política curricular de la educacion basica dossier (luis guerrero 2014)

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Luis Guerrero Ortiz El río de Parménides-Dossier sobre currículo escolar / Lima, 2014 Fotografía © Academias Deportivas Escolares Perú/ Flickr.com

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Luis Guerrero Ortiz

El río de Parménides-Dossier sobre currículo escolar / Lima, 2014

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Política curricular de la educación básica: una reforma necesaria-Dossier

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s viable el currículo escolar? ¿Puede enseñarse cabalmente? ¿Es posible que un profesor, en las diversas condiciones

sociales, económicas, geográficas y culturales en las que normalmente trabaja, con los distintos están-dares de oportunidad que cada escuela exhibe en relación con los aprendizajes, pueda enseñar efi-cazmente año tras año todo lo que prescribe en cada una de sus áreas para cada grado? En la histo-ria de las reformas curriculares en América Latina esa pregunta no aparece comúnmente planteada, quizás porque nunca fue formulada como una hipó-tesis a verificar sino como una certeza a priori. Sin embargo, diversos estudios han revelado no sólo que hay distancia entre lo que en verdad se enseña y lo que después se evalúa, sino que, además, se enseña poco. Es decir, hay buena parte de los cu-rrículos escolares que, simplemente, no se enseña.

Como lo indica el sentido común, a menor cobertu-ra curricular menores serán las oportunidades de aprender y, por lo tanto, más escasos los aprendiza-

1 Ponencia en la Universidad Surcolombiana, Mayo 2008. Salvo este artículo, todos los que siguen fueron publicados el 2014.

jes. Pero ¿Por qué los profesores no enseñan real-mente todo lo que el currículo exige? Unos dirán que es por su mala formación disciplinar, otros por su limitado repertorio metodológico, algunos indi-carán que es por los alumnos con desventajas socia-les, incapaces de aprender todo eso, varios señala-rán la enorme pérdida de horas de clase, no faltará quien diga que se debe a su exceso de contenidos,

otros mencionarán el lenguaje difícil en que formula sus demandas o las discontinuas y confusas políti-cas de implementación, hasta llegar a quienes creen que el énfasis en la evaluación periódica de logros en el ámbito del lenguaje escrito y las mate-máticas ha invitado a los docentes a quitar impor-tancia a todo lo demás.

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Quizás cada uno de estas explicaciones tenga parte de verdad, pero habrían también razones más es-tructurales. En su estudio sobre las reformas curri-culares en Latinoamérica, Guillermo Ferrer encon-tró que la mayoría de currículos enfatiza que sus objetivos transformadores no van a ser logrados si no se producen cambios radicales en la concepción predominante sobre la naturaleza de los aprendiza-jes y los procesos pedagógicos. César Coll se pre-

gunta, a su vez, si acaso es posible enseñar en la sociedad del conocimiento desde una organización escolar basada en disciplinas estancas, en períodos cerrados de tiempo y en aulas con carpetas en filas y columnas. Las reformas curriculares de los años 90 represen-taron en toda América latina un giro radical en el modelo mental predominante respecto de la edu-

cación escolar, invitando a los docentes a transitar de una enseñanza centrada en la simple entrega de información con fines de reproducción, a una ense-ñanza orientada a la discusión crítica de la informa-ción, a su búsqueda selectiva, a la producción de aquella que se detectara más necesaria y a su uso creativo para la solución de problemas. Más aún, invitando a plantear los aprendizajes ya no sólo como retos individuales, sino también como desa-fíos de grupo, en un contexto de autonomía, cola-boración y complementariedad permanentes. Sólo estos dos cambios suponían por sí mismos un giro tan drástico en la manera de concebir el ejercicio de la docencia, que cuestionaban la organización mis-ma de la escuela y la cultura institucional que ha sido su sustento desde sus tiempos fundacionales. Ahora bien, ¿es posible aprender todo esto desde el viejo credo de la educación frontal, memorista y homogeneizadora de la que aún son prisioneros la mayoría de maestros? ¿Qué necesita creer, saber y hacer un profesor para formar un niño en la pers-pectiva que plantea el currículo para el conjunto de sus áreas y asegurar resultados al término de la primaria? ¿Qué tipo de organización escolar es el que podría contribuir a este resultado y sostenerlo? ¿Qué le tocaría hacer al sistema de gestión para que docentes, directores, padres, instituciones y admi-nistradores se sientan respaldados en sus esfuerzos por iniciar este drástico viraje en los objetivos, los contenidos y las formas de la educación escolar? ¿Cuánta distancia hay entre estos nuevos roles, responsabilidades y certezas, respecto de aquellos que caracterizan a los docentes, a las escuelas y al sistema de gestión actualmente? ¿Cómo podemos

Fotografía © Academias Deportivas Escolares Perú/ flickr.com

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avanzar en la dirección deseada en cada uno de estos ámbitos? ¿Qué obstáculos y resistencias de-beríamos prever y qué respuestas anticipar? Que una reforma curricular puede echarse a andar sin plantearse ni responderse estas preguntas es perfectamente posible y de hecho es así como ha ocurrido. El enfoque normativo que prevalece en los ministerios respecto de las políticas públicas les lleva comúnmente a pensar de manera ingenua que basta prescribir una acción para que ésta se realice. Es decir, no se pregunta por las condiciones dispo-nibles, favorables o adversas, para que la orden se cumpla; ni por la convicción de los actores respecto de la bondad y necesidad de los cambios que esta orden acarrea en su antiguo rol, lo que implica dis-ponibilidad para abandonar ciertas formas de pen-sar y actuar a las que se estaba habituado; ni por su nivel de preparación para asumir las nuevas tareas implicadas; ni por supuesto, por su perspectiva acerca del problema que la orden pretende resol-ver; y menos aún por el esfuerzo, la imaginación, los recursos y el tiempo que requiere atender estas cuestiones previas. Se limita a comunicar sus deci-siones y a suponer que el sistema hará que se aca-ten eficientemente. Pero esta manera de proceder tiene consecuencias. Por ejemplo, que el currículo no se enseñe. Exami-nemos, por ejemplo, la variable tiempo ¿Cuánto tiempo necesita un alumno para adquirir los distin-tos aprendizajes que el currículo le exige? Claro, diremos que eso depende del tipo de adquisición y su grado de complejidad, de las aptitudes previas que tenga cada estudiante, del aporte del grupo, de

la calidad de las oportunida-des de aprendizaje en el aula, etc. Pero lo cierto es que aprender a razonar la información de manera críti-ca y a emplearla creativa-mente para resolver proble-mas, es mucho más exigente que aprender a repetirla. Si de lo que se trata ante todo es de aprender habilidades complejas –que implican pensar y poner conocimien-tos en práctica- no podemos perder de vista lo que el propio currículo señala: que ese tipo de adquisiciones exige procesos más largos y una cuota más alta de inter-acciones de parte del docen-te en el aula. Luego, enseñar este currículo requiere más tiempo, por el número de habilidades que demanda, por su nivel de exigencia, por los procedimientos que supone. Es más rápido dictar una clase, es más largo un proceso de trabajo en equipo que incluye indagaciones previas y una discusión abierta de ideas. Ahora bien, aunque no hay estudios empíricos al respecto, el currículo estima gruesamente que dos años son suficientes y por eso agrupa aprendizajes en ciclos bianuales. Pero el tiempo asignado por los profesores a cada uno en su plan anual suele ser arbitrario y no guardar relación con la naturaleza de

cada adquisición, sino con su necesidad personal de «agotar» su programa en 4 bimestres. Las evalua-ciones nacionales del rendimiento escolar han pro-bado hasta ahora que un ciclo de dos años no ha bastado para que los alumnos adquieran las capa-cidades lectoras y matemáticas demandadas por el currículo, pero tampoco los aprendizajes cívicos más elementales, a pesar de que el sistema exhibe altas tasas de promoción de grado. Luego ¿Se pue-de enseñar y aprender en dos años lo que prescribe el currículo para un ciclo? ¿Es sólo o fundamental-mente un problema de plazos?

Fotografía © Grupo Peruanitos-Lima, Perú/ flickr.com

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Si consideramos detenidamente la densidad del currículo, promover simultáneamente una cantidad numerosa de habilidades de elevada exigencia para cada área curricular, en cada estudiante de un mis-mo grado –lo que implica seguimiento a cada caso y atención a las diferencias- podría resultar muy complejo a un profesor bien intencionado pero inexperto, que no ha tenido oportunidad siquiera de entender la semántica del currículo, más allá de las consabidas cuestiones didácticas relativas al aprendizaje de la lengua y las matemáticas. Una opción pragmática sería simplificarlo al máximo

posible, léase reducirlo a sus contenidos teóricos y pasar por alto sus exigencias más altas, a fin de hacerlo accesible a su comprensión y sus tiempos. De hecho, esa parece ser la opción de muchos do-centes, conminados siempre a «no retrasarse» en el cumplimiento de su programa. Pero ¿Cómo le iría a un profesor experto? Quizás, un profesor que comprendiera a cabalidad las de-mandas del currículo, tuviera las competencias pedagógicas básicas para enseñarlo y diseñara un programa exhaustivo para su grado, termine pa-

sando por alto varias cuestiones esenciales a fin de que el tiempo le alcance para cumplirlo hasta ago-tarlo, como el diagnóstico inicial de sus alumnos, la evaluación formativa y la retroalimentación a la clase en base a sus resultados, el seguimiento y atención de casos, la motivación continua, el invo-lucramiento a los padres, la diferenciación de estra-tegias de acuerdo a la diversidad de su aula, la ela-boración de materiales especiales, la enseñanza de contenidos de mayor complejidad, entre otros ras-gos indispensables de la buena docencia. De este modo, la mayor cobertura del currículo la lograría sacrificando la calidad de la enseñanza y traicionan-do, finalmente, el sentido mismo de los aprendiza-jes que debería promover. Ahora, no es sólo un problema de tiempo ¿Qué añade dificultades adicionales en ambos casos a la posibilidad de enseñar el currículo cabalmente? De un lado, no todas las escuelas tienen los estándares de oportunidad. Es decir, la autoridad educativa norma un tipo de currículo cuyo aprendizaje tiene prerrequisitos exigentes, pero no los garantiza para todos ni se hace cargo de las consecuencias de esa omisión. Rubén Cervini nos recuerda la expresión opportunity-to-learn, muy empleada en los últimos 20 años en los Estados Unidos y que incluye no sólo estándares de contenidos y desempeños, sino tam-bién los criterios para valorar la suficiencia y la cali-dad de recursos, prácticas y condiciones necesarias en cada nivel del sistema educativo, empezando por las escuelas y terminando en el sistema de ges-tión, para proporcionar a todos la oportunidad de aprender lo que el currículo pide. Si el estado no visibiliza estos factores, ni valora su necesidad, ni se

Fotografía © Universidad de Piura/ flickr.com

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hace responsable por asegurarlos al costo que sea necesario, quien va a ser señalado como único res-ponsable de la distancia entre el currículo prescrito y el realmente enseñado será el profesor.

De otro lado, en el aula hay diversidad y desigualda-des inocultables que no desaparecen a fuerza de ignorarlas, lo que exige profesores que sepan en-señar en contextos de alta heterogeneidad indivi-dual y sociocultural, manejando con habilidad des-niveles y diferencias. Pero ninguno ha sido formado para eso y en las capacitaciones oficiales se les suele conminar más bien a diseñar y ejecutar un programa homogéneo para todos los estudiantes del mismo grado. El reconocimiento a la diversidad ha inundado los discursos, se ha consagrado en leyes, se ha instalado en el mismo currículo, pero no ha logrado penetrar las prácticas pedagógicas ni las políticas de formación docente. A efectos prácticos, se sigue ignorando las diferencias.

También cuenta el lenguaje en que está formula-do. No es un asunto de vocabulario más o menos tecnicista, sino de la tenue delimitación pedagógi-ca de lo que se tiene que aprender. Ferrer señala que hay currículos de difícil lectura pues la redac-ción de sus contenidos no permite distinguir los objetivos de corto y largo plazo ni la articulación entre áreas o grados; varios de sus indicadores de logro se definen de manera confusa y no se distin-guen de las actividades de aprendizaje; y otros contenidos conceptuales presentan una débil articulación vertical, pues no se complejizan en función del desarrollo que los estudiantes se su-pone alcanzarían de un grado a otro.

Por lo demás, el énfasis perma-nente de las políticas oficiales en el aprendizaje de la lengua escrita y de algunas capacidades mate-máticas básicas, no sólo elude sino que agrava el problema de la inviabilidad del currículo escolar, reduciéndolo en los hechos a esas dos áreas. En la medida que esto se hace patente sobre todo en la escuela pública, pues el circuito privado de educación se maneja con mayor amplitud y autonomía, lo que termina de configurarse es un problema de equidad. Es decir, tenemos un currículo renovado que prescribe aprendizajes importantes, cuyo logro permitiría a los futuros ciudadanos un desempeño ópti-mo en los escenarios más desa-fiantes del mundo contemporá-neo, pero que no aplica para los más pobres. Éstos, que son la mayoría de la población escolar, deberán resignarse a una escolaridad que les asegure cuan-do menos y en el mejor de los casos, el acceso al mundo letrado y a una alfabetización matemática elemental. Una opción pragmática propone sincerar el currículo prescrito y convertirlo al currículo enseñado, es de-cir, al viejo currículo por contenidos, más familiar sin duda para los docentes, más cómodo de manejar y más sencillo de enseñar. La razón argüida es simple, aunque no se admita en público: ni los estudiantes ni

los docentes del sistema público darían para más… y peor es nada. Otra opción es empezar a crear las condiciones materiales, organizacionales y subjetivas que permitan al sistema y sus escuelas, no sólo a sus maestros, ponerse a la altura de los aprendizajes prometidos por el currículo y garantizados por la ley, empezando por las localidades más pobres del país. Claro, lo segundo es más complejo, pero más justo y en realidad ineludible. Como el currículo. Síntesis de la ponencia que presenté en el Encuentro Nacional de grupos de investigación de COLCIENCIAS en educación, el 15- 16 de mayo de 2008 en la Universidad Surcolombiana

Fotografía © Acción por los niños/ flickr.com

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os resultados de la última evaluación efec-tuada por PISA en lectura, matemática y ciencia han servido para confirmar lo que ya

sabíamos: que nuestro sistema escolar no logra remontar sus viejas deficiencias a pesar de los lentos progresos experimentados en los últimos años. Pero ¿cuáles son las causas? Hemos escuchado hasta aho-ra numerosas explicaciones que lo atribuyen al mal desempeño de los profesores, los niveles de pobreza de nuestros estudiantes, la baja calidad de las insti-tuciones formadoras o las desigualdades sociales.

Aunque estas explicaciones no son excluyentes y tienen parte de razón, nótese que todas ellas diri-gen la atención de la opinión pública hacia factores ajenos al sistema escolar. Los responsables parecen ser siempre los otros. El sistema, en cambio, se supone correctamente diseñado y tanto los insu-mos como los servicios que entregan a las escuelas parecieran no tener nada que ver con el bajo ren-dimiento escolar.

Esta tendencia a buscar las razones del fracaso fuera de la propia casa, se fue revelando sesgada e incon-sistente en los últimos tramos del siglo XX. Recién entonces los formuladores y decisores de las políticas educativas empezaron a plantearse preguntas que antes no surgían. Por ejemplo: ¿Y no seremos noso-tros los que no estamos haciendo bien las cosas?

Es así como empezamos a cuestionar la gestión del sistema educativo, el tipo de escuelas que tenemos, las políticas de formación docente y el propio cu-rrículo escolar. Desde inicios de los años 2000 di-versos estudios fueron haciendo cada vez más evi-dente que muchos docentes aplicaban sólo par-cialmente el currículo oficial, omitiendo las partes que no comprendían, que suponían inaccesibles

para sus alumnos o que no tenían tiempo de ense-ñar. Tendían a priorizar lo más sencillo. Las pruebas nacionales, sin embargo, que sí se basaban en el currículo oficial, se encontraron con estudiantes que no podían demostrar capacidades que nunca tuvieron ocasión de aprender.

Fotografía © Grupo Peruanitos-Lima, Perú/ flickr.com

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El Diseño Curricular Nacional, promulgado a fines del 2005, tuvo la virtud de cerrar un largo periodo de pugnas y contradicciones en materia de reforma curricular. Felizmente, confirmó su orientación a competencias y consolidó los diversos programas existentes en un solo documento, pero lo que no pudo corregir fueron los pasivos de una década de vaivenes y ambigüedades. El resultado: un currículo con 151 competencias desagregadas en 5 mil 635 demandas de aprendizaje. Es decir, un currículo imposible de ser enseñado en los tiempos realmen-te disponibles en el periodo escolar. Un currículo, además, confuso, por la poca claridad de sus de-mandas y la discontinuidad entre los aprendizajes propuestos de un grado a otro. La consecuencia directa de este problema es que los docentes lo usaron poco y mal. El abismo cre-ciente entre lo que el currículo demandaba apren-der y lo que en verdad se enseñaba en las aulas es hoy un hecho verificado que ayuda también a expli-car el bajo rendimiento en las escuelas. El Consejo Nacional de Educación, consciente de esta situación, planteó en el Proyecto Educativo Nacional el 2007, dos años después de promulgado el DCN, dar un salto cualitativo en materia de política curricu-lar: transitar de un sobredimensionado currículo único a un Marco Curricular Nacional, menos denso y más coherente, que posibilite a las regiones com-plementarlo con sus propias demandas de aprendi-zaje. Esa es justamente la dirección que está toman-do hoy la política curricular nacional.

Naturalmente, mejorar las habilidades docentes y enfocarlas al desarrollo de competencias, sigue sien-do tan necesario como reformar las escuelas para volverlas más eficaces y estimulantes. Pero un cu-rrículo más comprensible y enseñable es una condi-ción necesaria para que la formación docente y la gestión escolar enfoquen mejor la dirección de sus esfuerzos, y para que los propios maestros sepan de manera indudable que es lo que la sociedad espera como resultado de su trabajo profesional.

ocho años de promulgado, ¿cuántos do-centes conocen y utilizan realmente el Diseño Curricular Nacional?, ¿cuánto, cómo

y para qué lo usan?, ¿qué piensan de él?, ¿se sienten satisfechos o creen que debe ser reformulado? Responder estas preguntas es indispensable si queremos que el currículo escolar en el Perú no se fosilice, siga evolucionando y aprenda a superarse a sí mismo cada cinco años, como las normas y la razón aconsejan. Empecemos por las percepciones. Una encuesta a una muestra de mil docentes de 15 regiones, encar-gada el 2012 al Instituto de Opinión Pública de la PUCP por el Ministerio de Educación, arrojó resul-tados sumamente elocuentes sobre la imagen del DCN que tienen los maestros y la manera como dicen relacionarse con él. A la pregunta de si han leído las áreas curriculares, alrededor del 70% dijo haber leído básicamente las de ciencia y ambiente, matemática y comunicación. En general, el promedio de áreas leídas es de seis, de un total de doce. El 67% indica que no ha leído el

Fotografía © Katia Kunturi/ flickr.com

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DCN de manera completa –ni lo que corresponde a su propio nivel ni a otros niveles- porque prefiere enfocarse en sus cursos o porque no tiene tiempo. Este primer dato es inquietante.

Cuando se les pide opinión, un 75% dice que el DCN está formulado con claridad y un 67% que su nivel de complejidad es adecuado, llegando a 88% los que sostienen, además, estar de acuerdo con los contenidos de las áreas. Curiosamente, a pesar de esa buena apreciación general, un 59.1% lo cuestio-na por su desajuste a la realidad, sólo un 15.7% cree que el DCN toma muy en cuenta la diversidad cultu-ral del país, y apenas un 19.4% lo considera muy coherente. Las siguientes respuestas ayudan a entender mejor cuál es el grado de valoración que le conceden en la práctica.

Preguntados por el uso que le dan, la amplia mayo-ría (88%) dice que lo emplea básicamente para la programación curricular anual. Es decir, ¿una vez al año? Admiten usarlo mucho menos para la prepara-ción de clases (43%) y sólo el 31.4% dice que le es útil para evaluar. Un 48% de docentes dice que lo utiliza 1 vez al mes y un significativo 51.9% admite que lo emplea sólo de 1 a 5 veces al año. Su uso infrecuen-te es más que evidente.

Finalmente, ¿cuán sólido y eficaz lo perciben? Un 54.9% señala que sus estudiantes han mejorado sólo en algo debido al DCN, un 37% dice que han mejorado poco o nada, y apenas un 7.5% sostiene que han mejo-rado mucho. Pero una abrumadora mayoría cree que debe ser cambiado, en parte o en todo. Sólo un 2.8% de docentes señala que no debe ser reformulado.

Vayamos ahora a los hechos. La Universidad Peruana Cayetano Heredia, por encargo del Ministerio de Educación, efectuó el 2013 una investigación sobre el uso del DCN en 24 escuelas de Lima, La Libertad, Apu-rímac y Huánuco, tres urbanas y tres rurales por cada región. Luego de una serie de entrevistas y observa-ciones de clase, llegaron a importantes hallazgos. Este estudio constató un conocimiento limitado del DCN como referente para la planificación y ejecu-ción curricular, algo que los docentes reconocen pero que justifican por la falta de oportunidades de capacitación. Es decir, hablamos de un currículo

que no se explica por sí mismo a pesar de los años que lo tienen en sus manos. Será por esa razón que, según sus directores, dedican escaso tiempo y es-fuerzo a la planificación curricular. Se observó asimismo que predomina la improvisa-ción, tanto en las escuelas polidocentes como uni-docentes, aunque más en éstas últimas. Se consta-tó, además, que lo programado para la sesión de aprendizaje no logra completarse y se difiere conti-nuamente, que no hay correspondencia entre lo programado y lo enseñado, y que las estrategias pedagógicas predominantes se basan en copiar,

Fotografía © Academias Deportivas Escolares Perú/ flickr.com

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dictar y controlar al estudiante. En otras palabras, el currículo no entra al aula. Esta misma constatación fue corroborada por un estudio cualitativo sobre el uso del tiempo, realiza-do por la Dirección de Investigación del Ministerio de Educación el año 2012, en una muestra nacional de 400 Instituciones Educativas de 24 regiones: en

general, los docentes de escuelas polidocentes y multigrado invierten su tiempo principalmente en actividades de copiado de pizarra y cuadernos, siendo escaso o nulo el empleo de libros, material didáctico y TIC.

Dado que las competencias que el DCN demanda no se aprenden dictando y copiando, podemos

inferir aquí también la enorme brecha existente entre lo que prescribe el currículo y lo que en ver-dad recoge el docente para enseñar cada día. El DCN tuvo el mérito de cerrar un ciclo de 10 años zigzagueantes en materia de reforma curricular, ratificando con entereza las apuestas pedagógicas que le dieron origen. Sin embargo, que ocho años

después de su lanzamiento ésta sea la realidad en las escuelas nos preocupa, nos llama a reflexión y nos invita a corregir errores. El nuevo Marco Curricular Nacional busca recoger las lecciones aprendidas de esta experiencia, para ofrecerle al docente un currículo más compacto, más claro y mejor ensamblado, con sólo 8 aprendizajes fundamentales que se despliegan, se reiteran y progresan desde la educa-ción inicial hasta el fin de la escolaridad. Un currículo que se comprometa a entregar al docente instrumentos peda-gógicos útiles para orientar su enseñanza y a acompañarlo de múltiples formas en sus esfuerzos por aplicarlo en el aula. Un currículo que, esta vez, sí quiera ir a la escuela.

Fotografía © Cristian Cáceres/ flickr.com

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ay quienes reclaman el regreso al Diseño Curricular Nacional, creyendo que la nueva política curricular de la educación básica y

los diversos instrumentos que está diseñando con-funden al docente. Muy fácilmente olvidamos el laberinto en el que nos introdujo, ciertamente sin intención ni consciencia plena, y del que hoy esta-mos tratando de salir. Empecemos por el final. El DCN establece el resul-tado conclusivo de toda la escolaridad, es decir, qué clase de jóvenes son los que egresarían como producto de tantos aprendizajes. Dice que al 2021 el sistema escolar cumpliría 11 propósitos en la forma-ción de los estudiantes, relacionados con su identi-dad, el dominio del castellano y su lengua materna, el pensamiento matemático y el desarrollo del cuerpo, entre otros. Sin embargo, más adelante dice que los egresados deben exhibir ya no once sino 16 características. Éstas, en buena medida, no coinciden con los 11 propósitos anteriores y más bien aportan noveda-des, como flexibilidad, emprendimiento, sensibili-dad, proactividad, etc.

El desconcierto no acaba allí. En una sección deno-minada «logros educativos por niveles», el DCN propone ya no once ni dieciséis sino 8 aprendizajes que debieran lograrse desde la Inicial hasta el fin de la Secundaria. Éstos recogen algunos de los anterio-

res pero con formulaciones diferentes, y dejan fuera varios otros sin mediar explicación alguna. Por si fuera poco, en la sección de valores, el DCN agregará 6 aprendizajes terminales más: justicia, libertad,

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autonomía, respeto, tolerancia y solidaridad, sin hacer explícita su relación con todo lo anterior. Finalmente, si examinamos los logros del último ciclo de la secundaria, en la esperanza de encontrar allí una mayor convergencia con los diversos perfi-les de salida antes señalados, encontraremos esta vez ya no once, dieciséis, ocho ni seis, sino 28 com-petencias. Varias de ellas rozarán algunos de los resultados anteriores, aunque redactadas diferente y en distintos nivel de especificidad, y varias toma-rán distancia. ¿Cuál de todos estos distintos conjuntos de apren-dizajes es finalmente el referente de llegada de toda la escolaridad? Esta confusión impide identifi-car el punto de convergencia de la enseñanza en todos los grados y niveles del sistema escolar, pro-piciando la dispersión de los esfuerzos. El DCN tampoco explica cómo se relacionan unas catego-rías con otras, ni cada resultado de aprendizaje entre sí. Lo que es más grave, tampoco los relacio-na con las mallas curriculares por áreas y niveles, lo que significa que el profesor no sabría cómo ense-ñar todo eso en su aula, además de lo que cada área curricular le demanda para cada ciclo.

Si asomamos a las áreas curriculares tropezaremos con el mismo problema de coherencia. Por ejemplo, en el área de Comunicación se lee que un niño de 5 años, al que llamaremos Pedro, debería aprender en el Jardín a comprender e interpretar mensajes de diferentes imágenes y textos verbales de su entorno, expresando con claridad y espontaneidad sus ideas. Cuando Pedrito termine 2° grado de pri-

maria, ya podría comprender textos narrativos y descriptivos de estructura sencilla a partir de sus experiencias previas, reconociéndolos como fuente de disfrute y conocimiento. Pero el DCN ya no dice nada sobre cómo debiera expresar ahora sus ideas.

Pedro, al terminar 4° grado, debiera poder com-prender textos informativos, instructivos, poéticos y dramáticos, valorando la información como fuen-te de saber. El DCN nuevamente omite la expresión

de ideas, no vuelve a mencionar sus experiencias previas y la valoración de las fuentes ya no está asociada al disfrute. Terminando la primaria, Pedri-to ya podría comprender textos discontinuos o de otro tipo sobre temas de su interés, y expresar el valor de un texto como fuente de disfrute, conoci-miento e información. El DCN hace reaparecer aquí la noción de disfrute, ahora habla de información y conocimiento en vez de saber, y vuelve a omitir

Fotografía © Adalberto Nieves/ flickr.com

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tanto las experiencias previas como la capacidad de expresar ideas.

Hay brechas también entre el enfoque pedagógico de las áreas curriculares y sus competencias y ca-pacidades. Por ejemplo, el DCN plantea para el área de Ciencia y Ambiente en 6° grado de primaria «movilizar la actividad indagatoria de los niños y niñas, partiendo de su curiosidad natural y humana e instrumentando la construcción de sus conoci-mientos por medio de la indagación y sus proce-sos». Pero en la malla curricular del área, la gran mayoría de capacidades alude a la adquisición de conocimientos: identifica, diferencia, localiza, re-conoce, clasifica, organiza, deduce, compara, des-cribe, aplica, relaciona, comprende. Verbos como explorar, investigar o experimentar son escasísi-mos. ¿Dónde quedó entonces el niño investigador?

Naturalmente, un profesor que se limita a enseñar lo que el currículo le indica para su grado o ciclo, que no se fija en lo que aprendió antes y en lo que deberá aprender en el ciclo siguiente, que se saltea la lectura del enfoque del área y no presta atención a los perfiles de salida, no va a notar estas contra-dicciones. Quien las va a sufrir es el estudiante y se reflejará en su rendimiento. El Marco Curricular Nacional representa un esfuer-zo por simplificar y dar mayor coherencia al cu-rrículo, responsabilizándose de que cada frase que se elija colocar tenga consecuencias claras en las aulas. Nos toca ahora fortalecer este proceso pues, valgan verdades, no hay dónde volver.

Fotografía © Sara Apaza Huamán/ flickr.com

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a vieja costumbre de reducir las políti-cas públicas a la entrega de normas, presupuesto, bienes y servicios, sin

poner atención a lo que ocurría cuando llega-ba al usuario, empezó a romperse paulatina-mente hace apenas poco más de un quinque-nio. Desde entonces, la decisión de reenfocar el presupuesto público y las acciones de los distintos sectores estatales a resultados veri-ficables, ha tenido que librar una durísima batalla contra la descomunal fuerza de los hábitos. La reforma curricular de los años 90 y su coronación en el Diseño Curricular Nacio-nal el año 2005, respondieron, sin lugar a dudas, al primer enfoque. Desde siempre, ha sido de sentido común pensar que lo que toca al Ministerio de Educa-ción, además de normar, es entregar insumos (como el currículo y los materiales educativos), servicios (como la capacitación de maestros) y presupuesto, para que las regiones, las escue-las y los docentes hagan bien su trabajo. Natu-ralmente, si las normas no se podían cumplir, si los insumos no servían, los servicios no encaja-

ban con las necesidades, el presupuesto se usaba mal, entonces se invitaba a poner atención sobre los receptores de estos medios y recursos. Dicho de otro modo, cada vez que se evidenciaba que los problemas no se estaban solucionando, la autoridad nacional

redirigía el reclamo a los maestros, a sus directores y, en todo caso, a la autoridad regional. El enfoque de la gestión de las organizaciones en sus resultados, surge en la década del 50 del siglo

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XX formulada por Peter Drucker, considerado el teórico más importante de la administración mo-derna. Pero hemos tardado décadas en darnos cuenta que enfocarse sólo en los medios y los pro-cesos de la política pública –sin hacernos cargo activamente del para qué- equivalía a lanzar una botella al mar, colocando en su interior un mensaje con las decisiones adoptadas. Esa es la razón por la cual, por ejemplo, los cambios en el currículo esco-lar se limitaban a ser normados, publicados e inclui-dos –parcialmente- en los servicios de capacitación dirigidos a maestros. Así operó la reforma de los 90 y así operó la decisión de consolidarla en el Diseño Curricular Nacional a fines del 2005. Si no se pensó en un mecanismo que monitoree su utilización en las escuelas, fue porque tener información de retorno sobre lo que acontecía con el currículo en la realidad no se consideraba tan necesario. Si no se pensó en un mecanismo de apoyo a su puesta en práctica, fue porque se creía sincera-mente que todo cuanto ocurriera con el currículo y los materiales educativos en las aulas, estaba fuera del ámbito de responsabilidad del Estado Nacional. Aunque esta forma de enfocar su implementación no restó valor ni necesidad a estos procesos de cam-bio curricular, sí comprometió su viabilidad. Inés Aguerrondo, desde las lecciones aprendidas de la experiencia internacional, sostiene que todo cambio o reforma estructural necesariamente pro-duce resistencias. La razón es simple: cuestiona y desacomoda las formas de actuar que ya están establecidas. Por lo tanto, la viabilidad de estos cambios no cae por su propio peso, necesita ser

construida. Esto implica hacer algo para que los actores que deben poner en práctica estos cam-bios, empezando por el docente y el director de la escuela, tengan las condiciones que requiere poder realizarlos, adquieran las capacidades que necesi-tan para asumir con solvencia los nuevos roles que se les propone y, sobre todo, tengan la voluntad de hacerlo, crean en eso y estén dispuestos a com-prometerse. Convertir el aprendizaje escolar en experiencias que convoquen la emoción y desafíen la razón, eje de las reformas curriculares en el mundo de hoy, supone para el docente una mayor exigencia profesional. Es un cambio cultural y requiere una gestión perseve-rante, una gestión que afronte resistencias e incom-prensiones y construya condiciones. Es por esta razón que el Marco Curricular Nacional, que sustitui-rá al DCN en los próximos meses, se propone como centro de una política curricular nacional enfocada en resultados y apoyada en una estrategia de im-plementación que cree, en corresponsabilidad con los Gobiernos Regionales, al menos cinco condicio-nes básicas. Primero, informar. La comunidad educativa y la opi-nión pública en general deben estar enteradas de la esencia e importancia de los cambios para evitar malentendidos producto del desconocimiento. Se-gundo, fortalecer a los directores como líderes pe-dagógicos para que puedan ayudar a sus docentes a enfocarse en los aprendizajes que el currículo de-manda. Tercero, ofrecer a los maestros apoyos y recursos pedagógicos muy diversos, como las Rutas de Aprendizaje y las Sesiones de clase, que orienten

la enseñanza en la vida cotidiana del aula. Cuarto, entregar a los estudiantes los materiales necesarios para apoyar su proceso de aprendizaje. Quinto, crear oportunidades formativas continuas para que do-centes y directores desarrollen las competencias profesionales necesarias. La reforma curricular que iniciamos en el país hace casi dos décadas se detuvo en un punto del camino sin que, al parecer, nadie se diera cuenta, regresan-do al statu quo que se buscaba superar. Esto no puede volvernos a ocurrir. El currículo escolar debe ser ahora sí un instrumento tan útil que todos los docentes lo sientan necesario, y en cuya implemen-tación se sientan, además, genuinamente apoya-dos, escuchados y acompañados.

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ernard Shaw, escritor irlandés y Premio Nobel de Literatura, dijo que en la vida hay dos grandes tragedias: una es desear algo

intensamente y no poder lograrlo, la otra es lograr-lo. El poeta griego Constantino Cavafis pensaba lo mismo cuando advertía en uno de sus poemas que cuando un profundo deseo nos mueve, debiéramos procurar que el camino sea largo y que no se satisfa-ga de inmediato ¿Será, como decía Herman Hesse en una de sus novelas, que la realidad mata al sueño? Eso es en cierta medida lo que ocurre con el Pro-yecto Educativo Nacional, vivamente reclamado desde la sociedad civil durante la última década del siglo XX, para evitar que cada gestión ministerial, aún dentro de un mismo gobierno, reinaugure ad

infinitum las políticas educativas. Detrás de ese clamor estaba la certeza de que sin visión de largo plazo, los cambios que requería la educación nacio-nal nunca darían fruto. Recogiendo esa demanda, el Gobierno de Transición de Valentín Paniagua crea el Consejo Nacional de Educación y le encarga esa misión. El Gobierno de Alejandro Toledo designa a sus integrantes respaldando mediante ley un esfor-zado proceso de elaboración que construyó consen-sos sociales y políticos muy amplios en todo el país. Finalmente, es el Gobierno de Alan García quien lo recibe y le da su aprobación al más alto nivel.

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De esa manera, el anhelo de contar al fin con una política de Estado en educación, que trascienda los vaivenes políticos y se sostenga hasta el 2021, se había logrado. Varios vinos se descorcharon cele-brando con legítima satisfacción el cumplimiento de la misión encargada.

Pues bien, una de las políticas planteadas en el Proyecto Educativo Nacional es la curricular. Allí se señala con absoluta claridad la necesidad de dar un paso adelante en la política curricular de la educa-ción básica y avanzar de un abigarrado currículo único nacional a un Marco Curricular más delimita-do, que dé cabida a propuestas curriculares regio-

nales. El proyecto se aprueba el 2007, con la legiti-midad que le otorgaba la Ley General de Educación 28044, señalándolo como el marco estratégico de todas las decisiones que conducen al desarrollo de la educación, aunque se empieza a ejecutar cabal-mente recién cuatro años después, el 2011. Quienes tuvimos el honor de participar en la elabo-ración del Proyecto Educativo Nacional, sabíamos que la aplicación de sus políticas –pese a su plurali-dad y su amplio consenso- iba a generar ruido, por tres razones: primero, romperían inevitablemente el statu quo y afectaría intereses, grandes y peque-ños, en distintos ámbitos del sistema; segundo, podrían ser desconocidas por una que otra autori-dad de turno, afanada en prestigiarse poniendo por delante sus propias y personalísimas iluminaciones; tercero, cogerían desprevenido a un sector de la comunidad educativa que, careciendo de la infor-mación necesaria, se extrañaría de sus medidas e ignoraría el fundamento que las justifica. Es lo que, en algunos sectores, está ocurriendo actualmente con la decisión del Ministerio de Edu-cación de transitar hacia el Marco Curricular Nacio-nal, pues reclaman el regreso al Diseño Curricular Nacional, se desconciertan con la crítica a sus limi-taciones y se preguntan por la razón de los cam-bios, como si dar cumplimiento al Proyecto Educa-tivo Nacional fuera una insensatez. Gerald W. Bracey, profesor Adjunto de la George Mason University, señalaba el año 2002, hace doce años, que una de las razones por las que les va mal a los estudiantes de Estados Unidos en las pruebas

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de ciencias y matemáticas, estaba en el currículo. Cuestiona que se les exponga a un currículo sobre-cargado de contenidos, que resulta finalmente más amplio que profundo. Luis Navarro, investigador de la Universidad Alber-to Hurtado de Chile, sostenía el año 2009, en el marco de un estudio colectivo promovido por la UNESCO, que siendo el tiempo de enseñanza en las escuelas latinoamericanas insuficiente y mal apro-vechado, se veía agravado por un currículum pres-crito sobredimensionado. Esta sobrecarga, consta-taba Navarro, limitaba la posibilidad de que los alumnos comprendan en profundidad y rebasaba las horas destinadas para la enseñanza. En un estudio publicado por la Organización de Estados Iberoamericanos sobre la educación en el siglo XXI, César Coll, conocido catedrático e investi-gador de la Universidad de Barcelona, afirma: «hace falta muy especialmente acabar con la existencia de unos currículos sobrecargados, sobredimensiona-dos, inalcanzables, que son una fuente importante de frustración para el profesorado y de fracaso para el alumnado, y que contribuyen de forma importan-te a desdibujar y desvanecer el sentido de los aprendizajes escolares». Según César Coll y Elena Martin, para que un cu-rrículo pueda ser una guía efectiva de la práctica docente necesita tener baja densidad, una adecua-da gradualidad y pertinencia. Danilo Ordóñez, des-tacado catedrático de la PUCP y de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, ha documentado los

serios problemas que presenta el DCN en los tres ámbitos. No se trata entonces de una crítica singular ni anto-jadiza. Como puede apreciarse, el cuestionamiento a currículos abarrotados de contenidos –los del DCN suman casi seis mil- anteceden al Proyecto Educativo Nacional y han surgido en Estados Uni-dos, Europa y Latinoamérica, desde voces muy autorizadas que el Consejo Nacional de Educación supo escuchar en su momento, antes de plantear la necesidad de un Marco Curricular Nacional.

Nos quejamos cuando el país genera normas e instrumentos en distintos ámbitos de la vida na-cional que después nadie cumple, dejando los problemas sin resolver. Por lo mismo, dar cumpli-miento al Proyecto Educativo Nacional, de cuyos avances los Ministros de Educación tienen la obli-gación legal de rendir cuentas al Congreso, no puede considerarse un sinsentido sino más bien una responsabilidad del Estado cuyo escrupuloso respeto merece celebrarse.

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