heller, agnes -la primera y la segunda etica de kant

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II. La «primera» y la «segunda» ética de Kant INTRODUCCIÓN ¿Por qué «La primera y la segunda ética de Kant» y no sim- plemente «La ética de Kant»? Sin duda, el título requiere una explicación. Kant, ciertamente, legó tres obras de tema ético, pero —desde hace ya más de siglo y medio— se ha venido hablando de su «ética». Se le atribuye —al menos a partir de su fase crí- tica— una concepción filosófica inmutable, como si desde la redac- ción de la Crítica de la razón pura no hubiese sido ya un pensa- dor capaz de un desarrollo ulterior. Sólo en estos últimos tiempos viene poniéndose aquí y allá en cuestión la concepción de un sistema kantiano «acabado e inmutable», sobre todo por lo que hace a la filosofía de la historia: Saner y Weygand han realizado, en este aspecto, una labor efectivamente pionera.1 El desarrollo ulterior de las ideas filosófico-históricas es más o menos eviden- te; esto puede, tal vez, explicar el hecho de que fuesen anterior- mente «excluidas» del sistema crítico, como si se tratase de ideas situadas fuera del sistema y expuestas además en escritos «oca- sionales». Weygand, en contra de esta visión, sitúa con extraordi- naria claridad el lugar de la filosofía de la historia dentro del sistema crítico. Si aceptamos esta explicación (en lo que sigue se expondrá por qué lo hacemos) se plantea de inmediato otra cues- tión, a saber, si la configuración posterior de su filosofía de la historia comportó también una modificación de dos disciplinas del sistema crítico anteriormente desarrolladas, la teoría del co- nocimiento y la ética. Dado que después de la Crítica del juicio Kant no escribió ya ninguna obra de temática epistemológica, no cabe hablar, a este respecto, de modificación alguna del tenor se- ñalado aun cuando se da el caso de que hallemos en sus obras tardías no pocas proposiciones de índole epistemológica que cons- tituyen novedad en relación con la Crítica de la razón pura, e in- cluso algunas —si bien pocas en número— que contradicen lo sos- tenido en esta obra. Sin embargo, Kant sí que escribió una ética: la Metafísica de las costumbres publicada en 1797, una obra en la que se hace patente hasta qué punto ocupan un espacio cada vez mayor en el pensamiento kantiano los nuevos elementos, con- trastantes con las dos obras de ética publicadas en los años 80. 1. S aner, Hans, Kants Weg vom Krieg ztan Frieden, Pieper Verlag, Munich, 1967; Weygand, Klaus, Kants Geschichtsphilosophe. 21

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Agnes HellerKantetica

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II. La «primera» y la «segunda» ética de Kant

INTRODUCCIÓN

¿Por qué «La primera y la segunda ética de Kant» y no sim­plemente «La ética de Kant»? Sin duda, el título requiere una explicación. Kant, ciertamente, legó tres obras de tema ético, pero —desde hace ya más de siglo y medio— se ha venido hablando de su «ética». Se le atribuye —al menos a partir de su fase crí­tica— una concepción filosófica inmutable, como si desde la redac­ción de la Crítica de la razón pura no hubiese sido ya un pensa­dor capaz de un desarrollo ulterior. Sólo en estos últimos tiempos viene poniéndose aquí y allá en cuestión la concepción de un sistema kantiano «acabado e inmutable», sobre todo por lo que hace a la filosofía de la historia: Saner y Weygand han realizado, en este aspecto, una labor efectivamente pionera.1 El desarrollo ulterior de las ideas filosófico-históricas es más o menos eviden­te; esto puede, tal vez, explicar el hecho de que fuesen anterior­mente «excluidas» del sistema crítico, como si se tratase de ideas situadas fuera del sistema y expuestas además en escritos «oca­sionales». Weygand, en contra de esta visión, sitúa con extraordi­naria claridad el lugar de la filosofía de la historia dentro del sistema crítico. Si aceptamos esta explicación (en lo que sigue se expondrá por qué lo hacemos) se plantea de inmediato otra cues­tión, a saber, si la configuración posterior de su filosofía de la historia comportó también una modificación de dos disciplinas del sistema crítico anteriormente desarrolladas, la teoría del co­nocimiento y la ética. Dado que después de la Crítica del juicio Kant no escribió ya ninguna obra de temática epistemológica, no cabe hablar, a este respecto, de modificación alguna del tenor se­ñalado aun cuando se da el caso de que hallemos en sus obras tardías no pocas proposiciones de índole epistemológica que cons­tituyen novedad en relación con la Crítica de la razón pura, e in­cluso algunas —si bien pocas en número— que contradicen lo sos­tenido en esta obra. Sin embargo, Kant sí que escribió una ética: la Metafísica de las costumbres publicada en 1797, una obra en la que se hace patente hasta qué punto ocupan un espacio cada vez mayor en el pensamiento kantiano los nuevos elementos, con­trastantes con las dos obras de ética publicadas en los años 80.

1. S aner, Hans, Kants Weg vom Krieg ztan Frieden, Pieper Verlag, Munich, 1967; Weygand, K lau s , Kants Geschichtsphilosophe.

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Los «desplazamientos» son de tanta importancia precisamente en los problemas determinantes para Kant, que podemos hablar sin aprensiones de «otra» ética. Ciertamente, es incomprensible por qué los trabajos que someten a examen la evolución de Kant con referencia a su «período crítico» toman en consideración tan sólo la primera parte de la Metafísica de las costumbres (que analiza el derecho) y pasan por alto el intento de la segunda parte, enca­minado a la elaboración de una ética más «próxima al hombre».

Es evidente que no hay que pensar la evolución de Kant du­rante su período crítico en términos que supongan que en un momento y lugar dados, fuesen cuales fuesen, hubiese abandona­do conscientemente el sistema crítico como tal. La estructura «ar­quitectónica» del sistema crítico —por servirnos de una expresión que gustaba a Kant— no fue alterada. Más bien cabría parango­nar este sistema con una catedral gótica que aun habiendo sido erigida de una vez obedeciendo a la inspiración de una idea artís­tica, no por ello deja de experimentar cambios en tiempos poste­riores. En el sistema kantiano se halla «incorporada» aquí una torre, allá un lateral, se encuentra «adosada» más allá una capi­lla, etc. Finalmente este procedimiento suscita —al menos por lo que hace a la ética— la impresión general de una cosa comple­tamente distinta y esto a pesar de que no se ha tocado ni una sola piedra de la catedral surgida de la idea original.

Añadamos a esto que una cierta reordenación de estas caracte­rísticas tuvo lugar ya entre la Fundamentación de la metafísica de tas costumbres y la Crítica de la razón práctica, si bien no fue determinante desde el punto de vista de la concepción global. La modificación importante sobreviene con el cambio en la concep­ción de la filosofía de la historia, cuyo resultado, como se ha di­cho ya, es la Metafísica de las costumbres. Si se considera a Kant desde esta perspectiva, se encuentra una respuesta a algunas cues­tiones que son, a nuestro modo de ver, escolásticas. Piénsese, a título de ejemplo, en el debate acerca de si Schiller tema razón con su famoso epigrama contra Kant o si malentendió al filósofo. Lo que queremos decir es lo siguiente: si el punto de referencia es la Fundamentación, tenía sin lugar a dudas razón; si el punto de partida es la Crítica de la razón práctica, predomina en cierto modo el malentendimiento; si se trata de la Metafísica de las costumbres, Schiller sale indudablemente mal parado —en el caso de que la obra de Kant no hubiese aparecido después que el tan discutido epigrama.

Como punto de arranque del cambio de la concepción filosó- fico-histórica y antropológica, Weygand señala el año 1790; los primeros síntomas en este sentido aparecen según él en la Crítica del juicio, particularmente en la segunda parte de la obra y más exactamente en las observaciones metodológicas acerca de la crí­tica del juicio teleológico. La peculiaridad sistemática de estas ob­servaciones sería la atribución —ausente todavía en la Crítica de

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la razón práctica— al juicio reflexivo de la función de fijación de las ideas ideológicas. En los trabajos posteriores el cambio en el plano antropológico y de la filosofía de la historia aparece con un vigor creciente.

Los orígenes y los motivos de la «reordenación» son, con segu­ridad, variados. En este sentido hay que distinguir tres motivos básicos; no hará falta especificar, dada su obviedad, que los tres se influyen mutuamente y están estrechamente relacionados.

El primer motivo es el autodesarrollo del mundo de las ideas. No importa que el conjunto del sistema crítico estuviese acabado en el pensamiento de Kant en el momento en que éste trasladó al papel la Crítica de la razón pura; en el desarrollo de nuevas disci­plinas el pensador se ve confrontado una y otra vez con proble­mas nuevos e imprevisibles. El genio de Kant se pone de mani­fiesto no en último término en el hecho de que nunca dejó de lado los nuevos problemas, nunca se limitó a aderezar de manera conveniente el andamiaje del sistema que le servía de punto de arranque, sino que los desarrollaba y los «incorporaba» a su sis­tema. El énfasis de los análisis se sitúa siempre en un nuevo lu­gar: aparecen siempre ideas fértiles que no impiden que en la obra subsecuente sean formuladas ideas de orientación distinta, nuevas y fecundas.

El segundo motivo es el efecto de la crítica, el efecto de la «recepción» de su obra por parte de los «creadores». Como todo gran pensador, también Kant seleccionaba, obviamente, mucho a sus críticos, atendiendo a unos e ignorando a otros. Y así dejaba de lado no sólo a sus críticos secundarios e ineptos, sino tam­bién, con cierta frecuencia, hacía lo propio con argumentaciones verdaderamente dignas de consideración (es el caso, por ejemplo, de la importante observación de Herder según la cual el concepto de libertad de Kant excluye la libertad de la personalidad). Ahora bien, a los que atendía, les dedicaba una atención exhaus­tiva. Un crítico de este género fue Schiller.

Es bien sabido con qué afecto y comprensión estudió Kant el estudio de Schiller De la gracia y la dignidad y, asimismo, que declaró que en esencia no veía ninguna diferencia entre su punto de vista y el de Schiller. ¿Qué había escrito Schiller? «En la filo­sofía moral de Kant la idea del deber está expuesta con tal se­veridad que intimida a todas las gracias...»2 «La cura demandaba una sacudida, no engatusamiento y persuasión; ...era el Draco de su tiempo porque no le parecía aún apto y receptivo para un Solón...»3 «Si la naturaleza sensible fuese siempre únicamente la parte sometida y nunca parte cooperante en lo moral, ¿cómo po­dría prestar todo el fuego de sus facultades de percepción a un

2. S c h il l e r , Friedrich, über Anmut und Würde, Sdmtliche Werke, vol. IX, Rosl, Munich/Leipzig, 1923, p. 115,

3» Ibid., p. 116.

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triunfo que se festeja sobre ella misma?»4 En el estudio, Schiller desarrolla la idea de varios «tipos básicos» en el orden ético y en­tre ellos también la idea de las «almas bellas», «...en las que se armonizan sensibilidad y razón, deber e inclinación...».5 ¿Cómo podía afirmar Kant de estas posiciones que coincidían en lo esen­cial con sus propias ideas?

De la gracia y la dignidad apareció el año 1793. Cuatro años después se publicaba La metafísica de las costumbres de Kant, obra que indudablemente lleva la «marca» de la exposición de Schiller. En esta obra no cabe duda de que Kant pretende ser el Solón y no el Draco de su tiempo. Pero para producir este resul­tado había sido necesario no sólo Schiller, sino también el «en­cuentro» de la obra schilleriana con otra cosa: con el lento cam­bio de la antropología kantiana. Efectivamente, Kant había empe­zado a considerar las posibilidades de la naturaleza humana de manera distinta a una década antes.

Y en este punto entra en juego un tercer —y tal vez más deci­sivo— factor: la Revolución francesa.

En tanto que solución política Kant rechazó siempre teorética­mente la revolución; sin embargo, ante la Revolución francesa no dejó de manifestar sus simpatías (en ocasiones fue incluso sospe­choso de simpatizar con los jacobinos). La exaltación de su simpa­tía en un momento en el que bastantes de los entusiastas partida­rios iniciales de la revolución empezaban a volverle la espalda tal vez se deba al peso de la reacción prusiana, que empezaba a hacer­se sentir entonces y de la que Kant tuvo que saber también alguna cosa; en todo caso no fue éste el único factor. La «reordenación» optimista de su antropología y su filosofía de la historia se inició bajo la influencia de la revolución; es probable incluso que esta reordenación ya iniciada se orientase luego en el sentido de la simpatía creciente. El comienzo del cambio en la filosofía de la historia de Kant se sitúa, como hemos visto, en el año 1790. Po­demos ahorramos el esfuerzo de «leer» en su obra qué relación existe entre el despliegue de este cambio y la revolución, puesto que él mismo lo formuló con claridad.

Añadamos que el objeto de esta simpatía ño son los aconteci­mientos políticos de la revolución (en este aspecto Kant nunca es acrítico), sino más bien la elevación ético-moral que —al menos según Kant— fue propiciada por la revolución, la virtud y la gran­deza suscitada por la revolución tanto en su propio hogar como en todos los hombres que, en cualquier otro lugar, se identifica­sen con sus ideas: «La revolución de un pueblo lleno de ingenio que hoy vemos desarrollarse ante nuestros ojos, podrá triunfar o fracasar; podrá venir cargada de miserias y actos de crueldad hasta el punto de que un hombre recto, aun en el caso de que pu­

4. Ibid., p. 117.5. Ibid., p. 119.

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diese confiar en llevarla a cabo felizmente, por segunda vez, no se resolvería sin embargo jamás a hacer un experimento a tal coste; esta revolución, digo, halla empero en el ánimo de todos los espectadores... tal participación del deseo, que casi frisa con el entusiasmo y cuya expresión puede incluso acarrear peligros, que no puede tener como causa, por lo dicho, más que una dispo­sición moral inscrita en el género humano... Así, pues, esto y la participación en lo bueno a través del afecto... da pie, como derivación de esta historia, a la siguiente observación, de impor­tancia para la antropología; que el entusiasmo auténtico sólo se dirige a lo ideal y en concreto a lo puramente moral... y no puede injertarse en el egoísmo.»4 Ahora bien, en este razonamiento Kant afirma realmente lo mismo que antes citábamos de Schiller, es decir, que la naturaleza sensible (el afecto) se convierte en «par­te cooperante» de lo «moral» en el triunfo sobre la mala sensi­bilidad, el egoísmo.

Así, pues, los tres componentes señalados y su interrelación fueron los que determinaron básicamente el cambio hacia la an­tropología, filosofía de la historia y ética tardías de Kant. Hay que reiterar empero que estas modificaciones no conmovieron la es­tructura del sistema crítico, al menos no en un orden sistemáti­co, si bien condujeron a un desplazamiento de los acentos debido al cual cabe hablar, a la luz de la Metafísica de las costumbres, sin temor a equivocamos, de otra ética de Kant, no draconiana sino solónica.

¿Quiere esto decir que todos los innumerables estudiosos, crí­ticos y adeptos de Kant han sido víctimas a lo largo de los últimos 150 años de un error por no haberse percatado de la Metafísica de las costumbres y haber sustentado su apasionada relación con Kant —bien favorable, bien contraria— únicamente en la Funda- mentación y en la Crítica de la razón práctica? No es posible res­ponder afirmativamente a esta pregunta por el hecho de que en la historia de la eficacia de las filosofías no existe la «verdad» y por consiguiente tampoco el «error». Debemos aceptar como ética kantiana (la ética de Kant) aquello que fue acogido como tal y de esta manera en la consciencia filosófica y pública, aquello que efectivamente ha actuado e influido así, lo que siempre y en todo momento ha sido reconocido como tal. Pero hay más aún. No es ciertamente una casualidad que precisamente las dos pri­meras obras éticas pudiesen ejercer influencia y la tercera, en cambio, no. Lo que es efectivamente representativo en la ética de Kant, lo que resulta realmente «kantiano», es precisamente la for­mulación contundente de su ética, la ética «draconiana». Su ética tardía, la «solónica», más próxima a la vida y más a la medida del hombre, puede constituir tal vez una prueba de la ininterrum- 6

6. Emmanuel Kant. Streit der Fakidtaten, en Werke in zwSlf B'ánden, cd. por Wilhelm Weischcdel, Suhrkamp Vlg., vol. XI, pp. 358-359.

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pida capacidad de renovación de un genio filosófico, y puede que en esto estribe su importancia, pero considerada en sí misma no es indudablemente una obra que haga época; los elementos que Kant «incorpora» aquí a su nuevo sistema, hallan su articulación en forma clásica en Schiller y alcanzan una forma exasperada en Goethe. Por eso —sin menoscabo del reconocimiento que me­rece el hecho de la permanente evolución, antes bien registrán­dolo puntualmente— dedicaremos en lo que sigue mucho más espacio a la ética «kantiana» par excellence, apoyándonos siem­pre, excepto en el último apartado, en la Fundamentación y en la Crítica de la razón práctica. Sólo en el último apartado nos proponemos entrar a discutir, específicamente, las peculiares solu­ciones de la Metafísica de las costumbres.

1. INDIVIDUO Y ESPECIE

Kant opera con dos conceptos de especie humana: el homo noumenon (la idea de la humanidad, la humanidad como debería ser) y el homo fenomenon (el concepto de la humanidad existente, con las posibilidades inherentes a la existencia de la humanidad). Estos dos conceptos de especie son los elementos constitutivos fundamentales tanto de su teoría del conocimiento como de su ética, su filosofía de la historia y su antropología.

El homo fenomenon existe en el tiempo, tiene por lo tanto una historia; es cognoscible porque es un hecho de la experiencia. El homo noumenon, por el contrario, es la idea, por lo que no se le puede aplicar la visión propia de la época; es asimismo incog­noscible.

El homo noumenon, la «idea de la humanidad», por lo tanto, se deriva en Kant de la presencia de la ley moral. La ley moral es un dato de la pura razón, cualquier persona sabe que influye en él. Suponiendo que la ley moral no actúa en un hombre (lo que, no obstante, es imposible), habrá que concluir que no se trata de un hombre, porque un ser sin ley moral contradice el concepto de hombre. (Kant, en efecto, define al hombre y a la humanidad que se expresa en él precisamente con esta ley). El hombre inteli­gible no es otra cosa sino el hombre que obedece a la ley moral: un hombre adecuado a la idea de humanidad. El mundo inteligi­ble, sin embargo, no es sino una humanidad que está motivada única y exclusivamente por la ley moral. El homo noumenon no es por ende una substancia incognoscible, sino la idea regulativa, el valor, que debe dirigir las acciones del hombre. «Llamo al mundo, en la medida en que se ajuste a todas las leyes morales... mundo moral. Este mundo es simplemente pensado como un mun­do inteligible, puesto que se hace abstracción... de todas las con­diciones (o fines) e incluso de todos los obstáculos de la morali-

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dad. En esta medida, por lo tanto, es una mera idea, pero una idea práctica, que realmente puede y debe ejercer su influencia so­bre el mundo sensible, a fin de adecuar éste todo lo posible a la idea. La idea de un mundo moral tiene, por lo tanto, realidad ob­jetiva; no como si se relacionara con un obieto de aprehensión in­teligible... sino por su relación con el mundo sensible, considerado solamente como un obieto de la razón pura en su uso práctico y un corpus mvsticum de seres racionales en sí, en tanto en cuan­to su libre arbitrio mantiene, bajo el imperio de las leves mora­les, tanto consigo misma como con cualouier otra libertad una unidad universal y sistemática.»7 En la cita queda claro que la expresión corpus mvsticum no contradice en absoluto nuestra afirmación anterior de que lo que está en juego aquí es una idea y no una substancia.

Homo noumenon —el concepto axiológico de especie apro­piado a la humanidad— cumple en Kant la función de una obje­tivación ideal (por emplear esta expresión modemal. Es la idea que regula la acción humana, es decir, no es «existente» en el sentido que lo son los objetos Oas percepciones sensibles organi­zadas por el entendimiento!, ni está sometida a la causalidad; al mismo tiempo tiene «realidad objetiva» en la medida que re fruí a las acciones humanas insertas en el mundo causal, temporal y fenoménico.

No hav duda de que con él Kant describía un hecho enorme­mente decisivo e indubitable, a saber; que el concento empírico y la idea de valor de la humanidad no coinciden totalmente. Los elementos constitutivos del concepto empírico de humanidad des­criben efectivamente de qué tipo es la humanidad existente en el presente de cada tiempo. Los elementos constitutivos de la idea valorativa de la humanidad describen, en cambio, cómo debería ser la humanidad. Por aducir un ejemplo bien conocido, señale­mos que también Marx confronta en los Manuscritos económico- filosóficos la descripción del hombre alienado del presente y la idea de una humanidad no alienada. Ésta cumple, sin duda, la función de una idea reguladora: ha de dirigir nuestros actos y de­bemos aspirar a su realización.

Claro es que en la contraposición entre el concepto empírico de humanidad y la idea valorativa de ésta, Kant pone entre pa­réntesis algo que nosotros no podemos poner entre paréntesis, a saber: la génesis del concepto y de la idea. Tanto la idea de la humanidad como el concepto de la humanidad se han formado históricamente, si bien se ha dado un primado del concepto de humanidad. Mientras el concepto de humanidad como tal no se había configurado, mientras se ignoraba que existe una humani­dad homogénea, no era posible tampoco el advenimiento de una

7. Kritik der reinen Vernwrft, en Werke, op. c i t vol. IV, p. 679.

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idea de la humanidad (la idea de «cómo debe ser la humanidad»), Al mismo tiempo, empero, la idea valorativa de la humanidad no es ni de lejos idéntica en todas las personas (y en todos los tiempos), de la misma manera que tampoco es siempre igual la determinación del concepto empírico de humanidad. Ambos si­guen, si bien no en igual dimensión, a una elección de valor (la idea depende más de ésta, el concepto, menos). Y, sin embargo, hay su poquito de verdad inapelable en la afirmación de Kant acerca del carácter no temporal del homo noumenon. Para él éste está constituido en última instancia por un solo elemento, que es la libertad. Por mucho que la idea valorativa de la huma­nidad pueda variar en cuanto a su contenido en el curso de las sucesivas épocas históricas y según las diferentes elecciones de valor, una cosa está fuera de duda: la libertad es y ha sido siem­pre y para todas las personas un elemento constitutivo. Desde el advenimiento de la idea de una «humanidad libre» la función regu­ladora de esta idea es independiente de qué conceptos se configu­ren acerca de la humanidad empíricamente existente: el hecho, no obstante, de que en el interior de la idea de la humanidad sea la libertad el elemento constitutivo decisivo y que éste sea «in­temporal» en el sentido de que su función reguladora trasciende a los conceptos de humanidad cambiantes en el tiempo, está fuera de duda. O bien, para decirlo con más modestia, hasta hoy éste ha sido efectivamente el caso. La definición de la libertad puede haber sido cambiante, pero su función reguladora ha permanecido inmutable. Basta hacer referencia a Fichte, a Hegel o a la filosofía existencialista, e incluso podemos aducir también el ejemplo de Marx, quien describe la sociedad comunista como el «reino de la libertad» y lo contrapone al «reino de la necesidad» de la misma manera como en su tiempo Kant contraponía el mundo nouménico y el fenoménico.

Esta contraposición entre la idea de la humanidad y la huma­nidad existente resulta problemática (y a ello nos referiremos con frecuencia en lo que sigue) allí donde Kant considera como teoré­ticamente decisiva la distinción implicada: en la ética. La idea de la humanidad es, en verdad, un concepto de razón (no se basa en la experiencia), pero esto significa, al mismo tiempo, para Kant que puede ser representada sólo por la razón. Todo individuo per­tenece como ser sensible a la humanidad existente, por lo que en su vertiente sensible (las inclinaciones, afectos, fines y necesida­des) no se contiene nada que pudiese representar la idea de la humanidad. La contraposición entre la idea de la humanidad y la humanidad existente se convierte así en el hombre individual, en una contraposición entre la pura razón práctica y la sensibili­dad; a la luz de la razón pura toda inclinación se degrada de an­temano a particularidad. A Kant le es completamente ajena la idea, evidente para nosotros, pero también para muchos de sus

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contemporáneos, según la cual en la aparición y la permanencia, pero aún más en la eficacia de la idea de la humanidad el papel dominante lo han jugado las necesidades de la humanidad exis­tente —aunque ésta es una idea que no se corresponde con la exis­tencia empírica (¡en otro caso no sería una idea!)—, que determi­nadas necesidades de la humanidad existente son la fuente de esa idea que contrapone el hombre a la existencia. De este razona­miento se sigue que la inclinación y la necesidad (claro está: no toda inclinación ni toda necesidad) pueden ser «portadoras» de la idea de la humanidad, si bien no bajo la forma de una idea, sino como su fuente.

Pero como este pensamiento está muy lejos de Kant, la re­velación de la máxima puramente moral supone el sometimiento completo del homo fenomenon al homo noumenon. La ley es predispuesta aquí por la pura libertad (el concepto valorativo de la libertad) y el hombre es tanto más moral cuanto más someta su persona a su personalidad. Esta personalidad coincide, empero, con el homo noumenon: la personalidad del hombre supone su naturaleza como ser de pura razón, en el fondo no es sino la idea del hombre. El individuo verdadero por lo tanto —por lo que hace a la acción moral— es tanto más libre cuanto menos indivi­dual sea. La idea reguladora desde luego no puede ser realizada jamás, pero el ideal es y seguirá siendo la disolución completa del hombre en la idea de la humanidad, la pura generalidad del in­dividuo, la abolición de su aislamiento en la individualidad. Sim- mel estaba en lo cierto cuando decía que en la ética de Kant no hay lugar para la individualidad.

En lo referente a la acción moral, el razonamiento de Kant presenta así el siguiente itinerario: cuanto más general es el mo­tivo, cuanto más absorbe la idea de especie al individuo, cuanto más —aunque sea sólo tendencialmente— se da una unidad entre la especie y el individuo, más moral es la acción (o su máxima). El deber ser, que alcanza así su articulación, es por consiguiente la identidad entre la especie y el individuo.

Pero ¿elabora Kant un concepto de individuo a la luz del homo fenomenon?

Ni lo hace ni puede hacerlo y esto es algo que se deriva de su propia ética. Si el deber ser es la identidad entre la especie y el individuo, si el ser (la realidad) consiste siempre en que las in­clinaciones y las necesidades del individuo motiven, al menos conjuntamente, la elección de la máxima y de la acción, éstas son sin embargo en la mayoría de los casos las motivaciones básicas de la máxima y la acción. Pero estas necesidades sensibles están siempre enfrentadas al mandato moral: una personalidad moral, por lo tanto, no es posible ab ovo, mientras que la pura particu­laridad, por el contrario, no puede constituir el núcleo ordenador de la personalidad auténtica.

Pero aún más claramente negativa es la respuesta si sometemos

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a análisis también la filosofía de la historia que Kant elaboraba en esa misma época.8

De lo que aparece del aspecto de la acción moral del individuo como particularidad resulta en la lilosolia de la historia que no es esto en absoluto: lo que aparecen no son formas fenoménicas individuales del orden natural, sino leyes naturales. Quien no se somete a la ley de la libertad procede de igual manera ante las leyes naturales. También en el yo que actüa en función de una particular motivación lo que está en juego es la identidad de in­dividuo y especie; en este caso el individuo es idéntico a la especie empírica.

En el caos de las sensaciones empíricas los conceptos del en­tendimiento crean «orden» no sólo en el conocimiento, sino tam­bién en la acción, esto es, los conceptos del entendimiento orde­nan la sensibilidad. Si el hombre individual se fija metas en el mundo empírico, la motivación de su fijación de objetivos cons­tituye su «capacidad de apetencia»; la capacidad de apetencia so­metida a las categorías del entendimiento presenta tres formas de manifestación: la ambición de honores, el ansia de dominio y la avidez de bienes.

En lo relativo a la naturaleza empírica del hombre, Kant acep­ta plenamente la antropología de Hobbes: el hombre es un lobo para el hombre. Pero esto, a los ojos de Kant, es válido no sólo en la época de un hipotético contrat social. Tras la abolición jurí­dica del denominado estado de naturaleza, el hombre, desde el punto de vista moral, permanece invariablemente inserto en éste: sus actos son guiados por las máximas del egoísmo. Más aún: cuanto más civilizado es el hombre tanto mas férreamente le guían en sus acciones las tres apetencias señaladas, tanto más es un lobo para su prójimo. Aun cuando la expresión «fauna es­piritual» procede de Hegel, se trata de una idea que lleva total­mente el cuño de Kant; también él caracterizaba a la humanidad de su tiempo, de la época del advenimiento de la sociedad bur­guesa, como la realización de la lucha sin cuartel de todos contra todos, del egoísmo ilimitado y guiado por el entendimiento.

La idea de que los motivos del hombre de la sociedad bur­guesa —de la humanidad empírica— nunca pueden reducirse sólo al egoísmo, la ambición de honores, el ansia de dominio y la avidez de bienes, que esta reducción no pasa nunca de ser una tenden­cia que se cruza con otras tendencias opuestas, no aparece en las manifestaciones de Kant —al menos de la época estudiada— ni una sola vez. Kant aspira a una homogeneización absoluta y, en este propósito, homogeneíza a la humanidad empírica sobre la base del motivo del mero egoísmo.

8. Los trabajos más importantes de Kant sobre filosofía de la historia co­rrespondientes al período investigado son los siguientes (entre paréntesis el año de publicación): Idea de una historia universal (1784); ¿Qué es la Ilustración? (1784); Comienzo presunto de la historia humana (1786).

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En su polémica no se opone a los defensores del principio del egoísmo burgués porque éstos no hubiesen descrito adecuada­mente la «naturaleza» del hombre, sino porque pretendían deri­var la moral, la motivación moral, de esta naturaleza. Con buen motivo refuta la teoría del «egoísmo racional»; la motivación mo­ral no puede derivarse del egoísmo, por muy «racional» y sutil que sea. Pero dado que acepta el punto de partida antropológico como tal no puede, efectivamente, insertar la motivación moral en la acción humana de otro modo más que separando total y absolutamente el origen de esta motivación de la naturaleza em­pírica y oponiendo a la humanidad del mundo natural de la pura necesidad la humanidad de la pura libertad, oponiendo al hombre el mundo de los fines. Si toda meta empírica es una meta del hom­bre egoísta, la motivación de la moral sólo puede ser un mundo completamente independiente de ella, el mundo de las metas in­teligibles.

En Kant, por consiguiente, el hombre natural es homogéneo. Pero precisamente a este hombre puede referirse la forma de con­sideración del tiempo. El homo fenomenon cambia con el tiempo. ¿Cómo cambia?

El cambio del homo fenomenon debe ser ordenado bajo el pris­ma de alguna idea. El cambio del homo fenomenon no es otra cosa sino la historia. El principio ordenador de la historia es la idea reguladora de la adecuación de medios a fines. La historia, por tanto, sólo puede ser ordenada como progreso hacia alguna meta. La historia pertenece al mundo natural; la finalidad de la historia es al mismo tiempo la finalidad de la naturaleza. Pero la finalidad de la naturaleza, la «intención de la naturaleza», es el estado de ciudadanía universal y dentro de esto el desarrollo de todas las capacidades de la naturaleza humana (del homo feno­menon), la civilización acabada.9

Aun cuando no podamos considerar la adecuación a fines de la naturaleza (la intención de la naturaleza) en esta revisión de los puntos de vista del sistema kantiano, sino como una idea regula­dora, hay que subrayar que Kant olvidó más de una vez las exigen­cias de su propio sistema y consideró el desarrollo permanente de la humanidad como un hecho empírico. Pero la ciudadanía universal —meta de esta adecuación a fines— cumple siempre sólo la función de una idea reguladora. Esto es también una cosa obvia dado que el futuro no puede ser en modo alguno objeto del

9. Nos parece necesario formular en este punto dos observaciones. La idea se­gún la cual el vehículo para la fijación de la naturaleza como intención es el jui­cio reflexivo no aparece todavía en los escritos de la historia de los años ochenta; la idea aparece en la segunda parte de la Crítica del juicio. La oposición entre cultura y civilización la expone Kant por primera vez en la Idea de una his­toria universal en sentido cosmopolita. Según io dicho en ese lugar, la moralidad pertenece a la cultura, mientras que el desarrollo multilateral de las capacidades humanas y con él el desarrollo de la moral, pertenece a la civilización.

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conocimiento. Pero puede ser objeto de la esperanza-. «Esperan­za... de que finalmente se convierta en una realidad efectiva lo que constituye la suprema intención de la naturaleza, una situación de general ciudadanía universal como espacio en el seno del cual se desarrollen todas las disposiciones originales propias de la es­pecie humana.»10

¿Cómo avanza la naturaleza hacia un «estado de ciudadanía universal» y hacia el despliegue de todas las capacidades huma­nas? La naturaleza tiene una «intención» (que sería la situación de ciudadanía universal, la civilización acabada), pero los ejecuto­res de esta intención son los seres humanos individuales. Cuando los hombres se proponen realizar sus metas individuales, reali­zan inconscientemente la intención de la naturaleza. La lucha de los seres humanos individuales entre sí es un vehículo del progre­so. «Los seres humanos individuales e incluso los pueblos en su conjunto desconocen que al perseguir cada uno, a su entender, y a menudo contra los demás, su propia intención, se atienen sin darse cuenta a la intención de la naturaleza, que ellos desconocen, como si se tratase de un hilo conductor, promoviendo con sus actos la realización de aquélla...»11 12 ¡Aparece ante nosotros el es­píritu universal hegeliano! La sociedad capitalista aparecía ya a los ojos de Kant como una ley natural comprensible en términos de adecuación a fines, en cuya imposición los hombres trabajan sin proponérselo al esforzarse en convertir en realidad sus metas particulares.

Pero hay más todavía. Pues, ¿cuáles son los motivos que guían los actos y las intenciones de los hombres? Son la avidez de bie­nes, la ambición de honores y el ansia de dominio. Éstos repre­sentan para Kant el mal y este mal debe ser superado día a día por el hombre a través de su elección de las máximas de su ac­ción. Pero al mismo tiempo dice: «¡Demos, por lo tanto, gracias a la naturaleza por la incompatibilidad, por la vanidad maliciosa y porfiada, por el ansia ilimitada de poseer o de mandar! Sin ellas todas las excelentes disposiciones naturales de la humanidad dor­mirían eternamente raquíticas.»a En esta formulación Kant ce­lebra la existencia del mal «en nosotros» con el mismo pathos que la de la alta ley moral. Y este pathos equivale a lo que más tarde Hegel había de llamar «la función histórico-universal del mal».

Aparece aquí una auténtica antinomia; empero, no fue perci­bida como tal por Kant, por lo que tampoco buscó una disolución teorética de la misma. Es deber de los hombres dar al mundo una ley moral, disponer de una personalidad, que se identifique con la idea de la especie. Pero si los hombres actuasen de fado

10. Idee zti einer allgemeinen Ceschichte in weUbürgerlicher Absicht, en Wer­ke, op. cit., vol. XI, p. 47.

11. Ibid., p. 34.12. Ibid., p. 38.

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así —o aspirasen al menos a hacerlo— entonces no habría pro­greso y las capacidades de la humanidad no podrían llegar ni si­quiera a desarrollarse. Con todo, los últimos esfuerzos del Kant de los años 90 se orientaban precisamente a la superación de la antinomia. Todos ios nuevos avances de su teoría se orientan a ello, confrontando el papel histórico-universal del bien con el papel histórico-universal del mal.

De acuerdo con la idea reguladora del mundo inteligible, el individuo debe identificarse con la especie y su motivación debe ser completamente coherente con ésta, pero el resultado es la ac­ción puramente individual. En el caso del homo fenomenon, in­dividuo y especie se sitúan en una relación completamente dis­tinta. El individuo actúa según sus motivos particulares; no aspi­ra a la realización de lo general, sino de la finalidad individual (su propia felicidad). Todo motivo particular —individual—, sin embargo, está ab ovo sometido a la ley natural (los tres apetitos son la ley natural); simultáneamente, el acto individual se genera­liza en la acción: el individuo se inserta en la cadena de una ade­cuación a fines (intención) independiente y no querida por él. El resultado es el desarrollo de las capacidades de la especie, lo que si embargo en modo alguno significa una ampliación de las capacidades del individuo. Las capacidades se amplifican siem­pre en la especie, nunca en el individuo. Así, el enriquecimiento de la especie no coincide, ni mucho menos, con el enriquecimien­to del individuo.

Estudiosos de la filosofía de la historia kantiana han señala­do en repetidas ocasiones que esta posición responde a la influen­cia de la obra de Ferguson, que Kant había estudiado. Dado que el tema de nuestro trabajo no es la filosofía de la historia, sino la ética, bastará con dejar aquí constancia de este dato. Desde el punto de vista del problema que tenemos planteado —la rela­ción entre individuo y especie— el resultado es unívoco. En el caso del homo fenomenon el individuo se inserta en la especie en igual medida que en el caso del homo noumenon, sólo que de manera distinta. En el homo fenomenon el motivo es particular: el hombre realiza contra su voluntad los fines de la especie; la auto­nomía del homo noumenon consiste en la generalidad de su fin: el hombre quiere alcanzar lo general. En este mundo fenoménico hay tan escaso lugar para la individualidad, para la personalidad moral (entendida como entidad autónoma multilateralmente desa­rrollada), como en el mundo inteligible, donde no había ningu­no. La especie empírica devora al individuo lo mismo que la especie inteligible. Sólo existe la humanidad y no existe ninguna individualidad.

3.33

2. LIBERTAD, IGUALDAD O FELICIDAD

La libertat era para Kant el valor supremo; pero por su pro­pia naturaleza esta libertad incluía otro valor irrenunciable: la igualdad. Sólo teniendo presente el entrelazamiento de estos dos conceptos resulta comprensible por qué Kant interpretaba la li­bertad precisamente de la manera que lo hacía.

No sólo para Kant era la libertad el valor supremo. En lo substancial, Kant comparte con toda la filosofía moderno-burguesa esta elección de valor. Los caminos, empero, se separan a la hora de la concreción de qué entiende cada cual por libertad.

Como siempre sucede, también en este caso la filosofía dio ex­presión a los conflictos de la historia, que alcanzaron en ella per­files más nítidos y articulación. Las interpretaciones discordan­tes y a menudo contradictorias de la libertad pasaron de la vida a la filosofía. Piénsese, por ejemplo, en el soberbio final del pri­mer acto de Don Giovanni, de Mozart: el héroe, Don Ottavio, Le- porello y Masetto cantan a coro «Viva la liberta», pero esta li­bertad significa cosas distintas para cada uno de ellos; sí, la «li­bertad» tiene en cada boca un significado diferente que entra en colisión con otros. En la terminología de Kant, la libertad signi­fica para Don Giovanni utilizar a los demás, como a uno mejor le parezca, en interés de la propia felicidad; para Ottavio, en cam­bio, significa que nadie puede ser un simple medio de otro.

El ejemplo no es arbitrario: el concepto de libertad de Kant se inspira en Rousseau (si Don Giovanni es un héroe sadiano, Otta­vio es un héroe roussoniano). Kant pensó hasta el final, con toda la consecuencia de un genial creador de sistema, este ideal de libertad inspirado en Rousseau.

¿Es posible un concepto de libertad que entrañe la igualdad?Kant opera con dos conceptos de libertad: uno jurídico-políti-

co y otro moral. La vinculación del concepto jurídico-político de libertad con la igualdad es una tarea relativamente sencilla; Kant «encontró ya dada» la solución bajo la forma de la igualdad ante la ley. Su república ideal —o su ideal de república— es precisa­mente una formación política que garantiza esta igualdad-libertad, su república mundial ideal —o su ideal de república mundial— garantiza la misma igualdad-libertad de todas las repúblicas en lo que hace al tráfico interestatal y, por lo tanto, también la paz eter­na y la «situación de ciudadanía universal».

Pero, ¿cómo es posible integrar la idea de la igualdad en el concepto de la libertad moral?

Ante todo hay que reconocer la estructura común de la libertad jurídico-política y de la libertad moral en Kant: esta estructura sigue la formulación del Contrat social según la cual la libertad significa la observancia de las leyes autogeneradas. Sobre la liber­tad moral escribe Kant: «Y la dignidad de la humanidad consiste precisamente en esta capacidad de legislar con universalidad, si

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bien bajo la condición de someterse, al propio tiempo, a esa legis­lación.» 13 La libertad (moral) humana elabora la ley para la razón práctica pura, que es idéntica a la voluntad; el hombre es libre —la propia libertad se manifiesta en esta medida en sus máxi­mas— en tanto en cuanto observa la ley.

Pero la ley es universal y se constituye, como es sabido, a tra­vés de la idea de humanidad. La libertad misma es inteligible, no reconocible, sobre ella sólo puede informar la propia ley como un dato de la razón pura. Así, somos más libres cuanto más po­damos «legislar», cuanto más nos sometamos a la ley general, cuanto más podamos hacer abstracción de lo que somos en tanto que seres individuales sensibles, en tanto que hombres empíricos. Pero, ¿de dónde procede la desigualdad entre los hombres? Proce­de precisamente de nuestros deseos sensibles, de nuestras aspira­ciones particulares, de nuestras metas individuales, de nuestras posibilidades individuales, de nuestras capacidades individuales. ¿De qué abstraemos, por lo tanto, cuando hacemos abstracción de ello? De las desigualdades que existen entre los hombres. Si no puede motivar nuestras acciones morales ninguna finalidad, nin­guna inclinación, ningún deseo ni siquiera ninguna capacidad in­dividual (en otro caso dejarían de ser morales), entonces eso sig­nifica también que para poder ser morales debemos eliminar de nuestros motivos todo lo que nos distingue de los otros indivi­duos: en la razón pura somos todos iguales. Nuestra libertad es al mismo tiempo nuestra igualdad.

Pero, al mismo tiempo, ésta es la única unificación posible del concepto de libertad moral y el concepto de igualdad.

La igualdad es una categoría homogeneizadora: sólo puedo comparar si homogeneízo. La igualdad sólo puede constatarse en un aspecto determinado (como es el caso del intercambio de mer­cancías a través de la mediación del equivalente universal) cuan­do se trata de comparar cosas cualitativamente distintas o bien si cabe hacer uso de un criterio puramente formal, como en el caso del derecho igual o en el de la llamada «igualdad de opor­tunidades». En ambos casos entra en juego la homogeneización.

Pero, ¿es posible aplicar el criterio de la igualdad a la moral? Nuestras categorías de orientación moral son lo bueno y lo malo; lo bueno y lo malo, por lo tanto, son cosas distintas. Pero, ¿cómo se pueden comparar entre sí dos hechos buenos? ¿Puede real­mente decirse que son iguales? ¿Tendría sentido la exhortación de que todos los hombres deben hacer el bien por igual? No lo tendría por el hecho mismo de que las personas individuales, in­sertas en situaciones radicalmente distintas, se ven obligadas a tomar decisiones de tipos muy diferentes, por no decir nada de lo señalado antes acerca de la ausencia de criterios para decidir si dos acciones son «igualmente» buenas. En cuanto a la «compa­

13. Gruncllegung..., op, cit., vol. VII, p. 74.

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ración en un aspecto determinado», se han hecho ciertamente in­tentos, como por ejemplo los emprendidos por la ética protestan­te tradicional, en la que el hombre es medido según el número de sus buenas acciones; esto, como es lógico, presupone una exacta determinación de las buenas acciones en cuanto a su conte­nido así como su codificación religiosa-moral. Se ha escrito mu­cho acerca de la inspiración protestante de la ética de Kant, pero mucho menos acerca de su substancial rechazo de la cuantifica- ción de la moral en el protestantismo normal. A sus ojos, la moral es una cuestión de naturaleza puramente cualitativa. Y lo que es aún más esencial: la ética protestante no se sitúa en la perspecti­va ontológica de la libertad del hombre, mientras que para Kant la igualdad es valiosa sólo como elemento constitutivo de la li­bertad. Precisamente la libertad moral debe conjugarse con la igualdad. Pero esto sólo es posible por una vía: la formalización de la moral.

Así, la abstracción de la particularidad, de las intenciones del individuo y de la persona y la formalización de la moral consti­tuyen en la ética kantiana dos formas de manifestarse de una sola idea homogénea en todos sus componentes, pensada conse­cuentemente hasta el final.

Vamos a hacer abstracción por un momento de las categorías del sistema kantiano para dejar constancia de que su filosofía moral puramente formal, que «disuelve» al individuo en la idea de la especie humana, es la única ética democrática consecuente posible en un mundo que —aunque tal vez no de un modo tan homogéneo como Kant pensaba— efectivamente está regido por los intereses, en un mundo en el que el desarrollo de la riqueza de la especie deprava realmente al individuo, en el que hay unas po­sibilidades tan dispares para el desarrollo de las capacidades de cada cual, en el que la «aristocracia» de nacimiento y de apti­tudes determina tan decisivamente el ámbito de libertad de mo­vimiento reservado al hombre, en el que las condiciones del co­nocimiento son tan variables, en una palabra, en un mundo de desigualdad radical.

Este estado de cosas era reconocido también por el propio Kant, como se pone de manifiesto, en particular, en los pasajes en los que habla de una separación radical entre el conocimiento y la moral o donde descarta la exclusión de las «buenas inclina­ciones» de la lista de las motivaciones morales. Este hombre pue­de tener la posibilidad de cultivar la ciencia y el arte, pero aquél no. ¿Cabe fundamentar la moral en la sabiduría, que en cualquier caso le es deparada sólo a unos pocos? Un hombre nace con mejo­res inclinaciones que otro, la sociedad es suelo nutricio de malas inclinaciones; ¿puede fundamentarse, de nuevo, la moral en los pocos, en las excepciones, que gracias a sus inclinaciones no’ or­ganizan sus vidas en función del egoísmo? La moral ha de vincu­larse inexcusablemente con todos, ha de ser comprensible para

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todos; para acceder a la moral no se necesita ni inclinaciones ni una sabiduría fuera de lo común. Con orgullo señala Kant que cualquier muchacho despierto de diez años puede comprender el imperativo categórico, que la ley moral se dirige a lo que es igual en todo hombre: la razón pura, la libertad o dicho con otras pa­labras —cotidianas— la buena voluntad. No todo hombre puede actuar igualmente bien. Pero cualquier hombre, sin excepción, pue­de basar su actuación en la buena voluntad-, todo individuo puede querer y desear de igual manera el bien; sí, el motivo de la buena voluntad equipara todas las acciones. Quien es libre, es —moral­mente— igual; en función de su libertad, es parte del mundo de los fines puros y genera leyes para el mundo (que obviamente será el primero en cumplir). El mundo inteligible no es otra cosa sino la república de la virtud, más exactamente, la idea regula­dora de la república de la virtud.

Pero la república de la virtud iguala también por la vía inversa. Dado que Kant es en gran medida escéptico en la cuestión de si realmente el individuo es capaz de actuar dejando de lado todos los motivos sensibles, o aun de formular sus máximas excluyendo toda inclinación, la relación antes enunciada podría plantearse también como sigue: todos permanecen igualmente fuera de la república de la virtud, o bien todos deben emprender cada nuevo día el intento de hacerse con la correspondiente entrada.

Volvamos ahora a la pregunta de Rousseau, esto es, a la cues­tión de si la evolución de la civilización coincide con la evolución de la moral. La respuesta de Kant es, como lo fue en su momento la de Rousseau, un no inequívoco. Pero la posición de Kant hacia esa evolución no es la misma que la de Rousseau." Kant afirma categóricamente la ampliación de las capacidades de la especie humana, el progreso humano, el despliegue de las fuerzas produc­tivas burguesas y esto a pesar de que reconoce como sus motivos los tres apetitos ya dichos, a pesar de que este progreso no sólo no «desarrolla» la moral, sino incluso dificulta extraordinaria­mente el advenimiento y vigencia del motivo moral. Si la libertad pertenece al yo inteligible, esto significa al mismo tiempo que no hay evolución moral. Claro es que sensu stricto no hay prueba teorética de esto; el yo inteligible es ciertamente incognoscible, de los actos no es posible remontarse con seguridad a sus motivos. Y, sin embargo, hay una prueba indirecta, que consiste en saber si para un mundo dado es característico que los hombres quieran al menos elegir sus máximas en el sentido del imperativo categó­rico. Estas pruebas indirectas, no obstante, atestiguan contra un progreso moral. Incluso en este mundo los hombres, en su mayo­ría, no eligen sus máximas sobre la base del principio moral, sino del egoísmo. 14

14. El propio Kant describe en su estudio Comienzo presunto de la historia humana en qué sentido tiene Rousseau dos concepciones diferentes.

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Pero la disposición inteligible de la moral kantiana no dice sólo que no hay progreso moral, sino también algo completamente distinto, a saber, que las fuentes morales del hombre son inco­rruptibles. Sea cual sea la organización del mundo, no podrá erradicar del hombre la máxima de la razón práctica pura; la razón práctica pura manifiesta siempre de nuevo y en cualquiera la ley moral, lo que, como hemos visto, es un dato de la pura ra­zón práctica. Pero de esto hay también pruebas de la experiencia: directamente la conciencia, indirectamente la hipocrisis moral. Es cierto que el hombre hace el mal, pero no quiere hacerlo. No tiene sentido por lo tanto preguntarse si Kant era optimista o pesimista. Sencillamente, somete a examen todas las soluciones óptimas de la sociedad burguesa, no desmiente sus valores, pero tampoco cierra los ojos ante su destrucción de valores. Todo esto suponía, en esta época, para Kant al mismo tiempo las posibili­dades óptimas de la especie humana.

Ya hemos dicho antes que la individualidad es la que sale per­diendo aquí. Por eso se impone también cuestionar lo que se acaba de afirmar: ¿realmente se trata de las posibilidades ópti­mas?

Piénsese que paralelamente a Kant el clasicismo alemán co­mienza a desarrollar su propia concepción moral: Schiller buscan­do una síntesis con Kant, Goethe, por el contrario, accediendo a las soluciones más representativas. La ética goethiana constituye lo más abiertamente opuesto a la kantiana; en Goethe el ele­mento central es la personalidad moral. La personalidad que por encima de sus pecados y errores se constituye en moral en todas las inclinaciones, el hombre multilateral, rico y armónico es el ideal de Goethe. ¿Acaso esta ética no es representativa de las po­sibilidades óptimas de la sociedad burguesa?

Creemos que no lo es. Esta ética representa, ciertamente, las posibilidades máximas de la humanidad, pero éstas no son las posibilidades de la sociedad burguesa. En la sociedad burguesa una ética de esta naturaleza —Kant se dio perfecta cuenta— sólo es realizable por los elegidos, por los menos. En este mundo ésta es una ética aristocrática, pues exige capacidades especiales: in­clinaciones especialmente buenas, un intelecto especialmente de­sarrollado y, no en último término, oportunidades especialmente favorables. Goethe intentaba, ciertamente, generalizar esta ética —todo hombre puede ser completo, escribe— pero eso sólo es pensable en abstracto. Claro que, en principio, todo hombre puede ser «completo», pero de jacto eso sólo es posible en este mundo alienado para muy pocos —sólo para la aristocracia de la moral y del intelecto. La ética kantiana ha sido y sigue siendo la posibilidad óptima de la sociedad burguesa, y lo es para cual­quiera. ■

* *

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Kant confronta la libertad (la moral) a la felicidad y lo hace en dos aspectos.

Primero: si la búsqueda de la felicidad es el motivo —o aun sólo un motivo— de la acción, entonces la acción no es moral, Y luego: la acción realizada sobre la base de la máxima moral no conduce a la felicidad.

Antes de entrar a analizar estos aspectos, veamos qué entiende Kant por felicidad: «Poder, riqueza, honor, incluso salud, y todo el bienestar y la conformidad con una situación, bajo el nombre de felicidad...» “

Muy claramente se separa el concepto kantiano de felicidad del antiguo. El sensus communis antiguo —y la filosofía antigua— con­sideraban la virtud como un elemento orgánico de la felicidad y además como el elemento orgánico de primer orden. Según Platón incluso la virtud es la ventura. A esto añade Aristóteles que son también necesarios los bienes de la fortuna, pero también a sus ojos lo fundamental es la virtud. De análoga naturaleza es también el concepto de felicidad de los estoicos y, ya en la Edad Moder­na, el concepto de felicidad de Spinoza, quien en este aspecto se insoiraba en los estoicos.

Sin duda, el concepto de felicidad de Kant no se deriva de la filosofía, sino de la vida cotidiana burguesa. Esta interpretación del concepto en cuanto a su contenido está completamente jus­tificada. En la Antigüedad, dado que los exponentes de las virtu­des de la polis eran objeto de general estimación —es verdad que no siempre en la práctica, pero de continuo en cuanto al princi­pio—, la vinculación entre la virtud y la felicidad se basaba en realidades. En la sociedad burguesa, por el contrario, sobre este concepto de felicidad sólo se podía construir una ética aristocrá­tica. (Incluso en la Ética de Spinoza, en la que la libertad consti­tuye ya un valor superior a la felicidad, culmina la ética en la conducta del sabio.) En una sociedad en la que todo se puede com­prar con dinero, en la que el triunfador —precisamente por ser­lo— goza de honores públicos, en la que la virtud, cuando no tiene éxito (y no suele tenerlo) es ridiculizada, el concepto antiguo de felicidad ya no podía ser mantenido. La genialidad de Kant se pone de manifiesto en aue recurre, para la determinación de la felicidad, a los tres apetitos. Si los motivos primeros de la acción humana son la ambición de honores, el ansia de dominio y la avi­dez de bienes, entonces los honores, el poder y la posesión consti­tuyen la suprema dicha.1*

Otra muestra de su genio es su inclusión de la conformidad en el concepto de felicidad. En esto se apoya otro concepto —bá­sico— de Kant, a saber, que la felicidad es inalcanzable en el 15 16

15. Grundlegung zur Metaphysik..., op. cit,, vol. VII, p. 18.16. En su antropología, Kant distingue entre la ambición pundonorosa (una

categoría antigua) y la ambición desmedida de honores.

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mundo del homo fenomenon. No se trata, por tanto, de que los virtuosos no puedan ser felices y que el sino de los motivados por los tres apetitos sea alcanzar la felicidad, sino de que en este mundo nadie puede ser feliz. «De esta manera, lo que el hombre entiende por felicidad, y lo que es efectivamente su fin natural úl­timo (no el fin de la libertad), no sería alcanzado por él nunca; pues su naturaleza no es tal que, tratándose de posesiones y de placeres, se detenga en un punto determinado, saciada.»17 18 19 El hom­bre, que es un lobo para el hombre, nunca se da por satisfecho; toda posesión promueve nuevas ansias de poseer, todo placer re­nueva los deseos de gozar. Como las necesidades empíricas del hombre son insaciables, es imposible que el homo fenomenon al­cance alguna vez la felicidad, su finalidad. El «homo fenomenon» de Kant es el hombre de la sociedad burguesa. Dado que preci­samente éste es el «hombre empírico» —disponemos de experien­cias en lo tocante a él—, las necesidades «del» hombre son insa­ciables. Precisamente por eso es posible el desarrollo, pues la fuer­za motriz de éste son los tres apetitos. Si los hombres alcanzasen la felicidad, ¿qué les motivaría entonces a desplegar las capa­cidades de su especie?"

Pero volvamos a la relación entre moral y felicidad. Esta rela­ción es simple, casi trivial. Si la felicidad es lo que Kant describe basándose en el concepto de felicidad que se deriva de la coti­dianidad burguesa, entonces ésta no puede realmente motivar a la bondad: la ambición de honores, el ansia de dominio y la avi­dez de bienes no pueden ser tenidas por principio como motivos de orden moral. Y a la inversa: si ésta es la felicidad, puede de­cirse con seguridad que no es posible demostrar relación alguna entre moralidad y felicidad y que efectivamente está excluido en la práctica que alguien sea virtuoso para ser feliz. Hay que acep­tar como totalmente correcta la afirmación de Kant según la cual «...en la ley moral» no se encuentra «ni el más mínimo funda­mento para establecer una conexión necesaria entre la moralidad y la felicidad proporcional a ella de un ser que forma parte del mundo, pertenece a él y es, por lo tanto, dependiente de él».”

La acción moral, por lo tanto, no conduce en modo alguno a la felicidad, pero el hombre virtuoso tiene «el merecimiento de ser feliz». El verdadero sentido y contenido de esta categoría, que jue­ga ya un papel de importancia en la analíticá de la Crítica de la razón práctica, se clarifican en la dialéctica de la Crítica de la ra­zón práctica. «Pues el necesitado de felicidad, y también mere­cedor de ella, pero no partícipe de esa felicidad... no puede en

17. Kritik der Vrteilskraft, ed. cit., vol. X, p. 552.18. Como ya se ha señalado antes, la Critica del juicio constituye un giro en

la evolución de Kant. Es en ella donde aparece la nueva idea, a saber, la idea de la posibilidad de trascender a la sociedad burguesa en el marco del progreso indefinido.

19. Kritik der praktischen Vernunft, ed. cit., vol. VII, p. 248.

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absoluto coexistir con la voluntad absoluta de un ser racional.»* Entre la bondad y la felicidad no hay ninguna relación causal, pero ha de existir alguna relación. Dicho con mayor simplicidad: es cierto que la virtud no obtiene recompensa, pero debería. El hombre no es virtuoso para ser feliz, pero la razón no puede ni debe resignarse a que otros, que hacen el bien, no sean al mismo tiempo felices. La razón no puede ni debe resignarse a que el mundo sea tal como es, a que el mundo inteligible no imponga sus leyes al mundo empírico.

Recuérdese la doble relación entre felicidad y moral (no es cierto que la felicidad pueda motivar la máxima moral y no es cierto que el virtuoso sea al mismo tiempo también feliz). Pero ahora Kant —en la dialéctica— llega a la conclusión de que la primera afirmación es incondicionalmente falsa, mientras que la segunda sólo lo es condicionadamente. De esta manera, según Kant, quedaría disuelta la antinomia de la pura razón práctica. La pre­misa teorética de la disolución de la antinomia consiste, sin em­bargo, en que Kant opera con otro concepto de felicidad, distinto al anterior. La felicidad de la que se habla en adelante posee un contenido radicalmente distinto al que se había considerado hasta este momento.

En este nuevo concepto de felicidad, Kant acepta, si bien bajo una forma depurada, en un aspecto decisivo, el concepto antiguo de felicidad al asumir ésta como bien supremo: la virtud y la felicidad aparecen de nuevo vinculadas una a otra. Pero ésta no es la felicidad del hombre empírico, sino la del hombre inteligible. La felicidad como bien supremo no es sino la realización de todos los deseos morales del ser inteligible en el mundo. El bien supre­mo —la felicidad— no es, por lo tanto, sino la «moralización» del mundo empírico. Pero cuando afirmamos que el bien debe con­ducir a la felicidad, que por tanto la moral ha de dictar leyes al mundo, aseveramos también —según Kant— que esto es asimis­mo posible (pues lo que debe hacerse puede también ser hecho). Esta posibilidad, no obstante, sólo es concebible si postulamos la existencia de un ser que sea la causa de esta «coincidencia»: «Consiguientemente el postulado de la posibilidad del bien deriva­do supremo (del mundo mejor) es al mismo tiempo el postulado de la realidad de un bien originario supremo, esto es, la existencia de Dios.»20 21 Si existe Dios es algo que no se puede saber; pero debe existir porque sin él sería imposible la realización del «mun­do mejor» así como también «promover el deber... del bien su­premo».22

Un trabajo de Sísifo, esta libertad nuestra. En cada acción hay que volver a empezar por el principio; debemos hacer abstrac-

20. Ibid., p. 238.21. Ibid., p. 256.22. Ibid., p. 257.

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ción de nuestras inclinaciones, sometemos a la ley, garantizar la identificación de la especie y el individuo, y todo ello siendo cons­cientes de que —en este mundo— no alcanzaremos jamás la feli­cidad, que el valor, la felicidad, por el cual actuamos (el bien su­premo) es sólo un postulado, que sólo sabemos de él que su reali­zación no es imposible. Pero incluso esta realización no debemos esperarla de nosotros mismos, sino de Dios, de cuya existencia nada sabemos, pues es asimismo solamente un postulado. Verda­deramente, esta libertad nuestra es un trabajo de Sísifo. Pero, ¿es que somos realmente libres? ¿Puede realmente dictar leyes al mundo empírico el yo inteligible?

Ni siquiera sabemos esto. Incluso la libertad de la voluntad es incognoscible, también ella es sólo un postulado. Como quiera que sea, el hecho del imperativo moral incluye nuestra libertad. Pero lo que sabemos efectivamente es sólo que debemos actuar como si fuésemos libres y lo que se debe hacer, también puede ser hecho: nuestra libertad, nuestra potestad legislativa son posibi­lidades; su carácter de postulado garantiza su posibilidad.

Un trabajo de Sísifo, esta libertad nuestra. En cada acción hay que volver a empezar por el principio; por muy frecuentemente que nuestra motivación sea la buena voluntad, no podemos estar seguros de que nuestras máximas estén motivadas también en la acción siguiente por la buena voluntad. Nuestros actos bienin­tencionados no nos hacen buenos; sólo la vida eterna —con sus máximas y actos de positiva buena voluntad— podría deparar la posibilidad de ser completamente buenos. Pero la vida no es eterna, por lo que también la inmortalidad del alma es otro pos­tulado de la razón práctica. El alma debe ser inmortal para que sea posible para el individuo la identificación con la especie.

Ciertamente, esta libertad nuestra es un trabajo de Sísifo.Aquí Kant, efectivamente, lleva sus propias ideas ad absurdum;

tanto Goethe como Schiller protestan de ello con razón. Pues es verdad que la personalidad moral no es generalizable, pero no hay mundo alguno en el que pueda excluirse su aparición o su existen­cia. No puede excluirse la posibilidad de que también las inclina­ciones del hombre se tomen buenas por sus acciones morales, que la virtud sea fácil para el hombre (aunque no para todo hombre).

A pesar de toda la extremosidad hay algo en el concepto kan­tiano de libertad que, sin embargo, es indudablemente cierto y lo es precisamente en esta formulación extrema. En efecto, la moral sólo es el motivo de nuestra acción —nuestra motivación sólo es puramente moral— cuando elegimos las máximas de nuestra ac­ción como si fuésemos libres. La invocación de cualquier circuns­tancia imperativa confiere a nuestros actos una motivación hete- rónoma. Cuando digo: debería hacer tal cosa, pero debido a cier­tas circunstancias sólo puedo hacer tal otra, tengo que ser cons­ciente de que no actúo en base a una motivación puramente mo-

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ral. Pero ¿puede ser regida la moral efectiva del hombre por la máxima de la moralidad pura?

3. ACTITUD, ACTO, CONSECUENCIA

En los años ochenta la ética de Kant es la ética de la morali­dad pura. La moral conoce un único criterio: la motivación de los actos. Si esta motivación es la buena voluntad, es decir, la obser­vancia de la ley, si por lo tanto la actitud es buena, dirigida a observar la ley moral, el hombre actuante es moral o dicho con mayor exactitud: en lo relativo a esa acción concreta tiende a la moralidad. Lo subrayamos: en relación a esa acción concreta, el hombre debe —ya lo hemos visto— comenzar desde el inicio, en cada momento de alternativa, la configuración de la «buena vo­luntad» pura. Pero moral es el hombre que actúa, no la acción misma. La categoría de la moralidad, por consiguiente, carece to­talmente de sentido en lo que se refiere al acto. La moralidad no es la relación subjetiva del individuo con algún fin o valor cual­quiera que persiga o trate de realizar, sino la única objetividad en juego; el deber es algo subjetivo, pero la ley que el deber cum­ple es objetiva. Cuanto más se produce la identidad entre sujeto y objeto, más moral es el hombre que actúa. Lo más decepcionan­te de esta ética radicalmente moral es que faltan completamente en ella tanto la responsabilidad por el acto realizado como el pro­blema de la responsabilidad en general. El acto mismo forma parte del orden natural de la causalidad y la moralidad, por lo tanto, no puede dictarle ninguna ley, por lo que tampoco puede hacerse responsable por él. El imperativo categórico no se refiere, por lo tanto, a la acción, sino a la máxima de la acción. La cues­tión real no es si se puede actuar de acuerdo al imperativo cate­górico —es decir, de manera que la máxima de nuestra acción sea el imperativo categórico— o no. Está fuera de duda que sí se pue­de (lo que debe hacerse, puede también ser hecho). La cuestión real es si se expresa en la acción misma, si se manifiesta en la cualidad y el contenido de la acción, si actúo o no en el sentido del imperativo categórico. En este punto, sin embargo, la respues­ta es indudablemente un no. El acto guiado por el deber y el acto que se ajusta al deber pueden ser completamente idénticos, pero el actuante posee en el primer caso valor moral, en el segundo, no. Ya nos referiremos más adelante a que la ausencia de responsa­bilidad puede acarrear consecuencias muy negativas si los hombres actúan realmente en base al imperativo categórico.23 * 25

23. La gran novedad de la Metafísica de las costumbres consiste precisamenteen la aparición del problema de la responsabilidad en conexión con el abandono,por parte de Kant, de la ética de la moralidad pura.

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La «buena voluntad», la actitud como único criterio de la mo­ralidad de los actos del hombre, no puede ser concebida como si se tratase, sin más, de verificar las «buenas intenciones». La buena voluntad supone que hacemos todo, en parte por estar mo­tivados realmente por la observancia de la ley moral, y en parte para conseguir que realmente nos guíe esto en la elección de la acción. «Si en la búsqueda de la máxima aspiración no se consi­guiese nada y quedase en pie sólo la buena voluntad (claro es que no como un mero deseo, sino como la puesta en juego de todos los medios a nuestro alcance), entonces resplandecería como una piedra preciosa, como algo cuyo pleno valor está en sí mismo. La utilidad de su esterilidad no podrá ni añadir ni quitar nada a ese valor.»”

Así, pues, no es posible juzgar a un hombre por sus actos, al menos no si utilizamos consecuentemente los principios de Kant. Es verdad que tendremos razón concluyendo en el caso de he­chos «no permitidos» que no estaban motivados por el imperativo categórico. El asesinato de personas no puede verificarse en base al imperativo categórico. Pero en la mayor parte de los casos no podemos estar tan seguros. La propia acción forma parte del or­den del mundo empírico, cuyas leyes pueden convertir en su contrario al hecho inspirado por la mejor voluntad, por la mejor máxima. No disponemos de ningún criterio en absoluto para dis­cernir si un acto ajustado al deber se ha realizado por obedecer a éste. En tales condiciones nos resulta imposible concluir nada, de un acto así, en lo relativo a la naturaleza de la moral, a la mo­ralidad. Esta moralidad, así, pertenece al mundo inteligible y es, por principio, incognoscible. No disponemos de medio alguno para poner en claro ni lo más mínimo de la motivación, del móvil de la otra persona.

Desde su propio punto de vista, por lo tanto, Kant es extre­madamente consecuente cuando aplica la regla del juicio práctico determinante sólo al sujeto actuante. Dice su regla: «Pregúntate a ti mismo, ante la acción de que se trate, si en el caso de que obedeciendo presuntamente a una ley de la naturaleza, de la que tú formas parte, podrías considerarla posible obedeciendo a tu voluntad.»24 25 El juicio subordina mi propia máxima al imperativo categórico (determina y juzga a éste) pero no ofrece ningún cri­terio para enjuiciar a los otros.

Pero aun en el caso del sujeto actuante el juicio no se refiere al hecho mismo (yo no juzgo hechos consumados), sino a la in­tención, al hecho conformado en mi «cabeza», en mi consciencia. De todos modos esta utilización del juicio tiene también una función muy bien fundamentada en el seno del sistema kantiano. En lo relativo a las motivaciones, Kant aplica la categoría de

24. Grundlegung..., ed. cit., vol. VII, p. 19.25, Kritik dcr praktischen Vemunft, ed.. cit., vol. VII, p. 188.

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la incognoscibilidad no sólo al mundo inteligible. Según él tam­poco puedo saber en modo alguno si laten en mí motivaciones —absolutamente empíricas— que se derivan de mis inclinaciones y contribuyen inconscientemente a configurar la intención rela­tiva a la acción. Aun cuando el yo inteligible nada tiene que ver con el concepto moderno de inconsciente, esta duda en cuanto al conocimiento de mis motivaciones empíricas remite a la existen­cia de un inconsciente de tal naturaleza. La fórmula del juicio sirve a la finalidad de excluir esta motivación «inconsciente» de la máxima de mi acción.

Más allá de cualquier duda, la ética kantiana tiene un carácter paradójico. Se la conceptúa «rigorista» y, como todavía tendremos ocasión de ver, no sin razón. Y, sin embargo, esta ética basada en la pura moralidad excluye de la moral la responsabilidad por los propios actos y la posibilidad de un juicio moral. Si el criterio de la moral es la moralidad pura, la responsabilidad es como mí­nimo inaprehensible y el juicio moral, aún más, imposible. Sim- mel estaba en lo cierto cuando escribía que el rigorismo moral de Kant lanzaba la auténtica moral al caos.

Sin embargo, no en la medida que creía Simmel.Es cierto que no podemos saber nunca si alguien ha actuado

de jacto según la máxima del imperativo categórico o no. Pero podemos saber muy bien qué es lo que significa para mí la acción de otra persona, si puedo asumir en mi máxima el propósito, la intención de esa acción. Piénsese en la conocida metáfora del de­pósito. De un depósito no se puede usar, pues eso está en contra­dicción con su propio concepto. Pero si alguien —la persona a quien se había confiado el depósito— en circunstancias de extre­ma necesidad y aunque quienes le rodean ignoran la existencia misma del depósito, no hace uso de éste, no podremos, ni aun así, saber realmente si esa persona es moral o no lo es. (Puede muy bien haber temido a las consecuencias de ese paso, etc.) Pero sa­bemos muy bien que actuar de esta manera es un deber moral para nosotros. A través de esta mediación tengo la posibilidad —aunque condicionada— de juzgar a otros. Bien es verdad que no puedo saber si sus actos están motivados por el imperativo cate­górico, pero sí que podría, efectivamente, haberlos motivado. Si se usa del depósito, sabemos que esta acción contradice a la máxima del imperativo categórico. Es cierto que la cuestión aquí no es tampoco el acto en sí, sino el concepto del acto. Si en las mismas condiciones que antes alguien quiere recuperar el depó­sito, pero el propietario del mismo ha fallecido y carece además de herederos, es decir, cuando la reintegración del depósito es imposible, el dinero queda de jacto en manos del administrador, pero ese acto no corresponde al concepto de «apropiación inde­bida». Tampoco corresponde al concepto de asesinato que hagamos entrega de un fármaco a alguien y que ese fármaco le produzca la muerte. Más adelante volveremos sobre este ejemplo.

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De mayor importancia es aún, sin embargo, el hecho de que Kant no elimina ni puede eliminar todo criterio de contenido de la moral.

La imposibilidad de juzgar los actos es así una consecuencia de la exclusión de todo criterio de contenido en la moral.

Kant se propone muy claramente —al menos en los años 80— eliminar de la ética todo criterio de contenido. La bondad ha de predicarse exclusivamente de la buena voluntad (ésta es inteligi­ble), lo bueno no se sigue de la experiencia. Ninguna finalidad es por sí sola buena, ningún acto o incluso virtud reconocido como bueno por el consenso social es por sí solo bueno. No son las obras, tipos de conducta y virtudes reconocidas en cuanto a su contenido como buenas, sino a la inversa: la voluntad de lo bue­no constituye la bondad. Tenemos un solo deber auténtico: la observancia del imperativo categórico. Todos nuestros deberes concretos son un derivado suyo. De lo que es no se sigue nada en relación a lo que debe ser.

Kant no distingue en absoluto —al menos en el plano teórico— las diversas exigencias de contenido en el interior del sistema. Hacerlo así, por otra parte, era imposible para él por cuanto ho- mogeneizaba también los fines en cuanto a las motivaciones em­píricas de carácter finalista. Dado que el motivo de todos los ac­tos del hombre empírico es el «más bajo estrato de apetencias» —es decir, los tres apetitos—, la acción impulsada por fines de contenido sólo puede ser de carácter egoísta.

Vamos a intentar ahora estudiar por separado los diferentes «fundamentos» de orden «material». Claro es que no vamos a po­der considerar aquí todos los tipos de finalidad, sino únicamente los que son relevantes en nuestro planteamiento.

1. La finalidad es puramente particular (el ejemplo de Kant es: quiero llevar con éxito mi negocio). Para ello debo elegir real­mente mis medios según la máxima de la inteligencia. El hecho de que entre estas máximas se encuentre también el criterio de que no debo estafar a mis clientes no obedece, ciertamente, a nin­gún aspecto moral —deberá considerarse como algo que debe ha­cerse, pero no como un acto que obedece al deber— pues real­mente no se trata sino de un medio para conseguir una fina­lidad particular. En la ética kantiana toda máxima material­mente motivada es pensada hasta el final análogamente a este caso.

2. La finalidad es algún valor considerado un bien (por ejem­plo, el progreso humano es el fin de la historia; yo debo y quiero servir al progreso). El ejemplo no es tampoco en este caso arbi­trario, sino que se apoya en el punto de vista kantiano: en su filosofía de la historia el servicio al progreso es considerado un deber. Pero Kant no es consecuente en este punto. El progreso pertenece como es sabido al mundo empírico; los tres apetitos constituyen su motivación. No tiene nada que ver con el mundo

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inteligible (la moral es intemporal). ¿Por qué, entonces, es un de­ber servir al progreso? Muy claramente, porque Kant considera el progreso como un valor (un valor material, no podría ser de otro tipo). Aquí, por consiguiente, un valor material ha «dado» un deber moral.

La inconsecuencia teorética genera empero un dato de conoci­miento de gran importancia. No existe necesidad alguna de que la finalidad constituya un valor moral. No tenemos ahora pre­sentes los casos en los que el individuo, obedeciendo a los apeti­tos, sirve inconscientemente al progreso; esto sería sinónimo del primer ejemplo, pues la finalidad es particular: no es el progreso mismo lo que se persigue. Pensamos en el caso en el que la finali­dad consciente del individuo es el progreso mismo. Pero esto no es, en realidad, ningún obstáculo para que el individuo se atenga en su acción meramente a la máxima de la inteligencia y para que subordine todos sus actos, en cuanto medios, a la finalidad perse­guida, para que esos medios sean extraordinariamente heterogé­neos y para que el individuo se autoconciba incluso como un mero medio en interés de la finalidad perseguida. El fin mismo, no obs­tante, puede dar también un motivo moral. Así, a título de ejemplo, la superación de las propias motivaciones particulares, precisamen­te, sin utilizarse a sí mismo o a los semejantes como un mero medio.

Resumiendo: los bienes-valores (como finalidades) pueden de­sencadenar una motivación moral, pero no lo hacen necesaria­mente. .

Hasta aquí debemos, por lo tanto, expresar nuestro acuerdo con la secuencia de Kant: ninguna finalidad material debe ser considerada como criterio de la moral; en sí misma ninguna fina­lidad —ni aun la más elevada— constituye el «bien», dicho más exactamente, el motivo moral.

3. Pero las fuentes materiales de la moral no son solamente finalidades concretas, sino también objetivaciones morales. No sólo la finalidad particular, no sólo la finalidad que se orienta en función de los valores de bondad, sino también las normas éticas abstractas y concretas, los conceptos y las ideas morales, son de naturaleza material y dan «contenidos» al sujeto. Al mismo tiem­po finalidades no particulares (valores de bondad) pueden apoyar­se también en objetivaciones morales. La consideración del co­raje, la sabiduría o la justicia como virtudes o el «ama a tu próji­mo como a ti mismo» o el postulado de que has de luchar por una causa porque se trata de una causa justa son valores materiales y exigencias que constituyen como tales los deberes.

Los críticos de Kant han considerado siempre la eliminación de los valores materiales de las fuentes de la moral como el punto más vulnerable del filósofo. Aun cuando tales críticos tienen razón en lo esencial, no debemos ocultar, de otro lado, que se sitúan con sus intentos de solución muy por debajo del nivel alcanzado

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por Kant.* Así, por ejemplo, la crítica marxista de la II Interna­cional volvía a la derivación de los valores morales de los fines perseguidos mientras Scheler, por su parte, en el fondo, regresaba con su ética material de los valores al punto de vista platónico.

Es fácil apercibirse de que el problema de los valores morales materiales se distingue substancialmente de la relación entre las finalidades materiales y la moral. Aun cuando Kant desprendía con extrema rigidez la motivación moral de la acción propiamente moral, no hay duda de que sin una motivación moral ningún acto puede ser clasificado como moralmente positivo. Ahora bien: en el caso de la finalidad (la finalidad constituye el motivo básico) el motivo mismo no es moral; no lo es ni siquiera siempre —aunque podría serlo— cuando el «valor de los bienes» constituye la fina­lidad. Pero si la fuente material es la objetivación moral y estoy motivado en mi acción por este contenido, entonces el motivo mismo es moral. Las objetivaciones morales mismas no son fina­lidades para las que yo elijo medios, dado que la determinación reflexiva medios-fines no puede vincularse en modo alguno a ellas. Por ejemplo, la afirmación de que mi finalidad es ser más valiente y que el medio para ello es comportarme con mayor valentía ca­rece claramente de sentido. Las objetivaciones morales (valores, normas) no incluyen las máximas de la inteligencia. Si soy va­liente para cosechar la gloria, mi motivación es no moral no por­

. que el valor sea una exigencia de contenido, sino porque no es el valor lo que me motiva.

Por tanto, como hemos visto, los valores y normativas de or­den moral son motivaciones inmediatamente morales para el su­jeto que las acepta. Por eso mismo una ética pura de las intencio­nes que no sea formal, sino material, es perfectamente concebi­ble. Pero ¿por qué tenía que eliminar Kant junto a las finalidades de contenido también los valores materiales de la determinación de la moral?

En su ética, Kant se propuso algo que realmente carece de parangón en la historia de la ética. Pretendió construir una filoso­fía moral como componente orgánico de un sistema filosófico complejo y cuyos principios fuesen al mismo tiempo utilizables en la praxis. Se trataba de construir una ética apropiada simul­táneamente a las funciones de la filosofía moral científica y al código moral práctico. El principio compete al filósofo, la doctri­na a todos —escribía Kant. Nosotros añadiríamos: debe compe­ter a todos por igual. Kant quería, en efecto, dar una ética cuya formulación teorética de alto nivel no sólo no fuese un obstácu­lo para su practicabilidad, sino que precisamente la posibilitase: una ética simple. 26

26. Se excluye a aquellos que en lugar de la ética kantiana se afirmaban en la ética de la personalidad según Goethe y Schiller; el papel fundamental en el an­tagonismo no le correspondía aquí a la cuestión de los valores materiales o in­materiales.

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¿Es posible construir una ética material (determinar así las virtudes y deberes de contenido) que sea igualmente válida para todos e igualmente observable por todos?

Es aproximativamente posible, pero sólo si la sociedad es una sociedad comunitaria, si el sistema de las virtudes se basa en el sensus communis, si la moral —en su contenido— es relativa­mente homogénea. Así era aproximativamente la ética de Aristó­teles, la única ética realmente de contenido. Pero aun ésta tam­bién sólo aproximativamente: a pesar de que la tabla de virtudes era homogénea, distinguía en su ejercicio, en la jerarquía de las virtudes según las posibilidades morales del hombre (la conducta del político se diferencia de la conducta del sabio, etc.).

Ahora bien, lo que era sólo aproximativamente posible para un Aristóteles, era por principio imposible en la época de configura­ción de la sociedad burguesa. Hacía ya mucho tiempo que el or­den homogéneo del mundo se había dispersado, las normas abs­tractas se expresaban en diferentes normas concretas (frecuen­temente contradictorias), los deberes estaban particularizados (se­gún clases, estratos, profesiones, incluso según «roles»); exigencias que ayer eran aún sagradas habían perdido su contenido de valor. ¿Qué código de conducta ética se habría podido «componer» aquí a partir del contenido de valor o de los deberes materiales que no fuese lugar común, prédica moral y —por paradójico que pue­da parecer— que no estuviese vacío precisamente por su índole de código de contenidos? Precisamente a consecuencia del vaciamien­to de contenido de las categorías de valor, Kant tenía que buscar un criterio formal para la fundamentación de la moralidad.

No todas las exigencias materiales perdían su contenido en este mundo heterogéneo, por otra parte. En base a la elección de determinados valores era posible decidir y destacar este o aquel valor frente a los demás. Con todo lo formales que son los cri­terios de la moral de Kant, en el fondo no hizo sino esto; en realidad tampoco habría podido hacer otra cosa. Su imperativo categórico no se deriva tampoco del «mundo inteligible», sino que se basa en un fundamento «material» en gran medida. Kant no hizo sino reducir los valores materiales a algunos valores bá­sicos y concretamente a aquellos de los que, según su concepción, se pueden derivar todos los demás valores en la praxis.

Ya nos hemos referido anteriormente al valor supremo. Era éste la libertad o, más exactamente, la libertad de la igualdad: la autonomía del individuo, situación en la que cada individuo pro­duce por sí la ley moral sometiéndose a ella. Desde la perspectiva de la filosofía de la historia, la autonomía significa también la independencia moral del individuo: «La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad.» ”

Aún más: una fórmula del imperativo categórico indica que el 27

27. Was ist AujkVírung7, op. cit., vol. X, p. 53.

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hombre no ha de ser un simple medio que utilicen otros hom­bres. Pienso que el origen material de este deber está fuera de duda. Concretamente, la idea de que la utilización del hombre como un medio está en contradicción con el concepto de hombre no constituye una analogía válida del ejemplo del depósito. Que el uso indebido del depósito contradice al concepto de depósito es algo que puede constatarse independientemente de que el depó­sito mismo sea tenido por un valor o no. Pero que el hombre no puede ser un simple medio que utilicen los otros hombres no es algo independiente de que yo considere al hombre como un valor.

Por eso el formalismo de la ética kantiana es sólo una ten­dencia. Lo que es en ella formal —y efectivamente puramente formal— es la fórmula básica del imperativo categórico. Si las «elecciones» de Kant entre los diferentes deberes fuesen incom­prensibles, les aplicaríamos sólo la fórmula básica del imperativo categórico. Kant afirma, por ejemplo, que nuestros deberes para con Dios no son deberes morales. ¿Por qué? Se podría muy bien formular su máxima en términos de que uno se dirige diariamente a Dios en la oración porque desea que éste se integre como una ley en el orden de la naturaleza. Pero ¿por qué no podrían enton­ces ser deberes morales nuestros deberes para con Dios? Para comprender esta «elección de valor» kantiana no debemos recu­rrir al imperativo categórico sino a sus valores materiales, por ejemplo a la igualdad. Sólo podemos tener deberes morales para con los hombres puesto que sólo somos iguales a los hombres.

Kant mismo afirmaba que él no había creado una nueva ética, sino sólo una nueva fórmula. La cuestión es si esta fórmula está en condiciones de afrontar lo que realmente está fuera del alcance de una ética valorativa material y de contenidos, a saber, pres­cribir una dirección fija a la máxima moral. Y por otra parte: ¿qué relevancia le corresponde a esta fórmula en la acción real?

* *

Antes de tratar de responder a esta pregunta vamos a retornar a nuestro problema de partida: a la relación mutua entre actitud y acción, entre actitud y consecuencia. Todo lo dicho hasta aquí (acerca del origen de los motivos morales) vamos a dejarlo de momento entre paréntesis. La atención se concentrará ahora en la cuestión de si estos motivos morales determinan por completo el contenido moral de un acto.

Si queremos seguir consecuentemente a Kant en su razona­miento convendremos que un acto no tiene absolutamente ningún contenido moral: no hay ningún contenido moral ab ovo. Dicho con mayor exactitud: no lo hay en la medida en que costumbre y moral (el motivo moral) son sinónimos. Existen obviamente há­bitos empíricos de comportamiento-, el progreso de la humanidad lleva asimismo a usos y formas de relación más depurados: esto

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precisamente es la civilización. Pero esto pertenece al orden de la naturaleza y no tiene nada que ver con el orden de la libertad (de la moral). Pero no se trata ahora de considerar la estructura de conjunto del sistema kantiano, sino sólo de plantearnos el pro­blema.

Todavía recordamos el ejemplo aducido anteriormente: si al­guien entrega a un enfermo un fármaco y éste causa su muerte, el motivo de la acción anterior puede haber sido no obstante completamente moral, su máxima asimismo absolutamente moral y el individuo que actúa también completamente moral aun en el momento de la acción. Ya sabemos que no hay responsabilidad alguna en el hecho, el individuo no es en absoluto responsable de la muerte del enfermo. Por eso falta de la ética kantiana de los años SU la categoría de alternativa. No es bastante que la libertad no se agote con la posibilidad de elección (en esto Kant tiene toda la razón), sino que ninguna relación le hace formar parte de ella. La elección, en efecto, afecta a la acción y no a su máxima —pero esto se sitúa ya fuera de los límites de la moral propia­mente dicha.21

Nos vemos así enfrentados a una separación radical entre co­nocimiento y moral. La eliminación de la alternativa significa aquí, en efecto, que el conocimiento de mis capacidades o de mis cir­cunstancias no tiene relación alguna con la moralidad. Más aún: si en la elección de mi máxima estoy influido por ese conocimien­to, el motivo de mi acción no es la autonomía y no actúo por deber.

De todos modos, Kant no elimina el gnoti seauton de la éti­ca. Pero esto signiñca en él que la ley moral ha de reconocerse claramente en sí misma. Esto representa un reconocimiento y no un conocimiento porque el último no puede referirse más que al yo empírico y no al yo inteligible.

Kant separa tan radicalmente la moral y el conocimiento por­que —como ya hemos visto— según su concepción el yo empírico está motivado exclusivamente por los apetitos de más bajo nivel. Por tanto, si se pregunta de qué se es capaz, en qué se es autén­tico, la respuesta sólo podría ser una: yo no puedo actuar de acuerdo a la ley moral, tengo que hacer una «excepción» en la observancia de la ley moral. La pregunta «¿Cómo puedo actuar según la ley moral?», es irrelevante, una máxima de la inteligen­cia y envenena por lo tanto la misma fuente de la moralidad.

Pero tampoco hay ninguna moralidad concreta de la que pue­da excluirse el concepto de responsabilidad. Del conocimiento for­ma parte siempre también la responsabilidad por el conocimiento.

Si por ejemplo el individuo que ya hemos evocado mata al en­fermo con la intención de curarle, puede muy bien haber actuado 28

28. En la Metafísica de las costumbres se le adjudicará un papel central en la ética a la elección de la acción.

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con la mejor de las intenciones (y si se quiere obedeciendo al im­perativo categórico), pero lo hace de manera incompetente (sin reparar en si posee el suficiente grado de conocimiento como para elegir el fármaco apropiado). £1 sereno juicio moral le «imputará» el hecho, aunque sólo relativamente: su deber habría sido medir su grado de competencia antes de actuar. La convicción de Kant según la cual la conciencia se vincula exclusivamente al imperati­vo categórico, que por lo tanto sólo tendrá remordimientos quien se «sustraiga» al mandamiento de la ley moral, no se sostiene ante los datos empíricos. Kant respondería, ciertamente, que esto no es ningún contraargumento: supuesto que no sea así, debería serlo. Nosotros, sin embargo, afirmamos: no tendría por qué ser así. Si no hay ninguna responsabilidad por el conocimiento y el individuo que carece del conocimiento necesario no experimenta remordimiento alguno (porque no sabe lo que podría haber sa­bido), no hay en el mundo crimen tan sutil del que el hombre no se dé a sí mismo la absolución.29 El camino del infierno está real­mente empedrado de buenas intenciones.

La relación entre intenciones y acción contiene en sí misma la relación entre intenciones y consecuencias. Desde el punto de vista de las intenciones la acción es también una «consecuencia» dado que pertenece al mundo empírico. No obstante, no es esto lo que se acostumbra a entender por «consecuencia» (también Kant entendía algo distinto), sino la repercusión de la acción en el mundo de la «necesidad», lo que significa que también otros ac­tuantes se insertan en el proceso, que otros actuantes reaccionan a los actos realizados en base a la ley moral (o a pesar de ella). En esto es Kant radical y lo seguirá siendo también después, cuan­do considere la acción misma como imputable. La consecuencia no es imputable, la consecuencia no tiene relación alguna con la moral del actuante, la consecuencia no tiene absolutamente nada que ver con la moralidad.

En un estudio redactado en 1797 (über ein vermeintes Recht, aus menschenliebe zu lügen), Kant —respondiendo a la crítica de Benjamin Constant—30 sintetizaba de manera breve y concluyen­te sus ideas acerca de la consecuencia.

El ejemplo es el siguiente: un asesino busca a un amigo tuyo al que has dado albergue en tu casa; el asesino te pregunta si tu

29. Una muestra de la excepcional honestidad intelectual de Kant es que pre­cisamente en este punto pusiese posteriormente al lado de su sistema un signo de interrogación y precisamente por ese motivo. En su obra La religión dentro de los límites de la mera razón aparece el inquisidor, para quien la voluntad de Dios es el supremo imperativo categórico, no dudando en dar muerte a personas sobre esta base. Kant condena esto: al fin y al cabo, el inquisidor no puede saber si las órdenes emanan realmente de Dios.

30. En la crítica no se menciona ningún nombre y no fue escrita contra Kant, sino contra Fichte. Pero Kant se identificó completamente con el punto de vista criticado. El razonamiento se distingue de lo expuesto arriba sólo en que Kant no niega en esta tardía obra la posibilidad de imputar la acción misma.

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amigo se encuentra en tu casa o no. La pregunta es: ¿es lícito men­tir para salvar a tu amigo?

La respuesta de Kant es una negativa explícita: la veracidad es un deber incondicional que no admite excepciones. El impera­tivo categórico es inviolable. Pero si el asesino acaba con la vida de tu amigo, ¿eres tú responsable de su muerte?

De nuevo la respuesta es una negativa explícita por el siguien­te motivo: el hecho puede ser claramente imputado. Si mientes, eres responsable de que la mentira «aparezca» en el mundo. La consecuencia de ese acto, por el contrario, no puede ser imputada. ¿Por qué?

Ante todo, la consecuencia no puede ser prevista en principio, incluso en este ejemplo relativamente sencillo. Así, por ejemplo, no puedes saber si tu amigo, habiendo oído la conversación con el asesino, no huirá de tu casa, acción en la que precisamente en­contrará la muerte.31 32 (En el caso de ejemplos más complicados la consecuencia puede ser aún más difícil de prever, y frecuente­mente puede exigir un saber accesible sólo a personas excepcio­nales.) Así, pues, si mientes para salvar a tu amigo sacrificas un bien seguro por un bien que no lo es. Ciertamente, si el hecho mis­mo es malo (si acontece a consecuencia de una mala máxima), la consecuencia puede también ser imputada. No moralmente (nin­guna consecuencia puede ser moralmente imputada), pero sí ju­rídicamente. «Si impides valiéndote de una mentira la acción de alguien poseído del ansia de matar, serás responsable en lo jurí­dico de todas las consecuencias que se deriven de ello. Pero si te atienes estrictamente a la verdad, la justicia pública no podrá nada contra ti, sea cual sea la consecuencia imprevista.»52 Si se dice la verdad, en modo algunos causas la muerte de tu amigo, «ésta la causa el azar».33

Este ejemplo suscitará la resistencia de cualquiera, por poca que sea su sensibilidad moral, frente a la respuesta de Kant. Es­tamos ante un caso límite; en una situación así el sentido moral estima con toda razón absurda la exigencia planteada y requiere justificadamente la «excepción» de la norma obligatoria de decir la verdad. Pero si el ejemplo extremo es absurdo, no por ello hay justificación para descartar como absurdo el problema planteado.

31. A esta situación hace referencia, por lo demás, la novela de Sartre El muro.32. Vber ein vermeintliches Recht, aus Menschentiebe zu lügen, op. cit.,

vol. VIII. p. 639.33. Ibid., p. 641. El sencillo ejemplo sirve a Kant para el análisis de un pro­

blema realmente complicado, a saber, si es lícito mentir en política. La respuesta es obviamente negativa. «Todos los principios jurídico-prácticos han de contener una verdad estricta, y los llamados aquí medios pueden contener sólo una deter­minación más cercana de su aplicación a los casos que puedan plantearse (según es regla en la política), pero nunca excepciones a aquéllos.» (Ibid., p. 642.) Sobre esta base reclama Kant entre otras cosas el carácter absolutamente público de las decisiones políticas y la abolición de la diplomacia secreta en una república ideal (basada en el derecho).

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Vamos, por lo tanto, a hacer abstracción del ejemplo y vamos a estudiar el problema mismo. Kant habla de consecuencias «im­previstas». Si la consecuencia es efectivamente imprevisible, si es imposible prever siquiera la probabilidad de una de las conse­cuencias, entonces Kant tiene razón: la consecuencia no se pue­de imputar moralmente a una persona concreta. Pero si se puede prever la consecuencia —al menos su probabilidad—, esto es, si hay personas que la pueden prever y además aportar argumentos racionales, lo que, de todos modos, dado que se trata del futuro no es nunca más que una probabilidad, entonces también es posi­ble imputar moralmente la consecuencia. Jurídicamente, empero, sólo es posible hacerlo así cuando existe realmente una relación causal entre la acción y la consecuencia. (El eiemnlo de Kant no es convincente, por lo que se refiere a la responsabilidad ante la «justicia pública»: no sólo porque entre la mentira de su supuesto héroe y el asesinato existe aún menos relación causal que entre la eventual declaración de la verdad y la mentira, sino también por­que la consecuencia no se podía prever, ni siquiera como proba­bilidad.)34

La posibilidad de imputar a alguien la consecuencia que se de­riva de un acto requiere también la responsabilidad por el cono­cimiento, pero de manera diferente al caso de la acción. Cierta­mente, para mí es posible evaluar mi propia competencia; en el caso de un acto concreto lo que está en juego no son conocimien­tos referidos al futuro (acerca de los cuales sólo es posible ex­traer conclusiones o extranolar), sino conocimientos vinculados al presente. La responsabilidad por el conocimiento, por lo tanto, es incomparablemente mayor en relación con el hecho concreto que en relación con la consecuencia.

Por eso hay que ser enormemente cauto cuando las consecuen­cias posibles o probables se integran en la motivación de manera tal que violentan las normativas autoaceptadas (en el caso co­mentado: «No debes mentir»). Kant tiene toda la razón cuando dice que no es posible aceptar el punto de vista según el cual la excepción confirma la regla, porque en el caso de la moral la ex­cepción lo que hace es debilitar la regla (Kant lo dice de manera más concluyente, esto es, en el caso de la ley no existe ninguna excepción). El individuo que llega a utilizar a otros, con indepen­dencia de las consideraciones que formule acerca de lo «excep­cional» de su actuación concreta, está en realidad moralmente co­rrompido. Así, pues, si en determinadas situaciones límite violen­tamos la norma debido a la previsión de la probabilidad de una consecuencia de contenido de valor moral negativo, no podemos ocultamos el hecho de que hemos violentado la norma y que la

34. Acerca de la idea según la cual la imputabilidad de la consecuencia es tam­bién función del contenido (del contenido de valor) y de la dimensión de la con­secuencia misma, véase mi libro A szándétól a kovetkezményig, Budapest, 1969.

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norma es válida. Esto es válido en particular para la violación de normas abstractas; todavía tendremos ocasión de ver que Knnt elige siempre sus ejemplos en el círculo de las normas abstractas.

El razonamiento kantiano remite en realidad —si bien bajo for­mas muy exageradas— a un problema práctico-moral, en cuya so­lución (al menos en la mayoría de los casos) se procederá, sin duda, con mayor seguridad observando su imperativo que adop­tando como máxima básica un contenido de conocimiento. Los actos moralmente motivados pueden tener consecuencias amar­gas, pero también pueden ser igualmente amargas las consecuen­cias (no en el caso aducido a título de ejemplo, sino en general) de actos llevados a cabo dejando en suspenso la buena motivación, incluso podría llegar a decirse que es mucho más fácil que así suceda. Por lo tanto es aconsejable excluir en la praxis moral las consecuencias de la motivación, aun siendo conscientes de que con ello corremos un riesgo: el riesgo de consecuencias eventual­mente dañinas. No hay riesgo mayor que la «inserción» de la consecuencia en la motivación; sin embargo, excepcionalmente hay que correr este riesgo, como se ha visto en el ejemplo de Kant.

Pero Kant pretende excluir el riesgo de la ética. Su filosofía moral desconoce esta categoría (por lo menos en lo que se refiere a los años ochenta la desconoce absolutamente). Pretende estable­cer como hilo conductor de la acción humana una moral que sea simple, fácil de seguir y totalmente exenta de riesgo. A ello sirve la ley moral, la fórmula del imperativo categórico. Pero, ¿no se corre realmente ningún riesgo cuando se sigue la fórmula del im­perativo categórico?

4. LAS FÓRMULAS DEL IMPERATIVO CATEGÓRICO

Como hemos visto, Kant nos muestra una imagen exasperada ad absurdum de la estructura de la sociedad burguesa alienada. También la sociedad es naturaleza, en ella reinan las leyes natura­les, el individuo forma parte del encadenamiento de la necesidad, la cual —si la imaginamos subsumida en la idea reguladora de la adecuación de medios a fines— es realizada por los individuos, si bien contra su voluntad. Las normativas vacías, privadas de todo contenido o bien provistas de contenidos particulares-egoís­tas, no están en condiciones de proveer al sujeto moral de ningún motivo válido. La humanidad existente pertenece al reino de la necesidad. Nada puede constituir la moral sino la idea de la hu­manidad. La idea de la humanidad que nos obliga como una ley a las personas humanas en tanto que seres racionales es la única fuente posible de la moralidad. Las fórmulas del imperativo cate­górico articulan esta ley, una ley del «reino de la libertad». Las leyes de la necesidad son cognoscibles (son las creaciones del en­

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tendimiento para el ordenamiento de lo sensiblemente dado, las consecuencias de la razón en base a las categorías del entendi­miento, pero la praxis que se apoya en ellas no es una praxis moral; la libertad es incognoscible, pero su ley es la única rele­vante en lo relativo a la moral). La razón pura, guiada por los intereses prácticos, pone así a disposición de los hombres posibi­lidades que le están eternamente vedadas para el uso especulativo de la razón. Por eso le corresponde al uso práctico de la razón el primado sobre la razón teorética. Ésta es la disolución de la segun­da antinomia de la dialéctica de la razón; la ley moral está por encima de cualquier otra moral, pues sólo la razón pura (que contiene en sí a la ley moral) puede ser incondicionalmente prác­tica.

Si el hombre fuese un puro ser de razón (es decir, si el indi­viduo se identificase con la idea de humanidad), la ley moral determinaría en cualquier caso la voluntad.” Pero como el hombre es al mismo tiempo también un ser empírico, la ley moral es para él una orden, un imperativo, «esto es, una regla que expresa a tra­vés de un deber ser la invitación objetiva a la acción...».”

¿Cuáles son, así pues, las fórmulas del imperativo categórico?La fórmula básica dice así: «Actúa de tal manera que la máxi­

ma de tu voluntad pueda servir siempre también como el prin­cipio de leyes de carácter general.»35 36 37 38 39

Y las otras fórmulas:«Actúa sólo conforme a aquellas máximas de las que puedas

desear que se conviertan en ley general.»31«Actúa como si la máxima de tu acción hubiese de convertirse

por tu voluntad en una ley natural general.» ”Y finalmente: «Actúa de tal manera que trates a la humanidad,

tanto en tu propia persona como en la persona de cualquier otro, siempre y en todo momento como un fin y nunca como un simple medio.»40

Si se someten a consideración las cuatro fórmulas del impera­tivo categórico se hace claro de inmediato que tres de ellas son efectivamente formales (no aportan ningún punto de apoyo que, por su contenido, nos guíe en la elección de la máxima), mientras que la cuarta es plenamente material: la consideración de lo que es simple medio o también fin en sí mismo en la acción inten­cional del hombre constituye un criterio claramente de conteni­do. Esta diferencia decisiva aparece ya como tal en la propia

35. En la ética kantiana de los años ochenta, «voluntad» y «libre arbitrio» son todavía conceptos sinónimos. La separación conceptual de ambos se produce en la Metafísica de las costumbres.

36. Kritik der praktischen Vemunft, op. cit., vol. VII, p. 126.37. Ibid.. p. 140. ,38. Grundlcgung, op. cit., p. 51. '39. Ibid.40. Ibid., p. 61.

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formulación. Las primeras tres fórmulas del imperativo categóri­co se refieren a la determinación de la máxima de la acción, mientras que la cuarta alude a la determinación de la acción mis­ma. Lo mismo evidencia la secuencia de conclusiones a través de la que Kant accede a esta cuarta fórmula: «Yo digo: el hombre, y en general todo ser racional, existe como un fin en sí mismo y no como un simple medio para ser usado arbitrariamente por una u otra voluntad; en todas sus acciones, tanto en las que tie­nen que ver consigo mismo como en las que afectan a otros seres racionales debe ser considerado en todo momento también como un fin.»u Kant percibe en tan gran medida esta diferencia que considera necesario estipular extensamente por qué esta última fórmula no es de naturaleza material, mientras que en los casos anteriores no procede a explicaciones de este tipo. El punto de partida de la explicación es la formulación de lo que es material y lo que es formal: «los principios prácticos son formales si hacen abstracción de todas las finalidades subjetivas; son materiales cuando toman a éstas y por ende a determinados mecanismos mo­tores como base.»41 42 Como el imperativo señala que el hombre no ha de ser un simple medio para el hombre, se hace efectiva­mente abstracción de cualquier finalidad subjetiva, por lo que este imperativo es también formal.

Pero esta argumentación no puede ser aceptada, tampoco pre­cisamente desde el punto de vista de Kant. Porque si el criterio del carácter formal es efectivamente la demanda de que se haga abstracción de la finalidad subjetiva, entonces toda objetivación moral y toda norma —particularmente toda norma abstracta— son formales; entonces todos los contenidos de los que Kant que­ría hacer abstracción deberán ser definidos como formales. Si de­cimos: «El hombre debe ser valiente» o «Es un deber del hombre ser justo», o incluso «No debes hacer ninguna imagen ni ningu­na metáfora», hacemos tanta abstracción de las finalidades sub­jetivas del sujeto como cuando decimos: «El hombre no debe ser un simple medio para los demás.» La cuarta fórmula del impera­tivo categórico de Kant es una norma igual que cualquier otra norma ética. Una vez que se ha eliminado de la ética toda norma de contenido y se asume la ley moral como efectivamente for­mal, no se puede admitir entre las fórmulas del imperativo cate­górico ninguna que se distinga en nada de las otras objetivacio­nes morales.

Pero la cuestión no estriba en que Kant haya «incluido» esta fórmula entre las otras, ¡hay más aún! Es que de esta norma es de la que él deriva realmente el imperativo categórico. Su razona­miento es el siguiente: si existiese un «fin en sí mismo» en gene­ral, «la base de un posible imperativo categórico, es decir, de

41. Ibid., p. 60.42. Ibid., p. 59.

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una ley práctica, estaría en él y sólo en él».43 Kant da por sen­tado así que el hombre, en tanto que ser racional, es un fin en sí mismo y es en él donde fundamenta el imperativo categórico junto con todos los criterios formales. Ya se ha señalado anterior­mente que no es posible eliminar por completo de la ética el cri­terio de contenido, por lo que Kant se vio obligado asimismo a introducir un valor ético de contenido para formular su impe­rativo. Desde un punto de vista teorético puede que esto sea in­consecuente, pero se trata de una inconsecuencia genial.

Consideremos ahora las tres primeras fórmulas del imperativo categórico que son efectivamente formales y cuyo criterio, por lo tanto, se basa exclusivamente en la posibilidad de generalización de su máxima.

En cuanto a su propia naturaleza, las tres tienen el rasgo co­mún de que el imperativo no se refiere a la acción misma, sino a la máxima de ésta. Esto es algo evidente, por otra parte, dado que su núcleo esencial consiste en la validez general. Pero la ac­ción, el acto, se vincula siempre con una situación concreta, se produce en un proceso concreto de decisión; la acción misma no puede ser formalmente general. Si un señor feudal libera a sus siervos en base a la máxima «Soy favorable a la igualdad jurí­dica de los hombres», la máxima en cuestión puede ser generali­zada: puede querer que la máxima en base a la cual ha actuado se convierta en principio de la legislación general.44 Está claro que no puede pretender que todos liberen a sus siervos, porque no todas las personas tienen siervos. Por ejemplo, los siervos mismos no pueden actuar como él, pero sí pueden tener la misma máxima. Además ese señor feudal formula la máxima en base a la cual actúa no sólo con referencia a la liberación de los siervos, sino en general (de un modo válido para todos los casos). Como hemos visto, sólo la cuarta fórmula del imperativo se refiere al hecho mismo. Se trata aquí de un criterio en base al cual puede me­dirse cualquier hecho, pues lo «formal» y lo que se refiere al contenido coinciden en él. (Quien libera a sus siervos evidencia con hechos que el hombre no puede ser un simple medio para otros hombres.)

Simmel tenía razón afirmando que Kant preguntaba siempre sólo qué es el deber, pero no qué es mi deber. No obstante, esto no supone, contra lo afirmado por Simmel, que la pregunta por mi propio deber quede fuera del horizonte de la filosofía moral kantiana. En sus consideraciones, Simmel pone entre paréntesis el hecho ya señalado antes de que las fórmulas del imperativo ca­tegórico se refieren a la máxima de la acción y no a la acción misma. La máxima estipula efectivamente qué es «el» deber, pero

43. Ibid., p. 59.44. La formulación de esta máxima como imperativo categórico procede de

Kant.

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es en la acción donde realiza cualquier persona su propio deber (la acción es siempre individual). Kant señala que sólo es posible cumplir el propio deber cuando se le somete al concepto de «de­ber» (el imperativo). Todas las fórmulas del imperativo categórico se inician ciertamente con la palabra «actúa»; pero mi acción sólo puede ser realización de mi deber, pero éste no es general, ni puede incluso serlo.

Sin embargo, éste no es el único punto en el que Simmel ma- lentiende las fórmulas del imperativo categórico y su función en la filosofía moral kantiana. Afirma, así, que las fórmulas del impe­rativo categórico no suponen en el fondo sino la formalización del vieio principio de que no hay que hacer a los demás lo que no quieres que te hagan a ti. Pero ésta es sólo una «máxima de la inteligencia» y es, como tal, rechazada por Kant. Claro que aquí no habría todavía contradicción con la consideración de Simmel según la cual Kant formularía sutilmente este mismo imperativo bajo la forma del imperativo categórico, limitándose a rechazar en tanto que motivación la fórmula de la máxima de la inteligen­cia. Ahora bien, Simmel no tiene en cuenta la expresión «en todo momento» que aparece con tanto énfasis en la fórmula básica del imperativo categórico. Las máximas que se elevan al nivel del im­perativo categórico son intemporales y sólo pueden elevarse a este nivel cuando me propongo que sean en todo momento prin­cipios de leyes de carácter general. No tienen en absoluto rela­ción alguna con mi propia vida y su temporalidad. No elijo la ve­racidad como máxima para que no se me mienta a mí, sino al objeto de que la máxima de la veracidad se convierta en una ley general: en todo momento y para cualquiera.

Simmel sigue argumentando que las fórmulas del imperativo categórico no son en general fórmulas morales; en definitiva, po­dría elegirse como máxima la de tutear a todo el mundo y querer luego que esto se convirtiese en principio de una ley general.45 Pero esta observación crítica es completamente irrelevante. Sin duda, afirma Kant que sólo aquello que es conceptualmente ge­neralizaba puede convertirse en máxima de la voluntad pura. Pero, por otra parte, jamás dijo que todo lo que fuese conceptual­mente generalizable era asimismo adecuado como máxima de la voluntad pura. Y por lo que hace a este problema, excluye por principio de las leyes morales todas las máximas relativas a los usos. Los usos, desde luego, son generalizables en principio, pero no es posible aplicarles en general las categorías de «permitido» o «no permitido» (todo lo que se ajusta a la ley está permitido, lo que la contradice no lo está). La voluntad relacionada con los usos no es además «buena voluntad», voluntad moral. Y puesto que el propio Kant hizo uso innumerables veces de esta limitación —por ejemplo, al excluir los usos religiosos de la serie de máxi­

45. Véase G. Simmel: Kant (14 Vortesungen).

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mas del imperativo categórico, aun cuando éstas son, obviamente, generalizables en el plano conceptual— resulta casi risible poner en cuestión las fórmulas del imperativo categórico en este punto.

Pero comparemos las primeras tres formulaciones (formales) del imperativo categórico entre sí. No cabe duda —es evidente ya a la primera ojeada— de que entre las primeras dos y la tercera existe una diferencia substancial. Si yo quiero que la máxima de mi voluntad sea principio de una legislación general o que se convierta en ley general, formularé la máxima de mi acción des­de el punto de vista del mundo inteligible. Si quiero que mi máxi­ma se convierta en ley, eso no significa sino que quiero que todos deban actuar según esta máxima, que ha de ser la máxima de cualquier individuo que actúe y que cualquiera debe poder actuar según el imperativo categórico. La tercera fórmula, sin embargo, se refiere a la relación entre el mundo inteligible y el empírico; debo elegir la máxima de mi acción de tal manera que pueda de­sear al mismo tiempo que se convierta en ley natural general. La fórmula «deber hacer» se complementa aquí con la fórmula «de­ber ser». Naturalmente las leyes naturales del mundo empírico no son las leyes de la libertad. Por eso reviste aquí —y sólo aquí— la cláusula limitativa «como si» un papel: «Actúa como si la máxi­ma de tu acción hubiese de convertirse por tu voluntad en una ley natural general.» (Subrayado mío, Á. H.) No existe ninguna relación causal demostrable (cognoscible) entre el mundo inteligi­ble y el empírico, pero una relación de este género, como ya se ha señalado, no puede excluirse. A esta relación nunca demos­trable, pero siempre posible, hace referencia la tercera fórmula del imperativo categórico.

Kant intenta formular una ética teorética que cumpla también para cualquiera una función de código. El imperativo categórico se entiende como una fórmula sobre cuya base sea posible mover­se con seguridad en el mundo de la moral; siguiéndola se hace posible moverse con seguridad en el mundo de lo «permitido» y lo «no permitido», de lo «bueno» y de lo «malo». La cuestión es si el imperativo categórico cumple esta función o no.

Algunos factores han de despertar de inmediato nuestra descon­fianza. El primero es, sin duda, la elección de ejemplos que hace Kant. Si introduce un ejemplo de la utilizabilidad —y de la utili- zabilidad con seguridad— del imperativo categórico, lo hace siem­pre con referencia a la mentira y la sinceridad. Incluso el conoci­do (y no muy glorioso) ejemplo del depósito constituye sólo un subcaso de esto. No debo mentir y negar que alguien me ha deja­do algo en depósito. Bien formulemos nuestra máxima bajo la forma de «di la verdad» o «no debes mentir», está claro que se trata de una norma que es abstracta y al mismo tiempo elemental (es abstracta porque no es una norma de uso, y es elemental por­que su existencia en tanto que objetivación ideal constituye sen­cillamente una condición previa de cualquier convivencia social).

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La abstracción de la situación —de la situación concreta en que hay que decidir— (la abstracción de la norma de uso), que es característica de cualquier máxima kantiana, se produce aquí, por tanto, en conexión con una norma que no puede ser de jacto trans­gredida con carácter de generalidad sin aniquilar toda posibilidad de convivencia social. Añadamos que existen muy pocas normas de esta naturaleza. («Sed generosos» es una norma abstracta, pero si nadie fuese generoso, la convivencia social no dejaría por ello de ser concebible. O a la inversa: la reciprocidad es una nor­ma elemental, pero no puede ser reducida al concepto de una única norma abstracta.)

El segundo elemento que resulta preocupante es, sin duda al­guna, que Kant hace depender el simple hecho de si una máxima puede ser o no imperativo categórico para mí del estado de mi naturaleza empírica, es decir, de mi situación. Esencialmente de todo de lo que ha de hacer abstracción el imperativo categórico. «No me puedo quitar la vida» puede ser, por ejemplo, la máxima del imperativo categórico, pero sólo en el caso de que mi incli­nación me lleve al suicidio; si por el contrario amo la vida, enton­ces esa misma máxima no puede cumplir la función de imperativo categórico. «Ama a tu prójimo» no puede ser la máxima del im­perativo categórico, pero «ama a tu enemigo» sí puede serlo, pues eso sólo es posible superando mi inclinación. De esta forma, el objeto de la máxima «retrocede» frente a la situación, etc., entre los determinantes del imperativo categórico. Pero esto delata una circunstancia importante: no es la máxima lo que «prescribe» si una máxima puede ser imperativo categórico o no, sino la situa­ción. Más exactamente: así sucede siempre que la normativa que sirve de base de la máxima no es una norma al mismo tiempo abs­tracta y elemental. Pero esto sucede en la inmensa mayoría de los casos.

Consideremos ahora un ejemplo de esta «inmensa mayoría». Por motivos de simplicidad vamos a elegir el caso planteado en la famosa controversia entre Kautsky y Otto Bauer relativa precisa­mente al imperativo categórico. Los compañeros de un trabajador han ido a la huelga que está suponiendo enormes sacrificios. La familia del trabajador pasa hambre; un hijo se pone enfermo y se puede temer que la miseria reinante en la casa acabe con su vida. El conflicto del trabajador es, así, si ha de convertirse en esquirol o no. ¿Qué decisión moral segura podría preconizar el imperativo categórico en este caso? Nótese que el concepto de «imperativo» contiene un elemento «coercitivo» en el sentido de que la ley mo­ral se convierte en un imperativo para nosotros en contra de nuestras inclinaciones.

El consejo es el siguiente: «Actúa de tal manera que la máxi­ma de tu voluntad pueda servir también en todo momento como el principio de leyes de carácter general.» Pero ¿cómo aplicar­lo?

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1. El trabajador quiere a su familia y está obligado con sus compañeros. O bien: no quiere aparecer a ojos de su mujer como el asesino del hijo, ni a ojos de sus compañeros como desleal. En la elaboración de su máxima deberá hacer abstracción de es­tas «inclinaciones». Si es incapaz de hacerlo, le será absolutamen­te imposible elegir mía máxima coherente con el imperativo cate­górico; sea cual sea la que elija, desde el punto de vista de la moral será irrelevante.

2. El trabajador ajusta la situación a la máxima «No debes permitir que muera tu hijo» (y quiere que éste sea el principio de una ley de carácter general), pero también elegiría la ruptura de la huelga por propia inclinación, porque quiere a su hijo; en este caso actuaría obligado, pero no por deber y no lo hace deter­minado por el imperativo categórico. La acción, de nuevo, carece de una motivación moral.

3. El trabajador ajusta la situación a la máxima «Sé solida­rio» (y quiere que éste sea el principio de una ley de carácter ge­neral), pero seguiría también la huelga por propia inclinación ya que no estima a su familia, y la elevada valoración de su persona por parte de sus compañeros de trabajo representa para él el primer «interés»; en este caso actúa obligado, pero no por deber. No lo hace determinado por el imperativo categórico y, una vez más, carece de una motivación moral.

4. El trabajador ordena la situación a la máxima «No debes permitir que muera tu hijo» (y quiere que éste sea el principio de una ley de carácter general), pero su inclinación sería la de continuar la huelga; entonces la elección de romperla tiene una motivación moral y es el producto de la observancia de la ley moral.

5. El trabajador ajusta la situación a la máxima «Sé solidario» (y quiere que éste sea el principio de una ley de carácter gene­ral), pero su inclinación sería actuar de esquirol; en este caso, la opción de seguir la huelga obedece a la ley moral y se trata de una decisión motivada por la moral.

6. El trabajador ajusta la situación a las dos máximas: «No debes permitir que muera tu hijo» y «Sé solidario». En la medida en que esto sea posible, falta la suficiente base de deber, no puede haber conflicto de deberes. Por lo tanto, sucede no que ambos sean deberes, sino que ninguno lo es.

Éstas serían todas las posibilidades. La conclusión que se puede sacar de ellas es: en una situación dada que exige una de­cisión y en la que hay dos posibilidades distintas de actuar, siendo en cuanto a su contenido ambas acciones completamente iguales, las dos pueden estar igualmente permitidas o no permitidas, pue­den ser elegidas obligadamente pero no por deber, o bien elegidas por deber; así, pues, los dos tipos de acción pueden ser morales según que a) a qué máxima ajuste mi acción; b) en qué medida la máxima elegida tenga una base suficiente de deber; c) cuáles

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sean mis inclinaciones y d) si finalmente mi opción se produce atendiendo a máximas.

El único «consejo» que se puede dar es: elige una máxima de la que desees pueda convertirse en la base de una ley de carácter general y mantente atento a no permitir que ninguna inclinación particular tuya intervenga entre los factores determinantes de tu voluntad. Con este «consejo», en realidad, lo que se hace es repe­tir la fórmula del imperativo categórico; dicho de otro modo, no se trata en absoluto de un consejo relativo a qué hay que elegir, sino tan sólo a lo que debe motivar al individuo en su elección.

Pero si intentamos ayudar en esta ocasión a Kant —de la misma manera que él se ayudaba a sí mismo muchas veces— re­curriendo a la única fórmula de contenido del imperativo cate­górico, cifrada en que el hombre no debe ser un simple medio que utilicen los otros hombres, la situación que se presenta es la si­guiente. Si me decido por la familia y me convierto en esquirol, hago de mis compañeros un medio e ignoro lo que hay en ellos, en tanto que personas, de seres racionales, fines en sí mismos; si me decido contra mi familia, ésta es degradada a mi medio: a medio de la idea de solidaridad. No puedo hacer ni una cosa ni la otra, ambas opciones están prohibidas. Aquí no sirve de nada la cuarta fórmula del imperativo.

Así, pues —repitámoslo— sólo podemos tomar consejo en lo relativo a la elección de la motivación, en absoluto en lo tocante a la elección de la acción misma.

En lo que sigue vamos a poner entre paréntesis la función de la inclinación en la elección de la máxima (la inclinación como contraindicador), pues todavía nos hemos de referir a ella en el siguiente apartado. Limitémonos por ahora a la elección de la máxima.

Ya lo sabemos: debemos elegir las máximas del imperativo ca­tegórico de tal manera que no sean «máximas de la inteligencia», sino máximas morales, preceptivas para cualquier persona. Cuan­do decíamos que Kant excluye el conocimiento de la esfera moral no queríamos afirmar con ello que excluya la operación de «pen­sar», que la comprensión inteligente falte de la fundamentación de su ética (como decía Scheler), En la elección de la máxima corres­pondiente la operación de pensar es necesaria, igual como la «comprensión inteligente». Hay que poner mentalmente a prueba si la máxima elegida es realmente apropiada para actuar como principio de leyes de carácter general.

En ciertos casos esto no es difícil y la comprensión inteligente puede ser fácil, especialmente en los ejemplos de Kant. He aquí uno de ellos: se toma prestado dinero y se miente asegurando que será devuelto en muy breve plazo a pesar de que se sabe que no se hará. En este caso están realmente enfrentadas una máxima de la inteligencia (mi finalidad es conseguir dinero y mis medios la astucia y la mentira) y una máxima moral generalizable (no

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debes mentir).* En tales casos hay que seguir realmente el impe­rativo categórico y esto puede formularse —si se quiere— también en términos «de contenido»: si la cuestión estriba en elegir entre un valor moral y la ambición particular, se elegirá siempre el primero.

Pero el problema no está aquí, sino en las máximas realmente generalizables y de hecho morales. La idea del deber es para Kant una idea a priori; Kant estima incluso que todo deber con­creto es deducible de la idea a priori del deber, justamente en base al criterio formal de la generalizabilidad: del hecho de que el individuo sabe que tiene un deber (dato de la razón pura) se sigue que saben también cuál es su deber.

Suponiendo —únicamente suponiendo— que el concepto de de­ber sea realmente a priori, lo segundo no es consecuencia de lo primero.

Hay una frase en la Fundamentación que delata muy expresi­vamente que Kant tenía la misma impresión. Refiriéndose a los deberes del hombre dice que se propone enumerar «sólo algunos de los deberes reales o al menos de los tenidos por nosotros como tales»." ¿Cómo es esto? ¿Qué significa esta distinción entre debe­res «reales» y deberes «al menos tenidos por nosotros como ta­les»? ¿Es posible que algo que Immanuel Kant considere como un deber no sea «realmente» un deber? ¿Dónde está aquí el crite­rio formal? Con esta frase, ciertamente, Kant delata una verdad: aquello que nosotros tenemos como nuestro deber se deriva de nuestra propia elección de valor o, cuanto menos, también de él. Un individuo puede considerar como su deber algo distinto a otro o, más exactamente, puede considerar «como el deber» en general algo diferente. Esto significa que podemos incluir en cada caso otros deberes en nuestras máximas (en las máximas morales), pues podemos en cada caso querer que sea otro el que se con­vierta en principio de leyes de carácter general. Pero como la elección de valor misma no es independiente del conjunto de nuestra personalidad humana, tampoco es independiente de nues­tras inclinaciones. Por eso juegan nuestras inclinaciones también un papel en la configuración de nuestro concepto del deber, aun­que no sea de primer orden o exclusivo.

Ciertamente las cosas serían muy diferentes si se considerase sencillamente como deber lo que la integración (el grupo) dada en un momento dado prescribe, en calidad de deber, en su sistema de usos. Pero Kant hacía abstracción precisamente (con pocas excepciones) de todos los contenidos de los deberes y por ello ha­cía abstracción de las normas de deber determinadas por la cos­tumbre, porque las estimaba vacías y carentes de validez, pues no 46 47

46. Obsérvese que el ejemplo versa una vez más acerca de la veracidad contra la mentira.

47. Op. cit., vol. VII, p. 47. (Subrayado mío, Á. H.)

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son generales, no son deberes de iguales, sino particulares y no referidas a la idea de la humanidad. Por eso mismo, precisamente, dice Kant que el deber no puede ser derivado de nuestros deberes, ante al contrario, es del deber de donde se derivan los debe­res. La primera mitad de la afirmación tenemos que aceptarla; la segunda, sin embargo, debe ser cuestionada.

Recuérdese el ejemplo anteriormente invocado. Colocado en la tesitura de tomar una decisión, el trabajador huelguista puede formular su máxima (atendiendo a que sea el principio de leyes de carácter general) de dos maneras. Ningún imperativo categórico puede decidir cuál es la «auténtica» máxima, cuál articula el «auténtico» deber, pues ambas lo hacen. Será la elección de valor del individuo (la determinación de lo que él considere su deber primero) lo que decidirá a qué máxima ajustará su acción.

Llegados a este punto, me propongo formular la antinomia del imperativo categórico: 1) Las fórmulas formales del imperativo categórico ponen la acción moral efectiva en manos del caos;48 2) Las fórmulas del imperativo categórico introducen la dictadu­ra jacobina de la moral.

1. a) Las fórmulas formales desembocan en el caos en la elección de la acción efectiva del sujeto en la medida en que ha­cen depender mi moralidad (el motivo moral de mi acción) de la elección de mi máxima. Dado que toda máxima es función de mi elección de valor, efectuada con anterioridad, debo hacer lo que de todos modos prefiero. Pero en la elección de mis valores me guían también mis inclinaciones e intereses; puesto que éstos aparecen en mi consciencia, empero, bajo la forma de una máxima generalizable, no puedo cuestionarlos en cuanto a su contenido. Ni la acción ni su consecuencia pueden corregir la máxima dado que son irrelevantes desde el punto de vista moral. Con ello se hace también irrelevante, al mismo tiempo, desde el punto de vista de la moral, la expectativa del otro, y el efecto de mi acción sobre los otros. En gran medida —y esto es lo esencial: en la medida en que puedo ajustar, en una situación dada, la elección de mi acción a dos máximas contrapuestas—, no tengo —en el sentido de las fórmulas del imperativo categórico— ninguna «base de deber» suficiente; la fórmula, así, sentencia su propia incompetencia. En la mayoría de las situaciones en las que hay que decidir el deber señalado en el imperativo categórico o bien será determinado por mi elección de valor anterior (en la óptica de Kant: por mi libre arbitrio) o bien el imperativo categórico no señalará ningún deber y transfiere así, de jacto, mi acción a la arbitrariedad-, no me aporta ningún criterio moral.

1. b) Las fórmulas formales del imperativo categórico me en­tregan al caos en el enjuiciamiento de los actos de otros. Puesto

4S. Véase S c h e l e r , Formalismos in dcr Bthik und die malcrióle Wertethik.

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que en lo relativo a los actos de los demás, como ya hemos visto, no podemos saber si se han producido por deber o sencillamente de manera obligada, carecemos de criterio moral para enjuiciar efectivamente la actuación de las otras personas. Kant descarta la manera de enjuiciar a las personas usual en el sensus communis moral —que es la única adecuada— y que consiste en deducir la moralidad de una persona a partir de una serie de actos suyos, de la tendencia común a una sucesión de actuaciones por su par­te. Dado que todo acto individual es punto y aparte, no hay lugar para admitir el procedimiento del sensus communis en la con­cepción kantiana.

2. a) Las fórmulas formales del imperativo categórico intro­ducen la dictadura jacobina de la moral en lo tocante a la elec­ción de la verdadera acción del sujeto. Que ninguna de nuestras inclinaciones deba afectar a nuestra consciencia en la elección de nuestra máxima, que no pueda ni siquiera constituir un coeficien­te en este proceso, no signiüca otra cosa sino la dictadura moríil de la idea sobre la totalidad de la persona. El sometimiento total de la particularidad a la idea no«apacigua» a la particularidad, la avasalla-, la particularidad no es dirigida «democráticamente», sino dictatorialmente. La particularidad «avasallada», desde luego, nunca podrá ser moral; siempre «resistirá/porfiará» —forzosa­mente— a la idea. Kant no niega esto en absoluto; la lucha contra las propias inclinaciones es un trabajo de Sísifo que em­pieza siempre de nuevo y no puede llevar jamás a un triunfo com­pleto.

2. b) Las fórmulas del imperativo categórico introducen la dictadura jacobina de la moral en el enjuiciamiento de las accio­nes de los otros. Aun cuando esto no suceda así necesariamente desde el punto de vista de la teoría en su conjunto, de facto sucede siempre así. Si alguien elige antes de actuar una máxima (que, como ya hemos visto, se basa en la propia elección de valor) y la convierte en la base del imperativo categórico, deseando que sea el principio de leyes de carácter general, tiene derecho a con­denar a todos los que eligen una máxima distinta para actuar, como perpetradores de un acto «no permitido». Esto es fácil de comprobar si volvemos al ejemplo kantiano del hombre cuyo ami­go se encuentra amenazado por un asesino. La máxima suprema de Kant es: No debes mentir. Pero, en principio, cabe muy bien imaginar que el hombre en cuestión ajuste la situación a esta otra máxima: La vida humana es el valor supremo. Y consiguien­temente que desee que éste sea el principio informador de leyes generales. Sin embargo, esto es imposible desde el punto de vista de Kant. Kant juzga a ese hombre según su propia máxima y por eso su juicio reza: no está permitido a nadie mentir; con­siguientemente, el sujeto que salva a su amigo no pudo actuar se­gún el imperativo categórico. El imperativo categórico plantea así la exigencia de que yo juzgue según mis propias máximas (mis

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propios motivos ideales) los actos de otros cuando éstos tengan motivos diferentes.

Hemos hablado de antinomias del imperativo categórico y va­mos a fundamentar ahora esta afirmación. Esta contradicción, en efecto, es la consecuencia de la manera en que Kant resuelve la antinomia entre libertad y necesidad tanto en la Crítica de la ra­zón pura como en la Crítica de la razón práctica. En la Crítica de la razón pura, la solución consistía en la bipartición del mun­do: la autonomía es sólo una apariencia, pues en el mundo inteli­gible se es libre, pero en el empírico se está sometido a la nece­sidad. En la Crítica de la razón práctica la resolución —recuérde­se— reza así: el mundo empírico no puede afectar en modo algu­no al mundo inteligible, pero al mismo tiempo es posible (aunque no demostrable) que el mundo inteligible dicte sus leyes al mundo empírico.

Sin embargo, la antinomia entre libertad y necesidad no puede ser «superada» teoréticamente; el antagonismo que late en ella, su estructura antinómica, en efecto, no procede en realidad de un uso incorrecto de la razón, sino de la naturaleza misma de la sociedad burguesa. La resolución de la antinomia sólo puede acae­cer en la praxis y sólo a través de la creación de un mundo que no se mueva en esa antinomia. En forma de idea Kant mismo for­muló ya esto, explicando que el mejor mundo es la idea derivada del bien supremo. Según esto, la antinomia entre libertad y ne­cesidad sería soluble (aunque esto es sólo pura idea) si el mundo inteligible dictase efectivamente sus leyes al mundo empírico, si la idea de la humanidad se «realizase».

Que esta antinomia pueda superarse prácticamente o no, el hecho cierto es que teoréticamente es insoluble. Por eso mismo se reproduce en el propio imperativo categórico —en sus fórmulas formales, en la utilización de estas fórmulas formales— idéntica antinomia. Pues la contraposición entre caos moral y jacobinismo moral es una consecuencia directa de esta antinomia, una expre­sión de la moral de los individuos aislados unos de otros, una situación en la que la libertad sólo está presente en el «dato» de la consciencia del individuo (por lo que puedo, en principio, juzgar a los demás, por lo que les juzgo de jacto en base a mis propias máximas susceptibles de generalización). Es la expresión de la mo­ral de individuos que en sus actuaciones sociales están sometidos a leyes sociales que funcionan como leyes de la naturaleza; por eso no sólo sus inclinaciones deben estar «avasalladas», sino que también este proceso debe comenzar cada vez de nuevo. Repeti­mos: Kant no pudo conseguir la resolución de la antinomia.'9

En la parte anterior se ha formulado —sin entrar en ella con 49

49. Constituye otra prueba del genio de Kant que se diese precisamente cuenta de esto (en los años noventa); por eso auspiciaba la abolición del aislamiento del individuo como condición previa de la abolición efectiva de la antinomia. En lo que sigue volveremos sobre esta cuestión.

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mayor profundidad— la observación de que hay que poner en cuestión el valor ético del imperativo categórico también desde otro punto de vista. Decíamos que el camino del infierno está em­pedrado de buenas intenciones y, ciertamente, el imperativo ca­tegórico puede llegar a impartir la absolución por los pecados cometidos —incluso más que la absolución—, llegando al extremo de valorarlos positivamente desde un plinto de vista ético. Ob­viamente, pensamos en casos en los que la máxima moral está en oposición a la máxima de la inteligencia (el interés propio en estado puro, la finalidad particular). En tales casos puede ser efectivamente utilizable y orientativo para la acción, sin más. Nos referimos a casos en los que la máxima de un individuo entra en colisión también con las máximas divergentes de otros, o senci­llamente con la felicidad de los otros.5*

Piénsese, a título de ejemplo, en una persona que tenga entre sus máximas morales la de que los pecados deben mostrarse abier­tamente y que además pretenda que esto sea principio de una ley general. ¿Y por qué no tendría que quererlo? La máxima respon­de plena y totalmente a las premisas del imperativo categórico. Sobre la base de una máxima así la persona en cuestión seña­lará a otras personas, al estar convencida de que son culpables. El sereno entendimiento humano planteará en tal caso preguntas relativas a las circunstancias, a los «contenidos». ¿Qué tipo de per­sona se señala? ¿Un asesino? ¿Un ladrón? ¿Un perseguido políti­co? ¿Qué circunstancias rodean el caso? O sencillamente: ¿por qué causa, con qué finalidad ha hecho lo que ha hecho? ¿He des­cubierto su culpa por casualidad o es que recurría precisamente a mí? Pero el imperativo categórico, como sabemos bien, hace por su propia naturaleza abstracción de la situación, pues en otro caso no podría ser principio informador de leyes de carácter general. Sin embargo, precisamente porque hace abstracción de la situación, del caso concreto, puede su observancia (como en este caso) convertirse en un pecado en la acción real a los ojos de cualquiera que observe los hechos y juzgue con serenidad. Si nos quisiéramos atener consecuentemente a las fórmulas formales del imperativo categórico, todo pecado cometido obedeciendo a una motivación ideal debería ser valorado positivamente.

Kant niega que el sentido moral o el amor puedan dirigir de manera fiable mis actos. Esto también es verdad. No hay ningu­na garantía de que el amor o el «sentido moral» no puedan ser el origen de pecados (sabemos por experiencia que esto es posible). Pero ¿por qué la idea moral debería ser una guía más segura de nuestras acciones? Porque Kant supone que la razón no puede es­tar viciada. ¿Es esto así, empero? ¿Acaso no sabemos —también por experiencia— de innumerables pecados cometidos por motivos 50

50. Esta posibilidad es excluida en la Metafísica de las costumbres al inser­tar Kant dos valores materiales, de los que el segundo es la felicidad de los otros.

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de carácter ideal? ¿No sería mejor, en un sentido moral, que la razón no fuese en tales casos autónoma, sino que estuviese «afec­tada por los sentimientos», es decir, que obedeciese la voz del amor y del sentido moral? No queremos decir que la hipótesis de una «dirección» por parte del imperativo categórico comporte un riesgo mayor que en el caso de dejarse guiar por el amor o el sentido moral; lo que se quiere señalar es sólo que el riesgo es como mínimo igual. Kant quería eliminar el riesgo moral de la ética, pero es imposible excluir a éste de cualquier ética.

Sin embargo, es posible dar una respuesta a la pregunta acer­ca de en qué estriba el menor riesgo de la acción en base al impe­rativo categórico (debido a una motivación ideal general) o, en su caso, el mayor riesgo. Indudablemente, el riesgo es menor en el caso de conflictos propios de la vida cotidiana (burguesa); es ma­yor en el caso de situaciones conflictivas no cotidianas, situaciones límite, conflictos de deberes contrapuestos. Mientras se trate de saber si puedo estafar a mis clientes, distraerle algo a mi padre (por el gusto del dinero), mentir a mi profesor (para evitarme un castigo), golpear a mi mujer (porque eso me divierte), prohibir a mi hijo su anhelado matrimonio por amor (para hacer demostra­ción de mi poder), mientras se trate de cosas así, la opción del imperativo categórico como motivación para la acción comporta de hecho —al menos tendencialmente— una garantía moral. Con seguridad el riesgo es entonces menor que si me dejase llevar por mis inclinaciones. Pero en cuanto las decisiones morales no han de fallarse en el plano de la vida cotidiana (véase el caso del acu­sador), en situaciones límite (véase el caso de si está permitido mentir a un asesino que pregunta por mi amigo) o en casos de conflicto entre deberes contrapuestos (véase la situación del obre­ro huelguista), entonces la observancia del imperativo categórico —siempre que realmente exista la posibilidad de hacer tal cosa, si hay una «base de deber» suficiente— presupone correr un riesgo mayor —al menos tendencialmente— que la observancia de incli­naciones como pueden ser el amor o el sentido moral.

En los años 80, Kant partía efectivamente de la vida cotidiana burguesa: todos sus ejemplos permiten concluir esto. Y en esta medida apelaba legítimamente a la fuente moral primera de nues­tra acción, a la generalidad de la ley moral considerada como el «medio contrarrestante» más digno de confianza de nuestras in­clinaciones. Traduciendo ahora el imperativo categórico kantiano al lenguaje de la vida cotidiana, al objeto de iluminar el sentido de su función en ésta, la formulación resultante sería: si sabes lo que sería correcto hacer, pero tus intereses particulares, sin em­bargo, te empujan a hacer una «excepción» y «dada la situación», con vistas a conseguir tus objetivos, a no hacer a pesar de todo lo que sería correcto hacer, si te propones dejar en suspenso los valores que aceptas en general y para todos «excepcionalmentc» y «sólo por una vez», entonces ¡no debes hacerlo! Haz siempre lo

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que desde tu punto de vista es «bueno» en general y para todos, procediendo sin contemplaciones para con tus objetivos y deseos concretos, y esto debes hacerlo aunque actuar así te cause dolor, aunque sea difícil y penoso; sólo entonces podrás llamarte hom­bre Ubre, auténtica persona, ser racional. Esto es lo que hay que decir; en situaciones así no se puede decir más (ni nada más veraz).

En las épocas en las que la sociedad burguesa funciona regular­mente «sin contratiempos», la mayoría de las personas se encuen­tra sólo excepcionalmente en situaciones límite; los conflictos en­tre deberes contrapuestos o los casos extremos son asimismo ra­ros. Más frecuentes y continuos son los casos, sin embargo, en los que su actividad cotidiana tiene (pro o contra) un contenido de índole moral. Por eso, si concebimos las situaciones que exigen una decisión de manera por así decirlo «estadística» (para lo cual estamos legitimados en el espíritu de Kant, puesto que él mismo opera con estadística moral), entonces podemos decir: tampoco nosotros podemos ofrecer como hilo conductor moral de la acción sino la motivación moral, esto es, el imperativo ca­tegórico. «No podemos ofrecer nada mejor», en definitiva, signi­fica sólo que el «mantenimiento de la pureza» de la motivación moral en la vida cotidiana de la sociedad burguesa sigue consti­tuyendo el criterio más digno de confianza para una acción dota­da de un contenido positivo de valor.

La misma motivación moral, sin embargo, es asaltada por ries­gos, como ya hemos visto, y se torna incierta en cuanto se trata de conflictos morales no cotidianos; éstos devienen —también esta­dísticamente— «masivos» en las épocas en las que la sociedad burguesa deja de funcionar «sin contratiempos»: en las épocas de conflictos sociales, que arrastran a una parte importante de la so­ciedad, y en las épocas de guerra. El Immanuel Kant de los años 90 llegó exactamente a esta conclusión. La Revolución fran­cesa no era para él simplemente un problema político, sino tam­bién un problema moral. Precisamente por eso incluyó también conscientemente en su ética valores básicos de contenido.

5. INCLINACIÓN Y DEBER

Según Kant, la libertad no consigue determinar la voluntad sin chocar entretanto con la resistencia que oponen las inclina­ciones propias de cada cual; por eso la ley moral adopta la for­ma de un mandato. El mandato es coerción para la realización de algo —para actuar de conformidad con la ley moral— y por lo tanto deber. Si la ley moral determinase a nuestra voluntad a actuar en ausencia de mandato (coerción), nuestra voluntad sería «santa». Pero dado que el hombre no es sólo un ser inteligible

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sino también y al mismo tiempo empírico, no puede tener una vo­luntad santa.

Que la finalidad (el objeto, su contenido) no pueda marcar nuestro deber, que no pueda determinamos, que no pueda seña­lar lo que debemos hacer, se debe —según Kant— a que la fina­lidad (el objeto) es siempre finalidad y objeto de nuestras in­clinaciones. Desde este punto de vista es totalmente indiferente que se trate de representaciones sensibles o racionalés. En este razonamiento se basa la crítica kantiana del estoicismo. Si digo que el objetivo de mi vida es saciarme siempre en la comida o conocer el mundo, la estructura del comportamiento que guían estas máximas es la misma. La diferencia reside «sólo» en que en el primer caso sitúo mi felicidad (individual) en la saciedad de alimentos y en el segundo en el conocimiento: pero en ambos ca­sos la aspiración a la felicidad individual es el correlato subjetivo de mi objetivo y el motivo de mi acción es «la capacidad de ape­tencia inferior»; en los dos casos esto, empero, es moralmente ne­gativo.

Kant lleva este razonamiento tan lejos que acaba excluyendo toda capacidad sensitiva o, lo que tanto da, toda capacidad vin­culada a la sensibilidad de las máximas morales, hasta el punto de considerarla como un factor negativo en su filosofía moral. Con ello se sitúa él mismo en un terreno que es inconsecuente con sus propias premisas sistemáticas. Ya en la Crítica de la razón pura clasifica esta capacidad como sigue: capacidad de conocimiento, capacidad de apetencia, sentimiento de agrado y desagrado. La ca­pacidad de conocimiento concierne a la crítica de la razón pura, la capacidad de apetencia, a la crítica de la práctica, y el senti­miento de agrado y desagrado, a la crítica del juicio. Consiguien­temente el sentimiento de agrado y desagrado debería ser, desde el punto de vista de la ética, irrelevante. Pero esta irrelevancia sólo aparece en la determinación positiva de la moral. La razón pura no es, en su uso práctico, sino la capacidad de apetencia su­perior, mientras que el agrado y el desagrado, que siempre con­ciernen al agrado o al desagrado ante la realidad del objeto, no intervienen para nada en esta determinación positiva.

Esta inconsecuencia de la sistemática es el precio de una con­secuencia en la sistemática. Es decir, la razón, aun en su uso teo­rético, no puede ser afectada por nada que sea sensible; consi­guientemente, esto se excluye también —análogamente— del uso práctico de la razón. Posteriormente, Kant, sin abandonar en rea­lidad conscientemente estas ideas básicas del sistema crítico, dis­tinguirá radicalmente en lo relativo a la acción moral entre agra­do y desagrado y la capacidad de apetencia inferior. La Antropo­logía, por ejemplo, sitúa el verdadero obstáculo de la motivación moral exclusivamente en la capacidad de apetencia inferior, mien­tras que el agrado y el desagrado, según Kant, o bien no llegan a oponerse propiamente a la motivación moral o, si lo hacen, la

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resistencia sólo es momentánea bajo la forma de un afecto. La categoría de inclinación es aquí sinónimo de la capacidad de ape­tencia inferior, mientras que los sentimientos de agrado y desagra­do ya no entran en la categoría de inclinación. (Desde este mismo punto de vista distinguirá entre el amor y el amour passion, calificando al primero de sentimiento de agrado y al otro como expresión de los apetitos sensuales, como pasión.)5*

Sin duda, Kant fundamentó la identificación de los sentimien­tos y la capacidad de apetencia inferior —más allá de la coheren­cia sistemática, de la que podía hacer abstracción cuando sus con­clusiones le llevaban a otro sitio— en la antropología de los años 80. Dado que todos los individuos son guiados por sus intere­ses y que actúan en función de los principios del egoísmo y de la propia felicidad, sólo se puede encontrar agrado en ló que da satisfacción al egoísmo y a la tendencia a la felicidad: sobre todo en el poder, la posesión y los honores. Para él estaba así fuera de dudas que el amor, la amistad o aun el denominado «sentido mo­ral» no son sino mero encubrimiento: los hombres, en efecto, sólo aman por regla general lo que les es útil a ellos, sólo traban amistad con quien puede servirles como un medio para conse­guir los fines de sus apetencias y el sentido común sólo sanciona aquello que los hombres, dirigidos por la capacidad de apetencia inferior, harán de todos modos. Esta descripción kantiana del hombre empírico (que se vale de categorías de Hobbes y Mande- ville) significa también que el hombre empírico-sensible no re­presenta absolutamente ningún valor de la especie. Los hombres individualmente tomados ciertamente pueden —si sus malas in­clinaciones innatas son débiles— tener afinidad sensible con lo bueno, pero en los «sentidos» no se contienen valores generales y al mismo tiempo generalizables para toda persona.

Desde este punto de vista no hay ninguna diferencia entre la Fundamentación de la metafísica de las costumbres y la Crítica de la razón práctica. Pero desde otro punto de vista sí que hay una diferencia. Es el relativo a la siguiente pregunta: si no son las inclinaciones lo que afecta a la voluntad, sino la «razón pura», ¿perderá la máxima de la acción —cuando se plasme en la incli­nación ulterior dada por el sentido moral o las apetencias— su condición moral o no?

Sobre la Fundament ación hay que aclarar que Kant, cuanto menos, no distingue entre las máximas de las acciones en las que el deber es determinante, pero en las que interviene también una inclinación (si bien no como motivo del deber) y aquellas en las que la inclinación es el factor determinante de la elección de la máxima. «Ser humanitario... es un deber, pero además hay 51

51. Más adelante tendremos todavía ocasión de ver a qué conclusiones, diame- metralmente opuestas a la Crítica de la razón pura, conduce a Kant esta concep­ción en la Metafísica de las costumbres,

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algunas almas tan compasivas, que... encuentran una íntima sa­tisfacción al serlo... Sin embargo, yo afirmo que en tales casos, esa acción, por muy fruto del deber y muy estimable que, por lo demás, sea, no posee, empero, auténtico valor moral.» En cam­bio, si el individuo consuma «la acción en ausencia de toda incli­nación, sólo por deber, entonces y sólo entonces es cuando alcanza todo su verdadero valor moral».52 Es característico de la Funda- mentación que los deberes sean determinados sobre todo por el dato de hasta qué punto se les oponen las inclinaciones, o por la ausencia de tal oposición. Cuanta menos resistencia oponen las inclinaciones al deber, más es la acción meramente «obligada» y menos se ajusta en su ejecución a lo que prescribe el imperativo categórico.

Pues bien, en la Crítica de la razón práctica el famoso rigoris­mo se bate en retirada. Aparece aquí la tajante distinción entre la inclinación (agrado) determinante de la máxima de la acción y la concomitante. Consiguientemente, el actuante es también moral aunque haga gozoso lo que le prescribe el deber: el placer acce­sorio no menoscaba el hecho de que la acción fue ejecutada por deber. Tan sólo se exige que la determinación de la máxima se «depure» de inclinaciones; el individuo debe preguntarse qué ha de hacer en la situación dada independientemente de aquello por lo que sentiría inclinación. Si la máxima resulta determinada de este modo, entonces la voluntad del actuante es «pura» sin perjuicio de que sienta inclinación o no por la acción que ejecuta.

La distinción se desprende también, como es obvio, del tema mismo. La Fundamentación, en efecto, se propone construir una apoyatura para la Metafísica de las costumbres, mientras que la Crítica de la razón práctica apunta a determinar el lugar de la acción moral (de la razón práctica) en el interior del sistema crí­tico. Por eso no necesita Kant enumerar en esta última obra de­beres concretos y distinguirlos de lo que es obligado; le basta con constatar el hecho de que los deberes han de derivarse del deber, de la observancia del imperativo categórico, mientras que la enumeración de los deberes básicos es pertinente en la meta­física de las costumbres. Pero con toda seguridad pretendía tam­bién corregir aquí la primera formulación, que le parecía en ex­tremo rigorista, pues en otro caso no se habría ocupado de la cuestión de por qué pueden aparecer inclinaciones en la ejecución de la acción prescrita por la ley moral.

Pero Kant sabía muy bien que no hay acción sin estímulos sub­jetivos. Por eso había que encontrar para la capacidad de apeten­cia superior un estímulo subjetivo de esta índole, es decir, en última instancia un sentimiento susceptible de contribuir a la auténtica obligatoriedad. Este sentimiento —el único sentimiento moral— motiva al hombre desde el ángulo subjetivo a hacer

52. Grundlegung, op. cit., vol. VII, p. 24.

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lo que debe hacerse, a saber la observancia de la ley moral.¿Qué es realmente esta observancia de la ley? «Realmente la

observancia es la representación de un valor en detrimento de mi egoísmo», escribe Kant en la Fundamentación.” ¿Representa­ción de qué valor «en detrimento» del egoísmo? Eso se describe de manera muy bella en la Crítica de la razón práctica: «La ley moral es sagrada (inviolable). El hombre es, desde luego, bastante poco sagrado, pero la humanidad inherente a su persona debe ser sagrada para él... Él es, así, el sujeto de la ley moral... Esta idea de la personalidad que suscita observancia, que evidencia a nuestros ojos la altura de nuestra naturaleza (por su determina­ción)... echando así por tierra nuestra vanidad, es natural y fácil­mente accesible aun para el entendimiento humano más común.» " Éste es, pues, ese valor que ha de despertar la observancia de cualquier individuo, el valor que «echa por tierra la vanidad» y que es fácilmente reconocido por el entendimiento más común: no es otro sino la idea de humanidad. El único sentimiento moral que poseemos nos mueve a observar en nosotros y en los demás a la persona humana, pero no en sus particularidades, en sus de­seos egoístas, no en su bajeza —pues nada de éste merece ser observado—, sino en su libertad y en su singularidad en tanto que ser de razón. La observancia de la idea de humanidad obliga tam­bién a no utilizar jamás a las personas como un simple medio.

De nuevo se pone de manifiesto, como tantas otras veces hasta aquí, que todos los valores de Kant proceden de la idea de hu­manidad, que contiene en sí misma las nociones de libertad, igual­dad y ser racional.

Con ello Kant formuló realmente una idea que hizo época; «ha­cer época» no tiene en este caso absolutamente nada que ver con una mera adjetivación laudatoria. En efecto, Kant descubrió una exigencia moral realmente vinculante para todo aquél que consi­dere un valor la idea de humanidad (o, con Marx, la humanidad para sí, la humanidad no alienada). Quien haga esto, deberá guiar­se, sin duda, en la elección de máxima para todos sus actos, to­das las decisiones y todas las opciones que tome por la observan­cia de la idea de humanidad. Pero si alguien que considera un valor la idea de humanidad elige, aunque sea para un solo acto, una máxima que esté en contradicción con la observancia de esta idea, si menosprecia sea cuando sea, en sí o en otro, la condición de ser racional y libre, entonces no puede haber ninguna duda de que nos asiste toda la razón para condenarle: la máxima y su acto estaban prohibidos para él y son, como tales, un pecado.

Bien es verdad que no es posible aplicar este criterio para me­dir la moralidad tanto de los hombres antiguos como de los me­dievales. La idea de humanidad aún no había aparecido y habría 53 54

53. Op. cit., p. 28.54. Op. cit., pp. 210-211. (Subrayado jnío, A. H.)

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sido risible —por contradecir el sentido moral de la época— re­prender moralmente a alguien por no respetar en sus esclavos la condición de seres racionales y libres.”

Cuando decíamos que quien considera la idea de humanidad como un valor debe mantenerse siempre y en todos sus actos alerta en la observancia de la humanidad, el «deberá» se formula­ba como una condicionalidad (si... entonces deberá). Pero al ha­blar del logro, que hizo época, de Kant hacíamos referencia a algo más que a esta relación «si... entonces».

La idea de humanidad (el valor de la humanidad para sí, de la humanidad no alienada) es de hecho la idea práctico-regulado­ra más alta que el hombre es capaz, en general, de llegar a for­mular. O, por decirlo con mayor exactitud —y con las palabras de Kant—, es la idea inmanente más alta. Sólo la idea trascen­dente de Dios puede ser considerada como aún más elevada. Pero si la planteamos así, entonces —y ahora seguimos el razonamien­to kantiano— privamos a la humanidad de su bien supremo, la libertad, el cual, sin embargo, es un componente inherente —más aún, núcleo esencial— de la idea de humanidad. Por eso según Kant el concepto de Dios no puede ser una idea moral regulado­ra (guía de mis actos derivados de la libertad), sino postulado o ideal o necesidad de la razón pura (Kant lo formula ora de un modo, ora de otro). Así, pues, el razonamiento de Kant es: no es posible concebir una idea reguladora más alta que la idea va­lor de la humanidad. Pero como no hay nada más elevado y dado que es previamente «pensada», dado que aparece previamente en la consciencia de la humanidad, «regula» previamente, dirige por anticipado la acción o al menos puede dirigirla, por eso hay que decir algo más explícito que lo contenido en la relación «si... en­tonces deberá». Queremos formulario así: la idea de humanidad, una vez aparecida, debe ser aceptada como el valor más alto y por eso la observancia de la idea de humanidad debe dirigir nues­tros actos. Kant inauguró con su filosofía una época en la que la idea reguladora más alta debe (y puede) ser observada como valor director de la acción humana, una época en la que este va­lor es el que ha de motivar a los hombres en sus actos. Entre el deber (y el poder) de un lado y la realidad de otro no puede establecerse ninguna relación causal en el sentido de que los hombres (o la mayoría de los hombres) se guíen en sus actos realmente por este valor y respeten realmente en sí mismos y en los demás a la humanidad.

Pero la observancia de ésta es también el único sentimiento moral que Kant «admite» en la filosofía moral; todos los demás son excluidos por él. Con mucha frecuencia se ha censurado que

55. Otro aspecto de la cuestión es que el hombre moderno proyecte el criterio de la idea de humanidad también a períodos en los que esa idea todavía no estaba presente: en sus juicios morales no puede prescindir de ella; también desde este punto de vista elegimos nosotros mismos nuestra historia

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procediendo de esta manera Kant sacrificó también al amor. En las épocas históricas en las que la Cristiandad ha sido dominante en Europa, de todos los sentimientos era precisamente en el amor en el que recaía el contenido de valor más alto. La exclusión del «amor» indignó no sólo a quienes —de un modo u otro— querían permanecer fieles a la jerarquía cristiana de valores, sino tam­bién a quienes buscaban en el ser sensible concreto de la espe­cie humana, vista como inmanente lo general y generalizable de la especie, a aquellos que veían el valor supremo de la especie en las relaciones interhumanas directas. Así, Feuerbach deriva todos los valores de la especie de la relación directa entre dos perso­nas y por lo tanto del amor: la identificación del individuo con la especie no puede ser un proceso puramente ideal, sino un pro­ceso práctico-sensible.

La mayor parte de los críticos verdaderamente relevantes (por ejemplo también Schiller) ponían a Kant en cuestión en este punto; la falta no era que demandase demasiado, sino que tenía demasiado poco por posible.

Tienen razón: el Kant de los años 80 es, ciertamente, en parte rigorista, pero en parte también un minimalista. El problema no es sólo que no plantease como un postulado la humanización de los sentimientos, sino que lo consideraba incluso imposible. Si anteriormente le habíamos reprochado ignorar que también la razón puede corromperse, ahora —con no menos carga crítica— podemos decir que tampoco tuvo presente que los sentidos pueden humanizarse. De dónde procede este desconocimiento, ya se ha di­cho: para Kant la posibilidad es sólo lo que es para cualquiera, no importa quién, posibilidad hic et nunc.

¿Puede decirse esto del amor? Es fácil darse cuenta de que no está al alcance de cualquiera hallar en el conocimiento la dicha más alta o conseguir la proyección de una personalidad armóni­ca y multilateral, pero ¿puede decirse que el amor no es una po­sibilidad al alcance de cualquiera? ¿Por qué tendría que realizarse la igualdad humana antes en la posibilidad de conocimiento de la ley moral que en la posibilidad de amar a otros?

Kant percibe muy bien esta diferencia y considera, por lo tan­to, necesario dejar constancia reiteradamente: el amor no es un valor moral (en relación con otras inclinaciones y sentimientos no siente la necesidad de probarlo tan detenidamente). Una prue­ba: todo amor se dirige a un objeto concreto, por lo que el amor no puede generalizarse y sólo es posible amar a alguien (o a algo). Pero esta prueba no constituye ninguna demostración. Según Kant, por ejemplo, «ser amable» constituye un deber (se deriva del imperativo categórico y es de carácter general), pero es evidente, sin embargo, que sólo se puede ser amable en rela­ción con alguien y más aún en la acción concreta, en la relación con una persona concreta. Por eso la exhortación «sé amable con la humanidad en general» suena aún más hueca que la de «ama

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a la humanidad». Otro elemento es que lio puede haber exhorta­ción al amor. Pues, o bien el hombre ama (y entonces carece de sentido exhortar al amor, pues lo que se hace de todos modos no puede ser objeto de exhortación), o no ama y entonces tampoco se puede exhortar a hacerlo porque un sentimiento o está presente o no lo está; su presencia en mi ánimo no es función de mi volun­tad. En el primer caso no hay deber y en el segundo estaría fuera de las posibilidades del hombre y en contradicción con su concep­to («lo que debe hacerse, también puede ser hecho»).

Esta segunda prueba es lógicamente irreprochable. En efecto, el amor no puede ser exhortado y lo que no puede ser exhorta­do, tampoco puede ser clasificado como un deber. El amor, por lo tanto, no es un deber. Pero entonces nos preguntamos: ¿es que no hay ningún valor moral (o valores morales) que no pueda (o puedan) ser descrito (descritos) valiéndonos del concepto de de­ber? Y, permaneciendo fieles a las ideas de Kant pero apartándo­nos sin duda de sus palabras, ¿es que no hay ninguna ley moral que pueda describirse con todas las fórmulas del imperativo cate­górico sin que sea efectivamente imperativa (es decir, una «obli­gatoriedad»)?

Antes de dar respuesta a este interrogante, detengámonos aún brevemente en la tercera prueba de Kant. Héla aquí: el amor no se dirige sólo a lo bueno, por lo que no puede ser constitutivo del bien. La verdad de la idea está fuera de duda. Pero del hecho de que el objeto del amor no es necesariamente valor (el amor no constituye un valor en sí mismo) ¿debe concluirse que el amor mismo es un no valor?

Volvamos ahora a la pregunta anterior: ¿qué se puede y qué no se puede formular en forma imperativa?

Si elijo como máxima «Que el amor no sea el motivo de nin­guna acción», se trata sin lugar a dudas de un imperativo; se­guirlo sería un deber, ya que puede expresarse en la fórmula del imperativo categórico. Yo puedo indudablemente querer que esta máxima sea principio de una ley de carácter general. Esto estaría en consonancia tanto con el espíritu como con la letra de Kant. Pero la idea de humanidad que se articula en este imperativo ele­vándose a idea reguladora, es la idea de una humanidad carente de amor. Ninguna persona en su sano juicio admitiría esta idea de humanidad. Es cierto que el amor en tanto que objeto puede con­tener también mal; empero, la idea de una humanidad sin amor es absurda y ello aun cuando la cuarta fórmula (de contenido) del imperativo puede aplicarse sin contradicción a esta máxima: que no haya amor en la humanidad no significa, en modo alguno, que un hombre pueda servirse de otro como simple medio o que pue­da ser un fin en sí mismo. Quod erat demonstrandum: el amor es un valor en si mismo.

Tratemos de insertar ahora el amor con una preferencia posi­tiva entre nuestras máximas. Indudablemente yo no puedo decir:

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«Ama a tu hijo», pues no puedo querer que esto se convierta en el principio de una ley general. Esta máxima no arroja ningún im­perativo categórico. Intencionadamente he elegido una máxima que siempre es utilizada por los hombres de -¡acto como una má­xima moral, siendo considerada como un valor moral «más na­tural», más evidente. Mi elección era intencionada al objeto de mostrar claramente que Kant lleva aquí una idea ad absurdum. Yo no puedo querer, por ejemplo, que un padre ame a su hijo si éste es un infame, pues falta el motivo suficiente para la genera­lización. Pero añadamos que no porque los padres —como creía Kant— quieran «de todos modos» a sus hijos. La máxima «ama a tu enemigo», señalada por Kant como imperativo categórico, no ofrece base suficiente para hacer las veces de imperativo ca­tegórico, aun cuando yo no amo «de todos modos» a mi ene­migo.

Sin embargo, consideremos la frase «yo amo el bien». Esto no es, sin duda, un imperativo; yo no puedo decir: «hay que amar el bien». Consiguientemente, no es tampoco un deber. Pero si esta frase no es ningún imperativo, si no puede reducirse a la fórmula- deber, sí que puede ser una ley moral-, puedo querer que la armo­nía de sentimiento y buena voluntad sea general, puedo querer una humanidad en la que inclinación y virtud se armonicen en cualquier persona. Por mucho que contradiga en este punto las palabras de Kant, creo no alejarme demasiado de su espíritu. Porque para él es precisamente la «santa voluntad» lo que lleva a las inclinaciones de uno a perseguir el bien, por lo que sería absurdo imponer aquí un imperativo; la santa voluntad es volun­tad moral, pero no está vinculada a ningún deber.

Tampoco afirmo que sea posible en algún sentido una humani­dad provista de «santa» voluntad. Pero dejando esto a un lado —y acogiéndome de nuevo al espíritu de Kant— sí puedo perge­ñar la idea reguladora de la «santa voluntad» para la humanidad: la idea de una armonía de la buena voluntad, los sentimientos y los deseos. Por «inclinación» no entiendo aquí obviamente sólo el amor (esto era sólo un ejemplo —aunque importante— para ilu­minar el problema), sino todos nuestros afectos y deseos en ge­neral.

Dejemos testimoniar ahora al propio Kant contra Kant: «La amistad (considerada en su estado de perfección) es la unión de dos personas en el mismo amor y estimación recíproca... Sin em­bargo, el hecho de que la amistad es una mera idea (pero práctico- necesaria) inalcanzable en cuanto a su ejercicio pero digna de ser perseguida por la razón (como el máximum de los buenos sentimientos hacia los demás)... en tanto que un honroso deber, es algo que puede comprobarse con facilidad.» “

Y en una forma aún más general: «...lo que no se hace con

56. Metaphysik der Sitien, ed. cit., vol. VIII, pp. 608-609. (Subrayado mió, A. H.)

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gusto, sino como una servidumbre, no tiene, para quien se somete al hacerlo a su deber, ningún valor interno y no es estimado...» "

6. LA FILOSOFIA DE LA HISTORIA TARDIA DE KANT Y LA «METAFISICA DE LAS COSTUMBRES»

Schleiermacher interpreta los postulados relativos al supremo bien desarrollados en la Crítica de la razón pura como postulados políticos. La plausibilidad de esta interpretación puede percibirse perfectamente reparando en la tendencia de los análisis kantianos, dirigiendo la atención al desarrollo de ideas que sólo habían apare­cido periféricamente en la Crítica de la razón práctica, en la filo­sofía de la historia y la antropología kantianas de los años no­venta.

Recuérdese que en los años ochenta Kant aceptaba plena y ab­solutamente la antropología de Hobbes y Mandeville: el hombre es un lobo para el hombre, la «especie natural» está caracterizada por los tres «apetitos» que —por malos que sean— constituyen al mismo tiempo la única fuerza motriz del progreso humano (la función histórico-universal del mal). Admite por vía de principio que es posible una relación entre el mundo inteligible y el empíri­co, por lo que el hombre debe ser guiado por la idea reguladora del mundo mejor (esto es, la idea según la cual el hombre empíri­co coincide con el inteligible); además es necesario formular el postulado de Dios, pero como la cultura de la moral y la civiliza­ción son consecuencia de dos fuerzas motrices totalmente dis­tintas (incluso opuestas), de hecho ni la moral actúa sobre la civi­lización, ni el desarrollo de la civilización actúa sobre la moral. Su respuesta a la pregunta de Rousseau rezaba así: la civilización no hace avanzar a la moralidad, la moral «intemporal» no tiene in­fluencia alguna sobre la civilización.

Esta respuesta cambió en los años noventa y cambió, además, radicalmente.

Los primeros signos de cambio aparecen, como ya se ha men­cionado, en la metodología de la segunda parte de la Crítica del juicio.*’ La nueva tendencia se desarrolla con una fuerza cada vez mayor hasta culminar en la Metafísica de las costumbres y en la Disputa de las facultades." Sobre todo cambia la valoración que 57 58 59

57. Ibid.58. En lo que sigue varaos a considerar las siguientes obras (el año de publi­

cación figura entre paréntesis detrás del titulo): Crítica del juicio (1790), Sobre el tópico: «Esto puede ser verdad en teoría, pero no lo es en la práctica» (1793), La religión dentro de los límites de la mera razón (1793), El jín de todas las cosas (1794), Para la paz perpetua (1795), Metafísica de las costumbres (1797), La disputa de las facultades (1798), Antropología (1798).

59. A partir de 1800 Kant, debido a su esclerosis avanzada, no fue ya capaz de realizar un trabajo intelectual sistemático. Sus notas, publicadas como Opus

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merecen los apetitos. Desaparece la abrupta discrepancia, tan ca­racterística de períodos anteriores, entre su valoración negativa (en lo relativo a la moral) y su valoración positiva (por lo que hace al desarrollo de la civilización).

Mientras Kant esperaba anteriormente la realización del esta­do de ciudadanía universal exclusivamente de la motivación de los apetitos, ahora —aun sin negar que también podían motivar en idéntica dirección (véase Sobre la paz perpetua)— tendía cada vez más a la concepción de que el mal moral es también mal prag­mático, que los apetitos pueden afectar negativamente no sólo a la moral, sino también al desarrollo de la civilización. Sobre la po­sibilidad del estado de ciudadanía universal escribe: «Entre los obstáculos que el ansia de honores, dominio y posesión ponen a la posibilidad misma de un proyecto así singularmente en aque­llos en cuyas manos está el poder, figura la guerra...»" Y en la Antropología llega a la siguiente conclusión: los apetitos «no sólo... son pragmáticamente perniciosos, sino también moralmente rechazables».41

El cambio que aparece en la valoración de los apetitos es, sin embargo, expresión de una mutación de mayor calado: la remo­delación de la antropología kantiana en su conjunto.

La interpretación tan frecuente de que Kant llegó precisamente en los años noventa (en La religión...) a la concepción del pecado original y de la «humanidad pecaminosa», es totalmente falsa. A la idea de que la naturaleza humana (la especie humana empí­rica) es mala, Kant no necesitaba «llegar»: eso era ya de antes justamente un elemento capital de su teoría. Lo nuevo en La reli­gión no es la idea de la «naturaleza perversa», sino lo contrario: la noción de la posibilidad de trascender a esa naturaleza per­versa.

El razonamiento se construye por una triada (De la disposi­ción originaria al bien en la naturaleza humana - De la proclivi­dad al mal en la naturaleza humana - Del restablecimiento de la disposición originaria al bien en su fuerza). Muy importante en esta triada es la distinción de los conceptos disposición y pro­clividad. En la categoría «disposición» Kant analiza simultánea­mente y a la vez las posibilidades de los sentidos, de la razón y de la pura razón, suspendiendo así antropológicamente la rígida separación entre especie humana inteligible y empírica: funda­menta el concepto de una especie humana homogénea. La especie humana homogéneamente interpretada (y no sólo el hombre inteli­gible) contiene en sí la disposición al bien. Esta disposición perte­nece por su propia naturaleza a la humanidad, renace con cada 60 61

posthumus, muestran, sin embargo, que en sus momentos lúcidos seguía razo-, nando acerca de la ampliación de esta tendencia.

60. Kritik der Urteilskraft, op. cit., vol. X, p. 55S.61. Op. cit., vol. XII, p. 601.

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individuo humano, es ciertamente susceptible de alienación (y, de hecho, se aliena), pero es imposible de suprimir. La proclividad se distingue de la disposición precisamente en que «es fortuita para la humanidad en general»," en que «puede ser, desde luego, innata, pero no cabe representársela como tal».43 La humanidad perversa no es sino la humanidad alienada de sus disposiciones originarias; la proclividad al mal no puede representarse como innata porque puede ser suprimida; la disposición al bien puede restablecerse —en un plano superior.

¿Cuál es el núcleo esencial de la proclividad al mal? La des­trucción de las máximas. No son los sentidos la causa del mal, pues los pensamientos mismos son indiferentes y pueden ser uti­lizados igual para el bien como para el mal. Así, no es en nuestra «naturaleza animal» donde radica el origen de la proclividad al mal, sino en el intelecto absolutamente humano que produce las máximas perversas.

El «restablecimiento» del bien tiene dos premisas: la depura­ción de las costumbres, de las formas de relación entre las perso­nas, su progreso, su reforma, y la revolución de los sentimientos. Esta última da como resultado un «nuevo carácter»: el nuevo ca­rácter de la humanidad.

Después de haber elaborado un nuevo concepto de especie humana, un concepto que integra tanto la humanidad empírica como la inteligible y sitúa la oposición entre ambas «humanida­des» como oposición dentro de una unidad, Kant no puede con­templar ya la moral y el progreso (empírico) de la humanidad como «independientes» uno de otro. La idea de la humanidad si­gue siendo «intemporal» en tanto en cuanto no cambia, como tal idea, al mismo compás que la humanidad empírica, sumida en un proceso de cambios; y sin embargo, se le puede aplicar la ca­tegoría «tiempo», pues es temporalmente realizable, esto es, la idea reguladora puede convertirse en idea constitutiva. El hombre, empero, ha de querer que se convierta en idea constitutiva y lo que se quiere, también puede hacerse. El «progreso» (la reforma de las costumbres, la civilización) no hace, desde luego, necesaria la «revolución de los sentimientos», pero crea su posibilidad. Cuanto más avanzada sea esta reforma (cuanto más se desarrolle la hu­manidad empírica), tanto mayor será la probabilidad de un adve­nimiento general de esta revolución de los sentimientos, de la rea­lización de la triada, de la configuración de un nuevo «carácter» de la humanidad.

Indudablemente, Kant incurre en reiteradas ocasiones en tras- cendentalismo en la fundamentación de esta nueva antropología, si bien no lo hace, como es obvio, de manera consciente. Así suce­de ya en la suspensión de la rígida separación entre el mundo in- 62 63

62. Op. cit., vol. VIII, p. 676.63. Ibid.

6.81

teligible y el empírico, para no decir nada de las consecuencias antropológicas y ñlosófico-históricas de este hecho. «Pues no cons­tituiría un deber tener la intención de consumar una determinada consecuencia de nuestra voluntad si ésta no fuese posible también en la experiencia (puede concebirse como consumada o su consu­mación puede considerarse aproximativamente realizada)».63 “• Que este razonamiento está en completa contradicción con el sistema crítico es algo que, ciertamente, no precisa ser demostrado. Incu­rre asimismo en trascendentalismo cuando transforma en un de­ber la fijación del hecho del progreso moral (la fijación de un hecho que contradice el soporte básico del sistema crítico): «Po­dré, por lo tanto, tener por cierto que el género humano se halla en un avance constante en cuanto a la cultura, que es su finalidad natural, y también que progresa hacia mejor en cuanto a la fina­lidad moral de su existencia y que esto puede ser interrumpido temporalmente, pero nunca quebrado de manera definitiva. No es a mí a quien toca demostrar esta premisa; es a sus adversarios a quienes les corresponderá hacerlo con la suya. Pues yo me baso en mi deber innato... de influir sobre la descendencia a fin de que sea cada vez mejor...»63 64 *

Que la reformulación de la antropología haya de retrotraerse en primer término a causas políticas no es un hecho —como ya hemos señalado— que precise «ser establecido»: el propio Kant lo afirma claramente en reiteradas ocasiones.

El «motivo político» es doble: en Kant actuaban al mismo tiempo y en paralelo una experiencia positiva y otra negativa. La positiva era la Revolución francesa; la negativa la reacción —so­bre todo alemana— subsiguiente.

De la Revolución francesa escribe Kant: «Pues un fenómeno así no se olvida ya nunca en la historia de los hombres porque ha descubierto una disposición y una capacidad para lo mejor en la naturaleza, humana.»65 Y esto mismo es utilizado directamente en la ética: «Esto, por tanto, y la participación en lo bueno con afecto, el entusiasmo... da pie... a observaciones importantes para la antropología: el entusiasmo auténtico se mueve siempre única­mente por lo ideal y dentro de esto por lo puramente moral... Las remuneraciones en dinero no inspiraban en los adversarios de los revolucionarios el celo y la grandeza de ánimo que el mero concepto de derecho suscitaba en éstos...»66 De pronto se pone de manifiesto y además por boca misma de Kant algo inesperado en él, a saber, que la pura idea puede despertar en los hombres pa­siones que son incapaces de despertar el dinero, el poder y los honores; que el hombre, egoísta «por naturaleza», es capaz tam­bién «por naturaleza» de prescindir de todas sus apetencias egoís­

63 bis. Vber den Gemeinspruch..., ap. cit., vol. XI, p. 129. (Subrayado mío, Á. H.)64. Ibid., p. 167.65. Streit der Fakultaten, op. cit., vol. XI, p. 361.66. Ibid., p. 358.

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tas y sacrificarse por su causa, de la que no espera ninguna utili­dad para sí mismo "

Ya nos referiremos más adelante al hecho de que Kant extrajo de la Revolución francesa aún otras conclusiones —muy distintas de ésta— para su ética y concretamente la revisión del jacobinis­mo de su filosofía moral. De momento digamos sólo que Kant aceptó en principio la política de motivación moral, pero estima­ba que eso iba contra la naturaleza humana. «Puede muy bien darse siempre el caso: como los moralistas... despóticos atenían de muchas maneras... contra la astucia del Estado, la experiencia de este choque con la naturaleza deberá llevarles cada vez más a un rumbo mejor.»" Seríamos unilaterales si, hablando de la in­fluencia de la Revolución francesa sobre la antropología de Kant, no tuviésemos en cuenta también esta experiencia. La moral no debe ser despótica, pues esto contradice la naturaleza humana; ninguna moral tiene el derecho de decidir en qué ha de consistir la felicidad del otro.

Obviamente, no sólo la experiencia de la Revolución francesa decidió en el «giro» dado en la antropología. Acerca del otro mo­tivo escribe Kant: «Lo mejor que se puede hacer es suponer que la naturaleza del hombre tiende a la misma meta a la que apunta la moralidad; es mejor eso que, adulando a las personas revestidas de poder, calumniar a la humanidad.»67 68 69 No, Immanuel Kant no quería calumniar a la humanidad adulando a los poderosos; pre­firió continuar la elaboración de su —una vez considerado ya como acabado— «sistema arquitectónico». Y lo que es aún más: prefe­ría transgredir su propio sistema que violar su propio imperativo categórico —cumple con tu deber aun en contra de tu interés, aun en contra del poder que pisotea todo bien. No conocía verdad alguna que pudiese estar en contradicción con la virtud; su vida y su obra constituyen una prueba del primado de la razón prác­tica.

Paralelamente a la nueva antropología iniciaba Kant una nue­va tendencia en su filosofía de la historia. Es verdad que esta nueva tendencia se apoya en elementos de la construcción anterior y que algunos de éstos se mantienen también en ella. Así entre los mo­tivos que han de generar un estado de ciudadanía universal pue­den jugar también un papel las nostalgias negativas (si bien de acuerdo con la nueva concepción no les corresponderá un papel de primer plano) y, por otra parte, el ideal de Dios (Dios como necesidad de la razón práctica) es necesario también para la con­figuración de la idea del «mundo mejor». Un elemento nuevo de­cisivo es el hecho de que la moral tiene un papel indeclinable en la creación del «reino de la libertad» y que el reino de la libertad

67. Kant piensa aquí, muy inteligentemente, no en los dirigentes de la revo­lución, sino en los héroes anónimos, en la gente sencilla.

68. tlber den Gemeinspruch..., op. cit., vol. XI, p. 234. (Subrayado mío, A. H.)69. Ibid., p. 237.

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—antes mera idea reguladora— puede convertirse en una idea constitutiva (ciertamente, forma parte de esta idea reguladora el hecho mismo de que deba convertirse en una idea constitutiva). Con ello se transforma desde sus cimientos la idea del proceso in­definido. Mientras que el proceso indefinido aparece en la Crítica de la razón práctica vinculado al postulado de la inmortalidad del alma, en La religión desaparece por completo de la filosofía kan­tiana el postulado de un alma inmortal. (En la Metafísica de las costumbres se cuentan entre estos postulados tan sólo la libertad volitiva y la existencia de Dios.) El «progreso indefinido» es des­plazado del plano del perfeccionamiento moral del hombre el pla­no del perfeccionamiento moral de la especie humana. A partir de aquí el progreso indefinido significa desarrollo ininterrumpido de la especie humana hacia la libertad, hacia el reino de la liber­tad. Este reino de la libertad al que tiende el hombre y que, des­de una perspectiva antropológica, significa la abolición de la alie­nación (el restablecimiento de las buenas disposiciones, el tercer momento de la triada mencionada), es descrito en los siguientes términos: reino de la virtud, reino de las buenas costumbres, mun­do moral, sociedad basada en las leyes de la virtud.

Posteriormente, Hegel describirá también la historia humana como un proceso de evolución hacia la libertad. Pero todo un mundo separa a Kant y Hegel en este aspecto. Mientras Hegel quiere ver el fin de la historia, la libertad realizada, en la sociedad burguesa, para Kant la sociedad burguesa es, también por su propia idea, reino de la necesidad. La historicidad no se consti­tuye en su pensamiento —como tan acertadamente lo ha mostra­do Weygand— sobre todo en la historia que conduce al presente, sino en la que parte del presente: en los años noventa la filosofía de la historia kantiana está por completo orientada al futuro. En la sociedad burguesa está dada tan sólo la posibilidad de un «rei­no de la libertad»; en ella da comienzo el progreso indefinido, que en un futuro aún imprevisible culminará en su realización. El he­cho de que todavía no vivamos en el reino de la libertad no habla en contra de la realización del progreso indefinido: «Pues que aquello que todavía no se ha alcanzado no se vaya a alcanzar ja­más no autoriza a abandonar una intención pragmática o técnica (como por ejemplo los vuelos con globos aerostáticos); menos aún un propósito moral que, aun cuando su eficacia sea puramen­te demostrativa y resulte imposible, constituye un deber.»70

No puede negarse que esta concepción contiene algún elemento quiliástico. Igualmente innegable es que el Kant de los años no­venta relaciona cada vez más los «pecados» humanos con las «con­diciones de vida» del hombre y sobre todo con el hecho de que no viven en estados de derecho. Por eso le corresponde a partir de ahora una significación tan destacada al derecho en todo el

70. Vber den Gcmeinspruch..., op. cit., vol. XI, p. 168.

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mirado de ideas de Kant. Debe crearse «la» república, el eslado de derecho ideal en el que la libertad y la necesidad estén fun­didas en el derecho. El estado de derecho kantiano es, desde lue­go, el ideal de la república burguesa (que como tal no se ha reali­zado nunca), el ideal de una república burguesa con absoluta so­beranía popular (donde el pueblo, por ejemplo, decida también acerca de la paz y la guerra, donde no haya diplomacia secreta, donde reine una publicidad completa, etc.). Un estado de derecho absoluto de estas características es en principio, como resulta ob­vio, sólo una idea reguladora (nuestro deber es actuar según la idea del mismo), pero es susceptible de realización. El estado de derecho ideal (y por lo tanto la república mundial ideal que se sigue de él) es en sí, pero sin serlo todavía, el «reino de la liber­tad», constituyendo entretanto la mayor posibilidad de un desa­rrollo moral. El otro obstáculo al desarrollo moral es (como ya señaló Kant en la Critica del juicio) el hecho de que las nece­sidades del hombre se desarrollan más rápidamente que la posi­bilidad de satisfacerlas y que el desarrollo de las necesidades ma­teriales se produce más de prisa que el de las disposiciones mora­les del hombre. Aquí es por así decirlo sorprendido el elemento quiliástico sobre el que ya habíamos llamado la atención con ante­rioridad, al referimos a la «revolución» de la moral, a la configu­ración de un nuevo carácter de la humanidad: «y esta situación es precisamente la más gravosa y peligrosa para la moralidad aunque suponga bienestar físico: porque las necesidades crecen mucho más intensamente que los medios para satisfacerlas. Pero la disposición moral de la humanidad, que... siempre se queda re­zagada respecto de ella..; la superará una vez».71

¿Cómo?Para probar esta posibilidad Kant debía abandonar la concep­

ción atomista que era aún característica de la Crítica de la razón práctica. En ella todo hombre individualmente considerado com­partía la idea de humanidad (el imperativo categórico), pero los hombres se relacionaban no con su yo inteligible, sino sólo con su yo empírico: el yo inteligible era un yo aislado.

En los años noventa aparece como fundamentación de la re­levancia de la nueva filosofía de la historia la idea relativa a la interacción entre los hombres inteligibles: la idea de la comunidad moral de los hombres. (Ya se dijo anteriormente que la premisa antropológica a este respecto constituye la modificación de la con­traposición entre yo inteligible y yo empírico y su transformación en una contraposición en el seno de una unidad.)

A partir de ahí la influencia de la moral sobre el mundo em­pírico sólo es concebible bajo la perspectiva de que aparezca una sociedad de individuos guiados por leyes morales, una «iglesia moral»: «El dominio del buen principio, en la medida que los

71. Das Ende aller Din ge, op. cit., vol. XI, p. 181.

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hombres pueden influir en este sentido, no puede alcanzarse, por lo tanto..., sino a través de la erección y difusión de una sociedad dirigida por las leyes de la virtud y creada a tal fin; una so­ciedad concebida para albergar en su seno al conjunto del género humano, guiado por la razón a la renuncia y al deber.»72 73 En la medida en que la comunidad moral se generaliza según las leyes de la virtud, se realiza el reino de la libertad. Accede a su reali­zación plena cuando las leyes de la sociedad moral devienen leyes públicas y el «estado burgués de derecho» se convierte así en un «estado ético burgués».

Esto, ciertamente, es la realización plena del «reino de la li­bertad». Pero no sólo entonces cabe hablar de un «reino de Dios» o de un «reino de la libertad» sobre la tierra. Porque la historia que comienza, si lo hace en alguna parte, allí donde son recono­cidos públicamente los principios del estado ético, donde echan raíces, es ya la historia de un mundo ético, del reino de la liber­tad: «Aun cuando la verdadera consecución del mismo se encuen­tre todavía a una distancia infinita de nosotros.»73

¿Cómo se presenta, entonces, la historia según esto?Aparece articulada en las siguientes fases: 1) la historia an­

terior al estado de derecho, en la que reina «el estado de natu­raleza» en las relaciones interestatales (guerra) y en la morali­dad (dominio ilimitado de los tres apetitos); 2) la época del es­tado burgués de derecho, que crea una base favorable para el de­sarrollo de la civilización y la cultura, propicia la abolición de la guerra y conduce —en parte por mediación de los apetitos, pero en parte ya con ayuda de los principios de la virtud— al «estado de ciudadanía universal». Entretanto crecen las necesidades más que los medios para su satisfacción y considerablemente más que el perfeccionamiento moral. Aparecen entretanto ya las «so­ciedades» basadas en los principios de la moral; 3) en algún lugar son aceptados públicamente los principios de las sociedades mo­rales, se produce la revolución de las costumbres, cambia el ca­rácter de la humanidad, el desarrollo de la moral sobrepasa al de las necesidades y finalmente aparece en sustitución del estado burgués de derecho el «estado ético-burgués», el reino de la li­bertad que se realiza en un progreso indefinido.

Como ya hemos visto, la filosofía de la historia de Kant se apoya en los años ochenta exclusivamente en una perspectiva bur­guesa; la idea de un progreso indefinido desarrollada en estos años significa el progreso indefinido de la sociedad burguesa. En los años noventa, sin embargo, Kant trasciende en su filosofía de la historia a la sociedad burguesa; el objetivo de la historia universal que se muestra en ella, esto es, el «mundo moral» ya no es la sociedad burguesa. Por eso la realización de tal objetivo no

72. Religión..., op. cit., vol. VIII, p. 752.73. Ibid., p. 786.

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puede seguir dejándose en manos de la necesidad natural (o de la adecuación medios-fines de la naturaleza), por eso la sociedad hu­mana constituida a través de la adopción conjunta de los princi­pios morales, la idea reguladora de la humanidad y su voluntad de libertad deben asumir un papel activo en la configuración de este mundo.

Volviendo otra vez a los efectos de la Revolución francesa hay que señalar que su influencia es indudable en la formación de este razonamiento. Pero estos efectos —como también en el caso de la antropología— son dobles. Por una parte la Revolución consti­tuía un ejemplo de que la unificación de los principios morales y jurídicos es perfectamente posible y que los hombres son ca­paces de suspender conjuntamente (en tanto que sociedad en fun­cionamiento) su particularidad en aras de motivos ideales de ca­rácter moral. Pero al mismo tiempo ofreció también un ejemplo espantoso: la virtud no puede serle impuesta al hombre. Una sociedad sólo puede acceder a un fundamento moral de manera libre (por libre voluntad): jamás la codificación jurídica puede ser punto de partida, sino sólo punto de llegada y resultado de la vo­luntad común de todos. Kant formula muy apasionadamente esta lección: «¡Pero ay del legislador que quiera imponer con la violen­cia una constitución dirigida a una finalidad de carácter ético! Con ello no conseguirá sino justamente lo contrario de lo ético y además socavará y tomará inseguras sus posiciones políticas.» ”

Téngase presente lo que se ha dicho acerca de las antinomias del imperativo categórico (esto es, que en ellas se reproducen las antinomias de la libertad y la necesidad). Las raíces aparecen aho­ra bien claramente. Las fórmulas formales del imperativo categó­rico entregan en parte al hombre al caos moral, y en parte intro­ducen la dictadura jacobina de la moral. En la ética kantiana —en las fórmulas formales del imperativo categórico— se expresa la antinomia de la estructura de la sociedad burguesa: sociedad civil (laissez faire) o sociedad política (jacobinismo).

La filosofía kantiana de la historia de los años noventa se pro­pone superar efectivamente esta antinomia, pero eso no es posi­ble en la sociedad burguesa. Por eso Kant trasciende a la sociedad burguesa. La sociedad que ahora propone como el objetivo de la humanidad es una que trasciende efectivamente a la sociedad bur­guesa: una sociedad utópica. A partir de aquí la utopía (un mundo que ha abolido por completo el antagonismo entre liber­tad y necesidad) —por utilizar sus mismas palabras— se convierte en la «idea reguladora» de su filosofía de la historia.

Y por eso los antagonismos se pueden abolir también en la ética y además efectivamente. Efectiva, pero utópicamente. En la concepción inherente a la Metafísica de las costumbres, el viejo Kant podía introducir los ideales éticos del clasicismo alemán

74. Religión..., op. cit., vol. VIII, p. 754.

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dado que su ética ya no se ajustaba al patrón de la sociedad bur­guesa, porque la idea de la ética había sido «abandonada» por la utopía.

Pero consideremos esto desde otro punto de vista. En la Crí­tica de la razón pura Kant pensaba la igualdad como inserta en la libertad. Sólo puede ser moralmente obligatorio aquello que es igualmente posible para todos. Pero, ¿es igualmente posible para todos acceder a la «sociedad» de la moral en el marco del estado burgués de derecho (donde las necesidades se desarrollan más rá­pidamente que la posibilidad de su satisfacción)? ¿Acaso no acce­derán a esta —inicialmente reducida— sociedad quienes están po­seídos por pocos «apetitos» o quienes, debido a sus personales circunstancias, se ven obligados en una medida menor a lanzarse a la hobbesiana lucha contra el prójimo? ¿No se restituye aquí la misma «desigualdad» que en Schiller o en Goethe? ¿Acaso la educación ética de la humanidad —al menos en sus comienzos— no se limita, igual que su educación estética, a una élite?

A estas preguntas hay que responder afirmativamente. La so­ciedad de los hombres de intención moral no es más que una isla en el océano de la sociedad burguesa, igual que la sociedad dé Wilhelm Meister.

* *

De la gracia y la dignidad comienza con las siguientes pala­bras: «La fábula griega atribuye a la diosa de la belleza un cin­turón que tiene el poder de dar a quien lo ciñe la gracia y la posi­bilidad de conseguir el amor. Justamente esta deidad se ve acom­pañada por las Gracias.»7S 76

En el apéndice de la Metafísica de las costumbres se lee lo si­guiente: «...cultivar el amor y el afecto recíprocos (afabilidad en el trato v decencia, humanitas aesthetica, et decorum), y así aña­dir las Gracias a la virtud; efectuarlo así es incluso un deber de la virtud.»”

Schiller interpola en De la gracia y la dignidad lo siguiente contra Kant: «El enemigo meramente derrotado puede volver a ponerse en pie, pero el reconciliado, ése sí que resulta verdadera­mente derrotado.»77 78

Kant escribe en la Metafísica de las costumbres: «El orden (la disciplina) que el hombre se impone a sí mismo sólo puede ser meritorio y ejemplar por el sentimiento de alegría que le acom­paña.» ”

Como se puede ver por las citas reproducidas más arriba, en los años noventa Kant hace sitio en su ética a todos los valores

75. F. Schiller , Samtliche Werkc, vol. IX, p. 79.76. Op. cit.y vol. VIII, p. 613. '77. Op. cit., p. 115.78. Op. cit., p. 626.

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desarrollados por el clasicismo alemán, y ante todo por Schillcr, sin por ello abandonar en lo esencial los principios de su iilosotía moral desarrollados con anterioridad. Hay que insistir en que no los abandona en lo esencial, pues ciertas modificaciones en la concepción básica aparecieron como inevitables.

Una vez que hemos tratado en detalle la estructura básica de la ética kantiana, vamos a dirigir nuestra atención a aquellas ideas que experimentaron cambios en relación con la Fundamentación y la Crítica de la razón pura, considerando los desplazamientos de énfasis y las modificaciones más sustanciales.

Ante todo, debe señalarse que el objeto de la Metafísica de las costumbres no es la configuración de la máxima, sino la acción misma. Se parte de la base que las fórmulas formales del impera­tivo categórico son válidas, pero la cuestión ya no es cómo ela­borar una máxima de validez general, sino cómo actuar en base a esta máxima. Kant separa estrictamente ambos problemas, por lo que se ve obligado a distinguir también entre libre voluntad y libre arbitrio. En obras anteriores el concepto de la libre deci­sión aparece sólo al margen y aun entonces voluntad y arbitrarie­dad aparecen como sinónimos. Ahora, sin embargo, la distinción cobra decisiva importancia: «la última es en el hombre el libre arbitrio; la voluntad, que no tiene que ver con nada sino con la ley, no puede ser ni libre ni no libre, porque no se refiere a acciones, por lo que es absolutamente necesaria e incapaz, por su parte, de obligatoriedad alguna».”

Pero si la cuestión es la acción misma, el problema que se plantea de inmediato es el de la alternativa. En caso de determi­nación de la libre voluntad no puede haber alternativa alguna: sólo es generalizable una única máxima. Ahora bien, si quiero aplicar esta máxima me enfrento de fado al problema de cómo utilizarla correctamente, por lo que me encuentro frente a una elección. Naturalmente, debo elegir entre bueno y malo; si elijo lo malo, obro contra mi máxima y no la aplico en la práctica. Esto significa que no soy libre y que mi decisión no es una decisión libre. Pero también lo bueno puede hacerse de muchas maneras distintas; a partir de la misma máxima puedo elegir entre diver­sas posibilidades buenas. Por eso dice Kant que la obligación mo­ral es siempre un «amplio deber»: dispongo de un ámbito exten­so para su plasmación real.

De esta manera, sin embargo, el conocimiento adquiere una función en la ética. No aparece como tal en la configuración de la máxima, pues para eso sólo se necesita lúcida comprensión: la máxima es independiente de mis circunstancias, de la situa­ción concreta, etc. Mi acción, empero, ya no es independiente. Así, pues, si aplico mi máxima a la realidad, debo saber recono­cer y comprender las condiciones en las que la aplico. Pero que

79. Metaphysik der Sitien, op. cit., vol. VIII, p. 332.

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mi acción responda a mi máxima —es decir, que mi moralidad produzca una buena acción— eso depende en gran medida tam­bién del conocimiento.

Si la cuestión es mi acción y no la intención moral o la bue­na voluntad, aparece en la ética el tema de la responsabilidad de los propios actos: «Un acto es una acción sometida a las leyes de la obligatoriedad y, por lo tanto, depende de que el sujeto sea considerado en ella según la libertad de su propio arbitrio. El actor es considerado, al protagonizar un acto así, como causante del efecto y éste junto con la misma acción puede serle atribui­do.»” Esto significa, así, que tanto el motivo moral de la acción como ésta misma —en la medida en que se base en una decisión del individuo— pueden serle atribuidas al individuo. Éste tiene una responsabilidad y es efectivamente responsable de sus actos. En este sentido no lo es sólo de sus máximas, sino también de su conocimiento, pues de aquí se sigue también —entre otras co­sas— cómo utiliza su máxima a la vista de las circunstancias dadas.

Si la decisión es la categoría central y el auténtico objeto de la ética no es la definición de la máxima sino su aplicación en actos determinados, entonces debemos descartar también la idea de Kant, ya considerada, según la cual no tengo deber alguno por falta de suficiente «base de deber», es decir, que en caso de un conflicto entre deberes, no puedo generalizar ninguno de los de­beres en conflicto. Pero si tengo que actuar no me puedo quedar parado como el asno de Buridán; por eso dice Kant que «el mo­tivo más fuerte de deber retiene la primacía» “ en tales casos. Sin duda reintroduce de esta manera el conflicto de deberes en su ética. Ciertamente, sigue afirmando que ese conflicto no es un con­flicto de deberes, sino de motivos de deber (sólo se convierte en deber lo que yo he elegido como tal), pero esta distinción sólo es relevante en relación al sistema teórico; en la práctica da igual que diga que de dos deberes en conflicto elijo «el más fuerte» o que diga que de dos «motivos de deber» en conflicto asumo en mi máxima, en calidad de deber, al más fuerte. En cualquier caso me toca elegir y corro un riesgo (una obligación) cuando califico de más fuerte a un motivo de deber y no a otro. (Kant introduce numerosos ejemplos en sus llamadas «cuestiones casuísticas» re­lativas al conflicto de deberes. Así, por ejemplo, constituye un deber salvar a alguien que se está ahogando, pero también es un de­ber conservar la propia vida. El motivo de deber que yo considere más fuerte dependerá de mi elección, pero mi elección, a su vez, se verá afectada por las circunstancias, tanto subjetivas como objetivas. Si no sé nadar, el intento de salvar al que se ahoga se­ría un suicidio; el motivo más fuerte de deber, por lo tanto, es 80 81

80. Ibid., p. 329.81. Ibid., p. 331.

90

la conservación de mi vida. En cambio, si soy un buen nadador, salvar al que se ahoga será el motivo más fuerte de deber y así sucesivamente.) En todo caso, debo decidir y la responsabilidad por todos mis actos recae en mí.

Recordamos todavía que el punto de partida común tanto de la Fundamentación como de la Critica de la razón práctica con­siste en: a) ninguna finalidad material puede marcar un deber para el sujeto, pues b) toda finalidad material se deriva del egoís­mo y apunta a la propia felicidad; finalmente, c) la finalidad de la moral no puede ser, por lo tanto, sino el bien supremo que, sin embargo, no es una finalidad real, sino puramente ideal y como finalidad presupone los tres conocidos postulados de la razón práctica.

Desde este decisivo punto de vista la Metafísica de las costum­bres difiere de manera neta de la ética kantiana anterior. No basta que presuponga tales finalidades materiales; afirma ya que sin el presupuesto de esas finalidades materiales las fórmulas del impe­rativo categórico serían vacías, carecerían de contenido. «La fina­lidad es un objeto del libre arbitrio cuya representación determina a éste a una acción a través de la cual se consigue aquélla... Debe existir una finalidad así y un imperativo categórico que correspon­da a ella. Pues dado que hay acción libre deben existir también finalidades a las que, como objetos, se oriente aquélla. Entre es­tas finalidades, empero, debe haber también alguna que sea, al mismo tiempo, un deber. Pues si no existiesen, entonces todas las finalidades, dado que no puede haber acción sin finalidad, se­rían para la razón práctica tan sólo medios para otros fines y se­ría imposible el imperativo categórico.»“

El imperativo categórico no podría, así, ser nunca el motivo de la acción (la buena voluntad no podría convertirse nunca en acción) si no se dirigiese a una finalidad objetiva, si no tuviese objetos materiales. Desde el punto de vista de la acción, la ética puramente formal aparece como insostenible.

¿Cuáles son las finalidades dotadas de contenido (materiales) cuya representación transforma la máxima en una decisión —una acción— «correspondiente» al imperativo categórico? «Son: la propia perfección y la felicidad ajena.»13 El libre arbitrio —guía de la verdadera acción— cumple así una función «coordinadora»: coordina las dos finalidades materiales con las fórmulas del im­perativo categórico.

Pero Kant, como ya hemos visto, afirmaba en sus escritos an­teriores de ética que sólo la propia felicidad podía constituir la finalidad material del hombre y que toda otra finalidad era impen­sable. Yo creo que es de una claridad palmaria: la formulación de ambas finalidades como deberes, la idea según la cual la finali- 84

84. Metaphysik der Sitien, op. cit., vol. VIII, pp. 514-515. (Subrayado mío, A. II.)83. lbid„ p. 515.

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dad material del hombre puede llegar a corresponder en general con el imperativo categórico, remite al giro de Kant en el campo antropológico. Para un hombre que sólo puede tener una única finalidad de contenido —a saber, su propia felicidad— una ética de tales características sería irrelevante. Al adoptar estas dos fina­lidades materiales y hacer de ellas punto de partida de deberes de virtud, Kant explica: que es posible que el hombre considere la felicidad de otros como su finalidad material y que es posible que la finalidad de contenido del hombre proyectada sobre sí mis­mo se resuelva no en su felicidad sino en su propia perfección. Y lo que se puede, también se debe. Es posible una corresponden­cia del hombre inteligible y el empírico, pero la premisa de la buena acción es la realización de tal correspondencia.

Con la perspectiva de que esta correspondencia es positiva se transforma también el análisis de la relación entre la razón pura (el yo inteligible) y los sentimientos humanos.

Kant sigue excluyendo de la configuración de la intención mo­ral toda inclinación particular, y con razón; asimismo, sigue afir­mando que la realización de todas las intenciones morales se rea­liza con «obligatoriedad», ya que una parte de las inclinaciones ofrece resistencia a la intención moral.

Sin embargo, ya en la aplicación de las máximas a la acción adquieren un papel los sentimientos, sensaciones e inclinaciones. En la aplicación del deber pueden ser tomados éstos en conside­ración también, incluso es bueno que así sea.

Es de gran importancia en este contexto que Kant distinga de manera esencial aquí la categoría de agrado-desagrado (la satis­facción ante el objeto) de la capacidad de apetencia inferior (de los tres apetitos, de la consideración de la ventaja o el perjuicio que nos causa). Mientras que los últimos están en contradicción con el imperativo categórico (no es posible actuar al mismo tiem­po de acuerdo con la virtud y con el egoísmo), los primeros, si bien no participan en la determinación de la máxima, tampoco están en contradicción con el cumplimiento del deber. Más aún: el deber es «dulce» cuando se va a él alegremente, con ganas. Por ejemplo: «La decisión acerca de cuál de estas perfecciones físicas, y en qué proporción, comparando unas con otras, deba hacerse preferentemente finalidad propia y deber del hombre con­sigo mismo, queda reservada a su propia reflexión racional a la vista del agrado que le produzca un determinado modo de vida y sopesando, al mismo tiempo, las fuerzas requeridas para ello.»8’

Y va aún más lejos: los sentimientos no sólo han de acompa­ñar a la realización de la máxima, sino que además la configura­ción y el cultivo de determinados sentimientos es justamente un deber humano. «Si bien la compasión (y por lo tanto la congra­tulación) hacia los otros no es como tal un deber... sí que es un.

84. Op. cit., p. 581.

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deber indirecto cultivar los sentimientos compasivos (estéticos) en nosotros.» “ ¿Y por qué? «...porque es uno de los instintos que tenemos por naturaleza hacer aquello que la idea del deber no promovería por sí sola.» “

De pronto suenan en el «rigorista» Kant tonos que evocan la alegría que enlaza a millones de personas, tonos schillerianos, que recuerdan la Novena Sinfonía: «Pero el amigo de los hombres (es decir, de la especie en su conjunto) es aquel que participa esté­ticamente de la ventura de todos los hombres (que se congratu­la)... en él alienta también la idea y la ponderación de la igualdad entre los seres humanos; análogamente a los hermanos en torno a un padre común que desea la felicidad de todos.» "_ ¡Qué lejos estamos aquí de la reducción de todas las inclina­

ciones y sentimientos de la «especie humana empírica» a los tres apetitos! ¡Qué lejos del Kant que atribuye el concepto de valor de la humanidad exclusivamente a la razón y niega valor humano- general a todo lo que es característico del hombre sensorial! Di­cha, amor, agrado, todo lo que se resume en el concepto de pla­cer —y éste es, como ya sabemos, un sentimiento estético— queda revestido, a pesar de su condición sensible, de un contenido posi­tivo de valor. Las Gracias de Schiller penetran en la ética de Kant y le dan la mano a la virtud.

El hombre virtuoso ya no tiene que «hacer abstracción» de todas las «inclinaciones» naturales, ya no se ve obligado a hacer el bien sin alegría. Sólo ha de purificarse de la «capacidad de apetencia inferior», pero no de sus características «estético-sensi­bles», que pueden fundirse ahora en la más bella armonía con sus virtudes. «La gimnástica ética consiste así sólo en la lucha contra los impulsos naturales y alcanza su medida cuando es ca­paz de dominar las trampas que amenazan y ponen en peligro a la moralidad.» “

De lo dicho hasta aquí debería desprenderse con claridad lo que significa la interpretación de los sentimientos como valores de la especie, una interpretación que suprime la rígida separación entre el yo inteligible y el empírico. Pero queremos ir aún más allá. Pues Kant que, como siempre, pensó también consecuente­mente hasta el final estas ideas, extrajo también las consecuen­cias de este cambio en su concepción. En algunos puntos —deci­sivos— de la Metafísica de las costumbres describe estos senti­mientos específicos como precondiciones del imperativo categóri­co. Pensamos, sobre todo, en el capítulo que lleva el título de Con­ceptos estéticos previos de la predisposición sensible para los conceptos del deber en general.

Desde nuestro propio punto de vista, de los sentimientos esté- 85 86 87 8885. Ibid., p. 595.86. Ibid.87. Ibid., pp. 612-613.88. Ibid., p. 626.

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ticos, el sentimiento moral es el más importante. Tampoco ahora es el sentimiento moral el que configura el imperativo categórico. Pero es la premisa para que el hombre sea consciente del impera­tivo categórico: «Sin ningún sentimiento moral no existe el hom­bre; pues con una falta total de predisposición a este sentimiento, estaría moralmente muerto.» Pero la sensibilidad moral no es otro cosa sino «predisposición del libre arbitrio para ser movido por la pura razón práctica».®’ El hombre, en tanto que ser moral, tiene dos raíces. Una es el imperativo categórico en la razón prác­tica pura, la otra es la sensibilidad moral en el libre arbitrio. De manera análoga deviene ahora también la conciencia un senti­miento de la especie. En la primera ética el imperativo categórico mismo asumía la función de la conciencia, ahora se convierte en una capacidad separada: «cualquier hombre, en tanto que ser mo­ral, posee (esa capacidad) originariamente en sí mismo».89 90

Ya aquí se hace patente en qué dirección apuntan las modi­ficaciones que introdujo Kant con la Metafísica de las costumbres en su propia ética. Se proponía, conservando su concepción bási­ca, acoger en su ética todos los valores que habían sido desa­rrollados por la otra gran tendencia ética de su época (de Shaf- tesbury a Schiller y Goethe): el ideal del hombre armónico, la unión de la virtud y la belleza, la categoría del sentimiento moral (del sentimiento de la genericidad).

Después de todo esto no puede sorprender que también la «ple­nitud», la «riqueza» del ser humano, el despliegue omnilateral de las capacidades, obtengan un lugar en esta ética kantiana. «El cultivo de sus capacidades naturales (espirituales, anímicas y cor­porales) como medio para todo fin posible es un deber del hombre contra sí mismo.»91 Sin embargo, Kant no olvidaba, llegado a este punto, que no todos los hombres tienen iguales oportunidades en este sentido. Por eso mismo llamaba al deber de desarrollar mul­tilateralmente las propias capacidades «deber imperfecto», es de­cir, un deber que compete no sólo a quienes tienen también la posibilidad de cumplirlo. «Deber imperfecto» significa, no obs­tante, también: debes cumplirlo hasta donde te sea posible; el desarrollo de las capacidades es un valor moral y no sólo un valor guiado por la máxima de la razón. Puede orientarse también a algo diferente a la utilidad —y en esta medida no pertenece a la ética—; también se pueden tener finalidades morales-materiales, pues la virtud y las gracias deben darse la mano.

Cuando nos referíamos a los factores que influyeron en la Me­tafísica de las costumbres, hacíamos mención no sólo del efecto de la «otra tendencia» de la ética, sino también de las enseñan­zas de la Revolución Francesa, sobre todo del jacobinismo. Sin

89. Ibid., pp. 530-531.90. Ibid.91. Ibid.

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duda alguna, Kant mismo reconocía rasgos «jacobinos» en su éti­ca anterior, la ética contrapuesta a la moral de la «naturaleza». Basta recordar lo que escribe en Sobre el tópico acerca de las consecuencias políticas de la moral despotizante; contra ésta se alza, y con razón, la naturaleza; por lo tanto, debe corregirse. Y Kant quería aplicarse la corrección a sí mismo; no quería arti­cular una moral contra la que se alzase la naturaleza, pues «lo que no se hace con gusto, sino por imposición servil, no tiene para el que al hacerlo se somete a su deber ningún valor interior y no es querido, siendo su ejecución evitada en cuanto sea posible».”

Pero las consecuencias son aún más directas. Así, desear la felicidad del otro significa tanto como desear lo que él tiene por su felicidad y no lo que nosotros entendemos por ella: «Por lo que hace a la felicidad, a la que debo contribuir como si fuese mi pro­pia finalidad, debe entenderse por tal la felicidad de los otros indi­viduos cuyos fines (admisibles) debo hacer yo míos también de esta manera. Lo que éstos puedan tener por su felicidad es algo que debe ser juzgado por ellos mismos.»92 93

No se puede ni se debe hacer feliz a nadie contra su voluntad. Porque, en efecto, cuando nosotros decretamos lo que debe ser la felicidad del otro, le estamos arrebatando el valor humano supre­mo: la libertad.

Quien impone la virtud a los otros, quien no deja que los de­más «sean felices a su manera», degrada a su prójimo —y no im­porta que lo haga por los mejores motivos— a simple medio. Pero el hombre no debe ser un medio para otro hombre. Esta idea —una vieja idea de Kant—, la fórmula sustantiva del imperativo categórico, no sólo conserva toda su validez en la Metafísica de las costumbres, sino que además destaca ampliamente de las otras fórmulas del imperativo. El amor, la alegría, el sentimiento moral, lo estético: todo ello tiene lugar en la ética, pero el único sentimiento moral que es al mismo tiempo un deber es el respeto por el hombre, que aun degradado, aun caído, representa al géne­ro humano y no es, por lo tanto, «cuantificable», pues como ser humano es pura cualidad: «El respeto que yo siento por otros o que otro puede demandarme es, por consiguiente, el reconocimien­to de una dignidad en otras personas, esto es, de un valor que no tiene precio ni equivalente contra el que pudiese ser cambiado el objeto de la valoración.»94 La ética no puede reconocer la ena­jenación. El hombre debe luchar contra su propia enajenación; jamás puede permitir que otro hombre le humille: «Pero quien

92. Ibid., p. 625. En la parte de filosofía del derecho de la Metafísica de tas costumbres —que no tratamos aquí—, Kant hace reiteradamente referencia di­recta a las doctrinas de la Revolución Francesa.

93. Ibid., p. 518.94. Ibid., p. 572. En la parte de filosofía del derecho de la obra, Kant cita,

con motivo de un análisis del dinero, la formulación de la ley del valor por Adam Smith. La referencia a ella es aquí inequívoca.

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se hace a sí mismo gusano no puede quejarse después de que le pisoteen.» “

* *

Por mucho que, por lo que hace al aspecto formal, la Metafí­sica de las costumbres acuse ya la impronta de la edad avanzada de su autor, por mucho que en algunos lugares sea desproporcio­nada la exposición de las ideas, por mucho que deje que desear también la «estructura arquitectónica» de la obra, nadie puede poner en duda lo fecundo de las ideas desarrolladas en ella para nuestro presente y para nuestro futuro. Pues la dignidad y la se­riedad moral del hombre libre se conservan en ella sin merma, al tiempo que la razón pura abre compuertas a lo sensualmente bello y al placer. La obra es un gran intento de síntesis moral de la libertad y la riqueza del hombre. Y cuando el Kant que nos muestra «la ley moral en nosotros mismos» alaba «el corazón siempre alegre... del virtuoso Epicuro»,” no podemos, no debemos, por menos que inclinar con respeto la cabeza —no ante su genio, pues éste es digno de admiración, no de reverencia— sino ante su condición humana ejemplar.

95. Ibid.96. Ibid., p. 626.

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