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itJusto ArroyoEscritor panameño. Licenciado yprofesor de Español por la Universidadde Panamá con estudios de Maestría yDoctorado por la UniversidadAutónoma de México . Doctor HonorisCausa por la Universidad Simón Bolívarde Colombia . Ex embajador de Panamáen Colombia . Justo Arroyo ha obtenidoel Premio Nacional Ricardo Miró, elmás importante de su país, tanto encuento como en novela . Entre susnovelas más difundidas están Dejandoatrás al hombre de celofán, Semana sinviernes y Lucio Dante resucita, todasPremio Ricardo Miró . Y entre sus librosde cuento, también ganadores del Miró,Capricornio en gris, Rostros comomanchas, Para terminar diciembre yRéquiem por un duende . Justo Arroyo,además, obtuvo el PremioCentroamericano Rogelio Sinán, seccióncuento, con Héroes a medio tic ruja) .Cuentos suyos han sido traducidos alinglés, alemán y húngaro .

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Vida que olvida

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Justo Arroyo

Vida que olvida

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ALFA

© 2002, Justo Arroyo© De esta edición :

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Distribuidora y Editora Aguilar, Altea,Taurus, Alfaguara S .A .Calle 80, No . 10-23Santafé de Bogotá, ColombiaTeléfono : 635-1200

ISBN: 9962-630-47-9

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Primera parte

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El hombre que iban a matar se llamaba como él,estaba vestido como él y era tan pequeño como él . Y, deno haber sido porque lo ayudó en el juicio, no habría te-nido valor para verlo ahorcar. Pedro Regalado observó elpatíbulo que le habían montado a Pedro Prestán y sintióescalofrío: lo habían trepado sobre una caja en la plata-forma del tren, y en lo que le pareció el colmo del sadis-mo, habían colocado un ataúd abierto en el suelo .

Pero si habían pensado doblegar a Prestán se ha-bían equivocado, porque el hombrecillo aparecía sereno,dirigiendo incluso a los verdugos, dando instruccionesen su coreografía macabra. Y allá arriba, en su saco ypantalón a rayas, camisa almidonada, chaleco, sombreroy gabardina, proyectaba su imagen de siempre : de jefe .Todo en Prestán transmitía entereza y Pedro Regaladorecordó cómo, durante el juicio, Prestán se había mante-nido fiel a su estampa de persona que sólo despiertagrandes pasiones, sin términos medios .

Era el año de 1885, cuando Panamá era un De-partamento de Colombia y el Istmo participaba de lasacostumbradas guerras entre liberales y conservadores .Pedro Prestán, un liberal, se había tomado Colón, peroante el avance conservador había huido a Barranquilla,dejando atrás la ciudad en llamas .

Allá lo apresaron y lo regresaron a Colón, don-de pasó cinco días en la cárcel . Al sexto, lo juzgaron y

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condenaron. Entre los cargos estaba el haber incendiadola ciudad, a pesar de que Prestán alegara que él nunca ha-bría quemado Colón porque aquí vivía su familia y aquítenía propiedades, que los verdaderos incendiarios eranlos gringos, que necesitaban justificar otra intervenciónen Panamá y sabotear el canal francés. Los gringos, habíadicho Prestán en su defensa, no sólo habían incendiadola ciudad sino catorce barcos con mercancía francesa.

Viéndolo sobre la caja, sin una gota de sudor noobstante el calor y lo pesado de sus ropas, Pedro Regala-do se dijo que se había identificado con Prestán desdeque coincidieron en el barco, cuando ni remotamentepensó que lo auxiliaría en el juicio . Entonces, y a pesarde sus cadenas, Pedro Prestán se había mantenido ergui-do, elegante, estableciendo superioridad, más evidenteaun con la gente que hoy había venido a presenciar suejecución: soldados en uniformes raídos, burócratas entrajes domingueros, oficiales de mostachos simulandoconversar, chinos que no paraban de fumar, negros semi-desnudos de ojos muy abiertos, como preguntándose deentre cual de ellos saldría el próximo ahorcado . Y gringosy europeos muertos de la risa, una puta en cada brazo,seguros de que a ellos nadie nunca les pondría una sogaal cuello .

Pedro Regalado mantuvo la vista en Prestán ypor un instante sus ojos se encontraron . Y en su levesonrisa, Pedro Regalado volvió a sentir la arrogancia, latemeridad que lo había llevado a ponerle un revólver enla cabeza al cónsul gringo y decirle que, si no le entre-gaba armas, le volaba el cerebro . Pedro Regalado estabaconvencido de que fue esta osadía, más que ningunaciudad en llamas, fue lo que selló el destino de Prestán .

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Porque nadie toca a un gringo, mucho menos a un cón-sul gringo. Y con la ejecución de Prestán se mandaba unclaro mensaje a todos estos latinos atrevidos .

Un cura hizo la señal de la cruz y procedió aleer de la Biblia. Pedro Regalado tragó fuerte y apretóla mano de su esposa, Antonia. Cuando el cura termi-nó, Pedro Prestán se dirigió a los presentes y, con voztranquila, insistió en su inocencia y perdonó a todos .Uno de los verdugos, entonces, tan elegante comoPrestán y poniendo su mejor rostro para la fotografía,dio la orden de empezar .

El vagón se movió . La soga reclamó a Prestán,obligándolo a inclinarse . Los pies se aferraron a la caja pe-ro la plataforma se la llevó y lo dejó colgando en el aire .

Los próximos segundos le parecieron eternos aPedro Regalado. Porque al caer Prestán la soga se tem-pló, subiendo y bajándolo tres veces, partiendo y estirán-dole el cuello y ladeándole la cabeza . Entonces Prestánpataleó, como ordenando a la tierra subir a sus pies . Perola tierra no obedeció. Pedro Prestán permaneció quietoal fin y a Pedro Regalado le llamó la atención que duran-te todo el ahorcamiento Prestán había conservado elsombrero, como un grotesco triunfo final, la casi cómicainclinación del sombrero su gesto obsceno de despedida .

Pedro Regalado y Antonia empezaron a caminarhacia su casa . Iban en silencio, de prisa y Pedro Regaladovolvió a decirse que era irónico que él, que había venidoa Panamá para escapar de las guerras de Colombia, hu-biera caído de bruces en una. Y nuevamente cuestionó subuen juicio cuando, con sólo 20 años de edad y una es-posa, había escogido Colón para vivir .

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En 1885, la "ciudad" de Colón, en el lado atlán-tico del Istmo, era un manojo de casas que se proyectabadesde la estación del ferrocarril, construido por los nor-teamericanos cuando la seguridad en Panamá era tanmala que habían tenido que contratar a un pistolero lla-mado Ron Runnels quien, fusilando a diestro y siniestro,impuso orden .

En la "Avenida", una trocha llamada del Frente,por estar frente al mar, se alineaban oficinas y negocios .Las casas, con excepción de la estación del tren, erande madera y, con el incendio atribuido a Prestán, algu-nos caseros empezaron a sentar bases de concreto peroconservando la estructura de tablas . Porque los loteslos alquilaba la Compañía del Ferrocarril y nadie teníaasegurada la renovación de su contrato . La madera y elapiñamiento garantizaban incendios periódicos en loque se dio en llamar la "maldición de Prestán" . Los co-lonenses adoptaron, al efecto, el ave fénix como escudode su ciudad .

Las "cantinas" eran unos huecos en las plantasbajas, con dos o tres mesas que sólo se usaban para cerrartransacciones con prostitutas, los regulares prefiriendolas "barras", un pie sobre el riel . Había cuatro o cinco ba-cinillas para escupir pero por lo general los gargajos ibana dar a la calle, en donde se mezclaban con las corrientesde orines y materia fecal, todo misericordiosamenterenovado por las constantes lluvias .

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Las riñas eran frecuentes, los abaleados y acuchi-llados debiendo procurarse por ellos mismos porque nose sabía cuándo habría un médico disponible . Los curan-deros llenaban el vacío, cosiendo y compartiendo con suspacientes una botella de ron .

Los restaurantes también eran de pie, con platosde cartón que se llenaban de carnes conocidas y otras porconocer, la grasa nivelando sabores . Los sastres rara vezcosían ropa nueva, porque el clima, con su agobiante ca-lor, propiciaba la desnudez . Su labor primordial era la deremendar, porque el que tenía algo de dinero y cerebroagarraba el tren para Panamá o el barco para Cartagena .

Pedro Regalado había puesto su letrero de abo-gado en la Avenida del Frente y, apenas se instaló, par-tidarios de Pedro Prestán le solicitaron ayudarlo en sudefensa, porque nadie quería relacionarse con el sub-versivo. Pedro Regalado aceptó pero inmediatamentese dio cuenta de que su labor iba a ser un mero trámi-te, porque el destino de Prestán ya estaba decidido .Con la condena, se dedicó a poner en orden las cosasde Prestán. Su testamento, sobre todo, fue un docu-mento desgarrador en que Prestán solicitaba le dieranel corazón a su esposa, lo que se cumplió .

A raíz de su actuación en el juicio de Prestán, aPedro Regalado le empezaron a llegar los casos típicos dela ciudad: riñas, demandas y divorcios que él procurabaarreglar mediante entendimientos amistosos y una comi-sión. Su "despacho" era una mesa con dos sillas; detrásde él, en un clavo, había fijado su diploma de Bogotá y,en un estante, sus libros, puestos allí para impresionar,porque a sus veinte años el joven abogado no proyectabamucha confianza.

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Pedro Regalado y Antonia vivían arriba de la ofi-cina, en un cuarto al que habían sacado sala, comedor ydormitorio . Caminar por el cuarto era imposible, y Pe-dro Regalado había adoptado la costumbre de comer encama, para irritación de Antonia . Sus primeros vecinosfueron una pareja, joven como ellos y, por lo delgado delas divisiones, era imposible ignorar sus olores y sonidos,ya fuera a la comida o al amor . Lo único agradable de lacasa era el balcón, que unía todos los cuartos y desdedonde observaban el mar y la lluvia.

Más que el calor, más que el sudor y la perma-nente viscosidad del cuerpo, más que las nubes de mos-quitos y la pestilencia de la ciudad, a Pedro Regalado leimpresionaba la lluvia . Unos aguaceros que podían ex-tenderse durante días, desbordando calles y aceras paracolarse en las casas y dañar los muebles, una lluvia detruenos y relámpagos que aumentaba la temperatura yembrutecía la mente, propiciando la indolencia general .En su nativa Bogotá, la lluvia fría calaba los huesos peroavivaba el cerebro . Pero todo el que llegaba a Colón pa-recía estrellarse contra este muro de humedad de cuyocontacto salía idiotizado, pensando solamente en conquién acostarse o con qué embrutecerse .

Pedro Regalado había llegado a Colón huyendode la violencia en general y de la intolerancia enparticular. Con relación a la primera, había muy pocoque pudiera hacer, más que mantenerse al margen, yaque consideraba las guerras civiles el colmo de la estu-pidez, la mayor traición a su ídolo, Simón Bolívar, es-tas luchas fratricidas que lo único que habían logradoera la división de Suramérica y su dependencia de lasgrandes potencias .

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En cuanto a lo segundo, él, bogotano de ojos azulesy cabello rubio, casado con una negra de la costa colombia-na, estaba dispuesto a lo que fuera con tal de que se respeta-ra. Porque desde que vio a Antonia, con su piel de seda ycuerpo esbelto, elegante aun en medio de trabajos indig-nos, tomó la decisión de casarse con ella. Antonia, por suparte, no estaba para relajos, mucho menos con uno deesos blanquitos capitalinos que sólo buscaban a las negraspara pasar el rato . Pero esta bella mujer, que Pedro Regala-do veía realizando oficios denigrantes en una casa vecina,despertó en él la necesidad de protegerla. Y venciendo lasaprensiones de Antonia, se casaron .

En la iglesia, el cura que los atendió les dio unadelanto de lo que les esperaba al conducir una ceremo-nia irritantemente lenta, como para darles tiempo a quese arrepintieran, moviéndose y rezando con rambulería,un ojo entreabierto, como diciéndoles que él, célibe y to-do, sabía que la lujuria era lo único que los había traído aesta iglesia, a ellos, una pareja tan desigual . Y cuando ter-minó, furioso por la determinación de los novios, dio unsotanazo y se fue sin felicitarlos .

Cuando Pedro Regalado entró con Antonia en sucasa y sus padres se quedaron mirándolos, en espera deuna explicación a esta negra que seguramente constituíaalgún capricho del niño, sí, alguna esclava recién liberadaque él querría como juguete, Pedro Regalado tomó a suesposa y se marchó sin decir una palabra . Al principiopensaron establecerse en Cartagena, la ciudad de Anto-nia, pero las noticias de la construcción de un canal porlos franceses los hizo decidirse por el de Panamá . PedroRegalado se había dicho que si en alguna ciudad tendríafuturo, sería en Colón . En la capital -pensaba- su juven-

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tud sería un impedimento, con toda esa competencia deabogados y tinterillos. Colón era la ciudad del futuro y ély su familia crecerían con ella .

Pero cuando bajaron del barco, en medio de unaguacero universal, cuando sintieron el calor subirlespor las piernas y el sexo, cuando la piel les empezó a pi-car y tuvieron que cruzar la calle en planchones que noaguantaban su peso sino que hundían sus zapatos enorines y excremento, Pedro Regalado supo que tendríaque llamar a toda su voluntad para no tomar el primerbarco de vuelta .

Lo único bueno de la lluvia era su complicidad alhacer el amor. Él y Antonia habían hecho el amor en elfrío de Bogotá y en el calor de Cartagena. Y tenía que re-conocer que había algo mágico en el aporreo de tantaagua sobre el techo mientras los cuerpos utilizaban el su-dor para su única buena causa . La obligatoriedad hacialos interiores, la condena a la cama que forzaba la lluvia,proporcionaba la justificación a la existencia de este olvi-dado rincón de un Departamento que ya había intenta-do separarse de Colombia y que muchos bogotanos, ensu desprecio por lo costeño, gustosos habrían vendido almejor postor.

Pedro Regalado jamás hubiera concebido hacerel amor con otra mujer que no fuera Antonia . Era estecuerpo y esta piel que lo atraían, su misma negrura unterreno de exploración y descubrimiento . Le gustabahacerla suya a oscuras, para no verla, sólo sentirla yolerla, su presencia tan excitante que, aun cuando esta-ba en su despacho, debía llamarse la atención para nosalir corriendo a buscarla . Y fue Antonia quien justificóa Colón; fue ella quien lo transformó en hogar y le dio

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coherencia . Ella quien salía feliz al mercado o se doblabasobre la estufa o lavaba y cantaba con la mejor voz y losdientes más blancos ; ella a quien él miraba de reojo paracaptar la insinuación de su sexo .

Antonia se identificó con Colón porque aquí sesentía libre del latigazo de la discriminación ; aquí podíacaminar por cualquier calle, entrar a cualquier tienda ysaber que nadie la miraba por encima del hombro ni lenegaba una atención ni, al contrario, la exageraba, enesa otra cara de la discriminación, cuando ante unhecho normal el otro se complica con cuidados querevelan su incomodidad .

En Bogotá ella siempre fue la "costeña", unasuerte de animal que para lo único que servía era para elsexo. Había tenido que dejar Cartagena en búsqueda deempleo y, como ocurría con las negras como ella, la ha-bían pasado directamente a la cocina, para atender a lasnacaradas bogotanas mientras callaba y se perdía por lacasa como una sombra .

Cuando Pedro Regalado le habló, Antonia pensóque se trataba de otro cachaco más, otro bogotano atrevi-do como los de la casa en que trabajaba, que no dejabande insinuarse al menor descuido de las señoras. Pero Pe-dro Regalado la sorprendió con su propuesta de matri-monio y, ante sus recelos, le argumentó que si quererprotegerla, si querer defenderla además de desearla comolo hacía, si todo eso no era amor, entonces él no sabía na-da de nada .

En Colón Antonia se sintió mejor incluso que enCartagena. Y aunque no se engañaba con las diferenciassociales, eran un mismo pueblo, los costeños, todos co-miéndose sílabas y todos con algo de negro por más

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blanca la piel, el vaivén de las caderas como elementoaglutinante. Su único deseo, para completar su felicidady echar raíces aquí, era salir preñada, enseguida, un varónprimero y luego los que vinieran .

Pero habrían de pasar diez años para que Antoniaquedara embarazada. Diez años en que la regularidad desu menstruación renovaba frustraciones y los convencíade que eran estériles. Diez años en que intentaron todaslas posiciones, comieron todas las comidas y bebieron to-das las bebidas . Diez años en que hicieron el amor en lacama y en el suelo, en que se hundieron en las aguas sala-das de los dos océanos y en las dulces de cuanto río, lagoo arroyo encontraron. Diez años en que tragaron sapos,ranas y serpientes, testículos de toro y huevos de tortuga,colas de lagarto mezcladas con hígados de lagartijas y ale-tas de tiburón. Diez años en que soportaron emplastos,fríos, calientes y tibios; en que se quemaron, se helaron yvolvieron a quemar; en que aguantaron el peso de unarobusta madre de diez quien, a intervalos de 30 segun-dos, les orinaba las caras para, según decía, romper elmaleficio de la luna . Diez años de experimentos que ter-minaron cuando una matrona, luego de desnudarlos,anunció gravemente que el problema era que Pedro Re-galado no era lo suficientemente extenso, para, acto se-guido, batir palmas y materializar a un negro, todo elmetro noventa de él, todos los cien kilos de él y toda unaerección de diez centímetros dispuesta a expeditarle elcamino a Pedro Regalado . Y, ante la furia de los esposos,la matrona se encogió de hombros y aceptó medio preciopor la consulta .

Pero, al cumplir treinta años, su menstruacióncesó . Ella, que podía predecir el minuto exacto del inicio

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de su período, no se quiso adelantar, guardó silencio yespero un día más. A la mañana siguiente, luego de revi-sar la cama, pegó un grito y, sin percatarse de que teníapuesto sólo el camisón, bajó corriendo hasta el despachode su marido. Pedro Regalado, entonces, cerró la oficinay subió con ella, a entregarse a un amor sin presiones, al-go que no habían hecho en mucho, mucho tiempo .

A Antonia le habían asegurado que si la barrigaera redonda significaba niña y que, si puntiaguda, varón .Al tercer mes su barriga fue una circunferencia perfecta yal cuarto y quinto mes se afianzó la redondez. Ella y Pe-dro Regalado comparaban las preñadas que encontraban,observaban redondeces y puntiagudeces y fueron partíci-pes de las frustraciones en uno u otro sentido, cuandomujeres con vientres como lanzas parían niñas o, al re-vés, cuando las barrigas redondas traían varones . ParaAntonia daba igual niña o varón pero sabía que PedroRegalado quería un primer hijo hombre . Naturalezamasculina, pensaba, y no había nada que hacer . Pero alfinal, cuando su panza adquirió la apariencia de un tam-bor y les decían que sólo un milagro produciría un varónen ese vientre, aceptaron la voluntad de Dios .

Y a los nueve meses exactos de la suspensión desu menstruación vino al mundo Martina Regalado .

Para entonces eran dueños de dos cuartos, ha-biéndose mudado los vecinos y permitiéndolo la prácticade Pedro Regalado. Porque el fracaso del canal francés,que significó una tragedia para miles de obreros, le brin-dó a Pedro Regalado la oportunidad de entablar deman-das a diestro y siniestro, cada obrero agraviado pensandoquitarle un pedazo al Conde de Lesseps, quien despresti-giado y enfermo ordenó liquidar la Compañía del Canal .

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Y los aullidos de los accionistas franceses repercutieronen el despacho de Pedro Regalado, quien tramitó cientosde solicitudes de indemnizaciones a las que jamás obtuvorespuesta. Pero él cobraba, contestaran o no, aunque losobreros, en su mayoría antillanos, dejaban de esperar ytomaban los barcos de vuelta a sus países de origen . Laquiebra del canal francés significó para Pedro Regalado yAntonia la adición de una sala y una recámara .

Martina Regalado nació de día, luego de una no-che de dolores y falsas amenazas. Pedro Regalado estuvopendiente de Antonia, poniéndole paños, sujetándole lasmanos y maravillándose, con cada quejido, de la imper-turbabilidad de la partera, dormida profundamente enuna mecedora. Pedro Regalado veía a Antonia retorcersecon cada contracción, seguro de que con este grito sal-dría su hijo, pero la comadrona dormía .

A la mañana siguiente, 31 de diciembre, la parte-ra le dijo a Pedro Regalado que se fuera a su despacho yno subiera hasta las diez en punto, ni un minuto antesporque su hija nacería a esa hora y no quería que la mo-lestara. Pedro Regalado oyó claramente "hija" pero calló .Tenía el cerebro tan embotado que ya para entonces ledaba igual si era varón o hembra. Sólo quería ver a Anto-nia libre, despegada de esta criatura que los había tenidoprisioneros durante diez años . A las nueve y cincuenta ycinco de la mañana subió las escaleras como sentenciadoy a las diez en punto oyó el llanto de su hija.

A pesar de que nunca lo habían hablado, a pesarde que ninguno se había referido a ello, las preguntas flo-taban entre los dos con su presencia inquietante : ¿Cómosería un hijo de ellos? ¿Qué color tendría? ¿Cómo seríansus facciones? Él tan blanco y Antonia tan negra ; él tan

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pequeño y Antonia tan alta, el cabello de él tan lacio yamarillo y el de ella tan negro y ensortijado . ¿Qué clasede persona traerían al mundo?

Martina fue una decepción que ambos callaron .Y no por niña sino por fea. No había sacado ninguno delos rasgos de sus padres y parecía haber nacido para con-trariarlos . No era ni negra ni blanca, era inclasificable .Pero el problema no estaba en la piel : estaba en su rostroy en su cuerpo. En Antonia la negrura era un manto desatín sobre sus facciones clásicas, boca, nariz y ojos en ar-monía. Y su cuerpo delgado y piernas largas le daban unaire de nubia aristocracia . Y Pedro Regalado, no obstantesu baja estatura, era un hombre que atraía las miradaspor su pelo dorado y su rostro severo suavizado por losojos más azules del mundo . Martina no traía nada de losdos y si no hubiera sido por lo absurdo del menor pensa-miento de infidelidad, Pedro Regalado habría pensadoque no era su hija .

Martina casi no tenía nariz, sus ojos estaban de-masiado juntos y poseía una fuerza intimidante . Llorabaa cada rato y sus robustos miembros se movían como re-tando a combate. Al cargarla, su peso era insoportable,como si se empeñara en rechazarlos, como si los estuvieraculpando, desde este primer momento, por la vida quele aguardaba.

Martina había nacido el último día de 1895,cuando en Colombia empezaba otra guerra civil y en Pa-namá los liberales atacaban cuarteles de policía y puestosmilitares. Y cuando los esposos Regalado se preguntabansi valía la pena traer un ser humano a este mundo .

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Viendo crecer a Martina, Pedro Regalado yAntonia llegaron a pensar que carecían de condicionespara ser padres. Porque desde el primer día Martinaexigió toda la atención, combinando el poderoso argu-mento de sus pulmones con la más firme posesión de suterritorio, que incluía, primordialmente, los senos deAntonia. Y la madre, que había anticipado este inter-cambio de amor con su hija, se vio, a pesar de ella, sus-pendiendo la lactancia por el destrozo que le causabaMartina. Al principio, y tratando de que Pedro Regala-do no se diera cuenta, Antonia había soportado en si-lencio el drenaje que le hacía su hija . Porque la niña nochupaba: jalaba como tratando de succionar a la madre .Pedro Regalado había observado esta forma de alimen-tarse de Martina y, cuando le resultó inadmisible, leexigió a Antonia que suspendiera el seno .

Pero Martina no lo aceptó calladamente . Sus ojoscerrados parecían ver la traición de Pedro Regalado alponerle un biberón en la boca, porque, al apretarlo ysentir el engaño, Martina liberaba la furia de su llanto .Antonia, entonces, cedía a las exigencias de su hija hastacuando le era insoportable amamantarla y Pedro Regala-do le decía que, aunque la criatura se muriese, suspendie-ra el seno. Y cuando Martina aceptó el biberón, PedroRegalado pensó que se estaba volviendo loco . Porque en

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el callado gorgoteo de su hija, en cada silenciosa succión,creía recoger el inicio de un plan de venganza .

Con los juguetes era igual. En su cuna, los padresse desvivían por procurarle muñecas y juegos que Marti-

na agarraba con seguridad para, al rato, partirlos. Y cuan-do Pedro Regalado pensó que sería buena idea regalarlejuguetes irrompibles, se dio cuenta de que el remedio erapeor que la enfermedad, porque entonces los juguetes re-sultaban proyectiles que se estrellaban en sus frentes .

Martina caminó a los seis meses . Ya desde loscuatro se había levantado en su cuna y a los cinco diosus primeros pasos . Los padres vieron asombrados cómoMartina cruzaba el cuarto con pisadas tambaleantespero duras y no sabían si felicitarse o atemorizarse,porque con cada precocidad de su hija volvían asentirse amenazados .

Al año Martina corría y se trepaba por los mue-bles . Y en cierta ocasión, cuando a Pedro Regalado y aAntonia les pareció una buena idea llevarla con ellos a unmitin al aire libre, el orador perdió totalmente a su pú-blico cuando los presentes se concentraron en el jovenque parecía europeo con una niña chillona en los hom-bros y una negra que seguramente era su sirvienta y queintentaba calmarla . Todos se habían apartado mientras eljoven luchaba por mantener a la criatura quieta tratandode que no le arrancara el cabello o le sacara los ojos . Y lareunión sólo continuó cuando el joven prácticamentearrojó a la niña de sus hombros y se la tiró a la mujer .

Lo peor era la socialización . Porque si con los pa-dres Martina podía contar con su llanto o fuerza para lo-grar sus propósitos, con sus compañeros el problema sedificultaba. Porque ningún niño está dispuesto a ceder

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su terreno sin una batalla, por más voluntad que de-muestre el enemigo. Y en sus amiguitos Martina encon-tró la resistencia a su necesidad de dominio . Y cada vezque los padres intentaban mediar, se encontraban con lamirada conocida de Martina : la de acusación . Su formade rendirse entonces era partiendo el objeto en disputa .

Sus vestidos, zapatos y medias no podían disimu-lar el poder que contrastaba con la finura de las niñas desu misma edad . Martina pisaba más fuerte, respiraba máshondo, lloraba más alto y, cuando empezó a articular pa-labras y a formar oraciones, su voz redonda dio más di-mensión al intimidante pecho .

La cara de Martina siguió el desarrollo del cuer-po, haciendo insufrible una suerte de doble frontera :arriba, la gran frente de cabeza calva ; en el medio,la nariz extendida y abajo, sin cuello para la transición,un embutido del cual salían brazos y piernas enlocomoción permanente .

Pedro Regalado y Antonia pasaban horas en elbalcón, en silencio, cuando tarde en la noche Martinadormía al fin . Y, sin expresarlo, confiaban en su transfor-mación, en que la adolescencia y el desarrollo metamor-fosearían a su hija, mudando la crisálida en mariposa . Yveces hubo en que se acercaban a la cuna para verla dor-mir. Entonces, la indefensión de su hija les traía lágrimasa los ojos . Pero en eso Martina despertaba y los quemabacon su mirada.

El 31 de diciembre de 1899 encontró a PedroRegalado y a Antonia preparándose para celebrar el añonuevo y el cumpleaños de su hija. Pero en realidad nohabía mucho que celebrar : el siglo XIX que moría habíasido testigo de la desintegración del proyecto de Bolí-

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var, un siglo en que Colombia había peleado dos vecescon Ecuador y había soportado veintidós guerras civilesmientras se preparaba para otra más que incluiría a Pana-má. Un siglo XIX en que los peruanos se habían masa-crado con los chilenos y los chilenos con los peruanos ybolivianos ; en que los paraguayos se habían asesinadocon los bolivianos y en que todo el mundo se había tra-gado un pedazo de Bolivia . Un siglo XIX que agonizabaprecisamente con la quiebra del canal francés y con elsurgimiento de Estados Unidos como dueño del mundo .Pero, qué caray : era el 31 de diciembre de 1899 y su hijacumplía cuatro años .

Habían planeado que, durante la tarde, los ni-ños participarían de una fiesta para, por la noche, losadultos esperar el año nuevo alrededor de unas botellasde licor . Para la fiesta infantil, Pedro Regalado y Anto-nia habían colocado una mesa con comida, bebida ydulces, habían adornado el balcón con globos y cintasde colores y habían comprado una piñata .

Martina, apenas empezó la fiesta, se colocó al la-do de la mesa y, en su traje rosa, sus zapatos blancos y sulazo rojo alrededor de la cabeza calva, mitigaba el poderque le bullía por brazos y piernas . Y Antonia, tambiéndesde el inicio de la fiesta, la había llenado de comida ybebida, buscando desviar su interés por la mesa . PeroAntonia y Pedro Regalado no podían controlar su temorcuando algún invitado partía con un plato o repetía re-frescos. Porque entonces Martina parecía lista para ex-tender los brazos y bloquear la mesa . Y cuando llegó alfin la hora de romper la piñata, Pedro Regalado y Anto-nia respiraron aliviados al pensar que su hija había pasa-do con éxito una importante prueba de socialización .

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Le vendaron los ojos, le pusieron un palo en lamano y le dieron tres vueltas. Pero Martina sabía exac-tamente dónde estaba la piñata . Con el primer golpe,el muñeco reventó, dejando caer un chorro de pasti-llas, de todos los tamaños y colores. Los niños, enton-ces, gritaron y corrieron hacia los confites . Pero yaMartina se había quitado la venda y se había paradoencima de las pastillas, el muñeco roto colgando sobresu cabeza. Y al agacharse los niños a recoger, Martinaempezó a repartir palos, con toda la potencia de suscortos y robustos brazos, dando siempre en el blanco,el palo en golpes secos que rompía cabezas o dejabachicos regados por el suelo .

Todo ocurrió tan rápidamente que nadie tuvotiempo de reaccionar . Los invitados se habían paralizadoante la masacre, lo que le dio tiempo a Martina pararomper algunas cabezas más. Los niños más afortunadosresultaron con chichones pero, en la mayoría, el impac-to del madero, ayudado por la fuerza de Martina, pro-dujo largas y profundas heridas que requirieron sutura .Martina todavía repartía palos cuando Pedro Regaladose le tiró encima y la doblegó . Toda ella temblaba yPedro Regalado se dijo que era cuestión de tiempo paraque nadie pudiera dominar a su hija .

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Mientras Pedro Regalado tuviera que pagarcuentas provocadas por Martina y mientras Antonia yél tuvieran que pasar largas noches en vela pensandoqué hacer con su hija, poco importaba que en Panamáse estuviera iniciando el período más sangriento de suhistoria . La guerra en Colombia había llegado al Istmoy demostraba que, tratándose de barbarie, los paname-ños estaban a la altura del resto de los colombianos .

Liberales y conservadores se disparaban, acuchi-llaban y bayoneteaban a placer en el interior de Panamáal tanto que los norteamericanos tendían un cerco alre-dedor de su precioso ferrocarril, amenazando con inter-venir. Y cuando luego de dos años de lucha se firmó lapaz a bordo del Wisconsin, Pedro Regalado vio cómo serepetía la historia de Pedro Prestán, ahora con el indioVictoriano Lorenzo .

Victoriano Lorenzo era un guerrillero que habíacombatido al lado de los liberales y había peleado con lahonradez de su condición de marginado . Pero si al final dela contienda los blancos pudieron darse las manos bajo lamirada beatífica de los gringos, con el indio Victoriano, co-mo con el mulato Prestán, había que hacer un escarmiento .Y, como a Pedro Prestán, se le condenó a muerte . Fue otroespectáculo bochornoso en donde a Lorenzo se le sentó enuna banqueta y se le disparó a quemarropa mientras dos

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curas rezaban sobre un muro . Lorenzo, y también comoPrestán, fue al patíbulo con toda la elegancia que permi-tía su pequeño cuerpo, con saco y sombrero .

Para Pedro Regalado, sin embargo, más impor-tante que cualquier guerra eran las cicatrices que empe-zaban a tomar posesión del rostro y cuerpo de su hija, lasevidencias de sus propios combates diarios . Unas cicatri-ces que, para empeorar las cosas, eran protuberantes,abultadas como gusanos . Por la cara, brazos y piernas deMartina se acumulaban las huellas de las cortadas, pedra-das y trompadas de los niños que, obligados a defender-se, terminaron por sellar su marginalidad .

Y noches hubo cuando, sentados al balcón, mi-rando los relámpagos que en ocasiones anteriores habíansido el preludio de una sesión de amor y que ahora veíancomo malos augurios, Antonia y Pedro Regalado se cru-zaban miradas de soslayo, la una esperando que el otrohablara, temerosos de que bastara un gesto para que to-maran una decisión. Pero ninguno habló ; ninguno dijolo que el otro pensaba porque entonces sí estarían conde-nados para siempre; ninguno expresó lo que, con un po-co de esfuerzo, podían realizar: la muerte de su hija, elfin de este castigo que no entendían .

Al principio, y también sin expresarlo, pensaronen el cura que los había casado en Bogotá y se pregunta-ban si no sería su maldición que los estaba persiguiendo,al haber detectado en ellos, como pensaba, el pecado delujuria. Podía ser, entonces, que Dios los estuviera casti-gando en nombre de aquel sacerdote que había creídover en ellos no a una pareja de enamorados sino a unsimple bogotano arrecho por una costeña cachonda .

Pero nadie habló . Y a Martina la salvó el silencio .

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Porque cuando después de horas de resistir la invitaciónde la lluvia volvían a la cama resignados y en la tibia co-modidad de sus cuerpos los vencía el embrujo del trópi-co, se abandonaban a su pasión así se los llevara el diablo .

Cuando Martina Regalado entró a la escuela, supadre recibió un golpe más devastador que todos los pro-blemas con su hija. Y era que Panamá, el Departamentoque él y su esposa habían elegido para realizar sus sueños,este Istmo que alguien describió una vez como el pescue-zo del gallo de Colombia, esta tierra ardiente a la cual seestaba acostumbrando con tal de levantar una familia, sí,Panamá, en ese tres de noviembre de 1903, declaraba suseparación de Colombia .

Pedro Regalado no había querido aceptar losrumores que venían circulando desde que el senado co-lombiano rechazó el tratado Herrán-Hay entre Co-lombia y Estados Unidos para construir un canal. Noquería creer lo que era un secreto a voces : que los nor-teamericanos independizarían a Panamá para lograrcon el nuevo país lo que les negaba Colombia . Él sabíade las andanzas por Estados Unidos del cartageneroManuel Amador Guerrero y del francés Phillipe Bu-neau Varilla, quien le vendería su alma al diablo contal de que Estados Unidos continuara lo que no pudoconcluir Francia . Pedro Regalado participaba del ner-viosismo general ante la posibilidad de que Panamá seseparara de Colombia pero jamás pensó que ocurriríaen realidad . Él era colombiano, como Antonia . Y aun-que ahora tenían una hija panameña, no por eso deja-ba de ser colombiana también .

Él amaba a Colombia, en toda su monstruosa yhermosa extensión de cordilleras, llanos y ríos . Y aunque

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nunca comprendió la violencia, sufría como nadie al leercómo del gran país original fundado por Bolívar se ha-bían desgarrado Venezuela y Ecuador . Pero aquello erahistoria, hechos del siglo XIX. Ahora, comenzandoel XX, él era testigo de otra división, aquí, en suspropias narices .

Y cuando ese tres de noviembre de 1903 estospanameños que ayer nada más eran colombianos sereunieron y se declararon independientes, Pedro Rega-lado sintió tal estremecimiento que tuvo que recostarsecontra una pared, la gente pensando que se trataba deotro borracho que celebraba la separación . Entonces,la cabeza zumbándole, decidió agarrar el primer barcoy regresarse a Colombia .

Al día siguiente, mientras tiraba ropas a la maleta,se enteró de que habían llegado tropas colombianas aColón, para aplastar el levantamiento . Entonces pensóen unírseles, para acabar con los traidores que volvían acercenar su país . Sólo que la presencia masiva de marinosnorteamericanos, con sus buques de guerra, le confirma-ba que la independencia de Panamá era un hecho cum-plido y que había que encontrar otra forma de cambiar lahistoria. Por lo pronto, se iría de Panamá .

Pero, para su sorpresa, Antonia no demostró nin-guna de sus angustias con relación a la separación de Pa-namá. Cierto, lo había escuchado en silencio mientras élmaldecía la secesión; como también había callado mien-tras él insultaba a Manuel Amador Guerrero y defendíaal senado colombiano por rechazar un convenio que lesdeba tantas ventajas a los gringos; pero, igualmente, enninguna ocasión Antonia había expresado una sola pala-bra en contra del movimiento separatista .

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Y Pedro Regalado, en un momento en quelevantaba las manos al cielo imprecando a los renegados,quedó en silencio ante el silencio de su esposa . Al principio,pensó que Antonia estaba tan ocupada con Martina quetodo esto de política le salía sobrando, que su problemacon su hija era tan inmediato que no podía perder el tiem-po con otra pelea más entre liberales y conservadores .

Pero cuando en las calles celebraban la salida delbatallón colombiano y él le exponía a Antonia las razonespor las cuales debían regresar a Colombia ; cuando obser-vó cómo Antonia lo escuchaba sin levantar la vista, Pe-dro Regalado tragó fuerte y se dijo que ella lo seguiríaporque era su esposa pero que, asimismo, le guardaríarencor, porque estaba visto que se consideraba tan pana-meña como su hija Martina.

Y en el elocuente silencio de su mujer, PedroRegalado entendió que Antonia no sólo le rebatía susargumentos sino que, además, le reprochaba que porencima de todo él se mantuviera como bogotano, co-mo estirado hijo del frío que no se había dado cuentade que la felicidad de ella estaba aquí, en el calor dePanamá, no sirvienta sino señora .

El silencio de Antonia le gritaba que qué bienque Panamá se independizaba, a ver si ahora nos deja-mos de matar con esa bobería de liberales y conservado-res; a ver si ahora dejamos de desangrarnos con tantasguerras y empezamos algo distinto, así sea bajo la tutelade los condenados gringos .

Antonia no había dicho una palabra pero no habíatenido necesidad. Y Pedro Regalado salió de la casa furioso .

Martina Regalado, mientras tanto, dormía plá-cidamente, ciudadana cabal de la flamante República .

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Cuando Martina cumplió diez años, Antoniaquedó embarazada nuevamente . Y, con la suspensióndel período de su madre, ocurrió un cambio de cientoochenta grados en la conducta de Martina : dejó de pe-lear, aunque continuó apartada de la gente . Su cambioa la civilidad, no obstante, llegaba demasiado tarde paralas cicatrices que la acompañarían durante el resto de sucorta vida.

Fueron nueve meses de angustia para los Rega-lado . Era otra barriga redonda y Antonia llegó a pensarque en su vientre crecía otro fenómeno, aunque desdeel nacimiento de Martina no habían hecho nada paraapresurar un segundo embarazo . La experiencia los ha-bía dejado asustados y ahora no habían comido nibebido nada extraño y habían dejado que la naturalezasiguiera su curso .

A los nueve meses llamaron a la misma comadro-na que repitió su tranquilidad y que en la mañana delalumbramiento le dijo a Pedro Regalado que se fuera asu oficina y no subiera hasta las diez en punto porque aesa hora, ni un minuto antes ni un minuto después, na-cería su segunda hija .

Martina no le quitaba la vista de encima . La niña,a quien nombraron Nicolasa, no era bonita pero estabalejos de la fealdad de la hermana . Era como un buen in-

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36tento por encontrar las mejores cualidades de sus padresaunque sin lograrlo del todo . Nicolasa sí tenía cabello ysu piel era de un agradable tono canela . Su rostro lucíauna pequeña nariz coqueta y sonreía constantemente .

Al principio, Antonia no se separaba de Nicolasay sentía terror de que Martina pudiera hacerle daño . Pe-ro un día, al ver en la cara de cicatrices la ansiedad portener a Nicolasa en sus brazos, Antonia respiró profun-damente, hizo de tripas corazón y se encomendó a Dios .Pedro Regalado observaba la escena y cuando Antoniapuso a Nicolasa en los brazos de Martina, aguantó la res-piración y se preguntó si Antonia había perdido el juicio .

Pero entonces, cuando Antonia sacó sus propiosbrazos de debajo de Nicolasa y la dejó en los fuertes y re-dondos de Martina, Pedro Regalado y Antonia vieroncómo su hija concentraba su poder para ofrecerle la me-jor cuna a su hermana, cómo las manos regordetas ad-quirían una elasticidad insospechada y cómo de su vozestentórea surgía una canción de cuna angelical . Nicolasano dejaba de sonreírle a Martina quien, por primera vezen su vida, devolvió una sonrisa .

Juntas, era difícil ver la conexión de hermandad .Marina, aunque había dejado de pelear, seguía creciendocon la misma fuerza, su cuerpo cuadrado como de lucha-dora. En su cabeza calva, que Antonia cubría con pañole-tas, habían empezado a aparecer algunos cabellos . Mañana,tarde y noche Marina usaba su pañoleta, lo que acentuabasu parecido con las antillanas de la ciudad. Nicolasa, con suabundante cabello negro, con su rostro simple pero agrada-ble y su sonrisa eterna, constituía un contraste de suavidadcon su hermana. Pero en presencia de Nicolasa toda lafuerza de Martina se transformaba en ternura, como si al

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fin le hubiera llegado la muñeca exacta, ésta de carne yhueso salida de su madre. Era adoración lo que Marti-na sentía por Nicolasa y a la menor señal de peligro,como cuando paseaban y los chicos, confiados en queMartina no era la guerrera de antes, aprovechaban paramofarse. Entonces salía la Martina de ayer, la de puñoscerrados y espuma en la boca, dispuesta a partirle lamadre a quien se metiera con su hermana .

Pedro Regalado y Antonia adquirieron tal con-fianza en Martina que no sólo le permitían jugar con Ni-colasa sino que dejaban que la acompañara a las tiendas .Entonces, la dueña de los brazos poderosos levantaba asu hermana como una pluma y se la colocaba contra elpecho para, cantando, bajar las escaleras y pasar por eldespacho de su padre, asomarse y mostrarle a Nicolasaen sus primeros pasos .

Un día, Antonia mandó a Martina a la tienda delchino y Martina repitió el proceso al salir con su herma-na: bajaron, saludaron a su padre y empezaron a caminarhasta la esquina, Nicolasa agarrada de Martina, Martinadándole todo el tiempo del mundo para que avanzara .

Al llegar a la tienda, una abarrotería repleta conlas mercancías que exigían los obreros que habían venidoa construir el canal norteamericano, entró un gringo conun perro. No era gran cosa de perro, un bicho de pieldesnuda y repugnante exotismo. Parecía un ratón, estabalejos de ser corpulento y compensaba su falta de presen-cia con gruñidos que deleitaban a su dueño .

Martina, de la mano de Nicolasa, fue al mostra-dor para hacer su pedido . Pero, concentrada en buscar eldinero en su bolso, soltó un segundo a su hermana . ANicolasa le llamó la atención el perro sin pelo y levantó

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la mano en su dirección . El perro, para ganarse la comidadel día, peló los dientes y gruñó . Entonces Martina, reto-mando su instinto combativo, se volteó, levantó al perropor las patas y lo estrelló contra el mostrador .

El animal murió instantáneamente, sin un soloquejido al reventarse contra el roble . El chino, el gringoy tres clientes más se quedaron mirando asombrados a lamuchacha llena de cicatrices que después de ejecutar alanimal se paró frente a la niña, los puños cerrados y laspiernas abiertas, respirando con ansiedad y lista paraestrellarlos también .

El primero en reaccionar fue el chino, quien salióde detrás del mostrador seguro de que, de algún modo, éltendría que pagar por el perro muerto . Pero entonces ypara sorpresa de todos, el gringo se agachó, levantó alanimal y, moviendo la cabeza, salió de la tienda repitien-do: ¡Jesus Christ, Jesus Christ!

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Pedro Regalado no sabía a quién odiaba más . Aveces pensaba que era a Manuel Amador Guerrero, elcartagenero que se había hecho nombrar Presidente dePanamá; otras a Teodoro Roosevelt, el presidente de Es-tados Unidos a quien la Academia sueca acababa de otor-gar el Premio Nobel de la Paz .

¡De la Paz! A este forajido que había comanda-do personalmente a sus "Rough Riders" en la invasióna Puerto Rico y que se ufanaba de "hablar quedo y lle-var un gran garrote" . ¡Valiente pacifista, -se decíaPedro Regalado-, este depredador cuyo placer mayorera matar animales!

Ambos, Roosevelt y Amador Guerrero eran eldiablo en persona para Pedro Regalado y más tempranoque tarde pagarían su bellaquería. Porque Amador Gue-rrero se "había aprovechado" de sus conexiones en Esta-dos Unidos para separar a Panamá y ahora él y otros"bandidos" se repartían el Istmo, no sin antes darles a losgringos la tajada del león con un canal a perpetuidad .

¡A perpetuidad! ¿Podía haber algo más vil queesto? Y los gringos, como para darle la razón a PedroRegalado, rápidamente establecieron en pleno centrodel Istmo un estado dentro de otro llamado Zona delCanal, con gobernador, jueces, policía y total exclu-sión de los panameños . Encima, habían importado la

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peor discriminación sureña al pagarles a los nativos enpatrón "plata" mientras que a los estadounidenses lespagaban en patrón "oro" . Y para terminarla de joder-se decía Pedro Regalado-, Amador Guerrero y suscompinches habían redactado una constitución que lesdaba a los gringos el derecho de intervenir en Panamácuándo, cómo y dónde les viniera en ganas .

Esta situación le quitaba el sueño a Pedro Regala-do, sin contar amigos y clientes . Y cuando los demás per-dían la paciencia escuchándolo despotricar "contra losbellacos que vendieron el Istmo", cuando lo invitaban atomar un barco y largarse a Colombia, Pedro Regaladorespondía que estaba en Colombia y que era cosa detiempo para que Panamá regresara. Si la discusión eracon un cliente, Pedro Regalado lo invitaba a buscarseotro abogado y, si con un amigo, se levantaba furioso pa-ra esperarlo luego en un café y, como quien no quiere lacosa, reanudar la discusión .

En casa no le iba mejor. Porque Antonia no le re-batía y al observarla con sus hijas, esas niñas que habíannacido en Panamá y a las que había tenido que inscribircomo panameñas, sentía la contradicción entre sus senti-mientos y su realidad diaria. Él mismo había tenido queregistrarse como panameño, de modo de conservar su li-cencia de abogado . Fue el momento más amargo de suvida, cuando un pendejito le extendió un cuaderno y lehizo firmar junto con toda esa pila de sinvergüenzas quede repente eran ciudadanos de un nuevo país . De estemodo, Pedro Regalado era presa de una doble náusea :con los acontecimientos que vertiginosamente particula-rizaban a Panamá como nación independiente y con élmismo, por dejarse llevar como simple espectador,. sin las

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agallas para hacer algo al respecto .Como Belisario Porras, por ejemplo, el jefe libe-

ral de la guerra de los mil días, quien se había opuesto ala independencia y las autoridades panameñas le habíanquitado la ciudadanía. Pero él, Pedro Regalado, sólo ex-presaba su rabia cuando lo que debía hacer era pelear porla reunificación .

Pero no actuaba y su furia se alimentaba de símisma al observar los signos evidentes de la consolida-ción del nuevo Estado . Como la electrificación y lasconstrucciones, el saneamiento de las ciudades dePanamá y Colón, la eliminación de la malaria y lapavimentación de calles que hasta ayer eran zanjas . Ocomo el convenio de paridad entre el dólar y la fla-mante moneda panameña: el balboa, en homenaje aVasco Núñez de Balboa, "el exterminador de indios ."Él tenía que hacer algo .

Un día leyó que el presidente Roosevelt venía aPanamá a inspeccionar personalmente las obras del ca-nal. El tunante de Roosevelt -pensaba-, quería ver susdominios. Antonia lo observó durante una semana ente-ra, malhumorado, pero, diciéndose que tarde o tempra-no su esposo aceptaría la realidad, lo dejó tranquilo .

Pero Pedro Regalado había empezado a elaborarun plan. Él tenía, como pago de un litigio, un revólvercalibre veintidós . Era una cosa pequeña pero que, dispa-rada a la cabeza, podía hacer mucho daño . Y había leídoque Roosevelt y Amador Guerrero planeaban un actopúblico en donde los dos presidentes se harían promesasde amistad eterna. Su plan, pensaba Pedro Regalado, detener éxito, no sólo cambiaría la historia sino que logra-ría el regreso de Panamá a Colombia : un tiro en la cabeza

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de cada uno y sanseacabó .Y no sería difícil: entre tanta gente él podría llegar

como un espectador más, acercarse a los presidentes ydarles su merecido . Primero a Roosevelt y luego a Ama-dor Guerrero. Era posible que perdiera la vida en ello pe-ro no importaba. Sí le preocupaba el futuro de Antonia,de Martina y Nicolasa. Le aterraba lo que pudiera pasar-les una vez muerto él. Tal vez las enviarían a Colombiaen donde Antonia volvería a sus trabajos de doméstica,ahora con mayor obligación por sus hijas . Sí, no era difí-cil ver a su bella Antonia limpiando traseros de chiquillosajenos o, peor, obligada a prostituirse por la irresponsa-bilidad de él .

Por las noches despertaba bañado en sudor . Sen-tía el aliento tibio de Antonia y al levantarse miraba a sushijas dormidas. Entonces se pensaba el idiota más grandedel mundo al considerar un plan tan descabellado comoel de matar dos presidentes. Pero tenía que intentarlo .

Empezó por preparar a Antonia para el viaje entren, para ir a la capital a la ceremonia . Le propusocomprar vestidos nuevos para las tres . Estaba seguro deque al presentarse como un padre de familia más, conesposa e hijas, no llamaría la atención y se aproximaríalo suficiente . Una vez cerca, apuntaría a la cabezota deRoosevelt y luego a Amador Guerrero . No había formade fallar.

La noche anterior al viaje no durmió. Limpió ycargó la pistola y se sorprendió de lo pequeña que era .Tendría que acercarse mucho para que estas balitas fue-ran efectivas . Y tenía que ser en las cabezas, porque Roo-sevelt, con ese pecho de toro, aguantaba un cañonazo .

Antonia le había comprado un vestido floreado a

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43Martina con la esperanza de suavizar su fuerza, pero elvestido no lograba esconder ni el temblor de sus carnesni el plomo de sus pasos . La ropa, entonces, causaba unaimpresión dolorosa, como el intento de cubrir un regalotosco con una envoltura delicada . Pero Martina no esta-ba al tanto de nada y parecía moverse delante de su vesti-do, como arrastrándolo .

Nicolasa, por su parte, desde sus primeras pala-bras proyectó una imagen de normalidad, para aliviode sus padres . Eso era lo que querían : una hija igual alas de los vecinos, nada distinto, alguien totalmentecorriente como estaba resultando la pequeña Nicolasa .

Antonia no necesitaba de ropas finas ni de ador-nos para destacar . Sus facciones oscuras y delicadas, sucuerpo de Boticelli y su gracia natural, recogían segundasy terceras miradas, Pedro Regalado orgulloso de su mu-jer. Y muchos hubo que fantasearon reemplazar a PedroRegalado, a este hombrecito que no se merecía esta diosade ébano. Pero la aristocracia de Antonia, su corrección yentrega familiar pero, sobre todo, la violencia de los ojosde Pedro Regalado, mantenían a raya al más audaz .

Así tomaron el tren, ese día en que, junto con elresto de los panameños, se concentrarían en la Plaza Ca-tedral, a vitorear a los presidentes Roosevelt y AmadorGuerrero. Ese día cuando, al sentarse en la sección de se-gunda y un gringo colorado les pidió sus boletos mirán-dolos como si fueran las gallinas y cerdos que traían losotros pasajeros, pensó en la nota que le había dejado aAntonia, pidiéndole perdón e indicándole la llave de lacaja fuerte, donde había suficiente dinero para que vivie-ran modestamente un par de años . Después, que el cielolas guardara . Antonia, por su parte, iba mostrándoles a

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las niñas los pueblos y la selva que se veían por las venta-nillas. Ahora cruzaremos un puente, decía, ahora entra-remos a un túnel, mientras las niñas participaban de laaventura de cruzar el Istmo en tren .

Pedro Regalado callaba y Antonia se decía que alfin su marido estaba aceptando los acontecimientos,cuando ni él había podido resistir la curiosidad de ver aTeodoro Roosevelt, el gigante norteamericano que sella-ba el destino del país con una vía acuática paralela a la fé-rrea que transitaban .

"Mister placa tiene plata, mister placa tiene pla-ta," repetía Antonia, remedando el sonido de las ruedasdel tren y haciendo que las niñas rieran, mientras PedroRegalado miraba por la ventanilla y se tocaba el revólverdentro del saco, presto a morir con la misma elegancia dePedro Prestán y Victoriano Lorenzo .

Él odiaba la ciudad de Panamá, con sus divisio-nes para los "de adentro", o sea los blancos acaudalados y"los de afuera", los negros y mulatos del arrabal. Unaciudad pretenciosa que habían adornado con banderasde Estados Unidos y Panamá. Era esta bandera paname-ña uno de los irritantes insuperables para Pedro Regala-do, con sus colores blanco, rojo y azul, perpetuando loscolores de liberales y conservadores . Aquí estaba ahora,profusamente. ¡Ah, pero pronto pagarían tanta vileza!

Dominando el parque estaba la catedral, desdecuyo atrio hablarían los presidentes . Había un cordón apartir de las escalinatas y más de cien agentes, entre civi-les y uniformados, formaban una barrera humana en elprimer escalón . La catedral estaba decorada con guirnal-das y banderas y la profusión de rojo, blanco y azul im-

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45era una profusión tricolor y, desde que había bajado deltren, al caminar la Avenida Central, se había sentido alie-nado de este pueblo que ondeaba banderas gringas y pa-nameñas. Y cuando un pequeño vendedor les puso en lasnarices banderas para que compraran, Pedro Regaladocreyó que le pegaría al chico; pero, advirtiendo que se-rían estratégicas para su plan, tragó grueso y compró tres :una panameña y dos gringas .

Antonia había tomado la panameña y les dio lasnorteamericanas a las niñas . Y a medida que avanzaronhacia el parque, a medida que se confundieron con el ar-co iris humano que bailaba y cantaba como en carnaval,Pedro Regalado miró a su esposa, tan feliz de estar allícomo el resto de la gente . Y con el calor y la profusión debanderas, Pedro Regalado cayó en un momento de con-fusión, empezó a sudar frío y Antonia tuvo que detenersepara preguntarle si estaba bien . Él respondió que sí, res-piró profundamente y siguieron adelante.

En el parque los esperaba una muchedumbrecompacta, todos chorreando agua por el calor y las telaspesadas, recuerdo de cuando se hacía el viaje de rigor a lafría Bogotá. Pedro Regalado tomó de las manos a Marti-

na y a Antonia, quien a su vez levantó a Nicolasa. La si-tuación era muy incómoda para Martina que sólo podíaver el bosque de piernas . Pedro Regalado, por su parte,no pensó en ningún momento en cargarla . Pero cada vezmás avanzaban, ayudados por la respetabilidad que pro-yectaba esta familia tan distinguida . Era natural que pa-saran adelante y todos les abrían paso para que vieran decerca el espectáculo histórico del más grande hombre dela tierra en suelo panameño .

Todavía tuvieron que pasar una hora más debajo

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46del sol asesino . Para entonces Pedro Regalado era unosólo con su saco y chaleco, las ropas tan mojadas queparecían lavadas, al tiempo que Antonia y las niñas sehabían marchitado hasta la tristeza . Sus vestidos nuevoshabían envejecido diez años, Nicolasa se había dormidoen brazos de su madre y Martina parecía a punto decorrer por entre las piernas de los presentes .

Pedro Regalado estaba consciente de que nodisponía de mucho tiempo, de que Roosevelt y Ama-dor Guerrero debían salir ya o todo su plan se iría aldemonio. Antonia, entonces, incapaz de seguir cargan-do a Nicolasa, la bajó y la niña se aferró a las piernasde su hermana. Allí, se metió un dedo en la boca y sedurmió de pie .

Al fin, por las puertas laterales de la iglesia salie-ron los presidentes: Roosevelt por la izquierda, vestidocon un sobretodo lo mismo que Amador Guerrero,quien apareció por la derecha . Pedro Regalado se dijoque la única razón para que estos locos salieran con abri-go en esta temperatura era para esconder chalecos pro-tectores. Pero él estaba a menos de diez metros de los dosy con esa cabeza cuadrada de Roosevelt no había manerade errar. Amador Guerrero, por su parte, quedaría tanparalizado al ver a Roosevelt herido que le sería fácildescargarle el resto del revólver .

El primero que habló fue Amador Guerrero, undiscurso que le sonó a Pedro Regalado como mosquitoen oído al punto que pensó le iba a dar otro vértigo . PeroAmador Guerrero terminó y le tocó el turno a Roosevelt .Sería en pleno discurso de este bandido, se dijo, tocándo-se el revólver dentro del saco .

Lenta, lentamente entonces, empezó a sacar el re-

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47vólver, quitando el seguro en el mismo movimiento, demodo que cuando saliera estuviera listo para disparar .Pero, cuando estaba a punto de gritar ¡Viva Colom-bia!, sintió algo como una patada . Por un momentopensó que lo habían descubierto y que los agentes leGafan encima .

Pero no: detrás de él, Martina tenía a un chico aga-rrado por el cuello mientras otro, a su derecha, le pegaba enla cara. Martina dejó al chico del cuello y con un puñetazomandó a rodar al que le pegaba . Otros chicos salieron deentre las piernas de los asistentes y se le acercaron por diver-sos ángulos, creando un caos . Nicolasa se aferraba a laspiernas de Martina, medio dormida y sin percatarse de quesu hermana repartía trompadas en su defensa, porque unode los muchachos, en su afán por avanzar, había tenido eldescuido de tropezar con Nicolasa .

Con el círculo, Antonia que se mete a proteger asus hijas, los padres que atienden a sus hijos rotos, losagentes que se colocan alrededor de los presidentes, Roo- sevelt que termina su discurso atropelladamente y los dos

que salen por donde habían entrado .La multitud empezó a dispersarse y en los ojos de

algunos flotó la acusación a esta familia que había causa-do que el gran estadounidense se fuera tan rápidamente .Antonia volvió a cargar a Nicolasa y propuso un heladoantes del tren de regreso a Colón .

Pedro Regalado estaba convencido de que Pana-má habría de pagar cara su separación . Porque, y graciasa los tratados del canal, los norteamericanos habían

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montado un estricto sistema de apartheid : otro estadogringo en pleno centro del Istmo . Veía cómo la Avenidadel Frente se inundaba de marinos que llegaban a Colóncon el único propósito de saciar sus vicios . Y las borrache-ras y batallas campales evidenciaban la arrogancia de pisarsuelo conquistado. También observaba a los policías pana-meños, constantemente vejados por los gringos y a los ciu-dadanos comunes obligados a sonreír por la necesidad deldólar. Este precario equilibrio entre dependencia y autoes-tima, pensaba Pedro Regalado, estaba propiciando el naci-miento de una esquizofrenia nacional .

Pero sabía que la tensión ambiente no era sóloproducto de la separación . Ya en el siglo pasado, en loque se llamó el Incidente de la Tajada de Sandía, ungringo de nombre Jack Oliver se había negado a pagarel precio de un trozo de sandía. Manuel Luna, el ven-dedor panameño, había exigido su dinero y, al negarseel gringo, sobrevino una batalla entre panameños ynorteamericanos con muertos y heridos y al finalColombia indemnizando a Estados Unidos . Ahora, co-mo producto de la independencia y el repunte de lasoberbia yanki, los nativos debían coexistir con el viciomientras luchaban por preservar su dignidad .

Con su fracaso en asesinar a los presidentes,con el rápido desarrollo de una personalidad nacionaly con la cada vez mayor integración de su propia fami-lia a la comunidad, Pedro Regalado empezó a llenarsede la amargura que lo acompañaría toda la vida . De in-dividuo gregario y optimista se fue transformando enhombre taciturno con propensión a la violencia . Se ne-gó a participar en las actividades de la ciudad y susamigos lo evitaron . Y eso estaba bien con él, se decía,

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porque, fuera de su familia, le bastaba con sentarse enuna mesa de café, leer el periódico y mover la cabeza .Había tomado la costumbre, también, de andarsiempre armado .

Pedro Regalado vestía correctamente, en la mejortradición bogotana, con saco, corbata y sombrero . Peroen casa las relaciones con Antonia se hacían progresiva-mente difíciles, al ver cómo ella participaba en las leccio-nes escolares de Martina, cómo la ayudaba a memorizarlos nombres de las provincias del nuevo país y cómo leguiaba la mano al dibujar la flamante bandera . Pedro Re-galado sentía que su lucha estaba perdida y que su depre-sión era consecuencia de negarse a aceptar lo inevitable .Pero nadie podría quitarle su sacrosanto derecho a noparticipar. Antonia, según costumbre, no le discutía . Y alverla, con su mezcla de ternura y sentido práctico, com-partiendo con sus hijas su nacionalidad, Pedro Regaladollegó a preguntarse si el esquizofrénico no era él .

Con este hombre fue que se cruzó un marinonorteamericano, una tarde en que Pedro Regalado habíasalido con su familia a tomar helados .

La Avenida del Frente había evolucionado de ver-tedero de inmundicias a calle limpia y pavimentada, contiendas lujosas que vendían mercancía de todo el planeta .La construcción del canal gringo había atraído gentes delos cinco continentes y la Avenida era el centro de movi-mientos, tanto para disfrutar de una buena comida comopara encontrar alguna prenda exótica. Los bares tambiénhabían progresado de sus primitivos huecos a amplios lo-cales adonde llegaban clientes con el serio propósito deperder el conocimiento .

La mano de Estados Unidos se notaba en la am-

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pliación y trazado de las calles, en la confianza de los co-merciantes y en ese aire de solidez que empezaba a mostraresta ciudad concebida para desaparecer . Y es que el canalatraía individuos con mentalidad de permanencia perotambién a cuanto aventurero hacía escala en Panamá . Cadabarco vomitaba cientos de hombres rudos, hediondos, exa-cerbados por el calor y la promesa de placer inmediato .Además, y luego de varias botellas de ron, no era mala ideaun par de trompadas para entrar en ambiente .

Pedro Regalado caminaba con Antonia de unamano y Martina de la otra, Nicolasa en brazos de su ma-dre . La Avenida del Frente enmarcaba la elegancia de lafamilia y a pesar de la variedad racial de los habitantes,esta pareja con las niñas era motivo de curiosidad . PedroRegalado y Antonia estaban conscientes de que forma-ban un grupo inusual, vistas la negrura y altura de ella encontraste con la blancura y bajura de él . Pero ahora lla-maban más la atención por la niña del medio, cuadrada,mostrando una fortaleza nerviosa y con el rostro, brazosy piernas llenos de cicatrices . La segunda nena tambiéndespertaba interés, con sus rasgos suaves pero inacaba-dos, contribuyendo al signo de interrogación de estaescena familiar .

Pero Pedro Regalado y Antonia sabían que en Co-lón, con sus cientos de matices étnicos, la curiosidad eracosa de momento, porque ellos no eran la excepción y sialgún antropólogo hubiera decidido estudiar la ciudad,habría tirado los brazos al aire en señal de impotencia .

Por eso fue por lo que, cuando vieron al marinoque los miraba, reclinado contra un poste, no le presta-ron mayor atención . El marino no podía tener más deveinte años, estaba en licencia del Columbia y su un¡-

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forme había dejado de ser blanco para mostrar restos decomida, colorete y mugre . Lo acompañaban otros dosmuchachos en igual estado de abandono que empatabanla borrachera del día anterior con la de hoy .

El muchacho del poste empezó a caminar tam-baleándose hacia la familia pero con la vista en Anto-nia. Y a través de los vapores del licor sólo tenía doscosas claras: que nunca había visto una mujer tan her-mosa y que pagaría lo que fuera por tenerla . En ningúnmomento el marino tomó en cuenta al hombre peque-ño que caminaba al lado de la mujer ni a las dos criatu-ras. Sólo le interesaba tocar esa piel y meterse dentrode esas piernas interminables .

Pedro Regalado miraba un escaparate cuando elmarino se paró frente a Antonia, sacó la cartera y le pre-guntó: ¿How much?

Antonia quedó paralizada y sólo cuando PedroRegalado sintió que no avanzaba fue que se dio cuenta .El marino estaba casi pegado a Antonia, su rostro prác-ticamente tocando el de ella y en la mano derechablandía una billetera por donde se asomaban los dóla-res . Los otros dos muchachos empezaron a aplaudir yel marino, con una sonrisa estúpida, hizo un intentopor besar a Antonia .

Pedro Regalado dejó la mano de Antonia y saltóal cuello del muchacho . Los dos cayeron al piso y, cuan-do el marino intentó levantarse, recibió una serie detrompadas que lo dejaron inconsciente . Pedro Regaladocontinuó pegando hasta cuando los amigos del marinose le tiraron encima. Pedro Regalado, entonces, en unsolo movimiento, se zafó de los marinos y sacó el revól-ver. Había quitado el seguro y empezaba a jalar el gatillo

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cuando Antonia gritó su nombre. Pedro Regaladoparpadeó tres veces y, apuntando a un marino y luegoal otro, volvió donde el muchacho del suelo y, con lacacha del revólver, le reventó la frente . Los dos marinossalieron corriendo .

Al rato regresaron, acompañados de una docenade soldados armados. Pero ya Pedro Regalado estabaen casa y tocó a los policías panameños enfrentar a lossoldados. Al herido lo llevaron a su barco y, cuando losestadounidenses se trabaron con los panameños, elasunto quedó registrado como un lamentable inciden-te que en nada afectaba las buenas relaciones entrePanamá y Estados Unidos .

Panamá, por su parte, pagó otra indemnizaciónal gobierno de Estados Unidos .

La escuela queda al final de la Avenida. Al prin-cipio, cuando Martina peleaba, Antonia la llevaba y labuscaba. Después, con la llegada de Nicolasa, cuandoMartina se hizo pacífica, Antonia le permitió subir ybajar la calle sola . Esta tarde Martina termina la escue-la y los graduandos están en primera fila, vestidos deblanco y con un birrete en la cabeza . Los padres ocu-pan la segunda fila y Pedro Regalado acompaña a An-tonia en esta finalización de estudios de su hija .

Porque, en efecto, hasta aquí llegan los estudiosde Martina. Y si bien la niña lee y escribe admirable-mente, si recita largos poemas y domina complicadosasuntos, a nadie se le ha ocurrido que continúe su edu-cación. La idea de su hija en otro ambiente es inconce-

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bible para Pedro Regalado, su traslado a la capital unasegura invitación al desastre . Su destino son los oficiosdomésticos, al lado de Antonia y cuidando a Nicolasa,porque ni pensar que se casará algún día .

Pedro Regalado observa a su hija por detrás, lacuadrada espalda y el robusto cuello, la cabeza con suscuatro pelos y encima el birrete, balanceándose precaria-mente. Pedro Regalado se dice que Antonia ha puesto sumejor empeño para que su hija no desentone, por eso elvestido le queda holgado, para que los brazos no rompanla tela ni los pechos el escote. Con las medias es imposi-ble y se estiran hasta resaltar los músculos .

Martina tiene doce años pero parece mayor . Sen-tada allí, delante de ellos, Pedro Regalado observa cómolos pechos de su hija se levantan y bajan, como si lucharacontra algo que la retuviera; ve cómo cruza las piernas enun esfuerzo por no levantarse y salir huyendo . Y PedroRegalado da gracias cuando empieza la ceremonia, cuan-do la maestra entra con los diplomas y sonríe en su direc-ción. Porque Martina ha obtenido el primer puesto y lamaestra está orgullosa de esta alumna que hasta hace po-co entraba al salón rota y sangrante . Pero a Pedro Rega-lado le resulta muy difícil conciliar lo que debe ser unmomento feliz con la realidad de su hija mayor, esta mu-chacha llena de cicatrices, por la cara, brazos y piernas,esta niña silenciosa como una bomba .

Cuando Martina se levanta para buscar su diplo-ma, la maestra la sorprende pidiéndole que diga unas pa-labras como alumna destacada que es . Y no sólo la turbacon esta petición sino que se va a una esquina y la dejasola. Y allí, en el centro del escenario, Martina pareceagrandarse, como masa en expansión . Desde allá arriba,

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54su cuerpo se proyecta como sobre un pedestal y enton-ces todo su peso, todas sus cicatrices, sus piernas,brazos, cuello y cabeza calva, su nariz chata, sus ojillosde serpiente que parecen mirar bien adentro del alma,toda esta potencia a duras penas contenida, se quiebrapara dar paso a un llanto que empieza con espasmos,como si en verdad estuviera intentando decir algopara, al fracasar, estallar en lágrimas . Mientras tanto,Martina ha estrujado el diploma y el birrete se le hacaído de la cabeza . Antonia vuela entonces adelante,abraza a su hija y la regresa a su asiento . La maestravuelve al centro del escenario y pide un aplauso paraMartina. Pedro Regalado, a todo esto, realiza un es-fuerzo sobrehumano para no pararse y salir. Al final dela ceremonia, los padres, maestros y estudiantesforman un círculo alrededor de una mesa con refres-cos . Pero Martina, desde una esquina, sólo observa .

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Pedro Regalado siempre se sintió responsablepor esta nueva afrenta de los gringos . Porque al año dehaberle roto la cabeza al muchacho del Columbia, enla capital los marinos del Buffalo se habían enfrentadoa ciudadanos panameños con el resultado de un muer-to y un herido . Estados Unidos, entonces, decidió queya era demasiado y no sólo obtuvo una indemnizaciónde 14,000 dólares sino que exigió realizar patrullajesarmados en las ciudades de Panamá y Colón .

Para Pedro Regalado el espectáculo de policíasgringos por la ciudad era intolerable. Su pavoneo, la ma-nera de mirar a los nativos, así se tratara de un rubio deojos azules como él, con saco y corbata además, todo unabogado, indicaban que lo único que importaba era queno fueras yanki para sentir la potencia de un imperio queprobaba sus alas con invasiones periódicas . Pero, aun asíy tal vez por eso mismo, las riñas entre panameños y nor-teamericanos se repetían con sangrienta frecuencia .

Lo único consolador en toda esta ignominia eraque había muerto uno de los gestores de la separación dePanamá: Manuel Amador Guerrero y que el senado deColombia continuaba negándose a reconocer al que se-guía llamando "Departamento rebelde" . Aunque, a pesarde su rechazo por todo lo que distanciara a Panamá deColombia, tenía que reconocer que el nuevo país había

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producido un gran poeta en Ricardo Miró . Un poemaen especial, Patria, definía con precisión a la nacienteRepública y los panameños lo recitaban con los ojoshumedecidos. Pedro Regalado se decía que con dospoetas más como éste Panamá estaría perdida parasiempre. Un verso, sobre todo, le quitaba el sueño, yera el que decía La Patria es el recuerdo .

Con esta sola línea -rumiaba Pedro Regalado-,Ricardo Miró había puesto el dedo en la llaga de lo que loseparaba de los panameños . Porque si era correcta su defi-nición de Panamá como un "pequeño país de sol brillantey cielo claro', su propia concepción de Patria era todo locontrario: la de un descomunal territorio dos veces másgrande que Francia y con todos los climas del mundo . Lapatria que él conocía era una patria de superlativos, a la vezandina, amazónica y costeña, con una capital que nuncahabía visto un sol brillante y en donde nadie levantaba lavista porque el cielo era eternamente gris .

Pero, e indiferente a los laberintos de Pedro Re-galado, Colón, la ciudad que había escogido para labrar-se un futuro, seguía su crecimiento . La Compañía delFerrocarril había aceptado vender sus lotes y empezarona aparecer edificios de cemento . La planeación arquitec-tónica reflejaba el optimismo general con sus anchas ace-ras y grandes balcones . Las casas de madera quedaron,pero reservadas para los obreros del canal .

La familia Regalado fue de las primeras en ocuparun amplio departamento en un edificio de mampostería,aunque con vista al mar, la única intransigencia de PedroRegalado. Pero, por razones prácticas, mantuvo su viejodespacho en la Avenida del Frente, ampliado ahora conuna oficina para su secretaria y con sala de espera .

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57También, y rápidamente, la ciudad se constituyó

en un microcosmos de división racial y social . Los grin-gos heredaron de los franceses el lujoso barrio de NuevoCristóbal, con sus casas de jardines y cercas mientrasque, en el centro de Colón, los pobres se apiñaban encuartos de madera, a veces hasta cinco por cuarto y unsolo servicio para cincuenta personas . Cada familia debíatraer su propia parrilla para el baño y, con el tiempo, fue-ron frecuentes las tuberías dañadas, la pestilencia refor-zando el calor .

A los quince años Martina era una giganta quellenaba una puerta . Se había convertido en ama de casaexcepcional, destacándose en la cocina ; pero su aten-ción especial era para su hermana . Y la pequeña Nico-

lasa, a los cinco, sostenía largas conversaciones con suhermana mayor, reclamándole o instruyéndola mien-tras Martina aceptaba . Y las manos que podían quebrarel cuello de un ciervo adquirían entonces la levedad delave. Esas manos regordetas hablaban por Martina yrevelaban la armonía escondida de la dueña . Sólobastaba ver su meñique, levantado con finura en el té oal planchar para desmentir el cuerpo grotesco .

Y cuando Rosendo, un joven estibador, empezóa rondar la casa, Pedro Regalado consideró seriamentepegarle un tiro . Pero al hablar con Antonia se encon-tró, nuevamente, solo, sin siquiera una contradicción .Igual que con la independencia de Panamá, cuandoAntonia no le discutía sino que se encerraba en un mu-tismo que traicionaba su complacencia ; así era ahoracon este Rosendo .

Y es que, cuando Pedro Regalado le habla del ga-ñán que llega todos los días a visitar a Martina, una gorra

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en la mano y sonriendo estúpidamente, Antonia ve en suhija no la montaña marcada de cicatrices sino a la mujersensible que delatan sus manos . Y mientras Pedro Rega-lado le habla de la patanería de Rosendo, Antonia piensaen las miles de veces que su hija habrá llorado a solas,luego de mirarse al espejo y saber que posee un alma queno tiene nada que ver con su cuerpo .

Porque además, cuando Rosendo habla con Mar-tina, Antonia observa la transformación de su hija. Y

quién sabe, se dice, quizás ella como madre y Rosendocomo pretendiente sean los únicos que pueden ver la gra-cia en el hipopótamo, la delicadeza en el elefante, porqueel cuerpo de Martina responde al cortejo y muestra la co-quetería de las manos gráciles .

Y ¿qué tal si Rosendo ha visto más allá del exte-rior de Martina y ha descubierto la médula tierna? ¿Quétal si este muchacho, pelafustán y todo, ha vislumbradoen Martina la esposa perfecta para levantar una familia?

Pero cuando Pedro Regalado sale con un portazo,cansado del silencio de Antonia, cuando observa a Ro-sendo en la esquina como perro hambriento, se hunde elsombrero y se abre el saco, para mostrarle el revólver ypasarle al lado, sin saludarlo, seguro de que se trata de unsinvergüenza que ya probó la comida de Martina y loque busca es una buena sirvienta .

Y cuando Rosendo se presentó un día en la ca-sa, lavado y almidonado y sin su gorra, más patéticoaun por su camisa y pantalones estrechos, como liqui-dados de una inundación en Hong Kong, Pedro Rega-lado no supo si sacarlo a patadas o darle un abrazo .Porque en toda la ciudad se había regado la fama dePedro Regalado como hombre de pocas pulgas que

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5 9buscaba el menor pretexto para sacar su revólver . Yaquí estaba este muchacho, aguantando su mirada yenseñándole el anillo con el que formalizaba el pedidode la mano de su hija . El anillo estaba bien, pensó Pe-dro Regalado a pesar de su emputamiento . Pero erafácil conseguir joyas en la ciudad y quién sabe de quécarga del muelle se lo habría robado . Pero esas botas,un tamaño catorce con su hierro protector, esa camisay pantalones demasiado cortos y ese esfuerzo hacia lalimpieza le decían a Pedro Regalado que si su hijaaceptaba a este sujeto como esposo estaría cometiendo .el error más grande de su vida .

Por eso, mirando fijamente los ojos implorantes deRosendo, Pedro Regalado le dijo que lo sentía mucho peroque su hija no se casaría con él. Primero -le dijo- por-que Martina sólo tenía quince años y segundo porque,francamente, él, Rosendo, no valía un carajo .

Rosendo quedó paralizado . La quijada se le cayóe incapaz de sostenerle la mirada a Pedro Regalado, bus-có ayuda en Antonia. Pero Antonia bajó la cabeza. Desdela cocina, entonces, el largo silencio que sobrevino fueinterrumpido por el estruendo de ollas y platos contra elpiso mientras Antonia corría al lado de su hija .

Tres meses después, en una letra clara, sus ideasbien expuestas, Martina anunciaba que se iba . Habíadejado la nota sobre la cama una tarde en que Antoniahabía salido con Nicolasa . Rosendo la vino a buscar ymetió sus cosas en unas bolsas . Entonces, sin miraratrás, Martina dejó a su familia .

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Cuando Martina empezó a vivir con Rosendo yPedro Regalado se juraba que no la vería más, en Berke-

ley, California, Teddy Roosevelt exclamaba que él se ha-bía tomado a Panamá.

Pedro Regalado no había probado aún su primersorbo de café cuando, a ocho columnas, la declaración deRoosevelt le llenó la boca de bilis. Si al menos lo hubieraintentado, se dijo, cerrando el periódico, si al menos lohubiera intentado aquella vez, aunque hubiera perdido lavida, por lo menos el mundo sabría que no todos apro-baron la separación de Panamá .

Pero aquí estaban, los panameños, poniendo sumejor rostro y defendiéndose con los signos visibles delprogreso. Porque hasta él tenía que reconocer la enormediferencia de lo que había encontrado al bajar del barcoaquel 1885 con lo que existía ahora . Aquellas zanjas lle-nas de mierda con estas calles pavimentadas y limpias;este sonido de máquinas y monedas y aquel de guerra ydolor. Protectorado, colonia o república mediatizada, locierto era que Panamá progresaba y el vértigo de lasconstrucciones, la actividad mercantil y la marea huma-na que llegaba a trabajar dejaba poco espacio para nacio-nalismos. El canal avanzaba y lo único que había en lamente era el dólar . Después de todo, los gringos estabanteniendo éxito allí donde habían fracasado los franceses,

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el joven imperio proyectándose como la nación del futu-ro y a ese carro querían subirse todos los que llegaban a

Panamá: derrelictos al lado de gente honrada ; maleantesy asesinos codeándose con europeos y asiáticos ansiososde empleo ; blancos, negros, amarillos y chocolates, losfuturos ciudadanos de un país que no tenía interés enquedarse en el pasado, como hacía él .

Y si en casa Antonia le reafirmaba su distancia-miento de Colombia, entre sus pocos amigos el temaera evitado para mantener algún vínculo con él . Por-que la República de Panamá era un hecho, le decíanfastidiados cuando él insistía en el asunto ; y si Colom-bia intenta tomarse a Panamá por la fuerza pues allí es-tarán las tropas gringas, invadiendo como hacen enNicaragua. Porque si allá es sólo una bananera la quedefienden, imagínese lo que harían si pensaran que suprecioso canal estaba en peligro .

Pero él jamás podía avenirse a esto . Y de algúnmodo ocurriría la reunificación . Tal vez como estado fe-deral o bajo legislación especial, porque lo intolerable eraque Panamá se perdiera para siempre . Y él nunca podríahacer lo que había hecho Belisario Porras, por más que loadmirara : eso de oponerse a la independencia con la con-siguiente pérdida de ciudadanía para al final terminaraceptándola . Y todo para ser presidente . No, él, no .

Antonia sí visitaba a Martina. Pedro Regalado losabía pero se decía que ninguna palabra suya impediríaque Antonia mantuviera contacto con su hija . Martina yRosendo vivían en una de las casas de madera y habita-ban un cuarto en el primer alto . Y como Pedro Regaladoy Antonia antes que ellos, habían sacado a la pieza coci-na, comedor y dormitorio, todo en un espacio de tres

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metros. La gran diferencia era que este cuarto no teníabalcón frente al mar y el calor del techo de zinc más elhumo del fogón se concentraban en la pieza, cuyo úni-co bombillo debía mantenerse encendido hasta de día .El baño quedaba a la subida de la escalera y los inquili-nos debían hacer cola para entrar, una toalla alrededorde la cintura y su parrilla para evitar la lama . El servi-cio era una prueba de equilibrio en donde hombres,mujeres y niños debían hacer malabares para no resba-lar y caer en excrementos .

Mañana, tarde y noche, la casa era una concen-tración de olores y sonidos . La bebedera de licor era has-ta la inconsciencia, y el azar dictaba si la noche sería depelea o de amor. Si lo segundo, a la mañana las mujereschancleteaban rambuleras, como para despertar envidiaen la evidencia de su hembría, el orgasmo compartido ensu nota más aguda .

Aquí Martina era dueña y señora . Aquí, entre es-tibadores y recolectores de basura, lavaplatos y meseros,había encontrado su centro . Y si de tareas femeninas setrataba, como lavar, cocinar y estar dispuesta a toda horapara su hombre, Martina sobresalía . Aquí brillaba y na-die se fijó ni en su fealdad ni en sus cicatrices . Lo únicoimportante era que su ropa era la más limpia del patio,que cocinaba como un ángel y compartía con los vecinossu afamado arroz con coco .

La primera vez que Antonia subió las escaleras dela casa de Martina, con sus escalones tan separados quelos chiquillos fisgoneaban desde abajo, hizo un esfuerzopor no llorar . Pero al ver a su hija, realizada en medio detanta pobreza, aceptó el destino que había escogido . Enocasiones, Rosendo estaba en el cuarto, bebiendo cerveza

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64y acariciando a Martina, por los brazos y hombros de ci-catrices, con más posesión que cariño, estableciendo unterritorio que nadie, pero especialmente Pedro Regalado,le podría disputar .

Una tarde en que Antonia llegó a traerles comida,encontró a Martina acostada, la vista perdida . Al acercar-se, le observó una hinchazón que hacía más grotesca aunlas cicatrices de la cara, porque parecía, de alguna manerainsondable, nivelarle la piel, de donde a pesar suyo Anto-nia se halló pensando en el absurdo de que la solución alos problemas de cicatrices de su hija estaría en una infla-mación permanente. Al acercarse y levantarle la cara, vioun temblor de lágrimas en los ojos . Antonia se oyó en-tonces reconfortándola con un discurso en que no creíaen lo absoluto . Porque, ¿cómo pedirle tolerancia, cómoexcusar un golpe cuando Pedro Regalado habría preferi-do cortarse las manos antes de ponerle una encima? Perolo hizo: excusó a Rosendo y le dijo que seguramente ha-bían sido algunos tragos de más, que era normal que enun matrimonio hubiera desavenencias .

Escuchándose, Antonia se dijo que Martina deprimera encontraría la falsedad en sus palabras. Porquesu hogar era un modelo de comunión . Y si era cierto queAntonia tenía su propio sistema para conservar la pazcuando veía venir una tormenta en Pedro Regalado, a lomás que él llegaba era a salir con un portazo . Nunca,tampoco, Pedro Regalado le había levantado la voz, con-formándose con encerrarse en su mutismo. Pero Martinaaguantó las lágrimas y agradeció el consejo de su madre .Y no le dijo que no era la primera vez que Rosendo le pe-gaba, que cada vez bebía más y que, en sus borracheras,empezaba por insultarla y ridiculizarla hasta terminar

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lahabía encontrado su madre, cuando Martina meditaba,en el giro que tomaba su matrimonio, cuando se decíaque había sido una ingenua al pensar que la vida le depa-raba otra cosa que no fuera sufrimiento . Pero lo que me-nos quería era darle la razón a su padre ; por eso, aceptólas palabras de Antonia y le dijo que era cierto, que todohabía sido el resultado de unos tragos de más, porque al.irse para el trabajo Rosendo había sido el esposo cariñosode siempre .

Martina se aferraba a un hilo de esperanza porque°al principio, muy al principio, cuando caminaban jun-tos, tomados de la mano, se sentía realizada como mujer .Rosendo le había proporcionado lo que muchas mujeresañoran y nunca consiguen : un matrimonio . Y si su padretenía razón al considerar a Rosendo poca cosa, ese pocole bastaba. Cierto que ella era mucho más inteligente queRosendo, quien apenas sabía leer y escribir y lo únicoque le interesaba era beber y jugar barajas ; pero era igual-mente cierto que a ella le agradaba saberse casada, prepa-rarle la comida y verlo engullir, aunque se trepara sobreella y terminara sin considerarla . No importaba: ella te-nía un orden en la vida y pondría todo su empeño enque su matrimonio funcionara .

A veces, cuando Rosendo roncaba a pierna suelta,ella miraba el cielo raso y pensaba en un hijo . E inmedia-tamente la asaltaba el miedo porque, ¿qué tal si daba aluz una segunda Martina? Ella, que no había sacado nadade sus padres, se preguntaba cómo sería un hijo suyo con

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Rosendo . Porque si Rosendo era bien proporcionado,casi guapo, tenía unas manos y pies extremadamentegrandes . Por lo demás, su absoluta falta de ambiciónindicaban un peligroso infantilismo . ¿Qué saldría detodo esto si sus padres, tan hermosos e inteligentes, lahabían producido a ella? Pero con el miedo venía la ex-pectativa, la necesidad de llenar ese vacío que le repro-chaba su período regular .

Una tarde, después de cobrar, Rosendo fue direc-tamente a la cantina . Martina había preparado una co-mida de pescado con arroz y tajadas de plátano, su platofavorito y pensaba que podrían celebrar el día de pago,comer y beber unas cervezas . Pero cuando después dedos horas Martina vio el pargo enfriarse, la manteca duray el arroz y los plátanos con una rigidez de derrota, sequitó la ropa, se puso un camisón y se durmió. No sabíaqué hora era cuando Rosendo entró, zarandeándola yexigiendo su comida . Martina se levantó y fue al fogón .Allí calentó la comida y se la puso delante a Rosendo,quien se balanceaba en la silla y sostenía una cuchara enla mano, en el rostro una expresión de idiota . Cuandoterminó de comer eructó, apartó el plato y, tambaleán-dose, fue a la cama . Se sentó y, mientras se quitaba loszapatos, empezó por decirle a Martina que ya las comi-das no le salían como antes. Martina, desde la cama, ca-lló, sintiendo el inicio de una discusión . Porque era laconvención adoptada por Rosendo para estos casos : em-pezar con un rodeo, criticar algún detalle, primero insig-nificante para luego subir de tono hasta insultarla . PeroMartina siguió en silencio y le dio la espalda, para escu-charlo decir que no era sólo la comida que estaba hacien-do mal sino que la ropa ya no le quedaba como antes . Y

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mientras Martina se refugiaba en su almohada, Rosendopasaba a lo peor, al ataque a su rostro y a su cuerpo, di-ciéndole que él tenía que hacer un esfuerzo para que se leparara con ella, él, que hubiera podido escoger a cual-quier mujer pero no, tuvo que fijarse en esta gorda quetenía cicatrices hasta en el culo y quien lo trataba mal apesar de su sacrificio, sirviéndole una pésima comida, la-vándole mal la ropa y brindándole los peores polvos .

Y como Martina insistiera en su silencio, Ro-sendo la volteó . Y al mirarle el rostro se echó a reír, di-ciéndole que si no se veía al espejo, que debería besarlelos pies por haberse casado con ella . Y ante la conti-nuación del silencio levantó entonces el puño y lo es-trelló directamente en la nariz de Martina, que sintiócómo el hueso se le quebraba y el dolor la abrumaba yperdía el conocimiento .

A la mañana siguiente, cuando se vio al espejo,observó con horror cómo toda la cara se le había hincha-do a partir de la nariz. Los pómulos y los párpados se lehabían ennegrecido mientras que los ojos parecían dosbrasas por los hematomas . Ahora sí era un rostro irredi-

mible, el de un monstruo lleno de cicatrices. Y su temormayor fue que su madre llegara y la viera porque enton-ces todo podría terminar fatalmente . Por eso, cuando es-cuchó a Antonia llamar a la puerta, no abrió sino que sehizo una bola en la cama.

Pero Antonia regresó por la tarde porque estabasegura de que algo malo ocurría . Y cuando al fin Martinaabrió, cuando después del impacto Antonia fue directa-mente a la cómoda y empezó a tirar su ropa sobre la ca-ma porque era el último día que vivía con ese animal,Martina lloró, se cubrió la cara con las manos y le rogó a

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su madre que no se metiera, que ella lo resolvería . Quehabía salido de su casa para no regresar más, que esta erasu casa y que por favor la dejara en paz .

Antonia iba a insistir pero al mirar a su hija y verla determinación en sus ojos, de alguna manera encontrósentido en sus palabras porque, aquí estaba, realizando loque nadie pensó jamás: un matrimonio, así fuera conuna bestia por esposo . Y ¿qué tal si Martina controlaba lasituación y seguía con su hogar?

Pensando así, Antonia se fue .

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Martina tenía razón. Porque habría de pasarmucho tiempo para que Rosendo le volviera a poneruna mano encima. Esa tarde, cuando Antonia partió, sedijo que era la última vez que lloraba, también . Yformando una venda con gasa y esparadrapo se la colo-có sobre la nariz . Sintió el dolor de los huesos buscandola unión pero supo que a toda su fealdad tendría queagregar ahora una nariz contrahecha . Y a pesar suyo,por más que luchó, las lágrimas se apoderaron de susojos. Pero se calmó y se sentó, las manos entre las pier-nas, esas manos finas que delataban su espíritu . El fogónestaba apagado .

Al llegar Rosendo, nuevamente tambaleándose yexigiendo comida, Martina se levantó . De pie, en el pe-queño cuarto, lo llenaba todo . La mesa la separaba deRosendo y, detrás de ella, estaba la cama. Al abrir lapuerta había que empujar una silla para entrar, revelan-do el fogón al fondo . Esto acababa de hacer Rosendo,empujar la silla y ver el fogón apagado . Estaba a puntode gritar cuando le llamó la atención la figura maciza ycuadrada que tenía delante . Nunca la había visto así,tan poderosa. Cierto que cuando decidió casarse conella sabía que tendría a una mujer fuerte que se encar-garía de su casa y que, por su fealdad, sentiría que le de-bía un favor, de modo que él pudiera hacer lo que le vi-

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niera en ganas. Y Martina había respondido a sus pla-nes porque le cocinaba y le lavaba y él no tenía que preo-cuparse por nada. Le bastaba con usarla de cuando encuando para decirse que había cumplido y dedicarse asus asuntos .

Pero en este momento Martina parecía un cubode granito en la pequeña habitación. Fácilmente pesabaarriba de cien kilos en puro músculo . Él, a pesar de sudelgadez, poseía unos bien torneados brazos de estiba-dor, levantaba bultos con facilidad y sus manos habíanadquirido consistencia de garras . Ahora que ve el fogónfrío su primer pensamiento es el de terminar el trabajode la noche anterior y partirle el labio a Martina ; sóloque, al mirarla, siente cómo a pesar de él le va naciendosu mejor voz conciliadora que propone buscar una comi-da en el restaurante de la esquina .

Pero Martina se adelanta a la mesa, de un mano-tazo la aparta con todo y sillas y no deja obstáculo entreella y Rosendo. Entonces, con la misma potencia con laque había intimidado a cientos de chiquillos cuando ni-ña, queda frente a Rosendo, quien paralizado y los ojosabiertos, no tiene tiempo de esquivar la trompada que loderriba puerta afuera hasta el pasillo . Martina entoncesse trepa sobre él y, quitándole el aliento con sus piernasde acero, lo mantiene aprisionado mientras descarga, unay otra vez, el puño sobre su rostro, partiéndole las cejas,la nariz y los labios hasta cuando de los cuartos vecinossalen unos inquilinos que se la quitan de encima . Roto ysangrando, entonces, Rosendo se incorpora y se desplo-ma sobre la cama mientras Martina, sin prisa, vuelve aacomodar sus muebles .

Esa noche no duerme sino que espera que Rosen-

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do despierte. A la mañana siguiente, cuando Rosendoabre los ojos y la ve, taladrándolo con sus ojillos de ser-piente, amenazadoramente serena, intenta pararse peroel dolor se lo impide. Entonces Martina le dice, en su vozmás tranquila, que si alguna vez le vuelve a pegar, que seasegure de matarla, porque si no lo hace, si la deja con vi-da, ella lo mata a él . Rosendo sólo asiente con la cabezamientras Martina va al fogón y lo enciende .

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Cuando Pedro Regalado salía de su casa, luego dedespedirse de Antonia y de la pequeña Nicolasa, debíacaminar cinco cuadras hasta su oficina . Entonces obser-vaba las construcciones y las calles pavimentadas, biendistinto de la mierda y los orines que debieron sortearcuando llegaron a Colón. Ahora no es ni la mierda ni losorines ni los charcos lo que debe sortear. Ahora son losmarinos y las putas y los proxenetas que escandalizan laciudad veinticuatro horas al día. Los gringos, una putaen cada brazo, emergen de los bares para romper botellassobre las cabezas de los ciudadanos . Ese año de 1912,precisamente, ha habido una batalla campal en un barllamado Cocoa Grove, en la capital, con el resultado deun gringo muerto y 19 heridos . Esos nombres de los ba-res y restaurantes, piensa Pedro Regalado, todos en ingléspara provocar nostalgia, indican a las claras quiénes sonlos consentidos en Panamá .

Pedro Regalado pasa frente a los bares y escu-cha las risas y el sonido de botellas mientras afuera, unpolicía nativo, nervioso y mal uniformado, mira haciaotra parte, rogando no se metan con él . Pero se meteny la tolerancia llega a su límite en forma de sangrientoscombates que los marinos parecen necesitar, así comonecesitan las putas y el alcohol . Una parada en Panamáo Colón sin mujeres, licor y riñas es inconcebible para

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los marinos. Y qué mejor impunidad que la que brindanestos indios o negros, estos chinos o culis que reciben susórdenes de los capataces gringos .

Porque cuando todo estaba dicho había por enci-ma de esta masa que construía el canal una raza coloraday vigorosa que mandaba sin pendejadas, que daba órde-nes precisas para mover la tierra, construir esclusas yformar lagos ; una raza que trabajaba duro y bebía más,que juergueaba pero que a las seis de la mañana estaba enel trabajo, masticando chicle y mandando a este conglo-merado que, al contrario, cada vez que hacía una fiestainventaba excusas para no presentarse a laborar . PedroRegalado no podía negar su admiración por este pueblo .Porque allí estaba, el canal, a punto de concluir y dandotrabajo a miles de personas que, directa o indirectamen-te, lo mantenían a él y a su familia. Pero era la arroganciagringa lo intolerable, esa odiosa discriminación con susservicios para blancos y negros, con pagos en oro y platay permitiéndose todo tipo de insultos sobre los nativos,injertando en el Istmo lo peor del sur yanki .

A veces, cuando pasaba por la hilera de bares yrestaurantes que iban perfilando a Colón como una delas ciudades más cosmopolitas del continente, Pedro Re-galado caminaba despacio, como tentando a la providen-cia para que de uno de esos lugares saliera un gringo y loretara. Entonces se tocaba el revólver bajo el saco y casi,casi imploraba le tocara una pelea .

Pero no había ocurrido. Ni cuando salía para laoficina ni cuando regresaba a casa ni cuando tomaba uncafé. Nadie se metía con él . Y no porque no los mirara :era por todo lo contrario. Porque cuando en el café losmarinos entraban exigiendo atención, les bastaba una

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75mirada a su mesa para, al contacto con sus ojos azules,saber sin la menor duda que ante ellos tenían a la muerteen persona, esperándolos . Por eso y sin poder explicárse-lo los marinos bajaban las voces, se aquietaban y adopta-ban una actitud de gente civilizada .

Desde que Martina se había ido con Rosendo nola había vuelto a mencionar . Sabía de las visitas de Anto-nia pero, aunque lo mataba la curiosidad, nunca pregun-tó por ella. Su dolor por la ida de Martina era profundoy si podía comprender su afán por asirse a esta posibili-dad de familia, ella tan fea y llena de cicatrices, no podíadejar de sentirse traicionado. Porque Rosendo no sóloera un ignorante sino un tipo desposeído de toda virtud .Estaba convencido de que sólo había visto en su hija auna empleada doméstica y que le haría la vida miserable .El haber escogido a Rosendo sólo indicaba la desespera-ción de Martina. Pero allí estaba, casada y no había nadaque él pudiera hacer .

Aquel día, cuando Antonia vio a su hija con lavenda sobre la nariz, cuando pegó un grito y juró que lecontaría a Pedro Regalado, Martina tuvo que hablar rá-pidamente. Y, poniéndole una mano en el hombro, unade esas manos que constituían su único atractivo sobre latierra, Martina le aseguró que no ocurriría más, que porfavor ni un solo comentario a su padre porque ella estabasegura, se-gu-ra, de que Rosendo jamás le volvería a le-vantar la mano. Y lo único que pudo hacer Antonia antesde irse fue advertirle que, si mañana la encontraba con elmenor rasguño, allí mismo la regresaba a casa.

Pero no hubo necesidad. Porque a partir de sugolpiza Rosendo no la tocó más. Literalmente . Al princi-pio lo achacó a sus dolores por la nariz, costillas y labios

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partidos. Pero cuando sanó del todo tampoco hizo elmenor intento por acercársele . Se sentía demasiado ate-rrado para la menor posibilidad de contacto . Y si antespodía llamar sus fuerzas para cumplir, como decía, ahorala sola idea de hacerle el amor a esta mujer que lo habíaestropeado le era inconcebible .

Seguía bebiendo y andando con mujeres pero ensu casa se limitaba a comer y a roncar . Él, que nunca ha-bía sido conversador, que, al contrario, sólo emitía gru-ñidos o risotadas frente a las tiras cómicas, ahora habíaenmudecido del todo, como si los golpes de Martina lehubieran apagado el cerebro . A Martina, por su parte,inmersa en sus quehaceres, lavando y planchando y coci-nando, yendo al mercado y disfrutando de sus charlascon sus vecinas, le bastaba esta nueva relación, diciéndo-se que al menos había logrado su propósito : en su hogarno habría las peleas que predominaban en los otros . Y ledaría tiempo, se decía además, sonriendo por dentro,porque, así como cocinaba, cogía .