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Sumando al DSM IV: otras formas de trastornos de la personalidad Lucas Raspall (Material protegido por derechos de autor – 2009) Sumando al DSM IV: otras formas de trastornos de la personalidad Dos padecimientos propios de la posmodernidad Dr. Lucas Raspall ([email protected]) Material protegido por derechos de autor Octubre 2009 - Notas iniciales La idea es sencilla aunque, por momentos, pretenciosa. No busca sumar complejidad al pragmático manual norteamericano, ni refinar demasiado los grandes bloques de la vigente taxonomía. Solamente procura incluir dos modalidades de personalidad que no saben ajustarse con precisión a los trastornos ya delimitados en el DSM y que pretenden escapar de ese difuso cajón que se reconoce bajo el título de “no especificados”. De este sitio toman sí un fundamento, excluyente, que me permite reunirlos en este capítulo, pero sus características intrínsecas, aquellas que definen cada uno de estos dos nuevos padecimientos, son ajenas a las ya señaladas en el manual. Sus denominaciones podrían ser: Trastorno borderlight de la personalidad Trastorno de la personalidad por apatía Este ágil artículo, una invitación a pensar en “nuevas” y frecuentes modalidades de presentación de trastornos de la personalidad, lo dividiré en tres módulos: Introducción: ¿qué involucra el concepto de personalidad? ¿qué es un trastorno de la personalidad? ¿por qué sumo estas dos nuevas concepciones? Desarrollo: ¿qué contexto propicia su génesis? ¿cómo están conformados estos trastornos? ¿cuál es la implicancia clínica de su desarrollo? Cierre: ¿es posible abarcar en un puñado de criterios diagnósticos el modo de una personalidad? ¿existe una posible clausura de este apartado?

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Sumando al DSM IV: otras formas de trastornos de la personalidad Lucas Raspall

(Material protegido por derechos de autor – 2009)

Sumando al DSM IV: otras formas de trastornos de la personalidad

Dos padecimientos propios de la posmodernidad

Dr. Lucas Raspall ([email protected])

Material protegido por derechos de autor

Octubre 2009

- Notas iniciales

La idea es sencilla aunque, por momentos, pretenciosa. No busca sumar complejidad al pragmático manual norteamericano, ni refinar demasiado los grandes bloques de la vigente taxonomía. Solamente procura incluir dos modalidades de personalidad que no saben ajustarse con precisión a los trastornos ya delimitados en el DSM y que pretenden escapar de ese difuso cajón que se reconoce bajo el título de “no especificados”. De este sitio toman sí un fundamento, excluyente, que me permite reunirlos en este capítulo, pero sus características intrínsecas, aquellas que definen cada uno de estos dos nuevos padecimientos, son ajenas a las ya señaladas en el manual. Sus denominaciones podrían ser:

• Trastorno borderlight de la personalidad • Trastorno de la personalidad por apatía

Este ágil artículo, una invitación a pensar en “nuevas” y frecuentes modalidades de presentación de trastornos de la personalidad, lo dividiré en tres módulos:

• Introducción: ¿qué involucra el concepto de personalidad? ¿qué es un trastorno de la personalidad? ¿por qué sumo estas dos nuevas concepciones?

• Desarrollo: ¿qué contexto propicia su génesis? ¿cómo están conformados estos trastornos? ¿cuál es la implicancia clínica de su desarrollo?

• Cierre: ¿es posible abarcar en un puñado de criterios diagnósticos el modo de una personalidad? ¿existe una posible clausura de este apartado?

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INTRODUCCIÓN

- Consideraciones fundamentales en torno al concepto de personalidad “(…) el Yo en tanto que dueño de su carácter, autor de su personaje, artesano de su mundo y sujeto de su conocimiento” (Ey, 1971). La personalidad puede concebirse como una organización relativamente estable compuesta por disímiles modalidades y subsistemas, estructuras estrechamente entrelazadas que son responsables de la secuencia que va desde la recepción de un estímulo hasta el punto final de una respuesta, pasando por todos los fenómenos intermedios. Alude entonces a la regularidad y consistencia en las formas de percibir, sentir y pensar las experiencias, integrando y organizando rasgos y cualidades y, finalmente, determinando un patrón estable de comportamiento en el que el individuo puede reconocerse y ser reconocido. La personalidad puede leerse en las bases de la continuidad mental de una organización unitaria, cuyas representaciones y sentimientos son atribuidos al sujeto y que, por medio de las voliciones, con la inevitable colaboración de la memoria, afectividad y pensamiento, traducen al exterior la propia forma de ser. Califico como continuidad mental el mismo sentido que Beck traza como organización estable, es decir, cierta persistencia en el tiempo, cierta constancia. La cara visible de la forma de ser, aquella que puede observarse a partir de reacciones estables y parejas ante estímulos diversos, es solamente la superficie de una estructura mucho más profunda, que expresa la síntesis integral de la actividad psíquica. Vista desde adentro, la personalidad aglutina la totalidad de fenómenos y herramientas que hacen al individuo, sean de manejo interpersonal o intrapersonal, racionales o emocionales, biológicos o psicológicos, aspectos todos siempre interrelacionados entre sí. Cada uno de estos elementos, que abarcan la constelación completa de la persona, estabiliza y otorga consistencia al sistema y, en su constante interacción, sostienen la integridad de la estructura. Su gobierno maneja un juego de disposiciones de sentido claramente bidireccional: adentro-afuera y viceversa. Me explico. Adentro-afuera cuando, a partir del material neurobiológico (con anclaje en el mapa genómico) y desde el depósito de vivencias y conocimientos (residentes en la memoria experiencial), se inclina el rumbo hacia el otorgamiento de significados a las personas y a las cosas que nos rodean, a la vez que se figuran las sesgadas anticipaciones de situaciones venideras. En la dirección opuesta, afuera-adentro, cuando la personalidad, y su subyacente arquitectura biológica, es la arcilla que las contingencias externas modelan, aunque esta distinción no sea en realidad tan precisa, ya que todo lo que entra de afuera es internalizado de acuerdo a propias representaciones subjetivas, de ninguna manera objetivas. En esta compleja mecánica de generar información que hace a cada organización particular, es indudable el reconocimiento de la participación del contexto, entendiendo que la expectativa del derivado de la interacción social real o imaginada forma parte del gobierno del sistema generado. En este nudo, los impredecibles sucesos externos y la producción de los otros significativos, ambos (relativamente) independientes de uno mismo, el producto invierte el sentido de la flecha. De este modo, el estudio de una individualidad ajena a su entorno, forastera de sus experiencias y desligada de su matriz biológica, queda condenado al calabozo de pretenciosas ilusiones que nunca podrán dar con el objetivo.

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- La constitución de la personalidad “La formación de la personalidad es compleja y ondulante. Se construye por contracciones y dilataciones sucesivas, conforme a líneas de fuerza que en forma progresiva se hacen continuas y determinan, en un cierto estadio, una orientación definitiva” (Stingo, M. & Zazzi M. C., en Marchant & Monchablon Espinoza, 2005). Dos elementos básicos fundan la constitución de la personalidad: el temperamento y el carácter. Su comprensión define a la personalidad como una entidad siempre dependiente del interjuego de los terrenos biológico, psicológico y social. El temperamento alude a las tendencias predominantes orgánicas innatas, disposición biológica básica hacia ciertas sensibilidades y comportamientos. El código genético incluye cualidades heredadas que son transmitidas como parte de la historia evolutiva de nuestra especie, involucrándose aquí entonces elementos de corte socio-biológico. Siguiendo esta línea, del reciente reconocimiento de la capacidad de cambio del genoma por la influencia del ambioma, puede inferirse que el material genético heredado está cargado de las experiencias de sus progenitores. Si bien existe consenso general en que el término temperamento alude al sustrato biológico de la personalidad, puede entenderse que, al ser imposible la separación de rasgos de base biológica de aquellos otros influidos por el ambiente, su definición debe ser entendida como una propuesta teórica y no como una distinción precisa factible de reconocerse. Algunas de las características reunidas bajo el manto del temperamento pueden observarse desde la niñez o incluso desde el mismo momento del nacimiento, sin haber hecho aún una gran impronta el entorno, lo que permite diferenciar, por ejemplo, un bebé tranquilo de uno irritable. Así, desde el comienzo mismo de la psicogénesis hay una receta primaria, un camino trazado de antemano. “Es posible que en ciertos casos el temperamento sea más importante que otros aspectos de la personalidad, y que ejerza una influencia más global. Dado que nuestro sustrato físico existe antes de que emerjan otras áreas de la personalidad, las tendencias conductuales de raigambre biológica preceden y pueden excluir la aparición de otras posibles vías de desarrollo” (Millon & Davis, 2001). El carácter, por otro lado, hace referencia a las características adquiridas durante el desarrollo y como resultado de la socialización, formado de capas sucesivas dependientes fundamentalmente del afecto, la voluntad, el pensamiento y la inteligencia, alejándose un poco más (aunque nunca separándose por completo) de las disposiciones biológicas. Las tendencias distinguidas pueden, a su vez, ofrecer significativas diferencias en sus diversos aspectos constituyentes: amplitud, pureza, intensidad y sensibilidad, por lo que las distintas combinaciones de estos elementos dan como resultado un abanico interminable de personalidades. Esta sentencia explica de antemano la imposibilidad de realizar un sistema preciso de clasificación de la personalidad, siempre única, siempre diferente; sólo el hallazgo de más o menos rasgos en común permitirá esbozar un sistema de clasificación que, a pesar de ser invariablemente simplificador y reduccionista, es necesario para nuestra práctica. Temperamento y carácter hablan entonces de dos dimensiones diferentes para entender el siempre distintivo modo de una personalidad, pero no por esto opuestas ni independientes entre sí. Y sin profundizar mucho más, al reconocer estos elementos queda firmemente contemplado que su constitución está entonces determinada tanto por factores biológicos, neuroanatómicos y neuroquímicos, como ambientales, aquellos relacionados con la cultura, las influencias socioeconómicas, lo individual subjetivo y demás, todos modelados por el aprendizaje. Es decir que el genotipo de la personalidad, que puede entenderse como un legado familiar, sólo muestra una condición de

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predisposición que será luego ajustado por las influencias del ambiente, determinando el fenotipo de la personalidad, el resultado final que se manifiesta en los funcionamientos interno neurobiológico, que no se ve, y externo comportamental, expresión final de la personalidad que puede ser evaluada por el entorno social. Es de este modo como el ambiente y sus inacabables influencias impresionan o marcan lo biológico y, como veíamos antes, viceversa.

- El funcionamiento del sistema “Patrón distintivo en cuanto al comportamiento, al pensamiento y al sentimiento que caracteriza a los individuos, y que se refiere a la manera como esos comportamientos, pensamientos y sentimientos influencian la adaptación de éstos a las situaciones que se encuentran en sus vidas” (Mischel, 1979). La personalidad como sistema tiene una finalidad muy clara: al generarse y modelarse dentro del marco de circunstancias dadas, su forma tenderá a acomodarse a las exigencias del ambiente. Pero este sentido de adaptación tiene algunos mandatos: el ajuste debe siempre poder sostener una autoimagen dentro de los parámetros por uno mismo dispuestos y aceptados, un modo de relación válido y viable (ni bueno, ni malo) con las personas que nos son significativas y una vinculación con el entorno que permita un grado de funcionamiento capaz de cancelar las necesidades primarias. Cada patrón global de personalidad determina entonces la forma de responder de acuerdo a sus habilidades de afrontamiento y flexibilidad adaptativa, convirtiéndose en la base de la capacidad individual para la actividad general, señalada luego como sana o patológica de acuerdo a los resultados observados. Así, como desarrollara años atrás en el libro “La construcción delirante” (Raspall, 2006), los procesos de la personalidad se forman y operan al servicio de la adaptación. La evaluación de las exigencias particulares de situaciones anteriores y sus resultados desencadenan estrategias adaptativas únicas que, de acuerdo al resultado obtenido, serán repetidas o no en circunstancias posteriores análogas. Cada acontecimiento recibe un significado que disparará una reacción determinada de acuerdo a los rasgos particulares de cada personalidad, culminando en distintos tipos de conducta abierta. Esta respuesta última, el comportamiento, debe entenderse sólo como el final de un largo proceso, aunque siga de manera casi inmediata al estímulo, y estará siempre vinculado con un intento de adaptación y supervivencia. Refuerzo: toda organización de la personalidad persigue este último fin, el de la adaptación y supervivencia, ordenando para ello un sistema coherente y estable. Vittorio Guidano aseveraba, y yo me manifiesto de acuerdo, que los organismos buscamos regularidades y recurrencias en el mundo de nuestra experiencia, a fin de ordenarla de un modo eficaz para la supervivencia (Quiñones, 2001). Queda implícito que esta prolija búsqueda de regularidades no cuenta con una dispersión no intencionada de la atención hacia todos los estímulos, sino que existen sesgos que la conducen con mayor probabilidad hacia estímulos determinados. Y tras este paso pueden existir o no distorsiones perceptuales que consigan encajar lo observado en los sistemas de clasificación ya vigentes, manteniendo de este modo una historia coherente con lo hasta aquí narrado de su vivencia. De esta forma, puede observarse que la adaptación no es solamente un proceso por el cual una complexión va abdicando frente a las presiones del ambiente, amoldándose inertemente a éste, sino que, por el contrario, se trata de un proceso por el cual el organismo transforma las presiones del medio en un orden interno, en un mundo de significados propios que dan consistencia a sus percepciones y a su experiencia (Guidano, 1991).

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Los procesos cognitivos, afectivos y motivacionales dependen de estos esquemas básicos ya citados, que son las unidades fundamentales de la personalidad. Estos esquemas, funcionales o disfuncionales al objetivo perseguido por el sujeto, adaptados o desadaptados según el juicio del entorno, se originan, como ya hemos visto, en la interacción de la predisposición genética del individuo con la exposición al ambiente, a influencias deseables e indeseables de otras personas y a hechos específicos registrados en la propia biografía. Es de esta manera como, en estos procesos en los que construimos los acontecimientos y generamos una actuación abierta, influyen siempre los procesos antiguos, aprendidos y sometidos a la evaluación de sus resultados. De esta interminable evaluación surge la base de la programación de la personalidad y la selección de formas de conducta destinadas a alcanzar metas que, mediante sistemáticas nuevas evaluaciones, resulten satisfactorias para el individuo y favorables a su supervivencia, al permitirle adaptarse a las distintas situaciones y exigencias que le propone su vida, y manteniendo siempre la autoimagen dentro de los parámetros por él mismo pretendidos y permitidos. Luego, estas tendencias podrán acentuarse o atemperarse con el tiempo, dependiendo del refuerzo que el resultado arroje en el proceso. Las distintas personalidades muestran estrategias típicas, con pautas hiperdesarrolladas de acción frecuente y fundamental, contra otras infradesarrolladas que pocas veces logran manifestarse, quedando marginadas a la sombra de las anteriores. Dicho de otra manera, ciertos esquemas poseen mayor fuerza que otros en determinadas personalidades. Al ser éstos hiperdesarrollados o hipervalentes, se activarán hasta ante un estímulo trivial o aparentemente inconexo, al poseer un umbral bajo para desencadenar la respuesta que sigue este patrón determinado. Además, se activarán con mucha mayor frecuencia que otros esquemas que podrían también cumplir un papel ante ese mismo estímulo, desalojándolos a pesar de que su respuesta pudiera ser más apropiada en un momento y una cultura determinados, sin dejarles espacio para manifestarse y condenándolos a seguir siendo infradesarrollados. Esto es siempre así, y esta regularidad y consistencia en el mundo de la propia experiencia es lo que permite definir una personalidad con coherencia. Pero distinto es cuando estas inclinaciones imperantes se hacen rígidas, es decir, cuando pierden flexibilidad, ya que un enorme abanico de estímulos será ahora reducido a unos pocos esquemas de interpretación y reacción consecuente. Finalmente consolido una premisa fundamental: la personalidad es un sistema orientado hacia la adaptación y supervivencia como objetivos primeros, sin dejar de recordar que el criterio de adaptación en este punto es seguido del calificativo viable, es decir aquel que la persona pueda coordinar desde su particular organización. De esta manera, el temperamento y el carácter, fundidos desde su origen en la personalidad, marcan una tendencia a la hora de responder ante la demanda que impone el estímulo, siempre más cercana a las posibilidades que a la voluntad.

- Los «famosos» trastornos de la personalidad “Es presumible que la selección natural haya generado algún tipo de ajuste entre la conducta programada y las exigencias del ambiente. Pero nuestro ambiente ha cambiado con más rapidez que nuestras estrategias adaptativas automáticas. (...) Una inadecuación puede ser un factor en el desarrollo de la conducta que diagnosticamos como «trastorno de la personalidad»” (Beck & Freeman, 1995).

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John Livesley (2001) define un trastorno de la personalidad como una estructura determinada que impide a un sujeto alcanzar con éxito una solución adaptada a los requerimientos universales de la vida. En este orden identifica tres esferas de funcionamiento interrelacionadas: la del sí mismo, la de las relaciones familiares y la de las relaciones de grupo o sociales en general que, en términos de disfunción, podrían distinguir fenómenos particulares. La primera involucraría el fracaso en poder acceder a una representación estable e integrada de sí mismo y de los otros. Otros reconocidos autores han escrito también, desde sus puntuales perspectivas, sobre este aspecto. Así, Erik Erikson (1950) acuñaba los conceptos de crisis y difusión de la identidad para describir la imposibilidad de acceder a la sensación de la propia identidad como integrada. Heinz Kohut (1977), de forma similar desde la escuela de la psicología del self, describía las fallas en el sentimiento de cohesión del sí mismo como condición en algunos trastornos, mientras que Otto Kernberg (1987), a su vez, definía el aspecto señalado como un elemento central de su teoría. Desde un enfoque diferente, las terapias cognitivas consideran esta falla en términos de creencias, pensamientos o esquemas disfuncionales utilizados para procesar la información sobre el sí mismo y la propia imagen. Siguiendo con Livesley, la segunda esfera descrita, referida ya al plano interpersonal, podría sugerir la incompetencia en una dificultad o imposibilidad de compartir la intimidad, de generar un vínculo seguro, de poder ejercer como una figura de apego o de establecer relaciones de afiliación. Finalmente, el revés en la función social de adaptación, el tercer distrito, estaría indicado por la imposibilidad de desarrollar conductas en beneficio de la sociedad o vínculos de cooperación con los demás. Estos tres dominios de funcionamiento son reconocidos por la mayoría de las teorías de la personalidad, acomodándolos a sus vicios y lenguajes particulares. Desde los perfiles más duros y reconocidos de la psiquiatría, estas reflexiones encuentran también asidero, recostándose en la áspera superficie de los denominados «trastornos de la personalidad». La APA (American Psychiatric Association), por su lado, los describe como “un patrón permanente e inflexible de experiencia interna y de comportamiento que se aparta acusadamente de las expectativas de la cultura del sujeto, tiene su inicio en la adolescencia o principio de la edad adulta, es estable a lo largo del tiempo y comporta un deterioro funcional o malestar significativos en quienes lo presentan”. El DSM IV, en sus páginas, reedita una definición similar. De estas líneas me interesa tomar solamente algunas contemplaciones, en las que me detendré un rato. Un patrón permanente e inflexible de experiencia interna es una sentencia interesante que remarca una crucial diferencia entre aquellos sujetos normales (entre comillas) y aquellos pasibles de ser reconocidos en alguna categoría clínica de los trastornos de la personalidad. Quiero decir, con respecto al criterio temporal, todas las organizaciones funcionan de un modo estable en el tiempo, incluso el fenómeno clínicamente observable de inestabilidad, visto en un modo longitudinal en la biografía del individuo, se transforma en una característica estable, un fenómeno de rasgo. Pero el adjetivo «permanente», en cambio, suma una cuota de invariabilidad que lo acerca al campo de los trastornos. Es sabido también que a mayor grado de rigidez o «inflexibilidad» le siguen mayores dificultades, mientras que con el aumento de plasticidad o flexibilidad se gana en capacidad adaptativa y bienestar. En este punto, donde se conjugan la rigidez de la personalidad y una presunta condición de inmutabilidad, se dispone un notable obstáculo al acomodamiento de la persona a su entorno. En la sentencia que indica que su presencia comporta un deterioro funcional o malestar significativos en quienes lo presentan, encuentro otra idea de vital importancia en el desarrollo de esta comunicación. No es necesario detenerse a realizar juicios calificativos de los modos de

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cada persona, en términos de bueno o malo, pero sí es necesaria la comprensión de que esos esquemas son disfuncionales para el individuo, en tanto provocan un deterioro en el funcionamiento dentro de su ámbito familiar, laboral o social. En un grado menos abiertamente conflictivo, la disfuncionalidad puede evidenciarse en sentimientos de minusvalía o percepciones de uno mismo como problemático, inadecuado o incapaz, dificultando la adaptación a las situaciones externas e internas, o alcanzándola con inusual esfuerzo y sufrimiento. Las debilidades y dificultades propias de los desequilibrios entre los sistemas que conforman la organización, están presentes, en mayor o menor medida, en el patrón de funcionamiento de todas las personas, incluidos aquí los pasos de entrada o percepción, de definición o significación y de comportamiento o pasaje a la acción. A pesar de esto, solamente cuando la magnitud del desnivel alcanza cierta jerarquía llegan a invocar una limitación funcional. Cuando esto último sucede, se ven entonces afectadas todas las áreas que hacen finalmente a la calidad de vida de un individuo: el crecimiento personal, el desarrollo académico, profesional y laboral, las relaciones interpersonales… Aunque a esta altura parezca tarde, o caiga ya de maduro, aclaro que no es en lo más mínimo mi intención encasillar, y mucho menos estigmatizar, a las personas con condicionantes rótulos que supongan casi inexorablemente una imposibilidad de cambio. Confieso, aunque no haga falta, que no sospecho esta maliciosa intención en el desarrollo de obras como el DSM IV: esa obstinada observación es tantas veces repetida que por momentos me suena ya hasta obvia e infantil. Pero sí es frecuente que sus encabezados y definiciones se escurran entre las grietas de la comunicación académica y la práctica profesional y caigan en calificaciones peyorativas y, en ocasiones, hasta en diplomas que acreditan insanía o locura. Al margen de este riesgo, puede destacarse ahora su innegable utilidad como lenguaje común, reconociendo la necesidad de crear estos artefactos de clasificación para de algún modo ordenar nuestra práctica. Más allá de la tergiversación de sus conceptos, y de su aparente intención de validar la presunta objetividad de la ciencia, creo que la mayor falta o yerro de este texto reside en el traspapelado y la confusión de planteamientos descriptivos y diagnósticos, de notas y explicaciones con ciertas implicancias etiológicas, evolutivas y pronósticas, desconcierto que tiende a dejar al individuo en una instancia de callejón sin salida. Es mi impresión que en los casos en que su lectura no se limita exclusivamente a una descripción psicopatológica estática, los caminos a transitar por la persona se cierran en un mapa sin alternativas, recorriendo los mismos senderos una y otra vez (más de lo mismo), escudándose y excusándose en un diagnóstico que supone una cualidad de ser: su marca, al aseverar un aparente atributo de imposibilidad, se transforma en una escurridiza ladrona que roba la esperanza necesaria para todo cambio. De todos modos, esta harina es de otro costal, señalando que en este ensayo me limitaré a la descripción fenomenológica, ateórica y no inquisidora de presunciones etiológicas a la que aseveran ceñirse los coautores del DSM. Refuerzo finalmente los elementos generales necesarios, de acuerdo al libro al que vengo refiriéndome, para evocar la existencia de un trastorno: rasgos de la personalidad inflexibles y desadaptativos que causan un deterioro funcional significativo o un malestar subjetivo; un patrón permanente de experiencia interna y de comportamiento que se aparta acusadamente de las expectativas de la cultura del sujeto y que se manifiesta en al menos dos áreas: cognoscitiva, afectiva, de la actividad interpersonal o del control de los impulsos (criterio A). Se trata de un patrón persistente e inflexible que se extiende a una amplia gama de situaciones personales y sociales (criterio B) y provoca un malestar clínicamente significativo o deterioro social, laboral o de otras áreas importantes de la actividad del individuo (criterio C). Este molde es estable y de

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largo plazo o duración, registrando su inicio en la adolescencia o, al menos, en el principio de la edad adulta (criterio D). Lo señalado no es manifestación ni consecuencia de otro trastorno mental (criterio E), ni puede ser atribuido a los efectos fisiológicos directos de una sustancia o de una enfermedad médica (criterio F). Tampoco se trata de un patrón reactivo a situaciones específicas ni de rasgos que aparecen como respuesta a estados mentales transitorios, sino que alude a un esquema que se afianza en el tiempo frente a variadas contingencias. Muchas veces un difícil escollo dificulta la posibilidad de arribar a este tipo de diagnósticos: con frecuencia, las características señaladas en los trastornos puntualizados no son consideradas como exageradas ni problemáticas por el sujeto, haciendo patente la calificación egosintónica de estos rasgos, mientras sí son advertidos y señalados por otros observadores cercanos a la persona en cuestión. Demorando un poco más el cierre de este apartado, voy a abrir un obligado paréntesis, adicionando una nueva cavilación. Si me apuran, anticipo que su detalle va al encuentro de las desventajas y dificultades que proponen los enfoques categoriales (como los utilizados por el DSM), en comparación de los abordajes dimensionales. En las consideraciones tipológicas existe una mayor autonomía en cada una de sus grupos, ya que el enfoque categorial presenta entidades cualitativamente distintas, síndromes que pueden estar presentes o ausentes. Las categorías nomotéticas hacen referencia a un conjunto de atributos o criterios necesarios y suficientes para delimitar la pertenencia a un grupo determinado (por ejemplo los distintos tipos de trastorno de personalidad del DSM IV: paranoide, histriónico, etc.). Cada fracción aparece como una entidad aislada, independiente y casi arbitrariamente demarcada, elegida de una bolsa general de heterogéneo contenido. Estas delimitaciones necesitan de un prototipo que las describa, una construcción teórica de carácter hipotético que presenta una determinada configuración de características interrelacionadas, sobre la base de observaciones y reflexiones de orden teórico. Las categorías politéticas, por su lado, suelen estar ordenadas de forma jerárquica (por ejemplo los clusters de trastornos de la personalidad del DSM IV: dramáticos y erráticos, ansiosos e inhibidos, etcétera), clasificaciones definidas por una amplia gama de rasgos, de los cuales cada individuo posee algunos de los atributos pertenecientes a la categoría. El abordaje dimensional de la personalidad, en cambio, se muestra más abarcador y cuenta con más pruebas experimentales a su favor, resaltando las variaciones cuantitativas de ciertos rasgos o cualidades dentro del amplio espectro que engloba la personalidad normal y la patológica. Su visión, a mi criterio, logra un equilibrio entre precisión y flexibilidad más firme que el de las nociones categoriales. A pesar de esto, sacudiéndome la discrepancia de estar jugando en este ensayo con las reglas de una forma de encuentro con el poco concuerdo (el del DSM), sigo adelante, prometiendo que en el cierre explicaré mis motivos para continuar bajo estas normas.

- Otras dos formas de trastornos de la personalidad

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“(…) el patrón de personalidad del sujeto cumple el criterio general para un trastorno de la personalidad, pero se considera que el individuo tiene un trastorno de la personalidad que no está incluido en la clasificación” (APA, DSM IV, 1994). Anticipaba en el prolegómeno de este ensayo que, a partir del trabajo en la clínica, dos modalidades de presentación de este tipo de trastornos se presentaron a lo largo de mi experiencia en repetidas ocasiones. Es indudable que esta sola sentencia habilita ya una legítima crítica que debe ser plasmada: ni los diez trastornos descritos, ni tantos otros que podamos llegar a sumar con el transcurrir del tiempo, podrán dar cuenta de las infinitas formas en las que la personalidad puede desviarse. Por otro lado, el sistema taxonómico del DSM no es, a mi criterio, ni el más riguroso, ni el más funcional a la hora de pensar este tipo de padecimientos. Estoy convencido que de la mano de agrupaciones dimensionales puede llegarse a una descripción más precisa y menos encorsetada de los emergentes de este campo. Hechas estas aclaraciones, desde ahora también mis abogadas defensoras en este terreno, voy entonces a aceptar la invitación a jugar con las reglas del manual diagnóstico y estadístico norteamericano. Los dos actores principales de este escrito cuadran en ese artificio diagnóstico que el DSM reserva para aquellos casos que escapan de los duros criterios propuestos, el de trastorno de la personalidad no especificado. Cito textualmente: “es una categoría disponible para dos casos: 1) el patrón de personalidad del sujeto cumple el criterio general para un trastorno de la personalidad y hay características de varios trastornos de la personalidad diferentes, pero no se cumplen los criterios para ningún trastorno específico de la personalidad; o 2) el patrón de personalidad del sujeto cumple el criterio general para un trastorno de la personalidad, pero se considera que el individuo tiene un trastorno de la personalidad que no está incluido en la clasificación”. Ya presenté a mis protagonistas al comienzo de este trabajo (ver “Notas iniciales”), queda entonces pendiente ubicarlas en los clusters ya armados, justificar esta elección y luego definirlas y desarrollarlas. A eso me dedicaré en las líneas que siguen.

DESARROLLO

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- Palabras preliminares

El subtítulo que apoya la revelación de estos trastornos, de corte más filosófico que clínico, es, por sí mismo, más que elocuente: dos padecimientos propios de la posmodernidad. Solicito paciencia al lector para repasar este módulo antes de bucear en la profundidad de la clínica. Entiendo que, así como las geniales consideraciones del médico vienés Sigmund Freud fueron absolutamente pertinentes para la época, contemplando sintomatologías y padecimientos muy ligados a la entonces vigente severa represión de la sexualidad, las cualidades que definen estos novedosos trastornos son el resultado de los emergentes de nuestra era. Quienes peinan más canas que quien escribe, podrán afirmar con mayor contundencia la notable merma de la sintomatología propia de la aplicación de mecanismos de defensa utilizados por el sujeto para desviar el deseo, como por ejemplo los síntomas histéricos y conversivos que atinadamente advirtieron Breuer y Freud. No quiero en lo más mínimo decir con lo señalado que esto ahora no suceda, sino sólo destacar la atenuación de su detección en la clínica, tanto en cantidad o frecuencia como en calidad o intensidad. Y así como han venido evolucionando estos fenómenos, tantos otros se han gestado y desarrollado en los últimos tiempos. “El imperativo histórico cultural de análisis del propio psicoanálisis va llevando a una reflexión que desafía los límites actuales sobre los que se origina todo el saber dentro de esa teoría, y que reclama nuevas construcciones que, al incorporar la época actual, generan la necesidad de pensar nuevas formas de subjetividad (...)” (González Rey, 2009). Los grandes “temas” del hombre de hoy convocan la urgencia un punto de vista distinto, que sepa contemplar las cuestiones encerradas en su propio marco histórico y cultural: sólo allí, en ese espacio simbólico, el ejercicio psicoterapéutico cobra sentido. De este modo, toda concepción teórica debe ser ajustada al recuadro, afirmando que no es más que una mera forma de inteligibilidad producida por un saber históricamente situado. Este apartado, como podrán ya haber notado, se escapa del marco que propone el DSM IV, ya que la contemplación de los fenómenos y contingencias que abrazan la génesis de los distintos trastornos no es su objetivo. Tampoco es mi intención penetrar en los abismos de la incubación y desarrollo de estos padecimientos, pero sí procuro animarme a una contextualización de su aparición que nos invite a reflexionar. Y como no hace falta la previa confesión de que no es la Filosofía una materia en la que pueda considerarme experto, sin demora me voy a introducir en su núcleo para indagar en la trama de la que surgen estas dos modalidades de desviación de la personalidad.

- Con la asistencia de la Filosofía La incubación de la modernidad Detrás de las concepciones propias de la visión cosmocéntrica del hombre, fijadas a formas más primitivas y arcaicas de cultura (el hombre como parte de la naturaleza), si valen estas calificaciones, aparece en la cultura occidental el humanismo teocéntrico, producto del espíritu del Renacimiento. Éste reconoce que Dios es el centro del hombre, implicando la concepción cristiana de gracia y libertad, mas adjudicando a Dios tanto el pecado como la redención. El optimismo de la época hipertrofiaba los elementos religiosos que aseveraban que el ser humano es imagen viva de Dios y que garantizaban el conocimiento y dominio de la naturaleza. También distinguía el sentido de la abundancia del ser, la alegría por la exploración del mundo y su conquista, los

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descubrimientos científicos, el desarrollo técnico e industrial, el entusiasmo creador y el encuentro con la belleza propia del Renacimiento. Pero, ante el surgimiento de ciertas dudas y con el advenimiento de disímiles crisis, una actitud opuesta a la anterior comenzaba a destacarse con notable influencia. Así, el pesimismo desligaba a la criatura de todo vínculo con un orden superior, creyendo poder abarcar la totalidad de sí mismo y de la vida, mientras la Reforma subrayaba otros elementos del dogma religioso católico: el pecado original, la culpa y el deber ser de acuerdo a una moral rígida y rigurosa. De este modo, a pesar de la grandeza y hermosura del Renacimiento, sumergido en la opresión y la angustia de la Reforma, la criatura reclamaba su rehabilitación. Y, olvidando o eludiendo lo propio de la visión teocéntrica que enseña que en el orden del ser y del bien es Dios quien tiene la iniciativa primera y quien vivifica nuestra libertad, el hombre ha querido hacer de su movimiento propio el movimiento primero. Dicho de otra manera, a través de la adquisición de la conciencia de sí, se acomodó al malestar reinante convirtiéndose en el eje: el hombre pasó a ser entonces el centro del hombre y, por ello, de todas las cosas. Más adelante, esta concepción naturalista del hombre y de la libertad sería luego señalada como la tragedia del humanismo, en la que el hombre contribuye por sí mismo a la destrucción de lo humano. Por esto, el vicio radical del humanismo antropocéntrico ha sido y es lo que tiene de antropocentrismo, no lo que tiene de humanismo. Avanzando en la línea del tiempo, aparecen luego dos movimientos: la modernidad y la posmodernidad. Vamos a repasar ahora algunos de sus principios, para comprender mejor la intención (contextualizadora) de este capítulo. La modernidad La edad moderna es el fruto de, al menos, cuatro grandes revoluciones que se gestaron y cruzaron con cierto carácter de simultaneidad: científica, técnica, cultural y política. La revolución científico-técnica fue provocada por Galileo Galilei, astrónomo italiano que descifró la clave para interpretar el cosmos material (y así dominarlo), recordando que antes el hombre no conocía las leyes de la naturaleza y dependía de sus ciclos. Ya desde el desarrollo del pensamiento de los griegos, la visión mítica del hombre viraba hacia una óptica racional que procuraba descubrir la relación causa-efecto de los fenómenos, para dominarlos a voluntad. Pero en la modernidad este giro se acentuó notablemente. Los mitos (explicaciones primitivas) fueron desplazados por la ciencia (saber racional), y los ritos (que convocan a fuerzas superiores) cedieron el paso a la técnica (poder efectivo sobre la naturaleza). Nació así la sociedad tecnocrática, y la razón filosófica, que buscaba el fundamento último de la realidad, pasó a ser razón científica, instrumental. El hombre moderno, despreocupado de las razones y finalidades últimas, se centró entonces en lo funcional. De mentalidad pragmática y utilitaria, se volcó más a la eficacia, a “lo que se mide”, y en muchos casos se volvió víctima de sus propias invenciones. Por su lado, la revolución cultural propia del Renacimiento, fruto de las ideas del humanismo, hizo surgir las Bellas Artes haciendo de lo humano el centro y núcleo del cosmos. En este punto ya puede notarse el germen del viraje de la visión teocéntrica hacia la antropocéntrica. Luego la Ilustración, corriente intelectual del siglo XVIII, definida por Kant como el estado adulto de la humanidad, razón y libertad, cerraría aún más este bucle, invitando al hombre a sacudirse del yugo de la autoridad y la tradición para servirse de su propia razón. Dejando atrás las nociones de pecado y sumisión, este movimiento prometía el control de las fuerzas naturales, la comprensión del mundo y del yo, el progreso moral, la justicia de las instituciones y hasta la felicidad.

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Inextricablemente a los procesos culturales y sociales que se venían dando, la revuelta política también tuvo su lugar: fruto del ansia de la libertad se dio el fenómeno de la revolución democrática, exclamando en la Revolución Francesa libertad, igualdad y fraternidad. El progresivo dominio del mundo fue gestando una utopía: la fe en el progreso indefinido, una superación continua, sin límites. Pero las dificultades de un proyecto tan ambicioso no tardaron en comenzar a mostrarse. La tragedia del hombre En la historia del pensamiento occidental (como veíamos en “la incubación de la modernidad”), el hombre fue progresivamente distanciándose respecto de la naturaleza, haciéndose ajeno a la idea de pertenecer a la Tierra o ser solamente un ser vivo más entre todos los otros. A partir de la filosofía cristiana medieval, después de la caída de Roma, esta concepción viró radicalmente: el hombre no viene de la naturaleza, sino de Dios pero, como creaciones del mismo padre (igual origen), existe un lazo de fraternidad. El concepto de persona ya no es igual al de naturaleza: la persona es una sustancia individual de naturaleza racional, aclararía el filósofo romano Boecio; significa lo que es perfectísimo en toda la naturaleza, agregaría luego Santo Tomás de Aquino. Esta perfección reside en la unidad y autonomía, porque el hombre puede reflexionar sobre sí mismo; más que algo es alguien, único e irrepetible, dotado de un valor absoluto y en relación personal con Dios. De los progenitores se recibe el alma vegetativa y sensitiva, pero el alma intelectual es una creación especial de Dios en cada caso. En este pensamiento, el hombre adquiere una dignidad especial: no es simple parte del cosmos, sino que el cosmos fue hecho para él; el hombre trasciende lo natural, pero no a Dios. Y si bien la persona no es igual en importancia a la naturaleza, permanece el hombre aún hermanado con ella, conservando el respeto por la tierra que nos sostiene y alimenta y por los seres vivos, en tanto todos son creados por Dios. De acuerdo a Pico Della Mirandola, pensador italiano del siglo XV, Dios no le ha dado al hombre ni un lugar determinado ni una prerrogativa peculiar, a fin de que los elija y, de acuerdo a su intención, los obtenga y conserve. De esta manera se sembró la semilla del pensamiento cristiano burgués. Pero el giro que se venía dibujando exageró aún más su contorno. Al mutar la consideración filosófica del hombre, éste aparece ahora como sujeto (del latín “subiectum”: lo real, como soporte de cualidades y propiedades). El objeto, en cambio, designa lo real en tanto correlato de una potencia humana, un recurso explotable. El hombre moderno se autoafirma como sujeto seguro de sí, estableciendo una distancia respecto del mundo, pero, ahora, con una actitud dominadora y explotadora. Con el avance de la ciencia gana la experiencia de poder y libertad; el mundo deja de ser la Madre Tierra para convertirse en materia prima, un recurso explotable. La naturaleza es sometida a la voluntad y capricho del hombre y deja de ser el Mundo porque el hombre crea uno nuevo conforme a sus deseos: la realidad, cada vez más, aparece como su propia obra. La imagen espléndida del hombre surgida desde el Racionalismo, dueña de una personalidad infrangible y buena por esencia, comenzó a celar sus derechos y autonomía condenando cualquier intervención externa, ya sea proveniente de Dios, del Cosmos o de cualquier autoridad distinta del hombre. El conocimiento cuestiona y pretende superar todos los valores hasta entonces vigentes: la filosofía y la ciencia procuran ocupar el lugar de la religión, la sabiduría transmitida por los ancestros y las costumbres. Así, el pensamiento moderno exhorta al hombre a desear lo más alto: la ambición sin límites, antes pecado, es ahora una virtud fundamental. Pero en dos tiempos (en poco más de un siglo), esa orgullosa personalidad antropocéntrica sería arrastrada a la dispersión de sus elementos. En un primer golpe,

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con el triunfo de las teorías darwinianas referentes al origen simiesco del hombre, una evolución sin discontinuidad metafísica: con el ser humano no comienza algo absolutamente nuevo en la serie ni emerge un alma individual para un destino eterno. En un segundo momento, con el advenimiento de las teorías freudianas, la gracia, grandeza y dignidad espiritual caen a un conjunto de bajos movimientos, presos del instinto y el deseo, escondiendo en una máscara engañosa la conciencia personal. Finalmente, después de estos movimientos y de los eternos dualismos (fe-razón, alma-cuerpo) y disociaciones, asistimos a una progresiva descomposición del hombre, que se acentuará aún más cuando algunos particulares valores de la modernidad comiencen a perder su estabilidad. Puestos en jaque el respeto por las costumbres, la obediencia de la autoridad, la moderación, la cultura del ahorro y sacrificio y la constancia en el proyecto que mira siempre hacia el mañana, la disgregación de la persona amenaza, ya en la posmodernidad (en la que a fuego se marca la pérdida de estos valores propios de la era moderna), con ser definitiva. La tan defendida experiencia de poder y libertad ganada, a costas de dramáticos divorcios, comenzó a incrementar la experiencia de distancia y soledad, primero del mundo, luego de Dios y finalmente de las demás personas. La misma relación hostil y explotadora establecida con la naturaleza, se trasladó también al hombre: el individualismo alejó a la gente de las problemáticas sociales, creando el máximo esplendor del espíritu burgués: el hombre vale por lo que tiene. Y en esta misma tendencia, la Economía (como disciplina) se separó de las normas morales, mientras la Justicia inclinó cada vez más la balanza en favor de los sectores de poder. Por supuesto que la vida religiosa no fue la excepción en este cambio radical; cuando en algún rincón se manifestaba, lo hacía también como una actividad privada: su fin, salvar la propia alma. La tragedia de la cultura Existen tres grandes momentos en la dialéctica de la cultura moderna, presentándose en continuidad, a la vez que en coexistencia. En un primer momento (siglos XVI y XVII) la civilización prodiga sus mejores frutos, olvidando de su origen. Por virtud de la razón piensa que tiene que instaurar un orden humano, aún concebido desde el estilo cristiano (momento clásico, naturalismo cristiano). La cultura busca en sí misma su fin supremo: la dominación del hombre sobre la materia, en vez de orientar un bien propio. Dios, que excede aquí al hombre en trascendencia, unívocamente suministra la garantía de esa dominación. En un segundo momento (siglos XVIII y XIX) el hombre exige mayor autonomía y libertad y toma partido contra las supremas medidas sobrenaturales. Se le pide a la cultura que libere al hombre de las religiones y que abra a su bondad natural las perspectivas de una seguridad perfecta (movimiento burgués, optimismo racionalista). Se propone ante todo dominar la naturaleza exterior y reinar sobre ella por un proceso técnico, alcanzando así una perfecta felicidad, sin profundizar en el desarrollo interior ni reparar en los sofocados gritos de la ética y la moral. Dios, siguiendo el destino de la cultura, se convierte ahora en una idea, ya no sostenida desde y por la revelación. Se rechaza su trascendencia y ocupa su lugar una filosofía de la inmanencia. En un tercer momento (siglo XX) se da la inversión materialista de valores, en la que el hombre pone decididamente su fin último en sí mismo. Pero el camino se complica: se trata de una suerte de retroceso progresivo de lo humano ante la materia, subordinándose ya no a las reglas cósmicas, a las órdenes teológicas o a las necesidades humanas sino a las exigencias técnicas, a gobernantes de orden material que él mismo creó y puso en acción y que ahora invaden su propio mundo. Por fuera de algunas innegables ventajas obtenidas a lo largo de este período, las condiciones de vida del

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hombre se hicieron llamativamente cada vez más inhumanas. Dios muere para este hombre materializado, y es Nietzsche quien anuncia su deceso: ¿cómo puede vivir Dios en un mundo en el que su imagen (el hombre) está a punto de ser borrada? La fractura de la relación entre el sujeto y el Estado queda grabada en la filosofía política moderna, ganando vigor el concepto de individuo, en el terreno de la política acompañado en su origen por el filósofo inglés Thomas Hobbes. Así, reduciendo el mensaje de su inmortal Leviatán a un nivel de inevitable imprecisión, sólo es deber del soberano, el Estado, garantizar la vida, mientras es del pueblo la parte del pacto que obliga a ceder el derecho de ejercer la violencia (matar). La máxima de “hacer el bien”, propia de la filosofía política clásica, deja lugar entonces a esta forma de “evitar el mal”: aquí parece perderse el sentido de comunidad de ciudadanos como era entendido antes por Aristóteles. Y en este sitio, afilando aún más las aristas del liberalismo, encontrará la inclinación posmoderna un derecho a perseguir sus más egoístas intereses, sin ningún tipo de regulación. Más adelante, los movimientos reaccionarios que han intentado devolver al (individualista) hombre a su sociedad fracasaron: ni Hegel ni Marx han podido concretar este giro. Frente a la vigente concepción del hombre como una subjetividad autónoma y autosuficiente, la visión romántica hegeliana procura realzar la idea de la persona en función del pueblo histórico al que pertenece, subrayando el espíritu común, fundamento de todas las creaciones valiosas. Por su lado, el alemán Karl Marx, tampoco pudo plasmar su pensamiento revolucionario, quizás por caer en un error similar al del movimiento que quiso contrarrestar: el exceso. La pérdida de la libertad en pos de la pretendida justicia social y la masificación, entre otros elementos históricos, políticos y económicos que contribuyeron a su dilapidación, fueron componentes críticos que desestabilizaron la posibilidad de plasmar en la práctica su teoría. Finalmente, el bien colectivo ha dejado de ser el objetivo en la modernidad y, más adelante, la búsqueda del bien propio que se consuma en un sesudo proyecto, fruto del esfuerzo y la constancia, mutará en un bienestar caracterizado por la levedad: sin modelos, sin ideales, sin fundamentos, sin compromisos, sin valores convincentes, sin sentido. Y en este punto se afina el estricto interés del repaso histórico para este ensayo (el viraje desde la modernidad hacia la posmodernidad), encendiéndose aquí el fuego que alumbrará a la sensibilidad posmoderna. La posmodernidad “(...) consideramos que nuestra época, bajo enunciados ciertamente diferentes a los de períodos anteriores, nos indica, bajo el viejo señuelo de la naturalidad, nuevas propuestas ideológicas, a la vez que propone otros ideales, reformulando algunos propios de períodos anteriores” (María Cristina Rojas, 1994). Ha sucedido un cambio sociocultural acelerado y profundo, radical y universal (en occidente, aunque algunas culturas orientales ya se muestran salpicadas) que ha llevado a estructurar una nueva escala de valores, nuevos criterios desde los cuales se piensa hoy la realidad: la posmodernidad. Este concepto no alude solamente a una sensibilidad posterior a la modernidad, sino que, de alguna manera, se presenta como la constatación del fracaso de la modernidad, provocando una reacción existencial. No todos los autores coinciden en la existencia de una ruptura entre un momento y otro: sí lo hacen Ermarth y Lyotard, mientras otros, como Touraine y Giddens piensan lo posmoderno como un período tardío de la modernidad. Igualmente, de una u otra manera, nos encontramos ahora frente a una escena que parece ser la culminación o el desenlace de

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la anterior y que, por momentos, reinando el escepticismo, parece ser un acto final del que no podemos escapar. Se agudizan las tragedias del hombre Continuando el camino, sin la posibilidad de encontrar un suceso excluyente que señale el límite preciso entre la modernidad y la posmodernidad, el individualismo (cuando el hombre y la sociedad aparecen como instrumento para los fines privados) encontró una compañera de viaje quizás no esperada, la masificación, ya que su deseo quedó enterrado en un movimiento paradojal. Las cosas son y valen en tanto sirvan a las empresas humanas. Así como la naturaleza, como materia prima, también el hombre pasó a ocupar el lugar de medio para un fin. Ambos son recursos explotables, objetos que caen presos de la dominación de la voluntad del poder de turno: el hombre es valioso de acuerdo a la utilidad que preste, sin interesar su subjetividad. Si no funciona eficazmente como engranaje de la maquinaria social, entonces no sirve. La propia persona, con su historia, intereses y particulares sensibilidades, desaparece como realidad autónoma para identificarse solamente con la función que cumple. Frente a la masificación, una alternativa aparece como salida posible: la soledad, el resultado de la recuperación de la libertad ante a la insatisfacción del anonimato y la despersonalización. No “ser parte de” margina, es el rechazo del mundo (quizás por una sensación primera de ser rechazado por éste, agrego). La encrucijada: estar masificado es no ser nada, mientras ser libre es estar a distancia de todo, solo. Estos fenómenos, ya incipientes en la era moderna, parecen haberse enquistado aún más en la estructura social posmoderna, y con una novedosa adición: ya no hay fundamentos ni ideologías fuertes, no hay proyectos ni objetivos comunes, no hay reglas ni valores morales compartidos, no hay verdades ni mentiras. Libre pero solo o formando parte pero masificado, de una u otra forma el hombre pierde la brújula, desprendiéndose ahora también de la percepción de los vínculos con los misterios de la vida, de todo lo trascendental, del compromiso con un proyecto o de algún motivo propio al que aferrarse, más allá de lo vacuo y efímero. Fundamento y verdad: especies en peligro de extinción La posmodernidad, en todos los órdenes, ha perdido el fundamento; la razón entró en crisis y, desconfiando en ella, se volcó al sentimiento. La Filosofía no lleva a ningún lugar, por lo que el pensamiento queda desfondado; la razón sólo nos ha conducido hacia la tecnocracia, la política de producción y consumo. Con este discurso, que aparece como natural y absoluto en la boca de la posmodernidad, la experiencia comienza a primar sobre el discurso racional. Esta postura, que excede el terreno técnico de la Filosofía y que inequívocamente se infiltra como un rasgo de la cultura contemporánea, no sólo aparece en oposición a las corrientes existentes sino que pone en tela de juicio el proyecto filosófico en su totalidad. Tradicionalmente, su accionar convoca la reflexión que nos permite dirigirnos desde lo aparente hasta lo real, desde la multiplicidad de los hechos (lo aparente) hasta lo uno (la verdadera realidad), como sucede en la alegoría de la caverna de Platón. Si interpretamos el anuncio de Nietzsche (Dios ha muerto) como el final de la realidad única y verdadera, entonces la reducción a lo uno queda impedida dejando sólo la multiplicidad de las apariencias, fragmentarias y fugaces. El criterio de verdad sigue el mismo derrotero: ya no es la unidad sino la multiplicidad. Y esto puede reflejarse en distintas aguas. La posmodernidad no cree en las cosmovisiones; los grandes relatos de la humanidad que pretenden dar integradas y coherentes visiones sobre la realidad han sido rechazados. Los colosales proyectos y las

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ideologías parecen haber expirado, emergiendo así los pequeños y escindidos relatos. No hay dogmas sino agnosticismo, pluralidad de verdades subjetivas. Pero, como enseña la sabia y legendaria tradición china, en todo lo malo reside algo de bueno, y viceversa: en este movimiento pudo atenuarse el rigor de las leyes imperantes y las nociones de prohibición, deber y sacrificio, condenando la eterna postergación del disfrute y enterrando las formas de angustia prevalentes en la época moderna. También la ética perdió el fundamento: ya no hay criterios morales valederos de alcance universal y absoluto; sólo existen consensos blandos, locales y transitorios. La estética, la capacidad de vivir lo bello, ha sustituido a la ética. Vale lo que agrada; no hay bueno o malo. Y en el lugar de la ciencia unificada, que se cierra en un saber absoluto (G. W. F. Hegel), existen múltiples saberes, todos igualmente válidos, aunque frecuentemente peleados entre sí, y, así, incomunicados. Los dogmas religiosos, por su lado, antes rígidos, exigentes y estrictos, perdieron peso dando lugar a una fractura de la que supo emerger un ateísmo práctico y novedosas formas de religiosidad. Subrayando el primero de los caminos señalados, el nihilismo arrasó con los valores supremos de la modernidad y creó un ser aligerado pendiente de otros cánones: como no hay verdades absolutas ni dogmas, sólo vale “vivir bien aquí y ahora”. En la otra ruta, se dio curso al nacimiento de la “new age”, denunciando el ocaso de las religiones tradicionales, con sus inflexibles dogmas y su moral opresora. No un Dios personal y creador sino un Espíritu del Universo, una dinámica autoorganizadora del cosmos puesta al servicio de un mundo unificado y fraterno, una ola de individuos que “con-spiran”. Se trata de un movimiento complejo y confuso, una mezcla de todo que pretende ser una explicación del universo y la vida y una nueva práctica individual y social. Pero este menú, que parece adaptarse mejor al hambre actual, sigue siendo avidez de algo trascendente, un sentido que oriente la existencia personal y colectiva. ¿El fin de las ideologías? Pero, ¿implica esta tendencia a lo fragmentario y a lo efímero realmente el final de toda ideología? No lo creo; nos hallamos hoy bajo el reinado de otras ideologías, muy diversas en sus contenidos y modalidades, aunque no por ello menos eficaces (si vale esta calificación) que las anteriores vigentes. Cuando se enuncia en carácter de convicción nuestro ingreso a una era caracterizada por el final de las ideologías, la invitación es, en realidad, a pensar que la referencia está ligada solamente a las discursividades totalizantes propias de la era moderna, y no a la ideología como facultad, y a la vez producto, de la abstracción. Sí es cierta la existencia de un debilitamiento de los grandes relatos (en ocasiones hasta agonía de muerte). Claramente éstos han caducado, llevando consigo un desencanto en el imaginario social y, como consecuencia, un fuerte descrédito con respecto al universo de las utopías sociales o los ideales proyectados a largo plazo. Al referirnos a lo ideológico, nos posicionamos sobre un carácter estructural, por ende, es patente la imposibilidad de su anulación bajo cualquier configuración sociohistórica. Cuando hablamos de lo ideológico, entonces, hablamos de todo discurso en que lo social ha dejado sus huellas: desde este punto de vista la consideración de lo ideológico nos ofrece un punto de articulación entre lo subjetivo, lo vincular y lo social, útil para nuestras indagaciones. Por lo pronto, lo ideológico cohesiona a los sujetos y es uno de los soportes del lazo social y, así, no es pasible de desaparecer en virtud de modificaciones socioculturales. En estas ideas fragua entonces el desacuerdo con cualquier pretensión de haber arribado a un más allá de las ideologías o de la historia. Tras esta aseveración, vale sí la advertencia de saber comprender las ideas en función de

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un contexto, teniendo en claro que el asentamiento material de las discursividades ideológicas es indisociable del campo socioeconómico e histórico. Si damos un paso más, adentrándonos en terrenos más profundos, definiremos a lo ideológico como a una cierta modalidad de discurso, en la que éste se presenta como absoluto, ocultando las condiciones de producción en que se halla sustentado y promoviendo un efecto de creencia. Estas formulaciones, realizadas por Eliseo Verón, filósofo, antropólogo y sociólogo argentino contemporáneo, no hacen más que discriminar que no se trata meramente de determinados contenidos que pudiéramos calificar de ideológicos sino de ciertas modalidades de enunciación: lo ideológico pues puede investir cualquier materia significante, verbal o no verbal. El discurso a predominio ideológico es un discurso sin sujeto y, si oculta las condiciones de su propio engendramiento, es un discurso sin memoria, donde el futuro parece despojado de imprevisibilidad, enunciando un saber al que pretendidamente nada le falta; es afirmativo, atemporal, generalizador y autogenerado. Finalmente, vale considerar a la dimensión ideológica no sólo como inevitablemente impresa en el transcurrir humano y cultural, sino además, como soporte subjetivo y social posibilitador de un lazo colectivo, nexo que sería imposible de apreciar de no existir las garantías otorgadas por las creencias compartidas, ideales vigentes (en un momento determinado) alrededor de los cuales se funde el imaginario colectivo. Por lo tanto nuestra época, bajo enunciados ciertamente diferentes a los de períodos anteriores, nos indica, bajo el viejo señuelo de la naturalidad de las nuevas propuestas ideológicas (digo: se dan como naturalmente), que se ha producido un importante viraje: un cambio de ideales que enuncia el giro desde la filiación a funcionamientos que graban a fuego un proyecto, perseguido con tenacidad, esfuerzo, sacrificio y renuncia, hacia modalidades más laxas que pretenden atenuar la carga relativizándolo todo. Algunas consecuencias de la agonía de las discursividades totalizantes. En la posmodernidad se ha disuelto el sentido de la historia unitaria en función de historias parciales e individuales que se cruzan sin orden: todos los hechos se suman en un caos que no encuentra hilo conductor. Los medios masivos de comunicación muestran noticias, al modo de interminables flashes que nada duran, sin dar lugar a la cavilación e integración, mientras la pluralidad de culturas evidenciada en la pantalla rompe con el imperialismo cultural antes vigente y fortalece el eclecticismo. La Historia, para Hegel o Marx, es una realidad fuerte que marcha, con unidad de sentido, hacia una meta previsible que aparece como lo mejor (producto de la constante superación) y que permite, entre otras cosas, la legitimación del poder. Dicha concepción de la historia implica la existencia de un centro alrededor del cual se concentran y ordenan los acontecimientos, a la vez que se desprenden también profundas transformaciones en el ámbito existencial del hombre y de las sociedades que éste integra. En dicho marco de ideas, la concatenación de los hechos que narra la historia responde a un plan racional de mejora y de emancipación, acorde a la afirmación kantiana que proclamaba que la mayoría de edad del hombre es susceptible de ser alcanzada mediante el pleno uso de la razón. Frente a la actual multiplicidad de rumbos y sentidos que prescinde de un común objetivo, esta significación es llevada a juicio. Y el fundamento se basa en la presunción de que esta forma de entender la historia se trata de una elucubración elaborada por los poderosos para justificar su poder, realizada mediante exclusiones que dejan escrito sólo lo que vale para llegar al objetivo previamente trazado. El pensamiento posmoderno, por el contrario a lo señalado en el anterior párrafo, entiende que hay una historia, un largo trayecto que abarca a la totalidad del género humano, una construcción que, en sí

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misma, no es más que una ficción. No existe una Historia única sino múltiples historias fraccionadas y dispersas. La humanidad no se dirige a ninguna parte; cada momento no es un tránsito hacia otra cosa sino solamente un presente pleno. La idea de crisis de la historia es entonces uno de los rasgos sobresalientes de la sociedad posmoderna, pensamiento y sensación que inevitablemente llevan consigo la inestabilidad de la concepción de progreso, dado que, ante la inexistencia del decurso unitario de los hechos humanos, no es posible sostener que éste avanza hacia un fin determinado. Es una época de desencanto, de ausencia de macro procesos cuyo motor es la idea de progreso, la era del fin de las utopías, de la caída de los grandes relatos. Nace el sújeto débil y declinante. Nietzsche y Heidegger, en su época, habían cuestionado duramente el poder de la razón, el acceso al fundamento de la realidad y a las estructuras estables del ser que habían minado el campo de la ontología, esa parte de la metafísica que trata del ser y sus trascendencias. El soporte de esta observación se evidenciaba en el hecho de que el hombre comenzaba a desconfiar de la razón y, guiándose por sus sentimientos, aparecía la noción de que la metafísica y la filosofía no llevaban a ninguna parte, potenciando el germen mortal que contaminaría la fuente de las certezas: las verdades sólo son parciales y relativas. La razón es instrumental, es otro de los lemas vigentes; solamente sirve para la tecnocracia: producción y consumo. En otras palabras, lo no-racional o pre-racional gana en importancia frente a lo racional. Desaparece la cosmovisión del pensamiento humano, nada de respuestas con sentido, nada de grandes proyectos e ideologías; sólo existen relatos mínimos y fragmentados, todos igualmente válidos. Los medios de comunicación, por su lado, no dudan en favorecer esta feroz destrucción. Así, muestran historias parciales, ofrecen una inabarcable pluralidad de culturas como meras prendas a elegir, saturan con melodramáticos relatos presentes que invitan a vivir vidas prestadas, impregnan los canales con imágenes de todo tipo que eliminan la posibilidad de análisis y reflexión, desarticulando el hilo conductor del pensamiento. El pensar como actividad, en la época de la filosofía clásica ejercido en los bien valorados momentos de ocio, con la modernidad comenzó a ser devaluado. Así, ajena a los fines prácticos, la dedicación de tiempo para el acto de pensar comenzó a ser sospechada de vagancia. Condenado el ocio y consumida la disciplina reclamada en la era moderna (disciplina en el sentido del comportamiento moral de autodeterminación), este espacio vacante supo desde la posmodernidad proponer (imponer) un nuevo gerente, ya no estrictamente para pensar o reflexionar, ni para producir para el mañana, sino para sentir o experimentar. Las firmes estructuras sociales que formaban y modelaban al hombre en la modernidad, negando al sujeto y alineando todos los ombligos detrás de un ideal, desaparecen en la posmodernidad. El hombre es sólo un nudo en una red de relaciones, un objeto sintonizado con el movimiento, una cosa entre las cosas, fragmentado y descentrado de su ser íntimo, incapaz de integrar sus experiencias y proyectarse en el tiempo. El ser no es (nada real). El ser acontece en la forma de múltiples y cambiantes sentidos, sin identidad ni permanencia; éste ya no es un ser real sino débil y declinante. Así se funda la idea del sujeto débil (Vattimo, 1994), un novedoso “tipo” humano, el “hombre de buen carácter” (Friedrich Nietzsche), dispuesto a gozar de lo nuevo. Todo vale cuando se da el brusco ensanchamiento del campo de experiencia (facilitado, como hemos visto, por los medios de comunicación), enfrentándose a múltiples mundos que muestran la imposibilidad de la reducción a la unidad. El espacio queda abierto a las decisiones libres (aunque cuestiono la existencia de libertad si no existe la posibilidad de detener el impulso). La posmodernidad lleva al extremo la “aligeración” del ser que había

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advertido ya el existencialismo (el mundo, como un sucederse de apariencias insustanciales, era vivido con angustia frente a la falta de un fundamento sólido), pero con estas nuevas reglas (la total falta de ellas) la vivencia adquiere otro matiz. Se trata de la experiencia de una libertad gozosa que se satisface con lo efímero y fugaz, la conciencia de no ser oprimidos por nada real, la sensación de que todo vale. La “debilidad” (Gianni Vattimo) que define al hombre posmoderno muestra un claro contraste con el pretendido pensamiento fuerte que cree saber objetivamente qué es la realidad y que busca un fundamento para sus afirmaciones: es una conciencia fuerte, estable e indudable la del hombre de la modernidad. El sujeto fuerte es correlativo al pensamiento de la objetividad, detrás del cual parece esconderse el “afán de dominación”, mientras el hombre posmoderno, como reaccionando a esta ley, siente la necesidad de abandonar el pensamiento crítico, vivir hasta el fondo la experiencia, relegar los imperativos del sacrificio, permitir la vivencia del incierto error y allanar el camino por el vagabundeo con la actitud de los hombres de buen temperamento. Reina así la esperanza de acceder a una esterilización general de la vida que mira el presente sin preocuparse por el futuro. No favorece las relaciones interhumanas serias ni la conciencia histórica: “El error incierto y el esteticismo presentista apuntan, más bien, hacia una concepción del sujeto humano como experimento. Vertido permanentemente en el flujo de los acontecimientos, de las sensaciones, llamadas, pero sin una memoria para recordarle lo que no se puede repetir, ni unos criterios para hacer frente a la deshumanización, acabamos sin sujeto. Tenemos un sujeto a merced de las modas publicitarias que se encubran de autorrealización y experiencia del yo. Un sujeto débil de este talante es una presa fácil para la aceptación de los mitos del momento, sobre todo, si se presentan con ropaje exótico” (Mardones, 1994). En suma, un nuevo estilo de vida emerge: escepticismo, pesimismo e hiperindividualismo hedonista y narcisista; vivir en el vacío, rescatando al hombre singular y despreocupándose de la vida social (como mucho ser solidario con el grupo de idénticos, los ombligos parecidos). La problemática ética, por supuesto, es una consecuencia ineludible en este derrotero: nada de sentimientos de culpa, nada de valores; sólo vale lo que me agrada, placer ya. A su vez, como pieza de esta nueva maquinaria, los medios masivos apuntalan el concepto de este novedoso ser que no tiene en cuenta su propia identidad, su subjetividad, la permanencia, la trascendencia y la eternidad, sino que tiene en cuenta la vida ahora, el juego y la mortalidad, pasando a ser una persona que vive en la dispersión de múltiples y diferentes mundos, verdades y formas de belleza. Se valora lo fragmentado, la atomización, la indeterminación del significado, la multiplicidad y el pluralismo. El pensamiento complejo deja lugar a un modo más simple, o quizás más simplista, pero de ningún modo resolutivo: no se buscan respuestas o resoluciones desde la facultad de la inteligencia, sino solamente soluciones rápidas por absolución o por exclusión. Y cuando los problemas no pueden ser fácilmente eludidos o convertidos en dilemas que prescinden de la necesidad de ser cancelados, entonces las determinaciones provienen desde especialidades que no saben ni pretenden ver el todo. Reina el escepticismo, el relativismo, el pesimismo, el hiperindividualismo, el consumismo y el hedonismo. Y así se gesta así la propuesta de vivir en el vacío, sin tragedias ni apocalipsis, vivir el encanto de estar desencantado, vivir aquí y ahora sin metas, como viajeros sin brújula, pero viajando livianos. Y esto es, sin lugar a dudas, una nueva ideología, ni mejor, ni peor, sino solamente diferente, una construcción edificada frente a un paradigma que se mostró claramente en crisis.

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Habiendo sido ya volcadas estas nociones elementales sobre modernidad y posmodernidad, cobra fuerza y sentido el manifiesto propósito de contextualizar el marco de emergencia de los desvíos de la personalidad esbozados en este escrito, recordando que los sujetos concretos, en sus múltiples expresiones subjetivas, representan un momento activo de la subjetividad social, en una dialéctica permanente entre el actor singular y el colectivo. “Las representaciones sociales son una categoría importante para la construcción del conocimiento psicológico, no sólo por lo que especifican como producción social subjetiva, sino por las consecuencias que tienen sobre la producción de otros procesos de las subjetividades individual y social (...)” (González Rey, 2009). Y por otro lado, reforzando la necesaria bidireccionalidad del circuito, el reconocimiento de la subjetividad individual es la herramienta para interpretar cómo sus zonas de sentido se articulan en ese espacio de prácticas que hace al escenario social. Finalizado este apartado, voy ahora sí a introducirme de lleno en las implicancias clínicas de los padecimientos que protagonizan esta humilde obra.

- El Trastorno borderlight de la personalidad y sus implicancias No podría escribir una palabra más sin antes comentar que el término “borderlight” fue acuñado por el colega y amigo Dr. Mauro Mata en una de nuestras tantas conversaciones durante nuestra etapa de formación, en la residencia de Psiquiatría. Sin otro contenido que el de un mero adjetivo de ciertas formas de personalidad que no llegaban a manifestarse como trastornos borderline (límite), su núcleo quedó en ese entonces desdibujado y sin mayor profundidad. Tras años de permanecer silente en algún rincón de mi cerebro, hoy se despierta y me solicita que lo ponga en palabras, lo piense, lo desarrolle y lo dé a conocer. Y aquí estoy, pero primero el saludo y el agradecimiento al Dr. Mata por permitirme usar el término. A diferencia del trastorno que sigue, éste me resulta más sencillo de archivar en uno de tres los cajones construidos por los autores del DSM. Al igual que su pariente ya nombrado, en algunos casos cercano y en otras ocasiones más lejano, esta particular inclinación de personalidad sabe descansar en el cluster B, aunque no con comodidad, ése que involucra a los sujetos dramáticos, inestables y emotivos. Como anticipara renglones atrás, este trastorno reúne ciertas características similares al trastorno borderline pero con una intensidad menor. De ahí la composición del concepto borderlight: un prefijo (border), como familiar o relativo del trastorno borderline, y un sufijo (light), calificando el desvío como leve, débil o ligero. Pero esto último no es solamente una precisión en lo cuantitativo, ya que en lo cualitativo su impronta tiene una relevancia aún mayor: no existe en esta forma una dificultad de adaptación, ni un sufrimiento, ni una rigidez tan dramática como en el trastorno límite, lo que implica que la afectación de la vida de la persona es mucho menor. Tampoco se manifiestan, por ejemplo, los eventuales episodios micropsicóticos que saben gobernar transitoriamente la experiencia del límite (cuando cruza la frontera que lo nomina), las explosiones de ira tan peligrosamente orientadas hacia otros o sí mismos en automutilaciones, ni la enorme fragilidad que concluye en ideaciones suicidas. Otra acepción de este término invita a considerar elementos tan fieles a su descripción clínica como al contexto en el que se generan, mirada que, sin vacilar, se posa sobre “el hombre light” del psiquiatra español Enrique Rojas. A esta altura del texto es imprescindible subrayar que para que la reunión de algunas de estas cualidades pueda orientar hacia este padecimiento, es necesario pasar antes por un filtro obligado. El producto emergente de la suma de las partes debe convocar “un patrón permanente e inflexible de experiencia interna y de comportamiento que se

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aparta acusadamente de las expectativas de la cultura del sujeto, tiene su inicio en la adolescencia o principio de la edad adulta, es estable a lo largo del tiempo y comporta un deterioro funcional o malestar significativos en quienes lo presentan” (APA, 1994). Entonces, ¿cuándo deja de ser normal una personalidad light para convertirse en un trastorno borderlight de la personalidad? Estrictamente cuando la intensidad de las manifestaciones inherentes a este contexto le impide al sujeto adecuarse con constancia a un proyecto de vida que contemple todo el campo de su experiencia (motivacional, relacional, académico, laboral, etcétera), viviendo una patente experiencia de vacío e intrascendencia de la propia existencia que, a pesar de llegar a ser reconocida por el propio sujeto, no puede ser eliminada ni modificada. Veíamos en líneas anteriores una introducción a las propuestas filosóficas sobre la modernidad y la posmodernidad: ahora su cometido gana mayor sentido. Es la caricaturización de las sombras de la posmodernidad (hago explícito lo implícito: también existen luces en este fenómeno o sensibilidad) la que modela las dificultades propias de este padecimiento. Por lo tanto, es dable de encontrar la tetralogía nihilista que pone de bandera el español Rojas: hedonismo, consumismo, permisividad y relatividad, de notable intensidad, a las que sumo un trasfondo de vacío, angustia existencial y la final falta de cohesión del sujeto y su consecuente fragmentación. El hedonismo es la ley máxima: el placer por encima de todo, cueste lo que cueste, pilar sobre el que se apoyan aquellos hombres que “quieren evadirse de sí mismos y sumergirse en un caleidoscopio de sensaciones cada vez más sofisticadas y narcisistas, es decir, contemplar la vida como un goce ilimitado” (Enrique Rojas, 1992). La multiplicación de objetos a consumir, avalada por un permiso que admite la ávida búsqueda de la gratificación sin mayores miramientos, dibuja un horizonte que se muestra como objetivo. No renunciar a nada, aunque no se busque nada en especial; vivirlo todo, pero sin detenerse en ningún escalón. No hay vedas, no hay límites ni territorios prohibidos: todo vale, y animarse a más es la nueva revolución, sin importar la ausencia de fines que refieran a los inmortales temas que desde siempre supieron merodear el misterio del hombre. Es entonces el objeto el objetivo último, continuamente sustituido por otro, cada vez mejor, siempre nuevo; la experiencia de libertad queda así fijada a esta posibilidad de consumir. Tomar distancia de los impulsos más primitivos y elevarse de nivel no forma parte de la constitución de esta nueva forma de libertad; suspender el deseo, planificar y trabajar con esfuerzo por un fin no son pasos necesarios, ya que atentan en contra de esta libertad que no sabe distinguirse con claridad de la impulsividad. Inundados por una mar que agita aguas de todos los rincones del mundo, la certeza es lo relativo de las cosas: el nuevo imperio absolutista es el relativismo. El universo es un multiverso que todo lo admite, sin posibilidad de síntesis y unificación; la verdad es todo y nada a la vez, axioma sostenido por la des-información volcada en los medios. La no formación reinante no construye y acompaña a la disolución de la persona, sin criterios internos, sin autonomía, sin respaldos, sin proyectos ni nobles iniciativas. Todo le interesa a este sujeto, pero a nivel superficial y sin mayores compromisos, como un océano de un centímetro de profundidad. Es un repaso epidérmico que no busca fortalezas, fundamentos ni, mucho menos, convicciones, certidumbre que obligaría al individuo a ajustarse a algo. La curiosidad es el motor y es el relativismo la regla para calificar; un tocamiento aséptico de las cosas, neutral y sin líneas hacia la propia subjetividad, intimidad desconocida y sin mayores intenciones de dejarse descubrir. Así, el bienestar echa anclas en la forma (el paquete) y no en el contenido (la esencia), por lo que un cinismo práctico aparece en escena con aires de protagonista, máscara que evidencia la caída de los dignos valores que piensan al hombre en función del otro, el

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divorcio del compromiso con un proyecto y la arremetida de una actitud individualista que no persigue más que el efímero y huero bienestar. Pero el cínico no niega ni desconoce esta sentencia, por el contrario, la reconoce y comprueba y elige luego su camino. Mas esto no debe anunciar una condena: su verdad también es válida, su idea de hombre (en un sentido filosófico) es el aglutinante de todos estos elementos. Su coherencia intrínseca es notable, aunque su fundamento pierda las románticas concepciones propias de otra época, alejándose de un sentido trascendental y tomando distancia del otro. Después de todo, si la vida es hoy y si no nos dirigimos hacia ninguna parte, entonces por qué no disfrutar de lo banal, para qué invertir en el mañana, para qué sacrificarse, para qué dar lugar a una vida espiritual... en suma: la lógica del vacío. Entre paréntesis, y antes de continuar, vale la aclaración que el ordenamiento de los criterios que a continuación desarrollo (arriesgando al estilo del DSM), no sigue principios jerárquicos ni una valoración de acuerdo a su importancia. Todo este marco, reforzando el excluyente relieve que transforma una personalidad light en un trastorno, es experimentado por el individuo con un malestar subjetivo y un freno o deterioro funcional que lo aleja de sus expectativas, viviendo una sensación crónica de vacío y futilidad de la propia existencia que, pese a una explícita o tácita intención por parte de la persona, no puede ser removida ni transformada (Criterio 1). No obstante, como en todo trastorno de la personalidad, es válido afirmar que esta aseveración no siempre es reconocida por la propia persona. Si al trastorno límite de la personalidad bien lo describe la estabilidad de la inestabilidad, es decir, la persistencia en el tiempo de un des/equilibrio que oscila entre dos polos muy separados entre sí (desde momentos de euforia y grandilocuencia hasta tiempos de profunda angustia e infravaloración), al borderlight lo define la constancia de la inconstancia. El juego de palabras invita a la misma reflexión: es permanente la falta de continuidad en los deseos destacados, las iniciativas propuestas, las actividades comenzadas y la concatenación de lo finalizado con una tarea que continúe el mismo argumento. El proyecto parece ser una fugaz forma de felicidad (bienestar o placer, para ser más preciso y estricto), una aspiración final a ser ya mismo conseguida, con toda prisa. Pero es una felicidad sin norte, sin contenido, sin fundamento; se trata de una proposición vacía que mucho más se parece a la infelicidad que a la felicidad. Es ésta la patente de un sujeto que tiene una gran dificultad y hasta una imposibilidad para diseñar proyectos de largo plazo o sostenerlos en el tiempo, tomando notable distancia de fines trascendentales u objetivos profundos (Criterio 2). En cambio, saben llenar ese espacio vacante el consumismo, la permisividad, las efímeras relaciones y, cuando el marco nada contiene a la persona, posiblemente las drogas. La forma estable es una suerte de zapping que se aplica a todas las instancias de la vida, cambiando tanto los canales de televisión como las carreras comenzadas que no demoran en aburrir, el look como la nueva pareja, los valores religiosos como las apreciaciones que definen el amor. Un presuroso fastidio obliga a romper con lo iniciado, modificándose con estas reglas todo pensamiento, sentimiento o emprendimiento. E inmediatamente, sin previa reflexión en la interioridad, reflejo de una inestable imagen de sí mismos, una diligente búsqueda concluirá en una nueva representación a la que aferrarse, con un carácter de verdad incuestionable aunque, paradójicamente, sin fundamentos. Para sostener estos elementos sin caer en contradicciones o interrogaciones que lo obligarían a bucear más hondo, las nociones de esfuerzo, compromiso y constancia son irrevocablemente devaluadas (Criterio 3). El individualismo, con un carácter de innegable exceso, merodea este terreno y, promoviendo el sostenimiento de la superficialidad en todos los órdenes de su vida,

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garantiza la preservación de su autonomía e independencia (Criterio 4). En una indagación más profunda, apartándome por un segundo de la descripción fenomenológica, es una pregunta obligada si la autosuficiencia y emancipación son un valuarte fundante elegido o una inexorable consecuencia defensiva de sus dificultades. Así como todo es relativo y cambiante para estos individuos, estas variaciones no son independientes de sus presurosas necesidades. Es así como la valoración de las personas se va modificando de acuerdo a la presunción interna de la reciprocidad del otro, es decir, de la figuración que el individuo se realiza de la aceptación del otro. Cuando éste parece no responder a sus demandas o a la imagen mostrada, entonces será devaluado. En cambio, cuando el otro ratifique la autenticidad o valor de la apariencia exhibida, entonces será reconocido y acreditado. También la estimación de los objetos, las actividades y las metas es inconstante: de acuerdo a la evaluación interna de las posibilidades de adquisición del objeto o del seguro éxito frente al objetivo trazado, estos serán calificados positiva o negativamente (Criterio 5). Muy vinculada a estas evaluaciones aparece entonces la tasación de la propia imagen personal, siempre más indagada a nivel de la superficie que en la profundidad. Cuando la imagen mostrada es equivalente a la que se quiere ostentar, entonces la autoestima se mantiene alta. Pero en los momentos en que la modificación pretendida, la adquisición del objeto externo (en sentido amplio) o la consecución del proyecto a corto plazo no son alcanzadas, entonces el debilitamiento de la propia valoración es inminente (Criterio 6). A nivel afectivo es estable y persistente la inestabilidad, sosteniéndose en este último término la consistencia de su manejo. Las permanentes fluctuaciones emocionales se apoyan en la persecución de logros a corto plazo, siempre acompañadas por diagramas cognitivos y comportamentales coherentes con la pesquisa (Criterio 7). Y tras el alcance del objetivo, sin demora, una nueva búsqueda se disparará, reflejo de una innegable tendencia a la exploración de sensaciones intensas y breves. De esta manera, el comportamiento sabe ser evaluado como errático e impulsivo, siempre variante e inconexo con las previas actuaciones (Criterio 8). Es también notable que, en la contingencia de comenzar, sostener o finalizar una relación significativa (más que ante cualquier otra situación), estos patrones cognitivos, emocionales y conductuales suelen exacerbar sus características de inadecuación e inestabilidad. Por último, frente a todo este panorama, cuando el malestar finalmente gana la escena, aparecen esquemas defensivos inclinados hacia la frivolidad, la ironía o el cinismo frente al propio accionar (Criterio 9). Asimismo surgen otros actores acompañando el acto: la indiferencia relajada, la insensibilidad y el desapasionamiento saben oficiar en el reparto de esta escena de apariencia inmadura, egoísta y fría que, sin demora, volverá a aterrizar en el vacío y la insatisfacción. La mirada general de la obra, con las palabras de Enrique Rojas, no es más que una “borrachera de trasiegos vitales”. Así, la trayectoria biográfica queda reducida al curso de una interminable cancelación de presuntas necesidades, tan primarias en su apariencia que imitan un corte biológico. La básica ligereza y la falta de cuestionamiento de la pobre autodeterminación, la notable inconstancia y la intrascendencia consiguen, cerrando este cuadro, una imagen que se imprime por sí sola.

- El Trastorno de la personalidad por apatía y contemplaciones afines

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Así como hice la inicial aclaración en el anterior punto, vale también aquí señalar que la idea de este trastorno apareció en mi cabeza en el marco de una mesa redonda a la que asistí, en el XVI Congreso Internacional de Psiquiatría de la AAP, titulada “Psicopatología de la apatía: el síntoma más dramático de la psiquiatría”, coordinada por la Dra. Norma Derito y con la participación del Dr. Alberto Monchablon Espinoza. Me resulta muy complicado ubicar esta modalidad dentro de los clusters ya existentes, ya que el Trastorno de la personalidad por apatía bien sabe reposar en el grupo C, cuando no aparecen ciertas características particulares que, aunque no frecuentemente, lo inclinan al grupo A. La afiliación de esta forma a un cluster dependerá entonces de ciertas singularidades que más adelante serán señaladas. Los nueve criterios fenomenológicos esbozados para la identificación de este desvío de la personalidad se presentan a posteriori sin un orden preciso, exceptuando los dos primeros que excluyentemente deben estar presentes para hacer el diagnóstico. Vamos ahora a desarrollarlos. Una distinción notable que lo separa del anterior padecimiento, habiendo sido los dos señalados como facilitados por el contexto actual (la sensibilidad posmoderna), es que éste repara, con preocupación, en señalarse sumergido en la apatía, manifestando activamente su deseo de cambio y su incapacidad para hacerlo (Criterio 1). Otra importante diferencia radica en que el apático no parece encontrar siquiera la iniciativa o la motivación para generar las situaciones parche que el otro sí, refiriéndome a esas búsquedas que suponen conectarse con estados de necesidad o con fundamentos claros, a pesar de concluir siempre en efímeros propósitos que no llegan a cancelar el vacío. No hay interés por una meta definida, advertida en la profundidad de su ser y puesta de manifiesto en la conducta, pero tampoco lo hay por lo efímero y vacuo. El proceso infeccioso parece contaminar todo vestigio de voluntad que pareciera moverse para sobrevivir. Cualquiera sea la proposición, detecta una acentuada dificultad para poner en marcha la iniciativa y, de poder arrancar, la voluntad, energía y/o constancia para llegar a la meta propuesta flaquearán torciendo el rumbo hacia el abandono (Criterio 2). En este trastorno se manifiesta con frecuencia un alarmante nivel de anergia, pese a la notable falta de actividad, como si se tratara de una nueva forma de cansancio, quizás frente a la vida misma. A pesar de no haber mostrado aún el inicio de la carrera, los alvéolos intercambian un aire viciado por el desinterés y la desidia, exhalado luego en forma de abatimiento, final e irreductible. Así, los tejidos no reciben sino la alquimia resultante de la pereza, el desaliento, el desánimo y, finalmente, de la impotencia. Algo brumoso, extenuado, con paso cansino y mirando hacia el piso, el decepcionante agobio frente a la imposibilidad de acción deja la ineludible impresión de que todo está quebrado por dentro. No hay proyecto personal con este marco ni iniciativa para descubrir en la intimidad sus vedados contornos. No me refiero a la amenaza de un plan diagramado, sino a la total ausencia de éste por el desaliento que margina la posibilidad de su indagación. Sus pensamientos tienden claramente hacia la devaluación de las propias capacidades, despreciando su autoestima, mientras suelen ponderar y sobrevalorar las facultades o virtudes ajenas, exaltando desproporcionadamente sus logros (Criterio 3). Un oculto y paralizante miedo al fracaso parece esconderse detrás de esta inusual falta de iniciativa y emprendimiento. Olvidando su valor para el aprendizaje, la anticipación es vivida solamente como una experiencia interna de derrota, una prueba de la asumida propia impotencia o incapacidad. Mucho más dramática es la vivencia en tanto aluda a los temas fundamentales de la vida de la persona. En esta misma particular inclinación, escasos logros personales son reconocidos como frutos del propio impulso y empeño.

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Pareciera como si las consecuciones alcanzadas fueran despreciadas o arrinconadas al campo de la suerte o la mera coincidencia (Criterio 4). Mientras el trastorno borderlight se apoya sobre estrategias cognitivas vinculadas al cinismo, en esta personalidad gobierna el escepticismo y la desesperanza. A diferencia del cínico, frío, sarcástico, en extremo pragmático y relativizador de toda verdad última, el escéptico cree en la posible existencia de ideales y fines trascendentales, sólo que estima que a él le es imposible alcanzarlos. Sin profundizar en cuestiones sustanciales, se aleja de la verdad (del compromiso con una idea o proyecto) por comodidad, indiferencia o presunta discapacidad. No hay una razón vital, sino que va improvisando en la medida en que el camino le va ofreciendo resistencias. Sea sobre un extremo absoluto externo que echa las culpas en los otros o afuera, o sea sobre un polo interno que redunda en un autodesprecio que fractura la propia consistencia, las apreciaciones intermedias que justiprecian los desencadenantes, y motivos del actual conflicto no tienen lugar en esta forma de personalidad. Así, el sentido de atribución de la problemática se encuentra siempre polarizado. La carga afectiva negativa evoca emociones más cercanas a la ira en el primer caso, mientras son la frustración, impotencia y desaliento los afectos predominantes en la segunda (Criterio 5). Finalmente, tanto en una como en otra, el trasfondo evoca una sensación crónica de vacío, indiferencia, incertidumbre, abatimiento, incompetencia o desadaptación en diferentes áreas de la vida, con incapacidad de promover un cambio (Criterio 6). Apático, abúlico, anérgico y con un sentido de autodirección herido de muerte, difícilmente el individuo pueda avanzar en el desarrollo de sus tareas o funciones, generándose notables demoras en la consecución de las metas esperables para su edad y tipo de ocupación. En muchas ocasiones, estos elementos son los que fundan la necesidad de cuidado de este individuo por parte de familiares u otros, así como la asistencia para la toma de decisiones. Aquí se aprecia la inclinación de esta particular forma de personalidad al cluster C del DSM, buscando excesivo apoyo y consejo en áreas de su vida que no cree poder resolver de manera adecuada. A la vez causa y producto de lo recientemente señalado, aparece en su derrotero una apreciable retracción de sus actividades sociales, laborales y/o académicas (Criterio 7). Quizás como corolario de esta secuencia pueda aparecer, casi por defecto, una particular preferencia por ocupaciones y tareas solitarias y tendencia al aislamiento social (Criterio 8). Pero también puede esta última inclinación presentarse desligada de una consecuencia de la retracción o de una elección por descarte, emergiendo de verdaderos intereses y modos de funcionamiento de la personalidad, y no como un subterfugio. En este caso, la propensión pareciera ser privativa de un sujeto de rasgos esquizoformes, haciendo referencia a esas cualidades referidas por Meehl dentro del cajón de la esquizotaxia, o mencionadas por el alemán Hans Eysenck en el marco de la dimensión psicoticismo. Y aquí puede sumarse también un importante abandono del cuidado personal, ya no sólo de los propios intereses, sino también a nivel de la apariencia, el vestido, el aseo y la custodia de los hábitos y costumbres comunes (Criterio 9). En estos últimos dos criterios puede redireccionarse este singular trastorno de la personalidad hacia el cluster A, saliendo del grupo C que hasta entonces se apoderaba del cuadro.

CIERRE

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- Criterios diagnósticos al modo del DSM IV

Criterios para el diagnóstico de Trastorno borderlight de la personalidad Un patrón general de inestabilidad de la propia identidad, la autodirección y las relaciones interpersonales que, encontrando su inicio en la adolescencia o al principio de la edad adulta, se presenta en diversos contextos, como lo indican cinco o más de los siguientes ítems:

(1) Sentimiento crónico de vacío y futilidad de la propia existencia. (2) Incapacidad para diagramar o sostener proyectos de largo plazo. Distancia de

fines trascendentales u objetivos profundos en pos del inmediato bienestar. (3) Propensión al aburrimiento e impetuoso abandono de lo comenzado.

Subestimación de las nociones de esfuerzo, compromiso y constancia. (4) Superficialidad en todos los órdenes de su vida, garantía de la preservación de su

autonomía e independencia. (5) Patrón variable de valoración de las personas, actividades y metas, de acuerdo a

la presunción interna de la reciprocidad del otro o de la posibilidad de éxito. (6) Consideración de la propia identidad y tasación de la autoestima conforme a la

imagen mostrada, sujeta a constantes modificaciones. (7) Inestabilidad afectiva como patrón estable y persistente. Fluctuación emocional

en torno a persecuciones de logros a corto plazo, consecución y nueva búsqueda. (8) Comportamientos erráticos e impulsivos congruentes con la nueva búsqueda. (9) Esquemas cognitivos de defensa inclinados hacia la frivolidad, la ironía o el

cinismo frente al propio accionar, incluso ante el reconocimiento del propio malestar.

Criterios para el diagnóstico de Trastorno de la personalidad por apatía Un patrón general de apatía, anergia, falta de iniciativa y motivación y dificultad para trazar y sostener objetivos personales que, encontrando su inicio en la adolescencia o al principio de la edad adulta, se presenta en diversos contextos, como lo indican tres o más de los siguientes ítems (aparte de los ítems 1 y 2, que deben siempre estar presentes):

(1) Apreciación correcta sobre el señalamiento de la apatía, preocupación y manifestación activa del deseo de cambio.

(2) Detección de una dificultad o incapacidad para poner en marcha la iniciativa, voluntad, energía y/o constancia para llegar a la meta propuesta.

(3) Tendencia a la devaluación de las propias capacidades y sobrevaloración de las facultades o virtudes ajenas.

(4) Historia de escasos logros personales reconocidos como frutos del propio impulso, empeño y capacidad.

(5) Sentido polarizado de la atribución de la problemática, sea sobre un extremo absoluto externo o interno. Carga afectiva negativa.

(6) Sensación crónica de vacío, indiferencia, escepticismo, desesperanza, frustración, incompetencia o desadaptación en diferentes áreas de la vida, con incapacidad de promover un cambio.

(7) Retracción de las actividades sociales, laborales y/o académicas. Demora notable en la consecución de metas esperables para la edad y actividad del sujeto.

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Sumando al DSM IV: otras formas de trastornos de la personalidad Lucas Raspall

(Material protegido por derechos de autor – 2009)

(8) Preferencia por ocupaciones y tareas solitarias y tendencia al aislamiento social. (9) Abandono del cuidado personal y de los propios intereses. Dejadez, desidia.

- Conclusiones

Las preguntas abiertas al comienzo del ensayo, vinculadas a este último módulo al que le toca la difícil tarea de cerrar las reflexiones volcadas, no van a encontrar quizás respuestas concluyentes. Pero esto no es un problema, por el contrario, es una invitación a considerar que el apartado que estudia la personalidad y sus trastornos es un capítulo siempre expectante de nuevas consideraciones, pensadas a la luz de la variación de los contextos. Asimismo, como ha quedado evidenciado ya a lo largo del escrito, no es mi intención verdaderamente incluir estas dos manifestaciones en el reconocido manual sino solamente pensar en estas nuevas formas de padecimientos, tan propias de nuestros tiempos y de tan asombrosa frecuencia. En el mismo título y planteo de este breve escrito acepté las reglas del juego propuestas por el DSM IV, sin pretender cambiar una sola. Sí es cierto que me escapé de su lenguaje más técnico y preciso y de su carácter escueto y sintetizador. También es una verdad de perogrullo que he delimitado una contextualización que excede los márgenes del práctico manual. Pero, por fuera de estos dos confesos “excesos”, he intentado ajustarme a las normas. Ahora sí me puedo animar a un (abierto) cierre. No dudo de la utilidad del DSM a la hora de pensar y ordenar nuestra práctica, como tampoco acepto esa sospecha que suele alegarse a este manual como herramienta diseñada para un maquiavélico control de las personas o para encasillar y estigmatizar a los individuos con tales condicionantes. No obstante, en un nivel estrictamente teórico, no creo que pueda definirse una forma de personalidad sumando cuatro o cinco criterios, más o menos rígidas sentencias. Tampoco considero que en algunos pocos trastornos, alcanzan los dedos de las manos para contarlos, ni sumando otros tantos, podamos dar cuenta de la totalidad de las desviaciones de la personalidad que sabemos encontrar en nuestro cotidiano trabajo clínico. Y si bien el módulo de los “no especificados” sabe albergar a todos ellos, creo que la enorme frecuencia de aparición de algunas dramáticas manifestaciones, más o menos encorsetadas (o, mejor dicho, encorsetables para nuestro estudio y accionar) bien se ha ganado el derecho de inscribirse entre sus páginas. En esta demanda me presento entonces como el abogado defensor de los trastornos de la personalidad de tipo borderlight o por apatía, innegables frutos de un descarrilamiento de la personalidad que no puede encontrar otro modo de acomodarse al actual contexto social, cultural e histórico. Por esto, a pesar de las abiertas diferencias que dejo plasmadas frente al abordaje teórico, diseño y configuración del DSM, y sin temor a la caída en inconsistencias o contradicciones, no me voy a mantener al margen de la discusión: ésta es mi forma de participar, pensando, conciliando algunos modos y desafiando otros aspectos, sin faltar nunca a dos máximas: respeto y apertura, comprendiendo de que nadie es dueño de la verdad. Bibliografía

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Sumando al DSM IV: otras formas de trastornos de la personalidad Lucas Raspall

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