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La cosa másamarga

Patricia Suárez

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Imagen de autor: Alejandra López

© 2011 · Homo Sapiens EdicionesSarmiento 825 (S2000CMM) Rosario | Santa Fe | ArgentinaTelefax: 54 341 4406892 | 4253852E-mail: [email protected]ágina web: www.homosapiens.com.ar

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723Prohibida su reproducción total o parcial

ISBN N° 978-950-808-647-1

Diseño de tapa: Lucas MililliDiseño editorial: María Victoria Pérez

Esta tirada de 1000 libros se terminó de imprimir en agosto de 2011en Talleres Gráficos Fervil S.R.L. | Santa Fe 3316 | Tel. 0341 4372505E-mail: [email protected] | 2000 Rosario | Santa Fe | Argentina

Patricia SuárezLa cosa más amarga. - 1a ed. - Rosario: Homo Sapiens Ediciones, 2011.136 p. ; 22x15 cm. - (Ciudad y orilla / Marcelo E. Scalona)

ISBN 978-950-808-647-1

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.CDD A863

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Toda biografía es tonta. La mía haría reír a un gato.Dylan Thomas

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Prólogo

No quise preguntarme qué le pasaba por miedo a que me res-ponda y deje de escribir como escribe. Porque las relacionesdesastrosas, la miseria humana, los cruces de la carne y los des-pechos en todos sus sexos se desarrollan en su prosa con tantanaturalidad, gracia e incomodidad que no quiero respuestas:quiero más de eso. Ni debe saber Pato, esta mina que leo en micoto privado, esta escritora —que no quiero ver de cerca cómoescribe: la imagino tazmánica— que le pega por la espalda aNabokov, que le entró por la ventana a Eugenides para robarleel Pulitzer. Que me hizo reír en mi peor momento. Que se harámatar por reírse de lo que todavía nadie se había reído. Quedice Dios, Dios, Dios cada tres palabras en las bocas sucias detodos sus pequeños demonios de pueblo. Patricia, acá y en todossus textos, aprende a caminar sobre arena movediza. Su lugares el pantano; aprender a patinar en la mierda para caminartranquila en el mundo que le gusta observar.

Siempre creí —mucho antes de conocerla— que era eso: lamejor observadora de la literatura actual argentina. La que tomalos restos que dejan los demás y dice “a mí me sirve”. LaRegazzoni de la literatura. Siempre pienso en lo que genera: ylos otros, a veces, aún sin leerla, dirán que quiere impresionar.Por suerte es así: Suárez impresiona. Su obra es eso: un gran

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lienzo. Ninguna novela está separada de la otra. Todas juegan apresentar el gran camaleón que es ella. El gran simulador quees el hombre y la mujer cuando juegan a que hacen algo juntos,un juego que nunca termina y que ella resuelve con la mejorfilosofía de todas: amamos, antes que a la persona, el drama quenos regala. Me enseña que, si todos amásemos lo que es dignode amar, entonces el mundo sería una orgía perpetua. Mejorcomprar el drama. Como dijimos: patinar en la mierda. Cumplea rajatabla lo que aprendió y que lo pongo en palabras de Basho:no sigas el camino de los antiguos maestros… Busca lo que ellosbuscaron.

Y ella busca, fanática, frenética, prolífica. Saluda a la gentedetrás de las paredes. Revela traicionera los secretos de losmagos de la hipocresía. Y cuando encuentra los patines de losdemás, se los lleva y sale corriendo de los malcriados: raja enpatines y con el Pulitzer de Eugenides cagándose de risa. Lacosa más amarga me recuerda a otro título reciente: El ruido delas cosas al caer. Con perdón de Vásquez, esta novela supera latesis y se transforma en el trueno: llega primero el impacto,después el ruido. Cada uno de los personajes, desde el inicio,me previene de aquel estruendo… Que será inevitable. Si nome creen, lean esto. Imposible esquivar la descarga. Aquí nohay escuela: aquí hay futuro.

Luis Mey

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Capítulo 1

Otra vez soñó Milo con ella. El nombre era Estrellita Bernabeu,la pequeña Estrella. Tal era su nombre, él logró averiguarlo.Un poco espiando, otro investigando, como se hacen esta clasede cosas. Milo tenía el síndrome del detective privado; unopuede ser un idiota pero en la fantasía siempre cree que podríaser un buen detective privado. Sí, llegó la hora de las risas. Milole decía, la llamaba “pequeña Estrella” para sus adentros, por-que con ella apenas si había podido cruzar palabra, palabras,una o dos frases, no más. Pero pequeña era pequeña, peque-ñita, menuda: a lo sumo le llegaba al canto del hombro, y eramucho decir. En el primer instante de la mañana, entre el revol-tijo de las sábanas y el despertador aullando como un marrano,quiso asir la imagen de la amada pero se le escapó. Entonces loinvadió la tristeza: le vino mal sabor en la boca y se le pusieronlos pies pesados aún antes de apoyarlos en el suelo. MiloFrandinet bajó de las nubes donde estaba y se resignó a viviren el mundo. Puso el café a hervir, que indefectiblemente sequemó como todas las mañanas; se lavó los dientes para qui-tarse el aliento a perro muerto. Como una carreta desvencijadafue a un lado y a otro de la habitación buscando los pantalones,la camisa más blanca y planchada que pudiera encontrar, loszapatos. Le dolía el espinazo, un sitio redondo debajo y en

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medio de los omóplatos, las pantorrillas y los pies. Había tenidocalambres durante la noche; buscó una banana y se la comió dedos mordiscos. Las bananas son buenas contra los calambres.Tenía treinta y un años para treinta y dos y le dolía todo elcuerpo como si tuviera cien. Tomó dos pastillas de Alplax; leesperaba un día difícil. Cargó el pastillero con él —era un pas-tillerito chino, de mimbre, con un Ave Fénix pintada, púrpuracon las alas violetas y el pico dorado, de un metal incrustado enel mimbre. Cada vez que él abría la tapa, observaba el pájaroatentamente y se decía, como en un mantra: “Si no se puederenacer como un Ave Fénix, al menos que se pueda como unpollo de criadero”—. Odiaba los lunes, los viernes y los domin-gos. Se estresaba los martes y los sábados. A esta altura el únicodía que podía disfrutar de verdad era el miércoles y un rato eljueves por la tarde, cuando ella salía de la clase de violín y élpodía verla o caminar un pequeño tramo con ella o cerca de ella.No le gustaba seguirla, pero a veces no tenía más remedio.

Revisó si llevaba todo lo necesario para la clase. Los libros,los cuadernos, una libreta de hule negro donde anotaba paraqué calificación estaba trabajando tal o cual alumno y si estaposible calificación coincidía con la conducta: tampoco eracuestión de aprobar a un cretino. Afuera estaba nublado; “Ojalállueva”, deseó. De pronto el deseo de la lluvia se le volvió impe-rioso, atroz. Se puso una chaqueta negra, fina, de punto, queel agua podría penetrar sin pensárselo mucho. También podíaresultar que la lluvia, tan sucia como caía hoy día, trayendovaya a saber qué ácidos tremendos de la atmósfera dañada, ledestiñera la chaqueta y, exagerando un poco, hasta le produ-jera cáncer de piel. Hay formas de ser feliz y hay formas de serinfeliz; eligiendo la segunda, uno pisa sobre seguro.

Odiaba por igual todas las cosas que rodeaban su trabajo.Odiaba la facultad, los ladrillos, el edificio que componía lafacultad de música y la de psicología, una al lado de la otra,erigidas en distintos tiempos en la ciudad, como si algo tuvieraque ver la música con la psiquis de las personas. Odiaba losplátanos que circundaban ambos edificios. Pero más odiaba,de todos los árboles cochambrosos que despedían ese polvillo

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dorado creador de alergias y malestares, a los que rodeaban lafacultad en que él trabajaba, la que se encargaba del conoci-miento del alma y los disturbios de la mente. Luego, detestabaa los porteros, los celadores, los administrativos, los aprendi-ces de políticos que hacían sus primeras armas en el Centro deEstudiantes; a los profesores de las diferentes materias, muchosde ellos médicos, psicólogos o psicoanalistas, la crema de lamaldad en la tierra, y al fin, odiaba con todas sus fuerzas y sucorazón al alumnado de semejante carrera. Le era indistintoque fueran chicos o chicas, varones o mujeres, transexualesincluso, o travestis; algunos alumnos eran hombres hechos, bur-gueses dueños de una pequeña o mediana empresa; también loeran señoras que dejaban en la casa dos o tres niños para venira informarse de qué iba el asunto de la psicología. Como si hastael día de hoy no se hubieran hecho cargo de que llevaban unaexistencia, y se hubieran reproducido más o menos santamentey en la naturaleza, o hubieran oprimido a sus peones en las fábri-cas sometidos más a una ley de la inercia que a la del capitalismo:o sea que han vivido sin ponerse demasiado quisquillosos conninguna metafísica, como las flores del campo o como los pája-ros del cielo hasta que los bajan de un hondazo. Era mejor vidala de los perros. Alguna joven hasta traía un atado colgando alcuello y en el momento menos pensado, póngase por caso,cuando se mentaba el asunto significado/significante enFerdinand de Saussure o la definición de sujeto deseante o elentuerto que fuera, la muy atrevida desenvolvía el hato, comosi fuera a sacar de allí mazamorra para compartir y sacaba enrealidad un crío de meses al que se colgaba de la teta y chupabalo más campante.

Esa mañana cuando entró lo recibió la portera, una doña conla espalda tan encorvada que más parecía causa de sus profundasreflexiones que del doblez de los años.

—Hoy hay paro —sentenció.—¿Hay paro? —preguntó él.Siempre había paro en la universidad pública.—Hay paro —repitió ella con voz de la sibila de Cumas.—¿No hay nadie? ¿No vinieron los alumnos?

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—Vinieron.—¿Vino la profesora Morante?La profesora Morante era la titular de la cátedra.—Vino.—Entonces hay clases.—Hay. Hay clases y hay paro —repitió la portera y con

semejante oráculo vaya uno a entender lo que depara elDestino. Después se dedicó a barrer a diestra y siniestra,moviendo el polvo de lugar ya que no encontraba el modo deeliminarlo por completo.

Él apuró el paso hacia el aula; desde aquí olía la tiza y elolor de la tiza le daba arcadas. No quería comentar este asuntoen voz alta en un recinto tal: enseguida aquellos descerebradosse ponían a analizarle a uno el más insignificante síntoma.

—¡Profesor, profesor…!Una voz cristalina zumbaba detrás de él. Probablemente

un alumno venía a pedirle unos días de gracia para entregar untrabajo práctico. Él no tenía la autoridad para permitirlo; loúnico que podía hacer era interceder ante la profesora Morante,clamar misericordia por el alumno en cuestión. A él, en estecomercio le tocaba el rol de intercesor, como a los santos delcielo frente a Nuestro Señor. Tal como a los santos, a él nadiele hacía un comino de caso. Él no era un profesor milagroso;era aburrido en los prácticos, los obligaba a rehacer los ejer-cicios que no les salían y en los que se veían confusos, y porúltimo, no les hacía el milagro de la buena calificación.Después de todo, ellos debían pelear por una nota. Estos a losque hoy él exigía, mañana se dedicarían a atender personasechadas en divanes como muñequitas de lujo que, en lugar decobrar, pagarían. O bien, tendrían el rol heroico de medicar alos idos y perdidos en los manicomios. Es bueno que quienalguna vez en su vida tenga que ejercer el rol de Dios, vayaejercitándose en el de miserable. Al final, el profesor MiloFrandinet se volvió ante la voz cristalina.

—¿Qué…?Su voz se cortó como por un filo.Era la profesora Morante, corriendo roja de excitación. —Profesor… —murmuró ella una vez que estuvo a su lado.

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Pronunciaba la palabra “profesor” con asco; era en su pobrelenguaje sinónimo de eccema o de afta. De chancro sifilítico.

—Sí.—Profesor, profesor.¿Estaba sorda?—Sí.—Tengo que decírselo de una vez por todas. He de sacarme

esto de encima. El súper-yo me está resultando insoportable,porque si se lo digo, podrá usted acusarme luego de cualquiercosa ante la Junta universitaria, pero… mi aparato psíquico yano resiste.

Aun no eran las nueve de la mañana, calculó Milo, mirandocon atención la máscara facial de su jefa y colega. Es verdad quepuso mala voluntad para concentrarse en lo que ella le estabadiciendo, pero por lo general los discursos de la profesoraMorante tenían dos acepciones: o lo aburrían mortalmente, conlo cual era imposible seguir el hilo, o eran de una simpleza tanabsoluta que ni siquiera hacía falta prestarle atención. Pero hoyespecialmente, Milo Frandinet se sentía chupado por la visiónque era la cara de la profesora hablando. (Una vez vio en un librosobre el zen, una impresión a doble página con un mandalaestampado.) El rostro de la profesora le recordaba un mandala,tantos colores concéntricos… ¿Cómo es que la profesora EditMorante conseguía maquillarse con tanta perfección? ¿A quéhora se levantaba para hacerlo, con la diana militar? Tenía porlo menos ocho productos en la cara: base, rubor, rimmel, rouge,sombras para párpados, cubre-ojeras, delineador…

—Una no debe ceder su deseo.Qué adicta era esta mujer a los trabalenguas.—No.—Por eso, profesor. Le hago una confesión.—Ah.¿Qué quería? ¿Que fuera a traerle un café del bar? ¿Unas

rosquitas con azúcar? Hasta ahora lo había tenido de manda-dero. Cada vez que se enteraba de que él estaba en la bibliotecaleyendo, venía a molestarlo con algún asunto nefando. Porsuerte, él podía reconocerla a la distancia. Tenía mejor olfatoque una gacela de Thomson cuando venteaba el aire. Conocía

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la fragancia de las Lilas de Fulton que ella se echaba en el pes-cuezo más o menos a una legua a la redonda; eso indicaba quecuando sentía aproximarse ese olor más temible que las fero-monas desatadas, él se corría hacia otro asiento en la biblioteca,adonde ella no pudiera localizarlo. La más de las veces quedabaarrinconado, en posición fetal, y se enfrascaba así en el libro conuna devoción de seminarista lascivo. Dos por tres el sistema lefallaba y la profesora Morante daba con él. Entonces le hacíalos pedidos más absurdos. ¿Podía él llamar por teléfono al exesposo y decirle que los chicos no pasarán el fin de semana conel progenitor porque irán con la tía Normita? ¿Podía él acer-carse a la clase de la profesora Stella Maris, de Sujeto 1, o a laprofesora Gertru de Trabajo Práctico 2, y avisarle que ella, laprofesora Morante, no podría asistir esa tarde al curso de HathaYoga que tomaban juntas? ¿Podía él comprar salchichas para lacena? ¿Podía ir a buscar a Robertito, hijo de la profesoraMorante, a la escuela técnica y que tenía ya 17 años y vivía conel padre? ¿Podía…? ¡Qué carajo quería ahora la profesoraMorante! Para vivir así, es mejor estar muerto.

—Estoy enamorada.—…—Estoy enamorada de usted.Sin duda, la profesora estaba borracha.Él nunca había considerado con seriedad que la profesora

se dedicara al alcoholismo. No tenía el perfil psicológico dealcohólica, ni andaba haciendo eses en la clase cuando explicabalos casos de Charcot y Freud. Más bien pudo haberse tomado elquitaesmaltes de las uñas; o haber desayunado bencina, quién sabe.

Luego, la profesora Edit Morante se cubrió la cara con lasmanos y se largó a llorar. Giró sobre sí misma y salió corriendoen dirección a la puerta. Corrió, corrió, se llevó por delante ala portera y finalmente dejó el edificio de la facultad. De maneraque además de borracha y estúpida, de abusadora, la profesoraMorante lo abandonaba un lunes con toda la clase de desqui-ciados de la que ella debía hacerse cargo porque era la jefa. Élera un ayudante pero, al paso que iba, más bien era como unfaquir.

Puta que la parió.

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