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EL PENSAMIENTO DE CALICLES (Sócrates y los Sofistas)' Antonio GÓMEZ ROBLEDO SLJMARIO: 1. El conflicto naturaleza-cultura; 2. Razón cósmica y Razón política; 3. Unidad y Matices del anarquismo; 4. La democracia, pacto de los de'biles; 5. Democracia y orden internacional L as relaciones de los Sofistas con Sócrates son más intrincadas y sutiles de lo que a pnmera vista parece. Un halo de inquietudes comunes y en ocasiones se diría que de simpatías no confesa- das, rodea el campo de la disputa. Si no fuera así, si todo hubiera quedado claro para los griegos del siglo IV, ¿se explicaría que poste- riores extravíos tan palpables como el escepticismo de Arcesilao, hu- bieran podido ampararse bajo la segunda Academia, que hoy nos parece separada por un abismo de la pnmera, pero que ante los con- temporáneos apareció como una lógica secuencia? Aun prescindiendo de las malignidades de Aristófanes, el equívoco tiene su razón de ser. Si bien Sócrates está muy lejos de aquellos retóricos por su amor incondicionado de la virtud y su fe en un co- nocimiento universalmente válido, tanto el maestro como sus antago- nistas fueron cómplices en la empresa común de "hacer descender la Filosofía del cielo a la tierra" (Cic. Tusc., V-4-10) para acercarla al corazón de los hombres. A más de esto, el eterno titubeo socrático, el fervor en la discusión, al punto de no saberse a veces si la compla- cencia dialéctica ha puesto en olvido la meta, todo ello enlaza fuer- temente a los adversarios y hace de la querella socrático-sofistica no una seca controversia de tribunal, donde las posiciones de las partes están prefijadas en todos sus pormenores, sino un drama y un con- flicto. ' Articulo publicado inicialmente en el número 4 (septiembre-diciembre de 1939) de la Revista de la Escuela Nacional de Jurisprudencia. www.derecho.unam.mx

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EL PENSAMIENTO DE CALICLES (Sócrates y los Sofistas)'

Antonio GÓMEZ ROBLEDO

SLJMARIO: 1 . El conflicto naturaleza-cultura; 2 . Razón cósmica y Razón política; 3 . Unidad y Matices del anarquismo; 4. La democracia, pacto de los de'biles; 5 . Democracia y orden internacional

L as relaciones de los Sofistas con Sócrates son más intrincadas y sutiles de lo que a pnmera vista parece. Un halo de inquietudes comunes y en ocasiones se diría que de simpatías no confesa-

das, rodea el campo de la disputa. Si no fuera así, si todo hubiera quedado claro para los griegos del siglo IV, ¿se explicaría que poste- riores extravíos tan palpables como el escepticismo de Arcesilao, hu- bieran podido ampararse bajo la segunda Academia, que hoy nos parece separada por un abismo de la pnmera, pero que ante los con- temporáneos apareció como una lógica secuencia?

Aun prescindiendo de las malignidades de Aristófanes, el equívoco tiene su razón de ser. Si bien Sócrates está muy lejos de aquellos retóricos por su amor incondicionado de la virtud y su fe en un co- nocimiento universalmente válido, tanto el maestro como sus antago- nistas fueron cómplices en la empresa común de "hacer descender la Filosofía del cielo a la tierra" (Cic. Tusc., V-4-10) para acercarla al corazón de los hombres. A más de esto, el eterno titubeo socrático, el fervor en la discusión, al punto de no saberse a veces si la compla- cencia dialéctica ha puesto en olvido la meta, todo ello enlaza fuer- temente a los adversarios y hace de la querella socrático-sofistica no una seca controversia de tribunal, donde las posiciones de las partes están prefijadas en todos sus pormenores, sino un drama y un con- flicto.

' Articulo publicado inicialmente en el número 4 (septiembre-diciembre de 1939) de la Revista de la Escuela Nacional de Jurisprudencia.

www.derecho.unam.mx

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Más aún: si pasamos del Sócrates socrático al Sócrates platónico, se diría que el escritor inigualado, al introducir en el diálogo a ciertos sofistas, poniendo en sus palabras extraordinario vigor y brillo, no lo hace tanto por aniquilar la victoria de su maestro, cuanto por reflejar en la forma más patética e irresponsable, ciertos duelos interiores, su- yos y de todos, necesarios e inextinguibles. No es esto decir que los personajes en cuestión no hayan existido o no hayan prohijado tales tesis con vehemencia, sino que, cabalmente por haber sido así, por haber sido el dramaturgo Platón espectador ardiente y comprensivo del conflicto real, lo ha transformado en una vivencia personal y -lo que hoy todavía justifica nuestra indagación- legándola a nosotros, resucitándonos a la avidez que despierta lo intacto.

Todas las veces que nos preguntamos si en este "ascetismo de la vida" que es la cultura, no se habrá ido demasiado Icjos, si el "no" dado a la vida, pasa de ser un mandato para constituir un divorcio, nada nos plantearía tan agudamente la ueja como las palabras del 4 sofista Calicles a la mitad del "Gorgias".

Del extraordinario personaje apenas sabríamos nada sin el testimo- nio platónico: "Nous ne connaissons Callicles que par le Gorgias de Platon, oú il nous est représenté comme un Athénien de distintion, intimemet lié avec les sophistes, trés viviment pénetré de leur esprit et de leurs doctrines, mais n'en faisant pas metier pour s'ennchir et n'en développant que pour son propre compte les conséquences mo- rales et politiques" (Ad. Franck: "Dictionnaire des Sciences Philoso- phiques". Hachette, Paris, 1875). Calicles debe pues su inmortalidad a Platón, y el discurso del sofista llega hasta nosotros arraigado en la integridad moral del orador, cualesquiera que hayan sido sus aberra- ciones.

Sócrates parece quedar muy satisfecho con haber demostrado ante Polo que es preferible sufrir la injusticia a cometerla, cuando Calicles, exuberante de ingenio, responde:

En autor de este articulo se complace en reconocer que las ideas expuestas aqui, las debe en su mayor parte a la enseñanza de sus maeshos José Caos y Eduardo Garcia Maynez, véase el bello articulo de este último, publicado en la Revista "Universidad" (marzo 1936), pero de la aplicación de ciertas tesis a cienos hechos de la realidad contempordnea el autor es único responsable.

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Me parece, Sócrates, que sales triunfante en tus discursos como si fueras un declamador popular ... Con el pretexto de buscar la verdad, según tú dices, empeñas a aquellos con quienes hablas en cuestiones propias de un declama- dor, y que tienen por objeto lo bello, no según la naturolezn, sino según la ley. Pero en la mayor parte de las cosas, la naturaleza y la ley se oponen en- tre si, de donde resulta, que si uno se deja llevar de la vergüenza y no se atreve a decir lo que piensa, se ve obligado a contradecirse. Tú has percibido csta sutil distinción y la haces seniir para tender lazos en la discusión. Si al- guno habla de lo que pertenece a la ley, tú le interrogas sobre lo que se refiere a la naturaleza; y si habla de lo que está en el orden de la naturaleza, tú le interrogas sobre lo que esta en el orden de la ley. Es lo que acabas de hacer con motivo de la injusticia sufrida y cometida. Polo habla de lo que es niás feo en este género, consu!tando la nahiraleza. Tú, por el contrario, te agarraste a la ley. Según la naturaleza todo aquello que es más malo es igualmente mas feo. Sufrir, por tanto, una injusticia, es más feo que hacerla, pero según la ley es más feo cometerla. Y en efecto, sucumbir ba;o la injusticia de otro no es hecho propio de un hombre, sino de un vil esclavo, para quien es más venta- joso morir que vivir, cuando, sufriendo injusticias y afrentas, no está en dispo- sición de defenderse a si mismo, ni a las personas por las que tenga interés.

Naturaleza y ley, orden legal y orden natural ... ¿Cuál es el sentido de esta antinomia? ¿Por qué tuvo que preocupar al gnego, y por qué tiene que preocupamos a nosotros?

La ley (riomos) es, desde luego, susceptible de entenderse como la entendemos hoy ordinariamente, como la ordenación coactiva de la conducta humana, ordenación creadora de situaciones generales y abs- tractas, emanada del Poder político. Que en este sentido, y más con- cretamente aún como ley votada por el pueblo, la emplea Calicles, es evidente si se leen los párrafos subseeuentes, en que el sofista pasa a criticar abiertamente el orden democrático ateniense. Luego habré de referirme a ellos y ciertamente no es desdeñable el problema constre- ñido a estos términos. Sin embargo, por razón de método, y para pro- ceder de lo general a lo particular, pienso que, valorando la tradición presocrática y la riqueza de ciertos vocablos, el conflicto naturaleza- ley se ubica en un escenario más dilatado.

Si atiende a que "nomos" viene de "nomidso" (juzgar, conceptuar, etcétera) podremos entonces comprender bajo dichas designaciones todo aquello que como la ley escrita o consuetudinaria, la conven- ción, el pacto, y oh-as especies semejantes, es resultado de una crea- ción especificamente humana en el reino de la convivencia social, a tal punto que la antítesis naturaleza-ley quedaría comprendida bajo este género supremo: naturaleza-cultura.

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A fijar el debate en dichos términos, contribuye el hecho de que la noción de "ley natural" que hoy es habitual, esto es, como regulari- dad necesaria de causas y efectos, ajena a toda espiritualidad y teleo- logia es extraña a todos los sistemas anteriores a la sofística, exceptuando el de Demócnto. Pero Demócnto, el primer deshumani- zador de la naturaleza, el más moderno para nosotros de todos los presocráticos, no sólo en el orden del tiempo, llegó tarde para su época; llegó con su gran cosmología cuando ya el tema del hom- bre había suplantado al tema del universo. Hasta entonces, pues, la "ley" era en todos sentidos la rebeldía contra la naturaleza, la an- tinatura, la cultura.

Desde esta perspectiva, las invectivas de Calicles representan tal vez la sublevación más honda contra la obra consumada hasta aquel instante por la filosofía griega. Superar lo individual en lo general, pensar la naturaleza con tal energía, que los eléatas resolvieron heroi- camente sacrificar la apariencia a las exigencias conceptuales del Ser, había sido la misión de la filosofia.

No es menester llegar a los filósofos; desde sus precursores, desde los poetas, la reflexión moral y la medida humana han triunfado de la naturaleza. Robin nos dice: "El apólogo del gavilán y el ruiseñor (en Hesíodo) plantea el problema en términos sorprendentes: Insensato d i c e a su víctima el ave de rapiiia- el que quiere compararse con el mas fuerte que él; privado de la victoria junto a su ver- güenza el sufrimiento". Es el lenguaje de la hybris, del espíritu desmesurado, del orgullo de dominación. Pero es fatal a los poderosos como a los apocados; más vale escuchar la voz de la Justicia, olvidar la violencia: 'Pues tal es la ley que ha establecido el hijo de Cronos para los hombres. Los peces y las bestias salvajes y los pájaros se de- voraa entre sí. Es que la Justicia no está entre ellos. Pero ha dado la Justicia a los hombres, y es, con mucho, lo mejor que tienen'."3

El mismo helenista francés observa4 que la pertenencia a la natura- leza supone "la comunión del grupo social con las potencias misterio- sas" de la Physis: he ahí lo que define los mitos. La filosofia, la cultura, por el contrario, aspira a organizar el universo y la vida so- cial en un sistema de representaciones intelectuales. Y a lo largo de

' LEON ROBIN: "El Pensamiento Griego", trad. Xirau, Barcelona, 1926, p. 28. Ibid., p. 35.

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esta tarea nunca hubo ni pudo haber fidelidad sumisa a lo natural. Es extraordinario comprobar cómo desde los milesios, de quienes al pronto se dudana si son ya filósofos y no más bien químicos, la na- turaleza aparece estrechada en módulos de cultura. Anaximandro no piensa el "apeiron" como la pura indeterminación natural; en su úni- co fragmento auténtico expresa: "de donde las cosas nacen, allá de- ben también ir a perderse, según la necesidad de su destino; satisfacen mutuamente penitencias y castigos por la injusticia en el orden del tiempo". El proceso de reintegración de lo múltiple en lo uno es, pues, al mismo tiempo, un proceso de redención en lo indife- renciado.

Heráclito mismo, tan devoto de la apariencia, identifica el Fue- go priricipio de todas las cosas con la Razón permanente y "co- mún a todos"; por eso "el fuego eternamente viviente se enciende según medida y se apaga según medida" y "una sola cosa es lo Sabio: conocer el pensamiento que lo pilota todo por medio de todo". En muy diverso sentido, claro, pero en un sentido verdade- ro, con todo, podemos aquí repetir: todo lo racional es real; todo lo real es racional.

Por eso Heráclito, tras de afirmar que "común es a todos el pensar", desprende con toda naturalidad esta otra máxima: "Menester es que quienes hablan con mente fortifiquen lo común a todos, como la ciu- dad la ley, y mucho más fuertemente", añadiendo la hermosa senten- cia: "El pueblo debe luchar por la ley como por sus muros".

La ley es, pues, lo común a todos en la ciudad. Pero apenas se siente el tránsito del Logos en el mundo al Logos en la polis. Física y Política se acuerdan entre si.

La ley es la suprema instancia reguladora de la vida pública. Este es el gran descubrimiento helénico del que después ha de vivir el Oc- cidente. De aquí para siempre, la ley privativa no es ley. La sangre, la dinastía, la voluntad personal, todo eso que puede ser inclusive provechoso, pero siempre contingente y arbitrario, todo eso es depu- rado en la abstracción generalizadora de la ley. Es el mismo salto mortal que la "Metafísica" de Aristóteles verifica entre la experiencia y el arte. Los egipcios, con todo su inmenso saber, no trascendieron

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la agrimensura; a los griegos estaba reservada la geometría. Lo que la geometría es respecto de la agrimensura, lo es la ley respecto del ti- rano, que puede ser, si quiere, un padre, pero que gobierna sin titulo, esto es, sin derivar su poder de una norma común a todos y superior a él mismo.

Este gran paso no se cumple sin deserciones. La vida política, or- denada y estable en virtud de la ley, sacrifica iquién lo duda! mucho de la riqueza singular de lo humano con tal de salvar lo común a to- dos, la razón. El ciudadano no podrá hacer esto o aquello para que nadie pueda a su vez atentar a la plenitud de su razón.

Todo ello es consecuencia y fmto del largo afán, desplegado desde la escuela náutica de Mileto, de pensar el mundo en la abstracción. En cosmologia se ha inmolado la apariencia al Ser. En política la oblación no es menor: es menester que el hombre en su intransferible y rica complejidad desaparezca ante la abstracción del ciudadano; es el precio obligado de la salvación de lo que hay de mejor en el hom- bre, de la inteligencia. Volver atrás, deshacer lo hecho, rendirse al se- ñuelo de la apariencia o a la delicia del yo empírico que es el anarquismo, es volver a la barbarie. Lo dicen sobriamente, una .Fez más las palabras del gran solitario de Efeso: "Malos testigos los ojos y los oídos para los hombres que tienen almas de bárbaros". Y esto es lo que hace Calicles, el anarquista Calicles.

¿Qué mucho, entonces, que Calicles, astro central del anarquismo, el más radiante de todos, condicione las órbitas de satélites anteriores y posteriores a él?. Su protesta, en el mismo instante de ser proferida, no es, ni con mucho, el rayo en el cielo sereno. El irremediable anta- gonismo entre "physis" y "nomos" era un tema con hondas raigam- bres en la sofistica. Algunos ejemplos bastarán. En el fondo de todos ellos esta el anarquismo.

Para Arquelao de Atenas, "la sociedad no es , por consigui.ente, un pmdzrcto de la Naturulezu, sino mas bien del arte, y el fundamento de toda sociedad, esto es, la distinción entre lo justo y lo injusto, es también meramente convencional y obra del artificio humano. Para él, lo justo y lo torpe no existen por naturaleza, sino por ley (nomos) a

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cuyo nombre de !ey parece atribuir él la significación de convención, de ~pinión" .~

Es un eco, en suma, la imprecación de Calicles, de la protesta, que, más o menos ardiente, no pudieron dejar de emitir los griegos contra sus filósofos que, cada vez con mayor ahínco, los iban constriñcndo al servicio de la inteligencia. Todavía hoy clama un espíritu tan héle- nico como M. Julien Benda ("Délices d'Eleuthéren), contra la matan- za de los pitagóricos por los bárbaros tarentinos, quienes aplicaron a su modo, y antes de ser formuladas, las reivindicaciones de Caliclss. Bien está, pero no podemos dejar de preguntamos si la titánica em- presa de someter la naturaleza y la ciudad al espíritu, no exigió estos o parecidos rescates. Y nada mejor que las palabras del sofista genial para sentir todo lo grande, a la vez que todo lo doloroso, de la con- quista de la Naturaleza por la Inteligencia.

Lo que hemos logrado ¿vale lo que se renuncia?. Esta es la interro- gación lacerante que la réplica de Clicles debió de dejar en el espíritu de Platón, tan artista, tan prendado de la naturaleza, tan enamorado de lo concreto a la par de la Idea. Y es también la que late en todas las formas nobles del anarquismo, como la tolstoyana. Si los hombres no han de unirse por lo que hay en ellos de más profundo aunque no de más común, por el amor. no hay que soñar en otros vínculos; por eso Tolstoi repudia el Derecho, porque el orden jurídico elimina a sabien- das toda otra consideración que no sea la exterioridad coactiva. El orden legal sin el orden natural resulta inconcebible. Si la razón no puede salvarse con el resto de la naturaleza, que sucumba. El anarquismo es una mística porque un lema de los místicos dice: "Todo o nada".

Y es muy interesante comprobar, en fin, cómo la célebre antinomia abriga desde entonces, con sorprendente virtualidad, lo mismo el de- senfreno anarquista que la reacción conservadora. Lo mismo podrá pretenderse que esa izaturaleza, movediza y empírica, postula las re- fornias como también la defensa de lo adquirido. Asi lo expresa Ro- bin en estos interesantes conceptos: "Por lo demás, uno de los principales medios de que usaban los sofistas para hacer aparecer

~

C,ARI.E, Guiscppe "La Vida del Derecho", trad. Giner de los Ríos, Ed. Jorro, Madrid, 1912, p. 108. Otro tanto sdbcrnos de Hippias de Elis, (cfr., Aioys Fischer: "La Filosofia Pre- socriiica", p. 117. en "Los Grandes Pensadorcs". Buenos Aires, 1938).

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automáticamente unaantilogía, la vieja distinción del punto de vis- ta de la naturaleza y el de la convención o de la ley, era eminen- temente propicio a la táctica profesional de los maestros: el primero les servía ya para presentar bajo un pelo místico los más peligrosos atrevimientos, ya para justificar los principios de la conservación s ~ c i a l " . ~

4. LA DEMOCRACIA, PACTO DE LOS DÉBILES

En la imposibilidad de seguir en todos sus repliegues el pensamiento de Calicles, concretaré mi propósito al concepto que el sofista nos ofrece acerca de la democracia y - c o m o derivación lógica de s u doctrina antidemocrática- a su ideal del primado de la fuerza en las relaciones internacionales. Ambos problemas los considero estrecha- mente vinculados a las inquietudes de la hora presente y a otras que han llegado a serme muy propias por el cultivo vocacional de ciertas disciplinas.

Calicles, descendiendo de las posiciones eminentes de la antinomia originaria, contemplando ya no la "ley" sino las leyes de su ciudad, endereza su diatriba contra el orden democrático ateniense en estos términos:

"Respecto a las leyes, como son obra de los más débiles y del menor número, a lo que yo pienso, no han tenido al f omr l a s en cuenta más que así mismos y a sus intereses, y no apmeban ni condenan nada sino con esta única mira. Para atemorizar a los fuertes, que podrían hacerse más e impedir a los otros que llegaran a hacerlo, dicen que es cosa fea e injusta tener alguna ventaja so- bre los demás, y que trabajar por llegar a ser más poderoso es hacerse culpa- ble de injusticia. Porque siendo los más débiles, creo que se tienen por muy dichosos si todos están por un rasero. Por esta razón es injusto y feo, en el or- den de la ley, tratar de hacer superior a los demás, y se ha dado a esto el nombre de injusticia".

Desde Calicles hasta las teorías jurídicas más puras sobre la demo- cracia, como en Kelsen, el concepto es el mismo; la democracia no implica sino una oposición contradictoria, la autocracia, y una y otra se dan, respectivamente, según que los gobernados participen en la elaboración de las normas o según que no tengan parte alguna en la dinámica del orden jurídico.

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Por ser eso la democracia, son las leyes democráticas las más co~~rirnes u todos bajo la noción general de comunidad que postula la ley. Una ley cualquiera puede ser común a todos, sin duda, aunque los obligados no hayan concumdo a su creación, siempre que no esté al arbitrio del gobemarite transgredir sus preceptos, haciendo así de la ley uii i i iandani icnto despótico. Pero lo que es "común a todos" lo será mucho más si sobre la igualdad de trato bajo la norma, se brinda al honibre la igualdad en la creación normativa. La democracia es, por ello, el último y lógico coronamiento del esfuerzo cultural de los helénicos presocráticos, la realización del ideal heraclitano de hacer común a todos, hasta donde es posible, la razón, el espíritu, con su correlato obligado que es la libertad.

Calicles tiene, pues, razón al asegurar que las leyes democráticas son obra del mayor número. ¿Acierta también al decir que son obra de los débiles, al caracterizar la democracia como el pacto de los dé- biles contra los fuertes?

¿Qué ha respondido el principal interlocutor, el hijo de Sofronisco? Porque si Sócrates ha desvirtuado la impugnación del sofista, no tene- mos sino nutrimos de su enseñanza.

Pero 110; Sócrates ha parado con una parada maestra, maestra para los efectos de la polénlica, pero sin ir derecho al corazón de la tesis. Identificando hábilmente el más fuerte con el mejor, ha obligado a Caliclcs a hacer la siguiente confesión:

";,Picrisas qut. por los mas poderosos entiendo otra cosa que los niejores'? ¿,No tc he dicho repetidamente que tomo estos términos, mejor y más poderoso, en la misma acepción'? ¿,Te imaginas que pueda yo pensar que se deba tener por ley lo que se haya resuelto en una asamblea compuesta de un montón de es- clavos y de gentes de toda especie, que no tienen otro mérito quizá que la fuerza de sus cuerpos?"

Al dccir esto, Calicles ha desertado de su posición primera, pues con toda evidencia se advierte que en toda su inflamada peroración, la fuerza ha sido entendida como pura fuerza biológica, sobre todo cuando alude al ejemplo de Heracles, que sin derecho alguno se llevó los bueyes de Gerión; ahora bien, Hércules fué siempre para los grie- gos el símbolo más plástico de la esplendidez biológica, sin mezcla de otros atributos de valor.

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Es ya otro, pues, el Calicles que se hurta a la dialéctica socrática, pero su primera sentencia ha quedado irresoluta. El maestro no la desvanece tampoco al decir que en el orden de la naturaleza la mul- titud es más poderosa que uno solo, dando así a entender que, por obra del número, las leyes democráticas son también creación de los fuertes, con lo cual la antítesis naturaleza-ley carecería de sentido. Pero es obvio que la suma de debilidades jamás podrá engendrar la fuerza en la acepción biológica del vocablo. Heracles será siempre su- perior, biológicamente, a la más numerosa asamblea cuyos miembros animen cuerpos entecos y almas desprovistas de heroísmo. Sócrates ha puesto en derrota al adversario, pero no ha vencido la tesis adver- saria. ¿Qué debemos pensar hoy nosotros?

Pues bien, sí: si la antinomia ha de conservar todo su vigor sin rebajarla con sutilezas, será preciso decir que, frente a la arrogante plenitud biológica, la democracia es un pacto de los débiles. Y en confesarlo yo no veo por qué ha de desmerecer nuestra estimación del principio democrático. Justamente porque la fuerza es de los pocos y sólo la razón es lo común a todos, y porque ninguno de ambos extremos puede subsistir en su integridad sin detrimento del otro, porque la razón de todos padecerá si la fuerza de unos cuan- tos puede explayarse sin barreras, y al contrario; por eso la derno- cracia debe sacrificar sin titubeos los valores de la expansión vital a los valores de la inteligencia. Es más: aun en los casos en que el más fuerte sea al propio tiempo el más genial, importa decir que, más que la obra del genio, habrá que preservar la inteligencia de todos.

Hay que aceptar con entereza todas las consecuencias. Los denues- tos de Calicles habrán de ser repetidos por todos los autócratas, por los de entonces y por los de ahora, pues las autocracias invocarán siempre en su favor el hecho de que en su seno florecen con mayor lozanía las virtudes biológicas: el coraje, el engrandecimiento a todo precio y sin medida, y aun el heroísmo, bien entendido el heroísmo hercúleo.

Para estas excelencias la República es estéril y lo primero que hay que hacer es cambiar de nombre y ponerse a hablar de Imperio, no importa que sea la nada sonora sobre las ruinas; es una nueva nomen- clatura reclamada por los nuevos heráclidas. Y contra el prestigio de tales blasones sólo una fe inquebrantable en lo axiológico puede opo-

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nerse, sólo la estimativa que declare sin reticencias que en la jerar- quía de los valores ocupan rango supremo los del equilibrio humano por la sabiduría.

Por eso igualmente, la democracia es impotente en aquellas épocas en que los Heracles se multiplican. El relativismo político, el juego de los partidos, corolario ineludible de la custodia del bien común a todos, ofrecen un blanco demasiado vulnerable cuando la naturaleza salta por encima del valladar que habían levantado dos mil quinientos años de cultura occidental. Si, sin duda, y tiene que ser asi porque la cultura nada puede oponer a la naturaleza sin convertirse a su vez en naturaleza. Por de pronto, Esparta triunfa en Atenas, la Esparta de ayer y las Espartas de ahora, geometricamente distribuidas, en eje, en triángulo, en cuadrilátero.

No veo cómo impugnar, fácticumente, el juicio de Calicles. Nunca he podido dejar de ver bajo otro cariz que como mera hu- morada, el desplante de un sofista helénico de nuestros días, de un anti-Calicles, M. Charles Maurras, quien todavía después de la ca- pitulación de Munich, sigue llamando imperturbablemente a la de- mocracia una "diosa guerrera".

5 . DEMOCRACIA Y OKDEN INTERNACIONAI

La victoria de la naturaleza en la ciudad trae aparejada la extinción de la democracia, y fuera de la ciudad, el bellum omninm contra om- nes que el magnífico impudor de Calicles postula como un ideal en estas palabras que inmediatamente suceden a las antes citadas y que condicionan, a mi juicio, la mutua dependencia entre estos extremos: democracia y orden internacional:

"Pero la naturaleza demuestra, a mi juicio, que es justo, que el que vale más tenga mas que otro que vale menos, y el más fuerte más que el más débil. Ella hacr ver en mil ocasiones que esto sucede, tanto respecto de los animales como de los hombres mismos, entre los cuales vemos Estados y naciones en- teras, donde la regla de lo justo es que el más fuerte mande al más débil y que posea nids. ;,Con que derecho Xerxes hizo la guerra a la Helade, y su pa- dre a los escitas? Y lo mismo sucede con muchisimos ejemplos que podrían citarse. En esta clase de empresas se obra, yo creo, conforme a la naturaleza, y se sigue la ley de la naturaleza, aunque quizá no se consulte la ley que los hombres han establecido".

Que un problema nuestro y sólo nuestro, propio de nuestro tiempo, no lo hayan columbado los antiguos en todos sus perfiles, no es un

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obstáculo que, en mi concepto, nos vede contratar con el pensamiento pretérito los conflictos contemporáneos. Podemos ocupar posiciones enemigas en el reino de lo axiológico, tener hoy por injusto lo que el anarquista helénico tuvo por justo, pero el hecho es que su acierto es rotundo cuando nos presenta en debida simultaneidad, en panorama sintético, el desquite de la naturaleza dentro y fuera de las fronteras del Estado. Con otras palabras: el orden internacional depende del or- den interno; a la democracia está vinculado el derecho de Gentes, así como a la autocracia la anarquía internacional.

A esta conclusión ha llegado la ciencia jurídica contemporánea por inesperados senderos. Este problema tan sólo es materia de libros completos, pero no puedo dispensarme de insinuarlo si por uno u otro motivo he sentido pasar sobre él y proyectarse la sombra del gran anarquista ateniense.

¿Es uno el Derecho público?, se pregunta el pensamiento jundico de nuestros días. No, respondió Tnepel, no es uno sino dos, el Dere- cho interno y el Derecho internacional, sin punto posible de contacto. Si es uno, responde Kelsen, por exigencias de conocimiento unitario y por la imposibilidad gnoseológica de concebir la validez simultánea de órdenes jurídicos cuya norma fundamental no esté fuera de los mismos.

Y un tercero sobreviene en la disputa: Mirkine-Guetzevitch, monis- ta también, pero a su modo. A su modo porque, estimando intrascen- dente la discusión dialéctica, juzga que el problema de la unidad del Derecho público debe plantearse tan sólo empíricamente, esto es, viendo cómo insensiblemente dicha unidad se va logrando en el juego de ciertas instituciones contemporáneas. Triepel daba una solución sa- tisfactoria para su época, pero insuficiente para explicar la evolución posterior, la de la posguerra sobre todo. Kelsen, por su parte, se con- tenta con exigir la unidad, sin decidir si a de optarse por un monismo nacionalista o por un mínimo internacionalista, es decir por la supre- macía del Derecho nacional o del Derecho internacional. La reserva kelseniana, por lo demás, es del todo plausible dentro de su sistema, para elegir, en efecto, entre uno y otro monismo, sería menester el re- curso a motivos metajurídicos.

Pues bien: conceptuando ineficaz por sí sola la norma desnuda "pacta sunt servanda" Mirkine-Guetzevitch afirma que en la realidad

Page 13: EL PENSAMIENTO DE - historico.juridicas.unam.mxhistorico.juridicas.unam.mx/publica/librev/rev/facdermx/cont/236/... · ción, el pacto, y oh-as especies semejantes, es resultado de

EL PENSAMIENTO DE CALICLES (Sócrates y los Sofistas) 283

de la experiencia, el Estado democrático es el único que en ver- dad puede decirse obligado por un tratado internacional, desde el mo- mento que, además de ser un tratado, es también una ley para el Estado. Para su eventual ruptura, el Estado habrá de desgarrar al mis- mo tiempo su propio orden jurídico y allanar otros obstáculos como la oposición parlamentaria, la opinión pública, etcétera, inconvenien- les todos que están ausentes del Estado despótico. De ahí que el pro- fesor ruso formule su doble acción diciendo que el Estado democrático es la técnica de la libertad, al paso que el Derecho Inter- nacional es la técnica de la paz, y que será en vano proseguir una sin la otra, de donde concluye: "solamente la democratización de la vida interna de los pueblos libres puede conducir a la humanidad a la organización internacional".'

Por algo Mirkine-Guetzevitch se ufanaba con presentar como prue- ba suprema y la más alta expresión lograda en nuestros días de la unidad del Derecho público y del acatamiento de la democracia al or- den jurídico internacional, este texto de la Constitución de la segunda república española:

Articulo 65. Todos los Convenios internacionales ratificados por España e ins- critos en la Sociedad de las Naciones, y que contengan carácter de ley inter- nacional, se consideran parte constitutiva de la legislación española, que habrá de acomodarse a lo que en aquellos se disponga.

Una vez ratificado un convenio internacional que afecte a la ordenación ju- rídica del Estado, el Gobierno presentará, en plazo breve, al Congreso de los Diputados, los proyectos de ley necesarios para la ejecución de sus preceptos.

No podrá dictarse ley alguna en contradiccióri con dichos Convenios, sino hu- bieran sido previamente denunciados conforme al procedimiento en ellos esta- blecido.

La iniciativa de la denuncia habrá de ser sancionada por las Cortes.

Esto habían de destruirlo los Hércules, quienes como el sofista Ca- licles, juzgan que la justicia estriba en el predominio de los fuertes.

' B. Mirkine-Guetzevitch: "Derecho Constitucional Internacional", had. Legar y Lacani- bra, Ed. Revista de Dereclio Privado, Madrid, 1936.