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Modelos de la libertad de expresión en las campañas electorales. Casos, problemas y soluciones _____________ Luis Efrén Ríos Vega ! Universidad Autónoma de Coahuila Sumario: I. Introducción. II. La concepción del «debate deliberativo». III. La concepción del «debate subversivo, escandaloso o trivial». IV. La concepción del «debate negativo»: V. El «debate libre». Notas preliminares. I. Introducción En este trabajo pretendo analizar el discurso del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación 1 , en torno a los problemas de la libertad de expresión que se plantean en el contexto de una campaña política: la licitud o no del lenguaje, imagen o mensaje en los spots electorales, principalmente. Los casos judiciales objeto de análisis se circunscriben a la democracia mexicana en el marco de un período determinado [2004-2008], contexto que al final fue el que motivó la reforma electoral [2007] que prohibe un tipo de campañas insultivas, un año después de las elecciones presidenciales más competitivas, polémicas y cuestionadas en el marco de la transición 2 . Este tipo de controversias seguirán. Los insultos en las campañas no se evitarán por la reforma. Por el contrario, nuevos asuntos se presentarán por esta constitucionalización de la regla de prohibir el «discurso denigratorio y calumnioso en el debate político» 3 . No es una cuestión propia y exclusiva del caso mexicano; se ! Profesor de Filosofía del Derecho. Coordinador del Observatorio Internacional de Justicia Electoral, TEPJF-UC3M. 1 En adelante TEPJF. 2 El caso Presidencial [2006] plantea el problema de la «guerra sucia» en los spots electorales: propaganda negativa en contra de un candidato que, en algunas frases y mensajes, resultaron inaceptables para el TEPJF. Estos mensajes censurados en López v. Calderón [2006b], generaron en el contexto social el ruido y el disenso necesario para que, una parte de la izquierda mexicana, cuestionara, entre otras razones, la legitimidad de los comicios presidenciales como fraude electoral, a grado tal que un tipo de «campañas sucias» (denigratorias o calumniosas) es la razón de la reforma que eleva a rango constitucional la prohibición de la propaganda que “denigra a los partidos e instituciones o calumnia a las personas”: se quieren campañas limpias, afirmaron los reformistas, para evitar la polarización de la sociedad. 3 Véase el artículo 41, inciso III, apartado c) de la constitución mexicana. De ahora en adelante los partidos pretenderán judicializar con mayor intensidad los mensajes políticos o electorales que les parezcan ilegales porque tendrán, conforme a la reforma legal, un procedimiento expedito que se construyó jurisprudencialmente a partir del caso Coalición por el Bien de Todos v. IFE [2006]. El otro motivo, sin duda, radica en la hipocresía de la clase política mexicana: defiende la democracia, pero le cuesta mucho tolerar un debate vigoroso e intenso, por lo que siempre rondará el interés de censurar las frases chocantes e incómodas, más aún cuando las mismas generen una baja o alza en

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Modelos de libertad de expresión en las campañas electorales

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Modelos de la libertad de expresión en las campañas electorales. Casos, problemas y soluciones

_____________

Luis Efrén Ríos Vega ! Universidad Autónoma de Coahuila

Sumario: I. Introducción. II. La concepción del «debate deliberativo». III. La concepción del «debate subversivo, escandaloso o trivial». IV. La concepción del «debate negativo»: V. El «debate libre». Notas preliminares.

I. Introducción

En este trabajo pretendo analizar el discurso del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación1, en torno a los problemas de la libertad de expresión que se plantean en el contexto de una campaña política: la licitud o no del lenguaje, imagen o mensaje en los spots electorales, principalmente. Los casos judiciales objeto de análisis se circunscriben a la democracia mexicana en el marco de un período determinado [2004-2008], contexto que al final fue el que motivó la reforma electoral [2007] que prohibe un tipo de campañas insultivas, un año después de las elecciones presidenciales más competitivas, polémicas y cuestionadas en el marco de la transición2.

Este tipo de controversias seguirán. Los insultos en las campañas no se

evitarán por la reforma. Por el contrario, nuevos asuntos se presentarán por esta constitucionalización de la regla de prohibir el «discurso denigratorio y calumnioso en el debate político»3. No es una cuestión propia y exclusiva del caso mexicano; se

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! Profesor de Filosofía del Derecho. Coordinador del Observatorio Internacional de Justicia Electoral, TEPJF-UC3M. 1 En adelante TEPJF. 2 El caso Presidencial [2006] plantea el problema de la «guerra sucia» en los spots electorales: propaganda negativa en contra de un candidato que, en algunas frases y mensajes, resultaron inaceptables para el TEPJF. Estos mensajes censurados en López v. Calderón [2006b], generaron en el contexto social el ruido y el disenso necesario para que, una parte de la izquierda mexicana, cuestionara, entre otras razones, la legitimidad de los comicios presidenciales como fraude electoral, a grado tal que un tipo de «campañas sucias» (denigratorias o calumniosas) es la razón de la reforma que eleva a rango constitucional la prohibición de la propaganda que “denigra a los partidos e instituciones o calumnia a las personas”: se quieren campañas limpias, afirmaron los reformistas, para evitar la polarización de la sociedad. 3 Véase el artículo 41, inciso III, apartado c) de la constitución mexicana. De ahora en adelante los partidos pretenderán judicializar con mayor intensidad los mensajes políticos o electorales que les parezcan ilegales porque tendrán, conforme a la reforma legal, un procedimiento expedito que se construyó jurisprudencialmente a partir del caso Coalición por el Bien de Todos v. IFE [2006]. El otro motivo, sin duda, radica en la hipocresía de la clase política mexicana: defiende la democracia, pero le cuesta mucho tolerar un debate vigoroso e intenso, por lo que siempre rondará el interés de censurar las frases chocantes e incómodas, más aún cuando las mismas generen una baja o alza en

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trata, sin duda, de un «tópico electoral contemporáneo» en donde se discuten los límites del debate político en una elección4, problema que desde hace tiempo la ciencia política lo aborda conceptual y empíricamente para aceptar o rechazar sus mitos y realidades5. Lo que sí es novedoso en el sistema mexicano es que el juez electoral se ha convertido en el nuevo Marqués de Queensbury: impone las reglas de las luchas electorales para evitar los golpes bajos. Por tal razón, centraré mis comentarios en las fórmulas de solución que el TEPJF ha construido, a partir de la legislación electoral, para prohibir ciertos tipos de insultos a la hora de competir por el voto popular, lo cual explica, a mi juicio, algunos problemas conceptuales que permiten discutir, desde la filosofía constitucional, el contenido, alcance y límites que puede tener la libertad de expresión en materia electoral en un contexto determinado.

Me interesa conceptualizar, a partir de los argumentos que aparecen en los

casos del TEPJF, los diferentes modelos de la libertad de expresión que se pueden elaborar para resolver los problemas de interferencia en el discurso político constitucionalmente inaceptable. Mi punto de partida consistirá en presentar una reflexión crítica, desde la filosofía y las ciencias jurídicas constitucional y electoral, a las premisas que apelan al principio del «debate deliberativo» como concepción fundadora que asume el TEPJF para resolver las cuestiones de los límites de la propaganda electoral. La cuestión principal reside en determinar en qué medida la categoría de «debate civilizado y racional» —que tiene un consenso más o menos mayoritario6— es aceptable o no juridificarla y, en su caso, bajo qué reglas, modalidades y alcances se podría operar, si fuere el caso, de manera razonable. Es decir: podemos coincidir en la idea de procurar que en la democracia electoral existan garantías jurídicas que faciliten el debate razonado (debates entre candidatos en lugar de spots publicitarios, por ejemplo), pero ¿es válido exigir este modelo de debate en las campañas como regla general? Si la respuesta es sí,

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las perpecepciones electorales. El papel del TEPJF, por tal razón, resulta relevante en esta etapa: no censurar el «debate con insultos», salvo casos muy excepcionales en donde exista realmente un daño o riesgo probado e inaceptable. 4 Sobre propaganda electoral y libertad de expresión para el caso europeo véanse: Piermont v. France [1995]: 27 abril de 1995; Bowman v. The United Kingdom [1998]: 19 de febrero de 1998; Malisiewicz-G!sior v. Poland, 6 de abril de 2006; Erbakan v. Turkey [2006]: 6 de julio de 2006; resueltos por el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos. Para el caso americano véase Ricardo Canese v. Paraguay [2004], 31 de agosto de 2004, resuelto por la Corte Interamericana de los Derechos Humanos. 5 Véase Fiske (1980); Garramone, Gina, Atkin, Pinkleton & Cole (1990); Basil, Schooler & Reeves (1991); Ansolabehere & Iyengar (1995); Harrington & Hess (1996); Finkel & Geer (1998); Goldstein & Freedman (2002). Una de las razones de la propaganda negra que prohíbe la constitución mexicana radica, según los padres de la reforma, en el daño a la democracia: polariza y trivializa el debate, divide a la sociedad, desalienta al elector, todo lo cual termina socabando la confianza en las instituciones. Habría que pedirle a los politólogos estudios empíricos para el caso mexicano, a fin de determinar la veracidad de la prohibición constitucional. La legitimidad, por el contrario, podría estar en duda según los modelos filosóficos, liberales o republicanos, que justifiquen la libertad de expresión en las campañas como aquí se analizará. 6 Sobre esta polémica pueden verse las posturas que presentan Ana Laura Magaloni, Hugo Concha Cantú, Marcos Gómez Alcántara, José Roldán Xopa, Dong Nguyen y Julia Flores, en Constitución, Democracia y Elecciones: La Reforma que Viene (2007), IIJ-UNAM, Mesa VIII: Campañas Electorales, DVD 8, México.

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entonces resulta correcto que el TEPJF utilice fundamentalmente este criterio para eliminar cierto lenguaje propagandístico en las campañas electorales, por no cumplir con los estándares de imparcialidad, racionalidad y veracidad, elementos esenciales de un modelo de «democracia deliberativa» (Elster 1998). Si la respuesta es no, tendremos que asumir, en consecuencia, otros modelos que aquí se describirán para orientar las fórmulas de solución. En ambos casos, sin embargo, el operador jurídico asume, consciente o inconscientemente, una toma de postura conceptual que es relevante a la hora de prohibir o permitir una frase, imagen o mensaje en la propaganda electoral. Dicho de otra manera: el contenido esencial que el TEPJF determine de la «denigración» o «calumnia» como límites a la propaganda política o electoral, dependerá, como premisa coherente, del tipo de modelo de debate político que conceptualice el juez a la hora de aplicar la «prueba de la propaganda prohibida» para decidir qué tipo de «palabra denigrante o calumniosa» debe ser prohibida o permitida en la lucha por el acceso al poder.

Una aclaración. Las cuestiones que aquí planteo se dan en el marco de las contiendas —desleales, sucias y ruidosas, muchos dirían— que se suscitan en una «elección libre». Una contienda electoral, es claro, simboliza una lucha de ideas, imágenes y mensajes entre partidos y candidatos, de tal forma que, en principio, los spots se convierten en instrumentos mediáticos para posicionar la lucha de cada quien. La pregunta es: ¿se vale de todo? La constitución dice que no. El juez, por ende, tiene que fijar el contenido de la propaganda prohibida7. Hay que tener presente, por tanto, la cuestión de la «video-política» que se expresa en el spot de treinta segundos que simplifica, polariza y trivializa la lucha del poder en los medios de comunicación (Sartori 1989 y 1998), lo cual es parte de la comunicación política de hoy que se traduce en una «lucha de frases» (Del Rey Morató 2007: 152). En efecto, la finalidad de los spots electorales es clara: construir (o destruir) una imagen política (Barnés 2007) para ganar o perder votos en el marco de un «debate político» —que muchos repugnan por su naturaleza trivial—. Estas polémicas mediáticas que se dan en torno a una persona pública, no obstante, pueden de alguna manera tener relevancia social en la «prueba de credibilidad» (reputación y confianza), necesaria y útil para decidir el voto popular según la «teoría del escándalo político». Entiendo, por lo demás, que existe una polémica sustancial que pretende erradicar esta forma de hacer política en la actualidad (spotcracia), la cual puede argumentarse desde la «teoría de acción comunicativa» de Jürgen Habermas (1987), dado que resulta pertinente como marco filosófico para rechazar el «debate trivial» por el declive de la esfera pública (Thompson 2001: 330ss.), sobre todo por la proliferación del homo videns (Sartori 1998) como prototipo actual del sujeto que sufraga en el mundo de la «kakistocracia» (Bovero 2002), el cual, según esta teoría, decide más a partir de las imágenes y frases irrelevantes que distorsionan la razón

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!7 En un paralelismo metafórico, las campañas se equiparan a las peleas de box. La regla permite golpearse entre sí a través de insultos: pueden haber golpes limpios e incluso sucios, pero se prohiben los golpes bajos. La zona de golpes prohibidos se protege: el referee tiene que determinar en qué momento un golpe se debe castigar. El juez electoral en México, para bien o para mal, se ha convertido en un árbitro de golpes (de frases, imágenes o mensajes): los actores políticos acuden a él para acusar a su contendiente del supuesto golpe ilegal para pretender su cese definitivo en la campaña electoral. Esa es la paradoja del modelo: el que tiene derecho a hablar, tiene derecho a callar al otro, siempre que sea un calumniador o denigrador inaceptable.

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pública. Empero, el realismo político y jurídico mexicano obliga a delimitarnos a estas reglas del juego electoral para determinar —en cierta medida— el grado de plausibilidad que puede alcanzar la «teoría de la democracia deliberativa» (Martí 2007), aplicada para tomar la decisión colectiva por medio del principio del voto: el sufragio popular para elegir, previa deliberación racional, el cargo público representativo en una elección democrática. Buscaré, por ende, construir una argumentación sistematizada de las concepciones que están detrás de cada argumento judicial que se desarrolla en los casos, y que, por tanto, validan, rechazan o matizan las soluciones de cuándo y cómo un lenguaje propagandístico debe ser prohibido o permitido8.

Una advertencia, finalmente. Es claro que no agotaré los casos, problemas y

soluciones del tema. Planteo, por supuesto, los que me parecen relevantes y ofrezco, en consecuencia, una reflexión de algunas fórmulas de solución a partir del paradigma de las dicotomías: debate-razonado v. debate-trivial / mensaje-positivo v. mensaje-negativo / campañas-leales v. campañas-desleales / golpes-limpios v. golpes bajos. Pretendo, pues, ordenar las posturas en conflicto sobre la base de un marco conceptual, no para resolver cada una de las cuestiones, pero sí para identificarlas y conocer el por qué el TEPJF opta por una u otra solución, según el tipo de modelo aquí sistematizado, en tanto que el proceder por dicotomías es, sin duda, una de las armas más afiladas de la argumentación racional en la esfera práctica, que quizás no sirva definitivamente para resolver tensiones y contradicciones, pero permite, por supuesto, aclarar muchas de ellas, ilustrando su naturaleza y su razón de ser (Vitale 2007: 112).

II. La concepción del «debate deliberativo» ¿Cuál es la tradición conceptual que el TEPJF ha asumido para resolver los problemas de la libertad de expresión en materia electoral? Mi respuesta inicial es un tanto radical9: la argumentación del juez electoral apuesta primordialmente por el paradigma del «debate razonado» como criterio fundamental para resolver la licitud e ilicitud de la propaganda electoral. La fórmula se puede resumir así: «todo aquello que no sea debate razonado, debe de ser prohibido». El problema, por consiguiente, radica en definir esta categoría para construir las reglas coherentes y plenas que resuelvan los casos concretos. Propongo aproximarme a esta cuestión a partir de las justificaciones filosóficas de la libertad de expresión (Rosenfel 2004: 238), las cuales pueden desarrollarse a partir de la «teoría social del escándalo político» (Thompson 2001: 324) que nos ofrece también marcos explicativos que pueden ser útiles para admitir o rechazar la propaganda limpia o sucia, prohibida o permitida. Pero también es válido acudir a

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!8 La lectura de los casos se hace no sólo bajo el marco de lo juzgado, sino también desde una perspectiva más amplia: la polémica teórica de la concepción a aplicar. 9 En teoría es útil la tesis radicial en la medida en que luego se matice. A lo largo de estas reflexiones veremos que la postura del «debate razonado» ha sido matizada conceptualmente a partir de la fórmula del “debate deshibinido, vigoroso y completamente abierto” que ha defendido también el TEPJF, pero con algunos problemas de congruencia y coherencia, a mi juicio, a la hora de resolver algunos casos concretos.

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la filosofía de Habermas y a la teoría política de Sartori para edificar —bajo esta línea conceptual— una «garantía del debate deliberativo» que tenga por objeto tutelar la libertad del sufragio, la competencia leal y honesta en las campañas políticas, la información veraz y la mejor decisión del electorado basada en razones y no sólo en imágenes ruidosas o falsas. Todo lo cual puede apuntalar la prevalencia de la «democracia deliberativa» para legitimar la calidad del sufragio: cuanto más deliberativo sea el procedimiento de toma de decisión, tanto más legítima será la decisión resultante (Martí 2007: 23), en la inteligencia de que el hecho de que se eliminen del discurso propagandístico ciertos insultos que no contribuyen al debate público por afectar la libertad del voto o el juego limpio (fair play), justifican la tradición republicana de la libertad en sentido negativo: no permitir mensajes que traten de dominar —manipular a través del insulto— la autonomía personal del elegible o del elector por su efecto silenciador (Fiss 1996). Este significado, me parece, sería el marco teórico a desarrollar. En efecto, el TEPJF parte de las premisas siguientes. 1. La libertad de expresión electoral es una condición para tener una elección

libre y auténtica Desde el caso PRI v. PRD [2004] hasta los más actuales, el TEPJF recurre permanentemente a la misma premisa conceptual para justificar la libertad de expresión en materia política: la libertad del voto. La retórica judicial parte de la base del derecho a recibir y comunicar información con relevancia pública para que las personas decidan libremente, pero no cualquier información sino sólo aquella que promueva la elección libre y auténtica. En efecto, en el caso Peña [2007] se afirma que la “libertad de expresión en el debate político es una condición para tener una elección libre y auténtica”, por lo cual el hecho de presentar en una propaganda la imagen personal de un candidato en la que se distorsiona su rostro (se le ponen antifaces y colmillos de vampiro), y se altera, además, el texto utilizado en su propaganda electoral con la intención clara de disminuir su buena fama y reputación, es un lenguaje denigratorio que no garantiza el debate libre y auténtico en una democracia, según el TEPJF. Esta justificación del voto libre que hace necesario el debate razonado en la propaganda electoral, queda bien sintetizada —me parece— en el caso Zacatecas [2006a], mediante el cual los magistrados Carrasco, González y Galván opinaron lo siguiente: (i) la propaganda electoral tiene por objeto ejercer una influencia sobre el pensamiento y la convicción política de la ciudadanía, para conseguir su simpatía, participación y voto, a favor de determinado partido político o coalición;

(ii) para que el voto se considere emitido válidamente, se requiere, entre otros caracteres, que sea libre, lo cual no se puede alcanzar si el ciudadano no está objetivamente informado y si no tiene conocimiento imparcial de las diversas

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opciones y propuestas de los candidatos, a través de la propaganda electoral, a fin de razonar el sentido de su voto.

Dos son los elementos que me interesan. La «objetividad» y la «imparcialidad» de la información en las expresiones propagandísticas como condiciones necesarias para que el debate político pueda ser libre y auténtico. Es decir, la propaganda electoral —en clave normativa— debe asumir, según esta línea discursiva, las reglas de la «democracia deliberativa» entendida ésta como el proceso argumentativo en el cual se garantizaría un libre intercambio de razones entre los competidores que, por lo demás, se hallan comprometidos con los valores de racionalidad e imparcialidad, y en donde los que deciden por medio del voto pudieran estar dispuestos a razonar su elección a la luz de las mejores propuestas de aquéllos (Martí 2006: 39). Esta es la apuesta del principio del «debate razonado» que el TEPJF utiliza para hacer el test de licitud del lenguaje propagandístico en una campaña electoral. Ahora bien: ¿cómo se puede explicar esta categoría del «debate deliberativo»? Propongo cinco marcos teóricos que la pretenden justificar.

1. La teoría del pacto de la democracia En primer lugar, existen dos formas de justificar filosóficamente la libertad de expresión. La primera se basa en la democracia, la cual parte de la convicción de que la libertad de expresión desempeña una función indispensable en el proceso de autogobierno. Sin la libertad para comunicar y recibir ideas, los ciudadanos no pueden ejercer su derecho de autogobernarse (Barendt 2005: 1ss.). Por ende, la libertad de expresión se extiende sólo al discurso político que tenga relevancia pública para la toma de las decisiones. En tal sentido, el discurso antidemocrático y las visiones extremistas no pueden servir a ningún propósito útil, con lo cual no deben tutelarse expresiones que vayan en contra de la idea misma de la democracia. La denigración y la calumnia, por ende, entrarían bajo esta lógica conceptual en la medida que ambas se califiquen como pretensiones radicales e injustas que ninguna utilidad brindan a la libertad de decidir en una sociedad abierta. La segunda fundamentación, por el contrario, es similar y claro con algunas diferencias, pero en lo que interesa destaca la idea de que parte del supuesto de que las instituciones son legítimas, si y sólo sí, son justificables en términos de un acuerdo real o hipotético entre todos los miembros de la sociedad; luego, las ideas a proteger son las necesarias para que los miembros del pacto democrático tomen decisiones libres e informadas. Se trata pues de justificaciones centradas en la colectividad: la democracia, la paz social y la armonía que se buscan con el contrato social, son bienes colectivos diseñados para beneficiar a la sociedad como un todo (Rosenfeld 2004: 238ss.). Dicho de otra manera: el propósito de la libertad de expresión no sería la autorrealización individual sino más bien la preservación de la democracia y del derecho de un pueblo, en tanto pueblo, a decidir qué tipo de vida quiere vivir. Es decir, la autonomía es protegida no por su valor intrínseco sino como un medio o instrumento de autodeterminación colectiva. Permitimos a las personas que hablen para que otras puedan votar con información. La expresión de

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opiniones permite a las personas votar inteligente y libremente, conociendo todas las opciones y poseyendo toda la información relevante (Fiss 1997: 23). Esta postura plantea un primer desacuerdo. La libertad de expresión política no debe fundarse únicamente en la democracia que todos hemos pactado en una constitución como contrato social, también existe la justificación basada en la autonomía personal (Dworkin 1984). La fórmula del juez Brennan sobre el «debate desinhibido, vigoroso y completamente abierto»10 —que también ha asumido conceptualmente el TEPJF en sus fallos—, plantea algo más: la posibilidad de disentir de la misma idea de la democracia. Es decir, la libertad del voto plantea un problema individual, no solo colectivo: la protección de todas las formas de autoexpresión individual. Es el problema de la paradoja de la tolerancia formulada por Karl Popper (2006): ¿somos tolerantes con los intolerantes? ¿O debe, una sociedad abierta, protegerse a sí misma y ser intolerante con ellos para asegurar su autopreservación? (Rosenfeld 2004: 241). Este no sólo es un problema filosófico, sino que, a mi juicio, es el punto de partida para aceptar en mayor o menor medida el significado de la libertad de expresión en materia electoral que se articula desde la norma constitucional.

El problema es: ¿permitimos o no el discurso que prima facie no aporta nada al debate razonado? O incluso: ¿hay que permitir el discurso que pone en riesgo la racionalidad del debate político? La toma de postura por la democracia en sentido estricto, orienta la legitimidad de las campañas propositivas-racionales-limpias y justifica, por ende, la prohibición de un tipo de campañas negativas-triviales-sucias que pueden socavar la calidad del debate. La libertad de expresión en el paradigma del debate deliberativo, por tanto, no ampararía aquellas expresiones que se califiquen como «subversivas, triviales e irracionales» porque ponen en peligro a la democracia. Por lo tanto, el «principio de debate razonado» asume como válida la racionalidad del voto judicial que decide qué contenidos son o pueden ser perjudiciales para el debate electoral (test de la propaganda prohibida), con lo cual se suplantaría en el mensaje político la irracionalidad del voto ciudadano por la racionalidad del voto judicial. Esto es: como no podemos permitir el discurso trivial o irracional, por ser intolerantes con los intolerantes (el calumniador o el denigrador), el ciudadano pierde cierta soberanía en su sufragio: no es él, sino la postura del juez que tutela la racionalidad del voto, el que discriminara los mensajes propagandísticos que permitirán decidir por tal o cual opción, según lo prohibido o permitido. Entonces la pregunta salta de inmediato: ¿quién debe decidir la representación política? El ciudadano con su voto según sus preferencias (irracionales), o el voto de todos según las preferencias del operador jurídico que censura qué sí y qué no se puede publicitar en una campaña electoral. Más adelante regresaré a la reflexión crítica a la hora de explicar la justificación del «debate subversivo, escandaloso o trivial»; me interesa aquí más bien argumentar la posición del «debate deliberativo».

2. La teoría de la trivialización del debate político

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!10 Sentencia de la Corte Suprema de los EEUU, New York Times v. Sullivan: 376 US 254, 270 [1964].

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Esta tesis del «debate racional» encuentra respaldo también en la crítica de

teoría de la trivialización. La argumentación es más o menos clara. Si el debate razonado encuentra explicación en la idea de la democracia y el contrato social, lo es porque las ideas irracionales, bajo esta perspectiva, en nada contribuyen a la formación de una opinión pública informada, crítica y objetiva. En tal sentido, los debates triviales se convierten en escandalos: meros acontecimientos efímeros. En gran medida dichos escenarios irrelevantes son generados por los medios, que tienen poco o nada que ver con los factores que dan forma a la vida política. Dicho de otra manera: el escándalo es algo demasiado frívolo, una baba que oscurece lo que realmente importa en la vida social y política, por lo que distrae la atención pública en los temas de verdadera trascendencia (Thompson 2001: 23). Por lo tanto, los mensajes triviales que producen escándalo mediático dentro de una campaña política, deben censurarse porque no contribuyen a que el votante se forme una opinión pública civilizada.

Es decir, los mensajes propagandísticos triviales son distracciones, sin consecuencias relevantes para la opinión pública, producidas por una cultura mediática preocupada solo por la vida privada de las figuras públicas. El debate irracional tiene así un valor de entretenimiento que no tienen significado real y duradero conforme a la «teoría de la ausencia de consecuencias de los escandalos políticos». Dicha tesis, además, apuntala las premisas de la «teoría de la trivialización»: los debates irracionales dañan la calidad del discurso y del debate público, concentrando la atención de la gente en asuntos sin importancia y colocando, por lo tanto, las cuestiones realmente relevantes en los márgenes de la esfera pública. Se trata del declive del debate público: los escandalos mediáticos representan la colonización del espacio público por las cuestiones personales y privadas inesenciales, en lugar de los valores asociados con la argumentación y el debate racional (Thompson 2001: 324-5 y 330ss.). De nuevo existiría un posible desacuerdo con esta forma de explicitar el debate razonado. En efecto, el escándalo político, según otra postura, se ha convertido en uno de los gajes del oficio de quien vive en la esfera pública. Los escandalos interrumpen el flujo de los acontecimientos políticos, descarrilan planes y, de vez en cuando, destruyen reputaciones y carreras políticas. El escándalo, por tanto, es una amenaza permanente para aquellos que han consagrado sus carreras a la obtención del poder, y el logro de su vida pública depende en gran medida de ello. No solo implican la decadencia moral o el apetito de la nota mediática; el escándalo, además, es algo realmente importante porque afecta las auténticas fuentes del poder (Thompson 2001: 26). Resulta, por ende, una visión simplista el reducir el escándalo que se produce por la propaganda electoral, a una mera cuestión inesencial para el debate político, cuando justamente la credibilidad de la persona que va a ser electa depende en gran medida de su capacidad de salir bien librado de esas polémicas mediáticas que lo ponen en entredicho. Más adelante cuando describamos el «debate subversivo» regresaremos a este argumento. 3. La teoría del homo videns

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La postura del TEPJF sobre el debate razonado puede también apuntalarse por la idea del declive de la esfera pública que da como resultado el homo videns de Giovanni Sartori. La tesis es clara: la proliferación de los escandalos políticos que se expresan en la propaganda trivial, representan el declive de la deliberación pública de un hombre que no reflexiona sino reproduce imágenes que favorecen los intereses que pretenden tutelar los medios. Los escandalos triviales, por ende, no promueven el debate razonado y deben, por tanto, prohibirse en las campañas políticas. En efecto, se trata de la era mediática, en un contexto de baja intensidad y movilización superficial, en donde no se puede reflexionar acerca de nosotros mismos y somos incapaces, por ende, de saber qué somos, quiénes y cuántos, cuáles son nuestros verdaderos intereses y a qué podemos aspirar (Innerarity 2006: 48ss.), sencillamente porque lo que quiere un pueblo es lo que los medios quieren que quiera. Las objeciones del debate trivial, ciertamente, partirían del rechazo al video-poder como una forma que ha degenerado la competencia en la democracia para privilegiar las imágenes falsas, más que las realidades sensatas. La teoría de Sartori afirma que en un contexto de video-democracia se premia el perfil que vende mejor la imagen de un candidato, ergo, la distribución del poder no se haría por la expresión popular, sino por la fuerza irracional del perfil que con imágenes logra posicionarse en los medios, lo cual implicaría que todo aquel que no tenga la oportunidad de promocionarse en los medios está fuera de la contienda. No puede ser elegible. Es la ley del más fuerte, a decir de Luigi Ferrajoli, pero trasladada a los medios. Es el tele virus político que desde Italia a todo el mundo occidental ha infectado a muchos sistemas actuales (Bovero 2002: 161). La idea de la video-democracia que impera en el modelo del homo videns, por tanto, es parte de la crisis de la representación política (Peces-Barba 2000: 134). Son las imágenes falsas de la política, no las ideas para un buen gobierno. Este modelo degenerativo se explica porque el homo sapiens está en proceso de ser desplazado por el homo videns, un animal fabricado por la televisión, cuya mente ya no es conformada por conceptos, por elaboraciones mentales, sino por imágenes. El homo videns solo “ve” y su horizonte está limitado a las imágenes que se le proyectan. El homo sapiens tiene derecho a decir, inocentemente, “ya veo” en lugar de “ya entiendo”; el homo videns ve sin la ayuda del entendimiento. La video-política influye así profundamente en las elecciones, es decir, en las decisiones que toman los políticos a la hora de decidir las candidaturas. ¿Por qué? Hoy en día la clase política reacciona cada vez con mayor frecuencia, no a los acontecimientos mismos y los problemas reales, sino a los hechos que presenta la televisión (a la que ésta hace visible), e incluso, a hechos iniciados (y en gran medida propiciados) por los medios de comunicación. La video-política cambia al ciudadano, porque éste ve la política en imágenes: el videociudadano es un protagonista totalmente nuevo dentro o fuera del proceso político (Sartori 1996: 165). Bajo esta línea de pensamiento, la representación política estaría formada por un muestrario de ciudadanos que reprodujeran en escala reducida la estructura exacta de la nación, es decir, compuesto de acuerdo con los métodos mismos que sirven de base a los sondeos de la opinión pública. El crecimiento de poder y personalización del poder serían los vicios de una selección por encuestas: «vote

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como se le indica». Los peligros serían evidentes para muchos. Los fascistas fueron los primeros en desarrollar el culto al jefe, considerado en su persona y no en su función; los primeros en utilizar, en vez de contenerla, la aspiración natural de las masas hacia el poder personal, para reformar la cohesión del partido. La autoridad viene del jefe y no de la elección, y la autoridad viene de su persona, de sus cualidades individuales, de su propia infalibilidad, de su carácter de hombre providencial (Duverger 1988: 188-209). Ahora el poder ya no viene ni del jefe, ni de la elección, sino de los medios que definen quién es el popular y quién no. Las encuestas, por ende, no revelan la “voz del pueblo”; revelan más bien la voz de los medios de comunicación en el pueblo. En gran medida la candidatura sería un efecto reflejo de lo que dicen los medios de comunicación.

Pues bien, la video-política produce una participación y una movilización

impulsadas por la emotividad mediática en donde prevalece cada vez más la menor información y en la que, por tanto, es del todo deficiente (Sartori 1996: 167). Son los rasgos de una tele-democracia que funciona casi completamente al margen de los partidos y de los ciudadanos, descansando en las manos de las agencias demoscópicas. Esto es: son las verificadoras de la opinión pública, las empresas consultoras políticas y los Comités de Acción Política (CAPS), las que se imponen al electorado con la finalidad específica de financiar, por medios extrapartidarios, las campañas de publicidad personal de los diversos candidatos. El resultado es una espectacularización de la política, dominada por las capacidades de los candidatos de concitar la atención, las imágenes ad hoc construidas para ellos por sus agentes de publicidad, en detrimento de toda presentación o discusión racional de los problemas que requieren una decisión política. Se trata de la legitimación televisiva del sistema político y de sus líderes, en donde los procedimientos para seleccionar a la representación política no solo prescinden de la participación partidaria, sino que también juzgan de antemano las funciones de selección y decisión tradicionalmente ejercidas por los electorados democráticos. Por ello en la «candidatura mediática» (salir arriba en las encuestas), resulta central el carisma del liderazgo tele-democrático, el cual en sí mismo puede ser un producto de la manipulación de los medios, que existe en el breve circuito entre las expectativas del consumidor/espectador implantadas por los propios medios en la mente del público y la realización de estas expectativas en la forma de imágenes televisivas personalizadas e idealizadas. El juicio sobre la aptitud política de los candidatos lo pronuncian mucho antes de que lleguen al electorado; e incluso, a las audiencias televisivas, los especialistas publicitarios que verifican y realzan sus dones tele-carismáticos a fin de hacerlos creíbles y, por lo tanto, financiables sus campañas electorales. Es así como más que ningún otro factor, de la provisión de recursos financieros depende que los candidatos puedan utilizar en ventaja para emplear a sus propios estrategas, escritores de discursos, encuestadores y publicistas y para comparar espacios televisivos (Zolo 1994: 204-207), lo cual desde luego hace más desigual la elección.

Lo paradójico —para muchos— es que los países que más reverencia dan a la opinión pública, y no obstante los que probablemente tengan menos opinión pública digna de ese nombre que cualquier otra democracia occidental, son aquellas que privilegian la video-política (Sartori 1989: 52). Es la transformación

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cada vez mayor de las campañas políticas en metacampañas y de los electorados en metaelectorados. La capacidad de las agencias demoscópicas para realizar investigaciones electrónicas sobre las orientaciones políticas del público, para comunicar sus descubrimientos instantáneamente y, con bastante frecuencia, para brindar proyecciones exactas de los resultados mucho antes de las elecciones, crea un electorado sustituto al lado del real. Los verdaderos electores se ven reemplazados por su propia proyección demoscópica y televisiva, que se les adelanta y los deja como observadores pasivos de sí mismos. Se encuentran sometidos a la presión de las predicciones públicas que tiende, circularmente, a autocumplirse y, sobre todo, a apartándolos del acontecimiento electoral que de suyo es y debe ser de la soberanía de los electores, no de los medios. Los escenarios son frecuentes. La victoria del partido opositor se da por sentada, la participación de los ciudadanos es desalentada de la misma forma que cuando se predice el triunfo del propio partido. La encuesta de opinión reemplaza así a la democracia, la imagen de un spot propagandístico anticipa y priva de contenido a la realidad y se refuerzan las tendencias existentes hacia el abstencionismo y la apatía política (Zolo 1994: 207). Es el régimen de la opinión pública (Innerarity 2006: 67) que configura a la «democracia de audiencia» que selecciona como perfil idóneo al experto en medios (Manin 1998: 267ss.). Dicho de otra manera. El poder político se distribuye en muchas ocasiones conforme a la discusión y la votación de la mercadotecnia política: una primaria o precampaña para ganar la candidatura puede ser un claro ejemplo en donde el candidato no necesita de vínculos locales ni méritos personales, sino de maquillistas y publicistas que se convierten en un ataque sorpresa de un comando que llega para apoderarse de la competencia y se va (Walzer 1997: 317). Se crea así un cambio en el tipo de élite seleccionada en la era de los medios que privilegian el homo videns: no es el hombre de partido cuyas cualidades eran privilegiadas por ser un activista social, sino hoy es candidato exitoso los personajes mediáticos que tienen un mayor dominio de las técnicas de comunicación política. En suma, la aparición de la video-política ha generado que el pueblo soberano opine sobre todo en función de cómo la televisión le induce a opinar: el poder de la imagen se coloca en el centro de todos los procesos de la política contemporánea, dado que la televisión condiciona fuertemente el proceso electoral, bien en su modo de plantear la batalla electoral, o en la forma de ayudar a vencer al vencedor (Sartori 1998: 66).

El desacuerdo de esta tesis del pensamiento político contemporáneo, sin

embargo, se basaría en la concepción soberana del sufragio popular que se podría formular en clave liberal. Cada quien es libre de sentirse o estar condicionado por la persuasión, manipulación o tergiversación de la propaganda política. No hay, en efecto, garantía alguna de que el elector tome en cuenta de manera justa los esfuerzos, acciones y opciones de los candidatos. Nada ni nadie puede evitar que el electorado prefiera a un candidato sólo por el color de su piel o por ser bien parecido, criterios que en una perspectiva racional pueden resultar arbitrarios e inaceptables porque se vota por razones discriminatorias, pero que en la libertad de votar implica válidamente el apoyar a uno o a otro por razón de su etnia, raza, ideología, género, etc. El elector puede decidir sobre la pura base de las dotes naturales de los candidatos, desconsiderando sus acciones y opciones (Manin 1998: 172). Eso es la democracia: el que cada quien sea soberano para decidir; el que cada

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quien se deje persuadir por el que libremente lo hace. La búsqueda del sufragio es un juego libre sujeto a las posibilidades de cada quien que va a ser votado, de sus habilidades, recursos y talentos. El ser más carismático que otro, más persuasivo que otro, más capaz y elocuente en la propaganda que otro, no significa que el voto mayoritario que alcance sea en sí mismo inaceptable porque resulta de una libre competencia entre adultos que asumen esas reglas. El poder político, por tanto, se distribuye en una democracia mediante la propaganda, la discusión, el escándalo y la votación: el poder pertenece a la capacidad de convencer (Walzer 1997: 315). Es así como opera la libertad de votar, según el criterio de cada quien según sus posibilidades. El homo suffragans asume, por tanto, el riesgo de que esté expuesto a los juegos del interés, las pasiones, la corrupción y el error (Condorcet 1974: 76). Pues el voto popular tiene muchas máscaras, sentimentales y racionales; puede ser un acto de convicción honesta como de interés perverso, de empatía como de antipatía, de fe como de desconfianza, de lealtad como de traición, en fin, el móvil del sufragio es infinitamente diferente que, por ello, la candidatura es un proceso libre a intercambiar, porque para muchos el perfil idóneo es el que tenga carisma, sin importar sus capacidades, o bien el que exprese una mayor cercanía con sus intereses particulares, independientemente de su popularidad, o el que mejor debata, etc. Se vota, pues, por interés personal, por la fe en la persona, por razonar la mejor propuesta, por evitar al peor, por querer al mejor, por sentimientos estéticos, por razones ideológicas, etc. El principio del mérito absoluto tiene su más clara aplicación en la regla de la mayoría: cada quien vota y es votado como quiere y puede, y es electo como fue escogido y aceptado.

4. La teoría de la democracia deliberativa

Si el debate debe ser razonado porque se funda en la democracia pactada que

rechaza los debates triviales en los medios, dado que debilitan la libertad del voto al condicionarlo indebidamente a imágenes propagandísticas que no ayudan a la deliberación racional y objetiva de las propuestas, lo es, lógicamente, porque se apuesta al modelo de la «democracia deliberativa».

En efecto, la deliberación como método de toma de decisiones basado en la

discusión colectiva racional y razonable de propuestas políticas, se puso en práctica desde las civilizaciones preclásicas. El principio de argumentación es el corazón del modelo, la guía para la toma de la decisión (Martí 2007: 40). Ahora bien, ¿qué criterios hay que tomar en cuenta? Existe una distinción entre los principios de argumentación, negociación y el voto como parte de la lógica de un proceso de toma de decisión. Estos principios se relacionan en cierta medida con tres tipos de motivaciones: la razón, el interés y la pasión. La lógica de la argumentación es la que en sentido puro se fundamenta en la razón y la imparcialidad, siendo desinteresado y desapasionada a la vez. Las otras pueden canalizar cualquiera de las tres motivaciones (Elster 1998: 6). En tal sentido, el voto —que es el principio que decide un debate electoral—, utilizará un mecanismo de agregación simple de preferencias aplicando después una regla de unanimidad o de mayoría; la argumentación y la negociación, por el contrario, establecen una regla de consenso sobre un mecanismo de comparación. Lo que propone la «democracia deliberativa» es, por tanto, que impere la argumentación, sin excluir por ello la presencia, en

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alguna medida, de componentes del voto y la negociación. Es mejor votar o negociar a partir de preferencias previamente filtradas por un proceso de argumentación, que el hacerlo directamente sobre preferencias abiertamente autointeresadas (Martí 2007: 47 y 51-2). Esta sería la postura.

Sin embargo, las preguntas que generan el disenso son obvias. ¿En realidad tanto el elegible como los electores deben asumir una posición objetiva e imparcial a la hora de deliberar la decisión del sufragio? ¿Si al final de cuentas la decisión se basará en el voto (preferencia personal), resulta aceptable exigir entonces un proceso de propaganda racional? ¿Los partidos, esencialmente parciales, deben ser imparciales en el debate electoral? O sea: ¿para qué exigir el debate racional si la decisión por esencia puede ser irracional o sentimental?, ¿por qué exigir objetividad e imparcialidad a un hablante que por naturaleza es parcial? En fin, el problema estriba —no en el objetivo deseable de buscar la mejor deliberación en las campañas—, sino en el medio que se emplea para normar lo que se puede decir o no en una toma de decisión que se basa, no en la argumentación, sino en el voto. 5. La teoría republicana de la libertad Finalmente, el modelo del debate deliberativo puede recurrir, a mi juicio, al republicanismo como tradición política para explicar la obligatoriedad del mensaje razonado en función del concepto de la libertad como no-dominación (Pettit 1999). Nadie debe ser dominado por otro en perjuicio de su libertad personal, ergo, los mensajes propagandísticos que tienden a dominar a los demás a partir de expresiones que distorsionan el debate veraz y objetivo, deben ser eliminados de la propaganda electoral porque silencian la voz en la representación política. A este argumento se acude frecuentemente por aquellos cuya propaganda ha sido menos eficaz que la del contrario: los poderosos (que tienen a su disposición los medios) distorsionan la realidad y, por ende, manipulan a la mayoría para dominar su voluntad. En efecto, uno de los primeros debates entre republicanos y liberales consiste en la forma en que se concibe la libertad. Pues mientras el liberal pugna por una tradición de libertad negativa entendida como la «ausencia de intromisiones» por parte de otros, el republicano defiende más la concepción positiva («ausencia de dominación») que sostiene que un individuo es libre en la medida en que dispone de los recursos y los medios instrumentalmente necesarios para realizar sus propios planes de vida (Ovejero, Martí y Gargarella 2004: 18). Pues bien, la propaganda trivial y mediática que no encuadra en el debate público, puede servir para influir indebidamente en la libertad de los votantes. Ya en el caso Tabasco [2000] el TEPJF anuló una elección, entre otras razones, por considerar que la ventaja indebida en los medios del partido en el gobierno produce inequidad y ocasiona, por ende, una limitación en las opciones que tiene el elector para decidir libremente entre las distintas propuestas de los partidos políticos que participan en los comicios. El ciudadano está más en contacto con la plataforma política de quien ha aparecido más en el medio de comunicación indicado, y en mayor o menor medida se le hace perder el contacto con los partidos políticos que menos aparecen en el propio medio de comunicación, lo cual, según el TEPJF, afecta la libertad con la que se

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debe ejercer el derecho al sufragio. Esta argumentación puede servir, también, para el caso de los spots en las campañas: los mensajes triviales deben prohibirse porque son instrumentos para dominar la libertad de los otros por medio de imágenes e información falsas que solo benefician los intereses parciales de unos. Sin embargo, esta justificación de la prohibición de la propaganda irracional por afectar la libertad del voto, entra en una pendiente resbaladiza: se prohíbe por algo que al final no se tiene por comprobado. En efecto, en el caso López v. Calderón [2006b] al momento de valorar la violación de la propaganda negativa, el argumento de la «falta de influencia determinante» manda el mensaje siguiente: no podemos permitir esa propaganda (ilícita) porque no promueve la deliberación pública y afecta o puede afectar, además, la libertad del voto, pero al momento de cuantificar el daño o riesgo de la transgresión el argumento repliega su posición para concluir con la falta de prueba. Luego: se prohíbe algo (propaganda negra) que se tiene duda si afectó o no la libertad del voto, cuando lo primero que se tendría que justificar es, justamente, la violación al sufragio y no sólo descripción de una norma constatada de manera formal (la prohibición de campañas sucias), cuya transgresión, a decir del TEPJF, se fundamenta por la violación al voto libre. Es contradictorio: se prohíbe por la violación del voto libre, pero no se sanciona porque no se sabe cómo se vulneró. El impacto de la campaña es pues dudoso o nada claro.

En el caso Hank [2007], por ejemplo, no se toleró cierto discurso negativo,

pero el TEPJF empieza a tener grandes problemas a la hora de tomar en serio sus posturas: la «prueba de la afectación del voto libre», comienza a ser las dificultades judiciales de no poder medir el impacto de los spots negativos en la libertad del sufragio, cuando en principio esa evaluación, a mi juicio, le debe corresponder al ciudadano: si quiere votar a alguien porque es negro o blanco, porque es mujer o gay, porque es de derecha o de izquierda, porque es peligroso o no, porque es denigrado o ridiculizado o no, discriminaciones que aunque parecen injustas en determinado mensaje propagandístico, son parte de la libertad del voto soberano que el propio TEPJF ha reconocido como válido al permitir los diferentes móviles y causas que puede tener el sufragio popular desde el caso López v. Calderón [2006b]. En efecto, la línea argumentativa de la causa del voto (porqué vota el ciudadano) promueve la idea de que los electores tienen derecho a decidir su voto soberanamente (nadie anula un voto, una casilla o elección porque el elector voto discriminatoriamente). Es decir: se vota por el interés personal o por conveniencia, por comulgar con un determinado modelo político, económico, social o cultural; por convicción personal o simple creencia respecto de la idoneidad de alguno de los candidatos; por tanto, es irrelevante que las propuestas que hagan en sus campañas, la viabilidad de éstas o por otros factores ajenos incluso al análisis razonado de las opciones políticas, se orienten por la mera simpatía o antipatía que genere un determinado candidato, la congruencia de éste con sus actos o la conducta indebida que observe, con lo cual el proceder deshonesto y parcial de la información durante el proceso electoral, es parte del contexto democrático que

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lleva al ciudadano a emitir su voto a favor o en contra de alguna propuesta11. En suma. Me parece entonces que las premisas conceptuales que se basan en

la democracia y el contrato social prohibiendo el discurso trivial, tienen una debilidad que se hace más patente a la hora de analizar las consecuencias de la propaganda negativa en la libertad del voto, tal como más adelante veremos.

2. El debate razonado debe ser propositivo de ideas Segunda proposición: las campañas propositivas. La pregunta: ¿cuáles serían las reglas del debate razonado? El TEPJF propone dos: la propaganda positiva y veraz. En este rubro me ocuparé de la primera. En efecto, esta línea argumentativa nos lleva al caso Hank [2007]. En él el TEPJF explicitó más su postura del debate racional: las campañas electorales deben ser propositivas para favorecer la discusión de la plataforma electoral, porque los partidos se debe de concretar principalmente a la discusión de sus proyectos conforme a su plataforma electoral. De esa sola manera, continua el TEPJF, se promueve una auténtica cultura democrática, evitando, por ende, cualquier acto que pueda alterar el orden público, o que afecte derechos de terceros.

Por tanto, el TEPJF sostiene —a partir de un marco legal— una «garantía del debate deliberativo» en las campañas políticas que tenga por objeto:

(i) prohibir expresiones que impliquen diatriba, calumnia, infamia, injuria, difamación o que denigren a los ciudadanos, a las instituciones públicas o a los mismos partidos políticos y a sus candidatos;

(ii) incentivar debates públicos de altura, enfocados no sólo a presentar ante la ciudadanía las candidaturas registradas, sino también a propiciar la exposición, desarrollo y discusión, ante el electorado, de los programas y acciones fijados por los partidos; y, (iii) inhibir que la política se degrade en una escalada de expresiones no protegidas o admitidas en la ley. Esta idea —como hemos visto— se sustenta tradicionalmente en la democracia y el contrato social, en donde la libertad de expresión es fundamental para autogobernarse: sin libertad de comunicar y recibir ideas, los ciudadanos no pueden vivir en el pacto de la democracia, el cual significa la fórmula «elegir sin

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!11 En materia civil, por ejemplo, la prueba del daño a la intimidad, el honor y la imagen personal implica el juicio principal que el juez tiene que realizar para determinar si la información divulgada afectó o vulneró el contenido esencial del derecho. Luego, con base en esa certeza previa, se examina la cuantificación del daño material y moral a indeminizar pero sobre la base de la afectación probada. En el caso de los discursos propagandísticos prohibidos por el TEPJF —por afectación a la intimidad, el honor o la imagen propia— sólo se constata una violación formal por la frase que se estima ilícita, pero luego se dice que ese lenguaje es y debe ser prohibido porque afecta la libertad del sufragio, pero a la hora de constatar esa violación, aunque no se tenga certeza de ello, como quiera se dice que hay violación a la ley cuyo bien jurídico (sufragio) no se sabe si efectivamente se afectó. Es, a mi parecer, una «pendiente resbaladiza».

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trastocar el contrato social». Esta concepción, sin embargo, tiene el problema de que el discurso antidemocrático y visiones extremistas no tiene un propósito útil para la democracia y, por ende, no deben ampararse. La teoría de la trivialización, incluso, nos diría: las tertulias que socaban la calidad del debate público en una campaña, no deben aceptarse porque lo que importa son los problemas sustanciales de una sociedad, y no los escandalos triviales de la política (Thompson 2001: 330).

Regresemos a otro ejemplo. En el caso Calderón v. López [2006a], el test que se hace para prohibir toda propaganda que no tenga fines de promover el debate razonado de las ideas en el extranjero, se basa en la idea de que la propaganda debe ser un instrumento adecuado e idóneo para alcanzar el debate razonado, evitando todas aquellas manifestaciones que no coadyuven o auxilien a maximizar el razonamiento previo que pudieran hacer los electores al emitir el sufragio. En dicho caso se puede desprender la «regla de la propaganda vinculada con las ideas», cuya fórmula sería: «toda expresión no relacionada directamente con la plataforma política del candidato, o que sea innecesaria o irrelevante para exponer su programa de gobierno en caso de resultar electo, son inaceptables». Ergo: (i) la expresión consistente en que “un político destruyó más de 47 mil empleos cuando fue jefe de gobierno del D.F.”, constituye un discurso ajeno a la información directamente relacionada con la plataforma electoral; (ii) la expresión de que el candidato implementó “políticas irresponsables”, es una manifestación relativa a acciones pasadas y no vinculada a los futuros programas o planes propuestos; y,

(iii) la frase de que la propuesta del adversario significa “la continuidad de la

actual política popular y entreguista”, también debería de suprimirse por la falta de relación con la finalidad de la propagada.

Estas fueron las conclusiones del TEPJF. En López v. Calderón [2006a], pues,

tales expresiones no son aptas ni idóneas para fomentar el voto razonado de los mexicanos que estaban en el extranjero. ¿Por qué? El TEPJF agrega: no coadyuvan a una mejor comprensión de la propuesta de los candidatos contendientes, o a la valoración de sus propuestas para solucionar los problemas nacionales. Esto es: son frases que no formen parte de un discurso propositivo de su programa o planes de acción. Surge de nuevo un desacuerdo. El argumento de campaña pro limpia-propositiva es demasiado restrictivo: es un argumento reduccionista que limita injustificadamente el debate político que, incluso, llevo luego al TEPJF a corregir en el otro caso su propia argumentación para permitir el debate desvinculado con la propuesta partidista12. No estoy tan seguro que en treinta segundos de spots, ni

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!12 En el caso López v. Calderón [2006b] el TEPJF al analizar el test de la plataforma política en la propaganda, dijo: “no se puede concluir que cada una de las expresiones propagandísticas que realicen los partidos políticos, deban cumplir con los requisitos en estudio, menos aun, por ejemplo cuando, se trata de anuncios promocionales televisivos o radiofónicos, toda vez que la naturaleza de

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tampoco en la propaganda impresa, por tanto, se pueda construir y deliberar en serio una plataforma política como para exigirse necesariamente tal requisito. Pero, además, no creo que el debate propositivo sea el único que sirva para educar a los ciudadanos, ni tampoco el único que se puede expresar. Me parece que los ciudadanos necesitamos, para educarnos en democracia, ser más soberanos y menos tutelaje, pasar de «súbditos a soberanos» (Rabasa Gamboa 1994). Conocer lo bueno, pero sobre todo lo malo que se dice de los políticos. Cabría aquí, por ende, la relevancia del discurso de la teoría de la autonomía para justificar la libertad de expresión: la dignidad que cada persona exige respetar todas las formas de autoexpresión, ergo, el discurso extremista y xenófobo debería protegerse como cualquier otro discurso (Rosenfeld 2004: 242).

Esto nos lleva a otro modelo, diferente al anterior, para pensar en la libertad de expresión política basada en la teoría del «discurso subversivo»: el escándalo, lejos de rebajar la calidad del debate público, lo enriquece, debido a que cuestiona los dogmas que favorecen a los privilegiados y excluyen a los marginados (Thompson 2001: 334). La carcajada subversiva que se torna en la «propaganda negativa», es un elemento para vivir en democracia: la campaña negativa es buena para la salud de la vida plural y tolerante de todas las expresiones, porque donde se dan más mentiras y engaños al electorado es, justamente, en las campañas positivas (Geer 2006): se propone eliminar la pobreza, dar mayor seguridad, combatir la corrupción, etc., cuando este tipo de expresiones por lo regular son mentiras puras y duras. ¿Vamos a prohibir esa campaña propositiva por mensajes que en muchas ocasiones son triviales? Sería también un exceso. 3. El debate razonado debe ser veraz Una tercera línea de justificación podemos encontrar en el TEPJF a partir del principio de veracidad: certeza en el mensaje. En efecto, en el caso Hank [2007] se dice: “Un distintivo importante en las campañas electorales es sin duda la certidumbre de la información que proporcionan los actores políticos”. Esta premisa trata de legitimar la idea de que la información contenida en los mensajes propagandísticos, se debe caracterizar por su veracidad y objetividad, pues su finalidad consiste en difundir la plataforma política de las distintas fuerzas participantes en la contienda electoral, de tal manera que no se afecte a la libertad del sufragio por mensajes falsos. Esta tesis se explica desde la justificación de la libertad de expresión como búsqueda de la verdad. Se parte de la idea de que es más probable que la verdad prevalezca cuando se mantiene una discusión abierta (Rosenfeld 2004: 240), pero con información veraz. Esta idea se explicaría en el marco de la justificación basada en la verdad que tiene su origen en el utilitarismo de John Stuart Mill (1997): descubrir la verdad es un proceso que descansa en el juicio y error, y requiere una

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los mismos, en cuanto al tiempo efectivo del que puede disponerse en los medios de difusión para hacer llegar el mensaje a los ciudadanos, por lo general, es limitado y representa un costo económico alto para los partidos políticos, por lo que resulta difícil que en algunos segundos de los que se disponen, sea factible cumplir con los extremos legales a que nos venimos refiriendo”.

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discusión desinhibida. Se trata de proteger, por ende, la expresión que pueden conducir a la verdad si se contrasta detalladamente. Incluso: los beneficios de una discusión desinhibida aunque sea dañina y falsa debe permanecer sin limitar, a menos de que conduzca a la incitación a la violencia. La tesis de la veracidad del TEPJF me produce una duda más. La información veraz entendida como el deber de diligencia en la comprobación razonable, puede poner en riesgo, a mi juicio, el debate desinhibido y vigoroso. En primer lugar, porque la propaganda electoral no es una nota periodística que exija al candidato un deber profesional, pero en todo caso los datos u opiniones falsas de la propaganda deberían ser tratados cuidadosamente bajo cuatro recomendaciones: (i) Las opiniones falsas, por regla general, no son censurables.

(ii) El dato u opinión falsos en la propaganda no debe censurarse a menos que

cause un daño grave a la intimidad, el honor o la imagen propia. (iii) Si exigiéramos estos deberes de confrontar diligentemente las fuentes, prácticamente tendríamos que prohibir la expresión de muchos candidatos que en el debate público afirman y debaten muchos datos y hechos falsos o sostienen propuestas y argumentos falaces.

(iv) Los hechos notoriamente falsos —no las opiniones— que impliquen una acusación al adversario que pueda poner en duda la reputación y confianza ante el electorado de un candidato, son los casos en los que se plantea exigir fuentes diligentemente contrastables: nadie puede acusar a otro de delincuente en forma categórica si no hay una sentencia que así lo indique, por ejemplo, pero si podría, en cambio, a la luz de ciertos hechos públicos y evidencias contrastables cuestionar la integridad de alguien, su honestidad o complicidad en una posible conducta delictiva.

Ese es el dilema: terminar en una cuestión formal de frases más que de

contenidos en los mensajes. Podría alguien sugerir al electorado que tal conducta reprochable (manejo indebido de fondos públicos) le puede ser imputable a un candidato por su responsabilidad política que tuve en su momento, pero no puede decírsela expresamente sin caer en una notoria difamación. En el caso López v. Calderón [2006b], por ejemplo, el TEPJF prohibió la expresión “permitió esos delitos” en un spot en donde se acusaba a López Obrador por los hechos de los escandalos Bejarano-Ponce13. La razón: no había prueba fehaciente en donde se apoyará la acusación de que dicha persona haya permitido esos delitos. Pero ¿si no

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!13 En 2004 cuando López Obrador era jefe del Gobierno del Distitrito Federal, se difundieron dos escandalos: el primero relativo a unos videos en televisión en donde se mostraba que su anterior secretario privado (Bejarano) aparecía con un empresario recibiendo dinero en efectivo aparentemente para financiar ilegalmente algunas campañas del PRD. El segundo tenía que ver con un video grabado en Las Vegas en donde aparecía su entonces Secretario de Fianzas en el gobierno (Ponce), jugando aparentemente de manera compulsiva y apostando grandes cantidades de dinero. Estos hechos fueron utilizados por el PAN en la campaña presidencial de 2006 para cuestionar la credibilidad de López Obrador.

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se hubiera expresado esa frase polémica y sólo se hubiera presentado la imagen del escándalo (hecho público) como parte de los mensajes para no votar por tal persona porque fueron funcionarios que dependían de López Obrador, el TEPJF hubiera permitido ese spot? En el fondo la polémica puede delimitarse a una cuestión de forma (saber que expresiones usar), pero en el fondo el problema es el mensaje: sí exigimos veracidad en las campañas políticas, o bien, permitimos el debate aparentemente falso en frases pero con mensaje públicamente controvertido para que éste sea censurado por el elector. Por lo tanto, una orientación diferente sería que los datos falsos que incluso causen daño al capital simbólico de un político (reputación y confianza), pueden quedar más bien sujetos al escrutinio del votante y a la respuesta del contrincante (derecho de réplica). No a la censura previa ni posterior del dato falso liso y llano, porque el exigir un criterio de veracidad en hechos esencialmente controvertidos en la opinión pública, podría desinhibir el debate público vigoroso que se exige en una campaña electoral. Por citar un ejemplo: “prometeré más seguridad pública porque soy un hombre de mano dura”, frase muy permanente en las campañas pero regularmente no contrastable: probar los hechos que demuestren su carácter fuerte (mano dura), es una cuestión que debe quedar para el debate y no para la prueba de la veracidad que es la que, se supone, se buscará con el debate sin censura: el otro rival le contestará cómo su trayectoria pública es de mano débil. La prueba de la veracidad tiene la virtud —para muchos— de que la necesidad de apoyarse en fuentes fidedignas para mostrar hechos controvertidos en la propaganda electoral, sí debiera ser un requisito para hablar con hechos contrastables para no poner en riesgo la credibilidad de un político con datos falsos e injustos (permitir una avalancha de mentiras calumniosas es difícil de aceptarlo), pero los hechos esencialmente controvertidos en el debate u opiniones hasta cierto punto falsas sólo serían —para otros— censurables si la mentira genera, además de falta de veracidad, violación a la zona de la intimidad sensible de la persona pública. Ya regresaré a este problema más adelante. Hasta aquí los problemas del debate razonado; es decir, el que garantiza los mensajes propositivos y veraces difundidos con objetividad e imparcialidad del emisor conforme a un debate de ideas racionales para permitir que el pueblo elija de manera adecuada. Es, a mi juicio, una concepción demasiada elitista y formalista que podría promoverse si problema con garantías de promoción (debates abiertos entre candidatos, con el público en general y con especialistas, entrevistas de fondo, etc.), pero que difícilmente se justifica con garantías de prohibición: todos queremos el debate de ideas y el juego limpio, pero si no se da el debate de altura no podemos prohibir los triviales o subversivos nada más porque son irracionales. El problema es que la concepción mexicana es muy mexicana: no son obligatorios ni tampoco una tradición política los debates entre candidatos, mientras que los spots sí son obligaciones de escuchar en la medida de su racionalidad. Las elecciones mexicanas se saturan de spots. Escuchamos, pues, solo puros spots que en principio deben ser muy positivos y propositivos, porque las clases políticas no les gusta debatir. Es un absurdo. III. La concepción del «debate subversivo, escandaloso o trivial»

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Existe una forma distinta de ver cómo pueden ser aceptables las expresiones que contengan insultos en la campaña electoral: el «debate subversivo, escandaloso o trivial» que, a diferencia del presupuesto deliberativo, no exigiría imparcialidad ni objetividad en un mensaje propagandístico. Por el contrario: para que el debate pueda ser libre y auténtico debe permitir toda clase de expresión autointeresada —incluso discursos antidemocráticos—, a fin de que cada persona comunique lo que quiera, según su estrategia de comunicación política. El objetivo a tutelar es persuadir al electorado hasta con mensajes subversivos o triviales que deben estar libres y exentos de paternalismos informativos: la información se combate con información; el ciudadano es el que decide que castiga o premia con su voto. Nadie puede prohibir lo que el emisor quiere decirle al receptor, porque ambos son libres para hablar y escuchar cualquier mensaje que forme parte de la identidad individual. Se trata de la cuestión democrática desarrollada a partir del principio de la autonomía moral que permite que «cada persona tenga la posibilidad de elegir su plan de vida» (Mill 1997). Esta idea parte del «individualismo moral» que considera la dignidad de cada persona como el valor moral imprescindible para el desarrollo de la personalidad, lo cual permite elegir estilos y formas de vida como parte de la soberanía moral del individuo (Fernández 1995: 88ss.). Nadie como uno para decidir su propio destino; nadie como todos para elegir el destino de todos. En tanto que toda elección del individuo, en tanto es libre, por ese sólo hecho es relevante y valiosa a tutelar. La democracia surge así para confirmar el imperativo categórico de Kant: todos los seres humanos debemos ser tratados como fines y no como medios, ergo, debemos ser autónomos para decidir el futuro de la comunidad por medio del voto, la libertad de autodeterminarse.

En el caso Zacatecas [2006b] la SCJN declaró inconstitucional una legislación local que permitía un sistema de previo control de los mensajes de la campaña política por razón de su contenido que desembocaba en una decisión acerca de cuáles tendrán vía libre en la campaña electoral y cuáles serán retirados, o nunca serán difundidos, lo cual, a juicio de la Corte, introducía un mecanismo de censura previa en la difusión de mensajes políticos incompatibles con el derecho de libertad de expresión. Las premisas que emplea la SCJN valen la pena destacarlas porque justifican el debate subversivo, escandaloso o trivial no objeto de censura previa, al decir:

(i) La libertad de expresión no solamente tiene por objeto expresar el propio

pensamiento, sino también el derecho a buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole. Junto a la seguridad de no poder ser víctima de un menoscabo arbitrario en la capacidad para manifestar el propio pensamiento, la garantía de la libertad de expresión asegura, asimismo, el derecho a recibir cualquier información y a conocer la expresión del pensamiento ajeno, lo cual abre la puerta a la importancia de la dimensión colectiva del ejercicio de este derecho.

(ii) Esta doble dimensión explica, asimismo, la importancia de garantizar

plenamente las condiciones de divulgación de los mensajes. La libertad de expresión comprende el derecho a utilizar cualquier medio apropiado para difundir el pensamiento y hacerlo llegar al mayor número de destinatarios. La expresión y la

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difusión del pensamiento y de la información son indivisibles, de modo que una restricción de la posibilidad de divulgación representa directamente un límite al derecho de expresarse libremente. Ello tiene repercusiones de variada índole en muchos planos, pero en especial en el ámbito de los llamados medios de comunicación social. Si el derecho a la libre expresión comprende el derecho a fundar y administrar medios de comunicación, la misma requiere igualmente que estos medios estén razonablemente abiertos a todos; la posición estratégica de los medios, y la complejidad técnica y económica asociada a la expresión a través de los mismos justifica que deban mantener sus actividades dentro de parámetros que permitan seguir calificándolos de verdaderos instrumentos de esa libertad y no de vehículos para restringirla.

(iii) La prohibición de la censura significa que la libertad de expresión no

puede hacerse valer un mecanismo por el cual una autoridad excluya sin más a un determinado mensaje del debate público. El modo de aplicación de los límites del debate político no puede consistir en excluir el mensaje del debate público.

(iv) La idea que subyace y da sentido a la prohibición constitucional de

censura previa no parte, obviamente, de negar que en el transcurso de una campaña política se puedan cometer abusos; es, por el contrario, claro que en el ejercicio de la libertad de expresión se pueden cometer abusos y se pueden afectar intereses ajenos más allá del amplio margen de lo que debe ser considerado normal en el transcurso de los debates vigorosos, intensos y frecuentemente excesivos a que la vida democrática da lugar.

(v) Por lo poderoso y terminante de los efectos de la libertad de expresión, que tienen una incidencia irreversible en el debate público, y por la imposibilidad de pensar que es humanamente posible encontrar un censor que actúe siempre según criterios constitucionalmente certeros, el sistema de censura previa tiene muchos más riesgos que ventajas, y que, con independencia de las distintas formas que podría adoptar, tiene siempre unos costos demasiado altos e inasumibles para la vida democrática.

(vi) Se destierra la posibilidad de que el legislador mexicano desarrolle regulaciones de contenido en cualquier materia o ámbito que pueda asociarse con la libertad de expresión.

(vii) No es viable que los límites a la libertad de expresión se hagan valer

mediante un mecanismo de censura previa, mediante un esquema legal que permite a una autoridad decidir discrecionalmente, en un ámbito canónico de proyección de la libertad de expresión (el debate político), qué es un mensaje legítimo y qué no lo es.

Esta tesis, pues, funda en realidad la garantía del «debate subversivo, escandaos o trivial»: nadie puede determinar qué es lícito censurar y que no, lo cual se ancla en la prohibición de la censura previa del debate político que propone al final de cuentas darle un significado relevante, más allá de la mera irracionalidad, a los escandalos políticos o subversivos. Se parte del supuesto de que éstos puede

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tener consecuencias nefastas para un político, poniendo fin a su carrera, mientras que en otros puede salir del alboroto prácticamente bien librado; pero lo importante sería que los escandalos (abusos y excesos en el mensaje propagandístico) tienen no solo relevancia personal en esta «prueba de credibilidad» de la reputación y confianza del hombre público, sino también social: pueden generan cambios significantes para la vida pública e institucional (Thompson 2001). Esta concepción, por lo tanto, se podría explicar bajo cuatro marcos teóricos, contrarios al principio del «debate razonado». Paso a destacar algunas notas que pueden explicitar la postura del «debate subversivo, escandaloso o trivial».

1. La teoría de la autonomía personal En primer lugar, el «debate subversivo» encontraría un fundamento filosófico en la libertad de expresión basada en la autonomía personal. Es una idea centrada en el individuo: la libertad basada en la autonomía exige la protección de todas las formas de expresión porque son parte de la realización individual que cada persona tiene derecho a elegir en una democracia. Así, el discurso extremista o xenófobo debería protegerse tanto como cualquier otro discurso racional o no (Rosenfeld 2004: 241). Pero también tendría una base colectiva: todas las personas tenemos el derecho a recibir cualquier tipo de información en el debate político, aunque sea distorsionada o irracional, para estar en mejores posibilidades de discriminar nuestras preferencias en el voto. El problema de la noción personal de la libertad de expresión, empero, se hallaría en que para algunos la dimensión unipersonal de centrar la protección únicamente en el emisor del mensaje propagandístico, puede dejar sin protección al receptor del mismo, sobre todo cuando el discurso dominante que emerge como autoexpresión de los poderosos pretende seguir oprimiendo a las voces disidentes, coartadas e ignoradas en el debate público: el efecto silenciador de Owen Fiss. Este cuestionamiento nos lleva de regreso a la tesis del «debate deliberativo» que —como he dicho— parte de la idea de proteger sobre todo a los electores (receptores), no a los emisores (elegible), de ciertos mensajes dominantes que sólo sirven para reafirmar el poder de unos cuantos a partir de la distorsión de las ideas por medio de las imágenes mediatizadas. 2. La teoría de la democracia como mercado Si fundamentamos la libertad de expresión en materia electoral con apoyo en la autonomía personal del que habla, principalmente, es porque podríamos estar dispuestos a entender a la democracia representativa como un intercambio libre de mercancías, tal como se infiere de la “teoría económica de la democracia” (Downs 1973). En efecto, este modelo ofrece una imagen mercantilizada según la cual toda acción política debe responder a un cálculo racional de costes-beneficios. En él los partidos se dedican básicamente a competir por los votos de sus ciudadanos: existe, por tanto, un interés decreciente por los problemas reales y aún menor por los

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valores políticos de fondo, afirmaría la crítica (Martí 2007: 13). Se trata pues de la tesis catch-all-parties en la terminología clásica (Kirchheimer 1969: 346ss.), en donde el partido se convierte en máquina electoral: líder es el que gana elecciones (Lamo 1996: 42); candidato es, por tanto, el que tiene mayor preferencia electoral, lo cual confirma el partido profesional-electoral (Panebianco 1990).

Huelga decir que la democracia como mercado se sustenta, también, en el

voto como elemento principal de la toma de decisiones democráticas. El voto constituye el comportamiento político democrático por excelencia: permite a los ciudadanos expresar sus preferencias individuales, preferencias que después van a ser agregadas para obtener la escala social de preferencias políticas que las instituciones deben maximizar. La formación de las preferencias pertenece al ámbito privado de cada individuo, como un ejercicio de su autonomía política. El Estado tiene que mostrarse neutral, por lo que no puede asumir ningún paternalismo o perfeccionismo sobre las preferencias individuales (Schumpeter 1984).

En consecuencia, los partidos políticos son vendedores de programas e ideas,

y los votantes son consumidores-compradores que al emitir su voto manifiestan tanto sus preferencias como adquieren para sí mismos un producto político. Como en el mercado, los agentes políticos son soberanos y libres; se presupone racionalidad en la persecución de sus fines y en la ordenación de sus preferencias. La libertad de los votantes contra la manipulación externa, junto con el de la estricta neutralidad de las instituciones al contenido de dichas preferencias, son los principios sagrados del modelo. Los votantes, por tanto, siempre actúan guiados por su estricto autointerés (Martí 2007: 66-7).

El desacuerdo, desde luego, puede guiarse por el «giro deliberativo» que plantea la democracia deliberativa (Elster 1988). Me interesa destacar sólo una idea: ¿en realidad habrá libertad del sufragio en una democracia basada en las reglas salvajes del mercado? Ese es el problema: si aceptara la hipótesis de que los mensajes propagandísticos (spots negativos) condicionan la libre elección por las imágenes falsas que distorsiona la voluntad de votar, entonces no sería muy plausible defender la concepción del mercado electoral porque sería un intercambio de votos coaccionado y no libre.

3. La teoría social del escándalo político Existe un marco conceptual interesante para entender al escándalo político —que se generaría por el lenguaje propagandístico— como teoría social, esto es, las expresiones subversivas y triviales habría que explicarlas como un fenómeno con cierto significado relevante en la construcción de una comunidad política, dado que se convierten en luchas que se libran en la esfera simbólica para la obtención del poder simbólico: poner en duda la prueba de credibilidad y veracidad de los dirigentes políticos, lo cual puede influir en la configuración de la calidad de nuestra vida pública (Thompson 2001: 26-7).

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En efecto, los políticos hoy en día son más visibles: se les examina con mayor atención en la sociedad de la información. Por tal razón, los escandalos políticos adquieren significado como pruebas de credibilidad en un contexto en el que la reputación y confianza son necesarias para obtener el capital político. Los escandalos mediáticos de las campañas políticas, consecuentemente, no solo pueden producir un impacto negativo o trivial en la vida pública, sino que sirven para poner en duda la conducta indebida de los políticos. El mensaje subversivo o escandaloso, por tanto, puede servir de acicate para el debate público: nos puede permitir evaluar los modos en cómo se adquiere y se ejerce el poder político, cuáles son los patrones de conducta aceptables de la vida pública y, sobre todo, las formas en que se pueden exigir cuentas en la esfera pública (Thompson 2001: 360ss.). Los escandalos, en suma, plantean interrogantes sobre el uso y el abuso del poder, sobre la reputación de los políticos y sobre la cambiante naturaleza de la vida pública. Esta teoría nos explica cuatro modelos que se pueden describir para entender el escándalo político. La «teoría de las ausencias de consecuencias» que nos dice que los escandalos son acontecimientos efímeros, en gran medida generados por los medios, que tienen poco o nada que ver con los factores que dan forma a la vida política. El escándalo tiene así un valor de mero entretenimiento pasional o morboso que carece de significado relevante para la vida pública. La «teoría funcionalista del escándalo», por su parte, nos señala que los escandalos pueden tener consecuencias importantes, pero que sirven para reafirmar y consolidar el status quo. Es decir, los escandalos son «rituales de absolución colectiva»: momentos en que los que una sociedad se enfrenta a las debilidades y a las transgresiones de sus miembros, momentos mediante los cuales, pasando por el proceso a veces doloroso de la revelación, la denuncia y el castigo, robustece las normas, las convenciones y las instituciones que constituyen el orden social. Dicho de otra manera: el escándalo es una forma secularizada del pecado. La «teoría de la trivialización del escándalo», por el contrario, nos dice que los mensajes escandalosos en la política tienden a socavar la calidad del discurso y el debate público, concentrando la atención de la gente en asuntos relativamente triviales y colocando las cuestiones importantes en los márgenes de la esfera pública. Los escandalos mediáticos representan, por tanto, la colonización del espacio público por las cuestiones personales y privadas irrelevantes, con lo cual se da el triunfo de los valores asociados con el entretenimiento trivial, en lugar de la preocupación por la argumentación y el debate racionales. La «teoría del escándalo como subversión», nos plantea la idea de que si las personas se entretienen es porque hay un rechazo a las normas dominantes y porque, además, al burlarse de ellas de forma abierta y exagerada, propone una especie de carcajada subversiva: alimentan el escepticismo hacia las estructuras de poder y permiten que aquellos que carecen de poder puedan expresar su enojo y su frustración mediante la burla de los infortunios de los poderosos para mostrar sus debilidades (Thompson 2001: 334ss.) Pues bien, ninguna de las cuatros teorías son satisfactorias en su totalidad, según John B. Thompson, por lo que propone la «teoría social del escándalo» para entender que este tipo de fenómenos políticos son luchas por la obtención del poder simbólico en las que están en juego la reputación y la confianza, por lo cual

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poseen esa significación en la esfera política, dada su capacidad de poder perjudicar la reputación que erosiona las relaciones de confianza de un político (Thompson 2001: 338ss.). El desacuerdo se puede encontrar en la argumentación de la tesis del «debate razonado». Si el debate lo simplificamos a escandalos, la calidad de nuestra democracia puede verse empantanada en cuestiones que, aunque puedan tener relevancia social para la prueba de credibilidad del político, no tienen significado relevante para construir la mejor decisión del voto, precedido por un debate deliberativo de ideas y no de pasiones parciales, falsas y autointeresadas. La crítica puede arrancar desde aquí. 4. La teoría liberal de la libertad

Finalmente, el liberalismo nos daría un fundamento para explicar el por qué

es importante que cada quien vote conforme a sus preferencias y no conforme a las razones. En efecto, la libertad de expresión se puede fundar desde dos perspectivas muy diferenciadas (Sunstein 1993: 17ss.): la del «mercado de las ideas» (marketplace of ideas) y la de un «sistema de deliberación democrática» (system of democratic deliberation). Existe, por tanto, dos explicaciones de por qué es importante votar. La «perspectiva de la preferencia» que retrata a los electores ejerciendo el papel de consumidores, y a los políticos que se presentan a elecciones ejerciendo el papel de proveedores o vendedores. La «perspectiva del juicio», en cambio, plantea que los votantes no son consumidores de paquetes políticos, sino controladores de calidad. No concurren para registrar sus preferencias individuales entre alternativas que se ofrecen, sino más bien registran su juicio sobre qué alternativa es la mejor para la sociedad en su conjunto: se trata de que alcancen una opinión concienzuda sobre los méritos de los candidatos (Pettit 2004: 128-9). Esto es: los electores basan sus preferencias en razones privadas o públicas. Su voto no tiene que ver con sus deseos personales; es más bien una cuestión de deber, están obligados a emitirlo de acuerdo a su mejor y más concienzuda opinión del bien público (Mill 1986). Pues bien, el modelo de la preferencia es el camino que ha tomado el liberalismo (Shumpeter 1966). El republicanismo busca la otra: el votar es importante porque el ciudadano internaliza los asuntos de gobierno, formando y expresando su punto de vista reflexivo acerca de lo que es conveniente para el bien público. Los votantes libres son controladores de calidad, no consumidores.

Sin embargo, el liberalismo defiende el principio del voto según el cual establece que las decisiones colectivas deben basarse en las preferencias individuales de cada uno de los ciudadanos, considerados como agentes racionales. El principio se mantiene neutral respecto a si las preferencias deber ser imparciales o autointeresadas, de modo que no asume ningún compromiso respecto del elemento subjetivo (Martí 2007: 47). Por lo tanto, la propaganda debería de estar exenta de un paternalismo informativo porque va a ser el ciudadano el que decida si tal o cual mensaje propagandístico lo convence o no para su voto. Según esta postura liberal, el principio de argumentación que consiste en un intercambio desinteresado de razones a favor de una propuesta u otra, en condiciones de absoluta igualdad, con la disposición a ceder ante la presentación del mejor argumento y con el objetivo compartido de tomar una decisión correcta (Martí 2007:

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49), resultaría incompatible con los mensajes propagandísticos de una campaña que, por esencia, son parciales, autointeresados y pasionales. Es claro, sin embargo, que los deliberalistas dirían que siempre será mejor votar a partir de preferencias previamente contrastadas por un proceso de argumentación, que hacerlo directamente sobre meras preferencias; pero el liberal regresaría a la carga diciendo: ¿para qué deliberamos con imparcialidad y objetividad, si al final votamos con nuestra pura voluntad? La dicotomía es clásica: ¿decisionismo-racionalismo? Llegamos pues al tema central que divide: el debate negativo, en tanto que para algunos liberales o republicanos, según los modelos que he tratado de justificar, podrán aceptar o rechazar un cierto tipo de propaganda negativa que no permita el libre voto o la libre deliberación racional: los golpes bajos. IV. La concepción del «debate negativo» Hasta aquí he repasado en realidad dos posturas rivalizantes entre sí sobre un tema central: el sufragio para que sea libre tiene que estar precedido de un debate deliberativo o liberal; ambas pretenden la libertad del elector y del elegido pero con intensidad, garantías y objetivos distintos. La diferencia central es que, por un lado, la primera exige la racionalidad en el anuncio, mientras que la otra, la versión subversiva, escandalosa o trivial, no le importa. Dicho de otra manera: por un lado, los que apuestan por la objetividad, imparcialidad y veracidad del debate en las campañas políticas, asumen la tradición política del republicanismo para defender la «libertad como no-dominación»; en cambio, los que sostienen que el debate no debe ser neutral sino parcial y hasta irracional es porque legitiman en el debate público cualquier forma de expresión personal, es decir, prácticamente se colocan en el liberalismo fuerte que apuesta por la «libertad como no-intromisión». Pues bien: el debate negativo es una tercera categoría que plantea problemas en ambas posturas. Un debate razonado o subversivo puede ser negativo o positivo. La cuestión es saber cuándo estamos en presencia de un mensaje negativo inaceptable, según las concepciones en disputa. En efecto, todo «debate deliberativo» o «subversivo» puede tener un contenido negativo: crítica al adversario y no propuestas de ideas o plataforma electoral. Empero: no siempre el debate negativo tiene que ser necesariamente irracional o trivial, deliberativo o subversivo. Ello va depender del contenido lingüístico o visual del mensaje según el contexto: si es para proponer (mensaje positivo) o para cuestionar algo (mensaje negativo), que son dos posiciones diferentes que pueden significar cosas diferentes según la audiencia, el lugar o el tiempo. La propaganda en el plano descriptivo, por tanto, puede ser positiva o negativa según el contenido propositivo o crítico del mensaje publicitario, a mi juicio. Pero hay tantas expresiones positivas como negativas como tantos contenidos triviales, subversivos, racionales, irracionales, etc. Es importante, pues, dejar en claro que esta concepción del debate negativo, no necesariamente se debe identificar de facto con el debate subversivo, ni tampoco que el debate racional es solo aquel en el que únicamente se expresan mensajes propositivos y limpios. La propaganda negativa, insisto, puede ser parte de un debate deliberativo o subversivo, según el contenido de mérito o demérito frente a sí mismo o el adversario. Esa es la noción que aquí utilizaré, diferente a clasificar la propaganda

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según la fuente que me parece un tanto inútil e infuncional14. Por lo tanto, las premisas para discutir el tema, a partir de casos, requieren contestar cuatro preguntas previas. ¿Qué es una propaganda negativa? En sentido general, la campaña negativa es la que ataca, cuestiona o crítica a un candidato opuesto, mientras que, por otra parte, las campañas positivas se basan en el lenguaje que, en lugar de negar o desestimar la virtud del otro, se funda en las propias fuerzas y méritos de las cosas y las personas, de tal forma que, por ejemplo, se habla sobre las políticas beneficiosas que adoptaría alguien si es elegido. Las campañas negativas, en consecuencia, se centran en las debilidades y fallos de la oposición: los errores que ha realizado, los defectos en su carácter o actuación, las malas políticas que ha llevado a cabo, etc. (Mayer 1996: 440-441). Las propagandas negativas son, pues, «frases, imágenes o mensajes que pretenden demeritar al contendiente mediante el cuestionamiento fuerte, intenso y crítico»; el anuncio positivo, por el contrario, «son los que buscan promover el mérito del candidato, partido o de sus propuestas». Las fuentes y los medios pueden ser de cualquier naturaleza: un candidato puede promover en un spot su vida en familia como ejemplar (propaganda positiva), pero su rival puede publicitar su escándalo marital (propaganda negativa). En fin, la diferencia entre una y otra estriba en el contenido del mérito o el demérito a posicionar, respectivamente. En segundo lugar: ¿toda propaganda negativa debe ser prohibida? No. Lo que la constitución mexicana prohíbe es un tipo de campaña negativa: la que denigra o calumnia. El juez tiene que significar cuándo se denigra o calumnia en una propaganda política conforme a contenidos aceptables para formular reglas de solución razonables. Pero la propaganda negativa que tiene por objeto el demérito del contrario, a través de críticas fuertes, sólidas e intensas, no esta por sí misma prohibida a menos que se califique como mensaje denigratorio o calumnioso prohibido. Ello es así, pues de lo contrario en el debate político no cabrían las críticas, lo que implicaría un empobrecimiento de la deliberación y supondría, en última instancia, un veda arbitraria que evitaría conocer al candidato y su propuesta que es objeto de la elección a decidir; es decir, sabríamos todo lo bueno, pero nunca lo malo o cuestionable. Es un absurdo. El debate negativo, por consiguiente, no suprime por sí mismo el discurso en las campañas políticas, porque una mayor crítica permite una cuidadosa y completa información sobre buenos y malos candidatos, sus calificaciones y sus posiciones (O’Neil 1992: 591). Dicho de otra manera: “si los candidatos son libres de retratarse a sí mismos como líderes o

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!14 En el caso PRI v. PAN Chihuahua [2007], el TEPJF ha acudido a una clasificación de la propaganda según la fuente, al decir: a) Propaganda blanca, cuyo origen proviene de una fuente abierta, transparente y bien identificada, con un contenido claro y conciso; b) Propaganda negra, cuyo origen confuso pretende pasar por amigo sin serlo realmente; y c) Propaganda gris, cuyo origen pretende hacer ver su neutralidad a pesar de provenir de fuentes enemigas y cuyo contenido pretende precisamente desinformar con informaciones falsas. Sin embargo, el concepto de propaganda negra que guarda relación con la noción que de ella se tiene en el panorama nacional, sostiene el TEPJF, es el que la define como: “un tipo de propaganda que se reconoce como propia de uno de los dos bandos de un conflicto, pero realmente corresponde al contrario. Se utiliza para distorsionar o criminalizar el mensaje del enemigo”.

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grandes pensadores o buenos gestores o altamente morales, entonces, sus oponentes deberían ser libres de contestar sus afirmaciones” (Mayer 1996: 446). En definitiva, la «fórmula voltaire» sostendría que «el que tiene derecho a promoverse tiene la obligación de no censurar el derecho del otro a cuestionarle.! Tercer premisa: ¿la denigración o la calumnia son propaganda negativa prohibida? Depende del concepto estricto o amplio de cada una de ellas. Estas categorías, en términos lingüísticos, plantean el problema del derecho a insultar al otro en una campaña política. Es decir: la denigración o la calumnia en materia política es, justamente, un insulto, pero habría que distinguir que «no todo insulto en una campaña debe prohibirse», porque «no todo insulto es una calumnia o denigración constitucionalmente prohibido». Entonces ¿qué tipo de insulto se prohíbe? Hay varias posibilidades, según las diferentes fórmulas que se puedan conceptualizar conforme al derecho constitucional, civil o penal. En principio, sin embargo, la base de todos los significados posibles tendrían que asumir ciertos principios que son esenciales: por ejemplo, si el insulto expresa un mensaje verdadero no se calumnia a nadie por más que se le desacredite (regla de la exceptio veritatis), pero si el insulto es sensible por difundir un dato personal sin consentimiento del interesado, por más que sea verdadero el mensaje se podría censurar (regla de la intimidad), salvo que tenga interés legítimo la ciudadanía para conocer esos datos por ser parte del debate público (regla de la relevancia pública). El juez electoral, por tanto, tiene que encontrar la mejor concepción constitucional del insulto prohibido porque en ella reside la esfera del lenguaje prohibido en una campaña política o electoral: el corazón de la libertad de expresión. No me detendré ahora en estas cuestiones que son parte más de la dogmática constitucional. Lo que me interesa destacar más es la reflexión de la filosofía constitucional que plantea el problema de que «no todo anuncio insultante, por ser engañoso, inventado o injurioso, constituye una denigración o calumnia que es parte de la prohibición constitucional». Alguien, por ejemplo, podría insultar a otro si tiene datos ciertos de su situación personal (relación homosexual), en la medida en que en el discurso público ese sea un tema relevante porque el aludido niega su situación personal para quedar bien con la mayoría del electorado que le exige expresarse en contra de los derechos de los homosexuales para ser políticamente correcto: «mojigato de doble moral», aunque constituya un insulto si en un contexto esa palabra es muy ofensiva, no creo que sea una frase relevante para prohibir un spot electoral en donde aparezca una foto verdadera en donde se evidencie tal cuestionamiento.

Una cuarta preposición preliminar. ¿Cuál es el debate negativo prohibido? Una primera aproximación es el discurso conceptual del TEPJF sobre la «propaganda negativa permitida», la cual se sustenta en la mayoría de los casos en las premisas siguientes:

(i) es válido cuestionar e indagar sobre la capacidad e idoneidad de los

candidatos, así como discrepar y confrontar sus opiniones, de forma que los electores puedan formar libremente su propio criterio para votar;

(ii) se admite un margen de tolerancia mayor cuando estén involucrados

cuestiones de interés público;

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(iii) las personas que ejercen funciones de carácter público deben gozar de un

margen de apertura a un debate amplio; y, (iv) por tanto, no toda expresión en la cual se emita una opinión negativa

implica una violación al debate. Esta es una noción de «debate negativo limpio». El problema es que la regla es

demasiado amplia que no permite ver lo que se debe prohibir. Habría que delimitarla mediante el acto a censurar: para saber todo lo que se permite, hay que significar lo que estrictamente se prohíbe en el lenguaje electoral. Entonces, ¿cuál sería el debate sucio e inaceptable? Hay una concepción también que desarrolla el TEPJF porque cierta propaganda negativa es un golpe bajo, dado que:

(i) evita debates públicos de altura, así como la exposición de las propuestas de

las plataformas políticas; y, (ii) genera una política trivial que se degrada en una escalada de expresiones

no protegidas o admitidas en la ley, esto es, cualquier expresión que implique “diatriba, calumnia, injuria, difamación o que denigre” a los sujetos protegidos (argumento del debate racional).

Nuevamente la tesis del «debate deliberativo». En Hank [2007], por ejemplo, el

TEPJF ha construido la regla de la propaganda negativa que se expresaría así: P1. Si la propaganda nada aporta a la formación de una opinión pública libre. P2. Sino que es la simple exteriorización de sentimientos o posturas personales y

subjetivas de menosprecio y animosidad. C. La misma debe prohibirse. Entonces: la cuestión clave radica en saber ¿por qué es importante identificar

el debate negativo según el contenido crítico inaceptable en una campaña política por ser simples insultos basados en posiciones personales? A mi juicio, hay cierta clase de propaganda negativa (mensaje crítico) que es el que puede servir, tanto para el debate deliberativo como subversivo, pero que no se puede permitir en una campaña electoral, pero no por la tutela de la racionalidad como lo sostiene el TEPJF, sino por el juego limpio en una elección libre que permita la voz de todos y, por ende, la misma posibilidad de ser escuchados por los demás (igualdad de voz y de escucha). El «debate negativo con golpes bajos» es el único que debe estar prohibido como concepción constitucional; por ende, cualquier otro «debate negativo» que, aún cuando puede representar contenidos insultantes por ser sucios, incómodos y fuertes, deben ser permitidos y, por ende, no suprimidos en el debate de una contienda electoral porque no afectan la voz ni la escucha de los participantes, independientemente de que la ley pueda imponer sus sanciones posteriormente: electorales, civiles o penales. El problema, empero, sigue siendo la orientación conceptual para determinar qué propaganda negativa es permisiva y

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cuál es prohibitiva. Veamos algunos casos en donde trataré de mostrar la zona prohibida de los mensajes denigratorios y calumniosos como golpes bajos. 1. Las campañas de violencia

¿Es válido difundir en un spot frases, imágenes o mensajes que provoquen violencia en una sociedad? ¿En un debate por el poder está permitido incitar a la violencia? Depende del tipo y del contenido del mensaje violento. En efecto, uno de los criterios más utilizados en la doctrina de la libertad de expresión para resolver estas cuestiones, reside en el «test del peligro presente y claro» (clear and present danger). La fórmula de la campaña prohibida sería: «los insultos que causen violencia deben limitarse en el debate público». En el caso Abrams v United States [1919]15, el juez Holmes pone como ejemplo claro la idea de que nadie tiene derecho a gritar falsamente “fuego” en un teatro lleno de gente, causando pánico, ergo, estarían limitadas las expresiones de violencia que causan el riesgo de toda una sociedad democrática.

Examinaré este criterio como punto de partida para los demás casos. 1. Notas sobre la doctrina del «peligro presente y claro» Esta regla del daño, por ende, desecharía el «debate subversivo» que genere o

pueda generar violencia. La cuestión es que, según esta doctrina norteamericana, los discursos subversivos con violencia, por el riesgo abstracto o concreto que acarrean, se estiman lesivos a los valores de la democracia.

En primer lugar, el caso Schenck v. United States [1919]16 inaugura la doctrina

del “peligro presente y claro” como límite para la libertad de expresión de los disidentes en tiempos de guerra. En efecto, durante la I Guerra Mundial, Charles Schenck, Secretario del Partido Socialista de Filadelfia, fue acusado de conspiración por violar la Ley de Espionaje de 1917 al intentar obstaculizar la reclutación y causar, asimismo, insubordinación en las fuerzas armadas. El hecho imputable consistió en la elaboración, impresión y distribución por correo de 15,000 folletos a los hombres elegibles para ir a la guerra. En las circulares, además de denunciar el mounstroso plan del sistema capitalista, instaba a los reclutas tanto a “no someterse a la intimidación” como a “hacer valer sus derechos”, pero sólo aconsejaba la acción pacífica porque decía que: “Si no hacían valer sus derechos, estarían ayudando a negar o menoscabar los derechos, infringiendo el deber solemne de todos los ciudadanos de los Estados Unidos”. Pues bien, la Corte Suprema de EEUU se planteo la cuestión: ¿si esas palabras estaban protegidas por la cláusula de la libertad de expresión prevista en la Primera Enmienda? El juez Holmes, hablando en nombre de la Corte, concluyó que dichas frases no estaban protegidas porque «todo acto depende de las circunstancias»; luego, la cuestión es si las palabras empleadas se utilizan “en tales circunstancias y son de tal naturaleza como para crear un "peligro presente y claro" que provoque males que el Congreso

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!15 250 U.S. 16, 630 (1919) (Holmes, J., disidente). 16 249 U.S. 47 (1919).

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tiene derecho a impedir”. Ergo: en tiempo de guerra, manifestaciones tolerables en tiempo de paz, no pueden ser permitidas por el riesgo que representan para la Nación. La jurisprudencia norteamericana, sin embargo, fue moldeando, bajo escrutinios estrictos o laxos, el criterio en casos posteriores. El test del «peligro presente» paso al criterio del «riesgo probable» (abstract and probable risk) en el caso Gitlow v. New York [1925]. Dicho de otra manera: la prueba de la “peligrosa tendencia” de las expresiones que pueden causar un daño futuro, es razón suficiente para sancionar la libertad del disidente. Los hechos del asunto revelan que Benjamin Gitlow, un socialista, fue detenido por distribuir copias del “manifiesto comunista” que pedía el establecimiento del socialismo a través de huelgas u otra acción de la clase trabajadora. Él fue acusado por el delito de anarquía que castiga la promoción del derrocar el gobierno por medio de la violencia. El hecho determinado de la acusación consistía en que aquél había defendido, asesorado y enseñado el deber, la necesidad y la conveniencia de derrocar el gobierno por la fuerza, la violencia y los medios ilícitos; así como haber impreso, publicado y distribuido el documento llamado “La Edad Revolucionaria” que contenía dicha promoción de derrocamiento. La defensa alegó, en esencia, que no debía sancionársele porque no se había generado un daño claro y presente: el manifiesto comunista no causó ninguna acción de huelga, por ejemplo, para lograr el derrocamiento o la revolución comunista. No hubo prueba, por tanto, de ningún “efecto resultante” de la expresión. La Corte Suprema sostuvo, empero, que sí se podía prohibir dicha expresión porque constituía una «mala tendencia»: dar lugar a la acción peligrosa para la seguridad pública, a pesar de que las declaraciones no creen el peligro claro y presente. La línea argumentativa, por tanto, se sintetiza a partir de las tesis siguientes: (i) Las expresiones no eran una mera expresión de la doctrina filosófica, sino que era el lenguaje de una incitación directa. (ii) La libertad de expresión no protege al que pide el derrocamiento del gobierno por la fuerza. (iii) La salvaguarda de las instituciones constitucionales es el eje sobre el que la libertad de prensa descansa; luego el derecho a la libertad de expresión no da derecho a destruir prácticamente esas instituciones. (iv) El peligro inmediato no deja de ser real y sustancial, porque el efecto de un determinado enunciado no se puede prever con exactitud. El Estado no está obligado a medir el peligro de cada una de las palabras. (v) El Estado no está obligado, finalmente, a aplazar la adopción de medidas para su propia paz y seguridad, hasta que el disidente realice perturbaciones reales de la paz pública o de peligro real e inminente, por lo que es válido suprimir la amenaza de peligro desde la primera chispa. Esta doctrina del «riesgo abstracto y probable» reduce, en consecuencia, la exigencia conceptual y probatoria hasta llegar a un simple peligro como en el caso

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Chaplinsky v. State of New Hampshire [1942]17. En él Walter Chaplinsky, un testigo de Jehová, insultó en público al alguacil de la ciudad con expresiones como “maldito estafador” y “maldito fascista”. Fue detenido y condenado en virtud de una ley de New Hampshire que consideraba ilegal que cualquier persona, para dirigirse a otra, expresará cualquier frase ofensiva, irónica o molesta en un lugar público. La Corte Suprema dijo que las palabras que pueden generar una pelea (fighting words) no están protegidas dado que “suelen causar heridas o incitar a una inmediata ruptura de la paz”. Más allá de la línea de la injuria, lo interesante aquí es la ilicitud de las «frases de pelea» que, aunque no promuevan una incitación directa a un comportamiento prohibido, caen dentro de una categoría especialmente protegida por un interés estatal relevante que tiene por objeto evitar el quebrantamiento de la paz. La tesis de la peligrosidad es clara: ningún disidente puede expresar una palabra obscena, irónica u ofensiva en público porque puede ocasionar una alteración al orden público. En el caso Dennis v. United States [1951]18, por otra parte, la Corte Suprema señaló que “el éxito o la probabilidad de éxito” del peligro, como lo es el derrocamiento de un gobierno, no era necesario para justificar las restricciones a la libertad de expresión. En 1948, efectivamente, once dirigentes del Partido Comunista en EEUU, se les acusó de conspirar por enseñar y promover el derrocamiento del gobierno. En una decisión de seis a dos, la Corte consideró que había una diferencia entre la mera enseñanza de la filosofía comunista y la activa y militante promoción de esas ideas; ergo, si la promoción crea un “peligro claro y presente” que amenazaba el gobierno, por la gravedad de las consecuencias de un intento de golpe, es válido entonces restringir la libertad de los disidentes aún cuando no exista el éxito o la probabilidad de éxito del derrocamiento. La gravedad del mal, por tanto, compensa la falta de probabilidad de que se cause, de tal manera que no es necesario que el daño sea inminente ni inmediato: el Estado no debe esperar a que se ejecute el golpe; puede actuar en contra de todo grupo que adoctrine a sus miembros para derrocar al gobierno. Una aplicación más estricta del criterio, no obstante, se encuentra en el caso Branderburg v. Ohio [1969]19, en el cual se realizó una distinción entre abogar e incitar. La Corte dijo: “las garantías constitucionales de la libertad de expresión y la prensa libre no permiten al Estado prohibir o proscribir la defensa del uso de la fuerza o la violación de la ley, excepto cuando esa defensa está dirigida a incitar o producir una acción ilegal inminente, o es probable que incite o produzca esa acción”. De esta forma, la fórmula del peligro no debe limitar la mera trasmisión de ideas, sino su grado de conexión con la previsible violencia. Esta es la «prueba de la incitación» en los mensajes que se desprende del debate Holmes v. Hand (Schwartz 1994).

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!17 315 U.S. 568 (1942). 18 341 U.S. 494 (1951). 19 444 U.S. 447 (1969).

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En estos casos existe una nota común: el estado de peligrosidad que limita o no la libertad de expresión, según el grado de causación o riesgo a tutelar20. Estos supuestos plantean, también y sobre todo, los problemas de la ejecución de los actos idóneos y unívocos para lograr el resultado prohibido: ¿hasta dónde se sanciona la tentativa del peligro improbable? ¿Es válido limitar al disidente que no materializa los actos de ejecución del daño? La «prueba del daño claro y presente» se flexibiliza en la medida en que el juicio de peligrosidad se amplía hacia la concepción del derecho penal autor: reprochar hasta los malos pensamientos que expresan una ideología, una forma de ser, pero que no se llevan a cabo por la inidoniedad o inexistencia de actos tendientes para lograr la lesión al bien a tutelar. No por ello el test del “peligro claro y presente” encuentra explicación en la teoría penal de la tentativa (Petrie 1952: 453; Schwartz 1994: 217), pero en la medida en que se relaja el concepto se puede llegar a excesos de restringir la libertad de los disidentes violentos por tentativas inidóneas, imposibles o inexistentes. Me parece, en consecuencia, que se pueden traer a colación los conceptos del delito de tentativa punible para solo limitar a los disidentes que exteriorizan, en parte o en todo, la conducta unívoca e idónea para producir el resultado prohibido. El disidente, por el contrario, cuyos actos sean insuficientes para producir el daño claro y cierto, no debería estar sujeto a la restricción de su libertad: es difícil pensar que porque alguien exprese su disenso en contra de la política antiterrorista de Bush II, le llame asesino y torturador, se derroque el gobierno norteamericano. Habría que mostrar buenas razones y suficientes. Pero si un protalibán circula un folleto para hacer de nuevo el 11-S, ¿hay que prohibirle su derecho a la libre expresión? 2. La «prueba de incitación» en el spot transformer

¿Cómo operan estas reglas para el contexto del debate electoral mexicano? En PAN v. PRI Tamaulipas [2007] se prohibió el conocido spot transformer porque, a juicio del TEPJF, su contenido era violento por utilizar términos como: “defiéndete ante la amenaza”, “castiga a este enemigo, defiéndete, destrúyelo, aniquílalo”, sumadas a la imágenes agresivas y denostativas al adversario, las cuales incitaban a la destrucción del adversario al mostrarlo frente a la opinión pública como una amenaza y como enemigo, todo lo cual, a decir del TEPJF, implicaba la intolerancia a la divergencia de opiniones que es un valor intrínseco a la democracia que es necesario tutelar en el contextual actual (Hernández Cruz 2009).

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!20 En México, el caso Witz [2005] es un ejemplo de sancionar en forma desproporcional y excesiva la libertad de expresar frases o palabras obscenas o peligrosas en un poema que cuestionan a la bandera como símbolo patrio. No hay prueba alguna de daño real e inminente: ni la bandera ni la nación sucumbieron por el buen o mal gusto del poema. Más bien el régimen de libertades se dañó por sancionar al poeta, cuando la SCJN, por mayoría, justificó la sanción penal por la mera peligrosidad de su autor: su forma de pensar (Carbonell 2006; Díaz Aldret 2007; López Salas 2007). El caso Presidente Legítimo [2007], por el contrario, denota la concepción distinta: el TEPJF justificó la libertad del disidente, el cual se autonombra “Presidente Legítimo” en unos spots propagandísticos en donde expresa su posición política sobre una reforma de interés nacional, sin que, por lo demás, exista motivo suficiente para considerar que dicha frase constituya una denigración a la institución presidencial por los diferentes significados que tiene la frase. En el primer caso, según la SCJN, se ultraja a la bandera por decirle groserías en un poema; en el segundo se honra a la libertad del disidente porque no denigra a la institución presidencial.

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Disiento de esta formula de solución. El «test del lenguaje violento» (violent speach) no sólo debe verse en clave formal (frase o imagen violenta), sino también contextual y real respecto del daño o peligro a causar (gravedad de la incitación probable). Las frases, imágenes o mensajes violentos son insuficientes si, como hemos visto, no causan daño o peligro real y concreto a partir del «test de la incitación» (advocacy of unlawful action): el grado de conexión con la previsible situación violenta a provocar. En realidad si una mira el spot transformer lo encontrara seguramente de muy mal gusto (mala edición, poca imaginación y mucha insensatez), lo cual puede producir disenso o consenso: unos estarán en desacuerdo que un candidato se exprese así tan absurdamente, y otros sí aceptarán esta forma de hacer campaña porque logre atraer, para bien o para mal, la atención del electorado. Pero esta forma de expresarse que formalmente pudieran tener frases e imágenes violentas, no me queda claro de que contextual y materialmente sean relevantes para producir un escenario electoral de violencia (por ejemplo, que a causa de dicha publicidad algunos militantes de un partido hayan “castigado, aniquilado o destruido al enemigo”), por lo que si no había elementos claros de una situación de violencia producidos por el spot, me parece que dicha propaganda mal hecha debe quedar sujeta a la valoración del electorado porque, a mi juicio, es un insulto que no debe ser prohibido en tanto que no es un hecho grave causante de violencia ni riesgo a la misma de manera inmediata y necesaria21. 2. Las campañas de odio ¿Es válido difundir un spot que incite al odio? Podrían expresarse mensajes negativos: «no voten a los judíos porque son una raza impura»; «no voten a los negros porque son delincuentes»; «no voten por los gitanos porque son guarros». O bien se podrían proferir en sentido positivo: «vota por la raza árida porque es superior»; «vota por los blancos porque son los únicos dotados». Las campañas de odio pueden o no causar violencia, pero aquí el problema más bien es evaluar el «test del peligro presente y claro» en relación a la causación del odio constitucionalmente inaceptable. Es decir: en toda contienda electoral existe o puede existir, entre los rivales, un cierto odio tolerable en sus discursos: el de izquierda rechaza aversiva e ideológicamente a la derecha. En una campaña política, por ende, se pueden mostrar frases fuertes e intensas para descalificar una propuesta de ambas corrientes ideológicas: mientras uno exprese su odio a las drogas por el daño a las personas, el otro las puede tolerar por el principio de libertad; ambos sin embargo pueden proferirse, en el debate de la legalización de las drogas, palabras e imágenes hostiles que hagan notar el odio entre sus posturas para hacer valer su derecho a convencer al electorado. Pero, ¿existen ciertos odios que resultan inaceptables en las campañas? !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!21 Transformers es una línea de juguetes que presentan, por un lado, un robot humanoide, y por el otra, una versión variable que se transforma en otra cosa según la característica del modelo. Se han hecho comics, caricaturas, series de televisión, video juegos y películas. Los contenidos son los mismos: lenguaje violento y hasta destructivo. Lo paradójico en México es que estos mensajes de los transformers se permitan a la niñez como parte de su derecho a la recreación libre, pero a los adultos se les prohíbe escucharlos en medio de una campaña electoral por los límites a la libertad de expresión. Cuando eres niño lo puedes ver, pero cuando creces ya no. Es un absurdo.

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1. La doctrina del lenguaje del odio

La doctrina de los jueces norteamericanos sobre el «lenguaje al odio» (hate speech) plantea el problema de la palabra hostil que se expresa para desprestigiar o discriminar a una persona o grupo de personas discriminadas. Es la violencia verbal motivada por prejuicios raciales, sexistas o de otro tipos, que son moralmente condenables, pero la regla judicial de la libertad de expresión reside en el derecho a la libre expresión de ideas, sin importar cuan desagradable resulte la expresión o humillación. En el caso R. A. V. v. St. Paul [1992]22, por ejemplo, los hechos fueron los siguientes. Un par de adolescentes quemaron una cruz en el jardín de una familia de raza negra. Este acto se consideró una violación a una ordenanza municipal que prohíbe colocar en propiedad privada o pública “palabras o símbolos que insulten, provoquen violencia o inciten a la ira, alarma o resentimiento en otros por razón de raza, color, credo, religión o sexo”. Uno de los menores, Ronald Viktora, argumentó que la ley violaba su derecho de libre expresión. La Corte Suprema consideró inconstitucional esta regla prohibitiva. La opinión del juez Scalia se dirigió a la naturaleza y el alcance de la licencia gubernamental para regular la lucha contra las palabras. La Corte dijo que las restricciones gubernamentales sobre el uso de las palabras de pelea no pueden ser selectivas a restringir sólo a los que transmiten un determinado tipo de mensajes ofensivos. La regla municipal, por tanto, se calificó como constitucionalmente deficiente porque prohibía el insulto en algunas direcciones, pero en otras no. Según la norma en cuestión, por ejemplo, se podía hacer un cartel diciendo “todos los anti-semitas son hijos de puta”, pero no se podía decir que “todos los judíos son hijos de puta”. Luego, la Corte Suprema dijo que el gobierno no puede dar una licencia a un contendiente para permitir un estilo libre en un debate polémico, mientras que para el otro se le prohíbe. Es decir, la Corte sostuvo que la ley debe tipificar como delito todas las palabras de pelea, no solamente a un subgrupo especial elegido por el gobierno. Las leyes que prohíben este tipo de palabras, por lo tanto, deben ser de contenido neutral para soportar el escrutinio constitucional. Esta lectura liberal en sentido fuerte, sin embargo, encuentra su crítica desde la teoría de los grupos oprimidos. La noción de lenguaje del odio se caracteriza como un «mensaje de inferioridad, dirigido hacia grupos históricamente oprimidos y es acosante, odioso y degradante» (Matsuda 1988-1989: 2357). Es decir, el lenguaje del odio estigmatiza a una persona adscribiéndole un conjunto de cualidades constitutivas que son vistas de forma extendida como altamente indeseables, de tal forma que los poseedores de esas cualidades son despreciados, degradados, considerados como no bastante normales, tratados con desprecio, incluso demonizados (Pareck 2006: 214). Por tanto, el lenguaje del odio dirigido a los grupos oprimidos debe prohibirse, no solo porque es un mal intrínsico o un ruido insostenible que no sirve para la deliberación, sino, sobre todo y principalmente,

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!22 505 U.S. 377 (1992).

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porque silencia la voz de esa minoría oprimida en el debate político. Esta interpretación se centra en las precondiciones necesarias para el autogobierno y el debate público, las cuales deben garantizar la igual participación de los miembros de las minorías aportando sus puntos de vista, luego entonces, si se admiten las visiones estigmatizantes el problema ha resolver radica en determinar si ese tipo de lenguaje, en lugar de ampliar el debate, tiene el efecto opuesto: «silenciador» (Fiss 1996: 27ss.). Existen dos posibles respuestas. La primera se centraría en la idea de garantizar la demanda de esos grupos minoritarios para tener una verdadera oportunidad de participar en el debate público: lo que importa es su libertad de expresión que se ve disminuida o restringida por el odio mayoritario. En cambio, la posición contraria afirmaría que la censura del discurso racista es inaceptable porque excluye del discurso público a los que no están de acuerdo con una forma particular de igualdad (Post 1990-1991: 304). La polémica es clara: si es aceptable censurar un determinado discurso del odio dirigido únicamente a una minoría oprimida, entonces esa minoría sí tiene derecho a insultar o denigrar a la mayoría no-oprimida ni estigmatizada en menoscabo de sus derechos, ergo, la mayoría no tendría derecho a expresar sus convicciones que insultan a la minoría, pero ésta sí que podría hacerlo para remover su silencio. 2. La cuestión de las palabras de odio en el TEPJF

¿Cómo opera la doctrina del lenguaje del odio en el caso mexicano? En López v. Calderón [2006b] se planteo dos temas interesantes. El primero conocido como el spot “Cállate Chachalaca” cuyo contenido era sustancialmente el siguiente: aparecía una pantalla oscura con la palabra Intolerancia y una voz decía: “Esto es intolerancia”; luego entraba a cuadro el Presidente de Venezuela, Hugo Chávez y decía: “Presidente Fox, no se meta conmigo caballero porque sale espinado”; enseguida aparecía la imagen de López Obrador y un sonido que decía: “Cállese ciudadano Presidente”, vuelve a aparecer una imagen de él y se escucha un eco: “Cállate Chachalaca”; posteriormente aparecía en letras rojas la palabra “NO; No a la intolerancia”.

¿Callar al rival con una frase chusca23 es un insulto de odio inaceptable?

¿Utilizar esa imagen pública para ridiculizar al adversario con ello es un lenguaje del odio por mostrarlo como intolerante? El test judicial que orientó la decisión de la licitud de dichas expresiones propagandísticas, se centraron en cuatro premisas:

(i) si cumplían o no con la finalidad de presentar a la ciudadanía la

candidatura de alguno o algunos de sus candidatos;

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!23 Chachalaca es un ave de la familia de los crácidos, cuyo nombre científico es Ortalis vetula y cuya característica principal es emitir un grito (una repetición estridente de su nombre). En la elección presidencial de 2006, López Obrador le dijo “callate chachalaca” al presidente Vicente Fox, por su permanente intromisión pública en el debate electoral. Luego el PAN utilizó esa imagen para mostrar a López Obrador como un sujeto intolerante (peligroso para México), lo cual fue cuestionado por éste por provocar supuestamente el odio hacia su persona.

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(ii) si propiciaban la exposición, desarrollo y discusión ante el electorado de los programas y acciones fijados en los documentos básicos y de la plataforma electoral;

(iii) si generaban presión o coacción en los electores; y, (iv) si contenían alguna expresión que implicara diatriba, calumnia, infamia,

injuria, difamación o que denigre a otros candidatos o si, por el contrario, la eventual crítica que presentan, se realiza en el ejercicio de la garantía de la libertad de expresión.

En el spot “Cállate Chachalaca” existe un argumento judicial interesante respecto del hecho de calificar a una persona como “intolerante”, lo cual podría constituir un mensaje dirigido a denostar a alguien, pero como sostiene el TEPJF, no deja de ser una apreciación y valoración de carácter estrictamente personal de quien la experimenta y cuya demostración fáctica es imposible o bien controversial. Por lo tanto, cuando una propaganda contiene esos elementos subjetivos, ello no implicaría que la ciudadanía los tuviera por válidos, pues es justamente en ejercicio de la potestad de autodeterminación, que el electorado puede analizar el contenido de los mismos y en su óptica, determinar si los hechos efectivamente se adecuan o no a la realidad histórica. Esto es: el TEPJF se apartó de las tesis republicanas del debate deliberativo, para dejar la decisión de la decisión al elector bajo una premisa de libertad de no-intromisión. Por otra parte, en este mismo caso López v. Calderón [2006b] se presento un mensaje que se cuestionó como denostativo y discriminatorio, al imputarle a uno de los candidatos que era “un peligro”. En efecto, se presentaron tres spots en donde se calificaba a “López Obrador como un peligro para México”. El disenso era que se pretendía declarar ilícita dicha frase porque buscaba, según el PRD, generar miedo en la población al emitir el mensaje de que votar por dicha opción política podría representar una serie de situaciones negativas para el electorado. El TEPJF, sin embargo, consideró que esos mensajes no afectaban la libertad del sufragio: partió nuevamente de una fundamentación de debate subversivo, al decir que “el alcance o impacto del mensaje expresado no puede ser determinado en forma uniforme, pues en primer término, ello dependería de la subjetividad del receptor, y en segundo lugar, la sociedad en general, al percibir dicho anuncio, puede, en pleno ejercicio de su facultad de autodeterminación, tomar o no por válido lo allí mencionado, con miras al proceso electoral”. Dicho de otra manera: el TEPJF consideró que si López Obrador era o no un peligro a la Nación, iba a ser una ponderación de cada ciudadano en su voto directo y secreto.

En el caso Peña [2007], por el contrario, la imagen personal de un candidato

aparece en una revista en la que se distorsiona su rostro y se altera el texto utilizado en su propaganda electoral, con la intención clara de cuestionar la buena fama y consideración que los demás tienen de él. El mensaje de odio era exhibirlo como un ladrón por la historia de su partido. El TEPJF propone tres reglas:

(i) No es válido alterar indebidamente la imagen. La imagen se encuentra alterada:

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se conserva los rasgos fisonómicos de la persona, pero hay una distorsión ridiculizante y burlona respecto de su persona, porque se le sobrepone un antifaz, unos colmillos y la parte frontal del cabello en punta hacia abajo. Se trata de una ridiculización de la persona con la cual se demerita su imagen, ya que al sobreponerle antifaz, colmillos y la parte frontal del cabello en forma de punta, el sentido común indica que se le pretendió denostar con la caracterización propia de un ladrón y/o vampiro.

(ii) Las expresiones que no se refiera al cargo público son inconducentes: el test de la

relevancia pública. Las expresiones textuales contenidas como críticas no se refieren a la gestión desarrollada como funcionario público. Las expresiones “Gerardo Penas”, “Sigamos robando a Reynosa”, “Precandidato a Pelele Municipal” y “Como funcionario permitió que un grupo delictivo robara en las arcas del Ayuntamiento … Tiene tres años viviendo en nuestra ciudad y quiere ser alcalde de los reynosenses. ¿Lo vas a permitir?”, frases que según el TEPJF, lejos de constituir una crítica a la gestión del candidato como funcionario público, implican más bien expresiones que atentan contra la imagen del citado candidato.

(iii) La imagen distorsionada no es un contenido lícito de la propaganda: el test de la

finalidad de la propaganda. El TEPJF dice: la imagen en cuestión evidencia una conducta ilegal que exterioriza sentimientos o posturas personales y subjetivas de menosprecio y animosidad que no se encuentran al amparo ni de la libertad de expresión ni contribuyen al correcto funcionamiento armónico de la vida democrática.

Otro ejemplo. En el caso PRI v. PAN Chihuahua [2007] en donde se analizó la

licitud del spot conocido como “El que no tranza no avanza”, el TEPJF razonó que en él existe el lenguaje propagandístico inaceptable de asociar imágenes de animales para cuestionar al adversario, por lo que si la propaganda plantea la finalidad de empañar, ante el electorado, la imagen un partido, ello no es lícito: se acusaba a un partido de promover la idea de que para alcanzar el progreso, debe haber ‘transa’, y esta palabra, de acuerdo con la Real Academia Española, es una locución que en nuestro contexto se le vincula con la trampa, lo tramposo y lo embustero. Pero además los personajes que aparecen en el spot cubren sus rostros con diversas máscaras de animales, tales como lobos, perros y cocodrilos; brujas o demonios, personajes que, por su propia naturaleza, provocan sentimientos de temor, rechazo, desconfianza, perturbación, aprensión, entre otros, para el receptor del mensaje, con lo cual se emiten frases, opiniones y juicios de valor tendientes a engañar al auditorio destinatario.

En cambio, en el caso PRI v. PRD [2004], conocido como el spot de la

roqueseñal24 se invierte la regla: toda imagen pública que no se altera sino se muestra tal cual para cuestionar un hecho de relevancia pública, debe ser

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!24 En México se le conoce como una señal obscena (meter los puños hacia dentro) en donde el líder de la bancada priísta en la Cámara de Diputados, celebra jubilosamente el aumento del 50 por ciento del Impuesto al Valor Agregado, cuando el PRI era gobierno y lo aprueba por mayoría.

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permitido. El PRI, en efecto, había cuestionado el contenido del spot difundido por el PRD por considerar que le causa perjuicio al denigrar la imagen pública de un militante que era Senador de la República. La cuestión era si el spot constituía una campaña de odio hacia los priístas por aumentar los impuestos. El contenido del spot era: “¿Te acuerdas del I.V.A.? Los priístas nos lanzaron la roqueseñal. Aumentaron el I.VA. del 10 al 15 %, sin importarles la economía familiar y ¡éste es el cambio! El gobierno de Fox propone cobrar I.V.A. en alimentos y medicinas pretendiendo lucrar con el hambre y el dolor. ¡No te dejes engañar! El PRI y el PAN son lo mismo. Es tiempo de la Esperanza”. El TEPJF dijo: (i) la propaganda hace alusión a un hecho histórico relacionado con el aumento al Impuesto al Valor Agregado, sosteniendo que los priístas lo aumentaron del 10 al 15%, tema que es de interés general en virtud que los impuestos son contribuciones que las personas físicas y morales están obligadas a cubrir, por lo que las discusiones que realizan las fuerzas políticas sobre la conveniencia o no de aumentarlo o imponerlo siempre llama la atención del público; (ii) se emplea la imagen de Roque Villanueva captada al momento en que se dio dicha aprobación en la Cámara de Diputados, la cual fue destacada por varios periódicos de circulación nacional. También se incluye la imagen del entonces Presidente Ernesto Zedillo Ponce de León en un pódium, publicada en un diario en esa misma fecha. Tales imágenes no fueron modificadas o manipuladas en el spot; sólo aparecen exactamente como fueron publicadas. En consecuencia, son imágenes de funcionarios públicos, que fueron tomadas en diversos eventos y algunas fueron publicadas en algunos diarios de circulación nacional; (iii) en el spot se cuestiona que dicho aumento se dio sin que al PRI le importara la economía familiar. Destaca, además, la intención del PAN en ese momento político de cobrar IVA en alimentos y medicinas, por lo que se compara las actitudes asumidas por el PRI y el PAN respecto al aumento de los impuestos, sosteniendo que son lo mismo por la tendencia que tienen a incrementarlos; (iv) el mensaje, por tanto, si bien tiene un alto contenido crítico, no puede ser censurable porque sólo destaca las posturas asumidas por dos partidos públicamente sin calificarlas, con lo cual se permite a la ciudadanía calificar esas conductas; (v) no se utilizan calificativos contundentes para denostar la imagen de los partidos. Sólo se utiliza la imagen del ciudadano Roque Villanueva captada al momento en que se aprobó el aumento del IVA, sin que se haya manipulado la misma, con el fin de mostrarlo en una actitud distinta a la que asumió; y, (vi) consecuentemente, si la propaganda es una forma de comunicación persuasiva, que trata de promover o desalentar actitudes en pro o en contra de una organización, un individuo o una causa; con el propósito de ejercer influencia sobre los pensamientos, emociones o actos de un grupo de personas para que actúen de determinada manera, adopten ciertas ideologías o valores, cambien, mantengan o

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refuercen sus opiniones sobre temas específicos y que se caracteriza por el uso de mensajes emotivos más que objetivos, tales expresiones críticas son válidas. Pues bien, ninguno de los casos citados me parecen que son de la suficiente gravedad para limitar el discurso político. Ninguno de los partidos en la lucha de frases constituyen minorías sin voz. En todo caso las frases proferidas implican insultos que, a mi juicio, no causan ningún daño o riesgo grave que generen violencia u odios estigmatizantes e injustos que menoscaben el ejercicio de los derechos de las personas o partidos insultados. El problema tiene que ver más bien con la protección del derecho al honor e imagen pública: ¿es válido acusar a un candidato distorsionando su imagen o estigmatizando a su partido (corrupto, transa, obsceno, etc.) para denostar su honorabilidad y credibilidad? Más adelante analizaré este tema que tiene que ver con el test de la relevancia de las personas públicas. 3. Las campañas ridiculizantes En el caso Hank [2007], por el contrario, se plantean tres spots interesantes en donde se ridiculiza al candidato adversario. En el primero, por ejemplo, el spot del teléfono aparecía la imagen de una silla de madera al lado de una chimenea y sobre la silla un chaleco de color rojo con las letras “H” y el número “7” (Hy7) de color negro. En lo que se amplía la toma suena el teléfono y se escucha la voz de un hombre que dice: “Gracias por hablar al corporativo H y 7 nosotros le patrocinamos todo jajajajajaaaa, para comprar gente marque uno, animales exóticos marque dos, para comprar jóvenes marque tres, para comprar partidos políticos marque cuatro, para comprar candidatos marque cinco, para convertir Tijuana en San Diego marque seis, para comprar restaurantes de comida china y hacerlos casas de gobierno marque siete, para comprar su voto marque ocho, si como para mí, la mujer es su animal preferido jejejajaaaaa, me encanta marque nueve y para comprar gente como extras para mis anuncios marque cero y nuevamente muchas gracias por marcar recuerde yo lo compro todo jajajajajaajajajaja”. En este caso el TEPJF dijo que dichas expresiones guardan una relación indiscutible con el desenvolvimiento del proceso electoral, pero que dirigían fundamentalmente a demeritar la imagen del candidato frente al electorado, porque se refieren a actos ilegales, como son la compra de votos, partidos políticos y candidatos, pero también en torno a conductas reprochables en la sociedad. Luego: el mensaje tenía como objetivo primordial empañar, ante el electorado, la imagen del candidato, máxime que no se advierten otras expresiones que pudieran orientarlo como una crítica a ciertas medidas de gobierno, ni al programa de gobierno propuesto por el candidato cuestionado. Por tanto, el TEPJF concluye diciendo: “el referido spot resulta contrario a la normativa electoral, dado que si bien no se emplean frases intrínsecamente vejatorias, deshonrosas u oprobiosas, lo cierto es que el contexto de las expresiones formuladas, sólo tienen por objeto la denigración del candidato”. Me parece desatinado el criterio. El TEPJF en todo caso debió haber justificado qué frases resultaban falsas por imputarse hechos delictivos, pero no decir que estas frases que estaban dentro del debate público como hechos notorios

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(que dicho candidato compra todo, que prefiere como animal a las mujeres, que le gusta coleccionar animales exóticos, etc.), “aunque no sean ilícitas por calumniosas o difamatorias, deben prohibirse porque buscan denigrar al candidato” según el TEPJF, justamente porque —como hemos visto— el debate subversivo o escandaloso tiene por objeto poner en duda la reputación y confianza que merezca un candidato por ciertos hechos que sean parte del debate público. Es decir: el electorado debe decidir si quiere o no a una persona como representante con ese tipo de significaciones que se le cuestionaron. Es más atinado, a mi juicio, el razonamiento del TEPJF respecto a los spots del voceador y de las mujeres. En el primero, por ejemplo, mostraba la opinión de una persona que se presenta desarrollando la labor de “voceador”, quien expresa que le parece una ironía que a Hank Rhon le hubiera afectado una ley que propuso su propio partido. El TEPJF sostuvo que las expresiones que se le imputaban al candidato en el sentido de que “me tiraba al suelo a llorar”, “me hacía la víctima” y “ya no llore”, eran palabras cuya connotación no afecta la imagen del candidato, pues no califica ni incide directa ni indirectamente en alguna conducta específica del candidato, en tanto que no se trata de imputaciones inaceptables. Pero si el TEPJF hubiera sido congruente con su anterior razonamiento en torno al spot del teléfono, aquí en el del voceador hubiera podido también decir que aunque no son notoriamente ilícitas esas frases, si son palabras que buscan denigrar al candidato para mostrarlo como una persona “llorona”. Ergo: debió también prohibirlas.

En el caso del spot de las mujeres, por su parte, se mostraba la imagen de una

mujer hablando con Hank Rhon. Le cuestiona cuál es su animal favorito, a lo que él contesta: “la mujer, indiscutiblemente”. Después aparecía la frase “¿Confías en él?”, al mismo tiempo que se escucha una voz femenina diciendo: “y todavía hace unos días este señor volvió a declarar que la mujer es su animal preferido, no señor candidato, las mujeres no somos animales, ni de chiste, en verdad de corazón, ¿usted confía en él? yo tampoco”. Pues bien, el TEPJF dijo: (i) la posición asumida por los autores del spot, se sustenta en un hecho objetivo que es una declaración del propio candidato en el sentido de que “su animal favorito es la mujer”; y, (ii) ergo, se trata de una crítica razonable respecto de la manifestación realizada por el aludido candidato, sin emplear en modo alguno expresiones que resulten impertinentes, innecesarias o desproporcionadas para explicitar la crítica que se formula. Me parece que, salvo el spot del teléfono, el TEPJF hace lo correcto en permitir un lenguaje ridiculizante y ríspido que tiene por objeto demeritar al candidato por sus conductas, hechos o reputaciones públicas que deberán ser juzgadas por los electores, dado que son expresiones que el electorado debe valorar a favor o en contra. En todo caso las palabras más sospechosas son las que afectan la intimidad. Esto nos lleva a un problema que habría que analizar por separado: la relevancia pública de la vida privada de los políticos.

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4. Las campañas sobre la vida privada de los candidatos La vida privada de las personas que compiten por el sufragio popular en una elección democrática, plantea el problema de ¿qué datos, hechos o conductas de la esfera íntima, personal y familiar de aquéllas se pueden expresar en un debate político o electoral? Es decir: ¿qué se puede decir y que no de la vida privada de un candidato o persona vinculada con el debate político o electoral?

Esta cuestión se puede mirar desde tres posiciones que corresponden a los

tres protagonistas del mensaje: el emisor, el receptor y el aludido. Por un lado, en efecto, el rol del «receptor del mensaje» (elector-votante) reclama el derecho de conocer en mayor medida a la persona que pretende su representación política: si alguien busca el voto de otro, necesita que éste conozca a aquél (quién es, cómo piensa y qué hace tanto en su vida personal como pública) para decidir su preferencia personal, con lo cual para muchos siempre será válido y necesario el saber ciertos elementos de la vida privada del candidato, tales como su ideología sensible, pertenencia a clubes privados sospechosos, congruencia familiar, honestidad patrimonial, enfermedades que pongan en duda su capacidad de gobernar, amistades peligrosas, adicciones, comportamientos sexuales indebidos, etc., que al final de cuentas pueden ser relevantes en un determinado momento a fin de deliberar la decisión personal de sufragar, sobre todo cuando los votantes “seleccionan lo que han de tener en cuenta en la evaluación de un candidato” (Thompson 1999: 185). Se trata de la «prueba de la coherencia» entre la vida privada y la pública: si lo que promete lo puede cumplir porque es congruente. Por otra parte, se encuentra la posición del «emisor del mensaje» (competidores y apoyos: candidatos, partidos, simpatizantes y adherentes) que expresan el derecho a investigar y difundir información personal del político adversario para cuestionar su reputación e imagen. La «prueba de credibilidad» a partir de la difusión de «escandalos políticos» (Thompson 2001), puede ser un elemento clave para configurar la representación política que requiere de la confianza de los electores que deciden, en parte, con base en la imagen, trayectoria y reputación del elegido, lo cual hace necesaria cierta información personal para valorar esos atributos, méritos o virtudes que pueden orientar el voto. Finalmente, la posición del «aludido en el mensaje» (el candidato o persona destinataria) que argumentará su derecho a proteger su vida íntima para no ser discriminado de manera injusta en una elección: el voto libre —para muchos— sería el principio a garantizar para evitar información manipulada, falsa o irrelevante para el debate público, dado que la información personal sólo concierne al individuo, sea para beneficiarlo o perjudicarlo en su ámbito interno pero sin referencia hacia el exterior. Se trata, pues, de la «prueba de la intimidad»: independencia absoluta “sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su espíritu” de la persona, ya que “cada uno es el guardián de su propia salud, sea física, mental o espiritual” (Mill 1977: 69ss.). De la concepción y prevalencia de estos tres intereses y la forma de pacificar sus tensiones en cada caso concreto para aclarar sus límites, se podrá encontrar algunas pistas para responder al problema de la propaganda de la vida privada de los políticos, siempre que sea relevante para el debate público dentro de una campaña política. Pues el criterio para la legitimidad de las intromisiones en la intimidad de las personas públicas, no es nada más la veracidad, sino principalmente el de la relevancia pública del hecho

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divulgado, es decir, que su comunicación a la opinión pública, además de ser verdadera, resulte ser de interés o necesaria en función de la relevancia pública del asunto sobre el que se informa (O´Callaghan 1991: 92).

Existen, a mi juicio, dos formas de aproximarnos a este debate a partir de la

configuración de dos principios: el de «intimidad uniforme» y el de su «reducción». En primer lugar, en efecto, el punto se orienta hacia el análisis de la relevancia de la vida privada de los funcionarios públicos: ¿tienen derecho a la vida privada?, se pregunta Owen Fiss (2008) para comenzar a desarrollar este tema. Después de afirmarse como válido el derecho de los políticos a ser dejado solos en lo que concierne a su esfera intocable por el «principio de intimidad uniforme», la cuestión se traslada a determinar “cuándo debe someterse a escrutinio público la vida privada de un funcionario” (Thompson 1999: 188), a partir del «principio de la reducción de la intimidad».

1. El «principio de intimidad uniforme» ¿Los funcionarios del Estado deben tener derecho a la intimidad? Esta es una

polémica clásica. En la República de Platón, por ejemplo, se niega la intimidad de los guardianes que deben gobernar en aras de crear la unidad del Estado: la finalidad del Estado es beneficiar a toda la sociedad y no solamente hacer feliz a una parte de ella. Sócrates objetó en principio esta idea porque consideraba que los guardianes no podrían ser felices si abandonan los placeres de su vida íntima, pero al final se adhirió a la postura de la publicidad de la vida pública ya que la felicidad de éstos no tendría mucho sentido, en tanto que gozan de una mejor y más honorable vida que la del resto de los ciudadanos (Platón 1988: 419a, 464b-466d, 519e-520a). Aristóteles, igualmente, consideraba deficiente la vida privada de los guardianes, pues ésta sólo sería necesaria para satisfacer las necesidades del cuerpo, pero no para resolver las demandas de la razón y de la actividad política (Aristóteles 1970: 1252a-1253b, 1263a-1263b).

Pues bien, la primacía de lo público que hace que cada funcionario se sienta

continuamente vigilado por el «ojo público» (Rousseau 1989), nos lleva a una concepción de la publicidad de la vida privada de los políticos: el Panóptico de Bentham25, aplicado a los candidatos, que puede llegar a ser una trampa —como lo afirma Michel Foucault—, porque implicaría la negación del derecho a ser dejado solo a cualquier representante popular. Éstos deben tolerar las intrusiones a su vida privada, porque tiene mayor valor el derecho de conocerlos desnudos y al descubierto para justificar la confianza que otorga el ciudadano cuando vota por aquél. Ahora bien, por más que el voto tenga que ser informado para saber quién

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!25 El panóptico es un centro penitenciario ideal diseñado por Jeremy Bentham en 1791, por encargo de Jorge III. El concepto de este diseño carcelario permite a un vigilante observar (opticón) a todos (pan) los prisioneros, con la ventaja de que éstos no pueden saber si están siendo observados o no; todo lo contrario, por supuesto, a la idea del calabozo que bajo la oscuridad le permite al reo cierta intimidad. El panóptico de la esfera política implicaría una bola de cristal sobre la cual los ciudadanos podrían observar cualquier conducta de sus representantes para mantener la confianza en ellos depositada.

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es el candidato, lo cual explica en cierta medida la necesidad de la publicidad del círculo privado del político, siempre habrá, sin embargo, la idea de reservar ciertas conductas para que prosperen sus vidas (Fiss 2008). Es decir: así como el voto tiene que ser secreto para que pueda ser libre, también la vida personal del funcionario tiene que ser reservada para poder ejercer con libertad sus decisiones personales. Si bien los políticos de hoy deben someterse a un grado de pública inspección que excede en gran medida al que la mayoría de sus predecesores tuvieron que soportar; ello no nos debe llevar a subestimar la angustia personal y el perjuicio arbitrario que esto puede causar de manera injustificada (Thompson 2001: 372). Dicho de otra manera: los representantes, efectivamente, no deben tener persianas para ocultar lo público, pero de vez en cuando les debe ser permitido apagar las luces. No tienen, por supuesto, un derecho absoluto a la privacidad que prescinda del derecho a saber de las personas (Fiss 2008: 322); empero, no dejan de tener absolutamente el derecho a ser dejado solos en las cosas propias que son relevantes para el cargo público.

Existe al menos cierta tensión entre la transparencia que esperamos de la

gestión pública y la protección de la vida privada del representante. Éste, como cualquier persona, tiene derecho a la privacidad. Puede, incluso, ser tanto más importante en cuanto que está más expuesto, por su notoriedad, a la humillación y al desprestigio injustificado. Pero ¿porque importa proteger la intimidad de los funcionarios? Dennis F. Thomson (1999: 188ss.), nos ofrece algunas respuestas sobre el valor de la vida privada de los funcionarios que debe ser protegida, al decir que la intimidad:

(i) contribuye a la libertad al asegurar que los individuos puedan

comprometerse en ciertas actividades, libres de toda observación, intromisión o amenazas inhibitorias;

(ii) respalda la equidad e igualdad de oportunidades, al garantizar que las

actividades irrelevantes al cumplimiento de los deberes públicos no incidan en la posibilidad que tiene un individuo de obtener un cargo en el gobierno;

(iii) el funcionario, como cualquier individuo, necesita de mantener una

imagen propia, independiente de su reputación oficial, a fin de garantizar momentos íntimos y familiares que requieren una protección especial;

(iv) si no se respetara la intimidad de los funcionarios, habría muchas personas

no ortodoxas y sensibles que se desinteresarían por la función pública, perdiéndose la posibilidad de una mayor competencia y diversidad que dichas personas pudieran aportar a la función pública;

(v) respetar la intimidad del funcionario induce a respetar la de los

ciudadanos; y, (v) la calidad de la deliberación pública se rebaja cuando la exposición

sensacionalista de las actividades privadas desplaza la discusión de cuestiones sustanciales de la política.

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La «cláusula de igualdad» entre las personas impone, por tanto, el «principio

de intimidad uniforme» que predica la idea de proteger la vida privada que consiste en aquellas actividades que se conocen, observan o en las que se interviene sólo con el consentimiento de la persona. Es decir: la intimidad “es el derecho a controlar la información acerca de sí mismos” (Thompson 1999: 186). La intimidad, en efecto, construye el “ámbito de desenvolvimiento interior como instrumento imprescindible para el pleno desarrollo de la libertad individual (Herrán 2002: 19), en la que se forja la personalidad del sujeto y desarrolla, por ende, su libertad para elegir sus creencias, sentimientos y normas de conducta (Puente 1980: 925ss.). El concepto volitivo de intimidad es clave aquí: queda reservado al conocimiento ajeno aquello que la propia persona decide preservar, y no únicamente lo que objetivamente pertenece a su fuero interior y, por tanto, a nadie interesa conocer ni desvelar, por lo que la intimidad de un funcionario como del que no lo es, implica el derecho a ser dejado en paz para vivir su propia vida sin intromisiones injustificadas de terceros (Urabayen: 1977). Dicho de otra forma: la libertad de decisión respecto a la apertura de sus cosas propias se refiere por ello a un doble aspecto de la intimidad que vendría dado por la posibilidad de encerrarse y de dejar estar encerrado (Fariñas 1983: 327ss.), de tal forma que faculta a la persona en su libre desarrollo a que ejerza con plena soberanía los más variados actos de su vida personal. Ello es lo que haría posible la formación de una individualidad única y exclusiva, de una personalidad propia (Aznar 1996: 352): el poder de decisión de la persona respecto a su vida privada (López 1996: 193), pero también el respeto a la voluntad de cualquier persona como ser libre e independiente, en la medida en que dicha voluntad no afectará ni causará un perjuicio a los demás (Herrán 2002: 25).

En suma. El hecho de que un funcionario es de suyo una persona pública no

implica renunciar a la vida privada (Rebollo Delgado 2000: 136). No se trata de verdad a la sociedad, sino de discreción al ser particular (Savatier 1959, 283). Es un derecho por igual para todas las personas: no se pueden hacer distinciones a priori. Pues si bien el círculo íntimo puede variar según la persona en razón de su profesión o cargo y, esencialmente, por la proyección pública que tenga o que pueda tener su actividad (O´Callaghan 1991: 90). Lo cierto es que las disminuciones de la intimidad no niegan por completo un ámbito reservado para los representantes populares que no es relevante para el ejercicio de sus deberes y funciones públicas.

2. El «principio de reducción de la intimidad» Pues bien, el ámbito de la intimidad de la persona pública tiene dos

dimensiones. La que constituye a su entorno público, en la que el sujeto está restringido a favor de la información o libertad de expresión. La otra que es la intimidad propiamente dicha, no expuesta a limitación y que, por ende, no tiene relación con su actividad o cargo público (Rebollo Delgado 2000: 136-7). Dicho de otra manera: surge en torno a la persona pública un derecho a la información del que es titular la comunidad (Vidal Martínez 1984: 136).

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En efecto, en ocasiones la vida privada de una persona pública puede tener consecuencias de interés para todos. No son irrelevantes, por tanto, algunos datos personales para evaluar la honestidad, su coherencia, credibilidad o su profesionalismo. Para evitar el tráfico de influencias, la corrupción o el manejo indebido de los recursos públicos, por ejemplo, es necesario conocer con anticipación el patrimonio de los funcionarios, sacrificando con ello la intimidad de las personas. Ningún funcionario corrupto, por ende, puede verse beneficiado de la opacidad de la intimidad, para hacer de sus fechorías un lugar de impunidad en perjuicio de la sociedad. Nadie tiene derecho a robar por más que lo haga en la intimidad. La intimidad no es una patente para delinquir, es un derecho para ejercer la libertad personal sin perjuicio de los derechos de los demás.

La intimidad de las personas, en consecuencia, nunca debe ser un pretexto

para silenciar la ilegalidad, pero tampoco la publicidad de la información es el pretexto para desnudar lo que debe ser nada más de las personas, su intimidad. Por tal razón, cuando planteamos este problema en el debate electoral nos preguntamos, como lo hace Owen Fiss, si ¿desearíamos tener como presidente a una persona que tuviera un hijo ilegítimo?, ¿si le votaríamos a una persona que tuviera amante?, ¿si en tiempo de guerra eludiera el servicio militar?, o de plano ¿si aceptaríamos otorgarle nuestra confianza a alguien que usara habitualmente drogas? (Fiss 2008: 314). Existe pues la pretensión legítima del ciudadano de conocer ámbitos personales de sus representantes populares que tengan relevancia social (Rebollo Delgado 2000: 136). Se trata de personas, a decir de algunos, que han buscado la publicidad y la han admitido, de modo que, por razón de sus propios actos no pueden rechazarla: su actividad se ha convertido en pública y no pueden exigir que en lo sucesivo sean considerados como asuntos privados, ya que la prensa dispone de un derecho, que suelen reconocer las constituciones, al informar al público de los temas que tienen interés general (O´Callaghan 1991: 91). Dicho de manera diferente: quien acepta un cargo público asume tácitamente y en parte el riesgo de la exposición pública (Fiss 2008: 315). Esto nos lleva a una pregunta: ¿quién es la persona pública? Es aquella que por sus actos, su fama o su modo de vida, o por haber adoptado una profesión que confiere al público un interés legítimo en sus actividades, se han convertido en personajes cuya vida tiene una esfera pública para desarrollarse (López Díaz 1996: 67). Son personas públicas, pues, porque ejercen o van a ejercer funciones públicas, o bien, resultan implicadas en asuntos de relevancia pública, obligadas por ello a soportar un cierto riesgo de que sus derechos subjetivos de la personalidad resulten afectados por opiniones e informaciones de interés general. La persona pública se diferencia de la privada en el terreno de la intimidad, porque el contenido del derecho en la primera, es menos amplio que en el caso de la segunda (Rebollo Delgado 2000: 136). No puede decirse que su honor sea distinto, pero queda debilitado frente a la crítica, informaciones y expresiones, en aras del interés general (O´Callaghan 1991: 68). Es una consecuencia, negativa y positiva, implícita en el concepto de personaje público o con relevancia social.

En tal sentido, los ciudadanos en virtud de su derecho a la información veraz,

pueden conocer los datos pertenecientes a la intimidad de las personas que gozan

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de una proyección pública (O´Callaghan 1991: 70). Las posibilidades de vulneración o de intromisión son mayores que las que sufre un sujeto cualquiera, que las que sufre un persona pública. La difusión de noticias o hechos que tienen un interés general por el conocimiento de lo verdadero (Rebollo Delgado 2000, 137), aunque sean datos personales, son o pueden ser públicos porque su conducta afecta a una generalidad mayor o menor de ciudadanos, con lo cual tienen el derecho a conocer el dato de su círculo íntimo; datos que por supuesto sean verdaderos, ya que si son falsos la persona tiene derecho a proteger su honor, pero si son ciertas, su intimidad se diluye, se difuma en beneficio de los ciudadanos a quienes afecta su actividad pública: el círculo íntimo se proyecta a un núcleo de ciudadanos que, al verse afectados, no se les puede oponer la barrera de aquel círculo, porque ya no es exclusivamente íntimo, sino que los puede afectar (O´Callaghan 1991: 90-1)

Ahora bien. ¿Por haberse optado libremente ser una personalidad pública,

debe soportar un cierto riesgo de lesión de sus derechos de la personalidad? Owen Fiss al analizar este tema afirma que la visibilidad de los representantes públicos obedece esencialmente a cuatro imperativos de la democracia: (i) la rendición de cuentas como condición esencial para que toda la sociedad esté totalmente informada de las actividades de sus mandatarios;

(ii) el interés de evaluar la forma de ejercer el poder, sobre todo de aquellos

que conforme a la ley están dotados de un poder discrecional que puede afectar a los ciudadanos por la toma de sus decisiones públicas;

(iii) el significado simbólico del cargo público: el gobernante no solo debe

ejercer adecuadamente el poder, sino también le corresponde ser un ejemplo contrastable por todos, porque encarna con su representación política los más altos ideales de una Nación, y la única forma de saber si merece o no nuestra admiración y respeto es teniendo la oportunidad de conocer los hechos de su vida. Dicho de otra manera: el derecho de la gente de concibir cómo prefiere a sus representantes; y,

(iv) las libertades de expresión y de prensa aseguran que todos los ciudadanos

dispongan de la información necesaria para evaluar correctamente el desempeño y el carácter de los servidores públicos (Fiss 2008: 313-318).

Estas cuestiones de la privacidad de los políticos también adquieren

relevancia en el contexto de la propaganda electoral: se cuestiona ciertas conductas personales que pueden tener o no relevancia para la vida pública. Es un tema que puede ser recurrente en las campañas y que, en muchas ocasiones, no quedan claros los criterios que se siguen para determinar cuándo una información de la vida privada puede ser pública y, por tanto, válida para ser utilizada en una propaganda política. Describamos un ejemplo que ha sido controversia en sede judicial.

3. El caso de los exámenes antidoping

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En muchas ocasiones cuando se convierten en discurso de campaña política, la vida personal de los candidatos o de las personas cercanas, se afirma que estos ataques son poco legítimos en la lucha política, trivializan las campañas electorales y, por ende, desatienden los asuntos realmente importantes. Sin embargo, lo que suele valorarse en los políticos es la coherencia de sus comportamientos privados y sus valores públicos. La prueba de credibilidad, como he dicho, es un elemento que forma parte del debate público: las personas tiene derecho a conocer y censurar, en su caso, la coherencia o incoherencia entre lo privado y lo público de un personaje que los quiere representar. Veamos, pues, una cuestión polémica.

La SCJN en Distrito Federal [2008] determinó que era inconstitucional exigir a

un candidato que tenga la exigencia de hacerse un antidoping y que, por supuesto, su resultado se haga público. El TEPJF al opinar sobre el tema dijo: la norma constituye una intromisión indebida en la vida privada de los candidatos, toda vez que no se advierte que la realización de exámenes antidoping y, sobre todo, la publicación de sus resultados tengan alguna finalidad vinculada con hacer efectivo algún otro derecho fundamental, o bien, para el cumplimiento de los principios que rigen el procedimiento electoral. La divulgación pública de información relativa a la vida privada de una persona puede afectar el derecho a la honra del sujeto de quien se trate, porque es posible que la citada información altere la concepción que del afectado tienen las demás personas. Y por tanto, el TEPJF argumentó: “no se advierte de qué manera contribuyan a formar una opinión pública mejor informada, dado que no están relacionadas con cuestiones del desempeño público de los candidatos, sino que más bien están dirigidas a exponer públicamente una condición de salud que se debería quedar en el ámbito privado de cada persona, dado que la propia Constitución federal prohíbe actos de discriminación basados en la condición de salud de las personas”. Por lo tanto, la Corte afirma que el hecho de hacer del conocimiento público esa condición de salud de algún candidato podría generar una actitud de rechazo o discriminación que produciría efectos perniciosos en la equidad de la contienda electoral, dado que existiría la posibilidad de que esa información sea retomada por sus adversarios como una estrategia de propaganda política para desacreditar al candidato de que se trate, máxime que en la legislación electoral no se establece qué tipo de drogas serían materia del examen y tampoco se hace remisión a alguna otra legislación que permita conocer cuáles serían.

Un disenso. El estado de salud, a mi juicio, es un dato relevante para que

cada ciudadano pueda discriminar por el principio soberano del voto. Lo que la constititución prohíbe son las discriminaciones injustificadas. Me parece que a todos nos interesa saber si al que vamos a elegir es o no un adicto a las drogas y, en general, si tiene o no buena y suficiente salud para representarnos en la toma de las decisiones públicas. No sólo por el hecho de satisfacer un morbo determinado, sino sobre todo por la valoración personal que cada persona tiene derecho a hacer para decidir si le da el voto o no a una persona con problemas de salud: enfermedad, adicción o consumo de drogas. Si con base en esa información cierta, alguien resulta cuestionado en un debate político, es algo que debe soportar en la medida en que sea veraz el dato divulgado a fin de que el ciudadano elija libremente si quiere o no a una persona con esos antecedentes personales.

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Por ejemplo: ¿será válido entonces que un ciudadano conozca el expediente

clínico de su representante que le permita saber su situación mental? Me parece que sí. Un dato clínico que permita evaluar la personalidad del gobernante, es una información relevante para determinar libremente si escoges o no a una persona que esté apta para tomar decisiones públicas trascendentales, por sus problemas de estabilidad mental o su situación general de salud personal. Ernesto Garzón Valdés recuerda que en 1973 en la Argentina dos médicos llegaron a la conclusión de que el candidato presidencial padecía arteriosclerosis y pericarditis. El pronóstico era que si asumía el poder no viviría un año. El 61% lo eligió presidente, pero murió al año siguiente. Su esposa asumió el poder y fue un hecho que desencadeno una de las mayores tragedias de la historia de la Argentina. Los protagonistas eran Juan e Isabel Perón. ¿Pueden ser parte del debate político esos datos personales? Si. El interés de la representación política exige conocer si el representante está en condiciones físicas de gobernar.

Por consiguiente: si en un debate electoral un candidato expresa datos

personales sobre la salud del otro que sean relevantes para que el electorado evalúe dicha situación para que, entre otros datos, sean parte del debate electoral, me parece, por tanto, razonable que una ley exija un examen antidoping. Me parece que el adicto no necesariamente está descalificado en su capacidad para gobernar, pero no tiene derecho a ocultarlo porque el ciudadano es el que debe tener la última palabra de elegir o no a un adicto. IV. El «debate libre». Notas preliminares

¿Cuál es la mejor concepción del debate político en los procesos electorales?

Hasta aquí he apuntado los modelos, planteado las cuestiones y lanzado algunas provocaciones. Esta polémica depende en gran medida de la tradición filosófica que cada sistema político adopta como principio rector de la libertad de expresión para regir el debate en la conformación de la representación política. La versión norteamericana sería la más permisiva de todas: todo o casi todo se vale, mientras que la mexicana se ubica en un modelo limitativo que, según la concepción a justificar, podría ser más o menos tolerable a los discursos que contengan insultos fuertes en las campañas políticas. El grado de tolerancia al «discurso beligerante, escandaloso o trival», depende, además, de la cultura democrática de una sociedad. En las campañas norteamericanas, por ejemplo, es normal el juego sucio que demerita al rival. En los sistemas parlamentarios de algunos países de la Unión Europea, por lo regular, es también normal mirar el debate ríspido e intenso entre el Jefe de Gobierno y la oposición: permanentemente se insultan, agreden e injurian en tribuna parlamentaria. Estos discursos de pelea en la arena política, aunque algunos puedan desagradar o molestar por rebajar la calidad deliberativa, realmente no constituyen un problema en esos sistemas políticos a grado tal que se cree una insostenible polarización de la sociedad: los políticos no son clases débiles que, por una ofensa, insulto o agresión verbal, pierdan su derecho a ser oídos; lo que pueden perder en todo caso si salen mal librados de un debate vigoroso es, justamente, su credibilidad, coherencia o respetabilidad, capital simbólico que es

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imprescindible para pretender gobernar. Es cierto que si la política se vuelve nada más bravatas discursivas se reduce la posibilidad de crear un espacio público, razonable, deliberativo y virtuoso, para la solución de los problemas comunitarios, pero en muchas ocasiones, esas palabras ofensivas, son parte de la política que necesita de esa pasión de mensajes que hace que las palabras sean desmedidas o desproporcionales a la hora de defender una ideología, propuesta legislativa o plan de gobierno. El debate insultivo, por tanto, puede detonar el debate de temas de interés público cuyas posiciones partidistas no son tan claras sin esas luchas de mensajes en una campaña. El caso mexicano, por consiguiente, es una página en construcción: no queremos ser tan liberales como los norteamericanos, pero tampoco queremos aceptar lo que es obvio en la política: los insultos discursivos para un debate libre de las ideas, sin reservas ni tapujos.

¿Cómo definir pues el modelo más adecuado? Existen ciertos criterios un

tanto universales que forman parte del núcleo esencial de la libertad de expresión como derecho fundamental. Uno de ellos es, justamente, «no limitar el discurso político sin causa que lo justifique». ¿Qué entendemos como causa justificada para arbitrar las intromisiones a la libertad de expresión en una campaña electoral?, es el problema a tratar. En efecto, la constitución mexicana impone una obligación a los partidos y a sus candidatos: abstenerse de frases denigratorias o calumniosas. Esto quiere decir, en primer lugar, que en el discurso de la propaganda electoral no todo se vale, para bien o para mal. Este es un mandato constitucional. Es decir: nuestra concepción constitucional no permite concepciones absolutas en la libertad de expresión. El juez electoral, por ende, debe asumir una lectura de restricción para casos excepcionales: decidir cuándo una propaganda electoral se califica como discurso constitucionalmente prohibido por ser denigratorio o calumnioso. La lectura de los casos judiciales que hemos analizados advierten una cuestión: antes de la reforma constitucional [2007] que impuso esta regla de propaganda prohibida, el juez realizaba el mismo test de licitud de la propaganda negativa conforme a una legislación secundaria más abierta y extensa que la actual. Es decir, los verbos prohibitivos eran mayores, tenían un alcance más amplio: no solo era denigrar y calumniar, también eran conductas prohibidas el infamar, difamar, diatribar e injuriar26. Luego entonces, el mensaje constitucional, a mi juicio, es claro: sólo denigrar o calumniar está prohibido. No pueden ampliarse más prohibiciones. Esta situación hace que la norma fundamental se tenga que leer bajo un «escrutinio estricto»: no es aceptable que el juez electoral, como lo hace muchas de sus sentencias, conceptualice la denigración o la calumnia en sentido general para prohibir todo mensaje que pueda deslustrar o descreditar al rival. Una doctrina más coherente, sólida y comprometida con los derechos humanos debería de empezar, desde luego, por fijar los contenidos esenciales de ambas categorías prohibitivas, para luego orientar sus diferencias específicas que permitan determinar cuándo estamos en caso de una denigración y cuándo en una calumnia. Un «debate libre»,

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!26 El artículo 38 de la legislación electoral mexicana, anterior a la reforma de 2007-8, decía que los partidos tenían como obligación: “Abstenerse de cualquier expresión que implique diatriba, calumnia, infamia, injuria, difamación o que denigre a los ciudadanos, a las instituciones públicas o a otros partidos políticos y sus candidatos, particularmente durante las campañas electorales y en la propaganda política que se utilice durante las mismas”.

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en consecuencia, exige una posición del juez más leal con este tipo de «interpretación estricta, limitada y proporcional» que delimite cánones de interferencia constitucionalmente aceptables.

En segundo lugar, se debe tener en cuenta que el derecho a la libertad de

expresión implica «el derecho a insultar», salvo que el insulto constituya una denigración o calumnia que afecte el sufragio o la vida privada de las personas a tutelar. La denigración, a mi juicio, se debe prohibir solo cuando las palabras impliquen un «ataque sensible a la dignidad de la persona» (palabras racistas o violentas fuertes) que ponga en riesgo claro y presente el bien jurídico a tutelar (la no-discriminación o la no-violencia) a favor de un partido o una institución, mientras que la calumnia, por su parte, debe prohibirse solo cuando consista en una «acusación falsa y grave de un delito que afecte la esfera de la intimidad, el honor o la imagen de la persona pública que, desde luego, no sea relevante para el debate político o electoral». Fuera de esta fórmula restrictiva, me parece que aunque las frases sean bruscas, chocantes, desproporcionales o desmedidas, el discurso político o electoral con palabras de pelea no debe prohibirse por el test del debate razonado. En muchas ocasiones, mientras esos insultos no constituyan afectaciones denigratorias o calumniosas que causen daño o riesgo grave al sufragio o a la intimiad de las personas, no creo que resulte aceptable restringir el habla de esas palabras en campañas electorales. El censor, en todo caso, será el electorado a partir de su voto soberano. La representación política es una figura tan pública que exige el permiso a las personas para que hablen e insulten lo que quieran, para que otras puedan votar como quieran. De lo contrario, deberíamos empezar a anular los votos en donde el elector haya discriminado injustamente a los posibles elegibles por razones injustas. Dicho de otra manera: si el votante puede asumir cualquier móvil para votar (justo o injusto), en principio el que va a ser votado tiene derecho a convencer a ese otro para que discrimine a su favor o en su contra. Es decir: no es razonable censurar un discurso político porque no cumple con las exigencias del debate deliberativo (objetividad, imparcialidad y veracidad), si al final de cuentas el procedimiento de la decisión le corresponde a un sujeto parcial y autointeresado (elector) para favorecer o perjudicar, racional o irracionalmente, a otro sujeto parcial y autointeresado (partido y candidatos).

En tercer lugar, el juez electoral mexicano debe constatar sus concepciones

que adopta. Si al final se ha convencido por el debate deliberativo como premisa fundamental, la coherencia de su argumentación exige que tenga probado razonablemente el por qué la palabra que prohíbe afecta la libertad del sufragio o la calidad deliberativa. En ninguno de los casos analizados, me parece, el juez electoral ofrece datos ni argumentos suficientes para demostrarlo. Las diferentes lecturas de un mensaje electoral pueden ser muy distintas, tal como lo hizo el TEPJF en el caso del Presidente Legítimo [2007] con las diferentes interpretaciones que en México pueden darse en relación con la frase utilizada por López Obrador para denostar al actual presidente, pero no se trata de saber tan sólo cuántos significados semánticos, textuales, visuales o contextuales pueden tener una propaganda, sino que, principalmente, se trata de saber si ese spot político o electoral en concreto afectó o no la libertad del sufragio, tanto del que es elegible por silenciar su voz, como de los que van a elegir por no escuchar al silenciado,

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todo lo cual restringió la libertad e igualdad en el debate político o electoral. En tal sentido, el TEPJF debe requerir de pruebas técnicas, especializadas y empíricas que le aproximen a determinar con mayor precisión el significado más plausible del mensaje a censurar, sobre todo porque, por lo regular, cuando el TEPJF conoce de un asunto ya tiene la posibilidad de medir los efectos de los mensajes durante una campaña política, porque su revisión en la mayoría de los casos es ex post. No debe, pues, quedarse el TEPJF con su propio análisis subjetivo y abstracto de la bondad o maldad de las palabras que estime razonable limitar. En suma, si el debate de la propaganda a prohíbir tiene efectos negativos en la deliberación pública, como la provocación de la violencia, el odio, el abstencionismo, la polarización social, la afectación injusta de la intimidad, la nula contribución para el debate, etc., son cuestiones que el juez debe argumentar y probar.

Es claro que los jueces electorales en México, por el marco constitucional

vigente, continuarán conociendo de este tipo de controversias. Las campañas de contraste se intensificarán entre los partidos porque ahora el debate, por un lado, es el regreso a los Pinos del partido que gobernó casi todo el siglo pasado (PRI), pero por el otro, el partido en el gobierno (PAN) tendrá dos sexenios de desgaste en el poder presidencial que lo colocará en serios cuestionamientos, mientras que la izquierda (PRD, PT y Convergencia) pretenderá aprovechar estos colisiones para posicionarse como una tercera alternativa. Por ende: la posibilidad del insulto estará siempre latente porque existen muchos temas públicos sin resolver. Entonces: la ruta para construir la mejor razón pública sobre la concepción del debate público en una campaña electoral, se balanceará en el péndulo liberal o republicano. O todo vale, lo cual es una concepción insostenible con la constitución. O bien hay un tipo de discurso que no vale. El reto, por tanto, reside en construir los contenidos constitucionalmente prohibidos. Mi premisa es la apuesta por una concepción esencialmente limitada en donde la «prueba de la propaganda prohibida» por denigración o calumnia se construya con reglas más estrictas, rigurosas y proporcionales. Todos los demás insultos, a mi juicio, deben de ser permitidos. Los «golpes bajos» en las luchas de frases, imágenes o mensajes electorales están prohibidos por el principio del juego limpio, pero hay cierto juego sucio en esta lucha de poder que debe permitirse en el libre mercado de las ideas para evaluar las pruebas de credibilidad, coherencia y relevancia pública de los que pretenden representar a una sociedad. Por consiguiente, en principio no es el papel de los tribunales determinar la bondad o maldad de las ideas que constituyen insultos entre los competidores, sino más bien será la libre competición con otras ideas la que determine esa valoración pero en sede de la libertad del elector. La intervención estatal para limitar la libertad de expresión, por tanto, debe estar especialmente justificada sólo en situaciones donde se dañan o se ponen en peligro de manera grave los bienes jurídicos del sufragio. Pero deben argumentarse y probarse suficientemente.

Ahora bien. Las campañas con insultos nos disgustan. Pero vale preguntarse

como sociedad si ¿lo que nos decimos en las campañas es lo que somos? ¿En las malas o buenas palabras construimos la identidad de una comunidad política hipócrita, honesta y creíble? Owen Fiss nos dice que la libertad de expresión contribuye a definir quiénes somos. Pero, además, si tomamos en cuenta con

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Habermas que la identidad individual y social se puede construir a través de la deliberación de los derechos políticos, es claro que las guerras de las propagandas electorales nos pueden ser útiles para arrojar algunos indicios de lo que somos. En la lucha del poder muchos se resistirán a querer ser lo que se dicen los políticos en campaña, pero quizás exista una parte de verdad: no nos gusta lo que se dicen porque una parte de la sociedad se ve retratada mal, pero habría que aceptarnos tal como somos y entender que la propaganda política puede expresar, por lo tanto, los mensajes que una determinada esfera de nuestra sociedad piensa del otro y viceversa. En México muchos piensan que el actual presidente es un representante espurio, mientras que otros piensan que el contrincante perdedor es realmente un peligro. ¿Por qué no permitir que ambas partes se digan con intensidad lo que piensan en una lucha por el poder? De hecho lo hacen. ¿Por qué prohibirlo?

La idea del «debate libre», en suma, es la que me parece una concepción más

adecuada para una democracia perfectible que apenas está ensayando las reglas de la sociedad abierta, tolerante y plural. Por un lado, resulta conveniente procurar el debate de ideas por medios de campañas racionales y de altura, sí, pero también resulta relevante la no-prohibición de los contenidos propagandísticos, por más abusivos, irracionales y excesivos que sean, dado que ese mensaje de escándalo político también puede servir para reflexionar en torno al perfil del representante cuya credibilidad y carácter siempre se pone a prueba en los peores ataques de su adversario político. Habría que comenzar a reconstruir un modelo que operara reglas claras sobre el principio del debate libre para garantizar la libertad de expresión en materia electoral. Ese sería, a mi juicio, el modelo a conceptualizar.

Un apunte final. Las decisiones del juez electoral importan, desde una lectura

consecuencialista, porque ellas marcan las pautas a seguir de un partido y sus candidatos cuando diseñan su estrategia de comunicación política: en la «guerra de los spots» no todo vale, es cierto; existen contenidos prohibidos que pueden afectar las reglas del juego. Esto importa y mucho, porque los políticos entienden muy bien la lectura de cada fallo: saben que la propaganda sucia que constituye un golpe bajo está prohibida, pero como es difícil probar sus efectos, ellos saben muy bien cómo y en qué momento se debe usar ese tipo de propaganda como estrategia de comunicación política de manera frontal o suberticiamente. Las clases políticas son clases poderosas que también saben muy bien cuando un spot más que ser inaceptable constitucionalmente, resulta más bien indefendible en una campaña; luego, acudirán al TEPJF para censurar la propaganda del rival a fin de no perder puntos en la competencia electoral. Es decir: los partidos, por estrategia electoral, pretenderán ocultar la información que les afecte, por lo que preferirán que el juez saque del aire dicha propaganda a fin de administrar el daño mediático, aunque con las alternativas de la red esto es prácticamente imposible (you tube, e-mail, blogs, twitter, facebook, etc.). No obstante, una arma legal de esta naturaleza que permite censurar no la van a dejar pasar los partidos. Por tal razón, el TEPJF tiene que ser muy escrupuloso cuando decida restringir un debate entre dos competidores de palabras de pelea en la lucha por el poder.

En definitiva. El TEPJF ha optado mayoritariamente por la propaganda limpia

y propositiva que parte del debate razonado. En lo personal, sin embargo, tengo

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una postura intermedia entre el debate razonado y el irracional: hay que privilegiar a ambas, el debate racional como el subversivo, escandaloso o trivial son necesarios para construir el debate libre, con lo cual solo es válido limitar la propaganda que vulnere en forma grave el sufragio o la esfera de la intimidad que no tenga ninguna relevancia pública: se valen los golpes sucios, pero no los golpes bajos. Es cierto que la política consiste fundamentalmente en un conflicto y lucha permanente por el poder, y está basada en intereses subjetivos de los que participan en ella, con lo cual no significa que se deba abandonar la idea de construir un modelo político racional (Martí 2007: 73ss.), pero tampoco se puede hacer de la racionalidad e imparcialidad el criterio rector para prohibir el discurso que nos parezca irracional, sino más bien el test de prohibición se debe dirigir al discurso que daña injustificadamente a la libertad de expresión.

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