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I ALFREDO GRANGUILLHOME EL LIBRO DE LOS CUENTOS INDIGENAS JUSTICIA PRIMITIVA, RUDA E IMPLACABLE, ENRAIZADA EN MISTERIOSO PAISAJE

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I A L F R E D O G R A N G U I L L H O M E

EL LIBRO DE LOS CUENTOS

INDIGENAS J U S T I C I A PRIMITIVA, RUDA E IMPLACABLE, ENRAIZADA

E N M I S T E R I O S O PAISAJE

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(7j) V 1975 Derechos reservados por el autor

« L I B R O S D E A Y E R ,

D E H O Y Y D E S I E M P R E »

Colección dirigida por B . C O S T A - A M I C

V O L U M E N 2 9

3 oy¿?¿

Derechos reservados conforme a la ley (C) 1975 B. Costa-Amic editor Calle Mesones 14 — México i s D. F. Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial. Registro N" 313

IMPRESO EN MÉXICO / PRINTED IN MEXICO

B I B L I O T E C A C E N T R A L ' tf, N* A» U*

i

ALFREDO G R A N G U I L L H O M E

EL LIBRO DE LOS CUENTOS

INDIGENAS S E G U N D A E D I C I Ó N

B. COSTA-AMIC EDITOR M É X I C O , D. F .

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«LIBROS D E A Y E R , D E H O Y Y D E SIEMPRE»

1 E L L I B R O D E L T E , Okakura-Kakuzo 2 L O S D I A S D E L H O M B R E , Dr. Besangon 3 E L J A R D I N D E L A S ROSAS, Saadi 4 C U A R T O D E H O T E L , Colette 5 Z A P A T A . F A N T A S I A Y R E A L I D A D , Alfonso Taracena 6 MÉXICO E N UN.HIMNO (Génesis e historia del Himno

Nacional Mexicano), Juan Cid y Mulet 7 L A M E C A N I C A D E L A I N T R I G A , Lorenzo de Anda

y de Anda (volumen extra) 8 D E L A M U E R T E , D E L A F I L O S O F I A Y D E D I O S . . . ,

A. Oriol Anguera 9 OPRESIÓN, V I O L E N C I A Y REPRESIÓN, J . M. San-

cli6z-Pércz 10 C U E N T O S AMOROSOS CHINOS. Clásicos del siglo X V I I 11 N U E V A CRÓNICA D E U N P A I S B A R B A R O (Diag­

nóstico crítico de Chihuahua), Arturo Castellanos Lira (volumen extra)

12 E L SACBÉ D E L O S MAYAS. Antonio Bustillos Carrillo 13 A L C O H O L I S M O ( E L ALCOHÓLICO Y S U F A M I L I A )

Dr. Jorge Valles 14 C I E N P O E M A S D E K A B I R , Rahindranath Tagore 15 R U B A I Y A T , Ornar Khayvam 16 COMUNICACIÓN Y OPINIÓN PÚBLICA, Eulalio Fe

rrer R. 17 E L M A G N E T I S M O E N S U O R I G E N [MÉTODO S U ­

P R E M O ! . Joaquín Trincado 18 L A T I E R R A D E L FAISAN Y D E L VENADO, Antonio

Mediz Bolio 19 S I N T E S I S HISTÓRICA D E L A REVOLUCIÓN M E X I -

CANA, Jesús Romero Flores 20 ¿JESUCRISTO C O M U N I S T A ? , Dr. J . Jesús Figueroa

Torres 21 A N E C D O T A R I O P O L I T I C O M E X I C A N O , Antonio Lo-

melí Garduño 22 M A Y A P A N (novela histórica), Argentina Díaz I .ozano 23 ¿OUÉ E S L A MASONERÍA?, Ramón Martínez Zaldúa 24 ANTROPOLOGÍA D E L MIEDO. A. Oriol Anguera 25 S E I S P O E M A S A L V A L L E D E MÉXICO ( Y A L G U N O S

E N S A Y O S S O B R E ESTÉTICA), José Alameda 2fi E L E S T I L O D E ECHEVERRÍA, Enríeme Calvan Ochoa 27 E L M E X I C A N O , CIUDADANO D E QUINTA (3 ' edi­

ción), Oscar Monroy Rivera 28 E N T O R N O A L P R E S I D E N T E D E L A REPÚBLICA,

José M. Niño 29 E L L I B R O D E L O S C U E N T O S INDÍGENAS, Alfredo

Granguillhome 30 E L SEÑOR E M B A J A D O R (Figuras de barro) (novela),

Juan Silva Vega

N O T A D E L EDITOR

AL F R E D O G R A N G U I L L H O M E , escritor extraordinario, tiene muchos años de escribir cuentos y novelas

cortas. Sus escritos, en general, se enmarcan dentro del ámbito rústico y selvático de la provincia mexi­cana, presentando tipos de vigorosa y muy definida personalidad.

Sólo puede darse una creación literaria del valor profundo y humano que caracteriza a nuestro autor, si se es conocedor —gran conocedor— de la vida compleja de nuestros indígenas. Y los relatos de AG corresponden a un conocimiento directo de aquellos ambientes y formas de vida. Explorador incansable, Granguillhome ha convivido por largas temporadas con los coras, huichóles, aztecas, yaquis, chamulas y otros grupos aborígenes de nuestro extenso territorio: esa es la cantera de la que nuestro autor extrae, en vivo y por contacto directo, la intensa fuerza dramá­tica de sus valiosos personajes.

Hoy entregamos al público lector, de México y del Continente, este ramillete de cuentos, con. categoría de antológico cada uno de ellos, varios de los cuales ya habían figurado en la primera edición de E l l ibro de los cuentos indígenas que editamos en 1956, hace la friolera de veinte años. • • cuando muchos de los que hoy pontifican —o creen pontificar— sobre "quién vale y quién no vale" en nuestro panorama literario, todavía andaban a gatas y ensuciaban mamelucos, y ahora se han arrogado, como misión, ensalzar valores que no son más que vejigas literarias en muchos ca­sos, b balones de humo.

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6 NOTA D E L E D I T O R

Sin embargo, en el panorama de veinte años atrás, ya Granguillhome ocupaba lugar excepcional, y tenía el reconocimiento de gente de la mayor valía del campo literario. Rafael Solana había escrito:.. . «Se siente por momentos que se tiene en las manos un gran libro de la categoría de E l l ibro de las tierras vírgenes de Rudyard Kipling, comparación que no es exagerada.» Nuestro distinguido amigo Andrés He-nestrosa, hoy al frente de la Asociación de Escritores de México, A. C. —que dicho sea de paso fue fun­dada y creada por el que suscribe las presentes líneas— decía de este libro de Alfredo Granguillhome: «Si dijéramos que A. G. ha llamado a un cónclave a los indios de México para oírles la voz más oculta, ha­bríamos dado una idea del contenido de E l l ibro de los cuentos indígenas.» E l añorado Jaime Torres Bodet escribió: «Posee [A.G.] el don del relato fácil, la descripción breve y el sentido humano de captar la emoción de los personajes que nos presenta. Siente con hondura el drama de nuestros campos y lo ex­presa con valor y veracidad.»

Estamos ansiosos de saber cómo la prensa espe­cializada de hoy en día recibirá esta nueva edición de El libro de los cuentos indígenas, y en general la aco­gida que dé a nuestra Colección «Libros de ayer, de hoy y de siempre» que representa un esfuerzo y una tenacidad personales bien poco comunes en nuestros medios. Y no importa que tachen de inmodestia a su realizador, firmante de las presentes líneas. •. Porque a la postre, es el propio público lector, el que deberá dar veredicto.

B. C O S T A - A M I C

México, D. F., mayo de 1975

P E P A MARTÍNEZ

Pues ahí tienen ustedes que hace años, muchos años, cuando la juventud bullía ardorosa por mis ve­nas, aposentado en la vieja casona de m i padrino, en Amatlán de Jora, me hablaron de Pepa Martínez.

Todo lo supe cuando m i madrina Encarnación me lo contó a la sombra fresca de las japomos. Y con palabras sencillas y expresiones en cora y mexicano, f u i sabiendo toda esa verdad tan grande como la Sie­r r a del Nayar y tan cruel como el fuego de las nubes.

Por aquella época, y como ahora, hacía u n calor insoportable y endemoniado. Bestias y hombres bus­caban la sombra fresca de casas y árboles para evitar el rayo ardiente del sol. Y en el arroyo nada más quedaba la yunta pataleando la polvosa vereda a rít­mico paso, avanzando por en medio, estúpida y lenta, sola y sin boyero, quien quedó allá donde Fulgencio, refrescando el gaznate y dándole gusto a la sin hueso.

Entonces y también como ahora, el diálogo obli­gado en todas las bocas era la celebración de las fies­tas patrias, en las que los hidalgos y allendes de oro­pel, desfilan por las calles, y los hombres y muchachos hacen guardia a los retratos de los héroes y a la Ban­dera que ondea en su asta, la que en ese olvidado rincón de México, parece gallardete de conquista plan­tado en legendaria t ierra de promisión.

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8 NOTA D E L E D I T O R

Echado de codos en el mostrador de la piquera, el boyero hacía pasar lentamente sus palabras por la lengua:

— ¿ Y quién va a recebir la Bandera? —Pos quién ha de ser, la Pepa, que apenitas ayer

cumplió años y . . . ¡Ay manito! Es tá . . . — L a chu­pada expresiva de bigotes de Felipe, cuajó en un gesto entre lascivo y malicioso.

—¿Está qué? — Y tembló la bemba de Pantaleón el boyero, cuando el amigóte se refería a la hembra" amada por él.

—Pos chula manito, rete chula. Y si me tardo un poco no faltará gallo que me la gane.

Pantaleón dejó la posición cómoda irguiéndose con violencia:

—Pos vete con tientas, porque esa mujer ya me llenó' la pupila y . . .

—¡Onde ! ¡Cómo! M i r a nomás con la que me sales; aquí me tienes habiéndole del velorio al mero dijuntito. ¡Qué caray!

— ¡ Y a lo o y e s . . . ! —Pos n i modo vale, el que tiene más saliva traga

más p i n o l e . . . y, bueno Panta, aquí te despides y alcanzas tus bueyes y hasta l 'otra.

Pantaleón embrutecido por los tragos de tejuino, y temblando de i ra salió del changar-ro y se echó a la vereda marchando entre el polvo y mascando su rabia, para buscar la manera de no ser la burla de ningún j i j o de l a . . .

Y por la noche ensilló su tordi l lo . Probó el f i lo de su machete y lo volvió a colocar en la funda. Mien­tras tanto, por su mente pasaba en representación cinematográfica la escena de la piquera y las miradas de los hombres del pueblo sobre la cadera cimbreante

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y las flores temblorosas de los senos de Pepa Martínez. Montó para arrancar al galope rumbo a la casa de

Josefa. A l trote pasó entre las casas envueltas con la brisa hasta llegar a una de pilares blancos cuajada de enredaderas. Bajó, tocó la puerta, y después del chirr ido del cerrojo salió la madre de Pepa:

— Y tú ¿qué andas haciendo a estas horas por aquí?

La vieja lo increpó mientras miraba recelosa al hombre buscando sus intenciones en el semblante.

—Pos ná, doña Chencha, que pasé por-aquí y d i j e : "Voy a saludar a esa señora tan güeña que vive en el pueblo."

—¡Lárgate de aquí, barbero! No es a la vieja hi jo , no es a la vieja a quien quieres saludar, es a la mu­chacha, pero ten por seguro que la tengo guardada con siete cerrojos y lo que es cierto es que de noche no la ves, y de día. . . de lejos.

— M i r e si será'sté mala. Claro que quiero verla, pero también. . .

— M i r a hi jo , vete en buena hora y que Dios te bendiga. Por aquí no es t u rumbo.

— T o t a l doña Chencha, pos si m i viejo vendrá a p i d i r l a pa mí ¿pos pa qué tanta faramalla?

—Vete y déjanos tranquilas. Si no te vas pronto, te echo a los perros.

—Tá bien, pero ¿no me dá tantita agua? —Es lo menos que se le puede negar a u n cristia­

no. Espera. Cuando doña Chencha anduvo todo el corredor y

entró a la cocina, Pantaleón se quitó las espuelas y entró despacio y silencioso para seguir por el corre­dor hasta la habitación donde presentía que estaba

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lo VI I I I I l u í ( . 1 1 V \ I . I ¡ I I , I . I I ( I ! V 1 K

I i 1 " i i i Qfl H di . ;MI. .I •>.-.. Resueltamente entró cerran-l l " l l l | M I I I l . l

M m i l ¿tiende cuándo te has vuelto asal-i . i n h Pantaleón?

•Dende que todos andan tras de t i como perros tras " l i a ruca " .

— N i caso les h a g o . . . Y ora que me acuerdo. ¿ A t i qué te importa ? Tú no eres nada mío y puedo hacer lo que quiera. M e da la gana oírle serenatas al que me las traiga y total, ya vete porque m i mamá te va a llevar Tagua.

— N o me has entendido, es que vengo por t i y ora te vienes conmigo o hago aquí una matachina.

— N i pa tanto . . . — L a Pepa se sonrojó y lo vio con preocupación—, anda, vete antes de que empiece a gritar.

Pantaleón ya no oyó estas palabras, se acercó a la muchacha y quiso tomarla en brazos, pero ella se resistió y . . . pues n i modo, de un golpe la aturdió y con su espléndida carga corrió hacia su caballo, mientras doña Chencha que ya iba con el agua, tiró el cacharro y corrió queriendo detener al boyero. Pero lo hizo tarde. Pantaleón sobre el penco casi volaba dejando atrás pueblo y bueyes, ramajes y l u ­n a . . . E l mañana sería otro día, mientras tanto, doña Chencha chillando a gritos enronquecía con la casa a sus espaldas y la vereda por delante.

A l domingo siguiente hubo fiesta y pachanga, har­to tejuino y aguardiente. Las marimbas enhebraban sones a cuyo compás todos bailaban zapateado y ja ­rabe. La casa de doña Chencha estaba llena de gente por la celebración de la boda de Pepa y Pantaleón. Hasta los borrachínes palmoteaban a Panta, escupién­dole el rostro al hablar:

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—Hasta que se t'hizo m a n o . . . 1

— Y a ves . . . E n tanto Rafael, Lalo y Pascual, tomaban tejui­

no y aguardiente hasta caerse de borrachos, olvida­dos ya de que alguna vez pretendieron los amores de la Pepa.

A part ir de ese día, los dos vivieron para que­rerse a la rústica, tener hijos y gozar la vida. Así, los años pasaron como a lomo de burro, entre la tierra y la choza. A veces, Pantaleón se impacientaba por esa yunta lenta y cansina, pero arremetía contra el surco una, otra y otra temporada. Las tardes rojizas y azules de los crepúsculos le salían al encuentro al retornar a su choza donde Pepa, l impia , sonriente y bella, lo recibía en la puerta para ofrecerle el calor de sus brazos, el sabor de su boca y el amor de su alma.

Le pusieron Panchito cuando nació. E l corazón de Panta se agitó impaciente por la emoción, al to­mar en sus recios brazos ese animalito arrugado y gritón, ¡pero tan i m p o r t a n t e ! . . . ¡Su h i j o ! . . . Y la Pepa, miraba a los ojos del hombre, halagada al re­coser el destello de felicidad en su semblante cobrizo.

Una mañana salió Pantaleón con el r i f l e al hom­bro rumbo al monte donde sorteó con habil idad el pantano, subió a un japomo y esperó paciente. Ya al atardecer la hierba se agitó con violencia y en el claro espacioso apareció Océlotl el feroz, mas al dis­parar, el tigre se movió alcanzándole u n rozón de bala en el pellejo.

Regresó por la noche con un venadillo y varias huilotas, y contó a quien quiso oírle, que tuvo al tigre casi al alcance de su mano.

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* #

El destino apila los hechos y los suelta poco a poco. Por f i n , a la vida de Pantaleón y Pepa, días después, llegó, porque así tenía que ser, el lapso crucial.

La vereda que va del pueblo a Guasimita es poco transitada, pues serpentea inacabable a través de la manigua. Sólo de día puede atravesarse, ya que de noche recobran su poderío los animales de los cubiles y las rocas.

Por la vereda iba esa tarde Pantaleón Martínez, caminando con paso inseguro, pues estaba muy borra­cho. De vez en cuando se detenía en los lugares de sombra y trataba de coordinar sus ideas con deses­peración, ya que la noche estaba cerca y el pueblo lejos. Se esforzaba en apresurar el paso, darle la f i r ­meza de la lucidez, pero era inútil.

Unos caminantes le ofrecieron tejuino y aguar­diente, por eso el trago le producía, con la borrache­ra, una somnolencia trágica y le acometían furiosos deseos de quedar tirado cabe el tronco de cualquier árbol.

La tarde terminaba y la brisa apenas movía las hojas. U n gorjeo contralto, de variada y musical to­nalidad, dio el toque de alerta a la llegada de las som­bras. Se prendió la primera luz verde cuando los co­cuyos y luciérnagas iniciaron su diar ia y nocturna labor de competir con las estrellas.

Pantaleón no pudo más. Tropezó con un guijarro y quedó t irado allí, inmóvil y aletargado. No había luna, y las estrellas colgaban de las ramas de los ár­boles como farolas exóticas de un carnaval misterioso y legendario. E l hombre dormía y su respiración

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acompasada levantaba el borde de su camisa. Mien­tras, en el contorno se producía estremecimiento.

Océlotl el imponente se agitó en la maleza. Sus ojos, como dos. luces verdes y frías de mirada asesina, se f i jaron en un punto determinado. . .

En el pueblo había paz, y en el monte las luces verdes desaparecieron cuando el t igre, con un salto prodigioso cayó sobre Pantaleón.

Entre los ruidos habituales del bosque se perdió el grito angustioso del hombre atacado por la fiera. La manigua se erizó porque el tigre probó la carne humana, y el camino de la montaña y los cocuyos temblorosos se arroparon con la tragedia.

A l día siguiente, entre un amanecer constelado de alegrías, yacían los restos informes de Pantaleón Martínez. Unos arrieros que pasaron de mañana, lo encontraron, abrieron una fosa y echaron lo que quedó. Luego bajaron al pueblo con el sombrero y los zapatos del " d i j u n t o " .

—Fue el tigre señora, a su señor le dimos sepul­tura y le tráimos la noticia.

Josefa quedó mirando a la montaña, con los ojos secos y el rostro cetrino. Cubrió luego la cara con el rebozo y volvió la . espalda. Entonces lloró a gritos. En tanto, los arrieros siguieron su camino, y en el suelo quedaron como mudos testigos, los zapatos y el sombrero.

Con lentitud fue serenándose, poco a poco adquirió calma, miró dentro del cajón donde dormía el mu­chachito, lo sacó y envuelto en el rebozo lo llevó a su comadre:

—Aquí le traigo el niño, comadrita. Me lo cuida, orita vengo. ••—•*<*>**.

—¿Onde va comadrita?

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— A buscar al animal que me dejó sin hombre. — T a güeno comadrita, pero. . . mejor no vaya,

¿pa qué busca asté la vida? •—¿Asté me lo revive? No, ¿verdá? Cuide a su

ahijadito que queda en güeñas manos. Hasta moshtla. —Hasta moshtla comadrita. Ave María Purísima,

sin pecado . . . Y el murmul lo del rezo se perdió en el aire, en

tanto que Josefa retornó a la cabana, con mano ex­perta tomó el r i f le , colocó una a una cinco balas en el cargador, cortó cartucho y salió al camino.

Estaba bello el día, el césped tenía rocío, los pá­jaros chillaban, comían y cantaban. Por la vereda entró Josefa en busca de Océlotl, en una persecución de horas. Las ramas de los árboles entretejían u n techo natural , apagándose poco a poco la claridad en la espesura.

En el pueblo los rumores se trenzaban furiosos. Que si murió Pantaleón, que si el t igre se desquitó por el balazo, que s i . . .

Y la comadre Encarnación aguantaba el regaño del mar ido :

— ¿ P a dónde agarró? —Pos di jo qu'iba a buscar al animal que le mató

al marido. —¡Maldita sea! ¡Por qué no me avisó antes, vie­

ja condenada! Ora en lugar de uno van a ser dos los muertitos, y asté se queda tan tranqui la como si aqué­lla juera a un mandado. N i modo pues, a esperar hasta mañana.

Agustín, el viejo de Encarnación, disipaba en tanto su m u r r i a en la comba de la hamaca, y con el pie se movía con suavidad abanicándose al mismo tiempo. Sabía bien la locura que significaba i r tras

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el t igre, pero que lo era más salir tras la Pepa la que, total, como hembra herida en lo más hondo, iba tras un desquite que no le resarciría lo perdido.

Y llegó Josefa al claro del monte, a la vera del sendero. Allí cerca se esparcían los restos de la hoja­rasca revuelta, y bajo un montón de piedras, los de Pantaleón se confundían con la t ierra.

A r r i b a , sobre el copón de ramas, atisbaban las bestezuelas el desenlace de una tragedia que se inició la víspera.

U n buen rato quedó de rodillas frente al túmulo de piedras que señalaban la tumba. No era hora de l lorar. Agresiva, iracunda, miraba a todos lados bus­cando al animal. De rama en rama los parlanchines monos discutían a gritos la presencia de la intrusa, y a oídos del tigre llegaban noticias de carne fresca en las inmediaciones. Se desperezó, lanzó un suave maullido que erizó los pelos de todos los animales y espantó a las aves, y la selva se impregnó del silencio precursor de los grandes acontecimientos.

Agustín y Encarnación se sacudieron levemente cuando de lontananza llegó el ruido de los disparos. Los cocuyos saben y las ramas viejas también, lo que allí ocurrió. Pero al día siguiente que los hom­bres del pueblo salieron con las parihuelas a recoger él cadáver, hallaron a Océlotl el feroz, con la cabeza rota a balazos, pero no encontraron a la mujer por ningún lado.

Pensativos regresaron, después de varias horas de búsqueda, y la dieron por perdida. A par t i r de enton­ces, se forjó la leyenda en el escenario solemne de la vida, con el drama habido entre un hombre, un tigre y una mujer. Las viejas cuentan que Pepa Mar-

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tínez vaga por la selva buscando a su hombre y que nunca lo hallará.

Mientras tanto, en un socavón del barranco, se pudren los restos de Pepa Martínez, que al retroceder disparando, cayó a la hondonada y allí se mató.

Desde entonces, viví con m i madrina Encarnación, para oír después de sus labios el relato de este girón de vida de m i madre. Voy con frecuencia a ese claro de monte y mis labios con el rumor del bosques, des­líen el suave deseo: Pantaleón y Pepa: Descansen en p a z . . .

J A C I N T O Y SU BURRO

Había una vez un indio , allá por los montes de Chiapas, llamado Jacinto. Se llamaba así nada más: Jacinto, pues aunque su padre, cuando vivía, le apli­caba, un nombre sacado del dialecto chamula, acabó por olvidarlo ya que, mocetón y bien plantado, pro­siguió en la tarea del tata quemando carbón para ba­jarlo a la ciudad cada determinado tiempo.

Cierta vez, Jacinto, como de costumbre, aparejó su burro , le colocó los tres costales de carbón y salió muy de mañana al pueblo grande a venderlo.

Bajando de la montaña, Jacinto arreaba el animal, y su cabeza mientras tanto estaba lleno de muchos pensamientos. Jacinto era un indio que pensaba y conocía a las gentes que trataba. Sus ideas eran sim­ples: llegar a la tienda de don Venancio, ofrecerle der el regreso tras las compras necesarias.

Allá en el pueblo, su "mama" quedó lavando sus cotonas de manta, pues el regreso lo hallará bien su-la carga que le sería comprada y después a empren­d o . Apuró el burro , sacó su paliacaté y limpió el su­dor con tierra que le escurría por la frente.

Pasadas algunas horas resonaron sus pasos y los del burro en el empedrado de las primeras calles. Era temprano y las gentes empezaban a salir, para abr i r ventanas y el pueblo despertó con las primeras

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risas y grilos de los muchachos. Detuvo su animal pa­ra dar paso a un aguador, y por f i n , tras de breve caminata llegó a su destino: " L a Sevillana", tienda y cantina. Propietario, Venancio González, repre­sentado por una boina ladeada, un delantal mugroso sobre el vientre prominente, brazos y torso velludos y bigotazos de aguacero. Este era don Venancio.

Jacinto entró con su sombrero en la mano y se dirigió al ibero :

—Buenos días, don Venancio. —Buenos muchacho, ¿ya traes el carbón? —Sí , señor, ¿lo toma todo? —Pásalo allá dentro, después barres todo el fren­

te de la tienda, así como el empedrado hasta la pared de enfrente y luego vienes por el dinero.

— T a bueno, como la otra vez lo h a r é . . . El muchacho arreó la bestia, la metió hasta el ma-

chero, descargó, amarró el animal a un palo y tomó una escoba. Durante cerca de dos horas barrió a con­ciencia todo el frente de la tienda bajo la mirada v i ­gilante de don Venancio. Cuando terminó, dejó la escoba y se acercó al mostrador sacudiéndose la ropa:

— Y a está, don Venancio. —/Cuánto te debo? —Tres costalillos a ocho pesos cada uno, son

veinticuatro (no en balde estudió hasta tercero de p r i m a r i a ) .

—/Veint idós? — N o don Venancio, veinticuatro pesos, ya ve que

vengo de lejos y es buen carbón de puro encino. — S i quieres te doy veintidós porque ya me lo

vinieron a ofrecer a veinte, de modo que. . . Jacinto se le efuedó viendo divertido, pensando qué

la única diferencia entre el tendero y él no era mas

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que la tiendota y los bigotes, porque de ahí en fuera, indio carbonero como es, nadie jamás le puso un pie delante. Por eso le contestó con palabras suaves:

—¿Eso le ofrecieron? Pues aprovéchese, don Ve­nancio, porque si no se le va el conejo. M i carbón vale a ocho pesos el costal, de modo que voy a cargar otra vez y ya veré quien me lo compra.

—Pero si ya barriste a f u e r a . . . — ¿ Y qué? Barreré otra vez, pero necesito los

centavos para m i " m a m a " . E l tendero se atuzó el bigote, nervioso y medio

sonriente, a él también le gustaba la pelea, y se dio por vencido. Sacó el dinero y lo echó al mostrador.

— Y a pues, toma tus centavos. Y ahora te tomas un comiteco a m i salud.

— N o me apetece. . . —¡Cómo que no ! ¿Cuándo un indio rechaza un

trago ? —Pos los habernos don Venancio, pero me lo to­

maré nomasito porque usté no diga que soy rajón. Le fue servida la primera copa a Jacinto: —Echatela, yo te acompaño. Jacinto hubiera preferido mejor irse, pero ya que

don Venancio regalaba —cosa rara en u n tendero—, p u e s . . . a darle, y entre pecho y pulmón colocó el tra­go ante la mirada ladina del sevillano.

—¡Caray! N i siquiera la "chiquit iaste" , así me gusta —Venancio le llenó otra vez la copa—, ahora tómate ésta que paga la casa.

Y entre trago y trago se inició la plática, en tanto que la botella de comiteco bajaba en su contenido, la borrachera de Jacinto aumentaba: Que si vives le­jos, que allá tras la loma, que tómate ésta, que ven-

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gan las otras, que soy muy valiente, que se me hace tarde, q u e . . .

Con grandes trabajos Jacinto alcanzó a salir de la tienda y a part ir de ese momento, se le volvió todo una nebulosa. Si no fuera porque alguien pasó y le tiró una patada, allí siguiera,

Se encontró todo sucio de polvo- y basqueado. Ha­bía pasado el tiempo tirado en el suelo y la tarde continuaba cayendo sin remedio y sin lastimarse. Len­tamente logró ponerse en pie con la boca pastosa y la cabeza que se le iba, monologando:

— ¿ O n d e estábamos? ¡Ah ! Pues que decía don Venancio. . . don Venanc i o . . . Sí, allá adelante está la tienda.

Aún no se explicaba cómo llegó hasta allí en tanto que su burro , amigo f ie l , no lo abandonó. Como sus fuerzas le dan a entender, Jacinto empezó a andar hacia su pueblo. Pero antes había que comprar el aceite de lámpara, el jabón, los cerillos, el piloncil lo, la sal y otras cosas. Irá a otro lado porque en " L a Sevillana" le darán otra ración de aguardiente, y en­tonces sí, se perderá hasta el otro día. Llegó a un tendejón, pidió las cosas, se las envolvieron y buscó el dinero para pagar:

— N o . . . —se buscó en los bolsillos-—, aquí no está . . . n i a q u í . . . aquí tampoco. ¿ Pos qué con la borrachera se me perdería?

Y a le miraban feo en el tendejón y prefirió salir mostrando una risita de conejo y mascullando discul­pas. Volvió al lugar donde había permanecido t irado , pero fue inútil, según pensó, se cayó el dinero, otro lo levantó y n i modo. ¿Qué va a pasar ahora si no llevo algo? Pues que habrá hambre y hará frío, y la " m a m a " le dirá bruto y zorri l lo , pariente de bes-

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l i a sucia y otras palabras espantosas, y lo amenazará con descuartizarlo y dar de comer sus piltrafas a los zopilotes. Y todo por las malvadas copas. Mientras Lanto, arreaba el burro , repasando en voz alta los acontecimientos:

—Tanta alegadera por el carbón — m u r m u r a b a — , total , pa perderlo todo. Quién me lo manda, me hu­biera yo ido enseguida y no lo hice porque ese don V e n a n c i o . . . ¡Arre b u r r o ! ¡Y este b u r r o ! . . .

Se detuvo, miró al burro y una idea surgió de su mente ofuscada. Volvió grupas y con semblante risue­ño entró de nuevo al pueblo. Como no tenía confian­za con otras gentes y don Venancio fue tan bueno de regalarle copas, llegó de nuevo a " L a Sevillana":

— D o n V e n a n c i o . . . —Qué hay amigo, ¿ le falta algo? — N o , don Venancio, pos que perdí el dinero que

usté me dio por el carbón y . . . — N o te digo, si serás tarugo, ¿y qué quieres que

yo haga? ¿Que te preste? No señor, a la palabra te doy dinero y jamás te vuelvo a ver la cara, de modo que ya vete largando que es hora de cerrar.

No dejó de extrañarse Jacinto del cambio opera­do en el tendero, sin embargo pasó por alto sus pa­labras ante la necesidad:

—Oigame señor, como necesito llevar. la provisión para que coman allá, présteme sobre el burro y luego le pago.

Don Venancio soltó la carcajada, después miró al burro e hizo sus cálculos mentales entrecerrando los ojos y contando con los dedos. Luego dio un mano­tazo al mostrador:

— B i e n , te presto cuarenta pesos por el animal , y conste que voy arriesgando.

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— T u bueno, señor, venga el dinero. —Sí , pero te lo presto con el veinte por ciento

de rédito, que en estos momentos te descuento, nada más recibirás treinta y dos y . . .

— ¿ P o r no que cuarenta? ¿Quién lo entiende a usté?

— M i r a , no seas bruto, el dinero no te lo voy a prestar por t u linda cara, lo voy a tener embroma­do, de modo que por prestártelo, tú me tienes que dar ocho pesos cada mes, y luego cuando puedas me de­vuelves los cuarenta y te daré t u burro .

—Pos ya mero no me da usté nada, se queda con el burro y encima le tengo que pagar, ¿verdá?

— N o te pongas pesado, si aceptas el trato lleva el animal al madrero, y si no, lárgate que me quitas el tiempo.

Surgió en la mente de Jacinto la visión de su " m a m a " con las manos cruzadas junto al fogón vacío y frío. Por las noches sin más luz que la de las es­trellas, con la panza vacía como tambor y . . .

—Déme el dinero don Venancio, deveritas que la necesidá tiene cara de nagual.

Metió el muchacho su burro al machero de la tienda y al salir recibió los pesos. Ahora, don Venan­cio estuvo otra vez jovial .

—¿Otra copita? Paga la casa. — N o , gracias señor, que le aproveche, ya es de

noche y tengo que andar harto. Adiós. Se aproximó al tendejón, compró una " b r e v a "

que se fumó con deleite, así como las provisiones y por f i n emprendió la marcha perdiéndose en un re­codo de la noche.

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Pasaron los días, en su pueblo Jacinto tirado sobre un petate fumaba mientras pretendía resolver el com­plejo problema de llevar el carbón juntado al pueblo grande. Sin burro se sentía perdido, pues tres días después completaría los tres costales sin tener con qué llevarlos. Pensó en sus vecinos, pero todos estaban ocupados con sus aminales todo el tiempo, y aunque lo hubieran deseado no podrían prestarle una bestia. Miró hacia el corral de su casa y pegó u n salto cre­yendo ver visiones: ¡Allí estaba su b u r r o !

—¡Cómo c h i v a s . . . ! De un salto se aproximó al animal. Este, con su

mirada boba y húmeda parecía decirle: " S i n nove­dad, jefe, que rompí el mecate, salté las trancas, y aquí estoy listo para todo trabajo."

— T e voy a regresar con don Venancio, y te que­darás allí hasta que pague lo que le debo. Sí, ya sé que te pusieron a trabajar, pero n i modo, así es la vida.

Le echó pastura y volvió al petate. Aún no ter­minaba la tarde cuando llegó don Vicente, viejo ven­dedor de fruta y vecino del pueblo:

—Buenas tardes todos. —Buenas tardes le dé el Señor, pase don Vicente.

Siéntese. . . No, allá no, aquí en este butaque. Don Vicente tomó asiento, se quitó el sombrero,

sacó despacio un cigarro, lo prendió, echó el humo al techo en estirada voluta y bien repatingado inició la charla:

—¿Cómo te fue en el pueblo grande, Jacinto? —Pues mal don Vicente, vendí m i carbón a don

Venancio, luego me invitó unas copas, por cierto que usté estaba allí dormido en un rincón.

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— D o r m i d o no, hi jo , borracho nomás, bien bo­rracho. ¿ Y luego?

—Luego desperté en la calle t irado y sin dinero, se me ha de haber caído con la borrachera. Y n i modo, le empeñé el burro a don Venancio pa tener con qué traer la provisión a la casa, ya ve usté cómo es m i " m a m a " .

Don Vicente dio otra bocanada voluptuosa al c i ­garro y sonriente afirmó:

—Pos tú no perdiste el dinero. — ¿ N o ? Pues n i modo que se lo hubieran llevado

las iguanas. — Y o estaba borrachito, pero pude ver todo. —Entonces, ¿qué pasó? —Te lo robaron. —Bueno, da igual, de todos modos ya no tengo

el dinero y n i modo que lo recupere. —Pero yo sé quién f u e . . . Jacinto se medio incorporó del petate, sorprendi­

do, con él cigarro en la comisura del labio y las gre­ñas revueltas. Tomó a don Vicente de un brazo y casi lo sacudió:

—¿Usté sabe? Dígame quién fue para coger m i machete y enseñar a ese j i j o de padre desconocido a robar a gente honrada.

—Fue don Venancio. Cuando ya te caías de bo­rracho, mandó un dependiente que te llevara a la calle y te sacara los centavos del carbón.

— ¡ N o me d i g a ! . . . Y Y o . . . —Eso no es todo. Como luego me puse pesado y

no traía dinero, f u i a dar a la cárcel. Allí dormí un poco y se me despejó la cabeza, luego se me acercó el secretario del juzgado y me d i j o : " ¿Qué te traías anoche con ese cuento de don Venancio y de un d i -

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ñero?" y yo le conté todo lo que había visto, y en­tonces él me d i j o : "Bueno, ya te puedes i r , pero en cuanto yo te llame vienes." Y eso es todo.

Jacinto quedó silencioso jugueteando con una paja, su mente estaba confusa:

-—Con que don Venanc i o . . . ¡ Quién lo fuera a creer con su tiendota! Fíjese don Vicente, que el bu­rro se escapó y ya lo tengo aquí. ¿Ora qué hago?

—Sigúelo usando h i jo . Por algo, la Providencia o lo que tú quieras, lo dispuso así.

* #

Mientras tanto, en el pueblo grande, don Venan­cio no tardó en darse cuenta de la falta del burro, y de inmediato marchó al juzgado a quejarse. Llegó en el momento en que el secretario del Ayuntamien­to, atildado y amanerado como todos los secretarios, charlaba con su congénere el secretario del Juzgado. Hablaban de lo que les interesaba a los hombres: esto es, de parrandas o juego, en tanto que los humildes implorantes de justicia, esperaban sentados en el suelo echando su mirada oscura y felina sobre esos hombres en cuyas manos estaba la solución a sus problemas. Cuando entró don Venancio, hombre importante en el pueblo, se le acercaron para estrechar su s mano:

— ¡ D o n Venancio! ¡Qué gusto de verlo por aquí! ¡Diga en qué lo podemos servir!

—Nada hombre, nada, que le presté dinero a tín indio carbonero por su burro y ya no está.

—¿Quién —interpeló el del Juzgado— el burro o el carbonero?

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—¡El b u r r o , señor secretario, el burro ! Y jcreo que el carbonero lo robó para no pagar su deuda. Quiero que se abra una investigación para que se le castigue por ladrón.

Mientras hablaba, el secretario lo observaba por encima de sus espejuelos. Todos los secretarios usan espejuelos, sobre todo los de Juzgado, aunque no los necesiten, y pocos son los que usan el cerebro, porque es difícil que lo necesiten. Pidió a don Venancio que esperara un poco y jalando a su colega a un rincón le d i j o :

— Y a verá, compañerito, cómo hago sufrir un rato a este gachupín. . .

—Mucho cuidado, compañero, recuerde usted que es compadre del señor Presidente Munic ipal .

—Pues con todo y eso, ya lo verá retorcerse como lagartija atrapada. Nada más ponga atención.

Y regresando al estrado, se dirigió al español: —Está bien don Venancio, se hará como usted

diga, ya doy órdenes de que busquen a ese muchacho. ¡A ver Fernando! —gritó dirigiéndose al cabo de guardia—, ven acá.

— A sus órdenes, señor secretario. —Pon atención, aquí está don Venancio Gonzá­

lez, que te dará los datos para localizar a un burro que ha sido robado por su dueño.

Fernando se quedó con la boca abierta, luego con una risita falsa se atrevió a protestar:

—¡Je , j e ! Si el animal fue robado por su dueño, no hay delito qué perseguir. . .

•—¡Tú recibe esos datos, y a callar! El cabo tomó un papel y escribió todo lo que don

Venancio dictó. Cuando acabó la diligencia, el espa­ñol se preparó para despedirse:

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—Bueno amigos, muchas gracias, y espero que pasen por la tienda para tomar una copita.

—Muchas gracias, don Venancio, a propósito - -subrayó el secretario—, por aquí nos llegó un indio viejo y borracho a contar una historia muy curiosa que posiblemente le interese.

— ¿ S í ? ¿De qué se trata? —Pues verá usted, que llegó un indio carbonero

a vender su producto a la tienda de un amigo nues­tro , que luego, ese buen amigo nuestro invitó unas copas al i n d i o . . .

—Oiga usted, señor secretario — l e interrumpió el tendero ya mosqueado—, hace tiempo que no va usted a m i tienda, me daría gusto agasajarlo como se merece. Por cierto que tengo un coñaquito q u e . . .

Y besando la punta de los dedos demostraba la calidad del trago. E l secretario sonriente, se acari­ciaba el ralo bigotil lo insinuando al mismo tiempo:

— U n día de éstos paso, y por favor, no deje usted de mandar unas botellas de ese coñaquito, aquí para m i amigo el señor secretario del Ayuntamiento y para su servidor.

— N o faltaba más, hoy mismo las tiene usted en su poder. Adiós, señor secretario.

E hizo ademán de salir. — U n momento don Venancio, mañana le mando

el informe de la investigación ordenada por usted. — N o , no, en realidad no tiene importancia, creo

que hoy amanecí atendiendo pequeneces. Que ya no se mueva este asunto.

—Usted manda, don Venancio, que la vaya bien y saludos a la señora.

E l tendero salió echando truenos, pues era la p r i ­mera vez que le fallaba su truco favorito con los

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indios. Y esa tarde los dependientes de su tienda no oyeron otra cosa que gritos destemplados y palabrotas.

— ¿ Q u é coñac enviamos al juzgado? ¿Hennesy o Bobadilla?

—¡Lárgate a todos los cuernos! ¡Manda cuatro botellas de aguardiente "Leño" y que se den por agasajados.

# *

Días después, Jacinto bajó a la población por una vereda que parecía un listón amari l lo tirado como al acaso entre la lujuriante fronda del trópico.

Mientras apachurraba con los dientes las uvas silvestres que arrancaba del follaje cercano, siguien­do su camino, pensaba en todo lo que tenía por de­lante: verle otra vez la cara a don Venancio, pues no encontró manera de llevar el carbón a otro lugar. Además, la cabecera municipal era paso obligado y las otras poblaciones le quedaban muy distantes, alar­gando la jornada muchas horas.

En pensar esto y aquéllo, hizo su entrada al pue­blo, y haciendo de tripas corazón, enfiló hacia " L a Sevillana". Obvio es decir que llevaba un poquito de miedo en el alma. Hizo una l igera persignada antes de entrar y luego revistiéndose de valor se acercó al mostrador. -

—Buenos días don Venancio. — ¿ Q u é tal amigo? — d o n Venancio abrió los ojos

asombrado—. ¿Qué pasó con nuestro trato? Pasa el burro al machero y luego hacemos cuentas.

Los parroquianos suspendieron su charla y que­daron atentos a lo que pasaba. En un rincón, don

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Vicente paladeaba su comiteco y dirigía una sonrisa burlona al conjunto. Jacinto no se movió, quedó tra­bado. Si pasaba el burro al machero estaría perdido todo.

—¿Qué te sucede? ¡Andale ya que estoy ocupado! Por f i n , Jacinto rompió su silencio y se quedó

mirando a los ojos al tendero para decirle: —Es que éste no es el mismo burro . —¿Cómo que no? ¡Si desde aquí le veo la man­

cha en la frente! Y la matadura aquél la . . . — L e digo que no es, señor, yo se lo aseguro. Y

a propósito, don Venancio, el otro día que estuve por aquí~. . .

Ya el ibero vio venir la cosa y con voz de trueno gritó:

—¡Vas a meter el burro o no! — N o más tantito , como le iba diciendo, usté me

ofreció unas copas de comiteco y . . . — ¡ N o seas b r u t o ! Te digo que pases el carbón

y lo dejes dentro, pero pronto. La gente reanudó su conversación mientras Ja­

cinto arreó rápido el animal, lo metió, descargó y retornó.

— Y a está s e ñ o r . . . —Ahora barre todo lo de enfrente de la tienda

hasta la otra o r i . . . — U n momento, ^señor, nomasito quiero recordar­

le lo del otro d ía . . . —¡Vaya con el hombre! Bueno, ¿cuánto te debo? —Cuarenta pesos. —¿Cuarenta pesos? Estás loco, aquí tienes los

veinticuatro pesos que vale. —Pero ora ya subió de precio. Y como le iba

diciendo señor, cuando perdí el sentido por las copas. . .

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—Bueno, pues, ya cállate y toma, aquí están los cuarenta pesos, pero no quiero más carbón pues lo das muy caro. Y a vete.

Jacinto tomó el dinero lo contó despacio y lo puso sobre el mostrador al alcance de don Venancio.

— ¿ N o haces trato? — l e preguntó desconfiado. —Sí señor, es que le estoy pagando los cuarenta

pesos que le debo. Y ora quiero m i burro. Don Venancio se demudó por la i ra , al ver el

burro allí y sin poder reclamarlo. —Tú sabes que el burro se fue y es ése —pudo

decir con voz ahogada. — N o señor, no es el mismo — o t r a vez los parro­

quianos, oreja parada, pescaron al vuelo la intención de Jacinto—, es su herinanito gemelo. Y como le iba diciendo, cuando desperté, estaba tirado en el suelo, me dolía la cabeza y al buscar mis centavos. . .

—¡Que te calles el hocico! No tengo tu burro y te lo voy a pagar. ¿Cuánto vale?

—Cien pesos, señor. —¿Cien pesos, bandido? ¡En f i n , toma y lárgate

pronto donde nunca te vuelva a ver ! Jacinto tomó el dinero, lo contó despacio ante la

mirada fur ibunda de don Venancio, y luego, senci­llamente, con el sombrero en la mano y sin hacer caso de la actitud colérica del tendero, le d i j o :

—-Muchas gracias señor larga vida le deseo, y que siga prosperando. Siento mucho que usté esté enojado, pero si el burro aparece, se lo traigo, pala­bra de honor, porque éste es su hermanito gemelo, ;eb? Adiós don Venancio.

TECUARE

A galope tendido, Fermín García salió del pue­blo, con la prisa en el alma y las balas por las orejas, disparadas con la sana intención de mandarlo al otro mundo, si lo hay, para hacerle compañía a Espiri-dión, a quien hallara momentos antes no en dulce, sino en acaramelado coloquio con Elena, la que le había jurado amor eterno.

— Y todo por creerme de las malditas viejas —monologaba—, total , pensándolo bien, quien tuvo la culpa fue ella, pero n i modo, "e l muerto al hoyo y el vivo al "bol lo" .

Esa carrera loca tuvo el f inal de la calma chicha: el juez de paz y sus compañeros, optaron por regre­sar dando por cumplida su misión. Si Fermín regre­saba, entonces le colgarían pronto de la primera rama gruesa que encontraran, y si no, allá la Provi­dencia se encargaría de castigarlo.

Pasó la noche a orillas de un río, envuelto en su frazada y durmiendo como bendito. No le remor­día la conciencia, pues según el sino fatalista del mestizo, Espiridión tenía que morir en una forma u otra.

M u y temprano buscó su caballo que cerca tris­caba, lo ensilló y montando tomó el rumbo de la gran

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montaña por una vereda más frecuentada por caza­dores y bestias que por viajeros habituales.

Todavía encontró una ranchería donde le fue ofrecida con hospitalaria y campesina fraternidad, el pedazo de chachalaca tatemada en las brasas, los frijoles de la olla con tortillas suaves y calientes, y para terminar, un puñado de camarones de río, un pocilio con café negro, jocuixtles asados y media sandía.

Por las dudas, compró allí tasajo de vaca y gor­das de maíz para el camino. Llenó el bule y emprendió la marcha.

¡Pase aquí la noche amigo! — l e gritó el ran­chero.

—Gracias, pero me corre prisa. ¡Me andan bus­cando, amigo! —contestó Fermín saludando con el sombrero—, y ya sabe, si le preguntan, diga que por aquí no anduve.

— N o se preocupe amigo, que los secretos son pa los hombres.

—¡Adiós amigo! —¡Ad iós amigo, buen via je ! Después, horas y horas de fatigosa marcha, su­

biendo la montaña por una vereda que se aferraba a las laderas. Tramos hubo donde bajó del caballo para ayudarlo a poner el casco en las piedras más seguras del acantilado. Como gigantesco oleaje pe­trificado, los valles y montañas, cañadas y desfilade­ros profundos se sucedían a la vista del viandante.

Noches pasadas junto a la fogata, con la selva encima y colmado de soledad entre el parloteo de guacamayos y monos. Días enteros de caminata sobre senderos cubiertos por tupida hojarasca. Y de tarde en tarde, percibiendo vagas formas humanas, que

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daban rodeos en la maraña siniestra del monte para evitar encontrárselo.

Ese mismo día lo recibió jadeante y sin espe­ranzas de agua, halando del caballo por la rienda y trasponiendo el umbral de la más alta montaña. Quedó un rato en la cima sin moverse agobiado por la fatiga, luego, allá abajo, al otro lado, vio la huma­reda y el caserío desparramado en el claro del bos­que. Dos horas después, llegó a Tecuare.

Tecuare, que como tantos pueblos indios de Mé­xico no figura en el mapa, acogió al viajero ofre­ciéndole su rústico abrigo que fue aceptado. Allá que­daría mientras amainaba la tempestad de abajo, o hasta que su destino lo incitara a nuevas inquie­tudes.

Los perros ladraban y los chiquillos encuerados seguían a Fermín, que en la primera casa pidió agua. No le entendieron pues allí, pese a la acción de congresos y gobiernos, no se habla más que huichol. Pero hizo señas y pronto una robusta mujer le acer­có un bule lleno de agua fresca que bebió con apuro y fruición.

Y a en la plaza, los hombres del lugar se le acer­caron. Todos tenían el pelo largo más abajo de los hombros. Unos arreglado en forma de trenza y otros llevándolo suelto. Tanto hombre como mujeres lucían vestidos con bordados de bellas figuras y colores, así como collares con cuentas policromas, o de chaquira.

Nadie hablaba, lo veían sonriente haciéndole ade­manes amistosos, pero de allí no pasaban. Hasta que llegó el Tatoán (gobernador) con su bastón de man­do labrado con figuras de animales.

— ¿ Q u é anda usté haciendo por estos lugares? — E l Tatoán hablaba u n aceptable español.

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—Vengo de allá abajo, y si usté me permite, quiero v i v i r aquí algún t iempo. . .

— ¿ L e pasó algo por allá? — L a mera verdá sí. Encontré a m i mujer en

brazos de otro y me lo eché. — M m m h . . . Pos creo que mejor se sigue usté,

amigo. Aquí no queremos líos n i tratos con la justicia de los de abajo.

— A m i g o , hasta aquí no vienen. Soy hombre de bien, sé trabajar, y como usté ve tengo m i buen caballo. Déjeme quedar.

E l Tatoán quedó silencioso. Pasó la vista por sobre la m u l t i t u d y empezó a hablar en huichol. Del grupo algunos hicieron preguntas que él contestaba. Por f i n se volvió a Fermín:

—Aquí no se ha de decir que del árbol caído todos hacemos leña. Los señores del pueblo dicen que bueno, que puede usté quedarse.

—Muchas gracias, aquí traigo algo de dinero. . . — N o necesitamos ningún dinero. Aquí la moneda

de los de abajo no circula. —¿Entonces? — Y a verá usté, amigo. Aquí somos libres y verá

muchas cosas distintas a las que conoce. Nomás le pido, pa que no se le moleste, que respete nues­tras costumbres. Aquí la vida no es igual como en los pueblos de abajo.

— Y usté, ¿por qué habla español? — Y o hablo castilla pa entenderme con los mes­

tizos que se aprovechan de que el indio no sabe su idioma para explotarlo robándole su ganado, sus cosechas y sus tierras.

Le dieron un solar donde en pocos días levantó una cabana. Y se puso a trabajar la tierra que le

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dieron, duro y f i rme igual que en las sementeras de trabajo, pero con herramientas de palo. No le faltó comida n i pastura para su caballo, y cuando quiso pagar, sus amigos los huicholes, sonriendo le rechazaron el dinero.

Pasó el tiempo, ya Fermín se hizo a la vida del pueblo indio. Aprendió a hablar en huichol, le creció el pelo como a sus amigos y vistió como ellos, pues la ropa que trajo se le cayó a pedazos. Sólo del Fermín que fue conservó la pistola y el cinturón con balas.

Una tarde el Tatoán, acompañado de Catarino, llegó a verlo más serio que de costumbre. Fermín sospechaba que traían algún asunto serio, pero tuvo que guardar silencio y esperar con paciencia, más aún, intervenir también en la charla con la que da­ban rodeos al asunto principal . Empezaron por opi­nar si las cosechas se presentarían buenas, si las lluvias tempranas, si el tigre andaría lejos, hasta que se levantaron para irse.

•—Bueno, ya nos vamos, que te conserves bien, Fer­mín. A propósito -—ahora el Tatoán habló como no dando importancia a sus palabras—-, está muy malo eso de que seas el único hombre en el pueblo que viA'e solo. Tú sabes, aquí hav mujeres, te puede llegar la tentación y podría acabarse la trancruilidad que aquí todos tenemos, pero más la tuya. Creo q u e . . . es decir, hemos pensado. . .

Fermín trató de adivinar lo que sus amigos se proponían:

— D i m p , amigo Tatoán. — P a decirlo aprisa, aquí Catarino me dijo que

eres hombre bueno y trabajador, y que al verte solo sin quien haga t u comida n i barra el piso de tu

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casa, ya ves — y miró en t o r n o — , quiere honrarte ofreciéndote a sus hijas María y Juana pa que te cases con ellas.

Fermín guardó silencio un momento, pues no deseaba ligarse tanto a ese pueblo, ya que- al f i n habría de regresar algún día a las tierras bajas, pero al mismo tiempo, temiendo ofender a sus amigos que con tanto cariño y buena fe lo han acogido. ¿Qué hacer?

— M i r a , Tatoán, francamente no lo había pensado. Aunque de veras pierdo mucho tiempo haciendo m i comida. De modo que veré a las muchachas pa que­darme con una.

— ¿ C o n una? No se puede, ya sabes que aquí una mujer es pa los quehaceres y otra pa la leña. Y puedes tomar las que quieras, siempre que te hagas marido de ellas. Además, no estás en las tierras de abajo donde los hombres se casan con una mujer y luego, baj i ta la mano, tienen otra por allá a es­condidas. No, aquí tenemos costumbres muy viejas, ¡pa qué nos andamos con cosas! Puedes tener dos, tres o más mujeres.

—Pero Tatoán, con una me basta. —Déjate de cosas, nosotros tus amigos, sabemos

lo que necesitas. Y creo que María y Juana son de lo mejorcito del pueblo. Además, ellas ya te vieron y aquí Catarino su padre y yo venimos de alcahue­tes y tú n i lo agradeces.

— N o , no es eso, pero ¿me tengo que decidir orita?

—Pos claro, ¿desde cuando le pones peros a tener dos mujeres que trabajarán para t i ? Además, hoy llegaron José y los muchachos con el peyote de

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allá de Real de Catorce y podemos celebrar juntas las dos fiestas.

—Bueno Tatoán, tan siquiera déjame conocerlas y tratarlas una semana. ¿ Y si no me gustan?

— Y a te sobrará tiempo para apreciar eso, y si no te gustan después, le dices a Catarino: Aquí tie­nes tus hijas, no me gustaron por flojas y sucias, y todos contentos.

Aquella noche, Fermín echado en su cama, re­pasó los acontecimientos. A ratos reía a carcajadas al darse cuenta de su situación, sin dejar de preocu­parle la idea. Todo es distinto entre sus amigos los huicholes. Ya estaba enterado de que cada hombre convive con dos o tres mujeres, pero no se le ocurrió que precisamente a él le fuera a ocurr ir lo mismo. N i siquiera son cristianos, tienen la religión antigua de sus padres. En una ocasión lo llevaron a una cueva donde se prosternaba ante la momia viejísima y ricamente vestida de un gigantesco indio sentado en una especie de trono. Pudo ver allí acumulada mucha riqueza, pero jamás se le ocurrió tener co­dicia hacia las cosas de sus amigos.

* * *

María y Juana, aquella mañana la de la fiesta, vestían sus mejores galas. Eran dos indiecitas de 16 y 17 años de edad, con su pelo negro y largo, pie l apiñonada, cara redonda y aniñada y cuerpo bien cimbreante y gran alegría en todo lo que hacían.

A Fermín le parecieron muy hermosas, después de tanto tiempo de forzada castidad. Y ellas lo miraban

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sonrientes, admirando su porte varonil y sus rasgos de mestizo.

De puro gusto, Fermín tomó ese día tejuino en la fiesta, probó el peyote y se incorporó á los danzantes, que al son del * gran tambor ejecutaban sus evolu­ciones en la plaza. Luego, montó en su caballo y corrió de un punto a otro del poblado, dando gritos estentóreos, inflamado de un entusiasmo inusitado, que no babía tenido la oportunidad de aflorar.

Y por la noche, cuando llegó a su choza, ya lo esperaban las dos muchachas, que sonrojadas y serias preparaban la cena. Pero él, con sus risas y caricias las puso alegres, las hizo tomar un poco de tejuino y luego las mandó a la cama.

U n año entero pasó desde que Fermín García casó a la usanza india con las hermanas. Pronto se habituó a esa vida, nueva para él. Y donde creyó encontrar el egoísmo y celo natural en la hembra, sólo halló dos mujeres que de buen grado —costum­bre de miles de años—, compartían su cariño y procuraban complacerle.

Pero tanto tiempo pasado en el pueblo indio , lo hacía añorar la tierra baja. ¡Cuántas veces la noche lo encontró mirando con insistencia al horizonte!

No podía retornar al pueblo de donde vino, n i entonces n i nunca, pero ansiaba seguir adelante. Su condición de hombre medianamente civilizado, se rebelaba a veces al sentirse con el pelo largo, hablando huichol y con dos mujeres.

La montaña azul y boscosa, tiempo hacía que lo invitaba a penetrar en su seno para salir por el otro lado. ¿ Y las muchachas? A l pensar en ellas le ganaba el cariño que les tenía, pero sentía más fuerte el llamado de la tierra baja. Según pensaba, ellas

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ya se consolarían, encontrando un hombre que les permitiera colgar su ropa de un gancho, guisar y traer leña.

Una de esas mañanas llenas de sol, bellas y son­rientes, en la promiscuidad del salvaje paisaje, Fer­mín a caballo, tomó la vereda del monte.

Las muchachas quedaron tranquilas, y nadie en el pueblo sospechó sus intenciones. Tantas veces lo habían visto salir así, y volver por la tarde trayendo en ancas un robusto venado, que en esa ocasión y como entonces, desde lejos le enviaron el saludo ha­bi tual .

Con algo de remordimiento en el alma, penetró en la montaña y no regreso más.

A l llegar la noche, los hombres del pueblo sa­l ieron a buscarlo temiendo una desgracia. Pero a la madrugada regresaron con las manos vacías. A l día siguiente, extendieron la búsqueda, hasta que ya por la tarde, un huichol que llegó de otro pueblo les informó que Fermín estaba muy lejos, apurando el paso de su caballo.

Catarino y el Tatoán retornaron silenciosos. En verdad, nunca tuvieron motivos de queja contra él, antes bien, eran más los servicios que había prestado al pueblo. Volvieron a sus labores y en el fondo de. su corazón extrañaron al amigo que se fue sin dar explicación.

María y Juana l loraron varios días, y cada ano­checer se juntaron en el hogar para disponer la cena del ausente. Hasta que el tiempo las convenció de la inútil espera.

Fermín llegó a Tepic. Ya antes en Guaynamota se había cortado el pelo y cambiado de ropa. Su

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amigo Baltazar González le dio una carta para un señor Ramírez, maderero de México.

Vendió el caballo y tomó pasaje para la Capital, donde entregó la carta a Ramírez. Este, después de calcular la resistencia física del hombre le d i j o :

—Pues, señor García, si usted quiere trabajar conmigo, le puedo dar una oportunidad en los montes que tengo en Oaxaca, cerca de Salina Cruz.

—Bueno, señor, usté me dice cuándo salgo. —Así me gusta. Puede salir inmediatamente. Aquí

tiene dinero para sus gastos y esta carta. Y buen viaje.

—Gracias señor, le estoy muy reconocido. — N o tiene por qué. Que le vaya bien. Después de unos días de viaje por tren, llegó Fer­

mín a su destino. Fuerte, musculoso y bronceado, fue ocupado como jefe de una cuadril la. Y como de cos­tumbre, le entró al trabajo con ganas.

De vez en cuando recordaba su vida con los h u i -choles. Y cuántas veces, frente al mundo egoísta que lo rodeaba, deseó estar entre esos hombres sencillos y buenos, donde no hay moneda n i la ambición florece.

A base de trabajo y esfuerzo, con el tiempo Fer­mín ascendió a superintendente del monte. En esos dos años su aspecto cambió. Concurrió a una escuela nocturna donde aprendió muchas cosas. Y radicaba en una casa de campo, en Salina Cruz, con t ran ­quil idad y sin preocupaciones.

Cierta tarde, luego que un buen baño le quitó el polvo del camino, se recostó en la hamaca a dor­mir . Qué lejos le parecía ahora su pasado. ¿Elena? Mala mujer que lo orilló feamente a matar. ¿ Y las hermanas huicholas? esas.. .

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Sus pensamientos fueron interrumpidos por el mozo de la f inca:

— L o buscan, señor. —¿Quién? —Son dos mujeres indias. No, no era posible, no podían ser ellas. Sería

demasiado. . . ¿ S í ? Coincidencia. Y luego, ¿cómo vendrían de tan lejos? Acaso serían dos mujeres de la región, esposas de caucheros, piensa.

—Que pasen. María y Juana llegaron ante él. Estaban demacradas y macilentas, flacas y con

las ropas raídas. Cada una llevaba de la mano un chiquillo. A l ver a Fermín alegraron su rostro con la misma sonrisa de antes, sin reproches, dándose por satisfechas de tenerlo al f i n cerca. No hablaron, solamente se le quedaron viendo con sus ojos negros, brillantes, grandes y con su rostro risueño donde es­currían las lágrimas.

Fermín estaba sorprendido, casi espantado. ¿Qué instinto animal las orilló a emprender una caminata por selvas, montes y sabanas, de mucho más de m i l kilómetros? ¿Cómo vinieron?

— ¡ A h , Fermín! — d i j o Juana—, muchos soles pasaron por nosotros para llegar hasta aquí. Pregun­tando y preguntando, pero nos traía nuestro ánimo que nos guiaba al sur. No sabíamos qué, pero algo en nuestro interior nos decía que por este rumbo es­tabas. Nos venimos andando por la or i l la del mar, casi siempre viviendo de limosna. Pasamos muchos ríos y muchas montañas. Nuestro burro se murió y los niños, que salieron de allá en nuestros brazos, tus hijos, ahora caminan. ¡Míralos, se parecen a t i !

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* * *

E l señor Ramírez recibió de su corresponsal en Salina Cruz una carta que en uno de sus párrafos decía:

" . . . E n estas condiciones deberá usted mandar quién sustituya a Fermín García, pues a raíz de que habló en u n idioma extraño con dos indias que lo fueron a ver, me entrevistó para entregar los inte­reses de usted, pidió se le l iquidara y sin más expli ­cación se fue de a q u í . . . "

Los pueblos indios de la sierra del Nayar están de fiesta porque volvió el ausente.

E L CAZADOR DE PAVOS

E l ruido que produce un madero golpeado a r i tmo, tañía en el confín de la selva provocando la desban­dada de aves medrosas que revoloteaban sin ton n i son y que al f i n se posaban de nuevo en las ramas de los caobos y zapotes al desaparecer el motivo de su inquietud.

Ese pacífico animal que es el mono de larga cola, atisbaba con curiosidad lo que ocurría en el bosque sonoro, bello y peligroso, y remontándose hasta las últimas ramas de u n enorme árbol, chascaba los dientes y giraba sus enormes ojos desorbitados ha­cia la aventura de u n mundo siempre nuevo en emo­ciones y siempre viejo con la edad de las piedras y los heléchos.

Cansado tití del lugar — y a que el mono es un ser loco, distraído, ávido de nuevas emociones y va­nidoso como pocos—, se soltó de la rama donde es­taba y dio un prodigioso vuelo rumbo al árbol cercano cargado de sabrosa semilla. Pero no llegó nunca, porque una trampa, hábilmente puesta, lo atrapó de las axilas apretando tan fuerte que la sofocación le impidió todo movimiento. Se trataba de un simple lazo con un nudo corredizo que iba dir ig ido a su cuello para estrangularlo, pero que sólo le permitía v i v i r a medias.

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El indio que puso la trampa pensó en pavos silves­tres, llamados cóconos y guajolotes cuando están do­mesticados, pero menuda sorpresa se llevaría de en­contrar a Tití debatiéndose inútilmente y chillando con terror. Los hermanos de raza de Tití, se acer­caron presurosos: unos se tomaron la cabeza con las manos durante un segundo y miraron al principio con angustia gritando como locos, pero luego su atención se distrajo con el vuelo pesado de un mariposón que al f i n fue a enredarse en la esposa red de una "v iuda negra".

El griterío de los monos se oyó a gran dis­tancia despertando a la gran boa, la cual con pereza desenroscó sus cinco metros de cuerpo y cola ondu­lándose al avanzar por entre la hojarasca.

No hay veredas en ese tramo del bosque, porque el hombre sabe que allí hay peligro. Por eso los ani ­males viven a sus anchas desde incontables genera­ciones, en ese mundo de su propiedad, que encierra entre otras cosas, árboles milenarios y copudos, ma­nantiales de aguas cristalinas donde viven pececillos multicolores y en cuyas orillas dormitan aparente­mente perezosos los lagartos y ovan las tortugas.

Las ruinas de un templo maya, que encierran tumbas de reyes de remotas dinastías, cubiertas en trechos por la maleza, muestran aún parte de los muros filigranados que describen en sus paredes de piedra labrada, o en frescos cuyo colorido no vencen los tiempos, toda la historia de un pueblo bravio, gentil y sabio.

Desde que el último habitante se alejó de allí, vencido por la maraña selvática que inundó todo con los tentáculos de sus líneas y el abrazo mortal de las raíces de los gigantescos árboles tropicales,

\

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ningún ser humano retornó, quedando los animales, chicos y grandes, feroces y mansos, como poseedores de esa patria suya donde al comerse unos a otros, prolongan su especie en este mundo hasta el f inal de los siglos o la voluntad destructora de los hombres.

Ningún habitante de los pueblos de la orilla sel­vática, n i tonto n i vivo entra en la selva, pero los ignorantes del peligro sí pueden hacerlo. Allá ellos que violan el cubi l del tigre y el revolcadero de la serpiente. Por eso, los que moran en la selva — a n i ­males dueños de su l i ber tad—, se sorprendieron cierta ocasión, cuando sintieron que cuatro seres humanos avanzaban penosamente pisando la alfombra de si­glos tejida con hojarasca.

Se trataba de dos hombres y dos mujeres. Ellas con pantalones y todos vestidos con ropas gruesas que les hacían sudar copiosamente. Llegaron a la base del tronco del caobo donde Tití agonizaba, hicieron alto y levantaron una tienda de lona, pe­queña e incómoda, ante la curiosidad de miles de ojos invisibles para ellos.

El bosque silencioso, pudiendo percibirse gritos lejanos de bestezuelas al ser atrapadas para servir de alimento a algún animal carnívoro. U n grito aho­gado hizo alzar la vista a uno de los hombres, quien vio al animalejo columpiándose atrapado y casi sin conocimiento. Los hermanos de Tití se amontonaban en un árbol cercano y sin gritar contemplaban la es­cena, nueva para ellos.

— M i r a Juan, parece un monito y está amarrado a una rama. Creo que ya se murió.

El aludido observó con cuidado. — N o . . . está vivo, pero así no durará mucho

tiempo. Voy a subir por él.

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Tomó de su equipaje unas púas de hierro que acomodó a sus tobillos y con una destreza insospe­chada en u n visitante de selvas desconocidas, subió hasta llegar a donde Tití estertoraba con los ojos en blanco y gemía lacrimeante ante la llegada de la muerte.

Cuando cogió al mOnito y empezó a liberarlo de la soga, estalló un griterío ensordecedor en el árbol vecino. Los hermanos de Tití, temiendo que ese mono grande con piedras transparentes en los ojos, lo ma­tase, le arrojaban ramas y frutas, y proseguían en su enloquecedora algarabía, pero ninguno se acercaba.

Por f i n , Juan volvió al suelo cargando al desma­yado animalito, el que a poco rato abrió los ojos cla­vándolos en los del hombre. Esa mirada fue como un choque entre el ancestro y el actual. Ante la ex­presión casi humana de Tití, Juan recorrió men­talmente el curso de la edad del hombre, desde su es­tado pr imi t i vo y selvático hasta la era moderna. E n su antecesor vislumbró al prehombre enarbolando grueso garrote, con recia pelambre en casi todo el cuerpo y luchando por sobrevivir en el génesis es­plendoroso de grandes calores o intensos fríos, gigan­tescos animales, horizontes de fuego y cataclismos de pavor.

Y Tití, sin fuerzas aún, pero despierto del todo, vio en los ojos de su hermano de siglos, algo afín, como si las cadenas que alguna vez lo ligaran per­manecieran intactas en medio de la azarosa exis­tencia del mundo a través de milenios. Y no sintió miedo. Tití nunca había visto un hombre, sin saber que los hay de todas las calañas y cualidades. Malos con una ferocidad más ruda que la del tábano, y

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buenos como la mie l de los panales de avispas en las grietas de las rocas.

Las que los acompañaban eran dos malas muje­res. Juan y José, siguiendo un plan previsto, las sa­caron de un lupanar de la costa ofreciéndoles dinero, y las llevaron en su expedición para que en la ruda jornada hicieran la comida y les dieran compañía en esas noches húmedas y calientes del trópico. Una joven, con cara agraciada de tez oscura y cuerpo la­mentable, fofo y colgado; la otra, mayor de edad, gorda y siempre empapada de sudor, que se pasaba el tiempo llorando y lamentándose por haber acep­tado participar en esa aventura. Lloraba a todas horas y con el menor pretexto. Ambas se detestaban y no perdían la oportunidad de escupirse al rostro las más graves ofensas seguidas de amenazas.

Juan y José, que conocía su cuento, ignoraron sus pleitos desde un principio , pero desde que se tornaron agresivas, cuidaron de que no llegaran a las manos, al necesitarlas para sus propósitos.

* * *

—¿Dónde está el templo maya, changuito? Juan interpelaba a Tití, el que ya familiarizado,

logró que sus hermanos suspendieran las hostilidades contra el grupo. Tití vio cosas que no alcanzó a com­prender, como lo ocurrido días después, cuando las dos mujeres, enardecidas por el calor, el alcohol ba­rato y los insultos, se enfrentaron a golpes y roda­ron por el suelo arrancándose los cabellos y dándose feroces mordidas. Hubo necesidad de echarles cube-tadas de agua y de que los dos hombres a su vez, las

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golpearan para que pudieran separarse. Tití, asom­brado, iba conociendo poco a poco a los hombres, pero tenía fe en ellos: uno lo habían salvado.

Todas las mañanas salían los dos hombres del campamento y recorrían un tramo determinado del bosque. Tenían carne en abundancia pues los faisa­nes, jabalíes y pavos silvestres, lentos para el vuelo, caían abatidos por los certeros disparos de José. Las hembras habían comprendido al f i n que era mejor sobrellevarse y se quedaban haciendo la comida y pro­digándose insultos por los más insignificantes motivos:

— Y o tengo a m i hombre en "Las Casas" y cuan­do v u e l v a . . .

—Cuando vuelvas ya no tienes hombre, chica. ¿Te crees que te iba a estar esperando? Si por cada man­tecosa como tú hay cien bien parecidas. Y sobre todo, que ahora se habrá quitado las chinguiñas y ha de lamentar el tiempo que perdió contigo.

— ¿ Y tú? ¿Pues de dónde saliste pa venir con nosotros?

Y las dos mujeres crispaban las manos, pero ya sin golpearse, pues una secreta intuición les anuncia­ba que mejor era, en un momento dado, estar j u n ­tas a la hora del peligro. Desde donde podía verse, las cosas estaban por completo inciertas, y los dos hombres nunca hablaban delante de ellas del motivo que les llevaba por esos rumbos.

El ruido del madero lo provocaba un indio tzotzil para que los pavos volaran y cayeran en sus trampas. Era el único en su pueblo que entraba en la selva. Los demás se conformaban con sembrar maíz y cazar con sus arcos y sus flechas los animales que viven en la ori l la del bosque.

Las casas del pueblo, miradas desde lo alto, da-

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ban la impresión de una parvada de aves de multico­lor plumaje posadas en el césped. Este es un pueblo indio como tantos otros: ignorado del hombre civi­lizado, si no es para procurar su explotación, encla­vado a fuerza de nervio y sudor en el espacio breve robado a la maleza. Tan cerca está la manigua, que los animales silvestres cruzan a veces inexpertos las callejas con paso cauteloso. Sobre todo en las noches, cuando los hombres y sus familias se meten en sus cabanas con gallinas, puercos y bestias, pues los ve­cinos selváticos son de "uña" o pezuña hendida, y casi todos gustan de los animales de carne tierna, ya sean pollos o niños.

Cada choza es un drama. Allí estaba Ants, toda­vía de buen ver, que vivía sola porque el marido falleció al caerle encima una gran rama. Dura vida la de Ants, que a poco tiempo parió un muchacho sin más ayuda que sus manos, en esas noches oscuras impregnadas de humedad pegajosa, en las que se suda por los cuatro puntos cardinales del cuerpo.

Gracias al cazador de pavos —llamado T u l u k — , Ants y su crío comían, porque el indio acostumbraba poner en sus manos todas las mañanas, plátanos gran­des, carne en abundancia y algo de leche.

Cuando dejó de golpear su madero, el indio tomó su lazo y su arco adentrándose hacia un lugar que solamente a él le era famil iar . Se trataba de las r u i ­nas mayas. Gustaba de i r para divertirse mirando las figuras labradas en piedra y las pinturas que descri­ben escenas de reyes en su corte, combates, procesio­nes religiosas y escenas de caza.

Allí se sentía como en un mundo suyo y pasaba el tiempo recorriendo las galerías. Penetró en una ocasión al interior de una pieza ornada con pinturas

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de vivos colores y se deleitó horas enteras en la con­templación de las lindas figuras. Se puso a husmear y al levantar una loza quedó sorprendido, pues en­contró un viejísimo esqueleto rodeado de joyas be­llamente labradas. Tomó un brazalete que le gustó y volvió a poner la loza en su lugar. A l día siguiente Ants tuvo, junto con las frutas y la carne, un re­galo especial digno de una reina.

Ese día, el de sus ruidos con el madero, T u l u k notó un raro silencio en el ámbito. E l bosque no era el mismo. Su instinto le dio a entender que había extraños, y entonces antes de llegar a la ciudad per­dida, subió hasta las últimas ramas de un corpulen­to árbol, desde el que dominó las ruinas y quedó allí a horcajadas en una rama royendo un cogollo.

A l atardecer vio llegar a los dos mestizos hasta la meseta. Pudo darse cuenta de su entusiasmo al en­contrarse ante los viejos edificios. Los oyó hablar y gritar con regocijo sin entender lo que decían, pues no comprendía el español. Prefirió no moverse, pues en el pueblo le han contado muchas cosas de la cruel­dad de los mestizos y civilizados para con los na­turales.

La escena que siguió lo dejó en suspenso. Los dos hombres empezaron a recorrer todo, interrumpiendo el sueño de " O m " , la araña de picadura mortal , y de Ki-koo, el pajarito matador de buitres. Los gritos de asombro le dieron a entender que habían encon­trado la tumba.

Cuatro viajes hicieron a la planicie donde acumu­laron la riqueza. Luego empezaron a hacer el reparto del botín ante los ojos asombrados de Tuluk, que consideraba como un atentado lo que estaban hacien­do. M i l ojos selváticos contemplaban la escena y fue-

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ron testigos de cómo empezaron a discutir agriamen­te por una diadema resplandeciente a l sol, para de pronto, trenzarse en furiosa pelea hasta que uno de ellos —¿Juan, José? ¡Qué i m p o r t a ! — dominando al otro, le clavó repetidas veces su cuchillo en el pe­cho. Después de darse cuenta con estupor de lo su­cedido, el superviviente se limpió el sudor con lenti­tud y mirando a todos lados con temor, hizo un pe­sado bulto con el tesoro, lo cargó con esfuerzo y se adentró en la maraña selvática.

" O m " , la araña, estaba irr i tada, porque interrum­pieron su sueño, y más, habiendo hecho su nido den­tro de un vaso de oro, con los movimientos bruscos prefirió buscar un lugar más tranquilo. Logró salir del bulto y caminó hasta llegar al cuello del hombre. Allí, como despedida le inoculó veneno suficiente como para matar a una res. Luego, mientras el hom­bre gritaba tirando el bulto, tranquilamente cayó al suelo y se metió en la hojarasca en busca de una hoquedad para hacer un nuevo nido.

* *

Tuluk bajó del árbol y se acercó al asesinado: ofre­cía mal aspecto, y para evitar que las bestias lo des­trozaran, lo cubrió con piedras y luego marchó por la vereda donde el otro había desaparecido. Más ade­lante lo encontró hinchado, renegrido y caliente aún, en tanto que un monito de larga cola gritaba y lo sacudía como queriendo volverlo a la vida.

Nuevamente Tuluk trabajó con las piedras como si tan importante fuera que a los muertos se los co­mieran los gusanos o las fieras. Después tomó el bul-

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to, regresó a la tumba arcaica y retornó el contenido con temblorosas manos, considerando como castigo divino lo que sucedió a los que quisieron profanar el recinto. Puso la laja labrada y dejó todo como an­tes. Luego, con las armas de ambos, tomó el rumbo de su procedencia y así, rastreando, llegó al cam­pamento.

Las dos mujeres lo vieron l legar: — M i r a quién viene allí. —Es un indio , viene armado. —Déjalo que se acerque -—la gorda tomó un palo

del suelo. Tuluk llegó hasta las mujeres y sin decir palabra

puso las armas a sus pies. — ¿ Y los hombres, José y Juan? Las dos mujeres, aterrorizadas, alcanzaron al m u ­

chacho que se iba. — ¿ Q u é pasó? ¿Dónde se quedaron? ¿Les suce­

dió algo? El indio habló en su dialecto, pero como no le

entendían, por medio de ademanes les hizo ver que los dos habían muerto. Luego hizo una seña de des­pedida y se retiró aprisa. Las dos mujeres lo vieron i r y con semblante sombrío se dieron cuenta de que el mundo se cerraba para ellas.

— A ver tú, piojosa, h i j a de perra, cómo sales del lío.

—Pero si tú estás metida en esto tanto como yo. Por lo pronto me largo. ¿Vienes?

—Pues claro, pero en cuando salgamos de ésta. . . — N o te apures, que te arrancaré la lengua y pe­

los no te dejaré en la cabeza, j i j a d e . . . Y en medio de insultos cogieron lo más indispen-

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sable del campamento y emprendieron la marcha por donde el indio se había ido.

Quince días después unos vecinos de " E l Carri ­za l " hallaron en el camino que entra del Sur, a una mujer tirada con las ropas destrozadas, la mirada perdida, gritando insultos y aferrada todavía a un cuchillo con sangre seca. Tenía las manos y los pies hinchados en forma espantosa. La otra — l a gorda—, quedó atorada en un hoyanco con una pierna rota. Se pudrió pronto.

* * *

La alegría retornó. La patria de las fieras y los animales mansos recobró su poderío. Y la vida siguió bullendo abajo de las piedras, con los insectos de ocho patas y en las ramas de las caobos con los guacama­yos y monos tití. También en los cubiles, donde las fieras mordizquean la carne de los animales cap­turados.

L a selva mexicana, egoísta, solamente permite que un hombre penetre en su seno: Tuluk , el cazador de pavos, quien ahora tiene en su choza a Ants y al crío.

Caza para ellos.

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K I - K O O ESTÁ ENOJADO

En las alturas el buitre Bu-bú hiende los espacios apenas sin mirar la extensión enorme de la selva v i r ­gen. Su cuello largo, que brota de un collar de plumas pardas, se recrea con el calor del sol que tiene tan cerca, y prefiere tramontar con la mirada las rocosas montañas del horizonte, que ocuparse del macizo bos­coso que bulle en la hondonada.

Unas veces, como no queriendo, se voltea total­mente, y deja que sus potentes alas lo sostengan como sobre u n lecho suave, demasiado suave, y t ibio como agua de remanso. Y sus espirales tienen tan graciosas modulaciones aéreas, que las ardillas pegadas al t ron ­co madre del nogal, pierden el bocado de fruto por seguir las evoluciones.

Cuando la vereda, camino de siempre abierto a todas las andanzas, deja la ladera del monte y la luz brillante del sol, para penetrar en la manigua, se pa­rece a la "nauyaca" que repta bajo la hojarasca; y cuando el hombre penetra también, el bosque se eriza y la oleada repercute en los animales, en las ramas añosas y en las espesas ondas del pantano, despere-zando a la gran culebra que amodorrada pende de un árbol su pereza, y el puma que juguetea con un girón de rayo de sol que cae dentro de su cubil, queda inmóvil.

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Y se apaga poco a poco el murmullo habitual del bosquecillo, hasta saturarse el lugar de un silencio de tragedia. E l hombre, llamado Jacinto López, co­locado entre tronco y tronco de tramo y tramo de selva, caminaba una vez con las manos en los bolsi­llos espantando a las liebres y correcaminos al pisar la hojarasca, y a medida que penetraba en el macizo selvático, era cubierto por el inmenso follaje de los árboles milenarios, que a través de su larga vida han contemplado muchas cosas misteriosas que relatan en murmul lo de hojas en las noches lunadas, saturadas de azul, tomados de las ramas en la ronda gigantesca de los siglos.

Se detuvo para amarrar la cinta de su zapato y por poco cae sobre él un mico que también se inclinó para ver lo que el hombre hacía. Por otro lado, el sol estaba detenido, haciendo equilibrio en la cresta de una montaña, la sangre le fluía a torrentes para pin­tar las nubes cercanas. Estaba moribundo, y unos minutos después desaparecería en su tumba de i n f i ­nito , pero era curioso y no quería mor i r sin ver lo que sucedería.

Mientras el hombre proseguía su marcha, cada quien ha tomado su lugar en el escenario natural del bosque. Hasta la gran culebra que arrastra sus varios metros de cola por la t ierra . Jacinto percibió un olor peculiar que no era de hoja, n i de fruto, y de su funda extrajo la faca para enfrentarse a lo que viniera. Bu-bú, el buitre, presintiendo la tragedia, también quiso ser espectador, y antes que llegar a su nidal con las últimas luces de la tarde, se metió en la espi­ra l definitva que lo condujo a la selva. L a brisa es­tremecía las copas de los árboles, y el sol cansado ya, se despeñó al otro lado de la gran montaña, mientras

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una gran luna de goma, se tambaleaba juvenil entre dos ramas.

No hubo más qué hacer, la sombra, que rato ha­cía se encontraba agazapada, dio un gran salto y cayó sobre él desde una rama baja. E l hombre usó escaso tiempo para hundir hasta el puño el arma filosa, des­tripando al animal que quedó sacudiendo su agonía junto a un árbol. Los habitantes de las tierras bajas habrán oído sin duda, el estertor angustioso del j u ­guetón animal , al escaparle la vida por la entraña abierta. Y el hombre siguió su camino limpiando en el pantalón la hoja del arma.

Atrás quedó la gran culebra engullendo calmosa los restos palpitantes. Jacinto López caminó sin te­mor hasta un montículo despojado de vegetación, don­de se asentó en una piedra para descansar. Y el b u i ­tre, el animal del collar pardo y la pechera negra, llegó tarde al festín, pues el gran reptil casi había terminado, teniendo que emprender el vuelo otra vez, porque ya lo miraban codiciosos, unos ojos verdes entre la selva azul.

El pajarito Ki-koo se encontraba posado en la orilla de su nido al pr inc ip iar la noche, para velar el sueño de sus tres pollitos bocones, comedores de lombrices. E l pajarito Ki-koo miraba al contorno en­treteniendo el rato en cazar moscardones y devorar­los con fruición, y su plumaje casi se confundía con la sombra que proyectaba en el tronco de una ceiba, una hoja lanceolada. Cerca, en el montículo, el hom­bre meditaba al cobijo de la noche estrellada por lo que atrás quedó, añorando con tristeza el clan leja­no: el aullar de los perros, el chorro del agua, el balar del borrego, el chirr iar de la noria y el mugir de la

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res. Y mantenía su cuerpo en la selva pero el pen­samiento en los suyos que quedaron atrás.

La mirada alerta del pajarito Ki-koo se afirmó en un punto de la noche clara, sus plumillas se erizaron y un sacudimiento nervioso lo agitó. Era que el buitre volaba al ras de las copas de los árboles con rumbo a su picacho, y se acercó por donde el pajarito Ki-koo preparaba el vuelo sintiendo atacado su nido por la f iera. Mas entonces, mientras el hombre soñaba, K i -koo voló como una flecha hasta el buitre , se le aferró debajo de una ala y empezó a picar furiosamente el costillaje. E l ave mayor, al sentir el dolor, quiso sacudírselo a fuerza de batir de alas, pero el pajarito no se desprendió y ambos subieron, subieron mien­tras el hombre velaba.

E l batir de alas se hizo cada vez más descompa­sado. E l dolor enloquecía al que recibía los picota­zos, y la claridad de la luna mostró a Jacinto un es­pectáculo siniestro: un buitre que caía sin detenerse en las brisas como antaño y sin esparcir sus alas por los vientos.

E l pajarito Ki-koo se apartó en pleno vuelo, en el momento que el buitre azotaba con fuerza en el suelo matándose.

A l hombre lo sacudió un estremecimiento. La gran culebra pendió su digestión de una rama ba ja ; otro puma jugueteaba con un rayo de luna y otra vez el pajarito Ki-koo junto a su nido cuidó a sus tres po­llitos bocones.

A esa hora, en las ciudades los hombres se reco­gen en la tibieza de sus lechos o cuando menos junto a las puertas. Ellos no alcanzarán a comprender las tragedias de la selva azul cuando cae la noche.

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L A TERCERA P A T A

Cejijunta y llorosa salió Camila de la cabana de doña Chole. Dos horas había estado en la cabana de la bru ja , encerradas ambas a piedra y lodo entre espesas tufaradas de copal, y dedicadas a una " l i m ­p i a " de los malos espíritus, ya que Camila se cargaba una gran barr iga como seguro pronóstico de que pronto daría a luz, absorbiéndole negros pensamien­tos sobre el futuro del producto de su malestar.

Rumbo a su casa recordaba todavía la escena com­pleta: La mujer , no sucia como todas las brujas, sino l impia, con blusa albeante, el pelo partido en dos bandas, negro que azuleaba pero con algunas hebras blancas, cuarentona, con un collar de bolitas de oro retozando sobre su amplio busto, las manos con ani ­llos de plata y piedras falsas en todos los dedos menos en los pulgares, completaba el cuadro con una mirada socarrona de vieja vividora, precavida y timadora con la buena fe de los que a ella iban.

—Pasa rica, ¡mira nomás qué vientre te cargas! Pero qué bien hiciste en venirme a ver, ora te ayu­daré con tu p r o b l e m a . . . S í . . . aquí en esta silla, siéntate mientras preparo las cosas.

Ya dentro, doña Chole cerró la puerta de la ha­bitación, corrió las cortinillas de las ventanas y la pieza quedó alumbrada por las veladoras y cirios

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prendidos en el altar del rincón, dedicado al Señor del Milagro. Esto ocurría en un remoto pueblecillo de la rica zona del Yalalag.

En una mesa había vasos y tazas conteniendo d i ­versas substancias; también una botella de cuello an­gosto que tenía dentro un huevo. Camila quedó per­pleja y se hizo cruces al pensar cómo metieron el maldito huevo en la botella.

Mientras tanto, doña Chole puso un braserito en el suelo con algo de carbón prendido, tomó de manos de la muchacha el ramo de margaritones que trajo, al que examinó con detenimiento quitando ramitas de otras plantas que iban adheridas.

—Párate a q u í . . . m á s . . . más cerca. Abre las piernas y que el anafre quede debajo de t i .

Luego despojó a la muchacha del turbante yalal-teca y de la canasta del mandado, tomó una cuchara y la llenó con copal que echó en el brasero. A partir de entonces comenzó a murmurar oraciones de entre las que sobresalía un "Ave María" o un "Santo Se­ñor". Con el ramo empezó a rozar el cuerpo de Ca­mi la , a la que se le "enchinó el cuero" según luego di jo , para luego después de cada movimiento sacudir el ramo en el brasero, notando Camila con asombro que entonces el fuego crepitaba con fuerza, como cuando se echa sal.

Era ésta la segunda sesión, porque Camila tenía dos preocupaciones: que el hombre no se le largase por allí mientras estaba embarazada, y porque días pasados alguien le había dicho que por haber visto cohabitar a unos perros, su hi jo nacería con tres pa­tas o tres pies, que para ella era lo mismo.

Doña Chole hábilmente no la tranquilizó, sino que estimuló su miedo diciéndole que para quitar el

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maleficio le haría unas limpias y después le diría qué hacer con el marido.

Por el amplio vientre el ramo seguía su curso y Camila estaba satisfecha, pues con los cincuenta pesos que había dado a doña Chole, su hi jo nacería con dos patas o pies, que para ella era igual , y su hombre quedaría prendido de sus pretinas hasta que ella es­tuviera en condiciones de dejarlo contento en lo que pedía y que ella no podía darle de momento.

Por f i n , la mujer paró de " l i m p i a r " a Camila y le preguntó:

—¿Trajiste el huevo? Camila le indicó la canasta del mandado de don­

de doña Chole tomó un huevo fresco, y volvió a las andadas de la " l i m p i a " pasando el huevo suavemente por todo el cuerpo de Camila. Cuando terminó, la hizo sentarse y se la quedó mirando sonriente y sudorosa.

—Pos ya estás " l i m p i a " Camila, y en este huevo se metió todo el mal.

La muchacha miró incrédula a la mujer. — ¿ N o lo crees, bribona? •—y doña Chole se le

acercó—, coge el huevo y rómpelo en ese vaso. Camila tomó el huevo y lo quiso quebrar para

que su contenido cayera en el vaso, pero no pudo ha­cerlo porque el h u e v o . . . ¡estaba cocido!

Turulata y confundida dejó todo en la mesa y miró a doña Chole.

—Pos sí. . . de veras. . . mire nomás el huevo, está cocido. . .

•—Sí muchacha, está cocido pues se le metieron los diablos que traías en el cuerpo. Alguna descarada indecente te echó la maldición, pero ya ves, todo sa­lió bien.

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Camila volvió a mirar el huevo tranquilizada y luego su semblante se ensombreció.

-—¿Y de m i hombre? ¿Qué usté va a hacer? — ¡ A h ! Antes, que todo, dime dónde vives. — E n la calle del Tigre número veinte. — ¿ Y tu marido se llama? —Juan López, jornalero. —¿Cuántos años tiene? — E l dice que veinticinco. A doña Chole se le humedecieron los belfos al

imaginarse al t ipo. Y no sería la primera vez q u e . . . bueno, que siga el interrogatorio.

— ¿ E s alto o chaparro? — A y Cholita, n i alto n i chaparro, pero muy fuer­

te, se ríe bonito, pues tiene buenos dientes y sabe hacer el amor bien, pero retebién.

Y al decirlo se le enronquecía la voz y le b r i ­llaban los ojos al hacer la descripción de su hombre y decir cosas que no le habían preguntado. Doña Chole quedó callada por unos momentos, y luego le d i j o :

—Pues h i j i t a , necesito conocer a t u hombre, pero no debe saber que tú y yo le hemos preparado el petate para que se porte bien contigo.

-—Pero ¿cómo? —Verás. . . v e r á s . . . Le das m i dirección y le

dices que soy una señora que necesita que le hagan un trabajito en su jardín. El vendrá y yo me encar­go de dejarlo listo para que quedes t r a n q u i l a . . . A propósito, ya sabes que todavía falta tiempo para que nazca el crío y debes venir el lunes de la otra semana a que te haga otra " l i m p i a " .

— ¿ Pos no me di jo u s t e d . . . ? —Sí, pero con las dos limpias que van, ya le

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quité al niño el piececito de la tercera pata, pero le queda la rodil la y toda la piernita .

Camila abandonó la casa de doña Chole toda llo­rosa y caminó hacia su casa, calle del Tigre número veinte.

Todavía pasó por seis l impias más durante las cuales, de la tercera pata fueron quitados pedazos hasta que no quedó nada, en tanto que su marido ocurrió puntual dos veces por semana a arreglar el jardín de doña Chole, hasta que nació el muchacho.

Cuando Camila tuvo en sus brazos al niño, lo exa­minó con detenimiento. Efectivamente, doña Chole cumplió: la tercera pata había desaparecido y el chico meneando las dos que la Naturaleza da a todos los humanos. Y a part ir de entonces vivió feliz y con­tenta criándolo hasta que un d í a . . .

— ¿ A dónde vas, Juan? —interrogó al marido * que aquella tarde, a eso de las seis cogía el sombrero

para salir. —Pos a lo que sabes, a regar el jardín de doña

Chole. Camila lo vio salir y se recostó feliz pensando en

que la vida le había dado todo lo que podía desear, y que si no hubiera sido por doña Chole, su h i j o habría nacido con tres patas o pies, que a ella le daba igual , y su marido Juan se le hubiera descarria­do por allí de coscolino poniéndole los cuernos. Bue­no, ya que él había ido donde doña Chole, ella iría más tarde a saludarla y regresar con su hombre a casa.

Una hora después se puso su «turbante yalalteca y tomó el camino de la casa de la bru ja . Llegó y se asomó al jardín: estaba sucio y con unos cuantos

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yerbajos, se veía descuidado y seco por añai Una sospecha se le atravesó y en lugar de tocar la puerta de enfrente, prefirió entrar quedamente por atrás . . .

Camila recibió la lección: ya no cree en brujas.

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E L LOBO RENGO

Esta es la historia de Juan, un indio de raza h u i ­chol que habitaba a inmediaciones de la selva cerrada que cubre grandes extensiones de la Sierra Madre Occidental. Juan, que era huichol , como muchos de sus amigos en el poblado que habitaba, no entendía el idioma español n i era cristiano, pues adoraba ído­los colocados en las cuevas cercanas, por tanto no conocía nada de la civilización y tanto él como los suyos estaban detenidos en el tiempo desde una épo­ca en que la lucha del hombre contra la Naturaleza era ruda. Todo esto a pesar de que a pocos kilóme­tros de la región convivían hombres y pueblos que hablaban español y usaban la electricidad.

Pues bien, un día salió Juan a traer leña pero se le hizo tarde y no juntó nada porque se encontró en el bosque con su amigo Rafael, quien le ofreció un buen trago de " toch" y ambos pasaron el día entero disfrutando del deleite de la bebida. Pardeando ya la tarde, los dos amigos emprendieron el regreso a sus chozas, cada quién por su lado, entre la hojarasca huraña y los ruidos ominosos de la manigua.

Las ramas secas y quebradizas que se movían cerca, hacían detener a Juan a cada momento como presintiendo la presencia de alguien, hombre o ani ­mal que lo acechara en la espesura. Por f i n la som-

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bra negra que lo seguía cayó de una roca derribán­dolo, y lanzó la tarascada asesina al cuello para matarlo.

Pero Juan pudo esquivar el golpe y sacando su facón tiró un tajo desesperado.. No entraba en los planes del lobo el agudo dolor del frío acero entran­do en sus carnes. Dio un salto y corrió aullando y encogiendo la pata herida.

Calmudo y mirando con recelo a su alrededor, Juan limpió como pudo la sangre que le brotaba de los arañazos profundos y prosiguió su marcha hacia el pueblo, pero llevando el facón desnudo para reci­b i r a cualquier inoportuno habitante del bosque.

E l sofocado silbido de la nauyaca estaba cerca, los árboles sufrían estremecimientos cada vez que de sus ramas pendía alguna bestezuela y las parvadas de loros ensordecían unas veces el ambiente y otras dejaban la estela de un silencio expectante, sobre todo cuando caían sobre un árbol colmado de sabrosa semilla.

Salió Juan del bosque y siguió por la pradera. E l pasto alto y seco se agitaba a su paso porque allí anidaban el faisán y la codorniz que lo atisbaban con miedo y curiosidad. Alguna vez sin quererlo se acer­có a los nidos y entonces lo envolvió una parvada volando todas las aves al ras del zacate y producien­do con las alas una especie de silbido en despedida al intruso que ya bajaba hacia la leve humareda que salía del caserío.

— T e lo dije —sentenció su mujer al verlo llegar sangrante— que no te andes metiendo al bosque por­que un día vas a dejar allí el pellejo.

-—No mujer — J u a n se dejaba restañar las heri­das— a lo mejor quedó rengo y ya ése no hará daño.

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— ¡ Q u é te crees! Si vuelves mejor ve con Samuel, ya sabes que el lobo nunca ataca a dos.

Juan masticaba lentamente el bocado de un taco que se preparó con mano diestra mientras lo cura­ban, en tanto que Ventura, su chilpayate de diez años, encuerado como su madre lo parió y con el pelo en dos trencitas como colas de rata, tatemaba jocuixtles cuya mie l apuraba con fruición.

—Padre —interrogó el chico— ¿me llevas al río? •—Bueno, mañana vas conmigo a sacar camarón. —Nomás no te alejes de la oril la —advirtió la

madre— ¡acuérdate de que todavía andan buscando a José, el hi jo de Felipe!

E l incidente del bosque se perdió entre los dia­rios ires y venires de Juan. E l tiempo también borró toda huella de lo sucedido, menos en el lobo, cuya pata con los tendones rotos, se encogió y secó, for­jando su mente rudimentaria odio hacia Juan. Por eso el lobo todas las tardes se apostó sobre una alta roca en la ori l la de la vereda para esperarlo; pasaban recuas, hombres solos y hasta mujeres, pero el ani ­mal que los venteaba, les concedía la vida generoso.

Con los años Ventura, el chilpayate, creció. Se transformó en un mocetón ancho de espaldas y de alegre mirada. Lucía un bello sombrero con plumas y borlas de colores y sus trenzas caían en su espalda gruesas y lustrosas en tanto que su pantalón, ancho y bordado, estaba detenido con una faja multicolor que rodeaba su cintura. Y Juan, ya designado Tatoán del poblado, llevaba con dignidad el bastón de mando y ejercía justicia entre los hombres que lo rodeaban. En su pelo y rostro cobrizo, dejaban honda huella los vestigios del tiempo.

Por las noches, a la luz de la leña encendida en

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el hogar, Juan acostumbraba relatar sus aventuras a la famil ia y a los vecinos en el dulce idioma huichol, ante el respetuoso silencio de todos.

-—Padre, ¿cómo estuvo aquello del lobo rengo? Por ahí lo ven todavía y por más que le t i ran flecha­zos no le atinan. Ta l parece que tiene siete vidas.

-—Pues creo que tiene metido el diablo —contestó Juan—, aquel día —tú estabas muy chico aún— cuan­do me agarró, no parecía lobo, sino un demonio gran-dote con unos cuernos así de tamañotes. Y cuando se fue chillando, pues le pegué una cuchillada, clarito oí que se quejaba en lengua de persona.

Todos estaban sobrecogidos por el relato. Los chi­cos se pegaron a sus madres y éstas los estrecharon con temor.

— Y luego, pues como que me quiso hablar, por­que se lamía la pata, y desde allá me venía el rumor de su voz que clarito decía: "¡Juan, esto no se que­dará así! ¡Algún día nos veremos!"

—¡Juan, ya no vayas al monte! — y la vieja, su mujer, lo tomó del brazo zarandeándolo suplicante.

-—¡No mujer ! — y Juan sonreía al contestar—. No te asustes, que no es para tanto. ¿Quién le va a creer a las palabras" de los animales?

Pero a los pocos días ocurrió la desgracia. Los vecinos hallaron a Ventura en la oril la del bosque con las entrañas al aire y la mirada vidriosa. E l lobo no quiso tocar esa carne y despreciativo la dejó para que los hombres le dieran sepultura. E l muchacho cayó peleando, pues en el lugar se veía la hojarasca revuelta, pero pudo más la traición de la bestia y su garra poderosa que la inexperiencia y la juventud.

Por la noche, en casa de Juan se instaló el velorio y allí todos cantaban y tomaban toch y tejuino. Juan,

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sombrío y borracho, miraba al monte con odio recon­centrado, en tanto que en el patio se tomaba fuerte y se bailaba al son rispido de los violines.

E l aire fresco acariciaba las sienes ardorosas lle­vando el rumor de los cantos a través de las montañas. La vieja madre de Ventura, junto al cadáver, lan­zaba de vez en cuando gritos lastimeros y tomaba grandes tragos de toch.

En aquel pueblo diferente y ajeno a la civil iza­ción, ese puñado de hombres y mujeres, que no espe­raban nada de los de abajo —los mestizos— disputa­ban a la selva el derecho de v i v i r y la selva respondía a su manera envolviendo en lianas y tupida vegeta­ción todo intento del hombre por ensancharse.

Ahora sin hi jo , Juan se sentía hueco y más que nunca le consumía el paso del tiempo. Todos los días con premeditación, se internaba en el bosque y re-felxionaba mientras tanto: " ¿ D e qué me sirve esta vida sin m i hi jo? Cuando yo muera me iré de la tierra y Felipe y los del pueblo tomarán mis cosas, mis siembras y m i ganado, porque no habrá quién las h e r e d e . . . "

El lobo, como adivinando la tortura del hombre, precisamente de ese hombre, lo veía pasar indiferen­te. Dejó de interesarle Juan y tornaba despreocupado a su cubil . Era en balde que Juan le pusiera t ram­pas, como amarrar un chivato tierno a un árbol y que aguardara horas y horas sobre la rama de un árbol esperando su paso. E l lobo conocía todas las veredas de Juan y los esfuerzos que hacía por atra­parlo.

Y el tiempo pasó, aunque no todo era calma en la manigua. Una tarde en que Juan como de costumbre se metía en el bosque con ganas de encontrarse al

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lobo, oyó gritos desesperados. ¡Alguien estaba co-rralado! E l indio sacó su facón, hinchó el pecho y echó "adelante el cuerpo vibrante y tenso hacia donde ocurría algo.

Y así fue: pegado al tronco madre de un árbol, estaba un muchacho huichol que con mirada aterro­rizada sentía la prox imidad de la fiera. Tenía un palo en la mano, débil arma para el lobo. E l animal no se veía por ahí, pues estaba en una roca alta, pero el instinto avisaba con premura de la presencia del peligro.

De un salto Juan se colocó junto al muchacho y lo cubrió con su cuerpo. ¡Y qué a t iempo! Con otro salto en semicírculo, la bestia lo derribó, y toda la ira contenida y toda la rabia suprema de los dos se volcó en el bosque. Y cada dentellada tuvo la respuesta del cuchillo hasta que por f i n ambos rodaron exánimes.

U n buen rato quedó todo en silencio. Los monos y los guacamayos colmados de estupor, esperaban silenciosos el desenlace. E l chico paralizado, no mo­vía n i un músculo contemplando las dos figuras en t ierra , inmóviles y abrazadas estrechamente.

Los minutos pasaron y la tensión desapareció. Con un movimiento, Juan logró zafarse del abrazo mortal. L a fiera tenía aún metido el facón hasta el puño, pero el hombre chorreaba sangre por todos lados. E l niño se le aproximó y sin decir palabra se puso a l i m ­piar la sangre que manaba de las heridas y para ven­darlo rompió su ancho pantalón. Juan, en medio de sus dolores lo veía con admiración e interés.

Con trabajo se incorporó recostándose junto a un árbol y el muchacho, todavía sin pronunciar palabra, fue por agua que le ofreció de su bule y luego em­pezó a desollar al animal con parsimonia. Con des-

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treza lo abrió en canal, hizo los cortes de las patas y empezó a quitar la piel . Quedó pensativo cuando llegó a la pata renga, pero prosiguió su labor bajo la mirada expectante del hombre. Cuando terminó, ex­tendió la piel al sol con el pelo para abajo y se sentó cerca de Juan.

— ¿ D e dónde eres? — D e la ranchería del Cocuyo, pero ayer se fue­

ron todos y me dejaron porque m i madre se fue con un ranchero de allá abajo.

— ¿ Y qué te dio por i r a m i pueblo? — N a d a , que siquiera allá me dejarán pescar ca­

marón en el río y calentar mis gordas en el comal. — ¿ Y te veniste solo? — ¿ Q u é otra cosa hacía? Aquello quedó sin gente

n i animales y yo di je : "Con ellos no me voy, pues no me quieren."

Y lo d i jo con sencillez y sin rencor mientras des­ataba sus trenzas y soltaba sus cabellos al aire. Juan mientras tanto, lo veía ya con cariño, al llegarle con fuerza el recuerdo de Ventura y comprendió muy hondo la tragedia del muchacho sin hogar.

Más tarde, despacio, in ic iaron la marcha hacia el pueblo por la vereda sinuosa pegada a la monta­ña. Cuando llegaron, encontraron a los habitantes en conmoción preparándose a salir en busca de su Tatoán.

Por la noche, al amor de la fogata del hogar, y ya incorporado el niño a la fami l ia , flotaba un reno­vado entusiasmo entre los huicholes de ese pueblo. El muchacho alegre y contento, escuchaba con interés el relato de Juan igual que los demás que también se colgaban de sus palabras:

— . . . y oí los gritos que daba V e n t u r a . . . Hombres y mujeres quedaron silenciosos mirando

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hacia el muchacho, en tanto que por sus semblantes pasaba la sombra amarga del recuerdo lejano.

— ¿ C ó m o te llamas? —alguien preguntó. E l niño quedó callado un momento, miró a la vie­

ja madre que lo contemplaba con los ojos velados por las lágrimas, a los demás chicos, a las gentes del pueblo allí reunidas y al padre. Luego respondió or­gulloso :

— M e llamo Ventura. Juan ensanchó su rostro en amplia sonrisa y la

madre, dando l ibre curso a sus lágrimas, dio gracias a los dioses tutelares por el retorno del ausente. Mien­tras tanto, el viento alado conducía entre sus ondas el rústico relato del huicho l :

— . . . y cuando le metí el facón en el cuerpo, el lobo me d i jo : " ¡Ora sí, ya me d i s t e . . . ! " ¡Y luego lueguito se murió! ¿Verdad, Ventura?

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¡KUM-BOLAI!

Una hoja seca se soltó de la rama del viejo ceibo y bailoteó en el aire antes de rozar el rostro de Jua-nito. Este, despertó al f i n de su letargo y volvió a la contemplación de ese trozo de bosque, suyo todo por el contacto de su presencia, y anheló ser tronco, piedra o agua turbulenta del arroyo para quedar i n ­crustado en ese paisaje amado, antes que volver a pisar la t ierra blanda del sendero, rumbo al caserío.

Tenía hambre, pero el día aún no terminaba y antes de que oscureciera, sabría cómo llenar su es­tómago, aunque fuera con j inicuiles y guayabas. De pronto, un ruido que llegaba de la espesura le hizo incorporarse sobresaltado. Como si fuera un gato, subió hasta el espesor de las ramas del gran árbol y quedó inmóvil, sin poder ahuyentar a los jejenes y moscos que en cerrada nube se le incrustaban en la cara.

— P o r aquí debe andar el maldito muchacho, v i sus pisadas hace rato.

Tres hombres de sombría catadura hablaban bajo el árbol. Uno de ellos, era notoriamente blanco, pero bien pudiera confundírsele con las alimañas del bos­que por su gesto torcido y el rostro abotagado por el mucho alcohol ingerido a través de los años. Los otros

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dos eran indios choles que hablaban español, llama­dos también ladinos por los naturales.

—¿Cuánto te debía el padre? —Cincuenta pesos que le d i para sembrar un pe­

dazo de tierra con maíz, pero a condición de que me los devolviera con la cosecha y además, debía i r por las tardes a la finca a ayudar en algo.

—Sí, p e r o . . . —Claro, pero el maldito tuvo miedo cuando le

dije que bajara una rama alta de un caobo, que yo necesitaba.. .

— Y se c a y ó . . . — E n mala hora pues, porque el chamaco y la

madre no quieren p a g a r . . . n i tienen con q u é . . . — ¿ Y si lo agarras? Lo vas a . . . — N o , eso ya es otra cosa. En Las Casas me p i ­

dieron un muchacho para mocito. Con lo que den por él me cobro y todavía me quedan unos pesos de ganancia.

E l murmullo de las voces se perdió a medida que los hombres se alejaban del lugar. Los perros olis­quearon la base del tronco, pero nada más para or i ­narse y siguieron a sus amos en la búsqueda.

* #

Juanito estaba en el monte y su madre esperó a que los hombres se alejaran, siguiendo a continua­ción la ruta del muchacho dictada por secreta in ­tuición.

Cuando los dos se encontraron, Jacinta sacó unos tacos y los pasó a Juanito, quien empezó a comer despacio y atento a los ruidos del bosque, porque para

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él sería más aliviador saberse venteado por una fiera que por el hombre.

Tomaron agua del arroyo y arrebujados miraron llegar las sombras plagadas de gorjeos, de ramas que­brándose, de leves ronquidos de tapires y de lejanos maullidos de Kum-Bolai , que a esas horas salía a pro­curarse carne fresca.

A la madrugada se levantaron marchando por la vereda que entrando en el macizo selvático, lleva hasta Jovel. Tras de algunas horas de penosa caminata, lo­graron llegar a las primeras cabanas, donde en f ra ­ternal hospitalidad, probaron café caliente y comie­ron carne ofrecida por una mujer tzotzil con la que apenas cruzaron palabras por la diferencia del id io ­ma. Pudieron hacerle entender que iban huidos y la mujer sólo atinó a señalarles la vereda indicando que los seguidores ya habían pasado.

Madre e h i jo siguieron adelante con ánimo de to­mar una desviación, pero los hombres más rápidos, ya venían de regreso y los vieron a lo lejos. E l m u ­chacho corrió hacia su selva amada, pero la mujer fue atrapada y regresó al pueblo con ellos.

Por la noche, con el graznido de Sku, Juanito entró al poblado y a través de una ventana vio a su madre en un rincón de la casa del gobernador del pueblo, donde los hombres discutían y tomaban aguardiente. •

No tenían prisa para deliberar qué hacer con Jacinta y ésta miraba indiferente lo que le rodeaba con semblante ahora tranquilo, por haber divisado la revuelta pelambre de su muchacho, quien se dejó asomar fugazmente por la ventana.

Adentro se hablaba de todo y los hombres discu­tían sus asuntos sin importarles la deuda, n i la mujer

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n i el muchacho en ese momento. E l mismo captor no sabía qué hacer con esa mujer y también se dedicaba a charlar e inger ir mezcal. Por lo pronto, todos es­taban pendientes de las palabras del gobernador del pueblo:

— E l gringo que pasó ayer por aquí, di jo que vie­ne mañana. . .

— M e compró m i sombrero y . . . —Pues a mí me pidió que le consiguiera una piel

grande de Kum-Bolai . La paga bien, dice que da un cuchillo y cincuenta pesos.

Por atrás de la choza, Juanito captó el relato. ¡Un Kum-Bolai ! Nada más que para buscarlo se ne­cesitan varios hombres, y luego el animal es tan fuer­te que necesita una bala de 30-06 en la cabeza para caer. Juanito no tenía un rif le 30-06 y el único que había en el pueblo era del gobernador. Aunque lo tuviera a su disposición, rio lo podría disparar, pues para su edad, sería una arma grande y pesada. So­lamente contaba con su honda, pero sólo servía para cazar pajaritos. ¿Cómo atrapar a Kum-Bolai?

Ya con la madrugada, madre e h i j o salieron si­gilosos del poblado. Se olvidaron hasta tal punto 'de ella, que la dejaron sola y así la mujer pudo levan­tarse y salir sin que nadie se lo impidiera .

Ahora tomarori otro rumbo. En esta vez fue me­nos el temor de que los siguieran, sin embargo, pasa­ron por su choza y recogieron lo que les pudiera ser­v i r , sobre todo, algo de ropa y Juanito cogió el ma­chete que había sido de su padre, arma poderosa y reluciente.

Hubo algo que les oprimió el corazón. En ese pueblo que abandonaban, todos eran parientes y ami­gos desde anteriores generaciones. Por eso partían

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tristes y doloridos al dejar su mundo para entrar en otro desconocido. Reconocían el valor de la deuda, pero su pago no debía ser mediante la separación. Juanito estaba tierno y pollito y ella sabía que aún tenían que marchar los dos por el mismo sendero du­rante algunos años antes de que llegara la separación f inal .

¡Kum-Bolai! Juanito y su madre albergaban el mismo pensamiento. Se trataba del precio de la l iber­tad. Sabían que Kum-Bolai moraba en la selva y que cuando el hambre le acosaba, llegaba de noche a los poblados para llevarse niños o borregos, que para su hambre era igual .

De pronto la mujer se detuvo. Miró al muchacho y acarició sus cabellos, luego emprendió el regreso hasta un lugar donde se bifurcaba el sendero, y to­maron el atajo.

— ¿ A dónde vamos, mamá? — A h o r a me vas a ayudar. Necesitamos una pie l

de Kum-Bolai hoy porque el gringo viene mañana. —Pero no podemos matarlo, no tenemos armas

y yo solamente tengo m i honda y m i cuchillo. La mujer caminó hasta un arroyo, luego buscó

una planta que crecía a su vera y cuando la encontró tomó varias hojas, después se volvió al muchacho:

—Con t u honda trae unas tres o cuatro palomas. Juanito sin comprender, miró a su madre interro­

gante y se alejó recogiendo matatenas que le sirvie­ran. Una hora después, llegó con tres palomas y u n conejo. L a mujer con destreza desolló a los anima-litos, luego con el cuchillo hizo incisiones en la carne metiendo las hojas recolectadas en cada una. Cuando terminó, con una cuerda formó un solo paquete. M i e n ­tras tanto, el amanecer se anunciaba clareando el cielo.

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—¿Has oído a Kum-Bolai? —Sí, mamá, anoche el rugido venía de por allá

— y señaló hacia el sur. Atravesando la breña y haciendo uso del mache­

te en algunos casos, caminaron hacia el cubil de la fiera.

—Ojalá tenga hambre —musitó Juanito. —Ojalá que no nos ventee —deseó la madre. Ya al atardecer, después de un día pesado y ca­

luroso, llegaron a un claro del bosque y colgaron la carne de una rama a altura conveniente para que los animales chicos no se la comieran, y subieron al mismo árbol donde con paciencia indígena se dis­pusieron a esperar. »

Empezó la noche clara por la luna y oliendo a nuevo en cada cogollo y en cada f lor. La vida noc­turna allí era más activa que en el día. Madre e hijo l impiaron de insectos las ramas aledañas y el chico puso la hamaca trabada en una horqueta, donde su madre pudo acomodarse sin temor a veinte metros del suelo.

El calor hizo que la carne esparciera sus olores y algunos tigrillos saltaron pretendiendo arrancar p i l ­trafas sin lograr éxito, en tanto que los sabrosos her-víboros los contemplaban desde sus agujeros. A la luz de la luna siguió un rato la fiesta de las beste-zuelas hasta que u n ronquido suave, pero impresio­nante, hizo el milagro del silencio y la soledad en el contorno.

¡Kum-Bolai! Su pellejo manchado lanzaba refle­jos a la luz de la luna. Caminaba volviendo con des­cuido su cabezota peluda de un lado para otro. Jua­nito y Jacinta estaban paralizados por el terror. Si los venteaba le sería fácil llegar hasta la gran rama

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y acabarlos a zarpazos. Era un grande y bello animal , macho entero y vigoroso.

A l llegar al claro donde colgaban las piltrafas, Kum-Bolai dio un leve salto, atrapó el paquete y du­rante un buen rato se le oyó t r i t u r a r los huesos y en­gullirlos con la carne. Luego allí mismo se tendió en el suelo. Pasó un buen rato y todo demostraba que Kum-Bolai descansaba o dormía. De pronto se oyó su jadear anhelante y un gr i to , más que aullido se escapó de su garganta. Quiso caminar, pero las ex­tremidades no le obedecieron. Se revolcó en el suelo y gimió largo rato por el dolor que corroía sus en­trañas. ¡Hierbas misteriosas de los bosques de Amé­rica! ¡Que lo mismo curan que matan! Madre e h i jo bajaron. La mujer tomó un grueso palo y sin miedo se acercó a la fiera y golpeó su gran cabeza hasta la llegada de la muerte.

— ¡ M a m á ! - ¿ Q u é ? — ¿ Q u é le diste a Kum-Bolai? La mujer sonrió orgullosa y contenta. Su rostro

indígena se animó ante el recuerdo de la próxima liberación. Volverán a su pueblo a v iv ir tranquila­mente porque el gringo tendrá su piel y ellos el d i ­nero de la deuda.

La luna contempló el espectáculo insólito de u n niño y una mujer desollando á un tigre. También tres hombres durante largo rato los vieron, hasta que por f i n se acercaron.

La mujer dio un salto con el cuchillo en la mano al reconocer a sus perseguidores. Pobre arma junto al 30-06 del gobernador, que relucía en manos de uno de ellos. . . Pero en el semblante de los tres había respeto:

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—Jacinta, no venimos por t i n i por el muchacho. También salimos a buscar a Kum-Bolai , pero tú lo encontraste primero. Acaba ya de pelar al animal para que regresemos al pueblo. E l gringo está allá, recibirá su piel y tú me darás sólo veinticinco pesos, porque nunca en la vida he sabido de una mujer que cace a un tigre nada más con sus m a n o s . . .

* o, T * rf

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MARÍA COYOTE

Dejando en el suelo el bulto que cargaba, secó el sudor que le escurría por el rostro ante la mirada de los habitantes del poblado. Eran como él, de cara casi redonda y fisonomía marcadamente asiática, he­rencia segura de sus trashumantes antepasados. Los hombres del lugar tenían el pelo largo arreglado en forma de trenzas, o cayéndole en largos mechones por abajo del sombrero mult ico lor ; las mujeres, casi todas en estado grávido, sonreían al paso del foras­tero y los chicos encuerados, panzudos y mugrosos se escondían detrás de las enaguas maternas, mirán­dolo con recelo.

Alguien le llevó una j icara con agua fresca y abundante que apuró con fruición, dejando que los hilos de agua corrieran de las comisuras de los labios escurriéndole por la garganta hasta el tórax. Se l i m ­pió la boca con el pañuelo y luego preguntó:

—¿Está aquí Donaciano? — J a sicure caaque núcutuz — l e respondieron en

seguida. —Respondió, pero ¡con qué trabajo le salieron las

palabras en su idioma nativo! j Y pensar que todavía años antes no hablaba n i siquiera una palabra de Castilla!

Entró a una choza cercana y se tendió en la ota-

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tera a esperar a Donaciano. Le habían informado que no estaba en esos momentos y que llegaría después porque marchó a su siembra.

Por la tarde llegó Donaciano, más viejo y más fuerte que los demás, empuñando el bastón de mando mientras los chicos saltaban parloteando a su lado.

—Yo soy Donaciano, ¿qué quieres en este pueblo? —Soy el maestro rura l . Me mandan a trabajar

aquí. Dime dónde está la escuela y dónde la casa en que voy a v iv i r .

Donaciano sonrió y puso su mano protectoramen-te en el hombro de Pancho.

—Hace tres años, en la cabecera del municipio le pedí al jefe tuyo que mandara un maestro. Hasta ahora lo mandan y así quiere el gobierno que le de­mos tributo.

—Pero ya ves, te hicieron caso. Aún es tiempo de hacer mucho.

—Pues no hay escuela, n i casa donde vivas. Desde mañana empezaremos su construcción y tú dirás cómo la haremos, para eso eres el maestro.

Pancho miró a los rostros que curiosos asomaban por la puerta y la ventana. Volvió a verlos amistosa­mente encontrándolos terriblemente familiares y se volvió al viejo :

—Bien , Donaciano, vengo con ganas de trabajar. Mañana empezaremos.

Desde entonces, la vida de Pancho Martínez trans­currió quieta y apacible en ese pueblo aislado y afe­rrado a la montaña. Bajando cada mes a la cabecera del municipio por su sueldo y retornando con pro­visiones ; curando en el pueblo a los enfermos de pa­ludismo y mal de costado, atendiendo a las parturien­tas, sacando espinas de los pies de los chamacos y

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sirviendo como paño de lágrimas a todos los que se le acercaban con los más peregrinos pretextos.

Una tarde, repasaba las lecciones para el día si­guiente, sentado junto a la ventana de su cuarto, cuando alguien entró con gran estruendo:

—¡Buenos días, maestro! —Buenos días, muchacha. Pancho descubrió a María Coyote ya dentro de

la habitación, con un gran canasto lleno con zapotes, mangos y jocuixtles.

— Y a puedo hablar algo castilla. ¿Entiendes, maestro ?

—Desde luego María, ¿ qué andas haciendo por aquí?

•—Pasaba y entré para ver la cara del maestro Pancho.

—¿Nada más? — N a d a más, y te traigo esta fruta que cogí en

la huerta — l a dejó sobre la mesa, quedó callada un momento y agregó con la vista ba ja—, pero tú nun­ca dices algo a María.

El profesor estaba visiblemente preocupado ob­servando a la muchacha ostentando toda la frondo­sidad de sus diecisiete años, que de un tiempo a en­tonces hacía demasiado frecuentes sus visitas. Ella en tanto, lo miraba con ternura a través de sus pupilas de tonalidades verdes como las de los animales del bosque.

—Eres muy buena, María, pero no vengas tan se­guido porque se van a dar cuenta en el pueblo.

— A María no le importa ¿ y al maestro Pancho? —Claro , a mí tampoco, p e r o . . . —Bueno, pues mañana viene María a traerte f r u ­

ta y no la corras como ahora.

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Dejó sobre la mesa el canasto y salió corriendo como llegó, mientras él la seguía con la mirada, ya que toda su preocupación se reducía a la casi inmi ­nente perspectiva de casarse con ella.

Días después la pediría y todo acabará en fiesta de dos días con danzas, tejuino y tambor. Y no le queda otro remedio, pues ante sus ojos de hombre medianamente civilizado, el mito de la decadencia del indio se desvanece ante los actos de los hombres de la montaña. Los juicios serenos y acertados para la ejecución de sus leyes simplistas y bárbaras, lo­graban que los delitos se redujeran al mínimo, porque el delincuente con la muerte, perdía la oportunidad de reincidir . Y allí, si bien las pasiones eran p r i m i ­tivas como la selva que los rodeaba, al menos tenían toda la pureza de la f lor silvestre que se abre entre las rocas.

Se llamaba María Coyote ¡vaya nombre de mu­chacha! Y cuando todavía el polvo levantado por ella al salir no había vuelto a la t ierra, entró Tomás. Joven como Pancho, usaba su pelo en dos trenzas gran­des que amarraba por atrás, llevando ladeado el som­breri l lo lleno de listones y cascarones de crisálida.

—Pancho, hoy yo te viene a ver. —Bueno Tomás, ¿de qué se trata? — M i r a Pancho, María Coyote viene aquí todos

los días y te trae f ru ta . Y eso no le gusta a Tomás. —Bien , pero ella deja la fruta y se va, ¿ves algo

malo en eso? — Y a sabes que entre nosotros, cuando una mu­

jer busca al hombre es que se quiere i r con él. Pancho contempló a Tomás, que receloso, trataba

de adivinar sus pensamientos escrutándole el rostro. Era difícil contestar, pues María Coyote era la mu-

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jer que necesitaba para que lavara su ropa, le hiciera las gordas de maíz y le diera mucho amor de su cuerpo y rústicamente sensual.

— O t r o día hablamos. Vete, pues ahora tengo que trabajar.

—Tomás se va como dices, pero María Coyote se casará con Tomás. ¿Oyes Pancho? Y si vuelve aquí dile que se vaya.

- — M i r a Tomás, si María quiere venir aquí yo no le diré que se vaya, y si ella quiere casarse con Tomás, está bien. Pero si ella no se quiere casar con Tomás, entonces. . .

— M i r a Pancho: yo tengo cuatro cargas de maíz que ya le d i a su padre y él me d i j o : "Tomás, cuan­do me traigas otras cuatro cargas de maíz te doy a María." Y te lo digo para que. . .

— N o me digas más —Pancho lo interrumpió ya molesto—. María se casará con quien ella quiera. Ade­más, aquí hay otras muchachas que te pueden gustar.

Tomás se puso en pie mirándolo agresivo, pero sin perder la tranquil idad, hablando como si tratara un asunto sin importancia.

—Pues sábelo, si yo doy las otras cuatro cargas de' maíz, no habrá nadie que se ponga enfrente de m i machete cuando yo vaya por María.

Pancho recordó de pronto que él significaba algo más que un vecino del poblado. Haciendo un es­fuerzo, recobró su investidura de dirigente del pue­blo, de maestro rural y contuvo su i ra para responder:

— Y o no quiero pelear. Aquí estoy para ayudar al pueblo. Se hará lo que diga María, además tú ya tienes dos mujeres.

—Pero me falta la que me cuide la vaca. Me voy, aquí queda m i palabra.

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Salió y montando en su caballo se alejó hacia el centro del pueblo.

A l día siguiente llegó Donaciano a visitar al pro­fesor en el momento en que daba su clase a los niños del lugar. Tomó asiento en una piedra cercana y es­tuvo escuchando largo rato el canturreo sonoro de las frases en español difícilmente hilvanadas. Cuando Pancho, exhausto fue a sentarse junto a él para to­marse un descanso, aprovechó la oportunidad para echar fuera todo lo que tenía dentro.

—Ayer me di jo Tomás que tú quieres a María Coyote.

Sonrió el profesor al escucharlo. Decididamente el pueblo todo está ya al tanto de sus dificultades amorosas. Como no es cosa del otro mundo, miró al viejo con simpatía y le respondió pesando sus pa­labras :

— T e dijo mal , él me fue a reclamar el que María fuera a m i casa a dejarme fruta todos los días.

—Pero dice que tú quieres a María —insistió el v ie jo— te lo conoció en los ojos cuando habló con­tigo, y ya sabes que a nosotros no se nos engaña.

Pancho comprendió que su mirada y actitud fue­ron francamente delatoras. Ha visto a una mujer con ojos de amor pregonando a gritos, sin hablar, la pa­sión que lo domina.

— M i r a Donaciano, yo no sabía que Tomás le hu­biera hablado al padre de María. Solamente le dije que la dejara en l ibertad de escoger a quien quisiera.

— N o Pancho, aquí no se acostumbra eso. En cuan­to Tomás acabale sus cuatro cargas que le faltan, se llevará a María a su choza y no habrá quién lo im­pida. Yo ya d i el permiso para que se casen.

E l profesor renegó en su interior mientras el viejo

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se alejaba. ¡Maldita costumbre esa de comprar a la mujer como si se tratara de un burro ! Recordó que en la ciudad, con las variantes consiguientes sucede lo mismo, pero le sublevaba que la mujer que quería valiera tantas más cuantas cargas de maíz que él no tiene. Resolvió que en la v ida el amor se mide por fanegas y el que paga manda.

Esa noche no durmió, pues no pudo ahogar como quería, el pensamiento que lo dominaba de la mucha­cha con ojos de reflejos verdes y piel color de árbol. A l dormitar en el petate, la brisa t ibia que se colaba por las rendijas de la choza, le daba la impresión del abrazo fuerte y sensual de María Coyote.

Por la mañana siguiente, salió al monte con su arco y flechas a cazar codornices. Caminó largo rato y luego subió hasta la rama gruesa de un jamapa, donde bien repatingado se dedicó a soñar. A los pocos momentos de estar inmóvil, salieron otra vez de sus escondrijos los animales del bosque y pudo contem­plar deleitado a ese mundo vedado al hombre cuan­do con K U S ruidos impertinentes crea el vacío en su derredor.

Parvadas de codornices y correcaminos, discu­rrían contoneándose por la vereda, inf inidad de co­nejos, gatos de monte y monos, hacen del bosque una ciudad demasiado concurrida, de vez en cuando se escucha el grito angustioso de la. chachalaca atrapada por alguna f i e r a . . . De pronto, tras un breve lapso de suspenso, se inició el i r y venir de todos los ani ­males rumbeando hacia sus agujeros.

Por la vereda venía un hombre, no cabía duda. Aunque Pancho no percibía nada, los habitantes del bosque lo sabían a la perfección. Por f i n apareció Tomás llevando sobre sus hombros un venado que

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había cazado. Iba sonriente y sus potentes músculos se contraían con el peso de la bestia. A l quedar abajo del jamapa salió de entre la maleza un .puma cor­pulento que gruñó amenazador.

E l huichol nunca rehuye la pelea cuando un león se le pone enfrente. Pancho estaba paralizado en tanto que Tomás se detuvo dando el frente a su enemigo, tiró al suelo el venado y sacó su facón disponiéndose a la pelea.

E l puma sabía también que la lucha era a muerte, pues desde que existió sobre la t ierra el primer león y el primer huichol , se trenzaron combatiendo con rabia.

El animal dio un gran salto cayendo sobre su enemigo y derribándolo. Ambos rodaron por el suelo en feroz combate, t irando el gato feroces zarpazos que dejaban huellas hondas en la espalda del hom­bre, quien pretendía clavar el cuchillo sin que el puma, escurridizo y mañoso, le diera oportunidad. En un momento dado, al incorporarse Tomás, el ani­mal se prendió a su espalda y se dispuso a romperle el cuello de un mordizco, pero nunca llegó a hacerlo. Una flecha certeramente disparada le dio en la nuca y cayó al suelo exánime. Tomás también quedó en el suelo largo rato, luego se movió hacia el puma, lo examinó viendo con asombro la flecha clavada y miró a todos lados para buscar a su salvador.

Ya Pancho bajaba del árbol dirigiéndose a él: — ¿ T e hiciste daño? Tomás se le quedó mirando y por su rostro pasa­

ron las diferentes emociones del que ya se sabía muer­to y volvía a la vida. Luego, sin hacer caso de las desgarraduras de su piel , se puso en pie y estrechó

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se alejaba. ¡Maldita costumbre esa de comprar a la mujer como si se tratara de un burro ! Recordó que en la ciudad, con las variantes consiguientes sucede lo mismo, pero le sublevaba que la mujer que quería valiera tantas más cuantas cargas de maíz que él no tiene. Resolvió que en la v ida el amor se mide por fanegas y el que paga manda.

Esa noche no durmió, pues no pudo ahogar como quería, el pensamiento que lo dominaba de la mucha­cha con ojos de reflejos verdes y piel color de árbol. A l dormitar en el petate, la brisa t ib ia que se colaba por las rendijas de la choza, le daba la impresión del abrazo fuerte y sensual de María Coyote.

Por la mañana siguiente, salió al monte con su arco y flechas a cazar codornices. Caminó largo rato y luego subió hasta la rama gruesa de un jamapa, donde bien repatingado se dedicó a soñar. A los pocos momentos de estar inmóvil, salieron otra vez de sus escondrijos los animales del bosque y pudo contem­plar deleitado a ese mundo vedado al hombre cuan­do con sus ruidos impertinentes crea el vacío en su derredor.

Parvadas de codornices y correcaminos, discu­rrían contoneándose por la vereda, inf inidad de co­nejos, gatos de monte y monos, hacen del bosque una ciudad demasiado concurrida, de vez en cuando se escucha el grito angustioso de la. chachalaca atrapada por alguna f i e r a . . . De pronto, tras un breve lapso de suspenso, se inició el i r y venir de todos los ani ­males rumbeando hacia sus agujeros.

Por la vereda venía un hombre, no cabía duda. Aunque Pancho no percibía nada, los habitantes del bosque lo sabían a la perfección. Por f i n apareció Tomás llevando sobre sus hombros un venado que

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había cazado. Iba sonriente y sus potentes músculos se contraían con el peso de la bestia. A l quedar abajo del jamapa salió de entre la maleza un puma cor­pulento que gruñó amenazador.

E l huichol nunca rehuye la pelea cuando un león se le pone enfrente. Pancho estaba paralizado en tanto que Tomás se detuvo dando el frente a su enemigo, tiró al suelo el venado y sacó su facón disponiéndose a la pelea.

E l puma sabía también que la lucha era a muerte, pues desde que existió sobre la t ierra el primer león y el primer huichol , se trenzaron combatiendo con rabia.

El animal dio un gran salto cayendo sobre su enemigo y derribándolo. Ambos rodaron por el suelo en feroz combate, tirando el gato feroces zarpazos que dejaban huellas hondas en la espalda del hom­bre, quien pretendía clavar el cuchillo sin que el puma, escurridizo y mañoso, le diera oportunidad. En un momento dado, al incorporarse Tomás, el ani­mal se prendió a su espalda y se dispuso a romperle el cuello de un mordizco, pero nunca llegó a hacerlo. Una flecha certeramente disparada le dio en la nuca y cayó al suelo exánime. Tomás también quedó en el suelo largo rato, luego se movió hacia el puma, lo examinó viendo con asombro la flecha clavada y miró a todos lados para buscar a su salvador.

Ya Pancho bajaba del árbol dirigiéndose a él: — ¿ T e hiciste daño? Tomás se le quedó mirando y por su rostro pasa­

ron las diferentes emociones del que ya se sabía muer­to y volvía a la vida. Luego, sin hacer caso de las desgarraduras de su piel , se puso en pie y estrechó

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la mano del profesor, que aceptó el saludo mientras respondía al indio de las trenzas largas:

— N o Tomás, somos amigos, tuve suerte de pe­garle al animal y nada más. No me des las gracias, estoy contento con que vivas.

Tomás quedó pensativo mientras recogía el venado y lo echaba otra vez sobre sus hombros a pesar de las heridas. Luego recapacitando, se volvió hacia Pan­cho, que desollaba al puma:

— ¡ E s tuya María Coyote! ¡Ve por ella cuando quieras!

— ¡ P e r o yo no di nada a su padre! — H o y le daré las otras cuatro cargas de maíz.

Ya tienes mujer. Esta es m i palabra. Y apresurando el paso se perdió en el recodo.

E L TÍO ANDRÉS

Erase que se era un viejo vivaracho, menudo de cuerpo, con la pelambre revuelta siempre y cuyos ojillos de mirada socarrona captaban todo lo que ocurría a su alrededor, en cierto pueblecillo de cuyo nombre sí puedo acordarme, porque se llamaba I x -tlitepec.

A l viejo de m i cuento le decían "tío Andrés", aun­que a veces repasaba sus anteriores aventuras para averiguar de qué sobrinos era en realidad tío. Pero al f i n y al cabo, tratándose de su cachazuda con­fianza y de su natural simpatía, nunca faltó a su vera la verba alegre de algún vecino, la copa de mezcal n i el taco de cecina con queso. Tío Andrés decía que trabajaba, pero en realidad ya no, pues su única ocu­pación era la de mover con vigor la sin hueso para narrar cuentos picarescos y consejas de aparecidos que "enchinaban" la pie l de quienes le oían. Además, como atributo de su propia naturaleza, era' taimado, ladino, desconfiado y un poquito bribón, pero al mismo tiem­po inofensivo a pesar de sus gritos al regañar m u ­chachos ajenos y de sus amenazas a los mocetones del lugar, quienes contestaban sus ofensas con invita­ciones al trago.

Era muy popular en el pueblo, pues con eso de que su hijo le daba solamente el techo y la comida,

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tuvo que hacer de la gorronería su profesión p r i n ­cipal, y así poderse tomar sus sabrosas copas y de vez en cuando llegarse hasta Juchitán por manta para sus calzones.

Para llegar a Ixtlitepec es necesario hacer varias horas en carreta de bueyes. Allí cerca está la selva, por lo tanto en paz todos, no tienen que preocuparse mucho, porque las lluvias son abundantes y la t ierra es buena para sembrar maíz y f r i j o l . Se come carne de gallina, guajolote, armadillo, tlacuache, venado y de vez en cuando tapir, cuyo sabor exquisito es mo­tivo de fiesta cuando menos cada mes. En su tiempo las huertas se cubren de mangos, zapotes y mameyes que se pudren allí mismo, porque no hay carretera para sacar la fruta hasta el centro del país.

Este pueblo indígena mexicano, robusto y diáfa­no como las aguas del manantial que brotan de la montaña, vivía en aquel entonces bajo la paternal y un tanto convenenciera mano del mestizo Manuel Gar­cía, verdadero tipo de cacique lugareño, cuyo p r i n ­cipal defecto era su excesiva afición al zumo fermen­tado de cualquier vegetal, cosa que todos temían, pues al estar poseído de dicho estado eufórico, se le ocu­rrían barbaridades que había que cumplimentar para no sufrir los atropellos del mandamás borracho.

Ese día, el tío Andrés pasaba frente a la casa de Manuel en los momentos en que éste despachaba un buen fajo de aguardiente con rumbo a su gaznate:

— ¡ D o n Andrés! E l viejo se hizo el desentendido y siguió su ca­

mino chupando su breva y sacándole un humo es­peso y pestilente. En forma deliberada se hizo el sor­do, pero Manuel salió de su casa y lo alcanzó tomán­dolo de un brazo:

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—Oiga amigo, ¿pues qué no me oye? —Es que iba de prisa, don Manuel ¿para qué

soy bueno? —Para que me acompañe una copita. E l viejo se rascó la cabeza. Le gustan las copitas

pero no las borracheras. En f i n , entró al portal de la casa de Manuel y tomó asiento en un butaque. Con la botella al lado empezaron los dos a tomar, pero el tío Andrés, en u n descuido del otro, regaba la ma­ceta cercana con mezcal, de modo que al poco tiempo, el anfitrión estaba borracho en tanto que el tío An ­drés se encontraba por entero en sus cabales.

— M i r e tío Andrés, usté es un ca. . . becilla, pero yo lo aprecio mucho. . . Quiero que me haga un fa-v o r c i t o . . . Ya son las seis de la tarde y oscurece... Vaya a la casa de Vicente sí, ese muchacho que me cuida el ganado, y dígale que me mande los cincuen­ta pesos que le presté la semana pasada . . . O que me mande a su h i j a Rosa.

—¿Para qué quiere usté a Rosita a estas horas, don Manuel ? ¿ No se le hace q u e . . . ?

E l cacique se incorporó y miró con ojos inyecta­dos al tío poniéndole una mano en el hombro.

—¡Vaya con usté, tío Andrés, que se está vol­viendo muy preguntón! Usté vaya y haga lo que le digo. Como no tendrá el dinero, que la muchacha venga y se meta en la recámara donde la estaré esperan­d o . . . ¡Y pronto, andando ya!

Quedó el tío Andrés en verdad preocupado. Ro­sita era la flor más bella de Ixtlitepec, que sobresa­lía por entre las demás muchachas, buena mujer y apreciada por todo el pueblo. De realizarse las cosas como Manuel quería, Rosita ya no se podría casar y además tendría que salir del pueblo, pues allí la tra-

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dición no permite mujeres libres. Además, la mucha­cha era muy popular, con pretendientes que por las noches le llevaban serenata bajo la vigilante benevo­lencia de su padre. Y en verdad, don Manuel estaba a punto de meterse en un lío.

Se levantó del butaque y salió con rumbo a la casa de Vicente con semblante sombrío, pero su fértil imaginación le hizo de pronto detenerse, rascarse de nuevo la cabeza, sonreír y reanudar la marcha, esta vez casi con prisa. Le diría a Vicente que en la mis­ma noche llevara a su h i ja al pueblo cercano y él entretendría al borracho hasta que se durmiera.

A l poco rato regresó a la casa de Manuel y en esa vez sí vació de un trago la ración de mezcal que le fue ofrecida, tomó asiento otra vez y miró al ca­cique :

— ¿ C ó m o le fue? — L a verdá es que me costó t r a b a j o . . . Vicente

no tiene dinero y manda decir que Rosita no puede venir en este momento, pero que a las nueve de la noche ya estará lista.

E l cacique sonrió con satisfacción, supuso que el asunto iba a. costar trabajo y ya tenía preparadas unas monedas para que regresara el tío Andrés en plan de buscón a tratar el precio, con ta l de darse gusto.

—¡Hasta las nueve! Bueno, qué le hemos de ha­cer. Mientras tanto le entraremos al mezcalito con fe. . . Y . . . ¿ quién va por allí ?

—Es doña Florita la yerbera, don Manuel. Como está tan vieja, nos vende perej i l , culantro, yerbabue-na, orégano, laurel y puras hojas. Está pobrecita, pues usté le quitó el último pedazo de tierra donde tenía su casita de ramas.

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—Pero su hi jo el que se murió me debía veinte pesos.

-—Pero se murió cuando trabajaba para usté abriendo aquella zanja.

—Pero es usté muy metiche, tío Andrés. —Pero no le hace, porque a usté le sobra el d i ­

nero y el trago. E l tío Andrés se desconoció y comprendió que es­

taba cometiendo un error que le podría costar muy caro. Ya Manuel se incorporaba para tomar su ma­chete y darle unos cuantos cintarazos al lenguaraz del tío Andrés, cuando éste le di jo sonriendo:

— N o se incomode, don Manuel, aquí estamos so­los y nadie nos oye, no se ponga de malas ahora que va a merendar pol l i ta t i e r n a . . .

E l recuerdo de su próxima aventura, hizo cam­biar el semblante del mestizo y volvió a su asiento:

—Tío Andrés, nomasito le digo que no se meta en mis asuntos. L a Div ina Providencia me trajo a este pueblo hará unos diez años y desde entonces me ha ido muy b ien . . . como usté sabe. Llegué nomás con lo que traía puesto y ahora ya ve, pongo las auto­ridades y ustedes votan por quien yo digo. Antes no tenían más música que la de sus guitarras y marim­bas y ahora oyen la de este radio de pilas. Y en f i n , n i a usté n i a nadie le importa lo que yo haga. . .

—Bueno, don Manuel , pero usté debía hacer por­que lo quisieran todos. . .

—¿Hay alguno que no me quiere? —Esto es, quiero decir, que muchos estarían más

contentos si no se metiera usté con las famil ias . . . — O r a sí que me viene usté de moralista, tío An ­

drés —Manuel ya estaba muy borracho— de donde vengo las cosas son distintas. Hasta hay algo que al-

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gún día pondré aquí si el pueblo crece . . . u n lugar con muchachas bonitas y perfumadas, bebida y mú­sica . . . Usté nunca ha salido de este pueblo y no, sabe lo que es b u e n o . . .

E l tío Andrés miró con severidad al borracho. Claro que ha viajado y en su mocedad vio y pasó por muchas cosas. Entrecerró los ojillos y se propuso i n ­terrogarle más a fondo. Ese pueblo sencillo e inge­nuo, creía en la autoridad de ese hombre, porque sin escuela n i gente de otros lugares, no hallaba solución a sus problemas.

— O i g a don Manuel, usté no me ha contado qué le dio por venir a este pueblo tan chico y tan ale­jado. . .

Don Manuel sonrió y se acercó tambaleante hasta el tío Andrés echándole al rostro la tufarada de aguar­diente :

—Esto queda entre usté y yo, tío Andrés . . . E n Coatzacoalcos me eché a un gr ingo . . . Tenía bastante dinero de su tierra que luego me cambiaron y lo gasté. . .

—Eso no puede ser — e l tío resolvió estimular al hombre para que siguiera hablando— yo nunca supe de eso. . .

—¡Porque aquí nadie sabe leer, n i llegan perió­dicos, tío bruto , digo tío Andrés! Traía un anillo y un reloj que todavía guardo y que le voy a enseñar para que otra vez no me diga que soy un mentiroso. . .

Con pasos vacilantes se dirigió a su recámara, sacó de abajo de la cama una caja grande de madera que abrió sacando un paliacate que envolvía algunas cosas.

—¡Venga pa'acá, tío Andrés! E l viejo se acercó y vio lo que el otro le enseñaba:

— Este es el reloj, no lo uso porque aquí no se

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necesita. Aquí tiene usté el a n i l l o . . . no sé por qué guardo estas cosas. . . Y estos papeles son recortes de periódico, pues se habló por allá mucho del asunto, porque el maldito gringo era un señor muy importante en su tierra — y guardando otra vez las cosas, se volvió al tío Andrés—: ¿Soy un mentiroso? ¡Dígalo usté ahora!

—De ninguna manera, don Manuel . . . Vamos allá afuera porque esto necesita un buen trago.

Después de tomar lo último de la botella, el tío Andrés se levantó.

— ¿ A dónde va, tío Andrés? -—A ver si ya le mandan a la muchacha, quien

quite y llegue antes. . . Mientras tanto destape esa otra botella y éntrele a la copa para estar bien cuan­do ella llegue.

—Este es un buen consejo. Más tarde nos veremos. Salió el tío Andrés entre las ya logradas sombras

de la noche. Los cocuyos daban su luz verde e inter­mitente y la brisa fresca presagiaba l luv ia para más tarde. E l pueblo todo, con sus gallos cantadores y sus perros de agudo ladrido, fue entrando en calma. Lle­gó hasta su casa, despertó a su hi jo y los dos hombres conferenciaron en voz baja. Luego el muchacho se vistió, ensilló su mejor caballo y se lanzó a todo co­rrer con rumbo a Juchitán.

A la mañana siguiente muy temprano, estaban en casa de Vicente, dos hombres armados procedentes del municipio. También el tío Andrés, que por primera vez en muchos años se puso su pistola al cinto. E l gru­po se dirigió a la casa del cacique y a medida que avanzaba por las calles del pueblo, la gente se iba incorporando en ta l forma que a poco rato ya era numeroso, en el que predominaban las mujeres de

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huípil que iban incluso, con los bultos de ropa su­cia paro lavar al río, pero que presintiendo una buena función, preferían perder el tiempo.

A l llegar, abrieron de un empujón la puerta con las armas listas y llegaron hasta la cama donde Manuel roncaba su pesada borrachera. A su lado se notaba un bulto humano cubierto con las cobijas hasta la cabeza. Sacudieron a l hombre con violencia:

—¡Levántese, amigo! Vamos a Coatzacoalcos... Manual abrió los ojos asombrado y miró a los

presentes, a los mestizos, a Vicente y al tío Andrés, quienes lo miraban con severidad. Luego vio hacia el bulto que estaba a su lado y repasó los aconteci­mientos de la noche anterior. Asustado empezó a i n ­corporarse :

— Y a me agarraron, n i modo, pero no le hagan nada a la muchach i ta . . .

E l tío Andrés preguntó entonces: —¿Cuál muchachita? —Pues ésta, la verdá es que si vienen por esto,

estoy dispuesto a casarme con la muchacha, no hay necesidad de tanto alboroto, pues lo que pasó ya pasó y n i modo, pero yo soy hombre que sabe cumplir y . . .

— Y a cállese don Manuel, estos señores no vienen por usté por lo que cree n i se va a casar con Rosita, pues ella nunca estuvo aquí n i mucho menos hacién­dole compañía.

Con mano temblorosa Manuel descubrió el ros­tro de la que estaba a su lado y quedó mudo de asombro al ver que e r a . . . doña Florita la vieja yerbera, la abuela cascada, apergaminada y acha­cosa, desdentada y sucia. Los hombres y mujeres del lugar soltaron la carjacada durante un buen rato,

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atribuyéndole al tío Andrés la broma, quien allí mismo recibía las felicitaciones de todos. Luego unos hombres ayudaron a los mestizos a atar al ex-cacique y sacaron de la caja de madera las pruebas del delito. Entonces la comitiva se trasladó a la orilla del pueblo y Manuel emprendió la marcha rumbo a su destino debidamente escoltado, y n i siquiera volvió la cabeza cuando una piedra zumbó por sus orejas.

Las viejas y muchachas se ret iraron a sus queha­ceres, joviales y risueñas diciendo casi a gritos:

—¡Estaba tan borracho que no supo n i con quien pasó la noche!

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i

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Los choles hablan una lengua de difícil com­prensión para el extraño. A l mismo tiempo están aislados, porque la selva forma parte íntima de su vida, el pueblo todo se encuentra rodeado de un macizo boscoso y diariamente al atardecer, los po­treros tienen que ser protegidos pues los jaguares, de bella e impresionante estampa, suelen bajar de vez en cuando y algunos tienen la osadía de recorrer las calles del pueblo.

Lo malo del caso es que cada animal no se con­tenta con matar un becerro o u n borrego, sino que acotumbra atacar a dos bestias sirviendo una para su alimento y la otra queda abandonada para festín de auras y zopilotes de collar.

A pesar de esa vida ruda, con el impacto de la hirsuta naturaleza, en " E l L a u r e l " hay una escuela rural a la que concurren los muchachos con el ánimo de lograr frases enteras en español y también por ser el centro de reunión social más aceptable en esa pequeña región.

Uch —doce años, tez cobriza, ojillos ligeramente oblicuos y pelambre revuelta— es uno de los que van a la escuela, pero casi siempre su mente se encuentra embebida en otras ideas. Cierta ocasión, con motivo de que Filomeno —curandero, agorero y viejo espé-

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cimen de Shaman de los que ya quedan pocos, si no es que hay que buscarlo en el fondo de las selvas o en los poblados extraños a la civilización—, al­bergó en su estómago el contenido de u n botella de aguardiente y con ta l motivo, dijo cosas que a Uch se le grabaron, subyugándole por completo. Entre el fárrago de sus incoherencias, el tal yerbero afirmó que todos los animales tienen alma y sentimientos, agregó que él con sus poderes, está capacitado para entender el idioma de algunos animales, entre otros el feroz jaguar, llamado en lengua chol Kum-Bolai , hasta el grado de que cuando se lo ha encontrado, mejor la fiera cambia su ruta sin atacarle. Los ve­cinos comprendieron el grado de bebida que Filo­meno tenía en sus tripas y sonrieron escépticos, guar­dando prudente silencio.

Uch en todo momento, repasaba las palabras del curandero y anhelaba también entenderse con los animales, para que cuando el jaguar fuera a robar una bestia del corral de su padre, pudiera gritarle y hacer que se alejara. A veces cogía una gallina y pretendía hacerse entender, pero era en vano. Cierta vez pidió Filomeno que le enseñara el lenguaje de los animales del monte, y aunque el hombre ya estaba sobrio, le respondió con sencillez: "Necesitas ser viejo como yo, y haber vivido entre ellos como yo." Días después Uch oyó que su padre le decía a la se­ñora de su casa:

—Filomeno estaba medio borracho diciendo bar­baridades, gritaba que puede entenderse con los ani­males del bosque, pero no evita que cada semana se nos pierdan uno o dos becerros. U n día de estos se llevarán un muchacho.

—Pero tú sabes —respondió la m u j e r — que todas

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las noches metemos a todo el mundo en las casas y no dejamos fuera n i a las ga l l inas . . .

—Pero las reses quedan sin vigilancia n i pro­tección.

—Eso no se puede evitar. Tendremos que hacer­nos a la costumbre de que Kum-Bolai necesita comer.

U n grato y enervante aroma se esparce por el ambiente que disfruta quien penetra en la selva. Mis ojos, todos ellos silvestres vigi lan al extraño y con señales dadas con gritos, maullidos o cacareos, los animales van avisando a los más distantes de la pre­sencia de intrusos, porque Uch al f i n penetró al bosque. E l hecho de que cada semana su padre se iba quedando más pobre, motivó que se resolviera a in ic iar su contacto con las bestias salvajes con o sin la ayuda de Filomeno, para pedirles que no fue­ran al pueblo. Incluso estaba dispuesto a ofrecerles una gallina gorda cada semana.

En el pueblo los hombres salen a veces con sus escopetas y rifles anticuados, con el propósito de ma­tar al menos una fiera, pero ellos saben — y no hay que engañarse a ese respecto— que estos animales duermen en el día y por la noche se convierten en señores y gobernantes de la selva y el poblado. En una ocasión pusieron varias trampas con pedazos de carne envenenada y gruesas espinas dentro, tan burdas que solamente lograron matar a unos cuantos jabalíes y coyotes.

Todos los días después de la comida, y en tanto que los demás muchachos del pueblo jugaban en la

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plazoleta principal , Uch salía hacia el monte para recorrer el lugar hasta que las sombras invadían el contorno. E l arrullo vespertino de la paloma silvestre le anunciaba el inminente retorno. Pero él en algunas ocasiones, se resistía a volver al pueblo, embrujado por el misterio de las sombras alargadas cabe los troncos centenarios, y notando que. sus frecuentes v i ­sitas servían para que los pequeños animales lo em­pezaran a considerar como parte de la maraña de lianas, ramas y vida búhente. Una tarde subió hasta el más elevado brazo de una corpulenta ceiba y los monos que desde allí lo observaban no huyeron des­pavoridos antes bien, quedaron casi al alcance de su mano, mirándolo con curiosidad no exenta de des­confianza. Pero el jaguar no aparecía.

Le daban impulsos de preguntar a Filomeno cómo se inicia una plática con los jaguares y los pumas, pero en cambio a la vuelta de varias visitas al mismo árbol, los pequeños monos le tomaron tanta confianza que en ocasiones podía jugar con ellos, sobre todo cuando les arrojaba frutas verdes que ellos discreta­mente le regresaban. Una tarde que permaneció sen­tado al pie de la ceiba sin deseos de subir a su copa, los monos que arr iba lo esperaban empezaron a chillar con algarabía. Algunos le arrojaron pequeñas ramas llamándole la atención y fue así como tuvo su primer contacto amistoso con los animales selváticos, que urgían su presencia en la gruesa rama donde en plan de juego capturaban insectos grandes de re­pulsivo aspecto.

Cuando una noche el muchacho no regresó a su casa, los vecinos •—algunos de ellos empavorecidos— rondaron por las orillas del poblado buscándolo, para llegar a la conclusión de que el animal manchado ha-

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bía devorado un ser humano por primera vez en mucho tiempo y que era llegada la hora de prepa­rarse a resistir, o bien a emigrar, pues de entonces en adelante — y eso lo af irmaba Filomeno— la f iera preferiría a los hombres, mujeres o niños. Pero al día siguiente, muy temprano por la mañana, llegó U c h a su casa sin rasguños n i señas de haber sido siquiera maltratado, y en cambio traía en su mano a guisa de trofeo, y tomada por el peludo lomo, una gruesa araría venenosa. Tiró el bicho al suelo y lo mató con una piedra, luego se acercó a su madre que lloraba, en tanto que el pueblo todo enmudeció al plantearse la pregunta :

— ¿ D ó n d e pasaste la noche? Otro día en que se internó un poco más, retornó

a su casa con uno de sus amigos plantado en su hombro y con la cola enroscada a su cuello. A fuerza de realizar estas extravagancias, los habitan­tes del pueblo empezaron a ver con indiferencia sus pequeñas aventuras, hasta que un día todos aquellos seres fueron sacudidos por el impacto de un aconte­cimiento que dejaría honda huella en sus hogares.

Eso fue cuando Uch volvió a salir del pueblo y sn esa ocasión tomó una vereda angosta que u n hombre solo puede recorrer si va a gatas. E l también en algunos tramos así lo hizo, y caminó tanto tiempo que no sintió cuando se le hizo de noche y con gran miedo se dio cuenta de que en tanto la maleza se le cerraba por atrás, por delante solo le quedaba el hueco de esa vereda entre las ramas de los arbustos. Sintió u n olor singular y su amigo, el tití que lo acompañaba en la aventura se le soltó y subió a una rama alta temblando y lanzando pequeños gritos de

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advertencia. Como pudo, él también subió y desde allí esperó los acontecimientos.

Más tarde, pero mucho más tarde se hizo el s i ­lencio en el ámbito, como cuando en una ciudad se avecina el paso de un cortejo de importantes perso­najes. A poco rato pasó junto al árbol el gran K u m -Bolai, bestia grande y poderosa que alzó su cabeza para mirar con sus ojos fosforescentes fijamente a los del muchacho.

Tal parecía que le reprochaba su imprudencia en tanto que el monito, a salvo muchas ramas arriba, con el lomo erizado lanzaba gritos agudos. E l gran ja ­guar siguió su camino, posiblemente porque Uch no sintió miedo alguno al verlo, sino una gran curio­sidad y admiración. Cuando se convenció de que ya el animal estaba lejos, bajó del árbol y siguió ade­lante en busca de Lugar donde pasar la noche sin peligro, hasta que de pronto se topó con el cubil de la fiera. Había allí olor a carne en estado de des­composición, regados por el suelo muchos huesos de animales y la oquedad en la roca estaba aún tibia, ya que el animal había pasado toda la mañana durmiendo

Iba a entrar cuando oyó un leve rugido que sa­lía del interior y quedó paralizado, luego retrocedió con cuidado y tuvo tiempo de subir a un árbol cer­cano para ver salir a la hembra seguida por su ca­chorro.

Deseó tener en su poder al bello animalito, pero como respondiendo a su pensamiento, la hembra tam­bién alzó la cabeza, lo miró con destellos de enojo y rugió en forma tan alarmante que el monito salió huyendo y en toda la noche Uch no lo volvió a ver más. El chico quedó inmovilizado por el terror, porque ese rugido era igual al lanzado por los jaguares cuando

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matan las reses de los vecinos del pueblo. Pero la fiera prefirió quedar abajo y entró de nuevo en su cubil , aun cuando bien pudo subir de un salto hasta donde se encontraba el muchacho.

Pasaron las horas nocturnas hasta que las sombras empezaron a desvanecerse, el bosque se fue cubriendo con la más variada sinfonía integrada por las voces de los pájaros. Animales de toda especie y catadura hicieron del lugar un mundo, demasiado concurrido y Uch, que en toda la noche no pudo cerrar los ojos, admiró otra vez al gran jaguar que regresaba a su cubil arrastrando un jabalí que dejaba surcos en la t ierra con sus colmillos. Metió la pieza en la cueva y el silencio siguiente demostró que llegaba sin hambre.

La mañana es la hora en que los tigres duermen, y bastante tiempo después el muchacho bajó del ár­bol para emprender el regreso, caminando por la vereda con temor y alejándose del cubil. Ya llevaría una hora con rumbo a su pueblo, a veces a gatas y otras encorvado por la maleza matándose los insectos a palmadas, cuando cayó de bruces porque su tobillo quedó fuertemente amarrado con un lazo que algún diestro cazador había preparado para atrapar algún animal de uña. La cuerda al hundirse en su pie l , le hizo prorumpir en gritos de dolor y quiso des­atarse, pero la tensión a que estaba sujeto el cor­del impedía que con sus pequeños dedos pudiera des­hacer los nudos. Cuando pudo recapacitar, a pesar del gran dolor que sentía, quiso cortar la cuerda con una piedra afilada, pero el intento fue en vano pues carecía de fuerzas y los dolores que sentía lo tenían por completo debilitado. Los pequeños monos sus amigos, llegaron hasta donde estaba y se dedica­ron en forma incoherente a gritar y saltar de un

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lado a otro. Momentos después se colocaron cerca de su amigo, pero cada quien se dedicó a las más peregrinas ocupaciones: unos espulgaban a otros, aquéllos abrían a golpes contra las piedras nueces de coco cuyo contenido devoraban; los más jugue­teaban o peleaban entre sí y Uch, ya sin alientos para llorar, hambriento y atemorizado, sentía que su pie se hinchaba cada vez más por Ta falta de circulación, y que la tarde caía para dejar pasar las sombras de la noche otra vez. Lo peor era que estaba sobre la ruta de los tigres y si antes se había salvado, en esta ocasión ¿qué pasaría?

Como en la vez anterior los vecjnos vieron re­gresar ileso al muchacho, en esta ocasión no se preocu­paron,' de modo que nadie salió a buscarlo y menos cuando la noche se posesionó del lugar. Las aves de rápido vuelo regresaron a sus nidos, los monos su­bieron a las ramas altas de los árboles cercanos para pernoctar, una piara de jabalíes se desvió de su ca­mino metiéndose en la maleza al verle, las iguanas, correcaminos, codornices y huilotas, se situaron en sus lu gares acostumbrados y el sol puso reflejos rojizos como sangrientos en las nubes, que Uch percibía por entre las gruesas ramas de las gigantescas encinas. . . Más tarde al levantarse la luna, el paraje quedó con­vertido en una escena dramática de ensueño, pues las ramas al moverse con las cadencia de la brisa, provocaban con su sombra en el suelo, figuras fan­tasmagóricas y danzantes. Pronto llegó al muchacho el olor a "animal de uña" y como pudo juntó al­gunas piedras para arrojarlas a la fiera si pretendía atacarlos. Pobre defensa ante el feroz comedor de carne.

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Se agitaron con violencia unas ramas y apareció el t igre quien se agazapó en preparativos para dar un salto sobre la indefensa víctima. Uch sintió hasta lo más recóndito de su ser cómo entendía lo que el animal quería decirle, acompañando esto con la ten­sión de sus potentes músculos y mostrando unos ama­rillentos y enormes colmillos que nada bueno presa­giaban para el muchacho.

E l brujo Filomeno apareció entonces caminando con cautela y llevando a cuestas su morral donde guar­daba los más extraños ingredientes para sus curacio­nes, en forma de hojas de vegetales, polvo de i n ­sectos molidos, pedazos de huesos y otras cosas con que ejercía su profesión.

Hombre y animal quedaron frente a frente en tanto que Uch aterrorizado, apenas sentía el dolor de su pierna tumefacta.

* • *

L a alegre mañana del pueblo no parecía procla­mar ninguna desgracia. L a madre y el padre de Uch, metidos en su choza estaban silenciosos. Iban per­diendo la esperanza de que el muchacho apareciera. Los vecinos que pasaban por su puerta se detenían pronunciando las mismas palabras:

— ¿ Y a regresó? Y de adentro salía la invariable respuesta: — N o . — O r a sí se lo llevó el animal. Y proseguían su camino incorporándose a la ve­

reda.

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Llegó Filomeno cerca del medio día cargando al muchacho y sudoroso lo dejó dentro de la choza sobre la cama de otates. Uch se abrazó anhelante a su madre, en tanto que el padre revisaba la pierna que aún estaba hinchada. E l curandero sacó de su mo­r r a l unas hierbas que masticó lentamente y puso en la parte dolorida el emplasto de saliva con hojas, luego se puso en pie y se retiró de la choza no sin ad­ver t i r :

—Que esté acostado hoy, y mañana ya estará bien — y dirigiéndose a U c h — vas mañana a m i casa para que te empiece a enseñar las cosas que sé.

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¿POR QUÉ LLORAS, M A N U E L I T O ?

Manuelito Zempoaltécatl gimió todavía un rato, se limpió la boquita con el dorso de la mano que había logrado sacar de las ligaduras que lo ataban y renovó sus esfuerzos por desatar los fuertes nudos que le impedían movimiento. Manuelito Zempoalté­catl, de diez años de edad y cotona raída, pensaba en su triste suerte. A ratos quedaba callado y luego reanudaba i a gritería.

Hasta la polvosa vereda podía oírse el hipar del muchacho. Lloraba a veces silenciosamente y otras como suave murmullo, tanto que sus gemidos se confundían con el canto del viento en las hojas de los sauces. Era una tarde ventosa que inclinaba las cres­tas de las palmeras en t r ibuto de humildad a los enfurecidos elementos. Y el chico seguía llorando.

Más tarde en el sopor de la hora, todo se encon­traba l igado al silencio, pero a un silencio que enco­gía el corazón. Nadie lloraba n i había viento que cantara usando las hojas de las plantas: era una es­pecie de horizonte de paz orlado por una sensación extraña de sentirse flotando entre la tierra y el sol, que se desperezaba sobre una mujer de rostro cobrizo, pómulos salientes y vestida con el " l iado" y el gua-nengo de las indias de la montaña. Era una verdadera

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aborigen por la que jamás pasó la cabalgata de Cortés y sus "conquistadores".

Cargando un ayate repleto de f ruta de tierra fría, pasó por la casa y oyó el l lor ido . Siguió de frente sin importarle los berridos de hijos ajenos y hubiera seguido adelante si Manuelito Zempoaltécatl no hu­biera gritado con angustia:

•—¡Ay, nonantzin! ¡Nonantzin, hui lot l iztac! (¡Ay, madre mía! ¡Madre mía, paloma blanca!

María se detuvo —todas las mujeres indias se l la­man María— aún cargada, volteó el rostro esperando que alguien asomara por la ventana o por la puerta. Nadie lo hizo y siguió su camino mascando una vaina de huizache. A l f inal de la vereda oyó nuevamente la voz angustiada revuelta con el rumor del bosque cercano. ,

— A y , ay, ay! Entonces sí, dejó el ayate en el suelo y regresó

con paso cauteloso. Cogió un palo por el camino y lo asió con fuerza. Cuando llegó a la casa asomó por la ventana y vio a Manuelito Zempoaltécal bron­ceado como ella y como ella indio , que amarrado a una argolla colocada en el suelo estaba sólidamente atado de todo el cuerpo menos de un brazo que ha­bía logrado l ibrar . En náhuatl María preguntó:

—¿Qué te pasa Manuelito? ¿Por qué lloras? —¡Pues no hice nada nanita, déjeme i r ! Los ojos del chico estaban serenos, aunque las

lágrimas le asomaban de vez en cuando. María re­cordó que allá en su tierra amarraron a uno en cierta ocasión porque gritaba, quería matar a todos y le es­curría una fea baba por la boca. Pero este Manue­lito se ve bueno. Lo miró con detenimiento y si su boca suplicaba, sus ojos no decían nada.

)

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Se propuso entrar, hizo a un lado su rebozo y acercándose a la puerta la empujó con vigor, pero en­contró resistencia. Fue por u n palo grande pero tam­poco pudo abr ir . Y adentro el muchacho gritaba:

—¡Suéltame, nanita, pronto que van a venir ! Con el forcejeo María no oyó a los hombres que

llegaban. Eran bastantes, unos diez. Observaron los esfuerzos de la mujer. E l chico presintiendo algo malo arreció la gritería. Por f i n se acercaron, hicieron a un lado a María y uno de ellos con una gran llave abrió la puerta. Entonces Manuelito enmudeció, para él todo lo que se hiciera o di jera era inútil. Con terror los v io entrar y su boca temblaba pero nada decía.

—Aquí no — d i j o uno de ellos con voz reposada—, mejor lo llevamos fuera.

—Bueno. Lo separaron de la argolla sin quitarle las ama­

rras y lo llevaron a un llano próximo mientras María siguiéndolos sin comprender, contemplaba la escena:

•—¿Qué le pasa al niño? —Que tiene el diablo dentro. Ayer nomás miró

a la abuela Chole y la v ie j i ta murió por la tarde. El otro día escupió en la mi lpa de Juan y ya está seca. Tiene el diablo, María y hay que sacárselo.

— ¡ P e r o el muchacho es bueno, tiene buenos ojos! — T ú no sabes María. Y a lo dijo Sabás el que

hace las l impias : " E l chico tiene el diablo y con el diablo v a . "

— ¿ Y sus tatas? — ¡ Y o soy su tata! —¡Sálvalo! ¡Dámelo, me lo llevo a m i pueblo! — ¡ N o , que nada crece en la tierra desde que

nació! •¡Llevaría la maldición a otro lado! ¡ Y ahora, a acabar de una vez!

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Y uniendo l a acción a la palabra se acercó al muchacho. A l hacerlo sintió un leve frío en el cora­zón. Lo vio más cerca: allí sangre de su propia san­gre y parecido a él. Lo vio cómo temblaba por su cercanía y angustiado en el alma lo miraba con lá­grimas en los ojos, turbiamente esperando del tata el perdón por la falta que no había cometido. E l chico habló todavía:

— ¡ N o , t a i t a ! ¡No estoy maldito ! ¡No, no! De nada sirvió el lamento enronquecido del mu­

chacho. E l hombre sacó de entre sus ropas un largo cuchillo y lo clavó una, dos, tres, diez veces hasta que el brazo se le cansó. Luego los otros cargaron el cuerpo y lo fueron a dejar al monte para que los zopilotes acabaran con él.

* * #

Cuatro lunas después María pasó dé regreso por la ranchería y se detuvo a platicar con el tata del muchacho, quien ensimismado tejía una canasta:

—Compadre ¿ya empezó a nacer la milpa? — ¡ N o comadre! — ¿ D e qué murió la abuela Chole? — ¡ D e puro v ie ja ! — ¿ Y Manuelito Zempoaltécatl? — ¡ Con los angelitos de Dios. . . !

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U N A H I S T O R I A E N TETELCINGO

E l río Mezcala corta en dos el montañoso terr itor io del estado de Guerrero, en México, y a su vera existe entre arenas y rocas un pueblo llamado San Juan Tetelcingo, cuyos hombres en la época de esta his­tor ia se aferraban a la turbulenta corriente para sacar bagre y animalejos y así alimentarse en forma precaria.

Sus habitantes eran indígenas aztecas, quienes con excepción de su indumentaria campesina, conserva­ban casi todas las costumbres prehispánicas' y por añadidura, eran algo paganos ya que por estar en lugar remoto e infértil bajo un sol calcinante, les tocó del cristianismo solamente el cambio de deida­des de piedra por las de madera, pero ninguna pa­labra de comprensión de aquellos que les pedían su misión a un gobernante remoto y extraño, recibiendo avalorios a cambio de sus riquezas.

Estos aztecas cuyos antecesores fueron soldados de Moctezuma enviados de guarnición al sur, eran víctimas del " p i n t o " . Sus cuerpos estaban mancha­dos con tonalidades que iban del morado oscuro a la blanca cicatriz de la enfermedad. U n mosco se encargaba de inocular el mal a todos y era así como hasta los niños de teta parecían muñecos de cartón decorados para venderse en Semana Santa.

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Vivía allí en cierta ocasión, un mestizo llamado Inocencio Blanco, quien casi incorporado a la vida pr imit iva del lugar, fue considerado a la vuelta del tiempo como uno de tantos y se le permitió levantar su choza, pescar en el río y tejer su chinchorro.

El gobernante de estos hombres era Feliciano, en el que todos reconocían autoridad y experiencia. Era él quien autorizaba las bodas, que en realidad no eran más que simples amancebamientos que se­guían a una sencilla ceremonia. También le tocaba señalar el inic io de las siembras de maíz y sandía. Como era el único que hablaba español, se entendía con los forasteros y por lo tanto era amigo de Ino­cencio, quien por su condición de mestizo y avecin­dado hacía poco, no entendía el náhuatl del lugar.

El río Mezcala es manso la mayor parte del año, pero durante unos tres meses en época de lluvias, su volumen crece y ruge amenazador, llevando entre sus ondas reses muertas, armadillos con la panza hacia arriba, grandes troncos de árboles y palmeras y de vez en cuando uno que otro cristiano.

A Inocencio le gustaba v iv i r en Tetelcingo porque hasta allí no lo encontrarían. Lo que hizo y por lo que lo buscaban es otra historia. Para llegar al pueblo son seis horas de camino sinuoso desde la carretera y a los rurales no les vendría la idea de buscarlo entre los pintos; él en cambio no les tenía asco pues sabía por qué estaban manchados.

Inocencio Blanco vivía junto a la casa de Fel i ­ciano y ya iban varias veces que éste le preguntaba qué hacía cuando no se dejaba ver por tres o cuatro días. E l mestizo le daba cualquier respuesta y el i n ­dígena quedaba satisfecho. Feliciano como todos los

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suyos, creía en la bondad de los hombres mientras no lo convencieran de lo contrario.

Pero Inocencio sabía su negocio. Estar sin dinero le era intolerable, pues lo necesitaba para tabaco y mezcal. Se desaparecía de vez en cuando porque al encontrar en su camino alguna cabra, arreaba al ani -malito hasta la carretera sin importarle que tuviera dueño y allí lo vendía en unos cuantos pesos al cho­fer de algún camión "carguero" de los que pasaban. O bien, sacaba partido del descubrimiento que hizo, cuando encontró en una cueva cercana que el pueblo uti l iza como troje, una buena cantidad de maíz en costales. La primera vez consiguió dos burros presta­dos en el pueblo cercano y con ellos se robó cuatro costales que llevó hasta la carretera. Allí los vendió a un chofer y ese mismo día se fue a Iguala donde gastó el dinero en el cuch i t r i l de " L a Roñosa", casa de foco rojo que estaba a orillas de la población donde había muchachas bonitas de boca grande que le sacaron lo que llevaba a cambio de su compañía.

En esa ocasión cuando regresó encontró alboro­tado al pueblo pr "que habían descubierto que les faltaba maíz. Las. mujeres lloraban y decían entre murmullos que antes de la llegada de la nueva cose­cha todos pasarían hambre. Inocencio no dio impor­tancia al asunto, tomando por exagerados los lamen­tos de la gente.

Por la noche Feliciano lo sacó a la or i l la del río y platicaron largo. Le di jo que tenía que ayudar a encontrar al que les había robado su maíz, pues eso era lo único que Ies quedaba para aguantar los últimos meses antes de levantar la próxima cosecha. Inocencio naturalmente, le prometió trabajar duro y más cuando le dijo que ya que todos sabían dónde

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estaba la cueva, por fuerza tenía que ser alguien de fuera.

El mestizo se regocijó por dentro cuando oyó eso, pero por precaución se propuso dejar pasar unos días antes de i r por otros cuatro costales, para con el producto de la venta i r a donde " L a Roñosa" pues la última vez le dio de alazo una morena atractiva con una mancha azul en la cara que disimulaba con polvos.

De por sí la comida era mala en Tetelcingo y la cosa se puso peor pues Feliciano dispuso el raciona­miento del maíz que quedaba. Mientras tanto Ino­cencio se dedicó esos días con algunos muchachos a pescar camarones y bagres en el río.

Por cierto que la semana anterior había pasado grandes trabajos para llevar hasta la carretera una chjva grande del rebaño de Feliciano por la que apenas le dieron veinte pesos. De todos modos el dinero le sirvió para comprar unas botellas de mezcal, cigarros y huaraches. Regresó al pueblo un día después y al entrar en casa de Filiciano éste lo miró ceñudo, aun­que a poco rato le mostró semblante amable tendién­dole la mano.

» *

La forma como ocurrieron las cosas no la com­prendió nunca. Había dejado pasar un mes cuando de nueva cuenta consiguió prestados los dos burros y a la madrugada fue a las cuevas. Había aún estre­llas y una claridad opalina se abría paso en el hor i ­zonte en tanto que el ambiente rezumaba frescor, mientras u n vientecillo ligeramente frío se colaba por abajo de su camisa.

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Quitó la piedra y metió los burros. Casi a os­curas empezó a cargar uno y al terminar lo echó fuera para empezar con el otro. Fue entonces cuando le cayeron.

Amarrado por los codos lo llevaron al pueblo en­tre murmullos amenazadores en idioma náhuatl, que no le inquietaban, pues sabía que su amigo Fel i ­ciano haría que lo dejaran l ibre y cuando mucho lo correrían del pueblo.

Los ancianos del lugar con Feliciano al frente lo vieron llegar y quedó ante ellos. Todo mundo guardó silencio y se oyó clara la voz del jefe indígena en español:

— Y a no eres m i amigo. Y luego dirigiéndose al pueblo en náhuatl le

d i j o : —Este hombre no es m i amigo. Nikat i motaski

moztla. Y dio la vuelta metiéndose en su casa. E l mestizo

gritó hasta enronquecer pidiendo que lo soltaran. Pidió también perdón, lloró como un niño y se les arrodilló allí, con la cara al polvo, en medio de la plaza y sus gritos resonaron varias veces tropezando con el granito de los oídos de los aztecas, quienes hombres, mujeres, niños y viejos impasibles lo deja­ron hacer, murmurando con desprecio: " ¡ I c te jk i ! " (Ladrón).

*

Lo que siguió fue breve: lo llevaron a la or i l la del río y allí lo manearon amarrando sólidamente sus manos a sus pies. Luego escogieron una piedra de

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regular tamaño que le ataron de modo que no se le soltara. Lo alzaron y estaban a punto de echarlo cuando unos gritos en español interrumpieron el acto:

—¡Deténganse! ¡Suelten a ese hombre! U n tipo de mirada vivaz, con chamarra y som­

brero de palma detuvo la ejecución. Bajó de un muía resoplante y sudoroso y se acercó:

—¿Quién manda aquí? Feliciano salió de su casa y miró de frente ai

extraño: —Yo . —¡Esto es un asesinato! —vociferó el hombre—.

Si hizo algo llévenlo a Iguala donde será juzgado. —¿Quién eres? —interrogó Feliciano. —Vengo de Chilpancingo. Me manda el Gobierno

para ver qué necesitan ustedes. L a Revolución Me­xicana quiere pagar una deuda que tiene con los i n ­dios de México y desea que su condición social y económica mejore. Con el progreso ustedes pueden lograr nuevas formas de vida, comerán suficiente, vestirán y sus hijos crecerán sanos y se educarán. Yo aquí estaré al tanto de que eso ocurra y los ayu­daré. Soy un maestro rura l .

— N o te entiendo —respondió Fel ic iano— lo que dices nada tiene que ver con lo que aquí hacemos. Iguala se^ acuerda de nosotros para cobrar los i m ­puestos y los mestizos nos roban el poco ganado que tenemos y además nos pagan mal el precio de la san­día. Hace algún tiempo mandamos a la cabecera a uno que nos robó ganado y lo echaron l ibre al día siguiente sin castigarlo. En aquella vez nosotros pa­samos hambre porque ese ganado era la carne de varios meses de nuestro pueblo. Ahora éste —'áé de­tuvo un momento— que llegó aquí como amigo, nos

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ha robado maíz y chivas para emborracharse el d i ­nero. Los tres ultimes meses que faltan para la pró­xima cosecha, tendremos mucha hambre y se nos morirán algunos niños, de ellos, unos serían tus a lum­nos. Ahora éste va a pagar por lo que hizo.

E l profesor sin ningún temor se acercó a Feliciano y le di jo al rostro:

— E n nombre de la civilización lo prohibo. Des­aten a ese hombre.

Nadie se movió. Todos miraron a Feliciano. Este habló con lent i tud :

—Echenlo. Y a Inocencio; Timotaske (adiós) . E l maestro entonces se arrojó a desatar al ladrón

de maíz y chivas y lucho con fiereza, pero veinte brazos nervudos y pintos lo detuvieron mientras la , , sentencia se cumplía. Cayó el mestizo al río en medio del expectante silencio de los presentes y el agua ahogó también sus últimos aullidos. Después de eso, quedó en el ambiente una sensación de angustia y frío.

Así entró a San Juan Tetelcingo el progreso, y el primer maestro rura l que llegó a esos lugares, tomó contacto con la cruda realidad del campo mexicano. De cómo salió el progreso de allí, es otra historia que algún día contaré a ustedes.

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H I S T O R I A DE U N BRUJO

En el pueblo mi je la gente vive en forma simple, ruda ante el agreste paraje y sin las preocupaciones de los pueblos de la llanura que están sujetos a que las lluvias mojen las tierras para luego sembrar­las, o que ya lograda la milpa venga una helada o u n ladrón, que para el caso es igual , que haga per­der al campesino el producto de su esfuerzo.

Se trataba ele un pueblo desparramado en la ladera de la gran montaña. Por las noches, — i g u a l que en el Puc— había que meter dentro de las casas a los animales domésticos, pues a las fieras les daba por recorrer el caserío, con gran temor de los habi­tantes llevándose en las fauces a los seres vivientes rezagados de dos o cuatro patas que tuvieran la des­gracia de quedar fuera. Allí era el crugir de huesos rotos y el gritar lastimero que callaba en forma sú­bita , creando un silencio de tragedia.

Cerca del pueblo había un viejo templo maya. Ante las soberbias construcciones de sus antepasados, los vecinos temían y amaban ese lugar. Anselmo — e l bru jo del pueblo— con el cerebro colmado por las telarañas de la superstición declaraba a quien lo quisiera oír que el viejo templo maya era morada de espíritus sagrados que lo mismo hacían el bien a raudales que el mal a los humanos.

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Por eso, si había hambre por 'falta de maíz, era necesario hacer ofrendas de paz que el brujo colec­taba poniéndolas en la misma era donde miles de años antes, sacerdotes con ricas vestiduras elevaron también allí sus preces.

Pero ocurrió en el pueblo que el brujo Anselmo con todo y su montón de años, puso el ojo en I g -nacia, h i j a de Juan. Gustaba de la jovencita, pero ésta, cuyos trece años silvestres alegraban los días de todos, no se mostraba dispuesta a aceptar los requerimientos del brujo, pues le desagradaba su as­pecto, sin gustarle lo que hacía y sentía repugnan­cia por los bichos de la selva que el shamán usaba para sus cataplasmas, menj urges, potingues, pócimas y bebedizos que utilizaba para " c u r a r " los males fí­sicos y del alma.

— Y a van dos veces que viene ese hombre a ver a Ignacia.

La madre de la muchacha siguió haciendo los toto­pos fingiendo no oír.

— ¿ N o me oyes? — e l padre levantó la voz—. Me parece que. . .

—Sí , ya te oí. Es una desgracia. Los dos quedaron callados sin hacer caso del mo­

nótono chirr ido de una chicharra, pues aunque A n ­selmo se presentaba meloso, cargado de regalos y con una ancha sonrisa que dejaba ver sus dientes en derrota, posiblemente se desatara su i ra y lanzara amenazas llamando a los malos espíritus contra ellos, pues Ignacia estaba apartada para un hombre joven, fuerte y buen cazador.

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— ¿ Y si llevamos ofrenda al pueblo? •—¿Hasta Santa Lucrecia? Está lejos y se nece­

sita dinero para llegar y ver al señor c u r a . . . — ¡ N o ! Te digo, al templo, a la casa v i e j a . . . po­

demos llevar totopos y huevo de tortuga para pedir que Anselmo piense en otra mujer que no sea nuestra muchacha.

A ambos les invadió el pánico al pensar el momento en que el brujo llegara a pedir a la muchacha. U n síntoma alarmante de que la fecha estaba próxima, fue que María, la vieja que hacía las tortillas y co­mida al brujo y que era su mujer, recibió una gran paliza teniendo que irse hasta el otro pueblo para escapar de las iras de éste. Todos oyeron las terr i ­bles palabras pronunciadas entonces:

—¡Vete ! ¡No me sirves para nada! ¡Estás vieja y yo necesito una muchacha! T u camino es el que conduce al otro pueblo.

María aunque lloró un poco, tomó sus cosas y se fue sin volver la cara. Después aunque el pueblo siguió su vida rut inar ia , los habitantes supieron que el brujo estaba planeando algo y lo confirmaron cuando un día por la tarde, llegó a casa de Ignacia y platicó largamente con todos para dejar después de regalo unas sandalias para la muchacha traídas de Santa Lucrecia. Los arrieros que fueron al otro pueblo contaron a María el incidente, pero ella dio la espalda y quedó silenciosa.

Días después Anselmo se dio un baño, vistió su mejor camisa y se puso bajo el brazo un gordo guajolote, llegando así a casa de la muchacha:

—Buenos d í a s . . . —Buenos, don Anselmo, pase usté. Tomó asiento en un butaque, la madre volvió la

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espalda para seguir guisando, la muchacha se salió al patio a echar semilla a los pollos y los dos hom­bres quedaron frente a frente.

— D o n Juan, usté sabe que me gusta la chi­q u i t a . . . Y vengo a pedírsela.

E l aludido miró al suelo, quedó callado u n mo­mento y luego habló con lent i tud :

— ¿ No le parece a usté que está muy chica . to­davía para esas cosas?

—Pos la verdá no lo creo, pues ya está mayorcita. Bueno, usté puede darme su respuesta a n t e s . . . .

E l padre de la muchacha temía contrariar al bru jo , a l pensar hasta dónde podrían llegar sus po­deres sobrenaturales, pero contestó:

—Nos va a dar mucha pena que nuestra h i j a se vaya de nosotros. Estamos de acuerdo en que viva con usté después de la ceremonia, pero para que la pena no sea tanta nos tendrá que dar m i l pesos de plata para consolarnos.

Anselmo aunque todavía sonriente, no pudo me­nos que levantarse de su asiento y sin amenazar a nadie se despidió, llegó a su choza y notó con des­agrado que sus ahorros no llegaban n i a los cien pesos.

* * Esa tarde el calor tenía a todos tirados en las

hamacas. Sólo unos perros ladraban de cuando en vez, arreciando la alharaca cuando una pequeña cabalgata entró al poblado y se detuvo bajo un cobertizo. A l ­gunos mijes curiosos se acercaron para examinar los caballos y los jinetes. Eran dos hombres mestizos ves­tidos con ropas de mezclilla y botas, portaban som­breros de palma, pistola al cinto y se enjugaban el sudor.

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—Buenas tardes — d i j o uno de ellos. Los habitantes del lugar sonrieron, pero no con­

testaron por su falta de conocimiento del español. Fueron por el gobernador del pueblo o por Anselmo que eran los únicos que lo hablaban. Otras veces han

I caído por el rumbo mestizos y blancos, algunos de ellos extranjeros que descubren sus intenciones al preguntar ingenuamente si hay "casas viejas" por allí. Por regla general los vecinos señalan un rumbo opuesto y así todos quedan tranquilos pues cuidan celosamente su viejo templo maya y no permiten que ningún extraño lo profane.

Como en esos momentos no estaba el gobernador, Anselmo fue llamado para atender a los forasteros. Taimado percibió que deseaban algo pues se tomaban la molestia de llegar hasta esos apartados lugares y se propuso ganarse con ellos el dinero que necesi­taba para su enjuague amoroso'.

—Buenas tardes, señores. —Buenas tardes, ¿es usted el único que habla aquí

español? También el gobernador, pero no está en estos mo­

mentos. —Necesitamos alojamiento por unos días. Paga­

remos lo que sea necesario. —Bueno, se pueden alojar en m i casa pues ahora

vivo solo. Ahí instalados Anselmo contrató una mujer para

que hiciera la comida. Por la noche, disfrutando del viento fresco y perfumado que descendía de las ramas de los caobos a las rutas de los poblados,, al sabor del café con piloncillo y fumando negros tabacos, los hombres hablaron:

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•—Si usted nos ayuda, en estos días puede ganar mucho dinero.

E l bru jo vio venir la cosa. Quedó callado unos momentos mostrando indiferencia y luego musitó:

— ¿ Q u é es lo que ustedes quieren? Los dos hombres se miraron y uno de ellos habló: —Sabemos que por aquí hay casas viejas. No

queremos que usted nos lleve, pero le pagaremos bien todo lo que nos traiga, sobre todo ollitas y f i ­guritas.

— N o hay nada aquí —mintió Anselmo— pero, posiblemente por el suelo me encuentre algo.

Todos se fueron tranquilos a dormir. E l bru jo a soñar con Ignacia y los dos aventureros a calcular las ganancias que obtuvieran vendiendo a los gringos el botín que lograsen. A la mañana siguiente Anselmo salió hacia el templo maya, lo encontró solitario como siempre. De una de las repisas tomó un hermoso ídolo labrado con arte y riqueza, lo envolvió en una hoja y metiéndolo en su morra l salió aprisa. Sintió terror imaginándose que los dioses del templo viejo lo observaron desde las alturas, pero cuando se en­contró, en la vereda de retorno, con el calor del am­biente y los ruidos del bosque, recobró la t ranqui ­l idad y marchó alegre a su choza.

* -X-

—¿Veinte pesos? ¿ Y de papel? —Pues si le parece bien, si n o . . . E l bru jo de mala gana se metió el dinero en el

bolsillo después de entregar la pieza. Iba a salir cuando lo l lamaron:

—Oiga don Anselmo, le damos cien pesos si nos lleva al lugar donde cogió este muñeco . . . Bueno, ciento cincuenta.

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Anselmo quedó callado un buen rato y alzó la cabeza:

—Pero el dinero lo dan antes . . . — N o sea desconfiado, se lo damos después. —Entonces no hay trato. Otra vez los hombres se miraron y luego soltaron

carcajadas: •—Bueno amigo, aquí tiene .los ciento cincuenta

pesos ¿cuándo salimos? —Mañana por la mañana. A l amanecer con el olor a nuevo que exhalaban

los cogollos y el canturreo intermitente de las huilo-tas, salieron los tres hombres del poblado. La vereda se mostraba sinuosa, internándose a veces en la ma­raña selvática y otras pasando por descampados. Una hora duraba ya la caminata, pero de pronto lle­garon a un claro donde la vereda se cerraba brus­camente con piedras, palos, ramas y espinas, formando una gran muralla que impedía el paso. E l asombrado brujo se acercó y comprobó que el obstáculo había sido puesto poco tiempo antes y se volvió preocu­pado a los dos hombres:

—Mejor vamos otro d í a . . . — ¿ P o r qué? L impie el camino y sigamos ade­

lante. — N o , mejor vamos otro día —insistió con ter­

quedad mirando a todos lados con terror . Uno de los hombres sacó su pistola y encañonó

a Anselmo: —Pronto, a quitar las ramas si no quiere que le

meta un balazo. El brujo se volvió suplicante: —¡Es que en el pueblo ya lo saben! — ¡ Y a nosotros qué nos importa !

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De pronto un crujido de ramas los hizo volver el rostro. E l gobernador del pueblo, sin armas, al aire sus cabellos grises quedó frente a ellos:

— ¿ A dónde van, señores? A l mismo tiempo por todas partes surgieron de

las inmediaciones todos los hombres y mujeres que estaban agazapados. Ellas con piedras en las manos y ellos enarbolando sus relucientes machetes, cuyos destellos al sol no presagiaban nada bueno.

-—Ayer —prosiguió el gobernador— don Juan y su esposa vinieron por aquí y se dieron cuenta de todo lo que hizo ese — y señaló al b ru j o—. Ustedes, señores, se van por donde vinieron pero pronto, pero antes le entregan a don Rafael la f igura de barro que les dio Anselmo. Usted, señor, guarde su pistola que no le sirve aquí de nada. Así, está bien. Y tú, A n ­selmo te quedas con nosotros.

L a gente abrió paso para que los forasteros sa­lieran escoltados por Rafael y diez indios más. E l gobernador se acercó al brujo y lo despojó del collar sagrado y de la vara de exorcismos y marchó hacia el pueblo con la mult i tud. Solamente quedaron dos jóvenes robustos quienes cambiaron los machetes por sólidos garrotes. La gente, mientras se alejaba sin vol ­ver el rostro, no hizo caso de los gritos desesperados de Anselmo n i del ruido de los palos al golpear la carne.

A l atardecer, María, la vieja mujer repudiada, llegó hasta el lugar con un burro , con trabajos subió al animal el cuerpo maltrecho y lo arreó alejándose de allí al paso cansino de la bestia. A poco rato . el bosque se pobló de las bestias habituales y la vida recobró su r i tmo normal.

F I N

I N D I C E

Nota del editor 5

Pepa Martínez •• • 7

Jacinto y su burro 17

Tecuare 31

E l cazador de pavos 43

L a tercera pata 58

E l lobo rengo , 64

¡Kum-Bolai! 72

María Coyote 80

E l tío Andrés 89

E l aprendiz de Shaman 98

¿Por qué lloras, Manuelito? 108

Una historia en Tetelcingo 112

Historia de un bru jo 119