heller, agnes - fenomenologia de la conciencia desdichada

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IV. Fenomenología de la conciencia desdichada * SOBRE LA FUNCIÓN HISTÓRICA DE LA ALTERNATIVA DE KIERKEGAARD * La alternativa1 ocupa en la obra entera de Kierkegaard el mis- mo lugar que Fenomenología del espíritu en la de Hegel. Se trata en ambos casos de la primera obra de madurez; con cada una de ellas comienza su respectivo autor a desarrollar la concepción filosófica unitaria, la visión de la realidad y el sistema que serán punto de partida de su reflexión en las obras posteriores. Tanto Kierkegaard como Hegel alcanzan con esta primera obra de madu- rez la condición de filósofos universales, de filósofos del futuro; en ellas quedan formulados los problemas de los que brotan sus futuras alternativas contrarias de conducta. Al mismo tiempo, la relación de sus respectivas obras posteriores con esta primera obra de madurez es también muy semejante. Los problemas como * Trad. por José Ignacio López Soria. 1. Traducción del original húngaro titulado «A szerencsétlen tudat fenómeno- lágiája. Kierkegaard Vagy-vagy-ának tórténelmi funkciójáról», escrito en 1971 y publicado en: Heller, Agnes, Portrévázlalok az etika torténetéból (Apuntes de his- toria de la ética), Budapest, Gondolat Kiadó, 1976, pp. 289-332. (<V. del T.) 2. En la versión original la autora utiliza las siguientes ediciones de la obra de Kierkegaard: Gesammelte Werke, Kóln/Düsseldorf, Diederichs Verlag Buchhadlung, 1956. Trad. (al alemán) de Christoph Schrenny. Gesammelte Werke, 2a. ed., Jena, Richters Verlag, 1910. Trad. (al alemán) de O. Gleis. Aquí hemos utilizado para las citas las siguiente ediciones: Obras y papeles de Soren Kierkegaard, tomo V III: Estudios estéticos I, Madrid, Ed Guadarrama, 1969. Trad. de Demetrio Gutiérrez Rivero (contiene: Diapsál- mata; Los estadios eróticos inmediatos o el erotismo musical). Obras y papeles de Soren Kierkegaard, tomo IX: Estudios estéticos II, Madrid, Ed. Guadarrama, 1969. Trad. de Demetrio Gutiérrez Rivero (contiene: Reper- cusión de la tragedia antigua en la moderna-, Siluetas; El más desgraciado; El primer amor; La rotación de cultivos). Estética del matrimonio, carta a un joven esteta, Buenos Aires, Ed. Pléyade, 1972, Trad. (del francés) de Osiris Troiani. Estética y ética en la formación de la personalidad, 2a. ed., Buenos Aires, Ed. Nova, 1959. Trad. de Armand Marot. Temor y temblor, 3a. ed., Buenos Aires, Ed. Losada, 1968. Trad. de Jaime Grinberp!. Diario de un seductor, «Arte de amar», 2a. ed., Buenos Aires, Espasa Culpe, 1953. Trad. de Valentín de Pedro. 135

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Page 1: Heller, Agnes - Fenomenologia de La Conciencia Desdichada

IV. Fenom enología de la conciencia desdichada *

SOBRE LA FUNCIÓN HISTÓRICA DE LA ALTERNATIVA DE KIERKEGAARD *

La alternativa1 ocupa en la obra entera de Kierkegaard el mis­mo lugar que Fenomenología del espíritu en la de Hegel. Se trata en ambos casos de la primera obra de madurez; con cada una de ellas comienza su respectivo autor a desarrollar la concepción filosófica unitaria, la visión de la realidad y el sistema que serán punto de partida de su reflexión en las obras posteriores. Tanto Kierkegaard como Hegel alcanzan con esta primera obra de madu­rez la condición de filósofos universales, de filósofos del futuro; en ellas quedan formulados los problemas de los que brotan sus futuras alternativas contrarias de conducta. Al mismo tiempo, la relación de sus respectivas obras posteriores con esta primera obra de madurez es también muy semejante. Los problemas como

* Trad. por José Ignacio López Soria.1. Traducción del original húngaro titulado «A szerencsétlen tudat fenómeno-

lágiája. Kierkegaard Vagy-vagy-ának tórténelmi funkciójáról», escrito en 1971 y publicado en: Heller, Agnes, Portrévázlalok az etika torténetéból (Apuntes de his­toria de la ética), Budapest, Gondolat Kiadó, 1976, pp. 289-332. (<V. del T.)

2. En la versión original la autora utiliza las siguientes ediciones de la obra de Kierkegaard:

Gesammelte Werke, Kóln/Düsseldorf, Diederichs Verlag Buchhadlung, 1956. Trad. (al alemán) de Christoph Schrenny.

Gesammelte Werke, 2a. ed., Jena, Richters Verlag, 1910. Trad. (al alemán) de O. Gleis.

Aquí hemos utilizado para las citas las siguiente ediciones:

Obras y papeles de Soren Kierkegaard, tomo V III: Estudios estéticos I , Madrid, Ed Guadarrama, 1969. Trad. de Demetrio Gutiérrez Rivero (contiene: Diapsál-

mata; Los estadios eróticos inmediatos o el erotismo musical).Obras y papeles de Soren Kierkegaard, tomo IX: Estudios estéticos I I , Madrid,

Ed. Guadarrama, 1969. Trad. de Demetrio Gutiérrez Rivero (contiene: Reper­cusión de la tragedia antigua en la moderna-, Siluetas; E l más desgraciado; El primer amor; La rotación de cultivos).

Estética del matrimonio, carta a un joven esteta, Buenos Aires, Ed. Pléyade, 1972, Trad. (del francés) de Osiris Troiani.

Estética y ética en la formación de la personalidad, 2a. ed., Buenos Aires, Ed. Nova, 1959. Trad. de Armand Marot.

Temor y temblor, 3a. ed., Buenos Aires, Ed. Losada, 1968. Trad. de Jaime Grinberp!. Diario de un seductor, «Arte de amar», 2a. ed., Buenos Aires, Espasa Culpe, 1953.

Trad. de Valentín de Pedro.

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problemas y los conflictos como conflictos ceden cada vez más el paso a la «soluciones»; los sistemas «encontrados» se van «ce­rrando» gradualmente. Por eso, aunque se perfeccionen los detalles y aparezcan en ellos nuevas ideas, no alcanzan ya la belleza de la primera obra «auténtica», belleza que brota de la vivenciación profunda de los conflictos. Y la causa de esto, aunque formulada desde una actitud radicalmente contraria, es en ambos semejante: la aceptación del mundo burgués como «condición» histórica definitiva.

* *

Se han escrito muchos libros sobre los móviles subjetivos que indujeron a Kierkegaard a escribir La alternativa. El filósofo se enamora de una joven de 15 años —Regina Olsen—, luego se com­promete con ella y no mucho después rompe el compromiso. Se ha dicho que la causa inmediata de este gesto fue la incapacidad de Kierkegaard para la vida matrimonial (como lo sugieren sus diarios), o que no quiso hacer a la muchacha, joven y amante de la vida, partícipe de su duro y penoso destino (como el mismo Kierkegaard dijo muchas veces). Pero todo esto, desde el punto de vista del resultado, carece de importancia. Es indudable, sin embargo, que esta ruptura desempeñó en la vida de Kierkegaard una función ideológica. Significó la ruptura con las dos actitudes que luego formuló filosóficamente en La alternativa', la actitud es­tética, por un lado, y la ética por otro. Kierkegaard se vio obli­gado a decidir: o realizar en la vida «su obra», realizar en la «for­ma de vida estética» su personalidad, o dar la espalda a la vida y elegir la trascendencia. Elegir los dos era imposible, por eso tenía que elegir «o lo uno o lo otro». Este momento ideológico —que en realidad tuvo no poca importancia en la ruptura con Regina Olsen— es, en efecto, históricamente representativo. Kierkegaard abandona el intento romántico de la «forma de vida estética» y el intento, en última instancia ilustrado, de la forma de vida éti­ca —después de «vivirlos» una vez más y por última vez— para llegar a la conclusión final: entre el mundo del pensamiento vi­vido y el mundo de los «rubios y de ojos azules» se levanta un muro infranqueable (sil menos en el mundo burgués).

Kierkegaard, pues, vivió a fondo los conflictos más persona­les de su vida como conflictos ideológicos, es decir, los «elevó» a la categoría de conflictos ideológicos. Por eso pudo desempeñar la experiencia con Regina Olsen —en cuanto materia de experien­cia— un papel tan sobresaliente en todo su trabajo filosófico. Kier­kegaard repasa una y otra vez los acontecimientos, los interpreta una y otra vez; así el amor por Regina Olsen deviene en mito: el mito filosófico de la imposibilidad de comunicación, de la renun? cia consciente a la comunicación. (Los acontecimientos siguientes —el casamiento de Regina, su felicidad, su «superación» del amor

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sentido por Kierkegaard— son todos ellos elevados al nivel de mito.)

Pero en el nacimiento de La alternativa no sólo la experiencia con Regina Olsen tiene importancia. Inmediatamente después de romper con Regina, Kierkegaard viaja a Berlín para seguir las lecciones filosóficas de Schelling. Allí estudia más a fondo la filo­sofía clásica alemana, principalmente a Hegel. Conoce a Hegel «al revés»; «a la luz» de la Lógica y de Filosofía del derecho interpre­ta la Fenomenología. Pero Hegel —al igual que Schelling— no sólo fue para él una desilusión, sino que lo rechazó de plano. Son conocidas las simpatías de Kierkegaard por todos aquellos en los que veía a disolutores de la filosofía hegeliana: Trendelenburg, por un lado, y Feuerbach, por otro. Desde entonces su actitud filo­sófica se rige por la polémica contra Hegel. Más adelante veremos cuáles son los problemas concretos en los que discute con Hegel. Determinemos ahora, a manera de preámbulo, sólo la actitud bá­sica.

En el Hegel tardío la concepción de la historia y la relación con el mundo burgués se vuelven correlativas. Su ideal es un mundo en el que la eticidad (la objetivación ética) conduzca las acciones de los hombres, siendo sólo momento de ella tanto la mo­ral como el derecho. Al mismo tiempo, Hegel analiza la sociedad burguesa como una sociedad en la que este ideal se ha realizado, es decir, la analiza «como si» en ella se hubiese realizado dicho ideal. Con lo cual la sociedad burguesa deviene en meta de la historia, una meta que los individuos deben aceptar y dentro de la cual deben encontrar el terreno con sentido de su actividad, es decir, el terreno de su actividad con sentido. La razón —en las objetivaciones superiores— conoce este estado de cosas y lo reco­noce como necesario; la historia conduce hacia allí. Así la histo­ria entera se convierte en un proceso necesario —que conduce hacia la sociedad burguesa— en el que los sujetos —si «quieren Icner parte» en la construcción de la historia— no pueden hacer otra cosa que reconocer y realizar esta necesidad.

Kierkegaard, sin embargo, ni quiere ni puede aceptar el mundo burgués como meta del desarrollo histórico. Y no porque vea una perspectiva de superación de la sociedad burguesa (pues su con­cepción del mundo es común con la de Hegel), sino porque con­sidera a la sociedad burguesa como una estructura en la que el sujeto no puede autorrealizarse. La alienación alcanza en la socie- ded burguesa su cúspide (Kierkegaard no utiliza este término pero describe el fenómeno). Este mundo no es racional y no se puede mirar racionalmente (no se nos puede mirar racionalmente). Nin­gún espíritu del mundo puede conocerse en él a sí mismo. El indi­viduo burgués no es el individuo «libre» que realiza la necesi­dad. (A Kierkegaard, por lo demás, le llena de justificado espanto que el individuo sea sólo momento casual en la realización de la necesidad.) El individuo burgués es mera subjetividad que se dc-

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sencializa si conoce la esencia en el mundo burgués. El individuo burgués es la individualidad desdichada.

* *

«En todas las obras sistemáticas de Hegel hay siempre un apar­tado que trata de la conciencia desdichada. No se pueden leer es­tos estudios sin una profunda inquietud y hondo temblor cordial, temiendo siempre que se va a alcanzar un saber demasiado gran­de o demasiado pequeño»,3 dice Kierkegaard en la meditación que lleva el significativo título de E l más desgraciado. A pesar de esta declaración, no se puede negar que el análisis hegeliano de la «conciencia desdichada», principalmente el realizado en la Feno­menología, impulsó en gran manera a Kierkegaard.

En Hegel la «conciencia desdichada» no es sino un tipo de conciencia religiosa, uno de los tres diversos tipos que él presen­ta. Y aquí tenemos que detenemos porque La alternativa es —como veremos— la fenomenología de la conciencia religiosa. Y ello no sólo porque los estadios anteriores son «preparatorios» de este estadio final, sino porque los tres estadios se caracterizan por la relación del sujeto con la trascendencia. El sujeto del pri­mer estadio está frente a la Nada (y la Nada es también trascen­dente). Kierkegaard cree reconocer en Don Juan la presencia per­manente de la «angustia» por la Nada. El sujeto del segundo esta­dio —como veremos— pretende conquistar la trascendencia, pre­tende hacerla cambiar en inmanente, pero en esta empresa —que, por lo demás, fracasa— está también presente la relación con dios (con un dios tradicional en este caso). En el tercer estadio aparece el sometimiento consciente del sujeto a la trascendencia. Kierkegaard mismo formula esto de la siguiente manera: «E l des­graciado, en definitiva, es aquel que de una manera u otra tiene fuera de sí mismo lo que él estima ser su ideal, el contenido de su vida, la plenitud de su conciencia y su verdadera esencia.»4

Es indudable que la desdicha de la conciencia radica en su ca­rácter dividida en dos (en la dualidad de esencia y carencia de esencia). Por eso pensamos que el impulso que Kierkegaard reci­be de Hegel es más importante de lo que el mismo Kierkegaard piensa. Porque, ¿cómo concibe Hegel la situación de la «concien­cia desdichada»?

«Por cuanto que primeramente esa conciencia (se trata de la conciencia escindida en dos; Á. H.) no es sino la unidad inme­diata de ambas, pero de tal modo que no son para ella lo mismo, sino que son contrapuestas, tenemos que la una, la conciencia simple o inmutable, es para ella como la esencia, mientras que la otra, la que cambia de un modo múltiple, es como lo no esencial.

3. Obras y papeles..., t. IX , p. 142.4. Ib id ., p. 143.

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Ambas son para ella esencias ajenas la una a la otra; y ella misma, por cuanto que es la conciencia de esta contradicción, se pone del lado de la consciencia cambiante y es para sí lo no esencial; pero, como conciencia de la inmutabilidad o de la esen­cia simple, tiene necesariamente que proceder, al mismo tiempo, a liberarse de lo inesencial, es decir, a liberarse de sí misma. En efecto, si bien para sí es solamente lo cambiante y lo inmutable es para ella algo ajeno, es ella misma simple y, por lo tanto, con­ciencia inmutable, consciente por lo tanto de ello como de su esencia, pero de tal modo que ella misma no es para sí, a su vez, la esencia. Por consiguiente, la posición que atribuye a las dos no puede ser la de una indiferencia mutua, es decir, la de la in­diferencia de ella misma hacia lo inmutable, sino que es de un modo inmediato y ella misma ambas, y para ella la relación entre ambas es como una relación entre la esencia y la no esencia, de tal modo que esta última es superada; pero, por cuanto que am­bas son para ella igualmente esenciales y contradictorias, tenemos que la autoconciencia no es sino el movimiento contradictorio en el que el contrario no llega a la quietud en su contrario, sino que simplemente se engendra de nuevo en él como contrario.»5 6

Vemos que la fenomenología de la conciencia desdichada tiene en Hegel —como luego en Kierkegaard— tres estadios. Los tres estadios kierkegaardianos, por estar enraizados en un sistema filo­sófico diverso, no son de ninguna manera idénticos a los hege- lianos. No obstante, no se pueden negar ciertos rasgos análogos a este respecto. Hegel resume así el comportamiento de los tres estadios: «En la primera actitud era solamente el concepto de la conciencia real o el ánimo interior, todavía no real en la acción y el goce; la segunda es esta realización, como acción y goce ex­ternos; pero, al retomar de ella, la conciencia se ha experimenta­do como una conciencia real y actuante... En la lucha del ánimo la conciencia singular es solamente como momento musical, abs­tracto; en el trabajo y el goce, como la realización de este ser ca­rente de esencia, puede olvidarse de un modo inmediato y la pecu­liaridad consciente que reside en esta realidad es echada a tie­rra por el reconocimiento agradecido. Pero este echar por tierra es, en verdad, un retomo de la conciencia a sí misma y, concre­tamente, a sí misma como a la verdadera realidad. Esta tercera actitud, en la que esta verdadera realidad es uno de los extremos, es la relación de esa realidad con la esencia universal como la nada...»4

Es indudable que en el estadio estético kierkegaardiano no es el ánimo la categoría central; pero la abstracción de la concien­cia individual y, junto con ella, su musicalidad desempeñan tam-

5. Heoel, G. W. F., Fenomenología del espíritu, la . ed., 4a. reimpr., México, l'CE, 1981. Trad. de W. Roces, pp. 128-129.

6. Ibid., p. 135-136.

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bién un papel central en la nueva concepción. En ella el trabajo aparece también en el segundo estadio; su «individualidad desdi­chada» intenta aquí verse a sí misma como conciencia real y activa. Y en el tercer estadio la realidad individual —el sujeto—, también como nulidad, se pone a sí mismo en referencia al ser ge­neral. Los estadios kierkegaardianos portan, pues, en más de un aspecto las huellas de los estadios hegelianos de la «conciencia desdichada».

En Fenomenología del espíritu de Hegel, la fenomenología de la «conciencia desdichada» es sólo un momento del desarrollo de la conciencia, un momento históricamente superado. En los si­guientes momentos la conciencia puede poner fin a su propia dua­lidad y es capaz de realizarse a sí misma en la realidad, es decir, es capaz de reconocer que es idéntica a la realidad misma. En La alternativa, Kierkegaard declara la guerra a esta concepción. En la interpretación de Kierkegaard la «conciencia desdichada» no es más un comportamiento históricamente superado. La «con­ciencia desdichada» es producto del presente burgués; los «indi­viduos desdichados» son los mejores del mundo burgués. Kierke­gaard rebate las concepciones de Fenomenología del espíritu en la medida en que formula la fenomenología de la «conciencia des­dichada» como posibilidad individual de relación humano-subjeti­va de nivel superior e inherente al presente. Ésta es la tarea que soluciona, con belleza y coherencia perentorias, en La alternativa.

* *

Lo «interior» no es sino lo «exterior» (la esencia tiene que ma­nifestarse), dice Hegel. Entre lo interior y lo exterior, entre la esencia y el fenómeno el abismo es infranqueable, la esencia que­da constreñida a lo «incógnito», dice Kierkegaard. La alternativa está construida sobre numerosas incógnitas. En primer lugar, Kierkegaard escribe bajo el seudónimo de Víctor Eremita. En se­gundo lugar, la obra está encerrada en determinados marcos: Víc­tor Eremita no es propiamente el autor, sino sólo el editor que da a luz unos manuscritos encontrados «casualmente» en un viejo es­critorio. Los originales están escritos en dos tipos de letra y en dos tipos de papel que contienen los escritos de A y los escritos de B. He aquí la segunda incógnita. Al mismo tiempo, el editor deja sospechar que A y B quizá, sin embargo, son la misma per­sona (tercera incógnita). Finalmente, tanto los documentos de A como los de B contienen escritos (muy significativos) que pro­bablemente no escribieron ellos, sino un amigo de ambos (cuarta incógnita). Todas estas cosas no son «trucos» sino que expresan por si mismo algunos rasgos esenciales de la filosofía.

El individuo desdichado pasa por tres estadios en La alterna­tiva. Los tres estadios (que, a su vez, se subdividen) no son sino los tres comportamientos posibles del individuo desdichado en el

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mundo burgués: el estético, el ético y el religioso. De un estadio se puede pasar al otro, pero ningún individuo atraviesa ningún límite «necesariamente». En La alternativa, Kierkegaard analiza sólo dos estadios detalladamente: el ético y el estético. El tercer estadio —el religioso— aparece sólo en el último escrito como «perspectiva», concretamente en la carta del pastor de Jutlandia. El análisis del tercer estadio lo hace Kierkegaard dos años des­pués en la obra titulada Temor y temblor.

Para Kierkegaard el estadio religioso es, sin duda, el supremo; en cuanto autobiografía estilizada, esta obra es también espejo de la evolución del filósofo. Claro que no se trata únicamente de una autobiografía: Kierkegaard no vivió un solo estadio tal y como lo describe en su libro. Más exactamente: no los vivió en absoluto, sino que los pensó. El análisis del estadio estético y del ético es cada uno de ellos un intento de conceptualización de las conse­cuencias a las que lleva el vivir a fondo esos dos estadios posi­bles de la conciencia desdichada.

El libro tiene aparentemente una estructura muy débil; casi parece ser un agregado de ensayos separados. Sin embargo, si se estudia más de cerca se ve claro que está estructurado de manera muy refinada y cuidadosa. En realidad, el único tema estricta­mente analizado en cada uno de los ensayos es el amor. La rela­ción humana más inmediata es presentada por Kierkegaard como expresión y reflejo de todo tipo de relaciones humanas. Las posi­bilidades del amor simbolizan en general las posibilidades de las relaciones humanas. El amor del estadio estético es el erotismo (inmediato y reflexivo). El amor del segundo estadio es el primer amor «elevado» a matrimonio, el amor que se realiza en la vida burguesa. El amor del tercer estadio es nuestro amor a dios.

Si el amor —como leit motiv— en primera instancia simboliza en general las relaciones humanas, en segunda instancia hace re­ferencia a lo que constituye de manera determinante la «concien­cia desdichada», a saber, su dualidad. Aparece aquí el viejo mito platónico según el cual el género humano, unitario en otro tiem­po, se escindió en dos: la unión del hombre y la mujer es la res­tauración de la unidad del género. También para la conciencia dividida de Kierkegaard la unión con el otro representaría la conciencia unitaria que se encuentra con la esencia de sí misma y con la esencia de la genericidad. Pero este intento es inútil por­que la escisión de la conciencia en dos es ya insuperable.

El amor del primer estadio (el erotismo) todavía no significa relación humana; el erotismo tiene su objeto (en el más estricto sentido del término); para el Yo el Otro es mero objeto y conjun­tamente la Nada. El amor del tercer estadio ya no significa rela­ción humana; el objeto de nuestro amor es dios; el otro hombre —en cuanto mediador— está excluido de esta relación. (Luego Kierkegaard mantiene una aguda polémica contra la «congrega­ción», es decir, contra la comunidad religiosa que en Hegel es la

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realidad de la religión; en la concepción de Kierkegaard la co­munidad religiosa es también una institución burguesa y, en cuanto tal, es sólo un obstáculo en el establecimiento de la rela­ción con dios). Pero tampoco podemos unimos con el Otro tras­cendente; la mística —que proclama la posibilidad de unión con dios— es caracterizada por Kierkegaard como el intento, supe­rado y condenado al fracaso, de la conciencia religiosa. Con dios en cuanto Otro no sólo no podemos unimos sino que ni siquiera somos capaces de entenderlo: nuestra relación con él se define por la paradoja. Precisamente de la incapacidad para la unión y para la comprensión nace la paradoja de la fe. Así el Otro nuevamente se manifiesta sólo como la Nada, siendo esta Nada el soporte de nuestra esencia.

La única relación humana auténtica es la que se da en el estadio ético. Éste es el estadio en el que la conciencia hace realmente el intento de poner fin a su propia dualidad y, al mismo tiempo, de ganar su esencialidad, la esencia genérica. El fracaso de este in­tento lleva luego a la resignación.

El amor del primer y del tercer estadio (e igualmente su posi­bilidad) está abierto sólo para los elegidos: no todos pueden ser genios o apóstoles. El estadio ético, por el contrario, está —en principio— abierto para todos. La trascensión de la desdicha de la conciencia ni siquiera como intento puede ocurrir privadamen­te. La conditio sine qua non de la conquista de la esencia huma­na es que cada hombre, incluso el más modesto, la logre.

De aquí se suele inferir que un hombre tan aristocrático como Kierkegaard (quien, a fin de cuentas, elige la posibilidad aristo­crática) tiene que estimar a priori la alternativa del estadio ético como de nivel inferior, como indigna del hombre superior. Pero la alternativa del estadio ético fue para Kierkegaard el intento —dramáticamente serio— de someter a concepto la creación de la unidad de individuo y género y la conquista de la historicidad del género humano. Y precisamente por eso no es casual que la crítica a Hegel elaborada en este estadio tenga no pocos puntos de contacto con la crítica a Hegel del joven Marx. Aquí se hace evidente en qué medida niegan lo mismo de las soluciones de Hegel tanto Kierkegaard como su más joven coetáneo, Marx. E igualmente se hace palpable por qué y cómo surgen de dos ne­gaciones semejantes dos afirmaciones contrarias: dos perspectivas y dos praxis contrarias, que intentaremos analizar a continuación.

Ya nos hemos referido a cómo una obra compuesta de ensayos aparentemente independientes entre sí está, sin embargo, estruc­turada con premeditado refinamiento. Los documentos de B se oponen polémicamente a los de A como si fuesen su respuesta. Al mismo tiempo, Kierkegaard no deja duda de que es la misma con­ciencia la que por segunda vez recorre el camino, es el mismo su­jeto el que vive y medita a fondo las dos alternativas del «o lo uno o lo otro».

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Las dos partes están compuestas « como por oleadas». (Natu­ralmente de diversa manera debido a la diferencia del mensaje de las dos alternativas.) Los documentos de A «hacen su presen­tación» en la colección de aforismos titulada Diapsálmata. En es­tos aforismos la «conciencia desdichada» se manifiesta subjetiva­mente. Sigue después el primer intento de conceptualización: el análisis, en el ensayo sobre Don Juan, del primer subestadio del estadio estético, el estadio erótico inmediato, del comportamiento que lo caracteriza y de las consecuencias de este comportamiento. Es decir, aquí en la vida misma se realiza el principio formulado. Después se plantea el problema de la posibilidad de la obra de arte propiamente tal, la objetivación estética (Repercusión de la tragedia antigua en la moderna y Siluetas). El problema de la objetivación conduce del primer subestadio (el erótico inmediato) del estadio estético al segundo subestadio (el erótico reflexivo). Aquí vuelve de nuevo a cobrar vida la «ola». Y E l más desgracia­do expresa nuevamente desde el punto de vista del sujeto las experiencias de este segundo subestadio. Finalmente, cierran el círculo los dos análisis paralelos de Don Juan, La rotación de cultivos y Diario de un seductor. Estos últimos, sin embargo, no son sino intentos de conceptualización del subestadio erótico re­flexivo. Lo que aquí Kierkegaard «intenta» es analizar cómo se realiza la «consciencia desdichada» erótico-reflexiva en la vida mis­ma y cuáles son las consecuencias de esta realización. Esta realiza­ción conduce —o puede conducir— a la desesperación.

Los documentos de B «llegan» con el análisis de Estética del matrimonio. Ésta es, otra vez, una manifestación subjetiva. Está seguida por la generalización del principio en la vida misma-. Es­tética y ética en la formación de la personalidad. Pero en este estadio el vivir y la objetivación son entre sí idénticos; la objeti­vación del hombre (todos los hombres) de la vida ética es la vida cotidiana misma. Y aquí «termina» el movimiento de las olas: el «ultimátum», a saber, La sublimación de la idea de que ante dios nunca tenemos razón, «vuelve a caer» de lo objetivo en lo subje­tivo (que aquí, como subjetivo, es idéntico a la vida). El «final» del estadio ético marca el fracaso del estadio ético, pues sabemos que se trata de un «cierre» que es al mismo tiempo transición, transición al comportamiento religioso. La «conciencia desdicha­da» ha recorrido hasta el fin su propio camino.

* *

Examinemos ahora el primer estadio de la fenomenología de la «conciencia desdichada», el estadio estético, y por tanto los ma­nuscritos de A.

La primera unidad de los manuscritos es —como sabemos— la colección de aforismos titulada Diapsálmata. Así como la obra entera está construida sobre la alternativa, de la misma manera

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cada estadio tiene su propia alternativa. ¿Cómo Suena esta alterna­tiva desde la posición del estadio estético? «Si te casas, te arre­pentirás; si no te casas, también te arrepentirás. Te cases o no te cases, lo mismo te arrepentirás. Tanto si te casas como si no te casas, te arrepentirás igualmente. Si te ríes de las locuras del mundo, lo sentirás; si las lloras, también lo sentirás. Las rías o las llores, lo mismo lo sentirás... Éste es, señores, el resumen de toda la sabiduría de la vida.»7

La alternativa —en este estadio— no expresa alternativas rea­les. Más bien proclama la no existencia de alternativas. Más ade­lante veremos cómo, según la concepción de Kierkegaard (y éste es uno de sus más profundos pensamientos), toda alternativa real, es decir toda elección que en sus consecuencias conduce a diversos resultados objetivos y subjetivos, es ética y al mismo tiempo histórica. En el estadio «previo» a la historia y a la ética, por lo tanto, la elección no significa elección entre alternativas. Sea lo que fuere lo que elijamos, el resultado es el mismo. Hay que añadir que el resultado es el mismo desde el punto de vista del sujeto (el Otro —la objetividad— no existe, es la Nada misma). Que el resultado sea «el mismo» quiere decir que en el estadio estético tenemos también que vérnoslas con la fenomenología de la conciencia religiosa, porque sea lo que fuere lo que elijamos, nos arrepentiremos. Claro que no en el sentido religioso tradicional, no en el sentido de la virtud, sino en el sen­tido del sentimiento vital, del estado de ánimo.

Pero si no existe alternativa, todas las acciones son de igual valor y no disponemos de ningún criterio para juzgar. El carecer de criterio es la consecuencia objetiva, puesto que se le supone no existente desde la posición del sujeto estético, pero el carecer de criterio es también consecuencia subjetiva puesto que es el mismo en todos los actos (elecciones). No hay medida con la que se pueda medir un acto.

La vida desde las alternativas —y el dolor y la melancolía que la acompañan— brota de un mundo en el que el individuo desdi­chado toma conciencia de su propia carencia de hogar. De esto Kierkegaard no deja duda alguna. La secuencia de las reflexiones se sigue de tal manera que las que aluden al estado del mundo objetivo se turnan con las que expresan el estado de ánimo de la subjetividad. Es como si oyéramos las palabras de Attila József: «Aquí dentro el sufrimiento; allí afuera la explicación.» Kierke­gaard no describe este estado del mundo objetivo como perverso (con lo Perverso se puede luchar), sino como monótono, conforme y mezquino. «V i que en la vida se le daba la máxima importancia al hecho de conseguir un empleo y que la meta era llegar a ser consejero de los tribunales de justicia; que el mayor placer del amor era casarse con una muchacha adinerada; que la felicidad- de

7. Obras y papeles..., t. V I I I , p. 94.

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la amistad consistía en que los amigos se ayudaran mutuamente en los apuros económicos; que la sabiduría era lo que la mayoría consideraba como tal; que pronunciar un discurso sólo era cosa de entusiasmo; que se necesitaba coraje para arriesgarse a que le multasen a uno con cincuenta pesetas; que era cordialidad decir buen provecho después de una comida; y que era temor de Dios comulgar una vez al año. Todo esto es lo que vi y, naturalmente, me reía.»* No es aquí la condition humaine lo que se expresa sino la muy concreta situación del presente burgués. La «concien­cia desdichada» siente nostalgia por las grandes épocas desapa­recidas, por esas épocas en las que eran auténticos los hombres, las acciones y hasta los delitos. «Por eso mi alma se vuelve siem­pre al Viejo Testamento y a Shakespeare. Aquí se siente en todo caso la impresión de que son hombres los que hablan; aquí se odia y se ama de veras, se mata al enemigo y se maldice la des­cendencia por todas las generaciones; aquí se peca.»’

La «conciencia desdichada» (en el estadio estético) crea, pues, su pequeño mundo subjetivo y responsable y lo enfrenta a ese «estado del mundo» en el que reina la mezquindad. Pero este re­greso al sujeto no constituye su felicidad sino su desdicha. Se sabe alienado y se siente mal en esta alienación. (En este sujeto no hay aún ninguna huella de la autocomplacencia heideggeriana.) La vida enfrentada a la objetividad no se concibe como la «autén­tica» vida sino, por el contrario, como vacía, no auténtica. «El re­sultado de mi vida es cero, un ciento acorde, un color único.»8 9 10 «Lo mismo me ocurre a mí. siempre enfrentado al vacío y lo que me empuja hacia adelante es una consecuencia situada a mis espaldas. Esta vida está al revés y es espantosa, insoporta­ble.» 11

El reino del estadio erótico de la «conciencia desdichada» es ese pequeño mundo de aburrimiento y de duda en el que «M i pena es mi castillo feudal».12 Un castillo en el que «el tiempo no pasa», «se detiene». La «conciencia desdichada» no puede, pues, realizar­se en sí misma sino que permanece en sí misma. Pero en este mismo individuo estético resuenan sin cesar los motivos de la nostalgia: o bien de la personalidad, de la vida polifacética, com­pleta y auténtica, o bien de la existencia en el mundo porque tal vez sólo ella pueda ser (si puede ser en absoluto) la única existen­cia auténtica. «¡Qué estéril está mi alma y mi pensamiento!... Lo que necesito es una voz penetrante... tan amplia que vaya del bajo más profundo hasta los tonos más agudos, y tan modulada que de ser un dulce susurro de música sacra se convierta en la energía explosiva de la furia. Esto es lo que yo necesito para no

8. Ibid., p. 81.9. Ib id , p. 75.

10. Ib id ., p. 76.11. Ib id ., p. 69.12. Ib id ., p . 100.

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asfixiarme, para lograr expresar lo que llevo dentro de mi pecho y así dar rienda suelta a las visceras de la cólera y a las de la sim­patía.» u

En Diapsálmata —como hemos visto— la «conciencia desdicha­da» se manifiesta subjetivamente. Le sigue el primer intento de conceptualización: el análisis, en el ensayo sobre Don Juan, del primer subestadio del estadio estético (el estadio erótico inme­diato), del comportamiento que lo caracteriza y de sus conse­cuencias. El análisis mismo —su centro de gravedad— está deter­minado por el lugar que ocupa en la estructura del libro. Ya en Diapsálmata Kierkegaard se refiere al tema de Don Juan, y des­pués vuelve también sobre él. En todas estas anotaciones alude a aspectos de la obra que en el análisis no desempeñan papel algu­no o desempeñan sólo un papel secundario. Así, por ejemplo, en uno de los aforismos de Diapsálmata el tema de Don Juan sim­boliza la superioridad de la poesía popular en la cual la «incon­tinencia» (las 1003 amantes españolas de Don Juan, en este caso) no se convierte en cómica puesto que la tradición la justifica. En Siluetas describe la figura de Elvira como el «destino épico» de Don Juan, asignando a esta figura en la ópera un lugar central del que no habla en el análisis propiamente tal. Kierkegaard mismo subraya también esta diferencia. Antes, dice, a la heroína sólo le interesó su relación con Don Juan, pero ahora ella misma se con­vierte en objeto de su interés.

Y en verdad el análisis de la ópera «Don Juan» es hecho en función de la interpretación del comportamiento donjuanesco, de la forma de vida donjuanesca. Todo lo demás —incluso las consi­deraciones sobre la problemática musical— queda subordinado a esta función. Don Juan es el representante de la genialidad sen­sual-, él realiza el primer subestadio del primer estadio de la «conciencia desdichada». El estadio estético es, como sabemos, an­terior a la ética y, por lo mismo, exterior a la historia. La inter­pretación de la música tiene que reforzar también esta concep­ción. La música, según Kierkegaard, expresa su idea abstracta a través de un medio abstracto; y la idea abstracta que es expresa­da a través de un medio abstracto es extrahistórica y, por lo mismo, irrepetible. ¿Cuál es, sin embargo, la idea más abstracta? No otra cosa que la genialidad sensual. La genialidad sensual es, pues, la idea de la música, idea que sólo en la música es expresa- ble adecuadamente. Para expresar de manera inmediata el demo­nismo sensual sólo la música es idónea. La música es, pues, equi­valente al demonismo sensual, es su única expresión «auténtica».”

13. Ibid., p. 68.14. No tenemos aquí espacio para discutir detalladamente, haciendo un análisis

completo de La alternativa, la teoría de la música y la concepción de Don Juan en Kierkegaard. Pueden verse a este respecto mis trabajos: Kierkegaard és a modern lene [Kierkegaard y ¡a música moderna] (Erték és torténelem, 1968) y Vtósió Kierkegaard Don Juan-tamdmányához [Epílogo al ensayo de Kierkegaard sobre Don Juan].

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Precisamente por esto la figura de Don Juan no puede ser tra­zada de manera cabal sino por la música, por la ópera de Mozart.

El demonismo sensual y su encarnación, Don Juan, fueron, se­gún Kierkegaard —como veremos más adelante—, creados por el cristianismo. En la antigüedad lo erótico jugó también un papel importante. Pero entonces lo «sensual» estaba en armonía con lo «espiritual», era el natural compañero de camino de la vida y no devino en principio, no se separó de la vida «normal». El cristia­nismo tuvo que hacer de la sensualidad un pecado, tuvo que opo­nerla al principio que él había elegido (el espíritu), para que la sensualidad se convirtiese en antisocial. El demonio de la sen­sualidad, con el atractivo del pecado de la sensualidad, aparta a todos (con los que entra en relación) de la socialidad, de la vida «normal». El demonio solitario, con el placer, con el mero momen­to del placer, impulsa a las mujeres a una soledad nunca más superable, la extramundanidad.

Para Kierkegaard pierde significación todo aquello que en la estructura de la ópera «queda fuera» de esta concepción. Las figu­ras de Octavio y Ana las considera tan insignificantes como es posible sin falsear totalmente la ópera. Los representantes del mundo moral simplemente «no tienen lugar» en el análisis. Mien­tras que la figura misma de Don Juan —en una interpretación «modernizada» de manera tan personal— es analizada de modo imperecedero y genial.

Porque no olvidemos que este Don Juan (y no el Don Juan mozartiano) es el representante de la «conciencia desdichada». ¿En qué medida lo es?

Recordemos que el demonismo sensual fue creación del cris­tianismo. También el principio de la figura de Don Juan es, pues, un principio muy cristiano; si la negación es cristiana, también lo es entonces el comportamiento. He aquí la paradoja de Kierke­gaard: el comportamiento propio del demonio sensual personi­fica la primera etapa de la fenomenología de la conciencia reli­giosa.

Al mismo tiempo se trata de un comportamiento que —según las leyes del principio elegido— representa lo pregenérico, lo pre­social, lo premoral. Don Juan —en palabras de Kierkegaard— «ilota» entre la naturaleza y la individualidad. No es aún indivi­dualidad puesto que excluye de «la naturaleza» el alma y el espí­ritu. (En Kierkegaard, como veremos, la personalidad no puede constituirla sino el contacto —mutuo— social.) Pero, al mismo tiempo, dado que la naturaleza se concentra únicamente en la persona que quiere realizarse a sí misma, es individualidad. Por otra parte, la autorrealización de este ser que flota entre la na­turaleza y la individualidad no puede ocurrir sino de una manera: en la infinitud extensiva. Por tanto, la «conciencia desdichada» (en su primera fase) ambiciona la infinitud extensiva.

Para la infinitud extensiva el Otro (el otro hombre) no existe.

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El Otro es para ella mero objeto, pero no es aún objeto de seduc­ción como lo será después para el comportamiento erótico reflexi­vo. Cada objeto es mero instante que se pierde en cuanto se atra­pa. El objeto se vuelve inútil. La infinitud extensiva vive lo que Hegel llamó la «mala infinitud». Para Don Juan la esencia está fuera de él, pero esta esencia es inalcanzable, inasible en esta mala infinitud.

Esta ambición de infinitud no constituye, sin embargo, ri­queza en la personalidad de Don Juan sino pobreza. «Sólo el amor sensual es por definición esencialmente pérfido. Esta su peculiar perfidia se manifiesta también de otra manera, en cuanto nunca pasa de ser una simple repetición... El propio Júpiter se sentiría en este caso inseguro de su victoria y no podría cambiar nada las cosas, ni tampoco lo desearía. Con Don Juan es diferente, siem­pre se mete por la vía más corta y nunca lo podemos imaginar sino en cuanto totalmente victorioso. Alguno creería que ésta era su ventaja, pero en realidad es su pobreza.»15

Porque en Don Juan el goce de la vida no es felicidad, no es dicha. Dice Kierkegaard en el análisis de la obertura de la ópera: «En este resplandor hay angustia..., hasta poder afirmar que las profundas tinieblas lo dan a luz en medio de la angustia. No otra es la vida de Don Juan. La angustia le habita, mas esta angustia es su energía. La angustia que hay en él no es una angustia sub­jetivamente reflexiva, sino substancial... La vida de Don Juan no es desesperación, sino que es la fuerza íntegra de la sensualidad, nacida en medio de la angustia. El propio Don Juan es esta angus­tia, y esta angustia es cabalmente la demoníaca jovialidad vital.» 16 17

La naturaleza (y la nostalgia, que es semejante a ella) y, con ella, la vida misma (en su condición de no reflexiva) está deter­minada como angustia substancial.‘7 Por eso, según Kierkegaard, ningún viviente puede vencer a Don Juan. Todos los vivientes —por ser vivientes, por ser naturaleza— son un «momento» de la angus­tia sustancial; lo viviente, lo que es natural, no puede aniquilar a la vida, a la naturaleza misma. Sólo el contorno tiene poder so­bre Don Juan, porque él está fuera de la angustia substancial pues­to que está fuera de la vida y de la naturaleza, puesto que murió y por eso es puro espíritu.

El análisis de Kierkegaard, pues, se vuelve aquí equívoco des­de el punto de vista filosófico. La fenomenología de la «conciencia desdichada» —como hemos visto y veremos aún— está determina­da de manera históricamente concreta, está concebida como «res­puesta» subjetiva al presente burgués. Pero, al mismo tiempo, esta misma «conciencia desdichada» es entendida como fenómeno on- tológico-existencial. En el Kierkegaard posterior (desde Temor y

15. Obras y papeles..., t. V II I, p. 182. .16. Ib id ., p. 241.17. Los diversos estadios de la angustia son estudiados por Kierkegaard más

tarde en el trabajo E l concepto de la angustia.

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temblor) se va difuminando la primera concepción mientras que la segunda va desempeñando el papel dominante.

Aunque en el estudio sobre Don Juan Kierkegaard describe por primera vez el comportamiento erótico inmediato, la vida, ya en él plantea marginalmente el problema de las posibilidades de la ob­jetivación artística. No es casual que la exposición comience con el análisis del «clasicismo» en el arte, describiéndolo con el con­cepto de «armonía». Esta armonía es fruto del encuentro fortuito entre la materia, producida por la época, y la personalidad artís­tica. Pero aquí reina ya la resignación con respecto al presente y al futuro del arte. Fue Mozart quien mejor captó y expresó la idea de la música; después de él —esto no está explícito pero sí implícito en la frase— no se puede ya expresar la idea de la músi­ca: la época de la música propiamente tal (es decir, de la música clásica, armónica, adecuada a su idea) ha pasado.

En Repercusión de la tragedia antigua en la moderna y en Si­luetas este pensamiento ocupa ya el lugar central. Cabe entonces preguntarse si es acaso posible el arte en la época actual. Lo que equivale a preguntarse si es posible hacer arte sobre la posición de la individualidad desdichada, es decir, si la individualidad desdichada puede llegar a ser objeto de arte. Las dos preguntas son idénticas porque —como hemos dicho ya— es, según Kierke­gaard, inimaginable otra respuesta subjetiva de calidad al estado del mundo burgués que no sea la respuesta de los tipos de com­portamiento del individuo desdichado.

Fiel a su concepción, Kierkegaard deja entrever la posibilidad del arte, o más bien su imposibilidad, al tratar el tema de los con­flictos amorosos. Considera como conflictos amorosos a obras que en principio no fueron tales (como Antígona), mientras que a otras las reduce a los conflictos amorosos inherentes a ellas (Faus­to. Clavijo). Esta reducción consciente obedece de nuevo a exigen­cias de «pura fórmula»; esta simple fórmula expresa la dualidad ile la conciencia y ella representa para Kierkegaard las situaciones liumanas que tienen su origen en el estado del mundo.

Repercusión de la tragedia antigua en la moderna parte nue­vamente «del mundo». El punto de partida es aquí la descripción de la diferencia entre el estado del mundo antiguo y el del moder­no. En nuestra época «la existencia está de tal manera socavada por la duda de los individuos que el aislamiento representa hoy una tendencia en creciente desarrollo».1' Y líneas más abajo aña­de: «Todas estas asociaciones están marcadas con el signo de la arbitrariedad y la inmensa mayoría de las veces fueron creadas ion uno u otro fin incidental.»” «¿O es que, desde el punto de vis­ta político, no se ha roto ya el lazo que invisible y espiritualmen- ir mantenía unidas a las naciones?... Y, sin embargo, mientras 18 *

18. Obras y papeles..., t. IX , p. 16.W. Ibid., p. 16-17.

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todos estarían muy contentos con ejercer el mando, no hay nin­guno que desee asumir la responsabilidad,»® Este aislamiento es de carácter cómico. «Toda personalidad aislada se hace cómica siempre que pretende hacer valer su contingencia frente a la ne­cesidad de la evolución,»20 21 22 En nuestra época, dice Kierkegaard, la culpa trágica no existe más. «Nuestra época se ha quedado sin todas esas categorías sustantivas de familia, Estado y estirpe. Por eso no tiene más remedio que abandonar al individuo enteramen­te a su suerte, de tal manera que éste estrictamente se convierte en su propio creador. De ahí que su falta sea pecado y su dolor el del arrepentimiento. Claro que de este modo ya no hay trage­dia.» “ El héroe trágico, incluso en su caída, incluso en su destruc­ción, es «individualidad dichosa», mientras que el hombre mo­derno es desdichado.

La opción axiológica que se expresa en el contraste no es de ninguna manera inequívoca. Kierkegaard lamenta, por cierto, la dispersión de la comunidad, la destrucción de lo trágico, pero no valora más al individuo —crecido en comunidad— del mundo an­tiguo (cuya individualidad era sólo relativa) que al individuo de la época moderna. Y no es gratuito aducir a este respecto la ca­racterización hecha por Marx (Grundrisse) del tipo antiguo y del tipo moderno de individuo. Porque también Marx considera limi­tada a la individualidad antigua y precisamente por la misma ra­zón que Kierkegaard: porque existe y actúa como representante de las «comunidades naturales». Y también Marx considera que el individuo moderno —que está ligado incidentalmente a su cla­se— está potencialmente en un nivel más alto puesto que tiene la posibilidad de elegir su propio destino. (Recordemos que tam­bién Kierkegaard subraya varias veces el carácter casual del individuo moderno.) La diferencia de interpretación entre Kierke­gaard y Marx no tiene su origen en su diversa manera de juzgar la posibilidad de realización de la individualidad de nuevo tipo en el presente estado del mundo (el mundo capitalista). Su oposición está —como venimos diciendo una y otra vez— en que tienen una perspectiva opuesta. Si el capitalismo es el fin de la «prehistoria» de la humanidad y a ésta le sucede la verdadera historia, la indi­vidualidad moderna tiene un valor positivo desde dos puntos de vista. En primer lugar, son los individuos modernos los que pueden poner fin a la prehistoria y poner en marcha la verdadera historia; en segundo lugar, los valores de esta individualidad se conservan en un nivel más elevado (el nivel de una nueva co­munidad elegida libremente). Por el contrario, si el capitalismo es el jin de toda historia —y ésta es la concepción de Kierkegaard en La alternativa—, la individualidad moderna —además de tener

20. lb id ., p. 17.21. lb id ., p. 18.22. lb id ., p. 28-29.

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la posibilidad de elegir su propio destino— tiene entonces que ser una individualidad desdichada, quedando la elección del des­tino como un componente meramente subjetivo. Esto, por otra parte, conlleva la posibilidad de poner entre paréntesis la deter­minación histórica: un tipo de reacción a la época —como hemos visto ya en Don Juan— es entonces inevitablemente mitificado y elevado a la categoría de fenómeno ontológico-existencial.

Pero en el último caso el fin del arte de nuevo tipo significa al mismo tiempo el fin inequívoco de todo arte clásico (es decir, ar­mónico). Los ideales de artista son, para Kierkegaard, Homero, Sófocles, Shakespeare, Goethe, Mozart. Y no se puede negar que su gusto coincide con el de Marx, ni tampoco que esta coinci­dencia alude a una identidad más profunda. El capitalismo es juzgado también por Marx como una época antiartística; también Marx tenía la convicción de que existía una profunda correlación entre el arte clásico (normal) y la comunidad humana orgánica. Pero puesto que en su perspectiva estaba una sociedad comuni­taria de nuevo tipo —compuesta de individuos libres—, consideró que la conversión del arte en problemático era sólo un momento —transitorio— del proceso histórico.

Kierkegaard atribuye dos estados de ánimo diversos al indivi­duo trágico antiguo y al moderno (el moderno —como hemos vis­to— no es ya trágico en el sentido clásico del término). El pri­mero se caracteriza por el dolor y el segundo por la pasión. (Lue­go, al analizar este mismo fenómeno, habla de dolor no reflexivo y reflexivo respectivamente.) El dolor es el estado de ánimo trági­co de la actividad, y es propio del individuo que asume la res­ponsabilidad por la comunidad y ante ella. (Es interesante adver­tir que la figura de Cristo, aunque —según Kierkegaard— está fuera de lo estético, se caracteriza también por la unidad de dolor absoluto y actividad. Cristo es hijo del mundo antiguo.) La pasión es el estado de ánimo del individuo aislado, de un individuo en quien se ha roto la relación orgánica entre acto y consecuencia. La pasión se hace presente siempre que el individuo puede pregun­tar por sí mismo: ¿por qué me ha ocurrido precisamente a mí lo que ha ocurrido?, ¿no podría acaso haber sucedido de otra ma­nera lo que ha sucedido? Y aquí aparece nuevamente —pero aho­ra ya de forma reflexiva— el concepto de angustia. La angustia no es sino la autorreflexión de la pasión, el encerramiento del indivi­duo en su propia pasión. Esta pasión es secreta, no es comuni­cable ni superable; es la incógnita misma. Por lo tanto, el hom­bre moderno, la moderna individualidad, vive en la incógnita. La posibilidad de «elegir nuestro propio destino» se realiza en el es­tado de ánimo que consiste en «padecer solitariamente dejando nuestro destino librado a lo fortuito».

Pero, ¿qué tipo de arte puede surgir de semejante estado del mundo? Dos tipos, según Kierkegaard. Por una parte, el arte de lo cómico en la medida en que este tipo de arte representa a los

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individuos determinados por lo fortuito de tal manera que ellos se presentan con la exigencia de realizar la necesidad. Por otra parte, el arte de lo incógnito, el cual es capaz de representar el nuevo hecho de vida, la moderna individualidad, el dolor reflexivo (la pasión).

En el siguiente ensayo del «estadio estético», Siluetas, Kierke- gaard se propone determinar las posibilidades del último tipo de arte. Ya el título mismo revela que el arte moderno que represen­ta al hombre moderno no puede ser tridimensional y no puede di­bujar el rostro de los individuos. Kierkegaard muestra ser un genial adivino porque en las exposiciones que siguen bosqueja en realidad, adelantándose en cien años, la problemática del moderno arte del siglo xx.

El arte moderno tiene que representar el acontecer que no se realiza de hecho, el acontecer interior que queda encerrado en lo incógnito. Pero ¿cómo? Puesto que la condición de posibilidad de la representación artística tiene que ser que lo interior aparezca en lo exterior y esto no puede ocurrir sino a través de signos, sim­bólicamente. «...lo exterior también tiene su importancia para no­sotros, pero no como expresión cabal de lo interior, sino como un aviso telegráfico que nos anuncia algo que está oculto en las profundidades.»23 Analizando los caminos de semejante represen­tación —alegórica—, Kierkegaard interpreta de nuevo —y rein­terpreta— las historias de amor del arte clásico. Tanto la tragedia de María Beaumarchais como la de Elvira y la de Margarita se convierten todas ellas en la catástrofe de otros tantos hombres modernos, de hombres que viven en lo incógnito. Estas figuras están «despojadas» de toda determinación histórica. Se mantiene la situación básica: la situación de desamparo. El varón —el Otro, la esencia, el mundo— las ha abandonado, quedando ellas arroja­das a una situación que no eligieron y que no está determinada por su personalidad. Su vida entera es una constante reflexión acerca de por qué ocurre todo y por qué precisamente a ellas. La reflexión se agarra a veces de un punto del pasado y a veces de otro para repetir constantemente el mismo proceso. Su presente es el pasado, su futuro no existe. Su tiempo es la sucesión ad in- finitum. No entienden nada y por eso no pueden comunicar nada. Es indudable que en la elección del tema desempeñó un papel im­portante la relación con Regina Olsen, pero es también indudable que se trata de una Regina Olsen estilizada y elevada a categoría de validez universal. La Regina verdadera lo olvidó, se casó y fue feliz. Mientras que, según Kierkegaard, la Regina imaginada nun­ca fue ni pudo ser después feliz. Porque, en la imaginación de Kierkegaard, Regina se convierte en representante de la «con­ciencia desdichada».

Para hacer ver la modernidad de la concepción del arte en

23. Ibid., p. 69.

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Kierkegaard permítasenos referimos al esquema de una historia que bien pudo haber sido escrita por Franz Kafka. «Supongamos que un hombre entra en posesión de una carta por la cual sepa o crea saber que contiene una noticia que considere como la sal­vación de su vida; pero supongamos también que los signos sean sutiles y estén descoloridos, de tal manera que el manuscrito sea casi ilegible; leería entonces y reelería la carta con angustia y con inquietud y con toda su pasión, y en un momento encontraría en ella un sentido y en otro, otro... pero supongamos que nunca llegase a superar la inseguridad con la que comenzó a leer. Mira­ría la carta cada vez con mayor angustia, pero cuanto más la mi­rase menos vería en ella. Sus ojos se llenarían de lágrimas... Con el tiempo el escrito se volvería más y más descolorido e ininteli­gible; finalmente el papel mismo se volvería polvo y no quedaría otra cosa que sus propios ojos anegados en lágrimas.»

Hemos recordado que la estructura de los «estadios» kierke- gaardianos es como «por olas». A los ensayos sobre las posibili­dades del arte, es decir, sobre las objetivaciones, les siguen de nuevo reflexiones subjetivas; nuevamente, primero se trata del comportamiento y de la forma de vida —reflexivos, de ahora en adelante— de la «conciencia desdichada»; así El más desgracia­do y La rotación de cultivos conducen a Diario de un seductor.

En las consideraciones de El más desgraciado la «conciencia desdichada» se refleja a sí misma: sabe que es conciencia desdi­chada. La forma del ensayo es un discurso que alguien sostiene en la asamblea de las sombras de las «conciencias desdichadas». Cabe entonces preguntar: ¿quién es el más desdichado?

El orador «excluye» de la asamblea de los más desdichados a todos aquellos que temen a la muerte. Temer a la muerte equi­vale siempre a amar la vida. En su segundo subestadio estético la «conciencia desdichada» vive de tal manera que, al mismo tiempo, no vive, puesto que nunca tiene presente, sólo esperanza y recuerdo. El hombre alienado es un muerto-en-vida; la supe­rioridad de la «conciencia desdichada» está en saber que es así. El «título honorífico» de el más desdichado le corresponde a quien asume más conscientemente el aislamiento de todos, al más cons­ciente muerto-en-vida, a quien no le puede pasar nada porque no se relaciona con nada.

Tomar conciencia de ser conciencia desdichada es tanto como tomar conciencia de haber sido elegido. Se hace aquí evidente el aristocratismo del estadio estético vivido a fondo. Subrayemos que Kierkegaard examina aquí minuciosamente este aristocratis- mo con todas sus consecuencias sin identificarse con él. Porque este aristocratismo es, sin embargo, viviente-en-el-mundo. Y en cuanto tal conduce a dos tipos de actitud: la del espectador y de la del manipulador. El «más desdichado» está así excluido de es­tas reales alternativas de comportamiento, porque no-relacionarsc- con-nada es en la vida imposible de facto.

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Kierkegaard analiza el comportamiento del espectador en las consideraciones tituladas La rotación de cultivos. El principio bá­sico del héroe (sujeto) del ensayo es que todo hombre es aburrido. «Todos los hombres, en definitiva, son aburridos. La misma pa­labra delata la posibilidad de una división. En efecto, la palabra aburrido tanto puede significar al hombre que aburre a los de­más como al que se aburre personalmente. En el primer grupo está la plebe, la multitud y, en general, la chusma infinita de la humanidad. Los que se aburren personalmente son gentes escogi­das, son los nobles.»24 Pero ¿cómo se puede combatir este aburri­miento? Es irrisorio decir que con el trabajo. Quienes tienen que trabajar para vivir no consiguen alejar el aburrimiento; en la mayoría de los casos ni siquiera tienen idea de qué es el aburri­miento.

El aburrimiento descansa sobre la nada, nace de la nada que acompaña hasta el final a la vida; su antídoto es, pues, únicamente la diversión, una diversión que no tiene repercusiones. Esta «di­versión» es lo opuesto a todo compromiso; es el alejamiento de la Nada del aburrimiento con la Nada. Nada puede tampoco cau­sar en nosotros admiración, nada puede tener para nosotros im­portancia. Así, todo tipo de relación queda proscrita de la vida del espectador: la amistad, el matrimonio, el amor. Y también la vocación. Tenemos ciertamente relación con el mundo, pero esta relación es la arbitrariedad misma. Elegimos arbitrariamente las situaciones desde las que contemplamos el mundo. De la pieza teatral vemos sólo un acto; del libro leemos sólo el final; nos «embebemos» en el mundo sin ningún tipo de empeño. Tenemos que preocuparnos de lo fortuito porque sólo lo insignificante tiene para nosotros importancia como diversión. Y cuando nos sea ine­vitable entrar en relación con otros hombres, fijémonos precisa­mente en lo insignificante, transformémoslos en nuestra fantasía en diversos animales o concentremos nuestra atención en el ca­mino que siguen las gotas de sudor en su rostro, y la arbitrarie­dad de lo fortuito, precisamente la insignificancia nos divertirá.

El sujeto de La rotación de cultivos es el típico espectador. Su «diversión» es la relación sin relación. Este comportamiento fija la Nada del hombre, pero al Otro le hace daño. El Otro es, por cierto, mero objeto para él, pero su relación con él es contempla­tiva y su arbitrariedad pasiva y no activa. No hay «proyectos» ni con otro ni con uno mismo, no se pretende realizar ningún obje­tivo concreto. Ésta es una de las formas de vida del estadio eró­tico reflexivo (estético). (Dado que el no relacionarse en absoluto es, como hemos visto, imposible.) Pero ¿cuál es el único «resul­tado» de la vida de un genio espectador de este tipo? (Kierkegaard llama también a esto genialidad.) El único resultado es vivir sin aburrimiento. No hay personalidad porque en nuestras acciones

24. Ibiá., p. 241.

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nada se apoya en otra cosa, de un acto no se sigue ningún otro (si así fuera no sería válido el principio de la arbitrariedad). La conciencia desdichada no puede realizarse en Otro, su «interiori­dad» es, pues, la Nada misma.

Pero, ¿qué pasa cuando la «conciencia desdichada» (en su esta­dio estético reflexivo) ambiciona autorrealizarse, cuando no con­templa sino que actúa, cuando no se supedita a lo fortuito sino que quiere realizar un objetivo concreto? Entonces el espectador se vuelve manipulador. La descripción desconcertadamente coherente de esto es Diario de un seductor.

Diario de un seductor es uno de los escritos más significativos de La alternativa. Su contenido es tan polifacético que no pode­mos intentar aquí analizar todas sus «capas». Lo único que po­demos es aludir a esas «capas».

Diario de un seductor es, en cierto sentido, la versión decimo­nónica de Relaciones peligrosas de Choderlot de Lacios. La situa­ción básica es similar: el seductor pretende seducir a alguien pero de tal manera que la persona seducida no simplemente se le en­tregue, sino que se le entregue según el «programa» del seductor, de acuerdo al itinerario del seductor. Hay, pues, un jugador y al­guien que aparentemente es su «compañero de juego», pero que en realidad es alguien «con quien juega» el seductor; desde el punto de vista del jugador ese alguien es mero objeto. Es también común en ambos autores la descripción de las consecuencias de la razón Ubre de sentimientos; en los dos casos el seductor se com­porta como verdadero racionalista, «calcula» y sus cuentas re­sultan.

No obstante, la novela de Lacios y el escrito de Kierkegaard —a pesar de estas similitudes— se diferencian entre sí en puntos decisivos. La novela de Lacios tiene concreción histórica; el varón es un aristócrata que seduce a una joven que es burguesa; el viz­conde Valmont es también socialmente un aristócrata. En Kier­kegaard, sin embargo, se trata de tipos socialmente iguales que se enfrentan entre sí; el aristocratismo de su héroe no descansa en su superioridad social sino en una superioridad exclusivamen­te espiritual. Así la historia queda reducida a una «situación bá­sica». La reducción a la situación básica tiene igualmente una sig­nificación socialmente diversa. Aquí se trata ya de la relación «fortuita» propia de la sociedad burguesa (relación fortuita entre personas formalmente iguales). La actitud crítica de Lacios «no tiene nada que ver» con esto. En el jacobino francés la novela es un acta de acusación contra el racionalismo del libertinaje aris­tocrático; las simpatías del autor están, sin duda, del lado de los burgueses seducidos, a pesar de que describe con deleite la saga­cidad espiritual y racionalista de los aristócratas. La novela, ade­más, hace «justicia»: el marqués Merteuil, que es quien dirige todo el «juego», queda desfigurado por una enfermedad y pierde asi la fuente de su poder. Kierkegaard, sin embargo, nunca juzga de

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manera tan explícita. Muestra sus simpatías tanto por la joven seducida como por el seductor. Pues no olvidemos que Juan, el seductor, es el representante de la «conciencia desdichada». La situación básica misma (y la acción) es expresión de la desdicha de las dos partes.

Esta «reducción» se expresa también en el número de los per­sonajes y en la acción. Lacios describe acciones paralelas; hay en su novela dos seductores: un hombre y una mujer. Lacios ne­cesita riqueza de tipos porque pretende reproducir en su obra un mundo entero. La acción es, por eso, compleja, tejida de muchos hilos. Kierkegaard, por el contrario, tiene necesidad sólo de dos personajes: el seductor y el seducido. El hilo de la acción se sim­plifica. Juan pretende seducir a Cordelia: la ronda, se hace de ella, la desposa, después deshace el compromiso, la hace suya. El úl­timo paso desempeña en Lacios un papel mucho más importante que en Kierkegaard. Sus héroes disfrutan no sólo del proceso de seducción sino del acto mismo de seducción. En Kierkegaard, sin embargo, sólo el proceso es importante; el acto final carece de importancia y queda, por así decirlo, desdibujado. El «indivi­duo desdichado» no sabe gozar; en el acto no repetido se abraza también con la Nada.

Además de mantener un cierto parentesco con la novela de La­cios, la obra de Kierkegaard recoge también un problema carac­terístico del romanticismo. A saber, si es o no posible crear de la vida obra de arte, o si vida y objetivación se contraponen mu­tuamente como enemigos. Este aspecto de la obra de Kierkegaard ha sido analizado de manera imperecedera por el joven Lukács en su ensayo «Kierkegaard y Regina Olsen» (E l alma y las formas), por eso nos contentaremos aquí con hacer algunas alusiones a este problema. El artista tiene, sin duda, cierto poder sobre sus criaturas. «Puede planificar» el destino de su héroes; puede, a su gusto, conducirlos hacia el fin proyectado. Pero en cuanto esta actitud fracasa en la vida y el artista tiene que vérselas no con sus propias criaturas, sino con hombres de carne y hueso, esta misma actitud se vuelve submoral (por eso describe Kierkegaard este problema en el estadio preético), porque en la vida los hilos de la responsabilidad ética lo enlazan a uno con otros hombres (y éstos también se enlazan entre sí). La pura actitud estética, por el contrario, pone entre paréntesis la responsabilidad ética (la cual es heterogénea en comparación con las leyes de la «creación» artística). Por tanto, si vivimos según las leyes de la creación ar­tística, nuestro comportamiento se vuelve destructor del hombre. La solución del joven Lukács (entre objetivación artística y vida hay un abismo insalvable) no es la de Kierkegaard. Kierkegaard «presenta» el problema pero no lo soluciona. Y no puede hacerlo porque Diario de un seductor no es una obra en sí y por sí: sólo es entendióle en función del papel que desempeña en toda la es­tructura de La alternativa. Y esta función consiste en mostrar

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—con un intento de conceptualización— a qué consecuencias lleva el hecho de que la «conciencia desdichada» (en su estadio estético erótico reflexivo) se relacione activamente con el mundo y quiera realizarse en él. El resultado es la destrucción de otra persona, la aniquilación del Otro, y al mismo tiempo, la permanencia de la desdicha del individuo activo. No es, por eso, casual que aquí se cierre el estadio estético y que se presente la necesidad de supe­rar este estadio y de superarlo por las vías de la ética. La aniqui­lación del Otro puede conducir a la desesperación, y la desespera­ción es —como sabemos— el pórtico del estadio ético.

Ésta es la causa por la que Juan, el seductor, es manipulador. Y es que el «amor», la relación erótica, simboliza aquí, en genera] —como siempre en La alternativa— las relaciones humanas; en este caso concreto simboliza una de las relaciones posibles del contacto fortuito (la relación más inhumana a ojos de Kierkegaard, podemos decir con razón si consideramos el lugar que el Diario ocupa en La alternativa). Porque, en realidad, en la relación sim­plificada entre Juan y Cordelia queda representada una de las si­tuaciones básicas del mundo burgués: la de manipulador y mani­pulado.

Porque ¿de qué se trata en realidad? Sabemos que Juan quiere seducir a Cordelia y quiere hacerlo de un modo determinado, se­gún un proyecto pensado de antemano. Quiere forjar el carácter de ella a gusto de él, por eso le «crea» situaciones determinadas (por ejemplo, le consigue en el momento propicio un cortejador). Quiere hacer que brote en ella lo que es propio de su propia existencia: la ironía y la angustia. Pero éste es todavía el proble­ma del libertinaje laclosiano y de la «vida estética» romántica. Juan, sin embargo, quiere más, quiere también otra cosa (y la consigue). Lo que quiere es que Cordelia se le entregue libre y vo­luntariamente. Ejecuta todo su proyecto de tal manera que sea Cordelia quien quiere realizar el proyecto; no es él quien rompe el compromiso sino la joven. («Para ti, mi amada Cordelia, en tu libertad, esto es detestable.») La acción entera está construida de tal manera que Cordelia se siente completamente libre; da todos los pasos proyectados como si estuviesen motivados por sus propias necesidades. Éste no es el placer de la esclavitud que tantos representaron desde Sade hasta las historias de O; no tiene nada en común con el sadismo ni con el masoquismo. Por eso no se trata de un modelo psicológico sino social. Juan quiere conse­guir su objetivo, pero no abandonándose a «sus instintos» y «de­seos», sino por medio de un cálculo racional; Cordelia se somete, pierde su individualidad, pero no por masoquismo, sino porque considera que su libertad está en realizar el proyecto racionalmen­te construido por Juan. ¿Qué es esto sino el dibujo —prolélico, magistralmente trazado y reducido a la relación entre dos perso­nas— de la «fina manipulación» moderna?

* *

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Los documentos de B (que representan el estadio ético) están escritos en forma de carta. El supuesto autor se dirige a A tra­tando de convencerle de la superioridad del estadio ético. Desde el punto de vista teórico el segundo ensayo es el realmente im­portante (más adelante lo analizaremos detalladamente). El pri­mer ensayo, Estética del matrimonio, es como la introducción sub­jetiva del último.

B repite casi todo lo que A ha dicho sobre la situación de la sociedad burguesa. «Nuestra época recuerda la de la decadencia griega: todo subsiste, pero nadie cree ya en las viejas formas. Han desaparecido los vínculos espirituales que las legitimaban, y toda la época se nos aparece tragicómica: trágica porque sombría, có­mica porque aún subsiste.»25 26 Al mismo tiempo rechaza inequívoca­mente los comportamientos con los que A se enfrenta a la situa­ción. «O bien te entregas, el alma abierta y accesible como una ciudad que acaba de capitular, y entonces acallas la reflexión, porque cada paso de los extranjeros resuena en las calles desiertas. Pero siempre conservas un pequeño puesto avanzado de observa­ción. O si tu alma se cierra vuelves a los refugios escarpados e inaccesibles. Así eres. Reconoce el egoísmo de tu goce: nunca te abandonas, nunca dejas a los otros reírse de ti.» “ Ante esta mis­ma situación se puede y se debe reaccionar de otra manera; es preciso buscar la posibilidad de relación humana real en donde el sujeto es objeto y el objeto, sujeto, en donde la conciencia divi­dida intenta poner en práctica la unificación. La posición de B es que es preciso lograr (y se puede lograr) a toda costa esta uni­ficación. La posición de Kierkegaard, sin embargo, es que no se puede.

El matrimonio es la relación que, según B, hace posible, en la situación dada, la unificación de la conciencia dividida. Es indu­dable que el matrimonio es aquí también alegoría (simboliza en general la relación entre dos personas). Pero no es casual que sim­bolice precisamente esto, y no sólo porque siempre en La alterna­tiva se habla de las diversas formas de manifestación del amor. La institución del matrimonio —como dice Kierkegaard— en su sentido moderno ha sido creada en realidad por el cristianismo, pero además el matrimonio burgués tiene su propia especificidad. Ante todo, se basa (al menos en principio) en la libre elección de dos personas (y por eso sigue teniendo vigencia y sigue siendo constitutivo de la comunidad incluso después del desmorona­miento —analizado por Kierkegaard— de las relaciones natura­les). En segundo lugar, es una institución, una objetivación social­mente reglamentada, que permite a nuestro filósofo simbolizar con ella el «ingreso» consciente al género humano. En tercer lugar, a esta institución pertenece la familia (los niños), que es propicia

25. Estética del matrimonio.,., p. 22.26. Jbid. p. 28.

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para ía representación de la continuidad histórica. Finalmente, pero no en último lugar, la familia es en realidad en la sociedad burguesa —aunque no siempre funcione— la única comuni­dad.

Para crear este tipo ideal de familia, B tiene naturalmente que hacer abstracción del matrimonio y de la familia existentes de facto. Del tipo ideal de matrimonio excluye todo matrimonio que no se base en la elección mutua, en el amor mutuo; excluye, por lo tanto, el matrimonio por interés porque no se corresponde con el concepto de matrimonio. (Excluye también el matrimonio pura­mente convencional.) Kierkegaard reconoce que la mayoría de los matrimonios pertenece a los últimos tipos. Pero esto no le intere­sa, pues su objetivo es mostrar la única posibilidad existente de unificación de la conciencia dividida aunque la existencia de tal posibilidad no significa que todos puedan realizarla.

El matrimonio (y la familia) se organizan en el marco de las actividades de la vida cotidiana. Por eso la objetivación del esta­dio ético es la vida cotidiana. Entre vida y objetivación no hay aquí separación, como ocurría en el caso del estadio estético. Nuestra objetivación es la esfera de vida que creamos para nues­tra familia (y, por lo tanto, para nosotros mismos).

Esta objetivación no es la de la perfección. B dice provocativa­mente que la belleza de su esposa (su único amor) no es perfecta. Ésta no es, pues, la esfera de la perfección sino la de la respon­sabilidad mutua, y precisamente por eso es la esfera de lo ético.

Kierkegaard —como veremos todavía— opone polémicamente esta concepción a la ética kantiana. No hay moralidad que no se base en la aceptación (mutua) de la responsabilidad con res­pecto a nuestras relaciones. Pero esta aceptación de la responsa­bilidad pone siempre la atención en aquellas normas éticas que erige la sociedad en cada época determinada. En este caso, la institución del matrimonio, la realización de la aceptación de la responsabilidad por la esposa y por los niños (en un determinado orden ético tradicional), es el criterio con el que puede medirse la índole moral del individuo. No existe otro unidad de medida. El matrimonio se basa en el primer amor, pero se diferencia del primer amor tanto como lo histórico se diferencia de lo no his­tórico. (Ya de aquí se deduce con toda evidencia que la acepta­ción de la institución significa al mismo tiempo y a la vez la aceptación de la continuidad histórica.) Por otra parte, el matri­monio conserva el primer amor (éste es precisamente el momento estético en él). Este primer amor hace referencia a un cierto tipo de acontecer interno, es decir, a la «historia» de dos personas en la que se conquista la eternidad.

B describe el matrimonio basado en el primer amor —que es en realidad la unidad de lo ético y lo estético en el sentido más noble del término— tal y como lo hacen numerosos representan­tes de la Ilustración. Leyendo a B uno recuerda, sin quererlo, a

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Rousseau: el matrimonio de Sofía y Emilio. Se ponen aquí de ma­nifiesto las más bellas ilusiones de la ilustración burguesa, pero sólo como un intento de conceptualización. Porque la resignación está ya aquí entre líneas.

¿Por qué? Porque los «principios» del estadio ético entran ya en contradicción entre sí. Pues lo propio de la vigencia del estadio ético es, según Kierkegaard, su carácter democrático. Sabemos que no todos pueden ser genio estético o religioso, pero para to­dos está abierta la forma de vida ética. No obstante ser cierto —y aquí está lo paradójico— que esa posibilidad está abierta para todos, sin embargo no se realiza de facto en el mundo bur­gués. Pero en esta sociedad es en la práctica preciso ser genio moral para que se realice un tipo de objetivación que, en princi­pio, está abierto para todos y que ha sido concebido democrática­mente. Pero ¿cómo pueden dos hombres crear una forma de vida cuyo principio básico es la aceptación de los marcos institucio­nales, de las éticas tradicionales existentes, de la vida-según-la-tra- dición, de la vida-en-el-mundo? La única posibilidad es, de nuevo, crear «pequeñas islas», pero estas «pequeñas islas» sirven muy poco para demostrar lo que Kierkegaard (en los documentos de B ) quiere precisamente demostrar: la unidad con el género humano. La « conciencia desdichada», por lo tanto, no puede trascender su propia desdicha; lo más que consigue es oponer la «soledad de dos» a la arbitraria soledad individual. Y puesto que no consegui­mos trascender la sociedad burguesa (y Kierkegaard no la tras­cendió), esta «soledad de dos» es en realidad lo máximo que la necesidad de comunidad del hombre puede alcanzar. Y Kierke­gaard, pensador sincero y veraz, lo comprendió y así lo repre­sentó.

La meditación filosófica radical de este mismo problema es lo que caracteriza a la segunda unidad de los documentos de B, Estética y ética en la formación de la personalidad.

La primera parte de este ensayo, que está escrito en forma de carta, es la explicación de La alternativa desde el punto de vista del estadio ético. Su formulación es polémica en dos sentidos: está dirigida, en primer lugar, contra la filosofía de Hegel y, en segundo lugar, contra la posición del estadio estético.

La filosofía hegeliana es, para Kierkegaard, no una filosofía entre muchas sino la filosofía. Ve en ella la culminación de la filosofía burguesa, su formulación definitiva y, por lo mismo, la razón última de la posición de «la » filosofía. En esto su concep­ción coincide totalmente con la del joven Marx. Es más, la con­clusión final de la polémica es también semejante, puesto que la filosofía no es la filosofía de la práctica. Tanto el joven Marx como Kierkegaard contraponen la práctica a la filosofía, la cual se basa en la elección entre alternativas y, por eso, es verdadero «acto libre». Claro que —como veremos— los conceptos de práctica en Marx y en Kierkegaard se diferencian radicalmente entre sí. Dice

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Marx (en la Introducción a Crítica de la filosofía de derecho de Hegel): «Ser radical quiere decir coger las cosas por la raíz. Pero la raíz del hombre es el hombre... La crítica de la religión acaba con la teoría de que el hombre es el ser más importante para el hombre, es decir, con el imperativo categórico que enuncia que es preciso subvertir todas las relaciones en las que el hombre es un ser degradado, oprimido, abandonado, despreciable...»

La primera parte de esta reflexión podría suscribirla Kierke- gaard completamente. Pero de la idea de que el hombre mismo es la raíz del hombre Kierkegaard saca consecuencias totalmente diversas. Deduce de allí que la alternativa real del hombre no se presenta en la historia sino en la elección ética. El único acto práctico del hombre es su elección moral, que es también al mis­mo tiempo —como veremos— elección de su propia personalidad. La crítica de Marx a Hegel, ya en su punto de partida, trasciende, por tanto, el mundo y la realidad que la «filosofía» expresa; la crítica de Kierkegaard a Hegel, por el contrario, acepta ese mundo como no libre, como «perverso», pero también como no transcen- dible.

Citemos un poco más extensamente la polémica de Kierkegaard para poder apreciar más claramente su posición: «E l contraste no existe para el pensamiento, el cual se resuelve en otra cosa y, luego, en una síntesis superior. En cambio, el contraste existe para la libertad; pues ella lo excluye... Las esferas en las cuales se relaciona la filosofía esencialmente, las esferas esenciales del pen­samiento, son la lógica, la naturaleza y la historia. Ahí es donde reina la necesidad y por eso la mediación es legítima. Pienso que nadie negará que éste es el caso de la lógica y de la naturaleza; pero hay una cierta dificultad en lo que concierne a la historia, pues en ella, según se dice, reina la libertad. Creo, sin embargo, que se tiene una idea falsa de la historia y que de ahí proviene la dificultad. Pues la historia es algo más que un producto de los actos libres de individuos libres. El individuo obra, pero su acto se incorpora al orden de cosas que está en la base de toda exis­tencia. El que actúa no sabe con certeza qué es lo que saldrá de su acto. Pero ese orden superior de las cosas que, por así decirlo, digiere los actos libres y los coordina con sus leyes eternas, es la necesidad y esa necesidad es el movimiento de la historia uni­versal; por lo tanto, es muy justo que la filosofía se sirva de la me­diación, es decir, de la mediación relativa... La filosofía nada tiene que hacer con lo que puede llamarse el acto interior; pero el acto interior es la verdadera vida de la libertad. La filosofía considera el acto exterior, y, a su vez, no lo ve aislado, sino incorporado al proceso histórico y modificado por él. Ese proceso es, en el fondo, el objeto de la filosofía y es considerado por ésta bajo la determi­nación de la necesidad. Por eso la filosofía desecha el pensamien­to que intentaría significar que todo hubiese podido ser de otra manera, considera la historia universal de tal modo que ya no

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existe el problema de un aut-aut” ... pues se llama libre al proceso histórico en el mismo sentido en que se habla del proceso organi­zador de la naturaleza. Para el proceso histórico no se trata de un aut-aut; pero un filósofo, seguramente, jamás ha tenido la idea de negar que se trate de eso para un individuo actuante... De ese hecho proviene, igualmente, su impotencia para hacer que un hom­bre actúe a su disposición a dejar que todo se detenga; pues, en el fondo, exige que se obre por necesidad, lo que es una contra­dicción. De ese modo, aun el individuo más insignificante tiene una doble existencia. Él también tiene una historia que no es so­lamente producto de sus propios actos libres. Sus actos interio­res, en cambio, le pertenecen... Ni la historia, ni la historia uni­versal pueden quitárselos... En ese mundo reina un aut-aut abso­luto; pero la filosofía nada tiene que hacer con ese mundo.»27 28

Kierkegaard, pues, no quiere aceptar la posición de la necesi­dad cuyo atractivo hacia el laisser aller, laisser faire tan inge­niosamente descubriera. La filosofía burguesa de la historia —por­que de eso se trata— es considerada en el sentido marxiano como expresión alienada de una realidad alienada. Más aún, Kierke­gaard incluso anticipa las observaciones de la célebre introduc­ción a El capital; la historia así existente e interpretada es un proceso de historia cuasinatural. La libertad del hombre —en esta historia— es cuasilibertad. Pero Kierkegaard no opone —ni siquiera en la forma de intento de conceptualización— a la historia burguesa una «verdadera historia»; para él la historia burguesa es «la» historia. Por eso busca la forma de la libertad y de la autorrealización en el «acontecer interior»; por eso busca la liber­tad individual efectiva en la elección puramente individual. Pero anticipemos lo que sigue. Kierkegaard da muestras de honradez y coherencia como pensador al comprender la irrealizabilidad de este intento de conceptualización. Por eso, como veremos, la po­sición del estadio ético no es definitiva. El individuo arrancado de la historia y reducido al «acontecer interior» sigue siendo un individuo desdichado.

Pero antes de volver sobre el análisis de este problema veamos cómo Kierkegaard contrapone —polémicamente— la alternativa del estadio ético a la del estadio estético.

La alternativa de A —dice B— no es una verdadera alternati­va, una alternativa digna de crédito, porque no contiene la esen­cia de la alternativa, la elección. Porque la elección es siempre ética; elegir es decidir entre el bien y el mal. Elegimos lo que creemos verdadero y correcto frente a lo que consideramos falso y

27. En lugar de aut-aut o «lo uno o lo otro» hemos preferido aquí, siguien­do la terminología utilizada por Gutiérrez/'Rivero en Obras y papeles de Kierke­gaard, el término «alternativa». Dejamos, sin embargo, aut-aut y «o lo uno o lo otro» cuando aparecen en las citas de otras traducciones castellanas de las obras de Kierkegaard. (N. del T.)

28. Estética y ética en la jormación de la personalidad..., pp. 29-31.

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malo. Pero esto no significa que la elección estética sea «repara­ble» y la ética no. Todo lo contrario. La elección estética es, con respecto al individuo, carente de consecuencias, por eso la «re­paración» carece en sí misma de sentido. La elección ética, por el contrario, tiene consecuencias tanto para nosotros como para otros. Por eso, sólo la elección ética es la que —en caso de nece­sidad— puede ser reparada, puesto que tiene su punto fi jo (la personalidad), puesto que sabemos entre qué elegimos y elegimos conscientemente.

En la elección ética se forma la personalidad y, con ella, la manifestación de la personalidad. Porque sin manifestación no hay personalidad y el hombre queda como un yo vacío. Quien vive la vida estética (quien no elige) lleva una máscara. ¿Qué hay de­bajo de esa máscara? Nada. «¿Puedes imaginarte algo más terrible que ver, al final, descomponerse tu naturaleza en una multitud de elementos, volverte múltiple, una Legión... y perder así lo más ín­timo y lo más sagrado de un hombre: la potencia constrictora de la personalidad?... Pero el que no puede manifestarse, no puede amar, y el que no puede amar es el más desgraciado.» ” Y no es cierto que en todo momento sea posible elegir; hay momentos en que la elección (la elección ética, la elección de la personalidad) no es ya posible; entonces el hombre está ya atado. Pero, natural­mente, la vida sin elección alguna es imposible. «Si se posterga la elección, la personalidad, vale decir las potencias ocultas en ella, elige inconscientemente.»29 30

B —desde la posición del estadio ético— denota con justa iro­nía la llamada superioridad del comportamiento de A. La posi­ción estética se esfuerza por gozar de la vida. Esta imagen del mundo (que es inherente a toda forma de vida estética), sin em­bargo, es idéntica a la del «adorador de Baco». Pero si hacemos abstracción de los adoradores de Baco y seguimos la huella de los más significativos representantes de este comportamiento, nos topamos con el emperador Nerón: «Tu intención, ciertamente, no era defender a Nerón; pero, en cierto modo, lo defiendes cuando consideras no lo que hizo, sino la manera de hacerlo.»31 En el comportamiento estético el cómo es lo primero frente al qué, mientras que en el ético elegimos el qué, frente al cual el cómo es secundario.

No obstante, B no pone en duda que A pueda llegar al estadio ético, y precisamente porque A se siente mal en su desdicha, por­que en sus placeres se sabe también desdichado. Pero para que la elección ética sea posible es preciso dudar.

Y entonces se pone de mápifiesto que la elección ética, en la concepción filosófica kierkegáardiana, desempeña dos funciones.

29. Ibid., pp. 1M2.30. Ibid.. p. 17.31. Ibid., p. 43.

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Las dos funciones están en estrecha relación mutua. Una es la elección de la personalidad y, al mismo tiempo, la creación de la semilla humana del hombre. La otra es la elección de la eleva­ción a género humano, de la continuidad con el género humano. Sin elevación a género humano no puede darse la personalidad, pero sólo como personalidad podemos elevarnos a la genericidad. Kierkegaard hace un gigantesco esfuerzo por construir un ser-en- el-mundo tal que no sea alienado sino unidad consciente de perso­nalidad y género. Pero este ser no alienado, este ser auténtico, es concebido por el primer existencialista de una manera muy diver­sa a como lo hace después en el siglo xx su considerado discípulo, Martin Heidegger. Ante todo, Kierkegaard niega que el individuo sin relación sea idéntico a la genericidad. La genericidad es alcan- zable sólo en la objetivación, en la relación con otros, sólo en la adhesión consciente a la continuidad del desarrollo humano. El individuo que se pierde en lo incógnito de sí mismo es, como he­mos visto, identiñcado por el Kierkegaard del estadio ético con el «adorador de Baco». Pero esta objetivación, en la que se realiza la unidad de personalidad y género, no puede ser la palestra de la historia; ella es, para Kierkegaard, el reino alienado de la nece­sidad, reino en el que cesa la libertad propiamente tal. Por tanto, la relación humana institucionalizada —el matrimonio y la vida cotidiana, que se ordenan (trabajo, vocación) en función de esta relación humana auténtica— deviene en la objetivación genérica «auténtica» y libre. La creación de la pequeña isla de la vida co­tidiana no alienada en una realidad alienada hace posible —según el Kierkegaard de la esfera ética— la unidad de personalidad y género, es decir, la actividad humana verdaderamente libre, la vida ética. Éste es otro punto —decisivo— en el que Heidegger se aparta nuevamente del Kierkegaard del estadio ético, porque en Heidegger la vida cotidiana es, por principio, alienada. Es induda­ble que el Kierkegaard del estadio religioso abandona las tenta­tivas del Kierkegaard del estadio ético. Pero desde el punto de vista del resultado no es indiferente la lucha conceptual librada por Kierkegaard por la realización —que tiene lugar en las rela­ciones humanas— de género e individuo. Y tampoco es ya indi­ferente esa lucha porque la actitud que introduce al estadio reli­gioso es en él la resignación. Y esta resignación es profunda y sin­cera. La insuperabilidad de la alienación es, en Heidegger, un fait accompli; en Kierkegaard es aún el resultado final de la irrealizabilidad de una vida cotidiana humanizada. Hay que añadir que Sartre en El ser y la nada está iá s cerca del estadio ético de La alternativa que de Ser y tiempo Ide Heidegger. Esto hace tam­bién más comprensible su posterior giro hacia el marxismo. He­mos visto que, aunque sea sólo desde el punto de vista de la ac­titud crítica y de los valores, son muchos los rasgos comunes .en­tre el Kierkegaard del estadio é¡tico y el joven Marx. Sólo hay que abandonar la idea de la inspperabilidad de la sociedad bur-

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guesa —aunque este «sólo» lleva ideológicamente a lo opuesto de la conclusión final de Kierkegaard— para llegar a Marx desde el Kierkegaard del estadio ético.

La pregunta del estadio ético es la que interroga qué hacer. A esta pregunta «la filosofía» (sabemos que se trata de la filosofía hegeliana) no puede darle respuesta. «E l filósofo dice: hasta ahora han sido así las cosas: yo pregunto qué debo hacer si no quiero ser filósofo, pues si fuera mi intención serlo, bien veo que, como los otros filósofos, tendría que hacer la mediación del pasado... Para el filósofo la historia del mundo ha terminado... no sa­ben decir a un espíritu sencillo qué es lo que debe hacer en la vida... Soy esposo, tengo hijos. Pues bien, si en nombre de ellos preguntara a la filosofía: ¿qué debe hacer un hombre en la vida?... Sin embargo, pienso que constituye un terrible argumento en su contra que ella no pueda contestar nada. Si la marcha de la vida ha sido detenida, la generación actual tal vez pueda vivir con ayuda de la contemplación, pero la siguiente, ¿de qué vivirá? ¿De la misma contemplación?... Es verdad que hay un futuro, es ver­dad que hay un aut-aut. El tiempo en el cual el filósofo vive no es el tiempo absoluto, no es sino un momento... El tiempo mismo se hace momento, y la filosofía se convierte en un elemento en el tiempo.» “

Pero ¿cómo es esa acción, cómo es esa alternativa que Kierke­gaard contrapone a Hegel (y al Kierkegaard del estadio estético)?

Ese tipo de acción, esa alternativa es descrita por Kierkegaard —siguiendo la concepción de la obra— en la fenomenología de la «conciencia desdichada». La pregunta se formula así: ¿cómo puede la «conciencia desdichada» pasar de su estadio estético a su esta­dio ético? El camino pasa por la desesperación. «Entonces, ¿qué hacer? Sólo tengo una respuesta: ¡desespera!»33 Pero tenemos que desesperarnos no por nosotros mismos, sino por el Otro; y la de­sesperación por el Otro significa, al mismo tiempo, la desespera­ción por nosotros mismos. La situación en la que se describe este proceso es nuevamente la del amor. Un joven ama a una joven y Ia quiere para sí. «Hay ahí una diferencia y él siente que esa dife- icncia debe desaparecer para que pueda amar verdaderamente a la joven. Entonces su alma se hundirá en la desesperación. No desespera por él mismo, sino por ella y, sin embargo, también a causa de sí mismo.»34 ¿Cuál es la función de esa desesperación? La nutoaniquilación del sentimiento de ser un elegido, del saberse tínico, el encuentro de lo humano consigo mismo. «Pues el hom­bre que desespera encuentra el hombre inmortal, y en éste todos Mimos iguales. Es para él absurdo embotar su espíritu o descuidar mi formación a fin de restablecer la igualdad; quiere conservar

»2. Ibid., pp. 25-28. U. Ibid., p. 72.54. Ibid., p. 74.

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los dones del espíritu, pero, en el fondo de su corazón, sabrá que él, que los posee, es igual al que no los posee.»15 En la desespera­ción el hombre se elige a sí mismo, pero no como individuo for­tuito sino como personalidad, como unidad del género humano y del individuo.

Ésta es la primera y auténtica elección de la que se siguen las demás y por la que se llega a ser ente ético. Cuando elijo de modo absoluto, elijo la desesperación. En la desesperación me pongo a mí mismo como absoluto. «Elijo lo absoluto que a mí me elige, planteo lo absoluto que se me plantea.» ** Me elijo a mí mismo de modo absoluto. «Pero, ¿qué es este yo mismo?... es la libertad.»35 36 37 38 39

«El individuo de que hablamos descubre ahora que el "sí mis­mo” que ha elegido encierra una riqueza infinita, en la medida en que tiene una historia, una historia en la cual reconoce la iden­tidad consigo mismo. Esa misma historia es de especies diferentes, pues se encuentra en relación con otros individuos de la familia y con toda la familia... Sólo por ella él es lo que es. Por eso hace falta coraje para elegirse a uno mismo, pues en el momento en que uno parece aislarse más, más penetra en la raíz por la cual se relaciona con el conjunto.»35 Aquí aparece el amor de Dios en la forma de arrepentimiento. En el arrepentimiento cargo con los pecados de mi padre y de mis antecesores. Sólo así puedo elegir­me a mí mismo como individualidad histórica.

La idea —según la cual la elección de mí mismo en relación con el mundo y en continuidad tiene lugar en el arrepentimiento— de que en el arrepentimiento se produce la continuidad con el género, anticipa ya la concepción del Kierkegaard del estadio re­ligioso. Sólo que en el estadio ético el arrepentimiento tiene toda­vía otra función. En el estadio religioso el arrepentimiento moral es sólo un momento (una consecuencia) del arrepentimiento exis- tencial que brota de lo originario. Aquí, sin embargo, el arrepen­timiento es una categoría puramente ética que equivale a la acep­tación de la responsabilidad. Este arrepentimiento no conduce a la indiferencia con respecto al mundo, con respecto a la existen­cia, sino, por el contrario, a una participación activa en él, a la acción por los Otros.

Desde esta perspectiva el Kierkegaard del estadio ético rechaza las formas antiguas y místico-cristianas de manifestación de la «individualidad desdichada». El primer tipo de comportamiento es pasivo y fatalista: «que lo importante de la vida sea el pesar, y aquí llegamos a un fatalismo...».* El último, sin embargo, se basa en la autoelección libre de la personalidad, «es eo ipso actuante; pero su acción es interior... Su vida tiene entonces un movimien-

35. Loe. cit.36. Ibid., p. 79. .37. Ibid.. p. SI.38. Ibid., p. 83.39. Ibid., p. H l.

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to pero no un desarrollo, carece de continuidad».* Porque la con­tinuidad de la vida sólo puede producirse si la acción interior es al mismo tiempo acción exterior, actividad en el mundo. La vida mística es «como un engaño para la gente con la cual el místico está ligado o con la cual habría entrado en relación si no hubiese resuelto hacerse místico».40 41 42

La grandeza del hombre, lo «divino» en él, es poder dar con­tinuidad a la historia. «Pero sólo se obtiene esa continuidad si la misma (la historia; J. I. L. S.) no es la suma de lo que me ha suce­dido, de lo que se ha producido para mí, sino mi propia obra, de modo que lo que me ha sucedido ha sido transformado por mí, y ha pasado de la necesidad a la libertad.» *

¿Qué significa, sin embargo, elevar lo fortuito de la esfera de la necesidad a la de la libertad? «El individuo tendrá entonces con­ciencia de ser ese individuo preciso, con esas capacidades, esas disposiciones, esas aspiraciones, esas pasiones, influido por un ambiente preciso, resultado preciso de un ambiente preciso. Pero, al tomar así conciencia de sí mismo, acepta todas esas cosas bajo su responsabilidad.»43 En la elección debo, por lo tanto, conocer mi propia —particular— individualidad y tengo que saber que soy producto de una época histórica determinada. Y puedo pro­ducir precisamente por el hecho de concebirme como producto. «En la libertad elige él mismo (el hombre) su lugar, es decir, eli­ge ese lugar.»44 Por eso, para el individuo que vive éticamente, él mismo y el mundo se convierten en tarea. «El que vive éticamen­te sabe... que en todas partes hay un estrado de la danza, que el hombre más modesto tiene el suyo.»45

¿Cuál es, pues, la condición ontológica de la vida ética? La creación de la unidad de individualidad y genericidad. El indivi­duo se concibe a sí mismo como criatura de sus circunstancias históricas y de sus posibilidades particulares nacidas con él. Pero este hecho no lo acepta como hecho. Se forja a si mismo (en la elección) de manera que pueda llegar a ser personalidad auténtica. Pero personalidad auténtica no puede ser sino aquel en quien se produce la unidad de lo «exterior» y lo «interior», aquel que puede historizar su propia personalidad en la prosecución de los fines genéricos y en la realización efectiva de los mismos. Sólo en él puede cesar la dualidad de la conciencia, la desdicha de la con­ciencia, y sólo así puede quedar liquidada la alienación. «No es una hazaña haberse transformado en el único hombre, pues todo hombre tiene eso en común con toda creación de la naturaleza;

40. Ibid., pp. 118-139.41. Ibid., pp. 121-122.42. Ibid., p. 129.43. Ibid., p. 130.44. Ibid., p. 131.45. Ibid., pp. 132-133.

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pero el verdadero arte de la vida consiste en ser el único hom­bre y, al mismo tiempo, el hombre general.» *

Desde esta concepción rechaza Kierkegaard (o las considera de rango inferior) las concepciones kantiana y hegeliana de lo ético. Mejor dicho: considera su propia concepción como la superación histórica de las concepciones kantiana y hegeliana. «La ética es lo general, por lo tanto, lo abstracto. La ética en su abstracción com­pleta señala siempre interdicciones, hace, por consiguiente, el pa­pel de ley. En cuanto ordena encierra ya en ella algo estético. Cuando la ética se hace más concreta se introduce en la determi­nación de las costumbres. Pero la realidad de lo que, a este respec­to, es ético se encuentra en la realidad de una individualidad po­pular... Pero la ética es todavía abstracta y no se deja entera­mente realizar, porque se encuentra fuera del individuo. Sólo cuando el individuo mismo es lo general, la ética se deja reali­zar.» 46 47

Es licito a este respecto establecer una analogía —y no cier­tamente superficial sino referida a la semejanza en cuanto a la búsqueda de caminos— entre la concepción de Kierkegaard y el proceso de las ideas del Marx de los Manuscritos económico-filo­sóficos. Aunque en Marx el planteamiento del problema no es éti­co sino histórico y la liquidación de la alienación no es ya conce­bida como un hecho ético sino histórico, el criterio para atacar de manera positiva la alienación es, también en él, la liquidación de la discrepancia entre género e individuo. Sólo liquidando esta discrepancia puede realizarse la verdadera libertad del hombre; sólo así vuelve el hombre a ser señor de sus propios actos y de su mundo, sólo así elimina la necesidad cuasinatural de la historia y consigue que lo fortuito mute en su libertad. Marx no considera que lo «genérico mudo» (lo que nace con todo individuo) sea la real genericidad histórica; más bien afirma (véanse Tesis sobre Feuerbach) que la muda genericidad es característica también de todo ente natural (no histórico) y que, por lo mismo, no es lo «verdadero» general-humano. Es más, declara que la humaniza­ción del género humano es «descifrable» a partir de la relación entre el hombre y la mujer y que lo último «representa» a lo pri­mero.

A pesar de la crítica a Hegel, la relación del joven Marx con el filósofo alemán no es tan negativa como la de Kierkegaard. Y esta significativa diferencia es también fruto de una perspecti­va diametralmente opuesta. Es sabido —y, por eso, no es preciso detenerse mucho en ello— que Marx tiene una gran estima por Fenomenología del espíritu de Hegel porque dicha obra está edificada sobre la idea de la autocreación de la humanidad. Kier­kegaard, por el contrario, considera —como hemos visto— que

46. Ibid., p. 138.47. Ibid., p. 136.

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en la concepción de Hegel (el de las últimas obras) la historia —aue equivale a la historia alienada— no ofrece ninguna posi­bilidad para la autocreación del hombre. Por tanto, según Kier- kegaard, la alienación no es eliminable en la historia misma y mucho menos en el conocimiento de ella; la única posibilidad es eliminar la relación alienada del individuo con el mundo. Por tanto, la realización de la unidad de individuo y género no es po­sibilidad de la historia ni obietivo histórico, sino únicamente posibilidad del individuo y objetivo individual. Pero el joven Marx, por su perspectiva histórica y por su diversa manera de interpre­tar el «qué hacer», interpreta el pasado histórico mismo (Ja his­toria alienada) de manera muy diversa a como lo hace Kierke- gaard. En Marx la alienación no es un pecado original sino la úni­ca forma posible del desarrollo histórico en una época que se caracteriza por el nivel relativamente bajo de desarrollo de las fuerzas productivas. En la historia alienada surgen fuerzas gené­ricas de las que el individuo tendrá que apropiarse alguna vez. Por eso Marx —distinguiéndose en esto de Kierkegaard— no con­cibe al individuo únicamente en sus dos polos (contrarios) (de un lado la muda genericidad y de otro la genericidad para-sí, es decir, la unidad consciente de individuo y género), sino que pone también la existencia de las obietivaciones genéricas en sí (y su desarrollo) como condición histórica de la producción de las ob­jetivaciones genéricas para-sí y de la formación de la constitu­ción de la individualidad. En Marx, pues, se vuelve soluble la pa­radoja que en Kierkegaard permanece hasta el final como insolu­ble. Pues, según Kierkegaard, la acción ética es posible sólo si el individuo elimina subjetivamente la alienación en el mundo alie­nado. Pero esto —como veremos— no lo considera generalizare, aunque el estadio ético es el estadio de la generalizabilidad. Marx tampoco duda que sea posible relacionarse —individualmente— de manera no alienada con el mundo alienado, pero no ve en esto la solución sino en la creación de una realidad, en la realización de un futuro, en donde las nuevas relaciones sociales mismas ha­gan posible la realizabilidad general de la vida individual no alienada. En Marx, pues, no sólo la alienación es categoría obje­tiva (también en Kierkegaard es categoría objetiva la alienación), es igualmente categoría objetiva la eliminación de la alienación y, por lo mismo, es de jacto generalizable.

¿Cómo imagina Kierkegaard la eliminación subjetiva de la alie­nación en el mundo alienado?

La actitud ética se expresa en la acción. Pero, ¿cuál es el terre­no de la acción? El mundo que nos rodea y del que somos pro­ducto: el mundo burgués. «Pues el "yo" que es el objetivo, no es un “yo" abstracto... sino un “yo” concreto que se encuentra en correlación viviente con un ambiente preciso, con circunstancias de vida, con un orden de cosas. El "yo" que es el objetivo no es

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solamente un "yo" personal, sino un "yo" social y burgués.»4* El hombre tiene que cumplir su obligación como individuo burgués de la existencia burguesa. La obligación está fuera del hombre, le «adviene» del mundo; pero el hombre elige la obligación como algo suyo, es decir, entre el bien y el mal elige el bien. ¿Qué se­guridad hay de que lo elegido como el bien sea realmente bueno? Kierkegaard no responde a esta pregunta. La rechaza por consi­derarla empírica. En esto se aproxima mucho a Kant, a quien tantas veces criticara, puesto que según Kant el principal criterio para la elección del bien es quererlo.

El hombres, pues, tiene que cumplir su obligación en el mun­do burgués. De aquí se sigue que «el dinero es... la verdadera con- ditio sine qua non»” puesto que en el mundo dado preocuparse por otros es posible sólo por medio del dinero. El hombre ético tiene que ganar dinero, tiene que trabajar; el trabajo es una obli­gación. Pero el trabajo no sólo para ganar dinero es obliga­ción: en la decisión de trabajar se realiza lo «genérico general», la genericidad. «El deber de trabajar para vivir expresa lo que es común al género humano y expresa también, en otro sentido, lo general porque expresa la libertad. Precisamente el hombre se libera trabajando, trabajando se adueña de la naturaleza y de­muestra que es superior a la naturaleza.» ” Todo esto muestra que Kierkegaard estuvo a punto de descubrir la contradictorie- dad del trabajo. Pero mientras que en Marx esta contradicción es objetiva (el trabajo es el fundamento de la autocreación humana, el motor del rechazo de los límites naturales, aunque este mismo trabajo es alienado), en Kierkegaard la contradicción se ma­nifiesta en la relación individual. Desde el punto de vista del indi­viduo del estadio estético, el trabajo (y la decisión de trabajar) es expresión de la alienación, mientras que desde el punto de vista del individuo del estadio ético, este mismo trabajo es el terreno de la libertad humana, es autorrealización. Kierkegaard, pues, no establece diferencia alguna entre el trabajo como labour y el tra­bajo como work.

El Kierkegaard del estadio ético rechaza la concepción según la cual el trabajo debe ser «diversión». Sólo la actitud aristocrática puede trabajar de tal manera que, haga lo que haga, lo hace por diversión. El comportamiento ético, por el contrario, tiene que ser de validez general (realizable para todos). En este sentido el trabajo no puede ser diversión, juego, sino vocación. Todo hombre tiene una vocación. «E l individuo más insignificante tiene una vo­cación, no debe ser rechazado, no debe ser lanzado a los confines de los animales, no se encuentra fuera de lo común al género humano, tiene una vocación.»48 49 50 51 Y seguidamente añade Kierke-

48. Ibiá.. p. 146.49. Ibiá., p. 165.50. Ibiá., p. 171.51. Ibiá., p. 183.

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gaard: «La proposición ética de que todo hombre tiene una voca­ción expresa que existe un orden razonable de cosas, dentro del cual todo hombre, si quiere, ocupa su lugar de modo que exprese a la vez lo individual y lo que es común al género humano.» “ Hay un «orden razonable» de las cosas que Marx hipostasió en el fu­turo; pero, ¿existe acaso semejante orden razonable de las cosas en el presente burgués? Tiene que existir, dice el Kierkegaard del estadio ético. Pero este mismo Kierkegaard —con consecuente ho­nestidad— reconoce que no existe este «orden razonable». Por eso el «estadio» ético es irrealizable. En el centro mismo de la expo­sición aparece la duda: «Pues si hubiera algunos hombres capaces de obra útil y otros no, y la razón de tal cosa debiera buscarse en su calidad de fortuito, el escepticismo volvería de nuevo por sus fueros.»52 53

Hemos visto que la relación inmediata entre los hombres y la comunidad basada en dicha relación constituyen el medio en el que se realiza la elección del bien (la elección de uno mismo, la elección de la genericidad). «La ética enseña que la relación es lo absoluto. Pues la relación es lo general,»54 El primer amor deve­nido en matrimonio es la forma de expresión más general de esta relación (pues contiene en sí misma a los niños, al futuro y a la responsabilidad por el futuro). La mujer así «se convierte en símbolo de la comunidad». Pero también la amistad es una comu­nidad de esta naturaleza. Kierkegaard recuerda con palabras muy calurosas los análisis de Aristóteles: Aristóteles basa —convincen­temente, en opinión de Kierkegaard— la amistad en lo social, en el principio social (y no en algún imperativo categórico). (La de­bilidad de la concepción de Aristóteles consiste, según Kierkegaard, en que coloca al Estado por encima de todo.) Por eso, la fidelidad es la principal virtud, la virtud de las relaciones humanas inme­diatas y de las comunidades que se basan en ellas.

Kierkegaard llega hasta aquí en sus exposiciones, pero enton­ces se pone de manifiesto que todo esto no ha sido nuevamente sino un intento de conceptuálizar la «conciencia desdichada». La «conciencia desdichada» ha hecho el intento desesperado de crear la unidad de género e individuo. Este intento, sin embargo, no puede ser exitoso sino cuando la «conciencia desdichada» tras­ciende su propia desdicha, cuando el principio del estadio ético —la generalizabilidad— sea realizable para todos. Pero no es rea­lizable. Y entonces —como hemos visto— la vida ha perdido su sentido.

Porque es evidente que la realización del estadio ético es posi­ble para tan pocos (en el presente orden burgués) como la del esta­dio estético. «Lo general es para la excepción señor estricto y juez;

52. Ib id ., pp. 183-184.53. Ib id ., p. 187.54. Ib id ., p. 198.

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levanta sobre las cabezas la espada de su justicia cuando trata de demostrar no se ha convertido en excepción por su propio peca­do... lo general, sin embargo, reconoce como pecado su situación de excepción.» Por supuesto, «sería un endiosamiento de la medio­cridad trivial si pusiésemos lo general-humano en el hecho de que vivimos como vive "cualquiera” ». Si vivimos como vive «cualquie­ra», no llegamos a la genericidad. Pero si logramos llegar a la genericidad, tenemos que vemos a nosotros mismos como excep­ción, lo cual es contradictorio con la exigencia de lo general, con la realidad-para-todos. El Kierkegaard del estadio ético, sin em­bargo, recomienda esta «existencia excepcional» al hombre del es­tadio estético. Pero Kierkegaard mismo, comprendiendo la para­doja del estadio ético (la no generalizabilidad de lo genérico hu­mano), se refugia en la resignación. Esta resignación conduce al tercer estadio, el estadio religioso. En La alternativa —como he­mos dicho— la problemática del estadio religioso no está aún ana­lizada, sólo está sugerida. Por eso, en los párrafos siguientes —al analizar el último ensayo de La alternativa, a saber «Edifica­ción de la idea de que ante Dios nunca tenemos razón»— 55 56 ten­dremos que recurrir muchas veces al ensayo de Kierkegaard en el que aparece por primera vez la problemática del estadio reli­gioso de una manera pregnante: Temor y temblor.“

La carta del pastor de Jutlandia (sabemos que es la más recien­te incógnita en la incógnita) repite brevemente el punto de parti­da del proceso de las ideas de A y de B; analiza también el mundo del sujeto. Pero el análisis del mundo no es ya aquí el análisis de un hic et nunc histórico. La historia misma muta en mito. La his­toria mitificada aparece en la visión de la destrucción de Jerusa- lén. Jerusalén existía y estaba floreciente aún cuando su des­trucción fue decidida. Pero esta destrucción estaba oculta a los hombres. Y el castigo de Dios cayó por igual sobre todos: peca­dores e inocentes. «Si esto sucedió una vez y una vez tuvo que suceder, ¿quién puede asegurar que no vuelva a suceder?»57 58 Jeru­salén (el mundo, nuestro mundo) puede ser destruida en cualquier momento; esto está oculto ante nosotros. Y nuevamente pueden ser destruidos los buenos junto con los malos. Pero este enojo significa que aplicamos una medida ética a la relación entre el hombre y Dios. Sin embargo, semejante medida ética no es apli­cable a esta relación. «Si está escrito que con Dios no puedes comparecer ante el tribunal, esto significa que no puedes preten­der tener razón frente a Dios; puedes comparecer con él ante el tribunal sólo si reconoces que no tienes razón.»5* La verdadera li­bertad humana hunde su raíces en la toma de conciencia de que

55. Gesammelte XVerke, Koln/Düsseldorf, Diederichs Verlag Buchhandlung, 1956,p. 426. .

56. Ibid., p. 449.57. Gesammelte Werke, 2a. ed., Jena, Richters Verlag, 1910, p. 595.58. Ib id ., p . 5%.

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[ante Dios nunca tenemos razón. «Si el lirio se aja es porque, en cierto sentido, tiene razón frente a Dios; sólo el hombre no tiene razón, su privilegio frente a las demás creaturas consiste en no te­ner nunca razón ante Dios.» *

Kierkegaard no duda un momento que esta imagen de Dios —el dios frente al cual nunca tenemos razón— sea una necesidad de la «conciencia desdichada». Cuando queremos a alguien, desea­mos que tenga razón frente a nosotros, pues en el afecto (y en el amor) elevamos a otra persona por encima de nosotros mismos, la preferimos a nosotros mismos. Pero los entes finitos (los hom­bres) nos defraudan. Por lo tanto, cuando concentramos nuestro afecto en un ente finito (o en varios), tenemos que comprender una y otra vez que nosotros tenemos razón. Pero éste es el estado de la desesperación. Tenemos, pues, que suponer que existe un ser infinito que está fuera del mundo (del mundo de los engaños y de los defraudes). Sólo de manera absoluta es posible relacio­narse con un ser infinito; sólo de un ser infinito no sufriremos nunca desengaño; sólo de un ser infinito podemos saber que ante él nunca tenemos razón. Por eso, sólo a un ser infinito podemos querer sin ser engañados, sólo con un ser infinito podemos rela­cionamos «sin abrigar duda alguna».

El hecho de poder relacionarnos «sin abrigar duda alguna» es para Kierkegaard de una importancia decisiva. En el mundo de la ética toda la responsabilidad está en nuestra mano. Tenemos que elegir nosotros entre el bien y el mal, nosotros tenemos que decidir si tenemos o no razón. Así, el reino del comportamiento ético es el reino de la inseguridad. «Si el hombre tiene una vez ra­zón y otra no la tiene, si en cierto sentido tiene razón y en otro sentido no la tiene, ¿quién puede juzgar esto si no es el hombre mismo, aunque en esta decisión nuevamente en parte tiene ra­zón y en parte no la tiene? ¿O es que cuando juzga se convierte en un hombre diverso del que es cuando actúa?»59 60 Nuestra rela­ción absoluta con Dios disuelve todas las dudas: la duda con res­pecto a nosotros mismos, la duda con respecto a nuestros actos, la duda con respecto al mundo, la duda con respecto a las conse­cuencias de nuestros actos. «Sólo en la relación infinita con Dios se apaga la duda... Pero el hombre establece una relación infinita con Dios sólo si reconoce que Dios siempre tiene razón; en la re­lación infinitamente libre en que reconoce que él nunca tiene ra­zón. Así cesa la duda; porque lo que provoca la duda es siem­pre saber que en un momento se tuvo razón y en otro no se tuvo, o que en cierto sentido se tuvo razón y en otro no se tuvo.»61

En esta relación no podemos ya ponemos en cuestión a noso­tros mismos ni al mundo. Si has sido infiel a tu deber y has per-

59. Loe. cit.60. Ib id ., p. 598.61. Ib id ., pp. 603-604.

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dido tu honor, incluso entonces sólo te queda decir: ante Dios nunca tengo razón. «Si llamas a la puerta y no te hacen pasar, si buscas y no encuentras... si plantas y riegas y no se produce el crecimiento... dichoso eres, porque ante Dios nunca tenemos ra­zón.» “

Con la «edificación» de esta idea llega a su fin la fenomenolo­gía de la «conciencia desdichada» porque en ella encuentra —por así decirlo— su felicidad. Pero esta idea es al mismo tiempo fruto de la más profunda resignación, de una resignación que nace de la absoluta imposibilidad de eliminar la alienación.

¿Cuál es la importancia de esta idea en la estructura de La alternativa y, en general, en la cosmovisión de Kierkegaard?

Ante todo, no habiendo conseguido trascender positivamente la concepción hegeliana de la filosofía de la historia, Kierkegaard llega a lo mismo a lo que llegó Hegel: el compromiso con la rea­lidad. Tenemos que tomar el mundo como lo «recibimos», tene­mos que ser conscientes de que con nuestras acciones no podemos transformar ni al mundo ni a nosotros mismos. Nuestra verdad —en el mundo mismo— no tiene punto arquimédico. (Y toda la filosofía burguesa hasta Hegel no hace otra cosa que buscar ese punto arquimédico.) ¿Qué nos queda? Ocuparnos de nuestras co­sas y aceptar todo lo que recibimos (o perdemos) tal y como lo recibimos (o perdemos). Pero el compromiso con el mundo —pien­sa Kierkegaard, oponiéndose en esto a Hegel— no lo constituye él mundo mismo. La existencia de un ser infinito (o su suposición) es lo que nos «reconcilia» con el mundo. Así pues, cuando nos re­conciliamos con el mundo no nos reconciliamos con él. Ésta es precisamente la paradoja del estadio religioso de Kierkegaard. Pero esta paradoja tampoco hace cambiar nuestro comportamien­to. Nuestra referencia a Dios (que es lo que constituye la para­doja) está «oculta» en nosotros. Ésta es precisamente nuestra in­cógnita. No es preciso que aceptemos la moral del mundo, no es preciso que la «queramos» (es más, ni siquiera podemos querer­la, puesto que es finita), no es tampoco preciso que la afirmemos (no podemos saber si Dios ha decretado ya o no su destrucción), pero tenemos que aceptarla como fadicidad porque es el criterio de nuestra relación incondicional con Dios.

El amor del estadio religioso es, por lo tanto, nuestro amor a Dios. Así el sentimiento se «reespiritualiza», el caballero de la resignación se resigna al mundo del espíritu. Éste no es el «amor racional de Dios» de Spinoza. El Dios de Kierkegaard es un deas absconditus como el de Pascal, y en cuanto tal incognoscible. Éste es el comportamiento al que Kierkegaard —según su propia confesión— llegó: meditó la paradoja de la fe. Pero más arriba hay todavía un estadio al que Kierkegaard —de nuevo según su propia confesión— no llegó: el comportamiento del «caballero de 62

62. Ib id „ p. 605.

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la fe». Éste es nuevamente el terreno de la acción. Kierkegaard mantiene también en el estadio religioso el primado del compor­tamiento activo.

El dios de Kierkegaard —el deus absconditus— es, al mismo tiempo, un dios vacío. Puesto que su voluntad y su sentido nos son secretos, no hace declaraciones, no da normas para la acción. La libertad que el caballero de la resignación realiza en su amor es, por lo tanto, una libertad puramente negativa: libertad con respecto a sus obligaciones en el mundo, libertad con respecto a la responsabilidad para con el mundo.

Ya en La alternativa queda, pues, de manifiesto que en el estadio religioso las normas de acción del estadio ético no son válidas. Las normas del estadio ético son normas del ser-en-el- mundo, se manifiestan en la relación del hombre con el Otro y se proponen como objetivo la identificación con el género humano. En el estadio religioso, por el contrario, el individuo «se sale», por así decirlo, del género humano. La única relación que perma­nece es la relación con Dios. Y esta relación, por no ser una re­lación entre iguales, no puede estar reglamentada por normas éti­cas. La única relación existente es la relación absoluta del indi­viduo y el absoluto. En Temor y temblor (concretamente al ana­lizar el sacrificio de Abraham) Kierkegaard expresa esto mismo de manera más clara. Abraham, medido con las leyes de la ética, es un vulgar asesino; pero, medido con las leyes del estadio re­ligioso, es «el caballero de la fe». «La fe es esa paradoja según la cual el individuo está por encima de lo general... Si éste no es la fe, Abraham está perdido... Pues si lo moral (lo virtuoso) es el supremo estadio y sí lo único que en el hombre queda de incon­mensurable es el mal, es decir lo particular que debe expresarse en lo general, no hay menester de otras categorías que las de la filosofía griega...»61

La fe, pues, es la relación absoluta del individuo con Dios; el caballero de la fe trasciende lo general (lo ético, lo genérico hu­mano) y, como individuo, es superior a lo general, «...el héroe trágico renuncia a lo cierto por lo más cierto, y la mirada se reposa sobre ello con confianza. Mas quien renuncia a lo general para alcanzar algo más elevado, pero diferente, ¿qué hace?, ¿pue­de decirse que haya ahí otra cosa que una crisis religiosa? Y si la cosa es posible, mas el individuo se engaña, ¿qué salvación hay para él?»63 64 He aquí la pregunta que Kierkegaard plantea, pero a la que no puede responder. Porque la fe no tiene otro criterio que la fe misma: ésta es precisamente la paradoja en ella. Y aun­que Kierkegaard no respondió a la pregunta (la consideró insolu­ble), la historia desde entonces —y más de una vez— la ha plan­teado.

63. Temor y temblor...» p. 61.64. Ibid., p. 67.

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Porque Kierkegaard se muestra nuevamente como un profeta genial al describir la paradoja de la fe religiosa moderna. Desde entonces —¡y cuántas veces!— los «caballeros de la fe» han de­sempeñado también un papel no menos cargado de peligros en la arena de la historia. Desde entonces — ¡y cuántas veces!— los hombres (masas enteras) se han relacionado con su divinidad, con una especie de absoluto frente al cual —así lo creyeron— nunca tenían razón. Estas divinidades no eran ya trascendentes; pero la relación con ellas se constituyó como la del Kierkegaard del esta­dio religioso con su dios trascendente. Calle toda duda, porque ante Dios nunca tenemos razón; aceptemos todo tal y como está, porque ante Dios nunca tenemos razón; pasemos por encima del bien y del mal, porque ante Dios nunca tenemos razón; ¿qué nos da derecho a pasar por encima del bien y del mal?; la fe, la fe en que ante Dios nunca tenemos razón. Degradación, crimen, destruc­ción de valores humanos, humillación de los hombres y autoliu- millación siguen siempre las huellas de la «sublimación» de la idea de que ante Dios nunca tenemos razón. Y Kierkegaard vio esto, lo supo y meditó en su posibilidad. Porque —como él mismo dice— lo demoníaco tiene la misma característica que lo divino, a saber, que el individuo puede entrar en relación absoluta con ello.

* *

La «individualidad desdichada» en La alternativa no está, por lo tanto, arrojada a la «Nada» ni a la «libertad», sino al «mundo de la necesidad». Es como si oyésemos de nuevo la inmortal sen­tencia de Epicuro: «Vivir en la necesidad es infortunio, pero no hay necesidad de vivir en la necesidad.» Porque Kierkegaard bus­ca también esta solución: ¿cómo se puede vivir de manera no ne­cesaria en el mundo de la necesidad? Sólo que la solución final de Epicuro es —para decirlo con terminología kierkegaardiana— la realización del estadio ético. Por eso puede esta solución ser in­manente y aristocrática al mismo tiempo. Para Kierkegaard la igualdad, la igualdad de posibilidades, es la conditio sine qua non de la solución ética. Y como ésta no es realizable, la forma de vida ética no puede conducir a la «libertad». (Recordemos que Kierkegaard dice que el sistema categorial del estadio ético no trasgrede el aparato conceptual antiguo.) Si no hay igualdad de posibilidades, la ética no es válida, no puede superar la «desdicha de la necesidad». Por eso busca Kierkegaard la solución en la re­lación absoluta, en el amor infinito a un dios trascendente, escon­dido, vacío. Que el hombre mire con recelo a ese dios, a la Nada, no es, pues, punto de partida sino resultado. Tiene que llegar a esta conclusión todo aquel que, al examinar todas las actitudes posibles, considere que la estructura alienada del mundo burgués es intrascendible.

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La función histórica imperecedera de La alternativa está en examinar de manera consecuente, desde el punto de vista de la in- superabilidad de la alienación burguesa, las actitudes subjetivas posibles para ello. Examina todo lo que desde entonces la filoso­fía burguesa ha dicho —de manera poco consecuente y menos despiadadamente— y ha podido decir en absoluto sobre las posibi­lidades de la vida y de la actividad humanas. La filosofía burgue­sa de finales del siglo xix ni siquiera pudo aproximarse a la valen­tía de Kierkegaard como pensador, a su actitud consecuente y despiadada. La filosofía kierkegaardiana que sigue a La alternativa abandona esta lucha y se coloca por completo en la posición del estadio religioso. Pero el análisis de los nuevos problemas que se plantean en la reflexión de Kierkegaard después de La alter­nativa no entra dentro de los límites de este trabajo.

Porque sólo existen dos respuestas consecuentes a la alienación del mundo burgués y a la negación de la misma. Una es la de Kierkegaard y otra es la de Marx. O consideramos a este mundo como insuperable, y entonces —si reflexionamos de manera conse­cuente— llegamos a Kierkegaard, o lo consideramos superable, y entonces —si reflexionamos de manera consecuente— llegamos a Marx. Si reconocemos que en el mundo burgués la unidad de gé­nero e individuo no es realizable, entonces o nos resignamos, como hizo Kierkegaard, o nos indignamos, como hizo Marx. Tenemos que o bien buscar un dios frente al cual nunca tenemos razón, o bien rechazar toda deidad y oponernos críticamente a toda forma de trascendencia. O nos enfrentamos a la fe irracional con la duda, o acomodamos la razón cognoscitiva a la fe. O renunciamos a la acción capaz de intervenir en la realidad, o buscamos a esa masa, a esa clase, a esos hombres que con sus acciones pueden hacer cambiar al mundo. Los filósofos hasta ahora sólo han expli­cado el mundo, declaran tanto Kierkegaard como Marx. Pero uno dice: es preciso cambiar nuestra relación con el mundo; y el otro: es preciso cambiar al mundo mismo. El reconocimiento del ca­rácter alienado del mundo burgués y la negación de esa aliena­ción pueden llevar sólo a estas dos soluciones (mutuamente ex- cluyentes). Aquí se ubica la verdadera elección, la elección histó­rica. Desde el punto de vista de la historia no hay ninguna otra elección, aunque desde entonces los individuos (y las filosofías) hayan buscado «entre» ambas posiciones la solución. Desde el pun­ió de vista de la historia no hay ninguna otra elección, aunque desde entonces más de un marxista se haya aferrado a «la subli­mación de la idea de que ante Dios nunca se tiene razón», y aun­que más de un existencialista haya llegado a la idea de la trans- lormación de la realidad. Ciento cincuenta años después la elec­ción está en lo siguiente: o Kierkegaard o Marx; o el uno o el otro.

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