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El despertarde la criada

Daniel Briguet

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Imagen de tapa: Eduardo Sívori. El despertar de la criada (detalle), 1887

© 2011 · Homo Sapiens EdicionesSarmiento 825 (S2000CMM) Rosario | Santa Fe | ArgentinaTelefax: 54 341 4406892 | 4253852E-mail: [email protected]ágina web: www.homosapiens.com.ar

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723Prohibida su reproducción total o parcial

ISBN N° 978-950-808-637-2

Diseño de tapa: Lucas MililliDiseño editorial: María Victoria Pérez

Esta tirada de 700 libros se terminó de imprimir en abril de 2011en ART de Daniel Pesce y David Beresi SH. | San Lorenzo 3255Tel. 0341 4391478 | 2000 Rosario | Santa Fe | Argentina

Briguet, DanielEl despertar de la criada. - 1a ed. - Rosario: Homo Sapiens Ediciones, 2011.168 p. ; 22x15 cm. - (Ciudad y orilla / Marcelo E. Scalona)

ISBN 978-950-808-637-2

1. Narrativa Argentina. I. Título.CDD A863

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El balcón de Brian

Alguien dijo que Brian había cambiado, que no era el mismo deantes. Yo me limité a comentar que los cambios de Brian no eranmayores que los registrados en muchos de muchos de nosotros,con la salvedad de que en él resultaban más notorios por suascendiente sobre los demás. Repasando esta idea advertí queel nuevo Brian, por decirlo así, se perfilaba como el resultadode su adaptación a las circunstancias, que no eran las de su casaen barrio Refinería ni del tiempo en que lo conocimos.

Entonces, por la casa de Brian circulaban todo tipo de visi-tantes y era difícil que alguien encontrara la puerta cerrada. Íba-mos por la posibilidad de encontrarnos con amigos o conocidospero también porque se trataba de uno de esos raros ámbitosdonde la convergencia de gente diferente no estaba reñida conun clima acogedor. Brian oficiaba de maestro de ceremoniassin hacerse notar mucho. No porque tuviera la discreción deun juez de línea sino porque intuía, calculo, que el mejor modode llamar la atención era mostrarse lo menos posible. De allíque, en su pasión por el teatro, hubiera elegido el rol de maes-tro y director y no el de intérprete sobre el escenario. “¿Lo vistea Brian?” o “¿Dónde está Brian?” eran frases comunes durantelas charlas en su casa, al punto que algunos visitantes de ocasiónse retiraban sin haber conocido al anfitrión.

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Brian sentía genuina pasión por el teatro, eso debo admi-tirlo. Criado en los suburbios que rodeaban el frigorífico inglés,vino a la ciudad con el propósito de dar forma a esa vocaciónincipiente y, en lo posible, hacer de ella un medio de vida. Elteatro, decía él, era el último reducto de un arte auténtico entanto solo ponía en juego el cuerpo y la voz del actor. Todo lodemás resultaba accesorio, incluido el artificio de una puesta enescena que cualquiera podía percibir. Brian vino de muy joven,solo había terminado la escuela primaria, de modo que en elcontacto con las luces del centro y las voces de la ilustraciónnativa sintió que debía emparejar sus limitaciones devorandotextos y aprendiendo aquello que a otros les había llegado demodo más directo. Tenía el arrojo de los advenedizos y mien-tras hacía sus primeras armas en los ejercicios y ensayos de ungrupo independiente —en la ciudad todos los grupos de teatroeran independientes— recorría las páginas de autores comoCamus, Sartre, Genet, Pirandello, el mismo Florencio Sánchez,buscando la savia que lo haría crecer.

Esta es al menos la historia oficial. O la que circula sobreBrian. Yo tengo otra que no ventilaré porque no hace al nudode lo que quiero contar. Lo concreto fue que, al cabo de untiempo de macerar su cuerpo en revolcones y amontonamien-tos, de jugar en las lides de la expresión corporal, Brian supoque esa prosmicuidad no era lo suyo. Tenía un aspecto inci-tante, el que nos provoca un roce impensado o un toque casualcon el otro, pero a la vez lo sumía en una masa informe de laque era difícil rescatar algo individual. En sintonía con esa sen-sación, Brian convocó a dos compañeros afines y formó ungrupo aparte, que también era independiente aunque debíaconsolidarse como grupo. Su consigna desde entonces fue ladisciplina de la autogestión, para la que sin duda estaba dotado.Hay personas que necesitan una guía hasta para limpiar la casu-cha del perro (en los casos de perros que aún tienen casuchas)y otras, como Brian, que pueden avanzar sobre el vacío. ElGrupo se llamó El Trueno Encantado, sin que hiciera faltasubrayar las connotaciones de irrupción y estruendo que elnombre conllevaba. Al poco tiempo hicieron su primer mon-taje, una versión libre de “Esperando a Godot”, de Samuel

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Becket, en la que, a diferencia de todas las puestas que se habíanhecho en el mundo y del texto escrito por el propio autor, Godotfinalmente llegaba. Este toque libérrimo desató polémicas en elambiente teatral, incluyendo la diatriba de un conocido crítico,que llegó a hablar de “espíritu psicótico” a propósito del adap-tador, pero cumplió con la finalidad de dar a conocer al gruporecién lanzado.

La puesta, sin ser un éxito de público, fue el punto de par-tida de una carrera signada por el vértigo y la expansión. Brianinstaló un taller de formación, al que acudían jóvenes ansiososde recibir las lecciones del nuevo maestro. Los estudiantesde teatro, se sabe, conforman una tendencia culturalmentedinámica y pronto la casa de Brian se llenó de aprendices depintura, cinéfilos que despuntaban, poetas del asfalto y unatroupe de diletantes que no se dedicaba especialmente a nada,pero formaba parte del ambiente. Entre ellos, estaba yo.

Mi primera impresión de Brian fue que trataba a todos conel mismo tono afable auque, en el fondo, no le diera bola anadie.

—Aprecio tu obra —me dijo luego de que Abigail, la chicaque me llevó, nos presentara y yo me quedé pensando en cuálera mi obra y más aún, si estaba en condiciones de ser apreciadapor alguien.

Pero estos reparos no invalidaban su carisma, que proveníaa mi juicio de una mezcla de humores divergentes. Sus ojos debeduino, el pelo en ondas peinadas hacia atrás, veteado de canasprecoces, el modo de adelantar su mentón antes de proferir unapalabra, le daban un aire que no podía pasar inadvertido.Viéndolo recibir un mate de una de sus alumnas, plantado enmedio de una rueda de chicos, supe que Brian no era el maes-tro que parecía ser. Encarnaba mejor la visión de un gurú oun módico Mesías transmitiendo su energía espiritual a susdiscípulos.

Seguí yendo a su casa por mi amistad con Abigail, alumnadilecta, y porque me gustaba el barrio, que aún conservaba unafranja de calles estrechas y de esquinas sustraídas al paso deltiempo. Tampoco me resultaba indiferente el look dominantede las chicas que frecuentaban el lugar. De tricotas multicolores

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tejidas a mano o musculosas pintadas de un modo artesanal,según la temporada, en botas o sandalias de cuero, con sus lar-gos vestidos floreados o sus jeans de tiro muy corto, lucían esalánguida desinhibición que distingue a las muchachas amantesdel arte. Sin propósitos de ligue o afanes de avance, yo disfru-taba al flotar en una corriente que no era la mía pero cuyasaguas me resultaban tibias.

Luego del escándalo inicial, Brian decidió arremeter con latragedia griega. Eurípides y Sófocles cayeron en sus manos ydieron a luz obras de las que podía decirse cualquier cosa menosque eran aburridas. En algún momento de la puesta alguien dabaun alarido y alguien se desnudaba y saltaba del escenario paramezclarse entre el público. Luego, otros lo seguían. El propó-sito era atravesar la famosa “cuarta pared”, aunque los efectosprácticos distaban de reducirse a una estética experimental. Enuno de esos montajes pude ver por primera y única vez lospechos flotantes de Abigail y si no vi más fue porque, en esemomento, Abigail corría y la sala estaba en penumbras.

La sala improvisada en barrio Refinería empezó a convocara un público numeroso, lo cual configuraba un hecho inéditoya que era la única ubicada lejos del centro.

Brian añadía a su audacia una economía de trabajo que lepermitía renovar periódicamente la cartelera, con montajesnovedosos y materialmente austeros en los que no se tomabamás tiempo de ensayo que el estrictamente necesario.“Siempre estamos ensayando” —decía él, a modo de justifi-cación— “incluso el día que mejor sale”, y no había modo deargumentar en sentido contrario.

“Me gusta este sitio —me dijo, la segunda vez que charla-mos— pero creo que debo abandonarlo”. Sonó como una fraseprotocolar, incluso en el uso del verbo abandonar, pero yo lasentí sincera. Debajo del artista, del hombre que encandilaba aseñoras “avant garde” y muchachas en flor, aún latía el alma delchico proletario que olía la sangre de las reses faenadas y el humode la quema. Esa era, por otra parte, la razón de que se fijara enmí, sabiendo que yo era un lego en su actividad y ni siquiera meinteresaba el teatro. Lo que veía Brian, como a través de un vidrioempañado, era una réplica borrosa de su propio desarraigo.

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Menos de un mes después de aquel anuncio, El TruenoEncantado se instaló en una casa de dos pisos, a pocas cuadrasdel boulevard. En la planta baja, que había ocupado por muchosaños un comercio de compra y venta, armaron la sala de espec-táculos y los talleres. En el piso de arriba pasó a vivir Brian. Eraun ambiente único, con piso de madera y altas paredes, quedaba para hablar de un loft. Pero Brian odiaba esa palabra y,por extensión, a quien la pronunciara. El piso tenía un ampliobalcón que daba a la ochava de la esquina. Las reuniones siguie-ron si bien la forma de acceso no era la misma. Había que tocarel timbre y luego, subir por una larga escalera, de escalonesangostos que daban vértigo. Las reuniones solían hacerse lossábados, después de una función.

Desprendido de la escolta de Abigail, yo solía ir con fre-cuencia porque no me quedaba lejos de casa. Pronto noté queel público estaba cambiando. Junto a viejos contertulios, queen realidad eran jóvenes, se notaba la presencia de gente másatildada y de mayor edad que, sin romper los moldes del canonbohemio, podía exhibir sus marcas en los orillos. Caras vaga-mente vistas pero no identificables, un “savoir faire” que flotabaentre los cuerpos arracimados como polvillo de plátano. Perola transformación mayor estaba en el mismo Brian, quien dejósu clásico overoll de cuello Mao, con el que aparecía siempre,para enfundarse en sacos de fantasía y finas camisas al tono. Alfin y al cabo se había convertido en una estrella del magro showbusiness local y podía lucir como tal.

Las reuniones en el primer piso solían tener el condimentode un espectáculo informal: una alumna aventajada de los cursosrecitando un fragmento de “Antígona”, un juglar que cantababaladas melancólicas y testimoniales o, eventualmente, algúngrupo de be-bop. Al principio estas funciones aparecían comoun agasajo del anfitrión a sus visitantes pero luego cundió el hábitode pasar la gorra al final y de allí a establecer un monto fijo queequivalía a una pequeña entrada, aunque todos ya estuvieranadentro, no hubo mucho que recorrer. A mí no me pareció mal.Esa gente hacía su trabajo y debía recibir alguna retribución porello. Lo no me cayó bien fue la ocurrencia de Brian de arreglarcon una pareja de chicos la atención de un buffet, que cubría el

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servicio de bebidas. Era una decisión razonable, habida cuentade los trastornos que generaba el método “a la americana”,donde algunos llevaban sus botellas y otros no. Lo que literal-mente no me caía era el Fernet artesanal que preparaba la parejade bufeteros, un brebaje con gusto a amargo serrano que ellosse empeñaban en llamar Fernet. Yo odiaba cualquier bebida,incluso infusiones como el té o el mate en bombilla, que meremitiera al gusto de un yuyo. El verdadero Fernet tenía lapropiedad de incoporarlo sin hacerlo notar.

Además, a medida que los encuentros proseguían, noté quea cierta hora de la madrugada empezaban a colarse no invitadosque venían del rezago de la noche y cuyas trazas no inspirabanuna confianza instantánea. Soy enemigo de discriminar a laspersonas por su aspecto pero, después de algunas experienciasingratas, debo reconocer que detrás de ciertas fachas bullentensiones acumuladas. Chicos y muchachas aparecían de impro-viso, se deslizaban aquí y allá, se sentaban en el piso o en cual-quier otro sitio y no tardaban en apoderarse del lugar, de unmodo seguramente espontáneo y no previsto. A esa hora lamayoría de los invitados se había retirado y, en el mejor de loscasos, quedaba un músico algo borracho golpeando las teclasdel piano. Ni el mismo Brian se dejaba ver entonces.

El debía notar que algo estaba ocurriendo pero, fiel a suespíritu libertario, se habrá sentido impedido de aplicar algu-nas restricciones.

Al menos hasta que ocurrió aquel incidente en el baño. Elpiso de Brian disponía de un pequeño baño ubicado a un cos-tado, al que se accedía por una pequeña escalera. Esto quieredecir que el baño resultaba totalmente visible aunque nadiereparara en él. Una madrugada en que ya empezaba a clarear,charlábamos con Abigail, que había vuelto de un tour por Brasil,y M., un joven pintor que se paseaba por el piso munido de unacámara digital sacando instantáneas para lo que él llamaba un“documental kilométrico” sobre los artistas de la ciudad. Envano le dije más de una vez que ese documental solo podía serun largo fundido en negro. M. era un ser visual al que solopodían sostener abundantes dosis de cerveza. Cuando sintió quesu vejiga estaba totalmente llena, dijo “ya vengo” y se dirigió al

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baño. Al abrir la puerta, vio lo que por unos segundos todospudimos ver: una pareja estaba curtiendo, con la chica sentadasobre la pileta y el vago encanutado entre sus piernas. Fue unavisión demasiado fugaz para resultar impactante pero alcanzóa desatar la ira de Brian, quien, después de observar lo ocurridodesde un rincón, quería echar a patadas a los copuladores fur-tivos. Solo la contención de M., que volvía ingenuamente enbusca de su cámara, evitó que el incidente terminara en unareyerta mayúscula.

Días después Brian me llamó para contarme que habíaestado revisando con cierta minuciosidad el piso y habíaencontrado numerosas quemaduras en los listones de madera,grafitis en las paredes y afiches de teatro desgarrados, incluidauna reproducción de Toulose Lautrec comprada como souve-nir en un viaje a París (Brian ya viajaba a París).

No me llamaron la atención los efectos vandálicos de la pre-sencia de intrusos: el que vuelve de la noche lo hace vacío depenas y contemplaciones. Me impresionó más que Brian mellamara para comentarme cosas que parecían ubicadas debajode lo que a él le interesaba o sobre lo que se dignaba hablar.

Decidí tomar distancia. Las reuniones de los sábados sehabían convertido para mí en un protocolo más bien aburrido,si no encontraba alguien de confianza o un contertulio de losde antes.

En ese lapso de ausencias me crucé con S., otro cuarentóncomo yo de la vieja escuela, quien fue el primero en decirme:

—Brian no es el mismo de antes.Reforzó esta idea con los siguientes datos. Un par de

semanas después del escándalo de la pareja en el baño, Briansorprendió a un tipo tirando unas líneas de blanca sobre unade las mesitas que rodeaban el improvisado escenario paraespectáculos. Tumbó la mesita de un manotazo, levantó altipo de las solapas y así lo llevó hasta la boca de la escalera.Era el segundo rapto de violencia en un hombre que siemprehabía hecho gala de su aplomo y autocontrol. En la casa deRefinería era común que flotara el humo de un porro y nadiepodía escandalizarse por eso. La blanca al parecer connotabaotra cosa, al menos para el jefe de la hermandad.

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—En síntesis —concluyó S.—, ahora hay un vago en lapuerta que controla el ingreso de los visitantes y arriba nisiquiera se puede fumar. Tenés que ir al balcón.

Adaptación a las circunstancias, eso fue lo que dije. Brianseguramente se vio compelido a proteger su casa o el piso quealquilaba. Nada más que para apreciar los efectos del nuevo orden,fui a la reunión del sábado siguiente. Al bajar del taxi, tropecé condos mujeres que fumaban cerca de la entrada, una apoyada en lapared y la otra, rubia platinada y de altas botas, enfrentada a laella. Mi primera impresión fue equívoca y pronto la despejé.Debía tratarse de invitadas que, por efecto de la norma antita-baco, habían salido a dar unas pitadas. Alguien me diría despuésque la rubia venía de Ibiza, adonde pasaba la mitad del año.

La puerta de madera era alta y de bordes carcomidos y yo laasociaba, por alguna razón, a la entrada lateral de una parroquiao un internado de monjas. Ni bien se abrió, asomó el rostro rubi-cundo de R., un discípulo de Brian formado en el taller. No pare-cía un guardián. Al llegar a la cima de la larga escalera vi lapequeña cámara de M. que me apuntaba. Quería incluirme enel documental kilométrico. Busqué sin suerte, entre los abrigososcuros y los escotes cavados, el rostro de Abigail. Sonaba unamúsica de cámara que no estaba en condiciones de identificar.Brian, con un saco de terciopelo azul sobre su torso descubierto,charlaba con un par de amigos, junto al buffet. Me acerqué, losaludé con un apretón de manos, y me resigné a tomar el bre-baje con cola que los chicos presentaban como Fernet.

En el balcón había un grupo de fumadores. La escena resul-taba natural pero yo no podía olvidar las palabras de S. cuandome contó de la interdicción y esbocé una sonrisa. Abigail cayóun rato después, acompañada de un negro flaco y alto, de inci-pientes rulos que no llegaban a ser rastas y enfundado en unpilotín que rozaba sus zapatillas. Abi me saludó con un besofugaz y luego se acercó a Brian, con quien charló unos minutos.El negro, mientras tanto, se libraba de su pilotín, para mostraruna musculosa que resaltaba aún más su fibrosa flacura. El climaque lo rodeaba era de una normalidad aplastante, para cualquieraque estuviera acostumbrado, pero su expresión lucía ajena a eseambiente.

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Traté de averiguar si habría algún espectáculo y cuál seríapero nadie supo decirme. Al fin me senté en un sillón que erael único libre porque estaba a punto de desfondarse y sin queme diera cuenta me encontré con el Dios Punk sentado en unposabrazos. El Dios Punk era un ser angelical que no tenía nadade punk en su aspecto y al que yo apreciaba aunque nunca pudetener un diálogo con él que superara las dos líneas. Me alcanzóuna tarjeta que había hecho imprimir, con un poema de su auto-ría. Le dije que no llevaba lentes y que apenas podía distinguirlas flores de la guarda. Entonces tomó la tarjeta y empezó aleerme. Recuerdo que el texto reiteraba la palabra “amor”, quela música de cámara dejó de sonar y que el negro alto y flacoocupó el centro de la escena, golpeando las palmas de sus manospara atraer la atención de la concurrencia.

Dijo que era uruguayo y que el rap era un primo lejano delcandombe. Y sin detenerse, empezó a rapear en un castellanorioplatense, que enlazaba frases con total fluidez, mientras sucuerpo se movía siguiendo el ritmo del fraseo. No entiendomucho de rap ni de hip hop pero lo que el negro hacía con elsolo acompañamiento de sus músculos delgados y fibrosos erauna mezcla de notable musicalidad cuyas vibraciones se exten-dían sin dificultad al público presente. Pronto todos estabanmeneándose, incluso los fumadores del balcón, haciendo osci-lar sus cabezas o batiendo sus palmas. El negro empalmaba fra-ses como si estuviera hablando, supongo que esa es la esenciade rap. Y por primera vez percibí en el piso una calidez que nodependía de una interpretación virtuosa sino de un caudal deenergía que el rapper nos arrancaba sin proponérselo. Parecíala culminación de algo pero todavía faltaba la entrada del maes-tro Olivera, quien irrumpió como salido de la nada, llevandosu saxo, y empezó a contrapuntear con el negro, de un modototalmente espontáneo. Eso fue el summun. Conocía al maes-tro Olivera, lo había escuchado muchas veces, y cuando vi quesus carrillos se hinchaban hasta lo indecible y luego la estela desaliva que colgaba de su boca, supe que estábamos en presen-cia de algo grande. “¡Bravo!” gritó la rubia de Ibiza, que fumabaen el balcón, dando un salto de emoción y fue el principio delfin. Porque después del salto sobrevino un enorme temblor que

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hizo cimbrar las paredes y los listones de madera, acompañadode un estruendo igualmente enorme. Yo me quedé petrificado,solo alcancé a mirar a Brian y ver que apretaba el medallón quecolgaba de su cuello.

—¡El balcón! —gritó el dios Punk, que nunca había gri-tado—. ¡No está el balcón!

Efectivamente, la puerta ventana ubicada en la ochava dabaahora a un vacío en el que solo flotaba polvo de portland y alque se asomaron los que estaban más cerca, incluido M. esgri-miendo su pequeña cámara, con el solo propósito de obteneralguna toma interesante. Sabiendo lo que había ocurrido, miprimer impulso fue correr detrás de el y aplicarle un soberanotochi en el culo. Pero no me podía mover.

Desde abajo llegaban gritos de dolor y confusión, vocesfamélicas que sonaban como un coro del desastre.

Brian abandonó su estatismo místico y corrió hacia la esca-lera, seguido de un grupo.

El maestro Olivera seguía soplando su saxo, ignorante detodo lo que lo rodeaba.

Logré levantarme cuando escuché la sirena de una ambu-lancia. O de dos. Me fui por la calle lateral, esquivando a lagente que avanzaba en sentido contrario. Después de tomar untaxi y poner rumbo a casa, me pregunté si el derrumbe habíasido un efecto lógico del material vencido de una casa cente-naria, sometido al peso de varias personas en movimiento, o sila música que llegó a colmar el piso superó la solidez delcemento.

Al día siguiente me enteré de las víctimas. Silvina, así sellamaba la mujer de Ibiza, había sufrido fracturas múltiples ensus dos piernas y se dudaba que volviera a caminar. Denise,una flaca de buen porte que era asidua concurrente, tenía frac-tura de fémur y numerosos cortes en la cara, lo mismo que sucompañera, Natalie. El Inglés —un morocho de pelo colorladrillo al que Brian llamaba el Inglés de los Huesos, por reco-ger esqueletos de vaca entre la basura— estaba internado conconmoción cerebral. Y así sucesivamente.

También supe que Brian había suspendido las funciones dela obra que estaban dando —una versión remozada de “Las

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criadas”, de Genet— pero continuarían con los cursos del taller.¿Adaptación a las circunstancias?

No recuerdo qué día me llamó Abigail para decirme queBrian estaba sumido en una profunda depresión y con el pro-pósito de levantarle el ánimo habían organizado una reunión enla que se proyectarían imágenes de la última noche incluyendotomas que M. habría obtenido del derrumbe y sus secuelas. Elsupuesto era que al revivir en la pantalla lo ocurrido, Brianpudiera salir del shock. Yo le pregunté si también habían sidoinvitados los heridos y contusos. Ella vaciló y aprovechando susilencio, le dije que estaban todos rematadamente locos y quelo mejor que podrían hacer era armar una pira alrededor delcuerpo del Mesías y chupar sus huesitos, si quedaba alguno.

Creo que me fui de mambo con lo de la pira.Ayer, al pasar frente a una clínica ubicada en las cercanías

del parque, vi a Silvina bajar de una furgoneta en un sillón deruedas. El sillón se desplazaba empujado por otra mujer, queno era su compañera de aquella noche. Ella debió reconocermeya que levantó una mano en señal de saludo. Su piel lucía delcolor del bronce y no se veía mal, aún sabiendo que ya no vol-vería a Ibiza y, de hacerlo, difícilmente pudiera hundir sus piesen la espuma del mar.

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ÍNDICE

PRÓLOGO .......................................................................................................................................................... 7PASAJEROS .......................................................................................................................................................... 9HORAS FELICES ......................................................................................................................................... 18PASOS EN EL PASILLO ........................................................................................................................ 25EL BALCÓN DE BRIAN ...................................................................................................................... 49UN GATO ........................................................................................................................................................... 60NOTICIAS DE PARKER ...................................................................................................................... 72MÚSICA LIGERA ........................................................................................................................................ 98MEDICADOS ................................................................................................................................................. 110MOVILERA EN TRANCE ................................................................................................................. 128EL DESPERTAR DE LA CRIADA ............................................................................................... 143

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