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Graciela Cariello

Aventuras en el ríomás lindo del mundo

Historias de hadas, duendes y elfos

Ilustraciones deRomina Biassoni

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© 2017 | Homo Sapiens EdicionesSarmiento 825 (S2000CMM) Rosario | Santa Fe | ArgentinaTelefax: 54 341 4243399 | 4406892 | 4253852E-mail: [email protected]

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723.Prohibida su reproducción total o parcial.

ISBN 978-950-808-951-9

Coordinación editorial: Laura Di Lorenzo

Este libro se terminó de imprimir en marzo de 2017en Talleres Gráficos Fervil S.R.L. | Santa Fe 3316 | Tel: 0341 4372505Email: [email protected] | 2000 Rosario | Santa Fe | Argentina

Cariello, GracielaAventuras en el río más lindo del mundo: historias de hadas,duendes y elfos / Graciela Cariello; ilustrado por Romina Biassoni.- 1a ed. - Rosario: Homo Sapiens Ediciones, 2017.84 p.: il.; 19 x 13 cm.

ISBN 978-950-808-951-9

1. Narrativa Infantil Argentina. I. Biassoni, Romina , ilus. II. Título.CDD A863.9282

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Dedicado a los protagonistas reales de esta historia:Santiago, Julián, Marina, Amalia y Lautaro

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Índice

Tres duendes y un hada ........................................................................ 7

El agradecimiento de los duendes ......................................... 17

La pelea de los árboles .......................................................................... 21

El regalo ................................................................................................................ 31

El viaje al Centro ....................................................................................... 35 El flequillo del hada ............................................................................... 41

Cómo atrapar al viento ...................................................................... 49

Y cómo soltar al viento sin peligro para nadie ....... 55

La historia se termina ......................................................................... 59

La historia continúa .............................................................................. 61

Cómo nacieron las vacaciones .................................................. 65

¿Qué hace Lautaro? ................................................................................. 71

Lautaro aprende ......................................................................................... 75

Terminan las vacaciones y la historia .............................. 81

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La pelea de los árboles

Cuando llegaron a la playa, los tres duendes empe-zaron a buscar alguna cosa que sirviera para hacer el regalo del hada Amalia.

—Acá hay algo —dijo Marina, mostrando algo ovaladito en la palma de su pequeñísima mano. No brillaba como una piedra, ni tenía vueltas como un caracol. Era como un huevito, pero opaco, áspero, peludito y de un color medio marroncito. Muy lindo no era… Sin embargo, cuando Marina lo dejó en la arena y todos se acercaron a verlo, plaf, se abrió. Y adentro vieron algo muy blanco y de apa-riencia suave, como algodón. Y eso fue saliendo, saliendo y sí, era esponjoso, blanco, suave, bellí-simo algodón.

—¿Qué será esto? —preguntó Santiago. Y em- pezó a mirar a su alrededor y vio que había muchos huevitos de esos. Y abrió sus grandes ojos y se quedó calladito, quietito, mirando para arriba, como hacía siempre que quería pensar. Y mirando para arriba vio que un árbol muy raro estaba en el medio de todos los huevitos. De veras raro. Tronco

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panzudo, verdoso, gordo en el medio y más fino arriba, como…como una botella. Y todo lleno de espinas. Y ramas largas, con hojas verdes, que pare-cían palmas con dedos delgados. Y unas hermosas flores rosadas.

—¿Serán de ahí? —preguntó Santiago.Marina y Julián se acercaron al árbol. No mucho

porque les daban miedo las espinas.—¡Qué lindo es! Lástima las espinas, me gustaría

tener algunas de esas flores —dijo Marina. —Le po- dríamos hacer una corona a Amalia.

En eso, el árbol se sacudió y muchas flores caye-ron a los pies de Marina.

—¡Gracias! —dijo Marina, dirigiéndose al árbol.—¿Qué hacés? ¿Le hablás al árbol? —preguntó

Santiago.—Claro. No hay nada de viento. Seguro se sacu-

dió para darme las flores.—Así es —se oyó una voz grave y profunda. Los

tres duendes dieron un salto. El árbol había hablado.

—Los árboles no hablan —dirá alguno de mis lectores.

Y otro:—Y si es por eso, los duendes no existen.—¡Ah, no! —dirá otro más—. Hay mucha gente

que dice que los duendes existen.Y yo les digo a todos: en los cuentos sí. En los

cuentos, los duendes existen y los árboles hablan. Si no en todos los cuentos, por lo menos en este. Y que termine, por ahora, la discusión. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dirá mi lector más curioso, con tal de que siga la historia. Y los otros asentirán, con

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mayor o menor fuerza, porque al fin de cuentas lo que importa es que les cuente un cuento, ¿no? Siga-mos, entonces.

—¡Ah! —exclamaron, todos a la vez, los tres duendes.

Y Marina, dijo, muy ufana:—¿Vieron?

—¿Qué quiere decir «ufana»? —preguntará algún lector, que nunca oyó ni vio esa palabra.

Ah, no, le digo yo. No voy a responder a eso. Para eso están los diccionarios. Andá y buscála. Sigo con la historia.

—¡Gracias! —dijeron los tres duendes a la vez, dirigiéndose al árbol.

—De nada —dijo el árbol, con una voz muy triste. —Perdón, señor árbol, pero me parece que usted

está un poco triste… ¿Le puedo preguntar por qué? —dijo Marina.

—¿Por qué? —preguntó el árbol.—Sí, por qué —respondió Marina.—No, quiero decir ¿por qué querés saber por qué

estoy triste?—Bueno, por… simpatía.—¿Simpatía? Nadie tiene simpatía por mí —dijo,

cada vez más triste, el árbol panzón.—¡Ufa! —se oyó otra voz—. Dejá de quejarte.Los tres duendes miraron para todos lados, bus-

cando al que había hablado ahora. Y vieron, unos metros más adelante, con el tronco metido en el río, un hermoso árbol que sacudía sus ramas flexibles

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y lacias, con largas hojas, que se mecían rozando la superficie del agua.

—¡Calláte, llorón! —dijo el primer árbol—. Justa-mente vos me vas a decir a mí que no me queje. Te la pasás llorando sin motivo. Yo sí que tengo motivos para llorar. Y no lloro.

—Esto se pone bueno —dijo Marina, por lo bajo, a los otros dos. Y los tres se acercaron al árbol metido en el río.

—Buenos días —dijo Santiago.—¡Buenos serán para vos, que no tenés que aguan-

tar al panzón ese, quejándose todo el día! —dijo el árbol.

—Y yo tengo que aguantarlo a él llorando toda la noche —dijo el árbol panzón.

Santiago, que era muy conciliador y no le gusta-ban las peleas, miró a uno y a otro y exclamó:

—¿Qué es esto? ¿Nos pueden explicar por qué esta discusión sobre quejas y llantos? ¿Quiénes son ustedes?

—Yo soy un árbol muy desdichado. Nadie se acerca a mí, por mis espinas. Y lo peor: me llaman de un modo que me ofende —dijo el árbol panzón.

—Bueno, lo de las espinas lo entiendo, a mí tam-bién me dan miedo. Pero no sabemos cómo lo llaman.

—Palo Borracho. Y lo único que he bebido en mi vida es agua fresca de la tierra y agua clara de la lluvia.

—¿Y por qué lo llaman así? Es muy injusto —dijo Santiago, que además de pensar, amaba la justicia por sobre todo.

—La verdad es que tengo varios nombres. El que usan acá es el que no me gusta… ¡Palo Borracho! En otros lugares me dicen Árbol de la Lana. Ese es un buen nombre.

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—Sí —dijo Marina, y los otros dos afirmaron con la cabeza.

—¿Y por qué Borracho? —preguntó Santiago.—Por la forma de botella de mi tronco, ¿ves?—Veo. Pero podría ser una botella de agua, leche,

o…gaseosa. Bueno, Árbol Botella estaría bien, ¿no?—Sí, también me llaman así. Pero no acá. Acá

me dicen Borracho… —dijo, medio lloriqueando, el Palo Borracho.

—Terminá de quejarte, panzón —se oyó otra voz, que venía del río. Era el otro árbol, con tono de enojado.

—Vos calláte, llorón —respondió el Palo Borra-cho, con fastidio.

—Y usted, ¿por qué le dice llorón a él? —quiso saber Marina.

—¡Porque se llama así!—No —dijo el otro—, me llamo Sauce.—Sauce Llorón, así te llaman. Y con razón. Siem-

pre llorando. ¿Y me querés decir qué motivos tenés para llorar? Siempre fresquito, remojándote en estos días calurosos…

—¡Ah! ¿Y en el invierno? ¿Por qué no venís vos a congelarte metiendo las ramas en el agua como yo?

—¡Mentiroso! En el invierno, el río baja y te que-dás bien sequito calentándote al sol. Bien puesto tenés el nombre vos, que estás siempre llorando por todo.

—No es por eso que me llaman Sauce Llorón. Es por la forma de mis ramas, que se parecen a lágri-mas cayendo. Es una imagen poética, para que veas.

—Si de imagen se trata, mejor mírenme a mí —se oyó una voz alta y clara.

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—Ya salió el orgulloso —dijo el Sauce.—Bueno, bueno —dijo Julián—, esto se está ani-

mando cada vez más.Santiago y Marina se pusieron a buscar de dónde

salía la voz.—Acá, acá —dijo la voz, y los fue guiando hasta

un árbol de ramas muy… ramificadas. Y mirando bien, vieron que tenía por todos lados unas hermo-sas flores rojas.

—¡Qué lindo es! —dijo Marina, y se acercó a una de las ramas más bajas, tratando de alcanzar las flores.

Pero no alcanzaba: era una duenda bajita, y aun-que saltó, no llegó a la altura de la rama.

—¡Ay, qué pena! No llego. Y qué lindo sería tener esas flores para hacerle algo a Amalia.

—¿Quién es Amalia? —preguntó el árbol, que al parecer además de orgullo tenía bastante curiosidad.

—El hada del Centro —respondió Marina.—¡Un hada! —exclamó el árbol—. ¿Y quieren mis

flores para hacerle algo? ¿Para hacerle qué?—Un adorno. Una… una corona. Como a las prin-

cesas —se apuró a aclarar Marina.—¡Una corona! Muy bien. Mis flores de coral ser-

virían perfectamente para una corona —dijo, muy vanidoso, el árbol.

—¿De coral? ¿Usted es un árbol de coral? ¿Pero el coral no está en el mar? —preguntó, desconfiado, Julián.

—Sí, si —confirmó, muy seguro, Santiago.—Sí, claro —dijo el árbol—. Pero por el color de

mis flores algunos me llaman Árbol de Coral.—Eso sí es una hermosa imagen —dijo Santiago.

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—Pero yo nunca oí ese nombre —dijo Julián, que tenía ganas de discutir un poco.

—¡Ah, no! Es que acá me llaman de otro modo: Ceibo. O Seibo. De las dos maneras.

—¿Qué dos maneras? Es lo mismo —dijo Julián, con más ganas de discutir que antes. Este árbol le estaba pareciendo muy engreído.

—No, no. No es lo mismo. Son dos maneras —insistió el árbol.

Marina, que escuchaba toda la discusión sin decir nada, entendiendo de qué se trataba, aclaró:

—Sí, claro. Suenan igual, pero se escriben distinto. —Acá suenan igual. En España suenan distinto

—intervino Santiago, que sabía mucho de lengua.—Pero yo los oí igual —insistió Julián, que era

un duende bastante cabezón, en los dos sentidos del término.

—¡Porque no estamos en España! —dijo, medio fastidiado, Santiago.

—Muchachos —dijo el árbol, intercediendo con tono amable y risueño—, acá me llaman Ceibo. Y para nosotros es igual Ceibo que Seibo. Ustedes escríbanlo como quieran.

—¡Qué bueno! —dijo Marina—. Al fin una pala-bra sin problemas.

—Y un árbol alegre —dijo Santiago. Julián no dijo nada, aunque estaba de acuerdo.

Pero no quería reconocer que no había conseguido hacer que el árbol se pusiera a discutir con él…

—Y no es para menos —dijo el Sauce, enojado—. Todos lo alaban, lo miman, lo ponen en los libros y lo plantan en el patio de las escuelas.

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—¿Por qué? —quiso saber Julián, no muy con-vencido de que fuera cierto. Él no le veía nada de especial al árbol orgulloso.

—¿Porque es muy lindo? —arriesgó Marina.—O porque es fácil de escribir —dijo Santiago,

muy seguro.—Por nada de eso —dijo, con tonito de envidia,

el Sauce.—Porque mi flor es la Flor Nacional —explicó el

Ceibo, muy ufano.

¿Ya fueron a buscar lo que significa la palabra «ufano»? ¿No? Vayan rápido al diccionario, si no, no sigo.

¿Ya está? Bueno, adelante con la historia, entonces.

—Sí, como si yo no estuviera por todas partes, por todos los ríos y lagunas y laguitos y… —pro-testó el Sauce. Y no siguió porque el Palo Borracho lo interrumpió:

—Y como si mis f lores no fueran tan bonitas como las suyas.

—Bueno, en eso tienen razón —dijo Santiago, que siempre era muy razonable.

—¡Razón, nada! —exclamó el Ceibo—. Ellos vie-nen de otras tierras, en cambio yo soy originario de acá.

Santiago abrió sus grandes ojos y se quedó calla-dito, quietito, mirando para arriba un largo rato, pensando. Y luego, con cierto tono de duda, dijo:

—Pero muchos de los que viven acá vinieron de otras tierras, ellos o sus padres, o sus abuelos. Y son tan nacionales como los que eran de acá.

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—¿Y quiénes eran de acá? —preguntó Marina, intrigada.

—¡Los indios! Y casi no hay. Raro, ¿no? Raro, sí, digo yo. ¿Se lo preguntaron alguna vez?

¿Sí? ¿Y supieron responder por qué es eso? —¿Y por qué no lo decís vos? —preguntará uno

de esos lectores que quieren que en el cuento se aclare todo.

Y yo le digo: podría hacerlo, yo tengo mis ideas al respecto. Pero es mejor que lo averigüen ustedes y lo piensen mucho.

De veras: pensar ayuda a entender. Si no, vean a Santiago. Que pensó otro rato, y después salió de sus pensamientos y le dijo al Ceibo:

—Está bien. Alguien decidió que la suya sea la Flor Nacional. ¿Y eso lo hace mejor que estos otros dos, que también son lindos, útiles y necesarios, como todos los árboles?

—Eh… sí, no. No sé —dijo el Ceibo—, tendría que pensarlo.

—Y entonces, mientras lo piensa, déjense de pelear por un rato y ayúdennos a hacer un regalo para el hada Amalia —dijo Santiago.

Y con estas palabras, se terminó la discusión.

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