llamada para el muerto john le carre

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El agente del servicio secretoGeorge Smiley había encontrado aSamuel Fennan particularmentesimpático durante el interrogatorio,pero ahora Fennan estaba muerto:aparentemente él mismo se habíaquitado la vida. Pero, ¿por qué?...Fennan, empleado del ForeignOficce, había sido investigado poruna denuncia anónima que lovinculaba al Partido Comunista,pero Smiley tenía claro que lainvestigación -poco más que unaverificación de rutina- estabaterminada y el caso Fennan podía

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ser archivado. Al día siguiente de suentrevista, Fennan apareciómuerto, con una carta sobre sucuerpo acusando a Smiley y alServicio Secreto británico de haberdestruído su carrera. Algo noencajaba para Smiley, y él seocuparía de descubrir la verdad.Una verdad que podría ir aún máslejos de lo que él mismo seimaginaba ...

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John Le Carré

Llamada para elmuerto

ePUB v1.0NitoStrad 21.02.12

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Título: Llamada para el muerto

Autor: John Le Carré

Traducción: Nieves Morón Gonzale

Lengua de traducción: InglésLengua: Español

Edición: agosto 1985

ISBN 10: 84-320-8640-1

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Prólogo

Llamada para el muerto ( Call forthe dead , 1961), que fue el primer librode John Le Carré, comienza con unretrato de George Smiley, el personajeque reaparecerá continuamente en lasdemás novelas del autor, a menudocomo protagonista. Lo primero quellama la atención en este inicio es queresulta desproporcionadamente matizadopara un asunto de espías; es un hombrede los servicios secretos, desde luego,con un largo historial como agente quepodía interesar resumir, y más adelante

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comprobaremos que su pasado eraimprescindible para la comprensión delo que se nos cuenta; pero el humor quehay en estas páginas no tiene nada defuncional, es un melancólico lujo denovelista. El preámbulo ha de servirpara introducirnos en el tema, pero eldespliegue de recursos sicológicos esexcesivo, y la novela empieza casi,literalmente hablando, a la manera deBalzac.

Muy pronto se saca a escena unamuerte misteriosa, las pesquisas vanrevelando otros hechos inexplicables,tratan de matar al protagonista por dosveces, se descubre otro cadáver, ciertos

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alemanes del Este andan por Londreshaciendo cosas poco claras. Son losesperados ingredientes del género, yJohn Le Carré ya en su primera novelalos combina muy bien y nos tiene en vilocon un argumento urdido con muchamalicia que no decepcionará a nadie.

Pero, ya metidos en sucesos oscurosy en emociones, la atención del lectorvuelve una y otra vez a ese singularpersonaje retratado al comienzo. No esque nos interese lo que le pasa, sino másbien que todas estas vicisitudes sólo sonfruto del ingenio y él en cambio tiene unespesor humano imprevisto que no es elde los héroes de papel. El intríngulis de

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los espías comunistas es un buen cebopara que no abandonemos la lectura,pero George Smiley está hecho de otrosmateriales que nos tocan más de cercaporque son también los nuestros, y sesobrepone a la ficción con su verdad.

La voluntad de distanciarse delprototipo James Bond es tan obvia queno vale la pena insistir en ello. Smileyes un cincuentón bajo y robusto, de caragordezuela y arrugada, al parecer conaire de batracio, miope eimpenitentemente mal vestido, quesugiere en los que no le conocen laimagen de algo así como un jefe denegociado. Nada en él es pintoresco o

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atractivo, todo gris y vulgar. Y en suprofesión se le conceptúa como unagente eficaz y poco brillante, un espíacansado, desgastado en una laboroscura, con una vida matrimonial rotacuyo recuerdo no deja de perseguirle.

Este hombre frustrado y dolorido,que pasó por Oxford y que conservacomo residuo intelectual su devociónpor los poetas barrocos alemanes delsiglo xvii y sus citas de Goethe y deHermann Hesse, lucha contra el enemigodesde fuera de la organización oficial ala que pertenecía, ya que dimite alempezar a ocuparse del caso; y sin másayuda que la de un amigo lleno de buena

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voluntad y un inspector de policía queacaba de jubilarse, y que es como élotro desecho de los servicios, con«reservas de paciencia, de amargura yde cólera».

Tales héroes solitarios y prosaicosdeambulan por esa Inglaterra ya tópicade John Le Carré, con perpetuoacompañamiento de frío, lluvia y niebla,y en la que tenemos la sensación de quecasi siempre es de noche, o que almenos el escritor prefiere las escenasnocturnas o la media luz de losamaneceres y los crepúsculos. En esteentorno sombrío y glacial, el decoradoes deprimente, todo habla de vejez, de

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penurias y de mal gusto, a menudo desoledad reflejada en bibelots o enminúsculos pormenores de la vidacotidiana.

Por encima de ellos, el consabidosuperior jerárquico insoportable demundanidad y de aplomo satisfecho,antipático, frívolo y ambicioso, elhombre que llegará lejos y que sabecómo explicar las cosas, con frecuenciainvirtiendo interesadamente susignificado, a las altas esferas. Enfrente,un cúmulo de horror que pertenece a laHistoria -los judíos, los crímenes nazis-y del que brotan atormentadas figurasque «soñaban con la paz y la libertad y

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que se han convertido en asesinos y enespías».

Como en El espía que surgió delfrío , también aquí los judíos(accidentalmente nos enteraremos deque la madre de Smiley era así mismojudía) desempeñan un papel esencial, ytres de los personajes clave tienen enese sentido un imborrable pasado. Estepasado, que no es ajeno a Smiley,despierta hasta tal punto sus simpatías ysu compasión, su solidaridad conaquellos seres tan maltratados yderrotados como él mismo, que superspicacia parece embotarse y luegocasi duda sobre cuál es su deber. Hasta

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que una noche de espesa niebla, símbolode su confusión moral, da muerte aladversario genial, idealista y romántico,que es también una impasible máquinade matar, y con él mata una parteprincipal de su bagaje de recuerdos ysentimientos.

A partir de ahí la novela parecerecaer en moldes más convencionales, yuna vez resuelto el embrollo se prodiganlas explicaciones didácticas y tal vezexcesivas, como con miedo a que se nosescape algún detalle de la solución.Pero antes de concluir John Le Carré datodavía una última y amarga pinceladaal retrato -siempre incompleta hasta

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hoy- de Smiley. Lo que el relatocomporta de relativo triunfo exterior,aunque sobre algo que él considera muypropio y sensible, se borra con undesolado gesto de aceptar el fracaso y lahumillación más íntimas. George Smileyestá destinado a ser hasta el final unperdedor.

Carlos Pujol

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I. Breve historia deGeorge Smiley

Cuando lady Ann Sercomb se casócon George Smiley, hacia el final de laguerra, lo describió a sus asombradosamigos de Mayfair como«tremendamente vulgar». Cuando, dosaños después, lo abandonó por uncubano, campeón de carrerasautomovilísticas, declaróenigmáticamente que si no le hubieradejado entonces nunca habría sabidocómo hacerlo, y el vizconde Sawleyacudió especialmente a su club para

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observar que lady Ann «también habíasalido rana».

Esta observación, que gozó de unacorta popularidad como ocurrencia, sólopodían entenderla los que conocían aSmiley. Bajo, gordo y de carácterapacible, parecía gastar mucho dineroen trajes francamente mal cortados, quecolgaban alrededor de su rechonchafigura, como la piel de un sapoencogido. Efectivamente, Sawley afirmóen un momento de la boda que «Sercombse unía a una rana con impermeable». YSmiley, que ignoraba este comentario,avanzó anadeando por la nave de laiglesia, en busca del beso que le

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convertiría en un lord.¿Era rico o pobre, campesino o

ilustrado? ¿De dónde lo había sacadoella? Lo que hacía aún más incongruenteeste matrimonio era la indudable bellezade lady Ann, y acentuaba el misterio elcontraste entre el novio y la novia. Peroa los murmuradores les gusta ver a suspersonajes en blanco y negro, y dotarlosde pecados y móviles fáciles detransmitir en la taquigrafía de laconversación. Y así Smiley, sin haberido a una buena escuela, sin padresimportantes, sin glorias militares niprofesión conocida, sin ser rico nipobre, viajaba sin etiquetas en el furgón

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de equipajes del expreso social, y notardó en convertirse en una maletaperdida, destinada, ya resuelto eldivorcio a permanecer sin ser reclamadaen el polvoriento estante de las noticiasde ayer.

Cuando lady Ann se marchó a Cubacon su campeón, dedicó un recuerdo aSmiley. Admirándole a su pesar,reconoció para sí misma que si en suvida hubiera un solo hombre, ése seríaSmiley. Mirando hacia atrás, se sintiósatisfecha de habérselo demostrado alunirse a él con el sagrado vínculo delmatrimonio.

El efecto que la marcha de lady Ann

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produjo a su primer marido no interesó ala sociedad, que, desde luego, nunca sepreocupa por lo que sucede después delo sensacional. Pero sería interesantesaber lo que Sawley y su pandillahabrían imaginado sobre la reacción deSmiley: esa cara carnosa y con gafas,crispada en una enérgica abstracción alsumergirse en la lectura de los poetasmenores alemanes, con las húmedasmanos rechonchas apretadas bajo lasmangas caídas. Pero Sawley, con el másligero encogimiento de hombros,aprovechó la ocasión para decir Partirc’est mourir un peu , sin darse cuenta,al parecer, de que, aunque lady Ann

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acababa de escaparse, algo de GeorgeSmiley, efectivamente, había muerto.

La parte de Smiley que sobrevivióera tan ajena a su aspecto físico como elamor, o como su afición a los poetasolvidados: era su profesión, a saber,agente de espionaje. Era una profesióncon la que disfrutaba, y que,piadosamente, le proporcionaba colegastan oscuros como él en cuanto apersonalidad y orígenes. También leproporcionaba lo que, en otros tiempos,le había interesado más que nada en lavida: la ocasión de hacer incursionesteóricas en el misterio de la conductahumana, disciplinadas por la aplicación

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práctica de sus propias deducciones.Allá por los años veinte, cuando

Smiley salió de su vulgar escuela mediapara andar con pesados pasos y comodeslumbrado por los lóbregos claustrosde su colegio universitario de Oxford,igualmente vulgar, había soñado conalguna beca y una vida entregada a lasoscuridades literarias de la Alemaniadel siglo xvii. Pero su preceptor, queconocía mejor a Smiley, lo guióprudentemente apartándolo de loshonores que sin duda habría conseguido.Una dulce mañana de julio de 1928,Smiley, desconcertado y más bienruborizado, compareció ante una

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comisión del Comité Ultramarino deInvestigaciones Académicas,organización de la que,inexplicablemente, nunca había oídohablar. Su preceptor, Jebedee, se habíamostrado extrañamente vago en supresentación:

–Puedes intentar, Smiley, que esagente te acepte. Pagan lo bastante malcomo para garantizarte unos colegasdecentes.

Pero Smiley se sintió fastidiado yasí lo dijo. Le preocupaba que Jebedee,habitualmente tan preciso, fuera tanevasivo. Con un ligero enojo, acordóaplazar su respuesta al colegio de All

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Souls, mientras no viera a la «gentemisteriosa» de Jebedee.

No le presentaron a la comisión,pero conocía de vista a la mitad de susmiembros. Allí estaba Fielding, elmedievalista francés de Cambridge;Sparke, de la Escuela de LenguasOrientales; y Steed-Asprey, que estuvocenando en la mesa rectoral la nocheque le invitó Jebedee. Tuvo quereconocer que se sentía impresionado.Que Fielding saliera de sushabitaciones, cuando más de Cambridge,era en sí un milagro. Smiley recordaríasiempre esa entrevista como una danzade los siete velos: una calculada serie

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de revelaciones, cada una de las cualesmostraba una parte diferente de unaentidad misteriosa. Por último, Steed-Asprey, que parecía presidir, levantó elúltimo velo, y la verdad quedó ante él entoda su deslumbrante desnudez. Se leofrecía un puesto en lo que, a falta demejor nombre, Steed-Asprey llamóruborosamente el Servicio Secreto.

Smiley pidió tiempo para pensarlo.Le dieron una semana. Nadie se refirióal dinero.

Aquella noche se alojó en Londresen algún sitio bastante bueno y sepermitió ir al teatro. Sentía su cabezaextrañamente ligera, y eso le

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preocupaba. Sabía muy bien que iba aaceptar, y que podía haberlo dicho en laentrevista. Se lo impidió sólo unaprecaución instintiva, y quizá unexcusable deseo de coquetería anteFielding.

Tras su respuesta afirmativa, vino lainstrucción: casas de campo anónimas,instructores anónimos, bastantes viajes,y, agigantándose cada vez más, laperspectiva fantástica de actuarcompletamente solo.

Su primer puesto de actividad fuerelativamente agradable: dos años comoenglischer Dozent en una Universidadprovinciana en Alemania: conferencias

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sobre Keats y vacaciones en refugiosbávaros de caza con grupos deestudiantes alemanes, serios ysolemnemente entremezclados. Hacia elfinal de las dos vacaciones de verano,se llevó consigo algunos de ellos aInglaterra, habiendo señalado ya cuálespodrían servir y enviando susrecomendaciones, por mediosclandestinos, a una dirección en Bonn.Durante aquellos dos años no tuvo ideade si sus recomendaciones habían sidotenidas en cuenta o no. Carecía demedios para saber siquiera si se habíanpuesto en relación con sus candidatos.En realidad, ignoraba si sus mensajes

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habían llegado a su destino, y mientraspermaneció en Inglaterra no tuvo ningúncontacto con el Departamento.

Sus emociones, al realizar sutrabajo, eran variadas e inconciliables.Le intrigaba valorar desde una posiciónaparte lo que le habían enseñado adescribir como «el agente potencial»que podía haber en un ser humano, yorganizar minúsculos exámenes decarácter y conducta que pudieraninformarle sobre las cualidades de uncandidato. Sobre este particular semostraba de una inhumanidad absoluta:en ese papel, Smiley era el mercenariointernacional de su profesión, amoral y

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sin ningún estímulo ajeno a susatisfacción personal.

Sin embargo, le entristecíacomprobar en sí mismo la paulatinamuerte de los placeres naturales.Siempre apartado, encontrábase ahoraeludiendo las tentaciones de la amistad yla lealtad humanas, y defendiéndosehurañamente de las reaccionesespontáneas. Gracias a la energía de suinteligencia, se obligaba a observar a lahumanidad con objetividad clínica;pero, ya que no era ni inmortal niinfalible, detestaba y temía la falsedadde su vida.

Con todo, Smiley era un hombre

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sentimental y el prolongado exiliofortaleció su profundo amor a Inglaterra.Se nutría ávidamente de recuerdos deOxford, de su belleza, de su sosiegorazonable y de la madura lentitud de, susjuicios. Soñaba con vacaciones otoñalesen Hartland Quay, barrido por el vientoy con largas caminatas fatigosas por lasescolleras de Cornualles, el rostro tensoy acalorado frente al viento marino. Esaera su otra vida secreta, y comenzó aodiar la indecente intrusión de la nuevaAlemania, los desfiles ruidosos de losestudiantes uniformados, sus caras concicatrices, sus gestos arrogantes y susrespuestas de chulo vulgar. También le

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dolía el modo como la Facultad habíaalterado su asignatura: su queridaliteratura alemana. Y hubo una noche,una terrible noche del invierno de 1937,en que Smiley, tras la ventana, observóuna gran hoguera en el patio de laUniversidad. En torno a ella habíacentenares de estudiantes, cuyas caras, ala luz oscilante, resplandecían deentusiasmo. Y a esa pira paganaarrojaron centenares de libros. Él sabíade quiénes eran esos libros: de ThomasMann, de Heine, de Lessing, y muchosotros más. Y Smiley, protegiendo con suhúmeda mano el extremo del cigarrillo,observaba lleno de odio, pero

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sintiéndose triunfante porque, al menos,sabía quién era su enemigo.

En 1939 estaba en Suecia,acreditado como agente de un conocidofabricante sueco de armas cortas, y cuyocontrato con la empresa llevaba fechaatrasada. Oportunamente, su aspectohabía cambiado algo, pues Smiley llegóa descubrir que poseía, para tal papel,un talento que iba más lejos delrudimentario cambio de pelo y delañadido de un bigotito. Durante cuatroaños representó ese papel, viajando, iday vuelta, entre Suiza, Alemania y Suecia.Nunca se había imaginado que fueraposible tener miedo durante tanto

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tiempo. Empezó a experimentar unairritación nerviosa en el ojo izquierdo,que le duró quince años más; y latensión grababa líneas en sus carnosasmejillas y en su frente. Aprendió lo queera no dormir nunca, no reposar jamás,sentir, a cualquier hora del día y de lanoche, el incansable latir de su corazón,conocer los extremos de la soledad y dela compasión hacia sí mismo, el súbitodeseo irracional de alguna mujer, debeber, de hacer ejercicio, de cualquierdroga que atenuara la tensión de su vida.

Sobre ese telón de fondo desarrollósu comercio auténtico y su trabajo deespía. A medida que pasaba el tiempo,

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la red aumentó, y otros paísescompensaron su falta de previsión y depreparación. En 1943 le llamaron a lapatria. Al cabo de seis semanas, estabadeseoso de marchar otra vez, pero no selo permitieron.

–Se acabó para usted -dijo Steed-Asprey-. Forme agentes nuevos, tómesevacaciones. Cásese o haga lo que le déla gana. Afloje la tensión.

Smiley se declaró a la secretaria deSteed-Asprey, lady Ann Sercomb.

Acabó la guerra. Le pagaron con unaindemnización, y se llevó a su bellaesposa a Oxford, para entregarse a lasoscuridades de la literatura alemana del

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siglo xvii. Pero dos años después, ladyAnn estaba en Cuba, y las revelacionesde un joven descifrador ruso en Ottawadieron lugar a una nueva demanda dehombres que tuvieran la experiencia deSmiley.

El trabajo era nuevo, la amenaza,remota, y al principio disfrutó con ello.Pero fueron llegando hombres másjóvenes, quizá con mentes más frescas.Smiley no era material apto paraascensos, y poco a poco empezó a darsecuenta de que había entrado en la edadmadura sin haber sido nunca joven, yque del modo más delicado posible lohabían metido en conserva.

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Cambiaron las cosas. Steed-Aspreyse había ido a la India, en busca de otracivilización, huyendo del mundo nuevo.Jebedee había muerto. En 1941 tomó untren en Lille con su radiotelegrafista, unjoven belga, y nunca más se oyó hablarde ninguno de los dos. Fielding estabaunido matrimonialmente a una nuevatesis sobre la Chanson de Roland : sóloquedaba Maston, el hombre de carrera,el recluta de tiempos de guerra, elconsejero de los ministros sobre losproblemas de Información, «el primerhombre», como había dicho Jebedee,que «había jugado al tenis del poder enWimbledon». La alianza de la OTAN y

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las desesperadas medidas proyectadaspor los americanos alteraron porcompleto la naturaleza del Servicio deSmiley. Habían pasado para siempre losdías de Steed-Asprey, en los que, a lomejor, uno recibía órdenes mientrastomaba un vaso de oporto en sushabitaciones del colegio de Magdalen enOxford; el inspirado dilettantismo de unpuñado de hombres de grandescualidades y poca paga, había dejadopaso a la eficacia, la burocracia y laintriga de un amplio departamentogubernamental, de hecho a la merced deMaston, con sus trajes caros y su titulode lord, su distinguido pelo gris y sus

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corbatas con líneas de plata; Maston,que se acordaba hasta del cumpleañosde su secretaria, y cuyas buenas maneraseran proverbiales entre las señoras delarchivo; Maston que, con aire de pedirexcusas, extendía su imperio y,sintiéndolo mucho, se trasladaba aoficinas más amplias; Maston, que dabaelegantes reuniones en su casa deHenley, y que se nutría del éxito de sussubordinados.

Había sido llamado durante laguerra, funcionario profesional de undepartamento impecable, hombre paramanejar papeles y adaptar la brillantezde su personal a la enojosa maquinaria

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de la burocracia. A los grandes lesconfortaba tratar con un hombre a quienconocían, un hombre que sabía reducirtodos los colores al gris, que conocía asus amos y sabía moverse en medio deellos. Y lo hacía muy bien. Les gustabasu reserva cuando se excusaba por lascompañías que frecuentaba, su falta desinceridad cuando defendía lasextravagancias de sus subordinados, suflexibilidad cuando formulaba nuevoscompromisos. Y él tampocodesperdiciaba las ventajas de un sicariomalgré lui , hombre de capa y puñal,que lleva la capa ante sus amos y guardael puñal para sus siervos.

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Aparentemente, su puesto era extraño:no era jefe nominal del Servicio, sinoconsejero de Información de losministros, y Steed-Asprey lo calificópara siempre como el eunuco en jefe.

Ese fue un nuevo mundo paraSmiley: los pasillos brillantementeiluminados, los jóvenes elegantes. Sesentía pedestre y anticuado, nostálgicode la destartalada casa de Knightsbridgedonde había empezado todo. Su aspectoparecía reflejar esa incomodidad en unaespecie de encogimiento espiritual quele hizo más encorvado y más parecidoque nunca a una rana. Parpadeó más, yadquirió el apodo de el Topo . Pero su

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secretaria -una chica bien, que se habíapuesto recientemente de largo- loadoraba, y aludía a él siempre coreo«mi querido osito».

Smiley era ya muy viejo para ir alextranjero. Maston se lo hizocomprender claramente:

–De cualquier modo, mi queridoamigo, usted seguramente estádestrozado después de todo el ajetreo dela guerra. Mejor es que se quede encasa, amigo mío, y que mantengaencendidos los fuegos del hogar.

Lo que explica, en cierto modo, porqué George Smiley iba en un taxilondinense, a las dos de la madrugada

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del miércoles 4 de enero, de camino aCambridge Circus.

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II. Nunca cerramos

Se sentía seguro en el taxi. Seguro ycaliente. El calor lo llevaba decontrabando desde su cama,conservándolo como un tesoro en lahúmeda noche de enero. Seguro, a fuerzade irreal, porque era su fantasma quienrecorría una tras otra las calles deLondres y tomaba nota de susdesdichados buscadores de placeres,refugiados bajo paraguas de porteros; ylas fulanas, envueltas en plástico, comoregalos. Era su fantasma, se dijo, quehabía subido trepando desde el pozo del

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sueño para interrumpir el sonido delteléfono en la mesilla… Oxford Street…¿Por qué Londres era la única capitaldel mundo que perdía de noche supersonalidad? Smiley, apretándose másel gabán, no pudo recordar ningún sitio,desde Los Ángeles a Berna, que tanfácilmente renunciara a su lucha diariapor la personalidad.

El taxi dobló entrando en CambridgeCircus, y Smiley se incorporósobresaltado en el asiento. Recordó porqué había llamado el funcionario deguardia, y este recuerdo le despertóbrutalmente de sus fantasías. Volvió a élla conversación, palabra por palabra:

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–Soy el funcionario de guardia,Smiley. Le paso al consejero…

–¿Smiley? Soy Maston. Ustedentrevistó a Arthur Fennan el lunes en elForeign Office, si no me equivoco,¿verdad?

–Sí…, eso es.–¿De qué se trataba?–Una carta anónima le acusaba de

haber pertenecido al partido comunistaen Oxford. Entrevista de rutina,autorizada por el director de Seguridad.

(«Fennan no puede haberse quejado-pensó Smiley-; sabía que yo le iba adejar libre de toda acusación. No hubonada irregular, nada.»)

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–¿Se metió usted con él en algo?¿Fue la cosa hostil, Smiley? Dígamelo.

(«Dios mío, parece asustado. Fennandebe de habernos echado encima alGobierno entero.»)

–No. Fue una entrevistaespecialmente amistosa; simpatizamos,me parece. En realidad, me salí de misatribuciones en un aspecto.

–¿En qué, Smiley, en qué?–Bueno, más o menos, le dije que no

se preocupara.–¿Le dijo qué ?–Le dije que no se preocupara.

Evidentemente, él estaba un pocoalterado; así que se lo dije.

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–¿Qué es lo que le dijo?–Le dije que yo no tenía poderes y

que tampoco los tenía el Servicio, peroque no veía ningún motivo para quesiguiéramos molestándole.

–¿Eso es todo?Smiley se detuvo un segundo: nunca

había conocido así a Maston, nunca tanpendiente de algo.

–Sí, eso es todo. Absolutamentetodo.

(«Nunca me lo perdonará. Esto tepasa por la calma estudiada, por lascamisas crema y las corbatas plateadas,por los elegantes almuerzos conministros.»)

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–Dice que usted expresó sus dudasacerca de su lealtad, que se hamalogrado su carrera en el ForeignOffice y que es víctima de delatorespagados.

–¿ Eso ha dicho? Tiene que habersevuelto loco de atar. Sabe que se le hadejado libre de toda acusación. ¿Quémás quiere?

–Nada. Está muerto. Se ha matadoesta noche a las diez y media. Ha dejadouna carta para el secretario del ForeignOffice. La policía llamó por teléfono auno de los secretarios y obtuvo permisopara abrir la carta. Luego nos lo dijeron.Va a haber una investigación. Smiley,

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¿está seguro, de veras?–¿Seguro de qué?–Bueno, no importa. Dese una vuelta

por aquí en cuanto pueda.Había tardado horas en encontrar un

taxi. Llamó por teléfono a tres paradas,sin obtener respuesta. Por últimocontestó la parada de Sloane Square, ySmiley esperó en la ventana de sualcoba, envuelto en el gabán, hasta quevio el taxi acercarse a la puerta. Seacordó de los bombardeos en Alemania:esa ansiedad irreal en plena noche.

En Cambridge Circus hizo que sedetuviera el taxi a unos cien metros de laoficina, en parte por costumbre y en

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parte también para despejar su mente,adelantándose al febril interrogatorio deMaston.

Enseñó su pase al guardia deservicio y se acercó lentamente alascensor.

El funcionario de guardia le saludócon alivio al verle, y caminaron juntospor el iluminado pasillo color crema.

–Maston ha ido a ver a Sparrow aScotland Yard. Se ha armado un buencisco, sobre qué departamento depolicía se ocupa del caso. Sparrow diceque la Rama Especial, Evelyn queContraespionaje y la policía de Surreyno sabe lo que se le ha venido encima.

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Vamos a tomar café en la covacha delfuncionario de guardia. Es extracto, perose puede beber.

Smiley se alegró de que esa nocheestuviera de guardia Peter Guillam. Eraun hombre pulido y reflexivo que sehabía especializado en espionaje en lospaíses satélites, ese tipo de hombresolícito que siempre tiene a mano unhorario de ferrocarriles y uncortaplumas.

–La Rama Especial llamó a las docey cinco. La mujer de Fennan había ido alteatro y no lo encontró hasta que volvió,sola, a las once menos cuarto. Luego sedecidió a llamar a la policía.

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–Vivía por ahí, por Surrey.–En Walliston, cerca del cruce de

Kingston. Apenas se pasa el términometropolitano. Cuando la policía llegó,encontraron en el suelo, junto alcadáver, una carta dirigida al secretariodel Foreign Office. El superintendentetelefoneó al jefe de Policía, quien llamóal funcionario de guardia del Ministeriodel Interior, que, a su vez, telefoneó aloficial de servicio del Foreign Office, ypor fin consiguieron permiso para abrirla carta. Entonces empezó la broma.

–Adelante.–El director de personal del Foreign

Office nos telefoneó: quería el número

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del consejero, de su casa. Dijo que éstaera la última vez que la Seguridad seenredaba con los asuntos de su personal,que Fennan era un funcionario leal y detalento, bla-bla-bla…

–Y lo era. Es verdad.–Dijo que todo el asunto demostraba

francamente que la Seguridad se habíaexcedido en sus atribuciones…, queutilizaba métodos de la Gestapo, que nisiquiera se excusaban ante una auténticaamenaza, bla-bla… Le di el número dela casa del consejero, y lo marcó por elotro teléfono mientras seguía delirando.Por un golpe de genio, logré dejar unalínea para el Foreign Office y llamé por

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otra a Maston, dándole la noticia. Esoera a las doce y veinte. A la una, llegóMaston en avanzado estado degestación; mañana por la mañana tendráque informar al ministro.

Permanecieron silenciosos unmomento, mientras Guillam vertía en lastazas café concentrado y añadía aguahirviendo del cazo eléctrico.

–¿Qué tipo era? -preguntó.–¿Quién, Fennan? Bueno, hasta esta

noche habría podido decírselo. Ahora yano hay quien le entienda. A simple vista,evidentemente judío. Familia muydecente, pero en Oxford se lo sacudiótodo y se volvió marxista. Sensible,

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culto…; un hombre razonable. Seexpresaba con cortesía y sabía escuchar.En resumen, buena educación, y consobrados conocimientos. Quienquieraque fuese el que le denunció, teníarazón: era del partido.

–¿Qué edad?–Cuarenta y cuatro. Pero realmente

aparentaba más.Smiley siguió hablando mientras sus

ojos erraban por el cuarto: Caradelicada…, un mechón de pelo oscuro yliso, peinado a la manera estudiantil,perfil de un muchacho de veinte años,piel fina, seca y muy pálida. Con muchasarrugas, además; arrugas por todas

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partes, cortándole la piel en cuadrados.Dedos muy delgados…, un tiporeconcentrado: de los que se bastan a símismos. Buscaba sus placeres solo.También sufrió solo, supongo.

Se levantaron cuando entró Maston.–¡Ah, Smiley! Entre.Abrió la puerta y extendió el brazo

izquierdo para permitir que Smileypasara primero. El cuarto de Maston nocontenía ni una sola pieza de propiedadgubernamental. En cierta ocasióncompró una colección de acuarelas delsiglo xix, y algunas de ellas colgaban enla pared. Lo demás no tenía carácter,decidió Smiley. En ese aspecto, también

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Maston era así. Su traje, un poquitodemasiado claro para lo que conviene ala respetabilidad, el cordón de sumonóculo atravesaba su invariablecamisa crema. Llevaba una corbata delana gris claro. Un alemán le llamaríaflote, pensó Smiley. Chic si lo era: elverdadero caballero para la imaginaciónde una camarera.

–He visto a Sparrow. Es un casoclaro de suicidio. El cadáver ha sidoretirado, y, aparte de los trámites decostumbre, el jefe de Policía no llevaráa cabo acción alguna. Habrá unainvestigación dentro de uno o dos días.Se ha acordado, e insisto en ello con

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toda energía, que la prensa no ha desaber ni una palabra de nuestro anteriorinterés por Fennan.

–Ya veo.(«Eres peligroso, Maston. Eres

débil, estás asustado. Sacrificarías elcuello de cualquiera antes que el tuyo, losé. Me miras como si estuvierasmidiendo la soga para ahorcarme.»)

–No crea que lo digo como crítica,Smiley; después de todo, si el directorde Seguridad autorizó la entrevista,usted no tiene por qué preocuparse.

–Salvo en lo que respecta a Fennan.–Claro está. Desgraciadamente, el

director de Seguridad descuidó firmar la

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aprobación a su nota sugiriendo unaentrevista. Sin duda la autorizóverbalmente, ¿no?

–Sí. Estoy seguro de que loconfirmará.

Maston volvió a mirar a Smiley demodo penetrante, calculador: algoempezó a atragantársele a Smiley. Sabíaque se estaba manteniendo al margen, yque Maston quería que se acercara más,que fuese más conciliador.

–¿Sabe que la oficina de Fennan seha puesto en contacto conmigo?

–Sí.–Se tendrá que abrir una

investigación. Acaso ni siquiera sea

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posible evitar a la prensa. Ciertamente,lo primero que tendré que hacer mañanaes ver al ministro del Interior. -(«Asústame, inténtalo otra vez… Ya nosoy joven…, hay que pensar en elretiro…, además, no encontraría otroempleo…, pero no participaré en tusmentiras, Maston»)-. He de tener todoslos hechos, Smiley. Tengo que cumplircon mi deber. Si hay algo de esaentrevista que le parezca que debecontarme, algo que no haya anotadoquizá, dígamelo ahora y permítameconsiderar su importancia.

–En realidad, no hay nada queañadir a lo que ya consta en el

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expediente, y a lo que le dije anoche aprimera hora. Tal vez a usted leconvenga saber -(el «a usted» quizá unpoco fuerte)- que la entrevista sedesarrolló en una atmósferaexcepcionalmente cordial. La acusacióncontra Fennan era bastante débil: queperteneció al partido en la Universidadallá por los años 30, y se hablavagamente de que actualmentesimpatizaba. La mitad del Gobiernoestaba también en el partido por losaños 30. -Maston frunció el ceño-.Cuando llegué a su despacho delForeign Office, tuve la impresión de queme metía en un sitio público: gente que

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entraba y salía continuamente, de modoque sugerí que saliéramos a dar unapaseo por el parque.

–Adelante.–Bueno, nos fuimos. Hacía un día

frío y soleado, bastante agradable.Estuvimos mirando los patos -Mastonhizo un gesto de impaciencia-. Pasamosuna media hora en el parque: él hablótodo el tiempo. Era un hombreinteligente, elocuente e interesante. Perotambién nervioso y no sin motivo. A esagente le encanta hablar de sí mismos, ycreo que le gustó poder soltar lo quellevaba dentro. Me contó todo el asunto.Parecía muy contento de mencionar

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nombres, y luego nos fuimos a unespresso que estaba junto a Millbank.

–¿Un qué?– Un espresso . Un bar. Dan una

clase especial de café a chelín la taza.Tomamos café.

–Ya veo. En esas… circunstanciasanfitriónicas fue cuando usted le dijoque el Departamento no recomendaríaque se emprendiera ninguna accióncontra él.

–Sí. Muchas veces hacemos eso,pero normalmente no lo anotamos.

Maston asintió. Esa clase de cosaslas entendía, pensó Smiley. VálgameDios, en realidad es bastante

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despreciable. Era emocionantedescubrir que Maston era tandesagradable como él había esperado.

–Y ¿puedo suponer, por tanto, que susuicidio (y su carta, desde luego) lesorprenden completamente? ¿Noencuentra usted ninguna explicación?

–Sería difícil que la encontrara.–¿No tiene idea de quién le

denunció?–No.–¿Sabía usted que estaba casado?–Sí.–No sé…, parece verosímil que su

mujer pudiera llenar algunos de loshuecos. Casi no me atrevo a sugerirlo,

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pero tal vez alguno del Departamentodebería ir a verla, y, en la medida enque lo permitan los buenos sentimientos,preguntarle sobre todo esto.

–¿Entonces? -preguntó Smileymirándolo, inexpresivo.

Maston estaba de pie junto a su granmesa lisa, jugueteando con lacacharrería del hombre de negocios -plegadera, caja de cigarrillos,encendedor-; todo el instrumentalquímico de la hospitalidad oficial.

Enseña dos dedos de manga crema,pensó Smiley, admirando la blancura desus manos.

–Smiley, comprendo lo que siente,

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pero a pesar de esta tragedia, debe tratarde comprender la situación. El ministroy el secretario del Interior querrán laexplicación más completa posible deeste asunto, y mi deber personal esproporcionársela. Sobre todo, cualquierinformación que se refiera al estado deánimo de Fennan inmediatamentedespués de su entrevista con… connosotros. Es posible que hablara de ellacon su mujer. No debería haberlo hecho,pero tenemos que ser realistas.

–¿Quiere que sea yo el que vaya?–Alguien tiene que ser. Es un

aspecto de la investigación. Elsecretario del Interior tendrá que decidir

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sobre ello, desde luego, pero en estemomento desconocemos los hechos. Eltiempo apremia y usted conoce el caso;usted hizo las investigaciones básicas.No da tiempo a que otro se documente.Si va alguien, tendrá que ser usted,Smiley.

–¿Cuándo quiere que vaya?–Al parecer, la señora Fennan es una

mujer poco corriente. Extranjera. Judía,además, según creo, sufrió mucho en laguerra, lo que aumenta las dificultades.Es una mujer de ánimo fuerte,relativamente poco impresionada por lamuerte de su marido. Sólo en apariencia,sin duda. Pero sensata y comunicativa.

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Me ha dicho Sparrow que está dispuestaa colaborar con nosotros y queprobablemente le recibiría a usted encuanto llegue. La policía de Surreypuede advertirle que irá, y lo primeroque usted podría hacer por la mañanasería verla. Yo le telefonearé más tarde.

Smiley se volvió disponiéndose amarcharse.

–¡Ah…!, y Smiley… -Notó la manode Maston en el brazo, y se volvió amirarle. Maston mostraba la sonrisanormalmente reservada para las señorasviejas del Servicio-. Smiley, puedecontar conmigo, ya sabe: puede contarcon mi apoyo.

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Dios mío, pensó Smiley, realmentetrabajas sin interrupción las veinticuatrohoras del día. Eres un cabaret con el«Nunca cerramos».

Siguió andando hasta la calle.

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III. Elsa Fennan

Merridale Lane es uno de esosrincones de Surrey cuyos habitantesmantienen una batalla incesante contralos estigmas de ser de «las afueras». Entodos los jardines, delante de las casas,hay árboles, abonados y mimados paraque crezcan, que ocultan a medias lascursis «residencias pintorescas» que seacurrucan detrás de ellos. La rusticidaddel barrio se acentúa con los búhos demadera que montan la guardia sobre losnombres de las casitas, y losdesmigajados enanos que se inclinan

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infatigablemente sobre estanques conpeces de colores. Los habitantes deMerridale Lane no pintan sus enanos,sospechando que ése es un vicio «de lasafueras», ni, por idéntico motivo,barnizan los búhos, sino que esperanpacientemente a que los años doten aesos tesoros de una apariencia deantigüedad, a la intemperie, hasta el díaen que las vigas del garaje puedanpresumir de cucarachas y termes.

La calle no es exactamente uncallejón sin salida, aunque los agentesde la propiedad se empeñan enafirmarlo; el extremo desde el cruce deKingston se estrecha ostensiblemente

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hasta convertirse en un sendero degrava, que a su vez degenera en un tristecaminito enfangado a través de MerriesField, llevando a otra calle imposible dedistinguir de Merridale Lane. Hastapoco antes de 1920 ese camino llevabaa la iglesia parroquial, pero ahora laiglesia queda en lo que prácticamente esuna isla entre el tráfico adherido a lacarretera de Londres, y ese sendero, queantaño llevaba a los fieles al oficioreligioso, ahora proporciona un enlacesuperfluo entre los habitantes deMerridale Lane y los de Cadogan Road.La franja de campo llamada MerriesField ha conseguido ya una distinción

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muy por encima de sus propiasaspiraciones: ha introducido unaprofunda cuña de discordia en elConcejo del Distrito, entre lospartidarios del desarrollo y losconservadores, con tales repercusionesque, en una ocasión, quedó parada todala maquinaria de la administración localde Walliston. Ahora se ha establecidouna especie de transacción natural:Merries Field no está ni desarrollado nipreservado por los tres postes de acerosituados a lo largo de él, a distanciasiguales. En el centro, hay una especie decabaña de caníbales con techo de bálagollamada «El Refugio Conmemorativo de

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la Guerra», que se construyó en 1951 engrata memoria de los caídos en las dosguerras, como puerto de refugio para losfatigados y los ancianos. Nadie parecehaber preguntado qué tienen que haceren Merries Field los fatigados y losancianos, pero por lo menos las arañashan encontrado refugio en el techo, y,como lugar de descanso para losobreros que pusieron los postes de unalínea de alta tensión, la cabaña resultóextraordinariamente cómoda.

Smiley llegó allí, a pie, pocodespués de las ocho de la mañana,después de haber aparcado su cocheante la comisaría de Policía, que estaba

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a diez minutos andando. Llovíaintensamente, una lluvia densa y fría, tanfría que parecía sólida al golpear en lacara.

La policía de Surrey ya no seinteresaba por el caso, pero Sparrow,por su cuenta y riesgo, había mandado auno de la Rama Especial para que sequedase en la comisaría y, si eranecesario, actuara como enlace entre laSeguridad y la policía. No cabía ningunaduda sobre el tipo de muerte de Fennan.Había recibido un balazo en la sien, abocajarro, y el arma era una pequeñapistola francesa, fabricada en Lille en1957, que se había encontrado debajo

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del cadáver. Todas las circunstanciasconcordaban con el suicidio.

El número quince de Merridale Laneera una casa baja, estilo Tudor, con lasalcobas en las mansardas, y un garaje detabiques de madera. Tenía aire dedescuido, incluso de desuso. Podríanhaberla ocupado unos artistas, pensóSmiley. No parecía que Fennan seencontrara allí en su sitio. Fennan erapara Hampstead y las chicas bohemiasextranjeras.

Levantó el pestillo de la verja yavanzó lentamente por el camino hasta lapuerta de entrada, tratando en vano dedistinguir alguna señal de vida a través

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de las ventanas emplomadas. Hacíamucho frío. Tocó el timbre. Elsa Fennanle abrió la puerta.

–Me llamaron preguntando si tendríainconveniente en recibirle. No supe quédecir. Entre, por favor.

Un indicio de acento alemán.Debía tener más años que Fennan.

Era una mujer flaca, huraña,cincuentona, con el pelo muy corto,teñido de color de nicotina. A pesar desu fragilidad, daba la impresión deresistencia y de valor y los oscuros ojosque brillaban en su carita torcida teníanuna intensidad asombrosa. Era una caraajada, asolada, devastada hacía mucho

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tiempo, la cara de una niña envejecidapor el hambre y el agotamiento, la carade la eterna refugiada; cara de campo deconcentración, pensó Smiley.

Le tendía la mano: una mano rosada,gastada de fregar, huesuda al tacto. El sepresentó.

–Usted -dijo- es quien entrevistó ami marido sobre su lealtad.

Le condujo al cuarto de estar, bajo yoscuro. No había fuego. Smiley, derepente, se sintió asqueado, vil. Lealtad,¿a quién, a qué? Ella no lo había dichocon resentimiento. Smiley era unopresor, pero ella se resignaba a laopresión.

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–Su marido me pareció muysimpático. Habría quedado libre detodo.

–¿Libre de qué?–Era un caso de los que, a primera

vista, hay que investigar: una cartaanónima… Me encargaron el trabajo. -Se detuvo y la miró con sinceracompasión-. Señora Fennan, ha sufridousted una terrible pérdida… Debe deestar agotada. No habrá podido dormiren toda la noche…

Ella no pareció corresponder a sucomprensión:

–Gracias, pero difícilmente voy apoder dormir hoy. El sueño es un lujo

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que me ha sido negado. -Bajó la miradaoblicuamente hacia su delgada figura.Mi cuerpo y yo tenemos que soportarnosmutuamente veinte horas al día. Hemosvivido ya más tiempo que la mayoría dela gente… En cuanto a la terriblepérdida… sí, supongo que sí. Pero sepausted, señor Smiley, que durante muchotiempo sólo he sido dueña de un cepillode dientes, que realmente estoyacostumbrada a no tener nada, nisiquiera al cabo de ocho años dematrimonio. Además, he aprendido asufrir sin quejarme.

Movió la cabeza indicándole quepodía sentarse, y con un ademán

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curiosamente de otro tiempo, se remetióla falda por debajo y se sentó frente a él.Hacía mucho frío en aquel cuarto.Smiley dudó si debía hablar: no seatrevía a mirarla, sino que fijaba losojos en el vacío, esforzándosedesesperadamente en adivinar lo queocultaba el rostro ajado y fatigado deElsa Fennan. Le pareció que habíatranscurrido mucho tiempo hasta queella volvió a hablar.

–Decía usted que él le resultósimpático. Al parecer, usted no le dioesa impresión.

–No he visto la carta de su marido,pero conozco su contenido. -La cara de

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Smiley, grave y llena de bolsas, sevolvió ahora hacia ella-. La verdad, notiene sentido. Yo, prácticamente, le dijeque estaba…, que recomendaríamos queel asunto no siguiese adelante.

Ella permanecía inmóvil, esperandooír más. ¿Qué podía decir él: «Lamentohaber matado a su marido, señoraFennan, pero no hice más que cumplirmi deber»? (Deber ¿hacia quién, porDios?) «Él estuvo en el partidocomunista, en Oxford, hace veinticuatroaños. Su ascenso reciente le permitía elacceso a informaciones altamentesecretas. Algún entrometido nos escribióuna carta anónima, y no tuvimos más

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remedio que darle curso. Lainvestigación provocó en su marido unestado depresivo que le impulsó alsuicidio.»

No dijo nada.–Ha sido un juego -dijo ella de

repente-, un estúpido conflicto de ideas:no tenía nada que ver con él ni conninguna persona real. ¿Por qué sepreocupa usted por nosotros? Vuélvasea Whitehall y busque otros espías en sustableros de dibujo. -Se detuvo, sinmostrar otra señal de emoción que elardor de sus oscuros ojos-. Es una viejaenfermedad la que sufre usted, señorSmiley -continuó, sacando un cigarrillo

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de la caja-, y he conocido a muchasvíctimas que la sufren. La mente llega aescindirse del cuerpo; piensa sin ningúncontenido real, reina sobre un reino depapel y proyecta sin emoción la ruina desus víctimas también de papel. Pero aveces la separación entre su mundo y elnuestro es incompleta: a los expedientesles nacen cabezas y brazos y piernas, yes un momento terrible, ¿verdad? Losnombres tienen familias, además deinformes, y razones humanas queexplican sus tristes expedientes y suspecados ficticios. Lo que ocurreentonces lo siento por usted.

Se detuvo un momento, y luego

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continuó:–Es como el Estado y la Gente. El

Estado es también un sueño, un símboloque no quiere decir nada en absoluto, unvacío, una mente sin cuerpo, una partidaque se juega con nubes en el cielo. Perolos Estados hacen la guerra, ¿no esverdad?, y encarcelan a la gente. Soñarcon doctrinas, ¡qué limpio! A mi maridoy a mí ya nos han limpiado, ¿verdad?

Le miraba fijamente. Ahora se lenotaba más su acento.

–Usted se llama el Estado, señorSmiley: usted no tiene sitio entre lagente de verdad. Usted ha soltado unabomba desde el cielo. No baje aquí a

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mirar la sangre o a oír los gritos.No había levantado la voz; ahora

miraba por encima de él, más allá.–Parece que le sorprende. Ahora yo

debería estar llorando, supongo, pero yano tengo lágrimas, señor Smiley. Soyestéril: los hijos y mi dolor han muerto.Gracias por haber venido, señor Smiley.Ahora puede marcharse. Aquí no tienenada que hacer.

Él se inclinó hacia adelante en labutaca, restregándose las nudosas manoscontra las rodillas. Parecía preocupadoy cargado de beatería, como un tenderoque enumera el género del día. La pielde su cara estaba blanca y brillaba en

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las sienes y en el labio superior. Sólotenía color debajo de los ojos: mediaslunas malva cortadas por la pesadamontura de las gafas.

–Escuche, señora Fennan, esaentrevista fue casi un mero formulismo.Creo que su marido disfrutó con ella;creo que casi le satisfizo que se pusieranlas cosas en claro.

–¿Cómo puede usted decir eso,cómo puede decir ahora, eso…?

–Le digo que es verdad. Ni siquieranos vimos en un despacho oficial.Cuando fui a verle, el despacho deFennan me pareció una especie de pasolibre entre otros dos cuartos, así que

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salimos a pasear por el parque yacabamos en un café. Muy pocainquisición, ya lo ve usted. Incluso ledije que no se preocupara, se lo dije. Laverdad es que no comprendo en absolutola carta…, no encaja a…

–No estoy pensando en la carta,señor Smiley, sino en lo que él me dijo.

–¿A qué se refiere?–Le impresionó profundamente la

entrevista: me lo dijo. Cuando volvió, ellunes por la noche, estaba desesperado,casi incomprensible. Se dejó caer en unabutaca, y le convencí para que seacostase. Le di un sedante que le hizoefecto hasta medianoche. A la mañana

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siguiente, siguió hablando de ello. Leocupó por completo el pensamientohasta su muerte.

En el piso de arriba sonaba elteléfono. Smiley se levantó.

–Perdone…, será mi oficina. ¿Leimporta?

–Está en la alcoba de la fachada,justamente encima de nosotros.

Smiley subió lentamente lasescaleras sumido en el más completodesconcierto. ¿Qué demonios le diríaahora a Maston?

Cogió el auricular, lanzandomaquinalmente una ojeada al número delaparato.

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–Aquí Walliston veintinuevecuarenta y cuatro.

–Aquí la Central de Teléfonos.Buenos días. Su llamada de las ocho ymedia.

–¡Ah…! ¡Ah, sí! Muchas gracias.Colgó, agradecido por la

momentánea tregua. Dirigió en tornosuyo una breve ojeada por la alcoba.Era la propia habitación de Fennan,austera, pero cómoda. Había dosbutacas frente a la chimenea de gas.Smiley recordó entonces que ElsaFennan había estado en cama durantetres años después de la guerra.Probablemente, era lo que quedaba de

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aquellos años en que se sentaron alanochecer en la alcoba. Los huecos aambos lados de la chimenea estabanllenos de libros. En el rincón másapartado, una máquina de escribir sobreuna mesa. Había algo íntimo yconmovedor en el arreglo de toda lahabitación, y. quizá por primera vez,Smiley se sintió invadido por lasensación directa de la tragedia de lamuerte de Fennan. Volvió al cuarto deestar.

–Era para usted. Su llamada de lasocho y media, de Teléfonos.

Se dio cuenta de que se producía unapausa y la miró sin curiosidad. Pero ella

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le había vuelto la espalda y, de pie,miraba por la ventana, con su delgadaespalda muy erguida e inmóvil, y susrígidos cabellos cortos destacandosobre la luz de la mañana.

De pronto, Smiley la observófijamente. Se le había ocurrido algo,algo de lo cual debió haberse dadocuenta arriba, en la alcoba; algo tanincreíble que por un momento su cerebrofue incapaz de aprehenderlo. Siguióhablando maquinalmente. Tenía quemarcharse, huir del teléfono y de laspreguntas histéricas de Maston, alejarsede Elsa Fennan y de su casa sombría einquietante. Alejarse para pensar.

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–Señora Fennan, ya la he molestadodemasiado, y ahora tengo que seguir suconsejo y volverme a Whitehall.

De nuevo la fría mano frágil, y lasmasculladas expresiones decondolencia.

Cogió el gabán en el vestíbulo ysalió al primer sol de la mañana. El solinvernal acababa de aparecer unmomento después de la lluvia, y volvía apintar con pálidos colores mojados losárboles y las casas de Merridale Lane.El cielo seguía gris oscuro, y el mundo,por debajo de él, estaba extrañamenteluminoso, devolviendo la luz solar quehabía robado de no se sabía dónde.

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Avanzó despacio por el camino degrava, temiendo que ella le llamara.

Regresó a la comisaría, poseído porturbadores pensamientos. Para empezar,no era Elsa Fennan quien había pedido ala Central de Teléfonos una llamadapara las ocho y media de esa mañana.

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IV. Café de la Fuente

El comisario principal de la BrigadaCriminal de Walliston era un almagenerosa y simpática que medía lacompetencia profesional en años deservicio, sin ver nada de malo en lacostumbre. Por otra parte, el inspectorMendel, enviado por Sparrow, era uncaballero delgado, con cara decomadreja, que hablaba muy de prisapor la comisura de la boca.

–Tengo un recado de sudepartamento, señor Smiley. Ha dellamar en seguida al consejero.

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El comisario señaló su teléfono conuna mano enorme y salió por la puertaabierta de su despacho. Mendel sequedó. Smiley le miró durante unmomento como un búho, tratando deadivinar qué clase de hombre era.

–Cierre la puerta.Mendel se acercó a la puerta y la

empujó silenciosamente.–Quiero hacer una averiguación en

la Central de Teléfonos de Walliston.¿Con quién se puede hablar con mayorfacilidad?

–Por lo general, con el ayudante delsupervisor. El supervisor siempre estáen las nubes: el ayudante es quien hace

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el trabajo.–Alguien, de Merridale Lane número

quince, pidió que la Central le llamaraesta mañana a las ocho y media. Quierosaber a qué hora se hizo esa petición, yquién la hizo. Quiero saber si se trata deuna petición de llamada fija por lamañana, y, si es así conocer todos losdetalles.

–¿Sabe el número?–Walliston veintinueve cuarenta y

cuatro. Abonado Samuel Fennan,supongo.

Mendel se acercó al teléfono ymarcó la Central. Mientras esperabarespuesta, dijo a Smiley:

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–No quiere que nadie sepa esto,¿verdad?

–Nadie. Ni usted. Probablemente nohabrá nada. Si empezamos a hablar deasesinato, entonces…

Mendel estaba ya hablando con laCentral y preguntaba por el ayudante delsupervisor.

–Aquí Walliston, la Criminal,despacho del comisario. Tenemos unainvestigación… Sí, claro… Llámemeaquí entonces… La línea exterior delservicio es Walliston veinticuatroveintiuno.

Colgó y esperó a que le llamara laCentral.

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–Una chica sensata -masculló, sinmirar a Smiley.

Sonó el teléfono y él empezó ahablar en seguida.

–Estamos investigando un robo enMerridale Lane, número dieciocho. Esposible que usaran el número quincecomo punto de observación para la casade enfrente. ¿Hay algún modo deaveriguar si ha habido llamadas conorigen o destino en Wallistonveintinueve cuarenta y cuatro durante lasúltimas veinticuatro horas?

Hubo una pausa. Mendel puso lamano en el micrófono y se volvió aSmiley con una ligera sonrisa. A Smiley,

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de repente, le resultó muy simpático.–Va a preguntar a las chicas -dijo

Mendel- y mirará los contadores.Volvió al teléfono y empezó a anotar

cifras en el bloc del comisario. Depronto se quedó rígido y se inclinósobre la mesa.

–¡Ah, sí! -su voz era indiferente, encontraste con su actitud-. ¿Y cuándo lopidió ella? -Otra pausa-. A las ochomenos cinco…, un hombre, ¿eh? ¿Estásegura de eso la chica…? ¡Ah, ya veo!Bueno, eso lo arregla todo, muchasgracias. Bien, por lo menos ya sabemosdónde estamos… De ninguna manera,nos ha prestado usted una gran ayuda…

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Sólo una teoría, eso es todo… Tenemosque pensarlo otra vez, ¿verdad? Bueno,muchas gracias. Muy amable; no lo digaa nadie… Adiós.

Colgó, arrancó la hoja del bloc y sela metió en el bolsillo.

Smiley habló de prisa:–Hay café magnífico ahí abajo.

Necesito desayunar. Vamos a tomarcafé.

Sonó el teléfono. Smiley casi notabaa Maston al otro lado del hilo. Mendelle miró un momento y pareciócomprender. Lo dejaron sonando ysalieron rápidamente de la comisaríahacia High Street.

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El «Café de la Fuente» (propietaria,señorita Gloria Adam), era estilo Tudor,adornos de latón, y miel local a seispeniques más que en cualquier otro sitio.La propia señorita Adam servía el cafémás horrible que pueda haber al sur deManchester, y llamaba a sus clientes«mis amigos». La señorita Adam nohacía negocio con sus amigos, sino que,sencillamente, les robaba, lo cual, no sesabe cómo, contribuía a la ilusión deldistinguido dilettantismo que la señoritaAdam ponía tanto empeño en conservar.Sus orígenes eran oscuros, pero amenudo hablaba de su difunto padrecomo «el coronel». Entre los amigos de

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la señorita Adam, a quienes les habíacostado especialmente cara su amistad,se rumoreaba que ese grado de coronelle había sido concedido por el Ejércitode Salvación.

Mendel y Smiley se sentaron en unamesa de un rincón, junto al fuego,esperando su desayuno. Mendel mirócon aire extraño a Smiley:

–La chica recuerda con todaprecisión la llamada. Fue hacia el finalde su turno: de cinco a ocho, anoche.Una petición de llamada a las ocho ymedia de esta mañana. La hizo el propioFennan; la chica está segura de eso.

–¿Cómo?

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–Al parecer, el tal Fennan habíallamado a la Central en Navidad, cuandoestaba de servicio esta misma chica:quería desearles a todas felicesNavidades. Ella se quedó encantada;charlaron mucho. Estaba segura de queayer era la misma voz la que pidió lallamada. «Un caballero muy bieneducado», dijo.

–Pero esto no tiene sentido. Escribióuna carta diciendo que se suicidaba a lasdiez y media. ¿Qué pasó entre las ocho ylas diez y media?

Mendel cogió una vieja carteraajada. No tenía cierre. Más bien era unafunda de papel de música, pensó Smiley.

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Sacó de ella una carpeta amarillacorriente y se la pasó a Smiley.

–Facsímil de la carta. El comi dijoque le diera a usted una copia. Eloriginal se lo mandan al Foreign Office,y otra copia a Marlene Dietrich.

–¿Quién diablos es ésa?–Perdón, señor; así llamamos a su

consejero. Es el mote que le hemospuesto a los servicios especiales. Lolamento, señor.

Qué estupendo, pensó Smiley, quémagníficamente estupendo. Abrió lacarpeta y miró el facsímil. Mendelseguía hablando:

–La primera carta de un suicidado

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que veo escrita a máquina en mi vida. Ypor si fuera poco, la primera que hevisto indicando la hora. Sin embargo, lafirma parece la misma. Se haconfrontado en la Comisaría con unrecibo que firmó una vez, de un objetoperdido. Tan clara como el agua.

La carta estaba escrita a máquina,probablemente en una portátil. Como ladenuncia anónima. Estaba firmada con laclara y legible firma de Fennan.

Debajo de la dirección impresa en elmembrete, figuraba la fecha a máquina, ydebajo la hora: 10.30 de la noche.

Querido sir David:

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Después de ciertas vacilaciones, hedecidido quitarme la vida. No puedopasar el resto de mis años bajo unanube de deslealtad y suspicacia. Medoy cuenta de que mi carrera estáechada a perder, de que soy víctima dedelatores pasados.

Suyo afectísimo,

Samuel Fennan

Smiley la leyó varias veces, con laboca fruncida a fuerza de concentracióny las cejas un poco elevadas, comosorprendido. Mendel le preguntaba algo:

–¿Cómo supo eso?

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–¿El qué?–Lo de la llamada por la mañana.–¡Ah! Fui yo quien recibió la

llamada. Creí que era para mí. No: erala Central con ese asunto. Tampocoentonces caí en ello. Supuse que erapara ella, ya ve. Bajé y se lo dije.

–¿Bajó?–Sí. Tienen el teléfono en la alcoba.

En realidad, es una especie de alcoba ycuarto de estar… Ella había estadoinválida, ya sabe, y supongo que no hacambiado el cuarto desde entonces. Escomo un estudio: en un lado libros,máquina de escribir, mesa y todo eso.

–¿Máquina de escribir?

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–Sí, portátil. Imagino que la utilizópara escribir esta carta. Pero, ya ve,cuando recibí la llamada, no se meocurrió que podía no ser para la señoraFennan.

–¿Por qué no?–Sufre insomnio, según me dijo.

Hizo de ello una especie de broma. Ledije que se tomara algún descanso y elladijo solamente: «Mi cuerpo y yotenemos que soportarnos veinte horas aldía. Hemos vivido ya más tiempo que lamayoría de la gente.» Hubo más: dijoque no disfrutaba el lujo del sueño.Entonces ¿para qué iba a querer unallamada a las ocho y media?

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–¿Y para qué la iba a querer sumarido… ni nadie? Es demasiado cercade mediodía. ¡Dios proteja a losfuncionarios!

–Exactamente. Eso también medesconcierta. Todos reconocen que en elForeign Office empiezan a trabajartarde: a las diez, creo. Pero aun así,Fennan antes de matarse tenía quevestirse, afeitarse, desayunar y tomar eltren a tiempo, si no se despertaba hastalas ocho y media. Además, es que sumujer podía haberle llamado.

–A lo mejor es pura comedia eso deque no duerme -dijo Mendel-. Lo hacenmucho las mujeres, con el insomnio, la

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jaqueca y esas cosas. Hace que la gentecrea que son nerviosas y tienentemperamento. Camelo, por lo general.

Smiley movió la cabeza:–No, ella no pudo hacer la llamada:

no volvió a casa hasta las diez cuarentay cinco. Pero aun suponiendo que seequivocara sobre la hora de su regreso,no podía haber ido al teléfono sin antesver el cadáver de su marido. Y no medirá usted que su reacción al encontrarmuerto a su marido fue subir lasescaleras y pedir que la despertarantemprano.

Durante un rato, tomaron café ensilencio.

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–Otra cosa -dijo Mendel.–¿Eh?–Su mujer volvió del teatro a las

once menos cuarto, ¿no?–Eso dice.–¿Había ido sola?–Ni idea.–Apuesto a que no. Apuesto a que

tenía que decir la verdad en eso, y pusola hora en la carta para tener unacoartada.

La mente de Smiley volvió a ElsaFennan, a su cólera, a su sumisión.Parecía ridículo hablar de ella de esemodo. No; Elsa Fennan, no. No.

–¿Dónde se encontró el cadáver? -

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preguntó Smiley.–Al pie de las escaleras.–¿Al pie de las escaleras?–Cierto. Tendido por el suelo del

vestíbulo. Con la pistola debajo.–¿Y la carta? ¿Dónde estaba?–A su lado, en el suelo.–¿Algo más?–Sí. Una taza de cacao en el cuarto

de estar.–Ya veo: Fennan decide suicidarse.

Pide a la Central que le llamen a lasocho y media. Se hace cacao y lo dejaen el cuarto de estar. Sube al piso dearriba y escribe a máquina su últimacarta. Vuelve a bajar y se pega un tiro,

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dejando el cacao sin beber. Todo esoconcuerda estupendamente.

–Si, es extraño. Por cierto, ¿no seríamejor que llamara a su oficina?

Miró a Mendel equivocadamente.–Éste es el fin de una hermosa

amistad -dijo.Al acercarse a la caja de fichas,

junto a una puerta con el rótulo de«Privado», oyó que Mendel decía:

–Apuesto a que eso se lo dice usteda todos los muchachos.

Sonreía, efectivamente, cuando pidióel número de Maston.

Maston quería verle en seguida.Volvió a la mesa. Mendel removía otra

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taza de café como si eso exigiera toda suatención, y se comía un enorme brioche.

Smiley se quedó de pie a su lado.–Tengo que volver a Londres.–Bueno, esto pondrá en marcha el

lío. -La cara de comadreja se volviórepentinamente hacia él-. ¿O no?

Hablaba con la parte delantera de laboca, mientras la trasera seguíaarreglándoselas con el brioche.

–Si Fennan fue asesinado, no haypoder en la tierra que logre impedir a laprensa apoderarse del cuento -y añadiópara sí mismo-: No creo que esto legustara a Maston. Preferiría el suicidio.

–Sin embargo, tenemos que

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afrontarlo, ¿no?Smiley se detuvo, frunciendo el ceño

gravemente. Ya le parecía oír a Mastonburlándose de sus sospechas,desechándolas con risas impacientes.

–No sé -dijo-, en realidad, no sé.De regreso a Londres, pensó, de

regreso al Hogar Ideal de Maston, deregreso a la carrera mortal de echarselas culpas unos a otros. Y de regreso alabsurdo de incluir una tragedia humanaen un informe de tres folios.

Llovía otra vez; ahora era una lluviatibia e incesante, y se mojó mucho en lacorta distancia entre el «Café de laFuente» y la Comisaría. Se quitó el

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gabán y lo arrojó en el asiento traserodel coche. Era un alivio dejar Walliston,aunque fuera para ir a Londres. Aldoblar en la carretera principal vio conel rabillo del ojo la figura de Mendelque avanzaba estoicamente por la acerahacia la estación, con su sombreritotirolés gris sin forma y ennegrecido porla lluvia. No se le había ocurrido aSmiley que necesitara transporte haciaLondres, y se consideró ingrato. Mendel,sin alterarse por lo curioso de lasituación, abrió la portezuela de atrás yentró.

–Ha habido suerte -observó-. Mefastidian los trenes. ¿Va a Cambridge

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Circus? Me podrá dejar porWestminster, ¿no?

Se pusieron en marcha. Mendel sacóuna abollada lata de tabaco y se lió uncigarrillo. Iba a llevárselo a la boca,pero cambió de idea. Se lo ofreció aSmiley y lo encendió con un encendedorextraordinario que lanzaba una llamaazul de un par de dedos.

–Parece preocupadísimo -dijoMendel.

–Lo estoy.Hubo una pausa. Mendel dijo:–Es el demonio: no sabe qué le pasa.Cuatro o cinco millas después,

Smiley condujo el coche hacia el borde

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de la carretera y se volvió haciaMendel.

–¿Le importaría demasiado quevolviéramos a Walliston?

–Buena idea. Vaya a preguntarle aella.

Dio la vuelta, regresó despaciohacia Walliston y entró en MerridaleLane. Dejó a Mendel en el coche yrecorrió el sendero de grava, que yaconocía.

Ella abrió la puerta y, sin decirnada, le hizo pasar al cuarto de estar.Llevaba el mismo traje, y Smiley sepreguntó en qué habría pasado el tiempodesde que él la había dejado.

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¿Habría dado vueltas por la casa, ose quedó sentada e inmóvil en el cuartode estar? ¿O en la habitación de lasbutacas de cuero? ¿Cómo se veía a símisma en su reciente viudez? ¿Podríatomarla ya en serio? ¿Estaba todavía enese estado de secreta elevación quesigue inmediatamente al luto? ¿Semiraría en los espejos, tratando dedistinguir el cambio, el horror en supropia cara, sin poder llorar?

Ni él ni ella se sentaron:instintivamente, los dos evitaban unarepetición del encuentro de la mañana.

–Hay algo que hubiera debidopreguntarle, señora Fennan. Lamento

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mucho tener que molestarla otra vez.–Supongo que sobre la llamada, esa

llamada, desde la Central.–Sí.–Supuse que le intrigaría. Una

insomne pide una llamada paradespertarse.

Trataba de hablar con animación.–Sí. Me pareció raro. ¿Va usted a

menudo al teatro?–Sí. Cada quince días. Soy socia del

Club Dramático de Weybridge, ¿sabe?Procuro ir a todo lo que dan. Tengosiempre un asiento reservado para elprimer martes de cada nueva obra. Losmartes mi marido trabajaba hasta muy

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tarde. Nunca me acompañaba; iba sóloal teatro clásico.

–Pero le gustaba Brecht, ¿no?Pareció muy entusiasmado con lasactuaciones del «Berliner Ensemble» enLondres.

Ella le miró un momento, y luegosonrió de repente. Era la primera vezque él la veía sonreír. Era una sonrisaencantadora: toda la cara se leiluminaba como la de un niño.

Smiley tuvo una visión fugaz de ElsaFennan niña: una chiquilla retozona,estirada y ágil como la Petite Fadettede George Sand, medio mujer, medioduende, medio niña. La vio como una

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zalamera backfisch [1], luchando comoun gato en defensa de sus derechos, y lavio también, hambrienta y encogida en elcampo de concentración, inexorable ensu lucha por la vida. Resultaba patéticoobservar en esa sonrisa la luz de suprimera inocencia, y un arma acerada ensu combate por sobrevivir.

–Me temo que la explicación de esallamada es muy tonta -dijo-. Padezcouna terrible falta de memoria, realmentetremenda. Voy de compras y se meolvida lo que iba a comprar; convengouna cita por teléfono y se me olvida unmomento después de colgar. Invito a lagente a venir a pasar el fin de semana, y

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cuando llegan nos hemos ido. Algunasveces, cuando hay algo que no tengo másremedio que recordar, llamo a la Centraly pido una llamada para unos minutosantes de la hora necesaria. Es como unnudo en un pañuelo, pero un nudo nopuede tocar un timbre, ¿verdad?

Smiley la miró atentamente. Tenía lagarganta bastante seca, y tuvo que tragarsaliva antes de hablar.

–¿Y para qué era esta vez lallamada, señora Fennan?

Otra vez la sonrisa encantadora:–Pues ahí tiene: se me ha olvidado

completamente.

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V. Maston y la luz delas velas

Volviendo tranquilamente a Londres,Smiley olvidó la presencia de Mendel.

En otros tiempos, la simpleocupación de conducir un coche habíasido un alivio para él. Entonces, en lairrealidad de un largo viaje solitario,encontraba un paliativo para su turbadocerebro, y la fatiga de conducir lepermitía olvidar preocupaciones másgraves.

Posiblemente, uno de los más sutilessignos de la madurez era que ya no

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podía someter así a su mente. Ahoranecesitaba medidas más radicales:incluso en una ocasión había intentadoimaginarse un paseo a través de unaciudad europea; anotando, por ejemplo,las tiendas y edificios de Berna, ante loscuales pasaría yendo desde la catedral ala universidad. Pero, a pesar de tanenérgico ejercicio mental, los espectrosdel tiempo presente surgían comointrusos y desalojaban a sus sueños. EraAnn quien le había robado la paz; Ann,que en otro tiempo dio tanta importanciaal presente y le enseñaba de tal manerael hábito de la realidad que, cuando semarchó, no quedó nada.

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No podía creer que Elsa Fennanhubiera matado a su marido. Su instintodebió de impulsarla a defender yresguardar los tesoros de su vida,construir en torno a ella los símbolos deuna existencia normal. No había en ellaagresividad, ni otro deseo quesalvaguardar lo que poseía.

Pero ¿quién podía asegurar nada?¿Qué había escrito Hermann Hesse?:«Es extraño errar en la niebla: cada cualestá solo en ella. Ningún árbol conoce asu vecino. Cada cual está solo.» Nosabemos nada unos de otros, nada,reflexionaba Smiley. Por muyestrechamente que vivamos, en cualquier

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momento del día o de la noche en quenos sondeemos mutuamente con los másprofundos pensamientos, no sabemosnada. ¿Cómo puedo juzgar a ElsaFennan? Creo que comprendo susufrimiento y sus mentiras dictadas porel miedo, pero ¿qué sé de ella? Nada.

Mendel señalaba un poste indicador.–Por ahí vivo. Mitcham. No es mal

sitio, realmente. Me harté de lasresidencias de solteros y compré undecente apartamento semiindependienteahí abajo. Para cuando me retire.

–¿Su retiro? Falta mucho para eso.–Sí. Tres días. Por eso me dieron

este trabajo. No tiene nada de particular,

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sin complicaciones. Dádselo al viejoMendel; él lo liquidará. -Bueno, bueno.Supongo que el lunes estaremos los dossin trabajo.

Llevó a Mendel hasta ScotlandYard, y siguió en dirección a CambridgeCircus.

Al entrar en el edificio, se diocuenta de que todos lo sabían. En sumanera de mirar; algún matiz diferenteen sus miradas, en su actitud. Fuedirectamente al despacho de Maston. Lasecretaria de Maston estaba en su mesay levantó los ojos rápidamente al verleentrar.

–¿Está el consejero?

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–Sí. Le espera. Está solo. Voy allamar y a entrar.

Pero Maston había abierto la puertay le llamaba. Llevaba chaqueta negra ypantalones a rayas. Ahí viene el tipo decabaret, pensó Smiley.

–He tratado de ponerme en contactocon usted. ¿No recibió mi recado? -dijoMaston.

–Sí, pero no me fue posible hablarcon usted.

–No acabo de entender.–Bueno, no creo que Fennan se

suicidara…, creo que fue asesinado. Nopodía decírselo por teléfono.

Maston se quitó los lentes y miró a

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Smiley con estupor.–¿Asesinado? ¿Por qué?–Bueno, si aceptamos la hora

indicada en su carta, Fennan escribió lacarta a las diez y media de anoche.

–¿Y qué?–Pues que a las ocho menos cinco de

la tarde había llamado a la Centralpidiendo que le avisaran a las ocho ymedia de la mañana siguiente.

–¿Cómo demonios lo sabe?–Yo estaba allí esta mañana cuando

llamó la Central. Cogí el teléfonocreyendo que podría ser elDepartamento.

–¿Cómo puede afirmar que fue

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Fennan quien solicitó la llamada?–Hice averiguaciones. La chica de la

Central conocía bien la voz de Fennan.Asegura que fue él, y que había llamadoa las ocho menos cinco de la nocheanterior.

–¿De manera que Fennan y la chicase conocían?

–No, por Dios. Simplemente quealguna vez habían intercambiado algunaque otra broma.

–¿Y cómo deduce de esto que fueasesinado?

–Pregunté a su mujer sobre esallamada…

–¿Y?

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–Mintió. Dijo que la había pedidoella misma. Aseguró que eraterriblemente distraída; que algunasveces, cuando tiene una cita importante,llama a la Central para que la avisen,como quien se hace un nudo en elpañuelo. Y otra cosa: un momento antesde pegarse un tiro, se hizo un poco decacao. No se lo bebió.

Maston escuchaba en silencio. Al finsonrió y se levantó.

–Parece que queremos llevarnos lacontraria -dijo-. Le mando a usted allápara que descubra por qué se ha pegadoun tiro Fennan. Vuelve y dice que no selo pegó. No somos policías, Smiley.

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–No. A veces no sé lo que somos.–¿Ha oído hablar de algo que afecte

nuestra posición, que explique el hecho?¿Algo que justifique su carta?

Smiley vaciló antes de responder.Lo había previsto.

–Sí. La señora Fennan me ha hechosaber que su marido se mostró muyalterado después de la entrevista. -Igualdaría que oyera toda la historia-. Estabaobsesionado, no podía dormir despuésde eso. Ella tuvo que darle un sedante.Su informe sobre la reacción de Fennana mi entrevista justifica ampliamente lacarta. -Permaneció en silencio duranteun minuto, parpadeando con cierta

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estupidez al vacío-. Lo que trato dedecir es que no la creo. No creo queFennan escribiera esa carta, ni quetuviera ninguna intención de morir. -Sevolvió hacia Maston-. Sencillamente, nopodemos desdeñar las faltas decoherencia. Otra cosa -y se lanzó decabeza-: no he pedido que se haga unacomparación pericial, pero hay unasemejanza entre la carta anónima y la deFennan. El tipo de letra parece idéntico.Es ridículo, pero ahí está. Deberíamosavisar a la policía: darle a conocer loshechos.

–¿Hechos? -dijo Maston-. ¿Quéhechos? Suponga que ella mintió. Es una

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mujer rara; según mis noticias,extranjera, judía. Dios sabe todo lo quesucede en su cerebro. Me han dicho quesufrió en la guerra, perseguida y demás.Quizá vea en usted al opresor, alinquisidor. Advierte que usted seempeña en algo, se asusta y le cuenta laprimera mentira que le pasa por lacabeza. ¿La convierte eso en criminal?

–Entonces ¿por qué Fennan pidió lallamada? ¿Por qué se preparó algo quetomar antes de acostarse?

–¿Quién puede saberlo? -La voz deMaston ahora era más matizada, máspersuasiva-. Si usted o yo, Smiley, nosviéramos llevados alguna vez a ese

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temible punto en que decidimosdestruirnos, ¿quién puede decir cuálesserían nuestros últimos pensamientos enesta tierra? ¿Y qué ocurre con Fennan?Ve su carrera arruinada: su vida no tienesentido. ¿No es concebible que, en unmomento de debilidad o de indecisión,deseara oír otra voz humana, sentir denuevo, antes de morir, el calor de uncontacto humano? Fantasía,sentimentalismo, tal vez, pero verosímilen un hombre tan agotado, tanobsesionado como para quitarse la vida.

Smiley tenía que reconocerle querepresentaba muy bien la comedia, y eneste terreno no se sentía a la altura de

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Maston. De repente experimentó, en suinterior, más allá de lo soportable, elcreciente pánico del fracaso. Con elmiedo, se apoderaba de él una furiaincontenible contra aquel histriónsicofántico, mariquita repugnante depelo gris y comedida sonrisa. El pánicoy la furia subieron en una ola repentina,inundándole el pecho, envolviéndole depies a cabeza. Se notó la cara caliente yenrojecida, las gafas empañadas, yasomaron las lágrimas a sus ojos,aumentando su humillación.

Maston, que, piadosamente, no sehabía dado cuenta de nada, continuó:

–Usted no puede esperar que, por

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esos indicios, sugiera al secretario delInterior que la policía ha llegado a unaconclusión falsa. Ya sabe qué ínfimo esnuestro contacto con la policía. Por unlado tenemos su sospecha: en resumen,que la conducta de Fennan, anoche, noera compatible con su intención demorir. Su mujer, al parecer, le hamentido a usted. Contra eso tenemos laopinión de expertos detectives que nohan hallado nada inquietante en lascircunstancias de la muerte, y poseemosademás la declaración de la señoraFennan de que su marido quedó muyalterado a causa de la entrevista. Losiento, Smiley, pero eso es así.

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Hubo un instante de absolutosilencio. Smiley se iba recobrandolentamente, y ese proceso le aturdía ydejaba sin voz. Se había quedadomirando con pasmada miopía, todavíaroja de rubor su cara arrugada y llena debolsas, y la boca abierta estúpidamente.Maston esperaba que hablase, pero él sesintió cansado y desinteresado deimproviso, Sin mirar a Maston, selevantó y se fue.

Llegó a su despacho y se sentó a lamesa. Maquinalmente, examinó eltrabajo. La bandeja de su correocontenía poca cosa: algunas circularesinteriores y una carta personal dirigida

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al señor G. Smiley, Ministerio deDefensa. La letra era desconocida: abrióel sobre y leyó la carta.

Querido Smiley:Es importantísimo que almuerce

con usted mañana en el CompleatAngler de Marlow. Por favor, haga loposible por encontrarme allí a la una.Hay algo que tengo que decirle.

Suyo,

Samuel Fennan

La carta, escrita a máquina, llevabafecha del día anterior, martes, tres de

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enero. El matasellos era de Whitehall, 6de la tarde.

La miró obstinadamente durantevarios minutos, sosteniéndola conrigidez ante sí e inclinando la cabezahacia la izquierda. Luego dejó la carta,abrió un cajón de la mesa y sacó unasola hoja de papel en blanco. Escribióuna breve carta de dimisión a Maston, ycon un alfiler prendió en ella lainvitación de Fennan. Tocó el timbrepara que acudiera una secretaria, dejó lacarta en su bandeja del correo de salida,y se dirigió al ascensor. Como decostumbre, estaba parado en el piso bajocon el carrito del té destinado al

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registro, y después de haber esperado unpoco, empezó a bajar a pie. A mediocamino recordó que se había dejado ensu despacho el impermeable y algunascosas. No importa, pensó; ya me losmandarán.

Se sentó en su coche, en elaparcamiento, mirando fijamente através del empapado parabrisas.

No le importaba, le importaba unpito. Bien es verdad que le sorprendía.Le sorprendía que hubiera estado tan apunto de perder el dominio. Lasentrevistas habían ocupado un lugar muyimportante en la vida de Smiley, y desdehacía mucho llegó a considerarse

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inmunizado contra todas ellas:disciplinarias, académicas, médicas yreligiosas. Su naturaleza reservadadetestaba el carácter particular de todaslas entrevistas, su intimidad opresiva, suineludible realidad. Recordaba una cenadelirantemente feliz con Ann en el«Quaglinos». Mientras cenaban, él leexplicó el sistema Camaleón-Armadillopara derrotar al entrevistador.

Habían cenado a la luz de las velas:piel blanca y perlas. Bebieron coñac.Los ojos de Ann, muy abiertos yhúmedos, sólo para él. Smiley hacíase elenamorado y lo hacía admirablementebien. Ann le quería y vibraba con

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aquella armonía mutua.–…Y así es como aprendí a ser un

camaleón.–¿Quieres decir que te ponías a

resoplar, reptil grosero?–No, es cuestión de color. Los

camaleones cambian de color.–Claro que cambian de color. Se

ponen en las hojas verdes y se vuelvenverdes. ¿Te ponías verde, sapo?

Él rozaba ligeramente las puntas delos dedos de Ann con los suyos.

–Escucha, guapa, mientras explico latécnica Smiley Camaleón-Armadillocontra el entrevistador impertinente.

Ann acercó mucho su cara a la suya,

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adorándole con los ojos.–La técnica está basada en la teoría

de que el entrevistador, por no querer anadie tanto como a sí mismo, seráatraído por su propia imagen. Porconsiguiente, uno toma exactamente elcolor social, caracterológico, político eintelectual de su inquisidor.

–Pomposo sapo, pero inteligenteamante.

–Silencio. A veces este métodofracasa ante la idiotez o la malevolenciadel inquisidor. Entonces, uno se vuelvearmadillo.

–¿Y se envuelve en cinturones,sapo?

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–No, se le sitúa en una posición tanincongruente para que uno sea superior aél. A mi me preparó para laconfirmación un obispo jubilado, Yo eratodo su rebaño, y, mediadas misvacaciones, recibí orientación espiritualsuficiente como para dirigir unadiócesis. Pero a fuerza de contemplar lacara del obispo y de imaginar que bajomi mirada se cubría toda de una pielpeluda, mantuve mi supremacía. Desdeentonces aumentó mi habilidad: eracapaz de convertirle en mono, de dejarleatascado en ventanas de guillotina, deenviarle desnudo a banquetesmasónicos, de condenarle, como a la

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serpiente, a arrastrarse sobre labarriga…

– Perverso amante-sapo.Y así había sido. Pero en sus últimas

entrevistas con Maston, le abandonó sucapacidad de desasimiento: se enredabademasiado en el asunto. Cuando Mastonhizo las primeras jugadas, Smiley sesintió demasiado cansado y asqueadopara competir. Supuso que Elsa Fennanhabía matado a su marido, que tuvoalguna poderosa razón y no volvió apreocuparse más de eso. El problema yano existía: sospechas, experiencia,percepción, sentido común. ParaMaston, ésos no eran los órganos de los

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hechos. El papel sí lo era, los ministroseran un hecho, los secretarios delInterior eran hechos sólidos. ElDepartamento no se interesaba por lasvagas impresiones de un solofuncionario, cuando entraban enconflicto con la policía.

Smiley estaba cansado, profunda yabrumadoramente cansado. Avanzólentamente hacia su casa. Cenaría fueraesa noche. Algo solemne. Ahora erasólo hora de almorzar: pasaría la tardesiguiendo al antiguo Oleario en su viajehanseático a través de las tierras rusas.Luego cenaría en el «Quaglinos», ybrindaría a solas por el afortunado

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asesino, por Elsa quizá, agradecido deque hubiese acabado con la carrera deGeorge Smiley al mismo tiempo que conla vida de Sam Fennan.

Se acordó de recoger su ropa en lalavandería de Sloane Street, y porúltimo entró en Bywater Street, yencontró un lugar donde aparcar unastres casas más abajo de la suya. Se apeócon el paquete de papel pardo de la ropalavada, cerró el coche cuidadosamente,y, movido por la costumbre, le dio lavuelta, probando todos los cierres.Seguía cayendo una lluvia ligera. Lemolestó que alguien hubiera vuelto aaparcar el coche delante de su casa.

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Afortunadamente, la señora Chapelhabía cerrado la ventana de su alcoba; sino, la lluvia habría…

De repente se alertó. Algo se habíamovido en el cuarto de estar. Una luz,una sombra, una forma humana; algo,estaba seguro. ¿Era la vista o el instinto?¿Le habría advertido la habilidad latenteadquirida en su profesión? Algúnsentido o nervio sutil, alguna remotafacultad o sensibilidad le avisaba ahora,y él prestó atención al aviso.

Sin pensarlo un momento, volvió ameterse las llaves en el bolsillo delgabán, subió los escalones hasta supropia puerta y tocó el timbre.

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Despertó agudos ecos por la casa.Hubo un momento de silencio, y luegollegó a oídos de Smiley el claro sonidode unos pasos que se acercaban a lapuerta, firmes y confiados. El rechinarde la cadena, el chasquido del cierreIngersoll, y la puerta se abrió, rápida ylimpiamente.

Smiley no le había visto jamás. Alto,rubio, apuesto, de unos treinta y cincoaños. Traje gris claro, camisa blanca ycorbata plateada: habillé en diplomate .Alemán o sueco. Su mano izquierdapermanecía indolentemente hundida enel bolsillo de la chaqueta.

Smiley le miró como pidiendo

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excusas.–Buenas tardes. Por favor, ¿está el

señor Smiley?La puerta se abrió de par en par. Una

ligera pausa.–Sí. ¿No quiere pasar?Vaciló una fracción de segundo.–No, gracias. ¿Tendría la bondad de

darle esto?Le entregó la ropa de la lavandería,

bajó los escalones y llegó al coche.Sabía que lo estaban observando. Pusoen marcha el coche, giró y entró enSloane Square sin mirar siquiera haciala casa. En Sloane Street encontró sitiopara aparcar, se metió en él y

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rápidamente anotó en su agenda sietenúmeros de matriculas. Eran las de lossiete coches aparcados en BywaterStreet.

¿Qué iba a hacer? ¿Avisar a unpolicía? Quienquiera que fuese,probablemente se habría ido ya.Además, había que tener en cuenta otrasconsideraciones. Volvió a cerrar elcoche y cruzó la calle hasta una cabinatelefónica. Llamó a Scotland Yard, pidiócomunicación con la Rama Especial ypreguntó por el inspector Mendel. Peroresultó que el inspector, después dehaber dado sus informes al comisario,adelantó discretamente los placeres del

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retiro y se marchó para Mitcham. Trasuna larga serie de mentiras, Smileyconsiguió su dirección, y volvió alcoche. Recorrió tres lados de unamanzana para salir a Albert Bridge. Setomó un bocadillo y un gran vaso dewhisky en un bar nuevo que daba al río,y un cuarto de hora después cruzaba elpuente camino de Mitcham, con la lluviatamborileando siempre sobre supequeño coche vulgar. Estabapreocupado, muy preocupado, en efecto.

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VI. Té y comprensión

Seguía lloviendo cuando llegó.Mendel estaba en su jardín, con elsombrero más extraordinario que Smileyvio jamás. Había empezado la vidacomo anzac del ejército australiano yneozelandés, pero su enorme ala colgabatoda, de modo que a lo que más separecía era a un hongo muy alto. Mendelestaba meditando sobre un tocón, con unhacha de perverso aspectoobedientemente blandida por sumusculosa mano derecha.

Miró un momento a Smiley con ojos

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penetrantes, y luego una sonrisa cruzólentamente su cara delgada, mientras letendía la mano.

–Conflictos -dijo Mendel.–Conflictos.Smiley le siguió por el sendero hasta

la casa, cómoda y de estilo muy«afueras».

–No hay fuego en el cuarto de estar:acabo de volver. ¿Qué le parece unataza de té en la cocina?

Fueron a la cocina. A Smiley ledivirtió la extremada limpieza, lapulcritud casi femenina de todo lo que lerodeaba. Sólo el calendario de lapolicía colgado de la pared malograba

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la ilusión. Mientras Mendel ponía agua ahervir y se atareaba con tazas y platitos,Smiley contó con frialdad lo que habíaocurrido en Bywater Street. Cuandoterminó, Mendel le miró en silenciodurante largo rato.

–Pero ¿por qué le invitó a entrar?Smiley parpadeó y enrojeció un

poco.–Eso es lo que yo me pregunté. Por

un momento casi me hizo perder laserenidad. Fue una suerte que tuviera elpaquete.

Tomó un sorbo de té.–Sin embargo, no creo que se dejara

engañar por el paquete. Tal vez sí, pero

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lo dudo. Lo dudo mucho.–¿No se engañó?–Bueno, yo no me habría engañado.

Un hombrecillo que se apea de un«Ford» y entrega a domicilio paquetesde ropa blanca… ¿Quién podría habersido yo? Además, pregunté por Smiley yluego no quise verle. Tuvo que pensarque era bastante raro.

–Pero ¿qué buscaba? ¿Qué queríahacer con usted? ¿Quién supuso que era?

–Ése es precisamente el asunto, esoes, ya ve Creo que era a mí a quienesperaba, pero desde luego no sospechóque fuese a tocar el timbre. Le pillédesprevenido. Creo que quería

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liquidarme Por eso me invitó a entrar.Me reconoció, pero sin estar demasiadoseguro, probablemente por unafotografía.

Mendel le miró en silencio duranteun rato.

–¡Demonios! -dijo.–Suponga que tengo razón en todo -

continuó Smiley-. Suponga que Fennanfue asesinado anoche y yo haya estado apunto de serlo esta mañana. Bueno, adiferencia de su oficio, en el mío,normalmente, no salimos a asesinato pordía.

–¿Qué pretendía?–No lo sé. No sé nada en absoluto.

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Acaso, antes de seguir adelante,convendría que se informara sobre estoscoches. Estaban aparcados en BywaterStreet esta mañana.

–¿Por qué no lo hace usted mismo?Smiley le miró desconcertado

durante un segundo. Luego cayó en lacuenta de que no había hablado de sudimisión.

–Perdón. No se lo dije, ¿verdad?Esta mañana presenté mi renuncia. Melas arreglé para hacerlo antes de que mepusieran en la calle. Así que estoy librecomo el viento. Y poco más o menos sintrabajo.

Mendel cogió la lista de números y

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fue al vestíbulo a telefonear. Volvióunos minutos después.

–Me llamarán dentro de una hora -dijo-. Vamos allá. Le enseñaré todas misposesiones. ¿Entiende usted algo deabejas?

–Bueno, un poco, sí. En Oxford mepicó la mosca de la afición a la historianatural.

Iba a decir a Mendel cómo habíaluchado con los textos de Goethe sobrela metamorfosis de las plantas y losanimales, con la esperanza de descubrir,como Fausto, «lo que sostiene el mundoen su punto más intimo». Quería explicarpor qué era imposible entender la

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Europa del siglo xix sin un conocimientoeficaz de las ciencias naturales; se sentíagrave y lleno de pensamientosimportantes, y en el fondo sabía que eraporque su cerebro luchaba con losacontecimientos del día, y estaba enplena excitación nerviosa. Teníahúmedas las palmas de las manos.

Mendel le hizo salir por la puerta deatrás: tres colmenas bien cuidadashallaban dispuestas -contra el bajo murode ladrillo que corría a lo largo delextremo del jardín. De pie, bajo lallovizna, Mendel dijo:

–Siempre he querido cuidarlas y verde qué se trata todo eso. He leído

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montones de cosas. Me deja tieso deespanto, se lo puedo asegurar. ¡Curiososbichos!

Asintió un par de veces con lacabeza para corroborar su afirmación, ySmiley volvió a mirarle con interés. Surostro era delgado, pero musculoso; suexpresión, nada comunicativa. Llevabael pelo, de color gris hierro, muy corto yerizado. Parecía indiferente a laintemperie, y la intemperie a él. Smileyconocía exactamente la vida que habíadetrás de Mendel. En policías de todo elmundo, vio siempre la misma piel decuero, las mismas reservas de paciencia,de acritud y de cólera. Podía adivinar

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las largas e inútiles horas de vigilanciabajo cualquier estado del tiempo,esperando a alguien que a lo mejor nollegaría nunca… o que llegaría y se iríademasiado rápidamente. Y sabía hastaqué punto Mendel y los que eran comoél estaban a la merced depersonalidades: caprichosas yamenazadoras, nerviosas y versátiles, yde vez en cuando sensatas ycomprensivas. Sabía cómo los hombresinteligentes pueden malograrse por laestupidez de sus superiores; cómosemanas de trabajo paciente, durante díay noche, podían ser dejadas de lado poralguien así.

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Mendel le llevó por el precariosendero hecho de piedras rotas hasta lascolmenas, y, olvidándose en todomomento de la lluvia, empezó adesmontar una en piezas, enseñando yexplicando. Hablaba entrecortadamente,con pausas muy largas entre las frases,señalando exacta y lentamente, con susdelgados dedos.

Por último volvieron a la casa, yMendel le enseñó los dos cuartos deabajo. En el cuarto de estar todo estabaadornado con flores: cortinas y alfombrade flores, fundas floreadas en elmobiliario. En una pequeña estantería deun rincón, había unos jarrones y un par

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de pistolas muy bonitas junto a una copade tiro al blanco.

Smiley le siguió al piso de arriba.En el descansillo se olía la parafina dela estufa, y se oía el malhumoradoburbujeo del depósito de agua delretrete.

Mendel le enseñó su alcoba.–Cuarto nupcial. Compré la cama en

un saldo por una libra. Colchón demuelles. Es curioso lo que se puedeencontrar. Las alfombras son ex reinaIsabel. Las cambian todos los años. Lascompré en un almacén de Watford.

Smiley se quedó en el umbral, sinsaber porqué, un poco cohibido. Mendel

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se volvió y se le adelantó para abrir lapuerta de la otra alcoba.

–Y éste es su cuarto. Si lo quiere. -Se volvió hacia Smiley-. Yo, si fuerausted, no me quedaría en su casa estanoche. Nunca se sabe, ¿verdad?Además, dormirá mejor aquí. El aire esmás sano.

Smiley empezó a protestar.–Allá usted. Haga lo que quiera. -

Mendel se volvió huraño y cohibido-.Hablando con toda franqueza, no logrocomprender su trabajo mejor de comousted comprende nuestra tarea depolicía. Haga lo que quiera. Por lo quesé de usted, sabe cuidarse.

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Bajaron las escaleras. Mendel habíaencendido el fuego de gas en el cuartode estar.

–Bueno, por lo menos tendrá quedarme de cenar esta noche -dijo Smiley.

Sonó el teléfono en el vestíbulo. Erala secretaria de Mendel, por lo de lasmatrículas de los coches.

Volvió Mendel y dio a Smiley unalista de siete nombres y direcciones.Cuatro de los siete podían descontarse:las direcciones registradas estaban enBywater Street. Quedaban tres: un cochealquilado, de la empresa «Adam Scarr eHijos», de Battersea, una camioneta dereparto de la «Compañía Ladrillera del

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Severn», Eastbourne, y el tercerofiguraba como propiedad del embajadorde Panamá.

–Tengo un agente en la Embajada dePanamá. Allí no habrá ningunadificultad: sólo tienen tres coches adisposición de la Embajada.

–Battersea no está lejos -continuóMendel-. Podríamos dejarnos caer porallí. En su coche.

–No faltaba más, no faltaba más -dijo rápidamente Smiley- y podemoscenar en Kensington. Reservaré unamesa en el «Entrechat».

Eran las cuatro. Charlaron un rato,sentados, de modo un poco inconexo,

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sobre las abejas y el cuidado de la casa.Mendel muy a gusto, y Smiley siemprepreocupado y torpe, esforzándose paraque su manera de hablar no parecierademasiado suficiente. Podía suponer loque hubiese dicho Ann sobre Mendel. Lehabría tomado mucho cariño, le habríaconsiderado una gran persona, y,adoptando una voz y una expresiónespeciales para imitarle, habría hechouna leyenda de él, hasta que encajara ensus vidas y dejase de ser un misterio.«Pero ¡quién hubiera pensado que podías e r tan de su casa ! El hombre quemenos habría imaginado que pudiesedecirme dónde se compra barato el

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pescado. Y qué casita más mona, sinpretensiones. Forzosamente ha de saberque esos jarrones son abominables, y nole importa. Me parece delicioso. Sapito,tienes que invitarle a cenar. De veras:no es para reírse de él, sino paraquererle.»

Él no le habría invitado, desdeluego, pero Ann se iba a poner contenta:habría encontrado la manera de tenerlesimpatía. Y una vez hecho eso, lohubiera olvidado.

Eso era lo que necesitaba Smiley, enrealidad: una manera de tomarle afecto.No era tan rápido como Ann enencontrarla. Pero Ann era Ann. Casi

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había asesinado una vez a un sobrinosuyo que estudiaba en Eton, por beberclarete con el pescado. Pero si Mendelhubiera encendido la pipa mientras ellatomaba su crêpe suzette , probablementeno se habría dado cuenta.

Mendel hizo más té y se lo tomaron.Cerca de las cinco y cuarto se pusieronen marcha hacia Battersea con el cochede Smiley. Por el camino, Mendelcompró un periódico de la tarde. Loleyó con dificultad, aprovechando la luzde los faroles. Al cabo de unos minutos,exclamó con repentino veneno:

– Krauts , asquerosos krauts . ¡Diosmío, cómo les odio!

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–¿ Krauts ?– Krauts , hunos, teutones, los

malditos alemanes. No daría seispeniques por todos juntos. Carnívorosborregos coloradotes. Otra vez dandopatadas a los judíos. A todos nosotros.Se les derriba, se les pone en pie.Perdonar y olvidar. Me gustaría saberpor qué demonios hay que olvidar. ¿Porqué olvidar el robo, el asesinato y laviolación? ¿Sólo porque fueron millonesquienes los cometieron? Señor, un pobredesgraciado, un empleadillo de Bancopellizca diez chelines y se le echaencima toda la policía. Pero Krupp ytoda esa masa… ¡ah, no! Diablos, si yo

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fuera un judío en Alemania, me…Smiley se despertó de pronto por

completo:–¿Qué haría usted? ¿Qué haría,

Mendel?–Bueno, supongo que lo aguantaría.

Ahora se trata de estadísticas, política.No es sensato darles bombas H; así quees política. Y ahí están los yanquis…Millones de judíos frescos en América.¿Y qué hacen? Al cuerno todo: les danmás bombas a los krauts . Todos amigosy juntos… A volarse los unos a losotros.

Mendel temblaba de cólera, ySmiley se quedó callado un rato,

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pensando en Elsa Fennan.–¿Cuál es la respuesta? -preguntó,

por decir algo.–Dios lo sabe -dijo Mendel, con

furia.Entraron en Battersea Bridge Road y

pararon junto a un guardia que estabainmóvil en la acera. Mendel enseñó sucarnet de inspector.

–¿El garaje de Scarr? Bueno, apenassi es un garaje; más bien una especie desolar. Sobre todo, negocia en chatarra, ycoches de segunda mano. Si no sirvenpara una cosa, servirán para la otra, eslo que dice Adam. Tendrán que bajarpor Prince of Wales Drive hasta llegar

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al hospital. Allí está metido, entre un parde casas prefabricadas. En realidad esun terreno bombardeado. El viejo Adamtapó los agujeros con unos escombros ynadie se ha presentado jamás parainstalarse allí.

–Parece saber muchas cosas suyas -dijo Mendel.

–¡Cómo no! Algunas veces he tenidoque pararle la mano. Hay pocas cosas enlos códigos de justicia en que no hayaandado metido el tal Adam. Scarr esuno, de nuestros reincidentesempedernidos.

–Bueno, bueno.- ¿Ahora hay algocontra él?

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–No sabría decirle. Pero encualquier momento se le puede meter ala sombra por apuestas ilegales. Adam,prácticamente, ya está bajo la ley.

Marcharon hacia el hospital deBattersea. El parque, a su derecha,aparecía negro y hostil detrás de lasfarolas.

–¿Qué es eso de bajo la ley? -preguntó Smiley.

–¡Ah, es sólo una broma! Se refierea los antecedentes penales, mientras unose encuentra en arresto preventivo…Cuestión de años. Parece que es un tipocomo hecho a mi medida -continuóMendel-. Déjelo de mi cuenta.

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Encontraron el solar como lo habíadescrito el guardia, entre dos ruinososedificios prefabricados, en una inciertafila de barracones construidos en elterreno bombardeado. Cascotes,escorias y basuras por todas partes.Trozos de amianto, madera y hierroviejo, seguramente adquiridos por elseñor Scarr para reventa oaprovechamiento, se amontonaban en unrincón, apenas iluminado por el pálidofulgor que salía de la construcciónprefabricada de más allá. Los doshombres miraron a su alrededor ensilencio durante un momento. LuegoMendel se encogió de hombros, se metió

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dos dedos en la boca y lanzó un agudosilbido.

–¡Scarr! -llamó.Silencio. La luz exterior de la

construcción se encendió, y tres o cuatrocoches fabricados antes de la guerra, endiversos estados de deterioro, sehicieron vagamente perceptibles.

Se abrió lentamente la puerta, y unachiquilla de unos doce años salió alumbral.

–¿Está tu papá, guapa?- -preguntóMendel.

–¡Qué va! Se ha ido al «Prodi»,supongo.

–Muy bien, guapa. Gracias.

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Volvieron a la calle.–¿Qué diablos es el «Prodi», si se

puede saber? -dijo Smiley.–«La ternera del hijo pródigo»: una

taberna que hay al doblar la esquina.Podemos ir andando: está a unos cienpasos. Deje el coche aquí.

Era justamente la hora de abrir lastabernas. La sala estaba vacía, ymientras esperaban a que apareciera eldueño, la puerta se abrió de un empellóny entró un hombre muy gordo vestido denegro. Se acercó derecho a la barra ygolpeó el mostrador con una mediacorona.

–¡Wilf! -gritó-, asoma la jeta: tienes

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clientes, tío con suerte. -Se volvió aSmiley-. Buenas tardes, amigo.

Desde la trastienda de la tabernareplicó una voz:

–Diles que dejen el dinero en elmostrador y vuelvan más tarde.

Durante unos instantes, el hombregordo se quedó mirando en suspenso aMendel y Smiley, y luego, de repente,lanzó una carcajada.

–No son ésos, Wilf. Esos vienen enserio.

La broma le hizo tanta gracia que sevio obligado a sentarse en el banco quecorría a lo largo de un lado de la sala.Con las manos apoyadas en las rodillas,

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los anchos hombros sacudidos por larisa y las lágrimas corriéndole por lasmejillas, de vez en cuando exclamaba:

–¡Vaya, hombre, vaya! -Y tomabaaliento para otro estallido de hilaridad.

Smiley le miró con interés. Llevabaun cuello duro blanco, muy sucio, conpuntas redondeadas, una corbata rojacon flores, prendida por fuera delchaleco negro, botas militares y un trajenegro reluciente, muy ajado y sinvestigio alguno de raya en lospantalones. Los puños de su camisaestaban negros de sudor, mugre y aceitede motor, y sujetos con clips retorcidosen un nudo.

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Apareció el dueño para atender a losencargos. El desconocido pidió unwhisky doble con vino de jengibre, y selo llevó en seguida a la sala, dondeardía un fuego de carbón. El tabernero lemiró con disgusto.

–Ya está otra vez ese tío asqueroso.No quiere pagar los precios de mesa,pero le gusta el fuego.

–¿Quién es? -preguntó Mendel.–¿Ése? Scarr. Se llama Adam Scarr.

Dios sabe por qué Adam. Habría queverle en el Jardín del Edén.¡Asquerosamente grotesco, eso es!Dicen por aquí que si Eva le diera unamanzana se la comería con corazón y

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todo. -El tabernero se chupó los dientesy movió la cabeza. Luego gritó a Scarr-:Pero sigues valiendo para el negocio,¿eh? ¿Verdad, Adam? Vienen desdemuchas millas a verte, ¿verdad?Monstruo adolescente venido delespacio, eso eres tú. Ven y mira. AdamScarr, una ojeada y firmas el contrato.

Más carcajadas. Mendel se inclinóhacia Smiley.

–Espéreme en el coche. Será mejorque no se meta en esto. ¿Tiene un billetede cinco?

Smiley sacó cinco libras de lacartera, asintió con la cabeza y semarchó. No podía imaginar nada más

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terrible que tratar con Scarr.

–¿Usted es Scarr? -dijo Mendel.– Correcto , amigo.–TRX cero ocho nueve uno. ¿Es su

coche?El señor Scarr frunció el ceño sobre

su whisky con jengibre. La preguntaparecía entristecerle.

–¿Qué? -dijo Mendel.–Era, caballero, era.–¿Qué demonios quiere decir?Scarr levantó un poco la mano

derecha y luego la dejó caersuavemente.

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–Aguas turbias, caballero, aguasmuy turbias.

–Oiga, tengo otras teclas que tocar ymucho más importantes que usted. Nosuelo tener mucha correa, ¿entendido?Me cisco en todo su tinglado. ¿Dóndeestá ese coche?

Scarr pareció estimar en todo suvalor esas palabras.

–Ya veo por dónde va, amigo. Deseainformación.

–Pues claro que sí, ¡nos hafastidiado!

–Estos tiempos son muy duros,caballero. El coste de la vida, amigomío, es como una estrella ascendente. La

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información es un artículo, un artículode comercio, ¿no?

–Dígame quién alquiló ese coche yno se morirá de hambre.

–Ahora no me muero de hambre,amigo. Quiero comer mejor.

–Uno de cinco.Scarr terminó su bebida y dejó el

vaso ruidosamente en la mesa. Mendelse levantó y le invitó a otro.

–Me lo han birlado -dijo Scarr-.Hacía años que lo alquilaba sinconductor. Por el depo.

–¿El qué?–El depósito. Un tipo necesita un

coche para un día. Se le piden veinte

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pavos en billetes como depósito, ¿eh?Cuando vuelve, debe cuarenta chelines,¿me sigue? Se le da un cheque de treintay ocho pavos, se le inscribe en loslibros en la columna de gastos, y laoperación nos vale uno de diez. ¿Digierela cosa?

Mendel asintió.–Bueno, hace tres semanas llegó un

tipo. Alto él, del Norte, con cuartos, esoes. Con bastón. Pagó el depósito, sellevó el coche y no he vuelto a verle a élni al coche. Un robo.

–¿Por qué no lo denunció a lapolicía?

Scarr se detuvo y tomó un sorbo del

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vaso. Miró tristemente a Mendel.–Varios factores hablarían en contra

de ello, caballero.–¿Quiere decir que usted también lo

había robado?Scarr pareció escandalizado.–He oído más tarde rumores

alarmantes sobre la persona de quienconseguí el vehículo. No quiero decirmás -añadió piadosamente.

–Cuando le alquiló el coche, llenólos impresos, ¿no? ¿El seguro, el reciboy todo eso? ¿Dónde están?

–Falso, todo falso. Me dio unadirección en Ealing: fui allá y no existía.No cabe duda de que el nombre era

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también inventado.Mendel enrolló los billetes en el

bolsillo y se los alargó a Scarr porencima de la mesa. Scarr los desenrollóy, sin la menor violencia, los contó a lavista de cualquiera que quisiera mirar.

–Sé dónde encontrarle -dijo Mendel-, y sé unas cuantas cosas sobre usted. Silo que me ha colocado es un petardo, levoy a partir su maldito cuello.

Volvía a llover y Smiley lamentó nohaberse comprado un sombrero. Cruzóla calle, entró por el callejón dondeestaba el establecimiento del señor

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Scarr y se acercó al coche. No habíanadie en la calle, y estaba extrañamentesilenciosa. A doscientos metros másabajo, el Hospital General de Battersea,pequeño y nítido, lanzaba numerososhaces de luz a través de sus ventanas sincortinas. El pavimento estaba muymojado, y el eco de sus propios pasosera tenso e inquietante.

Llegó a la altura del primero de losdos edificios prefabricados quelimitaban el solar de Scarr. Allí habíaun coche aparcado, con los farosencendidos. Curioso, Smiley giróabandonando el callejón y se acercó aél. Era un viejo «MG» salón,

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probablemente verde, o de ese colorpardo que tenían antes de la guerra. Lamatrícula estaba iluminada apenas ycubierta de barro. Se agachó a leerla,siguiendo los signos con el índice: TRX0891. Claro; ése era uno de los númerosque había apuntado aquella mañana.

Oyó unos pasos detrás de él y, seincorporó, volviéndose a medias. Habíaempezado a levantar el brazo cuandocayó de golpe.

Fue un golpe terrible: creyó que elcráneo se le partía en dos. Al caer, pudonotar la sangre caliente corriendolibremente sobre su oreja izquierda.

«¡Otra vez no, Dios mío, otra vez

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no!», pensó Smiley. Pero apenas sintiólo demás. Sólo una visión de su propiocuerpo, muy lejos, rompiéndoselentamente como una roca; agrietado ypartido en fragmentos, y luego nada.Nada más que el calor de su propiasangre al deslizarse por su cara y caersobre las escorias, y a lo lejos, losgolpes de los picapedreros. Pero allí no.Mucho más lejos.

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VII. El relato del señorScarr

Mendel le miró preguntándose siestaría muerto. Vació los bolsillos de supropio abrigo y lo extendió suavementesobre los hombros de Smiley; luegocorrió, corrió como un loco hacia elhospital, empujó con violencia laspuertas oscilantes del ambulatorio ypenetró en el interior del hospital,brillante a todas horas. Estaba deguardia un joven médico de color.Mendel le enseñó su carnet, le gritó, locogió del brazo y trató de llevárselo

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calle abajo. El doctor sonriópacientemente, movió la cabeza ytelefoneó pidiendo una ambulancia.

Mendel echó a correr calle abajo yesperó. Pocos minutos después llegó laambulancia, y unos hombres recogieronhábilmente a Smiley, lo metieron en ellay se lo llevaron.

«Enterradlo -pensó Mendel-. Se loharé pagar a ese canalla.»

Se quedó allí un momento, mirandoestupefacto el húmedo lugar lleno debarro y escorias donde había caídoSmiley; pero el rojo fulgor de las lucestraseras del coche no le descubrió nada.No había esperanza de rastro porque el

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suelo había sido removido por los piesde los de la ambulancia y de unos pocosinquilinos de las casas prefabricadas,que habían llegado y se habían ido comobuitres fantasmas. Había lío. No lesgustaban los líos.

–Canalla -susurró Mendel, y volviólentamente al bar.

El salón se iba llenando. Scarr pedíaotra bebida. Mendel le agarró por elbrazo. Scarr se volvió y dijo:

–Hola, amigo, otra vez de vuelta.Tome un poco de este matarratas.

–Cierre el pico -dijo Mendel-,quiero hablar con usted. Vamos afuera.

–No puede ser, amigo, no puede ser.

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Estoy acompañado.Señaló con la cabeza a una rubia de

unos dieciocho años, con los labiospintados casi de blanco y un pechoimprobable, que estaba sentada inmóvilen una mesa de un rincón. Sus ojospintados tenían una permanenteexpresión de susto.

–Oiga -susurró Mendel-, dentro dedos segundos le voy a arrancar lasorejas, embustero asqueroso.

Scarr confió su vaso al cuidado deltabernero e hizo un mutis lento y digno.No miró a la muchacha.

Entraron en el solar. El «MG»seguía allí. Mendel llevaba a Scarr

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firmemente sujeto del brazo, dispuesto,si era necesario, a retorcerle elantebrazo hacia atrás y romperle odislocarle el hombro.

–Bueno, bueno -exclamó Scarr, conaparente placer-, ha vuelto al seno desus antepasados.

–Robado, ¿eh? -dijo Mendel-.Robado por uno del Norte, alto, conbastón y que vive en Ealing. Muydecente por su parte devolverlo,¿verdad? Un gesto amistoso después detanto tiempo. Se ha formado una malaopinión de su cliente, Scarr. -Mendeltemblaba de cólera-. ¿Y por qué estánencendidas las luces? Abra la puerta.

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Scarr se volvió hacia Mendel en laoscuridad, golpeándose los bolsilloscon la mano libre, en busca de lasllaves. Sacó un llavero con tres o cuatro,las probó y por fin abrió la puerta.Mendel entró y encendió la luz delinterior del techo. Metódicamente,empezó a registrar el interior del coche.Scarr se quedó fuera esperando.

Registró de prisa, pero de modocompleto: el compartimiento de losguantes, los asientos, el suelo, el bordede la ventanilla de atrás: nada. Metió lamano en la bolsa de los mapas de laportezuela y sacó un mapa y un sobre. Elsobre era largo y aplastado, de color

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azul grisáceo, y al tacto parecía como detela. Continental, pensó Mendel. Nohabía nada escrito. Lo abriórompiéndolo. Dentro había cincobilletes usados de cinco libras y un trozode tarjeta postal sin ilustración. Mendello acercó a la luz y leyó el mensajeescrito con bolígrafo:

ACABADO YA. VÉNDALO

No había firma.Salió del coche y agarró a Scarr por

los codos. Scarr se echó atrásrápidamente.

–¿Qué problema tiene, amigo? -

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preguntó.Mendel habló suavemente.–No es un problema mío, Scarr, sino

suyo. El mayor problema que nunca hatenido. Conspiración de asesinos,intento de asesinato, delitos contra la leysobre la seguridad del Estado. Y a esopuede añadir contravención a la ley deTráfico de Carreteras, impago deimpuestos y otras quince acusacionesque se me irán ocurriendo mientras ustedreflexiona sobre su problema en la camade un calabozo.

–Un momento, poli, no nos vayamosal otro lado de la luna. ¿Qué cuento esése? ¿Quién demonios habla de

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asesinato?–Escuche, Scarr, usted es un tipejo,

que anda a remolque de los pecesgordos, ¿no? Bueno, pues ahora usted esel pez gordo. Calculo que le va a costarquince años.

–Oiga, cierre el pico, ¿quiere?–No, no quiero, desgraciado. Le han

pillado entre dos grandes, ya ve, y ustedes el cántaro. Y ¿qué voy a hacer yo?Me voy a reír hasta vomitar, mientrasusted se pudre en la cárcel mirándose elmondongo. Ve el hospital, ¿eh? Ahí hayun tipo muriéndose, asesinado por surubio del Norte. Lo han encontrado hacemedia hora sangrando como un cerdo en

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este solar. Hay otro muerto en Surrey, y,que yo sepa, hay uno en cada condadodel país. Así que ése es su problema,pobre imbécil, no el mío. Otra cosa…Usted es el único que conoce quién esese sujeto, ¿no? A lo mejor querrá darleuna pasada, ¿no?

Scarr dio la vuelta lentamente alcoche.

–Entre, poli -dijo.Mendel se sentó en el asiento del

conductor y abrió desde dentro la otrapuerta. Scarr se sentó a su lado. Noencendieron la luz.

–Por aquí no andan mal misnegocios -dijo Scarr en voz baja- y la

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ganancia es pequeña, pero fija. O, mejordicho, lo era, hasta que llegó ese tío.

–¿Qué tío?–Poco a poco, poli, no me apresure.

Eso fue hace cuatro años. Yo no creía enPapá Noel hasta que le encontré.Holandés, dijo que era; del negocio delos diamantes. No voy a fingir quecreyera que era un tipo decente, porqueusted no se chupa el dedo y yo tampoco.Nunca pregunté lo que hacía y él nuncame lo dijo, pero supuse que eracontrabando. Tenía dinero para dar yvender: se le caía de encima como lashojas en otoño. «Scarr -decía-, usted esun, hombre de negocios. No me gusta la

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publicidad, nunca me ha gustado, yentiendo que somos bichos del mismopelo. Quiero un coche. No paraquedarme con él, sino alquilado.» No lodijo así, por la jerga, pero el sentido eraése. «¿Qué propuesta hace usted? -digoyo-. Venga una propuesta.» «Bueno -dice-, soy muy tímido. Quiero un cochedel que nadie pueda saber nada,suponiendo que tenga un accidente.Cómpreme un coche para mí, Scarr, unbonito coche viejo que tenga algo buenodebajo del capó. Cómprelo a su nombre-dice-, y consérvelo envuelto para mí.Aquí tiene quinientos pavos paraempezar, y veinte al mes por el garaje.

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Y además hay una prima, Scarr, porcada día que me lo lleve. Pero soy muytímido, ya ve, y usted no me conoce.Para eso es el dinero, para que nointente conocerme», dijo. Nuncaolvidaré ese día. Llovía a cántaros, y yoestaba inclinado sobre un viejo taxi quele había sacado a un tío de Wandsworth.Le debía cuarenta pavos a uno de lasapuestas, y los polis estaban nerviososcon un coche que compré usado y habíacamuflado en Clapham.

El señor Scarr tomó aliento y volvióa soltarlo con aire de cómicaresignación.

–Y ahí estaba, por encima de mí,

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como mi conciencia, echándome unalluvia de billetes viejos de una, comoquinielas pasadas.

–¿Qué aspecto tenía? -preguntóMendel.

–Era muy joven. Alto, un tipo guapo.Pero frío…, frío como un asilo. Nuncavolví a verlo después de ese día. Memandaba cartas con matasellos deLondres, a máquina, en papel blanco.Sólo: «Preparado el lunes por lanoche», «Preparado el jueves por lanoche», y así. Lo teníamos tododispuesto. Yo dejaba el coche en elsolar, con el tanque lleno de gasolina ytodo arreglado. Nunca decía cuándo iba

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a volver. Simplemente, entraba hacia lahora de cerrar, o después, y dejaba lasluces encendidas y las puertas cerradas.Metía dos libras en la bolsa de losmapas por cada día que había estadofuera.

–¿Qué pasaba si algo salía mal; si austed se le llevaban de aquí porcualquier causa?

–Teníamos un número de teléfono.Me dijo que llamara y preguntara por unnombre.

–¿Qué nombre?–Me dijo que yo eligiera uno. Elegí

Rubiales . No le hizo mucha gracia, peronos quedamos con él. Primrose cero

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cero nueve ocho.–¿Lo usó alguna vez?–Hace un par de años me fui a dar

una vuelta por Margate, diez días. Penséque sería mejor hacérselo saber. Unachica se puso al teléfono: holandesatambién, por el acento. Dijo queRubiales estaba en Holanda, y que ellatomaría el recado. Pero después de eso,ya no me preocupé.

–¿Por qué no?–Empecé a darme cuenta de algunas

cosas. Venía siempre una vez cadaquince días, el primer y tercer martes decada mes, excepto en enero y febrero.Esta ha sido la primera vez que ha

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venido en enero. Solía devolver elcoche el jueves. Es raro que haya vueltoesta noche. Pero ya no se le verá el pelo,¿verdad?

Scarr tenía en su enorme mano eltrozo de postal que le había dadoMendel.

–¿Faltaba alguna vez? ¿Estaba fueraperiodos largos?

–En invierno venía con menosfrecuencia. En enero nunca, ni enfebrero, como he dicho.

Mendel tenía todavía en la mano lascincuenta libras. Se las echó a Scarr enel regazo.

–No crea que tiene suerte. Yo no

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quisiera estar en su pellejo ni por diezveces esta cantidad. Volveré.

–No quería chivarme -dijo-, pero notengo ganas de verme mezclado en nada,ya ve. No, si la vieja patria va a sufrir,¿eh, caballero?

–Ea, cierre el pico -dijo Mendel.Estaba cansado. Recobró la postal,

salió del coche y se marchó andandohacia el hospital.

No había noticias. Smiley seguíainconsciente. Se había informado a laCriminal. Sería mejor que Mendeldejara su nombre y dirección y se fuera

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a casa. El hospital telefonearía tanpronto como hubiese alguna nuevanoticia. Tras mucho discutir, Mendellogró que la enfermera le diese la llavedel coche de Smiley.

Mitcham, decidió, era un sitioasqueroso para vivir.

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VIII. Reflexiones enuna sala de hospital

Detestaba la cama como quien seahoga detesta el mar. Detestaba lassábanas que le habían aprisionado de talmodo que no podía mover ni pies nimanos.

Y detestaba el cuarto porque le dabamiedo. Junto a la puerta había un carritocon instrumentos, bisturíes, vendas ybotellas, extraños objetos que, envueltosen lienzo blanco como para el Viático,llevaban consigo el terror de lodesconocido. Había tarros, unos altos,

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medio cubiertos con servilletas,erguidos como águilas blancas queesperasen desgarrarle las entrañas, otrospequeños, de cristal, con tubos de gomadentro, enroscados como serpientes. Lodetestaba todo, y tenía miedo. Tuvocalor, y el sudor le inundó; tuvo frío, yel sudor le aprisionó, serpenteando porsus costillas como sangre fría. Noche ydía alternaron en él sin que Smiley losreconociera. Luchaba en una batallainexorable contra el sueño, pues cuandocerraba los ojos, éstos parecían volverhacia dentro el caos de su cerebro, ycuando algunas veces, a fuerza de peso,sus párpados se juntaban, reunía toda su

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energía para separarlos a la fuerza yvolver a mirar fijamente la luz pálidaque oscilaba no se sabía dónde, en loalto.

Luego llegó un bendito día en quealguien debió descorrer las cortinas ydejar entrar la luz gris del invierno. Oyóel ruido del tráfico fuera, y supo por finque iba a vivir.

Así, el problema de la muerte volvióa ser, una vez más, algo académico, unadeuda que aplazaría hasta que fuera ricoy pudiera pagarla a su gusto. Era unasensación de lujo, casi de pureza. Sumente estaba prodigiosamente lúcida,destacándose, como Prometeo, sobre

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todo su mundo. ¿Dónde había oído esto:«La mente llega a escindirse del cuerpo;reina sobre un reino de papel…»? Leaburría la luz que tenía encima, ydeseaba que hubiera algo más que mirar.Le aburrían las uvas, el olor de la miel ylas flores, los bombones. Quería libros,revistas literarias. ¿Cómo no se iba aquedar atrasado en sus lecturas si no ledaban libros? En realidad, se habíainvestigado muy poco sobre el períodoque le interesaba, eran muy pocas lascríticas constructivas sobre el siglo xvii.

Tres semanas después permitieron aMendel que lo viera. Entró con unsombrero nuevo y un libro sobre las

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abejas. Dejó el sombrero a los pies dela cama y el libro en la mesilla. Sonreía.

–Le he comprado un libro -dijo-sobre las abejas. Son unos insectos muylistos. Quizá le interese.

Se había sentado en el borde de lacama.

–Tengo un sombrero nuevo.Elegante, de veras. Celebro mi retiro.

–¡Ah, sí! Se me había olvidado.También usted está en conserva.

Los dos rieron, y volvieron a quedaren silencio.

Smiley parpadeó.–Me temo que no le veo muy claro

en este momento. No me dejan usar mis

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viejas gafas. Me van a proporcionarotras nuevas. -Hizo una pausa-. No sabequién me hizo esto, ¿verdad?

–Quizá. Depende. Creo que tengouna pista. No sé bastante, eso es lomalo. Me refiero a su trabajo. ¿Le dicealgo la Misión Siderúrgica de laAlemania Oriental?

–Sí, creo que sí. Vinieron aquí hacecuatro años a intentar meter un pie en laCámara de Comercio.

Mendel le informó de sus tratos conel señor Scarr.

–…Dijo que era holandés. El únicomodo que tenía Scarr de entrar encontacto con él era llamando a un

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número en Primrose. Busqué elabonado: la Misión Siderúrgica de laAlemania Oriental, en Belsize Park.Envié a un tipo a olfatear por ahí.Habían desaparecido. Nada en absoluto,ni muebles, ni nada. Sólo el teléfono, ylo habían arrancado de la conexión.

–¿Cuándo se marcharon?–El tres de enero. El mismo día que

mataron a Fennan.Miró enigmáticamente a Smiley.

Smiley reflexionó un minuto y dijo:–Busque a Peter Guillam en el

Ministerio de Defensa, y tráigale aquímañana; aunque sea agarrado por elcuello.

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Mendel cogió el sombrero y sedirigió a la puerta.

–Adiós -dijo Smiley-, gracias por ellibro.

–Hasta mañana -dijo Mendel, y sefue.

Smiley volvió a recostarse en lacama. Le dolía la cabeza. Maldita sea,pensó, no le he dado las gracias por lamiel. Y la ha comprado cara en«Fortnums».

¿Por qué la llamada telefónica depor la mañana? Eso era lo que leintrigaba más que cualquier otra cosa.

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Era una idiotez, sin duda, suponíaSmiley, pero de todas las cosasinexplicables del caso, eso era lo quemás le preocupaba.

La explicación de Elsa Fennan habíasido muy estúpida, evidentementeinverosímil. Ann, sí; ella hubiese puestopatas arriba a la Central de Teléfonos, sise le hubiera antojado, pero, ElsaFennan, no. En aquella carita alerta einteligente, en su aire de totalindependencia no había nada queapoyase la ridícula pretensión de seraturdida. Podía haber dicho que laCentral se había equivocado, que no erapara ese día, cualquier cosa, Fennan, sí;

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ése sí que era distraído. Esa era una delas extrañas contradicciones de sucarácter, que salió a la luz en lasinvestigaciones efectuadas antes de laentrevista. Voraz lector de novelas delOeste y apasionado jugador de ajedrez,músico y filósofo a ratos libres, erahombre de pensamiento profundo, perodistraído. Una vez hubo un lío terribleporque se había llevado unosdocumentos secretos del Foreign Office,y resultó que se los había metido en lacartera con el Times y el periódico de latarde, antes de volver a su casa enWalliston.

¿Acaso Elsa, en su pánico, había

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tomado sobre sí el propósito de protegera su marido? ¿O el motivo de sumarido? ¿Habría pedido Fennan lallamada para acordarse de algo, y Elsahabría tomado prestado el motivo?Entonces, ¿qué necesitaría Fennan que lerecordaran… y qué se esforzaba enocultar su mujer con tanto empeño?

Samuel Fennan. El mundo nuevo y elviejo se reunían en él. El eterno judío,culto, cosmopolita, con decisión propia,diligente y sensible; para Smiley,enormemente atractivo. Hijo de su siglo;perseguido, como Elsa, y expulsado desu Alemania adoptiva a la Universidadinglesa. A pura fuerza de capacidad,

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había apartado a un lado las desventajasy los prejuicios, para acabar entrandopor fin en el Foreign Office. Fue unlogro notable, debido solamente a subrillante personalidad. Y si era un pocovanidoso, un poco reacio a inclinarse alas decisiones de mentes más pedestresque la suya, ¿quién podía censurarlo?Hubo cierto alboroto cuando Fennan sedeclaró a favor de una Alemaniadividida, pero eso lo hizo saltar todo: sele trasladó a un despacho de asuntosasiáticos, y se olvidó la cuestión. En lodemás, había sido generoso hasta elexceso, y favorito tanto en Whitehallcomo en Surrey, donde todos los fines

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de semana dedicaba varias horas aobras de beneficencia. Su gran aficiónera esquiar. Todos los años tomaba susvacaciones de una sola vez y pasabaseis semanas en Suiza y Austria. AAlemania sólo había ido -lo recordabaSmiley- una sola vez, con su mujer,hacía unos cuatro años.

Fue bastante normal que Fennan seuniera a la izquierda en Oxford. Era elgran período de luna de miel delcomunismo con la Universidad, y lascausas defendidas, bien lo sabe Dios,estaban muy cerca del corazón deFennan. El crecimiento del fascismo enAlemania e Italia, la invasión japonesa

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de Manchuria, la crisis de América, y,sobre todo, la ola de antisemitismo quebarría Europa: era inevitable queFennan buscara un escape a su cólera ysu indignación. Además, el partido eraentonces respetable: el fracaso delpartido laborista y del Gobierno decoalición había convencido a muchosintelectuales de que sólo los comunistaspodían ofrecer una alternativa eficaz alcapitalismo, y al fascismo. Estabaentonces candente aquella excitación, unaire de conspiración y camaradería quedebió atraer a la vehemencia delcarácter de Fennan y darle consuelo ensu soledad. Se hablaba de ir a España.

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Algunos, en efecto, habían ido, comoCornford, de Cambridge, para no volverjamás.

Smiley podía imaginarse a Fennanen aquellos días, inflamado y grave,aportando a sus compañeros laexperiencia del sufrimiento real,veterano entre novatos. Habían muertosus padres: su padre fue un banqueroque tuvo la previsión de abrir unacuentecita en Suiza. No había mucho enella, pero bastó para permitirle pasarpor Oxford y protegerle del frío vientode la miseria.

Smiley recordaba muy bien esaentrevista con Fennan; una entre tantas,

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pero diferente. Diferente a causa dellenguaje. Fennan era muy elocuente, muyrápido, muy seguro.

–El mejor día -había dicho- fuecuando llegaron los mineros. Venían delRhondda, ya sabe, y a los camaradas lespareció que el Espíritu de la Libertadbajaba con ellos desde las montañas.Era una marcha de hambrientos. Algrupo no pareció ocurrírsele jamás quelos de la marcha pudieran tener hambrerealmente, pero a mi se me ocurrió.Alquilamos un camión y las chicasprepararon toneladas de carne estofada.Un carnicero comprensivo nosproporcionó la carne barata en el

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mercado. Con el camión salimos a suencuentro. Se comieron el estofado ysiguieron adelante. En realidad, no lescaímos simpáticos, ya ve, no se fiabande nosotros. -Se rió-. Eran tanpequeños- Eso es lo que mejorrecuerdo…, pequeños y oscuros, comoduendes. Esperábamos que cantasen, ycantaron. Pero no para nosotros; sólopara ellos. Esa fue la primera vez queconocía unos galeses. Creo que esto mehizo comprender mejor mi propia raza…Soy judío, ya sabe.

Smiley había asentido.–Cuando se marcharon los galeses

no supieron qué hacer. ¿Qué va a hacer

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uno cuando un sueño se ha vuelto real?Entonces se dieron cuenta de por qué alpartido no le importaban mucho losintelectuales. Creo que se sintieron pocacosa, y avergonzados, sobre todo.Avergonzados de sus camas y suscuartos, de sus panzas llenas y susagudos ensayos. Avergonzados de supropio talento y de su sentido del humor.Siempre hablaban de cómo Keir Hardiehabía aprendido taquigrafía él solo conun trozo de tiza en la pared de carbón,ya ve. Estaban avergonzados de tenerlápices y papel. Pero no sirve para nadatirarlos, ¿verdad? Eso es lo que acabépor aprender. Supongo que por eso dejé

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el partido.Smiley quería preguntarle qué

impresiones había tenido el propioFennan, pero Fennan continuabahablando. No compartió nada con ellos:había llegado a comprenderlo bien. Noeran hombres, sino niños que soñabancon las hogueras de la libertad, lamúsica de los gitanos y con un solomundo del mañana; que cabalgaban encaballos blancos para cruzar el golfo deVizcaya, o, con placer infantil,compraban cerveza para invitar a unosgaleses muertos de hambre; niños que notenían fuerza para resistir el sol deOriente, y, obedientemente, volvían

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hacia él sus cabezas despeinadas. Sequerían mucho unos a otros y creíanquerer a la humanidad; se peleaban unoscon otros y creían pelear contra elmundo.

Pronto le parecieron cómicos yconmovedores. Le hubiese dado lomismo que hicieran calcetines de puntopara los soldados. La desproporciónentre el sueño y la realidad le indujo aun examen cercano de ambas cosas:dedicó toda su energía a estudios defilosofía y de historia, y, con sorpresasuya, halló consuelo y paz en la purezaintelectual del marxismo. Saboreó suinexorabilidad intelectual, se excitó con

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su falta de miedo, con su teóricainversión de los valores tradicionales.Al fin, fue eso, y no el partido, lo que ledio fuerzas en su soledad: una filosofíaque exigía sacrificio total a una fórmulainexpugnable, que le humillaba einspiraba; y cuando, por fin, encontróéxito, prosperidad y aceptación social,volvió la espalda tristemente a un tesoroque se le había quedado pequeño y quetenía que dejar en Oxford con los díasde su juventud.

Así era cómo lo había descritoFennan y cómo lo entendió Smiley.Tenía poco que ver con el relato de ira yresentimiento que Smiley había llegado

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a esperar de tales entrevistas, pero(quizá a causa de eso) parecía másauténtico. Había otra cosa en esaentrevista: la convicción de Smiley deque Fennan había dejado algoimportante por decir.

¿Había alguna relación directa entreel incidente en Bywater Street y lamuerte de Fennan? Smiley se reprochabapor haberse dejado llevar por suimaginación. Vistas las cosas enperspectiva, no había sino la sucesiónde los acontecimientos, nada quesugiriese que Fennan y Smiley formabanparte de un solo problema.

La sucesión de los acontecimientos,

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es verdad, pero también el peso de laintuición de Smiley, su experiencia ocomo quiera llamarse: ese sexto sentidoque le había hecho tocar el timbre y nousar la llave; ese sentido, que, sinembargo, no le previno de que había unasesino en la noche, acechando con untrozo de tubería de plomo.

La entrevista no había tenido nadade solemne, eso era cierto. El paseo porel parque le recordó más Oxford queWhitehall. El paseo por el parque, elcafé en Millbank… Sí, también hubo unadiferencia de procedimiento, pero ¿quéhabía representado? Un funcionario delForeign Office paseando por el parque,

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hablando seriamente con un hombrecilloanónimo… ¡A no ser que el hombrecillono fuera anónimo!

Smiley cogió un libro de bolsillo yempezó a escribir con lápiz en unaguarda:

«Supongamos lo que no está enabsoluto demostrado: que el asesinatode Fennan y el intento de asesinato deSmiley están en relación. ¿Quécircunstancias vinculaban a Smiley conFennan antes de la muerte de éste?

»1.º Antes de la entrevistadel lunes 2 de enero, yo nuncahabía visto a Fennan. Leí su

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expediente en el Departamento, ehice algunas averiguacionespreliminares.

»2.° El 2 de enero fui solo alForeign Office, en taxi. ElForeign Office concertó laentrevista, pero, lo repito, nosabía por adelantado quién lacelebraría. Por tanto, Fennan notenía conocimiento previo de miidentidad, ni nadie más, fuera delDepartamento.

»3.º La entrevista se dividióen dos partes: la primera en elForeign Office, cuando la gentepasaba errando a través del

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despacho sin fijarse en nosotros,y la segunda fuera, cuandocualquiera podía vernos.»

¿Qué se deducía? Nada, a no ser…Sí, ésa era la única conclusión

posible. A no ser que alguien que lesviera juntos reconociera no sólo aFennan, sino también a Smiley, y leinquietara violentamente verle juntos.

¿Por qué? ¿En qué resultabapeligroso Smiley? De repente sus ojosse abrieron mucho. Desde luego…, enuna sola cosa, de un solo modo…, comoagente de los servicios de seguridad.

Dejó el lápiz.

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Entonces, el que mató a Sam Fennan,tenía empeño en que no hablara con unfuncionario de los servicios deseguridad. Alguien del Foreign Office,quizá. Pero, esencialmente, alguien quetambién conocía a Smiley. ¿Alguien queFennan hubiera conocido comocomunista en Oxford, alguien quetemiera ser descubierto, que pensara queFennan iba a hablar, que acaso ya habíahablado? Y si ya había hablado,entonces, desde luego, había que matar aSmiley; matarlo en seguida antes de quepudiera presentar su informe.

Esto explicaría el asesinato deFennan y el ataque contra Smiley. Tenía

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sentido, pero no mucho. Habíaconstruido un castillo de naipes hastadonde llegase, y todavía tenía cartas enla mano. ¿Y Elsa, sus mentiras, sucomplicidad, su miedo? ¿Y el coche y lallamada de las ocho y media? ¿Y lacarta anónima? Si el asesino estabaasustado de que hubiera contactos entreSmiley y Fennan, difícilmente llamaríala atención hacia Fennan denunciándolo.¿Entonces, quién? ¿Quién?

Se recostó y cerró los ojos. Otra vezsentía dolorosos latidos en la cabeza.Quizá Peter Guillam podría ayudarle.Era la única esperanza. Le daba vueltasla cabeza. Le dolía terriblemente.

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IX. Puesta en limpio

Mendel, con una amplia sonrisa,hizo entrar a Peter Guillam en el cuarto.

–Le pesqué -dijo.La conversación fue difícil: tensa, al

menos, por parte de Guillam, debido alrecuerdo de la repentina dimisión deSmiley y la incongruencia de encontrarleen la habitación de un hospital. Smileyvestía una chaqueta de pijama azul; supelo, híspido y desordenado, se salíapor encima de las vendas, y todavía enla sien izquierda tenía huellas de unafuerte contusión.

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Después de una pausa muyembarazosa, Smiley dijo:

–Mira, Peter, Mendel te habrá dicholo que me ha pasado. Tú eres el experto;¿qué se sabe de la Misión Siderúrgicade la Alemania oriental?

–Limpia como el agua cristalina,muchacho, salvo su marcha repentina.Sólo había tres hombres y un perro en elasunto. Se habían metido en Hampstead,no sé dónde… Cuando llegaron, nadiesabía por qué estaban aquí, pero enestos cuatro años han hecho un trabajodecente.

–¿Cuáles fueron sus actividades?–Dios lo sabrá. Creo que al llegar

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creyeron que iban a persuadir alMinisterio de Comercio para quelevantara los embargos de aceroenviado a Europa, pero les recibieroncon frialdad. Luego se dedicaron amateriales consulares, sobre todo,máquinas-herramienta, productosmanufacturados, intercambio deinformación industrial y técnica, y esascosas. Nada que ver con lo que vinierona hacer, pero bastante más aceptable,según tengo entendido.

–¿Quiénes eran?–Bueno, un par de técnicos…

Professor Doktor no sé cuántos, yDoktor no sé qué…, un par de chicas y

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un empleado para todo.–¿Quién era ese empleado?–No sé. Algún joven diplomático,

para limar asperezas. Los tenemosfichados en el Departamento. Supongoque puedo enviarte los detalles.

–Si no te importa.–No, claro que no.Hubo otra pausa difícil. Smiley dijo:–Me vendría muy bien hacerme con

unas fotografías, Peter. ¿Podrías arreglareso?

–Sí, sí, claro. -Guillam apartó lavista de Smiley, un poco turbado-. Enrealidad no sabemos mucho de losalemanes orientales, ya sabes.

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Obtenemos cabos sueltos acá y allá,pero en conjunto son una especie demisterio. Si actúan, no lo hacen bajo lacobertura comercial o diplomática: poreso, si no te equivocas sobre lo de esetipo, es muy raro que proceda de laMisión Siderúrgica.

–¡Ah! -dijo Smiley, abrumado.–¿Cómo actúan? -preguntó Mendel.–Es difícil generalizar a partir de los

poquísimos casos aislados queconocemos. Mi impresión es quemanejan a sus agentes directamentedesde Alemania, sin contacto entre elcontrolador y el agente de la zona deoperaciones.

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–Pero eso debe limitarlesterriblemente -exclamó Smiley-. A lomejor tendrán que esperar meses hastaque el agente pueda viajar a un lugar deencuentro fuera del país. Quizá no tengala cobertura necesaria para hacer nisiquiera el viaje.

–Bueno, evidentemente eso le limita,pero sus objetivos parecen serinsignificantes. Prefieren manejar gentede otras nacionalidades, suecos,polacos, exilados, o lo que sea, enmisiones a corto plazo, en las que noimportan las limitaciones de su técnica.En casos excepcionales, cuando tienenun agente residente en el país fijado,

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actúan con un sistema de «correo», quecorresponde al patrón soviético.

Smiley escuchaba atentamente.–En realidad -siguió Guillam-, los

americanos interceptaron hace poco un«correo», gracias al cual hemosaprendido lo poco que sabemos sobre latécnica de la República DemocráticaAlemana.

–¿Por ejemplo?–Bueno, nunca esperan en una cita,

nunca se reúnen en la hora indicada,sino veinte minutos antes; señales dereconocimiento: todos esosacostumbrados trucos de conjurador quedan lustre a la información de poca

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monta. También enredan con losnombres. Un «correo» a lo mejor tieneque entrar en contacto con tres o cuatroagentes: mientras que con controladorpuede manejar hasta quince. Nunca seinventan ellos mismos nombres decobertura.

–¿Qué quieres decir? Seguro quetienen que hacerlo.

–Hacen que el agente se los invente.El agente elige un nombre, cualquiernombre que le parezca bien, y elcontrolador lo adopta. Un trucorealmente…

Y se interrumpió, mirandosorprendido a Mendel. Este se había

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puesto en pie de un salto.

Guillam se arrellanó en su asiento yse preguntó si estaría permitido fumar.De mala gana, decidió que no lo estaría.Le habría venido bien un cigarrillo.

–¿Bueno? -dijo Smiley.Mendel había contado a Guillam su

entrevista con el señor Scarr.–Encaja -dijo Guillam-.

Evidentemente, en caja con lo quesabemos. Pero, por otra parte, nosabemos mucho de todo eso. Si Rubialesera un «correo», es excepcional (almenos según mi experiencia) que usara

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una delegación comercial como puestode mando.

–Dijo usted que la misión llevabaaquí cuatro años -intervino Mendel-.Rubiales se entrevistó con Scarr porprimera vez hace cuatro años.

Nadie habló durante un momento.Luego, dijo Smiley gravemente:

–Peter, es posible, ¿no? Quierodecir que, en ciertas condiciones deactuación, podrían necesitar tener aquíuna estación además de «correos».

–Bueno, desde luego; si seproponían algo realmente grande, podríaser.

–¿Quieres decir, que si tenían en

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juego un agente residente en un puestoelevado?

–Sí, más o menos.–Y suponiendo que tuvieran un

agente así, un Mac Lean o un Fuch, ¿esposible que establecieran aquí unaestación bajo cobertura comercial sinmás función que echarle una mano alagente?

–Sí, es posible. Pero es una jugadade peso, George. Lo que sugieres es queel agente está manejado desde elexterior, asistido por un «correo», y el«correo» asistido por la misión, quetambién es el ángel de la guardapersonal del agente. Tendría que ser un

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buen agente.–No, no sugiero eso precisamente…,

sino algo parecido. Y acepto lo de queel sistema requiere un agente de altonivel. No olvides que sólo tenemos lapalabra de Rubiales en cuanto a queviniera del extranjero.

Mendel intervino:–Ese agente ¿estaría directamente en

contacto con la misión?–No por Dios -dijo Guillam-.

Probablemente tenía un método deemergencia para entrar en contacto conellos: una señal telefónica o algoparecido.

–¿Cómo funciona eso? -preguntó

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Mendel.–Depende. Podría ser por el sistema

del número equivocado. Uno llama alnúmero en cuestión desde una cabina ypregunta por George Brown. Le dicenque George Brown no vive allí, demodo que uno pide perdón y cuelga. Lahora y el lugar de la cita estánconvenidos previamente; el nombre porel que uno pregunta indica que el asuntoes urgente. Alguien acudirá a la cita.

–¿Qué más podría hacer la misión? -preguntó Smiley.

–Es difícil decirlo. Pagarle,probablemente. Establecer un lugar pararecoger los informes. El controlador

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efectuaría todos esos arreglos para elagente, desde luego, y a través del«correo» le diría cuál es su parte.Trabajan mucho con el sistemasoviético, como te dije. Hasta losdetalles más insignificantes estándispuestos por el controlador. A la genteen acción le dejan muy pocaindependencia.

Hubo otro silencio. Smiley miró aGuillam y luego a Mendel, despuésparpadeó y dijo:

– Rubiales no iba a ver a Scarr enenero y febrero, ¿no?

–Eso es -dijo Mendel-, éste ha sidoel primer año.

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–Fennan iba siempre a esquiar enenero y febrero. En cuatro años, ésta hasido la primera vez que se lo perdió.

–No sé -dijo Smiley- si debería ir, aver otra vez a Maston.

Guillam se desperezóvoluptuosamente y sonrió:

Siempre puedes probar. Leemocionará saber que te han partido lacabeza. Tengo la íntima convicción deque creerá que eso de Battersea estájunto al mar, pero no te preocupes. Dileque fuiste atacado mientras andabas porel terreno particular de alguien…

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Comprenderá. Háblale también de tuatacante, George. No le has visto nunca,acuérdate, y no sabes cómo se llama,pero es un «correo» del Servicio deEspionaje de Alemania Oriental. Mastonte respaldará. Siempre lo hace. Sobretodo, cuando tiene que informar alministro.

Smiley miró a Guillam y no dijonada.

–Después de tu golpe en la cabeza -añadió Guillam-, comprenderá.

–Pero, Peter…–Ya lo sé, George, ya lo sé.–Bueno, déjame decirte otra cosa.

Rubiales iba a buscar su coche el primer

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martes de cada mes.–Y ¿qué?–Ésas eran las noches en que Elsa

Fennan iba al teatro Weybridge. Dijoque Fennan trabajaba hasta muy tardelos martes.

Guillam se puso de pie.–Déjame hurgar por ahí, George.

Adiós, Mendel. Probablemente estanoche te llamaré por teléfono. De todosmodos, no veo qué podemos hacerahora, pero sería estupendo saber algo,¿no? -Llegó a la puerta-. A propósito,¿dónde están las pertenencias deFennan? ¿La cartera, la agenda y todoeso? ¿Las cosas que encontraron en el

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cadáver?–Probablemente están todavía en la

Comisaría -dijo Mendel-. Estarán allíhasta que termine la investigación.

Guillam se quedó mirando unmomento a Smiley, sin saber qué decir.

–¿Quieres algo, George?–No, gracias… Bueno, sí, hay una

cosa.–¿Qué?–¿Podrías quitarme de encima a la

Criminal? Me han visitado ya tres veces,y, desde luego, no han llegado a ningunaparte. ¿Podrías hacer que, por ahora,esto quedara como asunto delIntelligence Service? ¿Podrías ser

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misterioso y persuasivo?–Sí, creo que sí.–Sé que es difícil, Peter, porque no

soy…–¡Ah, otra cosa! Sólo para animarte.

Mandé hacer esa comparación entre lacarta de suicidio de Fennan y la cartaanónima. Las hicieron diferentespersonas en la misma máquina.Diferentes presiones y espaciados, peroel mismo tipo. Hasta la vista, muchacho.Ataca las uvas.

Guillam cerró la puerta al salir.Oyeron sus pasos resonando por eldesierto pasillo.

Mendel lió un cigarrillo.

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–¡Dios mío! -dijo Smiley, ¿no letiene miedo a nada? ¿No ha visto a laenfermera que hay aquí?

–No se puede morir más que una vez-dijo, metiendo el cigarrillo entre susdelgados labios.

Smiley le miró mientras lo encendía.Sacó el encendedor, le quitó la tapa ehizo dar vueltas a la rueda con su suciopulgar, protegió rápidamente la llamacon la mano y la acercó cuidadosamenteal cigarrillo. Igual podría haber estadosoplando un huracán.

–Bueno, usted es el experto encrímenes -dijo Smiley-. ¿Cómo nos lasarreglamos?

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–Confuso -dijo Mendel-. Sucio.–¿Por qué?–Hay cabos sueltos por todas partes.

No es trabajo de policía. No se hacomprobado nada. Es como el álgebra.

–¿Qué tiene que ver el álgebra coneso?

–Primero hay que demostrar lo quese puede demostrar. Encontrar lasconstantes. ¿Fue ella realmente alteatro? ¿Estaba sola? ¿La oyeron volverlos vecinos? Si es así, ¿a qué hora? ¿Deveras Fennan volvía tarde los martes?¿Su mujer iba siempre al teatro cadaquincena, como dijo?

–Y a la llamada de las ocho y media,

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¿puede encontrarle una explicación?–Tiene esa llamada metida en la

cabeza, ¿verdad?–Sí. De todos los cabos sueltos, ése

es el más suelto. Por más que le doyvueltas, ya ve, no le encuentroexplicación. He repasado su horario detrenes. Era hombre puntual: muchasveces llegaba al Foreign Office antesque nadie, y abría su propio armario.Tenía que tomar el de las ocho cincuentay cuatro, el de las nueve y ocho minutos,o, todo lo más, el de las nueve catorce.El de las ocho y cincuenta y cuatrollegaba a las nueve y treinta y ocho. Legustaba estar en su despacho a las diez

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menos cuarto. No es posible quequisiera que le despertaran a las ocho ymedia.

–Quizá le gustara oír el timbre delteléfono dijo Mendel, levantándose.

–Y las cartas -continuó Smiley-.Diferentes mecanógrafos, pero la mismamáquina. Aparte del asesino, sólo dospersonas tenían acceso a esa máquina:Fennan y su mujer. Si aceptamos queFennan escribió la carta de suicidio (yciertamente la firmó) hemos de aceptarque fue Elsa quien escribió la denuncia.¿Por qué lo hizo?

Smiley estaba agotado: le alivió quese marchara Mendel.

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–Me largo. Intentaré encontrar lasconstantes.

–Necesitará dinero -dijo Smiley, yle ofreció dinero de su cartera, queestaba junto a la cama.

Mendel lo cogió sin ceremonias y semarchó.

Smiley se recostó. La cabeza le latíalocamente, abrasadora. Pensó en llamara la enfermera, y la cobardía se loimpidió. Poco a poco, cesaron loslatidos. Oyó la campanilla de unaambulancia que doblaba desde Prince ofWalles Drive para entrar en el hospital.

–Quizá le gustara oír el timbre -murmuró, y se quedó dormido.

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Le despertó el ruido de unadiscusión en el pasillo. Oyó que laenfermera levantaba la voz protestando;oyó pasos, y la voz de Mendel,llevándole la contraria con apremio. Seabrió la puerta de repente, y alguienencendió la luz. Él parpadeó y seincorporó, mirando el reloj. Eran lasseis menos cuarto. Mendel le hablabacasi a gritos. ¿Qué trataba de decir?Algo sobre el puente de Battersea…, lapolicía del río…, ausente desde ayer…

Se despertó del todo. Adam Scarrhabía muerto.

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X. El relato de ladoncella

Mendel conducía muy bien, con unaespecie de pedantería de maestra deescuela que a Smiley le habría parecidocómica. La carretera de Weybridge,como de costumbre, estaba atestada detráfico. Dadle a un hombre un coche, yse dejará la humildad y el sentido comúnen el garaje. No importaba quién fuera:él había visto obispos revestidos depúrpura lanzados a setenta millas porhora en una zona edificada,enloqueciendo del susto a los peatones.

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Le gustaba el coche de Smiley. Legustaba el modo cuidadoso con quehabía sido conservado, los accesoriossensatos, los espejos en el guardabarrosy la luz para la marcha atrás. Era uncochecito muy decente.

Le gustaba la gente que cuida de lascosas, que acaba lo que empieza. Legustaban la exactitud y la precisión. Sinsaltarse nada. Como ese asesino. ¿Quéhabía dicho Scarr?: «Joven, fíjese, perofrío, frío como un asilo.» Conocía esamirada, y Scarr también la habíaconocido: la mirada de negaciónabsoluta que hay en los ojos de un jovenhomicida. No es la mirada de un animal

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salvaje, no es el salvajismo con muecasdel maniático, sino la mirada que surgede la suprema eficacia, probada yexaminada. Era una actitud que superabasu experiencia de la guerra. Observar lamuerte en la guerra acaba por embotarlos sentidos; pero más allá de eso,mucho más allá, está la convicción desuperioridad en el corazón del homicidaprofesional. Sí, Mendel lo había vistoalguna vez: el que se apartaba de lapandilla, con ojos pálidos y sinexpresión, el que interesa a lasmuchachas y de quien hablan sin sonreír.Sí, ése era bien frío.

La muerte de Scarr había asustado a

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Mendel. Hizo prometer a Smiley que novolvería a Bywater Street cuandosaliera del hospital. Por otra parte, conun poco de suerte, pensarán que estámuerto. La muerte de Scarr demostrabauna cosa, desde luego: el asesino seguíaen Inglaterra, preocupado aún por dejaren orden las cosas.

–Cuando me levante -había dichoSmiley la noche anterior-, tenemos quesacarle otra vez de su agujero: ponerleratoneras con pedazos de queso.

Mendel sabía quién iba a ser elqueso: Smiley. Desde luego, si teníanrazón en cuanto al motivo, habríatambién otro queso: la mujer de Fennan.

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«En realidad -pensó Mendelsombríamente no dice mucho a su favorel que no la hayan asesinado.» Se sintióavergonzado de sí mismo y dirigió sumente hacia otras cosas; por ejemplo, denuevo a Smiley.

Extraño miserable, el tal Smiley. AMendel le recordaba un chico gordo conquien jugaba al fútbol en la escuela. Noera capaz de correr, no sabía chutar,ciego como un topo, pero jugaba comoun demonio, y no se contentaba hastaquedar destrozado. También boxeaba.No se cubría, balanceando los brazos, yse dejaba matar casi, antes de que elárbitro interviniese. Tío listo, también.

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Mendel se detuvo en un café situadojunto a la carretera, a tomar té y unbrioche, y luego siguió hasta Weybridge.El «Repertory Theatre» estaba en unacalle de dirección única que salía aHigh Street y donde era imposibleaparcar. Por fin, dejó el coche en laestación del ferrocarril y volvió a pie ala ciudad.

Las puertas de la entrada principaldel teatro estaban cerradas. Mendel diola vuelta hasta uno de los lados deledificio, bajo un arco de ladrillo.

Un palo mantenía entreabierta unapuerta verde. Dentro tenía barras paraempujarla y las palabras: «Puerta del

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escenario» garabateadas con tiza. Nohabía timbre: un ligero olor de café salíadesde el oscuro pasillo pintado de colorverde oscuro. Mendel entró por lapuerta y bajó por el pasillo, en cuyoextremo encontró una escalera de piedracon una barandilla de metal que subía aotra puerta verde. El olor de café se hizomás intenso, y oyó ruido de voces.

–¡Ah, asqueroso, querido, al cuerno!Si los buitres culturales delbienaventurado Surrey quieren otros tresmeses del Barrie en el cartel, hay quedárselo, digo yo. Si no es Barrie, seráUn cuco en el nido tres años en cartel,y, para mí, Barrie gana por media

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cabeza… -decía una voz femenina demedia edad.

Una quejumbrosa voz masculinareplicaba:

–Bueno, Ludo siempre puede hacerPeter Pan, ¿no es verdad, Ludo?

–Bribona, bribona -decía otra voztambién masculina, y Mendel abrió lapuerta.

Se encontró entre bastidores. A suizquierda había un trozo de cartón durocon una docena de interruptores,montado sobre un panel de madera. Unaabsurda butaca rococó, con dorados ybordados, estaba al pie del cartón, parael apuntador y factótum.

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En medio de la escena había doshombres y una mujer sentados en unosbarriles, fumando y tomando café. Ladecoración representaba la cubierta deun barco. Un mástil con jarcias yescalerillas ocupaba el centro delescenario, y un gran cañón de cartónapuntaba desconsoladamente hacia unfondo de mar y cielo.

La conversación se detuvobruscamente cuando Mendel apareció enescena. Alguien murmuró:

–Querida mía, el fantasma en elbanquete -y todos le miraron con risitas.

La mujer fue la primera en hablar: -¿Busca a alguien, muchacho?

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–Perdonen que les moleste. Queríahacerme socio del teatro. Inscribirme enel club.

–¡Ah, bueno, sí, claro! ¡Quésimpático! -dijo, poniéndose en pie yyendo hacia él-, qué simpático.

Le cogió la mano izquierda entre lasdos suyas y se la apretó, echándosehacia atrás al mismo tiempo yextendiendo los brazos a todo lo largo.Era su ademán de señora del castillo:Lady Macbeth recibe a Duncan. Echó lacabeza a un lado y sonrió como unaniña, y luego, sin soltarle de la mano, lellevó al otro lado a través de la escena.Una puerta daba a un diminuto despacho

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lleno de programas y viejos carteles,maquillaje para la cara, pelucas yprendas chillonas de indumentarianáutica.

–¿Ha visto este año nuestrasensación? La isla del tesoro . Un éxitoverdaderamente satisfactorio. Y conmucho más contenido social , ¿no cree?,que todos esos cuentos vulgares paraniños.

Mendel dijo:–¡Ah, claro que sí! -sin tener la

menor idea de a qué se refería, ymientras tanto, sus ojos fueron a dar conun montón de facturas reunidas conbastante orden y sujetas con una gran

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pinza.La de encima estaba extendida a

nombre de la señora Ludo Oriel, y teníacuatro meses de retraso.

Ella le miraba agudamente a travésde las gafas. Era baja y morena, conarrugas en el cuello y mucho maquillaje.Las arrugas de debajo de los ojosestaban llenas de pomada, pero el efectono había durado. Llevaba pantalones yun ancho jersey generosamentesalpicado de pintura al temple. Fumabasin cesar. Tenía una boca muy larga, y,al sostener el cigarrillo en la mitad, enlínea recta bajo la nariz, sus labiosformaban una curva exageradamente

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convexa, que le deformaba la mitadinferior de la cara y le daba cierto airemalhumorado e impaciente. Mendelpensó que sería difícil y lista. Era unalivio pensar que no podía pagar susfacturas.

–Quiere usted inscribirse en el club,¿verdad?

–No.De repente, ella se puso furiosa:–Si es usted otro de esos malditos

comerciantes, ya se puede marchar. Hedicho que pagaré, y pagaré, pero no mefastidie. Si hace creer a la gente queestoy acabada, lo estaré y entoncesustedes se lo perderán, yo no.

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–No soy un acreedor, señora Oriel.Vengo a ofrecerle dinero.

Ella esperó.–Soy un agente de divorcios. Tengo

un cliente rico. Querría hacerle unaspreguntas. Estamos dispuestos a pagarlesu tiempo.

–Demonios -dijo ella, con alivio-.¿Por qué no lo dijo al principio?

Los dos se echaron a reír. Mendelpuso cinco libras encima de las facturas,contándolas una por una.

–Bueno -dijo Mendel-, ¿cómo llevausted su lista de abonados al club?¿Cuáles son las ventajas de inscribirse?

–Pues todas las mañanas a las once

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en punto damos café aguado en escena.Los miembros del club puedenmezclarse con los actores durante elintervalo, entre los ensayos, desde lasonce a las once cuarenta y cinco. Paganlo que toman, desde luego, pero laentrada está estrictamente limitada a losmiembros del club.

–¡Ah, ya!–Eso es probablemente la parte que

le interesa a usted. Parece que por lasmañanas no conseguimos más quemariquitas y ninfómanas.

–Es posible. ¿Qué más ocurre?–Cada quincena estrenamos una

función diferente. Los socios pueden

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reservar asientos para un díadeterminado de cada obra: el segundomiércoles de cada serie derepresentaciones y así sucesivamente.Siempre empezamos las obras nuevas elprimer y tercer lunes de cada mes. Lafunción empieza a las siete y media yguardamos las reservas del club hastalas siete y veinte. La chica de la taquillatiene el plano de los asientos y tachacada asiento conforme lo va vendiendo.Las reservas del club están marcadas enrojo y no se venden hasta el final.

–Ya veo; así que si uno de sussocios no ocupa su asiento decostumbre, se tacha en el plano de los

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asientos.–Sólo si se vende.–Claro.–Muchas veces no logramos el lleno,

después de la primera semana. Estamostratando de hacer una obra por semana,ya ve, pero no es fácil conseguir el…las facilidades. Realmente, carecemosde medios para hacer durar dos semanaslas representaciones de cada obra.

–Claro, claro. ¿Conserva usted losplanos viejos de los asientos?

–A veces, para las cuentas.–¿Y el del lunes tres de enero?Ella abrió un armario y sacó un

montón de planos impresos.

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–Es la segunda quincena de nuestrapantomima navideña, por supuesto. ¡Latradición!

–Claro- dijo Mendel.–Bueno, ¿quién le interesa a usted? -

preguntó la señora Oriel, cogiendo unlibro más grande de la mesa.

–Una rubia bajita, de unos cuarenta ydos o cuarenta y tres años. Se llamaFennan, Elsa Fennan.

La señora Oriel abrió el libro.Mendel, desvergonzadamente, miró porencima del hombro. Los nombres de lossocios estaban apuntados claramente enla columna de la izquierda. Una señalroja en el extremo izquierdo de la

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página indicaba que el socio habíapagado su cuota. En el lado de laderecha había notas de reservapermanente para todo el año. Eran unosochenta socios.

–El nombre no me suena. ¿Dónde sesienta?

–Ni idea.–¡Ah, si, aquí está! Merridale Lane,

Walliston. ¡Merridale! ¡Hay que ver!Bueno, veamos. Un asiento de atrás en elextremo de una fila. Una elección muyrara, ¿verdad? Asiento número R2. PeroDios sabrá si lo tomó el 3 de enero.Sospecho que ya no tenemos el plano,aunque en mi vida he tirado nada. Las

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cosas se evaporan simplemente, ¿no escierto? -Le miró con el rabillo del ojo,preguntándose si se había ganado suscinco libras-. Vamos a preguntar a ladoncella. -Se levantó y se acercó a lapuerta-. Fennan…, Fennan… -decía-. Unmomento, eso me suena. No sé por qué.Vaya, que me ahorquen, claro: la carterapara las partituras de música. -Abrió lapuerta-. ¿Dónde está la doncella? -dijo aalguien que estaba en la escena.

–Sabe Dios.–¡Cerdo servicial! -dijo la señora

Oriel, y cerró de nuevo la puerta. Sevolvió hacia Mendel-: La doncella esnuestra blanca esperanza: una flor de

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Inglaterra, hija de un abogado de poraquí, loca por el teatro, mediasllamativas, una mosquita muerta. Laaborrecemos. De vez en cuando obtieneun papel, porque su padre paga losgastos de enseñanza. Algunas veces,cuando hay mucha gente, hace deacomodadora: ella y la señora Torr, lade la limpieza, que se ocupa delguardarropa. Cuando las cosas estántranquilas, la señora Torr lo hace todo, yla doncella enreda entre bastidores conla esperanza de que la primera actriz sedesplome muerta. -Hizo una pausa-.Estoy absolutamente segura de querecuerdo lo de «Fennan».

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Condenadamente segura. No sé dóndeestará esa vaca.

Desapareció un par de minutos yvolvió con una chica alta y bastanteguapa, de alborotado pelo rubio ymejillas rosadas: buena para el tenis y lanatación.

–Ésta es Elizabeth Pidgeon. Quizápueda ayudarle. Guapa, queremosencontrar a una tal señora Fennan, sociadel club. ¿No me dijiste algo sobre ella?

–¡Ah, sí, Ludo!Creía sin duda que tenía voz dulce.

Sonrió vaporosamente a Mendel, echó lacabeza a un lado y entrelazó los dedos.Mendel, con una sacudida, adelantó la

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cabeza hacia ella.–¿La conoces? -preguntó la señora

Oriel.–¡Ah, sí, Ludo! Está loca por la

música. Por lo menos, creo que debeestarlo, porque siempre se trae sumúsica. Es muy delgada y muy rara. Esextranjera, ¿no, Ludo?

–¿Por qué rara? -preguntó Mendel.–Ah, bueno, la última vez que vino

armó un terrible escándalo por elasiento que está al lado del suyo. Erauna reserva del club, ya ve, y habíanpasado muchas horas desde las siete yveinte. Acabábamos de empezar lassesiones de esa función y había millones

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de personas que querían asientos, asíque vendí la butaca. Ella no hacía másque repetir que estaba segura de que esehombre vendría, porque siempre venía.

–¿Vino? -preguntó Mendel.–No. Me permití vender el asiento.

Debía de estar de un humor terrible,porque se marchó después del segundoacto, y olvidó llevarse su cartera demúsica.

–Esa persona de la que ella estabatan segura que se presentaría -dijoMendel-, ¿puede decirse que es unamigo de la señora Fennan?

Ludo Oriel hizo un sugestivo guiño aMendel.

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–Bueno, ¡caramba!, yo diría que sí:es su marido, ¿no?

Mendel la miró unos momentos yluego sonrió:

–¿No podríamos encontrarle unasilla a Elizabeth? -dijo.

–¡Caramba, gracias! -dijo ladoncella, y se sentó en el borde de unavieja butaca con dorados, como la delapuntador entre bastidores. Apoyó en lasrodillas sus grandes manos enrojecidasy se inclinó hacia adelante, sonriendoconstantemente y emocionada de ser elcentro de tanto interés. La señora Oriella miró con aire envenenado.

–¿Qué le hace pensar que era su

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marido, Elizabeth?En la voz de Mendel había una

vibración de la que antes carecía.–Bueno, sé que llegan cada uno por

su lado, pero pensé que, como tienenasientos separados de los que sereservan a los miembros del club, debende ser marido y mujer. Y, desde luego,él también trae una cartera para laspartituras de música.

–Ya veo. ¿Qué más puede recordarde esa noche, Elizabeth?

–Ah, bueno, muchísimo, en realidad,porque, ¿comprende?, me sentó muy malque se hubiera marchado con ese humor,y luego, por la noche, telefoneó. Me

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refiero a la señora Fennan. Dio sunombre y dijo que se había ido tempranoy que se le había olvidado su cartera demúsica. También había perdido el tiquetdel guardarropa, y estaba fuera de sí.Me pareció que lloraba. Oí una voz ensegundo término, y luego ella dijo quealguien pasaría por aquí a llevársela, sipodía hacerlo sin el tiquet. Yo dije quedesde luego, y media hora después vinoel hombre. De muy buen ver, alto yrubio.

–Ya veo -dijo Mendel-. Muchasgracias, Elizabeth; me ha sido muy útil.

–Vaya, estupendo.Se levantó.

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–Por cierto -dijo Mendel-, elhombre que vino por su cartera…, ¿nosería por casualidad el mismo hombreque se sienta a su lado en el teatro?

–Claro. Vaya, perdón, debíhabérselo dicho.

–¿Habló con él?–Bueno, sólo para decir que ahí

tenía la cartera, y esas cosas.–¿Qué voz tenía?–Ah, extranjero, como la señora

Fennan. Ella es extranjera, ¿verdad? Aeso le eché la culpa de todo…, de sutrastorno y su situación: temperamentoextranjero.

Sonrió a Mendel, esperó un

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momento, y luego salió, andando comoAlicia en el País de las Maravillas.

–Vaca -dijo la señora Oriel,mirando a la puerta cerrada. Sus ojos sevolvieron hacia Mendel-. Bueno, esperoque se haya cobrado el valor de suscinco libras.

–Creo que sí -dijo Mendel.

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XI. El club pocorespetable

Mendel encontró a Smiley sentadoen una butaca y vestido del todo. PeterGuillam se había tendido cómodamenteen la cama y sostenía en la mano,negligentemente, una carpeta de colorverde pálido. Afuera, el cielo estabanegro y amenazador.

–Entra el tercer asesino -dijoGuillam cuando entró Mendel.

Mendel se sentó a los pies de lacama y, contento, movió la cabeza haciaSmiley, que parecía pálido, y

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deprimido.–Le felicito. Me alegra verle de pie.–Gracias. Me temo que si me viera

de pie, no me felicitaría. Me siento tandébil como un gato recién nacido.

–¿Cuándo le dejarán marcharse?–No sé cuándo suponen ellos que me

voy a marchar…–¿No lo ha preguntado?–No.–Bueno, convendría que lo hiciera.

Le traigo noticias. No sé qué significan,pero significan algo.

–Bueno, bueno -dijo Guillam-, todoel mundo tiene noticias para todo elmundo. ¡Qué emoción! George ha estado

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mirando mi álbum familiar -levantóligeramente la carpeta verde- y reconocea todos sus viejos colegas.

Mendel se sintió desconcertado ybastante desplazado al margen. Smileyintervino.

–Se lo contaré todo cuando cenemosmañana juntos. Me voy de aquí por lamañana, digan lo que digan. Creo quehemos encontrado al asesino, y otrasmuchas cosas. Ahora vengan susnoticias.

En sus ojos no había triunfo. Sólouna profunda preocupación.

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Pertenecer al club al que pertenecíaSmiley no es algo que se cite entre lascualidades respetables de los queadornan las páginas del Quién es Quién. Lo formó un joven renegado del club«Junior Carlton», llamado Steed-Asprey, que había sido amonestado porel secretario, por blasfemar al alcancede los oídos de un obispo sudafricano.Este persuadió a su antigua patrona deOxford para que dejara su tranquila casade Holywell y tomase dos cuartos y unsótano en Manchester Square, que unpariente adinerado había puesto adisposición de Steed-Asprey. Habíatenido antes cuarenta miembros, cada

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uno de los cuales pagaba cincuentaguineas al año. Quedaban treinta y uno.No había mujeres ni reglamentos, nisecretarios ni obispos. Uno podía tomarbocadillos y pagar una botella decerveza, o podía tomar bocadillos y nopagar una botella de nada. Mientras queuno fuera razonablemente sobrio y seocupara de sus propios asuntos, a nadiele importaba un pito cómo vistiera, oqué hiciera o dijese, o quién llevaraconsigo. La señora Sturgeon ya noseguía molestando en el bar, ni le servíaa uno la cerveza incluso delante delfuego, sino que presidía con simpáticacomodidad los servicios de dos

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sargentos retirados de un pequeñoregimiento de línea.

Como era de esperar, la mayor partede los socios eran aproximadamentecoetáneos de Smiley en Oxford. Siemprese habían puesto de acuerdo en que elclub serviría sólo para una generación, yque envejecería y moriría con sussocios. La guerra se había llevado suporción de Jebedee y otros, pero nadiehabía sugerido que eligieran nuevossocios. Además, el local era ahora depropiedad, se había resuelto el porvenirde la señora Sturgeon, y el club erasolvente.

Era un sábado por la tarde y había

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sólo media docena de personas. Smileyhabía pedido la cena, y les habíanpuesto una mesa en el sótano, dondebrillaba un fuego de carbón en unachimenea de ladrillo. Estaban solos,había solomillo y oporto. Fuera, lalluvia caía sin cesar. Aquella noche, alos tres, el mundo les parecía un sitiodecente y sin problemas, a pesar delextraño asunto que les reunía.

–Para que tenga sentido lo que lesvoy a decir -empezó por fin Smiley,dirigiéndose sobre todo a Mendel-,tendré que hablar largamente de mímismo. Como saben, soy agente secretode carrera: estoy en el Servicio desde

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antes del Diluvio, desde antes de quenos mezclaran en la política del podercon Whitehall. En aquellos días,andábamos escasos de personal y depaga. Después del acostumbradoentrenamiento y prueba en Sudamérica yEuropa Central, acepté un empleo deprofesor en una Universidad alemana,localizando jóvenes talentos alemanescon potencial de agente. -Se detuvo,sonrió a Mendel, y dijo-: Perdone lajerga.

Mendel asintió solemnemente ySmiley continuó. Se daba cuenta de queestaba poniéndose pedante, pero nosabía cómo evitarlo.

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–Fue poco antes de la última guerra,una época terrible entonces enAlemania: la intolerancia se habíavuelto loca. Hubiera sido un chiflado sihubiese abordado yo mismo acualquiera. Mi única posibilidad eraparecer lo más gris posible, en lopolítico y lo social, y proponercandidatos para que otro los reclutara.Traté de traer algunos a Inglaterradurante los breves períodos deintercambio de estudiantes. Cuando vinepor aquí, me cuidé de no tener contactoalguno con el Departamento, porque enaquellos días no teníamos idea de laeficacia del contraespionaje alemán.

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Nunca supe a quién abordaban, y, desdeluego, así era mucho mejor. En el casode que me hicieran saltar, quiero decir.

»Mi relato empieza realmente en1938. Una tarde de verano, yo estabasolo en mi cuarto. Había sido unhermoso día, cálido y tranquilo. Como sinunca se hubiese oído hablar delfascismo. Yo trabajaba en mangas decamisa en una mesa colocada junto a laventana, pero sin trabajar mucho, porqueera una tarde estupenda.

Se detuvo, cohibido no se sabe porqué, y se entretuvo un poco con eloporto. En sus mejillas aparecieron dosmanchas, rosáceas. Se sintió un poco

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embriagado, aunque había tomado muypoco vino.

–Para continuar -dijo, y se consideróun asno-; lo siento, me encuentro unpoco torpe de palabra… En fin, mientrasyo estaba allí sentado, llamaron a lapuerta y entró un joven estudiante. Teníadiecinueve años, pero parecía másjoven. Se llamaba Dieter Frey. Era unalumno mío, un muchacho inteligente yde notable aspecto.

Smiley volvió a hacer una pausa,mirando al vacío. Tal vez era sumalestar, su debilidad, lo que le poníatan vívidamente delante su recuerdo.

–Dieter era un muchacho muy

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apuesto, de frente despejada y con unamata de pelo negro desordenado. Teníadeformada la parte inferior del cuerpo,creo que por una parálisis infantil.Llevaba bastón y se apoyaba mucho enél al andar. Naturalmente, resultaba unafigura bastante romántica en unapequeña Universidad: le considerabanuna especie de Byron, y cosas así. Enrealidad, a mí nunca me pareció unromántico. Los alemanes tienen una granpasión por descubrir jóvenes genios, yasaben, desde Herder a Stefan George…Alguien los exhibe y maneja,prácticamente desde la cuna. Pero aDieter no se le podía manejar así. Tenía

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una feroz independencia, unainexorabilidad que asustaba al másdecidido patrocinador. Esa actituddefensiva de Dieter no procedía sólo desu defecto físico, sino de su raza: erajudío. Nunca pude entender cómodemonios conservaba su puesto en laUniversidad. Es posible que no supieranque era judío; su belleza podía habersido meridional, supongo, italiana, perorealmente no veo cómo. Para mí,evidentemente, era judío…

»Dieter era socialista. No manteníaen secreto sus opiniones, ni siquiera enaquellos días. Una vez estuveconsiderando su posible reclutamiento,

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pero parecía inútil hacer entrar a nadietan evidentemente señalado para elcampo de concentración. Además, erademasiado acalorado, demasiado rápidoen sus reacciones, demasiado visible,demasiado vanidoso. Dirigía todas lassociedades de la Universidad: el club dediscusiones, el político, el de poesía, yasí sucesivamente. En todos los gruposatléticos tenía puestos honoríficos.Poseía, además, el valor de no beber enuna Universidad donde uno demostrabasu hombría pasándose la mayor parte delprimer curso borracho.

»Ése era Dieter; un lisiado alto,guapo, dominador, el ídolo de su

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generación: un judío. Ese era el hombreque fue a verme en aquella cálida tardede verano.

»Hice que se sentara y le ofrecí debeber, pero rehusó. Preparé café, meparece, en un hornillo de gas. Hablamosde modo caótico de mi últimaconferencia sobre Keats. Yo me habíaquejado de la aplicación de los métodosde la crítica alemana a la poesía inglesa,y eso había provocado alguna discusión(como de costumbre) sobre lainterpretación de la “decadencia” en elarte. Dieter volvió a sacarlo todo arelucir y cada vez habló con másfranqueza condenando a la Alemania

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moderna, y, por último, al propionazismo. Naturalmente, me mostré cauto:creo que en esos días era menos tontoque ahora. Al final, me preguntó abocajarro qué pensaba yo de los nazis.Respondí, subrayándolo mucho, que notenía ganas de criticar a mis anfitriones,y que, de todos modos, me parecía quela política no era demasiado divertida.Nunca olvidaré su respuesta. Se pusofurioso, se enderezó trabajosamente yme gritó: ¡Von Freude ist nicht dieRede! (¡No se habla de diversión!)

Smiley se interrumpió y miró aGuillam, al otro lado de la mesa:

–Perdona, Peter. Soy bastante

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prolijo.–Tonterías, chico. Cuenta el asunto a

tu modo.Mendel gruñó su aprobación: estaba

sentado ante él, bastante rígido, con lasmanos en la mesa. No había en el cuartomás luz que el claro fulgor del fuego,que lanzaba altas sombras sobre lapared sin desbastar que había a susespaldas. La botella de oporto estabavacía en sus tres cuartas partes, Smileyse sirvió un poco y lo pasó a los demás.

–Se puso furioso contra mí.Sencillamente, no comprendía cómopodía yo aplicar un criterioindependiente al arte y permanecer tan

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insensible a la política; cómo podíahablar tanto de la libertad artísticacuando un tercio de Europa estaba concadenas. ¿No significaba nada para míque la civilización contemporáneamuriera desangrada? ¿Qué tenía desagrado el siglo o dieciocho para que yopudiera despreciar el veinte? Había idoa verme porque le gustaban misseminarios y me creía un hombreilustrado pero ahora se daba cuenta deque yo era peor que todos ellos.

»Le dejé marchar. ¿Qué otra cosapodía hacer? Sobre el papel, de todosmodos, era sospechoso: un judío rebeldecon un puesto en la Universidad y, sin

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embargo, misteriosamente libre. Pero leobservé. El curso casi había acabado ypronto iba a empezar las vacaciones deverano. Tres días después, en el debatefinal del curso, habló con temiblefranqueza. Realmente asustó a la gente,todos se asustaron y se quedaronsilenciosos. Llegó el fin de curso yDieter se marchó sin decirme una solapalabra de despedida. No esperé volvera verle nunca.

»Unos seis meses más tarde le vi.Yo había ido a ver a unos amigos aDresde, la ciudad natal de Dieter, yllegué con media hora de adelanto a laestación. En vez de vagar por el andén,

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decidí dar una vuelta. A unos doscientosmetros de la estación había una casa altadel siglo diecisiete, más bien sombría.Delante tenía un pequeño jardín conaltas verjas de hierro y una puerta dehierro forjado. Al parecer, la habíanconvertido en prisión temporal: un grupode prisioneros rapados, hombres ymujeres, hacían ejercicios en esteterreno, dando vueltas a su perímetro.En medio había dos vigilantes conametralladoras. Al fijarme, observé unafigura conocida, más alta que las demás,renqueando y esforzándose pormantenerse al paso de todos. Era Dieter.Le habían quitado el bastón.

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»Cuando volví a pensar en ello mástarde, me di cuenta, claro está, de que laGestapo no habría detenido al miembromás popular de la Universidad mientrassiguiera el curso. Me olvidé de mi tren,volví a la ciudad y busqué a sus padresen el listín telefónico. Sabía que supadre había sido médico, así que no meresultó difícil. Fui a la dirección y sóloencontré a su madre. Él padre habíamuerto ya en un campo deconcentración. No tenía ganas de hablarde Dieter, pero resultó que no había idoa una prisión judía, sino a una general, ysegún parecía, sólo para “un período decorrección”. Esperaba que volviera

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dentro de unos tres meses. Le dejé unrecado diciendo que todavía tenía unoslibros suyos y me gustaría devolvérselossi iba a verme.

»Me temo que los acontecimientosde 1939 me trastornaron, porque creoque no volví a acordarme de Dieter entodo aquel año. Poco después de volverde Dresde, mi Departamento me mandóregresar a Inglaterra. Hice el equipaje ysalí en menos de cuarenta y ocho horaspara encontrar Londres convertido en untorbellino. Me dieron un nuevo puestoque requería intensa preparación,documentación y entrenamiento. Teníaque volver en seguida a Europa y poner

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en acción a los agentes, casi sin probar,que se habían reclutado en Alemaniapara semejante urgencia. Empecé aaprenderme de memoria aquella docenade nombres y direcciones. Puedenimaginar mi reacción al descubrir entreellos a Dieter Frey.

»Cuando leí su expediente, encontréque, más o menos, se había reclutado élmismo irrumpiendo en el Consulado deDresde y exigiendo saber por qué nadielevantaba un dedo para detener lapersecución de los judíos. -Smiley hizouna pausa y se rió para sí mismo-:Dieter valía mucho para lograr que lagente hiciera cosas.

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Lanzó una ojeada rápida a Mendel yGuillam. Los dos tenían los ojos fijos enél.

–Me parece que mi primera reacciónfue algo quisquillosa. El muchachohabía estado delante de mis narices y yono lo había considerado apropiado.¿Qué se proponía el burro que estuvieraen Dresde? Y luego me alarmó tener enmis manos ese carbón encendido, cuyotemperamento impulsivo podía costarmela vida a mí y a otros. A pesar de losligeros cambios de mi aspecto y lanueva cobertura bajo la que actuaba,evidentemente tendría que darme aconocer a Dieter como el mismo George

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Smiley de la Universidad, de modo quepodía hacerme saltar por los aires.Parecía un comienzo bastantedesgraciado, y casi me decidí aorganizar mi red sin Dieter. Pero en lapráctica resultó que estaba equivocado.Era un magnífico agente.

»No trató de ser menos espectacular,sino que uso hábilmente de susextravagancias como una especie dedoble bluff . Su deformidad le dejófuera de los servicios militares, yencontró un trabajo de empleado enferrocarriles. En seguida se abrió pasohasta un puesto de auténticaresponsabilidad, y fue fantástica la

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cantidad de información que obtuvo:detalles sobre transporte de tropas ymunición, su destino y fecha de tránsito.Después informó sobre la eficacia denuestros bombardeos, y seleccionóblancos clave. Era un estupendoorganizador y creo que eso fue lo que lesalvó. Trabajaba admirablemente en losferrocarriles, se hizo indispensable, deservicio a todas horas del día y de lanoche, y se volvió casi inviolable.Incluso le dieron una condecoracióncivil por méritos excepcionales, ysupongo que la Gestapo creyóconveniente perder su expediente.

»Dieter tenía una teoría que era

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Fausto puro. El pensamiento solo notenía valor. Había que actuar para que elpensamiento tuviera realidad. Solíadecir que la mayor equivocación quehabía cometido el hombre era distinguirentre el espíritu y el cuerpo: una ordenno existe si no es obedecida. Solía citarmucho a Kleist: “Si todos los ojosestuvieran hechos de cristal verde, ytodo lo que parece blanco fuerarealmente verde, ¿quién podríasaberlo?” Algo así.

»Como digo, Dieter era un agenteestupendo. Incluso llegó a disponer queciertos trenes de mercancías circularanen las noches propicias para ser volados

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por nuestros bombarderos. Tenía trucoscompletamente suyos: un genio naturalpara todo el instrumental del espionaje.Parecía absurdo suponer que pudieradurar, pero los efectos de nuestrosbombardeos tenían a menudo un radio deacción tan grande que habría parecidopueril atribuirlos a la traición de unasola persona, cuanto menos de unhombre tan notoriamente sincero comoDieter.

»Donde intervenía él, mi trabajo erafácil. Dieter, en realidad, viajabamucho: tenía un pase especial que lellevaba a todas partes. La comunicacióncon él era juego de niños en

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comparación con otros agentes. A veces,incluso nos reuníamos a hablar en uncafé, o iba a buscarme en un coche delMinisterio y me llevaba a lo largo desesenta o setenta millas por unacarretera, como si me hiciera un favor.Pero más frecuentemente hacíamos unviaje en el mismo tren y noscambiábamos las carteras en el bolsillo,o íbamos al teatro con paquetes y, noscambiábamos los tiquets delguardarropa. Rara vez me daba informesefectivos sino simplemente copias alcarbón de órdenes de tránsito. Hacíatrabajar mucho a su secretaria: laobligaba a tener un registro especial que

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“destruía” cada tres meses vaciándoloen su cartera a la hora del almuerzo.

»Bueno, en 1943 me hicieron volver.Mi cobertura comercial, para entonces,era bastante pobre, según creo, y mecreaba demasiados problemas.

Se detuvo, y cogió un cigarrillo de lapitillera de Guillam.

–Pero no perdamos de vista a Dieter-dijo Era mi mejor agente, pero no elúnico. Yo tenía muchos quebraderos decabeza por mi parte: manejarle a él erauna diversión comparándolo con otros.Cuando acabó la guerra, traté deaveriguar por mi sucesor qué había sidode Dieter y de los demás. Algunos se

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habían instalado en Australia y Canadá;otros, sencillamente, habían vuelto a laderiva a lo que quedaba de sus ciudadesde origen. Creo que Dieter vaciló. Losrusos estaban en Dresde, y quizá se lepresentaron algunas dudas. Al fin, fueallá: tenía que ir, realmente, por sumadre. De todas maneras, odiaba a losamericanos. Y, desde luego, erasocialista.

»Después oí decir que había hechocarrera allí. La experienciaadministrativa que había adquiridodurante la guerra le consiguió algúntrabajo gubernamental en la nuevarepública. Supongo que su fama de

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rebelde y el sufrimiento de su familia ledespejaron el camino. Debe dehabérselas arreglado muy bien él mismo.

–¿Por qué? -preguntó Mendel.–Estuvo aquí hasta hace un mes

dirigiendo la Misión Siderúrgica.–Eso no es todo -dijo rápidamente

Guillam-. Sí cree usted que ya tienebastante, Mendel, le diré que le heahorrado otra visita a Weybridge estamañana y he visto a Elizabeth Pidgeon.Fue idea de George. -Se volvió haciaSmiley-. Es una especie de Moby Dick,¿verdad? La ballena blanca devoradorade hombres.

–¿Y qué? -dijo Mendel.

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–Le enseñé un retrato de ese jovendiplomático llamado Mundt, que habíandejado para recoger los restos.Elizabeth le reconoció en seguida comoel hombre guapo que fue a buscar lacartera de música de Elsa Fennan. ¿Noes divertido?

–Pero…–Ya sé lo que va a preguntar, tío

listo. Quiere saber si George lereconoció también. Pues, sí. Es elmismo tipo asqueroso que trató dehacerle entrar en su propia casa enBywater Street. ¿Verdad que se movíabien?

Mendel condujo el coche hasta

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Mitcham. Smiley estaba muerto defatiga. Llovía otra vez y hacía frío.Smiley se envolvió en su gabán, y, apesar de su fatiga, observó consilencioso placer cómo pasaba laatareada noche de Londres. Siempre lehabía gustado viajar. Incluso ahora, si ledaban a elegir, prefería cruzar Franciaen tren antes que volando. Todavíarespondía a los mágicos ruidos de unviaje nocturno por Europa, lascampanadas extrañamente cacofónicas ylas voces francesas despertándole derepente de sus sueños ingleses. A Ann lehabía gustado también, y habían viajadodos veces por el continente para

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compartir los dudosos goces de eseincómodo viaje.

Cuando estuvieron de vuelta, Smileyse metió en la cama en seguida, mientrasMendel hacía té. Lo tomaron en laalcoba de Smiley.

–¿Qué hacemos ahora? -preguntóMendel.

–Creo que yo podría ir mañana aWalliston.

–Usted debería pasar el día en lacama. ¿Qué quiere hacer allí?

–Ver a Elsa Fennan.–No está seguro de sus propias

fuerzas. Sería mejor que me dejara ir amí. Yo me quedaré en el coche mientras

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usted habla. Ella es judía, ¿no?Smiley asintió.–Mi padre era judío. Pero nunca

armó tanto alboroto acerca de ello.

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XII. Sueño en venta

Ella abrió la puerta y se le quedómirando un momento en silencio.

–Podía haberme avisado de que ibaa venir -dijo.

–Me pareció más seguro no hacerlo.Volvió a quedarse callada. Al fin,

dijo:–No sé qué quiere decir.Pareció costarle mucho.–¿Puedo entrar? -dijo Smiley-. No

tenemos mucho tiempo.Parecía envejecida y cansada, quizá

más rígida. Le llevó al cuarto de estar y

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le indicó una butaca con una expresiónalgo parecida a la resignación.

Smiley le ofreció un cigarrillo ycogió uno. Estaba inmóvil junto a laventana. Al mirarla, él observó surespiración rápida, sus ojos febriles, yse dio cuenta de que casi había perdidola capacidad de defenderse.

Cuando habló Smiley, su voz fueamable, conciliadora. A Elsa Fennandebió de parecerle una voz que llevabamucho tiempo anhelando, irresistible,ofreciendo toda la fuerza, el consuelo, lacompasión y la seguridad. Poco a pocose apartó de la ventana, y su manoderecha que se había apretado contra el

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alféizar, se deslizó reflexivamente a lolargo de él, y luego se desplomó verticalcon un ademán de sumisión. Se sentóenfrente de él, con los ojos fijos enSmiley reflejando una absolutaconfianza, como los ojos de unaenamorada.

–Debe de haber estado terriblementesola -dijo él-. Nadie lo puede soportarpara siempre. Hace falta valor, además,y es muy difícil ser valiente a solas.Ellos no lo entienden nunca, ¿verdad?Nunca saben lo que cuesta: los sórdidostrucos de mentira y engaño, al quedaraislados de la gente corriente. Creen queuno puede correr con su mismo

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combustible: las banderas agitadas y lamúsica. Pero uno necesita otra clase decombustible cuando está solo, ¿no?Hace falta odiar, y se necesita fuerzapara odiar durante todo el tiempo. Y loque uno tiene que amar es algo muyremoto, muy vago, cuando uno no formaparte de ello.

Hizo una pausa. «Pronto -pensó-,pronto vas a derrumbarte.»

Deseó desesperadamente que ella leaceptara, que admitiera su consuelo. Lamiró. Pronto se derrumbaría.

–Dije que no teníamos muchotiempo. ¿Sabe lo que quiero decir?

Ella había cruzado las manos en el

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regazo y se las miraba. Smiley vio lasraíces oscuras de su pelo amarillo y sepreguntó por qué se lo teñiría. Ella nopareció haber oído su pregunta.

–Cuando la dejé, aquella mañana,hace un mes, fui a mi casa de Londres.Un hombre trató de matarme. Aquellanoche casi lo consiguió: me golpeóbrutalmente en la cabeza. Acabo de salirdel hospital. La verdad es que tuvesuerte. Luego, estaba el hombre delgaraje donde él había alquilado elcoche. La policía del río sacó sucadáver del Támesis no hace mucho. Nohabía señales de violencia:simplemente, estaba lleno de whisky. No

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lo pueden comprender: llevaba añosenteros viviendo junto al río. Peroestamos tratando con un hombrecompetente, ¿verdad? Un expertohomicida. Parece que trata de eliminar atodo el que pueda relacionarle conSamuel Fennan. O con su mujer, desdeluego. Después está esa chica rubia del«Repertory Theatre»…

–¿Qué dice usted? -susurró ella-,¿qué trata de contarme?

Smiley, de repente, sintió deseos dehacerle daño, de romper los últimosrestos de su voluntad, de eliminarla porcompleto como enemiga. Ella le habíaobsesionado durante tanto tiempo, como

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un misterio y una fuerza, mientras élyacía inerme.

–¿A qué cree que están jugandoustedes dos? ¿Se imagina que puedecoquetear con un poder como el deellos, dando un poco sin darlo, todo?¿Se imagina que puede detener elbaile… dominar la fuerza que usted lesda? ¿Qué sueños ha abrigado, señoraFennan, para que el mundo tuviese enellos tan escaso papel?

Ella sepultó la cabeza en las manosy Smiley vio correr las lágrimas entresus dedos. Su cuerpo se estremeció congrandes sollozos, y sus palabras fuerondichas lentamente, como arrancadas a la

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fuerza.–No, nada de sueños. Yo no tenía

más sueño que él. Él tenía solo unsueño, sí, solo un gran sueño. -Siguióllorando, inerme, y Smiley, mediotriunfante, medio avergonzado, esperó aque hablara otra vez. De repente levantóla cabeza y le miró, con las lágrimastodavía deslizándose por sus mejillas. -Míreme -dijo-: ¿Qué sueño me dejaron?Soñé con un pelo largo y dorado, y meafeitaron la cabeza; soñé con un cuerpohermoso, y me lo estropearon a fuerzade hambre. He visto lo que son los sereshumanos: ¿cómo podía yo creer en unafórmula para seres humanos? Se lo dije,

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se lo dije mil veces: «No hay que hacerleyes, ni bonitas teorías, ni juicios, yentonces a lo mejor la gente se querrá.Pero en cuanto se les da una teoría y seles deja inventar una consigna, el juegoempieza otra vez.» Se lo dije. Nochesenteras nos pasamos hablando de eso.Pero no, ese chiquillo tenía queconseguir su sueño, y si había queconstruir un mundo nuevo, SamuelFennan tenía que construirlo. Yo le dije:«Escucha, te han dado todo lo quetienes, una casa, dinero y confianza.¿Por qué obras así para con ellos?» Y élme dijo: «Lo hago en su provecho. Soyel cirujano, y un día comprenderán.» Era

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un niño, señor Smiley, y lo manejaroncomo a un niño.

Él no se atrevía a hablar, no teníavalor para añadir nada a la prueba.

–Hace cinco años conoció a Dieter.En un refugio de esquiadores junto aGarmisch. Freitag nos dijo luego queDieter lo había planeado de esa manera.De todos modos, Dieter no podíaesquiar, por sus piernas. Nada parecióreal entonces: Freitag no era nombrereal. Fennan lo llamó Freitag,«Viernes», como al indígena Viernes deRobinsón Crusoe. Dieter lo encontrómuy divertido, y después nunca máshablábamos de Dieter, sino siempre del

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señor Robinsón y de Freitag. -Seinterrumpió agotada, y le miró con unalevísima sonrisa-: Lo siento -dijo-, nosoy muy coherente.

–Comprendo -dijo Smiley.–Esa chica… ¿Qué ha dicho de esa

chica?–Está viva. No se preocupe. Siga.–Fennan le apreciaba a usted, ya

sabe. Freitag trató de matarle a usted…,¿por qué?

–Porque volví, supongo, y lepregunté a usted sobre la llamada de lasocho y media. Usted se lo dijo a Freitag,¿no?

–¡Dios mío! -dijo ella, con los dedos

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en la boca.–Le llamó por teléfono, ¿verdad? En

cuanto yo me fui, ¿no?–Sí, sí. Estaba asustada. Quise

avisarle que se fueran, él y Dieter, quese marcharan y no volvieran jamás,porque sabía que usted lo averiguaría.Si no hoy, algún día, pero estaba segurade que acabaría por averiguarlo. ¿Porqué nunca no me dejaban sola? Teníanmiedo de mí, porque sabían, que yo notenía sueños, que sólo quería a Samuel,que deseaba que estuviera a salvo, paraquererle y cuidarle. Contaban con eso.

–De modo que usted le llamó enseguida -dijo-. Primero probó el número

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en Primrose, y no pudo comunicar.–Sí -dijo ella, vagamente-. Sí, es

verdad. Pero los dos números eran dePrimrose.

–Así, que llamó al otro número, alde reserva…

Volvió, derivando, hacia la ventana,repentinamente agotada y tambaleante.Ahora parecía más contenta. La tormentala había dejado reflexiva, y, en ciertomodo, más satisfecha.

–Sí. Freitag siempre andaba conplanes de reserva.

–¿Cuál era el otro número? -insistió.–¿Por qué quiere saberlo?Smiley se acercó y se puso a su

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lado, junto a la ventana, observando superfil. De pronto, su voz se hizo ásperay enérgica.

–Dije que la chica estaba sana ysalva. Usted y yo estamos vivostambién. Pero no crea que eso va adurar.

Ella se volvió hacia él con undestello de miedo en los ojos, le miró unmomento y luego inclinó la cabeza.Smiley la llevó del brazo hasta unabutaca. Ella se sentó maquinalmente,casi con la ausente expresión de lalocura incipiente.

–El otro número era noventa y sietecuarenta y siete.

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–Y dirección…, ¿tenía algunadirección?

–No, ninguna dirección. Sólo elteléfono. Con trucos por teléfono. Sindirección -repitió, con énfasis poconatural, hasta el punto de que Smiley lamiró con asombro.

De pronto, se le ocurrió algo: elrecuerdo de la habilidad de Dieter parala comunicación.

–Freitag no la vio a usted la nocheque murió Fennan, ¿verdad? ¿No fue alteatro?

–No.–Ésa era la primera vez que faltaba,

¿verdad? Usted sintió pánico y se

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marchó antes del final.–No…, si, sí, sentí pánico.–¡No, no lo sintió! Se marchó pronto

porque tenía que hacerlo: eso era loconvenido. ¿Por qué se marchótemprano? ¿Por qué?

Ella se tapó la cara con las manos.–¿Sigue estando loca? -gritó Smiley-

. ¿Sigue creyendo que puede dominar loque ha hecho? Freitag la matará a usted;matará a la chica: matará, matará. ¿Aquién trata usted de proteger, a unamuchacha o a un asesino?

Ella lloraba sin decir nada. Smileyse acurrucó a su lado, sin dejar de gritar.

–Yo le diré por qué se marchó antes

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de terminar el espectáculo, ¿quiere? Lediré lo que pienso. Era para alcanzar elúltimo correo de esa noche desdeWeybridge. El no había ido, usted,obedeciendo sus instrucciones, nocambió con él el ticket del guardarropa,¿verdad? Le mandó el ticket por correo,y tiene una dirección, no escrita, sinorecordada, recordada para siempre: «Sisurge algún problema, si no voy, ésa esla dirección.» ¿Es eso lo que él dijo?¿Una dirección para no usar nunca nihablar siquiera de ella; una direcciónolvidada y recordada para siempre? ¿Esverdad? ¡Dígame!

Ella se levantó, sin mirarle, se

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acercó a la mesa y buscó un papel y unlápiz. Las lágrimas seguían deslizándosepor su cara. Con angustiosa lentitudescribió la dirección; la mano letemblaba y casi se detenía entre laspalabras.

Él le quitó el papel, lo doblócuidadosamente por la mitad y se lometió en la cartera.

Entonces él quiso hacerle té.Parecía una niña salvada del mar. Se

sentó en el borde del sofá sosteniendoapretadamente la taza en sus frágilesmanos, estrechándola contra su cuerpo.Sus delgados hombros se encorvabanhacia adelante; sus pies y tobillos se

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juntaban fuertemente. Smiley, al mirarla,comprendió que había roto algo que nodebió haber tocado jamás, porque eramuy frágil. Se sintió convertido en unchulo obsceno y grosero, con suofrecimiento de té como recompensafútil por su tosquedad.

No encontraba nada que decir. Alcabo de un rato, ella dijo:

–Él sintió simpatía por usted, yasabe. De veras, resultó simpático…Dijo que usted era un buen hombre, muylisto. Era una gran sorpresa que Samuelllamara listo a alguien. -Moviólentamente la cabeza. Tal vez aquellareacción fue lo que la hizo sonreír-.

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Decía con frecuencia que había dosfuerzas en el mundo, la positiva y lanegativa. «¿Qué hacer entonces», mesolía preguntar, «dejarles que echen aperder su cosecha porque me dan pan?La creación, el progreso, el poder, todoel futuro de la humanidad aguarda a suspuertas. ¿No voy a dejarlos entrar?» Yyo le decía: «Pero, Samuel, a lo mejorla gente es feliz sin esas cosas.» Perousted sabe que él no imaginaba genteasí.

»No pude detenerlo. ¿Sabe la cosamás rara de Fennan? A pesar de tantopensar y tanto hablar, había decididohacía ya mucho tiempo lo que iba a

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hacer. Todo lo demás era poesía. No eraun hombre coordinado, eso es lo que yosolía decirle…

–Y usted le ayudaba -dijo Smiley.–Sí, yo le ayudaba. Quería ayuda,

así que yo se la daba. Él era mi vida.–Ya veo.–Fue un error. Era un chiquillo, ya

ve. Se olvidaba de las cosas igual queun niño. ¡Y tan vanidoso! Cuando habíadecidido lo que iba a hacer, lo hacíamuy mal. No pensaba en ello como ustedo como yo. Sencillamente, no pensabaen ello de ese modo. Era su trabajo, yeso era todo.

»Empezó de un modo muy sencillo.

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Una noche trajo a casa el borrador de untelegrama y me lo enseñó. Dijo: “Creoque Dieter debería verlo.” Eso fue todo.Yo no podía creerlo… que fuera unespía, quiero decir. Porque lo era, ¿noes verdad? Y poco a poco me fui dandocuenta. Empezaron a pedir cosasespeciales. La cartera de música quetraía, devuelta por Freitag, empezó acontener órdenes, y a veces dinero. Yole dije: “Mira lo que te mandan;¿quieres esto?” No sabíamos qué hacercon el dinero. Al final, regalamos lamayor parte, no sé por qué. Dieter sepuso muy furioso aquel invierno cuandose lo dije.

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–¿Qué invierno fue ése? -preguntóSmiley.

–El segundo invierno con Dieter: elcincuenta y seis, en Mürren. Lehabíamos conocido en enero delcincuenta y cinco. Fue entonces cuandoempezó. Y ¿quiere saber una cosa?Hungría no representó ningunadiferencia para Samuel. Dieter entoncesestaba preocupado por él; lo sé porqueme lo dijo Freitag. Cuando Fennan medio las cosas para llevar a Weybridgeaquel noviembre, yo casi me volví loca.Le grité: «¿No puedes ver que es lomismo? ¿Los mismos cañones, losmismos niños muriendo por las calles?

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Sólo el sueño ha cambiado: la sangre esdel mismo color. ¿Es eso lo quequieres?» Le pregunté: «¿Harías esotambién por los alemanes? Si fuera yoquien cayera en el arroyo, ¿les dejaríasque me lo hicieran a mí?» Pero él dijosolamente: «No, Elsa, esto es diferente.»Y yo seguí llevando la cartera demúsica. ¿Comprende?

–No sé. No sé. Quizá sí.–Él era todo lo que yo tenía. Él era

mi vida. Me protegí a mí misma,supongo. Y poco a poco me convertí enuna parte de eso, y luego ya erademasiado tarde para detenerse… Yluego, ¿sabe? -dijo en un susurro-, había

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veces en que me alegraba, veces en queel mundo parecía aplaudir lo que hacíaSamuel. No era un bonito espectáculopara nosotros la nueva Alemania.Volvían viejos nombres, nombres quenos asustaban de niños. Volvía elterrible orgullo pomposo; se podía verhasta en las fotografías de losperiódicos: marchaban con el antiguoritmo. Fennan también lo notaba, pero,él no había visto lo que yo.

»Nos habían llevado a un campo deconcentración junto a Dresde, dondevivíamos. Mi padre estaba paralítico.Lo que más echaba de menos era eltabaco, y yo le liaba cigarrillos con

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cualquier basura que pudiera encontraren el campo… sólo por fingir. Un día,un vigilante que lo vio fumando se echóa reír. Llegaron otros y también serieron. Mi padre tenía el cigarrillo en sumano paralítica, y le quemaba los dedos.No se daba cuenta, ya ve.

»Sí, cuando les dieron cañones otravez a los alemanes, y les dieron dinero yuniformes, entonces, a veces, sólo porun rato, me gustaba lo que había hechoSamuel. Somos judíos, ¿sabe usted?, ypor eso…

–Sí, lo sé, lo comprendo -dijoSmiley-. Yo también vi algunas cosas.

–Dieter -dijo que usted había visto.

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–¿Dijo eso Dieter?–Sí. A Freitag. Le dijo a Freitag que

usted era muy listo. Una vez usted habíaengañado a Dieter, antes de la guerra, ysólo al cabo de mucho tiempo lodescubrió: eso es lo que dijo Freitag.Dijo que usted era el mejor de cuantoshabía conocido.

–¿Cuándo le dijo eso Freitag?Ella le miró durante largo rato.

Smiley nunca había visto en ningúnrostro una aflicción tan desesperanzada.Recordó cómo le había dicho en otraocasión: «Los hijos de mi dolor hanmuerto.» Ahora lo comprendía, y lo oyóen su voz cuando por fin ella habló:

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–Pues ¿no está claro? La noche enque asesinó a Samuel. Esa es la granbroma, señor Smiley. En el mismoinstante en que Samuel podía haberhecho tanto por ellos (no un poco aquí yun poco allá, sino todo el tiempo,muchas carteras de música), en esemomento, su propio miedo les destruyó,les convirtió en animales y les hizomatar lo que habían hecho.

»Samuel siempre decía: “Ganarán,porque saben, y los otros pereceránporque no saben: los hombres quetrabajan por un sueño, son capaces detrabajar para siempre.” Eso es lo quedijo. Pero yo conocía el sueño de ellos,

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y sabía que nos destruiría. ¿Qué sueñono ha destruido? Hasta el de Cristo.

–Entonces ¿fue Dieter quien me vioen el parque con Fennan?

–Sí.–Y pensó…–Sí. Creyó que Samuel le había

traicionado. Dijo a Freitag que matara aSamuel.

–¿Y la carta anónima?–No sé. No sé quién la escribió.

Alguien que conocía a Samuel, supongo;alguien de la oficina, que le observaba ysabía. O de Oxford, o del partido. Nosé. Samuel tampoco lo sabía.

–Pero la carta de suicidio…

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Ella le miró con el rostrodescompuesto. Casi lloraba otra vez.Inclinó la cabeza.

–La escribí yo. Freitag trajo elpapel, y yo la escribí. La firma yaestaba. Era la firma de Samuel.

Smiley se acercó a ella, se sentó a sulado en el sofá y le cogió la mano. Ellase volvió hacia él con furia y empezó achillarle:

–¡Quíteme las manos de encima!¿Cree que estoy con ustedes porque nosoy de ellos? ¡Váyase! Váyase a matar aFreitag y a Dieter. Mantenga animado eljuego, señor Smiley. Pero no crea queestoy de su parte, ¿me oye? Porque soy

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la judía errante, la tierra de nadie, elcampo de batalla para vuestrossoldaditos de juguete. Me puede darpatadas y pisotearme, vea, pero nunca,nunca tocarme y decirme que lo sientemucho, ¿me oye? ¡Ahora váyase! Váyasea matar.

Seguía sentada, tiritando como defrío. Al llegar a la puerta, él miró haciaatrás. No había lágrimas en sus ojos.

Mendel le esperaba en el coche.

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XIII. La ineficacia deSamuel Fennan

Llegaron a Mitcham a la hora delalmuerzo. Peter Guillam les esperabapacientemente en su coche.

–Bueno, chicos, ¿qué noticias hay?Smiley le alargó el trozo de papel

que había sacado de la cartera.–Había también un número de

urgencia: Primrose noventa y sietecuarenta y siete. Sería mejor que lomiraras, pero tampoco he puesto muchasesperanzas en eso…

Peter desapareció en el vestíbulo y

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empezó a telefonear. Mendel se atareóen la cocina y volvió diez minutosdespués con cerveza, pan y queso en unabandeja. Guillam volvió y se sentó.Parecía preocupado.

–Bueno -dijo por fin-; ¿qué dijo ella,George?

Mendel se llevó la bandeja con losrestos cuando Smiley acababa el relatode su entrevista de la mañana.

–Ya veo -dijo Guillam-. ¡Quédesagradable! Bueno, eso es, George;tendré que ponerlo hoy por escrito, ytendrás que ver a Maston en seguida.Cazar espías muertos es realmente unmal juego… y ocasiona muchas

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insatisfacciones.–¿Qué acceso tenía en el Foreign

Office? -preguntó Smiley.–Últimamente, mucho. Por eso les

pareció necesario hacer la investigaciónque ya conoces.

–¿Qué clase de material,principalmente?

–Todavía no lo sé. Hasta hace pocosmeses, estuvo en un despacho de asuntosasiáticos, pero su nuevo trabajo eradiferente.

–Si no recuerdo mal, cuestionesamericanas -dijo Smiley-. ¿Eh, Peter?

–Sí.Peter, ¿has pensado por qué tenían

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tanto empeño en matar a Fennan? Quierodecir, suponiendo que él les hubieratraicionado, como creían, ¿por quématarle? No tenían nada que ganar.

–No, no, supongo que no.Pensándolo bien, no tiene explicación, amenos que… suponte que Fuchs oMacLean les hubieran traicionado aellos, ¿qué habría pasado? Suponte quetuvieran razones para temer una reacciónen cadena (no sólo aquí, sino enAmérica, en todo el mundo): ¿no lematarían para evitarlo? Hay muchascosas que no sabremos nunca.

–Como lo de la llamada de las ochoy media -dijo Smiley.

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–Adiós. Espera por aquí hasta que tellame, ¿quieres? Maston estaráinteresado en verte. Correrán por lospasillos cuando les dé las gratasnoticias. Tendré que emplear la sonrisaespecial que reservo para dar lasinformaciones realmente desastrosas.

Mendel le acompañó hasta la puertay luego volvió al cuarto de estar.

–Lo mejor que puede hacer estumbarse -dijo-. Parece también bastantetrastornado, de veras.

«O Mundt está aquí, o no está -pensóSmiley, echándose en la cama en mangas

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de camisa, y juntando las manes debajode la cabeza-. Si no está, estamosapañados. Será cosa de Maston decidirqué hay que hacer con Elsa Fennan, yestoy convencido de que no hará nada.

»Si Mundt está aquí, habrá venidopor una de estas tres razones: A, porqueDieter le dijo que se quedara a ver cómose posa el polvo; B, porque estáconsiderado como sospechoso y tienemiedo de volver; C, porque tiene untrabajo que terminar.

» A es improbable, porque no espropio de Dieter correr riesgos sinnecesidad. En cualquier caso, es unaidea poco clara.

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» B es poco probable porque,aunque Mundt tenga miedo de Dieter,también es de suponer que tendrá miedode que le acusen de asesinato aquí. Suplan más prudente sería irse a otro país.

» C es más probable. Si yo estuvieraen el pellejo de Dieter, me habría puestomalo de pensar en Elsa Fennan. La chicaPidgeon no tiene importancia: sin Elsapara rellenar los huecos, no ofrece seriopeligro. Ella no era ningunaconspiradora y no hay razón para querecuerde especialmente al amigo de Elsaen el teatro. No; Elsa constituye elpeligro auténtico.»

Desde luego, había una última

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posibilidad, que Smiley era en absolutoincapaz de juzgar: la de que Dietertuviera ahí otros agentes que controlarpor medio de Mundt. En conjunto, sesentía inclinado a desecharlo, pero, sinduda, ese pensamiento había pasado porla mente a Peter.

No, seguía sin tener sentido: noestaba claro. Decidió volver a empezar.

«¿Qué sabemos?» Se incorporóbuscando lápiz y papel, y en seguida lacabeza le empezó a latir. Tercamente, selevantó de la cama, y sacó un lápiz delbolsillo interior de su chaqueta. Habíaun bloc en la maleta. Volvió a la cama,mulló las almohadas a su gusto, se tomó

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cuatro aspirinas del tubo que había en lamesilla, y se recostó en las almohadas,con sus cortas piernas estiradas ante él.Comenzó a. escribir. Primero escribió elencabezamiento, con letra clara deescolar y lo subrayó:

«¿Qué sabemos?»

Luego, empezó a repasar paso apaso, tan desapasionadamente comopudo, la sucesión de los acontecimientosocurridos hasta entonces:

«El lunes 2 de enero, Dieter Frey mevio en el parque hablando con su agente,y dedujo…» Sí, ¿qué había deducido

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Dieter? ¿Que Fennan había confesado,que iba a confesar? ¿Que Fennan eraagente mío? «…y dedujo que Fennan erapeligroso, por razones aún no sabidas.La tarde siguiente, primer martes demes, Elsa Fennan se llevó los informesde su marido, en una cartera de música,al “Weybridge Repertory Theatre”,según el modo convenido, y la dejó en elguardarropa a cambio de un ticket.Mundt había de acudir con su propiacartera de música y haría lo mismo.Luego, Elsa y Mundt se cambiarían lostiquets durante la representación. PeroMundt no apareció. Por consiguiente,ella recurrió al sistema de urgencia, y

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envió por correo el ticket a unadirección previamente convenida,después de marcharse del teatro antes deque terminara el espectáculo, paraalcanzar el último correo de Weybridge.Volvió después a casa en su coche, yallí fue recibida por Mundt, que ya habíamatado a Fennan, probablemente pororden de Dieter: tan pronto como leencontró en el vestíbulo, disparó contraél a quemarropa. Conociendo comoconozco a Dieter, sospecho que, desdehacía mucho tiempo, había tomado laprecaución de conservar en Londresunas cuantas hojas de papel en blancocon muestras, auténticas o falsas, de la

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firma de Sam Fennan, por si alguna vezera necesario comprometerlo o hacerlechantaje. Suponiendo que haya sido así,Mundt llevaba consigo una hoja paraescribir la carta de suicidio por encimade la firma, con la propia máquina deFennan. En la espectral escena quedebió de suceder a la llegada de Elsa,Mundt se dio cuenta de que Dieter habíainterpretado mal el encuentro de Fennancon Smiley, pero confiaba en que Elsaconservaría la reputación de su maridomuerto, para no mencionar su propiacomplicidad. Por tanto, Mundt estabarazonablemente seguro. Mundt hizo queElsa escribiera la carta, quizá porque no

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se fiaba de su propio inglés. (Nota: Pero¿quién diablos escribió la primera carta,la de la denuncia?)

»Probablemente, Mundt pidió luegola cartera de música que no habíarecogido, y Elsa le dijo que habíaseguido instrucciones preestablecidas,dejando la carta en el teatro y enviandopor correo el ticket del guardarropa a ladirección de Hampstead. La reacción deMundt fue significativa: la obligó atelefonear al teatro y disponer que élrecogería la cartera esa noche de vueltaa Londres. Así pues, o la dirección aque se había enviado el ticket ya no eraválida, o Mundt, en ese momento,

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pensaba volver a su país a la mañanasiguiente temprano, lo que no le dabatiempo de recoger el ticket y la cartera.

»Smiley acude a Walliston a primerahora de la mañana del miércoles 4 deenero, y durante la primera entrevista,recibe una llamada para las ocho ymedia de la Central que (sin dudaninguna) Fennan había pedido a las 7.55de la noche anterior. ¿Por qué?

»Esa misma mañana, más tarde, S.vuelve a ver a Elsa Fennan parapreguntarle sobre la llamada de las ochoy media… que sabía (según su propiaconfesión) que “me preocuparía” (nohay duda de que la lisonjera descripción

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de mis facultades hecha por Mundt habíaproducido su efecto). Después de contara S. una estúpida historia sobre su malamemoria, pierde la cabeza y llama aMundt.

»Mundt, probablemente provisto deuna fotografía o de una descripción dadapor Dieter, decide liquidar a Smiley(¿por encargo de Dieter?), y a últimahora de ese día casi lo consigue. (Nota:Mundt no devolvió el coche al garaje deScarr hasta la noche del 4. Eso nodemuestra necesariamente que Mundt notuviera planes para salir en avión a unahora anterior del día. Si en principiohubiera pensado tomar el avión por la

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mañana, podría muy bien haber dejadoantes el coche en el garaje de Scarr e iral aeropuerto en autobús.)

»Parece bastante probable queMundt cambiara sus planes después dela llamada de Elsa. No está claro quelos modificase a causa de su llamada.»¿Realmente le habría contagiado Elsa elpánico a Mundt? ¿Hasta el punto deverse obligado a quedarse y matar aAdam Scarr?, se preguntó.

El teléfono sonaba en el vestíbulo…–George, soy Peter. No hemos

sacado nada ni con la dirección ni con elnúmero del teléfono. Vía muerta.

–¿Qué quieres decir?

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–El número del teléfono y ladirección son del mismo sitio: un pisoamueblado en Highgate Village.

–¿Y qué?–Alquilado por un piloto de

«Lufteuropa». Pagó la renta de sus dosmeses el cinco de enero y no ha vueltodesde entonces.

–¡Maldita sea!–La dueña recuerda muy bien a

Mundt, el amigo del piloto. Dice que eraun caballero muy bien educado, para seralemán; muy generoso. Muchas vecesdormía en el sofá.

–¡Ah, Dios mío!–Repasé el cuarto con un peine.

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Había una mesa en el rincón. Todos loscajones vacíos, menos uno, que conteníaun ticket de guardarropa. No sé dedónde habría venido… Bueno, siquieres reírte, date una vuelta porCambridge Circus. El Olimpo enteroestá bullendo de actividad. ¡Ah!, porcierto…

–¿Qué?–Me di una vuelta por el piso de

Dieter. Otro que tal. Se marchó el cuatrode enero. No se lo dijo ni al lechero.

–¿Y qué de su correo?–Nunca recibía, salvo facturas.

También eché una mirada al nidito delcamarada Mundt: un par de habitaciones

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encima de la Misión Siderúrgica. Elmobiliario con el resto del material. Losiento.

–Ya veo.–Pero te diré una cosa rara, George.

¿Recuerdas que pensé que podía echaruna ojeada a los objetos personalespertenecientes a Fennan, la cartera, laagenda, y demás? Que estaban en lapolicía…

–Sí.–Bueno, pues su agenda tiene el

nombre completo de Dieter en lasección de direcciones, y al lado elnúmero de teléfono de la Misión. ¡Quécaradura!

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–Es algo más que eso; es una locura.¡Dios mío!

–Luego, en el cuatro de enero, estáapuntado: «Smiley C. A. Llamada a lasocho treinta.» Lo cual queda confirmadopor un apunte del día tres que dice«Pedir llamada para miérc. mañana.»Ahí tienes tu llamada misteriosa.

–Sigue sin explicación.Una pausa.–George, he mandado a Félix

Taverner al Foreign Office, a hurgar unpoco. En un aspecto, la cosa está peorde lo que temíamos, pero mejor en otrosentido.

–¿Por qué?

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–Taverner ha metido mano en lasfichas del registro de los últimos dosaños. Ha podido averiguar quéexpedientes habían ido a la sección deFennan. Cuando esta sección pedíaespecialmente un expediente, serellenaba un impreso de solicitud.

–Te escucho.–Félix encontró que, por lo general,

los viernes por la tarde había tres ocuatro expedientes señalados paraenviar a Fennan, y volvían a entrar ellunes por la mañana. La deducción esque se llevaba a casa el material duranteel fin de semana.

–¡Dios mío!

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–Pero lo raro es, George, que en losúltimos seis meses, es decir, desde sunuevo nombramiento, tendía a llevarse acasa material no secreto que no podíainteresar a nadie.

–¡Pero si durante los últimos mesesfue cuando empezó a tratar sobre todocon documentos secretos! -dijo Smiley-.Se podía llevar a casa cualquier cosaque se le antojara.

–Ya lo sé, pero no lo hizo. Enrealidad, uno diría casi que procedíadeliberadamente. Se llevaba a casamaterial de poco valor, sin relaciónapenas con su trabajo diario. Suscolegas no pueden comprenderlo, ahora

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que lo piensan. Incluso se llevó algunosdocumentos que trataban de asuntos quenada tenían que ver con su sección.

–Y no secretos.–Eso es… Y no cabe imaginar que

tuvieran interés desde el punto de vistadel espionaje.

–¿Y antes, antes de desempeñar sunuevo trabajo? ¿Qué clase de materialse llevaba entonces a casa?

–Mucho más de lo que podríasimaginarte: documentos que había usadodurante el día, política y cosas así.

–¿Secretos?–Algunos sí, otros no. Según venían.–Pero ¿nada inesperado… ningún

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material especialmente delicado que nole correspondiera?

–No. Nada. Tenía de sobra muchasoportunidades a mano, y no las empleó.Supongo que estaba chiflado.

–Tenía que estarlo si puso el nombrede su controlador en su agenda.

–Y entiende esto como quieras:arregló en el Foreign Office tomarsecomo día libre el cuarto, el día despuésde su muerte. Al parecer, algosorprendente en él, porque era unhombre que trabajaba como una bestia.

–¿Qué hace Maston con todo esto? -preguntó a Smiley, tras hacer una pausa.

–En este momento recorriendo los

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archivos y entrando precipitadamente averme cada dos minutos con preguntasidiotas. Creo que allá dentro seencuentra completamente desamparado asolas con los hechos.

–Ah, no te preocupes, Peter; podrácon ellos.

–Ya está diciendo que todas lasacusaciones contra Fennan se apoyansólo en las declaraciones de unaneurótica.

–Gracias por llamar, Peter.–Hasta la vista, chico. No te dejes

ver mucho.Smiley colgó y se preguntó dónde

estaría Mendel. Había un periódico de

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la tarde en la mesa del vestíbulo, y lanzóuna vaga ojeada al titular«Linchamiento: Los judíos protestan», y,debajo, la noticia del linchamiento de untendero judío en Düsseldorf. Abrió lapuerta del cuarto de estar: Mendeltampoco estaba allí. Luego lo vio através de la ventana. Llevaba unsombrero de jardinero y daba golpessalvajes con un hacha en un tocón, en eljardín de delante. Smiley le observó unmomento y luego subió a descansar otravez. Cuando llegaba a lo alto de laescalera, el teléfono empezó a sonar denuevo.

–George…, perdona que te moleste

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otra vez. Es acerca de Mundt.–¿Qué?–Se fue anoche a Berlín en avión,

por la «BEA». Viajaba con otro nombre,pero la azafata le reconoció fácilmente.Eso es todo. Mala suerte, amigo.

Smiley apretó un momento con lamano el soporte del auricular, y luegomarcó Walliston 2944. Oyó el zumbidodel timbre al otro lado: luego seinterrumpió y, en su lugar, la voz de ElsaFennan:

–Diga…, diga…, ¿diga?Lentamente, colgó. Estaba viva.¿Por qué demonios ahora? ¿Por qué

Mundt volvía ahora a Alemania, cinco

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semanas después de haber asesinado aFennan, tres semanas después de haberasesinado a Scarr? ¿Por qué habíaeliminado el peligro menor -Scarr- yhabía dejado intacta a Elsa Fennan,neurótica y amargada, capaz encualquier momento, de tirar por la bordasu propia seguridad y contarlo todo?¿Qué reacción podría desencadenar enella aquella terrible noche? ¿Cómo eraposible que se fiara Dieter de una mujersobre la que ejercía ahora tan pocainfluencia? Ella no podía yasalvaguardar el buen nombre de sumarido. ¿Acaso, en Dios sabe qué rachade arrepentimiento o de venganza, no se

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sentiría dispuesta a echar fuera toda laverdad? Evidentemente, habría detranscurrir algún tiempo entre elasesinato de Fennan y el de su mujer,pero ¿qué acontecimiento, quéinformación, qué peligro obligó a Mundta tomar la decisión de regresar anoche?Al parecer, se había arrojado a un lado,sin terminar, algún inexorable ycomplejo plan para conservar el secretode la traición de Fennan. ¿Qué habíaocurrido ayer que Mundt pudieraconocer? ¿O la oportunidad de supartida se debía a una coincidencia?Smiley se negaba a creer que lo fuera. SiMundt se quedó en Inglaterra después de

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los dos asesinatos y el ataque a Smiley,lo había hecho de mala gana, esperandoalguna oportunidad o algún suceso quele permitiera marchar. No se quedaría niun momento más de lo necesario. Pero¿qué había hecho desde la muerte deScarr? Escondido en algún cuartosolitario, aislado de la luz y las noticias.Entonces ¿por qué se había ido volandotan repentinamente?

¿Y Fennan? ¿Qué espía era ése queelegía información inofensiva para susamos cuando tenía al alcance de losdedos verdaderas joyas? ¿Acaso uncambio de propósito? ¿Habría cedido suintención? Entonces ¿por qué no se lo

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contó a su mujer, para quien su delitoera una constante pesadilla, y que sehabría alegrado de su conversación?Ahora parecía que Fennan nunca habíamostrado ninguna preferencia pordocumentos secretos: sencillamente, sehabía llevado a casa cualquierexpediente que tuviera entre manos.Ciertamente, un debilitamiento en suintención explicaría la extraña cita paraalmorzar en Marlow, y la convicción deDieter de que Fennan le traicionaba. Y¿quién escribió la carta anónima?

Nada tenía sentido, nada. El propioFennan -brillante, elocuente, y atractivo-había engañado con tal naturalidad, con

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tal experiencia… A Smiley le parecióverdaderamente simpático. ¿Por qué,entonces, este experto en engañar habíacometido la increíble pifia de poner elnombre de Dieter en su agenda y dedemostrar tan poco juicio o interés en laselección de informaciones?

Smiley subió la escalera paraempaquetar los pocos objetos suyos queMendel le había llevado de BywaterStreet. Todo había terminado.

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XIV. El grupo deDresde

Se detuvo en el umbral y dejó en elsuelo la maleta, buscando a tientas elllavín. Al abrir la puerta, recordó aMundt allí, mirándole con aquellos ojosde azul palidísimo, calculadores yfirmes. Era extraño pensar en Mundtcomo discípulo de Dieter. Mundt habíaactuado con la inflexibilidad de unmercenario bien entrenado: eficaz,constante, mezquino. No hubo nadaoriginal en su técnica: en todo fue unasombra de su maestro. Era como si los

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trucos brillantes e imaginativos deDieter se hubieran condensado en unmanual que Mundt se hubiese aprendidode memoria, añadiendo sólo la sal de supropia brutalidad.

Smiley, adrede, no había dejadodirección, y en el felpudo de la puertahabía un montón de cartas. Lo recogió,lo puso en la mesa del vestíbulo yempezó a abrir puertas y a mirar a sualrededor, con una expresión dedesconcierto y desamparo. La casa leresultaba extraña, fría y mohosa. Alpasar lentamente de un cuarto a otro,empezó por primera vez a darse cuentade cuán vacía se había quedado su vida.

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Buscó cerillas para encender lachimenea de gas, pero no había. Se sentóen una butaca en el cuarto de estar y susojos erraron por los estantes de libros ylos objetos dispersos que había reunidoen sus viajes. Cuando le dejó Ann, habíaempezado a eliminar rigurosamente todorastro suyo. Incluso se quitó de encimasus libros. Pero poco a poco dejó quevolvieran a afirmarse los pocossímbolos que quedaban vinculando suvida a la de Ann: regalos de boda deamigos íntimos que representabandemasiado para regalarlos a cualquiera.Había un esbozo de Watteau, regalo dePeter Guillam, y un grupo de porcelana

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de Dresde, de Steed-Asprey.Se levantó de la butaca y se acercó

al armario del rincón donde estaba elgrupo. Le gustaba admirar la belleza deaquellas figuras, la diminuta cortesanarococó en traje de pastora, con lasmanos extendidas hacia un enamoradoadorador y volviendo la carita haciaotro. Se sintió incongruente ante esafrágil perfección, como se había sentidoante Ann al empezar la conquista quetanto asombró a la sociedad. No se sabecómo, aquellas figurillas le consolaban:era tan inútil esperar fidelidad de Anncomo de esa diminuta pastora en su fanalde cristal. Steed-Asprey compró el

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grupo en Dresde antes de la guerra:había sido la joya de su colección, y selo regaló a ellos. Quizá adivinó que undía Smiley necesitaría la sencilladoctrina que presentaba.

Dresde: de todas las ciudadesalemanas, era la favorita de Smiley. Lehabía gustado su arquitectura, su extrañamezcla de edificios medievales yclásicos, a veces recordándole aOxford, sus cúpulas, sus torres, susagujas, sus tejados de cobre verdereluciendo bajo un cálido sol. Sunombre significaba «ciudad de loshabitantes de los bosques», y allí fuedonde el rey Wenceslao de Bohemia

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protegió con regalos y privilegios a lospoetas ministriles. Smiley recordó laúltima vez que había estado allí,visitando a un conocido de laUniversidad, un profesor de filosofía alque encontró en Inglaterra. En esa visitafue cuando vio a Dieter Frey dandovueltas penosamente al patio de laprisión. Todavía le parecía verle, alto ycolérico, monstruosamente cambiado acausa de su cabeza afeitada, demasiadogrande, no se sabe cómo, para esapequeña prisión. Dresde, recordó, era ellugar de nacimiento de Elsa Fennan. Seacordó de haber echado una ojeada a susdatos personales en el Ministerio: Elsa,

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de soltera Freimann, nacida en 1917 enDresde, Alemania, de padres alemanes:educada en Dresde: en prisión 1938-1945. Trató de situarla sobre el telón defondo de su hogar, la distinguida familiajudía que llevaba adelante su vida entreinsultos y persecuciones. «Soñaba conun largo pelo dorado, y me afeitaron lacabeza.» Comprendió, con exactitud quele hizo sentir náuseas, por qué se teñíael pelo. Quizá había sido como estapastora, linda y de pecho firme. Pero elcuerpo había sido tan quebrantado por elhambre que quedó frágil y feo, como losrestos de un pajarillo.

Se la imaginaba en la terrible noche

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en que encontró al asesino de su maridoal lado del cadáver. Él la oía explicar,sollozante y sin aliento, por qué Fennanhabía ido al parque con Smiley: yMundt, sin conmoverse, discutiendo yrazonando, obligándola finalmente aconspirar una vez más contra suvoluntad en el más terrible e innecesariode los crímenes, arrastrándola alteléfono y haciéndola llamar al teatro, ypor último, atormentada y agotada,dejarla que hiciera frente a lasinvestigaciones que tenían que seguir, eincluso forzándola a que escribiera esainútil carta de suicidio con la firma deFennan. Era más inhumano de lo que se

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pudiera creer, y un riesgo fantástico paraMundt, añadió Smiley para sí.

Desde luego, en el pasado ella sehabía mostrado una cómplice bastantedigna de confianza, fría, e, irónicamente,más hábil que Fennan en las técnicas delespionaje. Y bien sabía Dios que, parauna mujer que había pasado una nochecomo aquélla, su actuación en el primerencuentro con Smiley había sido unamaravilla.

Al quedarse contemplando a lapastorcita, eternamente suspensa entresus adoradores, se dio cuenta con unaespecie de desasimiento de que habíaotra solución completamente diferente

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para el caso de Samuel Fennan, unasolución que encajaba con todos losdetalles de las circunstancias yreconciliaba las irritantesinconsistencias del carácter de Fennan.Esto comenzó a adquirir forma como unejercicio académico, sin hacerreferencia a personas concretas: Smileymanipuló los personajes como piezas deun rompecabezas, dándoles vueltas a unlado y a otro para que encajaran en lacompleja estructura de los hechosestablecidos. Luego, en un momento, lafigura quedó repentinamente formadacon tal firmeza que ya dejó de ser unjuego.

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Su corazón latió más de prisa,cuando Smiley se repitió con crecienteasombro la historia entera,reconstruyendo escenas e incidentes a laluz de su descubrimiento. Ahora sabíapor qué Mundt se había marchado deInglaterra ese día, por qué Fennan habíaelegido documentos de tan poco valorpara Dieter, por qué había pedido lallamada de las ocho y media, y por quésu mujer escapó del salvajismosistemático de Mundt. Ahora sabía, porfin, quién escribió la carta anónima. Viocómo se había dejado burlar por sussentimientos, y cómo había hechotrampas al poder de su inteligencia.

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Se acercó al teléfono y marcó elnúmero de Mendel. En cuanto terminóde hablar con él, llamó a Peter Guillam.Luego se puso el sombrero y el gabán,salió y dobló la esquina, hasta SloaneSquare. En un pequeño quiosco deperiódicos, junto a Peter Jones, compróuna postal con la vista de la Abadía deWestminster. Bajó a la estación delMetro y se dirigió al Norte, hastaHighgate, donde salió. En la estafeta deCorreos compró un sello y escribió lapostal en rígidas mayúsculas de estilocontinental, dirigiéndola a Elsa Fennan.En el espacio para la correspondenciaescribió con letra puntiaguda: «Querría

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que estuvieras aquí.» Echó la postal yanotó la hora, después volvió a SloaneSquare. No podía hacer más.

Aquella noche durmiótranquilamente, madrugó a la mañanasiguiente, sábado, y dobló la esquinapara comprar unos croissants y café engrano. Se hizo mucho café y se sentó enla cocina a leer The Times , mientrastomaba el desayuno. Se sentíacuriosamente tranquilo, y, cuando por finsonó el teléfono, dobló el periódicocuidadosamente antes de subir acontestar.

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–George, soy Peter -la voz eraapremiante, casi triunfal-; George, ¡Elsaha picado, de veras!

–¿Qué ha pasado?–El cartero llegó exactamente a las

ocho treinta y cinco. A las nueve ymedia bajaba rápidamente por la calle,completamente equipada. Fue derecha ala estación y cogió el tren de las nuevecincuenta y dos para la estaciónVictoria. Metí a Mendel en el tren y yosalí disparado en coche, pero no lleguéa tiempo de alcanzar el tren en el final.

–¿Cómo te vas a poner en contactode nuevo con Mendel?

–Le he dado el número de

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«Grosvenor Hotel» y ahí estoy ahora.Me va a llamar tan pronto comoencuentre una oportunidad y yo iré abuscarle donde esté.

–Peter, tómalo con tranquilidad,¿eh?

Tranquilo como el aceite, muchacho.Creo que ella está perdiendo la cabeza.Corre como un galgo.

Smiley colgó. Buscó el Times yempezó a examinar la cartelera teatral.Tenía que estar en lo cierto…, tenía queestarlo.

La mañana pasó con angustiosa

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lentitud. A veces, Smiley se paraba juntoa la ventana y miraba a las zancudaschicas de Kensington que iban decompras con guapos jóvenes con jerseysazul pálido, o a la brigada de lalimpieza de coches trabajandoalegremente delante de las casas, luegomarchando a la deriva para hablar decoches, y por último desapareciendocalle abajo, ansiosos, hacia la primerapinta de cerveza del fin de semana.

Al fin, tras lo que pareció unatardanza interminable, sonó el timbre dela puerta y entraron Mendel y Guillam,sonriendo animados y hambrientos comolobos.

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–Ha picado el anzuelo -dijoGuillam-. Pero que te cuente Mendel: élha hecho la mayor parte de la faena. Yollegué sólo para darle remate.

Mendel contó su relato con precisióny exactitud, mirando al suelo un pocopor delante suyo, con la delgada cabezaligeramente ladeada.

–Tomó el de las nueve cincuenta ydos para Victoria. Yo me mantuvedistante de ella en el tren y la seguícuando salió. Cogió un taxi haciaHammersmith.

–¿Un taxi? -exclamó Smiley-. Debede haber perdido el juicio.

–Está chiflada. Sin embargo, anda

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muy de prisa para ser mujer, fíjese, ycasi salió corriendo por el andén. Seapeó en Broadway y fue al «SheridanTheatre». Empujó las puertas decontaduría, pero estaban cerradas.Vaciló un momento, luego dio una vueltay fue a un café a unos cien pasos másabajo. Pidió café y lo pagó en seguida.Unos cuarenta minutos más tarde, volvióal «Sheridan». La taquilla estabaabierta, y yo fui detrás de ella,poniéndome en la cola. Reservó dosasientos de atrás para el próximomartes, fila T, veintisiete y veintiocho.Al salir del teatro, metió una entrada enun sobre, lo cerró y franqueó. Luego lo

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echó al correo. No pude ver ladirección, pero el sobre llevaba un sellode seis peniques.

Smiley permanecía inmóvil.–No sé -dijo-, no sé si él irá.–Alcancé a Mendel en el «Sheridan»

-dijo Guillam-. Él, después de verlaentrar en el café, me llamó, y luegoentró.

–También yo tenía ganas de tomar uncafé -continuó Mendel-. El señorGuillam se reunió conmigo. Yo le dejéallí cuando salí para la cola del teatro, yél salió del café poco después. Ha sidoun trabajo decente, sin problemas. Ellaestá trastornada, estoy seguro. Pero no

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sospecha nada.–¿Qué hizo después de eso? -

preguntó Smiley.–Volvió directamente a la estación

Victoria. La dejamos en paz.Quedaron un momento en silencio, y

luego, Mendel dijo:–¿Qué hacemos ahora?Smiley parpadeó y miró gravemente

el rostro gris de Mendel.–Sacar entradas para la función del

martes en el «Sheridan».

Se fueron y él quedó solo otra vez.Todavía no había mirado la gran

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cantidad de correo que se habíaacumulado en su ausencia. Circulares,catálogos de Blackwell, facturas, y lacosecha acostumbrada de vales parajabón, cupones para guisantes enconserva, quinielas de fútbol y unaspocas cartas personales, permanecíanaún sin abrir en la mesa del vestíbulo.Se lo llevó al cuarto de estar, se instalóen una butaca y empezó por abrir lascartas personales. Había una de Maston,y la leyó con cierta sensación de rubor:

Mi querido George:Sentí mucho lo de su accidente,

Guillam me lo hizo saber, y espero ya

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que se haya recuperado del todo.Quizá recuerde que, en la agitación

del momento, antes de su desgracia, meescribió una carta de dimisión, yquería simplemente hacerle saber que,desde luego, no la tomo en serio. Aveces, cuando los acontecimientos nosabruman, disminuye nuestro sentido dela perspectiva. Pero unos veteranoscomo nosotros, George, no vamos aabandonar tan fácilmente el sendero dela guerra. Espero volver a verle connosotros en cuanto se encuentrebastante fuerte, y mientras tanto,seguimos considerándole como unantiguo y leal miembro personal.

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Smiley la dejó a un lado y pasó a lacarta siguiente. Por un momento, noreconoció le letra: por un instante mirócon aire inexpresivo el sello suizo y elelegante papel de cartas de un hotel. Derepente se sintió ligeramente mareado,se le nublaron los ojos y apenas sintiófuerza en sus dedos para abrir el sobre.¿Qué quería ella? Si era dinero, podíallevarse todo lo que él tenía. El dineroera suyo, de Smiley, y podía gastarlocomo quisiera: si le causaba placerderrocharlo echándoselo encima a Ann,lo haría así. No le quedaba nada másque darle: ella se lo había llevado todohacía mucho tiempo. Se llevó su valor,

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su cariño, su compasión, se lo llevóalegremente en su pequeño joyero, paraacariciarlos alguna vez, algunas tardes,cuando el tiempo se detuvierapesadamente bajo el sol cubano, quizápara exhibirlos ante los ojos de suamante más reciente, comparándolos conjoyas semejantes que le habían dadootros, antes o después.

Mi querido George:Quiero hacerte un ofrecimiento que

ningún caballero podría aceptar.Quiero volver a tu lado.

Estaré en el Baur-au-Lac, enZurich, hasta fin de mes. Dime algo.

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Ann

Smiley cogió el sobre y lo miró pordetrás: «Madame Juan Alvida.» No,ningún caballero podría aceptar elofrecimiento. Ningún sueño podíasobrevivir a la luz del día de la marchade Ann con su sacarinoso latino desonrisa de piel de naranja. Una vez, enun documental, Smiley había visto aAlvida ganando una carrera enMontecarlo. Recordaba que, lo másrepelente de él era el vello de susbrazos. Con las gafas, el aceite de motory la ridícula corona de laurel, parecíaexactamente un mono antropoide caído

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de un árbol. Llevaba una blancacamiseta de tenis de mangas cortas, que,no se sabe cómo, se había conservadoimpecablemente limpia a lo largo de lacarrera, destacando con repulsivaclaridad esos brazos negros de mono.

Así era Ann: «Dime algo.» Redimetu vida, mira si es posible vivir otra vez,y dime algo. He aburrido a mi amante,mi amante me ha aburrido a mí: voy adestrozar otra vez tu mundo: el mío mefastidia. Quiero volver a tu lado…Quiero, quiero…

Smiley se levantó con la cartatodavía en la mano, y volvió a quedarinmóvil ante el grupo de porcelana. Allí

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permaneció varios minutos, mirandofijamente a la pastorcilla. ¡Qué hermosaera!

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XV. El último acto

La adaptación en tres actos deEduardo II en el «Sheridan» se iba arepresentar con un lleno total. Guillam yMendel estaban en asientos contiguos,en el extremo del arco del entresuelo,que formaba una gran U ante la escena.Desde el lado izquierdo del arco sepodían ver las últimas butacas del patio,que, por lo demás, quedaban ocultas. Unasiento vacío separaba a Guillam de ungrupo de jóvenes estudiantesimpacientes por la expectación.

Miraron pensativamente un inquieto

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mar de cabezas que subían y bajaban yprogramas agitados, removiéndose ensúbitas oleadas cuando los que llegabanmás tarde ocupaban sus asientos. Laescena recordaba a Guillam una danzaoriental, en la que levísimosmovimientos de un pie o una manoaniman un cuerpo inmóvil. De vez encuando, lanzaba una mirada hacia losasientos del fondo, pero seguía sin haberseñal de Elsa Fennan ni de su invitado.

Precisamente, al terminar la músicagrabada para la introducción, volvió aechar una rápida mirada a los dosasientos vacíos de la última fila, y elcorazón le dio un brinco repentino al ver

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la leve figura de Elsa Fennan, sentada enposición erguida e inmóvil, mirando confijeza la sala, lo mismo que un niño queaprende buenas maneras. El asiento a suderecha, el más próximo al pasillo,seguía vacío.

Afuera, en la calle, se amontonabanapresuradamente los taxis ante laentrada del teatro, y elegantesrepresentantes de la sociedad pudiente,y también de la poco pudiente, daban atoda prisa propinas excesivas a sustaxistas y perdían cinco minutosbuscando sus localidades. El taxi deSmiley le llevó más allá del teatro y lodejó en el «Clarendon Hotel», donde se

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dirigió al bar restaurante.–Espero una llamada en cualquier

momento -dijo-. Me llamo Savage. Meavisará, ¿verdad?

El barman se volvió al teléfono quetenía detrás y habló con la centralilla.

–Y un whisky corto con soda, porfavor. ¿Quiere usted otro?

–Gracias, señor, nunca lo pruebo.

Se levantó el telón sobre unescenario a media luz, y Guillamatisbando hacia el fondo de la sala, noconsiguió al principio penetrar larepentina oscuridad. Poco a poco, sus

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ojos se acostumbraron al débil fulgor delas luces de emergencia, hasta que pudoapenas distinguir a Elsa en la media luz,y el asiento a su lado seguía vacío.

Sólo un tabique muy bajo separabalos asientos posteriores y el pasillo quecorría al fondo de la sala: detrás habíavarias puertas que daban al vestíbulo, albar y al guardarropa. Se abrió una deellas, y por un instante un haz oblicuo deluz cayó, como adrede, sobre ElsaFennan, iluminando con una delgadalínea un lado de su rostro, yennegreciendo sus huecos en elcontraluz. Inclinó la cabeza ligeramente,como si escuchara algo detrás de ella, se

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levantó a medias en el asiento, peroluego se volvió a sentar, decepcionado,y adoptó otra vez su postura anterior.

Guillam notó la mano de Mendel enel brazo, se volvió y vio la carademacrada de su compañero inclinadahacia delante, mirando. Al seguir lamirada de Mendel, observó, a la alturade las butacas de la orquesta, una altafigura que avanzaba lentamente hacia lasúltimas filas: era un espectáculoimpresionante aquella figura erguida yhermosa, con un mechón de pelo negrocaído sobre la frente. Eso era lo quemiraba Mendel con tal fascinación, a eseapuesto gigante que renqueaba pasillo

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arriba. Había en él algo peculiar, algoimpresionante y turbador. A través desus gemelos, Guillam observó su avancelento y deliberado y admiró la gracia yla medida de su paso irregular. Era unhombre insólito, un hombre pararecordar, un hombre que hace sonarprofundamente una cuerda en nuestraexperiencia, un hombre con el don de lafamiliaridad universal. Para Guillam,era una mezcla viva de todos los sueñosrománticos: estaba ante el mástil de unbuque junto con Conrad, buscaba laGracia perdida con Byron, y visitabacon Goethe las sombras de los infiernosclásicos y medievales.

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Al andar, echando hacia delante supierna sana, había tal desafío, tal aireimperativo en él, que no podía pasarinadvertido. Guillam vio cómo lascabezas se volvían hacia él y los ojos leseguían como subyugados.

Abriéndose paso con un empujón, alotro lado de Mendel, Guillam saliórápidamente por la puerta de incendiosal pasillo de atrás. Bajó unos escalones,siguió el pasillo, y llegó por último alvestíbulo. La contaduría estaba cerrada,pero la cajera seguía escudriñando condesesperanza una hoja de cifraslaboriosamente anotadas, cubierta deenmiendas y tachaduras.

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–Perdone -dijo Guillam-, pero tengoque usar su teléfono… Es muy urgente,¿me permite?

–¡Chissst!Ella agitó un lápiz con impaciencia,

sin levantar los ojos. Tenía pelo deratón; su piel grasienta brillaba con lafatiga de los trasnochadores y de los quese alimentan de patatas fritas. Guillamaguardó un momento, preguntándosecuánto tardaría en encontrar unasolución a aquella jungla de números dearaña que tenía que cuadrar con elmontón de billetes y monedas que habíaen la caja abierta a su lado.

–Escuche -apremió-, soy un

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funcionario de la policía. Ahí arriba hayun par de héroes que quieren su dinero.¿Me deja usar ahora ese teléfono?

–¡Ah, Dios mío! -dijo ella con vozcansada, y le miró por primera vez.

Llevaba gafas y era muy fea. No sealarmó ni se impresionó.

–Ojalá se llevaran de una vez esedinero. Me está fastidiando.

Echando a un lado las cuentas, abrióuna puerta lateral de su garita y Guillamse deslizó en el interior.

–No es nada decente, ¿eh? -dijo lachica, con una sonrisa.

Tenía una voz casi bien educada:probablemente una estudiante de la

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Universidad de Londres que ganabaalgún dinero para sus gastos, pensóGuillam. Llamó al «Clarendon», ypreguntó por el señor Savage. Casiinmediatamente oyó la voz de Smiley.

–Está aquí -dijo Guillam-. Estabaaquí desde el principio. Debe de haberreservado otra entrada: estaba en lasfilas de delante. Mendel lo vio que subíade repente renqueando por el pasillo.

–¿Renqueando?–Sí, no es Mundt. Es el otro, Dieter.Smiley no contestó, y un momento

después dijo Guillam:–George, ¿sigues ahí?–Me temo que nos hemos engañado,

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Peter. No tenemos nada contra DieterFrey. Despide a los agentes: noencontrarán a Mundt esta noche. ¿Haterminado el primer acto?

–Debe faltar muy poco para elentreacto.

–Estaré ahí dentro de veinte minutos.Pégate a Elsa como su sombra. Si semarchan y se separan, que Mendel siga aDieter. En el último acto, quédate en elvestíbulo por si se fueran antes determinar el espectáculo.

Guillam colgó y se volvió hacia lamuchacha.

–Gracias -dijo, y le puso cuatropeniques en la mesa.

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Ella los reunió a toda prisa y losapretó fuertemente en su mano.

–Por el amor de Dios -dijo-, no mecree más problemas.

Guillam salió a la calle y habló conun agente de paisano que vagaba por laacera. Luego volvió apresuradamente yse sentó junto a Mendel mientras caía eltelón del primer acto.

Elsa y Dieter estaban sentadosjuntos. Hablaban contentos, Dieterrisueño y Elsa animada y elocuentecomo un muñeco que ha cobrado vidapor obra de su dueño. Mendel les

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observaba con fascinación. Ella se reíade algo que le decía Dieter, se inclinabahacia delante y le ponía la mano en elbrazo. Vio sus delgados dedos sobre susmoking, vio que Dieter inclinaba lacabeza y le susurraba algo, haciéndolareír otra vez. Mientras Mendelobservaba, las luces del teatro seoscurecieron, disminuyó el ruido de lasconversaciones y el público sepreparaba rápidamente para el segundoacto.

Smiley salió, del «Clarendon» yavanzó lentamente por la acera hacia el

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teatro. Pensándolo ahora, se dio cuentade que era bastante lógico que fueraDieter, y que habría sido una locuraenviar a Mundt. Se preguntó cuántotiempo pasaría antes de que Elsa yDieter descubrieran que no era Dieterquien la había citado a ella, que no eraDieter quien había mandado la postalcon un mensajero de confianza. Pensóque sería un momento interesante. Todolo que ahora ansiaba era la oportunidadde una nueva entrevista con Elsa Fennan.

Minutos después, se deslizósilenciosamente en el asiento vacío juntoa Guillam. Hacía mucho tiempo que noveía a Dieter.

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No había cambiado. Era el mismoromántico inverosímil con la magia deun charlatán: la misma figurainolvidable que se había abierto pasosobre las ruinas de Alemania,implacable en su propósito satánico enel cumplimiento, oscuro y veloz comolos dioses del Norte. Smiley les habíamentido aquella noche en el club: Dieterestaba fuera de toda comparación, consu astucia, su vanidad, su energía y sussueños. Todo superaba el tamañonatural, sin que hubiese sufrido lainfluencia moderadora de laexperiencia. Era hombre que pensaba yactuaba en términos absolutos, sin

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paciencia ni compromiso.Aquella noche, al sentarse en el

teatro oscuro y ver a Dieter a través deuna masa de caras inmóviles, losrecuerdos volvieron a Smiley, recuerdosde peligros compartidos, de confianzamutua, cuando cada cual tenía en susmanos la vida del otro… Por unmomento Smiley se preguntó si Dieter lehabría visto. Tuvo la sensación de quetenía sobre él la mirada de los ojos deDieter, observándole en la penumbra.

Smiley se levantó cuando el segundoacto se acercaba a su término. Al caer eltelón, se dirigió rápido a la salidalateral y esperó discretamente en el

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pasillo hasta que sonó el timbre para elúltimo acto. Mendel se reunió con élantes de que finalizara el entreacto, yGuillam se deslizó a su lado para asumirsu puesto de vigilancia en el vestíbulo.

–Han surgido dificultades -dijoMendel-. Están discutiendo. Ella pareceasustada. No hace más que repetir algo,y él solamente mueve la cabeza. Creoque ella tiene pánico, y Dieter parecepreocupado. Ha empezado a mirar a sualrededor por el teatro como si hubieracaído en una trampa, tomando medidasal sitio, haciendo planes. Ha lanzado unamirada al lugar donde estaba ustedsentado.

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–No la dejará sola -dijo Smiley-.Esperará y saldrá con la gente. No semarcharán antes del final.Probablemente supone que está rodeado.Tratará de esquivarnos separándose deella de repente en medio de lamultitud…, perdiéndola simplemente.

–¿A qué jugamos? ¿Por qué nopodemos bajar ahí y cazarlos?

–Estamos esperando no séexactamente qué. No tenemos pruebas.No hay pruebas de asesinato ni deespionaje, hasta que Maston decidahacer algo. Pero recuerde lo que le digo:Dieter no sabe esto. Si Elsa estánerviosa y Dieter preocupado, harán

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algo… Eso es seguro. Mientras piensenque el juego está en marcha, tenemos unaprobabilidad. Que se disparen, quetengan pánico, cualquier cosa. Loimportante es que hagan algo…

El teatro estaba a oscuras, pero, conel rabillo del ojo, Smiley vio que Dieterse inclinaba sobre Elsa y le susurrabaalgo. Con su mano izquierda, la habíacogido del brazo, y su actitud era la deuna persona que trata apremiantementede convencer y tranquilizar.

La obra avanzaba lentamente. Losgritos de los soldados y los chillidos delrey enloquecido llenaban el teatro, hastael terrible momento de su turbia muerte,

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en el que un suspiro audible subió delpatio de butacas. Dieter tenía ahora elbrazo en torno de los hombros de ella.Le había envuelto el cuello con plieguesde su fino chal y la protegía como sifuera un niño dormido. Siguieron asíhasta que cayó el telón final. Noaplaudieron. Dieter miró buscando elbolso de Elsa, le dijo algotranquilizador y se lo puso en el regazo.Ella inclinó la cabeza muy ligeramente.Un redoble de tambores anunció elhimno nacional y el público se puso depie. Smiley se levantó instintivamente ynotó con sorpresa que Mendel se habíadesvanecido. Dieter se levantó

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lentamente y entonces Smileycomprendió que había ocurrido algo.Elsa seguía sentada y aunque Dieterintentaba amablemente que se levantara,ella no reaccionaba. Había algoextrañamente dislocado en su forma deestar sentada, en el modo en que lacabeza se apoyaba sobre su hombro…

Comenzaba el último verso delhimno cuando Smiley se precipitó haciala puerta, corrió por el pasillo y bajó losescalones de piedra hasta el vestíbulo.Llegaba tarde por un instante: encontróla primera multitud de ansiososespectadores que se precipitaban a lacalle en busca del taxi. Miró locamente

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entre la multitud en busca de Dieter ycomprendió que ya no había esperanza,que Dieter había hecho lo que hubiesehecho él mismo, eligiendo una de entrela docena de salidas de incendio quellevaban a la calle y a la seguridad.Poco a poco, hizo avanzar su gruesafigura entre la multitud hasta la entradaal patio de butacas. Al ir de un lado aotro, incrustándose a la fuerza entre loscuerpos que salían, observó a Guillam,en el borde de la corriente, buscandodesesperadamente a Dieter y a Elsa. Legritó y Guillam se volvió de prisa.

Tras un largo esfuerzo, Smiley seencontró por fin junto a la baja división

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y pudo ver a Elsa Fennan, sentadainmóvil, mientras a su alrededor loshombres se levantaban y las mujeresbuscaban sus bolsos y abrigos. Luegooyó el chillido. Fue repentino, breve, ymostraba totalmente el horror y larepugnancia. Una muchacha se habíaparado en el pasillo y miraba a Elsa.Era joven y muy bonita. Se habíallevado a la boca los dedos de la manoderecha y tenía la cara mortalmentepálida. Su padre, un hombre alto y decolor cadavérico, se detuvo detrás deella. La agarró por los hombros y la hizoretroceder en seguida al observar aquelhorror que tenía delante.

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El chal de Elsa había resbalado desus hombros y tenía la cabeza caídasobre el pecho.

Smiley había tenido razón. «Que sedisparen, que tengan pánico, cualquiercosa… Lo importante es que haganalgo…» Y eso era lo que habían hecho:aquel cuerpo roto era testigo de supánico.

–Mejor será que llames a la policía,Peter. Me voy a casa. Déjame al margende esto, si puedes. Ya sabes dóndeencontrarme. -Asintió con la cabeza,como para sí mismo-. Me voy a casa.

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Había niebla y caía una fina lluviacuando Mendel salió disparado a travésde Fulham Palace Road en persecuciónde Dieter. Los faros de los cochessurgían súbitamente de la húmedaneblina a veinte pasos de él: el ruido dela circulación era intenso y nervioso, yél avanzaba a tientas por su insegurocamino.

No tenía más remedio que seguir aDieter, a una docena de pasos todo lomás, detrás de él. Cafés y cines habíancerrado, pero los bares y los cabaretsseguían atrayendo a ruidosos grupos quese agolpaban en las aceras. Dieteravanzaba renqueando delante de

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Mendel, que observaba su avance defarola en farola, viendo perfilarse derepente su silueta cada vez que entrabaen el siguiente haz de luz.

Dieter avanzaba de prisa, a pesar desu pierna. Al alargar el paso, su cojerase hacía más pronunciada, de modo queparecía echar la pierna izquierda haciaadelante mediante un súbito esfuerzo desus anchos hombros.

Había una curiosa expresión en lacara de Mendel, no de odio ni depropósito férreo, sino de francarepugnancia. Para Mendel nosignificaban nada las emociones de laprofesión de Dieter. No veía sino el

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crimen, la miseria de un delincuente, lacobardía de un hombre que pagaba aotros para que cometieran por él susasesinatos. Cuando Dieter se apartósuavemente del público y se dirigió a lasalida lateral, Mendel vio lo queesperaba: el acto furtivo de un vulgarcriminal. Era algo que adivinaba ycomprendía. Para Mendel sólo había unaclase delincuente, desde el carterista yel ladronzuelo hasta el empresarioindustrial que hace malabarismos conlas leyes sobre sociedades anónimas.Estaban fuera de la ley y su vocación,desagradable, pero necesaria, eraponerlos a buen recaudo. Este daba la

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casualidad de que era alemán.La niebla se espesó y se volvió

amarilla. Ninguno de los dos llevabaabrigo. Mendel se preguntó qué haríaahora la señora Fennan. Guillam seocuparía de ella. La mujer ni siquierahabía mirado a Dieter cuando seescurrió. Era muy rara, hecha toda ellade piel y huesos y buenas obras, a juzgarpor su aspecto. Viviría de tostadas secasy jugo de carne.

Dieter dobló de repente por unabocacalle de la derecha, y luego por otrade la izquierda. Llevaba casi una horaandando y no daba señal de decidirse aacortar el paso. La calle parecía vacía.

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Ciertamente, Mendel no podía oír máspasos que los suyos, tensos y breves,con el eco distorsionado por la niebla.Estaban en una estrecha calle de casasvictorianas con fachadas estilo Regencialevantadas a toda prisa, macizospórticos y ventanas de guillotina.Mendel supuso que estarían cerca deFulham Broadway, quizá más allá y máscerca de King’s Road. Sin embargo,Dieter no aflojaba el paso, con lasombra encorvada hacia delante en laniebla, confiada en su camino,apremiante en su propósito.

Al acercarse a una calle principal,Mendel volvió a oír el quejumbroso

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gemido del tráfico, casi obstruido por laniebla. Luego, en lo alto, una farolaamarilla lanzó un fulgor pálido, con elcontorno claramente trazado, como elhalo de un sol de invierno. Dieter vacilóun momento en la acera, y luego,arriesgándose al tráfico espectral que seabría paso ante ellos saliendo de lanada, cruzó la calle y se hundió derepente en una de las innumerablesbocacalles que daban -Mendel estabaseguro- al río.

Mendel llevaba la ropa empapada, yla fina lluvia le corría por la cara.Debían de estar ya cerca del río. Por unmomento creyó que Dieter se había

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esfumado. Avanzó rápidamente, casitropezó en un bordillo, volvió a avanzar,y vio ante él las balaustradas de laorilla. Unos escalones subían a unaverja de hierro de las barandas, queestaba ligeramente abierta. Se detuvoante la verja y miró abajo, hacia el agua.Había una recia pasarela de madera yMendel oyó el eco desigual de Dieterque, oculto por la niebla, seguía suextraño camino hacia el borde del agua.Mendel esperó, y luego, cauto ysilencioso, bajó por la pasarela. Era unaconstrucción permanente, con pesadospasamanos de pino a ambos lados.Mendel calculó que llevarla allí mucho

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tiempo. Junto al extremo inferior de lapasarela había una larga balsa hecha delatas de aceite y chapa de madera. Tresdestartalados lanchones con vivienda sedestacaban entre la hierba, meciéndosesuavemente en sus amarras.

Evitando todo ruido, Mendel sedeslizó hasta la balsa, y examinó unopor uno los lanchones. Dos estabanjuntos, unidos por una tabla. El tercerohabía sido amarrado unos cinco metrosmás allá, y tenía una luz encendida en lacabina delantera. Mendel volvió a laorilla y cerró cuidadosamente detrás deél la verja de hierro.

Caminó lentamente por la calle,

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todavía inseguro de su paradero. Alcabo de cinco minutos, la acera doblóbruscamente a la derecha y el suelo seelevó poco a poco. Comprendió queestaba en un puente. Sacó el encendedor,y su larga llama lanzó un fulgor sobre lapared de piedra de su derecha.Moviendo de un lado a otro elencendedor, encontró por fin una placade metal, mojada y sucia, con laspalabras «Puente de Battersea». Volvióa la verja y se quedó inmóvil unmomento, orientándose con precisión ala luz de ese dato.

En algún sitio, por encima de él y ala derecha, se escondían en la niebla las

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cuatro enormes chimeneas de la plantatérmica de Fulham. A su izquierdaestaba Cheyne Walk, con su fila deelegantes y pequeñas embarcaciones,que llegaban al puente de Battersea. Elsitio donde se encontraba ahora era lalínea de división entre lo elegante y lomísero, donde Cheyne Walk seencuentra con Lots Road, una de lascalles más feas de Londres. El lado surde esa calle consiste en enormesalmacenes, muelles y fábricas, y el ladonorte presenta una línea ininterrumpidade casas sucias, típicas de lasbocacalles de Fulham.

A la sombra de esas cuatro

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chimeneas, quizá a unos metros delembarcadero de Cheyne Walk, eradonde Dieter Frey había encontrado surefugio sagrado. Sí, Mendel conocíabien el lugar. Estaba sólo a unosdoscientos metros más arriba de dondese habían arrebatado de los brazosinexorables del Támesis los restosmortales del señor Adam Scarr.

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XVI. Ecos en la niebla

Fue mucho después de lamedianoche cuando sonó el teléfono deSmiley. Se levantó de la butaca ante lachimenea de gas y subió a su alcoba, lamano derecha apretando fuertemente labaranda al subir. Era Peter, sin duda, ola Policía, y tendría que hacer unadeclaración. O acaso la prensa. Elasesinato había tenido efecto con eltiempo justo para alcanzar losperiódicos del día, ymisericordiosamente, un poco tarde paralas noticias de la noche de la radio.

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¿Cómo titularían esto? «Asesinomaniático en un teatro», «Crimen conclave: nombre de mujer». Odiaba laprensa, como odiaba los anuncios y latelevisión, odiaba los medios masivos,el inexorable adoctrinamiento del sigloxx. Todo lo que admiraba o quería habíanacido de un intenso individualismo. Poreso odiaba ahora a Dieter, y odiaba másque nunca lo que él defendía: elfabuloso absurdo de renunciar alindividuo a favor de la masa. ¿Cuándolas filosofías de las masas habíanproducido beneficios o sabiduría? ADieter no le importaba nada la vidahumana: soñaba sólo con ejércitos de

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hombres sin rostro ligados por sus másbajos denominadores comunes: queríadar forma al mundo como si fuera unárbol, podando lo que no se ajustara a laimagen correcta: para eso formabaautómatas vacíos y sin alma comoMundt. Mundt no tenía cara, como elejército de Dieter, era un asesino deprofesión y de nacimiento.

Cogió el teléfono y dijo su número.Era Mendel.

–¿Dónde está?–Junto al río, en Chelsea. En una

taberna llamada «El Globo», en LotsRoad. El dueño es un amigo mío… Lehe hecho levantarse… Escuche, el amigo

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de Elsa está metido en una gabarra juntoal molino de harina de Chelsea. Unverdadero milagro en la niebla, eso es.Habrá encontrado el camino por elsistema Braille.

–¿Quién?–El amigo de ella, el acompañante

del teatro. Despierte, señor Smiley.¿Qué le pasa?

–¿Usted siguió a Dieter?–Claro que sí. Eso es lo que usted le

dijo al señor Guillam, ¿no? Él tenía quepegarse a la mujer, y yo al hombre…Por cierto, ¿cómo se las arregló el señorGuillam? ¿Adónde se fue Elsa?

–No se fue a ningún sitio. Estaba

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muerta cuando se marchó Dieter.Mendel, ¿me oye? Vamos a ver, ¿cómole puedo encontrar? ¿Dónde está eselugar? ¿Lo sabrá la policía?

–Lo sabrá. Dígales que él está enuna vieja lancha de desembarco que sel l a ma Puerto de Poniente . Estáamarrada al lado este del muelleSennen, entre los molinos de harina y laplanta térmica. Lo sabrán…, pero laniebla es muy espesa, téngalo en cuenta,muy espesa.

–¿Dónde puedo encontrarle?–Bajaré derecho al río. Le

encontraré donde el puente de Batterseallega al lado norte.

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–Iré en seguida, en cuanto llame aGuillam.

Tenía una pistola en algún sitio, ypor un momento pensó en buscarla.Luego, no se sabe por qué, le parecióinútil. Además, se dijo sombríamente, sila usaba se produciría un escándaloterrible. Llamó a Guillam a su piso y ledio el recado de Mendel:

–Y además, Peter, tienen que vigilartodos los puertos y aeropuertos. Da unaorden de vigilancia especial sobre lacirculación en el río y lasembarcaciones que se dirijan al mar. Yasaben ellos cómo.

Se puso un viejo impermeable y

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unos guantes gruesos de cuero, y sedeslizó rápidamente en la niebla.

Mendel le esperaba junto al puente.Se saludaron con la cabeza y Mendel lellevó de prisa a lo largo de la orilla,manteniéndose junto a la balaustrada delrío para evitar los árboles que crecían alo largo de la avenida. De repente,Mendel se detuvo y agarró a Smiley porel brazo para avisarle. Se quedaroninmóviles, escuchando. Luego, Smiley looyó también; era el sonido de unospasos en el suelo de madera, hueco,irregular, como el caminar de un hombrelisiado. Oyeron el rechinar de una verjade hierro, su chasquido al cerrarse, y

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luego otra vez los pasos, ahora firmes enla acera, haciéndose más sonoros,acercándose a ellos. Nadie se movió.Más sonoros, más cercanos; luegovacilaron, se detuvieron. Smiley contuvoel aliento, tratando al mismo tiempodesesperadamente de ver un poco másen la niebla, de atisbar la figura alacecho que sabía que estaba allí.

Luego surgió de repente,precipitándose como una enorme bestiaferoz, abriéndose paso a través de elloscomo una explosión, separándoles de ungolpe como niños y corriendo haciaadelante, perdido otra vez con el ecoirregular disipándose a lo lejos. Se

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volvieron en su persecución, Mendeldelante y Smiley siguiéndole comopodía, fija en su mente la vívida imagende Dieter, pistola en mano, saliendo dela niebla nocturna para precipitarsecontra ellos. Delante de él, la sombra deMendel dobló repentinamente a laderecha y Smiley le siguió a ciegas.Luego, de repente, el ritmo cambió en elestrépito de una pelea. Smiley corrió yoyó el sonido inconfundible de un armapesada golpeando un cráneo humano, yluego llegó a ellos. Vio a Mendel en elsuelo y Dieter agachado sobre él,levantando el brazo para volver agolpearlo con la pesada culata de una

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pistola automática.Smiley estaba sin aliento. Su pecho

ardía de la agria niebla rancia; su bocacaliente y seca estaba llena de un saborparecido al de la sangre. Sin sabercómo, tomó aliento y gritódesesperadamente:

–¡Dieter!Frey le miró, hizo un movimiento de

cabeza y dijo:– Servus , George -y dio a Mendel

un golpe brutal y violento con la pistola.Se incorporó despacio, manteniendo lapistola hacia abajo y usando ambasmanos para sostenerla.

Smiley corrió ciegamente contra él,

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olvidando la escasa habilidad quesiempre había tenido, haciendo girar suscortos brazos y golpeando con las manosabiertas. Su cabeza dio contra el pechode Dieter y empujó, golpeando laespalda y los costados de Dieter. Estabaloco, y descubriendo en sí mismo laenergía de la locura empujó a Dieter aunmás atrás, hacia la balaustrada delpuente. Mientras Dieter cedía despuésde haber perdido el equilibrio yestorbado por su pierna débil, Smileycomprendió que él le iba a golpear, peroel golpe decisivo seguía siempre sinllegar. Gritaba a Dieter:

«¡Cerdo, cerdo!», y al echarse

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Dieter más atrás, Smiley sintió libressus brazos y una vez más le golpeó en lacara con torpes golpes infantiles. Dieterse inclinaba hacia atrás, y Smiley vio lalimpia curva de su garganta y subarbilla. Echó atrás con toda su fuerza lamano abierta y sus dedos se cerraron enla mandíbula y la boca de Dieter,empujando cada vez más. Las manos deDieter se habían agarrado a la gargantade Smiley, pero de pronto se dirigierona su propio cuello para salvarse,mientras se hundía despacio hacia atrás.Smiley le golpeó frenéticamente losbrazos, y luego quedó libre, y Dietercaía, caía en la niebla que se

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arremolinaba bajo el puente, y hubo unsilencio. No hubo ni grito nisalpicadura. Había desaparecido:ofrecido, como en un sacrificio humano,a la niebla de Londres y al sucio ríonegro que se extendía bajo ella.

Smiley se inclinó sobre el puente,con la cabeza latiéndole locamente,echando sangre por la nariz, y con losdedos de la mano derecha como rotos einútiles. Había perdido los guantes.Miró abajo, al río y no pudo ver nada.

–¡Dieter! -gritó con angustia-.¡Dieter!

Volvió a gritar, pero su voz se ahogóy se le llenaron de lágrimas sus ojos.

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–¡Ah Dios mío, qué he hecho! ¡Diosmío! ¿Por qué no me detuviste, Dieter,por qué no me diste con la pistola, porqué no disparaste?

Se estrujó la cara con las manos,probando la sangre salada mezclada ensus palmas con la sal de sus lágrimas.Se apoyó en el parapeto y lloró como unniño. Allá, debajo de él, un lisiado sedeslizaba por el agua sucia, perdido yagotado, cediendo por fin a la negrurahedionda hasta que se apoderó de él y loarrastró al fondo.

Despertó y encontró a Peter Guillam

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sentado a los pies de la cama,sirviéndole té.

–¡Ah, George! Bien venido al hogar.Son las dos de la tarde.

–¿Y esta mañana…?–Esta mañana, muchacho, estabas

danzando por el puente de Battersea conel camarada Mendel.

–¿Cómo está… Mendel, quierodecir?

–Oportunamente avergonzado de símismo. Se recupera de prisa.

–Y Dieter…–Muerto.Guillam le dio una taza de té y unas

pastas de Fortnums.

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–¿Cuánto tiempo llevas aquí, Peter?–Bueno, hemos venido en una serie

de desplazamientos tácticos. El primerofue al hospital de Chelsea donde telamieron las heridas y te dieron unsedante bastante bueno. Luego volvimosaquí y te metí en la cama. Eso fue pocoagradable. Luego hice una serie dellamadas telefónicas, y, como quiendice, me di una vuelta con un chuzo paraponer en limpio el jaleo. De vez encuando venía a mirarte: Cupido yPsique. Tú roncabas como un lirón, orecitabas Webster.

–¡Dios mío!– La Duquesa de Amalfi , creo que

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era: «Cuando estaba trastornado y sinjuicio te mandé que fueras a matar a mimejor amigo, ¡y tú lo hiciste así!» Metemo que eran terribles tonterías,George.

–¿Cómo nos encontró la policía…, aMendel y a mí?

–George, es posible que no lo sepas,pero estabas insultando a Dieter comosi…

–Sí, claro. Lo oísteis.–Lo oímos.–¿Qué hay de Maston? ¿Qué dice

Maston de todo esto?–Creo que quiere verte. Tengo un

recado suyo pidiéndote que te pases por

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allí en cuanto te encuentres encondiciones. No sé qué piensa de ello.Nada en absoluto, diría yo.

–¿Qué quieres decir?George sirvió más té.–Usa la mollera, George. Los tres

personajes principales de este pequeñocuento de hadas han sido devorados porlos osos. En los últimos seis meses nose ha puesto en peligro ningunainformación secreta. ¿De veras creesque Maston quiere entrar en detalles?¿Crees de verdad que está muriéndosede ganas de contar al Foreign Office lasbuenas noticias… y reconocer que sólocazamos espías cuando nos tropezamos

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con sus cadáveres?Sonó el timbre de la puerta, y

Guillam bajó a contestar. Smiley,alarmado, oyó cómo dejaba pasar alvisitante, y luego un ruido atenuado devoces y de pisadas, escaleras arriba.Después, un golpe en la puerta y entróMaston. Llevaba un ramo de floresostentosamente grande y parecía como siviniera de una garden-party . Smileyrecordó que era viernes: sin duda se ibaa Henley aquel fin de semana. Sonreía.Debía de haber subido todas lasescaleras sonriendo.

–¡Bueno, George, otra vez en laguerra!

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–Sí, eso parece. Otro accidente.Se sentó en el borde de la cama,

recostándose a través, apoyando unbrazo al otro lado de las piernas deSmiley.

Hubo una pausa y luego dijo:–¿Recibió mi carta, George?–Sí.Otra pausa.–Se ha hablado de una nueva sección

en el Departamento, George. Nosotros(su Departamento, mejor dicho)comprendemos que tenemos que dedicarmás energía a la investigación técnica,con una dedicación especial alespionaje de los países satélites.

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Celebro decir que ésa es también laopinión del Ministerio del Interior.Guillam ha accedido a actuar comoconsejero. No sé si usted aceptaríaocuparse de esto por nosotros. Quierodecir dirigirlo, desde luego, con elnecesario ascenso y la opción deprolongar su servicio después de laedad reglamentaria del retiro. Nuestragente de Personal me apoya plenamenteen esto.

–Gracias… Tal vez podría pensarlo,¿no?

–Desde luego…, desde luego -Maston parecía algo desconcertado-.¿Cuándo me lo dirá? Quizá sea

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necesario hacerse con un personalnuevo, y además tenemos el problemadel espacio… Emplee el fin de semanapara pensarlo, ¿quiere?, y déme unarespuesta el lunes. El secretario estaba afavor de usted…

–Sí, ya le daré una respuesta. Esusted muy amable.

–No tiene importancia. Además, yosoy sólo el consejero, ya sabe, George.Esta es realmente una decisión de ordeninterno. No soy más que el portador debuenas noticias: mi acostumbradamisión de chico de recados.

Durante un momento, Maston mirófijamente a Smiley, vaciló y luego dijo:

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–He metido a los ministros en elasunto… en la medida en que esnecesario. Hemos discutido qué acciónhabría que tomar. El ministro delInterior estaba también presente.

–¿Cuándo ha sido eso?–Esta mañana. Se plantearon algunas

cuestiones muy graves. Consideramos laposibilidad de protestar a los alemanesorientales y pedir la extradición deMundt.

–Pero no hemos reconocido aAlemania del Este.

–Precisamente ésa es la dificultad.Sin embargo, es posible presentar unaprotesta por medio de un intermediario.

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–¿Igual que Rusia?–Sí. Sin embargo, en este caso

concreto, se oponen algunos factores.Hemos pensado que la publicidad, encualquiera de las formas que adopte,repercutiría, en definitiva, en losintereses de la nación. Ya hay en estepaís una actitud popular losuficientemente hostil con respecto alrearme de la Alemania Occidental. Seha pensado que cualquier declaración deintrigas alemanas en Inglaterra,inspiradas o no por los rusos, podríaestimular esa hostilidad. Ya ve, notenemos pruebas positivas de que Freyactuara a favor de los rusos. Al público

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se le podría hacer pensar que actuabapor su cuenta o en favor de unaAlemania unida.

–Comprendo.–Hasta ahora poquísimas personas

están al tanto de los hechos. Por parte dela Policía, el ministro del Interior haacordado, en principio, que harán lo quepuedan por echar tierra al asunto… Yese Mendel, ¿qué tal es? ¿Es de fiar?

Smiley odió a Maston por atreversea decirlo.

–Sí -dijo.Maston se levantó.–Bueno -dijo-, bueno. Bien, tengo

que marcharme. ¿Quiere alguna cosa,

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algo que pueda hacer por usted?–No, gracias. Guillam me cuida

admirablemente.Maston se acercó hasta la puerta.–Bueno, buena suerte, George. Coja

el empleo si puede. -Lo dijo de prisa,con voz sorda y, con una sonrisa deperfil muy bonita, como si para élsignificara mucho.

–Gracias por las flores -dijo Smiley.

Dieter estaba muerto, y era él quienlo había matado. Los dedos rotos de sumano derecha, la rigidez de su cuerpo yel mareante dolor de cabeza, la náusea

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de la culpabilidad, todo ello loatestiguaba. Y Dieter le dejó hacer, nohabía disparado su pistola, se acordó desu amistad cuando Smiley ni la recordósiquiera. Habían luchado como en unanube, en la corriente del río, en el clarode un bosque sin tiempo: se habíanencontrado, eran dos amigos que volvíana verse y habían luchado como bestias.Dieter se acordó y Smiley no. Llegaronde diferentes hemisferios de la noche, dedistintos mundos de pensamiento yconducta, Dieter, vivaz, absoluto, habíaluchado por construir una civilización.Smiley, racionalista, protector, luchópor impedírselo.

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–¡Ah Dios mío! -dijo Smiley en vozalta-, ¿quién fue entonces elcaballero…?

Trabajosamente, se levantó de lacama y empezó a vestirse. Se encontrabamejor levantado.

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XVII. Queridoconsejero

Querido consejero:Por fin puedo responder a la oferta

que me hizo Personal sobre un cargomás elevado en él, Departamento.Lamento haber tardado tanto enhacerlo, pero, como usted sabe,últimamente no me he encontrado muybien, y además he tenido que hacerfrente a cierto número de problemaspersonales fuera del alcance delservicio.

Como no estoy por completo

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recuperado de mi indisposición, creoque sería poco juicioso por mi parteaceptar esa oferta. Tenga la bondad detransmitir esta decisión a Personal.

Estoy seguro de que usted locomprenderá.

Suyo,

George Smiley

Querido Peter:Adjunto una relación sobre el caso

Fennan. Es el único ejemplar. Porfavor, pásasela a Maston cuando lahayas leído. Creí que sería útil anotarlos acontecimientos… aun cuando

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oficialmente no ocurrieron,Tuyo,

George

«EL CASO FENNAN

»El lunes 2 de enero hice unaentrevista a Samuel Arthur Fennan,funcionario del Foreign Office, paraponer en, claro ciertas acusacioneshechas contra él en una carta anónima.La entrevista se efectuó con arreglo alprocedimiento acostumbrado, es decir,con el consentimiento del ForeignOffice. No teníamos nada contra Fennan,

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aparte de sus simpatías hacia elcomunismo mientras estuvo en Oxforden los años treinta, a lo que se le dabapoca importancia. Por tanto, laentrevista fue, en cierto sentido, unamera formalidad.

»El despacho de Fennan, en elForeign Office, resultó ser pocoapropiado y acordamos continuarnuestra discusión por el parque St.James, aprovechando el buen tiempo.

»Se supo luego que fuimosreconocidos y observados por un agentede los Servicios de Información deAlemania Oriental, que había cooperadoconmigo durante la guerra. No está claro

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si había sometido a Fennan a cierto tipode vigilancia, o si su presencia en elparque fue casual.

»La noche del 3 de enero, la policíade Surrey dio la noticia de que Fennanse había suicidado. Una carta escrita amáquina, firmada por Fennan, asegurabaque había sido perseguido por losservicios de seguridad.

»Sin embargo, durante lainvestigación se pusieron de manifiestolos siguientes hechos, que sugirieron laposibilidad de algún turbio asunto:

»1.º: A las 7.55 de la noche de sumuerte, Fennan había pedido a laCentral de Teléfonos de Walliston que

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le llamara a las 8.30 de la mañanasiguiente.

»2.º: Fennan se había preparado unataza de cacao poco antes de su muerte, yno se lo había bebido.

»3.º: Al parecer, se había disparadoun tiro, en el vestíbulo, al pie de lasescaleras. La carta fue encontrada allado del cuerpo.

»4.º: Parecía poco lógico quehubiera escrito a máquina su últimacarta, ya que raramente usaba lamáquina, y aún más extraño que bajaralas escaleras para suicidarse en elvestíbulo.

»5.º: El mismo día de su muerte me

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envió una carta invitándome, en términosapremiantes, a almorzar con él enMarlow al día siguiente.

»6.º: Después se supo que Fennanhabía solicitado día libre para elmiércoles 4 de enero. Al parecer, no selo dijo a su mujer.

»7.º: También se observó que lacarta de suicidio estaba escrita con lapropia máquina de Fennan, y quecontenía ciertas peculiaridadesmecanográficas semejantes a las de lacarta anónima. Sin embargo, el informedel laboratorio dedujo que las doscartas no habían sido escritas por lamisma mano, aunque sí procedían de la

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misma máquina.»La señora Fennan, que había ido al

teatro la noche en que murió su marido,fue invitada a explicar la llamada de las8.30 de la Central, y aseguró falsamenteque la había pedido ella misma. LaCentral afirmó decididamente que no eraasí. La señora Fennan aseguró que sumarido había estado nervioso ydeprimido desde la entrevista, lo quecorroboraba lo dicho en su última carta.

»La tarde del 4 de enero, después dehaber dejado horas antes a la señoraFennan, volví a mi casa en Kensington.Al observar a alguien en la ventana,toqué el timbre de la puerta. Abrió la

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puerta un hombre que luego ha sidoidentificado como miembro del Serviciode Información de la Alemania Oriental.Me invitó a entrar en la casa, pero yorehusé y volví a mi coche, tomando notade las matrículas de los cochesaparcados allí.

»Esa misma noche visité un pequeñogaraje de Battersea para averiguar elorigen de uno de esos coches que estabainscrito a nombre del propietario delgaraje. Me atacó un asaltantedesconocido y quedé sin sentido aconsecuencia de los golpes. Tressemanas después, el mismo propietario,Adam Scarr, fue hallado muerto en el

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Támesis, junto a Battersea Bridge.Parece ser que estaba borracho en elmomento de ahogarse. No hubo señalesde violencia y se sabía que era un granbebedor.

»Es importante reseñar que, durantelos últimos cuatro años, Scarr hubieraproporcionado a un extranjero anónimoel uso de un coche, recibiendo por ellogenerosas recompensas. Estas estabandestinadas a ocultar la identidad dequien lo tomaba en préstamo, inclusoante el propio Scarr, que sólo conocía asu cliente por el alias de Rubiales , yúnicamente podía comunicarse con élmediante un número de teléfono. El

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número de teléfono es importante: era elde la Misión Siderúrgica de la AlemaniaOriental.

»Mientras tanto, se habíainvestigado la coartada de la señoraFennan en la noche del crimen, y salió aluz una interesante información:

»1.º: La señora Fennan iba dosveces al mes al “Weybridge RepertoryTheatre”, el primero y tercer martes. (N.B.: El cliente de Adam Scarr iba abuscar su coche el primero y tercermartes de cada mes.)

»2.º: Siempre llevaba una carterapara las partituras de música y la dejabaen el guardarropa.

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»3.º: En el teatro se encontrabasiempre con un hombre cuyo aspectocorrespondía al de mi agresor y clientede Scarr. Incluso, alguien del personaldel teatro suponía equivocadamente queese hombre era el marido de la señoraFennan. También llevaba una cartera demúsica y la dejaba en el guardarropa.

»4.º: En la noche del crimen, laseñora Fennan se había marchado delteatro, antes de que terminara elespectáculo, pues su amigo no llegó, yella olvidó reclamar su cartera demúsica. Más tarde, esa misma noche,telefoneó al teatro para preguntar sipodía ir a buscar la cartera en seguida.

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Había perdido el ticket del guardarropa.La cartera la recogió el acostumbradoamigo de la señora Fennan.

»Fue entonces cuando eldesconocido pudo ser identificado comoun empleado de la Misión Siderúrgicade la Alemania Oriental, llamadoMundt. El jefe de la Misión era HerrDieter Frey, que durante la guerracolaboró con nuestro Servicio y poseíagran experiencia como agente secreto.Después de la guerra entró a colaborarcon el servicio del Gobierno en la zonasoviética de Alemania. Debo hacerconstar que Frey había actuado conmigodurante la guerra en territorio enemigo y

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fue siempre un agente competente yhábil.

»Entonces decidí tener una terceraentrevista con la señora Fennan. Esta sedesmoralizó y confesó haber actuadocomo enlace de espionaje para sumarido, que había sido reclutado porFrey durante unas vacaciones esquiando,hacía cinco años. Ella había cooperadode mala gana, en parte por lealtad a sumarido y en parte por protegerle de lanegligencia de que daba pruebas en sutrabajo de espía. Frey había visto queFennan hablaba conmigo en el parque.Suponiendo que yo actuaba como agentedel Servicio, dedujo que Fennan era

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sospechoso o un agente de doble juego.Instruyó a Mundt para que liquidara aFennan, y su mujer fue obligada a callarcoaccionada por su propia complicidad.Fue ella quien escribió la carta desuicidio en la máquina de Fennan, conuna muestra de la firma de su marido.

»El medio por el cual pasaba aMundt la información recibida debe serconsiderado con atención. Ponía notas ydocumentos copiados en una cartera departituras de música, que llevaba alteatro. Mundt llevaba una carterasemejante, que contenía dinero einstrucciones, y, lo mismo que la señoraFennan, la dejaba en el guardarropa. No

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tenían más que cambiarse los tiquets delguardarropa. Cuando Mundt dejó deaparecer en el teatro en la noche encuestión, la señora Fennan obedecióinstrucciones ya establecidas y enviópor correo el ticket a una dirección enHighgate. Se marchó temprano del teatropara alcanzar el último correo deWeybridge. Cuando esa noche, másadelante, Mundt pidió la cartera demúsica, ella le dijo lo que había hecho.Mundt se empeñó en recoger la carteraaquella misma noche, pues no queríahacer otro viaje a Weybridge.

»Cuando yo me entrevisté con laseñora Fennan a la mañana siguiente,

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una de mis preguntas (la de la llamadade las 8.30) la alarmó tanto quetelefoneó a Mundt. Eso explica el ataquede ese día contra mí, horas después.

»La señora Fennan me proporcionóla dirección y el número de teléfono queusaba para ponerse en contacto conMundt, a quien conocía por el nombrede cobertura de Freitag . Amboscorrespondían al apartamento de unpiloto de «Lufteuropa», que a menudorecibía a Mundt y le proporcionabaacomodo cuando lo necesitaba. El piloto(probablemente un enlace del Serviciode Información de la Alemania Oriental)no ha vuelto a este país desde el 5 de

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enero.ȃste es, pues, el resultado de las

revelaciones de la señora Fennan, que,en cierto sentido, no conducían aninguna parte. El espía estaba muerto ysus asesinos se habían esfumado.Faltaba sólo comprender el alcance deldaño ocasionado. Se informó entoncesoficialmente al Foreign Office, y elseñor Félix Taverner recibióinstrucciones para calcular, según losregistros, qué información se habíapuesto en peligro. Esto implicabarepasar todos los documentos a quehabía tenido acceso Fennan desde sureclutamiento por Frey. Lo notable es

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que esto no reveló ninguna apropiaciónsistemática de documentos secretos.Fennan no había sacado documentossecretos, salvo los que le correspondíandirectamente a él en su trabajo. En losúltimos seis meses, cuando su acceso adocumentos delicados fue más fácil, nose llevó de hecho ningún documentosecreto. Los documentos que se llevabaa casa en ese período eran de interésmuy escaso y general, y algunos sereferían a temas ajenos a su sección.Esto no estaba de acuerdo con el papelde Fennan como espía. Era posible, sinembargo, que hubiera perdido el gustopor su trabajo, y que la invitación a

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almorzar que me hizo fuera el primerpaso hacia la confesión. Teniendo encuenta esto, quizá también hubieseescrito la carta anónima que podíaservir para ponerle en contacto con elDepartamento.

»A este respecto, han demencionarse dos hechos más. Bajonombre ficticio y con pasaporte falso,Mundt se marchó del país en avión eldía después de que la señora Fennanhiciese su confesión. Escapó a laatención de las autoridades delaeropuerto, pero, retrospectivamente, leidentificó la azafata. Segundo: la agendade Fennan contenía el nombre y apellido

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y el teléfono oficial de Dieter Frey; unflagrante quebrantamiento de la máselemental regla de espionaje.

»Era difícil entender por qué Mundthabía esperado tres semanas enInglaterra después de asesinar a Scarr, ymás difícil aún conciliar las actividadesde Fennan, según las describió su mujer,con la selección de documentos,evidentemente no planeada eimproductiva. El repaso de los datosconocidos lleva repetidamente a laconclusión de que la única evidencia deque Fennan fuera un espía procedía desu mujer. Si los hechos eran como ellalos describía, ¿por qué se le había

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permitido a ella sobrevivir a la decisiónde Mundt y Frey de eliminar a los quetuvieran conocimientos peligrosos?

»Por otra parte, ¿no podría ser espíaella misma?

»Eso explicaría la fecha de lapartida de Mundt: se marchó tan prontocomo la señora Fennan le convenció deque yo había aceptado su ingeniosaconfesión. Esto explicaría la nota en laagenda de Fennan: Frey era un conocidoocasional de la montaña, visitante, devez en cuando, en Walliston. Esto daríasentido a la selección de documentos deFennan: si Fennan deliberadamenteeligió documentos no secretos en un

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momento en que su trabajo era sobretodo secreto, sólo podía haber unaexplicación: había llegado a sospecharde su mujer. De ahí que me invitara aalmorzar en Marlow, a consecuencia,naturalmente, de nuestro encuentro deldía anterior. Fennan había decididocontarme sus temores y había pedido undía libre para hacerlo, hecho del que alparecer su mujer no se había dadocuenta. Eso también explicaría por quéFennan se denunció a sí mismo en unacarta anónima: quería ponerse encontacto con nosotros como preliminarpara denunciar a su mujer .

»Continuando esta suposición,

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resultaba curioso que en los asuntos denuestro trabajo, sólo la señora Fennanfuera eficaz y consciente. La técnicaempleada por ella y por Mundtrecordaba la de Frey durante la guerra.El recurso de emergencia para enviarpor correo el ticket del guardarropa sino se verificaba el encuentro, era típicode su escrupulosa planificación. Laseñora Fennan, al parecer, había actuadocon una precisión difícilmentecompatible con su afirmación de serparte reacia de la traición de su marido.

»Aunque lógicamente ahora laseñora Fennan resultaba sospechosa deespionaje, no había razón para creer que

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su relato sobre lo que había ocurrido enla noche del asesinato de Fennan fueranecesariamente falso. Si hubieraconocido la intención de Mundt deasesinar a su marido, no habría llevadola cartera de música al teatro, ni enviadopor correo el ticket del guardarropa.

»No parecía haber modo de probarla cuestión contra ella a no ser que fueraposible poner otra vez en marcha larelación entre la señora Fennan y sucontrolador. Durante la guerra, Freyhabía urdido un ingenioso código paracomunicaciones de emergencia, pormedio de postales con fotos. El tema dela fotografía constituía el mensaje. Un

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tema religioso, como la pintura de unaMadonna o una iglesia, significaba lapetición de reunirse cuanto antes. Eldestinatario enviaba como respuesta unacarta insustancial, preocupándose enponer la fecha. Una reunión tenía efectoen lugar y hora preestablecidos, cincodías después de la fecha de la carta.

»Posiblemente Frey, cuyo modo detrabajar, evidentemente, había cambiadomuy poco desde la guerra, hubieraconservado ese sistema, que, después detodo, sólo raras veces iba a necesitar.Confiando, pues, en ello, envié a ElsaFennan una postal que representaba unaiglesia. La postal fue enviada desde

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Highgate. Mi esperanza, un tantoaventurada, era que ella supondría quele había llegado por mediación de Frey.Reaccionó en seguida enviando a unadirección desconocida, en el extranjero,una entrada para una función de teatro enLondres, cinco días después. Lacomunicación de la señora Fennan llegóa Frey, que la aceptó como convocatoriaurgente. Sabiendo que Mundt estabacomprometido por la “confesión” de laseñora Fennan, decidió acudir él mismo.

»Por tanto, se encontraron en el«Sheridan Theatre, Hammersmith», elmartes 15 de febrero.

»Al principio, cada cual supuso que

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el otro había preparado el encuentro,pero cuando Frey se dio cuenta de queles habían reunido con un engaño, tomóuna resolución tajante. Tal vez sospechóque la señora Fennan lo había atraído auna trampa, o advirtió que estabavigilado. No lo sabremos nunca. Encualquier caso, la asesinó. El métodoque utilizó está descrito por el informedel forense en el sumario: “Una presiónaislada se aplicó a la laringe,especialmente a los cuernos delcartílago tiroides, lo que produjo lamuerte casi inmediata. Parece ser que elatacante de la señora Fennan no era legoen estos asuntos.”

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»Frey fue perseguido hasta unlanchón amarrado junto a Cheyne Walk,y, durante la violenta resistencia queopuso a su detención, cayó al río, dedonde su cuerpo ha sido recuperado.»

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XVIII. Entre dosmundos

El club poco respetable de Smileysolía estar vacío los domingos, pero laseñora Sturgeon no echaba la llave a lapuerta por si acaso se le antojabaaparecer a alguno de sus caballeros.Adoptaba hacia sus caballeros la mismaactitud severa y posesiva de sus días depatrona en Oxford, cuando imponía a susafortunados huéspedes más respeto quetoda la reunión de profesores y decanos.Una vez hizo que Steed-Asprey echaradiez chelines en el cepillo de los pobres

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por haber llevado siete invitados sinavisar, y después les dio una cenainolvidable.

Se sentaron en la misma mesa que laotra vez. Mendel parecía un poco másconsumido, un poco más viejo. Apenashabló durante la comida, manejando elcuchillo y el tenedor con la mismacuidadosa precisión que aplicaba acualquier tarea. Guillam agotó la mayorparte de la conversación, pues tambiénSmiley se mostraba menos hablador quede costumbre. Se encontraban a gusto encompañía y ninguno sentía demasiado lanecesidad de hablar.

–¿Por qué lo haría ella? -preguntó

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Mendel de pronto.Smiley movió la cabeza lentamente:–Creo que lo sé, pero sólo podemos

conjeturarlo. Creo que soñaba con unmundo sin conflictos, ordenado ydefendido por la nueva doctrina. Unavez la irrite y me gritó: «Soy la judíaerrante -dijo-, la tierra de nadie, elcampo de batalla para vuestrossoldaditos de juguete». Al ver la nuevaAlemania reconstruida a imagen de laantigua, vio que volvía de nuevo elorgullo pomposo, como dijo, y creo queeso fue demasiado para ella. Creo queconsideró la inutilidad de su sufrimientoy la prosperidad de sus perseguidores, y

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se rebeló. Cinco años antes, me dijo,conocieron a Dieter durante unasvacaciones, esquiando en Alemania. Enaquellos días, el restablecimiento deAlemania como importante potenciaoccidental estaba ya muy avanzado.

–¿Era comunista?–No creo que le gustaran las

etiquetas. Supongo que quería ayudar aconstruir una sola sociedad que pudieravivir sin conflictos. La paz se ha vueltouna sucia palabra, ¿no? Creo que ellaperseguía la paz.

–¿Y Dieter? -preguntó Guillam.–Dios sabe lo que quería Dieter.

Honor, creo, y un mundo socialista. -

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Smiley se encogió de hombros-.Soñaban con la paz y la libertad. Ahorason asesinos y espías.

–¡Dios Santo! -dijo Mendel.Smiley volvió a quedar callado,

mirando el interior de su vaso. Porúltimo dijo:

–No puedo esperar que locomprendáis. Sólo habéis visto el finalde Dieter. Yo vi el comienzo. Harecorrido el círculo entero. Creo quenunca superó la idea de haber sido untraidor en la guerra. Tenía quecompensarlo. Era uno de esosedificadores del mundo que parece queno hacen otra cosa más que destruir: eso

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es todo.Guillam intervino oportunamente:–¿Y qué hay de la llamada de las

ocho y media?–Creo que es bastante evidente.

Fennan quería verme en Marlow y sehabía tomado un día libre. No pudohaberle dicho a Elsa que se iba a tomarun día libre. De lo contrario, ella habríatratado de explicármelo con una mentiracualesquiera. Pidió una llamadatelefónica con objeto de tener unaexcusa para ir a Marlow. Esto es, sinembargo, lo que yo supongo.

El fuego chisporroteaba en la anchachimenea.

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Smiley tomó el avión de medianochepara Zurich. Era una noche hermosa, y através de la ventanilla, a su lado,observó el ala gris, inmóvil sobre elcielo iluminado por las estrellas, unatisbo de eternidad entre dos mundos.Esta visión le tranquilizó, calmó sustemores y sus dudas, le hizo sentirsefatalista respecto al inescrutabledesignio del universo. Todo parecíaimportar muy poco: la patética peticiónde amor, o el regreso a la soledad.

Pronto se hicieron visibles las lucesde la costa francesa. Al mirarlas,empezó a sentir allá abajo, en otros, la

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vida estática: el olor rancio de las«Gauloises Bleues», del ajo y la buenacomida, las sonoras voces en el bistro .Maston estaba a un millón de millas,encerrado entre sus áridos papeles y susrelucientes políticos.

Smiley ofrecía una extraña figura asus compañeros de viaje: unhombrecillo gordo, más bien sombrío,que de repente sonrió y pidió unabebida. El joven rubio que iba a su ladole examinó atentamente con el rabillodel ojo. Conocía muy bien ese tipo dehombre: el cansado burócrata que se vaal extranjero a divertirse un poco. Lepareció bastante repugnante.

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Notas[1]Teen-agers, en alemán. Es decir,

muchachos y muchachas de quince adiecinueve años.