un espia perfecto john le carre

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Magnus Pym, paradigma de espías,llega al límite de su resistencia y seaísla en un refugio secreto paraanalizar su vida en una larga cartadirigida a su hijo. Mientras, en elexterior, suenan las señales dealerta, y los recelos, sospechas ydesconfianzas que forman el mundodel espionaje se centran en MagnusPym, que deja de ser un espíaperfecto para convertirse en untraidor despreciable al que hay quecazar, porque sólo puede serperfecto el espia atrapado, retiradoo muerto.

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John Le Carré

Un espiaperfecto

ePUB v1.0NitoStrad 23.02.12

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Título: Un espia perfecto

Autor: John Le Carré

Traducción: Jaime Zulaica

Lengua de traducción: InglésLengua: Español

Edición: septiembre 1986

ISBN 10: 84-226-2166-5

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A R.,que compartió el viaje,

me prestó a su perroy me brindó algunos pasajes de su vida.

Un hombre que tiene dos mujerespierde su alma. Pero un hombre que

tiene dos casas pierde la cabeza.

Proverbio.

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Prólogo

John le Carre es el seudónimo deDavid J M Cornwell, nacido en Poole,Inglaterra, en 1931 Estudió en lasuniversidades de Berna y Oxford y fueprofesor en Eton A fines de los añoscuarenta fue miembro de los serviciossecretos británicos en Austria y de1961 a 1964 fue funcionario delForeign Office Su primera novela.Llamada para el muerto, fue publicadaen 1961 pero fue la tercera, El espíaque surgió del frío, la que le dio famainternacional. Entre sus obras

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posteriores destacan Una pequeñaciudad de Alemania, El amante ingenuoy sentimental, La chica del tambor, Unespía perfecto, La casa Rusia, Elinfiltrado y las protagonizadas por elcelebre agente Smiley El topo, Elhonorable colegial y La gente deSmiley Algunas de ellas han sidollevadas al cine con éxito

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A primeras horas de una mañanatormentosa de octubre, en una ciudadcostera del sur de Devon que parecíahaber sido abandonada por sushabitantes, Magnus Pym se apeó de unviejo taxi rural y, tras haber pagado altaxista y aguardado hasta que se fue,comenzó a atravesar la plaza de laiglesia. Su destino era una hilera depensiones victorianas mal iluminadas ycon nombres como Bel-a-Vista, TheCommodore y Eureka. Era un hombrede constitución robusta pero majestuosa,

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la personificación de algo. Su zancadaera ágil, y su cuerpo inclinado haciadelante encarnaba la mejor tradición dela clase administrativa anglosajona. Conel mismo porte, ya fuese estático o enmovimiento, los ingleses habían izadobanderas en colonias lejanas,descubierto el nacimiento de grandesríos, permanecido en la cubierta debarcos que se hundían. Hacía dieciséishoras que viajaba en uno u otro mediode transporte, pero no llevaba abrigo nisombrero. Transportaba en una manouna gruesa cartera negra de estilo oficialy en la otra una bolsa verde de Harrods. Un fuerte viento marino azotaba su

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traje de ciudad, lluvia salada le irritabalos ojos, bolas de espuma cabrilleaban asu paso. Pym no les prestó atención. Alllegar al pórtico de una casa con elletrero «Completo», apretó el timbre yesperó, primero a que se encendiera laluz de fuera, y luego a que desatasen lascadenas de dentro. Mientras esperaba, elreloj de una iglesia empezó a dar lascinco. Como en respuesta a suscampanadas, Pym giró sobre sus talonesy contempló la plaza. La aguja sin graciade la iglesia baptista alardeando contralas nubes presurosas. Las retorcidasaraucarias, orgullo de los jardinesornamentales. El quiosco de la música

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vacío. La marquesina del autobús. Lasmanchas oscuras de las calles laterales.La puerta de las casas, una por una.

–Vaya, señor Canterbury, es usted -objetó la voz aguda de una ancianacuando la puerta se abrió a la espalda dePym-. Malvado. Ha cogido otra vez eltren de noche, ya veo. ¿Por qué notelefonea nunca?

–Hola, señorita Dubber -dijo Pym-.¿Cómo está?

–No importa cómo estoy, señorCanterbury. Entre, deprisa. Va a atraparun resfriado.

Pero la fea plaza barrida por elviento parecía haber cautivado a Pym

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como un sortilegio.–Creí que Sea View estaba en venta,

señorita D -comentó, mientras ellatrataba de introducirle en la casa-. Ustedme dijo que el señor Cook se mudócuando murió su mujer. Que no queríaponer el pie en esa casa, dijo.

–Pues claro que no. Tenía alergia.Entre ahora mismo, señor Canterbury, yséquese los pies antes de que le prepareel té.

–¿Entonces qué hace esa luzencendida en la ventana del dormitoriode arriba? -preguntó Pym mientras sedejaba remolcar por la escalera.

Como muchos tiranos, la señorita

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Dubber era de baja estatura. Eraasimismo vieja, quebradiza y torcida,con una espalda encorvada que learrugaba la bata y hacía que todo a sualrededor pareciese igualmente ladeado.

–El señor Cook ha alquilado el pisode arriba. Celia Venn lo ha cogido parapintar ahí. Cien por cien propio deusted. -Pasó un cerrojo-. Desaparecetres meses, vuelve en mitad de la nochey se preocupa por la luz de una ventana.-Corrió otro-. No cambiará nunca, señorCanterbury. No sé por qué me inquieto.

–¿Quién es esa Celia Venn?–La hija del doctor Venn, tonto.

Quiere ver el mar y pintarlo. -Su voz

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cambió bruscamente-. ¿Pero cómo seatreve, señor Canterbury? Quítese esoinmediatamente.

Pasado el último cerrojo, la señoritaDubber se había enderezado lo mejorque podía y se estaba preparando paraun desganado abrazo. Pero en vez de suceño acostumbrado, en el que nadiecreía ni por un momento, su caritaminúscula había contraído una mueca deespanto.

–Su horrible corbata negra, señorCanterbury. No permitiré la muerte enmi casa, no permitiré que lleve eso. ¿Porquién la lleva?

Pym era un hombre guapo, juvenil

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pero distinguido. Recién rebasada lacincuentena estaba en la flor de la edad,lleno de brío y urgencia en un lugardonde no existían. Pero, a juicio de laseñorita Dubber, lo mejor de él era susonrisa encantadora, que expresaba ungran calor y verdad y que a ella leinfundía bienestar.

–Por un antiguo colega de Whitehall,señorita Dubber. Nadie a quien llorar.Nadie próximo.

–A mi edad todo el mundo espróximo, señor Canterbury. ¿Cómo sellamaba?

–Apenas le conocía -respondió Pymenfáticamente, quitándose la corbata y

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guardándola en el bolsillo-. Yevidentemente no voy a decirle sunombre para que usted empiece arebuscar en esas esquelas.

Al decir esto dirigió la mirada alregistro de huéspedes, que estabaabierto sobre la mesa del recibidor,debajo de la lamparilla anaranjada queél le había instalado en el techo durantesu última visita.

–¿Ningún huésped de paso, señoritaD? -preguntó al propio tiempo queexaminaba la lista-. ¿Parejas fugitivas,princesas misteriosas? ¿Qué pasó conlos dos tortolitos que vinieron enPascua?

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–Aquellos dos muchachos no erantortolitos -le corrigió la señorita Dubbermientras cojeaba hacia la cocina-.Cogieron habitaciones individuales ypor las noches veían el fútbol en latelevisión. ¿Qué ha dicho usted, señorCanterbury?

Pero Pym no había hablado. A vecessus ráfagas de comunicación eran comollamadas telefónicas cortadas por unacensura interna antes de completarse.Pasó una página y después otra.

–Creo que ya no voy a admitir a máshuéspedes de paso -dijo la señoritaDubber a través de la puerta abierta dela cocina, mientras encendía el gas-.

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Hay veces en que suena el timbre y yoestoy sentada aquí con Toby y digo:«Contesta tú, Toby.» No lo hace, claro.Un gato de color carey no puedecontestar a una llamada. Así queseguimos sentados aquí. Esperamos yoímos los pasos que se van. -Le lanzóuna mirada astuta-. Tú no crees quenuestro señor Canterbury estáenamoriscado, ¿verdad que no, Toby ? -preguntó maliciosamente al gato-.Somos muy listos esta mañana. Muybrillantes. El señor Canterbury está diezaños más joven. -Al no recibir tampocorespuesta de él, se dirigió al canario-.Aunque nunca nos lo diría a nosotros,

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¿eh, Dickie? Seríamos los últimos enenterarnos. ¿Chuc-chuc? ¿Chuc-chuc?

–John y Sylvia ilegibles, deWimbledon -dijo Pym, consultandotodavía el registro.

–John hace computadoras, Sylvia lasprograma y se van mañana -le dijo ella,malhumorada. Porque la señoritaDubber tenía que reconocer que en sumundo no había nadie más que suquerido Canterbury-. ¿Y ahora qué hahecho? -exclamó enfadada-. No loaceptaré. Devuélvalo.

Pero no estaba enfadada, loaceptaría y Pym no iba a devolverlo: unchal de Cachemira de punto grueso y

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color blanco y oro, todavía en su caja deHarrods y envuelto en su papel de sedaoriginal, que pareció que ella valorabamás que el contenido. En efecto, trashaber desenvuelto el chal, primero alisóel papel y lo dobló por sus plieguesantes de reponerlo en la caja, y luego lapuso en el estante del armario dondeguardaba sus mayores tesoros. Sóloentonces consintió que Pym leenvolviera los hombros en el chal y laabrazara mientras ella le recriminaba eldespilfarro.

Pym tomó té con la señorita Dubber,Pym la apaciguó, Pym comió un pedazode su mantecada y la puso por las nubes

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a pesar de que ella le dijo que estabaquemada. Pym le prometió arreglar eltapón del fregadero y desatascar el tubodel desagüe y echar una ojeada a lacisterna durante su estancia. Pym erarápido y sumamente atento, y lainteligencia que ella había comentadosagazmente no le abandonaba. Levantó aToby hasta sus rodillas y le acarició,cosa que nunca había hecho antes, y queno proporcionó al gato un placer visible.Escuchó las últimas noticias de laanciana Al, la tía de la señorita Dubber,pese a que normalmente la sola menciónde la tía Al bastaba para que él se fueraprecipitadamente a la cama. Pym la

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interrogó, como siempre hacía, sobre lostejemanejes locales desde su últimavisita, y escuchó con aprobación elcatálogo de quejas de la señoritaDubber. Y bastantes veces, mientrasasentía al oír sus respuestas, o bien sesonreía sin motivo claro o bien mostrabasomnolencia y bostezaba por detrás dela mano. Hasta que de pronto posó sutaza de té y se levantó como si tuvieraque coger otro tren.

–Voy a quedarme una temporada, sia usted le parece bien, señorita D.Tengo que escribir un buen montón decuartillas.

–Eso es lo que dice siempre. La

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última vez iba a quedarse aquí parasiempre. Luego surge cualquier cosa yotra vez a Whitehall sin haber puesto elhuevo.

–Quizá unas dos semanas. Me handado un permiso para que pueda trabajaren paz.

La señorita Dubber fingióhorrorizarse.

–¿Pero qué será del país? ¿Cómoestaremos a salvo Toby y yo sin el señorCanterbury al timón para guiarnos?

–¿Entonces qué planes tiene laseñorita D? -preguntó él,seductoramente, extendiendo la manohacia su cartera, que por el esfuerzo que

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le costó levantarla parecía tan pesadacomo un lingote de plomo.

–¿Planes? -repitió la señoritaDubber, con una sonrisa embellecidapor su perplejidad-. A mi edad no hagoplanes, señor Canterbury. Dejo que loshaga Dios. Los hace mejor que yo,¿verdad, Toby? Es más de fiar.

–¿Y el crucero del que siempreestaba hablando? Ya es hora de que sedecida.

–No sea tonto. Eso fue hace años.Ya no tengo ganas.

–Todavía se lo pago.–Ya sé que lo haría, bendito mío.–Yo telefoneo, si usted quiere.

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Iremos juntos a la agencia de viajes. Enrealidad ya le he buscado uno. El OrientExplorer zarpa de Southampton dentrode una semana. Un pasajero hacancelado su billete. He preguntado.

–¿Está tratando de librarse de mí,señor Canterbury?

Pym hizo una pausa para reírse.–Dios y yo juntos no podríamos

echarla, señorita D -dijo.Desde el recibidor, la señorita

Dubber le observó subir la escaleraestrecha, admirando la elasticidadjuvenil de sus andares a pesar de lapesada cartera. Va a una conferencia dealto nivel. E importante también. Le oyó

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recorrer a paso ligero el pasillo hasta lahabitación 8, que daba a la plaza y queera el cuarto que ella había alquiladodurante más largo tiempo en su largavida. Esa muerte no le ha afectado,pensó con alivio, mientras le oía abrircon llave la puerta y cerrarla sin ruidotras él. Sólo un antiguo colega delministerio, nadie próximo. No queríaque nada le afligiera. Tenía que seguirsiendo el mismo caballero impecableque había aparecido en el umbral de sucasa doce años antes, buscando lo quehabía llamado un santuario sin teléfono.Y desde entonces le había pagado seismeses por adelantado, a tocateja, sin

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recibos. Y había construido para ella lapequeña tapia de piedra junto al caminodel jardín, en una sola tarde, para darleuna sorpresa, azuzando al albañil y alpeón. Y había remplazado las pizarrasdel tejado con su propia mano, despuésde la tormenta de marzo. Y le habíaenviado flores, fruta, chocolates ysouvenirs desde sitios increíbles delextranjero sin explicarle debidamente loque hacía en ellos. Y le había ayudadocon los desayunos cuando ella teníademasiados huéspedes, y le habíaescuchado hablar de su sobrino, quetenía todo género de proyectos paraganar dinero que nunca cristalizaban, y

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el último consistía en abrir un bingo enExeter, pero antes necesitaba el capitalpara su saldo deudor en el banco. Y norecibía correo ni visitas y no tocabaningún instrumento, menos la radio enidioma extranjero, y nunca usaba elteléfono, salvo para llamar a loscomerciantes de la localidad. Y nunca ledecía nada sobre él mismo, excepto quevivía en Londres y trabajaba enWhitehall pero viajaba mucho, y que seapellidaba Canterbury como la ciudad.Hijos, mujeres, padres, novias: nuncahabía reconocido como suya a una solapersona en el mundo, excepto a suseñorita D.

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–Que nosotros sepamos, podría tenerya el título de Sir -le dijo a Toby en vozalta mientras se acercaba el chal a lanariz y aspiraba su olor a lana-. Podríaser primer ministro y sólo lo sabríamospor la televisión.

La señorita Dubber oyó, muy tenue,por encima del silbido del viento, elsonido de una canción. Era una voz dehombre, discordante pero agradable.Primero pensó que era «Mangasverdes»desde el jardín, y luego pensó que era«Jerusalén» desde la plaza, y seencaminaba ya hacia la ventana para darun grito. Sólo entonces comprendió queera el señor Canterbury arriba, y le

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asombró tanto que cuando abrió lapuerta para regañarle, en vez de eso sedetuvo a escucharle. La canción cesópor sí sola. La señorita Dubber sonrió.Ahora él me está escuchando a mí,pensó. Es el señor Canterbury cien porcien.

En Viena, tres horas antes, MaryPym, esposa de Magnus, de pie ante laventana de su dormitorio, contemplabael mundo que se extendía ante ella y que,a diferencia del que había elegido sumarido, era un prodigio de serenidad.No había corrido las cortinas ni

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encendido la luz. Estaba vestida para«recibir», como su madre habría dicho,y llevaba una hora apostada en laventana con su conjunto azul, esperandoel coche, esperando el timbre y el girosilencioso de la llave de su marido en elpestillo. Y ahora en su mente acontecíauna carrera desigual entre Magnus yJack Brotherhood para ver a cuál de losdos recibiría primero. Nieve tempranacubría la cumbre de la colina, la lunallena desfilaba por encima y llenaba lahabitación de barras blancas y negras.En las mansiones elegantes a amboslados de la avenida, los últimos fuegosde campamento de la diversión

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diplomática se estaban apagando unotras otro. La ministro Frau Meierhofhabía organizado un baile por laconferencia de reducción de fuerzas conuna orquesta de cuatro músicos. Marydebería haber asistido. Los Van Leymanhabían dado una cena fría para veteranosde Praga, sin exclusión de sexos y sincolocación. Ella debería haber ido, losdos deberían haberlo hecho, y haberrecogido a los rezagados para un scotchcon soda posterior. Y haber puesto elgramófono y bailado hasta ahora o mástarde -los Pym, diplomáticos de vidaalegre, tan populares-, del mismo modoque habían sido anfitriones fabulosos en

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Washington, cuando Magnus erasubdirector del puesto y todo marchabaa las mil maravillas. Y Mary hubierahecho bacon y nuevos mientras Magnusbromeaba, sonsacaba a la gente y segranjeaba nuevos amigos, para lo queera incansablemente diestro. Porque enViena era la temporada alta, cuandotodos los que habían callado comomuertos durante todo el año hablabanexcitadamente de las Navidades y de laópera, y arrojaban indiscreciones comotrapos viejos.

Pero todo aquello era hace mil años.Había durado hasta el miércoles pasado.La única cosa que importaba ahora era

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que Magnus recorriese la avenida en elautomóvil «Metro» que había dejado enel aeropuerto y que llegase antes queJack Brotherhood a la puerta de la calle.

El teléfono estaba sonando. Junto ala cama. En el lado de Magnus. Nocorras, idiota, te vas a caer. Nodemasiado despacio, porque él colgará.Magnus, cariño, oh Dios mío, que seastú, tuviste un extravío pero estás mejor,nunca te preguntaré siquiera lo queocurrió, nunca volveré a dudar de ti.Levantó el auricular y, por alguna razónque no pudo averiguar, se sentó en unpromontorio del colchón de plumas,plaf, y agarró el bloc y el lápiz con la

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mano libre por si tenía que apuntarnúmeros de teléfono, direcciones, horas,instrucciones. Se abstuvo de decir«¿Magnus?» porque hubiera reveladoque estaba preocupada por él. No dijo«Hola» porque no podía estar segura deque su voz no sonase excitada. Dijo sunúmero completo en alemán para queMagnus supiese que era ella, notara queestaba normal y bien y que no estabaenfadada con él, y que la situación erapropicia para volver a empezar. Sinlíos, sin problemas, estoy aquí yesperándote, como siempre.

–Soy yo -dijo una voz de hombre.Pero no era yo. Era Jack

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Brotherhood.–No hay noticia de ese paquete,

¿verdad? -preguntó Brotherhood con elinglés sonoro y confiado de losmilitares.

–No hay noticia de nadie. ¿Dóndeestás?

–Estaré ahí dentro de una mediahora, menos si puedo. Espérame,¿quieres?

El fuego, pensó ella de pronto. Diosmío, el fuego. Bajó corriendo laescalera, incapaz ya de distinguir entredesastres grandes y pequeños. Habíadado la noche libre a la sirvienta yolvidado avivar el fuego del salón. Sin

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duda estaba apagado. Pero no lo estaba.Ardía alegremente y sólo necesitabaotro leño para que la madrugada fuesemenos fúnebre. Colocó el leño y luegoflotó por la habitación ordenando cosas-las flores, los ceniceros, la bandeja dewhisky de Jack-, creando en el exteriorun orden perfecto porque en su interiorno lo había en absoluto. Encendió uncigarrillo y exhaló con furiosos besos elhumo sin tragar. Después se sirvió unwhisky muy cargado, que era el motivoprincipal por el que había bajado. Al finy al cabo, si todavía estuviéramosbailando habría tomado varios.

La procedencia inglesa de Mary,

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como la de Pym, era inconfundible. Erarubia y franca, y tenía mandíbula fuerte.Su única afectación, heredada de sumadre, era la inclinación de hombrosligeramente cómica con que se dirigía almundo y a los extranjeros en particular.La vida de Mary era un historial dehermosas muertes. Su abuelo habíamuerto en Paschendel; su únicohermano, Sam, en Belfast, másrecientemente, y durante un mes o másMary había tenido la impresión de quela bomba que había volado en pedazosel jeep de Sam le había matado tambiénsu propia alma, pero fue su padre, noMary, quien había muerto de un ataque

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al corazón. Todos los hombres de sufamilia habían sido soldados. Entreellos le habían dejado una herenciadecente, un espíritu ardientementepatriótico y una pequeña casa solariegaen Dorset. Mary era ambiciosa yasimismo inteligente, y sabía soñar ydesear y codiciar. Pero las pautas de suvida le habían sido dictadas deantemano, y cada muerte las habíaafianzado: en la familia de Mary loshombres guerreaban mientras lasmujeres prestaban socorro, lloraban lasmuertes y seguían adelante. Suadoración, sus cenas, su vida con Pym,se habían regido por este principio

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firme.Hasta el pasado julio. Hasta nuestras

vacaciones en Lesbos. Magnus, vuelve acasa. Lamento el escándalo que armé enel aeropuerto cuando no apareciste.Lamento haber vociferado al empleadode la «British Airways» con esa voz míaque tú llamas de trueno y haber agitadomi pase diplomático. Y lamento -lamento profundamente- habertelefoneado a Jack para preguntarle quedónde demonios está mi marido. Asíque, por favor, vuelve y dime qué debohacer. Nada importa. Simplemente venaquí. Ahora.

Al encontrarse delante de las jambas

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dobles de acceso al comedor, las abrió,encendió las arañas y, con el whisky enla mano, contempló la larga mesa vacía,reluciente como un lago. Caoba. Unareproducción del siglo xviii. Propia deconsejero de embajada, no le gustaba anadie. Con capacidad para catorcecomensales cómodamente sentados,dieciséis si se desplegaban los extremoscurvos. Lo he intentado todo con esamaldita marca de quemadura. Recuerda,se dijo. Haz memoria. Acláralo todo entu cabecita estúpida antes de que JackBrotherhood llame a ese timbre. Salfuera de ti misma y mira. Ahora. Es unanoche como aquélla, animada y

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emocionante. Es miércoles, nuestranoche de recibir invitados. Y la luna esigual hoy salvo por un cacho. En eldormitorio, aquella Mary Pym idiota quese agenció el bachillerato superior perono fue a la universidad está con los piescompletamente separados, poniéndosesus alhajas de familia mientras elbrillante Magnus, su marido, con unalicenciatura en Oxford y ya con elesmoquin puesto, le besa la nuca yrepresenta su número de gigolóbalcánico para tratar de insuflarle unhumor de fiesta. Magnus, por supuesto,tiene el humor que sea preciso en todaocasión.

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–Por el amor de Dios -le espetaMary, más brutalmente de lo que es suintención-. Deja de hacer el payaso yarréglame este puñetero cierre.

A veces mi familia militar seapodera de mi lenguaje.

Y Magnus la complace. Magnussiempre es complaciente. Magnusrepara, arregla y se comporta mejor queun mayordomo. Y cuando ha obedecidocoloca sus manos en mis pechos yexhala su aliento caliente sobre micuello desnudo.

–Por favor, mi tontita, ¿no tenemostiempo para el más divino momentoperfecto? ¿No? ¿Sí?

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Pero Mary, por lo general, estádemasiado nerviosa incluso parasonreír, y le ordena que baje aasegurarse de que Herr Wenzel ha traídoel hielo de la pescadería de Weber. YMagnus va. Magnus siempre va. Inclusocuando lo más juicioso sería unabofetada en los morros de Mary.

Haciendo una pausa, Mary levantó lacabeza y escuchó. El motor de un coche.En esta nieve surgen como malosrecuerdos. Pero a diferencia de un malrecuerdo, aquel coche pasó.

Es la cena, es la feliz hora

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diplomática, es tan bueno comoGeorgetown en los tiempos en queMagnus era todavía un subdirector conposibilidades de ascenso y el puesto dejefe de servicio al alcance de la mano, ytodo está solucionado entre Magnus yMary, menos una nube negra que secierne día y noche sobre el corazón deMary incluso cuando no está pensandoen ello, y esa nube se llama Lesbos, unaisla griega del Egeo totalmente rodeadade recuerdos monstruosos. Mary Pym,esposa de Magnus, consejero de «ciertasmaterias no mencionables» en laembajada inglesa de Viena y en realidadel director de plaza aquí, como todo

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«inmencionable» sabe, estáorgullosamente enfrente de su marido, alotro lado de los candelabros de plata,mientras los criados sirven el venado deMary, estofado según la receta de sumadre, a doce miembros«inmencionablemente» distinguidos dela comunidad local de espionaje.

–Usted también tiene una hija -recuerda firmemente Mary a unOberregierungsrat Dinkel del ministeriode Defensa austríaco, en su alemán bienaprendido-. Se llama Úrsula, ¿cierto? Loúltimo que he sabido es que estudiabapiano en el conservatorio. Hábleme deella. -Y dice a la sirvienta, en voz baja,

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cuando pasa-. Frau Wenzel. El señorLederer, dos asientos más allá, no tienesalsa roja. Sírvale.

Era una noche bonita, había decididoMary mientras escuchaba unaenumeración de los infortuniosfamiliares del Oberregierungsrat. Era laclase de noche por la que ella trabajabay había trabajado durante toda su vidade casada, en Praga y en Washington,mientras medraban, y ahora aquí, dondeestaban cumpliendo tiempo. Era feliz,echaba las campanas al vuelo, la nubenegra de Lesbos prácticamente se habíadisipado. Tom progresaba en elinternado y pronto volvería a casa para

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las vacaciones navideñas, Magnus habíaalquilado un chalet en Lech paraesquiar, los Lederer habían dicho que sereunirían con ellos. Magnus teníamuchos recursos en esa época, y era muyatento con ella a pesar de la enfermedadde su padre. Y antes de Lech la llevaríaa Salzburgo para ver Parsifal y, si ellale apremiaba, al baile de la ópera,porque, como solían decir en la familiade Mary, una moza adora el bailongo. Y,con un poco de suerte, los Ledererpodían acompañarles también -los niñospodían pasar la noche juntos y compartirun canguro-, y en cierto modo conMagnus la compañía ajena era en esos

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tiempos un alivio. Entreviendo a Pym ala luz de la vela, le lanzó una sonrisa enel preciso momento en que él seescabullía para entablar unaconversación sordomuda a su izquierda.Perdona por haber estado susceptibleantes, estaba diciendo Mary. Olvidado,le estaba diciendo él. Y cuando se hayanido haremos el amor, estaba diciendoella, nos mantendremos sobrios yharemos el amor y todo irá como laseda.

Fue entonces cuando ella oyó elteléfono. Exactamente entonces. Cuandoestaba transmitiendo a Magnus estospensamientos amorosos y viviendo con

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ellos un instante desesperadamente feliz.Lo oyó sonar dos, tres veces, yempezaba a irritarse cuando, para sualivio, oyó que el criado, Herr Wenzel,contestaba. Herr Pym le llamará mástarde, a menos que sea urgente, ensayómentalmente Mary. No se debía molestara Herr Pym, a no ser por algo vital. HerrPym está ocupadísimo contando unahistoria divertida en ese alemán perfectoque fastidia tanto en la embajada ysorprende a los austríacos. Si alguien selo pide, Herr Pym puede imitar unacento austríaco o, todavía másdivertido, uno suizo, de la época en queestudió allí. Herr Pym pone un conjunto

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de botellas en fila y sabe producir conun cuchillo un tintineo que suena comolas campanas del antiguo ferrocarrilsuizo, mientras recita las estacionesentre Interlaken y el Jungfraujoch con eltono de un jefe de estación y su públicoprorrumpe en lágrimas de hilaridadnostálgica.

Mary alzó la mirada hacia elextremo más lejano de la mesa vacía. YMagnus, ¿cómo estaba en aquelmomento, aparte de flirtear con Mary?

Realizando un gran avance, era larespuesta. A su derecha estaba sentadala temida Frau OberregierungsratDinkel, una mujer tan fea y áspera,

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incluso conforme al modelo de lasmujeres de funcionarios, que hasta habíareducido a un silencio atónito a algunosde los más rudos soldados de laembajada. Magnus, sin embargo, lahabía atraído como el sol a una flor, yella estaba embobada con él. A veces, alobservarle cuando actuaba así, Maryexperimentaba una piedad involuntariapor su dedicación incondicional.Deseaba que estuviese más tranquilo,aunque sólo fuera durante un momento.Quería que supiese que se había ganadola paz siempre que quisiera disfrutarla,en lugar de dar, dar continuamente. Sifuera diplomático de verdad le

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resultaría fácil llegar a embajador,pensó. En Washington, Grant Lederer lehabía asegurado confidencialmente queMagnus había ejercido más influenciaque su jefe o que el perfectamentehorrible embajador. Evidentemente,Viena -aunque, por supuesto, eraenormemente respetado aquí, yasimismo enormemente influyente-representaba un declive, bueno, estabaprevisto que lo fuera, pero cuando elpolvo se asentara Magnusreemprendería la marcha, y entretantohabía que ser paciente. Mary deseaba noser tan joven para él. A veces intentarebajarse a mi altura, pensó. A la

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izquierda de Magnus, parejamentehipnotizada, se sentaba Frau OberstMohr, cuyo marido alemán estabadestinado en la Oficina de Señales deWiener Neustadt. Pero la verdaderaconquista de Magnus, como siempre, eraGrant Lederer III, «el de la barbita negray los ojillos negros y las pequeñas ideasnegras», como le describía Magnus, queseis meses antes había tomado el mandodel departamento jurídico de laembajada americana, lo quenaturalmente significaba lo contrario,pues Grant era el hombre nuevo de laAgencia, aunque también un viejo amigode Washington.

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–Grant es un gilipollas -se quejabaMagnus de él, como se quejaba de todossus amigos-. Nos tiene a todos alrededorde una mesa grande una vez a la semanainventando palabras para cosas quehemos estado haciendo perfectamentesin ellas durante veinte años.

–Pero es divertido, cariño -lerecordaba Mary-. Y Bee estremendamente guapa.

–Grant es un alpinista -dijo Magnusotra vez-. Nos está poniendo a todos unoencima de otro para poder trepar sobrenuestra espalda. Espera y verás.

–Pero al menos es listo, cariño. Almenos puede mantenerse a tu altura,

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¿no?Porque lo cierto era, desde luego,

que, dadas las limitaciones de todaamistad diplomática, los Pym y losLederer formaban uno de los grandescuartetos, y tratar a las personas apatadas, ponerles verde y jurar quenunca volvería a dirigirles la palabraera sólo el modo perverso que teníaMagnus de apreciarlas. Becky, la hija delos Lederer, era de la misma edad queTom y prácticamente ya eran amantes;Bee y Mary eran uña y carne. En cuantoa Bee y Magnus… bueno, francamenteMary se preguntaba a veces si no eranuna pizca demasiado amigos. Pero por

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otra parte había observado que en loscuartetos siempre había una fuerterelación diagonal, aun cuando nuncallegara a nada. Y si alguna vez llegaba ahaber algo entre ellos dos, bueno, paraser absoluta y totalmente sincera, Maryno tendría inconveniente en tomarse eldesquite con Grant, cuya intensidadacechante le parecía cada vez máserótica.

–Mary, salud, ¿vale? Una gran fiesta.Nos está encantando.

Era Bee, sempiternamente brindandopor todo el mundo. Lucía unospendientes de azabache y un escote queMary había estado mirando toda la

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noche. Tres niños y unos pechos así: erauna maldita injusticia. Mary alzó sucopa en respuesta. Advirtió que Beetenía dedos de mecanógrafa, con lapunta curvada.

–Vamos, Grant, chico, vamos -estaba diciendo Magnus, con su guasa untanto seria-. Danos un respiro, sé justo.Si es verdad todo lo que tu valerosopresidente nos dice sobre los paísescomunistas, ¿cómo diablos podemoshacer un trato con alguno de ellos?

Por el rabillo del ojo Mary vio lasonrisa divertida de Grant estirarsehasta que pareció romperse de envidiosaadmiración por el ingenio de Pym.

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–Magnus, si por mí fuera, temeteríamos en una gran alfombra deembajada con una coctelera llena deMartini seco y un pasaporte americano yte mandaríamos por arte de magia aWashington para que te nominarancandidato demócrata. Nunca he oído unacausa sediciosa tan bien expuesta.

–¿Presentar a Magnus parapresidente? -ronroneó Bee [1],sentándose muy erguida y catapultandolos pechos como si alguien le hubieraofrecido un chocolate-. Qué bien.

En ese momento apareció HerrWenzel, el sirviente contratado, e,inclinándose sobre Magnus, le murmuró

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al oído izquierdo que le llamabanurgentemente por teléfono -«disculpe,Excelencia»- desde Londres: «Excuse,Herr Consejero».

Magnus le excusó. Magnus excusa atodo el mundo. Magnus se abrió caminodelicadamente entre obstáculosimaginarios hasta la puerta, sonriendo,simpatizando y excusando, mientrasMary charlaba tanto más animadamentepara proporcionarle fuego deprotección. Pero cuando la puerta secerró tras él aconteció algo imprevisto.Grant Lederer lanzó una mirada a Bee yBee Lederer respondió con otra a Grant.Y a Mary, que sorprendió ambas

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miradas, se le heló la sangre.¿Por qué? ¿Qué se habían

transmitido con aquella miradadesprevenida? ¿Magnus se acostabarealmente con Bee… y Bee se lo habíadicho a Grant? ¿Compartíanmomentáneamente una admiraciónperpleja por el anfitrión que acababa deausentarse? En todo el trastorno ulterior,la respuesta de Mary a estas preguntasno había variado un ápice. No era sexo,no era amor, no era envidia y no eraamistad. Era conspiración. Mary no erafantasiosa. Pero Mary había visto ysabía. Eran un par de asesinosdiciéndose uno a otro «pronto», y ese

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«pronto» se refería a Magnus. Pronto letendremos. Pronto será castigada suarrogancia y nuestro honor rehabilitado.Vi que le odiaban, pensó Mary. Lo habíapensado entonces y lo pensaba ahora.

–Grant es un Casio a la busca de unCésar -había dicho Magnus-. Si noencuentra pronto una espalda queapuñalar, la Agencia le dará su daga aotro.

Pero en la diplomacia nada dura,nada es absoluto, una conspiración paraasesinar no es motivo para poner enpeligro el curso de la conversación.Charlando afanosamente, hablando deniños y de compras -buscando

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frenéticamente una explicación de lamirada mala de los Lederer- yesperando, ante todo, el regreso deMagnus a la fiesta para seguircautivando a sus vecinos de mesa en dosidiomas a la vez, Mary encontró tiempotodavía para preguntarse si la urgentellamada telefónica de Londres sería laque su marido había estado esperandodurante todas aquellas semanas. Desdehacía algún tiempo sabía que él teníaentre manos algo grande, y anhelaba quefuese la reincorporación prometida.

Y fue entonces, como Maryrecordaba mientras seguía charlando yansiando que cambiara la suerte de su

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marido, cuando sintió la punta de susdedos brincar familiarmente sobre sushombros desnudos en cuanto Magnusvolvió a su sitio en la cabecera de lamesa. Ella ni siquiera había oído lapuerta, a pesar de que había estadoescuchando para oírla.

–¿Todo va bien, querido? -le llamópor encima de los candelabros,diciéndolo abiertamente porque los Pymeran un matrimonio felicísimo.

–¿Está Su Majestad en buena forma,Magnus? -Mary oyó inquirir a Grant ensu voz insinuante y lenta-. ¿No tieneraquitismo? ¿Crup?

La sonrisa de Pym fue radiante y

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relajada, pero no siempre significabademasiado, como Mary sabía.

–No es más que una de esas rabietasde Whitehall, Grant -contestó Magnus,con magnífico desenfado-. Creo quedeben de tener aquí un espía que lesdice cuándo organizo una cena. Querida,¿se ha terminado el clarete? Lasraciones son de lo más tacañas, digo yo.

Oh, Magnus, había pensado ella,agitadamente: tientas a la suerte.

Era hora de llevar a las mujeresarriba para un pis antes del café. LaFrau Oberregierungsrat, que se preciabade moderna, mostró cierta resistencia.Una expresión ceñuda de su marido la

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hizo salir. Pero Bee Lederer, que aaquellas alturas de la velada estabadispuesta a erigirse en la gran feministaamericana, salió como un cordero,perentoriamente expulsada por sumaridito sexy.

–Ahora viene el ponche -dice JackBrotherhood, alegremente, en laimaginación de Mary.

–No hay ponche.–¿Entonces por qué tiemblas,

querida? -dice Brotherhood.–No estoy temblando. Simplemente

me estoy preparando una copita mientras

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espero a que llegues. Tú sabes quesiempre tiemblo.

–Tomaré el mío seco, por favor,como tú. Cuéntamelo tal como haocurrido. Sin hielo, sin burbujeo, sinchorradas.

Muy bien, maldito, toma.La noche está terminando tan

perfectamente como empezó. En elvestíbulo, Mary y Magnus ayudan a susinvitados a ponerse los abrigos y Maryno puede por menos de observar queMagnus, cuya vida es servicio, atiesalos brazos y curva la punta de los dedos

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cada vez que introduce con éxito unamanga. Magnus ha invitado a losLederer a quedarse un rato, pero Mary,solapadamente, ha anulado la propuestadiciéndole a Bee, con una risita, queMagnus necesita acostarse temprano. Elvestíbulo se vacía. Los Pym,diplomáticos, sin hacer caso del frío -son ingleses, en definitiva-, permanecenen la entrada valerosamente y despidencon la mano a los huéspedes. Maryrodea con un brazo la cintura de Pym ycon el pulgar, secretamente, le estáhurgando, por dentro de la pretina de lospantalones, la espalda y la líneadivisoria de las nalgas. Magnus no le

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opone resistencia. Magnus no resiste. Ledejaré que me diga cuándo estápreparado, piensa ella; detesta que yo leapremie. Su cabeza descansaafectuosamente sobre el hombro deMagnus mientras le susurra dulcesnaderías en el mismo oído que HerrWenzel ha elegido para llamarle alteléfono, y confía en que Bee advertirásus carantoñas. Bajo la luz del pórtico -Mary luminosamente joven con suvestido largo azul, Magnus tandistinguido con su esmoquin- debemoshaber sido el retrato de la vida conyugalarmoniosa. Los Lederer son los últimosen irse y son los más efusivos.

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–Maldita sea, Magnus, no recuerdootra noche tan divertida -dice Grant, consu indignación peculiar, algo marica. Enun segundo coche les sigue suguardaespaldas. Los muy británicos Pymsaborean juntos un momento de desdéncompartido por el estilo americano.

–Bee y Grant son divertidísimos -dice Mary-. ¿Pero tendrías túguardaespaldas si Jack te ofreciese uno?

En su pregunta hay algo más quemera curiosidad. Últimamente se hainteresado por la gente rara que parececallejear por delante de la casa, sin nadaque hacer.

–Es condenadamente improbable -

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replica Pym, con un escalofrío-. No, ano ser que me prometa protegerme deGrant.

Mary saca el pulgar, dan mediavuelta y entran en la casa cogidos delbrazo.

–¿Todo va bien? -pregunta ella,pensando que esto podría incitarle unpoco.

–Todo va maravillosamente -responde Magnus.

–Te deseo -susurra Maryaudazmente, y le pasa por los muslos elroce de una mano. Pym asiente,sonriendo, tira de su corbata y se aflojael nudo para prepararse. En la cocina,

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los Wenzel esperan para irse. Marypercibe olor a humo de cigarrillo, perodecide pasarlo por alto porque hantrabajado de firme. En el lecho demuerte habrá de recordar que tomó ladecisión consciente de pasar por alto elhumo de sus cigarrillos: que su vida enaquel momento era tan sosegada, Lesbosestaba tan lejos y su sentido del servicioera tan completo que podía pararse apensar en cuestiones tan sumamentetriviales. Pym tiene el dinero de losWenzel preparado en un sobre, más unabonita propina. Magnus les gratificarácon su último billete de cinco schillings,piensa Mary indulgentemente. Ha

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aprendido a amar su generosidad,incluso cuando su criterio más frugal declase alta le dice que él se excede:Magnus rara vez es vulgar. Inclusocuando a veces ella se pregunta si él noestará gastando demasiado y si deberíaofrecerle parte de sus ingresos privados.Los Wenzel se marchan. Mañana por lanoche trabajarán en otra fiesta de otracasa. Los Pym, en íntima armonía, setrasladan al salón, y sus manos se unen yse separan y oscilan libremente para elpreámbulo ritual de una última copa y unrepaso chismoso de la velada. Pym sirveun scotch para ella y un vodka para él,pero, en contra de lo habitual, no se

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quita la chaqueta. Mary le acariciaexplícitamente. Hay veces, en estoscasos, en que no llegan a subir lasescaleras.

–Un venado superior, Mabs -dicePym. Que es lo que siempre haceprimero: felicitarla. Magnus felicitaconstantemente a todo el mundo.

–Todos han creído que lo hacocinado Frau Wenzel -dice Mary,buscando a tientas la pestaña de lacremallera.

–Que les den por el culo, entonces -dice Pym galantemente, rechazando porella al fatuo mundo diplomático en plenocon un amplio gesto de su antebrazo.

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Mary teme por un momento que hayabebido más de la cuenta. Espera que no,porque ella no está fingiendo: despuésde las inquietudes y necedades de lafiesta desea a su marido vivamente.Magnus le tiende un vaso, alza el suyo ybebe en silencio a la salud de Mary:bravo, parienta. Está sonriendodirectamente a Mary, y sus rodillas,firmes, casi tocan las de ella. Afectadapor la tensión que hay en él, Mary ledesea urgentemente, aquí y ahora, y se lomanifiesta más claramente con lasmanos.

–Si Grant Lederer es el tercero -dice ella, pensando otra vez por un

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momento en la mirada asesina-, ¿cómodemonios eran los dos primeros?

–Soy libre -dice Pym.Mary no comprende. Cree que él

está rematando de algún modo la bromaque ella ha hecho.

–No lo entiendo -dice, un pocoavergonzada. Soy tan lenta para él,pobre amor mío. Un súbito pensamientohorrible-. ¿No querrás decir que te handespedido?-dice.

Magnus mueve la cabeza.–Rick ha muerto -explica.–¿Quién?¿A qué Rick se refiere? ¿Al de

Berlín? ¿Al de Langley? ¿Quién es ese

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Rick muerto que puede liberar a Magnusy, quién sabe, dejar un hueco para suascenso?

Magnus habla de nuevo. De un modoperfectamente razonable. Es evidenteque la pobre chica no ha entendido. Estácansada de la larga cena. Se hapropasado un poco en la bebida.

–Rick, mi padre, ha muerto. Hamuerto esta tarde, a las seis, de unataque al corazón, mientras estábamoscambiándonos. Pensaron que estaba biendespués del último, pero ahora se havisto que no. Jack Brotherhood me hallamado de Londres. Por qué diablosPersonal le ha dado la noticia a Jack

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para que me la comunique en vez dedármela ellos mismos es un secreto queno podemos compartir, parece ser. Peroeso han hecho.

Y Mary ni siquiera entonces locomprende bien.

–¿Qué quieres decir… libre? -gritacomo una loca, perdido todo freno-.¿Libre de qué?

Luego, muy sensatamente, rompe allorar. Lo bastante alto para ellos dos.Lo bastante alto para ahogar sus propiaspreguntas angustiosas durante todo eltiempo transcurrido desde Lesbos hastaaquí.

Y ahora casi tiene ganas de llorar

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otra vez, por Jack Brotherhood, cuandoel timbre de la puerta resuena en toda lacasa como un toque de corneta, trestimbrazos cortos como siempre.

Pym corrió enérgicamente lascortinas y encendió la luz. Había dejadode cantar. Se sentía ágil. Depositó sucartera con un pequeño gruñido y mirócon gratitud alrededor, permitiendo quetodo le saludara a su debido tiempo. Elbastidor de la cama, de cobre amarillo.Buenos días. El retrato bordado de lapared, exhortándole a amar a Jesús: Lointenté, pero Rick siempre se interpuso.

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El escritorio de tapa corrediza. La radiode baquelita que había difundido la vozdel querido Winston Churchill. Pym nohabía dejado su impronta en aquellahabitación. Era su huésped, no sucolonizador. ¿Qué le había llevado allí,remontándose a aquellas eras oscuras, atodas aquellas vidas del pasado? Inclusoahora, cuando tenía tantas otras cosasclaras, le invadió una somnolenciacuando intentó obligarse a recordar.Tantos viajes solitarios y paseos sinpropósito en ciudades extranjeras mecondujeron aquí, tanto tiempo desoledad, tiempo en barbecho. Habíaestado embarcando en trenes, buscando

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algún sitio, huyendo de algún otro. Maryestaba en Berlín -no, estaba en Praga-;les habían trasladado un par de mesesantes, e incluso entonces le estabandando a entender con claridad que, sihacía un buen trabajo en Praga, elnombramiento en Washington sería elsiguiente de la lista. Tom tenía… Diossanto, Tom todavía no había nacido. YPym estaba en Londres para unaconferencia… No, no era eso, estabaasistiendo a un curso de tres días sobrelos métodos más recientes decomunicación clandestina en unainmunda casa de adiestramiento cerca deSmith Square. Terminado el curso, había

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cogido un taxi a Paddington. Sinpensárselo, dejándose guiar por elinstinto. Con la cabeza todavíaatiborrada de conocimientos útiles sobreánodos y transmisiones cifradas. Saltó aun tren que estaba a punto de partir y enExeter cruzó el andén y subió a otro.¿Qué libertad mayor que no saber adónde vas o por qué? Al encontrarse enel quinto infierno, divisó un autobús queostentaba un destino vagamente familiary lo cogió.

Era el país de las abuelitas. Eradomingo, cuando las tías iban a laiglesia en el autobús, con monedas parala colecta dentro de sus guantes. Desde

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la imperial, como si fuese una astronave,Pym contempló amorosamente cañonesde chimenea, iglesias, dunas y tejadosde pizarra que parecían esperar que lesizaran hasta el cielo por el copete. Elautobús se detuvo, el cobrador dijo:«Fin de trayecto, señor», y Pym se apeócon una sensación sumamente curiosa dehaber culminado algo. Ya estoy, pensó.Por fin lo he encontrado, y ni siquiera loestaba buscando. La misma ciudad, lamisma playa, exactamente como las dejéhace tantos años. El día era soleado y elmundo estaba vacío. Probablemente erala hora del almuerzo. Había perdido lanoción del tiempo. Lo cierto era que las

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escaleras de la señorita Dubber estabantan blancas después de fregadas quedaba pena pisarlas, y de la casa salía lamúsica de un himno, además de un olora pollo asado, paño de togas, jabónfénico y santidad.

–¡Váyase! -gritó una voz débil-.Estoy en el peldaño de arriba y no llegoal fusible, y si me estiro más me caigo.

Cinco minutos más tarde estahabitación era suya. Su santuario. Sucasa segura, lejos de todas las demáscasas seguras. «Canterbury. El nombrees Canterbury», se oyó decir a sí mismo,cuando, después de haber cambiado elfusible, le había pagado rápidamente el

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depósito. Una ciudad había encontradoun hogar.

Pym caminó hasta el escritorio,descorrió la tapa y empezó a colocar elcontenido de sus bolsillos sobre lasuperficie de cuero. Como un inventariopreliminar a un cambio de personalidady de domicilio. Como un examenretrospectivo de los sucesos de hoyhasta ahora. Un pasaporte expedido anombre de Magnus Richard Pym, colorde ojos verde, pelo castaño claro,miembro del servicio exterior de SuMajestad, nacido hacía demasiadosaños. Después de toda una vida desímbolos y nombres cifrados, le

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producía siempre un cierto sobresaltover su propio nombre desnudo y sindisfraz, malgastado sobre un documentode viaje. Una cartera de piel de becerro,un regalo navideño de Mary. En el ladoizquierdo tarjetas de viaje, en el derechodos mil schillings austríacos ytrescientas libras inglesas en billetesdiversos y viejos, su dinero de huidacautelosamente agrupado, más accesibleen el escritorio. Las llaves del «Metro».Ella tiene el otro juego. Foto de familiaen Lesbos, todo marchaba de maravilla.Las señas garabateadas de una chica a laque había conocido en algún sitio yolvidado. Dejó a un lado la cartera y, al

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seguir con su inventario, sacó del mismobolsillo una tarjeta de embarque verde ysin usar para el vuelo de la «BritishAirways» a Viena la noche anterior. Lavista y el tacto de la tarjeta le intrigaron.Fue entonces cuando Pym tomó ladecisión con los pies, pensó. En toda suvida hasta este momento, era quizá elprimer gesto completamente egoísta quehabía hecho, con la noble excepción delcuarto donde ahora estaba sentado. Laprimera vez que había dicho «quiero» enlugar de «debo».

En la incineración, en un suburbiosilencioso, había tenido la sospecha deque los vigilantes de alguien inflaban

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exageradamente el muy escaso númerode deudos. No podía comprobarlo. Ensu calidad de pariente principal,difícilmente podía plantarse en la puertade la capilla y desafiar a cada uno desus nueve invitados a que declarasenqué hacían allí. Y era cierto que elexcéntrico camino de Rick por la vidahabía atraído a un sinfín de personas enlas que Pym nunca se había fijado nihabía querido hacerlo. La sospecha, sinembargo, subsistió y fue en aumentocuando conducía hacia el aeropuerto deLondres, y se convirtió casi en unacerteza cuando devolvió el coche a lacompañía de alquiler, donde dos

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hombres grises estaban tardando untiempo excesivo en rellenar losimpresos del contrato. Impávido, facturósu maleta rumbo a Viena y con aquellamisma tarjeta de embarque en la manocruzó inmigración y se sentó en el salóninsalubre, escondido tras el Times.Cuando se retrasó su vuelo ocultó casisu irritación, pero se las ingenió paramanifestarla. Cuando le llamaron seapresuró a sumarse obedientemente altropel disperso que se encaminaba haciala puerta de embarque, lapersonificación misma de un sumisoviajero. Mientras caminaba casi podíasentir, aunque no ver, a los dos hombres

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que se despegaban para ir a tomar el té yjugar al ping-pong en la base: que loenganchen los bastardos de Viena, vetecon viento fresco, estaban diciéndose.Dobló una esquina y avanzó hacia unaescalera mecánica, pero no subió.Aminoró, por el contrario, el paso, miróhacia atrás como buscando a uncompañero rezagado y luego,imperceptiblemente, se dejó arrastrarpor el contingente de pasajeros quevenían en dirección opuesta. Instantesdespués estaba enseñando su pasaporteen el control de llegadas y recibiendo eldiscreto «bienvenido, señor» reservadopara los titulares de determinados

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números de serie. Como una última yespontánea precaución, se había dirigidoal mostrador de líneas aéreas nacionalesy se había informado de una maneravaga y general, calculada para molestaral empleado más atareado, de los vuelosa Escocia. Glasgow no, gracias, sóloEdimburgo. Espere, mejor que me détambién los de Glasgow. Ah, un horarioimpreso, estupendo. Muchísimasgracias, oiga. ¿Y usted me puedeexpender el billete que quiera? Ah, ya.Allí. Magnífico.

Pym rompió en pedacitos la tarjetade embarque y los tiró al cenicero. ¿Enqué medida lo he planeado, en qué

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medida he sido espontáneo? Apenasimportaba. Estoy aquí para actuar, nopara rumiar. Un billete de autocar, deHeathrow a Reading. Había llovido enel trayecto. Un billete en el tren nocturnode Reading a Exeter, comprado a bordo.Se había puesto una boina y mantenidola cara a la sombra mientras comprabael billete al revisor borracho. Despuésde romperlo también en pedacitos, Pymlos añadió al montón del cenicero, y yafuera por costumbre o por alguna razónmás agresiva, les prendió una cerilla yobservó cómo ardían sin parpadear,pero con una fijeza respetuosa. Habíadecidido casi quemar también su

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pasaporte, pero un escrúpulo remanentele contuvo, un remilgo que le parecióinusual en él y hasta enternecedor. Loplaneé hasta el último detalle, yo, que nohe tomado una decisión consciente entoda mi vida. Lo planeé el día en queingresé en la Casa, en un rincón de micabeza del que no supe nada hasta lamuerte de Rick. Lo planeé todo, menosel crucero de la señorita Dubber.

Las llamas se extinguían, desmenuzóla ceniza, se quitó el abrigo y lo colgódel respaldo de la silla. De una cómodaextrajo una chaqueta de punto tejida porla señorita Dubber y se la puso.

Le volveré a hablar de eso, pensó.

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Pensaré en algo que le guste más.Escogeré mejor el momento. Loimportante es que ella cambie de aires,pensó. En algún lugar donde no tengaque preocuparse.

De repente, necesitando actividad,apagó las luces, se deslizó rápidamentehasta la ventana, abrió las cortinas y seentregó a la tarea de escudriñar laplazuela, vida por vida y ventana porventana, a medida que las despertaba lamañana, buscando signos reveladores deposibles espías. En su cocina, la mujerdel pastor baptista, con su bata de lana,está descolgando de la cuerda de tenderel atuendo de fútbol de su hijo para el

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partido de hoy. Pym se retiravelozmente. Ha sorprendido un destellode acero en la puerta del pastor, pero estan sólo la bicicleta del clérigo, todavíaencadenada al tronco de una araucariacomo una precaución contra la codiciade manos no cristianas. En la ventanaescarchada del cuarto de baño de SeaView, una mujer con un slip gris,encorvada sobre un lavabo, se enjabonael pelo. Celia Venn, la hija del médicoque quiere pintar el mar, evidentementeespera hoy compañía. En la puerta de allado, en el número ocho, el contratistaBarlow y su mujer están viendo latelevisión del desayuno. La mirada de

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Pym prosigue su metódica inspección,hasta que una camioneta aparcada atraesu atención. Se abre la puerta delpasajero y una figura de muchacha cruzasigilosamente los jardines centrales ydesaparece en el número veintiocho.Ella, la hija del funerario, estádescubriendo la vida.

Pym cerró las cortinas y volvió aencender las luces. Crearé mi día y minoche propios. La cartera estaba dondela había dejado, extrañamente rígida porsu forro de acero. Todo el mundollevaba maletas, recordó al mirar lasuya. La de Rick era de piel de cerdo, lade Lippsie era de cartón, y la de Poppy

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una pacotilla gris con marcas impresaspara que pareciese de cuero. Y Jack -querido Jack-, tú tienes tu maravillosomaletín viejo, fiel como el perro al quetuviste que matar.

Verás, Tom, hay personas que legansu cuerpo a un hospital universitario.Las manos van a esta aula, el corazón aesta otra, los ojos a una tercera, todo elmundo recibe algo, todos lo agradecen.Tu padre, sin embargo, sólo tiene sussecretos. Son su procedencia y sumaldición.

Pym se sentó de golpe ante elescritorio.

Ensayó, para contarlo francamente

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La verdad, palabra por palabra. Sinevasiones, embustes ni ardides Tan sólomi yo, tan prometedor y liberado.

Para contárselo a nadie en particulary a todo el mundo Para decíroslo a todosvosotros, mis amos, a quienes me heentregado con tan irreflexivagenerosidad. A mis manipuladores ypatrones. A Mary y a todas las demásMarys A cualquiera que tuviese unpedazo de mí, le hubieran prometidomás y estuviera, con razón, defraudado;y a lo que haya quedado de mí despuésdel gran reparto de Pym.

A todos mis acreedores ycopropietarios legales, aquí, de una vez

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por todas, la liquidación de atrasos quetantas veces soñó Rick y que ahora seconsumará en su único hijo reconocidoFuera quien fuese Pym para ti, seasquien seas o hayas sido, he aquí laúltima de las muchas versiones del Pymque creíste conocer.

Pym respiró profundamente y exhalóel aire inhalado.

Lo haces una vez Una vez en la viday ya está. Sin reescribir ni pulir, sinevasiones. Sin sería-mejor-de-esta-otra-manera. Eres el zángano. Lo haces unavez y mueres.

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Cogió una pluma y una sola hoja depapel. Garabateó unas líneas, lo que sele pasaba por la cabeza. Tanto trabajo ynada de juego hacen de Jack un espíainsulso. Poppy, Poppy en la pared. Laseñorita Dubber tiene que hacer uncrucero. Come buen pan, el pobreRickie está muerto. Su mano se movíacon soltura, sin ninguna tachadura. Aveces, Tom, tenemos que hacer una cosapara descubrir la razón de haberlahecho. A veces nuestros actos sonpreguntas, no respuestas.

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Un día negro y ventoso, Tom, comopor lo general son los domingos en esossitios. Vi un montón de días así de niñoy no recuerdo uno soleado. Apenasrecuerdo el mundo exterior, salvocuando lo atravesaba corriendo, comoun criminal, camino de la iglesia. Laépoca es toda la vida anterior de tupadre más media docena de meses, ellugar, una ciudad costera no muydistante de ésta pero lo bastante para mipaz de espíritu, con una cuesta máspronunciada hasta ella y un campanario

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más sólido, pero esta otra ciudad serviráigual Un mediodía empapado ytormentoso, lleno de malos presagios, teaseguro, y, en cuanto a mí, un fantasmanonato, sin ordenar, sin liberar y desdeluego sin recompensar un micrófonosordo, podría decirse, instalado peroinactivo en cualquier sentido menos enel biológico Hojas viejas, viejas agujasde pino y confettis viejos que se pegan alos escalones mojados de la iglesiacuando nuestro humilde censo defeligreses entra en el templo para sudosis semanal de perdición o salvación,aunque nunca vi que hubiese tanto comoeso a elegir entre las dos. Y yo era un

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espía mudo y fetal que cumpleinconscientemente su primera misión enun lugar normalmente desprovisto deobjetivos.

Hoy, sin embargo, hay algo en elaire. Se oye un zumbido, y su nombre esRick. Hoy hay una chispa de maldad ensu piedad que no pueden mantenerapagada, y procede de ellos mismos, delascua encendida en el centro de suesferita oscura, y Rick es su dueño, suorigen y su instigador. Se advierte pordoquier en los andares siniestros yoscilantes del diácono de traje marrón,en la respiración agitada y palpitante delas mujeres con sombrero que entran con

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prisa, creyendo que llegan tarde, y queluego se sientan sonrojándose pordebajo de su polvo facial blanco porquehan llegado pronto. Todo el mundoansioso, todos de puntillas y un llenazoimponente, como Rick hubieracomentado con orgullo, comoprobablemente hizo, porque leencantaban los llenos a cualquier precio,aunque fuera para verle ahorcar. Unoscuantos han venido en coche -prodigiosdel día tales como los Lanchester y losSinger-, otros en trolebús y algunosandando; y la lluvia marina de Dios lesha puesto barbas de frío dentro de susestolas baratas de zorro, y el viento

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marino de Dios se cuela cortante por latela raída de su ropa de domingo. Nohay ninguno, sin embargo, no importacómo haya venido, que no desafíe elclima un segundo más para pararse amirar atónito el tablón de anuncios yconfirmar Con sus propios ojos lo queradio macuto ha estado difundiendoestos últimos días. Hay dos cartelesclavados, ambos manchados por lalluvia, ambos tan desangelados para eltranseúnte como tazas de té frío. Peropara quienes conocen el códigotransmiten una noticia electrizante. Elprimero, de color naranja, proclama lacuestación de cinco mil libras para

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restaurar la sede de la Liga de MujeresBaptistas y proporcionarle una sala delectura, bien que todos saben que en ellano se leerá jamás un libro, que será unlocal donde exponer tartas caseras yfotografías de niños famélicos delCongo. Un termómetro decontrachapado, atado a la barandilla,informa de que ya se han recaudado lasprimeras mil. El segundo letrero, verde,anuncia que la homilía de hoy laimpartirá el pastor: todo el mundo serábien recibido. Pero esta información hasido corregida. Han clavado encima unrígido comunicado, escrito íntegro amáquina, como un aviso jurídico, y con

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el cómico error de las mayúsculas malpuestas, que en esos lugares indicapresagios:

Debido a Circunstanciasimprevistas, Sir MakepeaceWatermaster, juez de paz ydiputado liberal por estaCircunscripción, pronunciará elSermón hoy. Se ruega al Comitéque Después se quede para unareunión Extraordinaria.

¡Makepeace Watermaster enpersona! ¡Y saben por qué!

En todas las demás partes del

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mundo, Hitler está cobrando fuerzaspara prender fuego al universo, enAmérica y Europa las desventuras de laDepresión se extienden como una plagaincurable, y los antepasados de JackBrotherhood las están incitando o no,según la falsa doctrina-en-boga queprevalezca en los pasillos discutiblesdel Whitehall remoto. Pero lacongregación no se atreve a sustentaropiniones sobre estos aspectosinescrutables de los designios de Dios.La suya es la iglesia disidente y nuestroseñor feudal es Sir MakepeaceWatermaster, el predicador y liberalmás grande que el mundo haya conocido

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y uno de los mandamases del país, queles donó este mismo edificio de supropio bolsillo. No lo hizo, porsupuesto. Se lo dio su padre, Goodman,pero Makepeace, al sucederle en elfeudo, sabe olvidar que su padre existió.El viejo Goodman era galés, un míseroalfarero, predicador, cantante y viudo,con dos hijos que se llevaban entre ellosveinticinco años y de los cualesMakepeace es el mayor. Goodman vinoaquí, verificó la arcilla, olió el aire demar y construyó una alfarería. Un par deaños más tarde abrió otras dos e importómano de obra barata para contratarla,primero galeses de extracción humilde

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como él y luego irlandeses perseguidos,igualmente humildes y aún más baratos.Goodman los engatusó con sus casas decampo, los mató de hambre con susjornales de miseria y les inculcó eltemor al infierno desde el púlpito antesde ser a su vez trasladado al paraíso,como atestigua el modesto monumentode dieciocho metros erigido en sumemoria en el antepatio de la alfarería,hasta que hace unos años demolierontodo el tinglado para dejar sitio a unaurbanización de bungalows, y adiós muybuenas.

Y hoy, debido a Circunstanciasimprevistas, ese mismo Makepeace, el

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hijo único de Goodman, baja de lacumbre de su montaña, si bien lascircunstancias han sido previstas portodos menos él, son tan palpables comolos bancos en los que aguardamos, taninamovibles como las baldosasWatermaster a las que estánatornillados, tan fatídicas como lacampana rechinante que resuella y silbadentro de su campanario entre cadatañido, como una cerda agonizante quelucha contra su horrible fin. Imagina eltriste cuadro: la manera en que aniquilay hunde a los jóvenes, su prohibición detodas las emociones que les agradaban;desde los periódicos dominicales al

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papado, desde la sicología al arte, desdela lencería fina al ánimo alegre o elhumor abatido, desde el amor hasta larisa y viceversa, creo que no habíafaceta de la condición humana sobre laque su reprobación no recayese. Porquesi no comprendes la tristeza del cuadrono entenderás el mundo del que Rickyhuía o el universo hacia el queescapaba, ni el deleite sinuoso quemurmura y cosquillea como una pulga enel pecho humilde de cada feligrés estedomingo oscuro, mientras los últimoscarrillones se funden con el tamborileode la lluvia y comienza la primera granprueba en la vida del joven Rick. «Rick

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Pym va a dar por fin el gran salto», diceel rumor. ¿Y qué verdugo másimpresionante que el propio Makepeace,el mandamás del país, juez de paz ydiputado liberal, para ajustarle al cuelloel nudo corredizo?

Junto con la campana se extinguentambién los acordes del órgano. Lafeligresía contiene la respiración yempieza a contar hasta cien mientrasbusca sus actores favoritos. Las dosmujeres Watermaster han llegadotemprano. Están sentadas hombro conhombro en el banco de los notables,directamente debajo del púlpito.Cualquier otro domingo, o casi,

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Makepeace se habría posado entre ellas,con su metro noventa y pico de estaturay su cabeza larga ladeada, mientrasescuchaba el solo de órgano con susorejas tan húmedas como capullitos.Pero hoy no, porque hoy es un díaespecial, hoy Makepeace está entrebastidores conferenciando con nuestropastor y con ciertos administradorespreocupados del comité de cuestación.

La mujer de Makepeace, conocidacomo señora Nell, está ya corcovada ymarchita como una bruja, a pesar de queaún no ha cumplido los cincuenta, ytiene la costumbre de asestarpapirotazos de improviso a su cabeza

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grisácea, como si estuviera espantandomoscas. Y, a su lado -una estatuadiminuta y seria junto al picoteo y laestupidez de Nell-, está instaladaDorothy, a quien acertadamente llamanDot [2], una mujer que semeja una motainmaculada, lo bastante joven para serhija de Nell en vez de hermana deMakepeace, y está rezando, rezando a suCreador, apretando contra los ojos suspuños cerrados mientras le confía suvida y su muerte con la esperanza de queÉl la escuche y la socorra. Los baptistasno se arrodillan ante Dios, Tom. Seacuclillan. Pero mi Dorothy se habríatendido de bruces sobre las baldosas de

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Watermaster y habría besado ese día eldedo gordo del pie del Papa si Dios lahubiera sacado del aprieto.

Tengo una sola fotografía de ella yha habido tiempos -aunque ya no, lojuro, Dorothy ha muerto para mí- en quehubiera dado mi alma por tener otramás. La encontré en una Biblia vieja ydesgastada cuando yo tenía la edad deTom ahora, en un palacete de las afuerasque estábamos desocupandoprecipitadamente. «A Dorothy con todomi amor especial, Makepeace», reza lainscripción en la página interior. Una

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sola en todo el mundo. Solamente unafoto marrón sepia y moteada, obtenidacomo una pausa en la huida cuando ellase apea del taxi -no se ve el número dela matrícula- aferrando un ramilletecasero de florecillas que podrían sersilvestres y, para inquietud nuestra, susojos grandes esconden demasiadascosas. ¿Se dirige a una boda? ¿A lasuya? ¿Va a visitar a un parienteenfermo? ¿A Nell? ¿Dónde está?¿Adónde huye esta vez? Tiene las floresa la altura de la barbilla y los codospegados. Los antebrazos forman unalínea vertical desde la cintura hasta elcuello. Mangas largas ceñidas en la

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muñeca. Guantes de muselina y enconsecuencia ningún anillo visible,aunque albergo la sospecha de unaprotuberancia en la tercera articulacióndel dedo tercero de la mano izquierda.Un gorro acampanado le cubre el pelo yproyecta una sombra como una máscaraa través de sus ojos intimidadores. Loshombros inclinados, como si estuviera apunto de perder el equilibrio, y un piediminuto ladeado hacia un costado paraimpedírselo. Sus medias pálidas tienenel brillo zigzagueante de la seda; suszapatos son de charol, puntiagudos, conbotones. Y por alguna razón sé que leaprietan, que han sido comprados

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contrarreloj, como el resto de suindumentaria, en un comercio donde nola conocen y donde no quiere que laconozcan. Tiene la cara agachada ypálida como una planta crecida en laoscuridad; piensa en The Glades, lacasa en la que se ha criado. Es hijaúnica, como yo, se ve a simple vista; daigual que tenga un hermano que le llevaveinte años.

¿Te diré lo que encontré una vez enel gran huerto oscuro de la casa deverano de los Watermaster, por dondeyo, un niño como ella, estabavagabundeando? El libro de colorearque ella había ganado en clase de

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religión, la Vida de Nuestro Salvadoren imágenes. ¿Y sabes lo que habíahecho con él mi querida Dot? Tachadotodas las caras santas con lapicerosalvaje. Al principio me escandalicé;luego lo entendí. Aquéllas eran las caraspavorosas del mundo real en el que ellano participaba. Gozaban delcompañerismo y las sonrisas amablesque ella nunca tuvo. Así que las tachabacon lápices de colores. Sin cólera. Sinodio. Sin envidia siquiera. Sino porquela vida fácil de los santos estaba fuerade su alcance. Mira la foto otra vez. Lamandíbula. La mandíbula severa, seria,hermética. La boquita firmemente

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cerrada y hacia dentro para mantener sussecretos a salvo. Esa cara no puededesechar ni un solo mal recuerdo oexperiencia, pues no tiene a nadie conquien compartirlos. Está condenada aacumularlos hasta que la sobrecarga ladesborde.

Basta. Me estoy adelantando. Dot,también conocida como Dorothy,apellidada Watermaster. Nada que vercon ninguna otra empresa. Unaabstracción. Mía. Una mujer irreal yvacía, permanentemente en fuga. Sihubiera estado de espaldas y no defrente a mí, podría haberla conocidomenos o amado más.

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Y detrás de las Watermaster, muydetrás, por casualidad tan lejos comopermite el pasillo largo y grande, en elfondo mismo de la iglesia, en los bancosque han elegido directamente al lado delas puertas cerradas, está la flor denuestros jóvenes, con la corbataapretada y sobresaliendo del cuelloalmidonado y el pelo alisado y divididoen dos por un tajo de navaja. Son loschicos de la escuela nocturna, como seles llama cariñosamente, nuestrosfuturos apóstoles del Tabernáculo,nuestra esperanza blanca, nuestrosclérigos del mañana, los médicos,

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misioneros y filántropos, los futurosmandamases del país, que un día saldránal mundo y lo Salvarán como nunca hasido Salvado anteriormente. Son elloslos que por su celo han merecido losquehaceres habitualmente confiados ahombres más mayores: el reparto dehimnarios y cojines, la recaudación dela colecta, la tarea de colgar los abrigosy la de tocar la gran campana. Son elloslos que una vez por semana, en bicicleta,motocicleta y automóviles de padresafables, reparten nuestra revistaparroquial por todas las puertastemerosas de Dios, sin descontar la deSir Makepeace, cuya cocinera tiene la

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orden fija de esperar al recadero con unpedazo de tarta y un vaso de hordiate;ellos los que cobran los exiguoschelines de alquiler de las pobresviviendas rurales de la iglesia, los quegobiernan las embarcaciones de recreocuando los niños hacen excursiones enBinkley Mere, y los que levantan elabeto en el antepatio eclesial porNavidades. Y son ellos los que hanaceptado sobre sus espaldas, como unencargo directo de Jesús, el fardo de lacuestación para la Liga de Mujeres, elobjetivo de reunir cinco mil libras enuna época en que doscientasmantendrían a una familia durante un

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año. No hay timbre que no hayanpulsado en el curso de su peregrinación.No hay ventana que no se hayanbrindado a limpiar, arriate a desherbar ycavar por Jesús. Día tras día las jóveneshuestes han partido para regresarapestando a hierbabuena mucho despuésde que sus padres se hayan dormido. SirMakepeace ha cantado sus alabanzas, lomismo que nuestro pastor. Ningúndomingo es completo sin elevar aNuestro Señor un recordatorio de sudevoción. Y valerosamente la línea rojasobre el termómetro de contrachapadoen las puertas de la iglesia ha ascendidoa través de los cincuentas y los cientos

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hasta el primer mil, donde parece quelleva un tiempo estancada, a pesar detodos sus esfuerzos. No es que loschicos hayan perdido ímpetu, nada deeso. El fracaso es idea desterrada de supensamiento. No hace falta queMakepeace Watermaster les recuerde laaraña de Robert the Bruce, aunque amenudo lo hace. Nuestros chicos de laescuela nocturna son formidables, comosolemos decir. Nuestros chicos son lavanguardia de Cristo y serán losmandamases del país.

Son cinco, y en su centro se hallaRick, su fundador, director, mentor ytesorero, todavía soñando con su primer

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«Bentley». Rick, de nombre completoRichard Thomas por su querido padre,el adorado TP, que combatió en lastrincheras de la gran guerra antes deconvertirse en nuestro alcalde, y quefalleció hace siete años, aunque pareceque fue sólo ayer, ¡y qué predicadortuvimos hasta que el Señor se lo llevó aSu seno! Rick, tu abuelo sin funciones,Tom, porque nunca consentí que leconocieras.

Tengo dos versiones de la alocuciónde Makepeace, las dos incompletas, lasdos desprovistas de hora, lugar y origen:

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recortes amarillentos, claramentecortados con tijeras de uñas de laspáginas eclesiásticas de la prensa local,que en aquellos tiempos informaban delas actividades de nuestros predicadorestan lealmente como si fueran nuestrosfutbolistas. Los encontré en la mismaBiblia de Dorothy, junto con su foto.Makepeace no acusó a nadieabiertamente, Makepeace no formulóacusaciones. Esto es el país de lasinsinuaciones; hablar sin rodeos es parapecadores. «El diputado expresaRigurosa Advertencia contra la Codiciay la Avaricia Juveniles», reza elprimero. «Los peligros de la joven

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Ambición magníficamente Expuestos.»En la imponente personalidad deMakepeace, declara el cronistaanónimo, «se conjugan la gracia celtadel poeta, la elocuencia del estadista, elsentido férreo de la justicia que posee ellegislador». La congregación, «hasta elmás sumiso de sus miembros», estaba«hechizada», y nadie más que el propioRick, que, en un rapto de éxtasis, asientecon su amplia cabeza a las cadencias dela retórica de Makepeace, aun cuandocada acento galés de la misma -para losoídos y los ojos excitados de quienes lerodean- es lanzado personalmente contraRick por toda la longitud del pasillo, e

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introducido como una puñaladachapucera por el lúgubre índice delorador.

La segunda versión cobra un tonomenos apocalíptico. El mandamás delpaís distaba mucho de vociferar contralos pecados de la juventud. Estabaofreciendo socorro al joven que flaquea.Estaba ensalzando los ideales juveniles,equiparándolos a estrellas. De creer estasegunda versión, en efecto, se diría queMakepeace se había vuelto loco por lasestrellas. No lograba alejarse de lascosas, ni tampoco el cronista. Estrellascomo nuestro destino. Estrellas queguían a los Reyes Magos a través de

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desiertos hasta la Cuna de la Verdad.Estrellas que iluminan la oscuridad denuestra desesperación, sí, incluso en elpozo del pecado. Estrellas de todas lasformas para cada ocasión. Brillandosobre nuestras cabezas como la luzmisma de Dios. El cronista debe dehaber sido propiedad de Makepeace encuerpo y alma, si es que no escribió élmismo la reseña: nadie más podríahaber dulcificado su aparición odiosa eimpresionante en el púlpito.

Aunque mis ojos no estaban todavíaabiertos aquel día, le veo tan claramentecomo le vi más tarde en persona y comole veré siempre: alto como una de las

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chimeneas de su fábrica, e igual deestrecho. Elástico, de débiles hombrosapretados y una cintura ancha ycombada. Extendía hacia nosotros unbrazo inarticulado, como una señalferroviaria, del que aleteaba una manoholgada. Y la boquita húmeda y elástica,que debería haber sido de mujer,demasiado pequeña incluso paraalimentarse por ella, se estira y secontrae mientras pronunciatrabajosamente las vocales indignadas.Y cuando, finalmente, han sidoproferidas suficientes advertenciasespantosas -y los castigos del pecadoperfilados con harto detalle- le veo

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juntar fuerzas, echarse hacia atrás yhumedecerse los labios para concluir,cosa que los niños hemos estadoansiando durante estos cuarenta minutos,con las piernas cruzadas y muñéndonosde ganas de hacer pis, por muchas vecesque hayamos meado antes de salir decasa. Un recorte reproduce entero estepasaje absurdo, y yo lo transcribiré aquíde nuevo -su texto, no el mío-, si bienningún sermón de Watermaster que oíposteriormente era completo sin él, yaunque las palabras se convirtieron enparte integrante del carácter de Rick y leacompañaron durante toda su vida y porconsiguiente también la mía, y me

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asombraría que no hubiesen sonado ensus oídos a la hora de la muerte y leescoltasen cuando corría al encuentro desu Hacedor, dos camaradas reunidos porfin:

–Ideales, mis jóvenes hermanos. -Veo a Makepeace hacer una pausa aquí,fulminar nuevamente a Rick con lamirada y proseguir-. Los ideales, misamados hermanos, deben compararse aesas magníficas estrellas que hay encimade nosotros… -Le veo levantar los ojostristes y sin estrellas al techo de pino-.No podemos alcanzarlas…, millones demillas nos separan de ellas… -Le veoextender sus brazos que descienden

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como para sujetar a un pecador que cae-. Pero oh, hermanos míos, ¡qué granprovecho extraemos en verdad de supresencia!

Recuérdalas, Tom. Jack, pensarásque estoy loco, pero esas estrellas, porfatuas que sean, son una pieza crucialdel espionaje operativo, porqueprestaron una primera imagen a lainmarcesible creencia de Rick en sudestino, y no acabó sólo en Rick, cómopodía, pues, ¿qué es el hijo de un profetasino una profecía él mismo, aun si nadieen la tierra de Dios descubre nunca quéestá profetizando cada uno? Makepeace,como todos los grandes predicadores,

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debe prescindir de un telón final o deaplausos. Sin embargo, bastante audibleen el silencio -tengo testigos que lojuran- se oye a Rick susurrar dos veces«hermoso». Makepeace Watermaster looye también; arrastra sus pies grandes yse detiene en las escaleras del púlpito,mirando con asombro en derredor comosi alguien le hubiese llamado unagrosería. Makepeace se sienta, el órganoentona «Aleluya, aleluya, mi corazóncanta», Makepeace vuelve a levantarse,inseguro como siempre respecto a dóndeasentar su trasero ridículamentepequeño. Este himno se canta hasta sutriste final. Los chicos de la escuela

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nocturna, con Rick, herido por estrellas,en su centro, desfilan por el pasillo ycon un movimiento ejercitado se abrenen abanico hacia los puestos que les hanasignado. Hecho un brazo de mar hoy ytodos los domingos, Rick tiende labandeja de la colecta a las mujeresWatermaster, y sus ojos azules brillancon divina inteligencia. ¿Cuánto darán?¿Con cuánta rapidez? El silencio prestatensión a estas preguntas cruciales.Primero la señora Nell, que le haceesperar mientras picotea en su bolso ymaldice, pero Rick es todo tradición,todo amor, todo estrellas, y toda mujer,con independencia de su edad o su

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belleza, recibe la merced de su sonrisasanta y emocionada. Pero en tanto laboba de Nell le dirige una sonrisa idiotae intenta despeinarle el pelo alisado yechárselo sobre la frente despejada ycristiana, mi pequeña Dot no mira aningún sitio más que al suelo, todavíarezando, rezando incluso cuando selevanta y Rick tiene que tocarle elantebrazo con el dedo para avisarle desu proximidad cuasi divina. Yo siento sutacto ahora en mi propio brazo, ytransmite a mi cuerpo una carga curativade repugnancia anodina y de devoción.Los chicos se alinean ante la mesa delSeñor, el oficiante acepta las ofrendas,

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pronuncia una bendición mecánica yluego ordena que todo el mundo, menosel comité, salga en el acto ysilenciosamente. Las Circunstanciasimprevistas están a punto de comenzar, ycon ellas la primera gran prueba deRichard T. Pym, la primera de muchas,es cierto, pero al fin y al cabo la únicaque realmente aguzó su apetito de Juicio.

Le he visto cien veces como estabaesa mañana. Rick solo, cavilando en lapuerta de una habitación concurrida.Rick con su ceño de santo, hijo de supadre, la gloria de una gran herencia que

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agrieta su frente. Rick esperando comoNapoleón, antes de la batalla delDestino, a que suenen las trompetas parael asalto. Nunca en su vida fue perezosoa la hora de salir a escena, nunca erró suoportunidad o su impacto. Podíasolvidar la idea que tenías hastaentonces: el tema del día acaba deentrar. Así ocurre en el tabernáculoaquel domingo lluvioso, mientras elviento de Dios retumba en las vigas depino de techo alto y la gran campana deljuicio se mueve inquieta en su torre y eldesconsolado tropel humano de losbancos delanteros aguarda a Rickincómodamente. Pero las estrellas, ya lo

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sabemos, son como ideales, y esquivas.Empiezan a estirarse cuellos, a chirriarsillas. Rick aún no comparece. Loschicos de la escuela nocturna, ya en elbanquillo de los acusados, sehumedecen los labios, se dan golpecitosnerviosos en la corbata. Rickie hapuesto pies en polvorosa. Rickie nopuede afrontar la prueba. El mayordomode traje marrón cojea con un malestarmisterioso de artesano hacia la sacristíadonde Rick puede haberse escondido.Se oye un ruido sordo. Todas lascabezas giran al oírlo y miran fijamenteal fondo del pasillo, a la gran puertaoeste que una mano enigmática ha

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abierto desde fuera. Perfilado contra lasgrises nubes marinas de la adversidad,Rick T. Pym, hasta ahora el herederonatural de David Livingstone, si algunavez conocimos a alguno, inclinagravemente la cabeza ante sus jueces ysu Hacedor, cierra tras él la puertagrande y casi todo se desvanece una vezmás contra su negrura.

–Un mensaje de la señora Harmannpara usted, señor Philpott.

Philpott es el nombre del pastor. Lavoz pertenece a Rick y todo el mundo,como de costumbre, comenta su belleza,toma partido por ella, la ama, asustado yatraído por su impávido aplomo.

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–Ah, ¿sí? -dice Philpott, muyalarmado al ser aludido tancalmosamente desde tan lejos. Philpotttambién es galés.

–Agradecería que la llevasen alhospital de Exeter para ver a su maridoantes de la operación de mañana, señorPhilpott -dice Rick con un levísimoacento de reproche-. Por lo visto no creeque él saldrá adelante. Si es unamolestia para usted estoy seguro de quepodemos ocuparnos de ella, ¿verdad,Syd?

Syd Lemon es un cockney cuyopadre no hace mucho se afincó en el sura causa de su artritis y que ajuicio de

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Syd no tardará en morirse, pero deaburrimiento. Syd es el lugartenientemás querido de Rick, un luchadorengreído y diminuto, con la agilidad y elcentelleo de un habitante de la granciudad, y Syd es Syd para mí porsiempre, incluso ahora, y lo máspróximo a un confesor que he tenidonunca, sin contar a Poppy.

–Estaremos con ella toda la noche sies preciso -afirma Syd con intensarectitud-. Y todo el día siguiente,¿verdad, Rickie?

–Cállate -gruñe Makepeace. Pero noa Rick, que está pasando el cerrojo delas puertas de la iglesia desde dentro.

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Conseguimos apenas vislumbrarle entrelas luces y penumbras del pórtico. Clankhace el primer cerrojo, arriba, Ricktiene que estirar la mano paraalcanzarlo. Clank hace el segundo,abajo, mientras se agacha hacia él. Porúltimo, para visible alivio de lossusceptibles, se aviene a emprender elviaje hacia el cadalso. Para entonces losmás débiles de nosotros dependemos deél. Para entonces en nuestro fuerointerno estamos suplicándole una sonrisasuya, al hijo del viejo TP, le estamosenviando mensajes para asegurarle queno se trata de nada personal, parapreguntarle por esa mujer querida, su

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pobre madre, pues la querida mujer,como todo el mundo sabe, no se sientehoy suficientemente ella misma y nadiepuede moverla. Se ha quedado en lacasa de Airdale Road, con una tiranía deviuda, detrás de cortinas corridas ydebajo del retrato sombreado y gigantede TP con los atributos de su cargo dealcalde, llorando y rezando un primerminuto para que le devuelvan a sudifunto marido y, al minuto siguiente,para que permanezca exactamente dondeestá y se ahorre el deshonor, y, alsiguiente, animando a Rick como lajugadora inveterada que en secreto es:«Reconóceselo, hijo. Derrótales antes

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de que hagan lo mismo contigo, lomismo que tu padre hizo y mejor.» Paraentonces, los funcionarios menosmundanos de nuestro tribunalimprovisado se han convertido, si nocorrompido, a la causa de Rick. Y,como para minar aún más su autoridad,el galés Philpott, en su inocencia, hacometido el error de situar a Rick juntoal atril, en el mismo lugar desde dondeen el pasado nos ha leído el mensaje deldía con tanto brío y persuasión. Peoraún, el galés Philpott acomoda a Rick eneste sitio y desplaza de un tirón la sillapara que se siente. Pero Rick no es tandócil. Continúa de pie, con una mano

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apoyada cómodamente en el respaldo,como si hubiera decidido adoptar a lasilla. Entretanto entabla con Philpott unaconversación de unas cuantas palabrasfáciles más.

–Veo que al Arsenal le dieron unbaño el sábado -dice Rick. El Arsenal,en tiempos mejores, es el segundo granamor de Philpott, como lo fue de TP.

–Eso no importa ahora, Rick -dice elseñor Philpott, todo nervioso-. Tenemoscosas que hablar, como bien sabes.

Con mala cara, el pastor ocupa sulugar al lado de MakepeaceWatermaster. Pero Rick ha logrado supropósito. Ha creado un lazo a pesar de

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que Philpott no quería ninguno, nos haobsequiado con un hombre sensible envez de un canalla. Consciente de sulogro, Rick sonríe. Sobre todos nosotrosa la vez: grandioso por tu parte que estésaquí hoy. Su sonrisa nos invade, no esimpertinente, impresiona la compasiónque muestra por las fuerzas de lafalibilidad humana que nos hanconducido a este atolladero. Sólo SirMakepeace y Perce Loft, el granprocurador de Dawlish, conocido comoPerce Mandamiento, que está sentado asu lado con los papeles, mantienen sudesaprobación granítica. Pero a Rick nole amedrentan. No le atemoriza

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Makepeace y desde luego no lo hacePerce, con quien Rick ha cimentado unarelación espléndida en los últimosmeses, basada, según dicen, en elrespeto y la comprensión mutuos. Percequiere que Rick estudie Derecho. Ricksiente inclinación por la abogacía peromientras tanto quiere que Perce leasesore sobre ciertas transacciones queestá proyectando. Perce, siemprealtruista, le presta sus servicios gratis.

–Su sermón ha sido maravilloso, SirMakepeace -dice Rick-. Nunca he oídouno mejor. Sus palabras sonarán dentrode mi cabeza como las campanadas delParaíso tanto tiempo como me dure la

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vida, señor. Hola, señor Loft.Perce Loft es demasiado jurídico

para responder. Sir Makepeace ha sidoadulado antes y recibe el halagosimplemente como algo que merece.

–Siéntate -dice nuestro diputadoliberal en el Parlamento por estacircunscripción, y juez de paz.

Rick obedece al momento. Rick noes enemigo de la autoridad. Alcontrario, él también es hombre deautoridad, como los irresolutos yasabemos, un poder y una justicia en unapieza.

–¿Adónde ha ido a parar el dinerode la cuestación? -exige Makepeace sin

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dilación-. Sólo el mes pasado donaroncerca de cuatrocientas libras.Trescientas el mes anterior, trescientasen agosto. Tus cuentas del mismoperíodo muestran ciento doce librasrecibidas. No hay nada guardado y nadaen metálico. ¿Qué has hecho con eldinero, chico?

–Comprar un autocar -respondeRick, y Syd (por usar sus mismaspalabras), sentado en el banquillo contodos los demás, pasa un mal ratotratando de no parecer un cadáver.

Rick habló durante doce minutos

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según el reloj de Syd, y éste está segurode que después de haberlo hecho sóloMakepeace Watermaster se interponíaentre Rick y la victoria:

–Al pastor se lo puso de su parteantes de que tu padre llegara a abrir laboca, Titch. Bueno, tenía que estar de suparte, porque le dio a TP su primerpúlpito. El bueno de Perce Loft… Enfin, tenía cosas entre manos, ¿no? Rickle había cosido la boca. Los demás ibanpara arriba y para abajo como lasbragas de una furcia, esperando a verpor qué lado saltaba su SeñoríaMakewater.

Ante todo, Rick reclama

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magnánimamente la plenaresponsabilidad de todo. La culpa, diceRick, si la hay, debe recaer exactamentedonde corresponde. Estrellas e idealesno son nada comparados con lasmetáforas que nos lanza:

–Si hay que apuntar con el dedo,apuntad aquí.

Una puñalada en su propio pecho.–Si debe pagarse un precio, ésta es

la dirección. Aquí estoy. Mandadme lafactura. Y que ellos aprendan por loserrores del culpable quién les ha metidoen esto, si ha existido tal cosa -lesdesafía, sojuzgando la lengua inglesacon la cuchilla de su mano regordeta, a

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guisa de ejemplo. Las mujeresadmiraron esas manos hasta el fin de losdías de Rick. Sacaban conclusiones porla circunferencia de sus dedos, quenunca se separaban cuando hacía ungesto.

–¿Dónde aprendió su retórica? -pregunté una vez a Syd con reverencia,disfrutando de lo que él y Meg llamabanun traguito al amor de su lumbre, enSurbiton-. ¿Quiénes fueron sus modelos,aparte de Makepeace?

–Lloyd George, Curts Bennett,Avory, Marshall Hall, Norman Birkett yotros grandes abogados de su tiempo -respondió Syd prontamente, como si

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fueran los caballos y jinetes de las 2.30en Newmarket-. Tu padre tenía másrespeto por la ley que ningún hombreque yo haya conocido, Titch. Estudiabasus discursos, seguía su estilo mejor quea los jamelgos. Habría sido un juez decampanillas si TP le hubiese dadooportunidades, ¿verdad, Meg?

–Habría sido primer ministro -afirma devotamente Meg-. ¿Quién máshabía, aparte de él y Winston?

Rick explaya acto seguido su «teoríade la propiedad», que desde entonces lehe oído exponer muchas veces demuchos modos distintos, pero creo queaquélla fue la ocasión inaugural. La idea

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central consiste en que cualquier dineroque pase por las manos de Rick estásujeto a una redefinición de las leyes dela propiedad, puesto que haga lo quehaga con él mejorará la humanidad, dela que él era el representante en materiade principios. Rick, en una palabra, noes alguien que recibe, sino que da, yquienes dicen lo contrario carecen de fe.El reto final surge en forma debombardeo creciente de apasionadas ygramaticalmente desconcertantes frasesseudobíblicas.

–Y si alguno de los que hoy estáisaquí presentes… puede encontrarpruebas de una sola ventaja… un solo

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beneficio… sea en el pasado, seareservado para el porvenir… directo oindirecto de esta iniciativa… que yo hedesviado… por ambiciosa que puedahaber sido, no lo dudéis, que se adelanteahora, con el corazón limpio… y queapunte con el dedo donde corresponda.

De allí no hay más que un paso aaquella visión sublime de la compañíalimitada Autocar Pym y Parroquia quereportará ganancias a la piedad y a losadoradores de nuestro amadotabernáculo.

La caja mágica está ya abierta.Levantando la tapa, Rick exhibe unadeslumbrante confusión de promesas y

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estadísticas. La tarifa de autocar actualdesde Farleigh Abbott hasta nuestrotabernáculo es dos peniques. El trolebúsdesde Tambercombe cuesta tres, cuatropersonas en taxi desde cualquiera de lasdos localidades cuesta seis por cabeza,y un autocar Granville Hastings cuestanovecientas ocho libras al contado ytiene capacidad para treinta y dospasajeros sentados y ocho de pie.Solamente el domingo -mis ayudantes,aquí, han hecho un estudio concienzudo,caballeros- más de seiscientas personasrecorren un total de más de cuatro milmillas para asistir a los cultos de estehermoso tabernáculo. Porque les encanta

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el sitio. Como a Rick. Nos encanta atodos los hombres y mujeres aquípresentes; para qué negarlo. Porquequieren sentirse atraídos desde lacircunferencia hacia el centro, en elespíritu de su fe. Esta última es una delas expresiones de MakepeaceWatermaster, y Syd dice que fue un pococaradura por parte de Rick devolvérselaa la cara. En otros tres días de lasemana, caballeros -la Banda de laEsperanza, la Liga de Mujeres y elEsfuerzo Cristiano- se recorren otrassetecientas millas, quedando tres díaslibres para el tráfico comercialordinario, y si no me creen observen

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cómo mi antebrazo aparta a losincrédulos de mi camino con una seriede codazos convulsivos, sin que seseparen los dedos curvados. De repentees obvio que de tales cifras sólo cabededucir una conclusión:

–Caballeros: si cobramos la mitadde la tarifa normal y damos un billetegratis a todos los inválidos y personasde edad, a todos los niños menores deocho años, con seguro íntegro,respetando la excelente normativa quecorrectamente regula el tráfico de losvehículos comerciales de transporte enesta era cada vez más ajetreada en quevivimos, con conductores totalmente

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profesionales y plenamente conscientesde sus responsabilidades, hombrestemerosos de Dios y reclutados ennuestra propia comunidad, teniendo encuenta la depreciación del dinero, elgaraje, el mantenimiento, elcombustible, el billetaje y gastos varios,y calculando un cincuenta por ciento deviajeros los tres días de tráficocomercial… queda un cuarenta porciento de beneficio neto para lacuestación y dinero de sobra paraocuparse debidamente de todo el mundo.

Makepeace Watermaster estáhaciendo preguntas. Los demás estándemasiado llenos o demasiado vacíos

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para poder hablar.–¿Y lo has comprado? -pregunta

Makepeace.–Sí, señor.–La mitad de vosotros no tiene edad

legal.–Usamos un intermediario, señor. Un

excelente abogado de este distrito quepor modestia desea permanecer en elanonimato.

La respuesta de Rick arranca unarara sonrisa de los labios increíblementediminutos de Sir MakepeaceWatermaster.

–Todavía no he conocido a unabogado que deseara guardar el

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anonimato -dice.Perce Loft, ceñudo, mira

distraídamente a la pared.–¿Así que dónde está ahora? -

prosigue Sir Makepeace.–¿Qué, señor?–El autocar, chico.–Lo están pintando -dice Rick-. De

verde con letras doradas.–¿Con permiso de quién en sus

distintas fases os habéis embarcado eneste proyecto? -pregunta Watermaster.

–Vamos a pedirle a la señoritaDorothy que corte la cinta, SirMakepeace. Ya hemos redactado lainvitación.

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–¿Quién te dio permiso? ¿El señorPhilpott? ¿Los diáconos? ¿El comité?¿Te lo di yo? ¿Gastarse novecientasocho libras de fondos de la cuestación,de óbolos para las viudas, en unautocar?

–Buscábamos el elemento sorpresa,Sir Makepeace. Queríamos hacer saltarla banca. En cuanto difundes la noticiapor adelantado y hablas del asunto porla ciudad, ya no tiene gracia. Lasorpresa APP va a presentarse en unmundo que no se lo sospecha.

Makepeace entra ahora en lo queSyd denominó terreno peligroso.

–¿Dónde están los libros?

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–¿Libros, señor? Yo sólo conozcoun libro…

–Tus carpetas, chico. Tus cifras.Tenemos entendido que te encargabas delas cuentas tú solo.

–Déme una semana, Sir Makepeace.Responderé hasta del último penique.

–Eso no es llevar las cuentas. Eso esamañarlas. ¿No aprendiste nada de tupadre, chico?

–Rectitud, señor.–¿Cuánto has gastado?–Gastado no, señor. Invertido.–¿Cuánto?–Mil quinientas libras. En números

redondos.

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–¿Dónde está el autocar en estemomento?

–Se lo he dicho, señor. Lo estánpintando.

–¿Dónde?–Los Balham, de Brinkley.

Carroceros. De los mejores liberalesdel condado.

–Les conozco. TP les vendió maderadurante diez años.

–Sólo cobran los costes.–¿Tienes intención de utilizarlo

como transporte público, dices?–Tres días a la semana, señor.–¿En los recorridos del autocar

público?

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–Desde luego.–¿Has pensado en la actitud

probable que adoptará ante esta aventurala sociedad de transportes Dawlish yTambercombe de Devon?

–Una demanda popular como ésta…esos chicos no pueden sabotearla, SirMakepeace. Llevamos a Dios al volante.En cuanto vean el mar de fondo y nospalpen el pulso, echarán marcha atrás ynos dejarán pista libre hasta la cima. Nopueden detener el progreso, SirMakepeace, y no pueden frenar elavance del pueblo cristiano.

–No pueden, ¿eh? -dice SirMakepeace, y garrapatea cifras en un

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pedazo de papel que tiene delante-.También faltan ochocientas cincuentalibras del dinero de alquileres -comentamientras escribe.

–También las hemos invertido,señor.

–Eso es más que mil quinientas,pues.

–Pongamos dos mil. En númerosredondos. Creí que sólo se refería aldinero de la cuestación.

–¿Y el de la colecta?–Parte.–Contando todo el dinero de todas

las fuentes, ¿a cuánto asciende la sumatotal? En números redondos.

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–Incluyendo a los inversoresprivados, Sir Makepeace…

Watermaster se endereza en su silla:–¿O sea que también tenemos

inversores privados? Válgame Dios,chico, has ido un poco aprisa. ¿Quiénesson?

–Clientes particulares.–¿De quién?Perce Loft da la impresión de que

estuviera a punto de quedarse dormidode puro aburrimiento. Tiene lospárpados cerrados varios centímetros, ysu cabeza caprina se ha deslizado haciadelante sobre el cuello.

–Sir Makepeace, no estoy autorizado

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a revelar eso. APP cumple lo quepromete confidencialmente. Nuestraconsigna es la integridad.

–¿Se ha constituido en sociedad laempresa?

–No, señor.–¿Por qué no?–Por seguridad, señor. Por

mantenerlo en secreto. Como he dichoantes.

Makepeace empieza a tomar notasotra vez. Todo el mundo espera máspreguntas. No hace ninguna. Unincómodo aire de consumación envuelvea Makepeace, y Rick lo percibe antesque nadie.

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–Fue como ir al médico, Titch -medijo Syd-, cuando él ha decidido ya dequé te estás muriendo, sólo que tiene queescribir la receta antes de darte la buenanoticia.

Rick habla de nuevo. Sin que se lopidan. Syd nunca olvidaría su voz, y yotampoco. Era la voz que usaba cuandoestaba acorralado. Syd la oyó entonces yyo, más tarde, sólo la oí dos veces. Noera un tono bonito en absoluto.

–Podría traerle esas cuentas estatarde, en realidad, Sir Makepeace. Estána buen recaudo, ¿entiende? Tengo quesacarlas.

–Dáselas a la policía -dice

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Makepeace, escribiendo todavía-. Nosomos detectives, sino hombres deiglesia.

–La señorita Dorothy puede pensarun poco distinto, ¿no le parece, SirMakepeace?

–La señorita Dorothy no tiene nadaque ver en esto.

–Pregúntele.Entonces Makepeace deja de

escribir y su cabeza se alza un poco másafilada, dice Syd, y se miran uno a otro;Makepeace con sus ojillos de bebéinseguro. Y Rickie como el destello deuna navaja automática en la oscuridad.Syd no va tan lejos como yo iré al

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describir esa mirada porque Syd noquiere tocar el lado oscuro. Pero yo sí.Asoma en Rickie como un niño por losagujeros de una máscara. Niega todo loque ha defendido no hace ni mediosegundo. Es pagana. Es amoral.Lamentas tu decisión y tu mortalidad.Pero no hay otra elección.

–¿Me estás diciendo que la señoritaDorothy es uno de los inversores en esteproyecto? -pregunta Makepeace.

–Se puede invertir algo más quedinero, Sir Makepeace -dice Rick,desde lejos pero próximo.

La cuestión es, dice Syd en estepunto, con bastante premura, que

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Makepeace nunca debería haberinducido a Rick a emplear eseargumento. Makepeace era un hombredébil actuando fuerte, y ésos son lospeores, dice Syd. Si Makepeace hubierasido razonable, si hubiera sido uncreyente como los demás y hubieratenido un concepto mejor del pobrechico de TP en vez de carecer de fe yminar a todos los demás comprometidos,las cosas podrían haberse arreglado deun modo amistoso y positivo y todo elmundo habría vuelto contento a casa,creyendo en Rick y en su autocar delmodo en que él necesitaba que creyeran.Así las cosas, Makepeace era la última

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barrera, y no dejó a Rick más opciónque derribarla. De modo que lo hizo,¿no? Bueno, tuvo que hacerlo, Titch, esnatural.

Me afano y me esfuerzo, Tom.Excavo con todos los músculos de miimaginación lo más hondo que me atrevoen las sombras densas de mi prehistoria.Poso la pluma, miro fijamente laespantosa torre de la iglesia al otro ladode la plaza y oigo, tan claramente comola televisión de la señorita Dubberabajo, las voces disonantes de Rick y deSir Makepeace Watermaster

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enfrentadas. Veo el salón oscuro de TheGlades donde tan rara vez se me admitíae imagino a los dos hombres encerradosjuntos allí dentro esa única noche, y mipobre Dorothy temblando en algunahabitación oscura de arriba, leyendo lasmismas homilías encuadernadas a manoque ahora adornan los rellanos de laseñorita Dubber mientras trata deaspirar consuelo de las flores, el amor yla voluntad de Dios. Y podría decirte,creo que con total exactitud,descontando una o dos frases, lo que sedijeron como continuación de su charlainacabada de esa mañana. Rick harecuperado el temple, porque la navaja

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automática nunca asoma mucho tiempo,y porque ya ha obtenido el objetivo quees más importante para él que cualquierotro en sus relaciones humanas, auncuando todavía no lo sepa. Ha inducidoa Makepeace a sustentar dos opinionestotalmente divergentes sobre él, y quizámás. Le ha mostrado la versión oficial yla oficiosa de su identidad. Le haenseñado a respetar la complejidad deRick y a contar tanto con su mundosecreto como con el conocido. Es comosi en la intimidad de aquella habitacióncada jugador hubiese descubierto lasnumerosas cartas -si reales o falsas escuestión secundaria- que componían su

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baza: y Makepeace se quedó sin blanca.Pero el hecho es que los dos han muerto-Makepeace precediendo a Rick entreinta años- y se han llevado sussecretos a la tumba. Y la única personaque todavía puede conocerlos no puedehablar, porque si aún existe no es másque una especie de fantasma queatormenta su vida y la mía, muerta hacemucho por las consecuencias delfatídico diálogo de ambos hombres esanoche.

La historia consigna dos encuentrosentre Rick y mi Dorothy antes de aqueldomingo. El primero, cuando ella hizouna visita regia al Club de Jóvenes

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Liberales, del que Rick era a la sazóndignatario electo, creo que -Dios lesayude- tesorero. El segundo, cuandoRick era capitán del equipo de fútboldel Tabernáculo y un tal MorrieWashington, chico de la escuelanocturna y otro de los lugartenientes deRick, jugaba de portero. Como hermanadel presidente, Dorothy fue invitada aentregar la copa. Morrie recuerda laceremonia, en la que Dorothy recorría lafila del equipo alineado y colgaba unamedalla en cada pecho victorioso,empezando por Rick, el capitán. Pareceser que no acertaba a prender elpasador, o que Rick fingió que así había

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sido. Fuera como fuese, él emitió unfestivo grito de dolor y se postró sobreuna rodilla, agarrándose el pecho einsistiendo en que ella le habíatraspasado hasta el corazón. Fue unapamema osada y bastante malévola, yme sorprende que la exagerase tanto.Aun en la parodia, Rick era muy celosode su dignidad y, en los bailes dedisfraces, que hicieron furor hasta queestalló la guerra, prefería ir de LloydGeorge antes que correr el riesgo delridículo. Pero se postró, Morrie lorecordaba como si hubiera sido ayer, yDorothy se rió, una cosa que nadie lehabía visto hacer: reírse. No podemos

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saber qué citas furtivas siguieron,excepto que, según Morrie, Rick se jactóen una ocasión de que en The Glades leesperaba algo más que tarta y hordiatecuando iba a entregar la revistaparroquial.

Creo que Syd sabe más que Morrie.Syd vio un montón de cosas. Y la gentese las cuenta porque él sabe guardar unsecreto. Creo que Syd conoce casi todoslos escondrijos en la casa de maderaque Makepeace Watermaster llamaba suhogar, aun cuando en la vejez ha hecholo posible por sepultarlos dos metrosbajo tierra. Sabe por qué la señora Nellbebía y por qué Makepeace estaba tan

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descontento de sí mismo, y por qué susojillos húmedos estaban tan torturados ysu boca no estaba a la altura de susapetitos, y por qué podía castigar elpecado con tan apasionada familiaridad.Y por qué hablaba de un amor especialcuando estampó su maldito nombre en laBiblia de Dorothy. Y cuál era la razónde que Dorothy se hubiese trasladado alrincón más lejano de la casa paradormir, lejos de las habitaciones de laseñora Nell y más aún de las deMakepeace. Y el motivo de que Dorothyfuese tan accesible al advenedizolenguaraz del equipo de fútbol, que lehablaba como si pudiera construirle un

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camino a cualquier parte y conducirle aél en su autocar. Pero Syd es un buenhombre, y es masón. Amaba a Rick ydedicó los mejores años de su vida ya aparrandear con él, ya a pegarse a suestela. Syd hacía unas risas, contaba unahistoria siempre y cuando no hiriesedemasiado a nadie. Pero Syd no removíalas oscuridades.

La historia registra asimismo queRick no llevó libros de contabilidad aaquella reunión, aunque Muspole, elgran contable, otro chico de la escuelanocturna, se ofreció a ayudarle arellenar algunos y posiblemente lo hizo.Muspole podía inventar cuentas del

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mismo modo que otros saben escribirpostales o contar anécdotas delante deun micrófono. Y que, a fin deprepararse, Rick dio un paseo por losacantilados de Brinkley, aunquerealmente siempre fue, y yo tambiéndespués de él, un hombre aficionado alas caminatas en busca de una decisión ode una voz. Y que volvió de The Gladesexhibiendo un aire de alto cargo no muydistinto del de Makepeace, sólo queposeía más el resplandor natural queprocede, nos han dicho, de la limpiezainterior. Rick informó a sus cortesanosde que había sido tratado el asunto de lacuestación. Dijo que el problema de la

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liquidez había sido resuelto. Todo elmundo sería atendido. ¿Cómo?, leimploraron: ¿cómo, Rickie? Pero Rickprefirió seguir siendo su mago y noconsintió a nadie que le mirara dentro dela manga. Porque soy un bienaventurado.Porque dirijo los acontecimientos.Porque estoy destinado a ser uno de losmandamases del país.

La otra buena noticia no les fuecomunicada. Era un cheque libradocontra la cuenta personal deWatermaster por importe de quinientaslibras para asegurar el porvenir de Rick:probablemente, dijo Syd, en la remotaAustralia. Rick lo endosó y Syd lo

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cobró, puesto que la cuenta corriente deRick, como ocurría con frecuencia, noestaba temporalmente disponible. Unosdías después, en virtud de estasubvención, Rick presidió un banquetesuculento, aunque sombrío, en el «HotelBrinkley Towers», y al que asistió sucorte en pleno, con los miembros de queentonces constaba, y varias beldades dela localidad que siempre actuaban comomeras comparsas. En sus recuerdos, Sydve la reunión envuelta en un clima decambio histórico, si bien nadie sabíacon exactitud qué había concluido o quéestaba a punto de comenzar. Sepronunciaron discursos, principalmente

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sobre el tema de mantenerse unidos,pero cuando se hizo un brindis a la saludde Rick, él contestó con una brevedadinusitada, y susurraron que era presa dela emoción porque le habían visto llorar,cosa que hacía a menudo, incluso enaquellos tiempos. Perce Loft, el granabogado, asistió al festín, para sorpresade algunos, y para aumentarla aún másllevó a una hermosa aunque inadecuadaestudiante de música que se apellidabaLippschwitz y se llamaba Annie, y queeclipsó a todas las demás bellezas pesea que apenas tenía una chaqueta con quetaparse la espalda. La apodaron Lippsie.Era una refugiada alemana que había

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entrado en contacto con Perce por algúnasunto de inmigración y a quien él, en subondad, había decidido echar una manode modo parecido a como se la habíatendido a Rick. Para clausurar el acto,Morrie Washington, el bufón de la corte,cantó una canción y Lippsie se sumó alas otras muchachas en el coro, aunquecantaba demasiado bien, y, siendoextranjera, no entendía muy bien lospasajes obscenos. Ya había amanecido.Un taxi flamante se llevó a Rick y no sele vio por estos contornos durantemuchos años.

Consta en los anales, además, que untal Richard Theodore Pym, soltero, y

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Dorothy Godchild Watermaster, soltera,ambos vecinos muy transitorios de estaparroquia, fueron unidos en matrimonioal día siguiente, en una ceremoniasolemne y discreta celebrada enpresencia de los dos testigos elegidos avotos, en un registro civil recién abiertocerca de la carretera de circunvalaciónoccidental, justo donde se torcía a laizquierda para el aeródromo deNortholt. Y consta que la pareja trajo almundo, no más tarde de seis mesesdespués, a un niño bautizado con elnombre de Magnus Richard, que pesabaunas pocas libras y a quien el Señorproteja. El registro de empresas, que he

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consultado, también da fe delacontecimiento, aunque de formadistinta. Dentro de cuarenta y ocho horasa partir del natalicio, Rick habíaconstituido la compañía de seguros«Magnus Star Equitable» con un capitalde acciones de dos mil libras. Sufinalidad declarada era proveer de unseguro de vida a los necesitados, losinválidos y los ancianos. Su contable erael señor Muspole y su asesor jurídicoPerce Loft. Morrie Washington era elsecretario de la firma y el difuntoAlderman Thomas Pym, afectuosamenteconocido como TP, su santo patrón.

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–¿Pero había realmente un autocar oera todo una patraña? -pregunté a Syd.

Syd es siempre muy cauteloso en susrespuestas.

–Pues podría haber habido, Titch.No estoy diciendo que no hubiese,mentiría si dijera tal cosa. Simplementeestoy diciendo que yo no sabía nada deun autocar hasta que tu padre lomencionó en la iglesia aquella mañana.Pongámoslo así.

–¿Entonces qué había hecho con eldinero… si no había autocar?

Syd lo ignora realmente. Tantasaguas han corrido por debajo del puentedesde entonces. Tantas grandes visiones

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han surgido y se han ido. Quizá lorepartió, dice embarazosamente. Tupadre no sabía decir que no a nadie, ymenos a las beldades. No se sentía agusto si no estaba dando. Quizá llegó unestafador y se lo quitó, a tu padre leencantaban los estafadores. Aquí, parami asombro, Syd se ruboriza. Y débilpero claramente oigo que por lacomisura de su boca sale el ratatatá quesolía hacer cuando yo era niño y queríaque me hiciese el ruido de cascos de loscaballos.

–¿Quieres decir que se gastó eldinero en apuestas? -pregunto.

–Titch, lo único que estoy diciendo

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es que aquel autocar podría haber sidoun coche tirado por caballos. Es loúnico que estoy diciendo, ¿verdad,Meg?

¡Oh, pero sí que hubo un autocar! Yno era de tracción animal. Era el másmagnífico y potente jamás fabricado.Las letras doradas de la compañía de«Autocares Pym y Parroquia» brillabanen sus costados lustrosos como lostitulares iluminados de los capítulos detodas las Biblias de la juventud de Rick.Era verde como los hipódromos deInglaterra. Sir Malcolm Campbell en

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persona iba a conducirlo. El mandamásdel país viajaría en él. Cuando losfeligreses de nuestra parroquia vieran elvehículo iban a postrarse de rodillas,juntar las manos y agradecérselo a Diosy a Rick a partes iguales. Lasmuchedumbres se congregarían en señalde gratitud ante la casa de Rickie y lellamarían hasta altas horas de la nochepara que saliese al balcón. Le he vistoejercitar el saludo con que proyectabarecibirlas. Con ambas manos, como sime meciera por encima de su cabeza,mientras resplandece y llora en unsegundo plano: «Todo esto se lo debo alviejo TP.» Y si, como sin duda ocurrió,

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resultase que los Balham de Brinkley, delos mejores liberales del condado, nohabían oído hablar nunca, estrictamentehablando, del autocar de Rick, y muchomenos lo habían pintado a precio decoste por la pura bondad de suscorazones, entonces se hallaban en elmismo estado de realidad provisionalque el autocar. Estaban esperando a quela varita mágica de Rick provocara suexistencia. Únicamente cuando a unosincrédulos entrometidos comoMakepeace Watermaster les costótrabajo aceptar este estado de cosas,Rick se encontró con una guerrareligiosa entre las manos y, como otros

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antes que él, se vio compelido adefender su fe por mediosdesagradables. Lo único que solicitabaera la totalidad de nuestro amor. Lomenos que podíamos hacer a cambio eraentregárselo ciegamente. Y aguardar aque él, como banquero de Dios, loduplicase en el plazo de seis meses.

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3

Mary se había preparado para todomenos para esto. Menos para el ritmo yla urgencia de la intrusión y el númerode intrusos. Menos para la puramagnitud y complejidad de la ira deJack Brotherhood, y para sudesconcierto, que parecía mayor que elsuyo propio. Y para el alivio atroz deque él estuviese allí.

Al entrar en el vestíbulo apenas lahabía mirado.

–Si la hubiera tenido te lo habríadicho -respondió ella, lo que

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representaba una pelea incluso antes deque hubieran empezado.

–¿Ha telefoneado?–No.–¿Y alguna otra cosa?–No.–¿Ni palabra de nadie? ¿Ningún

cambio?–No.–Te he traído un par de huéspedes. -

Señaló con el pulgar dos sombras a suespalda-. Parientes de Londres, que hanvenido a consolarte mientras esto dure.Vendrán más.

Pasó rápidamente por delante de ellacomo un gran halcón andrajoso en su

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viaje hacia otra presa, y le dejó unaimpresión helada de su cara arrugada ypunteada y su mechón blancoenmarañado mientras se precipitabahacia el salón.

–Soy Georgie, de la oficina central -dijo la chica en el umbral-. Éste esFergus. Lo sentimos mucho, Mary.

Llevaban equipaje y ella les condujohasta el pie de la escalera. Parecíanconocer el camino. Georgie era alta yafilada, de pelo lacio y sencillo. Fergusno era totalmente el tipo de Georgie, loque era una práctica habitual de laOficina en esos tiempos.

–Lo sentimos, Mary -repitió Fergus

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mientras seguía a Georgie por laescalera-. No le importará que echemosun vistazo, ¿verdad?

En el salón, Brotherhood habíaapagado las luces y descorrido de untirón las cortinas de las puertaventanas.

–Necesito la llave de esto. Elcandado. Lo que haya aquí.

Mary corrió a la repisa de lachimenea y buscó a tientas el cuenco derosas plateado donde guardaba la llavede seguridad.

–¿Dónde está Magnus?–En cualquier parte del mundo o

fuera de él. Está usando mañas deloficio. Las nuestras. ¿A quién conoce en

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Edimburgo?–A nadie.El cuenco de rosas estaba lleno del

popurrí que había hecho con Tom. Perola llave no estaba.

–Creen haberlo localizado allí -dijoBrotherhood-. Creen que tomó elautobús de las cinco en Heathrow. Unhombre alto con una cartera pesada. Porotra parte, conociendo a Magnus comole conocemos, podría estarperfectamente en Tombuctú.

Buscar la llave era como buscar aMagnus. Mary no sabía por dóndeempezar. Cogió la caja del té y la agitó.Estaba enferma de pánico. Agarró la

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copa de plata que Tom había ganado enel colegio y oyó que algo de metaltintineaba dentro. Al llevarle la llave aJack, se dio un golpe tan fuerte en laespinilla que los ojos se le empañaron.Aquel puñetero taburete del piano.

–¿Han llamado los Lederer?–No. Ya te lo he dicho. No ha

llamado nadie. No he vuelto delaeropuerto hasta las once.

–¿Dónde están los agujeros?Ella le buscó el ojo superior de la

cerradura y le guió la mano hasta elorificio. Debería haberlo hecho yomisma y así no habría tenido quetocarle. Se arrodilló y empezó a tantear

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en busca del inferior. Prácticamente leestoy besando los pies.

–¿Alguna vez ha desaparecido y nome lo has dicho? -preguntó Brotherhoodmientras ella continuaba tanteando.

–No.–Las cosas claras, Mary. Tengo a

los de Londres encima como lobos. Boestá cabreadísimo y Nigel estáenclaustrado con el embajador ahora. LaRAF no nos manda a volar en mitad dela noche para nada.

Nigel es el verdugo de Bo, habíadicho Magnus. Bo da la contraseña yNigel va calladamente detrás de él,cortando cabezas.

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–Nunca. No. Lo juro -dijo ella.–¿Tendría un lugar favorito en algún

sitio? ¿Algún escondrijo al que dijeseque pensaba ir?

–Una vez dijo Irlanda. Quecompraría un huerto con vistas al mar yescribiría.

–¿Del norte o del sur?–No lo sé. Del sur, supongo. Con tal

de que fuese costa. Luego de repente lasBahamas. Eso fue más reciente.

–¿A quién tiene allí?–A nadie. Que yo sepa.–¿Alguna vez habló de pasarse al

otro lado? ¿De una pequeña dacha en elmar Negro?

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–No seas idiota.–De modo que Irlanda y luego las

Bahamas. ¿Cuándo dijo lo de lasBahamas?

–No lo dijo. Simplemente marcó losanuncios inmobiliarios del Times y melos dejó a la vista.

–¿Cómo una señal?–Como un reproche, como una

sugerencia, como una señal de quequería estar en otro sitio. Magnus tienemuchas maneras de expresarse.

–¿Alguna vez ha hablado deeliminarse? Te lo preguntarán, Mary.Más vale que lo haga yo primero.

–No, no lo ha hecho.

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–No pareces muy segura.–No lo estoy, tendría que pensarlo.–¿Alguna vez ha estado físicamente

asustado?–¡No puedo responder a eso ahora

mismo, Jack! Es un hombre complicado,¡tengo que pensarlo! -Se serenó-. Enprincipio no. No a todo eso. Ha sido unchoque tremendo.

–Pero de todos modos has llamadoen seguida desde el aeropuerto. Encuanto has visto que no venía en eseavión has llamado por teléfono: «Jack,Jack, ¿dónde está Magnus?» Teníasrazón, ha desaparecido.

–He visto su maleta dando vueltas en

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la maldita cinta, ¿no? ¡La habíafacturado! ¿Por qué no estaba en elavión?

–¿Seguía bebiendo?–Menos que antes.–¿Menos que en Lesbos?–Muchísimo menos.–¿Y sus dolores de cabeza?–Ya no tenía.–¿Otras mujeres?–No lo sé. No me enteraría. ¿Cómo

iba a enterarme? Si él me dice quepasará la noche fuera, pasa la nochefuera. Podría ser una mujer, podría serun agente. O podría ser Bee Lederer.Siempre anda detrás de él. Pregúntaselo.

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–Creí que las mujeres siemprenotaban la diferencia -dijo Brotherhood.

Con Magnus no, no pueden, pensóella, empezando a adaptarse al paso deJack.

–¿Todavía trae papeles a casa paratrabajar de noche? -preguntóBrotherhood, mirando el jardín cubiertode nieve.

–De vez en cuando.–¿Hay alguno aquí ahora?–No, que yo sepa.–¿Documentos americanos?

¿Material de enlace?–Yo no los leo, Jack. Así que no lo

sé.

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–¿Dónde los guarda?–Los trae por la noche y se los lleva

por la mañana. Exactamente igual quetodos los demás.

–¿Y dónde los guarda, Mary?–Al lado de la cama. En el

escritorio. Donde haya estadotrabajando con ellos.

–¿Y Lederer no ha llamado?–Ya te lo he dicho: ¡no!Brotherhood retrocedió. Dos

hombres, al socaire de la noche,irrumpieron en la habitación. Maryreconoció a Lumsden, el secretarioparticular del embajador. Recientementehabía tenido una trifulca con su mujer

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Caroline a propósito de instalar unabodega en el antepatio de la embajadapara dar ejemplo a los vieneses. Marylo consideraba esencial. CarolineLumsden lo consideraba improcedente yexplicó por qué en un acceso de furiaante un comité interno de la Asociaciónde Mujeres de Diplomáticos: Mary noera una esposa de verdad, dijo Caroline.Era «inmencionable», y la única razónde que la aceptasen como esposa erapara proteger la endeble tapadera de sumarido.

Debían de haber recorrido el caminode herradura desde el colegio, pensóella. Y vadeado medio metro de nieve

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con objeto de ser discretos respecto aMagnus.

–Ave, María -dijo alegrementeLumsden, con su mejor voz de jefe descouts. Era católico, pero siempre lasaludaba así, y por eso lo hizo esanoche. Para aparentar normalidad.

–¿Trajo algunos papeles la noche dela fiesta? -preguntó Brotherhood,cerrando las cortinas una vez más.

–No.Mary encendió la luz.–¿Sabes lo que hay en esa cartera

negra que se ha llevado?–No la sacó de aquí, o sea que tiene

que haberla recogido en la embajada. Lo

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único que cogió de aquí fue la maletaque está en Schwechat.

–Estaba -dijo Brotherhood.El segundo hombre era alto y de

aspecto enfermizo. Llevaba una bolsagrande en cada mano enguantada. Entrael abortista. De modo que había sido unavión prácticamente lleno, pensó ellaestúpidamente: la Oficina Central debede tener un equipo de deserciones queestá de guardia las veinticuatro horasdel día.

–Te presento a Harry -dijoBrotherhood-. Va a instalar unosartilugios en tus teléfonos. Úsalosnormalmente. No pienses en nosotros.

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¿Alguna objeción?–¿Puedo ponerla?–No puedes, tienes razón. Intento ser

cortés, ¿por qué no haces lo mismo?Tenéis dos coches. ¿Dónde están?

–El «Rover» está fuera, el «Metro»en el aparcamiento del aeropuerto,esperando a que él lo recoja.

–¿Por qué has ido al aeropuerto si éltenía allí un coche?

–Simplemente he pensado que legustaría verme allí, y he cogido un taxi yhe ido.

–¿Dónde están las llaves del«Metro»?

–En su bolsillo, posiblemente.

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–¿Tienes otro juego?Ella rebuscó en su bolso hasta

encontrarlo. Él se lo guardó en elbolsillo.

–Voy a retirarlo -dijo-. Si alguienpregunta, que lo están reparando. Noquiero que esté parado en el aeropuerto.

Ella oyó arriba un fuerte ruidosordo.

Observó cómo Harry se quitaba susbotas de goma y las colocabaordenadamente encima del felpudo,junto a las puertaventanas.

–Su padre murió el miércoles. ¿Quéha estado haciendo en Londres aparte deenterrarle?

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–Supuse que se presentaría en laoficina.

–No lo hizo. No telefoneó ni sepresentó.

–Entonces probablemente estabaocupado.

–¿Tenía algún proyecto enLondres… te dijo algo de eso?

–Dijo que iría al colegio a ver aTom.

–Bueno, lo hizo. Fue. ¿Nada más?¿Amigos, citas, mujeres?

Ella se sintió de pronto muy cansadade él.

–Fue a enterrar a su padre y aordenar las cosas, Jack. Toda la visita

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fue una larga cita. Si hubieras tenido unpadre y se te hubiese muerto, sabríascómo son esas cosas.

–¿Te llamó desde Londres?–No.–Cálmate, Mary. Piénsalo. Hace ya

cinco días.–No. No llamó. Por supuesto que no.–¿Normalmente lo haría?–Si puede usar el teléfono de la

oficina, sí.–¿Y si no?Ella se puso en el lugar de Magnus.

Lo intentó realmente. Llevaba tantotiempo pensando.

–Sí -concedió-. Lo habría hecho. Le

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gusta saber que estamos bien en todomomento. Es aprensivo. Supongo quepor eso he perdido los nervios cuandono ha aparecido. Creo que estaba yapreocupada.

Lumsden daba vueltas por lahabitación en calcetines, fingiendo queadmiraba las acuarelas que Mary habíapintado en Grecia.

–Tiene usted un talento increíble. -Se maravilló, con la cara pegada a unapanorámica de Plomari-. ¿Fue a unaescuela de arte o pinta por su cuenta?

Ella no le hizo caso. TampocoBrotherhood. Era un vínculo tácito entreellos. El único diplomático decente era

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un trapense sordomudo, solía decir Jack.Mary empezaba a estar de acuerdo.

–¿Dónde está la sirvienta? -preguntóBrotherhood.

–Me has dicho que la espantara.–¿Se ha olido algo?–No creo.–No tiene que saberse, Mary. Vamos

a ocultarlo todo el tiempo posible. Losabes, ¿verdad?

–Lo imaginaba.–Hay que pensar en sus hombres,

hay que pensar en todo. Mucho más delo que tú sabes. Londres hierve deteorías y suplica tiempo. ¿Estás segurade que Lederer no ha llamado?

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–¡Y dale! -exclamó ella.Su mirada recayó en Harry, que

estaba desempaquetando sus cajas. Eranverdigrises y no poseían mandosvisibles.

–A la sirvienta puede decirle queson transformadores -dijo.

– Umformer -pitó Lumsden,servicialmente, por las orejeras-.Transformador es Umformer. «Diekleinen Büchsensind Umformer.»

Una vez más no le hicieron caso. Elalemán de Jack era casi tan bueno comoel de Magnus, y unas trescientas vecesmejor que el de Lumsden.

–¿Cuándo tiene que volver?

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–¿Quién?–Por el amor de Dios, tu sirvienta.–Mañana, a la hora del almuerzo.–Sé buena chica y mira si puedes

mantenerla lejos un par de días más.Mary fue a la cocina y telefoneó a la

madre de Frau Bauer en Salzburgo. HerrPym va a quedarse en Londres unoscuantos días. ¿Por qué no aprovecha suausencia y se toma un agradabledescanso? Cuando volvió le tocaba aLumsden dar explicaciones. Ella lasentendió inmediatamente y después dejóde escucharle adrede.

–Simplemente para Henar cualquierlaguna molesta, Mary… Para que todos

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hablemos el mismo idioma, Mary…Mientras Nigel sigue encerrado con elemba… Por si acaso, Dios no lo quiera,la odiosa prensa se entera antes de quetodo esté resuelto, Mary…

Lumsden tenía un tópico para cadaocasión y fama de poseer una mente ágil.

–De todos modos, éste es el rumboque al emba le gustaría que siguiéramostodos -concluyó, empleando el últimogrito en jerga atrevida-. No si no nos lopiden, claro está. Pero si lo hacen. Y,Mary, le manda su inmenso amor. Estátotalmente a su lado. Y al lado deMagnus, naturalmente. Lo lamentainmensamente, y todo eso.

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–Nada de nada a los amigos deLederer -dijo Brotherhood-. Ni unapalabra a nadie, pero sobre todo nodecir ni pío a Lederer. No ha habidodesaparición, nada anormal. Ha vuelto aLondres a enterrar a su padre y se quedapara unas entrevistas en la oficinacentral. Fin del mensaje.

–Es el mismo rumbo que hemosseguido ya -dijo Mary, apelando aBrotherhood como si Lumsden noexistiera-. Sólo que Magnus no hasolicitado un permiso humanitario antesde tomarlo.

–Sí, pues eso creo que es lo que elemba quiere que no digamos, si no le

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importa -dijo Lumsden, mostrandorudeza-. Así que no lo diremos, porfavor.

Brotherhood le plantó cara. Maryera de la familia. Nadie iba a chincharlaen presencia de Brotherhood, y muchomenos un lacayo sabiondo del ministeriode Exteriores.

–Ya has hecho tu trabajo -dijoBrotherhood-. Esfúmate, ¿quieres?Pitando.

Lumsden se marchó por donde habíavenido, pero más aprisa.

Brotherhood volvió donde Mary.Estaban a solas. Era tan ancho como unfortín antiguo y, cuando quería, tan duro.

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El mechón blanco le había caído sobrela frente. Puso las manos sobre lascaderas de ella como acostumbraba, y laatrajo hacia él.

–Maldita sea, Mary -le dijo mientrasla estrechaba-. Magnus es mi mejormuchacho. ¿Qué demonios has hechocon él?

Ella oyó arriba el chillido decastores y otro ruido más fuerte. Es lacómoda panzuda. No, es nuestra cama.Georgie y Fergus están echando unvistazo.

El escritorio estaba en la antigua

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habitación de los criados, contigua a lacocina, en un semisótano espacioso ylleno de arañas que ningún sirvientehabía ocupado durante cuarenta años.Cerca de la ventana, entre las macetasde plantas de Mary, estaban su caballetey sus acuarelas. Contra la pared, el viejotelevisor en blanco y negro y el sofádesvencijado para mirarla. «Nada mejorque un poco de incomodidad -le gustabadecir a Magnus- para decidir si unprograma vale la pena.» En un nichodebajo de bandas de tubería estaba lamesa de ping-pong donde Maryencuadernaba sus libros, y sobre ellaestaban las pieles y el bucarán, las

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colas, grapas, hilos, las guardasjaspeadas y las cuchillas eléctricas, ylos ladrillos envueltos en calcetinesviejos de Magnus que ella utilizaba envez de pesas de plomo, y los volúmenesdestrozados que había comprado porunos pocos schillings en el Rastro. Juntoa la mesa, al lado de la caldera difunta,estaba el escritorio, el enorme ydisparatado escritorio Habsburgocomprado por cuatro perras en unasubasta en Graz, aserrado para quepasara por la puerta y encoladonuevamente por el habilidoso Magnus.

Brotherhood tiró de los cajones.–¿Llave?

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–Magnus ha debido de llevársela.Brotherhood levantó la cabeza.–¡Harry!Harry llevaba sus ganzúas en una

cadena, del mismo modo que otros susllaveros, y contuvo la respiración paraoír mejor mientras exploraba.

–¿Trabaja siempre aquí o hay algúnotro sitio?

–Papá le dejó su vieja mesa decampaña. A veces la usa.

–¿Dónde está?–Arriba.–¿Dónde es arriba?–En el cuarto de Tom.–Ahí guarda también sus

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documentos, ¿no? ¿Papeles de la Casa?–No creo. No sé dónde.Harry se marchó sonriendo, con la

cabeza gacha. Brotherhood abrió uncajón.

–Es para el libro que estabaescribiendo -dijo Mary cuando él sacóuna carpeta flaca. Magnus lo guardatodo dentro de algo. Todo tiene quellevar un disfraz para ser real.

Se estaba poniendo las gafas, unaoreja roja después de la otra. Sabetambién lo de la novela, pensó ella,observándole. Ni siquiera finge que estásorprendido.

–Sí.

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Y ya puedes poner esos puñeterospapeles en el mismo sitio de donde loshas cogido, pensó. No le gustaba lo fríoque él se había vuelto, lo duro.

–Abandonó los bocetos, ¿verdad?Yo pensaba que lo estabais haciendo losdos juntos.

–No le satisfizo. Decidió queprefería la palabra escrita.

–No parece que haya escrito muchoaquí. ¿Cuándo decidió el cambio?

–En Lesbos. En las vacaciones.Todavía no lo está escribiendo. Estápreparando.

–Oh.Brotherhood empezó otra página.

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–Él lo llama una matriz.–¿Ah, sí? -Todavía leyendo-. Tengo

que enseñarle esto a Bo. Es un hombrede letras.

–Y cuando nos retiremos, cuando seretire él, si es que coge la jubilaciónanticipada, él escribirá y yo pintaré yencuadernaré. Ése es el proyecto.

Brotherhood pasó una página.–¿En Dorset?–En Plush. Sí.–Bueno, ya se ha jubilado antes de

tiempo -comentó, no muy amablemente,mientras reanudaba la lectura-. ¿Nohabía también la escultura en algúnmomento?

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–No era práctica.–No creí que lo fuera.–Tú estimulas esas cosas, Jack. La

Casa lo hace. Siempre decías queteníamos que tener aficiones yesparcimientos.

–¿De qué trata el libro, entonces?¿De algo especial?

–Está buscando todavía el género.No suelta prenda al respecto.

–Escucha esto: «Cuando lamelancolía más horrible se cernía sobrela familia; cuando Edward mismo sufríaatrozmente y se estaba comportando lomejor que sabía.» Ni un solo verboprincipal, que yo pueda ver.

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–Él no escribió eso.–Es su letra, Mary.–Copiado de algo que leyó. Cuando

lee un libro subraya cosas a lápiz, ycuando lo ha terminado anota suspasajes favoritos.

Oyó arriba un agudo chasquido,como de madera que se casca o dedisparo de pistola en los viejos tiemposen que le habían enseñado a disparar.

–Es el cuarto de Tom -dijo-. Notienen por qué entrar ahí.

–Necesito una bolsa, querida -dijoBrotherhood-. Una de basura serviría.¿Serías tan amable de buscarme una?

Ella fue a la cocina. ¿Por qué le

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permito que me haga esto? ¿Cómo leconsiento que entre en mi casa, mimatrimonio y mi pensamiento y quedisponga a sus anchas de todas las cosasque no le gustan? Mary no era sumisa.Los comerciantes no le robaban dosveces. En el colegio inglés, en laescuela inglesa, en la Asociación deesposas de diplomáticos, tenía bastantefama de fierecilla. Y, sin embargo, unamirada dura de los ojos claros de JackBrotherhood, un gruñido de su vozpotente y desenfadada bastaban para queella corriera hacia él.

Es porque se parece muchísimo apapá, decidió. Adora la Inglaterra que

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sentimos propia y el resto le importa unbledo.

Es porque trabajé para Jack enBerlín cuando yo era una colegiala conla cabeza a pájaros y un poco de talento.Jack fue mi amante más antiguo en unaépoca en que creí necesitar uno.

Es porque orientó a Magnus aldivorciarse de mí, cuando él estabaconfuso, y me lo entregó «de postre»,como él dijo.

Y porque él también ama a Magnus.Brotherhood estaba pasando las

páginas de la agenda de Mary.–¿Quién es P? -preguntó, dando un

golpecito en una página-. Veinticinco de

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septiembre. 18.30, P. Había otra P en eldía dieciséis, Mary. No es la P de Pym,¿verdad? ¿O estoy diciendo otraestupidez? ¿Quién es este P con quienestá citado?

Ella empezó a oír el chillido en supropio fuero interno y no le quedabawhisky para acallarlo. De todas lasnotas, las docenas y docenas de notas,tenía que haber elegido precisamenteaquélla.

–No lo sé. Un agente. No lo sé.–Lo has escrito tú, ¿no?–Magnus me pidió que lo apuntara.

«Pon que tengo una cita con P.» Él nollevaba agenda. Decía que era inseguro.

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–Y te pedía que le anotaras lascosas.

–Dijo que si alguien las leía nosabría qué citas eran suyas y cuálesmías. Era una forma de compartir.

Sintió la mirada escrutadora deBrotherhood. Me está haciendo hablar,pensó. Quiere oír el temblor en mi voz.

–¿Compartir qué?–Su trabajo.–Explica.–No podía decirme lo que estaba

haciendo, pero sí enseñarme que loestaba haciendo y cuándo.

–¿Dijo él eso?–Yo lo notaba.

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–¿Qué notabas?–¡Que estaba orgulloso! ¡Quería que

yo lo supiera!–¿Que supieras qué?Brotherhood podía sacarle de quicio

aun cuando ella supiera que se loproponía.

–¡Que él tenía otra vida! Otra vidaimportante. Que le estaban utilizando.

–¿Nosotros?–Vosotros, Jack. ¡La Casa! ¿Quién

pensabas? ¿Los americanos?–¿Por qué dices eso? «Los

americanos.» ¿Tenía algo sobre ellos?–¿Por qué iba a tener? Estuvo

destinado en Washington.

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–No hacía falta frenarle. Incluso sele podría alentar. ¿Conocisteis a losLederer en Washington?

–Apenas, pero los conocimos allí.–Pero mejor aquí, ¿eh? Dicen que

ella es de armas tomar.Él se estaba adelantando a los días

que aún habría que soportar. Mañana ypasado mañana. Se refería al fin desemana, que ya se presentaba ante ellacomo un agujero en su universodestrozado.

–¿Te importa que guarde esto? -preguntó él.

A Mary le importabacondenadamente. No poseía otra agenda

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ni tampoco una vida de repuesto. Se laarrancó de las manos y le hizo esperarmientras copiaba su futuro en una hojade papel: «Bebidas Lederer… cena conlos Dinkel… Termina el trimestre deTom… Cita con P.»

–¿Por qué está vacío este cajón?–No sabía que lo estuviera.–Entonces, ¿qué había dentro?–Fotos viejas. Recuerdos. Nada.–¿Desde cuándo está vacío?–No lo sé, Jack. ¡No lo sé! Deja de

acosarme, ¿quieres?–¿Metió papeles en su maleta?–No le vi prepararla.–¿Le oíste aquí abajo cuando la

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preparaba?–Sí.Sonó el teléfono. La mano de Mary

se disparó para descolgarlo, peroBrotherhood ya le había agarrado lamuñeca. Sin soltarla, se inclinó hacia lapuerta y llamó a gritos a Harry mientrasel teléfono seguía sonando. Eran cercade las cuatro. ¿Quién demonios llama alas cuatro de la mañana, exceptoMagnus? Interiormente Mary estabarezando tan alto que apenas oyó gritar aBrotherhood. El teléfono seguíareclamándola y ella supo entonces quelo único importante era Magnus y sufamilia.

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–¡Podría ser Tom! -gritó mientrasforcejeaba-. ¡Suéltame, maldito!

–También podría ser Lederer.Harry debía de correr escaleras

abajo. Ella contó dos timbrazos másantes de que él se presentara en lapuerta.

–Localiza esa llamada -ordenóBrotherhood, en voz alta y despacio.Harry desapareció. Brotherhood soltó lamano de Mary-. Haz que dure mucho,mucho, Mary. Alárgalo todo lo quepuedas. Tú sabes cómo se juegan estosjuegos. Adelante.

Ella descolgó el auricular y dijo:«Domicilio de Pym.»

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No respondió nadie. Brotherhood ladirigía con sus manos poderosas,incitándola, apremiándola a hablar. Ellaoyó un sonido metálico y aplastó lamano contra el micrófono.

–Podría ser una llamada en clave -susurró. Levantó un dedo para computarun ping. Luego otro. Después un tercero.Era una llamada cifrada. Las habíanusado en Berlín: dos para esto, tres paraaquello. Un código particular yconvenido de antemano entre el agente yla base. Abrió los ojos haciaBrotherhood para preguntar qué debíahacer. Él movió la cabeza para indicarque tampoco lo sabía.

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–Habla -musitó.Mary respiró hondo.–¿Sí? Hable más fuerte, por favor.Se refugió en el alemán.–Esto es el domicilio de Magnus

Pym, consejero de la embajadabritánica. ¿Quién llama? ¿Quiere hablar,por favor? El señor Pym no está en estemomento. Si desea dejar un mensajepuede hacerlo. De lo contrario llamemás tarde. ¿Diga?

Más, le estaba apremiandoBrotherhood. Habla más. Ella recitó sunúmero de teléfono en alemán y luego eninglés. La comunicación no se habíainterrumpido y oyó un ruido como de

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tráfico y otro como de música chirrianteinterpretada a media velocidad, peroningún ping más. Repitió el número eninglés.

–Hable más alto, por favor. Se oyefatal. Diga. ¿Me oye? ¿Quién llama, porfavor? Por favor, hable-más-fuerte.

Entonces no pudo contenerse. Cerrólos ojos y gritó: «Magnus, por el amorde Dios, ¿dónde estás?» PeroBrotherhood se le anticipó de sobra.Con el conocimiento de un amante, habíaintuido que se avecinaba aquel arranquey había apretado con la mano lahorquilla del teléfono.

–Demasiado breve, señor -se

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lamentó Harry desde la puerta-. Hubieranecesitado otro minuto como mínimo.

–¿Era del extranjero? -preguntóBrotherhood.

–Podía ser del extranjero o de lapuerta de al lado, señor.

–Has sido desobediente, Mary. Novuelvas a hacer esas cosas. Estamos enel mismo bando y yo soy el jefe.

–Alguien le ha raptado -dijo ella-.Estoy segura.

Todo se paralizó: ella, los ojosclaros de Jack, hasta Harry en la puerta.

–Vaya, vaya -dijo Brotherhood porfin-. Eso te haría sentirte mejor, ¿eh?¿Un secuestro? Pero ¿por qué lo dices,

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querida? ¿Hay algo peor que unsecuestro?

Al tratar de encontrar la mirada deJack, Mary experimentó un violentoretorno en el tiempo. No sé nada. QuieroPlush. Devolvedme el país por el quemurieron Sam y papá. Se vio a sí mismaen el último curso, sentada delante de latutora de estudios en mitad del últimotrimestre. Una segunda mujer leacompaña, londinense y ruda. «Estamujer es un oficial de reclutamiento delServicio Exterior, querida», dice latutora. «Un poco especial», dice la

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mujer ruda. «Está enormementeimpresionada por cómo dibujas, querida-dice la tutora-. Admira muchísimo tusdotes para el dibujo lineal, igual quetodos nosotros. Quiere saber siaceptarías llevar tu cartapacio a Londresun par de días, para que otras personaslo vean.» «Es por tu país, querida», dicela mujer ruda, intencionadamente, a lahija de patriotas ingleses.

Recordó el centro de instrucción enEast Anglia, a otras muchachas comoella, nuestra clase. Recordó laslecciones divertidas de copiar, grabar ycolorear en papeles, cartones, ropablanca e hilos, el modo de hacer

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filigranas y la manera de modificarlas,cómo recortar sellos de goma, cómohacer que el papel pareciera más viejo ycómo más reciente, e intentó recordar elmomento exacto en que habían caído enla cuenta de que les estaban enseñando afalsificar documentos para espíasingleses. Y volvió a verse de pie enpresencia de Jack Brotherhood en suoficina destartalada de un piso alto enBerlín, a menos de un tiro de piedra delMuro, Jack el Striptease, Jack elArmiño, Jack el Negro y todos losdemás Jacks por los que era conocido.Jack estaba al mando del puesto deBerlín y le gustaba recibir

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personalmente a todo recién llegado,sobre todo si eran chicas bonitas deveinte años. Recordaba su miradadescolorida recorriendo lentamente sucuerpo mientras conjeturaba sus formasy la sopesaba sexualmente, y recordabaque le había odiado nada más verle,como estaba tratando de odiarle ahora,cuando él hojeaba una carpeta decorrespondencia familiar que habíasacado del escritorio.

–Te habrás dado cuenta de que lamitad son cartas de Tom desde elinternado, supongo -dijo.

–¿Por qué no os escribe a los dos?–Nos escribe a los dos, Jack. Tom y

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yo mantenemos una correspondencia.Magnus y Tom tienen otra aparte.

–No hay interconsciencia -dijoBrotherhood, utilizando una expresiónde la jerga del oficio que él le habíaenseñado en Berlín. Encendió otro desus gruesos cigarrillos amarillos y lamiró teatralmente a través de la llama.Todos ellos adoptan alguna pose, pensóella. Magnus y Grant inclusive.

–Eres absurdo -dijo ella, con una iranerviosa.

–Es una situación absurda y Nigelestará aquí en cualquier momento parahacerla todavía más absurda. ¿Quién lacausó?

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Abrió otro cajón.–Su padre. Si es realmente una

situación.–¿De quién es esta cámara?–De Tom. Pero la usamos todos.–¿Hay alguna otra por ahí?–No. Si Magnus necesita una para su

trabajo la trae de la embajada.–¿No hay ninguna de la embajada

ahora?–No.–Quizá la motivó su padre o quizás

un montón de cosas. Tal vez una riñamarital que desconozco.

Estaba examinando los accesoriosde la cámara, volteándola en sus manos

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grandes como si estuviera pensando encomprarla.

–No tenemos riñas -dijo ella.Él levantó sus ojos sagaces hacia

ella.–¿Cómo lo conseguís?–No se presta a una riña, eso es

todo.–Pero tú sí. Eres un verdadero

demonio cuando te pones de malas,Mary.

–Ya no -dijo ella, recelando de suencanto.

–No conociste a su padre, ¿verdad?-dijo Brotherhood, mientras rebobinabael carrete de la cámara-. Me parece

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recordar que había algo entre ellos.–Estaban distanciados.–Ah.–Nada dramático. Se fueron

alejando. Son esa clase de familia.–¿Qué clase, querida?–Dispersa. Gente de negocios. Él

había dicho que les informaría de suprimer matrimonio y que con unobastaba. Apenas hablábamos del asunto.

–¿Tom está incluido en eso?–Tom es un niño.–Tom fue la última persona a quien

Magnus vio antes de esfumarse, Mary.Aparte del portero de su club.

–Entonces arréstale -propuso

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crudamente Mary.Arrojando la película a la bolsa de

basura, Brotherhood recogió el pequeñotransistor de Magnus.

–¿Es ese nuevo que hacen con todala onda corta?

–Creo que sí.–Se lo llevó de vacaciones, ¿no?–Sí.–¿Lo escuchaba asiduamente?–Puesto que, como una vez me

dijiste, se ocupaba de Checoslovaquiaél solo, sería de lo más sorprendenteque no lo escuchara.

Jack encendió el transistor. Una vozde hombre estaba leyendo las noticias en

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checo. Brotherhood miróinexpresivamente a la pared mientras laemisión continuaba durante lo queparecieron horas. Apagó la radio y lametió en la bolsa. Dirigió la miradahacia la ventana sin cortinas, perotranscurrió aún un largo rato antes deque hablara.

–No vamos a encender demasiadasluces a esta hora de la mañana, ¿verdad,Mary? -preguntó distraídamente-. Noqueremos dar que hablar a los vecinos,¿eh?

–Saben que Rick ha muerto. Sabenque es una hora normal.

–Y que lo digas.

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Le odio. Siempre le he odiado.Incluso cuando estaba loca por él,cuando me hacía subir y bajar por todala gama de sensaciones y yo lloraba y selo agradecía, incluso entonces le odiaba.Háblame de la noche en cuestión, estabadiciendo él. Se refería a la noche en quese enteraron de la muerte de Rick. Ellase lo contó exactamente como lo habíaensayado.

Él había encontrado el guardarropa yestaba delante de la trenca raída quehabía colgada entre el Loden de Tom yla zamarra de Mary. Estaba palpando

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los bolsillos. El estrépito de arriba eramonótono. Sacó un pañuelo mugriento yun rodillo a medio consumir de pastillasde menta.

–Me estás tomando el pelo, Mary.–Muy bien, te estoy tomando el pelo.–¿Dos horas en la nieve gélida con

zapatillas de baile, Mary? ¿En mitad dela noche? El colega Nigel creerá que melo estoy inventando. ¿Qué hacía conellos?

–Caminar.–¿A dónde?–No me lo dijo.–¿Se lo preguntaste?–No.

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–¿Entonces cómo sabes que no cogióun taxi?

–No tenía dinero. Su cartera y eldinero suelto estaban arriba, en elvestidor, con sus llaves.

Brotherhood restituyó a la trenca elpañuelo y los caramelos de menta.

–¿Y nada aquí?–No.–¿Cómo lo sabes?–Es metódico en esas cosas.–Quizá pagaron al final del trayecto.–No.–Quizá le recogió alguien.–No.–¿Por qué no?

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–Es andariego y estaba consternado.Por eso. Su padre había muerto, aunqueél no le apreciara particularmente. Esole trabaja dentro. La tensión o lo quesea. Y entonces camina.

Y yo le abracé cuando volvió,pensó. Sentí el frío de su mejilla, eltemblor de su pecho y el sudor limpio ycaliente a través de su abrigo por lacaminata. Y le abrazaré otra vez encuanto vuelva a traspasar esa puerta.

–Le dije: «No salgas. Esta noche no.Emborráchate. Nos emborracharemosjuntos.» Pero se fue. Tenía esaexpresión.

Lamentó haber dicho esto, porque

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por un momento estuvo tan enfadada conMagnus como lo estaba conBrotherhood.

–¿Qué expresión es ésa, Mary?«Tenía esa expresión.» Creo que no teentiendo.

–Vacía. Como un actor sin papel.–¿Sin papel? ¿Su padre va y se

muere y Magnus se queda sin papel?¿Qué demonios significa eso?

Está estrechando su cerco, pensóella, resuelta a no contestar. Dentro deun minuto voy a sentir sus manos segurasencima de mí y voy a tenderme y a dejarque suceda porque ya no se me ocurrenmás excusas.

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–Pregúntale a Grant -dijo, tratandode herirle-. Es nuestro psicólogodoméstico. Él sabrá.

Se habían trasladado al salón. Élestaba esperando algo. Ella también. ANigel, a Pym, el teléfono. A Georgie yFergus en el piso de arriba.

–No te estarás excediendo con esto,¿o sí? -preguntó Brotherhood,sirviéndole otro whisky.

–Claro que no. Cuando estoy sola,casi nunca.

–No lo hagas. Es rematadamentefácil. Y cuando Hermano Nigel esté

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aquí, nada. Guárdalo bajo siete llaves.¿Sí, Jack?

–Sí, Jack.Eres un sacerdote lujurioso

recogiendo los residuos de la gracia deDios, le dijo ella, observando sus lentosy decididos movimientos mientrasllenaba su propio vaso. Primero el vino,ahora el agua. Ahora bajas los párpadosy levantas el cáliz para una palabramojigata con Aquel que te envió.

–Y él está libre -comentó Jack-.«Soy libre.» Rick está muerto y portanto Magnus es libre. Es uno de tustipos freudianos que no saben decir«Padre».

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–Es completamente normal a suedad. Llamar a un padre por su nombrede pila. Más normal todavía si no se hanvisto durante quince años.

–Me gusta que le defiendas -dijoBrotherhood-. Admiro tu lealtad. Ellostambién la admirarán. Y nunca me hasfallado, sé que no.

Lealtad, pensó ella. Mantener miestúpida boca cerrada por si acaso tumujer lo descubre.

–Y lloraste. Eres como la antiguaplañidera, Mary, no lo sabía. Maryllora, Magnus la consuela. Extraño,¿verdad?, para el observador accidental,viendo que Rick era su padre, no el

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tuyo. Una auténtica inversión de papeles,ciertamente: tú llevando el luto por él.¿Por quién eran esas lágrimasexactamente? ¿Tienes idea?

–Su padre había muerto, Jack. Nome senté y dije: «Voy a llorar por Rick,voy a llorar por Magnus.» Simplementelloré.

–Creí que podrían ser por ti misma.–¿Qué tengo que entender?–Eres la única persona que no has

mencionado. Eso es todo. A ladefensiva: así pareces.

–No estoy a la defensiva.Habló demasiado alto. Ella lo sabía

y una vez más lo sabía asimismo

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Brotherhood, y la reacción le interesaba.–Y cuando Magnus ha terminado de

consolar a Mary -prosiguió, cogiendo unlibro de la mesa y pasando sus páginas-,se pone la trenca y sale a caminar consus zapatillas de baile. Tú intentasretenerle; le suplicas, lo que me cuestatrabajo imaginar, pero lo intentaré. Esinútil, él se va. ¿Ninguna llamada antesde que salga?

–No.–¿No llamaron aquí ni desde aquí?–¡Te he dicho que no!–Hilo directo, después de todo, es

normal que un hombre que acaba deperder a un familiar quiera compartir la

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mala noticia con otros miembros de lafamilia.

–No son esa clase de familia. Te lohe dicho.

–Para empezar, está Tom. ¿Qué medices de él?

–Era demasiado tarde para llamar aTom, y de todos modos Magnus pensóque era mejor decírselo en persona.

Brotherhood estaba mirando el libro.–Otra joya que ha subrayado: «Los

hombres, ni siquiera los locos, noinventan por las buenas su mundo. Losmateriales que emplean para suconstrucción son, en general, depropiedad pública.» Bien, bien. Muy

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instructivo. ¿También para ti?–No.–Para mí tampoco. Magnus es libre.

-Cerró el libro y lo dejó en la mesa-.¿No se llevaría nada consigo, al salir depaseo? ¿Algo como una cartera?

–Un periódico.Te estás quedando sordo.

Reconócelo. Te preocupa que unaudífono estropee tu imagen. ¡Díselo,maldita!

Ella lo había dicho. Sabía que lohabía dicho. Había estado esperandotoda la noche para decirlo, lo habíapreparado desde todos los ángulosposibles, lo había ensayado, negado,

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olvidado, rememorado. Y ahoraresonaba en su cabeza como unaexplosión mientras tomaba un tragoexcesivamente largo de whisky. Pero losojos de Jack, mirándole directamente,seguían esperando.

–Un periódico -repitió-. Sólo unperiódico. ¿Y qué?

–¿Qué periódico?–La Presse.–Es un diario.–Exacto. Die Presse es un diario.–Un diario local. Y Magnus se lo

llevó. Para leer en la oscuridad. Enzapatillas de baile. Háblame de eso.

–Acabo de hacerlo, Jack.

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–No, no lo has hecho. Y vas a tenerque hacerlo, Mary, porque cuandometamos aquí a la artillería pesada vas anecesitar toda la ayuda que puedaprestarte.

Mary recordaba perfectamente.Magnus estaba al lado de la puerta, a unmetro de donde Brotherhood seencontraba ahora. Estaba pálido eintocable, con la trenca retorcida que lecolgaba de los hombros mientras mirabaalrededor por etapas rígidas: lachimenea, a su esposa, el reloj, libros.Se oyó a sí misma diciéndole cosas queya había referido a Brotherhood, aunqueeran más: «Por el amor de Dios,

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Magnus, quédate. No te deprimas,quédate. No cedas a uno de esoshumores. Quédate. Haz el amor.Emborráchate. Si quieres compañía, lespediré a Grant y a Bee que vuelvan, oiremos nosotros allí.» Ella le vioesbozar su sonrisa tiesa yresplandeciente. Le oyó adoptar su vozterriblemente tranquila. Su voz deLesbos. Y se oyó repetir paraBrotherhood, ahora, las palabras exactasque Magnus había dicho.

–Me preguntó: «Mabs, ¿dónde estáese maldito periódico, cariño?» Creíque se refería al Times para mirar elmercado inmobiliario escocés, y por eso

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le dije: «Donde lo hayas puesto alvolver de la embajada.»

–Pero no se refería al Times -dijoBrotherhood.

–Fue a la estantería… allí. -La mirópero sin señalarla, porque le aterrabaconceder demasiada importancia algesto-. Y lo cogió el mismo. Die Presse.De ese estante, donde dejamos laPresse. Hasta el final de cada semana.Le gusta que le guarde los númerosatrasados. Luego salió -concluyó Mary,haciendo que sonara completamentenormal, cosa que por supuesto era.

–¿Miró algo del periódico cuando selo llevó?

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–Sólo la fecha. Para comprobar.–¿Para qué se supone que lo quería?–Quizás había una sesión nocturna

de cine. -Magnus no había ido a unasesión de noche en su vida-. Quizáquería algo para leer en el café. -Sinllevar dinero encima, pensó, mientrasllenaba el vacío del silencio deBrotherhood-. A lo mejor buscabaalguna distracción. Como todospodríamos hacer. Haber hecho.Cualquiera a quien se le hubiese muertoalguien.

–O cualquier persona libre -sugirióBrotherhood. Pero por lo demás no laayudó.

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–De todas formas estaba tantrastornado que cogió un periódico deotra fecha -dijo vivamente, zanjando lacuestión.

–Lo notaste, ¿verdad, querida?–Sólo cuando los estaba tirando.–¿Cuándo lo hiciste?–Ayer.–¿Cuál cogió él?–El del lunes. Nada menos que de

tres días antes. O sea que evidentementeestaba bastante afectado.

–Evidentemente.–De acuerdo, su padre no fue el gran

amor de su vida. Pero, en definitiva,había muerto. Nadie es racional cuando

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le ocurre una cosa así. Ni siquieraMagnus.

–¿Entonces qué hizo a continuación?¿Después de haber mirado la fecha yhaber cogido un periódico atrasado?

–Salió, como te he dicho, a pasear.No escuchas. Nunca lo has hecho.

–¿Lo dobló?–¡Lo que faltaba, Jack! ¿Qué

importancia tiene el modo en quealguien se lleva un periódico?

–Limítate a meterte en tu ego yresponde. ¿Qué hizo con él?

–Lo enrolló.–¿Y luego?–Nada. Se lo llevó. En la mano.

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–¿Lo trajo de vuelta?–¿Aquí, a casa? No.–¿Cómo sabes que no?–Le estaba esperando en el

recibidor.–Y te diste cuenta: no trae el

periódico. No trae el periódicoenrollado, te dijiste.

–Por pura casualidad, sí.–Nada de casualidad, Mary. Tenías

pensado fijarte. Sabías que se habíamarchado con él y descubriste almomento que no lo traía. Eso no escasual. Eso es espiarle.

–Lo que tú digas.Él estaba furioso.

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–Eres tú la que vas a tener que decir,Mary -dijo, en voz alta y despacio-. Vasa tener cosas que decir a Hermano Nigeldentro de unos cinco minutos. Estánenloquecidos, Mary. Ven que el suelo seabre otra vez a sus pies y no saben quéhacer. Literalmente no saben qué hacer.-Amainó su furia. Jack sabía contenerla-. Y más tarde, en cuanto tuvisteoportunidad, le registraste los bolsillos.Por casualidad. Y no estaba allí.

–No lo busqué, simplemente me fijéen que no lo traía. Y es cierto: no estabaallí.

–¿Sale a menudo con periódicosviejos?

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–Cuando necesita mantenerseinformado, por su trabajo -es unfuncionario concienzudo-, se lleva unperiódico.

–¿Enrollado?–A veces.–¿Alguna vez vuelve con ellos?–No, que yo recuerde.–¿Nunca se lo has comentado?–No.–¿Y él a ti?–Jack. Es una costumbre suya. Oye,

¡no voy a tener una riña conyugalcontigo!

–No estamos casados.–Enrolla un periódico y se va. Igual

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que un niño con un palo o algo así.Como una especie de consuelo. Comosus pastillas de menta. Allí. Teníapastillas en el bolsillo. Es lo mismo.

–¿Siempre atrasado?–No siempre. ¡No le busques tres

pies al gato!–¿Y siempre lo pierde?–Basta, Jack. Ya basta ¿De acuerdo?–¿Lo hace en alguna ocasión

especial? ¿En luna llena? ¿El últimomiércoles del mes? ¿O sólo cuandomuere su padre? ¿Has encontrado algunapauta en eso? Vamos, Mary, ¡sí la hasencontrado!

Pégame, pensó ella. Agárrame.

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Cualquier cosa es mejor que esa miradafría como el hielo.

–Lo hace algunas veces en que tieneuna cita con P -dijo, tratando de dar laimpresión de que estuviera amansando aun niño mimado-. Jack, por lo que másquieras, ¡él dirige agentes, vive esavida, tú le has entrenado! Yo no lepregunto qué mañas emplea, qué hace ycon quién. ¡A mí también me hanaleccionado!

–Y cuando volvió, ¿cómo estaba?–Absolutamente bien. Sereno,

totalmente sereno. Noté que con el paseose había repuesto. Estaba perfectamenteen todos los sentidos.

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–¿No hubo llamadas mientras estuvofuera?

–No.–¿Tampoco después?–Una. Pero no contestamos. Era

demasiado tarde.No había visto muchas veces a Jack

sorprendido. Ahora casi lo estaba.–¿No contestasteis?–¿Por qué teníamos que hacerlo?–¿Y por qué no? Es su trabajo, como

tú has dicho. Su padre acaba de morir.¿Por qué no teníais que contestar alteléfono?

–Magnus dijo que no.– ¿Por qué dijo que no?

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–¡Estábamos haciendo el amor! -dijoella, y se sintió como la peor puta delmundo.

Harry surgió otra vez en la puerta.Llevaba un mono de trabajo azul y teníala cara colorada por el esfuerzo. Teníaun destornillador largo en la mano yparecía vergonzosamente alegre.

–¿Le importa subir un momentoarriba, señor Brotherhood? -preguntó.

Es como nuestro dormitorio antesdel bazar benéfico de la Asociación deesposas, con todas las ropas viejasdesechadas por toda la cama, pensó ella.

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«Magnus, cariño, ¿de verdad necesitastres chalecos gastados?» Ropas encimade las sillas. Sobre el tocador y eltoallero.

Mi chaqueta de verano, que no me hepuesto desde Berlín. El esmoquin deMagnus colgado del espejo de cuerpoentero, como una piel secándose. Nohabía nada en el suelo porque no habíasuelo. Fergus y Georgie habían retiradola alfombra y arrancado la mayoría delas tablas que había debajo, y las habíanamontonado como sandwiches al pie dela ventana, dejando las viguetas y eltablón sobrante a modo de pasillo.Habían desmontado en piezas las

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lámparas de las mesillas, el mobiliariode cabecera, el teléfono y la radiodespertador. En el cuarto de bañohabían levantado igualmente el suelo,despedazado el botiquín y el panel hastala bañera y desmontado la puerta deacceso al desván abuhardillado dondeTom se había escondido durante mediahora las Navidades pasadas, jugando al«Asesinato», y por ser tan valiente casise había muerto de miedo. Georgieestaba examinando las pertenencias deMary en el lavabo. Su crema facial. Sudiafragma.

–Para ellos lo que es tuyo es de él,querida, y viceversa -dijo Brotherhood

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cuando se detuvieron para mirar adentrodesde la entrada sin puerta-. Para ellosno hay suyo ni tuyo, no puede haberlo.

–Ni para ti tampoco -dijo ella.El dormitorio de Tom estaba al otro

lado del suyo, en el pasillo. Su luminosoSupermán estaba extendido encima de lacama, junto con sus treinta y un muñecosy tres tigres. La mesa de campaña de supadre estaba plegada contra la pared. Lacómoda de juguete había sido empujadahasta el centro de la habitación,poniendo al descubierto la chimenea demármol que había detrás. Era unachimenea hermosa. El departamento deObras Públicas había querido tapiarla

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para reducir las corrientes de aire, peroMagnus no se lo había permitido. En vezde eso había comprado aquella viejacómoda para cegar la abertura y dejarsólo la repisa visible para que Tomtuviese un poco de la Viena antigua paraél solo. Ahora la chimenea quedabaexpuesta y la chica Georgie permanecíaarrodillada respetuosamente ante ella,con su túnica luchadora de la libertad. Ydelante de Georgie había una cajablanca de zapatos con la tapa quitada, ydentro de la caja había un lío de trapos,y alrededor de él varios atadillos máspequeños.

–Lo hemos encontrado en el saliente

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encima de la parrilla, señor -dijoFergus-. Donde conecta con el tiroprincipal.

–No tiene una mota de polvo -dijoGeorgie.

–Totalmente a mano -dijo Fergus-.Nada más meterla y ahí estaba.

–Ni siquiera hay que desplazar lacómoda en cuanto le has cogido eltranquillo -dijo Georgie.

–¿Lo has visto antes? -preguntóBrotherhood.

–Evidentemente es algo de Tom -dijo Mary-. Los niños lo esconden todo.

–¿Lo has visto antes? -repitióBrotherhood.

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–No.–¿Sabes lo que hay dentro?–¿Cómo voy a saberlo si no lo he

visto nunca?–Muy fácil.Brotherhood no se agachó, sino que

se inclinó hacia atrás y extendió losbrazos. Georgie le entregó la caja yBrotherhood la llevó a la mesa dondeTom hacía sus espirografías y sus Legoy sus innumerables dibujos deaeroplanos alemanes en el momento deser abatidos contra una puesta de sol enPlush, con familiares en segundo planoque agitaban la mano y exhibían unaspecto radiante. Brotherhood sacó

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primero el bulto más grande y los otrosmiraron mientras empezaba adesenvolverlo y cambiaba de idea.

–Tenga -dijo, devolviendo la caja aGeorgie-. Dedos de mujer.

Es una de sus amantes, comprendióMary de pronto. Se preguntó cómodiablos no habría caído en la cuentaantes.

Georgie se alzó elegantemente entoda su estatura, primero una pierna yluego la otra, y tras haberse recogido elpelo lacio detrás de las orejas, aplicósus dedos de mujer a desenrollar lastiras de sábanas que Magnus había dichoque quería para el coche, hasta destapar

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por fin una cámara pequeña y deapariencia ingeniosa, con un ingeniosorevestimiento de acero alrededor. Ydespués de la cámara un objeto parecidoa un telescopio, provisto de un brazoque, si se desplegaba en toda sulongitud, creaba un soporte al que podíaatornillarse la cámara, boca abajo y auna distancia fija, para fotografiardocumentos en la mesa de campaña desu suegro. Después del telescopiosurgieron una sucesión de películas,lentes, filtros, aros y otros accesoriosque ella no pudo identificar a simplevista. Y debajo de estas cosas había untaco de papel de tela fino con columnas

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de números en la hoja de arriba y bordesfuertemente cauchutados para que sólose pudiese ver la página de encima.Mary conocía el tipo de papel. Habíatrabajado con él en Berlín. Se arrugabacomo un helecho en el momento en quele acercabas una cerilla. La mitad deltaco estaba usada. Debajo del taco, unbloc de notas militar envejecido, contapa de cartón y la leyenda Propiedaddel MG, que significaba Ministerio deGuerra y se componía de papel decampaña rayado y blanco y de unatextura parcheada. Y en el interior deesto, cuando Brotherhood prosiguió subúsqueda, dos flores rojas prensadas y

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muy viejas, amapolas pero tambiénposiblemente rosas, Mary no estabacompletamente segura, y de todos modospara ese momento ya estaba gritando.

–¡Es para la Casa! ¡Es para sutrabajo con vosotros!

–Por supuesto. Se lo diré a Nigel.No hay problema.

–¡Simplemente porque no me hahablado de eso no significa que sea algomalo! ¡Es por si tiene que andar condocumentos en casa! ¡Los fines desemana!

Y a continuación, dándose cuenta delo que había dicho:

–Es para sus agentes, por si le traen

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documentos, ¡estúpido! ¡Si se los traeGrant y tiene que devolverlos enseguida! ¿Qué hay de jodidamente maloen eso?

Fergus estaba manoseando el tacomedio usado, dándole vueltas y másvueltas, ladeándolo a la luz de lalámpara inclinada de Tom.

–Parece más checo que otra cosa,señor, francamente -dijo Fergus,ladeando el taco a la luz-. Podría serruso, pero francamente creo másprobable que sea checo. Sí -dijocomplacido cuando su mirada captóalguna característica inexplicada delborde del caucho-. Eso es. Checo.

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Aunque allí sólo los fabrican. Quién losusa es otra cuestión. Sobre todo en estostiempos.

Brotherhood estaba más interesadoen las flores prensadas. Las habíacolocado sobre su palma y lascontemplaba como si fueran a revelarleel futuro.

–Creo que eres una mala chica,Mary -dijo, pausadamente-. Creo quesabes mucho más de lo que me hasdicho. No creo que esté en Irlanda o enlas puñeteras Bahamas. Creo que eso fueuna cortina de humo. Creo que es un malhombre y me estoy preguntando si losmalos sois los dos.

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Ella perdió toda contención. Gritó«¡eres una mierda!» y le golpeó con lamano abierta, pero él atajó el golpe. Larodeó con un brazo y la levantó delsuelo como si ella ya no tuviera piernas.La transportó en volandas por el pasillohasta la habitación de Frau Bauer, queera la única que hasta entonces no habíasido desmantelada. La arrojó sobre lacama y le arrancó los zapatosexactamente como solía hacer en elsórdido picadero donde él follaba consus amantes. La enrolló en el edredón,confeccionando con él una camisa defuerza. Luego se tumbó sobre ella,forcejeando hasta reducirla mientras

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Georgie y Fergus contemplaban laescena. Pero de algún modosorprendente a lo largo de todas estascabriolas y dramatismos, JackBrotherhood se las había ingeniado paraconservar las dos amapolas prensadasen su puño izquierdo, y las conservabaaún cuando sonó nuevamente el timbrede la puerta, un largo timbrazo deautoridad.

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4

«Estar por encima de la refriega»,escribió Pym para sí en una hojaseparada de papel. «Un escritor es unrey. Debería mirar con amor a su sujeto,aun cuando sea él mismo.»

La vida empezó con Lippsie, Tom, yLippsie aconteció mucho antes de que túo cualquier otra persona aparecieseis, ymucho antes de que Pym estuviese en loque la Casa llama edad casadera. Conanterioridad a Lippsie lo único que Pymrecordaba era un peregrinaje sin objetopor casas de diferentes colores y un

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montón de gritos. Después de ella, todoparecía navegar con un solo rumboimparable y él no podía hacer más quedejar que la corriente le transportasesentado en su barca. De Lippsie aPoppy, de Rick a Jack, siempre fue elmismo derrotero alegre, por mucho queserpentease y se dividiera a lo largo dela travesía. Y no sólo con ella empezó lavida, sino también la muerte, porque enrealidad fue el cadáver de Lippsie loque puso a Pym en marcha, aunque élnunca lo vio. Otros lo vieron, y Pympodría haber ido a verlo, pues elcadáver estaba en el patio de lacampana y tardaron siglos en taparlo.

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Pero el jovencito atravesaba porentonces un período quisquilloso yegocéntrico y tuvo la impresión de quesi no lo veía ella podría no estar muerta,al fin y al cabo, sino fingiendo. O de quesu muerte era una sentencia contra él porhaber tomado parte en la matanzareciente de una ardilla en la piscinavacía. Había dirigido la caza unprofesor de matemáticas que tenía cadaojo de un color distinto y a quienllamaban Corbo el Cuervo. Cuando laardilla estuvo bien aprisionada, Corbomandó a tres chicos que bajaran por laescalerilla de la piscina con palos dehockey. Pym era uno de ellos. «Va hacia

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ti, Pymmie. ¡Dale fuerte!», le incitóCorbo. Pym vio al animal lisiado cojearhacia él. Asustado por su dolor le asestóun gran porrazo, más fuerte de lo que erasu intención. Vio a la ardilla salircatapultada hacia el jugador siguiente ycaer inmóvil. «¡Bravo, Pymmie! Buengolpe.»

La otra cosa que pensó fue que labanda de Sefton Boyd había organizadotodo aquel asunto para fastidiarle, cosasiempre posible. Así que en calidad desustituto Pym se asignó a sí mismo latarea oficinesca de reunir descripcionesy reconstruir los hechos en aquel primerajetreo, antes de que la escuela

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enmudeciera, una representación mentalde Lippsie probablemente tan claracomo la de cualquier otro.

Estaba tendida en postura de carrera,de costado sobre las losas, con la manodelantera cerrada en un puño hacia lalínea de meta y el pie trasero apuntandoen dirección incorrecta. Sefton Boyd,que fue quien la avistó y alertó aldirector durante el desayuno colegial,dijo que había pensado que ella estabacorriendo, hasta que vio el pie torcido.Pensó que ella estaba haciendo unejercicio lateral en el suelo, una especiede pataleo, de pedaleo en el aire. Ypensó que la sangre de alrededor era una

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capa o una toalla que ella había puesto,hasta que advirtió que las hojas delviejo castaño se adherían a aquello y novolaban. No se acercó porque el patiode la campana era territorio prohibidoincluso para los alumnos de último año,a causa del tejado peligroso que locubría. Y no había vomitado -se jactó-porque nosotros, los Sefton Boyd, somospropietarios de inmensos terrenos y yohe cazado mucho con mi padre y estoyacostumbrado a ver continuamentesangre y tripas. Pero subió corriendo laescalera del último curso hasta laventana de la torre, desde donde lapolicía dijo más tarde que ella había

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caído; debía de haberse asomado por laventana para hacer algo. Y tenía quehaberse asomado por alguna razónimportante y urgente, ya que llevabapuesto el camisón y había recorrido enbicicleta el largo trayecto de una milladesde Overflow House en mitad de lanoche. Su bicicleta, con el sillíncubierto por su funda de tartán, estabatodavía apoyada contra el cobertizo delcubo de la basura, detrás de las cocinas.

La teoría de Sefton Boyd,excitadamente deducida del estilo devida de su padre, fue que ella estababorracha. Sólo que no la llamó «ella»,sino Labiomierda, que era el juego de

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palabras ingenioso que su banda hacíacon Lippschitz.[3] Pero por otra parte,como él llevaba algún tiemposugiriendo, Labiomierda podía habersido una espía alemana que había subidofurtivamente a la torre para enviarmensajes después del blackout,[4]

señor. Porque desde la ventana de latorre se divisa todo el valle hasta elBrace of Partridges, de modo que seríaun lugar estupendo para hacer señales alos bombarderos alemanes, señor. Lomalo era que ella no tenía ninguna luzconsigo, menos el faro de la bici,todavía afianzado sobre los manillares.O sea que quizá la había escondido en la

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vagina, que Sefton Boyd afirmó habervisto claramente porque la caída lehabía desgarrado el camisón.

Así las historias circularon esamañana mientras Pym estaba sentado enla cómoda taza de madera de losservicios del profesorado, que habíaconvertido en su hogar seguro despuésdel primer furor, y contenía larespiración y se ponía colorado y blancodelante del espejo, en una serie deesfuerzos perplejos por adoptar una caraapropiada a su congoja. Con la navajadel ejército suizo que llevaba en elbolsillo se había recortado el mechón dela frente a modo de vano tributo, y luego

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se había entretenido jugueteando con losgrifos y había confiado en que todo elmundo le estuviese buscando: «¿Dóndeestá Pym? ¡Pym ha huido! ¡Pym tambiénha muerto!» Pero Pym no había huido nitampoco estaba muerto, y en el caosresultante de que el cuerpo de Lippsieyaciese en el patio y de la llegada de laambulancia y la policía, nadie buscaba anadie, y muchísimo menos en los retretesde los profesores, que era el sitio másprohibido de toda la escuela, tanto queatemorizaba hasta al mismo SeftonBoyd. Se suspendieron las clases y loque había que hacer supuestamentedespués de todos los gritos y el alboroto

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era ir en silencio a repasar lecciones enel aula; a menos, como le ocurría a Pym,que estuvieras en el aula dos, con vistasal patio de autos, en cuyo caso teníasque ir a la sala de artes. Esta sala era lacabaña Nissen habilitada que habíanconstruido soldados canadienses ydonde Lippsie enseñaba música, pinturay drama, y dirigía ejercicios curativospara chicos con pies planos. Eratambién donde escribía a máquina ycumplimentaba el papeleo en su calidadde factótum de la escuela: cobrar loshonorarios docentes, pagar facturas ennombre del tesorero, llamar a taxis paralos alumnos de la clase de confirmación

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y, como hacen esas personas, llevar elpeso del centro sin ayuda y sin que nadiese lo agradeciese. Pero Pym tampocopensaba ir a esta sala, a pesar de quetenía a medio terminar con su navaja lamaqueta de una balsa, así como elproyecto inconcluso de copiar poemasoscuros de un libro viejo para hacerlospasar luego como suyos. Lo que teníaque hacer, cuando encontrase el valor yel momento propicio, era regresar a laOverflow House donde había vividohasta entonces con Lippsie y los otrosonce chicos de la casa. Hasta quehubiese hecho esto y hecho algorespecto a las cartas, no se atrevía a ir a

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ninguna parte porque Rick volvería a lacárcel.

El modo en que se había metido enaquel lío y la manera en que habíaadquirido el adiestramiento que tan útilhabría de serle en aquella su primeraoperación clandestina, constituían engran medida la historia de su vida hastaentonces, que constaba de diez años ytres cursos en un internado.

Incluso hoy, tratar de seguir la pistaa Lippsie a través de la vida de Pym escomo perseguir a una luz errante a travésde un matorral impenetrable. Para Perce

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Loft, ya fallecido, ella era simplementeinexistente: «una ficción de Titch», lallamaba, queriendo decir que erainvención mía, un cuento, una nadería.Pero Perce, el gran abogado, podíahaber transformado en una ficción a latorre Eiffel, si le hubiera hecho falta,después de haberse dado de narices conella. Era su oficio. Y ello a pesar deltestimonio de Syd y de otros en elsentido de que había sido Perce elprimero que la había utilizado, Percequien la había presentado a la corte enlos oscuros tiempos anteriores alnacimiento de Pym. El señor Muspole,aquel genio de la contabilidad, también

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fallecido, apoyó comprensiblemente aPerce. Estaba metido en el negocio hastael cuello. Ni siquiera Syd, la únicafuente de información viva, sirve demucha más ayuda. Ella era una alemanacuatro por dos, dijo, empleando laafectuosa jerga cockney para decirjudía. Creía que era oriunda de Munich,aunque podría haber sido de Viena.Estaba sola, Titch. Adoraba a los críos.Te adoraba a ti. Syd no dijo que tambiénamaba a Rick, pero en la corte se dabapor sentado. Era una «beldad», y en laética cortesana era para eso para lo queservían las «beldades»: para que Rickcuidara de ellas y para que se bañaran

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en su gloria. Y Rick, en su bondad, lehabía hecho estudiar secretariado ysacar un título, dice Syd. Y tu Dorothyponía por las nubes a Lippsie y leenseñó inglés, que era necesario, diceSyd; después de lo cual se cierra enbanda y comenta solamente que fue unalástima y que todos deberíamosaprender de ello, y que quizá tu padre leapretó un poco las clavijas porque ellanunca tuvo tus ventajas. Sí, admite, eraguapa. Y tenía una pizca de clase quealgunas de las otras, para qué negarlo,no siempre tenían, Titch. Y leencantaban las bromas hasta que empezóa pensar en su pobre familia y en lo que

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les habían hecho esos teutones.Mis furtivas consultas de archivo no

han sido más esclarecedoras. Estandouna noche al cargo del registro comooficial de servicio, no hace demasiadosaños, busqué Lippschitz, de nombreAnnie, en todo el índice general, peromis pesquisas no dieron fruto conninguna ortografía. El viejo Dinkel, enViena, que está al frente de la sección depersonal en el servicio austríaco, realizórecientemente una búsqueda similar paramí, cuando le conté una trola; lo mismohizo en otra ocasión su colega alemán enColonia. Los dos dijeron: ni rastro.

En mi memoria, sin embargo, ella es

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cualquier cosa menos una ausencia. Esuna muchacha alta, vital, de pelo suave,grandes ojos asustados y ciertabrusquedad en sus andares, pues nadahacía despacio. Y recuerdo -debió deser en unas vacaciones de verano enalguna casa donde nos cobijamostemporalmente-, recuerdo que Pymansiaba locamente verla desnuda, ydedicaba sus horas de vigilia a idear elmedio de conseguirlo. Lippsie debió deadivinarlo de alguna manera, porque unatarde le propuso que compartiera el aguacon ella para ahorrar agua caliente.Incluso midió el agua con la mano: a lospatriotas se les permitía cinco pulgadas

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y Lippsie nunca fue menos que unpatriota. Se encorvó, desnuda, y me dejóobservarla mientras de nuevo hundía lalongitud de su mano en la bañera -estoyseguro de que lo hizo- y la volvía asacar:

–¡Mira, Magnus! -Mostrándome lapalma extendida y mojada-. Ahorapodemos tener la certeza de que noayudamos a los alemanes.

O eso creo yo fervientemente, pormás que, aunque lo intente, hasta lafecha no recuerdo qué aspecto teníaLippsie. Y sé que en la misma casa o enuna parecida su habitación estabaenfrente de la de Pym en un pasillo, y

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que albergaba su maleta de cartón yfotografías de sus hermanos barbudos ysus hermanas solemnes con sombrerosnegros, y marcos de plata colocadoscomo lápidas minúsculas y bruñidassobre el tocador. Y estaba la habitacióndonde ella le advirtió a gritos a Rick deque prefería morir que ser una ladrona, ydonde Rick emitió su sonora risa parda,la que se prolongaba más de lo preciso ylo arreglaba todo hasta la próxima vez.Y aunque no recuerdo una sola lección,ella debió de enseñarle alemán a Pym,pues años más tarde, cuando él llegó aaprender formalmente este idiomadescubrió que poseía un depósito de

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información sobre Lippsie: Aaron warmein Bruder; mein Vater war Architekt,todo en el mismo tiempo pretérito al queella misma pertenecía por entonces. Enuna época aún más posteriorcomprendió también que cuando ella lehabía llamado su Mönchlein queríadecir su «pequeño monje» y estabaaludiendo a la dura senda de MartinLutero -«sigue tu camino, pequeñomonje»-, mientras que entonces habíapensado que ella le asignaba el papel demono atado al organillo, y a Rick el deorganillero. El descubrimiento habíaelevado muchísimo su amor propio,hasta que comprendió que Lippsie le

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había dado a entender que debíaapañárselas sin ella.

Y sé que ella estaba en el paraísocon nosotros porque sin Lippsie nohabía paraíso. El paraíso era una tierradorada entre la Cruz de Gerrard y elmar, donde Dorothy se ponía un jerseyde angora para planchar y un gabán azulcuando hacía las compras. El paraísoera adonde Rick y Dorothy habían huidodespués de su casamiento clandestino,un Eldorado de nuevos comienzos yemocionantes futuros, pero no recuerdoun solo día sin los movimientos bruscosde Lippsie en algún lugar de la orilla, odiciéndome lo que estaba bien o mal con

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una voz de la que yo no hacía caso. Auna hora hacia el este en automóvil«Bentley» estaba la Ciudad, y en laCiudad se encontraba el West End y allíera donde Rick tenía su despacho y en eldespacho una foto grande y sombreadadel abuelo TP con su collar de alcalde,y el despacho era lo que retenía a Rickhasta altas horas, cosa que hacía lafelicidad del niño Pym porque leconsentían subirse a la cama de Dorothyy darle calor, tan pequeña y friolera eraella incluso para un chiquillo. A vecesLippsie se quedaba con nosotros y otrasveces iba a Londres con Rick porquetenía que estudiar y, lo que ahora

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entiendo, justificar su propiasupervivencia cuando tantos de lossuyos habían muerto.

En el paraíso había una recua delustrosos caballos de carrera que Sydllamaba imbatibles y una hilera de«Bentley» aún más relucientes que, aligual que las casas, se deterioraban tanaprisa como el crédito con que se habíancomprado, y había que cambiarlos conrapidez escalofriante por modelostodavía más nuevos y más caros. Aveces los «Bentley» eran tan preciadosque había que rodear el flanco de lacasa y esconderlos en el jardín de atráspor miedo a que pudiese mancillarlos la

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mirada de los Infieles. Otras veces Pymlos conducía a mil millas por horasentado en las rodillas de Rick, a lolargo de inacabadas carreteras arenosas,orilladas de hormigoneras, tocando lagran bocina grave para llamar laatención de los peones a los que Rickgritaba: «¿Qué tal, muchachos?», y lesinvitaba a todos a casa para tomar untrago de burbujas. Y Lippsie estaba allí,al lado de nosotros, en el asiento delcopiloto, derecha como un cochero eigualmente distante, hasta que Rickoptaba por dirigirle la palabra o haceruna broma. Entonces la sonrisa de ellaera como el sol de las vacaciones, y nos

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amaba a los dos. El paraíso era tambiénSt. Moritz, de donde procedían lasnavajas del ejército suizo, aunque poralguna razón los «Bentley» y aquellosdos inviernos prebélicos en Suiza sefundieron en mi memoria como un sololugar. Incluso hoy me basta con olfatearel interior de cuero de un automóvillujoso para sentirme trasladado debuena gana a los salones del gran hotelde St. Moritz, en pos del amortumultuoso de Rick por la fiesta. ElKulm , el Suvretta Hotel , el GrandHotel , Pym los conocía como un únicopalacio gigantesco con diferentes gruposde sirvientes, pero siempre con la

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misma corte: el séquito personal deRick, compuesto de bufones, asesores yjockeys; rara vez iba a alguna parte sinellos. Durante el día, porteros italianoscon largas escobas te cepillaban lanieve de las botas cada vez que cruzabasla puerta batiente. Por las noches,mientras Rick y su cortejo estaban debanquete con beldades locales yDorothy estaba demasiado cansada, Pymse aventuraba de la mano de Lippsie porcallejones nevados, agarrando su navajaen el bolsillo al tiempo que fingía ante símismo que era una especie de prínciperuso que la protegía de cualquiera quese riese de ella por ser seria. Y por la

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mañana, después de madrugar, salía depuntillas sin escolta al rellano y mirabapor las barandillas a sus huestes desiervos trabajando abajo, en el granvestíbulo, mientras él olía el humorancio de puro, el perfume de lasmujeres y la cera que brillaba comorocío en el parqué cuando lopulimentaban con largos barridos de susfregonas. Y así era como olían despuéslos «Bentley» de Rick: olían a beldades,a cera de abeja, a humo de sus habanosde millonario. Y muy débilmente, de losviajes en trineo al lado de Lippsie por elbosque helado, a frío y a boñiga decaballo mientras ella charlaba en alemán

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con el cochero.De nuevo en casa, y el paraíso eran

pirámides de mandarinas relucientes enpapel de plata, y arañas rosas en elcomedor y clamorosas visitas ahipódromos lejanos para exhibirnuestras insignias de propietarios y verperder a los imbatibles, y un televisordiminuto en blanco y negro insertado enun estuche enorme de caoba mostraba laregata detrás de un cielo de puntosblancos, y cuando veíamos el GrandNational los caballos estaban tan lejosque Pym se preguntaba cómoencontraban el camino a casa, pero metemo ahora que Rick muy a menudo no

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lo hacía. Y el cricket en el jardín conSyd, seis peniques si no sacaba a Titchdel campo en seis bolas. Y boxeo en elsalón con Morrie Washington, el expertode la corte en el juego de la lucha,porque Morrie era nuestro ministro deartes: había hablado con Bud Flanagan yestrechado la mano de Joe Louis, yhabía interpretado al secuaz delprestidigitador en el hombre con ojoscomo rayos X. Y Muspole, el grancontable, te sacaba monedas de mediacorona de las orejas, aunque Muspole nofue nunca mi favorito: me obligaba ameterme cantidad de aritmética en lacabeza. Y veía desaparecer terrones de

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azúcar debajo del sombrero jurídico dePerce Loft: se convertían en ficción antemis propios ojos. Y los correteos por eljardín montado a horcajadas sobre loshombros enfundados en chalecos de losjockeys, que tenían nombres como Billiey Jimmy, Gordon y Charlie y eran losmejores magos del mundo, los mejoresduendes, y se leían todos mis tebeos yme dejaban los suyos cuando losterminaban.

Pero siempre, en algún lugar de estafauna, puedo encontrar a Lippsie, yamadre, ya mecanógrafa, música,jugadora de cricket y en todo momentopreceptora moral particular de Pym,

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corriendo por el campo en persecuciónde un tiro alto, mientras todo el mundole gritaba Achtung! y «ojo, cuidado conlos arriates». Fue también en el paraísodonde Rick descargó un balonazo contrala cara joven de Pym con un balónflamante de tamaño natural, que fuecomo ser golpeado por el interior detodos los «Bentley» a la vez, el mismocuero proyectado a la misma velocidadsuicida. Cuando volvió en sí, Dorothyestaba inclinada sobre él con un pañueloapretado entre los dientes, gimiendo:«Oh, no, por favor, Dios mío, no»,porque había sangre por todas partes. Elbalón sólo le había producido un corte

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en la frente, pero Dorothy insistía en quele había hundido el globo del ojo enteroen la cabeza, tan adentro que nuncavolvería a su sitio. La pobrecilla estabatan asustada que no se atrevía a limpiarla sangre y Lippsie tuvo que hacerlo porella, porque Lippsie sabía tocarme comotocaba a animales y pájaros heridos. Nohe vuelto a conocer a una mujer consemejante tacto en las manos. Y ahoracreo que eso era lo que yo significabapara ella: una cosa a la que tocar, mimary proteger después de que le habíanprivado de todo lo demás. Yo era suresiduo de amor y de esperanza en lacárcel dorada donde Rick la tenía

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prisionera.Cuando Rick estaba en el paraíso la

noche no existía y nadie se acostaba,excepto Dorothy, que se había nombradoella misma la Bella Durmiente de lacorte. Pym podía sumarse a la juerga encualquier momento y allí estaban todos,Rick, Syd, Morrie Washington, PerceLoft, Muspole, Lippsie y los jockeys,tumbados en el suelo entre montoncitosde dinero, mirando brincar a la bola dela ruleta por las paredes de estaño bajola mirada de TP ornado con los atributosde su cargo, de modo que también en lascasas debía de haber un retrato suyo. Yveo a todos nosotros bailando al compás

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del gramófono y contando historiassobre un chimpancé llamado PequeñoAudrey, que se reía y reía de chistes quesuperaban la comprensión intelectual dePym. Pero Pym reía más fuerte queninguno porque estaba aprendiendo a serun seductor, con voces graciosas,actuaciones y anécdotas que le hicieranatractivo. En el paraíso todo el mundose amaba porque una vez Pym encontró aLippsie sentada en las rodillas de Rick yotra vez le encontró bailando con lamejilla pegada a la de ella y un habanoentre los dientes, al tiempo que cantaba«Debajo de los arcos» con los ojoscerrados. Y parecía una lástima que

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Dorothy estuviese una vez másdemasiado cansada para ponerse la batacon volantes que Rick le habíacomprado -rosa para Dorothy, blancapara Lippsie- y bajar a divertirse. Perocuanto más fuerte la llamaba Rick por laescalera tanto más profundamentedormía Dorothy, como Pym descubriópor sí mismo cuando le enviaron porencargo de Rick para convencerla deque bajase. Llamó a la puerta y no huborespuesta. Fue de puntillas hasta la camaenorme y le retiró de la mejilla lo que aprimera vista parecían telarañas. Lehabló en susurros y luego intentógritarle, pero fue en vano. Dorothy

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estaba llorando en sueños, informó Pymcuando volvió abajo. Pero a la mañanasiguiente todo se había resueltonuevamente porque los tres estabanjuntos en la cama, con Rick en el medio,y a Pym le autorizaron a deslizarsedentro, al lado de Lippsie, mientrasDorothy bajaba a preparar tostadas yLippsie me estrechaba gravementecontra ella y me dedicaba su muecacontrita y moral, que ahora supongo queera su manera de decirme que seavergonzaba de su debilidad yenamoramiento, y deseaba purificarloscon su preocupación por mí.

Es cierto que en el paraíso Rick

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vociferaba, pero nunca a Pym. Ni unasola vez me levantó la voz: su voluntadera asaz firme sin necesidad de palabrasy su amor era todavía más fuerte. Levociferaba a Dorothy, le engatusaba y leadvertía de cosas que Pym no podíaentender. Más de una vez le transportabafísicamente hasta el teléfono y leobligaba a hablar con gente: con el tíoMakepeace, con tiendas y con otraspersonas que representaban algúngénero de amenaza para nosotros y aquienes sólo Dorothy podía apaciguar,porque Lippsie se negaba a hacerlo y detodos modos su acento no era correcto.Ahora creo que ésa fue la primera vez

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en que Pym oyó el nombre deWentworth, porque recuerdo queDorothy me agarraba de la mano parainfundirse valor mientras decía a laseñora Wentworth que no habríaproblemas respecto al dinero siempreque todo el mundo dejase de presionar.De modo que Wentworth fue un nombrefeo para Pym desde muy pronto. Seconvirtió en sinónimo de miedo y definal de cosas.

–¿Quién es Wentworth? -preguntóPym a Lippsie, y fue la única vez en queella le ordenó que se callase.

Y recuerdo que Dorothy conocía porsu nombre a todas las operadoras de la

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centralita y lo que sus maridos yprometidos hacían y en qué colegioestudiaban sus hijos, porque cuandoestaba sola con Pym y temblorosa en sujersey de angora descolgaba el teléfonoblanco y mantenía una larga charla conellas, como si hallara consuelo en unmundo de voces incorpóreas. Rick lechillaba a Lippsie también cuando ellale plantaba cara, y creo ahora que se leenfrentaba más a medida que yo ibacreciendo. Y a veces les gritaba aDorothy y a Lippsie juntas y les hacíallorar al mismo tiempo hasta que los treshacían las paces en el gran lecho blancodonde él desayunaba su tostada y dejaba

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que la mantequilla gotease sobre lassábanas rosas. Pero nadie hacía daño aPym, nadie le hacía llorar. Creo queincluso en aquella época Pymcomprendía que Rick medía susrelaciones con mujeres mediante surelación con Pym, y le parecíandeficientes por comparación. Enocasiones Rick llevaba a patinar aDorothy y a Lippsie. Rick vestía un fracy una corbata blanca y ellas dos ibanvestidas como chicos de pantomima,ambas enlazadas a él por un brazo yevitando mirarse.

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La Caída aconteció en la oscuridad.Últimamente nos habíamos mudado confrecuencia de casa, en lo que debió deser un vertiginoso ascenso a través delmercado inmobiliario local, y nuestropalacio entonces era una casa solariegasobre una colina, y el día era una tardenegra de invierno próxima a lasNavidades. Pym había estado haciendodecoraciones de papel con Lippsie, ytengo la impresión de que si pudieraencontrar el sitio, si no es actualmenteun terreno municipal o una carretera decircunvalación, todavía estaríancolgando exactamente como losdejamos, las estrellas de David y las

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estrellas de Befen -ella me enseñó adistinguirlas con exactitud- centelleandoen inmensas habitaciones vacías.Primero se apagaron las luces en elespacioso cuarto de juegos de Pym,luego se extinguió la estufa eléctrica,luego no funcionaba su flamante treneléctrico de diez vías y luego Lippsiedio una especie de grito y desapareció.Pym fue al piso de abajo y abrió de paren par la puerta de nogal del novísimo ylujoso mueble bar de Rick. Los espejosdel interior rehusaron encenderse y tocar«Alguien está en la cocina con Dinah.»

De repente, en toda la casa, lasbolas de latón del reloj de pared

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barométrico recién comprado eran loúnico que había conservado su energía.Pym corrió a la cocina. No estaba lacocinera ni el señor Roley, el jardinero,cuyos hijos le robaban los juguetes aPym pero no se les podía reprocharporque ellos no disfrutaban de susprivilegios. Volvió a subir corriendo y,aterido de frío, realizó una inspecciónurgente de los largos pasillos, llamando«Lippsie, Lippsie», pero no contestónadie. Desde la ventana del rellano,coronada por un arco y con cristal decolores, miró furiosamente al jardín yvislumbró coches negros en el sendero.No eran «Bentley», sino dos

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«Wolseley» de la policía. Y chóferes dela policía con gorra de visera sentadosal volante. Y hombres con gabardinasmarrones formando un corro a su lado yhablando con el señor Roley al tiempoque la cocinera retorcía el pañuelo y lasmanos como el ama de la pantomimaLoca pandilla, que Rick había llevado aver a su corte tan sólo una semana antes.La gente sitiada huye hacia arriba, comosé ahora, lo que puede explicar por quéla reacción de Pym fue subir corriendola estrecha escalera hasta el desván. Allíencontró a Rick muy nervioso, rodeadode papeles y carpetas desparramadaspor el suelo, cargando documentos a

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brazadas en un fichero verde, viejo yastillado que Pym no había visto nuncaen todas sus exploraciones.

–La electricidad se ha averiado yLippsie está asustada y la policía havenido y está en el jardín deteniendo alseñor Roley -dijo Pym a Rick de unatirada.

Lo repitió varias veces, cada vezmás alto, debido a la trascendencia delmensaje. Pero Rick no le escuchaba.Corría entre los papeles y el fichero,llenando los cajones. Así que Pym se leacercó y le propinó un golpe fuerte en laparte superior del brazo, tan fuerte comopudo en la parte blanda que había justo

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encima del muelle de acero que Rickusaba para mantener derecha la mangade su camisa de seda, hasta que Rick sevolvió hacia él y lanzó hacia atrás lamano para golpearle, y su cara seasemejaba a la del señor Roley cuandoestaba a punto de realizar un granesfuerzo final ante un tarugo parapartirlo en dos: roja, tirante y sudorosa.Luego cayó en cuclillas y agarró a Pympor los dos hombros con sus manazasahuecadas. Y su cara inquietó a Pymmucho más que el vuelo del hacha,porque sus ojos expresaban miedo ylloraban sin que el resto del rostro losupiese, y su voz fue suave y

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sacramental.–No vuelvas a pegarme nunca, hijo.

Cuando sea juzgado, como todos loseremos, Dios me juzgará por el tratoque te he dado, no se andará con rodeos.

–¿Por qué ha venido la policía? -preguntó Pym.

–Tu viejo tiene un problematemporal de liquidez. Ahora despeja elcamino hasta ese armario y abre lapuerta como un buen chico. Rápido.

El armario estaba en un rincón,detrás de una pila de ropas viejas ytrastos de desván. De un modo u otroPym logró llegar hasta la puerta y tiró deella hasta abrirla. Rick estaba cerrando

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con estrépito los cajones del fichero.Giró el cerrojo, agarró a Pym del brazoy le metió la llave en el fondo delbolsillo del pantalón, que era angosto,de lana y con cabida sólo para una llavey una bolsita de caramelos.

–Dásela a Muspole, ¿me oyes, hijo?A nadie más que a Muspole. Luego leenseñas dónde está este fichero. Le traesaquí y se lo enseñas. A nadie más.¿Quieres a tu viejo?

–Sí.–Así me gusta.Orgulloso como un centinela, Pym

sujetó la puerta mientras Rick hacíagirar y rodar el fichero sobre sus ruedas

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hasta introducirlo en el armario ydespués en el oscuro entablado quehabía detrás. A continuación arrojó unmontón de cachivaches que lo taparontotalmente.

–¿Has visto dónde está, hijo?–Sí.–Cierra la puerta.Pym lo hizo y luego se precipitó

escaleras abajo, con el pecho inflado,porque quería echar otra ojeada a loscoches de la policía. Dorothy estaba enla cocina, con su abrigo de piel nuevo ysus mullidas zapatillas nuevas,removiendo una lata de sopa de tomate.Tenía en la boca uno de esos burbujeos

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que a la gente le sale cuando un nudo enla garganta les impide hablar. Pymaborrecía la sopa de tomate, al igual queRick.

–Rick está reparando las cañerías -anunció pomposamente a fin de mantenersu secreto intacto. Era el único sentidoque lograba atribuir a la referencia deRick sobre liquidez. Gritando todavíamás alto para llamar a Lippsie, salió alpasillo como una exhalación y tropezóde narices con dos policías queavanzaban trabajosamente bajo el pesode un gran escritorio que era eldespacho de Rick cuando estaba encasa.

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–Eso es de mi padre -dijoagresivamente, colocando una manoencima del bolsillo donde tenía la llave.

El primer policía es el único querecuerdo. Era amable, tenía un bigoteblanco como el de TP y era más alto queDios.

–Sí, bueno, me parece que ahora esnuestro, chico. Mantén abierta esapuerta, haz el favor, y ten cuidado conlos dedos de los pies.

Pym, el portero oficial, obedeció.–¿Tu papá tiene algún escritorio

más? -preguntó el policía alto.–No.–¿Armarios? ¿Algún sitio donde

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guarde sus papeles?–Están todos ahí dentro -dijo Pym,

señalando firmemente el escritoriomientras mantenía la otra mano sobre elbolsillo.

–¿Tienes ganas de hacer pis?–No.–¿Dónde hay una cuerda?–No sé.–Sí sabes.–En el establo. En un gancho grande

de silla al lado de la segadora nueva. Enun ronzal.

–¿Cómo te llamas?–Magnus. ¿Dónde está Lippsie?–¿Quién es Lippsie?

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–Mi amiga.–¿Trabaja para tu papá?–No.–Vete a buscarnos esa cuerda,

Magnus, sé buen chico. Yo y mis amigosvamos a llevar a tu padre a unasvacaciones de trabajo durante unatemporada y necesitamos sus papelespara poder trabajar.

Pym corrió al cobertizo que estabaen el otro extremo de los jardines, entreel corral del pony y la vivienda delseñor Roley. En la estantería había unbote verde de té donde Roley guardabasus clavos. Pym metió la llave dentro,pensando: bote verde, fichero verde.

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Para cuando volvió con el cabestro Rickse encontraba escoltado por los doshombres de gabardina marrón. Y todavíaveo la escena: Rick tan pálido que nitodas las vacaciones del mundo ledevolverían el color, exigiéndomefidelidad con los ojos. Y el policía altopermitiendo a Pym probarse su gorraplana y tirar de la manilla que hacíasonar la campana de plata en el techodel «Wolseley» negro. Y Dorothy conaspecto de necesitar unas vacacionescon más urgencia aún que Rick, sinatragantarse más, sino rígida como unaestatua, con sus manos blancas cruzadassobre el regazo de su abrigo de piel.

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La memoria es una gran tentadora,Tom. Imagina el cuadro trágico. Elpequeño grupo, el día de invierno, lasNavidades próximas. El convoy de«Wolseley» alejándose por el caminodonde Pym había pasado tanto tiempopatrullando con su pistola nueva de seistiros de Harrods . El escritorio de Rickamarrado al último automóvil con ayudadel ronzal del establo. Contemplaninmóviles al cortejo que desaparece porel túnel de árboles y se lleva a nuestroProveedor Dios sabe dónde. La señoraRoley llorando. La cabecita de Pymapretada contra el seno de su madre. Milviolines tocando: «¿No piensas volver a

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casa?»; es ilimitado el patetismo quepodría exprimir de este limón si loestrujara. La verdad, no obstante,cuando me esfuerzo en recordarla, esdiferente. La partida de Rick produjo enel ánimo de Pym una gran calma. Sesintió reconfortado y liberado de unacarga intolerable. Vio a los cochespartir, con el escritorio de Rick enúltimo lugar. Y siguió mirándolosansiosamente, pero sólo por miedo a queRick les convenciese de que volvieran.Mientras los miraba, Lippsie salió delos bosques con su pañuelo en la cabezay avanzó hacia él inclinada por el pesode la maleta de cartón que contenía

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todas sus pertenencias. Verla puso aPym aún más furioso que cuando habíadescubierto a Dorothy cocinando unasopa. Te has escondido, le acusó en eldiálogo secreto que constantementemantenía con ella. Te has asustado tantoque te has escondido en el bosque y tehas perdido la juerga. Ahora locomprendo, por supuesto, pero entoncesno podía saber que Lippsie habíapresenciado antes escenas dedetenciones: la de su hermano Aaron yla de su padre, el arquitecto, pormencionar sólo dos. Pero a Pym, al igualque al resto del mundo, no lepreocupaban mucho los pogroms de

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aquellos tiempos, y lo único que sentíaera el hondo agravio de que el amor desu vida no hubiese estado a la altura deun momento histórico.

Muspole apareció esa noche. Sepresentó en la puerta lateral con un polloasado, una empanada de ruibarbo,natillas espesas y un termo de técaliente, y dijo que estaba haciendogestiones y que al día siguiente todoestaría resuelto. Para reponerse Pymdijo: «Venga a ver mi Hornby», yDorothy se echó a llorar porque paraentonces ya no había Hornby: losalguaciles del embargo habían libradouna batalla campal con los comerciantes

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que recuperaban sus mercancías y elHornby había sido una de las primerascosas en desaparecer. Pero Muspole fuecon Pym de todos modos, le acompañóal cobertizo y recibió de él la llave, yluego le siguió al desván donde el niñole enseñó el secreto. Y todo el mundo sepuso a observar de nuevo cómo Roley yMuspole levantaban el fichero y lointroducían jadeantes en el coche deMuspole. Y nuevamente dijeron adióscon la mano cuando Muspole seinternaba en el crepúsculo con susombrero.

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Después de la Caída vino, comocorresponde, el purgatorio, y en elpurgatorio no existían Lippsies: presumoque estaba utilizando la ausencia deRick para distanciarse y tratar deimponerme una de sus rupturas. Fue enel purgatorio donde Dorothy y yocumplimos nuestra condena, Tom, y estájusto en la cima de esa colina, uno delos pocos jalones del recorrido de Rickpor la costa, aunque los nuevosapartamentos han eliminado gran partede sus tormentos. El purgatorio era lamisma hondonada de madera, congrietas y crestas y laureles chorreantesdonde Pym había sido concebido, con

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playas rojas barridas por el viento,siempre fuera de temporada, ycolumpios chirriantes y zonasrecreativas empapadas y cerradas paralos niños el domingo, y para Pymtambién los demás días de la semana. Elpurgatorio era la casona triste deMakepeace Watermaster, The Glades,donde Pym tenía prohibido abandonar elhuerto tapiado si el tiempo era seco oentrar en las habitaciones principales siestaba lloviendo. El purgatorio era eltabernáculo con los chicos de la escuelanocturna borrados de los libros dehistoria; y los sermones aterradores deMakepeace; y los del señor Philpott, y

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los de cada tía, primo o filósofo delvecindario que tomaba la palabra,impelido por la desgracia de Rick, yveía en el joven delincuente la personaindicada a quien dirigirse.

En el purgatorio no había mueblesbar, televisores, «Bentley» ni caballos,y se servía pan con margarina en lugarde tostadas. Cuando cantábamos, erapara entonar «Hay un monte verde enlontananza» y nunca «Debajo de losarcos» o uno de los Lieder de Lippsie.Las fotos de la época muestran a un niñoque al sonreír enseña dientes grandes, unniño desarrollado y bastante guapo, peroencorvado como si viviera en un lugar

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de techos bajos. Todas estándesenfocadas y desprenden un airefurtivo y sigiloso, y procuro amarlas tansólo porque Dorothy debió de sacarlas,aunque era a Lippsie a quien Pymañoraba. En un par de ellas el niño estátirando del brazo de la madre que en esemomento le tenía a su cargo, yprobablemente intentaba convencerla deque huyera con él. En una de las fotoslleva guantes blancos y holgados comomanos de marionetas, por lo quesupongo que padecía alguna afección dela piel, a menos que a Makepeace lepreocuparan las huellas dactilares. Oquizá se proponía llegar a ser camarero.

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Las madres, todas corpulentas, todasellas vestidas con el mismo uniformeestricto, tienen tal aspecto de carcelerasque me pregunto seriamente siMakepeace las buscaba en una agenciaespecializada en el cuidado deadolescentes. Una luce una medallacomo una Cruz de Hierro. No quierodecir que no sean amables. Sus sonrisasemanan un piadoso optimismo. Pero ensu mirada hay algo que te advierte deque permanecen continuamente alerta ala criminalidad latente de los niños a sucargo. Lippsie es una figura ausente y mipobre Dorothy, la compañera única decelda que Pym tenía en la oscura ala

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trasera de la casa, donde los dos habíansido confinados, era incluso una nulidadmayor que antes. Si Pym recibía unapaliza, Dorothy le vendaba las heridas,pero no discutía la necesidad de losazotes. Si le ponían pañales vergonzososcomo castigo por mojar la cama,Dorothy le exhortaba a no beber en lasegunda mitad del día. Y si le castigabana no tomar el té, Dorothy le guardaba susgalletas y se las pasaba en la intimidadde la habitación de arriba,introduciéndolas una por una entre losbarrotes invisibles. En el paraíso, en losbuenos tiempos, Pym y Dorothy habíanconseguido compartir bromas

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cómplices. Ahora el silencio culpablede su propio hogar embargaba aDorothy. Día tras día intensificaba suretraimiento, y aunque él le contaba susmejores chistes y le representaba susnúmeros más vistosos y le pintaba loscuadros más bonitos que sabía, nada delo que hiciese lograba despertar susonrisa mucho tiempo. De noche ellagemía y rechinaba los dientes y, cuandoencendía la luz, Pym estaba despierto asu lado, pensando en Lippsie yobservando los ojos de Dorothy quemiraban sin pestañear la estrella deBelén de pergamino que hacía la funciónde pantalla de la lámpara.

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Si Dorothy se hubiese estadomuriendo, Pym habría podido cuidarlapara siempre, sin vacilación. Pero no loestaba y, en lugar de mimarla, leguardaba rencor. En realidad prontoempezó a cansarse de ella y apreguntarse si había sido el padre queno debía, el que se había ido devacaciones, y si Lippsie era suverdadera madre y Rick había cometidoun error espantoso que lo explicabatodo. Cuando estalló la guerra Dorothyfue incapaz de alegrarse por lamaravillosa noticia. Makepeaceencendió la radio y Pym oyó a unhombre solemne declarar que había

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hecho todo lo posible para evitarla.Makepeace apagó la radio y Philpott,que había venido a tomar el té, preguntócompungido dónde, oh, ¿dónde sería elcampo de batalla? Makepeace, que teníarespuestas para todo, contestó que Diosdecidiría. Pero Pym, desbordante deexcitación, por una vez se atrevió ainterrogarle.

–Pero tío Makepeace, si Dios puededecidir dónde es la batalla, ¿por qué nola detiene totalmente? No quierehacerlo. Si quisiera lo haría fácilmente.¡No quiere!

Hasta esta misma fecha desconozcocuál fue el pecado más grande:

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interrogar a Makepeace o interrogar aDios. En ambos casos el remedio fue elmismo: imponerle un régimen de pan yagua, como a su padre.

Pero el peor monstruo de TheGlades no era el gomoso tío Makepeace,con sus orejitas de rosa y su figura tanalta y terrible que más parecía divinaque humana, sino la loca tía Nell, consus gafas de color hígado, que perseguíaa Pym sin ningún motivo, amenazándolecon el bastón y llamándole «mi pequeñocanario» a causa del jersey amarillo queDorothy le había tejido entre llanto yllanto. La tía Nell tenía un bastón blancopara ver y un bastón marrón para

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caminar. Veía perfectamente, salvocuando llevaba su bastón blanco.

–La tía Nell saca sus tembleques deuna botella -dijo Pym a Dorothy un día,pensando que podría hacerle sonreír-.Lo he visto. Tiene una botella escondidaen el invernadero.

Dorothy no sonrió, sino que seasustó mucho y le hizo jurar que nuncarepetiría semejante cosa. La tía Nellestaba enferma, dijo. Su enfermedad eraun secreto y tomaba una medicinasecreta y nadie debía saberlo, pues de locontrario la tía Nell moriría y Dios seenfadaría mucho. Pym acarreó durantesemanas este conocimiento asombroso,

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de un modo parecido a como,brevemente, había transportado el deRick, aunque la nueva información eramejor y más deshonrosa. Era como elprimer dinero que había poseído en suvida, su primer fragmento de poder.¿Con quién emplearlo? ¿Con quiéncompartirlo?, se preguntaba. ¿Dejo vivira la tía, o la mato por llamarme pequeñocanario? Decidió emplearlo con lacocinera, la señora Banister.

–La tía Nell saca sus tembleques deuna botella -le dijo procurando usarexactamente las mismas palabras quetanto habían horrorizado a Dorothy. Perola tía Nell no se murió y la señora

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Banister sabía ya lo de la botella y ledio una bofetada por su descaro. Peoraún: debió de ir con el cuento al tíoMakepeace, pues esa noche él realizóuna visita infrecuente al ala carcelaria,balanceándose, rugiendo y sudando yapuntando a Pym mientras hablaba deque Rick era el diablo. En cuanto semarchó, Pym cruzó la cama delante de lapuerta por si Makepeace decidía volvery armar escándalo, pero no lo hizo. Elespía en ciernes, sin embargo, habíaaprendido una lección temprana en eljuego peligroso del espionaje: todo elmundo habla.

La lección siguiente no fue menos

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instructiva y versó sobre los peligros dela comunicación en territorio ocupado.Por esa época Pym escribía a Lippsietodos los días y echaba las cartas a unbuzón que había en la puerta trasera dela casa. Para posterior vergüenza suya,las cartas contenían informacióninestimable, y casi nada en clave. Cómoentrar en The Glades de noche. Sushoras de ejercicio. Mapas. El carácterde sus perseguidores. El dinero quehabía ahorrado. La ubicación exacta delos guardas alemanes. El itinerario quehabía que seguir por el jardín trasero ydónde se guardaba la llave de la cocina.«Estoy secuestrado en una casa

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peligrosa. Por favor, libérame enseguida», escribió, y adjuntó un dibujode la tía Nell en que le salían canariospor la boca, como una advertencia másde los riesgos que le rodeaban. Perohabía una pega. Como ignoraba ladirección de Lippsie, Pym sólo podíaconfiar en que alguien de la estafetaconociese sus señas. Esta confianza fuetraicionada. Un día el cartero entregópersonalmente a Makepeace el fajoultrasecreto. Makepeace convocóentonces a la madre de turno, quien a suvez convocó a Pym y le condujo comoreo que era ante el juez para el castigo,sin que le valieran sus sonrisas fingidas

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y sus súplicas y todas las lisonjas a querecurrió, pues Pym, pocodeportivamente, odiaba los azotes y raravez se mostraba valeroso a la hora derecibirlos. A partir de ese día seconformó con buscar a Lippsie en losautobuses y, de tal manera que siemprepudiera desmentirlo, preguntando acualquiera que pasase por la puertatrasera si la había visto. Preguntabaespecialmente a policías, a quienesahora dedicaba una espléndida sonrisasiempre que los encontraba.

–Mi padre tiene una caja verde consecretos dentro -dijo a un agente un díaen que paseaba con una de sus

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guardianas por los jardinesconmemorativos.

–¿Conque sí, hijo? Pues gracias pordecírnoslo -respondió el policía,fingiendo que lo anotaba en su libreta.

Entretanto le llegaron nuevas deRick, aunque no de Lippsie, como lossusurros inconclusos de una radiolejana. Tu padre está bien. Lasvacaciones le están mejorando. Haperdido peso, está muy bien alimentado,no tenéis que preocuparos, haceejercicio, lee sus libros de leyes y havuelto a la escuela. La fuente de estosretazos inapreciables era la Otra Casa,que se encontraba en una parte más

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pobre del purgatorio, junto a la estaciónde cok, y no debía mencionarse nuncadelante de Makepeace, puesto que era lacasa que había incubado a Rick yreportado deshonra a la gran familia delos Watermaster, por no decir a lamemoria de TP. Dorothy y Pym viajabanallí cogidos de la mano, como en lapenumbra al amor de la lumbre, con unamalla pegajosa contra la detonación delas bombas en las ventanas del trolebús,y las luces del interior azules paradesorientar a los pilotos alemanes. En laOtra Casa, una inquebrantable mujercitairlandesa, con una mandíbula de roca,entregaba a Pym media corona extraída

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de un frasco rojizo, le palpaba conaprobación los músculos del brazo y lellamaba «hijo» como Rick, y de la paredcolgaba una copia de la mismafotografía sombreada de TP, aunque nocon un marco dorado, sino de madera deataúd. Tías de cara alegre regalaban aPym su ración de azúcar, le abrazaban ylloraban y trataban a Dorothy como a lareina que en un tiempo había sido, yululaban cuando Pym les hacía chistosasimitaciones de voces y aplaudían cuandoles cantaba «Debajo de los arcos».

–¡Vamos, Magnus, imita ahora a SirMakepeace!

Pero Pym no se atrevía por miedo a

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la ira de Dios, de la que sabía que erarápida y atroz por el asunto de la tíaNell. La tía a la que más amaba eraBess.

–Dinos, Magnus -le susurraba la tíaBess, a solas en la trascocina, acercandola cabeza de Pym a la suya-. ¿Es verdadque tu papá tuvo una vez un caballo decarreras que se llamaba PríncipeMagnus por ti?

–No es verdad -respondió Pym sindudar un segundo, recordando laemoción de estar sentado en la cama detía Bess, al lado de Lippsie yescuchando el comentario del PríncipeMagnus saliendo de la nada-. Es una

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mentira inventada por el tío Makepeacepara hacer daño a mi padre.

La tía Bess le besó, se rió y lloró dealivio, y le estrechó aún más fuerte.

–No digas nunca que te lo hepreguntado. Promételo.

–Lo prometo -dijo Pym-. Palabra dehonor.

La misma tía Bess, una nochegloriosa, sacó de matute a Pym de TheGlades y le llevó al teatro deBournemouth Pier, donde vieron a MaxMiller y a una hilera de chicas conlargas piernas desnudas como las deLippsie. En el trolebús de vuelta,desbordante de gratitud, Pym le contó

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todas las cosas que sabía en el mundo einventó las que no sabía. Dijo que habíaescrito un libro de Shakespeare y queestaba guardado en una caja verde enuna casa secreta. Un día lo encontraría,lo publicaría y ganaría un montón dedinero. Dijo que de mayor sería policía,actor y jockey, y que conduciría un«Bentley» como Rick, se casaría conLippsie y tendrían seis hijos, todosllamados TP como su abuelo. Estocomplació a Bess sobremanera, salvo lodel jockey, y se fue a casa diciendo queMagnus era un cómico, que era lo que élmás deseaba. Su satisfacción fueefímera. Esta vez Pym había

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encolerizado de verdad a Dios, y comode costumbre Él no tardó en tomarmedidas al respecto. Al día siguientemismo, antes del desayuno, la policíallegó y se llevó a Dorothy para siempre,aunque la madre a la sazón en funcionesdijo que era sólo una ambulancia.

Y una vez más, si bien Pym lloró porDorothy, como era menester, y se negó acomer por su causa y zurró con lospuños a las sufridas madres, no pudopor menos de reconocer su rectitud porhabérsela llevado. Se la llevaron a unlugar donde sería feliz, dijeron lasmadres. Pym envidió la suerte deDorothy. No al mismo sitio que a Rick,

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no, sino a otro más bonito y mástranquilo, con personas buenas que lacuidaban. Pym planeó reunirse con ella.La huida, hasta entonces una fantasía, seconvirtió en un objetivo serio. Unepiléptico famoso de la escueladominical le familiarizó con sussíntomas. Pym esperó un día, irrumpióen la cocina con los ojos en blanco y sedesplomó dramáticamente delante de laseñora Banister, metiéndose las manosen la boca y retorciéndose para rematar.El médico, que debía de ser un imbécilintegral, recetó un laxante. Al díasiguiente, en una nueva tentativa dellamar la atención, Pym se cercenó el

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mechón de la frente con tijeras de papel.Nadie lo advirtió. Improvisando ahora,liberó de su jaula a la cacatúa de laseñora Banister, arrojó escamas dejabón en la olla y obstruyó el retrete conuna boa propiedad de tía Nell.

No sucedió nada. Eran palos deciego. Lo que necesitaba era unatrastada espectacular. Aguardó toda lanoche y por la mañana temprano, cuandosu valentía adquirió el grado más alto,Pym recorrió en bata y zapatillas ladistancia de la casa hasta el estudio deMakepeace Watermaster y orinócopiosamente en el centro de laalfombra blanca. Aterrado, se precipitó

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sobre el reguero que había formado, conla esperanza de secarlo mediante elcalor de su cuerpo. Entró una sirvienta ygritó. Llamaron a una madre y, desde supostura fetal sobre la alfombra, Pym fueobsequiado con un ejemplo instructivodel modo en que la historia se reescribeen una crisis. La madre le tocó elhombro. Él gimió. Ella le preguntódónde le dolía. Él señaló la ingle, lacausa literal de su dolencia. Trajeron aMakepeace. En primer lugar, ¿quéestabas haciendo en mi estudio? Eldolor, señor, el dolor, quería decirleque me dolía. El médico regresó con unchirrido de neumáticos y ahora lo

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rememoraron todo mientras él seinclinaba sobre Pym y le tanteaba elestómago con la punta de sus dedosestúpidos. El colapso delante de laseñora Banister. Los gemidos nocturnos,la palidez diurna. La demencia deDorothy, comentada en cuchicheos.Hasta el hecho de que Pym mojase lacama fue tomado en consideración yutilizado como prueba en su favor.

–Pobre niño, también habrá queinternarle -dijo la madre cuando elpaciente fue transportadocautelosamente hasta el sofá y lasirvienta fue enviada urgentemente enbusca de desinfectante y una bayeta.

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Tomaron al paciente la temperatura, quesombríamente fue declarada normal.

–No quiere decir nada -dijo elmédico, ahora esforzándose en rectificarsu negligencia anterior, y ordenó a lamadre que empacase las cosas del pobrechico. Ella lo hizo así y en el curso de latarea debió de descubrir inevitablementeuna serie de pequeños objetos que Pymhabía sustraído de la vida ajena con lafinalidad de mejorar la suya propia:pendientes de azabache de la tía Nell,cartas que la cocinera recibía de su hijoen Canadá y el «Viajes con un burro» deMakepeace Watermaster, que Pym habíaelegido por su título, lo único que había

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leído. En aquel trance incluso se pasópor alto esta prueba flagrante de sudelincuencia.

El desenlace fue más eficaz de loque Pym podía haber esperado. Menosde una semana después, en un hospitalrecientemente habilitado para acoger alas víctimas del inminente bombardeoaéreo, Magnus Pym, de ocho años ymedio, cedió su apéndice en aras de lacobertura operativa. Cuando volvió ensí, lo primero que vio fue un ositoamarillo, más grande que él, sentado alos pies de la cama. Lo segundo fue uncesto de frutas más grande que el oso,que parecía un producto de St. Moritz

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desembarcado por error en la Inglaterraen guerra. Lo tercero fue Rick, esbelto yelegante como un marinero, en posiciónde firmes y con la mano derechalevantada a modo de saludo. Al lado deRick, de nuevo, como un fantasmaasustado y emergido a regañadientes delas sombras del reino cloromórfico dePym, estaba Lippsie, con los hombroscubiertos por una nueva esclavina depiel, y sostenida por Syd Lemon, queparecía su hermano menor.

Lippsie se arrodilló junto a mí. Losdos hombres presenciaron nuestroabrazo.

–Así me gusta -repetía Rick,

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aprobadoramente-. Dale un buen abrazoinglés. Así me gusta.

Suavemente, como una perra querecobra a su cachorro, Lippsie melevantó en brazos, apartó el mechón demi frente y me miró gravemente a losojos como si temiera que en elloshubieran penetrado cosas malas.

¡Cómo festejaron la excarcelación!Despojada de todas sus posesiones,menos la ropa que llevaba y el créditoque conseguía obtener sobre la marcha,la corte reconstruida de Rick se lanzó alcamino abierto y se convirtió en una

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cohorte de cruzados por el país enguerra. La gasolina estaba racionada, los«Bentley» habían desaparecido durantela contienda, todos los cartelescallejeros preguntaban: «¿Es su viajerealmente necesario?», y cada vez quepasaban por delante de uno reducían lavelocidad para gritar «¡Sí!» a coro porlas ventanillas abiertas de su taxi. Loschóferes se convertían en cómplices ohuían de prisa. Un tal Humphries lespuso de patitas en la calle en Aberdeen,al cabo de una semana, tras llamarlesladrones, y se perdió de vista parasiempre en su taxi, sin haber cobrado sudinero. Pero un tal Cudlove, a quien

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Rick había conocido durante lasvacaciones, y que agenció a la corte unasemana al fiado en el Imperial deTorquay por mediación de una tía suyaque trabajaba en la sección contable, sequedó con ellos para siempre,compartiendo su comida y su destino yenseñando a Pym habilidades con unacuerda. A veces disponían de un taxi,otras el amigo especial de Cudlove,Ollie, traía su «Humber» y hacíantrayectos que duraban todo el día pararecreo exclusivo de Pym, mientras Sydse asomaba por la ventanilla de atráspara espolear a latigazos la velocidaddel coche. Por lo que atañe a las

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madres, contaban con un surtidodeslumbrante y variado, y a menudo lasadquirían con tal celeridad que teníanque prensarlas una encima de otra en elasiento trasero, con Pym apretujadocontra un regazo desconocido yexcitante. Hubo una señora que sellamaba Topsie y olía a rosas, y que lehacía bailar a Pym con la cabeza contrasu seno. Hubo una Millie que le dejabadormir con ella en su traje de sirena,porque él tenía miedo del armario negrode su habitación de hotel, y que ledispensaba caricias directas mientras lebañaba. Y hubo Eileens, Mabels yJoans, y una Violet que vomitó en el

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coche por culpa de la sidra, parte en elestuche de su careta antigás y el restosobre Pym. Y cuando todas se quitaronde en medio, Lippsie se materializó, depie e inmóvil en el vapor de unaestación ferroviaria, con su maleta decartón colgando de su mano delgada.Pym la amaba más que nunca, pero nosoportaba su melancolía creciente, y enel torbellino de la gran cruzada ledisgustaba ser el objeto de la misma.

–La buena de Lippsie tiene un no séqué -decía Syd amablemente, notando ladesilusión de Pym, y exhalaron unaespecie de suspiro de alivio cuando ellase fue.

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–La buena de Lippsie ya está otravez a vueltas con sus judíos -dijotristemente en otra ocasión-.Constantemente le cuentan que les estánhaciendo otro tanto.

Y otra vez:–Lippsie se siente culpable por no

haber muerto como ellos.Las pesquisas intermitentes que Pym

realizaba acerca de Dorothy erantotalmente infructuosas. Tu mamá estáenferma, le decía Syd, volverá pronto, ylo mejor que Magnus puede hacer porella, entretanto, es no preocuparse,porque ella lo sabrá y se pondrá peor.Rick adoptó una actitud dolorida:

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–No tienes más remedio quearreglarte con tu viejo por un tiempo.Creí que lo estábamos pasando bien.¿No nos estamos divirtiendo?

–Nos estamos divirtiendo muchísimo-respondió Pym.

Sobre el tema de su recienteausencia Rick era tan parco como elresto de la corte, motivo por el cual Pympronto empezó a preguntarse si deverdad habría estado de vacaciones.Sólo un indicio ocasional le convencióde que habían compartido unaexperiencia fortalecedora. Winchesterhabía sido peor que Reading debido aaquellos malditos gitanos de Salisbury

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Plain, oyó Pym una vez a MorrieWashington decirle a Perce Loft. Syd lerespaldó.

–Aquellos calés de Winchester eranviolentos a más no poder -dijo Syd,sentidamente-. Los carceleros tampocoeran mejores.

Y Pym constató que las vacacionesles habían inculcado un apetito voraz,pues él era el único del grupo que podíatener propensión a quejarse.

–Cómete esos guisantes, Magnus -leincitaba Syd entre muchas risas-. Hayhoteles peores que éste, puedescreernos.

No fue hasta un año o algo más

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tarde, cuando el vocabulario de Pym sehabía equiparado a su comprensiónintelectual, cuando comprendió quehabían estado hablando de la cárcel.

Pero su cabecilla no gustaba de estaschanzas y ellos las interrumpíanbruscamente, porque las gravitas deRick era algo que nadie se tomaba a laligera, y mucho menos los hombresdesignados para sustentarla. Lasuperioridad de Rick era manifiesta entodo lo que hacía. En su modo devestirse cuando estaban sin un céntimo,en su ropa limpia y sus zapatos limpios.En la comida que exigía y el estilo conque la comía. En las habitaciones que

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tenían en el hotel. En el hecho denecesitar brandy para el billar ruso y enla manera en que reducía a todos alsilencio de sus cavilaciones. En supreocupación por las buenas obras, queimplicaban visitas a hospitales dondelos internos habían sufrido durosreveses y atenciones a ancianos mientrassus hijos estaban en la guerra.

–¿Te ocuparás también de Lippsiecuando la guerra termine? -le preguntóPym un día.

–Lippsie es una joya -dijo Rick.Entretanto comerciábamos. Pym

nunca supo con exactitud en qué, y hoytodavía lo ignora. A veces con

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mercancías escasas como jamón ywhisky, y otras veces con promesas, quela corte denominaba Fe. En otrasocasiones con nada más sólido que loshorizontes soleados que centelleabanante nuestra vista por las carreterasvacías de la época bélica. Al acercarsela Navidad alguien sacó miles de hojasde papel de colores. Durante días ynoches enteros, con sus filas engrosadaspor madres suplementarias, reclutadaspara esta vital tarea de guerra, Pym y lacorte, acuclillados en Didcot, en unvagón de tren vacío, los moldeaban enforma de petardos que no conteníanjuguetes ni tampoco explotaban, al

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tiempo que se contaban unos a otroshistorias disparatadas y preparabantostadas poniéndolas encima de la estufade petróleo. Cierto que algunos de lospetardos tenían en su interior soldaditosde madera, pero a éstos se les llamabamuestras y se guardaban aparte. Losdemás, explicaba Syd, eran decorativos,Titch, como las flores cuando no hayninguna. Pym se lo creía todo. Era elchico más industrioso del mundo,siempre que encontrase aprobación a lavuelta de la esquina.

Otra vez transportaron un remolquelleno de cajas de naranjas que Pym senegó a comer porque le había oído decir

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a Syd que estaban calientes. Lasvendieron a un pub de la carretera deBirmingham. En una ocasión tuvieron uncargamento de pollos muertos de los queSyd dijo que sólo podían moverse denoche, cuando hacía suficiente frío, yquizás era por eso por lo que se habíanpuesto malas las naranjas. Y en mimemoria pervive para siempre unasecuencia cinematográfica de la cumbrede una colina en los páramos, escabrosae iluminada por la luna, y de nuestrosdos taxis serpenteando nerviosamentehasta la cima con los faros encendidos.Y las figuras oscuras que nos esperabanen la trasera de un camión. Y la lámpara

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con pantalla a la luz de la cual contabanel dinero para Muspole, el grancontable, mientras Syd descargaba elremolque. Y Pym observando desdecierta distancia porque odiaba lasplumas. Ningún cruce nocturno defrontera fue tan emocionante.

–¿Ahora podemos mandarle aLippsie el dinero? -preguntó Pym-. Nole queda nada.

–¿Pero tú cómo lo sabes, hijo mío?Por las cartas que te escribe, pensó

Pym. Te dejaste una en el bolsillo y laleí. Pero los ojos de Rick despedían subrillo de navaja automática, así quedijo: «Me lo he inventado», y sonrió.

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Rick no nos acompañaba en nuestrasaventuras. Se estaba reservando. Paraqué, era una pregunta que nadie le habíahecho a Rick en presencia de Pym, ydesde luego él nunca se la hizo. Rick seconsagraba a sus buenas obras, susancianos y sus visitas al hospital.

–¿Está planchado ese traje, hijo? -inquiría Rick, cuando por especialprivilegio padre e hijo emprendíanjuntos una de aquellas elevadasmisiones.

–¡Dios bendito, Muspole, mira eltraje del chico, da verdadera grima!¡Mira qué pelo lleva!

A una madre se le encomendaba

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aprisa el planchado del traje, a otralustrar los zapatos y recortarle las uñas,a una tercera peinarle hasta que el peloquedase aliñado y decente.

Con frágil paciencia, Cudlove dabagolpecitos con las llaves en el techo delcoche mientras Pym era sometido a unainspección final en busca de signos deinvoluntaria irreverencia. Luego por finsalían disparados hacia la casa ocabecera de alguna persona de edad yrespetable, y Pym presenciaba fascinadola rapidez con que Rick adaptaba susmodales a los de sus enfermos, lanaturalidad con que deslizaba hacia lascadencias y el lenguaje vulgar que les

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hacía sentirse más a gusto, y el modo enque el amor de Dios se pintaba en sucara de hombre bueno cuando hablabade liberalismo, de masonería y de suquerido padre difunto, que Dios le tengaen su seno, y de unos réditos de primera,el diez por ciento garantizado másbeneficios durante todo el tiempo que lequede de vida. Algunas veces llevabaconsigo un jamón de regalo ypersonificaba a un ángel en un mundo sinjamones. Otras veces un par de mediasde seda o una caja de nectarinas, porqueRick era siempre el que daba cuandoestaba recibiendo. Siempre que podía,Pym añadía el peso de su encanto a los

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platillos de la balanza y recitaba unaoración que había compuesto, cantaba«Debajo de los arcos» o contaba unaanécdota ingeniosa con la gama deacentos regionales que había asimiladoen el curso de la cruzada.

–Los alemanes están matando atodos los judíos -dijo en una ocasión,causando un gran impacto-. Tengo unaamiga que se llama Lippsie y todos susdemás amigos han muerto.

Si su actuación era deficiente, Rickse lo hacía saber sin brutalidad:

–Cuando una persona como laseñora Ardmore te pregunta si teacuerdas de ella, hijo, no te rasques la

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cabezota ni pongas esa mueca. Mírala alos ojos, sonríele y dile: «Sí.» Así hayque tratar a los ancianos… y así se ledeja en buen lugar a tu padre. ¿Quieres atu viejo?

–Pues claro.–Muy bien. ¿Cómo estaba el filete

de anoche?–Riquísimo.–No hay veinte niños en toda

Inglaterra que anoche cenaran un filete,¿lo sabes?

–Lo sé.–Entonces danos un beso.Syd fue menos reverente.–Si vas a aprender a afeitar a la

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gente, Magnus -dijo, con gran profusiónde guiños-, primero tienes que aprendera untar el jabón.

En algún lugar cerca de Aberdeen,sin previo aviso, la corte se interesóexclusivamente por las farmacias. Porentonces éramos una sociedad limitada,lo que para Pym era tan bueno como serpolicía. Rick había encontrado unbanquero con Fe, y el amigo deCudlove, Ollie, que vivía con ellos,firmaba los cheques y fue nombradosecretario de la sociedad. Y nuestroproducto era un mejunje de fruta secareducida a pulpa con una prensa demano en las cocinas de una gran casa de

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campo perteneciente a una fogosa nuevamadre que se llamaba Cherry. Era unacasona de columnas blancas en la puertadelantera y de estatuas blancas, todascomo Lippsie, en el jardín. Ni siquieraen el paraíso la corte se había alojadoen posada tan grandiosa. Primerococíamos la fruta a fuego lento y laaplastábamos con la prensa manual, queera la fase mejor, y luego añadíamosgelatina para hacer tabletas que Pymhacía rodar una y otra vez con la palmadesnuda sobre azúcar de la sociedad,que después limpiaba a lengüetazosentre remesa y remesa. Cherry teníaevacuados y caballos, y daba fiestas

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para soldados americanos que leregalaban latas de gasolina en elcobertizo del diezmo eclesiástico.Poseía granjas y un parque grande conciervos, y un marido ausente en laarmada a quien Syd aludía como «elalmirante».

Por la tarde, antes de la cena, elguardabosques azuzaba al interior de lacasa a una jauría de spaniels. Sehacinaban sobre los sofás, ladrando,hasta que eran expulsados de nuevo acorreazos. En la casa de Cherry, porprimera vez desde St. Moritz, Pym viovelas de plata en la mesa, alumbrandohombros desnudos.

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–Hay una mujer que se llama Lippsiey que está enamorada de mi padre y vana casarse y a tener bebés -dijo Pymservicialmente a Cherry un atardecer enque paseaban juntos por el camino deherradura; y le impresionó vivamentever la seriedad con que Cherry recibíala noticia y la vehemencia con queinterrogó a Pym sobre los méritos y labelleza de Lippsie-. La he visto en elbaño y es preciosa -dijo Pym.

Y cuando se marcharon, unos díasmás tarde, Rick se llevó consigo partede la dignidad del sitio y también algode su propietaria, pues le recuerdobajando a zancadas los grandes

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escalones de piedra con una maleta depiel en cada mano (siempre leencantaron las maletas hermosas), yluciendo un elegante conjunto campestrede los que ningún almirante se pondríaen el mar. Syd y Muspole le seguíancomo gnomos, transportando entre losdos el mellado fichero verde y gritando:«Es tu fin, Deirdre»,[5] y «Despacio porla escalera, Sybil».

–No le vuelvas a hablar a Cherry deLippsie, hijo -le advirtió Rick, con sutono moralista más intenso-. Es hora deque aprendas que no es cortés mencionara una mujer delante de otra. Porque si nolo aprendes perderás tus privilegios,

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créeme.Fue asimismo a través de Cherry,

sospecho, que Rick tomó ladeterminación de convertir a Pym en uncaballero. Hasta entonces se había dadopor sobreentendido que Pym pertenecíaya a la aristocracia. Pero Cherry, unamujer enérgica y superior, enseñó a Rickque el auténtico privilegio inglés seobtenía mediante un régimen duro, y quela mayor dureza se encontraba en losinternados ingleses. Tenía también unsobrino en la academia del señorGrimble, que atendía por el nombre deSefton Boyd, pero mejor conocido paraella como «mi querido Kenny». Una

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segunda experiencia, menos delicada,era el ejército. Muspole se convirtió ensu primera víctima, y luego MorrieWashington y por último Syd. Todosellos hicieron su pequeño equipaje conuna sonrisita triste de fracaso ydesaparecieron, regresando tan sóloraramente y con el pelo muy corto. Mástarde Rick, con dolorida sorpresa,recibió un día la llamada de la bandera.En su vida posterior adoptó una opiniónmás tolerante de la mezquindad de lacofradía confiada a su cuidado, pero lavisión de sus papeles de alistamiento enla mesa del desayuno provocó unarranque de furia justiciera.

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–Maldita sea, Loft, creí que teocuparías de todo esto -le chilló aPerce, que estaba excluido de todoservicio.

–Nos hemos ocupado -dijo Perce,apuntando con el pulgar hacia mí-. Niñodelicado, su madre en la loquera, esperfectamente enternecedor.

–¿Entonces dónde demonios está suternura ahora? -preguntó Rick, poniendoel documento amarillo delante de lasnarices de Perce-. Es una malditavergüenza, Loft. Eso es lo que es.Infórmate.

–Nunca debiste hablarle a Cherry deLippsie -le bufó más tarde Perce Loft a

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Pym-. Cherry se chivó de tu papá pordespecho.

Pero el ejército se negó a rendirse, yla corte reducida, compuesta por PerceLoft, un racimo de madres, Ollie yCudlove, en su momento se mudaron aun hotel sombrío de Bradford, dondeRick se vio obligado a conciliar laignominia de la plaza de armas con lasservidumbres del generalato económico.Sirviéndose del tragaperras y el créditodel hotel, mecanografiando y archivandoen sus habitaciones, almacenando susmercaderías misteriosas en el garaje delestablecimiento, la corte llevó a cabouna valerosa acción de retaguardia

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contra su disolución, pero fue en vano.Era un domingo por la tarde. Rick, consu uniforme de recluta recién planchado,se disponía a volver al cuartel. Llevabadebajo del brazo un tablero de dardosnuevo que proyectaba regalar alcomedor del sargento, porque Rick teníael ojo puesto en el cargo de abastecedor,que le facultaría para alimentarnos enlas carestías.

–Hijo. Ya es hora de que encaminesesos estupendos pies que tienes por ladura carretera que te llevará a serpresidente del tribunal supremo y unorgullo para tu padre. Ha habidoúltimamente demasiada holganza y tú

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eres parte de ella. Cudlove, mira estacamisa. Nadie ha hecho nunca negocioscon una camisa sucia. Mira qué pelo.Será un desgraciado a la que sedescuide. Vas a ir a un internado, hijo, yDios te bendiga y me bendiga a mítambién.

Otro abrazo de oso, un enjugar delágrimas final, un noble apretón demanos para las cámaras ausentes y, conel tablero preparado, el gran hombre semarchó a la guerra. Pym le observóhasta perderse de vista y luego subiófurtivamente la escalera hacia losapartamentos provisionales de lujo. Lapuerta no estaba cerrada con llave. Olió

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a mujer y a talco. La cama dematrimonio estaba deshecha. Sacó dedebajo la cartera de piel de cerdo, volcóel contenido y, como tantas veces antes,contempló desconcertado lacorrespondencia y los expedientesininteligibles. El traje de campo delalmirante, usado durante unas horas ytodavía caliente, estaba colgado en elropero. Registró los bolsillos. El ficheroverde, más mellado que nunca, acechabaen su oscuridad habitual. ¿Por quésiempre lo guardaba en armarios? Pymtiró en vano de los cajones cerrados.¿Por qué siempre viaja separado de todolo demás, como si tuviera una

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enfermedad?–Buscando dinero, ¿eh, Titch? -le

preguntó una voz de mujer, desde lapuerta del baño. Era Doris, mecanógrafaelegida y buena scout -. Yo que tú no metomaría la molestia. Se lo ha llevado tupapá. He mirado.

–Me ha dicho que me ha dejado unachocolatina en su habitación -respondióPym resueltamente, y prosiguió hurgandomientras ella le observaba.

–En el garaje hay tres gordas delejército, de ésas de leche y almendras.Sírvete -le aconsejó Doris-. Y cuponesde gasolina también, si tienes sed.

–Era una chocolatina especial -dijo

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Pym.

Nunca he desentrañado lasmaquinaciones que enviaron a Pym y aLippsie al mismo colegio. ¿Fueroninfiltrados individualmente o en formade lote, el uno para que le instruyeran yla otra para suministrar trabajo comopago? Sospecho que en forma de lote,pero no tengo más prueba que miconocimiento general de los métodos deRick. Durante toda su vida Rick mantuvoun contingente laboral de mujeresabnegadas a las que periódicamentedesechaba y revivía. Cuando no se les

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necesitaba en la corte eran despachadasa trabajar para él en el gran mundo,contribuyendo a su Cruzada con girosque apenas podían costear, vendiendosus alhajas para él, retirando sus ahorrosy prestando su nombre para cuentasbancarias de las que estaba proscrito elnombre de Rick. Pero Lippsie no teníajoyas ni crédito en los bancos. Teníaúnicamente su cuerpo hermoso, sumúsica y su meditabundo sentido deculpa, y un pequeño colegial inglés quela vinculaba con el mundo, y ahorapresumo que Rick ya había captado lasseñales de aviso que ella despedía ydecidió entregarme a Lippsie para que

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me cuidara. Nuestra asociación, sinembargo, fue beneficiosa, y Rick eraante todo un oportunista.

Si Pym poseía alguna instrucción porla época en que se presentó en laacademia del señor Grimble en elcampo para hijos de señores, se la debíaa Lippsie y no a la docena o así deparvularios, catequesis y jardines deinfancia diseminados a lo largo delfebril camino hacia la prosperidad deRick. Lippsie le enseñó a escribir, ytodavía hoy escribo una t alemana ypongo una raya a mis zetas minúsculas.Le enseñó ortografía, y a los dossiempre les hacía mucha gracia no poder

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recordar cuántas des había en laequivalencia inglesa de «address», yhasta la fecha no estoy seguro de larespuesta hasta haber escrito primero lapalabra alemana. Todas las demás cosasque sabía Pym, aparte de algunospasajes sin sentido de la SagradaEscritura, se hallaban en la maleta decartón de Lippsie, pues ella no iba averle nunca a ninguna parte sinllevárselo pitando a su habitación yendosarle alguna lección de geografía ohistoria o hacerle tocar escalas en suflauta.

–Mira, Magnus, sin conocimientosno somos nada. Pero con ellos podemos

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ir a cualquier lugar del mundo, somoscomo tortugas que llevan siempre sucasa a cuestas. Si aprendes a pintarpuedes pintar en cualquier sitio. Unescultor, un músico, un pintor nonecesitan permisos. Sólo su cabeza.Podemos llevar nuestro mundo dentro denuestra cabeza. Es el único modoseguro. Y ahora toca para Lippsie unacanción bonita.

La estancia en la academia ruralsupuso el florecer perfecto de estarelación. Llevaban su mundo dentro desus cabezas respectivas, pero tambiénestaba contenido en un pabellón dejardinero, de ladrillo y pedernal, al final

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del largo sendero del señor Grimble,denominado Overflow House y ocupadopor los chicos Overflow, de los quePym era el miembro más reciente. YLippsie, su encantadora Lippsie de todala vida, era la mejor y más solícitamadre de todos ellos. Supieron alinstante que eran unos parias. De nohaberlo sabido, los ochenta alumnos delpabellón se lo hubieran hecho saber conclaridad. Había un pálido hijo detendero sin una H en su apellido, y loscomerciantes eran ridículos. Había tresjudíos cuyo vocabulario estabasalpicado de polaco, y un tartamudoincurable que se apellidaba M-M-

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Marlin, y un indio patizambo cuyo padrehabía muerto cuando los japonesestomaron Singapur. Tenían a Pym, consus espinillas y su hábito de mojar lacama. Pero con Lippsie consiguieronenorgullecerse de todos estosinconvenientes. Si los alumnos del otroextremo del sendero eran el regimientode gala, los chicos Overflow constituíanla tropa que se batía tanto másduramente para alcanzar sus medallas.Como profesorado el señor Grimblecontrataba lo que podía agenciarse, y loque podía agenciarse era todo lo que elpaís no necesitaba. Un tal O’Mallyasestó a un chico un puñetazo tan fuerte

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en el oído que le dejó sin conocimiento,y un tal Farbourne entrechocaba cabezasde alumnos y fracturaba algún cráneo.Un profesor de ciencias creyó que loschicos del pueblo que merodeaban porla zona eran bolcheviques, y disparófuego de escopeta contra sus traseros enretirada. En la academia de Grimble, losalumnos eran azotados por lentitud yazotados por desaseo, azotados porapatía y por insolencia, y azotados porno mejorar con las azotainas. La fiebrede la guerra fomentaba la brutalidad, elsentimiento de culpa de nuestroprofesorado no combatiente laintensificaba, las complejidades del

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sistema jerárquico británicoproporcionaban un orden natural para elejercicio del sadismo. Su Dios era elprotector de los caballeros ruralesingleses, y su justicia era el castigo delos desheredados y los de humilde cuna,y se administraba con la colaboraciónde los fuertes, de entre los cuales el másrobusto y más guapo era Sefton Boyd. Lamás triste de las ironías que envolvieronla muerte de Lippsie, tal como lo veoahora, fue que muriese al servicio de unestado fascista.

Todos los días de salida, de acuerdocon las instrucciones de Rick, Pym sepresentaba en la entrada del sendero del

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colegio para esperar la llegada deCudlove. Si no aparecía nadie, corríafeliz a los bosques en busca deintimidad y de fresas salvajes. Alatardecer volvía a la academiajactándose del día maravilloso quehabía pasado. Sólo de vez en cuandoocurría lo peor y aparecía un cochecargado: Rick, Cudlove, Syd conuniforme de recluta y un par de jockeysespachurrados de cualquier manera,todos bien refrescados después de unapausa en el Brace de Partridges. Si seestaba celebrando un partido escolar, lapandilla animaba estentóreamente alequipo de casa y repartía naranjas de

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origen desconocido que sacaban de unacaja en el maletero del automóvil. Si nohabía partido, Syd y Morrie Washingtonreclutaban por la fuerza al primer chicoque pasase a bordo de una bicicleta yorganizaban una carrera de obstáculospor los campos de deporte, mientras Sydformaba con las manos una especie debocina para pregonar los comentarios. YRick, vestido con el traje de almirante,daba la salida, blandiendo su pañuelocomo un alcalde y obsequiabapersonalmente al ganador con unainimaginable caja de bombones, altiempo que los billetes de una libracambiaban de manos alrededor de la

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corte. Y al anochecer Rick nunca dejabade instalarse en la Overflow House conla botella de champán que traía paraanimar a Lippsie porque parecía muydecaída. ¿Qué tripa se le ha roto, hijo?Y Rick la animaba de veras, Pymescuchaba la animación, un ruido sordo,un crujido, un grito, acuclillado en batadelante de la puerta y preguntándose siestarían peleando o fingiendo. Y Rick nose marchaba hasta el amanecer. Denuevo en la cama, le oía bajar lasescaleras de puntillas, aunque Ricksabía pisar tan ligero como un gato.

Hasta que una mañana Rick no semarchó silenciosamente. No para Pym ni

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para los restantes chicos Overflow, aquienes perturbó mucho el estrépito queles despertó. Lippsie chillaba a voz encuello y Rick trataba de apaciguarla,pero cuanto más suave era él con ellatanto menos ella atendía a razones.

–Me has hecho ser una lagdona -gritaba entre grandes ahogos mientrasaspiraba otra bocanada de aire-. Me hashecho una lagdona para castigarme.Fuiste un mal sacerdote, Rickie Pym. Meobligaste a robar. Yo era una mujerhonrada. Yo era una refugiada, perohonrada.

¿Por qué hablaba como si todoaquello fuese el año pasado?

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–Mi padre fue un hombre honrado.Mis hermanos también lo fueron. Fueronhombres buenos, no malos como yo. Mehiciste robar hasta que fui unadelincuente como tú. Quizá Dios tecastigue un día, Rickie Pym. Quizá tehaga llorar a ti también. Ojalá lo haga.¡Ojalá, ojalá!

–La pobre Lippsie sufre uno de sustembleques, hijo -explicó Rick a Pym, alencontrarle en la escalera cuando sedisponía a marcharse-. Entra ahí y a versi puedes hacerle reír con una de tushistorias. ¿Te da bien de comer eseGrimble?

–De maravilla -contestó Pym.

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–Tu viejo va a ocuparse de ellos,¿sabes? Éste es el colegio más sano deInglaterra. Pregúntales en el ministerio.¿Quieres media corona? Así me gusta.

Para llegar a la bicicleta de Lippsie,Pym usó una manera de andar que habíaaprendido de Sefton Boyd. Juntabas lasmanos livianamente detrás de laespalda, echabas la cabeza haciadelante y fijabas los ojos en un objetovagamente agradable en el horizonte.Caminabas con paso ancho y alto,sonriendo ligeramente, como siescucharas otras voces, que es el modo

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en que nuestra flor y nata manifiestaautoridad. Montó en la bicicleta sinmirar alrededor. Era demasiado bajopara sentarse en el sillín de tartán, perouna bici de chica tiene un agujero y nouna barra, como Sefton Boyd señalabasiempre muy gustoso, y Pym sebalanceaba a través de este boquete,impulsando las piernas de un lado paraotro mientras giraba el manillar entre loscharcos sobre el alquitrán. Soy elcobrador oficial en bicicleta. A suderecha estaba el huerto donde él yLippsie habían cavado para la victoria,a su izquierda el soto donde había caídola bomba alemana, proyectando astillas

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de ramitas chamuscadas contra laventana del dormitorio que compartíacon el chico indio y el hijo del tendero.Pero a su espalda, en su imaginaciónaterrada, venía persiguiéndole SeftonBoyd con sus lictores, imitando aLippsie para él porque ellos sabían queél la amaba:

– ¿Anone vas, mi pequeñoestraperlo? ¿Qué estás haciendo con tuamiguita, mi pequeño estraperlo, ahoraque ella ha muerto?

Delante de él estaba la puerta dondehabía esperado a Cudlove y, a laizquierda de la puerta, la OverflowHouse con sus verjas de hierro

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arrancadas por imperativos bélicos, y unpolicía apostado en el hueco.

–Me han mandado a recoger mi librode historia natural -dijo Pym al policía,mirándole directamente a los ojosmientras apoyaba la bicicleta de Lippsiecontra un poste de ladrillo. Habíamentido anteriormente a policías y sabíaque debía aparentar sinceridad.

–¿Tu libro de historia natural, dices?-preguntó el policía-. ¿Cómo te llamas?

–Pym, señor. Vivo aquí.–¿Pym qué?–Magnus.–Pues entra, aprisa, Pym Magnus -

dijo el policía, pero Pym siguió

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caminando despacio, negándose amostrar algún signo de ansiedad. Lafamilia de Lippsie, en sus marcos deplata, formaba una hilera sobre la mesade noche, pero la cabezota de Rickdominaba todos los retratos, susceptibley político en su marco de piel de cerdo,y los ojos sagaces de Rick le seguíanadondequiera que él fuese. Abrió elropero de Lippsie y aspiró su olor;apartó su bata blanca con volante, suesclavina de piel y el abrigo de pelo decamello con una capucha de duendecilloque Rick le había comprado en St.Moritz. Del fondo del ropero sacó lamaleta de cartón, la colocó en el suelo y

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la abrió con la llave que ella guardabaescondida en la jarra de cerveza queestaba sobre los azulejos de la repisa dela chimenea, al lado del chimpancé dejuguete llamado Pequeño Audrey y quereía y reía. Sacó el libro parecido a unaBiblia que estaba escrito en negrashojitas de espada, y los libros de músicay los de lectura que él no entendía, y elpasaporte con su foto de joven, y losfajos de cartas en alemán de su hermanaRachel, que se pronunciaba Ra-ha-el yque ya no le escribía, y en el fondo de lamaleta las cartas de Rick, atadas enresmas con cabos de bramante. Algunasse las sabía de memoria, aunque tenía

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dificultades para desentrañar el prodigioque hervía debajo de su verborrea:

«Es cuestión de semanas, no de días,mi querida, el que las nubes actuales sedisipen definitivamente; Loft habráobtenido mi liberación y tú y yopodremos disfrutar de nuestra merecidarecompensa… Cuida de ese chico míoque te quiere como a una madre yasegúrate de que no se vuelva undesgraciado…

»Tus dudas respecto a la confianzason totalmente injustificadas…, nodeberías darle vueltas al asunto porque

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es una preocupación más para mímientras espero a que me llame el toquede corneta para quizá no regresarnunca… Lo que hay en juego aquíreportará indecibles beneficios amuchos como Wentworth… No me sigashablando de W o de su mujer, es unabuscalíos profesional de la peorcalaña…

»Saludos a Ted Grimble a quienconsidero un gran pedagogo y director.Dile que otro quintal de ciruelas pasasestá en camino…, que prepare tambiénla cocina para veinticuatro docenas delas mejores naranjas frescas. Loft me haconseguido un permiso de tres semanas

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por razones humanitarias, lo quesignifica que recomienzo de cero si mellaman a filas. Respecto a otro asunto,Muspole dice que continúe enviandoartículos como antes. Por favor,resuelve rápidamente este extremodebido a un problema puramentetransitorio de liquidez que estáimpidiendo atender a las necesidades depersonas decentes como Wentworth…

»Si no mandas más cheques dematrícula inmediatamente es como si memandaras otra vez a la cárcel y a todoslos muchachos menos a Perce, como decostumbre, y es un hecho… hablar dematarte es una locura con tanta gente

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matándose entre sí por el mundo en estaguerra sin sentido y trágica… Muspoledice que si mañana lo envías urgente alapartado de correos él estará en laestafeta cuando abran el sábado y se lomandará de inmediato a Wentworth…

La carta de Lippsie, que él habíadejado para el final, era, por elcontrario, un prodigio de concisión:

»Mi queridísimo Magnus:»Tienes que ser siempre un buen

chico, querido, y tocar tu música y serfuerte como un hombre para tu padre.Te quiero.

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Lippsie.»

Pym hizo un lío con las cartas, laúltima incluida, las metió dentro de sulibro de historia natural y el libro dentrode su cinturón. Pasó por delante delpolicía lentamente, sintiendo uñas degato en la espalda. La caldera delcolegio era un horno de ladrilloinstalado en el sótano y alimentado poruna rampa desde el patio de la cocina.Acercarse a esa rampa era una faltacorporalmente punible, quemar papelera un acto colaboracionista y losmarinos se ahogarían por ello. Unalluvia pertinaz soplaba desde los

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Downs, y las colinas cretáceas eranverde oliva contra las nubestormentosas. Parándose delante de larampa abierta, con los hombros alzadoscontra el cuello, Pym arrojó las cartaspor la abertura y las vio desaparecer.Una docena de personas debía dehaberle visto, profesores y alumnos, yalgunos de éstos sin duda eran aliadosde Sefton Boyd. Pero la naturalidad conque había obrado les convenció de quetenía potestades para actuar así.Indudablemente le convenció a Pym.Lanzó la última carta, que era la que ledecía que fuese fuerte, y se alejó sinvolverse ni una vez para ver si le

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observaban.Necesitaba otra vez los urinarios del

profesorado. Necesitaba su St. Moritzsecreto, su reclusión enmaderada, lasecreta majestad de sus grifos de cobreamarillo y espejo con marco de caoba,porque Pym amaba el lujo como sólo loaman aquellos que se han vistodespojados de amor. Ganó la escaleraprohibida que llevaba a la sala deprofesores, accedió al descansillo. Lapuerta de los servicios estaba entornada.La empujó, se deslizó dentro, pasó elcerrojo. Estaba solo. Se contempló lacara, endureciéndola para luegoablandarla y volver a endurecerla.

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Abrió los grifos y se lavó las mejillashasta que brillaron. Su aislamientosúbito, unido a la grandeza de su hazaña,le transformó en un ser único a suspropios ojos. La mente le daba vueltasen el vértigo de su grandiosidad. EraDios. Era Hitler. Era Wentworth. Era elrey del fichero verde, el nobledescendiente de TP. En lo sucesivo nadade lo que acontezca en la tierra puedeprescindir de su intervención. Sacó sunavaja, la abrió, levantó su hoja grandelo más alto que pudo delante de su caraen el espejo y formuló un juramentoarturiano. Juró por Excalibur. Sonó eltimbre del almuerzo, pero no pasaban

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lista y no tenía hambre, jamás volvería atener hambre porque era un rey inmortal.Pensó en cortarse la garganta, pero sumisión era demasiado importante.Repasó nombres. ¿Quién tiene la mejorfamilia en la academia? Yo. Los Pymson fabulosos, y el príncipe Magnus esel caballo más veloz del mundo. Alapretar la mejilla contra el revestimientode madera olió a bates de cricket y abosques suizos. La navaja seguía en sumano. Los ojos se le calentaron yempañaron, los oídos le cantaban. Lavoz divina que hablaba en su interior leordenó mirar, y vio las iniciales KSBtalladas muy hondo en el mejor panel.

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Se agachó, recogió las astillas que habíaa sus pies y las tiró al retrete, dondeflotaron. Tiró de la bomba, perosiguieron flotando. Las dejó allí, fue a lasala de artes y terminó su bombarderoDornier.

Esperó toda la tarde, seguro de quenada había sucedido. Yo no he sido. Sivuelvo no estará allí. Ha sido Maggs, detercero. Ha sido Jameson, que tiene unalfanje, yo le he visto entrar. Ha sidouno del pueblo, le he visto andar aescondidas por los jardines con unadaga en el cinto, y se llama Wentworth.En vísperas rezó para que una bombaalemana destruyese los urinarios del

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profesorado. No cayó ninguna. Al díasiguiente regaló a Sefton Boyd su tesoromás preciado, un koala que le habíaregalado Lippsie después de laoperación de apéndice. Durante elrecreo enterró la navaja en la tierrasuelta que había detrás del vestuario decricket. O, como diría hoy, la ocultó.Hasta que esa noche los alumnosformaron en filas y el sádico O’Mally,profesor de guardia, llamó por sunombre completo al honorable KennethSefton Boyd, con una voz inquietante.Desconcertado, el joven noble fueconducido al despacho de Grimble.Igualmente perplejo, Pym le vio partir.

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¿Para qué le quieren, a mi amigo, mimejor amigo, el propietario de mikoala? La puerta de caoba se cerró yochenta pares de ojos, los de Pyminclusive, convergieron sobre lahermosa pieza artesanal. Pym oyó la vozde Grimble y después a Sefton Boydelevar la suya enunciando su protesta.Siguió un gran silencio mientras lajusticia de Dios se administraba golpetras golpe. Mientras los contaba, Pym sesintió purificado y vengado. O sea queno ha sido Maggs, no ría sido Jamesonni he sido yo. Lo ha hecho Sefton Boyd,pues de lo contrario no le hubieranpegado. Estaba empezando a aprender

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que la justicia sólo vale lo que suslacayos.

–Había un guión -le dijo SeftonBoyd al día siguiente-. El que lo hizonos puso un guión que no tenemos en elapellido. Si alguna vez encuentro a esecabrón le mataré.

–Y yo también -prometió Pymlealmente, y lo dijo con total sinceridad.Al igual que Rick, estaba aprendiendo avivir en varios planos a la vez. El arteconsistía en olvidarlo todo menos elsuelo que estabas pisando y la cara conque hablabas en el momento concreto.

Los efectos que la muerte de Lippsiecausó en el joven Pym fueron múltiples

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y en modo alguno fueron todosnegativos. Su defunción robusteció suseguridad en sí mismo y le confirmó suconocimiento de que las mujeres eranveleidosas y susceptibles dedesapariciones repentinas. Aprendió lagran lección del ejemplo de Rick, asaber: la importancia de una aparienciarespetable. Aprendió que la únicaseguridad estribaba en la supuestalegitimidad. Desarrolló sudeterminación de ser un impulsorsecreto de los acontecimientos de lavida. Fue Pym, por ejemplo, el quedesinfló los neumáticos de Grimble yvertió tres bolsas de seis libras de sal

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de cocinar en la piscina. Pero fue Pymtambién quien encabezó la caza delculpable, sembrando muchas pistasatormentadoras y arrojando dudas sobremuchas reputaciones sólidas. MuertaLippsie, su amor por Rick fluyó una vezmás sin obstáculos, y, aún mejor, pudoamarle a distancia, pues Rick habíadesaparecido nuevamente.

¿Había vuelto a la cárcel, tal comole había prometido a Lippsie? ¿Habíaencontrado la policía el fichero verde?Pym no lo sabía entonces, y Syd,sospecho que adrede, lo ignora todavía.Los archivos del ejército conceden aRick el licenciamiento seis meses antes

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del período en cuestión, y para unaexplicación remiten al lector a la oficinade expedientes criminales. No existeninguno, quizá porque Perce tenía unaamiga que trabajaba allí, una mujer quele profesaba un gran afecto. Fuera cualfuese el motivo, Pym navegaba solo unavez más, y no se lo pasaba nada mal.Durante los permisos del fin de semana,Ollie y Cudlove le acogían en suapartamento en un sótano de Fulham y lemimaban de todas las manerasimaginables. Cudlove, siempre en formapor sus ejercicios, le enseñaba a pelear,y cuando los tres iban a beber algo juntoal río, Ollie llevaba ropas de mujer y

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producía una voz chillona tan perfectaque sólo Pym y Cudlove llegaron asaber que aquellas prendas ocultaban aun hombre. Durante las vacaciones máslargas, Pym no tenía más remedio querecorrer las extensas fincas de Cherry encompañía de Sefton Boyd, escuchandohistorias cada vez más atroces sobre elmagnífico colegio privado del quepronto iba a ser alumno: cómo a losnuevos les metían atados dentro de loscestos de la colada y les lanzabanrodando por la escalera de piedra, ycómo les enjaezaban con arreos de ponyy las orejas perforadas por anzuelos yles obligaban a transportar a los

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prefectos alrededor del patio delcolegio.

–Mi padre estaba en la cárcel y seha fugado -le dijo Pym a cambio-. Tieneuna chova de mascota que le cuida.

Se imaginaba a Rick en una cueva deDartmoor y a Syd y a Meg llevándoleempanadas envueltas en un pañuelomientras los sabuesos olfateaban surastro.

–Mi padre trabaja en el serviciosecreto -le dijo Pym otra vez-. LaGestapo le torturó hasta la muerte, perono me permiten contarlo. Su verdaderonombre es Wentworth.

Sorprendido él mismo por esta

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declaración, Pym empezó a sacarlepartido. Un nombre distinto y una muertevalerosa casaban de perlas con la figurade Rick. Le conferían a Pym ladistinción que él empezaba a sospecharque le faltaba y que arreglaba las cosascon Lippsie. De modo que cuando Rickreapareció un día vivo y coleando, sinhaber sido torturado ni modificado enabsoluto, y acompañado, en cambio, pordos jockeys, una caja de nectarinas y unamadre flamante, con una pluma en elsombrero, Pym pensó seriamente entrabajar para la Gestapo y se preguntóqué habría que hacer para ingresar enella. Y lo habría hecho, sin ninguna

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duda, si la paz no le hubiera privadodescortésmente de la oportunidad.

Es preciso añadir una última palabrasobre las ideas políticas de Pym en estaépoca. Churchill se enfurruñaba y eraexcesivamente popular. De Gaulle, consu cabeza ladeada de pina, se parecíademasiado al tío Makepeace, yRoosevelt, con su bastón, sus gafas y susilla de ruedas, era claramente la tíaNell disfrazada. Hitler era tansumamente detestado que Pymexperimentaba por él una estima másque mediana, pero fue a Joseph Stalin aquien terminó nombrando su padreputativo. Stalin no se enrabietaba ni

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predicaba. Estaba todo el tiempoesbozando risitas, jugando con perros yrecogiendo rosas en los noticiariosfilmados, mientras sus tropas leales leganaban la guerra en las nieves de St.Moritz.

Pym posó la pluma y miróatentamente lo que había escrito,primero con temor y luego con un alivioprogresivo. Por último se rió.

–He cumplido mi palabra -susurró-.He permanecido por encima de larefriega.

Y se sirvió un vodka como los dePoppy en recuerdo de los viejostiempos.

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La cama de Frau Bauer era tanestrecha y llena de chichones como la deuna criada en un cuento de hadas, yMary yacía en ella exactamente comoBrotherhood la había tumbado,arrebujada en el edredón, con laspiernas recogidas como protección yagarrándose los hombros con las manos.Él la había soltado, ella ya no olía susudor ni su aliento. Pero notaba el pesode su cuerpo al pie de la cama, y a vecesle dolía recordar que no habían hecho elamor un momento antes, porque la

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costumbre de Jack en aquellos tiemposhabía sido dejarla dormitando mientrasél se sentaba exactamente como estabasentado ahora, haciendo llamadastelefónicas, repasando sus gastos oentretenido en cualquier otra cosa quesirviese para restaurar el orden de suvida enteramente masculina. Habíaencontrado una grabadora en algunaparte y Georgie tenía otra por si acasono funcionaba.

Para ser un verdugo, Nigel erasumamente atildado. Vestía un traje arayas entallado y llevaba un pañuelo deseda en la manga.

–Pídele a Mary que haga una

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declaración voluntaria, ¿quieres, Jack? -dijo Nigel, como si lo hiciera todas lassemanas-. Voluntaria pero de tonoformal. Podría usarse, me temo. Ladecisión no es sólo de Bo.

–¿Cómo que voluntaria? -dijoBrotherhood-. Firmó la Ley de SecretosOficiales cuando se alistó, la firmócuando se marchó. La volvió a firmarcuando se casó con Pym. Todo lo quesabes es nuestro, Mary. Lo hayas oídoen la imperial de un autobús o hayasvisto la pistola humeante en su mano.

–Y tu bonita Georgie puede hacer detestigo -dijo Nigel.

Mary se oía hablar a sí misma, pero

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no entendía gran cosa de lo que estabadiciendo porque tenía una oreja contrala almohada y con la otra escuchaba lossonidos matutinos de Lesbos por laventana abierta de su casita parda conterraza, a medio camino de la colinasobre la que Plomari se asentaba: elestrépito de los ciclomotores. La músicabazuki y los camiones girando en loscallejones. Escuchaba el chillido de lasovejas en el momento de ser degolladasen la carnicería, el resbalar de loscascos de burros sobre los guijarros ylos aullidos de los vendedoresambulantes en el mercado del puerto. Siapretaba los ojos lo bastante fuerte

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podía contemplar los tejados naranjas alotro lado de la calle, más allá de laschimeneas y los tendederos y losjardines de las azoteas llenos degeranios, hasta el muelle y el largomalecón con su luz roja parpadeando enla punta, y sus malévolos gatos rojizosempapándose de sol mientrasobservaban al vapor de cabotajeemerger de la niebla.

Y así veía Mary su propia historia apartir de ese período, como se lacontaba a Jack Brotherhood: como unapelícula de pesadilla que sólo se atrevíaa ver poco a poco y en la que ella erasiempre la malvada. El barco avanza de

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costado, los gatos se estiran, bajan lapasarela y la familia inglesa Pym -Magnus, Mary y el hijo de ambos,Thomas- desembarcan en busca de unnuevo lugar perfecto, alejado de todo.Porque ya ninguna parte es bastantelejana, ninguna lo suficiente remota. LosPym se han convertido en el buquefantasma del Egeo, que apenasdesembarcan vuelven a hacer la maleta ycambian de barcos y de islas comoalmas en pena, aunque sólo Magnusconoce la maldición, sólo él sabe quiénles persigue y por qué, y Magnus haencerrado su secreto, con todos losdemás, detrás de su sonrisa. Le ve

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caminar con zancadas alegres delante deella, sujetando su sombrero de pajacontra la brisa y con la cartera colgandode su otra mano. Ve a Tom seguirle conpaso brioso y los pantalones largos defranela gris y la chaqueta escolar que enel bolsillo ostenta los colores de boyscout y que insiste en ponerse auncuando la temperatura ronda los treintagrados. Y se ve a sí misma todavíadrogada por la bebida y los vapores depetróleo de la noche anterior, planeandoya traicionarles. Y detrás de ellos ve alos porteadores nativos que transportandescalzos el equipaje excesivo de losPym, las toallas y la ropa de cama y los

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cereales del desayuno de Tom y todoslos demás trastos que ella empacó enViena para el gran permiso sabático,como Magnus llama a estas vacacionesde familia, que ocurren una vez en lavida, y con las que aparentemente todoshan estado soñando, aunque Mary norecuerda haberlas oído mencionar hastaunos cuantos días antes de la partida, ypara ser sincera hubiese preferidoregresar a Inglaterra, recoger a losperros confiados al jardinero y alsiamés de pelo largo entregado a tía Taby pasar en Plush la temporada dedescanso.

Los maleteros depositan su

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cargamento en el suelo y Magnus,generoso como siempre, entrega a cadauno una propina del bolso que Mary lemantiene abierto. Desgarbadamenteinclinado sobre el comité de recepciónde gatos de Lesbos, Tom declara quetienen orejas de apio. Suena un silbido,los porteadores suben corriendo lapasarela, el barco vira nuevamente haciala niebla. Magnus, Tom y Mary, latraidora, lo miran como sucede en todahistoria triste del mar, con el equipajede su vida diseminado alrededor y elfaro rojo goteando fuego lento sobre suscabezas.

–¿Podemos volver a Viena después

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de esto? -pregunta Tom-. Me gustaríaver a Becky Lederer.

Magnus no le contesta. Estádemasiado absorto en su entusiasmo. Loconservaría incluso en su propioentierro, y Mary le ama por ello y pormuchas cosas más, todavía le ama.Algunas veces su pura bondad me acusa.

–Ya está, Mabs -grita, agitando elbrazo majestuosamente hacia la colinacónica y sin árboles poblada de casasmarrones, que constituye su hogar másreciente-. Lo hemos encontrado. Plush-sur-mer.

Y se vuelve hacia ella con la sonrisaque ella no le ha visto hasta estas

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vacaciones: tan atenta, tan radiante ycansada en su desesperación.

–Aquí estamos a salvo, Mabs.Estamos okay.

La rodea con un brazo, ella le dejahacer. La atrae hacia él, se abrazan. Tomse cuela entre ambos, pasa un brazosobre un hombro de cada uno de los dos.

–Eh, dejadme a mí también -dice.Unidos como los aliados más fieles delmundo, los tres recorren el malecón ydejan abandonado el equipaje hasta quehayan encontrado un lugar dondeponerlo. Problema que resuelven alcabo de una hora, pues el inteligenteMagnus sabe exactamente a qué taberna

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ir primero, a quién seducir y a quiénreclutar con la sorprendente identidadgriega que de alguna manera ha logradofraguarse en el curso del viaje. Pero aúnfalta la noche y los atardeceres son cadavez peores, se ciernen sobre Mary desdeque despierta, los nota arrastrarse haciaella a lo largo de toda la jornada. Parafestejar su nuevo hogar Magnus hacomprado una botella de scotch, aunquevarias veces en los últimos días hanacordado prescindir del licor fuerte ylimitarse al vino local. La botella estácasi vacía y Tom, gracias a Dios, por finse ha dormido en su nuevo dormitorio. Oeso implora Mary, porque Tom se ha

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vuelto últimamente un poco colillero,como el padre de ella hubiera dicho, quemerodea alrededor para ver qué sobraspuede picar.

–Eh, vamos, Mabs, estás poniendomala cara, ¿eh? -dice Magnus,animándola-. ¿No te gusta nuestro nuevoSchloss ?

–Has dicho algo gracioso y hesonreído.

–No parecía una sonrisa -diceMagnus, sonriendo a su vez paraenseñarle cómo se hace-. Desde dondeestoy sentado me ha parecido más comouna mueca, querida.

Pero la sangre de Mary se está

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enardeciendo y, como de costumbre, nopuede dominarse. La perspectiva de sutraición prevista ya la envuelve en suculpa.

–Es de eso de lo que estásescribiendo, ¿no? -le espeta-. ¿De cómomalgastas tu ingenio con la mujererrónea?

Horrorizada por su desagradablecomentario, Mary se echa a llorar eimpulsa los puños hacia los brazos de lasilla de junco. Pero Magnus no estáhorrorizado en absoluto. Magnus posalas gafas y se acerca a ella, le dagolpecitos suaves en el brazo con lapunta de los dedos, a la espera de ser

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admitido. Coloca las gafas de Marydelicadamente fuera de su alcance.Instantes después los muelles de sunueva cama producen gimoteos yacordes metálicos como una banda queafina los instrumentos, porque undesesperado ardor erótico ha acudido ala postre en ayuda de Magnus. Hace elamor con ella como si no fuera a volvera verla. Se sepulta en ella como si fuesesu único refugio, y Mary le acompañaciegamente. Ella se enciende, él la atraehacia sí, ella le grita -«¡Por favor, oh,Cristo!»-, él alcanza el objetivo y por unmomento dulce Mary puede lanzar unbeso de despedida al maldito mundo.

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–A propósito, estamos utilizandoPembroke -dice Magnus, más tarde perono del todo tarde-. Estoy seguro de quees innecesario, pero por si acaso quieroestar a cubierto.

Pembroke es uno de los seudónimosde Magnus. Guarda en su cartera elpasaporte a ese nombre, ella lo halocalizado ya. Tiene una foto hábilmenteborrosa que podría ser de Magnus opodría no ser. En el taller defalsificaciones de Berlín solían llamar«flotadores» a las fotos así.

–¿Qué le digo a Tom? -pregunta ella.–¿Por qué decirle algo?–El apellido de nuestro hijo es Pym.

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Podría parecerle un poco raro que lellamasen Pembroke.

Mary espera, odiándose a sí mismapor su carácter intratable. No ocurre amenudo que Magnus tenga que buscaruna respuesta, ni siquiera en lo referentea una orientación sobre el modo deengañar a su hijo. Pero ahora la busca,ella lo percibe mientras él se halla envela a su lado en la oscuridad.

–Sí. Pues dile que los Pembroke sonlos dueños de esta casa. Usamos sunombre para pedir cosas a la tienda.Sólo si pregunta, naturalmente.

–Naturalmente.–Esos dos hombres siguen ahí -dice

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Tom desde la puerta, que ha participadoen la conversación de sus padres durantetodo este rato.

–¿Qué hombres? -pregunta Mary.Pero tiene erizada la piel de la nuca

y en el cuerpo el sudor frío del pánico.¿Cuánto ha oído Tom? ¿Cuánto ha visto?

–Los que están reparando su motojunto al río. Tienen sacos de dormirespeciales del ejército y una linterna yuna tienda especial.

–Hay gente haciendo camping portoda la isla -dice Mary-. Vuelve a lacama.

–Venían en nuestro barco -diceTom-. Jugando a las cartas detrás del

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bote salvavidas. Vigilándonos.Hablaban en alemán.

–En el barco había cantidad de gente-dice Mary. ¿Por qué no dices nada,bastardo?, grita mentalmente a Magnus.¿Por qué te quedas tumbado como unmuerto en lugar de ayudarme cuandotodavía estoy mojada de ti?

Con Tom a un lado y Magnus al otro,Mary escucha las campanas de Plomaritocando las horas. Cuatro días más, sedice a sí misma. El domingo, Tom vuelaa Londres para el nuevo curso. Y ellunes lo haré, maldita sea.

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Brotherhood la estaba sacudiendo.Nigel le había dicho algo: pregúntalepor el comienzo; que sea precisa.

–Queremos que retrocedas unaetapa, Mary. ¿Puedes hacerlo? Te estásadelantando.

Oyó murmullos y luego el sonido deGeorgie cambiando una cinta en sumagnetofón. El murmullo era el suyopropio.

–Dinos en primer lugar cómo sedecidieron esas vacaciones, ¿quieres,querida? ¿Quién las propuso? Oh,Magnus, ¿verdad? Ya. ¿Y eso fue aquí,en esta casa? Fue. ¿Y a qué hora sería?Incorpórate, ¿quieres?

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Entonces Mary se incorporó yempezó de nuevo por donde Jack lehabía pedido: un dulce atardecer deprincipios de verano en Viena, cuandotodo marchaba perfectamente y niLesbos ni las islas que le precedieroneran un centelleo en la mirada deMagnus. Mary estaba en el sótano con subata de trabajo, encuadernando unaprimera edición de «Die letzten Tageder Menschheit», de Karl Kraus, queMagnus había encontrado en Leobendurante una cita con un agente y Mary…

–¿Era un lugar habitual, Leoben?–Sí, Jack, era habitual.–¿Con qué frecuencia iba?

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–Dos veces al mes. Tres veces. Eraun viejo agente húngaro, nadie especial.

–¿Él te dijo eso? Creí que erareservado respecto a sus agentes.

–Un viejo húngaro comerciante devinos desde tiempo atrás, con oficinasen Leoben y Budapest. Por lo generalMagnus se guardaba sus secretos, y aveces me los decía. ¿Puedo continuar?

Tom estaba en el colegio, FrauBauer estaba en la iglesia, dijo Mary.Era una especie de comilona católica, laAsunción, la Ascensión, Rezo yContrición, Mary no se acordaba.Magnus estaba supuestamente en laembajada norteamericana. El nuevo

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comité acababa de iniciar sus reunionesy ella no le esperaba hasta tarde. Estabajusto en mitad del encolado cuando derepente, sin que ella oyera nada, le vioen la puerta, Dios sabe cuánto tiempollevaba allí plantado, con aspectosatisfecho y observándola del modo quea él le gustaba.

–¿Qué modo, querida? ¿Teobservaba cómo? -le interrumpióBrotherhood.

La misma Mary estaba sorprendida.Titubeó.

–Como alguien superior. Unasuperioridad apenada. Jack, no me hagasodiarle, por favor.

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–Muy bien, te está observando -dijoBrotherhood.

Magnus la está observando y cuandoella le descubre él lanza una carcajada yle cierra la boca con besos apasionados,haciendo su número de Fred Astaire, yluego van arriba para un cambio deopiniones completo y sincero, como éllo llama. Hacen el amor, él la arrastra albaño, la lava, la arrastra fuera y la seca,y veinte minutos más tarde Mary yMagnus atraviesan brincando elparquecito en lo alto de Dobling comola feliz pareja que casi componen, pasanla zona de juegos infantiles, la estructurametálica para la que Tom es demasiado

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grande, la jaula del elefante donde chutasu balón de fútbol, y bajan la cuestahacia el restaurante Teherán, que es supub increíble, porque Magnus adora losvídeos en blanco y negro de idiliosárabes que ponen con el volumen bajomientras comes cuscús y bebesKalterer. En la mesa él le coge delbrazo ardientemente y ella nota laexcitación de Magnus circulando por elcuerpo de Mary como una descarga,como si haberla poseído le hicieradesearla más.

–Vámonos, Mabs. Vámonos deverdad. Vamos a vivir la vida en vez derepresentarla. Cogemos a Tom y el

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permiso de medio turno de servicio yque le den a todo por el saco durante elverano entero. Tú pintas, yo escribo milibro y haremos el amor hasta reventar.

Mary pregunta que adonde, Magnusdice qué más da, iré mañana a la agenciade viajes que hay en el Ring. Magnusdice qué pasa con el nuevo comité. Éltiene su mano dentro de la suya y la tocacon los dedos convertidos en piquitos, yella enloquece por él otra vez, que es loque él quiere.

–El nuevo comité, Mary -declaraMagnus-, es la payasada máspuñeteramente estúpida en la que me hevisto envuelto, y créeme que he visto

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unas cuantas. No es más que puracháchara para halagar el ego de la Casay para que puedan contar a quien quieraescucharles que nos acostamos ahurtadillas con los americanos. Esimposible que Lederer se imagine quevamos a revelarle nuestras redes, y él,por su parte, no me diría ni el nombre desu sastre, y no digamos el de susagentes… en el supuesto de que tengaalguna de las dos cosas, cosa que dudo.

Brotherhood de nuevo.–¿Te dijo por qué Lederer no estaría

dispuesto a hablar con él?–No -dijo Mary.Nigel, para variar:

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–¿Y no facilitó ninguna otra razónrespecto al porqué o al cómo el comitépodría ser una payasada?

–Era una payasada, era una farsa.Fue lo único que dijo. Le pregunté porsus agentes y él dijo que ellos sabíancuidarse solos, y que si Jack sepreocupaba por ellos podía enviarles unsuplente. Le pregunté qué pensaríaJack…

– ¿Y qué pensaría Jack? -preguntóNigel, con franca curiosidad.

–Dijo que Jack también es una farsa:«No estoy casado con Jack, estoycasado contigo. La Casa debería haberlejubilado hace diez años. El cabrón de

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Jack.» Perdón. Eso es lo que dijo.Con las manos hundidas en los

bolsillos, Brotherhood dio un paseo porla pequeña habitación, curioseando lasfotos que tenía Frau Bauer de su hijailegítima, examinando atentamente suestantería de folletines en ediciónrústica.

–¿Alguna otra cosa sobre mí? -preguntó.

–«Jack tiene demasiadas millas ensus botas. La era del boy scout haterminado. El escenario es distinto y élestá desfasado.»

–¿Nada más? -dijo Brotherhood.Nigel había apoyado la barbilla en

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una mano y estaba estudiando la formaperfecta de su zapato.

–No -respondió Mary.–¿Salió de paseo esa noche? ¿A

encontrarse con P?–Le había visto la noche anterior.–He dicho esa noche. ¡Responde a la

puta pregunta!–¡Y yo he dicho que la noche antes!–Con un periódico. ¿Toda esa

historia?–Sí.Con las manos todavía en los

bolsillos y la cabeza levantada contralos hombros, Brotherhood se volviórígidamente hacia Nigel.

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–Voy a decírselo -dijo-. ¿Vas acabrearte?

–¿Es una pregunta formal? -contestóNigel.

–No especialmente.–Porque de ser así tengo que

comunicárselo a Bo -dijo Nigel, yconsultó respetuosamente su reloj deoro, como si recibiera órdenes de él.

–Lederer sabe y nosotros sabemos.Si Pym lo sabe también, ¿quién queda? -insistió Brotherhood.

Nigel lo pensó.–Es cosa tuya. Tu hombre, tu

decisión, tu epílogo. Sinceramente.Brotherhood se inclinó sobre Mary y

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acercó la cabeza a su oído. Ella recordósu olor: paternal, a tweed.

–¿Me escuchas?Ella movió la cabeza. No, nunca

escucharé, ojalá no lo hubiera hechonunca.

–El nuevo comité del que tu Magnusse estaba burlando tenía previsto ser unorganismo de gran eficacia. Quizá lamejor relación laboral en potencia quehemos tenido en la práctica con losamericanos durante años. La regla deljuego era confianza mutua. Hoy día no estan fácil de crear como antiguamente,pero nos apañamos. ¿Te vas a dormir?

Ella asintió.

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–Tu Magnus no sólo lo sabía, sinoque fue uno de los motores principalespara que el comité despegara. Si no elprincipal. Incluso llegó al extremo dequejarse a mí, cuando estábamosnegociando el acuerdo, de que Londresestaba siendo cicatero en suinterpretación de los términos deltrueque. Pensaba que debíamosconceder más a los americanos. Acambio de más. Eso en primer lugar.

No tengo absolutamente nada másque decir. Puedes conocer las señas demí casa, mis parientes más próximos yes todo. Me lo enseñaste tú mismo, Jack,por si acaso me pillaban.

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–En segundo lugar, por razones queentonces consideré engañosas einsultantes, los americanos pusieronreparos a la presencia de tu marido en elcomité menos de tres semanas despuésde haberse reunido, y me pidieron que losustituyera por alguien más de su gusto.Puesto que Magnus era la piedra angularde la operación checa y de algunos otrospequeños montajes en el este de Europa,la exigencia era totalmentedescabellada. Habían alegado lasmismas objeciones sobre él el añoanterior en Washington y Bo habíacedido, en mi opinión equivocadamente.Yo no estaba dispuesto a permitir que

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volvieran a salirse con la suya. Resultaque no me gusta un pelo que loscaballeros americanos o cualquier otrome digan cómo tengo que dirigir mitinglado. Les dije que no y ordené aMagnus que se tomara un permiso y quese largara de Viena hasta que yo ledijera que volviese. Ésa es la verdad, ycreo que ya es hora de que sepas unaparte.

–Y es también muy secreta -dijoNigel.

Ella esperó en vano a ver si sesentía asombrada. Ningún arranque deprotesta, ningún fogonazo del famosotemperamento familiar. Brotherhood se

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había aproximado a la ventana y estabamirando fuera. La mañana había llegadopronto por causa de la nieve. Parecíaviejo y agotado. Su pelo blanco semostraba esponjoso a contraluz y Maryveía la piel rosa de su cuero cabelludo.

–Tú le defendiste -dijo ella-. Túfuiste leal.

–Da la impresión de que también fuiun maldito estúpido.

La casa estaba patas arriba. Deabajo llegó el ruido sordo de mueblesque se desplazan, y después del salón.El lugar más seguro era aquella alcoba.Arriba, con Jack.

–Oh, no seas tan duro contigo, Jack -

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dijo Nigel.

Brotherhood había sentado a Maryen la silla y le entregó un whisky. Sólovas a tomar uno, había dicho él, hazlodurar. Nigel había tomado posesión dela cama y estaba repantigado encima,con una piernecita estirada como si se lahubiera torcido intentando subir lasescaleras de su club. Brotherhood lesdaba la espalda a los dos. Prefería lavista desde la ventana.

–Así que primero vais a Corfú. Tutía tiene una casa allí. Os la ha prestado.Cuéntanos eso. Detalladamente.

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–La tía Tab -dijo Magnus.–El nombre completo, creo -dijo

Nigel.–Señora Tabitha Grey. Hermana de

papá.–En un tiempo miembro de la Casa -

murmuró Brotherhood-. Puestos apensarlo, apenas hay un miembro de sufamilia que no haya estado en nuestroslibros en un momento u otro.

Ella había telefoneado a la tía Taben cuanto volvieron de tomar unas copasesa noche, y por milagro hubo unacancelación y la casa estaba libre. Lacogieron, telefonearon al colegio deTom y concertaron que volase allí

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directamente en cuanto terminara elcurso. Nada más enterarse, los Lederertambién quisieron ir, por supuesto, yGrant dijo que lo dejaría todoempantanado, pero Magnus no quisosaber nada. Los Lederer sonexactamente la clase de hélice socialque necesito para marcharme lejos,había dicho. ¿Por qué demonios iba allevarme el trabajo durante lasvacaciones? Cinco días más tardeestaban instalados en la casa de Tab ytodo iba de maravilla. Tom recibíalecciones de tenis en el hotel que habíacalle arriba, nadaba, daba de comer alas cabras de la casera y paseaba en la

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barca con Costas, que la cuidaba yregaba el jardín. Pero lo más divertidoeran los locos partidos de cricket queMagnus le llevaba a ver por las tardesen las afueras de la ciudad. Magnus dijoque los ingleses habían introducido eljuego en la isla cuando la estabandefendiendo contra Napoleón. Magnussabía esas cosas. O fingía saberlas.

En el cricket de Corfú, Magnusestaba más próximo a Tom que nunca.Se tumbaban en la hierba, mascabanhelados, animaban a sus jugadoresfavoritos y mantenían las charlasmasculinas que eran tan vitales para lafelicidad de Tom: porque Tom amaba a

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Magnus con locura, estaba apegado a supadre y siempre lo había estado. Encuanto a Mary, había llevado suspinturas al pastel porque en Corfú enverano hacía demasiado calor paraacuarelas, la pintura acababa de secarseen la página antes de que tuvierastiempo de acercarte. Pero estabadibujando bien, logrando bonitas formasy retratos, y se había convertido en laanfitriona de la mitad de los perros de laisla porque los griegos no losalimentaban ni los cuidaban ni nada. Demodo que todos estaban contentos, lostres estaban maravillosamente, y Magnustenía un invernadero fresco para escribir

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y daba paseos tierra adentro para sudesasosiego, que le asaltaba al instantepor la mañana y a última hora de latarde, después de haberlo contenidotodo el día. Almorzaban tarde,normalmente en una taberna, y muchasveces, a decir verdad, era un refrigeriolíquido, pero por qué no, estaban devacaciones. Seguían largas siestas sexymientras Mary y Magnus hacían el amoren el balcón y Tom, tumbado en laplaya, contemplaba los desnudos delotro lado de la bahía con los prismáticosde Magnus, de modo que, como éstedecía, toda la familia disfrutaba de suración carnal. Hasta que un día el reloj

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se paró en seco y Magnus volvió de unpaseo tardío y confesó que su escrito sehabía estancado. Nada más entrar, sesirvió un ouzo cargado, se dejó caersobre una silla y lo dijo a bocajarro:

–Lo siento, Mabs. Lo siento, Tom,compadre. Pero este sitio es demasiadoidílico. Necesito un poco más deajetreo. Necesito gente, Cristo bendito.Humo, suciedad y un poco desufrimiento alrededor. Esto es comoestar en la luna, Mabs. Peor que Viena.En serio.

Lo dijo con dulzura, pero fueinflexible. Había estado bebiendo,evidentemente, pero era porque estaba

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decaído.–Me estoy desquiciando, Mabs. Me

afecta realmente. Se lo he dicho a Tom.¿Verdad, Tom? Le he dicho que ya no leencuentro el gusto a esto y que me sientouna mierda porque vosotros os lo estáispasando divinamente.

–Sí, me lo ha dicho -dijo Tom.–Varias veces. Y hoy ya no puedo

más, Mabs. Tenéis que echarme unamano. Los dos.

Ambos, naturalmente, dijeron que loharían. Mary telefoneó a Tab deinmediato para que pudiese poner otravez en alquiler la casa, todos seabrazaron fuerte y se fueron a la cama

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con la sensación de haber resuelto elproblema, y al día siguiente Mary hizolas maletas y Magnus fue a la ciudad acomprar los pasajes y organizar la etapasiguiente de la odisea familiar. PeroTom, mientras fregaba, momento en elque siempre era muy locuaz, expuso unaversión distinta del motivo por el queabandonaban Corfú. Papá habíaencontrado a aquel hombre misteriosoen el cricket. Fue un partido realmenteincreíble, mami, los dos equiposmejores de la isla, una auténticarevancha. Estábamos viéndolo comolocos y de repente apareció aquelhombre juicioso y flacucho, con un

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bigote triste como de prestidigitador ysu cojera, y papá se levantó muy tenso.Él se acercó a papá sonriente y hablaronun poco, dieron vueltas y vueltas por elcampo y el hombre delgado andabadespacio como un inválido, pero eraenormemente amable con papá, a pesarde que papá estaba emanadísimo.

–Animadísimo -le corrigió Maryautomáticamente-. No hables tan alto,Tom. Creo que papá está trabajando enalguna parte.

Y estaba aquel bateador realmentefantástico, dijo Tom. Se llamabaPhillipi. Absolutamente el mejorbateador que Tom había visto en su

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vida, marcó dieciocho puntos en unasola serie y el público se quedó con laboca abierta, pero papá no se enteró,porque estaba muy ocupado escuchandoal hombre amable.

–¿Cómo sabes que era tan amable? -preguntó Mary con una extrañairritación-. No levantes la voz.

No había luz en el invernadero, peroa veces Magnus estaba dentro a oscuras.

–Era como un padre con él, mami.Es mayor que papá, pero un hombre muytranquilo. Insistió en llevar a papá en sucoche. Papá repitió que no. Pero el otrono se enfadó ni nada, era demasiadojuicioso. Le tranquilizó y sonrió.

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–¿Qué coche? Todo eso es unaauténtica fantasía, Tom. Y tú lo sabes.

–El «Volvo». El «Volvo» del señorKaloumenos. Había un hombre alvolante y otro sentado atrás. Les seguíanpor el otro lado de la valla cuando ellosdaban vueltas y vueltas hablando. Deverdad, mamá. El hombre flaco noperdió la calma en ningún momento, y seve que aprecia realmente a papá. No essólo lo de cogerse del brazo. Sonamigos. Mucho más que el tío Grant.Tan amigo como el tío Jack.

Mary interrogó a Magnus esa noche.Habían empacado, la idea de la mudanzaestimulaba a Mary y estaba deseando

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ver los museos de Atenas.–Tom dice que un pesado te estuvo

hostigando en el partido de cricket -dijoMary mientras degustaban una últimacopa bastante cargada después del díaintenso.

–¿Ah, sí?–Un hombrecillo que te perseguía

alrededor del campo. A mí me sonócomo un marido enfadado. Tenía bigote,a no ser que Tom se lo haya imaginado.

Magnus entonces recordóvagamente.

–Ah, es cierto. Era un viejo pelmainglés que me insistía en que fuese a versu chalé. Quería venderlo. Un verdadero

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coñazo.–Hablaba en alemán -dijo Tom, al

día siguiente en el desayuno, cuandoMagnus estaba fuera paseando.

–¿Quién?–El amigo delgado de papá. El

hombre que se acercó a papá en elcricket. Y papá le respondía en alemán.¿Por qué dice papá que es un viejoinglés?

Mary se le abalanzó. Hacía años queno había estado tan furiosa con él.

–Si quieres escuchar nuestrasconversaciones, hazme el puñetero favorde entrar a escucharlas en vez deremolonear fuera de la puerta como un

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espía.Luego se avergonzó de sí misma y

jugó al tenis con él hasta que zarpó elbarco. Durante la travesía Tom se mareócomo una peonza y cuando llegaron alPireo tenía 39º y medio y Mary se sintióinfinitamente culpable. En el hospital deAtenas un médico griego diagnosticó unsarpullido por ingestión de camarones,lo que era absurdo porque Tomaborrecía los camarones y no habíaprobado ni uno, y para entonces tenía lacara hinchada como un hámster, demanera que alquilaron habitacionescaras y le acostaron con una bolsa dehielo, y Mary le leía sus libros mientras

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Magnus escuchaba o se sentaba aescribir en la habitación de Tom. Perosobre todo le gustaba escuchar, porquesiempre decía que lo mejor de su vidaera observar a Mary consolando a suhijo. Ella le creía.

–¿No salió para nada? -preguntóBrotherhood.

–No. No le apetecía.–¿Hizo alguna llamada telefónica? -

preguntó Nigel.–A la embajada. Para registrarse.

Para que vosotros supierais dóndeestaba.

–¿Él te dijo eso? -preguntóBrotherhood.

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–Sí.–¿No estabas cuando hizo las

llamadas? -dijo Nigel.–No.–¿Le oíste a través de la pared? -

insistió Nigel.–No.–¿Sabes con quién habló? -insistió

de nuevo Nigel.–No.Desde su puesto en la cama Nigel

levantó la mirada hacia Brotherhood.–Pero te telefoneó a ti, Jack -dijo,

alentándole-. ¿Pequeñas charlas desdesitios remotos con el jefe de vez encuando? Es prácticamente obligatorio,

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¿no? Compruébalo con los agentes:«¿Cómo está tu compinche de tú sabesdónde?»

Nigel es uno de los nuevos noprofesionales, Mary recordó que lehabía dicho Magnus. Es uno de esosidiotas que se supone que estánintroduciendo un soplo de realismo deWhitehall. Si alguna vez he oído unacontradicción en los términos, es ésta,había dicho Magnus.

–No llamó -estaba diciendoBrotherhood-. Lo único que hizo fuemandarme un rosario de postalesestúpidas diciendo «Gracias a Dios queno estás aquí» y enviándome su última

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dirección.–¿Cuándo empezó a salir? -preguntó

Nigel.–Cuando a Tom le bajó la fiebre -

respondió Mary.–¿Al cabo de una semana? -dijo

Nigel, invitadoramente-. ¿Dos?–Menos -dijo Mary.–Cuenta -dijo Brotherhood.Era de noche, probablemente el

cuarto día. La cara de Tom estaba yanormal y Magnus propuso a Mary quefuese de compras mientras él cuidaba alniño, para darle a ella un respiro. PeroMary no se sentía con ánimos deatreverse a andar sola por las calles de

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Atenas y entonces fue Magnus. Mary iríapor la mañana a ver algún museo. Élvolvió a medianoche, muy satisfecho,diciendo que había encontrado a aquelmaravilloso agente de viajes griego enun sótano enfrente del Hilton, un viejoincreíblemente culto, y que habíanbebido ouzo y resuelto los problemasdel universo. El buen hombre dirigía unservicio de alquiler de chalés en lasislas y confiaba en que surgiese algunacancelación al cabo deaproximadamente una semana, cuandoellos estuvieran ya hartos de Atenas.

–Yo pensaba que las islas estabandescartadas -dijo Mary.

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Por un momento pareció que Magnushubiese olvidado la razón por la quehabían abandonado Corfú. Sonrió unpoco forzado y dijo algo así como queno todas las islas eran iguales. Despuéspareció perder la cuenta de los días. Semudaron a un hotel más pequeño,Magnus escribía todo el tiempo, salíapor la noche y cuando Tom estuvobastante repuesto le llevó a nadar. Marytomaba bocetos de la Acrópolis y llevóa Tom a un par de museos, pero élprefería ir a nadar. Entretantoaguardaban a que el griego aparecieracon algo.

Brotherhood le interrumpió de

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nuevo.–Respecto a lo que escribía. ¿Cuánto

hablaba de ello exactamente?–Quería mantenerlo en secreto.

Migajas. Fue lo único que me dio.–Como a sus agentes. Lo mismo -

comentó Brotherhood.–Quería que yo estuviese fresca para

cuando tuviera realmente algo queenseñarme. No quería irse de la lengua.

Transcurrió un tiempo tranquilo y,tal como Mary lo recordaba ahora,extrañamente furtivo hasta que una nocheMagnus desapareció. Salió después decenar diciendo que iba a meter prisa alviejo griego. A la mañana siguiente no

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había regresado y a la hora del almuerzoMary se asustó. Sabía que debíatelefonear a la embajada. Por otra parteno quería que cundiera una alarmainnecesaria ni hacer algo que pusiera enun aprieto a Magnus.

Brotherhood intervino nuevamente.–¿Qué clase de aprieto?–Si se había ido de juerga o algo así.

No haría demasiado buen efecto en suexpediente. Justo cuando teníaesperanzas de un ascenso.

–¿Se había ido de juerga antes?–En absoluto. Él y Grant se

emborrachaban juntos alguna que otravez, pero nunca llegaban más lejos.

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Nigel levantó bruscamente lacabeza.

–¿Pero por qué esperaba unascenso? ¿Quién le había dicho algosobre eso?

–Yo -dijo Brotherhood, sin un ápicede remordimiento-. Consideré quedespués de todos los incordios que leestábamos causando merecía tenerlo alreincorporarse.

Nigel anotó algo pulcramente en sulibro y sonrió tristemente mientrasescribía. Mary prosiguió.

De todos modos esperó hasta lanoche y luego llevó a Tom al Hilton yexploraron juntos todas las casas que

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había enfrente hasta que encontraron ensu sótano al griego ilustrado,exactamente igual a como Magnus lohabía descrito. Pero hacía una semanaque el griego no había visto a Magnus yMary no quiso quedarse a tomar un café.Cuando volvieron a la tabernaencontraron a Magnus con barba de dosdías y vestido con la ropa que llevabaen el momento de desaparecer, sentadoen el patio y comiendo bacon y huevos,borracho. No era una borracheraridícula, no le ocurría eso. Tampoco erauna borrachera colérica ni llorona niagresiva, y mucho menos indiscreta,porque la bebida únicamente fortificaba

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sus defensas. Una borrachera cortés, porconsiguiente, e indulgente con el propiodesliz, como siempre, y su coartadaestaba perfectamente intacta salvo porun insólito fallo.

–Perdón, familia. Me entrompé unpoco con Dimitri. El cerdo me dejó másborracho que una cuba. Hola, Tom.

–Hola -dijo Tom.–¿Quién es Dimitri? -preguntó Mary.–Ya sabes quién es. El viejo agente

de viajes griego que ensarta cuentasenfrente del Hilton.

–El culto.–Ese mismo.–¿Anoche?

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–Hasta donde recuerdo, amiguita,segurísimo que anoche.

–Dimitri no te ha visto desde ellunes pasado. Nos lo ha dicho hace unahora.

Magnus meditó al respecto. Tomhabía encontrado un ejemplar del AthensNews y de pie junto a la mesa vecinaestaba examinando atentamente la páginade cine.

–Has investigado sobre mí, Mabs.No deberías haberlo hecho.

–No he investigado sobre ti, ¡teestaba buscando!

–No hagas una escena ahora, chica.Por favor. Hay otras personas comiendo

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aquí, como ves.–No estoy haciendo una escena. Tú

sí. No soy yo la que ha desaparecidodurante dos días y vuelve contando unamentira. Tom, vete a tu habitación,cariño, subiré dentro de un minuto.

Tom se marchó con una sonrisaradiante para demostrar que no habíaoído nada. Magnus tomó un largo tragode café. Luego agarró a Mary por lamano, se la besó y suavemente laempujó hasta sentarla en la silla quehabía junto a él.

–¿Qué preferirías que te dijera,Mabs? ¿Que he estado de jarana con unaputa o que he tenido problemas con un

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agente?–¿Por qué no me dices simplemente

la verdad?La sugerencia divirtió a Magnus. No

cruel ni cínicamente. Se limitó aacogerla con la benevolenciacompungida que mostraba hacia Tomcuando éste le exponía una de sussoluciones para acabar con la pobrezaen el mundo o la carrera de armamentos.

–¿Sabes una cosa?Besó la mano de Mary y la apretó

contra su mejilla.–Nada desaparece en la vida.Ella notó con sorpresa que la barba

incipiente estaba húmeda, y comprendió

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que Magnus estaba llorando.–Estoy en la plaza Constitución,

¿vale? Saliendo del bar del GrandeBregtane. Pensando en mis cosas. ¿Quésucede? Me doy de narices con unagente checo al que yo controlaba. Unhueso duro de roer, embustero, noscausó un montón de problemas. Me cogedel brazo así. «¡Coronel Manchester!¡Coronel Manchester!» Me amenaza conavisar a la policía y denunciarme comoespía británico si no le doy dinero. Diceque soy el único amigo que le queda enel mundo. «Venga a tomar un trago,coronel Manchester. Como hacíamosantes.» Fui. Le emborraché como a un

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sapo. Luego le di esquinazo. Me temoque yo también me achispé un poco.Todo en el campo del deber. Vamos a lacama.

Y fueron. E hicieron el amor. Eljoder desesperado de dos desconocidosmientras Tom lee Fantasy en el cuartode al lado. Y dos días más tarde semarchan a Hydra, pero en Hydra haydemasiada gente, es demasiadosiniestra, y de pronto no queda otro sitioadonde ir que Spetsai, en esta época delaño no habrá problema. Tom pregunta siBecky puede venir a verles, Magnusresponde que de ninguna manera, puesquerrán venir todos, y no está dispuesto

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a aguantar a cinco Lederer mientras tratade escribir. Por lo demás, aparte de quebebe, Magnus nunca ha estado máscariñoso y atento que ahora.

Mary se había callado. Comoretrocediendo unos pasos delante de uncuadro. Estudiando la historia hasta esemomento. Bebió un poco de whisky,encendió un cigarro.

–Cristo -exclamó Brotherhood envoz baja. Luego nada.

Nigel había encontrado un pellejo enel reverso de un dedo más pequeño delo normal y se lo estaba arrancandometiculosamente.

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Es Lesbos de nuevo, es otroamanecer pero la misma cama griega, yPlomari despierta una vez más, aunqueMary suplica que vuelva a dormirse, quelos sonidos cesen y que el sol seesconda por donde ha salido, detrás delos tejados, porque hoy es lunes y ayerTom volvió al colegio, Mary tiene laprueba debajo de la almohada, dondeprometió poner la piel de conejo que élle dio para que la protegiera de todoPeligro, y -como si lo necesitara pararobustecer su determinación- elrecuerdo terrible de las últimas palabrasde Tom antes de irse. Mary y Magnus lehan llevado al aeropuerto, le han pesado

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para esta nueva partida. Tom y Mary, depie, incapaces de tocarse, esperan a queanuncien el vuelo; Magnus está en el barcomprando a Tom una bolsa depistachos para el viaje y pidiendo depasada un ouzo para él. Mary se hacerciorado seis veces de que Tom tienesu pasaporte, el dinero, la carta a laenfermera informándole de su sarpullidode camarones y la carta que debeentregar a la abuela en el momento enque se reúna con ella en el aeropuertode Londres, cielo, para que no se teolvide. Pero Tom está más distraído aúnque de costumbre, está mirando a laentrada principal, viendo cómo la gente

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franquea las puertas de batiente, y tieneuna expresión desesperada, tanto queMary llega a preguntarse si no estarápensando en huir corriendo.

–¿Mamá?–Sí, cariño.–Están ahí, mamá.–¿Quiénes?–Aquellos dos campistas de

Plomari. Están sentados en la moto, enel aparcamiento, vigilando a papá.

–Escucha, cariño, ya basta -replicaMary firmemente, resuelta a disipar esassombras de una vez por todas-. Olvídatede eso completamente, ¿de acuerdo?

–Sólo que les he reconocido, ¿ves?

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Lo he descubierto esta mañana. Me heacordado. Son los hombres que iban enel coche que daba vueltas por fuera delcampo de cricket de Corfú mientras elamigo de papá trataba de convencerle deque subiera al coche con ellos.

Por un momento, aunque Mary ya hapasado por este procedimientoangustioso una docena de veces, tieneganas de gritar: «Quédate. No te vayas.Me importa un pepino tu educación.Quédate conmigo.» Pero en vez de esole despide con la mano desde el otrolado de la barrera y reserva sus lágrimaspara el trayecto de regreso, en queMagnus, como siempre, está

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absolutamente encantador con ella. Yahora es ya la mañana siguiente, Tomestá a punto de llegar a su colegio yMary mira fijamente los barrotescarcelarios de los postigos carcomidosde Kyria Katina, y el cielo clarea sinremordimiento por entre los resquicios,y ella procura no oír el ruido metálicode las cañerías debajo y el torrente deagua que cae libremente sobre lasbaldosas cuando Magnus ejecuta suducha matutina.

–¡Cristo! ¿Estás despierta, chica?¡Está helada, créeme!

Te creo, repite ella para sí misma, yse arrebuja con la ropa de cama. En

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quince años nunca me ha llamado chica.Ahora de repente es chica a todas horas,como si él acabara de enterarse de susexo. Tan sólo le separa de él la anchurade una tabla del suelo, y si se atreve amirar por el costado de la camavislumbrará su cuerpo desnudo dedesconocido a través de las grietas entrelos tablones. Al no recibir respuesta deMary, Pym empieza a cantar una canciónde Gilbert y Sullivan al tiempo quechapotea en el agua.

– Por la mañana tempranoprocederemos a encender el fuego…¿Qué tal lo hago? -grita, cuando hacantado todo lo que sabe.

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En otros tiempos Mary tenía unapequeña reputación musical. En Plushdirigía un grupo pasable de madrigales.Cuando estaba realizando su tarea en laoficina central, cantó de solista en elcoro de la Casa. Es simplemente quenadie te puso nunca discos, solía decirlea Magnus, en una crítica velada a suprimera mujer, Belinda. Un día tu vozserá tan buena cantando como cuandohablas, querido.

Mary junta aire.–¡Mejor que Caruso! -grita.Tras este intercambio, Magnus

puede reanudar su ducha.–Fue bien, Mabs. Realmente bien.

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Siete páginas de prosa inmortal. Primeraversión, pero buena.

–Estupendo.Él ha empezado a afeitarse. Le oye

vaciar la tetera en la palangana deplástico del fregadero. Hojas Contour,piensa ella: Oh, Dios, me he olvidadode comprarle sus malditas hojasContour. Durante todo el trayecto de idaal aeropuerto, y también en el de vuelta,sabía que había olvidado algo, porqueen estos días las pequeñeces son paraella tan espantosas como las cosasgrandes. Ahora compraré queso para elalmuerzo. Ahora compraré pan para elqueso. Cierra los ojos e inhala otra

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bocanada enorme.–¿Has dormido?–Como un tronco. ¿No te has dado

cuenta?Sí, me he dado cuenta. Te he sentido

salir de la cama a las dos de la mañanay bajar silenciosamente a tu cuarto detrabajo. Te he oído andar de un ladopara otro y detenerte. He oído el crujidode tu silla y el susurro de tu plumacuando empezabas a escribir. ¿A quién?¿Con qué voz? ¿Cuál de ellas?

Un estallido de música ahoga elrumor de su afeitado. Ha encendido laradio para escuchar el noticiario de laBBC. Magnus sabe la hora exacta en

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todo momento del día y de la noche. Siconsulta a su reloj es sólo paraconfirmar los horarios que hay en sucerebro. Mary escucha entumecida unaenumeración de sucesos que nadie puedecontrolar. Ha estallado una bomba enBeirut. Una ciudad ha sido destruida enEl Salvador. La libra ha caído. Osubido. Los rusos se excluyen de laspróximas olimpíadas o participan,después todo. Magnus sigue la políticacomo un jugador demasiado sabio paraapostar. El ruido crece progresivamentea medida que Magnus transporta la radioarriba, plop, plop, desnudo salvo por lassandalias. Se inclina sobre ella y ella

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huele el jabón de afeitar y los insípidoscigarros griegos que se ha aficionado afumar mientras escribe.

–¿Todavía con sueño?–Un poco.–¿Cómo está Rata?Mary está cuidando a una rata medio

destripada que encontró en el jardín.Está metida en un cajón de paja en lahabitación de Tom.

–No he mirado -contesta.Él la besa cerca de la oreja, una

explosión, y comienza a acariciarle elpecho como una señal para que ella leabrace, pero ella gruñe un desmañado«luego» y se da media vuelta en la cama.

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Le oye chapotear hasta el ropero, oye ala puerta vieja resistir y abrirse degolpe. Si elige pantalones cortos se vade paseo. Si escoge unos vaqueros se vaa la ciudad a beber con los gorrones. Elcoronel Parker -llámeme Parkie, con michulo griego y mi terrier Sealyham quellevo de la correa como a una tetera.Elsie y Ethel, las maestras jubiladas ytortilleras de Liverpool. Un tipoescocés, tengo un negocio minúsculo enDundee. Magnus saca una camisa y se lapone. Mary le oye abrocharse lospantalones cortos.

–¿Dónde vas? -pregunta.–A dar un paseo.

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¿Quién era la que hablaba así depronto, aquella mujer madura y que ibaderecha al grano?

–Espérame. Te acompaño. Puedeshablarme de eso.

Magnus está tan sorprendido comoella:

–¿De qué, por Dios?–De lo que te preocupa, querido. Me

da igual. Hablame de ello, sea lo quesea, para que no tenga que…

–¿No tengas qué?–Reprimirlo. No darme por

enterada.–Tonterías. No pasa nada.

Simplemente estamos un poco tristones

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sin Tom.La recuesta en la almohada como si

fuese una inválida.–Se te pasará durmiendo y a mí

paseando. Te veo en la taberna hacia lastres.

Sólo Magnus es capaz de cerrar contanto sigilo la puerta delantera de KyriaKatina.

De pronto Mary es fuerte. La partidade Magnus la ha liberado. Respira. Va ala ventana norte, todo planeado. Hahecho estas cosas antes y ahora recuerdaque las hace bien, muchas veces con máscalma que los hombres. En Berlín,cuando Jack necesitaba una chica

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disponible, Mary había montadoguardia, escamoteado llaves dehabitaciones a porteras, restituidodocumentos robados a escritoriospeligrosos, conducido a agentesasustados a apartamentos seguros.Conocía el juego mejor de lo que creía,pensó. Jack solía elogiar mi frialdad ymi vista aguda. Por la ventana ve lacarretera nueva alquitranada queserpentea hacia las colinas. A veces vapor ahí, pero hoy no. Abre la ventana yse asoma por ella como saboreando ellugar y la mañana. Esa bruja, Katina, haordeñado temprano a sus cabras, esosignifica que se ha ido al mercado. Mary

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solamente se permite una mirada fugazhacia el lecho fluvial seco donde, a lasombra del puente de piedra, los dosjóvenes de siempre están molestandocon su motocicleta de matrículaalemana. Si hubieran aparecido asídelante de la puerta en Viena, Mary selo habría comunicado a Magnus alinstante: le habría telefoneado a laembajada, de ser preciso. «Parece quelos ángeles vuelan hoy bastante bajo»,habría dicho. Y Magnus hubiera hecholo que fuere menester: avisar a lapatrulla diplomática, enviar a sushombres a identificarlos. Pero ahora, ensus vidas separadas, es como si

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hubieran acordado entre ellos que nohay que hacer comentarios sobre losángeles, ni siquiera sobre lossospechosos.

Su cuarto de trabajo está en la plantabaja. Él no le cierra la puerta con llave,pero entre ellos existe el pacto ético deque ella no entre a menos que él la llameexpresamente. Gira la manilla y entra.Los postigos están cerrados, pero notapan los cristales superiores de laventana y hay luz suficiente para que ellavea. Pisa fuerte, se dice a sí misma,recordando su adiestramiento. Si tienesque hacer un ruido, que sea acentuado.El cuarto es austero, como a Magnus le

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gusta. Una mesa, una silla, una camaindividual donde desplomarse entreráfagas de redacción creativa deborradores. Retira hacia atrás la silla yhace tambalearse a una botella devodka. La mesa está cubierta de libros ypapeles, pero no toca nada. El viejoejemplar de Simplicissimus,encuadernado en ante, ocupa un lugar dehonor, como de costumbre. Es sumascota. Su no sé qué. Es un motivo depermanente afrenta para Mary el hechode que nunca le permitirá encuadernarlo.Porque me gusta así, dice él tercamente.Así me lo dieron. Una mujer, sin duda.«Para Sir Magnus, que nunca será mi

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enemigo», reza la inscripción en alemán.Que la follen. Y también a los apodosestrafalarios.

Brotherhood le ha interrumpido denuevo.

–¿Dónde está ahora ese libro?Con dificultad y un ligero rencor ella

retornó al tiempo presente. PeroBrotherhood insistió:

–No está en su escritorio de abajo.Tampoco lo he visto en el salón. No estáen el dormitorio ni en el cuarto de Tom.¿Dónde está?

–Ya te lo he dicho -dijo ella-. Se lolleva a todas partes.

–No me lo habías dicho, pero

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gracias -respondió Brotherhood.Ella lleva un par de guantes de

algodón contra las marcas de sudor y demugre. Él usará un truco. Hace esascosas instintivamente. Su vieja carteradescansa en el suelo, abierta de par enpar, pero ella tampoco la toca. Otroslibros están esparcidos comopisapapeles para sujetar el manuscrito, yaparentemente al azar. Mary lee untítulo. Está en alemán: Libertad yconciencia, de un autor cuyo nombrenunca ha oído. Junto a él, un ejemplar deEl buen soldado de Madox Ford, queMagnus lee incesantemente en losúltimos tiempos, se ha convertido en su

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Biblia. Junto a este ejemplar, un viejoálbum de fotos. Levanta con suavidad latapa desconocida y sin moverla pasavarias páginas. Magnus a los ocho añosvestido de futbolista, la foto de unequipo. Magnus a los cinco en unescenario alpino, sosteniendo untobogán. Magnus a la edad de Tom yacon su sonrisa excesivamentecomplaciente, invitándote a entrar perosin esperar que a él le inviten. Magnusde luna de miel con Belinda, sin queninguno de los dos parezca tener másque unos doce años. Es la primera vezque ve estas fotos. Mary deja caer latapa, retrocede unos pasos e inspecciona

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de nuevo la disposición de los objetossobre la mesa. Al nacerlo descubre laargucia que ha utilizado Magnus. Cadauno de los tres libros, al parecercolocados a la ventura encima de lospapeles, está alineado con respecto a lapunta de las tijeras que ocupan sucentro. Mary va a la cocina, coge elmantel, lo pone en el suelo, al lado delescritorio, y a continuación, con la manoenguantada, mide las distancias entrecada objeto de la mesa. Con tantasuavidad como si estuviera levantandovendas de una herida, los coloca en elmismo orden encima del mantel. Ahoralos papeles de la mesa permanecen

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expuestos ante su mirada. No ha contadocon la aparición de tanto polvo. Consólo cruzar la puerta ha levantado nubespolvorientas. Soy una ladrona detumbas, piensa cuando el polvo leabrasa la garganta. Está examinando elfajo de un manuscrito. La páginasuperior está oscurecida por lastachaduras. Levanta el fajo de papeles ydeja todo lo demás en su sitio. Lo llevaa la cama pequeña, se sienta. En Plush,cuando era una muchacha, lo llamaba eljuego de Kim y lo jugaban todas lasNocheviejas, junto con números deteatro y asesinato y bobinas de cine. Enel centro de adiestramiento, cuando

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supuestamente ella era un adulta, lollamaban Observación y lo jugaban porlos pueblos dormidos de Dedham,Manningtree y Bergholt: ¿Quién hapintado su puerta esta mañana, podadolas rosas, comprado un coche nuevo,cuántas botellas de leche había en elumbral del número dieciocho? Perojugaran donde jugasen Mary siempreganaba con mucha diferencia, tiene lamaldición de una memoria fotográfica ala que muy poco escapa.

Fragmentos de novela, dijo aBrotherhood, todos ellos comienzos.

Una docena de capítulos 1, algunos amáquina y otros a mano, todos plagados

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de tachaduras. Principalmente hablabande la infancia de un huérfano llamadoBen.

Garabatos. Dibujos de un brazoextendido para robar. La entrepierna deuna mujer.

Notas personales, todas injuriosas:«basura sentimental»; «reescribir odestruir»; «has omitido el estigma quetransmitimos de hombre a niño»; «un díaun Wentworth nos atrapará a todos».

Una carpeta rosa con la rúbrica:«Pasajes sueltos.» Ben se entrega a lasautoridades. Ben descubre que existeotro servicio secreto, el auténtico, y seincorpora a él en el momento preciso.

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Una carpeta azul titulada «Escenasfinales», varias de ellas dirigidas aPoppy, su querida y puñetera Poppy.Una cartulina de dibujo sustraída delcuaderno de bocetos de Mary y en lacual Magnus ha dibujado un diseño debocadillos de diálogo unidos paraformar un diagrama de sus ideas,exactamente lo que le enseñan a Tompara preparar sus redacciones escolares.Bocadillo: «Si toda naturaleza aborreceel vacío, ¿qué opina un vacío sobre todanaturaleza?» Otro: «Duplicidad escuando complaces a una persona aexpensas de otra.» Otro más: «Somospatriotas porque tenemos miedo de ser

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cosmopolitas, y cosmopolitas porquetememos ser patriotas.»

Llamaron a la puerta, peroBrotherhood hizo una señal con lacabeza a Georgie, indicándole que nohiciera caso.

–No era su escritura de verdad -dijoMary-. Era todo puntiagudo. Funcionópor un tiempo y luego se atascó. Eracomo si le doliera seguir.

A Brotherhood le importaba unbledo a quién le doliera.

–Más -dijo-. Más. De prisa.–Soy yo, señor -gritó Fergus al otro

lado de la puerta-. Un mensaje urgente,señor. Muy urgente.

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–He dicho que espere -ordenóBrotherhood.

–«Los sistemas de la vida de Ben seestán derrumbando» -continuó Mary-.«Se ha pasado la vida inventandoversiones de sí mismo que no sonciertas. Ahora la verdad se le echaencima y está huyendo. Su Wentworthespera en la puerta.»

–Más -dijo Brotherhood, vigilando aMary.

–«Rick me inventó, Rick se estámuriendo. ¿Qué ocurrirá cuando Ricksuelte el cabo de la cuerda?»

–Sigue.–Una cita de San Lucas. No le vi

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abrir una Biblia en mi vida. «Quien esfiel en muy poco también es fiel enmucho.»

–¿Y?–…«Quien es deshonesto en muy

poco también lo es en mucho.» Habíailuminado los bordes de la páginadurante horas seguidas. Con tintasdiferentes.

–¿Y?–«Wentworth fue la némesis de

Rick. [6] fue la mía. Los dos dedicamosla vida a tratar de reparar lo que leshabíamos hecho.»

–¿Qué más?–«Ahora todos me persiguen. La

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Casa me persigue, y los americanos, ytambién tú. Hasta la pobre Mary mepersigue, y no sabe que tú existes.»

–¿Quién es ese tú? ¿Quién es tú enese poema?

–«Poppy, Mi destino. Miqueridísima Poppy, la mejor de misamigos, retira tus malditos perros de mipuerta.»

–Poppy como las flores -sugirióBrotherhood, apartando el micrófono deGeorgie al arrodillarse junto a ella-.Como las flores de la chimenea. Pero ensingular. Una Poppy.

–Sí.–Y Wentworth como el lugar. ¿El

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soleado Wentworth, en el eleganteSurrey?

–Sí.–¿Le conoces a él… a ella? ¿A

alguien con ese nombre?–No.–¿Y a Poppy?–No.–Sigue.–Había un capítulo 8 -dijo ella-.

Salido de la nada. No el 2 ni el 7, sinoeste capítulo octavo, escrito con su puñoy letra y sin una tachadura. Titulado«Cuentas pendientes», mientras que elcapítulo primero no tenía título. Escritode prisa, con exuberancia o rabia, y

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describiendo un día en que Ben serebela contra todas sus promesas.Pasando de la tercera a la primerapersona y quedándose en la primera,mientras que los capítulos 1 eran «él» o«Ben». «Los acreedores estánaporreando la puerta, Wentworth enprimer plano, pero a Ben le importa uncomino. Bajo la cabeza, levanto loshombros, arremeto contra ellos, repartopuñetazos, zarandeos, cabezazos,mientras me rompen la crisma. Peroincluso con la cara rota estoy haciendolo que debería haber hecho hace treintaaños, a Jack y a Rick y a todas lasmadres y padres, por robarme la vida

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del plato mientras yo te miraba hacerlo,Poppy, Jack, todos vosotros,empujándome a una vida entera, unavida entera, una vida entera…»

Había enmudecido. Tenazas dehierro le habían arrebatado larespiración. La puerta se abrió y Fergusse coló dentro, una infracción de ladisciplina por la que seguramente seríacastigado. Nigel le mirabainexpresivamente. Georgie le mirabarevirando los ojos, señalando a la puertay articulando fuera, fuera, pero Fergusaguantó donde estaba.

–¿Una vida entera de qué, porCristo? -estaba gritando Brotherhood al

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oído de Mary.Ella estaba susurrando. Estaba

gritando. Estaba forcejeando con lapalabra en el interior de la boca,empujándola, apretándola, pero no saliónada por ella. Brotherhood la zarandeó,al principio suavemente, luego muchomás fuerte y por último muy fuerte.

–Traición -dijo ella-. «Traicionamospara ser leales. La traición es comoimaginar cuando la realidad no esagradable.» Escribió eso. La traicióncomo esperanza y compensación. Comola forja de un país mejor. La traicióncomo amor. Como un tributo a nuestrasvidas no vividas. Una larga lista de esos

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aforismos laboriosos sobre la traición.La traición como evasiva. Como actoconstructivo. Como una declaración deideales. Como un culto. Como unaaventura del alma. La traición comoviaje: ¿cómo podemos descubrir nuevoslugares si nunca salimos de casa? «Túeras mi Tierra Prometida, Poppy. Túdiste sentido a mis mentiras.»

Y era la última frase a la que habíallegado en su lectura, explicó la frasesobre Poppy la Tierra Prometida-,cuando volvió la cabeza y vio a Magnuscon pantalones cortos en la puertaabierta de su cuarto de trabajo, con unsobre grande azul en una mano y el

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telegrama en la otra, sonriendo como elalumno al mando de uno de sus colegios.

–Había otra persona dentro de él -dijo Mary, sobresaltándose-. No era él.

–¿Qué diablos significa eso? Acabasde decir que era Magnus, plantado en lapuerta. ¿Qué estás insinuando?

Ella tampoco lo sabía.–Era algo que le había ocurrido

cuando era joven. Alguien que leobservaba desde una puerta. Por algunarazón lo estaba repitiendo. Le vi en lacara que reconocía la escena.

–¿Qué dijo él? -propuso Nigel,servicialmente.

¿Tenía ella una voz para imitar a

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Magnus o era quizá solamente unaexpresión facial? Vacía y sin embargoimpenetrable. Infatigablemente cortés:

–Hola, mi amor. ¿Poniéndote alcorriente de la gran novela? No es quesea exactamente Jane Austen, me temo,pero algo puede ser utilizable cuandome meta de lleno.

El mantel estaba extendido en elsuelo. Con los libros y la mitad de lospapeles encima. Pero la sonrisa deMagnus transmitió victoria y aliviocuando tendió el telegrama hacia ella.Mary lo cogió de su mano y camino conél hasta la ventana para leerlo. O paradistraer del escritorio la atención de

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Magnus.–El telegrama era tuyo, Jack, usando

tu nombre de guerra, Victor. Dirigido aPym, en casa de Pembroke. Vuelve deinmediato, decías. Todo está olvidado.El comité vuelve a reunirse en Viena ellunes a las diez de la mañana. Victor.

Tomándose su tiempo, Brotherhoodhabía atendido por fin a Fergus.

–¿Qué demonios quiere? -dijo.Fergus habló como Tom lo hacia cuandose había estado conteniendo muchotiempo, a la espera de que los adultos ledejaran intervenir.

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–Mensaje de emergencia delempleado del servicio en la embajada,señor -soltó-. Lo ha telefoneado enclave, acabo de descifrarlo. La cajacombustiva ha desaparecido de lacámara acorazada.

Nigel hizo un gestito curioso, alparecer destinado a suavizar unaatmósfera cargada. Levantó sus manosadoradas y, apuntando blandamentehacia el cielo con las yemas de losdedos, las agitó como si se estuviesesecando las uñas. Pero Brotherhood,todavía arrodillado al lado de Mary,pareció invadido por una letargia súbita.Se levantó lentamente y se pasó la mano

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despacio por la boca como si tuviera unmal sabor en la punta de la lengua.

–¿Desde cuándo?–No se sabe, señor. No está anotado.

Hace una hora que la están buscando.No la encuentran. Es lo único que saben.Con ella había una tarjeta de correodiplomático. La tarjeta también hadesaparecido.

Mary no había captado todavía elclima. La sincronización ha salido mal,pensó. ¿Quién está en la puerta, Fergus oMagnus? Jack se ha vuelto sordo. Jack,que interroga con ráfagas de salvas, arazón de unas veinte por minuto, se haquedado sin municiones.

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–El guarda de la cancillería dice queel señor Pym se presentó en la embajadala mañana del martes a primera hora,cuando iba al aeropuerto, señor. Elguarda no se acordó de mencionarloporque no lo había apuntado en su parte.Fue arriba, bajó y siento lo de su padre,señor. Pero cuando bajó la escalera Pymllevaba esa pesada valija negra.

–¿Y al guarda no se le ocurrióhacerle ninguna pregunta?

–Pues no, señor, ¿cómo iba ahacerlo? Habiendo muerto su padre yteniendo tanta prisa.

–¿No falta nada más?–No, señor, sólo la caja hasta ahora.

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Y la tarjeta, como le he dicho.–¿Adónde va? -preguntó Mary.Nigel se había puesto de pie y se

tiraba de las puntas de su chaleco,mientras Brotherhood estaba guardandocosas en el bolsillo de su chaqueta paraun largo viaje. Sus cigarros amarillos.Su pluma y su libreta. Su viejo mecheroalemán.

–¿Qué es una caja combustiva? -preguntó Mary, próxima al pánico-.¿Dónde vais? ¡Os estoy hablando!¡Sentaos!

Brotherhood, por último, se acordóde ella y la miró donde estaba sentada.

–No lo sabes, ¿verdad? -dijo-. No,

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claro que no. Eras del nivel nueve.Nunca llegaste al grado necesario parasaberlo.

Explicar era penoso, pero seesforzó, en recuerdo de los viejostiempos.

–La misma palabra lo dice. Es unacajita de metal. En este caso es unavalija diplomática forrada de acero.Quema todo lo que hay dentro en cuantose lo ordenas. Es donde un jefe depuesto guarda los tesoros.

–¿Y qué hay dentro?Nigel y Brotherhood intercambiaron

miradas. Fergus tenía aún los ojosabiertos como platos.

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–¿Qué hay dentro? -repitió Mary, altiempo que un miedo distinto y másescurridizo empezaba a apoderarse deella.

–Oh. No mucho -respondióBrotherhood-. Agentes en activo. Todosnuestros checos. Unos cuantos polacos.Un par de húngaros. Prácticamente todolo que dirigimos desde Viena. Odirigíamos. ¿Quién es Wentworth?

–Ya lo has preguntado. No lo sé. Unlugar. ¿Qué más hay dentro?

–O sea que es eso. Un lugar.Ella le había perdido. A Jack. Se

había ido. Le había perdido comoamante, como amigo, como autoridad.

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Su cara era la del padre de Mary cuandole comunicó la noticia de la muerte deSam. El amor le había abandonado y conél el último residuo de fe.

–Tú lo sabías -dijo él, como depaso. Estaba a mitad de camino hacia lapuerta, sin mirar siquiera a Mary-. Losupiste durante años y años.

Todos lo sabíamos, pensó ella. Perono tuvo ánimos para decírselo o, enrealidad, interés.

Como si hubiera sonado el timbredel final de la visita, Nigel también sedispuso a salir.

–Ahora, Mary, te voy a dejar encompañía de Georgie y Fergus.

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Planearán su cobertura contigo y te diráncómo actuar en todo. Me tendránconstantemente informado. A partir deahora, igual que tú. Solamente a mí.¿Comprendido? Si necesitas dejar unmensaje o algo parecido, soy Nigel, eljefe del secretariado. Mi ayudantepersonal se llama Sandy, pero es unachica, naturalmente. No hables paranada con nadie más de la Casa. Me temoque es una orden. Ni siquiera con Jack -agregó, refiriéndose particularmente aJack.

–¿Qué más hay en la caja? -repitióella.

–Nada. Absolutamente nada.

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Material de rutina. No te preocupes.Se acercó a ella y, envalentonado

por la intimidad de Brotherhood conella, le colocó torpemente una mano enel hombro.

–Escucha. Esto no tiene por qué sertan malo como parece. Tenemos quetomar precauciones, desde luego.Tenemos que presumir lo peor yponernos a cubierto. Pero Jack tiene aveces una manera bastante gótica de verlas cosas. Las explicaciones menosdramáticas son muchas veces las máscercanas a la verdad. Jack no es el únicoque tiene experiencia.

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6

Una oscura lluvia costera habíaenvuelto la Inglaterra de Pym y élcaminaba bajo ella cautelosamente. Erala primera hora de la noche y habíaestado escribiendo durante más tiempoque en toda su vida, y ahora se sentíavacío, accesible y temeroso. Sonó unasirena de niebla, un pitido corto, doslargos, un faro o un barco. Se detuvodebajo de una farola para consultar denuevo su reloj. Quedaban por transcurrirciento diez minutos, cincuenta y tresaños habían transcurrido. El quiosco de

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la música estaba vacío, el césped delbowling inundado. Los escaparatestodavía conservaban su cochambrosocelofán amarillo contra el sol delverano.

Se dirigía fuera de la ciudad. Lehabía comprado un impermeable deplástico a Lorimer, el mercero. «Buenasnoches, señor Canterbury, ¿en quépodemos servirle?» La lluviatamborileaba sobre la capucha comosobre un tejado de hojalata. Por dentrode los faldones llevaba las compraspara la señorita Dubber: el bacon quevendía el señor Aitken, pero no seolvide de decirle que lo corte en el

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número cinco, si se descuida se locortará más grueso. Y dígale al señorCrosse que tres de sus tomates estabanpodridos la semana pasada; no sólomalos: podridos. Si no me los cambiapor otros buenos nunca volveré acomprarle. Pym había seguido lasinstrucciones al pie de la letra, aunqueno con la ferocidad que ella hubiesedeseado, porque tanto Crosse comoAitken eran destinatarios de sussubvenciones secretas, y durante añoshabían estado enviando a la señoritaDubber facturas por sólo la mitad de loque ella había gastado. De Farways, elagente de viaje, había obtenido

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asimismo detalles de una gira por Italiapara ciudadanos de edad, que partía deGatwick dentro de seis días.Telefonearé a su prima Melanie enBognor, pensó. Si también me brindo apagarle el viaje a Melanie, la señoritaDubber no podrá negarse.

Ciento seis minutos. Sólo hanpasado cuatro. De los incontablesrecuerdos apremiantes que reclamabanevocación en su cabeza, Pym eligióWashington y el globo. De todas lasmaneras locas de hablar que tuvimos,realmente aquel globo se llevó la palma.Tú querías una charla, yo no queríaverte. Yo huía asustado y te había

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convertido en una persona inexistente.Pero tú no te dabas por vencido, nuncalo harías. Para animarme lanzaste unglobo de gas en miniatura, con un bañode plata, por encima de los tejados deWashington, Columbia. De medio metrode diámetro, a veces Tom los consiguegratis en los supermercados. Mientrasconducíamos nuestro propio coche porambos lados de la ciudad, tú me dijisteen alemán que era una insensatez por miparte representar contigo el papel deGarbo. Por medio de microteléfonossintonizados que brincaban comochinches entre las frecuencias y debíande desquiciar igualmente a los

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radioescuchas.Estaba ascendiendo el camino del

acantilado, por delante de bungalowsiluminados, construidos en los jardinesde una gran mansión. Llamaré a sumédico y le diré que le convenza de quelo que necesita es un descanso. O alvicario, ella le escucharía. A sus pies,las luces feéricas del parque deatracciones brillaban como bayas gordasen la niebla. A lo largo de ellas podíadistinguir los neones blanquiazules de laheladería Sofía. Penny, pensó. Nuncavolverás a verme, a no ser que mi caraaparezca en el periódico. Pennypertenecía a su ejército secreto de

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amantes, tan secreto que ni ella sabíaque era miembro. Cinco años antes ellavendía pescado con patatas en un puestodel paseo marítimo y estaba enamoradade un chico con vestimenta de cuero quese llamaba Bill y que le pegaba, hastaque Pym pasó el número de matrícula dela moto de Bill por la computadora de laCasa y descubrió que estaba casado ytenía críos en Taunton. Envió bajocuerda los detalles al vicario de lalocalidad y un año más tarde Penny secasó con un alegre heladero italiano quese llamaba Eugenio. Pero esta noche noestaba casada. Esta noche, cuando Pymse había aproximado a su café para sus

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dos cucharadas de Cornish habituales,ella estaba con la cabeza pegada a la deun hombre fornido y de sombreroflexible cuyo aspecto a Pym no le gustóun pelo. No era más que un viajanteordinario, se dijo mientras una ráfaga deviento le inflaba el impermeable. Unvendedor de alimentos, un recaudadorde impuestos. ¿Quién caza solo en estostiempos, aparte de Jack? Y no es Jack,no es por los treinta años de diferencia.Era el coche, pensó. Aquellas aletaslimpias, la antena elegante. Lainclinación de su cabeza cuandoescuchaba.

–¿Ninguna visita, señorita D? -

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preguntó Pym, depositando los paquetesencima del aparador.

La señorita Dubber estaba sentadaen la cocina, viendo «Dallas» y tomandosu copita del día. Toby estaba en suregazo.

–Son tan malvados, señorCanterbury -dijo-. No admitiríamos aquípor una noche a ninguno de ellos,¿verdad, Toby? ¿Qué te ha comprado?Le he dicho Assam, tonto, devuélvalo.

–Es Assam -dijo Pym suavemente,agachándose para enseñárselo-. Lovenden con un nuevo envase y le regalantres peniques. ¿No ha venido nadiemientras estaba fuera?

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–Sólo el del gas, para mirar elcontador.

–¿El de siempre? ¿O uno nuevo?–Nuevo, querido. Todos son nuevos

últimamente.Pym la besó suavemente en la

mejilla y le enderezó el chal nuevosobre los hombros.

–Sírvase un vodka, querido -dijoella.

Pero Pym declinó el ofrecimiento,diciendo que debía trabajar.

Al entrar en su cuarto verificó lospapeles de la mesa. Grapadora con asade la taza de té. Libro emparejado conlápiz. Valija alineada con respecto a la

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pata de la mesa. La señorita Dubber noes Mary. Mientras se afeitaba sesorprendió pensando en Rick. Te hevisto, pensó. No aquí, sino en Viena. Tevi en todos los escaparates y puertasotoñales mientras intentaba rascarme elpicor de la espalda. Llevabas tu abrigode pelo de camello y fumabas el habanodel que nunca chupabas sin fruncir elceño. Me estabas siguiendo, sí, con tusojos azules sombreados como los de unahogado, y las pupilas pegadas a lospárpados superiores para darme miedo.«¿Adónde vas, hijo mío, adonde te llevaese par de buenas piernas a estas horasde la noche? ¿Alguna amiguita, eh?

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¿Alguien que te considera maravilloso?Vamos, hijo. Puedes decírselo a tuviejo. Venga un abrazo.» En Londresestabas tendido en tu lecho de muertepero no quise acercarme, no quise sabernada ni hablar nada de ti, era mi modode llorarte. «No, no iré. No, no iré», medecía cada vez que mi talón repicaba enlos adoquines. O sea que tú viniste a mí.Viniste a mí e hiciste de Wentworth.Aparecías en cada esquina que doblaba.Hasta que sentí tu mirada amorosa comoun calor en la espalda que nunca podríaeliminar. Fuera, maldito, susurré. ¿Quémuerte te deseaba yo? Todas ellas, porturnos. Muere, te decía. Muérete en la

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acera, a la vista de todo el mundo. Dejade adorarme. Deja de creer en mí.¿Querías dinero? Ya no. Habíasrenunciado a esta petición en favor de lamás grande de todas. Querías a Magnus.Querías que mi espíritu vivo entrase entu cuerpo muerto y te devolviese la vidaque yo te debía. «Lo estamos pasandobien, ¿no es cierto, hijo? Poppy esfabulosa, lo veo por el número inauguralde la función. ¿Qué estáis maquinandoahí los dos juntos? Vamos, puedesdecírselo a tu compinche. ¿Algúnnegocio entre manos? ¿Mercandoalgunos billetes, eh, como te enseñó tupadre?»

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Tres minutos. Me gusta calcular conexactitud. Pym se lavó la cara y de unbolsillo interior sacó su fiel ejemplardel Simplicissimus de Grimmelshausen,encuadernado en bucarán marrón ydesgastado, y muy viajado. Lo dejópreparado encima de la mesa, al lado deun taco de papel y un lápiz, cruzó lahabitación y se arrodilló delante de lavieja y querida radio de nogal deWinston, y giró el dial de baquelitahasta que tuvo la longitud de onda.

Baja el volumen. Enciende. Espera.Un hombre y una mujer hablando encheco de la economía de unacooperativa de frutas. El coloquio se

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extingue en mitad de una frase. La señalhoraria anuncia el noticiario vespertino.Listo. Pym está tranquilo. Una calmaoperativa.

Pero está también un poquitoarrobado. Aquí reina una serenidad queno es totalmente de este mundo, un ápicede afinidad mística en su sonrisaamorosa y juvenil que dice «hola» aalguien que no es del todo terrenal. Detodos los que le han conocido, aparte deeste desconocido extraterrestre, quizásólo la señorita Dubber ha visto esamisma expresión.

Primera noticia, arenga contra losimperialistas americanos a raíz de la

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ruptura de la última ronda deconversaciones sobre el desarme.Sonido de página que se vuelve, señalpara prepararse. Anotado. Vas a hablarconmigo. Te lo agradezco. Aprecio esegesto. Noticia dos en antena. El locutorpresenta al profesor de universidad deBrno. Buenas noches, profesor, ¿cómoestá esta noche el servicio secretocheco? El profesor habla, un pasaje paratraducir. Con todos los nervios entensión, toda mi persona a pleno gas.Primera frase: Las conversaciones hanterminado en un punto muerto. Pasopor alto. En otra tentativa. Lo escribo.Despacio. Sin precipitarse. Paciencia de

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nuevo mientras esperamos el primernumeral. Aquí está. Un soldador dePlzn, de cincuenta y cinco años. Apagóla radio y, con el bloc en la mano,regresó a la mesa, mirando directamentehacia delante. Al abrir elGrimmelshausen por la página cincuentay cinco encontró la quinta línea, sincontar siquiera, y en una hoja limpia depapel escribió las diez primeras letrasde la línea y luego las convirtió ennumerales con arreglo a su posición enel alfabeto. Resta sin llevar. No razones,hazlo. Estaba sumando otra vez, sinllevar tampoco. Estaba convirtiendonúmeros en letras. No razones. NOT…

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EPR… EOC… UP… No hay nada aquí.Es jerga burocrática. Sintoniza otra veza las diez y vuelve a leerlo. Estabasonriendo. Estaba sonriendo como unsanto cuando el calvario ha pasado. Laslágrimas afluían a sus ojos. Déjalas.Estaba de pie, sosteniendo la página conlas dos manos encima de su cabeza.Estaba llorando. Estaba riendo. Apenaspodía leer lo que había escrito. NO TEPREOCUPES, E. WEBER TE QUIERESIEMPRE. POPPY.

–Cabrón insolente -susurró en vozalta, secándose más lágrimas-. Oh,Poppy. Oh mi…

–¿Ocurre algo malo, señor

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Canterbury? -preguntó severamente laseñorita Dubber.

–Vengo a tomar ese vodka que me haofrecido, señorita D. Vodka -explicó-.Vodka con algo.

Lo estaba ya mezclando.–Sólo ha estado una hora arriba,

señor Canterbury. Eso no se llamatrabajar, ¿verdad, Toby? No es deextrañar que el país esté revuelto.

La sonrisa de Pym se ensanchó.–¿Por qué es el revuelo?–Los hinchas de fútbol. Dando tan

mal ejemplo a los extranjeros. Ustednunca permitiría que eso sucediera,¿verdad, señor Canterbury?

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–Por supuesto que no.Zumo de naranja tibio de la botella,

¡qué delicia! Agua calcárea del grifo,¿en qué otro sitio podrías encontrarla?Se sentó con ella durante una hora,parloteando sobre los encantos deNápoles, antes de retornar a su tarea desalvar a la patria.

Nunca sabré debidamente cómo Rickganó la paz, Tom, pero la ganó de lanoche a la mañana, como era proverbial,y ninguno de nosotros tendrá que volvera preocuparse, hijo, hay de sobra paratodos y esto es obra de tu viejo. En el

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celo de la nueva prosperidad padre ehijo adoptaron la profesión dehacendados rurales. Con la victoria enEuropa todavía húmeda en las vallaspublicitarias, el Pym de trece añosvistió su traje color carbón y suscodiciados pantalones largos, unacorbata negra y un cuello duro blanco yse marchó valientemente a que losanzuelos prometidos de Sefton Boyd leperforasen los lóbulos de las orejas,mientras Rick, en su madurez inmensa,adquiría una mansión de veinte acres enAscot, con un vallado blanco a lo largodel sendero y una hilera de trajes detweed más pesados que los del

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almirante, y un par de enloquecidossetters rojos y otro de zapatos bicoloresde campo para pasearlos y otro deescopetas Purdy para hacerse un retratocon ellos, y un bar de un kilómetro delargo para entretener sus veladasrústicas con champán y ruleta, un bustode bronce de TP sobre una peana en elvestíbulo, junto a otro más grande de símismo. Un pelotón de polacosexpatriados fue contratado para elservicio de la casa, una madre nueva ydistinguida llevaba tacones altos sobreel césped, vociferaba en compañíamasculina y proporcionaba a Pyminformación sobre la higiene y la

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dicción de las clases altas. Apareció un«Bentley» que no fue escondido nicambiado durante varias vacaciones,aunque un polaco rencoroso tuvo la ideade llenarlo de agua con una manguera através de una rendija en la ventanilla yempapó la dignidad de Rick cuando a lamañana siguiente abrió la puerta delautomóvil. A Cudlove le entregaron ununiforme de color mora y un chalé en losjardines donde Ollie cultivaba geranios,cantaba El mikado y pintaba la cocinapara sosegar sus nervios. El ganado yuna vaquera desabrigada conferían a lafinca el carácter de una granja, puesRick se había convertido en un pagador

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de impuestos que ahora sé que sehallaba en la cumbre de su heroica luchapor alcanzar liquidez.

–Es una auténtica vergüenza, Maxie-declaró orgullosamente a uncomandante llamado Maxwell-Cavendish que había sido convocadopara asesorar sobre cuestiones delhipódromo-. Que el Señor en el cielobaje y nos diga para qué diablos hicimosla guerra si un hombre no puededisfrutar en estos tiempos del fruto desus desvelos.

El comandante, que lucía unmonóculo teñido, dijo: «En efecto, ¿paraqué?», y apretó los labios, que

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adquirieron la forma de una hoja deacebo. Y Pym, sinceramente de acuerdo,llenó hasta arriba la copa delcomandante. Todavía a la espera devolver al colegio, estaba atravesandopor un período insípido y hubiesellenado cualquier cosa.

En Londres, la corte regentaba unReichskanzlei con columnas en ChesterStreet, atendido por una tropa debeldades que eran sustituidas en cuantose ajaban. Un jockey disecado, con loscolores deportivos de Pym, agitabahacia ellas su pequeña fusta; fotografíasde lo que Syd llamaba los imbatibles deRick y una lápida de honor

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conmemorando las empresas incólumesdel más reciente imperio de Rick T. Pyme hijo completaban el muro de la Fama.Sus nombres viven en mí para siemprejamás, al parecer, porque me costó añosde declaraciones juradas repudiarlos, ytodavía hoy me sé de memoria lamayoría. Los mejores celebran lavictoria de armas que Rick por entoncesestaba convencido de haber conquistadopara nosotros sin ayuda: la Enfermedady Salud Alamein, el Fondo Militar y dePensiones Permanentes, la MutuaGeneral Dunkerque, la Alianza deVeteranos TP, todas aparentementeanónimas, pero todas satélites del gran

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holding de Rick T. Pym e hijo, cuyaslimitaciones legales como receptáculode los óbolos de viudas sólo serevelaron progresivamente. Heinvestigado, Tom. He preguntado aabogados que saben cosas. Cien librasde capital bastaban para cubrir el lote.Y teníamos libros, ¡imagínate! Mullinerpara agravios, Maxton para contratos,Wormald para pleitos, abogados que yapeinaban canas y que eran siempre losprimeros en desaparecer en laadversidad y los primeros en volversonrientes cuando se había ganado labatalla. Y más allá de Chester Streetestaban los clubs, escondidos como

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casas seguras en los rincones mástranquilos de Mayfair. El Albany , elBurlington , el Regency , el Royalty :los nombres no eran nada comparadoscon las glorias que nos aguardabandentro. ¿Existen hoy esos sitios? No aexpensas de la Casa, Jack, eso seguro. Yde ser así, en un mundo dedicado ya alplacer, no a la austeridad. En elmostrador no venden cupones degasolina ilegales ni en el grill filetesilícitos, ni se aceptan apuestasprohibidas en la sala de deportesclandestina. No tienen madres ilegalescon zafios trajes largos que te juran queun día romperás un sinfín de corazones.

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Ni auténticos miembros vivos de nuestraa ma d a Pandilla loca lúgubrementerecostados en la barra, una hora antes departirnos de risa en las butacas. Nijockeys corriendo alrededor de la mesade snooker, que era demasiado alta paraellos, un billete de cien a una esquina y,Magnus, ¿dónde está ese puñeteroapoyatacos? Ni Cudlove esperandofuera con su uniforme morado, leyendoun Das Kapital abierto contra el volantedel «Bentley» mientras esperaba paratransportarnos a nuestra próximaconferencia importante con algúncaballero o dama desafortunados quenecesitaban el toque divino.

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Allende los clubs, a su vez, estabanl o s pubs: Beadles en Maindenhead,Sugar Island en Bray, el Clock aquí, elGoat allí, el Bell en otra parte, todoscon sus grills de plata, sus pianistas deplata y sus señoras de plata en elmostrador. En uno de ésos Muspole fuecalificado de puñetero gorrón por uncamarero bajo a quien estaba insultando,y Pym logró intervenir con unaocurrencia graciosa a tiempo de evitarla pelea. No recuerdo qué ocurrenciafue, pero Muspole me había enseñadouna vez una manopla de cobre amarilloque le gustaba llevar a las carreras, y séque esa noche la llevaba. Y sé que el

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camarero se llamaba Billy Craft y queme llevó a su casa para que conociera asu mujer desnutrida y a sus hijos en suapartamento de Bob Cratchitt, en lasafueras de Slough, y que Pym pasó unanoche divertida con ellos y que durmióen un sofá huesudo, tapándose con lasprendas de lana de toda la familia.Porque quince años después, en unareunión de recursos celebrada en laoficina central, quién crees que salió deentre el público sino Billy en persona,jefe supremo de la sección de vigilanciadoméstica.

–Pensé que era preferible seguirlesque alimentarles, señor -dijo con una

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risa tímida cuando me estrechó la manocomo unas cincuenta veces-. Nopretendo faltar a la memoria de supadre, que era un gran hombre,naturalmente.

Resultó que Pym no había sido elúnico en enmendar la mala conducta deMuspole. Rick había enviado una cajade champán y una docena de medias denilón para la señora Craft.

Después de los pubs, si teníamossuerte, venía una incursión al alba en elCovent Garden para un grato refrigeriode huevos con bacon que nos repusieralas fuerzas antes del trayecto a cienmillas por hora para los establos donde

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los jockeys se ponían viseras marrones ypantalones de montar y se convertían enlos caballeros templarios que Pymsiempre había sabido que eran,galopando por las pistas cubiertas deescarcha y señaladas por ramitas depino, hasta que en su imaginación leal seinternaban en el cielo para ganar otravez la Batalla de Inglaterra.

¿Dormir? Sólo recuerdo una vez.Viajábamos a Torquay para unagradable descanso de fin de semana enel Imperial, donde Rick habíaorganizado un juego ilegal de chemin defer en una suite con vistas al mar, ydebió de ser una de las veces en que

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Cudlove había dimitido, porque derepente nos encontramos en medio de untrigal iluminado por la luna que Rick,oliendo fuertemente a los gajes deloficio, había confundido con lacarretera. Extendidos uno junto a otrosobre el techo del «Bentley», padre ehijo dejaron que la luna caliente lesquemara la cara.

–¿Estás bien? -preguntó Pym,queriendo decir: «¿Tienes liquidez?¿Vamos camino de la cárcel?»

Rick le estrechó enérgicamente.–Hijo. Contigo a mi lado, y con Dios

sentado ahí arriba con Sus estrellas, y el«Bentley» debajo de nosotros, soy el

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tipo que mejor está en el mundo.Y decía en serio cada palabra, como

siempre, y el día más orgulloso de suvida iba a ser cuando Pym estuviese enel Old Bailey en el lado bueno de labarandilla, ostentando los plenosatributos de presidente del tribunalsupremo y dictando las sentencias queantaño habían dictado contra Rick entiempos que nunca reconocíamos.

–Padre -dijo Pym. Y se detuvo.–¿Qué, hijo? Puedes hablar con tu

viejo.–Es sólo que… bueno, si no puedes

pagar por adelantado las cuotas delprimer año de internado, no importa.

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Quiero decir que iré a la escuela diurna.Creo solamente que debería ir a algúnsitio.

–¿Eso es todo lo que tienes quedecirme?

–No importa. De verdad.–Has estado leyendo mi

correspondencia, ¿no?–No, claro que no.–¿Alguna vez te ha faltado algo? ¿En

toda tu vida?–Nunca.–Así me gusta -dijo Rick, y casi le

rompió el cuello a Pym con un abrazo deacero.

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–¿De dónde salía entonces el dinero,Syd? -insisto una y otra vez-. ¿Por quéllegó a acabarse?

Incluso hoy, en mi seriedadincurable, anhelo hallar una explicaciónseria para la mutilación criminal deaquellos días, aun cuando sea el únicodelito que, según Balzac, se escondedetrás de toda fortuna. Pero Syd nuncafue un cronista objetivo. Sus ojos clarosse empañan, una sonrisa lejana iluminasu carita de pájaro mientras sorbe de sucopa. En el fondo sigue viendo a Rickcomo a un gran río sinuoso del que cadauno de nosotros sólo puede llegar aconocer el tramo que el Destino nos

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otorga.–Nuestro gran tipo era Dobbsie -

recuerda-. No estoy diciendo que nohubiese otros, Titch: los había. Habíahermosos proyectos, muchos muyvisionarios, muy fantásticos. Pero elviejo Dobbsie era el tipo grande.

Para Syd siempre tiene que haber eltipo grande. Como los jugadores y losactores, ha vivido para eso toda su vida,y todavía lo hace. Pero la historia deDobbsie tal como me la contó esa noche,tomando Dios sabe cuántas copas, puedeservir igual que cualquier otra, auncuando deja inexplorados los recodosmás oscuros.

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–Durante un tiempo, Titch -dice Syd,mientras Meg nos da una gota más deempanada y aviva el fuego de leña-,mientras el flujo y el reflujo de laguerra, con la ayuda de Dios,naturalmente, favorecen cada vez más alos aliados, tu padre ha estado muypreocupado por encontrar una nuevasalida para aquellos fantásticos talentossuyos de los que todos somos, y conrazón, plenamente conscientes. Hacia1945 no se puede pensar que la escasezno acabará nunca. La carestía se haconvertido, Titch, sin rodeos, en unnegocio arriesgado. Con los peligros dela paz sobre nosotros, el chocolate,

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medias de nilón, frutos secos y gasolinapodrían inundar el mercado en un día.Lo que se avecina, Titch, dice Syd -enquien las cadencias de Rick resuenancomo canciones que no consigo expulsarde mi cabeza-, es la Reconstrucción. Ytu padre, con aquel cerebro suyo, estátan ansioso como cualquier otro buenpatriota de percibir su parte de lamisma, lo cual es totalmente justo. Lapega, como siempre, está en encontrar elasidero, porque ni siquiera Rick puedeacaparar el mercado inmobiliario ingléssin un penique de capital. Y de un modototalmente accidental, dice Syd, esteasidero se obtiene por la impensada

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mediación de Flora, la hermana deMuspole. ¡Tú te acuerdas de Flora!Claro que me acuerdo. Flora es unabue na scout, una predilecta de losjockeys a causa de sus pechosmajestuosos y del generoso uso que hacede ellos. Pero su verdadera devoción,me recuerda Syd, se la reserva a uncaballero llamado Dobbs, que trabajapara el gobierno. Y una noche, en Ascot,tomando una copa -tu padre estaba enuna conferencia entonces-, a Flora se leescapa como de paso que su Dobbsie esarquitecto municipal por vocación y querecientemente se ha agenciado un trabajoimportante. ¿Qué trabajo es, querida?,

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pregunta la corte educadamente. Floratitubea. Las palabras largas no son sufue r t e . Valorar la indemnización,contesta, citando algo que no haentendido totalmente. ¿Indemnizaciónpor qué, querida?, pregunta la corte,aguzando el oído, porque laindemnización no había perjudicado anadie todavía. Indemnización por dañosde bomba, dice Flora, y mirafuriosamente alrededor, con crecienteincertidumbre.

–Era un chollo, Titch -dice Syd-.Dobbsie monta en su bicicleta, visitauna casa bombardeada, descuelga elchisme para llamar a Whitehall. Aquí

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Dobbs, dice. Necesitaré veinte millibras para el jueves, y sin chistar. Y elgobierno paga como un señor. ¿Por qué?-Syd me picotea la rodilla superior conel dedo índice. Un gesto que Rick tuvotoda la vida-. Porque Dobbs esimparcial, y nunca lo olvides.

También yo recuerdo vagamente aDobbsie, un hombrecillo baqueteado ymentiroso que se entrompaba con doscopas de champán. Recuerdo que se meordenó ser agradable con él: ¿cuándo nolo era Pym?

–Hijo, si el señor Dobbs, aquípresente, te pide algo, si quiere esecuadro bonito de la pared, tú se lo das.

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¿Comprendido?A partir de ese día Pym miró de un

modo distinto la pintura de barcos sobreun mar rojo, pero Dobbsie nunca lapidió.

Con el secreto asombroso de Floraal descubierto, continúa Syd, las ruedasdel comercio giran a toda marcha.Llaman a Rick de su conferencia, seconcierta una cita con Dobbsie, seestablece una mutualidad. Los dos sonliberales o masones o hijos de grandeshombres, los dos son seguidores delArsenal, admiran a Joe Luis, piensanque Noel Coward es un mariquita ocomparten la misma visión de hombres y

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mujeres de todas las razas que caminancodo a codo hacia el magno cielo que, adecir verdad, es lo bastante espaciosopara acogernos a todos, no importa dequé color o credo seamos; todo esto esuna de las cantinelas fijas de Rick, quenunca dejan de hacerle llorar. Dobbs seconvierte en miembro honorario de lacorte y al cabo de unos días les presentaa un amado colega que se llama Fox y aquien también le gusta hacer el bien a lahumanidad y cuyo trabajo consiste enseleccionar terrenos de construcciónpara la Utopía posbélica. Así las ondasde la conspiración se multiplican, seentrecruzan y se extienden.

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El siguiente afortunado es PerceLoft. Mientras se ocupa de un negocio enlos Midlands, Perce ha oído rumoresacerca de una mutualidad moribunda queposee una fortuna, y haceaveriguaciones. El presidente de lamutua, un tal Higgs -el destino hadecretado que todos los conspiradoresostenten monosílabos-, resulta ser unbaptista de toda la vida. Rick también loes; sin serlo, nunca hubiera podidollegar a lo que es hoy. La fortunaprocede de un depósito familiar al cargode un abogado, Crabbe, que se fue a laguerra en el momento en que el dinero lefue entregado y dejó que el depósito

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cuidara de sí mismo como creyeramejor. Como baptista, Higgs no puededistraer fondos sin que Crabbe leautorice. Rick consigue que licencien aCrabbe de su regimiento, le lleva en el«Bentley» a Chester Street, dondeexamina el muro de la Fama, los librosde leyes y a las beldades, y de allí alviejo y querido Albany, donde goza deuna bonita charla y de relajación.

Crabbe resulta ser un hombrecillopendenciero e idiota, que estira el codopara coger su bebida, señor, se retuerceel bigote para demostrar su perspicaciamilitar y al cabo de unas cuantas copasexige saber ¿qué estabais haciendo

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vosotros, los civiles, caguetas, mientrasyo participaba en cierta contienda,señor, arriesgando el pellejo entre balasy bombas? Sin embargo, unas copas mástarde, en el Goat, declara que Rick es laclase de tipo que le hubiera gustadotener de comandante y, de ser necesario,morir por él, cosa que estuvo a punto dehacer algunas veces, pero chitón. Inclusollama «coronel» a Rick,desencadenando de este modo unextraño interludio en la ascensión delgran hombre, pues a Rick le agrada tantoel rango que decide atribuírselo enserio, de un modo parecido a como másadelante se convence de que el duque de

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Edimburgo le ha nombrado secretamentecaballero y guarda una colección detarjetas de visita para las personasadmitidas a esta confidencia.

Pero ninguna de estasresponsabilidades adicionalesinterrumpe un solo minuto el vals sinresuello de Rick. A lo largo de toda lanoche, durante todo el fin de semana, lacasa de Ascot recibe una pomposacabalgata de los grandes, los hermosos ylos crédulos, porque Rick se haconvertido en un coleccionista decelebridades, así como de necios y decaballos. Jugadores de cricket, jockeys,futbolistas, letrados de moda,

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parlamentarios corruptos, subsecretariosrelucientes de útiles ministerios deWhitehall, navieros griegos, peluqueroscockneys, maharajás que no figuran en lanómina, magistrados borrachos, alcaldesvenales, príncipes regentes de paísesque han dejado de existir, prelados conpectorales, y con botas de ante, cómicosde la radio, cantatrices, holgazanesaristocráticos, millonarios de la guerra yestrellas de cine: todos desfilan pornuestro escenario como beneficiariosperplejos de la gran visión de Rick.Lúbricos directores de banco ypresidentes de inmobiliarias que jamáshan bailado se quitan la chaqueta,

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confiesan su vida estéril e idolatran aRick, que les dona el sol y la lluvia. Susesposas reciben medias de nilóninhallables, perfumes, cupones degasolina, abortos discretos, abrigos depiel y, si se cuentan entre lasafortunadas, a Rick mismo, pues todo elmundo tiene que recibir algo, hay quevelar por todos, todos tienen que tenerleen gran estima. Si tienen ahorros, Ricklos duplicará. Si desean apostar, Rickles conseguirá más posibilidades quelos corredores de apuestas, páseme elmetálico, yo me ocuparé. Los hijos selos entregan a Pym para que les divierta,les exime del servicio militar por la

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intervención de algún viejo conocido,les regalan relojes de oro, entradas parala final de copa, cachorros de setterrojo y, si están enfermos, les envían alos médicos más selectos para que lesatiendan. Hubo una época en que talprodigalidad consternó al Pymadolescente y le despertó la envidia.Hoy no. Hoy lo consideraríasimplemente la asistencia normal que sedispensa a un agente.

Y, entre ellos, fortuitos como gatos,acechan los hombres silenciosos de lacorte ampliada, los hombres del bandode Muspole, con trajes de hombrosanchos y sombreros marrones de copa

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baja, que se llaman a sí mismos asesoresy se llevan al oído el auricular delteléfono, pero que no hablan. Quiéneseran, adonde iban: hasta la fecha sólo losaben el diablo y el espectro de Rick, ySyd se niega en redondo a hablar deellos, aunque con el tiempo creohaberme hecho una idea acertada de susactividades. Eran los matones de latragicomedia de Rick, ora postrados derodillas y rebosantes de sonrisas falsas,ora apostados como centinelasshakesperianos alrededor de la escena,con los ojos en blanco en la penumbramientras esperan para destriparle.

Y, de puntillas entre esta casa de

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fieras completa -como entre sus piernas-, aunque era ya tan alto como la mitad deellos, vislumbro otra vez a Pym,camarero servicial, botones mudo,magistrado supremo en ciernes, cortandolas puntas de los puros y rellenando lascopas. Pym, el orgullo de su progenitor,el diplomático en embrión, acudiendopresuroso a todas las llamadas: «Éste esMagnus. ¿Qué te han hecho en esecolegio nuevo, te han echado fertilizanteencima? Aquí Magnus, ¿quién te hacortado el pelo? Aquí Magnus,cuéntanos ése del taxista que pone a sumujer en estado interesante» Y Pym -elmás irresistible narrador de anécdotas

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de su edad y peso de todo el GranAscot- agradece, sonríe y se escabulleentre la concurrencia anómala yapretujada, y para relajarse acude a lasclases nocturnas de política radical en lacasa de Ollie y de Cudlove, lecciones enlas que se decide cordialmente, altiempo que se consumen canapésrobados y cacao, que todos los hombresson hermanos, pero esto no va contra tupapá. Y aunque las doctrinas políticasson hoy para mí en el fondo tan carentesde sentido como para Pym entonces,recuerdo la humanidad sencilla denuestras conversaciones cuandoprometíamos remediar las maldades del

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mundo, y el buen corazón sincero conque, al ir a acostarnos, nos deseábamosmutuamente paz en el espíritu de JoeStalin, que, con franqueza, Titch, y estono va contra tu padre jamás, les ganó laguerra a todos esos bastardoscapitalistas.

Las vacaciones de la corte sereincorporan al programa porque ningúnhombre puede dar lo mejor de sí mismosin descanso. St. Monte queda fuera delmapa desde el intento fallido de Rick decomprar el centro invernal en lugar depagar las deudas contraídas en él, perocomo «compensación», ahora unapalabra favorita, Rick y sus consejeros

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han adoptado el sur de Francia y viajana Montecarlo en el Train bleu,organizando un festín durante el trayectoen el vagón restaurante de terciopelo ycobre amarillo, y haciendo una pausasólo para dar una propina al maquinistafranchute que es un liberal de primerorden, antes de correr al casino condivisas ilícitas en la mano. Por encimadel hombro de Rick, en la grade salle,Pym puede observar cómo desaparecenen segundos los honorarios de un año decolegio, y nadie se ha enterado. Siprefiere el bar puede cambiarimpresiones con un alcalde de Wildmano Dios sabía de qué ejército, que dice

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ser caballerizo del rey Faruk y pretendedisponer de una línea telefónica privadacon El Cairo a fin de informar de losnúmeros ganadores y recibir órdenesreales, inspiradas por adivinos, sobre elmodo de dilapidar la riqueza de Egipto.Para nuestros amaneceres mediterráneostenemos el sombrío desfile hasta elprestamista del muelle, abierto toda lanoche, donde Rick sacrifica al diosesquivo de la liquidez su reloj de oro, sucigarrera de oro, su varilla de cóctel ysus gemelos igualmente de oro y con loscolores deportivos de Pym. Paranuestras tardes pensativas disponemosdel tir aux pigeons, en el que la corte,

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tras un buen almuerzo, se tumba debruces en el campo de tiro y dispara ainfortunados pichones, conforme salende su túnel y alzan el vuelo hacia elcielo azul antes de estrellarse contra elmar en un torbellino rizado. De vuelta acasa, en Londres, con todas las facturasabonadas, es decir, firmadas, y todos losporteros y maîtres complacidos, esto es,generosamente gratificados con lasúltimas monedas que nos quedan, sereanudan las tareas cada vez másnumerosas del imperio Pym e hijo.

Porque nada puede permanecerinmóvil, demasiado no es bastante,como Syd mismo admite. No hay ingreso

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tan sacrosanto que no pueda superarlo algasto; no hay gasto tan desmedido queno puedan obtenerse más préstamos paraevitar que el dique se rompa. Si el boomde la construcción va a estancarsetemporalmente por la aprobación de laley de Restricciones de Renta, al alcaldeMaxwell-Cavendish tiene un plan quecala en el alma deportista de Rick: setrata de sobornar a cualquiera que hayamontado un caballo en el Sweep irlandésy ganar así automáticamente el primero,segundo y tercer premio. Muspoleconoce a un propietario de periódico enapuros que se ha liado con malascompañías y necesita vender

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rápidamente; Rick siempre se haconsiderado un moldeador de la mentehumana. Perce Loft, el gran abogado,quiere comprar mil viviendas enFulham; Rick conoce una inmobiliariacuyo presidente tiene fe. Cudlove yOllie son amigos íntimos de una jovenmodelista que ha conseguido laconcesión auxiliar para el festival deInglaterra; Rick no pide nada mejor quedar una oportunidad a nuestrosmuchachos y, Dios mío, hijo, si alguiense lo ha merecido son ellos. El sobrinode Morrie Washington ha diseñado unautomóvil anfibio, hay el proyecto deconstruir un campo nacional de cricket

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para complementar los camposinvernales de fútbol, Perce tiene otraidea más para que un pueblo irlandéscultive el cabello humano para elmercado de pelucas, que estáexperimentando un rápido desarrollogracias a la munificencia de la reciéncreada seguridad social. Peladorasautomáticas de naranjas, plumas quepueden escribir debajo del agua, loscasquillos de la guerra de Corea: todoproyecto suscita el interés del granpensador, atrae a sus expertos yalquimistas, agrega una nueva línea a lalápida de Honor de la firma Pym e hijoen la casa de Chester Street.

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«¿Entonces qué falló? -pregunto otravez a Syd, atisbando el fin inevitable-.¿Qué capricho de la suerte, esta vezredonda, Syd, frenó el avance del granhombre?» Mi pregunta provoca una furiainusual. Syd posa su vaso.

–Falló Dobbsie, eso es todo. Floraempezó a ser poco para él. Quería ellote completo. Dobbsie perdió la cabezapor todas sus mujeres, ¿verdad Meg?

–Dobbsie mimaba demasiado a supequeño ego -dice Meg, siempre unaestudiosa severa de la fragilidadhumana.

Sale a relucir que el pobre Dobbs seatolondró tanto que concedió cien mil

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libras de indemnización a unaurbanización que no había sidoconstruida hasta un año después deconcluido el bombardeo.

–Dobbsie lo estropeó todo -diceSyd, bufando de indignación moral-.Dobbsie era egoísta, Titch. Eso es loque era. Un monocéntrico.

Una nota posterior al pie de páginapertenece a este breve pero gloriosoapogeo de la opulencia de Rick. Hayconstancia de que en octubre de 1947vendió su cabeza. Obtuve porcasualidad esta información ayer,cuando en las escaleras del crematoriointentaba identificar a algunos de los

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miembros menos familiares del entierro.Un joven sin resuello que afirmabarepresentar a un hospital docenteblandió ante mí un pedazo de papel y meexigió que detuviese la ceremonia. «Envirtud de la suma de cincuenta libras enmetálico, yo, Richard T. Pym, deChester Street West, autorizo a quecuando muera mi cabeza pueda serutilizada para favorecer el progreso dela ciencia médica.» Llovía ligeramente.Al socaire del pórtico garabateé alchico un cheque por importe de cienlibras y le dije que comprase una cabezaen otro sitio. Si el fulano era unembaucador, razoné, Rick habría sido el

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primero en admirar su inventiva.

Y en todo momento, en alguna partede este clamor, el nombre de Wentworthresonando débilmente en el oído secretode Pym como un nombre de guerraconocido únicamente por los iniciados:Wentworth. Y Pym, el forastero, el queno está en la lista, pugnando por entrar,por conocer. Como una consignatransmitida entre veteranos en un bar deoficiales de la oficina central, y Pym, elnuevo, oyendo desde la esquina sinsaber si fingir conocimiento o sordera:«Se lo sacamos a Wentworth.»

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«Ultrasecreto y Wentworth.» «¿Te hanaclarado Wentworth?» Hasta que elnombre mismo se volvió para Pym unsímbolo burlón de sabiduría denegada,un desafío a una propia deseabilidad.«El cabrón nos está haciendo unWentworth», oye rezongar en voz baja aPerce Loft una noche. «Esa mujerWentworth es un tigre -dice Syd otravez-. Mejor de lo que fue su estúpidomarido.» Cada mención incitaba a Pym areemprender sus pesquisas. Pero ni losbolsillos de Rick, ni los cajones de suescritorio ni la mesilla de noche ni suagenda de piel de cerdo ni la guíatelefónica de baquelita y ni siquiera su

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cartera, que Pym exploraba todas lassemanas con la llave del llavero Aspreyde Rick, proporcionaron una sola pista.Tampoco lo hizo el impenetrable ficheroverde que, como un icono ambulante,había llegado a constituirse en el centrode la fe migratoria de Rick. Ningunallave conocida lo abría, ni ganzúas nipalancas lo hacían ceder.

Y finalmente llegó el colegio. Elcheque fue enviado y fue pagado. El trendio una sacudida. En las ventanillas,Cudlove y las madres de otros chicoshundían la cara en sus pañuelos y

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desaparecían. En su vagón, chicosmayores que él lloriqueaban y semordían los puños de sus chaquetasgrises, nuevas. Pero Pym, con un sologiro de cabeza, repasó de un vistazo suvida hasta entonces y miró hacia lasenda férrea del deber que se internabasinuosa en la niebla otoñal y pensó:«Aquí voy yo, el mejor fichaje quehayáis hecho nunca, el que necesitáis,así que aceptadme.» El tren llegó, elcolegio era una mazmorra medieval deinterminable crepúsculo, pero san Pymde la Renuncia comenzó de inmediato aayudar a sus condiscípulos adesembarcar sus baúles y a subir cajas

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por las escaleras de caracol, que eran depiedra, a forcejear con botones decuello nunca vistos, a localizarles lascamas, armarios y perchas, y areservarse para él los peores. Y cuandole llegó el turno de comparecer ante elprofesor encargado para una charlaintroductoria, Pym no ocultó su placer.El señor Willow era un hombretóncasero, con traje de tweed y corbata decricket, y la sencillez cristiana de suhabitación, después de Ascot, infundióen Pym al instante la confianza de laintegridad.

–Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? -preguntó Willow cordialmente mientras

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levantaba el paquete hasta su orejagrande y lo sacudía.

–Un perfume que me han dado,señor.

Willow no le entendió bien.–¿Mandado? Yo pensé que tú lo

habías traído -dijo, aún sonriente.–Es para la señora Willow, señor.

De Montecarlo. Me han dicho que es delo mejor que hacen esos franchutes -añadió, citando al alcalde Maxwell-Cavendish, un caballero.

Willow tenía una espalda muy anchay de repente fue lo único que Pym vio.Se agachó, hubo un rumor de apertura ycierre y el paquete se esfumó en el

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interior de la mesa enorme. Si Willowhubiera tenido a mano una larga varacon que ensartarlo, no podría habercogido con más asco el obsequio dePym.

–Ten cuidado con Tit Willow -leadvirtió Sefton Boyd-. Pega los viernespara que puedas reponerte durante el finde semana.

Pero aun así Pym se esforzaba, sepresentaba voluntario para todo yobedecía a todas las campanas que lellamasen. Trimestres enteros. Vidasenteras. Corría antes del desayuno,rezaba antes de correr, se duchaba antesde rezar, defecaba antes de ducharse. Se

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lanzaba por el barro de Flandes delcampo de rugby, gateaba sobre lasbaldosas sudorosas en busca de lo quedenominaban instrucción, se ejercitabatan rudamente para ser un buen soldadoque se fracturó la clavícula con elcerrojo de su voluminoso fusil LeeEnfield y recibió puñetazos hasta el díadel juicio en el ring de boxeo. Y todavíaesbozaba una sonrisita y levantaba lapezuña, para colmo en la derrota,mientras iba tambaleándose al vestuario,y le hubieras amado, Jack, hubierasdicho que a los niños y a los caballoshabía que quebrarlos, me forjé en lafragua del colegio privado.

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No creo que me forjase en absoluto.Creo que el maldito colegio estuvo en untris de matarme. Pero a Pym no: Pym loconsideraba totalmente maravilloso yextendía el plato para pedir más. Ycuando se lo exigían las rígidas leyes deuna justicia arbitraria, cosa queretrospectivamente parece ocurrir todaslas noches de la semana, apretaba sumechón lacio contra el fondo de unlavabo sucio, aferraba un grifo con cadamano palpitante y expiaba un rosario dedelitos que él no sabía que habíacometido hasta que se los explicabanconcienzudamente, entre golpe y golpe,el señor Willow o sus acólitos. Y sin

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embargo, cuando por fin estaba acostadoen la oscuridad trémula del dormitorio,escuchando los chirridos y las toses deperrera del deseo adolescente, se lasingeniaba todavía para convencerse deque era un príncipe en gestación y deque, como Jesús, estaba pagando el patopor la divinidad de su padre. Y sufranqueza, su empatía por el prójimoflorecían indemnes.

En una sola tarde podía sentarse conNoakes, el cuidador de los terrenos,comer tarta y galletas en su casa, al ladode la fábrica de sidra, y llevar lágrimasa los ojos del viejo atleta con susembustes sobre las payasadas de los

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grandes deportistas que se habíansoltado el pelo en las fiestas de Ascot.Todo mentira, pero perfectamente ciertopara él mientras hilaba sus fábulas.

–¿Don también? -exclamabaincrédulo Noakes-. ¿El gran DonBradman bailando encima de la mesa dela cocina? ¿En tu casa, Pymmie? ¡Quéva!

–Y a la vez cantando «Cuando yotenía cinco años» -dijo Pym. Después,mientras Noakes seguía embelesado poresas ideas, Pym subía directamente lacuesta para ir a ver al mustio señorGlover, el ayudante del profesor dedibujo, que calzaba sandalias, a echarle

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una mano en la limpieza de las paletas yayudarle a eliminar los pintarrajos depintura en polvo que ese día habíanhecho los alumnos en los genitales delquerubín del vestíbulo principal. Gloverera, no obstante, la antítesis de Noakes.Sin Pym, los dos hombres eranirreconciliables. Glover considerabaque los deportes escolares eran unatiranía peor que la de Hitler, y ojalá quetiraran al río sus puñeteras botas defútbol y pasara el arado por sus camposde juegos y pusieran un poco de arte ybelleza, para variar. Y Pym tambiéndeseaba todo esto y juraba que su padreiba a hacer una donación para

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reconstruir la escuela de artes al doblede su tamaño, probablemente millones,pero no diga ni pío.

–Yo en tu lugar cerraría la bocarespecto a tu padre -dijo Sefton Boyd-.Aquí no les gustan los estraperlistas.

–Tampoco les gustan las madresdivorciadas -dijo Pym, devolviendo poruna vez la pulla. Pero en general suestrategia consistía en pacificar yreconciliar, y tener todos los hilos en lamano.

Otra conquista fue Bellog, elprofesor de alemán, que parecíafísicamente encogido por los pecados desu país de adopción. Pym le sitiaba con

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trabajo extra, le compró en la tienda deThomas Goode, por cuenta de Rick, unacostosa jarra alemana de cerveza, lepaseaba a su perro y le invitó aMontecarlo con todos los gastospagados, ofrecimiento que por suerte élrechazó. Hoy enrojecería por un asediotan ingenuo y me atormentaría pensandoen si Bellog se habría agriado y lehabrían despedido. Pym no. Pym amabaa Bellog como amaba a todos los demás.Y necesitaba aquel alma alemana, lahabía buscado arduamente desde lostiempos de Lippsie. Necesitabaentregarse a ella, confiarse a las manossobresaltadas de Bellog, a pesar de que

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Alemania no significaba nada especialpara él, salvo la huida a un cotoimpopular donde sus talentos seríanapreciados. Necesitaba el abrazo, elmisterio, la intimidad de otra cara de lavida. Necesitaba poder cerrar la puertaa su identidad inglesa y esculpir unnuevo nombre en un lugar fresco. Inclusode vez en cuando llegó al extremo deafectar un ligero acento alemán queprovocaba en Sefton Boyd paroxismosde ira.

¿Y las mujeres? Jack, nadie era mássensible que Pym a las virtudespotenciales de una agente femenina bienmeneada, pero en aquel colegio era

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dificilísimo conseguirlas, y menear aalguien, incluso tú mismo, constituía unafalta físicamente punible. La señoraWillow, aunque él estaba dispuesto aamarla en cualquier momento, parecíaestar permanentemente embarazada. Pymdesperdiciaba sus miradas lánguidas conella. El ama de llaves era de bastantebuen ver, pero una noche en que fue averla con un dolor de cabeza ficticio yla vaga esperanza de proponerlematrimonio, ella le ordenó secamenteque volviera a la cama. Sólo la pequeñaseñorita Hodges, que enseñaba violín,se reveló como una efímera promesa,pero cuando Pym le regaló un estuche de

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música de piel de cerdo adquirido enHarrods y le dijo que quería serviolinista profesional, ella lloró y leaconsejó que eligiera otro instrumento.

–Mi hermana quiere hacerlo contigo-dijo Sefton Boyd una noche en queestaban tumbados en la cama de Pym,abrazándose sin entusiasmo-. Ha leído tupoema en la revista del cole. Piensa queeres Keats.

Pym no estaba totalmentesorprendido. Su poema era sin duda unaobra maestra, y Jemima Sefton Boyd lehabía puesto mala cara a través delparabrisas del «Land Rover» familiarcuando iban a recoger a su hermano para

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los fines de semana.–Se muere de ganas -explicó Sefton

Boyd-. Lo hace con todo el mundo. Esuna ninfo.

Pym le escribió inmediatamente unacarta de poeta.

Un cuento debe subsistir entu pelo suave. ¿Alguna vez hastenido la impresión de que labelleza es una especie depecado? Dos cisnes se hanafincado en el foso de laabadía. Los observo a menudo,soñando con tu pelo. Te quiero.

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Ella contestó a vuelta de correo,pero no antes de que Pym hubierasufrido torturas de remordimiento por sutemeridad.

Gracias por tu carta. Tengoun largo permiso de salida queempieza el veinticinco y quecoincide con uno de tus fines desemana. Una proféticacoincidencia. Mamá te invitaráa pasar la noche del domingo yconseguirá el permiso del señorWillow para que duermas connosotros. ¿Estás pensando en laposibilidad de una fuga?

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Una segunda carta fue más precisa:

La escalera de servicio esbastante segura. Encenderé unaluz y tendré vino por si tienessed. Trae cualquier obra queestés escribiendo y por favoracariciame primero. En mipuerta encontrarás laescarapela roja que gané lasvacaciones pasadas saltandocon Smokey.

Pym estaba muerto de miedo. ¿Cómopodría bandearse con una mujer tanexperimentada? De los pechos sabía

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algo y los amaba. Pero Jemima parecíano tenerlos. Por lo demás ellarepresentaba un matorral ininteligible deenfermedad y peligros, y sus recuerdosde Lippsie en el baño se volvían cadavez más nebulosos.

Llegó una tarjeta:

A todos nos agradaría mucho quenos visitaras en Hadwell durante el finde semana del día veinticinco. Voy aescribir por separado al señor Willow.No te preocupes por cuestiones deropa, porque en verano noacostumbramos a vestirnos para lacena.

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Elizabeth Sefton Boyd.

En la colina que había más arriba dela casa de Willow se alzaba un colegiofemenino poblado de vestales morenas.Los chicos que allanaban sus jardineseran azotados y expulsados. PeroElphick, del grupo de Barker, sosteníaque si te ponías debajo del puentecuando las chicas lo estaban cruzandopara ir al hockey podías aprendermucho. Pero ay, lo único que Pym viocuando siguió este consejo fue unascuantas rodillas frías y muy parecidas alas suyas. Peor aún, tuvo que sufrir elhumor áspero de una profesora de

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deportes que se asomó por el puente y leinvitó a que jugara con ellas. Pym,asqueado, retornó a sus poetasalemanes.

La biblioteca municipal la dirigía unfabiano de edad, un agente de Pym. Pymse saltó el almuerzo y pasó sin serdetenido por la sección con un letreroque rezaba: «Sólo adultos». Guía delmatrimonio parecía ser un manual sobrehipotecas. El arte del libro de cabecerachino empezaba bien, pero derivaba auna descripción de juegos de dardos ytigres blancos a punto de abalanzarse.Amor y mujer rococó, por otra parte,hermosamente ilustrado, era un asunto

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distinto, y Pym llegó a Hadwellesperando ver Gracias desnudasretozando con sus galanes en el parque.En la cena, para su alivio, cenaronvestidos, Jemima cortó a Pym en seco,escondiendo la cara entre el pelo yleyendo a Jane Austen. Una chicafeúcha, que se llamaba Belinda y estabaconsiderada como la amiga más íntimade Jemima, se negó a hablar, en un gestode solidaridad.

–Así se pone Jem cuando estácachonda -explicó Sefton Boyd alalcance del oído de Belinda, ante lo cualésta intentó propinarle un puñetazo ysalió de la habitación furiosa.

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Enviado a acostarse, Pym ascendiópor la gran escalera mientras una docenade relojes tocaban por él a difuntos.¿Cuántas veces no le habría puesto enguardia Rick contra las mujeres que noquerían de él más que dinero? Cuántoanhelaba la seguridad de su cama en elcolegio. Al cruzar el rellano vio unaescarapela que brillaba como sangre enla luz débil. Subió otro tramo y vio lacabeza de Belinda mirándoleamenazadora desde detrás de la puerta.

–Puedes entrar aquí, si quieres -dijocrudamente.

–Muy bien, gracias -dijo Pym. Entróen su propia habitación.

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Sobre la almohada descansaban susocho cartas de amor y sus cuatro poemasa Jemima, atados con una cinta yolorosos a jabón para cuero.

Por favor, quédate con tus cartas,que encuentro opresivas puesto quelamento que ya no seamos compatibles.No sé qué locura te ha inducido aalisarte el mechón de la frente como unrecadero, pero a partir de ahora nosveremos como extraños.

Abatido por la humillación y eldesprecio, Pym volvió al colegioprecipitadamente y esa misma nocheescribió a todas las madres, en activo ojubiladas, cuyo nombre y señas

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consiguió recordar.«Queridísimas Toppsie, Cherry,

querida señora Ogilvie, Mabel, Violet,me golpean sin piedad por escribirpoesía y soy muy desgraciado. Porfavor, sacadme de este sitio horrible.»Pero cuando ellas respondieron a sullamada, la presteza de su amor lerepugnó, y tiró las cartas sin apenasleerlas. Y cuando una de ellas, la mejor,lo abandonó todo y realizó un viaje carode ciento sesenta kilómetros parainvitarle a un plato combinado en elFeathers, Pym respondió a sus preguntascon una distante cortesía.

–Sí, gracias, la escuela es fabulosa,

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todo es absolutamente impecable. Yusted, ¿cómo está?

Luego le llevó a la estación de trenuna hora antes, para poder ser un buenchico en el mal trato.

«Querida Belinda -escribió con suletra cursiva de poeta-. Muchísimasgracias por tu carta explicándome queJem es inestable. Sé que las chicas sontremendamente sensibles a esta edad yque experimentan toda clase decambios, así que no hay ningúnproblema. El equipo de nuestro cursoganó a Juniors, lo que aquí es la grannoticia. Pienso muchas veces en tus

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hermosos ojos.

Magnus.»

«Querido papá -escribió con unbrusco estilo eduardiano que copió deSefton Boyd-. Hago cantidad deanimación esencial aquí, lo que es elquid de la cuestión y me desenvuelvobien. Todo el mundo me agradecemucho lo que hago, pero los precios dela confitería han subido y me gustaríasaber si podrías mandarme otras cincolibras para que me alcance.»

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Para su sorpresa, Rick no le enviónada, sino que bajó de la montaña enpersona y no le llevó dinero sino amor,que era la primera razón por la que Pymle había escrito.

Fue la primera visita de Rick. Hastaentonces Pym le había prohibidoaparecer, explicando que la visita depadres distinguidos se consideraba demala educación. Y Rick, con insólitatimidez, había aceptado esta exclusión.Y ahora vino con igual comedimiento yun porte elegante, amoroso ymisteriosamente humilde. No seaventuró a entrar en el colegio, sino queenvió una carta de su puño y letra

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proponiendo un encuentro en la carreterade Farleigh Abbot, que bordeaba el mar.Cuando Pym llegó en bicicleta, segúnlas instrucciones, esperando ver al«Bentley» y a la mitad de la corte, aldoblar la curva pareció Rick solo,también en bicicleta, con una sonrisaencantadora que Pym podía ver akilómetros y tarareando desafinadamente«Debajo de los arcos». En el cesto de labici había llevado una merienda de susviandas predilectas, una botella degaseosa de jengibre para Pym, champánpara él y un balón de fútbol que habíasobrado del paraíso. Anduvieron en bicipor la arena e hicieron brincar guijarros

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sobre las olas. Se tumbaron en las dunasmascando foie gras y Ryvita. Pasearonpor el pueblecito y dudaron si Rickdebía comprarlo. Contemplaron laiglesia y prometieron no olvidar nuncasus oraciones. Hicieron una portería conuna puerta rota y se lanzaron la pelota deuna parte del mundo a la otra. Sebesaron, lloraron y abrazaron muyfuerte, y juraron ser compañeros durantetoda la vida y salir de excursión enbicicleta todos los domingos, inclusocuando Pym fuese presidente deltribunal supremo y fuese ya abuelo.

–¿Se ha despedido Cudlove? -preguntó Pym.

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Rick alcanzó simplemente a oír,aunque su cara ya había adquirido laexpresión soñadora que la embargaba alenfrentarse a una pregunta directa.

–Verás, hijo -concedió-, el buenCuddie ha tenido sus altibajos a lo largode los años y ha decidido que es hora deconcederse un pequeño descanso.

–¿Cómo va la obra de la piscina?–Casi acabada. Casi. Hay que tener

paciencia.–Fabuloso.–Dime, hijo -dijo Rick, ahora con su

expresión más venerable-. ¿Tienes algúncompañero que esté dispuesto a hacerteel favor de proporcionarte una cama y

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alojamiento durante las vacacionesescolares que ya se perfilan en elhorizonte?

–Oh, cantidad -dijo Pym, procurandoparecer despreocupado.

–Pues creo que sería juicioso por tuparte aceptar esas invitaciones, porqueen todas las reformas que se estánhaciendo en Ascot no creo quedisfrutaras del descanso y la intimidad aque tiene derecho tu excelente cerebro.

Pym respondió al instante que loharía, y se deshizo en cumplidos conRick a fin de convencerle de que nosospechaba que algo fuese mal.

–Además estoy enamorado de una

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chica fabulosa -dijo Pym, cuando llegócasi la hora de despedirse, en unesfuerzo más por persuadir a Rick de sufelicidad-. Es bastante divertido. Nosescribimos todos los días.

–Hijo, no hay cosa más hermosa enesta vida que el amor de una buenamujer, y si hay una persona que se lohaya merecido, esa persona eres tú.

–Dime, chico -dijo Willow unanoche, durante una clase íntima deconfirmación-: ¿qué hace tu padreexactamente?

A lo cual Pym, con un instinto

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natural para llegar al corazón deWillow, contestó que bueno, parece seruna especie de negociante por su cuenta,señor, no lo sé. Willow cambió de temapero en la sesión siguiente obligó a Pyma dar un informe sobre su madre. Suprimer impulso fue decir que habíamuerto de sífilis, una dolencia queocupaba gran espacio en lasdisertaciones de Willow sobre laSiembra de la Simiente de Vida. Pero secontuvo.

–Puede decirse que desapareciócuando yo era joven, señor confesó, conmás veracidad de la que se habíapropuesto.

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–¿Con quién? -preguntó Willow.Entonces Pym, sin ninguna razónparticular que más tarde hubiera podidodescubrir, respondió:

–Con un sargento del ejército, señor.Él ya estaba casado y por eso se la llevóa África para huir.

–¿Te escribe, chico?–No señor.–¿Por qué?–Supongo que está demasiado

avergonzada, señor.–¿Te manda dinero?–No, señor. No tiene. Él le quitó

todo lo que tenía.–¿Debo presumir que seguimos

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hablando del sargento?–Sí, señor.Willow reflexionó.–¿Estás al corriente de las

actividades de una empresa conocidacon el nombre de «Mutualidad yAcadémica Muspole, S.A.»?

–No, señor.–Parece ser que eres el director de

esa empresa.–No lo sabía, señor.–¿Entonces también desconoces,

probablemente, la razón de que esaempresa tenga que pagar tus cuotasescolares? ¿O no pagarlas, quizá?

–No, señor.

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Willow levantó la mandíbula yentornó los ojos, indicando que iba aagudizar su técnica de interrogatorio.

–¿Y dirías tú que tu padre vive concierta opulencia, por comparación conel nivel de vida de otros padres dealumnos de aquí?

–Supongo que sí, señor.–¿Supones?–Sí vive, señor.–¿Desapruebas su estilo de vida?–Un poco, señor.–¿Has pensado que un día puedes

verte obligado a elegir entre Dios yMammón?

–Sí, señor.

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–¿Has hablado de eso con el padreMurgo?

–No, señor.–Hazlo.–Sí, señor.–¿Has pensado alguna vez en

ingresar en la Iglesia?–A menudo, señor -dijo Pym,

poniendo su expresión más devota.–Aquí tenemos un fondo, Pym, para

chicos sin recursos que desean seguiruna vocación religiosa. El tesoreropiensa que tú podrías ser un candidatoapto para beneficiarte de ese fondo.

–Sí, señor.El hermano Murgo era un pobre

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diablo, dentudo y esforzado, cuya tareaincongruente, considerando sus orígenesproletarios, era actuar comocazatalentos itinerantes de Dios en loscolegios privados. Mientras que Willowera atronador y arriscado, una especiede Makepeace Watermaster sin secreto,Murgo se convulsionaba dentro de suhábito como un hurón atado dentro deuna bolsa. Mientras que la sabiduríaserenaba la mirada sin miedo deWillow, la de Murgo delataba laangustia solitaria de la celda.

–Está chiflado -declaró SeftonBoyd-. Fíjate en la roña que tiene en lostobillos. El cerdo la coge cuando está

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rezando.–Se mortifica -dijo Pym.–¿Magnus? -repitió Murgo con su

agudo gangueo norteño-. ¿Quién te llamóasí? Dios es magnus. Tú eres parvus. -Su rápida sonrisa roja brilló como unlatigazo que no cicatrizara-. Ven estanoche -le instó-. Escalera Allenby.Habitación de huéspedes. Llama.

–Maricón loco, te va a meter mano -gritó Sefton Boyd, enloquecido de celos.Pero Murgo nunca sobaba a nadie, comoPym había adivinado. Sus manossolitarias permanecían sujetas detrás dela espalda por tenazas invisibles, y sóloemergían para comer o rezar. Durante el

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resto de aquel trimestre de verano Pymflotó sobre nubes de libertad no soñada.No hacía una semana que Willow habíajurado flagelar a un chico que se habíaatrevido a definir el cricket como unesparcimiento. Ahora Pym sólo teníaque mencionar su intención de dar unpaseo con Murgo para que le excusarande cuantos juegos quisiera. Leperdonaban misteriosamente deberesescolares sin hacer, posponían palizasvagamente dictadas contra él. En elcurso de paseos jadeantes o excursionesen bici, en saloncitos de té rurales o, denoche, acurrucado en un rincón delmísero dormitorio de Murgo, Pym

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exponía ansiosamente versiones de símismo que alternadamenteescandalizaban y estremecían a los dos.El materialismo indolente de su vidahogareña. Su búsqueda de fe y amor. Sulucha contra los demonios de lamasturbación y contra tentadores talescomo Sefton Boyd. Su relación dehermano y hermana con Belinda.

–¿Y las vacaciones? -indagó Murgoun atardecer, mientras cruzabanraudamente por un camino de herraduradonde unos amantes se acariciaban en lahierba-. ¿Son divertidas? ¿Vida a todotren?

–Las vacaciones son un desierto -

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dijo Pym lealmente-. También las deBelinda. Su padre es agente de Bolsa.

La descripción obró como un acicateen Murgo.

–Oh, un desierto, ¿eh? ¿Un erial?Muy bien. Estoy de acuerdo con eso.Cristo también estuvo en el desierto,Parvus. Un tiempo condenadamentelargo. Y también san Antonio. Pasóveinte años en una pequeña fortalezaasquerosa a orillas del Nilo. Quizá lohas olvidado.

–No, en absoluto.–Pues eso hizo. Y eso no le impidió

hablar con Dios ni a Dios hablar con él.Antonio no tenía privilegios. No tenía

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dinero ni bienes ni coches bonitos nihijas de agentes de bolsa. Oraba.

–Lo sé -dijo Pym.–Ven a Lyme. Contesta a la llamada.

Sé como Antonio.–¿Qué cojones te has hecho en el

flequillo? -le gritó Sefton Boyd esamisma noche.

–Me lo he cortado.Sefton Boyd dejó de reír.–Vas a ser un mico Murgo -dijo en

voz baja-. Estás colado por él, furcialoca.

Los días de Sefton Boyd estabancontados. A consecuencia deinformación recibida -incluso hoy me

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sonroja recordar la fuente de la misma-,Willow había decidido que el jovenKenneth se estaba haciendo demasiadomayor para el colegio.

Así que ya tienes otro Pym, Jack, ymás vale que lo añadas a mi expedienteaunque no te resulte admirable ni,sospecho, comprensible, si bien Poppyle conoció al dedillo desde el primerdía. Es el Pym que no descansa hastahaber despertado el amor de la gente yque luego no descansa hasta que se hadesembarazado de ese afecto, cuandomás drásticamente mejor. El Pym que no

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hace nada cínicamente, nada sinconvicción. Que desencadenaacontecimientos para convertirse en suvíctima, cosa que él llama decisión, yque anuda relaciones sin sentido, cosaque llama lealtad. Luego espera a que elsuceso siguiente le libere del último, y aeso le llama destino. Es el Pym querechaza una invitación de dos semanascon los Sefton Boyd en Escocia, contoda la familia en pleno, incluidaJemima, porque se ha comprometido alanzarse a las colinas de Dorset en posde un torturado fanático de Manchester,preparándose para una vida que no tienela más mínima intención de seguir, entre

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gente que le hiela hasta la médula. Es elPym que escribe todos los días aBelinda porque Jemima ha sembradodudas sobre su divinidad. Es el Pymmalabarista de la noche de sábado, quecorre alrededor de la mesa haciendogirar un estúpido plato tras otro porqueno soporta desairar a nadie ni unsegundo y perder de este modo suestima. Así que se va y medio se asfixiacon incienso y noches en una celda quehiede como un perro mojado, y casi semuere comiendo estofado de ortigas afin de hacerse piadoso y pagar suscuotas escolares y ser adorado porMurgo. Mientras tanto amontona las

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promesas nuevas sobre las antiguas y seconvence a sí mismo de que está en elcamino del cielo a la par que se hundemás en su propio desconcierto. Altérmino de una semana ha prometidoasistencia a un campamento de jóvenesen Hereford, un retiro en Shropshire detodo género de sectas, una peregrinaciónde sindicalistas en Wakefield y unacelebración testimonial en Derby. Alcabo de dos, no hay condado deInglaterra donde no haya comprometidosu santidad de seis semanas distintas, loque significa negar queintermitentemente no tenga visiones de símismo como un apóstol macilento de la

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renuncia a la vida, convirtiendo amujeres hermosas y a millonarios a lapobreza cristiana.

Transcurrió un mes entero antes deque Dios proporcionase la escapatoriaque Pym estaba esperando.

TU PRESENCIAINMEDIATA EN CHESTERSTREET ESENCIAL ENASUNTO DE VITALIMPORTANCIA NACIONAL EINTERNACIONAL RICHARDT. PYM DIRECTOR GERENTEPYMCO.

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–Tienes que ir -dijo Murgo conlágrimas de desventura rodando por susmejillas hundidas cuando le entregó eltelegrama fatal después de la horatercia.

–No creo que pueda afrontarlo -dijoPym, no menos afectado-. Es solamentedinero, dinero todo el tiempo.

Pasaron por delante de la tienda deestampas y la de cestas, y cruzando loshuertos llegaron a la puertecita demimbre que mantenía a raya al mundo deRick.

–No lo habrás enviado tú mismo,¿verdad, Parvus? -preguntó Murgo.

Pym juró que no, lo cual era cierto.

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–No puedes hacerte idea de lo querepresentas -dijo Murgo-. Creo que novolveré a ser el mismo.

A Pym no se le había ocurridopensar hasta entonces que Murgo fuesecapaz de cambiar.

–Bueno -dijo Murgo por fin, con unúltimo retorcimiento triste.

–Adiós -dijo Pym-. Y gracias.Pero hay alegría en ciernes para

ambos. Pym ha prometido volver enNavidades, cuando llegan losvagabundos.

Vaivenes locos, Tom. Saltos yamorosos locos, más locos a la vueltade la esquina. En aquella época escribí

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también a Dorothy a alguna parte. A laatención de Sir Makepeace Watermasteren la Cámara de los Comunes, aunquesabía que él había muerto. Esperé unasemana y luego lo olvidé hasta que undía, sin más, mi táctica se viorecompensada por una cartita raída,manchada de lágrimas o de bebida,escrita con papel rayado y arrancado deun bloc, sin dirección pero conmatasellos de Londres este, un sitiodonde yo nunca había estado. La tengodelante ahora.

La tuya ha sido una voz presente en

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muchos pasillos de años, mi querido, lahe puesto en el armario de la cocina, conla vajilla, para poder mirarla a miantojo. Estaré en el andén de arriba deEuston Station a las tres de la tarde deljueves, sin mi Herbie, y llevaré el ramode lavanda que siempre te encantó.

Lamentando ya su decisión, Pymllegó a la estación tarde y se colocó enla esquina del pistolero, debajo de unarco de hierro, cerca de unas sacas decorreo. Una nutrida banda de mujeres searremolinaba en derredor, algunasatractivas, otras menos, pero no había

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ninguna que le apeteciese y variasestaban borrachas. Y una de ellasparecía llevar un ramo de floresenvuelto en papel de periódico, peropara entonces él ya había decidido quese había equivocado de andén. Era a suquerida Dorothy a quien Pym habíadeseado, no a una vejestoria torpona ycon un sombrero de pantomima.

Un atardecer laborable. El tráfico deChester Street eructa y crepita bajo lalluvia, pero en el interior delReichskanzlei es un domingo deGreenhill. Todavía piadoso por el

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monasterio, Pym aprieta el timbre perono oye un sonido de respuesta. Abate elaldabón de cobre contra su montante.Una cortina de encaje se separa y secierra. La puerta se abre, pero nomucho.

–Mi nombre es Cunningham, señor -dice un hombre corpulento, con un fuerteacento cockney de expatriado, mientrascierra la puerta velozmente detrás de él,como si temiera que entraran gérmenes-.Mitad astucia y mitad jamón[7]. Usteddebe ser el hijo y heredero. Saludos,señor. Salám.

–¿Cómo está usted? -dice Pym.–Optimista, señor, gracias -contesta

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Cunningham, con una literalidad decentroeuropeo-. Creo que estamos en elcamino del entendimiento. Al principioes de esperar cierta resistencia. Creoque veo una luz que empieza a brillar.

Pym no llega a tanto, pues el pasillopor el que Cunningham le conduce conel mayor aplomo está oscuro como bocade lobo, y la única luz procede de lospálidos claros que han dejado en lapared los libros de leyes retirados.

–Tengo entendido que usted esgermanista, señor -dice Cunningham convoz menos nítida, como si el esfuerzohubiera afectado a sus adenoideos-. Unhermoso idioma. La gente, no estoy tan

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seguro. Pero una lengua preciosa enbuenas manos, créame.

–¿Por qué vamos arriba? -preguntaPym, que para entonces ha reconocidovarios augurios familiares de pogrominminente.

–El ascensor está averiado, señor -responde Cunningham-. Creo que hanmandado a buscar a un técnico que notardará mucho en llegar.

–Pero el despacho de Rick está en laplanta baja.

–Pero arriba hay intimidad, señor -explica Cunningham, abriendo unapuerta de doble jamba. Entran en unapartamento de gala vacío e iluminado

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por el resplandor de las farolas de lacalle-. Su hijo, señor, recién vuelto delconvento -anuncia Cunningham, y conuna reverencia introduce a Pym.

Al principio Pym sólo ve la frentede Rick reluciente a la luz de la vela.Luego los contornos de la cabezota,seguidos por amplio volumen del cuerpoa medida que avanza rápidamente paraenvolverle en un húmedo y fervienteabrazo de oso.

–¿Cómo estás, hijo? -preguntaurgentemente-. ¿Qué tal el viaje en tren?

–Bien -dice Pym, que ha viajado enautostop debido a un problema temporalde liquidez.

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–¿Te han dado algo de comer? ¿Quéte han dado?

–Sólo un bocadillo y un vaso decerveza -dice Pym, que ha tenido quecontentarse con un pedazo de pan durocomo una piedra y robado del refectoriode Murgo.

–¡Es mi propio hijo, clavadito! -exclama Cunningham con brío-. Nuncasatisfecho si no está comiendo.

–Hijo, tienes que vigilar esa bebida-dice Rick, en un reflejo casiinconsciente, mientras sujeta a Pym pordebajo de la axila y le encamina sobretablas desnudas hacia la cama de tamañoimperial-. Te esperan cinco mil libras al

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contado si no fumas ni tomas alcoholhasta cumplir veintiún años. Baronesa,¿qué le parece este chico mío?

Una figura vestida de oscuro se halevantado como una sombra de la cama.

Es Dorothy, piensa Pym. Es Lippsie.Es la madre de Jemima albergando unaqueja. Pero a medida que la oscuridadse eleva, el aspirante a monje observaque la figura no lleva el pañuelo decabeza de Lippsie ni el sombreroacampanado de Dorothy, y que tampocoposee la autoridad intimidatoria de laseñora Sefton Boyd. Al igual queLippsie, luce el uniforme de anticuaríade la Europa prebélica, pero ahí termina

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la comparación. Su falda acampanadatiene cintura entallada. Lleva una blusacon gorguera de encaje y un sombreritode plumas que hace vistoso el atuendocompleto. Sus senos representan lamejor tradición de Amor y mujerrococó, y la luz tenue realza suredondez.

–Hijo, quiero que conozcas a unamujer noble y heroica que ha vividograndes privilegios y desventuras ylibrado grandes batallas y sufridocruelmente a manos del destino. Y queme ha hecho el mayor cumplido que unamujer puede hacer a un hombre al venira verme en su hora de necesidad.

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–Rot-schilt, querido -dice la damaen voz baja, levantando la mano hastauna altura donde Pym pueda besarla oestrecharla.

–¿Verdad que con tu excelenteeducación, has oído ese nombre en algúnsitio, hijo? ¿Barón Rothschild? ¿LordR o t hs c hi l d ? ¿Conde Rothschild?¿Banca Rothschild? ¿O vas a decirmeque no estás familiarizado con elapellido de cierta gran familia judía contoda la riqueza de Salomón en la yemade los dedos?

–Pues claro que lo he oído.–Así me gusta. Siéntate aquí y

escucha lo que ella tiene que decir

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porque es la baronesa. Siéntate, querido.Ven aquí, entre nosotros. ¿Qué te pareceel chico, Elena?

–Guapísimo, querido -responde labaronesa.

Me está vendiendo a ella, piensaPym, en absoluto reacio a la idea. Soysu última y desesperada baza.

Y aquí nos tienes a todos, Tom.Todo el mundo en el juego y la locurainstaurada. Tu padre y tu abuelosentados nalga con nalga junto a unabaronesa judía en el burdel a medioamueblar del director, en un palacio delWest End sin electricidad, yCunningham, como voy comprendiendo

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poco a poco, montando guardia en lapuerta. Un aire de conspiración tontasólo comparable con las últimasconspiraciones bobas organizadas por laCasa, cuando la voz suave de la mujerinicia uno de esos monólogos pacientesde refugiados que tu tío Jack y yo hemosescuchado más veces de lo quecualquiera de los dos pueda recordar,salvo que esta noche Pym es virgen enestas cuestiones, y el muslo de labaronesa se aprieta entrañablementecontra el del aspirante a monje.

–Soy una humilde viuda de familiasencilla pero piadosa, felizmentecasada, pero, oh, tan brevemente, con el

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difunto barón Luigi Svoboda-Rothschild,el último vástago de la gran estirpecheca. Yo tenía diecisiete años, élveintiuno, imaginaos nuestro placer. Mimayor pena es que no le di un hijo.Nuestra residencia en el campo era elPalacio de las Ninfas en Brno, queprimero los alemanes y después losrusos violaron literalmente peor que auna mujer. Mi prima Anna se casó con eljefe de los diamantes Beer de Ciudad deEl Cabo, vivió en casas como no podéisimaginaros, yo no apruebo el lujoexcesivo.

Pym tampoco lo aprueba, comointenta decirle con una sonrisita afectada

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y monjil de comprensión.–Con mi tío Wolfram no me hablo, y

gracias a Dios, realmente. Colabora conlos nazis. Los judíos le cuelgan bocaabajo.

Pym afirma la mandíbula consolemne aprobación.

–Mi tío abuelo David donó todos sustapices al museo del Prado. Ahora espobre como un kulak, ¿por qué el museono le da algo para que no se muera dehambre?

Pym mueve la cabeza condesesperación ante la mezquindad delalma española.

–Mi tía Waldorf…

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Se le quiebra la voz bellamentemientras Pym se pregunta si la tensiónde su propio cuerpo es visible para ellaen la oscuridad.

–Es una auténtica vergüenza -exclama Rick mientras la baronesarecobra la compostura-. Dios mío, hijo,esos bolcheviques podrían irrumpirmañana mismo en Ascot sin pedirpermiso y hacerse con una fortuna.Sigue, querida. Hijo, dile que continúe.Llámala Elena, a ella le agrada. No esuna snob. Es de los nuestros.

– Weiter bitte -dice Pym.– Weiter -repite la baronesa con

aprobación, y se aplica unos toques en

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los ojos con el pañuelo de Rick-.Jawohl, querido. Sehr gut!

–Oh, pero tendrías que oír su acento-grita Cunningham desde la puerta-.Impecable, créeme, igual que mi propiohijo.

–¿Qué dice Elena, hijo?–Que puede apañarse -dice Pym-.

Puede defenderse.–Es una verdadera joya. No le va a

faltar de nada, ya lo verás.Lo mismo que Pym. Va a casarse con

ella, por lo menos. Pero entretanto, conligera irritación, tiene que oír másalabanzas de mi difunto marido, elbarón. Mi Luigi no sólo era propietario

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de un gran palacio, sino también ungenio de las finanzas y hasta que estallóla guerra el presidente de la casaRothschild en Praga.

–Eran los más ricos de la dinastía -dice Rick-. ¿Verdad que sí, hijo? Tú hasestudiado historia. ¿Cuál es tuveredicto?

–Ni siquiera podían contar sufortuna -confirma Cunningham desde lapuerta, con el orgullo de un empresariode espectáculos-. ¿Verdad, Elena?Pregúntenle a ella. No sean tímidos.

–Dábamos tales conciertos, querido-confiesa la baronesa a Pym-. Príncipesde todos los países. La casa era de

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mármol. Teníamos espejos, cultura.Como aquí -añade deferentemente,señalando un óleo inestimable delpríncipe Magnus en su paddock, pintadoa partir de una fotografía-. Lo perdimostodo.

–No todo -dice Rick, en uncuchicheo.

–Cuando llegan los alemanes, miLuigi se niega a huir. Se enfrenta con loscerdos nazis desde el balcón pistola enmano, y desde entonces no se ha sabidonada de él.

Sigue otra pausa necesaria, durantela cual la baronesa se permite undelicado sorbo de brandy de una hilera

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de garrafas de cristal que hay en elsuelo, y Rick para cólera de Pym, tomael hilo de la historia: en parte porque yaestá cansado de escuchar, pero másespecialmente porque se avecina unsecreto, y en el protocolo de la corte espatrimonio exclusivo de Rickdivulgarlo.

–Ese barón era un hombre magníficoy un marido ejemplar, hijo, e hizo lo queharía un buen marido, y créeme que si tumadre estuviese en condiciones deapreciarlo, yo haría lo mismo por ellamañana…

–Lo sé -dice Pym.Aquel barón sacó de aquel palacio

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algunos de los mejores tesoros másvaliosos, los metió en una caja y entregóesa caja a unos amigos de confianzasuyos y de esta hermosa mujer, eimpartió órdenes de que cuando losingleses ganaran la guerra se entregarala caja a su encantadora esposa, aquípresente, con todo lo que contuviera, pormucho que hubiese aumentado su valoren ese tiempo.

La baronesa conoce el catálogo dememoria y de nuevo elige a Pym comoauditorio, y para este objetivo esnecesario reclamar su atencióndescansando amorosamente en sumuñeca una mano delicada.

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–Una Biblia de Gutenberg, en buenestado, querido, un Renoir temprano,dos obras médicas de Leonardo. Unaprimera edición de los caprichos deGoya, con anotaciones del artista,trescientos dólares del mejor oroamericano, un par de cartones deRubens.

–Cunningham dice que el lote es unabomba -dice Rick cuando ella parecehaber terminado.

–Es Hiroshima -dice Cunninghamdesde la puerta.

Pym improvisa una sonrisa etéreaque pretende expresar que el gran arteno conoce precio. La baronesa la

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intercepta y comprende.

Es una hora después. La baronesa ysu protector se han ido y padre e hijoestán solos en la gran habitación aoscuras. El tráfico en la calle hadisminuido. Hombro con hombro encimade la cama, están comiendo pescado conpatatas que Pym ha sido enviado acomprar con una libra preciosa y salidadel bolsillo trasero de Rick. Lo riegancon una botella de Château d’Yquem deuna caja de Harrods .

–¿Siguen ahí, hijo? -dice Rick-. ¿Teven? Esos hombres de Riley.

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Fortachones.–Me temo que sí -responde Pym.–Tú crees en ella, ¿verdad, hijo? No

temas herir mis sentimientos. ¿Tú creesen esa mujer hermosa o piensas que esuna mentirosa de corazón negro yademás una aventurera?

–Es fantástica -dice Pym.–No pareces convencido. Escúpelo,

hijo. Es nuestra última oportunidad, note lo digo por nada.

–Es sólo que no entendía del todopor qué no ha vuelto con los suyos.

–Tú no conoces a esos judíos comoyo. Son la gente más estupenda delmundo. Pero hay otros que le

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arrancarían la piel a tiras en cuanto lavieran. Le he preguntado lo mismo.Tampoco le he apretado las clavijas.

–¿Quién es Cunningham? -preguntaPym, sin poder apenas disimular suaversión.

–El buen Cunnie es de primera. Voya meterle en el negocio cuando termineéste. Exportaciones y Extranjero. Haráel gancho. Sólo su sentido del humor nosrinde cinco mil al año. Esta noche noestaba en forma. Estaba en tensión.

–¿De qué va el asunto entonces? -pregunta Pym.

–De fe en tu viejo, de eso va.«Rickie -me dice ella; así me llama, ella

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tampoco se emplea a fondo-. Rickie,quiero que me recuperes esa caja, quevendas lo que contiene y que inviertasese dinero en una de tus iniciativas, yquiero que me quites ese cuidado deencima y que me des un diez por cientoanual durante el tiempo que viva, contodas las disposiciones necesarias deseguro y donación si mueres antes queyo. Quiero que emplees ese dinero encualquier empresa que te parezca justasegún tu criterio.» Es una granresponsabilidad, hijo. Si tuvierapasaporte iría yo mismo. Enviaría a Sydsi estuviera disponible. Syd iría.Ganado y puercos. Es lo que voy a hacer

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después de esto. Unos cuantos acres yganadería. Quiero retirarme.

–¿Qué ha pasado con tu pasaporte? -pregunta Pym.

–Hijo, voy a serte sincero. En esecolegio de señoritos tuyo negocian duro.Quieren el pago en metálico y lo quierenel día convenido. Tú hablas el idiomade Elena, y ahí está el quid. A ella legustas. Confía en ti. Eres mi hijo. Podríaenviar a Muspole, pero no podría estarseguro de que volviera. Perce Loft esdemasiado legal. Le asustaría. Ahoraacércate con cuidado a la ventana y mirasi ese Riley se ha ido. Que no te dé laluz en la cara. No pueden entrar. No

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tienen un mandato judicial. Soy unciudadano honrado.

Medio escondido detrás del ficheroverde mellado, Pym echa un vistazo enpicado a la calle, con solapadacontravigilancia. El Riley sigue dondeestaba.

No hay sábanas en la cama, de modoque se apañan con fundas de muebles.Pym duerme a rachas, helado, y sueñacon la baronesa. En una ocasión el brazode Rick cae violentamente en diagonalsobre él, otra vez le desvela la vozsofocada de Rick lanzando invectivascontra una perra llamada Peggy. Y enalgún momento del alboroto siente el

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blando peso femenino de la regióninferior del cuerpo de Rick, en camisetade seda y calzoncillos, empujándoleinexorablemente, lo que convence a Pymde que será más descansado tenderse enel suelo. Por la mañana Rick noabandonará todavía la casa, por lo quePym va solo a pie hasta la estaciónVictoria acarreando sus escasaspertenencias en una espléndida maletade becerro curtido de Harrods , con lasiniciales de Rick en cobre amarillodebajo del asa. Aunque le quedademasiado grande, lleva uno de losabrigos de Rick, de pelo de camello.Con un aspecto más deleitoso que nunca,

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la señora baronesa está esperando en elandén. Cunningham ha ido a despedirles.En el retrete del tren, Pym abre el sobrey saca un fajo de billetes blancos dediez libras y las primeras instruccionesque ha recibido en su vida para unencuentro clandestino.

Tienes que llegar a Berna yhospedarte en el «Grand Palace». Elseñor Bertl, el subdirector, es un grantipo, y la factura está ya pagada. Elsignor Lapadi se pondrá en contacto conla baronesa y te conducirá a la fronteraaustriaca. Cuando Lapadi te haya

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entregado la caja y tú hayas confirmadoen nuestro lenguaje que todo está dentro,le abonas el servicio con el sobre, perono hasta entonces. Va a ser nuestrasalvación, hijo. El dinero que llevascostó mucho ganarlo, pero cuando elasunto haya terminado ninguno denosotros volverá a tenerpreocupaciones.

Diré bruscamente los detallesoperativos de la misión Rothschild,Jack: los días de esperanza, los días deduda, los saltos súbitos del uno al otro.Y en verdad olvido qué esquinas

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callejeras o palabras en claveprecedieron al lento descenso a lainconclusión que ha sido mi memoria detantas operaciones desde aquélla; delmismo modo que olvido, si es quealguna vez lo supe, con qué magnitud deescepticismo y fe ciega Pym prosiguiósu cometido hasta su fin inevitable.Desde luego, he conocido desdeentonces operaciones que han sidoorganizadas con parejamente exiguaprobabilidad de éxito y que han costadomucho más que dinero. Signor Lapadihabló sólo con la baronesa, quientransmitió su información con desdén.

–Lapadi habla mit su

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Vertrauensmann, querido.Sonríe indulgentemente cuando Pym

le pregunta qué es un Vertrauensmann.–Es el hombre en quien estamos

confiando. No ayer, quizá no mañana.Pero hoy confiamos como nunca.

Un día o dos más tarde:–Lapadi necesita cien libras,

querido. El Vertrauensmann conoce aun hombre cuya hermana conoce al jefede aduanas. Mejor que le Pague ahorapor amistad.

Recordando las instrucciones deRick, Pym ofrece una resistenciasimbólica, pero la baronesa tiene ya lamano extendida y está frotándose el

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índice y el pulgar con deliciosainsinuación.

–Si quieres pintar la casa, querido,primero hay que comprar la brocha -explica, y ante el asombro de Pym sesube la falda hasta la cintura y se guardalos billetes en lo alto de la media.

–Mañana te compramos un bonitotraje.

–¿Le has dado el dinero, hijo? -brama Rick esa noche desde el otro ladodel Canal-. Cielo santo, ¿quién te hascreído que somos? Que se ponga Elena.

–No me grites, cariño -dicecalmosamente la baronesa por teléfono-.Tienes a un chico encantador aquí,

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Rickie. Es muy estricto conmigo. Creoque algún día será un gran actor.

–La baronesa dice que eres un grantipo, hijo. ¿Estás hablando ahí nuestrolenguaje con ella?

–Continuamente -responde Pym.–¿Has tomado ya un plato

combinado auténticamente inglés?–No, lo estamos ahorrando.–Pues tomad uno a mi cuenta. Esta

noche.–Lo haremos, papá. Gracias.–Dios te bendiga, hijo.–Y a ti también, papá -dice Pym

cortésmente y, a la manera de unmayordomo, mantiene las rodillas y los

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pies juntos mientras cuelga el teléfono.Mucho más importantes para mí son

los recuerdos de la primera luna de mielplatónica de Pym con una dama curtida.En compañía de Elena Pym vagó por elcasco antiguo de Berna, bebió los vinosligeros del Valais, presenció tésdansants en los grandes hoteles y confiósu pasado a la historia. En boutiquesperfumadas y pretenciosas, que ellaparecía localizar por instinto, trocaronsu vestuario gastado por esclavinas depiel y botas de montar Anna Kareninaque resbalaban sobre los adoquineshelados, y la deprimente indumentariaescolar de Pym por una chaqueta de piel

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y pantalones sin botones para sustirantes. Incluso en su desaliño, labaronesa insistía en conocer la opiniónde Pym, llamándole al pequeñoprobador con espejo para que le ayudaraa elegir y permitiéndole, comoinadvertidamente, deliciosos atisbos desus encantos rococó: ora un pezón, orala copa de una nalgadespreocupadamente al descubierto, orauna sombra sorprendente en el centro desus muslos redondos cuando sedespojaba de una falda para ponerseotra. Ella es Lippsie, pensó él,emocionado: es como Lippsie habríasido si no hubiera pensado tanto en la

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muerte.– ¿Gefalle ich dir, querido?– Du gefällst mir sehr.–Un día que tengas una chica bonita,

le hablas así, cariño, y la tienes loca.¿No te parece demasiado atrevido?

–Creo que es perfecto.–Muy bien, compramos dos. Una

para mi hermana Zsa-Zsa, que es de mitalla.

Una inclinación de los hombrosblancos, un tirón desenfadado a undobladillo torcido de lencería, trajeronla cuenta, Pym la firmó y la transfirió alprovidente Herr Bertl, dándole laespalda a Elena y encogiéndose para

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ocultar la prueba de su perturbación. Enuna joyería de la Herrengassecompraron un collar de perlas para otrahermana de Budapest y, como una ideatardía, una sortija de topacio para sumadre en París que la baronesa lellevaría en el viaje de vuelta. Y ahoraveo el centelleo de ese anillo en su dedorecién manicurado cuando sigue a unatrucha que nada por la pecera del grillde nuestro gran hotel mientras el maîtrepermanece sobre Elena con la red listapara la pesca.

– Nein, nein, querido, ésta nicht,¡ésa! Ja, ja, prima.

Fue en una de esas noches, en este

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caso la última, donde el amor y laconfusión conmovieron tanto a Pym quese sintió impelido a confesarle suintención de abrazar una vida monástica.La baronesa posó ruidosamente eltenedor y el cuchillo.

–¡Ni una palabra más de monjes! -leordenó furiosa-. Conozco demasiados.Conozco monjes de Croacia, de Serbia,de Rusia. Dios corrompe con monjes elmaldito mundo.

–Bueno, no es completamente cierto-dijo Pym.

Necesitó imitar un montón de voceschistosas, y cantidad de embustesíntimos, para conseguir que la luz

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retornara cautelosamente a los ojoscastaños de la baronesa.

–¿Y se llamaba Lippsie?–Bueno, nosotros la llamábamos así.

No debo decirle su nombre real.–¿Y dormía con un chico tan joven

como tú? ¿Tan joven hacías el amor conella? Yo creo que era una puta.

–Probablemente se sentía sola -dijoPym prudentemente.

Pero subsistió la seriedad de Elena,y cuando Pym, como de costumbre, laacompañó hasta la puerta de sudormitorio, ella le escrutódetenidamente antes de tomarle lacabeza cuidadosamente entre sus manos

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y besarle en la boca. De repente se abrióla boca de ella y también la de él y elbeso se tornó intenso, y Pym sintió queun montículo desconocido ejercía unapresión irresistible contra su muslo.Percibió el calor de este túmulo,percibió vello blando deslizándosecontra seda nueva mientras ella apretabamás rítmicamente. Ella susurró«Schatz», él oyó un chillido y sepreguntó si le habría hecho daño dealgún modo. Ella giró la cabeza y sucuello presionó contra los labios dePym. Con dedos confiados ella leentregó la llave de su dormitorio ydesvió la mirada mientras él abría la

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puerta. Encontró la cerradura, giró lallave y sujetó la puerta para que ellaentrara. Depositó la llave en la palma deElena y vio que la luz de sus ojos seesfumaba.

–En fin, querido mío -dijo ella. Besóa Pym, primero una mejilla y después laotra y le miró intensamente a los ojos,como si buscara algo que hubieseperdido. Hasta la mañana siguiente él nodescubrió que le había estado dando elbeso de despedida.

«Cariño -escribió Elena-.Eres un buen hombre, con uncuerpo de Miguel Ángel, pero tu

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papi tiene graves problemas.Mejor que te quedes en Berna.No te preocupes. E. Weber tequiere siempre.»

Dentro del sobre estaban losgemelos de oro que habían compradopara el primo de ella, Victor, que vivíaen Oxford, y doscientas de las quinientaslibras que Pym le había dado para elinvisible signor Lapadi. Tengo puestoslos gemelos mientras escribo. Son deoro, con diamantes diminutos en unacorona. La baronesa adoraba el toqueregio.

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Era de día también en casa de laseñorita Dubber. A través de la cortinacerrada, Pym oyó el tintineo del camiónde la leche en su ronda de todas lasmañanas. Pluma en mano, acercó haciaél una carpeta roja con la simple rúbricaRTP, se humedeció el dedo índice y elpulgar y empezó a pasar papelesmetódicamente hasta haber extraído unamedia docena.

Copia de la carta de Richard T. Pymal padre guardián, Lyme Regis, fechadael 1 de octubre de 1948, amenazandouna acción judicial por el secuestro desu hijo Magnus. (De carpetas de RTP.)

Memorándum del 15 de septiembre

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de 1948, de la Brigada contra el fraudeal Departamento de control depasaportes, recomendando laconfiscación del pasaporte de RTPdurante las investigaciones criminalesrespecto al caso de un tal J. R.Wentworth. Obtenido informalmente pormedio de la sección de enlace policialde la Oficina Central.

Carta del tesorero colegial a RTP,rehusando aceptar más frutos secos,latas de melocotones o cualquier otramercancía como pago total o parcial delas cuotas escolares y lamentando que lajunta directiva no acceda a educar a Pymgratis. «Advierto asimismo con pesar

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que usted se niega a calificarse de padreindigente cuyo hijo está destinado a lavida religiosa.» (De carpetas de RTP.)

Carta furiosa de los abogadosrepresentantes de Herr Eberhardt Bertl,ex subdirector del hotel Grand Palace deBerna, dirigida al coronel Sir RichardT. Pym, en posesión de la Medalla delos Servicios Distinguidos, una de lalista de misivas exigiendo el pago de unimporte que asciende a once mildieciocho francos suizos con cuarentacéntimos, más el interés a razón delcuatro por ciento mensual. (De carpetasde RTP.)

Reseña del London Chronicle del 8

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de noviembre de 1948, declarando labancarrota personal de RTP, y laliquidación obligatoria de las ochenta ytres empresas del imperio Pym.

Recorte del Daily Telegraph,fechado el 9 de octubre de 1948, en quese informa de la muerte en el hospitalTruro de Cornualles, de un tal JohnReginald Wentworth, tras una largaenfermedad causada por sus heridas,amado esposo de Peggy.

Y un pintoresco recorte entresacadode Dios sabe dónde notificando ladetención en el mar, a bordo del cruceroGrande Bretagne, de los famososestafadores Weber y Woolfe, alias

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Cunningham, que se hacían pasar por elduque y la duquesa de Sevilla.

Pym numeró uno por uno, con tintaroja, cada documento en el extremosuperior derecho, y luego anotó losmismos números en los puntoscorrespondientes del texto, a modo dereferencia. Con los pulcros ademanes deun burócrata grapó las pruebasdocumentales y las introdujo en unacarpeta con la inscripción «Anexo». Alcerrar la carpeta se levantó, exhaló undesinhibido suspiro de alivio y lanzó losbrazos hacia atrás, como un hombre quese despoja de un arnés. Había concluidola adolescencia espectral e informe.

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Detrás venía la edad viril y la madurez,aun cuando él nunca cubriera estadistancia. Por fin se hallaba en su amadaSuiza, la patria espiritual de los espíasnatos. Se aproximó a la ventana e hizouna última inspección de la plaza en laque se apagaban, mientras él las miraba,las luces fatigadas de Inglaterra. Sedesvistió gravemente, tomó un últimovodka, echó un vistazo final eigualmente grave de sí mismo en elespejo y se dispuso a acostarse. Perosilenciosa, silenciosamente. Casi depuntillas. Casi como si tuviera miedo dedespabilarse. Al ir a acostarse se detuvoante el escritorio y releyó el mensaje

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descifrado que por una vez no se habíamolestado en destruir.

Poppy, pensó, quédate exactamentedonde estás.

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7

Cinco años antes Jack Brotherhoodhabía matado de un tiro a su perralabrador. La perra estaba en su cesto,reumática y temblando, y él le habíadado las pastillas durante todo el día,pero ella las había vomitado y se habíadeshonrado ensuciando la alfombra. Ycuando él se puso la cazadora y sacó laescopeta de doce tiros de detrás de lapuerta, para incitarla, ella le miró comoun criminal porque sabía que finalmenteestaba demasiado enferma para rastrear.Él le ordenó que se levantara, pero ella

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no pudo. Cuando gritó «¡Busca!», ella searrastró sobre las patas delanteras y setumbó de nuevo con la cabeza asomandoestúpidamente por encima del cesto. Demodo que él dejó el arma, cogió unapala del cobertizo y le cavó un agujeroen el campo que había detrás de la casa,un poco encaramada en la cuesta, conuna vista decente del estuario. Luego laenvolvió en su chaqueta de tweedfavorita, la transportó hasta el lugar y ledisparó por detrás de la cabeza,destrozándole la médula espinal a laaltura de la nuca, y la enterró. Hechoesto se sentó a su lado con media botellade whisky escocés mientras el rocío de

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Suffolk se aposentaba sobre él y decidióque probablemente la perra había tenidola mejor muerte que cualquiera teníaposibilidades de tener en un mundo queno se distinguía por las buenas manerasde morir. No le puso una lápida ni unatímida cruz de madera, pero habíatomado indicaciones del lugar,guiándose por la torre de la iglesia, elsauce muerto y el molino de viento, ycada vez que pasaba por allí enviaba ala perra un ronco saludo mental, que eralo más cerca que había estado nunca demeditar sobre la ultratumba, hasta estavacía mañana de domingo en queconducía por las carreteras desiertas de

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Berkshire y contemplaba el soldespuntando sobre las lomas.

«Jack lleva demasiados kilómetrosen las botas -había dicho Pym-. La Casadebería haberle despedido hace diezaños.»

¿Y hace cuánto deberíamos habertedespedido a ti, muchacho?, se preguntó.¿Veinte? ¿Treinta años? ¿Cuántoskilómetros tienes tú en tus botas?¿Cuántos kilómetros de películasexpuestas has envuelto con cuántosperiódicos? ¿Cuántos kilómetros deperiódicos has introducido en buzonesmuertos y arrojado por encima de tapiasde cementerio? ¿Cuántas horas has

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escuchado radio Praga, sentado delantede tus cuadernos de claves?

Bajó la ventanilla. Corría un aireoloroso a ensilaje y humo de madera quele emocionaba. Brotherhood era de ceparural. Sus antepasados fueron gitanos yclérigos, guardabosques, cazadoresfurtivos y piratas. Al fustigar su cara elviento matutino, volvió a convertirse enun golfillo galopando a pelo en elcaballo de la señorita Sumner por elparque de ésta y encontrando así elescondrijo de su vida. Se moría de fríoen el barro plano de los pantanos deSuffolk, demasiado orgulloso paravolver a casa sin una captura. Estaba

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haciendo su primer salto desde un globode barrera en el aeródromo de Abingdony descubriendo que el viento le manteníala boca abierta después de habergritado. Me marcharé cuando me echen.Me marcharé cuando tú y yo hayamostenido unas palabras, muchacho.

Había dormido seis horas en unplazo de cuarenta y ocho, la mayor parteen un catre de campaña lleno dechichones en una habitación llena demecanógrafas, pero no estaba cansado.

–¿Puedes dedicarnos un minuto,Jack? -dijo Kate, la vestal del quintopiso, con una mirada que se detuvo en élun segundo más de lo necesario-. A Bo y

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Nigel les gustaría otra pequeña charla.Y cuando no estaba durmiendo o

contestando al teléfono o rumiando sushabituales pensamientos perplejos sobreKate, había visto cómo su vidatranscurría en una especie dedesconcertada caída libre en territorioenemigo: de modo que así es, éstos sonlos páramos y éstos son mis pies girandohacia ellos como una rama de sicómoro.Había contemplado a Pym en todos losestadios en que había madurado con él,bebido con él y trabajado con él,incluyendo una noche en Berlín quehabía olvidado totalmente hasta esemomento y en la que habían terminado

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follando con un par de enfermeras delejército en habitaciones contiguas. Sehabía recordado contemplando su brazodestrozado el día de invierno de 1943 enque el brazo colgaba junto a él,embellecido por tres balas deametralladora alemana, y habíaexperimentado el mismo sentimiento deindiferencia incrédula.

–Si al menos nos hubieras avisadoun poco antes, Jack. Si lo hubieras vistovenir.

Sí, lo siento, Bob. Un descuido pormi parte.

–Pero Jack, él era prácticamente tuhijo, solíamos decir.

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Sí, lo decíamos, ¿verdad, Bo? Quétontería realmente, lo admito.

Y los ojos censuradores de Kate,diciendo, como siempre: Jack, Jack,¿dónde estás?

En su vida había habido otros casos,naturalmente. Desde que la guerra habíaterminado, la vida profesional deBrotherhood había sido regular ycompletamente trastornada por el últimoescándalo terminal de la Casa. Mientrasfue jefe de puesto en Berlín, le habíasucedido no dos, sino tres veces:telegramas nocturnos, zas, destinadosexclusivamente a Brotherhood. Unallamada telefónica: ¿Quién es? Jack,

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déjalo todo y preséntate aquí ahora. Unacarrera por calles mojadas, mortalmentesobrio. Telegrama uno, el asunto deltelegrama siguiente es un miembro deeste servicio que ahora ha sidodescubierto como agente del servicio deespionaje soviético. Informarásconfidencialmente a tus contactosoficiales antes de que lo lean en losperiódicos de la mañana. Seguido por lalarga espera junto a los libros de clavesmientras piensas: ¿es él, es ella, soy yo?Telegrama número dos, escribe unapellido de seis letras, ¿a quiéndemonios conozco que tenga seis letras?Primer grupo M… Cristo, ¡es Miller!

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Segundo grupo A; Dios mío, ¡esMackay! Hasta que surge un nombre quenunca has oído, de una sección que nosabías que existía, y cuando elexpediente expurgado llega finalmente atu mesa, lo único que tienes es unaimagen de un joven mariquita desvalidoen la sala de códigos de Varsovia, quecreía que estaba jugando el juego delmundo cuando lo que realmente queríaera engañar a sus patrones.

Pero aquellos escándalos lejanos nohabían sido hasta ahora más que el fuegode artillería de una guerra que estabaseguro de que nunca se cruzaría en sucamino. No los había considerado

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avisos, sino la confirmación de todo loque le repugnaba respecto a la vía que laCasa estaba siguiendo: su elección de laburocracia y la semidiplomacia; sualcahuetería con los métodos y elejemplo americano. Por comparación, supropia plantilla escogida a dedo lehabía parecido aún más intachable, ycuando los cazadores de brujas sehabían congregado ante su puerta,encabezados por Grant Lederer y susrepulsivos funcionarios mormones,pidiendo a ladridos la cabeza de Pym yesgrimiendo sospechas caprichosas,fundadas tan sólo en un puñado decoincidencias computerizadas, fue Jack

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Brotherhood quien había estrellado lamano abierta contra la mesa deconferencia y había hecho brincar a losvasos de agua:

–Basta ya. No hay un solo hombre omujer en esta sala que no parezca untraidor en cuanto se empieza a hurgar ensu biografía. ¿Un hombre no recuerdadónde estaba la noche del día diez?Entonces está mintiendo. ¿Lo recuerda?Entonces está demasiado ansioso deexponer su coartada. Si seguimos poreste camino todo el que dice la verdadpasará por ser un redomado embustero,todo el que hace un trabajo decenteestará trabajando para el otro bando.

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Por ese camino hundiremos a nuestroservicio mejor de lo que los rusospodrían hacerlo. ¿O es eso lo quequeréis?

Y, que Dios le ayude, con sureputación, su cólera y sus amistades, ycon el historial de su sección, de bajocoste y alta productividad, en la jergamoderna que él aborrecía, se habíallevado el gato al agua, sin pensar porun instante que habría de llegar el día enque desease no haberlo hecho.

Cerrando de nuevo la ventanilla,Brotherhood detuvo el coche en unpueblo donde nadie le conocía. Erademasiado temprano. Había necesitado

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salir de Londres, estar ilocalizable,lejos de la mirada fija de los ojoscastaños de Kate. De haberle endosadootra reunión inútil sobre limitación deperjuicios, una sesión más sobre elmodo de ocultárselo a los americanos,una mirada más de compasión oreproche de Kate, o de puro odio porparte del ejército gris de mandarines deextrarradio a las órdenes de Bo, eraposible, simplemente posible, que JackBrotherhood hubiera dicho cosas quetodo el mundo, pero más que nadie élmismo, hubiese lamentadoposteriormente. Por tanto habíapreferido presentarse voluntario para

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esta misión y Bo, con rara prontitud,había dicho: «Qué buena idea. ¿Quiénmejor que tú?» Y apenas traspasó lapuerta de Bo supo que estaban tancontentos de que se fuese como él deirse. Exceptuando a Kate.

–No dejes de telefonearnos, si no teimporta -le gritó Bo cuando se iba-.Tres veces por hora. Kate estará alcorriente. ¿No es así, Kate?

Nigel le siguió por el pasillo.–Cuando llames, hazlo a través de la

secretaría. No tienes que usar su líneadirecta y yo tendré que hablar contigoprimero.

–Y es una orden -sugirió

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Brotherhood.–Es un permiso temporal y puede

cancelarse en cualquier momento.La iglesia tenía un pórtico de madera

y un sendero conducía junto a un campode deportes. Atravesó un corral concobertizos de ladrillo y olió a lechetibia en el aire otoñal.

–Los evacuaremos escalonadamente,Jack -está diciendo Frankel-. Eso sillegamos a evacuarlos.

–Y con mi visto bueno -añade Nigel,desde bastidores.

La habitación es baja, sin ventanas yexcesivamente iluminada. Un guardiainformado controla la mirilla.

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Espaciadas a lo largo de la pared, lasayudantes de Frankel, que tienen ya elpelo gris, ocupan su asiento ante lasmesas de caballete. Han llevado termosy comparten sus respectivos cigarrillos.Todas han hecho esto antes, como un díaen las carreras. Frankel es gordo y feo,u n maître de Latvia. Brotherhood lereclutó, Brotherhood le ascendió, ahorase hace cargo del embrollo deBrotherhood. Así van las cosas. Son lastres de la mañana. Es hoy, seis horasantes.

–Día uno, Jack, movemos sólo a losagentes jefes -dice Frankel, con el falsoaplomo de un médico-. Conger y

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Watchman en Praga, Voltaire enBudapest, Marryman en Gdansk.

–¿Cuándo empezamos? -preguntaBrotherhood.

–Cuando Bo ondee la bandera, noantes -dice Nigel-. Todavía lo estamosvalorando y todavía consideramos laslealtades de Pym como muyposiblemente impecables -dice Nigel,como quien recita un trabalenguas.

–Los evacuamos con mucho sigilo,Jack -dice Frankel-. Sin despedidas, sinflores para los vecinos, sin buscar unsitio donde dejar el gato. Día dos, losoperadores de radio. Día tres losmarginales, los subagentes. Día cuatro,

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los que falten.–¿Cómo los localizamos? -pregunta

Brotherhood.–Tú no, eso es cosa nuestra -dice

Nigel-. Sólo si el quinto piso dice quees necesario, lo que de momento, repito,es una pura hipótesis.

Kate ha entrado con ellos. Kate esnuestra solterona viuda inglesa, pálida,escultural y hermosa, que a los cuarentallora los amores que nunca ha tenido. YKate sigue siendo Kate, él lo ve en susojos más claro que nunca.

–Quizá los retiremos de la callecuando vayan al trabajo -continúaFrankel-. Quizá llamemos a la puerta, se

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lo digamos a un amigo, dejemos una notaen alguna parte. Cualquier cosa que senos ocurra, con tal de que no se hayahecho antes.

–Ahí es donde podrás ayudarnos, sillegamos a ese punto -explica Nigel-.Diciéndonos todo lo que se ha hechoantes.

Frankel ha hecho una pausa delantede un mapa de Europa del Este.Brotherhood espera, un paso detrás deél. Los agentes jefe en rojo, lossubagentes en azul. Es mucho mássencillo matar a una chincheta que a unhombre. Sin dejar de mirar el mapa,Brotherhood recuerda una velada en

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Viena. Pym ejerce de anfitrión,Brotherhood es el coronel Peter,portador de la gratitud de Londres pordiez años de servicio. Recuerda la grataalocución de Pym en checo, el champány las medallas, los apretones de mano,las garantías, los valses silenciosos alcompás del gramófono. Y aquella parejaregordeta vestida de marrón, él un físicoy ella una funcionaria superior en elministerio checo del Interior, amantes enplena traición, y la cara les reluce deemoción mientras giran por la sala a losacordes de Johann Strauss.

–¿Entonces cuándo empezáis? -pregunta nuevamente Brotherhood.

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–Jack, eso es incumbencia de Bo -insiste Nigel, peligrosamente paciente.

–Jack, el quinto piso ha decretadoque lo más importante es aparentaractividad, actuar de un modo natural,mantener todo normal -dice Frankel,cogiendo de su mesa un fajo detelegramas-. ¿Usan buzones? Puesvaciarlos con normalidad. ¿Tienenradio? Pues transmitir normalmente,respetar los horarios normales, confiaren que el adversario esté escuchando.

–Eso es lo más importante por ahora-dice Nigel, como si todo lo que diceFrankel no tuviera validez hasta que éllo repite-. Normalidad absoluta en todos

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los campos. Un paso prematuro podríaser fatal.

–Lo mismo que uno tardío -diceBrotherhood, mientras sus ojos azulescomienzan a llamear.

–Te están esperando, Jack -diceKate, queriendo decir: vete, no puedeshacer nada.

Brotherhood no se mueve.–Hazlo ahora -le dice a Frankel-.

Refúgiales en las embajadas. Difunde unaviso. Frústralo.

Nigel no dice una palabra. Frankelle mira solicitando ayuda, pero Nigel seha cruzado de brazos y mira por encimadel hombro de una de las mujeres de

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Frankel que mecanografía una señal.–Jack, no podemos refugiar a esos

agentes en embajadas o consulados -dice Frankel, haciendo muecas endirección de Nigel-. Verboten. Lomáximo que podemos hacer cuandorecibamos la orden del quinto esproporcionarles documentos de huida,dinero, transporte, un par deorientaciones. ¿No es eso, Nigel?

– Si recibes la orden -le corrigeNigel.

–Conger irá al este -diceBrotherhood-. Su hija estudia en launiversidad de Bucarest. Irá a buscarla.

–Vale, ¿y adonde irá desde

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Bucarest? -pregunta Frankel.Brotherhood está casi gritando. Kate

es impotente para contenerle.–Al sur, a la puñetera Bulgaria, ¿tú

qué crees? Si le damos una fecha y unsitio, ¡podemos mandarle un avión,despacharle a Yugoslavia!

Ahora Frankel también eleva la voz.–Jack. Escúchame, ¿de acuerdo?

Nigel, confirma lo que digo para que noparezca tan constantemente negativo.Nada de avioncitos, embajadas,violación de fronteras ni nada por elestilo. Ya no vivimos en los añossesenta. No son los cincuenta ni loscuarenta. No lanzamos aviones y pilotos

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por Europa oriental como alpiste. Nonos entusiasman los comités derecepción para nosotros o nuestrosagentes descubiertos por el enemigo.

–Lo que ha dicho es exacto -confirma Nigel con una pizca desorpresa.

–Tengo que decirte una cosa, Jack.Tus redes están tan contaminadas en estemomento que el ministerio de AsuntosExteriores ni siquiera las tiraría al cubode la basura, ¿verdad, Nigel? Estásaislado, Jack. Whitehall tiene quetaparse la mano con polietileno antes deestrechar la suya. ¿No es así, Nigel?

Frankel se escucha a sí mismo y

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calla. Mira a Nigel una vez más pero norecibe una palabra reconfortante.Sorprende la mirada de Brotherhood yle mira con una larga e inesperadaexpresión de temor, la misma con quecontemplamos monumentos y nosdescubrimos contemplando nuestrapropia mortalidad.

–Cumplo órdenes, Jack. No memires así. Salud.

Brotherhood sube lentamente lasescaleras. Kate, que le precede, aminorael paso y desliza un par de dedos paraque él los agarre. Él finge que no lo havisto.

–¿Cuándo te veré? -pregunta ella.

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Brotherhood también se ha vueltosordo.

Las responsabilidades que pesabansobre los hombros de Tom Pym esamañana eran tan gravosas comocualquiera de las que no había tenidomás remedio que afrontar durante susdoce años de vida y su mes comoperfecto colegial y capitán de Pandas.Hoy era su primera semana de capitánen funciones. Hoy y los seis horriblesdías siguientes, Tom tenía que tocar lacampana matutina, auxiliar al ama dellaves en la supervisión de las duchas y

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pasar lista antes del desayuno. Comohoy era domingo, tenía que vigilar laescritura de cartas en el aula diurna, leerel texto bíblico en la capilla einspeccionar los vestuarios en busca dedesorden e indecencias. Cuando por finllegase la noche tenía que presidir elcomité de alumnos, que admitesugerencias sobre el gobierno de la vidacolegial y, después de tomar nota,entregárselas al director, el señor Caird,para su penosa consideración, puesCaird era incapaz de hacer nada a laligera y de ver todas las caras de cadaargumento. Y cuando de una manera uotra Tom hubiese cumplido todos estos

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cometidos y sonase la campana paraapagar las luces, aún faltaría la llegadadel lunes. La semana anterior le habíatocado el turno a Lions, y Lions se habíadesenvuelto bien. Caird habíadictaminado, en un raro alarde deconvicción, que Lions había exhibido unejercicio del poder realmentedemocrático, celebrando votaciones yorganizando comités sobre cada asuntoconflictivo. En la capilla, a la espera deque concluyeran los últimos versos delhimno, Tom rezó sentidamente por elalma de su abuelo difunto, por el señorCaird y por la victoria en el partido desquash del miércoles contra el St.

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Saviours de Newbury en el terreno deéstos, aunque temía que fuese otrahumillante derrota, porque Caird estabaindeciso respecto a los méritos de lacompetición atlética. Pero rezó másfervientemente para que llegara elsábado siguiente -si alguna vez llegaba-y que los Pandas conquistasen tambiénel favor del señor Caird, puesto que ladecepción que le habían causado erainaguantable para Tom.

Tom era un chico muy alto yafectaba ya los andares bamboleantes deadministrador británico quecaracterizaban a su padre. Lascrecientes entradas de la frente le

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conferían un aire de madurez que podríahaber explicado su promoción a un altocargo en el colegio. De haberleobservado separarse, con las manosunidas por detrás de la espalda, delbanco del prefecto, salir al pasillo,agachar la cabeza ante el altar y subirlos dos peldaños hasta el atril, hubierasido excusable preguntarse si era unalumno o más bien un miembro delpersonal del señor Caird,increíblemente joven. Sólo su voz derana ladrando el texto del díatraicionaba al niño escondido debajodel porte senatorial. Tom no oía grancosa de lo que estaba leyendo. Era la

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primera lectura bíblica que hacía yhabía practicado hasta sabérsela dememoria. Pero llegado el momento deleerlas, las palabras rojas y negras noposeían sonido ni significado. Tan sólola visión de sus pulgares mordidos yapretados contra los dos flancos del atrily la cabeza blanca que flotaba encima deellos en la última fila de la congregaciónle mantenían en contacto con el mundo.Decidió que sin esas ataduras podríahaber despegado y, tras romper el techode la capilla y acceder al cielo, haberlevitado, como su globo de gas el Día dela Conmemoración, que voló sin pararhasta Maidenhead y aterrizó, con su

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nombre inscrito, en el jardín posteriorde una anciana, ganando así cinco librasen vales para libros y una carta de lamujer diciéndole que ella también teníaun hijo que se llamaba Tom y trabajabaen Lloyd’s.

–«He pisado el lagar solo -bramó,para su propia sorpresa-. Y conmigo nohabía ninguna otra persona: porque laspisaré en mi cólera y pisotearé en mifuria.»

La amenaza le alarmó, sin saber porqué la había proferido ni contra quiéniba dirigida.

–«Y su sangre se derramará sobremis ropas, y mancharé todas mis

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vestiduras.»Sin dejar de leer, mientras sentía que

sus corvas batían contra sus pantalones,Tom consideró una serie de cuestionesdistintas que habían llegado a ocupar supensamiento, algunas de las cuales erannuevas para él hasta ese momento. Ya noesperaba que su mente se rigiera por loque sucedía alrededor de ella, nisiquiera en los estudios. En la clase degimnasia del viernes se habíasorprendido pensando en un problemade gramática latina. En la hora de latín,la víspera, le había preocupado laafición de su madre a la bebida. Y en lamitad de la sintaxis francesa había

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descubierto que ya no estaba enamoradode Beckie Lederer, a pesar de suardiente correspondencia recíproca,sino que prefería a una de las hijas deltesorero. Bajo las tensiones del altocargo, su mente se había convertido enun tramo de cable submarino como elque había en el laboratorio de ciencias.Primero estaba aquella madeja dealambres que portaban los mensajesadecuados y cumplían la misiónencomendada; y luego, nadandoalrededor como un banco de pecesinvisibles, circulaba una gran cantidadde otros mensajes que por alguna razónno necesitaban en absoluto alambres. Y

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así se sentía mentalmente ahora,mientras vociferaba las palabrassagradas con la voz más grave posible,aunque las oía tintinear como campanasrajadas en una habitación lejana.

–«Porque el día de la venganza estáen mi corazón, y el año de misredimidos ha llegado» -dijo.

Pensó en globos de gas y en el Tomque trabajaba en Lloyd’s, y en elapocalipsis próximo cuando fracasaraen el examen de ingreso, y en la hija deltesorero cuando iba en bicicleta con lablusa aplanada contra el pecho por elviento. Y le inquietó la duda de si elcomandante Carter, que era el

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vicecapitán de los Pandas, poseía lascualidades de liderazgo democráticopara dirigir el partido de la tarde. Perohabía un pensamiento que se negaba apensar porque en realidad todos losdemás eran sustitutos del mismo. Era unpensamiento que no podía expresar enpalabras ni tampoco en imágenes,porque era tan malo que inclusopensarlo podría transformarlo en cierto.

–¿Cómo está la carne, hijo? -preguntó Jack Brotherhood, en lo que leparecieron unos veinte segundosdespués, cuando almorzaban dondesiempre lo hacían, en el hotel Digby.

–Riquísima, tío Jack, gracias -

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respondió Tom.Por lo demás comieron en el

silencio que normalmente observabanhasta el final del almuerzo. Brotherhoodtenía su Sunday Telegraph y Tom unanovela fantástica que estaba leyendo unay otra vez, porque era un libro dondetodo salía bien, y otras lecturas podíanser peligrosas. Nadie sabe mejor que eltío Jack cómo sacar a la gente delcolegio, decidió, al tiempo que leía,comía y pensaba en su madre. Nisiquiera su padre tenía una idea tan claradel modo en que todo debería ser igualcada vez y, no obstante, exquisitamentediferente en minúsculos detalles. De que

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tenías que estar completamente tranquiloy despreocupado y sin embargo estirarel día haciendo un montón de cosasdistintas hasta el último momento. Deque el colegio era un lugar que no debíaexistir durante la mayor parte del día,para que no se plantease nunca lacuestión de regresar a él. Sólo durante laúltima cuenta atrás había quereconstruirlo suficientemente para hacerverosímil la posibilidad del retorno.

–¿Un segundo plato?–No, gracias.–¿Más Yorkshire?–Sí, gracias. Un poco.Brotherhood alzó las cejas hacia el

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camarero y éste acudió al instante, comotodo camarero hacía con el tío Jack.

–¿Sabes algo de tu padre?Tom no contestó de inmediato,

porque los ojos le dolían de pronto y nopodía respirar.

–Vamos a ver -dijo Brotherhoodsuavemente, posando el periódico-.¿Qué te pasa?

–Es sólo la lectura -dijo Tom,secándose las lágrimas-. Ya estoy bien.

–Has leído ese textomaravillosamente. A quien diga locontrario túmbale de un puñetazo.

–Era la lectura de otro día -explicóTom, luchando todavía por salir a flote-.

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Tenía que haber pasado hasta la señalsiguiente del libro, y se me olvidó.

–A tomar por el culo el otro día -gruñó Brotherhood, tan enfáticamenteque la pareja de viejos de la mesa de allado volvió la cabeza-. Si la lectura deayer fue provechosa, a nadie le hará elmenor daño oírla otra vez. Tómate otragaseosa.

Tom asintió y Brotherhood pidió lagaseosa antes de levantar nuevamente elSunday Telegraph.

–Probablemente tampoco laentendieron la primera vez -dijo condesprecio.

Pero lo malo, en realidad, era que

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Tom no se había equivocado de pasaje:había leído el que correspondía. Losabía muy bien, y abrigaba la sospechade que el tío Jack también lo sabía.Simplemente necesitaba un pretexto parallorar más sencillo que los peces quenadan alrededor del cable en su cabezay el pensamiento que se negaba a pensar.

Acordaron prescindir del postrepara no desperdiciar el buen tiempo quehacía.

Sugarloaf Hill era una jorobacretácea en las lomas de Berkshire, conel alambre de espino del ministerio deDefensa en torno y un letrero al públicoprohibiendo la entrada, y posiblemente

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Tom no había encontrado en toda suvida un sitio mejor donde estar en elmundo, excepto en la casa de Plush en laépoca de ovejas. Ni esquiando en Lechcon su padre, ni navegando en Berlíncon él, ni en Praga, jugando albadminton con Magnus Pym y los checoslocos, ni en Washington, visitando elMuseo del Espacio por decimoctava vez-las habían contado-, ni montando acaballo con su madre en Viena: ningunaparte donde hubiese estado o soñadoque estaba era tan privada, tanasombrosamente privilegiada comoaquel cercado secreto en la cumbre deuna colina, con alambre de espino para

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impedir el acceso de enemigos, dondeJack Brotherhood y Tom Pym, padrino eahijado y los mejores amigos del mundo,podían turnarse para soltar palomas dearcilla desde la plataforma delanzamiento y abatirlas o fallar eldisparo con la escopeta de Tom. Laprimera vez que habían ido allí, Tom nose lo había creído.

–Está cerrado a cal y canto, tío Jack-había objetado cuando Brotherhooddetuvo el coche. Había sido un buen díahasta entonces. De repente ahora todomarchaba mal. Habían recorrido diezmillas siguiendo el mapa y, para supesar, topaban con un par de altas verjas

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blancas, cerradas y prohibidas pororden superior. La jornada habíaterminado. Había deseado encontrarsede vuelta en el colegio, haciendo susdeberes de castigo voluntario.

–Entonces acércate y grita «ÁbreteSésamo» -le había aconsejado el tíoJack, entregando a Tom una llave quesacó del bolsillo. Y acto seguido laspuertas blancas de la autoridad sehabían vuelto a cerrar detrás de ellos yeran personas especiales con un paseespecial para estar en lo alto de aquellacolina con el maletero abierto,descargando la lanzadora herrumbrosade la que el tío Jack no había dicho nada

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durante todo el almuerzo. Y acontinuación de esto sucedió que Tomhabía acertado doce dianas de veinte yel tío Jack diecinueve, porque el tío Jackera el mejor tirador del mundo, el mejoren todo a pesar de ser tan viejo, y no ibaa regalar un torneo para complacer anadie, ni siquiera a Tom. Si alguna vezTom ganaba al tío Jack le derrotaría contoda justicia, que era lo que ambosquerían sin necesidad de decirlo. Y eralo que Tom quería hoy más que nada: unintercambio, una competición, unaconversación normales, de aquéllas enlas que el tío Jack era brillante. Queríaesconder sus peores pensamientos en

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agujero profundo y no tener queenseñárselos a nadie hasta que élmuriese por Inglaterra.

Fue el aire libre lo que liberó aTom. El tío Jack no tuvo nada que ver.No le gustaba demasiado hablar y desdeluego no de cosas personales. Fue la luzdel día lo que sintió como unaresurrección. Fue el fragor de artillería,el estrépito del viento de octubre que leabofeteaba las mejillas y se le colabadentro del jersey del colegio. Deimproviso estas cosas le empujaron ahablar como un hombre en vez degimotear debajo de las mantas de lacama con el oso de peluche que el

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progresista señor Caird aprobaba. En elvalle fluvial no había habido viento,sino tan sólo un cansino sol otoñal yhojas pardas a lo largo del camino desirga. Pero allí arriba, en la desnudacolina cretácea, el viento avanzabacomo un tren por un túnel, transportandoa Tom dentro. Fue el ruido metálico ylas risas en la nueva torreta delministerio de Defensa, que habíanconstruido desde la última vez queestuvieron.

–Si tumbamos a tiros la torredejaremos entrar a los puñeteros rusos -le gritó el tío Jack, usando las manoscomo una bocina-. No queremos hacer

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eso, ¿verdad?–¡No!–Vale, entonces. ¿Qué hacemos?–¡Arma la lanzadora justo al lado de

la torre y dispara desde ahí! -habíagritado alegremente Tom, y mientrasgritaba había sentido que los últimosresiduos de preocupación abandonabansu pecho, y que sus hombros seacomodaban sobre su espalda, y sabíaque con un viento así fustigando la cimadel cerro podía decir a cualquiera loque le viniese en gana. El tío Jack lelanzó diez arcillas y él derribó ocho cononce cartuchos, lo que era su mejormarca teniendo en cuenta el viento. Y

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cuando le tocó lanzar a Tom, el tío Jackse las vio y las deseó para empatarle.Pero le empató, y Tom le amó por ello.No quería derrotar al tío Jack. A supadre quizá, pero no al tío Jack: noquedaría nada por hacer. En su segundaserie Tom no estuvo tan acertado, perono le importó porque le dolían losbrazos y eso no era culpa suya. Pero eltío Jack se mantuvo firme como uncastillo. Incluso mientras recargaba, sucabeza blanca permanecía en posiciónadelantada para encarar la diana que sealzaba.

–Dieciséis de dieciocho para ti -gritó Tom mientras galopaba recogiendo

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los cartuchos vacíos-. ¡Buena marca!Y luego, con voz igualmente alta y

alegre:–Y papá está bien, ¿verdad?–¿Por qué no iba a estarlo? -gritó

Brotherhood en respuesta.–Parecía un poco decaído cuando

vino a verme después del entierro delabuelo, eso es todo.

–Yo diría que claro que estabadecaído. ¿Cómo te sentirías tú siacabaras de enterrar a tu padre?

Los dos seguían gritando en elviento. Charlaban un poco mientrascargaban la escopeta y volvían apreparar la lanzadora para una nueva

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serie.–Habló de libertad todo el tiempo -

chilló Tom-. Dijo que nadie nos la podíadar, que tenemos que ganarla por nuestracuenta y riesgo. Me resultó bastanteaburrido, la verdad.

El tío Jack estaba tan ocupadorecargando que Tom se preguntó inclusosi le habría oído. O, de haberlo hecho, sile interesaba.

–Tiene más razón que un santo -dijoBrotherhood, cerrando con un chasquidola escopeta-. El patriotismo es unapalabra sucia en estos tiempos.

Tom soltó la arcilla y la viocurvarse y quedar reducida a polvo por

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la infalible puntería del tío Jack.–No estaba hablando de patriotismo

exactamente -explicó Tom, rastreandoen busca de otro par de cartuchos.

–¿Eh?–Creo que me estaba diciendo que si

yo era infeliz debía huir. Me lo dijotambién en la carta. Es como si…

–¿Sí?–… como si quisiera que yo hiciese

algo que él no había hecho cuandoestuvo en el colegio. Es un poco raro.

–A mí no me parece nada raro. Teestá sondeando, simplemente. Te estádiciendo que la puerta está abierta siquieres largarte. Por lo que me dices,

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parece más bien un gesto de confianza.Ningún chico ha tenido mejor padre quetú, Tom.

Tom disparó y falló.–¿Qué es eso de la carta, de todas

maneras? -dijo Brotherhood-. Yo creíaque fue a verte.

–Vino. Pero también me escribió.Una carta muy larga. Simplemente mepareció raro -repitió, incapaz dedesprenderse de su nuevo adjetivofavorito.

–Muy bien, estaba destrozado. ¿Quétiene de malo eso? Se le muere su padrey se sienta a escribirle a su hijo.Deberías considerarlo un honor… buen

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tiro, chico. Buen tiro.–Gracias -dijo Tom, y miró

orgullosamente al tío Jack apuntando unadiana en su tarjeta. El tío Jack siemprellevaba el tanteo.

–Pero él no dijo eso -añadió Tomtorpemente-. No estaba destrozado.Estaba contento.

–¿Te escribió eso?–Dijo que el abuelo le había

devorado la humanidad natural que éltuvo y que él no quería tragarse la mía.

–Ése es otro modo de estardestrozado -dijo Brotherhood,impávido-. ¿Tu padre, por cierto, nuncate habló de un lugar secreto? ¿De algún

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sitio donde puedes encontrar una paz ytranquilidad bien merecidas?

–No exactamente.–Pero tenía un escondrijo, ¿verdad?–No exactamente.–¿Dónde es?–Me dijo que nunca se lo dijera a

nadie.–Entonces no lo digas -dijo

firmemente el tío Jack.De repente, después de eso, hablar

del propio padre pasó a ser la funciónobligatoria de un prefecto democrático.Caird había dicho que era el deber delos privilegiados sacrificar lo que másquerían en la vida, y Tom amaba a su

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padre lo indecible. Sintió la mirada deBrotherhood puesta en él y le agradóhaber despertado su interés, aun cuandono parecía particularmente aprobatorio.

–Le conoces desde hace muchotiempo, ¿verdad, tío Jack? -dijo Tom,entrando en el coche.

–Si treinta años es mucho tiempo.–Lo es -dijo Tom, para quien una

semana era aún un siglo. De pronto, enel interior del coche no había nada deviento-. Así que si papá está bien -dijocon falsa audacia mientras se ajustaba elcinturón de seguridad-, ¿por qué le estábuscando la policía? Eso es lo que yoquiero saber.

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–¿Vas a leernos la fortuna hoy, MaryLou? -preguntó el tío Jack.

–Hoy no, querido, no tengo ganas.–Tú siempre tienes ganas -dijo el tío

Jack, y los dos lanzaron una carcajadamientras Tom se ruborizaba.

Mary Lou era una gitana, dijo el tíoJack, pero Tom la consideraba más unapirata. Tenía un trasero grande, pelonegro y labios falsos pintados sobre laboca como Frau Bauer en Viena.Cocinaba pasteles y servía tés con nataen un café de madera que lindaba con elcampo de deportes. Tom pidió huevosescalfados sobre una tostada, y los

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huevos estaban cremosos y frescos comolos de Plush. El tío Jack tomó una teteray un pedazo del mejor pastel de frutasque hacía Mary Lou. Parecía haberseolvidado de todo lo que Tom habíahablado, cosa que éste le agradecía,pues le dolía ligeramente la cabeza porel aire fresco y le incomodaban suspropios pensamientos. Faltaban doshoras y ocho minutos para tener quetocar la campana llamando al rezo devísperas. Estaba pensando en que podíaseguir el consejo de su padre y huir.

–¿Entonces cómo era eso de lapolicía? -preguntó Brotherhood con tonoun tanto vago, mucho después de que

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Tom hubiera decidido que lo habíaolvidado o no lo había oído.

–Vinieron a ver a Caird. Y Caird memandó a buscar.

–El señor Caird, hijo -le corrigióBrotherhood, perfectamente amable, ydio un agradable trago de té-. ¿Cuándo?

–El viernes. Después del rugby. Elseñor Caird me mandó a buscar y habíaun hombre de gabardina sentado en subutaca, y dijo que era de Scotland Yardpor lo de papá, y que si yo sabía porcasualidad su dirección actual porquedespués del entierro del abuelo, papá sehabía marchado distraídamente depermiso y nadie sabía dónde estaba.

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–Cojones -dijo Brotherhood al cabode un largo tiempo.

–Es verdad, señor. La pura verdad.–Has dicho vinieron.–Quería decir vino.–¿Estatura?–Uno setenta y cinco.–¿Edad?–Cuarenta.–¿Color del pelo?–Como el mío.–¿Bien afeitado?–Sí.–¿Ojos?–Castaños.Era un juego que habían jugado a

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menudo antiguamente.–¿Coche?–Vino en taxi desde la estación.–¿Cómo lo sabes?–Le trajo el señor Mellor. Me lleva

a clase de violoncelo desde la parada detaxis de la estación.

–Sé preciso, chico. Vino desde laparada de taxis de la estación en elcoche del señor Mellor, ¿Te dijo quehabía venido en tren?

–No.–¿Te lo dijo Mellor?–No.–¿Entonces quién dice que era

policía?

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–El señor Caird, señor. Cuando melo presentó.

–¿Qué ropa llevaba?–Un traje, señor. Gris.–¿Dijo su categoría?–Inspector.Brotherhood sonrió. Una sonrisa

maravillosa, alentadora, afectuosa.–Tontorrón, era un inspector de

Asuntos Exteriores. Un simple lacayodel taller de tu padre. Eso no es unpolicía, hijo, sino un empleadogilipollas del departamento de personal,con poca cosa que hacer. Caird loentendió mal, como de costumbre.

Tom podría haberle besado. Estuvo

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a punto de hacerlo. Se enderezó y sesintió unos tres metros más alto, y tuvoganas de sepultar la cara en el tweedespeso de la cazadora del tío Jack. Puesclaro que no era un policía. No hablabacomo un policía, no actuaba como unpolicía, no tenía los pies grandes ni elpelo corto, ni ese aire que tiene unpolicía de mantenerse distante aunqueesté siendo simpático. No hay problema,se dijo Tom, eufórico. El tío Jack lohabía resuelto, como siempre hacía.

Brotherhood le estaba ofreciendo unpañuelo y Tom se restregó los ojos conél.

–Total, ¿qué le dijiste? -preguntó

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Brotherhood. Y Tom explicó que éltampoco sabía dónde estaba su padre,que había hablado de perderse enEscocia unos días antes de volver aViena. Lo que de algún modo habíaproducido que papá pareciese serculpable, una especie de criminal o algopeor. Y cuando Tom le hubo dicho al tíoJack todo lo que recordaba sobre laentrevista, las preguntas y el número deteléfono por si papá aparecía -Tom notenía el número, pero sí el señor Caird-,el tío Jack fue al teléfono del salón deMary Lou, llamó a Caird y consiguiópara Tom una prórroga hasta las nuevefundada en que tenían que hablar de

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asuntos de familia.–Pero ¿y las campanas? -preguntó

Tom, alarmado.–El comandante Carter va a tocarlas

-dijo el tío Jack, que comprendíaabsolutamente todo.

También debió de telefonear aLondres, porque tardó mucho tiempo ydio a Mary Lou otras cinco libras paraque ella llenase lo que él llamó su mediade Navidad, y otra vez les entró la risa,y esta vez Tom se sumó a ella.

Posteriormente Tom no recordabacómo llegaron a hablar de Corfú, y quizá

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ya no había un verdadero puente quecondujese a la conversación, sino quesimplemente se limitaba a una charlasobre lo que habían hecho desde laúltima vez en que se habían visto, que endefinitiva fue antes de las vacaciones deverano, por lo que había cantidad decosas de que hablar si te sentías locuaz.Y Tom lo estaba: hacía siglos que nohablaba así, quizá no lo había hechonunca, pero el tío Jack tenía ladesenvoltura, poseía esa combinaciónde tolerancia y disciplina que para Tomera la mezcla perfecta, pues amabasentir la fuerza de las fronteras del tíoJack al mismo tiempo que el suelo firme

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de dentro.–¿Cómo va tu confirmación? -había

preguntado Brotherhood.–Muy bien, gracias.–Ya tienes edad, Tom. Tienes que

afrontarlo. En algunos países estarías yade uniforme.

–Lo sé.–¿Los estudios siguen siendo un

problema?–Un poco, señor.–¿Todavía piensas en ingresar en

Sandhurst?–Sí, señor. Y el regimiento de mi tío

dice que me aceptarían si saco buenasnotas.

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–Pues tendrás que empollar, ¿nocrees?

–Ya lo estoy intentando.Entonces el tío Jack se acercó y bajó

la voz.–No sé seguro si debería decírtelo,

hijo. Pero voy a hacerlo, de todosmodos, porque creo que estás preparadopara guardar un secreto. ¿Puedes?

–Tengo muchos secretos que nuncahe dicho a nadie, señor.

–Tu padre es más bien ahora unhombre secreto. Supongo que lo sabías,¿no?

–Tú también lo eres.–Y es un gran hombre, además. Pero

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no debe irse de la lengua. Por su país.–Y por ti -dijo Tom.–Gran parte de su vida está

completamente tapada. Casi podríadecirse que oculta a la mirada humana.

–¿Lo sabe mamá?–En principio sí, lo sabe. Con

detalle, casi nada. Es nuestro método detrabajo. Y si tu padre ha dado alguna vezla impresión de mentir, de ser esquivo,menos que veraz algunas veces, puedesapostar las botas a que la causa era sutrabajo y su lealtad. Es una tensión paraél. Lo es para todos nosotros. Lossecretos son una tensión.

–¿Es peligroso? -preguntó Tom.

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–Puede serlo. Por eso le ponemosguardaespaldas. Como chicos en motoque le siguen por Grecia y merodean pordelante de su casa.

–¡Yo les vi! -declaró Tom, excitado.–Como hombres altos y delgados

que se le acercan en partidos decricket…

–¡Le vi, le vi! ¡Llevaba un sombrerode paja!

–Y hay veces en que lo que tu padrehace es tan secreto que tiene quedesaparecer totalmente. Y ni siquierasus guardaespaldas pueden conocer sudirección. Yo lo sé. Pero el resto delmundo no lo sabe ni tiene que saberlo. Y

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si esos inspectores vienen a verte otravez, o a ver al señor Caird, o si vienecualquier otra persona, tienes quedecirles lo que sepas e informarmeinmediatamente después. Voy a darte unnúmero de teléfono especial y voy atener también una charla especial con elseñor Caird. Tu padre merece toda clasede ayuda. Y va a tenerla.

–Me alegro mucho -dijo Tom.–Pues bien. Esa carta que te escribió

a ti. La larga que te mandó después dehaberse ido. ¿Hablaba de cosas así?

–No lo sé. No la he leído entera.Había todo un rollo sobre la navaja deSefton Boyd y una inscripción en los

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lavabos de los profesores.–¿Quién es Sefton Boyd?–Un chico del colegio. Es amigo

mío.–¿Es amigo de tu padre también?–No, pero su padre sí. Su padre

estuvo también en el colegio.–Sí, los secretos son una tensión -

repitió el tío Jack, tan tranquilo comosiempre-. ¿Y qué has hecho con esacarta?

Castigarse con ella. Estrujarla hastaque estuvo tirante y puntiaguda yguardarla en el bolsillo del pantalón,donde le pinchaba el muslo. Pero Tomno le dijo esto. Se limitó a entregar,

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agradecido, los restos al tío Jack, queprometió cuidarlos y comentarlo todocon él la próxima vez; siempre quehubiese algo que comentar, cosa que eltío Jack dudaba mucho.

–Tienes el sobre, ¿no?Tom no lo tenía.–¿De dónde te la envió entonces?

Supongo que ahí habrá una pista, si labuscamos.

–El matasellos era de Reading -dijoTom.

–¿De qué día?–El martes -dijo Tom infelizmente-.

Pero podría haber sido fechada el lunescon la fecha del martes. Creí que volvía

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a Viena el lunes por la tarde. Si no sefue a Escocia, claro.

Pero el tío Jack no parecíaescucharle porque otra vez estabahablando de Grecia, jugando a lo quelos dos llamaban redacción de uninforme sobre aquel tipo desmirriado debigote que se había presentado en elcampo de cricket de Corfú.

–Me figuro que estabas preocupadopor él, ¿verdad, hijo? Supongo quepensaste que no tramaba nada buenorespecto a tu padre, aunque se mostrasetan amistoso. O sea: si se conocían tanbien, ¿por qué tu padre no le invitaba air a casa para conocer a tu madre?

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Entiendo que al pensarlo bien te hubieramolestado. No te resultaba muyagradable que tu padre tuviese una vidasecreta a dos pasos de su mujer.

–Supongo que me molestó -reconoció Tom, maravillado comosiempre por la omnisciencia del tíoJack-. Cogió a mi padre del brazo.

Habían regresado al Digby. En lagran alegría de la inquietud disipada,Tom había redescubierto su apetito yestaba comiendo un filete con patatasfritas para llenar el hueco. Brotherhoodhabía pedido un whisky.

–¿Estatura? -preguntó, volviendo aljuego especial de ambos.

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–Uno ochenta.–Muy bien, bravo. Exactamente uno

ochenta. ¿Color del pelo?Tom vaciló.–Una especie de marrón amarillento

con rayas -respondió.–¿Qué demonios significa eso?–Llevaba un sombrero de paja. Era

difícil de ver.–Sé que llevaba un sombrero de

paja. Por eso te estoy preguntando.¿Color del pelo?

–Castaño -dijo Tom finalmente-.Castaño a la luz del sol. Y una frentegrande, como un genio.

–¿Y cómo diablos se mete el sol

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debajo del ala de un sombrero?–Castaño grisáceo -dijo Tom.–Entonces dilo. Dos puntos

solamente. ¿Cinta del sombrero?–Roja.–Dios mío.–Era roja.–Vuelve a intentarlo.–¡Era roja, roja, roja!–Tres puntos. ¿Color de la barba?–No llevaba barba. Tenía un bigote

peludo y cejas gruesas como las tuyas,pero no tan tupidas, y ojos arrugados.

–Tres puntos. ¿Constitución?–Encorvada y renqueante.–¿Qué demonios es renqueante?

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–Como un bamboleo. Un bamboleoes como cuando el mar está picado yencrespado. Renqueante es cuandoalguien camina de prisa y renquea.

–Quieres decir que cojea.–Sí.–Dilo así. ¿De qué pierna?–Izquierda.–¿Un intento más?–Izquierda.–¿Seguro?–¡Izquierda!–Tres puntos. ¿Edad?–Setenta.–No seas estúpido.–¡Es viejo!

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–No tiene setenta años. Yo no tengosetenta. Ni sesenta. Bueno, reciéncumplidos. ¿Es más viejo que yo?

–Igual.–¿Lleva algo en la mano?–Una cartera. Una gris, como de piel

de elefante. Y era flacucho, como elseñor Toombs.

–¿Quién es Toombs?–Nuestro profe de gimnasia. Da

clases de aikido y de geografía. Hamatado a gente con los pies, aunque sesupone que no lo ha hecho.

–Muy bien, flacucho como Toombs,llevaba una cartera de piel de elefante.Dos puntos. En otra ocasión omite la

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referencia subjetiva.–¿Qué es eso?–El señor Toombs. Tú le conoces,

yo no. No compares a una persona queno conozco con otra que tampococonozco.

–Has dicho que le conocías -dijoTom, muy excitado por pillar al tío Jack.

–Le conozco. Estoy bromeando.¿Tenía coche tu hombre?

–Un «Volvo». Alquilado aKaloumenos.

–¿Cómo lo sabes?–Se lo alquila a todo el mundo. Baja

al puerto y da vueltas por allí, y sialguien quiere alquilar un coche

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Kaloumenos le alquila el «Volvo».–¿Color?–Verde. Y tiene una aleta abollada y

matrícula de Corfú y una brizna dehierba en la antena y un…

–Es rojo.–¡Es verde!–Cero puntos -dijo Brotherhood con

firmeza, para indignación de Tom.–¿Por qué?Brotherhood esbozó una sonrisa

lobuna.–El coche no era suyo, ¿no?

Pertenecía a los otros dos fulanos.¿Cómo sabes que el tipo de bigote lohabía alquilado si había otros dos

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dentro? Has perdido tu objetividad, hijo.–¡Él mandaba!–No lo sabes. Lo estás presumiendo.

Podrías provocar una guerra inventandocosas como ésa. ¿No has conocido a latía Poppy, hijo?

–No.–¿Y al tío?Tom lanzó una risita.–No, señor.–¿Te dice algo el nombre de un tal

Wentworth?–No, señor.–¿No te suena en absoluto?–No, señor. Creí que era un pueblo

de Surrey.

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–Bravo, hijo. Nunca inventes sicrees que no sabes y que deberías saber.Ésa es la regla.

–Estabas de broma otra vez, ¿no?–Quizá. ¿Cuándo dijo tu padre que

volvería a verte?–No me lo dijo.–¿Alguna vez lo hace?–No, la verdad.–¿Entonces cuál es el problema?–Es sólo la carta.–¿Qué pasa con la carta?–Es como si estuviera muerto.–Cojones. Estás imaginando.

¿Quieres que te diga otra cosa quesabes? Ese escondrijo secreto adonde ha

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ido tu padre. Muy bien. Sabemos quehay uno. ¿Te dio él la dirección?

–No.–¿El nombre de la ciudad escocesa

más próxima?–No. Sólo dijo Escocia. En la costa

de Escocia. Un lugar a salvo de todo elmundo donde pueda escribir.

–Te ha dicho todo lo que puededecirte, Tom. No está autorizado adecirte más. ¿Cuántas habitacionestiene?

–No me lo dijo.–¿Entonces quién le hace las

compras?–Tampoco me lo dijo. Tiene una

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patrona fabulosa. Es vieja.–Es un buen hombre. Y un hombre

juicioso. Y ella es una buena mujer. Unade los nuestros. No te preocupes más.

El tío Jack consultó de soslayo sureloj.

–Escucha. Acaba esto y pide unagaseosa. Necesito ver a un hombre porun asunto de un perro.

Sonriendo todavía se encaminóhacia la puerta con un letrero queindicaba los servicios y el teléfono.Tom era ante todo observador. Puntosde color feliz en las mejillas del tíoJack. Una sensación de alegría como lasuya y todo el mundo de maravilla.

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Brotherhood tenía esposa y una casaen Lambeth, y en teoría podría haber idoa visitarlas. Tenía otra esposa en suchalé de Suffolk, divorciadaciertamente, pero, si se le avisaba,ansiosa de complacer. Tenía una hijacasada con un abogado en Pinner, y porlo que a él respecta podían irse alinfierno, y era una inquina recíproca. Noobstante, considerarían un deberalojarle. Y había una nulidad de hijo quese agenciaba el cocido trabajando en elteatro, y si Brotherhood se sentíacaritativo con él, que por raro queparezca era algo que a veces le ocurría

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en esa época, y si lograba aguantar lasordidez y el olor de marihuana, cosaque a veces podía, habría sido admitidoen el amasijo de colchas grasientas queAdrián llamaba la cama de invitados.Pero esa noche y durante todas las quetranscurrieran hasta que hubiera tenidosu conversación con Pym no quería tenertrato con ninguno de ellos. Prefería elexilio en la seguridad de su pequeñoapartamento hediondo en Shepherd’sMarket, con las palomas cubiertas dehollín que andaban jorobándose las unasa las otras en el parapeto y las furciasque montaban guardia a lo largo de laacera, como en los tiempos de guerra.

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La Casa intentaba periódicamentearrebatarle el lugar o deducirle elalquiler de su sueldo. Los jockeysburócratas le odiaban por eso y decíanque era su picadero, como en efecto eraocasionalmente. Les fastidiaban susdemandas de bebida hospitalaria yasistentas que no tenía. PeroBrotherhood era más fuerte que todosellos y más o menos ellos lo sabían.

–La investigación ha revelado másmaterial sobre el uso que hace de losperiódicos el espionaje checo -dijoKate, hablando hacia la almohada-. Perono hay nada concluyente.

Brotherhood dio un largo trago de

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vodka. Eran las dos de la mañana.Llevaban allí una hora.

–No me lo cuentes. El gran espíapincha las letras de su mensaje con unalfiler y envía por correo el periódico asu jefe. Dicho jefe sostiene el periódicoal trasluz y lee los planes para el día deljuicio final. La próxima vez usaránsemáforos.

Ella estaba blanca y luminosa a sulado en la pequeña cama, una debutantede cuarenta años salida de Cambridge yque se había extraviado. El resplandorrosa grisáceo que entraba por lascortinas la cortaba en fragmentosclásicos. Aquí un muslo, allí una

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pantorrilla, allá el cono de un pecho o elperfil de cuchillo de un costado. Estabade espaldas a él, con una piernaligeramente doblada. Maldita sea, ¿quéquiere de mí esta triste y hermosajugadora de bridge del quinto piso, consu aire de amor perdido y su carnalidadgazmoña? Al cabo de siete años detenerla, Brotherhood seguía sin saberlo.Estaba en gira de inspección por lospuestos del servicio, estaba enTombuctú. No le había hablado niescrito durante meses. Y, sin embargo,apenas sacaba de la maleta el cepillo dedientes, ella ya estaba en sus brazos,solicitándole con sus ojos tristes y

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ávidos. ¿Tiene cien como nosotros,somos sus pilotos de combate, quepedimos sus favores cada vez quevolvemos a casa después de una nuevamisión? ¿O soy el único que asalta laestatua?

–Y Bo ha invitado a algún siquiatrade campanillas a participar en elbanquete -dijo ella, con sus vocalesimpecables-. Un especialista endepresiones nerviosas. Le han lanzadoel expediente de Pym y le han dicho quecomponga un retrato de un inglés lealsometido a estrés agudo y que estásuscitando inquietud en otras personas,sobre todo americanos.

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–A continuación llamará a unamédium -dijo Brotherhood.

–Han investigado los vuelos a lasBahamas, a Escocia y a Irlanda. Y atodos los demás sitios. Han hechopesquisas en barcos, empresas dealquiler de coches y Dios sabe qué más.Han obtenido una orden judicial sobretodos los teléfonos que ha podido usar yuna autorización general para el resto.Han cancelado los permisos y fines desemana de todos los copistas y ha puestoa los equipos de vigilancia en alerta deveinticuatro horas, y todavía no handicho a nadie qué es todo este lío. Lacantina es una funeraria, nadie habla con

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nadie. Están interrogando a todos losque compartieron un cargo con él o lecompraron un coche de segunda mano;han desalojado a los inquilinos de lacasa de los Pym en Dulwich y la handesmantelado de arriba abajo fingiendoque son expertos en carcoma. AhoraNigel habla de trasladar a todo elequipo de búsqueda a una casa segura enNorfolk Street, tan grave es el asunto.Incluyendo el personal auxiliar, es unaplantilla de unas ciento cincuentapersonas. ¿Qué hay en la cajacombustiva?

–¿Por qué?–Hay una sombra al respecto. No

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delante de los niños. Bo y Nigel secierran en banda en cuanto alguien lamenciona.

–¿La prensa?–Amordazada, como de costumbre.

Desde Breves para abajo. Bo almorzóayer con los directores. Ha escrito ya asus jefes por si acaso se divulga algo.Sobre que los rumores debilitan nuestraseguridad. Sobre la especulacióndesinformada como el verdaderoenemigo interno. Nigel ha volcado todosu peso sobre la gente de la radio y latelevisión.

–Sus catorce kilos. ¿Qué se sabe delfalso poli?

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–El que visitó al director de Tom noera conocido. No era de la Casa ni de lapolicía.

–Quizá fuese de la competencia. Notienen que consultarnos antes, ¿no?

–Lo que a Bo le aterra es que losamericanos estén desplegando su propiacaza del hombre.

–Si hubiera sido americano habríansido tres. Era un checo descarado. Asítrabajan ellos. Igual que solían volar enla guerra.

–El director le describe como uninglés por encima de la media, sin unagota de extranjero. No vino ni se marchóen tren. Se presentó como el inspector

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Baring, del Servicio Especial. No existetal inspector. La tarifa de ida y vuelta entaxi entre la estación y el colegio fue dedoce libras, y ni siquiera pidió un reciboal taxista. Imagínate a un policía que noquiere un recibo por un desembolso dedoce libras. Dejó una tarjeta de visitafalsa. Están buscando al impresor, alfabricante del papel y, que yo sepa, a losde la tinta, pero no quieren queintervenga la policía, la competencia oel cuerpo de enlace. Harán cualquierpesquisa que se les ocurra siempre queno dé la voz de alarma.

–¿Y el número de Londres que dio?–Falso.

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–Me reiría casi si estuviera dehumor. ¿Qué piensa Bo del caballerobigotudo y con bolso que coge del brazoa Pym en los partidos de cricket?

–Se niega a opinar. Dice que sitodos controlásemos a nuestros amigosen los partidos de cricket, no tendríamosni amigos ni cricket. Ha contratado amás chicas para repasar el índice depersonalidades checas, y ha ordenado ala oficina de Atenas que envíe a alguiena Corfú para hablar con el hombre quealquiló el coche. Es un compás deespera, y Magnus, vuelve a casa, porfavor.

–¿Cuál es mi situación?

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¿Acorralado?–Les aterra la idea de que derribes

el Templo.–Creí que Pym ya lo había hecho.–Entonces quizás es un contacto

culpable -dijo Kate con su voz resueltade abeja reina.

Brotherhood dio otro largo trago devodka.

–Si al menos desmontaran lasmalditas redes. Si por una vez hicieranlo más obvio.

–No harán nada que pueda alertar alos americanos. Preferirían mentir hastala misma tumba. «Hemos tenido trestraidores importantes en tres años

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intrascendentes. Uno más y bienpodríamos admitir que la partida haterminado.» Es Bo el que habla.

–Así que los agentes morirán por laRelación Especial. Me gusta eso.También les gustará a ellos. Locomprenderán.

–¿Le encontrarán?–Quizá.–Quizá no basta. Te estoy

preguntando, Jack. ¿Le encontrarán? ¿Leencontrarás tú?

De repente su tono era imperioso yurgente. Ella le quitó el vaso de la manoy bebió lo que quedaba de vodkamientras él la observaba. Se inclinó

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sobre el costado de la cama y alcanzó uncigarrillo de su bolso. Entregó a Jack lascerillas y él se lo encendió.

–Bo ha puesto a cantidad de monosdelante de cantidad de máquinas deescribir -dijo Brotherhood, mirándolafijamente-. Quizás uno de ellos descubralo que buscan. No sabía que fumabas,Kate.

–No fumo.–Pues ahora estás fumando. Me

complace ver que también estásbebiendo. No recuerdo que le pegases alvodka tan fuerte como ahora, seguro queno. ¿Quién te ha enseñado a beber vodkaasí?

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–¿Por qué no puedo beberla?–Más exacto sería preguntar por qué

tienes que beberla. Intentas decirmealgo, ¿verdad? Algo que no creo que mehaga ninguna gracia. Por un minuto hepensado que estabas espiando para Bo.He pensado que estabas haciendo unpoco la Jezabel conmigo. Luego hepensado, no, está tratando de decirmealgo. Intenta hacerme una pequeñaconfesión íntima.

–Es un blasfemo.–¿Quién, querida?–Magnus.–¿Ah, sí? Magnus un blasfemo.

Vaya, ¿y por qué?

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–Abrázame, Jack.–¡Ni hablar!Se desasió de ella y vio que lo que

había tomado por arrogancia era unaaceptación estoica de la desesperación.Los ojos tristes de Kate le miraronfrontalmente, y su cara destilóresignación.

–«Te quiero, Kate -dijo-. Sácame deesto y me casaré contigo y siempreviviremos felices en adelante.»

Brotherhood le quitó el cigarro y diouna chupada.

–«Dejaré a Mary. Iremos a vivir alextranjero. A Francia. A Marruecos.¿Qué más da?» Llamadas telefónicas

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desde la otra punta de la tierra. «Hellamado para decirte que te amo.»Flores diciendo: «Te quiero.» Postales.Notitas dobladas dentro de otras cosas,empujadas por debajo de la puerta,exclusivamente para mí en sobresultrasecretos. «He vivido demasiadotiempo en la indecisión. Quiero acción,Kate. Tú eres mi escapatoria. Ayúdame.Te quiero. M.»

Una vez más, Brotherhood esperaba.–«Te quiero» -repitió ella-. Lo

repetía continuamente. Como un ritual enel que trataba de creer. «Te quiero.»Supongo que pensaba que si se lo decíasuficientes veces a suficientes personas,

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un día podría ser cierto. No lo era. Noamó a una mujer en toda su vida. Éramosenemigos, todos nosotros. Tócame, Jack.¡Tócame, Jack!

Él comprobó, sorprendido, que unaoleada de afinidad le embargaba. Laatrajo hacia él y la estrechó firmementecontra su pecho.

–¿Está Bo al corriente de algo deesto? -preguntó.

Notaba el sudor acumulándose en suespalda. Olía la proximidad de Pym enlas hendiduras del cuerpo de Kate. Ellabalanceó la cabeza contra él, peroBrotherhood la zarandeó suavemente,obligándola a decir en voz alta: «Bo no

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sabe nada. No, Jack. No sabe unapalabra.»

–No mostró interés hasta quedeclaró el juego entero -añadió-. Podríahaberme tenido en cualquier momento.No era suficiente para él. «Espérame,Kate. Voy a cortar las amarras y a serlibre. Kate, soy yo, ¿dónde estás?»«Estoy aquí, idiota, o no estaríacontestando al teléfono, ¿no crees?» Notiene asuntos. Tiene vidas. Para élvivimos en planetas separados. Sitiosadonde puede llamar cuando navega porel espacio. ¿Sabes cuál es su fotopredilecta de mí?

–No creo que lo sepa, Kate -

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respondió Brotherhood.–Una en que estoy desnuda en una

playa de Normandía. Nos fugamosjuntos un fin de semana. Estoy deespaldas a él, entrando en el mar. Nisiquiera sabía que tuviese una cámara.

–Eres una chica hermosa, Kate.Hasta yo me pondría caliente con unafoto así -dijo Brotherhood, retirándoleel pelo para poder verle la cara.

–Él amaba eso más que a mí. Deespaldas a él yo era alguien… su chicaen la playa. Su sueño. Dejaba susfantasías intactas. Tienes que ayudarmea salir de esto, Jack.

–¿Estás muy metida?

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–Bastante.–¿Le escribes alguna carta?Kate negó con la cabeza.–¿Le haces pequeños favores?

¿Violas por él las normas? Es mejor queme lo digas, Kate.

Esperó, sintiendo la presióncreciente de la cabeza de ella contra él.

–¿Me oyes? -Ella asintió-. Yo estoymuerto, Kate. Pero tú tienes todavíacamino por delante. Si alguna vezaveriguan que tú y Pym habéis tomadoaunque sea un batido de fresas en unMacDonald mientras estabas esperandoel autobús a tu casa, te raparán la cabezay te mandarán a Desarrollo Económico

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antes de que puedas contárselo a ningúnJack. ¿Sabes esto, verdad?

Otro asentimiento.–¿Qué hiciste por él? ¿Birlar unos

cuantos secretos? ¿Algo jugoso sacadodel plato mismo de Bo? -Ella negó conla cabeza-. Vamos, Kate. A mí tambiénme engañaron. No voy a arrojarte a loslobos. ¿Qué hiciste por él?

–Había una reseña en su expedientepersonal -dijo ella.

–¿Y bien?–Quería que la eliminara. Era de

hacía mucho. Un informe militar sobre laépoca de su servicio en Austria.

–¿Cuándo lo hiciste?

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–Hace tiempo. Salíamos desde hacíacomo un año. Él había vuelto de Praga.

–Y tú lo hiciste. ¿Revisaste suexpediente?

–Me dijo que era una trivialidad.Por entonces él era muy joven. Todavíaun muchacho. Había estado controlandoa un agente de poca monta enChecoslovaquia. Alguien que pasabaclandestinamente la frontera, creo. Unapequeñez, en realidad. Pero apareció enescena aquella chica, una tal Sabina, quequiso casarse con él y desertó. No meenteré bien de la historia. Dijo que sialguien repasaba su expediente ydescubría el episodio nunca conseguiría

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llegar al quinto piso.–Bueno, eso no es el fin del mundo,

¿no crees?Ella asintió con la cabeza.–El agente tiene un nombre, ¿no? -

preguntó Brotherhood.–Un nombre cifrado. Mangasverdes.–Qué bonito. Me gusta.

Mangasverdes. Un agente cien por cieninglés. Cogiste el papel del expediente:¿qué hiciste con él? Dímelo, Kate. Ya lohas contado. Vamos.

–Lo robé.–Muy bien. ¿Qué hiciste con él?–Lo que me pidió.–¿Cuándo?

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–Me telefoneó.–¿Cuándo?–El lunes pasado por la noche.

Después de haber embarcadosupuestamente hacia Viena.

–¿A qué hora? Vamos, Kate, vasbien. ¿A qué hora te llamó?

–A las diez. Más tarde. Las diez ymedia. Más pronto. Estaba viendo elnoticiario de las diez.

–¿Qué noticia?–Líbano. El bombardeo. En Sidón u

otro sitio. Bajé el volumen en cuanto oíel teléfono y el bombardeo siguió ysiguió como en una película muda.«Necesitaba oír tu voz, Kate. Lo lamento

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todo. Llamo para decirte que lo siento.No fui un mal hombre, Kate. No era todofingido.»

–¿No lo era?–Sí. No lo era. Estaba haciendo una

retrospección. No lo era. Le dije que erasólo la muerte de tu padre, te repondrás,no llores. No hables como si tú tambiénte hubieras muerto. Ven a verme.¿Dónde estás? Iré yo. Dijo que no podía.Ya no más. Y luego lo del expediente.Que me sintiera libre de decir a todo elmundo lo que había hecho y que nointentara protegerle ya. Pero que leconcediera una semana. «Una semana,Kate. No es mucho después de todos

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estos años.» Y luego me preguntó que sitenía todavía el papel que había robadopara él. ¿Lo había destruido, habíahecho una copia?

–¿Qué le dijiste?Ella fue al cuarto de baño y volvió

con el neceser bordado donde guardabasus utensilios de aseo. Sacó de él uncuadrado doblado de papel de estraza yse lo entregó.

–¿Le diste una copia?–No.–¿Te pidió una?–No. Yo no hubiera hecho eso.

Supongo que él lo sabía. Robé el papely le dije que lo había robado y él me

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creyó. Pensaba devolverlo algún día.Era un vínculo.

–¿Dónde estaba él cuando te llamóel lunes?

–En una cabina.–¿A cobro revertido?–Era conferencia. Conté cuatro

monedas de cincuenta peniques. Fíjate,hasta podía ser Londres, conociendo aMagnus. Estuvimos hablando unosveinte minutos, pero gran parte deltiempo no podía hablar.

–Describe. Vamos, cariñito. Sólotienes que contarlo una vez, te loprometo, así que podrías contarlo deprincipio a fin.

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–Le dije: ¿por qué no estás enViena?

–¿Qué respondió él?–Dijo que se le habían acabado las

monedas. Eso fue lo último que dijo.«Se me han acabado las monedas.»

–¿Tenía un sitio donde te llevaba?¿Un escondrijo?

–Usábamos mi apartamento oíbamos a hoteles.

–¿A cuáles?–El Grosvenor de Victoria era uno.

El Great Eastern, de Liverpool Street.Tiene habitaciones favoritas que dan alas vías del tren.

–Dame los números.

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Estrechándola, la llevó caminandohasta la mesa, apuntó los números queella le dictaba y luego se puso su viejobatín, se lo ató alrededor de la cintura yle sonrió.

–Yo también le quería, Kate. Soymás imbécil que tú. -Pero no conquistóuna sonrisa a cambio-. ¿Alguna vezhabló de un lugar? ¿Era algún sueño quetuvo?

Sirvió a Kate más vodka y ella se latomó.

–Noruega -dijo-. Quería ver lamigración del reno. Iba a llevarme algúndía.

–¿Qué más sitios?

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–España. El norte. Dijo quecompraría un chalé para los dos.

–¿Te habló de sus escritos?–No mucho.–¿Dijo dónde le gustaría escribir su

gran libro?–En Canadá. Invernaríamos en algún

paraje nevado y viviríamos a base delatas.

–El mar… ¿Nada junto al mar?–No.–¿Alguna vez te mencionó a Poppy?

¿A una mujer llamada Poppy, como ensu libro?

–Nunca mencionaba a ninguna de susmujeres. Ya te lo he dicho. Éramos

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planetas separados.–¿Y qué me dices de alguien

llamado Wentworth?Ella negó con la cabeza.–«Wentworth fue la némesis de

Rick» -recitó Brotherhood-. «Poppy fuela mía. Los dos consagramos nuestravida a tratar de reparar el daño que leshabíamos hecho.» Has oído las cintas.Has visto las transcripciones.Wentworth.

–Está loco -dijo ella.–Quédate aquí -dijo él-. Quédate

todo el tiempo que quieras.Volviendo a la mesa, barrió los

libros y los papeles con un solo

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movimiento del brazo, encendió lalámpara de lectura, se sentó y colocó lahoja de papel de estraza junto a la cartaarrugada de Pym a Tom, con matasellosde Reading. Los listines de teléfonos deLondres estaban en el suelo, junto a él.Eligió primero el hotel Grosvenor , enVictoria, y pidió al portero de noche quele pusiera con el número de habitaciónque Kate le había dado. Contestó unhombre soñoliento.

–Le habla el detective del hotel -dijoBrotherhood-. Tenemos motivos paracreer que tiene una mujer en suhabitación.

–Por supuesto que tengo a una puta

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mujer en mi habitación. Estoy pagandouna habitación doble y ella es miesposa.

No era ninguna de las voces de Pym.Brotherhood se rió pensando en lo

que se reiría la mujer, llamó al hotelGreat Eastern y obtuvo un resultadosimilar. Llamó al noticiario deIndependent Television y preguntó porel director nocturno. Le dijo que era elinspector Markley de Scotland Yard conuna investigación urgente: quería saberla hora de emisión del reportaje sobre elbombardeo en Trípoli en las Noticias delas diez del lunes por la noche. Sostuvoel auricular todo el tiempo que tardó la

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consulta, mientras continuaba hojeandolas páginas de la carta de Pym.Matasellos de Reading. Enviada lanoche del lunes o la mañana del martes.

–Las diez diecisiete y diez segundos.A esa hora exacta te llamó -dijo, y giróla cabeza para asegurarse de que ella seencontraba bien. Estaba recostada contrala almohada, con la cabeza hacia atrás,como un boxeador en un descanso entreasaltos.

Telefoneó al servicio deinvestigación de Correos y habló con laoficial de noche. Le dio la contraseña dela Casa y ella replicó con un lúgubre«Le escucho», como si la tercera guerra

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mundial estuviese a punto de sobrevenir.–Le estoy pidiendo lo imposible y lo

quiero para ayer -dijo él.–Haremos todo lo posible -dijo ella.–Quiero un rastreo de todas las

llamadas a Londres hechas desde unacabina del área telefónica de Readingentre las diez dieciocho y las diez yveintiuna de la noche del lunes.Duración: alrededor de veinte minutos.

–No puede hacerse -respondió ellaorgullosamente.

–La amo -dijo Brotherhood a Katepor encima del hombro. Ella se habíadado media vuelta y estaba tumbada otravez sobre el estómago, con la cara

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hundida en el brazo.Él colgó y volcó su atención sobre

las páginas que Kate había sustraído delexpediente personal de Pym. Tres deellas, extraídas del historial militar delteniente Magnus Pym, destinado alCuerpo de Espionaje, adjunto a laUnidad de Interrogación de Campaña n.°6 de Graz, descrita en una nota al piecomo una unidad de espionaje castrenseofensiva, con permiso limitado paracontrolar a informantes locales. Fechadael 18 de julio de 1951, redactordesconocido, pasaje relevanteencuadrado por el Registro. Fecha de laanotación del expediente personal de

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Pym, 12 de mayo de 1952. Motivo de laanotación: la candidatura formal de Pympara el ingreso en este servicio. Elextracto era del informe de conducta deloficial al mando al término del turno deservicio de Pym en Graz, Austria:

«… joven oficial excepcional…popular y cortés en la residencia…conquistó una gran reputación por suhábil control de la fuenteMANGASVERDES, que en el curso delos once últimos meses ha suministradoa esta unidad información secreta yultrasecreta sobre el orden de batallasoviético en Checoslovaquia…»

–¿Estás bien ahí? -le llamó a Kate-.

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Escucha. No hiciste nada malo. Nadieechó de menos este material. Nadie sehabría dado cuenta, nadie habríaintentado investigarlo.

Pasó una página: «… estrecharelación personal establecida entre lafuente y el oficial del caso… Laautoridad serena de Pym durante lacrisis… La insistencia de la fuente enoperar únicamente a través de Pym…»Leyó rápidamente hasta el final ydespués recomenzó desde el principiomás despacio.

–Su oficial jefe también estabaenamorado de él -le dijo a Kate-. «… suexcelente memoria para el detalle» -

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leyó-, «… lúcida redacción de informes,a menudo realizada en las primerashoras de la mañana, después de un largointerrogatorio… grandes dotes deanimador…». Ni siquiera menciona aSabina -se quejó a Kate-. No entiendopor qué demonios estaba tanpreocupado. ¿Por qué arriesgar surelación contigo para suprimir unpedazo de papel de hace treinta añosque no contiene más que alabanzas?Debe ser algo que hay en su suciamollera, no en la nuestra. Tampoco mesorprende.

El teléfono estaba sonando. Miró asu alrededor. La cama estaba vacía, la

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puerta del baño cerrada. Asustado, sepuso en pie de un brinco y la abriórápidamente. Kate estaba sana y salvadelante del lavabo, mojándose la cara.Cerró la puerta y corrió hacia elteléfono. Era un mezclador de colorverde musgo con botones de cromo.Descolgó el auricular y gruñó:

–¿Sí?–¿Jack? Vamos a repasar.

¿Preparado? Ya.Brotherhood pulsó un botón y oyó la

misma voz de tenor trinando en latormenta electrónica.

–Te va a gustar, Jack… Jack, ¿meoyes? ¿Sí?

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–Te oigo, Bo.–Acabo de hablar con Carver -

Carver era el jefe de la sede americanaen Londres-. Insiste en que su gente hadescubierto nuevas pistas respecto anuestro amigo mutuo. Quieren reabririnmediatamente la historia sobre él.Harry Wexler vuela desde Washingtonpara supervisar el juego limpio.

–¿Eso es todo?–¿Te parece poco?–¿Dónde creen que está? -preguntó

Brotherhood.–Ese es el quid de la cuestión. No

han preguntado, no les preocupaba.Presumen que todavía está arreglando

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los asuntos de su padre -dijo Brammel,muy contento-. En realidad han insistidoen que sería una ocasión excelente parareunirse. Mientras nuestro amigo estáocupado con sus asuntos personales.Todo sigue como estaba por lo que aellos respecta. Excepto en las nuevaspistas. Sean las que sean.

–Excepto en lo de las redes -dijoBrotherhood.

–Quiero que vengas conmigo a lareunión, Jack. Quiero que les lleves lacontraria, como sueles hacer. ¿Lo harás?

–Si es una orden, haré lo que sea.Bo parecía estar organizando un

grupito divertido:

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–Cuento con todos los quenormalmente están. No voy a excluir niañadir a nadie. No quiero que nadasalga a relucir, ni un susurro mientrasseguimos buscándole. Toda esta historiapodría no ser más que una tormenta enun vaso de agua. Whitehall estáconvencido. Sostienen que estamosafrontando una secuela de la últimacosa, no una situación nueva enabsoluto. Últimamente tienen algunaslumbreras. Algunos son inclusofuncionarios públicos. ¿Te duermes?

–No mucho.–Ninguno de nosotros duerme

mucho. Tenemos que mantenernos

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unidos. Nigel está en Exteriores en estemomento.

–¿De verdad? -dijo en voz alta,cuando colgaba-. ¿Kate?

–¿Qué pasa?–No acerques los dedos a mis hojas

de afeitar, ¿me oyes? Los dos somosmayorcitos para actos dramáticos.

Esperó un segundo, marcó el númerode la Oficina Central y pidió que lepusieran con el oficial de guardia.

–¿Tiene un motorista ahí?–Sí.–Brotherhood. Quiero un expediente

del ministerio de Guerra. Ocupación deAustria por el ejército inglés, verano de

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1951, antiguo historial de campaña.Operación Mangasverdes, lo crea o no.¿Dónde estará?

–En el ministerio de Defensa,supongo, considerando que el ministeriode Guerra fue desmantelado hace veinteaños.

–¿Con quién hablo?–Con Nicholson.–Pues no supongas tanto. Averigua

dónde está, consíguelo y llama cuandolo tengas encima de la mesa. ¿Tienes unlápiz?

–Me parece que no tengo. Nigel hadejado instrucciones de que todapetición tuya debe ser comunicada antes

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a secretaría. Lo siento, Jack.–Nigel está en el ministerio de

Exteriores. Consulta con Bo. Y ya queestás en ello, pregunta a Defensa elnombre del oficial al mando deInterrogación n.° 6 de Graz, Austria, el18 de julio de 1951. Me urge.Mangasverdes, ¿lo has captado? A lomejor no te gusta la música.

Colgó y aproximó salvajementehacia él la carta de Pym a Tom.

–Es una concha -dijo Kate-. Loúnico que tienes que hacer es buscar alcangrejo ermitaño que se le ha coladodentro. No busques la verdad sobre él.La verdad es la parte de nosotros que le

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dimos.–Claro -dijo Brotherhood. Preparó

una hoja de papel para haceranotaciones mientras leía.

Si no te escribo durante unatemporada, recuerda que pienso en ticontinuamente. Sensiblerías. Sinecesitas ayuda y no quieres recurriral tío Jack, lo que tienes que hacer esesto. Prosiguió la lectura, apuntando unapor una las instrucciones de Pym a suhijo. No les des vueltas a problemasreligiosos, simplemente trata deconfiar en la bondad de Dios.

–Maldito sea -protestó en voz alta,para que lo oyera Kate, y, estrellando el

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lápiz contra la mesa, apretó los puñoscontra las sienes cuando volvió a sonarel teléfono. Lo dejó sonar un momento,se recuperó y descolgó, echando unaojeada a su reloj, como tenía porcostumbre.

–De todos modos el expediente quequieres falta desde hace años -dijoNicholson, con placer.

–¿A quién se lo dieron?–A nosotros. Dicen que consta que

nos lo entregaron y que nunca lo hemosdevuelto.

–¿Quién es nosotros,concretamente?

–La sección checa. Fue requisado

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por uno de nuestros oficiales de Londresen 1953.

–¿Qué oficial?–M. R. P. Es decir, Pym. ¿Quieres

que le telefonee a Viena y que lepregunte qué hizo con él?

–Yo mismo se lo preguntaré por lamañana -dijo Brotherhood-. ¿Y lo deljefe de Austria?

–Un tal comandante HarrisonMembury, del Cuerpo de Educación.

–¿De que?–Fue destinado a espionaje durante

el período 1950-54.–Dios Todopoderoso. ¿Su

dirección?

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La anotó, recordando una agudeza dePym: la inteligencia militar tiene tantoque ver con la inteligencia como lamúsica militar con la música.

Colgó.–Todavía no han adoctrinado a ese

pobre y maldito oficial de guardia -exclamó Brotherhood, otra vez paraKate.

Reanudó sus deberes más contento.–Me voy -dijo Kate. Estaba en la

puerta, totalmente vestida.Brotherhood se levantó con presteza.–Oh, no, no te vas. Te quedas aquí

hasta que te oiga reír.Fue donde ella y volvió a

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desvestirla. La llevó de nuevo a lacama.

–¿Por qué piensas que voy asuicidarme? -dijo ella-. ¿Te lo ha hechoalguien alguna vez?

–Digamos que una vez sería yademasiadas -contestó él.

–¿Qué hay en la caja? -preguntó ella,por segunda vez esa noche. Pero tambiénpor segunda vez Brotherhood parecíademasiado atareado para responder.

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Mi memoria se vuelve selectivaaquí, Jack. Más que de costumbre. A élle tengo a la vista como supongo queempieza a estarlo para ti. Pero a titambién. Lo que no apunta a vosotrospasa por delante de mí como un paisajepor la ventanilla de un tren. Podríareferirte las penosas conversaciones dePym con el infortunado Herr Bertl, enlas cuales, por indicación de Rick, leaseguró repetidamente que estaba en elcorreo, que lo estaban gestionando, quetodo el mundo cobraría lo suyo y que su

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padre estaba a punto de hacer una ofertapor el hotel. O podríamos divertirnos unrato evocando a Pym que languidecedurante días y noches en su habitaciónde hotel, en calidad de rehén de lamontaña de facturas impagadas deabajo, que sueña con el cuerpo lechosode Elena Weber reflejado en sus muchasposes deliciosas por los espejos de losprobadores de Berna, que se mortificapor su timidez, se sustenta a base dedesayunos continentales acumulados,ocasiona más facturas y espera a quesuene el teléfono. O el momento en queRick se esfumó. No telefoneó, y cuandoPym marcó su número la única respuesta

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fue un aullido como el de un loboatascado en una sola nota.

Cuando marcó el de Syd contestóMeg, y el consejo de Meg fueasombrosamente parecido al de ElenaWeber.

–Estás mejor donde estás, querido -le dijo, con la voz intencionada de quiente está informando de que hay alguienescuchándole-. Hay una ola de caloraquí y mucha gente se está abrasando.

–¿Dónde está Syd?–Refrescándose, cariño.O la tarde de domingo en que todo el

hotel se sumió en un silenciomisericordioso y Pym, tras haber

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empaquetado sus escasas pertenencias,bajó a hurtadillas, con el corazón en unpuño, la escalera de servicio y salió poruna puerta lateral a lo que de repente erauna ciudad extranjera hostil: su primerasalida clandestina, y la más fácil.

Podría pintarte a Pym como niñorefugiado, aunque nunca pasé hambre,tenía un pasaporte inglés en regla y, simiro hacia atrás, rara vez me faltó unapalabra amable. Pero sí bañó sebos paraun fabricante de cirios, barrió la nave dela catedral, rodó barriles de cervezapara un cervecero y descosió sacos dealfombras para un viejo armenio que nocesaba de instarle a que se casara con su

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hija y, puestos a pensar en ello, habíacosas peores: era una hermosa muchachaque suspiraba sin tregua y seemperifollaba encima del sofá, peroPym era demasiado educado paraaproximarse a ella. Hizo todo esto ymás. Todo ello de noche, como unanimal nocturno en fuga a través deaquella ciudad encantadora iluminadacon velas, con sus relojes y pozos,soportales y empedrados. Despejónieve, acarreó quesos, gobernó un carrotirado por un caballo ciego y enseñóinglés a personas que aspiraban alempleo de viajantes. Todo bajo cuerda,mientras aguardaba a que los sabuesos

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de Herr Bertl olfateasen su rastro y lehicieran comparecer ante la justicia,aunque ahora sé que el pobre hombre nome guardaba rencor y que incluso en elapogeo de su cólera evitaba mencionarla participación de Pym en el asunto.

«Querido Papá: Soyrealmente feliz aquí y no tienesque preocuparte en absolutopor mí, ya que los suizos sonamables y hospitalarios y tienentoda clase de becasextraordinarias para jóvenesextranjeros deseosos deestudiar Derecho.»

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Podría cantar las excelencias de otrogran hotel que estaba a menos de un tirode piedra del primero, donde Pymaterrizó como camarero de noche yvolvió a ser un colegial, durmiendodebajo de avenidas de tuberíasrecubiertas en un dormitorio subterráneotan grande como una fábrica, donde lasluces nunca se apagaban; podría contarcómo una vez más se acostumbró debuen grado a su camastro de hierro ycómo animaba a sus colegas camarerosdel mismo modo que había alegrado alos alumnos nuevos, porque resultaronser campesinos de Ticino que lo únicoque querían era volver a su casa. Cómo

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se levantaba sin esfuerzo con lasprimeras campanas y se ponía unapechera blanca que, por muy grande quefuese la mugre de las últimas noches, noera ni la mitad de opresiva que loscuellos del señor Willow. Y cómoservía bandejas de champaña y foie grasa parejas ambiguas que a veces queríanque se quedara, con Amor y Rococóasomando en sus miradas. Peronuevamente era demasiado educado einexperto para complacerles. Susmodales en aquella época eran una jaulade alambre de espino. Sólo sentía deseocuando estaba solo. Sin embargo,incluso mientras permito que mi

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memoria roce estos episodios tantálicos,mi corazón vuela hacia la noche en queconocí al santo Herr Ollinger en elbuffet de tercera clase de la estaciónferroviaria de Berna y, gracias a sucaridad, topé con el encuentro que alterótoda mi vida posterior: y me temo quetambién la tuya, Jack, aunque todavía nosepas en qué medida.

De la universidad, del cómo y elporqué Pym ingresó en ella, misrecuerdos son igualmente impacientes.Era una tapadera. Todo era unatapadera, como siempre, no digamosmás.

Había estado trabajando en un circo

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que le servía de hogar invernal, y queera una parcela de tierra justo debajo dela misma estación ferroviaria donde suspaseos tan a menudo concluían despuésde las caminatas que duraban todo eldía. Por alguna razón los elefantes lehabían atraído -cualquier idiota puedelavar a un elefante, pensó-, pero lesorprendió comprobar lo arduo que erasumergir la cabeza de un cepillo de seismetros en un cubo cuando la única luzson los rayos de los focos en el vérticedel entoldado. Cada amanecer, cuandoterminaba su trabajo, se encaminaba alhostal del Ejército de Salvación, que erasu Ascot provisional. Todas las

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mañanas, al amanecer, veía la cúpulaverde de la universidad que se alzabasobre él, a través de la niebla otoñal,como una Roma pequeña y fea que ledesafiaba a convertirse. Y de un modo uotro tenía que ingresar en sus aulas,porque su segundo terror, más grandeque el que tenía a los sabuesos de HerrBertl, era que Rick, a pesar de susproblemas de liquidez, apareciera en lanube de un «Bentley» y se los llevarapitando a casa.

Había fabricado para Rick fábulasimaginativas y preciosas. He conseguidoesa beca para extranjeros de que tehablé. Estoy estudiando Derecho suizo,

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alemán y romano y todos los demásDerechos que hay. Sigo los cursosnocturnos, dicho sea de paso, para evitarla tentación de hacer diabluras. Habíaensalzado la erudición de sus tutoresinexistentes y la piedad de loscapellanes universitarios. Pero lossistemas de información de Rick, si bienirregulares, eran formidables. Pym sabíaque no estaba a salvo hasta que hubieseprestado sustancia a aquellas fantasías.De modo que una mañana se armó devalor y se presentó en la facultad.Mintió primero sobre sus títulosacadémicos y luego sobre su edad, pueslos unos no podían haber sido obtenidos

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sin el correspondiente ajuste de la otra.Pagó los últimos billetes blancos de R.Weber a un cajero con el pelo al rape, ya cambio recibió una tarjeta de tela griscon su fotografía y la acreditación dealumno legítimo. Nunca en mi vida meha complacido tanto la visión de undocumento falso. Por él Pym hubieradado toda su fortuna, que entoncesascendía a otros setenta y un francos. Lafacultad de Pym era de filosofía Zwei ytodavía no tengo la más mínima nociónde las materias que allí se impartían,pues Pym había solicitado el ingreso enDerecho pero de algún modo le habíanreexpedido hacia otro rumbo. Aprendió

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más traduciendo los boletines de losestudiantes en el tablero de los anuncios,que le invitaban a un rosario deasambleas inverosímiles y le enseñaronsus primeros rudimentos de cañoneopolítico desde que Ollie y Cudlovehabían desfogado sus iras contra losricos y Lippsie le había advertido de lavacuidad de las posesiones. Tú tambiénrecuerdas esas asambleas, Jack, aunqueun aspecto distinto, y por razones a lasque en seguida llegaremos.

Fue asimismo en el tablón deanuncios donde Pym descubrió laexistencia de una iglesia inglesa enElfenau, un país de hadas diplomático.

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Iba allí sin apenas contener laimpaciencia, a menudo dos o tresdomingos. Rezaba, merodeaba despuéspor delante de la puerta, estrechando lamano a todo el que se moviese, aunquepocos lo hacían. Contemplabasentimentalmente a las madres de edad,se enamoró de varias, consumía pastelesy té flojo en sus casas de pesadascortinas y las cautivaba con relatosestrambóticos de su infancia huérfana.Pronto el expatriado que llevaba dentrono pudo prescindir de su dosis semanalde banalidad inglesa. La iglesiabritánica, con sus familias dediplomáticos, britanos antiguos y

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anglófilos dudosos, se convirtió en sucapilla escolar y en todas las demáscapillas de las que había desertado.

Su contrapartida era el buffetferroviario de tercera, donde, si notrabajaba, podía pasar toda la nochefumando Disque Bleus hasta marearsedelante de una única cerveza, eimaginándose que era el trotamundosmás apátrida y más hastiado que jamáshabía conocido. Actualmente la estaciónes una metrópoli al aire libre deboutiques elegantes y restaurantesrevestidos de plástico, pero en los añosde la inmediata posguerra era todavíauna venta eduardiana pobremente

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iluminada, con ciervos disecados en laexplanada y murales de campesinoslibertados ondeando banderas, y un olora Bockwurst y a cebolla frita que nuncase disipaba. El buffet de primera claseestaba lleno de caballeros de traje negroy servilletas alrededor del cuello, peroel de tercera era oscuro y cervezoso,con un tufo de desorden balcánico yborrachos que desafinaban. La mesafavorita de Pym estaba en un rincón conpaneles de madera, cerca de los abrigos,donde una camarera sagrada que sellamaba Elisabeth le daba una raciónextra de sopa. Debía de ser también lamesa favorita de Herr Ollinger, pues en

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cuanto entró, se aposentó en ella y trashaber saludado con una amorosareverencia a Elisabeth, que llevaba unTracht escotado y un delantal fruncido,saludó asimismo a Pym con unainclinación de la cabeza, jugueteó sobresu pobre cartera, se tironeó el pelodesobediente y preguntó «¿Temolestamos?», con un tono de inquietudjadeante mientras acariciaba al viejochow amarillo que colgaba gruñón de sucorrea. De este modo, como ahora sé,disfrazaba el Hacedor a sus mejoresagentes.

Herr Ollinger era un hombre sinedad, pero ahora le calculo cincuenta.

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Tenía la tez pastosa, una sonrisa contritay mejillas fláccidas y con hoyueloscomo el trasero de un viejo. Inclusocuando finalmente comprendió que susilla no iba a serle arrebatada por seressuperiores, descendió sobre ella sucuerpo redondo con tanta cautela que sehubiera pensado que esperaba que de unmomento a otro iba a desalojarle alguiencon más méritos. Con el aplomo de unparroquiano asiduo, Pym cogió lagabardina marrón de un brazo que no leopuso resistencia y la encajó en unapercha. Había decidido que necesitabaurgentemente a Herr Ollinger y a suchow amarillo. Su vida atravesaba por

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entonces un período de barbecho ydesde hacía una semana no habíaintercambiado con nadie más que unaspocas palabras. Su gesto sumergió aHerr Ollinger en un torbellino degratitud impotente. Resplandeció ydeclaró a Pym «muy amigable». Cogióun ejemplar de Der Bund de la rejilla ysepultó en él la cara. Susurró al perroque se comportara y le dio un golpecitoineficaz en el hocico, aunque la conductadel animal era un modelo de tolerancia.Pero había hablado, lo que dio pie aPym para explicar, en una frase fija, quepor desgracia soy extranjero, señor, y nodomino su dialecto local. Así que por

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favor le ruego que me disculpe y mehable en alto alemán. Después de locual, y como había aprendido, agregó susobrenombre «Pym» y a continuaciónHerr Ollinger confesó que se llamabaOllinger, como si el nombre implicaraun espantoso desdoro, y luego presentóal chow como Herr Bastl , cosa que porun instante recordó incómodamente alinfortunado Bertl.

–¡Pero si hablas un alemánexcelente! -protestó Herr Ollinger-. Yohubiera pensado inmediatamente queeras alemán. ¿No eres? ¿Entonces dedónde eres, si me permites laimpertinencia?

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Y era una amabilidad por parte deHerr Ollinger, porque nadie habríapodido tomar en aquellos tiempos elalemán de Pym por el idioma genuino.De modo que Pym refirió a HerrOllinger la historia de su vida, que eralo que se había propuesto desde elprincipio, y le deslumbró con preguntastiernas sobre él mismo, y de todas lasmaneras que sabía depositó sobre HerrOllinger todo el peso de su encantodelicado, lo que más adelante se revelócomo un esfuerzo totalmenteinnecesario, pues Herr Ollinger no eraselectiva con sus amistades. Admiraba atodo el mundo, compadecía a todo el

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mundo desde abajo, más que nada por elterrible infortunio de tener quecompartir el mundo con él. Dijo queestaba casado con un ángel y que teníatres hijas angelicales que eran prodigiosmusicales. Dijo que había heredado lafábrica de su padre en Ostermundingen yque aquello le causaba una granpreocupación. Y en efecto debía ser así,pues retrospectivamente es evidente queel pobre hombre se levantaba con grandiligencia todas las mañanas paraproceder a hundirla un poco más. Dijoq u e Herr Bastl estaba con él desdehacía tres años, pero sólotemporalmente, porque todavía seguía

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intentando encontrar a su amo.Correspondiendo con igual

generosidad, Pym le contó susexperiencias en el Blitz y la noche enque había visitado a su tía de Coventrycuando las bombas alcanzaron lacatedral, y aunque ella vivía casi a cienmetros de las puertas principales, sucasa resultó milagrosamente incólume.Después de haber destruido Coventry, sedescribió a sí mismo, en una proeza deimaginación, como el hijo de unalmirante asomado en bata a la ventanade su dormitorio, observando con calmalas oleadas de los bombarderosalemanes que sobrevolaban el colegio y

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preguntándose si esta vez iban a lanzar alos paracaidistas disfrazados de monjas.

–¿Pero no teníais refugios? -exclamóHerr Ollinger- ¡Qué vergüenza! ¡No erasmás que un niño, Dios mío! Mi mujer sepondría furiosísima. Es de Wilderswill -explicó, mientras Herr Bastl comía unpretzel y pedorreaba.

Así pues, Pym continuó engarzandouna invención tras otra, apelando alamor suizo de Herr Ollinger por eldesastre y embelesando al neutral quehabía en él con las atroces realidades dela guerra.

–Pero eras tan joven -protestó otravez Herr Ollinger cuando Pym relató los

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rigores de su temprana instrucciónmilitar en el cuartel de transmisiones deBradford-. No tenías el calor de unhogar. ¡Eras un niño!

–Bueno, gracias a Dios nuncatuvieron que utilizarnos -dijo Pym conuna voz malgastada mientras pedía lacuenta-. Mi abuelo murió en la primera ymi padre fue dado por muerto en lasegunda, así que no puedo por menosque pensar que es hora de que nuestrafamilia tenga un respiro.

Herr Ollinger no quiso que Pympagara. Herr Ollinger dijo que podríaser que respirase el aire libre de Suiza,pero tenía tres generaciones de ingleses

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a quienes agradecer el privilegio. Lacerveza y la salchicha de Pym eran unmero paso en el avance veloz de lagenerosidad de Herr Ollinger. Le siguióel ofrecimiento de una habitación, portodo el tiempo que Pym quisierahonrarle con su presencia, en la angostacasita del Langasse que Herr Ollingerhabía heredado de su madre.

No era una habitación grande. Enrealidad era muy pequeña. Era un ático,uno de los tres, y Pym ocupaba el delmedio, y sólo el centro del mismo era lobastante alto para estar de pie, y aun así

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se sentía más cómodo con la cabezaasomada por el tragaluz. En verano laluz diurna duraba toda la noche, eninvierno la nieve suprimía el mundo.Como calefacción tenía un radiadorgrande empotrado en el tabique, quecalentaba con una estufa de leña en elpasillo. Tenía que elegir entrecongelarse y abrasarse, según su humor.Sin embargo, Tom, nunca he estado mása gusto en ningún sitio hasta que conocía la señorita Dubber. Una vez en la vidanos es dado a conocer una familiarealmente feliz. Frau Ollinger era alta,luminosa y frugal. En una ronda rutinariapor la casa, Pym la observó en una

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ocasión a través de una rendija en unapuerta mientras ella dormía, y estabasonriendo. Estoy seguro de que sonreíacuando se murió. Su marido revoloteabaalrededor de ella como un remolcadorgordo, trastornando la economía,encomendándole cada niño abandonadoy cada gorrón que encontraba, y laadoraba. Las hijas eran a cada cual másfea y tocaban atrozmente instrumentosmusicales, para furor de los vecinos, yuna tras otra se fueron casando conhombres incluso más feos y peoresmúsicos a quienes los Ollingerconsideraban brillantes y deliciosos, yal considerarlo los volvían tales. De la

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mañana a la noche una caravana deemigrantes, inadaptados y genios sindescubrir desfilaban por la cocinafamiliar, cocinándose tortillas yapagando los cigarros con el pie sobreel linóleo. Y ay de ti si no cerrabas conllave el dormitorio, pues Herr Ollingerera completamente capaz de olvidar queestabas dentro o, en caso necesario, deconvencerse a sí mismo de que esanoche habías salido o de que no teimportaría la presencia de un extrañohasta que encontrara otro alojamiento.No recuerdo cuánto pagábamos. Nopodíamos pagar casi nada, y desde luegono lo bastante para subvencionar la

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fábrica de Ostermundingen, porque loúltimo que supe de Herr Ollinger fueque trabajaba dichoso de empleado en laoficina de correos principal de Berna,encantado con la erudita compañía. Laúnica pertenencia que asocio con élaparte de Herr Bastl es una colecciónde revistas eróticas con las que seconsolaba de su timidez. Como todo lodemás en su persona, la tenía paracompartirla, y era mucho másreveladora que la Amor y mujer rococó.

Éste fue, pues, el hogar donde Pyminstaló su torre de vigía. Por una vez ensu vida era bueno y completo. Tenía unacama, poseía una familia. Estaba

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enamorado de la Elisabeth del buffet detercera clase y proyectaba casarse y serpadre pronto. Estaba enzarzado en unacorrespondencia torturante con Belinda,quien creía su deber informarle de losamoríos de Jemima, que «estoy segurade que los tiene sólo porque tú estáslejos». Si Rick no estaba extintopermanecía al menos inactivo, porque suúnica señal de vida era un raudal dehomilías sobre Ser Siempre Fiel a tusPrivilegios y evitar las TentacionesExtranjeras y las Trampas del Sinismo,que o bien él o su secretaria no sabíanescribir correctamente. Aquellas cartasparecían claramente escritas sobre la

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marcha, y nunca procedían dos veces delmismo sitio: escribe a la atención deTopsy Eaton en Firs, East Grinstead, nohace falta que pongas mi nombre en elsobre… escribe al apartadero decorreos del coronel Mellow en laestafeta central de Hull, que tiene laamabilidad de recoger micorrespondencia… En una ocasión varióesta dieta una carta de amor quecomenzaba: «Annie, mi gatita, tu cuerposignifica más para mí que las riquezasde la tierra.» Rick debía haberseequivocado de sobre.

Lo único, por tanto, que Pym echabaen falta era un amigo. Lo conoció en el

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sótano de Herr Ollinger un sábado almediodía, cuando bajó la ropa suciapara la colada semanal. Arriba, en lacalle, la primera nevada expulsaba ya alotoño. Pym tenía un cargamento de ropahúmeda delante de la cara y concentrabasu atención en los peldaños de piedra.La luz del sótano se encendía con uninterruptor cronometrado y en cualquiermomento podía quedarse a oscuras ypisar a Herr Bastl , que era el dueño dela caldera. Pero la luz continuóencendida y al pasar por delante delinterruptor advirtió que alguien habíainsertado en él una ingeniosa cerilla, unacerilla pulida y recortada con un

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cuchillo. Olió a humo de puro, peroBerna no era Ascot: quienquiera quetuviese unos pocos peniques podíafumar un puro. Cuando vio la butaca laatribuyó mentalmente a los trastos queHerr Ollinger apartaba como un regalopara Herr Rubi, el trapero que pasabalos sábados en su carreta tirada por uncaballo.

–¿No sabes que está prohibido a losextranjeros colgar su ropa en los sótanossuizos? -dijo una voz de hombre, no endialecto sino en un alto alemán seco.

–Me temo que no -respondió Pym.Miró en torno en busca de alguien aquien pedir disculpas y vio la forma

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confusa de un hombre delgado yacurrucado en la butaca, que se sujetabaal cuello una manta compuesta deretazos con pequeñas manos blancas.Llevaba una boina negra y lucía unbigote caído. No se le veían los pies,pero su cuerpo tenía el aspecto de algopuntiagudo y mal doblado, como untrípode armado a medias. El bastón deHerr Ollinger estaba recostado contra labutaca. Un purito se consumía entre losdedos que aferraban la manta.

–En Suiza está prohibido ser pobre,está prohibido ser extranjero, estáterminantemente prohibido colgar ropa.¿Eres inquilino de este establecimiento?

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–Soy un amigo de Herr Ollinger.–¿Un amigo inglés?–Me llamo Pym.Destapando el bigote, los dedos de

una mano blanca empezaron a mesárselopensativamente hacia abajo.

–¿Lord Pym?–Solamente Magnus.–Pero eres de linaje aristocrático.–Bueno, nada muy especial.–Y eres héroe de guerra -dijo el

desconocido, e hizo un ruido de succiónque en inglés hubiera sonado escéptico.

A Pym no le gustó nada ladescripción. El retrato de sí mismo quehabía ofrecido a Herr Ollinger era

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obsoleto. Le consternaba verlo revivir.–¿Y usted quién es, si me permite

preguntarlo? -dijo Pym.El dedo del desconocido se levantó

para rascar alguna irritación en sumejilla mientras parecía considerar unagama de posibilidades.

–Me llamo Axel, y desde hace unasemana soy tu vecino, o sea que no tengomás remedio que oírte rechinar losdientes por la noche -dijo, dando unachupada al puro.

– ¿Herr Axel? -preguntó Pym.–Herr Axel Axel. Mis padres se

olvidaron de ponerme un segundonombre.

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Depositó el libro y extendió unamano escuálida a guisa de saludo.

–Por el amor de Dios -exclamó conuna mueca de dolor cuando Pym laestrechó-. Tranquilo, ¿quieres? Laguerra ha terminado.

Demasiado retado para sentirsecómodo, Pym dejó su colada para otrodía y volvió arriba.

–¿Cuál es el segundo nombre deAxel? -preguntó a Herr Ollinger al díasiguiente.

–Quizá no tenga -contestó HerrOllinger maliciosamente-. A lo mejor espor eso que no tiene papeles.

–¿Es estudiante?

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–Es poeta -dijo Herr Ollingerorgullosamente, pero la casa estabarepleta de poetas.

–Deben de ser poemas muy largos.Escribe a máquina toda la noche -dijoPym.

–Toda la noche, sí. Y con mimáquina -dijo Herr Ollinger, en la cimadel orgullo.

–Mi marido le encontró en lafábrica, -dijo Frau Ollinger, mientrasPym le ayudaba a preparar verduraspara la cena-. Es decir, le encontró HerrHarprecht, el vigilante nocturno. Axelestaba durmiendo en el almacén, encimade unos sacos, y Herr Harprecht quiso

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entregarlo a la policía porque no teníapapeles y era extranjero y olía mal, perogracias a Dios mi marido se lo impidióa tiempo y le dio el desayuno a Axel y lellevó a un médico porque sudaba.

–¿De dónde es? -preguntó Pym.Cosa rara en ella, Frau Ollinger se

tornó precavida. Axel viene de drüben,respondió: drüben era al otro lado de lafrontera, esas regiones irracionales deEuropa que no eran Suiza, donde lagente viajaba en tanques en lugar detrolebuses y los famélicos tenían la malaeducación de buscar la comida en losescombros en vez de comprarla en lastiendas.

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–¿Cómo llegó aquí? -preguntó Pym.–Creemos que andando -respondió

Frau Ollinger.–Pero es un inválido. Está lisiado y

es flaco.–Creemos que tuvo una voluntad

fuerte y una necesidad.–¿Es alemán?–Hay muchas clases de alemanes,

Magnus.–¿De qué clase es Axel?–No preguntamos. Quizá tú tampoco

deberías preguntar.–¿No puede adivinarlo por su voz?–Tampoco adivinamos. En el caso

de Axel es mejor prescindir totalmente

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de curiosidad.–¿Qué enfermedad tiene?–Quizá sufrió en la guerra, como tú -

sugirió Frau Ollinger, con una sonrisa deentendimiento algo excesivo-. ¿No tegusta Axel? ¿Te molesta ahí arriba?

¿Cómo puede molestarme si no mehabla?, pensó Pym. ¿Si lo único queoigo de él es el repiqueteo de lamáquina de Herr Ollinger, los gritos deéxtasis de sus visitantes femeninas porlas tardes y su arrastrar de pies cuandose desplaza a los retretes con el bastónde Herr Ollinger? ¿Si lo único que veoson sus botellas de vodka vacías y lanube de humo azul del puro en el pasillo

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y su cuerpo pálido y enclenquedesapareciendo por la escalera?

–Axel es fabuloso -dijo.Pym ya había determinado que la

Navidad sería la más alegre de su vida,no obstante una carta terriblementedesdichada de Rick narrando lasprivaciones de «una pequeña pensión delos desiertos de Escocia donde lasnecesidades más míseras de la vida sonun regalo del cielo». Más tarde descubríque se refería a Gleneagles. Llegó laNochebuena y Pym, por ser el pupilomás joven, ayudó a Frau Ollinger acolgar los regalos en el árbol. El díaentero había sido maravillosamente

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oscuro y, por la tarde, gruesos copos denieve empezaron a arremolinarse en lasluces de la calle y a atascar los carrilesdel tranvía. Las hijas de los Ollingerllegaron con su escolta respectiva,seguidas por una tímida pareja de reciéncasados que venían de Basilea y sobrequienes se cernía una sombra, norecuerdo qué. A continuación un geniofrancés que se llamaba Jean-Pierre ypintaba perfiles de peces, siempre sobreun fondo sepia. Y tras él un caballerojaponés pródigo en disculpas, el señorSan, que trabajaba en la fábrica de HerrOllinger como una especie de espíaindustrial, lo que hoy día me resulta muy

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gracioso, porque si Japón intentó algunavez copiar los métodos de HerrOllinger, deben de haber provocado unretraso de un decenio en su producciónindustrial.

Por último Axel bajó lentamente lasescaleras de madera y efectuó suentrada. Por primera vez Pym pudoobservarle a sus anchas. Aunquesuperlativamente enjuta, su cara era decorte redondeado. Tenía la frente alta,pero la madeja de pelo castaño que lecrecía a un costado le prestaba un airecurvo y entristecedor. Era como si elCreador le hubiese puesto el pulgar y elíndice en las sienes y le hubiese

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estrechado el rostro entero como unaadvertencia por su frivolidad: primerolas cejas en forma de aro, luego losojos, después el bigote, que era unaherradura peluda. Y de algún modo,dentro de todo esto, se encontraba elmismo Axel, con los ojos que emitían uncentelleo desde sus propias penumbras,el superviviente agradecido de algo quePym no estaba autorizado a compartir.Una de las hijas le había tejido unarebeca desgarbada que Axel portabacomo una capa sobre sus hombrosconsumidos.

– Schön guten Abend, Sir Magnus -dijo. Llevaba en la mano un gorro de

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paja invertido. Pym vio dentro de élpaquetes bellamente envueltos-. ¿Porqué nunca nos hablamos allá arriba? Sediría que estamos a veinte kilómetros envez de a veinte centímetros. ¿Todavíaestá luchando contra los alemanes?Somos aliados, tú y yo. Prontoestaremos luchando contra los rusos.

–Supongo que sí -respondiódébilmente Pym.

–¿Por qué no llamas a mi puertaalguna vez en que te sientas solo?Podemos fumar un puro juntos, arreglarel mundo un poco. ¿Te gusta hablar detonterías?

–Me gusta mucho.

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–De acuerdo. Hablaremos debobadas.

Pero en el momento en que suarrastrar de pies se alejaba al encuentrodel señor San, Axel se detuvo y sevolvió. Y por encima de su hombrocubierto por la rebeca dirigió a Pym unamirada burlona y casi desafiante, comosi se preguntara si no se habíaprecipitado al dispensarle su confianza.

– ¿Aber dann können wir dochFreunde sein, Sir Magnus? Después detodo, entonces, ¿podemos ser amigos?

– Ich würde mich freuen! -contestóPym cordialmente, encarando su miradasin temor. ¡Me encantaría!

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Se estrecharon la mano nuevamente,pero esta vez con ligereza. En el mismomomento las facciones de Axelcompusieron una sonrisa de alegría tanchispeante que inundó el corazón dePym y se prometió que seguiría a Axel acualquier parte durante todas lasNavidades que llegara a vivir. La fiestaempezó. Las chicas tocaron villancicosy Pym cantó como el que más, utilizandopalabras inglesas cuando le fallaba elvocabulario alemán. Hubo discursos ydespués un brindis por los amigos yfamiliares ausentes, momento en el cuallos pesados párpados de Axel casiocultaron sus ojos y guardó silencio.

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Pero luego, como ahuyentando los malosrecuerdos, se levantó bruscamente yempezó a vaciar el gorro que habíatraído mientras Pym se situaba cercapara ayudarle, sabedor de que esto eralo que Axel había hecho siempre enNavidad, estuviera donde estuviese.Para las hijas había confeccionadoflautas, todas ellas con el nombrerespectivo tallado en la parte inferior.¿Cómo las había fabricado con susdébiles manos blancas? ¿Tanexquisitamente, sin que Pym le oyera através del tabique? ¿Dónde habíaencontrado la madera, la pintura y lospinceles? Para los Ollinger sacó lo que

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ahora sé que constituye otro emblema dela vida carcelaria, una maquetaconfeccionada con palos de cerillas deun arca con figuras pintadas de nuestrafamilia acrecentada saludando con lamano desde las portillas. Al señor San ya Jean-Pierre les regaló cuadrados detela parecidos a los que antiguamentePym había hecho para Dorothy en untelar casero entre clavos. Para la parejade Basilea, un ojo diseñado en lana paraexorcizar lo que les afligía. Y para Pym-todavía considero un cumplido que medejase para el final-, para Sir Magnustenía un ejemplar muy usado delSimplicissimus de Grimmelshausen

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encuadernado en viejo bucarán marrón,libro del que Pym ignoraba la existenciapero que se moría de ganas de leer,porque le proporcionaba un pretextopara llamar a la puerta de Axel. Loabrió y leyó la dedicatoria en alemán.«Para Sir Magnus, que nunca será mienemigo.» Y en el extremo superiorizquierdo, con una tinta más vieja, peroen una muestra más joven de la mismamano: «A. H. Carlsbad, agosto 1939.»

–¿Dónde está Carlsbad? -preguntóPym antes de haber tenido tiempo depensárselo, y al instante advirtió latirantez de los presentes, como si todo elmundo supiera la mala noticia menos él,

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que aún no tenía la edad de conocerla.–Carlsbad ya no existe, Sir Magnus -

contestó Axel cortésmente-. Cuandohayas leído Simplicissimus entenderáspor qué.

–¿Dónde estaba?–Era mi ciudad natal.–Entonces me has regalado un tesoro

de tu pasado.–¿Preferirías que te regalase algo

que no aprecio?Y Pym… ¿qué había llevado? Que

Dios le ayude, el hijo del presidente ydel gerente no estaba acostumbrado aceremonias llenas de sentido, y no se lehabía ocurrido nada mejor que una caja

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de puros para obsequiar al queridoAxel.

–¿Por qué no existe ya Carlsbad? -Pym preguntó a Herr Ollinger tan prontocomo pudo verle a solas. Herr Ollingerlo sabía todo, excepto cómo dirigir unafábrica. Carlsbad estaba en elSudetenland, explicó. Era una hermosaciudad balneario y todo el mundo solíavisitarla: Brahms y Beethoven, Goethe ySchiller. Primero fue Austria y luegoformó parte de Alemania. Ahora erachecoslovaca, tenía otro nombre y todoslos alemanes habían sido expulsados.

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–¿Entonces adonde pertenece Axel?-preguntó Pym.

–Sólo a nosotros, creo -dijogravemente Herr Ollinger-. Y tenemosque tener cuidado con él o puedes estarseguro de que van a quitárnoslo.

–Tiene mujeres en su habitación -dijo Pym.

La cara de Herr Ollinger se volviórosa de pícaro placer.

–Creo que tiene todas las mujeres deBerna -asintió.

Transcurrieron un par de días. Eltercero llamó a la puerta de Axel y leencontró fumando de pie junto a laventana abierta, con varios libros de

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aspecto pesado abiertos ante él sobre elalféizar. Debía de estar helado, pero alparecer necesitaba aire libre para leer.

–Vamos a dar un paseo -dijo Pymaudazmente.

–¿A mi ritmo?–Bueno, no podemos ir al mío, ¿no?–Mi constitución rechaza los lugares

concurridos, Sir Magnus. Si damos unpaseo, mejor que vayamos fuera de laciudad.

Se llevaron a Bastl y recorrieronlentamente el camino de sirga desiertoque discurría junto al Aare impetuoso,mientras Herr Bastl meaba y se negabaa seguirles y Pym hacía lo posible por

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mantener los ojos abiertos para avistar atodo el que tuviera pinta de policía. Enel valle sin sol, la niebla circulaba ennubes malignas y el frío era implacable.Axel parecía no advertirlo. Dababocanadas de su puro al mismo tiempoque escupía preguntas con voz suave ydivertida. Si así había venido andandodesde Austria, pensó Pym, tiritando enpos de él, debía de haber tardado años.

–¿Cómo llegaste a Berna, SirMagnus? ¿En el curso de un avance o deuna retirada? -preguntó Axel.

Siempre incapaz de resistir a unaoportunidad de retratarse en una nuevapágina, Pym puso manos a la obra. Y si

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bien, como solía, se cuidaba de mejorarla realidad, reordenando los hechos paraque se ajustaran a la imagen dominanteque tenía de sí mismo, una cautelainstintiva le aconsejó contención. Ciertoque se dotó de una madre noble yexcéntrica, y cierto asimismo que,llegado el momento de describir a Rick,le invistió de muchas de las cualidadesque Rick aspiraba a poseer en vano,tales como riqueza, distinción militar yacceso cotidiano a los mandamases delpaís. Pero en otros aspectos fuecomedido y burlón consigo mismo, ycuando refirió la histeria de E. Weber,que hasta entonces no había contado a

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nadie, Axel se rió tanto que tuvo quesentarse en un banco y encender otropuro para recobrar el aliento, y Pym sereía con él, encantado de su éxito. Ycuando le enseñó la carta misma en laque le decía: «No importa. E. Weber tequiere siempre.» Axel gritó:

– Nochmal! ¡Cuéntalo otra vez, SirMagnus! ¡Te lo ordeno! Y procura queesta vez sea completamente distinto.¿Dormiste con ella?

–Por supuesto.–¿Cuántas veces?–Cuatro o cinco.–¿En una sola noche? ¡Eres un tigre!

¿Estaba agradecida?

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–Era muy, muy experimentada.–¿Más que tu Jemima?–Bueno, muy parecida.–¿Más que tu perversa Lippsie, que

te sedujo cuando sólo eras un niño?–Bueno, Lippsie era algo aparte.Axel le dio una palmada alegre en la

espalda.–Sir Magnus, eres un príncipe, sin

duda. Eres un caballo oscuro, ¿sabes?Un niño tan pequeño y que sin embargose acuesta con aventureras peligrosas yjóvenes aristócratas inglesas. Te quiero,¿me oyes? Amo a todas las aristócratasinglesas, pero te amo más a ti.

Al reemprender la marcha, Axel

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tuvo que rodear con el brazo a Pym parasostenerse, y en lo sucesivo no seavergonzó de usarle como bastón.Durante treinta y cinco años rara vezhemos caminado de otra manera.

Ese atardecer, en algún lugar debajode un puente, Pym y Axel encontraron uncafé vacío y Axel insistió en pagar losdos vodkas con el monedero negro quellevaba colgado del cuello con uncordón de cuero. En algún tramo delgélido trayecto de regreso, acordaronque Axel y Pym tenían que comenzar laeducación que nunca habían tenido, y

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que el día siguiente sería el primer díadel mundo, y que Grimmelshausen seríael primer tema porque enseñaba que elmundo era un manicomio que pormomentos se volvía cada vez más loco,y donde todo lo que parecía bien estabacasi con certeza mal. Convinieron queAxel se encargaría del alemán habladode Pym y que no descansaría hasta quelo hablase a la perfección. De estemodo, en un día y una velada Pym seconvirtió en las piernas y en elcompañero intelectual de Axel, asícomo, aun cuando en principio no habíasido previsto, en su discípulo, puesdurante los meses siguientes desveló

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para Pym a la musa alemana. Aunque losconocimientos de Axel eran mayoresque los de Pym, su curiosidad no le ibaa la zaga y su energía era igualmenteincansable. Quizá resucitando la culturade su patria para un inocente estabareconciliándose con su pasado reciente.

En cuanto a Pym, por fin estabacontemplando las glorias del reino conel que había soñado durante tantotiempo. La musa alemana no ejercía unatractivo especial sobre él, ni entoncesni más tarde, a pesar de su ruidosoentusiasmo. Si hubiera sido china,polaca o india, no habría supuesto lamenor diferencia. Lo importante era que

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por primera vez suministró a Pym losmedios de conceptuarse intelectualmentecomo un caballero. Y Pym le estabaeternamente agradecido por eso. Alquerer que Pym acompañase a Axel dedía y de noche en sus exploraciones, ledaba el mundo interior que Lippsiehabía dicho que podría llevar consigo atodas partes. Y Lippsie tenía razón,porque cuando fue al almacén de Ostringdonde Herr Ollinger le había conseguidoun trabajo nocturno ilegal al servicio deun filántropo, no iba andando ni viajabaen tranvía, sino que se desplazaba conMozart en su carruaje a Praga. Cuandopor las noches limpiaba a sus elefantes

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sufría las humillaciones del Soldaten deLenz. Cuando sentado en el buffet detercera clase dirigía a Elisabeth miradasenternecedoras, se figuraba que era eljoven Werther planeando su vestuarioantes de suicidarse. Y cuando sopesabajuntos sus fracasos y esperanzas, podíaequiparar su Werdegang con los años deaprendizaje de Wilhelm Meister, yproyectaba incluso entonces una grannovela autobiográfica que mostraría almundo lo noble y sensible que eracomparado con Rick.

Y sí, Jack, las otras semillas yaestaban ahí, claro que estaban: unaración acelerada de Hegel, todo lo que

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pudieron engullir de una sentada, unaráfaga de Marx y Engels y los ogros delcomunismo, porque en definitiva, dijoAxel, era el primer día del mundo.

–Si tenemos que juzgar elcristianismo por la desdicha que hacausado a la humanidad, ¿quién seríacristiano? No aceptamos prejuicios, SirMagnus. Lo creemos todo cuando loleemos, y sólo después lo rechazamos.Si Hitler odiaba tanto a estos tipos, nopodían ser tan malos, digo yo.

Surgieron Rousseau y losrevolucionarios, y Das Kapital y elAnti-Duhring, y el sol se puso durantevarias semanas, aunque juro que no

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sacamos conclusiones, que yo recuerde,excepto que nos alegramos de que elcurso acabara. Y sinceramente dudoahora de que la sustancia del magisteriode Axel tuviese más trascendencia queel gozo de Pym por el hecho de estarlorecibiendo. Lo que contaba era que Pymestaba feliz desde el momento delevantarse hasta las primeras horas deldía siguiente; y que cuando finalmente seacostaban a ambos lados del radiador ydormían, por usar la expresión de Axel,como Dios en Francia, la mente de Pymseguía explorando en sueños.

–Axel ha obtenido la Orden de laCarne Congelada -dijo orgullosamente

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Pym a Frau Ollinger un día en quecortaba pan para una fondue familiar.Frau Ollinger lanzó una exclamación deasco:

–Magnus, ¿qué disparate estásdiciendo ahora?

–¡Es verdad! En la jerga de lossoldados alemanes es una medalla decombate rusa. Se presentó voluntariocuando estaba en el Gymnasium. Supadre podría haberle agenciado unpuesto seguro en Francia o en Bélgica.Un Druckposten donde salvar el pellejo.Axel no quiso. Quería ser un héroe comosus compañeros de clase.

Frau Ollinger no se mostró

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complacida.–Entonces más vale que no digas

dónde luchó -dijo severamente-. Axelestá aquí para estudiar, no para jactarse.

–Tiene mujeres arriba -dijo Pym-.Suben a escondidas la escalera por lastardes y gritan cuando les hace el amor.

–Si le dan la felicidad y le ayudan aestudiar son bienvenidas. ¿Tú quieresinvitar a tu apasionada Jemima?

Furioso, Pym se marchó con pasoaltivo a su habitación y redactó unalarga carta para Rick sobre la injusticiadel suizo medio en los asuntoscotidianos. «A veces pienso que la leyaquí remplaza a la amabilidad común -

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escribió pomposamente-. Especialmentepor lo que respecta a las mujeres.»

Rick le contestó a vuelta de correoexhortándole a la castidad: «Espreferible que te conserves puro hastaque hayas elegido lo que te estáreservado.»

Querida Belinda:Las cosas por aquí están un poco

difíciles en este momento. Algunos delos estudiantes extranjeros de la casase están excediendo con su mujerío yhe tenido que intervenir porque de locontrario nunca terminaré mi obra.Quizá si adoptaras la misma actitud

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firme con Jem puede que, a la larga, lehubieras hecho un favor.

Llegó un día en que Axel cayóenfermo. Pym volvió aprisa del zoo, conun montón de historias divertidas sobresus aventuras, y le encontró postrado encama, donde más odiaba estar. Sucuartucho estaba enrarecido por el humode puro, y su cara pálida oscurecida porsombra y barba de varios días. Unachica zascandileaba por la habitación,pero Axel le ordenó marcharse cuandollegó Pym.

–¿Qué le pasa? -preguntó Pym almédico de Herr Ollinger, fisgando por

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encima de su hombro, tratando dedescifrar la receta.

–Lo que le pasa, Sir Magnus, es quefue bombardeado por los heroicosingleses -dijo Axel salvajemente desdela cama, con una voz mordaz ydesconocida-. Le pasa que medioproyectil inglés se le metió en el culo ytiene problemas para cagarlo.

El médico había formulado unjuramento no sólo de reserva, sino desilencio, y se fue tras dar a Pym unapalmada amistosa.

–A lo mejor fuiste tú el que me lodisparaste, Sir Magnus. ¿Por casualidaddesembarcaste en Normandía? ¿No

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dirigiste quizá la invasión?–No hice en absoluto nada semejante

-respondió Pym.De esta suerte Pym se convirtió

nuevamente en las piernas de Axel: lealcanzaba las medicinas y los puros, lepreparaba la comida y saqueaba lasbibliotecas de la universidad en buscade más y más libros que le leía en vozalta.

–No más Nietzsche, gracias, SirMagnus. Creo que ya sabemos bastantesobre el efecto purificador de laviolencia. Kleist no está tan mal, perono lo lees correctamente. A Kleist hayque vociferarlo. Era un oficial prusiano,

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no un héroe inglés. Tráeme pintores.–¿Cuáles?–Abstractos. Decadentes. Judíos.

Cualquiera que estuviese entartet oprohibido. Déjame descansar de esosescritores locos.

Pym consultó a Frau Ollinger.–Entonces tiene que pedir al

bibliotecario todos los pintores que noles gustaban a los nazis, Magnus -leexplicó, con su voz de institutriz.

El bibliotecario era un emigrado queconocía de memoria las necesidades deAxel. Pym le llevó Klee y Nolde,Kokoschka y Klint, Kandinsky yPicasso. Dejó los libros de pintura y los

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catálogos abiertos sobre la repisa de lachimenea, donde Axel podía verlos sinmover la cabeza. Pasaba las páginas yleía en voz alta los pies de lasilustraciones. Si venían mujeres, Axelvolvía a despedirlas.

–Estoy atendido. Esperad a que estébien.

Pym le llevó a Max Beckmann. Lellevó Steinlen y después Schiele y másSchiele. Al día siguiente reintegraron alos escritores. Pym le consiguió Brecht yZuckmayer, Tuchoslky y Remarque. Selos leía en voz alta durante horasenteras.

–Música -ordenó Axel. Pym tomó

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prestado del gramófono de manivela deHerr Ollinger y puso Mendelssohn yChaikovski hasta que Axel se quedódormido. Despertó delirando,chorreando sudor como gotas de lluvia,y describió una retirada a través de lanieve con los ciegos agarrados a loscojos y la sangre helándose en lasheridas. Habló de un hospital donde doshombres compartían una cama y losmuertos estaban tendidos en el suelo.Pidió agua. Pym se la llevó y Axel cogióel vaso con las dos manos, temblandofrenéticamente. Levantó el vaso hastaque sus manos se inmovilizaron ydespués bajó la cabeza a sacudidas

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hasta que sus labios alcanzaron el borde.Absorbió el agua como un animal y laderramó mientras sus ojos febrilesvigilaban. Encogió las piernas y seorinó, y permaneció tembloroso ymalhumorado en una butaca mientrasPym le cambiaba las sábanas.

–¿De quién tienes miedo? -preguntóPym otra vez-. No hay nadie aquí. Sólonosotros.

–Entonces debo de tener miedo de ti.¿Qué es ese caniche del rincón?

–Es Herr Bastl , y es un chow chow,no un caniche.

–Creí que era el demonio.Hasta un día en que Pym despertó y

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encontró a Axel de pie junto a la cama,totalmente vestido.

–Es el aniversario de Goethe y sonlas cuatro de la tarde -anunció, con suvoz militar-. Tenemos que ir a la ciudady escuchar al idiota de Thomas Mann.

–Pero si estás enfermo.–Nadie que se tiene en pie está

enfermo. Ningún enfermo camina.Vístete.

–¿También estaba Mann en la listaprohibida? -preguntó Pym mientras sevestía.

–Él nunca lo hizo.–¿Por qué es un idiota?Herr Ollinger le facilitó una

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gabardina que podría haber dado dosvueltas alrededor del cuerpo de Axel, yel señor San un amplio sombrero negroen lugar de su boina. Herr Ollinger lesllevó hasta la puerta dos horas antes ensu coche averiado, y ellos ocuparon dosasientos del fondo antes de que la gransala se llenase. Cuando terminó laconferencia, Axel encaminó a Pym haciabastidores y llamó a la puerta delcamerino. Hasta entonces a Pym no lehabía gustado Thomas Mann. Su prosa leparecía perfumada y prolija, aunque sehabía esforzado en atención a Axel. Peroahora allí estaba, Dios en persona, alto yanguloso como el tío Makepeace.

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–Este joven noble inglés deseaestrecharle la mano, señor -le informóAxel con autoridad desde debajo delamplio sombrero del señor San. ThomasMann miró a Pym y luego a Axel, tanpálido y etéreo por causa de la fiebre.Thomas Mann frunció el entrecejomirándose la palma de su mano derecha,como si se preguntara si podría sufrir elesfuerzo de un apretón aristocrático.Extendió la mano y Pym se la estrechó,esperando sentir el flujo del genio deMann penetrando en él como uno deesos shocks eléctricos que se podíancomprar en las estaciones de ferrocarril:agarra este pomo y deja que mi energía

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te reviva. No ocurrió nada, pero elentusiasmo de Axel fue de sobra paralos otros dos:

–¡Le has tocado, Sir Magnus! ¡Eresun privilegiado! ¡Eres inmortal!

Al cabo de una semana habíaahorrado dinero suficiente paradesplazarse a Davos y visitar elsantuario de las almas dolientes deMann. Viajaron en el retrete, Pym de piey Axel, con su boina, sentadopacientemente en la taza. El revisorllamó a la puerta y gritó: «Alle Billettebitte»; Axel lanzó un quejido afeminadode turbación y deslizó por debajo de lapuerta el único billete que tenían. Pym

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aguardó, con los ojos fijos en lassombras de los pies del revisor. Notóque se agachaba, le oyó rezongar alenderezarse. Oyó un chasquido quepercibió como si un nervio propio separtiera y el billete reapareció pordebajo de la puerta con un agujeropracticado en él. Las sombras sealejaron. «Así llegaste tú aquí -pensóPym, con admiración, mientras seestrechaban la mano en silencio-. Conestas mañas llegaste a Suiza.» Esanoche, en Davos, Axel refirió a Pym suviaje de pesadilla desde Carlsbad aBerna. Pym se sintió tan orgulloso y ricoque decidió que Thomas Mann era el

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mejor escritor del mundo.

Querido padre, escribió jubiloso,tan pronto como estuvo de regreso enel ático. «Estoy viviendo ahora unaépoca realmente magnífica yobteniendo una instrucción de primerorden. No puedo expresarte cuántoecho de menos tu consejo mundano y loagradecido que te estoy por tusabiduría al mandarme a Suiza paramis estudios. He conocido hoy a unosabogados que parecen conocer a fondola vida en todos sus aspectos, y estoyseguro de que serán una ayuda para elprogreso de mi carrera.

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«Querida Belinda:Ahora que ya me he asentado, las

cosas irán mucho mejor.»

Entretanto estabas tú, el bueno deJack, ¿verdad? Jack, el otro héroe deguerra, Jack, el otro lado de mi cabeza.Te describiré quién eras porque supongoque ya no conocemos a la mismapersona. Te contaré lo que eras para míy lo que hice por ti y, lo mejor quepueda, el porqué, puesto que nuevamentedudo que compartamos la mismainterpretación de sucesos y depersonalidades. Lo dudo muchísimo.Para Jack, Pym no era más que otro

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alevín de agente, una nueva adquisiciónde su escudería de Kims en ciernes quemás tarde se convirtieron en su ejércitoparticular: todavía enteros y ciertamentesin adiestrar, pero con el cabestrouncido ya bonitamente al cuello ydispuestos a correr un largo trecho porsu terrón de azúcar. Probablemente no teacuerdas -¿por qué habrías deacordarte?- del modo en que lereclutaste o le sondeaste. Lo único quesabías era que él encarnaba el tipo quele gustaba a la Casa, y a ti también, eincluso a una parte de mí. Espalda yflancos estrechos, habla el inglés delrey, lingüística decente, buen colegio

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privado en el campo. Aficionado a losjuegos, entiende la disciplina. No tieneínfulas de artista, indudablemente no esuno de esos tipos superintelectuales.Equilibrado, uno de los nuestros.Situación económica desahogada perono suntuosa, el padre una especie demagnate menor: qué típico que nunca tetomases la molestia de hacerinvestigaciones sobre Rick. ¿Y dóndehubieses encontrado ese modelo de loshombres del mañana sino en la iglesiainglesa, donde la bandera de san Jorgeondeaba victoriosa en la neutral brisasuiza?

Ignoro cuánto tiempo llevabas tras la

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pista de Pym. Apuesto a que tú tampocolo sabes. Dijiste que te gustaba sumanera de leer los textos bíblicos, demodo que debiste de haberte fijado en éldesde por lo menos antes de Navidad,porque era uno de los primeros pasajesdel Adviento. Pareciste sorprendidocuando te dijo que estaba estudiando enla universidad, por lo que supongo quehiciste tus primeras pesquisas antes deque él ingresara en ella y que no lashabías culminado. Fue un día deNavidad, después de los maitines, laprimera vez que Pym estrechó tu mano.El pórtico de la iglesia parecía unascensor atestado en el que todo el

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mundo agitaba paraguas y hacía ruidosingleses de hurra, hurra, y losrepugnantes críos de los diplomáticos searrojaban unos a otros bolas de nieve enla calle. Pym llevaba su chaqueta de E.Weber, y tú, Jack, vestido de tweed, túeras una inaccesible montaña inglesa deveinticuatro años. En términos de guerray paz, los siete años que nos separabanconstituían una generación, o más biendos. Algo semejante ocurría con Axel,en realidad: los dos me llevabais esosaños cruciales, y todavía me los lleváis.

¿Sabes qué otra cosa lucías, apartede tu buen traje marrón? Tu corbata dela fuerza aérea. Caballos de alas azules

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correteando por un cielo rosa,felicidades. Nunca me dijiste dóndehabías estado para conseguir esacorbata, pero la realidad, tal como laconozco ahora, no es menosimpresionante que mis conjeturas: conlos partisanos de Yugoslavia y laresistencia de Checoslovaquia, detrás delas líneas, en África, con el Grupo delDesierto de Larga Autonomía, e incluso,si no recuerdo mal, en Creta. Eres doscentímetros y medio más alto que yo,pero recuerdo como si fuera ayer quecuando Pym estrechó tu manaza seca seencontró delante aquella corbata de laaviación. Levantó la cabeza, vio tu

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mandíbula de piedra y tus ojos azules,con las cejas feroces y tupidas yaentonces; y supo que tenía enfrente alpersonaje que supuestamente tenía quehaber llegado a ser en todos los colegiospor donde había pasado, y que a vecesen su imaginación había sido: unvaliente y erguido oficial británico, delos que conservan la cabeza cuandotodos alrededor la están perdiendo. Ledeseaste Felices Pascuas y cuandodijiste tu nombre él pensó que estabashaciendo una especie de chiste vulgarrelacionado con la Navidad:

–Tú eres Compañerismo y yo seréBrotherhood.[8]

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–No, no, chico, es verdad -insististe,riendo-. ¿Por qué iba a usar un nombrefalso un tío majo como yo?

¿Por qué, en efecto, cuando teníascobertura diplomática? Le invitaste auna copa de jerez antes del almuerzo aldía siguiente, Boxing Day,[9] y dijisteque le habrías enviado una invitación sihubieras sabido su dirección, lo que fueinteligente por tu parte, ya que,naturalmente, la conocías de sobra:señas, fecha de nacimiento, educación ytodas las demás estupideces que nosfiguramos que nos dan un ascendientesobre las personas que queremosconquistar. Entonces hiciste una cosa

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divertida. Sacaste una tarjeta deinvitación del bolsillo y, en el pórticolleno de gente, mientras todo el mundoseguía alborotando, hiciste que Pym sediera media vuelta y, apoyándote en suespalda, escribiste su nombre entre lalínea del medio y se la entregaste: «Elcapitán Jack Brotherhood y señoratienen el honor de…» Tachaste el «Seruega contestación», para recalcar queel trato estaba hecho, y tachaste el«Capitán» para demostrar que éramoscamaradas.

–Si quieres quedarte luego puedesayudarnos a comer el pavo frío. Ropa decalle -agregaste. Pym vio que te alejabas

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bajo la lluvia exactamente igual a comoél sabía que habías avanzado a travésdel tiroteo de todos los campos debatalla en donde habías triunfado por timismo sobre el «teutón», mientras laúnica acción valerosa de Pym había sidograbar las iniciales de Sefton Boyd en lapared de los lavabos de los profesores.

Al día siguiente se presentópuntualmente en tu casa pequeña dediplomático, y al apretar el timbre vio tutarjeta de visita enmarcada en el panelde encima: Capitán J. Brotherhood,Oficial Adjunto de Pasaportes.Embajada Británica, Berna. Puede querecuerdes que en aquellos tiempos

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estabas casado con Felicity. Adriántenía seis meses. Pym jugaba con éldurante horas a fin de impresionarte,costumbre que pronto se convirtió en unrasgo fijo de sus relaciones con losmiembros más jóvenes de tu oficio.Interrogaste a Pym de un modoperfectamente agradable y, cuandoterminaste, Felicity te relevó como labuena squaw del servicio secreto, queDios la perdone:

–Pero qué amigos tienes, Magnus,debes de sentirte muy solo aquí, ¿no? -exclamó-. ¿Qué distracciones tienes,Magnus?

¿Y había acaso mucha vida extra-

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académica en la universidad, porejemplo -preguntó-, grupos políticos ydemás? ¿O era todo un poco soso ymonótono como el resto de Berna?Berna no le parecía a Pym sosa omonótona en absoluto, pero porcomplacer a Felicity fingió que lopensaba. Cronológicamente la amistadde Pym con Axel databa de hacía docehoras, pero no le dedicó un solopensamiento: ¿por qué hacerlo, cuandoestaba tan empeñado en causaros unabuena impresión?

Recuerdo haberte preguntado en quéregimiento luchó, señor, esperando quedijeses que en «Quinto de Aviación» o

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«Fusileros Artistas», para podermostrarme convenientemente admirado.Pero tú te pusiste un poco rabioso yrespondiste que en «Lista general».Ahora sé que estabas empleando ladoble medida de la tapaderadiplomática: querías que te cubrierapero también querías que Pym viera através de ella. Querías que él supieraque eras un irregular y no uno de esosintelectuales amariconados delministerio de Exteriores, a los queambos despreciamos tanto. Lepreguntaste si conocía el país y sugeristeque, en las ocasiones en que debíashacer un viaje a algún sitio en coche

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oficial, quizá le apeteciera acompañarley divertirse de otra manera. Los dos nospusimos botas y emprendimos lo que túllamaste un «tiento», es decir, unamarcha forzada por los bosques deElfenau. En el curso de la misma ledijiste a Pym que no era necesario que tellamase «señor» y, cuando volvimos,Felicity había amamantado a Adrián yhabía un hombre más viejo y de sonrisaafectada hablando con ella. Lepresentaste como Sandy, de laembajada, y Pym intuyó que eraiscolegas y vagamente que Sandy era tujefe. Ahora sé que él era tu jefe de zonay que tú eras su número dos, y que

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estaba cumpliendo su tarea preceptivade revisar la propiedad antes deautorizarte a invertir más capital en ella.Por entonces Pym se limitó a considerarque Sandy era el director de escuela y túel jefe de estudios, un esquema que nohubieras desaprobado.

–A propósito, ¿qué tal es tu alemán?-preguntó Sandy a Pym con su sonrisitamientras los tres comíamos lasempanadas de carne de Felicity-. Unpoco difícil aprenderlo aquí, ¿verdad?,con todo ese dialecto regional.

–Magnus conoce a bastantesemigrados universitarios -explicaste túpor mí, haciendo publicidad del

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artículo. Sandy emitió una risa tonta y sedio una palmada en la rodilla.

–Sí, ¿de verdad? Apuesto a que hayalgunos borrachines en ese cenáculo.

–También podría contarnos muchascosas de ellos, ¿no es así, Magnus? -dijiste.

–¿No te importaría? -preguntóburlonamente Sandy, sin abandonar susonrisita.

–¿Por qué iba a importarme? -dijoPym.

Sandy jugó su baza inteligentemente.Intuyó que a Pym le gustaba tomardecisiones precipitadas delante de lagente, y utilizó su conocimiento para

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forzar un compromiso antes de que Pymsupiera a qué se estabacomprometiendo.

–¿Nada de nobles escrúpulos sobrela santidad del estudio académico o algoparecido? -insistió Sandy.

–Nada -dijo Pym audazmente-. No sies por mi país -añadió, y fuerecompensado por la sonrisa de Felicity.

No recuerdo qué versión de símismo ofreció Pym ese día y a la quetuvo que adaptarse durante los mesesvenideros, y el no recordarla significaque debió de ser una mesurada, exiguaen torpes toques de fantasía que contanta frecuencia había que pagar más

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tarde. Lo mejor que pudo, te dio, comode costumbre, lo que creyó que estabasbuscando. Tuvo la prudencia de noconfesar que ganaba dinero, y eso teagradó, porque tú sabías ya que tenía untrabajo negro, como dicen los alemanes,es decir, ilegal y nocturno. Un chicolisto, pensaste; con recursos; tiene unpoco de ratero. Pym renunció a la vidafamiliar con los Ollinger porque lospadres adoptivos perjudicaban suimagen de sí mismo como exiliadomaduro. Cuando le preguntaste siconocía a algunas chicas -la sombra dela homosexualidad, ¿es uno de ésos?-,Pym captó el mensaje en el acto y tejió

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una fantasía inofensiva sobre una beldaditaliana que se llamaba María y a quienhabía conocido en el Cosmo Club y quele gustaba, pero sólo como sustituía desu novia formal Jemima, que estaba enInglaterra.

–¿Jemima qué? -preguntaste, y Pymrespondió «Sefton Boyd», lo queprovocó una señal audible desatisfacción social. Efectivamenteexistía una María que en efecto erahermosa, pero la adoración de Pym porella era puramente personal, porquenunca le había dirigido la palabra.

– Cosmo -dijiste tú-. Me parece queno he oído hablar de ese club. ¿Y tú,

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Sandy?–No puedo decir que sí, compadre.

Me suena sospechoso.Pym explicó que Cosmo era una

especie de foro político de losextranjeros, y que Maria era una especiede empleada del mismo en calidad detesorera.

–¿Un cutis particular? -preguntóSandy.

–Bueno, es morena -contestó Pymingenuamente, y tú y Felicity y Sandyreísteis sin parar como el monitoAudrey, y Felicity comentó que estabatotalmente clara la política que seguíaMagnus. En lo sucesivo no hubo reunión

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completa sin que alguien preguntase porla tez de Maria, y todo el mundo sedesternillaba por un malentendido tanmaravillosamente sano. Era de nochecuando Pym se fue de tu casa, y tú lehabías regalado una botella de scotchlibre de impuestos para combatir el frío.Coste para la Casa en aquellos tiempos:calculo que unos cinco chelines. Teofreciste a llevarle en coche a casa,pero él dijo que le encantaba andar,ganando así más puntos. Y caminó, sí,por las nubes. Iba brincando y riendo, yabrazaba la botella y a sí mismo, porqueno se había sentido tan feliz en susdiecisiete años de vida. En una sola

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Navidad, Dios le había servido dossantos. Uno estaba huyendo y no podíaandar, y el otro era un apuesto señor dela guerra que le invitaba a jerez elBoxing Day y no había tenido una dudaen su vida. Los dos le admiraban, losdos amaban sus chistes y sus voces, losdos ansiaban ocupar los espacios vacíosde su corazón. A cambio él daba a cadauno el personaje que parecía estarbuscando. No necesitó tomar la decisiónde mantenerles secretos el uno para elotro. Que cada uno sea la amante queconserva el otro hogar intacto, pensóPym. Si es que pensó algo.

–¿A quién se la has robado? -

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preguntó Axel, mirando la etiqueta concuriosidad.

–Al capellán -dijo Pym, sin unsegundo de vacilación-. Es un tipotremendo. Estuvo en el ejército. No se lahe robado, en realidad me la ha dado.Una botella gratis para los feligresesasiduos. Las compran a tarifadiplomática, por supuesto. No tienen quepagar lo que en la tienda.

–¿No te habrá regalado cigarrostambién? -preguntó Axel.

–No, ¿por qué?–¿Ni una chocolatina por una noche

con tu hermana?–No tengo hermanas.

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–Bien. Entonces vamos a beberla.¿Recuerdas nuestros viajes en coche,

Jack? Empiezo a creer que sí. ¿Algunavez te has preguntado cómo se lasarreglaban nuestros antecesores paradirigir a sus agentes en la época en queno había automóviles? Nuestra primeraexpedición no pudo haber venido más amano. Tenías una cita en Lausana.Necesitarías tres horas. No me disteninguna explicación del porquénecesitarías tres horas, aunque podríashaberme contado la primera patraña quese te ocurriera. Una vez más, con laventaja de la retrospección, sé queestabas confesándome adrede el carácter

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secreto de tu trabajo sin decirme en quéconsistía. Tres horas tardaste, tres horasjustas, probablemente encerrado conalgún agente en un apartamento seguro ovaciando un buzón o algo por el estilo.En esta ocasión no pediste nada a Pym.Estabas creando intimidad. Lo máximoque hiciste fue darle una cita y unacontraorden y ver cómo reaccionaba.

–Escucha, es posible que tenga quehacer otra visita. Si no estoy en la puertadel Hotel Dora a las tres, estáte en ellado oeste de la oficina principal decorreos a las tres y veinte.

Pym no sabía dónde estaba el este niel oeste, pero preguntó a unas seis

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personas hasta que una de ellas se loindicó bien y efectuó la retirada a lastres y veinte en punto, si bien echandolas bofes. Tú rodeaste la plaza y a lasegunda vuelta abriste la puerta degolpe, con el coche en marcha, y Pymsaltó dentro como un soldado de unbatallón aerotransportado parademostrarte sus aptitudes.

–He estado hablando con Sandy -dijiste, cuando fuimos a Ginebra, unasemana más tarde-. Quiere que le hagasun trabajo. ¿Algún reparo?

–Por supuesto que no.–¿Eres bueno traduciendo?–¿Traduciendo qué?

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–¿Sabes mantener la boca cerrada?–Creo que sí.Le informaste de su primer objetivo

esa noche:–De vez en cuando recogemos

mucha información técnica. Sobre todoacerca de curiosas empresas suizas quefabrican cosas que no nos gustan mucho.Porquerías que explotan -añadiste conuna sonrisa-. No es exactamente secreto,pero contratamos cantidad de mano deobra local en la embajada ypreferiríamos que lo hiciera alguien defuera. A ser posible un inglés. Alguiende fiar. ¿Te animas?

–Desde luego.

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–Pagamos. No mucho, pero te pagaréuna cena con Maria de cuando encuando. ¿Has tenido noticias recientesde Jemima?

–Jem está bien, gracias.Pym no había estado tan asustado en

su vida. Le entregaste el sobre, se loguardó en el bolsillo, le dedicaste tumirada de «maestro de la intriga» ydijiste: «Buena suerte, compadre.» Sí,Jack, ¡dijiste eso! ¡Nos hablábamos así!Y Pym se fue a casa cambiando aquelmaldito sobre de un bolsillo a otrotantas veces que debía de parecer uncorredor de apuestas en el hipódromo.¿Y qué contenía? No me lo digas, te lo

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diré yo: basura. Basura fotocopiada decatálogos de armamentos anticuados.Era el alma de Pym lo que querías, nouna traducción de poca monta. En elático, además, perdió el sobre unas seisveces. Debajo de la cama, debajo delcolchón, detrás del espejo, encima de lachimenea. Tradujo su contenido en horaslibres que ni siquiera Axel sabía quetenía. Le pagaste veinte francos. Eldiccionario técnico había costadoveinticinco, pero Pym sabía que loscaballeros no mencionaban esas cosas,aun cuando los cheques de Rick, si esque llegaban, carecieran normalmente defondos.

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–¿Has estado últimamente en elCosmo? -inquiriste a la ligera en eltrayecto hacia Zurich, donde dijiste quetenías que ver a un hombre por algorelacionado con un perro. Pym confesóque no. Teniendo ya el cosmos de Axely de Brotherhood, ¿quién necesitabaotro?

–Me han dicho que algunas de laspersonas que van allí no tienen pelos enla lengua. No es nada contra Maria, deverdad. En estos sitios siempre hay unamplio espectro. Es cosa de lademocracia. Pero podría ser una buenaidea que echases una ojeada más a fondo-dijiste-. No te hagas notar. Si suponen

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que eres un rojo, déjales que lo crean. Siestán buscando un inglés de centroderecha, hazte pasar por uno. Si esnecesario hazte pasar por los dos. Perono te excedas. No queremos que te metasen un lío con los suizos. ¿Hay algún otroinglés aparte de ti?

–Hay un par de estudiantes demedicina escoceses, pero me han dichoque van por las chicas.

–Unos cuantos nombres servirían deayuda -dijiste.

Al mirar atrás, después de aquellaconversación Pym dejó de ser Pym. Eranuestro hombre en el Cosmo, no uses losteléfonos para nada delicado. Era un

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agente simbolizado, clasificado comosemiconsciente, que es nuestra dulcemanera de decir que más o menosconoce lo que más o menos hace y tienealguna idea del porqué. Tenía diecisieteaños, y si te necesitaba con urgenciadebía telefonear a Felicity y decirle quesu tío estaba en la ciudad. Si tú lenecesitabas a él, llamarías a los Ollingerdesde una cabina y dirías que eras Mac,de Birmingham, de paso por Berna. Delo contrario el sistema era de cita-para-cita, lo que significa que siemprefijamos la siguiente en ésta. Flota,Magnus, decías. Métete allí y sé nuestroego encantador, Magnus. Ten los ojos y

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los oídos abiertos, mira lo que pasa,pero por lo que más quieras no nospongas en un aprieto con los suizos. Yaquí tienes tu asignación para el mespróximo, Magnus. Y Sandy te mandarecuerdos. Te diré una cosa, Jack:recogemos lo que sembramos, aunque lacosecha tarde en crecer treinta años.

La secretaria del Cosmo era unainsípida monárquica rumana que sellamaba Anka y que inexplicablementelloraba en las conferencias. Eracorreosa y arisca, y caminaba con lasmuñecas vueltas al revés, y cuando Pym

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la detuvo en el pasillo ella le puso malacara y con los ojos rojos le dijo que sefuera porque le dolía la cabeza. PeroPym estaba en misión de espionaje y notoleraba un rechazo.

–Estoy pensando en fundar unboletín informativo del Cosmo anunció-.He pensado que podríamos incluir unaaportación de cada grupo.

– E l Cosmo no tiene grupos. ElCosmo no quiere boletines. Eres unestúpido. Vete.

Pym persiguió a Anka hasta eldespacho diminuto que le servía decubil.

–Lo único que necesito es una lista

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de miembros -dijo él-. Con una listapuedo enviar una circular y encontrar alos interesados.

–¿Por qué no vienes a la próximareunión y les preguntas? -dijo Anka,sentándose y poniendo la cabeza entrelas manos como si estuviera a punto devomitar.

–No viene todo el mundo a lasreuniones. Quiero sondear todas lasopiniones. Es más democrático.

–Nada es democrático -dijo Anka-.Todo es ilusión.

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9

Brotherhood se había bañado,afeitado y cortado, y se había puesto untraje. Había escuchado las noticias de laBBC y luego había sintonizado con laDeutsche Welle porque a veces laprensa extranjera se apoderaba dehistorias mientras Fleet Street seguíasuprimiéndolas obedientemente. Pero nohabía oído ninguna alegre mención de unoficial superior del servicio secretobritánico que anduviese de paseo ohubiese aparecido en Moscú. Habíacomido un pedazo de tostada con

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mermelada y había hecho unas cuantasllamadas telefónicas, pero desde las seishasta las ocho de una mañana inglesaeran las horas muertas en que nadie,salvo él, estaba despierto. Un díanormal hubiera atravesado el parquehasta la Oficina Central y hubieraconsagrado un par de horas a leer,sentado ante su mesa, la selecciónnocturna de informes de la sede, y aprepararse para la sesión de plegariasde las diez en punto en el santuario deBo. «¿Cómo está entonces nuestro frenteoriental esta mañana de lluvia, Jack?»,diría Bo con un tono de veneraciónjocosa, cuando le llegase el turno a

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Brotherhood. Y seguiría un respetuososilencio mientras el gran JackBrotherhood daba cuentas a su jefe.

–Una crónica bastante interesante deConger sobre las cifras comerciales delComecon el año pasado, Bo. La hemosenviado a Hacienda por correo especial.Watchman sigue convencido de que seestá tramando un golpe de fuerza enPraga. No le impresionaron las reservasde Asuntos Exteriores cuando el oficialdel caso se las expuso anoche. Por lodemás es una temporada tonta. Losagentes están de vacaciones, igual que eladversario.

Pero aquél no era un día normal y

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Brotherhood ya no era el gran veteranode las operaciones encubiertas que Boensalzaba a bombo y platillo cuando lepresentaba a bomberos visitantes de losservicios de enlace occidentales. Era laúltima incógnita en el último escándaloque se perfilaba, y al salir a la calle,debajo de su piso, su mirada rápida fuemás vigilante que de costumbre paraescudriñar los coches, las tiendas y lostranseúntes. Por fin eran las ocho ymedia. Primero se dirigió hacia el sur através de Green Park, caminando tanaprisa como siempre y quizás un pocomás, para que los espías de Nigel, si leestaban siguiendo, tuvieran que ir al

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galope o avisar por radio para quealguien se les adelantara. La lluvia de lanoche había escampado. Una nieblacalurosa e insalubre se cernía sobre losestanques y los sauces. Al llegar al Malícogió un taxi y dijo al taxista«Tottenham Court Road», y acontinuación caminó de nuevo y subió aun segundo taxi para ir a Kentish Town.Su destino era una ladera gris demansiones victorianas. Las estribacionesinferiores estaban aún en decadencia,con las ventanas taponadas con chapaondulada contra la invasión de lossquatters. Pero más arriba lasfurgonetas «Volvo» y las buhardillas

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con marco de teca testimoniaban lallegada segura de las clases medias, ylos largos jardines alardeaban deestructuras metálicas de colores paraniños y botes a medio construir. AquíBrotherhood ya no tenía prisa.Emprendió despacio la ascensión de lacuesta, tomando nota de todo a suantojo: es el paso que me he ganado enla vida, es la sonrisa. Una muchachabonita se cruzó con el camino deltrabajo y la saludó indulgentemente. Ellale replicó con un guiño descarado,demostrando contundentemente que noera una espía. Se detuvo ante el númerodieciocho y, a la manera de un

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comprador en potencia, retrocedió unospasos y examinó la casa. De la cocinade la planta baja emanaron Bach y elolor del desayuno. Una flecha de maderaque rezaba A 18 apuntaba hacia lasescaleras del sótano. Había unabicicleta de hombre encadenada a labaranda, y un póster del partidosocialdemócrata colgaba de la ventanasalidiza. Llamó al timbre. Le abrió lapuerta una chica con chaqueta y carteraescolar. Aunque pálida y de unos treceaños, ostentaba ya un aire desuperioridad.

–Voy a buscar a mamá -dijo ella,antes de que él pudiese hablar, y se

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volvió tan bruscamente que él pudoobservar el cimbreo de su falda-. Mamá.Es un hombre. Es para ti -dijo, y conintensa censura pasó por delante de élrumbo a un colegio decente.

–Hola, Belinda -dijo Brotherhood-.Soy yo.

Al salir de la cocina, Belinda seencaminó directamente al pie de laescalera, respiró hondo y vociferó a unapuerta cerrada.

–¡Paul! Baja inmediatamente, porfavor. Ha venido Jack Brotherhood.Supongo que quiere algo.

Era lo que él sabía que ella gritaría,aunque no tan alto, porque Belinda

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siempre había reaccionado mal alprincipio y rectificado con bastantedulzura más tarde.

Estaban sentados en una sala demadera, en sillas bajas de mimbre quecrujían como columpios cuando temovías. Sobre ellos se balanceaba,torcida, una gigantesca pantalla delámpara de papel blanco. Belinda habíapreparado café en tazones moldeados amano y lo había endulzado con azúcarnatural. Bach sonaba aún desafiante enla cocina. Belinda tenía los ojos oscurose iracundos por algún suceso de su

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infancia; a los cincuenta años, su caracontinuaba dispuesta a afrontar otradisputa con su madre. Llevaba el pelogrisáceo recogido en un moño discreto yun collar de algo parecido a nuezmoscada. Al andar se desplazaba dentrode su caftán como si lo odiara. Alsentarse extendía las rodillas y serascaba los nudillos de una mano. Subelleza, sin embargo, se aferraba a ellacomo una identidad que intentase negar,y su sencillez desentonabacontinuamente como un mal disfraz.

–Ya han estado aquí, por si no losabes, Jack -dijo-. A las diez de lanoche, en realidad. Nos estaban

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esperando en la puerta cuando volvimosde la casa de campo.

–¿Quiénes?–Nigel. Lorimer. Dos más que yo no

conocía. Todos hombres, claro.–¿Qué dijeron que querían? -

preguntó Brotherhood, pero Paul ledetuvo.

No era posible enfadarse con Paul.Sonreía de un modo muy juicioso através del humo de su pipa inclusocuando se estaba comportando de unmodo grosero.

–¿Pero qué es esto, Jack? -dijo,sacando la pipa de la boca y bajándolahasta convertirla en un micrófono de

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mano-. ¿Un interrogatorio sobreinterrogatorios? No tenéis un estatutopolítico, Jack. Sólo sois un equipo dealquiler incluso bajo este gobierno, metemo.

–Posiblemente lo ignoras, pero Paulha escrito extensamente sobre el auge delos servicios paramilitares bajo losconservadores -dijo Belinda con unavoz que se esforzaba en ser áspera-. Losabrías si te tomaras la molestia de leere l Guardian, pero no lo lees. En elúltimo le dieron una página entera.

–Así que jódete, Jack -dijo Paul, conla misma deferencia.

Brotherhood sonrió. Paul sonrió. Un

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viejo perro pastor entró en la sala y seacomodó a los pies de Brotherhood.

–Por cierto, ¿quieres fumar? -dijoPaul, siempre sensible a la atmósfera-.Me temo que Belinda no tolera lospitillos, pero puedo ofrecerte unelegante purito, si te mueres de ganas.

Brotherhood sacó uno de suspaquetes pestilentes y encendió uncigarrillo.

–Jódete tú también, Paul -dijo, encontrapartida.

Paul había medrado pronto en lavida. Veinte años antes había escritoobras prometedoras para teatrosmarginales. Las seguía escribiendo. Era

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alto, pero por fortuna poco atlético. Dosveces, que Brotherhood supiera, habíasolicitado su ingreso en la Casa. Enambas ocasiones había sido rechazadode plano, incluso sin la intervención deBrotherhood.

–Vinieron aquí porque estabaninvestigando a Magnus antes de darle unalto cargo, si lo quieres saber -dijoBelinda, de una tirada-. Tenían prisaporque querían ascenderleinmediatamente para que pudiera seguirtrabajando.

–¿Nigel? -repitió Brotherhood conuna risa incrédula-. ¿Nigel y Lorimer ydos hombres más? ¿Haciendo

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investigaciones a las diez de la noche?Has tenido en tu casa a la mitad delWhitehall secreto, Bel. No a un equipode investigadores incapaces trabajandoa medio sueldo.

–Es un puesto de categoría superior,así que la investigación tienen quehacerla funcionarios superiores -replicóBelinda, poniéndose colorada.

–¿Te dijo eso Nigel?–¡Sí, me lo dijo! -respondió Belinda.–¿Y te lo creíste?Pero Paul había decidido que había

llegado el momento de mostrar sutemple.

–Vete a tomar por el culo, ¿quieres,

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Jack? -dijo-. Fuera de esta casa. Ya.Querida, no le contestes. Todo esto esdemasiado teatral y estúpido. Vamos,Jack. Fuera. Puedes venir a tomar unacopa cuando quieras, con tal de quellames antes. Pero no para estasbobadas. Lo siento. Fuera.

Había abierto la puerta y estabaagitando su manaza blanda como siachicara agua, pero ni Brotherhood ni elperro se movieron.

–Magnus ha saltado del barco -explicó Brotherhood a Belinda, mientrasPaul adoptaba su expresión ceñuda de«puedo-ser-violento»-. Nigel y Lorimeros han vendido caca de la vaca. Magnus

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se ha fugado y se ha escondido mientrasellos fabrican contra él un caso como elgran traidor del mundo occidental. Yosoy su jefe y por lo tanto no estoy tanentusiasmado como ellos. Creo que seha extraviado, pero no perdido, y megustaría encontrarle antes y hablar conél. -Al dirigirse a Paul ni siquiera semolestó en volver la cabeza. Se limitó alevantarla lo suficiente para marcar ladiferencia-. Le han puesto una mordaza atu director por el momento, lo mismoque a los demás, Paul. Pero si Nigel sesale con la suya, dentro de unos días tuscolegas vocearán a toda plana elmatrimonio anterior de Belinda en sus

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columnas asquerosas y te sacarán unafoto cada vez que vayas a la lavandería.Así que más vale que empieces a pensarcómo representar vuestro papel juntos.Entretanto tráenos más café y déjanos enpaz durante una hora.

Sola, Belinda era mucho más fuerteque cuando estaba protegida por sucompañero. Su semblante, aunqueaturdido, se había relajado.

Sus ojos castaños mirabanresueltamente a un punto situado a pocoscentímetros, como para indicar queaunque no pudiera ver más lejos que los

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demás, su fe en lo que veía era dosveces más intensa. Se sentaron ante unamesa redonda del mirador, y la persianacortaba en franjas el cartel del partidosocialdemócrata.

–Su padre ha muerto -dijoBrotherhood.

–Lo sé. Lo he leído. Me lo dijoNigel. Me preguntaron en qué medidapodría haberle afectado a Magnus.Supongo que era una treta.

Brotherhood tardó un momento enresponder.

–No del todo -dijo-. No. Nototalmente, Belinda. Creo que estánrazonando que eso podría haberle

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trastornado un poco.–Magnus siempre quiso que le

salvara de Rick. Hice lo que pude.Intenté explicárselo a Nigel.

–¿Salvarle cómo, Belinda?–Esconderle. Contestar al teléfono

por él. Decir que estaba en el extranjerocuando no lo estaba. A veces pienso quepor eso Magnus ingresó en la Casa.Como un escondrijo. Del mismo modoque se casó conmigo porque tenía miedode correr ese riesgo con Jemima.

–¿Quién es Jemima? -preguntóBrotherhood, fingiendo ignorarlo.

–Una íntima amiga mía del colegio. -Frunció el ceño-. Demasiado íntima. -El

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ceño se suavizó y se tornó melancolía-.Pobre Rick. Sólo le vi una vez. Fue ennuestra boda. Apareció en medio de lafiesta sin haber sido invitado. Nunca hevisto a Magnus más feliz. Por lo demásRick era sólo una voz en el teléfono.Tenía una voz bonita.

–¿Magnus tenía otros escondrijos enaquella época?

–Te refieres a mujeres, ¿no? Puedesdecirlo si quieres. Ya no me importa.

–Simplemente un sitio donde podríahaberse escondido. Es todo. Una casitaen el campo. Un antiguo compinche.¿Dónde iría, Belinda? ¿Quién lealojaría?

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Las manos de Belinda, ahora que lashabía desunido, eran elegantes yexpresivas.

–Habría ido a cualquier parte. Eraun hombre distinto todos los días. Veníaa casa siendo una persona y yo tratabade acoplarme. A la mañana siguiente eraotra. ¿Tú crees que lo hizo, Jack?

–¿Y tú?–Siempre respondes a una pregunta

con otra. Lo había olvidado. Magnusutilizaba el mismo truco. -Él esperó-.Prueba con Sef -dijo-. Sef siempre fueleal.

–¿Sef?–Kenneth Sefton Boyd. El hermano

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de Jemima. «Sef es demasiado rico parami sangre», solía decir Magnus. Esoquería decir que eran iguales.

–¿Magnus podría haber ido a verle?–En caso de verdadero apuro.–¿Podría haber ido a ver a Jemima?Ella negó con la cabeza.–¿Por qué no?–Tengo entendido que ya no le

gustan los hombres -dijo, y se ruborizó-.Es una mujer imprevisible. Siempre loha sido.

–¿Alguna vez has oído hablar de untal Wentworth?

Ella movió la cabeza, pensandotodavía en otra cosa.

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–Desde aquella época -dijo.–¿Y de Poppy?–Aquella época acabó con Mary. Si

existe una Poppy, mala suerte paraMary.

–¿Qué es lo último que has sabidode él?

–Eso mismo me preguntó Nigel.–¿Qué le contestaste?–Le dije que no había motivo para

saber nada de él después de nuestrodivorcio. Estuvimos casados seis años.No tuvimos hijos. Fue un error. ¿Por quérevivirlo?

–¿Era la verdad?–No. Mentí.

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–¿Qué estabas ocultando?–Telefoneó. Magnus llamó.–¿Cuándo?–El lunes por la noche. Paul no

estaba, gracias a Dios.Hizo una pausa para oír el sonido de

la máquina de escribir de Paul, querepiqueteaba tranquilizadoramentearriba.

–Tenía una voz rara. Pensé queestaba borracho. Era tarde.

–¿Qué hora?–Debía de ser alrededor de las once.

Lucy estaba todavía haciendo susdeberes. Por regla general no le dejotrabajar después de las once, pero

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estaba estudiando francés. Llamó desdeuna cabina.

–¿Con monedas?–Sí.–¿De dónde?–No lo dijo. Sólo dijo: «Rick ha

muerto. Ojalá hubiéramos tenido unhijo.»

–¿Nada más?–Dijo que siempre se había odiado

por casarse conmigo. Ahora se habíareconciliado. Se entendía a sí mismo. Yme amaba por haberme esforzado tanto.Gracias.

–¿Es todo?–«Gracias. Gracias por todo. Y por

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favor perdona las partes malas.»Después colgó.

–¿Le dijiste eso a Nigel?–¿Por qué me preguntas

continuamente eso? No pensé que fuerade su incumbencia. No quise decirle queMagnus había llamado una noche,borracho y sentimental, en el precisomomento en que estaban pensando enascenderle. Lo tiene bien merecido porengañarme.

–¿Qué más te preguntó Nigel?–Cosas de su carácter. Si alguna vez

había tenido razones para suponer queMagnus podría haber simpatizado con elcomunismo. Respondí que Oxford. Nigel

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dijo que eso lo sabían. Yo dije que enmi opinión la política universitaria nosignificaba mucho. Nigel estuvo deacuerdo. Preguntó si había sidoexcéntrico en algo. Inestable,alcohólico, depresivo. Respondí que nootra vez. Yo no consideraba que haberhecho una llamada borracho en catorceaños constituyera embriaguez, peroaunque lo hubiera creído no iba adecírselo a cuatro colegas de Magnus.Me sentí protectora con él.

–Deberían haberte conocido mejor,Belinda -dijo Brotherhood-. Apropósito, ¿tú le hubieras dado elpuesto?

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–¿Qué puesto? Has dicho que nohabía ninguno.

Estaba siendo brusca con él,sospechando tardíamente que él tambiénhablaba con duplicidad.

–Quería decir: suponte que hubiesehabido un puesto. Un cargo de alto nivel,de responsabilidad. ¿Se lo hubierasdado?

Ella sonrió. Muy hermosamente.–Lo hice, ¿no? Me casé con él.–Ahora eres más sensata. ¿Se lo

darías hoy?Ella se estaba mordiendo el dedo

índice, con expresión indignada.Cambiaba de humor en cuestión de un

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momento. Brotherhood esperaba, perono obtuvo respuesta y le hizo otrapregunta:

–¿Por casualidad te preguntaron algosobre su época de Graz?

–¿Graz? ¿Te refieres a su serviciomilitar? Cielo santo, no se remontarontan atrás.

Brotherhood movió la cabeza comodiciendo que nunca podría estar a laaltura de la perversidad del mundo.

–Graz es donde intentan decir quetodo empezó. Bel -dijo-. Tienen unagrandiosa teoría de que cayó en manosde ladrones mientras cumplía suservicio militar allí. ¿A ti qué te parece?

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–Son absurdos -dijo ella.–¿Por qué estás tan segura?–Fue feliz allí. Cuando volvió a

Inglaterra era un hombre nuevo. «Estoycompleto -repetía-. Lo he conseguido,Bel. He recuperado mi otra mitad.»Estaba orgulloso de haber hecho tanbuen trabajo.

–¿Describió el trabajo?–No podía. Era demasiado secreto y

demasiado peligroso. Sólo dijo que siyo lo supiera estaría orgullosa de él.

–¿Te dijo el nombre de alguna de lasoperaciones en las que tomó parte?

–No.–¿Le dijo el nombre de alguno de

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sus agentes?–No seas absurdo. Nunca haría eso.–¿Mencionó a su oficial jefe?–Dijo que era brillante. Todos eran

brillantes para Magnus cuando eranhombres nuevos.

–Si te dijera Mangasverdes en vozalta, ¿te sonaría a algo?

–Significaría música tradicionalinglesa.

–¿Has oído hablar de una chicallamada Sabina?

Ella negó con la cabeza.–Él me dijo que yo era su primera

mujer.–¿Le creíste?

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–Es difícil de decir cuando tambiénes tu primer hombre.

Brotherhood recordó que conBelinda el silencio era siempreprovechoso. Si sus embestidas teníanalgo de cómicas, había siempre dignidaden las pausas entre ellas.

–O sea que Nigel y sus amigos semarcharon contentos -sugirióBrotherhood-. ¿Y tú?

El perfil de Belinda se destacabacontra la ventana. Él esperó a que lacara se irguiera o se volviera hacia él,pero no lo hizo.

–¿Dónde le buscarías tú? -dijo él-.Si estuvieras en mi caso.

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Ella siguió sin moverse ni hablar.–¿En algún sitio al lado del mar?

Tenía esas fantasías, ya sabes. Lascortaba en rebanadas y daba un pedazo acada persona. ¿Te dio una versión a ti?¿Escocia? ¿Canadá? ¿La migración delreno? ¿Alguna mujer amable que leacogería? Necesito saberlo, Belinda. Deverdad.

–No voy a hablar más contigo, Jack.Paul tiene razón. No tengo por qué.

–¿Al margen de lo que haya hecho?¿Tampoco, quizá, para salvarle?

–No confío en ti. Sobre todo cuandoeres cordial. Tú le inventaste, Jack. Élhubiera hecho cualquier cosa que le

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dijeras. Quién ser. Con quién casarse.De quién divorciarse. Si ha hecho algomalo, la culpa es tan tuya como suya.Fue fácil deshacerse de mí: simplementeme dio la llave y se fue a ver a unabogado. ¿Cómo se suponía que iba adeshacerse de ti?

Brotherhood se encaminó hacia lapuerta.

–Si le encuentras, dile que no vuelvaa telefonear. Y… ¿Jack?

Brotherhood se detuvo. La expresiónde Belinda era de nuevo suave yesperanzada.

–¿Escribió aquel libro del quesiempre estaba hablando?

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–¿Qué libro era?–La gran novela autobiográfica que

iba a cambiar el mundo.–¿Debería haberlo escrito?–«Un día voy a enclaustrarme y a

contar la verdad.» «¿Por qué tienes queenclaustrarte? Dila ahora», le dije.Parecía pensar que no podía. No voy apermitir que Lucy se case temprano. Nitampoco Paul. Vamos a darle la píldoray a dejarle que tenga aventuras.

–¿Enclaustrarse dónde, Belinda?Una vez más, la luz desapareció de

la cara de ella.–Lo lleváis encima, Jack. Todos

vosotros. A él no le habría ocurrido

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nada si no hubiera conocido a gentecomo vosotros.

«Espera -se dijo Grant Lederer-.Todos te odian. Tú odias a casi todos.Sé un chico listo y espera tu turno.»Once hombres estaban sentados en unahabitación dentro de otra. Falsasventanas, en las paredes falsas, daban aflores de plástico. Desde sitios así,pensó Lederer, Norteamérica perdía susguerras contra los hombrecillosmarrones de pijama negro. Desde sitiosasí, pensó -desde habitaciones de cristalahumado, aisladas de la Humanidad-,

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Norteamérica perderá todas sus guerrasla última. Pocos metros más allá de lasparedes se extendían los plácidosremansos diplomáticos de St. John’sWood. Pero allí dentro podrían haberestado en Langley o en Saigón.

–Harry, con el mayor respetoposible -dijo Mountjoy, miembro delgobierno, mostrando muy poco-, unadversario escrupuloso podría habernosendilgado esos tempranos indicadorestuyos, como algunos de nosotros hemosvenido diciendo continuamente. ¿Esrealmente acertado sacarlos otra vez alruedo? Creí que habíamos despachadoese expediente en agosto.

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Wexler miró las gafas que estabasujetando con las dos manos. Y «Sondemasiado pesadas para él -pensóLederer-. Ve demasiado claro conellas.» Wexler las bajó hasta la mesa yse rascó su pelo al rape de veterano conla punta de sus dedos rechonchos. «¿Quéte detiene? -le preguntó Lederer ensilencio-. ¿Estás traduciendo del inglésal inglés? ¿Te han paralizado los efectosdel desfase horario después de volar enel Concorde desde Washington? ¿O teatemorizan estos caballeros ingleses quenunca se cansan de decirnos cómoorganizaron en primer lugar nuestroservicio y generosamente nos invitaron a

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cenar en su selecta mesa? Por los clavosde Cristo, eres un alto funcionario de lamejor agencia de espionaje del mundo.Eres mi jefe. ¿Por qué no te pones de piey te impones?» Como en respuesta a lasúplica silenciosa de Lederer, la voz deWexler empezó a funcionar de nuevo,pero con la confianza y la animación deuna báscula que te dice el peso.

–Caballeros -comenzó Wexler,salvo que dijo «cabelleros». «Recarga,vuelve a apuntar, tómate tu tiempo»,pensó Lederer-. Nuestra situación, SirEric -prosiguió Wexler, con algodesagradablemente parecido a unareverencia en dirección a Mountjoy, que

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poseía el tratamiento de «Sir»-, es decir,la… esto… situación global de laagencia en este asunto, en estaimportante reunión y en este momentoconcreto, es que tenemos aquí unaacumulación de indicadores de unaamplia gama de fuentes por un lado, ypor el otro algo que consideramosbastante más concluyente a propósito denuestra inquietud.

Se humedeció los labios. «Yotambién lo haría -pensó Lederer Si yohubiera soltado esa parrafada, escupiría,cuando menos.»

–Estimamos, por consiguiente, quela… ah… logística exige aquí que

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desandemos… ah… una corta distanciay, una vez hecho esto, que pongamos…ah… el nuevo material donde todospodamos echarle un buen vistazo a la luzde lo que… ah… ha ocurridoúltimamente.

Se volvió hacia Brammel y su caraarrugada pero inocente esbozó unasonrisa de disculpa.

–Tú quieres hacerlo de un mododistinto en todos los aspectos, Bo. ¿Porqué no lo dices claramente y vemos sipodemos complacerte?

–Mi querido amigo, debes hacerexactamente lo que más te complazca -dijo Brammel hospitalariamente, que era

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lo que se había pasado la vida diciendoa todo el mundo. Wexler, pues, continuósu exposición, primero centrando sucarpeta ante él encima la mesa y luegoladeándola ligeramente hacia la derecha,como si tomara tierra sobre la punta deun ala. Y Grant Lederer III, que tiene laimpresión de que la comezón de susarpullido le está mordiendo lassuperficies internas de la piel, trata dereducir sus pulsaciones y el calor de susangre y creer en el alto nivel de estareunión. En algún sitio, se dice, existe unservicio de espionaje digno, secreto yomnisciente. Lo único malo es que estáen el cielo.

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Los ingleses habían presentado suequipo habitual de negociadoresintratables. Hobsbawn, delegado delServicio de Seguridad, Mountjoy,miembro del gabinete, y Dorney, deAsuntos Exteriores, todos ellosatrincherados en diversas posturas deincredulidad o franco desprecio.Lederer advirtió que sólo la colocaciónhabía cambiado: mientras que hastaentonces Jack Brotherhood había sidocolocado simbólicamente al lado deBrammel, esta posición la ocupaba hoysu recaudador, Nigel, y Brotherhoodhabía sido promovido a la cabecera de

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la mesa, donde presidía la asambleacomo una vieja ave gris que,amenazadora, observa su presa. En ellado americano de la mesa solamentecuatro. «Qué típico que en nuestrasRelaciones Especiales los británicossuperen en número a los americanos -pensó Lederer. En el dominio de laacción la agencia supera a esosbastardos en una proporción de casinoventa a uno. Aquí dentro somos unaminoría perseguida.» A la derecha deLederer, Harry Wexler, tras haberseaclarado la garganta a tiempo, habíaempezado por fin a forcejear con lascomplejidades de lo que insistió en

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denominar «la… ah… situación aúnvigente». A la izquierda de Ledererestaba repantigado Mick Carver, jefe dela oficina de Londres, un millonariomimado de Boston que tenía reputaciónde brillante en base a unos méritos queLederer no veía por ninguna parte.Debajo de él, el insigne Artelli, unmatemático angustiado, perteneciente alespionaje de señales, parecía como sihubiese sido transportado desde Langleyagarrado por los pelos. «Y entre ellosestoy sentado yo, Grant LedererTercero, inquerible incluso para mímismo, el abogado emprendedor de laSouth Bend Indiana, cuyos esfuerzos

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incansables en pro de su propio ascensohan obligado a todos a reunirse una vezmás para demostrar que lo que habríapodido demostrarse seis meses antes: asaber, que las computadoras no fabricaninteligencia, que no hay que aproximarseal adversario a cambio de favores, queno hay que inventar calumniasvoluntariamente contra hombres queocupan altos cargos en el servicioinglés.» Dicen la verdad deshonrosa sintener en cuenta encanto, raza o tradición,y se la dice a Grant Lederer Tercero,que está atareado haciéndose lo másimpopular posible.

Cuando Lederer escuchaba

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impotente los tropiezos de Wexler,decidió que era él mismo, no Wexler, elextraño allí. «Ahí está E. Wexler -razonó-, que en Langley se sienta a lamano derecha de Dios. Que en el TimeMagazine ha sido presentado como elaventurero legendario de América. Quedesempeñó un papel estelar en la Bahíade los Cochinos y engendró alguna delas mejores putadas del espionaje en laguerra de Vietnam. Que hadesestabilizado más economías enbancarrota de Centroamérica de lo quepueda pensarse, y conspirado con la flory nata, desde los jefes de la Mafia paraabajo. Y aquí estoy yo, un gilipollas

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ambicioso. ¿Y qué estoy pensando?Estoy pensando que un hombre que nopuede hablar claro no puede pensarclaro. Estoy pensando que la capacidadde expresarse es compañera de lalógica, y que Harry E. Wexler, deacuerdo con este criterio, estácircuncidado desde el cuello paraarriba, aunque tenga mi precioso futuroen sus manos.»

Para alivio de Lederer, la voz deWexler cobró nueva confianza. Eraporque estaba leyendo directamente delinforme de Lederer. En marzo del 81 undesertor digno de crédito informóque… Nombre de guerra Dumbo,

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recordó Lederer automáticamente,transformándose en una computadora:reinstalado en París con una furciaproporcionada por la sección derecursos. Un año después desertó lafurcia. En marzo del 81 el espionaje deseñales informó que… Lederer lanzóuna mirada a Artelli, esperandoencontrar la suya, pero Artelli estabaescuchando señales propias.Nuevamente en marzo del 82, a unafuente introducida en el espionajepolaco, en el curso de una visita deenlace a Moscú, le aconsejaron que…Nombre falso Mustafá, recordó Lederercon un escalofrío delicado: murió por

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exceso de entusiasmo mientras auxiliabaen sus investigaciones a la seguridadpolaca. Con un titubeo y un traspiés, elgran Wexler sirvió el primer plato fuertede la mañana y consiguió no estropearlo.Y el sentido de esos indicadores,caballeros, es en todos los casos elmismo, declaró: a saber, «que lacampaña balcánica íntegra de unservicio de espionaje occidentalinnominado está siendo orquestada porel espionaje checo en Praga, y que lafiltración se está produciendo ante lasmismas narices de la hermandad delespionaje angloamericana». Pero nadieda un salto en el aire. El coronel

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Carruthers no se quita el monóculo paraexclamar: «¡Dios santo, qué diabólicaastucia!» La fuerza sensacional de larevelación de Wexler tiene seis mesesde antigüedad. El junco de la caja se hamarchitado y ningún pájaro canta.

Lederer decidió escuchar, encambio, lo que Wexler no dice. «Nadasobre mi entrenamiento de tenisinterrumpido, por ejemplo. Nada sobremi matrimonio en peligro, mi vidasexual truncada, mi absoluta inoperanciacomo padre, a partir del día en que meeximieron de todos los demás deberes yme asignaron la función de superesclavodel gran Wexler veinticinco horas al

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día.» «Tienes formación de abogado,hablas el checo y tienes la pericia checa-le había dicho el departamento depersonal con estas mismas palabras-.Más concretamente tienes una menteenormemente brillante. Aplícala,Lederer. Esperamos maravillas de ti.»Nada sobre las horas nocturnas delantede mi computadora, gastando los dedosen pulsar malditas teclas y alimentaracres de datos inconexos. ¿Por qué lohice? ¿Qué me ocurrió? Mamá,simplemente sentí que mi talento crecíaen mi interior y entonces me monté en sulomo y me puse en marcha hacia midestino. Nombres e historial de todos

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los oficiales pasados o presentes de losservicios de espionaje occidentales consede en Washington y acceso al objetivocheco, sean consumidores centrales operiféricos: Lederer envasa en cuatrodías toda esta información ridícula.Nombres de todos sus contactos,detalles de sus desplazamientos, suspautas de conducta, sus apetitos sexualesy sus esparcimientos: Lederer lo asimilatodo en una sesión maniática de viernes-a-lunes mientras Bee reza por los dos.Nombres de todos los correos checos,funcionarios, viajeros legales o ilegalesque entran y salen de Estados Unidos,además de descripciones personales en

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reseñas separadas para contrarrestar lospasaportes falsos. Fechas y propósitoaparente de esos viajes, frecuencia yduración de la estancia. Lederer loentrega todo atado y amordazado al cabode tres cortos días y noches mientrasBee se convence de que le estáengañando con Maisie Morse, de laCantina, a quien el humo de marihuanale sale por las orejas.

Desdeñando todavía éste y otrosmuchos sacrificios de su subordinado,Wexler se ha embarcado en un párrafodesastroso sobre «incorporar nuestroconocimiento general de la metodologíacheca en lo referente a la atención de y a

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la comunicación con sus agentes enactivo». Sigue un silencio expectantemientras la reunión parafraseamentalmente.

–Ah, quieres decir mañas del oficio,Harry -dice Bo Brammel, que nuncapodía resistirse a una agudeza sipensaba que adornaría su reputación, yel pequeño Nigel, a su lado, contiene larisa alisándose el pelo.

–Pues sí, señor, supongo que es esolo que quiero decir -confiesa Wexler, yLederer, para su propia sorpresa, sienteque un bostezo de excitación nerviosa lerecorre cuando el desaliñado Artelliocupa la tribuna.

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Artelli no utiliza notas y posee unafrugalidad verbal de matemático. Apesar de su apellido, habla con un ligeroacento francés que disimula debajo deun tono gangoso y cansino del Bronx.Como los indicadores continuabanmultiplicándose, dice, mi secciónrecibió la orden de efectuar unarevalorización de las transmisiones deradio clandestinas emitidas desde eltejado de la embajada checa enWashington, así como desde ciertosedificios checos identificados enEstados Unidos a lo largo de los años81 y 82, en especial su consulado de San

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Francisco.–Nuestra gente reconsideró las

distancias del rebote, variaciones defrecuencias y zonas de recepciónprobables. Repasó todas las emisionesinterceptadas de ese período, aunque nohabíamos podido interceptarlas en elmomento de su transmisión original.Preparó un horario de dichastransmisiones para poder confrontarlascon los movimientos de sospechososverosímiles.

–Espere un minuto, ¿quiere?La cabeza del pequeño Nigel gira

como una veleta en una tormenta. HastaBrammel muestra signos visibles de

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interés humano. Desde su exilio en elextremo de la mesa, Jack Brotherhoodapunta con un índice calibre 45directamente al ombligo de Artelli. Y essintomático de todas las paradojas de lavida de Lederer que, de todas laspersonas presentes en la habitación,Jack Brotherhood es a la que másdesearía servir, si alguna vez tuviera laoportunidad y a pesar -o quizá porque-sus ocasionales esfuerzos porcongraciarse con su héroe adoptado hanmerecido un repudio férreo.

–Escuche, Artelli -diceBrotherhood-. Ustedes han insistidomucho en el punto de que cada vez que

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Pym abandonaba las oficinas deWashington, ya fuese de permiso o paravisitar otra ciudad, cesaba una serieparticular de transmisiones cifradasdesde la embajada checa. Sospecho queva a repetirnos eso mismo ahora.

–Con más detalle, sí -respondeArtelli, bastante complacido.

El dedo índice de Brotherhoodcontinúa apuntando a su blanco. Artellimantiene las manos apoyadas en lamesa.

–¿La presunción es que al estar Pymfuera del alcance de su transmisor deWashington, los checos no semolestarían en hablar con él?-inquiere

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Brotherhood.–Así es.–Entonces cada vez que volvía a la

capital reanudaban el contacto. «Hola,¿eres tú? Bienvenido a casa.» ¿Es así?

–Sí, señor.–Bien. Vamos a invertirlo por un

momento, ¿de acuerdo? Si ustedestuviese incriminando a un hombre, ¿noes eso exactamente lo que haría ustedtambién?

–Actualmente no -responde Artelli,serenamente-. Y tampoco en el 81 y el82. Quizá sí diez años antes. No en losochenta.

–¿Por qué no?

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–No sería tan tonto. Todos sabemosque es una práctica habitual delespionaje seguir transmitiendo aunque elreceptor no esté escuchando. Tengo laimpresión de que… -Se detiene-. Quizádebería dejar esto al señor Lederer -dice.

–No, dígaselo usted mismo -ordenaWexler sin levantar la vista.

La brusquedad de Wexler no esinesperada. Es una característica deestas reuniones, conocida por todos lospresentes, que una maldición, cuando nouna prohibición explícita, impida usar elnombre de Lederer. Lederer es suCasandra. Nadie pidió jamás a Casandra

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que presidiera una asamblea sobrelimitación de daños.

Artelli es un jugador de ajedrez y setoma su tiempo.

–Las técnicas de comunicación quenos encomendaron observar aquíestaban anticuadas incluso en la épocade su utilización. Percibes unaimpresión. Un olor. Un olor a viejo. Unasensación del largo trato, de un serhumano con otro. Quizá de años.

–Esos son argumentos muycapciosos -exclama Nigel, bastanteenfadado, y continúa sentado muyderecho antes de inclinarse hacia sujefe, quien parece estar intentando negar

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y asentir con el mismo movimiento decabeza.

Mountjoy dice: «Muy bien.» Un parde directores regionales de Brammelestán produciendo sonidos similares decorral. Hay hostilidad en el aire, y seestá gestando a escala nacional.Brotherhood no dice nada, pero se hasonrojado. Lederer ignora si alguienaparte de él lo ha notado. Se hasonrojado, ha bajado el puño y duranteun segundo parece haber bajadototalmente la guardia. Lederer le oyerezongar «camelos», pero no oye elresto porque Artelli ha decididoproseguir.

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–Nuestro descubrimiento másimportante, con todo, se refiere a lostipos de código en esas transmisiones.En cuanto tuvimos noticia de un sistemade tipos más antiguo, sometimos lastransmisiones a diferentes métodosanalíticos. Del mismo modo que no tepones a buscar inmediatamente un motorde vapor dentro del capó de un Cadillac.Decidimos leer los mensajes a partir delsupuesto de que los leía un hombre o unamujer que pertenece a una determinadageneración de adiestramiento y que nopuede o no se atreve a almacenarmateriales modernos de lenguajecifrado. Buscamos claves más

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elementales. Buscamos en particularpruebas de textos no fortuitos quesirvieran de base para la transposición.

«Si alguien aquí entiende lo que estádiciendo, no lo demuestra», piensaLederer.

–Al poner esto en práctica,empezamos a detectar al momento unaprogresión en la estructura. Por ahorasigue siendo álgebra. Pero ahí está. Esuna lógica progresión lingüística. Quizásea un fragmento de Shakespeare.Quizás una canción infantil hotentote.Pero emerge una pauta basada en eltexto continuo de algún análogosemejante. Y ese análogo es, en efecto,

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el libro de claves de esas transmisiones.Y pensamos -quizá sea un poco místico-que el análogo es… bueno, como unvínculo entre el campo y la base. Lovemos como si tuviera casi unaidentidad humana. Lo único quenecesitamos es una palabra. Preferente,pero no necesariamente la primera.Después de lo cual, identificar el restodel texto es sólo cuestión de tiempo.Entonces leeremos con toda claridadesos mensajes.

–¿Y cuándo será eso? -preguntóMountjoy-. Hacia 1990, supongo.

–Podría ser. Podría ser esta noche.De repente se puso de manifiesto

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que Artelli quería decir más de lo queestaba diciendo. Lo hipotético se habíavuelto específico. Brotherhood es elprimero en captar su insinuación.

–¿Por qué esta noche? -dice-. ¿Porqué no en 1990?

–Hay una cosa muy curiosa en elconjunto de las transmisiones checas -confiesa con una sonrisa-. Es como siestuvieran lanzando material al azar portodas partes. Como ayer por la noche, enque Radio Praga emitió una llamadaespectral por todo el mundo utilizando aun falso profesor inexistente. Como ungrito de auxilio a alguien que sólo estáen condiciones de recibir un anuncio

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verbal. Durante veinticuatro horas,además, captamos llamadas como deprimero de mayo, por ejemplo unatransmisión de alta velocidad de laembajada checa aquí en Londres. Desdehace cuatro días han estado colandoseñales de gran velocidad en losprogramas principales de la BBC. Escomo si los checos hubiesen perdido aun niño en el bosque y estuvierangritando mensajes que acaso pudieranllegarle.

Antes incluso de que la voz sin ecode Artelli se hubiese extinguido,Brotherhood estaba ya hablando.

–Pues claro que hay una transmisión

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de Londres -declara con vehemencia,apoyando el puño en la mesa, como enun gesto de desafío-. Pues claro que loschecos la están enviando. Por Dios,¿cuántas veces tenemos que decírselo?Hace dos malditos años que ha habidotransmisiones checas en cualquier partedel globo donde Pym pone el pie y que,naturalmente, coinciden con susmovimientos. Es un juego de radio. Asíes como se juega cuando se estáincriminando a un hombre. Persistes yrepites y esperas hasta que el otropierde los nervios. Los checos no sonidiotas. A veces pienso que nosotros sí.

Sin incomodarse, Artelli dirige a

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Lederer su sonrisa retorcida comodiciéndole: «A ver si tú puedesimpresionarles.» En eso Lederer sepermite un recuerdo improcedente de sumujer, Bee, extendida encima de él, entodo su esplendor desnudo, haciéndoleel amor como todos los ángeles delcielo.

–Sir Michael, tengo que empezar porel otro extremo -dijo Ledererprontamente, en un exordio preparadoque se dirige a Brammel-. Si no tieneinconveniente, señor, tengo queremontarme a Viena, hace tan sólo diezdías, y desde allí a Washington.

Nadie le mira. Empieza por donde

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quieras, le estaban diciendo, y acaba deuna vez.

Un Lederer distinto se ha desatadoen su fuero interno y él recibe con placeresta versión de sí mismo. «Soy elcazador de recompensas que se muevesigiloso entre Londres, Washington yViena, con Pym perpetuamente en mipunto de mira. Soy el Lederer que, comoBee se quejaba a voz en cuello cuandoestuvimos a salvo de micrófonos, seacostaba con Pym todas las noches,despertaba sudando de dudas en lashoras veleidosas y despertaba de nuevo

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por la mañana con Pym más firmementeinstalado entre Bee y yo: «Te atraparé,chico. Te agarraré.» El Lederer quedurante los últimos doce meses -desdeque el nombre de Pym empezó aparpadearme desde la pantalla delordenador- le ha perseguido primerocomo una abstracción y luego como a untipo estrafalario. Ha posado con él encomités falsos como su colega serio yadmirativo. Ha compartido picnicsalegres y ebrios con la familia Pym enlos bosques de Viena, y a continuaciónhe corrido a mi escritorio y me hepuesto a trabajar con renovado vigorpara desguazar lo que acabo de gozar.

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Es el Lederer que con excesiva facilidadse encariña de aquello mismo a lo queluego castiga por tenerle sujeto; elLederer que agradece cada sonrisa tiesay palmadita de aliento fortuita del granWexler, mi jefe, para volverse contra éldiez minutos más tarde, satirizarle,degradarle en mi mente recalentada ycastigarle por ser otra decepción máspara mí.

No importa que yo tenga veinte añosmenos que Pym. Reconozco en Pym lomismo que reconozco en mí: un espíritutan excéntrico que incluso mientras estoyjugando una inocente partida descrabble con los chicos, puede oscilar

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entre las opciones de suicidio, violacióny asesinato. «¡Es uno de los nuestros,por Cristo bendito!» -quiere gritarLederer a los potentados soñolientosque le rodean-. No uno de vosotros. Unode los míos. Los dos somos un par desicópatas energúmenos. Pero porsupuesto no grita esto ni ninguna otracosa. Habla cuerda y juiciosamente desu computadora. Y de un hombrellamado Petz, también llamado Hampely Zaworski, que viaja casi tanto comoLederer y exactamente lo mismo quePym, pero que se toma más molestiasque ellos dos para ocultar sus huellas.

Antes, no obstante, con la misma voz

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perfectamente equilibrada ydesapasionada, Lederer describe lasituación como estaba en agosto, cuandoquedó bilateralmente convenido -Lederer lanza una mirada respetuosahacia su héroe Brotherhood- que debíaabandonarse el caso Pym y disolverse elcomité.

–Pero no se abandonó, ¿verdad? -dice Brotherhood, sin molestarse estavez en avisar de su interrupción-.Mantuviste una vigilancia de su casa yapostaría que también dejaste otroscontadores en marcha.

Lederer mira de soslayo a Wexler.Éste se mira ceñudo las manos para

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decir «no me metas… ah… en esto».Pero Lederer no tiene intención de pararesta pelota, y aguarda groseramente aque la detenga Wexler.

–La resolución por nuestra parte,Jack, fue que debíamos capitalizar la…apropiación existente de recursos -diceWexler con desgana-. Optamos por unareducción gradual de… ah… unadisminución progresiva y nada abrupta.

En el silencio que sigue, Brammelesboza una sonrisa deportiva.

–¿Entonces quiere decir quemantuvo la vigilancia? ¿Es eso lo queestá diciendo?

–Sobre una base limitada

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únicamente, a un ritmo muy lento, muymínimo en todos los niveles, Bo.

–Yo creía más bien que acordamosretirar al instante nuestros sabuesos,Harry. Sin duda nosotros cumplimosnuestra parte del trato.

–La… ah… Agencia decidiórespetar el espíritu de ese pacto, Bo,pero también a la luz de lo que se juzgóoperativamente conveniente teniendo encuenta… ah… todos los hechos eindicadores conocidos.

–Gracias -dice Mountjoy, y tira sulápiz como un hombre que se niega acomer.

Pero esta vez Wexler devuelve el

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mordisco, y sabe hacerlo:–Creo que comprenderá que su

gratitud es merecida, señor -replica, ycoloca los nudillos combativamentecontra la punta de su nariz.

–El caso de Hans Albrecht Petz,prosigue Lederer, surgió hace seismeses en un contexto que a primera vistano tenía nada que ver con el caso contraPym. Petz era simplemente otroperiodista checo que había aparecido enuna conferencia Este-Oeste celebrada enSalzburgo y había sido valorado comouna cara nueva para los cazatalentos. Unhombre más viejo, retraído perointeligente, detalles de su pasaporte

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filtrados. Lederer sometió su nombre avigilancia y encargó a Langley unainvestigación rutinaria de su historial.Langley transmitió «ningún antecedenteadverso», pero advirtió que erairregular que un hombre de la edad yprofesión de Petz no se hubiese hechonotar hasta entonces. Un mes más tardePetz reapareció en Linz, supuestamentepara informar de una feria agrícola. Noalternó con otros periodistas, no intentócongraciarse, rara vez fue visto en lascarpas de lona y no aportó nada. CuandoLederer encomendó a sus lectores deprensa que cribaran los periódicoschecos en busca de crónicas redactadas

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por Petz, lo máximo que encontraronfueron dos párrafos en el Granjerosocialista, firmados por H. A. P., sobrelas limitaciones de los tractores pesadosoccidentales. Entonces, cuando Ledererestaba dispuesto a olvidarse de élLangley le suministró una identificaciónpositiva. Albrecht Petz era la mismapersona que Alexander Hampel, unoficial del espionaje checo querecientemente había asistido a unaconferencia de periodistas no alineadosen Atenas. No abordar a Petz-Hampelsin autorización. Permanezca a la esperade más información.

Al oírse a sí mismo decir «Atenas»,

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Lederer tiene la impresión de que lapresión atmosférica ha disminuido en lasala de seguridad.

–¿En Atenas cuándo ? -refunfuñaBrotherhood, con tono irritado-. ¿Cómopodemos seguir esta historia sin fechas?

Su propio pelo se convierte depronto para Nigel en una granpreocupación. Una y otra vez moldea loscuernos grisáceos de encima de unaoreja con la punta inmaculada de susdedos, al propio tiempo que muestra unceño dolorido.

Wexler interviene de nuevo, yLederer comprueba con placer que estáempezando a desprenderse de su timidez

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y respeto.–La conferencia de Atenas se

celebró del 15 al 18 de julio, Jack.Hampel fue visto solamente el primerdía. Conservó su habitación de hotel lastres noches pero no durmió en ellaninguna. Pagó en metálico. Según losregistros griegos llegó a Atenas el 14 dejulio y nunca abandonó el país. Lo másprobable es que saliera con un pasaportedistinto. Parece ser que voló a Corfú.Las listas de vuelo griegas son tancaóticas como de costumbre, peroparece ser que voló a Corfú repite-.Para entonces ya empezamos ainteresarnos mucho por este hombre.

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–¿No nos estamos adelantando? -dice Brammel, cuyo sentido del ordennunca es más agudo que en losmomentos de crisis-. Maldita sea, Harry,es el mismo juego de siempre. Esculpabilidad por coincidencia. No esdistinto de lo de la radio. Si nosotrosquisiéramos incriminar a un hombre,haríamos el mismo juego con ellos.Cogeríamos a un miembro antiguo de laCasa, un poco en descrédito pero nadadeshonrado, y le haríamos ir a la par delos movimientos de un pobre diablohasta que el adversario diga: «Caramba,nuestro hombre es un espía.» Que ellosse peguen un tiro en el pie. Es

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facilísimo. Muy bien. Hampel sigue lapista de Pym. Pero ¿qué nos demuestraque Pym colabora activamente?

–En aquel momento preciso nada,señor -confiesa Lederer con falsahumildad, interviniendo en nombre deWexler-. Pero para entonces habíamosdescubierto un lazo retrospectivo entrePym y Albrecht Petz. En la fecha de laconferencia de Salzburgo, Pym y sumujer asistían a un festival de músicaallí. Petz se hospedaba a unosdoscientos metros del hotel de los Pym.

–Otra vez la misma historia -diceBrammel, obcecadamente-. Es unmontaje. Se ve a la legua. ¿No te parece,

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Nigel?–Es realmente endeble -dice Nigel.Nuevamente la presión atmosférica.

Quizá las máquinas matan el oxígenoademás del sonido, piensa Lederer.

–¿Tiene inconveniente en decirnos lafecha en que salió a relucir esa pista deAtenas? -pregunta Brotherhood, aferradoaún a la cronología.

–Hace diez días, señor -respondeLederer.

–Han sido más lentos que un caracolpara avisarnos, ¿no?

Cuando está furioso, Wexlerencuentra las palabras más rápido:

–Verás, Jack, nos disuadía bastante

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la idea de presentaros prematuramenteuna nueva serie de coincidencias decomputadora.

Y añade para Lederer, su cabeza deturco:

–¿Qué demonios estás esperando?Es hace diez días. Lederer está

acurrucado en la sala de comunicacionesde la oficina de Viena. Es de noche y hadeclinado dos invitaciones a cócteles yla de una cena pretextando una gripeligera. Ha telefoneado a Bee y no haocultado la excitación de su voz y tienepensado a medias volver aprisa ydecírselo en seguida, porque endefinitiva siempre se lo ha contado todo,

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y las veces en que había poca cosa algomás de lo debido para que su imagen nose resienta. Pero no suelta prenda. Yaunque la puta tensión le ha congeladolas articulaciones de los dedos, continúatecleando. Primero recuerda loshorarios más recientes de losmovimientos conocidos de Pym dentro yfuera de Viena y descubre, casi comoalgo que cae por su peso, que visitóSalzburgo y Linz exactamente en lasmismas fechas que Petz, alias Hampel.

–¿Linz también? -le interrumpebruscamente Brotherhood.

–Sí, señor.–Le siguieron allí, supongo. En

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contra de lo acordado.–No, señor, no seguimos a Magnus

en Linz. Hice que mi mujer, Bee,visitara a Mary Pym. Bee obtuvo lainformación en el curso de unaconversación inocente, de mujer amujer, sobre otro tema, señorBrotherhood embargo, podría no haberido a Linz. Podría haber contado a sumujer una historia falsa.

A Lederer le cuesta reconocer quees posible, pero en voz baja sugiere queapenas importa, señor, en vista de laseñal de Langley de esa misma noche,señal que ahora lee en voz alta a losseñores del espionaje angloamericano

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reunidos.–Llegó a mi mesa cinco minutos

después de que tuvimos la conexión deLinz, señor. Cito: «Petz-Hampel esasimismo Jerzy Zaworski, nacido enCarlsbad en 1926, periodista alemánoccidental de origen checo que hizonueve viajes legales a Estados Unidosen 1981-1982.»

–Perfecto -dice Brammel para sí.–La fecha de nacimiento, por

supuesto, es aproximativa en estos casos-continúa Lederer, sin arredrarse-.Nuestra experiencia revela que lospasaportes falsos suelen añadir al titularun año o dos.

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Apenas la señal está en la mesa deLederer, dice éste, mecanografía lasfechas y destinos de las visitas de HerrZaworski a América. Y fue entoncescuando -dice Lederer, aunque no contantas palabras- con sólo pulsar un botóntodo concordó, los continentes seunieron, tres periodistas pasaron a serun único espía checo y Grant Lederer III,gracias al aislamiento intachable de lasala de señales, pudo gritar «¡Aleluya!»y «¡Bee, te quiero!» a las paredesacolchadas.

–Todas las ciudades americanasvisitadas por Petz-Hampel-Zaworski en1981 y 1982 fueron visitadas por Pym

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en las mismas fechas -salmodia Lederer-. Durante estas fechas fueronsuspendidas las más importantestransmisiones clandestinas desde laterraza de la embajada checa, siendo larazón de ello, a nuestro juicio, que seestaba produciendo un encuentropersonal entre el agente en activo y sucontrolador de visita. Las transmisionesde radio eran por consiguiente,superfluas.

–Qué bonito -dice Brammel-. Megustaría encontrar al oficial de espionajecheco que concibió este tinglado paradarle inmediatamente mi Óscarparticular.

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Con discreción afligida Mick Carverlevanta suavemente una cartera hasta lamesa y extrae un mazo de carpetas.

–Éste es un perfil de Langley sobreel actual Petz-Hampel-Zaworski,presunto controlador de Pym -explica, ala paciente manera de un vendedorempeñado en exhibir una nuevatecnología a pesar del obstáculo delelemento más viejo-. Esperamos un parde precisiones en un plazo muy breve,quizás esta misma noche. Bo, cuandoMagnus vuelva a Viena, ¿te importarácomunicárnoslo, por favor?

Brammel, al igual que todos losdemás, está examinando su carpeta, por

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lo que es natural que no conteste en elacto.

–Cuando se lo digamos, supongo -dice, descuidadamente, pasando unapágina-. No antes, eso seguro. Como túdices, la muerte de su padre fueprovidencial. El viejo dejó un buen lío,sospecho, Magnus tiene muchas cosasque arreglar.

–¿Dónde está ahora? -preguntaWexler.

Brammel consulta su reloj.–Cenando, me figuro. Casi es la

hora, ¿no?–¿Dónde se aloja? -insiste Wexler.Brammel sonríe.

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–Oye, Harry, creo que no voy adecirte eso. Tenemos ciertos derechosen nuestro propio país, ya sabes, y oshabéis propasado un poco en el juego dela vigilancia.

Wexler es ante todo un hombretestarudo.

–Lo último que supimos de él fueque estaba en el aeropuerto de Londreshaciendo el embarque de su vuelo aViena. Nuestra información es que habíaresuelto sus asuntos aquí y que volvía asu puesto. ¿Qué demonios pasó?

Nigel ha juntado las manos. Todavíaunidas, las posa sobre la mesa paraindicar que, pequeño o no, se dispone a

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hablar.–No le habréis seguido aquí

también, ¿no? Eso sería ya el colmo.Wexler se frota la barbilla. Su

expresión es de pesar, pero no dederrota. Se dirige a Brammel.

–Bo, necesitamos esa información.Si es un montaje para engañar a loschecos es el caso más condenado eingenioso que he visto en mi vida.

–Pym es un oficial muy ingenioso -replica Brammel-. Ha sido una espinapara el bando checo durante treintaaños. Es digno de que se tomen unmontón de molestias.

–Bo, tenéis que frenar a Pym e

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interrogarle para que escupa toda lamierda. Si no lo hacéis, vamos a darlevueltas y más vueltas a este asunto hastaque a todos nos salgan canas y algunosestemos ya en la tumba. Ha estadojugueteando con nuestros secretos, ytambién con los vuestros. Tenemospreguntas muy serias que hacerle ypersonas muy bien adiestradas parahacérselas.

–Harry, tienes mi palabra de quellegado el momento tú y tu gente podréisinterrogarle todo lo que queráis.

–Quizás ese momento es ahoramismo -dice Wexler, sacando lamandíbula-. Quizá deberíamos estar

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presentes desde que empiece a cantar.Zurrarle mientras esté blando.

–Y quizá deberías confiar en nuestrojuicio suficientemente para esperar tuoportunidad -susurra Nigelmelosamente, y lanza a Wexler unamirada muy tranquilizadora por encimadel marco superior de sus gafas delectura.

Un impulso muy extraño, entretanto,se está apoderando de Lederer. Losiente crecer dentro de él y no puedecontenerse, como si fuera una urgenciade vomitar. En este cicloautorregenerador de transigencia ydoblez, necesita exteriorizar la afinidad

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secreta existe entre Magnus y él.Afirmar el monopolio del conocimientosobre Pym y subrayar el carácterpersonal de su triunfo. Mantenerse en elcentro del terreno y no verse expulsadoa la banda de donde procede.

–Señor, usted ha mencionado alpadre de Pym -salta, hablandodirectamente a Brammel-. Señor, yo sécosas de ese padre. El mío no es muydistinto en ciertos aspectos; sólodifieren en grado. Es un picapleitososcuro y la honradez no es su puntofuerte. No, señor. Pero el de Pym era unestafador de guante blanco. Un artistadel timo. Nuestros psiquiatras han

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elaborado un retrato realmenteinquietante de ese hombre. ¿Sabe quecuando Richard T. Pym estuvo en NuevaYork amañó todo un imperio deempresas falsas? ¿Que pidió préstamosa la gente más impensable, a personasrealmente importantes? Me refiero apersonas conocidas. Hay en eso unatensión grave de inestabilidadcontrolada. Tenemos un artículo alrespecto. -Estaba yendo demasiadolejos, pero no podía detenerse-. Esdecir, por Cristo, ¿sabe que Magnus seinsinuó del modo más brutal a mi mujer?No se lo reprocho. Es una mujeratractiva. Lo que quiero decir es que el

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tipo está en todo. Está en todas partes.Esa frialdad inglesa que muestra es purobarniz.

No es la primera vez que Lederer hacometido suicidio. Nadie le oye, nadiele grita «¡Vaya, no me digas!» Y cuandoBrammel habla su voz es tan fría comola caridad y llega con igual retraso.

–Sí, bueno, siempre doy por sentadoque esos hombres de negocios son unosestafadores, ¿tú no, Harry? Seguro quetodos lo pensamos.

Pasea la mirada alrededor de lamesa, mirando a todos menos a Lederer,y se dirige nuevamente a Wexler.

–Harry, ¿qué te parece si tú y yo

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parlamentamos durante una hora? Si va ahaber un interrogatorio hostil en algunafase del procedimiento, creo quedeberíamos acordar algunas pautas deantemano. Nigel, ¿por qué no vienes tútambién para que haya juego limpio? Encuanto a los demás… -Su mirada seposa en Brotherhood y le concede unasonrisa particularmente confiada-.Bueno, digamos simplemente que hastaluego. Saldrán por parejas, ¿deacuerdo?, cuando hayan terminado sulectura. No todos a la vez, que asustan alos campesinos del lugar. Gracias.

Brammel sale, Wexler anadeaenérgicamente en pos de él, como un

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hombre que ha sostenido su criterio y letiene sin cuidado quién lo conoce. Nigelaguarda hasta que todos se hanmarchado y entonces, como un funerarioatareado, rodea la mesaapresuradamente y coge a Brotherhooddel brazo, en un gesto fraternal.

–Jack -susurra-. Bien dicho, bienjugado. Les hemos jodido totalmente.Una palabra al oído lejos de losmicrófonos, ¿vale?

Era a primera hora de la tarde. Lacasa franca donde se habían citado erauna mansión seudorregencia con

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pantallas de joyero a través de lasventanas. Una niebla cálida sobrevolabael sendero de grava y Ledererdeambulaba por él como un asesino a laespera de que la mole de Brotherhoodllenara el porche iluminado. Mountjoy yDorney le sobrepasaron sin decirle unapalabra. Carver, acompañado de Artelliy su cartera, fue más explícito.

–Tengo que vivir aquí, Lederer.Sólo confío en que esta vez consigas quela cosa cuele o que te destinen al quintoinfierno.

Bastardo, pensó Lederer.Por fin apareció Brotherhood,

hablando crípticamente con Nigel.

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Lederer les observó celoso. Nigel sevolvió y regresó al interior. Brotherhoodsiguió avanzando.

–¿Señor Brotherhood? Soy yo.Lederer.

Brotherhood aminoró el paso hastadetenerse. Llevaba una bufanda y suhabitual gabardina mugrienta, y habíaencendido uno de sus cigarros amarillos.

–¿Qué quiere? -preguntó.–Jack. Quiero decirle que pase lo

que pase y haya hecho lo que hayahecho, lamento que sea él y lamento quesea usted.

–Probablemente no ha hecho nada denada. Posiblemente reclutó a un agente

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del otro bando y no nos lo ha dicho. Muypropio de Pym. Mi opinión es queustedes han desquiciado esta historia.

–¿Haría una cosa así? ¿Magnus?¿Jugar una partida en solitario con elenemigo y no decírselo a nadie? Cristo,¡eso es dinamita! Si yo intentara hacereso, Langley me desollaría.

Sin haber sido invitado, empezó acaminar al lado de Brotherhood. En lapuerta había un policía. Les llegó desdela explanada el sonido de cascos, perola niebla ocultaba los caballos.Brotherhood caminaba aprisa. ALederer le costaba esfuerzo mantenersea su paso.

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–Me siento francamente mal, Jack -confesó Lederer-. Nadie parececomprender lo que ha significado paramí tener que hacerle esto a un amigo. Nosolamente es Magnus. Es Bee y Mary ylos críos y todo el mundo. Beckie y Tomson verdaderos novios. Todo esto noshace reflexionar sobre nosotros mismosen muchos sentidos. Hay un pub ahímismo. ¿Puedo invitarle a una copa?

–Me temo que tengo que ir a ver a unhombre por un asunto de un perro.

–¿Quiere que le deje en algún sitio?Tengo un coche y chófer a la vuelta de laesquina.

–Prefiero ir andando, si no le

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importa.–Magnus me habló mucho de usted,

Jack. Supongo que violó alguna de lasreglas, pero así fue. Compartíamosrealmente cosas. Era una gran amistad.Ésa es la locura. Realmente éramos laRelación Especial. Y yo creo en eso.Creo en la alianza anglosajona, en elPacto del Atlántico, en todo. ¿Recuerdaaquel allanamiento de morada que ustedy Magnus perpetraron juntos enVarsovia?

–Me temo que no.–Oh, vamos, Jack. ¿Cuando usted le

descolgó por una claraboya, como en laBiblia? ¿Y lo de aquellos falsos

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policías polacos que estaban abajo, enla puerta, por si la víctima volvía a casainesperadamente? Me dijo que usted eracomo un padre para él. ¿Sabe lo que medijo de usted una vez? «Grant -me dijo-.Jack es el auténtico campeón del granjuego.» ¿Sabe lo que pienso? Que si losescritos de Magnus le hubieran salidocomo él quería, habría estado a gusto.Tiene demasiadas cosas dentro. Tieneque expresarlas en algún sitio.

Respiraba con cierta precipitaciónentre cada palabra, pero insistía enseguir el paso de Brotherhood, tenía queaclarar la situación con él.

–Verá, señor, últimamente he leído

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mucho sobre la creatividad de la mentecriminal.

–Ah, entonces, ¿ahora es uncriminal?

–Por favor. Permítame que le citealgo que he leído.

Habían llegado a un cruce y estabanesperando a que cambiara el semáforo.

–«¿Qué diferencia moral hay entre lacriminalidad del artista, que esendémica en todas las finas mentescreativas, y la habilidad artística delcriminal?»

–Me temo que no lo entiendo.Demasiadas palabras largas. Disculpe.

–Demonios, Jack, somos estafadores

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tolerados, es lo único que digo. ¿Cuál esnuestro negocio? ¿Sabe cuál es? Esponer nuestro temperamento de ladronesal servicio del estado. Por eso mepregunto: ¿cómo voy a cambiar missentimientos por Magnus simplementeporque se ha equivocado un poco en lamezcla? ¡Magnus sigue siendoexactamente el mismo hombre con quienhe pasado magníficos ratos! Y yo sigosiendo el mismo que pasó esos ratos conMagnus. Nada ha cambiado, aparte deque hemos aterrizado a distintos ladosde la valla. ¿Sabe que una vez hablamosde la deserción? ¿De adonde iríamos sialguna vez poníamos pies en polvorosa?

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¿Dejar el trabajo, la mujer y los hijos, ylanzarse a la aventura? Hasta ese puntoestábamos unidos, Jack. Literalmentepensábamos lo impensable. De verdad.Éramos increíbles.

Había entrado en la High Street deSt. John’s Wood y se encaminaban haciaRegent’s Park. Brotherhood habíaavivado el paso.

–¿Dónde dijo que iría? -preguntó degolpe Brotherhood-. ¿A Washington? ¿AMoscú?

–A casa. Dijo que sólo había unsitio. El hogar. Eso lo demuestra. Elhombre ama a su país, señorBrotherhood. Magnus no es un renegado.

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–No sabía que tuviese un hogar -dijoBrotherhood-. Siempre me dijo quehabía tenido una infancia vagabunda.

–El hogar es una pequeña ciudadcostera de Gales. Tiene una iglesiavictoriana muy fea. Tiene una caseramuy estricta que le encierra en casa a lasdiez de la noche. Y uno de estos díasMagnus va a enclaustrarse en esahabitación de arriba y va a perder elculo hasta que salga con los docevolúmenes de la réplica de Pym aProust.

Brotherhood podría no haber oído.Aceleró el paso.

–El hogar es la infancia recreada,

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señor Brotherhood. Si la deserción esuna autorrenovación, exige también unrenacimiento.

–¿Esa frase estúpida es de él o deusted?

–Mía y suya por igual. Hablamos detodo esto y hablamos de muchas cosasmás. ¿Sabe por qué tantos desertoresvuelven a desertar? Tambiénesclarecimos este punto. Es entrar ysalir del útero constantemente. ¿Lo habíanotado alguna vez en los desertores, eldenominador común de toda esa bandade locos? Son inmaduros. Perdóneme,son literalmente chupacoños.

–¿Tiene nombre ese sitio?

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–¿Cómo dice?–Ese paraíso galés. ¿Cómo se

llama?–Nunca dijo su nombre. Lo único

que dijo fue que estaba cerca delcastillo donde se crió con su madre, enuna región de grandes casas donde él ysu madre solían ir a las cacerías,bailaban en los bailes de Navidad y semezclaban muy democráticamente conlos criados.

–¿Alguna vez ha encontrado checosque utilicen números atrasados deperiódico? -preguntó Brotherhood.

Momentáneamente confundido por elcambio de rumbo, Lederer se vio

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obligado a hacer una pausa yreflexionar.

–Es un caso que lleva un colega mío-dijo Brotherhood-. Me lo consultó. Unagente checo rebusca los periódicos dela semana anterior antes de dar un paseopor la calle. ¿Por qué haría eso?

–Yo se lo diré. Es una prácticacorriente -dijo Lederer, recobrándose-.Un truco viejo, pero corriente. Tuvimosun agente así, un doble. Los checosemplearon varios días simplemente enenseñarle a envolver una películarevelada en un periódico. Le sacaban ala calle de noche y tenía que buscar unsitio oscuro. Al pobre bastardo casi se

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le congelan los dedos. Estaban a veintegrados bajo cero.

–He dicho números atrasados -dijoBrotherhood.

–Claro. Hay dos métodos. Uno esusar el día del mes, y el otro usar el díade la semana. El día del mes es unapesadilla: hay que aprender de memoriatreinta y un modelos de mensaje. Si eldía es dieciocho significa: «Cita detrásde los urinarios de caballeros de Brno alas nueve y media, y no te retrases.» Sies el día seis: «¿Dónde demonios está elcheque de mi mensualidad?» -Lanzó unarisita sin resuello, pero Brotherhood nole secundó-. Los días de la semana son

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una versión abreviada del mismosistema.

–Gracias, se lo diré a mi colega -dijo Brotherhood, deteniéndose por fin.

–Señor, no concibo un honor másgrande que invitarle a cenar esta noche -dijo Lederer, ahora ansiandodesesperadamente la absolución deBrotherhood-. Siembro calumnias sobreuno de sus hombres, forma parte de mideber. Pero si pudiera separar la facetapersonal y la oficial, sería un hombrefeliz, señor. ¿Jack?

El taxi estaba ya parando.–¿Qué?–¿Cree usted que podría darle a

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Magnus un mensaje de mi parte, unmensaje amistoso?

–¿Qué mensaje?–Dígale que en cualquier momento,

cuando todo acabe, en cualquier sitio,allí estaré como amigo suyo.

Brotherhood asintió, subió al taxi yse alejó antes de que Lederer pudieseoír su destino.

Lo que Lederer hizo a continuacióndebería figurar en la historia, si no en lahistoria más amplia del asunto Pym, almenos en su propia crónica personalexasperante de verlo todo con una visiónperfecta y ser repetidamente rechazadocomo un profeta inoportuno. Lederer se

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zambulló en una cabina telefónica y tratóde hablar con Carver, pero lo único quelogró fue descubrir que no teníamonedas inglesas. Se zambulló en elMulberry Arms, se abrió camino hastael mostrador y pidió una cerveza que noquería con el solo propósito de que ledieran cambio. Volvió a la cabina y laencontró ocupada, por lo que echó acorrer en busca de su chófer, que,habiendo visto que Lederer se marchabacon Brotherhood, había presumido queno necesitaban sus servicios y se habíaido a su casa en Battersea, donde teníauna amiga. A las nueve en punto,Lederer irrumpió en el despacho de la

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embajada americana donde Carverestaba redactando una señal sobre lossucesos de la jornada.

–¡Están mintiendo! -gritó Lederer.–¿Quién?–¡Los putos ingleses! Pym se ha

largado. No tienen ni puta idea de dóndeestá. Le he pedido a Brotherhood que letransmita este mensaje totalmentesubversivo y él ha hecho el paripé paraapartarme de la buena pista. Pym se fugóen el aeropuerto de Londres y le estánbuscando lo mismo que nosotros. Esastransmisiones de radio checas sonauténticas. Los ingleses le estánbuscando, nosotros le estamos buscando.

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Y los putos checos también le buscanpor todas partes. ¡Escúchame!

Carver le había escuchado. Carvercontinuó escuchándole. Siguió laconversación de Lederer conBrotherhood y concluyó que no deberíahaber tenido lugar y que Lederer sehabía extralimitado. No se lo dijo a élpero lo apuntó y esa noche, más tarde,un telegrama aparte al departamento depersonal de la agencia, se cuidó de queesta nota se agregara al expediente deLederer. Al mismo tiempo que Ledererpodría haber tropezado con la verdad,aun cuando por un mal camino, y lonotificó asimismo. De este modo Carver

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se cubría la espalda de todas lasmaneras y simultáneamente asestaba unapuñalada a un desagradable entrometido.No estaba mal.

–Los ingleses están jugando sucio -confió, a personas que conocía en lacumbre-. Voy a tener que observar eljuego muy detenidamente.

El despacho del director olía abotellas mortíferas. El señor Caird, pesea que odiaba la violencia, era unlepidopterólogo apasionado. Un severoretrato de nuestro fundador, G. F.Grimble, miraba ceñudo las sillas de

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cuero resquebrajado. En una de ellasestaba sentado Tom. Brotherhood sehabía sentado enfrente. Tom estabamirando la fotografía de la carpetaLangley sobre Petz-Hampel-Zaworski.Brotherhood miraba a Tom. El señorCaird había estrechado la mano deBrotherhood y les había dejado solos.

–¿Es éste el hombre que paseóalrededor del campo de cricket con tupadre en Corfú? -preguntó Brotherhood,mirando a Tom.

–Sí, señor.–Entonces no ibas muy descaminado

en tu descripción, ¿eh?–No, señor.

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–Pensé que te divertiría.–Sí.–No cojea en la foto, o sea que no

parece tan renqueante. ¿Has recibidoalguna carta de tu padre? ¿Te hallamado?

–No, señor.–¿Le has escrito?–No sé dónde enviar la carta, señor.–¿Por qué no me la das a mí?Tom excavó en el interior de su

jersey gris y desenterró un sobrecerrado, sin nombre ni dirección.Brotherhood lo cogió y recuperótambién la foto.

–Ese inspector no ha vuelto a

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molestarte, ¿verdad?–No, señor.–¿Algún otro lo ha hecho?–No realmente, señor.–¿Qué quiere decir eso?–Es sólo que se me hace muy raro

que haya venido esta noche.–¿Por qué?–Tengo deberes de matemáticas -

dijo Tom-. Mi peor asignatura.–Entonces supongo que te gustaría

seguir estudiando.Sacó del bolsillo la carta estrujada

de Pym y se la tendió a través delespacio que mediaba entre ellos.

–Pensé que te gustaría guardarla. Es

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una carta hermosa. Deberías estarorgulloso.

–Gracias, señor.–Tu padre habla ahí de un tal tío

Syd. ¿Quién es? «Si alguna vez no tesonríe la fortuna -dice-, o si necesitasuna comida caliente y unas risas o unacama para pasar la noche, no te olvidesde tu tío Syd.» ¿Quién es ese tío Syd?

–Syd Lemon, señor.–¿Dónde vive?–En Surbiton, señor. Al lado de unas

vías de tren.–Un hombre mayor, ¿no? ¿O más

bien joven?–Cuidó a mi padre cuando era

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pequeño. Era amigo del abuelo. Sumujer se llamaba Meg, pero ya hamuerto.

Los dos se levantaron.–Papá sigue bien, ¿verdad, señor?Brotherhood enderezó los hombros.–Tienes que volver con tu madre,

¿me oyes? Con tu madre o conmigo. Connadie más. Eso si las cosas se ponenfeas.

Sacó del bolsillo de la chaqueta unviejo estuche de cuero.

–Es para ti.Tom lo abrió. Dentro había una

medalla con una cinta adherida: carmesí,con finas rayas azul oscuro a ambos

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lados.–¿Por qué se la dieron? -preguntó

Tom.–Por aguantar noches oscuras a

solas.Sonó una campana.–Ahora corre a hacer tus deberes -

dijo Brotherhood.

Era una noche de perros. Ráfagas delluvia batían contra el parabrisas cuandoBrotherhood enfiló la calle estrecha. Elcoche era un Ford sobrealimentado delparque de la Casa, y bastó con acariciarel acelerador para que se abalanzara

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hacia el seto. Magnus Pym, pensó:traidor y espía checo. Si yo lo sé, ¿porqué no ellos? ¿Cuántas veces y decuántas maneras necesitan la pruebapara actuar en consecuencia? Un pubemergió de repente en la lluvia. Aparcóen el antepatio y tomó un scotch antes deir al teléfono. Llámame a mi líneaprivada, viejo, había dicho Nigel,expansivamente.

–El hombre de la foto es nuestroamigo de Corfú. Ninguna duda alrespecto -informó Brotherhood.

–¿Estás seguro?–Lo estoy. El chico lo está. Estoy

seguro de que está seguro. ¿Cuándo vas

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a dar la orden de evacuar?Un crujido amortiguado mientras

Nigel colocaba el puño sobre elmicrófono, al otro lado del hilo. Perono, probablemente, sobre el auricular.

–Quiero a esos agentes fuera, Nigel.Evácualos. Dile a Bo que saque lacabeza del agujero y que dé la orden.

Un largo silencio.–Sintonizamos mañana por la

mañana, a las cinco -dijo Nigel-. Vuelvea Londres y duerme unas horas.

Colgó.Londres estaba al este. Brotherhood

se dirigió hacia el sur, siguiendo losletreros que indicaban el camino a

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Reading. En toda operación hay unaparte que está encima y otra debajo de laraya. Encima es lo que se hace según elreglamento. Debajo es la manera comose hace el trabajo.

La carta a Tom tenía matasellos deReading, repitió. Echada al correo lanoche del lunes o a primera hora de lamañana del martes.

«Me telefoneó el lunes por lanoche», había dicho Kate.

«Me telefoneó el lunes por lanoche», había dicho Belinda.

La estación de Reading seasemejaba a un establo bajo, de ladrillorojo, construido en un extremo de una

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plaza charra. Un cartel en la explanadaanunciaba los horarios de autocares a ydesde Heathrow. «Es lo que tú hiciste -pensó-. Lo que voy a hacer yo. EnHeathrow lanzaste tu cortina de humocon eso de los vuelos a Escocia, y luegomontaste en el autocar a Reading paraque todo quedara bonito y privado.»Contempló la parada del autocar ydespués paseó una mirada larga y lentapor la plaza hasta que sus ojosenfocaron el quiosco de billetes. Seaproximó a él. El empleado llevaba unpequeño volante de metal en el ojal dela chaqueta. Brotherhood puso cincolibras en la bandeja.

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–Quisiera cambio para el teléfono,por favor.

–Lo siento, amigo. No puedo dárselo-dijo el empleado, y siguió leyendo elperiódico.

–Pero el lunes por la noche sí pudo,¿eh?

El empleado levantó de golpe lacabeza.

El carnet oficial de Brotherhood eraverde, con una línea roja en diagonaltrazada con tinta transparente a través desu fotografía. Una nota en el dorso decíaque si alguien lo encontraba debíarestituirlo al ministerio de Defensa. Elempleado miró ambas caras del

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documento y lo devolvió.–Es la primera vez que veo uno de

éstos -dijo.–Un tipo alto -dijo Brotherhood-.

Llevaba una cartera negra.Probablemente una corbata tambiénnegra. Hablaba bien, modales finos.Tenía muchas llamadas que hacer. ¿Seacuerda?

El empleado desapareció para serremplazado un minuto después por unindio rechoncho de ojos exhaustos,visionarios.

–¿Estaba usted de servicio aquí ellunes por la noche? -preguntóBrotherhood.

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–Yo era el hombre de servicio ellunes por la noche, señor -con testó elindio cautelosamente, como si pudierano ser ya aquel hombre.

–Un caballero agradable con unacorbata negra.

–Ya sé, ya sé. Mi compañero me hacomunicado todos los detalles.

–¿Cuánto cambio le dio?–Por todos los santos, ¿qué importa

eso? Si yo decido dar cambio a unhombre es una cuestión de preferenciapersonal, un asunto de mi bolsillo y miconciencia que no tiene nada que vercon nadie.

–¿Cuánto cambio le dio?

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–Cinco libras, exactamente. Queríacinco y yo le di cinco.

–¿En qué monedas?–De cincuenta peniques

exclusivamente. No deseaba hacerllamadas locales. Le interrogué alrespecto y fue totalmente coherente ensus respuestas. Vamos a ver, ¿qué hay demalo en eso? ¿Dónde está lo siniestro?

–¿Con qué le pagó?–Que yo recuerde, me dio un billete

de diez libras. No puedo tener unacerteza absoluta, pero mi recuerdoimperfecto es ése: que me dio un billetede diez libras de su cartera,acompañado por las palabras: «Aquí

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tiene.»–¿Con ese dinero le llegaba también

para el billete de tren?–Eso no presentó ningún problema.

El precio del trayecto a Londres ensegunda es cuatro libras y treintapeniques exactamente. Le di diezmonedas de cincuenta y el resto encalderilla. ¿Alguna pregunta más?Espero que no, francamente. Policía,policía, ya se sabe. El día en que hacenuna pregunta, hacen media docena.

–¿Es este hombre? -dijoBrotherhood. Le estaba enseñando unafotografía de Pym y Mary el día de suboda.

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–Pero si es usted, señor. Al fondo.Creo que usted está acompañando a lanovia hasta el altar. ¿Está seguro de quela suya es una investigación oficial?Esta fotografía es de lo más irregular.

–¿Es este hombre?–Bueno, no le digo que no sea, por

decirlo así.Pym imitaría su voz de maravilla,

pensó Brotherhood. Pym captaría aquelacento a la perfección. Ante la barrera,estudió el horario de trenes que salíande la estación de Reading después de lasonce los días laborables. «Fuiste acualquier sitio menos a Londres, porquecompraste precisamente un billete para

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Londres. Tenías tiempo. Tiempo parahacer tus llamadas sensibleras. Tu avióndespegó sin ti de Heathrow a las ochocuarenta. Hacia las ocho, como muytarde, ya habías tomado tu decisión.Hacia las ocho y cuarto, según eltestimonio del dependiente delaeropuerto, habías levantado tu cortinade humo de los vuelos a Escocia. Acontinuación te precipitaste al autocarde Reading, te bajaste el ala delsombrero y dijiste adiós al aeropuertotan rápida y silenciosamente comosabías hacerlo.»

Brotherhood volvió a consultar loshorarios del autocar. «Tiempo que matar

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-se repitió-. Pongamos que cogiste el delas ocho y media desde Heathrow. Entrelas nueve y cuarto y las diez y mediahabía media docena de trenes que salíande Reading en ambas direcciones, perono cogiste ninguno de ellos. En vez deeso escribiste a Tom. ¿Desde dónde?»Volvió a la plaza. «En aquel pub de allí,con luz de neón. En esa tienda depescado con patatas. En el café abiertotoda la noche, donde se instalan lasfurcias. En alguna parte de esta plazadeprimente te sentaste a decirle a Tomlo que debía hacer cuando el mundoterminara.»

La cabina del teléfono estaba en la

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entrada de la estación, bajo una luzintensa que supuestamente serviría paradisuadir a vándalos. El suelo estabasembrado de tazas trituradas de papel yde cristal. Graffiti y promesas de amormutilaban la horrible pintura gris. Pero apesar de todo era un buen teléfono.«Desde allí dominabas la plaza enteramientras decías tus adioses. -Cercahabía un buzón empotrado en el muro-.Y ahí echaste la carta diciendo queocurra lo que ocurra, recuerda que tequiero. Después te fuiste a Gales. O aEscocia. O te largaste a Noruega paraobservar la migración del reno. Osaliste pitando para Canadá, dispuesto a

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sustentarte a base de conservas. Ohiciste algo que era todas esas cosas yninguna de ellas, en una habitación delpiso de arriba con vistas a la iglesia y almar.»

Al llegar a su apartamento deShepherd Market, Brotherhood no estabatodavía derrengado. El contacto oficialque tenía la Casa con la policía era eldetective superintendente Bellows, deScotland Yard. Brotherhood llamó alnúmero de su casa.

–¿Qué tiene para mí sobre esecaballero ennoblecido de quien le hehablado esta mañana? -preguntó y, parasu alivio, no detectó un deje de reserva

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en la voz de Bellows mientras le leía losdetalles. Brotherhood los anotó.

–¿Puede hacerme otra pesquisa paramañana?

–Será un placer.–Lemon, lo crea o no. Nombre de

pila, Syd o Sydney. Un viejales, viudo,vive en Surbiton, al lado de una víaférrea.

Brotherhood telefoneó de mala ganaa la Oficina Central y preguntó porNigel, de Secretaría. Tardíamente, y apesar de instintos más propios deladrones, sabía que tendría queconformarse. Del mismo modo que sehabía conformado esa tarde, cuando

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vertía desprecio sobre los americanos.Del mismo modo que al final siempre sehabía conformado, no por servilismo,sino porque creía en la lucha y, pese atodo, en el equipo. Hubo muchasinterferencias mientras localizaban aNigel. La línea cambió de frecuencia.

–¿Qué pasa? -dijo Nigel,ásperamente.

–El libro de que hablaba Artelli. Elanálogo, como lo ha llamado.

–Pensé que era totalmente ridículo.Bo va a llevar el caso al más alto nivel.

–Diles que prueben elSimplicissimus de Grimmelshausen. Esun presentimiento. Diles que procuren

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usar un texto antiguo.Un largo silencio. Más

interferencias. Está en la bañera, pensóBrotherhood. Está en la cama con unamujer, o con lo que le guste.

–¿Cómo se escribe eso? -preguntóNigel cautamente.

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Una vez más, una lucidez deseadaestaba invadiendo a Pym mientrasescuchaba las numerosas voces de sumente. Ser rey, se repitió. Que aquelniño que fui halle gracia a mis ojos.Amar sus defectos y sus afanes, ycompadecer su simplicidad.

Si hubo algo semejante a una épocaperfecta en la vida de Pym, un tiempo enque todas sus personalidades fueronapreciadas y se desenvolvieron

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agradablemente, y en que no volvería afaltarle de nada, sin duda esos tiemposfueron los primeros cursos en launiversidad de Oxford, donde Rick lehabía enviado como un necesariointerludio hasta conseguir que lenombraran presidente del tribunalsupremo, para asegurarle así un puestoentre los mandamases del país. Larelación entre los dos camaradas nuncahabía sido mejor. Con posterioridad a lapartida de Axel, los solitarios mesesfinales de Pym en Berna habíanconocido un reverdecer espectacular desu correspondencia mutua. Como FrauOllinger apenas le hablaba y Herr

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Ollinger estaba cada vez más absorto enlos problemas de Ostermundingen, Pymrecorría solo las calles de la ciudad, deun modo parecido a como había hecho alprincipio. Pero de noche, cuando lapared de al lado permanecía silenciosa,redactaba largas e íntimas cartas deafecto a Belinda y a su única anclaverdadera, Rick. Estimulado por susatenciones, las contestaciones de Rickcobraron una súbita elegancia yprosperidad. Cesaron las misivasangustiosas de la lejana Inglaterra. Elpapel de escribir se tornó más grueso, seestabilizó y adquirió membretes ilustres.Primero la Compañía Esfuerzo de

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Richard T. Pym le escribió desdeCardiff, notificándole que las nubes delinfortunio habían sido disipadas de unavez por todas por una Providencia a laque sólo puedo considerar maravillosa.Un mes más tarde, la empresainmobiliaria y financiera Pym y Sociosle informó de que ahora era posible darciertos pasos con vistas a asegurar que aPym no volviese a faltarle nada en elfuturo. Más recientemente, una tarjetaimpresa, de regia elegancia, secomplacía en anunciar que, aconsecuencia de una fusión beneficiosapara todas las partes, todos los asuntosrelativos a las empresas arriba

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mencionadas debían remitirse en losucesivo a la Mutualidad Pym(Nassau), de Park Lane West.

Jack Brotherhood y Wendy leagasajaron con una fondue de despedidapor cuenta de la Casa; asistió Sandy, yJack regaló a Pym dos botellas dewhisky y formuló el deseo de que suscaminos respectivos se cruzaran. HerrOllinger le acompañó a la estación detren y tomaron juntos un último café.Frau Ollinger se quedó en casa.Elisabeth les sirvió, pero estabadistraída. Había engordado por la regiónde la barriga, aunque no llevaba anillo.Cuando el tren salió de la estación, Pym

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miró hacia abajo, al circo y su casa deelefantes, y hacia arriba, a launiversidad y su cúpula verde, y paracuando llegó a Basilea supo que Bernase había hundido con todos sustripulantes. Axel era ilegal. Los suizosle habían denunciado. Tuve suerte almarcharme. De pie en el pasillo, enalgún lugar al sur de París descubriólágrimas rodando por sus mejillas y juróque no volvería a ser espía. El señorCudlove le esperaba en la estaciónVictoria con un «Bentley» nuevo.

–¿Cómo vamos a llamarle ahora,señor? ¿Doctor o profesor?

–Magnus a secas estará muy bien -

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respondió Pym generosamente mientraschocaban la pala-. ¿Cómo está Ollie?

El nuevo Reichskanzlei de ParkLane era un monumento a la estabilidadpróspera. El busto de TP había vuelto asu sitio. Libros de Derecho, puertas decristal y un nuevo jockey con los coloresde Pym le insuflaron seguridad en símismo mientras esperaba sobre cojinesde cuero a que una beldad le introdujeraen los salones de gala.

–Nuestro presidente le recibiráahora, señor Magnus.

Se reencontraron con un abrazo deoso, y el mutuo orgullo les impidió porun momento hablar. Rick palmeó la

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espalda de Pym, le pellizcó las mejillasy le secó las lágrimas. Muspole, Perce ySyd fueron convocados por interfonosseparados para rendir homenaje al héroede retorno. Muspole presentó un fajo dedocumentos y Rick leyó en voz alta losmejores fragmentos. Pym era nombradoasesor jurídico internacional concarácter vitalicio, y se le asignaba unaanualidad de quinientas librassusceptibles de reconsideración siempreque no trabajase para otra empresa. Deeste modo se proveyeron los mediospara sus estudios de leyes en Oxford;nunca volvería a faltarle de nada. Unasegunda beldad trajo champán. Parecía

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no tener otra cosa que hacer. Todo elmundo bebió a la salud del nuevoempleado de la firma.

–¡Vamos, Titch, dinos algo enfranchute! -gritó Syd excitadamente, yPym correspondió diciendo algo fatuoen alemán. Padre e hijo se abrazaron denuevo, Rick lloró otra vez y dijo queojalá él hubiera gozado de las mismasoportunidades. Esa misma noche, en unamansión de Amersham denominada TheFurlong, su regreso a casa fue festejadonuevamente con una fiesta íntima dedoscientos amigos antiguos, a pocos delos cuales conocía Pym, y entre ellos lospresidentes de varias corporaciones de

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fama mundial, grandes estrellas delteatro y la pantalla y variosjurisconsultos de renombre que uno poruno llevaron a Pym aparte y reclamaronel mérito de haberle conseguido unaplaza en Oxford. Terminada la fiesta,Pym permaneció insomne en su cama decolumnas, escuchando los portazos decoches lujosos.

–Has hecho un trabajo excelente enSuiza, hijo -dijo Rick desde laoscuridad en la que se había demoradoun rato-. Libraste una buena batalla. Hasido apreciada. ¿Te ha gustado la cena?

–Ha sido riquísima.–Mucha gente me dijo: «Rickie,

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tienes que traer a ese muchacho. Esosextranjeros van a convertirle en unaputa.» ¿Sabes qué les contesté?

–¿Qué les contestaste?–Dije que tenía fe en ti. ¿Tú tienes fe

en mí, hijo?–Cantidad.–¿Qué te parece la casa?–Es maravillosa -dijo Pym.–Es tuya. Está a tu nombre. Se la

compré al duque de Devonshire.–Muchísimas gracias, de todos

modos.–Nadie podrá quitártela nunca, hijo.

Puedes tener veinte años. Puedes tenercincuenta. Donde esté tu viejo, ahí tienes

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tu hogar. ¿Has hablado con MaxieMoore?

–Creo que no.–¿El tipo que metió el gol de la

victoria del Arsenal contra Spurs?Vamos. Claro que has hablado. ¿Quéopinas de Blottsie?

–¿Cuál de ellos era?–¿G. W. Blott? Uno de los más

famosos comerciantes de comestiblesque conocerás nunca. Tiene unamajestuosa dignidad. Será lord un día.Igual que tú. ¿Qué te ha parecidoSylvia?

Pym recordó una mujer voluminosade mediana edad, que vestía de azul y

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exhibía una sonrisa aristocrática quequizá fuese producto del champán.

–Simpática -dijo, precavidamente.Rick se apoderó de la palabra como

si la hubiera estado persiguiendodurante la mitad de su vida.

– Simpática. Efectivamente. Es unamujer simpatiquísima, con dos maridosde primera en su haber.

–Es realmente atractiva, incluso parami edad.

–¿Has tenido allí relacionesamorosas? No hay nada en este mundoque no puedan remediar los buenoscamaradas.

–Algún amorío. Nada serio.

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–Ninguna mujer va a interponersenunca entre nosotros, hijo. En cuantoesas chicas de Oxford sepan quién es tupadre, se lanzarán a tu caza como unajauría de lobos. Prométeme que nocontraerás un compromiso.

–Lo prometo.–¿Y que estudiarás leyes como si te

fuera la vida en ello? Recuerda que se tepagan los estudios.

–Lo prometo.–Así me gusta.El peso sigiloso del cuerpo de Rick

aterrizó al lado de Pym como un gato decasi cien kilos. Empujó la cabeza dePym hacia la suya hasta que sus dos

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mejillas se apretaron barba contrabarba. Los dedos de Rick encontraronlas partes grasas del pecho de Pymdebajo del pijama, y las manoseó.Lloraba. Pym lloró también,rememorando a Axel.

Al día siguiente, Pym se trasladópresurosamente a su facultad, alegandodiversos motivos urgentes parapresentarse dos semanas antes. Rechazólos servicios de Cudlove y viajó enautobús, y contempló con admiracióncreciente las colinas que fluían y lostrigales segados que brillaban en la luzdel otoño. El autobús atravesó pueblos yciudades provincianas, entre carreteras

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de hayas bermejas y setos bailarines,hasta que poco a poco la piedra doradade Oxford sustituyó al ladrillo deBuckinghamshire, las colinas seaplanaron y las agujas urbanas seirguieron en los rayos cada vez másoscuros de la tarde. Se apeó, dio lasgracias al conductor y vagó por lascalles encantadas, pidiendo orientaciónen cada esquina, olvidando lasindicaciones y preguntando otra vez,despreocupadamente. Chicas con faldasacampanadas le pasaban rozando en susbicicletas. Catedráticos con togasondeantes sujetaban sus birretes contrael viento, las librerías le atraían como

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casas de placer. Arrastraba una maleta,pero no pesaba más que un sombrero. Elbedel del college le dijo que la escaleracinco, cruzando el patio Chapel. Subiólos escalones de madera de la escalerade caracol hasta que vio su nombreescrito en una puerta de roble añoso: M.R. Pym. Abrió la segunda puerta y cerróla primera. Encontró el interruptor ycerró la segunda puerta sobre su vidaanterior. Estoy a salvo dentro de lasmurallas de esta ciudad. Nadie meencontrará, nadie me reclutará. Tropezócon una caja de volúmenes jurídicos. Unjarrón lleno de orquídeas le deseó«Buena suerte, hijo. De tu mejor

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camarada». Una factura de Harrods lascargaba en la cuenta del consorcio másreciente de Pym.

La universidad era un lugarconvencional en aquellos tiempos, Tom.Te reirías un rato de la forma en quevestíamos y hablábamos y de las cosasque aguantábamos, no obstante ser loselegidos de la tierra. Nos encerraban denoche y nos soltaban por la mañana. Nosdaban chicas para el té, pero no para lacena y Dios sabe que tampoco para eldesayuno. Los scouts del collegeactuaban también como agentes del

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decano y se chivaban de nosotros siviolábamos las reglas. Nuestros padreshabían ganado la guerra -al menos los demucha gente-, y puesto que no podíamosvencerles nuestra mejor venganza eraimitarles. Algunos de nosotros habíanhecho el servicio militar. Los demás nosvestíamos de oficiales, con todo,confiando en que nadie notaría ladiferencia. Con su primer cheque Pymcompró una chaqueta azul oscuro conbotones de latón; con el segundo, un parde pantalones hípicos y una corbata azulcon coronas que irradiaba patriotismo.Después hubo una moratoria porque eltercer cheque tardó un mes en llegar.

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Pym lustró sus zapatos marrones, adornócon un pañuelo la manga y se acicaló elpelo como un caballero. Y cuandoSefton Boyd, que estaba un año pordelante de él, le festejó en el exaltadoclub Gridiron, Pym hizo tales progresoscon el idioma que en un santiamén lohabló como un nativo y llamaba a susinferiores Charlies y a los de nuestrogrupo Tíos, y denominó a las cosasmalas Harry Horrible, y a las vulgaresPoggy, y a las buenas Decentes.

–A propósito, ¿de dónde has sacadoesa corbata Vincent? -le preguntó SeftonBoyd, con toda amabilidad, mientrascaminaban despacio por el Broad, de

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camino a una partida con algunosCharlies en el pub de Trinity-. No sabíaque te dedicases al boxeo en tus ratoslibres.

Pym dijo que la había admirado enun escaparate de una tienda de HighStreet llamada Hall Brothers.

–Bueno, yo la guardaría en elarmario por un tiempo. Siempre puedessacarla cuando te elijan. -Descuidadamente colocó una mano en elhombro de Pym-. Y ya que hablamos deesto, haz que tu scout te cosa unosbotones normales en esa chaqueta. Noquerrás que la gente piense que erespretendiente al trono húngaro, ¿verdad?

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Una vez más, Pym participaba entodo, lo amaba todo, estiraba todos lostendones para descollar. Se afiliaba alas sociedades, pagaba mássuscripciones que clubs había, seconvirtió en secretario de cualquiercosa, desde la Filatelia hasta laEutanasia. Escribió artículos delicadospara publicaciones universitarias,cortejó a oradores distinguidos, fue arecibirles a la estación, les invitó acenar a expensas de la sociedad y lescondujo sanos y salvos a auditoriosvacíos. Jugó al rugby y al cricket, remócon el equipo de ocho miembros de latrainera de su facultad, se emborrachó

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en el bar universitario y fue por turnosdesarraigadamente cínico con lasociedad e incondicionalmente inglés yprotector de la misma, según la personacon la que estuviese Se consagró denuevo a la musa alemana y apenasdesmayó cuando descubrió que enOxford era unos quinientos años másvieja que en Berna, y que todo lo escritoy recordado por la memoria viva eraerróneo. Pero en seguida superó sudesengaño. Esto es calidad, razonó. Estoes academia. En un abrir y cerrar deojos estaba sumergido en los textosmutilados de trovadores medievales,con la misma energía que, en una época

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anterior, había dispensado a ThomasMann. Hacia finales de su primertrimestre era un estudiante entusiasta dealemán medio y alto alemán antiguo. Alfinal del segundo podía recitar elHildebrandslied y declamar en el bar,para deleite de su modesta corte, latraducción gótica que de la Biblia hizoel obispo Ulfila. A mediados del terceroretozaba por los campos parnasianos dela filología comparativa y putativa, endonde la creatividad juvenil ha echadosiempre una cana al aire. Y cuando seencontró brevemente transportado a losmodernismos peligrosos del siglo xvii,le complació poder informar, en un

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ataque de veinte páginas contra elarribista Grimmelshausen, que el poetahabía arruinado su obra con moralismopopular y socavado su validez luchandoen ambos bandos durante la guerra delos Treinta Años. Como remate sugirióque la obsesión de Grimmelshausen porlos seudónimos arrojaba dudas sobre suautoría.

Me quedaré aquí para siempre,decidió. Llegaré a ser catedrático y seréun héroe para mis alumnos. Paraapuntalar esta ambición desarrolló untartamudeo selectivo y una sonrisaabnegada, y de noche pasaba largashoras sentado ante su mesa,

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manteniéndose despierto a base deNescafé. Al amanecer bajaba sin afeitarpara que todos pudiesen ver las arrugasdel estudio grabadas en su cara ansiosa.Una de esas mañanas le sorprendióencontrar esperándole una caja deoporto de marca, acompañada de unanota del profesor de Derecho pordesignación real.

Querido señor Pym:El establecimiento «Harrods» me

entregó ayer lo que adjunto, así comouna carta encantadora de su padre queparece encomendarle a usted como mialumno. Aunque no es mi costumbre

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rechazar tal generosidad, me temo quesería mejor destinarla a mi colega dela escuela de lenguas modernas, ya quetengo entendido, a través de su tutor,que usted estudia alemán.

Durante la mitad del día Pym nosupo qué hacer consigo mismo, subió elcuello, erró desdichadamente por losprados de Christ Church hizo novillospor miedo a ser arrestado y escribiócartas a da, que trabajaba de secretariasin sueldo para una sociedad benéficalondinense. Pasó la tarde en un cineoscuro. Por la noche, aún desesperado,acarreó su paquete culpable hasta

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Balliol, resuelto a contárselo todo aSefton Boyd. Pero para cuando llegó allíya se le había ocurrido una historiamejor.

–Un cerdo ricachón de Merton estáintentando que me meta en la cama conél -declaró, con el tono de sanaexasperación que había estadopracticando a lo largo de todo el caminohasta las verjas-. Me ha mandado unacaja grande de oporto para comprarme.

Si Sefton Boyd dudó de esta versiónno lo manifestó. Entre los dostransportaron su botín al club«Gridiron» , donde seis de los socios selo bebieron de una sentada, brindando a

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rachas por la virginidad de Pym hasta lamañana. Unos días más tarde, Pym fueelegido socio. Al llegar las vacacionesencontró un empleo de vendedor dealfombras en una tienda de Watford.Unas vacaciones de abogado, le dijo aRick. Parecidas a los seminariosestivales a los que había asistido enSuiza. Rick le envió en respuesta unahomilía de cinco páginas poniéndole enguardia contra los intelectualesblandengues, y un cheque de cincuentalibras que se reveló sin fondos.

Dedicó enteramente a las mujeres un

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trimestre de verano. Pym no habíaestado nunca tan enamorado. Jurabaamor a todas las chicas que conocía, tanávido estaba de superar la pobreopinión de él que suponía que ellastendrían. En cafés íntimos, en bancos deparque o paseando por la orilla del Isisen tardes gloriosas, Pym les cogía de lamano, les miraba fijamente a los ojosperplejos y les decía todo lo quesiempre había soñado oír. Si hoy sesentía torpe con una, se juraba quemañana se sentiría mejor con lasiguiente, porque las mujeres de sumisma edad e inteligencia representabanuna novedad para él y le desconcertaban

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cuando no asumían una actitud desubordinación. Si se sentía torpe contodas ellas escribía a Belinda, cuyacontestación nunca fallaba. Nuncaduplicaba su declaración de amor; noera un cínico. A una le hablaba de suambición de volver a las tablas enSuiza, donde había cosechado un éxitoabrumador. Ella debería aprenderalemán e irse con él, le decía; actuaríanjuntos. Ante otra se presentaba como unpoeta de lo infructuoso y le contaba lapersecución que había sufrido a manosde la asesina policía suiza.

–¡Pero si yo creía que eranterriblemente neutrales y humanos! -

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exclamó ella, horrorizada por susdescripciones de las palizas que lehabían propinado antes de conducirle ala frontera con Austria.

–No si eres distinto -respondió Pymseveramente-. No si te niegas aamoldarte a la norma burguesa. Esossuizos tienen dos leyes que son las quecuentan de verdad allí. No serás pobre yno serás extranjero. Yo era las doscosas.

–Y tú has pasado realmente por eso-dijo ella-. Es fantástico. Yo no hehecho absolutamente nada.

Y a una tercera le explicó que era unnovelista de la vida torturada con una

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obra que todavía no había enseñado alos editores, escondida en su casa en unviejo fichero.

Un día llegó Jemima. Su madre lehabía enviado a un curso de secretariadoimpartido en Oxford para queaprendiese mecanografía V fuese a losbailes. Era zanquilarga y muy nerviosa,como alguien que siempre llega tarde.Estaba más bella que nunca.

–Te quiero -le dijo Pym,ofreciéndole pedazos de pastel de frutasen su habitación-. En todos los sitiosdonde he estado, y a pesar de lo que hetenido que soportar, te he querido entodo momento.

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–Pero ¿qué has tenido que soportar?-preguntó Jemima.

Pues Jemima requería un tratamientomuy especial. La respuesta de Pym lesorprendió a él mismo. Posteriormentedecidió que esa respuesta había estadoal acecho en su fuero interno y habíasaltado antes de que pudiese impedirlo.

–Fue por Inglaterra -dijo-. Es unasuerte que todavía esté vivo. Si se locuento a alguien me matarán.

–¿Por qué te matarán?–Es un secreto. Juré no decirlo.–¿Entonces por qué me lo dices a

mí?–Te quiero. Tuve que hacer cosas

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horribles a personas. No puedesimaginarte lo que es guardar a solassecretos así.

Mientras Pym se oía decir esto,recordó una frase que Axel le habíadicho poco antes del fin: No existe unavida que no retorne.

La siguiente vez que vio a Jemima lehabló de una muchacha valerosa conquien había trabajado mientras realizabasu terrible actividad secreta. Tenía enmente una de aquellas embarradas fotosbélicas de hermosas mujeres que habíanganado medallas del rey Jorge porhaberse lanzado en paracaídassemanalmente sobre Francia.

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–Se llamaba Wendy. Cumplimosjuntos misiones secretas en Rusia. Nosconvertimos en compañeros.

–¿Hiciste eso con ella?–No era esa clase de relación. Era

una relación profesional.Jemima estaba fascinada.–¿Quieres decir que era una fulana?–Pues claro que no. Era una agente

secreta como yo.–¿Alguna vez lo has hecho con una

fulana?–No.–Kenneth sí. Con dos. Una en cada

extremo.¿Cada extremo de qué?, pensó Pym,

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con violenta indignación. ¡Me habla desexo a mí, un héroe secreto!Desesperado, escribió a Belinda unacarta de doce páginas sobre el amorplatónico que sentía por ella, perocuando recibió su respuesta habíaolvidado el contexto de sussentimientos. A veces Jemima sepresentaba sin haber sido invitada, sinmaquillaje y con el pelo recogido detrásde las orejas. Se tumbaba de bruces enla cama y leía a Jane Austen mientrasdaba patadas en el aire con una piernadesnuda o bostezaba.

–Puedes subirme la mano por lafalda si te apetece.

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–Estoy bien, gracias -dijo Pym.Demasiado cortés para molestarla

más, se sentó en una silla y leyó Manualde literatura antigua en alto alemánhasta que ella hizo una mueca y semarchó. No volvió a visitarle duranteuna temporada. La vislumbraba en loscines, de los que había siete, y losrecorrió gratamente a lo largo de unasemana. Ella siempre estaba con otrochico, y en una ocasión, al igual que suhermano, estaba con dos. Una vez,durante este período, Belinda fue apasar unos días con ella, pero le dijo aPym que no podía verle porque no seríajusto con Jem. La necesidad que Pym

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tenía de impresionar a Jemima cobróahora dimensiones enormes. Comía soloy se fingía obsesionado, pero ella no sele acercaba. Una noche, al pasar por unapared de ladrillo, estrelló adrede losnudillos contra ella hasta que sangraron,y luego corrió al costoso alojamiento deJemima en Merton Street, donde laencontró secándose su larga cabelleradelante de la estufa eléctrica.

–¿Con quién te has peleado? -lepreguntó ella mientras le aplicaba yodo.

–No puedo decírtelo. Ciertas cosasno desaparecen nunca.

Poniendo la estufa al revés, ella lepreparó una tostada mientras seguía

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secándose el pelo y observando a Pym através de las trenzas.

– S i yo fuera hombre -dijo-, nogastaría mis energías pegándome connadie. No jugaría al rugby, no boxearía,no espiaría a gente. Ni siquiera montaríaa caballo. Reservaría todas mis fuerzaspara follar y follar todo el tiempo.

Pym se marchó, deplorandonuevamente la frivolidad de quienes nocaptaban que él había sido llamado paramás altos destinos.

Queridísima Bel:¿No puedes hacer nada por

Jemima? Simplemente no soporto ver

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cómo se echa a perder de esa manera.

¿Sabía Pym que había tentado aDios? Ahora lo sé, desde luego, estanoche ventosa al lado del mar en quetrato de escribirlo tantos años después.¿A quién, si no a su Creador, estabaprovocando cuando hilaba sus estúpidashistorias? Pym estaba invocando a sudestino tan ciertamente como si loestuviera suplicando por su nombre ensus oraciones, y Dios, como a menudohacía, le otorgó el favor. La fantásticaversión que Pym tenía de sí mismoesperaba allí como un señuelo queningún ojo celestial podía no ver, y la

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respuesta divina estaba en su cuchitril,en la garita del bedel, menos deveinticuatro horas más tarde, cuandobajó a ver quién le amaba esa mañanade sábado, antes del desayuno. ¡Ah!¡Una carta! ¡De color azul! ¿Quizá seade Jemima, o es de la amiga de Jemima,la virtuosa Belinda? ¿Es de Lalage,quizá, o de Polly, de Prudence, deAnne? La respuesta, Jack, era queninguna de ellas. Como tantas cosasmalas, la carta procedía de ti. Escribíasa Pym desde Omán, en la residencia delos scouts del emirato aunque el selloera genuinamente inglés y el matasellosde Whitehall, porque había llegado a

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Inglaterra en valija diplomática.

Mi querido Magnus:Como verás por el encabezamiento

de la carta, he abandonado los festinesde Berna por una dieta más austera, yen este momento estoy destinado en lamisión militar aquí, ¡donde la vida essin duda un poco más excitante! Sigo aratos perdidos con mi labor eclesial, ydebo decir que algunos de estos árabescantan bastante bien. El propósito demi carta es doble:

1) Desearte lo mejor en tus estudiosy reiterarte mi interés por tusprogresos.

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2) Decirte que he dado tu nombre anuestra iglesia gemela en ese viejopaís, porque presumo que hay unacierta escasez de tenores en tu región.De modo que si por casualidad tienesnoticias de un muchacho llamado RobGaunt, que te dice que es amigo mío,confío en que le permitas que te invitea una comida en mi nombre, ¡yasegúrate de que te trata a cuerpo derey! Dicho sea de paso, es tenientecoronel, nominalmente artillero.

Pym no tuvo que esperar muchotiempo, aunque cada minuto le parecióun año. El martes siguiente, al volver de

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una clase práctica sobre la teoría deAblaut, encontró esperándole unsegundo sobre. Este era marrón yextraordinariamente grueso, de un tipoque no he vuelto a ver en añosposteriores. Lo surcaban finas rayas quele conferían la apariencia de cartónondulado, aunque la textura era aceitosay tersa. No había timbre en el dorso niseñas del remitente. Hasta el fabricanteera secreto. Sin embargo, el nombre y ladirección de Pym estabaninmaculadamente mecanografiados y elsello perfectamente centrado, y cuandoexaminó la solapa en la seguridad de sucuarto, descubrió que estaba pegada con

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un pegamento cauchutado que olía agotas de ácido y se separaba en hebraspegajosas como chicle. En el interiorhabía una sola hoja de grueso papelblanco que estaba más planchado queplegado. Al desdoblar la hoja, el granespía descubrió al instante la ausenciade filigrana. La letra era grande, comopara un miope, y su alineaciónimpecable:

Apartado de correos 777Oficina de GuerraWhitehall S.W. 1

Mi querido Pym:

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Nuestro mutuo amigo Jack me hadicho cosas excelentes de ti y megustaría mucho tener la oportunidad dellegar a conocerte, puesto que hayimportantes asuntos de interésrecíproco en los que podríasprestarnos tu ayuda. Por desgraciatengo un programa completo en estemomento, y estaré en el extranjerocuando recibas esta carta. Quisierasaber, por tanto, si en este ínterinestarías dispuesto a mantener unaconversación con un colega mío queviajará por esa zona el lunes de lasemana que viene. Si estás de acuerdo,¿por qué no coges el autobús a Burford

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y estás en el salón interior delMonmouth Arms un poco antes delmediodía? Para facilitar elreconocimiento llevará en la mano unejemplar del Allan Quatermain deRider Haggard, y te sugiero queconsigas un Financial Times, que tieneun distintivo color rosa. Se llamaMichael y, como Jack, tuvo unaactuación brillante en la guerra. No mecabe duda de que os entenderéis demaravilla.

Con mis mejores deseos,te saluda atentamente

R. Gaunt

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(T. Cor. retiradoRoyal Artillery.)

Pym abandonó el trabajo los cincodías siguientes. Recorrió las callejuelasde la ciudad, volviendo sobre sus pasospara ver si alguien le seguía. Compró uncuchillo de monte y se ejercitó enlanzarlo contra árboles hasta que serompió la hoja. Escribió un testamento yse lo envió a Belinda. Cuando entrabaen la residencia lo hacía concircunspección, y no subía ni bajaba laescalera sin escuchar primero por sihabía sonidos poco familiares. ¿Dóndedebía esconder las cartas secretas? Eran

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demasiado preciosas para desprendersede ellas. Recordando algo que habíaleído, excavó el centro de su flamanteejemplar del Diccionario etimológicode Kluge para procurarles un nido. Apartir de entonces, su Kluge desventradose convirtió en la primera cosa que susojos buscaban al regresar de susexcursiones. Para comprar el ejemplardel Financial Times fue andando hastaLittlemore, pero en la estafeta delpueblo no habían oído hablar de eseperiódico. Cuando volvió a Oxfordestaba todo cerrado. Tras una nocheinsomne hizo una incursión al alba en lasala común de los alumnos menores

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antes de que hubiera nadie levantado, yrobó un ejemplar atrasado de losanaqueles.

Había dos autobuses con destino aBurford todas las mañanas laborables,pero el segundo tan sólo le otorgaba unmargen de veinte minutos para localizarel Monmouth Arms, de modo que cogióel primero y llegó a las nueve cuarentapara descubrir que el autobús le dejabaen la misma puerta. En su situación deextrema alerta, el rótulo de la posada,con su insolente leyenda, le pareció unainfracción de la seguridad nacional, ypasó por delante apartando la vista. Elresto de la mañana transcurrió con pies

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de plomo. Para las once su libretaestaba ya repleta con la matrícula decada automóvil estacionado en Burford,así como con notas abundantes sobretranseúntes sospechosos. Dos minutosantes de las doce, debidamente sentadoen el salón del Monmouth Arms,sucumbió al pánico. ¿Estaba en elMonmouth Arms o en el GoldenPleasant? ¿No había dicho el coronelGaunt el Winter’s Tale? En el horno dela mente de Pym, estas posibilidades semezclaron en una aleación brillante yhorrorosa. Salió al antepatio y releyó ahurtadillas el rótulo de la posada antesde correr a los urinarios exteriores para

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salpicarse agua fría en la cara. Cuandoestaba orinando en uno de losmingitorios, oyó el sonido del vientoirrumpiendo y adivinó una figuracorpulenta, con una gabardina azulmarino, plantada a su lado. Estabainclinada hacia atrás y hacia un costado,y sus ojos miraban hacia arriba conexpresión de sufrimiento. Durante unmomento espantoso Pym pensó que elhombre había recibido un balazo, hastaque comprendió que aquellascontorsiones se debían a las dificultadesque representaba sostener un gruesovolumen encajado debajo del sobaco.Incapaz de orinar, Pym se abrochó,

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volvió rápidamente al salón y, dejandos u Financial Times encima delmostrador, pidió una cerveza.

–Que sean dos, por favor, jefe -dijouna voz jovial al camarero-. ¿Cómoestás? ¿Te parece bien aquel rincón? Noolvides el periódico.

No te diré mucho de nuestro cortejo,Jack. Cuando dos personas decidenacostarse juntas, lo que sucede entreellas antes de ese acto es más unacuestión de forma que de contenido.Tampoco recuerdo muy claramente quéjustificaciones inventamos, porqueMichael era un hombre tímido que habíapasado la mayor parte de su vida en el

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mar y sus raros arranques de filosofíamanaban de él como señales de vaporque se le escapasen mientras se aplicabaen la boca toques de un pañuelo acuadros.

–Alguien tiene que dragar lascloacas, chico… Fuego con fuego, es laúnica manera, a no ser que queramosque los cabrones nos roben el barcodebajo de los pies… y yo no quiero,gracias.

Esto último fue una declaracióntensa y poco enérgica de fe personal,que al instante ahogó con un trago decerveza. Michael fue el primero de tussuplentes, Jack, así que dejémosle que

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haga las veces de los restantes. Despuésde Michael, si no recuerdo mal, vinoDavid y, después de David, Alan, ydespués de Alan no me acuerdo. Pym noencontraría fallo en ninguno de ellos. Osi lo encontraba, lo traducíainmediatamente en una forma de engañodiabólicamente astuta. Hoy, porsupuesto, sé quienes eran aquellospobres diablos: miembros de esa familiavasta y perdida de las clases inglesas noprofesionales, que parecen moverse porderecho entre los servicios secretos losclubs de automóviles y las institucionesbenéficas más ricas. No son mala genteen absoluto. No son hombres

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deshonestos. No son estúpidos. Pero sonhombres que creen que la amenaza a suclase es sinónimo de amenaza aInglaterra, y nunca han ido lo bastantelejos para advertir la diferencia.Hombres modestos, prácticos, querellenan su cuenta de gastos y cobran susueldo, e impresionan a sus agentes consu pericia tranquila por debajo de laguasa. Y sin embargo, en el fondo de sucorazón, se alimentan secretamente delas mismas ilusiones que en aquellostiempos sustentaban a Pym. Y necesitana sus agentes para que les ayuden arealizarlas. Hombres preocupados, quedespedían un olor a comidas de pub y a

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squash de club, y tenían la costumbre demirar alrededor mientras pagaban, comopreguntándose si habría una maneramejor de vivir. Y Pym, a medida quepasaba de mano en mano, hizo loposible por honrar y obedecer a todosellos. Creía en ellos; les animaba conhistorias chistosas de su repertorio cadavez más amplio. Se esforzaba endeleitarles y hacerles grata la jornada. Ycuando les llegaba el momento de irse,siempre procuraba tenerles reservadauna última pepita de información quepudieran llevarles a sus padres, auncuando a veces tuviera que inventarla.

–¿Cómo está el coronel? -aventuró

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Pym un día, recordando tardíamente queMichael seguía siendo el suplenteoficial del coronel Gaunt.

–Es una pregunta que yo,personalmente, no hago nunca, chico -respondió Michael, y para sorpresa dePym comenzó a chasquear los dedos,como si llamara a un perro.

¿Existía Rob Gaunt? Pym no llegó aconocerle y, más tarde, cuando estuvo enmejor situación para preguntarlo, nopudo encontrar a nadie que admitieseque había oído hablar de él.

Ahora los sobres marrones fluyen

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gruesos y rápidos, con frecuencia dos otres por semana. El bedel del college seacostumbra tanto a ellos que losdeposita en la casilla de Pym sin leer ladirección, y Pym tiene que excavar elcentro de otro diccionario paraguardarlos. Siempre contieneninstrucciones y a veces pequeñas sumasen metálico que los Michaels llamandinero de convalecencia. Mejor aún esel caudal de Pym para gastos deoperaciones, que se mantiene en la cifrafabulosa de veinte libras: para agasajaral secretario de la Sociedad Hegelianade la universidad de Oxford, siete librasy nueve peniques… aportación a la

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campaña por la paz en Corea, cincochelines… botella de jerez para la fiestade la Sociedad de Relaciones Culturalescon la URSS, catorce chelines… viajeen autocar a Cambridge para visita debuena voluntad a los socios de dichauniversidad, más gastos derepresentación, una libra, quincechelines y nueve peniques. Al principioPym formula con timidez estaspeticiones, temiendo que de este modoestá abusando de la indulgencia de susamos. El coronel encontrará a otrapersona más barata, más pudiente,alguien que sepa que los caballeros noreparan en el precio. Pero poco a poco

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llega a percatarse de que, lejos dedesagradar a sus jefes, sus desembolsosson considerados como la prueba de sudiligencia.

Querido amigo Once (escribióMichael, respetando su propia máximade evitar los nombres para que elenemigo no intercepte nuestracorrespondencia):

Gracias por tu Ocho, cómodamente amano, una perla como de costumbre. Mehe tomado la libertad de pasar tu crónicasobre la última coral del clan a nuestro

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dueño y señor en alta esfera, y no hevisto al viejo reírse tanto desde que sutía se pilló su chisme izquierdo en dondetú ya sabes. Brillante e informativa, miquerido señor, y ten presente que el granhombre mismo comentó tuperseverancia. Ahora la habitual lista decompras.

1) ¿Estás seguro de que el tesorerode nuestro distinguido clan escribe sunombre con Z y no con S? En el catastrofigura un tal Abraham S, matemático, exalumno del instituto de Manchester, queencaja perfectamente, pero desde luegono Z. (Aunque claro está que siempre esposible que un caballero de raigambre

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escocesa lo escriba de las dosformas…) No lo fuerces, como decía elobispo, pero si la Dama Fortuna tefacilita la respuesta, avísanos…

2) Aguza, por favor, tu oído siemprefino respecto a lo que se habla sobre elproyecto de nuestra intrépida hermandadescocesa para enviar una delegación enjulio al festival de la juventud enSarajevo. Las autoridades vigentesempiezan a sentirse extrañamenteofendidas por los caballeros queaceptan generosas subvenciones delgobierno para irse pitando al extranjeroy escupir a la sombra de dicho gobierno.

3) Por lo que respecta al notable

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vocalista visitante de la universidad deLeeds, que ha sido designado paradirigir la palabra al clan el primero demarzo, mantén, por favor, los ojos y losoídos abiertos ante su fiel esposa,Magdalene (¡Dios nos bendiga!), queposee una reputación musical tan buenacomo su marido, pero prefiere agacharla cabeza por causa de sus delicadosintereses científicos. Todo comentarioserá alegremente recibido…

¿Por qué lo hacía, Pym, Tom? Alprincipio era el acto. No el motivo, ymenos que nada la orden. Había elegidoél mismo. Era su propia vida. Nadie le

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obligó. En cualquier punto de latrayectoria, o desde el Principio de lamisma, podría haber gritado no yhaberse sorprendido el mismo. Nunca lohizo. Tuvieron que transcurrir otras diezgeneraciones universitarias antes de quearrojara la toalla, y para entonces laslíneas, todas ellas, estaban trazadasdefinitivamente. Te preguntarás por quétirar por la borda su libertad y buenasuerte, su prestancia, su buen humor ybuen ánimo precisamente cuando por finempezaban a dar fruto. ¿Por qué buscarla amistad de un hatajo de mugrientos einfelices, de origen y mentalidadextraños, por qué apretarse contra ellos,

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todos sonrientes y obsequiosos -porque,créeme, no había encanto en la izquierdauniversitaria de entonces; Berlín yCorea habían puesto punto final aaquello-, con el mero designio de podertraicionarles? ¿Por qué pasar nochesenteras en cuartos traseros, entremuchachas hoscas de provincias queponían mala cara y comían chuletas ysacaban sobresaliente en economía, a finde profesar una visión del mundo quetenía que aprender sobre la marcha,retorciéndose el cerebro, envenenándosecon cigarros baratos mientras queapasionadamente suscribía la idea deque todo lo divertido de la vida era una

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maldita lástima? ¿Por qué hacer depadre Murgo con ellas, por quéofrecerles su extracción burguesa paraque ellas la condenaran, rebajándose,refocilándose en su desaprobación y sinobtener su absolución a cambio… y sólopara marcharse aprisa e inclinar labalanza hacia el otro lado en un torrentede informes embellecidos sobre losdebates de la noche? Debería saberlo.He hecho esto y se lo he hecho hacer aotros, y mi poder de persuasión nuncadejó de ser fuerte. Por Inglaterra. Paraque el mundo libre pueda dormirtranquilamente de noche mientras loscentinelas secretos lo custodian con su

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desvelo vigoroso. Por amor. Para ser unbuen muchacho, un buen soldado.

El nombre de Abie Ziegler, fueracon Z o con S, apareció escrito, no lodudes, en letras mayúsculas en todos loscarteles izquierdistas de todas lasporterías de todos los colegiosuniversitarios. Abie era un maníacosexual de alrededor de un metro veintede alto, que fumaba en pipa y estabaenloquecido por la publicidad. La únicaambición de su vida era llamar laatención, y consideraba que la mermadaizquierda era el camino más rápido paraeste objetivo. Había una docena demaneras indoloras para que Michael y

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su gente hubieran averiguado lo quequisieran de Abie, pero Pym tenía queser su agente. El gran espía hubiera idoandando hasta Manchester paraconsultar el nombre de Siegler o Ziegleren el listín telefónico, tal era el impulsocon que se había zambullido en sumisión secreta. Esto no es traición, sedecía a sí mismo cuando estabaoperando como el hombre de losMichaels; esto es lo auténtico. Esoshombres y mujeres estridentes, con susbufandas universitarias y sus curiososacentos, que aluden a mí como su amigoburgués, son mis propios compatriotasque planean trastornar nuestro orden

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social.Por su país, o como lo llamara, Pym

escribía direcciones en sobres y lasmemorizaba, hacía de camarero enreuniones públicas, desfilaba enprocesiones tristonas y despuésapuntaba los nombres de losparticipantes. Por su país aceptabacualquier trabajo servil que le granjeasefavor. Por su país o por amor o por losMichaels, se apostaba en esquinas de lacalle a horas avanzadas de la noche,ofreciendo panfletos marxistas ilegiblesa viandantes que le decían que deberíaestar acostado. Luego arrojaba a lacuneta los ejemplares sobrantes y metía

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dinero de su propio bolsillo en la huchadel partido porque era demasiadoorgulloso para reclamárselo a losMichaels. Y si alguna vez, cuando mástarde aún estaba escribiendo susinformes meticulosos sobre losrevolucionarios de mañana, el espectrode Axel se materializaba ante él, y elgrito de Axel «Pym, bastardo, ¿dóndeestás?» resonaba en su oído, Pym sólotenía que utilizar para ahuyentarlo unacombinación de la lógica de losMichaels y la suya propia: «Erasenemigo de mi patria aunque fueras miamigo. Eras enfermizo. No teníaspapeles. Lo siento.»

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–¿Qué demonios estás tramando contodos esos rojos? -le preguntó un día,soñolientamente, Sefton Boyd, tumbadode bruces sobre la hierba. Habían ido aalmorzar a Godstow en su cochedeportivo, y estaban tendidos en unprado, encima de la presa-. Me handicho que te han visto con el grupo Cole.Hiciste un discurso gilipollas sobre lalocura de la guerra. ¿Qué tinglado es ésedel grupo Cole?

–Es un grupo de debates dirigido porG. D. H. Cole. Explora avenidas delsocialismo.

–¿Son maricas?

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–No, que yo sepa.–Bueno, explora la avenida de

cualquier otro. También he visto tuasqueroso nombre en un cartel.Secretario del club socialista. Es decir,Cristo bendito: se supone que eres sociodel Grid.

–Me gusta ver todos los bandos -dijo Pym.

–Ellos no son todos los bandos.Nosotros lo somos. Ellos son un bando.Se han apoderado de la mitad de Europay son una pandilla de absolutos mierdas.Te lo digo yo.

–Lo hago por mi país -dijo Pym-. Essecreto.

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–Los cojones -dijo Sefton Boyd.–Es verdad. Recibo instrucciones de

Londres todas las semanas. Estoy en elservicio secreto.

–Igual que estabas en el ejércitoalemán en el colegio de Grimble sugirióSefton Boyd-. Igual que eras la tía deHimmler en el de Willow. Igual que tefollaste a la mujer de Willow y que tupadre le llevaba mensajes a WinstonChurchill.

Llegó el día, largamente hablado ycon frecuencia pospuesto, en queMichael llevó a Pym a su casa para queconociera a su familia. «Material deprimera fila -le advirtió Michael en una

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descripción anticipada de su esposa-.Mente como un dardo. Sin piedad.» Laseñora Michael resultó ser una mujerfamélica y descolorida, que vestía unafalda con abertura y una blusa escotadasobre un pecho poco apetecible.Mientras su marido hacía cosas en elcobertizo, donde parecía que vivía, Pymmezcló inexpertamente el Yorkshirepudding y rechazó sus abrazos hasta queno le quedó más remedio que refugiarsecon los niños en el césped. Cuandoempezó a llover los introdujo en el salóny les colocó alrededor, a modo deautodefensa, mientras manejaba susdelicados juguetes.

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–Magnus, ¿cuáles son las inicialesde tu padre? -le preguntó la señoraMichael, con voz mandona, desde lapuerta. Recuerdo su voz, quejumbrosa einterrogante, como si yo acabara decomerme su último caramelo en lugar dehaberme negado a subir al dormitoriopara acostarme con ella.

–R. T. -respondió Pym.Arrastraba en la mano un periódico

del domingo y debía de haber estadoleyéndolo en la cocina.

–Bueno, aquí dice que hay un R. T.Pym que se presenta como candidatoliberal por Gulworth North. Dicen quees un filántropo y agente inmobiliario.

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No puede haber dos, ¿no?Pym le cogió el periódico.–No -admitió, mirando el

autorretrato de Rick con un setter rojo-.No puede.

–Pues podías habérnoslo dicho.Quiero decir que eres riquísimo ysuperior, ya sé, pero una cosa así es delo más emocionante para gente comonosotros.

Enfermo de aprensión, Pym regresóa Oxford y se obligó a leer, aunque fuerade soslayo, las cuatro últimas cartas deRick, que había arrojado sin abrir alcajón de su mesa, al lado del ejemplarde Grimmelshausen que le había

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regalado Axel y de otras facturasimpagadas.

Envuelto en su bata de pelo decamello, Pym estaba tiritando. Le habíasobrevenido de repente, como a veces leocurría, una fiebre sin calentura. Habíaestado escribiendo durante tanto tiempocomo llevaba despierto, lo que a juzgarpor su barba era mucho tiempo. Latiritona se convirtió en unestremecimiento, como normalmentesucedía. Le retorcía los músculos delcuello y le roía la cara posterior de losmuslos. Empezó a estornudar. El primer

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estornudo fue largo y especulativo. Elsegundo le siguió como un disparo deréplica. Me están disparando, pensó: losbuenos y los malos se están tiroteandoen mi interior. Atchís: Oh, Dios, recibemi alma. Atchís: Oh, señor, perdónaleporque no sabía lo que hacía. Selevantó, se tapó con una mano la boca ycon la otra aumentó la potencia de laestufa de gas. Agarrándose, emprendióun recorrido carcelario del perímetro dela habitación, metiendo las rodillas acada paso. Desde una esquina de laalfombra de la señorita Dubber avanzódiez pies, giró en ángulo recto y recorrióotros ocho. Se detuvo y examinó el

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rectángulo que había medido. ¿Cómo loaguantó Rick?, se preguntó. ¿Cómo pudoAxel? Alzó los brazos, comparando laanchura de la celda con la extensiónabarcada. «Cristo -susurró en voz alta-.Cabré a duras penas.»

Recogió la cartera reforzada quetodavía no había abierto, la trasladóhasta el fuego y se sentó allí, con lascejas arqueadas y mirando ceñudamentelas llamas, mientras el temblor se hacíamás violento. Rick debería haber muertocuando yo le maté. Pym susurró laspalabras en alto, atreviéndose a oírlas.«Deberías haber muerto cuando yo tematé.» Volvió al escritorio y cogió la

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pluma. Cada línea escrita es una líneaque queda atrás. Lo haces una vez yluego te mueres. Escribía aprisa. Ymientras escribía empezó a sonreír otravez. El amor es todo aquello a lo quepuedes todavía traicionar, pensó. Latraición sólo es posible si amas.

Mary también estaba rezando.Estaba arrodillada sobre su cojínescolar, con los ojos sumergidos en lanegrura de sus palmas, y rezaba para noestar ya en el colegio, sino en lacapillita sajona de Plush que formabaparte de la finca, con su padre y suhermano arrodillados protectoramente aambos lados de ella y su coronel, el

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reverendo vicario anglicano,vociferando sus órdenes de fuego yagitando el incienso como un gong. Opara estar arrodillada en camisón ante lacama de su propio dormitorio, con elpelo cepillado y el traserosobresaliendo hacia fuera, pidiendo ensu oración que nadie le obligara avolver al internado. No obstante, pormucho que Mary rezara y suplicase,sabía que no iba a ninguna parte, sinoadonde estaba: en la iglesia inglesa deViena, donde vengo todos los miércolespara el oficio temprano, que compartocon la banda habitual de cristianos enascenso, encabezados por la embajadora

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británica y la mujer del ministroamericano, y apoyados por CarolineLumsden, Bee Lederer y un nutridocontingente de holandeses, noruegos yfigurantes de la vecina embajadaalemana. Fergus y Georgie estánacomodados en el banco de detrás conun pensamiento piadoso entre ellos, y esTom, no yo, quien está en el internado, yes Magnus, no Dios, quien esomnipresente y omnisciente y, sinembargo, invisible, y quien posee lallave de todos nuestros destinos. Así queMagnus, bastardo, si en ti queda unápice de veracidad, hazme un favor,¿quieres?: sal de tu armamento y

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aconséjame, con tu infinita bondad ysabiduría -por una vez, al menos, sinmentiras, evasivas ni adornos-, quédemonios se supone que debo hacerrespecto a tu querido amigo del campode cricket de Corfú, que está sentado, norezando, en el mismo banco que yo, alotro lado del pasillo, en el lado de lanovia, y que es flaco y encorvado, conun bigote entrecano y hombrosestrangulados, exactamente como Tomlo describió hasta las patas de gallo dela risa en torno a los ojos y la gabardinagris que le cubre los hombros como unacapa. Porque no es la primera apariciónde tu ángel gris, ni tampoco la segunda.

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Es la tercera y la más imaginativa en dosdías, y cada vez que no reaccionó antesu presencia noto que se me acerca unpaso más, y si no vuelves pronto y medices lo que debo hacer, es muy posibleque nos encuentres juntos en la cama,porque al fin y al cabo, como solíasasegurarme en Berlín, no hay nada comoun poco de sexo para romper la tensióny eliminar las barreras sociales.

Giles Marriott, el capellán inglés,estaba invitando a aproximarse con fe atodos aquellos de corazón puro y mentehumilde. Mary se levantó, se enderezó lafalda y salió al pasillo. CarolineLumsden y su marido estaban delante de

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ella, pero la ética de la piedad exigíaque se saludasen después y no antes delsacramento. Georgie y Ferguspermanecieron firmemente aposentadosen su banco, demasiado íntegros parasacrificar su agnosticismo por unacoartada. Lo más probable es que nosepan qué hacer, pensó Mary. Juntandolas manos sobre la barbilla, agachó denuevo la cabeza, orando. Oh Dios, ohMagnus, oh Jack, ¡decidme qué debohacer ahora! Está detrás de mí, a unpalmo, puedo notar su olor a humorancio de puro. Tom también habíamencionado eso. En el aeropuerto, comouna idea tardía. «Fumaba puritos, mamá,

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como papá cuando estaba dejando defumar cigarros.» Y ha cojeado a lo largodel banco. Ha cojeado al salir alpasillo. Una docena o más de personascaminan en pos de Mary, entre ellas laembajadora, su hija llena de granos y unrebaño de americanos. Un cojo es uncojo, sin embargo, y los buenoscristianos se detienen al verlo y sonríeny le ceden el paso, y él estaba ahoradetrás de ella, el recipiendarioprivilegiado de la caridad de todos. Ycada vez que la cola avanza un paso máshacia el altar, él cojea tan íntimamentecomo si me estuviese dando unaspalmaditas en el culo. Mary no había

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conocido en su vida una cojera másinsinuante, impúdica, escandalosa.Podía sentir los ojos alegres del hombrequemándole la espalda. Sentía el cuelloardiendo y la cara calentándose amedida que se avecinaba el momento dela consumación divina. Ante labarandilla del altar, Jenny Forbes, lamujer del oficial de la administración,estaba ejecutando una genuflexión antesde retirarse a su sitio. Ya puede hacerlo,después de la aventura que se trae con elguarda de la cancillería. Mary seadelantó, agradecida, y se arrodilló ensu puesto. Fuera de mi espalda,miserable, quédate donde estás. El

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miserable lo hizo, pero para entoncessus palabras suavemente murmuradasestaban bramando dentro de la cabezade Mary como un megáfono.

–Puedo ayudarla a encontrarle. Lemandaré un mensaje a su casa.

En unión coral, las preguntaschillaban en el interior de la cabeza deMary. ¿Mandar cómo? ¿Un mensajediciendo qué? ¿Para instruirla acerca delas causas de su deslealtad? ¿Paraexplicarle por qué, cuando salía ayer delté de Mujeres Internacionales, no habíaalargado un brazo acusador hacia élcuando él le sonreía desde el otro ladode la calle? ¿Por qué no les había

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gritado: «¡Detengan a ese hombre!» aGeorgie y Fergus, que estabanaparcados a menos de doce metros de lapuerta por la que él había aparecido…airosamente, como ningún criminalhabría hecho? ¿O después, cuandoresurgió a unos seis metros de ella en elsupermercado Swab?

Giles Marriott la estaba mirando conperplejidad, ofreciéndole por segundavez el cuerpo de Cristo que se habíainmolado por ella. Apresuradamente,Mary colocó las manos como le habíanenseñado a hacer desde la infancia, ladiestra sobre la siniestra, y trazó unacruz con ellas. Él depositó la oblea

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sobre su palma. Ella se la llevó a loslabios y notó que se le pegaba y queluego caía como un leño sobre su lenguaseca. No, no soy digna, pensó,desdichadamente, mientras aguardaba alcáliz. Es cierto. No soy digna de venir aTu mesa, ni a la mesa de nadie tampoco.Cada instante que transcurre sin que ledenuncie es otro momento de deslealtad.Me está tentando y yo le estoyescuchando con todas mis fuerzas. Meestá atrayendo hacia él y yo le estoydiciendo «sí, por favor». Le estoydiciendo: «Iré con usted por el bien deMagnus y de mi hijo.» Le estoydiciendo: «Iré con usted si me ofrece

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claridad, aun cuando sea usted malo.Porque estoy buscando una luz,cualquier clase de luz, y estoy perdiendoel juicio en la oscuridad. Iré con ustedporque es la otra mitad de Magnus, y porconsiguiente la otra mitad de mí.»

Cuando regresaba hacia su asientosorprendió la mirada de Bee Lederer.Intercambiaron sonrisas piadosas.

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Nunca hubo una elección parcialsemejante, Tom, jamás hubo unaelección parecida. Nacemos, noscasamos, nos divorciamos, morimos.Pero en algún momento del camino, sidisponemos de la oportunidad,deberíamos también presentarnos comocandidato liberal por la antiguacircunscripción pesquera y textil deGulworth North, situada en los pantanosmás remotos de la Anglia oriental, enlos años oscuros de posguerra, antes deque la televisión remplazase a la Sede

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Antialcohólica, y en que lascomunicaciones se hallaban en una fasetal que el carácter de un hombre podíarenacer si se le trasladaba a cientocincuenta millas al noroeste de Londres.Si no tenemos la suerte de presentarnosnosotros mismos, entonces lo menos quepodemos hacer es abandonarlo todo,desde el criptocomunismo a laexploración sexual inacabada y,olvidando el más reciente Minnesänger,correr a ponernos del lado de nuestropadre en la hora de su más ardua pruebay tiritar por su causa en umbraleshelados, seducir a ancianas para que leden su voto a la manera en que él nos lo

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ha indicado, y encargarnos de subienestar aunque nos cueste el pellejo, ydecir al mundo por el altavoz que es untipo fabuloso y que nunca volverá afaltarles de nada, y comprometernos,diciéndolo en serio, a que tan prontocomo termine la jornada electoral,renegaremos de todas nuestras vidasanteriores y ocuparemos nuestro puestoentre las clases trabajadoras, con lasque ha estado siempre nuestro corazón ynuestros orígenes, como testimonianuestro abrazo clandestino de la causaproletaria durante los años de formacióncomo estudiantes.

Era lo más recio del invierno cuando

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Pym llegó, y es invierno aún, porquenunca he regresado, nunca me atreví. Lamisma nieve cubre los pantanos ymarismas y paraliza los molinos deviento del Quijote contra el flamencocielo ceniciento. Las mismas ciudadescon campanario penden del horizontemarino, las caras de Brueghel de nuestroelectorado muestran el mismo ardorrosado que las de tres decenios antes. Elconvoy de nuestro candidato, dirigidopor Cudlove, el liberal de toda la vida,y su precioso cargamento, todavíadivulga el mensaje desde el aula de tizahasta la sala con calefacción deparafina, patinando y maldiciendo por

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los caminos rurales mientras nuestrocandidato medita y envasa un nuevotrago y Sylvia y el comandante MaxwellCavendish luchan sordamente sobre elmapa de estado mayor. En mi recuerdo,nuestra campaña es una gira dramáticadel teatro de lo políticamente absurdo amedida que avanzamos a través de lanieve y terrenos cenagosos hacia elmajestuoso ayuntamiento de Gulworth -alquilado contra la opinión de quienesdecían que no llegaríamos a ocuparlo,pero lo alquilamos- para la ultimísimaaparición de nuestro candidato. Allí lacomedia concluye de golpe. Lasmáscaras y cascabeles de los bufones

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salen estruendosamente al escenariocuando Dios, con una simple pregunta,nos presenta Su factura por todos losbuenos ratos que hemos pasado hastaentonces.

Pruebas, Tom. Hechos.Aquí tenemos el rosetón de seda

amarilla que Rick lució en su grannoche. Fue confeccionado para él por elmismo sastre sin fortuna que eligió suscolores hípicos. Aquí tenemos abierta lapágina central del Gulworth Mercurydel día siguiente. Léela tú mismo. ELCANDIDATO DEFIENDE SU HONOR,

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DICE QUE GULWORTH NORTH SEAEL JUEZ. ¿Ves la foto del podio, conlos tubos del órgano iluminados y laescalera en curva? Lo único quenecesitamos es a MakepeaceWatermaster. ¿Ves a tu abuelo, Tom, enel centro del escenario, acuchillando losrayos de los focos, salpicados departículas, y a tu padre que asomatímidamente detrás, con el flequillo alsesgo? ¿No oyes el trueno de la piedaddel gran santo elevándose hacia el techodel vagón? Pym se sabe de memoriacada palabra del discurso de Rick, cadainflexión y gesto exagerado. Rick sedescribe como un honrado comerciante

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que consagrará «lo que me quede devida, y por el tiempo que vuestrasabiduría estime que me necesite», alservicio de la circunscripción, y tardaunos cinco segundos en ejecutar con elantebrazo izquierdo un giro que siega lacabeza de los escépticos. Con los dedoscerrados y ligeramente curvados, comosiempre. Nos dice que es un humildecristiano, un padre de familia y unmercader recto, y que va a erradicar deGulworth North las herejías gemelas delalto conservadurismo y el bajosocialismo, aunque a veces, en su fervorabstemio, confunde el orden de ambosadjetivos. Odia asimismo el exceso.

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Realmente le indigna. Ahora viene labuena noticia. La fe que hay en su voz laanuncia. Con Rick en el Parlamento,Gulworth North conocerá unrenacimiento que supera sus sueños. Sumoribunda industria del arenque selevantará de su lecho y empezará aandar. Su decadente industria textilproducirá leche y miel. Sus granjas seliberarán de la burocracia socialista yllegarán a ser la envidia del mundo. Suscanales y líneas férreas decrépitas severán milagrosamente exoneradas de lasfatigas de la revolución industrial. Suscalles desbordarán de liquidez. Susancianos tendrán sus ahorros protegidos

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contra la confiscación por parte delestado, y sus hombres no conocerán lasignominias del alistamiento.Desaparecerá el impuesto de paga-cuanto-ganas, así como las demásiniquidades enumeradas en el manifiestoliberal, que Rick sólo ha leído en partepero en el que cree totalmente.

Hasta aquí todo es perfecto, peroesta noche cae el telón y Rick hapreparado algo especial. Vuelve laespalda audazmente al auditorio y sedirige a sus fieles partidarios situados alfondo del estrado. Se dispone a darnoslas gracias. Atención.

–En primer lugar a mi querida

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Sylvia, sin la cual nada hubiera podidorealizarse: ¡gracias, Sylvia, gracias! ¡Ungran aplauso para Sylvia, mi reina!

El público aplaude con entusiasmo.Sylvia esboza la graciosa sonrisa por laque es conservada. Pym espera sercitado a continuación, pero no es así. Lamirada azul de Rick tiene acero estanoche, resplandece. Más voz y menosaliento en su rimbombancia. Frases másbreves, pero el campeón las lanza másfuertes. Agradece al presidente delpartido liberal de Gulworth y a su muyencantadora esposa: «Marjorie, querida,no seas tímida, ¿dónde estás?» Agradecea nuestro miserable agente liberal, un

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incrédulo llamado Donald Algo, véaseel subtítulo, que desde la llegada de lacorte a su territorio se ha encerrado enun mutismo colérico del que no hasalido hasta esta noche. Agradece anuestra encargada de transportes, aquien Muspole pretende haber hecho unfavor en la sala de billares, y a laseñorita Tal y Cual, que velaba para quevuestro candidato no llegara nunca tardea un mitin -risas-, aunque MorrieWashington jura que no está segurosentado con ella al fondo. Pasa a «esosotros valientes y fieles ayudantes míos».Morrie y Syd sonríen impúdicamentecomo un par de asesinos indultados en la

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última fila, y Muspole y el comandanteMaxwell Cavendish prefieren fruncir elceño. Está en la foto, Tom, míralo túmismo. Al lado de Morrie se acomodaun cómico de la radio ebrio cuyareputación en declive Rick ha ideadoenjaezar a nuestra campaña, del mismomodo que en las últimas semanas hainvolucrado en la misma a estúpidosjugadores de cricket, propietarios dehoteles con título de nobleza y otraspersonalidades supuestamente liberales,a las que ha hecho desfilar por la ciudadcomo una cuerda de presos y a los queha devuelto a Londres en cuanto hanconsumado su breve lapso de utilidad.

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Ahora echa otro vistazo a Magnus,sentado a la diestra de su progenitor.Rick llega finalmente a él y cada palabraque le grita abunda en reproche yconocimiento secreto.

–No os lo dirá él, así que lo haré yo.Es demasiado modesto. Este hijo mío,aquí presente, es uno de los mássobresalientes estudiantes de Derechoque este país, y no sólo éste, haconocido hasta ahora, podría pronunciareste discurso en cinco idiomas distintosy hacerlo mejor que yo en cualquiera deellos.

Risas. Gritos de protesta y «no, no».–Pero eso no le ha impedido

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desgastarse los pies por su padre a lolargo de esta campaña. Magnus, tucomportamiento ha sido magnífico, hijo,y eres el mejor camarada de tu padre.¡Un aplauso para ti!

La clamorosa ovación no consigue,empero, aliviar la angustia de Pym. Enla realidad solitaria de ser Pym y deescuchar a Rick, que prosigue sudiscurso, el corazón le late aterradomientras hace recuento de los tópicos yaguarda la explosión que destruirá parasiempre jamás al candidato y su osadamadeja de engaños. Reventará el techodel vagón y sus soportes dorados en elcielo nocturno. Destrozará las mismas

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estrellas que sirven de apoteosis aldiscurso de Rick.

–La gente os dirá -grita Rick, con unacento de humildad creciente-, y me lohan dicho a mí, me han parado en lacalle, agarrado del brazo y me handicho: «Rick, ¿qué es el liberalismo, sino un montón de ideales? No podemoscomer ideales, Rick -dicen-. Los idealesno nos proporcionan una taza de té niuna chuleta de cordero, Rick, compadre.No podemos meter ideales en la huchade la colecta. No podemos pagar conideales la educación de nuestro hijo. Nopodemos mandarle al mundo para queocupe su puesto en los más altos

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tribunales del país sin nada más que unpuñado de ideales en el bolsillo.¿Entonces de qué sirve, Rick, un partidode ideales en este mundo moderno?», medicen.

Baja la voz. La mano, hasta ahoratan agitada, desciende con la palmahacia abajo para tocar la cabeza de unniño invisible.

–¡Y yo les digo, a esas buenas gentesde Gulworth, y os lo digo también avosotros!

La misma mano se eleva en el aire yapunta al cielo mientras Pym, en suaprensión enfermiza, ve que el espectrode Makepeace Watermaster salta desde

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su púlpito y llena el ayuntamiento con sufulgor tenebroso.

–Digo lo siguiente. Los ideales soncomo estrellas. ¡No podemosalcanzarlas, pero nos beneficiamos de supresencia!

Rick no ha estado nunca mejor, másapasionado, más sincero. Los aplausosse alzan como un mar encrespado, y losfieles se levantan con él. Pym también selevanta y da palmadas más fuertes quelas de todos los demás. Rick llora. Pymestá al borde de las lágrimas. La buenagente tiene su Mesías, desde hacemuchísimo tiempo los liberales deGulworth han sido una grey sin pastor;

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no ha habido ningún candidato liberal enla región desde la guerra. Al lado deRick, el presidente local del partido estáentrechocando sus pezuñas deminifundista y mascando ruibarboextáticamente en los oídos de Rick. A laespalda de éste, la corte entera sigue elejemplo de Pym y se pone de pie,aplaude, clama: «¡Rick paraGulworth!». Reclamado de este modo,Rick se vuelve hacia ellos de nuevo y, aimitación de cualquiera de los númerosde variedades que adora, señala a lacorte y dice al auditorio:

–Se lo debéis a ellos, no a mí.Pero una vez más sus ojos azules

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están fijos en Pym, y dicen: «Judas,parricida, asesino de tu mejorcamarada.»

O eso le parece a Pym.Porque es en este preciso momento,

en el instante exacto en que todo elmundo, de pie, resplandece y aplaude,cuando la bomba que Pym ha plantadoexplota: Rick da la espalda al enemigo ytiene la cara vuelta hacia Pym y susamados seguidores, casi a punto, creo,de entonar una canción emocionada. No«Debajo de los arcos», que esdemasiado seglar, sino «Adelante,soldados de Cristo», que viene deperlas. Entonces, de repente, el alboroto

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se extingue y muere en pie delante denosotros, y un silencio glacial seinstaura luego, como si alguien hubieraabierto las grandes puertas delayuntamiento y permitido la entrada delos ángeles vengadores del pasado.

Alguien nada fidedigno ha habladodesde debajo de la galería de cantoresdonde se sienta la prensa. Al principiola acústica es tan pésima que sólo nosdeja oír unas notas quejumbrosas,aunque ya son subversivas. El orador lointenta de nuevo, pero más alto. Todavíano es una persona, sino solamente unamaldita mujer, con esa voz irlandesaaflautada y estridente que los hombres

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detestan instintivamente y que teencandila con su impotencia al mismotiempo que con su causa. Un hombregrita: «Silencio, mujer», luego«¡Cállate!», y después «¡Cierra el pico,perra!». Pym reconoce la voz, rezumantede oporto, del comandante Blenkinsop.El comandante es un librecambista y unfascista rural de la incómoda derecha denuestro gran movimiento. Pero la ásperavoz irlandesa prevalece como una puertachirriante que no calla, y ningún portazoo aceitado parece capaz de silenciarla.Alguna independentista fastidiosaprobablemente. Es el comandantenuevamente: mirad su cabeza calva y el

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rosetón amarillo del partido. Le estágritando «Mi buena señora», nadamenos, y la encamina sin miramientoshacia la puerta. Pero la libertad deprensa se lo impide. Los gacetillerosque se asoman por encima de labalaustrada gritan: «¿Cómo se llama,señorita?», e incluso: «Chíllaselo otravez.» El comandante Blenkinsop no esde repente un caballero ni un oficial,sino un gamberro de la clase alta conuna irlandesa vociferante en sus manos.Otras mujeres empiezan a aullar:«¡Suéltala!» y «Quítale las manos deencima, cerdo!». Alguien grita: «¡ Blackand Tan, bastardo!»[10]

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Entonces la oímos y entonces lavemos con más claridad. Es menuda yfuriosa y viste de negro, una arpía viuda.Lleva un sombrero sin ala. De uncostado del mismo cuelga un jirón develo negro, desgarrado por ella o porotra persona. Con la perversidad de unamultitud, todo el mundo quiereescucharla.

Quizá por tercera vez, empieza supregunta. Su acento mana del centro dela boca y parece emitirse a través de unasonrisa, pero Pym sabe que no es unasonrisa, sino la mueca de un odio tanpoderoso que no se puede retenerdentro. Dice cada palabra como la ha

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aprendido, en el orden en que las hapreparado. La claridad de sudeclaración resulta ofensiva.

–Desearía saber, por favor… si esverdad… si fuese tan amable, señor…que el candidato liberal a diputado porla circunscripción de Gulworth North…ha cumplido una condena de prisión porestafa y desfalco. Muchísimas graciaspor su atención.

Y Rick mira de frente a Pymmientras la flecha de la mujer se leclava en la espalda. Los ojos azules deRick se abren de par en par al recibir elimpacto, pero continúan fijos en Pym:exactamente igual que cinco días antes,

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cuando estaba tumbado en su baño dehielo, con los pies cruzados y los ojosabiertos, diciendo:

–Matarme no es suficiente, hijo.

Retrocede diez días conmigo, Tom.El excitado Pym ha llegado de Oxfordcon corazón alegre, resuelto, comoprotector de la nación, a arrojar su pesocambiante sobre el proceso democráticoy a divertirse un poco en la nieve. Lacampaña está en pleno apogeo, pero lostrenes a Gulworth tienen por costumbreaveriarse en Norwich. Es el fin desemana, y Dios ha decretado que las

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elecciones parciales inglesas secelebren en jueves, aun cuando hacemucho que él mismo ha olvidado porqué. Es de noche; el candidato y suscohortes están en capilla. Pero cuandoPym se apea, bolsa en mano, en laimponente estación ferroviaria deNorwich, allí está el leal Syd Lemon enla barrera, con un automóvil de campañaque luce pegadas las insignias de Pym, ala espera de transportarle al mitinprincipal de la velada, anunciado paralas nueve en el pueblo de LittleChedworth on the Water, donde, segúnSyd, el último misionero fue devorado ala hora del té. Letreros que rezan PYM,

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EL HOMBRE DEL PUEBLO,ensombrecen las ventanillas del coche.La cabezota de Rick -la única, comoahora sé, que muy probablemente habríavendido- está pegada sobre el maletero.En el techo, atado con alambre, viaja unaltavoz más grande que el cañón de unbarco. Hay luna llena. La nieve cubrelos campos y el paraíso se extiendealrededor.

–Vámonos a St. Moritz -dice Pym,cuando Syd le entrega una empanada decarne cocinada por Meg, y Syd se ríe yrevuelve el pelo de Pym. Syd no es unconductor atento, pero los caminosvecinales están desiertos y la nieve es

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benigna. Ha llevado una botellarellenada de whisky. Mientrasserpentean por entre los setos cargadosde nieve, engullen grandes bocados.Vigorizado por el refrigerio, Sydinforma a Pym sobre el estado de labatalla.

–Estamos a favor de la libertad decultos, Titch, y somos partidariosentusiastas de la propiedad de lavivienda para todos con menos papeleo.

–Siempre lo hemos sido -dice Pym,y Syd le dedica una mirada recelosa, porsi acaso está siendo insolente.

–Tenemos un pobre concepto detodas las formas de conservadurismo

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ubicuo…–Inicuo -le corrige Pym, dando otro

trago de la botella.–Nuestro candidato se enorgullece

de su historial de patriota inglés yhombre de iglesia, y es un comerciantede Inglaterra que ha luchado por su país,y el liberalismo es la única vía correctapara Britania. Se ha educado en launiversidad del mundo y nunca en suvida ha probado una gota de licor fuerte,ni tú tampoco, y no lo olvides.

Recuperó la botella de whisky y dioun largo sorbo de militante abstemio.

–¿Pero ganará? -preguntó Pym.–Escucha. Si hubieras venido aquí

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con dinero en la mano el día en que tupadre anunció su intención, habríaspodido tener una probabilidad decincuenta a uno. Para cuando yo y LordMuspole aparecimos, estaba ya enveinte a cinco, y cogimos un montón. Ala mañana siguiente, después de haberhecho su adopción, no había ya dieces.Ahora está en nueve a dos ydisminuyendo, y te haré una pequeñaapuesta a que el día de la votación está ala par. Ahora pregúntame si va a ganar.

–¿Qué adversarios hay?–Ninguno. El chico de los laboristas

es un maestro de Glasgow. Tiene unabarba pelirroja. Un tipo bajito. Parece

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un ratón asomando por el lomo de unoso rojo. El viejo Muspole envió la otranoche a un par de muchachos a animaruno de sus mítines. Les puso un kilt y lesdio carracas de fútbol y les hizo armarbulla por las calles hasta el amanecer.Gulworth no es amante del barullo,Titch. No apreciaron mucho a losamigos borrachos del candidatolaborista cantando «Pequeña Nellie delvalle» a las tres de la mañana en lospeldaños de la iglesia.

El coche se desliza airosamente,hacia un molino de viento. Syd loendereza y prosiguen.

–¿Y el conservador?

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–El conservador es todo lo quedebería ser un candidato conservador,pero en peor. Un pukka sahib repatriadoque trabaja un día a la semana en laCity, sale a cazar zorros, regalaabalorios a los lugareños y quiererestablecer la tortura de las empulgueraspara los detenidos sin antecedentespenales. Su mujer abre con los dienteslas fiestas al aire libre.

–Pero ¿quiénes son nuestro soportetradicional? -pregunta Pym, recordandosu historia social.

–Los meapilas le apoyanfirmemente, igual que los masones eigual que las abuelas. Los de la

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antialcohólica son pan comido, lomismo que los de la liga antiapuestas,con tal de que no lean los formularios, yte agradeceré que no menciones a losjamelgos, Titch; por el momento loshemos puesto a pacer. Los restantes nosaben a qué carta quedarse. Elparlamentario anterior era un rojo, peroha muerto. En la última elección ganópor cinco mil votos en una carrera asolas contra el conservador, pero miraqué conservador. El número total devotos fue treinta y cinco mil, pero desdeentonces han cumplido la mayoría deedad otros cinco mil delincuentesjuveniles, y dos mil carcamales han

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pasado a mejor vida. Los granjeros sonrepulsivos, los pescadores no tienen unchavo y la chusma no sabe dónde tienela mano derecha.

Syd enciende la luz interior y dejaque el coche ruede solo mientrasrebusca en el asiento trasero y pesca unimpresionante panfleto amarillo y negrocon una foto de Rick en la portada.Flanqueado por amorosos spanielsajenos, aparece leyendo un libro delantede una chimenea desconocida, cosa queno ha hecho en su vida. «Carta alelectorado de Gulworth North», reza eltítulo. El papel, en desafío a laausteridad predominante, es satinado.

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–También nos respalda el espectrode Sir Codpiece Makewater, Cruz de lavictoria -añade Syd con particulardeleite-. Lee con atención la últimapágina.

Pym la leyó y descubrió un recuadroque se asemejaba a una esquela suiza:

NOTA FINALVuestro candidato deriva a mucha

honra su inspiración política del mentory amigo de su infancia, Sir MakepeaceWatermaster, miembro del Parlamento,el liberal y empresario cristiano másfamoso del mundo, cuya mano severapero justa, tras sufrir la muerte

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intempestiva de su padre, le guió através de los muchos escollos de lajuventud hasta su alta y consolidadaposición presente, que le pone encontacto cotidiano con las máximasautoridades del país.

Sir Makepeace fue un hombre defamilia temerosa de Dios, un abstemio yun orador sin igual, y se puede afirmarcon certeza, que sin su radiantemagisterio vuestro candidato podría nohaber osado nunca someterme al juiciohistórico del pueblo de Gulworth North,que ya se ha convertido en un hogar delhogar para mí, y si resulto elegidoadquiriré aquí una residencia principal

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en la primera oportunidad. Vuestrocandidato tiene la intención deconsagrarse a la defensa de vuestrosintereses con la misma humildad quesiempre manifestó Sir Makepeace, quese fue a la tumba predicando el derechomoral del hombre a la propiedad, ellibre comercio y un buen latigazo paralas mujeres.

Vuestro humilde y futuro servidor,

Richard T. Pym.

–Tú tienes instrucción, Titch. ¿Quéte parece? -pregunta Syd, con seriedadvulnerable.

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–Precioso -responde Pym.–Pues claro que lo es -dice Syd.Un pueblo, y después la aguja de una

iglesia, se deslizan hacia ellos. Al entraren la calle principal, una pancartaamarilla proclama que nuestro candidatoliberal hablará aquí esta noche. Hayunos «Land Rover» y «Austin Seven»viejos, aprisionados por la nieve ytristemente estacionados en elaparcamiento. Tras un último trago de labotella de whisky, Syd se separacuidadosamente el pelo delante delespejo. Pym advierte que su vestimentaexhibe una sobriedad desacostumbrada.El aire impregnado de escarcha huele a

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mar y a boñiga de vaca. Ante ellos sealza la Sala Antialcohólica de LittleChedworth on the Water. Syd le pasa aPym una pastilla de menta y los dosentran.

El presidente del distrito electoralestá hablando desde hace un rato, perosólo a la primera fila, y los que estamosmás atrás no oímos nada. El resto de lospresentes mira a las vigas o a lastarjetas de presentación del candidatodel hombre común: Rick ante suescritorio Napoleón con los libros deleyes ordenados a su espalda. Rick en la

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planta de la fábrica por primera vez ensu vida, compartiendo una taza de té conla sal de la tierra. Rick en el papel deSir Francis Drake, mirando hacia laarmada brumosa de la moribunda flotaarenquera de Gulworth. Rick comoagricultor, chupando una pipa ycalibrando a una vaca con aires deentendido. A un lado del presidente,debajo de un festón de estameñaamarilla, se sienta una funcionaria delcomité electoral. Por el otro lado correuna fila de sillas vacías que esperan alcandidato y a su séquito.Periódicamente, mientras el presidentecontinúa disertando, Pym capta una

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expresión suelta como «los males delservicio militar» o «la maldición de losgrandes monopolios», o, peor aún, unacoletilla de disculpa del tipo «como oshe dicho hace un momento». Y por dosveces, conforme las nueve en puntopasan a ser las nueve y media y luegolas diez y diez, un mensajero senil yshakespeariano trastabillea penosamentedesde una sacristía y se agarra un lóbulode la oreja para decirnos con voztemblorosa que el candidato está encamino, que ha tenido un horarioapretado de mítines, que la nieve le estáretrasando. Justo cuando hemosabandonado la esperanza, Muspole

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irrumpe acompañado del comandanteMaxwell Cavendish, ambos pulcroscomo bedeles con su uniforme gris. Losdos hombres recorren juntos el pasillo ysuben al estrado, y mientras Muspoleestrecha la mano del presidente y de laseñora, el comandante extrae un fajo denotas de una cartera y las depositaencima de la mesa. Y aunque Pym, haciael final de la campaña, había oídohablar a Rick no menos de veinte vecesentre esa noche el discurso en elayuntamiento, la víspera de lasvotaciones, ni una sola vez le vioremitirse a las notas del comandante otan siquiera advertir su presencia. De

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modo que poco a poco llegó a laconclusión de que no eran notas, sino unrecurso escénico a fin de prepararnospara lo que viene.

–¿Qué ha hecho Maxie con subigote? -susurra excitadamente Pym aSyd, que se ha incorporado bruscamentedespués de una siestecita- ¿Lo hahipotecado?

Si Pym espera una réplica ingeniosa,se queda defraudado.

–No nos parece apropiado, eso es loque ha pasado con su bigote -dice Sydescuetamente. En ese mismo momentoPym ve que la luz del amor puro inundala cara de Syd cuando Rick hace su

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entrada.El orden de aparición nunca

cambiaba, como tampoco el reparto detareas. Después de Muspole y elcomandante entran Perce Loft y el pobreMorrie Washington, que ya estásufriendo molestias en el hígado. Percemantiene la puerta abierta. Morrie lafranquea y a veces, como esta noche,recibe unos pocos aplausos, porque losno iniciados le confunden con Rick, loque no resulta sorprendente porqueMorrie, aunque es la tercera parte deltamaño de Rick, dedica la mayor partede su vida y todo su dinero al esfuerzode lograr una identificación total con su

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ídolo. Si Rick se compra un abrigonuevo de pelo de camello, Morrie seapresura a comprarse dos parecidos. SiRick lleva zapatos de dos colores, lomismo hace Morrie, y asimismocalcetines blancos. Pero esta nocheMorrie se ha vestido como el resto de lacorte, de un gris eclesial. Por amor aRick incluso ha conseguido eliminar desu tez parte de los vestigios de labebida. Entra, ocupa su puesto en lapuerta, al otro lado de Perce, y toqueteasu rosetón para cerciorarse de que estáen el sitio debido. Luego Perce y Morrieestiran al unísono el cuello en ladirección por la que han venido y se

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afanan, al igual que el público, enatisbar una primera visión de su paladín.Y mira: ¡están aplaudiendo! Y mira:¡también nosotros!, cuando Rick entracon paso vivo, porque nosotros, losestadistas, no tenemos tiempo queperder, e incluso mientras avanza por elpasillo está conferenciando seriamentecon los mandamases del país. ¿No es SirLaurence Olivier el que va con él? A míme parece más bien Bud Flanagan. Noes ninguno de los dos, como en seguidasabemos. Es ni más ni menos que el granBertie Tregenza, el hombre pájaro de laradio, un liberal de toda la vida. Ya enel estrado, Muspole y el comandante

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presentan al presidente a los demásnotables y les guían hasta sus asientos.Por fin ha llegado el momento queesperábamos con ansia, cuando el únicohombre que queda de pie es el hombreretratado en las fotografías. Syd seinclina hacia delante, escuchando conlos ojos. Nuestro candidato empieza ahablar.

Una introducción deliberada,anodina. Buenas noches y gracias porhaber acudido en tan gran número enesta fría noche de invierno. Lamentohaberles hecho esperar. Un chiste paralas damas: me han dicho que hiceesperar a mi madre una semana entera.

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Risas de las señoras en cuanto captan labroma. «Pero os prometo lo siguiente,gentes de Gulworth North: ¡ninguno delos presentes tendrá que esperar porcausa de vuestro próximoparlamentario!» Más risas y algunosaplausos de los fieles, a medida que eltono del candidato se endurece.

–Señoras y caballeros, habéisvenido aquí esta noche desapacible poruna sola razón. Porque os preocupavuestro país. Pues bien, ya somos dos,porque a mí también me preocupa. Mepreocupa el modo en que lo gobiernan yel modo en que no lo gobiernan. Mepreocupa porque la política es el

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pueblo. Pueblo con corazón paradecirles lo que quieren para sí y para elprójimo. Pueblo con cabeza paradecirles cómo conseguirlo. Pueblo confe y agallas para enviar a Adolf Hitler allugar de donde vino. Pueblo comonosotros. Reunidos aquí esta noche. Lasal de la tierra, por decirlo sin rodeos.Pueblo inglés, raíz y rama, preocupadopor su patria y en busca del hombre quese ocupe de su bienestar.

Pym mira en torno de la pequeñasala. Todas las caras están vueltas comoflores hacia la luz de Rick. Excepto una,la de una mujercita con un sombrero sinala y con un velo, sentada como su

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propia sombra, completamente aparte ycon el rostro tapado por el velo negro.Está de luto, decide Pym, al instantemovido a compasión. Ha venido aquíbuscando una pizca de compañía,pobrecilla. Sobre el estrado, Rick estáexplicando el significado delliberalismo para quienes no estánfamiliarizados con las diferencias entrelos tres grandes partidos. El liberalismono es un dogma, sino una forma de vida,dice. Es fe en la bondad esencial delhombre, con independencia del color, laraza o el credo, en un espíritu de todosunidos en pos de una meta. Despachadosasí los puntos sutiles de la filosofía

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liberal, puede abordar el centro sólidode su discurso, que es él mismo.Describe sus orígenes humildes y laslágrimas de su madre cuando le oyójurar que seguiría los pasos del gran SirMakepeace. Ojalá que mi padre pudieraestar esta noche aquí, sentado entrevosotros, buenas gentes. Un brazo selevanta y apunta hacia las vigas, como siseñalara un aeroplano, pero es a Dios aquien Rick indica.

–Y permitidme que esta noche digalo siguiente a los votantes de LittleChedworth. Sin cierta persona que estáahí arriba, actuando día y noche comomi socio más antiguo -reíros si queréis,

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porque preferiría ser objeto de vuestraburla que víctima de la ola de cinismo ydescreimiento que barre todo el país-,sin la mano auxiliadora de ciertapersona, y todos sabéis a quién merefiero, ¡claro que lo sabéis!, yo noestaría hoy donde estoy, ofreciendo misservicios con la mayor humildad alpueblo de Gulworth North.

Habla de su conocimiento delmercado de exportación y de su orgullopor vender productos ingleses a esosextranjeros que nunca sabrán lo muchoque nos deben. Su brazo nos fustiganuevamente y profiere un desafío. Él esinglés hasta la médula, y no tiene ningún

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empacho en decirlo. Puede aplicar elsentido común británico a cualquierproblema que le planteen. «Sinexcepción», murmura Syd, aprobando.Pero si conocemos para este cargo a unhombre mejor que Rickie Pym, más valeque lo digamos ahora. «Si preferimoslos prejuicios de clase blandengues delos conservadores que se creen lospropietarios del derecho al nacimiento,cuando en realidad están chupando lasangre del pueblo, entonces tenemos quelevantarnos aquí y ahora y decirlo sinmiedo ni parcialidad, y zanjemos estacuestión de una vez por todas.» Nadie selevanta. «Por otra parte, si preferimos

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entregar el país a los marxistas ycomunistas y a los sindicatosintimidadores que están empeñados enponer a la patria de rodillas -porque nonos engañemos, no otra cosa es el votolaborista-, entonces más vale que lodigamos a las claras ante la miradapública de los votantes de LittleChedworth en lugar de escondernos enla oscuridad como miserablesconspiradores.»

Tampoco esta vez se levanta nadie,aunque Rick y todos los del estradoescudriñan la sala en busca de una manobellaca o una cara culpable.

–Ahora aprieta el botón H de

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Hermoso -susurra Syd soñadoramente, ycierra los ojos para intensificar elplacer cuando Rick emprende su largaascensión hacia las estrellas, que asemejanza de los ideales liberales nopodemos alcanzar, pero de cuyapresencia nos beneficiamos.

Pym mira de nuevo alrededor. Todaslas caras destilan amor por Rick, salvola de una mujer enlutada y con velo.Para esto he venido, piensa Pym,emocionado. La democracia escompartir a tu padre con el mundo. Losaplausos decaen, pero Pym sigueaplaudiendo hasta que se percata de quees el único. Le parece oír que han

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pronunciado su nombre, y sorprendidodescubre que se ha puesto de pie. Losrostros se vuelven hacia él; sondemasiados. Algunos sonríen. Haceademán de sentarse, pero Syd le obliga areincorporarse con una mano debajo dela axila. El presidente del distritoelectoral está hablando y esta vez estemerariamente audible.

–Tengo entendido que el famoso hijode nuestro candidato, Maggus, está connosotros esta noche, tras haberinterrumpido sus estudios de Derecho enO cs ford, para ayudar a su padre en lagran campaña -dice-. Estoy seguro deque todos agradeceríamos que digas

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algunas palabras, Maggus, si eres tanamable. ¿Maggus? ¿Dónde está?

–¡Aquí, gobernador! -grita Syd-. Yono. Él.

Si Pym se resiste, no es conscientede ello. Me he desmayado. He sufridoun accidente. La botella de Syd me hanoqueado. La concurrencia se separa,manos fuertes le empujan hacia elestrado, votantes que flotan lecontemplan desde arriba. Pym sube,Rick le estrecha en un abrazo férreo, elpresidente prende en el cuello de Pymun rosetón amarillo. Pym está hablando,y miles de oyentes le miran fijamente -bueno, sesenta, por lo menos-, sonriendo

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a sus primeras palabras valientes.–Supongo que todos os estáis

preguntando -empieza Pym, mucho antesde que se le haya ocurrido nada-.Supongo que muchos de los que estáisaquí esta noche, incluso después de suhermoso discurso, os estáis preguntandoqué clase de hombre es mi padre.

Así es. Puede verlo en las caras.Quieren la confirmación de su fecolectiva, y Maggus, el abogado de O csford, se la proporciona sin el menorrubor. Por Rick, por Inglaterra y pordiversión. Mientras habla cree, como decostumbre, cada palabra que dice.Retrata a Rick como Rick se ha

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retratado, pero con la autoridad de unhijo amante y una mente jurídica queelige sus palabras pero no las separa.Pinta a Rick como el amigo sincero delhombre sencillo: «Y lo sé mejor quenadie, porque ha sido el mejor amigoque he tenido durante estos veinte o másaños.» Le describe como la estrellaasequible del firmamento de su infancia,que brillaba ante él como un ejemplo dehumildad caballerosa. La imagen delcantante Wolfram von Eschenbachrevolotea por su cabeza mareada, ysopesa la posibilidad de presentar aRick como el soldado poeta de LittleChedworth, que recorre entre galanterías

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y torneos el camino a la victoria. Laprudencia prevalece. Habla de lainfluencia de nuestro santo patrón TP,«que sigue desfilando mucho después deque el viejo soldado haya librado suúltimo combate». Y cuenta que cada vezque tenían que mudarse de casa -uninstante de nervios-, el retrato de TP eralo primero que colgaban. Habla de unpadre que posee el sentido de la justiciade un hombre recto. Con un padre comoRick, pregunta, ¿cómo podría haberpensado en una vocación distinta que lasleyes? Se vuelve hacia Sylvia, instaladaal lado de Rick con su cuello de piel deconejo y su sonrisa fija. Con voz

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entrecortada le expresa su gratitud porhaber asumido los desvelos de lamaternidad cuando mi pobre madre sevio obligada a abandonarles. Luego, tanrápidamente como ha empezado lafunción ha concluido, y Pym corre trasRick por el pasillo en dirección a lapuerta, enjugándose las lágrimas yapretando las manos en pos de su padre.Llega a la puerta y mira hacia atrás, conlos ojos empañados. Ve otra vez a lamujer con el sombrero de velo, sentadaaparte. Vislumbra el brillo de su miradadetrás de la máscara y le parece funestay censuradora en un momento en quetodo el mundo se muestra tan fervoroso.

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Una inquietud culpable suplanta sueuforia. No es una viuda, es Lippsierediviva. Es E. Wever. Es Dorothy, y hesido injusto con todas ellas. Es unaemisaria del partido g omunista de O csford, que ha venido a presenciar mipérfida g onversión. La han enviado losMichaels.

–¿Qué tal he estado, hijo?–¡Fantástico!–Y tú también, hijo. Dios, aunque

viva cien años nunca llegaría a estarmás orgulloso. ¿Quién te ha cortado elpelo?

Hace mucho tiempo que no se lo hancortado, pero Pym no se lo dice. Están

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cruzando el aparcamiento con dificultad,porque Rick sujeta el brazo de Pym conuna férrea presión ambulante y avanzanescorados, como un par de abrigostorcidos en su percha. Cudlove mantieneabierta la puerta del «Bentley» y viertelágrimas orgullosas de maestro deescuela.

–Precioso, señor Magnus -dice-. Hasido Karl Marx resucitado, señor. No loolvidaremos nunca.

Pym le da las graciasdistraídamente. Como tan a menudo,cuando se halla en la cresta de un falsotriunfo, le atenaza la sensaciónimprecisa del inminente castigo divino.

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¿Qué mal le he hecho a esa mujer?, sepregunta repetidamente. Soy joven,elocuente y el hijo de Rick. Llevo untraje nuevo e impagado del sastre deHall Brothers. ¿Por qué ella no mequiere como los demás? Está pensando,como todos los artistas anteriores oposteriores a él, en la única persona delauditorio que no le ha aplaudido.

Es el sábado siguiente, cerca de lamedianoche. La fiebre de la campañacrece de prisa. Dentro de unos minutosserá la víspera del día de eleccionesmenos tres. Un nuevo cartel que reza

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«TE NECESITA EL SÁBADO» estápegado a la ventana de Pym, y unaestameña amarilla con idéntico mensajecuelga desde el marco, a través de lacalle, hasta la ventana del prestamista.Pero Pym está tumbado en la cama,totalmente vestido y sonriente, y ni unsolo pensamiento acerca de la campañapasa por su mente. Está en el paraísocon una muchacha llamada Judy, la hijade un granjero liberal que nos la haprestado para que conduzca a lasabuelas a las cabinas de voto, y elparaíso es la parte delantera de sufurgoneta aparcada en el camino a LittleKimble. El sabor de la piel de Judy

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perdura en sus labios, el olor de sucabello en las ventanillas nasales. Ycuando curva las manos sobre los ojosson las mismas manos que por primeravez en la historia han abarcado lospechos de una chica. El dormitorio seencuentra en el primer piso de una casadestartalada que hace esquina y se llamaReposo abstemio de la señora Searle,aunque descanso y abstinencia sean lasúltimas cosas que vende. Las tabernashan cerrado, los gritos y suspiros se hantrasladado a otra parte de la localidad.Una voz de mujer chilla desde elcallejón:

–¿Tienes una cama, Mattie? Soy

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Tessie. Vamos, viejo cabrón, nosestamos helando.

Una ventana superior se abre degolpe y la voz confusa del señor Searleaconseja a Tessie que lleve a su clientedetrás de la marquesina del autobús.

–¿Qué te has pensado que somos,Tessie? -protesta-. ¿Una pensión demala muerte?

Por supuesto que no. Somos elcuartel general de la campaña delcandidato liberal, y el bueno de MattieSearle, nuestro casero, aunque no losabía hasta hace un mes, ha sido liberaltoda su vida.

Cuidando de no despertar de su

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ensueño erótico, Pym va de puntillas ala ventana y mira de soslayo, a picodesde su altura, el patio del hotel. En unlado la cocina. En el otro, el comedor delos huéspedes, ahora la sede del comitéde la campaña. En su ventana iluminada,Pym distingue las cabezas grises einclinadas de la señora Alcock y laseñora Catermole, nuestras ayudantesincansables, que resueltamente sellanlos últimos sobres del día.

Vuelve a la cama. Espera, piensa.No pueden estar levantadas toda lanoche. Nunca lo hacen. Su conquista enun campo le está inspirando otraconquista en otro. Como mañana es

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domingo, nuestro candidato licencia asus tropas y se conforma con piadosasapariciones en las iglesias baptistas másconcurridas, donde está dispuesto apredicar sobre la simplicidad y elservicio. Mañana, a las ocho en punto,Pym estará en la parada del autobús aNether Wheatly y Judy se reunirá con élallí, en la furgoneta de su padre, y elmaletero contendrá el tobogán que elguardabosque construyó para ellacuando tenía diez años. Ella conoce lacolina, conoce el cobertizo que hay allado, y han acordado sin ninguna reservaque alrededor de las diez y media, segúnel uso que hayan hecho del tobogán,

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Judy Barker llevará a Magnus Pym alcobertizo y le nombrará su amante plenoy consumado.

Por entretanto Pym tiene unapendiente distinta que escalar odescender. Mas allá del comedor queahora ocupa el comité hay una escaleraque conduce al sótano, y en el sótano -Pym lo ha visto- se encuentra el ficheroverde y mellado por el que ha suspiradodurante las tres cuartas partes de su viday que con tanta frecuencia ha tratado deexplorar en vano. En la cartera de Pym,debajo de la almohada, descansa elcompás azul de puntas de acero con quelos Michaels le han enseñado a

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descerrajar candados baratos. En lacabeza de Pym, inflamada porvoluptuosas ambiciones, late laconvicción serena de que un hombre quepuede acceder a los pechos de Judypuede forzar el baluarte de los secretosde Rick.

Tapándose de nuevo la cara con lasmanos revive cada momento deliciosodel día. Le han despertadoabruptamente, como de costumbre, Syd yMuspole, que han empezado a gritarleobscenidades a la Loca Pandilla a travésde la puerta de la alcoba.

–Vamos, Magnus, dale un respiro.Te vas a quedar ciego, ya sabes.

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–Se te caerá, Magnus querido, si nola dejas crecer. El médico tendrá queatártela con el palo de una cerilla. ¿Quédirá Judy entonces?

Durante el temprano desayuno, elcomandante Maxwell Cavendish vocealas órdenes del sábado a la corte. Lospanfletos son obsoletos, anuncia. Laúnica cosa con que podemos asaltarlesahora son altavoces y más altavoces,apoyados por ataques frontales adomicilio.

–Saben que estamos aquí. Saben quevamos en serio. Saben que tenemos elmejor candidato y la mejor política paraGulworth. Lo que buscamos ahora es

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cada voto individual. Vamos arecogerlos uno por uno y a llevarlos arastras a las urnas por pura fuerza devoluntad. Gracias.

Ahora los detalles. Syd llevará elaltavoz número uno y a dos mujeres -risas- a esa zona de monte bajo que hayal lado del hipódromo, donde viven losgitanos; los gitanos tienen voto, comocualquier cristiano. Gritos de«Apuéstanos de paso uno de cincopavos por Príncipe Magnus». Muspoley otra de las mujeres se llevarán elaltavoz número dos y recogerán a lasnueve en el ayuntamiento al comandanteBlenkinsop y a nuestro miserable agente.

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Magnus irá otra vez con Judy Barker ycubrirá Little Kimble y los cincopueblos aislados.

–De paso puedes cubrir también aJudy -dice Morrie Washington. Elchiste, aunque brillante, merece tan sólouna risa simbólica. La corte estáintranquila con respecto a Judy.Desconfían de su calma, y les ofende supretensión de ser su mascota. Barker temira por encima del hombro, se quejan asus espaldas. Barker no es la buenascout que creíamos que era. Pero enesos tiempos Pym concede menosimportancia de lo que solía a la opiniónde la corte. Sus pullas le resbalan y,

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cuando la sede del comité está sinvigilancia, baja a hurtadillas la escaleradel sótano e inserta el compás deMichael en la cerradura del ficheroverde. Un diente para sujetar el muelle,el otro para girar la recámara. Elcerrojo salta. Estoy en presencia de unmilagro y el milagro soy yo. Volveré.Vuelve a cerrar aprisa el fichero,regresa corriendo arriba y un minutodespués de haber establecido sudominio sobre los secretos de la vidaestá inocentemente en el umbral delhotel, a tiempo de ver la furgoneta deJudy que aparca a su lado, con el altavozamarrado al techo por hilos de

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bramante. Ella sonríe, pero no habla. Esla tercera mañana que pasan juntos, peroen la primera les acompañaba una de lasayudantes. Sin embargo, Pym se lasingenió en varias ocasiones para rozarla mano de Judy cuando ella cambiabade marcha o le pasaba el micrófono, ycuando se separaron a la hora delalmuerzo y él hizo ademán de besarle lamejilla, ella osadamente dirigió la bocahacia sus labios, colocándole en la nucauna mano larga. Es una chica alta yrisueña, de piel blanca y voz agreste.Tiene una boca alargada y ojosjuguetones detrás de sus gafas serias.

«Vota a Pym, el hombre del pueblo»,

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ruge Pym por el altavoz mientrasatraviesan los arrabales de Gulworthrumbo al campo abierto. Tiene asida lamano de Judy con bastante soltura,primero sobre el regazo de ella y ahora,a instigación de Judy, sobre el suyo.«Salva a Gulworth del azote de lospartidos políticos.» Después recita unaquintilla sobre Lakin, el candidatoconservador, compuesta por el granpoeta Morrie Washington, y que elcomandante jura que está ganando votospor doquier.

Hay un tal Lakin, mandón ymajadero,

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que utiliza su talante, zalamero.Si piensa que a Pym, empero,le barrerá del tablero,en llevarse un chasco va a ser el

primero.

Judy extiende la mano por delante deél y desconecta el artefacto.

–Creo que tu padre es un caradura -dice alegremente, cuando la ciudadqueda felizmente atrás-. ¿Qué se habrácreído? ¿Que somos idiotas?

Dirigiendo el vehículo hacia unavereda desierta, Judy apaga el motor yse desabrocha la chaqueta y después lablusa. Y en donde Pym había esperado

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más impedimentos descubre sus senosmenudos y perfectos, con pezones tiesospor el frío. Ella le observa con orgullocuando él posa las manos sobre ellos.

Durante el resto del día, Pym caminósobre nubes de luz. Judy tuvo queregresar a la granja para ayudar a supadre a ordeñar al ganado, y le dejó enuna posada de la carretera a Norwich,donde Pym había acordado reunirse conSyd, Morrie y Muspole para un tragodiscreto en territorio neutral, fuera de lacircunscripción electoral. Estando tancerca el día de elecciones, una hilaridadde fin de curso ha contagiado al grupo y,tras haber logrado mantenerse erguidos

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hasta la hora del cierre, los cuatro sehacinan en el coche de Syd y cantan«Debajo de los arcos» por el altavozdurante todo el trayecto hasta el lindero,donde nuevamente se ponen la chaquetay adoptan expresión devota. A primerahora de la noche del sábado, Pym asistióa la arenga final que Rick lanzó a susauxiliares. Enrique V no hubiera estadomejor la víspera de Agincourt. Nodebían arredrarse ante el asaltopostrero. Acordaos de Hitler. Teníanque llevar un bate recto hasta la victoria,mantener el codo izquierdo levantado alo largo de la vida, alabar a Dios yasestar el latigazo en la última recta.

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Con estas exhortaciones resonando ensus oídos, el equipo corrió a ladesbandada hacia los coches. Eldiscurso de Magnus constituye ya unnúmero totalmente incorporado alprograma. Los votantes le aman y en elseno de la corte posee el prestigio deuna estrella. En el «Bentley», los dosadalides se estrujan la mano y cambianimpresiones tomando una copa dechampán caliente para ir tirando entretriunfo y triunfo.

–Esa mujer tétrica estaba allí otravez -dijo Pym-. Creo que nos estásiguiendo.

–¿Qué mujer es ésa, hijo? -preguntó

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Rick.–No lo sé. Lleva un velo.Y en algún momento, en medio de

estas presiones y actividades, Pymconsiguió realizar la expedición máspeligrosa de su carrera sexual hastaentonces. Habiendo localizado enRibsdale, al otro lado de la ciudad, unafarmacia que permanecía abierta toda lanoche, fue allí en tranvía y efectuó unaserie de pases para vigilar laretaguardia antes de plantarseintrépidamente ante el mostrador ycomprar un paquete de trespreservativos a un viejo réprobo que nole arrestó ni le preguntó si estaba

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casado. Y ahí tiene ahora su premio, quele lanza guiños en su envoltura blanca ymalva desde su escondrijo en el centrode un rimero de octavillas «Vota aPym», cuando una vez más se acerca depuntillas a la ventana de su dormitorio ymira abajo.

El comedor requisado por el comitéestá a oscuras. Vamos.

No hay moros en la costa, pero Pymes ya perro viejo para dirigirse derechohacia su objetivo. El tiempo dedicado areconocimiento no es nunca tiempoperdido, solía decir Jack Brotherhood.

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Lograré abrirme camino hasta el corazóndel enemigo y lo conquistaré. Empiezaen el recibidor, fingiendo que lee losavisos del día. La planta baja está ahoradesierta. El despacho sucio de Mattieestá vacío, la puerta de la calle cerradacon cadena. Inicia su ascensión lenta.Dos puertas más allá de la suya, en elprimer piso, se encuentra la sala de estarde los residentes. Pym abre la puerta yesboza una sonrisa. Syd Lemon y MorrieWashington están jugando una partida desnooker contra una pareja de queridosamigos de Mattie Searle que tienenaspecto de cuatreros, pero que tambiénpodrían ser ladrones de ovejas. Syd

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lleva su sombrero. Dos beldadesreclutadas en el pueblo ponen tiza en lostacos y procuran confort. Los ánimosestán caldeados.

–¿A qué estáis jugando? -dice Pym,como si quisiera participar.

–Al polo -dice Syd-. Ahueca el ala,Titch, y no te hagas el gracioso.

–Quería decir a cuántos triángulos.–Al mejor de nueve -dice Morrie

Washington.Syd falla su tacada y lanza un

juramento. Pym cierra la puerta. Estánentretenidos. No hay peligro durante porlo menos una hora. Prosigue su ronda.Otro tramo de escaleras más arriba la

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atmósfera se tensa, como sucederá encualquier edificio secreto. Aquí está lahabitación tranquila donde loshuéspedes invitados pueden descalzarsey participar de una relajadora mano depócker con nuestro candidato y sucírculo. Pym entra sin llamar. Ante unamesa repleta de dinero y copas debrandy, Rick y Perce Loft estánenzarzados en una fuerte puja con MattieSearle. Hay en juego una pila decupones de gasolina, que la corteprefiere como moneda dura. Mattie subela apuesta y Rick quiere. Rick hace galade dominio de sí mismo cuando Mattierecoge todo el plato.

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–Me han dicho que tú y la coronelaBarker habéis recorrido Little Kimbleesta mañana, hijo.

No recuerdo exactamente por quéRick llamaba coronela a Judy. Tengoidea de que era una referencia a unafamosa lesbiana que había estadoinvolucrada en un caso judicial. Fueracual fuese el motivo, a Pym le tenía sincuidado.

–El chico les ha hecho besar elsuelo, Rickie -confirma Perce Loft.

–Parece ser que no es lo único queha besado -dice Rick, y todos se ríenporque es un chiste suyo.

Pym se inclina para el abrazo de las

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buenas noches y oye que Rick le olfateala mejilla, sobre la cual perdura el olorde Judy.

–Pero concentra esa cabeza tuya enlas elecciones, hijo -dice, dando unaspalmaditas en esa misma mejilla amanera de advertencia.

Al fondo del pasillo está eldepartamento de publicidad de MorrieWashington, que asimismo dispone deun apartado de desinformación. Cajas dewhisky y de medias de nilón estánamontonadas contra la pared, a la esperade preparar el terreno para los últimosfavores electorales. Fue de la mesa deMorrie de donde salieron los rumores

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infundados respecto al respaldo que SirOswald Mosley prestaba al candidatoconservador, y respecto al excesivocariño que el laborista siente por susalumnos. En cuanto el compás hacesaltar los cerrojos, Pym rebuscarápidamente en los cajones. Un estadode cuenta bancaria, una baraja de naipesindecentes. El estado de cuenta figura anombre del señor Morris Wurzheimer yarroja un saldo deudor de ciento veintelibras. El efecto de los naipes seríademoledor si la realidad de Judy no loseclipsara. Después de cerrar todometiculosamente, Pym sube hasta lamitad del último tramo de escaleras y

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acecha los murmullos de Muspole porteléfono. La planta superior es elsantuario. Es la caja fuerte, la sala declaves y el centro de operaciones en unapieza. Al final del pasillo están lashabitaciones lujosas de nuestrocandidato, que hasta el momento nisiquiera Pym ha pisado, porque Sylviapasa horas irregulares en la cama,aquejada de jaquecas o intentandobroncearse con una misteriosa lámparade mano que le ha comprado a Muspole.No puede contar, por tanto, con unahuida segura. En la puerta siguiente seencuentra la sede del denominadocomité de acción, donde se reúne gran

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dinero y apoyo y se negocian promesas.El género de estas promesas siguesiendo en parte un misterio para mí,aunque Syd habló en una ocasión de unplan para rellenar de cemento el antiguopuerto e instalar allí un aparcamientopara contentar a muchos contratistasinfluyentes.

Muspole cuelga de improviso. Sinhacer ningún ruido, Pym gira sobre sustalones y se dispone a emprender unaretirada por la escalera. Le salva elzumbido que produce Muspole al marcarotro número. Está hablando con unamujer, a la que hace preguntas tiernas, yronronea al oír las respuestas. Muspole

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puede prolongar estas charlas durantehoras. Es su pequeño placer.

Tras esperar hasta que la vozadquiere una cadencia tranquilizadora,Pym regresa a la planta baja. Laoscuridad de la sala del comité huele até y a desodorante. La puerta que da alpatio está cerrada por dentro. Pym girala llave silenciosamente y se la mete albolsillo. La escalera del sótano apesta agato. Hay cajas amontonadas en lospeldaños. Tanteando el camino, reacio aencender la luz por miedo a que le veandesde el patio, Pym revive mentalmenteel día en que, en Berna, bajaba sucolada húmeda por los escalones de

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piedra a otro sótano distinto y se asustóal tropezar con Herr Bastl . Y cuandoalcanza el último escalón pierde pie, enefecto. Se tambalea y cae pesadamentecontra la puerta del sótano, que empujacon las dos manos al tratar de recuperarel equilibrio. La puerta chirría en lamugre. El ímpetu de su cuerpo essuficiente para introducirle en el sótano,que para su sorpresa está iluminado poruna luz pálida. A su resplandor, Pymvislumbra el fichero verde y, delante deél, a una mujer que, armada con lo queparece ser un cincel, examina loscerrojos alumbrada por el destellomortecino de un farol de bicicleta. Sus

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ojos, que se han vuelto hacia él, sonoscuros y belicosos. No hay la menorseñal de contrición en ella. Y es algoque todavía me sorprende que a él no sele ocurriese dudar seriamente de queella fuera la misma mujer, con la mismamirada y el mismo sosiego intenso yreprobador, cuya cara velada se habíaconcentrado en Pym después de sutriunfo en el acto electoral de LittleChedworth, y que le había acechadodesde entonces en el curso de unadocena de mítines. Incluso en elmomento de preguntarle su nombre, Pymcomprende que ya lo conoce, a pesar deque no posee una facultad premonitoria.

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La mujer lleva una falda larga quepodría haber pertenecido a su madre.Tiene un rostro duro y constelado demarcas, y su pelo joven se ha vueltogrisáceo. Sus ojos, sondesconcertantemente francos ybrillantes, incluso en la penumbra.

–Me llamo Peggy Wentworth -contesta, desafiante, con un fuerte acentoirlandés-. ¿Quieres que te lo deletree,Magnus? Peggy es un diminutivo deMargaret, ¿me has oído? Tu padre,Richard Thomas Pym, mató a mi maridoJohn, y fue como si me hubiera matado amí también. Y aunque necesite el restode mi muerte en vida hasta que me

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entierren al lado de John, encontraré laprueba del asesinato y llevaré a esabestia ante la justicia.

Al ver el parpadeo de una luz móvil,Pym mira bruscamente detrás de él.Mattie Searle está en la puerta, con unamanta sobre los hombros. Tiene lacabeza inclinada hacia un costado, enbeneficio de su oído bueno, y mira dereojo a Pym y luego a Peggy por encimade sus gafas. ¿Qué parte de laconversación habrá oído? Pym loignora. Pero la alarma torna fértil sucerebro.

–Ésta es Emma, de Oxford, Mattie -dice, osadamente-. Emma, te presento al

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señor Searle, el dueño de este hotel.–Encantada de conocerle -dice

Peggy, con calma.–Emma y yo trabajamos en una obra

de teatro de la universidad el mes queviene, Mattie. Ha venido a Gulworthpara que podamos ensayar juntos.Pensamos que aquí no estorbaríamos.

–Ah, ya -dice Mattie. Sus ojos pasande Peggy a Pym y viceversa, con unasagacidad que convierte en disparateslas mentiras de Pym. Peggy y él oyen aMattie subir la escalera con un perezosoarrastrar de pies.

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No puedo decirte con gran exactitud,Tom, en qué lugares concretos ella lehizo a Pym cada una de susconfidencias. Su primer pensamiento alhuir del hotel fue seguir huyendo, demodo que subieron a un autobús y fueronhasta el final del trayecto, que resultóser la zona portuaria más desolada yvieja que puedas imaginarte: almacenesdesventrados, con ventanas por las quese podía ver la luna, grúas inactivas quese elevaban como horcas desde lamisma superficie del mar. Un grupoitinerante de afiladores de cuchilloshabía plantado allí su campamento, ydebían de trabajar de noche y dormir de

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día, pues recuerdo sus rostros gitanosbalanceándose por encima de susruedas, a la par que pisaban los pedalesy las chispas saltaban sobre el corro deniños. Recuerdo a muchachas conmúsculos de hombre arrojando canastasde pescado mientras se gritabanobscenidades mutuamente, y apescadores pavoneándose entre ellascon sus chubasqueros, demasiadograndiosos para interesarse por nadiemás que ellos mismos. Recuerdo con unimpulso de gratitud el fogonazo de cadacara o voz por fuera de las ventanas dela prisión en que Peggy me habíaencarcelado con su incesante monólogo.

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En un puesto de té emplazado en elmuelle, mientras tiritaban entre unamuchedumbre de paupérrimos, Peggyrefirió a Pym la historia de cómo Rick lehabía robado la granja. La habíaempezado en el momento en quesubieron al autobús, para provecho decualquiera que se molestara en oírla, yla había continuado sin una coma ni unpunto y aparte, y Pym sabía que todo eraverdad, todo era terrible, aun cuandomuchas veces el puro veneno que elladestilaba le hacía sentirse a élsecretamente protector con Rick.Caminaron para entrar en calor, peroella no paró de hablar ni un solo

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segundo. Cuando él le pagó unas judíasy un huevo en un Hogar del Marino quese llamaba El pirata, ella siguióhablando al mismo tiempo que extendíalos codos, aserraba la tostada y utilizabala cucharilla del té para aprovechar lasalsa. Fue en El pirata donde le habló aPym de la gran financiera de Rick quetomó posesión de las nueve mil librasque el seguro abonó a su marido Johndespués de haberse caído en latrilladora y haber perdido las dospiernas a partir de la rodilla y todos losdedos de una mano. Mientras contabaesta parte, trazaba las líneas de laamputación sobre sus propias

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extremidades escuálidas, sin siquieramirarlas, y Pym se sintió asustado alpercibir de nuevo la fuerza de suobsesión. La única voz que nunca teimité, Tom, es la del acento irlandés dePeggy remedando las cadenciaseclesiales de Rick cuando formulaba susventurosas promesas: «Doce y mediopor ciento más beneficios, querida, añotras año, suficiente para que el bueno deJohn viva de las rentas lo que le quedede vida, y suficiente para ti cuando semuera, y aún te sobrará después,querida, una parte reservada para queese chico estupendo que tienes vaya a launiversidad y estudie leyes como hará

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mi hijo, porque son lobos de la mismacarnada.» Era un relato de ThomasHardy lo que Peggy contaba, una historiallena de desastres fortuitos que parecíanhaber sido sincronizados por un Dioscolérico para obtener el máximo deinfortunio. Y ella era una heroína deHardy, para completarlo: impelida porsu obsesión y a solas frente a su destino.

John Wentworth, además de ser unavíctima, era igualmente un asno, explicóella, y estaba dispuesto a dejarse influirpor el primer embaucador queapareciese. Fue a la tumba convencidode que Rick era un bienhechor y uncamarada. Su granja era una finca de

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Cornualles llamada Tamar Rose, dondecada grano de trigo había quedisputárselo al viento marino. La habíaheredado de un padre más juicioso, y elhijo de ambos, Alistair, era su únicoheredero. Cuando John murió noquedaba un penique para nadie. Todohabía sido cedido, cada malditapropiedad hipotecada hasta el cuello,Magnus: al decir esto, Peggy se pasó porel cuello el cuchillo manchado dejudías. Le habló de las visitas que Rickle hacía a John en el hospital, pocodespués de su accidente, y de las flores,los bombones y el champán; y Pym, ensu memoria, vio el cesto de fruta del

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mercado negro al lado de su propiacama de hospital cuando despertó de laoperación. Recordó los nobles desvelosde Rick por las personas ancianas ydecrépitas, caridades en las que él lehabía ayudado durante los años bélicosde la gran Cruzada. Recordó la vozsollozante de Lippsie llamando a Ricklarrón, y las cartas de Rickprometiéndole ayuda económica.

–Y un billete de tren gratis para mí,Magnus -está diciendo Peggy-, para quevaya a visitar a John al hospital Truro.Y tu padre que me lleva después a casaen coche, Magnus, y no escatimaatenciones hasta que tiene en el bolsillo

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el dinero de nuestro hombre.–¡Los documentos que le hizo firmar

a John, Magnus, siempre escogiendocomo testigos a las enfermeras másbonitas! Qué paciencia tuvo siempre tupadre con John, siempre explicándoleuna y otra vez, si era necesario,cualquier cosa que no comprendiese,pero John no quería escucharle, unincauto es demasiado confiado y tienemente holgazana.

Un arranque de ira se apodera dePeggy:

–¡Y yo levantándome a las cuatro dela mañana para ordeñar y quedándomedormida encima de las cuentas a

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medianoche! -grita, mientras cabezassomnolientas giran hacia ella desdeotras mesas-. Y aquel estúpido maridomío bien calentito en su cama de Truro,regalándolo todo a mis espaldas, y tupadre sentado a su cabecera yhaciéndose el santurrón, Magnus. ¡Y miAlistair necesitado de un par de zapatospara ir a la escuela mientras tú vivías delas rentas e ibas a colegios excelentescon magníficas ropas, Magnus, Dios tesalve!

Porque resulta, naturalmente, que ala muerte de John, por razones queescapan al control de todo el mundo, lagran financiera ha tenido un problema de

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liquidez meramente transitorio, y endefinitiva no puede pagar el doce ymedio por ciento más beneficios.Tampoco puede restituir el capital. Ypara ayudar a todo el mundo a franqueareste terreno viscoso, John Wentworthtomó la sabia precaución, justo antes demorir, de hipotecar la granja y la tierra yel ganado, y a punto estuvo de hipotecartambién a su mujer y a su hijo, para quea nadie volviera a faltarle nunca denada. Y había entregado las ganancias asu querido camarada Rick. Y Rick hatraído, nada menos que de Londres, a uneminente abogado, apellidado Loft,simplemente para explicar a John, en su

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lecho de muerte, las consecuencias deesa medida tan inteligente. Y John, paracomplacer a todos, como de costumbre,había escrito de su puño y letra una cartalarga y especial, asegurando a quienpueda interesar que su decisión habíasido tomada mientras se hallaba en susano juicio y en posesión plena de susfacultades, y que no se encontraba deninguna manera sometido a la perniciosainfluencia de un santo y de su abogadocuando ya estaba en las últimas. Todo locual por si acaso Peggy o, en su defecto,Alistair, mostraban posteriormente lamala educación de impugnar eldocumento ante los tribunales o

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intentaban recuperar las nueve mil librasde John, o bien daban muestras decarecer de fe en la desinteresadaadministración que Rick hizo para ruinade John.

–¿Cuándo sucedió todo esto? -pregunta Pym.

Ella le dice las fechas, le precisa eldía de la semana y la hora del día. Sacadel bolso un fajo de cartas firmadas porPerce y en las que el abogado lamentaque «nuestro presidente, el señor R. T.Pym, no esté disponible por hallarseausente indefinidamente en una misiónde importancia nacional», yasegurándole que «los documentos

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relativos a la propiedad de Tamar Roseestán siendo tramitados en la actualidadcon vistas a obtener una suma mayor eninterés suyo». Y ella le mira con susfríos ojos locos mientras él las lee a laluz de una farola, sobre el banco roto enel que se han sentado. Ella recobra lascartas y vuelve a guardarlasamorosamente dentro de sus sobres,cuidadosa con los bordes y los pliegues.Y continúa hablando, y Pym siente ganasde taparse los oídos o plantarle unamano en la boca. Quiere levantarse,correr hasta el pretil y arrojarla al mar.Quiere gritarle que se calle. Pero loúnico que hace es pedirle que, por

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favor, se lo suplico, tenga la amabilidadde no seguir contándome su historia.

–¿Por qué no, vamos a ver?–No quiero oírla. Esa parte no me

concierne. Le robó a usted. Lo demás noañade nada -dice Pym.

Peggy discrepa. Se está azotando suespalda irlandesa con su culpa irlandesay utilizando la presencia de Pym parahacerlo. Está hablando a borbotones. Eslo que ha estado esperando para contarlelo mejor.

–¿Y por qué no, si ves que esemaldito te posee? ¿Si ya te ha rodeadocon sus sucias manos, claro, como si tehubiese tenido en su cama de fantasía,

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con los encajes y los espejos -es eldormitorio de Rick en Chester Street loque ella está describiendo-, si ves queya dispone del poder de vida y muertesobre ti y tú eres una idiota, una mujer,sola en el mundo, con un hijo enfermo aquien cuidar y una granja en bancarrotaque atender, y ni un alma que te digabuenos días durante una semana, apartedel estúpido alguacil?

–Es bastante saber que le ha hechodaño -insiste Pym-. Por favor, Peggy. Lodemás es personal.

–¿Cuándo ves que te puede llamar aLondres con un simple chasquido de losdedos y mandarte los billetes de primera

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clase, en cuanto vuelve de su misiónnacional, porque piensa que les vas aazuzar a los abogados contra él? Bueno,pues vas, ¿no? Si no has tenido unhombre durante dos años y más, y sólotu propio cuerpo para ver todos los díasen el espejo cómo se marchita, ¡vas!

–Seguro que sí. Estoy seguro de queeran buenas razones -dice Pym-. Porfavor, no me cuente nada más.

Ella está imitando otra vez la voz deRick:

–«Vamos a resolver esta cuestión deuna vez por todas, mi querida Peggy. Novoy a permitir que un asunto amargo seinterponga entre nosotros cuando lo

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único que siempre he querido ha sido tubien.» Pues vas, ¿no? -Sus palabrasresuenan en la plaza desierta y más allá,sobre el agua-. Dios santo, claro quevas. Haces la maleta, coges a tu chico ycierras la puerta con llave porque vas arecuperar tu dinero y a que te haganjusticia. Vas a toda prisa, reventando deganas de librar la batalla de tu vida encuanto le pongas los ojos encima. Dejasla colada y los platos y las vacas y lavida roñosa que llevas por su culpa. Yle dices al estúpido alguacil que te cuidela casa porque yo y Alistair nos vamos aLondres. Y cuando llegas, en vez de unareunión de negocios con el señor Perce

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Loft y el puñetero Muspole y toda lapandilla, el hombre te compra ropasfinas en Bond Street y te trata como auna princesa, con las limusinas y losrestaurantes, las combinaciones y lassedas de fantasía… Bueno, siempre sepuede dejar para más tarde la pelea conél, ¿no?

–No -dice Pym-. No se puede. Teníaque haberla tenido entonces o nunca.

–Si te ha pisoteado en el fango todosesos años, lo menos que puedes hacer essacarle algo a cambio de toda lamiseria, quitarle cada penique que tehaya robado.

Imita de nuevo la voz de Rick:

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–«Siempre me has gustado, Peggy, ytú lo sabes. Eres una buena compañera,la mejor de todas. Siempre he tenido elojo puesto en esa preciosa sonrisairlandesa, y no sólo en la sonrisa.» Puesmuy bien, también tiene un regalopreparado para el chico. Le lleva alArsenal y allí nos sentamos como diosesen el palco de gala, en medio de loslords y los grandes personajes, y luegouna cena en Quaglino, con él, el hombredel pueblo, y hay una tarta de mediometro con el nombre del chico escritoencima, tenías que haber visto la cara deAlistair. Y al día siguiente unespecialista de Harley Street listo para

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escuchar la tos del chico y un reloj deoro para él después, por haber sido tanvaliente, con sus iniciales y unainscripción: «De RTP a un muchachoestupendo.» Ahora que lo pienso, no esmuy distinto del que tú llevas puesto…¿es de oro también? Así que cuando unhombre te ha hecho todo eso y ha sido unbastardo, pues tienes que admitir, alcabo de unos días, que hay muchosbastardos peores que él en el mundo. Lamayoría no hubiera compartido ni unaensaimada contigo, y mucho menos unatarta de medio metro en Quaglino yalguien que le llevara a la cama al chicoluego, para que los mayores puedan irse

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a un club nocturno y divertirse unpoco… ¿Por qué no, si él siempre megustó? No hay muchas mujeres que nohubieran aplazado una pelea un par dedías para algo así, supongo, así que ¿porqué no?

Está hablando como si Pym noestuviera ya con ella, y tiene razón. Leha ensordecido, pero Pym aún puedeoírla. Y la oigo todavía, un interminabley rabioso parloteo de destrucción. Estáhablando al mercado de ganadoderruido, con sus corrales rotos y sureloj parado, pero Pym es insensible yestá muerto, y se encuentra en cualquierparte menos allí. Está en la Overflow

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House, en la escuela primaria, y lasvoces de Rick y el llanto de Lippsie ledespiertan continuamente. Está en lacama de Dorothy en The Glades,mortalmente aburrido, con la cabezarecostada en el hombro de ella,contemplando por la ventana el cieloblanco durante todo el día. Está en unático en algún lugar de Suiza,preguntándose por qué ha matado a suamigo para complacer a un enemigo.

Ella describe la locura de Rick conla suya propia. Su voz es un torrentequejumbroso e importuno, y él lo odia loindecible. El modo en que el hombre sevanagloriaba. No tenía los pies en el

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suelo cuando empezaba su sarta dementiras. Que si había sido amante deLady Mountbatten, y que ella le habíaasegurado que era mejor que NoelCoward. Que le habían propuesto elcargo de embajador en París, pero queél lo había rechazado porque no teníapaciencia con los blandengues. Y cosassobre el estúpido fichero verde con susasquerosos secretos dentro, ¡imagínatela locura de un tipo que se pasa lashoras hilando la soga con la quedeberían colgarle! Que le había llevadoa verlo descalza y en camisón, miraesto, chiquilla. El registro, lo llamaba.Todo lo bueno y lo malo que había

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hecho. Todas las pruebas de suinocencia: su puñetera rectitud. Que,cuando le juzgaran, como sin duda seríajuzgado, todo lo que había en aquelestúpido fichero sería colocado en labalanza, lo bueno y lo malo junto, y quele veríamos tal como era, allí arriba, allado de los ángeles, mientras quenosotros, aquí abajo, pobres pecadores,sangrábamos y pasábamos hambre paramayor gloria suya. Es lo que ha reunidopara timar al Todopoderoso, y se haquedado corto… ¡figúrate quéimpertinencia, y para colmo es baptista!

Pym le pregunta cómo ha averiguadodónde encontrar el fichero.

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–Vi cómo traían el estúpido trasto -responde ella-. Estuve montando guardiaen el Hotel Searle el primer día de lacampaña. El maricón de Cudlove lotrajo especialmente en su limusina. Elbastardo de Loft le ayudó a transportarloal sótano, la primera vez que se hamanchado las manos. Rick no se atrevióa dejarlo en Londres mientras todosestaban aquí. Tengo que utilizar laprueba contra él, Magnus -repitemientras le conduce en el alba a supensión mísera, con una voz que gime ymachaca el oído de Pym como unamáquina que nadie puede detener-. Sitiene la prueba ahí, como él dice, se la

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voy a quitar y a volverla contra él, lojuro. De acuerdo, le he sacado un pocode dinero, es cierto. ¿Pero qué es eldinero cuando me ha estafado en elamor? ¿Qué es el dinero cuando élpuede pasear por la calle como unseñorón y mi John se pudre en la tumba?¿Y cuando la gente en la calle aplaude aRickie, el muchacho? ¿Y cuando encimahace trampas para ganar el cielo? ¿Paraqué sirve una pobre víctima engañadacomo yo, que le ha dejado hacer suvoluntad con ella y que arderá en elinfierno por eso, si no cumple con sudeber ante el mundo y le denuncia comoel demonio que es? ¿Dónde está la

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prueba?, pregunto.–Por favor, cállese -dijo Pym-. Sé lo

que quiere.–¿Dónde está la justicia? Si la tiene

allí dentro se la quitaré, gracias. Notengo más cartas que ese par dedilaciones de Perce Loft, y ¿qué dicen?Es como querer clavar una gota delluvia en la pared, te aseguro.

–Intente calmarse -dijo Pym-. Porfavor.

–Fui a ver a ese estúpido Lakin, elconservador. Tuve que esperar la mitadde un día, pero conseguí verle. «RickPym es un estafador», le digo. ¿De quésirve decirle eso a un conservador si

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todos lo son, a fin de cuentas? Se lo dijeal laborista, pero preguntaban: «¿Qué hahecho?» Me dijeron que investigarían yque gracias, ¿pero qué van a descubrir,los pobres inocentes?

Mattie Searle está barriendo elpatio. Pym es indiferente a su escrutinio.Pym se conduce con autoridad, emplealos mismos andares que le llevaronhasta la bicicleta de Lippsie y, pordelante del policía, a la OverflowHouse. Soy una autoridad. Soy inglés.¿Quiere apartarse, me hace el favor?

–He dejado algo en el sótano -dice,

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despreocupadamente.–Ah, ya -dice Mattie.La voz cortante de Peggy Wentworth

le está aserrando el alma. ¿Qué terriblesecos ha despertado en él? ¿En qué casavacía de su niñez esa voz gimotea y lemachaca los oídos? ¿Por qué es tanabyecto ante su insistencia corrosiva?Peggy es Lippsie resucitada, que hablapor fin desde la tumba. Es el mundo quehay dentro de mi cabeza y que se havuelto estridente. Es el pecado quenunca podré expiar. Mete la cabeza en ellavabo, Pym. Agarra esos grifos yescúchame mientras te explico por quéningún castigo sería suficiente para ti.

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Ponle a pan y agua, al hijo de su padre.¿Por qué mojas la cama, hijo mío? ¿Nosabes que te esperan mil billetes verdesde una libra al fin del primer año seco?Enciende las luces del comedor queutiliza el comité, abre de golpe la puertaque conduce al sótano y empieza a bajar,pisando muy fuerte. Cajas de cartón.Mercancías. Sobreabundancia parasuplir las carestías. El compás deMichael otra vez en acción, mejor queuna navaja suiza. Descerraja el fichero yabre el primer cajón mientras un vivoplacer comienza a invadirle.

Lippschitz, nombre de pila Anne,dos volúmenes sólo. «Vaya, Lippsie,

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por fin apareces -piensa con calma-.Bueno, fue una vida corta, ¿no? No haytiempo ahora, pero descansa donde estásy yo volveré a reclamarte más tarde.»Watermaster Dorothy, matrimonial, sóloun volumen. «Bueno, fue un matrimoniotambién breve, pero espérame, Dot,porque tengo otros fantasmas queatender primero. -Cierra el primer cajóny abre el segundo-. Rick, bastardo,¿dónde estás tú? -Bancarrota, el cajónentero lleno sobre el tema. Abre eltercero. La inminencia deldescubrimiento le está incendiando elcuerpo: los párpados, las superficies dela espalda y la cintura. Pero sus dedos

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son ágiles, livianos y rápidos-. Para estohe nacido, si es que nací para algo. Soyel detective de Dios, procurando elbienestar de todo el mundo.»Wentworth, una docena con eseapellido, etiquetados con la letra deRick. Ante todo, Pym tiene presentesmentalmente las fechas de la carta deMuspole lamentando la ausencia de Rickpor su misión de trascendencia nacional.Recuerda la caída y las largas ysaludables vacaciones de Rick mientrasél y Dorothy padecían su encierro enThe Glades. «Rick, bastardo, ¿dóndeestabas tú? Vamos, hijo, somoscamaradas, ¿no? Dentro de un minuto

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oiré ladrar a Herr Bastl .»Abre el último cajón y ve Rex [11]

contra Pym, 1938, tres gruesas carpetas,y junto a ellas Rex contra Pym, 1944,sólo una. Saca la primera del lote de1938, vuelve a dejarla en su sitio y eligela última. Consulta primero la últimapágina y lee el resumen del juez, elveredicto, la sentencia y la prisióninmediata del reo. Con extática calmavuelve al principio y comienza otra vez.No había cámara en aquellos tiempos,no había copista ni magnetofones. Sólolo que ves, oyes, memorizas y retienes.Lee durante una hora. Un reloj da lasocho, pero ello no significa nada para

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él. «Estoy siguiendo mi vocación. Seestá celebrando el oficio divino. Lasmujeres no queréis nada más quehundirnos.»

Mattie sigue barriendo el patio, perosus contornos son borrosos.

–¿Lo has encontrado? -pregunta.–Al final sí, gracias.–Así está bien -dice Mattie.Llega a su dormitorio, cierra con

llave, acerca una silla al lavabo,empieza a escribir: de la memoriadirectamente al papel, sin cuidar paranada el estilo. Oye un golpecito, primerotímido y después más fuerte. Luego unsuave y pesimista «¿Magnus?», antes de

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que los pies desciendan despacio por laescalera. Pero Pym está en el corazón delas cosas, las mujeres le parecenabominables, hasta Judy es inoportunapara su destino. Oye sus pisadasrepicando en el antepatio y el sonido desu furgoneta que se aleja, al principiolentamente y después, de repente, muchomás rápido. Adiós muy buenas.

Querida Peggy -está escribiendo-:Espero que lo adjunto le sea deutilidad.

Querida Belinda -está escribiendo-: Realmente debo confesar que estoyfascinado por esta visión del proceso

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democrático en marcha. Lo que alprincipio parece un instrumento toscoresulta que está dotado de toda clasede controles y balanzas. Veámonos encuanto vuelva a Londres.

Queridísimo padre -estáescribiendo-: Hoy es domingo y dentrode cuatro días conoceremos nuestrodestino y el tuyo. Pero quiero quesepas que he aprendido a admirarmucho el coraje y la convicción conque has librado tu ardua campaña.

En el estrado, Rick no se habíamovido. Su mirada de navaja automáticaseguía clavada en Pym. Sin embargo,

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parecía tranquilo. En la sala, a suespalda, no había ocurrido nadairreparable, aparentemente. Supreocupación era su hijo, a quien estabamirando con una peligrosa intensidad.Esa noche llevaba su corbata plateadade estadista y una camisa de sedaconfeccionada a mano, con puños doblesy los grandes gemelos de Aspreys delgran RTP. Se había cortado el pelo aprimera hora del día, y Pym percibía elolor de la loción del barbero mientraspadre e hijo continuaban mirándose. Porun momento, la mirada de Rick sedesplazó hacia Muspole, y Pym tuvomás tarde la impresión de que Muspole

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le hacía con la cabeza alguna señal deasentimiento. El silencio en la sala eraabsoluto. Pym no oía toses o crujidos, nisiquiera de las abuelas a las que Rick,como siempre, había colocado en laprimera fila para que le recordasen a suquerida madre y a su amado padre, quehabía muerto las muertes de tantoshéroes.

Rick se volvió finalmente y avanzóhacia el auditorio con el andar sumisodel Pym Buenhombre que tan a menudoprecedía a algún acto de particularhipocresía. Llegó hasta la mesa, pero nose detuvo. Cogió el micrófono y lodesconectó: que entre nosotros no se

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interponga ahora ningún mecanismo.Siguió caminando hasta que alcanzó elborde del estrado, en el punto desdedonde arrancaba la hermosa escaleracurva. Apretó la mandíbula, paseó lamirada por los rostros del público,consintió que sus facciones delataran uninstante de búsqueda del alma antes deempezar a hablar. En algún lugar deltrayecto entre Pym y la audiencia sehabía desabrochado la chaqueta.Golpeadme aquí, estaba diciendo. Aquíestá mi corazón. Habló, por fin. Con vozmás alta que la habitual. Escucha laemoción que la embarga.

–¿Te importaría repetir la pregunta,

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Peggy? ¿Con voz muy fuerte, querida,para que la oiga todo el mundo?

Peggy Wentworth hizo lo que leordenaban. Pero ahora como invitada deRick, así como su acusadora.

–Gracias, Peggy.A continuación pidió que le trajeran

a Peggy una silla, para que pudierasentarse como todos los demás. Se lallevó el mismo comandante Blenkinsop.Peggy se sentó sobre ella en el pasillo,obedientemente, como una niñadesacreditada, a la espera de oír ciertasverdades domésticas. Eso, al menos, lepareció a Pym, y todavía le parece,porque hace mucho que creo que todo lo

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que hizo Rick aquella noche estabapreparado de antemano. Si le hubieranpuesto a Peggy unas orejas de burro enla cabeza, Pym no se habríasorprendido. Creo que se habían dadocuenta de que Peggy les acosaba, y queRick se le había adelantado desplegandosus defensas mentales, como tantasveces había hecho antes. Muspole y sugente podrían haberle secuestrado por eltiempo que durase la velada. Elcomandante Blenkinsop podría haberleinformado de que no se le permitía elacceso a la sala. En el catálogo de lacorte había una docena de maneras demantener a raya a una pequeña

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chantajista como Peggy, enloquecida ysin un céntimo, durante una nochecrucial. Rick no utilizó ninguna. Queríael juicio, como siempre. Quería que lejuzgasen y le declarasen intachable.

–Señoras y caballeros. Esta mujer esla señora Peggy Wentworth. Es unaviuda a la que conozco y he tratado deayudar durante muchos años, que hasufrido crueles agravios en la vida y queme culpa a mí de su infortunio. Esperoque después de este mitin todos vosotrosoigáis lo que Peggy tiene que deciros, ledispenséis toda la indulgencia a vuestroalcance y le demostréis la mayorpaciencia. Y que en vuestra sabiduría

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juzguéis por vosotros mismos dóndepuede residir la verdad. Confío queseáis caritativos con Peggy y tambiénconmigo, y recordad lo difícil que esaceptar el infortunio sin levantar undedo acusador.

Colocó las manos detrás de laespalda. Tenía los pies muy juntos.

–Señoras y caballeros, mi antiguaamiga Peggy Wentworth tiene toda larazón.

Ni siquiera Pym, que creía conocertodos los instrumentos de la orquesta deRick, le había oído hablar de un modotan simple y directo, desprovisto deretórica.

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–Hace muchos años, señoras yseñores, cuando yo era muy joven yluchaba por abrirme camino en la vida,como todos nosotros hemos hecho,sumamente impacientes y dispuestos aoptar por ciertos atajos, me encontré enla situación del chico de una oficina queha tomado prestados unos cuantospapeles de la caja y ha sido descubiertoantes de haber tenido oportunidad dedevolverlos. Delinquí, es cierto. Mimadre, al igual que Peggy Wentworth,aquí presente, era viuda. Yo tenía unpadre insigne, a cuya altura tenía queelevarme, y sólo hermanas en la familia.Las responsabilidades que pesaban

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sobre mí, lo reconozco, me hicierontraspasar los límites de lo que lajusticia, en su sabiduría ciega, estimabalícito. La justicia me impuso su pena. Lacumplí enteramente. Como la seguirécumpliendo durante toda mi vida.

Entonces irguió la barbilla y separósus manazas, y uno de sus brazos seextendió hacia las abuelas de la primerafila, al tiempo que sus ojos y su voz sesumían en la oscuridad del fondo.

–Amigos míos -Peggy, querida,todavía te cuento entre ellos-, misamigos leales de Gulworth North, veoentre vosotros esta noche a hombres ymujeres lo bastante jóvenes par ser

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impulsivos. Veo a otras personas queposeen la experiencia de la vida, cuyoshijos y nietos se han lanzado al mundo, ainstancias de sus impulsos, paraprosperar, cometer errores yrectificarlos. A esas personas mayoresquiero preguntarles lo siguiente. Si unode esos jóvenes -hijos, nietos, o estehijo mío que se sienta aquí detrás, prestoa recibir algunos de los más altospremios que la ley de este país puedeofrecer-, si uno de ellos cometieraalguna vez un error y pagara el precioque la sociedad exige y volviera alhogar diciendo: «Papá, mamá, soy yo»,¿quién de vosotros, presentes aquí esta

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noche, le cerraría la puerta en lasnarices?

Se habían puesto de pie. Estabangritando su nombre. «Rickie, amigoRickie… Tienes nuestro voto, Rickie,muchacho.» En el estrado, a su espalda,también nosotros estábamos de pie, yPym vio a través de sus lágrimas queSyd y Morrie se estaban abrazando. Poruna vez Rick no agradeció el aplauso.Estaba paseando la mirada alrededor,buscando a Pym teatralmente yllamándole: «Magnus, ¿dónde estás, hijomío?», aunque sabía perfectamentedónde estaba. Fingiendo que leencontraba le agarró del brazo, se lo

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alzó y le empujó hacia delante,levantándole casi del suelo al mismotiempo que le presentaba como un adalidante la multitud alborozada, y quegritaba: «Aquí hay uno, aquí hay uno.»Supongo que se refería a un penitenteque había pagado el precio y regresadoa casa, aunque nunca lo sabré segurodebido al alboroto, y quizá Rick dijo:«Aquí está mi hijo.» En cuanto a Pym,ya no pudo contenerse. Jamás habíaadorado tanto a Rick. Aplaudía, entreahogos, estrechaba la mano de Rick conlas dos suyas en representación delpúblico, le abrazaba en su nombre contodas sus fuerzas, le daba palmadas en

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su hombro enorme y le decía que erafabuloso.

Mientras hacía todo esto, creyó verla cara pálida de Judy y sus grandes ojosclaros detrás de sus gafas serias,observándole desde el centro de laconcurrencia. Mi padre me necesitaba,quería explicarle. Olvidé dónde estabala parada de autobús. He perdido tunúmero de teléfono. Lo he hecho por mipaís. El «Bentley» esperaba ante lasescaleras de la calle, y Cudlove estabaplantado junto a la puerta. Al partir en elcoche, al lado de Rick, Pym imaginó queoía a Judy gritando su nombre: «Pym,bastardo. ¿Dónde estás?»

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Había amanecido. Sin afeitar, Pymestaba sentado ante el escritorio, sinquerer la luz del día. Con la barbillaapoyada en la mano, miraba fijamente laúltima página que había escrito. Nocambies nada. No mires atrás, no miresadelante. Lo haces una vez y después temueres. Le asaltó una visión desdichadade las mujeres que en el curso de suvida le habían esperado en vano en cadaparada de autobús que jalonaba sucamino caótico. Se levantó rápidamente,preparó un Nescafé y se lo tomó cuandotodavía estaba demasiado caliente paraél. Luego cogió la grapadora y el

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rotulador y empezó a trabajar de firme -soy un mero oficinista, es lo único quesoy-, grapando los recortes y marcandolas referencias útiles.

Extractos del Gulworth Mercury ydel Evening Star informando sobre lapostura combativa del candidato liberalla noche anterior a las elecciones en elayuntamiento. Para no incurrir endifamación, los cronistas omiten lareferencia directa a las acusaciones dePeggy Wentworth y hablan únicamentede la fogosa defensa del candidatocontra el ataque personal. Incluir en 21a.La maldita grapadora no funciona. Esteaire de mar lo enmohece todo.

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Recorte del Times de Londres conlos resultados de la elección parcial enGulworth North:

McKechnie (Laborista) 17.970Lakin (Conser.) 15.711Pym (Liberal) 6.404

El dirigente semianalfabeto atribuyela victoria a «la intervencióndesacertada» de los liberales. Incluir en22a.

Extracto de la Gazette de launiversidad de Oxford, notificando almundo interesado que Magnus RichardPym ha obtenido una licenciatura cum

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laude en Lenguas Modernas, Clase I.Ninguna referencia a las horas nocturnasdedicadas a estudiar papeletas deexámenes previas o a la exploracióninformal de los cajones del escritoriodel tutor con ayuda del compás de acerode Michael, siempre a mano. Incluido en23a.

Pero en realidad no había sidoincluido en absoluto, pues en elmomento de marcar este recorte, Pym locolocó delante de él y lo miró de hito enhito, con la cabeza entre las manos y unaexpresión de asco.

Rick lo sabía. El bastardo lo sabía.Con la cabeza todavía entre las manos,

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Pym se remonta a Gulworth, a unmomento posterior de la misma noche.Padre e hijo viajan en el «Bentley», ellugar predilecto de ambos. Elayuntamiento queda detrás y el hotel dela señora Searle se aproxima. El tumultode la multitud resuena todavía en losoídos de Pym. Transcurrirán otrasveinticuatro horas antes de que el mundoconozca el nombre del candidatovencedor, pero Rick lo sabe ya. Ha sidojuzgado y aplaudido por toda la vida queha vivido hasta ahora.

–Déjame decirte algo, hijo -dice,con su voz más melosa y amable. Lasfarolas que desfilan iluminan a rachas

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sus juiciosas facciones, haciendo que sutriunfo parezca intermitente-. Nuncamientas, hijo. Les he dicho la verdad.Dios me ha escuchado. Siempre lo hace.

–Ha sido fantástico -dice Pym-.¿Podrías soltarme el brazo, por favor?

–Nunca hubo un Pym mentiroso,hijo.

–Lo sé -dice Pym, y retira el brazo,de todas maneras.

–¿Por qué no acudiste a mí, hijo?«Papá», podrías haberme dicho, o«Rickie», si quieres, ya tienes edad:«Ya no estoy estudiando Derecho. Estoyperfeccionando mis idiomas porquequiero tener don de lenguas. Quiero salir

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al mundo como mi mejor camarada, yser escuchado donde los hombres sereúnan, con independencia de su color,raza o credo.» ¿Porque sabes lo que tehabría respondido si hubieses venido adecirle eso a tu padre?

Pym está demasiado enloquecido,demasiado muerto para que le importe.

–Hubieras sido fabuloso -responde.–Te hubiera dicho: «Hijo, ya eres un

adulto. Tú tomas tus propias decisiones.Lo único que tu viejo puede hacer esjugar de portero mientras Magnus bateay Dios lanza los bolos.» -Aferra la manode Pym, casi le rompe los dedos-. Nome rehuyas así, hijo. No estoy enfadado

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contigo. Somos camaradas, ¿no teacuerdas? No tenemos que andar depuntillas el uno alrededor del otro, nifisgar en los bolsillos, rebuscar encajones y hablar con mujeresdescarriadas en sótanos de hotel. Lodecimos a la cara. Lo ponemos encimade la mesa. Ahora sécate esos ojillos ydame un abrazo.

Con su pañuelo de seda, que luce unmonograma, el gran estadista limpiamagnánimo las lágrimas de rabia y deimpotencia de su hijo Pym.

–¿Te apetece un buen filete inglésesta noche, hijo?

–No mucho.

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–El bueno de Mattie nos estápreparando uno con cebollas. Puedesinvitar a Judy si quieres. Después vamosa jugar todos una partida de chemin defer. A Judy le gustaría.

Levantando la cabeza, Pym volvió aempuñar el rotulador y reanudó su tarea.

Extracto de las actas del partidocomunista de la universidad de Oxford,en poder de Special Branch, lamentandola marcha del camarada M. Pym,trabajador incansable en pro de lacausa. Gracias fraternales por sustremendos esfuerzos. Incluido en 24a.

Apenada carta del tesorero delcolegio universitario de Pym,

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adjuntando su cheque para las batallasdel último curso, con la anotaciónRemítase al librador. Carta y chequessimilares de los señores Blackwell,Parker (Libreros) y Hall Brothers(Sastres) incluidas en 24c.

Pesarosa carta del director delbanco de Pym, lamentando que, a causade la devolución de un cheque girado afavor de Pym por la Compañía MagnusDinámica y Astral, sociedad limitada(Bahamas), por importe de doscientascincuenta libras, no tiene más remedioque remitir al librador los cheques,como figura en 24c.

Extracto de la Gazette de Londres

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29 de marzo de 1951, nombrandosíndico oficial para una nueva peticiónde quiebra de RTP y ochenta y tresempresas asociadas.

Carta del director de la fiscalía,invitando a Pym a comparecer para unaentrevista en la fecha mencionada, a finde explicar su relación con las empresasantedichas. Incluida en 36a.

Papeles de alistamiento militarofreciendo a Pym un santuario. Asidoscon las dos manos.

–Me gustaría sentarme con usted unrato, señorita D. -dijo Pym, abriendocon suavidad la puerta de la cocina.

Pero la silla estaba vacía y el fuego

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apagado. No era el atardecer, comohabía creído, sino el alba.

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12

Era el mismo amanecer. Era la horamenos diez minutos. Era el momento queBrotherhood había aguardado, insomne ysolo, en la cama de su apartamentocochambroso, que se le estabaconvirtiendo en una celda solitaria,mirando las imágenes de su pasado en elinquieto cielo londinense. Era un juegoal aire libre, jugado entre cuatro paredespor personas que no sabían que estabandespiertas. ¿Cuántas veces había estadosentado de ese modo, con botas degoma, en laderas árticas, apretando los

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auriculares contra los oídos y con losdedos enfundados en mitones demiraguano, para captar el susurro quesignificaba que la vida no se habíaextinguido? Aquí, en la sala decomunicaciones de la planta superior dela Oficina Central, no había auricularesni vientos bajo cero que penetraban enlas ropas empapadas y congelaban losdedos del operador, ni la dinamo debicicleta que un pobre bastardo teníaque accionar hasta que le flaqueaban laspiernas. No había antenas que se tedesplomaban encima cuando más lasnecesitabas. Ni maletas de dos toneladasque había que esconder en un suelo duro

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como el hierro mientras los hunos teestaban pisando los talones. Aquí arribatenemos cajas verdigrises con agujeros,a las que acaban de pasarles el plumero,con bonitas luces de clavija ointerruptores relucientes. Ysintonizadores y amplificadores. Ydiales para eliminar interferencias. Ysillas confortables para que los baronesque se reúnen aquí aposenten su dulceculo. Y una misteriosa compresión delaire que te oprime el cuero cabelludomientras observas los numerales verdesque se deslizan por la pantalla de suprisión tan rápido como los añospostreros de la vida: ahora tengo

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cuarenta y cinco, ahora setenta, ahora mequedan diez minutos antes de morir.

Sobre la tarima elevada dos chicoscon auriculares estaban controlando losdiales. «Nunca sabrán cómo era -pensóBrotherhood-. Se irán a la tumbapensando que la vida salía de unpaquete.» Brammel y Nigel estabansentados debajo de ellos comoempresarios en un preestreno. Detrás,una docena de sombras a cuya presenciaBrotherhood apenas había prestadoatención. Advirtió la de Lorimer, jefe deoperaciones. Vio a Kate y pensó:«Gracias al cielo que sigue viva.» En elborde de la tarima, Frankel estaba

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informando lúgubremente de un rosariode fracasos. Su acento centroeuropeo sehabía intensificado.

–A las nueve y veinte de ayer por lamañana, hora local, la sede de Pragaordena a su operador principal quetelefonee a la casa del vigilante desdeuna cabina, Bo -dijo-. Comunicaba.Hace cinco llamadas en dos horas desdela ciudad. Seguía comunicando. Intentallamar a Conger. Teléfono cortado.Todo el mundo ha desaparecido, todosilocalizables. Al mediodía la sede envíaa una jovencita de su equipo a la cantinadonde almuerza la hija de Conger. Lahija de Conger está al corriente, así que

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quizá sepa dónde está su padre. Nuestrajovencita es una chavala de dieciséisaños, muy menuda, muy correosa.Merodea por allí dos horas, inspeccionalas dos salas, comprueba la cola.Examina las fichas de asistencia en lapuerta de la fábrica, dice a los guardasque es la compañera de cuarto de lahija. Es tan inocente que le dejan hacer.La hija de Conger no ha acudido altrabajo, tampoco figura en la lista debajas por enfermedad. Desaparecida.

En la tensión, nadie habla con nadie.Todo el mundo habla para sí. La salasigue llenándose. «¿Cuántas personashacen falta para dar a una red un entierro

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decente?», pensó Brotherhood. Faltabanocho minutos.

Frankel continuó su endecha.–A las siete de la mañana de ayer,

hora local, la sede de Gdansk destaca ados de sus muchachos para reparar unposte telegráfico al fondo de la calledonde vive Merryman. Su casa está enun callejón sin salida. No puede salirpor otro sitio. Todos los días, por logeneral, va al trabajo en su coche, salede casa a las siete y veinte. Pero ayer sucoche no estaba delante de la casa.Todos los demás días está aparcado allí.Pero ayer no. Desde donde losmuchachos trabajan pueden ver la puerta

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de la calle. Está cerrada. Ni Merrymanni nadie sale o entra de la casa por esapuerta. Abajo están corridas lascortinas, no hay luces ni huellasrecientes en la calzada. El mejor amigode Merryman es arquitecto. A Merrymanle gusta a veces tomar un café con élcuando va al trabajo. Este arquitecto noes un agente, no está en la lista blanca.

–Wenzel -dijo Brotherhood.–Wenzel se llama el arquitecto,

Jack. Uno de los muchachos le llama porteléfono y le dice que la madre deMerryman está enferma. «¿Dónde puedolocalizarle para darle la mala noticia?»,dice. Wenzel responde que pruebe en el

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laboratorio, ¿está muy enferma? El chicocontesta que quizá moribunda,Merryman tendría que ir a verlaenseguida. «Déle este recado -dice elchico-. Dígale, por favor, queMaximilian dice que más vale que vayaa ver a su madre cuanto antes.»Maximilian es la palabra cifrada paracomunicar que todo ha terminado.Maximilian quiere decir fracaso, quieredecir corre, quiere decir sal pitando porcualquier medio conocido, no tepreocupes por los métodos habituales,huye. El chico tiene recursos. Cuandotermina de hablar con Wenzel telefoneaal laboratorio donde Merryman trabaja.

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«Soy el señor Maximilian. ¿Dónde estáMerryman? Es urgente. Dígale queMaximilian tiene que comunicarle algorespecto a su madre.» «Merryman noviene hoy -le responden-. Tiene unaconferencia en Varsovia.»

Brotherhood estaba ya protestando.–No le dirían eso -refunfuñó-. Los

laboratorios no facilitan detalles sobrelos movimientos del personal. Son unainstalación ultrasecreta, Cristo bendito.Alguien está jugando con nosotros.

–Claro, Jack. Es la misma reacciónque he tenido yo. ¿Quieres que siga?

Un par de cabezas se volvieron paralocalizar a Brotherhood en el fondo de

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la sala.–Cuando la línea con Merryman

quedó cortada, ordenamos a Varsoviaque intentara ponerse en contacto conVoltaire directamente -continuó Frankel.Hizo una pausa-. Voltaire está enfermo.

Brotherhood emitió una risa furiosa.–¿Voltaire? No ha estado enfermo ni

un día en toda su vida.–Su ministerio dice que está

enfermo, su mujer dice que está enfermo,su amante lo dice también. Comió unassetas en malas condiciones, ingresó enel hospital. Está enfermo. Es oficial.Todos dicen lo mismo.

–Oficial, sí.

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–¿Qué quieres que haga, Jack? Dimealgo que tú hubieras hecho y que no hayahecho, ¿vale? Es un apagón, Jack. Comoun silencio en todas partes. Como sihubiera caído una bomba.

–Has dicho que seguiríais llenandolos buzones -dijo Brotherhood.

–Llenamos el de Merryman ayer.Dinero e instrucciones. Lo llenamos.

–¿Y qué ocurrió?–Allí siguen. Dinero e instrucciones,

todo. Papeles nuevos, mapas, lo que túquieras. A Conger le pusimos dosseñales de aviso, una para llamarnos, laotra para evacuar. Una cortina en unprimer piso, una luz en la ventana de un

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sótano. ¿Es correcto eso, Jack?¿Concuerda con los procedimientosconvenidos?

–Concuerda.–Muy bien. Pues no contesta. No

llama, no escribe, no huye.Durante cinco minutos no hubo más

sonidos que los de la espera: el suspirode asientos blandos, el chasquido deluces y cerillas que se encienden, y elcrujido de las suelas de zapato de losmuchachos. Kate miró de soslayo aBrotherhood y él le correspondió conuna sonrisa de confianza. Bo dijo:

–Estamos pensando en ti, Jack.Brotherhood, no obstante, no

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respondió, e indudablemente no estabapensando en Bo. Sonó un timbre. Desdela tarima uno de los muchachos dijo:

–Conger, señor, a la hora -ymanipuló unos diales. Una luz blancaparpadeó encima de su cabeza. Elsegundo operador bajó un interruptor.Nadie aplaudió, nadie se puso de pie niexclamó: «¡Están vivos!»

–El operador de Conger anuncia queestá listo para transmitir, Bo -dijoFrankel, gratuitamente. Detrás de él, losmuchachos se movían automáticamente,sordos a todo menos a sus auriculares-.Ahora efectuamos nuestra primeratransmisión. Todos usamos cinta, nada

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escrito, y Conger hace lo mismo. Morseacelerado, lo desenrollamos en ambosextremos. La transmisión dura quizás unminuto y medio o dos. Desenrollar ydescifrar lleva quizá cinco… ¿Ves eso?«Listo para recibir. Hable.» Eso es loque le decimos. Ahora Conger hablaotra vez. Mirad la luz roja de laizquierda, por favor. Se enciende, estáhablando… ya ha acabado.

–No ha sido muy largo, ¿no? -dijoLorimer, con voz lenta y pesada, sindirigirse a nadie en particular. Lorimerya había enterrado a agentes.

–Ahora esperamos el descifrado -dijo Frankel a su auditorio, con una

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vivacidad un poco excesiva-. Tresminutos, quizá cinco. Tiempo para fumarun cigarro, ¿de acuerdo? Que todo elmundo se relaje. Conger está vivo ybien.

Los muchachos estaban rebobinandocarretes, reordenando instrumentos.

–Agradezcamos que por lo menosesté vivo -dijo Kate, y varias cabezasgiraron bruscamente, advirtiendo estainsólita manifestación de sentimientosde una mujer del quinto piso.

Los carretes grises pasaban de unlado al otro. Durante un momento oyeronel pitido discordante del código Morse.Cesó el pitido.

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–Eh -dijo Lorimer en voz baja.–Pasadlo otra vez -dijo

Brotherhood.–¿Qué ha ocurrido? -preguntó Kate.Los muchachos rebobinaron los

carretes y pulsaron de nuevo la tecla degiro normal. El Morse sonó y cesó,como antes.

–¿Podría ser un fallo del otro lado? -preguntó Lorimer.

–Claro -dijo Frankel-. Es posibleque tenga la bobina averiada, o que hayaencontrado una mala ionosfera. Dentrode un minuto volverá a transmitir. Nohay problema.

El más alto de los dos operadores se

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estaba quitando los auriculares.–¿Le parece que descifremos, señor

Frankel? -dijo-. A veces, cuando tienenalguna dificultad, nos lo dicen en elmensaje.

A una señal de Frankel trasladó uncarrete a una máquina situada en elextremo más alejado de la instalación.El impresor empezó a parlotear deinmediato. Nigel y Lorimer se acercaronrápidamente a la tarima. El impresor sedetuvo. Nigel arrancó la hojadidácticamente y la sostuvo de formaque Lorimer y él mismo pudieran leerla.Brotherhood se acercaba a zancadas porel pasillo. Subió a la tarima y les

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arrebató el papel de las manos, sin queellos opusieran resistencia.

–Jack, no -dijo Kate, en voz baja.–¿No qué? -contestó Brotherhood,

perdiendo de repente la paciencia conella-. ¿Que no me preocupe por misagentes? ¿Que no haga qué exactamente?

–Diles que saquen otra copia,¿quieres, Frankel? -dijo Nigel, consuavidad-. Así podremos verla todosjuntos sin empujarnos.

Brotherhood sostenía la hoja ante él.Nigel y Lorimer se habían colocadodócilmente a ambos lados de él y laleían por encima de su hombro.

–Un informe de espionaje rutinario,

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Bo -anunció Nigel, leyendo en voz alta-.La longitud prometida, trescientos sietegrupos. La longitud real hasta ahora,cuarenta y uno. Tema, la reinstalación debases de misiles soviéticos en losmontes al norte de Pilsen. La subfuenteMirabeau informando hace diez días.Mirabeau informando a su vez a sunovio del ejército soviético, cuyonombre en clave es Leo. Leo nos prestóbuenos servicios antiguamente, meparece recordar. El mensaje dice losiguiente: «La subfuente Talleyrandconfirma que los cargadores vacíos queabandonan la zona…» El mensajetermina en la mitad de la frase. La

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bobina, evidentemente. A menos, comotú dices, que su señal haya tropezadocon malas condiciones.

Frankel estaba ya impartiendoórdenes al más alto de sus subordinados.

–Transmíteles: «Su mensajemutilado.» Inmediatamente. Diles quequeremos que lo repitan. Diles que si nopueden trasmitir ahora permaneceremosa la espera hasta que puedan. Diles quequeremos una lista de todos losmiembros de la red. ¿Tienes expresionesfijas para esto o quieres que te escribaalgunas?

–Diles que les zurzan -ordenóBrotherhood en voz muy alta-. Y basta

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de llorar todo el mundo. No se hamuerto nadie.

Había metido las manos en losbolsillos de la gabardina. Estaba ahoraen la mitad del pasillo. Nigel y Lorimerseguían en el estrado, como un par deniños de coro que sostienen entre losdos la página del himno. Brammel,estoicamente, permanecía muy erguidoen su silla del auditorio. Kate le mirabasin el menor estoicismo.

–Puedes decirles que quieres unalista o una repetición, puedes decirlesque todo se ha frustrado y que se tiren alVístula. Eso no cambia absolutamentenada -dijo Brotherhood.

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–Pobre hombre -dijo Nigel aLorimer-. Son sus agentes, ya ves. Es latensión.

–No son mis agentes y nunca lo hansido. Te los regalo con mi bendición. -Miró alrededor, buscando hombres consentido común- Frankel. Por lo mássagrado. Lorimer. Cuando este serviciocaptura a un agente de algún otroservicio si es que alguna vez lo hace enestos tiempos, ¿qué pasa? Si accede aque le utilicemos, se vuelve agentedoble. Si no, le mandamos a la Torre.¿Es distinto ahora? No sabría decirlo.

–¿Y bien? -dijo Nigel, siguiéndoleel humor.

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–Si decidimos que juegue doble, lohacemos lo más natural y rápidamenteposible. ¿Por qué? Porque queremosmostrar al adversario que nada hacambiado. No queremos parches. Noescondemos su coche ni cerramos sucasa. No dejamos que él o su hija oquien sea desaparezca como porensalmo. No abandonamos los buzonesni inventamos historias idiotas sobrealguien que se ha comido setas malas.No noqueamos a operadores de radio enmitad de sus transmisiones de altavelocidad. Eso es lo último, la últimacosa que hacemos. A no ser que…

–No te sigo, Jack, compadre -dijo

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Nigel, a quien Brotherhood, adrede, nohabía prestado la menor atención-. Ycreo que los demás tampoco, para sersincero. Creo que estás lógicamentedisgustado y te estás poniendo un pocometafísico, si me permites decírtelo.

–¿A no ser qué, Jack? -preguntóFrankel.

–A no ser que queramos que elenemigo sepa que estamosdesmantelando su red.

–¿Pero por qué iba a querer alguienhacer eso, Jack? -preguntó seriamenteFrankel-. Explícanoslo. Por favor.

–¿Por qué no explicarlo en otromomento? -dijo Nigel.

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–Nunca hubo una maldita red.Controlaron esas redes desde el primerdía. Pagaron a los actores, escribieronel guión. Controlaron a Pym y estuvieronmuy cerca de controlarme a mí. Noscontrolan a todos. Sólo que todavía noos habéis dado cuenta.

–¿Entonces por qué molestarse endecirnos nada? -objetó Frankel-. ¿Porqué enviarnos una falsa señalinterrumpida? ¿Por qué amañar ladesaparición de los agentes?

Brotherhood sonrió. Sin diferencia,sin humor. Pero se volvió hacia Frankely le sonrió.

–Porque, compadre, quieren

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hacernos creer que tienen a Pym cuandono lo tienen -dijo-. Es la última mentiraque pueden endilgarnos. Quieren quecancelemos la caza y que volvamos acasa a cenar. Quieren buscarle ellosmismos. Ésa es la buena noticia del día.Pym sigue huido y quieren atraparletanto como nosotros.

Le vieron dar media vuelta, recorrerel pasillo y mover los cerrojos de lapuerta acolchada. Pobre Jack, se dijeronunos a otros con los ojos mientras lasluces se encendían: la obra de su vida.Ha perdido a todos sus agentes y nopuede encararlo. Es terrible verle tandeshecho. Sólo Frankel parecía desear

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que no se hubiese marchado.–¿Todavía no has ordenado la

repetición? -dijo Nigel-. He dicho si hasordenado ya la repetición.

–Ahora mismo lo hago -dijo Frankel.–Buen hombre -dijo Bo,

apreciativamente, desde las butacas.Brotherhood hizo un alto en el

corredor para encender un cigarrillo. Lapuerta se abrió y volvió a cerrarse. EraKate.

–No puedo más -dijo-. Es unalocura.

–Pues la locura se va a volvermucho más loca -replicó Brotherhood,todavía enfadado-. Esto sólo ha sido un

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anticipo.

Era de noche otra vez y Mary habíasobrellevado un día más sin arrojarseeducadamente desde una ventana delpiso más alto ni pintarrajear palabrassucias en las paredes del comedor.Sentada en la cama, todavíamoderadamente sobria, miró primero allibro y después al teléfono. El teléfonotenía un segundo cable introducido en él.El cable llegaba hasta una caja gris yparecía acabarse. «Desde mis tiempos -pensó-. No me arreglo con esosartilugios modernos.» Se sirvió otra

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copita generosa de whisky y dejó elvaso encima de la mesa, junto a su codo,para concluir la discusión que estabasosteniendo consigo misma durante losdiez últimos minutos. «Aquí la tienes,maldita sea. Si quieres una, tómatela. Sino, deja a la puñetera donde está.»Estaba totalmente vestida. Se suponíaque le dolía la cabeza, pero el dolor erauna mentira para escapar a la compañíaintolerable de Fergus y de Georgie, quehabían empezado a tratarla con laamabilidad de unos carceleros antes deahorcarla. «¿Qué tal una partida descrabble, Mary? No está de humor, ¿eh?Da igual. Oye, ese pastel de carne me ha

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sabido a gloria, ¿y a ti, Georgie? No lohabía comido desde que murió miabuela. ¿Usted cree que es lacongelación la que le da ese sabor?Parece que lo madura, el congelador,¿verdad?» A las once, histérica pordentro, les ha dejado fregando y hasubido aquí con el libro y la nota que lohabía acompañado. Una tarjeta dentada.Con bordes plateados, el aniversario demi boda. En un sobre dentado. Unquerubín infame tocando una trompeta enel ángulo superior izquierdo.

Querida Mary:Desolada al enterarme de la

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calamidad de Pym, he comprado estopor cuatro perras esta mañana y megustaría saber si acaso te apeteceríaencuadernármelo, igual que todos losdemás, en piel entera, bucarán, y eltítulo impreso con mayúsculas doradasentre la primera y la segunda tira dellomo. Tengo la impresión de que lasguardas son nuevas, ¿no sería mejorarrancarlas? Grant está fuera también,o sea que me imagino cómo te sientes.¿Podrías hacerlo rápidamente, paradarle una sorpresa? ¡Al preciohabitual, claro!

Con amor, mi cielo,

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Bee.

Manteniendo la mano alejada delwhisky y la mente libre de pensamientosacerca de cierto fantasma con bigote,Mary aplicó sus conocimientos a la nota.La letra no era de Bee Lederer. Era unafalsificación, y para cualquiera queconociera el oficio, un trabajo pésimo.El redactor había imitado la caligrafíatípicamente americana de Bee, pero lainfluencia alemana era clara en las us yl a s enes puntiagudas y en las tes sinrabillo. Si acaso, pensó: ¿desde cuándoun americano empleaba si acaso? Laortografía tampoco era de Bee: ni una

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palabra como calamidad. Bee no sabíahacer la o con un canuto. Duplicabatodas las consonantes que veía. Suscartas a Mary en Grecia, escritas conmaterial de escritorio parecidos, habíancontenido perlas de familia como m enipu ll ar y f e lacia. En cuanto a «pielentera»: Mary sólo había encuadernadotres libros para Bee, y Bee no habíatenido la más remota idea de cómo losquería, salvo que pensaba que fardabanmucho en la estantería de Grant,exactamente igual que las bibliotecasantiguas que hay en Inglaterra. Pielentera, bucarán, el orden de laspalabras: era la manera de hablar del

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redactor, no de Bee. Y si Beesospechaba que las guardas podían noser las originales, pues bien, bravo porBee, porque un mes antes le habíapreguntado a Mary dónde habíacomprado aquella monada de papel depared que pegaba en el interior de lascubiertas.

Mary llegó a la conclusión de que lanota era tan mala -y tan impropia deBee- que casi lo era deliberadamente: lobastante buena para engañar a Ferguscuando la entregaron en la puerta esamañana, y lo bastante mala para queMary comprendiera que significaba algodistinto.

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Algo de lo que le habían advertido,por ejemplo.

Había captado las pistas desde elmomento en que abrió la puerta alrecadero, mientras el idiota de Fergusacechaba escondido en el ropero conuna «Howitzer» enorme en la mano, porsi el recadero resultaba ser un rusodisfrazado, cosa que, pensándolo bien,quizá fuese, porque Bee no habíautilizado en su vida un servicio privadode entregas a domicilio. Bee hubierallevado el libro personalmente al volverde recoger a Becky del colegio, yhubiera lanzado sus arrullos a través delbuzón. Bee hubiera enganchado a Mary

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en la reunión de Mujeres Internacionalesdel jueves, y le hubiera dejado que selas apañara en casa con el libraco lomejor que pudiera.

–¿Le importa que lea la tarjeta,Mary? -había dicho Fergus-. Es purarutina, sólo que ya sabe cómo son enLondres. Bee. ¿Será la señora Lederer,la mujer del diplomático americano?

–Será ella -había confirmado Mary.–Pues es un libro bonito, en mi

opinión. Y en inglés, además. Pareceviejísimo.

Estaba pasando páginas con dedosejercitados, deteniéndose al ver marcasde lápiz, examinando hojas al trasluz de

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vez en cuando.–Es de 1698 -había dicho Mary,

señalando los numerales romanos.–Madre mía, leerse este mamotreto.–¿Me lo devuelve, por favor?El reloj de pared del vestíbulo

estaba dando las doce. Fergus y Georgieestarían ahora sin duda deliciosamentetendidos el uno en brazos del otro. A lolargo de los días interminables de suencierro, Mary había observadomadurar su idilio. Esa noche, cuandoella había bajado a cenar, Georgiedespedía el resplandor inocultable dequien ha estado follando unos minutosantes. Dentro de un año los dos se

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convertirían en otra pareja más de lasección de recursos, donde dominaba elpersonal subalterno: vigilancia,instalación de micrófonos, registros,correo abierto al vapor. Un año mástarde, cuando hubieran juntado sus horasextraordinarias fraudulentas y sus gastosde viaje inventados, e inflado las dietaspor extrañamiento, pagarían la entradade una casa en East Sheen, tendrían doshijos y cumplirían los requisitos parabeneficiarse del programa desubvenciones educativas de la Casa.«Estoy siendo una perra celosa -pensóMary, sin arrepentirse-. Ahora mismo nome importaría pasar una hora con

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Fergus.» Descolgó el auricular y esperó.–¿A quién va a llamar, Mary? -dijo

la voz de Fergus inmediatamente.Estuviera en el punto que estuviese

de su vida amorosa, Fergus nodescuidaba ni por un instante la tarea desupervisar las llamadas al exterior deMary.

–Estoy sola -contestó Mary-. Quierocharlar un rato con Bee Lederer. ¿Hayalgo malo en eso?

–Magnus está todavía en Londres,Mary. Le han retrasado.

–Sé dónde está. Conozco la historia.Ya soy mayorcita.

–Está en contacto telefónico

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frecuente con usted, ha mantenidobuenas charlas con él, volverá dentro deun par de días. La Oficina Central le hapescado para una investigación mientrasestá allí. Es todo lo que ha ocurrido.

–Estoy bien, Fergus. Estoyperfectamente.

–¿Normalmente llamaría a Bee tantarde?

–Si Magnus y Grant están fuera, sí,la llamaría.

Mary oyó un clic y luego la señal demarcar. Marcó el número y Bee empezóa gemir en el acto. Tenía la malditamenstruación, dijo, retortijones, mareos,de todo. Siempre le afectaba de ese

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modo en invierno, sobre todo cuandoGrant no estaba allí para atenderla. Unarisita.

–Mierda, Mary, de verdad que loecho en falta. ¿No parezco una puta?

–He recibido una carta larga yencantadora de Tom -dijo Mary. Eramentira. Era una carta y era tambiénlarga, pero no era encantadora. Era unacrónica de lo bien que se lo habíapasado Tom con tío Jack el domingoanterior, y a Mary se le había puesto lacarne de gallina.

Bee declaró que Becky adoraba aTom hasta un punto que resultabaindecente.

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–¿Te imaginas lo que va a ocurrir eldía en que a esos críos se les abran losojos y descubran la différence ?

Sí, me imagino, pensó Mary. Van aodiarse a muerte. Hizo repasar a Bee sujornada. «Jo, haciendo la gilipollas porahí», dijo Bee. Tenía una cita para jugara squash con Cathie Krane, de laembajada canadiense, pero habíanoptado por tomar un café en vista delestado de Bee. Una ensalada en el club,y, por Cristo, alguien tendría queenseñarles de verdad a esos malditosaustríacos cómo se hace una ensaladadecente. Por la tarde un aburridísimobazar en la embajada para ayudar a los

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contras de Nicaragua, ¿y a quién no leimportan un rábano los contras deNicaragua?

–Deberías salir a comprar algo -sugirió Mary-. Un vestido, unaantigüedad, algo.

–Escucha, ni siquiera puedomoverme. ¿Sabes lo que ha hecho, esecanallita? Entregó el «Audi» para que lorevisaran en el camino al aeropuerto. Notengo coche, me hace falta un polvo.

–Es mejor que cuelgue -dijo Mary-.Tengo la corazonada de que Magnus vaa hacer una de sus llamadas en mitad dela noche y se pondrá hecho una fiera siel número comunica.

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–Sí, ¿cómo se lo ha tomado? -preguntó vagamente Bee-. ¿Está todolloroso o más o menos resignado? Creoque algunos hombres se pasan la vidaqueriendo castrar a su padre. Tendríasque oírle a Grant algunas veces.

–Lo sabré cuando vuelva -dijoMary-. Apenas habló palabra antes demarcharse.

–Deshecho, ¿eh? Grant nunca seinmuta por nada, el descastado.

–Al principio le afectó mucho -confesó Mary-. Ahora parece muchomejor.

Apenas había colgado cuando elteléfono emitió el zumbido interior.

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–¿Por qué no le ha dicho nada dellibro precioso que ella le ha enviado,Mary? -se quejó Fergus-. Creí que poreso la llamaba.

–Le he dicho por qué llamaba. Lallamaba porque me sentía sola. BeeLederer me manda unos quince librospor semana. ¿Por qué tengo que hablarlede un maldito libro para complacerle austed?

–No pretendía ofenderla, Mary.–Ella no ha mencionado el libro.

¿Por qué iba a hacerlo yo? Me ha dadotodas las instrucciones en su puñeteranota.

«Estoy protestando demasiado -

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pensó, maldiciéndose-. Estoymetiéndole preguntas en la cabeza.»

–Escuche, Fergus. Estoy cansada ypodría morder, ¿de acuerdo? Déjeme enpaz y sigan haciendo lo que mejor sabenhacer.

Cogió el libro. Nada, ningún librodel mundo podría haber delatado tanperfectamente al remitente. De ArteGraphica. The Art of Painting, de C. A.du Fresnoy, con comentarios. Traducidoal inglés junto con el prefacio original,donde se traza un paralelo entre lapintura y la poesía. Por Dryden. Apuróel vaso del whisky. Era el mismo libro.No le cabía duda. El mismo libro que

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Magnus me trajo en Berlín cuando yopertenecía todavía a Jack. Subióbrincando por la escalera con él. Llamóa la puerta de acero de Rito Especial,que era nuestra cobertura, con el libroen la mano. «Eh, Mary, ¡ábrame!» Fueantes de que nos hiciéramos amantes.Antes de que hubiera empezado allamarme Mabs.

–Escuche, quiero que me haga untrabajo urgente. ¿Puede ponerme un CDen la encuadernación de esto? Es paratener una lámina normal de tela cifrada.¿Puede hacerlo para esta noche?

Entonces yo fingí un malentendidoporque ya estábamos coqueteando.

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Simulé que no sabía lo que era un CD,salvo en los coches diplomáticos, lo quele permitió a Magnus explicarme con suseriedad habitual que CD significabacríptica divisa, y que Jack Brotherhoodle había dicho que Mary era la personamás idónea para la tarea.

–Estamos utilizando una libreríacomo buzón -explicó Magnus-. Tengo unagente que es un fanático de los librosantiguos.

Los jefes de agentes no solían ser tangenerosos en sus operaciones.

«Y arranqué la guarda -recordó,mientras empezaba a pincharsuavemente las tapas-. Raspé un pedazo

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del cartón de la tapa hasta llegar casi ala piel.» Otras personas hubieranarrancado la piel y trabajado a partir dela cubierta. No nuestra Mary. PorqueMagnus sólo aceptaba la perfección.«La noche siguiente me invitó a cenar.La noche de después nos acostamosjuntos. A la mañana siguiente le conté aJack lo que había ocurrido y él semostró caballeroso y delicado y dijoque los dos teníamos mucha suerte y quese quitaría de en medio y nos dejaríaseguir adelante si eso era lo que yoquería. Le dije que eso quería. Y en mifelicidad le dije a Jack que lo que noshabía unido a mí y a Magnus había sido

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De Arte Graphica, un paralelo entrepintura y poesía, hecho bastanteextraordinario si recordabas que yoestaba loca por la pintura y Magnusobcecado en escribir una gran novelasobre su vida.»

–¿Dónde va, Mary? -preguntóFergus, surgiendo ante Mary en elpasillo. Ella tenía el libro en la mano.Lo extendió hacia él.

–No puedo dormir. Voy al sótano, aentretenerme con esto. Ahora vuelva consu mujercita y déjeme en paz.

Al cerrar la puerta del sótano fuerápidamente al taburete. En cuestión deunos minutos Georgie irrumpiría con una

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taza de té para mí, a fin de asegurarse deque no había huido ni me había cortadolas venas. Llenó un cuenco de aguacaliente, empapó un trapo y empezó atrabajar remojando la guarda. El autorde la nota sabía de lo que hablaba. En unlibro tan antiguo la cola original era unproducto animal y habría cristalizado.Al arreglar el libro para Magnus, Maryhabía utilizado también cola animal.Pero el papel nuevo había sido pegadocon una pasta de harina que respondíarápidamente al agua. Estaba usando unpaño y un cepillo de fregar.Normalmente habría utilizado el papelsecante y un molde de prensado. La

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guarda se despegó. El cartón siguió ensu sitio. Empezó a rasparlo con la hojade un escalpelo. «Si han usado cartón desoga, estoy aviada.» Este cartón seconfeccionaba con maromas auténticasde un buque de guerra. Se embreaba, seretorcía y se solidificaba. Rasparlohubiera llevado horas. Se habíapreocupado inútilmente. Era cartónpiedra y se desintegraba como tierraseca. Siguió restregando y de repenteapareció la tela en clave, aplanadacontra la cara interna de la piel,exactamente donde ella la habíacolocado para Magnus. Salvo que éstatenía mayúsculas en lugar de grupos de

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figuras. Esta empezaba: «QueridaMary.» Se la metió rápidamente en elescote, recuperó el escalpelo y comenzóa eliminar el resto de la guarda, como sifuese a reencuadernar desde el principioen piel entera, tal como Bee habíasolicitado.

–Se me ha ocurrido que tenía quevenir a ver cómo lo hace -explicóGeorgie, sentándose a su lado-.Realmente necesito una afición comoésta, Mary. Por lo visto no puedorelajarme.

–Pobrecilla -dijo Mary.

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Era de noche y Brotherhood estabafurioso. Aunque estaba en la calle ylejos de la Casa y de su alcance, aunquetenía trabajo que hacer y acción parasosegarse, estaba furioso. Su furiallevaba dos días creciendo. El estallidode aquella mañana por causa de losagentes no era el origen de la misma.Había prendido el día anterior, comouna mecha de ignición lenta, cuandosalía de la sala de conferencias de St.John Wood después de haber perjuradopara salvar el cuello de Brammel. Lehabía acompañado como un amigo fieldurante su encuentro con Tom y suexpedición a la estación de Reading:

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«Pym ha infringido las leyes morales. Seha proscrito él mismo por voluntadpropia.» Había alcanzado su puntoculminante en la sala de señales esamañana, y ganado más brío con cadareunión sin objeto y cada horadesperdiciada desde entonces. Desde suposición de hombre acabado, casicompadecido y totalmente culpable,Brotherhood había escuchado cómoutilizaban sus propios argumentos contraél y lo había considerado como si, antesus mismos ojos, su antigua defensa dePym hubiese sido adoptada y actualizadaen una política de inerciainstitucionalizada.

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–Pero, Jack, es todo tancircunstancial, lo dijiste tú mismo -rebuznó Brammel, más fuerte que nuncacuando demostraba que dos positivosformaban un negativo-. «Si pasas por unordenador cualquier serie decoincidencias, descubrirás que todoparece posible y que la mayoría de lascosas parecen muy probables»: ¿quiéndijo eso, dime? Te estoy citando apropósito, Jack. Estábamos sentados atus pies, ¿recuerdas? Santo cielo, ¡nuncacreí que tendría que defender a Pymcontra ti !

–Estaba equivocado -dijoBrotherhood.

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–¿Pero quién dice que lo estabas?Sólo tú, creo. O sea que Pym tiene uncuaderno de claves checo en suchimenea -concedió Brammel-. Tieneuna cámara de la que no sabíamos nada,con un accesorio o lo que sea paracopiar documentos. Santo cielo, Jack,piensa en todos los artilugios que hascoleccionado tú en tus tiempos,¡simplemente en el procedimientoordinario de mandar agentes de acá paraallá! Lingotes de oro, cámaras, lentesmicropunto, crípticas divisas, no sé quémás. Podrías haber montadodirectamente una prendería. Muy bien,estoy de acuerdo contigo en que debería

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haber entregado ese material. Yo veomás bien a Pym en la situación de undetective de la policía al que uno de susinformantes le confía un gran botín. Loguarda en un cajón -o en la chimenea-,lo esconde de su familia y un buen díadescubren el pastel. Pero eso no leconvierte en un ladrón. Es un policíaeficiente que se ha comportado como uncaballero o, en el peor de los casos, deun modo negligente.

–Él no es negligente -dijoBrotherhood-. No le gusta correrriesgos.

–Muy bien, pues ahora lo hace. Eltipo ha sufrido una crisis nerviosa, su

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conducta es totalmente atípica, se haescondido en algún sitio y está lanzandolas llamadas usuales de socorro -razonóBrammel, con un acento de virtuosatolerancia-. Probablemente a unaamiguita, conociendo a Pym. Losabremos pronto. Pero fíjate en losdatos, Jack. Su padre muere. Él es unhombre de temperamento artístico,siempre pensando en escribir la grannovela, en pintar, en esculpir, en pedirexcedencias, qué sé yo. Ha llegado a unaedad menopáusica. Ha vividodemasiado tiempo bajo una nube desospecha. ¿Te extraña que haya tenidoun bache? Lo extraño es que no lo

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hubiera tenido, créeme. Muy bien, no leabsuelvo. Y quisiera saber por qué sellevó aquella caja combustiva, aunqueme dices que él sabía lo que habíadentro y que casi todo lo había escrito élmismo, y entonces ¿qué más da? Ycuando le encontremos, puede ser que leretire del servicio durante unatemporada. Sigue sin haber justificaciónpara que yo organice un escándalopúblico. Para que vaya a mi ministerio yles diga: «Hemos descubierto a otro.» Ymenos que nada a los americanos. Sevan al traste los tratados de trueque. Seva al traste la cooperación entreservicios y la línea privada con Langley,

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que muchas veces significa mucho másque los lazos diplomáticos normales.¿Quieres que ponga en peligro todo estoantes de que sepamos?

–Bo opina que deberías abstenertede actuar por tu cuenta -dijo Nigelcuando estuvieron de nuevo al otro ladode la puerta de Brammel, en la parte delos criados-. Me temo que coincido conesa opinión. De ahora en adelante noharás investigaciones sin miautorización personal. Tienes quemantenerte disponible y no emprendernada. ¿Está claro?

«Está claro -pensó Brotherhood,examinando la casa desde el otro lado

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de la calle-. Está claro que lasrecompensas de mi vejez estánpeligrosamente amenazadas.» Intentórecordar quién era el personaje de lamitología que fue condenado a vivir lobastante para presenciar lasconsecuencias de su mal consejo. Lacasa estaba en el mejor de los muchos yhermosos remansos de Chelsea, y sealzaba al fondo de un largo jardín sóloen parte visible por encima de la verja.Un aura de decadencia impregnaba sudistinguida incuria, una languidezespiritual habitaba su estuco desflecado.Brotherhood pasó por delante variasveces, inspeccionando las ventanas

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superiores, contemplando la línea delhorizonte en busca de una iglesia,porque las sustituciones mentales dePym estaban empezando a arraigar en sumente como la jerga de espías. En elcuarto piso había luz en una buhardillacon cortinas. Mientras la observabacruzó por la ventana una figura,demasiado aprisa y demasiado lejanapara que distinguiese si era la de unhombre o la de una mujer.

Lanzó una última mirada a amboslados de la calle. En el poste de laentrada había un timbre. Lo pulsó yesperó, aunque no mucho. Empujó laverja, que chirrió al abrirse; entró y la

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cerró tras él. El jardín era una parcelasecreta de campo inglés, tapiada por treslados. No se divisaba desde ningunaatalaya. El rumor del tráfico cesómilagrosamente. El pavimento de losaera resbaladizo y estaba tapizado dehojas sin barrer. El hogar, enumeró denuevo. El hogar en Escocia, el hogar enGales. El hogar como una madrearistocrática que le llevara a visitargrandes mansiones. Sobrepasó la estatuade una mujer envuelta en ropajes, con unseno de piedra expuesto a la nocheotoñal. El hogar como una serie defantasías concéntricas, todas con lamisma verdad en el centro. ¿Quién había

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dicho eso: Pym o él mismo? El hogarcomo promesas a mujeres que no amaba.La puerta principal estaba abiertacuando llegó a ella. Un joven criado leobservaba acercarse. Su chaqueta cortaera de corte castrense. A su espalda, unaaraña y espejos de marco dorado, sinrestaurar, brillaban contra elempapelado oscuro. «Tiene a un chicollamado Stegwold viviendo allí -lehabía informado el superintendente depolicía, Bellows-. Si usted fuera yamayorcito, le leería su historial decondenas.»

–¿Está Sir Kenneth, hijo? -preguntóagradablemente Brotherhood, mientras

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se restregaba los zapatos en el felpudo yse despojaba de la gabardina.

–No lo sé. ¿A quién anuncio?–Al señor Marlow, hijo, y me

gustaría hablar a solas con él diezminutos sobre un asunto de interésmutuo.

–¿De parte de? -dijo el chico.–Su distrito electoral, hijo -contestó

Brotherhood, con la misma afabilidad.El chico subió rápidamente. La

mirada de Brotherhood recorrió elvestíbulo. Sombreros; característico. Unabrigo de tutor, verde con el tiempo. Unbombín de los Guards; ídem. Una gorradel ejército con insignia Coldstream. Un

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paragüero de porcelana azul repleto depalos de golf viejos, bastones y raquetasde tenis deformadas. El chico bajó laescalera con pasos medidos, arrastrandouna mano por la barandilla, incapaz deresistir la tentación de ensayar unasalida a escena.

–Ahora le recibirá, señor Marlow -dijo.

La escalera estaba flanqueada deretratos de hombres rudos. En uncomedor, una mesa puesta para doscomensales exhibía plata suficiente paraun banquete. Había una jarra, fiambres yquesos dispuestos sobre el aparador.Hasta que Brotherhood no advirtió un

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par de bandejas sucias no comprendióque la carne estaba ya terminada. Labiblioteca olía a moho y al humo de unaestufa de petróleo. Una galería corría alo largo de tres paredes. Faltaba lamitad de la balaustrada. La estufa habíasido introducida en la chimenea ydelante de ella había un tendedero concalcetines y ropa interior colgados.Delante del tendedero se encontraba SirKenneth Sefton Boyd. Vestía un batín deterciopelo, una camisa de cuello abiertoy zapatillas viejas de raso, conmonogramas bordados en oro y yadesgastados. Era corpulento y de cuellogrueso, y tenía bolsas desiguales

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alrededor de la mandíbula y los ojos. Laboca estaba torcida hacia un lado, comoun puño cerrado. Hablaba por lacomisura torcida, mientras la otrapermanecía inmóvil.

–¿Marlow?–Encantado de conocerle, señor -

dijo Brotherhood.–¿Qué desea?–Me gustaría poder hablar con usted

a solas, señor.–¿Policía?–No exactamente, señor. Algo

parecido.Entregó una tarjeta a Sir Kenneth.

«Este documento certifica que su titular

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realiza investigaciones que afectan a laseguridad nacional. Para confirmacióntelefonee, por favor, a Scotland Yard,extensión tal y cual.» La extensiónpertenecía al departamento delsuperintendente Bellows, que conocíatodos los nombres de Brotherhood. Sininmutarse, Sir Kenneth le devolvió latarjeta.

–Así que usted es un espía.–En cierto modo, supongo. Sí.–¿Quiere beber algo? ¿Cerveza? ¿Un

scotch? ¿Qué quiere beber?–Le aceptaría un scotch, señor, ya

que lo dice.– Scotch, Steggie -dijo Sir Kenneth-.

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Tráele un scotch, ¿quieres? ¿Hielo?¿Soda? ¿Cómo lo quiere?

–Con un poco de agua.–Muy bien. Dale agua. Tráele una

jarra. Ponía en la mesa. Ahí, junto a labandeja. Para que pueda servirse y túpuedas retirarte. Y aprovecha parallenarme el vaso. ¿Quiere sentarse,Marlow? ¿Le parece bien ahí?

–Creí que íbamos al Albion -dijoSteggie desde la puerta.

–No puedo ahora. Tengo que hablarcon este señor.

Brotherhood se sentó. Sir Kenneth sesentó enfrente; su mirada era amarilla einsensible. Brotherhood había visto

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hombres muertos con una mirada másviva. Sus manos habían caído sobre susrodillas y una de ellas daba coletazos,como un pez varado en una playa. En lamesa, entre ellos, había un tablero debackgammon con las piezas en mitad deuna partida. «¿Con quién la estarájugando?», pensó Brotherhood. ¿Quiéncenaba con él? ¿Quién compartía lamúsica con él? ¿Quién ha calentado miasiento antes de ocuparlo yo?

–¿Sorprendido de verme, señor? -preguntó Brotherhood.

–Hace falta un poco más parasorprenderme, amigo.

–¿No ha venido nadie más por aquí

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últimamente, haciendo preguntas raras?¿Extranjeros? ¿Americanos?

–No, que yo sepa. ¿Por qué?–Me han dicho que hay otro grupo de

nuestro propio equipo investigando. Mepreguntaba si habrían venido por aquí.He querido averiguarlo antes de salir dela oficina, pero hay falta decoordinación, todo marcha muy aprisa.

–¿Qué?–Bueno, señor, parece ser que su

antiguo condiscípulo, el señor MagnusPym, ha desaparecido. Estáninterrogando a todas las personas quepudieran saber algo de su paradero.Entre ellas figura usted, naturalmente.

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Sir Kenneth alzó la mirada hacia lapuerta.

–¿Hay algo que le molesta ahí fuera,señor? -preguntó Brotherhood.

Sir Kenneth se levantó, fue a lapuerta y la abrió de golpe. Brotherhoodoyó pasos presurosos en la escalera,pero no llegó a tiempo para ver quiénera, no obstante haber empujado a SirKenneth hacia un lado en su urgencia pormirar.

–Steggie, quiero que te vayas alAlbion antes que yo -gritó Sir Kennethhacia la caja de la escalera-. Vete ya.Yo iré más tarde. No quiero que oigaestas cosas -le dijo a Brotherhood-. Lo

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que no sabe puede hacerle daño.–No se lo reprocho, con su historial

-dijo Brotherhood-. ¿Le importa queeche una ojeada arriba, ya que estamosde pie?

–Pues claro que me importa. Y nome vuelva a tocar. Usted no me gusta.¿Trae una orden?

–No.De nuevo en su asiento, Sir Kenneth

sacó una cerilla consumida del bolsillode su batín y empezó a escarbarse lasuñas con la punta quemada.

–Consígala -le aconsejó-. Consigauna orden y quizá le dejaré mirar. De locontrario no se lo permito.

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–¿Está él aquí? -dijo Brotherhood.–¿Quién?–Pym.–No lo sé. No lo he oído. ¿Quién es

Pym?Brotherhood permanecía aún de pie.

Estaba inusualmente pálido, y necesitóun momento para serenar la voz antes devolver a hablar.

–Tengo un trato que proponerle -dijo.

Sir Kenneth tampoco oyó esta vez.–Entréguemelo. Suba usted. O

llámele por teléfono. Haga lo que hanconvenido hacer entre los dos. Yentréguemelo. A cambio yo mantendré

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su nombre fuera de este asunto, ytambién el de Steggie. La otra opción es:«Baronet parlamentario oculta a unantiguo amigo huido.» Cabe asimismo laseria posibilidad de que le acusen austed de complicidad. ¿Qué edad tieneSteggie?

–La suficiente.–¿Qué edad tenía cuando vino aquí?–No se lo pregunté. No lo sé.–Yo también soy amigo de Pym. Hay

gente peor que yo buscándole.Pregúnteselo. Si él está de acuerdo, yotambién. Mantendré su nombre almargen de esto. Simplementeentréguemelo y usted y Steggie no

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volverán a saber nada de él ni de mí.–Me da la impresión de que usted

tiene más que perder que nosotros -dijoSir Kenneth, examinando el resultado desu manicura.

–Lo dudo.–Supongo que es cuestión de saber

lo que nos queda. No se puede perder loque no se tiene. No se puede añorar loque no se aprecia. No se puede venderlo que no se tiene.

–Pym puede, al parecer -dijoBrotherhood-. Según parece, ha estadovendiendo los secretos de su país.

Sir Kenneth siguió admirando susuñas.

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–¿Por dinero?–Probablemente.Sir Kenneth movió la cabeza.–No le importaba el dinero. El amor

era lo único que le interesaba. No sabíadónde encontrarlo. Puso demasiadoempeño.

–Entretanto vagabundea porInglaterra con un montón de papeles enventa que no son suyos, y se supone queusted y yo somos patriotas.

–Cantidad de gente hace cosas queno debería. Entonces es cuandonecesitan a sus amigos.

–Le escribió a su hijo hablando deusted. ¿Lo sabe? Una tontería respecto a

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una navaja. ¿Le dice eso algo?–En realidad sí.–¿Quién es Poppy?–No sé nada de ella.–¿O quizá sea «él»?–Bonita idea, pero no.–¿Wentworth?–Nunca he estado allí. Odio ese

sitio. ¿Qué pasa con Wentworth?–Había una chica, una tal Sabina,

con quien parece ser que Pym se enredóen Austria. ¿La mencionó él alguna vez?

–No, que yo recuerde. Pym seenredaba con cantidad de chicas.Aunque no le resultaba muy beneficioso.

–Le ha telefoneado, ¿verdad? El

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lunes por la noche, desde una cabina.Con asombrosa brusquedad, Sir

Kenneth levantó un brazo, en un gesto deplacer, y lanzó un grito de alegría.

–Tenía una trompa de campeonato -declaró, muy alto-. Estaba osificado. Nole había visto tan pedo desde Oxford,cuando seis amigos nos tumbamos unacaja de oporto de su padre. No sé porqué, pretendía que se la había dado unmarica de Merton. No había maricas enMerton en aquellos tiempos. No maricasricos. Todos estábamos en el Trinity.

Era después de medianoche. De

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vuelta en el confinamiento de su piso deShepherd Market, con las palomas en elantepecho, Brotherhood se sirvió otrovodka y agregó zumo de naranja de unenvase de cartón. Había arrojado lachaqueta sobre la cama, y tenía lagrabadora de bolsillo ante él, sobre lamesa. Tomaba apuntes mientrasescuchaba.

«… no suelo ir mucho a Wiltshire,por lo general, mientras el parlamentoestá en período de sesiones, pero eldomingo era el cumpleaños de misegunda mujer y nuestro chico habíaterminado el curso, así que fui a cumplirel compromiso y pensé que me quedaría

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un par de días para ver lo que pasaba enla circunscripción…»

Más adelante otra vez.«… no suelo contestar el teléfono en

Wiltshire, pero el lunes es el día debridge de mi mujer y yo estaba en labiblioteca jugando una partida debackgammon, y cuando sonó el teléfonodecidí contestar en vez de estropearle lapartida. Debían de ser las once y media,pero las noches de bridge de Jean duranuna eternidad. Voz de hombre. Sería sunovio, pensé. Vaya jeta, también, llamara esta hora. “¿Sí? ¿Sef? ¿Ese Sef?”“¿Quién coño llama?”, dije. “Soy yo.Magnus. Mi padre ha muerto. He venido

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a su entierro.” Pensé: pobre chico. Anadie le gusta tener en la conciencia lamuerte de su padre. ¿Está bien así?¿Más agua? Sírvase.»

Brotherhood se oye a sí mismogritando gracias mientras se inclinahacia la jarra de agua. Hay un sonido deflujo cuando se sirve.

«¿Cómo está Jem?, dice. Jemima esmi hermana. Tuvieron un romanceantiguamente, que no quedó en nada.Ella se casó con un florista. Algoincreíble. El tipo cultiva flores por todala carretera hasta Basingtoke. Tiene elnombre escrito en un letrero. Parece queél no le da mucha guerra. Tampoco se

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ven mucho. Tiene problemas de rumbo,nuestra Jem. Lo mismo que yo.»

Más adelante.«…borracho. No sabía si estaba

llorando o riéndose. Pobre muchacho,pensé. Ahogando sus penas. Yo haría lomismo. Lo siguiente que sé es que estabadisertando sobre nuestro colegio. Cristo,habíamos estado en dos o tres colegiosjuntos y luego en Oxford, por nomencionar un par de vacaciones, y de loúnico que quiere hablar, casi cuarentaaños más tarde, por teléfono, en mitadde la noche, en medio de la fiesta, es decuando grabó mis iniciales en loslavabos de los profesores y me azotaron

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por eso. “Perdona que pusiera tusiniciales, Sef.” Muy bien. Él fue. Lasgrabó. Nunca dudé que hubiese sido él.Y que había metido la pata. Seequivocó. ¿Sabe lo que hizo? El muyidiota puso entre la S y la B un guiónque no existe. Se lo dije a Grimble, eldirector. “¿Por qué iba a poner un guiónyo? Mire en la lista del colegio.” Nosirvió absolutamente de nada, me azotóigual. Así funciona, ya ve. No hayjusticia. No sé si me importó mucho.Todo el mundo azotaba a todo el mundoen aquellos tiempos. Además, yotampoco me portaba muy bien con él.Siempre tomándole el pelo por su

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familia. El padre era un estafador,¿sabe? Casi arruinó a mi tía. También lointentó con mi madre. Trató de acostarsecon ella, pero era demasiado lista. Elproyecto consistía en construir un nuevoaeropuerto en algún lugar de Escocia.Había convencido a la gente de allí, y loúnico que necesitaba era comprar latierra, conseguir el permiso formal,ganar una fortuna. Un primo mío esdueño de la mitad de Argyll- Lepregunté al respecto. Una patraña, todala historia. Extraordinario. Estuve unavez en la casa de la banda. Un salón defurcias en Ascot. Con todos aquellosmaleantes rondando por allí y Magnus

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llamándoles “señor”. El padre intentóuna vez ser diputado. Lástima quefracasase. Hubiera sido una buenacompañía…»

Más adelante.«… llamando con monedas. Le

pregunté dónde estaba y me dijo que enLondres, pero que tenía que utilizarcabinas porque le estaban siguiendo. Ledije: “¿Qué iniciales has grabadoahora?” Era una broma, pero no laentendió. Yo sentía lo de su padre, enserio. No quería verle abatido. Magnuses un tipo dramático, siempre lo ha sido.No está contento hasta que tiene unproblema terrible en las manos. Le

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podías haber vendido las pirámides deEgipto con tal de que le dijeras que seestaban derrumbando. Le dije que mediera el número de su teléfono parallamarle yo. Dijo que alguien debía dehaberme pedido que dijera eso. Yo dije:“Qué estupidez, ¿qué bobada estásdiciendo? La mitad de mis amigos estánen tu situación.” Dijo que su padre habíamuerto y que estaba haciendo elrecuento de su vida por primera vez.Profundo. Siempre lo ha sido. Luegovolvió a lo de las iniciales que habíagrabado. “Lo siento de verdad, Sef.” Yole dije: “Escucha, hombre, siempre supeque habías sido tú y no creo que

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tengamos que ir por la vida con uncilicio para expiar lo que hicimos en elcolegio. ¿Necesitas dinero? ¿Quieresuna cama? Instálate en un pabellón de lafinca.” “Lo siento de verdad, Sef. Losiento.” Yo dije: “Dime lo que quierasque haga y lo haré. Estoy en el listín deLondres, llámame si puedo ayudarte.”Quiero decir que, coño, llevaba veinteminutos hablando. Colgué y media horadespués volvió a llamar. “Hola, Sef.Soy yo otra vez.” Jean se enfadóbastante esta vez. Creyó que era Steggiecon una de sus rabietas. “Tengo quehablar contigo, Sef. Escúchame.” Bueno,no le puedes colgar a un viejo camarada

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cuando está en apuros, ¿no?»Brotherhood oyó el reloj de Sir

Kenneth dar las doce. Tomaba notasveloces. Fantasías concéntricas, serepitió, definiendo la verdad en elcentro. Había llegado al pasaje queestaba esperando.

«… dijo que trabajaba en losservicios secretos. No me sorprendió,¿quién se sorprende hoy día…? Dijo quehabía ese inglés para quien trabajaba,dijo que se llamaba Brotherhood. Paraser sincero, creo que no escuché bienesta parte. Estaba el tal Brotherhood yhabía otro fulano. Dijo que trabajabapara los dos. Eran como dos padres para

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él. Gracias a ellos iba tirando. Le dijeque bravo, si vas tirando gracias a ellos,no les abandones. Dijo que tenía queescribir ese libro sobre ellos, dejar lascosas claras. ¿Qué cosas? Dios sabe.Escribiría a Brotherhood, escribiría alotro fulano y luego se recluiría en unlugar secreto y haría su número.»

Brotherhood oyó su propio murmullopaciente en segundo plano.

«… bueno, quizá tampoco entendímuy bien esto último. Quizá primero ibaa recluirse en ese sitio secreto y luegoescribirles desde allí. No le estabaescuchando del todo. Los borrachos meaburren. Yo también lo soy.»

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Réplica de Brotherhood.Larga pausa.Nueva réplica de Brotherhood.Sir Kenneth, poco claro:–Dijo que era su enlace.–¿El enlace de quién?–Pym era el enlace del otro fulano.

No de Brotherhood. Del otro tipo. Dijoque se había lisiado de algún modo.Borracho, ya le digo.

Brotherhood de nuevo, apremiándoleun poco más.

¿… el nombre de esa persona?–Creo que no. No se me quedó. Lo

siento. No, no recuerdo.–¿Y el lugar secreto? ¿Dónde era?

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–No lo dijo. Cosa suya.Brotherhood dejó que siguiera la

cinta. Una avalancha cuando SeftonBoyd enciende un cigarro. Un cañonazocuando la puerta de la calle se abreruidosamente y vuelve a cerrarse,anunciando el airado regreso de Steggie.

Brotherhood y Sir Kenneth están enel rellano.

–¿Cómo dice, amigo? -Sir Kenneth,muy fuerte.

–He dicho que dónde cree usted quepodría estar -dice Brotherhood.

–Arriba, amigo. Es lo que ha dichousted.

En su memoria, Brotherhood ve la

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cara abolsada de Sir Kenneth acercarsea la suya, sonriendo con la comisura dela boca torcida hacia abajo.

–Traiga una orden judicial y quizápueda echar un vistazo. Quizá no. No losé. Tengo que pensarlo.

Brotherhood oyó sus propios talonesresonando en la escalera de Sir Kenneth.Se oyó llegando al vestíbulo y oyó lospasos más ligeros de Steggie mezcladoscon los suyos. Oyó el agudo «buenasnoches» de Steggie y el estrépito decerrojos cuando le abre la puerta paraque salga. Siguió el grito sofocado deSteggie cuando Brotherhood le empujafuera de la casa, tapándole con una mano

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la boca y sujetándole la nuca con la otra.Luego el ruido sordo cuando golpea lacabeza de Steggie contra la columna deyeso del elegante pórtico de SirKenneth, y su propia voz, muy cerca deloído de Steggie.

–¿Te han hecho esto antes, te lo hanhecho, ponerte contra una pared?

Un quejido por toda respuesta.–¿Quién más vive en la casa, hijo?–Nadie.–¿Quién estaba paseándose esta

noche ante la ventana del piso de arriba?–Yo.–¿Por qué?–¡Es mi habitación!

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–Creí que los dos compartíais laalcoba nupcial.

–Pero todavía tengo mi propiahabitación. Tengo derecho a miintimidad, igual que él.

–¿No hay nadie más en la casa?–No.–¿Tampoco durante la semana?–No. Ya le he dicho. Eh, ¡espere!–¿Qué quieres? -dice Brotherhood,

que ya ha recorrido la mitad delsendero.

–No tengo mi llave. ¿Cómo entro yoahora?

Un sonido metálico cuandoBrotherhood cierra la verja.

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Telefoneó a Kate. No huborespuesta.

Telefoneó a Paddington y anotó loshorarios y las estaciones del itinerariodel tren nocturno de Paddington aPenzance, vía Reading.

Durante una hora trató de dormir,luego volvió a su escritorio, empujóhacia sí la carpeta de Langley y estudiónuevamente las facciones borrosas deHerr Petz-Hampel-Zaworski, presuntocontrolador de Pym, recientemente enCorfú, «…nombre real desconocido…miembro del equipo arqueológico checoque visitó Egipto en 1961 (Petz)…

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destinado en 1966 a la misión militarcheca en Berlín este (Hampel)?…estatura, 1,80, cargado de espaldas,cojea ligeramente de la piernaizquierda…»

«Estaba Brotherhood y había eseotro fulano -Sefton Boyd había dicho-.Eran como padres para él. Dijo que erasu enlace.»

«Vosotros sois los responsables -oyó decir a Belinda-. Tú le inventaste.»

Siguió mirando la fotografía. Lospárpados caídos. El bigote caído. Losojos parpadeantes. La oculta sonrisaeslava. «¿Quién demonios eres? ¿Porqué te reconozco cuando no te he visto

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nunca?»

Grant Lederer no había estado nuncatan arriba en el mundo ni se habíasentido tan pleno como ser humano. ¡Lajusticia existe!, se había dicho, en la pazperfecta de su triunfo. Mis jefes sondignos de la autoridad que ostentan. Unservicio noble me ha probado hasta ellímite y me ha encontrado digno de micargo. Alrededor de él, la salahermética de operaciones del sexto pisode la embajada americana en GrosvenorSquare se estaba llenando de gente queél no había sabido que existía. Llegaban

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de los rincones remotos de la oficina dela Agencia en Londres, y sin embargo, alentrar, parecían dirigirle una mirada deafinidad. «Un grupo de americanos tanselecto como desearías conocer», pensó.La Agencia sabe realmente cómoreclutarnos en la actualidad. Apenas sehabían acomodado cuando Wexlerempezó a hablar.

–Ya es hora de resolver este asunto -dijo sombríamente en cuanto la puertaestuvo cerrada-. Os presento a Gary.Gary es el jefe del SEVEO. Está aquípara informarnos de un adelantoimportante en el caso Pym y comentar laacción.

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Lederer había aprendido hacía pocoque SEVEO eran las siglas del Serviciode Vigilancia de Europa Oriental. Garyera el típico oriundo de Kentucky: alto,delgado y divertido. Lederer ya leadmiraba intensamente. Un ayudantesentado a su lado tenía una pila depapeles, pero Gary no los consultó.Nuestra presa, dijo audazmente, «eraPetz-Hampel-Zaworski, ahora conocidofamiliarmente por los iniciados comoPHZ». Un equipo del SEVEO le detectóa las diez y doce de la mañana delmartes saliendo de la embajadachecoslovaca en Viena. Ledererescuchaba embelesado mientras Gary

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explicaba cada detalle minúsculo de lajornada de PHZ. Dónde tomaba café.Dónde obtenía sus informaciones. Laslibrerías que frecuentaba. Con quiénalmorzaba. Dónde. Qué comía. Sucojera. Su sonrisa fácil. Su encanto, enparticular con las mujeres. Sus puros,dónde los fumaba, dónde los compraba.Su desenvoltura, su aparente ignoranciade que le estaba observando uncontingente de dieciocho hombres. Lasdos ocasiones en que, «a sabiendas ono», se había situado en la proximidadde la señora Mary Pym. En una de esasocasiones, dijo Gary, el contacto visualestaba confirmado. En la otra, la

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vigilancia fue imposibilitada por lapresencia de una pareja de ingleses dequienes se creía que eran la escolta dela señora Pym. Y a continuación, por fin,llegaba el momento culminante de laoperación y el punto alto del matrimoniobrillante y la carrera deslumbrante deGrant Lederer hasta entonces, cuando alas ocho de la mañana de hoy, horalocal, tres miembros del equipo de Garyse han visto bloqueados en los bancostraseros de la iglesia inglesa de Viena,mientras doce más estaban apostadosalrededor de la entrada -unidadesmóviles, necesariamente, porque era unterreno diplomático donde los

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transeúntes ociosos no estaban bienvistos- y PHZ y Mary Pym estabansituados uno a cada lado del pasillo. Erael momento de la intervención Lederer.Gary le dirigió una mirada expectante.

–Grant, creo que debería proseguirusted. Nos hemos salido un poco denuestro terreno -dijo, con brusquedadagradable.

Cuando las cabezas en torno de lamesa se movieron con curiosidad,Lederer sintió que el calor de su interésle transportaba a nuevas cimas. Empezóa hablar de inmediato. Con modestia.

–Pues, demonios, yo veo todo esteasunto como un logro de Bee más que

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mío. Bee es la señora Lederer -explicó aun hombre de más edad sentado frente aél, en el otro lado de la mesa, ycomprendió demasiado tarde que eraCarver, el jefe de la oficina londinense,que nunca había sido un entusiasta deLederer-. Es presbiteriana. Sus padrestambién lo eran. La señora Lederer hapodido reconciliar últimamente suespiritualidad con la religiónorganizada, y ha estado asistiendoregularmente a la iglesia anglicana deViena, conocida como la iglesia inglesa,y francamente la capillita más mona delmundo. ¿No, Gary? Querubines,ángeles… Parece más un boudoir

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religioso que una iglesia normal. Teaseguro, Mick, que si el nombre dealguien se menciona en Langley respectoa este asunto, creo que debería ser el deBee -añadió, todavía incapaz, entre unacosa y otra, de referir su historia.

Contó el resto en seguida. Fue Bee,después de todo, y no el servicio devigilancia, quien había conseguido saliral pasillo en pos de PHZ y colocarseinmediatamente detrás de él cuando PHZy Mary hacían cola para recibir elsacramento. Fue Bee quien, desde unadistancia de quizá metro y medio, habíaobservado el modo en que PHZ seinclinaba hacia delante y susurraba

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palabras al oído de Mary, y había vistotambién cómo Mary se echaba haciaatrás primero para captarlas y luegoproseguía con sus devociones como sino hubiera ocurrido absolutamente nada.

–Por eso digo que en realidad fue mimujer, mi compañera a lo largo de todaesta larga operación, la que presenció elcontacto verbal -movió la cabeza, enseñal de admiración-. Y fue Bee denuevo quien, en cuanto terminó laceremonia, volvió corriendo a nuestroapartamento para telefonearmedirectamente aquí, a la embajada, ycontarme el increíble suceso, empleandolas claves domésticas que hemos

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preparado juntos para una contingenciade esta clase. Y quiero señalar que Beeni siquiera sabía que ese día estabapresente en la iglesia un equipo devigilancia de la Agencia. Había ido másque nada porque Mary iba a ir. Y, sinembargo, ella sola se adelantó alSEVEO en unas seis horas o más. Harry-dijo Lederer, un poco corto de aliento,buscando a Wexler en el instante de darel toque final a su relato-, lo único quelamento es que la señora Lederer nohaya aprendido nunca a leer elmovimiento de los labios.

Lederer no había esperado aplausos.Formaba parte del carácter de la

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comunidad en la que había ingresadoque no hubiese ninguno. El silenciocargado le pareció un tributo másidóneo.

El criptógrafo Artelli fue el primeroen romperlo.

–Aquí, a la embajada -repitió, no deltodo como una pregunta.

–¿Cómo dice? -dijo Lederer.–¿Su mujer le llamó aquí, a la

embajada? ¿Desde Viena?¿Inmediatamente después de lo ocurridoen la iglesia? ¿Por el teléfono directo desu apartamento?

–Sí, señor, y comuniqué la noticiadirectamente al señor Wexler, arriba. La

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tuvo en su mesa a las nueve de lamañana.

–Nueve y media -le corrigió Wexler.–¿Y en qué consistía ese lenguaje en

clave que utilizó ella, por favor? -preguntó Artelli, al mismo tiempo queescribía.

Lederer se lo explicó, muycomplacido:

–Pues lo que hicimos, en realidad,fue usar los nombres de tías y tíos deBee. Siempre hemos pensado que habíauna similitud entre los rasgossicológicos de Mary Pym y la tía Ediede Bee. Así que ése fue el punto departida. «¿Sabes lo que ha hecho hoy la

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tía Edie en la iglesia…?» Bee es muysutil.

–Gracias -dijo Artelli.Carver habló a continuación, y su

pregunta no pareció totalmente amistosa.–¿Quieres decir que tu mujer está al

corriente de esta operación, Grant?Pensé que el caso Pym no era enabsoluto incumbencia de esposas. Harry,¿no establecimos una regla al respectohace algún tiempo?

–No es, en efecto, incumbencia deesposas -asintió elegantemente Lederer-.Pero puesto que la señora Lederer haestado prácticamente todo el tiempoconmigo en este caso, sería algo ilusorio

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suponer que no estuviera al tanto delnivel general de sospecha en relacióncon los Pym. Bueno, con Magnus, almenos. Y puedo añadir que Bee ha sidosiempre de la opinión de que en el fondode esta intriga íbamos a descubrir queMary estaba desempeñando un papelmuy profundo y encubierto. Maryinterpreta papeles.

Carver de nuevo.–¿Conoce también la señora Lederer

la existencia de PHZ? Es una adiciónimportante al reparto, Grant. Podría serun pez gordo. Pero ella lo sabe, ¿eh?

Nada pudo hacer Lederer para evitarque el rubor afluyera a su cara o que su

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voz cobrara un filo estridente:–La señora Lederer intuyó algo

respecto a ese encuentro y actuó enconsecuencia. Si quieres censurarla poreso, Carver, censúrame a mí primero,¿de acuerdo?

Artelli nuevamente, con su malditotonillo francés.

–¿Cuál era la clave doméstica paraPHZ?

–Tío Bobby -contestó Lederer.–Pero entonces Bobby es algo más

que una intuición, Grant objetó Carver-.Bobby es un nombre convenido entrevosotros.

¿Cómo podríais haberlo convenido

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si no le contaste la historia de Petz-Hampel-Zaworski?

Wexler había recuperado las riendasde la reunión.

–Vale, vale, vale -refunfuñó,descontento-. Más tarde arreglaremoseso. Entretanto, ¿qué hacemos? ElSEVEO se separa y les sigue a los dos.A PHZ y a Mary. ¿Es así, Gary? Lessiguen a todas partes.

–Estoy pidiendo ahora mismocaballos de refresco -dijo Gary-. Paramañana a esta hora debería tener dosequipos completos.

–La pregunta siguiente: ¿qué diablosles decimos a los ingleses y cuándo y

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cómo? -dijo Wexler.–Me da la impresión de que ya se lo

hemos dicho -dijo Artelli, lanzando unamirada perezosa a Lederer-. A menosque los ingleses hayan dejado deintervenir estos días las líneastelefónicas de la embajada americana,cosa que dudo bastante.

La justicia existe, pero la justicia,como Grant Lederer descubrió antes dela mañana, también muere. Averiguaronque la salud de Lederer había sufridouna recaída repentina, y sunombramiento en Viena le fue anulado

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en su ausencia. Lejos de recibir lasalabanzas que Grant había soñado paraella, su mujer recibió la orden de seguira su marido a Langley, en el estado deVirginia, de inmediato.

«Lederer se acalora y exagera -escribió uno de los equipos siempre enexpansión de los siquiatras al serviciode la Agencia-. Necesita un entornomenos histérico.»

Le encontraron finalmente la calmaque le convenía en el departamento deestadística, y ese traslado estuvo a puntode volverle loco.

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13

El fichero verde estaba en el centrode la habitación de Pym, como unrecuerdo de campaña desechado quehubiese sido en un tiempo el orgullo delregimiento. El cromo se habíadesprendido de las asas, una caída o unabota pesada habían desfondado unaesquina, y en consecuencia el toque másligero podía volverlo trémulo einquietante. Las astillas, al enmohecer,se habían transformado en llagas, laherrumbre se había extendido hasta losorificios de los tornillos y por debajo de

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la pintura, haciendo que se hinchara engranos humillantes. Pym daba vueltasalrededor del fichero con el espanto y laaversión de un hombre primitivo. Hallegado del cielo. Su destino es regresarallí. Debería haberlo metido en elincinerador con él, para que hubierapodido enseñárselo a su Creador, comoquería. Cuatro cajones rebosantes deinocencia, el Evangelio según San Rick.Eres mío. Estás derrotado. El registro hapasado a mis manos. Tengo en millavero la llave que lo demuestra.

Dio un empujón al fichero y oyó elsonido de un derrumbamiento en suinterior, a medida que las carpetas se

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deslizaban obedientemente por ordensuya.

Debería escribirte de brujas a lolargo de su camino, Tom. La luna llenadebería estar tornándose roja y el búhohaciendo lo que el búho hacía, algorealmente insólito, cuando se estabatramando un asesinato odioso. Pero Pymes ciego y sordo ante ellos. Es elsubteniente Magnus Pym, que viaja en sutren privado por la Austria ocupada, enla que ha entrado por aquella mismaciudad fronteriza donde, hace muchotiempo, en la vida más inmadura de un

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Pym distinto, la ficticia vasija de oro deE. Weber había esperado supuestamentea que la recogiese el señor Lapadi. Esun conquistador romano que se dirige atomar posesión de su primer cargo. Estáenardecido contra la fragilidad humana ysu propio destino, como puede colegirsede las miradas ceñudas de abstinenciamilitar que dedica a los pechosdesnudos de las campesinas bárbarasque recolectan maíz en los campossoleados. Su instrucción ha pasado conla tranquilidad de un domingo inglés, apesar de que Pym no pidió en ningúnmomento tanta placidez. Losprivilegiados valores británicos de

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buenos modales y escasa cultura nuncahan pesado tanto en su favor. Hasta susturbias actividades políticas en Oxfordhan resultado ser una bendición.

–Si los quintos te preguntan si eresahora o has sido alguna vez miembro delclan, mírales directamente a los ojos ydiles que nunca -le aconsejó el últimode los Michaels, tomando un almuerzodeportivo junto a la piscina delLansdowne, mientras contemplaban loscuerpos puros de muchachas deextrarradio culebreando en el aguadesinfectada.

–¿Quintos? -dijo Pym, perplejo.–La soldadesca indisciplinada,

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hombre. La Oficina de Guerra. Bosquede aquí en adelante. La Casa te estáconsiguiendo luz verde. Diles que seocupen de sus malditos asuntos.

–Muchísimas gracias -dijo Pym.Esa misma noche, restallante tras el

mejor de nueve partidos de squash, Pymfue conducido a la presencia de unmiembro muy importante del servicio,en un despacho vulgar y olvidable, nomuy lejos del último Reichskanzlei deRick. ¿Era aquel hombre el coronelGaunt que había sido el primero encontactarle? A Pym le dijeron que era demayor categoría. No preguntes.

–Queremos darte las gracias -dijo el

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miembro importante.–Lo he pasado muy bien -dijo Pym.–Es un trabajo sucio mezclarse con

esa gente. Alguien tiene que hacerlo.–Oh, no es tan malo, señor.–Escucha. Vamos a dejar tu nombre

en los libros. No puedo prometerte nada,tenemos una junta de selección estosdías. Además, tú perteneces a losmuchachos del otro lado del parque, ytenemos por norma no cazar en los cotosajenos. No obstante, si alguna vezdecides que proteger a tu país en casa esmás de tu gusto que jugar a Mata Hari enel extranjero, avísanos.

–Lo haré, señor. Gracias -dijo Pym.

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El miembro importante era enérgicoy moreno, y ostentosamenteinclasificable, como uno de sus sobres.Tenía las maneras irritables de unabogado rural, que era lo que había sidoantes de seguir la gran Vocación.Avanzando el cuerpo por encima de lamesa, esbozó una sonrisa desconcertada.

–No me lo digas si no quieres.¿Cómo llegaste a mezclarte con esagente?

–¿Los comunistas?–No, no, no. Nuestro servicio

gemelo.–En Berna, señor. Yo estudiaba allí.–En Suiza -dijo el gran hombre,

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consultando un mapa mental.–Sí, señor.–Mi mujer y yo fuimos una vez a

esquiar cerca de Berna. A un pueblecitollamado Mürren. Los ingleses locontrolan, así que no hay ningún coche.Nos gustó bastante. ¿Qué hiciste paraellos?

–Más o menos lo mismo que paraustedes, señor. Era un poco máspeligroso.

–¿En qué sentido?–Allí no te sientes protegido. Todo

es cara a cara, supongo.–A mí me pareció un sitio muy

apacible. Bien, buena suerte. Ten

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cuidado con esa gente. Son buenos, perocometen deslices. Nosotros somosbuenos pero nos queda un poco dehonor. Ésa es la diferencia.

–Es un tipo brillante -dijo Pym a suguía-. Finge ser totalmente ordinario,pero te lee el pensamiento.

Su euforia no le había abandonadocuando unos días más tarde se presentó,maleta en mano, en el cuerpo de guardiade su regimiento de instrucción básica,donde cosechó durante dos meses lasabundantes recompensas de sueducación. Mientras los mineros galesesy los matarifes de Glasgow lloraban sinavergonzarse recordando a sus madres,

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se ausentaban sin permiso y eranenviados a un lugar de castigo, Pymdormía como un tronco y no lloraba pornadie. Mucho antes del toque de dianahabía sacado de la cama a suscompañeros malhumorados y quemaldecían, había lustrado sus botas yabrillantado las placas del cinturón y lainsignia de la gorra, había hecho la camay ordenado su taquilla y estabatotalmente dispuesto, si alguien se lohubiera pedido, a darse una ducha fría,vestirse de nuevo y leer la primera delas horas canónicas con el señor Willowantes de un nauseabundo desayuno.Sobresalía en la plaza de armas y en el

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campo de deportes. No le arredraba quele gritasen ni tampoco temía la esperadalógica de la autoridad.

–¿Dónde está el artillero Pym? -bramó el coronel un día, en mitad de unaconferencia sobre la batalla de Corunna,y alzó unos ojos furiosos como si algunaotra persona hubiera hablado. Todos lossargentos instructores habían gritado elnombre de Pym hasta que él se levantó.

–¿Usted es Pym?–¡Sí, señor!–Venga a verme después de la

conferencia.–¡Sí, señor!El cuartel general de la compañía

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estaba al otro lado de la plaza de armas.Pym fue hasta allí desfilando y saludó.El edecán del coronel abandonó lahabitación.

–Descanso, Pym. Siéntese.El coronel habló con cuidado, con el

recelo de un soldado ante las palabras.Tenía un bigote lacio de color miel y lamirada límpida de un hombre totalmenteestúpido.

–Ciertas personas me han indicadoque, en el supuesto de que llegue aoficial, haría usted bien en asistir a undeterminado cursillo de instrucción encierto establecimiento, Pym.

–Sí, señor.

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–Debo, por tanto, presentar uninforme sobre usted.

–Sí, señor.–Cosa que haré. Favorable, de

hecho.–Gracias, señor.–Es usted diligente. No es cínico.

No está corrompido, Pym, por los lujosde la paz. Es usted una persona que estepaís necesita.

–Gracias, señor.–Pym.–Sí, señor.–Si alguna vez esas personas con las

que usted trata están buscando porcasualidad un coronel del ejército

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retirado con un cierto grado de je nesais quoi, confío en que se acuerde demí. Hablo un poco de francés. Monto acaballo decentemente. Conozco mioficio. Dígaselo.

–Lo haré, señor. Gracias, señor.Como poseía poca memoria, el

coronel tenía por costumbre volver aconversaciones como si fueran nuevaspara él.

–Pym.–Sí, señor.–Espere su oportunidad. No se

precipite. No les gusta. Sea sutil. Es unaorden.

–La cumpliré, señor.

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–¿Sabe mi nombre?–Sí, señor.–Deletréelo.Pym lo hizo.–Lo cambiaré si ellos quieren. No

tienen más que avisarme. He oído que esusted el primero de la promoción .

–Sí, señor.–Siga así.Por la noche, sentado junto a

hombres solitarios, el siemprecomplaciente Pym les dictaba cartas deamor a sus novias. Cuando el hechofísico de escribir les resultaba unafacultad inasequible, actuaba como suamanuense y añadía a las directrices que

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le daban expresiones de cariñopersonalizadas. A veces, inflamado porsu propia retórica, rompía a cantar porsu cuenta, al estilo lírico de un Blundeno un Sassoon:

Queridísima Belinda:No puedo expresarte cuánta alegría

y simple bondad humana encuentra unoen los camaradas de la clase obrera.Ayer -gran emoción- trasladamosnuestros cañones del veinticinco a uncampo de tiro en algún lugar deInglaterra para nuestra primerapráctica, subiendo a los vehículosblindados antes del amanecer y no

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llegando a destino hasta las once. Losasientos de listones están concebidospara romperte la columna vertebralpor varias partes. No teníamosalmohadones y sólo raciones de hierroque mascar. Sin embargo, losmuchachos silbaron y cantaron con unánimo fantástico durante todo eltrayecto, se comportaronmaravillosamente y soportaron el viajede regreso con quejas de lo másalegres. Me sentí privilegiado por seruno de ellos y estoy pensandoseriamente en rechazar el despacho deoficial.

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Cuando llegó el nombramiento,empero, Pym se las ingenió sin excesivadificultad para aceptarlo, comotestimonian los erógenos altozanos dehilo caqui cosidos sobre tela verde, unoen cada hombrera de su uniforme decampaña, y cuya existencia él confirmasolapadamente cada vez que el tren entraen un túnel. Los senos desnudos de lascampesinas son los primeros que vedesde la elección. En cada nuevo valleesfuerza su mirada censuradora paraverlos mejor, y rara vez sufre unadecepción.

–Te enviaremos primero a Viena -lehabía dicho el oficial al mando en el

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Depósito de Espionaje-. Procurafamiliarizarte con la ciudad antes depasar al servicio activo.

–Me parece magnífico, señor -dijoPym.

En aquella época, Austria era unpaís diferente del que hemos llegado aamar, Tom, y Viena era una ciudaddividida, como Berlín y tu padre. Unoscuantos años más tarde, para perdurableasombro de todo el mundo, losdiplomáticos acordaron que no teníasentido empecinarse en una maniobra dediversión mientras hubiese una

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Alemania por la que pelearse, yentonces las potencias ocupantesfirmaron un tratado y se marcharon acasa, apuntándose así el ministerio deAsuntos Exteriores inglés el único tantoque se ha apuntado en lo que llevo devida. Pero en los tiempos de Pym lapartición estaba en su apogeo. Losamericanos tenían Salzburgo y Linzcomo capitales, los franceses Innsbrucky los ingleses Graz y Klagenfurt, y todoel mundo tenía un pedazo de Viena parajuguetear, con la ciudad interior bajo uncontrol cuatripartito conjunto. EnNavidad los rusos nos regalaron cubosde madera llenos de caviar y nosotros

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les dimos tartas de ciruela y, cuandoPym llegó, circulaba la historia de queen el momento de servir el caviar a loshombres, como un preludio de la cena,un cabo de Argylls se quejó al oficial deguardia de que la mermelada sabía apescado. El cerebro de la Vienabritánica era una amplia casonadenominada Div Int, y allí fue donde elsubteniente Pym fue abandonado a susquehaceres, que consistían en leerinformes sobre los movimientos detodas las tropas, desde las unidadesmóviles de lavandería soviéticas hastala caballería húngara, y en clavaralfileres de colores en mapas. El mapa

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más emocionante mostraba la zonasoviética de Austria, que comenzaba atan sólo veinte minutos de trayecto encoche desde donde él trabajaba. Pymsólo tenía que mirar sus fronteras parasentir en la piel el cosquilleo del peligroy de la intriga. Otras veces, cuandoestaba cansado o se olvidaba de símismo, su mirada se alzaba hasta lapunta occidental de Checoslovaquia,hasta Karlovy Vary, en otro tiempoCarlsbad, el encantador balneario delsiglo xviii que había sido visitado porBrahms y Beethoven. Pero no disponíade ninguna conexión personal con laciudad y su interés era puramente

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histórico.Esos primeros meses vivió una vida

extraña, porque su destino no radicabaen Viena, y ahora me parece, enmomentos fantasiosos, que la capitalestaba a la espera de entregarle a lasleyes más severas de la naturaleza.Demasiado inferior para que suscompañeros oficiales le tomasen enserio, teniendo prohibido por elprotocolo mezclarse con los soldadosrasos, y demasiado pobre paradivertirse en los restaurantes y clubsnocturnos del trabajador itinerante, Pymflotaba entre su pequeña habitación dehotel y sus mapas, de un modo similar a

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como había flotado alrededor de Bernaen la época de su estancia ilegal. Yconfesaré ahora, aunque nunca lo habríahecho entonces, que, en más de unaocasión, escuchando charlar a losvieneses en su alemán estrafalario porlas aceras, o cuando iba a uno de lospequeños teatros combativos queestaban surgiendo en sótanos y casasbombardeadas, sentía una punzada deldeseo nostálgico de volver la cabeza ydescubrir a un buen amigo cojeando a sulado. Pero no conocía a ninguno: essimplemente mi alma alemana querevive, se decía a sí mismo; forma partedel carácter alemán sentirse incompleto.

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Otras noches, el gran agente secretosalía de reconocimiento por el sectorsoviético disfrazado con un sombrerotirolés verde que había comprado exprofeso para este propósito, y observabadesde debajo del ala a los rechonchoscentinelas rusos apostados con susmetralletas delante del cuartel generalsoviético, a intervalos de veinte metroscada uno a lo largo de la calle. Si dabanel alto a Pym, le bastaba con mostrar supase militar para que sus caras tártarasirradiasen un reconocimiento amistoso,al tiempo que retrocedían un paso consus botas de cuero flexible y alzaban enposición de saludo una mano enfundada

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en un guante gris.–Inglés bueno.–Pero ruso bueno también -insistía

Pym, riéndose-. Ruso muy bueno, deverdad.

– Kamarad!– Tovarich. Kamarad -respondía el

gran internacionalista.Ofrecía un cigarrillo y se servía uno.

Los encendía con su mechero Zippoamericano de gran llama, que habíacomprado a uno de los muchoscomerciantes clandestinos que operabandentro de la Div Int. Dejaba que elresplandor del cigarro iluminase lasfacciones del centinela y las suyas.

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Entonces Pym, con su buen corazón,sentía a medias el apremio, aunqueafortunadamente no poseía el lenguaje,de explicar que aunque había espiado alos comunistas en Oxford y les espiabanuevamente en Viena, seguía siendo uncomunista en el fondo, y sentía másafecto por las nieves y campos de maízde Rusia que el que había sentido porlos bares musicales y las ruletas deAscot.

Y algunas veces, muy tarde, alvolver por las plazas vacías a sudormitorio monacal, con el extintor delejército y la foto de Rick, se detenía,bebía a ráfagas el aire limpio de la

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noche hasta que experimentaba regocijo,contemplaba las calles empedradas ybrumosas y se imaginaba que veía aLippsie caminando hacia él a través dela farola con su bufanda de refugiada ysu maleta de cartón en una mano. Ysonreía a Lippsie y se felicitaba porque,a pesar de sus añoranzas exteriores,seguía viviendo en el mundo que habíadentro de su cabeza.

Llevaba tres meses en Viena cuandoMarlene le pidió protección. Marleneera una intérprete checa y una beldadfamosa.

–¿Usted es el señor Pym? -lepreguntó una noche, con una deliciosa

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timidez civil, cuando descendía por lagran escalera detrás de una bandada deoficiales de alta graduación. Llevabauna amplia gabardina ceñida en lacintura y un sombrero con pequeñoscuernos.

Pym confesó que lo era.–¿Se dirige al hotel Wiechsel?Pym dijo que lo hacía todas las

noches.–¿Me permite que vaya con usted,

por favor, una vez? Ayer un hombreintentó violarme. ¿Me acompañará hastami puerta? ¿No le estorbo?

Pronto el intrépido Pym acompañabaa Marlene hasta su puerta todas las

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noches y la recogía en ella todas lasmañanas. Su jornada transcurría entreestos dos radiantes interludios. Perocuando la invitó a cenar con él, despuésde cobrar la paga, fue convocado por unenfurecido capitán de fusileros que teníaa su cargo a los recién llegados.

–Es usted un puerco lujurioso, ¿meoye?

–Sí, señor.–Los subalternos de la Div Int no,

repita, no, fraternizan en público con elpersonal civil. No hasta que lleve unpoco más de tiempo del que lleva en elservicio. ¿Me ha oído?

–Sí, señor.

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–¿Sabe lo que es un mierda?–Sí, señor.–No, no lo sabe. Un mierda, Pym, es

un oficial cuya corbata es de un tonocaqui más claro que su camisa. ¿Havisto su corbata últimamente?

–Sí, señor.–Compárelas, Pym. Y pregúntese

qué clase de joven oficial es usted. Esamujer no está siquiera autorizada atraspasar la zona prohibida.

Forma parte del aprendizaje, pensóPym, mientras se cambiaba la corbata.Me están endureciendo para el servicio.Le preocupaba, no obstante, queMarlene le hubiese hecho tantas

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preguntas acerca de sí mismo y deseabano haber sido tan franco en susrespuestas.

No mucho después, los superioresjuzgaron benignamente que Pym se habíafamiliarizado con la ciudad. Antes departir, el capitán le llamó nuevamente yle enseñó dos fotografías. Una de ellasmostraba a un hombre bastante joven yde labios blandos, y la otra a unborracho mofletudo que exhibía unasonrisa burlona.

–Si ve a cualquiera de estos doshombres, informe inmediatamente a unoficial superior, ¿entendido?

–¿Quiénes son?

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–¿No le ha enseñado nadie a nohacer preguntas? Si no puede encontrar aun oficial superior, arréstelos ustedmismo.

–¿Cómo?–Utilice su autoridad. Sea cortés

pero firme. «Ustedes dos quedandetenidos.» Luego preséntese con ellosante el oficial superior más próximo.

Pym se enteró unos días más tardepor el Daily Express de que aquellosdos hombres se llamaban Guy Burgess yDonald Maclean, y de que eranmiembros del servicio de espionajebritánico. Durante varias semanascontinuó buscándoles por todas partes,

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pero no los encontró porque ya habíanhuido a Moscú.

¿Quién de los dos, pues, esresponsable, Tom? ¿Es el almasoñadora de Pym o el humor retorcidode Dios, que se las ingenia paradepararle un plazo de paraíso antes decada caída? Te dije, a propósito de losOllinger de Berna, que sólo una vez enla vida nos es dado conocer a unafamilia realmente feliz, pero me habíaolvidado del comandante HarrisonMembury, ex bibliotecario de laBiblioteca Inglesa de Nairobi y en un

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tiempo oficial del Cuerpo Educativo,que por un delicioso capricho de lalógica militar había ido a parar entre lachusma del Cuerpo de Seguridad. Mehabía olvidado de su bella esposa y desus numerosas hijas repulsivas, que eranFräulein Ollingers en ciernes, salvo que,en vez de hacer música, preferían criarcabras y un cochinillo revoltoso quecausaban estragos en el domiciliocastrense, para indignación del oficialque administraba la guarnición, que eraimpotente para impedirlos porque losMembury gozaban de la inmunidad depertenecer al servicio de inteligencia.Me había olvidado de la Unidad de

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Interrogatorio número 6 de Graz, unamansión barroca, de color rosa,asentada en una hendidura boscosa entrecolinas, a una milla de las afueras de laciudad. Racimos de cable telefónicoentraban en la propiedad, antenasprofanaban su tejado en punta. Habíauna verja y la casa del guarda, y uncamarero rubio y de mirada loca que sellamaba Wolfgang y que bajabacorriendo las escaleras con unachaquetilla blanca y apretada paraayudarte a descender del jeep. Pero lomejor de todo, por lo que respectaba aMembury, era el lago, que él se pasabala vida repoblando, porque los peces le

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gustaban con locura y dilapidaba unaparte considerable de nuestra cuenta degastos secreta en fomentar especiesraras de trucha. Tienes que imaginarteun hombre grande y cordial, bastantedébil, con los ademanes elegantes de uninválido. Y de temperamento y miradasoñadoramente religiosos. Un civil hastala punta de sus dedos blandos y, sinembargo, siempre le veo con suuniforme de campaña, con sus botas deante desgastadas y un cinturón de lonapor encima o por debajo de la panza,rodeado de libélulas en la orilla de sulago dorado, en el calor de una tardeabrasadora, exactamente como Pym le

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encontró el día en que se presentó anteél: introduciendo en el agua algoparecido a una red para camarones ymurmurando juramentos tímidos contraun lucio merodeador.

–Oh, Dios mío. Usted es Pym. Sí,bueno, me alegra que haya venido.Escuche, voy a eliminar las algas y adragar todo el fondo para verexactamente lo que hay. ¿Qué le parece?

–Me parece estupendo, señor -respondió Pym.

–Me alegro mucho. ¿Está casado?–No, señor.–Maravilloso. Entonces estará libre

los fines de semana.

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Y por alguna razón pienso en élcomo en uno de dos hermanos, aunqueno recuerdo haber sabido nunca quetuviese un hermano. Su estado mayor,instalado en la casa, se componía de unsargento a quien apenas recuerdo y unchófer cockney, llamado Kaufmann queera licenciado en económicas porCambridge. El segundo de a bordo eraun joven banquero de mejillas rosadas,el teniente McLaird, que iba a volver ala City. En los sótanos, dócilesempleados austríacos interveníanteléfonos, abrían cartas al vapor ytiraban los papeles sin leer a una hilerade papeleras del ejército que las

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autoridades de Graz vaciabanpuntualmente una vez por semana,porque para Membury constituía unapesadilla la idea de que algún vándaloenemigo de los peces las volcase en ellago. En la planta baja mantenía a suescudería de intérpretes nativas, unplantel que comprendía desde la mujermaternal a la núbil, y Membury, cuandose acordaba de su existencia, lasadmiraba a todas. Y por último tenía asu mujer, Hanna, una pintora de árbolesque, como tan a menudo sucede con lasesposas de hombres muy grandes, erafrágil como una avispa. Hanna consiguióque la pintura me resultase atractiva, y

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como mejor la recuerdo es sentada antesu caballete, con un vestido blancoescotado, mientras sus hijas rodabanchillando por un talud de hierba yMembury y yo, en traje de baño,faenábamos en el agua marrón. Inclusohoy me resulta imposible imaginarlacomo la madre de toda aquella prole.

El resto de la vida de Pymdifícilmente podría haber sido másconcorde con sus gustos. En cuanto aprovisiones disponía de whisky deleconomato militar, a siete chelines labotella, y de cigarros a doce chelineslos cien. Podía trocarlos o, si prefería,convertirlos sin problema en moneda

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local, aunque era más seguro recurrir alos servicios de un Rittmeister húngaroentrado en años que se dedicaba a leerexpedientes secretos del registro y amirar amorosamente a Wolfgang, de unmodo semejante a como Cudlove secomplacía en mirar a Ollie. Todo estoera familiar, todo esto era necesariopara Pym como continuación de lainfancia ortodoxa que no había vivido.Los domingos acompañaba a losMembury a misa y a la hora delalmuerzo fisgaba el escote del vestidode Hanna. «Membury es un genio -exultaba Pym, cuando trasladó suescritorio a la antesala del gran hombre-

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. Membury es un renacentista convertidoen espía.» Al cabo de unas semanasrecibió su propia cuenta de gastos.Varias semanas después recibió unasegunda estrella que Wolfgang le cosióen la hombrera, pues Membury decíaque parecía tonto que sólo tuviese una.

Y tenía a sus agentes.–Este es Pepi -explicó McLaird con

una sonrisa divertida, en el curso de unacena discreta en la ciudad-. Pepicombatió a los rojos con los alemanes yahora milita en nuestro bando. Eres unfanático anticomunista, ¿verdad, Pepi?Por eso va en su moto a la zona y vendefotos pornográficas a la soldadesca rusa.

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Cuatrocientos Players Medium al mes.En atrasos.

–Esta es Elsa -dijo McLaird,presentando a un ama de casa regordetade Carintia, madre de cuatro hijos, en elgrill del Blue Rose -. Su amiguitoregenta un café en St. Pölten. Le mandalos números de matrícula y las insigniasde los camiones rusos que pasan pordelante de su ventana, ¿no es así, Elsa?Todo en escritura secreta, en el dorso desus cartas de amor. Tres kilos de cafésemitostado al mes. En atrasos.

Eran media docena, y Pym pusomanos a la obra de inmediato paraexplotarles y recompensarles de todas

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las maneras que sabía. Hoy, cuando lesrepaso mentalmente, constituyen unpuñado de pura sangre tan buenos comojamás encontró en su camino unaspirante a maestro de espías. Pero paraPym eran simplemente los mejoresscouts del mundo, y se hubiera dejado lavida en el empeño de atender a susnecesidades.

Y he dejado para el final a Sabina,Jack, que era una intérprete, al igual quesu amiga Marlene en Viena, y que comoMarlene era la chica más hermosa delmundo, directamente sacada de laspáginas de Amor y mujer rococó. Erabaja, como E. Weber, de caderas anchas

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y flexibles y ojos intensos y exigentes.Sus pechos, en invierno o en verano,eran altos y muy fuertes y, como susnalgas, encontraban el modo de resaltara través de su ropa de los díaslaborables, reclamando insistentementela atención de Pym. Tenía las faccionesmelancólicas de un duende eslavoatormentado por la tristeza y lasuperstición, pero capaz de asombrososarranques de dulzura, y si Lippsie sehubiera reencarnado y hubiera vuelto atener veintitrés años, podría haberelegido algo mucho peor que adoptar lafigura de Sabina.

–Marlene dice que eres respetable -

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informó a Pym con desprecio cuandoembarcaba en el jeep del caboKaufmann, sin molestarse en ocultar suspiernas rococó.

–¿Es eso un crimen? -preguntó Pym.–No te preocupes -respondió ella,

no augurando nada bueno, y arrancaronrumbo a los campamentos. Sabinahablaba checo y servo-croata, así comoalemán. En su tiempo libre estabaestudiando económicas en laUniversidad de Graz, lo que leproporcionó una excusa para hablar conel cabo Kaufmann.

–¿Tú crees en la economía agrícolamixta, Kaufmann?

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–No creo en nada de eso.–¿Eres keynesiano?–No lo sería con mi propio dinero,

te lo aseguro -contestó Kaufmann.De este modo la conversación iba de

un lado a otro mientras Pym buscaba laforma de frotarse descuidadamentecontra el hombro blanco de Sabina o deprovocar que su falda se abriera unpoquito más hacia el norte.

El destino de aquellos viajes eranlos campamentos. Durante cinco años,los refugiados de la Europa del Estehabían estado afluyendo a Austria porcada boquete rápidamente cerrado en elalambre de espino: cruzando fronteras a

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la desesperada en automóviles ycamiones robados, atravesando camposde minas, agarrándose al vientre de lostrenes. Llegaban con sus caras hundidas,sus niños rapados, sus ancianosperplejos, sus perros juguetones y susLippsies en potencia, para serencorralados e interrogados, y para quesu suerte fuese decidida por millares,mientras jugaban al ajedrez sobrecajones de madera y se enseñaban unosa otros fotografías de personas a las queno volverían a ver nunca. Procedían deHungría, Rumania, Polonia,Checoslovaquia, Yugoslavia y a vecesde Rusia, y confiaban en hallarse en ruta

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hacia Canadá, Australia y Palestina.Habían viajado por itinerarios tortuososy a menudo por motivos igualmentetortuosos. Eran médicos, científicos yalbañiles. Eran conductores de camión,ladrones, acróbatas, editores, violadoresy arquitectos. Todos desfilaban ante lavista de Pym mientras visitaba en el jeepun campamento tras otro en compañía deKaufmann y de Sabina, interrogando,calificando y consignando, para luegoregresar velozmente a casa de Memburycon su botín.

Al principio ofendió a susensibilidad tanta desgracia y le costóun gran esfuerzo disimular su

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preocupación por todos aquellos conquienes hablaba: sí, me ocuparé de queusted llegue a Montreal, aunque sea loúltimo que haga; sí, notificaré a sumadre en Canberra que usted seencuentra sano y salvo aquí. Alprincipio le avergonzaba asimismo elhecho de no haber sufrido. Todas laspersonas a quienes interrogaba habíanvivido más experiencias en un día que élen toda su vida, y eso le fastidiaba.Algunos habían estado cruzandofronteras desde que eran niños. Otroshablaban de la muerte y la tortura con talindiferencia que a él le indignaba sudespreocupación, hasta que su censura

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despertaba la furia de sus interlocutoresy le replicaban con frases de burla. PeroPym, el laborioso, tenía una tarea quecumplir y un superior a quiencomplacer, y, cuando se armaba, teníauna mente rápida y encubierta paraconseguirlo. Le bastaba con consultar asu propio carácter para saber cuándoalguien estaba escribiendo en el margende su memoria y excluyendo el textoprincipal. Sabía dar palique mientrasestaba observando, y sabía leer lasseñales que le transmitían. Si lenarraban un cruce de frontera nocturno,franqueando montes, Pym cruzaba conellos, arrastrando sus maletas a lo

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Lippsie y sintiendo el aire glacial de lamontaña que traspasaba sus abrigosviejos. Cuando alguno le decía unamentira flagrante, Pym se orientabahacia versiones más verosímiles de laverdad con ayuda de su brújula mental.Las preguntas hormigueaban en sucabeza y, siendo como era un abogadoen ciernes, aprendió en seguida aformularlas conforme a una pauta deacusación. «¿De dónde es usted? ¿Quétropas ha visto allí? ¿De qué colorllevan los galones? ¿Cuándo entraron,qué armas tenían? ¿Qué ruta ha seguido,qué guardas, obstáculos, perros,alambradas, campos de minas ha

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encontrado en el camino? ¿Qué calzadollevaba? ¿Cómo se las arregló su madre,su abuela, si el paso de montaña era tanescarpado? ¿Cómo se las apañó con dosmaletas y dos niños pequeños estando sumujer en un estado de gestación tanavanzado? ¿No es más probable que suspatrones de la policía secreta húngara lellevaran en coche hasta la frontera y ledesearan buena suerte después deindicarle por dónde cruzar? ¿Es usted unespía y, si es así, no preferiría trabajarpara nosotros? ¿O es simplemente uncriminal, en cuyo caso sin duda legustaría hacerse espía en lugar de que lapolicía austríaca le devuelva al otro

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lado de la frontera?» De esta maneraPym se inspiraba en su propia vidaenmarañada para desentrañar la deellos, y Sabina, con sus humores, susmuecas ceñudas y sus magníficassonrisas ocasionales, se convirtió en lavoz seductora que él utilizaba parahacerlo. A veces le dejaba traducir paraél en alemán, a fin de proporcionarse laventaja furtiva de oírlo todo dos veces.

–¿Dónde aprendiste a jugar esosjuegos estúpidos? -le preguntó ellaseveramente una noche en que bailabanjuntos en el hotel Wiesler, ante lareprobación de las esposas de oficiales.

Pym se rió. En el umbral de la

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madurez, con el muslo de Sabinarozando el suyo, ¿por qué iba él a estaren deuda con alguien? De modo queinventó una historia sobre aquel alemánastuto que había conocido en Oxford yque había resultado ser un espía.

–Sostuvimos una batalla de ingeniobastante rara -confesó, evocandorecuerdos apresuradamente imaginados-.Él usaba todas las tretas del repertorioy, para empezar, era más inocente que unbebé y creía todo lo que me contaba.Poco a poco el torneo se volvió másigualado.

–¿Era comunista?–Luego se supo que sí. Fingía

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ocultarlo, pero salía a relucir cuandoibas a cazarle en serio.

–¿Era homosexual? -preguntóSabina, haciéndose eco de una sospechasempiterna, al mismo tiempo que searrimaba más a Pym.

–No, hasta donde pude ver. Teníaregimientos de mujeres.

–¿Se acostaba sólo con mujeresmilitares?

–Quería decir que tenía montones demujeres. Estaba empleando unametáfora.

–Creo que estaría deseando ocultarsu homosexualidad. Es lo normal.

Sabina hablaba de su propia vida

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como si fuera la de alguien a quienodiase. Su estúpido padre húngaro habíasido abatido a tiros en la frontera. Suinsensata madre había muerto en Pragacuando intentaba alumbrar un hijo paraun amante que no valía nada. Suhermano mayor era un idiota queestudiaba medicina en Stuttgart. Sus tíoseran unos borrachines que se habíanhecho fusilar por los nazis y loscomunistas.

–¿Quieres que te dé clase de checoel sábado? -preguntó a Pym, con un tonoaún más estricto que el habitual, unanoche en que volvían los tres sentadosjuntos en el asiento del jeep.

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–Me gustaría muchísimo -contestóPym, cogiéndole la mano que quedaba asu lado-. El checo empieza ainteresarme de verdad.

–Creo que esta vez haremos el amor.Ya veremos -dijo severamente ella, aloír lo cual Kaufmann estuvo a punto dedespeñar el jeep en una zanja.

Llegó el sábado y ni la sombra deRick ni los terrores de Pym pudieronimpedirle que llamara al timbre deSabina. Oyó pisadas más suaves que elacostumbrado paso firme de Sabina. Violos puntos luminosos de sus ojosobservándole por la mirilla de la puerta,e hizo lo posible por esbozar una

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sonrisa tosca y tranquilizadora. Habíallevado suficiente whisky para desterrarla culpa de siglos pero Sabina ignorabala culpa y cuando le abrió la puertaestaba desnuda. Él perdió la facultad delhabla, parado ante ella con la bolsa enla mano. Aturdido, observó cómo ellapasaba de nuevo las cadenas deseguridad, le arrebataba la bolsa de susmanos exánimes, caminabamajestuosamente hasta el aparador yextraía el contenido de la bolsa. Era undía caluroso, pero ella había encendidouna estufa y corrido las colchas hacialos pies de la cama.

–¿Has tenido muchas mujeres,

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Magnus? -inquirió-. ¿Regimientos demujeres como tu amigo malo?

–Creo que no -respondió Pym.–¿Eres homosexual, como todos los

ingleses?–No, realmente.Ella le llevó a la cama. Le sentó y le

soltó los botones de la camisa.Severamente, como hacía Lippsiecuando necesitaba algo para lacamioneta de la lavandería que esperabafuera. Le desabrochó todo lo demás yordenó su ropa encima de una silla. Letumbó de espaldas y se extendió encima.

–No lo sabía -dijo Pym en voz alta.–¿Decías?

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Él empezó a decir algo, pero habíademasiadas cosas que explicar y suintérprete estaba ya ocupada. Queríadecir: «A pesar de toda mi ansiedad,hasta ahora no sabía lo que estabaansiando.» Quería decir: «Puedo volar,puedo nadar de frente, de espaldas, decostado y de cabeza.» Quería decir:«Soy un hombre completo y por fin heingresado en el mundo de los hombres.»

Era una tarde balsámica de viernesen la mansión, seis días más tarde. Enlos jardines, debajo de las ventanas delenorme despacho de Membury, elRittmeister, con sus lederhosen, estabapelando guisantes para Wolfgang.

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Membury estaba sentado ante suescritorio, con su uniforme de campañadesabrochado hasta la cintura, yredactaba un cuestionario para patronesde pesca que tenía intención de enviar acentenares a las principales flotaspesqueras. Llevaba semanas enfrascadoen rastrear las rutas invernales de latrucha de mar, y los recursos de launidad habían sido exprimidos parasatisfacerle.

–Me han hecho una proposiciónbastante extraña, señor -empezó Pymdelicadamente-. Alguien que afirmarepresentar a un desertor en potencia.

–Oh, pero qué interesante para usted,

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Pym -dijo cortésmente Membury,arrancándose con dificultad de suspreocupaciones-. Espero que no se tratede otro aduanero húngaro. Han colmadomi medida. Y estoy seguro de quetambién la de Viena.

Viena era una inquietud crecientepara Membury, del mismo modo queéste lo era para Viena. Pym había leídola penosa correspondencia entre ambos,que Membury guardaba en todomomento bajo llave en el cajón superiorizquierdo de su endeble escritorio.Podía producirse en cuestión de días lallegada del capitán de fusileros paraasumir el mando.

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–No es húngaro, señor -dijo Pym-.Es checo. Está destinado en el cuartelgeneral del mando oriental con base enlas afueras de Praga.

Membury ladeó hacia un costado sucabezota, como si intentara expulsaragua alojada en su oído.

–Bueno, eso es alentador -comentó,dubitativamente-. Div Int daría un brazopor un buen informe sobre el mandooriental. O por cualquier otrainformación checa, si es por eso. Losamericanos parecen pensar que tienen elmonopolio de esa zona. Alguien, no séquién, me dijo el otro día por teléfonoalgo parecido.

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La línea telefónica hasta Grazatravesaba la zona soviética. Por ella, alatardecer, podía oírse a los técnicosrusos cantando ebrios música cosaca.

–Según mi informador, se trata de unsargento contrariado que trabaja en lacámara acorazada -insistió Pym-. Sesupone que va a desertar mañana por lanoche a través de la zona soviética. Sino estamos allí para recibirle, tomará unatajo e irá directamente a ver a losamericanos.

–Esa fuente de información no seráel Rittmeister, ¿verdad? -dijo Membury,nerviosamente.

Con la pericia de la larga costumbre,

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Pym penetró en el terreno arriesgado.No, no había sido el Rittmeister,aseguró a Membury. Por lo menos noparecía él. Era una voz más joven y mástajante. Membury se mostró confundido.

–¿Podría explicarse usted? -dijo.Pym lo hizo.Era una noche de jueves ordinaria,

dijo. Había ido al cine para ver Liebe47, y al volver se le había ocurridopasar por el Weisses Ross para tomaruna cerveza.

–Me parece que no conozco esesitio.

–Es una taberna corriente, señor,pero los emigrados la frecuentan mucho

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y todo el mundo se sienta ante largasmesas. Llevaba allí dos minutos justoscuando el camarero me llamó alteléfono. «Herr Leutnant, für Sie.» Meconocen un poco allí, y no mesorprendió demasiado.

–Bueno para usted -dijo Membury,impresionado.

–Era una voz de hombre, quehablaba alto alemán: «¿Herr Pym?Tengo un recado importante para usted.Si hace exactamente lo que yo le diga,no se arrepentirá. ¿Tiene papel ypluma?» Yo tenía, y él empezó a leer auna velocidad de dictado. Repitió elmensaje y colgó antes de que pudiera

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preguntarle quién era.Pym sacó del bolsillo la hoja de

papel, arrancada del dorso de un diario.–Pero si eso fue anoche, ¿por qué

demonios no me lo ha dicho antes? -objetó Membury, cogiendo la hoja.

–Estaba en la reunión del comité deespionaje conjunto.

–¡Cáscaras!, es cierto. Preguntó porusted por su nombre -comentó Memburycon orgullo, mirando el papel todavía-.Sólo quería hablar con el teniente Pym.Es bastante halagador, francamente. -Dio un tirón a una de sus orejas, queasomaba-. Bueno, escuche, ande ustedcon pies de plomo -le advirtió, con la

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seriedad de un hombre que no pudiesenegar nada a Pym-. Y no se acerquemucho a la frontera, no vaya ser queintenten raptarle.

No fue de ningún modo el primerchivatazo de la llegada de un desertorque Pym había recibido en los últimosmeses, y ni siquiera era el sexto, aunquesí el primero que le había susurrado unaintérprete checa desnuda en un huertoiluminado por la luna. Tan sólo unasemana antes, Pym y Membury habíanestado sentados una noche en las tierrasbajas de Carintia, esperando para

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recibir a un capitán de la inteligenciarumana y a su amante, que teóricamentese aproximaban en un aeroplano robadoy repleto de secretos sin precio.Membury había hecho que la policíaaustríaca acordonase la zona, y Pymhabía disparado bengalas de colores alaire desierto, como les habían ordenadoen mensajes secretos. Pero al despuntarel alba no había llegado ningúnaeroplano.

–¿Qué se supone que debemos hacerahora? -se había quejado Membury, condisculpable irritación, cuando sesentaron tiritando en el jeep-.¿Sacrificar un maldito chivo? Ojalá el

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Rittmeister fuera más preciso. Le hacequedar a uno en ridículo.

Una semana antes de eso,disfrazados con abrigos loden verdes, sehabían desplazado a un hostal lejano enla frontera de la zona para recibir a unHeimkehrer de una mina de uraniosoviética a quien se le esperaba de unmomento a otro. En cuanto abrieron lapuerta, la conversación se detuvo enseco y una veintena de campesinos lesmiraron boquiabiertos.

–Billares -ordenó Membury con unarara determinación-. Allí hay una mesa.Vamos a jugar una partida. Prepárenla.

Sin haberse quitado su loden verde,

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Membury se encorvó para jugar su bolay fue interrumpido por el sonidoretumbante de un metal pesado que seestrellaba contra el suelo de baldosas.Al mirar hacia abajo, Pym vio elrevólver 38 de su superior que yacía allado de sus grandes pies. Lo habíarecogido al instante, con toda celeridad.Pero no lo suficientemente rápido paraimpedir la estampida hacia la puerta quese había producido cuando loscampesinos aterrados se dispersaron enla oscuridad y el propietario del local seencerró en el sótano.

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–¿Puedo volver ahora, señor? -dijoKaufmann-. No soy un soldado enabsoluto, ya ve. Soy un cobarde.

–No, no puede -dijo Pym-. Y estésecallado.

El cobertizo se alzaba señero, comoSabina había dicho, en el centro de unprado orillado de alerces. Un senderoamarillo conducía hasta él, y detráshabía un lago. Detrás del lago había unacolina y, sobre ella, a medida que ibaoscureciendo, una atalaya sencilladominaba el valle.

–Tienes que ir vestido de paisano yaparcar el coche en el cruce para KleinBrandorf. -Sabina le había susurrado

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cerca de sus muslos mientras ella lebesaba, le acariciaba y le revivía. Elhuerto tenía una tapia de ladrillo yestaba habitado por una familia degrandes liebres marrones-. Dejarás lasluces de posición encendidas. Si hacestrampas y llevas protección noaparecerá. Se quedará en el bosque,enfadado.

–Te quiero.–Hay una piedra pintada de blanco.

Es donde tiene que quedarse Kaufmann.Si Kaufmann rebasa la piedra blanca, noaparecerá, se quedará en el bosque.

–¿Por qué no vienes tú también?–Porque él no quiere. Sólo quiere a

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Pym. Tal vez es homosexual.–Gracias -dijo Pym.La piedra blanca brillaba delante de

ellos.–Quédese aquí -ordenó Pym.–¿Por qué?La niebla del anochecer se extendía

en jirones sobre el campo. Al emerger,los peces picoteaban la superficie dellago. Al ponerse el sol, los alercesproyectaban sombras de una milla através de la pradera dorada. Leñosaserrados descansaban junto a la puertadel cobertizo, jardineras de geraniosadornaban las ventanas. Pym pensó denuevo en Sabina. Sus flancos

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envolventes, los espacios amplios de suespalda.

–Lo que voy a decirte no se lo hedicho a ningún inglés. Tengo en Praga aun hermano pequeño que se llama Jan.Si se lo dices a Membury me despediráinmediatamente. Los ingleses no nospermiten tener familiares próximosdentro de un país comunista.¿Comprendes?

Sí, Sabina, comprendo. He visto laluz de la luna sobre tus pechos, tuhumedad está en mis labios, se meadhiere a los párpados. Comprendo.

–Escucha. Mi hermano me haenviado un mensaje para ti. Sólo para

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Pym. Confía en ti gracias a mí y porquele he dicho solamente cosas buenassobre ti. Tiene un amigo que quieremarcharse. Este amigo es un hombremuy dotado, muy brillante, con acceso aaltas esferas. Te traerá muchos secretosde los rusos. Pero antes tienes queinventar una historia para explicarle aMembury cómo has obtenido estainformación. Eres inteligente. Sabesinventar muchas historias. Ahora tienesque inventar una para mi hermano y suamigo.

Sí, Sabina. Puedo inventar. Por ti ytu querido hermano puedo inventar unmillón de historias. Dame mi pluma,

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Sabina. ¿Dónde has dejado mi ropa?Ahora arranca una hoja de papel de tudiario e inventaré una historia sobre undesconocido que me telefoneó alWeisses Ross y me hizo una proposiciónirresistible.

Pym desabotonó el loden.«Desenfunda siempre de través -le habíaaconsejado el instructor de armas en elpequeño y triste depósito de Sussexdonde le habían enseñado a combatir elcomunismo-. Te proporciona una mayorprotección si el otro dispara primero.»Pym no estaba seguro de que fuese unbuen consejo. Probó la puerta y estabacerrada. Dio la vuelta al cobertizo,

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intentando encontrar un sitio por dondemirar dentro.

–Su información será valiosa para ti-había dicho Sabina-. Te hará muyfamoso en Viena, y a Membury también.La buena información sobreChecoslovaquia es extremadamente raraen la Div Int. Casi siempre procede delos americanos, y por lo tanto llegacorrompida.

El sol se había puesto y oscurecíaaprisa. Pym oyó el aullido de un zorro alotro lado del lago. En la trasera delcobertizo había hileras de gallineros, yla paja de dentro estaba limpia. Gallinasen tierra de nadie, pensó frívolamente.

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Huevos sin nacionalidad. Las gallinasestiraron el cuello hacia él ydesplegaron las plumas. Una garza grisalzó el vuelo desde el lago y voló hacialas colinas. Pym regresó a la fachadafrontera del cobertizo.

–¡Kaufmann!–¿Señor?Les separaba una distancia de cien

metros, pero su voz estaba tan próximacomo unos amantes en la quietudcrepuscular.

–¿Ha tosido?–No, señor.–Pues no lo haga.–Supongo que estaba sollozando,

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señor.–Vigile, pero vea lo que vea, no se

acerque si no se lo ordeno.–Me gustaría desertar, si puedo,

señor. Preferiría ser un desertor queesto, sinceramente. Soy un blanco fácil.No soy un Ser humano.

–Haga sumas mentales o algoparecido.

–No puedo. Lo he intentado. No mesale.

Pym levantó el pestillo, entró ypercibió un olor a humo de puro y acaballo. St. Moritz, pensó, casquivanoen su aprensión. El cobertizo eracavernoso y bello, y uno de sus extremos

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ascendía como un barco viejo. Sobre latarima había una mesa y sobre la mesa,para su sorpresa, un quinqué encendido.A su resplandor admiró las vigas y eltecho antiguos. «Espera dentro y vendrá-había dicho Sabina-. Querrá verteentrar primero. El amigo de mi hermanoes muy precavido. Como muchoschecos, tiene una mente lúcida ycautelosa.» Había dos sillas de madera,de respaldo alto, arrimadas a la mesa, yencima de ésta había revistasdesperdigadas, como en la sala deespera de un dentista. Debía de serdonde el granjero hacía su papeleo. Enun extremo del cobertizo, advirtió una

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rústica escalera que conducía a un pajar.Te traeré aquí el fin de semana. Traerévino, pan y queso, y mantas por si elsuelo pica, y podrás ponerte tu falda devuelo sin nada debajo. Trepó hasta lamitad de la escalera y atisbo desde allí.Suelo sólido, heno seco, no hay señal deratas. Un emplazamiento admirable paraun rococó campestre. Volvió a la plantabaja y se encaminó hacia la tarimadonde estaba la luz, con intención deinstalarse en una de las sillas. «Tienesque tener paciencia, esperar toda lanoche si es preciso -había dicho Sabina-. Cruzar la frontera es sumamentepeligroso ahora. Es final de verano y los

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indecisos cruzan antes de que los pasoscierren. En consecuencia tiene muchosguardias y espías.» Un pavimento depiedra discurría entre dos desagües parael ganado. Sus pasos resonabanintensamente en el techo. El eco cesó, ycon él sus pasos. Una figura delgadaestaba sentada a la cabecera de la mesa.Estaba inclinada hacia delante, enpostura de alerta, a la espera de algo.Tenía un puro en una mano y una pistolaautomática en la otra. Su mirada, comoel cañón de la pistola, estaba enfocandoa Pym.

–Sigue andando hacia mí, SirMagnus -le instó Axel, con un tono de

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inquietud considerable-. Arriba lasmanos, y, por lo que más quieras, no teimagines que eres un vaquero depelícula o un héroe de guerra. Ningunode los dos pertenecemos al gremio delos pistoleros. Depongamos nuestrasarmas y mantengamos una agradablecharla. Sé razonable, por favor.

Haría falta la intervención delCreador, Tom, con ayuda de todosnosotros, para describir la gama depensamientos y emociones que asaltaronen aquel momento la pobre cabeza dePym. Su primera reacción, estoy seguro,

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fue la incredulidad. Había encontrado aAxel muy a menudo en el curso de losúltimos años y aquél era simplemente unnuevo ejemplo del fenómeno. Axelobservándole en sueños, Axel de pie ala cabecera de su cama, con la boinapuesta: «Echemos otra ojeada a ThomasMann.» Axel riéndose de él por suadicción al alto alemán antiguo, yreconviniéndole por su mala costumbrede afirmar su lealtad a todas laspersonas que iba conociendo: a loscomunistas de Oxford, a todas lasmujeres, a los Jacks y a los Michaels, aRick. «Eres un idiota de cuidado, SirMagnus -le había advertido en una

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ocasión, cuando Pym volvía al colegiouniversitario después de una nocheparticularmente hábil en losmalabarismos de conciliar chicas yoposiciones sociales-. Crees quedividiendo todo puedes pasar por enmedio.» Axel había cojeado a su ladopor el camino de sirga del Isis, y lehabía visto estrellar los nudillos contrauna pared con el propósito deimpresionar a Jemima. En las eleccionesde Gulworth North, Pym no habríasabido decir cuántas veces habíasurgido entre el auditorio la relucientecúpula blanca de Axel, o cuántas susmanos largas y nerviosas habían

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aleteado en sarcástico aplauso. A pesarde lo mucho que pesaba sobre suconciencia, Pym tenía la certeza de queAxel no existía. Y con esta certidumbreen la cabeza era perfectamenterazonable que su reacción siguiente alver a Axel fuese la de una rotundaindignación por el hecho de que alguientan absolutamente proscrito, alguien quehabía sido, por los motivos que fueran,literalmente expulsado, no sólo comoimagen, sino aun como mención, de lasfronteras del reino de Pym, tuviera elatrevimiento de estar sentado allí,fumando, sonriendo y apuntándole conuna pistola, a mí, a Pym, un miembro

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fornicador, un oficial a prueba de balasde las tropas de ocupación inglesas,dotadas de poderes sobrenaturales. Y acontinuación, por supuesto, paradójicocomo siempre, Pym estaba másexultante, más emocionado y más felizpor ver a Axel de lo que había estado alver a nadie desde el día en que Rickapareció en la curva montado enbicicleta y cantando «Debajo de losarcos».

Pym caminó y luego corrió haciaAxel. Mantuvo los brazos levantadospor encima de la cabeza, como Axel lehabía ordenado. Esperó con impacienciaa que Axel le extrajera del cinto el

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revólver del ejército y a que lo colocararespetuosamente, junto con su propiaarma, en el extremo más alejado de lamesa. Después bajó por fin los brazossuficientemente para echárselos alcuello de Axel. No recuerdo que sehubieran abrazado antes ni que lohicieran otra vez posteriormente. Perorecuerdo aquella noche como la últimade sentimiento pueril entre ambos, elúltimo día de Berna, porque les veoabrazarse y reír pecho con pecho, alestilo eslavo, antes de separarse un pocopara ver el daño que los añostranscurridos les habían deparado acada uno. Y podemos presumir, a juzgar

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por fotos contemporáneas y por mispropios recuerdos del espejo en esaépoca en que todavía éste representabaun gran papel en las contemplacionesdel joven oficial, que Axel vio lastípicas facciones anglosajonas, aún sintallar, de un joven rubio y bien parecidoque todavía se esforzaba mucho poradquirir el manto de la experiencia,mientras que Pym presenció deinmediato en la cara de Axel una durezade rasgos, un ahuecamiento, un moldefacial definitivo. Axel tendría aquelrostro durante el resto de sus días. Lavida había emitido su dictamen. Tenía lacara varonil y humana que merecía. Los

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contornos más blandos habíandesaparecido, dejando una vivacidad yun aplomo grabados al aguafuerte. Elnacimiento del pelo comenzaba másatrás, pero se había consolidado. Vetasgrises se habían incorporado a losmechones negros, confiriendo al pelouna apariencia militar y pulcra. Elbigote de payaso, las cejas arqueadas declown habían cobrado un humor mástriste. Pero los ojos oscuros ycentelleantes, que miraban por debajode sus párpados lánguidos, eran tanalegres como siempre, mientras que todolo que los rodeaba parecía prestarprofundidad a su percepción visual.

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–¡Tienes buen aspecto, Sir Magnus!-declaró Axel, exuberante, sin soltarle-.Eres un tipo apuesto, por Dios.Deberíamos comprarte un caballoblanco y regalarte la India.

–Pero ¿quién eres tú? -exclamó Pym,con igual excitación-. ¿Dónde estás?¿Qué haces aquí? ¿Tengo que arrestarte?

–A lo mejor te arresto yo. Quizá yalo he hecho. Has levantado los brazos,¿no te acuerdas? Escucha. Estamos entierra de nadie. Podemos arrestarnos losdos.

–Quedas detenido -dijo Pym.–Tú también -dijo Axel-. ¿Cómo

está Sabina?

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–Muy bien -dijo Pym, con unamueca.

–Ella no sabe nada, ¿entiendes? Sólolo que le dijo su hermano. ¿Laprotegerás?

–Te lo prometo -dijo Pym.Siguió una breve pausa en la que

Axel fingió taparse los oídos con lasmanos.

–No prometas, Sir Magnus. Noprometas nada.

Pym advirtió que, para ser untransgresor de fronteras, Axel estababien pertrechado. No había una solahuella de barro en sus botas, llevaba laropa planchada y tenía aspecto de

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funcionario. Soltó a Pym, agarró unacartera, la depositó pesadamente sobrela mesa y sacó un par de vasos y unabotella de vodka. Luego sacó pepinillos,salchichas y una hogaza de pan negroque solía pedirle a Pym que le compraseen Berna. Brindaron gravemente a lasalud respectiva, tal como Axel habíaenseñado a Pym. Volvieron a llenar losvasos y bebieron de nuevo, un trago paracada uno. Y consta en mi evocación quecuando se separaron habían terminado labotella, pues recuerdo que Axel la tiróal lago, para indignación de alrededorde un millar de pollas de agua. Peroaunque Pym se hubiese bebido una caja

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entera, el licor no le habría afectado,tanta intensidad tenía su sentimiento.Incluso mientras empezaban a hablar,Pym dirigía secretas miradas a losrincones para asegurarse de que todoestaba como la última vez que habíamirado, tan misteriosamente similar erael cobertizo, en ocasiones, al ático deBerna, hasta en el mismo viento suaveque solía zumbar en las claraboyas. Ycuando oyó de nuevo el aullido delzorro a lo lejos, tuvo la sensación deque era Herr Bastl ladrando en laescalera de madera después de habersemarchado todo el mundo. Sólo que,como digo, esos días sentimentales

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habían fenecido. Magnus los habíaaniquilado; principiaba la madurez de suamistad.

Ahora bien, es proverbial entre losviejos amigos, Tom, cuando por azarvuelven a encontrarse, dejar para elfinal la causa inmediata de su encuentro.A modo de preámbulo, prefierenconversar de los años transcurridos, loque confiere una especie de rectitud alasunto por el que se han reunido. Y estoes lo que Pym y Axel hicieron, aunquecomprenderás, ahora que estáshabituado al funcionamiento de la mente

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de Pym, que fue él y no Axel quiendirigió este pasaje de la conversación,aun cuando sólo fuera para mostrarse así mismo y también a Axel que no teníala menor culpa de la cuestión espinosade la desaparición de Axel. Lo hizobien. Por entonces era un actorconsumado.

–En serio, Axel, nadie hadesaparecido nunca de mi vida tanbruscamente -se quejó, en un tono dereproche jocoso mientras cortaba unasalchicha en rodajas, untaba el pan demantequilla y se ocupaba, mayormente,de lo que los actores llaman el «oficio»-. Allí estabas, perfectamente arropado

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por la noche; nos achispamos un poco,nos despedimos. Al día siguiente llaméa tu puerta; no contestaste. Bajo y meencuentro con la pobre Frau O llorandoa mares. «¿Dónde está Axel? ¡Se hanllevado a nuestro Axel! LaFremdenpolizei le ha bajado por laescalera y uno de ellos le ha dado unapatada a Bastl .» Por todo lo que medijeron, yo debía de estar dormido comoun muerto.

Axel esbozó su antigua sonrisacálida.

–Ojalá supiéramos cómo duermenlos muertos -dijo.

–Montamos una especie de

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velatorio, dimos vueltas por la casa,confiando a medias en que volverías.Herr Ollinger hizo algunas llamadastelefónicas inútiles y no sacóabsolutamente nada en claro, desdeluego. Frau O recordó que tenía unhermano en un ministerio, y él no pudohacer nada. Al final yo pensé: «Aldiablo todo, ¿qué tenemos que perder? -y me presenté en la comisaría con elpasaporte en la mano-. Mi amigo hadesaparecido. Unos hombres le hansacado de casa esta mañana temprano, yhan dicho que venían por orden deustedes. ¿Dónde está?» Di unos cuantosgolpes en la mesa y no conseguí nada.

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Luego dos señores de gabardina, másbien espeluznantes, me llevaron a otrahabitación y me dijeron que si causabaproblemas me ocurriría lo mismo que ati.

–Fuiste valiente, Sir Magnus -dijoAxel. Extendió un puño pálido y diounas palmadas ligeras en el hombro dePym para agradecérselo.

–No, no lo fui. No realmente. Quierodecir que por lo menos podía ir a algúnsitio. Yo era inglés y tenía derechos.

–Claro. Y conocías a gente en laembajada. Eso también es verdad.

–Y además me hubieran ayudado. Esdecir, lo intentaron. Cuando fui a verles.

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–¿Fuiste?–Naturalmente. Más tarde, por

supuesto. No de inmediato. Más biencomo un último recurso. Pero lointentaron. En fin, de todos modos, volvíal Langgasse y… para ser sincero, teenterramos. Fue horrible. Frau O estabaarriba, en tu cuarto, llorando todavía, ytrataba de ordenar lo que habías dejado,sin mirarlo. No quedaba gran cosa. LaFremdenpolizei parecía haber requisadocasi todos tus papeles. Tus libros, quedevolví a la biblioteca. Tus discos degramófono. Colgamos tus ropas en elsótano. Y luego andábamos por la casacomo si la hubieran bombardeado.

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«Pensar que estas cosas pueden sucederen Suiza», repetíamos. Fue como unamuerte, de verdad.

Axel se rió.–Menos mal que por lo menos me

guardaste luto. Gracias, Sir Magnus.¿Celebrasteis también un funeral?

–¿Sin el cuerpo y sin señas adondeexpedirlo? Lo único que Frau O queríaera encontrar un culpable. Estabaconvencida de que te habían denunciado.

–¿Quién creía que lo había hecho?–En realidad, todos por turno. Los

vecinos. Los tenderos. Quizás alguiendel Cosmo. Una de las Marthas.

–¿Cuál de las dos eligió?

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Pym optó por la más bonita y fruncióel ceño.

–Creo recordar que fue una rubia ypatilarga que estudiaba inglés.

– ¿Isabella? ¿Me denunció Isabella?-dijo Axel, incrédulo-. Pero si estabaenamorada de mí, Sir Magnus. ¿Por quéiba a hacer eso?

–Quizá por esa razón -dijo Pym,osadamente-. Vino unos días después dehaberte ido. Preguntó por ti. Le conté loque había ocurrido. Gritó y lloró y dijoque iba a suicidarse. Pero cuando lecomenté a Frau O que Isabella habíavenido, ella dijo en seguida: «Ha sidoella. Estaba celosa de sus otras mujeres

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y por eso le ha denunciado.»–¿Tú qué opinas?–Me pareció un poco inverosímil,

pero bueno, todo lo demás también loera. O sea que sí, quizá fue ella. A decirverdad, a veces parecía un pocochiflada. Podría imaginármela haciendoalgo así por celos, en un arranque, yasabes, y luego convenciéndose de que nolo había hecho. Es una especie desíndrome en las personas celosas, ¿no?

Axel se tomó su tiempo pararesponder. Para un desertor en trance denegociar sus condiciones, estabanotablemente relajado, pensó Pym.

–No lo sé, Sir Magnus. Yo no tengo

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esas dotes imaginativas que tú tienes aveces. ¿Tienes alguna otra teoría?

–Pues no. Pudo haber ocurrido demuchas maneras.

Axel volvió a llenar los vasos en elsilencio de la noche, con una ampliasonrisa.

–Parece ser que todos habéispensado en ello mucho más que yo -confesó-. Estoy muy conmovido. -Levantó las palmas de las manos, alestilo eslavo, lánguidamente-. Escucha.Yo era un emigrante ilegal. Unvagabundo. Sin dinero, sin papeles.Fugitivo. Así que me pescaron y meexpulsaron. Es lo que hacen con los

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ilegales. A un pez le meten un anzuelo enla boca. A un traidor, una bala en lacabeza. A un ilegal le ponen de patitasen la frontera. No te pongas tan ceñudo.Aquello pasó. ¿A quién le importa unbledo si fue uno u otro? ¡Por el mañana!

–Por el mañana -dijo Pym, ybebieron-. Eh, ¿cómo marchó el granlibro, a todo esto? -preguntó, en lasecreta euforia de su absolución.

Axel rió más fuerte.–¿Marchar? ¡Dios, que si marchó!

Cuatrocientas páginas de filosofarinmortal, Sir Magnus. ¡Imagínate a laFremdenpolizei revisándolas!

–¿Quieres decir que se lo quedaron?

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¿Que lo robaron? ¡Es una vergüenza!–Quizá no fui demasiado cortés con

los buenos burgueses suizos.–¿Pero no lo has vuelto a escribir

después?Nada lograba acallar la risa de

Axel:–¿Volver a escribirlo? La vez

siguiente habría sido doblemente malo.Más vale que lo enterremos con Axel H.¿Todavía tienes el Simplicissimus? ¿Nolo has vendido?

–Por supuesto que no.Siguió una pausa. Axel sonrió a

Pym. Pym sonrió mirándose las manos ylevantó los ojos hacia Axel.

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–O sea que aquí estamos -dijo Pym.–Así es.–Yo soy el teniente Pym y tú el

amigo inteligente de Jan.–Así es -asintió Axel, sin dejar de

sonreír.

Habiendo así, a su juicio, sorteadohábilmente el único escollo que habríapodido interponerse entre ellos, el espíapredador que había en Pym abordóastutamente la cuestión oportuna de loque había sido de Axel después de suexpulsión, y de las esferas a las quetenía acceso y consecuentemente, por

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extensión -como Pym esperaba-, con québazas contaba y qué precio se proponíaponerles a modo de recompensa porfavorecer a los ingleses antes que a losamericanos o incluso -horriblepensamiento- a los franceses. En esto noencontró al principio ninguna inhibicióndesagradable por parte de Axel, ya que,sin duda por deferencia a la posición deautoridad de Pym, parecía resignado aasumir el papel pasivo. Pym tampocopudo menos de advertir que su viejoamigo, al referir las vicisitudes quehabía vivido, adoptaba la mansedumbrefamiliar de la persona desplazada enpresencia de los mejor situados. Dijo

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que los suizos le habían conducido a lafrontera alemana, y, para facilitar lareferencia, mencionó el punto fronterizopor si Pym deseaba comprobarlo. Lehabían entregado a la policía deAlemania Federal, la cual, tras haberlepropinado una paliza ritual, le entregó alos americanos, quienes volvieron apegarle, primero por haberse fugado yluego por haber vuelto, y finalmente,desde luego, por ser el infame criminalde guerra que no era, pero cuyaidentidad había neciamente usurpado.Los americanos le encarcelaron mientraspreparaban un nuevo juicio contra él,aportaron nuevos testigos, que estaban

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demasiado asustados para noidentificarle, fijaron una fecha parajuzgarle, y Axel no pudo ponerse encontacto con nadie que testimoniase ensu favor o dijera simplemente que él eraAxel, de Carlsbad, y no un monstruonazi. Peor aún, como el resto de laspruebas empezó a parecer cada vez másinconsistente -dijo Axel con una sonrisade disculpa-, su propia confesión sevolvió cada vez más importante, ynaturalmente le zurraron más fuerte a finde obtenerla. No hubo juicio, sinembargo. Los crímenes de guerra,incluso los ficticios, empezaban a pasarde moda, de modo que un día los

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americanos le habían embarcado en unnuevo tren y le habían entregado a loschecos, que, para no ser menos, lehabían golpeado por el doble delito dehaber sido soldado alemán durante laguerra y prisionero de los americanosdespués de la misma.

–Hasta que un día dejaron depegarme y me soltaron -dijo Axel,sonriendo y abriendo las manos una vezmás-. Parece ser que deboagradecérselo a mi querido difuntopadre. ¿Te acuerdas del gran socialistaque había luchado con la brigadaThälmann en España?

–Claro que me acuerdo -contestó

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Pym, y se le ocurrió pensar, mientrasobservaba la rapidez con que las manosde Axel gesticulaban y el modo en quesus ojos centelleaban, que se habíadesprendido de su barniz alemán pararecobrar su definitiva identidad eslava.

–Me había convertido en unaristócrata -dijo Axel-. En la nuevaChecoslovaquia yo era de repente SirAxel. Los viejos socialistas adoraban ami padre. Los nuevos habían sidoamigos míos en la escuela y formabanparte ya del aparato del partido. «¿Porqué le zurran a Sir Axel? -preguntaron amis carceleros-. Tiene un buen cerebro,dejen de pegarle y suéltenle. De

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acuerdo, ha luchado con Hitler. Searrepiente. Ahora luchará con nosotros,¿verdad, Axel?» «Claro -les contesté-.¿Por qué no?» Y me mandaron a launiversidad.

–¿Pero qué estudiaste? -preguntóPym, asombrado-. ¿Thomas Mann?¿Nietzsche?

–Algo mejor. Cómo utilizar elpartido para prosperar. Cómo escalar enel Sindicato de la Juventud. Cómobrillar en los comités. Cómo purgarfacultades y estudiantes, trepar sobre laespalda de amigos y la reputación de tupadre. A qué culos dar un puntapié y acuáles besar. Dónde hablar por los

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codos y dónde cerrar el pico. Quizádebería haber aprendido antes todo esto.

Presintiendo que estaba cerca delfondo de las cosas, Pym se preguntó sino era el momento de tomar notas, perodecidió no entorpecer la locuacidad deAxel.

–Alguien tuvo agallas para llamarmetitoísta el otro día -dijo Axel-. Desde el49 es el último insulto.

Pym se preguntó calladamente si esosería el motivo de que Axel hubieravenido.

–¿Sabes lo que hice?–¿Qué?–Le denuncié.

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–¡No! ¿Por qué?–No lo sé. Por algo malo. No

importa lo que digas, importa quién lodiga. Tú deberías saberlo. Dicen queeres un gran espía. Sir Magnus, delservicio secreto británico. Enhorabuena.¿Estará bien ahí fuera el caboKaufmann? ¿No crees que deberíasllevarle algo?

–Me ocuparé de él más tarde,gracias.

Hubo una interrupción mientras cadauno saboreaba a su modo el efecto deaquella nota disciplinaria. Brindaronotra vez, moviendo la cabeza ambospara desearse suerte. Pero en su fuero

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interno Pym no estaba tan a gusto comomanifestaba. Entreveía criterios huidizosy trasfondos complicados.

–¿Pero qué tarea has estadorealizando hasta estos últimos días? -preguntó Pym, esforzándose porreclamar su primacía-. ¿Cómo esposible que un sargento del cuartelgeneral del mando oriental venga apasearse por la zona soviética deAustria, cuando planea su deserción?

Axel estaba encendiendo otro puro,por lo que Pym tuvo que esperar unmomento su respuesta.

–Un sargento no lo sé. En mi unidadsólo tenemos aristos. Yo también soy un

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gran espía como tú, Sir Magnus. Es unaindustria en auge en los tiempos quecorren. Hicimos bien en elegirla.

Obedeciendo a un impulso repentinode cuidar su apariencia exterior, Pym sealisó el pelo hacia atrás, en un gestoreflexivo que estaba ejercitando.

–Pero en definitiva te proponespasarte a nosotros, en el supuesto de quepodamos ofrecerte las condicionesadecuadas, ¿no? -preguntó, con unacortesía de tono duro.

Axel desechó con un ademán unaidea tan estúpida.

–He pagado mi factura, lo mismoque tú. No es perfecto, pero es mi país.

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Tienen que aguantarme.Pym tuvo una sensación de peligrosa

desconexión.–Entonces, si quieres desertar,

¿puedo preguntarte por qué estás aquí?–Oí hablar de ti. El gran teniente

Pym del Div Int, más recientemente deGraz. Lingüista. Héroe. Amante. Meexcitaba tanto pensar en ti espiándome.Y yo espiándote a ti. Era tan hermosopensar que habíamos vuelto los dos anuestro ático, con sólo aquella pareddelgada entre nosotros: ¡toe, toe! «Tengoque ponerme en contacto con ese chico -pensé-. Estrecharle la mano. Invitarle aun trago. Quizá podamos arreglar el

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mundo, como hacíamos en los viejostiempos.»

–Entiendo -dijo Pym-. Estupendo.–«Quizá podamos unir nuestras

cabezas. Somos hombres razonables.Quizás él no quiera luchar en másguerras. Quizá yo tampoco. Tal vezestemos cansados de ser héroes. Loshombres buenos escasean -pensé-.¿Cuántas personas hay en el mundo quehayan estrechado la mano de ThomasMann?»

–Solamente yo -dijo Pym, con unafranca carcajada, y volvieron a beber.

–Te debo tanto, Sir Magnus. Fuistemuy generoso. No he conocido nunca un

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corazón mejor. Te gritaba, te maldecía.¿Y tú qué hacías? Me sujetabas lacabeza cuando yo vomitaba. Mepreparabas el té, me limpiabas el vómitoy la mierda, me traías libros, ibas yvenías de la biblioteca, me leías toda lanoche. «Debo a este hombre -pensé-. Ledebo un par de pasos adelante en micarrera. Debería hacer por él un gestodoloroso. Si puedo ayudarle a conseguiruna posición influyente en el mundo,sería magnífico, ya es algo bueno. Parael mundo y para él. No muchos hombresbuenos logran hoy una posición deinfluencia. Así que utilizaré una pequeñaestratagema e iré a verle. Y a

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estrecharle la mano. Y a decirle gracias,Sir Magnus. Y a llevarle un regalo parapagar mi deuda y ayudarle en sucarrera», pensé. Porque amo a esehombre, ¿me oyes?

No había llevado un sombrero depaja lleno de paquetes de colores, perosacó de la cartera una carpeta y se laentregó a Pym a través de la mesa.

–Has dado un gran golpe, SirMagnus -declaró orgullosamente,mientras Pym levantaba la tapa-. Hetenido que espiar mucho paraagenciártelo. He corrido muchosriesgos. No importa. Es mejor queGrimmelshausen, creo. Si llegan a

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descubrir lo que he hecho, podré traertemis pelotas también.

Pym cierra los ojos y los vuelve aabrir, pero es la misma noche en elmismo cobertizo.

–Soy un sargentillo gordo y checoque ama su vodka -está explicando Axel,mientras Pym, como en un sueño, pasalas páginas de su regalo-. Soy un buensoldado Schweik. ¿Leímos ese libro?Me llamo Pavel. ¿Me has oído? Pavel.

–Claro que lo leímos. Era fantástico.¿Esto es auténtico, Axel? ¿No es unabroma, ni nada por el estilo?

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–¿Tú crees que el gordo Pavel correun riesgo así para gastarte una broma?Tiene una mujer que le pega, críos quele odian, jefes rusos que le tratan peorque a un perro. ¿Me estás escuchando?

Con la mitad de su atención, sí, Pymle está escuchando. También estáleyendo.

–Tu buen amigo Axel H. no existe.No le has visto esta noche. En Berna,hace mucho tiempo, desde luego,conociste a un soldado alemánenfermizo que estaba escribiendo ungran libro y que quizá se llamase Axel;¿qué es un nombre? Pero Axeldesapareció. Algún mal bicho le

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denunció, tú nunca supiste lo que habíaocurrido. Esta noche te estásentrevistando con el gordo sargentoPavel, del servicio de espionaje checo,a quien le gusta el ajo, follar y traicionara sus superiores. Habla checo y alemán,y los rusos le utilizan como burro decarga porque no se fían de losaustríacos. Un día zascandilea por sucuartel general en Wiener Neustadt,haciendo de recadero e intérprete, y aldía siguiente se le pela el culo de frío enla frontera de la zona, buscando apequeños espías. La semana siguienteestá otra vez en su guarnición del mandooriental, recibiendo patadas de más

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rusos -Axel da golpecitos en el brazo dePym-. ¿Ves esto? Presta atención. Estoes una copia de su libro de salarios.Mírela, Sir Magnus. Concéntrate. Te loha traído porque no espera que nadie lecrea nada de lo que dice si no leacompañan Unterlagen. ¿ Unterlagen,te acuerdas? ¿Papeles? Lo que tenía enBerna. Llévatelo. Enséñaselo aMembury.

A regañadientes, Pym alza los ojosde su lectura el tiempo suficiente paraadvertir el fajo de papel glaseado queAxel sostiene en alto para que loadmire. Una fotocopia es una gran cosaen esos tiempos: placas fotográficas

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guardadas en un libro de hojas sueltas,con cordones a través de los agujeros.Axel lo aprieta contra Pym y de nuevo leobliga a distraerse del material de lacarpeta para que examine la foto deltitular: un hombrecillo porcino, a medioafeitar, de ojos abultados y unaexpresión acre.

–Ése soy yo, Sir Magnus -dice Axel,y asesta en el hombro de Pym un golpebastante fuerte para asegurarse suatención exactamente como solía haceren Berna-. Mírale, haz el favor. Es untipo avaro y desgreñado. Se echamuchos pedos, se rasca la cabeza, robalas gallinas de su comandante. Pero no

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le gusta ver su país ocupado por unhatajo de Ivanes sudorosos que sepavonean por las calles de Praga y tedicen que eres un checo apestoso, y nole gusta que, porque a alguien se leantoja, le despachen a Austria parahacer la pelotilla a una banda decosacos borrachos. Él también esvaliente, ¿comprendes? Es un cobardepelotillero y valiente.

Pym hace una nueva pausa en lalectura, esta vez para formular una quejaburocrática que luego le produce ciertavergüenza.

–Está muy bien todo eso de inventarese personaje delicioso, Axel, pero ¿qué

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voy a hacer con él? -razona, con tonoquejumbroso-. Se supone que tengo quepresentar a un desertor, no un libro desalario. En Graz quieren un cuerpocaliente. No tengo ninguno, ¿no?

–¡Idiota! -grita Axel, fingiendoexasperarse por la estulticia de Pym-.¡Eres un inocente bebé inglés! ¿Nuncahas oído hablar de un desertor en supuesto? ¡Pavel es un desertor! Deserta,pero se queda donde está. Dentro de tressemanas vendrá aquí otra vez y te traerámás material. Desertará no sólo una vez,sino veinte, cien veces, si tú eressensato. Es un empleado del espionaje,un correo, un militar de baja graduación,

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un factótum, un sargento de códigos y unalcahuete. ¿No te das cuenta de lo queeso significa en términos de acceso? Tetraerá una y otra vez informaciónmaravillosa. Sus amigos en la unidad defrontera le ayudarán a cruzar. En nuestropróximo encuentro tendrás las preguntasque le va a hacer Viena. Estarás en elcentro de una industria fantástica.«¿Puedes conseguirnos esto, Pavel?¿Qué quiere decir esto otro, Pavel?» Site portas bien con él, si vienes solo, si letraes un pequeño obsequio, puede que élconteste a esas preguntas.

–¿Y él serás tú? ¿Te veré a ti?–Verás a Pavel.

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–¿Y tú serás Pavel?–Sir Magnus. Escucha.Apartando la cartera situada entre

ellos, Axel pone su vaso al lado del dePym y acerca tanto su silla que suhombro empuja el de Pym y su boca casitoca el oído de Pym.

–¿Estás atento, muy atento?–Por supuesto.–Porque creo que eres tan

increíblemente estúpido que más valeque no juegues a este juego en absoluto.Escucha.

Pym exhibe exactamente la sonrisitaque solía esbozar cuando Axel le estabaexplicando por qué era un Trottel por no

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comprender a Kant.–Lo que Axel está haciendo por ti

esta noche, no lo podrá deshacer durantetoda su vida. Me estoy jugando elpescuezo por ti. Igual que Sabina te dioa su hermano, Axel te entrega a Axel.¿Comprendes? ¿O eres demasiadocretino para comprender que estoyponiendo mi futuro en tus manos?

–No lo quiero, Axel. Prefierodevolvértelo.

–Es demasiado tarde. He robado lospapeles, he cruzado la frontera, los hasvisto, sabes lo que contienen. La caja dePandora no puede volver a cerrarse. Tusimpático comandante Membury… todos

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e s o s aristos inteligentes de Div Int,ninguno de ellos ha visto jamássemejante información. ¿Me entiendes?

Pym asiente, Pym mueve la cabeza.Pym frunce el entrecejo, sonríe y trata deaparentar por todos los medios quepuede ser el custodio digno y adulto deldestino de Axel.

–A cambio, tienes que jurarme unacosa. Te he dicho antes que no debíasprometer. Ahora te digo que tienes quehacerlo. Tienes que prometerme lealtada mí, Axel. El sargento Pavel es otrahistoria. Al sargento Pavel le puedestraicionar e inventar todo lo que quieras,pues al fin y al cabo es una invención.

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Pero yo, Axel, el Axel que ves aquí…mírame: yo no existo. No existo paraMembury ni para Sabina ni siquiera parati. Ni siquiera cuando estés solo yaburrido y necesites impresionar aalguien o comprar o vender a alguien, nisiquiera entonces soy una pieza en tujuego. Si tu propia gente te amenaza, site tortura, tienes que seguir negando miexistencia. Si te crucifican dentro decincuenta años, ¿mentirás por mí?Contesta.

Pym encuentra tiempo paramaravillarse de que después de habernegado enérgicamente la existencia deAxel durante tanto tiempo, tenga que

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prometerle ahora que la negará durantemás tiempo aún. Y de que debe ser algorarísimo, en efecto, que se te presenteuna segunda oportunidad de demostrarlealtad después de haber fracasado tanmiserablemente en la primera.

–Sí -responde Pym.–¿Sí qué?–Guardaré el secreto. Te encerraré

en mi memoria y te daré la llave.–Para siempre. Y también a Jan, el

hermano de Sabina.–Para siempre. Y también a Jan. Me

has dado el orden de batalla completode los rusos en Checoslovaquia -dicePym, en trance-. Si es auténtico.

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–Es un poco viejo, pero vosotros losingleses sabéis valorar la antigüedad.Vuestros mapas de Viena y de Graz sonmás viejos. Y no son tan veraces. ¿Tegusta Membury?

–Creo que sí. ¿Por qué?–A mí también. ¿Te interesan los

peces? ¿Le estás ayudando a repoblar ellago?

–A veces. Sí.–Es un trabajo importante. Hazlo con

él. Ayúdale. El mundo es asqueroso, SirMagnus. Unos cuantos peces felices lomejorarán.

Eran las seis de la mañana cuandoPym se marchó. Hacía mucho que

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Kaufmann se había acostado en el jeep.Pym vio sus botas que sobresalían deltablero posterior. Pym y Axel caminaronjuntos hasta la piedra blanca, Axelapoyado en el brazo del otro, comosolían caminar cuando paseaban por laorilla del Aare. Al llegar a la piedra,Axel se agachó, recogió una amapola yse la tendió a Pym. Luego recogió otrapara él y, pensándolo mejor, se la diotambién a Pym.

–Hay una mía y otra tuya, SirMagnus. Nunca habrá ninguna otra decada uno de los dos. Eres el guardián denuestra amistad. Dale mis recuerdoscariñosos a Sabina. Dile que el sargento

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Pavel le manda un beso especial degratitud por su ayuda.

Un hombre con una fuente deinformación muy apreciada es unhombre admirado y bien alimentado,Tom, como Pym no tardaría en descubriren las semanas siguientes. Oficiales dealta graduación que llegan de Viena leinvitan a cenar simplemente paraestablecer contacto y para gozarvicariamente de su hazaña. Memburytambién les acompaña, un César demueca burlona y andar ligero queempequeñece a su Antonio, se manosea

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la oreja, sueña con peces y sonríe aquien no debe. Otros oficiales de rangoinferior, pero aun así destacado,cambian su opinión de Pym de la nochea la mañana y le envían notas zalameraspor correo interzonas. «Marlene temanda su amor y está muy triste porquehayas tenido que marcharte de Viena sindespedirte de ella. Por un momentopareció que yo podría convertirme en tujefe directo, pero la fortuna decretó otracosa. M. y yo confiamos en que noscontraten en cuanto obtengamos el plácetde la Oficina de Guerra.» Pym es muysuyo, y conocerle es ser un iniciado: «Lafantástica labor que el joven Pym está

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haciendo… Si de mí dependiera, leconcedería una tercera estrella, sea o nosea militar de carrera.» «Tendrías quehaber oído a Londres por teléfono, van amandar el informe a la cumbre.» Pororden de Londres, nada menos, elsargento Pavel recibe el nombre cifradode Mangasverdes, y Pym unafelicitación. Voluptuosas intérpreteschecas se enorgullecen de él, y ledemuestran su satisfacción de formasrefinadas.

–No me cuentes nunca lo quesucedió. Es una regla -le ordenó Sabinaasestándole un mordisco mortal con susgruesos labios tristes.

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–No lo haré.–¿Es guapo, el amigo de Jan? ¿Es

hermoso? ¿Cómo tú? Le amaríainmediatamente, ¿sí?

–Es alto, guapo y muy inteligente.–¿Es sexy también?–Muy sexy.–¿Homosexual, como tú?–Totalmente.La descripción complació a Sabina

de algún modo profundo y satisfactorio.–Eres un hombre bueno, Magnus -le

aseguró ella-. Tienes buen gusto enproteger a ese hombre como si fuera mihermano.

Llegó el día en que el sargento Pavel

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iba a efectuar su segunda aparición. Talcomo Axel había previsto, Viena habíapreparado para él un denso cuestionariode preguntas complementarias respectoa su primer ofrecimiento. Pym las llevóescritas en un cuaderno de taquigrafía.Llevó asimismo emparedados de salmónahumado y un Sancerre excelente deMembury. Llevó cigarrillos y café,chocolates de menta del economato ytodo lo que se les había ocurrido a losexpertos gastronómicos de Div Int parallenar la barriga de un valiente desertorin situ. Mientras comían el salmónahumado y bebían vodka, aclararon lospuntos principales.

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–¿Qué me has traído esta vez? -preguntó Pym alegremente cuandollegaron a una pausa natural en susdeliberaciones.

–Nada -respondió tranquilamenteAxel, sirviéndose más vodka-. Quepasen un poco de hambre. Así tendránmás apetito la próxima vez.

–Pavel está sufriendo una crisis deconciencia -informó Pym a Membury aldía siguiente, siguiendo al pie de la letralas instrucciones de Axel-. Tieneproblemas con su mujer, y su hija seacuesta con un oficial ruso indeseablecada vez que a Pavel le envían aAustria. No le presioné. Le dije que aquí

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nos tenía, que podía confiar en nosotrosy que no vamos a agravar susproblemas. Creo que a la larga nos lo vaa agradecer. Pero le formulé nuestraspreguntas sobre las fuerzas blindadasconcentradas al este de Praga, yrespondió cosas muy interesantes.

Un coronel llegado de Viena asistíaa la entrevista.

–¿Qué dijo? -preguntó, escuchandoatentamente a Pym.

–Dijo que cree que estánprotegiendo algo.

–¿Tiene idea de qué?–Armamento de algún tipo. Podrían

ser cohetes.

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–No pierda el contacto con él -aconsejó el coronel, y Membury desinflólas mejillas y puso la expresión depadre orgulloso que había llegado a ser.

En su tercer encuentro,Mangasverdes resolvió el misterio delas fuerzas blindadas y facilitó, porañadidura, un desglose de los efectivosaéreos totales con que los soviéticoscontaban en Checoslovaquia el mes denoviembre anterior. O casi totales.Viena, en todo caso, estaba asombrada,y Londres autorizó el pago de dospequeños lingotes de oro, siempre quelos ingleses borraran primero lasmuestras de ensaye para, si se terciaba,

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poder desmentir la entrega de loslingotes. El sargento Pavel quedó, deeste modo, caracterizado como unhombre avaro, lo que simplificó lascosas para todo el mundo. Después,durante varios meses, Pym anduvoyendo y viniendo entre Axel y Membury,como un mayordomo al servicio de dosamos. Membury consideró laconveniencia de conocer personalmentea Mangasverdes: Viena, al parecer,pensaba que sería una buena idea. Pymactuó de intermediario, pero regresó conla triste noticia de que Pavel queríatratar únicamente con Pym. Membury seresignó. Era la época de reproducción

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de las truchas. Viena convocó a Pym y leinvitó a cenar. Coroneles, comodorosdel aire y oficiales de la armadarivalizaron en reclamarle como suyo.Pero fue Axel, como se vio después,quien se reveló como su casa matriz y suverdadero propietario.

–Sir Magnus -susurró Axel-. Hasucedido algo muy terrible.

Su sonrisa había perdido jactancia.Tenía los ojos obsesionados, y sombrasintensas alrededor del párpado inferior.Pym le había llevado una infinidad deexquisiteces, pero Axel las rechazótodas.

–Tienes que ayudarme, Sir Magnus -

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dijo, lanzando miradas asustadas haciala puerta del cobertizo-. Eres mi únicaesperanza. Ayúdame, por el amor deDios. ¿Sabes lo que hacen con la gentecomo yo? ¡No me mires así! ¡Piensaalgo, para variar! ¡Te toca a ti!

Estoy en el cobertizo en estemomento, Tom. He vivido allí desdehace ya más de treinta años. El techomoteado de la señorita Dubber se hadesprendido, exponiendo las viejasvigas y a los murciélagos colgados bocaabajo. Puedo oler el humo de su purodesde donde estoy sentado y puedo verlas cuencas de sus ojos oscuros a la luzde la lámpara mientras Axel susurra el

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nombre de Pym como el inválido queantaño había sido: tráeme música,tráeme pintura, tráeme pan, tráemesecretos. Pero en su voz no hayautocompasión, no hay súplica niremordimiento. Nunca fue ése el estilode Axel. Axel exige. Su voz es a vecessuave, ciertamente. Pero nunca deja deser poderosa. Es él mismo, comosiempre. Es Axel, está endeudado. Hacruzado fronteras y recibido palizas. Noestoy pensando para nada en mí. Niahora ni entonces.

–Están deteniendo a mis amigos allí,¿has oído? A dos de nuestro grupo lessacaron a rastras de la cama ayer por la

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mañana en Praga. Otro desapareciócuando iba al trabajo. Tuve quehablarles de nosotros. Fue la únicasalida.

El alcance de esta revelación tardaun momento en penetrar en elentendimiento preocupado de Pym.Incluso cuando ha penetrado, su vozsigue expresando desconcierto:

–¿De nosotros? ¿De mí? ¿Quédijiste? ¿A quién, Axel?

–No con detalle. En principio. Nadamalo. No dije tu nombre. Está bien, sóloque es más complicado, requiere mástacto. He sido más astuto que los otros.A la larga puede ser mejor.

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–¿Pero qué les dijiste de nosotros?–Nada. Escucha. Para mí es distinto.

Los demás trabajan en fábricas, enuniversidades, no tienen escapatoria.Cuando les torturan dicen la verdad, y laverdad les mata. Yo, en cambio, soy ungran espía, mi posición es sólida, lomismo que la tuya. «Claro -les digo-.Cruzo la frontera. Es mi cometido.Reúno información, ¿se acuerdan…?»Finjo indignarme, exijo ver a mi oficialsuperior. No es mal hombre, ese oficial.No cien por cien, tal vez sólo un sesentapor ciento. Pero también odia a losIvanes. «Estoy encandilando a un traidoringlés -le digo-. Es un pez gordo. Un

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oficial del ejército. No se lo hecomunicado a usted a causa de losmuchos titistas que hay dentro de nuestraorganización. Quíteme de encima a lapolicía secreta y compartiremos el frutocuando le apriete las clavijas a mihombre.»

Pym ha enmudecido. No se molestaen preguntar lo que el oficial harespondido o hasta qué punto la vidareal de Axel puede compararse con lavida ficticia del sargento Pavel. Lascélulas se mueren todo alrededor, en sucabeza, en la ingle, en la médula delhueso. Sus pensamientos amorososacerca de Sabina son tan viejos para él

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como los recuerdos de la infancia. Sóloexisten Pym, Axel y el desastre en elmundo. Se está transformando en unhombre viejo al mismo tiempo queescucha. La ignorancia de siglosdesciende sobre él.

–Me dice que tengo que llevarle unaprueba -dice Axel por segunda vez.

–¿Una prueba? -musita Pym-. ¿Quéclase de prueba? ¿Prueba? No teentiendo.

–Información. -Axel frota el dedoincide contra el pulgar, exactamentecomo en una ocasión había hecho E.Weber-. Mercancía. Material. Dinero.Algo que un traidor inglés como tú

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pudiese proporcionarme si le chantajeo.No tienen que ser los secretos de labomba atómica, pero tiene que ser algobueno. Lo bastante bueno para taparle laboca. Que no sea basura, ¿comprendes?Él también tiene jefes.

Axel sonríe, aunque no es unasonrisa que me guste recordar, tampocoahora.

–Siempre hay un fulano que está másarriba en la escalera, ¿verdad, SirMagnus? Hasta cuando crees que estásarriba del todo. Cuando alcanzas la cimalos tienes debajo, se columpian de tusbotas. Así son las cosas en nuestrosistema. «Nada de embustes -me dice-.

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Sea lo que sea, tiene que ser valioso.Entonces podremos arreglar esto.» Robaalgo, Sir Magnus. Si amas mi libertad,agenciame algo grande.

–Da la impresión de que ha vistovisiones -dice el cabo Kaufmann cuandoPym regresa al jeep.

–Es el estómago -dice Pym.Pero en el viaje de vuelta a Graz

empezó a sentirse mejor. La vida esservicio, meditó. Es simplementecuestión de determinar qué acreedorreclama más fuerte. La vida es pago. Lavida es velar por los demás, cueste loque cueste.

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Esa noche, Tom, hubo media docenade Pyms reconstruidos vagando por lascalles de Graz, y de ninguno de ellostengo que avergonzarme ahora, no hayninguno al que no abrazaría dichoso,como a un hijo perdido hace mucho quehubiera pagado su deuda con lasociedad y hubiera retornado a casa, sillamara ahora mismo a la puerta de laseñorita Dubber y dijera: «Padre, soyyo.» Creo que en toda su vida no hubouna sola noche en que pensara menos ensí mismo y más en sus obligaciones paracon el prójimo que aquella en queestuvo rondando por el reino de suciudad bajo las sombras de esplendores

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Habsburgo derruidos, deteniéndose yaante las verjas frondosas del espaciosoalojamiento conyugal de Membury, ya enla entrada de la tétrica casa deapartamentos de Sabina, mientraselaboraba su plan y les dirigía promesastranquilizadoras. «No se preocupe lomás mínimo -dijo a Membury en sucorazón-. No sufrirá humillación, sulago seguirá repoblándose y su puestoestará seguro durante tanto tiempo comodesee ocuparlo. Las máximasautoridades del país continuaránrespetándole como al genio que presidela operación Mangasverdes.» «Tussecretos están en mis manos -susurró a

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la ventana apagada de Sabina-. Tuempleo con los ingleses, tu heroicohermano Jan, tu opinión exaltada de tuamante Pym, todo está a salvo. Mimarétodo eso igual que mimo tu cuerpo suavey cálido que duerme su sueño inquieto.»

No tomó decisiones porque noabrigaba dudas. El cruzado solitariohabía reconocido su misión, el espíacurtido cuidaría los detalles, el enlaceleal no volvería a traicionar a su amigoa cambio de la ilusión de ser un servidordel bien nacional. Nunca había vistomás claramente sus amores, sus deberesy sus alianzas. «Axel, estoy en deudacontigo. Juntos podemos cambiar el

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mundo. Te llevaré regalos como tú metrajiste regalos a mí. No volveré aenviarte a los campamentos.» Si sopesóalternativas, fue tan sólo pararechazarlas como desastrosas. En losúltimos meses, el fantasioso Pym habíatransformado al sargento Pavel en unafigura que era objeto de gozo yadmiración en los pasillos secretos deGraz, Viena y Whitehall. Bajo suhabilidosa dirección, las borracheras,las aventuras galantes y los arranques devalentía quijotescos del héroe coléricose habían convertido en una leyenda.Aun en el caso de que Pym estuviesedispuesto a defraudar por segunda vez la

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confianza de Axel, ¿cómo podríapresentarse ante Membury y decirle:«Señor. El sargento Pavel no existe.Mangasverdes es mi amigo Axel, quesolicita que le entreguemos secretosingleses auténticos»? Los ojosbondadosos de Membury se abriríancomo platos, su cara inocente sedesharía en arrugas de tristeza ydesesperación. Su fe en Pym semarchitaría, y con ella su reputación:Membury a la picota, despedid aMembury; que se vuelvan a casa.Membury, su mujer y sus hijas. Peor aúnsería el desastre si Pym optaba por eltérmino medio de resolver el dilema de

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Axel por mediación del ficticio sargentoPavel. Había interpretado también esaescena imaginariamente: «Señor. Hansido descubiertos los pasos de fronterasdel sargento Pavel. Ha confesado a lapolicía política checa que tiene a unagente inglés en juego. Por consiguiente,tenemos que darle bisutería pararespaldar su historia.» Div Int no estabaautorizado a controlar agentes dobles.Graz mucho menos. Hasta un desertor ensu propio terreno representaba unexceso. Sólo la insistencia deMangasverdes en tratar personalmentecon Pym había impedido que Londrestomará las riendas del asunto mucho

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antes, y ya se celebraban negociacionesserias acerca de quién controlaría aPavel cuando Pym concluyese suservicio militar. Colocar a Axel o alsargento Pavel en la situación de agentedoble desencadenaría un rosario deconsecuencias inmediatas, todas ellastemibles: Membury perdería aMangasverdes en beneficio de Londres;el sucesor de Pym descubriría el engañoen cinco minutos; Axel sería nuevamentetraicionado y sus probabilidades desupervivencia serían nulas; enviarían alos Membury a Siberia.

No, Tom. En tanto Pym consumía lanoche trascendental bajo un dosel de

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ideales inasequibles, absteniéndose dellecho de Sabina por la pureza de sualma, no se estaba atormentando congrandes decisiones. No estabaexaminando su espíritu inmortal enprevisión de lo que los puristas podríandenominar una acción pérfida. Noreflexionó que la mañana siguiente erael día fijado para su ejecuciónirrevocable: el día en que moriría paraPym toda esperanza y el día en quehabría de nacer tu padre. Estabacontemplando el amanecer de unajornada bella y armoniosa. Una jornadaen que iba a enmendarse un historialaciago, en que la suerte de todos

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aquellos de quienes era responsabledescansaría en sus manos, en que loselectores de su circunscripción oculta sepostrarían de rodillas para agradecer aPym y a su Hacedor que hubiese nacidopara ocuparse de ellos. Estaba radiante;exultaba. Estaba dejando que su buenavoluntad y su fe en sí mismo le armarande valor. El cruzado secreto habíadepositado su espada sobre el altar yestaba transmitiendo mensajesfraternales al dios de las batallas.

–¡Axel, pásate a nosotros! -le habíasuplicado Pym-. Olvídate del sargentoPavel. Puedes ser un desertor corriente.Yo te protegeré. Te daré todo lo que

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necesites. Lo prometo.Pero Axel era tan intrépido como

resuelto.–No me aconsejes que traicione a

mis amigos, Sir Magnus. Soy el únicoque puede salvarles. ¿No te he dicho quehe cruzado mi última frontera? Si meayudas podemos obtener una granvictoria. Estáte aquí el miércoles a lamisma hora.

Cartera en mano, Pym se dirige conpaso veloz al piso más alto de la casonay abre con llave la puerta de sudespacho. «Soy hombre madrugador,

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todo el mundo lo sabe.» Pym se levantatemprano, es diligente, Pym haconcluido una jornada laborable cuandola mayor parte de sus colegas estátodavía afeitándose. El despacho deMembury comunica con el suyo por unpar de puertas grandes. Pym empuja lasjambas y entra. Cuando lo hace, susensación de bienestar se vuelveintolerable: una mezcla vertiginosa dedeterminación, honradez y liberación.Soy afortunado. El escritorio de estañode Membury no es el escritorioReichskanzlei. Su parte frontal es dehojalata vieja y la navaja del ejércitosuizo que maneja Pym conoce bien los

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cuatro tornillos. En el tercer cajóninferior de la mano izquierda, Memburyguarda las obras de consulta básicas: lasordenanzas de la unidad, Peces cobrizosdel mundo, un listín telefónicoreservado, Lagos y vías fluviales deAustria. Orden de Batalla de lainteligencia militar en Londres, una listade los acuarios principales y un mapapara Div Int, Viena, mostrando lasunidades y sus funciones, pero sinnombres. Pym introduce una mano. Noes una invasión. No es un castigo justo.No va a grabar iniciales en el panel.«Estoy aquí para administrar unacaricia.» Carpetas, manuales de hojas

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sueltas. Instrucciones de señales con larúbrica «Ultrasecreto», que Pym nuncaha visto. «Esto es un préstamo, no unrobo.» Abriendo la cartera, saca unacámara Agfa, fabricada en exclusivapara el ejército, con una cadena deagrimensor de treinta centímetros atadaa los objetivos. Es la misma cámara queusa cuando Axel le lleva materia primay Pym tiene que fotografiarla allí mismo.La prepara y la coloca encima delescritorio. «He nacido para esto»,piensa, no por primera vez. En elprincipio fue el espía.

De un expediente con la leyenda«Vertebrados» tachada en la cubierta,

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elige el Orden de Batalla de Div Int.«Axel lo conoce, a fin de cuentas»,razona. Sin embargo, hay impresionantessellos de «Ultrasecreto» arriba y abajo,y un sello de distribución para garantizarla autenticidad. Si amas mi libertad,agénciame algo grande. Lo fotografíauna vez y después otra, y le invade unsentimiento de desilusión. Hay treinta yseis temas en este rollo. «¿Por qué sertan tacaño de darle sólo dos? Podríahacer algo en pro de nuestroentendimiento mutuo. Axel, tú merecesalgo mejor.» Recuerda una valoraciónreciente de la Oficina de Guerra sobrela amenaza rusa. Si se leen esto, leerán

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cualquier cosa. Está en el cajónsuperior, junto a un Manual demamíferos acuáticos, y empieza por unresumen de conclusiones. Fotografíatodas las páginas y termina el rollo.«¡Lo he hecho, Axel! Somos libres.¡Hemos arreglado el mundo,exactamente como tú dijiste! Somoshombres del medio campo: ¡hemosfundado nuestro país con la poblaciónde dos!»

–Prométeme que no volverás atraerme nada tan bueno, Sir Magnus -dijo Axel en su siguiente encuentro-. Silo haces, me nombrarán general y nopodremos volver a vernos.

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Querido padre (escribió Pym alhotel Majestic de Karachi, donde alparecer vivía Rick por motivos desalud):

Gracias por tus dos cartas. Mealegro mucho de saber que hacesbuenas migas con el Aga Khan. Creoque estoy haciendo un buen trabajoaquí y que estarías orgulloso de mí.

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14

Cuando Mary Pym, a la edad dedieciséis años, decidió que habíallegado el momento de perder lavirginidad, simuló una fuerte dosis devapores adolescentes y el ama de llavesla metió en la cama en lugar depermitirle que jugara al hockey. Maryestuvo en la enfermería, mirando a lapared, hasta que sonó la campana de lastres, y se dijo que el ama de llaveslibraba hasta las cinco. Esperóexactamente cinco minutos más, según sureloj de pulsera, contuvo la respiración

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durante treinta segundos, lo que siemprele ayudaba a armarse de valor, y luegobajó de puntillas por la escalera traserade piedra, pasó por delante de lascocinas y la lavandería y atravesó untrecho de hierba ajada rumbo a un viejoinvernadero de ladrillo donde elayudante del jardinero había instaladouna cama provisional de mantas yarpillera vieja. El resultado fue másespectacular de lo que razonablementeella podía esperar, pero lo que mássaboreó después no fue tanto elacontecimiento como la anticipación delmismo: el tumbarse audazmente en lacama, con la falda arrugada en torno a la

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cintura, sabiendo que nada iba adetenerla ahora que había tomado ladecisión; la sensación de libertad queexperimentó cuando franqueaba el límiteprohibido en estado de pecado.

Y era la misma sensación queexperimentaba ahora, recatadamentesentada en la fila central del salónrecargado de Caroline Lumsden, con susespantosas mesas Thai y sus chillonescuadros chinos y su estantería llena debudas fabricados en serie, mientrasescuchaba a Caroline, que pretendíaparecer la reina al gimotear, con supastoso canto del cisne, las actas de laúltima reunión de la filial vienesa de la

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Asociación de Esposas deDiplomáticos. «Lo voy a hacer -se dijoMary, con absoluta calma-. Si no resultade una manera, haré que resulte de otra.»Miró a la ventana. Al otro lado de lacalle, Georgie y Fergus estaban sentadoscon las cabezas juntas en su «Mercedes»alquilado, dos amantes fingiendo queestudiaban un mapa de la calle al tiempoque vigilaban la puerta principal y elRover de Mary aparcado en el senderode Caroline. «Usaré la puerta de atrás.Funcionó entonces y funcionará ahora.»

–Se acordó, por tanto,unánimemente -se estaba lamentandoCaroline- que el informe de los

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inspectores del ministerio de AsuntosExteriores sobre el coste local de lavida era a la vez tendencioso e inexacto,y que se formaría inmediatamente unsubcomité económico, encabezado, mecomplace decirlo, por la señoraMcCormick.

Un silencio respetuoso. RuthMcCormick era la esposa del ministrode Economía y, por lo tanto, un genio delas finanzas. Nadie mencionó que sededicaba a follar con el agregado militarholandés.

–El subcomité especificará todosnuestros criterios y, una vez hecho esto,presentará una objeción escrita a

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nuestra asociación en Londres para quese entregue, por los cauces preceptivos,al jefe de inspectores en persona.

Aplausos de timbre soprano decatorce pares de manos femeninas, lasde Mary inclusive. «Bravo, Caroline,bravo. En otra vida te tocará a ti ser eljoven diplomático en ascenso y a tumarido le tocará quedarse en casa eimitarte.»

Caroline había pasado a todos losdemás asuntos.

–El lunes próximo, nuestro semanalalmuerzo trasatlántico en el Manzi. Alas doce y media en punto ycuatrocientos schillings por cabeza, al

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contado, por favor, lo que incluye dosvasos de vino, y por favor no lleguéistarde, porque ha costado un trabajoterrible convencer a Herr Manzi de quenos reserve un comedor privado.

Pausa. «Dilo, estúpida», le instóMary. Caroline no lo dijo. Aún no.

–De aquí a una semana, el viernes,por favor, Marjory de Weeverp r o nunc i a r á aquí su fascinanteconferencia con diapositivas sobreaerobia, materia que enseñó con muchoéxito a la clase de tropa en el Sudán,donde su marido era el segundo en elmando. ¿No es así, Marjory?

–Bueno, en realidad era el

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encargado de negocios -bramó Marjorydesde la primera fila-. El embajadorsólo estaba allí tres meses de cadacatorce. Sólo que Brian no cobraba esetrabajo, aunque eso no viene a cuento.

«¡Por todos los diablos!», pensóMary. «¡Ahora!» Pero se había olvidadode que al maldito marido de PennySharlow le habían concedido unamedalla.

–Y estoy segura de que a todas nosgustaría felicitar a Penny por elfantástico apoyo que ha prestado aJames a lo largo de los años, y sin elcual apuesto a que no le hubieran dadoabsolutamente nada.

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Esto último, aparentemente, fue unabroma, ya que hubo una carcajadahistérica de muy pocas voces, queCaroline acalló con una miradamelancólica al vacío. Adoptó su tono deduelo oficial.

–Y Mary, querida… Me has dichoque no te importaba que lo mencionase.-Mary agachó rápidamente la cabeza yse contempló el regazo-. Estoy segura deque a todo el mundo le gustaría quedijera cuánto sentimos la muerte de tusuegro. Sabemos que Magnus está muyafectado y esperamos que se recuperepronto y vuelva a desplegar entrenosotros su alegría de siempre, que a

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todas nos parece tan refrescante.Murmullos de condolencia. Mary

susurró «gracias» y zozobró un pocohacia delante, pero no demasiado.Percibía la ansiosa pausa mientras todasesperaban a que levantase la cabeza,pero no lo hizo. Empezó a estremecersey vio, impresionada, las lágrimas deverdad que caían sobre sus manosunidas. Emitió un sollozo estrangulado,y desde su oscuridad voluntaria oyódecir a la alegre señora Simpson,esposa del guarda de la cancillería,«Ven aquí, cielo», al mismo tiempo querodeaba con un brazo enorme la espaldade Mary. Ella sollozó otra vez, rechazó

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sin mucho vigor a la señora Simpson yse puso de pie con esfuerzo y bañada enlágrimas: lágrimas por Tom, porMagnus, lágrimas por haber sidodesflorada en el cobertizo y seguro queestoy embarazada. Dejó que la señoraSimpson la agarrara del brazo, movió lacabeza y tartamudeó: «Estoy bien.» Alllegar al vestíbulo descubrió queCaroline Lumsden le había seguido.

–No, gracias… de verdad que noquiero tumbarme… mucho mejor dar unpaseo… ¿Me traes el abrigo, porfavor…? Azul, con un cuello de pielsucio… prefiero estar sola, si no teimporta… has sido tan amable… Oh,

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Señor, creo que voy a llorar otra vez…En cuanto estuvo en el largo jardín

trasero de los Lumsden, recorrió elsendero, todavía encorvada, hastaperderse de vista detrás de los árboles.Entonces se movió de prisa.«Entrenamiento -pensó, con gratitud,mientras levantaba el picaporte de lacancela-: No hay nada mejor paraenfriar la sangre.» Se encaminóvelozmente hacia la parada de autobús.Pasaba uno cada catorce minutos. Lohabía consultado.

–Oh, qué buenísima idea han tenido -

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exclamó la señora Membury, con lamayor satisfacción, mientras llenabahasta los bordes el vaso de Brotherhoodde vino confeccionado con bayas desaúco-. Oh, francamente me pareceprevisor y sensato. Nunca hubieracreído que la Oficina de Guerra tuvierani la mitad de juicio. ¿Y tú, Harrison?No es sordo -explicó a Brotherhood, entanto aguardaban-. Es sólo que piensadespacio. ¿Y tú, Harrison?

Harrison Membury había salido delarroyo al fondo del jardín, donde habíaestado cortando juncos, y llevabatodavía las botas altas. Era un hombrevoluminoso y, a los setenta años,

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todavía juvenil, con mejillas rosadas einmaduras y pelo blanco plateado. Sesentó en el extremo más lejano de lamesa y empezó a engullir tarta caseracon té de una jarra enorme de cerámicaque lucía escrita la palabra Gramps.Brotherhood advirtió que se desplazabaexactamente la mitad de rápido que sumujer y hablaba a la mitad de volumen.

–Pues no lo sé -dijo, cuando todoslos demás habían olvidado la pregunta-.Había algunos chicos listosdesperdigados por allí, en un lado uotro.

–Pregúntele algo sobre peces y leresponderá mucho más aprisa -dijo la

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señora Membury, precipitándose haciael rincón de la sala y sacando unosálbumes de entre las obras completas deEvelyn Waugh-. ¿Cómo están lastruchas?

–Oh, muy bien -respondió Memburycon una mueca.

–No estamos autorizados acomerlas, ¿sabe? Sólo el lucio puedezampárselas. Bueno, ¿no le pareceríadivertido ver las fotos? Es decir, ¿va aser una historia ilustrada? No me lodiga. Eso duplica el precio. Lo decía elObserver. Las fotos duplican el coste deun libro. Pero yo creo que tambiénduplican su atractivo. Sobre todo en las

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biografías. No aguanto una biografía sino puedo mirar a la persona de quiencuentan la vida. Harrison sí. Escerebral. Yo soy visual. ¿Y usted?

–Creo que debo ser más parecido austed -dijo Brotherhood con una sonrisa,interpretando su pesado papel.

El pueblo era una de esas coloniasgeorgianas semiurbanizadas a lasafueras de Bath, donde católicosingleses de cierto nivel social handecidido congregarse en el exilio. Lacasa se encontraba en la extremidad delpueblo que se abría al campo, y era unacasona con un jardín angosto y enpendiente que descendía hasta un tramo

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de río, y ellos estaban sentados ensillones de ruedas en la cocinaatiborrada de objetos, rodeados deplatos sin fregar y chucherías vagamentevotivas: una placa de cerámica rajadade la Virgen María, procedente deLourdes; una cruz de junco deshilada yembutida detrás de la cocina; un móvilinfantil de papel, con figuras de ángelesgirando en la corriente de aire; unafotografía de Ronald Knox. Mientrashablaban, nietos mugrientos entraban amirarles hasta que madres de elevadaestatura les echaban fuera. Era un hogaren permanente y benévolo desorden,impregnado por el tenue escalofrío de la

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persecución religiosa. Un blanco solmatutino se colaba por la niebla de Bath.Se oía el rumor de agua lenta cayendo enlos canalones.

–¿Usted es de la universidad? -inquirió Membury de pronto, desde elfondo de la mesa.

–Cariño, ya te lo he dicho. Eshistoriador.

–Bueno, a decir verdad soy más bienun soldado retirado, señor -contestóBrotherhood-. Tuve suerte en encontrareste empleo. A estas alturas estaría en elparo si no me hubiera surgido esto.

–¿Y cuándo va a salir? -gritó laseñora Membury, como si todos

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estuviesen sordos-. Tengo que saberloc o n meses de adelanto para poderinscribirme donde la señora Lanyon.Tristam, no des esos tirones. Aquítenemos una biblioteca ambulante, ¿sabeusted? Magda, querida, haz algo conTristam, que está intentando arrancaruna página de historia. Viene una vezpor semana, y es un auténtico regalo delcielo siempre que a una no le importeesperar. Mire, ésta es la mansión deHarrison, donde tenía su despacho ytodo el mundo estaba a sus órdenes. Elcuerpo principal es de 1680. El anexo esnuevo. Bueno, del xix. Éste es elestanque. Lo repobló desde cero. La

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Gestapo había lanzado granadas yreventado a todos los peces. Sí. Cerdos.

–Por lo que dicen mis jefes, por lopronto va a ser una obra de referenciainterna -dijo Brotherhood-. Más tardepublicarán una versión expurgada parael mercado normal.

–Usted no es M.R.D. Foot, ¿verdad?-dijo la señora Membury-. No, no puedeser. Usted es Marlow. Pues creo que esun acierto, de todos modos. Es lo mássensato localizar a la gente antes de quela palme.

–¿Con quién estuvo de soldado? -preguntó Membury.

–Bueno, digamos que anduve un

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poco de un lado para otro -contestóBrotherhood con deliberada timidez,mientras se ponía sus gafas de lectura.

–Aquí está -dijo la señora Membury,tocando con un dedo minúsculo una fotode grupo-. Aquí. Ése es el joven por elque preguntaba. Magnus. Él hizo eltrabajo realmente brillante. Éste es elv i e j o Rittmeister. Era un verdaderoencanto. Harrison, ¿cómo se llamaba elcamarero, aquel que tenía que haberentrado en el seminario pero no tuvovalor?

–No me acuerdo -dijo Membury.–¿Y quiénes son las chicas? -

preguntó Brotherhood, sonriendo.

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–Oh, Dios mío, no daban más quequebraderos de cabeza. Cada una estabamás chalada que la anterior, y si noestaban embarazadas se fugaban conamantes indeseables o se cortaban lasvenas. Podría haber abierto para ellasuna clínica de horario continuo si enaquella época hubiéramos creído en elcontrol de natalidad. Ahora somoshíbridos. Nuestras hijas toman lapíldora, pero todavía se quedanembarazadas por error.

–Nos servían de intérpretes -dijoMembury, cargando una pipa.

–¿No había un intérprete para laoperación Mangasverdes? -preguntó

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Brotherhood.–No hacía falta -respondió

Membury-. El fulano hablaba alemán.Pym le controlaba solo.

–¿Completamente solo?–Completamente. Mangasverdes

insistía en que fuera así. ¿Por qué nohabla usted con Pym?

–¿Pero quién le sustituyó cuandoPym se fue?

–Yo -dijo Membury orgullosamente,cepillando tabaco mojado de la pecherade su jersey astroso.

No hay nada como una libreta delomo rojo para poner orden en unaconversación incoherente. Tras haber

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extendido una, muy pausadamente, entrelas sobras de varias comidas, y habersacudido su gran brazo derecho a guisade preámbulo antes de adoptar lo que élllamaba una actitud un poquito oficial,Brotherhood sacó una pluma del bolsillocon tanta ceremonia como un policía depueblo en el lugar de autos. Habíandesalojado a los nietos. Desde unahabitación del piso superior llegaban lossonidos de alguien que intentabaarrancar música sacra a un xilófono.

–Si primero apuntamos todo esto,más tarde puedo volver a los datosindividuales -dijo Brotherhood.

–Excelente idea -dijo severamente la

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señora Membury-. Harrison, querido,escucha.

–Por desgracia, como ya les hedicho, casi toda la materia prima sobreel caso Mangasverdes se ha destruido,perdido o extraviado, por lo que recaeuna responsabilidad mayor sobre loshombros de los testigos supervivientes:ustedes. Empecemos.

Durante un rato, después de estasolemne advertencia, reinó una cordurarelativa en tanto Membury, consorprendente exactitud, recordaba lasfechas y el contenido de los triunfosprincipales de Mangasverdes y el papeldesempeñado por el teniente Magnus

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Pym, del cuerpo de espionaje.Brotherhood escribía diligentemente eintervenía poco, haciendo una pausaúnicamente para humedecerse el pulgary pasar las hojas de la libreta.

–Harrison, cariño, otra vez vas lento-le interrumpía de vez en cuando sumujer-. Marlow no dispone de todo eldía.

Y en una ocasión:–Marlow tiene que volver a

Londres, querido. Marlow no es un pez.Pero Membury continuó nadando a

su propio ritmo, ora describiendo losasentamientos militares soviéticos en elsur de Checoslovaquia, ora el laborioso

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método para abrir con una palanca loscofres de guerra de Whitehall, llenos delos lingotitos de oro que Mangasverdesinsistía en recibir como pago, ora lasluchas que había mantenido con Div Intpara impedir que se excedieran en el usode su agente favorito. Y Brotherhood, apesar de la pequeña grabadora queanidaba una vez más en el bolsillo delpecho, lo expuso todo a la vista, lasfechas a la izquierda, el material en elcentro.

–¿Mangasverdes no tuvo en ningúnmomento otro nombre en clave? -preguntó como de paso, al tiempo queanotaba-. Algunas veces se rebautiza a

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un informante por razones de seguridado porque han descubierto el nombre.

–Piensa, Harrison -le exhortó sumujer.

Membury se sacó la pipa de la boca.–¿Fuente Wentworth? -sugirió

Brotherhood, pasando una hoja.Membury negó con la cabeza.–Había también una información -

Brotherhood titubeó ligeramente, comosi el hombre casi le eludiera-. Serena,¿no es eso? No, no era Serena. Sabina.La informante Sabina, que operaba enViena. ¿O era en Graz? Quizás en Graz,antes de que usted llegara. Era unapráctica corriente, al fin y al cabo,

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mezclar los sexos con los nombrescifrados. Una estratagema bastantecomún de desinformación, me han dicho.

–¿Sabina? -exclamó la señoraMembury-. ¿No será nuestra Sabina?

–Está hablando de una informante,querida -dijo firmemente Membury,reaccionando con mucha más rapidezque de ordinario-. Nuestra Sabina erauna intérprete, no un agente. Estotalmente distinto.

– P u e s nuestra Sabina era unaauténtica…

–No era una informante -dijoMembury con firmeza-. Vamos, nochismorrees. Poppy.

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–¿Cómo ha dicho? -dijoBrotherhood.

–Magnus quería llamarle Poppy. Lellamamos así por un tiempo. FuentePoppy. No me desagradaba. Luego llegóel Día del Armisticio y algún asno deLondres decidió que Poppy erainsultante para los caídos…[12] Lasamapolas son para los héroes, no paralos traidores. Absolutamente típico deesa gente. Probablemente le ascendieronpor eso. Un verdadero bufón. Yo estabafurioso, y Magnus también. «Poppy es unhéroe», dijo. Me gustó aquello. Majochico.

–Ya hemos hecho el esqueleto -dijo

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Brotherhood, inspeccionando sus notas-.Ahora vamos a ponerle carne, ¿deacuerdo?

Estaba leyendo los epígrafes quehabía escrito en el principio de lalibreta antes de visitar a los Membury.

–Personalidades; bien, ya estamostocando eso. Valía o inutilidad de losmilitares no profesionales en laactividad de espionaje durante el tiempode paz: ¿eran una ayuda o un estorbo?En seguida lo hablaremos. Qué fue deellos posteriormente: ¿triunfaron en laprofesión que habían elegido? Bueno,puede ser que usted se haya mantenidoen contacto con ellos, o puede ser que

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no. Esto es más bien problema nuestroque suyo.

–Sí, veamos, ¿qué fue de Magnus? -exigió la señora Membury-. Harrisonestaba muy disgustado porque nuncaescribió. Y yo también lo estaba. Nisiquiera nos comunicó si se habíaconvertido. Nos pareció que estaba enu n tris de hacerlo. Lo único quenecesitaba era un empujón más.Harrison estuvo exactamente igualdurante años. El padre D’Arcy tuvo quehablar por los codos hasta que Harrisonvio la luz, ¿verdad, querido?

La pipa de Membury se habíaapagado y estaba examinando la

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cazoleta con expresión de desencanto.–Nunca me gustó aquel tipo -

explicó, con una especie deremordimiento avergonzado-. Nunca letuve mucho aprecio.

–Querido, no seas tonto. Túadorabas a Magnus. Prácticamente leadoptaste. Tú sabes que es cierto.

–Oh, Magnus era un muchachoespléndido. Me refiero al otro. Alinformante. A Mangasverdes. A decirverdad, me parecía un pequeño fraude.No dije nada; no parecía oportuno. SiDiv Int y Londres estaban echando lascampanas al vuelo, ¿para qué quejarnos?

–Tonterías -dijo la señora Membury,

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con mucha firmeza-. No le haga caso,Marlow. Estás siendo demasiadomodesto, querido, como de costumbre.Tú eras el eje de la operación, y tú losabes. Marlow está escribiendo unahistoria, querido. Va a escribir sobre ti.No se lo estropees todo, ¿verdad,Marlow? Es la moda, hoy día. Apuntar,apuntar. Me pone realmente enferma.Mira lo que hicieron con el pobrecapitán Scott en la televisión. Papáconocía a Scott. Era un hombremaravilloso.

Membury prosiguió como si ella nohubiese hablado.

–Todos los brigadieres de Viena

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estaban ilusionados como críos.Aplausos atronadores desde la Oficinade Guerra. Si todos estaban contentos,no tenía sentido que yo matase a lagallina de los huevos de oro. El jovenMagnus estaba en la gloria. Bueno, noquise aguarle su fiesta.

– Y le estaban catequizando -dijo laseñora Membury, enfáticamente-.Harrison lo había arreglado para quefuese a ver al padre Moynihan dos vecespor semana. Y organizaba el cricket dela guarnición. Y estaba aprendiendocheco. No se puede hacer eso en un día.

–Ah, eso es interesante. Lo deaprender checo, digo. ¿Era porque tenía

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entonces un informante checo?–Era porque Sabina le había echado

el ojo, la muy lagarta -dijo la señoraMembury, pero esta vez su marido lequitó la palabra de la boca.

–Su información era muy aparente -estaba diciendo, impávido-. Siempretenía buena pinta en el plato, perocuando empezabas a masticarla no sabíaa nada. Esa impresión me daba. -Lanzóuna risita de perplejidad-. Igual quecuando intentas comer un lucio. Todoespinas. Llegaba un informe, lo mirabas.Caray, esto es una joya, pensabas. Perocuando lo mirabas más de cerca eraaburrido. Sí, esto es cierto porque ya lo

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sabíamos… Sí, esto es posible pero nopodemos verificarlo porque no tenemosnada sobre esa región. No quise decirnada, pero creo que los checos podíanhaber estado en misa y repicando lascampanas al mismo tiempo. Siemprepensé que fue por eso por lo queMangasverdes no apareció después dehaber vuelto Magnus a Inglaterra. Noestaba tan seguro de poder embaucar aun hombre más viejo. A mí, porejemplo. Yo sólo soy un pez monstruofrustrado, ¿verdad, Hanna? Ella mellama así. Un pez monstruo frustrado.

La descripción les gustó tanto que seecharon a reír durante un rato y

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Brotherhood no tuvo más remedio quereír con ellos y posponer su preguntahasta que Membury pudo oírlaclaramente.

–¿Quiere decir que nunca vio aMangasverdes? ¿Él nunca acudió a lacita? Discúlpeme, señor -dijo,volviendo a su libreta-, pero, ¿no acabade decir que usted se hizo cargo delinformante Mangas-verdes cuando Pymse marchó de Graz?

–Sí.–Y ahora dice que nunca le vio.–Totalmente cierto. No le vi nunca.

Me dejó plantado en el altar, ¿verdad,Hanna? Me hizo ponerme mi mejor traje,

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envolver todas aquellas exquisitecesestúpidas que se suponía que le gustaban-Dios sabe cómo empezó aquello- y noapareció.

–Posiblemente Harrison se equivocóde noche -dijo la señora Harrison, conun nuevo acceso de risa-. Harrison esterrible para las fechas, ¿no, querido?No recibió instrucción en espionaje, yave. En Nairobi fue bibliotecario.Buenísimo, por cierto. Luego conoció aalguien en el barco y le liaron.

–Y allí me fui -dijo Membury,alegremente-. Me acompañó Kaufmann.Era el chófer. Un chico encantador.Bueno, conocía el lugar de los

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encuentros como la palma de su mano.No me equivoqué de noche, querida. Fuila noche que era, estoy seguro. La pasésentado en un cobertizo vacío. Ni rastrode él, nada. No había medio decomunicar con él, todo era unilateral.Comí un poco de su estúpida comida.Bebí algo de lo suyo; eso sí lo disfruté.Volví a casa. Hice lo mismo a la nochesiguiente y a la siguiente. Esperé algunaclase de mensaje, una llamada telefónicacomo la primera vez. Silencio absoluto.No se volvió a saber nada del tipo.Deberíamos haber hecho una cesiónformal con Pym presente, peroMangasverdes se negó a eso. Iba de

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prima donna, como todos los agentes.Uno solo a la vez. Norma inviolable.

Membury, distraídamente, dio unsorbo del vaso de Brotherhood.

–En Viena estaban furiosos. Meecharon la culpa de todo. Entonces lesdije que de todos modos la informaciónno era buena, pero de nada sirvió. -Lanzó otra carcajada-. Yo diría que poreso me echaron, para qué engañarnos.Ellos no me lo dijeron, ¡pero vaya que sícontribuyó!

La señora Membury había cocinadoun risotto de atún porque era viernes, yun bizcocho de cerezas que se negó apermitir que su marido probara. Cuando

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terminó el almuerzo, ella y Brotherhoodse sentaron en la orilla a observar eljúbilo con que Membury cortaba losjuncos. Había en el agua redes y telametálica tendidas de una orilla a otra.Una vieja batea se hundía en su amarre,entre los cajones para la cría. Disipadala niebla, el sol brillaba radiante.

–Hablemos, pues, de la perversaSabina -propuso taimadamenteBrotherhood, lejos del alcance del oídode Membury.

La señora Membury no se hizo derogar. Una auténtica lagarta, repitió:

–Una mirada a Magnus y se vio conun pasaporte británico, un flamante

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maridito inglés y nada de quépreocuparse para el resto de su vida.Pero me alegra decir que Magnus erademasiado astuto para ella. Debió dedejarla plantada. Él nunca lo dijo, peronosotros lo entendimos así. Un día enGraz y al siguiente ya se había ido.

–¿Dónde fue ella entonces? -preguntó Brotherhood.

–Volvió a su casa enChecoslovaquia, según contó ella. Conel rabo entre las piernas, pensamosnosotros. Dejó una nota a Harrisondiciendo que tenía morriña y que sevolvía con su antiguo novio, a pesar delrégimen brutal. Y eso, como usted se

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puede figurar, no le gustó nada aLondres. No mejoró la situación deHarrison. Le dijeron que tenía quehaberlo visto venir y haber hecho algo.

–Me pregunto qué habrá sido de ella-caviló Brotherhood, en una ensoñaciónde historiador-. Usted no se acuerda desu apellido, ¿no?

–Harrison: ¿cuál era el apellido deSabina?

La respuesta llegó a través del aguacon sorprendente rapidez.

–Kordt. K-O-R-D-T. Sabina Kordt.Una chica muy guapa. Encantadora.

–Marlow pregunta qué fue de ella.–Dios sabe. Lo último que supimos

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es que se había cambiado de nombre yconseguido un empleo en un ministeriocheco. Uno de los desertores dijo quehabía estado trabajando para ellos entodo momento.

La señora Membury no pareció tanatónita como en seguida reveló queestaba.

–¡Ahora me sale con ésas! Cincuentaaños de casados, treinta años y picodespués de Austria, ¡y ni siquiera medice que Sabina apareció enChecoslovaquia trabajando en unministerio! Supongo que hasta Harrisontuvo un lío con ella, para quéengañarnos. Prácticamente todo el

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mundo lo tuvo. Bueno, querido, debió deser una espía, ¿no? Se ve a la legua. Nola habrían readmitido si no la hubierantenido controlada todo el tiempo. Sondemasiado vengativos. Así que Magnushizo bien en quitársela de encima, ¿no?¿Seguro que no quiere quedarse a tomarel té?

–Si me dejase algunas de esas fotos,se lo agradecería -dijo Brotherhood-.Haremos constar su ayuda en el libro,naturalmente.

Mary conocía la técnica al dedillo.En Berlín había visto a Jack

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Brotherhood utilizarla una docena deveces, y con frecuencia le habíaayudado. En el campamento deinstrucción lo denominaban juego depersecución: cómo realizar un encuentrocon alguien de quien no te fías. La únicadiferencia consistía en que Mary era hoyel objeto de la operación y el autor de lanota anónima era quien no confiaba enella:

Poseo información quepodría conducirnos a amboshasta Magnus. Tenga la bondadde hacer lo siguiente. Cualquiermañana, entre las diez y las

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doce, esté sentada en elvestíbulo del hotel Ambassador .Cualquier tarde, entre las dos ylas seis, tome un café en el caféMozart. Cualquier noche, entrelas nueve y las doce, esté en elsalón del hotel Sacher. El señorKönig la recogerá.

E l Mozart estaba semivacío. Maryse sentó a la mesa del centro, dondepudiesen verla, y pidió un café y unbrandy. «Me han visto llegar y ahoraestán comprobando si me sigue alguien.»Fingiendo que consultaba su diario,tomó nota encubierta de las personas

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que la rodeaban y de los simones yautocares aparcados en la plaza, delantede los ventanales, buscando con lamirada cualquier cosa que pudieseasemejarse a una vigilancia. «Cuandotienes una conciencia como la mía, todohiede, en definitiva», pensó: desde lasdos monjas que fruncían el ceño ante lascotizaciones de la bolsa en la ventanadel banco hasta el corro de jóvenescocheros con bombín, que dan patadascontra el suelo y miran pasar a laschicas. En un rincón del café, un obesocaballero vienes estaba manifestandointerés por ella. «Debería habermepuesto un sombrero -pensó-. No soy una

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respetable mujer sola.» Se levantó, fueal revistero y sin pensarlo escogió DiePresse. «Ahora supongamos que loenrollo y salgo a dar un paseo con estospies envueltos en medias», pensóestúpidamente, mientras lo abría por lapágina de cine.

–¿Frau Pym?Una voz de mujer, un busto de mujer.

Una cara risueña y afable de mujer. Erala chica de la caja.

–Así es -dijo Mary, devolviendo lasonrisa.

De detrás de la espalda, la chicasacó un sobre en el que estaba escrito, alápiz, «Frau Pym».

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–Herr König ha dejado este mensajepara usted. Lo lamenta mucho.

Mary le dio cincuenta schillings yabrió el sobre.

«Pague la cuenta, por favor, y salgadel café al momento. Gire a la derecha,entre en la Meysedergasse y siga por laacera de la derecha. Cuando llegue a lazona peatonal gire a la izquierda ymanténgase en el lado izquierdo,caminando despacio y admirando losescaparates.»

Tenía ganas de ir al excusado, perono quería ir por si él pensaba que estabadando el soplo a alguien. Guardó la notaen el bolso, terminó el café y llevó la

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cuenta a la caja, donde la joven lededicó otra sonrisa.

–Estos hombres son todos iguales -dijo la chica, mientras el cambio caíapor la rampa con estrépito metálico.

–A mí me lo va a decir -dijo Mary.Las dos se rieron.

Cuando ella salía del café entró unapareja joven, y tuvo el presentimiento deque eran americanos disfrazados. Peroun montón de austríacos lo era. Giró a laderecha y entró inmediatamente en laMeysedergasse. Las dos monjas seguíanmirando las cotizaciones. Se mantuvo enla acera derecha. Eran las tres y veinte yla reunión de Esposas tenía que terminar

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para las cinco, a fin de que todaspudieran ir a casa a ponerse sus vestidosescotados y coger sus bolsos delentejuelas para el mercado de ganadode la noche. Pero aunque todo el mundose hubiera marchado y sólo el coche deMary quedase en la entrada de losLumsden, Fergus y Georgie podríansuponer perfectamente que se habíaquedado a tomar una copa tranquila asolas con Caroline. «Si vuelvo para lasseis menos cuarto tengo posibilidades»,calculó. Se detuvo frente a unacorsetería y se sorprendió admirando unpar de bragas negras de furcia en elescaparate. «¿Pero quién compra estas

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cosas? Bee Lederer, apuesto una libracontra un penique.» Confió en que notardara en suceder algo, antes de que laembajadora en persona saliese delcomercio cargada con una remesa deaquella lencería, o de que uno de losmuchos hombres sin compromisointentase ligarla.

–¿Frau Pym? Vengo de parte de HerrKönig. Sígame, por favor, aprisa.

Era una chica bonita, mal vestida ynerviosa. Al seguirla, asaltó a Mary elrecuerdo abrumador de cuando estuvoen Praga visitando a un pintor que lasautoridades no aprobaban. La calleja eradiminuta y estaba atestada de

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compradores. La siguiente estabadesierta. Mary tenía todos los sentidosalerta. Olió a delicatessen, a escarcha ya tabaco. Miró por la puerta de unatienda y reconoció al hombre del café«Mozart». La chica giró a la izquierda,luego a la derecha y de nuevo a laizquierda. «¿Dónde estoy?» Llegaron auna plaza pavimentada. «Estamos en laKärntnerstrasse. No, no estamos.» Unhippie sacó una foto a Mary e intentóentregarle una tarjeta. Ella le esquivó.Un oso rojo de plástico tenía la bocaabierta a la espera de donativos paraalguna obra de caridad. Un grupo de popasiático cantaba música de los Beatles.

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Al otro lado de la plaza había unacalzada de dos direcciones, y en el ladomás próximo aguardaba un «Peugeot»marrón con un hombre al volante. Encuanto se acercaron, abrió rápidamentela portezuela de atrás. La chica agarró lapuerta y dijo: «Suba, por favor.» Marysubió, y la chica tras ella. «Debe de serel Ring», pensó. En tal caso, era unaparte del Ring que no reconocía. Vio un«Mercedes» negro que les seguíadespacio. «Fergus y Georgie», pensó,sabiendo que no eran. El conductor miróa ambos lados y dirigió el automóvildirectamente hacia la vía central entrelas dos calzadas: «pum, los neumáticos

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delanteros; pum, acabas de romperme eltrasero». Todo el mundo tocaba labocina y la chica miró inquieta por laventanilla de atrás. Dejaron la calzada ycircularon por una callejuela,atravesaron una plaza y pararon a laaltura de la Ópera. La puerta del lado deMary se abrió. La chica le ordenóapearse. Apenas Mary había pisado laacera cuando una segunda mujer pasóapretadamente junto a ella y ocupó suasiento. El coche partió velozmente, unasustitución tan impecable como Marynunca había visto. Siguió al automóvilun «Mercedes» negro, aunque ella nopensó que fuese el mismo. Un joven

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apuesto y azorado la estaba guiando a unpatio a través de una amplia entrada.

–Coja el ascensor, por favor, Mary -dijo el joven, en euroamericano,tendiéndole una hoja de papel-.Apartamento seis, por favor. Seis. Subasola. ¿Entendido?

–Seis -dijo Mary.Él sonrió.–Hay veces en que estamos

asustados y lo olvidamos todo.–Claro -dijo ella.Se dirigió hacia la entrada y él

sonrió y le dijo adiós con la mano. Ellaabrió la puerta y vio un ascensor viejoque esperaba con las puertas abiertas, y

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a un anciano portero que tambiénsonreía. «Todos han estudiado en lamisma escuela encantadora», pensó.Entró en el ascensor y dijo al portero:«El seis, por favor», y el portero pulsóel botón del ascensor. Cuando la puertase hundía a sus pies vislumbró porúltima vez al joven que permanecía en elpatio, todavía sonriente, y a un par dechicas bien vestidas que estaban a suespalda, consultando un pedazo depapel. El que ella tenía en la manodecía: «Seis Herr König.» «Qué raro -pensó, mientras lo deslizaba dentro delbolso-. A mí me pasa lo contrario.Cuando estoy asustada no olvido una

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cochina cosa. Como la matrícula delcoche. Como la del “Mercedes” que nosha seguido. Como la franja de pelonegro teñido en el cuello del chófer.Como el perfume “Opium” que llevabala chica, y Magnus siempre insiste enque vaya con él cuando hace viajes enavión. Como la sortija gorda de oro conel sello rojo que el chico lleva en lamano izquierda.»

La puerta del número 6 estabaabierta. Junto a ella, una placa de cobreamarillo rezaba: «Interhansa AustriaAG.» Entró y la puerta se cerró tras ella.Una chica de nuevo, pero no bonita. Unamuchacha hosca y fuerte, de cara vulgar

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eslava y expresión rencorosa yantipartido. Con un mal gesto, indicó aMary que avanzase. Entró en una salaoscura y no vio a nadie. Al fondo habíaotro par de puertas, también abiertas. Elmobiliario era de falso estilo antiguaViena. Falsas cómodas y falsos cuadrosantiguos desfilaron ante ella conformeavanzaba. Falsas lámparas alargaban susbrazos hacia ella desde el falsoempapelado imperial. Mientras seguíaavanzando reincidió en la expectaciónerótica que había experimentado en lareunión de Esposas. «Va a ordenarmeque me desvista y le voy a obedecer. Vaa llevarme a una cama roja de cuatro

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columnas y me van a violar cuatrolacayos para placer suyo.» Pero lasegunda habitación no albergaba unacama con dosel: era una sala como laprimera, con una mesa, dos butacas yuna pila de Vogue atrasados sobre lamesita del café. Por lo demás estabavacía. Furiosa, Mary se volvió enredondo con la intención de decir unagrosería a la eslava de cara vulgar. Seencontró, por el contrario, cara a caracon él. Estaba de pie en la puerta,fumando un puro, y por un segundo a ellale desconcertó no haberlo olido, pero deun modo misterioso sabía que nada de élhabría de sorprenderle. Al momento

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siguiente el aroma le había alcanzado ymovió una mano perezosa, como si fuesela forma en que se saludaban siemprecuando se encontraban totalmentevestidos en apartamentos vieneses.

–Es una mujer valiente -comentó él-.¿Esperan que vuelva pronto, o qué es loconvenido? ¿Qué podemos hacer parahacerle la vida más sencilla?

«Es completamente cierto -pensóella, con absurdo alivio-. Lo primeroque se le pregunta a un agente es decuánto tiempo dispone. Lo segundo es sinecesita ayuda inmediata. Magnus estáen buenas manos.» Pero ella ya lo sabía.

–¿Dónde está? -preguntó.

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Él poseía la autoridad que lefacultaba para confesar su fracaso.

–Si lo supiéramos, ¡qué felicesestaríamos los dos! -asintió él, como sila pregunta de Mary hubiese sido unadeclaración de angustia, y con su largamano le indicó la silla en que le pedíaque se sentara. «Estaríamos -pensó-.Somos iguales y sin embargo tú mandas.No me extraña que Tom se enamorara deti a primera vista.»

Estaban sentados uno enfrente delotro, él en el sofá dorado y ella en lasilla dorada. La joven eslava había

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llevado una bandeja con vodka,pepinillos y pan negro, y la devociónque profesaba a su amo era obscena, detantos remilgos y sonrisitas. «Es una desus Marthas», pensó Mary, que era elnombre con que Magnus designaba a sussecretarias de las distintas sedes. Élsirvió dos vasos cargados, y al hacerlolos sostuvo en alto, meticulosamente,por turnos. Bebió a la salud de Mary,mirando por encima del borde. «Es loque hace Magnus -pensó ella-. Y loaprendió de ti.»

–¿Ha telefoneado? -preguntó él.–No. No puede.–Por supuesto que no -asintió él,

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comprensivamente-. El teléfono estáintervenido y él lo sabe. ¿Ha escrito?

Mary negó con la cabeza.–Es prudente. Le están buscando por

todas partes. Están inmoderadamentefuriosos con él.

–¿Y usted?–¿Cómo puedo estarlo cuando le

debo tanto? El último mensaje que memandó fue que no quería volver a verme.Decía que era libre y adiós. Sentí unaauténtica punzada de envidia. ¿Quélibertad ha encontrado tan de repenteque no puede compartirla con nosotros?

–A mí me dijo lo mismo. Me refieroa lo de que era libre. Creo que se lo dijo

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a varias personas. A Tom también.«¿Por qué te hablo como si fueras un

antiguo amante? ¿Qué clase de puta soyque puedo despojarme de mis lealtadesal mismo tiempo que de mi ropa?» Si élhubiera extendido la mano y tomado lasuya, ella le habría dejado. Si él lahubiera atraído hacia él…

–Debería haber acudido a mí cuandose lo dije -dijo él, con el mismo tono dereproche filosófico-. «Se acabó, SirMagnus», le dije… Yo le llamo así.Perdone.

–En Corfú -dijo ella.–En Corfú, en Atenas, en todas

partes donde pude hablar con él. «Ven

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conmigo. Estamos acabados, tú y yo. Eshora de que los viejales como nosotroshagamos sitio a la siguiente generaciónangustiada.» Él no lo veía así. «¿Quieresser como uno de esos pobres actores alos que literalmente hay que sacar arastras del escenario?», le dije. Noquiso escucharme. Estaba tan empeñadoen que le absolverían.

–Casi lo hicieron. Quizá lo hayanhecho. Él lo creía.

–Brotherhood ganó un poco detiempo, eso es todo. Ni siquiera Jackpodía frenar la marea indefinidamente.Además… Jack se ha unido ahora a losmalos chicos. El infierno no tiene la

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cólera de un protector burlado.«Él le enseñó a Magnus su estilo -

pensó Mary, en un nuevo atisbo dereconocimiento-. El estilo que siempredeseaba para su novela. Le enseñó lamanera de sobreponerse a las flaquezashumanas y el modo de reírse igual queun dios de sí mismo como un método derechazar el pesimismo. Hizo por éltodas las cosas que una mujer agradece,salvo que Magnus es un hombre.»

–Parece ser que su padre fue unhombre bastante misterioso -dijo él,encendiendo otro puro-. ¿Qué cree ustedque hay de cierto en eso?

–No lo sé. No le conocí. ¿Y usted?

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–Yo le vi muchas veces. En Suiza,cuando Magnus era estudiante, su padreera un gran capitán de la marina inglesaque se había hundido con su barco.

Ella se rió. «Que el cielo me ayude,me estoy riendo. Ahora soy yo la que haencontrado el estilo.»

–Ah, sí. Después, lo siguiente quesupimos de él fue que era un gran barónde las finanzas. Sus tentáculos seextendían por todos los bancos deEuropa. Se había salvadomilagrosamente de morir ahogado.

–Oh, Cristo -dijo ella. Y rompió denuevo en una carcajada catártica eincontrolable.

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–Puesto que yo era alemán enaquella época sentí, naturalmente, ungran alivio. Hasta entonces había tenidomuy mala conciencia por haber hundidoa su padre. ¿Qué le pasa a su marido,dígame, que nos produce tan mala, tanmala conciencia?

–Su voltaje -dijo ella, sin pensar, ysorbió un largo trago de vodka. Estabatemblando y le ardían las mejillas. Él laobservó en calma, ayudándole aserenarse.

–Usted es su otra vida -dijo Mary.–Siempre me decía que yo era su

amigo más antiguo. Si usted sabe otracosa, por favor no destruya mis

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ilusiones.Ella la estaba recuperando. La

cabeza. La habitación se estabadespejando y su cabeza con ella.

–Tenía entendido que ese puestoestaba reservado para una personallamada Poppy -dijo ella.

–¿Dónde ha oído ese nombre?–Aparece en el gran libro que está

escribiendo. «Poppy, mi más querida,mi más antigua amistad.»

–¿Eso es todo?–Oh, no. Hay mucho más. Poppy

llena mucho espacio cada cinco páginas.Poppy esto, Poppy lo otro. Cuandoencontraron la cámara y el libro de

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claves encontraron también amapolassecas[13], como recuerdo.

Ella había esperado desconcertarle,pero lo único que consiguió sacarle fueuna sonrisa de gratificación.

–Me halaga. Poppy es el fantasiosonombre en clave que él me asignó hacemuchos años. He sido Poppy durante lamayor parte de la vida de ambos.

Por alguna razón, ella se quedabaallí, combativa.

–¿Entonces qué es él? -exigió- ¿Escomunista? No puede serlo. Esdemasiado ridículo.

Él abrió sus largas manos. Sonrió denuevo, contagiosamente, ofreciendo un

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bono inmediato de su desconcierto. Erainvulnerable.

–Me he preguntado eso mismomuchas veces. Y entonces pienso…¿quién cree en el matrimonio en estostiempos? Es un buscador. ¿Le parecepoco? Estoy seguro de que en nuestraprofesión no deberíamos pedir nadamás. ¿Se imagina estar casada con unideólogo sedentario? Tuve un tío que erapastor luterano. Nos aburría a todosmortalmente.

Ella se sentía más fuerte. Menosenloquecida. Más indignada.

–¿Qué hacía Magnus para usted? -preguntó.

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–Espiaba. Selectivamente, es cierto.Pero traidoramente, lo cual también escierto. Y a menudo muyenérgicamente… algo que ustedcomprenderá en él. Cuando vive felizcree en Dios y quiere que todo el mundoreciba un regalo. Cuando está decaídotiene mal genio y se niega a ir a laiglesia. Los que le controlamos tenemosque transigir con eso.

Nada le había sucedido a Mary.Estaba erguida y bebiendo vodka en elapartamento de un desconocido. «Hapronunciado la sentencia», pensó,calmosamente, como si estuvieraasistiendo al juicio de otra persona.

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Magnus ha muerto. Mary ha muerto. Sumatrimonio ha muerto. Tom es unhuérfano cuyo padre es un traidor. Todoel mundo está perfectamente.

–Pero yo no le controlo -objetó ella,respondiendo a su frase con bastantecalma.

Él no pareció notar la nueva frialdadde su voz.

–Permítame explicarme un poco.Quiero a su marido.

«Tienes que quererle -pensó ella-.Al fin y al cabo, nos ha sacrificado atodos por ti.»

–Yo también le debo mucho -continuó él-. Puedo darle lo que quiera

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para el resto de sus días. Le estoysumamente agradecido de que meprefiera a Jack Brotherhood y a suservicio.

«No te prefiere -pensó-. Enabsoluto.»

–¿Ha dicho algo? -preguntó él.Ella sonrió, entristecida por él, y

negó con la cabeza.–Brotherhood quiere atrapar a su

marido y castigarle. Yo, lo contrario. Yoquiero encontrarle para recompensarle.Le daremos todo lo que nos permitadarle.

Dio una chupada a su puro.«Eres un impostor -pensó ella-.

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Seduces a mi marido y te llamas amigosuyo y mío.»

–Usted conoce este oficio, Mary. Nonecesito decirle que un hombre en susituación es una mercancía muydeseable. Dicho con mayor franqueza,no podemos permitirnos el lujo deperderle. Lo último que queremos es quepase lo que le quede de vida útil en unacárcel inglesa, contando a lasautoridades lo que ha estado haciendodurante estos treinta y pico años.Tampoco queremos particularmente queescriba un libro.

«Queréis -pensó ella-. ¿Y qué pasacon nosotros?»

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–Preferiríamos con mucho quedisfrutase de un retiro bien ganado connosotros… Con distinción, medallas ysu familia alrededor si lo desea: dondetodavía podamos consultarle si fueranecesario. No puedo garantizarle que leconsintamos llevar la doble vida a laque está acostumbrado, pero en todo lodemás haremos lo posible por satisfacersus necesidades.

–Pero él no quiere volver a verle,¿no? Por eso se ha escondido.

Él lanzó una bocanada y agitó unamano entre ellos dos para impedir que elhumo molestara a Mary. Le molestó, sinembargo. Aquello le avergonzaría, le

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repugnaría y le acusaría durante el restode su vida. Él hablaba de nuevo.Razonablemente.

–No sé lo que hacer, para ser franco.He hecho todo lo que he podido paradesorientar a Brotherhood y a todos losdemás y para encontrar a su maridoantes que ellos. Sigo sin tener la menoridea de dónde está y me sientocompletamente estúpido.

–¿Qué ocurrió con las personas aquienes ha traicionado?

–¿Magnus? Oh, él odia la efusión desangre. Siempre lo dejó bien claro.

–Eso todavía no ha impedido a nadiederramar sangre.

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Una vez más, él hizo una pausa pararecobrar su gravedad personal.

–Tiene razón -asintió-. Y eligió unaprofesión dura. Me temo que es un pocotarde para meditar sobre nuestra ética.

–Para algunos la ética es casi unanovedad -dijo ella. Pero no pudoconmoverle-. ¿Por qué me ha pedido quevenga aquí?

Ella encontró la mirada de él y vioque, aunque nada había cambiado en suexpresión, su cara era distinta, cosa quele acontecía a veces cuando miraba aMagnus.

–Antes de que viniese, acaricié laidea de que a usted y a su hijo pudiera

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apetecerles empezar una nueva vida enChecoslovaquia, y de que Magnus, porconsiguiente, se viera fuertementetentado de reunirse con ustedes. -Señalóuna cartera que tenía a su lado-. Trajepasaportes para usted y todas esasbobadas. Absurdo. Después deconocerle comprendo que no tiene pastade desertora. No obstante, todavíabarajo la posibilidad de que usted sepadónde está y, de que haya conseguido,puesto que es una mujer capaz, nodecírselo a nadie. No puede ustedsuponer que él está mejor con susperseguidores de lo que estaríaconmigo. Así que si lo sabe, creo que

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debería decírmelo ahora.–No sé dónde está -respondió Mary.

Y cerró la boca para no añadir: «Y si losupiera, serías la última persona delmundo a quien se lo dijera.»

–Pero tiene teorías. Tiene ideas.Seguramente no ha pensado en otra cosanoche y día desde que él se marchó.«Magnus, ¿dónde estás?» Es su únicopensamiento, ¿verdad?

–No lo sé. Usted sabe más cosas deél que yo.

Mary empezaba a odiar su beatería.Su manera de meditar antes de hablarle,como preguntándose si ella entenderíasu pregunta siguiente.

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–¿Alguna vez le habló de una mujerllamada Lippsie? -preguntó él.

–No.–Ella murió cuando él era joven. Era

judía. Todos sus amigos y familiareshabían muerto a manos de los alemanes.Parece ser que adoptó a Magnus comouna especie de apoyo. Luego cambió deopinión y optó por suicidarse. Losmotivos, como de costumbre en el casode Magnus, son oscuros. Fue un ejemplocurioso para un niño, sin embargo.Magnus es un gran imitador, aunque élno lo sepa. Realmente pienso a vecesque está compuesto totalmente de piezasde otras personas, pobrecillo.

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–Nunca me habló de ella -repitióMary, obstinadamente.

Él se iluminó. Exactamente igual queharía Magnus.

–Vamos, Mary. ¿No tiene lasensación consoladora de que hayalguien que le cuida? Estoy seguro. Miconocimiento de él ha sido siempre quele atraen sólo los seres humanos, no lasideas. Odia estar solo porque entoncessu mundo está vacío. Así, pues, ¿quiénle está cuidando? Vamos a intentarpensar quién le gustaría a él que lecuidara… No estoy hablando demujeres. Sólo de amigos.

Mary estaba alisándose la falda,

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buscando su abrigo.–Cogeré un taxi -dijo-. No hace falta

que lo llame por teléfono. Hay unaparada en la misma esquina. La he vistoal venir.

–¿Por qué no su madre? Sería unabuena persona.

Ella le mira fijamente, incapaz porun momento de dar crédito a sus oídos.

–No hace mucho me habló de sumadre por primera vez -explicó él-.Dijo que había empezado a visitarla otravez. Me sentí sorprendido. Halagadotambién, lo confieso. La localizó enalgún sitio y la instaló en una casa. ¿Lave a menudo?

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Ella se serenó. En un momentotodavía oportuno sintió que su astuciavolvía arrolladoramente a tomarposesión de ella. «Magnus no tienemadre, idiota. Ha muerto, apenas laconoció y le importa un bledo. La únicacosa que sé con certeza, y que jurarésobre él hasta el día del juicio, es queMagnus Pym no es ahora ni ha sidonunca el hijo adulto de ninguna mujer.»Pero Mary no perdió la cabeza. No lecubrió de insultos ni se burló de él nilanzó carcajadas de alivio porqueMagnus había mentido a su amigo másantiguo y más querido con la mismaprecisión con que había mentido a su

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mujer, a su hijo y a su país. Hablórazonable y juiciosamente, como hacesiempre una buena espía.

–Le gusta charlar con ella de vez encuando, sin duda -admitió. Recogió subolso y miró en su interior, como paraasegurarse de que tenía dinero para eltaxi.

–¿Entonces no podría haberse ido éltambién a Devon para estar con ella?Ella agradeció mucho poder respirar porfin un poco de aire de mar. Y Magnusestaba muy orgulloso de haber podidoobrar un milagro para ella. Hablóinterminablemente de los paseosmaravillosos que daban juntos por la

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playa. Dijo que la llevaba a la iglesialos domingos y que le cuidaba el jardín.¿Estará haciendo quizás algo taninocente como eso?

–La casa de ella fue el primer lugardonde miraron -mintió Mary, cerrandosu bolso-. Le dieron un susto de muerte ala pobre anciana. ¿Cómo me pongo encontacto con usted si le necesito? ¿Tiroun periódico por encima de la tapia?

Mary se levantó. Él también lo hizo,aunque no con tanta facilidad.Conservaba la sonrisa en los labios ysus ojos destilaban todavía la expresióntan sabia, tan triste y tan alegre queMagnus envidiaba tanto.

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–No creo que me necesite, Mary. Yquizá tenga razón en lo de que Magnusno quiera volver a verme. Con tal que almenos quiera ver a alguien. Es lo quemás nos preocupa a quienes lequeremos. Hay muchas maneras devengarse del mundo. A veces no bastacon la literatura.

La alteración que había sufrido sutono frenó momentáneamente la prisa deMary por marcharse.

–Encontrará una respuesta -dijo,despreocupadamente-. Siempre laencuentra.

–Eso es lo que temo.Caminaron hacia la puerta despacio,

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debido a su cojera. Él llamó al ascensorpara Mary y abrió la rejilla. Ella entró.Le vio por última vez a través de losbarrotes: mirándola todavía. En esemomento él volvió a gustarle, y sintió unmiedo cerval.

Mary había planeado lo que pensabahacer. Tenía su pasaporte y su tarjeta decrédito. Lo había comprobado alexaminar el interior de su bolso. Habíaconcebido el plan porque era el únicoque había utilizado en los ejerciciosprácticos en pequeñas ciudadesinglesas, y más tarde, con

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modificaciones, en Berlín. En el mundode los mortales ordinarios habíaoscurecido. En el patio, dos curasestaban hablando en voz baja, con lascabezas juntas, balanceando sus rosariosa la espalda. La calle estaba atestada decompradores. Cien personas podríanhaber estado observándola, y cuandoella empezó a calcular mentalmente susposibilidades, cien le pareció la cifraprobable. Imaginó una especie de Quornvienés, con Nigel como jefe y Georgie yFergus como cocheros y el pequeño ybarbudo Lederer dirigiendo al grupo, yequipos de matones checos en locapersecución. Y el pobre Jack, sin

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caballo, avanzando lentamente por elhorizonte en pos de ellos.

Escogió el Imperial , que a Magnusle encantaba por su pompa.

–No tengo equipaje, me temo, peroquisiera una habitación por una noche -dijo al recepcionista de pelo plateado,tendiéndole la tarjeta de crédito, y elhombre, que la reconoció al instante, lepreguntó:

–¿Cómo está su marido, señora?Un botones la condujo a un

dormitorio suntuoso del primer piso.«La 121, la habitación que todo elmundo pide -pensó-; la misma a la quele traje el día de su cumpleaños para una

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cena y una noche de amor.» El recuerdono le conmovió lo más mínimo.Telefoneó al mismo recepcionista y lepidió que le reservara un pasaje para elvuelo a Londres de la mañana siguiente:«Desde luego, Frau Pym.» «Humo -recordó-. Al engaño le llamábamoshumo.» Se sentó en la cama, escuchandolas pisadas que se iban acallando en elpasillo a medida que se acercaba la horade cenar. Puertas de doble jamba, detres metros y medio de altura. Un cuadrotitulado Atardecer en el Bósforo deEckenbrecher. «Te amaré hasta queseamos demasiado viejos -había dichoél, con la cabeza sobre aquella misma

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almohada-. Y entonces seguiréqueriéndote.» Sonó el teléfono. Era elconserje, para informarle de que sóloquedaban billetes de clase turista. «Puescoja turista», dijo Mary. Se quitó loszapatos y los sostuvo en la manomientras abría la puerta suavemente y seasomaba al pasillo. «Si creo que meobservan, dejaré los zapatos fuera paraque los limpien.» Parloteo y músicagrabada desde el bar. Una vaharada desalsa de eneldo desde el comedor.Pescado. «Tienen un pescadobuenísimo.» Salió al rellano y aguardó,pero tampoco apareció nadie. Estatuasde mármol. Retrato de un noble

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patilludo. Se puso los zapatos, subió unaescalera, llamó al ascensor y bajó a laplanta baja, saliendo a un pasillo lateralque no se veía desde la recepción. Unpasaje en penumbras conducía hacia laparte trasera del hotel. Lo recorrió,rumbo a una puerta de servicio quehabía en el fondo. La puerta estabaentornada. La empujó, sonriendo casi amodo de disculpa. Un camarero de edadestaba dando los toques finales a unamesa privada. A su espalda había otrapuerta abierta que daba a una callejuela.Con un jovial «guíen Abend» dirigido alcamarero, Mary salió rápidamente alaire libre y llamó a un taxi.

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«Wienerwald», indicó al taxista,«Wienerwald», y le oyó anunciar alconductor por el interfono:«Wienerwald.» Nadie les seguía. Alacercarse al Ring dio al taxista cienschillings, se apeó en un cruce peatonaly cogió un segundo taxi al aeropuerto,donde estuvo leyendo una hora sentadaen los lavabos de señoras a la esperadel último vuelo a Frankfurt.

Era la misma noche, más temprano.La casa formaba parte de una hilera

de viviendas individuales y la fachadatrasera daba a un terraplén ferroviario,

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tal como Tom la había descrito. Una vezmás, Brotherhood hizo unreconocimiento antes de acercarse. Lacalle era tan recta como la línea férrea,y aparentemente igual de larga. Nada,salvo la puesta de sol otoñal perturbabael firmamento. Había la calle, había elterraplén con sus postes de telégrafos ysu agua estancada, y había el cieloinmenso de la infancia andrajosa deBrotherhood, un cielo siempre pobladopor la nube blanca que dejaban lostrenes de vapor fluctuante en sutraqueteo por los pantanos haciaNorwich. Todas las casas eran delmismo diseño y, cuando las examinó, su

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simetría le pareció hermosa, sin queentendiese el porqué. Aquél era el ordende la vida, pensó. «Esta hilera depequeños ataúdes ingleses es lo que creíque estaba preservando.» Hombresblancos decentes en filas ordenadas. Lanúmero 75 había sustituido la cancela demadera por otra de hierro forjado, con«Eldorado» inscrito en escritura curva.La número 77 presentaba un camino decemento con conchas incrustadas. La 88tenía una fachada de madera rústica deteca. Y la número 79, hacia la cualavanzaba Brotherhood ahora,resplandecía con una bandera inglesaque ondeaba en una hermosa asta blanca,

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plantada justo dentro de su territorio. Enel pequeño sendero de grava se hundíanlas marcas de neumáticos de un vehículopesado. Había un altavoz eléctricoempotrado junto al timbre abrillantadode la puerta. Brotherhood lo pulsó yesperó. Le contestó un chisporroteo deinterferencias acústicas, seguido de unavoz resollante de hombre.

–¿Quién puñetas llama?–¿Es usted el señor Lemon? -dijo

Brotherhood por el micrófono.–¿Y qué si soy? -dijo la voz.–Me llamo Marlow. Quisiera saber

si podría tener unas palabras con ustedsobre un asunto privado.

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–Voy a decirle una sola, y la va aentender. Lárguese.

En la ventana salediza, la cortina detul se abrió lo suficiente para queBrotherhood vislumbrase una caritatostada y reluciente, muy arrugada, quele observaba desde la oscuridad.

–Se lo diré de otro modo -dijoBrotherhood, en voz más baja, hablandotodavía por el micrófono-. Soy un amigode Magnus Pym.

Un nuevo chisporroteo mientras lavoz del otro lado parecía recobrarfuerzas.

–¿Por qué demonios no lo ha dichoantes? Entre a tomar un trago.

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Syd Lemon era por entonces unviejecillo minúsculo y rechoncho,vestido totalmente de marrón, como unconejo. Una raya en el centro del cráneopartía su pelo castaño, sin una mota degris. Su corbata marrón lucía cabezas decaballo que miraban con recelo a sucorazón. Llevaba un pulcro chaleco depunto marrón y pantalones planchadosdel mismo color, y las punteras de suszapatos brillaban como castaños deIndias. Sepultados entre un laberinto dearrugas tostadas por el sol, dosluminosos ojos animales despedían unfulgor alegre, aunque la respiración fluíacon esfuerzo. Llevaba un bastón de

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endrino con contera de goma, y alcaminar cimbreaba sus menudas caderascomo si llevara falda.

–La próxima vez que toque a esetimbre, diga simplemente que es ustedinglés -le aconsejó mientras le precedíapor un recibidor inmaculado y mínimo.Brotherhood vio en las paredesfotografías de carreras de caballos y aun Syd Lemon más joven con laindumentaria de Ascot.

–A continuación explique claramentelo que quiere y yo vuelvo a mandarle atomar por el saco -concluyó, con unacceso de risa, y giró torpemente sobresu bastón para guiñar un ojo a

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Brotherhood e indicarle que era sólo unabroma.

–¿Cómo está ese bribón? -preguntóSyd.

–En excelente forma, gracias -respondió Brotherhood.

Sin previo aviso, Syd se sentóbruscamente en una silla de respaldoalto y luego, con ayuda del bastón, seinclinó cautelosamente hacia delante,como una viuda diminuta, hastaencontrar el ángulo que le reportabamenos malestar. Brotherhood viosombras oscuras debajo de sus ojos yuna película de sudor en su frente.

–Tendrá que hacer de anfitrión hoy,

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señor. Yo no estoy en condiciones -dijo-. Está en el rincón. Levante la tapa.Tomaré una gota de scotch por mi saludy usted sírvase cuanto guste.

Una gruesa alfombra marrón corríahasta la pared. Un cuadro chillón de unaescena suiza colgaba sobre los azulejosde la repisa de la chimenea, a uno decuyos lados se encontraba un elegantemueble bar de nogal crudo. CuandoBrotherhood levantó la tapa, una caja demúsica empezó a reproducir unacanción, que era lo que Syd había estadoesperando.

–La conoce, ¿verdad? -dijo Syd-.Escúchela. Baje la tapa. Así. Ahora

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levántela. Ya empieza.– E s Debajo de los arcos -dijo

Brotherhood, con una sonrisa.–Pues claro. Me la regaló su padre.

«Syd -me dice-. No puedo comprarte unreloj de oro ahora mismo, y me temo quehay un problema temporal de liquidezrespecto a tu pensión. Pero hay unmueble de mi propiedad que nos haamenizado la vida a lo largo de los añosy que vale unos cuantos chelines, y megustaría que lo tengas tú como unpequeño recuerdo.» Así que fuimoscorriendo con la furgoneta, Meg y yo,antes de que los artistas de larecuperación nos lo birlaran. Hace cinco

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años de esto. Él había comprado seis enHarrods para obsequiar a sus contactos.Sólo quedaba éste. Nunca me pidió quese lo devolviera, ni una sola vez.«Todavía funciona, ¿eh, Syd? -me decía-. Muchas canciones bonitas tocadas conun violín viejo. Todavía puedosorprenderles.» Y podía. Ni el ojo delas cerraduras estaba a salvo cuando élandaba cerca. Hasta el mismo final. Nopude ir al funeral. Estaba indispuesto.¿Cómo fue?

–Me han dicho que precioso -dijoBrotherhood.

–No me extraña. Había dejadohuella. No estaban enterrando a un don

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nadie, ¿sabe? Aquel hombre habíaestrechado la mano de algunos de losmandamases del país. Al duque deEdimburgo le llamaba «Philip».¿Escribieron sobre él cuando murió?Miré unos cuantos periódicos pero no vigran cosa. Luego pensé queprobablemente lo estarían reservandopara los dominicales. Claro que nuncase sabe con Fleet Street. Me hubieradejado caer por allí si llego a estar bieny les hubiera ofrecido un puñado dechelines para asegurarme. Es ustedpasma, ¿señor?

Brotherhood se rió.–Tiene pinta de poli. Yo cumplí

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tiempo por él, ¿sabe? Muchos denosotros, en realidad. «Lemon», medice. Siempre me llamaba por elapellido cuando quería realmente algo,nunca supe por qué. «Lemon, van apescarme por mi firma en esosdocumentos. Pero si yo negase que lafirma es mía y tú dijeses que lafalsificaste, nadie se enteraría, ¿nocrees?» «Bueno», le dije. Yo sí. Mecaería algún tiempo -le dije-. Siencerrado un tiempo todavía no meentero, no me voy a enterar hasta quetenga más años que Matusalén. Pero aunasí lo hice, fíjese. No sé por qué. Medijo que me daría cincuenta de los

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grandes cuando me soltaran. Yo sabíaque no. Supongo que a eso se le puedellamar amistad. Un mueble bar como éseno te salva la vida en estos tiempos. Asu salud. Ojo al parche.

–Salud -dijo Brotherhood, y bebiómientras Syd le miraba con aprobación.

–¿Qué es usted, entonces, si no espasma? ¿Es uno de esos amigosblandengues de Exteriores? No pareceblando. Parece más un boxeador, si esque no es pasma. Yo no lo he hechonunca, boxear, ¿y usted? Teníamos cadavez asientos en primera fila. Allíestuvimos la noche en que Joe Baksi ledio una buena tunda al pobre Bruce

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Woodcock. Tuvimos que darnos un bañodespués, para quitarnos la sangre. Luegofuimos al club «Albany» y allí estabaJoe en el mostrador, sin una marca en lacara y con un par de beldades al lado, yRickie le dice: «¿Por qué no le hastumbado, Joe? ¿Por qué lo has alargadotanto, asalto tras asalto?» Tenía unafacilidad de palabra increíble. «Rickie -le contesta Joe-. No he podido. No tengocorazón para eso, y punto. Cada vez quele doy, él suelta: oooh… oooh… No hepodido empalmarle el remate, eso estodo.»

Mientras seguía escuchando,Brotherhood dejó que su mirada ociosa

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recayera sobre la huella de un muebleausente en un rincón del cuarto. Era deforma cuadrada, quizá de sesentacentímetros de alto por otros sesenta deancho, y había traspasado el pelo de laalfombra hasta el refuerzo de lona dedebajo.

–¿Estuvo Magnus esa nochetambién? -preguntó jovialmente,orientando de nuevo, con delicadeza, laconversación hacia el propósito de suvisita.

–Era demasiado joven, señor -contestó Syd, resueltamente-.Demasiado crío. Rickie le hubierallevado, pero Meg dijo que no. «Déjale

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conmigo -dijo-. Vosotros podéis salir adivertiros. Pero Titch se queda aquíconmigo, y nos iremos al cine y vamos apasarlo bien.» Bueno, más valía nodiscutir con Meg cuando decía algo así.No lo hacías dos veces. Yo estaría hoyarruinado sin ella. Le hubiera dado aRick hasta el último penique. Pero Megahorraba. Conocía a Syd. Conocía aRick también… un poco demasiadobien, pensaba yo a veces. Pero no se lepuede reprochar. Él estaba chalado,¿sabe? Todos lo estábamos, pero elpadre de Titch estaba muy chalado. Mecostó mucho tiempo darme cuenta.Aunque, si volviera, supongo que

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haríamos lo mismo. -Se rió, a pesar deque su reír le producía dolor-. Haríamoslo mismo y más, seguro que sí. ¿Así queTitch está en apuros?

–¿Por qué iba a estar en apuros? -preguntó Brotherhood, apartando lamirada del rincón.

–Dígamelo usted. Usted es el pasma,no yo. Con una jeta así podría dirigiruna cárcel. No debería estar hablandocon usted. Lo huelo. Yo entraba en laoficina un día. Audley Street. MountStreet. Chester Street. Old Burlington.Conduit. Park Lane. Siempre las callesmejores. Todo en orden. Todo limpio ybonito. La recepcionista allí, sentada

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ante su mesa como la Mona Lisa.«Buenos días, señor Lemon.» «Buenosdías, preciosa.» Pero lo sabía. Lo veíaen su cara. Notaba el silencio. Hola, medecía. La pasma. Han estado charlandocon Rickie. Ahueca el ala, Syd, salpitando por la puerta de atrás. No meequivocaba nunca. Ni una sola vez.Aunque fueron doce meses cuando meengancharon, siempre me olfateaba antesel jaleo.

–¿Cuándo le vio por última vez?–Hace un par de años. Quizá más. Se

distanció después de la muerte de Meg,no sé por qué. Yo habría creído quevendría pero a él no le gustaba eso. No

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le gustaba ver morir a la gente, supongo.No le gustaba la gente pobre o sinesperanza. Una vez se presentócandidato al parlamento. Lo habríalogrado si hubiésemos empezado unasemana antes. Era igual que suscaballos. Siempre lo dejaban paraúltima hora, en la llegada. Llamaba porteléfono, eso sí. Le encantaba elteléfono, siempre le encantó. No erafeliz si no estaba sonando.

–Me refería a Magnus -dijoBrotherhood, pacientemente-, Titch.

–Pensé que quizá se refería a él -dijo Syd. Empezó a toser. Tenía suwhisky delante, encima de la mesa, pero

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aunque estaba a su alcance no lo habíatocado. «Ya no bebe -pensóBrotherhood-. Lo ha puesto ahí pordecoro.» La tos terminó y le dejó sinresuello.

–Magnus vino a verle.–¿Ah, sí? No me enteré. ¿Cuándo?–Cuando iba a ver a Tom. Después

del funeral.–¿Cómo hizo eso?–Vino en coche. Se sentaron los dos

a charlar sobre los viejos tiempos. Austed le agradó la visita. Se lo dijo aTom después. «He tenido unaconversación deliciosa con Syd -le dijo-. Ha sido igual que en los viejos

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tiempos.» Quería que lo supiese todo elmundo.

–¿Le dijo a usted eso?–Se lo dijo a Tom.–Pero no se lo dijo a usted. O no

necesitaría haber venido. Lo razonésiempre. Nunca me equivoqué. «Si lospolis preguntan es porque no saben.Entonces no se lo digas. Si preguntan ysaben, están intentando cazarte. Así quetampoco se lo digas.» Solía decirle estomismo a Rickie, pero él no me hacíacaso. En parte porque era masón. Lehacía sentirse inmune si se iba de lalengua. Así le cogieron nueve de cadadiez veces. Hablaba más de la cuenta. -

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Apenas hacía pausas-. Escuche, señor.Haré un trato con usted. Usted me dicelo que quiere y yo le digo que se vaya atomar por el saco. ¿Qué le parece?

Siguió un largo silencio, pero lasonrisa paciente de Brotherhood nodesmayó.

–Dígame una cosa. ¿Qué hace ahífuera esa bandera inglesa? ¿Significaalgo o es simplemente una flor grandepara el jardín?

–Es un espantapájaros para que nose acerquen extranjeros ni pasmas.

Como quien saca una fotografía de lafamilia, Brotherhood sacó la tarjetaverde, la que le había enseñado a Sefton

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Boyd. Syd extrajo un par de gafas delbolsillo y la leyó por delante y pordetrás. Pasó un tren, atronador, pero nopareció oírlo.

–¿Es un timo? -preguntó.–Estoy en el mismo negocio que esa

bandera -dijo Brotherhood-. Si eso es untimo.

–Podría ser. Todo podría ser.–Estuvo en el octavo ejército,

¿verdad? Tengo entendido que ganó unapequeña medalla en el Alamein.¿También eso fue un timo?

–Podría haber sido.–Magnus Pym está en un pequeño

apuro -dijo Brotherhood-. Para serle

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perfectamente franco, cosa que siempresoy con la gente, parece haberdesaparecido temporalmente.

La carita de Syd se había puestotirante. Su respiración se hizo áspera yrápida.

–¿Quién le ha hecho desaparecer?¿Usted? No se habrá metido en líos conlos chicos de Muspole, ¿verdad?

–¿Quién es Muspole?–Un amigo de Rickie. Tenía

amistades.–Pueden haberle raptado, puede

haberse escondido. Estaba jugando unjuego peligroso con algunos extranjerosmuy poco recomendables.

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–Extranjeros, ¿eh? Bueno, él hablabafranchute, ¿no?

–Trabajaba en la clandestinidad. Porsu país. Y para mí.

–Pues entonces el jodido es unpequeño cabrón -dijo Syd, enfurecido, y,sacando del bolsillo un pañueloperfectamente planchado, se lo pasó porsu cara reluciente-. No tengo pacienciacon él. Meg lo vio. Se va a malear,decía. Hay un poli en ese chico, créeme.Es un soplón. Un soplón nato.

–No era soplar, era jugarse elpellejo -dijo Brotherhood.

–Eso es lo que dice usted. Y quizá lopiense. Pues está equivocado. Ese chico

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nunca estaba satisfecho. Dios no leparecía suficientemente bueno.Pregúntele a Meg. No puede. Ha muerto.Era sensata, Meg. Era una mujer, perotenía más sentido común que usted y yoy medio mundo juntos. Él ha estadojugando con cartas trucadas, lo sé. Megsiempre decía que lo haría.

–¿Qué aspecto tenía cuando vino avisitarle?

–Saludable. Todo el mundo loparece. Rosas en sus mejillasasquerosas. Siempre sé cuando quierealgo. Es encantador, como su padre. Ledije: «Un poco más de luto te vendríabien, a juzgar por tu aspecto.» No quiso

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ni oírlo. «Ha sido una ceremoniapreciosa, Syd -me dice-. Te hubieraencantado.» Bueno, por lo pronto, esoera jabón para limpiarme el culo.«Estaban todos apretujados comosardinas, y aun así no cabían en laiglesia.» «Pamplinas -dije-. Estaban enla plaza, fuera, haciendo cola en lacalle, Syd. Debía de haber unas milpersonas. Si los irlandeses hubieranpuesto una bomba, habrían privado alpaís de sus mejores cerebros.» «¿EstabaPhilip? -le pregunté-. Por supuesto queestaba.» Bueno, pues no podía haberestado, porque habría salido en losperiódicos y en la tele. Aunque supongo

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que podría haber ido de incógnito. Mehan dicho que lo hacen mucho hoy endía, gracias a los irlandeses. En otrotiempo tuvo un amigo. Kennie Boyd. Sumadre era una señora. Rick tuvo unproblema con su tía. Quizá fue donde eljoven Kennie. Podría ser.

Brotherhood negó con la cabeza.–¿Belinda? Fue incondicional,

siempre, a pesar de que él la engañó.Podría ir donde ella en cualquiermomento.

Brotherhood movió otra vez lacabeza.

–O sea, mil personas -objetó Syd-.Acreedores, si quiere. No deudos. No se

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le llora a Rick. No, la verdad. Más bienlanzas un suspiro de alivio, para sersincero. Y luego miras en la cartera yagradeces a la pobre Meg que todavía tequeden algunos billetes. No le dije estoa Titch. No hubiera sido correcto.¿Estaba Philip realmente? ¿Usted haoído decir que estaba?

–Fue una mentira -dijo Brotherhood.Syd se sobresaltó.–Ah, vaya, eso es un poco duro. Eso

es lengua de poli. Magnus me estabatimando, digámoslo así, lo mismo que supadre.

–¿Por qué? -preguntó Brotherhood.Syd no le oyó.

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–¿Qué quería? -insistióBrotherhood-. ¿Por qué se iba a tomartantas molestias para timarle?

Syd estaba exagerando. Frunció elentrecejo. Apretó los labios. Se limpióla punta de su nariz marrón.

–Conque quería ocuparse de mí,¿eh? -dijo, con vivacidad excesiva-.Darme coba, eso sí. «Voy a charlar conel viejo Syd. Para que se sienta bien.»Oh, siempre fuimos amigos. Grandesamigos. Muchas veces fui un padre paraél. Y Meg fue una madre increíble, unaauténtica madre. -Quizá con los añoshaya perdido el arte de mentir. O quizáno lo poseyó nunca del todo-. Lo único

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que quería era una tertulia. Consuelo, aeso se reduce todo. Yo te consuelo, túme consuelas. Siempre quiso mucho aMeg, ya ve. Incluso cuando ella le veíalas intenciones. Leal. Lo reconozco.

–¿Quién es Wentworth? -preguntóBrotherhood.

La cara de Syd se había cerrado degolpe, como la puerta de una cárcel.

–¿Quién es quién, amigo?–Wentworth.–No. No, creo que no. Creo que no

conozco a ningún Wentworth. Me suenamás a lugar. ¿Por qué? ¿Hay algúnWentworth que le está jorobando?

–Sabina. ¿Mencionó a Sabina?

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–Es un caballo de carreras, ¿no?¿No había una Princesa Sabina quedecían que iba a ganar el Gold Cup delaño pasado?

–¿Quién es Poppy?–Vaya. ¿Ya está otra vez Magnus

liado con nenas? Bueno, no sería el hijode su padre si no lo hiciera.

–¿Para qué vino aquí?–Ya se lo he dicho. Buscando

consuelo.Entonces, por una especie de cruel

magnetismo, la mirada de Syd sedesplazó al lugar donde había habido unmueble, antes de volver, con la mayorinsolencia, a enfocar a Brotherhood.

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–Pues bien -dijo Syd.–Dígame una cosa, si no le importa -

dijo Brotherhood- ¿Qué había en aquelrincón de allí?

–¿Dónde?–Allí.–Nada.–¿Un mueble? ¿Recuerdos?–Nada.–¿Algo de su mujer que haya

vendido?–¿De Meg? No vendería una cosa de

Meg aunque me estuviera muriendo dehambre.

–¿Qué ha hecho esas rayas,entonces?

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–¿Qué rayas?–Donde estoy apuntando. En la

alfombra. ¿Qué las ha hecho?–Las hadas. ¿Qué tiene que ver eso

con usted?–¿Qué tiene que ver con Magnus?–Nada. Ya se lo he dicho. No repita

las cosas. Me molesta.–¿Dónde está?–No está. No es una cosa. No es

nada.Dejando a Syd sentado en la silla,

Brotherhood subió corriendo, de dos endos escalones, la estrecha escalera. Elcuarto de baño estaba en frente. Miródentro y luego se dirigió al dormitorio

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principal, a la izquierda. Un diván rosacon volantes ocupaba casi toda lahabitación. Miró debajo, palpó pordebajo de las almohadas, las levantó.Abrió el armario ropero y apartóperchas de abrigos de pelo de camello yvestidos caros de mujer. Nada. Había unsegundo dormitorio al otro lado delrellano, pero no albergaba ningúnmueble de sesenta por sesentacentímetros, sino tan sólo pilas demaletas blancas de piel, muy hermosas.Al volver a la planta baja inspeccionó elcomedor y la cocina y, desde la ventanatrasera, el jardincillo que conducía alterraplén. No había cobertizo ni garaje.

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Volvió a la sala. Pasaba otro tren. Antesde hablar, esperó a que cesara el ruidode su paso. Syd estaba muy encorvadoen la silla. Tenía las manos unidas sobreel pomo del bastón, y su barbilladescansaba pasivamente sobre ellas.

–¿Y las huellas de neumáticos quehay fuera también las han hecho lashadas? -preguntó Brotherhood.

Entonces Syd habló. Tenía los labiosapretados y las palabras parecíancausarle dolor.

–¿Me jura usted, poli, palabra descout, que esto es en bien del país?

–Sí.–Lo que él ha hecho, cosa que no

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creo y no quiero saber, ¿es antipatrióticoo podría serlo?

–Podría serlo. Lo más importantepara todos nosotros es encontrarle.

–¿Y que se pudra si me estámintiendo?

–Que me pudra.–Se pudrirá, poli. Porque yo quiero

a ese chico pero nunca he perjudicado ami país. Vino aquí a timarme, es cierto.Quería el fichero. El viejo fichero verdeque Rick me confió para que lo cuidaracuando se fue a hacer sus viajes. «Ahoraque Rick ha muerto, puedes entregarmelos papeles -me dice-. No te preocupes.Es legal. Son míos. Soy su heredero,

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¿no?»–¿Qué papeles?–La vida de su padre. Todas sus

deudas. Sus secretos, podríamos decir.Rickie los guardaba en ese ficheroespecial. Lo que nos debía. Un día iba apagarnos a todos, nunca volvería afaltarnos de nada. Al principio le dijeque no. Siempre dije que no cuandoRickie vivía, y no quería que nadahubiese cambiado. «Ha muerto -le dije-.Deja que descanse en paz. Nadie hatenido un camarada mejor que tu padre ytú lo sabes, así que basta de hacermepreguntas y vive tu vida», le digo. Hayalgunas cosas malas en ese fichero.

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Wentworth era una de ellas. No conozcolos otros nombres que ha dicho. Quizásestén también en el fichero.

–Quizá.–Empezó a discutir y al final le dije:

«Llévatelo.» Si Meg hubiera vivido,nunca habría consentido que me loquitaran, pero ha muerto. No pudenegárselo, ésa es la verdad. Nunca pudenegarle nada, como tampoco a su padre.Iba a escribir un libro. Eso tampoco megustó. «Tu padre no fue muy amigo delos libros, Titch -le dije-. Tú lo sabes.Se educó en la universidad del mundo.»No me escuchó. Nunca me escuchabacuando quería algo. «Muy bien -le dije-.

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Llévatelo. Y quizás así te quites a tupadre de encima. Mételo en el coche ylárgate -le dije-. Llamaré al vecinofortachón de al lado para que te ayude acargarlo.» No quiso. «El coche no sirve-dice él-. No va al mismo sitio que elfichero.» «Muy bien -le digo-. Entoncesdéjalo aquí y cállate.»

–¿Dejó algo más aquí?–No.–¿Llevaba una cartera?–Un maletín negro de tío blandengue,

con el escudo de la reina y doscerraduras.

–¿Cuánto tiempo se quedó?–Lo suficiente para timarme. Una

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hora, media hora, ¿yo qué sé? Tampocoquiso sentarse. No podía. Ibacontinuamente de un lado para otro, consu corbata negra, sonriendo. Mirabatodo el tiempo por la ventana. Le dije:«¿Qué banco has robado? Dímelo paraque vaya a sacar mi dinero.» Solíareírse de chistes así. No le hizo gracia,pero sonreía constantemente. Bueno, losfunerales impresionan de muchasmaneras, ¿no? Pero yo habría podidoprescindir de su sonrisa.

–Y entonces se marchó. ¿Con elfichero?

–Pues claro que no. ¿Acaso nomandó el camión?

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–Por supuesto -dijo Brotherhood,maldiciéndose por su estupidez.

Estaba sentado cerca de Syd y habíadejado su whisky al lado del de Syd,encima de la mesa india de cobre batidoque Syd pulía hasta que brillaba como elsol oriental. Syd hablaba con muchadesgana, y su voz casi no se oía.

–¿Cuántos?–Dos tipos.–¿Les ofreció una taza de té?–Naturalmente.–¿Vio el camión?–Pues claro. Estaba mirando por la

ventana cuando llegaron, ¿no? Eso aquíes una gran distracción, un camión.

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–¿De qué empresa?–No lo sé. No había nada escrito.

Era un camión normal. Parecía más bienuno alquilado.

–¿De qué color?–Verde.–¿Alquilado a quién?–¿Cómo quiere que lo sepa?–¿Firmó algún papel?–¿Yo? Está loco. Tomaron el té,

cargaron y se dieron el bote.–¿Adónde lo llevaban?–Al almacén, ¿no?–¿Dónde está el almacén?–En Canterbury.–¿Está seguro?

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–Pues claro que lo estoy.Canterbury. Facturado a Canterbury. Yademás se quejaron del peso. Siemprese quejan, piensan que eso les vuelvemás hidrópicos.

–¿Dijeron que era un envío paraPym?

–Envío a Canterbury. Se lo acabo dedecir.

–¿Traían algún nombre?–Lemon. Vayan a casa de Lemon y

recojan un envío para Canterbury. Yosoy Lemon. La respuesta es Lemon.

–¿Vio el número del camión?–Oh, sí. Lo apunté. Es mi hobby,

apuntar números de camiones.

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Brotherhood consiguió ensayar unasonrisa.

–¿Recuerda al menos qué clase decamión era? -preguntó-. Rasgosdistintivos, lo que sea.

Era una pregunta inofensiva,planteada de un modo inofensivo. Elmismo Brotherhood esperaba poco deella. Era la clase de pregunta que, si nose hace, deja una laguna, pero si se haceno reporta beneficio; era parte delbagaje necesario del oficio deinterrogar. Y sin embargo fue la últimaque Brotherhood hizo a Syd aquelatardecer de otoño, y de hecho fue laúltima que hizo en su breve pero

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desesperada búsqueda de Magnus Pym,porque posteriormente sólo tuvorespuestas de que preocuparse. Syd, noobstante, se negó en redondo ainvestigarlas. Empezó a hablar peroluego cambió de opinión y cerrófirmemente la boca con un pequeño pop.Despegó la barbilla de las manos,levantó la cabeza y después,gradualmente, levantó también sucuerpecillo de la silla dolorosa peroestrictamente, como si un bugle lejano lehubiera llamado para un último desfile.Arqueó la espalda, puso el bastón a uncostado.

–No quiero que encierren a ese

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chico -dijo, con voz descascarillada-.¿Me ha oído? Y no voy a ayudarle a quele encierren. Su padre estuvo en lacárcel. Yo también. Y no quiero quemetan al chico. Me molesta. No es nadapersonal, poli, pero váyase.

«Se acabó -pensó con calmaBrotherhood, mirando en torno de laconcurrida mesa de conferencias de lasuite de Brammel en el quinto piso-. Esmi último banquete con vosotros. Alsalir por esta puerta seré el hijo desesenta años de un guardabosque.»Había una docena de manos desplegada

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debajo de la luz, como cadáveres a laespera de ser identificados. A suizquierda languidecían las mangas deestambre, cortadas por un sastre, delrepresentante de Asuntos Exteriores, unhombre llamado Dorney. Leonesheráldicos en postura arrogantedecoraban sus gemelos de oro. Más alláde Dorney reposaban las puntasinmaculadas de los dedos de su jefeBrammel, cuya herencia del medioSurrey no necesitaba proclamarse. Másallá de Bo se sentaba Mountjoy, ministrodel Gobierno. Luego los demás. En sutalante de desapego creciente, aBrotherhood le costaba trabajo

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emparejar las manos con las voces. Peroya no importaba, porque esa noche todosellos eran una sola voz y una manomuerta. «Forman la corporación que enun tiempo pensé que era mayor que lasuma de sus partes -pensó-. Hepresenciado en mi vida el nacimientodel avión a reacción, de la bombaatómica y de la computadora, y tambiénel fallecimiento de la institución inglesa.No tenemos nada que despachar, salvo anosotros mismos.» El aire mohoso de lamedianoche olía a decadencia. Nigelestaba leyendo el certificado dedefunción.

–Esperaron delante de la casa de

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Lumsden hasta las seis y doce, y despuéstelefonearon a la casa desde una cabinade la carretera. La señora Lumsdencontestó que ella y su sirvienta estabanbuscando a la señora Pym en esemomento. Mary había salido a dar unpaseo por el jardín trasero y no habíavuelto. Había estado fuera más de unahora. El jardín estaba desierto.Lumsden, por su parte, estaba en laResidencia. Al parecer, el embajador leconvocó.

–Espero que nadie intente culpar alos Lumsden de esto -dijo Dorney.

–Seguro que no -dijo Bo.–No dejó una nota ni una palabra a

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nadie -continuó Nigel-. Durante el díahabía estado preocupada, pero eranatural. Investigamos en las compañíasaéreas y descubrimos que habíareservado un pasaje de clase turista enel vuelo a Londres de la «BritishAirways» de mañana por la mañana.Dio la dirección del hotel «Imperial» deViena.

–De esta mañana -le corrigióalguien, y Brotherhood vio que el relojde oro de Nigel se ladeaba bruscamentehacia él.

–El vuelo de esta mañana, pues -asintió Nigel, de mal humor-. Cuandoindagamos en el Imperial, ella no estaba

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en su habitación, y cuando investigamosen el aeropuerto por segunda vezsupimos que había comprado un billetesin reserva para el último vuelo de la«Lufthansa» a Frankfurt ese mismo día.Por desgracia no obtuvimos estainformación hasta después de que elvuelo de Frankfurt hubiese aterrizado ensu destino.

«Te la ha dado con queso -pensóBrotherhood, con una satisfacciónrayana en orgullo-. Es una buena chica yconoce el juego.»

–¿No es una lástima que nodescubrierais lo de Frankfurt la primeravez que fuisteis al aeropuerto? -dijo

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audazmente un incrédulo desde lacabecera de la mesa.

–Naturalmente que es una lástima -replicó Nigel-. Pero si hubieras estadoescuchando con más atención, creo queme habrías oído decir que ella compróun billete sin reserva. La lista oficial delvuelo en la que figuraba su nombre, porlo tanto, no quedó completa hasta elmomento justo en que el avión despegó.

–Suena un poco a embrollo, de todasmaneras -dijo Mountjoy-. ¿Y la lista nooficial del vuelo?

«No -pensó Brotherhood-. No es unembrollo. Para embrollarse hace faltaprimero tener orden. Esto es inercia,

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normalidad. Lo que antiguamente fue ungran servicio se ha convertido en unhíbrido inamovible: mitad burócrata,mitad pirata, y usa los argumentos deuna para refutar a los de la otra.»

–¿Entonces dónde está? -preguntóalguien.

–No lo sabemos -dijo Nigel, consatisfacción-. Y como no podemos pedira los alemanes ni, dicho sea de paso,por supuesto, a los americanos, queregistren todos los hoteles de Frankfurt,acción que parece lenta, por no decirotra cosa, no veo qué más podemoshacer. O haber hecho. Francamente.

–¿Jack? -dijo Brammel.

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Brotherhood oyó una versión másantigua de su propia voz que se retirabahacia la oscuridad.

–Dios sabe -dijo-. A estas horas,probablemente tiene el trasero sentadoen Praga.

Nigel de nuevo.–Ella no ha hecho nada malo, hasta

donde se sabe. No podemos mantenerlaprisionera contra su voluntad. Es unaciudadana libre. Si su hijo quierereunirse con ella allí la semana queviene, tampoco podemos hacer grancosa a ese respecto.

Mountjoy aireó una inquietudanterior.

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–Creo de verdad que la intervencióndel teléfono de la embajada americanaes bastante extraordinario. Esa mujer,Lederer, gritando desde Viena a sumarido en Londres cosas sobre dospersonas que intercambian mensajes enuna iglesia. Era de nuestra iglesia de laque estaba hablando. Mary estaba allí.¿No podíamos haber sacado unas pocasdeducciones de eso?

Nigel tenía la respuesta adecuada:–Me temo que sólo mucho después

del suceso. Los transcriptores, y esperfectamente comprensible, no vieronnada anómalo en la conversación y nosla pasaron veinticuatro horas después de

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haber tenido lugar la llamada telefónica.La información que nos hubiera alertado-a saber, que Mary había sido vistaposiblemente saliendo de unapartamento seguro checo donde esehombre, Petz y demás, se habíahospedado previamente- nos llegó, porconsiguiente, antes de la intervencióntelefónica. No se nos puede reprocharque no hayamos puesto el carro antesque los bueyes, ¿no?

Nadie pareció saber si se les podíareprochar o no.

Mountjoy dijo que era hora de tomarpostura. Dorney dijo que realmentetenían que decidir si informar a la

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policía y distribuir la foto de Pym. Enesto Brammel revivió bruscamente.

–Hacer eso es como cerrar el caso -dijo-. Estamos ya muy cerca. Muy,¿verdad, Brotherhood?

–Me temo que no -respondióBrotherhood.

–¡Pues claro que sí!–Son sólo conjeturas. Por ahora.

Necesitamos el camión de mudanzas.Eso tampoco será tarea fácil. Habráutilizado señuelos, casas intermedias. Lapolicía sabe hacer esas cosas. Nosotrosno tenemos posibilidades. Usa elnombre de Canterbury. O creemos quelo usa. Es porque en el pasado todos sus

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nombres de trabajo han sido de lugares,y tiene un tic al respecto. CoronelManchester, Hull, Gulworth. Por otraparte es posible que hayan llevado elfichero a Canterbury y que él esté allí. Oque lo hayan llevado a Canterbury y élno esté allí. Necesitamos una plaza juntoal mar y una casa con una mujer a la quepor lo visto quiere mucho. Ella no viveen Escocia ni en Gales porque es dondeél dice que vive. No disponemos demedios para peinar todas las ciudadescosteras del Reino Unido. La policía sí.

–Está loco -dijo un fantasma.–Sí, está loco. Ha estado

traicionándonos durante más de treinta

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años y hasta ahora no lo hemos sabido.El error es nuestro. Así que igualmentepodemos admitir que interpreta bastantebien al hombre cuerdo cuando le hacefalta, y que tiene un estilo de lo másdepurado. ¿Alguien está más cerca queyo?

La puerta se abrió y volvió acerrarse. Kate apareció con los brazosllenos de carpetas rayadas en rojo.Estaba pálida y muy tiesa, como unsonámbulo. Depositó una carpetadelante de todos los reunidos.

–Éstas acaban de llegar de Señales -dijo, a Bo únicamente-. Han aplicadolas claves del Simplicissimus a las

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transmisiones checas. Los resultados sonpositivos.

A las siete de la mañana las callesde Londres estaban desiertas, peroBrotherhood avanzaba por ellas como siestuviesen llenas, con la espalda erguidaentre los vacilantes y los pusilánimes,como un hombre que conoce su caminoentre la multitud. Brotherhood era el tipode hombre a quien los policíassaludaban. «Gracias, oficial -pensó,imprimiendo a su paso un aire aún másresuelto-. Acaba de sonreír al hombreque fue amigo del traidor más reciente

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del mañana, al hombre que rechazó lascríticas hasta que el caso se volvióirresoluble y luego rechazó a susdefensores cuando se tornó inafrontable.¿Por qué empiezo a entenderle? -sepreguntó, maravillado de su propiatolerancia-. ¿Por qué en el corazón, yaque no en el intelecto, percibo unacorriente de simpatía por el nombre quedurante toda su vida ha transformadomis éxitos en un fracaso? Me ha hechopagar lo que le hice hacer.»

«Tú mismo lo provocaste», habíadicho Belinda. ¿Entonces por qué teníaque dolerle aún, como su brazo colganteen el momento en que se lo destrozaron?

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«Está en Praga -pensó-. El juego depersecución de los últimos días ha sidouna danza de los velos checa paradistraer nuestra atención mientras ellosle ponían sigilosamente a salvo. Maryno hubiese ido allí nunca, a no ser queMagnus le hubiera precedido. Mary nohubiese ido allí nunca: punto.»

¿Habría? ¿No habría ido? Él loignoraba, y no hubiese dado crédito anadie que le dijera que lo sabía.¿Renunciar a Plush y a su identidadinglesa? ¿Por Magnus, ahora?

No lo haría nunca.Lo haría por Magnus.Tom es el primero para ella.

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Se quedará.Se llevará a Tom con ella.Necesito una mujer.En la esquina de Half Moon Street

había una cafetería abierta toda lanoche, y en otras madrugadasBrotherhood podría haber entrado ypermitido que las putas cansadas sequejaran de su perro, y Brotherhood, asu vez, se habría quejado de las putas,les habría pagado un café y les habríadado palique, porque le gustaba suoficio y sus agallas y su mezcla deastucia y estupidez humanas. Pero superro había muerto y, por el momento,también su sentido de la diversión.

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Abrió la puerta de casa y se dirigióhacia el aparador donde estaba elvodka. Se sirvió medio vaso sin hielo ylo apuró de un trago. Abrió el grifo de labañera, encendió el transistor y lo llevóal cuarto de baño. El noticiarioinformaba de desastres en todas partes,pero no dijo nada de una pareja dediplomáticos ingleses que hubiesenaparecido en Praga. «Si los checosquieren dar el campanazo lo harán almediodía, para que salga en latelevisión de la noche y en losperiódicos de mañana -pensó. Empezó aafeitarse. El teléfono estaba sonando-.Es Nigel para decirme que le hemos

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encontrado, ha estado en su club todo eltiempo. Es el oficial de guardia, parainformarme de que el ministerio deExteriores de Praga ha convocado unaconferencia de prensa al mediodía paralos corresponsales extranjeros. EsSteggie, diciendo que le gustan loshombres fuertes.»

Apagó la radio, fue desnudo a lasala, cogió el auricular, dijo «¿Sí?» yoyó un silbido, y a continuación nada.Apretó los labios como para advertirsede que no hablara. Estaba rezando.Indudablemente estaba rezando. «Habla-rezó-. Di algo.» Entonces lo oyó: tresgolpes breves de una moneda o una lima

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de uñas sobre el tambor del micrófono:procedimientos de Praga. Miróalrededor en busca de algo metálico, viosu pluma estilográfica encima delescritorio y se las ingenió para atraparlasin soltar el teléfono. Dio un golpecito, asu vez: Estoy a la escucha. Dosgolpecitos más, luego otros tres.Quédate donde estás, dijo el mensaje.Tengo información para ti. Dio dosgolpes con su pluma en el micrófono yoyó dos en respuesta antes de que elcomunicante colgara. Se pasó los dedospor el pelo crespo. Llevó el vodka a lamesa, se sentó y se tapó la cara con lasmanos. «Mantente vivo -rezó-. Son las

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redes. Es Pym, en una palabra. Séinteligente. Estoy aquí, si es lo que estáspreguntando. Estoy aquí, esperando tupróxima señal. No llames hasta que noestés listo.»

El teléfono aulló por segunda vez.Descolgó el auricular, pero sólo eraNigel. La descripción y la fotografía dePym estaban en camino hacia todas lascomisarías del país, dijo. La Casaestaba conectada únicamente con laslíneas telefónicas operativas. Bo habíaordenado que desconectasen las líneasde Whitehall. Los contactos de prensaestaban ya echando abajo las puertas.«¿Por qué me lo dice a mí? -se preguntó

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Brotherhood-. ¿Se siente solo o me estádando la oportunidad de decir: “Acabode recibir una extraña llamada de unagente que ha usado los procedimientosde Praga”? Es por la llamada rara»,decidió.

–Algún bromista acaba de llamarmecon la clave telefónica checa -dijo-. Lehe dado la señal de hablar, pero no hahablado. Sólo Dios sabe de qué se trata.

–Bueno, si surge algo, avísanosinmediatamente. Usa la línea operativa.

–Lo que tú digas -respondióBrotherhood.

Una nueva espera. Pensando entodos los agentes que alguna vez habían

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atravesado un mal terreno. «Tómate tutiempo. Muévete con cuidado y conconfianza. No pierdas la cabeza. Nocorras. Elige la cabina. -Oyó unallamada a la puerta-. Es algún malditovendedor. Kate ha tomado unasobredosis. Es el imbécil de ese chicoárabe que vive debajo y que estáconvencido de que mi cuarto de bañogotea sobre el suyo.» Se puso una bata,abrió la puerta y vio a Mary. La arrastródentro y cerró de un portazo. Ignorabacuál había sido su reacción posterior. Side alivio o de cólera, de remordimientoo de indignación. La abofeteó una vez,luego le asestó otra bofetada y en un día

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claro la hubiera llevado directamente ala cama.

–Hay un sitio que se llama FarleighAbbott, cerca de Exeter -dijo ella.

–¿Y qué?–Magnus le dijo a él que había

instalado a su madre en una casa junto almar, en Devon.

–¿Quién es él?–Poppy. Su controlador checo.

Estudiaron juntos en Berna. Cree queMagnus va a suicidarse. De repentecomprendí. Eso es lo que hay en lamaleta autodestructiva de los secretos.La pistola de la sede. ¿No es eso?

–¿Cómo sabes que es Farleigh

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Abbott?–Habló de su madre en Devon. Él no

tiene madre. El único sitio que conoceen Devon es Farleigh Abbott. «Cuandoestuve en Devon -solía decir-. Vámonosde vacaciones a Devon.» Era siempreFarleigh Abbott. Nunca fuimos, y dejóde hablar de ello. Rick solía llevarleallí al salir del colegio. Hacían unpicnic y recorrían la playa en bicicleta.Es uno de sus lugares ideales. Está allícon una mujer. Lo sé.

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15

Te imaginarás, Tom, con qué júbiloen su corazón juvenil el brillante oficialde espionaje y amante celebró laconclusión de sus dos años de abnegadoservicio a la bandera en la lejanaAustria y se dispuso a volver a laInglaterra civil. Su despedida de Sabinano fue tan desgarradora como él habíatemido, porque a medida que el día seaproximaba ella fingía una indiferenciaeslava ante su partida.

–Seré una mujer feliz, Magnus. Tusesposas inglesas no me pondrán caras

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agrias. Seré economista y una mujerlibre, no la cortesana de un soldadofrívolo.

Nadie hasta entonces había llamadofrívolo a Pym. Ella incluso partió depermiso antes que él para prevenir laangustia de la separación. «Está siendovaliente», se dijo Pym. Su despedida deAxel, aunque atormentada por rumoresde nuevas purgas, tuvo un caráctersimilarmente rotundo.

–Sir Magnus, me pase lo que mepase, hemos hecho un gran trabajo juntos-dijo, cuando, a la luz del atardecer, semiraron cara a cara fuera del cobertizoque se había convertido en el segundo

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hogar de Pym-. No olvides nunca que medebes doscientos dólares.

–No lo olvidaré -dijo Pym.Inició el largo trayecto de regreso al

jeep del sargento Kaufmann. Se volviópara decir adiós a Axel con la mano,pero había desaparecido en el bosque.

Los doscientos dólares eran unrecordatorio de su intimidad crecientedurante los meses finales de su relación.

–Mi padre me urge a que le mandedinero otra vez -Pym había dicho unanoche mientras fotografiaban un libro declaves que había sustraído del casillerode cricket de Membury-. La policíabirmana tiene intención de arrestarle.

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–Entonces mándaselo -habíacontestado Axel, rebobinando el rollode su cámara. Se lo guardó en el bolsilloy sacó otro-. ¿Cuánto quiere?

–Por poco que quiera, no lo tengo.Soy un suboficial de trece chelines aldía, no un millonario.

Axel había aparentado no prestarmás interés, y habían vuelto al tema delsargento Pavel. Axel dijo que era horade inventar una nueva crisis en la vidade Pavel.

–Pero si ya tuvo una el mes pasado -había objetado Pym-. Su mujer le echóde su apartamento por sus borracheras ytuvimos que ayudarle a que pagara la

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posibilidad de volver.–Necesitamos una crisis -había

repetido con firmeza Axel-. Viena estáempezando a considerarle como algofijo y no me preocupa el tono de suspreguntas subsiguientes.

Pym encontró a Membury sentadoante su mesa. El sol de la tarde brillabaen un costado de su cabeza amistosamientras leía un libro sobre peces.

–Me temo que Mangasverdes quiereuna gratificación de doscientos dólaresen metálico -dijo.

–Pero, querido muchacho, ¡ya lehemos pagado un montón de dinero estemes! ¿Para qué demonios puede querer

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doscientos dólares?–Tiene que pagarle un aborto a su

hija. El médico sólo acepta dólaresamericanos y empieza a ser urgente.

–Esa niña sólo tiene catorce años.¿Quién es el hombre? Deberían meterleen la cárcel.

–Es aquel capitán ruso del cuartelgeneral.

–Ese puerco. Ese maldito cerdo.–Pavel también es católico, ya sabe

-le recordó Pym-. No muy bueno, loadmito. Pero tampoco es fácil para él.

La noche siguiente Pym contódoscientos dólares encima de la mesadel cobertizo. Axel se los devolvió.

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–Para tu padre -dijo-. Un préstamoque te hago.

–No puedo aceptarlo. Son fondosoperativos.

–Ya no. Pertenecen al sargentoPavel. -Pym no recogió todavía eldinero-. Y el sargento Pavel te lospresta como amigo -dijo Axel,arrancando una hoja de su cuaderno-.Hazme un recibo aquí. Fírmalo y algúndía te lo cobraré.

Pym se alejó con ánimo contento,confiando en que Graz y todas susresponsabilidades, como Berna,dejarían de existir en el momento en queentrase en el primer túnel.

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Al depositar las armas en eldepósito del Cuerpo de Información deSussex, Pym recibió del oficial dedesmovilización la siguiente cartaCONFIDENCIAL Y PRIVADA:

Grupo de InvestigaciónUltramarino del Gobierno.

Apartado de Correos 777,Ministerio de Asuntos Exteriores,Londres, S.W.1

Querido Pym:Amigos comunes de Austria me han

facilitado su nombre como el de una

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persona que podría estar interesada enun empleo de más larga duración. Si esasí, ¿tendría inconveniente en almorzarconmigo en el «Traveller’s Club» parauna charla informal el viernes 19 a lasdoce cuarenta y cinco?

(Firmado) Sir Alwyn Leith, C.M.G.[14]

Una misteriosa aprensión impidió aPym contestar durante varios días.«Necesito nuevos horizontes -se dijo-.Son buena gente, pero limitada.» Unamañana en que se sintió más fuerte,escribió declinando el ofrecimientoporque estaba pensando emprender una

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carrera eclesiástica.

–Siempre queda Shell, Magnus -dijola madre de Belinda, que se habíatomado muy a pecho el futuro de Pym-.Belinda tiene un tío en Shell, ¿verdad,querida?

–Quiere hacer algo notable, mamá -dijo Belinda, pegando una patada contrael suelo y haciendo que se estremeciesela mesa del desayuno.

–Yo sé de alguien que cumpliócondena -dijo el padre de Belinda desdedetrás de su Telegraph, y por algunarazón le pareció muy chistoso, y siguió

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riéndose a través de los huecos queseparaban sus dientes mientras Belindasalía al jardín enfurecida.

Un solicitador más interesante de losservicios de Pym era Kenneth SeftonBoyd, que había entrado en posesión deuna herencia y le había propuesto queabrieran juntos un club nocturno.Ocultando esta proposición a Belinda,que tenía sus criterios sobre los clubsnocturnos y los Sefton Boyd, Pympretextó un compromiso en su antiguocolegio y se desplazó a la finca familiarde Escocia, donde Jemima fue arecibirle a la estación. Estaba al volantedel mismísimo «Land Rover» desde el

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que le había mirado airadamente cuandoeran niños. Estaba más bonita que nunca.

–¿Qué tal en Austria? -preguntó,mientras brincaban alegremente por lastierras altas de color púrpura rumbo a unmonstruoso castillo Victoriano.

–Fabuloso -dijo Pym.–¿Has boxeado y jugado al rugby

todo el tiempo?–Bueno, en realidad no todo el

tiempo -confesó Pym.Jemima le dirigió una mirada de

prolongado interés.Los Sefton Boyd vivían en un mundo

sin padres. Un criado censurador lessirvió la cena. Después jugaron al

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backgammon hasta que Jemima se sintiócansada. El dormitorio de Pym era tanespacioso y tan frío como un campo defútbol. Despertó, sin moverse, de susueño ligero, a causa de un destello rojoy desmembrado que parpadeaba comouna luciérnaga en la oscuridad. Eldestello menguó y desapareció. Unafigura pálida avanzó hacia él. Pym olió acigarrillo y a pasta de dientes, y sintió elcuerpo desnudo de Jemima que seacomodaba suavemente junto a él, y loslabios de Jemima se encontraron con losde Pym.

–No te importará que te echemos elviernes, ¿verdad? -dijo Jemima, cuando

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los tres desayunaban en la cama de unabandeja que había llevado Sefton Boyd-.Es sólo que Mark viene a pasar el fin desemana.

–¿Quién es Mark? -preguntó Pym.–Bueno, parece que voy a casarme

con él -dijo Jemima-. Me casaría conKenneth si pudiera, pero ya sabes loconvencional que es para estas cosas.

Renunciando a las mujeres, Pymescribió al British Council ofreciéndosea distribuir cultura entre primitivos, y asu antiguo profesor, Willow, pidiendoun empleo para enseñar alemán. «Echo

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mucho de menos la disciplina delcolegio y he sentido una intensa lealtadpor él desde que mi padre dejó de pagarlas cuotas.» Escribió a Murgoinscribiéndose para un largo retiro,aunque tuvo la prudencia de ser vagorespecto a las fechas. Escribió a loscatólicos de Farm Street pidiéndolesque le permitieran continuar lainstrucción que había empezado en Graz.Escribió a una academia inglesa deGinebra y a una escuela americana deHeidelberg, y a la BBC, todo con unespíritu de autonegación. Escribió alcolegio de abogados para que leinformaran sobre las oportunidades de

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estudiar Derecho. Rodeado así de unaplétora de intentos, rellenó una instanciaenorme detallando su vida brillantehasta la fecha, y lo envió a la bolsa detrabajo de Oxford en búsqueda de máscaminos. La mañana era soleada y lavieja ciudad universitaria le deslumbracon recuerdos desenfadados de sustiempos de informante comunista. Suinterlocutor era un hombre singular, si esque no estaba claramente venado. Seempujó las gafas hasta lo alto de lanariz. Las desplazó hacia sus mechonesgrisáceos, como un piloto afeminado.Ofreció jerez a Pym y le puso la manoen las posaderas con objeto de

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impulsarle hasta una ventana larga quedaba a una hilera de casas municipales.

–¿Qué le parece un trabajo en lasucia industria? -sugirió.

–La industria estaría bien -dijo Pym.–No, a menos que le guste comer con

la plebe. ¿Le gusta comer con la plebe?–Realmente, no tengo mucha

conciencia de clase, señor.–Qué encantador. ¿Y le gusta

mancharse de grasa hasta los codos?Pym contestó que no le importaba

realmente ensuciarse de grasa, pero paraentonces le estaban guiando a unasegunda ventana desde la cual sedivisaban agujas de campanarios y

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césped.–Tengo una plaza de ayudante de

bibliotecario en el Museo Británico yuna especie de auxiliar administrativode tercera para la Casa de los Comunes,que es la versión proletaria de la de losLores. Tengo algunas cosillas en Kenia,Malaya y Sudán. No tengo nada en laIndia, me han quitado esa zona. ¿Legusta el extranjero o lo detesta?

Pym dijo que el extranjero le parecíafabuloso, que había estudiado en launiversidad de Berna. Su interlocutor sequedó perplejo.

–Pensé que había estudiado aquí.–También aquí -dijo Pym.

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–Ah. ¿O sea que le gusta el peligro?–Me encanta, realmente.–Pobrecillo. No repita «realmente»

todo el tiempo. ¿Y ofrecerá una lealtadincondicional a cualquiera que cometala imprudencia de emplearle?

–Sí.–¿Adorará a su país con razón o sin

ella para que Dios le ayude y el partidoconservador?

–También -dijo Pym, riendo.–¿Cree asimismo que haber nacido

inglés es haber nacido con un boletopremiado en la lotería de la vida?

–Pues sí, para ser sincero, esotambién.

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–Entonces sea espía -sugirió suinterlocutor, y sacó de su escritorio otroformulario y se lo entregó a Pym-. JackBrotherhood le envía cariñososrecuerdos y dice que por qué diablos nose ha puesto en contacto con él y por quéno ha querido almorzar con el simpáticoreclutador.

Podría escribirte ensayos enteros,Tom, sobre los placeres voluptuosos deser entrevistado. De todas las artes deafiliación que Pym dominaba y quemejoró a lo largo de su vida, laentrevista debe figurar en primertérmino. En aquella época no teníamosfalsos ciclistas, como tu tío Jack suele

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llamarlos. No teníamos a nadie que nofuese un ciudadano del mundo secreto,investido de la inocencia intachable delprivilegio. Lo más cerca que habíanestado de la experiencia de la vida erala guerra, y para ellos la paz era unacontinuación por otros medios. Sinembargo, en lo referente al mundo queexistía fuera de sus cabezas, habíanllevado una vida tan protegida, tanpueril y tierna en sus simplicidades, tanendógena en sus relaciones, quenecesitaban escalones para llegar a lasociedad a la que sinceramente creíanque estaban protegiendo. Pymcompareció ante ellos, tranquilo,

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reflexivo, resuelto, modesto. Pym adaptósus facciones a un molde tras otro, ya dereverencia, ya de admiración, de ardor,de franqueza apasionada o de buenhumor espiritual. Simuló una gratasorpresa cuando oyó que sus tutorestenían una opinión inmejorable de él, ymanifestó un orgullo austero al conocerque el ejército también le amaba. Fuemodesto al poner reparos y modesto alvanagloriarse. Clasificó aparte a losdevotos y a los tibios, y no descansóhasta haber convertido a toda la bandaen socios de pago vitalicios del club dehinchas de Pym.

–Ahora háblenos de su padre, Pym,

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haga el favor -dijo un hombre con unbigote caído que incómodamenterecordaba al de Axel-. A mí me pareceun individuo un tanto pintoresco.

Pym sonrió tristemente, intuyendo elclima. Titubeó con delicadeza antes dereanimarse.

–Me temo que a veces es quizádemasiado pintoresco, señor -dijo, entreun borboteo de risas masculinas-. Adecir verdad, no le veo mucho.Seguimos siendo amigos, pero más bienle rehuyo. Tengo que hacerlo, realmente.

–Sí, bueno, creo que no podemoshacerle responsable de los pecados desu padre, ¿no? -dijo indulgentemente el

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mismo entrevistador-. Le estamosentrevistando a usted, no a su papá.

¿Cuánto sabían o querían saber deRick? Incluso hoy sólo puedo aventurarconjeturas, porque la cuestión no volvióa plantearse y estoy seguro de que en suaspecto formal quedó totalmenteolvidado al cabo de pocos días depronunciarse la admisión de Pym.Después de todo, los caballeros inglesesno se discriminan entre sí por razones delinaje, sino de educación. De vez encuando debían de haber leído algo sobreuna de las quiebras más espectacularesde Rick, y quizá se habían permitido unasonrisa divertida. Aquí y allá,

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posiblemente, les llegaban noticias delcaso a través de sus contactoscomerciales. Pero sospecho que Rickera una baza a mi favor. Una saludableveta de delincuencia en el historial de unjoven espía no resultaba nadaperjudicial, razonaban. «Se ha criado enun colegio duro -se decían unos a otros-.Podría ser útil.»

La última pregunta de la entrevista yla respuesta de Pym resuena parasiempre en mi memoria. La formuló unmilitar vestido de tweed.

–Escuche, joven Pym -exigió, conuna embestida de su bucólica cabeza-.Usted pasa por ser un entusiasta de lo

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checo. Habla su idioma un poco, conocea nativos. ¿Qué me dice de esas purgas ydetenciones que se están produciendoallí? ¿Le preocupan?

–Creo que son algo horrible, señor.Pero eran de esperar -dijo Pym, fijandosu mirada seria en una estrella lejana einaccesible.

–¿Por qué eran de esperar? -inquirióel militar, como si no hubiera nadaprevisible.

–Es un sistema podrido. Es unasuperposición del sistema tribal. Sólopuede sobrevivir mediante el ejerciciode la opresión.

–Sí, sí. Por descontado. Entonces,

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¿qué haría usted al respecto? Digohacer.

–¿En calidad de qué, señor?–Como uno de nosotros, idiota.

Funcionario de este servicio. Todo elmundo puede hablar. Nosotros hacemos.

Pym no necesitó pensar. Susinceridad patente estaba ya hablandopor él:

–Les haría el juego. Les dividiríacontra ellos mismos. Divulgaríarumores, acusaciones falsas, sospechas.Dejaría que el perro devore al perro.

–¿Quiere decir que no le importaríahacer que su propia policía enchirone atipos inocentes? ¿No le parece un poco

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duro? ¿Un poco inmoral?–No, si abrevia la vida del régimen.

No, señor, no creo que sea inmoral. Yme temo que tampoco estoy convencidode la inocencia de esos hombres queusted dice.

En la vida, dice Proust, terminamoshaciendo lo segundo que mejor hacemos.Nunca sabré lo que Pym podría haberhecho mejor. Aceptó el ofrecimiento dela Casa. Abrió el Times y leyó consimilar indiferencia la notificación de sucompromiso con Belinda. «Así estoyplenamente cubierto -pensó-. Con laCasa que se apropia de la mitad de mí yBelinda que se lleva la otra mitad, nunca

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me volverá a faltar de nada.»

Vuelve la vista hacia la primera granboda de Pym, Tom. Acontece en granparte sin su participación, en sus últimosmeses de adiestramiento, en un huecoentre las maneras silenciosas de matar yun seminario de tres días tituladoConoce a tu enemigo y dirigido por untutor joven y vibrante de la Escuela deEconomía de Londres. Imagina lo quedisfrutó Pym de esta preparacióninverosímil para su vida conyugal. Logracioso del caso. La irrealidadcampando por sus respetos. Había

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perseguido al espectro de Buchan porlos páramos de Argyll. Había ido de unsitio para otro con botas de goma yefectuado aterrizajes nocturnos enplayas de arena, y al conquistar elcuartel general del enemigo le esperabachocolate caliente. Se había lanzadodesde aeroplanos, enfrascado en tintassecretas, aprendido morse y emitidoescatológicas señales de radio al airevigorizante de Escocia. Habíaobservado a un avión mosquito que sedesplazaba en la oscuridad a cien piesde altura, y que había arrojado una cajallena de cantos dorados en lugar de lossuministros auténticos. Había jugado

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juegos clandestinos del zorro-y-los-gansos en las calles de Edimburgo,fotografiado sin que lo supieran aciudadanos cándidos, disparado balasde verdad contra dianas que aparecíande repente en salas simuladas y hundidosu daga en el diafragma de sacosterreros que se balanceaban, todo porInglaterra y el rey Harry. En períodos dedescanso le habían enviado al agradableBath para mejorar su checo a los pies deuna anciana llamada Frau Kohl, que viveen una casa de decrépito esplendor.Mientras toman el té y panecillostostados, Frau Kohl le enseña álbumesde su infancia en Carlsbad, que ahora se

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llama Karlovy Vary.–¡Pero si usted conoce muy bien

Karlovy Vary, señor Sanderstead! -exclama, cuando Pym luce susconocimientos-. Ha estado allí,¿verdad?

–No -responde Pym-. Pero tengo unamigo que ha estado.

De regreso al campamento base, enalgún lugar de Escocia, se reanuda lahebra roja de la violencia inoculada encada cosa nueva que aprende. Estaviolencia no es sólo física. Es laviolación que debe hacerse a la verdad,la amistad y, si es necesario, al honor,en interés de la madre patria. Somos los

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tipos que hacemos el trabajo sucio paraque las almas más puras puedan dormiren la cama de noche. Pym, por supuesto,ha oído antes estos argumentos en bocade los Michaels, pero ahora tiene queoírselos de nuevo a sus nuevos jefes,que hacen peregrinaciones desdeLondres con el objetivo de poner enguardia a los jóvenes bisoños contra losextranjeros taimados con los que algúndía habrán de lidiar. ¿Recuerdas tuvisita, Jack? Era una noche de gala,cerca de Navidad: ¡viene el granBrotherhood! Colgamos serpentinas delas vigas. Te sentaste en la mesapresidencial de la excelente cantina, y

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nosotros estirábamos el cuello paravislumbrar a una de las grandes estrellasdel Juego. Después de cenar noscongregaron en un semicírculo alrededorde ti, con un oporto subvencionado en lamano, y tú nos contaste hazañas hastaque nos retiramos a dormir y soñamoscon ser como tú, sólo que, ay, nuncallegaríamos a vivir tu hermosa guerra,aunque fuera para eso para lo que nosestaban instruyendo. ¿Te acuerdas deque por la mañana, antes de irte,visitaste a Pym mientras se estabaafeitando y le felicitaste por suactuación formidable hasta entonces?

–Y además vas a casarte con una

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chica guapa -dijiste.–Oh, ¿la conoce usted, señor? -dijo

Pym.–Tengo buenas referencias -

respondiste, complacientemente.Y te marchaste, convencido de que

habías sembrado una pizca más de polvode estrellas en los ojos de Pym. Y asíera, Jack. Lo habías hecho. Sólo que, enel caso de Pym, lo que sube conoce lamanera de bajar, y le disgustó enterarsede que su matrimonio inminente habíarecibido la aprobación de la Casacuando todavía aguardaba la suya.

–Entonces, ¿cómo te ganasexactamente la vida, muchacho? No lo

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entiendo muy bien -preguntó el padre deBelinda, no por primera vez, durante unaconversación sobre las personas aquienes invitar.

–En un laboratorio lingüísticopatrocinado por el gobierno, señor -contestó Pym, de acuerdo con las vagasdirectrices de la Casa respecto acobertura-. Planificamos intercambiosde académicos de diversos países yorganizamos cursos para ellos.

–A mí me suena al servicio secreto -dijo el padre de Belinda, con aquellaextraña risa cascada que siempreparecía saber demasiado.

A su futura esposa, por otra parte,

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Pym le contó absolutamente todo lo quesabía de su trabajo. Le enseñó cómopodía partirle la tráquea con un sologolpe y sacarle los ojos fácilmente condos dedos. Y le enseñó el modo en queella podía romper los huesecitos del piede alguien que le estuviese molestandopor debajo de la mesa. Le contó todoaquello que le convertía en un héroeanónimo de Inglaterra que iba aenderezar el mundo sin ayuda.

–Pero ¿cuántas personas hasmatado? -le preguntó Belinda conexpresión lúgubre, sin contar a las quesólo hubiese mutilado.

–No estoy autorizado a decirlo -

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respondió Pym, y con un brusco tirón dela mandíbula desvió la mirada hacia losyermos desolados del deber.

–Pues no lo digas -dijo Belinda-. Yno le digas nada a papá, porque se locontará a mamá.

Querida Jemima (escribió Pym porsi acaso, una semana antes del grandía):

Se me hace muy raro que los dosvayamos a casarnos con un solo mes dediferencia. Me pregunto muchas vecessi estamos haciendo lo correcto. Estoyharto del trabajo tedioso que estoyhaciendo, y buscando un cambio. Te

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quiero.Magnus

Pym aguardó ansiosamente el correoy escudriñó los páramos que rodeabanel campamento de instrucción paraatisbar el «Land Rover» de Jemimavolando por el horizonte para rescatarle.Pero nadie acudió, y la víspera de suboda estaba de nuevo solo, paseando denoche por las calles de Londres yfingiendo que le recordaban a KarlovyVary.

¡Y qué recién casado fue, Tom! ¡Qué

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boda celebraron! Sacerdotes con lahumildad de la clase alta, la gran iglesiaafamada por su permanencia y sus éxitosprevios, la recepción frugal en un hotelde Bayswater semejante a una tumba, yallí, en el centro de la muchedumbre,nuestro Príncipe Encantador en persona,charlando brillantemente con las testascoronadas de los barrios periféricos.Pym no olvidó el nombre de nadie, fuelocuaz e informativo sobre el tema delos laboratorios de lingüísticapatrocinados por el gobierno, dedicó aBelinda largas y tiernas miradas. Todolo cual, por lo menos, hasta que alguiendesconectó la banda sonora, la de Pym

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inclusive, y las caras de sus oyentes seapartaron misteriosamente de él parabuscar la causa de la avería. De pronto,las puertas que se comunicaban, al fondode la habitación, hasta ahora cerradas,fueron abiertas por manos invisibles.Pym supo al instante, en los dedos de lospies, simplemente por el ritmo y lapausa, y por el modo en que la gente seseparaba ante el espacio vacío, quealguien había frotado la lámparamaravillosa. Dos camareros entraroncon la gracia de hombres que hanrecibido una buena propina,transportando bandejas de champán sindescorchar y salmón ahumado, aunque la

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madre de Belinda no lo había encargadoy había decidido que el champán no ibaa servirse hasta el brindis por losnovios. Acto seguido se repitió entera laescena de la elección de Gulworth, puesprimero apareció Muspole, seguido porun hombre flaco con un tajo de navaja enla cara, y cada uno sujetó una jambamientras Rick irrumpía vistiendo laindumentaria completa de Ascot, con elcuerpo inclinado hacia atrás,extendiendo de par en par los brazos ysonriendo simultáneamente a todaspartes.

–¡Hola, hijo! ¿No reconoces a tuviejo camarada? ¡Ésta corre de mi

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cuenta, muchachos! ¿Dónde está lanovia? ¡Por Júpiter, hijo, es una belleza!Ven aquí, querida. ¡Dale un beso a tuviejo suegro! Dios mío, tienes buenascarnes. ¿Dónde la has escondido todosestos años, hijo?

Dando a cada uno un abrazo, Rickencaminó a la pareja de recién casadosal patio del hotel, donde un Jaguarflamante, pintado de amarillo,obstaculizaba el paso a todo el mundo,con cintas nupciales blancas atadas alcapó y un racimo de gardenias deHarrods , de una milla de alto, atestandoel asiento del copiloto, y Cudlove alvolante con un clavel violeta en el ojal.

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–¿Alguna vez habías visto uno igual,hijo? ¿Sabes lo que es? Es el regalo detu padre para vosotros, y nadie os lo vaa quitar mientras yo viva. Cuddie va allevaros adonde queráis ir y os lo va adejar luego, ¿verdad, Cuddie?

–Les deseo a los dos la mejorfortuna en la vida que han elegido, señor-dijo Cudlove, asomando las lágrimas asus ojos leales.

Del largo discurso de Rick, recuerdoúnicamente que fue hermoso, modesto yexento de toda hipérbole, y que versósobre el tema de que cuando dos jóvenesse aman, nosotros, los viejos, que yahemos vivido nuestro turno, tendríamos

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que hacernos a un lado, porque sialguien se lo ha merecido son ellos.

Pym nunca volvió a ver elautomóvil, y transcurrió un largo tiempoantes de que volviese a ver a Rick,porque cuando salieron fuera, Cudlove yel «Jaguar» amarillo habíandesaparecido, y dos hombres depaisano, que a todas luces erandetectives de la policía, estabanhablando en voz baja con el confundidodirector del hotel. Pero tengo quedecirte, Tom, que fue el mejor denuestros regalos de boda, descontandoquizá el ramo de amapolas rojas que unhombre de aspecto polaco, con una

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gabardina «Burberry», arrojó a losbrazos de Pym, sin una tarjeta oexplicación, cuando él y Belindapartieron al crepúsculo para una semanade estancia en Eastbourne.

–Lánzale al ruedo ahora que estálimpio -dice el jefe de personal, quetiene una manera de hablar de laspersonas como si no estuvieran sentadasal otro lado de la mesa.

Pym está adiestrado. Pym estácompleto. Pym está equipado y listo, yuna sola cuestión queda pendiente. ¿Quécapa llevará? ¿Qué disfraz encubrirá la

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armazón secreta de su madurez? En unaserie de entrevistas infructuosas querecuerdan la bolsa de trabajo de Oxford,el jefe de personal desgrana un rosariode posibilidades. Pym será un escritorindependiente. ¿Pero sabe él escribir yFleet Street le contratará? Con unaclaridad desarmadora, hacen desfilar aPym por las oficinas de la mayor partede nuestros grandes periódicosnacionales, cuyos directores fingenneciamente que desconocen de dóndeprocede o por qué se presenta, aunque apartir de ese momento conocerán a Pympara siempre como un producto de laCasa, y él a ellos. Se encuentra ya a

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mitad de camino hacia el estrellato conel Telegraph cuando un genio del quintopiso concibe un plan mejor:

–Escuche: ¿qué tal si vuelve atratarse con los comunistas, aprovechalas antiguas amistades y se consigue unaentrada en la función internacional de laizquierda? Siempre hemos querido tiraruna piedra en ese estanque.

–Parece fascinante -dice Pym, que seve vendiendo Marxismo hoy en esquinasde la calle durante el resto de su vida.

Un plan más ambicioso consiste enintroducirle en el parlamento para queno pierda de vista a algunos de esoscompañeros de viaje con acta de

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diputados:–¿Alguna preferencia particular por

un partido, o no somos melindrosos? -pregunta el jefe de personal, todavía conel traje de tweed de su fin de semana enWiltshire.

–Si a usted le da lo mismo,preferiría que no fuesen los liberales -contesta Pym.

Pero nada dura mucho en la política,y una semana más tarde Pym esdestinado a uno de los bancos privadoscuyos directores se pasan el díaentrando y saliendo de la OficinaCentral de la Casa, quejándose del ororuso y de la necesidad de proteger

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nuestras rutas comerciales de losbolcheviques. Pym es invitado aalmorzar en el Instituto Bancario por unasucesión de capitanes de las finanzasque creen que pueden disponer de unavacante.

–Conocí a un Pym -dice uno, alsegundo o tercer brandy-. Llevaba a logrande una sucia oficina en Mount Streeto cercanías. El mejor hombre que heconocido en su oficio.

–¿Qué oficio era, señor? -preguntacortésmente Pym.

–Estafador -dice su anfitrión con unarisa caballuna-. ¿Algún parentesco?

–Debe de ser el sinvergüenza de mi

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tío lejano -dice Pym, riéndose también,y regresa apresuradamente al santuariode la Casa.

Prosigue el baile, aunque nuncasabré con cuánta seriedad, porque Pymno está todavía al tanto de estasdeliberaciones entre bastidores, si bienno es por falta de registros en cajones deescritorios y armarios de acero cerradoscon llave. Luego la atmósfera cambia derepente.

–Oiga -dice el jefe de personal,tratando de ocultar su irritación-. ¿Porqué demonios no nos recordó quehablaba checo?

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Al cabo de un mes, Pym realizaprácticas de dirección en una empresade ingeniería eléctrica de Gloucester,sin que le hayan exigido experienciaprevia. El director de la empresa, paraduradera lamentación suya, había sidocondiscípulo del jefe supremo de laCasa, y ha cometido el error de aceptaruna serie de valiosos contratos con elgobierno en una época en que losnecesitaba. A Pym le asignan el mandodel departamento de exportaciones, conla misión de conquistar el mercado deleste de Europa. Su primer cometido escasi el último.

–Bueno, ¿por qué no se da un paseo

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por Checoslovaquia y sondea elmercado? -dice tristemente elespeculativo empresario de Pym. Y,para sus adentros: «Y acuérdate, porfavor, de que tus andanzas por allí notienen nada que ver con nosotros, ¿mecomprendes?»

–Una ida y vuelta rápida -le dicealegremente el controlador de Pym, en elpiso franco de Camberwell, donde losagentes cachorros reciben las órdenesoperativas antes de perder sus dientesde leche. Entrega a Pym una máquina deescribir portátil con cavidades ocultasen el carro.

–Sé que parece tonto -dice Pym-,

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pero no sé escribir a máquina.–Todo el mundo sabe escribir un

poco -dice el controlador-. Practiquedurante el fin de semana.

Pym vuela a Viena. Recuerdos,recuerdos. Pym alquila un coche. Pymcruza la frontera sin el más mínimoproblema, esperando encontrar a Axel alotro lado.

El campo era austríaco y hermoso.Había muchos cobertizos a la orilla demuchos lagos. Pym visitó en Plze unafábrica descorazonada en compañía dehombres de cara cuadrada. Por la noche

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se acogió a la seguridad del hotel,vigilado por un par de policías secretasque bebían sendos cafés hasta que él sefue a la cama. Sus visitas siguientes eranen el norte. En la carretera de Ústí viocamiones del ejército y memorizó lainsignia de su unidad. Al este de Ústí seencontraba una fábrica de la que la Casasospechaba que producía contenedoresde isótopos. Pym no tenía muy claro loque era un isótopo ni lo que había en loscontenedores, pero dibujó un croquis delos edificios principales y lo escondióen la máquina de escribir. Al díasiguiente continuó viaje a Praga y a lahora convenida se sentó en la famosa

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iglesia Tyn, que tiene una ventana desdedonde se ve el viejo apartamento deKafka. Turistas y funcionariosdeambulaban por el recinto, serios.

«Entonces K empezó a andardespacio», leyó Pym, sentado en eltercer banco a partir del altar, en la navelateral orientada al sur. «K se sentíamelancólico y aislado a medida queavanzaba entre las filas de bancosvacíos, con los ojos del sacerdote fijosen él, según presentía.»

Necesitando un descanso, Pym searrodilló y rezó. Con un gruñido y unresoplido, un hombre voluminosoarrastró los pies a su lado y tomó

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asiento. Pym olió a ajo y pensó en elsargento Pavel. A través de un resquicioentre sus dedos, Pym identificó lasseñales de reconocimiento: mancha depintura blanca en la uña izquierda, otrade azul en el gemelo izquierdo, una matade desaliñado pelo negro, un abrigotambién negro. «Mi contacto es unartista -comprendió-. ¿Cómo no se meha ocurrido antes?» Pero Pym no volvióa sentarse, no aflojó el paquetito quellevaba en el bolsillo como unmovimiento previo antes de depositarloentre ellos dos en el banco. Permanecióarrodillado y pronto descubrió por quélo había hecho. Oyó el crujido de pies

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entrenados que se dirigían hacia él porel pasillo. Los pasos se detuvieron. Unavoz de hombre dijo en checo:«Acompáñenos, por favor.» Con unsuspiro de resignación, el vecino dePym se puso de pie fatigosamente y lessiguió afuera.

–Pura coincidencia -aseguró a Pymsu controlador, muy divertido, cuandovolvió a Inglaterra-. Ya nos ha seguidoalgunas veces. Le detuvieron para uninterrogatorio de rutina. Le someten auno cada seis semanas. Ni siquiera seles pasó por la cabeza que pudiese estarhaciendo un encuentro clandestino. Ymucho menos con un chico de tu edad.

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–¿No cree usted que… bueno, quehaya hablado? -preguntó Pym.

–¿Kyril? ¿Denunciarte a ti?Bromeas. No te preocupes. Te daremosotra oportunidad dentro de unassemanas.

A Rick no le complació enterarse dela aportación de Pym a la campaña deexportaciones inglesa, y así se lo dijo enuna de sus visitas furtivas desde Irlanda,donde había establecido sus cuarteles deinvierno mientras despejaba ciertosmalentendidos con Scotland Yard y seabría camino en la nueva profesión, muy

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competida, de los desahucios del WestEnd.

–¿Trabajar de viajante… mi propiohijo? -exclamó, para alarma de lasmesas contiguas-. ¿Vendiendo máquinasde afeitar eléctricas a un hatajo decomunistas extranjeros? Ya hicimostodo eso, hijo. Se acabó. ¿Para qué tepagué tu educación? ¿Dónde está tupatriotismo?

–No son máquinas de afeitareléctricas, papá. Vendo alternadores,osciladores y bujías. ¿Qué tal está tucopa?

La hostilidad hacia Rick era unsentimiento nuevo y vertiginoso para

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Pym. Lo desahogó cautamente, pero conexcitación creciente. Si comían juntos,insistía en pagar la cuenta para saborearla desaprobación de Rick al ver a supropio hijo pagando con dinero contantey sonante cuando una simple firmahubiera resuelto el expediente.

–No estarás metido en algúnchanchullo allí, ¿eh, hijo? -dijo Rick-.Las puertas de la tolerancia sólo seabren un palmo, ya sabes. Incluso parati. ¿Qué te traes entre manos? Dinos.

La presión sobre el brazo de Pymfue de pronto peligrosa. La transformóen una broma, con una amplia sonrisa.

–Eh, papá, que duele -dijo,

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divertidísimo. Lo que mejor percibía erala uña del pulgar de Rick penetrando enuna arteria-. ¿Podrías soltarme, papá?Es realmente incómodo.

Rick estaba demasiado atareado enapretar los labios y menear la cabeza.Estaba diciendo que era una cochinavergüenza que un padre que lo habíadado todo por su hijo fuese tratado comouna «pobre aña». Quería decir «paria»,pero el vocablo correcto no habíallegado a formarse en su mente.Colocando el codo encima de la mesa,Pym relajó el brazo entero y loabandonó a merced de la presión deRick: plop hacia un lado, plop hacia el

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otro. Luego lo endureció bruscamente,tal como le habían enseñado, y golpeó lagrasa de los nudillos de Rick contra elborde de la mesa, haciendo que losvasos saltaran y que los cubiertosemprendieran un baile pausado queconcluyó en el suelo. Al recuperar sumano magullada, Rick desvió la miradapara dirigir una sonrisa resignada a sussúbditos reunidos alrededor de la mesa.Luego, con la mano buena, dio ungolpecito en el borde de su vaso deDrambuie para indicar que necesitabaotro traguito. Del mismo modo queantaño se desataba los zapatos paraindicar que alguien tenía que traerle las

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zapatillas. O que tumbándose deespaldas, después de un banquetecopioso, y extendiendo las piernas,proclamaba un apetito carnal.

No obstante, como siempre, nadadura mucho tiempo tratándose de Pym, ypronto una extraña calma empieza areemplazar su temprano nerviosismoconforme continúa sus misionessecretas. El país silencioso y oscuro quea primera vista le parecía tanamenazador se transforma en un úterodonde puede ocultarse más que en unlugar que le inspira temor. Le basta con

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cruzar la frontera para que caigan losmuros de su cárcel inglesa: sin Belinda,sin Rick, casi también sin la Casa. «Soyel ejecutivo viajero de una empresa deelectrónica. Soy Sir Magnus, unvagabundo libre.» Sus noches solitariasen ciudades provincianas despobladas,donde al principio el ladrido de unperro había sido suficiente para que seacercara sudando a la ventana, ahora leproducen un sentimiento de protección.El aura de opresión universal que secierne sobre el país entero le envuelveen su misterioso abrazo. Ni siquiera losmuros carcelarios de su antiguo colegiole han proporcionado tal sensación de

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seguridad. En coche y en tren atraviesavalles fluviales, franquea colinascoronadas por castillos bohemios yrecorre dominios de contento tan íntimoque hasta el ganado vacuno pareceamigo suyo. «Me afincaré aquí -decide-.Éste es mi verdadero hogar. ¡Quéestupidez por mi parte haber supuestoque Axel podía abandonarlo por otro!»Empieza a disfrutar de sus pomposasconversaciones con funcionarios. Elcorazón le da un vuelco cuando arrancauna sonrisa de su cara. Se enorgullecede su libro de pedidos, que se llenapoco a poco, siente una responsabilidadpaternal por sus opresores. Incluso sus

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desvíos operativos, cuando no losexpulsa de su pensamiento, cabenapretujados bajo el amplio paraguas desu munificencia: «Soy un campeón delmedio campo -se dice, empleando unaantigua expresión de Axel, mientraslevanta una piedra suelta de una tapia,extrae un paquete y lo sustituye por otro-. Estoy prestando auxilio a un paísherido.»

Sin embargo, a pesar de todo esecondicionamiento preliminar que seimpone, Pym necesita seis viajes máspara lograr que Axel salga de lassombras de su peligrosa existencia.

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–¡Señor Canterbury! ¿Está ustedbien, señor Canterbury? ¡Conteste!

–Pues claro que estoy bien, señoritaD. Yo siempre estoy bien. ¿Qué pasa?

Pym abrió la puerta. La señoritaDubber estaba en la oscuridad, con Tobyen brazos como protección.

–Ha hecho tanto ruido, señorCanterbury. Ha rechinado los dientes.Hace una hora estaba tarareando.Estábamos preocupados creyendo queestaba enfermo.

–¿Preocupados? ¿Quiénes? -preguntó bruscamente Pym.

– Toby y yo, tonto. ¿Cree que tengoun amante?

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Pym le cerró la puerta y fuerápidamente a la ventana. Una furgonetaestacionada, probablemente verde. Uncoche aparcado, blanco o gris, conmatrícula de Devon. Un lecheromadrugador a quien no había vistonunca. Volvió a la puerta, aplicó el oídoy escuchó atentamente. Un crujido.Pisadas de zapatillas. Abrió la puerta degolpe. Miss Dubber estaba en la mitaddel pasillo.

–¿Señorita D?–¿Sí, señor Canterbury?–¿Alguien le ha estado haciendo

preguntas sobre mí?–¿Por qué iban a hacer eso, señor

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Canterbury?–No lo sé. A veces la gente lo hace.

¿Lo han hecho?–Es hora de que duerma, señor

Canterbury. Por mucho que el país lenecesite, puede esperar otro día.

La ciudad de Strakonice es másfamosa por su manufactura demotocicletas y feces orientales que porcualquier gran joya cultural. Pym sedesplazó a esa ciudad porque habíallenado un buzón de enlace en Pisek, adiecinueve kilómetros al noreste, y lasordenanzas de la Casa exigían que no se

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detectase su presencia en una ciudad,objetivo donde un buzón esperaba a quelo vaciasen. De modo que viajó encoche a Strakonice, embargado dedepresión y aburrimiento, que era lo quesentía siempre después de realizar algúnencargo de la Casa, y alquiló unahabitación en un hotel antiguo con unagran escalera, y luego dio un paseo porla ciudad, tratando de admirar lascarnicerías viejas del lado sur de laplaza y la iglesia renacentista que, segúnsu guía turística, había sidotransformada en barroca; y la iglesia deSt. Wenceslao, que, aunqueoriginalmente gótica, había sido

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modificada en el siglo xix. Extenuadopor estas emociones, y agravado aúnmás su cansancio por el largo calor deldía de verano, subió la escalera a suhabitación pensando en lo agradable quesería que le condujese al apartamento deSabina en Graz, en la época en quehabía sido un joven agente doble sin uncéntimo y sin una sola preocupación enel mundo.

Metió la llave en la cerradura, perola puerta no estaba cerrada. No sesorprendió excesivamente, porque eratodavía la hora vespertina en que loscriados replegaban la ropa de cama y lapolicía secreta hacía su última ronda.

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Pym entró en el dormitorio y distinguió,medio oculta detrás de un rayo de solque entraba oblicuamente desde laventana, la figura de Axel, que esperabacomo antaño, con su cabeza en forma decúpula recostada contra el respaldo dela silla, un poco ladeada hacia uncostado para poder ver, entre las luces ylas sombras, quién entraba en el cuarto.Y en todas las lecciones de combate sinarmas de la Casa, y en las de manejo deuna daga y en las de disparos a cortadistancia, nadie le había enseñado aPym la manera de acabar con la vida deun amigo demacrado, sentado detrás deun rayo de sol.

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Axel tenía una palidez carcelaria ypesaba siete kilos menos. Pym no habríapodido creer, a juzgar por sus recuerdosdel día en que se despidieron, que Axeltuviera aún más carne que perder. Perolos purgadores, los interrogadores y loscarceleros habían logrado encontrarla,como suelen hacer, y se la habíandevorado a manos llenas. Se la habíanarrebatado de la cara, las muñecas, lostobillos y las articulaciones de losdedos. Le habían succionado la últimasangre de las mejillas. Le habíanarrancado asimismo uno de los dientes,aunque Pym no lo descubrióinmediatamente, porque Axel tenía los

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labios firmemente cerrados y un dedoflaco como una ramita levantado haciaellos a guisa de advertencia, mientrasagitaba otro señalando la pared deldormitorio de hotel para indicar quehabía micrófonos en funcionamiento. Lehabían aplastado también el párpadoderecho, que caía sobre el ojocorrespondiente como un sombreroinclinado y realzaba el aspecto piratescode Axel. Pero su abrigo, a pesar de todo,colgaba todavía de sus hombros comouna capa de mosquetero, su bigote habíacrecido, y había heredado de algunaparte un maravilloso par de botassólidas como madera, con suelas como

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estribos de un coche antiguo.–¿Magnus Richard Pym? -preguntó,

con aspereza teatral.–¿Sí? -dijo Pym, tras un par de

infructuosas tentativas de hablar.–Se le acusa de los delitos de

espionaje, provocación del pueblo,incitación a la traición y al asesinato.También de sabotaje por cuenta de unapotencia imperialista.

Repantigado lánguidamente en susilla, Axel juntó las manos con un vigorincreíble y produjo un ruido que resonópor todo el dormitorio espacioso y quesin duda impresionó a los micrófonos. Acontinuación, interpretó el largo gruñido

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de un hombre que encaja un puñetazopesado en el estómago. Excavando en elbolsillo de su chaqueta, desalojó delforro una pequeña pistola automática y,llevándose de nuevo el dedo a loslabios, la movió de un lado a otro paraque Pym la viese nítidamente.

–¡De cara a la pared! -bramó,poniéndose de pie con dificultad-. ¡Lasmanos en la cabeza, cerdo fascista! Enmarcha.

Poniendo una mano suavementealrededor del hombro de Pym, Axel leencaminó hacia la puerta. Pym saliódelante de él al pasillo tenebroso. Doshombres fornidos con sombrero no le

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prestaron la menor atención.–¡Registrad la habitación! -les

ordenó Axel-. ¡Buscad lo que podáis,pero no toquéis nada! Mirad sobre todola máquina de escribir, sus zapatos y elforro de la maleta. No abandonéis lahabitación hasta no recibirpersonalmente órdenes mías. Bajedespacio las escaleras -le dijo a Pym,empujando la pistola contra la regiónlumbar.

–Esto es un atropello -dijo Pym, convoz entrecortada-. Exijo verinmediatamente al cónsul inglés.

Sentada ante el mostrador de larecepción, la conserje hacía ganchillo

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como una bruja en la guillotina. Axelpasó por delante de ella empujando aPym hasta un coche que esperaba fuera.Un gato amarillo se había cobijadodebajo del coche. Axel abrió la puertadel pasajero e hizo una señal a Pym paraque entrara, y, después de haberahuyentado al gato hacia la cuneta, subióal automóvil y arrancó el motor.

–Si colabora completamente nosufrirá ningún daño -anunció Axel, consu voz oficial, indicando una serie deperforaciones toscas en el tablero demandos-. Si intenta escapar disparo.

–Esto es un acto escandaloso yridículo -murmuró Pym-. Mi gobierno

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insistirá en que se castigue a losresponsables.

Pero esta vez sus palabras tampocotuvieron el acento seguro que habíantenido en el confortable barracón deArgyll, donde él y sus colegas habíanpracticado las técnicas de resistencia alinterrogatorio.

–Ha estado sometido a vigilanciadesde el momento de su llegada -dijoAxel, en voz alta-. Todos susmovimientos y contactos han sidoobservados por los protectores delpueblo. No tiene más opción queconfesar de inmediato que es culpablede todas las acusaciones.

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–El mundo libre verá en este acto sinsentido la evidencia más reciente de labrutalidad del régimen checo -declaróPym, con fuerza creciente. Axel asintió,aprobatoriamente.

Las calles estaban desiertas, lascasas viejas también. Entraron en lo queen otro tiempo había sido un barrioresidencial de mansiones patricias.Setos crecidos ocultaban las ventanasinferiores. Las verjas de hierro, lobastante anchas para que pasara unautocar, estaban cubiertas de hiedra yalambre de espino.

–Apéese -ordenó Axel.El atardecer era joven y hermoso. La

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luna llena proyectaba una luz blanca ysobrenatural. Mientras miraba cómoAxel cerraba el coche, Pym olió a henoy olió el clamor de insectos. Axel leguió a través de un sendero estrechoentre dos jardines, hasta que llegaron auna abertura en el seto de tejo de laderecha. Axel agarró a Pym por lamuñeca y le hizo franquear el agujero.Estaban en la terraza de lo queantiguamente había sido un gran jardín.Detrás de ellos, un castillo de muchastorres se elevaba hacia el cielo. Delante,casi perdida entre un matorral de rosas,había una glorieta decrépita. Axelforcejeó con la puerta, que se resistió a

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ceder.–Tírala de una patada, Sir Magnus -

dijo-. Esto es Checoslovaquia.Pym impulsó el pie contra la

madera. La puerta cedió y entraron.Sobre una mesa enmohecida había la

familiar botella de vodka y una bandejacon pan y pepinillos. Un relleno grismanaba de las fundas desgarradas de lassillas de mimbre.

–Eres un amigo muy peligroso, SirMagnus -se quejó Axel, mientrasestiraba sus piernas delgadas einspeccionaba sus excelentes botas-. Portodos los santos, ¿por qué no podríashaber usado un seudónimo? A veces

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pienso que has venido al mundo para sermi ángel negro.

–Dijeron que sería mejor queconservase mi nombre -contestó Pymestúpidamente mientras Axel giraba eltapón de la botella de vodka-. A eso lellaman cobertura natural.

Después, durante un largo rato, Axelpareció incapaz de pensar en nada útilque decir, y Pym creyó inoportunointerrumpir la ensoñación de su raptor.Estaban sentados con las piernasparalelas y hombro con hombro, comouna pareja de jubilados en la playa. Alos pies de ambos, cuadrados de trigalesse extendían hacia un bosque. Un

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amasijo de automóviles averiados, másque los que Pym había visto en lascarreteras checas, ensuciaba el extremoinferior del jardín. Murciélagosrevoloteaban decorosamente a la luz dela luna.

–¿Sabes que esta casa era de mi tía?-dijo Axel.

–Pues no, la verdad, no -respondióPym.

–Pues era. Mi tía fue una mujeringeniosa. Una vez me contó cómo habíadado a su padre la noticia de que queríacasarse con mi tío. «¿Pero por quéquieres casarte con él?», dijo su padre.«No tiene dinero. Es muy bajito y tú

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también eres baja. Tendríais hijos muypequeños. Él es como las enciclopediasque me obligas a comprar todos losaños. Parecen bonitas, pero en cuantolas has abierto y las has visto pordentro, ya no te molestas en volver amirarlas.» Estaba equivocado. Tuvieronhijos grandes y ella fue feliz. -Apenashizo una pausa-. Quieren que techantajee, Sir Magnus. Es la única buenanoticia que tengo para ti.

–¿Quién? -preguntó Pym.–Los aristos para los que trabajo.

Creen que debería enseñarte lasfotografías de nosotros dos saliendojuntos del cobertizo de Austria, y

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hacerte oír las grabaciones de nuestrasconversaciones. Dicen que deberíapasarte por la cara el recibo que mefirmaste de los doscientos dólares que leestafamos a Membury para tu padre.

–¿Qué les has contestado? -dijoPym.

–Que sí. Esos tipos no leen aThomas Mann. Son muy zafios. Este esun país zafio, como sin duda has notadoen tus viajes.

–En absoluto -dijo Pym-. Meencanta.

Axel bebió un trago de vodka y miróhacia los montes.

–Y vosotros no lo mejoráis. Tu

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odioso departamento ha estadointerfiriendo seriamente en la direcciónde mi país. ¿Qué sois vosotros? ¿Unaespecie de mayordomo americano? ¿Quéos proponéis incriminando a nuestrosfuncionarios, sembrando sospechas yseduciendo a nuestros intelectuales?¿Por qué hacéis que golpeen a la genteinnecesariamente, cuando seríansuficientes unos años de cárcel? ¿No osenseñan allí ninguna realidad? ¿Tienestú alguna realidad, Sir Magnus?

–No sabía que la Casa estuviesehaciendo eso -dijo Pym.

–¿Haciendo qué?–Interfiriendo. Haciendo que

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torturen a la gente. Debe de ser unasección distinta. La nuestra es sólo unaespecie de servicio postal parapequeños agentes.

Axel suspiró.–Quizá no lo estén haciendo. Quizá

me ha lavado el cerebro nuestraestúpida propaganda actual. Quizá teestoy haciendo reproches injustos.Salud.

–Salud -dijo Pym.–¿Qué encontrarán en tu habitación,

entonces? -preguntó Axel, después dehaber encendido un puro y lanzadovarias bocanadas.

–Prácticamente todo, supongo.

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–¿Qué es todo?–Tintas secretas. Un rollo.–¿Un rollo de tus agentes?–Sí.–¿Revelado?–Supongo que no.–¿Del buzón de Pisek?–Sí…–Yo no me molestaría en revelarte.

Es mercancía barata de mercachifle.¿Dinero?

–Un poco, sí.–¿Cuánto?–Cinco mil dólares.–¿Libros de claves?–Un par.

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–¿Algo que yo haya podido olvidar?¿Ninguna bomba atómica?

–Hay una cámara escondida.–¿Es el bote de polvos de talco?–Si quitas el papel de la tapa tienes

un objetivo.–¿Algo más?–Un mapa de fuga, en seda. En una

de mis corbatas.Axel dio otra chupada del puro, con

el pensamiento aparentemente lejos. Derepente estampó el puño contra la mesade hierro.

–¡Tenemos que salir de esto, SirMagnus! -exclamó furioso-. Tenemosque salir. Tenemos que encumbrarnos.

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Tenemos que ayudarnos el uno al otrohasta convertirnos los dos en aristospara echar de un puntapié a esosbastardos. -Miró hacia la oscuridad quese adensaba-. Me lo pones muy difícil,¿sabes? Pensé en ti en aquella cárcel.Me pones muy, pero que muy difícil sertu amigo.

–No veo por qué.–¡Oh, oh! ¡No ve por qué! No ve que

cuando el intrépido Sir Magnus Pymsolicita un visado de negocios, hasta lospobres checos pueden consultar susficheros y descubrir que hubo uncaballero con el mismo nombre que eraun espía fascista e imperialista y

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militarista en Austria, y que un ciertoperro mensajero llamado Axel era sucamarada de conspiración.

Su ira recordó a Pym los días en quetuvo fiebre en Berna. Su voz habíaadquirido el mismo filo desagradable.

–¿Eres de verdad tan ignorante sobrelas costumbres del país donde estásespiando que no comprendes lo quesignifica en estos tiempos para unhombre como yo estar siquiera en elmismo continente que un hombre comotú, y no digamos ya su compañero deconspiración en un juego de espías? ¿Nosabes realmente que en este mundo desoplones y acusadores puedo morir

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literalmente por tu culpa? Has leído aGeorge Orwell, ¿no? ¡Ésas son laspersonas que pueden modificar eltiempo que hizo ayer!

–Lo sé -dijo Pym.–¿Sabes también, entonces, que

puedo estar fatalmente contaminado,como todos esos pobres agentes einformadores a los que estás cubriendode dinero y de instrucciones? ¿Sabesque los estás enviando al patíbulo, amenos que ya estén en nuestras manos?¿Sabes al menos lo que harán contigo,supongo, si no consigo que me escuchene s o s aristos míos, si no podemossatisfacer sus apetitos por otros medios?

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Se proponen detenerte y exhibirte ante laprensa mundial con tus imbécilesagentes y cómplices. Planean celebrarotra farsa de juicio, ahorcar a algunaspersonas. Cuando empiecen a haceresto, si no me ahorcan a mí también serápor puro descuido. ¡Axel, el lacayoimperialista que espió para ti enAustria! ¡Axel, el mecanógrafo troskistay titista que fue tu cómplice en Berna!Preferirían un americano, peroentretanto se habrán marcado un tanto yahorcado a un inglés hasta que puedanapoderarse del verdadero enemigo. -Sedesplomó en la silla, consumida sucólera-. Tenemos que salir de esto, Sir

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Magnus -repitió-. Tenemos que medrar,medrar, medrar. Estoy harto de malossuperiores, mala comida, malasprisiones y malos torturadores. -Dio otrachupada furiosa a su puro-. Ya es horade que cuide de tu carrera y tú cuides dela mía. Y esta vez como es debido. Nadade cobardía burguesa ante los grandesobjetivos. Esta vez somos profesionales,vamos derecho hacia los diamantes másgrandes, los mayores bancos. En serio.

De improviso, Axel giró su sillahasta colocarla enfrente de Pym, y luegose sentó de nuevo, se rió y dio unapalmadita airosa en el hombro de Pymcon el envés de la mano, para animarle.

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–¿Recibiste las flores, Sir Magnus?–Eran preciosas. Alguien me las

entregó dentro del taxi cuando nosmarchábamos de la recepción.

–¿Le gustaron a Belinda?–Belinda no sabe que te conozco.

Nunca se lo he dicho.–¿De quién dijiste que eran las

flores?–Dije que no tenía idea. Que

probablemente eran para otra boda.–Buena respuesta. ¿Cómo es ella?–Fabulosa. Éramos novios de

infancia.–Yo creía que la novia de tu infancia

era Jemima.

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–Bueno, Belinda también.–¿Las dos al mismo tiempo? Vaya

infancia que tuviste -dijo Axel, con unanueva carcajada, mientras volvía allenar el vaso de Pym.

Pym logró secundarle la risa ybebieron juntos.

Luego Axel empezó a hablar en untono amable y suave, desprovisto deironía o amargura, y me parece quehabló durante unos treinta años, porquesus palabras suenan tan alto en mi oídoahora como sonaron en los de Pymentonces, no obstante el estrépito de lascigarras y el gorjeo de los murciélagos.

–Sir Magnus, en el pasado me has

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traicionado a mí, pero lo más importantees que te has traicionado a ti mismo.Mientes incluso cuando estás diciendola verdad. Posees lealtad y poseesafecto. Pero ¿hacia qué? ¿Hacia quién?No conozco todos tus motivos. Tu granpadre. Tu madre aristocrática. Algún díaquizá me lo digas. Y quizás hayasdepositado tu amor de cuando en cuandoen algunos lugares indignos.

Inclinó el cuerpo hacia delante yhabía un afecto bondadoso y sincero ensu cara y una cálida y sufrida sonrisa ensus ojos.

–Y sin embargo tienes también unaética. Buscas. Lo que te estoy diciendo

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es lo siguiente, Sir Magnus: por una vezla naturaleza ha producido una parejaperfecta. Eres un espía perfecto. Loúnico que necesitas es una causa. Yo latengo. Sé que nuestra revolución esjoven y que algunas veces la dirigenpersonas inconvenientes. Paraconquistar la paz estamos haciendodemasiada guerra. Para la conquista dela libertad estamos construyendodemasiadas cárceles. Pero a la larga nome importa. Porque sé esto. Toda labasura que te ha hecho ser lo que eres:los privilegios, el esnobismo, lahipocresía, las iglesias, las escuelas, lospadres, los sistemas de clases, las

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mentiras históricas, los pequeños loresdel medio rural, los pequeños señoresde los grandes negocios y todas lasguerras de rapiña que ellos provocan,todo eso lo estamos barriendo parasiempre. Por vuestro bien. Porqueestamos construyendo una sociedad quenunca producirá hombrecillos tan tristescomo Sir Magnus.

Extendió una mano.–Bien. Ya lo he dicho. Eres un buen

hombre y te quiero.Y siempre recuerdo aquel tacto. Lo

veo en cualquier momento con sólomirarme la palma de mi propia mano:seco, honrado y clemente. Y la risa:

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salida del corazón, como siempre, unavez que Axel abandonó la táctica yvolvió a ser amigo mío.

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¡Qué apropiado, Tom, que al evocartodos aquellos años que siguieron anuestro encuentro en la glorieta checa,no vea nada más que América, América,con sus costas doradas brillando en elhorizonte como la promesa de lalibertad después de las represiones denuestra afligida Europa, y luegobrincando hacia nosotros en el gozoestival de nuestro logro! Pym tiene pordelante todavía más de un cuarto desiglo en que servir a sus dos casas conarreglo a los mejores modelos de su

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lealtad omnívora. El adiestrado, casado,endurecido adolescente viejo todavíatiene que convertirse en un hombre,aunque ¿quién descubrirá alguna vez elcódigo genético de cuándo termina unaadolescencia inglesa de la clase media ycomienza la madurez? Media docena depeligrosas ciudades europeas, desdePraga a Berlín, Estocolmo y la capitalocupada de su Inglaterra natal, seinterpone entre los dos amigos y sumeta. Pero ahora me parece que no eranmás que escenarios donde podíamosaprovisionarnos, recuperar fuerzas ycontemplar las estrellas en preparaciónde nuestro itinerario. Y piensa por un

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momento en la temible alternativa, Tom:el temor al fracaso que soplaba como unviento siberiano sobre nuestra espaldaal descubierto. ¡Piensa en lo que hubierarepresentado, para dos hombres comonosotros, haber agotado nuestra vidacomo espías sin haber espiado nunca enNorteamérica!

Hay que decir en seguida, para queno te quede ninguna duda al respecto,que después de la entrevista en laglorieta el camino de Pym quedó fijadode por vida. Había renovado su voto yen la normativa por la que tu tío Jack yyo siempre nos hemos regido no hayescapatoria. Pym estaba poseído, atado

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y comprometido. Punto. Después delcobertizo de Austria, bueno, sí, hubo unpoco de espacio aún, aunque ya ningunaperspectiva de redención. Y has vistocómo, aunque débilmente, intentófugarse del mundo secreto y encarar losazares del real. Sin convicción, cierto.Pero hizo una intentona, aun cuandosupiese que serviría de tan poco allícomo a un pez que agoniza en una playapor exceso de oxígeno. Pero después dela glorieta la consigna que Dios impartióa Pym era clara: basta de titubeos; no temuevas de tu sitio, del elemento que teha asignado la naturaleza. Pym nonecesitó un tercer aviso.

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«Confiésalo todo -te oigo gritar,Tom-. ¡Corre a Londres, preséntate aljefe de personal, cumple el castigo,empieza de nuevo!» Claro está que Pympensó en esto, naturalmente que lo hizo.En el coche de regreso a Viena, en elaeroplano a casa, en el autobús aLondres desde Heathrow, Pym repasócon energía estas opciones dolorosas,porque fue una de las ocasiones en quetoda su vida desfiló en vividas imágenespor el interior de su cerebro. «¿Empezarpor dónde?», se preguntó, no sinfundamento. ¿Por Lippsie, de cuyamuerte, en las horas más sombrías,seguía aún empeñado en culparse? ¿Por

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las iniciales de Sefton Boyd? ¿Por lapobre Dorothy, a la que él había vueltoloca? ¿Por Peggy Wentworth,salpicándole su escoria, sin duda otravíctima? ¿O por el día en que porprimera vez descerrajó el fichero verdede Rick o el escritorio de Membury?¿Cuántos de los sistemas de su vidapropones exactamente que expusiera a lamirada acusadora de sus admiradores?

«¡Entonces dimite! ¡Lárgate conMurgo! Acepta el puesto docente deWillow.» Pym también pensó en todoesto. Pensó en media docena de agujerososcuros donde poder sepultar lo que lerestase de vida y esconder su encanto

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culpable. Ninguno de ellos le atrajo másde cinco minutos.

¿Hubiera la gente de Axel delatadorealmente a Pym si éste hubiese huido?Lo dudo, pero ésa no es la cuestión. Lacuestión es que Pym, con bastantefrecuencia, amaba a la Casa tanto comoamaba a Axel. Adoraba su tosca eincompleta confianza en él, el mal usoque de él caían, los férreos abrazos desus hombres vestidos de tweed, suromanticismo defectuoso y su integridadtorcida. Sonreía para sus adentros cadavez que entraba en sus Reichskanzleis ypalacios francos, aceptaba el saludoserio de sus porteros vigilantes. La Casa

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era para él el hogar, el colegio y lacorte, aun cuando la estuviesetraicionando. Pensaba sinceramente quetenía muchas cosas que darle, del mismomodo que tenía mucho que dar a Axel.En su imaginación, se veía con sótanosllenos de medias de nilón y chocolate deestraperlo, en cantidad suficiente paraabastecer a todo el mundo en cadacarestía, y el servicio de información noes otra cosa que un mercado negroinstitucionalizado de mercancíasperecederas. Y esta vez Pym era elhéroe de la fábula. Ningún Membury seinterponía entre él y la hermandad.

–Suponte que en un viaje solo a

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Plze, Sir Magnus, parases el coche parallevar a una pareja de trabajadores quevan al trabajo. ¿Lo harías? -habíasugerido Axel en la glorieta, a primerashoras de la mañana, cuando ya habíavuelto a reconfortarle.

Pym admitió que podría hacerlo.–Y suponte, Sir Magnus, que te han

confiado en el trayecto, como hombressimples que son, sus temores respecto amanipular material radiactivo sin unaprotección indumentaria suficiente.¿Aguzarías los oídos?

Pym se rió y confesó que lo haría.–Y suponte también que, en calidad

de gran operador y espíritu generoso,

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Sir Magnus, has tomado nota de susnombres y direcciones y les hasprometido llevarles una libra o dos debuen café inglés la siguiente vez quevisites la región.

Pym dijo que indudablemente haríaeso.

–Y suponte -continuó Axel- quedespués de haber transportado a esoshombres hasta el perímetro exterior delárea protegida donde trabajan, tuviesesel valor, la iniciativa y las cualidades deoficial -que seguramente tienes- paraaparcar tu coche en un lugar discreto ysubir a este monte.

Axel estaba indicando el monte

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mismo sobre un mapa militar quecasualmente había llevado consigo ydesplegado sobre la mesa de hierro.

–Y supongamos que desde su cimahas fotografiado la fábrica, al amparo deun bosquecillo de limeros cuyas ramasmás bajas se descubre más tarde que handesfigurado ligeramente las fotos. ¿Tusjefes admirarían tu iniciativa?¿Aplaudirían al gran Sir Magnus? ¿Leordenarían que reclutase a los dosobreros locuaces y obtuviese másdetalles de la producción y el propósitode la fábrica?

–Seguramente -dijo Pym, con vigor.–Enhorabuena, Sir Magnus.

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Axel deja caer la película en lapalma extendida de Pym. De la mismamarca que utiliza la Casa. Envuelta enun papel verde anónimo. Pym la escondeen la máquina de escribir. Pym se laentrega a sus amos. El prodigio no sedetiene ahí. Cuando el film es enviadorápidamente a los analistas deWhitehall, ¡resulta que la fábrica es lamisma planta industrial fotografiadarecientemente desde el aire por un aviónamericano! Aparentando desgana, Pymfacilita los detalles personales de susdos informadores inocentes y, hastaaquí, ficticios. Sus nombres sonarchivados, incluidos en fichas,

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verificados, procesados y pasados demano en mano en el bar de los oficialessuperiores. Por último, bajo las leyesdivinas de la burocracia, se constituyenen tema de un comité especial.

–Escuche, joven Pym, ¿qué le hacepensar que esos fulanos no van aesquivarle la siguiente vez que sepresente en su puerta?

Pero Pym está con ánimo deentrevista, dispone de un amplioauditorio y es invencible.

–Es una corazonada, señor,simplemente. -Cuenta hasta dos,despacio-. Creo que confiaron en mí.Creo que están manteniendo la boca

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cerrada y esperando a que yo aparezca,como dije que haría.

Y los acontecimientos demostraronque estaba en lo cierto, como debía ser,¿verdad, Jack? Desafiando a todos,nuestro héroe regresa a Checoslovaquia,sin reparar en el riesgo, y se presentaante la puerta misma de sus informantes:¿cómo no iba a hacerlo si le acompañaAxel, que hace las presentaciones?Porque en esta ocasión no habrásargentos Pavel. Ha nacido un elenco deactores fieles y despiertos: Axel es suempresario y ellos son los miembrosfundadores. La red se organiza penosa ypeligrosamente. Pym es su artífice, un

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hombre frío como se han visto pocos;Pym, el último héroe de los pasillos, eltipo que ha creado la red Conger.

Los sistemas de selección natural dela Casa, acelerados por las instigacionesde Jack Brotherhood, ya no admitenresistencia.

–¿Que ha entrado en el ministerio deExteriores? -repite el padre de Belinda,con una perplejidad intensa y artificial-.¿Le han destinado a Praga? ¿Cómo seconsigue eso desde una empresa deelectrónica en quiebra? Vaya, vaya, quécosas.

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–Es un contrato. Necesitan gente quehable checo -dice Pym.

–Está fomentando el comercioinglés, papá. No lo entenderías. Eresagente de bolsa -dice Belinda.

–Bueno, por lo menos deberíanhaberle dado una coartada decente, ¿nocrees? -dice el padre de Belinda, con surisa exasperante.

En el piso franco más nuevo y mássecreto de la Casa en Praga, Pym y Axelbrindan por el nombramiento de Pymcomo segundo secretario de comercio yencargado de visados de la embajadainglesa. Pym observa con placer queAxel ha engordado. Las huellas del

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sufrimiento se están borrando de susfacciones macilentas.

–Por el país de la libertad, SirMagnus.

–Por América -dice Pym.

Mi queridísimo padre:Me alegra muchísimo que apruebes

mi nombramiento. Por desgracia noestoy aún en situación de convencer aPandit Nehru de que te conceda unaaudiencia para que puedas exponerletu proyecto de construir un campo defútbol, aunque imagino perfectamentela pujanza que podría dar a lacombativa economía india.

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«¿Entonces no había ningún agenteauténtico?», te oigo preguntar, Tom, conun tono de desencanto. ¿Eran falsostodos ? En realidad había agentesauténticos. ¡No temas! Y muy buenos,por cierto: los mejores. Y cada uno deellos se beneficiaba de la habilidadperfeccionada de Pym, y le respetabandel mismo modo que Pym respetaba aAxel. Y Pym y Axel respetaban también,a su manera, a los auténticos agentes, yles consideraban los embajadoresinvoluntarios de la operación, queatestiguaban su curso normal y suintegridad. Y usaban sus buenos oficiospara proteger y promover a los agentes,

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arguyendo que toda mejora en suscircunstancias aportaba gloria a lasredes. Y les trasladaban de matute aAustria para su adiestramiento yreeducación clandestinas. Los agentesauténticos eran nuestras mascotas, Tom.Nuestras estrellas. Nos asegurábamos deque nunca volviera a faltarles de nada,siempre que Pym y Axel estuvieran allípara atenderles. Eso fue, en la práctica,lo que lo echó todo a rodar. Pero mástarde.

Ojalá pudiera expresarteacertadamente, Jack, el placer que

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produce ser realmente bien dirigido. Niuna pizca de celos ni de ideología. Axelestaba tan deseoso de que Pym amase aInglaterra como de encaminarle aAmérica, y fue un rasgo de su genio, a lolargo de nuestra colaboración, alabar laslibertades de occidente a la par queinsinuaba tácitamente que Pym tenía laposibilidad, cuando no el deber comohombre libre, de llevar parte de estalibertad al este. ¡Puedes reírte, Jack! ¡Ypuedes agitar tus cabellos grises por lainocencia abismal de Pym! ¿Pero nopuedes concebir lo fácil que para Pymfue tomar bajo su protección a un paísminúsculo y empobrecido cuando el

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suyo era tan próspero, tan victorioso yde tanta alcurnia? ¿Y, desde superspectiva, tan absurdo? ¿Amar a lapobre Checoslovaquia como unprotector rico a través de sus terriblesvicisitudes, por afecto a Axel?¿Perdonar de antemano los errores de lapatria adoptada? ¿E imputarlos a lasmuchas traiciones que su Inglaterra natalhabía perpetrado contra ella? ¿Teasombra sinceramente que Pym, alestablecer vínculos con los proscritos,estuviera huyendo una vez más de lo quele retenía? ¿Te asombra que quien habíaamado buscar su camino a través detantas fronteras amara ahora buscarlo

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franqueando otra, con Axel a su ladopara indicarle cómo caminar y pordónde cruzarla?

–Lo siento, Bel -decía Pym aBelinda cuando la abandonaba una vezmás ante el tablero de scrabble en suapartamento oscuro del guettodiplomático de Praga-. Tengo que ir alnorte. Un día o dos, quizá. Vamos, Bel.Besitos. No hubieras preferido estarcasada con un hombre que trabaja denueve a cinco, ¿verdad?

–No encuentro el Times -dijo ella,apartándole-. Supongo que otra vez te lohas dejado en la maldita embajada.

Pero por muy crispados que

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estuvieran los nervios de Pym cuandollegaba a la cita, Axel le restauraba cadavez que se veían. Nunca tenía prisa,nunca era inoportuno. En todo momentose mostraba respetuoso con lasusceptibilidad y las penas de su agente.No era parálisis por un lado ytrepidación por otro, Tom: lejos de eso.Las ambiciones que Axel abrigaba erantambién extensivas a Pym. ¿No eraacaso Pym su cuenco de arroz, su fortunaen todos sus significados, su pasaportepara acceder a los privilegios y a laposición de una élite remunerada delpartido? ¡Oh, cómo estudiaba a Pym!¡Con qué delicadeza le engatusaba y

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mimaba! ¡Qué meticuloso era paraponerse el ropaje que Pym necesitabaque adoptase! Ahora era el manto delpadre juicioso y estable que Pym nuncahabía tenido, ahora los harapos delpadecimiento, que eran el uniforme desu autoridad, ahora la sotana del únicoconfesor de Pym, su Murgo absoluto.Tenía que aprender los códigos y lasevasivas de Pym. Tenía que interpretarleantes de que él mismo lo hiciera. Teníaque regañarle y perdonarle como lospadres que nunca le cerrarían la puertaen las narices, ni se reirían cuando Pymestuviese melancólico y mantendríanviva la llama de todas sus ilusiones

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cuando estuviera decaído y diciendo:«No puedo, estoy solo y tengo miedo.»

Ante todo, tenía que mantener lasdotes de su agente constantemente alertacontra la tolerancia aparentementeilimitada de la Casa, porque ¿cómohubiéramos podido atrevernos a creer,cualquiera de los dos, que el querido, elmuerto bosque de Inglaterra no era uncamuflaje para algún juego magistralque se estaba jugando en su interior?¡Imagínate los quebraderos de cabezaque Axel tuvo, a medida que Pym seguíaproduciendo sus montañas de materialde espionaje, para persuadir a sus amosde que no eran víctimas de un grandioso

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engaño imperialista! Los checos teadmiraban tanto, Jack. Los más viejos teconocían de la guerra. Conocían tusdotes y las respetaban. Conocían lospeligros, todos los días, de subestimar asu astuto adversario. Axel tenía queluchar más de una vez con ellos, cuerpoa cuerpo. Tenía que discutir con losmismos esbirros que le habían torturado,a fin de impedir que retiraran de lacirculación a Pym y le administraran unpoco de la medicina que periódicamentehacían probar a algún otro, en la remotaposibilidad de arrancarle una confesióncierta: «Sí, soy un hombre deBrotherhood -querían que gritara-. Sí,

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estoy aquí para desinformaros. Paradistraer vuestra atención de nuestrasoperaciones antisocialistas. Sí, Axel esmi cómplice. Cogedme, colgadme,cualquier cosa menos esto.» Pero Axelprevalecía. Suplicaba, intimidaba,golpeaba la mesa, y cuando seplaneaban todavía más purgas paraexplicar el caos provocado por lasúltimas, reducía a sus enemigos alsilencio amenazándoles condenunciarles por su apreciacióninsuficiente de la históricamenteinevitable decadencia imperialista. YPym le auxiliaba en cada palmo delitinerario. Se sentaba de nuevo a la

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cabecera de su cama -aunque sólo fuerametafóricamente- y le proporcionabaalimento y valor, le sostenía el ánimo.Saqueaba los archivos de la oficina.Armaba a Axel con muestrasescandalosas de la incompetencia de laCasa en todo el mundo. Hasta que,combatiendo de este modo por susupervivencia mutua, Pym y Axelestrecharon aún más su lazo mutuo, ycada uno de ellos depositaba loselementos irracionales de su propio paísa los pies del otro.

Y de vez en cuando, después delibrada victoriosamente una batalla odespués de haber obtenido, un bando u

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otro, una gran exclusiva, Axel se poníalas ropas lúdicas del libertino yorganizaba una escapada en lamedianoche a su frugal equivalente deSt. Moritz, que era un pequeño castilloblanco en las montañas Gigantes,reservado por los suyos para laspersonas de las que tenían una opiniónelogiosa. Fueron por primera vez allípara la celebración de un aniversario, enuna limusina con las ventanasennegrecidas. Pym llevaba dos años enPraga.

–He decidido obsequiarte unexcelente agente nuevo, Sir Magnus -anunció Axel, cuando zigzagueaban

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alegremente por la carretera de grava-.La red Vigilante está lamentablementeescasa de espionaje industrial. Losamericanos brindan por el colapso denuestra economía, pero la Casa no lesproporciona nada que justifique suoptimismo. ¿Qué te parecería unejecutivo medio de nuestro gran BancoNacional de Checoslovaquia, conacceso a algunos de nuestrosdesbarajustes más graves?

–¿Dónde se supone que tengo queencontrarle? -contestó Pym cautamente,porque se trataba de decisionesdelicadas que exigían una extensacorrespondencia con la Oficina Central

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antes de que autorizasen laaproximación a una nueva fuente enpotencia.

La mesa de la cena estaba puestapara tres, y los candelabros estabanencendidos. Los dos hombres habíandado un largo y pausado paseo por elbosque y ahora estaban tomando unaperitivo mientras aguardaban a suhuésped.

–¿Cómo está Belinda? -preguntóAxel.

No era un tema que comentasen amenudo, porque Axel tenía pocapaciencia con las relacionesinsatisfactorias.

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–Bien, como siempre, gracias.–Nuestros micrófonos no nos dicen

eso. Dicen que os peleáis día y nochecomo el gato y el perro. Estáisdeprimiendo mortalmente a nuestrosescuchas.

–Diles que ya zanjaremos nuestrasdivergencias -dijo Pym, en un insólitoarranque de amargura.

Un coche ascendía por la cuesta.Oyeron las pisadas del viejo criado y elruido metálico de cerrojos.

–Te presento a tu nuevo agente -dijoAxel.

La puerta se abrió ruidosamente yentró Sabina. Un poco más madura,

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quizás, en las caderas; una o dos líneasduras de la burocracia en torno a lamandíbula; pero su deliciosa Sabina,con todo. Llevaba un austero vestidonegro con el cuello blanco y zapatoscompactos del mismo color que debíande constituir su orgullo, porque teníanbrillantes verdes en las tiras y el fulgordel ante de imitación. Al ver a Pym sedetuvo en seco y le dirigió una adustamirada de recelo. Por un momento, suexpresión reflejó la más radical censura.Luego, para deleite de Pym, rompió areír con su loca carcajada eslava ycorrió a envolverle con su cuerpo, comohabía hecho en Graz cuando él recibió

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sus primeras y vacilantes lecciones decheco.

Y así fue, Jack. Sabina subió y subióhasta convertirse en el agente jefe de lared Vigilante y en la querida de sussucesivos oficiales ingleses, aunque túla conociste como Vigilante Uno o biencomo la intrépida Olga Kravitsky,secretaria del Comité Interno de Pragapara asuntos económicos. La retiramos,si te acuerdas, cuando estaba esperandosu tercer hijo de su cuarto marido, enuna cena especial celebrada en su honoren Berlín occidental, cuando estabaasistiendo a su última conferencia debanqueros del Comecon en Potsdam.

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Axel la retuvo un poco más de tiempoantes de decidirse a seguir tu ejemplo.

–Me han destinado a Berlín -dijoPym a Belinda, en la seguridad de unparque público, al final de su segundoturno de servicio en Praga.

–¿Por qué me lo dices? -preguntóBelinda.

–No sabía si te gustaríaacompañarme -contestó Pym, y Belindaempezó a toser otra vez, la tos larga eimparable que debía de haber contraídopor causa del clima.

Belinda volvió a Londres y siguió uncurso de periodismo de la universidad adistancia, aunque ninguno sobre las

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maneras silenciosas de matar.Finalmente, a los treinta y siete años, selanzó al azaroso sendero de las causasliberales en boga y, tras haber conocidoa varios Paul, se casó con uno y tuvo unahija díscola que le criticaba por todo loque hacía, lo que ocasionó a Belinda lasensación de estar reconciliándose consus propios padres. Y Pym y Axelemprendieron la última etapa de superegrinación. En Berlín les aguardabaun futuro más radiante y una traición másmadura.

A la atención del coronel EvelynTremaine, D.S.O. [15]

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Pioneer Corps, retirado.APARTADO DE CORREOS 9077MANILA

A su ExcelenciaSir Magnus Richard Pym,

CondecoracionesThe British High Mission,BERLÍN

Queridísimo hijo:Una simple nota que confío en que

no entorpezca tu camino hacia lacumbre, puesto que nadie debe esperargratitud hasta que le toque el turno decomparecer ante Nuestro Padre, cosaque espero hacer en breve. No obstante

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hallarse la ciencia médica aquí todavíaen una fase primitiva, parece probableque este cruel verano sea el último delabajo firmante, a pesar del sacrificiodel alcohol y otros consuelos. Si envíasdinero para el tratamiento o elentierro, asegúrate de que extiendes elcheque y el sobre a nombre delcoronel, no al mío, ya que el nombre dePym es persona non grata para losnativos, y de todas maneras podríahaber muerto.

Con la esperanza de alcanzarclemencia,

Rick T. Pym

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Posdata: Me han informado de que en Berlínpuede conseguirse oro 916 a precio de saldo, y lavalija diplomática es accesible a los altos cargosque buscan una oportunidad de gananciainformal. Perce Loft es localizable en su antiguadirección y te asesorará por una tarifa del diez porciento, pero ojo con él.

Berlín. ¡Qué nido de espías, Tom!¡Qué bargueño lleno de secretoslíquidos e inútiles, qué campo de recreopara todo alquimista, milagrero yflautista de Hamelín que hayan optadopor ponerse una venda y apartar lamirada de las ingratas coacciones de larealidad política! Y, siempre en elcentro, el bueno y grande corazónamericano, gallardamente tamborileando

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sus canciones honorables en nombre dela libertad, la democracia y laliberación del pueblo.

En Berlín, la Casa tenía agentes deinfluencia, agentes de ruptura,subversión, sabotaje y desinformación.Incluso teníamos un par de ellos que nossuministraban material de espionaje,aunque eran un grupo desamparado alque se conservaba más por unaconsideración tradicional que por algunaintrínseca valía profesional. Teníamoscavadores de túneles y contrabandistas,radioescuchas y falsificadores,instructores y reclutadores, asesinos yaeronautas, gente que sabía leer los

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labios y artistas del disfraz. Pero pormucho que tuvieran los ingleses, losamericanos tenían más, y por mucho quetuvieran los americanos, los alemanesdel este tenían cinco veces y los rusosdiez veces más. Pym reaccionaba anteesas maravillas como un niño suelto enuna dulcería que no sabe de quégolosina apoderarse primero. Y Axel,que entraba y salía de la ciudad conincontables pasaportes falsos, le seguíasigilosamente con su cesto. En pisosfrancos y restaurantes oscuros, quenunca eran los mismos dos veces,comíamos en silencio, cambiábamosmiradas y nos observábamos con la

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satisfacción incrédula que invade a losalpinistas cuando se encuentran en lacima de una montaña. Pero inclusoentonces no olvidábamos la cumbre másalta que había en lontananza, y allevantar nuestros vasos de vodka parabrindar por el otro, susurrábamos a laluz de la vela: «¡El año próximo enAmérica!»

¡Y no digamos los comités, Tom!Berlín no era lo bastante seguro paraalbergarlos. Nos reuníamos en Londres,en cámaras doradas e imperiales queeran las adecuadas para losprotagonistas del juego del mundo. Yqué audaz, diversa e inventiva

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representación de dirigentes de lasociedad constituíamos, pues eran losaños de cambio en Inglaterra, cuando elescondido talento nacional saldría de suconcha y se pondría al servicio del país.«¡Los espías no se enteran!», corría elrumor. Demasiado incestuoso. ParaBerlín teníamos que abrir las puertas almundo real de catedráticos, abogados yperiodistas. Necesitamos banqueros,sindicalistas e industriales, tipos queponen el dinero donde tienen la boca ysaben lo que hace funcionar el mundo.¡Necesitamos parlamentarios quepuedan proporcionar un soplo de lastribunas y palabras enteramente austeras

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sobre el dinero de los contribuyentes!¿Y qué les ocurrió a aquellos sabios,

Tom, a los intrusos sagaces y serios, alos perros guardianes de la guerrasecreta? Irrumpieron en un terreno quehasta los espías podrían haber temidohollar. Frustrados durante demasiadotiempo por las limitaciones del mundovisible, aquellas mentes brillantes y sintrabas se prendaron de repente de todaconspiración, trampa y atajo que puedasimaginar.

–¿Sabes lo que están tramandoahora? -rugió Pym, paseando por laalfombra del piso de Londres Squareque Axel había alquilado por el tiempo

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que durase la conferenciaangloamericana de acción no oficial.

–Cálmate, Sir Magnus. Toma otracopa.

–¿Calmarme? ¿Calmarme cuandoesos lunáticos están planeandoseriamente suplantar al control soviéticode tierra, convencer a un «MIG» de quesobrevuele el espacio aéreonorteamericano, derribarlo y, si porcasualidad el piloto sobrevive, darle aelegir entre ser juzgado por espionaje oescenificar una deserción públicadelante de los micrófonos? ¡Es eldirector de defensa del Guardián el quehabla, por todos los santos! Provocará

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una guerra. Quiere provocarla. Tendrápor fin algo que publicar. Le apoyaronun sobrino del arzobispo de Canterburyy un subdirector general de la BBC.

Pero los escrúpulos de Pym nopodrían destruir el amor de Axel porInglaterra. Por la ventanilla del copilotode un «Ford» perteneciente al parqueautomovilístico de la Casa, contempló elpalacio de Buckingham y aplaudiósuavemente cuando vio el banderín realondeando en su lámpara de arco.

–Vuelve a Berlín, Sir Magnus. Undía ondeará allí la bandera de barras yestrellas.

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Su apartamento berlinés estaba en elcentro de Unter den Linden, en el pisomás alto del inmueble Biedermeier, quehabía sobrevivido milagrosamente albombardeo. Su dormitorio daba al ladodel jardín y por eso no oyó al coche queaparcaba, pero sí sus pasos esponjososen las escaleras, y recordó a laFremdenpolizei subiendosilenciosamente por la escalera demadera de Herr Ollinger en las horastempranas que prefieren los policías, yPym supo que era el fin, aunque de todaslas maneras que había imaginado el finninguna coincidía con la que ahorallegaba. Los hombres curtidos intuyen

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esas cosas y aprenden a creer en esasintuiciones, y Pym era un agentedoblemente curtido. De modo que supoque llegaba el fin y lo acogió contranquilidad, sin sorpresa nidesconcierto. En cuestión de segundosse había levantado de la cama y estabaen la cocina, porque aquí era dondehabía escondido los carretesfotográficos para su cita siguiente conAxel. Para cuando llamaron al timbre yahabía desenrollado y velado seiscarretes y accionado el mecanismo deignición instantánea del bloc de clavesoculto dentro de un hule en la cisternadel retrete. En la lúcida aceptación de su

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suerte había pensado incluso en unareacción algo más drástica, porqueBerlín no era Viena y guardaba unapistola en la mesilla de noche y otra enun cajón del recibidor. Pero le disuadióel tono de disculpa con que murmurarona través del buzón: «Herr Pym,despierte, por favor», y cuando miró porla mirilla y vio la figura amable delteniente de la policía Dollendorf y deljoven sargento que le acompañaba, leasaltó la vergüenza por el sobresaltoque les causaría si tomaba semejantedecisión. «Así que prefieren una entradapor las buenas», pensó, al abrir lapuerta: primero distribuyes a tus

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lobeznos alrededor del edificio y luegote presentas como un chico majo en lapuerta principal.

El teniente Dollendorf, como casitodos en Berlín, era un cliente de JackBrotherhood y ganaba un pequeñosuplemento por hacer la vista gordacuando los agentes cruzaban hacia unlado o hacia el otro el provechoso tramode Muro que había en su distrito. Era unbávaro campechano, con todos losapetitos bávaros, y el aliento le olíapermanentemente a Weisswurst.

–Perdónenos, Herr Pym. Disculpelas molestias a estas horas -empezó, conuna sonrisa demasiado amplia. Vestía de

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uniforme. Mantenía el arma todavía ensu funda-. Nuestro Herr Kommandant leruega que venga inmediatamente a lacentral por un asunto privado y urgente -explicó, todavía sin llevar la mano a lapistola.

Había determinación en la voz deDollendorf, al mismo tiempo que ciertoembarazo, y su sargento lanzaba bruscasmiradas hacia arriba y hacia abajo de lacaja de la escalera.

–El Herr Kommandant me aseguraque todo puede arreglarse de un mododiscreto, Herr Pym. Desea actuar contacto en esta etapa. No ha informado asus superiores -insistió Dollendorf, al

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ver que Pym todavía dudaba-. ElKommandant siente un gran respeto porusted, Herr Pym.

–Tengo que vestirme.–Vístase aprisa, si es tan amable,

Herr Pym. Al Kommandant le gustaríasolucionar el asunto antes de tener quetraspasarlo al turno de día.

Pym dio media vuelta y caminócuidadosamente hacia el dormitorio.Esperaba oír que los policías le seguíano una orden tajante, pero prefirieronquedarse en el recibidor contemplandolos grabados de Londres, una cortesía dela sección de alojamiento de la Casa.

–¿Puedo usar su teléfono, Herr Pym?

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–Adelante.Se vistió con la puerta abierta, con

la esperanza de oír la conversación.Pero lo único que oyó fue: «Todo enorden, Herr Kommandant. Nuestrohombre viene inmediatamente».

Bajaron las anchas escaleras en filade a tres hasta un coche de la policíaaparcado, con la luz centelleando. Nohabía nada detrás, ningún noctámbulo enla calle. Era muy típico de los alemanesdesinfectar toda la zona antes dearrestarle. Pym se sentó delante, conDollendorf. El sargento, tenso, ocupó elasiento de atrás. Estaba lloviendo y eranlas dos de la mañana. El cielo rojo

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abundaba en nubes negras. Nadie volvióa hablar.

«Y en la comisaría estará Jackesperando -pensó Pym-. O la policíamilitar. O Dios.»

E l Kommandant se levantó pararecibirle. Dollendorf y el sargento sehabían esfumado. El Kommandant seconsideraba un hombre de sutilezasobrenatural. Era alto, gris y de espaldahundida, con una mirada fija y una bocaestrecha y crepitante que articulaba auna velocidad autodestructiva. Serecostó en su silla y juntó las puntas delos dedos. Habló con una monotoníaangustiada, mirando a un aguafuerte de

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su lugar de nacimiento en el este dePrusia que colgaba de la pared, encimade la cabeza de Pym. Según el cálculososegado de Pym, habló durante unasseis horas sin una sola pausa y sin quepareciera que recuperara el aliento, loque para el Kommandant era elequivalente de un calentamiento rápidoantes de entablar una conversaciónseria. Dijo que era un hombre de mundoy un padre de familia que no desconocíaen absoluto lo que denominó la «esferaíntima». Pym dijo que la respetaba. ElKommandant dijo que no era un hombredidáctico ni un hombre político, sinoque era un demócrata cristiano.

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Profesaba la fe evangélica, pero Pympodía estar seguro de que no tenía nadaen contra de los católicos. Pymrespondió que no hubiera esperado otracosa. El Kommandant dijo que losdelitos configuraban un espectro quecomprendía desde el error humanodisculpable hasta el crimen calculado.Pym manifestó que estaba de acuerdo yoyó una pisada en el pasillo. ElKommandant rogó a Pym que tuvierapresente que los extranjeros en un paísajeno sentían con frecuencia una falsaseguridad en lo relativo a lo que podríaconsiderarse estrictamente como un actodelictivo.

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–¿Puedo hablarle con franqueza,Herr Pym?

–Se lo ruego -respondió Pym, enquien empezaba ya a formarse latemerosa premonición de que era Axel,y no él, quien estaba detenido.

–Cuando le han traído, le he mirado.Le he escuchado. He dicho: «No, nopuede ser. No es Herr Pym. Este hombrees un impostor», he dicho. «Se estáaprovechando de un conocidoeminente.» Sin embargo, mientras seguíaescuchándole, he detectado una especiede, ¿cómo diré? ¿Visión? Hay aquí unaenergía, una inteligencia, incluso puedodecir encanto. Posiblemente, he

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pensado, este hombre es quien dice quees. Sólo Herr Pym puede decírnoslo, hepensado. -Apretó un botón sobre lamesa-. ¿Puedo enfrentarle con usted,Herr Pym?

Apareció un viejo carcelero que lesprecedió con paso vacilante por uncorredor de ladrillo pintado queapestaba a ácido fénico. Abrió una verjay la volvió a cerrar cuando latraspasaron. Abrió otra. Era la primeravez que yo veía a Rick en la cárcel,Tom, y desde entonces me he cercioradode que fuese la última. En futurasocasiones, Pym le enviaba comida, ropa,puros y, en Irlanda, Drambuie. Pym

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vaciaba su cuenta en el banco por él, yde haber sido millonario hubierapreferido arruinarse antes que volver averle entre rejas, aun en su imaginación.Rick estaba sentado en un rincón y Pymsupo al instante que lo había elegidopara disponer de una vista más ampliade la celda, porque desde que yo leconocía él siempre había necesitado másespacio del que Dios le habíaconcedido. Tenía la cabezota inclinadahacia delante y la expresión ceñuda ytaciturna de un presidiario, y juro quesus pensamientos habían anulado sufacultad auditiva y no nos oyó llegar.

–Papá -dijo Pym-. Soy yo.

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Rick se acercó a los barrotes y pusouna mano en cada lado y la cara entreellas. Miró primero a Pym y luego alKommandant y al carcelero, sincomprender la situación de Pym. Suexpresión era somnolienta ymalhumorada.

–O sea que también te han atrapado,¿eh, hijo? -dijo, no sin ciertasatisfacción, pensé-. Siempre creí queandabas metido en algo. Deberías haberestudiado Derecho, como te dije.

Poco a poco empezó a percatarse dela verdad. El carcelero abrió la reja y elb ue n Kommandant dijo: «Por favor,Herr Pym», y se hizo a un lado para que

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entrara. Pym se acercó a Rick y leestrechó entre sus brazos, pero concuidado, por si le habían golpeado yestaba dolorido. La verborrea empezó aadueñarse gradualmente de Rick.

–Santo cielo, hijo, ¿qué demoniosme están haciendo? ¿No puede uncristiano honrado hacer unos pocosnegocios en este país? ¿Has visto lo quedan de comer aquí, esas salchichasalemanas? ¿Para qué pagamosimpuestos? ¿Para qué hicimos la guerra?¿De qué sirve un hijo que es el jefe deExteriores si no puede librar a su padrede estos vándalos germánicos?

Pero para entonces Pym estaba

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dando a su padre un férreo abrazo, leestaba dando palmadas en los hombros yestaba diciendo que se alegraba de verleen cualesquiera circunstancias. Demanera que Rick tampoco pudo contenerel llanto y el Kommandant se retiródiscretamente a otra habitación mientraslos dos camaradas, reunidos, festejabanal otro como a su salvador.

No pretendo defraudarte, Tom, perosinceramente he olvidado, quizásadrede, los detalles de las transaccionesde Rick en Berlín. En aquel momentoPym estaba esperando su propio juicio,no el de Rick. Me acuerdo de doshermanas de noble estirpe prusiana que

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vivían en una casa vieja deCharlottenburg, porque Pym les visitópara pagarles el importe de lasconsabidas pinturas ausentes que Rickiba a vender en su nombre y el brochede diamantes que iba a llevar a limpiar,y los abrigos de pieles que estabareformando en Londres un magníficosastre amigo suyo que no le cobraríanada porque le tenía un grandísimoafecto. Y recuerdo que las hermanastenían un sobrino descarriado que estabainvolucrado en un turbio tráfico dearmas, y que en algún momento de lahistoria Rick disponía de un avión enventa, el cazabombarderos más bonito y

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mejor conservado que se podría desear,en perfecto estado por dentro y porfuera. Y por lo que yo sé lo estabanpintando aquellos liberales de toda lavida, los Balham de Brinkley, quegarantizaban que el avión transportaría atodo el mundo hasta el paraíso.

Fue en Berlín también donde Pymcortejó a tu madre, Tom, y se la arrebatóa su propio jefe y al de ella: JackBrotherhood. No estoy seguro de que túni nadie posea un derecho natural aconocer el accidente en virtud del cualtodos fuimos engendrados, pero trataréde ayudarte lo mejor que sepa. Nonegaré que hubo travesura en el motivo

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de Pym. El amor, el que hubo, más tarde.–Parece ser que Jack Brotherhood y

yo estamos compartiendo a la mismamujer -comentó Pym a Axel pícaramenteun día, durante una conversación decabina a cabina telefónica.

Axel exigió saber inmediatamentequién era ella.

–Una aristócrata -dijo Pym,pinchándole todavía-. Una de lasnuestras. De la institución inglesa yespía, si eso te dice algo. Las relacionesde su familia con la Casa se remontan ala época de Guillermo el Conquistador.

–¿Está casada?–Tú sabes que no me acuesto con

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mujeres casadas, a no ser que insistanobcecadamente.

–¿Es divertida?–Axel, estamos hablando de una

mujer.–Me refiero a si es mundana -dijo

impacientemente Axel-. ¿Es lo que túllamas una gheisa diplomática? ¿Es unaburguesa? ¿Gustaría a los americanos?

–Es una Supermartha, Axel. Te loestoy diciendo. Es guapa, rica yterriblemente inglesa.

–Entonces quizá sea el billete quenos introduzca en Washington -dijoAxel, que últimamente había expresadosu inquietud por el número de mujeres

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ocasionales que pasaban por la vida dePym.

Poco después, Pym recibió unconsejo similar del tío Jack.

–Mary me ha dicho lo que hay entrevosotros, Magnus -dijo, llevándoleaparte con su actitud más tutelar-. Y siquieres saber mi opinión, podrías seguircazando y encontrar una piezamuchísimo peor. Es una de las mejoreschicas que tenemos, y ya es hora de quepierdas un poco de tu mala fama.

De modo que Pym, con sus dosmentores empujando en la mismadirección, siguió su consejo y escogió aMary, tu madre, para que fuese su

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verdadera compañera conyugal en laAlta Mesa de la alianza angloamericana.Y ciertamente, después de todo lo quehabía abandonado ya, parecía unsacrificio muy razonable.

Coge su mano, Jack (escribió Pym).Es la persona más querida que tuve.

Perdona, Mabs (escribió Pym).Querida, querida Mabs, perdóname. Siel amor es lo que todavía podemostraicionar, recuerda que yo te traicionémuchísimos días.

Empezó una nota para Kate y larompió. Garabateó «Queridísima

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Belinda» y se detuvo, asustado por elsilencio circundante. Miró bruscamentea su reloj. Las cinco. ¿Por qué no habíasonado el reloj de pared? Me he vueltosordo. Estoy muerto. Estoy en una celdaacolchada. Al otro lado de la plaza sonóla primera campanada. Una. Dos.«Puedo pararlo a la hora que quiera -pensó-. Puedo pararlo a la una, a lasdos, a las tres. Puedo coger cualquierfracción de una hora y pararla en seco.Lo que no puedo hacer es que dé lamedianoche a la una de la mañana. Esoes potestad de Dios, no mía.»

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Una quietud sobresaltada habíadescendido sobre Pym, y era la quietudliteral de la muerte. Se había asomadode nuevo a la ventana y observaba elvuelo de las hojas por la plaza desierta.Una inquietante inactividad habitabatodo lo que veía. Ni una sola cabeza enuna ventana, ni una puerta abierta. Ni unperro, gato o ardilla, ni un solo niñochillando. Se han marchado a losmontes. Están esperando a los piratasdel mar. Pero mentalmente Pym está enel subsuelo de un ruinoso bloque deoficinas de Cheapside, observando a lasdos beldades descoloridas que se hanpuesto de rodillas para desgarrar la

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última de las carpetas de Rick, y que selamen las codiciosas yemas de losdedos para acelerar su búsqueda. Elpapel forma alrededor montículoscrecientes, revolotea como un remolinode pétalos mientras ellas revuelven ydesechan lo que han saqueado en vano:extractos de cuentas bancarias escritascon sangre, recibos, coléricas cartas deabogados, mandamientos y citacionesjudiciales, cartas de amor que rezumanreproche. El polvo de los papelesinvade los orificios nasales de Pym, elruido metálico de los cajones de aceroes como el estrépito de las rejas de sucárcel, pero las beldades no se percatan

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de nada: son viudas ávidas que entran asaco en el historial de Rick. En el centrodel pillaje, con sus cajones y gavetastorcidos, se encuentra el últimoescritorio Reichskanzlei de Rick, conlas serpientes que se enroscan en suspatas abombadas como ligas de oro. Dela pared cuelga la última fotografía delgran TP con sus atributos edilicios, ysobre la repisa de la chimenea, encimade una parrilla saturada de falsoscarbones y las últimas colillas de purode Rick, reposa el busto de bronce de tufundador y director gerente, que irradiael fulgor postrero de su integridad. De lapuerta abierta, a la espalda de Pym,

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pende la lápida conmemorativa de lasdoce últimas empresas de Rick, pero unletrero al lado del timbre reza: «Apretaraquí para rogar silencio», porquecuando Rick no estaba salvando lainestable economía nacional, trabajabade portero de noche del inmueble.

–¿A qué hora murió? -pregunta Pym,antes de recordar que lo sabe.

–Al anochecer, querido. Los baresestaban abriendo -responde una de lasbeldades, con el cigarro en los labios,mientras coloca otro rimero de papelessobre el montón de escombros.

–Estaba tomando un traguito en esecuarto -dice la otra, que al igual que la

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primera no ha abandonado un instante sutarea.

–¿Qué es ese cuarto? -pregunta Pym.–El dormitorio -contesta la primera

beldad, tirando a un lado otra carpetaexhausta.

–¿Y quién estaba con él? -preguntaPym-. ¿Vosotras? ¿Quién estaba, porfavor?

–Estábamos las dos, querido -responde la segunda-. Le estábamoshaciendo carantoñas, por si quieressaberlo. A tu padre le encantaba tomarcopas, y siempre le ponían amoroso.Habíamos cenado temprano debido a suscompromisos, un filete con cebollas, y

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tuvimos un pequeño altercado porteléfono con la telefónica por un chequepara ellos que estaba en el correo.Estaba deprimido, ¿verdad, Vi?

La primera beldad, aunque de malagana, da por concluido su registro. Lasegunda hace lo mismo. De repente sondos londinenses respetables, de caraamable y cuerpo ampuloso y ajado.

–Se le había acabado, querido -dice,retirando una madeja de pelo con sumuñeca rechoncha.

–¿Qué se había acabado?–Dijo que si ya no podía tener aquel

teléfono, tenía que morirse. Dijo que elteléfono era su cuerda de salvamento, y

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que si no lo tenía era el fin para él,¿cómo haría sus negocios sin unauricular y una camisa limpia?

Confundiendo el silencio de Pymcon una censura, su compañera le miraenfurecida.

–No nos mires así, cariño. Hacíamucho que le habíamos dado todo lo queteníamos. Pagábamos el gas, pagábamosla electricidad, le hacíamos la cena,¿verdad, Vi?

–Hacíamos todo lo que podíamos -dice Vi-. Y también le consolábamos.

–Le hacíamos picardías más vecesde lo natural, ¿verdad, Vi? Hasta tresveces al día, en ocasiones.

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–Más -dice Vi.–Tuvo mucha suerte por teneros -

dice Pym sinceramente-. Muchas graciaspor haberle cuidado.

Esto les gusta, y sonríentímidamente.

–¿No habrá una botellita en esacartera grande y negra que tienes ahí?¿eh, querido?

–Me temo que no.Vi va al dormitorio. Por la puerta

abierta Pym ve la gran cama imperial deChester Street, su tapicería rasgada yensuciada por el uso. El pijama de sedade Rick está tendido sobre la colcha.Pym huele la loción corporal y el aceite

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capilar de Rick. Vi vuelve con unabotella de Drambuie.

–¿No os habló nada de mí en losúltimos días? -pregunta Pym mientrasbeben.

–Estaba orgulloso de ti, querido -dice la amiga de Vi-. Muy orgulloso. -Pero no parece satisfecha de surespuesta-. Iba a ponerse a tu altura, sí.Ésas fueron prácticamente sus últimaspalabras, ¿no, Vi?

–Le estábamos sosteniendo -dice Vi,con un sorbete-. Por la respiración se lenotaba que se iba. «Decidles que lesperdono a los de la telefónica -dice-. Ydecidle a mi chico Magnus que los dos

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seremos embajadores pronto.»–¿Y después de eso? -pregunta Pym.–«Danos otro tiento del Napoleón,

Vi» -dice la amiga de Vi, ahora llorandotambién-. No era Napoleón, de todasformas, era Drambuie. Luego dice: «Enesas carpetas, chicas, hay suficiente paravivir como reinas hasta reunirosconmigo.»

–No hizo más que un gesto con lacabeza -dice Vi, con el pañuelo en laboca-. Si no hubiera sido por el corazón,era como si no estuviese muerto.

Hay un crujido en la puerta. Tresgolpes. Vi la entorna una pulgada, luegola abre por completo y por último

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retrocede con expresión reprobadorapara dejar paso a Ollie y Cudlove,provistos de cubos de hielo. Los años nohan sido compasivos con los nervios deOllie, y las lágrimas en el rabillo delojo están manchadas de rímel. PeroCudlove es el mismo hasta en la corbatanegra de chófer. Cambiando el cubo a lamano izquierda, Cudlove aferra ladiestra de Pym con un apretón viril. Pymles sigue por un estrecho pasilloflanqueado de fotos de caballos decarreras. Rick está tendido en el cuartode baño, con una toalla enrollada a lacintura y los pies marmóreos cruzadosuno sobre otro, como obedeciendo a los

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cánones de algún rito oriental. Tiene lasmanos unidas y los dedos curvados,como si estuviera a punto de pronunciaruna arenga para su Creador.

–El único problema es que no hanaparecido los fondos, señor -murmuraCudlove mientras Ollie vierte el hielo-.Ni una moneda de un penique en ningúnsitio, señor, para ser franco. Creo queesas mujeres pueden haberse tomado unalibertad.

–Lo hemos hecho, señor, para serfranco, pero se han abierto otra vez y nonos ha parecido respetuoso.

Postrado sobre una rodilla delantede su padre, Pym extiende un cheque de

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doscientas libras, y a punto está deequivocarse y poner dólares.

Pym va en coche a Chester Street. Lacasa ha estado en otras manos duranteaños, pero esta noche permanece en laoscuridad, como si de nuevo aguardasea los alguaciles del embargo. Pym seaproxima cautelosamente. En la entradaa pesar de la lluvia hay una lamparillaencendida. Junto a ella, como un animalmuerto, descansa una vieja piel de boa,del color malva del medio luto, similara aquella de la tía Nell que tanto tiempoatrás él había utilizado para obstruir elretrete en The Glades. ¿Es de Dorothy?¿O de Peggy Wentworth? ¿Es algún

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juego de niños? ¿Ha sido colocada allípor el espectro de Lippsie? No hayninguna tarjeta amarrada a sus plumasempapadas de rocío. Ningúnembargador ha reclamado la propiedadde la prenda. El único indicio es laúnica palabra -«Sí»- garabateada conuna tiza trémula sobre la puerta, comouna señal salvadora en una ciudadamenazada.

Dando la espalda a la plaza desierta,Pym avanzó furioso hasta el cuarto debaño y abrió el tragaluz que años anteshabía revestido de pintura verde para

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mayor decoro de la señorita Dubber.Por una tronera examinó los jardines quehabía a un costado de la casa y concluyóque también estaban anormalmentevacíos. Stanley, el pastor alsaciano, noestaba atado a la tina de la lluvia delnúmero 8. No estaba la señora Aitken, lamujer del carnicero, que pasaba todassus horas de vigilia cuidando sus rosas.Tras cerrar de golpe el tragaluz, seencorvó sobre el lavabo y se salpicó deagua la cara, y luego miró ceñudamentesu reflejo hasta que le devolvió unasonrisa falsa y brillante. La sonrisa deRick, esbozada para burlarse de él, lasonrisa tan feliz que ni siquiera

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pestañea. La que se abraza contra ti y seacurruca como un niño estremecido. Laque más odiaba Pym.

–Fuegos artificiales, hijo -dijo Pym,parodiando las peores cadencias deRick-. «¿Te acuerdas cómo te gustabanlos fuegos? ¿Recuerdas la noche delquerido Guy Fawkes [16] y la gran tracacon las iniciales de tu padre, RTP,subiendo con todas sus luces sobre todoAscot? Pues eso.»

Pues eso, repitió Pym en su alma.

Pym está escribiendo otra vez.Gozosamente. Ninguna pluma puede

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asumir el esfuerzo. Letras libres,imprudentes, se vuelcan sobre el papel.Caminos de luz, colas de cohetes,estrellas y barras zumban por encima desu cabeza. La música de mil transistoressuena alrededor, las caras vivaces dedesconocidos se ríen de él y él lesdevuelve la risa. Es el 4 de julio. Es lanoche de las noches de Washington. LosPym diplomáticos han llegado hace unasemana para tomar posesión del cargode Magnus como subdirector de sede. Laisla de Berlín se ha hundido por fin. Elmatrimonio ha dejado a la espalda unperíodo en Praga, Estocolmo, Londres.El camino a América nunca ha sido

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fácil, pero Pym ha recorrido ladistancia, Pym lo ha conseguido, esaceptado y casi elevado hasta laoscuridad enrojecida que los focos, losfuegos de artificio y los proyectorescondenan repetidamente a la blancura.La multitud se arremolina en torno a él yPym forma parte de ella, las personaslibres de la tierra le han admitido comouno de los suyos. Es uno más entre todosesos niños grandes y felices que festejansu independencia de cosas que nunca lessujetaron. La orquesta de la Armada, elcoro de Breckenbridge y el grupo coraldel área metropolitana le han cortejadoy conquistado sin que él oponga

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resistencia. Fiesta tras fiesta, Magnus yMary han sido agasajados por la mitadde la élite del espionaje en Georgetown,han comido pez espada a la luz de unavela en patios de ladrillo rojo, hanconversado bajo luces suspendidas deramas, han abrazado y recibido abrazos,han estrechado manos y se han llenadola cabeza de nombres, habladurías ychampán. «He oído hablar mucho de ti,Magnus…» «¡Bienvenido a bordo,Magnus!» «Cristo, ¿ésta es tu mujer? ¡Esdemasiado!» Hasta que Mary,preocupada por Tom -los fuegosartificiales le han sobreexcitado- hadecidido volver a casa y Bee Lederer la

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ha acompañado.–Yo voy en seguida, cariño -

murmura Pym, cuando ella se marcha-.Tengo que aparecer por casa de losWexler, no vayan a pensar que lesesquivo.

¿Dónde estoy? ¿En el Mall? ¿En elHill? Pym lo ignora. Los brazosdesnudos, los muslos y los pechos sintrabas de la joven feminidad americanase aprietan complacientemente contra él.Manos amistosas abren huecos paradejarle pasar; risas, humo de hierba,estrépito, comprimen la noche candente.«¿Cómo te llamas, tío? ¿Inglés? Eh,choca esa pala… prueba un trago de

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esto.» Pym agrega un sorbo del whiskynacional a la mezcla explosiva que ya haingerido. Está subiendo una cuesta,aunque no consigue determinar si es dehierba o de alquitrán. La Casa Blancaresplandece a sus pies. Delante de ella,erecta e iluminada por los focos, laaguja blanca del monumento aWashington prolonga su ascensiónluminosa hasta las estrellasinasequibles. Jefferson y Lincoln, cadacual en su eterna parcela de Roma,yacen a ambos lados de Pym. Él ama alos dos. Todos los patriarcas y padresfundadores de Norteamérica son míos.Corona la cuesta. Un hombre negro le

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ofrece palomitas de maíz. Están saladasy calientes como su propio sudor. En elvalle, más lejos, las batallas inocuas deotros fuegos de artificio retumban y sedesperdigan en el cielo. Lamuchedumbre es más densa aquí arriba,pero todavía le sonríe a Pym mientrasexhala sus «oooh» y sus «ahhh» ante elespectáculo, prodiga amistad yprorrumpe en canto patriótico. Una chicabonita le está provocando. «Eh, tío, ¿porqué no bailas?» «Bueno, sí, gracias, conmucho gusto, pero déjame que me quiteel abrigo», contesta Pym. Su respuestaes demasiado palabrera, ella ya haencontrado otro compañero. Pym está

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gritando. Al principio no se oye a símismo, pero cuando entra en un lugarmás silencioso su propia voz le estallaen los oídos con alarmante nitidez.«¡Poppy! ¡Poppy! ¿Dónde estás?»Servicial, la buena gente que le rodeacorea el grito. «¡Date prisa, Poppy, tunovio está aquí!» «Vamos, Poppy, malapécora, ¿dónde has estado?» Detrás yencima de él, los cohetes vierten sucascada incesante contra el remolino denubes coloradas. Ante él se abre unparaguas dorado que envuelve entera lamontaña blanca e ilumina la calle que seva despoblando. En la cabeza de Pymresuenan instrucciones remotas. Está

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leyendo los números de las calles yumbrales. Encuentra la puerta y, en unaerupción final de alegría, siente lafamiliar mano huesuda que se cierraalrededor de su muñeca y la vozconocida que le amonesta.

–Tu amiga Poppy no puede veniresta noche, Sir Magnus -dice Axel,suavemente-. Así que, por favor, ¿porqué no dejas de gritar su nombre?

Hombro contra hombro los doshombres se sientan en los escalones delCapitolio y contemplan en el Mall a lainfinitud de seres que ellos han tomadobajo su protección. Axel tiene un cestoque contiene un termo de vodka helada y

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los mejores pepinillos y el mejor panmoreno que hay en Norteamérica.

–Lo hemos logrado, Sir Magnus -susurra-. Por fin estamos en casa.

Queridísimo padre:Me complace mucho poder

comunicarte mi nuevo nombramiento. Elcargo de consejero cultural puede nodecirte mucho, pero es un puesto queinspira respeto en los más altos círculosde aquí, e incluso me otorga acceso a laCasa Blanca. Soy asimismo poseedororgulloso de lo que se llamaSalvoconducto Cósmico, que significa

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literalmente que ya no hay para mípuertas cerradas.

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17

Oh, Dios mío, Tom, ¡qué bien lopasamos! ¡La gloriosa y desbocada lunade miel última, incluso mientras seencapotaba el cielo!

Sería disculpable que pensases quelas funciones de un subdirector de sede,aunque elevadas, son inferiores a las desu jefe. El director de la oficina deWashington flota en el aire superior dela diplomacia informativa. Su tareaconsiste en dar masaje al cadáver de laRelación Especial y convencer a todos,inclusive a sí mismo, de que ese muerto

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está vivo y bien. Todas las mañanas, elpobre Hal Tresider se levantabatemprano, se ponía su vieja corbata deShirburne y su traje tropical parcheadode sudor, y pedaleaba con semblanteserio en su bicicleta rumbo a la arcadiaempapada de las dependencias delcomité, dejando a tu padre las manoslibres para saquear el registro de laoficina, supervisar las filiales de SanFrancisco, Boston y Chicago o salirpitando para atender a un agente de pasohacia Centroamérica, China o Japón.Otro cometido era guiar a sabihondosingleses de cara gris por los viveros dela alta tecnología americana, donde los

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secretos científicos que se comercian enWashington tienen su concepciónartificial. Cenar con los pobres diablos,Tom, mientras que otros les habríandejado pudrirse en sus moteles.Consolarles de su exilio mal pagado ysin mujer en un país extranjero. Charlarcon ellos, en una jerga memorizada conpremura, de morros de cohetes, Gees,ángulo de giro, alcance de tiro ycomunicación submarina. Pedirlesprestados sus documentos de trabajopara devolvérselos a la mañanasiguiente.

–Vaya… esto parece interesante.¿Le importa que le eche una ojeada para

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nuestro agregado naval? Lleva añosincordiando al Pentágono para que se lodejen ver, pero siempre le han estadodando largas.

El agregado naval echó una ojeada,Londres echó otra, Praga una tercera.¿Para qué un salvoconducto cósmico sinun permiso de lectura igualmentecósmico?

¡Pobre impasible y respetable Hal!¡Qué meticulosamente Pym abusó de suconfianza y torpedeó sus inocentesambiciones! No importa. Si no teemplean los del Patrimonio Nacional,siempre puedes contar con el Club Realdel Automóvil o con una empresa

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subvencionada de la City.–Oye, Pymmie, hay un grupo

horrible de físicos que va a visitar elmes que viene el laboratorio dearmamento de Livermore -decías, tododisculpas y timidez-. ¿No crees quepodrías llegarte hasta allí, dar de comery beber a unos cuantos y procurar que nose suenen la nariz con el mantel? Nocomprendo por qué este servicio tieneque comportarse hoy día como si lodirigiese un hatajo de oficiales deseguridad con los pies planos. Tengopensado escribir a Londres a esterespecto, si consigo robar un momento.

Nunca ha habido un país más fácil

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de espiar, Tom, una nación tan francacon sus secretos, tan rápida en airearlos,en compartirlos, en confiarlos o endestinarlos demasiado pronto al montónde basura de la obsolescencia americanaplaneada. Soy demasiado joven parasaber si hubo una época en que losamericanos pudieron refrenar suadmirable pasión comunicativa, pero lodudo. Ciertamente las cosas han idocuesta abajo desde 1945, porque notardó en ser evidente que la informaciónque diez años antes hubiera costado alservicio de Axel miles de dólares enpreciosas divisas podría haberseobtenido del Washington Post, por un

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puñado de calderilla, a mediados de lossetenta. A veces esto podría habernosofendido, si hubiéramos tenido menosentereza, porque hay pocas cosas máshumillantes en el mundo del espía queproporcionar esta semana una granexclusiva a Londres y a Praga y leer elmismo material en la Revista deaviación a la siguiente. Pero no nosquejábamos. En el vasto huerto de latecnología americana había frutos desobra para todos, y a ninguno denosotros volvió a faltarle de nada.

Camafeos, Tom, azulejos pequeñospara tu mosaico es lo único que necesitodarte ahora. Mira a los dos amigos

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retozando bajo un cielo crepuscular,mira cómo captan los últimos rayos desol antes de que el juego acabe. Míralesrobando como niños, a sabiendas de quela policía está a la vuelta de la esquina.Pym no se prendó de América en unanoche ni tampoco en un mes, pese a losespléndidos fuegos de artificio del día 4de julio. Su amor por el país creció conel de Axel. Sin él quizá no hubiera vistola luz nunca. Lo creas o no, Pym llegóresuelto a desaprobar todo lo que viese.Aquel mundo era demasiado joven paraél, demasiado exento de autoridad. Noencontró asidero, no encontró unveredicto severo contra el que

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rebelarse. Aquellas gentes vulgares yhedonistas, tan francas y ruidosas, leparecían excesivamente desenvueltaspor comparación con su vida enrevesaday encubierta. Amaban su propiaprosperidad de un modo demasiadopatente y eran sobremanera flexibles ymóviles, muy poco sujetas a lasservidumbres de lugar, el origen y laclase. No poseían noción de aquelsilencio que en la vida de Pym habíarepresentado la música de fondo de surepresión. En compañía, era cierto,revertían en seguida al modelo y setransformaban en los principitoscombativos de los países europeos de

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donde procedían. Podían enredarte enuna intriga que haría sonrojarse a laVenecia medieval. Podían serholandeses tercos, escandinavostaciturnos, balcánicos homicidas ytribales. Pero cuando se entremezclabaneran americanos, locuaces ycautivadores, y a Pym le costaba muchohallar un núcleo que traicionar.

¿Por qué no le habían hecho ningúndaño? ¿Por qué no le habían puestoimpedimentos, por qué no le habíanasustado, obligado a sus miembros aadoptar posturas imposibles desde lamisma cuna en adelante? Descubrió queañoraba las calles desiertas y

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oscurecidas de Praga y el abrazotranquilizador de las cadenas. Deseabavolver a los colegios pavorosos. Queríacualquier cosa menos los horizontesmaravillosos que conducían a vidas queél no había vivido. Quería espiar a laesperanza misma, contemplar la salidadel sol por el ojo de una cerradura ynegar las posibilidades que él no habíatenido. Y durante todo este tiempo,irónicamente, la persecución de Europase estrechaba. Él lo sabía. Axel también.Ni un año había transcurrido cuando losprimeros e insidiosos susurros desospecha empezaron a llegar a susoídos. Fue, sin embargo, esta misma

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insinuación de mortalidad lo quedespegó a Pym de su desgana y leinstigó a llevar la batuta en la relaciónprecisamente en el momento en que Axelle estaba diciendo: termina, vete. Unamisteriosa gratitud por la Justa Américay su sanción inminente le embargó amedida que, como un gigantedesconcertado y torpe, ella se abatíagradualmente sobre él, aferrando en supuño grande y blando la evidenciamultiplicadora de la duplicidad de Pym.

–Algunos señoritos de Langley y deLondres empiezan a preocuparse pornuestras redes checas, Sir Magnus -leadvirtió Axel, en su inglés rígido y seco,

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durante una entrevista de emergencia enel aparcamiento del estadio Robert F.Kennedy-. Han empezado a detectarpautas desatinadas.

–¿Qué pautas? No hay pautas.–Han advertido que las redes checas

proporcionan mejor información cuandonosotros las dirigimos y casi nadacuando no lo hacemos. Ésa es la pauta.Hoy día tienen computadoras. Tardancinco minutos en ponerlo todo patasarriba y preguntarse cuál es la víaeficaz. Hemos sido negligentes, SirMagnus. Apuntábamos demasiado alto.Nuestros padres tenían razón. Si quieresque una cosa esté bien hecha, tienes que

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hacerla tú mismo.–Jack Brotherhood puede dirigir

esas redes tan bien como nosotros. Losjefes de agentes son verídicos, informande todo lo que hayan averiguado. Todaslas redes languidecen de vez en cuando.Es normal.

–Esas redes sólo languidecencuando no estamos allí. Sir Magnus -repitió Axel pacientemente-. Es lo queha intuido Langley. Les molesta.

–Entonces da a las redes mejormaterial. Comunica con Praga. Di a tusseñoritos que necesitamos una primicia.

Axel movió la cabeza tristemente.–Tú conoces Praga, Sir Magnus.

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Conoces a mis señoritos. El hombre queestá ausente es el hombre contra quienconspiran. No tengo poder paraconvencerles.

Pym analizó con calma la opción quele quedaba. Durante la cena, en su casaelegante de Georgetown, mientras Maryinterpretaba el papel de anfitrionacortés, cortés señora inglesa, cortésgheisa diplomática, Pym se preguntó sino sería el momento de persuadir aPoppy de que cruzase una frontera más,después de todo. Se vio a sí mismointachable: un marido, hijo y padre enbuena situación por fin. Recordó unaantigua granja revolucionaria que él y

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Poppy habían admirado enPennsylvania, emplazada entre camposondulados y tapias de piedra, concaballos de pura sangre que surgían enla mañana de niebla moteada de sol.Recordó las iglesias encaladas, tanrefulgentes y prometedoras después delas criptas mohosas de su infancia, eimaginó a la familia Pym trabajando yorando, reimplantada allí, y a Axelbalanceándose en el columpio del jardínmientras bebía vodka y pelaba guisantespara el almuerzo.

Venderé la piel de Axel a Langley ycompraré mi libertad, pensó, al tiempoque deslumbraba a una dama de dientes

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nacarados con una ingeniosa anécdota.Negociaré una amnistía administrativapara mí y borraré las manchas de miexpediente.

Nunca lo hizo, nunca lo haría. Axelera su carcelero y su virtud, era el altarsobre el que Pym había depositado sussecretos y su vida. Axel se habíaconvertido en la parte de Pym que nopertenecía a ninguna otra persona.

¿Necesito decirte, Tom, lo radiante yquerido que el mundo nos parece cuandosabemos que tenemos los días contados?¿Decirte cómo la vida se infla, se te

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abre y te dice «entra» en el precisomomento en que habías pensado que note admitían? ¡En qué paraíso seconvirtió América en cuanto Pym supoque la inscripción estaba en la pared!¡Toda su infancia retornaba en tropel!Llevó a Mary a una carrera hípica deobstáculos en el château de Winterthur,y soñó con Suiza y Ascot. Recorrió elhermoso cementerio de Oak Hill enGeorgetown y se imaginó que estaba conDorothy en The Glades, confinado en elhuerto chorreante donde su caraculpable podía ocultarse de lostranseúntes. Minnie Wilson era nuestrobuzón en Oak Hill, Tom. El primero en

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todo América: vete a visitar a Minniealgún día. Yace en una peanaabarquillada, un poco más abajo delanfiteatro de gradas, y es una difuntajovencita victoriana revestida decolgaduras de mármol. Dejábamosnuestros mensajes en un frondosoescondrijo entre el trasero de Minnie ysu protector, un tal Thomas Entwhistle,que había muerto en edad más avanzada.El decano del cementerio descansabamás arriba, cerca del recodo de gravadonde Pym aparcaba su cochediplomático. Axel le encontró, Axel secercioró de que Pym también loencontrara. Era Stefan Osusky,

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cofundador de la repúblicachecoslovaca, muerto en el exilio, en1973. Ninguna ofrenda clandestina aAxel parecía completa sin unasilenciosa oración de saludo a nuestrohermano Stefan. Después de Minnie,cuando aumentó el volumen de nuestrosnegocios, nos vimos obligados a elegircarteros más próximos al centro de laciudad. Escogimos generales de bronceolvidados, sobre todo franceses, quehabían luchado en el bando americanopor fastidiar a los ingleses.Saboreábamos sus sombreros flexibles,sus catalejos y sus caballos, y las floresen uniforme rojo que había a sus pies.

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Sus campos de batalla eran cuadradosde césped llenos de estudiantesholgazaneando; nuestros buzones erancualquier cosa, desde el cañónachaparrado que les protegía hasta lasconíferas enanas, cuyas ramas interioresformaban idóneos nidos marrones deagujas de pino. Pero el lugar predilectode Axel era el recién inaugurado MuseoNacional del Aire y el Espacio, dondepodía contemplar fascinado el Spirit ofSt. Louis y el Friendship 7 de JohnGlenn, y tocar con el índice el Recuerdode la Luna, tan devotamente como siestuviera ungiendo sus dedos con aguade un santuario. Pym no le vio nunca

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hacer estas cosas. Solamente oíacomentarios posteriores sobre ellas. Latreta consistía en dejar sus paquetesrespectivos en casilleros separados delguardarropa, e intercambiar llaves en laoscuridad de la sala de proyeccionesSamuel P. Langley, mientras el públicose agarraba a las barandillas con la bocaabierta, hechizados por las emocionesdel vuelo en la pantalla.

¿Y lejos de los ojos y oídos deWashington, Tom? ¿De qué te habloprimero? Quizá de Silicon Valley y delvillorrio español al sur de San

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Francisco, donde los monjes de Murgonos cantaron canto llano después de lacena. O del paisaje de Palm Springs,que evocaba al mar Muerto, donde loscarros del golf tenían enrejados de«Rolls-Royce», y los montes de Moabdominaban el estuco pastel y laspiscinas de roca artificiales de nuestromotel tapiado, mientras mexicanosilegalmente inmigrados recorrían loscéspedes con cestos a la espalda,recogiendo las hojas antiestéticas quepodrían ofender la sensibilidad denuestros compañeros millonarios. ¿Teimaginas el éxtasis de Axel alcontemplar las máquinas exteriores de

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aire acondicionado que humedecían elaire del desierto y soplaban niebla sobrelos clientes que se soleaban con la caracubierta de barro verde? ¿Te hablaré dela cena que para promover la adopciónde perros había organizado en PalmSprings la Sociedad Humanitaria, y a laque asistimos para celebrar laadquisición por parte de Pym del másreciente cianotipo para el morro delbombardero Stealh ? ¿La cena en quelos perros subían al escenarioacicalados y adornados con lazos paraque los criasen damas humanitarias,mientras todo el mundo lloraba como sise tratase de huérfanos vietnamitas? ¿Te

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hablaré del canal de radio quemachacaba durante el día entero pasajesde la Biblia y presentaba al Dios de loscristianos como el campeón de lariqueza, puesto que la riqueza era laenemiga del comunismo? «Sala deespera de Dios», llaman a Palm Springs.Tiene una piscina por cada cincohabitantes, y está situada a un par dehoras en coche de las fábricas dedestrucción más grandes del mundo. Susindustrias son la caridad y la muerte.Esa noche, desconocidos para losbandidos jubilados y los comediantesseniles que creaban su corte geriátrica,Pym y Axel sumaron el espionaje a la

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lista de los méritos locales.–Nunca volveremos a volar tan alto,

Sir Magnus -dijo Axel, al tiempo queinspeccionaba reverentemente la ofrendade Pym en el silencio de su suite deseiscientos dólares la noche-. Creo quetambién nosotros podemos retirarnos.

¿Te hablaré de Disneylandia y deotra sala de proyecciones donde unapantalla circular nos mostraba el sueñoamericano? ¿Puedo convencerte de quePym y Axel derramaron lágrimassinceras al observar a los refugiados dela persecución europea hollando sueloamericano mientras el locutor hablabade una nación de naciones y de la tierra

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de la libertad? Lo creímos, Tom. Y Pymlo cree todavía. Pym no se había sentidotan libre en su vida, hasta la noche enque murió Rick. Todo lo que aúnconseguía amar en sí mismo lo tenían laspersonas que le rodeaban. Unadisposición a sincerarse condesconocidos. Una astuciaexclusivamente destinada a proteger suinocencia. Una fantasía que lesenardecía pero que nunca les dominaba.Una capacidad para dejarse influir portodo sin perder por ello su soberanía. YAxel también les amaba, aunque noestaba tan seguro de que su afecto fuesecorrespondido.

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–Wexler está organizando un grupode investigación, Sir Magnus -leadvirtió Axel una noche que cenaban enla dignidad colonial del «Hotel Ritz» deBoston-. Algún desertor malvado sehabrá ido de la lengua. Es hora de quenos vayamos.

Pym no dijo nada. Atravesaron elparque y contemplaron las barcas-cisnedel lago. Se sentaron en un pub irlandésdesnudo y tenso, un hormiguero decrímenes que Inglaterra había olvidado.Pero Pym perseveraba en su negativa ahablar. Unos días más tarde, sinembargo, visitando a un catedráticoinglés de Yale que ocasionalmente

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proporcionaba apetitosos bocados a laCasa, se encontró ante la efigie delhéroe americano Nathan Hale, a quienlos ingleses ahorcaron por espía. Teníalas manos atadas detrás de la espalda.Debajo estaban inscritas sus últimaspalabras: «Solamente lamento no tenermás que una vida que perder por mipatria.» A partir de ese día, Pym estuvovarias semanas escondido.

Pym estaba hablando. Pym estaba enmovimiento. Pym estaba en algún sitiode la habitación, con los brazos pegadosa los flancos y las palmas extendidas,

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como quien pretende volar o nadar. Caíapostrado de rodillas, se restregaba loshombros contra la pared. Asía el ficheroverde, lo zarandeaba y el fichero setambaleaba como un viejo reloj depared a punto de aplastarle con suabrazo, y la caja combustiva sebamboleaba y columpiaba encima,diciendo: «Cógeme.» Pym estabajurando mentalmente. Estaba hablandoen su mente. Quería la calma de suentorno, pero no se la darían. Estaba denuevo sentado ante la mesa, y el sudorgoteaba sobre el papel de alrededor.Estaba escribiendo. Estaba tranquilo,pero la maldita habitación no terminaba

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de aquietarse y entorpecía su prosa.

Otra vez Boston.Pym ha estado visitando el

semicírculo dorado que se extiende a lolargo de la Nacional 128: «Bienvenido ala autopista tecnológica americana.» Ellugar es como un crematorio sin unachimenea. Fábricas y laboratoriosdiscretos y bajos se acurrucan entrematorrales y taludes ajardinados. Pymha sorbido el cerebro de una delegacióninglesa y ha sacado fotos prohibidas conuna cámara oculta en su cartera. Haalmorzado en privado en la casa de un

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gran patriarca industrial americano quese llama Bob y de quien se ha hechoamigo porque es indiscreto. Se hansentado en el mirador, han contempladoun jardín de céspedes en pendiente queun hombre negro calmosamente siegacon una segadora triple. Después delalmuerzo, Pym se desplaza en coche aNeedham, donde Axel le espera junto aun meandro del Charles River, que paraellos sirve de Aare local. Una garza realroza en su vuelo los juncos verdiazules.Halcones de cola roja les observandesde árboles muertos. El camino quesiguen Pym y Axel se adentra en elcorazón del bosque, a lo largo de un

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esker.–¿Qué pasa, entonces? -dice Axel

finalmente.–¿Por qué tiene que pasar algo?–Estás en tensión y no dices nada. Es

razonable suponer que ocurre algo.–Siempre estoy en tensión cuando

doy un parte.–No tanto como ahora.–No ha querido hablar conmigo.–¿Quién, Bob?–Le he preguntado cómo iba el

contrato de reconversión Nimitz. Me harespondido que su empresa estáhaciendo grandes progresos en ArabiaSaudita. Le he preguntado por sus

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conversaciones con el almirante de laflota del Pacífico. Me ha contestado quecuándo iba a llevar yo a Mary a un finde semana en Maine. Ha puesto otracara.

–¿Qué cara?–Está enfadado. Alguien le ha puesto

en guardia contra mí. Creo que está másirritado con ellos que conmigo.

–¿Qué más? -dice Axelpacientemente, sabedor de que con Pymsiempre hay más de una puerta.

–Me han seguido hasta su casa. Un«Ford» verde, con ventanillasahumadas. No hay ningún sitio paramerodear y los americanos no vigilan a

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pie, así que se han ido.–¿Qué más?–¡Basta de preguntar qué más!–¿Qué más?De repente les separó un gran

abismo de cautela y recelo.–Axel -dijo Pym finalmente.Era inusual por parte de Pym llamar

a Axel por su nombre; las convenienciasdel espionaje le frenaban normalmente.

–Sí, Sir Magnus.–Cuando estuvimos juntos en Berna.

Cuando éramos estudiantes. Tú no lohacías, ¿verdad?

–¿No hacía qué? ¿No estudiaba?–No estabas espiando a nadie. A los

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Ollinger. Al Cosmo. A mí. No habíagente que te controlase en aquel tiempo.Eras simplemente tú.

–No espiaba. Nadie me controlaba.No pertenecía a nadie.

–¿Es verdad eso?Pero Pym sabía ya que era verdad.

Lo sabía por el raro destello de rabiaque brilló en los ojos de Axel. Por lasolemnidad y la repugnancia de su voz.

–La idea de que yo fuese un espíaera tuya, Sir Magnus. No mía.

Pym miró cómo encendía otro puro yadvirtió que la llama de la cerillatemblaba.

–Fue idea de Jack Brotherhood -le

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corrigió Pym.Axel dio una chupada del puro y sus

hombros se relajaron poco a poco.–Da lo mismo -dijo-. Carece de

importancia a nuestra edad.–Bo ha sido autorizado a un

interrogatorio hostil -dijo Pym-. Vuelo aLondres el domingo para oír lacantinela.

¿Quién le hablaría de interrogatoriosa Axel? ¿Y de uno hostil, porañadidura? ¿Quién se atrevería acomparar las poses nocturnas de un parde abogados sumisos de la Casa en una

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casa franca de Sussex con las palizas,las descargas eléctricas y lasprivaciones que durante dos decenioshabían sido el pan irregular de Axel?Me sonroja recordar ahora que llegué aemplear esa palabra ante él. En el 52,como supe más tarde, Axel habíadenunciado a Slansky y exigido la penade muerte para él; no en voz muy alta,porque él mismo, a su vez, era casi unmuerto.

–¡Pero eso es terrible! -habíaexclamado Pym-. ¿Cómo puedes servir aun país que te hace eso?

–No fue terrible en absoluto,gracias. Debería haberlo hecho antes.

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Aseguré mi supervivencia y Slanskyhubiera muerto igualmente, ledenunciase yo o no. Dame otro vodka.

En el 56 cayó en desgracia denuevo:

–Esa vez fue menos problemático -explicó, encendiendo otro puro-.Denuncié a Tito y nadie se tomó siquierala molestia de matarle.

A principios de los sesenta, mientrasPym estaba en Berlín, Axel habíapasado tres meses pudriéndose en unamazmorra medieval fuera de Praga.Nunca he sabido con claridad lo queprometió en esa ocasión. Fue el año enque purgaron incluso a los estalinistas,

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si bien con escaso celo, y Slansky fuedeclarado nuevamente vivo, aunque sólopóstumamente. (Como recordarás, lesiguieron considerando culpable de susdelitos, pero de un modo inocente.) Entodo caso Axel regresó diez años másviejo, y durante unos meses hubo en suhabla una «r» blanda que se asemejabamucho a un tartamudeo.

Al lado de una experiencia parecida,la inquisición de Pym fue pura filfa. JackBrotherhood se erigió en su defensor. Eljefe de personal se deshizo enatenciones como una gallina clueca,asegurando a Pym que era simplementeuna cuestión de responder a unas cuantas

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preguntas. Un sicario sin barbilla delministerio de Hacienda no cesaba derepetir a mis perseguidores que corríanel peligro de excederse en su pesquisa, ymis dos carceleros insistieron enhablarme de sus hijos. Al cabo de cincodías y cinco noches, Pym estaba tanfresco como si hubiese pasado unasvacaciones en el campo, y susinterrogadores habían perdido pie.

–¿Has tenido un buen viaje, cariño?-le preguntó Mary, de nuevo enGeorgetown, después de una mañana enla cama en que Pym había aflojadotemporalmente la tensión.

–Estupendo -dijo Pym-. Y Jack te

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envía saludos.Pero cuando se encaminaba a la

embajada vio una nueva flecha blancapintada con tiza en los ladrillos delcomercio de licores, lo que significabaun mensaje de Axel para que nointentara restablecer el contacto hastanuevo aviso.

Y ha llegado el momento, Tom, deque te diga lo que Rick estaba haciendo,pues tu abuelo tenía una última baza quejugar antes del fin. Fue la mejor de lassuyas, como tú supondrías. Rick seacobardó. Abandonó la monstruosidad

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como estilo de vida, y vino a mí llorosoy rastrero como un animal apaleado. Ycuanto más pequeño y abarcable sevolvía, menos seguro se sentía Pym. Eracomo si la Casa y Rick estuvieranestrechando el cerco sobre Pym desdeambos lados, cada cual con su banalidadavergonzada y pesarosa, y Pym, como unacróbata en la cuerda floja entre los dos,de repente no tenía nada en queapoyarse. Pym imploraba a su padrementalmente. Le gritaba: «¡Sigue siendomalo, monstruoso, mantente a distancia,no te rindas!» Pero Rick no cejaba,arrastraba los pies y esbozaba unasonrisa empalagosa como un pordiosero,

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a sabiendas de que su poder era mayorahora que era débil.

–Lo hice todo por ti, hijo. Gracias amí has ocupado tu puesto entre losmandamases. ¿No tienes algunoscéntimos para tu padre? ¿Qué tal sitomamos un plato combinado, o te davergüenza salir a la calle con tu viejocamarada?

Apareció por primera vez enNavidad, cuando aún no se habíancumplido seis semanas desde que Pymhabía recibido una disculpa formal de laOficina Central. Georgetown estabasepultada bajo dos pies de nieve yhabíamos invitado a comer a los

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Lederer. Mary estaba colocando lacomida en la mesa cuando sonó elteléfono. ¿Aceptaba el embajador Pymuna llamada a cobro revertido desdeNueva Jersey? La aceptaba.

–Hola, hijo mío. ¿Cómo te trata lavida?

–Voy a hablar por el teléfono dearriba -dice Pym sombríamente a Mary,y todo el mundo parece comprender,sabiendo que el mundo secreto nuncaduerme.

–Feliz Navidad, hijo -dice Rickcuando Pym descuelga el teléfono deldormitorio.

–Feliz Navidad también para ti,

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papá. ¿Qué estás haciendo en NuevaJersey?

–Dios es el jugador número doce enel equipo de cricket, hijo. Dios es quiennos dice que mantengamos el codoizquierdo en alto durante la vida. Nadiemás lo dice.

–Eso has dicho tú siempre. Pero noes la temporada de cricket. ¿Estásborracho?

–Él es el arbitro, juez y jurado enuna sola pieza, y nunca lo olvides. No sepuede estafar a Dios. Nunca se hapodido. ¿Te alegras de que te pagara tueducación, entonces?

–Yo no estoy estafando a Dios,

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papá, estoy tratando de celebrar laNavidad con mi familia.

–Saluda a Miriam -dice Rick, y hayuna protesta sofocada antes de queMiriam se ponga al teléfono.

–Hola, Magnus -dice Miriam.–Hola, Miriam -dice Pym.–Hola -dice Miriam por segunda

vez.–¿Te alimentan bien en esa

embajada, hijo, o es todo a base deensaladas y patatas fritas?

–Tenemos una cantina perfectamentedecente para el personal subalterno,pero en este momento me disponía acomer en casa.

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–¿Pavo?–Sí.–¿Con salsa bechamel inglesa?–Supongo.–Ese nieto mío está bien, entonces,

¿no? ¿Tiene esa misma frente queheredaste de mí y que todo el mundoalaba?

–Tiene una frente muy bonita.–¿Ojos azules, lo mismo que yo?–Los ojos de Mary.–He oído decir que ella es

magnífica, hijo. He oído comentariosmuy elogiosos sobre ella. Dicen quetiene en Dorset una finca preciosa quevale un par de chelines.

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–Está en fideicomiso -dice Pymbruscamente.

Pero Rick ya ha empezado aahogarse en el abismo de su piedad porsí mismo. Llora, y su llanto se convierteen un aullido. Miriam llora también, ensegundo plano, con un gemido agudo,como un perrito encerrado en una casagrande.

–Pero, cariño -dice Mary cuandoPym vuelve a ocupar su puesto decabeza de familia-. Magnus. Estásdisgustado. ¿Qué ocurre?

Pym mueve la cabeza, sonriendo yllorando al mismo tiempo. Coge su vasode vino y lo levanta.

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–¡Por los amigos ausentes! -grita-.¡Por todos los amigos ausentes!

Y luego añade, para los oídos de suesposa sólo:

–Es sólo un antiguo agente, querida,que ha conseguido localizarme y medesea unas felices, puñeterasNavidades.

¿Alguna vez habrías supuesto, Tom,que el país más grande del mundopudiese ser demasiado pequeño para unhijo y su padre? Pues es lo que sucedió.Que Rick se desplazase a cualquier sitiodonde pudiera gozar de la protección

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filial era, me figuro, lo más natural y,después de Berlín, probablementeinevitable. Ahora sé que primero fue aCanadá, confiando erróneamente en loslazos de la Commonwealth. Loscanadienses se hartaron en seguida de ély, cuando le amenazaron con repatriarle,pagó una pequeña entrada por unCadillac y se dirigió al sur. Misinvestigaciones revelan que en Chicagosucumbió a las numerosas ofertasseductoras de las inmobiliarias que, amodo de incentivo, invitaban a ocuparurbanizaciones nuevas del extrarradiosin pagar renta durante tres meses. Un talcoronel Hanbury residió en Farview

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Gardens, un tal Sir Williams Forsythhonró con su presencia Suneligh Court,donde prolongó su arrendamientoentablando largas negociaciones alobjeto de comprar el ático para sumayordomo. Lo que estos dos señoreshicieron para obtener liquidez es, comosiempre, un misterio, aunque sin dudahabía beldades agradecidas en eltrasfondo. La única pista es una cartaquisquillosa de los mayorales de un clubhípico local, notificando a Sir Williamsque sus caballos serían acogidos encuanto hubiese abonado las cuotas deestablo. Pym tenía todavía unconocimiento vago de esos rumores

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lejanos, y sus ausencias de Washingtonle prestaron un falso sentimiento deprotección. Pero en Nueva Jersey algocambió para Rick definitivamente, y,fuera lo que fuese, a partir de entoncesPym pasó a ser su único recurso.¿Soplaba acaso simultáneamente parapadre e hijo el mismo viento justicierode las cuentas pendientes? ¿Estaba Rickrealmente enfermo? ¿O era, como Pym,meramente consciente del juicioimprorrogable? Indudablemente Rickpensaba que estaba enfermo.Indudablemente Rick creía que debíaestarlo. Escribió:

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No tengo más remedio queusar en todo momento un bastónfuerte (veintinueve dólares enmetálico) por causa del corazóny otras dolencias aún másinquietantes. Mí médico meprohíbe lo nocivo y dictaminaque una dieta frugal (comidassencillas y champán solamente,no vino de California) podríaprolongar esta exiguaexistencia y facultarme paraluchar durante unos pocosmeses más antes de que mellegue la hora.

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Indudablemente se aficionó a llevargafas de color hígado, como la tía Nell.Y cuando chocó con la ley de Denver, almédico de la cárcel le impresionó tantoRick que le liberaron en cuanto Pymhubo pagado los honorarios médicos.

Y después de Denver decidiste queya estabas muerto, ¿no?, y te propusistehostigarme con tu debilidad, ¿verdad?Por cada ciudad adonde yo iba,caminaba temeroso de tu espectropatético. En cada piso franco dondeentraba o de donde salía esperaba verteesperando en la puerta, haciendo alarde

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de tu pequeñez deliberada y voluntaria.Sabías dónde iba a estar yo antes de quellegase. Falsificabas un billete yviajabas cinco mil millas tan sólo paramostrarme lo pequeño que te habíasvuelto. Y nos íbamos al mejorrestaurante de la ciudad y yo te pagabael festín, me jactaba ante ti de misproezas diplomáticas y escuchaba a mivez tus propias vanaglorias. Te dabatodo el dinero que podía, rezando paraque te permitiese añadir unos cuantosWentworths más al fichero verde. Peroincluso cuando te hacía fiestas eintercambiaba contigo sonrisas radiantesy te estrechaba la mano y te alentaba en

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tus proyectos idiotas, sabía que habíasejecutado el mejor timo de todos. Ya noeras nada. Tu manto, ahora en mismanos, te había transformado a ti en unhombrecillo desnudo y a mí en el mayorestafador que conocía.

–¿Entonces por qué esos tipos no tenombran caballero, hijo? Me han dichoque a estas alturas debería sersubsecretario vitalicio. Tienes algúntrapo sucio, ¿eh? Quizá deberíapresentarme en Londres y mantener unacharla con esos chicos del departamentode personal.

¿Cómo me encontró? ¿Cómo eraposible que sus sistemas de información

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fuesen mejores que los de los perros concorrea de la Agencia, que rápidamentese estaban convirtiendo en mi compañíaasidua e indeseada? Al principio penséque había contratado a detectivesprivados. Empecé a coleccionar losnúmeros de coches sospechosos, aanotar las horas de llamadas telefónicasinconclusas, a tratar de distinguirlas delas de Langley. Abordé a mi secretaria:¿le había estado importunando en buscade información alguien que afirmaba sermi padre enfermo? Al final descubrí queel empleado de viajes de la embajadatenía la adicción de jugar al snookeringlés en algún hostal masónico de los

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barrios bajos de la ciudad. Rick le habíaconocido allí y le había contado unanecia superchería: «Tengo el corazónpachucho -le había dicho al imbécil-.Podría acabar conmigo de un momento aotro, pero no se lo digas a mi chico. Nome gusta preocuparle cuando tiene elplato bien lleno como ahora. Lo que vasa hacer es darme un telefonazo cada vezque mi chico abandone la ciudad, paraque yo sepa siempre dónde localizarlecuando llegue la hora.» Y sin duda habíaun reloj de oro en algún punto de lahistoria. Y entradas para la final defútbol del año siguiente. Y una visitabenéfica a la mamita del pobre chico la

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próxima vez que Rick volviese a casapara respirar un poco de aire inglés.

Pero mi descubrimiento llegódemasiado tarde. Para entonces ya noshabíamos reunido en San Francisco, enDenver y en Seattle, y Rick se habíapersonado en cada una de estasciudades, y había llorado y se habíaamedrentado ante mis propios ojos,hasta que lo único que quedó de Rickfue lo que poseía de Pym; y lo único quequedó de Pym, según me pareció, amedida que tejía mis mentiras ylisonjeaba y perjuraba ante un tribunalilegítimo tras otro, fue un estafadordesfalleciente que trastabillaba sobre

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los últimos zancos de su credibilidad.Y así sucedió, Tom. La traición es

un oficio repetitivo y no te aburriré másal respecto. Hemos llegado al final,aunque desde aquí parece ser más bienel principio. La Casa expulsó a Pym deWashington y le envió a Viena para querecobrara el control de sus redes y paraque su ejército creciente de acusadorespudiesen estrechar en torno a su cuellosu miserable pauta de computadora.Para él no había salvación. No a lapostre, Poppy lo sabía. También losabía Pym, aunque nunca habría deadmitirlo, ni siquiera ante sí mismo.Otra estafa más, Pym se repetía: otra

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estafa más será bastante. Poppy leacuciaba, le suplicaba, le amenazaba.Pym fue inflexible: déjame en paz,saldré del aprieto, ellos me aman, les heentregado mi vida.

Pero la verdad es, Tom, que Pymprefirió poner a prueba los límites de latolerancia de aquellos a quienes amaba.Prefirió sentarse aquí, en la habitaciónde arriba de la señorita Dubber, yesperar la llegada de Dios, mientrascontemplaba los jardines quedescendían hasta la playa donde losmejores camaradas que jamás hanexistido habían jugado al fútbol desdeun extremo del mundo al otro extremo, y

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atravesando el mar a bordo de susbicicletas «Harrod’s».

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Noche de fuegos artificiales enPlush, pensó Mary, mirando laoscuridad de la plaza. Hay una hoguerasin encender esperando a Tom. Por elparabrisas de su coche aparcadoobservó el quiosco de la música vacío yfingió que veía a los últimos miembrosde su familia y a criados hacinados en elviejo pabellón de cricket. Los pasosamortiguados eran las pisadas de losguardabosques que se congregaban pararecibir a su hermano Sam, de regresopara su último permiso. Simuló que oía

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la voz de su hermano, quizá, para sugusto, demasiado evocadora de la plazade armas, todavía rasposa por la tensiónde Irlanda. «¿Tom? -llama-. ¿Dónde estáTom?» Ni un movimiento. Tom estáenvuelto en el abrigo de piel de oveja deMary, con la cabeza apretada contra elmuslo de su madre, y nada, excepto laNavidad, va a inducirle a salir.

–Vamos, Tom Pym, tú eres el másjoven -grita Sam-. ¿Dónde está? Serásdemasiado mayor el año que viene,Tom, ¿sabes?

Luego su brutal rechazo.–Que se joda. Vamos a buscar a

otro.

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Tom se avergüenza, los Pym estándeshonrados, Sam, como de costumbre,se enfada porque Tom no siente ganas dereventar el universo. Un niño másvaliente pone la cerilla y el mundo seincendia. Los cohetes militares delhermano de Mary lo sobrevuelan ensalvas perfectas. Mirando al cielonocturno, todo el mundo es pequeño.

Estaba sentada al lado deBrotherhood y él le tenía agarrada lamuñeca del mismo modo que el médicocuando ella estaba a punto de dar a luz asu pequeño cobarde. Para tranquilizarla.Para serenarla. Para decir: «Yo mandoaquí.» El coche estaba aparcado en una

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calleja; detrás de ellos estaba lafurgoneta de la policía y, detrás, unacaravana de unos seiscientos cochespoliciales aparcados y camionetas deradio, ambulancias y camiones debombas, todos ellos ocupados por losamigos de Sam, que hablaban entre sísin palabras y sin mover los ojos. Allado de Mary había un comerciollamado Fantasías de azúcar, con unescaparate iluminado por una lámparade neón y un gnomo de plástico queempujaba una carretilla cargada degolosinas polvorientas, y junto a estatienda estaba el asilo de granito, conBiblioteca Pública grabado sobre una

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puerta fúnebre. Al otro lado de la callese alzaba una espantosa iglesia baptista,proclamando que Dios tampoco eradivertido. Más allá de la iglesia seencontraba la plaza de Dios, Su quioscode la música y Sus araucarias, y entre elcuarto y el quinto árbol empezando porla izquierda, como ella había contadoveinte veces, y a las tres cuartas partesdel camino, había una ventana en formade arco iluminada y con las cortinas decolor naranja corridas, que mis oficialesme informan que es donde está situada lahabitación de su marido, señora, aunquenuestras pesquisas indican que esconocido en la localidad bajo el nombre

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de Canterbury, y que es un hombreestimado en el vecindario.

–Es estimado en todas partes -replicó Mary.

Pero el superintendente se lo estabadiciendo a Brotherhood. Estabahablando por la ventanilla deBrotherhood y se dirigía a él como elcustodio de Mary. Y Mary sabía que alsuperintendente le habían ordenadohablar con ella lo menos posible, unaorden que le resultaba difícil cumplir. Yque Brotherhood se había impuesto latarea de responder por ella, lo que elsuperintendente parecía aceptar que eralo más próximo a la santidad que tenía a

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su alcance sin que le reventaran losoídos. El superintendente era un hombrede Devon, cabeza de familia ypesadamente tradicional. Me alegroinfinito de que le arreste un hombre deDevon, pensó Mary cruelmente, con elgorjeo de Caroline Lumsden. Creo quee s mucho más agradable que te hagaprisionero un hombre de tu tierra.

–¿Está completamente segura de queno quiere entrar en el vestíbulo de laiglesia, señora? -estaba diciendo elsuperintendente por centésima vez-.Hace mucho más calor y hay unaexcelente compañía. Cosmopolita,contando a los americanos.

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–Está mejor aquí -murmuróBrotherhood, a modo de respuesta.

–Sólo que no podemos permitir alcaballero que ponga el motor en marcha,a decir verdad, señora. Y si no puedearrancar el motor, pues entonces no haycalefacción, usted me entiende.

–Me gustaría que se fuera usted -dijoMary.

–La señora está bien donde está -corroboró Brotherhood.

–Pero esto podría durar toda lanoche, ¿comprende, señora? Inclusotodo el día de mañana. Si nuestro amigodecide obstinarse, más o menos, a decirverdad.

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–Tomaremos las cosas según vengan-dijo Brotherhood-. Cuando la necesite,ella estará aquí.

–Me temo que no, señor, a decirverdad. No cuando entremos, si tenemosque entrar. Me temo que la señora tendráque retirarse a un lugar más seguro, adecir verdad, y usted también. Sólo quelos demás están en la iglesia, si mecomprende, señor, y el inspector jefedice que es donde tienen que estar todoslos no combatientes en esta fase de laoperación: los americanos inclusive.

–Ella no quiere estar con los demás-dijo Mary antes de que Brotherhoodpudiese hablar-. Y no es americana. Es

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su esposa.El superintendente se marchó y

volvió casi inmediatamente. Es elintermediario. Le han elegido porquetiene esa paciencia con que se trata a unenfermo.

–Mensaje del tejado, señor -comenzó, con tono de disculpa,agachándose una vez más hasta laventanilla de Brotherhood-. ¿Sabe usted,por favor, el tipo y el calibre exactosdel arma que nuestro amigo tienesupuestamente en su poder?

–Una «Browning 38» automática. Unarma antigua. Yo diría que no la halimpiado en años.

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–¿Alguna teoría respecto al tipo demunición, señor? A ellos les agradaríaconocer el alcance, ¿comprende?

–Cañón corto, me parece.–Pero ¿no un obturador, por

ejemplo, ni una bala dumdum ?–¿Para qué diablos iba a querer una

dumdum ?–No lo sé, señor, créame. La

información es oro en polvo en estecaso, el modo en que la transmiten, sime permite decirlo. Hace mucho tiempoque no he visto tantos labios cerrados enuna habitación. ¿Cuántas balas cree quetiene nuestro amigo?

–Un peine. Otro de repuesto, quizá.

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Mary se enfureció de repente.–Por el amor de Dios. ¡No es un

maníaco! No va a provocar una…–¿Una qué? -preguntó el

superintendente, cuyos modales rústicospropendían a aflorar cuando no lehablaban con el debido respeto.

–Dé por sentado que tiene un peineentero y otro de repuesto -dijoBrotherhood.

–Bueno, entonces puede usteddecirnos qué tal tirador es nuestro amigo-sugirió el superintendente, comoreplegándose a un terreno más seguro-.No se les puede reprochar que lopregunten, ¿verdad?

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–Ha sido adiestrado y se haejercitado durante toda su vida -respondió Brotherhood.

–Es buen tirador -dijo Mary.–¿Y cómo lo sabe usted, señora, si

me permite una pregunta sencilla?–Practica con la escopeta de aire

comprimido de Tom.–¿Disparando a ratas y esas cosas?

¿O a algo más grande?–A dianas de papel.–¿Ah, sí? Y obtiene un alto

porcentaje de blancos, ¿no es eso,señora?

–Tom dice que sí.Mary miró de reojo a Brotherhood y

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supo lo que él estaba pensando. Déjemeentrar a sacarle, tenga o no tenga pistola.Ella estaba pensando algo muyparecido: «Magnus, sal de ahí y deja dehacer el puñetero ridículo.» Elsuperintendente estaba hablando denuevo, esta vez directamente aBrotherhood.

–Nuestros muchachos tienen unaduda, señor -dijo, como si se tratara deuna cuestión un poco irrazonable, perotuvieran que complacerles-. Respecto aesa caja con un mecanismo que nuestroamigo tiene en su poder. He preguntadoen el vestíbulo de la iglesia, pero noestán muy al corriente de esos aspectos

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técnicos y dicen que se lo pregunte austed. Nuestros chicos agradecen noestar autorizados a saber mucho alrespecto, pero les gustaría que usted lesinstruyera en lo referente a la carga quecontiene.

–Es autodestructiva -contestóBrotherhood-. No es un arma.

–Ah, pero, ¿podría utilizarse comoarma, por decirlo así, en manos de unapersona que podría, por ejemplo, haberperdido el equilibrio mental?

–No, a no ser que meta a alguiendentro de la caja -respondióBrotherhood, y el superintendente emitióuna melodiosa risa rural.

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–Les diré eso a los chicos -prometió-. Aprecian una broma en estoscasos, les alivia la tensión.

Bajó la voz y habló sólo paraBrotherhood.

–¿Alguna vez nuestro amigo hadisparado su pistola en un impulso defuria?

–La pistola no es suya.–Ah, pero no ha respondido a mi

pregunta, ¿no cree?–Que yo sepa, nunca ha participado

en un tiroteo.–Nuestro amigo no se pone furioso -

dijo Mary-. ¿Alguna vez ha capturado aalgún prisionero, señor?

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–A nosotros.

Pym había preparado el cacao y Pymhabía colocado el chal nuevo sobre loshombros de la señorita Dubber, aunqueella dijo que no tenía frío. Pym habíatrinchado el pedazo de pollo que habíacomprado en el supermercado paraagasajar a Toby, y si la señorita Dubberse lo hubiera consentido, habríalimpiado también la jaula del canario.El canario era el orgullo secreto de Pymdesde la noche en que lo habíaencontrado muerto después de que laseñorita D se hubiese acostado, y se las

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había ingeniado, sin que ella lo supiera,para sustituirlo por otro vivo en latienda de animales del señor Loring.Pero la señorita Dubber no quería másmimos de Pym. Quería que él se sentaraa su lado, donde ella pudiese verle, yquería que él le leyese la última carta dela tía Al, llegada ayer de la lejana SriLanka, señor Canterbury, pero usted nomostró interés.

–¿Ese Alí es el lavandero que lerobó el encaje el año pasado? -inquirióella abruptamente, interrumpiendo aPym-. ¿Por qué sigue contratando susservicios después de haberle robado?Creí que habíamos perdido hace mucho

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la pista de Alí.–Supongo que le perdonó -dijo Pym-

. Acuérdese que él tenía un montón demujeres. Posiblemente ella no tuvo elcoraje de ponerle de patitas en la calle.

Su propia voz le sonaba a Pym muyclara y hermosa. Era bueno hablar envoz alta.

–Ojalá hubiera vuelto a Inglaterra -dijo la señorita Dubber-. No puedesentarle bien, ese calor, al cabo detantos años.

–Ah, pero entonces tendría quelavarse la ropa ella misma, ¿no leparece, señorita D? -dijo Pym. Y supropia sonrisa le reconfortó porque

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sabía que le reconfortaba a ella.–Ahora se encuentra mejor, ¿verdad,

señor Canterbury? Me alegro mucho. Yalo ha echado fuera, sea lo que sea.Ahora puede descansar tranquilo.

–¿De qué? -preguntó Pymsuavemente, sin deponer su sonrisa.

–De lo que haya estado haciendotodos estos años. Puede permitir quealgún otro gobierne el país por unatemporada. ¿Le dejó mucho trabajopendiente aquel pobre señor que semurió?

–Supongo que sí, en realidad.Siempre hay dificultades cuando no hahabido una transmisión normal de

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poderes.–Pero ahora ya no tendrá problemas,

¿verdad? Lo veo.–No tendré ninguno cuando usted me

diga cuándo cogerá esas vacaciones,señorita D.

–Sólo si viene conmigo.–No puedo. ¡Ya se lo dije! ¡Se me ha

acabado el permiso!Había alzado la voz más de lo que

era su intención. Ella le miró y él vio elsusto en su cara, el mismo temor con quela había sorprendido mirándole desde lallegada del fichero verde o cuando él lehabía sonreído o la había mimadodemasiado.

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–Pues entonces no voy -dijo ella,agriamente-. No quiero encerrar a Tobyy Toby no quiere que le encierren y novamos a hacerlo sólo para darle gusto,¿verdad, Toby? Es usted muy amable,pero no vuelva a hablarme de eseasunto. ¿No dice nada más la tía Al?

–Lo demás es sobre los disturbiosraciales. Ella piensa que se avecinanmás. He pensado que a usted no legustaría oírlo.

–Tiene toda la razón, no me gusta -dijo la señorita Dubber firmemente, y sumirada no se apartó de Pym mientras élcruzaba la habitación, doblaba la carta yla guardaba dentro del tarro de jengibre-

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. Puede leerme esas cosas por lamañana, cuando no me importa tanto.¿Por qué está la plaza tan callada? ¿Porqué la señora Peel no está viendo latelevisión al lado? Debería estar viendoa ese presentador de la que estáenamorada.

–Probablemente se ha ido a la cama-dijo Pym-. ¿Más cacao, señorita D? -preguntó, llevando los tazones a latrascocina. Las cortinas estabancorridas, pero junto a la ventana habíaun extractor de humos que Pym habíaacoplado a la pared de madera y que erade plástico transparente. Mirando através de él inspeccionó rápidamente la

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plaza, pero no vio ningún signo de vida.–No sea tonto, señor Canterbury -

estaba diciendo la señorita Dubber-.Usted sabe que nunca tomo otra taza.Venga a ver las noticias.

Al fondo de la plaza, a la sombra dela iglesia, una lucecita se encendía y seapagaba.

–Esta noche no, señorita D, si no leimporta -le gritó Pym-. He estado con lapolítica toda la semana.

Abrió el grifo y esperó a queprendiese el calentador de la guerra deCrimea para enjuagar los tazones.

–Voy a acostarme y a olvidarme delmundo, señorita D.

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–Más vale que antes conteste alteléfono -contestó ella-. Es para usted.

Ella debía de haber descolgado elteléfono en el acto, porque él no lo habíaoído entre los sollozos del calentador.Hasta entonces no había recibidoninguna llamada. Volvió a la cocina yella le estaba tendiendo el auricular y élvio nuevamente el miedo en su cara, unaacusación, mientras alargaba una manofirme para coger el teléfono. Lo aplicóal oído y dijo: «Canterbury.» Lacomunicación se cortó, pero mantuvo elteléfono pegado al oído y dirigió unasonrisa rápida y radiante dereconocimiento hacia un punto central de

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la cocina, componiendo una estampa amitad de camino entre la imagen delpuritano inglés que sube trabajosamentepor la cuesta orillada de furcias y laimagen de la niña acostada, con el pelopeinado, a punto de comer un huevopasado por agua.

–Gracias -dijo-. Muchísimasgracias, Bill. Bueno, es muy generosopor tu parte. Y por parte del ministro.Dale las gracias también, Bill, ¿loharás? Almorzamos juntos la semanaque viene. Pago yo.

Colgó. Tenía la cara muy caliente yya no estaba totalmente seguro, al mirara la señorita Dubber, de lo que

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expresaba su semblante o de si ella eraconsciente de los dolores que élempezaba a sentir alrededor de loshombros, en el cuello y en la rodilladerecha, en la que había sufrido unesguince cuando esquiaba con Tom enLech.

–Parece ser que el ministro estábastante contento con el trabajo que lehice -explicó, un tanto a ciegas-. Queríaque yo supiera que mis esfuerzos nohabían sido en vano. Era su secretarioparticular, Bill. Sir William Wells.Amigo mío.

–Ya veo -dijo la señorita Dubber.Pero no mostró entusiasmo.

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–La verdad sea dicha, el ministro nosuele ser muy agradecido. No lomanifiesta. Es difícil de complacer.Prácticamente no se le ha oído felicitar anadie en toda su vida. Pero todos letenemos bastante apego. Todos letenemos un poco de cariño a pesar detodo, entiéndame. Hemos decididoaceptarle como parte del vistoso desfilede la vida, y no como una especie demonstruo. Sí. Bueno, estoy cansado,señorita D. Déjeme que la lleve a lacama.

Ella no se había movido. Él hablómás fuerte.

–No era él en persona, claro. Está en

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una reunión que dura toda la noche.Tiene que aparecer por allí. Era susecretario particular.

–Ya me lo ha dicho.–«Te va a valer una medalla, Pym,

muchacho -ha dicho-. El viejo incluso hasonreído.» Así le llamamos al ministro:el viejo. Sir William a la cara, pero «elviejo» a sus espaldas. Sería bonito teneruna chapa, ¿eh, señorita D? Ponerla enla repisa de la chimenea. Abrillantarlaen Pascua y en Navidad. Nuestramedalla privada. Ganada en el puesto.Si alguien la merece es usted.

Dejó de hablar un momento porquese estaba yendo de la lengua y tenía la

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boca seca y el dolor más intenso deoídos y garganta que recordaba habersufrido. Tendría que ir a una de esasclínicas privadas a que me hagan unadesinfección completa. De modo que envez de hablar se inclinó sobre ella, conlas manos colgando, para poderayudarla a ponerse de pie y darle elfuerte abrazo de las buenas noches quetanto significaba para ella. Pero laseñorita Dubber no se prestó. No queríael abrazo.

–¿Por qué dice que se llamaCanterbury si su apellido es Pym? -exigió, severamente.

–Es mi nombre. Pym. Como Pip.

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Pym Canterbury.Ella meditó un largo rato al

respecto. Estudió los ojos secos de Pymy los músculos de sus mejillas, que seestaban retorciendo por alguna razóndesconocida. Y él advirtió que a ella nole gustaba mucho lo que veía y queestaba dispuesta a pelear. Pero cuandoPym le dedicó una sonrisa forzada y lasugestionó con toda la vida que lequedaba dentro, se vio recompensadopor un gesto estricto de aceptación.

–Los dos somos demasiado viejospara nombres de pila, señor Canterbury-dijo. Después de lo cual ella finalmenteextendió los brazos y él los ciñó

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suavemente por encima de los codos ytuvo que contenerse para no tirar condemasiada fuerza, porque estaba ansiosode estrecharla contra él y de irse a lacama, donde quería estar.

–Ahora me alegro por lo de esamedalla -anunció ella, cuando él laconducía por el pasillo-. Siempre headmirado a un hombre que consigue unamedalla, señor Canterbury. Porcualquier cosa que haya hecho.

La escalera pertenecía a las casas desu infancia y, en consecuencia, la subióa saltos, con los pies ligeros, y olvidósus dolores y molestias. La pantalla delrellano, en forma de estrella de Belén,

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era, no obstante su luz pésima, una viejaamiga de The Glades. Todo es amableconmigo, constató. Cuando abrió lapuerta de su habitación, todos losobjetos se rieron de él y le lanzaron unguiño, como en un guateque. Todos lospaquetes estaban como los habíapreparado, pero no se perdía nadacomprobándolo. Los verificó por orden.Un sobre para la señorita Dubber, unmontón de dinero y de disculpas. Sobrepara Jack, ningún dinero y, puestos apensar en ello, pocas pero preciosasexcusas. Qué raro, Poppy, que ahoraseas por fin un sonido tan lejano. Aquelestúpido fichero, no sé por qué me he

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tomado tantas molestias por él todosestos años. Ni siquiera he inspeccionadosu interior. La caja combustiva, cuántopeso para tan pocos secretos. Nada paraMary, pero realmente no tenía muchomás que decirle: «Siento habermecasado contigo por necesidades decobertura. Me alegro de haber reunidoun poco de amor a lo largo del camino.Azares del oficio, mi querida. Tútambién eres espía, ¿recuerdas? Bastantemejor de lo que fue Pym, por cierto.»Sólo le preocupaba el sobre para Tom, ydesgarró la solapa pegada pensando queal fin y al cabo era necesaria una últimapalabra de explicación.

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«Ya ves, Tom, yo soy el puente -escribió con una mano irritantementefloja-. Soy el puente por el que debespasar para llegar desde Rick a la vida.»

A continuación añadió sus iniciales,como había que hacer tras una posdata,escribió el nombre del destinatario en unsobre nuevo y arrojó el roto a lapapelera, porque le habían enseñadodesde fecha temprana en la vida que eldesorden era hermano de la inseguridad.

Luego descendió la caja desde loalto del fichero hasta el escritorio, ladesarmó con las dos llaves de su llaveroy sacó primero las carpetas que erandemasiado secretas para clasificarlas y

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que proporcionaban abundanteinformación falsa sobre las redes que ély Poppy habían organizado tanindustriosamente. Las tiró igualmente alcesto de los papeles. Una vez hechoesto, sacó la pistola, la cargó y laamartilló, todo ello con bastanterapidez, y la depositó encima delescritorio, pensando en las numerosasocasiones en que había llevado un armay no la había disparado. Oyó un chirridoprocedente del tejado, y se dijo: «Debeser un gato. -Movió la cabeza, comodiciendo-: Estos malditos gatos, hoy díaandan por todas partes, no conceden alos pájaros ninguna oportunidad.» Echó

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un vistazo a su reloj de oro, con unamplio gesto, y recordó que Rick se lohabía regalado y que podría olvidarsede quitárselo en el baño. De modo quese lo quitó ahora, lo colocó encima delsobre para Tom y dibujó una cara alegreen forma de media luna directamente allado del reloj, el signo que se dibujabanuno a otro para expresar una sonrisa. Sedesvistió y depositó pulcramente lasropas junto a la cama. Luego se puso labata y cogió las dos toallas deltendedero, la grande para el baño y lapequeña para la cara y las manos.Introdujo la pistola en el bolsillo de labata, dejando el seguro en la posición

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off porque era un precepto insistente delos instructores que una pistola con elseguro puesto era más peligrosa que unapreparada para disparar. Solamente ibaa recorrer el pasillo, pero en el mundoactual la violencia impera y todaprecaución es poca. Cuando se disponíaa abrir la puerta del cuarto de baño ledisgustó descubrir que el pomo deporcelana se había agarrotado y apenasgiraba. «Maldito pomo. Mira qué bien.»Necesitó toda la fuerza de sus dosmanos para conseguir girarlo y, paramayor fastidio, algún idiota debía dehaber dejado jabón en el pomo, porquelas manos le resbalaban y tuvo que

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envolverlo en la toalla para asirlo.«Probablemente es mi querida Lippsie»,pensó con una sonrisa: viviendo siempreen el mundo que había dentro de sucabeza.

Se situó por última vez delante delespejo de afeitar y colocó las toallasalrededor de su cabeza y de sushombros, haciendo un gorro con la máspequeña y una capa con la más grande,porque si había algo que la señoritaDubber detestaba por encima de todoera la suciedad. Después levantó lapistola hasta la altura de su oídoderecho, olvidando, como podríaocurrirle a cualquiera en semejantes

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circunstancias, si el gatillo de laBrowning 38 automática tenía dospresiones o solamente una. Y observó enel espejo su postura inclinada: noalejado del arma sino encorvado haciaella, como quien es un poco sordo yaguza el oído para captar un sonido.

Mary no oyó el disparo. Elsuperintendente estaba agachado denuevo ante la ventanilla de Brotherhood,esta vez para informarle de que lapresencia de Magnus en el interior de lacasa había sido categóricamenteconfirmada mediante una artimaña y de

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que tenía órdenes de congregar sindilación a los no combatientes en elvestíbulo de la iglesia. Brotherhoodestaba impugnando esta orden y Maryconservaba todavía la miradaconcentrada en los cuatro hombres quejugaban al escondite de puntillas entrelos cañones de chimenea del otro ladode la plaza. Llevaban ya media horapasándose cuerda unos a otros yadoptando posturas clásicas de sigilo, yMary aborrecía a todos ellos más de loque hubiera imaginado posible. Unasociedad que admira a sus fuerzas dechoque debería preguntarse seriamenteadonde va, solía decir Magnus. El

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superintendente estaba confirmando queno había más huéspedes varones en lavivienda, aparte del susodichoCanterbury, y estaba preguntando a Marysi no tendría inconveniente en hablar consu marido por teléfono en tonoconciliador si esta tentativa se hacíanecesaria en el curso de lasoperaciones. Y Mary estaba contestando«Pues claro que no», en un susurrosobremanera enérgico que tenía porobjeto desinflar toda aquella paparruchateatral Todas estas cosas, en su recuerdoposterior, estaban aconteciendo oacababan de hacerlo cuandoBrotherhood abrió de golpe la puerta del

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conductor, lanzando por los aires alsuperintendente, con una bota congeladapara siempre en el marco de laventanilla. Después, Mary tuvo unaimagen dinámica de Jack corriendohacia la casa con el ímpetu de unhombre joven, porque a veces soñabaque él hacía exactamente eso y la casaera siempre la de Plush y Jack iba averla para hacerle el amor. PeroBrotherhood permanecía inmóvil enmedio del alboroto que le rodeaba pordoquier. Unas luces se habíanencendido, ambulancias rodabanvelozmente hacia el lugar sin queaparentemente conocieran dónde era,

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policías y hombres de paisanotropezaban unos con otros y los idiotasencaramados en el tejado estabangritando a los idiotas que se encontrabanen la plaza, e Inglaterra estaba siendosalvada de peligros que ella no sabíaque le amenazaban. Pero JackBrotherhood permanecía firme como uncenturión muerto en su puesto, y todoslos presentes observaban a unaviejecilla decorosa que bajaba envueltaen una bata las escaleras de su casa.

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Notas[1] Bee significa abeja; el efecto

estilístico de atribuir a una abeja unronroneo es deliberado en el original(N. del T.)

[2] Dot significa punto; de ahí elempleo a continuación de la palabramota (N. del T.)

[3] Shitlips (Literalmente: labios demierda) es una jocosa transcripciónfonética de las sílabas invertidas deLippschitz. (N. del T.)

[4] Apagón de luces preceptivo enInglaterra durante la guerra para no

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orientar a los aviones alemanes. (N. delT.)

[5] En la mitología celta, la hermosahija de un bardo cortesano quehabitualmente simboliza a Irlanda. (N.del T.)

[6] Poppy significa amapola. (N. delT.)

[7] Es decir, cunning, astucia, y ham,jamón, las dos palabras que componenel apellido. (N. del T.)

[8] Brotherhood significaFraternidad; de ahí el juego de palabras.

[9] El 26 de diciembre, día en quetradicionalmente se entregaban losregalos navideños a los proveedores y a

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la servidumbre.[10] Miembro de las fuerzas armadas

enviadas a Irlanda por el Gobiernoinglés en 1921; se les denominaba asípor el color de su uniforme. (N. del T.)

[11] Rey. En este caso, designa a laacusación pública que, en nombre de lamonarquía, incoa un proceso contra unparticular

[12] Poppy significa amapola.[13] Poppy significa amapola.[14] Companion of St. Michael and

St. George (título honorífico inglés).[15] Abreviatura de Distinguished

Service Order, condecoración inglesa.[16] [16] Conspirador inglés

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ejecutado, cuyo recuerdo se conmemorael 5 de noviembre en Inglaterra,quemando muñecos que representan sufigura.