas a tener libre el final desemana y devengando el salario integro.Además, tampoco tendrás que recuperarese tiempo. Anda, vete ya.

—No. Ben se queda —dijo Tarr.En Cambridge Circus la luz era

amarilla y, desde el lugar en que Mendel

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se encontraba, en el tercer piso de latienda de ropas confeccionadas, elhúmedo asfalto se veía brillar como orobarato. Faltaba poco para lamedianoche, y Mendel llevaba ya treshoras de pie. Se encontraba entre unacortina de red y un armatoste del quecolgaban ropas. Se hallaba en la posturaque adoptan todos los policías delmundo, apoyando por igual el peso de sucuerpo sobre uno y otro pie, rectas laspiernas, y con el cuerpo algo inclinadohacia atrás, con respecto a la línea deequilibrio. Se había echado el sombrerohacia delante y se había levantado elcuello del abrigo, para que la mancha

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blanca de su —cara no se viera desde lacalle, pero sus ojos, con la mirada fijaen la entrada de la casa, allí, ante él,brillaban como los de un gato en unacarbonería. Era capaz de vigilar durantetres o seis horas más. Sí, ya que Mendelvolvía a estar de servicio, y tenla en lasnarices el olor de la presa. Más aún,ahora Mendel era un pájaro nocturno, yla oscuridad del probador lo manteníamás despierto y más alerta. La poca luzque llegaba procedente de la calle seposaba en postura invertida, formandopálidas manchas en el techo. Todo lodemás, es decir, las mesas en que searreglaban los vestidos, las piezas de

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tela, las máquinas cubiertas, la plancha,las fotografías firmadas de princesas desangre real, todo lo demás estaba allídebido a que Mendel lo había vistoaquella tarde, en su visita de inspección,pero la luz no lo iluminaba, y Mendelapenas podía distinguirlo.

Desde la ventana, Mendel veía casitodos los puntos de acceso: ocho onueve calles y callejas que, sin razónconcreta, iban a desembocar aCambridge Circus. Entre las bocacallesse alzaban edificios adornados confalsos oropeles, con restos imperiales:un banco romano, un teatro como unamezquita profanada… Tras los

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edificios, altos bloques avanzaban comoun ejército de robots. Y, por encima deellos, el cielo rosado iba llenándose deniebla lentamente.

¿Por qué había tanto silencio?, sepreguntó Mendel. Hacía ya tiempo queel teatro había quedado vacío, pero ¿porqué razón el comercio de placer deSoho, a un tiro de piedra de aquellaventana, no llenaba de taxis y grupos deociosos la plaza? Ni siquiera un camiónde fruta había estremecido el aire de laavenida de Shaftesbury, camino deCovent Garden.

Con sus prismáticos, Mendel estudióuna vez más el edificio frontero. Parecía

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que durmiera aún más profundamenteque los edificios vecinos. La doblepuerta de entrada estaba cerrada, y no seveía luz alguna en las ventanas de laplanta baja. Sólo en el tercer piso, en lasegunda ventana a la izquierda, brillabauna pálida luz, y Mendel sabía que laventana correspondía al despacho delfuncionario de guardia, por habérselodicho Smiley. Durante un instantelevantó los prismáticos para mirar eltejado, en donde se alzaba unaplantación de antenas que trazabaextraños dibujos contra el cielo., Luegolos bajó al piso inmediato inferior, a lascuatro negras ventanas de la sección de

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radio.Guillam había dicho: «Por la noche,

todos utilizan la puerta frontera, parareducir así el número de conserjes».

En el curso de aquellas tres horas,sólo tres acontecimientos habíanrecompensado la vigilancia de Mendel.Un hecho por hora no es mucho. A lasnueve y cinco, un Ford azul se habíadetenido y de él descendieron doshombres que llevaban un bulto queparecía una caja de munición. Abrieronla puerta, y la cerraron tan prontoestuvieron dentro. Mendel murmuró elcorrespondiente comentario porteléfono. Guillam le había dicho,

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también, que hacia las diez llegaba elvehículo en el que se recogíandocumentos importantes en las seccionesdiseminadas en otros lugares, y sellevaban al Circus, a fin de quequedaran a buen recaudo durante el finde semana. El vehículo iba a Brixton.Acton y Sarratt, por este orden, dijoGuillam, pasaba al fin por elAlmirantazgo, y llegaba al Circus hacialas diez. Aquella noche, llegó a las diezen punto, y del edificio salieron doshombres para ayudar en la descarga.Mendel también comunicó este hecho, ySmiley se dio por enterado con unpaciente «muchas gracias».

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¿Estaría Smiley sentado? ¿Estaría enla oscuridad, como Mendel? Mendelpensaba que sí. De entre todos los tiposraros que Mendel había conocido,Smiley era el más raro. Viéndole,cualquiera diría que ni de cruzar la callesolo era capaz, pero, en realidad, aquelhombre necesitaba tanta proteccióncomo pueda necesitarla un jabalí.Mendel pensó en los espías. Se habíapasado la vida persiguiendomalhechores, y ¿cómo la terminaba?¡Entrando ilegalmente en una casa, yvigilando a los espías, desde laoscuridad! Mendel nunca habíarespetado a los espías hasta el momento

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en que conoció a Smiley. Siempre pensóque eran un atajo de entremetidos, deaficionados con título universitario.Siempre los consideró un tantoanticonstitucionales, y estimaba que lomejor que su Cuerpo podía hacer, en supropio beneficio y en el del público, eralimitarse a decir «sí, señor; no, señor» yperder cuanto antes todo género decontacto con aquella gente. Y, con lasmuy notables excepciones de Guillam ySmiley, esto era lo que de los espíaspensaba Mendel aquella noche.

Poco antes de las once, hacía de elloexactamente una hora, llegó un taxi. Setrataba de un taxi con matrícula de

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Londres, normal y corriente, que sedetuvo ante el teatro. Incluso de esto lehabía informado Smiley: los miembrosdel servicio tenían la costumbre de noapearse ante la mismísima puerta.Algunos bajaban en Foyles, otros en OldCompton Street o ante cualquiera de lastiendas. Casi todos tenían su puntofavorito en el que apearse, y el preferidode Alleline era el teatro. Mendel nuncahabía visto a Alleline, pero le habíandescrito sus apariencias, y ahora lereconoció sin la menor duda. Era unhombre corpulento, con un abrigooscuro. Mendel incluso observó que eltaxista torcía el gesto al recibir la

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propina, y decía algo, a espalda deAlleline, mientras éste buscaba la llaveen el bolsillo.

Guillam le había explicado que lapuerta de entrada no se hallaba sometidaa vigilancia, y sólo estaba cerrada conllave. La vigilancia comenzaba al doblara la izquierda, al término del corredor.Alleline tiene su despacho en el quintopiso. No verá luz, dijo Guillam, en susventanas, pero hay una ventana cenital,en el techo, y por ella la luz interior saley va a dar en una chimenea. Y,efectivamente, Mendel vio que en lossucios ladrillos de la chimenea aparecíauna mancha amarilla: Alleline había

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entrado en su despacho.Mendel pensó que el joven Guillam

necesitaba tomarse unas vacaciones. Sí,esto era algo que Mendel había vistoanteriormente: muchos hombres duros sevienen abajo a los cuarenta años. Se loocultan a sí mismos, fingen que nada lespasa, buscan amparo en los madurosque, a fin de cuentas, resultan no ser tanmaduros como eso, y un buen día todo seviene abajo; aquellos que anteriormenteeran considerados como seres heroicosse desmoronan, y el hombre duro decuarenta años se queda solo en sudespacho empapando de lágrimas elpapel secante.

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Mendel había dejado el teléfono enel suelo. Lo cogió y dijo:

—Parece que Tinker acaba dellegar.

Dio el número de la matrícula deltaxi y esperó. Smiley murmuró:

—¿Qué aspecto tenía?—Parecía preocupado, con aspecto

de hombre que tiene muchas cosas quehacer.

—Es natural.Satisfecho, Mendel pensó: Éste es

de los que no se desmoronan. Smiley erauno de aquellos frágiles robles.Cualquiera diría que se le podíaderribar de un soplido, pero cuando

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llega la tormenta es el único que quedaen pie. Estando Mendel en este punto desus reflexiones, llegó un segundo taxique se detuvo ante la mismísima puerta,y una figura alta y de lentos movimientossubió cautelosamente los peldaños,como hacen los hombres que cuidan sucorazón. Mendel murmuró junto alteléfono:

—Ahí va Tailor. Un momento, ahoratambién llega Soldier. Parece que hayreunión de todos los clanes. Espere…

Un viejo Mercedes 190 salió deEarlham Street, se dirigió hacia la zonabajo la ventana de Mendel, resiguiódifícilmente la curva hasta la bocacalle

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que, al Norte, formaba Charing CrossRoad, y allí esperó. Del Mercedesdescendió un hombre joven, corpulento,con cabello rojizo, cerró violentamentela puerta del coche, sin siquiera llevarsela llave del contacto, y cruzó la callehacia la puerta de la casa que Mendelvigilaba. Instantes después, otra luz seencendía en el cuarto piso. Habíallegado Roy Bland.

Mendel pensó: «Ahora lo único quenecesitamos saber es quién sale».

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Lock Gardens era una especie deplaza con cuatro casas de lisa fachada,construidas en el siglo xix, en el centrode una larga curva en forma de lunacreciente, cada una de ellas con trespisos y una planta baja, así como unjardín trasero, con un muro que corría alo largo del canal Regent. Los númerosde estas casas iban del dos al cinco. Lacasa número uno o bien se habíadesmoronado o bien no había sidoconstruida. La número cinco seencontraba en el extremo norte, y, encuanto a casa secreta del servicio de

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información, reunía inmejorablescondiciones, por cuanto, en menos detreinta metros tenía tres accesos, y elsendero de arrastre del canal ofrecía dosaccesos más. Al Norte se encontraba lacalle principal de Camden por la quecirculaba el grueso del tránsito. Y al Sury al Oeste se encontraban los jardines yPrimrose Hill. Para mayor ventaja, elparaje no tenía identidad social alguna ytampoco la exigía. Algunas de las casashabían sido transformadas en conjuntosde viviendas de un solo dormitorio, ytenían diez timbres, dispuestos como elteclado de una máquina de escribir.Otras, en alarde de grandeza, sólo tenían

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un timbre. La número cinco tenía dostimbres, uno para Millie McCraig y otropara su huésped, el señor Jefferson.

La señora McCraig era mujer devotay solicitaba limosnas para todo génerode buenas obras, lo cual constituía unexcelente medio para vigilar a loshabitantes de la zona, aunque éstos nointerpretaban en tal sentido el celo de laseñora McCraig. De Jefferson, elhuésped, se tenía la vaga idea de que eraextranjero, trataba en negocios depetróleo, y pasaba largas temporadasfuera de casa. Lock Gardens era el pied—à—terre de Jefferson. Cuando losvecinos se tomaban la molestia de

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fijarse en él, lo juzgaban hombreretraído y respetable. Esta misma idease habrían formado de George Smiley sihubieran podido verle en la penumbradel porche, a las nueve de la noche, enel momento en que Millie McCraig ledaba entrada y corría las recatadascortinas.

La señora McCraig era una nervudaviuda escocesa, con medias castañas,cabello rizado, y una piel brillante yarrugada, propia de un hombre viejo. Alservicio del Señor y del Circus, estadama había dirigido escuelas deenseñanza de la Biblia en Mozambique yun centro misional para marineros en

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Hamburgo, y pese a que se habíadedicado, durante veinte años, a laprofesión de escuchar subrepticiamenteal prójimo, todavía tenía ciertatendencia a tratar a todos los hombrescomo si fueran transgresores de la ley.Smiley no tenía la menor idea de lo queaquella mujer pensaba. Desde elmomento en que Smiley llegó, losmodales de la señora McCraig quedaronarropados en una profunda y desoladasuavidad. Le mostró la casa con el airede una ama de llaves que muestra elcastillo de su ama, ya muerta.

Primeramente, le mostró elsemisótano, que era donde la señora

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McCraig vivía, lleno de plantas, y ponaquel ambiente de viejas postales,mesas con tablero de latón y muebles denegra madera tallada, que parece serpropio de viejas señoras inglesas, muyviajeras, de cierta edad y cierta clasesocial. Sí, cuando el Circus queríahablar con ella por la noche, llamaba alteléfono del semisótano. Sí, había otroteléfono, con línea propia, en el pisosuperior, pero sólo se usaba para llamarafuera. El teléfono del semisótano teníauna extensión en el comedor del pisosuperior. La planta baja constituía unverdadero monumento al caro mal gustode los administradores del Circus:

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chillonas rayas regencia, sillas doradasy sofás de terciopelo con colgajos. Lacocina era escuálida y no parecía estaren uso. Detrás de la cocina, había unagalería acristalada que daba aldescuidado jardín y al canal. En el suelode la galería se veía un viejo rodillo deapisonar tierra, un cubo y cajas de aguatónica.

Cuando regresó a la sala de estar,Smiley preguntó:

—¿Dónde están los micrófonos,Millie?

Millie explicó, en un murmullo, quelos micrófonos estaban dispuestos dedos en dos, ocultos tras el papel de la

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pared, y que había dos parejas en cadaestancia de la planta baja, y una en cadahabitación del piso superior. Cadapareja estaba conectada a un grabador.Smiley siguió a la señora McCraig alpiso superior, por la escalera de altospeldaños. Este piso no estabaamueblado, salvo un dormitorio en elque había un armazón de acero gris, conocho grabadores de cinta magnetofónica,cuatro arriba y cuatro abajo.

—¿Y Jefferson sabe que hay estasgrabadoras?

No sin cierta altanería, Millierepuso:

—El señor Jefferson fue siempre

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tratado como un caballero de todaconfianza.

De esta manera contestó la pregunta,faltando poco para que, con estaspalabras, expresara la desaprobaciónque Smiley le merecía, o la devoción dela propia Millie a la ética cristiana.

De nuevo abajo, Millie mostró aSmiley los interruptores que controlabanel sistema de grabación. En cada panelse había añadido un interruptor. CuandoJefferson o cualquiera de losmuchachos, dicho sea en las palabras deMillie, deseaban que los aparatosfuncionaran, bastaba con que elinteresado se levantara y bajara el

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interruptor de la luz situado a laizquierda. A partir de este momento, elsistema quedaba en régimen deactivación por la voz, es decir, elrodillo de cinta solamente corría cuandoalguien hablaba.

—¿Y dónde estás tú, mientras ocurrecuanto acabas de decir, Millie?

Millie repuso que se quedaba abajo,como si éste fuera el lugar propio detoda mujer.

Smiley abría armarios y cajones, eiba de una habitación a otra. Volvió a lagalería, con vistas al canal. Extrajo delbolsillo una linterna, y lanzó una señalhacia la oscuridad del jardín, Luego,

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mientras, pensativo, tocaba elinterruptor de la luz junto a la puerta dela sala de estar, preguntó:

—¿Y cuál es el sistema deseguridad?

Millie contestó con litúrgicamonotonía:

—Si ante la puerta hay dos botellasde leche llenas, se puede entrar sinpeligro. Si no hay botellas de leche, nose puede entrar.

En la parte que daba al jardín se oyóel leve sonido de unos pasos.

Smiley volvió a la galeríaacristalada, abrió la puerta de vidrioopaco, y después de una brevísima

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conversación en murmullos, reaparecióen compañía de Peter Guillam.

—Ya conoces a Peter Guillam… —dijo Smiley.

Millie podía conocerle o podía noconocerle, a juzgar por la fija mirada deburla y desprecio que había en sus ojospequeños y duros.

Guillam miraba el interruptor de laluz, mientras buscaba algo en el bolsillo.

—¿Qué pretende hacer? —preguntóMillie— No puede hacerlo. Dile que nolo haga.

Smiley le dijo que si teníaescrúpulos de conciencia, podía llamara Lacon, por el teléfono del sótano.

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Millie McCraig no se movió, pero dosmanchas rojas habían aparecido en suscorreosas mejillas, y, llevada por elenojo, hacía chasquear los nudillos. Conun pequeño destornillador, Guillamhabía quitado cuidadosamente lostornillos a uno y otro lado de la planchade plástico, y estudiaba los hilos quehabía tras ella.

Ahora, con mucho cuidado, puso alrevés, la parte de arriba hacia abajo, elinterruptor del extremo, y volvió a ponerla plancha de plástico, sin tocar losrestantes interruptores.

—Ahora —dijo— podemos probarqué tal funciona.

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Smiley subió al piso superior paracomprobar el funcionamiento de lasgrabadoras, y Guillam cantó Old ManRiver, imitando el bajo registro de PaulRobeson.

Mientras bajaba, Smiley seestremeció de horror, y dijo:

—Muchas gracias, ha sido más quesuficiente.

Millie había bajado al sótano parallamar a Lacon. Despacio, Smileydispuso el escenario. Colocó el teléfonojunto a un sillón de la sala de estar, y,después, despejó su línea de retiradahacia la galería. De la nevera de hielode la Coca-Cola, que había en la cocina,

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cogió dos botellas llenas de leche, y lasdejó ante la puerta, para dar a entender,dicho en el lenguaje de Millie, que sepodía entrar sin peligro. Se quitó loszapatos, que dejó en la galería, y,después de apagar todas las luces,ocupó su puesto en el sillón, en elinstante en que Mendel hacía su llamadade toma de contacto.

Entretanto, Guillam había ocupadosu puesto de vigilancia de la casa, en elsendero de arrastre del canal. Estesendero se cerraba al público una horaantes del ocaso, por lo que, a partir deeste instante, se convertía en un lugarpoblado por enamorados o por

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mendigos, ya que, por diferentesrazones, ambas clases de personassienten predilección por los lugaresoscuros y poco frecuentados. En aquellafría noche, Guillam no vio enamoradosni mendigos. De vez en cuando, pasaba atoda velocidad un tren vacío, dejandotras sí una vaciedad aún mayor. Guillamtenía los nervios tan tensos, y susexpectaciones eran tan variadas que, porun momento, vio en términosapocalípticos la arquitectura de aquellanoche: las señales del puente delferrocarril se convirtieron en patíbulo, ylos victorianos tinglados de almacenajese transformaron en gigantescas

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prisiones, con ventanas enrejadas,alzándose contra el cielo neblinoso. Máscerca, estaba el movimiento de las ratas,y el hedor del agua quieta. Después, seapagaron las luces de la sala de estar, yla casa quedó en la oscuridad rotasolamente por las rayas amarillas a unoy otro lado de la ventana de Millie en elsemisótano. En la galería brilló undelgado rayo de luz, dirigido a él através del jardín. Del bolsillo, Guillamextrajo la linterna en forma de plumaestilográfica, le quitó la caperuza deplata, con temblorosos dedos la dirigióhacia el punto en que había brillado laluz, y contestó la señal. A partir de este

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momento, lo único que Guillam podíahacer era esperar.

Tarr arrojó a Ben el telegramarecién llegado, juntamente con el blocde descifrar claves, que había sacado dela caja fuerte, y le dijo:

—Anda, gánate el sueldo.Descífralo.

—Es un telegrama personal —objetóBen—, sólo para usted, y que debedescifrar usted mismo. Ahí lo dice:«Personal, procedente de Alleline;descífrelo personalmente». Es demáximo secreto. No puedo ni tocarlo.

Sin dejar de mirar a Tarr,Mackelvore dijo:

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—Haz lo que te dice, Ben.Durante diez minutos, no se cruzó

palabra entre los tres hombres. Tarrestaba en pie, en un extremo de lahabitación, lejos de los otros dos, conlos nervios tensos por la espera. Sehabía puesto el revólver en el cinturón,con el cañón apuntando hacia el escroto.Su chaqueta reposaba en una silla. Elsudor le había pegado, íntegramente, lacamisa a la espalda. Ben utilizaba unaregla de cálculo para descifrar losgrupos de números, y, después, anotabacuidadosamente sus hallazgos en el blocque tenía ante sí. Para concentrar mejorsu atención, Ben había apoyado la punta

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de la lengua en los dientes, y, ahora, alretirarla de allí, produjo un leve y secosonido. Dejó el lápiz, y ofreció la hoja aTarr, quien dijo:

—Léelo en voz alta.La voz de Ben sonó con acentos de

amabilidad y de cierta reverencia:—«Personal para Tarr y Alleline,

descífrelo usted mismo. Antes de darlugar a su petición exijo aclaraciones ymuestras de la mercancía o una de lasdos cosas. Información es vital para laprotección del servicio, y sin ella nadaes posible. Permítame le recuerde lapésima situación en que usted leencuentra, después de su desdichada

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desaparición. Le conmino a que seponga a disposición de Mackelvoreinmediatamente, repito, inmediatamente.El jefe.»

Ben no había terminado aún lalectura, cuando Tarr se echó a reír de unmodo extraño, excitado. A gritos, dijo:

—¡Así se habla, Percy! ¡Sí, pero no!Ben, ¿sabes por qué parece dispuesto aceder? ¡Está ganando tiempo para poderasesinarme por la espalda! ¡Así lo hizocon la chica rusa! ¡El hijo de malamadre quiere repetir la jugada!

Tarr alborotó con la mano el cabellode Ben, y, a gritos, entre risotadas, ledijo:

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—Fíjate bien en lo que voy adecirte, Ben. En esta organización haygente muy traicionera, no te fíes denadie. No te fíes de nadie o acabarásmuy mal.

Solo en la oscuridad de la sala deestar, Smiley también esperaba, sentadoen el incómodo sillón comprado por losadministradores, con la cabezadolorosamente inclinada contra elaparato telefónico. De vez en cuando,murmuraba algo, y Mendel le contestabacon otro murmullo, pero la mayor partedel tiempo los dos compartían un mismosilencio. Smiley estaba tranquilo,incluso, quizás, algo triste. Igual que un

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actor, antes de alzarse el telón, tenía lasensación de que se acercara unmomento de depresión, de que grandescosas fueran pasando para acabar en unfinal pequeño y mezquino. De la mismamanera, la muerte le parecía ahorapequeña y mezquina, después de lasluchas sostenidas a lo largo de su vida.No tenía la menor sensación deconquista. Sus pensamientos, cual solíaocurrir cuando estaba atemorizado, secentraban en personas. No tenía teorías,ni formulaba juicios, si no que sepreguntaba de qué manera quedaría cadacual afectado. Se sentía responsable.Pensaba en Jim, Sam, Max, Connie y en

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Jerry Westerby, y en las lealtadespersonales rotas. Colocándola en unacategoría separada, también pensaba enAnn, y en la irremediable incoherenciade su conversación en los acantilados deCornualles. Se preguntaba si acasohabía entre los seres humanos un amorque no se basara en alguna clase deengaño a uno mismo. Deseaba ser capazde levantarse e irse antes de que nadaocurriera, pero le era imposible.Animado por sentimientos paternales, sepreocupaba por Guillam, y sepreguntaba de qué manera reaccionaríaGuillam ante las últimas tensionesanejas a la llegada a la madurez. Volvió

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a pensar en el día en que fue al entierrode Control. Pensó en la traición, y sepreguntó si existía la traicióninconsciente de la misma manera queexistía la violencia inconsciente. Lepreocupaba el sentirse tan derrotado, yle preocupaba que todos aquellospreceptos intelectuales y filosóficos enlos que se apoyaba se vinieran abajoahora, en el momento en que seenfrentaba con una situación humana.

—¿Algo nuevo? —preguntó aMendel por el teléfono.

—Un par de borrachos cantando«Ver la jungla mojada por la lluvia».

—No conozco esa canción.

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Cambió la situación del teléfono,poniéndoselo a la izquierda, y sacó lapistola del bolsillo interior de lachaqueta, cuyo forro, de excelente seda,el arma había ya estropeado. Descubrióel seguro de la pistola y jugueteó con laidea de ignorar cuándo estaba puesto ycuándo no. Quitó el cargador y volvió ameterlo dentro, y recordó haberlo hechocentenares de veces, corriendo, en elcampo de tiro de Sarratt, de noche, antesde la guerra. Recordó que, señor, hayque disparar siempre con las dos manos,señor, sosteniendo con una la pistola ycon la otra el cargador, señor. Yrecordó que, según cierta folklórica

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tradición del Circus, se debía tener elíndice a lo largo del cañón, y oprimir elgatillo con el dedo medio. Pero, cuandoadoptó esta posición, se sintió ridículo yse olvidó del asunto.

—Voy a dar un paseo —murmuró.—Sí, señor —repuso Mendel.Con la pistola aún en la mano,

volvió a la galería, y aguzó el oído paracomprobar si los gemidos del suelo bajosus pies podían delatarle, pero parecíaque el suelo bajo la vieja alfombra fuerade cemento. Allí podía saltar sinproducir la menor vibración. Con lalinterna lanzó dos destellos cortos,esperó unos instantes y lanzó dos más.

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Inmediatamente, Guillam contestó contres destellos.

—Ya estoy de vuelta.—Sí, señor —dijo Mendel.Se sentó, con lúgubres pensamientos

centrados en Ann, para soñar el sueñoimposible. Se metió la pistola en elbolsillo. Desde el canal le llegó elsonido de un bocinazo. ¿Por la noche?¿Se navegaba por la noche?Seguramente había sido un automóvil.¿Y si Gerald tenía un procedimiento dereunión de emergencia que Smiley y lossuyos ignorasen? ¿Un procedimientomediante cartas depositadas en lugaresprevistos, o esperando que un automóvil

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le recogiera? ¿Y si Polyakov tenía unguardaespaldas al que Connie jamáshubiera descubierto? Ya había pensadoen ello antes. El sistema utilizadoforzosamente tenía que ser perfecto, demodo que, en las reuniones, se previerantodas las contingencias. En cuestionesde trucos del oficio, Karla era unperfeccionista.

¿Y aquella sensación de que leseguían? ¿Qué decir de aquellasensación? ¿De aquella sombra que novio, que sólo sintió, hasta el punto deque la intensidad de la mirada de superseguidor le produjo picazón en laespalda? Nada había visto, nada había

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oído, sólo había sentido. Era demasiadoviejo para hacer caso omiso de aquelaviso. El gemido de un peldaño queantes no gemía, el rumor de una cortinaen un momento sin viento; el automóvilcon matrícula diferente, pero con lamisma mella en el costado; el rostro enel metro, anteriormente visto en otrolugar; durante años, éstos fueron signosa los que había que prestar atención, ycualquiera de ellos constituía razónsuficiente para actuar, para irse a otraciudad, para tomar una identidaddistinta. En su profesión, lascoincidencias no existían.

—Uno que se va. ¿Me oye? —dijo

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Mendel de repente.—Sí.Mendel dijo que alguien acababa de

salir del Circus. Había salido por lapuerta principal, pero no sabía concerteza su identidad. Iba conimpermeable y sombrero. Eracorpulento y caminaba de prisa. Sinduda había pedido un taxi por teléfono,ya que se metió inmediatamente dentrodel taxi recién llegado.

—Va hacia el Norte, hacia el lugaren que está usted.

Smiley miró el reloj. Pensó:Démosle diez minutos. Démosle doceminutos porque tiene que detenerse y

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llamar por teléfono a Polyakov duranteel trayecto. Luego, pensó: No seas tonto,esto ya lo ha hecho desde el propioCircus.

—Corto la comunicación —dijoSmiley.

—Muy bien, señor.Desde el sendero, Guillam vio tres

largos destellos. El topo se había puestoen camino.

En la galería, Smiley habíaconstruido un camino. Puso varias sillasplegables en fila, algo distanciadas, yató un cordel que las unía, a fin deguiarse mediante el cordel, ya que veíamuy mal en la oscuridad. El cordel

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llevaba hasta la puerta abierta de lacocina, y de la cocina se podía pasar ala sala de estar o al comedor, porque laspuertas estaban la una al lado de la otra.La cocina era una estancia larga. Enrealidad era una edificación junto a lacasa, antes de que se construyera lagalería. Pensó en utilizar el comedor,pero lo juzgó demasiado arriesgado, y,además, desde el comedor no podíalanzar sus señales luminosas a Guillam.Por esto esperó en la galería,sintiéndose absurdo al pensar que ibadescalzo, en calcetines, y que estabadedicado a limpiar los cristales de susgafas, debido a que el calor de su cara

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los había dejado cubiertos de vaho. Enla galería hacía mucho más frío. La salade estar tenía calefacción y estabacerrada, pero la galería sólo teníaaquellos cristales, y la parte sinalfombra, con losas, había dejadohúmedos sus pies. Pensó: El topo esquien primero llega, el topo interpreta elpapel de anfitrión. Sí, este protocoloforma parte de la ficción de quePolyakov es el agente de Gerald.

Ahora, un taxi londinense es unabomba móvil.

La imagen, surgida de su memoriainconsciente, se formó despacio. Elsonido del vehículo al entrar en la zona

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en forma de luna creciente, el tic-tac deltaxímetro, que surge cuando las notas debajo registro mueren. ¿Ante qué casa seha detenido, cuando todos nosotros, enla calle, esperamos sumidos en laoscuridad, agazapados bajo cobijos, oagarrados a un cordel, ante qué casa seha detenido? Luego, el sonido del golpede la portezuela del taxi al cerrarse,aquel sonido como un desengaño, yaque, si puedo oírlo es que no me vadestinado.

Pero Smiley lo había oído, y a él ibadestinado.

Oyó los pasos de un par de pies enla grava, unos pasos rápidos y

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enérgicos. Se detuvieron. En unpensamiento absurdo, Smiley pensó: Seha equivocado de puerta y se irá. Teníala pistola en la mano, sin el seguro.Aguzó el oído, nada oyó. Pensó: Eressuspicaz, Gerald. Eres un viejo topo yhas olido el peligro. Pensó: Ha sidoMillie. Millie ha retirado las botellas deleche, ha puesto al topo sobre aviso.Millie ha ahuyentado la caza. Luego, oyóque la llave giraba en la cerradura, ungiro, y otro giro. Recordó: Es unacerradura Banham. ¡Dios mío, debemoshacer todo lo posible para que estascerraduras sigan fabricándose! Desdeluego, el topo se había tentado los

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bolsillos, en busca de la llave. Unhombre nervioso la hubiera llevado yaen la mano, la hubiese agarrado confuerza, la habría acariciado inclusodentro del bolsillo, durante el trayectoen taxi. Pero el topo, no. El topo quizásestuviera preocupado, pero no estabanervioso. En el mismo momento en quela llave giraba sonó el timbre, un timbrecomo un campanilleo, que denotaba elmal gusto de los administradores: unanota alta, una nota baja y otra nota alta.Millie había dicho que esto significabaque quien llegaba era uno de losnuestros, uno de los muchachos, uno desus muchachos, de los muchachos de

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Connie, de los muchachos de Karla. Lapuerta principal se abrió, alguien entróen la casa. Smiley oyó el roce con elfelpudo, oyó cómo la puerta se cerraba,oyó el sonido de los interruptores de laluz, y vio aparecer una pálida raya bajola puerta de la cocina. Se metió lapistola en el bolsillo, se secó la palmade la mano con la chaqueta, volvió aempuñar la pistola, y, entonces oyó unasegunda bomba en movimiento, unsegundo taxi que se detenía, y, luegopasos rápidos: Polyakov no sólo tenía lallave preparada sino también el dinerodel taxi. Se preguntó si los rusos dabanpropina o si consideraban que hacerlo

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era antidemocrático. De nuevo sonó eltimbre, la puerta principal se abrió y secerró, y a los oídos de Smiley llegó eldoble sonido de vidrio, en el momentoen que las dos botellas de leche fuerondepositadas sobre la mesa del vestíbulo,en beneficio del orden y de lameticulosidad profesional.

Horrorizado, Smiley dirigió la vistaa la vieja nevera de hielo, de la Coca-Cola, y se dio cuenta de algo en lo queno había caído: ¿Y si les diera pordevolver las botellas a la nevera?

Bruscamente, la raya de luz bajo lapuerta de la cocina adquirió másintensidad, al encenderse las luces de la

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sala de estar. Un extraordinario silencioenvolvió la casa. Con la mano en elcordel, Smiley avanzó sobre el suelohelado. Entonces, oyó voces. Alprincipio fueron indistintas. Pensó queseguramente se encontraban en el otroextremo de la estancia. O quizá siemprecomenzaban a hablar en voz baja. AhoraPolyakov se acercó. Se encontrabasirviendo bebidas.

En buen inglés, preguntó:—¿Cuál es la excusa que

utilizaremos si nos interrumpen?Smiley recordó: Tiene una bonita

voz, dulce, como la tuya; a veces,pasaba dos veces las cintas, sólo para

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oírle hablar. Me gustaría que le oyerasahora, Connie.

Desde más lejos, un apagadomurmullo contestó cada una de laspreguntas. Pero el sonido nada decía aSmiley. «¿Dónde volveremos areunirnos? ¿A qué hora? ¿Lleva encimaalgo que prefiere lleve yo, teniendo encuenta que gozo de inmunidaddiplomática?»

Smiley pensó que debía de ser unarchisabido juego de preguntas yrespuestas, parte de las precaucionesordenadas por Karla.

—¿Está el interruptor hacia abajo?¿Quiere comprobarlo, por favor?

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Gracias. ¿Qué toma?—Un whisky —repuso la voz de

Haydon—. Un whisky largo, muy largo.Con sensación de insuperable

incredulidad, Smiley oyó la conocidavoz leyendo el mismísimo telegrama queSmiley había redactado a fin de que Tarrlo usara, hacía tan sólo cuarenta y ochohoras.

Luego, durante un instante, una partede Smiley se rebeló abiertamente contraotra parte de su mismo ser. La oleada deindignada duda que le había invadido enel jardín de Lacon y que, desde aquelmomento, había sido como una mareaque él impidiera avanzar, le llevó ahora

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a estrellarse contra las rocas de ladesesperación, y, luego, a rebelarse: meniego. No hay nada que pueda justificarla destrucción de otro ser humano. Lasenda de la traición y del dolor debeterminar en algún punto. Hasta elpresente momento no había habidofuturo, si no solamente un constantedeslizarse cuesta abajo hacia másterribles versiones del presente. Estehombre era mi amigo y el amante deAnn, el amigo de Jim, y, en cuantoSmiley sabía, también el amante de Jim.Era la traición, y no el hombre, lo quepertenecía al dominio público.

Haydon había cometido traición.

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Como amante, como colega, comoamigo, como miembro de aquelinapreciable núcleo al que Ann daba lavaga denominación de «el grupo», entodos los aspectos, Haydon habíaperseguido abiertamente una finalidad, yhabía alcanzado, en secreto, la finalidadopuesta. Smiley sabía muy bien que nisiquiera ahora podía comprender entoda su magnitud la horrible duplicidad.Sin embargo, ya había una parte de supersona que se alzaba en defensa deHaydon. ¿Acaso no había sido Billtambién traicionado? El lamento deConnie volvió a sonar en sus oídos:«Pobrecillos, educados para servir al

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Imperio, para gobernar las olas delmar… Tú eres el último, George, tú yBill». Con dolorosa claridad, vio laimagen de un hombre ambicioso, nacidopara ocupar un puesto en un ampliopaisaje, nacido para gobernar, dividir ymandar, cuyas ambiciones y vanidadesse habían centrado exclusivamente, lomismo que las de Percy, en el juegopolítico mundial, y para quien larealidad no era más que una pobre isla,con apenas una voz capaz de hacerse oírmás allá del mar. Por esto, Smiley nosólo sentía repugnancia sino quetambién, pese a todo lo que aquelmomento significaba para él,

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resentimiento contra las institucionesque tenía el deber de defender. Laconhabía dicho: «El contrato social es armade dos filos». La fácil mendacidad delministro, la acomodaticia moral,secamente expresada, de Lacon, laavasalladora ambición de PercyAlleline… Estos hombres invalidabantodos los contratos. ¿A santo de quétenía uno que ser leal a semejanteshombres?

Lo sabía, desde luego. Siemprehabía sabido que era Bill. Lo sabía,igual que Control lo había sabido, eigual que Lacon lo supo en casa deMendel. Lo sabía, tal como Connie y

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Jim lo habían sabido, y tal como tambiénlo sabían Alleline y Esterhase… Todoshabían compartido tácitamente aquel noexpresado cuasi-conocimiento que eracomo una enfermedad que esperabandesapareciera como si nunca la hubierantenido, como si nunca hubiera sidodiagnosticada.

¿Y Ann? ¿Lo sabía Ann? ¿Era ésta lasombra que cayó sobre los dos, aqueldía en los acantilados de Cornualles?

Por unos instantes así quedó Smiley:como un gordo y descalzo espía, cualdiría Ann, engañado en el amor eimpotente para el odio, con una pistolaen una mano y un cordel en la otra,

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esperando en la oscuridad. Entonces,con la pistola todavía en la mano,anduvo de puntillas por la galería hastallegar a la ventana, desde donde, enrápida sucesión, lanzó cinco destelloscortos. Después de esperar lo suficientepara ver el acuse de recibo, volvió a supuesto de escucha.

Guillam corrió a lo largo delsendero de arrastre, con la linterna en lamano, hasta llegar al bajo y arqueadopuente y a la escalera de hierro que, contramos en zig-zag, ascendía hasta laAvenida de Gloucester. La puerta, altérmino de la escalera, estaba cerrada, yGuillam tuvo que trepar por la verja,

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rasgándose una manga al hacerlo. Laconse encontraba en la esquina de PrincessRoad, con un viejo abrigo para llevar enel campo, y una cartera en la mano.Guillam dijo entre dientes:

—Ya está, ya ha llegado. Tiene aGerald en la casa.

—No quiero sangre. —Le advirtióLacon—. Quiero que haya absolutaserenidad.

Guillam no se tomó la molestia decontestar. Treinta metros más allá,Mendel le esperaba en el interior de untaxi conducido por un miembro delservicio. El taxi efectuó un trayecto dedos minutos, o menos quizá, y se detuvo

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en el inicio de la creciente luna en quese encontraban las casas. Guillamllevaba en la mano la llave deEsterhase. Al llegar al número cuatro,Mendel y Guillam prefirieron saltar labaja verja antes que arriesgarse aproducir chirridos al abrir la puerta, yavanzaron sobre el césped. Sin dejar deavanzar, Guillam echó una mirada atrásy, por un instante, creyó ver una figurahumana que los vigilaba, sin que pudieradeterminar si se trataba de un hombre ode una mujer. Estaba a la sombra de unportal. Pero, cuando Guillam indicó aMendel que mirara allá, nada había, yMendel le ordenó en duras palabras que

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conservara la calma. La luz del porcheestaba apagada. Guillam se adelantó, yMendel esperó junto a un manzano.Guillam insertó la llave en la cerradura,y la llave giró sin dificultad.Triunfalmente, Guillam pensó: Idiota,has olvidado echar el pestillo. Abrió lapuerta cosa de una pulgada, y quedóunos instantes dubitativo. Respirabadespacio, llenando de aire sus pulmonesen previsión del instante de actuar.Mendel avanzó unos pasos. Por la callepasaron dos muchachos riendo en vozmuy alta, debido a que la noche leshabía puesto nerviosos. Una vez más,Guillam miró hacia atrás, pero nada vio.

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Entró en le vestíbulo. Calzaba zapatoscon suela de goma, y gimieron al pisarel parquet. No había alfombra. Cuandollegó junto a la puerta de la sala deestar, escuchó el tiempo suficiente paraque la furia estallara por fin en suinterior.

Sus agentes asesinados enMarruecos, su exilio en Brixton, lacotidiana frustración de sus esfuerzos amedida que envejecía y la juventud se leescapaba por entre los dedos; lasordidez que le acorralaba y que nopodía ya disipar con su propia brillantezpersonal; la disipación de su capacidadde amar, gozar y reír; la constante

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erosión de las sencillas y heroicasnormas de acuerdo con las que habíaquerido vivir; las limitaciones que seimponía a sí mismo en nombre de unatácita vocación de entrega; todo estosería lo que arrojaría a la cínica cara deHaydon, de aquel Haydon que en otrostiempos fue su confesor, de aquelHaydon siempre presto a la risa, acharlar, a ofrecer una taza de café. Sí, deHaydon, aquel modelo al que habíaconformado su vivir.

Más, mucho más. Guillam, ahora queveía, sabía. Haydon era más que sumodelo, era su inspiración, era elportador de la antorcha de cierta clase

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de anticuado romanticismo, era larepresentación de una idea de vocacióninglesa que —por el propio hecho de servaga, insuficientemente expresada yelusiva— había dado sentido al vivir deGuillam, hasta el presente momento. Enaquel instante, Guillam no sólo se sintiótraicionado sino huérfano. Sussospechas y sus resentimientos, quedurante tan largo tiempo había vertidohacia el exterior, hacia el mundo realque le rodeaba —hacia sus mujeres ysus intentos de amar—, se centraronahora en el Circus y en la frustradamagia que había formado su fe. Contodas sus fuerzas, empujó la puerta y

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saltó dentro, pistola en mano. Haydon yun hombre corpulento con un mechón depelo negro sobre la frente, estabansentados a uno y otro lado de unapequeña mesa. Sobre la mesa habíavasos y papeles. El hombre corpulentoera Polyakov, Guillam le habíareconocido gracias a las fotografías, yfumaba una pipa muy inglesa. Iba con unjersey gris, con cremallera en la partefrontal, parecido a la pieza superior deun mono de deporte. Ni siquiera se quitóla pipa de entre los dientes, antes de queGuillam tuviera agarrado a Haydon porel cuello de la camisa. De un soloimpulso, Guillam levantó del asiento a

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Haydon. Guillam había arrojado al suelola pistola y zarandeaba a Haydon, comoa un perro, gritando.

De repente, todo pareció sin sentido.A fin de cuentas, sólo se trataba de Bill,y los dos juntos habían llevado a cabomuchos trabajos. Guillam se habíaapartado de Haydon antes de queMendel le cogiera del brazo, y oyó aSmiley, tan cortés como de costumbre,invitando a «Bill y al coronel Viktorov»—así les llamó—, a levantar los brazosy ponerse las manos en la cabeza, hastaque llegara Percy Alleline.

Mientras esperaban, Smiley preguntóa Guillam:

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—¿Has visto a alguien vigilandoafuera?

Fue Mendel quien contestó:—Estaba desierto como un

cementerio.

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Hay momentos tan densos, formadospor tanta materia, que los personajes nopueden vivirlos mientras ocurren. ParaGuillam y para todos los presentes,aquél fue uno de esos momentos. Laconstante abstracción de Smiley, elestoico silencio de Haydon, elprevisible ataque de indignación dePolyakov, sus exigencias de que fueratratado cual corresponde a un miembrodel cuerpo diplomático —exigenciasque Guillam, desde el sofá amenazó consatisfacer—, la llegada presurosa deAlleline y Bland, las nuevas protestas, y

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la peregrinación al piso superior, endonde Smiley pasó las cintasmagnetofónicas, el largo y lúgubresilencio que se produjo cuandoregresaron a la sala de estar, la llegadade Lacon y, por fin, de Toby Esterhase yFawn, y el silencio con que MillieMcCraig sirvió el té, todos estos hechosy escenas se desarrollaron con unateatral irrealidad que, como el viaje aAscot un siglo atrás, quedabaintensificada por la irrealidad de lahora. Todos estos incidentes, entre losque se debe incluir, al principio, lafísica represión de Polyakov, así comoun torrente de insultos en ruso, dirigidos

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a Fawn por haber golpeado a aquél,sabe Dios dónde, pese a la vigilancia deMendel, formaban como una estúpidatrama subordinada al único propósitoque había guiado a Smiley al convocaraquella asamblea, es decir, el propósitode convencer a Alleline de que Haydonrepresentaba la única oportunidad deentrar en negociaciones con Karla, ysalvar, por motivos humanitarios, ya queno profesionales, cuanto quedara de lasredes de agentes a los que Haydon habíatraicionado. Smiley carecía de autoridadpara llevar a cabo aquellasnegociaciones, y, por otra parte,tampoco parecía tener deseos de

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hacerlo. Quizá pensaba que, entre todoslos presentes, Esterhase, Bland yAlleline eran los más calificados parasaber cuáles eran los agentes que,teóricamente, estaban aún en ejercicio.De todos modos, Smiley no tardó en iral piso superior, en donde Guillam leoyó, una vez más, paseando por lashabitaciones, en su constante vigilanciaa través de las ventanas.

Mientras Alleline y suslugartenientes se encerraban conPolyakov, en el comedor, para tratar asolas con él, los restantespermanecieron sentados en silencio enla sala de estar, va mirando a Haydon,

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ya apartando deliberadamente la vistade él. Haydon parecía ignorar lapresencia de quienes le acompañaban.Con la barbilla apoyada en la mano,estaba sentado en un rincón, apartado delos otros, bajo la vigilancia de Fawn, yparecía aburrirse. La conferenciaterminó, todos salieron del comedor, yAlleline anunció a Lacon, quien insistióen no estar presente en lastransacciones, que se había concertadootra reunión, en aquella misma casa,para dentro de tres días, tras cuyotiempo «el coronel habría tenidoocasión de consultar con sussuperiores». Lacon afirmó con un

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silencioso movimiento de la cabeza. Lareunión hubiera podido ser una junta dehombres de negocios.

Las partidas fueron todavía másextrañas que las llegadas. La despedidaentre Esterhase y Polyakov fueparticularmente tensa. Esterhase quesiempre había preferido ser ungentleman a ser un espía, pareciódecidido a infundir caballerosidad a laocasión, y ofreció la mano a Polyakov,pero éste la apartó petulantemente, de unmanotazo. Esterhase miró desolado a sualrededor, en busca de Smiley, quizácon la esperanza de congraciarse con él,pero, luego, se encogió de hombros, y

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puso un brazo por encima de loshombros de Roy Bland. Poco después,se iban juntos. De nadie se despidieron.Bland parecía terriblementeimpresionado, y Esterhase causaba laimpresión de esforzarse en consolarse así mismo, pese a que, en aquellosmomentos, su futuro difícilmente podíaparecerle de color de rosa. Pocodespués llegaba un taxi, que habíapedido por teléfono, para Polyakov,quien también se fue sin despedirse denadie, ni siquiera con una cabezada.Ahora, la conversación había muertototalmente. Sin la presencia del ruso, laescena había adquirido un carácter

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tristemente provinciano. Haydon seguíaen su acostumbrada postura de hombreaburrido, vigilado por Fawn y Mendel,mientras Alleline y Lacon lo mirabanmudos e inhibidos. Se hicieron másllamadas telefónicas, principalmente enpetición de automóviles. En ciertomomento, Smiley reapareció, procedentedel piso superior, y mencionó a Tarr.Alleline llamó por teléfono al Circus ydictó un telegrama dirigido a París, en elque decía que Tarr podía regresar aLondres «con honor», palabras designificado un tanto oscuro. Dirigió unsegundo telegrama a Mackelvore,diciéndole que Tarr era persona grata,

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lo cual pareció a Guillam unaafirmación un tanto dudosa.

Por fin, y con el general alivio, llegóuna camioneta de caja sin ventanillas,procedente del Parvulario, con doshombres a los que Guillam jamás habíavisto, uno de ellos alto y que andabacojeando, y el otro grueso y con elcabello rojizo. Con un estremecimiento,Guillam se dio cuenta de que aquellosdos hombres eran inquisidores. Fawnfue a buscar al vestíbulo el abrigo deHaydon, registró los bolsillos, y,respetuosamente, le ayudó a ponérselo.En este instante, Smiley intervinoamablemente, e insistió en que Haydon

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debía recorrer el camino desde la puertaa la camioneta, con la luz del porcheapagada, y que debía ser escoltado porel mayor número de hombres posible.Guillam, Fawn e incluso Alleline fueroninvitados a colaborar. Por fin, conHaydon en medio, el variopinto grupocruzó el jardín hasta la camionetaaparcada junto a la verja.

Smiley había insistido: «Es sólo unaprecaución». Nadie se sintió inclinado acontradecirle. Haydon subió, y, tras él,subieron los inquisidores, quienescerraron la puerta por dentro. En elmomento en que se cerraban las puertas,Haydon alzó la mano, en un ademán

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amable aunque de burlona despedida,dirigido a Alleline.

Sólo después de estos aconteceres,al recuerdo de Guillam llegaron hechosy personas, por separado, como, porejemplo, el puro y simple odio con quePolyakov trató a todos los presentes,desde la insignificante Millie McCraigal más encumbrado, y que, en realidad,llegó a alterar las facciones del ruso:sus labios se curvaron en salvaje eincontrolable gesto de desprecio, se lepuso la cara blanca y tembloroso elcuerpo. Pero todo ello no se debía almiedo ni a la ira. Era puro y simpleodio, un odio con el que Guillam ni

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siquiera podía contemplar a Haydon, yaque, a fin de cuentas, Haydon pertenecíaa su propia clase.

En cuanto hacía referencia aAlleline, Guillam descubrió que sentíacierta oculta admiración hacia él. Por lomenos, Alleline había dado muestras deentereza. Pero, más tarde, Guillam pusoen duda que Percy se hubiera dadocuenta, en aquella primera exposición delos hechos, de cuáles eran tales hechos,ya que era todavía el jefe, y Haydon, suYago.

Pero, para Guillam, lo más extraño,la percepción que se le quedó grabada ysobre la que meditó con una profundidad

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muy superior a la habitual en él, era que,pese a la rabia que le dominaba en elmomento de entrar en la estancia, tuvoque efectuar un acto de voluntad, y unacto de voluntad violento, ciertamente,para pensar en Bill Haydon con algomás que afecto. Quizá, como Billhubiera dicho, Guillam había por finllegado a la edad adulta. Lo mejor deaquella noche fue que, al subir lospeldaños que le llevaban a su piso,Guillam oyó las conocidas notas de laflauta de Camilla resonando en el huecode la escalera. Y si bien es cierto queaquella noche Camilla perdió parte desu misterio, no lo es menos que, en la

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mañana siguiente, Guillam habíaconseguido liberar la imagen de Camillade aquellas espirales de terror y engañoen que últimamente la había envuelto.

Durante los días siguientes, la vidade Guillam tomó, en muchos otrosaspectos, unos matices más agradables.A Percy Alleline lo habían despachadobajo la fórmula de permiso indefinido.A Smiley le habían pedido que volvierapor una temporada al servicio y queayudara a poner en orden lo que delmismo quedaba. Se hablaba de rescatarde Brixton a Guillam. Hasta más tarde,hasta mucho más tarde, Guillam no supoque hubo un último acto, y dio nombre y

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significado a aquella familiar sombraque había seguido a Smiley, de noche,por las calles de Kensington.

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Durante los dos días siguientes,George Smiley vivió en una especie delimbo. Cuando se fijaban en él, susvecinos pensaban que aquel hombre sehabía sumido en un dolor insuperable.Se levantaba tarde, andaba de un ladopara otro, en bata, limpiando cosas,quitando el polvo, y guisándose comidasque luego no comía. Por la tarde,infringiendo las normas imperantes en lacasa, encendía un fuego de carbón, leía asus poetas alemanes favoritos o escribíacartas a Ann, cartas que rara vezterminaba, y que nunca echaba al correo.

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Cuando sonaba el teléfono, acudíapresuroso a contestarlo, pero siemprequedaba defraudado. Por la ventana,veía que el tiempo seguía siendo malo, ylos pocos transeúntes que pasaban —Smiley los estudiaba a todos— ibanenvueltos en balcánica desdicha. Laconle llamó para comunicarle que elministro quería que Smiley estuvieradispuesto a «ir al Circus y arreglar el líoque se había armado, tan pronto fuerarequerido a ello». En realidad, Smileytendría que cumplir la función deguardián nocturno, hasta el momento enque se encontrara a un adecuadosustituto de Alleline. Smiley contestó

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con vaguedad, y una vez más convencióa Lacon de que era preciso se tomarantodo género de medidas para garantizarla seguridad personal de Haydon,mientras estuviera en Sarratt.

—¿No crees que exageras un poco?—repuso Lacon—. El único lugar al queHaydon puede ir es Rusia, y a Rusia lovamos a mandar.

—¿Cuándo?Lacon dijo que solventar los detalles

llevaría aún unos cuantos días. En suestado de depresión y resaca, tras losacontecimientos de los últimos tiempos,Smiley prefirió no preguntar qué tal sedesarrollaban los interrogatorios, pero,

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por el tono de sus palabras, parecía quela respuesta de Lacon hubiera sido untanto negativa. Mendel le dio mássólidas noticias.

—La estación de ferrocarril deImmingham está cerrada —le dijo—Tendrá que ir a Grimsby y allí tomar elautobús. Recuérdelo.

Por lo general, cuando Mendel levisitaba, se quedaba mirándolo ensilencio, como si contemplara a unenfermo. En una ocasión, Mendel dijo:

—Si se limita a esperar, su mujernunca regresará. Si la montaña no va aMahoma, Mahoma ha de ir a la montaña.Los hombres sin ánimos nunca han

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conquistado el corazón de una bellamujer.

En la mañana del tercer día, sonó eltimbre de la puerta, y Smiley acudió tande prisa cual si hubiera llamado Ann,tras olvidar la llave, como decostumbre. Era Lacon. Dijo que Smileydebía ir a Sarratt, Haydon insistía enhablar con él. Los inquisidores nohabían logrado nada positivo, y eltiempo se estaba agotando. Al parecer,se creía que, si Smiley aceptaba cumplirla función de confesor, Haydon daríaciertas explicaciones, aunque muylimitadas.

—Me han asegurado que Haydon no

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ha sido sometido a coacciones —dijoLacon.

Sarratt era un lugar lamentable,después de aquellos tiempos degrandeza en que Smiley lo habíaconocido. Los olmos habíandesaparecido, y matojos y mala hierbacrecían en el viejo campo de cricket. Eledificio, amplia mansión de ladrillos,también mostraba los signos de ladecadencia, iniciada después de losmejores tiempos de la guerra fría enEuropa, y la mayor parte de los mejoresmuebles había desaparecido, por lo queSmiley supuso que seguramente seencontraba en alguna de las dos casas de

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Alleline. Encontró a Haydon en unacasita oculta entre los árboles.

Dentro reinaba el hedor propio deuna garita de guardia, las paredesestaban pintadas de negro, y en las altasventanas había barrotes. Los guardianesocupaban sendas habitaciones a uno yotro lado de la de Haydon, y recibieronrespetuosamente a Smiley, tratándole de«señor». Al parecer, ya habían corridolos pertinentes rumores. Haydon vestíaun mono de sarga. Temblaba y se quejóde padecer marcos. A menudo, tenía quetumbarse en cama para que la narizdejará de sangrarle. Llevaba unprincipio de barba. Al parecer, se

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estaba discutiendo si debían o nopermitirle el uso de una navaja.

—Anímate, hombre —le dijo Smiley— Muy pronto saldrás de aquí.

Durante el viaje, Smiley habíaintentado acordarse de Prideaux y deIrina, de las redes de agentes checos, y,en el momento en que entró en la celdade Haydon, incluso iba animado por unavaga idea de cumplir un serviciopúblico. Pensaba que, de un modo uotro, estaba obligado a censurar aHaydon, en nombre de los hombresjustos. Pero, en realidad, Smiley sintiótimidez. Tenía la impresión de no haberconocido jamás a Haydon, y de que

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ahora era ya demasiado tarde. Tambiénle enojó el estado físico de Haydon,pero, cuando se quejó de ello ante losguardianes, éstos aseguraron que setrataba de un engaño. Todavía se enojómás al percatarse de que lascomplementarias medidas de seguridadque él había insistido en que seadoptaran, habían sido abandonadas,después del primer día. Cuando pidióver a Craddox, jefe del Parvulario, ledijeron que Craddox no estaba, fuerecibido por su ayudante, y éste fingióno estar al tanto de nada.

Al principio, la conversación entreSmiley y Haydon fue banal y con largos

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silencios.¿Podía, por favor, Smiley, mandarle

la correspondencia recibida en el club, ydecir a Alleline que acelerase sus tratoscon Karla? Y, además, necesitabapañuelos de papel para la nariz. Haydonle explicó que su llanto, ahora habitual,nada tenía que ver con el remordimientoo con el dolor, sino que era una reacciónfísica ante o que él llamaba mezquindadde los inquisidores, a quienes se leshabía metido en la cabeza la idea de queHaydon sabía los nombres de otrosagentes al servicio de Karla, y estabanfirmemente dispuestos a que él losdijera, antes de irse. También había

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quienes creían que Fanshawe, el delclub de los «Óptimos», de ChristChurch, había actuado no sólo comobuscador de talentos para el Circus, sinotambién para el Centro de Moscú.Haydon concluyó:

—Realmente, ¿cómo puede unotratar a asnos de semejante calibre?

A pesar de su debilidad, Haydonconsiguió dar la impresión de que laúnica cabeza equilibrada que allí habíaera la suya. Smiley y Haydon pasearonpor el campo de Sarratt, y el primero sedio cuenta, casi con desesperación, deque el perímetro no estaba vigilado porlos correspondientes centinelas, ni de

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día ni de noche. Después de dar unavuelta, Haydon pidió regresar a lacasita, en donde levantó una tabla delsuelo, y extrajo unas hojas de papelcubiertas de jeroglíficos. Aquellospapeles trajeron a la memoria de Smileyel diario de Irina. Sentado sobre lacama, con los pies cruzados bajo eltrasero, Haydon seleccionó unos cuantospapeles, y, contemplando en aquellapostura, a la escasa luz, con el largomechón de cabello colgando casi hastatocar los papeles, parecía que estuvieraen el despacho de Control, allá en losaños sesenta, proponiéndole unaoperación maravillosamente plausible y

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totalmente impracticable, para la mayorgloria de Inglaterra. Smiley no se tomóla molestia de anotar nada, por cuantolos dos sabían que su conversaciónquedaba grabada en cintamagnetofónica. La declaración escritade Haydon, comenzaba con un largoprólogo, del que, después, Smileyrecordó frases sueltas:

Vivimos en una época en la que sólolos temas fundamentales importan…

Los Estados Unidos ya no puedenllevar a cabo su propia revolución…

La postura política del Reino Unidocarece en absoluto de importancia o deviabilidad moral, en los asuntos

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mundiales…En otras circunstancias, Smiley se

hubiera mostrado de acuerdo con granparto de lo dicho por Haydon; pero,ahora, el tono, y no la música, era lo quele impedía aceptarlo.

En la Norteamérica capitalista, larepresión ha sido institucionalizadahasta un punto que ni siquiera Leninhubiera podido prever.

La guerra fría comenzó en 1917,pero las más duras batallas ocurrirán enel futuro, cuando la paranoia de laagónica Norteamérica le lleve a cometertodavía mayores excesos en su políticaexterior.

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Haydon no hablaba de la decadenciade Occidente, sino de su muerte, víctimade la codicia y el estreñimiento. Decíaque odiaba profundamente aNorteamérica, y Smiley pensaba queHaydon era sincero en estamanifestación.

Haydon también daba por cierto quelos servicios secretos eran la únicamedida válida de la salud política deuna nación, la única expresión auténticade su subconsciente.

Por fin, Haydon abordaba su propiocaso. Decía que, en Oxford, pertenecíasinceramente a las derechas, y que,durante la guerra, poco importaban las

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posturas políticas, siempre y cuando unoluchara contra los alemanes.

Durante una temporada, después delcuarenta y cinco, dijo Haydon, el papelde la Gran Bretaña en el mundo lepareció satisfactorio, hasta que, poco apoco, se dio cuenta de la escasísimaimportancia de dicho papel. Cómo sedio cuenta constituía un misterio. En losmúltiples desastres históricos ocurridosen el curso de su vida, Haydon no podíaseñalar el momento en que quedódesengañado de la función de Inglaterra.Sencillamente, llegó el momento en quecomprendió que si Inglaterra se retirabadel juego, el precio del pescado no

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quedaría alterado en absoluto, es decir,nada ocurriría. A menudo se habíapreguntado de parte de quién se pondría,en el caso de que tuviera que decidir.Tras larga reflexión concluyó que, sillegaba el día en que uno de los dosmonolíticos bloques triunfaba, élpreferiría hallarse en el Este.

—Se trata de una conclusiónprimordialmente estética —explicó—Estética y moral, desde luego.

—Desde luego —repitió Smileycortésmente.

Dijo que, a partir de aquel momento,el poner sus actos al servicio de susconvicciones fue cuestión de tiempo.

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Esto fue el resultado de la primeraentrevista. En los labios de Haydon sehabía formado un blanco sedimento, y denuevo volvió a llorar. Acordaron volvera reunirse el día siguiente, a la mismahora. Al irse, Smiley dijo:

—Si podemos, sería aconsejableque entrásemos en detalles, Bill.

Ahora, Haydon yacía en cama,intentando cortar de nuevo la hemorragianasal.

—Y, a propósito —dijo—, dile aJan lo que pasa, por favor. Dilecualquier cosa, pero procura que sea unadespedida definitiva. —Se sentó yextendió un cheque que metió en un

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sobre de color castaño— Dale esto,para sus gastos. —Dándose cuenta,quizá, de que a Smiley no le agradabacumplir aquel encargo, Haydon añadió—: No puedo llevármela conmigo, meparece. Incluso en el caso de quepermitieran que se fuera conmigo, seríapara mí una carga insoportable.

Siguiendo las instrucciones deHaydon, aquella misma tarde Smiley fueen metro a Kentish Town, y anduvobuscando hasta encontrar una casita enun lugar apenas urbanizado. Le abrió lapuerta una muchacha rubia, de rostroaplanado, con pantalones vaquerosazules; olía a pintura al óleo y a niño de

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teta. Como sea que Smiley no podíarecordar si había conocido a aquellachica en su casa de la calle Bywater, ledijo:

—Vengo de parte de Bill Haydon.Está bien, pero tengo que darle unrecado de su parte.

En voz baja, la chica exclamó:—Dios mío… ¡Pues a buena hora

llega…!La sala de estar estaba muy sucia.

Por la puerta de la cocina, que seencontraba abierta, Smiley vio una pilade platos sucios, y dedujo que la chicautilizaba cuanta vajilla tenía, dejándolasin lavar, y que, luego, la lavaba toda a

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la vez. El piso de madera estabadesnudo salvo unos psicodélicosdibujos de flores, serpientes e insectosque lo cubrían por entero. Indicando elsuelo, la muchacha dijo:

—Miguel Ángel lo pintó en el techo,y Bill lo ha pintado en el suelo. De estaforma, se evita el dolor en la espaldaque tuvo el otro.

Encendió un cigarrillo, y preguntó:—¿Es usted funcionario del

gobierno? Bill me dijo que él erafuncionario.

Le temblaba la mano, y teníamanchas amarillentas bajo los ojos.

—Bueno —dijo Smiley—, más

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valdrá que, primero, le dé eso…Y, después de meter la mano en un

bolsillo interior, le entregó el sobre conel cheque.

—Pan —repuso la chica.Y dejó el sobre a su lado. Smiley

contestó la sonrisa de la muchacha yrepitió:

—Pan.Entonces, algo en la expresión de

Smiley o en el modo en que habíarepetido aquella palabra, indujo a lachica a abrir el sobre. No había notaalguna, sólo el cheque, pero el chequefue suficiente. Incluso desde el sitio enque estaba sentado, Smiley pudo

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advertir que tenía cuatro guarismos.Sin saber exactamente lo que hacía,

la muchacha cruzó el cuarto hasta elhogar, y dejó el cheque, juntamente conlas facturas del colmado, en una viejalata, sobre la repisa. Luego, fue a lacocina y preparó dos tazas de Nescafé,aunque salió solamente con una.

De pie, ante Smiley, dijo:—¿Dónde está Bill? Volverá

seguramente a andar detrás del puercomarinero ése, ¿verdad? Y este dinero esel precio para echarme a un lado…Bueno, pues puede decirle de mi parte…

Smiley se había encontrado ensituaciones parecidas, y, ahora, de un

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modo absurdo, las viejas palabrasvolvieron a sus labios:

—Bill está ocupado en un trabajo deimportancia nacional. Mucho me temoque no puedo decirle la naturaleza deeste trabajo, y le ruego que tampocohable usted de ello. Hace unos días,partió para el extranjero, con una misiónsecreta. Estará fuera una temporada,años quizá. No se le permitió decir anadie que se iba. Desea que usted seolvide de él. Lo siento infinito.

Hasta ese punto pudo llegar Smiley,antes de que la muchacha estallara.Smiley no pudo enterarse de lo que lachica dijo, porque ésta habló entre gritos

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y tartamudeos, y cuando el niño oyó losgritos comenzó también a gritar, en elpiso superior. La muchacha maldecía,aunque no maldecía a Smiley, nitampoco a Bill, sino que maldecía puray simplemente, con los ojos secos,preguntándose quién diablos podía creertodavía en el gobierno. Luego, su estadode ánimo cambió. En las paredes,Smiley vio otros cuadros de Bill,principalmente retratos de la muchacha.Pocos de ellos estaban terminados, y entodos se advertía, en comparación consus anteriores obras, cierta expresión deahogo, casi de condenación.

—Y usted tampoco le tiene simpatía

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a Bill —dijo la chica— Se ve a lalegua. ¿Por qué le saca las castañas delfuego?

Tampoco esta pregunta tenía unaposible respuesta inmediata. Al regresara Bywater Street, Smiley volvió a tenerla impresión de que le seguían, e intentóllamar a Mendel para que efectuarainvestigaciones en seguida. Pero,excepcionalmente, Mendel no estaba encasa, y no regresaría hasta medianoche.Smiley durmió mal y despertó a lascinco. A las ocho se encontraba denuevo en Sarratt, en donde Haydon leesperaba de buen humor. Losinquisidores no le habían molestado.

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Craddox le dijo que se había llegado aun acuerdo en lo referente a los términosen que iba a ser canjeado, y que el díasiguiente o el otro seguramenteemprendería el viaje. Las peticiones deHaydon tuvieron, matices de despedida.La parte del sueldo devengado, así comoel producto de cuantas ventas se hicieranen su representación, debían serremitidos al banco Narodny, de Moscú,cuyo banco se encargaría asimismo detransmitirle la correspondencia querecibiera en Londres. La galeríaArnoldfini, de Bristol, tenía unoscuantos cuadros suyos, entre los que secontaban unas acuarelas de los primeros

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tiempos, hechas en Damasco, que a Billle gustaría tener, ¿podría Smileyencargarse de recuperarlas? Luego,habló de la historia con la que justificarsu desaparición:

—Di que he sido destinado fuera,guarda el secreto, y, dentro de un par deaños, hacedme trizas si queréis.

—No te preocupes, ya se nosocurrirá algo que decir…

Por primera vez desde que Smiley leconocía, Haydon se mostró preocupadocon respecto a sus ropas. Quería llegarcon todas las apariencias de ser alguien.Dijo que las primeras impresiones eranmuy importantes:

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—Esos sastres de Moscú sonincreíbles. Le visten a uno como si fueraun sacristán.

—Cierto —repuso Smiley, quien notenía en mejor concepto a los sastreslondinenses.

Bueno, también estaba el muchacho,dijo Haydon sin dar importancia a suspalabras. Se trataba de un marineroamigo suyo, que vivía en Notting Hill.

—Dale un par de centenares delibras, para que se calle. ¿Puedes sacarel dinero del fondo de gastos generales?

—Naturalmente, hombre.Escribió las señas del marinero.

Animado por el mismo espíritu de

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camaradería, Haydon entró en lo queSmiley había calificado de «detalles».

Se negó a hablar del modo en quehabía sido reclutado, así como deaquellas relaciones con Karla quehabían durado toda su vida.Rápidamente, Smiley dijo:

—¿Toda tu vida? ¿Cuándo leconociste?

De repente, la investigación delpasado pareció carecer detrascendencia, pareció ser absurda, y,por otra parte, Haydon no estabadispuesto a dar explicaciones.

A partir de mil novecientoscincuenta, más o menos, Haydon había

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obsequiado, de vez en cuando, a Karla,con seleccionadas informaciones acercade cuestiones secretas. En estosprimeros tiempos, las informaciones secentraban en cuanto Haydon considerabapodía contribuir a mejorar la posiciónde los rusos con respecto a losnorteamericanos. Dijo que tenía «grancuidado en no darles nada que pudieraperjudicar a Inglaterra», o ser peligrosopara los agentes al servicio de Inglaterraque actuaban en el campo deoperaciones.

La aventura de Suez, en el cincuentay seis, le convenció definitivamente dela inoperante situación en que la Gran

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Bretaña se hallaba, así como de lacapacidad británica de obstaculizar elavance de la historia, sin hacercontribución positiva alguna.Paradójicamente, el espectáculo deNorteamérica saboteando la operacióninglesa en Egipto, fue un incentivo máspara él. En consecuencia, podía afirmarde modo concluyente que, a partir de milnovecientos cincuenta y seis, se dedicóíntegramente a la función de ser un topoal servicio de la Unión Soviética. En elsesenta y uno le fue otorgada, con todaslas debidas formalidades, la ciudadaníasoviética, y, en el curso de los diez añossiguientes, le fueron concedidas dos

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medallas soviéticas. Se daba la curiosacircunstancia de que Haydon no sabíacuáles eran estas medallas, aunqueaseguró que eran «de lo mejorcito».Desgraciadamente, el hecho de que ledestinaran a puestos en paísesextranjeros limitó, durante este período,su acceso a las fuentes de informacióninglesas. Y, como sea que Haydonsiempre insistió en que la informaciónque daba fuera base de actuacióntangible, siempre que hubieraposibilidad de ello —«y que no quedaraenterrada en cualquier maldito archivosoviético»—, su trabajo, durante dichotiempo, fue peligroso e irregular. Al

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regresar a Londres, Karla le mandó aPolly (tal como Haydon llamaba aPolyakov) para que le ayudara, pero aHaydon le resultaba difícil soportar laconstante tensión de los encuentrossecretos con Polyakov, máxime si setenía en cuenta la gran cantidad dedocumentos que fotografiaba.

Se negó a hablar de cámaras,restante equipo, y del empleo derecursos propios del oficio, durante superíodo pre-Merlín, en Londres, ySmiley se dio cuenta de que incluso lopoco que Haydon le decía había sidocuidadosamente seleccionado de unarealidad mucho más amplia y quizá

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diferente.Entretanto, Karla y Haydon

advirtieron que Control sospechabaalgo. Desde luego, Control estabaenfermo, pero jamás abandonaría eltimón, si ello comportaba regalar aKarla el servicio secreto británico. Fueuna carrera entre las investigaciones queControl llevaba a cabo y su propiasalud. Dos veces faltó poco para queControl descubriera la verdad —una vezmás, Haydon se negó a decir cuándo ycómo—, y si Karla no hubiera actuadocon gran celeridad, el topo Geraldhabría sido atrapado. Esta delicadasituación dio lugar al nacimiento de

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Merlín, y, después, a la operaciónTestimonio. La operación Brujería fueconcebida primordialmente parasolucionar el problema de la sucesiónde Control, es decir, para colocar aAlleline al pie del trono, y acelerar ladesaparición de Control. Naturalmente,en segundo lugar la operación Brujeríadio al Centro de Moscú absolutaautonomía en lo referente al material quellegaba a Whitehall. En tercer lugar —yHaydon insistió que esto era, a la larga,lo más importante— puso al Circus enuna situación que le convertía en unarma de suma importancia para atacar alos norteamericanos.

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—¿En qué proporción era auténticoel material ruso? —preguntó Smiley.

Haydon repuso que, evidentemente,la calidad del material variaba segúnfuera lo que se pretendía conseguir. Enteoría, dar material falso resultaba muyfácil. Bastaba con que Haydon informaraa Karla de las zonas de ignorancia deWhitehall, para que los falsificadores sepusieran a escribir documentos. Una odos veces, sólo para divertirse, elpropio Haydon había preparado el falsoinforme ruso. Para él, constituía undivertido ejercicio el recibir, valorar ydistribuir su propia obra. Las ventajasde la operación Brujería, en lo que

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tocaba a la eficacia y seguridad en laactuación profesional eran, desde luego,inestimables. Brujería colocaba aHaydon virtualmente fuera del alcancede Control, y le daba una excusainexpugnable para reunirse con Polly(Polyakov) siempre que le diera la gana.A veces, pasaban meses enteros sin quese reunieran. Haydon fotografiabadocumentos del Circus, en su propiodespacho —so pretexto de prepararfalso material para Polyakov—, loentregada a Esterhase, juntamente conotra información carente de valor, yEsterhase lo llevaba todo a la casa enque se celebraban los encuentros

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secretos.—Era una operación clásica —dijo

Haydon con sencillez. Percy daba lacara, yo dirigía tras las bambalinas, yRoy y Toby actuaban de mensajeros.

En este momento, Smiley, preguntócortésmente si Karla había pensadoalguna vez en poner a Haydon al frentedel Circus; sí, porque, entonces, ningunanecesidad tendría de que alguien dierala cara. Haydon soslayó la respuesta, ySmiley pensó que quizá Karla, al igualque Control, consideraba que Haydonera más útil en un puesto subordinado.

La operación Testimonio, dijoHaydon, fue un recurso desesperado,

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Haydon tenía la certidumbre de queControl se estaba acercando mucho aldescubrimiento de la verdad. El análisisde los expedientes que Controlestudiaba dio lugar a la formación de uninventario inquietantemente completo detodas las operaciones en que Haydonhabía fracasado o que, de algún modo,había hecho fracasar. Control tambiénconsiguió reducir el número defuncionarios sospechosos a unoscuantos, muy pocos, determinados por suedad y rango… Smiley preguntó:

—A propósito, ¿la oferta de Stevcekfue auténtica o falsa?

—¡No, hombre, qué iba a ser

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auténtica! Fue una artimaña, de principioa fin. Stevcek existía, desde luego. Eraun destacado general checo. Pero nuncaofreció nada a nadie.

En este momento, Smiley advirtióque Haydon vacilaba. Por primera vezparecía poner en duda la moralidad desu actuación. Adoptó una expresiónclaramente defensiva:

—Evidentemente, necesitábamosque Control actuara, que actuara de unamanera determinada, y que en suactuación se sirviera de alguiendeterminado. No podíamos permitir queControl enviara a un agente medio idiotay de tres al cuarto. Para que nuestra

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operación tuviera éxito necesitábamosque Control mandara a alguienimportante. Sabíamos que Controlelegiría a alguien que no formara partedel grupo directivo y que no estuviera altanto de la operación Brujería. Y si elconfidente del Este era un checo,Control tendría que mandar a alguienque hablara el checo.

—Naturalmente.—Queríamos que fuera alguien

perteneciente a la vieja guardia delCircus, alguien que desprestigiara unpoco la vieja institución.

Recordando aquella sudorosa yjadeante figura en lo alto de la colina,

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Smiley dijo:—Sí… Efectivamente, es lógico.Haydon gritó secamente:—¡Maldita sea! ¡Rescaté a Jim! ¡Lo

rescaté! ¿No?—Es cierto. Te portaste bien. A

propósito, ¿fue a visitarte, Jim, antes departir?

—Sí.—¿Para qué?Durante un largo rato, durante mucho

tiempo, Haydon dudó, y, por fin, nocontestó. Pero la contestación estabaallí, en el súbito vacío que apareció ensus ojos pálidos, claros, en la sombra deculpabilidad que cruzó el rostro

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delgado. Smiley pensó: te visitó paraavisarte, sí, porque Jim te quería. Paraavisarte. Y quiso verte para decirme queControl estaba loco. Jim te estuvoprotegiendo hasta el último momento.

Haydon dijo que también tenía queser un país con una reciente historia decontrarrevolución. Realmente,Checoslovaquia era el único paísposible. Smiley pareció no prestaratención a estas palabras.

—¿Y por qué rescataste a Jim? —preguntó a Haydon—. ¿Por amistad? Afin de cuentas, Jim ningún daño podíacausarte y tú tenías todos los triunfos enla mano.

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Haydon confesó que no se debióúnicamente a amistad. Mientras Jimestuviera encarcelado, los hombres delCircus procurarían liberarle y le veríancomo una especie de clave. Pero tanpronto Jim hubiera regresado, todos seesforzarían en que mantuviera cerrada laboca, ya que esto es lo que siempreocurre en los casos de rescate.

—Me parece sorprendente —dijoSmiley— que Karla no lo fusilara. ¿Lohizo por deferencia hacia ti?

Pero Haydon había vuelto a susinmaturas consideraciones de ordenpolítico. Luego, comenzó a hablar de símismo, y, ahora, a juicio de Smiley,

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pareció encogerse hasta convertirse enun ser pequeño y mezquino. Le habíaconmovido saber que Ionesco habíaprometido, recientemente, escribir unaobra teatral en la que el protagonistaguardaba silencio, mientras todos losque estaban a su alrededor hablaban sincesar. Cuando los psicólogos y loshistoriadores populares escribieranacerca de él —Haydon—, teníaesperanzas de que recordaran que así seveía él, como el protagonista deIonesco. En cuanto a artista, había dichocuanto tenía que decir a la edad dediecisiete años, y uno está obligado aemplear en algo los años restantes.

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Lamentaba terriblemente no poder llevarconsigo a algunos de sus amigos.Esperaba que Smiley le recordase conafecto.

En este momento, Smiley sintiódeseos de decirle que no le recordaríade esta manera, y de decirle muchascosas más, pero le pareció inútil, y,además, a Haydon volvía a sangrarle lanariz.

—Y, por favor —dijo Haydon—,procura evitar todo género depublicidad sobre este asunto. MilesSercombe quedará muy agradecido.

Ahora, Haydon consiguió soltar unarisotada. Dijo que después de haber

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derrumbado el Circus en secreto, noquería que el proceso se repitiera enpúblico.

Antes de irse, Smiley formuló laúltima pregunta que aún le importaba:

—Tendré que explicarle lo ocurridoa Ann. ¿Quieres que le diga algo de tuparte?

No comprendió la pregunta, que sebasaba en un presupuesto conocimiento,y Smiley tuvo que repetírsela. Alprincipio, Haydon pensó que Smileyhabía dicho «Jan», y no alcanzaba acomprender por qué razón Smiley nohabía visitado aún a la chica. Como sihubiera muchas «Anns», dijo:

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—¡Ah, tu Ann!Explicó que todo fue idea de Karla,

quien desde hacía mucho tiempo habíacomprendido que Smiley representaba lamás grave amenaza para el topo Gerald.

—Karla decía que eras muycompetente —dijo Haydon.

—Muchas gracias.—Pero tenías un precio, y este

precio era Ann, la última ilusión de unhombre sin ilusiones. Karla pensó quesi, en el Circus, se sabía que yo era elamante de Ann, tú no verías condemasiada claridad o con demasiadajusticia mi actuación, en otros asuntos.

Smiley advirtió que, ahora, los ojos

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de Haydon estaban muy fijos y muyquietos. Como de falsa plata mate, comodecía Ann. Haydon añadió:

—No debía tratarse de un asuntodemasiado importante, el mío con Ann.Pero, si se me presentaba laoportunidad, debía, yo, añadir, minombre a la lista. ¿Comprendido?

—Comprendido.Por ejemplo, Karla insistió en que,

en la noche de la operación Testimonio,Haydon estuviera en compañía de Ann.Era como un modo de protección oseguro.

Smiley, recordando a Sam Collins ylo que le había dicho acerca de si Ellis

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había sido herido de un balazo o no,preguntó a Haydon si acaso no habíacometido un leve error, aquella noche.Haydon reconoció que, efectivamente,hubo un error. Si todo se hubieradesarrollado de acuerdo con los planes,los primeros boletines de noticiaschecos se hubieran difundido a las10.30. Haydon, entonces, hubiera tenidoocasión de leer la noticia en la cintaluminosa de su club, después de queCollins hubiera llamado a Ann, y antesde que él llegara al Circus para tomar elmando. Pero, debido a que a Jim lehabían pegado un par de tiros, hubociertas vacilaciones por parte de los

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checos, y el boletín se difundió despuésde que el club de Haydon cerrara suspuertas. Mientras tomaba otro cigarrillode Smiley, advirtió:

—Afortunadamente, nadie se diocuenta. —En tono de curiosidad,preguntó—: A propósito, ya he olvidadoel nombre que me dieron en Testimonio,¿cuál era?

—Tailor. Yo era Beggarman.En estos momentos, Smiley sintió

que la paciencia se le había agotado. Sintomarse la molestia de decir «adiós», sefue. Se sentó al volante de su automóvily condujo durante una hora, sin destinodeterminado, hasta que se encontró en

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una carretera vecinal que se dirigía aOxford, yendo a ciento treintakilómetros por hora. Se detuvo paraalmorzar, y, luego, se dirigió a Londres.Todavía no podía soportar la idea devolver a su casa de Bywater Street, porlo que fue al cine, cenó en cualquierlugar, llegó a casa a medianoche,ligeramente borracho, encontrando antela puerta a Lacon y a Miles Sercombe,con el pomposo Rolls de Sercombe, consu longitud de quince metros,molestando a todo quisque.

A velocidad de locos, se dirigierona Sarratt, y, allí bajo el despejado cielonocturno, a la luz de varias linternas, y

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contemplado por varios blancos rostrosde funcionarios del Parvulario, estabaBill Haydon, sentado en un banco dejardín. Vestía un pijama a rayas, bajo elabrigo, que parecía un uniformecarcelario. Tenía los ojos abiertos, y lacabeza raramente inclinada a un lado,igual que la de un pájaro al que unamano experta ha retorcido el pescuezo.

No se sabía cómo había ocurrido. Alas diez y media, Haydon se habíaquejado, ante sus celadores, de padecerinsomnio y náuseas, y pidió que se lepermitiera respirar aire fresco. Su casose consideraba ya cerrado y nadie leacompañó en el paseo que dio en la

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oscuridad. Uno de los celadores recordóque Haydon había bromeado acerca de«inspeccionar el campo». El otrocelador estaba tan absorto viendo latelevisión que no recordaba nada. Alcabo de media hora comenzaron apreocuparse y el celador de másgraduación salió en busca de Haydonmientras el otro se quedaba, no fueraque Haydon volviera. Encontraron aHaydon en el banco en que ahora estabade cuerpo sentado. Al inclinarse sobreHaydon el celador olió a alcohol —ginebra o vodka, le pareció— pensó queHaydon estaba borracho, lo que lesorprendió, ya que en el Parvulario no

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había alcohol. Cuando intentólevantarle, la cabeza de Haydon cayóhacia delante, y luego, como un cuerpomuerto, Haydon cayó al suelo. Elcelador vomitó (aún se veían los rastrosjunto a un árbol), dejó a Haydon sentadoy dio la voz de alarma.

Smiley preguntó si Haydon habíarecibido mensajes durante el día.

No. Pero la tintorería había devueltosu traje, y quizás en él había un mensaje,una cita por ejemplo.

Con satisfacción, ante el cuerpoinerte, el ministro decidió:

—Lo han hecho los rusos, para queno hable. Sanguinarios asesinos.

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Smiley dijo:—No. Los rusos tienen a orgullo

rescatar a sus hombres.—Entonces, ¿quién lo ha hecho?Todos esperaron a que Smiley

contestara, pero éste guardó silencio.Las linternas se apagaron, y el grupo

se dirigió dubitativamente hacia elautomóvil.

En el camino de vuelta, el ministropreguntó:

—¿Creen que hemos perdido algoimportante?

—Era ciudadano soviético —repusoLacon— Que se lo lleven.

Todos estuvieron de acuerdo en que

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era una lástima, en cuanto concernía alas redes de agentes. Quizá Karla seavendría a cerrar el trato, a pesar detodo. Pero Smiley dijo con seguridad:

—No se avendrá.Recordando todo lo anterior, en el

recogimiento de su butaca de primeraclase, Smiley tuvo la curiosa sensaciónde contemplar a Haydon a través de untelescopio invertido. Desde anoche,había comido muy poco, pese a que elbar del tren había estado abierto casiconstantemente.

Al salir de King’s Cross tuvo lacaprichosa sensación de respetar aHaydon y de sentir simpatía hacia él. A

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fin de cuentas, Bill había sido un hombrecon algo que decir, y lo había dicho.Pero el sistema mental de Smileyrechazó tan cómoda simplificación.Cuanto más meditaba las desordenadasexplicaciones que Haydon había dadode sí mismo, más consciente estabaSmiley de las contradicciones quecontenían. Primeramente, Smiley intentóver a Haydon a través de los románticostérminos periodísticos con que se juzgaal intelectual de los años treinta, paraquien Moscú constituye la natural Meca.Smiley se dijo: «Moscú era la disciplinade Bill, quien necesitaba la simetría deuna solución histórica y económica».

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Esto le pareció superficial, y locomplementó con algunos conceptosreferentes al hombre hacia quien seesforzaba en sentir simpatía. «Bill eraun romántico y un snob. Quería formarparte de una vanguardia de élite, ydirigir a las masas, para sacarlas de lastinieblas». Entonces recordó las telasinacabadas en la sala de estar de lachica de Kentish Town. Eran unoscuadros agarrotados, excesivamentetrabajados, y condenados. Tambiénrecordó el fantasma del autoritariopadre de Bill —Ann le llamaba, pura ysimplemente, «el monstruo»—, eimaginó que el marxismo de Bill no era

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más que la compensación de suinsuficiente capacidad artística, y de suinfancia sin amor. Más tarde, pocopodía importar el que la doctrinamarxista llegara a aburrirle. Bill habíaemprendido el camino, y Karla tuvobuen cuidado de mantenerle en él.Smiley decidió que la traición es, engran parte, cuestión de costumbre,cuando volvió a recordar a Bill tumbadoen el suelo de la casa de la calleBywater, mientras Ann ponía discos enel gramófono, para distraerle.

Por otra parte, Bill se habíadivertido, Smiley no albergaba la menorduda de que a Bill le había

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entusiasmado el estar en el centro de unescenario secreto, contraponiendo dosmundos enemigos, interpretando, almismo tiempo, el papel de protagonistay de autor teatral. Sí, la gozó con ello.

Smiley echó a un lado estosrazonamientos, impulsado por ladesconfianza que siempre le habíaninspirado las estereotipadas formas delas motivaciones humanas, y prefiriórepresentarse las imágenes de aquellasmuñecas de madera, rusas, que se abreny contienen otra, y ésta contiene otra, yasí sucesivamente. Solamente Karlahabía visto la última muñeca contenidadentro de Bill Haydon. ¿Cuándo fue Bill

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reclutado y cómo le reclutaron? ¿Fue supostura derechista en Oxford una meraficción, o se trató, paradójicamente, delestado de pecado del que Karla le sacópara llevarle al estado de gracia?

Habría que preguntarlo a Karla.Lástima no haberlo hecho.

Habría que preguntarlo a Jim.Lástima no haberlo hecho.

Sobre el llano paisaje de laInglaterra oriental, que se deslizabajunto al tren, el rostro impasible deKarla sustituyó a la máscara de muertede Bill Haydon. «Pero tú tenías unprecio. Ann. La última ilusión de unhombre sin ilusiones. Karla pensó que si

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se sabía que yo era el amante de Ann, túno sentirías demasiada simpatía haciamí, ni verías con claridad mi imagen,cuando se tratara de otros asuntos.»

¿Ilusión? ¿Era éste el nombre queKarla daba al amor? ¿Y Bill?

Por segunda vez y en voz muy fuerte,el revisor dijo:

—Creo que ésta es su estación. ¿Vaa Grimsby, verdad?

—No, no, voy a Immingham.Pero, entonces, recordó las

instrucciones de Mendel, y bajó del tren.No vio taxis, por lo que, después de

haber preguntado en la ventanilla debilletes, cruzó el desierto vestíbulo, y se

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puso ante un cartel verde que decía«Cola». Había tenido esperanzas de queAnn fuera a buscarle, pero pensó quequizá no había recibido su telegrama. EnNavidades difícilmente se podía culparde ineficiencia a los servicios decorreos. Se preguntó cómo reaccionaríaAnn ante la noticia de la muerte de Bill.Pero recordó el atemorizado rostro deAnn en los acantilados de Cornualles, yse dio cuenta de que, para ella, Bill yahabía muerto, en aquel entonces. Annhabía percibido la frialdad del contactocon Bill, y había intuido lo que habíadetrás.

¿Ilusión?, se repitió Smiley. ¿Sin

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ilusiones?Hacía mucho frío. Smiley deseó

ardientemente que el desdichado amantede Ann hubiera encontrado un lugarcálido en que vivir.

Lamento no haber traído aquellasbotas de Ann, forradas de piel, queguardaba en el armario, debajo de laescalera.

Recordó el ejemplar deGrimmelshausen, que todavía no habíaido a buscar al club de Martindale.

Entonces, la vio. El lamentableautomóvil de Ann estaba orientado haciaél, en el lugar, junto a la acera, en el quehabía un cartel que decía «Sólo

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autobuses», y Ann, sentada al volante,miraba hacia el lado opuesto al que seencontraba Smiley. La vio bajar delautomóvil, dejando el intermitente enfuncionamiento, y dirigirse hacia laestación, para indagar, alta, con ceño,extraordinariamente bella, y, en esencia,la mujer de otro hombre.

Durante el resto del trimestre, Jim secomportó, a juicio de Roach, de unmodo muy parecido al que se portaba sumadre, cuando su padre estaba ausente.Dedicaba mucho tiempo a cosas sinimportancia, como, por ejemplo,disponer las luces del escenario, envistas a la representación teatral de la

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escuela, remendar las redes de lasporterías de fútbol, y, durante las clasesde francés, daba larguísimasexplicaciones para corregir pequeñoserrores. Sin embargo, abandonótotalmente las actividades importantes,como, por ejemplo, sus paseos, y susolitario juego de golf. Y, al anochecer,se recogía temprano, y nunca iba alpueblo. Peor todavía era la vaciedad desu mirada, cuando Jameson lesorprendía con una de sus travesuras, yel modo en que se olvidaba de muchascosas, durante las clases, incluso de darlos cartones rojos de recompensa almérito. Roach tenía que recordárselo

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todas las semanas.Para ayudarle en aquella situación,

Roach se encargó de la tarea de regularlas luces. Durante los ensayos, Jim ledirigía una señal, levantaba el brazo y lodejaba caer al costado, y, entonces, Bill,y nadie más que Bill, bajaba laintensidad de las luces del escenario.

Sin embargo, con el paso del tiempo,Jim pareció reaccionar favorablementeal tratamiento, y su mirada se hizo másclara, y volvió a estar atento a todo,mientras la sombra de la muerte de sumadre se alejaba. En la noche de larepresentación teatral, Jim estuvo alegrea más no poder. Aquél fue el momento

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en que Roach más alegre le había visto,en cuanto podía recordar.

Mientras, fatigados y triunfantes,volvían al edificio principal, después dela representación, Jim le gritó:

—¡Eh, Jumbo, tontaina! ¿Adónde vassin impermeable? ¿No ves que estálloviendo?

Luego, Roach oyó que Jim explicabaa uno de los padres que habían acudidopara ver la representación:

—Su verdadero nombre es Bill.Cuando yo llegué, él acababa de llegar.Los dos éramos nuevos, aquí.

Por fin, Bill Roach había llegado aconvencerse de que el revólver no había

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sido más que un sueño.

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Notas

1] Bill también significa cuenta,factura, recibo. (N. del T.)[volver]

2] DP, Displaced Person,Desplazado o Refugiado. (N. delT.)[volver]

3] Slaw, ensalada de col. (N. delT.)[volver]

4] Pope, Papa. (N. del T.)[volver]5] Barraclough guarda,

fonéticamente, cierta semejanza conbarrack, que significa cuartel.[volver]

6] Joy, alegría.[volver]7] Coq tiene el mismo sonido que

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cok, palabra que, en cierta acepciónsignifica pene.[volver]

8] Vermin puede significar bicho,gusano, sabandija, chinche, piojo,etcétera. (N. del T.)[volver]

9] Calderero, Sastre, Soldado,Marinero. Poorman, Pobre; Beggarman,Mendigo. (N. del T.)[volver]