alberigo g. - preparación, para qué concilio

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  • 8/16/2019 Alberigo G. - Preparación, Para Qué Concilio

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    PREPARACION ¿PARA QUE CONCILIO?

    G u i s e p pe  A l b e r i g o

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    La preparación del Vaticano II fue exuberante. No sólo duró más que la celebración del mismo concilio, sino que tuvo características institucionales muyimportantes. El papa fue su supremo moderador, la curia romana la protagonista, el episcopado y los teólogos -sobre todo europeos- se vieron considera

     blemente involucrados en él.Frente a estos hechos está el rechazo drástico de la gran mayoría de los pa

    dres conciliares y de sus colaboradores a reconocerse en las propuestas de dicha preparación. El 11 de octubre de 1962 da la impresión de que concilio comienza todos sus trabajos a partir de cero; más del noventa por ciento de los esquemas preparatorios ni siquiera lograron ser tomados en consideración en laasamblea conciliar.

    La reconstrucción del itinerario de la fase antepreparatoria primero, y de la preparatoria después, sobre la base de una riquísima documentación editada einédita, ha puesto de relieve la complejidad de semejante trabajo, que absorbióconsiderables energías, comenzando por la enorme masa de datos y de instancias enviadas a Roma con ocasión de la consulta general de 1959-1961.

    Antes de cualquier otra consideración final, es obligado reconocer que, a pesar de las profundas investigaciones que prepararon y acompañaron a la redacción de este volumen, no ha sido posible disipar por completo la incertidumbre

    sobre el peso que tuvo en la intención primigenia del papa Juan el anhelo de recomponer la unidad de los cristianos. Se trata de una pregunta destinada a noencontrar una respuesta unívoca, no tanto por la falta de fuentes como por lafluidez objetiva de este anhelo. Si es suficientemente cierto que el papa «soñó»con que el concilio pudiese hacer avanzar la causa unionis,  son bastante inciertos el itinerario y las modalidades según las cuales pudo haberse imaginado la posible recomposición de una única Iglesia. Sobre todo si se piensa queel papa al parecer, no verificó su primera intuición con otros, ni mucho menos

     parece ser que tomara contacto con interlocutores de otras Iglesias cristianas,hasta el punto de dar la impresión de que se estaba repitiendo la ingenua invi

    tación pública dirigida por Pío IX en vísperas del Vaticano I.Retrospectivamente, se tiene la impresión de que la rápida caída del objeti

    vo de la unidad cristiana debilitó de todas formas la preparación del concilio,

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     privándola de una inspiración y de un centro. Aun cuando fuese -al menos entérminos inmediato- una utopía, la tensión hacia la unión había dado al camino hacia el Vaticano II un alma y una meta elevada. Ahora nadie puede saber sihubiera valido la pena, a pesar de todo, correr el riesgo de proponerse un objetivo inalcanzable, y por tanto el riesgo de una desilusión.

    Por su parte Juan XXIII, deseando abrir el camino a la celebración propia yverdadera del concilio, había asignado a su preparación un espacio institucional autónomo, afirmando repetidas veces que la preparación constituía un ám

     bito de la vida de la Iglesia católica distinto del de su gobierno ordinario. Esverdad que las investigaciones realizadas hasta ahora no han permitido aclarara quién se remonta la paternidad del proyecto de anteponer al concilio una pre

     paración tan larga, que puede incluso articularse en dos fases distintas: ante preparatoria y preparatoria. Se sabe que el anuncio del 25 de enero de 1959,

    que Roncalli había madurado en una sustancial autonomía, se vio condicionado por ciertas sugerencias, que indujeron a Juan XXIII a arrimar a su propio

     proyecto del concilio los otros dos proyectos (ajenos a él) del sínodo romano yde la revisión del Código de derecho canónico. Pero no está claro cómo nacióla propuesta de una preparación que, después de la consulta tan amplia querida

     por el papa, pasase a la clasificación de las propuestas y finalmente a la redacción de textos-base para el trabajo conciliar.

    ¿Cabía esperar que de la consulta salieran propuestas adecuadas para darcontenido al sorprendente proyecto de Juan XXIII? ¿o quizás la sorpresa quehabía acogido el anuncio de semejante proyecto llegaba al punto de quitar to

    da esperanza de que se le dieran respuestas significativas? Por otra parte, hayque reconocer que no habría sido posible abrir una asamblea de más de dos milmiembros sin una preparación consistente. En ese caso, independientemente dela paternidad del mecanismo de preparación, ¿no estaba éste destinado a ejercer objetivamente una función de freno y de distanciamiento respecto a los comienzos del concilio? Como alternativa, ¿podía esperarse quizás más de lo que

     produjo, es decir, un montón de textos casi todos de una tónica bastante baja,inspirados en una actitud defensiva y preocupados por cristalizar la situaciónde los años 50 del catolicismo romano?

    Paradójicamente, el control que obtuvo la curia romana sobre la fase ante preparatoria y la hegemonía que ejerció en la preparación se vinieron abajo enla medida en que fueron ejercidos a nivel burocrático y con un horizonte histórico limitado al último siglo, en vez de ser vehículos de una visión de la fe y deIglesia amplia y universal. Incluso el impulso manifestado en alguna ocasión

     por Pío XII en favor de una atención a los ritmos apremiantes de la historia ya sus profundos cambios se vio ofuscado por las preocupaciones defensivas y

     por los intentos quisquillosos de obtener del concilio una sanción de las orientaciones que perseguía cada una de las congregaciones. Es decir, no se captansíntomas de que se percibieran las evoluciones epocales que empezaron a per

    filarse a comienzos de los años 60: la distensión entre oriente y occidente, el final de la época colonial, la explosión no-industrial en el área atlántica y el em

     pobrecimiento del «tercer mundo». El eurocentrismo -interpretado muchas ve-

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    ces como romanocentrismo- sigue siendo la óptica dominante. Las mismas ex periencias de renovación que maduraron en Europa a partir de los años 30 siguen viéndose con desconfianza, cuando no se las rechaza sin más ni más.

    Desde muchos puntos de vista parece como si se hubieran retomado con unimplícito herí dicebamus  los criterios que habían guiado la preparación de unconcilio en los años 1948-1952. Si es verdad que tan solo había trascurrido undecenio desde entonces, también es innegable que la orientación del pontificado de Juan XXIII y la firme voluntad de celebrar un concilio, junto con la salida del clima post-bélico, estaban marcando un drástico giro epocal, que el pa

     pa Juan había intuido en toda su densidad.Por otro lado, la misma hipótesis de un concilio «nuevo» y no de la conclu

    sión del interrumpido Vaticano I, que rige todo el proyecto del papa, resultabatodavía demasiado prematura en aquel enero de 1959. ¿No tenía necesidad de

    una maduración más o menos en todos los ambientes, facilitada en el mismo papa por el eco inmenso que había suscitado el concilio?

    Además, el anuncio contextual de la revisión del Codex jurís canotiici tuvo,de forma trasparente y en medida considerable, el efecto de «desviar» la atención de casi todos los obispos, animándolos a desear que el concilio llevase acabo sobre todo una serie enorme de ajustes administrativos. Precisamente aeste propósito, la «pastoralidad» asignada por el papa al nuevo concilio comocaracterística dominante quedó notablemente trivializada y entendida en el sentido de situar al concilio en un nivel no-teológico. Sólo en las vísperas inmediatas del concilio se abre camino la acepción fuerte de la «pastoralidad» como

    subordinación de todos los demás aspectos de la vida de la Iglesia a la imagende Cristo como «buen pastor».

    Consideraciones como éstas no pretenden esconder que habría sido posibleevitar al menos algunos de los inconvenientes de que adoleció su preparación.Quizás, sólo como ejemplo, cabe pensar que una implicación efectiva de energías diversas, junto a las de los ambientes romanos, habría podido dilatar y enriquecer la dialéctica, introduciendo instancias y propuestas que ya se habíandesarrollado en otras partes. Así como la asignación a la comisión central pre paratoria de una responsabilidad de coordinación de las actividades de las co

    misiones -numerosas precisamente por ser paralelas a las Congregaciones curiales- habría podido reducir el montón, muchas veces repetitivo, de los esquemas preparatorios. Pero también es verdad que los raros episodios de im

     plicación -valgan para todos el el padre Y.-M. Congar en la Comisión teológica o el de H. Jedin en la Comisión para los estudios- parecen estar viciados porla desconfianza y los prejuicios; son los mismos interesados los que minimizansu propia aportación a los trabajos. Incluso en la comisión central algunos personajes, que sólo doce meses más tarde habrían de tener una función decisivaen la evolución conciliar -desde Alfrink hasta Suenens, desde Léger hasta Kónig y Liénart, sin hablar de Montini-, tuvieron por mucho tiempo un compor

    tamiento tímido y embarazado, con la única excepción quizás de A. Bea. Laconfrontación explícita de las diversas posiciones se manifestó sobre todo a

     partir de la primavera de 1962...

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    Por encima de cualquier testimonio, son precisamente los años de la preparación la documentación más convincente, no sólo de la falta de preparación dela Iglesia en el compromiso de participación y de corresponsabilidad que re

    quería la celebración de un concilio, sino también de la condición de quietud yde resignación del catolicismo. Casi insensiblemente había emprendido el camino de centralización en Roma y -más todavía- de concentración en la persona del papa, que se iba resolviendo en un monolitismo. Vivir el cristianismo como el baluarte sitiado de la verdad era una condición de fuerza aparente y de de

     bilidad sustancial. Situándonos en esta perspectiva, comprendemos cómo algunos denunciaron el «retraso» en la convocatoria del concilio, mientras que otrosestaban convencidos de que el concilio había llegado «demasiado pronto».

    Reconsiderando sintéticamente los años 1959-1962, ¿cuál fue en el fondo suaportación? La perspectiva histórica, aunque breve, nos permite superar las va

    loraciones maniqueas, que pretenderían condenar la perversidad de la preparación del Vaticano II o, por el contrario, exaltarla como el momento «sano» detodo el episodio conciliar.

    Una primera constatación se refiere al catolicismo en su conjunto y, en granmedida, a todo el cristianismo contemporáneo. A pesar de que los estudios so

     bre las diversas áreas geo-espirituales no son todavía totalmente satisfactorios,hay ya motivos suficientes para ver cómo el anuncio del concilio dio voz a millares de esperanzas, latentes pero intensas, por un profundo giro en la vida dela Iglesia. Fue una sorpresa para todos; a muchos les abrió el corazón a la es

     peranza, en algunos suscitó temores. Luego, cuando la gestación institucional

    se concentró muy pronto en Roma y quedó envuelta en una reserva casi impenetrable, se llevó a cabo una gestación paralela. Esta última tuvo toda una serie de protagonistas anónimos casi por todas partes, sostenidos y animados porlos continuos actos e intervenciones públicas de Juan XXIII, que no cesó de

     plasmar la imagen del concilio como convocatoria -aunque diferenciada- detodos los cristianos a la unión y al «aggiornamento». Fue sobre todo esta pre paración informal, difusa y espontánea, la que creó las condiciones más adecuadas para que el concilio fuese un acontecimiento realmente innovador.

    Un segundo aspecto se refiere a la aparición lenta y a veces un tanto confu

    sa de peticiones que se presentan como otros tantos capítulos del «aggioma-mento», al que muchos se preocupan de dar un rostro concreto. El movimiento litúrgico había plasmado la instancia de la participación activa de los fielesen el culto y el uso consiguiente de la lengua vulgar. El movimiento para la promoción del laicado insistía en una valoración eclesiológica de la condición no-clerical. El movimiento bíblico volvía a proponer el carácter central de la pala

     bra de Dios y, paralelamente, la renovación de la teología insistía en el res- sourcement. El movimiento ecuménico pedía que se saliera del estancamientode la intransigencia romana. Finalmente, existía la convicción difusa de que elcatolicismo tenía que completar las definiciones de 1870 sobre las prerrogati

    vas del papa con una configuración teológica y sacramental del episcopado. Siestas esperanzas habían encontrado poco espacio en los vota enviados por losobispos, fueron mucho más frecuentes las peticiones de condenación de doc

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    trinas sospechosas o de definiciones mañanas, mientras que había millares de propuestas para que se modificase la legislación canónica. Muchos ambientescatólicos iban teniendo una conciencia cada vez más aguda de su retraso frente a la «modernidad», que inundaba al menos la cultura occidental. Se compartía la necesidad de salir finalmente de la psicosis de asedio, pero no se veía aúncuál podría ser el camino más adecuado para ello.

    Hemos podido ver cómo todo esto se fue filtrando selectivamente en la estructura preparatoria y cómo llegó a proponerse al concilio de una forma farragosa y extraña al espíritu roncalliano de búsqueda del «aggiornamento». La estructura del Rapporto sintético de comienzos de 1960 y la consiguiente fomu-lación, unos meses más tarde, de las Quaestiones para el trabajo de las comisiones preparatorias constituyen el punto crucial destinado a caracterizar el tra

     bajo de los años sucesivos, hasta el umbral mismo del concilio.

    Pero también es verdad que, situados ante la ocasión conciliar, se fue viendo gradualmente que los que deseaban la renovación disponían tan sólo de ela boraciones inmaduras, como hizo observar repetidas veces Bea durante los tra bajos del secretariado para la unidad. Esta no fue la última causa del dificultady de la ineficencia con que estos ambientes, con la única excepción de los 1¡-turgistas, intentaron en vano poner diques a la hegemonía ejercida sobre casitoda la preparación por la teología romana y curial. Esta hegemonía, aunqueresquebrajada por los celo de los diversos ateneos pontificios, había tenido primero en Tardini un moderador prudente y acostumbrado a cierta souplesse, luego en Ottaviani un leader  autorizado, pero a menudo demasiado intransigente

    y desprevenido frente a la tenaz ductilidad de Bea, sostenido por la inquebrantable confianza del papa.

    Siente uno la tentación de preguntarse si Juan XXIII no confió la preparación efectiva del concilio a Bea y al secretariado «inventado» y presidido porél. Es verdad que la colaboración entre Roncalli y Bea parece estar documentada de forma imponente, hasta el punto de que el historiador no puede menosde preguntarse si esta fecunda convergencia no proyectó también sobre el papalos límites de la personalidad, de la preparación y de la experiencia de Bea.

    De todas formas, esta relación no significa que el papa no se fiase tambiénde la estructura preparatoria sometida a la curia. Parece más bien que dio lasmismas oportunidades a esta última que al secretariado de Bea; más tarde, durante la libre confrontación con el concilio, se verificaría cuál de los dos planteamientos reflejaba mejor el sensus fidei de la Iglesia.

    A partir de 1960 se desarrollan estas dos perspectivas, no ya en unas trayectorias convergentes, sino según una divergencia cada vez mayor. Las diferencias mutuas las estimulan a profundizar en su «propio» planteamiento, conel efecto de un movimiento de tijera. Además, la preparación dirigida por la curia se ve obstaculizada, más bien que favorecida, por el paralelismo con lasCongregaciones, dado que cada una de ellas confía obtener del concilio la apro

     bación de sus propias líneas de gobierno e incluso de los aspectos particularesde las mismas. La sombra de las preocupaciones de la gestión cotidiana gravasobre gran parte de los esquemas preparatorios. Quizás monseñor Felici perci-

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     bió la necesidad de que la preparación no cayera cautiva de esas ansias, aunqueno disponía de una cultura efectivamente alternativa respecto a la de los exponentes de las Congregaciones. De todas formas, Felici logró durante los años1960-1962 -con un empeño incesante- un conocimiento y un control de la pre

     paración que lo convirtieron en el candidato ideal para la conducción del concilio.

    Hasta qué punto se filtró en el episcopado católico la dialéctica generada porla preparación en sus diversas sedes y ámbitos se puede deducir de las intervenciones, primero esporádicas y aisladas, luego poco a poco cada vez más frecuentes y consonantes, que expresan su insatisfacción por gran parte de los textos que produjo la misma preparación. Desde la carta de Frings de 1960, la pastoral colectiva del episcopado holandés de 1961 y las alarmas formuladas porLéger, por Rahner, por Schillebeeckx y por Dossetti en el verano de 1962, con

    una convergencia sorprendente y espontánea, hasta las numerosas respuestas envísperas del concilio, asistimos a una lenta pero inequívoca evolución de numerosos obispos.

    Aumenta la conciencia de su propia implicación en el acontecimiento conciliar inminente como protagonistas y no sólo como asistentes pasivos. De forma paralela crece la conciencia del carácter central del «aggiornamento» y dela «pastoralidad», como características irrenunciables del concilio y de la Iglesia en su conjunto. Se difunde la convicción de que es necesario un esfuerzo de

     búsqueda y resulta fácil entonces tomar distancias de los textos recibidos; sinembargo, quizás no son muchos los que se dan cuenta de lo arduo que resulta

    construir otros realmente alternativos.En este clima Suenens somete a la consideración de Juan XXIII una imagen

    orgánica de planteamiento del concilio; los obispos, que comienzan a llegar aRoma y a encontrarse entre sí, perciben hasta qué punto reina cierta insatisfacción; algunos teólogos se afanan en redactar textos más o menos completa

    mente nuevos.A poco más de cuarenta años de distancia salta a la vista la impermeabili

    dad del aparato eclesiástico respecto a la coyuntura histórica de la humanidady a la misma instancia de renovación que tras el anuncio del concilio había invadido al universo cristiano. Se produjo entonces un hiato, no sólo de sensibi

    lidad sino de conciencia y de modo de percibir el significado de la fe, entre losgrupos que tenían la responsabilidad eclesiástica central y la gran mayoría delos fieles. Por su parte los obispos, casi todos en retraso a la hora de percibir elnuevo clima de espera y de esperanza, se sintieron sin embargo en condiciónde madurar rápidamente una nueva concepción de las cosas, precisamente envirtud de la insistencia de Juan XXIII y luego de su participación en el acontecimiento conciliar.

    Así podemos damos cuenta de cómo muchas de las dificultades que habríade encontrar el concilio durante sus trabajos tenían su raíz precisamente en las

    limitaciones y en las deficiencias de su preparación. Incluso se ve hoy con claridad que ésta condicionó los mismos resultados del concilio mucho más de loque se podía sospechar, a medida que los productos ya preparados eran recha-

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    zados por la gran mayoría de la asamblea. Quizás fue precisamente el empirismo, que dominó el planteamiento de los trabajos preparatorios, el que permitióque mucho de lo que se había elaborado entonces se filtrase en las conclusio

    nes del Vaticano II, a pesar de las barreras levantadas, muchas veces con ingenuidad y aproximación, por la mayoría de los padres conciliares. Una mayoríadotada de un trasfondo doctrinal frágil e inmaduro y, por eso mismo, dispuesta fácilmente a contentarse con la euforia engendrada por el éxito alcanzadoinesperadamente en su confrontación con la mítica potencia de la curia.

    Así pues, se perfilaba, casi insensiblemente, una de las características dominantes del Vaticano II, a saber, la tensión entre la asamblea conciliar por unlado y la curia romana por otro. La curia, bajo la hegemonía unas veces de lasecretaría de Estado -en el primer periodo con Tardini, en el segundo con Cicognani- y otras veces del santo Oficio, parecía estar celosa de las relaciones

     preferenciales que el papa había entablado con el concilio y se mostraba hostilante unas conclusiones conciliares que ella no había determinado. El fenómeno de un conflicto entre el concilio y la curia, que había asomado durante elTridentino, eficazmente solucionado por Morone y por Borromeo, y que se ha bía mantenido en silencio durante el concilio de Pío IX, pareció explotar a lavista de todos en el Vaticano II. La dialéctica histórica entre el papa y el concilio se estaba trasformando en una compleja y a veces enmarañada dialécticaentre tres.

    El riesgo de que semejante dialéctica tuviera efectos paralizantes habría sido equilibrado por la presión ejercida por la opinión pública. Después de la ex

     plosión de las esperanzas en la primavera del 1959, la imposibilidad de una milagrosa unidad de los cristianos y el carácter secreto de los trabajos preparatorios habían apagado en parte el interés. No obstante, la inminencia de la apertura de la asamblea con la concurrencia de millares de participantes de casi todo el globo -en contradicción con la atmósfera sofocante de la guerra fría- y eleco que alcanzó el radiomensaje de Juan XXIII del 11 de septiembre volvierona encender de forma insospechada la confianza y las esperanzas de muchos. Seesperaba mucho del concilio, aunque cada uno llenaba libremente sus esperanzas con los contenidos que más le llegaban al corazón.

    En cuanto a la sustancia de los problemas que el Vaticano II iba a afrontar,el conocimiento más profundo de los años preparatorios llevaba a consideraciones sólo aparentemente contradictorias. Efectivamente, por un lado los esquemas entonces formulados condicionarían las decisiones conciliares en unamedida inesperada, dado su rechazo por parte de la asamblea. Muchas de las

     proposiciones preparatorias, ignominiosamente abandonadas, volverían a entrar a la chita callando en las diversas constituciones o decretos. Por otro lado,sin embargo, parece ser que, quizás sin el choc producido por la clamorosa falta de sintonía entre los esquemas y la asamblea conciliar, difícilmente habría

     podido alcanzar el concilio un grado satisfactorio de madurez y de creatividad.

    Finalmente, desde un punto de vista sociológico, la preparación parece ha berse centrado en manos de un grupo proporcionalmente restringido, compuesto exclusivamente por varones, célibes, de edad más bien elevada y de cultura

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