una verdad delicada john le carre

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Kit Probyn, oficial veterano delForeign Office, ha sido apartado delos asuntos de importancia en losúltimos años a causa de laenfermedad de su mujer.Inesperadamente, su jefe le ordenaque viaje a Gibraltar para sertestigo oficial del gobierno británicoen su intento por impedir la ventade armamento a un grupoterrorista. Después de laintervención, supuestamenteexitosa, Kit es destinado a uncómodo puesto en el Caribe yrecibe el título honorífico de Sir de

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manos de la reina. Ahora vivejubilado en Cornwell y es aquídonde tres años después recibe lavisita de uno de los compañerosque participaron en la operación. Loque le cuenta le hace dudartotalmente de lo que pasó aquellanoche. Kit, escrupulosamentehonesto, vive atormentado por suconciencia y por los dictámenescontradictorios de los que lerodean.Una novela sobre un dilema moral,la culpabilidad personal, elatrevimiento y un amor inesperado.

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John le Carré

Una verdaddelicada

ePUB v1.09.10.13

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Título original: A Delicate Truth2013, David Cornwell.Traducción: 2013, Carlos Milla Soler.Diseño de portada: Superfantastic.

ePub base v2.1

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Para VJC

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Ningún invierno menguará elcrecimiento de la primavera.

JOHN DONNE

Si uno dice la verdad, tarde otemprano será descubierto.

OSCAR WILDE

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1En la segunda planta de un hotel

anodino sito en Gibraltar, colonia de laCorona británica, un hombre ágil ycimbreño, cercano a los sesenta años, sepaseaba por su habitación. Incluso susfacciones británicas, aunque agraciadasy a todas luces honorables, denotaban untemperamento colérico llevado en esemomento a los límites de su aguante. Unprofesor universitario desazonado,habría pensado cualquiera viendo aquelandar suyo, inclinado al frente yelástico, y aquel errante flequilloentrecano que reiteradamente debía

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disciplinar con espasmódicos revesesde la muñeca huesuda. Desde luegopocos habrían imaginado, ni aun en sussueños más delirantes, que era unfuncionario británico de rango medio,arrancado de su mesa en uno de losdepartamentos más prosaicos delMinisterio de Asuntos Exteriores de SuMajestad para asignarle una misiónsecreta vital para la seguridad.

Su nombre de pila adoptado, comoél insistía en repetirse, a veces en vozmedio alta, era «Paul», y su apellido —no precisamente difícil de recordar—era «Anderson». Si encendía el televisorse leía: «Bienvenido, señor Paul

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Anderson. ¡Por qué no disfruta delaperitivo de cortesía previo a la cena ennuestro Salón Lord Nelson!». Esossignos de admiración, en lugar de loscorrespondientes interrogantes, erancausa de continua exasperación para elpedante que llevaba dentro. Vestía elalbornoz blanco de felpa del hotel y lohabía vestido desde su encarcelamiento,a excepción hecha de cuando en vanohabía intentado conciliar el sueño ocuando furtivamente, en una solaocasión, había salido a una horaintempestiva para comer solo en elrestaurante del último piso entre losefluvios del cloro de una piscina que

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había en la tercera planta del edificio deenfrente. Como otras muchas cosas en lahabitación, el albornoz, demasiado cortopara sus largas piernas, apestaba a humode tabaco arraigado y ambientador conaroma a lavanda.

En sus idas y venidas, al pasar anteel espejo de cuerpo entero atornillado alpapel pintado de cuadros escoceses,exteriorizaba sus sentimientos para síresueltamente sin la acostumbradacontención de la vida oficial, susemblante ora contraído en sinceraperplejidad, ora ceñudo. A ratoshablaba solo, en busca de alivio oexhortación. ¿También en voz medio

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alta, acaso? ¿Qué más daba si unoestaba confinado en una habitación vacíasin nadie que lo escuchase aparte de unafotografía coloreada de nuestra queridareina en su juventud a lomos de uncaballo zaíno?

En una mesa con superficie deplástico reposaban los restos de unsándwich club que ya a su llegada habíadeclarado muerto, así como una botellade Coca-Cola tibia abandonada. Pese alsoberano esfuerzo que le representaba,no se había permitido ni una pizca dealcohol desde la toma de posesión deesa habitación. En la cama, que habíaaprendido a detestar como ninguna otra,

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cabían holgadamente seis personas, perotan pronto como se tendía en ella laespalda empezaba a atormentarlo. Lacubría una resplandeciente colchacarmesí de imitación seda, y sobre lacolcha había un teléfono móvil deaspecto inocente que, según le habíanasegurado, estaba modificado conformeal más alto nivel de encriptación, y sibien él no tenía gran fe en esas cosas,solo le cabía pensar que en efecto loestaba. Cada vez que pasaba ante elmóvil, se le iban los ojos hacia él conuna mezcla de reproche, anhelo yfrustración.

«Lamento informarle, Paul, de que

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en el transcurso de la misión estarátotalmente incomunicado, salvo aefectos operacionales —le advierteElliot, su autodesignado comandante decampo, a su farragosa manera y con undejo sudafricano—. Si una inoportunacrisis aquejara a sus estimadosfamiliares en su ausencia, deberántransmitir sus tribulaciones aldepartamento de bienestar de suministerio, tras lo cual se establecerácontacto con usted. ¿He hablado claro,Paul?»

Clarísimo, Elliot; poco a poco alfinal lo consigue.

Al llegar a la descomunal ventana

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panorámica en el extremo opuesto de lahabitación, alzó la vista y, consemblante hosco, observó a través delos visillos sucios el legendario Peñónde Gibraltar, que, amarillento, arrugadoy distante, le devolvió una mirada nomenos hosca, como una viuda irascible.Una vez más, por hábito e impaciencia,consultó su reloj de pulsera, tan ajeno, ylo comparó con los dígitos delradiodespertador de la mesilla. Era unreloj de acero, deslustrado, con la esferanegra, en sustitución del Cartier de oroobsequio de su querida esposa el día desus bodas de plata en virtud de unaherencia legada por alguna de sus

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muchas tías fallecidas.¡Pero alto ahí! ¡Ese condenado Paul

no tiene esposa! Paul Anderson no tieneesposa ni hija. ¡Paul Anderson es uncondenado ermitaño!

«No vamos a llevar eso puesto,¿verdad que no, Paul, cariño? —le dice,hace ya una eternidad, una mujermaternal de su misma edad en el chaletde obra vista de las afueras, cercano alaeropuerto de Heathrow, donde ella y sufraternal colega lo visten para el papel—. No con esas bonitas inicialesgrabadas, ¿verdad que no? Tendrías quedecir que se lo has birlado a alguiencasado, ¿eh, Paul?»

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Siguiendo la broma, decidido comosiempre a ser un buen chico a su manera,se queda mirando mientras ella escribe«Paul» en una etiqueta adhesiva yguarda su reloj en una caja de caudalesjunto con su alianza nupcial para lo queella llama «la duración».

¿Cómo demonios acabé yo en estosandurriales ya de entrada?

¿Salté o me empujaron? ¿O fue unpoco lo uno y lo otro?

En unos cuantos itinerarios bienelegidos por la habitación, describe, sieres tan amable, las circunstanciasprecisas de tu inusitado viaje desde laventurosa monotonía hasta el

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confinamiento solitario de un peñascocolonial británico.

—¿Y qué tal anda la pobre de tuquerida esposa? —pregunta la reina dehielo casi jubilada del Departamento dePersonal, ahora rebautizadoampulosamente «Recursos Humanos»por ninguna razón conocida, después deemplazarlo sin la menor explicación ensu suntuoso boudoir un viernes por latarde cuando todos los probosciudadanos regresan apresuradamente asus casas. Los dos son viejosadversarios. Si algo tienen en común, esla sensación de que ya quedan pocos deellos.

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—Gracias, Audrey, pero de pobrenada, me complace decir —contesta élcon el resuelto desenfado que adopta enencuentros como ese, donde se juega eltipo—. «Querida» sí pero no «pobre».Lo suyo sigue en franca remisión. ¿Y tú?Sana como una manzana, confío.

—Está dejable, pues —señalaAudrey, sorda a la amable indagación deél.

—¡Córcholis, no! ¿En qué sentido?—manteniendo resueltamente el tonodesenvuelto y festivo.

—En este sentido: ¿podría llegar ainteresarte pasar cuatro díassupersecretos fuera del país en un clima

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saludable, con la posibilidad de que sealargaran a cinco?

—Pues resulta que podríainteresarme mucho, posiblemente,Audrey, gracias. Nuestra hija, ya mayor,vive con nosotros en estos momentos,así que el ofrecimiento no podría sermás oportuno, dado que, casualmente, esdoctora en medicina. —No puederesistirse a añadir en su orgullo, peroAudrey no se deja impresionar por loslogros de su hija.

—No sé de qué se trata, ni tengo porqué saberlo —dice, contestando a lapregunta que él no ha formulado—. Hayun joven subsecretario, muy dinámico,

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un tal Quinn, de quien quizá hayas oídohablar. Le gustaría verte de inmediato.Por si acaso no te ha llegado la voz a loslejanos confines de ContingenciasLogísticas, te diré que es nuevo, conganas de romper moldes, una recienteadquisición venida de Defensa, lo cualno es precisamente una gran carta derecomendación, pero es lo que hay.

¿A santo de qué le sale ahora coneso? Claro que le ha llegado la voz. Leelos periódicos, ¿no? Ve el telediario dela noche. Fergus Quinn, diputado, Fergiepara todo el mundo, es un camorristaescocés, sedicente bête intellectuelle dela escudería del Nuevo Laborismo. Por

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televisión, es belicoso y alarmista, sinpelos en la lengua. Se enorgullece,además, de ser el azote de la burocraciade Whitehall al servicio del pueblo,virtud encomiable vista de lejos, perono muy tranquilizadora si da lacasualidad de que uno es un burócratade Whitehall.

—¿Quieres decir ahora, Audrey, eneste mismo momento?

—Eso me ha parecido entendercuando ha dicho «de inmediato».

En la antesala de la subsecretaría yano hay nadie, ausente el personal desdehace rato. La puerta de caobaministerial, sólida como el hierro, está

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entornada. ¿Llama y espera? ¿O llama yempuja? Hace un poco lo uno y lo otro,y oye:

—No se quede ahí plantado. Pase ycierre la puerta.

Entra.La considerable humanidad del

joven y dinámico subsecretario se hallaembutida en un esmoquin negro azulado.Con un teléfono móvil al oído, posa anteuna chimenea de mármol con papel dealuminio rojo a modo de llamas. Encarne y hueso, como por televisión, estambién fornido, de cuello ancho, con elpelo rojo, a cepillo, y unos ojos ávidosy vivaces en un rostro de púgil.

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A sus espaldas se alza un retrato detres metros y medio: un potentado deultramar dieciochesco con calzón demalla. En un momento de maliciaoriginado por la tensión, resultairresistible la comparación entre doshombres tan distintos. Pese al denodadoempeño de Quinn por ser un hombre delpueblo, ambos exhiben el mohín dedescontento propio de los privilegiados.Ambos cargan el peso del cuerpo en unapierna y mantienen ladeada la otrarodilla. ¿Se dispone el joven y dinámicosubsecretario a lanzar una incursiónpunitiva contra los aborrecidosfranceses? ¿Apercibirá a la masa

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vocinglera por su insensatez en nombredel Nuevo Laborismo? Sin hacer lo unoni lo otro, dirige un vigoroso «Luego tellamo, Brad» a su móvil, se acerca a lapuerta con paso firme, corre el pestillo ygira en redondo.

—Según me cuentan, es usted un«fogueado miembro del Servicio»,¿cierto? —dice acusadoramente con suestudiado acento de Glasgow despuésde una inspección de arriba abajo que,al parecer, confirma sus peores temores—. «Presencia de ánimo», y vaya usteda saber qué querrán decir con eso.Veinte años «rondando por esosmundos», según Recursos Humanos. «La

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discreción personificada, y no se ahogaen un vaso de agua.» Lo ponen por lasnubes. Aunque tampoco es que yo mecrea necesariamente todo lo que cuentanpor aquí.

—La gente es muy considerada.—Y fuera de la circulación.

Recluido en el cuartel. Mano sobremano. Lo ha retenido aquí la salud de sumujer, ¿correcto?

—Pero solo en estos últimos años,señor subsecretario —no muy contentocon eso de «mano sobre mano»—, yahora mismo puedo viajar con enteralibertad, me complace decir.

—¿Y su actual puesto es…?

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Recuérdemelo, si tiene la bondad.Cuando se dispone a hacerlo, para

poner de relieve sus numerosas eimprescindibles responsabilidades, elsubsecretario, impaciente, lointerrumpe:

—Muy bien. He aquí mi pregunta:¿ha tenido usted experiencia directa enlabores de información secreta? Ustedpersonalmente —advierte, como siexistiera otro «usted» menos personal.

—Directa ¿en qué sentido, señorsubsecretario?

—Espionaje, ¿qué va a ser?—Solo como consumidor,

lamentablemente. Esporádico. Del

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producto acabado. No del medio paraobtenerlo, si esa es su pregunta, señorsubsecretario.

—¿Ni siquiera cuando rondaba poresos mundos, todos esos lugares quenadie ha tenido la gentileza deespecificarme?

—Lamentablemente, mis destinos enultramar fueron por lo general decarácter económico, comercial oconsular —explica, recurriendo a losarcaísmos lingüísticos que adoptasiempre que se siente amenazado—. Devez en cuando, como es obvio, uno teníaacceso a algún que otro informesecreto… nada de alto nivel, que conste.

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En síntesis, eso es todo, me temo.Sin embargo el subsecretario parece

momentáneamente alentado por estainexperiencia en conspiraciones, ya queuna sonrisa de algo semejante a laautocomplacencia asoma a sus ampliasfacciones.

—Pero con usted estamos en buenasmanos, ¿cierto? No lo hemos puesto aprueba, quizá, pero estamos en buenasmanos.

—Bueno, me gustaría pensar que sí.—Ahora con cierto reparo.

—¿Alguna vez le han llegadoasuntos de CT?

—¿Cómo?

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—¡Contraterrorismo, hombre! ¿Lehan llegado o no? —como si hablara conun idiota.

—Me temo que no, señorsubsecretario.

—Pero le preocupa, ¿o no?—¿Qué concretamente, señor

subsecretario? —Con el tono másvoluntarioso posible.

—¡El bienestar de nuestra nación,por Dios! La seguridad de nuestrosciudadanos, dondequiera que seencuentren. Nuestros valores básicos entiempos de adversidad. Sí, de acuerdo,nue s t r o patrimonio, si quiere —esgrimiendo la palabra a modo de

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estocada antitory—. ¿No será usted unode esos progresistas bajo cuerda, esosafeminados que, a la chita callando,piensan que los terroristas tienenderecho a volar en pedazos este putomundo, por decir algo?

—No, señor subsecretario, creo quepuedo afirmar sin miedo a equivocarmeque no lo soy —musita.

Pero el subsecretario, lejos decompartir su bochorno, lo agudiza:

—Veamos, pues. Si le dijera que lamisión en extremo delicada que tengo enmente para usted lleva aparejado privaral enemigo terrorista del medio paralanzar un ataque premeditado contra

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nuestra patria, no se marcharía ustedinmediatamente, deduzco.

—Al contrario, sería… bueno…—Sería ¿qué?—Una gran satisfacción. Un honor.

Un orgullo, de hecho. Pero en ciertomodo una sorpresa, obviamente.

—Una sorpresa… ¿por qué, si puedesaberse? —Como un hombre insultado.

—Bueno, no soy quién parapreguntar, señor subsecretario, pero¿por qué yo? Sin duda el ministeriodispone de no poca gente con laexperiencia que usted busca.

Fergus Quinn, hombre del pueblo,gira súbitamente en redondo y se acerca

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al mirador. Con el mentón de púgil alfrente por encima del nudo de la corbatade etiqueta, y el lazo de la corbataasomando burdamente entre las mollasde la nuca, contempla la grava doradadel Horse Guards Parade bajo el solvespertino.

—Si le dijera, además, que duranteel resto de su vida natural no revelaráusted, ni de palabra ni de obra ni porningún otro medio, el hecho de quecierta operación contraterrorista seproyectó siquiera, y menos aún seejecutó… —lanzando una miradaalrededor, indignado, en busca de unasalida al laberinto verbal en el que se ha

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metido—, ¿lo anima o lo desanima?—Señor subsecretario, si me

considera usted el hombre idóneo,aceptaré gustoso la misión, sea cual sea.Y le garantizo solemnemente miperpetua y absoluta discreción —insiste,sonrojándose un poco en su irritaciónpor ver su lealtad ventilada y examinadaante sus propios ojos.

Con los hombros encorvados almejor estilo Churchill, el subsecretariopermanece encuadrado en el mirador,como si aguardase con impaciencia aque los fotógrafos terminaran su trabajo.

—Hay ciertos escollos que salvar—anuncia con severidad a su propio

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reflejo—. Hay cierta luz verde quedeben dar determinadas personasfrancamente cruciales a uno y otro ladode la calle —asestando una embestidaen dirección a Downing Street con sucabeza de toro—. Cuando la tengamos…si es que la tenemos y no antes… seráusted informado. A partir de esemomento, y durante el tiempo que yoestime oportuno, será usted mis ojos yoídos in situ. Nada de dorar la píldora,¿entendido? No me venga con esasfrivolidades y galimatías propios delForeign Office. Muchas gracias, peroeso en mi presencia no. Me pintará lascosas tal como las vea, al pan, pan, y al

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vino, vino. La perspectivadesapasionada, a través de los ojos delgato viejo que, según creo, es usted.¿Me oye?

—Perfectamente, señorsubsecretario. Oigo y comprendo contoda exactitud lo que dice. —Su propiavoz, hablándole desde una nube lejana.

—¿Tiene algún Paul en la familia?—¿Cómo dice, señor subsecretario?—¡Dios santo! Tampoco es una

pregunta tan difícil, ¿no? ¿Hay en sufamilia algún hombre que se llame Paul?¿Sí o no? Un hermano, un padre… quésé yo.

—Ninguno. Ni un solo Paul a la

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vista, me temo.—¿Ni Paulines? La versión

femenina. ¿O Paulettes, o como se diga?—Categóricamente no.—¿Y Anderson? ¿Tiene algún

Anderson por ahí? ¿Anderson, apellidode soltera?

—Que yo sepa, tampoco, señorsubsecretario.

—Y se conserva en estadoaceptable. Físicamente. ¿No le flojearánlas rodillas en una buena caminata porterreno accidentado, mal del queadolecen algunos por aquí?

—Doy paseos enérgicos. Y soy unentusiasta de la jardinería. —Desde la

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misma nube lejana.—Esperará la llamada de un tal

Elliot. Elliot será su primera indicación.—Y Elliot ¿es el apellido o el

nombre?, me gustaría saber. —Se oyeindagar con tono apaciguador, como sise dirigiese a un maníaco.

—¿Y yo cómo coño voy a saberlo?Opera dentro del más absoluto secretobajo los auspicios de una organizaciónmás conocida como Efectos Éticos. Sonnuevos en el barrio, y ahí los tiene, conla flor y nata del sector, según me hanasegurado asesores expertos.

—Perdone, señor subsecretario.¿Cuál es ese sector exactamente?

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—Los contratistas de defensaprivados. ¿En qué mundo vive? Ahoraes el pan de cada día. Por si no se hadado cuenta, la guerra se hacorporativizado. Los ejércitos regularesprofesionales no sirven para nada.Demasiados mandos, mal equipados, ungeneral de brigada por cada docereclutas en el terreno, y cuestan undineral. Si no me cree, pase un par deaños en Defensa y verá.

—Le creo, señor subsecretario. —Alarmado por este contundentemenosprecio a los ejércitos británicos,pero deseoso, así y todo, de seguirle lacorriente.

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—Está intentando quitarse de encimasu casa. ¿Me equivoco? En Harrow opor ahí.

—En Harrow, sí —ahora ya inmunea la sorpresa—, el norte de Harrow.

—¿Problemas económicos?—¡No, no, nada más lejos, a Dios

gracias! —exclama, agradeciendo eseretorno, por momentáneo que sea, a larealidad—. Yo tengo unos ahorrillos, ymi mujer ha recibido una módicaherencia que incluye una finca en elcampo. Planeamos vender nuestra casaactual antes de que se desplome elmercado y vivir modestamente hasta quenos traslademos.

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—Elliot dirá que le interesa comprarsu casa en Harrow. No dirá que es deEfectos Éticos ni nada por el estilo. Havisto el anuncio en el escaparate de laagencia o donde sea, ha echado unaojeada a la casa por fuera, le gusta, perohay detalles que tratar. Propondrá unahora y un lugar de encuentro. Ustedacepte. Esa gente trabaja así. ¿Algunaotra pregunta?

¿Ha hecho ya alguna?—Entretanto actúe con toda

normalidad. Ni una sola palabra a nadie.Ni aquí en el ministerio, ni en casa.¿Entendido?

Entendido no. Ni por asomo. Pero un

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sí desconcertado y rotundo a todo ello, yun recuerdo no muy claro de cómo llegóa casa esa noche, después de unareconstituyente visita vespertina a suclub de Pall Mall.

Inclinado sobre su ordenadormientras su mujer e hija charlanalegremente en la habitación contigua, elPaul Anderson electo busca EfectosÉticos. «¿Quiso decir Efectos ÉticosSociedad Anónima de Houston, Texas?»A falta de más información, sí, esoquiere decir.

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acceso. Desprovisto de dicho código deacceso, y asaltado por cierta sensaciónde intrusión, abandona sus pesquisas.

Transcurre una semana. Cadamañana durante el desayuno, a lo largode todo el día en el ministerio, cadatarde cuando vuelve a casa del trabajo,actúa con Toda Normalidad como le hanordenado, y aguarda la gran llamada quepuede recibir o no, o recibir en elmomento menos esperado: como ocurreuna mañana temprano mientras su mujerduerme aún por efecto de la medicacióny él, en la cocina con su camisa acuadros y su pantalón de pana, lavaparsimoniosamente los platos de la cena

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de anoche y se dice que sin falta debeponerse manos a la obra con el céspeddel jardín de atrás. Suena el teléfono,descuelga, saluda con un jovial «buenosdías», y es Elliot, quien, cómo no, havisto el anuncio en el escaparate de laagencia y está seriamente interesado encomprar la casa.

Solo que su nombre no es Elliot sino«Illiot», por efecto del acentosudafricano.

¿Es Elliot miembro del «novísimoequipo internacional de pensadoresgeopolíticos excepcionalmentecualificados» de Efectos Éticos? Esposible, aunque no evidente. En el

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austero despacho de una callejuelaadyacente a Paddington Street Gardens,donde los dos hombres se hallansentados apenas una hora y mediadespués, Elliot viste un traje formal,muy sobrio, y una corbata listada condiminutos paracaídas estampados.Anillos cabalísticos adornan los tresdedos centrales de su cuidada manoizquierda. Le brilla el cráneo, tiene latez aceitunada y picada de viruela, y esde torso inquietantemente musculoso.Sus ojos, ora escrutando a su invitadocon insinuantes miradas, ora lanzandovistazos de soslayo a las paredes sucias,son incoloros. Su inglés oral es tan

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elaborado que habría cabido pensar queforzosamente se distinguiría por laprecisión y la buena dicción.

Después de extraer un pasaportebritánico casi nuevo de un cajón, Elliotse lame el pulgar y lo hojeaindiscretamente.

—Manila, Singapur, Dubai: estasson solo algunas de las magníficasciudades en las que ha asistido usted acongresos de estadística. ¿Lo entiende,Paul?

Paul lo entiende.—En el hipotético caso de que un

chismoso se sentara junto a usted en elavión y le preguntara qué lo lleva a

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Gibraltar, dígale que va a un congresode estadística más. Después dígale queno meta las putas narices donde no lollaman. Gibraltar hace buen negocio conlas apuestas por internet, y no todo eslimpio. A los capos del juego no lesgusta que sus empleadillos hablencuando no les toca. Ahora, Paul, debopreguntarle si tiene algún motivo depreocupación en lo relativo a sutapadera, y conteste con toda franqueza,por favor.

—Bueno, Elliot, quizá un motivo depreocupación sí, la verdad es que uno sí—admite después de la pertinente pausapara la reflexión.

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—Suéltelo, Paul. Con toda libertad.—Es solo que, siendo como soy

súbdito inglés… y además funcionariode Exteriores que ha rondado lo suyopor los pasillos del ministerio…, entraren un territorio británico primordialbajo la identidad de otro súbditoinglés… en fin, resulta un poco… —buscando la palabra—, un pococuestionable, con toda franqueza.

Elliot, volviendo a posar en él susojos pequeños y circulares, lo mirafijamente pero sin pestañear.

—O sea, ¿no podría ir como yomismo y asumir el riesgo? Los dossabemos que voy a tener que pasar

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inadvertido. Pero si ocurriese que,contrariamente a nuestros cálculos, metopara con alguien a quien conozco o,más al caso, alguien que me conoce amí, al menos podría ser quien enrealidad soy. O sea, yo. En lugar de…

—¿En lugar de qué exactamente,Paul?

—Bueno, en lugar de hacerme pasarpor un estadístico falso, de nombre PaulAnderson. O sea, ¿quién va a creerse uncuento como ese si sabe de sobra quiénsoy? O sea, Elliot, sinceramente —notando el calor que sube a su cara eincapaz de contenerlo—, el Gobierno deSu Majestad tiene en Gibraltar un

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grandioso cuartel general de los tresejércitos. Por no hablar ya de laconsiderable presencia del ForeignOffice y de un puesto de escuchamastodóntico. Y un campamento deinstrucción de las Fuerzas Especiales.Basta con que caiga del cielo un fulanoen quien no hemos pensado y me abracecomo a un viejo amigo que no ve hacemucho, y me veré… en fin, con la sogaal cuello. Y si a eso vamos, ¿qué sé yode estadística? Ni jota. No pretendoponer en duda su experta opinión, Elliot.Y haré lo que se tercie, eso pordescontado. Es solo por preguntar.

—¿A eso se reducen sus inquietudes,

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Paul? —pregunta Elliot, muy solícito.—Por supuesto. Única y

exclusivamente. Era una simpleobservación. —Y lamenta ya haberlahecho, pero ¿cómo va uno a prescindirde la lógica?

Elliot se humedece los labios, arrugael entrecejo y, en un inglésmeticulosamente fracturado, contesta losiguiente:

—Es un hecho, Paul, que enGibraltar a nadie va a importarle nimedio carajo quién sea usted siempre ycuando enseñe su pasaporte británico ymantenga la cabeza por debajo delhorizonte en todo momento. Ahora bien,

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lo que sí tengo la obligación moral deplantearme es que si se produce el peorpanorama posible, serán sus huevos losque estén en primera línea de fuego.Pongamos el hipotético caso de que laoperación se suspende por razones queescapan a las previsiones de susexpertos planificadores, entre los cualesme enorgullezco de encontrarme. ¿Habíaalguien de dentro?, quizá se pregunten.¿Y quién es ese Anderson, ese capullocon pinta de intelectual que seenclaustró en su habitación del hotelpara leer libros día y noche?, empezarána plantearse. ¿Dónde puede encontrarsea ese Anderson en una colonia no mayor

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que un puto campo de golf? Si se dieraesa situación, agradecería usted,sospecho, no haber sido la persona queen realidad es. ¿Contento, Paul?

Contentísimo, Elliot, como niño conzapatos nuevos. No quepo en mí decontento. Me siento como un pulpo en ungaraje, como si estuviera soñando, peroestoy con usted hasta el final. Peroentonces, percibiendo cierto disgusto enElliot, y por miedo a que laspormenorizadas instrucciones que está apunto de recibir empiecen con mal pie,recurre a un poco de interacción en elplano personal:

—¿Y dónde encaja usted, un hombre

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tan preparado, en este orden de cosas, sise me permite preguntarlo, Elliot, sinquerer pecar de indiscreción?

Elliot adopta un tono farisaicopropio del púlpito:

—Le agradezco de todo corazón queme haga esa pregunta, Paul. Soy unhombre de armas, esa es mi vida. Hecombatido en guerras grandes ypequeñas, casi todas en el continenteafricano. Durante esas hazañas tuve lafortuna de encontrar a un hombre cuyasfuentes de información son legendarias,por no decir portentosas. Sus contactos anivel mundial hablan con él como conningún otro en la certeza de que

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empleará los datos facilitados parapromover los principios democráticos yla libertad. La Operación Fauna, cuyosdetalles le daré a conocer acontinuación, es un proyecto personalsuyo.

Y es la orgullosa declaración deElliot lo que da pie a la pregunta obvia,aunque obsecuente:

—¿Y se me permite preguntar,Elliot, si ese gran hombre se llama dealguna manera?

—Paul, usted es ya y para siemprede la familia. Le diré, pues, sin trabaalguna que el fundador y la fuerza motrizde Efectos Éticos es un caballero cuyo

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nombre es, y esto en la más absolutareserva, Jay Crispin.

Regreso a Harrow en taxi.Elliot dice: «En adelante guarde

todos los recibos». Paga al taxista,guarda el recibo.

Busca a Jay Crispin en Google.Jay tiene diecinueve años y vive en

Paignton, Devon. Es camarera.J. Crispin, Enchapados, llegó al

mundo en Shoreditch en 1900.Jay Crispin organiza audiciones para

modelos, actores, músicos y bailarines.Pero de Jay Crispin, la fuerza motriz

de Efectos Éticos y el cerebro de laOperación Fauna, ni rastro.

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Plantado de nuevo ante ladescomunal ventana de su cárcel hotel,el hombre que debe hacerse llamar Paul,hastiado, emitió una sarta deespontáneas obscenidades, más a lamanera moderna que a la suya propia.«Joder», luego «joder por partidadoble». Luego «joder» unas cuantasveces más, descerrajados en unaaburrida ráfaga contra el teléfono móvilque está en la cama y culminados conuna súplica —«suena, cabronzuelo,suena»—, y solo para descubrir que enalgún lugar dentro o fuera de su cabezaese mismo teléfono móvil, ya no mudo,canturreaba su exasperante «didli ah,

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didli ah, didli ah, di da do».Paralizado en su incredulidad, se

quedó junto a la ventana. Es ese griegogordo y barbudo de la habitación de allado, cantando en la ducha. Son esosamantes del piso de arriba, los muysalidos: él gruñe, ella aúlla, yo alucino.

De pronto su único deseo en estemundo era irse a dormir y despertarcuando aquello hubiese acabado. Peropara entonces estaba ya en la cama, conel teléfono encriptado al oído, aunque,por un aberrante sentido de la seguridad,sin hablar.

—¿Paul? ¿Estás ahí, Paul? Soy yo,Kirsty, ¿te acuerdas?

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Kirsty, la cuidadora a tiempo parcialen quien nunca había posado la vista. Suvoz era lo único que conocía de ella —descarada, imperiosa—, y el resto loimaginaba. A veces creía detectar unsoterrado acento australiano, para hacerpareja con el sudafricano de Elliot. Y aveces se preguntaba cómo sería elcuerpo que acompañaba a esa voz, yotras veces si en realidad había detrásun cuerpo.

Percibía ya en ella un tono másagudo, un barrunto de augurio:

—¿Todo bien ahí, Paul?—Estupendamente, Kirsty. Ahí

también, espero.

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—¿Preparado para observar un ratolas aves nocturnas? ¿Son los búhos tuespecialidad?

Formaba parte de la delirantetapadera de Paul Anderson que supasatiempo fuera la ornitología.

—Pues he aquí las últimas. Todo enmarcha. Esta noche. El Rosemaria hazarpado rumbo a Gib hace cinco horas.Aladino ofrece esta noche una comilonaimprovisada para sus invitados de abordo y ha reservado mesa en el chinodel puerto deportivo de Queensway.Dejará allí a los invitados y seescabullirá él solo. Confirmada su citacon el Incauto a las veintitrés treinta.

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¿Qué tal si paso a recogerte por el hotelal filo de las veintiuna cero cero? O sea,a las nueve en punto. ¿Sí?

—¿Cuándo me reúno con Jeb?—Lo antes posible, Paul —replicó

ella con ese tonillo de crispación queasomaba a su voz siempre que semencionaba el nombre de Jeb—. Estátodo organizado. Tu amigo Jeb estaráesperando. Vístete para los pájaros. Nodesocupes aún la habitación. ¿Deacuerdo?

Lo habían acordado así hacía ya dosdías largos.

—Trae el pasaporte y la cartera. Tena punto tus pertenencias, pero déjalas en

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la habitación. Entrega la llave enrecepción como si fueses a volver tarde.¿Quieres salir a la escalinata del hotelpara no quedarte esperando en elvestíbulo, a la vista de todos esosgrupos de turistas?

—Perfecto, sí. Eso haré. Buena idea.También eso lo habían acordado ya.—Estate atento a un Toyota cuatro

por cuatro, azul, nuevo flamante. En elparabrisas, del lado del acompañante,verás un letrero rojo que dice:CONGRESO.

Por tercera vez desde su llegada,ella insistió en comparar sus relojes,cosa que él consideraba una maniobra

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innecesaria en los tiempos del cuarzo,hasta caer en la cuenta de que eso mismohacía él con el despertador de la mesillade noche. Faltaba una hora y cincuenta ydos minutos.

Kirsty había colgado. Estabaincomunicado otra vez. ¿De verdad soyyo? Sí, lo soy. Conmigo los demás estánen buenas manos, aunque ahora las tengasudorosas.

Echó una mirada alrededor con laperplejidad de un preso, haciendo elinventario de la celda que se habíaconvertido en su casa: los libros que sehabía llevado y de los que no había sidocapaz de leer una sola línea. Simon

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Schama acerca de la Revoluciónfrancesa. La biografía de Jerusalénescrita por Montefiore. A esas alturas,en mejores circunstancias, los habríadevorado los dos. La guía de aves delMediterráneo que le habían impuesto.Posó la vista en su archienemigo: elSillón que Olía a Pis. El día anterior sehabía pasado media noche sentado en éldespués de verse expulsado por la cama.¿Sentarse otra vez en él? ¿Obsequiarsecon otro pase de Misión de valientes?¿O acaso el Enrique V de LaurenceOlivier fuese más eficaz para persuadiral Dios de las Batallas de quefortaleciese el ánimo de su soldado? ¿O

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qué tal otro poco de porno ligero concensura vaticana para hacer fluir losviejos jugos?

Tras abrir de un tirón el inestablearmario, sacó la maleta verde conruedas de Paul Anderson, empapeladacon etiquetas de viajes, y empezó aguardar los bártulos que constituían laidentidad ficticia del estadísticoitinerante y ornitólogo aficionado. Luegose sentó en la cama y observó elteléfono encriptado mientras serecargaba, porque se había apoderadode él un miedo irrefrenable a que lefallara en el momento crucial.

En el ascensor, una pareja de

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mediana edad, ambos con americanasverdes, le preguntaron si era deLiverpool. Lamentablemente, no. ¿Era,pues, uno del grupo? Mucho se temíaque no: ¿qué grupo era ese? Pero paraentonces, desbordados por suengolamiento y su excéntricaindumentaria de montaña, lo dejaron enpaz.

Al llegar a la planta baja, se internóen una embarullada y bulliciosaaglomeración de humanidad. En mediode guirnaldas de cinta verde y globos, unletrero intermitente anunciaba que era eldía de San Patricio. Un acordeónproducía chirriante música folclórica

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irlandesa. Fornidos hombres y mujeresbailaban con gorros verdes de Guinness.Una mujer borracha con el gorrosesgado le cogió la cabeza, lo besó enlos labios y le dijo que era su «encantode chico».

A empujones y disculpas, se abriópaso hasta la escalinata del hotel, dondeunos cuantos huéspedes esperaban suscoches. Respiró hondo y percibió losaromas del laurel y la miel mezcladoscon los efluvios de la gasolina. En loalto, el velo de estrellas de una nochemediterránea. Vestía como le habíanindicado que vistiera: unas botasresistentes, y no te olvides el anorak,

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Paul, en el Mediterráneo por la nocherefresca. Y bien guardado junto alcorazón, en el bolsillo interior delanorak con la cremallera cerrada, elteléfono móvil superencriptado. Sentíasu peso sobre el pezón izquierdo,aunque no por ello dejaba de haceralguna que otra exploración furtiva conlos dedos.

Un flamante Toyota cuatro porcuatro se había incorporado a la cola deautomóviles que llegaban, y sí, era azul,y sí, llevaba en el parabrisas, en el ladodel acompañante, un letrero rojo dondese leía CONGRESO. Delante, dosrostros blancos. Al volante un hombre,

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joven, con gafas. La chica, maciza yeficiente, saltando como una regatista ydeslizando hacia atrás la puerta lateral.

—Tú eres Arthur, ¿no? —preguntó agritos en su mejor australiano.

—No, yo soy Paul, para ser exactos.—¡Ah, sí, Paul! Perdona. A Arthur

lo recogemos en la próxima parada. Yosoy Kirsty. ¡Encantada de conocerte,Paul! ¡Sube, rápido!

Fórmula de seguridad acordada. Latípica sobreproducción, pero qué másdaba. Subió, rápido, y ocupó, él solo, elasiento de atrás. La puerta se cerró, y elcuatro por cuatro, pasando entre lospostes blancos de la verja, embocó la

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calle adoquinada.—Te presento a Hansi —dijo Kirsty

por encima del respaldo de su asiento—. Hansi forma parte del equipo.«Siempre alerta», ese es su lema, ¿eh,Hansi? ¿Quieres saludar al caballero,Hansi?

—Bienvenido a bordo, Paul —dijoHansi Siempre Alerta sin volver lacabeza. Esa voz podría serestadounidense, podría ser alemana. Laguerra se ha corporativizado.

Circulaban entre altos muros depiedra, y él absorbía todas las imágenesy sonidos simultáneamente: el jazz atodo volumen de un bar ante el que

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pasaron, las obesas parejas inglesaslibando bebida libre de impuestos en susmesas al aire libre, el salón de tatuajecon su torso bordado sobre unosvaqueros de cintura baja, la barberíacon peinados de los años sesenta, elanciano encorvado con yarmulkeempujando un cochecito de bebé, y latienda de curiosidades que vendíafigurillas de galgos, bailarines deflamenco, y Jesús y sus discípulos.

Kirsty había vuelto la cabeza paraexaminarlo a la luz de las farolas quedejaban atrás. El rostro huesudo ypecoso de la Australia profunda.Cabello corto, oscuro, remetido bajo el

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sombrero chambergo. Sin maquillaje, ynada detrás de los ojos: o nada para él.La mandíbula encajada en la sangría delbrazo mientras lo somete a inspección.El cuerpo indescifrable bajo el volumende una sahariana acolchada.

—¿Lo has dejado todo en lahabitación, Paul? ¿Tal como te hepedido?

—Todo a punto, como me has dicho.—¿Incluido el libro sobre pájaros?—Incluido.Giro por una calle oscura, ropa

tendida de través. Postigos deslustrados,yeso desconchado, pintadas para exigira los británicos que se vayan. De vuelta

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al resplandor de las luces urbanas.—¿Y no has desocupado todavía la

habitación? ¿Por equivocación o algoasí?

—El vestíbulo estaba de bote enbote. Ni aún proponiéndomelo habríapodido desocuparla.

—¿Y la llave de la habitación?En mi bolsillo, maldita sea.

Sintiéndose como un idiota, la dejó caeren la mano de ella, ya extendida enespera, y la vio entregársela a Hansi.

—Vamos a hacer el recorrido,¿vale? Dice Elliot que te enseñe lasparticularidades sobre el terreno, paraque tengas la imagen visual.

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—Bien.—Iremos hacia la parte alta del

Peñón, y así echaremos un vistazo alpuerto deportivo de Queensway en elcamino. Ese de ahí es el Rosemaria. Hallegado hace una hora. ¿Lo ves?

—Lo veo.—Ahí es donde siempre fondea

Aladino, y esa es su escalera personalde acceso al muelle. Nadie puede usarlaexcepto él: tiene intereses inmobiliariosen la colonia. Todavía está a bordo, ysus invitados van con retraso,empolvándose la nariz antes de bajar atierra para la opípara cena en el chino.Todo el mundo se queda pasmado

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mirando el Rosemaria, así que tútambién puedes. No hay ninguna ley queprohíba echarle una ojeadarelajadamente a un superyate de treintamillones de dólares.

¿Era acaso la emoción de lapersecución? ¿O solo el alivio de versefuera de la cárcel? ¿O era la pura ysimple perspectiva de servir a su paíscomo nunca había siquiera soñado?Fuera cual fuese la causa, lo asaltó unsúbito fervor patriótico cuando siglos deconquista imperial británica lorecibieron. Las estatuas de grandesalmirantes y generales, los cañones, losreductos, los bastiones, los maltrechos

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carteles en prevención de ataques aéreosque indicaban a nuestros estoicosdefensores el camino al refugio máscercano, los guerreros con aire degurkas montando guardia con lasbayonetas caladas ante la residencia delgobernador, los policías con susamplios uniformes británicos: él eraheredero de todo eso. Incluso lasdeprimentes tiendas de pescado conpatatas en los bajos de elegantesfachadas españolas eran como unavuelta al suelo patrio.

Un vislumbre de cañones, luegomonumentos a los caídos, uno británico,otro estadounidense. Bienvenidos a

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Ocean Village, un infernal desfiladerode bloques de apartamentos conbalcones de cristal azul a modo de olasmarinas. Acceso a una calle particularcon verja y garita, sin el menor rastro devigilante. Abajo, un bosque de mástilesblancos, un desembarcadero ceremonial,alfombrado, una sucesión de boutiques yel restaurante chino donde Aladino hareservado mesa para la opípara cena.

Y mar adentro el Rosemaria en todosu esplendor, iluminado con bombillasde colores de punta a punta. Lasventanas de la cubierta intermedia aoscuras. Las ventanas del salóntranslúcidas. Hombres musculosos

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rondando entre las mesas vacías. Alcostado del yate, al pie de una escaleramarinera con los peldaños chapados enoro, una rutilante lancha motora con dostripulantes uniformados de blancoesperando para llevar a tierra a Aladinoy sus invitados.

—Aladino es en esencia un polacomultiétnico que ha adoptado lanacionalidad libanesa —explica Ellioten el pequeño despacho de Paddington— . Aladino es un polaco de lo másbellaco, si se me permite la rima.Aladino es el puto mercader de muertecon menos escrúpulos que hay sobre lafaz de la Tierra, a excepción hecha de

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nadie, así como selecto amigo íntimo dela peor chusma de la alta sociedadinternacional. El principal elemento desu lista son los manpads, según tengoentendido.

¿Manpads, Elliot?—Veinte según el último recuento.

Tecnología punta, muy duraderos, muymortíferos.

Un momento de espera para dartiempo a Elliot de esbozar su escuetasonrisa de superioridad y lanzarle suesquiva mirada.

—Un manpad es, en rigor, unsistema de defensa aérea portátil, man-portable air-defense system, lo que yo

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llamo un acrónimo, Paul. Como armaconocida por ese mismo acrónimo, elmanpad es tan ligero que puedemanejarlo un niño. Da la casualidad deque también es la pieza idónea si uno seplantea abatir un avión de pasajerosdesarmado. Tal es la mentalidad de esoscriminales de mierda.

—Pero ¿Aladino los llevará encima,Elliot, esos manpads? ¿Ahora? ¿Enplena noche? ¿A bordo del Rosemaria?—pregunta, haciéndose el inocenteporque, al parecer, eso es lo que a Elliotmás le gusta.

—Según las fidedignas y exclusivasfuentes de información de nuestro

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superior, los manpads en cuestiónforman parte de un inventario de ventasque incluye armamento anticarro degama alta, lanzacohetes y los mejoresfusiles de asalto de arsenales estatalesde todo el mundo malo conocido. Comoen el famoso cuento árabe, Aladino haescondido su tesoro en el desierto, deahí el nombre elegido. Comunicará almáximo postor de la puja su paraderocuando… y únicamente cuando… cierreel trato, en este caso con no otro que elIncauto en persona. Y si me preguntacuál es el objetivo de la reunión entreAladino y el Incauto, contestaré que sufinalidad es establecer los parámetros

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del trato, las condiciones del pago enoro y la consiguiente inspección delgénero previa a la entrega.

El Toyota había dejado atrás elpuerto deportivo y giraba en una rotondaajardinada con césped, palmeras ypensamientos.

—Chicos y chicas, todos bienarregladitos, cada uno en su sitio —informaba Kirsty con voz monocordepor su móvil.

¿Chicos, chicas? ¿Dónde? ¿Qué seme ha escapado? Debió preguntarlo:

—Dos grupos de cuatroobservadores en mesas del chino,esperando a que aparezca el grupo de

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Aladino. Dos parejas de transeúntes. Untaxi servicial y dos motoristas paracuando se escabulla y deje ahí al grupo—recitó como si hablase con un niñoque no había prestado atención.

Compartieron un tenso silencio.Piensa que yo aquí no pinto nada. Piensaque soy el anglicón papanatas que losburócratas les han endilgado paracomplicar las cosas.

—¿Y cuándo me reuniré con Jeb? —insistió, no por primera vez.

—Tu amigo Jeb estará a punto yesperándote en el lugar de encuentrosegún lo previsto, como te he dicho.

—Él es la razón por la que he

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venido —afirmó en voz demasiado alta,sintiendo que le subía la bilis—. Jeb ysus hombres no pueden entrar sin mivisto bueno. Es lo acordado desde elprincipio.

—Estamos al tanto, Paul, gracias, yElliot también lo está. Cuanto antesentréis en contacto tú y tu amigo Jeb,antes liquidaremos este asunto y nosmarcharemos a casa. ¿Vale?

Necesitaba a Jeb. Necesitaba a lossuyos.

Ya no había tráfico. Allí los árboleseran más bajos, el cielo más grande. Ibaenumerando los lugares de interésturístico. La iglesia de San Bernardo. La

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mezquita Ibrahim-al-Ibrahim, suminarete blanco iluminado. El santuariode Nuestra Señora de Europa. Cada unode ellos grabado en su memoria graciasal sinfín de veces que había hojeadomecánicamente la manoseada guía delhotel. En el mar, fondeaba una flota debuques de carga iluminados. «Loschicos transportados por mar actuarándesde el barco nodriza de EfectosÉticos», está diciendo Elliot.

El cielo había desaparecido. Estetúnel no es un túnel. Es la galería de unamina abandonada. Es un refugioantiaéreo. Entibos torcidos, paredesenlodazadas de bloques de escoria y el

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propio monte cortado en bruto. Tubos deneón en el techo, líneas de señalizaciónavanzando a la par de ellos. Guirnaldasde cableado negro. Un letrero que rezaATENCIÓN: DESPRENDIMIENTOS.Socavones, riachuelos de agua decrecida, una puerta de hierro que daba aDios sabía dónde. ¿Ha pasado elIncauto hoy por aquí? ¿Acecha detrásde una puerta con uno de sus veintemanpads? «El Incauto no solo tiene ungran valor, Paul. En palabras del señorJay Crispin, el Incauto esestratosférico»: otra vez Elliot.

Unos pilares, como la verja deacceso a otro mundo, se acercan a ellos

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cuando salen del vientre del Peñón y vana dar a una carretera tallada en elacantilado. Un recio viento sacude lacarrocería, una media luna ha aparecidoen lo alto del parabrisas, y el Toyotaavanza a tumbos por el arcén izquierdo.Abajo, las luces de poblacionescosteras. Más allá, los negrísimosmontes de España. Y en el mar, lamisma flota inmóvil de buques de carga.

—Solo las de posición —ordenóKirsty.

Hansi quitó las luces.—Apaga el motor.Acompañados por el murmullo

furtivo de las ruedas sobre el asfalto

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disgregado, siguieron adelante. Enfrenteuna luz roja destelló dos veces, luegouna tercera, esta más cerca.

—Para.Se detuvieron. Kirsty, bruscamente,

echó hacia atrás la puerta lateral,dejando entrar una ráfaga de aire frío, yel regular estruendo de los motores maradentro. Al otro lado del valle, lasnubes iluminadas por la luna se ceñían alas quebradas y orlaban el contorno delPeñón como el humo de un arma. Uncoche salió a toda velocidad del túnel asus espaldas y barrió la ladera con losfaros, dejando una oscuridad másprofunda a su paso.

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—Paul, aquí está tu amigo.Como no vio a ningún amigo, se

deslizó hacia la puerta abierta. Ante él,Kirsty, inclinándose hacia delante,tiraba del respaldo de su asiento comosi estuviera impaciente por hacerlosalir. Mientras bajaba los pies al suelo,oyó los chillidos de las gaviotasinsomnes y el estridular de los grillos.Dos manos enguantadas surgieron de laoscuridad para ayudarlo. Detrás deellas, encorvado, se hallaba el pequeñoJeb, con la cara pintada, resplandecientebajo el pasamontañas echado atrás, yuna lámpara encasquetada en la frentecomo el ojo de un cíclope.

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—Me alegro de volver a verlo, Paul.Pruébese estas, a ver si le vienen —musitó Jeb con su leve dejo galés.

—Más me alegro yo de verlo austed, Jeb, debo decir —respondió élcon fervor a la vez que aceptaba lasgafas y, a cambio, estrechaba la mano aJeb.

Era el Jeb que él recordaba:compacto, tranquilo, muy dueño de sí.

—¿El hotel bien, Paul?—Peor imposible. ¿Y el suyo?—Ya vendrá a verlo. Todas las

comodidades modernas. Pise donde piseyo. Despacito y buena letra. Y si ve caeruna piedra, esquívela, ¿eh?

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¿Eso era broma? Sonrió por siacaso. El Toyota descendía por lapendiente: misión cumplida, y buenasnoches. Se puso las gafas y el mundo setornó verde. Las gotas de lluvia,impulsadas por el viento, se estampabancomo insectos ante sus ojos. Jeb loprecedió monte arriba, alumbrándosecon la lámpara de minero prendida de lafrente. No había más camino que el queél pisaba. Estoy en el coto de caza conmi padre, avanzando esforzadamenteentre tallos de aulaga de tres metros dealtura, salvo que en esta ladera no habíaaulaga, sino solo pertinaces matas degrama que insistían en tirarle de los

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tobillos. A ciertos hombres los guías, ya ciertos hombres los sigues, decía supadre, un general retirado. Pues bien, enel caso de Jeb, uno lo seguía.

El terreno se niveló. El vientoamainó y volvió a levantarse, y con éltambién el terreno. Oyó el tableteo de unhelicóptero. «El señor Crispinproporcionará plena cobertura al estiloamericano —había anunciado Elliot, enuna pincelada de orgullo corporativo—.Más plena de lo que jamás necesitarásaber, Paul. Equipo ultramoderno será lapauta para todos, más un dron Predatorcon fines de observación, lo que no estáni mucho menos por encima de su

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presupuesto operacional.»El ascenso era ahora más

pronunciado, componiéndose el terrenoen parte de rocas caídas, en parte dearena arrastrada por el viento. Tropezócon un perno, un trozo de varilla deacero, un anclaje. En una ocasión —pero la mano de Jeb aguardaba paraseñalársela— con una malla metálica deprotección contra desprendimientos, quetuvo que superar.

—Va usted de fábula, Paul. Y aquílos lagartos no muerden, en Gib no.Aquí los llaman estincos, no mepregunte por qué. Usted es padre defamilia, ¿verdad? —Y tras recibir un

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espontáneo «sí»—: ¿Y a quién tiene,pues? Sin ánimo de faltar al respeto.

—Mujer e hija —contestó él sinaliento—. La chica es doctora enmedicina —pensando: «Dios, meolvidaba de que soy Paul y soltero, pero¿qué demonios?»—. ¿Y usted, Jeb?

—Una mujer estupenda, un hijo…cinco cumplirá la semana que viene. Esla repanocha, como la suya, me figuro.

Un coche salió del túnel detrás deellos. Él hizo ademán de agacharse, peroJeb lo obligó a permanecer erguido,agarrándolo con tal fuerza que ahogó unaexclamación.

—Nadie nos ve si no nos movemos,

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¿entiende? —explicó con el mismoplácido dejo galés—. Son unos cienmetros de subida, y a partir de aquíbastante empinada, pero para usted noserá nada, seguro. Algún que otrozigzag, y habremos llegado. Estamossolo los tres chicos y yo —como si nohubiera nada que temer.

Y empinada lo era, con matojos yarena suelta, y otra malla metálica quesortear, y la mano enguantada de Jebesperando por si daba un traspié, perono lo dio. De pronto estaban ya allí.Tres hombres con equipo de combate yauriculares, uno de ellos más alto,instalados cómodamente sobre una lona,

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bebían de tazas de latón y mantenían lavista fija en pantallas de ordenadorcomo quien ve el fútbol un sábado por latarde.

La paranza se había construidoaprovechando el armazón de acero deuna de las mallas metálicas. Sus paredeseran de hojas entretejidas y arbustos. SinJeb para guiarlo, habría pasado de largoaun hallándose a solo unos metros dedistancia. Los monitores se hallabanfijados al fondo de secciones de tubería.Para ver las pantallas, era necesariomirar bien por la boca del tubo. Unascuantas estrellas brumosas brillaban enla techumbre entretejida. Algún que otro

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hilo de luna se reflejaba en armas comonunca antes había visto. Dispuestas enfila, al pie de una de las paredes, habíacuatro mochilas con material.

—Pues este es Paul, chicos. Nuestrohombre del ministerio —dijo Jeb pordebajo del fragor del viento.

Los hombres, uno por uno, sevolvieron, se descalzaron un guante depiel, le estrecharon la mano condemasiada fuerza y se presentaron.

—Don. Bienvenido al Ritz, Paul.—Andy.—Shorty, hola Paul. ¿Qué? ¿Ha ido

bien la escalada?Shorty, «el Bajo», porque aventaja

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en más de un palmo a los demás: ¿porqué, si no? Jeb entregándole un tazón deté. Endulzado con leche condensada.Había una aspillera lateral orlada defollaje. Las secciones de tubería con losordenadores, fijadas debajo, ofrecíanuna nítida vista de la costa y el mar. Asu izquierda los mismos montesnegrísimos de España, ahora másgrandes, y más cerca. Jeb, situándoloante el monitor de la izquierda para quemire por él. Una secuencia continua deimágenes de cámara oculta: el puertodeportivo, el restaurante chino, elRosemaria con sus bombillas decolores. Cambio a una temblorosa toma

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desde una mano dentro del restaurantechino. La cámara a ras de suelo. Desdela cabecera de una larga mesa junto a laventana de un mirador, un imperiosocincuentón metido en carnes, con unaamericana marinera y un peinadoperfecto, gesticula ante los otroscomensales. A su derecha, una morenamalcarada a quien dobla la edad.Hombros descubiertos, pechosaparatosos, collar de diamantes y unmohín en los labios.

—Aladino tiene mala uva, el muymamón —contaba Shorty en confianza—. Primero va y la arma con el maîtreen inglés porque no hay langosta. Ahora

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la emprende con su amiga en árabe, yeso siendo polaco. Aunque mesorprende que no le dé un cachete a lanena, tal como se está comportando.Esto es como en casa, ¿a que sí, Jeb?

—Venga un momento, Paul, porfavor.

Con la mano de Jeb en el hombropara guiarlo, dio un amplio paso hasta elmonitor del medio. Tomas aéreas yterrestres alternas. ¿Eran gentileza deldron Predator que no estaba ni muchomenos por encima del presupuestooperacional del señor Crispin? ¿O delhelicóptero que oía al ralentí en lasalturas? Una calle de casas blancas con

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revestimiento de tablas solapadas, en elborde del acantilado. Separadas porescaleras de piedra para descender a laplaya. Al pie de las escaleras una exiguamedialuna de arena. Una playa rocosadelimitada por la anfractuosa pared delacantilado. Farolas anaranjadas. Unarampa de acceso engravada entre lacarretera costera principal y la calle. Enlas casas, ninguna ventana iluminada. Nicortinas.

Y a través de la aspillera esa mismacalle, a plena vista.

—Verá, Paul, son casas para derribo—le explicaba Jeb al oído—. Unaempresa kuwaití va a montar un

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complejo turístico con un casino y unamezquita. Por eso están vacías. EseAladino es directivo de la empresakuwaití. Pues bien, según ha contado asus invitados, esta noche tiene unareunión confidencial con el promotor.Un negocio muy lucrativo, será.Deduciendo los módicos beneficios deellos, según la amiga. Cuesta creer queun hombre como Aladino se vaya tantode la lengua, digamos, pero así es.

—Puro alarde —explicó Shorty—.El típico polaco de mierda.

—¿El Incauto ya está en la casa,pues? —preguntó él.

—Si está, no hemos detectado su

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presencia, Paul, dejémoslo en eso —respondió Jeb con el mismo tonoinalterable y deliberadamente relajado—. No desde fuera, y dentro no haycobertura. No ha habido oportunidad,nos han dicho. En fin, no pueden ponersemicrófonos en veinte casas de unatirada, supongo, ¿no? Ni siquiera con elequipo de hoy día. A lo mejor estáoculto en una casa y pasa a escondidas aotra para la reunión. No lo sabemos,¿no? Todavía no. Se trata de esperar aver qué pasa y no bajar hasta quesepamos con quién nos enfrentamos,sobre todo si andamos tras un capo deAl Qaeda.

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Acuden a su memoria recuerdos dela inextricable descripción de eseescurridizo elemento ofrecida porElliot: «Yo describiría al Incauto, enesencia, como el Pimpinela yihadistapor excelencia, Paul, una anguila. Evitatodo medio de comunicaciónelectrónico, móviles e inocuos emailsinclusive. Para el Incauto, solo existe elboca a boca, y los mensajeros de uno enuno, nunca el mismo dos veces».

—Podría echársenos encima desdecualquier sitio, Paul —explicaba Shorty,quizá para meterle miedo—. Desde elotro lado de esas montañas. Desde lacosta española a bordo de una pequeña

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embarcación. O podría andar por elagua si le viniera en gana. ¿A que sí,Jeb?

Un parco gesto de asentimiento porparte de Jeb. Jeb y Shorty, el más bajo yel más alto del equipo: la atracción delos polos opuestos.

—O colarse desde Marruecos antelas mismísimas narices de losguardacostas, ¿a que sí, Jeb? O ponerseun traje de Armani y volar hasta aquí enclase club con pasaporte suizo. Oalquilar un Lear privado, que es lo queyo haría, sinceramente. Pidiendo poradelantado mi menú especial a laatractiva azafata en minifalda. Está

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podrido de dinero, ese Incauto, segúnnuestro extraordinario informante dealtos vuelos, ¿a que sí, Jeb?

Desde el mar, la hilera de casas aoscuras, recortada contra el cielonocturno, ofrecía una imagen imponente;la playa era una tierra de nadieennegrecida entre escabrosos riscos yespumeante oleaje.

—¿Cuántos hombres incluye launidad del barco? —preguntó él—.Elliot no parecía tenerlo muy claro.

—Al final conseguimos que lodejara en ocho —contestó Shorty porencima del hombro de Jeb—. Nuevecuando enfilen rumbo al barco nodriza

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con el Incauto. O eso esperan —añadiócon sorna.

«Los conspiradores irándesarmados, Paul —decía Elliot—. Esees el grado de confianza entre un par deabsolutos cabrones. Sin armas, singuardaespaldas. Entramos de puntillas,atrapamos a nuestro hombre, salimos depuntillas, nunca hemos estado allí. Loschicos de Jeb empujan desde tierra,Efectos Éticos tira desde el mar.»

Otra vez al lado de Jeb, observó porla aspillera los buques de cargailuminados, luego en el monitor central.Uno de los buques permanecía a ciertadistancia de sus compañeros. Una

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bandera panameña ondeaba en la popa.En la cubierta, varias sombras pululabanentre las grúas derrick. Un botehinchable pendía sobre el agua, con doshombres a bordo. Estaba aúnobservándolos cuando el teléfono móvilencriptado empezó a canturrear suabsurda melodía. Jeb se lo quitó, apagóel sonido, se lo devolvió.

—¿Es usted, Paul?—Paul al habla.—Aquí Nueve. ¿Entendido? Nueve.

Dígame que me oye.«Y yo seré Nueve —declama el

subsecretario con tono solemne, como side una profecía bíblica se tratara—. No

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seré Alfa, que se reserva para el edificioobjetivo. No seré Bravo, que se reservapara nuestro emplazamiento. SeréNueve, que es el código asignado a sucomandante, y me pondré encomunicación con usted por medio delteléfono móvil especialmenteencriptado, ingeniosamente enlazado asu unidad operacional por medio de unared de PRR potenciados, que para suinformación significa Personal RoleRadio.»

—Lo oigo alto y claro, Nueve,gracias.

—¿Y está en posición? ¿Sí? Deahora en adelante respuestas breves.

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—Lo estoy, claro que sí. Soy susojos y sus oídos.

—Muy bien. Dígame con todaexactitud qué ve desde donde está.

—Estamos observando las casas,pendiente abajo. La vista no podría sermejor.

—¿Quién hay ahí?—Jeb, sus tres hombres y yo.Un silencio. De fondo, una voz

masculina amortecida.El subsecretario otra vez:—¿Alguien sabe por qué no ha

salido aún Aladino del restaurante?—La cena ha empezado con retraso.

Se prevé que salga de un momento a

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otro. Eso es lo único que hemos sabido.—¿Y el Incauto no se ha dejado

ver? ¿Está totalmente seguro de eso?¿Sí?

—No se ha dejado ver todavía.Segurísimo. Sí.

—Al menor indicio visual, por vagoque sea… la mínima pista… la mínimaposibilidad de verlo…

Silencio. ¿Falla la red de PRRpotenciados? ¿O es Quinn?

—… espero que me informe deinmediato. ¿Entendido? Nosotros vemostodo lo que usted ve, solo que no tanclaro. Usted lo tiene delante de los ojos.¿Sí? —Ya exasperado por el tiempo de

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demora—. ¡A plena vista, joder!—Sí, claro que sí. A plena vista.

Delante de los ojos. Lo tengo delante delos ojos.

Don le toca el brazo para reclamarsu atención.

En el centro de la ciudad unmonovolumen avanza con cautela entreel tráfico. Lleva un distintivo de taxi enel techo y un único pasajero en elasiento de atrás, y basta una simpleojeada para saber que el pasajero es elcorpulento y animadísimo Aladino, elpolaco que, según Elliot, rima conbellaco. Mantiene un teléfono móvil aloído y, como en el restaurante chino,

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gesticula imperiosamente con la manolibre.

La cámara de persecución se desvía,se desbarajusta. En el monitor se pierdela imagen. El helicóptero toma el relevo,localiza el monovolumen, pone un haloen torno a él. La cámara de persecuciónpor tierra reaparece. En el ángulosuperior izquierdo de la pantalla sale elicono intermitente de un teléfono. Jebentrega un auricular a Paul. Hablan dospolacos. Ríen por turno. Aladino, con lamano izquierda, hace teatro demarionetas en la ventana posterior delmonovolumen. La voz de una intérprete,con tono de desaprobación, sustituye el

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jolgorio masculino entre polacos.«Aladino con su hermano Josef, que

está en Varsovia —dice la mujer condesdén—. Es una conversación vulgar.Hablan de la novia de Aladino, esamujer del barco. Se llama Imelda.Aladino está harto de Imelda. Imelda esuna bocazas. La abandonará. Josef tieneque visitar Beirut. Aladino le pagará elviaje desde Varsovia. Si Josef va aBeirut, Aladino le presentará a muchasmujeres que desearán acostarse con él.Ahora Aladino va a ver a una amigaespecial. Una amiga secreta especial.Quiere mucho a esta amiga. Sustituirá aImelda. No es depresiva ni arisca, y

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tiene unos pechos preciosos. A lo mejorle compra un apartamento en Gibraltar.Viene bien a la hora de pagar impuestos.Aladino ya tiene que colgar. Su amigasecreta especial lo espera. Lo deseamucho. Cuando abra la puerta, estarátotalmente desnuda. Eso es orden deAladino. Buenas noches, Josef.»

Un momento de perplejidadcolectiva, interrumpido por Don:

—Ahora no tiene tiempo para unputo polvo —susurró, airado—. Nisiquiera él.

—El taxi ha doblado por donde nodebía —dijo Andy como un eco, igualde airado—. ¿Por qué coño ha hecho

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eso?—Siempre hay tiempo para un polvo

—rectificó Shorty con firmeza—. SiBoris Becker pudo cepillarse a una nenaen un armario o donde fuera, Aladinopuede echar un polvo de camino avender manpads a su colega el Incauto.Es lógico.

Eso al menos era verdad: elmonovolumen, en lugar de doblar a laderecha en dirección al túnel, habíagirado a la izquierda, de vuelta al centrode la ciudad.

—Sabe que le vamos detrás —musitó Andy, desesperado—. Mierda.

—O ha cambiado de idea. ¿Es que

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se le ha secado el cerebro? —Don.—No tiene, querido. Ese tío es un

bungalow. Solo hay piso de abajo. —Shorty.

La pantalla del monitor pasó a uncolor gris, luego blanco, y despuésnegro fúnebre.

CONTACTO PERDIDOTEMPORALMENTE

Todos los ojos puestos en Jeb, quemascullaba suaves cadencias en galéspor el micrófono del pecho:

—¿Qué habéis hecho con él, Elliot?Yo pensaba que era imposible perder a

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alguien tan gordo como Aladino.Tiempo de demora e interferencia

estática en el receptor de Don. Laquejumbrosa voz de Elliot, con suacento sudafricano, baja y acelerada:

—Ahí abajo hay un par de bloquesde apartamentos con parkings cubiertos.Nuestra lectura es: ha entrado en uno yha salido por otro distinto. Estamosbuscando.

—O sea, sabe que le vamos detrás.—Jeb—. Eso no ayuda, ¿no crees,Elliot?

—Quizá se ha dado cuenta, quizá seahábito. Y no me agobies, ¿quieres?

—Si hay peligro, nos largamos,

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Elliot. No vamos a meternos de cabezaen una trampa, no si esa gente sabe queestamos aquí. Ya hemos pasado por eso,y no, gracias. Ya tenemos una edad paraestas cosas.

Interferencia estática, sin respuesta.Jeb otra vez:

—No se os habrá ocurrido ponerleun localizador al taxi, por casualidad,¿eh, Elliot? Puede que haya cambiado devehículo. Por lo que sé, cosas como esaya se han hecho antes, una o dos veces.

—Vete a la mierda.Shorty, quitándose el micrófono, en

su papel de indignado camarada ydefensor de Jeb:

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—Ese Elliot me va a oír cuando estoacabe —anunció al mundo—. Voy atener unas palabras amables, razonablesy tranquilas con él, y luego voy a cogeresa tarada cabeza sudafricana suya y voya metérsela por el culo, ¡lo juro! ¿A quesí, Jeb?

—Puede que sí, Shorty —dijo Jebcon toda calma—. Y también puede queno. Así que cállate, ¿quieres?

El monitor ha cobrado vida denuevo. El tráfico nocturno se reduce acoches sueltos, pero ningún halo flotasobre un monovolumen descarriado. Elmóvil encriptado tiembla otra vez.

—Paul, ¿ve usted algo que nosotros

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no vemos? —Acusadoramente.—No sé qué ven ustedes, Nueve.

Aladino estaba hablando con su hermanoy de pronto ha cambiado de dirección.Aquí todos están desconcertados.

—Nosotros también. Ya puedecreerlo.

«¿Nosotros?» ¿Usted y quién más,exactamente? ¿El Ocho? ¿El Diez?¿Quién es ese que le susurra al oído?¿Ese que, deduzco, le pasa notitas,mientras habla conmigo? ¿Ese que loinduce a cambiar de táctica y empezarde nuevo? ¿Acaso el señor Jay Crispin,nuestro señor de la guerracorporativizada y proveedor de

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información secreta?—¿Paul?—Sí, Nueve.—Usted lo tiene delante de los ojos.

Deme una lectura, por favor. Ahora.—Según parece, la duda es si

Aladino se ha percatado de que losiguen. —Y tras un momento dereflexión—: Y también si, en lugar deacudir a su cita con el Incauto, ha ido avisitar a una nueva novia que, por lovisto, tiene aquí instalada. —Cada vezmás impresionado por su propiaseguridad en sí mismo.

Unos pasos. Ruido de fondo. Elsusurrador de nuevo en acción.

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Desconexión.—¿Paul?—Sí, Nueve.—No cuelgue. Espere. Hay aquí

cierta gente que necesita hablarconmigo.

Paul no cuelga. ¿Cierta gente o ciertapersona?

—¡Muy bien! Asunto resuelto. —Elsubsecretario Quinn, ahora a plena voz— . Aladino no… repito, no… está apunto de tirarse a nadie, ni hombre nimujer. Como lo oye. ¿Queda claro? —Sin esperar la respuesta—. La llamada asu hermano que acabamos de oír era unatreta para confirmar la cita con el

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Incauto en línea abierta. El hombre alotro lado no era su hermano. Era elintermediario del Incauto. —Unparéntesis para más asesoría entrebastidores—. Vale, su enlace . Era elenlace —acostumbrándose a la palabra— de Aladino.

Se corta de nuevo la comunicación.¿Para más asesoría? ¿O es que elPersonal Role Radio no está tanpotenciado como decían?

—¿Paul?—¿Nueve?—Aladino solo informaba al

Incauto de que va de camino. Loavisaba. Lo sabemos directamente de la

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fuente. Tenga la bondad de ponerme conJeb ahora mismo.

Apenas tuvo tiempo de ponerlo conJeb ahora mismo antes de que Donlevantara otra vez el brazo.

—Pantalla dos, jefe. Casa siete. Lacámara desde el mar. Luz en la ventanaizquierda de la planta baja.

—Venga aquí, Paul. —Jeb.Jeb se ha acuclillado junto a Don.

Él, agachándose detrás de ellos, miraentre las dos cabezas, incapazinicialmente de distinguir esa luz que enprincipio debería estar viendo. En lasventanas de la planta baja danzabanvarias luces, pero eran los reflejos de la

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flota fondeada. Quitándose las gafas yforzando la vista tanto como puede,observa la repetición en primer plano delas imágenes captadas en la ventana dela planta baja de la casa número siete.

Un punto de luz espectral, orientadohacia arriba como una vela, cruza lahabitación. Lo sostiene unfantasmagórico antebrazo blanco.Reanudan la historia las cámaras detierra. Sí, ahí está otra vez la luz. Y elantebrazo fantasmagórico ahora apareceanaranjado por efecto de las farolas desodio de la rampa de acceso.

—Está ahí dentro, pues, ¿no? —Don,el primero en hablar—. Casa siete.

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Planta baja. Iluminándose con una putalinterna porque no hay corriente. —Perohabla con una extraña falta deconvicción.

—Es Ofelia. —Shorty, el erudito—.En camisón. Va a tirarse al putoMediterráneo.

Jeb está de pie, tan erguido como lepermite la techumbre de la paranza. Seecha atrás el pasamontañas, dejándoseloa modo de pañuelo. En la espectral luzverde, su rostro embadurnado de pinturaes de pronto una generación más viejo.

—Sí, Elliot, también lo hemos visto.De acuerdo, conforme, una presenciahumana. Pero una presencia ¿de quién?

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Eso ya es otro cantar, creo yo.¿Habrá realmente una avería en el

sistema de sonido potenciado? Por unosolo de los auriculares, oye la voz deElliot, perceptiblemente hostil:

—¿Jeb? Jeb, te necesito. ¿Estás ahí?—Te escucho, Elliot.Ahora el acento sudafricano muy

marcado, el tono muy pedante:—Tengo instrucciones, desde hace

ya un minuto exactamente, de poner a miequipo en alerta roja para embarqueinmediato. Me han ordenado, además,que retire mis recursos de vigilancia delcentro de la ciudad y los concentre enAlfa. Furgonetas paradas cubrirán los

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accesos a Alfa. Tu destacamentodescenderá y se desplegará según loprevisto.

—¿Y eso quién lo dice, Elliot?—Es el plan de combate. Las

unidades de tierra y mar convergen. ¡Nome jodas, Jeb! Esas son tus putasórdenes, ¿es que te has olvidado?

—Sabes de sobra cuáles son misórdenes, Elliot. Son las mismas quedesde el principio. Localización,captura y finalización. No hemoslocalizado al Incauto; hemos visto unaluz. No podemos capturarlo hasta que lolocalicemos, y no hay una IDP ni mediopasable.

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¿IDP? Pese a que aborrece lassiglas, tiene una iluminación:identificación positiva.

—Así que no hay finalización ni hayconvergencia —insiste Jeb a Elliot conla misma calma—. O no hasta que yo démi conformidad. No vamos a liarnos atiros entre nosotros en la oscuridad,gracias pero no. Confírmame que merecibes, por favor. Elliot, ¿has oído loque acabo de decir?

Todavía no hay respuesta de Elliotcuando de pronto reaparece Quinn, untanto azorado.

—¿Paul? Esa luz en la casa siete.¿La ha visto? ¿Lo tiene delante de los

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ojos?—La he visto. Sí. Lo tengo delante

de los ojos.—¿Una sola vez?—Creo que la he visto dos veces,

pero no con claridad.—Es el Incauto. El Incauto está ahí

dentro. En este mismo momento. En lacasa siete. Ese era el Incauto con unalinterna en la mano, cruzando lahabitación. Ha visto el brazo. ¿Sí o no?Tiene que haberlo visto, por Dios. Unbrazo humano. Todos lo hemos visto.

—Hemos visto un brazo, pero esebrazo está pendiente de identificación,Nueve. Todavía estamos esperando a

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que aparezca Aladino. Se ha perdido, yno hay indicios de que venga de caminohacia aquí. —Y captando la mirada deJeb—: También estamos esperandoalguna prueba de que el Incauto seencuentre en el lugar.

—¿Paul?—Aquí sigo, Nueve.—Cambiaremos de planes.

Entretanto su misión, Paul, es tener lascasas a plena vista. En especial la casasiete. Es una orden. Mientras cambiamosde planes. ¿Entendido?

—Entendido.—Si ve con sus propios ojos algo

fuera de lo normal que pueda haber

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escapado a las cámaras, necesitosaberlo en el acto. —La voz sedesvanece y vuelve—. Están haciendoun trabajo excelente, Paul. No pasaráinadvertido. Dígaselo a Jeb. Es unaorden.

Los han calmado, pero él no percibecalma. La desaparición de Aladino porarte de birlibirloque ha obrado suhechizo en la paranza. Puede que Elliotesté resituando sus cámaras aéreas, perosiguen explorando la ciudad, posándosealeatoriamente en tal o cual coche yabandonándolo. Las cámaras terrestrestodavía muestran ora el puertodeportivo, ora la entrada del túnel, ora

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tramos de la carretera costera vacía.—¡Venga, pedazo de cabrón, déjate

ver! —Don, al ausente Aladino.—Está muy ocupado cepillándose a

alguna, el muy salido. —Andy, para sí.«Aladino es impermeable, Paul —

insiste Elliot desde el otro lado de sumesa en Paddington—. A Aladino no leponemos un solo dedo encima. Aladinoes ignífugo, es a prueba de balas. Ese esel solemne acuerdo al que el señorCrispin ha llegado con su inestimableinformante, y la palabra del señorCrispin a un informante es sagrada.»

—Jefe. —Otra vez Don, ahora conlos dos brazos en alto.

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Un motorista zigzaguea por la vía deacceso engravada, iluminando con elfaro uno y otro lado alternativamente.Sin casco, solo una kefia negra y blancaflameando en torno al cuello. Con lamano derecha, conduce la moto; en laizquierda sostiene por su estrechamientolo que parece una bolsa. Balanceando labolsa mientras avanza, mostrándola,exhibiéndola, miradme. Esbelto,escurrido de talle. La kefia le oculta laparte inferior de la cara. Cuando llega ala mitad de la calle, suelta el manillar yalza la mano derecha en un saludorevolucionario.

Al final de la vía de acceso, parece

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dispuesto a incorporarse a la carreteracostera, en dirección sur. Súbitamentedobla al norte, echando la cabeza alfrente por encima del manillar, la kefiaondeando a sus espaldas, y acelerarumbo a la frontera española.

Pero ¿qué más da un motoristatemerario con kefia cuando su bolsanegra reposa como un pudín en medio dela calle engravada, justo en frente de lapuerta de la casa número siete?

La cámara se ha acercado a ella. Lacámara la amplía. La amplía aún más.

Se trata de una bolsa de plásticonegra, vulgar y corriente, cerrada conbramante o cordel de rafia. Es una bolsa

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de basura. Es una bolsa de basura quecontiene un balón de fútbol o una cabezahumana o una bomba. Es la clase deobjeto sospechoso ante el que uno, si loviera abandonado en una estación deferrocarril, iría a avisar a alguien o no,en función de lo tímido que fuese.

Las cámaras rivalizaban porenfocarla. A las tomas aéreas seguían, auna velocidad vertiginosa, primerosplanos a ras de suelo y panorámicas dela calle. En el mar, el helicópteroflotaba a baja altura sobre el barconodriza a modo de protección. En laparanza, Jeb esgrimía sus buenasrazones:

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—Es una bolsa, Elliot, eso es. —Suvoz galesa en un tono de máximadelicadeza e insistencia—. Solosabemos eso, entiéndelo. No sabemosqué hay dentro, no la oímos, no laolemos, ¿verdad que no? No sale humoverde, no hay cables externos ni antenas,por lo que podemos ver tanto nosotroscomo seguramente vosotros. A lo mejores solo un chico que ha salido a tirar labasura porque se lo ha pedido sumadre… No, Elliot, creo que eso novamos a hacerlo, gracias pero no. Creoque vamos a dejarla donde está, y quehaga aquello para lo que la han traídoaquí, si no tienes inconveniente, y

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seguiremos esperando hasta que esoocurra, tal como estamos esperando aAladino.

¿Eso es un silencio electrónico ohumano?

—Es su colada semanal —sugirióShorty entre dientes.

—No, Elliot, eso no —dijo Jeb conun tono mucho más cortante—.Categóricamente no, no vamos a echarun vistazo de cerca al contenido de esabolsa. No vamos a tocar esa bolsa bajoningún concepto, Elliot. Eso podría serprecisamente lo que esperan quehagamos: quieren que asomemos, si esque estamos aquí. Bueno, pues no

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estamos aquí, ¿verdad que no? No, parauna treta como esa no estamos. Que esotra buena razón para no moverse.

Otro corte en la comunicación, máslargo.

—Tenemos un acuerdo , Elliot —prosiguió Jeb con pacienciasobrehumana—. Quizá te hayasolvidado. En cuanto la unidad de tierracapture al objetivo, y no antes,bajaremos del monte. Y vosotros, tuunidad marina, vendrá del mar, y juntosfinalizaremos el trabajo. Ese era elacuerdo. El mar es vuestro; la tierra esnuestra. Pues bien, la bolsa está entierra, ¿no? Y no hemos capturado al

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objetivo, y no estoy dispuesto a ver anuestras respectivas unidades entrar enun edificio a oscuras desde ladosopuestos, sin que nadie sepa quién hay,o no hay, esperándonos ahí. ¿Tengo querepetírtelo, Elliot?

—¿Paul?—Sí, Nueve.—¿Qué opina usted personalmente

en cuanto a esa bolsa? Informe deinmediato. ¿Le convencen losrazonamientos de Jeb o no?

—A no ser que tenga usted otrosmejores, Nueve, sí, me convencen. —Firme pero respetuoso, a imagen deltono de Jeb.

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—Podría ser un aviso al Incautopara que salga por piernas. Y entonces¿qué? ¿Alguien ahí se ha planteado eso?

—Seguro que aquí se lo hanplanteado muy seriamente, como yomismo. Aun así, la bolsa también podríaser una señal dirigida a Aladino paraindicarle que no hay peligro, queadelante. O podría ser una señal paraque no se acerque. Todo me parece puraespeculación en el mejor de los casos.En suma, demasiadas posibilidades, ami modo de ver —concluyó audazmente,e incluso añadió—: Dadas lascircunstancias, la postura de Jeb meparece en extremo razonable, debo

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decir.—No me venga con sermones.

Esperen a que yo vuelva.—Claro.—¡Y nada de claro, joder!La comunicación se corta del todo.

Ni bisbiseos, ni interferencias. Solo unlargo silencio en el móvil cada vez másapretado contra la oreja.

—¡No jodas! —Don, a plenapotencia.

Otra vez están los cinco apiñadosante la aspillera mientras un vehículoalto, con las luces largas encendidas,sale como una exhalación del túnel y sedirige a toda velocidad hacia las casas.

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E s Aladino, en su monovolumen,llegando tarde a la cita. No lo es. Es elToyota cuatro por cuatro azul, ahora sinel letrero CONGRESO. Abandonando lacarretera costera, salta a la vía deacceso engravada y enfila derecho haciala bolsa negra.

Cuando se acerca, la puerta lateralse desliza hacia atrás y deja a la vista aHansi, con sus gafas, inclinado sobre elvolante, y una segunda figura, indefinida,pero podría ser Kirsty, agachada en lapuerta abierta, agarrándosedesesperadamente al tirador con unamano y con la otra ya extendida paracoger la bolsa. La puerta del Toyota

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vuelve a cerrarse. Cobrando otra vezvelocidad, el cuatro por cuatro sigue endirección norte y se pierde de vista. Labolsa pudín ha desaparecido.

El primero en hablar es Jeb, mássosegado que nunca.

—¿Esos que acabo de ver eran lostuyos, Elliot? ¿Cogiendo por casualidadla bolsa? Elliot, necesito hablar contigo,por favor. Elliot, creo que me estásoyendo. Necesito una explicación, porfavor. ¿Elliot?

—¿Nueve?—Sí, Paul.—Parece que la gente de Elliot

acaba de coger la bolsa —esmerándose

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para mostrarse tan racional como Jeb—.¿Nueve? ¿Está usted ahí?

Tras cierta dilación, Nueve regresa,y con estridencia:

—A ver, joder, hemos tomado unadecisión ejecutiva. Alguien tenía quetomarla, ¿o no? Tenga la bondad decomunicárselo a Jeb. Ya mismo. Ladecisión está adoptada. Tomada.

Se va de nuevo. Pero Elliot vuelvecon ímpetu, hablando a una voz femeninacon acento australiano entre bastidores ytransmitiendo triunfalmente el mensajede esta al público más amplio:

—¿La bolsa contiene provisiones?Gracias, Kirsty. La bolsa contiene

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salmón ahumado, ¿has oído, Jeb? Pan.Pan árabe. Gracias, Kirsty. ¿Qué mástenemos en esa bolsa? Tenemos agua .Agua con gas. Al Incauto le gusta congas. Tenemos chocolate . Chocolate conleche. Espera, Kirsty, gracias. ¿Porcasualidad lo captas, Jeb? El muycabrón ha estado ahí dentro todo eltiempo, y sus compañeros le traencomida. Vamos a entrar, Jeb. Tengo misórdenes justo aquí delante, confirmadas.

—¿Paul?Pero ahora no es el subsecretario

Quinn, alias Nueve, quien habla. Es Jeb,con el rostro semiennegrecido, los ojosblancos como los de un minero, solo que

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en su caso son marrones. Y la voz deJeb, serena como antes, apela a él:

—No deberíamos hacerlo, Paul.Dispararemos contra fantasmas aoscuras. Elliot no sabe de la misa lamedia. Creo que usted está de acuerdoconmigo.

—¿Nueve?—¿Ahora qué coño pasa? ¡Van a

entrar! ¿Qué problema hay, hombre?Jeb mirándolo de hito en hito. Shorty

mirándolo de hito en hito por encima delhombro de Jeb:

—¿Nueve?—¿Qué?—Me pidió usted, Nueve, que yo

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fuera sus ojos y sus oídos. No puedosino dar la razón a Jeb. No he visto nioído nada que justifique la entrada eneste punto.

¿Es el silencio intencionado otécnico? Por parte de Jeb, un parcogesto de asentimiento. Por parte deShorty, una torcida sonrisa de deprecio,sea por Quinn, sea por Elliot, osencillamente por todo. Y por parte delsubsecretario, una andanada con retraso:

—¡A ver, joder, ese hombre está ahídentro! —Se desvanece otra vez. Vuelve—. Paul, escúcheme con atención. Esuna orden. Hemos visto a ese hombrecon indumentaria árabe. Como lo ha

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visto usted. Al Incauto. Ahí dentro.Tiene a un chico árabe que le llevacomida y agua. ¿Qué más necesita Jeb?

—Necesita pruebas, Nueve. Diceque con eso no basta. Yo soy en granmedida de su mismo parecer, debodecir.

Otro gesto de asentimiento por partede Jeb, más vigoroso que el primero,respaldado también por Shorty, y luegopor sus otros compañeros. Los cuatro loobservan con sus ojos blancos a travésde los pasamontañas.

—¿Nueve?—¿Es que ahí nadie atiende a

órdenes?

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—¿Me permite hablar?—Pero abrevie.Habla para dejar constancia. Sopesa

cada palabra antes de pronunciarla:—Nueve, a mi entender, partiendo

de cualquier análisis mínimamenterazonable, nos hallamos ante una seriede supuestos no demostrados. Jeb y sushombres tienen gran experiencia. Opinanque, así las cosas, nada tiene un sentidoconcluyente. En mi calidad de ojos yoídos suyos in situ, debo decirle quecomparto esa opinión.

Unas voces apenas audibles ensegundo plano, luego otra vez el silencioprofundo, sepulcral, hasta que vuelve

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Quinn, chillón y de mal genio:—A ver, joder, el Incauto está

desarmado. Ese era el trato con Aladino.Desarmados y sin escolta, cara a cara.Es un terrorista valiosísimo, cuyacabeza tiene un alto precio, con unmontón de inestimable información quesonsacarle, y ahí lo tenemos, a huevo.¿Paul?

—Sigo aquí, Nueve.Ahí sigue, pero con la mirada puesta

en el monitor de la izquierda, comotodos los demás. En la popa del barconodriza. En la sombra proyectada sobreel lado de babor. En el bote hinchableposado en el agua. En las ocho siluetas

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acuclilladas a bordo.—¿Paul? Páseme a Jeb. Jeb, ¿está

ahí? Quiero que me escuche bien, queme escuchen los dos, Jeb y Paul. ¿Meescuchan bien los dos?

Lo escuchan.—Escúchenme. —Ellos le han dicho

ya que lo escuchan, pero es por demás—. Si la unidad del mar atrapa a lapresa, la lleva al barco y la saca deaguas jurisdiccionales para ponerla enmanos de los interrogadores mientrasustedes se quedan cruzados de brazos enlo alto del monte, sin mover el culo,¿qué imagen creen que van a dar? Diosmío, Jeb, ya me habían dicho que estaba

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usted cargado de manías, pero ¡hombre,piense en lo que hay en juego!

En la pantalla, ya no se ve el botehinchable junto al barco nodriza. Elrostro de Jeb, pintado para el combate,parece una máscara de guerra dentro desu exiguo pasamontañas.

—En fin, Paul, ante esto no haymucho más que decir, supongo, ahoraque usted ya lo ha dicho todo, ¿no? —pregunta en voz baja.

Pero Paul no lo ha dicho todo, o no asu entera satisfacción. Y una vez más, encierto modo para su propia sorpresa,tiene las palabras a punto, sin titubeos,sin vacilaciones.

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—Con el debido respeto, Nueve, nohay, a mi entender, argumentossuficientes para que la unidad de tierraentre. Ni ellos ni nadie, si a eso vamos.

¿Es este el silencio más largo de suvida? Jeb, en cuclillas de espaldas a él,trajina con una bolsa de material. Detrásde Jeb, sus hombres están ya de pie. Uno—él no sabría decir quién— mantiene lacabeza gacha y parece estar rezando.Shorty se ha quitado los guantes y selame las yemas de los dedos una poruna. Es como si el mensaje delsubsecretario les hubiese llegado porotro medio, más arcano.

—¿Paul?

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—Dígame.—Tenga la bondad de tomar nota de

lo siguiente: yo no soy el comandante decampo en esta situación. Las decisionesmilitares competen exclusivamente aloficial de mayor rango in situ, comousted ya sabe. Ahora bien, sí puedohacer recomendaciones. Comunique portanto a Jeb que, basándome en lainformación operacional que tengo antemí, recomiendo pero no ordeno queharía bien en poner en marchainmediatamente la Operación Fauna. Ladecisión recae naturalmente en él.

Pero Jeb, captando el mensaje, yprefiriendo no esperar el resto, ha

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desaparecido en la oscuridad con suscompañeros.

Ora con las gafas de visión nocturna,ora sin ellas, escrutó la densidad, perono vio señales de Jeb o sus hombres.

En el primer monitor, el botehinchable se aproximaba a la costa. Lasolas lamían la cámara, unos escollosnegros se acercaban.

El segundo monitor no tenía imagen.Pasó al tercero. La cámara encuadró

la casa siete.La puerta estaba cerrada, las

ventanas todavía sin cortinas y aoscuras. No vio ninguna luz fantasmasostenida por una mano oculta. Ocho

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hombres enmascarados, vestidos denegro, abandonaban el bote hinchable,ayudándose unos a otros. Ahora dos deellos estaban de rodillas, con la mira desus armas puesta en algún punto porencima de la cámara. Otros tres hombrescruzaron con sigilo ante la lente de lacámara y desaparecieron.

Una cámara saltó a la carreteracostera y las casas; la cámara sedesplazó de puerta en puerta. La puertade la casa siete estaba abierta. Unasombra armada montaba guardia a unlado. Una segunda sombra armada cruzóel umbral; una tercera sombra, más alta,lo cruzó a continuación: Shorty.

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La cámara captó al pequeño Jeb consu andar afanoso de minero justo en elmomento en que desaparecía por laescalera de piedra iluminada hacia laplaya. Por encima del fragor del viento,llegaron unos chasquidos, como elsonido de piezas de dominó aldesplomarse: dos series de chasquidos,luego nada. Le pareció oír un grito, peroescuchaba con tal atención que no habríapodido asegurarlo. Era el viento. Era elruiseñor. No, era el búho.

Se apagaron las luces de la escalera,y después también el resplandoranaranjado de las farolas de sodiodispuestas a los lados de la vía de

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acceso engravada. Como por efecto dela misma mano, se fue la imagen de lasdos pantallas de ordenador restantes.

Al principio se negó a aceptar esaverdad elemental. Se puso las gafas devisión nocturna, se las quitó, se las pusode nuevo y recorrió los teclados de losordenadores, incitándolos a volver a lavida. No sucumbieron a la incitación.

Gruñó un motor aislado, pero tantopodría haber sido un zorro como uncoche o el fueraborda del botehinchable. En su teléfono móvilencriptado, pulsó «Uno» paracomunicarse con Quinn y recibió ungemido electrónico continuo. Salió de la

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paranza e, irguiéndose por fin cuan altoera, cuadró los hombros contra el airenocturno.

Un coche salió a todo gas del túnel,apagó los faros y se detuvo con unchirrido en el arcén de la carreteracostera. Durante diez minutos, doce,nada. De pronto surgió de la oscuridadla voz australiana de Kirsty,pronunciando su nombre. Y después lapropia Kirsty.

—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó él.

Ella lo condujo de nuevo a laparanza.

—Misión cumplida. Todos

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exultantes. Reparto de medallas —dijoella.

—¿Y qué ha pasado con el Incauto?—He dicho que todos exultantes,

¿no?—¿Lo han atrapado, pues? ¿Lo han

llevado al barco nodriza?—Tú ábrete ya mismo y deja de

hacer preguntas. Voy a llevarte al coche;el coche te llevará al aeropuerto segúnlo previsto. El avión espera. Todo estáen orden, todo ha ido de perlas. Ahoravámonos.

—¿Cómo está Jeb? ¿Y sus hombres?¿Están bien?

—Felices y contentos.

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—¿Y todas estas cosas? —Serefiere a las cajas metálicas y losordenadores.

—Estas cosas desaparecerán en tressegundos en cuanto nos abramos. Ahoramuévete.

Entre traspiés y resbalones,descendían ya por la ladera, sintiendo elazote del viento marino y oyendo elzumbido de los motores desde el mar,más sonoro que el propio viento.

De pronto, entre la maleza, un aveenorme —quizá un águila— alza elvuelo atropelladamente desde debajo desus pies, en medio de furiososgraznidos.

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En cierto punto cayó cabeza abajopor encima de una malla metálica rota yse salvó solo gracias a los matorrales.

Luego, también súbitamente, estabanya en la carretera costera vacía, sinaliento pero, por milagro, ilesos.

El viento había amainado, la lluviahabía cesado. Un segundo automóvil sedetenía junto a ellos. Dos hombres conbotas y chándales se apearon de unsalto. Con un gesto de asentimientodirigido a Kirsty y nada para él, seencaminan al trote hacia la ladera.

—Necesitaré las gafas —dijo ella.Él se las entregó.—¿Llevas encima algún papel…

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mapas, o cualquier cosa que te hayastraído de allá arriba?

No llevaba nada encima.—Ha sido un éxito. ¿Vale? Sin

bajas. Hemos hecho un trabajoexcelente. Todos nosotros. Tú incluido.¿Vale?

¿Dijo él «vale» en respuesta? Yadaba igual. Sin volver a mirarlosiquiera, Kirsty se marchaba ya tras lospasos de los dos hombres.

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2Un domingo soleado a principios de

esa misma primavera, un funcionario deExteriores británico de treinta y un añoscon un gran porvenir, sentado a solas enla terraza de una modesta cafeteríaitaliana del Soho londinense, hacíaacopio de valor para llevar a cabo unacto de espionaje tan indigno que, encaso de ser detectado, le costaría lacarrera y la libertad: esto es, recobraruna cinta, una grabación realizadailícitamente por él mismo, en eldespacho privado de un subsecretariodel Gobierno de Su Majestad a quien

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era su deber servir y asesorar en lamedida de sus nada despreciablesaptitudes.

Se llamaba Toby Bell y estabaabsolutamente solo en susmaquinaciones criminales. No sehallaba bajo el control de ningunainfluencia maligna ni a sueldo de nadie;no lo esperaba a la vuelta de la esquinaningún agente provocador ni ningúnmanipulador siniestro armado con unmaletín a rebosar de billetes de ciendólares, ni ningún activista conpasamontañas. En ese sentido era el sermás temido de nuestro mundocontemporáneo: un hombre que decidía

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en solitario. De una inminente operaciónclandestina en Gibraltar, colonia de laCorona, nada sabía: podía decirse, másbien, que era su martirizadoraignorancia lo que lo había llevado altrance en que se veía.

Ni su apariencia ni su manera de serse correspondían tampoco con las de unmalhechor. Aun en ese momento,mientras premeditaba su plan delictivo,seguía siendo el tipo decente,cumplidor, despeinado,compulsivamente ambicioso, de aspectointeligente por el que lo tomaban suscolegas y sus superiores. Bajo y robusto,no especialmente agraciado, tenía una

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mata de pelo castaño tan rebelde que sele desarreglaba al instante después depasarse el peine. La dignidad quedestilaba era innegable. Avispado hijoúnico de unos devotos padres artesanosde la costa meridional de Inglaterra sinmás planteamiento político que ellaborismo —el padre miembro delconsejo parroquial de su pueblo, lamadre una gordita feliz que hablaba deJesús incesantemente—, formado en laenseñanza pública, se había abiertocamino en el Foreign Office primerocomo administrativo, y a partir de ahípor medio de clases nocturnas, cursosde idiomas, oposiciones internas y

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pruebas de evaluación de la capacidadde liderazgo de dos días, hasta alcanzarsu codiciado puesto actual. En cuanto asu nombre, ese «Toby» que enapariencia podría haber dado a entenderuna posición más alta en la escala socialinglesa de lo que su extracción merecía,procedía de nada más elevado que elrespeto de su padre por la figura desanto Tobías, de cuyas prodigiosasvirtudes filiales quedó constancia en lasantiguas escrituras.

Qué había impulsado la ambición deToby —qué la impulsaba aún— era algoque él apenas se planteaba. Suscompañeros de estudios solo aspiraban

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a ganar dinero. Allá ellos. Toby, si bienla modestia le impedía decirlo con esasmismas palabras, deseaba dejar suhuella, o, como se lo había expresado nosin cierta vergüenza a sus examinadores,intervenir en el esfuerzo de su país paradescubrir su verdadera identidad en unmundo postimperial y posguerra fría. Side él dependiera, habría erradicadohacía mucho tiempo el sistema educativoprivado del Reino Unido, abolido todovestigio de prerrogativa y mandado apaseo a la monarquía. Y sin embargo, ala vez que albergaba estos pensamientossediciosos, el luchador que había en élsabía que su primer objetivo debía ser

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ascender en ese mismo sistema queanhelaba liberar.

¿Y el habla, pese a que en esemomento no hablaba a nadie más que así mismo? Como lingüista nato con elamor de su padre por la cadencia y unaconciencia casi sofocante de las señasde identidad presentes en la lenguainglesa, era inevitable que se despojaradiscretamente de los últimos residuos deesa vibración gutural propia de Dorseten favor del inglés estándar queadoptaban aquellos resueltos a nopermitir que se les atribuyera suextracción social.

Junto con esa alteración en la voz, se

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había producido un cambio igualmentesutil en sus preferencias indumentarias.Consciente de que en breve cruzaríaparsimoniosamente las verjas delForeign Office exhibiendo su máximadesenvoltura directiva, vestía unoschinos y una camisa con el cuellodesabrochado, amén de una chaquetanegra de corte desdibujado para esapizca de formalidad de día libre.

Lo que tampoco era visible para elojo de un observador externo era que sunovia, instalada en su piso de Islingtondesde hacía tres meses, se había ido deallí hacía solo dos horas jurando novolver a verlo nunca más. Aun así, por

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alguna razón, este trágico suceso nohabía minado su ánimo. Si algunarelación existía entre la marcha deIsabel y el delito que se disponía acometer, residía acaso en su hábito deyacer despierto a todas horas absorto entribulaciones que no podía compartir.Cierto era que a lo largo de la noche, aintervalos, habían hablado vagamente dela posibilidad de una separación, peroese era un tema de conversaciónfrecuente de un tiempo a esa parte. Élhabía dado por hecho que, llegada lamañana, Isabel, como de costumbre,cambiaría de idea, pero esta vez ella semantuvo en sus trece. No había habido

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gritos ni lágrimas. Él pidió un taxi porteléfono; ella hizo las maletas. Llegó eltaxi; Toby la ayudó a bajar el equipajepor la escalera. Ella expresó supreocupación por el traje sastre quehabía dejado en la tintorería. Él sequedó el resguardo y prometióenviárselo. Ella estaba pálida. Si bienno volvió la vista atrás, no pudoresistirse a decir la última palabra:

—Afrontémoslo, Toby, no tienessangre en las venas, ¿es verdad o no? —Dicho lo cual se alejó en el taxi,teóricamente camino de la casa de suhermana en Suffolk, aunque élsospechaba que acaso se llevara entre

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manos otros planes, incluido su maridorecién abandonado.

Y Toby, igual de firme en sudeterminación, se había encaminado apie hacia su café y su cruasán en el Sohocomo preludio al gran hurto. Que eradonde ahora se hallaba, tomándose sucapuchino bajo el sol de la mañana ycontemplando inexpresivo a losviandantes. Si es verdad que no tengosangre en las venas, ¿cómo se me haocurrido meterme en esta fea situación?

Para encontrar la respuesta a esta yotras preguntas afines, su cabezarecurrió como de costumbre a GilesOakley, su enigmático mentor y

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autoproclamado mecenas.BerlínBell, diplomático neófito, segundo

secretario (asuntos políticos), acaba dellegar a la embajada británica en suprimer destino en el exterior. La guerrade Irak está al caer. Gran Bretaña se haadherido, pero lo niega. Alemania nadaentre dos aguas. Giles Oakley, laeminencia gris de la embajada —Oakley, presto, pícaro, «bañado entodos los océanos», como dicen losalemanes—, es el jefe de sección deToby. La función de Oakley, entre otrasmiles menos definidas: supervisar elflujo de información secreta británica

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transmitida al enlace alemán. La deToby: ser su comparsa. Su alemán ya esbueno. Como en todo, aprende deprisa.Oakley lo acoge bajo su égida, lo paseapor los ministerios y le abre puertas quede lo contrario habrían permanecidocerradas a alguien de su humildeposición. ¿Son Toby y Giles espías?¡Nada más lejos! Son excelsosdiplomáticos de carrera que, comomuchos otros, han acabado en las mesasde negociación del inmenso mercado dela información secreta del mundo libre.

El único problema es que cuantomás acceso tiene Toby a estos círculosprivados, tanto mayor es su

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aborrecimiento por la guerra que está apunto de estallar. La considera ilegal,inmoral y condenada al desastre.Acrecienta su malestar saber que inclusolos más abúlicos de sus compañeros deestudios han salido a la calle amanifestar su indignación. Lo mismo hanhecho sus propios padres, quienes, en surespetabilidad socialista cristiana, creenque el objetivo de la diplomacia deberíaser impedir la guerra en lugar deinstigarla. Su madre le envíadesesperados emails: Tony Blair —enotro tiempo su ídolo— nos hatraicionado a todos. Su padre, sumandosu severa voz metodista, acusa a Bush y

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Blair conjuntamente del pecado desoberbia y se propone escribir unaparábola sobre un par de pavos realesque, cautivados por su propio reflejo, seconvierten en buitres.

No es de extrañar, pues, que con talbarullo de voces en el oído junto con lasuya propia, a Toby le disguste tener quepreconizar la guerra ante nada menosque los alemanes, instándolos incluso aparticipar en el baile. También él votóde todo corazón a Tony Blair, y ahoralas posturas públicas de su primerministro se le antojan falsas y vomitivas.Y con el inicio de la OperaciónLibertad Iraquí se le enciende la

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sangre:El escenario es la villa diplomática

de los Oakley en Grunewald. Son ya lasdoce de la noche, y otro tostón deHerrenabend —una cena de pelmazosinfluyentes— se acerca a su fin. Toby hareunido un aceptable puñado de amigosen Berlín, pero los invitados de estanoche no se encuentran entre ellos. Unaburrido ministro federal, un potentadode la industria del Ruhr incurablementevanidoso, un pretendiente de la dinastíaHollenzollern y un cuarteto deparlamentarios gorrones han pedido porfin sus limusinas. La arquetípica esposadiplomática de Oakley, Hermione, tras

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supervisar el desarrollo de la cenadesde la cocina con ayuda de unagenerosa ginebra, se ha retirado a lacama. En el salón, Toby y Giles Oakleyrecuentan las ganancias de la velada enbusca de algún que otro retazo deindiscreción.

Súbitamente el autodominio de Tobyllega a su límite:

—Pues, por mí, toda esta gilipollezpuede irse a la mierda, al carajo y atomar por el saco —declara, y con ungolpe deja su copa de calvados, elcalvados muy añejo de Oakley.

—¿Y puede saberse qué esexactamente «toda esta gilipollez»? —

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pregunta Oakley, el duende de cincuentay cinco años, a la vez que estira lascortas piernas en un gesto de voluptuosarelajación, cosa que acostumbra haceren momentos de crisis.

Con inquebrantable urbanidad,Oakley escucha a Toby de principio afin, y con igual impasibilidad ofrece surespuesta, cáustica aunque afectuosa.

—Adelante, Toby. Dimite.Comparto tus opiniones personales deprincipiante. Ninguna nación soberana,como por ejemplo la nuestra, deberíaverse arrastrada a la guerra medianteengaños, y menos por un par defanáticos ególatras sin la menor noción

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de historia. Y ciertamente nodeberíamos haber intentado persuadir aotras naciones soberanas para que sigannuestro vergonzoso ejemplo. Dimite,pues. Eres justo lo que el Guardiannecesita: otra voz perdida aullándole ala luna. Si estás en desacuerdo con lapolítica del Gobierno, no te quedes paratratar de cambiarla. Abandona la nave.Escribe esa gran novela con la quesiempre has soñado.

Pero Toby no agacha la cabeza tanfácilmente:

—¿Y tú dónde te sitúas, Giles?Antes te oponías a esto tanto como yo,bien lo sabes. Cuando cincuenta y dos

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de nuestros embajadores retiradossuscribieron una carta en la que seafirmaba que todo eso era una sarta deidioteces, soltaste un gran suspiro y medijiste que ojalá estuvieras retiradotambién tú. ¿Tengo yo que esperar a lossesenta para expresar mis ideas? ¿Eseso lo que pretendes decirme? ¿Tengoque esperar a tener mi título de sir y mipensión indexada y ser presidente delclub de golf del pueblo? ¿Eso es lealtad,Giles, o simple canguelo?

Oakley, suavizando su ampliasonrisa, junta las yemas de los dedos yformula con toda delicadeza surespuesta:

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—Dónde me sitúo, preguntas. Puessentado a la mesa de negociaciones.Siempre sentado a la mesa. Sonsaco,socavo, aduzco, razono, engatuso,concibo esperanzas. Pero no ilusiones.Me adhiero a la sagrada doctrinadiplomática de la moderación en todo, yla aplico a los alevosos crímenes detodas las naciones, incluida la mía. Dejomis sentimientos en la puerta antes deentrar en la sala de reuniones y nuncasalgo indignado a menos que tengaórdenes en sentido contrario. Meenorgullezco en grado sumo de hacerlotodo a medias. En ocasiones, y estapodría ser una de ellas, inicio cautas

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gestiones con nuestros veneradossuperiores. Pero nunca pretendoreconstruir el palacio de Westminster enun solo día. Ni deberías pretenderlo tú,añadiré a riesgo de incurrir en lapresunción.

Y mientras Toby balbucea en buscade una contestación:

—Una cosa más, ahora que estamossolos, si me lo permites. Mi queridaesposa Hermione, en su condición deojos y oídos para los enredosdiplomáticos de Berlín, me ha contadoque te traes ciertos devaneosindecorosos con la consorte delagregado militar holandés, siendo ella

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una conocida fulana. ¿Verdad o mentira?El traslado de Toby a la embajada

de Madrid, que de improviso hadescubierto que necesita un agregado debajo rango con experiencia en Defensa,se produce al cabo de un mes.

MadridPese a su diferencia de edad y

jerarquía, Toby y Giles mantienenestrecho contacto. Si eso es fruto de lasinfluencias bajo mano de Oakley o puroazar, Toby solo puede hacersuposiciones al respecto. Cierto es queOakley ha cogido apego a Toby delmodo en que algunos diplomáticos yamayores, consciente o

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inconscientemente, acogen a sus jóvenespredilectos. Entretanto, el tráfico deinformación entre Londres y Madridnunca ha sido más dinámico y crucial. Eltema no es ya Saddam Hussein y susescurridizas armas de destrucciónmasiva, sino la nueva generación deyihadistas engendrada por la agresiónoccidental a lo que hasta entonces erauno de los países más laicos de OrientePróximo, una verdad demasiado crudapara que sus perpetradores la admitan.

Y así continúa el dúo. En Madrid,Toby —le guste o no, y en esencia sí legusta— se convierte en un elementoclave en el mercado de la información

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secreta, viajando semanalmente aLondres, donde Oakley revolotea entrelos espías de la reina a un lado del río yel Foreign Office de la reina al otro.

En conversaciones encriptadas ensalas de acceso restringido de lossótanos de Whitehall, se analizancautelosamente las nuevas reglas decombate para con presuntos terroristasapresados. Por increíble que parezcadado su rango, Toby asiste. Oakleypreside. La palabra «mejorado»,identificada antes con el ideal deexcelencia, se ha incorporado al nuevodiccionario norteamericano con relacióna las técnicas de interrogatorio, pero su

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significado se mantieneintencionadamente impreciso de cara alos no iniciados, entre quienes Toby secuenta. Con todo, abriga sus sospechas.¿Acaso esas reglas supuestamentenuevas no son en realidad las barbáricasde antes, desempolvadas yreinstauradas?, se pregunta. Y si está enlo cierto, como cree estarlo concreciente convicción, ¿cuál es ladistinción moral, si la hay, entre elhombre que aplica los electrodos y elhombre que se sienta detrás de una mesay finge no saber que eso está ocurriendopese a que lo sabe de sobra?

Pero cuando Toby, en su noble

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pugna con su conciencia y su educaciónpor conciliar estas dudas, se anima aexpresárselas —desde un punto de vistaestrictamente académico, entendámonos— a Giles durante una cena íntima en elclub de Oakley para celebrar el ascensode Toby, un apasionante nombramientoen la embajada británica en El Cairo,Oakley, a quien no se le escondensecretos, responde con una de susexpansivas sonrisas y busca refugio ensu apreciado La Rochefoucauld:

—La hipocresía es el homenaje queel vicio tributa a la virtud, mi buenamigo. Me temo que, en un mundoimperfecto, es lo más que podemos

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hacer.Y Toby devuelve la sonrisa a

Oakley, admirado por su ingenio, y serepite severamente por enésima vez quedebe aprender a convivir con lacontemporización, observando que «mibuen amigo» es ya un elementopermanente en el vocabulario de Oakley,así como una prueba más, por si hicierafalta, del singular afecto que siente porsu protegido.

El CairoToby Bell es el niño mimado de la

embajada británica, ¡basta con preguntara cualquiera, desde el embajador paraabajo! ¡Un curso de inmersión de seis

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meses y, vivir para ver, el chico yamedio habla el árabe! Se aviene con losgenerales egipcios y ni una sola vez hadado rienda suelta a sus «opinionespersonales de principiante», palabrasque se han alojado indeleblemente en suconciencia. Aplicado, se ocupa deaquello en lo que, casi fortuitamente, haadquirido experiencia; trocainformación con sus homólogosegipcios; y, siguiendo órdenes, lesproporciona nombres de integristasislámicos egipcios residentes enLondres que conspiran contra elrégimen.

Los fines de semana disfruta de

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animados paseos en camello con afablesoficiales del ejército y miembros de lapolicía secreta y de fastuosas fiestas conlos superricos en sus urbanizacionesvigiladas del desierto. Y al amanecer,después de coquetear con las fascinanteshijas de sus anfitriones, vuelve a casa encoche con las ventanillas cerradas paraque no entre el hedor a plásticoquemado y comida podrida mientras losfantasmas andrajosos de niños y susmadres con velo buscan restos eninmundas hectáreas de basura sinclasificar en los aledaños de la ciudad.

¿Y quién es la luz y la guía quedirige desde Londres este pragmático

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comercio de destinos humanos, y envíacordiales cartas personales deagradecimiento al actual jefe de lapolicía secreta de Mubarak? No otroque Giles Oakley, destacado traficantede información del Foreign Office yjerarca en general.

Así las cosas, no sorprende a nadie,excepto quizá al mismísimo joven Bell,que, cuando el descontento popular entodo Egipto ante la persecución de losHermanos Musulmanes por parte deHosni Mubarak da señales de estar apunto de estallar en violencia cuatromeses antes de las eleccionesmunicipales, Toby se vea devuelto a

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Londres con carácter de urgencia yascendido una vez más antes de tiempoal puesto de asistente personal, custodioy consejero confidencial de FergusQuinn, diputado, recién nombradosubsecretario de Estado de AsuntosExteriores, antes en el Ministerio deDefensa.

—Desde mi óptica, formáis unapareja perfecta —dice Diana, su nuevadirectora de Servicios Regionales,mientras despedaza masculinamente susándwich de atún abierto durante unacomida abstemia en el autoservicio delInstituto de Artes Contemporáneas.Angloindia, menuda y bonita, emplea al

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hablar los heroicos anacronismos de unacantina de oficiales punyabí. Noobstante, su tímida sonrisa trasluce unadeterminación férrea. En algún sitiotiene un marido y dos hijos, pero no losmenciona en horario laboral—. Los dossois jóvenes para vuestros puestos. Sí,él te lleva diez años, pero los dos soisambiciosos a más no poder —declara,sin darse cuenta de que la descripción esaplicable igualmente a ella—. Y no tedejes engañar por las apariencias. Es unperdonavidas, rompe lanzas por la claseobrera, pero también es ex católico, excomunista y exponente del NuevoLaborismo… o lo que queda de él ahora

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que su abanderado ha mudado de aires.Una pausa para masticar

sobriamente.—Fergus detesta la ideología y se

cree el inventor del pragmatismo. Ydetesta a los conservadores, claro está,pese a que la mitad del tiempo se sitúa ala derecha de ellos. Cuenta con una peñade seguidores en Downing Street, y nome refiero solo a las vacas sagradas,sino también a los cobistas y losasesores mediáticos. Fergus es su chico,y se juegan hasta la camisa por élmientras siga en la carrera. Atlantistahasta la médula, pero si Washingtonpiensa que el tío es la repera, ¿quiénes

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somos nosotros para quejarnos?Euroescéptico, ni qué decir tiene. Loslacayos no le gustamos, pero ¿a quépolítico gustamos? Y ojo cuando le dapor despacharse sobre la GGCT. —Lasigla imperante para referirse a laGuerra Global Contra el Terrorismo—.Está desfasado, y no hace falta que tediga precisamente a ti que los árabesdecentes están hasta las narices de eso.A él ya se lo han dicho. Tu trabajo seráel de costumbre. Pégate a él como unalapa y no le dejes que vuelva a cagarla.

—¿Que vuelva a cagarla? —pregunta Toby, alarmado ya por ciertosrumores más bien clamorosos en el

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runrún de Whitehall.—Haz oídos sordos —ordena ella

con severidad después de otra pausapara mascar aceleradamente—. Sijuzgaras a un político por lo que hizo odejó de hacer en Defensa, tendrías queahorcar a la mitad de los presentes en elConsejo de Ministros de mañana. —Yadvirtiendo que Toby mantiene lamirada en ella—: El tío hizo el ridículoy se llevó un tirón de orejas. —Y comosi acabara de caer en la cuenta—: Loúnico asombroso es que, por una vez enla vida, Defensa consiguió correr untupido velo ante un escándalo de fuerzadoce.

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Y con esto los clamorosos rumoresse declaran muertos y enterrados…hasta que, en una proclama final ya en elcafé, Diana decide exhumarlos yenterrarlos de nuevo.

—Y por si acaso alguien te dijeraotra cosa, tanto Defensa como Haciendallevaron a cabo una exhaustivainvestigación interna, sincontemplaciones, y llegaron a laconclusión unánime de que lasacusaciones contra Fergus carecían defundamento. A lo sumo estuvo malaconsejado por los ineptos de sussubalternos. Lo cual a mí me basta, yconfío en que también te baste a ti. ¿Por

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qué me miras así?Él, que sepa, no está mirándola de

ninguna manera en particular, perodesde luego piensa que la señora seexcede en sus afirmaciones.

Toby Bell, recién ungido asistentepersonal del recién ungido subsecretariode Su Majestad, toma posesión de sussellos oficiales. Fergus Quinn, diputado,blairista segregado en la nueva era deGordon Brown, quizá no sea a primeravista la clase de subsecretario quehabría elegido como superior suyo. Hijoúnico, nacido en el seno de una familiade ingenieros de Glasgow venida amenos, Fergus se forjó un nombre a

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temprana edad en la política estudiantilde izquierdas, encabezandomanifestaciones, enfrentándose a lapolicía y consiguiendo, en general, quesu fotografía apareciese en losperiódicos. Después de licenciarse enEconómicas por la Universidad deEdimburgo, se desvanece en las brumasde la política del Partido Laboristaescocés. Al cabo de tres años, un tantoinexplicablemente, vuelve a aflorar en laEscuela de Gobierno John F. Kennedyde Harvard, donde entabla relación ycontrae matrimonio con su actualesposa, una canadiense adinerada peroconflictiva. Regresa a Escocia, donde lo

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aguarda un escaño seguro. Los asesoresde imagen del Partido juzgan a su esposaimpresentable. Corren rumores de ciertaadicción al alcohol.

Los sondeos realizados por Toby enel bazar de Whitehall ofrecen resultadosambivalentes en el mejor de los casos:«Asimila instrucciones bastante deprisa,pero ándate con ojo cuando decidellevarlas a la práctica», lo informaextraoficialmente un veteranodescontento del Ministerio de Defensa.Y de una antigua ayudante llamada Lucy:«Un cielo, un encanto cuando leconviene». ¿Y cuando no?, preguntaToby. «Sencillamente deja de estar entre

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nosotros —declara ella con énfasis,frunciendo el entrecejo y eludiendo sumirada—. Está en otro mundo, luchandocontra sus demonios o vete tú a saber.»Pero ignora cuáles son esos demonios ycómo lucha contra ellos, o se niega adecirlo.

A primera vista, no obstante, todoson buenos augurios.

Fergus Quinn no es pan comido, esopor descontado, pero Toby no esperabaotra cosa. Puede ser sagaz, obtuso,irascible, deslenguado e indeciblementeconsiderado en el transcurso de mediodía, y tan pronto lo colma a uno deatenciones, como se abstrae, mohíno, en

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sus cavilaciones y se encierra con susportafolios detrás de la maciza puerta decaoba de su despacho. Es avasalladorpor naturaleza y, como le han anunciado,no disimula su desprecio por losfuncionarios públicos; ni siquiera losmás cercanos a él se libran de susinvectivas. Pero reserva su máximodesdén al expansivo pulpo de losservicios de inteligencia de Whitehall,que considera inflados, elitistas, fatuos yposeídos de su propia mística. Y esta esuna circunstancia especialmentedesafortunada, porque el equipo deQuinn, entre sus atribuciones, tiene la de«evaluar la información secreta entrante

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de todas las fuentes y presentarrecomendaciones para suaprovechamiento por parte de losdepartamentos pertinentes».

En cuanto al escándalo en Defensaque jamás existió, siempre que Tobysiente la tentación de abordaroblicuamente el tema, se topa con lo quese le antoja cada vez más un muro desilencio construido ex profeso enatención a él: «Caso cerrado, amigo…»,«Lo siento, muchacho, tupido velo…».Y en una ocasión, aunque se trataba deun simple administrativo fachendoso delDepartamento Financiero, un viernes porla noche ante una cerveza en el Sherlock

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Holmes: «Fue un robo descarado, ysalió impune, ¿no?». Ha de ser eldetestable Gregory, sentado casualmentejunto a Toby en una sesión de estrategiade la Comisión de Personal y Gestión,quien active sus alarmas al máximo.

Gregory, un hombre grande y torpeque aparenta más edad de la que tiene,es coetáneo exacto de Toby y supuestorival. Pero es sabido de todos que,cuando los dos aspiran a un puesto, essiempre Toby quien gana la partida aGregory. Y quizá había sido ese el casoen la reciente carrera para elnombramiento de asistente personal delnuevo subsecretario, solo que esta vez,

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según el dictamen de la rumorología, elresultado estaba cantado de buencomienzo. Gregory, destinado enDefensa durante dos años, habíamantenido contacto casi diariamente conQuinn, en tanto que Toby era virgen, o loque es lo mismo, no acarreaba una cargadel pasado tan turbia.

La interminable sesión de estrategiallega por fin a su estéril final. La sala sevacía. Toby y Gregory permanecensentados a la mesa por tácito acuerdo.Toby agradece esa oportunidad de limarasperezas; Gregory no muestra tan buenadisposición.

—¿Qué? ¿Nos llevamos bien con

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nuestro señor Fergie? —pregunta.—Sí, estupendamente, gracias,

Gregory, estupendamente. Algún queotro desencuentro, como cabría esperar.¿Qué tal la vida de funcionario deguardia en estos tiempos? Debe de haberun ajetreo continuo.

Pero Gregory no tiene el menorinterés en hablar de la vida de unfuncionario de guardia, colocación que,a su juicio, desmerece en comparacióncon la de asistente personal del nuevosubsecretario.

—Pues vete con cuidado, no sea queun día de estos venda de extranjis losmuebles del despacho por la puerta de

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atrás, yo solo te digo eso —aconsejacon una desabrida sonrisa.

—¿Por qué? ¿Eso hace? ¿Vendermuebles de extranjis? No sería nadafácil bajar a cuestas su escritorio nuevopor la escalera desde el tercer piso…¡ni siquiera para él! —contesta Toby,decidido a no caer en la provocación.

—¿Y aún no te ha contratado enalguna de sus rentabilísimas empresas?

—¿Eso hizo contigo?—De eso nada, muchacho. —Con

inverosímil jovialidad—. Conmigo no.Yo me quedé al margen. Los hombresbuenos escasean, te lo digo yo. Otros nofueron tan listos.

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Y en este punto, sin previo aviso, aToby se le agota la paciencia, que es loque tiende a ocurrirle en compañía deGregory.

—A ver, Gregory, ¿qué demoniosestás intentando decirme? —preguntócon vehemencia. Y como no obtuvo deGregory más respuesta que otra de sussonrisas amplias y lentas—: Si me estáspreviniendo… si hay algo que meconviene saber…, suéltalo de una vez oacude a Recursos Humanos.

Gregory finge sopesar la sugerencia.—En fin, supongo que si hubiera

algo que necesitaras saber, muchacho,siempre podrías mantener una discreta

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conversación con tu ángel de la guarda,Giles, ¿no?

Se adueñó de Toby un moralistasentido de la finalidad que ni siquieraahora, en retrospectiva, sentado a lainestable mesa de una soleada terraza deuna cafetería del Soho, era capaz dejustificar del todo. Quizá, reflexionó, elproblema era tan sencillo como un meropique por negársele una verdad a la quetenía derecho y que conocían quienes lorodeaban. Y desde luego, dado queDiana le había ordenado que se pegaracomo una lapa a su nuevo superior y nole dejara volver a cagarla, habríaaducido que estaba autorizado a

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averiguar cuáles eran las cagadas de esehombre en el pasado. Los políticos, porlo que él sabía en su limitadaexperiencia con dicha especie, eraninfractores reincidentes. Cuando FergusQuinn cometiera una infracción en elfuturo, si se daba el caso, sería Tobyquien se viera en la necesidad deexplicar por qué había aflojado lasriendas de su superior.

En cuanto a la pulla de Gregory enlo referente a la conveniencia de acudircorriendo a su «ángel de la guarda»,Giles Oakley: de eso ni hablar. Si Gilesquería que Toby supiera algo, ya se locontaría. Y si Giles no quería, no habría

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forma humana de sonsacárselo.Así y todo, otra cosa, algo más

profundo e inquietante, impulsa a Toby.Es la tendencia casi patológica a lareclusión de su superior.

¿Qué demonios hace un hombre enapariencia tan extrovertido enclaustradoa todas horas del día, él solo en sudespacho privado, con música clásica atodo volumen y la puerta cerrada a cal ycanto no solo para mantener fuera almundo exterior sino también a su propiopersonal? ¿Qué contienen esos gruesossobres de papel encerado, entregados enmano y con doble sello, que llegan unodetrás de otro procedentes de pequeños

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cuartos traseros de Downing Street conel rótulo ESTRICTAMENTEPERSONAL Y PRIVADO y que Quinnrecibe, cuyo documento de entregafirma, y que, una vez leídos, devuelve alos mismos mensajeros intratables quelos han traído?

No me excluyen solo del pasado deQuinn. También de su presente.

Su primera parada es Matti, espía decarrera, compañero de copas y antiguocolega en la embajada de Madrid. AhoraMatti pasa el tiempo entre destinos en laoficina central de su agencia enVauxhall, al otro lado del río. Quizá conla inactividad forzosa esté más

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comunicativo que de costumbre. Porenigmáticas razones —operacionales,sospecha Toby—, Matti es tambiénmiembro del club Landsowne, a un pasode Berkeley Square. Quedan para jugaral squash. Matti, torpón, calvo, llevagafas y tiene las muñecas de acero. Tobypierde cuatro a uno. Se duchan, sesientan en el bar con vistas a la piscina ycontemplan a las chicas guapas. Despuésde cruzar unos cuantos comentariosapáticos, Toby va al grano:

—En fin, Matti, cuéntamelo tú,porque no hay nadie más dispuesto ahablar. ¿Qué se torció en Defensacuando mi subsecretario llevaba el

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timón?Matti mueve su alargada cabeza de

cabra en un gesto de asentimiento acámara lenta:

—Ya, bueno. No tengo gran cosaque ofrecerte, la verdad —dice conexpresión taciturna—. Tu hombre salióde la reserva, los nuestros le salvaron elpellejo, y él no nos ha perdonado: esoviene a ser más o menos la versiónabreviada y, de hecho, la historiacompleta, el muy tarado…

—Por Dios, le salvaron el pellejo,¿cómo?

—Mira, quiso ir a la suya —dijoMatti con desdén.

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—¿Para hacer qué? ¿A quién?Matti se rasca la calva y repite:—Ya, bueno. Verás, no es mi

territorio. No es mi ámbito.—Eso lo entiendo, Matti. Lo acepto.

Tampoco es mi ámbito. Pero yo soy elcustodio de ese hombre, maldita sea, ¿ono?

—Todos esos lobistas corruptos yesos vendedores de armas bregando enlas líneas de falla entre la industria de ladefensa y el sector del municionamiento—se queja Matti, como si Tobyconociera bien el problema.

Pero Toby no lo conoce, así queespera más:

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—Con licencia, claro. Ese era partedel problema. Con licencia paradesvalijar el erario público, sobornar afuncionarios, ofrecerles todas las chicasa las que puedan hincarles el diente.Vacaciones en Bali. Con licencia paraactuar en privado, para actuar enpúblico, para actuar como les dé lagana, siempre y cuando tengan elsalvoconducto ministerial, que todostienen.

—Y Quinn metía el hocico en elcomedero como todos los demás, ¿esome estás diciendo?

—No estoy diciendo nada de nada—replica Matti con aspereza.

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—Eso ya lo sé. Y yo tampoco estoyoyendo nada. O sea que Quinn robó. ¿Eseso? Bueno, no robó exactamente, quizá,pero desvió fondos hacia ciertosproyectos en los que tenía intereses, olos tenía su mujer. O su prima. O su tía.¿Es eso? Lo pillaron, devolvió eldinero, se disculpó, y lo escondierontodo debajo de la alfombra. ¿Voy bienencaminado?

Una joven núbil se tira al agua enplancha entre sonoras carcajadas.

—Anda por ahí un bichejo, un talCrispin —musita Matti por debajo delclamor—. ¿Has oído hablar de él?

—No.

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—Bueno, yo tampoco, así que teagradeceré que te acuerdes de eso.Crispin. Un zorro, el muy cabrón.Elúdelo.

—¿Por alguna razón en particular?—Nada en concreto. Los nuestros lo

utilizaron en un par de trabajos, luego selo quitaron de encima como si quemara.Según contaban, tu hombre, cuandoestaba en Defensa, comía en la palma desu mano. No sé nada más. Igual soncuentos. Ahora olvídame.

Y dicho esto Matti reanuda supensativa contemplación de las chicasguapas.

Y como ocurre tantas veces en la

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vida, desde el momento en que Mattisaca a relucir el nombre de Crispin,Toby ya no puede quitárselo de lacabeza.

En un piscolabis del Gabinete dePresidencia, dos jerarcas hablan enconfianza: «Por cierto, ¿qué ha sido delmierda de Crispin?». «Lo vi rondar porla Cámara de los Lores el otro día; no sécómo se atreve.» Pero repentinamente,al acercarse Toby, el críquet pasa a serel tema de su conversación.

Al cierre de una reunióninterministerial sobre los servicios deinteligencia con enlaces de países«eneamigos», como se ha puesto de

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moda decir, el nombre adquiere supropia inicial: «En fin, esperemos quevuestra gente no nos salga con otra a loJ. Crispin», replica una directora delMinisterio del Interior a su odiadohomólogo en Defensa.

¿O eso no es solo la inicial sino elnombre completo, no J sino Jay, que alfin y al cabo se pronuncian igual? ¿Jay,como en Jay Gatsby?

Tras pasarse media noche buscandoen Google mientras Isabel permaneceenfurruñada en la habitación, Toby sigueen la ignorancia.

Probará con Laura.Laura es una lumbrera de Hacienda,

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cincuentona, ex alumna del All Souls,bulliciosa, brillante, enorme y de unaalegría desbordante. Cuando apareciósin aviso en la embajada británica enBerlín al frente de un equipo para unaauditoría sorpresa, Oakley ordenó aToby que la llevara a cenar y laencandilara con sus encantos hasta queella se bajara las bragas. Y él así lohizo, servicialmente, aunque no ensentido literal; y con tan buenosresultados que a partir de entoncesquedaban a cenar de vez en cuando, yano a instancias de Oakley.

Por suerte, esta vez le toca a Toby.Elige el restaurante preferido de Laura,

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cerca de King’s Road. Como siempre,ella se viste de tiros largos para laocasión, luciendo un caftán holgado yondulante, complementado con cuentas,brazaletes y un camafeo del tamaño deun plato de postre. A Laura le encanta elpescado. Toby pide una lubina a la salpara los dos y un meursault caro paraacompañarla. En su entusiasmo, Laura lecoge las manos por encima de la mesa yse las agita como una niña bailando alson de la música.

—Maravilloso, Toby, querido —prorrumpe—, y ya iba siendo hora. —Enuna voz que se propaga como fuego deartillería por todo el restaurante; y de

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pronto se sonroja por su propiaestridencia y pasa a hablar en uneducado susurro.

»¿Y qué tal te fue por El Cairo?¿Asaltaron los nativos la embajada ypidieron tu cabeza ensartada en unapica? Yo me habría muerto de miedo.Cuéntamelo todo.

Y después de El Cairo, ella quiereque le hable de Isabel, porque comosiempre reivindica sus derechos encuanto consejera sentimental de Toby:

—Un encanto, una preciosidad y unaboba —dictamina ella después deescucharlo—. Solo una boba se casa conun pintor. En cuanto a ti, nunca has

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sabido ver la diferencia entre cerebro ybelleza, e imagino que esa es aún lapauta. No me cabe duda de que estáishechos el uno para el otro —concluye, ysuelta otra risotada.

—¿Y qué tal late el pulso secreto denuestra gran nación, Laura? —pregunta asu vez Toby con despreocupación,porque Laura no tiene vida amorosaconocida de la que hablar—. ¿Cómopinta el panorama en los sacrosantospasillos de Hacienda?

El rostro generoso de Laura se sumeen la desesperación, y con él, su voz.

—Negrísimo, querido, sencillamentehorroroso. Somos todos muy listos y

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muy simpáticos, pero estamos cortos depersonal y cortos de sueldo, y queremoslo mejor para el país, actitud muyanticuada por nuestra parte. Al NuevoLaborismo le va la Codicia a lo Grande,y la Codicia a lo Grande tiene legionesde abogados y contables amorales queestán a la que salta, y ganarnos lapartida les sale muy a cuenta. Nopodemos competir; son demasiadograndes para fracasar y demasiadograndes para luchar contra ellos. Ya tehe deprimido. Me alegro. También yome deprimo —dice ella, echando unbuen trago de meursault.

Llega el pescado. Un silencio

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reverente mientras el camarero retira laespina y lo divide.

—Querido, ¡qué emocionante! —exclama Laura en un susurro.

Atacan. Si Toby pretende probarsuerte, este es el momento.

—Laura.—Querido.—¿Quién es exactamente J. Crispin

para los amigos? ¿Y a qué correspondeesa jota? Hubo un escándalo en Defensacuando Quinn estaba allí. Crispin tuvoalgo que ver. Me encuentro su nombrehasta en la sopa, me están dejando fueradel juego, y eso me asusta. Alguienincluso ha descrito a Quinn como títere

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de Crispin.Laura lo observa con sus encendidos

ojos, desvía la vista y vuelve a mirarlo,como si la incomodara lo que ve.

—¿Por eso me has invitado a cenar,Toby?

—En parte.—Del todo —lo corrige ella, y toma

aire en lo que acaba siendo casi unsuspiro—. Pues habrías podido tener lahonradez, creo yo, de decirme que eseera tu maligno propósito.

Una pausa mientras los dos recobranla compostura. Laura continúa:

—Te dejan fuera del juego por laexcelente razón de que no tienes por qué

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participar en él. A Fergus Quinn se le haconcedido la oportunidad de partir decero. Tú formas parte de eso.

—También soy su guardián —replica él con tono desafiante,recobrando el valor.

Otra inhalación profunda, unamirada severa, antes de bajar la miraday mantenerla ahí.

—Te contaré algún que otro detalle—decide Laura por fin—. No todo, peromás de lo que debiera.

Yergue la espalda y, como una niñaescarmentada, habla a su plato.

Quinn se metió en un berenjenal,dice Laura. Defensa se encontraba ya en

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un estado de podredumbre colectivamucho antes de aparecer él. ¿AcasoToby está al corriente de eso? Toby síestá al corriente. La mitad de susfuncionarios no sabían si trabajabanpara la reina o para la industriaarmamentística, y les importaba uncomino, con tal de sacar tajada. ¿AcasoToby también está al corriente de eso?Se ha enterado por Matti, pero se localla. Laura no pretende disculpar aFergus. Solo dice que Crispin le dabacien vueltas y le vio el plumero.

Un tanto remisa, vuelve a apropiarsede la mano de Toby, y tamborilea en ellaseveramente sobre la mesa al ritmo de

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sus palabras a la vez que lo reprende:—Y te diré lo que hiciste tú, mal

hombre —ahora como si se dirigiese noa Toby sino al mismísimo Crispin—:montaste tu propio tinglado de espías.Allí dentro, en el ministerio. Mientrasalrededor todo el mundo hacíaaspavientos, tú trapicheabas coninformación en bruto: cogida del estante,directa al comprador, sin paradas enmedio. Sin elaborar, sin verificar, sinpasteurizar, y sobre todo sin pasar por elfiltro de las manos burocráticas. Lo cualfue música para los oídos de Fergie.¿Todavía pone música en su despacho?

—Sobre todo Bach.

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—Y esa jota de tu nombre es de Jay—añade ella atropelladamente enrespuesta a la anterior pregunta de Toby.

—¿Y Quinn llegó a comprarle algo aCrispin? ¿O la empresa de Quinn?

Laura toma otro trago de meursault,niega con la cabeza.

Toby lo intenta de nuevo:—¿Era bueno, el material?—Era caro, así que tenía que ser

bueno, ¿no?—¿Cómo es ese hombre, Laura? —

insiste Toby.—¿Tu subsecretario?—¡No! Jay Crispin, ¿quién va a ser?Laura respira hondo. Adopta un tono

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taxativo, incluso colérico.—Escúchame bien, cariño,

¿quieres? El escándalo en Defensa esagua pasada, y Jay Crispin quedódesterrado, en lo sucesivo y hasta el finde los tiempos, de todo edificioministerial y gubernamental so pena demuerte. Se le comunicó por medio deuna contundente carta formal. Nunca máshonrará con su presencia los pasillos deWhitehall o Westminster. —Respira otravez—. El modélico subsecretario aquien tienes el honor de servir, por otrolado, por fachendoso que sea, haemprendido la siguiente etapa de sudistinguida carrera y, confío, con tu

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ayuda. Y ahora, si eres tan amable,¿puedes ir a por mi abrigo?

Después de pugnar durante unasemana con los remordimientos, Tobbysigue erre que erre con la mismapregunta: si el escándalo en Defensa esagua pasada y Crispin no volverá a pisarlos pasillos de Whitehall o Westminster,¿qué hace ese tipejo cabildeando en laCámara de los Lores?

Transcurren seis semanas. Enapariencia todo continúa connormalidad. Toby redacta discursos, yQuinn los pronuncia con convicción,incluso cuando no hay nada de lo queestar convencido. Toby permanece al

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lado de Quinn en las recepciones y lesusurra al oído los hombres de losdignatarios extranjeros cuando seacercan. Quinn los saluda como aamigos a quienes no ve desde hacemucho.

Pero el secretismo crónico de Quinnlleva al borde de la desesperación nosolo a Toby sino a todo el personaladjunto a la subsecretaría. Se marchaairado de una reunión en Whitehall —enel Ministerio del Interior, el Gabinete dePresidencia o en Hacienda, el ministeriode Laura—, prescinde de su Roveroficial, para un taxi y desaparece sin darexplicaciones hasta el día siguiente.

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Cancela un compromiso diplomático sininformar a la secretaria de organizaciónde agenda, ni a sus asesores especiales,ni a su asistente personal. Lasanotaciones a lápiz en la agenda queQuinn tiene en su escritorio son tancrípticas que Toby solo consiguedescifrarlas con la renuente ayuda delpropio Quinn. Un día dicha agendadesaparece sin más.

Pero es en sus viajes al extranjerocuando el secretismo de Quinn adquiere,a ojos de Toby, un matiz más oscuro.Despreciando la hospitalidad ofrecidapor los embajadores británicos locales,Quinn, el elegido del pueblo, prefiere

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alojarse en hoteles de lujo. Cuando elDepartamento de Contabilidad delForeign Office pone reparos, Quinncontesta que lo pagará de su bolsillo,cosa que sorprende a Toby, ya queQuinn, como mucha gente pudiente, esconocido por su cicatería.

¿O acaso el dinero sale en realidaddel bolsillo de algún benefactor deQuinn? ¿Por qué, si no, tiene una tarjetade crédito aparte para abonar lascuentas de los hoteles y la oculta con sucuerpo si casualmente Toby se acercademasiado?

Entretanto el Equipo de Quinnincorpora a un fantasma doméstico.

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BruselasAl volver a su hotel de lujo a las

seis de la tarde después de una largajornada de regateos con funcionarios dela OTAN, Quinn se queja de una jaquecay náuseas, anula la cena en la embajadabritánica y se retira a su suite. A lasdiez, después de mucho meditarlo, Tobydecide que debe telefonear a la suite einteresarse por la salud de su superior.Salta el buzón de voz. El cartel de NOMOLESTAR cuelga de la puerta delsubsecretario. Tras nuevas cavilaciones,baja al vestíbulo y comparte supreocupación con el conserje. ¿Ha vistoalguna señal de vida procedente de la

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suite? ¿Ha pedido el subsecretarioservicio de habitaciones, o una aspirina,o —habida cuenta de que Quinn tienefama de hipocondríaco— un médico?

El conserje se queda perplejo:—Pero si el señor subsecretario ha

abandonado el hotel en su limusina hacedos horas —exclama, en un francés conengolado acento belga.

Ahora es Toby quien se quedaperplejo. ¿La «limusina» de Quinn? Notiene. La única limusina a su alcance esel Rolls del embajador, que Toby harechazado en nombre de Quinn.

¿O al final Quinn ha acudido a lacena en la embajada? El conserje se

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atreve a corregirlo. La limusina no eraun Rolls Royce, monsieur. Era un sedánCitroën y el conserje conocíapersonalmente al chófer.

Tenga la bondad, pues, dedescribirme con exactitud qué haocurrido, poniéndole veinte euros alconserje en la mano tendida.

—Con mucho gusto, monsieur. ElCitroën negro se ha detenido ante lapuerta principal justo cuando el señorsubsecretario salía del ascensor central.Cabe sospechar que el señorsubsecretario ha sido informado porteléfono de la inminente llegada de sucoche. Los dos caballeros se han

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saludado aquí en el vestíbulo, hansubido al coche y se han marchado.

—¿Quiere decir que un caballero hasalido del coche a recogerlo?

—Del asiento trasero del sedánCitroën negro. Era a todas luces unpasajero, no un criado.

—¿Puede describir a ese caballero?El conserje parece quedarse

trabado.—Veamos, ¿era blanco? —pregunta

Toby, impaciente.—Totalmente, monsieur.—¿Edad?El conserje calcula que el caballero

rondaba la edad del subsecretario.

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—¿Lo había visto usted antes? ¿Esun asiduo del hotel?

—Nunca, monsieur. He supuesto queera un diplomático, quizá un colega.

—Grande, pequeño, ¿cómo era?El conserje titubea de nuevo.—Como usted, pero un poco mayor,

monsieur, y con el pelo más corto.—¿Y en qué idioma han hablado?

¿Los ha oído?—En inglés, monsieur. Un inglés

nativo.—¿Tiene idea de adónde han ido?

¿Ha podido deducirlo?El conserje llama al botones, un

joven congoleño negro, muy

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desenvuelto, con uniforme y casqueterojos. El botones sabe exactamenteadónde han ido:

—Al restaurante La Pomme duParadis, cerca del palacio. Trestenedores. Grande gastronomie!

Ahora se entiende la jaqueca y lasnáuseas de Quinn, piensa Toby.

—¿Cómo puedes estar tan seguro deeso? —pregunta al botones, que en suafán de ayudar se mueve con unbalanceo.

—¡Ha sido la indicación que hadado al chófer, monsieur! ¡Lo he oídotodo!

—¿Quién ha dado la indicación?

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¿Para hacer qué?—¡El caballero que ha recogido a su

subsecretario! Se ha sentado al lado delchófer y ha dicho «Vamos a La Pommedu Paradis» justo cuando yo cerraba lapuerta. ¡Con esas mismas palabras,monsieur!

Toby se vuelve hacia el conserje:—Ha dicho usted que el caballero

que ha recogido al subsecretario iba enel asiento trasero. Ahora oímos que ibasentado delante cuando se marchaban.¿El caballero que lo ha recogido nopodría ser un guardia de seguridad?

Pero es el menudo botonescongoleño quien tiene la palabra y no

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está dispuesto a soltarla.—¡Ha sido inevitable, monsieur!

¿Tres personas en el asiento trasero,siendo una de ellas una dama elegante?¡Eso no estaría bien!

Una «dama», piensa Toby,desesperado. No me digas que tambiéntenemos ese problema.

—¿Y de qué clase de damahablamos? —pregunta en tono muyjocoso, pero con el corazón en un puño.

—Era pequeña y encantadora,monsieur, una persona distinguida.

—¿Y de qué edad, dirías?El botones despliega una sonrisa

atrevida:

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—Eso depende de a qué parte de ladama nos refiramos, monsieur —contesta, y se aleja como una exhalaciónantes de que la ira del conserje caigasobre él.

Pero a la mañana siguiente, cuandoToby llama a la puerta de la suite delsubsecretario con el pretexto de entregara Quinn unos cuantos artículoshalagüeños de la prensa británica que hasacado de internet por impresora, no esla sombra de una mujer joven ni vieja loque alcanza a ver sentado a la mesa dedesayuno, detrás del tabique de cristalesmerilado que delimita el salón, en elmomento en que el subsecretario le abre

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la puerta y agarra los papeles antes decerrarle de un portazo en las narices. Esla sombra de un hombre: un hombreesbelto, de espalda erguida y estaturamedia con un impecable traje oscuro ycorbata.

«Como usted, pero un poco mayor,monsieur, y con el pelo más corto.»

PragaPara sorpresa de su personal, el

subsecretario Quinn acepta de muybuena gana la hospitalidad de laembajada británica en Praga. Laembajadora, una reciente incorporaciónal Foreign Office, procedente de la Citylondinense, es una vieja amiga suya, de

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sus tiempos en Harvard. MientrasFergus estudiaba el posgrado,especializándose en buena gobernancia,Stephanie obtenía un máster enEmpresariales. La conferencia, que secelebra en el legendario castillo que esel orgullo de Praga, se prolonga a lolargo de dos días de cócteles, almuerzosy cenas. El tema es cómo mejorar lacoordinación entre los servicios deinteligencia de los miembros de laOTAN que antes estaban en las garrassoviéticas. El viernes por la noche losdelegados ya se han marchado, peroQuinn se quedará una noche más con suvieja amiga, y en palabras de Stephanie,

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disfrutará de «una sencilla cena privadaexclusivamente para Fergus, mi antiguocompañero de estudios», lo quesignifica que la presencia de Toby noserá necesaria.

Toby dedica la mañana a redactar elinforme sobre la conferencia, y la tardea pasear por las empinadas cuestas dePraga. Al atardecer, cautivado comosiempre por las maravillas de la ciudad,deambula a orillas del Moldava, vagapor las calles adoquinadas, disfruta deuna comida en soledad. Ya de regreso ala embajada, elige, por placer, elcamino más largo, que pasa por elcastillo, y ve que las luces de la sala de

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conferencias de la primera planta siguenencendidas.

Desde la calle la vista es limitada, ytodas las ventanas tienen en su mitadinferior cristal esmerilado. Aun así, alsubir unos pasos más por la cuesta yponerse de puntillas, distingue la siluetade un ponente, un hombre, perorando ensilencio desde detrás de un atril sobre elestrado. Es de estatura media. El portees erguido, y el movimiento de lamandíbula, mecánico; la actitud —nosabría decir muy bien por qué—,inconfundiblemente británica, quizádebido a que los gestos de las manosson, aunque enérgicos y económicos, un

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tanto inhibidos. Por la misma razónToby tiene la certeza de que el idiomautilizado es el inglés.

¿Acaso Toby ya ha atado cabos?Todavía no. No del todo. Tiene lamirada demasiado ocupada en elpúblico. Formado por unas docepersonas, se halla dispuestocómodamente en un informalsemicírculo en torno al ponente. Solo seven las cabezas, pero Toby reconoce sinmayor dificultad seis de ellas. Cuatropertenecen a los subjefes de losservicios de inteligencia militarhúngaro, búlgaro, rumano y checo, ytodos ellos, hace solo seis horas, han

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manifestado su imperecedera amistad aToby antes de subir, hipotéticamente, abordo de su avión o su coche oficialpara el viaje de regreso a susrespectivos países.

Las otras dos cabezas, juntas yseparadas del resto, son las de laembajadora de Su Majestad en laRepública Checa y su amigo deHarvard, Fergus Quinn. Detrás de ellos,en una mesa de caballetes, quedan lassobras de un opíparo bufet que, cabesuponer, ha sustituido la sencilla cenaprivada exclusivamente para Fergus.

Durante cinco minutos o más —nunca lo sabrá— Toby permanece en la

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cuesta, ajeno al tráfico nocturno,contemplando las ventanas iluminadasdel castillo, concentrado ahora en lafigura perfilada ante el atril: el cuerpoesbelto y erguido, el impecable trajeoscuro y los gestos precisos y enfáticoscon los que transmite su mensajeenardecedor.

Pero ¿cuál es el mensaje delmisterioso evangelista?

¿Y por qué tiene que transmitirseaquí, y no en la embajada?

¿Y por qué recibe tan ostensibleaprobación por parte del subsecretariode Su Majestad y la embajadora de SuMajestad?

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Y sobre todo ¿quién es ese hombreque comparte los secretos con elsubsecretario, ora en Bruselas, ora enPraga?

BerlínTras pronunciar un discurso vacuo,

escrito por Toby a petición de Quinncon el título «La tercera vía: la justiciasocial y su futuro en Europa», elsubsecretario cena en privado en elhotel Adlon con unos invitadosanónimos. Toby, concluida la jornada,se queda de charla en el jardín del caféEinstein con sus viejos amigos Horst yMonika, y la hija de cuatro años de lapareja, Ella.

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En los cinco años desde que Toby yHorst se conocen, este ha ascendidorápidamente en el escalafón de ladiplomacia alemana hasta alcanzar unpuesto comparable al de Toby. Monika,pese a las atenciones de la maternidad,se las arregla para trabajar tres días porsemana al servicio de un grupo proderechos humanos del que Toby tienemuy buen concepto. El sol vespertino escálido, el aire de Berlín tonificante.Horst y Monika hablan el alemán delnorte con el que Toby se siente máscómodo.

—Vaya, Toby. —Horst, con un tonono tan despreocupado como pretende—.

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Tu subsecretario Quinn es Karl Marx ala inversa, por lo que hemos oído.¿Quién necesita al Estado cuando laempresa privada cumple ya la función?Con vuestro nuevo socialismo británico,sobramos nosotros los burócratas, tú yyo.

Sin saber muy bien adónde quiere ira parar Horst, Toby adopta una actitudevasiva:

—No recuerdo haber puesto eso enel discurso —dice, y suelta unacarcajada.

—Pero a puerta cerrada, eso es loque nos dice, ¿no? —insiste Horst envoz aún más baja—. Y lo que yo te

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pregunto, Toby, es, extraoficialmente:¿secundas la propuesta de tu señorQuinn? No tiene nada de indebidoformarse una opinión, ¿no? Comociudadano, a título personal, estásautorizado a una opinión extraoficialsobre una propuesta personal.

Ella dibuja un dinosaurio con ceras.Monika la ayuda.

—Horst, esto me suena a chino —protesta Toby, bajando la voz parahablar en el mismo tono que Horst—.¿Qué propuesta? ¿Hecha a quién?¿Sobre qué?

Horst parece indeciso; finalmente seencoge de hombros.

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—Vale. ¿Puedo decir, pues, a mijefe que el asistente personal delsubsecretario Quinn no sabe nada? ¿Nosabes que tu subsecretario y su talentososocio comercial animan a mi jefe ainvertir informalmente en una empresaprivada especializada en ciertamercancía en extremo valiosa? ¿Nosabes que la mercancía ofrecida essupuestamente de una calidad superior acualquier otra cosa disponible en elmercado libre? ¿Puedo decírselooficialmente? ¿Sí o no, Toby?

—Dile a tu jefe lo que quieras.Oficial o extraoficialmente. Luego dimea mí qué demonios es esa mercancía.

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Información de alto nivel, contestaHorst.

Conocida más comúnmente comoinformación secreta.

Recabada y difundida solo en elámbito privado.

Sin adulterar.Sin pasar por el filtro de manos

gubernamentales.Y ese talentoso socio comercial,

¿tiene nombre?: Toby, incrédulo.Crispin.Un hombre de lo más persuasivo,

dice Horst.Muy inglés.—Tobe. ¿Tiene un momentín, si no

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le importa?Desde el regreso a Londres, Toby se

ha visto ante un dilema irresoluble.Oficialmente no sabe nada de losantecedentes de su subsecretario encuanto a la mezcla de negocios privadosy obligaciones oficiales, y menos aúndel escándalo en Defensa. Si Tobyacude a su directora regional, que le haprohibido expresamente indagar en esascuestiones, delatará las confidencias deMatti y Laura.

Y Toby, como siempre, se veatrapado en un conflicto. Sus propiasambiciones también son importantespara él. Después de casi tres meses en el

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puesto de asistente personal delsubsecretario, no siente el menor deseode poner en peligro el lazo que haforjado con él, por tenue que sea.

Un día de esa semana, a las cuatrode la tarde, mientras se debate ante estasdisquisiciones, recibe la habitualllamada del subsecretario por la líneainterior para solicitar su presencia. Poruna vez la puerta de caoba estáentreabierta. Llama suavemente, empujay entra.

—Cierre, por favor. Eche elpestillo.

Cierra, echa el pestillo. La actituddel subsecretario, un poco más afable de

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la cuenta, lo incomoda: y más aúncuando se levanta desenfadadamente desu escritorio y, con cierto aire decolegial en una confabulación, loconduce hasta el mirador. En el equipode música recién instalado, su orgullo,suena Mozart. Baja el volumen peroponiendo especial cuidado en que sigaoyéndose.

—¿Todo bien, Tobe?—Todo estupendamente, gracias.—Tobe, mucho me temo que estoy a

punto de estropearle otra velada más.¿Tiene inconveniente?

—Ninguno, señor subsecretario. Sies necesario… —pensando, vaya por

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Dios, Isabel, el teatro, la cena, otra vezno.

—Esta noche recibo a la realeza.—¿Literalmente?—En sentido figurado. Pero

probablemente estos son mucho másricos de largo. —Una risita—. Ustedecha una mano con los honores, deja suimpronta y se va a casa. ¿Cómo lo ve?

—¿Mi impronta, señorsubsecretario?

—Hay círculos dentro de loscírculos, Tobe. Existe la posibilidad deque lo inviten a bordo de cierto barcomuy secreto. Y no diré más.

¿A bordo? ¿Invitado por quién? ¿A

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qué barco? ¿Bajo el mando de quién?—¿Puedo saber los nombres de sus

visitantes reales, señor subsecretario?—De ninguna de las maneras. —Una

radiante sonrisa de complicidad—. Yahe avisado en la verja de entrada. Dosvisitantes para el subsecretario a lassiete. Bien sabe quien sabe callar. En lacalle a las ocho y media, sin constanciade nada.

¿Ya ha avisado él mismo en la verjade entrada? Este hombre tiene a suentera disposición a media docena desubordinados, todos deseosos de avisaren la verja de entrada por él.

Al volver a la antesala, Toby reúne

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al personal remiso. Judy, la secretariade actos sociales, es enviada aFortnum’s con premura, provista de uncoche oficial, para comprar dos botellasde Dom Pérignon, una terrina de foie-gras, un paté de salmón ahumado, unlimón y un surtido de biscotes decenteno. Debe usar su propia tarjeta decrédito, y el ministro se lo reembolsará.Olivia, la secretaria de organización deagenda, telefonea a la cafetería delministerio y confirma que es posiblemantener en hielo dos botellas y dosterrinas, sin precisar el contenido, hastalas siete, siempre y cuando Seguridad notenga inconveniente. A regañadientes, es

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posible. La cafetería proporcionará unacubitera y pimienta. Solo una vezresuelto todo esto, puede irse a casa elresto del personal.

A solas en su escritorio, Toby fingetrabajar. A las 18.35 baja a la cafetería.A las 18.40 está de nuevo en la antesalauntando biscotes de foie-gras y paté desalmón ahumado. A las 18.55 elsubsecretario sale de susanctasanctórum, inspecciona eldespliegue, da su aprobación y se plantafrente a la puerta de la antesala. Toby secoloca detrás de él, a su izquierda,dejando así espacio al subsecretario a laderecha para estrechar la mano.

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—Será puntual. Siempre lo es —promete Quinn—. También lo es ella,una mujer encantadora. Por más que seaquien es, tiene la misma manera depensar que él.

En efecto, cuando el Big Ben da lahora, oye unos pasos acercarse por elpasillo, dos pares de pasos, unos firmesy lentos, los otros ligeros y saltarines.Un hombre y una mujer, él con lazancada más larga. Puntualmente,cuando suena la última campanada,reverbera en la puerta de la antesala unperentorio golpeteo. Toby hace ademánde avanzar, pero ya es demasiado tarde:de pronto la puerta se abre y entra Jay

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Crispin.La identificación es inmediata y

concluyente, y para Toby un anticlímaxde tan previsible. Jay Crispin, por fin encarne y hueso, y ya venía siendo hora.Jay Crispin, que causó un escándaloacallado en Defensa y nunca máshonrará con su presencia los pasillos deWhitehall o Westminster; que hizodesaparecer a Quinn del vestíbulo de sulujoso hotel de Bruselas como porensalmo, ocupó el asiento delacompañante del sedán Citroën que lollevó a La Pomme du Paradis, desayunóen su compañía en la suite delsubsecretario y peroró desde el atril en

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Praga: no un fantasma, sino él enpersona. Un simple mortal, esbelto, defacciones bien proporcionadas, el típicoguapito de cara, sin mayor sustancia: unhombre, en pocas palabras, a quien unocala a simple vista ¿Por qué, pues,Quinn no lo ha calado?

Y cogida del brazo de Crispin,aferrándoselo con una garra enjoyadamás o menos a la altura del codo, avanzaairosa una mujer menuda que luce unvestido rosa de chiffón, sombrero ajuego y zapatos de tacón con hebillas deestrás. ¿Edad? «Eso depende de a quéparte de la dama nos referimos,monsieur.»

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Quinn le coge la mano conveneración y agacha la pesada cabeza depúgil en una tosca semirreverencia.Quinn y Crispin, por el contrario, sondos viejos amigos que vuelven aencontrarse: basta ver el vigorosoapretón de manos, las viriles palmadasen los hombros del espectáculo Jay-y-Fergus.

Ahora toca reconocer la existenciade Toby. Quinn, con exuberancia, tomala palabra:

—Maisie, permíteme que te presentea mi inestimable asistente personal,Toby Bell. Tobe, tenga la amabilidad depresentar sus respetos a la señora

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Spencer Hardy de Houston, Texas, másconocida entre la élite mundial como laúnica e incomparable Miss Maisie.

Un roce vaporoso como el de unagasa a lo largo de la palma de la manode Toby. Un susurro del Sur Profundo,«Vaya, señor Bell, ¿qué tal?», seguidode un tono exclamativo de vampiresa:«Óyeme, Fergus, aquí no hay más belleque yo», comentario jocoso recibido conlisonjeras carcajadas, a las que Toby sesuma obsequiosamente.

—Y este, Tobe, es mi viejo amigoJay Crispin. Viejo amigo desde…¿Desde cuándo, Jay, por Dios?

—Encantado de conocerlo, Toby. —

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Crispin arrastra las palabras con un dejode la clase alta más alta, a la vez queestrecha la mano de Toby conpretendida afinidad y, sin soltársela, sedigna mirarlo con una expresióninapelable que dice: nosotros somosquienes gobernamos el mundo.

—Lo mismo digo —omitiendo todotrato de respeto.

—¿Y a qué nos dedicamos aquíexactamente? —Crispin, sujetándole aúnla mano.

—¡Es mi asistente personal, Jay! Yate lo dije. Entregado a mí en cuerpo yalma, diligente hasta más no poder.¿Miento, Tobe?

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—Somos bastante nuevos en elcargo, ¿no, Toby? —soltándole por finla mano, pero manteniendo la primerapersona del plural para cultivar ciertapose de coleguismo masculino.

—Tres meses —interviene otra vezel subsecretario con entusiasmo—.Somos gemelos. ¿Miento, Tobe?

—¿Y dónde estábamos antes, sipuede saberse? —Crispin, untuoso comoun gato y merecedor más o menos de lamisma confianza.

—Berlín. Madrid. El Cairo —contesta Toby con intencionadadespreocupación, muy consciente de quedebe «dejar su impronta» y decidido a

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no hacerlo—. De hecho, voy a donde memandan —añade, pensando: Estásdemasiado cerca, joder. Sal de miespacio aéreo.

—Tobe fue retirado de Egipto en elpreciso momento en que asomaban en elhorizonte las pequeñas dificultadeslocales de Mubarak, ¿verdad, Tobe?

—Por así decirlo.—¿Veía usted mucho al vejete? —

indaga Crispin cordialmente,contrayendo el rostro en una expresiónde sincera compasión.

—Un par de veces. De lejos. —Sobre todo traté con sus torturadores.

—¿Qué posibilidades le calcula?

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Por lo que cuentan, no está muy firme enel trono. El ejército no es de fiar, losHermanos Musulmanes están armandobarullo: no sé hasta qué punto megustaría estar en el pellejo del pobreHosni ahora mismo.

Toby busca todavía una respuestaadecuadamente anodina cuando MissMaisie acude en su rescate:

—Señor Bell. El coronel HosniMubarak es amigo mío. Es amigo deEstados Unidos, y Dios lo puso en elmundo para hacer la paz con los judíos,para combatir el comunismo y elterrorismo yihadista. Quienquiera quepretenda derrocar a Hosni Mubarak en

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su momento de necesidad es un Judas, unprogresista y un rajado, señor Bell.

—¿Y qué me dice de Berlín? —apunta Crispin, como si ese exabruptono se hubiera producido—. Toby estuvoen Berlín, querida. Destinado allí. Pordonde pasamos nosotros hace solo unosdías, ¿te acuerdas? —Otra vez a Toby—: ¿De qué fechas estamos hablando?

Con voz inexpresiva, Toby recita lasfechas de su estancia en Berlín.

—¿En qué clase de misión, para serexactos, o no está autorizado a decirlo?—insinuante.

—Un poco de todo, de hecho. Loque salía —contesta Toby con

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pretendida naturalidad.—Pero usted es legal… ¿no será uno

de ellos? —dedicando a Toby unasonrisa de entendido en la materia—.Debe de serlo, o no estaría aquí; estaríaal otro lado del río. —Mirada decomplicidad dirigida a la única eincomparable Miss Maisie de Houston,Texas.

—En la Sección Política, de hecho.Responsabilidades generales —responde Toby con la misma vozinexpresiva.

—Mira por dónde —volviéndosecomplacido hacia Miss Maisie—. Ahoracaigo, querida. El joven Toby aquí

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presente fue uno de los brillantes chicosde Giles Oakley en Berlín durante lacampaña previa a Libertad Iraquí.

¿Chicos? Y una mierda.—¿Conozco a ese señor Oakley? —

inquiere Miss Maisie, acercándose aToby para echarle otra ojeada.

—No, querida, pero has oído hablarde él. Oakley fue el valiente queencabezó la revuelta interna en elForeign Office. Organizó la peticióncolectiva para instar al ministro deExteriores a no ir por Saddam. ¿Se laredactó usted, Toby, o Oakley y suscompinches la pergeñaron ellos solitos?

—Desde luego yo no redacté nada

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por el estilo, ni tengo noticia de talcarta, si es que existió, cosa que dudoseriamente —replica Toby, asombrado,con total sinceridad mientras en otraparte de su mente lidia para comprender,no por primera vez, el enigma que esGiles Oakley.

—Pues, sea como sea, le deseomuchísima suerte —dice Crispin,restándole importancia.

Se vuelve hacia Quinn y deja a Tobycontemplando a placer la misma espaldaerguida y sospechosa que alcanzó a vera través del cristal esmerilado de lasuite del hotel de su subsecretario enBruselas, y nuevamente a través de la

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ventana del castillo en Praga.Búsqueda urgente en Google de la

señora Spencer Hardy de Houston,Texas, viuda y única heredera deldifunto Spencer K. Hardy III, fundadorde Spencer Hardy Sociedad Anónima,una multinacional con sede en Texasdedicada al comercio de casi todo. Consu sobrenombre preferido, Miss Maisie,fue elegida Benefactora Republicana delAño; máxima representante deAmericanos por la Legión de Cristo;presidenta honoraria de variasorganizaciones pro vida y en favor delos valores familiares, todas ellas sinánimo de lucro; directora del Instituto

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Norteamericano para la ConcienciaIslámica. Y en lo que casi parecía unañadido reciente: presidenta y gerentede una entidad sin más descripción quesu nombre, Efectos Éticos SociedadAnónima.

Vaya, vaya, pensó: una fanáticareligiosa a ultranza y, por si fuera poco,con sentido ético. Eso no se da todos losdías. Ni mucho menos.

Durante varios días y sus noches,Toby se debate ante las opciones quetiene ante sí. ¿Acude corriendo a Dianay se lo cuenta todo? «Te hedesobedecido, Diana. Sé lo que pasó enDefensa, y ahora está pasando otra vez.»

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Pero lo que pasó en Defensa no esasunto suyo, como Diana le comunicórotundamente. Y en el Foreign Officehay muchos rincones perdidos para losdescontentos y los soplones.

Entretanto, los malos augurios semultiplican a diario en torno a él. Si esoes o no obra de Crispin, no puede másque hacer conjeturas, pero ¿cómoexplicar, si no, el palpable enfriamientoen la actitud del subsecretario hacia él?Ahora Quinn, al entrar o salir deldespacho privado, le dedica apenas unlevísimo gesto. Ya no lo llama «Tobe»sino «Toby», cambio que en otro tiempohabría agradecido. No ahora. No desde

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que fue incapaz de dejar su impronta yganarse el derecho a ser invitado abordo de «cierto barco muy secreto».Las llamadas entrantes de los pecesgordos de Whitehall, que hasta ahorapasaban por norma a través del asistentepersonal, se desvían a la mesa delsubsecretario por medio de una de lasvarias líneas directas recién instaladas.Además de los portafolios claramentemarcados procedentes de DowningStreet que solo pueden pasar por manosde Quinn, están ahora los tubos negrossellados de la embajada estadounidense.Una mañana aparece misteriosamente enel despacho privado una caja

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superfuerte. Solo el subsecretarioconoce la combinación.

Y precisamente este fin de semana,cuando Quinn se dispone a ir a su casade campo con su chófer y su cocheoficial, no solicita a Toby que leprepare el maletín con los documentosvitales que requieren su atención. Ya lohará él mismo, Toby, y detrás de supuerta cerrada. Y sin duda Quinn,cuando llegue a su destino, abrazará a laesposa alcohólica, la rica canadiense aquien los asesores de imagen del Partidohan juzgado impresentable, dará unaspalmadas a su perro y a su hija y,encerrándose de nuevo, los leerá.

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Cae, pues, como un acto de divinaprovidencia la aparición de GilesOakley, recién descubierto autor de unacarta colectiva al ministro de Exterioressobre la insensatez de invadir Irak, quellama a Toby desde su BlackBerry parainvitarlo a cenar esa misma noche:

—Schloss Oakley a las 19.45.Vístete como quieras y después de lacena quédate a tomar un calvados. ¿Esoes un sí?

Es un sí, Giles. Es un sí, aunquerepresente anular otro par de entradaspara el teatro.

Los diplomáticos británicos de altorango que han sido devueltos a la patria

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tienden a convertir sus casas en unaréplica de sus residencias en elextranjero. Giles y Hermione no son unaexcepción. Schloss Oakley, como Gileslo ha bautizado resueltamente, es unaamplia villa de los años veinte en losaledaños de Highgate, pero podría sertambién su residencia en Grunewald.Fuera, la misma verja imponente y lamisma inmaculada extensión de grava,sin un solo hierbajo; dentro, los mismosmuebles rayados estilo Chippendale, lastupidas alfombras y el servicio decatering portugués.

Entre los invitados se incluyen,además de Toby, un asesor de la

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embajada alemana y su esposa, elembajador sueco en Ucrania de visita enLondres y una pianista francesa, Fifi,acompañada de su amante, Jacques. Fifi,obsesionada con las alpacas, tienesubyugada a toda la mesa. Las alpacasson los animales más considerados delmundo. Incluso producen a sus crías conun tacto exquisito. Recomienda aHermione que se consiga un par.Hermione dice que no, que les tendríaenvidia.

Terminada la cena, Hermione mandaa Toby a la cocina, teóricamente paraechar una mano con el café. Es élfica,flexible e irlandesa, y mientras habla

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con exclamaciones ahogadas yreveladoras, sus ojos castaños destellanal ritmo de sus inflexiones.

—Esa Isabel que te estás tirando —insertando el índice bajo la pechera dela camisa y haciéndole cosquillas en elvello del pecho con la uña pintada.

—¿Qué pasa con ella?—¿Está casada, como aquel pendón

holandés de Berlín?—Isabel y su marido se separaron

hace meses.—¿Es rubia como la otra?—Da la casualidad de que sí, es

rubia.—Yo soy rubia. ¿No sería rubia tu

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madre?—Por Dios, Hermione.—Tú ya sabes que solo vas con

casadas porque cuando acabas con ellaspuedes devolverlas, ¿no?

Él no sabe nada. ¿Está diciéndoleHermione que también puede tomarlaprestada a ella y devolvérsela a Oakleycuando haya acabado? Dios no loquiera.

¿O acaso estaba ella —posibilidadque no se le ocurrió hasta que, sentado ala mesa en la terraza del Soho, empezó atomarse a sorbos el café y continuó consu ciega contemplación de losviandantes— acaso estaba ella

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preparándolo para el interrogatorio desu marido?

—¿Agradable, tu conversación conHermione? —pregunta Gilescordialmente desde su sillón, sirviendoa Toby una generosa dosis de calvadosmuy añejo.

Los últimos invitados se hanmarchado ya. Hermione se ha acostado.Por un momento están de nuevo enBerlín, Toby dispuesto a dar riendasuelta a sus opiniones personales deprincipiante y Oakley dispuesto aabatirlas una por una envueltas enllamas.

—Muchísimo, como siempre, Giles,

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gracias.—¿Te ha invitado a Mourne este

verano?Mourne, el castillo de Hermione en

Irlanda, donde, según cuentan, lleva asus amantes.

—Pues diría que no, la verdad.—Aprovecha la ocasión, te lo

aconsejo. Unas vistas intactas, una casaaceptable, un lago que no está nada mal.Caza, si es lo tuyo; a mí no me va.

—Pinta bien.—¿Y las cosas del amor? —La

pregunta eterna, cada vez que se ven.—Las cosas del amor, bien, gracias.—¿Todavía con Isabel?

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—De momento.Para Oakley es siempre un placer

cambiar de tema sin previo aviso, yespera entonces que Toby le siga elritmo. Eso precisamente hace ahora.

—¿Y qué, mi buen amigo? ¿Dóndedemonios para ese nuevo jefe tuyo tanencantador? Lo buscamos por aquí, lobuscamos por allá. El otro día lepedimos que viniera a hablar connosotros. El muy canalla nos dioplantón.

Al decir «nos» se refiere, suponeToby, al Comité Conjunto deInteligencia del que Oakley es miembroex officio o algo por el estilo. Cómo es

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posible que forme parte de dicho comitées una de esas preguntas que Toby nohace. ¿El hombre que articuló unasediciosa carta colectiva dirigida alministro de Exteriores instándolo a no iren pos de Saddam obtuvo después unpuesto en el consejo más secreto delForeign Office? ¿O acaso lo tratan, adecir de otros, como un espíritu de lacontradicción con licencia o algo así,ora admitido con recelo, ora excluido?Toby no se maravilla ya de lasparadojas en la vida de Oakley, quizáporque no se maravilla ya de las suyaspropias.

—Tengo entendido que mi

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subsecretario tuvo que viajar aWashington casi sin previo aviso —responde cautamente.

Cauto porque, al margen de la éticadel Foreign Office, sea cual sea, él siguesiendo, en cierto modo, el asistentepersonal del subsecretario.

—Pero ¿a ti no te ha llevado?—No, Giles. No me ha llevado. Esta

vez no.—Ha cargado contigo por toda

Europa. ¿Por qué no en su visita aWashington?

—Eso era antes. Cuando aún no seorganizaba sus propios asuntos sinconsultarme. Fue a Washington solo.

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—¿Te consta que fue solo?—No, pero lo doy por hecho.—Lo das por hecho ¿por qué? Se fue

sin ti. Eso es lo único que sabes. ¿A lapropia ciudad de Washington oAledaños?

Por «Aledaños» entiéndase Langley,Virginia, sede de la Agencia Central deInteligencia. Una vez más Toby debeadmitir que lo ignora.

—¿Se obsequió con un pasaje enprimera clase de British Airwaysconforme a la mejor tradición de lafrugalidad escocesa? ¿O se conformócon las incomodidades de la clase club,el pobre?

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Empezando a ceder a su pesar, Tobyrespira hondo:

—Supongo que viajó en un aviónprivado. Así ha ido allí anteriormente.

—Anteriormente ¿cuándo, para serexactos?

—El mes pasado. Salida eldieciséis, regreso el dieciocho. A bordode un Gulfstream. Desde Northolt.

—Un Gulfstream ¿de quién?—Es una conjetura mía.—Pero bien fundada.—Lo único que sé con certeza es

que lo llevaron a Northolt en unalimusina privada. No se fía del parquemóvil oficial del ministerio. Cree que

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hay micrófonos ocultos en los coches,probablemente colocados por vosotros,y que los chóferes escuchan.

—¿Y la limusina es propiedadde…?

—Una tal señora Spencer Hardy.—De Texas.—Eso creo.—Más conocida como la

descomunalmente rica Miss Maisie, laimpenitente benefactora de la extremaderecha republicana de Estados Unidos,amiga del Tea Party, azote del islam, loshomosexuales, el aborto y, según creo,los métodos anticonceptivos. Conresidencia actualmente en Lowndes

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Square, Londres Sudoeste. Residenciaque ocupa media plaza.

—No lo sabía.—Pues así es. Una de sus muchas

casas repartidas por el mundo. Y esta esla dama, me dices, que proporcionó lalimusina para llevar a ese nuevo jefetuyo tan encantador al aeropuerto deNortholt. ¿Es esa la dama o meequivoco?

—No te equivocas, Giles, no teequivocas.

—¿Y, a tu parecer, fue por tanto elGulfstream de esa misma dama el que lotrasladó a Washington?

—Es una conjetura mía, pero sí.

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—También eres consciente, sinduda, de que Miss Maisie es laprotectora de un tal Jay Crispin,fulgurante estrella en el firmamento cadavez más amplio de los contratistas dedefensa privados.

—A grandes rasgos.—Jay Crispin y Miss Maisie

hicieron no hará mucho una visita decortesía a Fergus Quinn en su despachoprivado. ¿Estuviste presente en esacelebración?

—En parte.—¿Con qué finalidad?—Por lo visto caí en desgracia.—¿Con Quinn?

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—Con todos. Se habló de invitarmea bordo. No se dio el caso.

—Considérate afortunado.¿Acompañó Crispin a Quinn aWashington en el Gulfstream de MissMaisie, crees?

—No tengo la menor idea.—¿Y la dama?—Giles, no lo sé. Todo son

conjeturas mías.—Miss Maisie envía a sus

guardaespaldas a Messrs Huntsman, enSavile Row, para que se vistandecentemente. ¿Eso tampoco lo sabías?

—La verdad es que no, no lo sabía.—Pues bebe un poco de ese

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calvados y cuéntame, para variar, lo quesí sabes.

Rescatado del aislamiento de lasemiignorancia y las sospechas quehasta ahora ha sido incapaz de compartircon un solo ser viviente, Toby serecuesta en su sillón y se deleita en ellujo de la confesión. Con crecienteindignación, describe todo lo que havisto en Praga y Bruselas, y reproducelos sondeos de Horst en el jardín delcafé Einstein, hasta que Oakley lointerrumpe.

—¿Te suena de algo el nombre deBradley Hester?

—¡Vaya que si me suena!

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—¿Y ese tonillo humorístico?—Es la mascota del despacho

privado. Las chicas lo adoran. Brad, elHombre de la Música, lo llaman.

—Hablamos, pues, del mismoBradley Hester, deduzco: elsubagregado cultural de la embajada deEstados Unidos, ¿no?

—El mismo. Brad y Quinn sonmelómanos los dos. Tienen un proyectoen marcha: intercambios orquestalestransatlánticos entre universidadesinteresadas. Van juntos a conciertos.

—¿Eso dice la agenda de Quinn?—Cuando la vi por última vez, eso

decía —contesta Toby, sonriendo al

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recordar a Brad Hester, rechoncho ysonrosado, con su peculiar cartera deasa larga, muy raída, dando palique a laschicas con su afeminado dejo de laCosta Este mientras espera a serrecibido en audiencia.

Pero a Oakley esta benévola imagenno le resulta tan entrañable:

—Y el objetivo de las frecuentesvisitas al despacho privado es tratar deesos intercambios musicales, según tú.

—Son sagradas. La cita con Brad esla única de la semana que Quinn siemprerespeta.

—¿Te ocupas tú del papeleoresultante de esas conversaciones?

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—Dios santo, no. De eso se encargaBrad. Tiene gente a su disposición. Porlo que atañe a Quinn, es un proyectoexterno, al margen del horario laboral.En su honor, debo reconocer que coneso es bastante puntilloso —concluyeToby, aflojando el paso al encontrarsecon la gélida mirada de Oakley.

—¿Y tú aceptas esa absurdaexplicación?

—Hago lo posible. A falta de otramejor —responde Toby, y se concede uncauto sorbo de calvados mientrasOakley se contempla el dorso de lamano izquierda haciendo girar la alianzanupcial, deslizándola hasta el nudillo

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para comprobar la anchura.—¿De verdad estás diciéndome que

no ves gato encerrado cuando el señorBradley Hester, subagregado cultural, sepresenta con su cartera de asa larga o loque sea? ¿O es que te niegas a verlo?

—Veo gatos encerrados a todashoras —replica Toby con tono hosco—.¿Qué más da?

Oakley lo deja correr.—En fin, Toby, lamento sacarte de

tu engaño, si eso es lo que estoyhaciendo. El señor subagregado culturalHester no es precisamente el payasoafable que, según parece, quieres ver enél. Es un desacreditado traficante de

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información secreta por cuenta propiaadscrito a la extrema derecha, ahorarehabilitado, no para bien, y apostado enla delegación de la CIA en Londres apetición de un grupo de ricosnorteamericanos, fanáticos religiosos yconservadores convencidos de que laAgencia Central de Inteligencia estáinvadida de sanguinarios simpatizantesislámicos y maricones progresistas,opinión que comparte de buena gana esenuevo jefe tuyo tan encantador.Teóricamente está al servicio delGobierno estadounidense, pero en lapráctica trabaja para un contratista dedefensa turbio que opera bajo el nombre

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de Efectos Éticos Sociedad Anónima,con sede en Texas y en otras partes. Laúnica accionista y consejera delegada dedicha empresa es Maisie SpencerHardy. No obstante, ella ha delegado suresponsabilidad en un tal Jay Crispin,con quien se lo pasa en grande. JayCrispin, además de ser un consumadogigoló, es íntimo de tu distinguidosubsecretario, quien, según parece, estádecidido a llevar al extremo elfanatismo militarista que inspiró a suantiguo gran líder, el hermano Blair, yno inspira, por lo visto, a sudesventurado sucesor. En caso de queEfectos Éticos Sociedad Anónima

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llegara a complementar en algúnmomento los débiles esfuerzos denuestros servicios de inteligencianacionales organizando una operaciónclandestina con financiación privada, tuamigo el Hombre de la Música sería elencargado de la logística in situ.

Y mientras Toby digiere todo esto,Oakley, como tantas veces, cambia dederrotero:

—Hay por medio, en algún sitio, untal Elliot —comenta como si pensara envoz alta—. ¿Te dice algo ese nombre?¿Elliot? ¿Mencionado por alguien en undescuido? ¿Escuchado por ti a través delojo de la cerradura?

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—Yo no escucho por el ojo de lacerradura.

—Claro que escuchas. ¿Un renegadoalbano-griego, que antes se hacía llamarEglesias, ex miembro de las FuerzasEspeciales sudafricanas, que mató aalguien en un bar de Johannesburgo yvino a Europa por razones de salud?¿Esa clase de Elliot? ¿Seguro que no?

—Seguro.—¿Y Stormont-Taylor? —insiste

Oakley en el mismo tono distraído.—¡Sí, claro! —exclama Toby,

aliviado—. Todo el mundo conoce aStormont-Taylor. Tú también. Es elabogado, el especialista en derecho

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internacional —evocando sin el menoresfuerzo a Roy Stormont-Taylor,llamativamente apuesto, prestigiosojurisconsulto e ídolo televisivo, con suondeante melena blanca y sus vaquerosmuy ajustados, que tres veces en losúltimos meses (¿o han sido cuatro?) hasido cálidamente recibido, comoBradley Hester, por Quinn antes dedesaparecer tras la puerta de caoba.

—¿Y qué asuntos se traían entremanos Stormont-Taylor y ese nuevo jefetuyo tan encantador, si es que estás alcorriente?

—Quinn no confía en los abogadosoficiales, así que consulta con Stormont-

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Taylor para tener una opiniónindependiente.

—¿Y sobre qué tema en concreto, sipor casualidad lo sabes, consulta Quinncon el intrépido y guapísimo Stormont-Taylor, que por casualidad también esíntimo de Jay Crispin?

Un silencio tenso mientras Toby sepregunta quién está aquí en la picota,Quinn o él.

—¿Cómo coño voy yo a saberlo? —replica, airado.

Ante lo que Oakley contesta solo conun comprensivo:

—Eso digo yo: ¿cómo?Vuelve a imponerse el silencio.

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—Y bien, Giles —dice por finToby, siempre el primero en ceder entales ocasiones.

—Y bien ¿qué, mi buen amigo?—¿Quién demonios… o qué

demonios… es Jay Crispin en ese ordende cosas?

Oakley deja escapar un suspiro y seencoge de hombros. Cuando ofrece unarespuesta, la da en remisos fragmentos:

—¿Quién es cualquiera? —preguntaal mundo en general, e incurre en unhosco lenguaje telegráfico—. Tercerhijo de una encopetada familiaangloamericana. Los mejores colegios.Sandhurst al segundo intento. Diez años

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de trayectoria militar mediocre.Retirado a los cuarenta,voluntariamente, dicen, pero tengo misdudas. Una corta etapa en la City.Expulsado. Una corta etapa en elespionaje. Expulsado. Tanteasolapadamente a nuestra crecienteindustria del terrorismo. Observaacertadamente que los contratistas dedefensa privados están en racha. Hueleel dinero. Se mete hasta el cuello. Hola,qué tal Efectos Éticos y Miss Maisie,¿cómo va eso? Crispin encandila a lagente —prosigue con perplejaindignación—. A toda clase de gente, entodo momento. A saber cómo lo hace.

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Sí, cierto es que recurre mucho a lacama. Probablemente va en las dosdirecciones, bravo por él. Pero la camada de sí hasta cierto punto, ¿no?

—Sí, desde luego —coincide Toby,y su pensamiento salta incómodamentehacia Isabel.

—Pues cuenta —prosigue Oakley,ejecutando aún otro cambio de derroterosin previo aviso—: ¿qué te llevó adedicar valiosas horas del tiempo de SuMajestad la Reina a rastrear losarchivos del Departamento Jurídico ycoger expedientes de lugares tanrecónditos como Granada y DiegoGarcía?

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—Órdenes de mi subsecretario —replica Toby, negándose a sorprenderseya más por la omnisciencia de Oakley opor su propensión a sacarse preguntasde la manga.

—¿Órdenes transmitidas a tipersonalmente?

—Sí. Me dijo que debía preparar uninforme sobre su integridad territorial.Sin conocimiento del DepartamentoJurídico ni de los asesores especiales.De hecho, sin conocimiento de nadie. —Ahora que se para a pensarlo—. Yclasificarlo como material de máximosecreto, y presentárselo el lunes a lasdiez sin falta.

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—¿Y tú preparaste dicho informe?—A costa de un fin de semana, sí.—¿Dónde está?—Aparcado.—¿Lo que significa?—Mi informe se presentó, no tuvo

aceptación y fue aparcado. Según Quinn.—¿Te importaría obsequiarme con

una versión abreviada del contenido?—Era una simple sinopsis. El abecé.

Hasta un universitario podría haberlohecho.

—Pues cuéntame el abecé. Lo heolvidado.

—En 1983, después del asesinatodel primer ministro marxista de

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Granada, Estados Unidos invadió la islasin nuestro beneplácito. La operación sel l a mó Furia Urgente. La furia fuebásicamente la nuestra.

—¿Y eso?—Era nuestro territorio. Una antigua

colonia británica, miembro en laactualidad de la Commonwealth.

—Y Estados Unidos la invadió.Vergüenza debería darles. Sigue.

—Los espías norteamericanos… tusqueridos Aledaños… tenían la fantasíade que Castro pretendía utilizar elaeropuerto de Granada como plataformade lanzamiento. Era una idiotez. Losbritánicos habían contribuido a la

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construcción del aeropuerto y no leshizo ninguna gracia oír que era unaamenaza para el alma estadounidense.

—¿Y nuestra respuesta, resumiendo?—Dijimos a Estados Unidos que

tuviera la bondad de no volver a actuarasí nunca más en nuestro territorio sinnuestro consentimiento previo o nosenfadaríamos aún más.

—¿Y ellos nos contestaron…?—Nos mandaron a la mierda.—¿Y obedecimos?—Se tomó buena nota de la

sugerencia —recurriendo al tonosarcástico del Foreign Office—. Nuestrainfluencia sobre los países de la

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Commonwealth es tan tenue que elDepartamento de Estado considera que,por el mero hecho de reconocerlo, noshace ya un favor. Solo lo reconocecuando le conviene, y en el caso deGranada no le convino.

—¿Así que nos mandaron a lamierda otra vez?

—No exactamente. Echaron marchaatrás y mal que bien se llegó a unacuerdo.

—A un acuerdo, ¿con qué fin? Sigue.—En el futuro, si Estados Unidos

llevaba a cabo alguna acciónespectacular en nuestro territorio, unaoperación especial presentada como

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acto de auxilio a los habitantesoprimidos, etcétera, primero tenían quepedirnos permiso educadamente, obtenernuestra aprobación por escrito,invitarnos a participar y compartir losfrutos con nosotros al final de lajornada.

—Con eso de «frutos», te refieres ainformación.

—En efecto, Giles. A eso merefiero. Información dicho de otro modo.

—¿Y en Diego García?—Diego García sirvió de patrón.—¿Para qué?—¡Por Dios, Giles!—Mi bagaje en cuestión de

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antecedentes es mínimo. Ten laamabilidad de explicarme qué contasteexactamente a ese nuevo jefe tuyo tanencantador.

—Desde que tuvimos la gentileza dedespoblar Diego García para losamericanos allá en los sesenta, EstadosUnidos goza de nuestro permiso parallevar a cabo allí sus operaciones, yaque lo tienen tan a mano. Operaciones aojos cerrados, pero solo conforme anuestras condiciones.

—Siendo los ojos cerrados en estecaso los británicos, deduzco.

—Sí, Giles. Veo que no se te escapaningún detalle. Diego García es todavía

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posesión británica, así que esos ojoscerrados son aún británicos. Eso sí losabrás, confío.

—No necesariamente.Giles, cuando negocia, se rige por el

principio de no expresar nunca la menorsatisfacción. Toby se lo vio aplicar enBerlín. Ahora ve cómo lo aplica conToby.

—¿Comentó Quinn contigo losmatices más sutiles de tu informe?

—No los había.—Vamos, aunque fuera por

elemental cortesía. ¿Y la posibleaplicación de la experiencia de Granadaa posesiones británicas de mayor peso?

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Toby mueve la cabeza en un gesto denegación.

—¿No comentó contigo, pues, nisiquiera muy por encima, los pros y loscontras de una intrusión estadounidenseen territorio de la Corona británica?¿Partiendo de lo que habías sacado a laluz para él?

—Ni siquiera.Una pausa teatral, de la cosecha de

Oakley.—¿Señala tu informe alguna

moraleja?—A trancas y barrancas, llega a una

conclusión, si es eso lo que quieresdecir.

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—¿Que es?—Que toda acción unilateral por

parte de Estados Unidos en territorioperteneciente al Reino Unido deberíacubrirse con una hoja de parra británica.De lo contrario, sería inviable.

—Gracias, Toby. Entonces, en tuopinión personal, ¿qué o quién, querríayo saber, impulsó esas averiguaciones?

—Sinceramente, Giles, no tengo lamenor idea.

Oakley alza la vista al firmamento,la baja, suspira:

—Toby, mi buen amigo. Unsubsecretario del Gobierno de SuMajestad, tan ocupado como está, no

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encarga a su joven y talentoso asistentepersonal que escarbe en áridos archivosen busca de precedentes sin hacer antespartícipe de su plan táctico a dichosubalterno.

—¡Pues este sí lo hace, joder, ya telo digo yo!

Y ahí asoma Giles Oakley, elconsumado jugador de póquer. Selevanta con actitud enérgica, rellena lacopa de calvados de Toby, se sienta otravez y se da por contento.

—Y dime una cosa —en confianzaahora que vuelven a sentirse a gusto ensu mutua compañía—: ¿qué demonioscabe pensar de la extraña petición de

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ese nuevo jefe tuyo tan encantador al depor sí aperreado Departamento deRecursos Humanos del ministerio?

Y cuando Toby declara nuevamente—pero esta vez con mayor docilidad,porque, a fin de cuentas, están muyrelajados— que no tiene ni la másremota idea de qué le habla Oakley, seve recompensado con un amago de risade satisfacción.

—¡Un elemento que vuele bajo!¡Vamos, Toby! Está buscando a unelemento que vuele bajo con máximaurgencia. ¡No puede ser que eso no losepas! Lleva de cabeza a la mitad denuestros humanoides de grandes

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recursos, para encontrar al individuoadecuado. Han estado dando voces aquíy allá, pidiendo recomendaciones.

¿Un elemento que vuele bajo?Por un fugaz momento Toby pugna en

su pensamiento con el espectro de unpiloto temerario preparándose paravolar bajo los radares de uno de losprotectorados en vías de desaparicióndel Reino Unido. Y ha debido de deciralgo al respecto, porque a Giles casi sele escapa una carcajada y asegura que eslo más gracioso que ha oído desde hacemeses.

—¡«Bajo» contrapuesto a «alto», mibuen amigo! ¡Una vieja gloria, una

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persona de fiar salida de las filas denuestros propios servicios! Requisitosdel puesto: un historial oportunamentemediocre, ya sin futuro por delante. Unjamelgo de Exteriores como Diosmanda, corriente y moliente, con unúltimo as en la manga antes de lajubilación. Tú dentro de veintiocho añoso los que sean —concluye,burlonamente.

Así que es eso, piensa Toby,esforzándose en participar en la bromitade Giles. Está diciéndome, con la mayordelicadeza posible, que Fergus Quinn,no contento con dejarme fuera del juego,busca activamente a un sustituto: y no un

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sustituto cualquiera, sino una viejagloria, alguien que, por miedo a perderla pensión, se someta a las órdenes deese nuevo jefe tan encantador suyo, seancuales sean.

Los dos hombres, uno al lado delotro en el portal de la casa, esperan eltaxi de Toby a la luz de la luna. Tobynunca ha visto una expresión tan seria, nitan vulnerable, en el rostro de Oakley.La jocosidad en la voz, las pequeñasgracias, han desaparecido, dando paso aun tono de perentoria advertencia:

—No sé qué traman, Toby, pero, sealo que sea, debes quedarte al margen. Sioyes algo, toma nota, envíame un

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mensaje de texto al número de móvil queya tienes. Eso será mínimamente másseguro que el correo electrónico. Di quetu novia te ha dado calabazas y necesitasllorar en mi hombro, o alguna tonteríapor el estilo. —Y como si no hubiesedejado ya bastante clara la idea—: Bajoningún concepto debes formar parte deeso, Toby. No accedas a nada, no firmesnada. No seas cómplice de ninguna delas maneras.

—Pero cómplice ¿de qué, Giles, porel amor de Dios?

—Si lo supiese, serías la últimapersona a quien se lo diría. Crispin tesometió a examen y, por suerte, no le

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gustó lo que vio. Repito: considérateafortunado de no haber pasado laprueba. Si hubiese sido al revés, soloDios sabe dónde habrías acabado.

Llega el taxi. Inusitadamente, Oakleyle tiende la mano. Toby la acepta ydescubre que tiene la palma húmeda desudor. Se la suelta y sube al taxi. Oakleygolpetea en la ventanilla. Toby baja elcristal.

—Ya está pagado —prorrumpeOakley—. Solo tienes que darle unalibra de propina. Hagas lo que hagas, nopagues dos veces, mi buen amigo.

—Un momentín, señor Toby, si tienela bondad.

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A saber cómo, ha transcurrido todauna semana. El malestar de Isabel por laescasa atención de Toby ha estallado enforma de furia hosca. Las disculpas deél —deplorables pero sin convicción—la han sulfurado aún más. Quinn hatenido un comportamiento igual deintratable, a ratos adulando a Toby sinrazón alguna, a ratos cortándolo en seco,a ratos desapareciendo sin darexplicaciones durante todo un día ydejando que él apagara todos los fuegos.

Y el jueves, a la hora de comer, unallamada de Matti con voz ahogada:

—Aquella partida de squash quenunca jugamos.

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—Sí, ¿qué pasa?—No ocurrió.—Creía que eso ya lo habíamos

acordado.—Solo quería asegurarme —dijo

Matti, y colgó.Ahora son las diez de la mañana de

un viernes más y acaba de llegarle porla línea interna el habitualemplazamiento que Toby ha estadotemiendo.

¿Acaso el Paladín de la ClaseTrabajadora va a mandarlo a Fortnum’sa por más Dom Pérignon? ¿O tieneprevisto decirle que, pese a lo muchoque valora sus dotes, se propone

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sustituirlo por un elemento que «vuelebajo» y quiere conceder a Toby el fin desemana para recuperarse de laconmoción?

La enorme puerta de caobaentreabierta, como antes. Entra, cierra y—adelantándose a la orden de Quinn—echa el pestillo. Quinn sentado tras suescritorio, con su más severo aire desubsecretario. Su voz, imperiosa, la queemplea para mayor solemnidad en susdeclaraciones al noticiario de la noche.El acento de Glasgow casi olvidado:

—Mucho me temo que estoy a puntode estropearle ese minidescanso con sumedia naranja que tenía planeado —

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anuncia, arreglándoselas para insinuarque el único culpable es el propio Toby—. ¿Le representa eso algún problemagrave?

—Ni mucho menos, señorsubsecretario —contesta Toby,despidiéndose para sus adentros de unabreve escapada a Dublín, y quizátambién de Isabel.

—Resulta que, debido aconsiderables presiones, me veo en lanecesidad de celebrar aquí mañana unareunión en extremo secreta. En estemismo despacho. Una reunión de lamáxima importancia para la nación.

—¿Desea usted que yo asista, señor

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subsecretario?—Nada más lejos. Bajo ninguna

circunstancia puede usted asistir,gracias, pero no. No está autorizado; supresencia no es en modo algunodeseable. No se lo tome como algopersonal. Aun así, una vez más deseo sucolaboración para los preparativosprevios. Esta vez sin champán,lamentablemente. Ni foie-gras.

—Entiendo.—Lo dudo. Aun así, para la reunión

que me ha venido impuesta, es necesariotomar ciertas medidas de seguridadexcepcionales. Quiero que usted, comoasistente personal mío, las tome por mí.

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—Cómo no.—Lo noto desconcertado. ¿Por qué?—No estoy desconcertado, señor

subsecretario. Solo que… si esa reuniónes tan secreta, ¿por qué ha de celebrarsesiquiera en este despacho? ¿Por qué nofuera del ministerio? ¿O en la salainsonorizada de arriba?

Quinn alza su pesada cabeza con unrespingo, oliéndose la insubordinación.Luego se digna contestar:

—Porque mi visitante… mejordicho, visitantes, en plural… muyinsistentes ellos, están en posición deimponer su voluntad, y es mi obligaciónmoral ineludible, como subsecretario,

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atenderlos. ¿Está dispuesto a hacerlo obusco a otra persona?

—Dispuestísimo, señorsubsecretario.

—Muy bien. Conocerá, supongo,cierta puerta lateral de acceso a esteedificio desde Horse Guards. Para losproveedores y repartidores. Una puertaverde metálica con barrotes.

Toby conoce esa puerta pero, comono se cuenta entre lo que el Hombre delPueblo llama «proveedores», nunca hatenido ocasión de usarla.

—¿Conoce el pasillo de la plantabaja que va a dar a ella? ¿Debajo mismode nosotros, de aquí donde estamos

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ahora? ¿Dos pisos más abajo? —perdiendo la paciencia—. Tal como seentra por la puerta principal, a manoderecha del vestíbulo, por Dios. Pasausted por ahí todos los días. ¿Sí o no?

Sí, también conoce ese pasillo.—Mañana por la mañana, sábado,

mis invitados… mis visitantes,¿entendido?… comoquiera que prefieranhacerse llamar —el tono de malestarconvertido ya en estribillo—, en fin, lossusodichos llegarán a esa entrada lateralcada uno por su lado. Por separado. Unodetrás del otro. Con poca diferencia.¿Me sigue?

—Lo sigo, señor subsecretario.

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—Me alegro. Entre las 11.45 y las13.45 exactamente… solo durante esasdos horas, ¿queda claro?… esa entradalateral estará sin vigilancia. No habráningún miembro de seguridad deservicio durante esos ciento veinteminutos. Todas las videocámaras ydispositivos de seguridad que cubrenesa entrada lateral, y el recorrido desdeesa entrada lateral hasta este despacho,quedarán apagados. Desactivados.Desconectados. Solo durante esas doshoras. Ya lo he dispuesto todopersonalmente. Usted no tiene que hacernada a ese respecto, así que no lo intentesiquiera. Ahora atiéndame bien.

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El subsecretario levanta una mano,con la palma cuadrada y musculosaorientada hacia el rostro de Toby e,ilustrativamente, se pellizca el meñiquecon los dedos pulgar e índice de la otramano:

—Nada más llegar mañana por lamañana a las diez, debe ir directo alDepartamento de Seguridad y verificarque tienen constancia de misindicaciones de evacuar y dejar abiertala entrada lateral y apagar todos lossistemas de vigilancia, y que sedisponen a cumplirlas.

Dedo anular. La alianza de oro muygruesa, con la cruz de San Andrés

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grabada en intenso azul.—A las 11.50 debe dirigirse a la

entrada lateral desde su lado exteriorpor Horse Guards y entrar en el edificiopor dicha puerta, que habrá quedadoabierta con arreglo a mis órdenes alDepartamento de Seguridad. Luegorecorra el pasillo de la planta baja,comprobando de paso que nadie ocupani obstaculiza el pasillo o la escaleraposterior que asciende desde allí. ¿Mesigue?

Dedo medio.—Luego continúe a su paso habitual

y, actuando como mi conejillo de Indiasparticular, ascienda por la escalera

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posterior y venga por el correspondienterellano… no se desvíe en ningúnmomento ni pare a echar una meada ninada, solo camine… hasta este mismodespacho donde ahora estamos. Luegocompruebe con los de Seguridad, pormedio de la línea interna, que surecorrido no se ha detectado. Yo ya mehe puesto de acuerdo con ellos, así que,repito, no haga nada que yo no le hayadicho. Es una orden.

Toby, volviendo a la realidad,descubre que su superior lo obsequiacon su sonrisa de aspirante a ganar unaselecciones:

—Bien, pues, Toby. Dígame que le

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he echado a perder el fin de semana, talcomo ellos me lo han echado a perder amí.

—En absoluto, señor subsecretario.—¿Pero?—Bueno, sí, una pregunta.—Tantas como quiera. Adelante.En realidad, tiene dos.—Si me permite, señor

subsecretario… ¿usted dónde estará?Usted personalmente. Mientras yo estétomando… —titubea— tomando esasprecauciones.

La sonrisa electoral se ensancha.—Digamos que ocupándome de mis

putos asuntos, ¿vale?

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—¿Ocupándose de sus asuntos hastael momento mismo de su llegada aquí,señor subsecretario?

—Seré de una puntualidadmatemática, no se preocupe. ¿Algo más?

—Bueno, me preguntaba, quizágratuitamente, ¿cómo saldrán lossusodichos? Ha comentado que lossistemas estarán desactivados durantedos horas. Si uno y otro llegan con pocadiferencia y el sistema vuelve aactivarse a las 13.45, les quedaránescasamente noventa y pico minutospara la reunión.

—Noventa minutos nos bastan y nossobran. Usted descuide. —La sonrisa

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ahora radiante.—¿Está usted totalmente seguro? —

insiste Toby, poseído de la necesidad dealargar la conversación.

—Claro que estoy seguro, malditasea. ¡Quédese usted tranquilo! Un par deapretones de manos, y a casa.

Es ya la hora del almuerzo delmismo día cuando Toby Bell se sientepor fin capaz de apartarse de suescritorio, bajar a toda prisa por CliveSteps y ocupar un puesto bajo un amplioplátano londinense en el borde del StJames Park, como preludio pararedactar su mensaje de emergenciadirigido al móvil de Oakley.

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Durante el tiempo desde que Quinnle ha impartido sus extrañasinstrucciones, ha compuestomentalmente un sinfín de versiones. Perose rumorea que el personal de seguridaddel ministerio controla lascomunicaciones personales que salendel interior del edificio, y Toby nodesea despertar su curiosidad.

El plátano es un viejo amigo.Situado en una elevación, se encuentra atiro de piedra de Birdcage Walk y elMonumento a los Caídos. Cien metrosmás allá, las ventanas voladizas delForeign Office lo observan con severoceño, pero el mundo en movimiento de

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las cigüeñas, los patos reales, losturistas y las madres con sus cochecitoslas despoja de su capacidadintimidatoria.

Con la BlackBerry ante sí, mantienela mirada y la mano absolutamentefirmes. También la mente. Es un hechoque desconcierta a Toby tanto comoimpresiona a sus jefes que es inmune alas crisis. Es posible que Isabeldiseccione sin compasión sus carencias:eso hizo anoche hasta la saciedad. Esposible que coches de policía y debomberos pasen por la calle con sussirenas, que salga humo de las casascercanas, que el pueblo encolerizado

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esté manifestándose: en El Cairo ocurriótodo eso y mucho más. Pero la crisis,cuando se desencadena, es el elementoen el que Toby mejor se mueve, y ahorase ha desencadenado.

«Di que tu novia te ha dadocalabazas y necesitas llorar en mihombro, o alguna tontería por el estilo.»

Su decencia natural le dicta que nomencione el nombre de Isabel en vano.Le viene a la cabeza «Louisa». ¿Hahabido una Louisa en su vida? Tras unrápido pase de revista constata que no loha habido. Pues ahora la habrá: «Giles.Louisa acaba de dejarme. Necesito condesesperación y urgencia tus consejos.

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¿Podemos hablar cuanto antes? Bell».Pulse «enviar».Lo hace, y echa un vistazo a las

ilustres ventanas voladizas del ForeignOffice con sus capas de visillos. ¿EstáOakley sentado allí arriba en estepreciso momento, comiéndose unsándwich ante su mesa? ¿O estáencerrado en un refugio subterráneo conel Comité Conjunto de Inteligencia? ¿Oinstalado en el Travellers Club con losotros jerarcas, arreglando el mundodurante una relajada comida?Dondequiera que estés, lee por Dios mimensaje cuanto antes y contéstame,porque ese nuevo jefe mío tan

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encantador ha perdido la cabeza.Han pasado siete horas

interminables, y Oakley sigue sin decirni pío. En el salón de su piso en unaprimera planta de Islington, Toby,sentado a su mesa, finge trabajarmientras Isabel trajinaamenazadoramente en la cocina. Junto asu codo izquierdo tiene la BlackBerry, asu derecha el teléfono fijo, y delante elborrador de un informe que Quinn le haencargado sobre las posibilidades deformar sociedades mixtas público-privadas en el Golfo. En teoría, estárevisándolo. En realidad, siguementalmente el rastro a Oakley a lo

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largo de todas las posibles versiones desu día y lo insta en sus adentros aresponder. Ha reenviado el mensaje dosveces: una tan pronto como haabandonado el ministerio, la otra nadamás salir de la parada de metro deAngel antes de llegar a casa. No concibepor qué ha considerado que su propiopiso es una plataforma de lanzamientopoco segura para los mensajes a Oakley,pero así ha sido. Las mismasinhibiciones lo guían ahora, cuandodecide, por inoportuno que sea, que hallegado el momento de intentar localizara Oakley en su casa.

—Salgo un momento a por una

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botella de tinto —dice a Isabel desde lapuerta abierta de la cocina, y seencamina hacia el pasillo antes de queella conteste que hay una botella de tintoperfectamente bebible en el armario dela despensa.

En la calle, llueve a mares y no se leha ocurrido proveerse de una gabardina.Recorridos unos cincuenta metros por laacera, un callejón bajo una arcada llevaa una fundición abandonada. Se refugiaen él y desde allí marca el número de laresidencia de Oakley.

—¿Quién demonios llama, porDios?

Hermione, airada. ¿La habrá

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despertado? ¿A esa hora?—Soy Toby Bell, Hermione.

Lamento mucho molestarte, pero hasurgido un asunto urgente, y mepreguntaba si podría hablar un momentocon Giles.

—Pues me temo que no puedeshablar con Giles ni un momento ni dos,si a eso vamos, Toby. Como sospechoque ya sabes perfectamente.

—Es solo una cuestión de trabajo,Hermione. Se ha presentado algo urgente—repitió.

—En fin, tú mismo, sigue con tusjueguecitos. Giles está en Doha, y nohagas ver que no lo sabes. Lo han

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mandado al amanecer a una conferenciaque, según parece, se ha torcido.¿Vienes a verme o no?

—¿Lo han mandado? ¿Quiénes?—¿A ti qué más te da? El hecho es

que no está aquí, ¿no?—¿Cuánto tiempo pasará fuera? ¿Lo

han dicho?—Tiempo de sobra para lo que tú

buscas, eso por descontado. Ya notenemos criados fijos en casa. Supongoque eso también lo sabías, ¿no?

Doha: tres horas más que enLondres. Cuelga sin contemplaciones.Al diablo con Hermione. En Doha secome más tarde, así que todavía es la

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hora de la cena para los delegados y losprincipitos. Encogido en el callejón,consigue hablar con el funcionario deguardia del Foreign Office y oye la vozparsimoniosa de Gregory, aspirantefallido al puesto de Toby.

—Hola, Gregory. Tengo queponerme en contacto con Giles Oakley, yes un poco urgente. Lo han enviado atoda prisa a Doha para una conferencia ypor alguna razón no recibe los mensajes.Es un asunto personal. ¿Puedes pasarleel aviso por mí?

—¿Siendo personal? Complicado,me temo, muchacho.

No muerdas el anzuelo. Mantén la

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calma:—¿No sabrás por casualidad si se

aloja en la residencia del embajador?—Eso es cosa de él. Quizá prefiera

los hoteles grandes y caros, comoFergus y tú.

Ejerce una contención hercúlea:—Bueno, en todo caso ¿serías tan

amable de darme el número de laresidencia? ¿Eh, Gregory, por favor?

—Puedo darte el de la embajada.Tendrán que pasarte ellos la llamada. Losiento, muchacho.

Una demora, intencionada, sospechaToby, mientras Gregory busca elnúmero. Lo marca y sale una voz

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femenina poco fluida diciéndole,primero en árabe y luego en inglés, quesi desea solicitar un visado, debe acudiren persona al consulado británico en elsiguiente horario y prepararse para unalarga espera. Si desea comunicarse conel embajador o alguna persona en laresidencia del embajador, debe dejar sumensaje.

Lo deja:«Este mensaje es para Giles Oakley,

que asiste a la conferencia de Doha. —Toma aliento—. Giles, te he enviadovarios SMS, pero, según parece, no loshas recibido. Tengo graves problemaspersonales y necesito tu ayuda lo antes

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posible. Telefonéame a cualquier horadel día o la noche, ya sea a este númeroo, si lo prefieres, al fijo de casa.

Al volver a su piso, cae en la cuenta,ya demasiado tarde, de que se haolvidado de comprar la botella de vinotinto por la que había salido. Isabel sepercata pero calla.

A saber cómo, ya ha amanecido.Isabel yace dormida a su lado, pero élsabe que al menor movimientodescuidado por su parte, bien sepelearán, bien harán el amor. Durante lanoche ha ocurrido tanto lo uno como lootro, cosa que no ha impedido a Tobymantener la BlackBerry junto a su cama

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y comprobar los mensajes con la excusade que está de guardia.

Tampoco sus procesos mentales hanpermanecido ociosos durante esetiempo, y la conclusión a la que hanllegado es conceder a Oakley hasta lasdiez de esta mañana, hora en que se hacomprometido a llevar a cabo laastracanada exigida por susubsecretario. Si para entonces Oakleyno ha respondido a sus mensajes, tomaráél mismo la decisión ejecutiva: una tandrástica que de entrada, al contemplarla,recula ante la perspectiva; luego,cautamente, regresa de puntillas paraechar un segundo vistazo.

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¿Y qué ve en su imaginación,esperándole en el profundo cajón dellado derecho de su mismísimo escritorioen la antesala del despacho delsubsecretario? ¿Cubierto de moho,verdín y, aunque sea solo en su fantasía,excrementos de ratón?

Un magnetófono predigital, detamaño industrial, de los tiempos de laGuerra Fría, un trasto tan antiguo yaparatoso, tan superfluo en nuestra erade la tecnología miniaturizada, quepodría ofender el espíritucontemporáneo: razón por la cual, si nopor otra, Toby ha solicitadorepetidamente su retirada aduciendo que

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si algún subsecretario deseara unagrabación secreta de una conversaciónen su despacho privado, dispondría detan discretos y diversos dispositivos queno sabría dónde elegir.

Pero hasta el momento —providencialmente o no— sus súplicashan sido desoídas.

¿Y el interruptor que acciona esemonstruo? Hay que abrir el cajónsuperior, buscar a tientas con la manoderecha, y ahí está: un pezón afilado yhostil montado en una semiesfera marrónde baquelita, arriba para apagar, abajopara grabar.

8.50 horas. Sin señales de Oakley

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A Toby le gusta desayunar bien,pero este sábado por la mañana estádesganado. Isabel es actriz y por tantono prueba el desayuno; no obstante, tieneuna actitud conciliadora y desea sentarsecon él para hacerle compañía yobservarlo mientras se come su huevopasado por agua. Toby, en lugar deprecipitar otra pelea, hierve uno y se locome en atención a ella. Él recela deeste talante. En sábados anteriores, alanunciar él por la mañana que ha depasarse por la oficina para aligerar unpoco el trabajo, ella se ha quedado en lacama elocuentemente. Esta mañana —aunque en principio debían estar

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disfrutando de su fin de semana,saboreando las delicias de Dublín—rebosa dulzura y comprensión.

Luce el sol, así que Toby se planteamarcharse con tiempo de sobra e ir apie. Isabel coincide en que un paseo esprecisamente lo que él necesita. Porprimera vez lo acompaña hasta lapuerta, donde le planta un cariñoso besoy allí se queda, viéndolo bajar por laescalera. ¿Está declarándole así suamor, o espera a que no haya moros enla costa?

9.52 horas. Todavía sin señales deOakley

Después de avanzar a una velocidad

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exagerada, pendiente de su BlackBerry,por las calles londinensessemidespobladas, Toby toma por elMall e inicia su cuenta atrás haciaBirdcage Walk y, acomodando su pasoal de los turistas, se aproxima a lapuerta lateral verde con barrotesmetálicos.

Prueba el picaporte. La puerta verdecede.

Se vuelve de espaldas a la puerta y,con afectada naturalidad, contemplaHorse Guards, la Noria del Milenio, ungrupo de colegiales japonesessilenciosos y —en una última súplicadesesperada— el amplio plátano

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londinense a cuya sombra envió ayer elprimero de sus mensajes desatendidos aOakley.

Una última y pesarosa mirada a laBlackBerry le indica que su súplicacontinúa desoída. La apaga y la relega ala oscuridad de su bolsillo interior.

Después de llevar a cabo lasabsurdas maniobras exigidas por elsubsecretario, Toby llega a la antesaladel despacho privado y se pone encontacto con los desconcertadosguardias de seguridad por la líneainterior para confirmar que ha eludidocon éxito su atención.

—Era usted cristal sólido, señor

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Bell. Del todo transparente. Buen fin desemana.

—Lo mismo digo, y gracias mil.En posición ante el escritorio, se

crece por efecto de una repentinaindignación. Giles, eres tú quien meobliga a esto.

Este, se supone, es un escritorio deprestigio: una reproducción de unsecreter antiguo con cajones hasta elsuelo a ambos lados y superficie de pielembutida.

Tras sentarse en la silla ante él, seinclina al frente y, poco a poco, abre elvoluminoso cajón inferior del ladoderecho.

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Si una parte de él ruega aún que sussolicitudes al Departamento de Materialhayan sido atendidas milagrosamentedurante la noche, ya puede dejar derogar. Como una máquina de guerraherrumbrosa en un campo de batallaolvidado, el antiguo magnetófonopermanece donde ha permanecidodurante décadas, aguardando la llamadaque nunca llega: solo que hoy sí hallegado. En lugar de activación por voz,presenta un temporizador análogo al delmicroondas que tiene en su piso. Losprimitivos carretes están vacíos. Pero enel estante de encima hay dos cintasgigantescas envueltas en celofán

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polvoriento listas para el servicio.Arriba para apagar. Abajo para

grabar.Y espera hasta mañana, cuando

vendré a buscarte, si no estoy ya en lacárcel.

Y mañana por fin había llegado, eIsabel se había ido. Ya era hoy, undomingo soleado y primaveral anormalpara la época, y las campanas de lasiglesias llamaban al arrepentimiento alos pecadores del Soho, y Toby Bell,soltero desde hacía tres horas, seguíasentado a su mesa en una terraza ante eltercer —¿o era el quinto?— café de lamañana, armándose de valor para

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cometer el irrevocable acto delictivoque venía planeando y temiendo toda lanoche: a saber, volver sobre sus pasoshasta la antesala del despacho privado,recoger la cinta y salir como porensalmo del Foreign Office ante lasnarices de los vigilantes de seguridadcomo el más vil espía.

Aún tenía una alternativa. Tambiénhabía llegado a esa conclusión en losprolongados y delirantes confines de lanoche. Mientras permaneciese sentado aaquella mesa de latón, podría aducir queaún no había ocurrido nada que tuvieraque lamentar. Ningún agente deseguridad en su sano juicio se plantearía

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comprobar un magnetófonoantediluviano que se descomponía en elfondo de un cajón de su escritorio. Y enla remota posibilidad de que sedescubriera la cinta… en fin, tenía yalista una respuesta: en los momentosprevios a una reunión ultrasecreta deextraordinaria importancia nacional, elsubsecretario Quinn había recordado laexistencia de un sistema de audio ocultoe indicado a Toby que lo activara.Después, con la cabeza llena de asuntosde Estado, Quinn desmentiría haberdado tal orden. En fin, una aberraciónasí, para quienes conocían a ese hombre,no sería impropia de él; y para quienes

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recordaban las tribulaciones de RichardNixon, sería algo más que conocido.

Toby echó una ojeada alrededor enbusca de la bonita camarera y, a travésde la puerta del café, la vio inclinadasobre la barra, coqueteando con elcamarero.

Le dirigió una sonrisa encantadora yse acercó al trote, todavía coqueteando.

Siete libras, por favor. Él le diodiez.

De pie en el bordillo de la acera,observó el mundo feliz que lo rozaba alpasar junto a él.

A la izquierda, en dirección alForeign Office, voy camino de la cárcel.

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A la derecha, hacia Islington, vuelvo acasa, un piso condenadamente vacío. Sinembargo, en la luminosidad de lamañana, ya avanzaba con andar resueltopor Whitehall.

—¿Otra vez aquí, señor Bell? Lotraen a mal traer —comentó el vigilantede mayor edad, aficionado a la charla.

Los más jóvenes, en cambio,permanecieron atentos a sus monitorescon expresión ceñuda.

La puerta de caoba estaba cerrada,pero no había que fiarse: Quinn podríahaberse colado furtivamente a primerahora de la mañana o, por lo que Tobysabía, haberse atrincherado allí con

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Crispin, Roy Stormont-Taylor y Brad elde la Música.

Aporreó la puerta, llamó levantandola voz: «¿Señor subsecretario?». Volvióa aporrear. No hubo respuesta.

Se acercó en dos zancadas a suescritorio, abrió de un tirón el últimocajón y, horrorizado, vio un pilotoencendido. Dios bendito: ¡si alguien lohubiera visto!

Rebobinó la cinta, la extrajo de sualojamiento con la mayor delicadeza ydejó el interruptor y el temporizador enlas posiciones previas. Con la cinta bajoel brazo, emprendió el viaje de regreso,sin olvidarse de dirigir al vigilante

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mayor un «Chao» en forma de gesto conla mano y a los más jóvenes un«Jodeos» en forma de ademán deautoridad con la cabeza.

Han pasado solo unos minutos, perola calma del sueño ha invadido ya aToby, y durante un rato permaneceinmóvil y todo se desliza junto a él.Cuando despierta, se halla en TottenhamCourt Road, mirando los escaparates detiendas de electrónica de segunda manopara intentar decidir en cuál de ellas esmenos probable que recuerden a unindividuo de treinta y tantos años conuna desahogada chaqueta negra y unoschinos que quería comprar en efectivo

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un magnetófono obsoleto de segundamano y de tamaño familiar.

Y en algún punto en el camino debede haber parado en un cajeroautomático, comprado un ejemplar delObserver de ese día, y también unabolsa con la bandera inglesa, ya que lacinta se encuentra dentro de la bolsa yentre las páginas del periódico.

Probablemente ya ha entrado en doso tres tiendas antes de tropezarsecasualmente con Aziz, que tiene unhermano en Hamburgo cuya actividadprofesional consiste en mandar a Lagoscontenedores repletos de equipoelectrónico a peso. Neveras, radios,

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ordenadores viejos, y magnetófonosobsoletos gigantes: dicho hermano no daabasto de tanta demanda como hay,razón por la cual resulta que Aziz guardaun montón de material viejo en sutrastero en espera de que su hermano lorecoja.

Y también es así como Toby, en unode esos milagros de la suerte y lapersistencia, pasa a ser dueño de unaréplica del magnetófono de los tiemposde la Guerra Fría que hay en el últimocajón del lado derecho de su escritorio,solo que esta versión era de un lustrosocolor gris perla y venía en su cajaoriginal, lo cual, como Aziz explicó,

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pesaroso, la convertía en una pieza decoleccionista y por tanto costaba diezlibras más, y me temo que van a serotras dieciséis por el adaptador, si esque quieres enchufarlo a la corriente.

Nada más salir a la calle con sutrofeo a cuestas, Toby fue abordado poruna pobre anciana que había extraviadosu pase de autobús. Al descubrir que nollevaba dinero suelto, asombró a lamujer con un billete de cinco libras.

Cuando entró en su piso, percibió elperfume de Isabel y paró en seco. Lapuerta del dormitorio estaba entornada.Nervioso, la abrió de un empujón; luego,la del baño.

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Tranquilo. Es solo su perfume. Diossanto. Nunca se sabe.

Intentó conectar el magnetófono en lamesa de la cocina, pero el cable erademasiado corto. Desenchufó un alarguede la sala de estar y lo acopló.

Entre gruñidos y gimoteos, la granRueda de la Vida hebbeliana empezó agirar.

«Sabes cuál es tu problema, ¿no?Que te va el melodrama.»

Sin títulos, sin créditos. Sin relajanteintroducción musical. Solo esaafirmación displicente e incontestadadel subsecretario, que enuncia alcompás de sus botas de ante a medida,

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confeccionadas por Lobb a mil libras elpie, mientras cruza el despacho privado,hacia su escritorio, cabe pensar.

«Te va el melodrama, ¿entiendes?¿Sabes al menos qué es un melodrama?No, no lo sabes. Ya, eso es porque eresun pedazo de alcornoque, ¿o no?»

¿A quién demonios le habla?¿Empecé demasiado tarde? ¿Puse mal eltemporizador?

¿O se dirige Quinn a Pippa, su jackrussell, un accesorio electoral que aveces trae para diversión de las chicas?

¿O se ha detenido ante el espejo demarco dorado para someterse a laprueba especular del Nuevo Laborismo

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y de paso inicia un soliloquio?Un trompetazo, de la garganta del

subsecretario. Quinn tiene porcostumbre aclararse la garganta antes deuna reunión; luego se enjuaga la bocacon Listerine sin cerrar la puerta delbaño. Por lo visto, la persona a quien leva el melodrama —sea él o ella— estásiendo amonestado in absentia, yprobablemente en el espejo.

Chirrido de cuero cuando seacomoda en su trono ejecutivo,encargado a Harrods el día de su tomade posesión, junto con la moqueta azulnueva y un puñado de teléfonosencriptados.

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Crujidos no identificados, unrozamiento, en la zona del escritorio.Probablemente, para matar el rato,rectifica la posición de los cuatroportafolios rojos ministeriales vacíosque insiste en mantener junto a su codo,a diferencia de los portafolios llenosque Toby no está autorizado a abrir.

«Ya. Bien. A propósito, gracias porvenir. Siento haberte jodido el fin desemana. Siento que me lo hayas jodidotú a mí, dicho sea de paso, pero a ti esote importa un carajo, ¿verdad? ¿Cómovan las cosas? ¿Y tu señora qué tal? Mealegro. ¿Y los chavales, todos bien?Dales una patada en el culo de mi

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parte.»Se acercan unas pisadas, débiles

pero cada vez más sonoras. Elsusodicho primero está llegando.

Las pisadas han cruzado la puertalateral, que no está cerrada ni vigilada,han recorrido los pasillos, nocontrolados, han ascendido por laescalera, sin parar a echar una meada:todo tal como Toby lo hizo ayer en supapel de conejillo de Indias delsubsecretario. Las pisadas se acercan ala antesala. Solo un par de pies. Suelasduras. Andar relajado, en absolutofurtivo. Esos no son unos pies jóvenes.

Tampoco son los pies de Crispin.

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Crispin marcha como quien va a laguerra. Esos son unos pies pacíficos.Son unos pies que se lo toman concalma, son de hombre y —por qué creeToby saberlo, pero el caso es que losabe— son de un desconocido.Pertenecen a alguien a quien él noconoce.

En la puerta de la antesala vacilanpero no llaman. Esos pies tienen órdenesde no llamar. Atraviesan la antesala,pasando —¡uy, madre mía!— a mediometro del escritorio de Toby y elchirriante magnetófono con el pilotoencendido.

¿Lo oirán esos pies? Por lo visto,

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no. O si lo oyen, no le conceden mayorimportancia.

Los pies avanzan. Los pies sonrecibidos en audiencia, sin antes llamar,porque, cabe suponer, eso es también loque les han indicado. Toby espera oír elchirrido de la silla del subsecretario; nolo oye. Por un instante lo asalta una ideahorrenda: ¿y si el visitante, como elagregado cultural Hester, ha traído supropia música?

Con el corazón en un puño, espera.No hay música, solo la voz de Quinnhablando con la mayor naturalidad:

—¿Nadie lo ha parado? ¿No le hanhecho preguntas? ¿No lo han molestado?

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Es el subsecretario en su trato a uninferior, y ya se conocen. Es elsubsecretario en su trato a Toby cuandotiene un mal día.

—En ningún punto me han molestadoo importunado en modo alguno, señorsubsecretario. Todo ha ido como unreloj, me complace decir. Otrorecorrido sin derribos.

¿Otro? ¿Cuándo fue el últimorecorrido sin derribos? ¿Y a qué vienela alusión ecuestre? Toby no tienetiempo para detenerse a pensar.

—Perdone por haberle estropeado elfin de semana —está diciendo Quinn, sucantinela de siempre—. No ha sido cosa

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mía, puedo asegurárselo. El típicocanguelo de la primera noche por partede nuestro intrépido amigo.

—No tiene la menor importancia,señor subsecretario, se lo aseguro. Miúnico plan era poner el desván en orden,compromiso que he aplazado más quegustosamente.

Una nota de humor. Nocorrespondido.

—Vio a Elliot, pues. Fue bien. Lopuso Elliot al corriente de todo. ¿Sí ono?

—En la medida en que podíaponerme al corriente, lo hizo, señorsubsecretario, no lo dudo.

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—Principio del mínimoconocimiento, lo llaman. ¿Quéimpresión le causó? —Sin esperar unarespuesta—: Buena compañía en unanoche oscura, según me han contado.

—Gustosamente aceptaré su palabraal respecto.

«Elliot —recuerda Toby—, unrenegado albano-griego… ex miembrode las Fuerzas Especialessudafricanas… mató a alguien en unbar… vino a Europa por razones desalud.»

Pero a estas alturas el intuitivoanimal británico que Toby lleva dentroha analizado ya la voz del visitante, y

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por consiguiente a su dueño. Es una vozaplomada, entre clase media y clasealta, culta y no combativa. Pero lo quelo sorprende es su buen ánimo. Es laidea de que su dueño se lo pasa bien.

Otra vez el subsecretario,imperioso:

—Y usted es Paul, ¿verdad? Eso haquedado claro. Un académico en uncongreso, o algo así. Elliot lo ideó todo.

—Señor subsecretario, gran parte demí ha sido Paul Anderson desde nuestraúltima conversación, y Paul Andersonseré hasta que mi labor haya concluido.

—¿Le ha dicho Elliot por qué lohemos hecho venir aquí hoy?

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—He de estrechar la mano al jefe denuestro pequeño destacamentosimbólico, y yo debo ser, para usted, suteléfono rojo.

—Eso es suyo, ¿a que sí? —Quinn,tras una pausa.

—¿Mío? ¿El qué, señorsubsecretario?

—Esa expresión, por Dios, ¿essuya? ¿Teléfono rojo? Ha salido de sucabeza. ¿Se le ha ocurrido a usted? ¿Sí ono?

—Si no es pecar de frivolidad…—Al contrario, da de pleno en el

clavo. Incluso puede que la use yo.—Me sentiría halagado.

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El desencuentro continúa.—Estos de las Fuerzas Especiales

suelen darse ciertas ínfulas. —Quinn,una afirmación para el mundo en general—. Lo quieren todo atado y bien atado,con todos sus timbres y sellos, ya antesde levantarse de la cama por la mañana.El mismo problema que tiene todo elpaís, si quiere saber mi opinión. Suseñora sigue bien, ¿no?

—Dadas las circunstancias,magníficamente, gracias, señorsubsecretario. Y sin una sola queja, lediré.

—Sí, ya, las mujeres ya se sabe. Esoes lo que se les da mejor, ¿no? Saben

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hacer frente a esas cosas.—Ciertamente, señor subsecretario.

Muy ciertamente.Que es la señal para la llegada del

susodicho segundo: otro par de pies.Andar ligero y resuelto, paso largo demarchador. Ya a punto de atribuírselos aCrispin, Toby se ve corregido a tiempo:

—¡Jeb, señor! —anuncian, parandoen seco.

¿Es este el aficionado al melodramaque ha jodido a Quinn el fin de semana?Lo sea o no, con la llegada de Jeb, salea escena un Fergus Quinn distinto. Elaletargamiento mohíno desaparece y losustituye el candidato campechano y

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espontáneo, el Hombre del Pueblo queuna y otra vez cautiva a su electorado.

—¡Jeb, buen hombre! Fantástico.Fantástico de verdad. Muy pero que muyorgulloso. Permítame decir en primerlugar que nos hacemos cargo plenamentede sus inquietudes, ¿queda claro? Yestamos aquí para solventarlas por pocoque esté en nuestras manos. Empezarépor la parte más sencilla. Jeb, aquí Paul,¿de acuerdo? Paul, le presento a Jeb. Seven el uno al otro. Me ven a mí. Yo losveo a los dos. Jeb, está usted en eldespacho privado del subsecretario, midespacho. Soy subsecretario delGobierno de Su Majestad. Paul, usted es

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un alto funcionario de Exteriores, conuna sólida reputación y largaexperiencia. Hágame el favor deconfirmárselo a Jeb.

—Plenamente confirmado, señorsubsecretario. Y es para mí un honorconocerlo, Jeb. —Acompañado del rocede los apretones de manos.

—Jeb, me habrá usted visto portelevisión, de aquí para allá en micircunscripción electoral, misintervenciones durante las sesiones decontrol en la Cámara de los Comunes ydemás.

Espere su turno, Quinn. Jeb es unhombre que piensa antes de contestar.

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—Pues, verá, he visitado su web, adecir verdad. No está nada mal, porcierto.

¿Es una voz galesa? Lo es sin lugar adudas: el dejo galés con todas lascadencias en su sitio.

—Y yo, por mi parte, he leído losuficiente de su historial, Jeb, paraexpresarle ya mismo mi admiración y mirespeto, por usted y por sus hombres, yañadiré que tengo la absoluta certeza deque harán un trabajo excelente. Y ahoraveamos, la cuenta atrás ha empezado ya,y usted y sus hombres,comprensiblemente y con toda la razón,desean garantías plenas acerca de la

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cadena británica de mando y control. Enel último momento les han surgidociertas preocupaciones y necesitanquitarse ese peso de encima. Loentiendo perfectamente. Lo mismo mepasa a mí. —A modo de broma—.Veamos. Permítame abordar un par dequejas que han llegado a mis oídos y asísabremos a qué atenernos, ¿de acuerdo?

Quinn va de aquí para allá, entrandoy saliendo su voz vertiginosamente delos micrófonos de la era del vaporocultos en el revestimiento de madera desu despacho mientras él pasa ante elloscomo una exhalación.

—Paul aquí presente será su hombre

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in situ. Eso para empezar. Es lo queusted ha pedido, ¿no? No es oportuno nideseable que yo, como subsecretario delForeign Office, dé órdenes militaresdirectas a un hombre sobre el terreno,pero usted, conforme a su propiapetición, dispondrá a su lado de supropio asesor oficial-extraoficial delForeign Office, Paul aquí presente, quelo ayudará y asesorará. Cuando Paul letransmita una orden, será una ordenprocedente de arriba. Será una ordencon la rúbrica, o sea, la firma, de ciertaspersonas de allí.

Al decir esto ¿señala hacia DowningStreet? El susurro de un movimiento

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corporal así parece indicarlo.—Lo plantearé de este modo, Jeb.

Este pequeño artefacto rojo que hay aquíme pone en contacto directo con esasciertas personas. ¿Capta? Pues, verá,Paul aquí presente será nuestro teléfonorojo.

No por primera vez, como Tobysabe por experiencia, Fergus Quinn seapropia descaradamente de una fraseajena sin atribución. ¿Espera aplausos yno los recibe? ¿O es algo en laexpresión de Jeb lo que lo induce acontinuar? Sea como fuere, se le agota lapaciencia:

—Por todos los santos, Jeb. ¿Es que

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no lo ve? Ya tiene sus garantías. Tiene aPaul aquí presente. Tiene luz verde, yaquí estamos de brazos cruzados cuandoel tiempo se nos echa encima. ¿De quéestamos hablando en realidad?

Pero la voz de Jeb, en la línea defuego, no refleja gran nerviosismo:

—Es solo que intenté hablar con elseñor Crispin al respecto, compréndalo—explica, hablando a su reconfortanteritmo galés—. Pero, por lo que vi, noquiere escuchar. Está muy ocupado. Dijoque lo aclarara con Elliot, que es elcomandante designado para laoperación.

—¿Y qué problema hay con Elliot?

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Según me han dicho, es de primerísimonivel. El no va más.

—Ah, ninguno, en realidad. Solo queEfectos Éticos viene a ser una novedadpara nosotros, digamos. Además, vamosa operar a partir de información deEfectos Éticos. Como es natural, pues,pensamos que sería mejor acudir austed… en fin, para mayor tranquilidad,digamos. Los chicos de Crispin notienen por qué molestarse, espero.Siendo ellos americanos yexcepcionales, que es la razón por laque se los eligió, supongo. Un dineral enla mesa si la operación sale bien, yademás los tribunales internacionales no

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pueden ponerles la mano encima. Peromis chicos son británicos, ¿sabe? Comoyo. Somos militares, no mercenarios. Yno nos hace ninguna gracia la idea depasar un período indeterminado presosen La Haya por participar en unaextradición extraordinaria, ¿sabe? Yademás nos han borrado del registro denuestro regimiento para poder desmentircualquier vínculo con nosotros. Si laoperación pincha, el regimiento puedelavarse las manos. Delincuentescomunes, eso seríamos, no militares, oasí lo vemos nosotros.

Aquí Toby, quien hasta ahora habíamantenido los ojos cerrados para

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representarse mejor la escena, rebobinóla cinta y reprodujo el mismo pasaje.Acto seguido, poniéndose en pie de unsalto, cogió un cuaderno de la cocinacon garabatos de Isabel por todas partes,arrancó las primeras hojas y anotóabreviaturas como «extradic/extraor»,«EEUU excepls» y «no justicia/int».

—¿Eso es todo, Jeb? —preguntaQuinn con tono de virtuosa tolerancia—.¿No queda nada en el sitio de donde hasalido eso?

—Bueno, señor subsecretario, yaque lo pregunta, sí tenemos un par deasuntos suplementarios, digamos. Lacompensación ante la peor contingencia

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es una de ellas. Evacuación médica siresultamos heridos es la otra. No vamosa quedarnos allí tirados, ¿no? Encualquiera de los casos, muertos oheridos, seríamos un estorbo. ¿Y quépasa con nuestras esposas y personas anuestro cargo, digamos? Esa es otra,ahora que no pertenecemos al regimientohasta que nos reincorporen. Dije que lopreguntaría, aunque sea una meraformalidad teórica —concluye concierto tonillo que a Toby le suenademasiado a concesión.

—Teórica en absoluto, Jeb —protesta Quinn, muy efusivo—. Todo locontrario, si se me permite decirlo. Eso

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quiero dejarlo muy claro. —El acentode Hombre del Pueblo salido deGlasgow hace mutis por el foro y dapaso a la modalidad vendedorintimidatorio—: Ese quebradero decabeza jurídico que describe ha sidoanalizado al más alto nivel y descartadodel todo. No hay causa. Literalmente.

Analizado ¿por quién? ¿Por RoyStormont-Taylor, el carismáticoabogado televisivo, en una de susmuchas visitas de cortesía al despachoprivado?

—Y le diré por qué ha sidodescartado, Jeb, si quiere saberlo, comoen efecto querrá saberlo, y con razón, si

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me permite decirlo. Porque ningunaunidad británica participará en unaextradición extraordinaria. Y con esoestá todo dicho. La unidad británicaestará apostada en preciado territoriobritánico. Única y exclusivamente.Estarán ustedes protegiendo las costasbritánicas. Es más, consta a todos losniveles que este gobierno niega todainsinuación de intervención en cualquierextradición extraordinaria, pasada,presente o futura. Es una práctica queaborrecemos y condenamosincondicionalmente. Lo que haga unaunidad norteamericana es asunto suyo ysolo suyo.

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En la imaginación acelerada deToby, llegados a este punto elsubsecretario lanza a Jeb una ceñudamirada cargada de significación; luegosacude su cabeza pelirroja dependenciero en un gesto de frustración,como para decir: si no estuvieraobligado a callar.

—Su misión, Jeb, repito, es capturaro en su defecto neutralizar con un usomínimo de la fuerza un OAV —unatraducción apresurada en atención aPaul, cabe suponer—, Objetivo de AltoValor, ¿entendido? Objetivo, noterrorista, aunque en este caso dé lacasualidad de que los dos sean una

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única y misma persona… cuya cabezatiene un alto precio y ha cometido lainsensatez de entrar sin autorización enterritorio británico —poniendo elénfasis en la preposición, señalinequívoca de inseguridad para el oídode Toby—. Por necesidad, estaránustedes allí de incógnito, sinconocimiento de las autoridades locales,conforme a las más estrictas medidas deseguridad posibles. Como lo estaráPaul. Alcanzarán su posiciónaproximándose al OAV solo desdetierra, a la vez que el destacamentohermano no británico se acercará desdeel mar, aunque por aguas territoriales

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británicas, por más que España diga locontrario. Si este equipo transportadopor mar no británico, decidiera, porpropia iniciativa, sustraer o evacuar aese objetivo y sacarlo de lajurisdicción… esto es, de aguasterritoriales británicas… ni ustedpersonalmente, ni ningún miembro de suequipo serán cómplices del acto.Recapitulando —y de paso generandodesgaste— ustedes serán undestacamento de protección terrestreejerciendo su obligación de defender elterritorio soberano británico de unamanera totalmente legal y legítimaconforme al derecho internacional, sin

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ulterior responsabilidad en el resultadode la operación, vistan el uniformemilitar o indumentaria civil. Reproduzcoliteralmente una opinión jurídicatransmitida a mí por el que posiblementesea el mejor y más apto especialista enderecho internacional de este país.

Entra de nuevo, en la imaginación deToby, el aguerrido y hermoso RoyStormont-Taylor, prestigiosojurisconsulto, cuya asesoría, según GilesOakley, está asombrosamente exenta decautelas oficiales.

—Lo que digo, pues, Jeb, es que…—ahora el acento de Glasgowdecididamente sacerdotal— aquí

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estamos, con la cuenta atrás para el DíaD resonando ya en nuestros oídos…usted como soldado de la Reina, yocomo subsecretario de la Reina, y Paulaquí presente, digamos… ¿sí, Paul?

—¿Su teléfono rojo? —apunta Paulen actitud servicial.

—Lo que digo es, Jeb, pues:mantenga los pies bien plantados en esepreciado peñón británico, deje el resto aElliot y sus chicos, y gozará de lasmáximas garantías jurídicas. Estabadefendiendo territorio soberanobritánico, estaba colaborando en ladetención de un conocido delincuente, aligual que otros. Lo que ocurra a dicho

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delincuente cuando lo alejen deterritorio británico, y de aguasterritoriales británicas, no es asuntosuyo, ni debe serlo. Jamás.

Toby apagó el magnetófono.—¿«Preciado peñón británico»? —

susurró con la cabeza entre las manos.¿Peñón? ¿Con «pe» mayúscula o

minúscula, por favor?Escuchó otra vez con horrorizada

incredulidad.Luego una tercera vez a la par que

tomaba anotaciones febrilmente en elcuaderno de la lista de la compra deIsabel.

Peñón. Un momento.

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Ese preciado peñón británico en elque mantener los pies bien plantados:más preciado con diferencia queGranada, donde los lazos con GranBretaña eran tan tenues que las tropasestadounidenses pudieron irrumpir sintocar el timbre.

Solo había un peñón en el mundoque cumplía esas restrictivascondiciones, y la idea de que estuviera apunto de convertirse en escenario de unaextradición extraordinaria organizadapor militares británicos dados de bajadel ejército, sin uniforme, y mercenariosestadounidenses legalmente inmunes eraalgo tan monstruoso, tan incendiario, que

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por un rato Toby, pese a toda lapreparación recibida en el ForeignOffice para inculcarle reaccionescomedidas y libres de enjuiciamientosen toda circunstancia, solo pudoquedarse mirando estúpidamente lapared de la cocina antes de escuchar elresto.

—¿Tenemos, pues, más preguntas dedonde han salido estas, o ya hemosacabado? —pregunta Quinn jovialmente.

En su imaginación, Toby, como Jeb,mira las cejas enarcadas y la severamedia sonrisa que indica que elsubsecretario, por cortés que se muestre,ha llegado al límite del tiempo asignado

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para él y para ti.¿Jeb se ha dejado convencer? No en

opinión de Toby. Jeb es un militar, yreconoce una orden en cuanto la oye. Jebsabe cuándo ha dicho lo que tenía quedecir y ya no puede decir más. Jeb sabeque se ha iniciado la cuenta atrás y hayun trabajo pendiente. Solo entoncesllega el tratamiento de «señor».

Agradece el tiempo concedido porel subsecretario, señor.

Agradece la opinión jurídica delmejor y más apto especialista enderecho internacional de este país,señor.

Transmitirá el mensaje de Quinn a

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sus hombres. No puede hablar por ellos,pero cree que se quedarán mástranquilos respecto a la operación,señor.

Sus últimas palabras llenan de temora Toby:

—Y encantado de conocerlo tambiéna usted, Paul. Nos veremos cuandollegue la noche, como suele decirse.

Y Paul, sea quien sea —un elementoque vuela bajo a todas luces, cae en lacuenta Toby, con el pensamientodisparado—, ¿qué hace, o más bien nohace, mientras el subsecretario lanza suspolvos mágicos a los ojos de Jeb?

Soy su teléfono rojo, en silencio

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hasta que suena.Previendo oír ya en la cinta poco

más que unos pasos al alejarse, Tobyvuelve de pronto a poner los cincosentidos. Los pasos se apagangradualmente, la puerta se cierra y secorre el pestillo. Crujidos de unoszapatos Lobb acercándose al escritorio.

—¿Jay?¿Estaba ahí Crispin desde el

principio? ¿Escondido en un armario,con el oído pegado al ojo de lacerradura?

No. El subsecretario habla con élpor una de sus varias líneas directas. Sedirige a él con tono obsequioso, casi

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servil.—Asunto zanjado, Jay. Alguna que

otra pega, como cabía prever. Lafórmula de Roy ha ido de maravilla…¡Qué va, muchacho! Yo no se lo heofrecido, él no lo ha pedido. Si lohubiera pedido, le habría dicho: «Losiento, amigo, no está en mis manos. Sitiene alguna queja, plantéesela a Jay»…Probablemente se cree muy por encimade vosotros los cazarrecompensas… —Un súbito exabrupto, en parte ira, enparte alivio—: ¡Y si hay algo que merevienta en este mundo es que me vengacon monsergas un enano galés!

Carcajadas, y el eco lejano de otra

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risa por el teléfono. Cambio de tema.«Síes» y «Por supuestos» delsubsecretario.

—… y Maisie está de acuerdo coneso, ¿no? ¿Sigue en el carro, sin doloresde cabeza? Buena chica…

Un largo silencio. Otra vez Quinn,pero con una inflexión descendente desumisión en la voz:

—En fin, supongo que si eso es loque quiere la gente de Brad, eso es loque hay que darle, y no se hable más…De acuerdo, sí, a eso de las cuatro… ¿Elbosque, o casa de Brad?… Por mí,mejor el bosque, francamente, hay másprivacidad… No, no, gracias, no me

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hace falta limusina. Cogeré un taxinormal y corriente. Nos vemos a eso delas cuatro.

Toby se sentó en el borde de lacama. En las sábanas, restos de suúltimo apareamiento sin amor. En laBlackBerry, a su lado, el texto de suúltimo mensaje a Oakley enviado hacíauna hora: «Vida amorosa rota vitalhablemos cuanto antes, Toby».

Cambia las sábanas.Limpia los residuos de Isabel en el

cuarto de baño.Lava los platos de la cena de la

noche anterior.Vacía en el desagüe del fregadero el

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resto del borgoña tinto.Repite conmigo: «la cuenta atrás ha

empezado ya… y aquí estamos debrazos cruzados cuando el tiempo se nosecha encima… nos veremos en la noche,como dicen, Paul».

¿Qué noche? ¿Anoche? ¿Mañana porla noche?

Y ningún mensaje todavía.Prepara una tortilla. Deja la mitad.Enciende el televisor para ver las

noticias, encuentra una de esas pequeñasironías del destino. Roy Stormont-Taylor, prestigioso jurisconsulto, elletrado más letrado de la profesión, concorbata rayada y el cuello

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desabrochado, pontifica sobre lasdiferencias esenciales entre ley yjusticia.

Toma una aspirina. Acuéstate en lacama.

Y en algún momento, sin darsecuenta, debió de adormilarse, porque elchirrido de un mensaje de texto en suBlackBerry lo despertó como unaalarma contraincendios:

«Insto olvidar damadefinitivamente».

Sin firma.Contesta al mensaje, rabiosa e

impulsivamente: «Imposible.Importantísimo. Vital hablemos cuanto

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antes. Bell».Ha cesado toda vida.Después de la precipitada carrera, la

repentina, interminable e infructuosaespera.

Pasarse el día sentado entre las doscolumnas de cajones de su escritorio enla antesala del subsecretario.

Atender metódicamente sus mensajesde correo electrónico, recibir llamadastelefónicas, hacerlas él, reconociendoapenas su propia voz. Giles, ¿dóndedemonios te has metido?

Por la noche, cuando debería estarcelebrando la recuperada soltería, yacerdespierto añorando el parloteo de Isabel

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y el solaz de su carnalidad. Escuchar lossonidos de los despreocupadosviandantes en la calle bajo su ventana yrezar por ser uno de ellos; envidiar lassombras tras las cortinas de las ventanasen la acera de enfrente.

Y en una ocasión —¿es en laprimera o la segunda noche?— versearrancado de su duermevela por loscompases absurdamente melodiosos deun coro masculino cuyas voces sedeclaran —como si fuera solo paraoídos de Toby— «impacientes ante lalucha inminente mientras aguardamos laluz de la mañana». Convencido de queestá enloqueciendo, se acerca a la

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ventana atropelladamente y ve abajo aun corrillo de hombres fantasmagóricosvestidos de verde, con farolillos. Y conretraso recuerda que es el día de SanPatricio y que entonan La canción de unsoldado, el himno nacional, y queIslington cuenta con una pujantepoblación irlandesa: lo que a su vezarrojó su pensamiento de vuelta aHermione.

¿Probar a telefonearla de nuevo? Nihablar.

En cuanto a Quinn,providencialmente el subsecretario haemprendido una de sus ausenciasinexplicadas, esta muy prolongada.

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¿Providencialmente? ¿O agoreramente?Solo una vez da señales de vida: unallamada a media tarde al móvil de Toby.Su voz presenta una resonancia metálica,como si hablara desde una austera celda.Su tono raya en la histeria.

—¿Es usted?—Yo mismo, señor subsecretario.

Bell. ¿En qué puedo servirle?—Dígame quiénes han intentado

ponerse en contacto conmigo, solo eso.Gente de peso, no cualquier pelagatos.

—Pues, para serle sincero, señorsubsecretario, apenas nadie. Las líneashan estado extrañamente tranquilas —cosa que es ni más ni menos la verdad.

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—¿Cómo que «extrañamente»?¿Extrañamente en qué sentido? ¿Qué esextraño? Aquí no hay nada extraño, ¿meoye?

—No insinuaba que lo hubiera,señor subsecretario. Solo digo que elsilencio es… ¿poco habitual?

—Pues manténgalo así.En cuanto a Giles Oakley,

inamovible objeto de la desesperaciónde Toby, continúa igual de escurridizo.Primero, según Victoria, su ayudante,está todavía en Doha. Después está todoel día reunido y seguramente tambiéntoda la noche, y no se lo puede molestarbajo ninguna circunstancia. Y cuando

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Toby pregunta si la reunión se celebraen Londres o en Doha, ella contesta contono desabrido que no está autorizada aproporcionar detalles.

—¿Y le has explicado que eraurgente, Victoria?

—Pues claro que sí.—¿Y qué ha dicho él?—Que urgencia no es sinónimo de

importancia —responde ella, altiva, sinduda repitiendo literalmente laspalabras de su superior.

Pasan otras veinticuatro horas hastaque ella lo llama por la línea interna,esta vez toda zalamería:

—Giles está en Defensa en este

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preciso momento. Le encantaría hablarcontigo pero es muy posible que la cosase alargue un poco. ¿Podrías reunirtecon él al pie de la escalinata delministerio a las siete y media, para darun paseo por el Embankment y disfrutardel sol?

Toby podía.—¿Y cómo te has enterado de todo

eso? —preguntó Oakley relajadamente.Paseaban por el Embankment.

Chicas con falda desfilaban junto a elloscogidas del brazo, charlando ycontoneándose. El tráfico vespertino erauna estampida. Pero Toby no oía másque su propia voz en exceso estridente y

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las sosegadas intervenciones de Oakley.Había intentado, en vano, mirarlo a losojos. Oakley mantenía apretada sufamosa mandíbula firme y resuelta.

—Digamos que lo he sacado de aquíy allá —contestó Toby con impaciencia—. ¿Qué más da? Una carpeta que Quinnse dejó olvidada. Cosas que le oísusurrar por teléfono. Fuiste tú, Giles,quien me pidió que, si me enteraba dealgo, te lo contara. ¡Y ahoraprecisamente lo estoy contando!

—Te pedí eso ¿cuándo, mi buenamigo?

—En tu propia casa. SchlossOakley. Después de una cena hablando

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de alpacas. ¿Te acuerdas? Me pedisteque me quedara a tomar un calvados.Eso hice. Giles, ¿qué coño pasa aquí?

—Es curioso. No guardo el menorrecuerdo de esa conversación. Si tuvolugar, cosa que pongo en duda, fue desdeluego privada, inducida por el alcohol yen ningún caso reproducible.

—¡Giles!Pero esa era la voz oficial de

Oakley, la declaración de la que queríadejar constancia; y la cara oficial deOakley, sin mover un solo músculo.

—Insinuar además que tusubsecretario, quien, según tengoentendido, ha pasado un muy merecido

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fin de semana de descanso en su reciénadquirida mansión de Cotswold encompañía de amigos íntimos, instigó unadescabellada operación encubierta en lacosta de una colonia británicasoberana… ¡espera!… es calumnioso ydesleal. Te recomiendo que desistas deesa actitud.

—Giles. No puedo dar crédito a misoídos. ¡Giles!

Agarrando a Oakley del brazo, loarrastró hacia un saliente en labalaustrada. Oakley lanzó una miradagélida a la mano de Toby, y después,con la suya, se la apartó delicadamente.

—Te equivocas, Toby. Si una

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operación así hubiese tenido lugar, ¿nocrees que nuestros servicios deinteligencia, siempre alertas al peligrode que algún ejército privado salga de lareserva, me habrían informado? No mehan informado; por consiguiente, se caepor su propio peso que no ha tenidolugar.

—¿Quieres decir que los espías nolo saben? ¿O que hacen la vista gordaadrede? —El recuerdo de la llamada deMatti—. ¿Qué estás diciéndomeexactamente, Giles?

Oakley había encontrado apoyo parasus antebrazos y se inclinaba al frentecomo para deleitarse con la bulliciosa

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escena ribereña. Pero su voz permanecíatan desprovista de vida como si leyeraun informe de situación:

—Estoy diciéndote, con todo elénfasis a mi alcance, que no hay nadaque debas saber. No había nada quesaber, y nunca habrá nada que saber,más allá de las fantasías de tu cerebrorecalentado. Guárdalo para tu novela ysigue adelante con tu carrera.

—Giles —suplicó Toby, como siviviera un sueño. Pero el semblante deOakley, por grande que fuera el esfuerzoque le representaba, mantuvo una rígida,casi apasionada, expresión de negación.

—Giles, ¿qué? —preguntó, irritado.

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—No es mi «cerebro recalentado»el que te habla. Atiende: Jeb. Paul.Elliot. Brad. Efectos Éticos. El Peñón.Paul está en nuestro propio ministerio.Goza de una buena posición. Es coleganuestro. Su mujer está enferma. Es unelemento que vuela bajo. Verifica lalista de excedencias y lo tendrás en tusmanos. Jeb es galés. Su unidad procedede nuestras Fuerzas Especiales. Los hanborrado del registro del regimiento parapoder negar cualquier vínculo. Losbritánicos empujan desde tierra; Crispiny sus mercenarios tiran desde el mar concierta ayuda de Brad Hester, gentilmentefinanciada por Miss Maisie y asesorada

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jurídicamente por Roy Stormont-Taylor.En un silencio tanto más profundo

por el bullicio circundante, Oakleysiguió sonriendo al río con semblanteinmutable.

—¿Y todo eso lo has sacado defragmentos sueltos de conversación queen principio no deberías haber oído,pero oíste? ¿De carpetas llenas depegatinas y advertencias, desviadas desu camino, con las que te topastecasualmente? ¿De hombres confabuladosque casualmente, en un descuido, terevelaron sus planes durante unaconversación? Eres un hombre conmuchos recursos, Toby. Si no recuerdo

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mal, dijiste que tú no escuchabas por losojos de las cerraduras. Por un momentohe tenido la muy vívida sensación deque estuviste presente en la reunión.Calla —ordenó, y por un momentoninguno de los dos habló—. Óyeme, mibuen amigo —continuó en un tono muchomás afable—. La información queimaginas poseer… sea histérica,anecdótica, o electrónica, eso a mí nome interesa… destrúyela antes de que tedestruya a ti. A diario, en todoWhitehall, se ventilan y abandonanplanes absurdos. Hazme el favor, por tupropio futuro, de aceptar que este hasido uno más de esos planes.

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¿Había vacilado su voz lapidaria?Con las vocingleras sombras de losviandantes, las luces en movimiento y elestruendo del tráfico fluvial, Toby nohabría podido asegurarlo.

Solo en la cocina de su piso deIslington, Toby reprodujo primero lascintas analógicas en su réplica delmagnetófono, realizandosimultáneamente una grabación digital.Transfirió la grabación digital a suordenador de sobremesa, y luego hizouna copia de seguridad en un lápiz dememoria. A continuación enterró lagrabación lo máximo posible en elordenador, consciente sin embargo de

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que si los técnicos le echaban mano, nohabría nada enterrado a profundidadsuficiente, y ante esa desafortunadacontingencia lo único que cabía hacerera destrozar el disco duro a martillazosy esparcir los fragmentos en una ampliazona. Con una cinta adhesiva de calidadindustrial que se había dejadooportunamente un operario, pegó el lápizde memoria al dorso de una fotografíade sus abuelos maternos el día de suboda, manchada de humedad y colgadaen el rincón más oscuro del pasillo,junto al perchero, y tiernamente se loencomendó para que se lo guardaran.¿Cómo deshacerse de la cinta original?

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Borrar el contenido no bastaba. Despuésde cortarla en trozos pequeños, lesprendió fuego en el fregadero, casiincendiando la cocina de paso; luegotiró los restos por la trituradora delfregadero.

Su traslado a Beirut se produjo alcabo de cinco días.

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3La sensacional llegada de Kit y

Suzanna Probyn al remoto pueblo de StPirran, en el norte de Cornualles, alprincipio no recibió la entusiastaacogida que merecía. Hacía un tiempoespantoso y en el pueblo reinaba unambiente en consonancia: un día húmedode febrero, con una bruma marinasaturada de agua, y cada paso en lascalles del pueblo resonaba como unasentencia. Luego, al anochecer, pocomás o menos a la hora del pub, laalarmante noticia: los gitanos habíanvuelto. Una autocaravana —nueva, muy

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probablemente robada—, con matrículadel norte del país y cortinas en lasventanillas laterales, había sido vistapor el joven John Treglowan desde eltractor de su padre mientras llevaba lasvacas a ordeñar:

—Estaban allí, con toda la cara, enlos jardines de la Casona, en el mismositio que la última vez, bien visibles allado de aquel pinar viejo.

¿Hay ropa de colores vivos tendida,pues, John?

—¿Con este tiempo? Eso ni losgitanos.

¿Hay algún niño, John?—Ninguno que yo haya visto, pero

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igual los tienen escondidos hastaasegurarse de que no hay moros en lacosta.

¿Y caballos, pues?—Ningún caballo —admitió John

Treglowan—. De momento no.¿Y dices que hay solo una caravana,

pues?—Tú espera a mañana, y tendremos

allí media docena de esos cacharros, yaverás.

Esperaron, como correspondía.Y llegada la noche del día siguiente

aún esperaban. Se había detectado unperro, pero no un perro gitano, o no enapariencia, ya que era un rollizo

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labrador amarillo acompañado por unindividuo de zancada larga, con unsombrero impermeable de ala ancha yuna de esas gabardinas Driza-Bone hastalos tobillos. Y el individuo no parecíamás gitano que el perro, por lo que JohnTreglowan y sus dos hermanos, queestaban deseosos de subir allí ymantener una tranquila charla con ellos,tal como la última vez, se contuvieron.

Y menos mal, porque a la mañanasiguiente la autocaravana, con suscortinas y su matrícula del norte y sulabrador amarillo en la parte de atrás, seacercó a la tienda de la oficina decorreos, y en ella iba una pareja de

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jubilados forasteros, tan bien habladosque más no podía pedirse, según laempleada de correos, considerándoseallí «forastero» a cualquiera que tuvieseel mal gusto de ser de más al este del ríoTamar. No llegó al extremo de afirmarque eran «aristocracia rural», pero en sudescripción se adivinaba una clarainsinuación de calidad.

Pero eso no resuelve la duda,¿verdad que no?

No, ni mucho menos, no la resuelve.Ni remotamente.Porque, para empezar, ¿qué derecho

tiene nadie a acampar en la Casona?¿Quién les ha dado permiso, pues? ¿Los

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administradores fiduciarios del capitánde fragata, esos descerebrados deBodmin? ¿O los abogados carroñeros deLondres? ¿Y si pagan alquiler, pues?¿Qué implicaría eso? Implicaría laaparición de otro condenado camping decaravanas, y nosotros tenemos ya dos yno los llenamos, ni siquiera entemporada.

Pero en cuanto a ir a preguntar a losintrusos directamente… en fin, noestaría bien, ¿eh que no?

Las especulaciones cesaron de golpecuando la autocaravana apareció en elgaraje de Ben Painter, que se dedica a laventa de material de bricolaje, y salió

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de ella un hombre alto, anguloso yjovial.

—¿Qué hay, caballero? ¿No seráusted Ben, por casualidad? —empieza,inclinándose al frente y hacia abajo, yaque Ben tiene ochenta años y mide unmetro cincuenta en sus mejores días.

—Soy Ben —admite Ben.—Pues yo soy Kit. Y lo que

necesito, Ben, son unas cizallas grandes.De esas que cortan una barra de hierrode este grosor —explicó, formando unanillo con el índice y el pulgar.

—¿Van a meterlo en la cárcel o qué?—pregunta Ben.

—Bueno, de momento no, Ben,

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gracias por su interés —contesta esemismo Kit, añadiendo un estentóreo ¡ja!a modo de carcajada—. Verá, hay uncandado gigante en la puerta del establo.Un hueso duro de roer, oxidado y sinllave a la vista. En el tablero de llavesestá el sitio donde antes la teníancolgada, pero ahí no la hemosencontrado. Créame, no hay nada másabsurdo que un colgador de llaves vacío—afirma, muy campechano.

—La puerta del establo de laCasona, ¿a eso se refiere? —dice Bendespués de una prolongada reflexión.

—La misma —admite Kit.—Debe de estar lleno de botellas

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vacías, ese establo, conociendo alcapitán.

—Muy probablemente. Y esperodevolver pronto los cascos paracobrarlos.

Ben reflexiona también sobre eso.—Ahora ya no se devuelven los

cascos, ya no.—Ya, bueno, supongo que no. Lo

que en realidad haré, pues, es llevarlosal punto de reciclaje, ¿le parece? —diceKit pacientemente.

Pero tampoco eso contenta a Ben:—La cosa está en que no creo que

yo deba hacerlo, ¿sabe? —objetadespués de otra eternidad—. No ahora

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que me ha dicho para qué son lascizallas. No si son para la Casona. Esosería cooperación en la comisión de undelito. A menos que sea usted el dueñode esa puñetera casa.

Ante lo cual Kit, con manifiestareticencia porque no quiere hacerquedar al viejo Ben como un tonto,explica que si bien él personalmente noes el dueño de la Casona, sí lo es suquerida esposa Suzanna.

—Es la sobrina del difunto capitán,Ben. Pasó aquí los años más felices desu infancia. En la familia nadie másquería hacerse cargo de la propiedad,así que los administradores fiduciarios

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decidieron darnos una oportunidad.Ben asimila esta información.—¿Es una Cardew, pues, su mujer?—Bueno, lo era, Ben. Ahora es una

Probyn. Ha sido una Probyn desde hacetreinta y tres magníficos años, meenorgullece decir.

—¿Es Suzanna, pues? ¿La mismaSuzanna Cardew que salía de cacería alos nueve años? La que se ponía pordelante del señor, y el montero mayortenía que sofrenar el caballo.

—Muy propio de Suzanna.—Pues que me aspen —exclama

Ben.Al cabo de un par de días llegó una

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carta oficial a la oficina de correos quepuso fin a todo recelo que aún pudieraquedar. Iba dirigida no a un Probyncualquiera, sino a sir ChristopherProbyn, quien, según John Treglowan,que consultó el nombre por internet,había sido embajador o comisionado, oalgo así, de un puñado de islascaribeñas que supuestamente eran aúnbritánicas, y además tenía una medallapara demostrarlo.

Y a partir de ese día Kit y Suzanna,como insistían en que los llamaran, eranincapaces de hacer nada malo, por másque los igualitaristas del pueblodesearan lo contrario. A diferencia del

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capitán, que era recordado en susúltimos años como un borracho solitarioy misántropo, los nuevos ocupantes de laCasona se involucraron en la vida delpueblo con un entusiasmo y una buenavoluntad que ni siquiera los másatrabiliarios podían negar. Igual dabaque Kit prácticamente estuvierareconstruyendo la Casona sin ayuda denadie: llegado el viernes, se presentabaen la Casa de la Comunidad, donde, conun delantal ceñido a la cintura, servíamesas la noche de la cena benéfica parala tercera edad y se quedaba a lavar losplatos. Y Suzanna, que, según afirman,está enferma pero nadie lo diría, casi

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siempre iba a ayudar a la guardería o seocupaba de la contabilidad de la iglesiacon el párroco tras la muerte deltesorero, o participaba en el conciertode jóvenes promesas organizado por laescuela primaria, o acudía al salónparroquial para los preparativos de laferia agrícola, o llevaba a los niñosurbanos desfavorecidos a sus anfitrionesrurales para una semana de vacacioneslejos del humo, o acompañaba a laesposa de alguien al hospital de Treliskeen Truro para visitar a su maridoenfermo. ¿Y era estirada? Ni por asomo.Era una persona como tú y como yo, pormuy aristócrata que fuese.

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O si Kit salía de compras y te veíadesde la otra acera, ya podías dar porhecho que se encaminaba hacia ti entreel tráfico con el brazo en alto parainteresarse en cómo le iba a tu hija en suaño de descanso previo a la universidado cómo estaba tu mujer después delfallecimiento de su padre: cordial hastadecir basta, era, sin cara oculta, y nuncaolvidaba un nombre. En cuanto a Emily,su hija, que es médico en Londres,aunque nadie lo pensaría al verla: en fin,siempre que se dejaba caer por allí,llevaba el sol consigo, o si no,pregúntenselo a John Treglowan, que sederrite cada vez que la ve, soñando con

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todos los dolores y achaques que notiene solo para que ella se los cure. Enfin, por más que la mirara, no iba adesgastarla, como dicen.

Así que nadie se sorprendió, salvoposiblemente el propio Kit, cuando seotorgó a sir Christopher Probyn de laCasona el honor único y sin precedentesde ser el primer no cornuallés elegidoInaugurador Oficial y Señor delDesgobierno de la Feria Anual MaeseBailey, celebrada conforme al antiguorito en St Pirran, concretamente en elprado de Bailey, el primer domingodespués de Pascua.

—Con estilo pero sin pasarse, eso

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aconseja la señora Marlowe —dijoSuzanna, afanándose ante el espejobasculante de cuerpo entero y hablandoa través de la puerta abierta en direcciónal vestidor de Kit—. Debemospreservar nuestra dignidad, aunque asaber qué habrá querido decir con eso.

—No puedo ponerme el hula-hula,pues —respondió Kit, desilusionado,alzando la voz—. En todo caso, laseñora Marlowe sabe de qué habla —añadió con resignación. La señoraMarlowe era su anciana ama de llaves atiempo parcial, heredada del capitán.

—Y recuerda que hoy no eres soloel Inaugurador —advirtió Suzanna,

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dándose en la media un último tirón dereafirmación—. También eres el Señordel Desgobierno. Esperarán que seasgracioso. Pero no demasiado. Y nada deesos chistes verdes tuyos. Habrámetodistas presentes.

El vestidor era la única parte de laCasona en la que Kit había jurado noponer nunca sus manos de aficionado albricolaje. Le encantaba el papel pintadovictoriano desvaído de las paredes, elescritorio, un armatoste antiguoencajonado en su propio hueco, laventana de guillotina desgastada quedaba al vergel. Y hoy, un goce para lavista, los envejecidos perales y

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manzanos estaban en flor, gracias a unaoportuna poda llevada a cabo por elmarido de la señora Marlowe, Albert.

No era que Kit se hubiese limitado aocupar el lugar del capitán. Tambiénhabía añadido elementos de su propiacosecha. En la cómoda de madera deárbol frutal se alzaba una estatuilla delvictorioso duque de Wellingtonregodeándose ante un Napoleónagachado y mohíno: comprada en unmercadillo de París durante el primerviaje de Kit al extranjero. En la paredcolgaba un grabado de un mosqueterocosaco hundiendo una alabarda en lagarganta de un jenízaro otomano:

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Ankara, primer secretario, seccióncomercial.

Abriendo de un tirón la puerta de suarmario en busca de algo con estilo perosin pasarse, dejó vagar la mirada por lasreliquias de su pasado diplomático.

¿Mi chaqué negro y pantalón de rayadiplomática? Me tomarán por uncondenado empleado de pompasfúnebres.

¿Un frac? Un maître. Y con estecalor, chiflado, ya que el día, contratodo pronóstico, había amanecidodespejado y radiante. Lanzó un bramidode euforia:

—¡Eureka!

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—¿No estarás en la bañera, eh,Probyn?

—¡Ahogándome, braceando, detodo!

Un canotier de paja ya amarillentode sus tiempos en Cambridge ha llamadosu atención, y debajo cuelga unaamericana a rayas de la misma época:perfecto para mi imagen Brideshead. Unantiguo pantalón blanco de drilcompletará el conjunto. Y para el toquerefinado, su vetusto bastón conempuñadura de plata helicoidal, unaadquisición reciente. Junto con el títulode sir, había descubierto un inofensivointerés en los bastones. Ningún viaje a

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Londres podía considerarse completosin una visita al emporio del señorJames Smith de New Oxford Street. Ypor último —¡viva!— los calcetinesfluorescentes que le había regaladoEmily por Navidad.

—¿Em? ¿Dónde se ha metido esachica? Emily, necesito de inmediato tumejor oso de peluche.

—Ha salido a correr con Sheba —lerecordó Suzanna desde el dormitorio.

Sheba, su labrador amarillo.Compartió su último destino con ellos.

Kit se volvió otra vez hacia elarmario. Para dar realce a los calcetinesfluorescentes se arriesgaría a ponerse

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los mocasines de ante de color naranjaque había comprado en Bodmin en unasrebajas de verano. Se los probó y dejóescapar un quejido. ¡Qué caramba! A lahora del té ya se los habría quitado.Seleccionó una corbata escandalosa, seembutió la estrecha americana, seencasquetó el canotier al bies en unángulo rumboso y, adoptando su voz deBrideshead, dijo:

—Esto, Suki, querida, ¿norecordarás por casualidad dónde hedejado los dichosos apuntes para eldiscurso? —posando en el umbral de lapuerta, con la mano en la cadera, comotodo un dandi. De pronto se interrumpió

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y dejó caer los brazos a los lados,pasmado—. Madre santa. Suki, querida.¡Aleluya!

Suzanna, ante el espejo basculante,se examinaba por encima del hombro.Lucía las botas y el traje negro deequitación de su difunta tía y la blusablanca de encaje de cuello alto. Se habíarecogido el austero cabello gris en unmoño, sujeto con una peineta de plata.Encima se había plantado un sombrerode copa negro brillante que deberíahaber quedado ridículo pero a Kit se leantojó absolutamente encantador. Laropa le favorecía, la época le favorecía,el sombrero de copa le favorecía. Era

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atractiva, una cornuallesa sesentona desus tiempos, y sus tiempos eran un sigloatrás. Para colmo, cualquiera diría queno había estado un solo día enferma entoda su vida.

Fingiendo no saber bien si se lepermitía seguir adelante o no, Kit seentretuvo ostensiblemente en la puerta.

—Vas a pasártelo bien, ¿verdad,Kit? —preguntó Suzanna con severidadal espejo—. No querría pensar que vasa hacer todo el paripé solo porcomplacerme.

—Claro que voy a pasármelo bien,querida. Será la monda.

Y lo decía con sinceridad. Por hacer

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feliz a la buena de Suki, se habría puestoun tutú y salido repentinamente de unatarta. Habían vivido la vida de él, yahora vivirían la de ella, aunque eso a élle costara la muerte. Cogiéndole lamano, se la llevó a los labios con actitudreverente; luego se la sostuvo en altocomo si se dispusiera a bailar un minuécon ella antes de conducirla por lassábanas que cubrían el suelo paraprotegerlo del polvo y escalera abajohasta el vestíbulo, donde esperaba laseñora Marlowe con dos ramilletes devioletas recién cogidas, la florpredilecta de Maese Bailey, uno paracada uno.

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Y de pie a su lado, mucho más alta,vestida con andrajos chaplinescos,imperdibles y un ajado bombín, suincomparable hija, Emily, reciénregresada a la vida después de unacalamitosa aventura amorosa.

—¿Todo bien, mamá? —preguntócon voz enérgica—. ¿Llevas tucuralotodo?

Ahorrándole la respuesta a Suzanna,Kit se da una tranquilizadora palmada enel bolsillo de la americana.

—¿Y el respirador, por si acaso?Una palmada en el otro bolsillo.—¿Estás nervioso, papá?—Aterrorizado.

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—Como corresponde.La verja de la Casona está abierta.

Kit ha limpiado con agua a presión losleones de piedra de los postes para laocasión. Los buscadores de placerdisfrazados se paseaban ya por MarketStreet. Emily localiza al médico delpueblo y su mujer, y se une hábilmente aellos, dejando a sus padres continuarsolos, Kit quitándose cómicamente elcanotier a diestra y siniestra, Suzannaimitando no sin acierto a la realeza consu saludo, a la vez que ambos transmitensus elogios cada uno a su manera:

—Caray, Peggy, querida, ¡eso es unaabsoluta monada! ¿De dónde has sacado

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un satén tan precioso? —exclamaSuzanna a la empleada de la oficina decorreos.

—No me jodas, Billy. ¿A quién másllevas ahí debajo? —musita Kit, en vozbaja al oído del voluminoso señor Olds,el carnicero, que se ha presentado comopríncipe árabe con turbante.

En los jardines de las casas, losnarcisos, los tulipanes, las forsitias y lasflores de los melocotoneros alzan suscabezas hacia el cielo azul. En elcampanario de la iglesia ondea labandera blanquinegra de Cornualles.Una caterva de niños ecuestres concasco bajan al trote por la calle,

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escoltados por la temible Polly de laescuela de equitación Granary. El ponien cabeza, desbordado por los festejos,respinga, pero ahí está Polly paraagarrar la brida. Suzanna consuela alponi y luego al jinete. Kit coge aSuzanna del brazo y nota los latidos desu corazón cuando ella le aprieta lamano afectuosamente contra suscostillas.

Es aquí y ahora, piensa Kit, amedida que el júbilo se apodera de él.La multitud arremolinada, los palominosretozando en las praderas, las ovejaspastando plácidamente en la ladera delmonte, incluso los nuevos bungalows

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que afean las faldas del monte Bailey: siesta no es la tierra que han amado yservido durante tanto tiempo, ¿cuál es?Y sí, de acuerdo, esto es la condenadaInglaterra bucólica y alegre, es lacondenada Laura Ashley, es la cerveza ylas pastas y el viva Cornualles, ymañana por la mañana todas estaspersonas tan amables y simpáticasvolverán a echarse unas al cuello deotras, a tirarse a la mujer del prójimo ya hacer todo aquello que hace el restodel mundo. Pero ahora mismo es su DíaNacional, ¿y quién es un ex diplomático,ya ves tú, para quejarse si el envoltorioes más bonito que el contenido?

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Junto a una mesa de caballetes sehalla Jack Painter, el hijo pelirrojo deBen, el del garaje, con tirantes y unsombrero de fieltro. Sentada a su ladohay una chica vestida de hada con alas,vendiendo entradas a cuatro libras porpersona.

—¡De eso nada, Kit, usted gratis! —exclama Jack con voz estentórea—. ¡Esel Inaugurador, hombre! ¡TambiénSuzanna!

Pero Kit, exultante como está, noquiere ni oír hablar:

—Gracias, pero yo de gratis nada,Jack Painter. Soy sumamente caro, comolo es mi querida esposa —replica, y en

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su felicidad, planta un billete de diezlibras y deja el cambio de dos en la cajapara el bienestar de los animales.

Los espera una carreta de heno. Hayuna escalera de mano adornada concintas amarrada a ella. Suzanna seagarra a la escalera con una mano,recogiéndose la falda de montar con laotra y, con la ayuda de Kit, asciende.Unos brazos voluntariosos se extiendenpara recibirla. Ella espera a que se leacompase la respiración. Se leacompasa. Sonríe. Harry Tregenza, elConstructor en Quien Confiar yconocido sinvergüenza, lleva unamáscara de verdugo y blande una

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guadaña de madera pintada de colorplata. Tiene a su lado a su mujer, conunas orejas de conejo. Junto a ellos estála Reina de Bailey, a punto de reventarel corsé. Ladeándose el canotier, Kitplanta caballerosos besos en lasmejillas de las dos mujeres e inhala enambas la misma vaharada de aroma ajazmín.

Un organillo antiguo interpeta Daisy,Daisy, give me your answer, do .Sonriendo enérgicamente, aguarda a queremita el estrépito. No remite. Levantaun brazo para pedir silencio, sonríe conmayor vigor. En vano. Del bolsillointerior de la americana, extrae las notas

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del discurso que Suzanna le hamecanografiado noblemente, y agita elpapel. Un motor de vapor emite un ferozchirrido. Con mímica, afecta un suspiroteatral, ruega compasión al cielo y luegoa la muchedumbre congregada bajo él,pero el estrépito se resiste.

Se lanza.Primero se ve obligado a anunciar a

voces lo que cómicamente denomina losAvisos Parroquiales, pese a que atañena asuntos tan poco eclesiásticos comolos lavabos, el aparcamiento y loscambiadores para bebés. ¿Lo oyealguien? A juzgar por las caras de loscircunstantes reunidos en torno a la

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carreta de heno, no. Menciona a nuestrosdesinteresados voluntarios, que hantrabajado día y noche para hacer posibleel milagro, y los invita a identificarse.Lo mismo habría sido que estuvieraleyendo los nombres de los caídos porla patria. El organillo ha vuelto alprincipio. «También eres el Señor delDesgobierno. Esperarán que seasgracioso.» Una rápida mirada decomprobación a Suki: ninguna malaseñal. Y a Emily, su querida Em: alta yvigilante, de pie, como siempre un pocoapartada de la manada.

—Y por último, amigos míos, antesde apearme… aunque más me vale que

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me ande con mucho cuidado al hacerlo—respuesta cero—, tengo el placer y elgozoso deber de instarlos a gastarinsensatamente su dinero ganado contanto esfuerzo, coquetear temerariamentecon la mujer del prójimo —arrepintiéndose de haberlo dicho—,beber, comer y pasar el día en unacontinua juerga. Así que hip hip —quitándose el canotier y lanzándolo alaire—, ¡hip hip!

Suzanna se levanta el sombrero decopa para unirlo al canotier. ElConstructor en Quien Confiar SoloHasta Cierto Punto no puede levantarsela máscara de verdugo, así que lanza el

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puño cerrado al aire en un saludocomunista no intencionado. Un«¡Hurra!» con mucho retraso desgarralos altavoces como una sobrecargaeléctrica. Entre susurros del estilo«¡Bravo, guapo!» y «¡Excelente trabajo,ricura!», Kit, agradecido, baja comobuenamente puede por la escalera demano, deja caer al suelo el bastón yalarga los brazos para sujetar a Suzannapor las caderas.

—¡Has estado extraordinario, papá!—declara Emily, apareciendo junto aKit con el bastón—. ¿Quieres sentarte,mamá, o vas a seguir en la brecha? —empleando una expresión de la familia.

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Suzanna, como siempre, quiereseguir en la brecha.

Comienza la visita real de NuestroInaugurador y su Consorte. Primero, lainspección de los percherones. Suzanna,la chica de campo nata, conversa conellos, los acaricia y les da palmadas enla grupa sin inhibirse. Kit admiraexageradamente sus medallones delatón. Hortalizas cultivadas en casa consus mejores galas. Coliflores que loslugareños llaman brócoli: más grandesque balones de fútbol, limpias comopatenas de tan lavadas. Panes, quesos ymiel caseros.

Probar el piccalilli: insípido pero

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hay que seguir sonriendo. Paté desalmón ahumado, excelente. Instar a Sukia comprar. Ella compra. Entretenerse enla celebración floral del Club deJardinería. Suzanna conoce todas lasflores por su nombre de pila. Toparsecon los MacIntyre, dos de esosinsatisfechos de la vida. El ex plantadorde té, George, tiene un rifle cargadojunto a la cama para el día en que lasmasas se congreguen ante su verja. Sumujer, Lydia, es la pelma oficial delpueblo. Avanzar hacia ellos con losbrazos extendidos.

—¡George! ¡Lydia! ¡Queridos!¡Magnífico! Una cena extraordinaria en

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vuestra casa la otra noche, una de esasveladas únicas, sinceramente. ¡Lapróxima nos toca a nosotros!

Dirigirse agradecido hacia nuestrastrilladoras y motores de vapor deantaño. Suzanna impertérrita ante laestampida de niños disfrazados decualquier cosa, desde Batman hastaOsama. Kit levanta la voz en dirección aGerry Pertwee, el Romeo del pueblo,aposentado en su tractor con tocado deindio piel roja:

—Por enésima vez, Gerry, ¿cuándovas a cortar la hierba de nuestrocondenado prado? —Y a Suzanna, en unaparte—: Ni loco pienso pagar a este

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capullo quince libras la hora cuando esdoce lo que está cobrándose por términomedio.

Suzanna abordada por Marjory, larica divorciada al acecho. Marjory hapuesto la mira en los ruinososinvernaderos del jardín tapiado de laCasona para su Club de la Orquídea,pero Suzanna sospecha que es en Kit enquien ha puesto la mira. Kit, eldiplomático, acude al rescate.

—Suki, querida, siento muchointerrumpir… Marjory, estásdespampanante, si me permitesdecirlo… ha surgido un pequeño drama.Solo tú eres capaz de resolverlo.

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Cyril, coadjutor de la parroquia yprimer tenor del coro, vive con sumadre, y tiene prohibido todo contactosin supervisión con los colegiales;Harold, dentista borracho, jubilaciónanticipada, una bonita casa contechumbre de juncos en la carretera deBodmin, un hijo en rehabilitación, lamujer en el manicomio. Kit los saluda atodos muy efusivamente, pone rumbohacia la Expo de Artesanía, creación deSuki.

El entoldado, un remanso de paz.Admirar las acuarelas de pintoresaficionados. Olvidar la calidad, lo quecuenta es el empeño. Encaminarse al

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otro extremo del entoldado, descenderpor la loma cubierta de hierba.

El cerco interior del canotier se lehinca en la frente. Los mocasines de antelo están matando como era de prever.Emily en la periferia del encuadre,observando discretamente a Suzanna.

Entrar en el recinto acordonado denuestra sección de Artesanía Rústica.

¿Acaso Kit siente un primerescalofrío al entrar aquí, una presencia,una insinuación? ¿Lo siente, demonios?Está en el Edén, y ahí tiene la intenciónde seguir. Experimenta una de esas rarassensaciones de puro placer en que todoparece salir a pedir de boca. Contempla

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con ilimitado amor a su mujer con sutraje de equitación y su sombrero decopa. Piensa en Emily, y en que hace unmes se hallaba aún en un estadoinconsolable, y hoy ha vuelto a levantarcabeza y está lista para enfrentarse almundo.

Y mientras sus pensamientos vaganasí ufanamente, lo mismo hace sumirada, hasta detenerse en los límitesmás alejados del recinto y posarse,aparentemente por propia voluntad, en lafigura de un hombre.

Un hombre encorvado.Un hombre encorvado bajo.Si es un encorvamiento permanente o

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solo está encorvado ahora, es demomento, a esa distancia, un datodesconocido. El hombre está encorvado,bien en cuclillas, bien sentado en elportón trasero de su camioneta.Indiferente al calor del mediodía, visteun lustroso abrigo de cuero marrón decuerpo entero con el cuello levantado. Yen cuanto al sombrero, lleva uno de alaancha, también de cuero, con copa bajay un lazo en la parte delantera, no tantoun sombrero de cowboy como depuritano.

Los rasgos, en la medida en que Kitlos distingue a la sombra del ala, sonrotundamente los de un varón blanco,

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bajo, de mediana edad.¿Rotundamente?¿A qué venía ahora de pronto esa

rotundidad?¿Qué tenía de tan rotundo ese

hombre?Nada.El individuo era exótico, cierto. Y

bajo. Entre gente corpulenta, los bajosdestacan. Eso no lo convierte en alguienespecial. Sencillamente uno tiende afijarse más en él.

Un hojalatero, fue lo primero que aKit le vino a la cabeza en su resueltadespreocupación: ¿cuándo vio porúltima vez a un hojalatero auténtico? En

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Rumanía, hacía quince años, cuandoestaba destinado en Bucarest. Incluso esposible que se volviera hacia Suzannapara comentárselo. O acaso solopensara en volverse hacia ella, porqueahora ya había desviado su interés haciael vehículo de dicho individuo, que noera solo su lugar de trabajo, sinotambién su humilde morada: ahí estabanel hornillo Primus, el camastro y lashileras de cacharros y utensilios decocina mezclados con los alicates, lasbarrenas y los martillos propios de suoficio; y en una pared pieles de animalescuradas que empleaba,presumiblemente, como alfombras

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cuando, concluida la jornada, cerrabaagradecido su puerta al mundo. Perotodo tan ordenado y en su sitio que unotenía la sensación de que el dueño podíaechar mano a cualquier cosa allí dentrocon los ojos vendados. Era esa clase dehombrecillo. Hábil. Aplomado.

Pero ¿una identificaciónconcluyente, irrevocable a esas alturas?No, eso desde luego.

Estaba esa insinuación creciente einsidiosa.

Estaba la fusión de ciertos recuerdosfragmentarios que se combinaron comolas piezas de un caleidoscopio hastaformar un dibujo, al principio difuso,

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luego —pero solo paulatinamente—perturbador.

Estaba el reconocimiento tardío,producido en lo más hondo del hombreinterior, luego aceptado gradual ytemerosamente, con desaliento, por elhombre exterior.

Estaba asimismo el hecho de que sealejó unos pasos, físicamente, aunquedespués los detalles se desdibujaron enla memoria de Kit. Philip Peplow, elRechoncho, gestor de fondos deinversión y veraneante con segundaresidencia en el pueblo, parece haberirrumpido en la escena, auxiliado por sumás reciente ligue, una modelo de un

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metro ochenta con leotardos de Pierrot.Ni siquiera con una tormenta huracanadacobrando forma en su cabeza, Kitpasaba por alto a una chica guapa. Y fuela chica de metro ochenta con leotardosquien entabló conversación. ¿Lesapetecería a Kit y Suzanna pasarse porcasa a tomar una copa esta noche? Seríagenial, la puerta abierta, a partir de lassiete, sin formalidades, será una pasada,si no llueve a chuzos. Ante lo que Kit,excediéndose un poco para compensarsu confusión mental, se oyó decir algoasí como: Nos encantaría, chica demetro ochenta, pero esta noche viene acenar la Panda de las Cadenas, para

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castigo nuestro, siendo la «Panda de lasCadenas» el término casero que Kit ySuzanna han acuñado para aludir a losdignatarios locales propensos a vestirsecon las galas tradicionales de regidor.

Luego Peplow y su ligue se marchany Kit vuelve a admirar el género delhojalatero, si es eso lo que estabahaciendo, con la parte de su cabeza quese niega aún a admitir lo inadmisible.Suzanna, justo a su lado, también loadmira. Kit sospecha, aunque no estáseguro, que ella ha estado admirándoloantes que él. Para admirar, a fin decuentas, era para lo que estaban allí:admirar, seguir adelante antes de

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saturarse, y admirar un poco más.Solo que esta vez no seguían

adelante. Uno junto al otro, admiraban,pero también comprendían —es decir,Kit comprendía— que aquel hombre noera un hojalatero en absoluto, ni lo habíasido jamás. Y a saber por qué demoniosse había apresurado a atribuirle lafunción de hojalatero.

¡Aquel individuo era un condenadotalabartero, por Dios! Pero ¿dónde tengola cabeza? ¡Confecciona sillas demontar, maldita sea, bridas! ¡Maletines!¡Carteras! ¡Monederos, billeteros,bolsos de señora, posavasos! ¡Nocazuelas y sartenes precisamente, eso

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nunca lo ha hecho! Cuanto rodeaba aaquel hombre era de cuero. Era unvendedor de cuero que hacía publicidadde sus productos. Los lucía. El portón dela camioneta era su pasarela.

Todo lo cual Kit se había negado aaceptar hasta ese momento, tal como sehabía negado a aceptar los rótulosclaros y manifiestos, pintados a mano enletra dorada en el flanco del vehículo,proclamando ARTÍCULOS DE PIEL DEJEB a cualquiera que tuviese ojos paraverlo, a cincuenta pasos, o más bien acien. Y debajo. En letras más pequeñaspero, todo sea dicho, igual de legibles,el imperativo: COMPRE EN LA

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CAMIONETA. Sin número de teléfono,sin señas ni correo electrónico ni nada,tampoco apellido. Solo Jeb y compre ensu camioneta. Lacónico, al grano, sinambigüedades.

Pero ¿por qué la intuición de Kit,normalmente bien regulada, habíaincurrido en una negación anárquica yabsolutamente irracional? ¿Y por quéese nombre, Jeb, ahora que accedía areconocerlo, se le antojaba la violaciónmás indignante, más irresponsable, de laLey de Secretos Oficiales que habíapasado por su escritorio?

Y sin embargo así era. El cuerpoentero de Kit lo decía. Sus pies lo

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decían. Se le habían adormecido dentrode los mocasines demasiado apretados.Su vieja americana de Cambridge lodecía. Se le adhería a la espalda. Enmedio de una ola de calor, un sudor fríohabía traspasado por completo la camisade algodón. ¿Se hallaba en el tiempopresente o en el pasado? Era la mismacamisa, el mismo sudor, el mismo caloren los dos sitios: aquí y ahora, en elPrado de Bailey, al machacante son delorganillo, o en una ladera mediterráneaen plena noche al compás palpitante delos motores en el mar.

¿Y cómo es posible que dos ojoscastaños, de mirada alerta y segura,

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hayan podido envejecer y arrugarse yperder la levedad del ser en el plazoabsurdamente corto de tres años? Yaque había levantado la cabeza, y no soloa medias, sino echándola del todo atrás,hasta que el ala del sombrero de cuerose inclinó lo suficiente para dejar lacara huesuda y angustiada a plena vista—modismo del que súbitamente nopodía librarse—: los pómulosdescarnados, la mandíbula resuelta, eincluso la frente, surcada por la mismared de finas arrugas que se habíaformado en las comisuras de sus ojos ysu boca, lastrándolas hacia abajo enalgo así como una expresión de

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desaliento permanente.Y los propios ojos, antes tan vivos y

sagaces, parecían haber perdido lamovilidad, porque tan pronto como seposaron en Kit, no dieron ya señal deapartarse, sino que ahí se quedaron,fijos en él, de modo que ninguno deellos podría liberarse del otro a menosque Kit tomara la iniciativa; cosa queconsiguió cumplidamente, pero a costade volver toda la cabeza hacia Suzannay decir: Bueno, querida, aquí estamos,qué día, eh, ¡qué día!, o algo igual devacuo, pero también suficientementeimpropio de él como para que un ceñode perplejidad asomara en el rostro

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sonrojado de Suzanna.Y dicho ceño no ha desaparecido

del todo cuando Kit oye la suave vozgalesa que en vano ruega no oír:

—Vaya, Paul. Qué coincidencia,debo decir. Esto no es lo que se noshabía inducido a esperar a ninguno delos dos, ¿eh?

Pero si bien las palabras de Jeb seincrustaron en la cabeza de Kit comoigual número de balazos, Jeb en realidaddebió de pronunciarlas en voz baja,porque Suzanna —ya fuera por lasdeficiencias del pequeño audífono quellevaba bajo el pelo, o por el persistenteretumbo de la feria— no las captó,

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optando por manifestar un exageradointerés en un amplio bolso con correaajustable. Observaba a Jeb por encimade su ramillete de violetas de Bailey, yle sonreía un poco demasiado, y semostraba un poco demasiado afable ycondescendiente para el gusto de Kit, loque en realidad era fruto de su timidez,pero no lo parecía.

—O sea que es usted Jeb en persona,¿no? El auténtico.

¿Qué demonios quería decir Suzannacon eso? «El auténtico», pensó Kit, depronto indignado. Auténtico ¿encomparación con qué?

—¿No es un sustituto o un suplente

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ni nada por el estilo? —continuó ella,exactamente como si Kit le hubieseexigido que explicara su interés en aquelindividuo.

Y Jeb, por su parte, se tomó muy enserio la pregunta.

—Bueno, no me bautizaron con elnombre de Jeb, eso lo reconozco —contestó, apartando por fin la mirada deKit y depositándola en Suzanna con lamisma firmeza. Y con una locuacidadque a Kit le llegó derecha al corazón,añadió—: Pero, para ser sincero, elnombre que me pusieron era talgalimatías que decidí someterlo a unaintervención quirúrgica radical.

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Dejémoslo en eso.Pero Suzanna estaba preguntona:—¿Y de dónde diablos ha sacado un

cuero tan precioso, Jeb? Es unamaravilla.

Ante lo cual, Kit, ya con el pilotoautomático de la diplomacia puesto,anunció que también él se moría deganas de hacer esa pregunta:

—Eso mismo digo yo, ¿de dónde hasalido este magnífico cuero, Jeb?

Y por un momento Jeb observapensativamente a quienes lo interrogan,primero a uno, luego a otro, como siestuviera decidiendo a cuál complacer.Se decanta por Suzanna:

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—Verá, señora, de hecho es piel dereno ruso —explica con lo que para Kitahora ya es una deferencia insoportablea la vez que descuelga una piel deanimal de la pared y la extiende en suregazo tiernamente—. Recuperada de unbergantín danés naufragado en la bahíade Plymouth en 1786, según me hancontado. Navegaba de San Petersburgo aGénova, y se resguardaba de losvendavales del sudoeste. Bueno, poraquí ya los conocemos, ¿no? —deslizando la mano pequeña y curtidapor la piel en una caricia de consuelo—.Aunque eso al cuero no le importó, ¿aque no? Un par de siglos de agua marina

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eran precisamente lo que te apetecía —prosiguió extravagantemente, como si sedirigiera a un animal de compañía—.Puede que los minerales del envoltoriotambién hayan contribuido, diría.

Pero Kit supo que si bien Jebpronunciaba el sermón para Suzanna, eraa Kit a quien hablaba, y que jugaba conel desconcierto, la frustración y eldesasosiego de Kit, y sí, también con sumiedo, un miedo galopante, aunque quétemía exactamente era algo que aúnestaba por verse.

—¿Y se gana usted la vida con esto,Jeb? —preguntaba Suzanna, ya muycansada y, por consiguiente, con un

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tonillo dogmático—. ¿A jornadacompleta? ¿No es un pluriempleo o unasegunda actividad? ¿O además estudia?No es un pasatiempo, es su vida. Eso eslo que quiero saber.

Jeb necesitó una profunda reflexióna estas grandes preguntas. Volvió suspequeños ojos castaños hacia Kit enbusca de ayuda, los posó en él por unmomento y luego los apartó, defraudado.Finalmente exhaló un suspiro y cabeceócomo un hombre en conflicto consigomismo.

—Bueno, supongo que tuve un parde alternativas, ahora que lo pienso —concedió—. ¿Las artes marciales?

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Bueno, hoy día tienen mucha demanda.Estrecha protección, supongo —comentódespués de otra larga mirada a Kit—.Acompañar a los niños ricos al colegiopor la mañana. Acompañarlos a casapor la tarde. Se gana un buen dinero,dicen. Pero el cuero… —con otracaricia de consuelo a la piel—, siemprehe tenido debilidad por un cuero debuena calidad, como mi padre. No haynada igual, pienso yo. Pero ¿es esto mivida? Bueno, la vida es lo que a uno lequeda, en realidad. —Con otra mirada aKit, esta más severa.

De pronto todo se había acelerado,todo abocaba al desastre. Los ojos de

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Suzanna habían adquirido un brillo deadvertencia. Intensas pinceladas decolor habían aparecido en sus mejillas.Examinaba los billeteros de hombre auna velocidad malsana con la engañosaexcusa de que se acercaba elcumpleaños de Kit. Sí se acercaba, perono llegaría hasta octubre. Cuando él selo recordó, ella dejó escapar unarisotada excesiva y prometió que, sidecidía comprar uno, lo guardaría ensecreto en el cajón de abajo de sucómoda.

—¿Y las costuras, Jeb? ¿Son a manoo a máquina? —prorrumpió,olvidándose del cumpleaños de Kit y

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cogiendo impulsivamente el bolso en elque se había fijado al principio.

—A mano, señora.—¿Y ese es el precio de salida,

sesenta libras? Me parece unabarbaridad.

Jeb se volvió hacia Kit:—Es lo mínimo que puedo pedir, me

temo, Paul —dijo—. Algunos lotenemos muy complicado, sin pensionesindexadas y tal.

¿Era odio lo que Kit veía en los ojosde Jeb? ¿Ira? ¿Desesperación? ¿Y quéveía Jeb en los ojos de Kit?¿Perplejidad? ¿O la muda súplica deque no volviera a llamarlo Paul en

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presencia de Suzanna? Pero Suzanna, almargen de lo que hubiera oído o dejadode oír, había oído suficiente:

—Entonces me lo quedo —declaró—. Me vendrá de perlas para hacer lacompra en Bodmin, ¿verdad, Kit? Esespacioso y tiene compartimentosaceptables. Mira, incluso hay unbolsillito lateral para la tarjeta decrédito. Opino que sesenta libras es unprecio francamente razonable. ¿Tú no,Kit? ¡Claro que sí!

Dicho esto, realizó una acción taninverosímil, tan provocativa, queeclipsó momentáneamente cualquier otrainquietud. Dejó su propio bolso

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perfectamente utilizable en la mesa y, amodo de preludio para hurgar en él enbusca del dinero, se quitó el sombrerode copa y se lo endosó a Jeb para que selo aguantara. Si se hubieradesabrochado los botones de la blusa,no habría sido, según la exacerbadapercepción de Kit, más explícita.

—Alto ahí, esto lo pago yo, no seastonta —protestó él, sobresaltando con suvehemencia no solo a Suzanna, sinotambién a sí mismo. Y dirigiéndose aJeb, que era el único impasible—: Enefectivo, imagino. Solo acepta efectivo—a modo de acusación—, nada decheques ni tarjetas ni ninguna clase de

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ayudas a la naturaleza.¿Ayudas a la naturaleza? Pero ¿qué

tonterías dices? Con unos dedos queparecían haberse unido por las puntas,sacó tres billetes de veinte de su carteray los plantó en la mesa.

—Aquí tienes, querida. Un regalopara ti. Tu huevo de Pascua, con unasemana de retraso. Mete el bolso viejodentro del nuevo. Claro que cabe. Así—haciéndolo por ella, sin grandelicadeza—. Gracias, Jeb. Fantásticohallazgo. Fantástico que haya venido.Procure que lo veamos aquí el año queviene.

¿Por qué aquel condenado no cogió

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el dinero? ¿Por qué no sonrió, ni asintió,ni dio las gracias ni nada? ¿Por qué nohizo algo, como cualquier ser humanonormal, en lugar de volver a sentarse yseñalar el dinero con el índice flacocomo si pensara que era falso, o que noalcanzara, o que no hubiese sido ganadohonradamente, o lo que quiera queestuviera pensando, oculto de nuevobajo su sombrero puritano? ¿Y por quéSuzanna, ya afiebrada, permanecía allísonriéndole como una idiota en lugar deresponder al brusco tirón de Kit en elbrazo?

—¿Ese es su otro nombre, pues,Paul? —preguntaba Jeb con su sosegada

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voz galesa—. ¿Probyn? El que hasonado a todo volumen por el sistema demegafonía. ¿Ese es usted?

—Sí, así es. Pero es mi queridaesposa la fuerza impulsora de estascosas. Yo solo voy a remolque —añadióKit, alargando el brazo para recuperar elsombrero de copa de ella ydescubriendo que seguía inamovible enla mano de Jeb.

—Ya nos conocíamos, ¿no, Paul? —preguntó Jeb, levantando la vista haciaél con una expresión que parecíapesarosa y acusadora a partes iguales—.Fue hace tres años. Cuando nos echamosal monte, como dicen. —Kit se apresuró

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a bajar la vista para eludir su miradaimperturbable, pero allí estaba lapequeña mano de hierro de Jebsujetando el sombrero de copa por elala, con tal fuerza que tenía blanca lauña del pulgar—. ¿Sí, Paul? Usted erami teléfono rojo.

Empujado al borde de ladesesperación por la llegada de Emily,salida de la nada como de costumbrepara rondar a su madre, Kit hizo acopiodel último resto de falsa convicción quele quedaba:

—Se equivoca de hombre, Jeb. Esonos pasa a todos. Yo lo miro, y no loconozco de nada —sosteniendo la

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implacable mirada de Jeb—. El teléfonorojo es algo que me resulta ajeno,lamento decir. ¿Paul? Un absolutomisterio. Pero así son las cosas.

Y manteniendo a saber cómo lasonrisa, e incluso forzando una risa dedisculpa al volverse hacia Suzanna:

—Querida, no debemosentretenernos. Tus tejedores y alfarerosno te lo perdonarán. Jeb, encantado deconocerlo. Una charla muy instructiva,la suya. Únicamente lamento elmalentendido. El sombrero de copa demi mujer, Jeb. No está a la venta, amigomío. Es una antigüedad.

—Espere.

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Jeb renunció al sombrero de copa yse llevó la mano bajo la botonadura delabrigo de cuero. Kit se situó anteSuzanna. Pero la única arma letal queapareció en la mano de Jeb fue uncuaderno de envés azul.

—Me he olvidado de darle elrecibo, ¿eh? —explicó, reprendiéndosesu propia estupidez con un chasquido delengua—. El del IVA me pegaría un tiro,eso seguro.

Abriendo el cuaderno sobre larodilla, eligió una página, se aseguró deque el papel carbón estaba biencolocado y, valiéndose de un lápiz decolor caqui militar, escribió entre los

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renglones. Cuando terminó —y debió deser un recibo muy detallado, a juzgar porel tiempo que tardó en redactarlo—,arrancó la hoja, la plegó y la metiócuidadosamente en el bolso nuevo deSuzanna.

En el mundo diplomático que hastafecha reciente había tenido a Kit ySuzanna como leales súbditos porderecho propio, una obligación socialera una obligación social.

¿Los tejedores se habían asociadopara construir un telar antiguo? PuesSuzanna debía asistir a unademostración del funcionamiento deltelar, y Kit debía comprar un retazo de

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paño tejido a mano, insistiendo en queera ideal para evitar que su ordenadorse desplazara por todo el escritorio:poco importaba que nadie le vierasentido a este despropósito, y menos aúnEmily quien, nunca muy lejos, charlabacon tres niños pequeños. En el puesto dealfarería, Kit prueba suerte con el tornoy le sale una chapuza, mientras Suzanna,con una benévola sonrisa, presencia susesfuerzos.

Solo cuando estos últimos ritos sehan llevado a cabo, Nuestro Inauguradory Su Señora se despiden y, por tácitoacuerdo, cogen el sendero que los llevaa la entrada lateral de la Casona

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pasando por debajo del viejo puente delferrocarril y bordeando después elarroyo.

Suzanna se había quitado elsombrero de copa. Kit tenía quellevárselo. Se acordó entonces de sucanotier y se destocó él también,juntando los sombreros ala con ala yllevándolos incómodamente a un lado,junto con el bastón de empuñaduraplateada de dandi. Con la otra mano,cogía del brazo a Suzanna. Emily lossiguió, pero al cabo de un momento lopensó mejor y, haciendo bocina con lasmanos, les anunció que ya se verían enla Casona. Solo cuando alcanzaron el

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aislamiento del puente del ferrocarril,Suzanna se volvió de pronto para mirara su marido cara a cara.

—¿Quién demonios era ese hombre?El que, según has dicho, no conocías:Jeb. El talabartero.

—Una persona que no conozco denada —repuso Kit con firmeza enrespuesta a la pregunta que veníatemiendo—. Es zona de accesototalmente prohibido, me temo. Losiento.

—Te ha llamado Paul.—Así ha sido, sí, y deberían

procesarlo por eso. Y espero que lohagan.

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—Pero ¿eres Paul? ¿Fuiste Paul?¿Por qué no me contestas, Kit?

—Porque no puedo, por eso no tecontesto. Querida, déjalo correr. Esto nonos llevará a ningún sitio. No esposible.

—¿Por razones de seguridad?—Sí.—Le has dicho que nunca has sido el

teléfono rojo de nadie.—Sí. Eso he dicho.—Pero sí lo has sido. Aquella vez

que te marchaste en misión secretísima,a algún sitio caluroso, y volviste con laspiernas llenas de arañazos. Emily porentonces preparaba la especialización

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en enfermedades tropicales y estabaviviendo con nosotros. Quería que tevacunaras contra el tétanos. Tú tenegaste.

—Ni siquiera debería habertecontado eso.

—Pero me lo contaste. Así queahora no sirve de nada que pretendasdesdecirte. Te marchaste para hacer deteléfono rojo del ministerio, y no dijistecuánto tardarías en volver ni adóndeibas, salvo que era un sitio caluroso.Nos quedamos muy impresionadas.Brindamos a tu salud: «Por nuestroteléfono rojo». Fue así, ¿no? ¿No lonegarás? Y regresaste lleno de arañazos

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y dijiste que te habías caído entre unosmatorrales.

—Y así fue. Me caí. Entre unosmatorrales. Es la verdad —y viendo queno conseguía apaciguarla con eso—: Deacuerdo, Suki. De acuerdo. Atiende. Yoera Paul. Era su teléfono rojo. Sí, lo era.Hace tres años. Y fuimos compañerosde armas. Fue lo mejor que hice en todami carrera, y eso es lo único que voy acontarte. Ese pobre hombre está hechotrizas. Apenas lo he reconocido.

—Parecía buena persona, Kit.—Te quedas corta. Es un hombre de

una honradez y una valentía absolutas. Olo era. No tuve ningún conflicto con él.

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Todo lo contrario. Fue mi… guardián —añadió en un momento de sinceridad nodeseada.

—Así y todo has negado conocerlo.—He tenido que hacerlo. No me ha

quedado más remedio. Lo que ha hechoera del todo improcedente. La operaciónera… en fin, más que secreta.

Kit pensó que ya había pasado lopeor, pero no tenía en cuenta latenacidad de Suzanna.

—Lo que no entiendo niremotamente, Kit, es lo siguiente: si Jebsabía que mentías, y tú sabías quementías, ¿qué necesidad había dementir? ¿O acaso solo mentías por

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Emily y por mí?Suzanna lo había conseguido, fuera

lo que fuese. Esgrimiendo el enfadocomo pretexto, soltó un malhumorado«Me parece que voy a tener unaspalabras con él, si no te importa», y sindarle más vueltas, plantó los sombrerosen los brazos de ella y regresó,impetuoso, por el camino de sirga con elbastón y, haciendo caso omiso del viejocartel de PELIGRO, cruzó ruidosamentela precaria pasarela sobre el arroyo, yatravesó un bosquecillo de abeduleshasta llegar al extremo inferior delprado de Bailey; luego superó una cercapor unos peldaños dispuestos a tal fin,

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yendo a dar a un barrizal, y apretó elpaso cuesta arriba hasta lo alto de laladera, desde donde vio que elentoldado de Artesanía se había venidoabajo parcialmente y los participantesen la exposición, con mayor energía dela que habían demostrado en todo el día,desmontaban las tiendas de campaña,los tenderetes y las mesas de caballetesy los trasladaban a sus camionetas, y allíentre las camionetas, el hueco, el mismohueco, que solo media hora antesocupaba la camioneta de Jeb y ahora yano ocupaba.

Cosa que no disuadió a Kit ni por unsegundo de bajar al trote por la

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pendiente al tiempo que agitaba losbrazos en falso júbilo:

—¡Jeb! ¡Jeb! ¿Dónde demonios estáJeb? ¿Alguien ha visto a Jeb, el delcuero? ¡Se ha marchado antes de que lepagara, el muy memo! ¡Llevo un fajo dedinero suyo en el bolsillo! Dígame,¿sabe adónde ha ido Jeb? ¿Y ustedtampoco? —En una sucesión de inútilessúplicas mientras daba una batida a lahilera de camionetas y furgonetas.

Pero solo recibió como respuestasonrisas afables y gestos de negación:no, Kit, lo siento, nadie sabe adónde haido Jeb, ni dónde vive, dicho sea depaso, ni cuál es su apellido, ahora que lo

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pienso, Jeb es un solitario, educado perono lo que diríamos locuaz ni muchomenos… risas. Una participante creíahaberlo visto en la feria de Coverackhacía un par de semanas; otra dijo que lorecordaba de St Austell el año anterior.Pero nadie conocía el apellido, ni elnúmero de teléfono, ni la matrículasiquiera. Seguramente había hecho lomismo que los demás comerciantes,dijeron: debió de ver el anuncio, pagarla licencia de comercio en la entrada,aparcar, poner a la venta su género yabandonar el lugar.

—¿Conque has perdido a alguien,papá?

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Emily, justo a su lado: esta chica esun condenado geniecillo. Debía de estarde cotilleo con las chicas del establo,detrás de los remolques para caballos.

—Sí. La verdad es que sí, cariño. AJeb, el que trabaja el cuero. Ese al quetu madre le ha comprado un bolso.

—¿Qué quiere?—Nada. Soy yo quien lo busca. —

Abrumado por la confusión—. Le debodinero.

—Le has pagado. Sesenta libras. Enbilletes de veinte.

—Ya, sí, esto es por otra cosa. —Con actitud evasiva, eludiendo sumirada—. He de saldar una antigua

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deuda. Un asunto muy distinto.Y a continuación, tras pretextar entre

dientes que necesitaba «hablar conmamá», volvió sobre sus pasos por elsendero y atravesó el jardín tapiadohasta la cocina, donde Suzanna, con laayuda de la señora Marlowe, troceabaverduras para la cena de esa noche conla Panda de las Cadenas. Como ella nole prestó la menor atención, Kit buscórefugio en el comedor.

—Me parece que voy a sacar brilloa la plata —anunció, levantando la vozlo suficiente para que ella lo oyese yactuase en consecuencia si lo deseaba.

Pero no lo deseó, así que daba igual.

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El día anterior él había abrillantado conexcelentes resultados la colección deplata antigua del capitán: loscandelabros de Paul Storr, los salerosde Hester Bateman y la corbeta de plata,junto con el gallardete entregado enrecuerdo por los oficiales y latripulación de su último buque conmotivo del desmantelamiento de este.Tras conceder un apático golpe de pañoa cada pieza, se sirvió un generosowhisky, subió ruidosamente por laescalera y se sentó ante el escritorio desu vestidor como preámbulo para llevara cabo su siguiente tarea de la tarde: lastarjetas para asignar lugar a los

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comensales.En circunstancias normales, dichas

tarjetas eran motivo de calladasatisfacción para él, ya que utilizaba lastarjetas de visita oficiales que lequedaban de su último destino en elextranjero. Tenía la costumbre deobservar subrepticiamente mientras tal ocual invitado volvía la tarjeta, deslizabael dedo por las letras grabadas y leía laspalabras mágicas: «Sir ChristopherProbyn, alto comisionado de SuMajestad la Reina». Esa noche nopreveía tal placer. No obstante, con lalista de invitados ante sí y un whiskyjunto al codo, procedió con la labor

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diligentemente, quizá demasiadodiligentemente.

—Por cierto, ese tal Jeb se ha ido —anunció con intencionado tono deindiferencia, percibiendo la presenciade Suzanna en la puerta detrás de él—.Ha cogido el portante. Nadie sabe quiénes ni qué es ni nada sobre él, el pobre.Todo muy doloroso. Muy triste.

Esperando un detalle conciliador ouna palabra amable, interrumpió suquehacer, y en respuesta vio caer elbolso de Jeb en el escritorio ante él conun ruido sordo.

—Mira dentro, Kit.Irritado, ladeó el bolso abierto,

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hurgó en él hasta palpar la hoja muydoblada de papel pautado en la que Jebhabía hecho su recibo. Torpemente, ladesplegó y, con la misma mano trémula,la sostuvo bajo la lámpara de mesa:

A una mujer inocente muerta… nada.A una criatura inocente muerta….

nada.A un soldado que cumplió con su

deber… deshonra.A Paul…. el título de sir.Kit lo leyó; luego fijó la mirada en

el papel, no ya como documento, sinocomo objeto de abominación. Despuéslo alisó en el escritorio entre las tarjetasy lo examinó de nuevo por si se le había

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escapado algo, pero no.—Falso, sencillamente —declaró

con firmeza—. Salta a la vista que esehombre está enfermo.

A continuación apoyó la cara en lasmanos y movió la cabeza a uno y otrolado, y al cabo de un momento susurró:

—Cielo santo.¿Y quién fue ese Bailey, Maese

Bailey para los amigos, si es que lostuvo?

Un honrado hijo cornuallés denuestro pueblo, si uno daba crédito a loscreyentes, un joven campesino ahorcadoinjustamente por robar ovejas eldomingo de Pascua, sentencia que

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impuso un malévolo magistrado de laAudiencia comarcal en Bodmin.

Solo que Maese Bailey en realidadnunca fue ahorcado, o al menos no murióahorcado, no según el famoso Pergaminode Bailey expuesto en la sacristía de laiglesia. Los aldeanos, indignados por elinjusto veredicto, cortaron la soga enplena noche, eso hicieron, y loresucitaron con su mejor aguardiente demanzana. Y al cabo de diez días el jovenMaese Bailey montó en el caballo de supadre y cabalgó hasta Bodmin, y de ungolpe de guadaña rebanó la cabeza almalévolo magistrado, y anda con Dios,hijo mío, o eso cuentan.

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Una sarta de tonterías, según Kit, elhistoriador aficionado, que durante unashoras de ocio se entretuvo investigandola leyenda: fantasías sentimentaloidesvictorianas de la peor índole, sin unasola prueba que las respaldaran en losarchivos locales.

Aunque no por eso, las buenasgentes de St Pirran, lloviera o luciera elsol, en tiempos de paz o de guerra,dejaban de reunirse para celebrar unhomicidio extrajudicial.

Esa misma noche, mientras yacíainsomne y distanciado junto a su esposadormida y se veía asaltado porsentimientos de indignación, dudas de sí

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mismo y sincera preocupación por suotrora compañero de armas quien, poralguna razón, había caído tan bajo, Kitrumió su siguiente paso.

La noche no había acabado con lacena: ¿cómo iba a acabar así? Despuésde su agarrada en el vestidor, Kit ySuzanna apenas tuvieron tiempo paracambiarse antes de que empezaran allegar puntualmente los coches de laPanda de las Cadenas por el camino deentrada. Pero Suzanna le había dejadobien claro que las hostilidades sereanudarían más tarde.

Emily, poco amiga de los actosformales en el mejor de los casos, se

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había ausentado de la velada con algúnpretexto: una francachela en el salónparroquial en la que, pensó, podíadejarse caer, y en todo caso no tenía quevolver a Londres hasta la nochesiguiente.

En la mesa, durante la cena, con lossentidos aguzados por la claraconciencia de que su mundo se le caíaencima a pedazos, Kit había tenido unaactuación soberbia aunque desigual,deslumbrando a la Señora del Alcalde, asu derecha, y a la Señora del Concejal, asu izquierda, con sus consabidasanécdotas sobre la vida y tribulacionesde un representante de la reina en un

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paraíso caribeño:—¿La concesión del título? ¡Bah,

pura chiripa! Nada que ver con losméritos. Trabajo de rutina. Su Majestadandaba por la zona y se le metió en lacabeza pasar a visitar a nuestro primerministro local. Era mi territorio, así que,premio, me nombraron sir por estar en ellugar adecuado en el momento oportuno.Y tú, querida —cogiendo la copa deagua por error y levantándola endirección a Suzanna, sentada más allá delos candelabros de Paul Storr legadospor el capitán—, pasaste a ser lahermosa lady P, que en todo caso escomo yo siempre te he visto.

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Pero incluso mientras hace estadesesperada declaración, es la voz deSuzanna, no la suya, la que oye:

«Lo único que quiero saber, Kit, esesto: ¿murieron una mujer y una criaturainocentes y nos despacharon al Caribepara callarte la boca, y tiene razón esepobre soldado?

Y en efecto, tan pronto como laseñora Marlow se va a su casa y semarcha el último coche de la Panda delas Cadenas, ahí está Suzanna, de pie enel vestíbulo, inmóvil, esperando surespuesta.

Y Kit ha debido de componerlainconscientemente en el transcurso de la

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cena, porque le sale a borbotones comola declaración oficial de un portavoz delForeign Office, y probablemente, aoídos de Suzanna, es más o menos igualde creíble:

—He aquí mi última palabra sobreel tema, Suki. Es lo único que estoyautorizado a contarte, o seguramentemucho más. —¿Ha utilizado antes estafrase?—. La operación secreta en la quetuve el privilegio de participar me fuedescrita después por quienes la habíanplaneado, al más alto nivel, como unavictoria «constatada e incruenta» sobre«unos hombres muy malos». —Asoma asu voz un tonillo de ironía fuera de lugar

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que intenta en vano detener—: Y que yosepa, sí, quizá mi modesta intervenciónen dicha operación fue la causa de quenos asignaran ese destino, ya que esamisma gente tuvo la bondad de decir queyo había hecho un trabajo bastanteaceptable, pero por desgracia unamedalla habría sido un premiodemasiado llamativo. Sin embargo, nofue esa la razón que me dio elDepartamento de Personal al ofrecermeel puesto: una recompensa por toda unavida de servicio, así me lo vendieron,aunque tampoco es que yo necesitaraque se esforzaran mucho en vendérmelo,no más que tú, si no recuerdo mal. —

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Una pulla excusable—. ¿Conocían losde Personal… o Recursos Humanos ocomoquiera que se llamen hoy día… miintervención en cierta operaciónsumamente delicada? Lo dudo mucho.Me atrevo a pensar que ni siquierasabían lo poco que sabes tú.

¿La ha convencido? Cuando Suzannapone esa cara, todo es posible. Élreacciona con estridencia, siempre unerror:

—Oye, cariño, en último extremo, ¿aquién vas a creer? ¿A mí y a la planamayor del Foreign Office? ¿O a un tristeex militar en horas bajas?

Ella se toma en serio la pregunta. La

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sopesa. Su rostro inexpresivo, sí, perotambién enrojecido aquí y allá, resuelto,rompiéndole el corazón con su rectitudinflexible, el rostro de una mujer que fuela primera en su promoción en lafacultad de Derecho y nunca ejerció,pero ejerce ahora; el rostro de una mujerque ha mirado a la muerte a la cara a lolargo de una sucesión de calvariosmédicos, y su única preocupaciónaparente: ¿cómo se las arreglará Kit sinella?

—¿Les preguntaste, a esos que loplanearon, si fue incruento?

—Claro que no.—¿Por qué no?

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—Porque ante personas así uno nopone en duda su integridad.

—Te lo dijeron por propiainiciativa, pues. ¿Con esas mismaspalabras? «La operación fue incruenta»,¿así, tal cual?

—Sí.—¿Por qué?—Para tranquilizarme, supongo.—O para engañarte.—¡Suzanna, eso no es digno de ti!¿O no es digno de mí?, se pregunta

él, humillado, y acto seguido, mohíno, semarcha precipitadamente al vestidor.Más tarde ocupa furtivamente su lado dela cama, donde hora tras hora contempla

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pesaroso la penumbra mientras Suzannaduerme su sueño inmóvil y medicado;hasta que en algún momento delinterminable amanecer, descubre que unproceso mental inconsciente le haproporcionado una decisión enapariencia espontánea.

Abandonando en silencio la cama yrecorriendo con sigilo el pasillo, Kit sepuso un pantalón de franela y unaamericana de sport, desconectó el móvildel cargador y se lo metió en el bolsillode la chaqueta. Tras detenerse ante lapuerta de la habitación de Emily paraescuchar si estaba ya despierta y no oírnada, bajó de puntillas por la escalera

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de atrás hasta la cocina a fin deprepararse una cafetera, requisitoesencial para llevar a la práctica su planmaestro; y oyó entonces la voz de suhija, hablándole desde la puerta abiertadel vergel.

—¿Te sobra una taza, papá?Emily, de regreso de su salida a

correr matutina con Sheba.En cualquier otro momento Kit

habría disfrutado de una charla íntimacon ella; pero no esa mañana enconcreto, aunque se apresuró a sentarsefrente a ella a la mesa de pino. Alhacerlo, advirtió la determinación en elrostro de Emily y supo que había

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interrumpido su carrera para regresar alver las luces de la cocina mientras subíapor la cuesta del monte Bailey.

—¿Te importaría decirme qué estápasando exactamente, papá? —preguntócon tono cortante, digna hija de sumadre.

—¿Qué está pasando? —Sonrisapoco convincente—. ¿Por qué habría depasar algo? Tu madre duerme. Yo tomóun café.

Pero Emily no se deja engañar pornadie. Ya no. No después de pegárselael canalla de Bernard.

—¿Qué ocurrió ayer en el prado deBailey? —exigió saber—. En el puesto

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del cuero. Tú conocías a ese hombrepero te negaste a admitirlo. Te llamóPaul y dejó una nota asquerosa en elbolso de mamá.

Kit había renunciado a captar lascomunicaciones casi telepáticas entre sumujer y su hija.

—Sí, bueno, me temo que eso esalgo de lo que tú y yo no podemoshablar —contestó en actitud altiva,eludiendo su mirada.

—Y tampoco puedes hablar conmamá, ¿verdad?

—En efecto, Em, da la casualidad deque así es. Y yo no estoy pasándolomejor que ella. Por desgracia es un

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secreto oficial. Como tu madre biensabe. Y acepta. Que es quizá lo que túdeberías hacer.

—Mis pacientes me cuentan sussecretos. Yo no voy por ahídivulgándolos. ¿Por qué piensas quemamá va a divulgar los tuyos? Esdiscreta como una tumba. Un poco másdiscreta de lo que tú eres a veces.

Ha llegado la hora de la solemnidad:—Porque se trata de secretos de

Estado, Emily. No son míos ni de tumadre. Me los confiaron a mí, a nadiemás. Solo puedo compartirlos con laspersonas que ya los conocen. Lo que loconvierte, debo decir, en un asunto

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bastante solitario.E introducida esta sutil nota de

autocompasión, se puso en pie, le dio unbeso en la cabeza y, airado, atravesó elpatio del establo hacia su despachoimprovisado, donde echó el pestillo dela puerta y encendió el ordenador:

«Marlon atenderá sus consultaspersonales y confidenciales».

Con Sheba sentada muy ufana en laparte de atrás del Land Roverseminuevo que había adquirido acambio de la vieja autocaravana, Kitconduce con determinación por la cuestadel monte Bailey hasta llegarexpresamente a un área de descanso con

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una cruz celta y una vista de la nieblamatutina elevándose en el valle. Suprimera llamada está condenada alfracaso, como es su intención, pero laética funcionarial y cierto sentido de laautoprotección lo obligan a ello. Trasmarcar el número de la centralita delForeign Office, lo atiende una mujerresuelta, que le exige repetir su nombredespacio y con claridad. Él así lo hace,y añade su título de sir para másseguridad. Después de una demora tanprolongada que habría estado justificadocolgar, ella le informa de que el antiguosubsecretario, el señor Fergus Quinn, noocupa el puesto desde hace tres años —

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dato que Kit conoce de sobra pero esono le impide preguntarlo— y de que nodispone de un número de contacto ni deautoridad para transmitir mensajes.¿Desearía sir Christopher —¡por fin,gracias!— que lo comunicara con elfuncionario de guardia? No, gracias, sirChristopher no lo deseaba, con la clarainsinuación de que un funcionario deguardia no estaba a la altura del nivel deseguridad requerido.

Bueno, lo he intentado, y quedaconstancia. Ahora pasamos a la parteespinosa.

Después de extraer el papel dondeha anotado el número de teléfono de

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Marlon, lo introduce en su móvil, subeel volumen al máximo porque empieza afallarle un poco el oído y, de inmediato,por miedo a vacilar, pulsa el botónverde. Mientras, tenso, escucha eltimbre, recuerda ya demasiado tarde quéhora es en Houston, y se imagina aMarlon, soñoliento, buscando a tientasel teléfono en la mesilla. Sin embargosuena la voz sincera de una mujermadura texana:

«Gracias por llamar a EfectosÉticos. Recuerde: ¡para nosotros, enEfectos Éticos, su seguridad es loprimero!»

A continuación una andanada de

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música marcial, y la muy americana vozde Marlon empieza a paso de marcha:

«¡Hola! Le habla Marlon. Leinformamos de que su consulta serátratada en todo caso con la más absolutareserva conforme a los principios deintegridad y discreción de EfectosÉticos. Disculpe, pero ahora no haynadie para atender su llamada privada ypersonal. Pero si tiene la amabilidad dedejar un sencillo mensaje de no más dedos minutos de duración, su asesorconfidencial se pondrá en contacto conusted cuanto antes. Hable después de laseñal, por favor».

¿Ha preparado Kit su sencillo

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mensaje de no más de dos minutos deduración? Evidentemente, sí, lo hapreparado, durante la larga noche:

—Soy Paul y necesito hablar conElliot. Elliot, soy Paul, de hace tresaños. Ha surgido algo muydesagradable, no por obra mía, diré.Necesito hablar con usted urgentemente,y no desde mi teléfono fijo, como eslógico. Tiene ya mi número de móvil, esel mismo de antes, no encriptado, claro.Fijemos una fecha para reunirnos loantes posible. Si no puede, quizádebería usted ponerme en contacto conalguien con quien yo esté autorizado ahablar. Me refiero a alguien que ya esté

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en antecedentes y sea capaz de llenaralgunas lagunas un tanto inquietantes.Espero tener noticias suyas pronto.Gracias. Paul.

Con la sensación de habercompletado satisfactoriamente untrabajo espinoso en menos de dosminutos, corta la comunicación y enfilaun camino de carro seguido por Sheba.Pero al cabo de unos doscientos metrosesa sensación de misión cumplida sedesvanece. ¿Cuánto tendrá que esperarhasta que le devuelvan la llamada? Ypor encima de todo: ¿dónde esperará?En St Pirran el móvil no tiene cobertura,ni con Orange, ni con Vodafone, ni con

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nada. Si ahora vuelve a casa, no harámás que pensar en cómo volver a salir.Obviamente, a su debido tiempoofrecerá a sus mujeres alguna versión noreservada de lo que consiga, pero noantes de conseguirlo.

La duda es, pues: ¿existe un caminointermedio, un subterfugio provisionalque le permita estar al alcance deMarlon pero fuera del alcance de susmujeres? Respuesta: el plúmbeoabogado de Truro a quien recientementecontrató para ocuparse de diversosfondos familiares de poco porte.Supongamos, por decir algo, que hasurgido un imprevisto: ¿un enrevesado

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asunto jurídico que debe despacharsesin pérdida de tiempo? Y supongamosque Kit, al precipitarse losacontecimientos, se ha olvidado porcompleto de la cita hasta ese momento.Cuadra. Siguiente paso: telefonear aSuzanna, cosa que le va a exigir valor,pero está preparado para enfrentarse aella.

Después de llamar a Sheba, vuelveal Land Rover, encaja el móvil en subase, enciende el motor y lo sobresaltael ensordecedor chirrido de una llamadaentrante con el sonido al máximo.

—¿Hablo con Kit Probyn? —prorrumpe una voz masculina.

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—Sí, soy Probyn. ¿Quién habla? —apresurándose a ajustar el volumen.

—Soy Jay Crispin, de EfectosÉticos. He oído maravillas sobre usted.Ahora mismo Elliot está ilocalizable, decacería, por así decirlo. ¿Y si trataconmigo en su lugar?

En cuestión de segundos, o esaimpresión tiene él, se ponen de acuerdo:se reunirán. Y no al día siguiente, sinoesa misma noche. Nada de andarse porlas ramas, nada de que si sí o si no. Unavoz claramente británica, culta, uno delos nuestros, y no a la defensiva nimucho menos, lo que en sí mismo diceya mucho. La clase de hombre que en

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otras circunstancias sería un placerconocer, todo lo cual comunicó a sudebido tiempo a Suzanna en términosconvenientemente cifrados mientras sevestía a toda prisa para coger el tren delas 10.41 en la estación de BodminParkway:

—Y sé fuerte, Kit —instó Suzanna,abrazándolo con todo el vigor de sufrágil cuerpo—. No es que seas débil.No lo eres. Es que eres bondadoso yconfiado y leal. Bueno, Jeb también eraleal. Tú mismo lo dijiste, ¿no?

¿Lo había dicho? Seguramente. Perocomo recordó a Suzanna sabiamente, lagente cambia, querida, incluso los

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mejores entre nosotros, ya lo sabes. Yalgunos se apartan para siempre delbuen camino.

—Y a ese Gran Personaje tuyo, seaquien sea, le preguntarás a las claras:«¿Decía Jeb la verdad, y murieron unamujer y una criatura inocentes?». Noquiero saber de qué trata el asunto. Séque nunca lo sabré. Pero si lo queescribió Jeb en ese recibo brutal esverdad, y por eso fuimos al Caribe,debemos afrontarlo. No podemosconvivir con una mentira, por más que loprefiriéramos. ¿Verdad que no, querido?O al menos yo no puedo —añadió ella,como si acabara de pensarlo.

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Y de Emily, más crudamente, cuandose detuvieron delante de la estación:

—Pase lo que pase, papá, mamánecesitará respuestas sólidas.

—¡Y yo también! —había replicadoél en un momento de dolor colérico delque se arrepintió al instante.

El hotel Connaught, en el West Endlondinense, no era un establecimientoque se hubiese cruzado nunca en elcamino de Kit, pero allí sentado, enmedio del ajetreo de los camareros, soloen el esplendor posmoderno del salón,lo lamentó; porque de haberlo conocidono habría optado por el traje campestreanticuado ni los zapatos marrones

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agrietados que había sacado de suarmario en el último momento.

«Si mi avión llega con retraso,dígales que está esperándome a mí ycuidarán de usted», había indicadoCrispin, sin molestarse en mencionar dedónde llegaba su avión.

Y en efecto, cuando Kit susurró elnombre de Crispin al maître de trajenegro en pose de gran director deorquesta detrás de su atril, el hombrellegó de hecho a sonreír:

—Ha venido de muy lejos, ¿eh, sirChristopher? Vaya, Cornualles, eso síque está lejos. ¿Con qué me permitetentarlo, por gentileza del señor

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Crispin?—Un té, y lo pagaré yo mismo. En

efectivo —había replicado Kitfríamente, decidido a recobrar suindependencia.

Pero una taza de té no es algo que elConnaught ofrezca así como así. Paraobtenerla, Kit debe acceder al Chic &Shock Afternoon Tea completo yquedarse mirando impotente al camareromientras le sirve pasteles, bollos ybocadillos de pepino a treinta y cincolibras más la propina.

Espera.Entran varios posibles Crispins,

permanecen ajenos a él, se reúnen con

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otros u otros se reúnen con ellos. Por lavoz potente, imperiosa, que ha oído porteléfono, busca instintivamente a unhombre en consonancia: ancho dehombros, quizá, sobrado de aplomo,paso largo y firme. Recuerda laencarecida loa de Elliot en referencia asu superior. Nervioso, se pregunta enbroma qué forma terrenal adquirirántales dotes de liderazgo y carisma. Y nose siente del todo decepcionado cuandoun hombre elegante de cuarenta y tantosaños y estatura media, con un traje grismilrayas de buen corte, se sientadiscretamente a su lado, le coge la manoy musita:

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—Me parece que soy su hombre.Y el reconocimiento, si puede

llamarse así, es inmediato. Jay Crispines tan inglés y tan desenvuelto como suvoz. Sin barba, con un pelo sano, biencuidado y peinado hacia atrás y unasonrisa de serena seguridad en sí mismo,es lo que los padres de Kit habríanllamado un hombre bien proporcionado.

—Kit, no sabe cuánto siento quehaya pasado esto —declara la vozperfectamente modulada, con unasinceridad que llega a Kit derecha alcorazón—. Qué mal rato habrá pasado.Dios mío, ¿qué está tomando? ¡No seráté! —Y cuando un camarero aparece en

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el acto junto a ellos—: Usted es unhombre de whisky. Aquí sirven unMacallan bastante aceptable. Llévatetodo esto, ¿quieres, Luigi? Y tráenos unpar del de dieciocho años. Que seangenerosos. ¿Hielo? Sin hielo. Sifón yagua por separado. —Y cuando elcamarero se marcha—: Por cierto, unmillón de gracias por venir hasta aquí.No sabe lo mucho que siento que hayatenido que desplazarse.

Ahora Kit nunca reconocería que sesintió atraído por Jay Crispin, ni que susopiniones se vieran socavadas en modoalguno por el cautivador encanto deaquel hombre. Desde el principio,

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insistiría, albergó los más serios recelosacerca de ese individuo, y los mantuvo alo largo de toda la reunión.

—Y le agrada la vida en eloscurísimo Cornualles, ¿eh? —preguntóCrispin en tono relajado mientrasaguardaban a que llegaran sus bebidas—. ¿No anhela las luces intensas? Yopersonalmente acabaría hablando conlos pajaritos al cabo de un par desemanas. Pero ese es mi problema, medicen todos. Soy un adicto al trabajoincurable. Soy incapaz de entretenermesolo. —Y tras esta pequeña confesión—: ¿Y Suzanna, en franca recuperación,imagino? —bajando la voz al tono

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idóneo para la intimidad.—Infinitamente mejor, gracias,

infinitamente. Adora la vida en el campo—contestó Kit, incómodo, pero ¿quéotra cosa iba a decir si ese hombre se lopreguntaba? Y con brusquedad, en unintento de cambiar el rumbo de laconversación—: ¿Y usted dónde resideexactamente? Aquí en Londres o…bueno, en Houston, supongo.

—Por Dios, en Londres, ¿dónde, sino? No hay otro sitio donde estar, siquiere saber mi opinión, como no sea enel norte de Cornualles, claro.

Volvió el camarero. Un paréntesismientras servía las copas conforme a las

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especificaciones de Crispin.—¿Anacardos, algo para picar? —

preguntó Crispin a Kit solícitamente—.¿O algo más consistente después dellargo viaje?

—Estoy bien, gracias —manteniendo en alto la guardia.

—Hable, pues —dijo Crispincuando el camarero se fue.

Kit habló. Y Crispin escuchó, suagraciado rostro contraído en unaexpresión concentrada, su pulcra cabezamoviéndose sensatamente en un gesto deasentimiento para dar a entender que lahistoria no le era ajena, o incluso que yala había oído antes.

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—Y luego, esa misma noche,apareció esto, mire —declaró y,sacando un sobre marrón húmedo de lomás hondo de su traje campestre, Kitentregó a Crispin la fina hoja de papelpautado que Jeb había arrancado de sucuaderno—. Eche un vistazo a eso, si nole importa —añadió para crear un climamás auspicioso. Y observó a Crispinmientras la cogía con su cuidada mano,reparando en los puños dobles de sedade color crema y los gemelos de orograbados; lo observó recostarse y,sosteniendo el papel con ambas manos,examinarlo con la calma de unanticuario que lo escrutara en busca de

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la filigrana.¿Y qué, querido? ¿Qué viste en su

actitud? ¿Culpabilidad? ¿Conmoción?¿Qué? ¡Algo debiste de ver!

Pero la actitud de Crispin, por loque Kit distinguió, no reflejó nada. Lasfacciones regulares no se inmutaron, noapreció un temblor violento en susmanos: solo un triste gesto de negaciónde su acicalada cabeza, acompañado deaquella voz de oficial militar.

—En fin, qué desgracia la suya, Kit.¿Qué más puedo decir? Qué desgraciatan grande. Vaya una situación, laverdad. Y qué desgracia también la deSuzanna. Un horror. Solo Dios sabe lo

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que debe de estar pasando. En serio, esella la que realmente se lleva la palma.Y encima sin saber por qué ni de dóndeviene, y sabiendo que no puedepreguntar. Qué mierda. Disculpe.¡Cielos! —dijo con vehemencia entredientes, reprimiendo una punzada dedolor interior.

—Y necesita una respuesta clara, selo aseguro —insistió Kit, resuelto amantenerse firme—. Por mala que sea larespuesta, Suzanna tiene que saber quéocurrió. Y yo también. Se le ha metidoen la cabeza que nuestro destino en elCaribe fue una manera de hacermecallar. Aunque no era esa su intención,

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incluso parece haber contagiado anuestra hija la misma idea. No es unainsinuación muy agradable, como puedeimaginar —animado cautamente por elcomprensivo gesto de asentimiento deCrispin—; no es una manera muy felizde pasar a la jubilación: pensar que unoha cumplido con su país y de prontodescubrir que todo fue una farsa paraencubrir un… en fin… un asesinato, porno andarnos con sutilezas —interrumpiéndose para esperar a quepase un camarero empujando un carritocon una tarta de cumpleaños en la quebrilla una sola vela—. Y a esoañadamos el hecho de que la vida de un

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militar de primera clase quedó arruinadapara siempre, o esa impresión da. Unacosa así Suzanna no se lo toma a laligera, visto que tiende a preocuparsemás por los demás que por ella misma.Por tanto, lo que estoy diciendo es: nadade andarse por las ramas, necesitamosconocer la realidad. Sí o no. Sin tapujos.Los dos. Todos nosotros. Cualquiera lonecesitaría. Lo lamento.

¿Lo lamentaba en qué sentido?¿Lamentaba oír que su voz sedescontrolaba y que el color le subía ala cara? No lo lamentaba en absoluto.Por fin se sulfuraba, y así debía ser.Suki estaría jaleándolo. Y Em también.

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Y ver a ese tal Jay Crispin asentir tanufano con su linda cabeza de peloondulado las habría enfurecido tantocomo comenzaba a enfurecerlo a él.

—Y además yo soy el malo de lapelícula —comentó Crispin noblementecon el tono de un hombre que buscaargumentos en su defensa—. Soy elcanalla que lo organizó todo, quecontrató a un hatajo de mercenarios depoca monta, que engañó a Langley y anuestras propias Fuerzas Especialespara que actuaran como elemento desoporte, y que dirigió una de las másgrandes cagadas operacionales de todoslos tiempos. ¿Es eso? Además delegué

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el trabajo en un comandante de campoinepto que perdió los papeles y permitióque sus hombres acribillaran a unamujer y una criatura inocentes. ¿Eso loabarca todo, o me he dejado algo en eltintero?

—A ver, yo no he dicho nada deeso…

—No, Kit, no hace falta. Lo dijoJeb, y usted lo cree. No tiene por quédorar la píldora. Convivo con eso desdehace tres años, y puedo convivir con esootros tres. —Todo sin un amago deautocompasión, o al menos que llegara alos oídos de Kit—. Y Jeb no es el único,para ser justos con él. En este medio me

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encuentro de todo: tipos con trastorno deestrés postraumático, real o imaginado,con resentimiento por lasgratificaciones, las pensiones, tipos queconciben fantasías sobre sí mismos, quereinventan la historia de su vida, yacuden corriendo a un abogado si no selos amordaza a tiempo. Pero estecabronzuelo es un caso aparte, créame.—Un suspiro de paciencia, otro tristegesto de negación—. Hizo un grantrabajo en su día, Jeb, mejor que nadie.Y eso agrava aún más las cosas.Convincente a más no poder. Cartasconmovedoras al parlamentario de sucircunscripción, al Ministerio de

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Defensa, a todas partes. «El enanovenenoso», lo llamamos en la oficinacentral. En fin, da igual. —Otro suspiro,este casi inaudible—. ¿Y está del todoseguro de que ese encuentro fue unacoincidencia? ¿No le siguió el rastro, dealgún modo?

—Pura coincidencia —insistió Kit,con más certidumbre de la queempezaba a sentir.

—¿No anunciaría por casualidad laprensa o la radio locales de Cornuallesque sir Christopher y lady Probynhonrarían el estrado con su presencia?

—Podría ser.—Quizá esa sea la pista.

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—Imposible —replicó Kit confirmeza—. Jeb no conocía mi nombrehasta que se presentó en la feria y atócabos —alegrándose de mantener laindignación.

—¿No aparecieron, pues, fotografíassuyas en ningún sitio?

—No que nosotros hayamos visto. Ysi hubiese salido alguna, la señoraMarlow nos lo habría dicho. Nuestraama de llaves —declaró taxativamente.Y para mayor certeza—: Y si a ella sele hubiese escapado algo, el puebloentero se lo habría comentado.

El camarero deseó saber si lesapetecía otra ronda de lo mismo. Kit

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dijo que no. Crispin dijo que sí, y Kit nodiscutió.

—¿Quiere saber una cosa sobrenuestras actividades, Kit? —preguntóCrispin cuando volvieron a estar solos.

—No sé bien si debería, la verdad.No es asunto mío.

—Pues yo creo que sí debería. Hizousted un trabajo excelente en el ForeignOffice, eso es incuestionable. Se dejó lapiel por la reina, se ganó la pensión y eltítulo de sir. Pero como funcionario deprimera categoría fue un capacitador…y sí, excelente pero solo un capacitador,nunca un actor. No lo que podríamosllamar un cazador-recolector en la selva

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corporativa. ¿No es así? Admítalo.—Me parece que no sé adónde

quiere ir a parar —gruñó Kit.—Hablo de incentivos —explicó

Crispin con paciencia—. Hablo de loque lleva al hombre de la calle alevantarse de la cama cada mañana: eldinero, el vil lucro, la pasta. Y hablo dequién se lleva, en mi medio, nunca en elsuyo, un trozo del pastel cuando unaoperación acaba con tanto éxito comoa c a b ó Fauna. Y de la clase deresentimientos que eso genera. Hasta elpunto de que individuos como Jeb creenque se les debe medio Banco deInglaterra.

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—Parece haber olvidado que eramilitar —lo interrumpió Kit, acalorado—. Un militar británico. Además, noveía con muy buenos ojos a loscazarrecompensas, como me comentó depasada durante el rato que pasamosjuntos. Los toleraba, pero eso era a lomás que llegaba. Estaba orgulloso de sersoldado al servicio de la reina, y coneso le bastaba. Lo dijo claramente, metemo. Lo siento, pero así fue. —Aún másacalorado.

Crispin movía la cabeza en un levegesto de asentimiento para sí, como unhombre cuyos peores temores se hanvisto confirmados.

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—Hay que ver. Este Jeb, estemuchacho. Conque eso dijo, ¿eh? ¡Diossanto! —Se recompuso—. El soldado dela reina no hace buenas migas con losmercenarios, pero ¿luego va y quiereuna megatajada del pastel de loscazarrecompensas? Eso me encanta.Bravo por ti, Jeb. Un nuevo récord dehipocresía. Y cuando no consigue lo quequiere, se da media vuelta y viene acagarse en la puerta de Efectos Éticos.Las mata callando, el muy… —Pero porrazones de delicadeza optó por dejar lafrase incompleta.

Y tampoco esta vez Kit se dejódisuadir:

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—Mire, nada de eso viene a cuento.No me ha dado una respuesta, ¿verdadque no? Ni a mí ni a Suzanna.

—¿A qué exactamente, amigo mío?—preguntó Crispin, pugnando aún porvencer los demonios que lo asaltaban,fueran cuales fuesen.

—La respuesta que he venido abuscar, maldita sea. ¿Sí o no? Déjese derecompensas, premios y toda esahistoria. Eso es solo una cortina dehumo. Mi pregunta es, primero: ¿laoperación fue incruenta o no? ¿Alguienresultó muerto? Y en caso afirmativo,¿quiénes? Fueran inocentes o culpables:¿resultaron muertos? Y segundo —

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flojeando ya un poco en cuestiones dearitmética pero persistiendo así y todo—: ¿resultó muerta una mujer? ¿Yresultó muerto su hijo? ¿O algún niño?Suzanna tiene derecho a saberlo.También yo lo tengo. Los dosnecesitamos saber qué decirle a nuestrahija, porque Emily también estabapresente. En la feria. Lo oyó. Oyó cosasque no debería haber oído. Cosas quedijo Jeb. No fue culpa suya oírlas, perolas oyó. No sé cuánto oyó, pero losuficiente. —Y en el último momentoañadió, a modo de atenuante, porque aúnse avergonzaba de sus palabras dedespedida a Emily en la estación de tren

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—: Espiaba, probablemente. No laculpo. Es médico. Es observadora.Necesita saber. Forma parte de sutrabajo.

Crispin pareció sorprendido, inclusoun poco dolido, al descubrir que esasdudas siguieran aún sobre el tapete.Pero decidió contestar de todos modos:

—Veamos primero su caso, Kit, ¿deacuerdo? —propuso con tono afable—.¿Cree sinceramente que nuestro queridoFO le habría concedido ese destino, esehonor, si el Peñón hubiese quedadomanchado de sangre? Y eso por nohablar ya del Incauto, que luego cantóhasta desgañitarse ante sus

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interrogadores en un lugar no revelado.—No lo descarto —respondió Kit

con obstinación, pasando por alto elaborrecido uso de la sigla FO en unapersona ajena al medio—. Para hacermecallar. Para sacarme de la línea defuego. Para que no me fuera de lalengua. En su día el Foreign Office hizocosas peores. En cualquier caso,Suzanna los cree muy capaces. Yotambién.

—Pues escúcheme bien.Con el entrecejo fruncido, eso era

precisamente lo que hacía Kit.—Kit. La pérdida de vidas fue cero.

Repito: cero. ¿Quiere que lo diga otra

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vez? Ni una sola gota de sangre, denadie. No hubo bebés muertos, nimadres muertas. ¿Convencido? ¿O tengoque pedirle al conserje que traiga unaBiblia?

El paseo desde el Connaught hastaPall Mall esa templada tarde deprimavera no fue para Kit tanto unplacer como una triste celebración. Jeb,el pobre hombre, era obviamente géneromuy estropeado. Kit se compadeció deél: un antiguo camarada, un valiente exmilitar que había sucumbido a laavaricia y la injusticia. En fin, él habíaconocido a un hombre mejor, un hombrea quien respetar, un hombre a quien

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seguir. Si casualmente sus caminosvolvían a cruzarse, que Dios no loquisiera, pero si ocurría, no le retiraríala mano de la amistad. En cuanto a suencuentro fortuito en la feria de Bailey,no daba el menor crédito a las vilessospechas de Crispin. Fue puracasualidad, y punto. Ni el mejor actordel mundo habría sido capaz de simularaquella cara estragada al mirarlo desdeel portón de la camioneta. Quizá Jebfuera un psicótico, quizá sufriera de untrastorno de estrés postraumático ocualquiera de esos rimbombantestérminos que soltamos tan a la ligera hoydía. Pero para Kit seguiría siendo el Jeb

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que lo había guiado hasta el puntoculminante de su carrera, y eso no se loquitaba nadie. No había más que hablar.

Y con esa formulación resueltamenteperfeccionada en la cabeza entró en unacalle adyacente y telefoneó a Suzanna,cosa que se moría de ganas de hacerdesde que había salido del Connaughtpero a la vez, de un modo indefinible,temía.

—Las cosas han salido muy bien,Suki —escogiendo las palabras concuidado porque, como Emily habíaseñalado sin la menor consideración,Suzanna era, si cabe, más consciente delas cuestiones de seguridad que él—.

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Nos las vemos con un hombre muyenfermo que ha perdido el norte en lavida trágicamente y no distingue laverdad de la ficción, ¿entiendes? —Volvió a intentarlo—. Nadie. Repito:nadie salió herido en ese accidente.¿Suki? ¿Estás ahí?

Dios mío, está llorando. No, eso no.Suki nunca llora.

—Suki, querida, no hubo ningúnaccidente. Ninguno. En plural. Todo estáen orden. No se quedó ningún niño en elcamino. Ni ninguna madre. Nuestroamigo de la feria delira. Es undesdichado, el buen hombre, conproblemas mentales, con problemas de

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dinero, y tiene un lío en la cabeza. Me loha explicado directamente el mandamás.

—¿Kit?—¿Qué pasa, querida? Dímelo. Por

favor. ¿Suzanna?—Estoy bien, Kit. Solo he estado un

poco cansada y baja de ánimos. Ahoraestoy mejor.

¿Ha sollozado? ¿Suki? No,imposible. La buena de Suki, no. Jamás.Tenía previsto telefonear a Emily acontinuación, pero lo pensó mejor: lodejaría para el día siguiente.

En su club, era la hora de abrevar.Sus viejos amigos lo saludaron, loinvitaron a una jarra, él los invitó a

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ellos. Riñones y beicon en la mesalarga, café y oporto en la biblioteca paracelebrar la noche como era debido. Elascensor estaba averiado, pero superólos cuatro pisos a pie sin mayorproblema y recorrió a tientas el largopasillo hasta su habitación sin derribarninguno de los condenados extintores.Pero tuvo que palpar la pared paralocalizar el interruptor que se le resistía,y mientras buscaba, notó el aire muyfresco en la habitación. ¿Acaso elanterior ocupante, en flagrante violacióndel reglamento del club, había fumado ydejado la ventana abierta para ocultar laprueba? Si era así, Kit se plantearía

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escribir una severa carta a secretaría.Y cuando por fin encontró el

interruptor, y encendió la luz, allí,sentado en el sillón tapizado deimitación cuero bajo la ventana abierta,vistiendo una elegante americana decolor azul marino de cuyo bolsillosuperior asomaba el triángulo de unpañuelo blanco, estaba Jeb.

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4El sobre marrón de tamaño Din-A4

cayó cara arriba en el felpudo del pisode Toby Bell en Islington a las tres yveinte de la madrugada de un sábado,poco después de su regreso de ungratificante pero tenso período deservicio en la embajada británica enBeirut. En inmediato estado de alerta,cogió una linterna de la mesilla de nochey, de puntillas, recorrió con cautela elpasillo oyendo primero unos pasos quese alejaban sigilosamente escalera abajoy luego el ruido de la puerta de la calleal cerrarse.

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El sobre era de un papel grueso,untuoso, e iba sin franquear. En elángulo superior izquierdo llevaba laspalabras PRIVADO YCONFIDENCIAL escritas a tinta engrandes mayúsculas. La dirección,«Señor Don T. Bell, puerta 2», constabaen una letra cursiva, de aspecto inglés,que no reconoció. La solapa traseravenía sellada por partida doble concinta adhesiva, cuyos extremosdesgarrados se doblaban en los bordesdel sobre y se extendían por la partedelantera. No incluía el nombre delremitente, y si la intención de ladesfasada fórmula «Señor Don», sin

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abreviar, era tranquilizarlo, habíaconseguido el efecto opuesto. Elcontenido del sobre parecía plano: enrigor era, pues, una carta, no un paquete.Pero Toby, por su adiestramiento, sabíaque los artefactos no tenían por qué servoluminosos para volarle a uno lasmanos.

No era un gran misterio cómo sehabía entregado una carta ante la puertade su piso en la primera planta a esashoras. Los fines de semana la puerta dela calle a menudo se quedaba abiertatoda la noche. Armándose de valor,recogió el sobre y, sosteniéndolo con elbrazo extendido, lo llevó a la cocina.

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Después de examinarlo bajo la lámparade techo, lo abrió por un lado con uncuchillo de cocina y descubrió unsegundo sobre dirigido a él con lamisma caligrafía: A LA ATENCIÓNDEL SR. D. T. BELL.EXCLUSIVAMENTE.

Este sobre interior también veníasellado con cinta adhesiva. Contenía doshojas de papel de carta azul conmembrete, sin fecha, densamenteescritas.

Desde:La Casona,St Pirran,

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Bodmin,Cornualles

Mi querido Bell:Perdone el misterio en torno a esta

misiva y la furtiva manera de entregarla.Por lo que he sabido a partir de misinvestigaciones, hace tres años era ustedasistente personal de ciertosubsecretario. Si le digo que tenemos unconocido común llamado Paul,adivinará la razón de mi inquietud ycomprenderá por qué no puedoexplayarme por escrito libremente.

La situación en que me hallo es tangrave que no me queda más remedio que

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apelar a sus instintos humanos naturalesy rogarle total discreción. Le pido unencuentro personal lo antes posible, aquíen la oscuridad del norte de Cornuallesmás que en Londres, el día que ustedelija. No es necesario, ni aconsejable,aviso previo, ya sea por correoelectrónico, teléfono o carta.

Nuestra casa está actualmente enreformas, pero disponemos de amplioespacio para alojarlo. Le entrego esta acomienzos del fin de semana con laesperanza de acelerar su visita.

Le saluda atentamente,

CHRISTOPHER (KIT) PROBYN

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P. D.: Adjunto mapa dibujado amano e indicaciones de cómo llegar. C.P.

P. P. D.: He conseguido su direcciónpor medio de un antiguo colega con unpretexto. C. P.

Mientras Toby leía esto, lo invadióuna especie de calma magistral, unasensación de misión cumplida y hechoconstatado. Durante tres años habíaesperado una señal como esa, y ahoraahí estaba, ante él, en la mesa de lacocina. Incluso en los peores momentosde Beirut —entre las amenazas de

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bomba, el miedo al secuestro, los toquesde queda, los asesinatos y las reunionesclandestinas con jefes de la miliciaimpredecibles—, en ningún momentohabía dejado de pugnar con el misteriode la Operación Que Nunca Existió, y elinexplicable cambio radical de GilesOakley. Pocos días después de serdespachado Toby expeditivamente aBeirut, Fergus Quinn, diputado, la granesperanza dorada de los poderesfácticos de Downing Street, abandonó lapolítica y aceptó el cargo de asesor deaprovisionamiento para la defensa enuno de los Emiratos, decisión que diopábulo a los redactores de las columnas

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de cotilleo ese fin de semana, pero lacosa no pasó de ahí.

Todavía en bata, Toby corrió a suordenador de sobremesa. Christopher(Kit) Probyn, nacido en 1950, estudiosen Marlborough College y Caius,Cambridge, licenciado en Matemáticas yBiología sin mención especial, unpárrafo escaso en el Who’s Who .Casado con Suzanna, apellido de solteraCardew, una hija. Sirvió en París,Bucarest, Ankara, Viena, luego variospuestos en Inglaterra antes de ser altocomisionado en un grupo de islascaribeñas.

Nombrado sir en poste por la reina,

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jubilado hacía un año.Con esta inocua entrada, las

compuertas de la identificación seabrieron de par en par.

¡Sí, sir Christopher, en efectotenemos un conocido común llamadoPaul!

¡Y sí, Kit, ciertamente adivino larazón de su inquietud y comprendo porqué no puede explayarse por escritolibremente!

¡Y no me sorprende en absoluto queno sea necesario, ni aconsejable avisoprevio, ya sea por correo electrónico,teléfono o carta! Porque Paul es Kit yKit es Paul, entre los dos forman un

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elemento que vuela bajo y un teléfonorojo, y apelan a mis instintos humanosnaturales. Bien, Kit, bien, Paul, noapelarán ustedes en vano.

Como soltero en Londres, Toby sehabía hecho el firme propósito de notener coche. Tardó diez exasperantesminutos en extraer un horario de trenesde la web, y otros diez en concertar larecogida de un coche de alquiler sinconductor en la estación de BodminParkway. A mediodía, sentado en elvagón restaurante, veía pasar atrompicones los ondulados campos de lazona sudoeste de Inglaterra, tanlentamente que perdió la esperanza de

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llegar a su destino antes del anochecer.Así y todo, a última hora de la tarde,conducía un sedán con el embraguedesgastado y la dirección mal alineadapor estrechas carreteras bajo un ramajetan denso que daba la impresión de queeran túneles traspasados por hilos deluz. Pronto empezó a avistar los hitosprometidos: un vado, una curva muycerrada, una solitaria cabina telefónica,un cartel de camino sin salida yfinalmente un indicador donde se leíaPARROQUIA DE ST PIRRAN 3KILÓMETROS.

Descendió por una empinadapendiente y pasó entre campos de colza

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y maíz bordeados de cercas de granito.Ante él, en un alto, aparecieron unascuantas granjas, luego unos bungalowsmodernos dispersos, y más allá unaiglesia baja y maciza de granito y lacalle de un pueblo; y al final de la calle,en su propia elevación, la Casona, unafea alquería decimonónica, concolumnas en el porche y una enormeverja de hierro de dos hojas entre dospomposos postes coronados por leonesde piedra.

Toby no redujo la velocidad laprimera vez que pasó por delante. Era elHombre de Beirut, acostumbrado arecabar toda la información disponible

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antes de un encuentro. Eligiendo uncamino sin asfaltar que atravesaba laladera del monte, pronto pudocontemplar desde lo alto un revoltijo detejados de pizarra inclinados conescaleras de mano dispuestas encima,una hilera de invernaderos ruinosos y unestablo con una torre de reloj, sin reloj.Y en el patio del establo, unahormigonera y una pila de arena.«Nuestra casa está actualmente enreformas, pero disponemos de amplioespacio para alojarlo.»

Completado el reconocimiento,regresó a la calle mayor del pueblo y,por un camino corto de firme irregular,

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se acercó al porche de la Casona. Al noencontrar timbre sino únicamente unaaldaba de latón, dio un reverberantealdabonazo y oyó los ladridos de unperro y unos feroces martillazosprocedentes de las profundidades de lacasa. La puerta se abrió y una mujermenuda, de aspecto intrépido, yapasados los sesenta, lo examinóseveramente con sus ojos azules demirada penetrante. A su lado, unlabrador amarillo embarrado hizo lomismo.

—Me llamo Toby Bell. Querríasaber si es posible hablar un momentocon sir Christopher —dijo, ante lo cual

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el rostro enjuto de la mujer enseguida serelajó en una sonrisa cálida y bastantehermosa.

—¡Ah, claro, Toby Bell! Verás, esque no me esperaba que fueras tanjoven. Perdona. Ese es el problema detener cien años. ¡Ya está aquí, querido!Es Toby Bell. ¿Dónde se habrá metidoeste hombre? En la cocina, seguramente.Está peleándose con un viejo horno depan. ¡Kit, querido, por una vez deja dedar mazazos y ven! Le compré un par deesas orejeras de plástico, pero no se laspone. Pura obstinación masculina.Sheba, saluda a Toby. No te importa quete tutee, ¿verdad? Yo me llamo Suzanna.

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¡No te pases, Sheba! Caramba, estaperra necesita un baño.

Cesó el martilleo. La perraembarrada tocó a Toby en el muslo conel hocico. Siguiendo la mirada deSuzanna, Toby observó un pasillo maliluminado con pavimento de losas.

—¿Seguro que es él, querida? No teequivocas de hombre, ¿verdad? Hay queandarse con pies de plomo, ya lo sabes.Podría ser el nuevo fontanero.

Una súbita identificación interior:después de tres años de espera, Tobyoía la voz del auténtico Paul.

—¡Claro que no me equivoco dehombre, querido! —respondía Suzanna

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en voz alta—. Y se muere por una duchay una buena copa después del viaje, ¿no,Toby?

—¿Ha tenido un buen viaje, Toby?¿Ha encontrado bien el camino hastaaquí y demás? ¿Las indicaciones no lohan confundido?

—¡Ha sido un viaje estupendo! Susindicaciones eran de una precisiónimpresionante —contestó Toby alzandola voz, con igual efusividad, hacia elpasillo vacío.

—Deme treinta segundos paralavarme las manos y quitarme estasbotas, y estaré con usted.

Un potente chorro de agua, un

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bocinazo, un borboteo de tuberías. Lospasos acompasados del verdadero Paulacercándose por el suelo enlosado. Yfinalmente el hombre en persona,primero su silueta, después él con monoy zapatillas de deporte antiguas,secándose las manos en un paño decocina antes de darle un apretón conambas a Toby.

—Cuánto me alegro de que hayavenido —dijo con fervor—. No sabe loimportante que es para nosotros. Hemosestado con el alma en vilo, ¿no es así,querida?

Pero antes de que Suzanna pudieraconfirmarlo, una mujer alta y esbelta,

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cercana a los treinta años, de cabellooscuro y grandes ojos italianos, saliócomo de la nada y se colocó junto a Kit.Y como parecía más interesada en echarun vistazo a Toby que en saludarlo, élsupuso en un primer momento que eramiembro del servicio o algo así, quizáuna au pair.

—Hola. Soy Emily. Hija de la casa—se presentó con tono cortante,tendiendo el brazo por delante de supadre para estrecharle la mano con unexpeditivo apretón, no acompañado deuna sonrisa.

—¿Ha traído el cepillo de dientes?—preguntaba Kit—. ¡Bien hecho! ¿En el

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coche? Vaya a por sus cosas, y lollevaré a su habitación. Y tú, querida,¿no improvisarías una cena paranosotros los chicos? Este hombre debede estar famélico después del viaje. Unade las empanadas de la señora Marlowele sentará de maravilla.

Como la escalera principal era unaobra en curso, usaban la antigua escalerade servicio. La pintura de la pareddebería estar seca, pero era mejor notocarla, dijo Kit. Las mujeres habíandesaparecido. Desde la trascocinallegaban los sonidos de Sheba, querecibía su baño.

—Em es médico —explicó Kit

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mientras subían, reverberando su voz dearriba abajo en el hueco de la escalera—. Licenciada por Bart’s. Primera de supromoción, nada menos. Atiende a lospobres y necesitados del East End,afortunados ellos. Aquí en el suelo hayuna tabla un poco tocada, así quecuidado al pisar.

Habían llegado a un rellano con unahilera de puertas. Kit abrió la del medio.Unas mansardas con vistas a un jardíntapiado. Una cama individualpulcramente hecha, con la sábana yaabierta. En un escritorio, folios ybolígrafos.

—Whisky en la biblioteca en cuanto

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acabe de empolvarse la nariz —anuncióKit desde la puerta—. Un paseo antes dela cena, si le apetece. Será más fácilhablar si las chicas no están presentes—añadió, un poco incómodo—. Y ojocon la ducha: el agua tira a caliente, casiquema.

Una vez en el cuarto de baño, ya apunto de desvestirse, Toby se sobresaltóal oír unas voces iracundas a todovolumen al otro lado de la puerta. Alvolver a la habitación vio a Emily enchándal y zapatillas de pie ante eltelevisor, sosteniendo en equilibrio unmando a distancia, pasando de un canala otro.

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—He pensado que conveníacomprobar si funcionaba —explicó porencima del hombro, sin hacer el menoresfuerzo por bajar el sonido—. Estamosdestinados en un puesto extranjero.Nadie está autorizado a oír lo que dicenadie. Además, las paredes oyen y nohay alfombras.

Con el televisor aún a todo volumen,Emily se acercó un paso a él.

—¿Has venido en lugar de Jeb? —preguntó a un palmo de su cara.

—¿Quién?—Jeb. J-E-B.—No, no.—¿Conoces a Jeb?

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—No, no lo conozco.—Pues mi padre sí. Es su gran

secreto. Solo que Jeb lo llama Paul.Tenía que venir aquí el miércolespasado. No se presentó. Tú ocupas sucama, de hecho —añadió, sin dejar demirarlo con sus ojos castaños.

En la televisión, el presentador deun concurso enardecía los ánimos.

—No sé quién es ese Jeb, y nunca enla vida he conocido a un Jeb —contestóToby con una voz muy comedida—. SoyToby Bell, y soy del Foreign Office. —Y fingiendo que acababa de ocurrírsele—: Pero soy también un ciudadanoparticular, si es que eso quiere decir

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algo.—¿Y ahora qué eres?—Un ciudadano particular. El

invitado de tu familia.—¿Y aun así no conoces a Jeb?—Ni como ciudadano particular, ni

como funcionario del Foreign Office,conozco a ningún Jeb. Creía haberlodejado claro.

—Y entonces ¿por qué has venido?—Tu padre necesita hablar conmigo.

Todavía no me ha dicho por qué.Ella suavizó el tono, pero solo un

poco:—Mi madre es discreta hasta la

muerte. Por otro lado, está enferma y no

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responde bien al estrés,lamentablemente, porque ahora haymucho de eso por aquí. Lo que mepregunto, pues, es si has venido paraempeorar las cosas o para mejorarlas.¿O eso tampoco lo sabes?

—Me temo que no.—¿Sabe el Foreign Office que estás

aquí?—No.—Pero el lunes lo sabrá.—Creo que eso es mucho suponer

por tu parte.—¿Por qué?—Porque antes tengo que escuchar a

tu padre.

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Aullidos de júbilo procedentes deltelevisor cuando alguien gana un millónde libras.

—Hablarás con mi padre esta nochey te marcharás por la mañana. ¿Ese es elplan?

—Suponiendo que para entonceshayamos terminado.

—Es el turno de St Pirran para eloficio de la mañana. Mis padres sedejarán ver en la iglesia a las diez. Mipadre es pertiguero o coadjutor auxiliaro algo así. Si te despides antes de que semarchen a la iglesia, puedes quedarte unrato y cotejamos notas.

—Por mí encantado, en la medida de

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lo posible.—¿Y eso qué significa?—Si tu padre quiere hablarme

confidencialmente, yo debo respetar suconfianza.

—¿Y si yo quiero hablarteconfidencialmente?

—En ese caso, respetaría también tuconfianza.

—A las diez, pues.—A las diez.Kit estaba en el vestíbulo,

sosteniendo un anorak de repuesto.—¿Le importa si dejamos el whisky

para más tarde? Se avecina unchaparrón.

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Trabajosamente, atravesaron latierra encharcada del jardín tapiado, Kitcon un viejo bastón de fresno, Shebapisándole los talones y Toby detrás deél, avanzando como buenamente podíacon unas botas de agua prestadas que lequedaban grandes. Recorrieron uncamino de sirga bordeado de jacintos ycruzaron una inestable pasarela con elletrero PELIGRO. Al llegar a una cerca,unos peldaños de granito daban acceso acampo abierto en la ladera. Mientrasascendían, un viento de poniente leslanzaba la llovizna a la cara. En lo altodel monte había un banco, pero estabademasiado mojado para sentarse, así

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que se quedaron de pie, vueltosparcialmente el uno hacia el otro, conlos ojos entornados para protegerse dela lluvia.

—¿Le parece bien aquí arriba? —preguntó Kit, con lo que quería decir,cabía suponer: ¿le importa que nosquedemos aquí bajo la lluvia?

—Por supuesto. Me encanta —respondió Toby cortésmente, y seprodujo una pausa, que Kit parecióaprovechar para hacer acopio de valor ylanzarse.

—Operación Fauna —prorrumpió—. Un éxito clamoroso, nos dijeron.Copas para todos. El título de sir para

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mí, un ascenso para usted… ¿Sí?Y esperó con expresión ceñuda.—Disculpe —dijo Toby.—¿Por qué?—Nunca he oído hablar de esa

Operación Fauna.Kit mantenía la mirada fija en él,

desvaneciéndose la afabilidad de susemblante.

—¡Fauna, hombre, por Dios! ¡Unaoperación del máximo secreto! Unaempresa con participación pública yprivada para secuestrar a un terroristavaliosísimo. —Y como Toby seguía sindar señales de situarse—: Oiga, si va anegar todo conocimiento de eso, ¿para

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qué demonios ha venido?A continuación Kit se quedó allí

inmóvil, con semblante colérico,resbalándole la lluvia por la cara, enespera de la respuesta de Toby.

—Sé que usted era Paul —dijoToby, empleando el mismo tonocomedido que había utilizado con Emily—. Pero nunca había oído hablar de laOperación Fauna hasta que usted la hamencionado hace un momento. Nunca hevisto ningún documento relacionado conFauna. Nunca asistí a ninguna reunión.Quinn me mantuvo al margen.

—¡Pero si usted era su asistentepersonal, por el amor de Dios!

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—Sí. Por el amor de Dios, yo era suasistente personal.

—¿Y Elliot? ¿Ha oído hablar deElliot?

—Solo indirectamente.—¿Y de Crispin?—Sí, he oído hablar de Crispin —

admitió Toby con el mismo tonouniforme de voz—. Incluso lo heconocido. Y he oído hablar de EfectosÉticos, por si le sirve de ayuda.

—¿Y de Jeb? ¿Qué es lo que sabe deJeb? ¿Ha oído hablar de Jeb?

—Para mí, Jeb es también unnombre. Pero Fauna no, y todavía estoyesperando a que me explique por qué me

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ha pedido que venga.Si la intención de esto era aplacar a

Kit, tuvo el efecto contrario. Apuntandoel bastón en dirección a la hondonadaque quedaba justo por debajo de ellos,bramó para hacerse oír por encima delviento:

—Le diré por qué está aquí. ¡Allí esdonde Jeb aparcó su condenadacamioneta! ¡Allí abajo! Allí estaban lashuellas de las ruedas hasta que laspisotearon las vacas. Jeb. Jefe denuestro aguerrido destacamentobritánico. El hombre a quien se quitaronde encima por decirles la verdad. Queahora no tiene donde caerse muerto. Y

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usted no ha tenido nada que ver con eso,supongo.

—En absoluto —respondió Toby.—En ese caso quizá quiera

explicarme —propuso Kit, amainandosu ira ligeramente—, antes de que nosvolvamos locos usted o yo, o los dos,¿cómo es posible que no sepa nada de laOperación Fauna y sin embargo síconozca a Paul y a Jeb y a todos losdemás a pesar de que su subsecretario lodejó al margen, cosa que personalmenteencuentro muy difícil de creer?

Mientras Toby ofrecía su sencillarespuesta, descubrió, para su sorpresa,que no experimentaba una crisis del

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alma, sino solo una agradable sensaciónde catarsis:

—Porque grabé la reunión entreustedes dos y el subsecretario. Aquellaen la que usted le dijo que era suteléfono rojo.

Kit tardó un momento en asimilarlo.—¿Por qué demonios iba a hacer

Quinn una cosa así? En la vida he vistoa un hombre más crispado. ¿Grabar supropia reunión secreta? ¿Por qué?

—No la grabó él. Fui yo.—¿Para quién?—Para nadie.Kit tuvo serias dificultades para

obligarse a creerlo:

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—¿No se lo encargó nadie? Lo hizousted únicamente por propia iniciativa.¿En secreto? ¿Sin permiso de nadie?

—Exacto.—Vaya un comportamiento tan

absolutamente vil.—Sí, ¿verdad? —convino Toby.En fila india, regresaron a la casa,

Kit por delante pisando con fuerza,seguido por Sheba y Toby a unadistancia respetuosa.

Con la cabeza gacha, sentados a lalarga mesa de pino, bebieron el mejorborgoña de Kit y comieron la empanadade riñones y carne mientras Shebaobservaba ávidamente desde su canasta.

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Para Kit, era impensable descuidar susobligaciones de anfitrión, y Toby, almargen de sus defectos, era invitadosuyo.

—No le envidio ese condenadoBeirut, debo decirle —comentófríamente mientras rellenaba la copa deToby.

Pero cuando Toby, con ánimo dereciprocidad, preguntó a Kit por superíodo de servicio en el Caribe, fuedisuadido de manera tajante:

—Ese no es un buen tema deconversación en esta casa, me temo. Unacuestión un tanto espinosa.

Tras lo cual tuvieron que arreglarse

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con trivialidades del Foreign Office:quiénes eran en la actualidad losmandamases, y si el ministerio acabaríade nuevo en manos de Washington, o sedejaría en poder de cualquier otroextranjero. Pero Kit pronto perdió lapaciencia y no tardaron en cruzar a todaprisa el patio del establo bajo elaguacero, Kit en cabeza con una linterna,sorteando pilas de arena y adoquines degranito. Luego el aroma dulce del henocuando pasaron ante las caballerizasvacías de camino al antiguo guadarnés,con sus paredes de ladrillo, sus ventanasaltas y arqueadas y su chimeneavictoriana de hierro, ya preparada.

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Y sobre una vieja prensa de lino quehacía las veces de sofá-mesa, una pilade papel tamaño Din-A4, un pack de lamejor cerveza amarga y una botella deJB, sin abrir: todo a punto, supuso Toby,no en honor de él, sino de Jeb, elinvitado que no se había presentado.

Kit, en cuclillas, acercaba unacerilla a la leña.

—Aquí celebramos unas fiestas quese llaman Feria de Bailey —dijo haciala chimenea, avivando las llamas consus largos dedos—. Teóricamente latradición se remonta a Dios sabecuándo. Chorradas. —Y después desoplar vigorosamente la yesca—: Por si

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usted no lo sabe, me dispongo atransgredir todas y cada una de lascondenadas reglas en las que antescreía.

—Pues ya somos dos, ¿no? —contestó Toby.

Y nació entre ellos ciertacomplicidad.

Toby sabe escuchar, y durante un parde horas apenas ha hablado salvo paraofrecer en susurros alguna que otrapalabra de comprensión.

Kit le ha descrito cómo lo reclutóFergus Quinn, y su sesión informativacon Elliot. Viajó a Gibraltar bajo elnombre de Paul Anderson, deambuló por

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la aborrecida habitación del hotel, seapostó en la ladera con Jeb, Shorty,Andy y Don, y proporcionó su propiadescripción como testigo ocular yauditivo de la Operación Fauna y supretendidamente triunfal desenlace.

Ha descrito la feria: sometiéndose aun estricto control a medida que avanza,descubriéndose en error en tal o cualpequeño detalle y corrigiéndose paraluego continuar.

Ha descrito con decididodesapasionamiento, pese a lo mucho quele cuesta, el hallazgo del recibo de puñoy letra de Jeb, y su impacto primero enSuzanna y luego en él mismo. Ha abierto

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de un tirón un cajón de su escritorio y,con un brusco «eche un vistazo ustedmismo», le ha plantado delante la finahoja de papel pautado.

Ha descrito con apenas disimuladarepugnancia su entrevista con JayCrispin en el Connaught, y la llamadatelefónica para tranquilizar a Suzanna,que en retrospectiva parece causarlemás dolor que cualquier otro episodioaislado.

Y ahora describe su encuentro conJeb en el club.

—¿Cómo demonios sabía él que sealojaba usted allí? —lo interrumpióToby con contenida perplejidad, ante lo

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cual una especie de júbilo se propagópor los atormentados rasgos de Kit.

—El muy cabrón me siguió —dijocon orgullo—. No me pregunte cómo.Todo el camino desde aquí hastaLondres. Me vio coger el tren enBodmin, subió también él. Me siguióhasta el Connaught, me siguió hasta elclub. Sigilo —añadió, maravillado,como si el sigilo fuese un conceptototalmente nuevo para él.

La habitación del club cuenta con uncamastro más propio de un colegio, unlavabo con una toalla no mayor que unpañuelo de bolsillo y una estufaeléctrica de dos barras que antes

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funcionaba con monedas, hasta que unadecisión histórica del comité dictaminóque el coste de la calefacción seincluyera en el precio por noche. Laducha es un ataúd vertical de plásticoblanco encajonado en un armario. Kit haconseguido por fin encontrar elinterruptor, pero todavía no ha cerradola puerta. Sin habla, observa a Jeblevantarse del sillón, cruzar lahabitación hacia él, quitarle la llave dela mano, cerrar la puerta con ella,echársela en el bolsillo de su eleganteamericana y volver a tomar asiento bajola ventana abierta.

Jeb ordena a Kit que apague la

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lámpara del techo. Kit obedece. Ahorala única fuente de luz es el resplandordel anaranjado cielo nocturnolondinense que entra por la ventana. Jebpide a Kit su teléfono móvil. Kit se loentrega sin despegar los labios.Indiferente a la penumbra, Jeb retira labatería y luego la tarjeta SIM con lamisma destreza que si desmontara unarma, y lanza las piezas a la cama.

—Quítese la chaqueta, por favor,Paul. ¿Está muy borracho?

Kit consigue contestar «no mucho».El «Paul» lo incomoda pero se quita lachaqueta de todos modos.

—Dúchese si le apetece, Paul, pero

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procure dejar la puerta abierta.A Kit no le apetece, pero agacha la

cabeza ante el lavabo y se remoja lacara. Luego se frota la cara y el pelo conla toalla en un esfuerzo por sacudirse elestado de ebriedad a restregones, perode todos modos la ebriedad sedesvanece por momentos. Una menteasediada puede hacer muchas cosas a lavez, y Kit está haciéndolas casi todas.Lleva a cabo un último esfuerzodesesperado para persuadirse de queJay Crispin decía la verdad y Jeb, comoCrispin ha afirmado, es un psicópatarabioso con mucha labia. El burócrataque lleva dentro evalúa la mejor línea

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de actuación partiendo de ese supuestono demostrado. ¿Debe seguir lacorriente a Jeb, ofrecerle comprensión,asistencia médica? ¿O debe —cosaharto difícil— arrastrarlo a lacomplacencia y quitarle la llave por lafuerza? ¿O, si eso falla, echarse a correra la desesperada hacia la ventanaabierta y la escalera de incendios? Todoesto intercalado con mensajes de amor yhumilde disculpa transmitidosperentoriamente a Suzanna, y peticionesde consejo a Emily sobre el trato conpacientes mentalmente enfermos ypotencialmente violentos.

La primera pregunta de Jeb es, por

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su placidez, la más alarmante:—¿Qué le ha contado Crispin de mí,

Paul, allí en el hotel Connaught?Ante lo cual Kit masculla algo así

como que Crispin simplemente haconfirmado que la Operación Fauna fueun éxito rotundo, un golpe de losservicios de inteligencia de un valorexcepcional y además incruento:

—De hecho, todo lo que ya se habíaanunciado que sería, y más aún —añadiendo con displicencia—: a pesarde ese mensaje infame que escribióusted en el supuesto recibo por el bolsode mi mujer.

Jeb mira a Kit con semblante

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inexpresivo, como si no lo hubiera oídobien. Hace un comentario en susurrosque Kit no alcanza a distinguir. Acontinuación sucede algo que Kit, pese asu firme determinación de objetividad,parece incapaz de describir en términoscomprensibles. Jeb, a saber cómo, hacruzado la pequeña porción de moquetaraída que lo separa de Kit. Y Kit, sinrecuerdo de cómo ha llegado hasta ahí,se ve inmovilizado contra la puerta, conun brazo detrás de la espalda, y nota unamano de Jeb en la garganta, y Jeb lehabla a la cara y lo anima a contestarpor medio de cabezazos contra la jambade la puerta.

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Kit cuenta estoicamente lo queocurrió después:

—Golpe. Cabeza contra la jamba.Un cielo rojo de noche. «¿Usted quesacaba, Paul?» «¿A qué se refiere?»,pregunto yo. «Al dinero, ¿a qué va aser?» Ni un ochavo, le contesté. Se haequivocado de hombre. Golpe. «¿Quéparte del botín se llevó, Paul?» Golpe.No me llevé ninguna parte, le dije, yquíteme las manos de encima. Golpe. Aesas alturas ya empezaba a estarenfadado con él. Me tenía retorcido elbrazo. Si sigue así, dije, me romperá elputo brazo, y ninguno de los dos habrásalido de la ignorancia. Ya le he dicho

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todo lo que sé, así que déjeme en paz.Kit levanta la voz en una inflexión

de sorpresa complacida:—¡Y eso hizo, maldita sea! Así sin

más. Me dejó en paz. Se quedómirándome por un momento, retrocedióy me observó mientras, resbalando porla pared, me desplomaba hasta el suelo.Luego me ayudó a levantarme como uncondenado samaritano.

Y ese fue el momento crucial, comolo llamó Kit: cuando Jeb volvió al sillóny se sentó como un boxeador derrotado.Pero ahora Kit se convierte en elsamaritano. No le gusta la manera en queJeb se agita y tiembla:

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—Dejaba escapar una especie desollozos. Con mucho ahogo. Verá —conindignación—, si la mujer de uno llevamedia vida enferma y su hija, lacondenada, es médico, uno no se quedaahí boquiabierto, ¿no? Uno hace algo.

De modo que lo primero quepregunta Kit a Jeb, tras permanecersentado cada uno en su rincón por unrato, es si puede ir a traerle algo, con laidea —aunque se la calla— de que inextremis localizará a la buena de Em,como insiste en llamarla, y le pedirá queprescriba por teléfono una receta en lafarmacia de guardia más próxima. Peroen respuesta Jeb se limita a cabecear,

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ponerse en pie, cruzar la habitación,servirse agua del lavabo en el vaso delcepillo de dientes, ofrecérselo a Kit,beber un poco él mismo y volver asentarse en su rincón.

Al cabo de un rato —podrían habersido minutos, comenta Kit, pero dabaigual porque, que él sepa, ninguno de losdos tenía que ir a ningún sitio—, Jebpregunta, con voz un tanto empañada, siallí hay algo para comer. No es quetenga hambre propiamente dicha, aclara—interviniendo aquí un poco el orgullo,según Kit—, es solo a modo decombustible.

Kit lamenta no tener allí nada para

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comer, pero se ofrece a bajar y ver sipuede improvisar algo con la ayuda delportero de noche. Jeb recibe estasugerencia con otro prolongado silencio:

—Se lo veía un poco fuera delmundo, al pobre. Me dio la impresión deque se le había ido el santo al cielo ytenía algún que otro problema paravolver a la realidad. Conozco bien esasensación.

Pero a su debido tiempo, como buensoldado que es, Jeb se recompone,hunde la mano en el bolsillo y le entregala llave de la habitación. Kit se levantade la cama y se pone la chaqueta.

—¿Qué tal un poco de queso?

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El queso le parece bien, dice Jeb.Pero del normal y corriente, no soportael azul. Kit cree que Jeb con eso ya lo hadicho todo, pero se equivoca. Jebnecesita hacer una declaración deintenciones antes de que Kit se vaya apor el queso:

—Todo fue una sarta de mentiras,Paul, entiéndalo —explica justo cuandoKit se preparaba para bajar—. ElIncauto nunca estuvo en Gibraltar. Fuetodo una invención, entiéndalo. YAladino… en fin, no tenía intención dereunirse con él, ni en aquellas casas nien ningún sitio, ¿comprende?

Kit tiene la prudencia de callar.

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—Lo timaron. Efectos Éticos.Timaron a aquel subsecretario suyo, elseñor Fergus Quinn. Jay Crispin, únicomiembro de su gran servicio deinteligencia privado. Llevaron a Quinnal huerto, igual que nos llevaron anosotros, ¿comprende? Nadie va areconocer que entregaron un par demillones de dólares en un maletín acambio de una carretada de gilipollecesya sabidas, ¿verdad que no?

Kit supone que no.La cara de Jeb vuelve a quedar en la

oscuridad, y bien se ríe en silencio, obien —simple conjetura de Kit— lloraen silencio. Kit vacila en la puerta,

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reacio a dejarlo solo, pero sin querertampoco agobiarlo con excesivasatenciones.

Jeb deja de sacudir los hombros. Kitdecide que no hay problema en bajar.

A su regreso de la incursión en lasentrañas del club, Kit arrastra la mesillade noche al centro de la habitación ycoloca una silla a cada lado. Pone uncuchillo, pan, mantequilla, quesocheddar y dos botellas de cerveza, asícomo un tarro de encurtidos en salsa,Branston Pickle, que el portero de nocheha insistido en incluir a cambio de supropina de veinte libras.

El pan es blanco y está ya cortado en

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previsión del desayuno de mañana. Conuna rebanada en la palma de la mano,Jeb unta la mantequilla, añade el quesoen trozos que dispone como teselas deun mosaico sobre el pan. A continuaciónse sirve encima cucharadas deencurtido, coge otra rebanada de pan yhace un sándwich, que cortametódicamente en cuatro porciones.Considerando poco natural tal precisiónen un soldado de las Fuerzas Especiales,Kit lo atribuye al turbulento estadomental de Jeb y se concentra en lacerveza.

—Así que vamos ladera abajo hastalas casas, ¿sí? —continúa Jeb después

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de matar el gusanillo del hambre—. Dehecho, ¿qué sentido tenía negarse? Quésé yo, pero desde luego no acabábamosde verlo claro. ¿Localización, captura yfinalización? Qué sé yo, quizá nohabíamos empezado con buen pie,teniendo en cuenta que Andy ya habíatrabajado con Elliot tiempo atrás y notenía una buena opinión de él, para serfrancos, ni de sus aptitudes ni de lainformación de que disponía. Fuente:Zafiro, se llamaba, según dijo Elliot enla sesión previa a la operación.

—¿Qué sesión fue esa, Jeb? —lointerrumpe Kit, momentáneamentemolesto por no haber sido invitado.

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—La sesión de Algeciras, Paul —contesta Jeb con paciencia—. Previa ala operación. Enfrente de Gibraltar, alotro lado de la bahía. Poco antes deocupar nuestra posición en la ladera. Enuna gran sala encima de un restauranteespañol, fue, y todos hicimos ver queera una reunión de negocios. Y Elliot,allí en el estrado, nos explicó cómo seharían las cosas, mientras su unidad, ungrupo variopinto de filibusterosestadounidenses sentados en primerafila, ni nos dirigía la palabra por serbritánicos y del ejército regular. Lafuente, Zafiro, dice tal, la fuente, Zafiro,dice cual. O Elliot dice que lo dice.

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Todo es según Zafiro, y ella está allímismo, con Aladino, en el yate de lujo.Es la querida de Aladino y debe de serloa todas horas, con tantos secretos dealcoba como oye. Lee los correoselectrónicos de Aladino por encima desu hombro, escucha sus conversacionestelefónicas en la cama, subefurtivamente a cubierta y se lo cuentatodo a su novio verdadero allá enBeirut, que se lo comunica al señorCrispin de Efectos Éticos… Y aquí pazy después gloria.

Pierde el hilo, lo encuentra, ycontinúa:

—Solo que ni paz ni gloria, ¿no?

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Quizá por lo que a Efectos Éticos serefiere sí, pero no para nuestro propioservicio de inteligencia británico.Porque el servicio de inteligenciabritánico no se deja arrastrar a laoperación, ¿comprende? Como tampocoel regimiento… O casi no se deja. Alregimiento le huele mal, ¿y a quién no?Pero tampoco quiere perdérselo, y no legusta la presión política. Así que es latípica concesión británica de siempre:nadar y guardar la ropa. Y los quenadamos somos los chicos y yo, por asídecirlo. Y Jeb, aquí presente, estará almando porque el bueno de Jeb es el mástemplado. Quizá un poco puntilloso,

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pero con esos mercenarios insensatospor medio, tanto mejor. El abuelo Jeb,me llamaban. Y no es que me importara,si con eso querían decir que no corroriesgos innecesarios.

Jeb toma un sorbo de cerveza, cierralos ojos y enseguida se sumerge denuevo en el relato.

—La casa número siete, se suponíaque era. Bien, pensamos: ocupemostambién la seis y la ocho, ya puestos,una casa por hombre, y yo cubro; encualquier caso, todo es un disparate…aunque, claro, con Elliot al frente, ya sesabe. Todo es un poco a lo MickeyMouse, francamente, la mitad del equipo

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no funcionaba como debía, ¿qué másdaba, pues? Imposible que enseñen esoen la instrucción, ¿no? Pero losobjetivos no debían estar armados, ¿no?Al menos según la brillante informaciónde Elliot. Además, solo queríamos a unode los dos; al otro no podíamos nitocarlo. Entramos, pues, en las trescasas simultáneamente por el factorsorpresa, decimos, y vamos dehabitación en habitación. Atrapa a tuhombre, asegúrate de que es él, bájalocomo un fardo por el balcón aldestacamento de la playa, manteniendolos pies bien plantados en el Peñón entodo momento. Muy sencillo, en

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realidad. Disponíamos de los planos delas casas, todas iguales. Un bonito salóncon un gran balcón orientado al mar. Undormitorio principal con vistas al mar yun segundo dormitorio no más grandeque un armario para un niño. El baño yel comedor cocina abajo, y las paredesfinas como el papel, cosa que sabíamospor los datos de la agencia inmobiliaria.O sea, si solo oyes el mar, da porsupuesto que están escondidos o noestán, extremas la cautela en todomomento, no utilizas el arma más que endefensa propia, y sales más deprisa quehas entrado. Ni siquiera tenías lasensación de que aquello era una

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operación, ¿cómo ibas a tenerla? Eramás como intentar escabullirse de unafiesta sin despedirse de nadie. Loschicos entran, cada uno en una casa. Yome quedo fuera, atento a la escalera quebajaba al mar. «Aquí nada.» Ese es Don,en la seis. «Aquí nada.» Ese es Andy,casa ocho. «Tengo algo.» Ese es Shorty,en la siete. «¿Qué tienes, Shorty?»«Cagadas.» ¿Cagadas? ¿De qué hablas,chaval? «Ven a verlo tú mismo, tío.»

»Sí, se puede hacer ver que una casaestá vacía, eso lo sé, pero la casa sieteestaba realmente vacía. Sin una solamarca en el parquet. Sin un pelo en labañera. Lo mismo en la cocina. Salvo

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por un recipiente de plástico en el suelo,plástico rosa, con trozos de pan de pita ypollo, muy desmenuzados, como paraun… —busca algún animal pequeñoadecuado— para un gato, un gatito. —Pero el gato no le parece adecuado—: Oun cachorro, o algo así. Y el recipiente,ese recipiente rosa, estaba caliente altacto. Si no hubiese estado en el suelo,habría pensado otra cosa, supongo. Noen perros y gatos, sino en otra cosa.Ahora lo lamento. Si hubiera pensadootra cosa, quizá aquello no habríaocurrido, ¿comprende? Pero eso fue loque pensé. En un gato o un perro. Y lacomida en el recipiente también estaba

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caliente. Me quité el guante para tocarlacon los nudillos. Como un cuerpocaliente, así estaba. Veo una pequeñaventana de cristal esmerilado que da a laescalera exterior. No tiene el pestilloechado. Solo un enano pasaría por allí.Pero a lo mejor es un enano lo queestamos buscando. Llamo a Don yShorty: comprobad las escalerasexteriores, pero, ojo, sin bajar a laorilla, porque si alguien se enzarza conel destacamento del barco, ese tengo queser yo.

»Hablo en cámara lenta porque escomo lo recuerdo —explica Jeb en tonode disculpa mientras Kit ve que el sudor

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le resbala por el rostro como lágrimas—. A mí me gusta ir por orden, primerouna cosa, luego otra. Paso por paso,digamos. Y así es como lo recuerdo.Don se comunica. Ha oído un correteo.Cree que hay alguien escondido en lasrocas debajo de la escalera exterior.“No bajes, Don”, le ordeno. “Quédatedonde estás, Don; enseguida voy.” Elintercomunicador es un verdaderodelirio, para serle franco. Todo pasa através de Elliot. “Hemos tenido unatentativa, Elliot”, le digo. “Escaleraexterior, número siete. Debajo.”Mensaje recibido, corto. Don montaguardia en lo alto, señalando hacia

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abajo con el pulgar.Mientras Kit, vuelto hacia las

llamas, contaba la historia de Jeb,reprodujo el ademán de Don sin darsecuenta, como si su pulgar actuaseindependientemente.

—Así que bajo por la escaleraexterior. Un peldaño, paro. Otropeldaño, paro. Es de hormigón de arribaabajo, sin huecos debajo. Hay un recodoen la escalera, como un descansillo. Yabajo veo a seis hombres armados en lasrocas, cuatro tendidos boca abajo y dosarrodillados, más otros dos en el botehinchable detrás de ellos. Y todos enposición de tiro, del primero al último,

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las semiautomáticas con silenciador apunto. Y debajo de mí, justo a mis pies,oigo unos arañazos o algo así, como unarata grande escarbando. Y luego ungritito, a modo de acompañamiento,digamos. No un grito fuerte. Más bienahogado, como si le diera miedo hablar.Y no sé… nunca lo sabré, claro… si elgrito fue de la madre o de su hija.Tampoco ellos lo sabrán, supongo. Nopude contar las balas… ¿cómo iba apoder? Pero aún las oigo, como elsonido que se le mete a uno en la cabezacuando le arrancan los dientes. Y ahíestá ella, muerta. Una joven musulmana,de piel morena, con el hiyab. Una

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inmigrante marroquí ilegal, supongo,escondida en las casas vacías, viviendocon la ayuda de sus amigos. Acribilladaa tiros mientras mantenía apartada a suniña para alejarla de la línea de fuego,la niña para quien había estadopreparando la comida. La misma comidaque yo pensé que era para un gatoporque estaba en el suelo, ¿se da cuenta?Si yo hubiese usado mejor la cabeza,habría sabido que era para un niño, ¿no?Y podría haberla salvado, supongo. Ytambién a la madre. Retorciéndose en elaire sobre las rocas por el impacto delas balas, con las rodillas en alto comosi se echara a volar, eso la madre. Y la

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niña tendida ante ella, fuera de sualcance. Un par de miembros deldestacamento del mar parecen un pocodesconcertados. Uno tiene los dedosextendidos ante la cara como si intentaraarrancársela. Luego sigue un momentode silencio, da la impresión de que vana ponerse a discutir de quién ha sido laculpa, pienso, y de pronto deciden queno hay tiempo para eso. Son hombresadiestrados… más o menos… saben quéhay que hacer en caso de emergencia,desde luego, aunque no sepan nada más.Esos dos cadáveres estaban en el botehinchable rumbo al barco nodriza enmenos tiempo incluso del que habrían

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tardado en trasladar al Incauto. Y loschicos de Elliot con ellos, los ocho, sinrezagados.

Los dos hombres se miran porencima de la mesilla de noche, tal comoToby mira ahora a Kit, iluminado elrostro rígido de este no por elresplandor de la noche londinense sinopor la luz del fuego en el guadarnés.

—¿Comandaba Elliot eldestacamento del mar? —pregunta Kit aJeb.

Jeb mueve la cabeza en un gesto denegación.

—No es estadounidense, Paul,¿entiende? No es inmune. No es

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excepcional. Elliot se quedó a salvo enel barco nodriza.

—¿Y esos hombres por quédispararon? —preguntó Toby por fin.

—¿Se cree que no se lo pregunté? —prorrumpió Kit, colérico.

—Seguro que sí. ¿Y él qué dijo?Kit necesitó respirar hondo varias

veces para reconstruir una versión de larespuesta de Jeb.

—En defensa propia —contestó conaspereza.

—¿Quiere decir que la mujer ibaarmada?

—No, qué va. Tampoco Jeb quisodecir eso. No piensa en otra cosa desde

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hace tres años, ¿se imagina? Diciéndoseque la culpa fue suya. Intentandoencontrar una explicación. La mujersabía que allí había alguien, por algunarazón se dio cuenta… los vio o losoyó… así que cogió a la niña y laenvolvió bajo su túnica. No me atreví apreguntarle por qué corrió escaleraabajo en lugar de irse tierra adentro. Élse hace esa misma pregunta día y noche.Quizá la tierra la asustaba más que elmar. Alguien había cogido su bolsa decomida, pero ¿quién? Quizá tomó a launidad del bote por traficantes depersonas, los mismos que la habíanllevado a ella al Peñón… si es que la

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habían llevado… y pensó que ahora lellevaban a su marido y corrió escaleraabajo para recibirlo. Lo único que Jebsabe es que ella descendió por laescalera. Con el bulto de la niña bajo latúnica. ¿Y qué pensó el destacamento dela playa? Una condenada terroristasuicida, acercándose para hacerlosvolar. Así que dispararon contra ella.Dispararon contra la niña ante los ojosde Jeb. «Podría haberlos detenido.» Esoes lo único que el pobre desgraciadopuede decirse cuando no le viene elsueño.

Atraído por las luces de un cocheque pasaba, Kit se acercó a la ventana

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arqueada y, de puntillas, lo siguióatentamente con la mirada hasta que losfaros desaparecieron.

—¿Le dijo Jeb qué fue de él y sushombres cuando la unidad del marregresó al barco nodriza con loscadáveres? —preguntó Toby a laespalda de Kit.

—Los trasladaron a Creta esa mismanoche en avión. Para dar el parte, porasí decirlo. Estados Unidos tiene allíuna enorme base aérea, según parece.

—Dar el parte ¿a quién?—A unos hombres, vestidos de

paisano. Un lavado de cerebro, por loque contó. Profesionales, se limitó a

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decir. Dos estadounidenses, dosbritánicos. Sin nombres, sinpresentaciones. Dijo que uno de losestadounidenses era un gordoamanerado. Un sarasa, según Jeb. Elsarasa era el peor.

Más conocido entre el personal deldespacho privado como Brad el Hombrede la Música, pensó Toby.

—En cuanto la unidad de combatebritánica tomó tierra en Creta, lossepararon —prosiguió Kit—. Como Jebera el jefe, recibió el trato más severo.Dijo que el sarasa le lanzó una soflamaa lo Hitler. Intentó convencerlo de queno había visto lo que vio. Como eso no

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le dio resultado, le ofreció cien mildólares por callarse. Jeb le dijo que selos metiera por el culo. Cree que loconfinaron en un centro especial deretención de prisioneros en tránsito noreconocidos. Cree que es donde habríanllevado al Incauto si la historia nohubiera sido una fantasmada desde elprincipio.

—¿Y qué se sabe de los compañerosde armas de Jeb? —insistió Toby—.Shorty y los demás. ¿Qué fue de ellos?

—Se esfumaron. Según sospechaJeb, Crispin les hizo una oferta que nopudieron rechazar. Jeb no los culpa. Noes de esos. Tiene un sentido de la

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justicia extremo.Kit se sumió en el silencio, y Toby

también. Otros faros se deslizaron porlas vigas y desaparecieron.

—¿Y ahora qué? —preguntó Toby.—¿Ahora? ¡Ahora nada! El gran

vacío. Esperábamos a Jeb aquí elmiércoles pasado. Desayuno a lasnueve, y luego nos pondríamos manos ala obra. Dijo que era muy puntual. No lodudé. Dijo que viajaría de noche, eramás seguro. Me preguntó si podíaesconder la camioneta en el granero.Dije que por supuesto. ¿Qué quería paradesayunar? Huevos revueltos. Nunca secansaba de los huevos revueltos. Nos

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libraríamos de las mujeres,prepararíamos nosotros mismos unoshuevos revueltos, y despuésplasmaríamos la historia en papel: suparticipación, mi participación. Conpelos y señales de principio a fin. Yosería amanuense, corrector y escriba, yle dedicaríamos el tiempo que fueranecesario. Él había conseguido ciertaprueba con la que estaba entusiasmado.No dijo qué era. Cauto en extremo, asíque no insistí. Uno no le insiste a unhombre así. La traería o no. Lo acepté.Yo me ocuparía de la presentaciónescrita en nombre de los dos, él daría elvisto bueno, la firmaría y yo me

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encargaría de buscar los caucesadecuados para hacerla llegar a las altasinstancias. Ese era el acuerdo. Locerramos con un apretón de manos.Estábamos… —Se interrumpió, miró lasllamas con expresión ceñuda—. Comounas pascuas —dijo entrecortadamente,y se sonrojó—. Con ganas de salir a lapalestra. Motivados. No solo él. Losdos.

—¿Y eso por qué? —se aventuró apreguntar Toby.

—Porque de una condenada vezíbamos a contar la verdad, ¿por qué, sino? —preguntó Kit alzando la voz.Tomó un trago de whisky y se hundió en

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la butaca—. Ya no he vuelto a verlo,¿entiende?

—Entiendo —convino Toby en unsusurro, y siguió un largo silencio, hastaque Kit reanudó el relato aregañadientes.

—Me dio un número de móvil. No elsuyo. Él no tiene. El de un amigo. Uncompañero. El único en quien aúnconfiaba. O al menos en parte. Me figuroque es Shorty, porque me dio laimpresión de que permanecían encontacto a escondidas. No lo pregunté.No era cosa mía. Si yo dejaba unmensaje, alguien se lo haría llegar a él.Eso era lo que contaba. Después se

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marchó. Se marchó del club. Bajó por laescalera y se fue. No me pregunte cómo.Yo había pensado que se marcharía porla escalera de incendios, pero no fue así.Sencillamente se marchó.

Otro trago de whisky.—¿Y usted? —indagó Toby, una vez

más en voz baja y respetuosa.—Volví a casa. ¿Qué iba a hacer?

Aquí. Con Suzanna, mi mujer. Le habíaasegurado que todo estaba en orden, yahora tenía que decirle que no estaba enorden ni por asomo. Con Suzanna uno nopuede fingir. No le conté los detalles. Leanuncié que Jeb vendría para quedarsepor un tiempo, y lo resolveríamos entre

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los dos. Suzanna lo aceptó, como espropio de ella. «Siempre y cuando llevea una solución, Kit.» Le dije que lodiera por hecho, y eso a ella le bastó —concluyó agresivamente.

Otra espera mientras Kit pugnabacon sus recuerdos.

—Llegó el miércoles. ¿Entiende? Almediodía, Jeb aún no se habíapresentado. Las dos, las tres, y nada.Llamo al número de móvil que me habíadado, salta el contestador, dejo unmensaje. Llega la noche, dejo otromensaje: «Hola, otra vez yo, Paul. Soloquería saber qué hay de nuestra cita».Mantengo el «Paul» como nombre en

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clave. Por razones de seguridad. Yo lehabía dado nuestro número fijo, porqueen la zona no hay cobertura. El juevesdejo otro condenado mensaje, salta elmismo servicio contestador. El viernespor la mañana, a las diez, recibimos unallamada. ¡Dios santo!

Kit se lleva la mano huesuda a lamandíbula y la deja allí, acallando undolor que se resiste a ser aplacado, yaque a todas luces lo peor está aún porvenir.

Kit ya no está en su habitación delclub escuchando a Jeb. No estáestrechándole la mano a Jeb a la luz deun amanecer londinense, ni viéndolo

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bajar por la escalera del club. No estácomo unas pascuas ni motivado, aunquesí conserva las ganas de salir a lapalestra. Vuelve a estar en la Casona y,tras dar la mala noticia a Suzanna, sereconcome por dentro, muerto depreocupación, rezando a cada hora quepasa por recibir, aunque sea con retraso,señales de vida de Jeb. En un esfuerzopor mantenerse ocupado, lija las tablasdel suelo de la zona contigua a lahabitación de invitados, sin oír nada denada, así que cuando suena el teléfonoen la cocina, es Suzanna quien atiende lallamada, y Suzanna tiene que subir porla escalera y tocar enérgicamente a Kit

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en el hombro para captar su atención.—Es alguien que pregunta por Paul

—anuncia cuando él apaga la lijadora—. Una mujer.

—¿Qué clase de mujer, por el amorde Dios? —Kit, enfilando ya laescalera.

—No ha querido decirlo. Necesitahablar con Paul personalmente. —Suzanna, corriendo detrás de él.

En la cocina, la señora Marlow,corroída por la curiosidad, prepara unasflores en el fregadero.

—Un poco de intimidad, si no leimporta, señora M —ordena Kit.

Y espera hasta que ella sale de la

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cocina para coger el auricular de laencimera. Suzanna cierra la puerta ypermanece rígida a su lado, cruzada debrazos. El teléfono tiene una funciónaltavoz para cuando llama Emily.Suzanna sabe cómo funciona y lo activa.

—¿Hablo con Paul, por favor? —Una mujer educada, mediana edad, enactitud profesional.

—¿Con quién hablo? —pregunta Kitcon cautela.

—Soy la doctora Costello y llamodesde el departamento de salud mentaldel hospital general de Ruislip, apetición de un paciente ingresado quedesea presentarse únicamente como Jeb.

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¿Hablo con Paul o con otra persona?Un vehemente gesto de asentimiento

de Suzanna.—Soy Paul. ¿Qué le pasa a Jeb?

¿Está bien?—Jeb recibe una excelente atención

profesional y su salud física es buena.Según tengo entendido, esperaba usteduna visita suya.

—Sí, la esperaba. Todavía laespero. ¿Por qué?

—Jeb me ha pedido que le hable confranqueza, en confianza. ¿Puedohacerlo? ¿Y de verdad es usted Paul?

Otro gesto de asentimiento deSuzanna.

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—Claro que sí. Soy Paul. No lequepa la menor duda. Adelante.

—Supongo que ya sabrá que la saludmental de Jeb no es buena desde haceunos años.

—Estaba enterado. ¿Y qué?—Anoche, Jeb vino aquí para su

ingreso voluntario en el centro. Lediagnosticamos esquizofrenia crónica ydepresión aguda. Ha estado sedado ybajo vigilancia por riesgo de suicidio.En sus momentos de lucidez, su mayormotivo de inquietud es usted, Paul.

—¿Por qué? ¿Por qué habría depreocuparse por mí? —Los ojos fijos enSuzanna—. Dios santo, soy yo quien

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debería estar preocupado por él.—Jeb sufre de un grave síndrome de

culpabilidad causado en parte porciertas historias malévolas que, segúnteme, ha estado propagando entre susamigos. Ha pedido que las tome ustedpor lo que son: síntomas de un trastornoesquizofrénico, sin fundamento en larealidad.

Suzanna se apresura a acercarle unanota: «¿Visita?».

—Ya, mire, doctora Costello, lacuestión es: ¿cuándo puedo ir a verlo?Cogería el coche ahora mismo, sisirviera de algo. Es decir, ¿tienen unhorario? ¿Cómo va eso?

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—Lo siento mucho, Paul. Me temoque una visita suya en estos momentospodría ejercer un efecto muy perjudicialen la salud mental de Jeb. Usted es suobjeto de miedo, y él no está preparadopara una confrontación.

¿Objeto de miedo? ¿Yo? Kit debuena gana negaría esa descabelladaacusación, pero se impone el sentidotáctico.

—Vaya, ¿y a quién más tiene? —pregunta, esta vez por propia iniciativa,sin incitación de Suzanna—. ¿Tieneotros amigos que lo visiten?¿Familiares? Ya sé que no es un hombreprecisamente sociable. ¿Y su esposa?

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—Están separados.—No es exactamente eso lo que me

contó, pero vale.Un breve silencio mientras la

doctora Costello aparentemente consultael historial:

—Estamos en contacto con la madre—recita—. Cualquier cambio, cualquierdecisión relativa al tratamiento y elbienestar de Jeb, será remitido a sumadre natural. La tutela recae tambiénen ella.

Con el auricular muy apretado contrala oreja, Kit alza un brazo a la vez quegira en redondo hacia Suzanna conexpresión de asombro y visible

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incredulidad. Pero su voz no se altera.Es un diplomático, no tiene intención dedelatarse.

—Pues muchas gracias por llamar,doctora Costello. Muy amable. Almenos cuenta con un familiar que cuidade él. ¿Puede darme el número deteléfono de su madre? A lo mejor ella yyo podríamos mantener una charla.

Pero la doctora Costello, por amableque sea, se acoge a la protección dedatos y lamenta no estar, dadas lascircunstancias, en situación de facilitarel teléfono de la madre de Jeb. Cuelga.

Kit fuera de sí.Mientras Suzanna lo mira en silencio

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con cara de aprobación, marca el 1471 yaverigua que su interlocutora ha llamadodesde un número anónimo.

Telefonea a Información, se pone encontacto con el hospital general deRuislip, pregunta por el departamento desalud mental, pregunta por Costello.

El enfermero no podría ser másservicial:

—Costello asiste a un curso, amigo;vuelve la semana que viene.

—¿Cuánto tiempo lleva fuera, ladoctora?

—Una semana, amigo. Pero esdoctor, no doctora. Joachim. A mí esome suena a alemán, pero es portugués.

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A saber cómo, Kit mantiene lacompostura.

—¿Y el doctor Costello no hapasado por el hospital durante todo estetiempo?

—No, amigo, lo siento. ¿Puedeayudarlo alguna otra persona?

—Pues en realidad sí. Me gustaríahablar con uno de los pacientes, un talJeb. Dígale que le llama Paul.

—¿Jeb? No me suena de nada,amigo; a ver, un momentito…

Otro enfermero se pone al aparato,este no tan cordial.

—Aquí no hay ningún Jeb. Tengo unJohn, tengo un Jack. Eso es todo.

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—Pero creía que era un asiduo —declara Kit.

—Aquí no. Ningún Jeb. Pruebe enSutton.

Ahora a Kit y a Suzanna se lesocurre simultáneamente la misma idea:llamar a Emily, en el acto.

Será mejor que la llame Suzanna.Con Kit, Emily tiende a estar un pocoirritable de un tiempo a esta parte.

Suzanna llama al móvil de Emily,deja un mensaje.

Al mediodía, Emily ha devuelto lallamada dos veces. Sus indagaciones seresumen en lo siguiente: el doctorJoachim Costello se ha incorporado

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recientemente a la unidad de saludmental de Ruislip como colaboradorprovisional, pero es súbdito portugués yel curso al que asiste es para mejorar suinglés. ¿Su Costello tenía acentoportugués?

—¡No, desde luego que no lo tenía,la condenada! —brama Kit a Tobymientras se pasea por el guadarnés,repitiendo la respuesta que dio a Emilypor teléfono—. Y era una mujer, lacondenada, y hablaba como una maestrade escuela de Essex con una ciruelametida en el culo, y Jeb no tiene unamadre ni la ha tenido nunca, como éltuvo a bien decirme. Por norma, no

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inspiro grandes revelaciones íntimas,pero el pobre podía desahogarse porprimera vez en tres condenados años.Nunca conoció a su madre, lo único quesabe de ella es su nombre: Caron. Jeb semarchó de casa a los quince años y seinscribió en un programa de formacióndel ejército. ¡Ahora dígame que se loinventó todo!

Esta vez es Toby quien se acerca ala ventana y, libre de la miradaacusadora de Kit, se abisma en susreflexiones.

—Para cuando colgó esa tal doctoraCostello, ¿le había dado usted algunarazón para pensar que no la creía? —

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preguntó por fin.Una cavilación igual de larga por

parte de Kit:—No. Ninguna. Le seguí el juego.—Por lo que a ella, o a ellos, se

refiere, pues, misión cumplida.—Probablemente.Pero Toby no se conforma con un

«probablemente»:—Por lo que a ellos se refiere,

quienesquiera que sean, usted ha sidocaptado para la causa. Camelado. Estáde su lado. —Con creciente conviccióna medida que habla—. Usted cree en elevangelio según Crispin, cree a ladoctora Costello aunque no se

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corresponda el sexo, y cree que Jeb esun esquizoide y un embusterocompulsivo y está en la sala deaislamiento de un hospital psiquiátricode Ruislip, y no puede visitarlo porquees su objeto de miedo.

—No, eso ni hablar —prorrumpeKit—. Jeb decía la verdad literalmente.Emanaba de él. Puede que la verdad estéaniquilándolo, pero esa es otra cuestión.Ese hombre está tan cuerdo como ustedo como yo.

—Eso lo acepto sin reservas, Kit.En serio —afirma Toby haciendo acopiode toda su paciencia—. No obstante,para la protección de Suzanna y de usted

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mismo, considero que la posición que seha labrado tan sagazmente a ojos de laoposición es digna de conservarse.

—¿Hasta cuándo? —quiere saberKit, sin dejarse apaciguar.

—¿Qué tal hasta que yo encuentre aJeb? ¿No es para eso que me pidió queviniera aquí? ¿O se propone ir abuscarlo usted mismo y atraer así, depaso, a toda esa jauría? —preguntaToby, ya no tan diplomáticamente.

Y a esto, al menos por un momento,Kit no encuentra ninguna respuestaconvincente, así que opta por morderseel labio, y hacer una mueca, y echar untrago de whisky.

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—En todo caso, tiene usted esa cintaque robó —comenta con un gruñido, amodo de amargo consuelo—. Esareunión en el despacho privado entreQuinn, Jeb y yo. Guardada en algúnsitio. Eso es una prueba, si llegara anecesitarse. Podría hundirlo a usted,desde luego. Podría hundirme a mítambién. Aunque no estoy muy seguro deque eso me preocupe ya demasiado.

—Mi cinta robada demuestraintencionalidad —contesta Toby—. Nodemuestra que la operación se llevara acabo, y desde luego no incluye eldesenlace.

A su pesar, Kit da vueltas a esta

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argumentación.—Lo que intenta decirme, pues, es

que —como si Toby eludiera en ciertomodo la cuestión— Jeb es el únicotestigo de las muertes, ¿no es así?

—Bueno, el único dispuesto ahablar, que sepamos —coincide Toby,sin gustarle del todo lo que acaba dedecir.

Si durmió, no se dio cuenta.En algún momento durante las pocas

horas que pasó en la cama, oyó el gritode una mujer y supuso que era deSuzanna. Y después del grito, unospresurosos pasos en las sábanas quecubrían el suelo para protegerlo del

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polvo, y debían de ser de Emilycorriendo junto a su madre, hipótesisconstatada por los posterioresmurmullos.

Y después de los murmullos, la luzde la mesilla de noche a través de lasgrietas entre las tablas del suelo —¿estáleyendo, pensando o atenta por si oye asu madre?—, hasta que el sueño lovenció a él o a Emily, y suponía que fueprimero a él, porque no recordaba elmomento en que ella apagó la luz.

Y cuando despertó, más tarde de loque se proponía, y corrió escalera abajopara desayunar: ni Emily ni Sheba, soloKit con su traje de tweed para la iglesia

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y Suzanna con su sombrero.—Ha sido muy honorable por tu

parte, Toby —dijo Suzanna, cogiéndolela mano y reteniéndosela—. ¿No, Kit?Kit estaba muy preocupado, los dos loestábamos, y tú viniste de inmediato. Yel pobre Jeb también es honorable. YKit no tiene malicia, ¿verdad, querido?No es que tú sí la tengas, Toby, noquiero decir eso en absoluto. Pero eresjoven y eres listo, estás en el ministerio,y puedes escarbar sin, bueno… —unasonrisita— sin perder la pensión.

De pie en el porche de granito, loabraza con fervor:

—No hemos tenido ningún hijo

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varón, Toby, hazte cargo. Lo intentamospero lo perdimos.

A lo que Kit añade un hosco:—Estaremos en contacto.Toby y Emily estaban sentados en el

invernadero, Toby aposentado en unatumbona y Emily en una silla de mimbreen el extremo opuesto. La distancia entreellos era algo que habían acordadotácitamente.

—¿Fue bien la conversación con mipadre, anoche?

—Si es que puede llamársela así.—Quizá prefieras que empiece yo

—sugirió Emily—. De esa manera noestarás tentado de caer en alguna

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indiscreción de la que puedasarrepentirte.

—Gracias —contestó Tobyeducadamente.

—Jeb y mi padre planean redactarun documento sobre sus hazañas juntos,de carácter desconocido. Su documentotendrá consecuencias cataclísmicas en elmedio oficial. En otras palabras,levantarán la liebre. En juego están unamujer y su hija muertas, según mi madre.O supuestamente muertas. Oprobablemente muertas. No lo sabemos,pero nos tememos lo peor. ¿Voy porbuen camino?

Al no ver en Toby más reacción que

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una mirada fija, tomó aire y prosiguió:—Jeb no acude a la cita. Así que no

hay liebre. Por otro lado, una doctoraque a todas luces no es una doctora yque debería haber sido un hombretelefonea a Kit, alias Paul, y le dice queJeb ha sido recluido en un psiquiátrico.Las investigaciones revelan que eso esfalso. Tengo la sensación de que estoyhablando sola.

—Te escucho.—Jeb, mientras tanto, está

ilocalizable. No tiene apellido, yacostumbra dejar una dirección dereenvío. Los cauces oficiales deindagación, como por ejemplo la

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policía, están cerrados… y no noscorresponde a nosotras, frágilesmujeres, entender la razón. Aún meescuchas, espero.

—Sí.—Y Toby Bell desempeña algún

papel en este escenario. Mi madre tetiene simpatía. Mi padre prefiere notenértela, pero te ve como un malnecesario. ¿Eso es porque duda de tulealtad a la causa?

—Tendrías que preguntárselo a él.—He pensado que era mejor

preguntártelo a ti. ¿Espera que busques aJeb por él?

—Sí.

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—¿Por él y por ti, pues?—En cierto modo.—¿Puedes encontrarlo?—No lo sé.—¿Sabes qué harás cuando lo hayas

encontrado? Es decir, si Jeb se disponea levantar la liebre en lo referente a ungran escándalo, quizá en el últimomomento cambies de idea y te sientasobligado a entregarlo a las autoridades.¿Podría ser?

—No.—¿Y yo tengo que creérmelo?—Sí.—¿Y no estás saldando alguna vieja

deuda pendiente?

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—¿Por qué demonios iba yo a haceralgo así? —protestó, pero Emily tiene laelegancia de pasar por alto este pequeñoarranque de mal genio.

—Tengo su matrícula —dijo ella.Ante esto, Toby se perdió.—Tienes ¿qué?—La de Jeb. —Revolvía en el

bolsillo del muslo del chándal—.Fotografié la camioneta mientrasatormentaba a mi padre en la feria deBailey. También fotografié el disco desu licencia de comercio —sacando uniPhone y toqueteando los iconos—.Válida para doce meses y pagada haceocho semanas.

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—¿Y por qué no le has dado lamatrícula a Kit? —preguntó Toby,perplejo.

—Porque Kit siempre la pifia, y noquiero que mi madre tenga que pasar poruna pifia en la búsqueda de ese hombre.

Levantándose de la silla de mimbre,se acercó a él y sostuvo el teléfono antesu cara intencionadamente.

—No voy a guardar esto en miteléfono —dijo Toby—. Kit no quierenada electrónico. Yo tampoco.

Tenía un bolígrafo, pero no dóndeescribir. Ella sacó una hoja de un cajón.Él anotó la matrícula de la camioneta deJeb.

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—Si me das tu número de móvil,quizá pueda decirte cómo marchan misindagaciones —propuso, ya recobrado.

Ella le dio el número de móvil. Él loanotó también.

—Y apunta también el número de miconsulta y los turnos en el hospital —dijo Emily, y lo observó añadirlo todo ala colección.

—Pero no haremos ningúncomentario concreto por teléfono, ¿deacuerdo? —la previno él con severidad—. Nada de guiños ni gestos niindirectas —recordando su propiainstrucción en cuestiones de seguridad—, y si te mando un SMS o necesito

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dejarte un mensaje de voz, seré Bailey,el de la feria.

Emily se encogió de hombros, comosiguiéndole la corriente.

—¿Y será mucha molestia si tengoque llamarte a altas horas de la noche?—preguntó él finalmente, esforzándoseen adoptar un tono, si cabía, aún máspráctico y realista.

—Vivo sola, si es eso lo que quieressaber —contestó ella.

Era eso.

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5En el lento tren de regreso a

Londres, durante las horas deduermevela en su piso y en el autobús decamino al trabajo el lunes por lamañana, Toby Bell, no por primera vezen su vida, se planteó sus motivos paraponer en peligro su carrera y su libertad.

Si su futuro nunca había parecidomás prometedor, como le decíancontinuamente en Recursos Humanos,¿por qué volver al pasado? ¿Se las veíacon su antigua conciencia, o con unarecién inventada? «¿Y no estás saldandoalguna vieja deuda pendiente?», había

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preguntado Emily. ¿Y eso qué queríadecir? ¿Acaso imaginaba ella que loimpulsaba un afán de venganza contralos Fergus Quinn y Jay Crispin de estemundo, dos hombres a sus ojos de tanflagrante mediocridad que no merecíanla menor atención? ¿O acasoexteriorizaba Emily una motivaciónoculta suya? ¿Era la propia Emily quiensaldaba alguna vieja deuda pendiente,contra el género masculino en suconjunto, incluido su padre? En algunosmomentos esa impresión le había dado,y en otros, aunque ciertamente breves,había parecido ponerse de su lado, fueracual fuese ese lado.

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Y a pesar de toda esta vanaintrospección —tal vez incluso debido aella—, la actuación de Toby durante suprimer día en su nuevo escritorio fueejemplar. A las once ya habíaentrevistado a todos los miembros de sunuevo equipo, definido sus áreas deresponsabilidad, eliminado toda posiblesuperposición de funciones,racionalizado las consultas y el control.Al mediodía pronunciaba unadeclaración de intenciones bien acogidaen una reunión de directivos. Y a la horadel almuerzo, sentado en el despacho desu directora regional, comía unsándwich con ella. Solo cuando hubo

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completado debidamente las tareas deldía, pretextó una cita fuera de la oficinay se fue en autobús a la estaciónVictoria. Desde allí, en pleno bulliciode hora punta, telefoneó a su viejoamigo Charlie Wilkins.

Toda embajada británica deberíatener su Charlie Wilkins, decían enBerlín, ya que ¿cómo se las habríanarreglado ellos sin ese ex policía inglés,un sesentón jovial e imperturbable conmedia vida de protección diplomática alas espaldas? ¿Que un bolardo salió delsuelo ante tu coche, así sin más, cuandote marchabas de la juerga del día de laBastilla en la embajada francesa? ¡Qué

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vergüenza! ¿Que a un policía alemán, enun exceso de celo, se le metió en lacabeza hacerte la prueba dealcoholemia? ¡Qué descaro! Ya hablaríaCharlie Wilkins discretamente conciertos amigos suyos de laBundespolizei y vería qué podíahacerse.

Pero en el caso de Toby, contra lohabitual, se daba la situación contraria,porque él era una de las pocas personasen el mundo que de hecho habíaconseguido hacer un favor a Charlie y suesposa alemana, Beatrix. Su hija, unavioloncelista en ciernes, carecía de latitulación académica para presentarse a

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una audición en un gran conservatorio deLondres. Resultó que la directora delconservatorio era íntima amiga de la tíamaterna de Toby, ella misma profesorade música. Se hicieron apresuradamentelas oportunas llamadas, se concertaronlas audiciones. Desde entonces no habíapasado una sola Navidad sin que Toby,fuera cual fuese su lugar de destino,hubiese recibido una caja deZuckergebäck caseros de Beatrix y unafelicitación dorada en la que se leinformaba orgullosamente de la brillanteevolución de su hija. Y cuando Charlie yBeatrix se retiraron dignamente aBrighton, los Zuckergebäck y las

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felicitaciones siguieron llegandopuntualmente, y Toby nunca dejó decontestar con una nota deagradecimiento.

El chalet de los Wilkins en Brightonse distinguía de las casas vecinas yparecía haber sido transportado desde laSelva Negra. Hileras de tulipanes rojosbordeaban el camino hasta un porche alo Hansel y Gretel. Gnomos de jardíncon indumentaria bávara echaban alfrente el pecho abotonado, y los cactosarañaban el enorme ventanal. Beatrix sehabía ataviado con sus mejores galas.Ante un vino de Baden y albondiguillasde hígado, los tres amigos hablaron de

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los viejos tiempos y celebraron loslogros musicales de la hija de losWilkins. Y después del café y loslicores, Charlie y Toby se retiraron a laleonera del fondo del jardín.

—Es para cierta dama que conozco,Charlie —explicó Toby, imaginando,para mayor comodidad, que la dama encuestión era Emily.

Charlie Wilkins desplegó unasonrisa de satisfacción.

—Se lo he dicho a Beatrix:tratándose de Toby, busca a la dama.

Y dicha dama, Charlie —explicó,ahora con un favorecedor rubor— habíasalido de compras el sábado anterior y

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se las había arreglado para chocar defrente con una camioneta aparcada yocasionarle considerables desperfectos,lo cual era doblemente desafortunado,dado que ya le habían quitado un montónde puntos en el carnet.

—¿Testigos? —preguntó CharlieWilkins comprensivamente.

—Está segura de que no. Fue en unrincón vacío del aparcamiento.

—Me alegro de oírlo —comentóCharlie Wilkins con un tonillo deescepticismo—. ¿Y sin ninguna imagendel circuito cerrado de televisión?

—Tampoco —respondió Toby,eludiendo la mirada de Charlie—. Que

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nosotros sepamos, claro.—Claro —repitió Charlie Wilkins

educadamente.Y como en el fondo es buena chica,

siguió inventando Toby, y como la malaconciencia le quitará el sueño hasta quepague lo que debe —pero no puedepermitirse que le retiren el carnet tresmeses, Charlie— y como al menos tuvoel buen tino de anotar la matrícula de lacamioneta, Toby se preguntaba —bueno,se lo preguntaba ella— si había algunaforma de… y delicadamente dejó lafrase incompleta para que la concluyerael propio Charlie.

—¿Y se hace nuestra amiga la dama

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alguna idea de lo que podría costarnoseste servicio exclusivo? —quiso saberCharlie, sacando unas gafas de abuelopara examinar la sencilla tarjeta que lehabía entregado Toby.

—Cueste lo que cueste, Charlie, lopago yo —contestó Toby con tonograndilocuente, en actitud de renovadoreconocimiento a Emily.

—Pues en ese caso, si eres tanamable de tomar una copita con Beatrixantes de que se acueste y de esperarmeunos diez minutos —dijo Charlie—, elcoste será de doscientas libras para elfondo de viudas y huérfanos de laPolicía Metropolitana, en efectivo, por

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favor, sin recibo. Y en recuerdo de losviejos tiempos, nada para mí.

Y al cabo de diez minutos Charlieefectivamente le devolvía la tarjeta trasañadir un nombre y una direcciónescritos con su cuidada letra de policía,y Toby decía:

—Fantástico, Charlie, magnífico. Sepondrá loca de contenta, ¿y podemosparar por favor en un cajero automáticode camino a la estación?

Pero nada de esto borró del todo lasombra de inquietud que habíaaparecido en el semblante por lo generaldespreocupado de Charlie Wilkins, yque seguía allí cuando se detuvieron

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ante un agujero en la pared y Tobyentregó a Charlie las prometidasdoscientas libras.

—En cuanto a ese caballero del queacabas de pedirme información… —dijo Charlie—. No me refiero alvehículo, sino al propietario. Elcaballero galés, según su dirección.

—¿Qué pasa con él?—Ese cierto amigo mío de la

Policía Metropolitana me informa deque dicho caballero de direcciónimpronunciable tiene un amplio círculorojo alrededor del nombre, hablando ensentido metafórico.

—¿Y eso qué significa?

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—En caso de verse o saberse algode dicho caballero, la unidad encuestión no debe emprender acciónalguna sino informar de inmediato a lasaltas instancias. Imagino que no querrásexplicarme la razón de ese ampliocírculo rojo, ¿verdad?

—Lo siento, Charlie. No puedo.—¿Y eso es todo?—Me temo que sí.Al aparcar delante de la estación,

Charlie apagó el motor pero no retiró elseguro de las puertas.

—También yo tengo mis temores —dijo con severidad—. Temo por ti. Ypor esa dama tuya, si es que la hay.

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Porque cuando pido un favor así a esecierto amigo mío de la PolicíaMetropolitana y empiezan a sonarletodas las alarmas, cosa que ha ocurridoen el caso de tu galés, él tiene que tomaren consideración sus propioscompromisos oficiales, ¿entiendes? Quees lo que ha tenido la amabilidad dedecirme a modo de advertencia.Sencillamente no puede mover un hiloasí y luego irse de rositas sin más,¿entiendes? Tiene que protegerse. Loque estoy diciéndote, hijo, pues, es quele transmitas todo mi afecto a ella, si esque existe, y que tú vayas con muchocuidado porque tengo el presentimiento

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de que vas a necesitarlo, ahora quenuestro viejo amigo Giles, pordesgracia, ya no está con nosotros.

—¿No está con nosotros? ¿Quieresdecir que ha muerto? —exclamó Toby,pasando por alto, en su preocupación, laimplicación de que Oakley era de algúnmodo su protector.

Pero Charlie negaba ya con una risaesa posibilidad:

—¡No, Dios me libre! Pensaba quelo sabías. Peor que eso: nuestro amigoGiles Oakley es banquero. Y tú haspensado que estaba muerto. Dios mío,Dios mío. Espera a que se lo cuente aBeatrix. Da por hecho que nuestro Giles

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sabrá usar oportunamente la puertagiratoria, te lo digo yo. —Y bajando lavoz para adoptar un tono comprensivo—. Llegó tan alto como le permitieron,todo hay que decirlo. Alcanzó su techo,¿no? En lo que a ellos se refería. Nadieva a ponerlo arriba del todo, no despuésde lo que pasó en Hamburgo, ¿no teparece? Nunca se sabe cuándo va apagar uno las consecuencias, ¿verdadque no?

Pero Toby, tambaleándose porefecto de tantos golpes simultáneos, notenía palabras. Después de solo unasemana en Londres y un período deservicio completo en Beirut, durante el

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cual Oakley se había esfumado porcompleto en su mundo de las altasjerarquías, Toby sentía curiosidad porsaber cuándo y cómo asomaría a lasuperficie su antiguo mentor, si es queasomaba.

Y allí tenía la respuesta. El eternoenemigo de los banqueros especulativosy sus actos, el hombre que los habíatachado de zánganos, parásitos,elementos socialmente inútiles, unaplaga para cualquier economía decente,combatía ahora bajo bandera enemiga.

¿Y por qué había hecho Oakley unacosa así, en opinión de Charlie Wilkins?

Porque los sabios de Whitehall

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habían decidido que no era de fiar.¿Y por qué Oakley no era de fiar?Apoya la cabeza en los cojines

duros como piedras del último tren deregreso a la estación Victoria.

Cierra los ojos, pronuncia«Hamburgo» y cuenta la historia quejuraste no relatar nunca en voz alta.

Una noche, poco después de llegar ala embajada de Berlín, Toby estácasualmente de guardia cuando recibeuna llamada del jefe de la Davidwachede Hamburgo, la comisaría encargadadel control de la industria del sexo en laReeperbahn. El comisario quiere hablarcon el cargo más alto disponible. Toby

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contesta que esa persona es él, como asíes a las tres de la madrugada. Sabiendoque Oakley ha ido a Hamburgo a dar unacharla ante una augusta asociación dearmadores, se pone de inmediato enestado de alerta. Se había comentado laposibilidad de que Toby se sumara alacto por acumular experiencia, peroOakley lo descartó.

—Tenemos a un inglés borracho ennuestras celdas —explica el comisario,decidido a exhibir su excelente inglés—.Lamentablemente ha sido necesariodetenerlo por causar una gravealteración del orden en unestablecimiento extremo. Tiene muchas

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heridas —añade—. En el torso, para serexactos.

Toby sugiere al comisario que seponga en contacto con la secciónconsular a la mañana siguiente. Elcomisario contesta que quizá esa demorano convenga a la embajada británica.Toby pregunta por qué.

—Este inglés no tienedocumentación ni dinero. Se lo hanrobado todo. Tampoco tiene ropa. Elpropietario del establecimiento nos hadicho que lo han flagelado de la manerahabitual y por desgracia ha perdido elcontrol. Sin embargo, el detenido afirmaser un importante funcionario de su

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embajada, no el embajador, quizá, sinoalgo mejor.

Toby solo tarda tres horas en llegara la puerta de la Davidwache, despuésde conducir a toda velocidad por laAutobahn a través de bancos de nieblaterrestre. Oakley, repantigado en eldespacho del comisario, mediodespierto, viste una bata de la policía.Tiene las yemas de los dedosensangrentadas y las manos atadas a losbrazos de la butaca. La boca, hinchada,forma un torcido mohín. Si reconoce aToby, no da señales de ello. Toby, a suvez, tampoco las da.

—¿Conoce usted a este hombre,

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señor Bell? —pregunta el comisario conun tono marcadamente insinuante—.¿Tal vez decida que no lo ha visto en lavida, señor Bell?

—Este hombre es un absolutodesconocido para mí —contesta Tobyobedientemente.

—¿Es un impostor, quizá? —sugiereel comisario, sabiendo de sobra lo quehay detrás.

Toby admite que el hombre bienpodría ser un impostor.

—Siendo así, ¿no debería llevarse aeste impostor de regreso a Berlín einterrogarlo a fondo?

—Eso haré, gracias.

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Desde la Reeperbahn, Toby lleva aOakley, vestido ahora con un chándal dela policía, a un hospital del otro lado dela ciudad. No tiene ningún hueso roto,pero cubre su cuerpo un sinfín delaceraciones que podrían ser latigazos.En una gran superficie abarrotada degente, le compra un traje barato, y luegotelefonea a Hermione para explicarleque su marido ha sufrido un accidente decirculación sin gran importancia. Nadagrave, añade, Giles iba sentado en laparte de atrás de una limusina sincinturón de seguridad. En el viaje deregreso a Berlín, Oakley no pronunciauna sola palabra. Tampoco Hermione

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cuando acude a descargarlo del cochede Toby.

Ni la pronuncia Toby, comotampoco Giles Oakley da explicaciónalguna más tarde, aparte de lostrescientos euros en un sobre que Tobyencontró en su buzón de la embajada enpago por el traje nuevo.

—¡Y ese es el monumento, mira! —exclamó la taxista, Gwyneth, señalandocon su rollizo brazo por la ventanilla yaflojando la marcha para proporcionar aToby una vista mejor—. Cuarenta ycinco hombres, a trescientos metros deprofundidad, que Dios los tenga en sugloria.

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—¿Cuál fue la causa, Gwyneth?—La caída de una piedra, chaval.

Bastó con una pequeña chispa.Hermanos, padres e hijos. Pero piensaen las mujeres.

Toby pensó en ellas.Tras otra noche de insomnio, y

faltando a todos los principios a los quetanto valor había concedido desde el díade su incorporación al cuerpodiplomático, pretextó un tremendo dolorde muelas y cogió primero un tren aCardiff y luego un taxi para recorrer loscincuenta kilómetros hasta lo que, segúnCharlie Wilkins, era la direcciónimpronunciable de Jeb. El valle era un

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cementerio de minas de carbónabandonadas. Columnas de lluvia negraazulada se elevaban por encima de lascolinas verdes. La taxista era unacincuentona locuaz. Toby iba sentadodelante a su lado. Las colinas sejuntaron y la carretera se estrechó.Dejaron atrás un campo de fútbol y uncolegio, y más allá del colegio, unaeródromo invadido por la hierba, unatorre de control derruida y el esqueletode un hangar.

—Puedes dejarme en la rotonda —indicó Toby.

—Pero ¿no has dicho que venías avisitar a un amigo? —repuso Gwyneth

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con tono acusador.—Y así es.—¿Por qué no quieres que te deje

delante de la casa de tu amigo, pues?—Porque quiero sorprenderlos,

Gwyneth.—Aquí ya no nos sorprendemos de

nada, te lo aseguro, chaval —dijo ella, yle entregó su tarjeta para cuandoquisiera volver.

El aguacero había amainado y eraahora una llovizna. Un niño pelirrojo deunos ocho años iba de aquí para allá enuna bicicleta flamante, tocando unaanticuada bocina de latón atornillada almanillar. Vacas blancas y negras

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pastaban en medio de un bosque detorres de alta tensión. A su izquierda sesucedían unas cuantas casasprefabricadas, cada una con su tejadoverde abovedado y el mismo cobertizoen el jardín delantero. Supuso que enotro tiempo fueron viviendas demilitares casados. La número diez era laúltima de la calle. Un asta de banderaencalada se alzaba en el jardíndelantero, pero en ella no ondeababandera alguna. Abrió la verja. El niñode la bicicleta se detuvo derrapandojunto a él. La puerta de la calle era decristal punteado. Sin timbre. Observadopor el niño, llamó con los nudillos al

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cristal. Apareció la sombra de unamujer. La puerta se abrió. Rubia, de sumisma edad, sin maquillar, puñoscerrados, mandíbula apretada y hecha unbasilisco.

—¡Si es de la prensa, lárguese conviento fresco! ¡Estoy hasta la coronillade todos ustedes!

—No soy de la prensa.—Entonces ¿qué coño quiere? —La

suya no era una voz galesa, sino unaanticuada voz combativa irlandesa.

—¿Es usted la señora Owens, porcasualidad?

—¿Y qué si lo soy?—Me llamo Bell. Me gustaría saber

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si puedo hablar un momento con sumarido, Jeb.

Tras apoyar la bicicleta en la cerca,el niño pasó de costado junto a él y secolocó al lado de la mujer, agarrándoleel muslo con la mano en actitudposesiva.

—¿Y de qué coño quiere hablar conmi marido, Jeb?

—En realidad estoy aquí en nombrede un amigo. Paul, se llama. —Atento auna reacción, pero sin verla—. Paul yJeb habían quedado en verse elmiércoles pasado. Jeb no se presentó.Paul está preocupado por él. Cree quepodría haber tenido un accidente con su

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camioneta o algo así. En el número demóvil que Jeb le dio nadie contesta. Yotenía que pasar por aquí, y me pidió queintentara localizarlo —explicó condespreocupación, o con tantadespreocupación como le fue posible.

—¿El miércoles pasado?—Sí.—¿Hará una semana?—Sí.—¿Seis putos días?—Sí.—¿Dónde era la cita?—En casa de él.—¿Dónde coño está su casa, por

Dios?

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—En Cornualles. El norte deCornualles.

El rostro de ella se tensó, también eldel niño.

—¿Por qué no ha venido en persona,su amigo?

—Paul no puede moverse de casa.Su mujer está enferma. No puede dejarla—contestó Toby, empezando apreguntarse hasta dónde podía seguircon aquello.

Un hombre corpulento, desgarbado,canoso, con una chaqueta de lanaabotonada y gafas, asomó por encimadel hombro de ella y escrutó a Toby.

—¿Qué problema hay, Brigid? —

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preguntó con una voz seria y un acentoque Toby atribuyó arbitrariamente a unlugar muy al norte.

—Este hombre busca a Jeb. Unamigo suyo, un tal Paul, había quedadocon Jeb en Cornualles el miércolespasado. Quiere saber por qué coño Jebno se presentó, si es que podemoscreernos lo que dice.

El hombre, con gesto paternal, apoyóuna mano en la cabeza pelirroja delniño.

—Danny, creo que deberíasacercarte a casa de Jenny a jugar un rato.Y no debemos tener a este caballeroplantado en la puerta, ¿verdad que no,

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señor…?—Toby.—Y yo soy Harry. ¿Qué tal, Toby?Techo curvo, sostenido por una

cercha de hierro. El suelo de linóleoresplandeciente de tan abrillantado. Enel hueco ocupado por la cocina, floresartificiales sobre un tapete blanco. Y enel centro de la sala, frente a un televisor,un sofá de dos plazas y sillones a juego.Brigid se sentó en el brazo de uno deestos. Toby permaneció en pie ante ellamientras Harry abría el cajón de unaparador y extraía una carpeta beige deaspecto militar. Sosteniéndola en ambasmanos como un himnario, se situó frente

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a Toby y tomó aire como si sedispusiera a cantar.

—Veamos, Toby, ¿conocía ustedpersonalmente a Jeb? —preguntó amodo de introducción preventiva.

—No, no lo conocía. ¿Por qué?—Entonces su amigo Paul lo

conocía pero usted no, ¿es así, Toby? —asegurándose bien.

—Solo lo conocía mi amigo —confirmó Toby.

—No coincidió nunca con Jeb, pues.Ni siquiera puso los ojos en él, digamos.

—No.—Bueno, igualmente esto será un

golpe para usted, Toby, y sin duda será

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un golpe mucho mayor para su amigoPaul, quien por desgracia no puede estarhoy con nosotros. Pero el pobre Jeb,trágicamente, se quitó la vida el martespasado, y nosotros todavía intentamosasimilarlo, como usted imaginará. Porno hablar ya de Danny, claro, aunque aveces uno se pregunta si los niños nollevan estas cosas mejor que nosotroslos adultos.

—No será que los periódicos no loairearon, joder —dijo Brigid,interrumpiendo la condolenciaexpresada en susurros por Toby—. Nohay nadie en este puto mundo que no sehaya enterado, excepto él y su amigo

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Paul.—Bueno, solo los periódicos

locales, Brigid —la corrigió Harry a lavez que entregaba a Toby la carpeta—.No todo el mundo lee el Argus, ¿no?

—Y el puto Evening Standard.—Ya, bueno, tampoco todo el

mundo lee el Evening Standard, ¿no?No ahora que es gratis. La gente valoralo que paga, no lo que le endosan acambio de nada. Forma parte de lanaturaleza humana.

—De verdad que lo siento mucho —consiguió intercalar Toby mientras abríala carpeta y miraba los recortes.

—¿Por qué? Si ni lo conocía —dijo

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Brigid.

LA ÚLTIMA BATALLA DEUN GUERRERO

La policía no busca a ningún otrosospechoso por la muerte a causa de undisparo del ex miembro de las FuerzasEspeciales David Jebediah (Jeb)Owens, treinta y cuatro años, que, enpalabras del juez de instrucción, «luchósu última batalla contra el trastorno deestrés postraumático y las formas dedepresión clínica vinculadas…».

HÉROE DE LAS FUERZAS

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ESPECIALES PONE FIN ASU VIDA

… sirvió valientemente en Irlandadel Norte, donde conoció a su futuraesposa, Brigid, de la Policía Real delUlster. Posteriormente sirvió en Bosnia,Irak, Afganistán…

—¿Quiere telefonear a su amigo,Toby? —propuso Harryhospitalariamente—. Hay uninvernadero en la parte de atrás sinecesita privacidad, y tenemos buenacobertura, gracias, sospecho, a laestación de radar cercana. Laincineración fue ayer, ¿no, Brigid? Solo

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la familia, sin flores. Nadie echó demenos a su amigo, dígaselo, así que notiene ninguna razón para reprochárselo.

—¿Qué más va a decirle a su amigo,señor Bell? —preguntó Brigid.

—Lo que he leído aquí. Es unanoticia espantosa. —Lo intentó de nuevo—: No sabe cómo lo siento, señoraOwens. —Y a Harry—: Gracias, perocreo que se lo comunicarépersonalmente.

—Es comprensible, Toby. Yrespetuoso, si se me permite decirlo.

—Jeb se voló los putos sesos, señorBell, por si eso también le interesa a suamigo. En la camioneta. Eso no lo

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mencionaron en los periódicos; sonconsiderados. En algún momento delmartes pasado, a última hora del día, oeso creen, entre las seis y las diez.Estaba aparcado en la esquina de undescampado cerca de Glastonbury,Somerset, lo que llaman los Llanos. Aseiscientos metros del espacio humanohabitado más próximo: lo midieron. Usóuna Smith & Wesson de nuevemilímetros, su arma preferida, de cañóncorto. Yo ni siquiera sabía que tuvierauna puta Smith & Wesson, y de hecho éldetestaba las pistolas, lo cual esparadójico, pero allí estaba, en su mano,dijeron, con su cañón corto y todo.

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«¿Podría hacer una identificaciónoficial, si no es mucha molestia, señoraOwens?» «Ninguna molestia, agente.Cuando quiera. Lléveme hasta él.»Menos mal que yo fui policía. Justo através de la puta sien derecha. Unorificio pequeño en el lado derecho yapenas quedaba nada de la cara en elotro. Eso es lo que pasa con las heridasde salida. No falló. Tratándose de Jeb,¿cómo iba a fallar? Siempre fue unexcelente tirador, Jeb. Ganó premios.

—En fin, revivir esos detalles nonos lo devolverá, ¿verdad que no,Brigid? —dijo Harry—. Creo que Tobyse merece un té, ¿no, Toby? Venir hasta

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aquí por su amigo, eso es lo que yollamo lealtad. Y unas cuantas de esasgalletas de mantequilla que preparastecon Danny, Brigid.

—Y les faltó tiempo paraincinerarlo. Los suicidas no han dehacer cola, señor Bell, por si alguna vezse encuentra en esa situación. —Deslizándose, había abandonado elbrazo del sillón y ahora estabarepantigada en el asiento, con la pelvisapuntada hacia él en una actitud como dedesdén sexual—. Tuve el placer delimpiar la puta camioneta y todo. Encuanto ellos acabaron y la dejaron a midisposición. «Aquí tiene, señora Owens,

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ya es toda suya.» Una gente muycorrecta, eso sí, en Somerset. Muycorteses con una señora. Además, metrataron como a una colega. Había allíun par de la Policía Metropolitana.Sustituyendo a sus hermanos deprovincias al frente de las operaciones.

—Brigid no me telefoneó, no hastala hora de la cena —explicó Harry—.Yo tenía una clase detrás de otra. Ella losabía, y fue muy considerado por suparte, ¿verdad, Brigid? No se puededejar a cincuenta niños campar a susanchas durante dos horas, ¿a que no?

—Hasta me prestaron la putamanguera, lo cual fue todo un detalle.

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Una habría pensado que la limpiezaformaba parte del servicio, ¿no? Pero noen estos tiempos de austeridad, no enSomerset. «¿Estáis bien seguros de queya se ha hecho todo el trabajo forense?»,les pregunté. «Porque no quiero ser yoquien elimine las pruebas, ¿eh?».«Tenemos todas las pruebas quenecesitamos, señora Owens, gracias, yaquí tiene un cepillo para restregar, porsi lo necesita.»

—Brigid, así solo consiguesalterarte —previno Harry desde elhueco de la cocina, llenando un hervidory sirviendo las galletas.

—Pero no estoy alterando al señor

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Bell, ¿verdad que no? Míralo. Es unmodelo de compostura. Soy una mujerque intenta ponerse al corriente sobre lavida de su marido muerto, que para mí,señor Bell, es un desconocido muerto,hágase cargo. Hasta hace tres años enrealidad conocía muy bien a Jeb, ytambién Danny. El hombre queconocíamos hace tres años no se habríamatado con una puta pistola de cañóncorto, ni con una de cañón largo, si a esovamos. Nunca habría dejado a su hijosin un puto padre o a su mujer sin unmarido. Danny lo era todo para él.Incluso después de volverse loco deremate, para él todo era Danny, Danny.

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¿Quiere que le diga una cosa sobre elsuicidio que en general no se sabe,señor Bell?

—Toby no necesita esto, Brigid.Seguro que es un caballero bieninformado, buen conocedor de lapsicología y esas cosas. ¿Me equivoco,Toby?

—Es un puto asesinato, señor Bell,eso es el suicidio. Da igual que seas túquien se asesina. Son otros a quienespretendes matar. Hace tres años yodisfrutaba de un matrimonio fantásticocon el hombre de mis sueños. Tampocoyo estaba mal, cosa que él tenía laamabilidad de comentar con frecuencia.

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Tengo un polvo, y me amaba con toda sualma, o eso decía. Me daba razonessobradas para creerle. Eso no hacambiado. Todavía le creo. Lo quiero.Siempre lo he querido. Pero no me creoal cabrón que se pegó un tiro paramatarnos, y tampoco lo quiero. Lo odio.Porque si hizo eso, es un cabrón, y meimporta un carajo cuál fuera la causa.

¿«Si hizo eso»? ¿Acaso habíapronunciado el «si» con más énfasis delque pretendía? ¿O eran soloimaginaciones de Toby?

—Y ahora que me paro a pensarlo,ni siquiera sé por qué coño se trastornóya de buen comienzo. Nunca lo he

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sabido. Una misión se torció. Alguienresultó muerto por error. A eso sereducía mi ración. Después de eso, yoya podía decir misa. Quizá usted y suamigo Paul sepan algo. Quizá Jebconfiaba en su amigo Paul como noconfiaba en mí, su puta mujer. Quizá lapolicía también lo sepa. Quizá lo sepatodo hijo de vecino, y Danny, Harry y yosomos los pocos excluidos.

—Darle vueltas no servirá de nada,Brigid —dijo Harry, abriendo unpaquete de servilletas de papel—. No teservirá a ti, no le servirá a Danny, ydudo que le sirva a Toby, ¿verdad,Toby? —entregándole una taza de té con

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una galleta de mantequilla azucarada enel platillo y una servilleta de papel.

—Dejé la puta policía por Jebcuando supimos que Danny venía encamino. Perdí la paga por antigüedad yel ascenso que tenía a la vuelta de laesquina. Los dos habíamos salido delestercolero, Jeb con un padre haragán,un inútil, y sin madre, y yo sin saberquién era mi padre, y mi madre tampocolo sabía. Pero estábamos los dosempeñados en ser personas rectas yhonradas, aunque nos costara la vida.Hice un curso de educación física, ytodo con la idea de crear un hogar paraDanny.

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—Y es la mejor profesora deeducación física que ha tenido el colegioy que tendrá nunca, ¿a que sí, Brigid? —dijo Harry—. Todos los niños laadoran, y Danny está orgullosísimo deella. Todos lo estamos.

—¿Y usted de qué da clase? —preguntó Toby a Harry.

—De matemáticas, todos los cursoshasta secundaria, cuando hay alumnos,¿verdad, Brigid? —ofreciéndoletambién a ella una taza de té.

—Y su amigo ¿qué? Ese señor Paul,el de Cornualles. ¿Es un puto psiquiatradel que se colgó Jeb o algo así? —quisosaber Brigid.

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—No. No es un psiquiatra, me temo.—¿Y usted no es un caballero de la

prensa? ¿Está seguro de eso?—Estoy seguro de que no soy de la

prensa.—Pues si no le molesta que sea

preguntona, señor Bell, si no es usted dela prensa y su amigo Paul no espsiquiatra, ¿qué coño son?

—Vamos, Brigid —dijo Harry.—Estoy aquí a título estrictamente

personal —respondió Toby.—¿Y qué demonios es usted a título

estrictamente público, si puede saberse?—A título público, pertenezco al

Foreign Office.

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Pero en lugar de la explosión queToby preveía, fue objeto solo de undetenido examen crítico.

—¿Y su amigo Paul? ¿También él esdel Foreign Office? —Sin apartar lamirada de él, sus ojos grandes y verdes.

—Paul está jubilado.—¿Y Paul no será alguien que Jeb

conoció, pongamos, hace tres años?—Sí. Lo es.—¿Por razones profesionales, pues?—Sí.—¿Y no sería ese el motivo de su

conferencia en la cumbre, de Jeb y Paul,si Jeb no se hubiera volado la cabeza eldía de antes? ¿Algún asunto profesional,

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de hace tres años, por ejemplo?—Sí. Lo era —contestó Toby sin

alterársele la voz—. Ese era el vínculoentre ellos. No se conocían bien, peroiban camino de ser amigos.

Ella no había apartado los ojos de sucara en todo ese tiempo, tampoco ahoralos apartó:

—Harry. Estoy preocupada porDanny. ¿Serías tan amable de ir a casade Jenny un momento y asegurarte deque no se ha caído de la puta bici? Hacesolo un día que la tiene.

Toby y Brigid se habían quedadosolos, y empezaba a formarse entre ellosuna especie de cauto acuerdo mientras

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cada uno esperaba a que el otro hablase.—¿Y no debería yo llamar a

Londres para hacer una comprobaciónen el Foreign Office? —preguntó Brigidcon una voz sin duda menos estridente—. ¿Para confirmar que el señor Bell esquien dice ser?

—No creo que eso hubiese gustado aJeb.

—¿Y a su amigo Paul? ¿A él qué?¿Le gustaría?

—No.—¿Y a usted tampoco?—Perdería el trabajo.—Esa conversación que tenían

prevista… ¿No habría tratado sobre

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cierta Operación Fauna?—¿Por qué? ¿Jeb le habló de eso?—¿De la operación? ¿No lo dirá en

serio? No habría podido arrancárselo nicon unas pinzas al rojo blanco. Dabaasco, pero era su deber.

—¿En qué sentido daba asco?—A Jeb no le gustaban los

mercenarios, nunca le habían gustado.Se dedican a eso por la diversión y eldinero, por eso lo hacen. Se creenhéroes cuando en realidad son unosputos psicópatas. «Yo lucho por mi país,Brigid. No por las putas multinacionalescon sus cuentas offshore.» Solo que élno decía «putas», si he de ser sincera.

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Jeb era creyente, de un cultoinconformista. No decía tacos y no bebíamás que un par de sorbos. Sabe Diosqué soy yo. Una puta anglicana, me handicho. Debía de serlo, ¿no? Para que meaceptaran en la puta Policía Real delUlster.

—¿Y era la presencia demercenarios lo que no le gustaba de laOperación Fauna? ¿Hizo esecomentario respecto a esa operación enconcreto?

—Solo en general. Solo acerca delos mercenarios. Siempre queríaquitarse a esos cabrones de encima, losdetestaba. «Es otra acción con

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mercenarios, Brigid. A veces uno sepregunta quién empieza las guerras hoydía.»

—¿Tenía alguna otra reserva acercade la operación?

—Era una mierda pero ¿qué másdaba?

—¿Y después? ¿Cuando volvió de laoperación?

Brigid cerró los ojos, y cuando losabrió, parecía una mujer distinta:introspectiva, y horrorizada.

—Era un fantasma. Consumido. Eraincapaz de sostener el tenedor y elcuchillo. Me enseñaba una y otra vez lacarta de su querido regimiento: «Gracias

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y buenas noches y recuerde que estáobligado de por vida a atenerse a la Leyde Secretos Oficiales». Yo pensaba queél ya lo había visto todo. Pensaba quelos dos lo habíamos visto todo. Irlandadel Norte. Sangre y huesos por toda lacalle, disparos en las rodillas, bombas,estrangulamientos. Dios bendito.

Respiró hondo un par de veces,recobró la calma y prosiguió:

—Hasta que al final una de esas tedesborda. Esa de la que todos hablan.La que lleva tu nombre escrito y de laque no puedes escapar. Una bomba másde la cuenta en el mercado. El autobúslleno de niños de camino al colegio que

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vuela hasta las nubes. O quizá solo unperro muerto en una cuneta, o un cortesangrante en el meñique. En cualquiercaso, para él fue la gota que colmó elvaso. Se había quedado sin defensas. Nopodía mirar lo que más quería en elmundo sin odiarnos por no estarmanchados de sangre.

Volvió a interrumpirse, esta vez conlos ojos desorbitados en una expresiónde ira ante lo que ella veía, fuera lo quefuese, y Toby no:

—¡Nos rondaba como un putofantasma! —prorrumpió, y se tapó loslabios con la mano en actitud dereproche—. Navidad, poníamos la

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condenada mesa para él. Danny, yo,Harry. Nos quedábamos ahí sentados,mirando como bobos su sitio vacío. Elcumpleaños de Danny, lo mismo. Losputos regalos, delante de la puerta enplena noche. ¿Es que hemos pillado algoy vamos a contagiárselo si entra? ¿Laputa lepra? Es su propia casa, por Dios.¿No lo quisimos lo suficiente?

—Estoy seguro de que sí —dijoToby.

—¿Y usted qué coño sabe? —preguntó ella, y se quedó absolutamenteinmóvil con los dedos entre los dientes yla mirada fija en algo instalado en sumemoria.

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—¿Y lo del cuero? —preguntó Toby—. ¿Cómo aprendió Jeb el oficio detalabartero?

—De su puto padre, ¿de quién iba aser? Zapatero, calzado a medida, a esose dedicaba, cuando no bebía hastaperder el sentido. Pero no por eso Jebdejó de quererlo con toda su alma, ycuando el muy cabrón murió, Jeb guardólas putas herramientas en el cobertizocomo si fueran el Santo Grial. Y unanoche el cobertizo aparece vacío y lasherramientas han desaparecido, y Jebcon ellas. Igual que ahora.

Se volvió y lo miró, esperando a quehablara. Cautamente, Toby empezó:

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—Jeb dijo a Paul que tenía unaprueba. En relación con Fauna. Iba allevarla a la reunión en Cornualles. Paulno sabía qué era. Me pregunto si usted sílo sabe.

Brigid abrió las palmas de lasmanos y se las miró como si leyera supropio futuro; de pronto se levantó de unsalto, se dirigió a la puerta de la calle yla abrió:

—¡Harry! El señor Bell deseapresentar sus respetos para poderdecírselo a su amigo Paul. Y tú, Danny,quédate con Jenny hasta que te llame,¿me has oído? —Y a Toby—: Vuelvadespués sin Harry.

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Volvía a llover. Por insistencia deHarry, Toby aceptó prestada unagabardina y advirtió que le quedabapequeña. El jardín que se extendíadetrás de la casa era estrecho perolargo. Ropa mojada colgaba de untendedero. Una verja conducía a unerial. Pasaron ante un par de fortines detiempos de la guerra, llenos de pintadas.

—Les digo a mis alumnos que sonrecordatorios de aquello por lo quelucharon sus abuelos —explicó Harry,hablándole en voz alta por encima delhombro.

Habían llegado a un granero enestado ruinoso. Las puertas estaban

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cerradas con un candado. Harry tenía lallave.

—No queremos que Danny sepa queestá aquí. De momento, no —dijo Harry,muy serio—. Si no es molestia, pues,tenga eso en cuenta cuando vuelva a lacasa. Hemos pensado subastarla poreBay cuando las aguas vuelvan a sucauce. No conviene que la gente laasocie con lo ocurrido y se retraiga,¿no? —abriendo la puerta de unempujón y liberando a un escuadrón dejubilosos pájaros—. Eso sí, hizo unabuena remodelación interior delvehículo, ese Jeb, todo hay que decirlo.Un poco obsesivo, en mi opinión

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personal. Pero que no se entere Brigid,claro.

La lona estaba sujeta al suelo conestaquillas de tienda de campaña. Tobyse quedó mirando mientras Harry iba deestaquilla en estaquilla, primeroaflojando los fiadores, para desprenderluego las presillas, hasta que un lado dela lona quedó suelto; a continuaciónretiró toda la lona y dejó a la vista unacamioneta verde y el rótulo escrito amano, dorado sobre verde,ARTÍCULOS DE PIEL DE JEB, enmayúsculas, y debajo, en letras máspequeñas, COMPRE EN LACAMIONETA.

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Indiferente al brazo extendido deHarry, Toby se subió al portón. Panelesde madera, algunos retirados, otroscolgando. Una mesa de alas abatibles,abierta y muy limpia, una silla demadera, sin cojín. Una hamaca decuerdas desenganchada y pulcramenteenrollada. Estantes a medida, desnudosy muy limpios. Un hedor a sangre que elfuerte olor a desinfectante no habíaeliminado del todo.

—¿Qué ha sido de las pieles dereno? —preguntó Toby.

—Bueno, era mejor quemarlas, ¿no?—explicó Harry animadamente—. Noquedaba mucho que rescatar, Toby, la

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verdad, dado el alcance del estropicioque el pobre hombre hizo consigomismo. No se ayudó del alcohol en supropósito, cosa que, según dicen, espoco común. Pero así era Jeb. No seandaba con chiquitas. Eso nunca.

—¿Y no hubo nota de despedida? —preguntó Toby.

—Solo la pistola en la mano y lasocho balas restantes en el cargador, loque lo lleva a uno a preguntarse,supongo, qué pensaba hacer con lasotras después de pegarse un tiro —contestó Harry con el mismo tonoinformativo—. Y luego eso de usar lamano equivocada. ¿Por qué?, querría

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uno saber. En fin, no hay respuesta paraeso, claro. Nunca la habrá. Era zurdo,Jeb, pero se disparó con la manoderecha, lo cual podría describirsecomo una aberración. Pero Jeb era untirador profesional, por lo que me hancontado. En fin, tenía que serlo, ¿no? SiJeb se lo hubiera propuesto, podríahaberse pegado un tiro hasta con el pie,eso sin duda, según me ha contadoBrigid. También está el hecho de que,llegado a ese punto, uno ya es ajeno atoda argumentación racional, comotodos sabemos. Y eso es lo que dijo lapolicía, con toda la razón, opino, aunqueno soy experto ni mucho menos.

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Toby había encontrado una marcadel tamaño de una pelota de tenis, perono tan profunda, en el revestimiento demadera, a media altura y hacia la mitadde uno de los lados, y recorría elcontorno con el dedo.

—Sí, ya —explicó Harry—, unabala como esa tiene que ir a parar aalgún sitio, lo que es de sentido común,aunque cueste creerlo al ver algunas delas películas que se hacen hoy día. Nopuede esfumarse así sin más, ¿no? Unabala no. Así que, digo yo, hay querellenar el agujero de masilla, lijarlo,pintar encima y, con un poco de suerte,no se notará.

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—¿Y las herramientas? ¿Paratrabajar el cuero?

—Sí, bueno, Toby, eso es motivo debochorno para todos los implicados, lasherramientas de su padre, lo mismo queel hornillo, del que bien podría habersesacado alguna que otra libra. Losprimeros en llegar fueron los bomberos,no sé bien por qué, pero está claro quealguien los llamó. Luego se presentó lapolicía, y por último la ambulancia. Asíque es imposible saber de quién fueronesos dedos largos, ¿no? De la policíano, eso seguro. Siento un gran respetopor nuestros guardianes del orden, másdel que siente Brigid, para ser sincero,

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después de haberlo sido ella misma.Pero así son las cosas en Irlanda,supongo.

Eso supuso también Toby.—Nunca me echó nada en cara, eso

no. Tampoco es que tuviera derecho. Nopuede esperarse que una mujer comoBrigid prescinda de compañía, ¿no? Yola trato bien, cosa que no siempre podíadecirse de Jeb, no si hablamos confranqueza.

Juntos cerraron el portón, juntosvolvieron a colocar la lona sobre lacamioneta y juntos tensaron las correas.

—Creo que Brigid quería hablar unmomento conmigo —dijo Toby. Y a

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modo de explicación poco convincente—: Algo relacionado con Paul que leparecía privado.

—En fin, es un espíritu libre, estaBrigid, como todo el mundo —repusoHarry efusivamente, dando una palmadaen el brazo a Toby en un gesto decamaradería—. Pero le aconsejo que nopreste mucha atención a sus opinionessobre la policía. En un caso como estesiempre tiene que haber alguien a quienecharle la culpa, forma parte de lanaturaleza humana. Encantado de verlo,Toby, y ha sido muy considerado por suparte venir. Y espero que no le importeque se lo diga, ¿eh? Sé que es una

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desfachatez. Pero si resulta que, por unade esas casualidades, nunca se sabe, setopa con alguien interesado en unacamioneta bien conservada,transformada en un vehículo de altonivel… en fin, ya saben dóndeencontrarnos, ¿de acuerdo?

Brigid, encogida en un ángulo delsofá, se abrazaba las rodillas.

—¿Ha visto algo? —preguntó.—¿Tenía que ver algo?—En cuanto a la sangre, no tenía

ninguna lógica. Había salpicaduras portodo el parachoques trasero. Dijeron queera sangre «desplazada». «¿Cómodemonios se desplazó?», les pregunté.

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«¿Salió por la puta ventana y dio lavuelta hasta la parte de atrás?» «Estáalterada, señora Owens. Déjenos lainvestigación a nosotros y tómese unatacita de té.» Luego se me acerca otroindividuo, un policía de paisano de laMetropolitana, con un acento pijo. «Solopara su tranquilidad, señora Owens, esoque había en el parachoques no erasangre de su marido. Era minio. Debíade estar reparando algo.» Tambiénregistraron la casa, ¿sabe?

—¿Cómo? ¿Qué casa?—Esta puta casa. Donde usted está

ahora sentado, mirándome, ¿qué casa ibaa ser? Hasta el último cajón y el último

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hueco. Incluso el armario de los juguetesde Danny. Un puto registro de arribaabajo, a cargo de personas que sabían loque se hacían. Los papeles de Jeb, enaquel cajón de allí, lo que sea que habíadejado… los sacaron y volvieron ameterlos, en el mismo orden pero noexactamente. Con nuestra ropa, ídem deídem. Harry piensa que estoy paranoica.Que veo conspiraciones debajo de lacama, eso piensa. Y una mierda, señorBell. Yo he registrado más casas quedesayunos ha tomado Harry. No haycomo haber sido cocinero antes quefraile.

—¿Y eso cuándo ocurrió?

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—Ayer, joder. ¿Cuándo iba a ser?Mientras estábamos en la incineraciónde Jeb, ¿cuándo, si no? Aquí nohablamos de aficionadillos de mierda.¿No quiere saber qué buscaban?

Alargando el brazo bajo el sofá,sacó un sobre marrón plano, sin cerrar, ylo empujó hacia él.

Dos fotografías tamaño Din-A4, enacabado mate. Sin margen. En blanco ynegro. Mala resolución. Tomasnocturnas, muy corregidas.

Formato que recordó a Toby todaslas imágenes borrosas que había vistode sospechosos fotografiadosfurtivamente desde la acera de enfrente:

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salvo que estos dos sospechosos estabanmuertos y tendidos en una roca, y unoera una mujer con indumentaria árabehecha jirones y el otro una niñaacribillada a balazos, con una piernamedio arrancada, y los hombresdispuestos alrededor cargaban unvoluminoso equipamiento de combate yportaban semiautomáticas.

En la primera fotografía, un hombreinidentificable, también conequipamiento de combate, apunta a lamujer con su arma como si se dispusieraa rematarla.

En la segunda, otro hombre,igualmente con equipamiento de

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combate, hinca una rodilla, con el armaa un lado, y se lleva las manos a la cara.

—Debajo de donde estaba elhornillo, antes de que esos capullos lorobaran —explicaba Brigid con desdénen respuesta a una pregunta que Toby nohabía formulado—. Jeb había colocadoallí una placa de amianto. El hornillohabía desaparecido. Pero el amiantoseguía en su sitio. La policía creía haberregistrado la camioneta antes deentregármela para limpiarla. Pero yoconocía a Jeb. Ellos no. Y Jeb sabíaesconder una cosa. Esas fotos tenían queestar allí, en alguna parte, aunque élnunca me las había enseñado. No lo

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habría hecho jamás. «Tengo la prueba»,decía. «Ahí está, claro como la luz deldía, solo que nadie quiere creérselo.»«¿La prueba de qué, joder?», decía yo.«Fotografías sacadas en el lugar delcrimen.» Pero si iba y le preguntaba cuálera el crimen, me miraba con cara depóquer.

—¿Quién fue el fotógrafo? —preguntó Toby.

—Shorty, su compañero. El únicoque le quedó después de la misión. Elúnico que se mantuvo a su lado cuando alos otros les metieron el miedo en elcuerpo. Don, Andy, Shorty… eran todosbuenos amigos hasta Fauna. Después ya

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nunca más. Solo Shorty, hasta que Jeb yél discutieron y partieron peras.

—¿Por qué discutieron?—Por esas condenadas fotos que

tiene usted ahora en la mano. EntoncesJeb aún vivía en casa. Estaba enfermopero iba tirando, digamos. Un día Shortyvino a hablar con él, y tuvieron unadiscusión de padre y muy señor mío.Uno noventa, mide Shorty. Pero Jeb loembistió desde abajo, lo obligó a doblarlas rodillas y, mientras caía, le rompióla nariz. De manual, y siendo Jeb lamitad que él. Fue digno de admiración.

—¿Y de qué quería hablar con Jeb?—Para pedirle que le devolviera

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esas fotos, eso lo primero. Hasta esemomento Shorty había sido claramentepartidario de mostrarlas en losministerios. Incluso de entregarlas a laprensa. De pronto cambió de idea.

—¿Por qué?—Lo habían comprado. Los

contratistas de Defensa. Le habían dadoun empleo para toda la vida, siempre ycuando mantuviera cerrada esa bocazasuya.

—¿Tienen nombre esos contratistasde defensa?

—Hay un tal Crispin. Fundó unagran empresa con dineroestadounidense. Profesionales de

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primera línea. Ahí estaba el futuro,según Shorty. A la mierda el ejército.

—¿Y según Jeb?—No eran profesionales ni de lejos.

Oportunistas, los llamaba, y dijo aShorty que él también lo era. Shortyquería que Jeb se uniera a ellos. ¿Se lopuede creer? Ya habían intentado fichara Jeb después de la misión. Para taparlela boca. Y luego enviaron a Shorty paraintentarlo otra vez. Trajo a Jeb un putocontrato, ya perfectamentemecanografiado y todo. Solo tenía quefirmarlo, devolver las fotos eincorporarse a la empresa, y a partir deahí sería un camino de rosas. Yo podría

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haberle dicho a Shorty que se ahorrarael viaje y la fractura de nariz, pero nome habría hecho ni puto caso. La verdades que detesto a ese mamón. Se creeirresistible con las mujeres. No parabade toquetearme en cuanto Jeb apartabala vista. Y encima me escribió una cartade pésame de lo más empalagosa, comopara vomitar.

Del cajón donde guardaba losrecortes de prensa sacó una carta escritaa mano y se la alcanzó.

Querida Brigid:Lamento Muchísimo la mala Noticia

sobre Jeb, como también siento que las

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cosas acabaran tan Mal entre nosotros.Jeb era el Mejor de los Mejores,siempre lo será, al margen de las viejasrencillas, siempre permanecerá en miMemoria como sé que permanecerá enla tuya. Por otra parte, Brigid, si andasescasa de Efectivo, llama al número demóvil que añado y te lo remitiré sinfalta. Por otra parte, Brigid, si no esmolestia, ten la bondad de remitirme dosFotos que dejé a Jeb en préstamo y sonpropiedad Particular de este que teescribe. Adjunto sobre con franqueopagado.

Con eterno dolor, el viejocompañero de Jeb, confía en mí,

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SHORTY

Una discusión a gritos al otro ladode la puerta de la calle: Danny con unarabieta, Harry intentando hacerlo entraren razón inútilmente. Brigid haceademán de recuperar las fotografías.

—¿Puedo quedármelas?—¡Y una mierda!—¿Puedo fotografiarlas?—De acuerdo. Adelante.

Fotografíelas —contesta ella, de nuevosin la menor vacilación.

El Hombre de Beirut coloca lasfotografías de tamaño Din-A4 en lamesa del comedor y, pasando por alto el

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consejo que dio a Emily hace solo unpar de días, fotografía las imágenes consu BlackBerry. Cuando las devuelve,lanza una mirada a la carta de Shorty porencima del hombro de Brigid; luegocopia el número de móvil en sucuaderno.

—¿Cuál es el nombre real deShorty? —pregunta mientras, fuera, elalboroto sube de volumen.

—Pike.También anota «Pike», para mayor

seguridad.—Me telefoneó el día antes.—¿Pike?—¡Danny, cállate de una puta vez,

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por Dios! Jeb, ¿quién va a ser? Elmartes, a las nueve de la mañana. Harryy Danny acababan de marcharse deexcursión con el colegio. Descuelgo, yes Jeb, como nunca lo había oído en losúltimos tres años. «He encontrado eltestigo, Brigid, el mejor que podríasimaginar. Él y yo vamos a aclarar lascosas de una vez por todas. Deshazte deHarry, y en cuanto yo acabe,empezaremos de cero: tú, Danny y yo,como en los viejos tiempos.» Así dedeprimido estaba unas horas antes devolarse la puta cabeza, señor Bell.

Si algo había aprendido Tobydespués de una década de vida

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diplomática, era a afrontar toda crisiscomo una situación normal y resoluble.En el taxi de regreso a Cardiff, podíatener en la cabeza un revoltijo detemores indefinidos por Kit, Suzanna yEmily, podía lamentar la muerte de Jeb,hacer cábalas sobre el momento y elmétodo elegidos para su asesinato, y lacomplicidad de la policía en elencubrimiento; pero en apariencia era elmismo pasajero locuaz y Gwyneth era lamisma taxista locuaz. Solo al llegar aCardiff dio los pasos oportunos tal comosi hubiera destinado el trayecto aplanearlos, y en realidad así había sido.

¿Estaba bajo vigilancia? Todavía

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no, pero la advertencia de CharlieWilkins no había caído en saco roto. EnPaddington, había comprado el billetede tren en efectivo. Había pagado aGwyneth en efectivo y le había pedidoque lo dejara y lo recogiera en larotonda. No había revelado el nombrede la persona a quien visitaba, aunquesabía que eso no servía de nada. Muyprobablemente al menos uno de losvecinos de Brigid tenía instrucciones depermanecer atento y avisar a la policía,y en tal caso esta ya habría recibido unadescripción de su apariencia personal,aunque, con suerte, la voz no corrieramuy deprisa gracias a la incompetencia

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policial.Como necesitaba más efectivo del

que había calculado, no tenía másremedio que sacar dinero de un cajero,dando a conocer así su presencia enCardiff. Ciertos riesgos sencillamenteeran inevitables. En una tienda deelectrónica a un paso de la estacióncompró un disco duro nuevo para suordenador de sobremesa y dos teléfonosmóviles de segunda mano, uno negro,uno plateado, con tarjetas SIM deprepago y baterías plenamente cargadas.En el mundo de la electrónica de gamabaja, según le habían enseñado en suscursos de seguridad, esos móviles se

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conocían como «desechables», por latendencia de sus propietarios aprescindir de ellos al cabo de unashoras.

En un café frecuentado por losparados de Cardiff, pidió un café y untrozo de pastel y se los llevó a una mesade un rincón. Tras comprobar que elsonido de fondo cumpliría su cometido,marcó el número de Shorty en eldesechable plateado y pulsó el botónverde. Ese era el mundo de Matti, no elsuyo. Pero él había rondado en laperiferia y la ocultación no le era ajena.

El teléfono sonó y sonó, y se hacíaya a la idea de escuchar el contestador

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cuando una agresiva voz masculinaprorrumpió:

—Aquí Pike. Estoy trabajando. ¿Quéquiere?

—¿Shorty?—Vale, Shorty. ¿Quién es?La voz de Toby, pero sin el lustre

del Foreign Office:—Shorty, soy Pete, del South Wales

Argus. Hola. Verás, el periódico estápreparando un reportaje sobre JebOwens, que por desgracia se suicidó lasemana pasada, como probablemente yasabes. «La muerte de nuestro héroeanónimo», y tal. Tenemos entendido quefuiste muy amigo suyo, ¿es así? O sea, su

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mejor amigo, digamos. Uña y carne, enese plan. Debes de estar muy tocado.

—¿De dónde has sacado estenúmero?

—Bueno, tenemos nuestros métodos,ya sabes. Oye, lo que nos gustaría saber,lo que al director del periódico legustaría saber, es si podemosentrevistarte: en plan, qué buen soldadoera Jeb, Jeb visto por su mejor amigo,esas cosas, a toda plana. ¿Shorty?¿Sigues ahí?

—¿Cómo te llamas de apellido?—Andrews.—¿Y mi participación constaría o

no?

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—Sí, nos gustaría que constara,naturalmente. Con una entrevista cara acara. Podríamos hacer una investigaciónde fondo, claro, pero siempre es unalástima. Obviamente, si hay algúnproblema de confidencialidad, lorespetaríamos.

Otro prolongado silencio, tapandoShorty el micrófono del móvil con lamano:

—¿El jueves le va bien?¿El jueves? El funcionario de

Exteriores, tan responsable comosiempre, consulta mentalmente suagenda. A las diez reunión deldepartamento. A las doce y media,

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comida de trabajo con los enlaces de lasdistintas agencias en LondonderryHouse.

—El jueves es buen día —respondióen actitud desafiante—. ¿Tiene pensadoalgún sitio? No cabe la posibilidad deque venga a Gales, supongo.

—En Londres. En el café GoldenCalf, Mill Hill. A las once. ¿Deacuerdo?

—¿Cómo lo reconoceré?—Soy un enano, ¿no? Un metro con

las botas puestas. Y venga solo, nada defotografías. ¿Qué edad tiene?

—Treinta y un años —contestó concierta precipitación, y se arrepintió.

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En el tren, durante el viaje deregreso a Paddington, usando otra vez eldesechable plateado, Toby envió suprimer mensaje de texto a Emily:«Necesito cita cuanto antes por favoravisa a este número porque el antiguo yano está activo, Bailey».

De pie en el pasillo, telefoneó a suconsulta para mayor seguridad y saltó elcontestador automático, conectado fueradel horario de trabajo:

—Un mensaje para la doctoraProbyn, por favor. Doctora Probyn, lehabla su paciente Bailey. Querríapedirle hora para esta noche. Por favor,llámeme a este número, porque mi

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número antiguo ya no funciona. Gracias.Durante la siguiente hora tuvo la

sensación de pensar únicamente enEmily, lo que quería decir que pensó entodo del derecho y el revés, incluida ladeserción de Giles Oakley, pero allíadonde iba, lo acompañaba Emily.

La respuesta de Emily al SMS, pesea su parquedad, le levantó el ánimo másallá de lo que habría podido imaginar:

«Estoy de guardia hasta las doce dela noche. Pregunta en la Unidad deAtención Urgente o en triaje».

Sin firma. Ni siquiera una E.Cuando se apeó en Paddington,

pasaban de las ocho, pero por entonces

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su lista de deseos contenía nuevomaterial operacional: un rollo de cintaadhesiva, papel de embalar, mediadocena de sobres acolchados de tamañoDin-A5 y una caja de kleenex. Elquiosco del vestíbulo de la estaciónestaba cerrado, pero en Praed Streetpudo comprar todo lo que necesitaba yañadir a la colección una bolsa para lacompra reforzada, un puñado de tarjetastelefónicas para los desechables y unaréplica en plástico de un alabardero dela Torre de Londres.

El alabardero sobraba. Tobynecesitaba solo la caja de cartón en laque venía.

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Su piso de Islington ocupaba unaprimera planta en una calle de casasadosadas del siglo XVIII, todasidénticas salvo por el color de la puerta,el estado de los marcos de las ventanasy la calidad de las cortinas. Era unanoche anormalmente templada para esaépoca del año, sin lluvia. Yendo por laacera de enfrente, Toby primero pasó delargo, con aparente despreocupaciónpero atento a los clásicos signosreveladores: el coche aparcado conocupantes, los transeúntes en lasesquinas charlando por móviles, loshombres en mono arrodilladosfalsamente ante cajas de empalme.

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Como de costumbre, su calle presentabatodo esto y muchas cosas más.

Tras cruzar a su acera, entró en lacasa y, después de subir por la escaleray abrir la puerta del piso con todo elsigilo del que era capaz, se quedóinmóvil en el recibidor. Sorprendido alencontrar la calefacción encendida,recordó que era martes, y los martesLula, la mujer de la limpieza portuguesa,iba de tres a cinco, así que tal vez habíatenido frío.

Así y todo, tenía aún viva en lacabeza las serenas palabras de Brigid aldescribir el registro profesionalrealizado en su casa de arriba abajo, y

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era más que natural que persistiera en éluna sensación de anormalidad cuandorecorrió el piso de habitación enhabitación, olfateando el aire en buscade olores extraños, tocando esto yaquello, intentando recordar en vanocómo había dejado tal o cual cosa,abriendo armarios y cajones inútilmente.En los cursos de adiestramiento para laseguridad, le habían dicho que losespecialistas en registros se filmabanmientras trabajaban para cerciorarse deque después lo dejaban todo en su sitio,y él los imaginó haciendo eso en su piso.

Pero solo cuando fue a recuperar ellápiz de memoria con la copia de

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seguridad que, tres años antes, habíapegado detrás del marco con lafotografía de sus abuelos maternos el díade su boda, sintió un auténticoescalofrío. La foto seguía colgada dondesiempre había estado: en un tramo depasillo vacío entre el recibidor y ellavabo. A lo largo de los años, siempreque se planteaba cambiarlo de lugar, eraincapaz de encontrar un sitio más oscuroy menos visible, y al final lo habíadejado donde estaba.

Y el lápiz de memoria continuabaallí, bien sujeto bajo capas de cintaadhesiva de calidad industrial: sinseñales exteriores de que hubiera sido

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objeto de manipulación. El problema eraque habían quitado el polvo al cristal dela foto, y eso, en Lula, era laprimerísima vez. No solo al cristal, sinotambién al marco. Y no solo al marco,sino, para colmo, a la parte superior delmarco, que quedaba muy por encima dela estatura natural de la diminuta Lula.

¿Se había subido a una silla? ¿Lula?¿Se había adueñado de ella, contra todoprecedente, el impulso de hacer unalimpieza a fondo? Justo cuando estaba apunto de telefonearla, soltó unacarcajada de desdén ante su propiaparanoia. ¿De verdad había olvidadoque Lula se había tomado vacaciones

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casi sin previo aviso y durante suausencia la sustituía su escultural amigaTina, con su metro setenta y cinco einfinitamente más eficiente?

Todavía sonriendo para sí, hizo loque tenía previsto hacer antes deempezar a desvariar. Retiró la cintaadhesiva y se llevó el lápiz de memoriaal salón.

Su ordenador de sobremesa era unafuente de preocupación para él. Sabía —se lo habían inculcado a machamartillo— que ningún ordenador era jamás unescondite seguro. Por muyprofundamente que uno creyera haberenterrado su tesoro secreto, un analista

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de hoy día, con el tiempo a su favor, eracapaz de desenterrarlo. Por otro lado,sustituir el disco duro antiguo por elnuevo comprado en Cardiff tampocoestaba exento de riesgos: tales comoexplicar la presencia de un disco nuevoflamante sin nada grabado. Perocualquier explicación, por inverosímilque fuera, sonaría mucho mejor que lasvoces de Fergus Quinn, Jeb Owens y KitProbyn tal como se habían grabadohacía tres años, días o incluso horasantes de la calamitosa ejecución de laOperación Fauna.

Primero rescatar la grabaciónsecreta de las profundidades del

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ordenador de sobremesa. Toby hizo eso.Luego grabar otras dos copias en lápicesde memoria distintos. También lo hizo.A continuación retirar el disco duro.Equipo esencial para la operación: undestornillador fino, unos rudimentariosconocimientos técnicos y dedos hábiles.Bajo presión, Toby poseía todo eso.Ahora, desprenderse del disco duro.Para eso necesitaba la caja delalabardero y para el relleno, loskleenex. Como destinataria, eligió a suquerida tía Ruby, una abogada queejercía en Derbyshire con su nombre decasada, y por lo tanto, según suscálculos, no estaba contaminada. En una

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breve nota adjunta —Ruby no esperaríamás—, la instaba a proteger con su vidael contenido; las explicaciones llegaríanmás tarde.

Precintar la caja, dirigirla a Ruby.Acto seguido, en previsión de ese

día aciago que esperaba que no llegaranunca, remitirse a sí mismo dos de lossobres acolchados, a la lista de correos,de las oficinas centrales de Liverpool yEdimburgo respectivamente. Visionesfuturas de Toby Bell en plena huida,llegando jadeante al mostrador de laoficina principal de correos deEdimburgo, las fuerzas de las tinieblaspisándole los talones.

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Solo quedaba el tercero, el original,el lápiz de memoria sin consignar. Enlos cursos de seguridad siempre sejugaba al escondite:

«Bien, señoras y señores, tienenustedes en sus manos un documento enextremo secreto y comprometedor y lapolicía secreta está ante su puerta.Disponen exactamente de noventasegundos a partir de ahora hasta queempiecen a poner patas arriba suapartamento.»

Descartar los sitios en que se hapensado primero: POR TANTO NOdetrás de la cisterna, NO debajo de latabla suelta del suelo, NO en la araña de

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luces ni en el congelador ni en elbotiquín, y absolutamente NO, gracias,colgado por fuera de la ventana de lacocina con un trozo de cordel. ¿Dónde,pues? Respuesta: el sitio más obvio quese nos ocurra, entre sus compañeros másobvios. En el último cajón de la cómodaque contiene actualmente cachivachesdiversos, incluyendo cedés de Beirut,instantáneas de la familia, cartas de exnovias y… sí, también unos cuantoslápices de memoria con etiquetasescritas a mano en torno a los tapones deplástico. Una llamó su atención:FIESTA DE GRADUACIÓN UNI,BRISTOL. Retirando la etiqueta, la

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colocó en el tercer lápiz de memoria ylo echó al cajón con los demáscachivaches.

Llevó luego la carta de Kit alfregadero de la cocina y la quemó,desmenuzó la ceniza y abrió el grifopara que se fuera por el desagüe. Paramayor cautela, hizo lo mismo con lacopia de su contrato del coche dealquiler recogido en la estación deBodmin Parkway.

Satisfecho con la marcha de lascosas hasta ese momento, se duchó, sepuso ropa limpia, se metió en el bolsillolos dos móviles desechables, guardó lossobres y el paquete en la bolsa para la

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compra y, respetando la manidainstrucción del Departamento deSeguridad de no aceptar nunca el primertaxi a mano, paró no el segundo sino eltercero, y dio al taxista la dirección deun supermercado en Swiss Cottage que,como casualmente sabía, disponía deuna ventanilla de correos hasta altashoras de la noche.

Y en Swiss Cottage, rompiendo lacadena una vez más, cogió un segundotaxi a la estación de Euston y un terceroal East End de Londres.

El hospital surgía de la oscuridadcomo el casco de un buque de guerra,las ventanas iluminadas, los puentes y

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las escaleras despejadas para la acción.El patio superior albergaba elaparcamiento y una escultura de acerode unos cisnes entrelazados. En la plantainferior, las ambulancias descargaban alas bajas, envueltas en mantas rojas,depositándolas en camillas, mientrasmiembros del personal sanitario enmono de quirófano se tomaban undescanso para fumar un cigarrillo.Consciente de que las cámaras de vídeolo observaban desde todos los tejados yfarolas, Toby adoptó la actitud de unpaciente externo y avanzó aparentandoque le preocupaba su estado.

Siguiendo las camillas, entró en un

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resplandeciente pasillo que actuaba encierto modo como punto de recogida. Enun banco había varias mujeres con velo;en otro, tres hombres muy ancianos concasquetes, agachados sobre sus sartas decuentas. Cerca, un minián hasídicopronunciaba su oración comunal.

Un mostrador ofrecía Coordinacióne Información al Paciente, pero nadie loatendía. Un cartel le indicaba RecursosHumanos, Planificación Laboral, SaludSexual y Guardería, pero no el sitioadonde él necesitaba ir. Un letreroclamaba: ¡ALTO! ¿HA VENIDO PORA&U? Pero si era así, no había nadiepara informar qué hacer a continuación.

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Eligiendo el pasillo más iluminado ymás ancho, avanzó audazmente antecubículos con cortinas hasta llegar a unanciano negro sentado a una mesa anteun ordenador.

—Busco a la doctora Probyn —dijo.Y cuando la cabeza entrecana no semovió—: Probablemente en la Unidadde Atención Urgente. Podría ser entriaje. Está de guardia hasta las doce.

El anciano tenía el rostro surcado demarcas tribales.

—No damos nombres, hijo —respondió después de examinar a Tobypor un momento—. Triaje, eso estádoblando a la izquierda, dos puertas más

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allá. Para la Unidad de AtenciónUrgente, tiene que volver al vestíbulo, yseguir por el pasillo de urgencias. —Yal ver que Toby sacaba el móvil—: Nose moleste en llamar, hijo. Aquí dentrolos móviles no funcionan. Fuera ya esotra cosa.

En la sala de espera de triaje, treintapersonas mantenían la mirada fija en unamisma pared desnuda. Una severa mujerblanca con una bata verde y una llaveelectrónica colgada del cuelloexaminaba un sujetapapeles.

—Según me han informado, ladoctora Probyn necesita verme.

—Atención Urgente —contestó a su

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sujetapapeles.Bajo bandas de triste luz blanca, más

hileras de pacientes tenían la mirada fijaen una puerta cerrada con el rótuloEVALUACIÓN. Toby cogió un númeroy se sentó con ellos. Una caja iluminadaofrecía el número del paciente evaluado.Algunos tardaban cinco minutos, otrosapenas uno. De pronto él era elsiguiente, y Emily, con su cabellocastaño recogido en una coleta y sinmaquillaje, lo miraba desde detrás deuna mesa.

Es médico, venía diciéndose a símismo a modo de consuelo desdeprimera hora de la tarde. Está curtida.

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Trata con la muerte a diario.—Jeb se suicidó el día antes de su

cita en casa de tus padres —empieza,sin preámbulos—. Se pegó un tiro en lacabeza con una pistola. —Y como ellano dice nada—: ¿Dónde podemoshablar?

No se inmuta, más bien permaneceinalterable. Se lleva las manos cruzadasa la cara hasta tener los nudillos de lospulgares contra los dientes. Solodespués de recuperarse se decide ahablar:

—Eso significa que me equivoquécon él, ¿no? —dice—. Pensé que erauna amenaza para mi padre. No lo era.

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Era una amenaza para sí mismo.Pero Toby está pensando: también

yo me equivoqué contigo.—¿Alguien tiene idea de por qué se

suicidó? —pregunta ella, buscandodistanciamiento, sin encontrarlo.

—No hubo nota, ni última llamadatelefónica —contesta Toby, buscando élsu propio distanciamiento—. Ni tenía anadie en quien confiar, por lo que sabesu mujer.

—Estaba casado, pues. Pobre mujer.—Por fin la doctora, muy dueña de símisma.

—Viuda y con un hijo pequeño.Durante estos tres últimos años él no

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podía vivir con ellos ni podía vivir sinellos. Según la mujer.

—¿Y no hay nota de suicidio, dices?—Por lo visto, no.—¿Sin culpar a nadie? ¿Ni al mundo

cruel? ¿A nadie? Se pegó un tiro sinmás. Así, tal cual.

—Eso parece.—¿Y lo hizo precisamente antes de

su cita con mi padre, cuando iban asentarse los dos dispuestos a levantar laliebre respecto a algo en lo que habíanestado metidos, fuera lo que fuese?

—Eso parece.—Lo cual no tiene mucha lógica.—No.

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—¿Mi padre ya lo sabe?—No por mí.—¿Te importa esperar fuera, por

favor?Pulsa un botón de su mesa para dar

paso al siguiente paciente.Mientras paseaban, se mantenían a

distancia conscientemente, como dospersonas que han discutido y esperan lareconciliación. Cuando ella necesitabahablar, lo hacía con ira:

—¿Es su muerte noticia a nivelnacional? ¿En la prensa, la televisión ydemás?

—Solo en el periódico local y en elEvening Standard, que yo sepa.

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—Pero ¿podría difundirse encualquier momento?

—Supongo que sí.—Kit lee el Times. —Y como si

acabara de caer en la cuenta—: Y mimadre escucha la radio.

Una verja que debería haber estadocerrada pero no lo estaba daba acceso aun pequeño y descuidado jardín público.Sentados bajo un árbol, unos cuantoschicos con perros fumaban marihuana.En una isla peatonal se alzaba unedificio alargado de una sola planta. Uncartel rezaba CENTRO SANITARIO.Emily tenía que recorrerlo de punta apunta, comprobando si había alguna

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ventana rota, y Toby la siguió.—Los chicos se creen que

guardamos fármacos aquí dentro —explicó—. Les decimos que no, pero nose lo creen.

Habían entrado en las planicies deladrillo del Londres victoriano. Bajo uncielo estrellado, visible sin obstáculos,se sucedían hileras de chalets pareados,cada par con su enorme sombrerete en lachimenea, cada par con un jardíndelantero dividido por la mitad. Emilyabrió la verja de uno de ellos. Unaescalera exterior conducía al porche dela primera planta. Subió. Él la siguió. Ala luz del porche, vio un feo gato gris sin

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una pata delantera frotarse contra el piede ella. Abrió la puerta, y el gato secoló como una exhalación. Ella entródetrás y esperó a Toby.

—Si tienes hambre, hay comida enla nevera —dijo, y desapareció en loque, supuso él, debía de ser sudormitorio. Y antes de cerrar la puerta—: El condenado gato se piensa que soyveterinaria.

Sentada, con la cabeza en las manos,mira la comida intacta en la mesa anteella. El salón es austero hasta el puntode la privación: una cocina mínima enun extremo, un par de sillas de pinoviejas, un sofá con bultos y la mesa de

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pino que es también su espacio detrabajo. Unos cuantos libros demedicina, una pila de revistas africanas.Y en la pared, una fotografía de Kit consus galas completas de diplomáticopresentando sus cartas credenciales auna opulenta jefa de Estado caribeña,ante la mirada de Suzanna, que lleva ungran sombrero blanco.

—¿La tomaste tú? —pregunta él.—No, por Dios. Había un fotógrafo

de la corte.Toby ha sacado un trozo de queso

holandés y unos tomates del frigorífico,y del congelador, pan en rebanadas, queha tostado. Y tres cuartos de una botella

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de rioja pasado que, con permiso deella, ha servido en dos vasos anchosverdes. Ella se ha puesto una informebata de estar por casa y zapatillas sintacón, pero se ha dejado el pelorecogido. Lleva la bata abotonada hastalos tobillos. A él lo sorprende lo altaque es pese al calzado plano. Y lomajestuoso que es su andar. Y que aprimera vista sus gestos parecen torpescuando en realidad, si uno se fija bien,son elegantes.

—¿Y esa doctora que no lo es? —pregunta ella—. ¿La que llamó a Kitpara decirle que Jeb estaba vivo cuandono lo estaba? ¿Eso no impresionaría a la

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policía?—No en el clima actual. No.—¿Kit también está en peligro de

suicidarse?—Ni mucho menos —replica él con

rotundidad después de hacerserepetidamente esa misma pregunta desdeque ha salido de casa de Brigid.

—¿Por qué no?—Porque mientras se crea el cuento

de la doctora simulada no representaninguna amenaza. Esa era la finalidad dela llamada de la doctora falsa. Así que,por Dios, dejemos que piensen, seanquienes sean, que han conseguido suobjetivo.

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—Pero Kit no se lo cree.Eso es terreno ya trillado, pero en

atención a ella lo repasa igualmente:—Y así lo ha expresado en voz alta

y clara, por suerte solo a sus seres másqueridos, y a mí. Pero fingió creerlo porteléfono, y ahora debe seguirfingiéndolo. Es solo cuestión de ganartiempo. Mantener la cabeza agachadadurante unos días.

—¿Hasta cuándo?—Estoy reuniendo pruebas —dice

Toby, con más audacia de la que siente—. He conseguido algunas piezas delrompecabezas, necesito más. La viudade Jeb tiene unas fotos que quizá sean

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útiles. Las he fotografiado. También meha dado el nombre de alguien que podríaayudar. He quedado con él. Alguien queintervino en el problema inicial.

—¿Tú interviniste en el problemainicial?

—No. Fui solo un espectadorculpable.

—Y cuando hayas reunido esaspruebas, ¿qué serás?

—Me quedaré sin trabajo, muyposiblemente —dice, y en un esfuerzopara distraerse tiende la mano hacia elgato, que durante todo el tiempo haestado tumbado a los pies de ella, peroel animal no le hace el menor caso—.

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¿A qué hora se levanta tu padre por lasmañanas?

—Kit temprano. Mi madre se quedaen la cama hasta tarde.

—Temprano ¿cuándo es?—A eso de las seis.—¿Y los Marlow? ¿Ellos qué?—Ah, están en pie al amanecer. Jack

ordeña para Phillips, el granjero.—¿Y a qué distancia de la Casona

viven los Marlow?—A ninguna distancia. Ocupan una

de las dependencias de la Casona. ¿Porqué?

—Creo que hay que informar a Kitde la muerte de Jeb cuanto antes.

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—¿Antes de que se entere por otrosy la monte?

—Si quieres decirlo así…—Sí quiero.—El problema es que no podemos

llamar al fijo de la Casona. Ni a sumóvil. Y por supuesto nada de correoselectrónicos. Eso mismo opina Kitbásicamente. Lo dejó claro cuando meescribió.

Se interrumpió, esperando que Emilyhablara, pero ella mantuvo la mirada fijaen él, retándolo a continuar.

—Sugiero, pues, que telefonees a laseñora Marlow a primera hora de lamañana y le pidas que se acerque a la

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Casona y lleve a Kit al teléfono de ladependencia donde viven. Eso en elsupuesto de que prefieras darle tú lanoticia en lugar de dejarme a mí la tarea.

—¿Qué mentira le cuento a la señoraMarlow?

—Hay una avería en la línea de laCasona. No puedes comunicartedirectamente. No hay de qué asustarse,pero necesitas comentarle algo especiala Kit. He pensado que podrías utilizaruno de estos. Son más seguros.

Ella coge el desechable negro y,como alguien que nunca ha visto unteléfono móvil, lo hace girar entre suslargos dedos con actitud especulativa.

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—Si te facilita las cosas, puedoquedarme aquí —añade él, teniendo lacautela de señalar el precario sofá.

Ella lo mira, mira su reloj: las dos.Va a su habitación en busca de unedredón y una almohada.

—Ahora pasarás frío tú —protestaél.

—Estaré bien —contesta ella.

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6Una pertinaz niebla cornuallesa se

había instalado en el valle. Desde hacíaya dos días ningún viento de ponienteconseguía disiparla. Las ventanasarqueadas de ladrillo del establo queKit había convertido en despachodeberían haber mostrado en justicia unainfinidad de renuevos de hojas. Sinembargo la fúnebre blancura de aquellamortaja lo cubría todo, o esa impresióntenía él mientras, en su agitación, sepaseaba de un lado a otro por elguadarnés, tal como tres años anteshabía deambulado por su aborrecida

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habitación carcelaria de Gibraltar enespera de la llamada a las armas.

Eran las seis y media de la mañana ytodavía calzaba las botas de agua que sehabía puesto antes de cruzarapresuradamente el vergel a instanciasde la señora Marlow para atender lallamada de Emily, que telefoneaba allícon la falsa excusa de que no podíacomunicar con la línea de la Casona. Suconversación, si podía describírsela así,lo acompañaba ahora, aunque no en ladebida secuencia: parte información,parte exhortación, y todo junto unapuñalada en el vientre.

Y al igual que en Gibraltar, también

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aquí en el establo hablaba entre dientesy se maldecía, a media voz: Pero,hombre, Jeb, por Dios. Vayadisparate… Estábamos en vena…Íbamos a por todas. Intercalandoimprecaciones: cabrones asesinos ycosas por el estilo.

—Procura no dejarte ver, papá, nosolo por tu bien sino por el de mamá. Ypor la viuda de Jeb. Serán solo unosdías, papá. Solo tienes que creerte loque te dijo la psiquiatra de Jeb, aunqueno fuera la psiquiatra de Jeb. Papá, tepaso a Toby. Él te lo explicará mejorque yo.

¿Toby? ¿Qué demonios hace mi hija

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con el mamón de Bell, el muy taimado, alas seis de la mañana?

—¿Kit? Soy yo. Toby.—¿Quién lo ha matado, Bell?—Nadie. Fue un suicidio. Versión

oficial. El juez de instrucción loconstató, a la policía no le interesa.

¡Pues debería interesarle, malditasea!, pensó, pero no lo dijo. No en esemomento. De hecho, tenía la sensaciónde haber dicho apenas nada en esemomento, aparte de «sí», «no» y «ah,bueno, ya, de acuerdo, entiendo».

—¿Kit? —Otra vez Toby.—Sí. ¿Qué?—Me dijo que estaba preparando el

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borrador de un documento en previsiónde la visita de Jeb a la Casona. Supropia versión de lo ocurrido, desde superspectiva de hace tres años, ademásde un memorándum de la conversaciónque mantuvo con Jeb en el club, paraque él diera el visto bueno. ¿Kit?

—Sí, ¿qué problema hay con eso?Cuento la pura verdad, punto por punto—replica Kit.

—No hay ningún problema, Kit.Seguro que será muy útil cuando lleguela hora de emprender acciones. Solo unacosa: ¿sería tan amable de usar suastucia para encontrar un sitio dondeguardarlo durante unos días? Fuera de

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peligro. No en una caja fuerte ni enningún otro escondrijo evidente. Quizáen el desván de alguna de lasdependencias. O tal vez Suzanna tengaalguna idea brillante. ¿Kit?

—¿Lo han enterrado?—Lo incineraron.—Se han dado prisa, eh. ¿De quién

ha sido la iniciativa? Más tejemanejes,según parece. Dios santo.

—¿Papá?—Sí, Em. Aquí sigo. ¿Qué pasa?—¿Papá? Tú haz lo que dice Toby.

Por favor. Déjate ya de preguntas. Nohagas nada, busca un lugar seguro paratu obra y cuida de mamá. Y Toby ya

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hará aquí lo que tenga que hacerse,porque te aseguro que está abordando elasunto desde todos los ángulos.

De eso no me cabe duda, el mamón,el muy taimado, pero consiguecallárselo, lo cual es sorprendente dadoque, con el ladino de Bell diciéndole loque debe y no debe hacer, y Emilyrespaldándolo incondicionalmente, y laseñora Marlow con la oreja pegada a lapuerta del salón, y el pobre Jeb muertocon una bala en la cabeza, podría haberdicho cualquier cosa, maldita sea.

En un esfuerzo por mantener lacordura, vuelve una vez más alprincipio.

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Se encuentra en la cocina de laseñora Marlow con las botas de agua.La lavadora está en marcha, y le hadicho que apague el condenado trasto ono oirá una palabra.

«Papá, soy Emily.»¡Ya sé que eres Emily, por Dios!

¿Estás bien? ¿Qué pasa? ¿Dónde estás?»Papá, tengo una noticia muy triste.

Jeb ha muerto. ¿Me oyes, papá? ¿Papá?»Dios bendito.»¿Papá? Ha sido un suicidio, papá.

Jeb se ha pegado un tiro. Con su propiapistola. En su camioneta.

»No, no es verdad. Absurdo. Veníade camino hacia aquí. ¿Cuándo?

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»El martes por la noche. Hace unasemana.

»¿Dónde?»En Somerset.»No es posible. ¿Estás diciéndome

que se quitó la vida esa noche? Aquellaseudodoctora me telefoneó el viernes.

»Me temo que sí, papá.»¿Lo han identificado?»¿Quién? No la seudodoctora,

espero.»Su mujer.»Virgen santa.»Sheba gimoteaba. Agachándose junto

a ella, Kit le dio una palmada deconsuelo y luego miró con expresión

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ceñuda a lo lejos mientras oía laspalabras de despedida de Jeb, musitadasen el rellano del club al amanecer:

«Uno, a veces, llega a pensar que lohan abandonado. Que lo han excluido,digamos. Encima, con esa niña y sumadre metidas en la cabeza. Uno sesiente responsable, digamos. Pues, mire,ahora ya no me siento así. Por tanto, sirChristopher, si no le importa, le daré unapretón de manos.»

Ofreciéndome la mano con la quesupuestamente se ha pegado un tiro. Unbuen apretón, firme, acompañado de un«Nos veremos el miércoles a primerahora en la Casona, pues», y yo

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prometiendo ser un presto cocinero yprepararle para el desayuno unos huevosrevueltos, que, según dijo, era su platopreferido.

Y se negaba a llamarme Kit pese ainsistir yo en ello. No le parecíarespetuoso, no con sir Christopher. Y yoasegurándole que nunca merecí elcondenado título de sir ya de entrada. Yél culpándose de horrores que jamáscometió. Y ahora se le culpa de otrohorror que ciertamente no cometió: asaber, quitarse la vida.

¿Y qué se me pide que haga alrespecto? Que no mueva ni un dedo. Queesconda el borrador del documento en

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un pajar, que lo deje todo en manos delladino de Bell y mantenga cerrada estabocaza mía.

Bueno, quizá ya la he tenido cerradamás tiempo de la cuenta.

Quizá ese ha sido mi fallo. Siempredispuesto a despotricar por cosas que noimportan un comino, y no del tododispuesto a hacer unas cuantas preguntasincómodas como: ¿qué pasó realmenteallí abajo en las rocas detrás de lascasas? O: ¿por qué me conceden unabicoca de destino en el Caribe antes dela jubilación cuando hay media docenade individuos por encima de mí que selo merecen mucho más?

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Y lo peor de todo: fue su propia hijaquien le dijo que mantuviera la bocacerrada, inducida por el joven Bell,quien por lo visto tenía el don de llevardos chaquetas al mismo tiempo y salirsecon la suya y —de nuevo montando encólera— salirse con la suya también porlo que se refería a la buena de Em,convenciéndola, totalmente contra supropio criterio a juzgar por cómohablaba, para que meta la nariz enasuntos de los que no sabe ni jota, apartede lo que ha oído o le ha sonsacado a sumadre, cosa que no debería haber hecho.

Y para que conste: si alguien debíadar a conocer a la buena de Em los

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trapos sucios sobre la Operación Faunay otros asuntos afines, no tenía que ser elladino de Bell, cuyo único mérito era,por lo visto, espiar a su subsecretario, nitenía que ser Suzanna. Tenía que ser sucondenado padre, a su manera y a sudebido tiempo.

Y con estos pensamientosdescoordinados resonando furiosamenteen la cabeza, cruzó a zancadas el patioentre la niebla en dirección a la casa.

Desplegando el máximo sigilo a sualcance por miedo a arrancar a Suzannade su sueño matutino, Kit se afeitó y sepuso un traje oscuro urbano, a diferenciade la indumentaria rural a la que

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erróneamente había recurrido para elmierda de Crispin, cuyo papel en eseasunto sacaría él a la luz aunque lecostara la pensión y el título.

Mientras se examinaba en el espejodel armario, se planteó si añadir unacorbata negra por respeto a Jeb ydecidió: demasiado revelador, transmiteel mensaje equivocado. Con una llaveantigua que había incorporadorecientemente a su llavero, abrió uncajón del escritorio del comandante yextrajo el sobre donde había guardado elfino recibo de Jeb y, de debajo, unacarpeta con el rótulo BORRADOR, quecontenía el documento de su puño y

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letra.Deteniéndose un momento,

descubrió casi con alivio que derramabalágrimas calientes de dolor y rabia. Noobstante, una rápida mirada al título deldocumento le devolvió el ánimo y ladeterminación:

«Operación Fauna, Primera Parte:Testimonio presencial del representanteen funciones en Gibraltar delsubsecretario del Gobierno de SuMajestad, a la luz de la informaciónadicional proporcionada por elcomandante de campo, FuerzasEspeciales del Reino Unido».

La Segunda Parte, subtitulada

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«Testimonio presencial del comandantede campo», quedaría pendiente porsiempre, así que la Primera Parte tendríaque cumplir su cometido por partidadoble.

Pisando con cuidado las sábanas delsuelo, se acercó al dormitorio y mirócon vergüenza y admiración a su esposadormida, pero se cuidó mucho dedespertarla. Al llegar a la cocina —y alúnico teléfono de la casa donde eraposible hablar sin ser oído desde eldormitorio—, se puso manos a la obracon una precisión digna del ladino deBell.

Llamar a la señora Marlow.

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Lo hace, en voz baja; y sí, claro queella pasará gustosamente la noche en laCasona, siempre y cuando sea ese eldeseo de Suzanna, porque eso es loprincipal, ¿o no?… ¿Y ya funciona elteléfono de la Casona? Porque ella looye perfectamente.

Llamar a Walter y Anna, unosamigos aburridos pero amables.

Lo hace, y despierta a Walter, peropara Walter nada es molestia. Sí, claroque Anna y él se dejarán caergustosamente por su casa a media tardey se asegurarán de que Suzanna no sesiente abandonada si Kit no regresa desu reunión de trabajo hasta el día

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siguiente, ¿y ve Suzanna Sneakers enSky?, porque ellos sí.

Respirar hondo, sentarse a la mesade la cocina, escribirininterrumpidamente lo que sigue, sincorrecciones, sin tachones, sin notas almargen, etcétera:

Querida Suki:Son muchas las novedades que han

surgido en relación con nuestro amigosoldado mientras tú dormías, y elresultado global es que debo viajarurgentemente a Londres. Con un poco desuerte, tendré al asunto solucionado atiempo de regresar en el tren de lascinco, pero si no, cogeré el nocturno

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aunque no consiga litera.A partir de ese punto, el bolígrafo

empezó a arrastrarlo, y él se dejó llevar:Queridísima mía, te amo con locura,

pero ha llegado la hora de dar la cara, ysi tú pudieras conocer lascircunstancias, coincidirías plenamenteconmigo. De hecho, harías el trabajomuchísimo mejor de lo que yo puedahacerlo jamás, pero ya es hora de queme ponga a la altura de tu valor en lugarde esquivar las balas.

Y si la última frase, al releerla, lesonó más descarnada que el resto, notenía tiempo para redactarla de nuevo siquería llegar al tren de las 8.42.

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Después de llevar la carta arriba ydejarla sobre las sábanas del suelo antela puerta del dormitorio de ambos,colocó encima, a modo de pisapapeles,un formón de la descolorida bolsa delona donde guardaba las herramientas.

Revolviendo en la biblioteca,encontró un sobre sin usar con elmembrete «Al Servicio de SuMajestad», tamaño Din-A4, queconservaba de su último destino,introdujo el borrador del documento y loprecintó con generosas cantidades decelo, de manera muy parecida a comohabía precintado su carta al joven Bellla semana anterior.

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Mientras atravesaba en coche elpaisaje lunar barrido por el viento delpáramo de Bodmin, se deleitó en lossíntomas de la liberación y la levitación.Sin embargo, al verse solo en el andénentre rostros desconocidos, se apoderóde él el impulso de volver a toda prisa acasa mientras aún estaba a tiempo,rescatar la carta, ponerse su ropa vieja ydecir a Walter, Anna y la señoraMarlow que finalmente no tenían porqué molestarse. Pero con la llegada delexpreso con destino a Paddington,también se le pasó ese estado de ánimo,y pronto se obsequiaba con el desayunoinglés completo «en el asiento», pero té,

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no café, porque a Suzanna le preocupabasu corazón.

Mientras Kit viajaba sin pérdida detiempo a Londres, Toby Bell, sentadorígidamente ante el escritorio de sunuevo despacho, abordaba la últimacrisis en Libia. Tenía la zona lumbar alborde de la contractura terminal, cosaque debía dar gracias al sofá de Emily, yse mantenía en marcha por medio de unadieta a base de Nurofen, lo que quedabade una botella de agua con gas yrecuerdos inconexos del último par dehoras que pasó con ella en su piso.

Al principio, tras facilitarle laalmohada y el edredón, Emily se había

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retirado a su dormitorio. Pero no tardóen volver, vestida igual, y él estaba másdespierto e incluso menos cómodo queantes de dejarlo ella.

Sentándose fuera de su alcance, loinvitó a describirle su viaje a Gales conmayor detalle. Toby, de muy buena gana,la complació. Ella necesitaba conocerlos detalles macabros, y él se losproporcionó: la sangre desplazada quede ningún modo podía habersedesplazado hasta allí y convertido enminio, o en todo caso no fue eso lo queocurrió; el interés de Harry en obtener elmayor precio posible por la camionetade Jeb; el pródigo uso adjetival de la

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palabra «puto» por parte de Brigid y sucríptica descripción de la últimallamada de Jeb, muy jubilosa, despuésde su encuentro con Kit en el club,instándola a abandonar a Harry yprepararse para su regreso.

Emily lo escuchó pacientemente,sobre todo con sus grandes ojoscastaños, que en la penumbra delamanecer habían adquirido unadesconcertante inmovilidad.

Luego le contó la pelea entre Jeb yShorty por las fotos, y que después Jeblas escondió, y que Brigid las descubrió,y que permitió a Toby fotografiarlas consu BlackBerry.

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Por insistencia de ella, se lasenseñó, y vio que su rostro quedabainalterable, tal como había quedado enel hospital.

—¿Por qué crees que Brigid confióen ti? —preguntó, a lo cual él solo pudocontestar que Brigid estaba desesperaday, cabía suponer, había llegado a laconclusión de que él era de fiar, pero larespuesta no pareció satisfacerla.

A continuación ella necesitó sabercómo había sonsacado el nombre y ladirección de Jeb a las autoridades, antelo cual, Toby, sin identificar a Charliemás allá de decir que su mujer y él eranviejos amigos, explicó que en su día él

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les había hecho un favor por su hijamúsica.

—Y por lo visto es realmente unavioloncelista muy prometedora —añadió sin venir a cuento.

Por lo tanto la siguiente pregunta deEmily se le antojó del todo irracional:

—¿Te acostaste con ella?—¡No, por Dios! ¡Eso es insultante!

—exclamó Toby, sinceramenteescandalizado—. ¿Qué demonios te hallevado a pensar una cosa así?

—Dice mi madre que has tenidomujeres a patadas. Ha hechoindagaciones sobre ti por medio de otrasesposas de diplomáticos.

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—¿Tu madre? —protestó Toby,indignado—. ¿Y qué dicen sobre ti esasmujeres, por el amor de Dios?

Ante lo cual los dos se echaron areír, aunque un poco incómodos, y elmomento pasó. Y después de eso Emilyya solo deseaba saber quién habíaasesinado a Jeb, en el supuesto de que lohubieran asesinado, lo que a su vezllevó a Toby a la condena un tantoincoherente del Estado profundo, y deahí pasó a la denuncia del siemprecreciente círculo de privilegiados nogubernamentales de la banca, laindustria y el comercio con acceso ainformación sumamente reservada

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inasequible para amplios sectores deWhitehall y Westminster.

Y cuando concluía este soporíferomonólogo, oyó que daban las seis, ypara entonces ya no estaba tendido en elsofá, sino sentado, lo que permitió aEmily sentarse recatadamente junto a él,con los móviles desechables en la mesaante ellos.

En su siguiente pregunta adoptacierto tonillo de maestra de escuela:

—¿Y qué esperas sacar de Shortycuando te reúnas con él? —quiere saber,y espera mientras él piensa la respuesta,lo que resulta difícil dado que no tieneninguna; y en todo caso no le ha contado,

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por miedo a alarmarla, que se reunirácon Shorty inicialmente bajo el endebledisfraz de periodista, antes de exhibir suauténtica bandera.

—Solo tengo que ver por dónde tira—dice con despreocupación—. SiShorty está tan afectado por la muerte deJeb como dice, quizá esté dispuesto aocupar el lugar de Jeb y prestardeclaración a favor de nosotros.

—¿Y si no está dispuesto?—Bueno, entonces supongo que nos

daremos la mano y nos despediremos.—Eso no me parece una conducta

muy propia de Shorty, a juzgar por loque me has contado —contesta ella con

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severidad.Y en ese momento la conversación

entra en una etapa de sequía, durante lacual Emily baja la vista y junta lasyemas de los dedos bajo la barbilla enactitud contemplativa, y él supone queestá preparándose para la llamadatelefónica que enseguida hará a supadre, a través de la señora Marlow.

Y cuando ella tiende la mano, élpresupone que es para coger eldesechable negro. En cambio, es supropia mano lo que coge, y la sostieneentre las suyas con expresión solemne,como si le tomara el pulso, pero noexactamente así; luego, sin comentario ni

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explicación alguna, la dejacuidadosamente en el regazo de él.

—De hecho, da igual —musitaimpacientemente para sí, o para él; Tobyno está muy seguro.

¿Busca ella su consuelo en estemomento de crisis y es demasiadoorgullosa pare pedirlo?

¿Está diciéndole que ha pensado enél y ha decidido que no le interesa,razón por la cual le ha devuelto lamano?

¿O era la mano imaginaria de unamante actual o pasado la que ella cogíaen su angustia?, que era la interpretaciónpor la que él aún se decantaba cuando,

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estando sentado diligentemente ante sunuevo escritorio de la primera planta delForeign Office, el móvil desechableplateado anunció con un sonoro eructodesde el bolsillo de su chaqueta quetenía un mensaje de texto para él.

En ese momento Toby no llevaba lachaqueta. Esta colgaba del respaldo dela silla. Así que tuvo que volverse yrescató el desechable con mucho másentusiasmo del que habría mostrado dehaber sabido que Hillary, su formidablesegundo de a bordo, se hallaba en lapuerta y necesitaba su atención urgente.Aun así, perseveró en el movimiento y,con una sonrisa para pedirle paciencia,

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extrajo el desechable del bolsillo, buscóel botón que pulsar en aquel aparato conel que estaba poco familiarizado, lopulsó y, todavía sonriente, leyó elmensaje:

«Mi padre ha escrito una cartadelirante a mi madre y está en el tren decamino a Londres».

La sala de espera del Foreign Officeera una mazmorra sin ventanas, consillas de tapizado áspero, mesas decristal e ilegibles revistas sobre lasaptitudes industriales de Gran Bretaña.En la puerta acechaba un negro robustoque vestía un uniforme marrón concharreteras amarillas, y tras un

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escritorio había una inexpresiva matronaasiática con el mismo uniforme. Loscompañeros de celda de Kit incluían aun prelado griego barbudo y dos mujeresindignadas, ya de cierta edad, quehabían ido a quejarse del trato recibidoa manos del consulado británico enNápoles. Ciertamente, era un clamorosoatropello que obligaran a esperar allí aun antiguo funcionario de Exteriores dealto nivel —y para colmo jefe de misión—, y a su debido tiempo haría llegar susopiniones a las instancias adecuadas. Noobstante, al apearse en Paddington,había jurado mantener una actitud cortéspero resuelta, permanecer alerta en todo

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momento y, en interés de la causa mayor,hacer caso omiso de cualquier obstáculoque se cruzara en su camino.

—Me llamo Probyn —se habíapresentado alegremente en la entradaprincipal, mostrando por propiainiciativa el carnet de conducir por sinecesitaban verificarlo—. SirChristopher Probyn, ex altocomisionado. ¿Que si me considero aúnmiembro del personal? El caso es queno lo soy, por lo visto. Bueno, da igual.¿Qué tal?

—¿A quién quiere ver?—Al secretario permanente, hoy día

más conocido, según tengo entendido,

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como director ejecutivo —añadió conindulgencia, procurando ocultar suaversión visceral por las prisas delministerio hacia la corporativización—.Sé que es mucho pedir y me temo que nohe concertado cita. Pero traigo para élun documento muy confidencial. En sudefecto, su asistente personal. Se tratade algo que requiere la máxima reserva,me temo, y es muy urgente —comunicado todo ello tranquilamente através de una abertura de quincecentímetros en una lámina de cristalblindado, mientras al otro lado un jovenmuy serio con camisa azul y galonesintroducía los datos en un ordenador.

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—Kit, así es como probablementeme conocerán en su despacho privado.Kit Probyn. ¿Está seguro de que noconsto en personal? Probyn con Y.

Incluso cuando lo cachearon con unapala de pimpón eléctrica, le quitaron elmóvil y lo guardaron en una taquilla conpuertas de cristal y llaves numeradas,había conservado la calma.

—¿Están ustedes aquí a jornadacompleta, o atienden también en otrosedificios gubernamentales?

No hubo respuesta, pero él todavíano se molestó. Incluso cuando intentaronechar mano a su preciado documento,mantuvo un comportamiento cortés,

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aunque implacable.—Imposible, me temo, amigo mío,

con el debido respeto. Usted tiene quecumplir con su deber, y yo con el mío.He venido desde Cornualles paraentregar en mano este sobre, y en manolo entregaré.

—Solo queremos pasarlo por losrayos X, caballero —explicó el hombre,después de cruzar una mirada con sucompañero. Kit observó plácidamente,pues, mientras accionaban su trabajosamáquina; luego se apoderó otra vez delsobre.

—Y era el director ejecutivo enpersona a quien deseaba ver, ¿no,

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caballero? —preguntó el compañero,con cierto tonillo que Kit podría habertomado fácilmente por ironía.

—En efecto lo era —contestó condesenfado—. Y todavía lo es. Elmismísimo gran jefe. Y si transmite elmensaje a lo alto con presteza, le estarémuy agradecido.

Uno de los hombres abandonó elcubículo, el otro se quedó allí y sonrió.

—Ha venido en tren, pues, ¿no?—Sí.—Un viaje agradable, ¿no?—Mucho, gracias. Un verdadero

placer.—Es la mejor manera de venir

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desde esa zona. Casualmente, mi mujeres de Lostwithiel.

—Magnífico. Una buena chica deCornualles. Qué coincidencia.

El primer hombre había vuelto: perosolo para acompañarlo a la sala anodinadonde ahora estaba, y donde habíaestado durante la última media hora,despotricando por dentro pero decididoa no exteriorizarlo.

Y por fin su paciencia se viorecompensada, porque de prontoapareció, muy acelerada, con unasonrisa de colegiala, no otra que MollyCranmore, su compañera durante largosaños de Contingencias Logísticas, con

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una placa de identificación y un manojode llaves electrónicas colgado delcuello, le tendió las manos y dijo:

—¡Kit Probyn, qué sorpresa tan, tangrata!

Mientras Kit a su vez decía:—Molly, Dios mío, precisamente tú.

Creía que te habías jubilado hacía unaeternidad. ¿Qué demonios haces aquí?

—Antiguos empleados, querido —confió con tono jovial—. Atiendo atodos los chicos y chicas de cierta edadsiempre que necesitan que les echen unamano o se quedan en la cuneta, que no estu caso ni mucho menos, hombreafortunado; tú estás aquí por un asunto

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de trabajo, lo sé. Veamos, pues. ¿Quéclase de asunto? Tienes un documentoque quieres entregar personalmente aDios. Pero no puedes, porque va abordo de un cisne rumbo a África, ymerecidamente, debo añadir. Unaverdadera lástima, porque seguro que sepondrá hecho una furia cuando se enterede que no estaba aquí para recibirte.¿De qué se trata?

—No puedo decírtelo ni siquiera ati, Molly, me temo.

—Siendo así, ¿puedo llevar esedocumento a su despacho privado ybuscar al subalterno idóneo para él?…¿No puedo?… ¿Ni siquiera si te

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prometo no perderlo de vista entretanto?… Ni siquiera así. Vaya —confirmómientras Kit seguía negando con lacabeza—. ¿Y tiene un nombre, tu sobre?¿Algo que dé una pista a los de laprimera planta?

Kit reflexionó sobre la pregunta. Unnombre encubierto era, al fin y al cabo,lo que la propia palabra indicaba.Estaba para encubrir cosas. Ah, pero¿era un nombre encubierto en sí mismoalgo que convenía encubrir? En tal caso,tendría que haber nombres encubiertospara los nombres encubiertos, y asíhasta el infinito. Comoquiera que fuese,no soportaba la idea de soltar la sagrada

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palabra Fauna en presencia de unprelado griego y dos mujeres coléricas.

—Entonces ten la gentileza dedecirles que necesito hablar con elmáximo representante autorizado —dijo,estrechando el sobre contra su pecho.

Vamos por buen camino, pensó.Toby, entretanto, ha buscado refugio

instintivamente en el St James’s Park.Con el móvil desechable plateado contrael oído, permanece encorvado bajo elmismo plátano desde el que, solo tresaños antes, envió su inútil súplica aGiles Oakley, informándolo de que unaLouisa ficticia lo había abandonado yrogándole consejo. Ahora escucha a

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Emily, y observa que habla con voz tanserena como la de él.

—¿Cómo iba vestido? —pregunta.—De tiros largos. Traje oscuro, sus

mejores zapatos negros, su corbatapreferida y una gabardina azul marino. Ysin bastón, cosa que mi madre consideraun mal augurio.

—¿Le ha dicho Kit a tu madre queJeb ha muerto?

—Él no, pero yo sí. Está angustiaday tiene mucho miedo. No por ella, porKit. Y sigue tan práctica como siempre.Ha llamado a la estación de Bodmin. ElLand Rover está en el aparcamiento ycreen que ha comprado un billete de ida

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y vuelta en el día para jubilados, enprimera clase. El tren ha salido deBodmin a su hora, y ha llegado aPaddington a su hora. Y mi madre hatelefoneado al club de Kit. Si aparecepor allí, ¿serían tan amables de pedirleque la telefoneara? Le he dicho que coneso no bastaba. Si aparece, debíantelefonearla ellos. Ha dicho quevolvería a llamarlos. Y luego mellamará a mí.

—¿Y Kit no se ha puesto en contactodesde que se ha marchado de casa?

—No, y no coge el móvil.—¿Había hecho algo así antes?—¿Negarse a hablar con nosotras?

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—Tener una pataleta, desaparecersin dejar rastro, tomarse la justicia porsu mano, lo que sea.

—Cuando mi querido ex se largócon su nueva novia y la mitad de mihipoteca, mi padre fue a asediar su piso.

—¿Y qué hizo después?—Se equivocó de piso.Resignado a volver a su mesa, Toby

alza la vista con aprensión hacia lasgrandes ventanas saledizas de su propioForeign Office. Al unirse a lamuchedumbre adusta de funcionarioscon traje negro que subían y bajaban porClive Steps, sucumbe a las mismasnáuseas nerviosas que lo invadieron

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aquella magnífica mañana de undomingo de primavera, hacía tres años,cuando fue allí para afanar su grabaciónilícita.

En la entrada principal, asume unriesgo calculado:

—Dígame una cosa, por favor —mostrando su pase al vigilante deseguridad—: ¿Ha pasado hoy por aquícasualmente un miembro jubilado que sellama sir Christopher Probyn? —Y paramás ayuda—: P-R-O-B-Y-N.

Espera mientras el vigilante consultael ordenador.

—Por aquí no. Podría haberaccedido por cualquier otra entrada.

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¿Tenía concertada una cita, quizá?—No lo sé —contesta Toby y, de

nuevo en su puesto, se reincorpora a lasdeliberaciones de su departamento sobrequé línea seguir en Libia.

—¿Sir Christopher?—El mismo.—Soy Asif Lancaster, del

departamento del director ejecutivo.¿Qué tal?

Lancaster era negro, hablaba conacento de Manchester y aparentaba unosdieciocho años, pero a ojos de Kit, deun tiempo a esa parte, casi todo elmundo parecía así de joven. Noobstante, sintió simpatía por aquel

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hombre de inmediato. Si el ministeriopor fin había abierto sus puertas a losLancaster de este mundo, cavilódistraídamente, seguro que podíaesperar una mayor receptividad cuandoles contara unas cuantas verdades sobrecómo se había manejado la OperaciónFauna y sus consecuencias.

Habían llegado a una sala dereuniones. Butacas. Una mesa larga.Acuarelas del Distrito de los Lagos.Lancaster tendiendo la mano.

—Oiga, tengo que preguntarle unacosa —dijo Kit, ni siquiera ahora deltodo dispuesto a desprenderse de sudocumento—. ¿Tienen usted y su gente

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acceso autorizado a Fauna?Lancaster lo miró, luego miró el

sobre, luego se permitió una sonrisairónica.

—Creo que puedo decir con todacerteza que sí —contestó, y retirando elsobre con delicadeza de la mano de Kit,ya sin resistencia, desapareció en eldespacho contiguo.

Pasaron otros noventa minutos segúnel Cartier de oro regalo de Suzanna ensus bodas de plata hasta que Lancasterabrió la puerta para franquear el paso alprometido asesor jurídico de alto rangoy su acompañante. En ese período detiempo, Lancaster había aparecido nada

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menos que cuatro veces, una paraofrecer café a Kit, una para servírselo, ydos para asegurarle que Lionel estabaestudiando el caso y se presentaría allí«en cuanto él y Frances hayanexaminado la documentación».

—¿Lionel?—Nuestro segundo asesor jurídico.

Pasa la mitad de la semana en elGabinete de Presidencia y la otra mitadcon nosotros. Me ha contado que fuesubagregado jurídico en París cuandousted era consejero comercial allí.

—Vaya, vaya, Lionel —dice Kit,animándose al recordar a un jovenmeritorio, un tanto callado, de pelo

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rubio y cara pecosa, que convertía encuestión de honor bailar con las mujeresmás feas de la sala. Esperanzado,pregunta—: ¿Y Frances?

—Frances es nuestra nueva directorade Seguridad, cargo que queda bajo lasupervisión del director ejecutivo.También es abogada, lamento decir. —Sonrisa—. Antes ejercía en el sectorprivado, hasta que vio la luz, y ahoraestá con nosotros muy feliz.

Kit se alegró de oír estainformación, ya que de lo contrariojamás se le habría ocurrido pensar queFrances era feliz. Su talante, cuando sesentó frente a él al otro lado de la mesa,

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se le antojó decididamente fúnebre,gracias, entre otras cosas, a su trajeformal negro, el pelo cortado a cepillo yla aparente reticencia a mirarlo a losojos.

Lionel, por su parte, pese a habertranscurrido veinte años, seguía siendoel mismo hombre remilgado y decentede antes. Cierto era que las pecas habíandado paso a manchas de la edad, y elpelo rubio se había degradado a un grisroto. Pero su sonrisa inocentepermanecía intacta y su apretón demanos tan vigoroso como siempre. Kitrecordó que antes Lionel fumaba en pipay supuso que lo había dejado.

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—Kit, qué alegría verte —declaró,acercando la cara en su entusiasmo unpoco más de lo que Kit esperaba—.¿Cómo va esa jubilación ganada apulso? ¡Bien sabe Dios las ganas que yotengo de llegar a la mía! Y por cierto,aquí aún se oyen maravillas de tu etapade servicio en el Caribe. —Bajando lavoz—: ¿Y Suzanna? ¿Cómo va eso?¿Las cosas pintan un poco mejor?

—Muchísimo. Sí, estupendamente,gracias, una mejoría extraordinaria —contestó Kit. Y con cierta aspereza,como si acabara de ocurrírsele—: Unpoco impaciente por acabar con esto,para serte sincero, Lionel. Los dos, ella

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y yo. Ha sido un suplicio, sobre todopara Suki.

—Sí, bien, claro, somos plenamenteconscientes de eso, y no sabes cómo teagradecemos ese documento, tan útilademás de oportuno, y por llamarnos laatención al respecto sin… bueno… sinarmar revuelo —dijo Lionel, ya no tancallado como en otro tiempo,acomodándose a la mesa—. ¿A que sí,Frances? Y no sabes hasta qué punto noshacemos cargo —abriendoenérgicamente una carpeta y mostrandouna fotocopia del texto manuscrito deKit—, eso te lo puedo asegurar. Y cabeimaginar por lo que has pasado. Y

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también Suzanna, la pobre. Frances,creo que hablo en nombre los dos, ¿no?

Si era así, Frances, nuestra directorade Seguridad, no dio la menor señal.También ella hojeaba una fotocopia deldocumento de Kit, pero tan absorta y tandespacio que él empezó a preguntarse sino estaría aprendiéndoselo de memoria.

—¿Ha firmado Suzanna alguna vezuna declaración, sir Christopher? —preguntó sin levantar la cabeza.

—Una declaración ¿de qué? —quisosaber Kit, sin agradecer por una vez el«sir Christopher»—. Firmar ¿qué?

—Una declaración conforme a laLey de Secretos Oficiales —con la

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cabeza enterrada aún en el documento—, dejando constancia de que conocelos términos y las penas. —Y a Lionel,antes de que Kit pudiera contestar—: ¿Oen sus tiempos todavía no se loexigíamos a las parejas y los esposos?No recuerdo cuándo se implantóexactamente.

—Pues yo tampoco estoy del todoseguro —contestó Lionel, muy solícito—. Kit, ¿tú qué dices?

—Ni idea —dijo Kit entre dientes—. Nunca la he visto firmar ningúndocumento de esa clase. Desde luegonunca me ha dicho que hubiera firmadoalgo así. —Y cuando la ira nauseabunda

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que venía reprimiendo desde hacía yademasiado tiempo afloró a la superficie—: ¿Qué más da lo que ella firmara odejara de firmar? No es culpa mía quesepa lo que sabe. Ni suya tampoco. Estádesesperada. Yo estoy desesperado.Quiere respuestas. Todos las queremos.

—¿Todos? —repitió Frances,levantando hacia él su cara pálida en ungesto de fría alarma, o algo así—.¿Quiénes son todos en esta ecuación?¿Está diciéndonos que hay otraspersonas enteradas del contenido de estepapel?

—Si las hay, no es por obra mía —replicó Kit, airado, volviéndose hacia

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Lionel en busca de socorro masculino—. Ni de Jeb. Jeb no era un charlatán.Jeb se atenía a las reglas. No acudió a laprensa ni nada por el estilo. Permanecióestrictamente en su bando. Escribió a suparlamentario, a su regimiento y, por loque yo sé, quizá también a vosotros —acabó en tono acusador.

—Sí, ya, es todo muy doloroso ymuy injusto —convino Lionel, tocándosecon delicadeza lo alto del cabello gris yrizado con la palma de la mano abiertacomo para consolárselo—. Y puedoafirmar, creo, que en estos últimos añoshemos hecho un gran esfuerzo parallegar al fondo de lo que sin duda fue un

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episodio… ¿cómo podríamoscalificarlo, Frances?… muycontrovertido, muy complejo, conmuchos aspectos.

—Vosotros ¿quiénes? —gruñó Kit,pero nadie pareció oír la pregunta.

—Y todo el mundo se ha mostradomuy servicial y receptivo, ¿no crees tú,Frances? —prosiguió Lionel, ydesplazando la mano a su labio inferior,le dio también un pellizco de consuelo—. Incluso los americanos, quenormalmente son muy herméticos conestas cosas… y desde luego no teníanningún vínculo oficial, y menos aúnextraoficial… ofrecieron una clarísima

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declaración distanciándose de todainsinuación de que la Agencia pudierahaber proporcionado respaldo, cosa queagradecimos como correspondía, ¿no,Frances?

Y volviéndose de nuevo hacia Kit:—Y por supuesto llevamos a cabo

una investigación. Interna, obviamente.Pero con la debida diligencia. Y comoconsecuencia, el pobre Fergus Quinn seautoinmoló, lo cual… y seguramente,Frances, coincidirás conmigo… fue sinlugar a dudas lo más honrado en esemomento. Pero hoy día, ¿quién actúa conhonradez? Es decir, cuando uno piensaen los políticos que no han dimitido y

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deberían haberlo hecho, el pobre Fergusqueda como un noble caballero andante.Frances, tenías algo que decir, creo.

En efecto así era.—Lo que no entiendo, sir

Christopher, es qué se supone que eseste documento. ¿Es una acusación? ¿Untestimonio presencial? ¿O sencillamenteha levantado usted acta de lo que alguienle contó, como diciendo lo tomas o lodejas, sin ningún compromiso por suparte ni en un sentido ni en otro?

—¡Es lo que es, ni más ni menos! —repuso Kit, ahora ya echando chispas—.La Operación Fauna fue una pifia. Unapifia total. La información secreta en la

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que se basó era una sarta de mentiras,dos personas inocentes murieronacribilladas a tiros, y todas las partesimplicadas, incluido, tengo la firmesospecha, este ministerio, han encubiertoel asunto durante tres años. Y el únicohombre que estaba dispuesto a hablar haencontrado la muerte prematuramente,cosa que debería indagarse a fondo.Muy a fondo —concluyó con unbramido.

—Ya, bueno, creo que bastaría conque lo consideráramos un «documentotestimonial no solicitado», de hecho —murmuró Lionel a Francesservicialmente.

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Frances no se dejó apaciguar:—¿Sería exagerar, sir Christopher,

si yo afirmara que todo el peso de sutestimonio contra el señor Crispin yotros se deriva de lo que Jeb Owens lecontó a usted entre las veintitrés horas ylas cinco de la madrugada aquella únicanoche en su club? Excluyo por ahora elsupuesto recibo que Jeb le entregó a suesposa, y que, según veo, ha incluido amodo de adjunto o algo así.

Por un momento Kit, en suestupefacción, fue incapaz de hablar.

—¿Y mi propio testimonio, malditasea? Yo estaba allí, ¿no? ¡En aquellaladera! En Gibraltar. Fui el hombre del

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subsecretario en el terreno. Él queríaque yo lo informara. Así lo hice. No irána decirme que nadie grabó todasaquellas comunicaciones. «No hayargumentos suficientes para entrar.» Mispalabras, claras como el agua. Y Jebcoincidió conmigo. Todos coincidieron.Shorty. Todos, del primero al último.Pero recibieron la orden de entrar, yentraron. No porque fueran borregos,¡sino porque eso hacen los buenossoldados! Por absurdas que sean lasórdenes. Y lo eran. Condenadamenteabsurdas. ¿Que no hay motivosracionales? Da igual. Las órdenes sonórdenes —añadió, para mayor énfasis.

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Frances examinaba otra página deldocumento de Kit:

—Pero ¿sin duda todo lo que ustedvio y oyó en Gibraltar se correspondíaal pie de la letra con la versión quedespués le dieron quienes habíanplaneado la operación y estaban en unaposición óptima para evaluar elresultado? Cosa que, decididamente nopuede decirse de usted, ¿no? Usted notenía la menor noción del resultado. Selimita a hacer suya la opinión de otros.Primero se cree lo que le dicen losplanificadores. Luego se cree lo que ledice Jeb Owens. Sin más pruebaconcluyente que sus propias

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preferencias. ¿Me equivoco?Y sin dar a Kit ocasión de responder

a la pregunta, formuló otra:—¿Puede decirme, por favor, cuánto

alcohol consumió aquella noche antes desubir a la habitación?

Kit titubeó; después parpadeó variasveces, como un hombre que ha perdidoel sentido del tiempo y el espacio eintenta recuperarlo.

—No mucho —dijo—. El efecto seme pasó enseguida. Estoy acostumbradoa beber. Si uno se lleva un susto así, seserena en el acto.

—¿Durmió?—¿Dónde?

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—En su club. En la habitación de suclub. En el transcurso de esa noche y aprimeras horas de la madrugada.¿Durmió o no?

—¿Cómo demonios iba a dormir?¡Estuvimos hablando todo el tiempo!

—Su documento indica que Jeb seseparó de usted al amanecer y se esfumódel club, no sabemos cómo. ¿Volvióusted a dormirse cuando Jebdesapareció así, como por arte demagia?

—Si no me había dormido, ¿cómoiba a volver a dormirme? Y no semarchó como por arte de magia. Fuepura y simple profesionalidad. Jeb es un

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profesional. Lo era. Se sabía todos lostrucos del oficio.

—Y cuando despertó…abracadabra, él ya no estaba.

—Se había ido, ¡ya se lo he dicho,maldita sea! ¡No hubo ningúnabracadabra! Fue sigilo. Ese hombre eraun maestro del sigilo. —Como sipostulara un concepto nuevo para él.

Lionel, siempre tan considerado,terció:

—Kit, de hombre a hombre, dinoscuánto os echasteis entre pecho yespalda, Jeb y tú, aquella noche… danosuna idea aproximada. Todo el mundoelude hablar de lo que bebe en realidad,

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pero si queremos llegar al fondo de esto,necesitamos la historia completa, conpelos y señales.

—Bebimos cerveza caliente —replicó Kit con desdén—. Jeb tomó unossorbos de la suya y dejó la mayor parte.¿Te basta con eso?

—Pero a la hora de la verdad —Lionel mirándose ahora los dedoscubiertos de vello rojizo, no a Kit—, sihablamos en serio, resulta que son dosjarras de cerveza, ¿no? Y Jeb, como túdices, no es un gran bebedor… o no loera, el pobre… así que, cabe suponer, túte despachaste el resto. ¿No es así?

—Probablemente.

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Frances volvía a hablar a sus notas.—Entonces son, de hecho, dos jarras

de cerveza más la muy considerablecantidad de alcohol que ya había bebidodurante la cena y después, y eso por nohablar ya de los dos whiskies Macallandobles de dieciocho años que consumióen compañía de Crispin en el Connaughtantes de llegar siquiera a su club.Calculándolo en conjunto, digamos quefueron unas dieciocho o veinte unidades.También podríamos sacar conclusionesdel detalle de que, cuando sobornó alportero de noche, especificó que queríasolo un vaso para la cerveza. Enrealidad, pues, estaba pidiéndola para

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usted. Solo para usted.—Maldita sea, ¿han estado

husmeando en mi club? ¡Esto esbochornoso! ¡Claro que pedí un solovaso! ¿Se cree que iba a decirle alportero de noche que tenía a un hombreen la habitación? ¿Y con quién hanhablado, por cierto? ¿Con el secretario?¡Dios santo!

Apelaba a Lionel, pero Lionelvolvía a atusarse el pelo, y Frances aúnno había acabado:

—También sabemos de fuentesfidedignas que sería imposible paracualquier individuo, ni aún siendo unmaestro del sigilo, infiltrarse en su club,

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ya fuera por la entrada de servicio de laparte de atrás, o por la puerta delantera,que está vigilada a todas horas, tanto porel portero como por el circuito cerradode televisión. A lo cual debe añadirseque todo el personal del club esinvestigado por la policía y permanecemuy alerta a las cuestiones de seguridad.

Aturullado, sin aire, con un soberanoesfuerzo, buscó lucidez, moderación,elemental cordura:

—Oigan, los dos. No me sometan amí al tercer grado. Sometan a Crispin.Sometan a Elliot. Vuelvan a losamericanos. Localicen a esa doctorafalsa que me dijo que Jeb se había

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vuelto loco cuando ya estaba muerto. —Se traba. Respira. Traga saliva—. Ylocalicen a Quinn, dondequiera que esté.Oblíguenlo a contarles qué ocurriórealmente allí en las rocas, detrás de lascasas.

Le pareció que había terminado,pero descubrió que no era así:

—Y lleven a cabo una investigaciónpública como es debido. Sigan el rastroa esa desdichada y su hija e indemnicende alguna manera a los familiares. Ycuando hayan hecho eso, averigüenquién mató a Jeb un día antes de dar elvisto bueno a mi documento y añadir suspropias palabras. —Y perdiendo un

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poco el rumbo—: Y por nada del mundose crean lo que les diga el charlatán deCrispin. Ese hombre es un embustero dela cabeza a los pies.

Lionel había acabado de atusarse elpelo:

—Ya, bueno, Kit, no quiero haceruna montaña de esto pero, llegado elcaso, te verías en una situacióncomplicada, francamente. Unainvestigación pública como la quepropones… la que podría derivarsede… bueno, de tu documento, está aaños luz de la clase de juicio queFrances y yo prevemos. Todo aquelloque se considere perjudicial, aunque sea

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mínimamente, para la seguridadnacional… operaciones secretas con osin éxito, extradiciones extraordinarias,ya sea solo planeadas o llevadas enefecto a la práctica, métodos enérgicosde interrogatorio, nuestros o másconcretamente de Estados Unidos…todo eso va derecho a nuestra caja deSecretos Oficiales, me temo, y de pasotambién los testigos —alzando la vistapara mirar a Frances respetuosamente,que es su manera de darle el pie paraque cuadre los hombros y coloque lasmanos extendidas sobre la carpetaabierta ante sí como si se dispusiera alevitar.

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—Es mi obligación advertirle, sirChristopher —anuncia—, que se hallausted en una situación muycomprometida. Sí, lo admito, participóusted en cierta operación muy secreta.Sus autores se han dispersado. Ladocumentación, aparte de la suya, esfragmentaria. En los escasos expedientesa los que tiene acceso este ministerio, nose mencionan los nombres de losparticipantes, a excepción hecha de uno:el suyo. Lo cual implica que encualquier investigación penal resultantede este documento, predominaría sunombre como principal representantebritánico sobre el terreno, y tendría que

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rendir cuentas en consonancia. ¿Lionel?—volviéndose hacia él invitadoramente.

—Sí, en fin, esa es la mala noticia,Kit, mucho me temo. Y la buena esdifícil de ver, francamente. Desde tuépoca se han introducido normas nuevascon relación a asuntos vitales para laseguridad nacional. Algunas son yavigentes; otras, esperamos, de inminenteaplicación. Y por desgracia Faunareúne todos los requisitos para entrar enesa categoría. Lo cual implicaría, metemo, que cualquier investigacióndebería llevarse a cabo a puertacerrada. Si el resultado te fueradesfavorable, y tú decidieras presentar

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demanda, a lo que naturalmente estaríasen tu derecho, en el juicio resultanteintervendría un grupo de juristaselegidos a dedo y cuidadosamentealeccionados, algunos de los cualesobviamente harían lo posible por hablaren tu defensa y otros no tan en tudefensa. Y tú, el demandante, como seha dado en llamarlo arbitrariamente,tendría prohibido el acceso a lassesiones mientras el Gobiernopresentara sus alegaciones ante el juezsin la molestia de un desafío directotuyo o de tus representantes. Y conarreglo a las normas de las que ahorahablamos, el hecho mismo de que se

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celebre un juicio podría mantenerse ensecreto, y por supuesto, en tal caso,también el fallo.

Después de dirigirle una sonrisapesarosa que presagiaba otra malanoticia y atusarse el pelo, prosiguió:

—Y luego, como Frances afirma tanacertadamente, si en algún momento sete enjuiciara por lo penal, todo procesose llevaría a cabo bajo el máximosecreto hasta que se dictara sentencia.Dicho de otro modo, me temo, Kit —permitiéndose otra sonrisa decomprensión, aunque no quedó claro sipara con la ley o para con su víctima—,por draconiano que pueda parecer,

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Suzanna no tendría por qué saber que teestaban juzgando, en el supuesto de queeso ocurriera. O al menos no hasta quete declararan culpable, en el supuesto,una vez más, de que así fuera. Habríauna especie de jurado, pero, claro está,los miembros serían investigados afondo por los servicios de seguridadantes de designarlos, con lo cualobviamente uno llevaría las de perder.Y tú, por tu parte, estarías autorizado aver las pruebas presentadas en tucontra… al menos, digamos, a grandesrasgos… pero no a compartirlas con tusseres queridos. Ah, y levantar la liebreen sí mismo quedaría totalmente

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descartado como defensa, siendo eso delevantar la liebre un asunto arriesgadopor definición, y desde mi punto devista, ojalá sea siempre así. Si no meando con miramientos, es con toda laintención, Kit. Creo que tanto Francescomo yo pensamos que te lo debemos.¿No, Frances?

—Está muerto —susurró Kitincoherentemente. Y luego otra vez,temiendo no haber hablado en voz alta—: Jeb está muerto.

—Por desgracia, así es —coincidióFrances, aceptando por primera vez unaargumentación de Kit—. Aunque noquizá en las circunstancias que usted

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pretende insinuar. Un soldado enfermose quitó la vida con su propia arma. Estriste, pero es una práctica cada vez máscorriente. La policía no tiene motivospara sospechar, ¿y quiénes somosnosotros para poner en duda su criterio?Entretanto, su documento será archivadocon la esperanza de que no tenga queutilizarse en su contra. Confío en quecomparta usted dicha esperanza.

Al llegar al pie de la gran escalera,Kit parece no recordar qué direccióntomar, pero por suerte Lancaster estáallí a mano para guiarlo hasta la puertade entrada.

—¿Cómo ha dicho que se llamaba,

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buen hombre? —pregunta Kit cuando seestrechan la mano.

—Lancaster, caballero.—Ha sido usted muy amable —dice

Kit.La constatación de que Kit Probyn

había sido visto en el salón defumadores de su club de Pall Mall —comunicada también con un mensaje detexto por medio del desechable negro deEmily, tras un chivatazo de su madre—llegó a Toby justo cuando se acomodabaante la larga mesa de la sala dereuniones de la tercera planta parahablar de la conveniencia de entablarconversaciones con un grupo rebelde

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libio. Había olvidado las excusaspresentadas para abandonar de pronto suasiento y salir de la sala. Recordaba quesacó el desechable plateado del bolsilloante los ojos de todos los presentes —no tuvo más remedio—, leyó el mensajey dijo: «Dios mío, cuánto lo siento»;luego probablemente comentó quealguien había fallecido, dado que lanoticia de la muerte de Jeb seguíarondándole por la cabeza.

Recordaba que bajó por la escaleracomo una exhalación pasando junto auna delegación china que subía ydespués, a ratos corriendo, a ratoscaminando, cubrió los mil y pico metros

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entre el ministerio y Pall Mall, sin dejarde hablar enfebrecidamente con Emily,quien se había marchado de su consultavespertina sin pérdida de tiempo y habíacogido el metro en dirección a StJames’s Park. Antes de descender alandén, le informó de que el secretariodel club al menos había cumplido supromesa de avisar a Suzanna tan prontocomo Kit apareciese, aunque no con lagentileza que tal vez habría cabidoesperar de él:

—Según mi madre, ese hombre hapresentado a mi padre como si fuese undelincuente suelto. Por lo visto, lapolicía se ha dejado caer por allí esta

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tarde, haciendo muchas preguntas sobreél. Han dicho que tenía que ver con algollamado «métodos mejorados deinvestigación de antecedentes». Cuántobebía y si había recibido a un hombre ensu habitación durante una de susrecientes visitas al club, ¿no esincreíble? Y si había sobornado alportero de noche para que le sirvieracomida y bebida: ¿a qué demonios vieneeso?

Jadeando por el esfuerzo yapretándose el desechable plateadocontra el oído, Toby ocupó la posiciónacordada junto al tramo de ochopeldaños de piedra que conducía a la

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imponente entrada del club de Kit. Y derepente Emily volaba hacia él —Emilytal como nunca la había visto—, Emilyla corredora, la niña salvaje liberada, sugabardina ondeando, su cabello oscuroal viento recortándose contra el cielo decolor gris pizarra.

Subieron por la escalinata, Toby encabeza. El vestíbulo estaba a oscuras yolía a col. El secretario era un hombrealto y carniseco.

—Su padre se ha retirado a laBiblioteca Long —informó a Emily conmustia voz nasal—. No se permite elacceso a mujeres, me temo. Puede ustedquedarse en la primera planta, pero solo

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a partir de las seis y media. —Y a Toby,tras examinarlo de arriba abajo: corbata,chaqueta, pantalón a juego—. No hayinconveniente en que entre siempre ycuando sea su invitado. ¿Responderá porusted como invitado?

Sin atender a la pregunta, Toby sevolvió hacia Emily:

—No hace falta que te quedes aquíde brazos cruzados. ¿Por qué no vas aparar un taxi y esperas dentro hasta quelleguemos?

Ante mesas poco iluminadas, entrevitrinas con libros antiguos, hombrescanosos bebían y bisbiseaban cabezacon cabeza. Más allá, en una hornacina

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reservada a bustos de mármol, estabaKit, solo, inclinado sobre un vaso dewhisky, moviendo los hombros al ritmodesacompasado de su respiración.

—Soy Bell —le dijo Toby al oído.—No sabía que fuera miembro —

contestó Kit sin levantar la cabeza.—No lo soy. Soy su invitado. Y me

gustaría, por tanto, que me ofreciera unacopa. Vodka, si puede ser. Uno grande—dijo al camarero—. A cuenta de sirChristopher, por favor. Tónica, hielo,limón. —Se sentó—. ¿Con quién hahablado en el ministerio?

—No es asunto suyo.—Bueno, no estoy muy seguro de

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eso. Ha procedido usted con su gestión,¿no es así?

Kit, cabeza gacha. Largo trago dewhisky:

—Vaya una condenada gestión —dijo entre dientes.

—Les ha enseñado el documento. Elque redactó mientras esperaba a Jeb.

Con inverosímil presteza, elcamarero dejó el vodka de Toby en lamesa, junto con la cuenta de Kit y unbolígrafo.

—Enseguida —le dijo Toby conaspereza, y esperó a que se fuera—.Solo dígame por favor una cosa. ¿Hacíael documento…? ¿Hace el documento

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mención de mí? ¿Consideró acasonecesario aludir a cierta grabaciónilegal? ¿O al antiguo asistente personalde Quinn? Dígamelo, Kit.

Kit, aún la cabeza gacha, peromeciéndola a uno y otro lado.

—¿No ha hecho, pues, ningunareferencia a mí? ¿Es así? ¿Osimplemente se niega a contestar?¿Ningún Toby Bell? ¿En ningún sitio?¿Ni por escrito ni en sus conversacionescon ellos?

—¡Conversaciones! —replicó Kit, ysoltó una ronca risotada.

—¿Mencionó usted mi implicaciónen esto o no? ¿Sí o no?

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—¡No! ¡No la mencioné! ¿Por quiénme ha tomado? ¿Por un soplón, ademásde un condenado necio?

—Ayer vi a la viuda de Jeb. EnGales. Mantuve una larga charla conella. Me proporcionó ciertas pistasprometedoras.

Kit levantó por fin la cabeza, yToby, para bochorno suyo, vio lágrimasen los párpados de sus ojos enrojecidos.

—¿Vio a Brigid?—Sí. Exacto. Vi a Brigid.—¿Cómo es, la pobre? Dios santo.—Tan valiente como su marido. El

niño también es fantástico. Gracias aBrigid, he podido acceder a Shorty. He

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quedado con él. Dígamelo otra vez. ¿Deverdad no me ha mencionado? Si lo hahecho, lo comprenderé. Solo necesitosaberlo con certeza.

—No, repito, no. Por Dios, ¿cuántasveces tengo que decirlo?

Kit firmó la cuenta y, rechazando elbrazo ofrecido por Toby, se puso en pietorpemente, tambaleante.

—Por cierto, ¿se puede saber quédemonios hace con mi hija? —preguntócuando de improviso quedaron cara acara.

—Nos llevamos bien.—Pues no haga lo que hizo el

mierda de Bernard.

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—Nos está esperando.—¿Dónde?Con una mano a punto por si acaso,

Toby condujo a Kit a través de laBiblioteca Long hasta el vestíbulo,dejaron atrás la secretaría ydescendieron por la escalinata hastadonde Emily aguardaba con el taxi: nodentro, como se le había indicado, sinode pie bajo la lluvia, manteniendo lapuerta abierta estoicamente para supadre.

—Vamos directos a Paddington —dijo ella cuando tuvo a Kit firmementeinstalado en el taxi—. Kit necesitacomer algo sólido antes del tren

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nocturno. ¿Tú qué haces?—Hay una conferencia en Chatham

House —contestó él—. Se espera quehaga acto de presencia.

—Ya hablaremos esta noche, pues.—Claro. Tantea el terreno. Buena

idea —coincidió, percibiendo la miradaaturdida y colérica que Kit les dirigíadesde el interior del taxi.

¿Había mentido Toby a Emily? Noexactamente. Iba a celebrarse unaconferencia en Chatham House y, enefecto, se lo esperaba allí, pero no teníaintención de asistir. En el bolsillointerior de la chaqueta, encajada detrásdel móvil desechable plateado —notaba

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que se le hincaba en la clavícula—,llevaba una carta en papel rígido de unaentidad bancaria de nombre ilustre,entregada en mano, con elcorrespondiente acuse de recibo, en laentrada principal del Foreign Office alas tres de esa tarde. En letra negritaelectrónica, solicitaba la presencia deToby a cualquier hora entre esemomento y las doce de la noche en laoficina principal de la empresa enCanary Wharf.

La firmaba G. Oakley.Vicepresidente primero.

Un frío aire nocturno soplaba desdeel Támesis, casi disipando el arraigado

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hedor a tabaco que flotaba en todas lasfalsas arcadas romanas y portales deestilo nazi. En el resplandor de sodio delas farolas Tudor, corredores encamiseta roja, secretarias ataviadas denegro de la cabeza a los pies, hombrespresurosos con el pelo a cepillo ydelgados maletines negros se cruzabancomo bailarines en una danza macabra.Ante cada bloque iluminado y en cadaesquina, lo observaban voluminososguardias de seguridad con anoraks.Eligiendo uno a bulto, Toby le mostró elmembrete de la carta.

—Debe de ser en Canada Square,amigo. O eso creo; solo llevo aquí un

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año —recibiendo unas sonorascarcajadas que acompañaron a Toby porla calle.

Pasó bajo un puente peatonal y entróen una galería comercial abierta lasveinticuatro horas que vendía relojes deoro, caviar y villas en el lago Como. Enun puesto de cosmética, una chica guapacon los hombros desnudos lo invitó aolfatear su perfume.

—¿No sabrá por casualidad dóndepuedo encontrar Atlantis House?

—¿Quiere comprar? —preguntó elladulcemente con una sonrisa polaca deincomprensión.

Un bloque se alzaba ante él, con

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todas las luces encendidas. En la base,una cúpula sostenida por columnas. Enel suelo, un mosaico dorado: unaexplosión estelar masónica. Y alrededorde la bóveda azul, la palabraATLANTIS. Y al fondo unas puertas decristal con ballenas grabadas quesusurraron y se abrieron cuando seacercó. Desde detrás de un mostrador depiedra labrada, un fornido hombreblanco le entregó un prendedor cromadoy una tarjeta de plástico con su nombre:

—El ascensor central, y no hacefalta que apriete ningún botón. Buenasnoches, señor Bell.

—Igualmente.

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El ascensor subió, se detuvo y seabrió en un anfiteatro de arcos blancos yninfas celestiales en escayola blancaalumbrado por las estrellas. En mediodel firmamento abovedado pendía uncúmulo de conchas iluminadas. Dedebajo de ellas —o de entre ellas, comole pareció a Toby— surgió un hombre,que se encaminó vigorosamente hacia él.Al trasluz, era alto, incluso amenazador,pero menguó al avanzar, hasta que Tobytuvo ante sí a Giles Oakley en sureciente esplendor de ejecutivo: lasonrisa inexorable del triunfador, elcuerpo estilizado de la juventud eterna,la elegante y nueva mata de pelo oscuro

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y los dientes perfectos.—¡Toby, querido, es un placer! Y a

pesar de avisarte con tan poco tiempo.Me conmueve y me honra.

—Encantado de verte, Giles.Una sala con aire acondicionado,

todo de palo de rosa. Sin ventanas, sinaire fresco, sin día ni noche. Cuandoenterramos a mi abuela, fue aquí dondenos sentamos y hablamos con elempleado de las pompas fúnebres. Unescritorio y un trono de palo de rosa.Más abajo, para los simples mortales,una mesa de centro de palo de rosa ydos butacas de cuero con los brazos depalo de rosa. En la mesa, una bandeja de

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palo de rosa para el muy añejocalvados, la botella no del todo llena.Hasta el momento, no se han mirado alos ojos, algo que Giles no hace en lasnegociaciones.

—¿Y bien Toby? ¿Cómo van esosasuntos amorosos? —preguntóanimadamente mientras Toby, despuésde rehusar el calvados, lo observabaservirse él.

—Bien, gracias. ¿Qué tal Hermione?—¿Y la gran novela? ¿Acabada y

polvorienta?—¿Por qué estoy aquí, Giles?—Por la misma razón por la que tú

has venido, claro está. —Oakley, con un

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leve mohín de insatisfacción ante elritmo impropio de la conversación.

—¿Y qué razón es esa?—Cierta operación encubierta,

concebida hace tres años peroafortunadamente, como los dos sabemos,jamás ejecutada. ¿Podría ser esa larazón? —inquirió Oakley con falsajocosidad.

Pero la luz pícara habíadesaparecido. Las arrugas en su díavivaces en torno a la boca y los ojosapuntaban ahora hacía abajo enpermanente rechazo.

—Te refieres a Fauna —apuntóToby.

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—Si quieres ventilar secretos deEstado, sí. Fauna.

—Fauna fue ejecutada sin lugar adudas. Lo mismo que un par de personasinocentes. Lo sabes tan bien como yo.

—Que tú o yo lo sepamos no vieneal caso. La cuestión es si el mundo losabe, y si debe saberlo. Y la respuesta aesas dos preguntas, mi buen amigo,como sería evidente incluso para unerizo ciego, y ya no digamos para undiplomático avezado como tú, está muyclara: no, gracias, nunca. En estos casosel tiempo no cura nada. La herida seencona. Cada año de ocultación oficialbritánica equivale a cientos de

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decibelios de indignación moralpopular.

Complacido con sus floriturasretóricas, sonrió sin alegría, se reclinó yesperó los aplausos. Y como no loshubo, se obsequió un sorbo de calvadosy prosiguió con displicencia:

—Piénsalo bien, Toby: una catervade mercenarios estadounidenses,auxiliados por Fuerzas Especialesbritánicas disfrazadas, con financiaciónde la derecha evangélica republicana. Ypor si fuera poco, todo el planconcebido por un turbio contratista dedefensa conchabado con los vestigios deun grupo de recalcitrantes

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neoconservadores de la cúpula denuestro Nuevo Laborismo en rápidadisolución. ¿Y los dividendos? Loscadáveres destrozados de una mujermusulmana inocente y su hija. ¡Imaginaqué tal sonaría en el mercado mediático!En cuanto a nuestro pequeño Peñón,nuestro noble Gibraltar, con supoblación multiétnica que tanto hasufrido: los gritos exigiéndonos que lodevolvamos a España nos ensordeceríandurante décadas. Si es que no nos estánensordeciendo ya.

—¿Y?—¿Cómo dices?—¿Qué quieres que haga yo?

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De pronto Oakley, con frecuencia tanesquivo, fijó la mirada en Toby enactitud de intensa exhortación:

—Que hagas no, mi buen amigo: quedejes de hacer. Que desistas de ahora enadelante y para siempre. Antes de quesea demasiado tarde.

—Demasiado tarde ¿para qué?—Para tu carrera, ¿para qué, si no?

Abandona esa búsqueda moralista de loinencontrable. Te arruinará la vida.Vuelve a ser lo que eras antes. Serásperdonado.

—¿Y eso quién lo dice?—Yo.—¿Y quién más? ¿Jay Crispin?

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¿Quién?—¿Qué más da quién? Un consorcio

informal de hombres y mujeres sabioscon los intereses de su país en elcorazón, ¿eso te basta? No seas niño,Toby.

—¿Quién mató a Jeb Owens?—¿Matarlo? Nadie. Fue él mismo.

Se pegó un tiro, el pobre. Estabatrastornado desde hacía años. ¿Nadie telo ha contado? ¿O la verdad esdemasiado molesta para ti?

—Jeb Owens fue asesinado.—Tonterías. Tonterías

sensacionalistas. ¿Por qué dices eso? —echando al frente el mentón en un gesto

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de desafío, pero con voz ya menossegura.

—Jeb Owens recibió un tiro en lacabeza, disparado por un arma que noera la suya, con la mano que nocorrespondía, solo un día antes de lareunión concertada con Probyn. Bullíade esperanza. Tan esperanzado estabaque telefoneó a su mujer, de quien sehabía separado, la mañana del día de sumuerte para decirle lo esperanzado queestaba y que podrían reiniciar otra vezla vida juntos. Quienquiera que ordenasesu asesinato contrató a una actriz deserie B para hacerse pasar pordoctora… doctor, de hecho, pero por

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desgracia eso ella no lo sabía… y, comouna operadora de televentas, llamar acasa de Probyn después de la muerte deJeb con el feliz mensaje de que Jebestaba vivo y se consumía en un hospitalpsiquiátrico y no quería hablar connadie.

—¿Quién te ha contado semejantessandeces? —Pero el semblante deOakley reflejaba mucha menoscertidumbre que su tono.

—La investigación policial corrió acargo de unos agentes de Scotland Yardmuy diligentes, de paisano. Gracias aesa diligencia, no se investigó ni unasola pista. No hubo examen forense, se

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prescindió de un sinfín de formalidades,y la incineración se llevó a cabo con unaprontitud anormal. Caso cerrado.

—Toby.—¿Qué?—En el supuesto de que eso sea

verdad, es todo nuevo para mí. No teníala menor idea, te lo juro. Ellos medijeron…

—¿Ellos? ¿Quiénes son ellos?¿Quiénes coño son ellos? Te dijeron¿qué? ¿Que el asesinato de Jeb se habíaencubierto y todo el mundo podíamarcharse a casa?

—Por lo que yo tenía y tengoentendido, Owens se pegó un tiro en un

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estado de depresión, o frustración, o loque quiera que aquejara a ese pobrehombre… ¡Espera! ¿Qué haces?¡Espera!

Toby estaba en la puerta.—Vuelve. Insisto. Siéntate. —La

voz de Oakley a punto de quebrarse—.Tal vez me hayan inducido a error. Esposible. Digamos que así es. Digamosque tienes razón en todo lo que dices.Por suponer algo. Cuéntame lo quesabes. Por fuerza tiene que haberargumentos en contra. Siempre los hay.No hay nada grabado en piedra. No en elmundo real. No puede ser. Siéntate aquí.No hemos acabado.

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Bajo la mirada suplicante de Oakley,Toby se apartó de la puerta pero rehusóla invitación a tomar asiento.

—Repítemelo —ordenó Oakley,recobrando por un momento su antiguaautoridad—. Necesito oírlo punto porpunto. ¿Cuáles son tus fuentes? Purarumorología, no lo dudo. Da igual. Lomataron ellos. Esos que te preocupantanto. Supongamos que así es. Y una vezaceptado el supuesto, ¿a quéconclusiones llegamos? Permíteme quete diga una cosa —hablando con larespiración entrecortada—: Hemosllegado a la firme conclusión de que esmomento de que retires la caballería,

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una retirada temporal, táctica, ordenada,honrosa, ahora que aún estás a tiempo.Una distensión. Una tregua, que permitaque ambas partes se replanteen susposiciones y que se apacigüen losánimos. No estarás abandonando unapelea; ya sé que ese no es tu estilo.Reservarás la munición para otro día,para cuando seas más fuerte y tengasmás poder, más tracción. Si insistes entu postura ahora, serás un paria el restode tu vida. ¡Tú, Toby! ¡Precisamente tú!Eso serás. Un elemento excluido quejugó sus bazas demasiado pronto. No eseso para lo que viniste al mundo, yo losé mejor que nadie. El país entero pide a

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gritos una nueva élite, ese es su mayorruego. Pide personas como tú, hombresreales, los hombres reales de Inglaterra,sin echar a perder… sí, de acuerdo,también soñadores… pero con los piesen el suelo. Bell es auténtico, les dije.Una cabeza despejada, y el corazón y elcuerpo en consonancia. Ni siquieraconoces el significado del verdaderoamor. No de un amor como el mío. Estásciego a eso. Eres inocente. Siempre lohas sido. Yo eso lo sabía. Lo entendía.Te amaba por ello. Un día, pensaba,vendrá a mí. Pero sabía que nuncavendrías.

Pero para entonces Giles Oakley

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hablaba a una habitación vacía.Tendido en su cama en la oscuridad,

con el desechable plateado en la manoderecha, Toby escucha el voceríonocturno de la calle. Esperaré a que ellallegue a casa. El tren sale de Paddingtona las 23.45. Me he informado y ha salidopuntualmente. Detesta coger taxis.Detesta hacer cualquiera de las cosasque los pobres no pueden permitirse.Así que esperaré.

Pulsa el botón verde de todosmodos.

—¿Cómo ha ido en Chatham House?—pregunta ella con voz soñolienta.

—No he ido.

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—¿Y qué has hecho, pues?—Visitar a un viejo amigo.

Mantener una conversación.—¿Sobre algo en particular?—Esto y aquello. ¿Cómo estaba tu

padre?—Lo he dejado en manos del

revisor. Mi madre lo recogerá en el trena la llegada.

Un forcejeo, rápidamente reprimido.Un murmullo ahogado: «Lárgate».

—Esta maldita gata —explicó ella—. Todas las noches intenta colarse enmi cama y la echo. ¿Quién has creídoque era?

—No me he atrevido a

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preguntártelo.—Mi padre está convencido de que

me tienes en la mira. ¿Es así?—Probablemente.Un largo silencio.—¿Mañana qué día es? —preguntó

ella.—Jueves.—Vas a reunirte con tu hombre. ¿Sí?—Sí.—Tengo consulta. Acabo a eso de

las doce del mediodía. Luego un par devisitas a domicilio.

—Quizá por la tarde, pues —dijo él.—Quizá. —Largo silencio—. ¿Ha

pasado algo malo esta noche?

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—Solo lo de mi amigo. Se hapensado que yo era gay.

—¿Y no lo eres?—No. Creo que no.—¿Y no has sucumbido por

cortesía?—No que yo recuerde.—Pues en ese caso no hay problema,

¿no?Sigue hablando, deseaba decirle. No

tiene por qué ser sobre tus esperanzas ytus sueños. Me basta con cualquiertrivialidad. Tú sigue hablando hasta queme quite a Giles de la cabeza.

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7Había tenido un mal despertar,

sumido en sentimientos que necesitabarepudiar y otros que necesitabaperentoriamente revivir. Pese a laspalabras de consuelo de Emily, era elsemblante angustiado y la voz suplicantede Oakley lo que permanecía con élcuando despertó.

Soy una puta.No lo sabía.Lo sabía, y lo dejé hacer.No lo sabía, y debería haberlo

sabido.Todo el mundo lo sabía, menos yo.

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Y más frecuentemente: después deHamburgo, ¿cómo he podido ser tanestúpido, diciéndome que todo el mundotiene derecho a sus apetitos, y a fin decuentas nadie sufrió el menor daño salvoGiles?

Simultáneamente, a partir de lainformación revelada, o no revelada,por Oakley, había hecho una evaluaciónde daños para ver en qué medida seconocían ya sus andanzas extramuros. SiCharlie Wilkins, o ese cierto amigo suyode la Policía Metropolitana, era lafuente de Oakley —cosa que dabaprácticamente por sentado—, el viaje aGales y su encuentro con Brigid ya no

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eran un secreto.Pero las fotografías sí eran un

secreto. El acceso a Shorty sí era unsecreto. ¿Era un secreto su visita aCornualles? Posiblemente no, ya que lapolicía, o versiones de la policía, habíairrumpido en el club de Kit y ahora,cabía suponer, estaba enterada de queEmily había acudido a rescatarlo encompañía de un amigo de la familia.

Y en ese caso ¿qué?En ese caso, presentarse ante Shorty

haciéndose pasar por un periodista galésy pedirle que levantara la liebre acasono fuera el modo de proceder mássensato. De hecho, podía ser un

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disparate suicida.¿Por qué no abandonar todo el

asunto, pues, y esconder la cabeza,seguir el consejo de Oakley y actuarcomo si nada hubiera ocurrido?

O si no, lisa y llanamente, deja ya deflagelarte con preguntas sin respuesta yvete a tu cita con Shorty en Mill Hill,porque un testigo presencial dispuesto aconservar la vida y hablar es lo únicoque vas a necesitar. O bien Shorty diráque sí, y haremos juntos lo que Kit y Jebplaneaban hacer, o bien Shorty dirá queno y acudirá corriendo a Jay Crispinpara asegurarle que es un buen chico, yentonces a Toby se le caerá el mundo

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encima.Pero, pase lo que pase, Toby por fin

presentará batalla al enemigo.Llama a Sally, su ayudante. Salta el

buzón de voz. Bien. Simula un tono desufrimiento valerosamente sobrellevado:

—Sally. Aquí Toby. Esta malditamuela del juicio me está matando,lamento decir. Tengo visita con elratoncito Pérez para dentro de una hora.Así que atiende: en la reunión de estamañana tendrán que prescindir de mí. Yquizá Gregory pueda sustituirme en lajarana de la OTAN. Disculpas a todos,¿vale? Te tendré al corriente. Perdónotra vez.

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A continuación, la dudaindumentaria: ¿qué se pone unemprendedor periodista de provinciasen su visita a Londres? Se decantó porunos vaqueros, unas zapatillasdeportivas y un anorak ligero, y —undetalle acertado en su opinión— unmanojo de bolígrafos de su escritoriopara acompañar el cuaderno delperiodista.

Pero al ir a coger la BlackBerry, lopensó mejor, recordando que conteníalas fotografías de Jeb, que eran tambiénde Shorty.

Decidió que estaría mejor sin ella.El café y pastelería Golden Calf

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estaba hacia la mitad de la calleprincipal del barrio, encajonado entreuna carnicería halal y una tienda decomida preparada kosher. En suescaparate iluminado de rosa, pastelesde cumpleaños y tartas nupciales sedisputaban el espacio con merengues deltamaño de huevos de avestruz. Unabalaustrada de latón separaba el café dela tienda. Todo esto Toby lo vio desdela otra acera antes de doblar por unacalle adyacente para completar suexamen de los coches y camionetasaparcados y la muchedumbre decompradores matutinos que atestaban lacalle.

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Al acercarse al café por segundavez, ahora por su acera, Toby confirmólo que había observado cuando seacercó al café por primera vez: a esahora no había ningún cliente en lasección destinada al café. Eligiendo loque los instructores denominaban lamesa del guardaespaldas —en un rincón,de cara a la entrada—, pidió uncapuchino y esperó.

En la sección destinada a la tienda,al otro lado de la balaustrada de latón,clientes provistos de pinzas de plásticollenaban de pastas sus cajas de papel,recorriendo el mostrador y pagando loque debían en la caja. Pero nadie

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coincidía con la descripción de ShortyPike, con su metro noventa, pese a locual «Jeb lo embistió desde abajo, loobligó a doblar las rodillas y, mientrascaía, le rompió la nariz».

Las once dieron paso a las once ydiez. Se ha rajado, decidió Toby. Hanpensado que es un riesgo para la salud, yestá sentado en una camioneta trasvolarse los sesos con la mano que nocorresponde.

Un hombre calvo, corpulento, de tezaceitunada, picada de viruela, y ojospequeños y redondos, escrutabaávidamente a través del escaparate:primero las tartas y pastas, después a

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Toby, luego otra vez las tartas. Sinparpadeo, hombros de levantador depesas. Elegante traje oscuro, sin corbata.Se ha marchado. ¿Estaba reconociendoel terreno? ¿O pensaba en obsequiarseun bollo de crema y al final ha cambiadode idea en atención a su figura? Depronto Toby descubrió que tenía aShorty sentado junto a él. Y que Shortydebía de haber estado todo ese tiempoen el lavabo, al fondo del café,posibilidad que Toby no había tenido encuenta —aunque debería— y Shortyobviamente sí.

Parecía medir más de un metronoventa, quizá porque estaba sentado

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con la espalda muy erguida y las dosmanos, grandiosas, semicontraídas en lamesa. Tenía el pelo negro y untuoso,muy corto por detrás y a los lados, yunos pómulos salientes de actor de cine,acompañados de una sonrisa estática. Supiel morena relucía de tal modo quedaba la impresión de que se la hubierarestregado con un cepillo de uñasenjabonado después de afeitarse. Teníauna pequeña marca en el centro de lanariz, así que quizá Jeb había dejado suhuella. Vestía una camisa vaquera muyplanchada con los consabidos bolsillosde parche, uno para el tabaco, otro paraun peine que asomaba.

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—Eres Pete, ¿no? —preguntó por lacomisura de los labios.

—Y tú eres Shorty. ¿Qué te pido,Shorty? ¿Café? ¿Té?

Shorty enarcó las cejas y echó unalenta mirada alrededor. Toby sepreguntó si era siempre así de teatral, osi el hecho de ser alto y narcisista loinducía a uno a comportarse de esamanera.

Y mientras se lo preguntaba, alcanzóa ver de nuevo, o creyó ver, al mismohombre calvo y corpulento que antes seplanteaba comprar un bollo de crema;esta vez pasó a toda prisa ante elescaparate con aire de exagerada

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despreocupación.—Te diré una cosa, Pete —dijo

Shorty.—¿Qué?—Aquí no me encuentro muy a

gusto, para serte sincero. Si a ti te daigual, preferiría un sitio un poco másprivado, digamos. Lejos del mundanalruido, como suele decirse.

—Donde tú quieras, Shorty. Túdecides.

—Y no te habrás pasado de listo,¿verdad? ¿No tendrás a un fotógrafoescondido a la vuelta de la esquina,digamos, o algo así?

—Estoy solo, Shorty, sin trampa ni

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cartón. Tú guíame —observando cómose formaban gotas de sudor en la frentede Shorty y cómo le temblaba la mano altirarse del bolsillo de la camisa vaqueraen busca de un cigarrillo para luegodevolverla a la mesa sin nada.¿Síndrome de abstinencia? ¿O solo unanoche de juerga?

—Verás, lo que pasa es que tengo elcoche a la vuelta de la esquina, un Audinuevo. Lo he aparcado antes, por siacaso. Así que mi idea… lo quepodríamos hacer es ir a algún sitio comoel parque de atracciones, o a alguna otraparte, y charlar allí, donde no llamemosla atención, porque a mí se me ve

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mucho. Una conversación con el corazónen la mano, como suele decirse. Para tuperiódico. El Argus, ¿no?

—Sí.—¿Es un periódico importante, o

qué…? ¿Solo local, o más biennacional, o digamos, ese periódico tuyo?

—Local, pero también hay unaversión digital —contestó Toby—. Asíque en conjunto tiene un buen número delectores.

—Bueno, eso está bien, ¿no? ¿Te daigual, pues? —Un enorme sorbetón.

—Si me da igual, ¿qué?—¿Que no nos quedemos aquí?—Me da absolutamente igual.

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Toby se acercó al mostrador a pagarsu capuchino, lo que le llevó unmomento, y Shorty se colocó detrás deél como si fuera el siguiente en la cola,corriéndole el sudor copiosamente porla cara.

Pero en cuanto Toby pagó, Shorty loprecedió hacia la entrada, a modo deguardaespaldas, levantando los largosbrazos a los lados para abrir camino.

Y cuando Toby salió a la acera, allíestaba Shorty, esperando, dispuesto aconducirlo entre el hervidero detranseúntes; pero no antes de que Toby,mirando a su izquierda, avistara denuevo al hombre calvo y corpulento con

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debilidad por las pastas y las tartas, estavez en la acera de espaldas a él,hablando con otros dos individuos queparecían igual de decididos a eludir sumirada.

Y si hubo un momento en que Tobyse planteó salir corriendo, fue entonces,porque todos sus cursos de instrucciónle indicaban: no vaciles, ya has visto laclásica encerrona, confía en tu intuicióny márchate ahora, porque de aquí a unahora o menos estarás encadenado,descalzo, a un radiador.

Pero su deseo de llegar hasta el finaldebió de imponerse a sus reservasporque, dejándose acompañar por

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Shorty, doblaba ya la esquina y entrabaen una calle de un solo sentido, donde enefecto había un resplandeciente Audiazul aparcado a la izquierda, y tambiénun sedán Mercedes negro justo detrás.

Y una vez más sus instructoreshabrían aducido que aquello era otraclásica encerrona: un coche para elsecuestro y otro coche para seguirlo. Ycuando Shorty pulsó el mando a unmetro de distancia y le abrió la puertatrasera del Audi en lugar de la delacompañante, al mismo tiempo que loagarraba con fuerza del brazo y elhombre corpulento y sus dos compinchesdoblaban la esquina, toda duda residual

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debió de desvanecerse al instante en lacabeza de Toby.

Con todo, su amor propio lo obligó aprotestar, aunque sin mucha convicción:

—¿Quieres que me siente detrás,Shorty?

—Verás, aún me queda otra mediahora en el parquímetro. Sería unalástima malgastarla. Bien podríamossentarnos aquí y charlar. ¿Por qué no?

Aun así, Toby vaciló, y con razón,porque si dos hombres querían hablar enprivado en un coche, lejos de lo queShorty insistía en llamar el mundanalruido, lo normal era ciertamente sentarsedelante.

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Pero entró de todos modos, y Shortymontó junto a él, momento en que elhombre calvo y corpulento ocupó elasiento del conductor desde el lado dela calle y puso el seguro de las cuatropuertas, mientras, en el espejo retrovisorlateral, sus dos amigos se acomodabanen el Mercedes.

El hombre calvo no ha encendido elmotor, pero tampoco ha vuelto la cabezapara mirar a Toby, prefiriendoexaminarlo a través del espejo pormedio de rápidas miradas con sus ojospequeños y redondos, en tanto Shortycontempla ostensiblemente a losviandantes por la ventanilla.

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El hombre calvo ha apoyado lasmanos en el volante, pero eso, con elmotor apagado y el coche detenido,queda raro. Son manos poderosas, muylimpias, que lucen anillos con piedrasengastadas. Al igual que Shorty, elhombre calvo ofrece una imagen dehigiene militar. En el espejo retrovisor,sus labios se ven muy rosados, y tieneque humedecérselos con la lengua antesde hablar, lo que indica a Toby que, aligual que Shorty, está nervioso.

—Caballero, si no me equivoco,tengo el singular honor de saludar alseñor Toby Bell del Ministerio deAsuntos Exteriores de Su Majestad. Es

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así, ¿caballero? —pregunta con unpedante acento sudafricano.

—No se equivoca —confirma Toby.—Caballero, yo me llamo Elliot, y

soy colega de Shorty. —Está recitando—. Caballero, o Toby, si se me permiteel atrevimiento, tengo instrucciones detransmitirle saludos de parte del señorJay Crispin, a quien tenemos elprivilegio de servir. Desea que nosdisculpemos de antemano por cualquiermolestia que haya tenido usted quepadecer hasta el momento, y que leaseguremos que ha actuado de buenavoluntad. Le recomienda que se relaje, yestá impaciente por mantener un diálogo

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constructivo y amigable con usted encuanto lleguemos a nuestro destino.¿Desea usted hablar personalmente conel señor Crispin en este momento?

—No, gracias, Elliot. Creo que yaestoy bien como estoy —contesta Toby,igual de cortés.

«¿Un renegado albano-griego, queantes se hacía llamar Eglesias, exmiembro de las Fuerzas Especialessudafricanas, que mató a alguien en unbar de Johannesburgo y vino a Europapor razones de salud? ¿Esa clase deElliot?», pregunta Oakley, mientrastoman un calvados después de la cena.

—Pasajero a bordo —informa Elliot

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por su micrófono, y levanta el pulgarante su espejo lateral en atención alMercedes negro aparcado detrás deellos.

—Estás muy triste por el pobre Jeb,pues —comenta Toby por entablarconversación con Shorty, cuyo interés enlos viandantes se intensifica más aún.

Elliot, en cambio, se muestra deinmediato más comunicativo:

—Señor Bell, caballero, todohombre encuentra su destino. Todohombre tiene un tiempo de vidaasignado, como yo digo. Lo que estáescrito en las estrellas escrito está. Deeso nadie se libra. ¿Está cómodo ahí en

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el asiento trasero, caballero? Nosotroslos conductores a veces lo tenemosdemasiado fácil, en mi opinión.

—Muy cómodo, sí —responde Toby—. ¿Y tú, Shorty?

Se dirigían hacia el sur, y Toby sehabía abstenido de toda conversación,probablemente lo más sensato habidacuenta de que las únicas preguntas quese le ocurrían salían de una pesadilla,como por ejemplo: «¿Intervinistepersonalmente en el asesinato de Jeb,Shorty?» o «A ver, Elliot, ¿qué fue delos cadáveres de la mujer y su hija?».Habían descendido por Fitzjohn’sAvenue y se acercaban a los exclusivos

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pagos de St John’s Wood, barrio quedebe su nombre al bosque que habíaantes allí. ¿Sería ese por casualidad el«bosque» al que se refería Fergus Quinnen su obsecuente conversación conCrispin en la grabación robada?

«… De acuerdo, sí, a eso de lascuatro… por mí, mejor el bosque… haymás privacidad.»

En rápida sucesión, vio un cuartelmilitar vigilado por centinelasbritánicos con fusiles automáticos, luegoun anónimo edificio de ladrillo vigiladopor infantes de marina estadounidenses.Un cartel anunciaba una calle sin salida.Villas de tejado verde valoradas en

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cinco millones y al alza. Altas tapias deladrillo. Magnolios en plena floración.Flores de cerezo esparcidas comoconfeti por la calzada. Una verja verdede dos hojas, que ya se abría. Y en elespejo lateral, el Mercedes negro,arrimándose casi hasta el punto detocarlos.

No preveía tanta blancura. Hancircundado un redondel de gravabordeado de piedras pintadas de blanco.Se detienen ante una casa blanca, baja,entre jardines ornamentales. El porcheblanco de estilo palladiano esdemasiado suntuoso para la casa. Lascámaras de vídeo los observan desde

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las ramas de los árboles. Falsosinvernaderos de cristal ennegrecido seproyectan a ambos lados. Un hombrecon anorak y corbata mantiene abierta lapuerta del coche. Shorty y Elliot salen,pero Toby, por fastidiar, ha decididoesperar a que vayan a buscarlo.Finalmente, por su propia iniciativa,sale del coche y, con igualdespreocupación, se despereza.

—Bienvenido a la Torre delHomenaje, caballero —dice el hombredel anorak y la corbata, cosa que Tobyestá tentado de tomarse a broma hastaque ve un escudo de latón a un lado dela puerta principal, y representada en él

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una torre, a imagen de una pieza deajedrez, coronada por dos espadascruzadas.

Sube por la escalinata. Dos hombreslo cachean con cara de disculpa, seapoderan de sus bolígrafos, su cuadernode periodista y su reloj de pulsera, luegolo hacen pasar por un arco electrónico ydicen:

—Se lo guardaremos todo hasta quehaya visto al Jefe, caballero.

Toby decide entrar en un estadoalterado. No es prisionero de nadie, esun hombre libre avanzando por unpasillo resplandeciente con mosaicos enel suelo y grabados florales de Georgia

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O’Keeffe en las paredes. Hay puertas aambos lados. Algunas están abiertas.Salen de ellas animadas voces. Cierto esque Elliot camina junto a él, peromantiene las manos replegadasdevotamente a la espalda, como si fueracamino de la iglesia. Shorty hadesaparecido. Una secretaria bonita, conuna falda larga negra y una blusa blanca,cruza apresuradamente el pasillo.Saluda a Elliot con un informal «hola»,pero dedica la sonrisa a Toby, y él,como el hombre libre que se hapropuesto ser, le devuelve la sonrisa. Enun despacho blanco, con el techo decristal blanco en vertiente, una

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cincuentona recatada y canosa ocupa unescritorio.

—Ah, señor Bell. Qué bien. Elseñor Crispin lo espera. Gracias, Elliot,creo que el Jefe está muy interesado enmantener un cara a cara con el señorBell.

Y Toby, decide, está muy interesadoen mantener un cara a cara con el Jefe.Pero, por desgracia, al entrar en elmagnífico despacho de Crispin, lo asaltasolo una sensación de anticlímax, conreminiscencias de la sensación deanticlímax experimentada aquella nochetres años atrás, cuando el ogromisterioso que lo había obsesionado en

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Bruselas y Praga entró en el despachoprivado de Quinn con Miss Maisie delbrazo y se reveló como esa mismaversión televisiva del ejecutivo de altorango, cuarentón e inexpresivamenteatractivo, que en ese mismo instante selevantaba de su silla con una exhibiciónya preparada de grata sorpresa,mortificación de niño travieso ycamaradería masculina.

—¡Toby! En fin, en quécircunstancias tenemos que vernos.Francamente anómalas, debo decir. Mireque hacerse pasar por un periodista deprovincias que pretende escribir lanecrológica del pobre Jeb. Aunque

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tampoco podía decir a Shorty a lasclaras que es del Foreign Office,supongo. Le habría dado un susto demuerte.

—Tenía la esperanza de que Shortyme hablara de la Operación Fauna.

—Ya, bueno, eso imagino. Shortyanda un poco tocado por lo de Jeb,comprensiblemente. Entre usted y yo, noes el de siempre. Aunque en ningún casole habría contado gran cosa. No leconviene. No le conviene a nadie.¿Café? ¿Descafeinado? ¿Una infusión depoleo-menta? ¿Algo más fuerte? Nosecuestro todos los días a uno de losmejores servidores de Su Majestad.

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¿Hasta dónde ha llegado?—¿Con qué?—En sus investigaciones. Creía que

de eso estábamos hablando. Ha visto aProbyn, ha visto a la viuda. La viuda ledio acceso a Shorty. Ha conocido aElliot. ¿Con cuántas bazas le deja eso?Solo pretendo mirar por encima de suhombro —explicó jovialmente—.¿Probyn? Está en franco declive. No vioun carajo. Todo lo demás son purashabladurías. Un tribunal lo desecharía.¿La viuda? Afligida, paranoica,histérica: descartada. ¿Qué más tiene?

—Usted mintió a Probyn.—Lo mismo habría hecho usted. Era

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lo que más convenía. ¿O acaso nuestrobuen Foreign Office no sabe lo que sonlas mentiras de conveniencia? Suproblema es que pronto se quedará sintrabajo, y aún vendrán cosas peores. Hepensado que quizá podría ayudarlo.

—¿Cómo?—Bueno, para empezar, ¿qué tal un

poco de protección y un empleo?—¿Al servicio de Efectos Éticos?—Uy, Dios mío, esos dinosaurios —

dijo Crispin, y se rió dando a entenderque se había olvidado por completo deEfectos Éticos hasta que casualmenteToby se lo recordó—. No tenemos nadaque ver con ese tinglado, a Dios gracias.

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Enseguida nos apeamos. Efectos Éticoscerró el chiringuito y se establecióoffshore. Quienquiera que tenga lasacciones asume también laresponsabilidad. No hay la menorconexión visible ni de otro tipo conTorre del Homenaje.

—¿Y no hay ninguna Miss Maisie?—Desapareció hace tiempo, esa

buena mujer. La última vez que supimosalgo de ella repartía Biblias a diestro ysiniestro entre los paganos de Somalia.

—¿Y su amigo Quinn?—Ya, bueno, una pena lo del pobre

Fergus. Aun así, según me han dicho, supartido, ahora que ha quedado excluido

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del poder, suspira por recuperarlo,considerando que la experienciaministerial vale su peso en oro, y tal.Siempre y cuando abjure del NuevoLaborismo y todas sus obras, claro, cosaque él está más que dispuesto a hacer.Entre usted y yo, quería fichar pornosotros. Prácticamente lo pidió derodillas. Pero me temo que él, adiferencia de usted, no da la talla. —Una sonrisa nostálgica por los viejostiempos—. En este juego al principiohay siempre un momento decisivo:¿ponemos en peligro la operación yentramos, o nos rajamos? Tienes enespera a hombres pagados, adiestrados e

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impacientes por actuar. Tienesinformación secreta por valor de unmillón de dólares, la financiación apunto, una olla de oro de lospatrocinadores si lo llevas a cabo y luzverde de los poderes fácticos en lamedida justa para cubrirte las espaldas,pero no más. De acuerdo, corrió la vozde que nuestras fuentes de informacióneran dudosas. ¿Y eso cuándo no pasa?

—¿Y Fauna se redujo a eso?—Prácticamente.—¿Y los daños colaterales?—Una verdadera desgracia. Siempre

lo es. Lo peor de nuestro negocio condiferencia. Cuando me acuesto por las

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noches, pienso en ello. Pero ¿cuál es laalternativa? Deme un par de dronesPredator y un par de misiles Hell-fire yle enseñaré lo que son unos dañoscolaterales de verdad. ¿Quiere dar unpaseo por el jardín? Con el día quehace, es una pena perderse el sol.

La habitación en la que seencontraban era en parte despacho, enparte invernadero. Crispin salió. Tobyno tuvo más remedio que seguirlo. Eljardín, delimitado por una tapia, eralargo y estaba diseñado al estilooriental, con caminos de guijarros y uncauce de pizarra por el que corría elagua hasta un estanque. Una mujer china

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de bronce con un sombrero hakkapescaba peces para su cesta.

—¿Ha oído hablar alguna vez de unapequeña organización llamada Serviciosde Protección Rosethorne? —preguntóCrispin por encima del hombro—. Conun valor de unos tres mil millones dedólares, según los últimos cálculos.

—No.—Pues yo que usted me informaría,

porque somos propiedad de ellos… demomento. Con nuestro actual índice decrecimiento, compraremos su partedentro de un par de años. Cuatro comomucho. ¿Sabe a cuántas almas damostrabajo en todo el mundo?

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—No. Diría que no.—A jornada completa, seiscientas.

Oficinas en Zurich, Bucarest, París.Todo, desde protección personal hastaseguridad doméstica, contrainsurgencia,quién espía en tu empresa o quién se tiraa tu mujer. ¿Se hace idea de la clase depersonas que tenemos en nómina?

—No. Dígamelo.Giró en redondo y empezó a

enumerar con los dedos ante la cara deToby, evocando en él recuerdos deFergus Quinn.

—Cinco jefes de servicios deinteligencia extranjeros. Cuatro todavíaen activo. Cinco ex directores de los

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servicios de inteligencia británicos,todos aún en la casa con contratos envigor. Una legión de jefes y subjefes depolicía. Si a eso añadimos a algún queotro lacayo de Whitehall que quieresacarse unas monedas como extra, másun par de docenas de lores yparlamentarios, nos queda una manobastante buena.

—Seguro que sí —coincidió Tobycortésmente, advirtiendo que cierto tipode emoción había asomado a la voz deCrispin, aunque fuera más eltriunfalismo de un niño que el de unadulto.

—Y por si le queda alguna duda de

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que su hermosa carrera en el ForeignOffice ha acabado, sea tan amable deseguirme —continuó afablemente—. ¿Leimporta?

Se hallaban en una sala sin ventanas,semejante a un estudio de grabación, conpantallas planas y las paredesacolchadas y revestidas de arpillera.Crispin ha puesto un fragmento de lagrabación robada de Toby a todovolumen, la parte en la que Quinnpresiona a Jeb:

«… Lo que digo, pues, Jeb, es que…aquí estamos, con la cuenta atrás para elDía D resonando ya en nuestros oídos…usted como soldado de la Reina, yo

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como subsecretario de la Reina…»—¿Le basta o quiere más? —

pregunta Crispin. Al no recibirrespuesta, lo apaga de todos modos, y sesienta en una mecedora muy modernajunto a la consola mientras Toby seacuerda de Tina: Tina, la mujer de lalimpieza portuguesa provisional quereemplazó a Lula cuando esta se fue devacaciones casi sin previo aviso; Tina,la que era tan alta y concienzuda quesacó brillo a la fotografía nupcial de misabuelos. Si yo hubiese estado destinadoen el extranjero, no se me habría pasadosiquiera por la cabeza la posibilidad deque no trabajara para la policía secreta.

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Crispin se mece como si estuvieraen un columpio, tan pronto echándoseatrás como apoyando suavemente losdos pies juntos en la tupida alfombra.

—¿Qué le parece si se lo explicopunto por punto? —pregunta, y se loexplica igualmente—. En lo que atañe anuestro Foreign Office de siempre, ustedla ha jodido. En cuanto yo decidamandarles esta grabación, lo pondrán enla calle. Basta con pronunciar la palabraFauna ante ellos levantando un poco lavoz, y a los pobres les flojean lasrodillas. Fíjese en cómo ha acabado elidiota de Probyn después de tomarsetantas molestias.

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Abandonando la frivolidad, Crispinfrenó la mecedora y fijó la mirada a unadistancia media con un ceño teatral:

—Pasemos, pues, a la segunda partede nuestra conversación, la parteconstructiva. Aquí hay una oferta parausted, tómela o déjela. Tenemosnuestros propios abogados internos,hacemos un contrato estándar. Perosomos flexibles, no somos tontos,tratamos cada caso según sus méritos.¿Le llega lo que le digo? Cuesta saberlo.Además lo hemos averiguado todo sobreusted, obviamente. Tiene un piso enpropiedad, heredó algo de su abuelo, nomucho, no exactamente como para tirar

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el dinero, pero no se morirá de hambre.En la actualidad el Foreign Office lepaga cincuenta y ocho mil, que subirán asetenta y cinco el año que viene si no semete en líos; sin grandes deudas. Eshetero, echa algún que otro polvo aquí yallá cuando puede, pero sin las atadurasde una mujer y una prole. Y que le dure.¿Qué más nos gusta de usted? Una buenasalud, disfruta del aire libre, se mantieneen forma, es de una sólida extracciónanglosajona, de baja cuna pero hasaltado las barreras sociales. Habla tresidiomas y tiene una Rolodex de primerapara cada país donde ha servido a SuMajestad, y podemos ofrecerle ya de

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saque el doble de lo que ella le paga.Una suculenta bienvenida de diez millibras le espera el día que se incorporecomo vicepresidente ejecutivo, con elcoche que elija, todos los accesoriosincluidos, seguro médico, viajes enclase Business, gastos para ocio. ¿Me hedejado algo?

—Sí, de hecho, sí.Tal vez para eludir la mirada de

Toby, Crispin se obsequia con un girode trescientos sesenta grados gradossobre los balancines de su muy modernamecedora. Pero cuando regresa, Tobysigue ahí, todavía mirándolo fijamente.

—Aún no me ha dicho por qué me

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tiene miedo —se lamenta Toby en untono de perplejidad más que de desafío—. Elliot comanda un fiasco enGibraltar, pero usted no lo despide; lomantiene donde puede verlo. Shorty seplantea hablar públicamente, así que locontrata también, pese a que escocainómano. Jeb quería hablarpúblicamente, y se negaba a subirse alcarro, así que tuvo que suicidarse. Pero¿qué tengo yo que represente unaamenaza para usted? Una mierda. ¿Porqué, pues, recibo una oferta que nopuedo rechazar? No le veo el sentido.¿Usted sí?

Dando por hecho que Crispin

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prefiere reservarse la opinión, prosigue:—Por lo tanto interpreto su situación

de la siguiente manera: con la muerte deJeb se les fue la mano, y quienquiera quehaya estado protegiéndole a usted hastaahora empieza a achantarse y ya no vetan clara la conveniencia de seguirprotegiéndolo en el futuro. Quiereapartarme del caso porque, mientras yosiga por medio, soy un peligro para sucomodidad y su seguridad. Y de hechoesa es razón más que suficiente para queyo persevere. Haga, pues, lo que levenga en gana con la grabación. Perosospecho que no hará nada, porque estáasustado.

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El mundo empieza a avanzar encámara lenta. ¿También para Crispin?¿O solo para Toby? Poniéndose en pie,Crispin asegura a Toby tristemente quelo ha entendido todo muy, muy mal. Perono le guarda rencor, y tal vez cuandoToby cumpla unos años más, comprendala verdadera mecánica del mundo.Evitan el bochorno de estrecharse lamano. ¿Y desearía Toby un coche paravolver a casa? No, gracias. Tobyprefiere caminar. Y camina. Recorre denuevo el pasillo de O’Keeffe con terrazoen el suelo, ante puertas entornadas traslas cuales hay hombres y mujeresjóvenes como él sentados frente a sus

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ordenadores o hablando por teléfonocon la cabeza agachada. Recibe su relojde pulsera, bolígrafos y cuaderno de loscorteses hombres de la puerta; luegoatraviesa el redondel de grava y,dejando atrás la garita, cruza la verjaabierta, sin ver a Elliot ni a Shorty ni elAudi que lo ha llevado hasta allí, ni elcoche que lo seguía. Continúacaminando. Por alguna razón es mástarde de lo que creía. El sol vespertinoes tibio y benévolo, y las magnolias,como siempre en St John’s Wood en esaépoca del año, son un regalo perfecto.

Toby nunca supo con detalle, nientonces ni en el futuro, qué hizo durante

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las pocas horas siguientes, ni cuántasfueron. Huelga decir que pasó revista asu vida. ¿Qué otra cosa va a hacer unhombre mientras camina desde St John’sWood hasta Islington pensando en elamor, la vida y la muerte y el probablefinal de su carrera, así como en lacárcel?

Emily estaría aún en la consulta,calculaba, y por lo tanto era demasiadotemprano para telefonearla, y no sabíaqué iba a decirle si la telefoneaba, y entodo caso había tomado la precaución dedejar el móvil desechable plateado encasa, y no se fiaba en absoluto de lascabinas, ni siquiera si funcionaban.

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Así pues, no telefoneó a Emily, yEmily posteriormente confirmó que nolo había hecho.

No hay duda de que paró en un parde tabernas, pero solo por estar encompañía de gente corriente, ya que ensituaciones de crisis o desesperación, senegaba a beber, y tenía la sensación dehallarse en esos dos estados. Más tardeapareció un tíquet en el bolsillo de suanorak, que indicaba que habíacomprado una pizza con doble ración dequeso. Pero no constaba ni cuándo nidónde la había comprado, y él norecordaba habérsela comido.

Y con toda certeza, mientras

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pugnaba con la repugnancia y la ira, ycomo de costumbre mantenía ladeterminación de reducirlas a un nivelasumible, reflexionó debidamente sobreel concepto de la banalidad del mal deHannah Arendt, e inició un debateconsigo mismo sobre dónde encajabaCrispin en su visión de las cosas. ¿Seveía Crispin a sí mismo simplementecomo un fiel servidor de la sociedad,sujeto a las presiones del mercado?Quizá él se veía así, pero Toby no. Porlo que a Toby se refería, Jay Crispin erael clásico eterno adolescentedesarraigado, amoral, persuasivo,semiculto, bien hablado, con traje a

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medida, impulsado por un ansiainsaciable de dinero, poder y respeto,sin importarle de dónde salieran. Hastaaquí, bien. Había conocido a Crispin enestado embrionario en todas las áreas dela vida y en todos los países dondehabía servido, pero nunca hasta la fechaa uno que hubiera dejado huella comomercader de guerras pequeñas.

Intentando sin mucha conviccióndisculpar a Crispin, Toby llegó inclusoa preguntarse si, en el fondo, eseindividuo no era sencillamente estúpido.¿Cómo, si no, explicar el desaguisadod e Operación Fauna? Y a renglónseguido, en sus divagaciones, pasó a

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rebatir la grandilocuente afirmación deque la estupidez humana era aquellocontra lo que los propios diosesluchaban en vano, postulada porFriedrich Schiller. No era así, a juiciode Toby, y no debía servir de excusa anadie, fuera un dios o un hombre.Aquello contra lo que luchaban en vanolos dioses y todo humano sensato no erala estupidez. Era la pura indiferencia, ladesconsiderada y maldita indiferenciaante los intereses de cualquiera exceptolos propios.

Y esos derroteros tomaba supensamiento, por lo que ha podidosaberse, cuando entró en su casa, subió

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por la escalera hasta su piso, abrió lapuerta y alargó el brazo en busca delinterruptor de la luz, para encontrarsecon que le hundían en la garganta untrapo húmedo hecho un rebujo y,retorciéndole los brazos, le ataban lasmanos a la espalda con cordel plástico yle ponían en la cabeza posiblemente —aunque jamás tendría la certeza, jamás lavio ni la encontró después, y solo larecordaba, si es que la recordaba, por suempalagoso olor— una bolsa dearpillera apta para un reo, comopreludio para la peor paliza que podríahaber imaginado.

O acaso —esto se le ocurrió

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después— la función de la arpillerafuese establecer un límite a susagresores, por así decirlo, ya que laúnica parte de su cuerpo que dejaronintacta fue precisamente la cara. Y laúnica pista, entonces o después, encuanto a quién administraba la paliza,fue una voz masculina desconocida, sinningún acento regional identificable, quedijo «No marquéis a este capullo» en untono de autoridad militar, muy seguro.

Los primeros golpes fueron sin dudalos más dolorosos y sorprendentes.Cuando sus agresores lo inmovilizaronpor medio de una llave, pensó que se lepartía primero el espinazo, luego el

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cuello. Y hubo un momento en quedecidieron estrangularlo, y al finalcambiaron de idea.

Pero fue la lluvia de golpes en elvientre, los riñones, la entrepierna ydespués otra vez la entrepierna lo quepareció no acabar nunca, y que élsupiera, continuó cuando ya habíaperdido el conocimiento. Aunque noantes de que la misma voz noidentificada le susurrase al oído conigual tono de autoridad:

—Hijo, no vayas a pensarte que estoha terminado. Esto es solo el aperitivo.No lo olvides.

Podrían haberlo abandonado en la

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moqueta del recibidor o haberloarrojado al suelo de la cocina, pero,quienesquiera que fuesen, tenían susprincipios. Consideraron que debíanacostarlo con el respetuoso cuidado deembalsamadores, descalzarle laszapatillas y ayudarlo a sacarse elanorak, y asegurarse de que tuviese unajarra de agua y un vaso en el armaritocontiguo a la cama.

Su reloj de pulsera marcaba lascinco, pero venía marcando las cincodesde hacía rato, y supuso, pues, quehabía sufrido daños colaterales en larefriega. La fecha había quedadoatascada entre dos números, y desde

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luego su cita con Shorty había sido eljueves, y por tanto también el jueves lohabían secuestrado y conducido a StJohn’s Wood, así que quizá —pero¿quién podía estar seguro?— hoy eraviernes, en cuyo caso Sally, su ayudante,se preguntaría hasta cuándo iba aatormentarlo la muela del juicio. Laoscuridad en la ventana sin cortinasinducía a pensar que era de noche, perosi era de noche solo para él o para todoel mundo parecía en tela de juicio. Lacama estaba cubierta de vómito ytambién había vómito en el suelo, tantoantiguo como reciente. Conservabaasimismo el vago recuerdo de haber ido

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al cuarto de baño, medio rodando,medio arrastrándose, para vomitar en ellavabo, y acabar descubriendo, comotantos montañeros intrépidos antes queél, que el descenso era peor que elascenso.

Los sonidos de los viandantes y eltráfico en la calle bajo su ventana lellegaban a escaso volumen, pero una vezmás necesitaba saber si eso era unaverdad general o se restringía solo a él.Ciertamente eran sonidos amortiguados,distintos del habitual bullicio delanochecer, suponiendo que realmentefuera el anochecer. Así que la soluciónmás racional podía ser: era un amanecer

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gris y él llevaba allí tendido más omenos entre doce y catorce horas,digamos, dormitando y vomitando osencillamente sobrellevando el dolor, loque era una actividad en sí misma, ajenaal paso del tiempo.

Esa era también la razón por la quesolo ahora, por etapas, identificó y pocoa poco localizó el aullido procedente dedebajo de su cama. Era el móvildesechable plateado que reclamaba suatención con un chillido. Lo habíaescondido entre el somier y el colchónantes de salir para reunirse con Shorty, ypor qué demonios lo había dejadoencendido era otro misterio para él,

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como lo era por lo visto para eldesechable, porque sus chillidos perdíanconvicción y pronto no eran ya siquierachillidos.

Por eso mismo consideró necesariohacer acopio de todas las fuerzas que lequedaban y, rodando, dejarse caer de lacama al suelo donde, aunque solo en sucabeza, yació agonizante durante un rato;por fin tendió la mano izquierda hacia elsomier, enroscó un dedo en torno a losflejes y, ayudándose así, se medioincorporó a la vez que con la manoderecha —que tenía adormecida yprobablemente fracturada— buscó atientas el desechable entre el somier y el

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colchón, lo encontró y lo aferró contra elpecho en el mismo instante en que sumano izquierda cedió, y él volvió adesplomarse ruidosamente contra elsuelo.

Después de eso ya solo era cuestiónde pulsar el botón verde y contestar«Diga» con todo el brío a su alcance. Ycomo no recibió respuesta, al final, yaimpaciente, o sin energía, dijo:

—Estoy bien, Emily. Un pocomachacado, solo eso. Pero tú no vengaspor aquí. Por favor. Estoy contaminado.—Lo cual, a grandes rasgos, significabaque se avergonzaba de sí mismo; lo deShorty había sido una calamidad; no

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había conseguido nada aparte de aquellapaliza de órdago; la había pifiado, igualque su padre; y muy posiblemente eledificio estaba bajo vigilancia y él erala última persona en el mundo a quien leconvenía visitar, ya fuera en calidad demédico o de cualquier otra cosa.

Luego, cuando colgó, se dio cuentade que en todo caso ella no podía ir,porque no sabía dónde vivía; él solo lehabía mencionado que era en Islington, eIslington abarcaba unos cuantoskilómetros cuadrados de densos bienesraíces, así que por ese lado no habíapeligro. Ni para él ni para ella, legustara o no. Podía apagar el condenado

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aparato y adormecerse, como así hizo,para acabar despertando de nuevo, no yapor el sonido del desechable, sino por elatronador aporreo en la puerta del piso—obra, sospechó, no de una manohumana sino de un objeto contundente—,que se interrumpió solo para permitir aEmily, con una voz muy parecida a la desu madre, decir a gritos:

—Estoy ante tu puerta, Toby —decíaella, muy innecesariamente, ya porsegunda o tercera vez—. Y si no abrespronto, voy a pedirle al vecino de abajoque me ayude a entrar por la fuerza.Sabe que soy médico y ha oído ruido degolpes en el techo. ¿Me oyes, Toby?

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Estoy tocando el timbre, pero me da laimpresión de que no suena.

Tenía razón. El timbre emitía solo uneructo poco elegante.

—Toby, ¿puedes hacer el favor devenir a la puerta? Al menos contesta,Toby. No quiero echar la puerta abajo.—Un silencio—. ¿O es que hay alguienahí contigo?

Fue esta última pregunta la que losuperó. Dijo «Ya voy» y se aseguró deque tenía la bragueta cerrada antes devolver a rodar para descolgarse de lacama y, medio arrastrándose sobre elcostado izquierdo, que era el ladorelativamente cómodo, medio

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impulsándose con los pies, avanzó porel pasillo.

Al llegar a la puerta, se obligó asemiarrodillarse el tiempo necesariopara sacarse la llave del bolsillo,meterla en el ojo de la cerradura y darledos vueltas con la mano izquierda.

En la cocina reinaba un silenciosevero. Las sábanas girabancalladamente en la lavadora. Toby, enbata, estaba sentado casi erguido yEmily, de espaldas a él, calentaba unalata de caldo de pollo que había ido abuscar, junto con sus propias recetas dela farmacia.

Lo había desvestido y había bañado

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su cuerpo desnudo con undistanciamiento profesional, reparandosin hacer comentarios en sushinchadísimos genitales. Le habíaauscultado el corazón, tomado el pulso,palpado el abdomen, comprobado sitenía fracturas y ligamentos dañados; sehabía detenido ante las laceracionesajedrezadas allí donde habían pensadoen estrangularlo y al final cambiaron deidea, le había puesto bolsas de hielo enlas magulladuras y le había dadoparacetamol para el dolor, y lo habíaayudado a renquear por el pasillo,permitiéndole apoyar el brazo izquierdosobre el hombro, alrededor del cuello, y

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rodeándole ella a su vez la cadera con elbrazo derecho.

Pero hasta ese momento las únicaspalabras que habían cruzado eran delestilo «Por favor, intenta no moverte,Toby» o «Esto puede doler un poco» y,más recientemente, «Dame la llave delpiso y quédate ahí donde estás hasta quevuelva».

Ahora empezaba a formular laspreguntas complicadas.

—¿Quién te ha hecho esto?—No lo sé.—¿Sabes por qué te lo han hecho?A modo de aperitivo, pensó. Para

disuadirme. Para castigarme por

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husmear e impedirme que en el futurosiga husmeando. Pero era tododemasiado impreciso, e implicabapronunciar demasiadas palabras, así queno dijo nada.

—Bueno, el responsable ha debidode usar nudilleras —dictaminó ellacuando se cansó de esperar.

—Quizá solo anillos en los dedos —sugirió él, recordando las manos deElliot en el volante.

—Necesito tu permiso antes deavisar a la policía. ¿Puedo avisarles?

—No sirve de nada.—¿Por qué no?Porque la policía no es la solución;

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es parte del problema. Pero tampocoesto era fácil de transmitir, así quemejor dejarlo correr.

—Es muy posible que tengas unahemorragia interna en el bazo, lo quepuede implicar peligro de muerte —prosiguió Emily—. Tengo que llevarte aun hospital para hacer un escáner.

—Estoy bien. Estoy entero. Deberíasmarcharte a casa. Por favor. Puede quevuelvan. En serio.

—No estás entero, y necesitastratamiento, Toby —repuso ella tajante,y la conversación podría haber seguidopor estos infructuosos derroteros si eltimbre de la puerta no hubiese elegido

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ese momento para emitir su graznidodesde la caja de hojalata oxidadasituada sobre la cabeza de Emily.

Dejó de remover el caldo y lanzó unvistazo a la caja; luego miró conexpresión interrogativa a Toby, que hizoademán de encogerse de hombros perolo pensó mejor.

—No abras —dijo.—¿Por qué no? ¿Quién es?—Nadie. Nadie bueno. Por favor. —

Y viendo que ella cogía las llaves delescurridor y se encaminaba hacia lapuerta de la cocina—: Emily. Es micasa. ¡Déjalo que suene!

Pero sonó de todos modos: un

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segundo graznido, más largo que elprimero.

—¿Es una mujer? —preguntó ella,todavía en la puerta de la cocina.

—¡No hay ninguna mujer!—No puedo esconderme, Toby. Y

no puedo estar tan asustada. ¿Tú abriríassi te encontraras en condiciones y yo noestuviera aquí?

—¡No conoces a esa gente!¡Mírame!

Pero ella no se dejó impresionar.—Seguramente tu vecino de abajo

quiera saber cómo estás.—¡Emily, por Dios! Esto no tiene

que ver con los buenos vecinos.

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Pero ella se había marchado.Con los ojos cerrados, Toby contuvo

la respiración y aguzó el oído.Oyó girar la llave, oyó la voz de

ella, luego una voz masculina muchomás baja, como un susurro en unaiglesia, pero no una voz que reconocieseen su estado hiperalerta, pese a tener lasensación de que sí debería haberlaidentificado.

Oyó cerrarse la puerta.Ella ha salido para hablar con él.Pero ¿quién demonios es? ¿La ha

obligado a salir? ¿Han vuelto paradisculparse, o para rematar la faena? ¿Ohan pensado que quizá me hayan matado

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por error, y Crispin los envía aaveriguarlo? En el súbito terror que seha adueñado de él, todo es posible.

Sigue ahí fuera.¿Qué estará haciendo?¿Acaso piensa que es invulnerable?¿Qué le han hecho? Los minutos se

le antojan horas. ¡Dios santo!La puerta del piso se abre. Vuelve a

cerrarse. Unos pasos lentos y resueltosse acercan por el pasillo. No son los deella. Con toda seguridad no son los deella. Sin duda demasiado pesados.

¡La han cogido y ahora vienen pormí!

Pero finalmente sí eran los pasos de

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Emily: Emily mostrándose hospitalaria yresuelta. Para cuando reapareció, Tobyse había levantado de la silla y utilizabala mesa para impulsarse hacia el cajónde la cocina con la intención de coger uncuchillo de trinchar. En ese momento lavio de pie en el umbral, con cara dedesconcierto, sosteniendo un paqueteenvuelto en papel marrón y atado con uncordel.

—¿Quién era?—No lo sé. Ha dicho que tú ya

sabrías de qué se trata.—¡Joder!Apoderándose del paquete, se

volvió de espaldas a ella —con el inútil

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propósito de protegerla en caso deexplosión— y febrilmente lo palpó enbusca de detonadores, temporizadores,clavos o lo que fuera que se les hubieraocurrido añadir para obtener un efectomáximo, que era poco más o menoscomo había reaccionado ante la cartanocturna de Kit, pero con mayorsensación de peligro.

Pero lo único que notó, después deuna prolongada exploración, fue un fajode hojas y un sujetapapeles.

—¿Cómo era ese hombre? —preguntó con voz entrecortada.

—Bajo. Bien vestido.—¿Edad?

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—Unos sesenta.—Repíteme lo que ha dicho, palabra

por palabra.—«Traigo un paquete para mi amigo

y antiguo colega, Toby Bell.» Luego hapreguntado algo así como si habíavenido a la dirección correcta…

—Necesito un cuchillo.Ella le entregó el cuchillo que Toby

antes pretendía coger, y él abrió elpaquete exactamente igual a como habíaabierto el sobre de Kit, por un lado, ysacó una fotocopia emborronada de unexpediente del Foreign Office conadvertencias de seguridad estampadasen negro, blanco y rojo. Levantó la

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portada e, incrédulo, encontró ante sí unlegajo de hojas sueltas, unidas con unsujetapapeles y escritas con la letrapulcra e inconfundible que lo habíaseguido de destino en destino durantelos últimos ocho años. Y encima detodas, a modo de carta de presentación,una única hoja de cuaderno sinmembrete, también con esa misma letraque tan bien conocía:

Mi querido Toby:Tengo entendido que ya tienes el

preludio pero no el epílogo. Aquí, encierto modo para mi vergüenza…

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No leyó más. Pasando la nota alfinal del documento, examinó con avidezla primera página:

OPERACIÓN FAUNA:SECUELAS Y

RECOMENDACIONES

Para entonces el corazón le latía tandeprisa, su respiración era tandesacompasada, que se preguntó si,después de todo, estaba a punto demorir. Quizá Emily se lo preguntabatambién, porque se había arrodilladojunto a él.

—Has abierto la puerta. Y luego

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¿qué? —balbuceó a la vez que pasabalas hojas atropelladamente.

—He abierto la puerta —ahora condelicadeza, para seguirle la corriente—,y ahí estaba él. Ha parecidosorprenderse al verme y me hapreguntado si tú estabas. Ha dicho queera un antiguo colega y amigo tuyo y quetraía este paquete para ti.

—¿Y tú qué has dicho?—He dicho que sí, que estabas, pero

no te encontrabas bien. Y que yo era tumédico y había venido a atenderte. Yque, en mi opinión, era mejor que no sete molestara, y si yo podía ayudarlo enalgo.

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—¿Y él qué ha dicho? ¡Sigue!—Ha preguntado qué te pasaba. Le

he dicho que, sintiéndolo mucho, nopodía decírselo sin tu permiso, pero queestabas todo lo bien que cabía prever,en espera de un posteriorreconocimiento. Y que me disponía allamar a una ambulancia, como así es.¿Me has oído, Toby?

Él la oía, pero a la vez avanzabafebrilmente por el texto fotocopiado.

—¿Y luego qué?—Se ha quedado un poco

desconcertado, ha empezado a deciralgo, me ha vuelto a mirar… Tal vez condemasiado interés, me ha parecido… y

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luego ha preguntado si podía saber minombre.

—Repite sus palabras. Sus palabrastextuales.

—Por Dios, Toby. —Pero lasreprodujo igualmente—: «¿Sería unaimpertinencia por mi parte preguntarlecómo se llama?» ¿Qué? ¿Contento?

—¿Y le has dado tu nombre? ¿Hasdicho «Probyn»?

—Doctora Probyn. ¿Qué esperabasque dijera? —sosteniendo la mirada aToby—. La medicina no es unaactividad secreta, Toby. Los médicosdamos nuestros nombres. Nuestrosnombres de verdad.

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—¿Cómo ha reaccionado?—«Pues tenga la amabilidad de

decirle a Toby que admiro su gusto en loque se refiere a la atención médica», loque me ha parecido una frescura por suparte. Luego me ha entregado el paquete.Para ti.

—¿Para mí? ¿Cómo me ha descrito?—¡Para Toby! ¿Cómo coño iba a

describirte?Buscando torpemente la nota que

había apartado al final de las fotocopias,Toby dio por fin con ella y leyó el restodel mensaje:

… no te sorprenderá saber que he

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decidido que, a fin de cuentas, la vidade la empresa privada no está hechapara mí, y me he concedido porconsiguiente un prolongado destino entierras lejanas.

Con todo mi aprecio, como siempre,

GILES OAKLEY

P. D. Adjunto un lápiz de memoriaque contiene el mismo material. Quizá loañadas al que, sospecho, ya tienes. G. O.

P. P. D. ¿Me permites aconsejarteque hagas con celeridad lo que tepropones hacer, sea lo que sea, ya quehay claros indicios de que quizá otrosactúen antes que tú? G. O.

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P. P. P. D. Me abstendré de nuestrapreciada costumbre diplomática dedecir que quedo tuyo afectísimo y seguroservidor, porque sé que harás oídossordos. G. O.

Y en una cápsula de plásticotransparente pegada al margen superiorde la hoja, en efecto: un lápiz dememoria con el pulcro rótulo MISMODOCUMENTO.

De pie junto a la ventana de lacocina, sin saber muy bien cómo habíallegado hasta ahí, estiraba el cuello paramirar hacia abajo y ver la calle. Emilyse hallaba a su lado, sujetándolo por el

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brazo con una mano por si se caía. Perono había ni rastro de Giles Oakley, eldiplomático que lo hacía todo a mediasy por fin se había jugado el todo por eltodo. Pero ¿qué hacía esa camioneta deKwik-Fit, la cadena de talleresmecánicos, aparcada a solo treintametros en la acera de enfrente? ¿Y porqué se requerían tres hombres fornidospara cambiar la rueda delantera de unPeugeot?

—Emily, por favor. Haz algo por mí.—Después de llevarte al hospital.—Busca en el último cajón de esa

cómoda y saca el lápiz de memoria de lafiesta de mi graduación en la

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Universidad de Bristol. Por favor.Mientras Emily revolvía, Toby,

apoyándose en la pared, se acercó alescritorio. Con la mano ilesa, encendióel ordenador, y no pasó nada. Comprobóel cable, el interruptor de alimentación,intentó reiniciarlo. Nada.

Entretanto la búsqueda de Emily diofruto. Había encontrado el lápiz dememoria y lo sostenía en alto.

—Tengo que salir —dijo Toby,quitándoselo bruscamente.

Se le aceleraba de nuevo el corazón.Sintió náuseas, pero tenía la cabezadespejada y pensaba con precisión.

—Atiéndeme, por favor. Hay un

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local que se llama Mimi en CaledonianRoad. Delante de un salón de tatuaje quese llama Divine Canvas y un restauranteetíope.

¿Por qué lo veía todo con talnitidez? ¿Estaba muriéndose? Por lamanera en que ella lo miraba, era muyposible.

—¿Y qué? —preguntó ella. Pero élvolvía a dirigir la mirada hacia la calle.

—Antes dime si siguen ahí abajo.Tres operarios hablando entre sí de nadaen absoluto.

—En la calle la gente habla deintrascendencias a todas horas. ¿Quépasa con Mimi? ¿Quién es Mimi?

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—Un cibercafé. Necesito unoszapatos. Me han averiado el ordenador.Y la BlackBerry para las direcciones.En el primer cajón del escritorio, a laizquierda. Y calcetines. Necesitocalcetines. Luego mira si esos hombressiguen ahí.

Emily había encontrado su anorak,que estaba arrugado pero, aparte de eso,intacto, y metió la BlackBerry en elbolsillo lateral izquierdo. Lo habíaayudado a ponerse los calcetines y loszapatos y se había asomado para ver silos hombres continuaban allí en la calle.Allí estaban. Había desistido de decir«No puedes hacer esto, Toby» y lo

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ayudaba a avanzar penosamente por elpasillo.

—¿Estás seguro de que Mimi recibea estas horas? —preguntó, intentandointroducir una nota de desenfado.

—Tú llévame al pie de la escalera.Luego márchate. Ya lo has hecho todo.Has estado genial. Perdona por este lío.

La escalera quizá no habría sido talpesadilla si hubieran podido ponerse deacuerdo sobre el lugar donde debíacolocarse Emily: ¿por encima de él paraguiar sus pasos, o por debajo, parasujetarlo si se precipitaba por el hueco?En opinión de Toby, era absurdo que sesituara por debajo: de ninguna de las

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maneras podría sostener su peso, yacabarían los dos en el vestíbulo unoencima de otro. Emily replicó que si élempezaba a caer, por más que ella legritara al oído desde atrás, difícilmentepararía la caída.

Pero estos diálogos iban y venían aráfagas en medio del esfuerzo deconducirlo escalera abajo y hasta lacalle; una vez en la puerta, especularon—ahora los dos— acerca de por quémerodeaba un policía de uniforme en laesquina de Cloudesley Road, ya que, deun tiempo a esa parte, ¿quién veía a unpolicía solitario de aspecto benévolo enuna esquina? ¿Y —esta vez Toby— por

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qué el supuesto equipo de Kwik-Fit aúnno había cambiado la condenada rueda?Pero fuera cual fuese la explicación,necesitaba que Emily se perdiera devista y de oído, que se quedara almargen de todo, por su propio bien, porfavor, ya que el último de sus deseos eraconvertirla en cómplice, cosa que leexplicó con toda claridad y por extenso.

Así las cosas, le sorprendiódescubrir, mientras se preparaba paraecharse a correr cuesta abajo porCopenhagen Street, que ella no solopermanecía junto a él, sino que de hecholo guiaba, y probablemente también losostenía, valiéndose de una mano para

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sujetarlo por el antebrazo con una fuerzamuy poco femenina y del otro brazo pararodearle férreamente la parte alta de laespalda, pero a la vez evitando lasmagulladuras, lo que le recordó que porentonces ella conocía ya muy bien lageografía de su cuerpo.

Estaban en el cruce cuando Toby sedetuvo en seco.

—Mierda.—Mierda ¿qué?—No me acuerdo.—¿No te acuerdas de qué, por Dios?—Si Mimi está a la derecha o a la

izquierda.—Espérame aquí.

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Lo dejó apoyado en un banco y él,aturdido, aguardó mientras ella llevabaa cabo un rápido reconocimiento yregresaba con la noticia de que Mimiestaba a la izquierda, a un paso de allí.

Pero antes lo obligó a prometerle:—En cuanto esto termine, te

llevaremos al hospital. ¿Trato hecho?¿Y ahora qué te pasa?

—No llevo encima nada de dinero.—Pues yo sí. De sobra.Estamos discutiendo como un

matrimonio de viejos, pensó Toby, y nisiquiera nos hemos besado en la mejilla.Quizá lo dijo en voz alta, porque ellasonreía cuando abrió la puerta de un

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local minúsculo pero escrupulosamentelimpio con un gran mostrador de maderacontrachapada a la entrada, sin nadiedetrás, y un bar al fondo donde vendíancafé y refrescos y, en la pared, un pósterque ofrecía ampliaciones en elordenador, control de rendimiento,recuperación de datos perdidos yeliminación de cualquier virus hostil. Ydebajo del póster, seis compartimentoscon ordenadores y, ante ellos, seisclientes, muy erguidos, cuatro hombresnegros y dos mujeres rubias. Ningúncompartimento libre, así que busquemosun sitio donde sentarnos y esperar.

Toby se sentó, pues, a una mesa y

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esperó mientras Emily iba a por dos tésy hablaba con el encargado. Luego seacercó y se sentó enfrente de Toby,cogiéndole de las dos manos desde elotro lado de la mesa, no únicamente porrazones médicas, quiso creer él, hastaque uno de los hombres se apeó de sutaburete y dejó libre un compartimento.

Toby se sentía mareado y teníainutilizados los dedos de la manoderecha, con lo que al final fue Emilyquien envió a sus correspondientesdestinatarios el contenido de los lápicesde memoria mientras él le dictaba lasdirecciones desde la BlackBerry:Guardian, The New York Times, Private

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Eye, Reprieve, Channel 4 News, BBCNews, ITN y por último —no del todoen broma— el Departamento de Prensae Información del Ministerio de AsuntosExteriores de Su Majestad la Reina.

—Y otro para mi padre —dijo ella,y de memoria introdujo la dirección decorreo electrónico de Kit, pulsó«enviar», e incluyó una copia para sumadre por si Kit seguía enfurruñado ensu retiro y no consultaba el correo.Luego, con retraso, Toby se acordó delas fotos que Brigid le había permitidofotografiar con su BlackBerry, e insistióen que Emily también las mandara.

Y Emily estaba aún en ello cuando

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Toby oyó el ululato de una sirena ypensó en un primer momento que era laambulancia que iba por él, y que Emilyde algún modo se las había arregladopara pedirla cuando él no la oía, quizáen el piso mientras estaba fuerahablando con Oakley.

Luego decidió que era imposible queella hubiera hecho eso sin decírselo,porque si una cosa podía afirmarse deEmily era que no había en ella ni ungramo de malicia. Si Emily decía:«Llamaré a una ambulancia cuandoacabemos nuestro trabajo en Mimi», eraentonces cuando llamaría a laambulancia, ni un segundo antes.

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A continuación pensó: vienen porGiles, Giles se ha tirado bajo unautobús; porque cuando un hombre comoGiles, en su quebrantado estado mental,te dice que se dispone a concederse undestino en tierras lejanas, uno estáautorizado a interpretarlo como quiera.

Se le pasó entonces por la cabezaque, al activar la BlackBerry paraobtener las direcciones de correoelectrónico y enviar las fotografías deBrigid, había emitido una señal quecualquiera con el equipo necesariopodía captar —por un breve instante esel Hombre de Beirut— y si les venía engana, lanzaban un misil derecho a la

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señal y le volaban la cabeza aldesafortunado usuario.

Las sirenas se multiplicaron yadquirieron un tono más insistente yamenazador. Al principio, parecíanaproximarse en una sola dirección, peroa medida que el coro aumentó hastaconvertirse en aullidos, y fuera en lacalle se oyeron chirridos de frenos,Toby no sabía ya con certeza —nadiepodía saberlo, ni siquiera Emily— enqué dirección venía.

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AgradecimientosMi agradecimiento a Danny, Jessica

y Callum por animar mis investigacionesen Gibraltar; a los doctores JaneCrispin, Amy Frost y John Eustace porsu asesoría en asuntos médicos; alperiodista y escritor Mike Urban porponer a mi disposición tangenerosamente sus conocimientosmilitares; al escritor, activista yfundador de openDemocracy, AnthonyBarnett, por aleccionarme en los modosdel Nuevo Laborismo en sus díaspostreros; y a Clare Algar y sus colegasde la organización benéfica jurídica

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Reprieve, por ponerme al corrienteacerca de los últimos ataques contranuestra libertad, tanto llevados a cabocomo planificados, del Gobiernobritánico.

Vaya mi gratitud en especial a CarneRoss, antiguo funcionario británico yfundador y director de IndependentDiplomat, organización sin ánimo delucro, quien, mediante su ejemplo, pusode manifiesto los peligros de expresar alpoder una verdad delicada. Sin elejemplo de Carne ante mí, y sussustanciosos consejos en mi oído, estelibro se habría visto empobrecido.

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John le Carré nació en 1931 y estudió enlas universidades de Berna y de Oxford.Trabajó de profesor en el colegio deEton y durante la Guerra Fría en losservicios británicos de inteligencia. Losúltimos cincuenta años los ha dedicadoa la escritura. Vive en Londres y enCornualles.