cuentos spanish version original,(libro 2 sec., algunos cuentos)

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Vicente Riva Palacio (1832-1896) Como todo hombre prominente del siglo XIX, realizó una amplia carrera publica: fue diputado, gobernador, magistrado de la suprema corte de justicia y ministro. Fue, además, un periodista exitoso con una señalada y personal actitud critica y satírica a la que da rienda suelta en los periódicos La Orquesta y El Ahuizote. El cuento "La Máquina de Coser" se incluye en el libro Cuentos del General, que es una colección de veintiséis relatos que presentan características comunes: brevedad en el título, la acción y la descripción de los personajes; el estilo cuidadoso, justo y preciso. Riva palacio es considerado como uno de los iniciadores del cuento mexicano. La máquina de coser Todo se había empeñado o vendido. En aquella pobre casa no quedaban más que las camas de doña Juana y de su hija Marta; algunas sillas tan desvencijadas que nadie las habría comprado; una mesita, coja por cierto, y la máquina de coser. Eso sí, una hermosa máquina que el padre de Marta había regalado a su hija en los tiempos bonancibles de la familia. Pero aquélla era el armado combate de las dos pobres mujeres en la lucha terrible por la existencia que sostenían con un valor y una energía heroicos; era como la tabla en un naufragio, de todo se habían desprendido; nada les quedaba que empeñar; pero la máquina, limpia, brillante, adornaba aquel cuarto, para ellas como el más lujoso de los ajuares. Cuando quedó viuda doña Juana, comenzó a dedicarse al trabajo; cosía, y cosía con su hija, sin descanso, sin desalentarse jamás; pero aquel trabajo era poco productivo; cada semana había que vender algún mueble, alguna prenda de ropa. La madre y la hija eran la admiración de las vecinas. En su pobre guardilla parecía haberse descubierto el movimiento perpetuo, porque a ninguna hora dejaba de oírse el zumbido monótono de la máquina de coser. Don Bruno, que tocaba el piano en un café y volvía a la casa a las dos de la mañana, al pasar por la puerta de la guardilla de Marta, veía siempre luz y oía el ruido de la máquina; lo mismo contaba Mariano, que era acomodador del teatro de Apolo, y Pepita la lavandera, una moza por cierto guapísima, decía que en verano cuando el sol bañaba su cuarto y el calor era insoportable a mediodía, se levantaba a las tres a planchar, para aprovechar el fresco de la mañana, y siempre sentía que sus vecinas estaban cosiendo. ¿A qué hora dormían aquellas pobres mujeres? Ni ellas lo sabían. Cuando una se sentía rendida se echaba vestida sobre la cama, y mientras, la otra seguía en el trabajo.

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Vicente Riva Palacio(1832-1896)

Como todo hombre prominente del siglo XIX, realizó una amplia carrera publica: fue diputado, gobernador, magistrado de la suprema corte de justicia y ministro. Fue, además, un periodista exitoso con una señalada y personal actitud critica y satírica a la que da rienda suelta en los periódicos La Orquesta y El Ahuizote. El cuento "La Máquina de Coser" se incluye en el libro Cuentos del General, que es una colección de veintiséis relatos que presentan características comunes: brevedad en el título, la acción y la descripción de los personajes; el estilo cuidadoso, justo y preciso.Riva palacio es considerado como uno de los iniciadores del

cuento mexicano.

La máquina de coser

Todo se había empeñado o vendido. En aquella pobre casa no quedaban más que las camas de doña Juana y de su hija Marta; algunas sillas tan

desvencijadas que nadie las habría comprado; una mesita, coja por cierto, y la máquina de coser.

Eso sí, una hermosa máquina que el padre de Marta había regalado a su hija en los tiempos bonancibles de la familia. Pero aquélla era el armado combate de las dos pobres mujeres en la lucha terrible por la existencia que sostenían con un valor y una energía heroicos; era como la tabla en

un naufragio, de todo se habían desprendido; nada les quedaba que empeñar; pero la máquina, limpia, brillante, adornaba aquel cuarto, para

ellas como el más lujoso de los ajuares.

Cuando quedó viuda doña Juana, comenzó a dedicarse al trabajo; cosía, y cosía con su hija, sin descanso, sin desalentarse jamás; pero aquel trabajo era poco productivo; cada semana había que vender algún mueble, alguna

prenda de ropa.

La madre y la hija eran la admiración de las vecinas. En su pobre guardilla parecía haberse descubierto el movimiento perpetuo, porque a ninguna

hora dejaba de oírse el zumbido monótono de la máquina de coser.

Don Bruno, que tocaba el piano en un café y volvía a la casa a las dos de la mañana, al pasar por la puerta de la guardilla de Marta, veía siempre luz y

oía el ruido de la máquina; lo mismo contaba Mariano, que era acomodador del teatro de Apolo, y Pepita la lavandera, una moza por

cierto guapísima, decía que en verano cuando el sol bañaba su cuarto y el calor era insoportable a mediodía, se levantaba a las tres a planchar, para

aprovechar el fresco de la mañana, y siempre sentía que sus vecinas estaban cosiendo.

¿A qué hora dormían aquellas pobres mujeres? Ni ellas lo sabían. Cuando una se sentía rendida se echaba vestida sobre la cama, y mientras, la otra

seguía en el trabajo.

Pero al fin llegó un día en que fue preciso desprenderse de aquella fiel amiga: el casero cobraba tres meses; doña Juana no tenía ni para pagar

uno; era el verano, y las señoras que podían protegerla no se hallaban en Madrid; estaban unas en Biarritz, otras en San Sebastián, otras en el Sardinero de Santander; y el administrador se mostraba inflexible.

No había medio; empeñar la máquina o salir con ella a pedir limosna en mitad de la calle.

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Cuando Marta vio que don Pablo el portero cargaba con aquel mueble, esperanza y compañía de su juventud, sintió como si fuera a ver expirar

una persona de su familia.

Salió el portero; Marta volvió los ojos al lugar que había ocupado la máquina, miró el polvo en el piso, dibujando la base de la pequeña cómoda, y le pareció como si se hubiera quedado huérfana en ese

momento. Todo lo por venir apareció ante sus ojos.

Pan y habitación para un mes, ¿y luego? ... Se cubrió la cabeza, se arrojó sobre su cama y comenzó a llorar

silenciosamente, y como les pasa a los niños, se quedó dormida.

Muchos meses después, una mañana, al sentarse a la mesa para almorzar, el General Cáceres, recibió una carta, que en una preciosa

bandeja de plata le presentó su camarista.

El General la abrió, y a medida que iba leyéndola se acentuaba una sonrisa en sus labios que vino a terminar casi en una carcajada.

- Son ocurrencias preciosas las de mi hermana -dijo a sus invitados-, ni al demonio se le ocurre encargar a un soldado viejo y solterón la compra de

una máquina de coser.

- ¿La Marquesa va a dedicarse a la costura? -preguntó sonriendo uno de los amigos.

- Buena está ella para eso, que ya no ve -dijo el General-, pero quiere regalar una máquina a una chica muy trabajadora de Segovia, y quiere

que yo se la busque. Esta Susana un día inventa un nuevo toque de ordenanza: ¡llamada de pobres y rancho! ... Zapata, ¡di a Pedrosa que

venga en seguida!

Zapata era el camarista, y Pedrosa el mayordomo, y los dos sabían que el General tenía el genio más dulce de la tierra con tal de que no le

contradijeran y que le sirviesen al pensamiento.Los otros criados comenzaron a servir el almuerzo, y pocos momentos

después se presentó Pedrosa.

- Oiga usted -dijo el General al verle- vea usted esta carta de mi hermana; que se le compre de los lotes del Monte de Piedad una máquina de coser;

va usted a comprarla en seguida.

- Mi General, no sé si habrá hoy un lote de máquina.

- Yo no entiendo de eso. Va usted por ese chisme para enviarlo a la Marquesa. Que esté listo para todo servicio, ¿entiende usted de

máquinas?

- Sí, mi General.

- Pues en marcha.

Aún tomaban café cuando regresó Pedrosa sudando y rojo de fatiga.

- Ahí está ya la máquina.

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- Bien; arréglela usted para que pueda ir esta tarde por el tren; pero no, tráigala usted aquí, quiero ver cómo es una de esas máquinas, que no las

conozco.

- Pero, mi General -dijo uno de los convidados- ¿querrá usted hacernos ver que nunca ha tenido que ver con una modista?

- Si que he tenido, y con varias; pero doy a ustedes mi palabra de honor, como militar, que si han tenido máquina de coser, era el aparato que

menos funcionaba durante mi visita.

Entraron la máquina al comedor; rodeáronla todos, y cada uno de ellos daba su opinión sobre ruedas y palancas, y querían moverla de un modo y

de otro, todo con la más perfecta ignorancia.

- Está bien cuidada -dijo el General-, se conoce que trabajaba la muchacha que la mandó empeñar... ¡pobre mujer! Quizá le costó un sacrificio el

desprenderse de este mueble, obligada por la necesidad.

- Quizá le sopló la fortuna y no quiso trabajar más -replicó uno de los comensales.

- Doctor -dijo el General-, nadie empeña cuando sopla la fortuna. Algo daría yo por saber de quién era esta máquina.

- ¿Y para qué?

- Toma, ¿y para qué? Para devolvérsela; que si no la ha desempeñado y ha dejado venderla, será porque no tiene

todavía; yo compraría otra para mi hermana, si ella regala una máquina, ¡por qué no he de regalar yo otra?

Pedrosa, que ya sabía que cuando el General inventaba algo lo había de llevar adelante, se apresuró a decir:

- Sí mi General quiere, por los papeles que dan en el Monte de Piedad puedo yo saber quién era la dueña.

- Pues en seguida tome usted un mozo de cuerda, y va usted con la máquina hasta entregarla a la pobre mujer que la empeñó.

- Mi General, ¿y si me preguntan de parte de quien voy?

- Bueno, diga usted que de parte de un caballero, de parte de una señora; invente usted un cuento; en fin, lo que a usted se le antoje; no más que no

suene mi nombre para nada.

Pedrosa salió apresuradamente, y todos volvieron a tomar sus respectivas tazas de café.

En un alegre piso de la calle del Varquillo había habido un almuerzo animadísimo: era la casa de Celeste, que era el nombre de guerra de la hermosa propietaria de aquel nido de amores. Dos o tres amigas suyas

estaban allí, y con ellas otros tantos amigos del joven Marqués que cubría los gastos de aquella casa.

La sobremesa se había prolongado; sonaban carcajadas y ruidos de copas, y la madre de Celeste entraba y salía disponiéndolo todo, que aunque

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nunca había tenido grandeza, había servido en casas en donde la grandeza era el estado normal.

Repentinamente sonó la campanilla: alguien llamaba en la escalera, cruzó la puerta, y pocos momentos después entró la doncella, que era una

francesita con humos de gitana, y dirigiéndose a celeste le dijo;

- Señora, un hombre que trae una máquina de coser para la señora.

- ¿Para mí? -dijo con gran admiración Celeste-. Se habrán equivocado de cuarto.

- Ya se lo dije, pero insiste en que es para la señora.

- ¡Vaya una cosa curiosa! A ver esa máquina; que la traigan aquí.

La doncella salió, y los chistes más picantes se cruzaron entre los convidados a propósito de aquel regalo. La madre de Celeste, al lado de la

puerta, esperaba también con curiosidad.

El mozo de cuerda entró con la máquina, la colocó en medio del comedor y se retiró inmediatamente. Celeste se levantó sonriendo, se acercó al

mueble y repentinamente una nube de tristeza cubrió su rostro; abrió con mano trémula las puertecillas, y exclamó como una especie de gemido,

dirigiéndose a la mujer que estaba en la puerta.

- ¡Madre, nuestra máquina!

Y se inclinó sobre el mueble silenciosamente.

Todos callaban, respetando aquel misterio; algunas lágrimas desprendidas de los ojos de Celeste caían sobre los acerados resortes del aparato.

- ¿Quién ha traído esto? -dijo de repente- Que entre, que me diga quién manda esto.

Pedrosa, penetró en la habitación, comprendió lo que pasaba, y subyugado por el sentimiento de aquella mujer, contó todo,

todo, sin ocultar el nombre del General.

Celeste escuchó hasta el final, y después, irguiéndose, le dijo a Pedrosa:

- Dígale usted al General que con toda mi alma le agradezco este regalo; pero que no lo acepto porque ya es tarde, muy tarde, por desgracia;

llévese usted esa máquina, que no la quiero en mi casa, que no la quiero ver, porque sería para mí como un remordimiento. Que se la regalen a esa

mujer honrada; que se la regalen, que muchas veces la falta de una máquina de coser precipita a una joven en el camino del vicio... pero no,

espere usted un momento.

Celeste, como si estuviera sola, salió precipitadamente del comedor, llegó a su gabinete, abrió una pequeña gaveta, y sacó de allí un carrete de hilo, ya comenzado, volvió al comedor, hizo mover los resortes de la máquina, colocó allí el carrete como si ya fuera a trabajar, y dirigiéndose a Pedrosa

le dijo:

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- Dígale que yo misma he colocado ese carrete, el último que tuvo la máquina, y que lo guardaba como un recuerdo: ese es el regalo de la

muchacha honrada para la joven de Segovia.

Manuel Gutiérrez Nájera

(1822-1895)

Ciudad de México. Su actividad artística se inicia a temprana edad y transcurre plena como colaborador de las

publicaciones periódicas más importantes del siglo XX.En el cuento “la mañana de san Juan”, se pueden encontrar

los rasgos literarios más sobresalientes de su obra: la mezcla de lo poético y lo narrativo; la emotividad romántica, la

familiaridad de los temas, la presencia de mujeres y niños así como los personajes predilectos y la recreación de la realidad.

Manuel Gutiérrez Nájera

La mañana de san Juan

Pocas mañanas hay tan alegres, tan frescas, tan azules como esta mañana de San Juan. El cielo está muy limpio, "como si los ángeles lo hubieran lavado por la mañana"; llovió anoche y todavía cuelgan de las ramas brazaletes de rocío que se evaporan luego que el sol brilla, como los sueños luego que amanece; los insectos se ahogan en las gotas de agua que resbalan por las hojas, y se aspira con regocijo ese olor delicioso de tierra húmeda, que sólo puede compararse con el olor de los cabellos negros, con el olor de la epidermis blanca y el olor de las páginas recién impresas. También la naturaleza sale de la alberca con el cabello suelto y la garganta descubierta; los pájaros, que se emborrachan con agua, cantan mucho, y los niños del pueblo hunden su cara en la gran palangana de metal. ¡Oh, mañanita de San Juan, la de camisa limpia y jabones perfumados, yo quisiera mirarte lejos de estos calderos en que hierve grasa humana; quisiera contemplarte al aire libre, allí donde apareces virgen todavía, con los brazos muy blancos y los rizos húmedos! Allí eres virgen: cuando llegas a la ciudad, tus labios rojos han besado mucho, muchas guedejas rubias de tu undívago cabello se han quedado en las manos de tus mil amantes, como queda el vellón de los corderos en los zarzales del camino; muchos brazos han rodeado tu cintura; traes en el cuello la marca roja de una mordida, y vienes tambaleando, con traje de raso blanco todavía, pero ya prostituido, profanado, semejante al de Giroflé después de la comida, cuando la novia muerde sus inmaculados azahares y empapa sus cabellos en el vino. ¡No, mañanita de San Juan, así yo no te quiero! Me gustas en el campo: allí donde se miran tus azules ojitos y tus trenzas de oro. Bajas por la escarpada colina poco a poco; llamas a la puerta o entornas sigilosamente la ventana para que tu mirada alumbre el interior, y todos te recibimos como reciben los enfermos la salud, los pobres la riqueza y los corazones el amor. ¿No eres amorosa? ¿No eres muy rica? ¿No eres sana? Cuando vienes, los novios hacen sus eternos juramentos; los que padecen, se levantan vueltos a la vida; y la dorada luz de tus cabellos siembra de lentejuelas y monedas de oro el verde oscuro de los campos, el fondo de los ríos y la pequeña mesa de madera pobre en que se desayunan los humildes, bebiendo un tarro de

espumosa leche, mientras la vaca

muge en el establo. ¡Ah! Yo quisiera mirarte así cuando eres virgen, y besar las mejillas de Ninón... ¡sus mejillas de sonrosado terciopelo y sus hombros de raso blanco!

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Cuando llegas, ¡oh mañanita de San Juan!, recuerdo una vieja historia que tú sabes y que ni tú ni yo podemos olvidar. ¿Te acuerdas? La hacienda en que yo estaba por aquellos días era muy grande; con muchas fanegas de tierra sembrada e incontables cabezas de ganado. Allí está el caserón, precedido de un patio, con su fuente en medio. Allá está la capilla. Lejos, bajo las ramas colgantes de los grandes sauces, está la presa en que van a abrevarse los rebaños.

Vista desde una altura y a distancia, se diría que la presa es la enorme pupila azul de algún gigante, tendido a la bartola sobre el césped. ¡Y qué honda es la presa! ¡Tú lo sabes...!

Gabriel y Carlos jugaban comúnmente en el jardín. Gabriel tenía seis años; Carlos, siete. Pero un día la madre de Gabriel y Carlos cayó en cama, y no hubo quien vigilara sus alegres correrías. Era el día de San Juan. Cuando empezaba a declinar la tarde, Gabriel dijo a Carlos:

-Mira, mamá duerme y ya hemos roto nuestros fusiles. Vamos a la presa. Si mamá nos riñe, le diremos que estábamos jugando en el jardín.

Carlos, que era el mayor, tuvo algunos escrúpulos ligeros. Pero el delito no era tan enorme, y además, los dos sabían que la presa estaba adornada con grandes cañaverales y ramos de zempazúchil. ¡Era día de San Juan!-¡Vamos! -le dijo-, llevaremos un Monitor para hacer barcos de papel y les cortaremos las alas a las moscas para que sirvan de marineros.

Y Carlos y Gabriel salieron muy quedito para no despertar a su mamá, que estaba enferma. Como era día de fiesta, el campo estaba solo. Los peones y trabajadores dormían la siesta en sus cabañas. Gabriel y Carlos no pasaron por la tienda, para no ser vistos, y corrieron a todo escape por el campo. Muy en breve llegaron a la presa. No había nadie: ni un peón, ni una oveja. Carlos cortó en pedazos el Monitor e hizo dos barcos, tan grandes como los navíos de Guatemala. Las pobres moscas, que iban sin alas y cautivas en una caja de obleas, tripularon humildemente las embarcaciones.

Por desgracia, la víspera había limpiado la presa, y estaba el agua un poco baja. Gabriel no la alcanzaba con sus manos. Carlos, que era el mayor, le dijo:

-Déjame a mí que soy más grande. Pero Carlos tampoco la alcanzaba. Trepó entonces sobre el pretil de piedra, levantando las plantas de la tierra, alargó el brazo e iba a tocar el agua y a dejar en ella el barco, cuando, perdiendo el equilibrio, cayó al tranquilo seno de las ondas. Gabriel lanzó un agudo grito. Rompiéndose las uñas con las piedras, rasgándose la ropa, a viva fuerza logró también encaramarse sobre la cornisa, teniendo casi todo el busto sobre el agua. Las ondas se agitaban todavía. Adentro estaba Carlos. De súbito, aparece en la superficie, con la cara amoratada, arrojando agua por la nariz y por la boca.¡Hermano!, ¡hermano!

-¡Ven acá!, ¡ven acá! No quiero que te mueras.

Nadie oía. Los niños pedían socorro, estremeciendo el aire con sus gritos; no acudía ninguno. Gabriel se inclinaba cada vez más sobre las aguas y tendía las manos.

-Acércate, hermanito, yo te estiro.

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Carlos quería nadar y aproximarse al muro de la presa, pero ya le faltaban fuerzas, ya se hundía. De pronto, se movieron las ondas y asió Carlos una rama, y apoyado en ella logró ponerse junto del pretil y alzó una mano; Gabriel la apretó con las manitas suyas, y quiso el potro niño levantar por los aires a su hermano, que había sacado medio cuerpo de las aguas y se

agarraba a las salientes piedras de la presa. Gabriel estaba rojo y sus manos sudaban, apretando la blanca manecita del hermano.

-¡Si no puedo sacarte! ¡Si no puedo!

Y Carlos volvía a hundirse, y con sus ojos negros muy abiertos le pedía socorro.

-¡No seas malo! ¿Qué te he hecho? Te daré mis cajitas de soldados y el molino de marmaja que te gustan tanto. ¡Sácame de aquí!

Gabriel lloraba nerviosamente, y, estirando más el cuerpo de su hermanito moribundo, le decía:

-¡No quiero que te mueras! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡No quiero que se muera!Y ambos gritaban, exclamando luego:

-¡No nos oyen! ¡No nos oyen!

-¡Santo ángel de mi guarda! ¿Por qué no me oyes?

Y entretanto fue cayendo la noche. Las ventanas se iluminaban en el caserío. Allí había padres que besaban a sus hijos. Fueron saliendo las estrellas en el cielo. ¡Diríase que miraban la tragedia de aquellas tres manitas enlazadas que no querían soltarse, y se soltaban! ¡Y las estrellas no podían ayudarles, porque las estrellas son muy frías y están muy altas!

Las lágrimas amargas de Gabriel caían sobre la cabeza de su hermano. ¡Se veían juntos, cara a cara, apretándose las manos, y uno iba a morirse!

-Suelta, hermanito, ya no puedes más; voy a morirme.

-¡Todavía no! ¡Todavía no! ¡Socorro! ¡Auxilio!

-¡Toma! Voy a dejarte mi reloj. ¡Toma, hermanito!

Y con la mano que tenía libre sacó de su bolsillo el diminuto reloj de oro que le habían regalado el Año Nuevo. ¡Cuántos meses había pensado sin descanso en ese pequeño reloj de oro! El día en que al fin lo tuvo no quería acostarse. Para dormir, lo puso bajo su almohada. Gabriel miraba con asombro sus dos tapas, la carátula blanca en que giraban poco a poco las manecitas negras y el instantero que, nerviosamente, corría, corría, sin dar jamás con la salida del estrecho círculo. Y decía: "¡Cuando tenga siete años como Carlos, también me comprarán un reloj de oro!" "No, pobre niño; no cumples aún siete años y ya tienes el reloj.Tu hermanito se muere y te lo deja. ¿Para qué lo quiere? La tumba es muy oscura, y no se puede ver la hora que es."

-¡Toma, hermanito, voy a darte mi reloj; toma, hermanito!

Y las manitas ya moradas se aflojaron, y las bocas se dieron un beso desde lejos. Ya no tenían los niños fuerza en sus pulmones para pedir socorro. Ya se abren las aguas, como se abre la muchedumbre en una

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procesión cuando la Hostia pasa. ¡Ya se cierran y sólo queda por un segundo, sobre la onda azul, un bucle lacio de cabellos rubios!

Gabriel soltó a correr en dirección del caserío, tropezando, cayendo sobre las piedras que lo herían. No digamos ya más: cuando el cuerpo de Carlos se encontró, ya estaba frío, tan frío, que la madre, al besarlo, quedó muerta.

¡Oh mañanita de San Juan! ¡Tu blanco traje de novia tiene también manchas de sangre!

Juan José Arreola

(1918-2001)

Nació en Zapotlán el grande, Jalisco. En una época en que predominaban la literatura de nuestro país el realismo y los temas sobre el

campo, Arreola dio vida a una literatura novedosa y sorprendente, basada en los sueños y la fantasía; junto con Juan Rulfo transformó la literatura mexicana, ubicándola en el universo

del panorama mundial.

El guardagujas

El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.

Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto

ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con

ansiedad:

-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?

-¿Lleva usted poco tiempo en este país?

-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.

-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un

extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.

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-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.

-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá

mejor atención.

-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.

-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.

-Por favor...

-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y

remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los

habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.

-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?

-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas

poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar

por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron

abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.

-¿Me llevará ese tren a T.?

-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida

tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?

-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?

-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras

compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...

-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...

-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que

incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.

-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?

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-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en

cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.

-¿Cómo es eso?

-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables.

Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones

importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla

ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un

lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en

que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.

-¡Santo Dios!

-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las

obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha

sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.

-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!

-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren

su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el

maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien,

el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su

enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de

contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción

del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.

-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!

-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome

el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por

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una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su

increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para

siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.

-¿Y la policía no interviene?

-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente

costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros

adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de

escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros

les rompan las costillas.

-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?

-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una

ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay

estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco

de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a

veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.

-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.

-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como

desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni

siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia:

"Hemos llegado a T.". Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.

-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?

-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con

sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.

-¿Qué está usted diciendo?

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En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el

espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los

sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer

la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad

posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.

-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.

-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está

expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en

el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido

y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar

cautivadores paisajes a través de los cristales.

-¿Y eso qué objeto tiene?

-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de

traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber

adónde van ni de dónde vienen.

-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?

-Yo, señor, sólo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos

tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que

los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto

de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: "Quince minutos para que

admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo

vapor.

-¿Y los viajeros?

Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda

civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan loores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le

gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?

El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El

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guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.

-¿Es el tren? -preguntó el forastero.

El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia,

se volvió para gritar:

-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?

-¡X! -contestó el viajero.

En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente,

al encuentro del tren.

Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.

Mario Benedetti

(1920- )

Uruguay. Se vio obligado a trabajar desde edad muy temprana, lo que le permitió conocer con profundidad el ambiente monótono y gris de las oficinas burocráticas de Montevideo, que se convirtió en un elemento central de sus obras. En 1949, benedetti publicó su primer libro de

cuentos, esta mañana; un año mas tarde, el libro de poemas, solo mientras tanto. En 1953 pública su primera

novela, quien de nosotros. El tono informal y de conversación, característico de su escritura, ejerció una gran influencia en los poetas de su generación. Con su

novela la tregua, que apareció en 1960, Benedetti adquirió presencia internacional. Su rica y abundante producción

literaria abarca todos los géneros.

El Otro Yo

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.

El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho

le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello,

Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.

Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer,

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pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado.

Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente

vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.

Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban

sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas.

Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban:

«Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable».

El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la

melancolía se la había llevado el Otro Yo.

Augusto Monterroso(1921-2003)

Guatemalteco, llegó como un exiliado político a la ciudad de México en 1994, en

donde se estableció y desarrolló su excepcional obra literaria. En 1975 recibió

el premio Villaurrutia y en 1988 la condecoración del Águila Azteca. Con títulos como obras completas (y otros

cuentos) (1959). La oveja negra y demás fábulas (1969), movimiento perpetuo

(1972), lo demás es silencio (1978), viaje al centro de la fábula (1981), la palabra

mágica (1983), y la letra e (1987), el autor ocupa un importante lugar entre los

escritores latinoamericanos.

El eclipse

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con

tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su

labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a

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Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron

comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que

para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y

salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no

sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la

opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que

se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían

previsto y anotado en sus códices sin la valiosa

ayuda de Aristóteles.

Karla Alejandra Medina CasillasN/L: 27

G/G: 2: B