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Los poetas nocturnos

Beatriz Actis

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Régimen de Fomento a la Producción Literaria Nacionaly Estímulo a la Industria Editorial. Fondo Nacional de las Artes.

Año 2011. Género: Novela.Tercer Premio. Jurado: María Teresa Andruetto,

Esther Cross, Leopoldo Brizuela

Foto de tapa: Miguel Grattier

© 2012 · Homo Sapiens EdicionesSarmiento 825 (S2000CMM) Rosario | Santa Fe | ArgentinaTelefax: 54 341 4406892 | 4253852E-mail: [email protected]ágina web: www.homosapiens.com.ar

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723Prohibida su reproducción total o parcial

ISBN N° 978-950-808-679-2

Esta tirada de 300 libros se terminó de imprimir en mayo de 2012en Talleres Gráficos Fervil S.R.L. | Santa Fe 3316 | Tel. 0341 4372505E-mail: [email protected] | 2000 Rosario | Santa Fe | Argentina

Beatriz ActisLos poetas nocturnos. - 1a ed. - Rosario: Homo Sapiens Ediciones, 2012.140 p. ; 21x15 cm.

ISBN 978-950-808-679-2

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.CDD A

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Índice

Primera Parte ..................................................................................................... 11

Segunda Parte .................................................................................................... 99

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En memoria de Delia Crochet

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Primera Parte

La voluntad es una sustancia transparenteRoberto Juarroz

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Capítulo 1

Diario del viaje hacia la costa. El aire afuera, las partículasde polvo detenidas en la luz y vistas a través de la ventanilla delómnibus: el paisaje de la costa es un destello. Se agradece laintemperie después de las horas de encierro en la ciudad, derespirar sin certezas; se agradece el agua del río (del río pardo)y esa vegetación de selva en pleno Litoral frente a la quietudde los días pasados, en que todo estaba detenido y no había unrumor de lluvia siquiera. La noche anterior a la partida deFrontera, salí a la calle desafiando el clima. En la costanera,ante el pozo profundo del río que se espía desde la barranca,bajo una luna desdibujada por el humo, pensé en nadar en laoscuridad en esas aguas y me dio pavor y al mismo tiempo espe-ranza: ¿sería aquello el deseo? Le había escrito desde la riberadel Paraná a Gloria Amparo, mi amiga en la ribera del Pacífico,citando a algún poeta: Créeme, estoy en el centro de mi habitaciónesperando que llueva. Mi deseo es remontar el río, bordeando lacosta o incluso a bordo de un barco pequeño, o ya se sabrá abordo de qué, pero navegar por ese río. Pienso detenidamenteen Gloria Amparo; supongo que, de tanto viajar, las huellas, losrastros nuestros se cruzarán un día. En su última carta, elladecía: “Querida amiga, las cosas por acá están color de hormigabrava, estamos ayudando en los albergues de los damnificados

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por el huracán”. Había vuelto a El Salvador desde Cali, en dondeestaba viviendo hacía un año, para trabajar con las víctimas. Meadelantaba, sin confirmarlo, su viaje a la Argentina, que tantasveces había postergado. Nunca he visto a nadie viajar con tanpoco equipaje como Gloria Amparo. Ella es sabia para viajar (y,tal vez, para muchas otras cosas), viaja con poco más que unamuda y algunos elementos de higiene, compra en el sitio al quellega, si es necesario, una remera o una bermuda baratas y,cuando se va, las deja en un lugar público para que alguien lasencuentre y se las lleve. No viaja nunca con algo más que la bolsaazul hecha por artesanos de Juayua, su pueblo natal. Pienso coninocencia que remontar el río desde la ciudad de Frontera hastael pueblo costero de Bleckman podrá darle algún sentido a mivida, rescatarme de la desazón. Gloria Amparo, en cambio, enlos últimos años baja por la costa del Pacífico (de San Salvadora Panamá, y de Panamá hasta Cali y el puerto colombiano deBuenaventura, y ahora por el huracán sube otra vez a ElSalvador) y yo sospecho lo que la amiga busca: paraísos míticos,la solidaridad como alguna forma de lo extraordinario.

Nací en un puerto, debo aprender a partir. A mi lado, en elómnibus, dos hombres entablan una conversación trivial. Unolleva puesta una boina, lo observé apenas al subir en la EstaciónTerminal de Frontera. El que se le sienta al lado le dice: “¿Notiene calor con la boina?”. El hombre corrige con voz ronca ycansina: “Chapela, no boina”. Y explica después las diferencias.La conversación salta hacia los abuelos vascos del que cubre sucabeza con la chapela a pesar del calor. En otros asientos, dosmonjas vestidas con largos hábitos negros llevan canastas sobrela falda y en las canastas se asoman bandejas con pastafrola; elmicro avanza, recorre las últimas avenidas de la ciudad para acce-der a la autopista que nos llevará después por la ruta de la costa,pero es como si el tiempo se hubiera detenido: inmigrantes conboinas vascas, monjas con hábitos y tortas caseras. Todavía estoydeslumbrada, casi atontada por la luz sorpresiva. Miro por laventanilla, me distrae un vago sentimiento de nostalgia. A la luz,las personas resultan menos misteriosas.

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Frontera, las vísperas. Fueron días extraños, con cierta nos-talgia por la humedad de la llanura (esa humedad amazónica,suicida, que nos define en el Litoral) y la cauta sorpresa antela sequía. En la noche, el calor atacaba como siempre en estaciudad y en diciembre, a traición y desde todos los flancos. Sólodeseé estar sobre un avión suspendido en el aire helado (hacedos meses llegué de aquella otra ciudad —bestial, abruma-dora— en donde hace veinte años tuve una vida que a vecesrememoro como una vida feliz).

Las cosas más perturbadoras, o tal vez sólo las menos ruti-narias, que me sucedieron en las últimas semanas, después delparéntesis del viaje a la gran ciudad, tuvieron que ver con humoy con poetas. El humo llegaba desde las islas que bordeanFrontera, la ciudad en que nací (las islas en el medio del río quecircunda la ciudad como muralla, que convierte a la ciudad enotra isla) y, ante la invasión, los ojos ardían sin remedio. Lanoche inundada de humo se hacía fantasmal. Hubo marchas deembarcaciones en el río protestando por la quema de pastiza-les en las islas, marchas por el agua contra el fuego, y ahora, nieso siquiera, por la bajante. Esto, en cuanto al humo; en cuantoa los hombres, los dos eran poetas.

Uno pronunció la palabra barricada en medio de la nochecenicienta, en el centro de una noche de asfixia. Después leyó:madre, en el silencio de mi casa (las ventanas cerradas parapreservar un poco el aire puro) luego de una larga serie deconfesiones nocturnas. Madre y barricada, y la ironía de unosversos: ¿Y ahora cómo saldré a la primavera con aquella campe-rita de mis veinte años? Lo había conocido hacía décadas en unencuentro de poetas en Córdoba, adonde yo había llegadopara traducir a una norteamericana que ya no sé por quéandaba con sus maletas y sus versos previsibles por este país;él se había acercado porque, cuando joven, había conocido ami padre. Mantuvimos correspondencia durante años y, últi-mamente, nos comunicábamos por correo electrónico.

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Llegó hacía días a la ciudad para participar de un festivalde poesía y entonces tuvimos la oportunidad de vernos otravez y de conversar cara a cara. Padecía a duras penas el calordel Litoral, a pesar de que esta vez, por la bajante del río, lafalta de humedad lo aligeraba y volvía la temperatura un pocomás soportable. Me encontró a mí también aletargada. Cuandome llamó por teléfono, recién llegado al festival, para acordarun encuentro, me preguntó cómo estaba y yo sólo respondí,obviando no sólo el énfasis por el reencuentro sino, incluso,la amabilidad: “Acá estoy: naufragando en una especie de soporsin tregua. Por suerte hace este calor y la gente anda desma-yada y nadie parece darse cuenta de nada”. Después me repusede mi apatía de verano y de humo, y lo invité cada noche acomer a mi casa. En una de esas charlas claustrofóbicas (lasventanas cerradas, los gatos tirados en algún rincón, el mate yel alcohol: abandonábamos, tarde, la cerveza y arremetíamoscon cuba libre con el ron que él —en lugar de los alfajores cor-dobeses o el dulce de cayote santiagueño— me había traído deregalo), explicó que su madre, en un pueblo de Santiago delEstero y cuando él era un niño, le enseñaba a declamar. “Laspalabras dichas deben ser escuchadas, a viva voz”, le decía, yen el aprendizaje, como en una ceremonia, el niño se apoyabacontra la pared del fondo, en el extremo final de los patios, yrecitaba sin gritar pero con una voz potente como para que sumadre lo oyera desde lejos —desde la cocina en la que estaba—los versos aprendidos.

Contó esa historia y después me dijo, en una acotación iró-nica, en un susurro de aclaración —subía y bajaba la cadenciacordobesa y todavía un poco santiagueña de su hablar—, algocomo: “Esa voz me iba a servir, años después, en la barricada”.Tras el silencio espeso que siguió a la palabra “barricada”(rememoraría más tarde, aunque con pocos detalles, que par-ticipó del Cordobazo, que su hermano estuvo preso durantela dictadura, que él se fue a trabajar como médico rural almonte chaqueño en un exilio interno, y allí fue donde cono-ció a mi padre), explicó que al terminar la Guerra de Cuba

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entre Estados Unidos y España, los soldados yanquis llevaron laCoca-Cola a la isla y la mezclaron con ron, y por eso llamaron ala bebida cuba libre, porque la isla se había liberado de España yera colonia norteamericana; no valía la pena comentar la ironía.

En el momento en que dijo madre en el poema, su voz sonabaemocionada o turbia; hablaba de su madre y de algún vestidoblanco en algún sueño repetido. El secreto a lo mejor estaba enla voz, en las voces de esos hombres (pronto hablaré sobre elsegundo poeta, fotógrafo en verdad) leyendo esos poemas, o qui-zás en la noche. ¿Cómo habría sido amarlos, en otros tiempos,cuando ellos eran jóvenes? Todo lleva ahora a pensar en mi pro-pia juventud, a escuchar —¿qué más?— “Melancholia”, a extra-ñar Nueva York, la ciudad de donde tal vez nunca hubieradebido regresar; a probar la reparación (o todo lo contrario: laincitación) de la nostalgia a través de Duke Ellington, comootras veces habían sido Chet Baker o Billie Holiday.

Con uno de esos hombres, sobre todo, hablamos sobre jazz.Y me contó una historia de Santiago del Estero (él había nacidoallá, pero de joven se fue a estudiar Medicina a Córdoba y ahíse quedó viviendo la mayoría de sus años venideros), sobre unmúsico mítico brasileño que llegó escapando —todos supone-mos de qué, aunque supongamos cosas diversas— a una casaprestada por un amigo en Santiago. Ese hombre exiliado eraun guitarrista de jazz, maestro de maestros que ahora, de modoinsólito para los ojos provincianos, y en verdad, para los ojosde cualquiera, peregrinaban cada tanto al calor santiagueño, ala sequía de las chacareras y de sus ecos, figuras notables deljazz del continente que llegaban a Santiago para que el maes-tro fóbico mítico retirado les diera unas últimas lecciones deguitarra. “Cuentan que hay improvisaciones demoníacas”, dijocitando con una ironía compasiva las voces pueblerinas.

El poeta que narraba, El Viejo Poeta, nombraba al músicotratándolo a veces de “maestro” y otras veces de “chango”. Dijoalgo más: que el brasileño, en el pasado, había escapado deNueva York debido a sus infiernos. Así lo dijo, seguía siendosantiagueño a pesar de haber vivido tantos años en Córdoba, a

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veces decía “chango” por “maestro” pero no dijo en este caso“salamanca” sino “infierno”, hay veces en que sólo hay una pala-bra para nombrar el infierno.

En Nueva York había tocado junto a Chet Baker, segúnalgunos, y otros decían que fue junto a Gillespie. El Viejo Poetahizo un silencio después que lo contó; ya no era el relato, sinosu opinión. “Huyó de Nueva York, se fue a Santiago, casas más,casas menos…”. Dejé pasar la broma conocida y, resignada,pensé: “Vamos a hablar ahora sobre los hermanos Abalos:Vitillo, Machaco, Machingo…”: cosas del poeta cercano y lanoche calurosa, o lo que es lo mismo decir: cosas de la nochecalurosa y litoral.

Ahí le pregunté si nunca había vuelto a vivir a Santiago, medijo: “Ni bien me recibí trabajé unos años en el hospital de SanPedro de Guasayán, que queda en el sudoeste, ¿vos conocésSantiago? Ah, sólo la capital y las termas. Esto es distinto,claro”. Pensé: Sequía, pobreza. Pero él nada contó en ese ratosobre su vida de médico rural, de la que yo en aquellos añosalgo había sabido, escuetamente cuando vivía mi padre y otrasveces por él mismo, pero sólo por retazos. Tal vez esa nocheera sólo El Poeta.

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Intemperie, Día 1: Subo por los pulmones del trópico. Llegodesde Frontera a la estación terminal de Bleckman, que es enverdad una esquina precaria con telas de araña en las unionesde los ladrillos, a la vista, y con una única dársena cerca de laochava como si fuese el estacionamiento para un auto y no paraun ómnibus. El sol es transparente. Hay un boliche adonde sebebe en el mostrador, y seguramente se compran alimentos yse averigua el horario de los micros. El boliche tiene las venta-nas cerradas y la puerta apenas entreabierta, y a través de ellavislumbro el mostrador; el aire es húmedo y la luz de la mañanaapenas lo traspasa. Tengo la sensación de haber llegado a otropaís. ¿Por estas calles anduvo, de joven, mi padre? El tenía en

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su escritorio dos globos terráqueos que eran objeto de mi fasci-nación; uno de ellos lo había acompañado desde la niñez enBleckman. Más tarde incorporaría a su colección un globoestelar de origen europeo, que representa el cielo con sus cons-telaciones; las estrellas aparecen allí dibujadas con trazos muyfinos sobre la superficie celeste. “En Viena —había contadoEl Viejo Poeta—, en el casco antiguo, hay un museo delmundo dedicado a la historia de los globos terráqueos”. MiPadre tenía en la casa una réplica de un maestro veneciano: lasesferas son dos, una terrestre y otra celeste. Desde la infancia,las observaba fascinada sin siquiera rozarlas con el dedo, yrecién siendo adulta me animé a sostenerlas con las manos.

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Contar la historia. Los gatos de La Mujer quedaron en el depar-tamento de Frontera, al cuidado de la vecina del… A La Mujer lepreocupaba especialmente el gato negro, con tendencia a escapar. Algato lo había robado (Ella después corregiría en sus escritos el tér-mino robado para reemplazarlo por recogido) hacía unos cuatro ocinco años de la Iglesia del Colegio de San Patricio, Nuestra Señorade Knock, la patrona de Irlanda. Era navidad. Ella había asistido aun concierto del coro en el templo superior de la iglesia, y mientrasel público devoto oía el Ave María de Bouzignac (o de Gounod), LaMujer dejó de ver los rostros de los cantantes, las luces y las floresblancas; sólo vio aparecer la figura del gato deslizándose, sutil,pagano, por el altar. Dejó también de escuchar y se escabulló entrelos fieles. Tuvo la intuición de que el gato negro —que tras recorrerel altar salió del templo caminando por un pasillo lateral, con la solamúsica del laúd como cortejo— bajaría las escaleras exteriores hastala cripta, y lo persiguió sin chistarlo pero con apenas cierto disimulo.Para llegar a la cripta tuvieron que atravesar, Ella y el gato, unapuerta doble de madera y descender escaleras hasta alcanzar el niveldel patio (cuando los irlandeses construyeron su iglesia, la elevarondel nivel del suelo y por eso hay un templo superior, y cedieron a lacripta el nivel del suelo). El gato se movía por aquellos reductos con

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naturalidad y se detuvo para lavarse el lomo al lado de un bautisteriode mayólicas blancas. La Mujer se aproximó al animal sin sigilo yéste, de modo que a otro aunque no a La Mujer le hubiera resultadosorprendente, se dejó alzar e incluso se siguió pasando la lengua porlas patas delanteras mientras Ella lo llevaba en brazos como a unbebé, y así caminaron por la vereda hasta su edificio, que está muycerca de la iglesia.

Ya en el departamento, le compró una maceta con un yuyo queen el vivero llaman hierba gatera (con los yuyos, los gatos se purgan)para que no extrañara las plantas del patio de la iglesia. El gato, enlos primeros tiempos, se movió solamente en la zona de los dormito-rios. De a poco reconoció el resto de la casa y comenzó a desplazarsepor los otros ambientes y a aceptar la proximidad de los dos gatos quetambién habitaban la casa y ante los que al principio se erizaba. Cadavez que sonaban las campanadas de la iglesia, el gato se detenía o sedespertaba, según la posición en que lo encontrase el tañido, y escu-chaba atento, con las orejas tensas y la cabeza levantada. El reloj dela torre marca desde los cuartos de hora hasta el toque del ángelustres veces por día y su carillón toca el Ave María. El gato recuperael espíritu místico varias veces por día, pero pronto lo olvida.

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