leyendas de guarani

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"La azucena del bosque" Hace muchos, muchos años, había una región de la tierra donde el hombre aún no había llegado. Cierta vez pasó por allí I-Yará (dueño de las aguas) uno de los principales ayudantes de Tupá (dios bueno). Se sorprendió mucho al ver despoblado un lugar tan hermoso, y decidió llevar a Tupá un trozo de tierra de ese lugar. Con ella, amasándola y dándole forma humana, el dios bueno creó dos hombres destinados a poblar la región. Como uno fuera blanco, lo llamó Morotí, y al otro Pitá, pues era de color rojizo. Estos hombres necesitaban esposas para formar sus familias, y Tupá encargó a I-Yará que amasase dos mujeres. Así lo hizo el Dueño de las aguas y al poco tiempo, felices y contentas, vivían las dos parejas en el bosque, gozando de las bellezas del lugar, alimentándose de raíces y de frutas y dando hijos que aumentaban la población de ese sitio, amándose todos y ayudándose unos a otros. En esta forma hubieran continuado siempre, si un hecho casual no hubiese cambiado su modo de vivir. Un día que se encontraba Pitá cortando frutos de tacú (algarrobo) apareció junto a una roca un animal que parecía querer atacarlo. Para defenderse, Pitá tomó una gran piedra y se la arrojó con fuerza, pero en lugar de alcanzarlo, la piedra dio contra la roca, y al chocar saltaron algunas chispas. Este era un fenómeno desconocido hasta entonces y Pitá, al notar el hermoso efecto producido por el choque de las dos piedras volvió a repetir una y muchas veces la operación, hasta convencerse de que siempre se producían las mismas vistosas luces. En esta forma descubrió el fuego. Cierta vez, Moroti para defenderse, tuvo que dar muerte a un pecarí (cerdo salvaje - jabalí) y como no acostumbraban comer carne, no supo qué hacer con él. Al ver que Pitá había encendido un hermoso fuego, se le ocurrió arrojar en él al animal muerto. Al rato se desprendió de la carne un olor que a Morotí le pareció apetitoso, y la probó. No se había equivocado: el gusto era tan agradable como el olor. La

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Page 1: Leyendas de Guarani

"La azucena del bosque"

Hace muchos, muchos años, había una región de la tierra donde el hombre aún no había llegado. Cierta vez pasó por allí I-Yará (dueño de las aguas) uno de los principales ayudantes de Tupá (dios bueno). Se sorprendió mucho al ver despoblado un lugar tan hermoso, y decidió llevar a Tupá un trozo de tierra de ese lugar. Con ella, amasándola y dándole forma humana, el dios bueno creó dos hombres destinados a poblar la región.

Como uno fuera blanco, lo llamó Morotí, y al otro Pitá, pues era de color rojizo.

Estos hombres necesitaban esposas para formar sus familias, y Tupá encargó a I-Yará que amasase dos mujeres.

Así lo hizo el Dueño de las aguas y al poco tiempo, felices y contentas, vivían las dos parejas en el bosque, gozando de las bellezas del lugar, alimentándose de raíces y de frutas y dando hijos que aumentaban la población de ese sitio, amándose todos y ayudándose unos a otros.

En esta forma hubieran continuado siempre, si un hecho casual no hubiese cambiado su modo de vivir.

Un día que se encontraba Pitá cortando frutos de tacú (algarrobo) apareció junto a una roca un animal que parecía querer atacarlo. Para defenderse, Pitá tomó una gran piedra y se la arrojó con fuerza, pero en lugar de alcanzarlo, la piedra dio contra la roca, y al chocar saltaron algunas chispas.

Este era un fenómeno desconocido hasta entonces y Pitá, al notar el hermoso efecto producido por el choque de las dos piedras volvió a repetir una y muchas veces la operación, hasta convencerse de que siempre se producían las mismas vistosas luces. En esta forma descubrió el fuego.

Cierta vez, Moroti para defenderse, tuvo que dar muerte a un pecarí (cerdo salvaje - jabalí) y como no acostumbraban comer carne, no supo qué hacer con él.

Al ver que Pitá había encendido un hermoso fuego, se le ocurrió arrojar en él al animal muerto. Al rato se desprendió de la carne un olor que a Morotí le pareció apetitoso, y la probó. No se había equivocado: el gusto era tan agradable como el olor. La dio a probar a Pitá, a las mujeres de ambos, y a todos les resultó muy sabrosa.

Desde ese día desdeñaron las raíces y las frutas a las qué habían sido tan afectos hasta entonces, y se dedicaron a cazar animales para comer. v-------------------------bb La fuerza y la destreza de algunos de ellos, los obligaron a aguzar su inteligencia y se ingeniaron en la construcción de armas que les sirvieron para vencer a esos animales y para defenderse de los ataques de los otros. En esa forma inventaron el arco, la flecha y la lanza. Entre las dos familias nació una rivalidad que nadie hubiera creído posible hasta entonces: la cantidad de animales cazados, la mayor destreza demostrada en el manejo de las armas, la mejor puntería... todo fue motivo de envidia y discusión entre los hermanos.

Tan grande fue el rencor, tanto el odio que llegaron a sentir unos contra otros, que decidieron separarse, y Morotí, con su familia, se alejó del hermoso lugar donde vivieran unidos los hermanos, hasta que la codicia, mala consejera, se encargó de separarlos. Y eligió para vivir el otro extremo del bosque, donde ni siquiera llegaran noticias de Pitá y de su familia.

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Tupá decidió entonces castigarlos. El los había creado hermanos para que, como tales, vivieran amándose y gozando de tranquilidad y bienestar; pero ellos no habían sabido corresponder a favor tan grande y debían sufrir las consecuencias.

El castigo serviría de ejemplo para todos los que en adelante olvidaran que Tupá los había puesto en el mundo para vivir en paz y para amarse los unos a los otros.

El día siguiente al de la separación amaneció tormentoso. Nubes negras se recortaban entre los árboles y el trueno hacía estremecer de rato en rato con su sordo rezongo. Los relámpagos cruzaban el cielo como víboras de fuego. Llovió copiosamente durante varios días. Todos vieron en esto un mal presagio.

Después de tres días vividos en continuo espanto, la tormenta pasó.

Cuando hubo aclarado, vieron bajar de un tacú (algarrobo) del bosque, un enano de enorme cabeza y larga barba blanca.

Era I-Yará que había tomado esa forma para cumplir un mandato d e Tupá.

Llamó a todas las tribus de las cercanías y las reunió en un claro del bosque. Allí les habló de esta manera:

Tupá, nuestro creador y amo, me envía. La cólera se ha apoderado de él al conocer la ingratitud de vosotros, hombres. Él los creó hermanos para que la paz y el amor guiaran vuestras vidas... pero la codicia pudo más que vuestros buenos sentimientos y os dejasteis llevar por la intriga y la envidia. Tupá me manda para que hagáis la paz entre vosotros: iPitá! iMoroti! ¡Abrazaos, Tupá lo manda!

Arrepentidos y avergonzados, los dos hermanos se confundieron en un abrazo, y tos que presenciaban la escena vieron que, poco a poco, iban perdiendo sus formas humanas y cada vez más unidos, se convertían en un tallo que crecía y crecía ...

Este tallo se convirtió en una planta que dio hermosas azucenas moradas. A medida que el tiempo transcurría, las flores iban perdiendo su color, aclarándose hasta llegar a ser blancas por completo. Eran Pitá (rojo) y Morotí (blanco) que, convertidos en flores, simbolizaban la unión y la paz entre los hermanos.

Ese arbusto, creado por Tupá para recordar a los hombres que deben vivir unidos por el amor fraternal, es la "AZUCENA DEL BOSQUE".

Recopiladoras de "Petaquita de Leyendas" , Ed. Peuser.

Azucena Carranza y Leonor Lorda Perellón.

LEYENDA DEL CEIBO:

Cuenta la leyenda que en las riberas del Paraná, vivía una indiecita fea, de rasgos toscos, llamada Anahí. Era fea, pero en las tardecitas veraniegas deleitaba a toda la gente de su tribu guaraní con sus canciones inspiradas en sus dioses y el amor a la tierra de la que eran dueños... Pero llegaron los invasores, esos valientes, atrevidos y aguerridos seres de piel blanca, que arrasaron las tribus y les arrebataron las tierras, los ídolos, y su libertad.

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Anahí fue llevada cautiva junto con otros indígenas. Pasó muchos días llorando y muchas noches en vigilia, hasta que un día en que el sueño venció a su centinela, la indiecita logró escapar, pero al hacerlo, el centinela despertó, y ella, para lograr su objetivo, hundió un puñal en el pecho de su guardián, y huyó rápidamente a la selva.

El grito del moribundo carcelero, despertó a los otros españoles, que salieron en una persecución que se convirtió en cacería de la pobre Anahí, quien al rato, fue alcanzada por los conquistadores. Éstos, en venganza por la muerte del guardián, le impusieron como castigo la muerte en la hoguera.

La ataron a un árbol e iniciaron el fuego, que parecía no querer alargar sus llamas hacia la doncella indígena, que sin murmurar palabra, sufría en silencio, con su cabeza inclinada hacia un costado. Y cuando el fuego comenzó a subir, Anahí se fue convirtiendo en árbol, identificándose con la planta en un asombroso milagro.

Al siguiente amanecer, los soldados se encontraron ante el espectáculo de un hermoso árbol de verdes hojas relucientes, y flores rojas aterciopeladas, que se mostraba en todo su esplendor, como el símbolo de valentía y fortaleza ante el sufrimiento.

La Leyenda del Chajá:El Chajá es un ave zancuda de nuestro país. Su cuerpo de regular tamaño, está recubierto por plumas de color gris plomizo. En su cuello una línea de plumas negras forma un collar, y dos manchas blancas se destacan en el dorso. Sus alas están provistas de espolones, y luce un copete en la nuca. Habita en lugares húmedos, pantanosos o en las orillas de ríos o arroyos. Entra al agua, pero no sabe nadar.

Sólo se los caza vivos y en pareja, pues si así no se hiciera, el animalito moriría al ser separado de su compañero.

Es tal el cariño que se profesan entre sí los que forman cada pareja, que si uno se enferma, el otro no se aparta de su lado y trata de auxiliarlo en todo momento con mucho cariño. Si llega a morir, no es extraño que al poco tiempo muera el otro también.

Construyen el nido ayudándose los dos, y cuando llega el momento de empollar, lo hacen también los dos alternativamente. Una vez nacidos los polluelos, ambos se encargan de ellos: la hembra los cuida y el macho les proporciona alimento y los defiende.

Es un ave vigilante, y a la menor señal de peligro, levanta el vuelo y grita: "Chajá!" o "Yahá". De este grito se ha tomado el nombre con que la distinguimos.

Vuela a gran altura describiendo círculos y puede mantenerse mucho tiempo en el aire. Persigue a las aves de rapiña, siendo por ello una excelente guardiana de gallineros y rebaños, reemplazando muchas veces al perro.

Se domestica con facilidad, llegando a reconocer a su amo y a las personas de la casa.

El hombre no la persigue para comer, pues su carne no es comestible. Al cocinarla se transforma, en su mayor parte, en espuma.

De aquí el dicho "Pura espuma como el chajá".

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LEYENDA GUARANÍ EL SALTO DEL GUAIRÁ

En lecho de piedras corría el río. Sus orillas cubiertas de vegetación albergaban aves vistosas de colorido plumaje y flores maravillosas de tonos brillantes. Aves y flores se confundían entre sí y al mirar no se sabía, en el abigarrado espectáculo que ofrecía la naturaleza, si se trataba de flores que volaban o de pájaros posados en las ramas. Tucanes, loros y guacamayos se unían a las orquídeas, a las achiras, a los yuchanes, a las palmeras y a las magnolias, para brindar el magnífico encanto de la selva tropical.

Enmarcada por la pujante vegetación de la floresta, se levantaba la toldería de la tribu de Capibara. Entre todos sus hijos, Capibara distinguía al único varón, Guairá, su curumí, como lo llamaba. Desde pequeño se habituó Guairá a andar con su padre, por el que sentía tanto cariño como admiración. Con su padre salía de caza, con él había aprendido a manejar el arco y la flecha, a dirigir la canoa, a tejer cestos, a pescar con f lechas o con anzuelos. Nadie había que entendiera al cacique mejor que su hijo, ni ninguno que supiera complacerlo con mayor fidelidad que el pequeño curumí.

Capibara, como todos los indígenas, era muy supersticioso. Creía en daños, en maleficios, en payés y en genios malignos. Para precaverse de cualquier ma1 que pudiera alcanzarlo, usaba, pendiente de su cuello; una guayaca, consistente en una bolsita bien cerrada conteniendo tres plumas del ala de un caburé. Es el caburé o caburey, una pequeña ave de rapiña a la que se le atribuyeron poderes mágicos. Por eso, el llevar tres plumas de este animal, o bien de urutaú, otra ave milagrosa, según los guaraníes, significaba una seguridad para su poseedor, que así atraía todo lo bueno que pudiera ocurrirle, alejando los peligros y teniendo su vida asegurada contra los enemigos, las enfermedades o los accidentes. No es de extrañar entonces que Capibara tuviera buen cuidado de asegurarse que su mágica guayaca no faltara jamás de su cuello.

Uno de los peligros que amenazaban de continuo a Capibara, era Ñañá taú. Este genio dañino y perverso odiaba a Capibara y no perdía oportunidad tratando de ocasionarle algún mal. Sin embargo, nunca logró su deseo, pues el cacique estaba bien protegido por su payé. Pasaron los años y el cariño y el compañerismo de Guairá y de su padre se habían afianzado en tal forma que siempre se los veía juntos y en el más cordial entendimiento. Guairá no tenía más amigo que su padre, a tal punto que los muchachos de su edad, que fueron sus compañeros de juegos cuando chicos, se habían alejado de él por completo, seguros de que su compañía, lejos de agradar al hijo del cacique, parecía fastidiarlo y molestarlo.

En cierta oportunidad Capibara y su hijo salieron a cazar a la selva lejana donde abundaban el guanaco y los jaguares. Iban bien provistos de armas y de alimentos, pues la excursión iba a ser larga a causa de la distancia que separaba la tribu del bosque al que se dirigían. Fueron días muy felices los que pasaron Capibara y Guairá tratando de conseguir las mejores piezas de caza, haciendo el mayor despliegue de astucia, de inteligencia y de viveza, acuciados por su espíritu guerrero y batallador. Muy contentos hubieran regresado a la toldería si un acontecimiento nefasto y de tanta importancia para ellos no hubiera llenado de congoja a los cazadores.

Sin saber cómo, ni cuándo, ni dónde, la guayaca, que colgaba del cuello de Capibara y contenía el mágico payé había desaparecido. Tal vez, en el entusiasmo de la caza, al pasar por 1os intrincados senderos que debían abrir en la selva, debió quedar enganchada entre las ramas de los árboles o de las plantas que, tupidas, crecían allí. Capibara llegó desfalleciente, con una pena muy honda en su corazón y una falta absoluta de confianza en sus fuerzas, sólo explicables si se tiene en cuenta la fe inquebrantable que tenía en las propiedades mágicas del

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amuleto perdido. Desde ese día se vio desmejorar a1 cacique, y todos pensaron que Ñañá Taú iba a lograr, por fin, lo que se propusiera durante tanto tiempo sin conseguirlo: la muerte del odiado Capibara, que enfermó de un mal extraño.

Su hijo vivía desesperado. Trató de inmediato de hacer buscar otro payé para su padre, otras tres plumas del ala del caburé o del urutaú; pero hasta e momento no lo había conseguido. Resultaba tan difícil lograrlo, que eran muy pocas las personas privilegiadas que lo poseían. No desfalleció el muchacho y salió él mismo en busca del ansiado talismán.

Antes de partir, al despedirse de su padre, le dijo confiado:

- Trata de mantenerte hasta mi vuelta, padre . . . Yo buscaré y traeré para ti el payé que reemplace el que perdiste en la selva. ¡No desesperes, padre, que mi cariño me ayudará a conseguir lo que tanto deseas!

Capibara lo dejó partir; pero su desesperanza era tan grande que tuvo el convencimiento del fracaso de los buenos deseos de su excelente hijo.

Pasaron varios días. El cacique desmejoraba con rapidez y ya no había nada que lo levantara de su postración, hasta que un amanecer, cuando la vida renacía en la tierra, Capibara perdió la suya, yendo su alma a reunirse con las de sus antepasados.

Momentos antes había llamado a su esposa para decirle:

-Siento que me voy a morir . . . y no volveré a ver a mi Curumí . .

Dile a Guairá que mi último pensamiento ha sido para él y que en sus acciones seguiré viviendo . . .

No bien hubo pronunciado estas palabras, en un suspiro muy hondo, se extinguió la vida del cacique.

Algunos días después llegó Guairá sin haber conseguido el tan ansiado amuleto, y al enterarse de la fatal noticia de la muerte de su padre, su desesperación no tuvo límites.

Desde ese instante se 1o vio taciturno y silencioso, vagar por los lugares que recorriera tantas veces con el amado caclque.

En cierta oportunidad, no pudiendo resistir la pena que lo consumía, dijo a su madre:

-Madre, mi vida aquí es un martirio. El recuerdo de mi padre no me abandona y creo que voy a morir. Ñaña Taú, no conforme con su muerte, extiende su venganza hasta mí, a quien odia tanto como odiara a mi padre, sin duda por el gran cariño que él me tenía… Buscaré alivio a mi gran dolor en la naturaleza… Remontaré el río en mi canoa y trataré de hallar la paz que aquí me falta… Después volveré…

Nada dijo la madre; pero la pena se pintó en su rostro moreno. Guairá desató las amarras de su guaviroba, se embarcó en ella, y en un atardecer de verano, se alejó por las aguas del Paraná en busca de alivio para su pena. Navegó varios días, sin noción exacta del lugar adonde deseaba llegar.

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Sus ojos, incapaces de gozar de la belleza que lo rodeaba, miraban sin ver. Cuando en un momento de lucidez trató de orientarse, se sorprendió. El lugar donde se hallaba le era completamente desconocido y no sabía qué rumbo tomar.

De pronto creyó ver una figura borrosa, que surgía de entre las plantas de la orilla para desaparecer de inmediato, luego de haber atraído hacia ese lugar a la frágil canoa.

-¡Es Ñañá taú, que ni siquiera acá, me permite vivir en paz! ¡Su maldad no tiene límites!

Trató de cambiar el rumbo de la canoa volviendo en la dirección que traía al llegar; pero le fue imposible. No pudo hacerla retroceder a pesar de sus esfuerzos inauditos.

La guaviroba, contra su voluntad, seguía adelante . . .

En un momento Guairá se sintió perdido. Había llegado a un lugar alto, cubierto de rocas erizadas. Volvió a reunir todas sus fuerzas para detener, por lo menos, la embarcación; pero su empeño fue en vano.

La canoa y su ocupante cayeron al vacío seguidos por una gran avalancha de agua que 1os envolvió, arrastrándolos con su empuje arrollador, deshaciéndolos contra las piedras, y cubriendo el grito lanzado por el infeliz Guairá, con el atronador estrépito del torrente despeñándose en el abismo. Así se formó el salto del Guairá, tan peligroso e imponente por ser el producto del odio y del rencor de Ñañá taú, el maléfico genio guaraní.

EL SOL ROJOLEYENDA GUARANÍ

Entre los indios mocoretaes había uno, joven, aguerrido y valiente llamado Igtá (hábil nadador) que amaba a la más buena y hermosa de las mujeres de su tribu, Picazú (paloma torcaz), y quería casarse con ella. Los padres de Picazú consintieron en que se realizase tal boda; pero siendo necesario para ello la aprobación de la Luna, llamaron al Tuyá (adivino) de la tribu para que la consultara. Era una noche plácida y serena. La luz blanca, clara, brillante y hermosa de la Luna iluminaba los campos y las tolderías de los indios. Y el Tuyá interpretó: -Esa luz que nos envía la Luna significa que ella aprueba satisfecha la boda de Igtá y Picazú. Entonces, el Jefe de la tribu ordenó a Igtá demostrase a todos que en verdad era digno y merecedor de tomar compañera. Para ello debía arrojarse a las aguas de la laguna y nadar durante largo rato. Después, ir en busca de un gran número de presas de caza. Igtá, que era excelente nadador y había cazado mucho desde su niñez, realizó las pruebas con el mayor éxito, pues nadó cuanto se lo pidió y trajo entre sus brazos abundante caza. Las ceremonias de la boda realizáronse una noche, después de tres lunas. Se encendió una gran hoguera, a cuyo alrededor todos los indios comían, bebían, bailaban y gritaban, festejando tan grande acontecimiento. Pero algo faltaba para que Igtá y Picazú fueran felices: tener la seguridad de que Tupá, su dios bueno, había aprobado también la boda. Y esperaron. ¡Cuál no sería su pena y desconsuelo, cuando llegada la noche siguiente comenzó a caer una copiosa lluvia! Eran las lágrimas de Tupá las que caían sobre la tribu para significar el descontento y desaprobación del dios por haberse realizado la unión de los jóvenes indios. Igtá y Picazú no podían, pues, continuar unidos perteneciendo a la tribu. Debían huir y arrojarse a las aguas de la laguna. Allí había una isla donde moraban todos los que se habían casado contrariando la voluntad de Tupá. Los dos debían ir a esa isla para no volver jamás.

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Al día siguiente cesó la lluvia. Y por la tarde, a la hora en que el sol iba a ocultarse en el ocaso, Igtá y Picazú se arrojaron al agua y comenzaron a nadar. Los indios de su tribu, reunidos a orillas de la laguna, viéndolos alejarse lentamente, los injuriaban y maldecían para aplacar el enojo de Tupá y evitar sus castigos, pues ésta era su creencia. Igtá, hábil nadador, consiguió nadar buen trecho, ayudando también a su infortunada compañera. Poco faltaba a Igtá y Picazú para llegar a la isla sanos y salvos, cuando una nueva desgracia cayó sobre ellos: Ñuatí (Espina), un guerrero malvado de la tribu, les arrojó una flecha. Todos los indios lo imitaron, y entonces fue una lluvia de flechas la que llegó hasta Picazú e Igtá, quienes, heridos quizás por ellas, desaparecieron de la superficie de las aguas. En ese preciso instante el sol, que se hundía en el horizonte, tomó un intenso color rojo; y su luz tiñó la laguna e iluminó de rojo los campos y el cielo. Esto llenó de asombro a los indios, los que, atemorizados, huyeron velozmente, alejándose de la laguna. Mientras tanto Igtá y Picazú, ayudados sin duda por Tupá porque eran buenos, lograban salvarse y llegar a la isla, donde podrían al fin vivir felices, pues se amaban mucho.

LA TIJERETALEYENDA GUARANÍ

Sucedió hace muchísimos años. Tupá había decidido que las almas de los que morían y que debían llegar al cielo, lo hicieran volando con unas alitas que Él enviaba a la tierra por medio de sus emisarios. Claro que para los mortales esas alitas eran invisibles. Una vez que el alma llegaba al ibaga, Tupá destinaba esa alma a un ave que Él creaba con tal objeto, de acuerdo a las características que hubiera tenido en vida la persona a quien pertenecía. En un pueblito guaraní vivía Eíra con su madre. Ésta, que había quedado imposibilitada, dependía para todo de su hija, que a su vez se dedicaba a atenderla y cuidarla, ganándose la vida con su trabajo. Eíra era costurera, y para tener a mano la yetapá que tantas veces necesitaba, la llevaba colgada a la cintura, sobre su blanco delantal, por medio de un cordón oscuro. Muy trabajadora y diligente, a Eíra nunca le faltaban vestidos para confeccionar, de manera que era muy común verla con tela y tijera, cortando nuevos trabajos. Se hubiera dicho que la tijera formaba parte de ella misma. Por la mañana, al levantarse y luego de haberse vestido, lo primero que hacía era atarla a su cintura teniéndola pronta para usarla en cualquier momento. Viejecita y enferma como estaba, y a pesar de los cuidados que le prodigara, la madre de la laboriosa Eíra murió una noche de invierno, cuando el frío era muy intenso y el viento soplaba con fuerza. Grande fue la pena de esta hija buena, dedicada siempre y únicamente a su madre y a su trabajo. Desde ese momento quedó sólo con su tarea, a la que se entregó con más ahínco que nunca tratando de distraerse, porque su pena era muy intensa y la desgracia sufrida la había abatido de tal forma que perdió el deseo de vivir. La tijera así suspendida acompañaba el ritmo de su paso y brillaba el reflejo de la luz, cuando la costurera se movía de un lugar a otro. No mucho tiempo después de la muerte de su madre, la dulce y sufrida costurera enfermó de tristeza y de dolor, tan gravemente que no fue posible salvarla. Eíra había sido siempre buena, excelente hija y laboriosa y diligente en sus tareas, por lo que Tupá llevó su anga al cielo.

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Allí creó para albergarla un pájaro de plumaje negro, con la garganta, el pecho y el vientre blancos. Omitió los matices alegres y brillantes considerando que su vida había sido humilde, opaca y oscura, aunque llena de bondad y sacrificio. Cuando Tupá hubo terminado su obra, Eíra se miró y miró a Tupá como intentando pedirle algo. El Dios bueno, que conoció su intención, dijo para animarla: -¿Qué deseas, Eíra? ¿Qué quieres pedirme? Conociendo la amplia bondad de Tupá, comenzó humilde y avergonzada a pedir... ¡ella que jamás había pedido nada! -Tupá... Dios bueno que complaces a los que te aman y respetan... yo desearía... -¿Qué es lo que quisieras, Eíra? -Tú sabes que durante toda mi vida sólo al trabajo me dediqué y quisiera tener un recuerdo de lo que me ayudó a vivir... -Dime, entonces... ¿qué es lo que deseas? -Yo desearía tener una tijerita que me recordara la que tanto usé en mi vida en la tierra y que contribuyó a que sostuviera a mi madre... Encontró Tupá muy de su agrado el pedido de la muchacha, por la intención que lo inspiraba, y tomando las plumas laterales de la cola las estiró hasta dar a la misma la apariencia de una yetapá, como lo deseara la costurera, otorgándole, además, la propiedad de abrirla y cerrarla a su voluntad, tal como hiciera durante tanto tiempo con la de metal con que cortara las telas. Por la semejanza, precisamente, que tiene la cola de esta ave con la tijera, la llamamos tijereta.

EL BENTEVEO

Cuando Akitá y Mondorí se casaron, ocuparon una cabaña construida con varios horcones clavados en la tierra y cubiertos con ramas y con hojas de palmera. La nueva oga mí estaba en plena selva misionera. Cerca, el gran Paraná pasaba impetuoso formando pequeños saltos en las piedras que encontraba al paso. Al morir la madre de Akitá, su padre, que quedara solo, les pidió albergue en su cabaña y, como buenos hijos, recibieron con cariño al pobre tuyá a quien la edad y las enfermedades habían restado energías y capacidad para trabajar. A pesar de ello él trataba de no ser una carga para sus hijos, a los que ayudaba en lo que le era posible. Para entonces ya había nacido Sagua-á, que al presente contaba ocho años. Una de las tareas del abuelo, y que por cierto cumplía con sumo agrado, era atender al pequeño mientras sus padres, por su trabajo, se veían obligados a alejarse de la cabaña. Grandes compañeros eran el abuelo y el nieto. Jugando, aquél le enseñaba a manejar el arco y la flecha y nada había que distrajera más al niño que ir con él a pescar a la costa del río. Cuando sus padres volvían, era su mayor orgullo mostrarles el surubí, el pirayú, el pacú o el patí que habían conseguido y que muchas veces ya se estaba asando en un asador de madera dura. Otras veces, era una vasija repleta de miel de lechiguana que lograran en el bosque no sin grandes esfuerzos. Para el pobre tuyá no había más deseos que los de su nieto y, aunque a costa de grandes sacrificios, muchas veces, su mayor felicidad era complacerlo. Valido de tanta condescendencia, el niño era un pequeño tirano que no admitía peros ni réplicas a sus exigencias. Sólo en presencia de sus padres que, compadecidos de la incapacidad del abuelo, restringían sus pretensiones, Sagua-á se reprimía.

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A medida que el tiempo transcurría, las fuerzas fueron abandonando al pobre viejo que ya no podía llegar hasta la orilla acompañando a pescar a su nieto, ni hasta el bosque a recoger dulces frutos o miel silvestre. Pasaba la mayor parte de su tiempo sentado junto a la cabaña, haciendo algún trabajo que su poca vista le permitía: tejiendo cestos de fibras vegetales o puliendo madera dura que transformaba en flechas o en anzuelos para su nieto. Sagua-á correteaba sin cesar, alejándose de la oga mí con cualquier pretexto y dejando solo y librado a sus pocas fuerzas al abuelo, que nada decía por no contrariar al niño ni privarlo de sus diversiones. Cuando los padres regresaban, encontraban siempre a su hijo junto al abuelo, de modo que, confiados en que el niño no se movía de su lado, dejaban tranquilos la cabaña para cumplir su trabajo en el algodonal. El anciano, por su parte, jamás había dicho una palabra que pudiera delatar al cuminí, ni intranquilizar a sus hijos. Pero sucedió que un día, Sagua-á se detuvo más que de costumbre en sus correrías por el bosque con otros niños de su edad y al llegar Akitá y su tembirecó Mondorí a la cabaña, hallaron al abuelo que no había probado alimento por no haber tenido quien se lo alcanzara. Sus piernas ya no le respondían y era incapaz de moverse sin la ayuda de otra persona. Indignado Akitá quiso conocer el comportamiento de su hijo en días anteriores, haciendo preguntas al abuelo; pero éste, pensando siempre en el nieto con benevolencia y cariño, contestó con evasivas, evitando acusarlo y encontrando en cambio disculpas que justificaron su alejamiento. Cuando Sagua-á llegó corriendo y sofocado, tratando de adelantarse al arribo de sus padres, Akitá lo reprendió duramente, enrostrándole su mal proceder, su falta de piedad y de agradecimiento hacia el pobre abuelo que tanto le quería y que no había hecho otra cosa que complacerlo siempre. Sagua-á nada respondió. Bajó la cabeza y su rostro adquirió una expresión de ira contenida. En su interior no daba la razón a su padre sino que, por el contrario, juzgaba injusto su proceder. ¿Por qué él, sano y fuerte, que podía correr por el bosque, trepar a los árboles, recoger frutos y miel silvestre, o llegar a la costa, echar el anzuelo y pescar apetitosos peces, debía quedarse allí, quieto, junto a una persona inmóvil? ¿Acaso al abuelo, cuando podía caminar, no le gustaba acompañarlo en sus excursiones? ¿Qué culpa tenía él, ahora, de que no pudiera hacerlo? Y en último caso, si no podía caminar, que se quedara el abuelo en la cabaña, que él, por su parte, nada podía remediar quedándose también. El tirano egoísta había aparecido en estas reflexiones, que si bien no exteriorizó con palabras, lo decían bien a las claras su ceño fruncido y su expresión airada que en ningún momento trató de disimular. Desde entonces, varios días se quedó la madre en la cabaña. El padre iba solo a trabajar. El abuelo se había agravado y ya no podía abandonar el lecho de ramas y de hojas de palma. Era necesario atenderlo y alcanzarle los alimentos, pues él era incapaz de moverse por su voluntad. Ese día muy temprano, cuando las estrellas aun brillaban en el cielo, Akitá salió a trabajar. Su tembirecó iría algo más tarde pues era imprescindible su ayuda ese día. Sagua-á quedaría cuidando al abuelo. Cuando despuntaba la aurora, Mondorí consideró que era hora de salir. Antes de hacerlo, despertó a su hijo que dormía profundamente. El niño se despertó de mala gana, refregándose los ojos con el dorso de sus manos. Malhumorado al tener que dejar el lecho tan temprano, respondió irritado al llamado de la madre: -¡Qué quieres! ¿No puedes dejarme dormir?

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-No seas egoísta, Sagua-á. Tu abuelo no puede quedar solo y además es necesario atenderlo. Su enfermedad le impide moverse por su voluntad y es justo que se lo cuide. Tu padre y yo debemos trabajar y tú tienes la obligación de dedicarte al pobre abuelo enfermo. -¿Por qué tengo que atenderlo? -insistió iracundo-. ¡Yo había decidido ir al río a pesacr y por culpa de él debo quedarme acá como si estuviera prisionero! ¡Ya he preparado la igá y yo iré a pescar! ¡El abuelo no necesita nada! -¡No seas malo, Sagua-á! Recuerda que tu abuelo fue siempre muy bueno contigo y que sólo bondades y mimos has recibido de él. Ahora te necesita, ¡es justo que le dediques tu atención! ¡Te prohíbo que te muevas de casa! ¡Ya irás a pescar cuando hayamos vuelto tu padre y yo! -¿Exiges que me quede? Muy bien... ¡me quedaré! ¡Pero te aseguro que no me obligarán a hacerlo otra vez! -concluyó amenazante el desesperado Sagua-á. Triste se fue Mondorí al reconocer los sentimientos mezquinos que dominaban a su hijo. Mientras iba caminando, pensó en Sagua-á cuando era pequeñito y recordó la bondad que albergaba entonces su corazón... Con su manecita tierna acariciaba a los animalitos que se acercaban a la cabaña en busca de alimento y a los que era capaz de dar lo que él estaba comiendo... Y no olvidaba el día cuando, entre dos de sus deditos traía una florecilla silvestre cortada por él mismo que le entregó mirándola con expresión tan alegre y orgullosa como si le hubiera dado un tesoro... ¡Cómo había cambiado su hijo! ¡Qué malos sentimientos se habían apoderado de su alma! ¿Cuál sería la causa de este cambio? Temió la madre por él. Tupá, el Dios que premiaba a los buenos, no dejaba sin castigo a los malos. ¿Qué tendría reservado para Sagua-á? Dominada por tan tristes pensamientos hizo el camino hasta la plantación de algodón, donde su marido ya estaba trabajando desde tan temprano, y lamentó que la inminencia de la recolección no le hubiera permitido quedarse junto al abuelo enfermo. No tenía confianza en que Sagua-á le prestara la atención necesaria. Mientras tanto, allá, en la cabaña de la selva misionera, su triste presentimiento se cumplía. Sagua-á obedeció a su madre: no se movió de la casa; pero se dedicó a arreglar sus útiles de pesca y a preparar los elementos que utilizaría al día siguiente cuando pudiera ir al río como él deseaba. Del pobre abuelo ni se acordó siquiera. En cierto momento oyó que lo llamaba con voz débil y entrecortada: -¡Sagua-á...! ¡Sa... gua...á...! Malhumorado el niño al verse molestado e interrumpido en su ocupación de mala gana respondió: -¿Qué quieres? ¡Ya voy! Pero ni se movió. El anciano, mientras tanto, se debatía en su lecho con un desasosiego que crecía por momentos. Sagua-á oyó que lo volvía a llamar: -¡Ven... Sa...gua...á...! ¡Ven... por... favor...! Acudió por fin el niño de mala gana. Cuando estuvo junto al inimbé donde yacía el enfermo, airado volvió a preguntar: -¿Qué quieres? -¡Alcánzame un poco de agua...! -¿Tu vida se apaga? ¿Se apaga como un cachimbo? -y continuó riendo divertido por la gracia que le habían hecho sus propias palabras. -Sí... mi vida se apaga... como un pito güé... Alcánzame un poco de agua... Hazme ese favor... Pero el desalmado, sólo pensaba en reír y repetía sin cesar: -Pito güé... Pito güé... El viejo, mientras tanto, llegados sus últimos momentos, con los labios resecos, vencido por una sed abrasadora, expiró.

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Al mismo tiempo el niño, que asistía impasible a la escena, continuaba repitiendo las palabras que le habían hecho tanta gracia: -Pito güé... Pito güé... Nada le hizo pensar en la transformación que se producía en esos momentos en él. Su cuerpo se achicaba, se achicaba más y más, cubriéndose de plumas de color pardo. Su cabeza, ya pequeñita, se alargaba y su boca se transformaba en un pico con el que hallaba cierta dificultad para seguir gritando: -Pito güé... Pito güé... Momentos después, en la cabaña, sobre su lecho de palma yacía exánime el anciano, mientras en un rincón, junto a la ventana, un pájaro de lomo pardo y pecho amarillo, que tenía una mancha blanca en la cabeza, no cesaba de repetir: -Pito güé... Pito güé... Era Sagua-á, que, castigado por su egoísmo y su mal proceder, fue transformado en ave por uno de los genios buenos que enviaba Tupá a la tierra. Ellos eran los encargados de premiar a los buenos y dar, a los malos, su merecido. Cuando Akitá y Mondoví volvieron, encontraron al anciano muerto en su inimbé. En el momento de entrar, un pájaro de plumaje pardo y amarillo voló pesadamente, saliendo de la habitación por la abertura de la puerta. Una vez en el exterior, parado en una rama del jacarandá que crecía junto a la cabaña, no dejaba de gritar con tono lastimero: -Pi...to güé... Pi...to güé... Pi...to güé... Este, decían los guaraníes, había sido el origen de nuestro benteveo, al que ellos llamaban pito güé, imitando su grito, en el que creían ver reproducidas las palabras que causaran tanta gracia al pequeño egoísta cuando las oyó de labios del abuelo moribundo.

LA LEYENDA DEL ÑANDÚ

Hace muchos, muchísimos años, habitaba en tierras mendocinas una gran tribu de indígenas muy buenos, hospitalarios y trabajadores.

Ellos vivían en paz, pero un buen día se enteraron que del otro lado de la cordillera y desde el norte de la región se acercaban aborígenes feroces, guerreros, muy malos.

Pronto, los invasores rodearon la tribu de los indios buenos, quienes decidieron pedir ayuda a un pueblo amigo que vivía en el este.

Pero para llevar la noticia, era necesario pasar a través del cerco de los invasores, y ninguno se animaba a hacerlo.

Por fin, un muchacho como de veinte años, fuerte y ágil, que se había casado con una joven de su tribu no hacía más de un mes, se presentó ante su jefe, resuelto a todo, se ofreció a intentar la aventura, y después de recibir una cariñosa despedida de toda la tribu, muy de madrugada, partió en compañía de su esposa.

Marchando con el incansable trotecito indígena, marido y mujer no encontraron sino hasta el segundo día, las avanzadas enemigas.

Sin separarse ni por un momento y confiados en sus ágiles piernas, corrían, saltaban, evitaban los lazos y boleadoras que los invasores les lanzaban.

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Perseguidos cada vez de más cerca por los feroces guerreros, siguieron corriendo siempre, aunque muy cansados, hacia el naciente.

Y cuando parecía que ya iban a ser atrapados, comenzaron a sentirse más livianos; de pronto se transformaban.

Las piernas se hacían más delgadas, los brazos se convertían en alas, el cuerpo se les cubría de plumas. Los rasgos humanos de los dos jóvenes desaparecieron, para dar lugar a las esbeltas formas de dos aves de gran tamaño: quedaron convertidos en lo que, con el tiempo. se llamó ñandú.

A toda velocidad, dejando muy atrás a sus perseguidores, llegaron a la tribu de sus amigos.

Éstos, alertados, tomaron sus armas y se pusieron en marcha rápidamente.

Sorprendieron a los invasores por delante y por detrás. y los derrotaron, obligándolos a regresar a sus tierras.

Y así cuenta la leyenda que fue como apareció el ñandú sobre la Tierra.

LA MANDI-ÓLEYENDA GUARANÍ

Ñasaindí debía tener quince años. Esbelta, graciosa y muy bonita, sus ojos negros y grandes miraban siempre con temor. Tenía los cabellos lacios adornados con flores de piquillín. Cubría su cuerpo con un tipoy tejido con fibras de caraguatá, ajustado en la cintura con una chumbé de algodón de vistosos colores. Sus pies descalzos parecían no tocar la tierra al caminar: tan suave y liviana era. Con el propósito de recoger tiernos cogollos de palmera, venía desde muy lejos, trayendo una cesta fabricada con tacuarembó. Muy dispuesta llegó al lugar donde crecían con profusión los pindós, confiada en que sola podría alcanzar los ansiados cogollos; pero al verlos tan altos comprendió que le iba a ser imposible realizar la tarea. Trató de llegar, subiendo por el tallo, pero se vio obligada a desistir. Un poco decepcionada, miró desde abajo el penacho verde de las palmeras tratando de hallar un medio que le permitiera conseguir los cogollos buscados. Ya desistía de su intento, cuando vio a un muchacho medio oculto por una cascada de isipós y de helechos. Sus manos recias empuñaban el arco y la flecha. Sus ojos miraban con atención hacia un lugar cercano. Dirigió Ñasaindí su vista hacia el mismo sitio y pudo divisar a la víctima a la que estaba destinada la flecha del desconocido: era un hermoso maracaná que, tranquilamente posado en la rama de un ñandubay, estaba completamente ajeno a su próximo fin. Sintió la niña una pena grande por el espléndido animal, cuyo intenso y brillante colorido era una nota de alegría y de luz entre los verdes del bosque, y sin darse cuenta dio un grito que desvió la atención del cazador hacia el lugar de donde él había partido. El maracaná, puesto sobre aviso, con vuelo un tanto pesado, se internó en la espesura. Salió el cazador de su escondite y ante la presencia de la niña quedó atónito, mirándola. Su belleza y su expresión lo hechizaron, haciéndole olvidar la pieza de caza que perdiera por su culpa. -¡Ma-era! -sólo atinó a decirle. Bajó la vista la muchacha, temerosa de merecer el reproche del cazador, cuando oyó que continuaba con su suave acento:

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-¿Quién eres, cuñataí? -Ñasaindí... -respondió apenas la niña. -¿De dónde vienes? -De la tribu del ruvichá Sagua-á... -¿A qué has venido a los dominios de mi padre, Ñasaindí? Miró la niña los penachos de las palmeras que la brisa convertía en grandes abanicos y el muchacho, adivinando la intención de la mirada, preguntó: -¿Querías alcanzar cogollos de palmera? -Neí... -respondió a media voz la niña. -Y... no alcanzas... -agregó intencionado el joven con expresión risueña. -Aní... ¿Tú me ayudarás? -preguntó esperanzada, levantando hacia él los ojos. -Nuné... -respondióle el muchacho divertido. Al tiempo que así decía, dejando en el suelo el arco y la flecha que aún conservaba en la mano, trepó al tallo de una de las palmeras y con movimientos rápidos de sus piernas ágiles acostumbradas a esos ejercicios, pronto llegó al lugar donde lños cogollos tiernos se ofrecían generosos y frescos. Desde arriba se los ajorraba a Ñasaindí que, plena de dicha, no dejaba de reír. En pocos minutos la cesta estuvo llena. El rostro de la joven reflejaba un gran placer. Gracias al servicial desconocido, su viaje no había sido infructuoso. Cuando el muchacho estuvo nuevamente a su lado, los ojos de Ñasaindí brillaban de alegría y de agradecimiento. -¿Jhoriva, yerutí? -preguntó satisfecho. -Neí... Pero yo no me llamo Yerutí... Mi nombre es Ñasaindí... -Ñasaindí te llamas, pero pareces una dulce yerutí, por eso te llamé por su nombre... Agradeció la niña con una sonrisa e intentó emprender el camino de regreso, pues la noche no tardaría en llegar. El sol comenzaba a hundirse en el ocaso. El muchacho detuvo su intención, preguntándole: -¿Tienes tanto apuro por irte? ¿Dónde queda tu roga, cuñataí? -Debo cruzar el río... -¿Sola? -Sola vine y sola debo volver. Hace tiempo, ya varias lunas, que los hijos de la mujer que me crió partieron hacia el norte con otros cuimba-é y tardan en volver. Ella me envió... Yo no tengo padres... Murieron en manos de los cambá, cuando yo era pequeña... -¿Y cómo cruzaste el río? -En una pequeña canoa que dejé amarrada en la orillla. -Pero tú eres muy joven para atreverte a andar sola por estos lugares... -Me mandaron y tuve que obedecer. -¿No eres miedosa, Ñasaindí? -¡Claro que lo soy! Muchas veces siento un miedo muy grande; pero debo cumplir lo que me ordenan. A nadie tengo que me pueda defender -agrgó la niña con su vocecita triste y los ojos brillantes de lágrimas. -Desde este momento, y si tú quieres, seré yo quien te sirva de amparo y de guía. ¿Aceptas, yerutí? -le ofreció el muchacho firme y decidido. -Ñasaindí lo miró. La alegría que le causó el ofrecimiento se transparentó en su dulce mirar y en su sonrisa agradecida, cuando respondió: -¡Oh, ya lo creo! ¡Muchas gracias! -¡Seremos amigos, Ñasaindí! -Bueno... pero no me has dicho tu nombre, ni quién eres... ¿cómo podría encontrarte? -¡Tienes razón! Soy Catupirí. Mi padre es el cacique Marangatú. ¿Sabes ahora a quién debes buscar? -terminó riendo. -Neí, Catupirí.

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Después Ñasaindí, con su cesta llena de cogollos de pindó, inició la marcha hacia la costa dispuesta a volver a su roga. La detuvo aún Catupirí. Tenía muy buen corazón y la niña le inspiraba una gran ternura. El bondadoso muchacho era el menor de los hijos del cacique Marangatú, poderoso y respetado en mucha distancia alrededor de sus posesiones. Desde pequeño, Catupirí había sido preparado en las artes de la guerra por un diestro guerrero de la tribu; pero su madre, que no lo descuidaba jamás, conservó su corazón tierno y su alma pura como cuando era pequeño y le pertenecía por entero. Su bondad era reflejo del tierno corazón de ella. En ese momento, Catupirí recordó a su madre. Recordó su gran bondad y el cariño que por él sentía y pensó llevar a Ñasaindí consigo, pues se había enamorado de ella y deseaba hacerla su esposa. Se detuvo un instante pensando en su padre. Él no vería con buenos ojos que su hijo llevara a la tribu a una extranjera, a una desconocida, y menos aún con la intención de casarse con ella. Pensó un instante, y decidió: la llevaría; pero al principio, por lo menos, la ocultaría a los ojos de su padre. Se la confiaría a su madre. Estaba seguro de que ella sabría comprender y sin duda llegaría a sentir gran cariño por la joven desamparada, al verla tan buena, tan inocente y tan hermosa... Sin pensarlo más se lo propuso: -¿Quieres venir a nuestra tribu, Ñasaindí? Mi madre te recibirá como a una hija y te brindará el cariño que hasta ahora te ha faltado. ¿Aceptas, yerutí? Llenos de agradecidas lágrimas los ojos, Ñasaindí preguntó con palabras entrecortadas por la emoción: -¡Oh, Catupirí! ¿Es verdad lo que me propones? ¿Tu madre me querrá? -Sin duda... ¡Puedo asegurártelo! Hay tanta bondad en tu mirar dulce y tanta ternura en tu voz suave, que mi madre se sentirá atraída por ti y serás para ella la hija que no tiene. ¡Ven, vamos! Tomaron los dos jóvenes el camino que conducía a la toldería y riendo y conversando, llegaron al lugar donde se levantaban los toldos de los súbditos del gran Marangatú. Atardecía. El cielo, con los más bellos rojos y dorados, parecía sumergirse en las tranquilas aguas del río. Los pájaros retornaban a sus nidos y la flor del irupé cerraba sus pétalos ocultando sus galas hasta que, al día siguiente, el sol, al alcanzarla con uno de sus rayos, volviera a despertarla. La paz y la tranquilidad reinaban sobre la tierra. Catupirí, ocultando a su compañera, fue hasta su toldo donde la dejó para ir a dar la noticia a su madre. Nadie los había visto llegar, de modo que le sería muy fácil ocultarla hasta que pudiera convencer a su padre. Pero Catupirí se equivocaba. Unos ojos que brillaban con maldad lo observaban desde muy cerca. Era Cava-Pitá, la hechicera, que, oculta detrás de un corpulento zuiñandí, no había perdido detalle de la llegada de los jóvenes. Sonrió con malicia la mujer, y guiada por su espíritu mezquino, se propuso dar cuenta de lo ocurrido al cacique. No podría hacerlo tan pronto como deseaba, pues el cacique había salido con sus guerreros y no volvería hasta la mañana siguiente; pero entonces, ella lo esperaría con una noticia muy especial. ¡Y ya vería la extranjera que su vocecita dulce y sus expresiones inocentes no serían suficientes para engañar al cacique como lo había hecho con el hijo! ¿Por qué pensaba tan mal la hechicera de una persona a quien no conocía? Es que Cava-Pitá era perversa y envidiosa y no toleraba que se diera preferencia a nadie más que a ella. Al día siguiente, muy de mañana, llegaron el cacique y sus acompañantes; toda la tribu los recibió con júbilo. Habían logrado importantes piezas de caza y traían también un hermoso guasú vivo. Con paciencia esperó Cava-Pitá que el cacique quedara solo, y en el momento oportuno se acercó a él, para referirle, a su manera, la llegada de Ñasaindí a la tribu. No conforme con esto,

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y gracias a la confianza que en ella tenía Marangatú, le fue muy fácil convencerlo de que la extranjera era una enviada de Añá, quién se valía de la joven para provocar la desgracia de la tribu. La sorpresa del cacique pronto se transformó en profunda indignación. Él no podía tolerar la intromisión de una desconocida en sus dominios y mucho menos sabiendo, gracias a los buenos oficios de la hechicera, que se trataba de una enviada del demonio. Poseído por una intensa cólera, Marangatú hizo llamar a su hijo a fin de recriminarle su indigno proceder y su desobediencia. Cuando Catupirí estuvo frente a él, lo increpó duramente: -¿Puede saberse por qué has traído a la tribu a una extranjera que nadie conoce y que tú encontraste por caualidad? -Ya pensaba explicártelo, padre... -respondió sorprendido Catupirí. Y agregó desconcertado: -¿Cómo has llegado a saberlo? -Eso nada importa. Sólo puedo decirte que todavía hay quien respeta mis deseos y obedece mis órdenes. -Yo soy el primero en hacerlo, padre mío, y pruebas te he dado en mil oportunidades; pero en este caso, deseaba hablar contigo primero, para explicarte lo sucedido. Sin embargo, hubo alguien, no sé con qué intención, que se me adelantó... -¿Dónde está la intrusa? -preguntó el padre, violento. -Está en mi toldo, padre, esperando que la traiga a tu presencia. -Pues ya puedes ir a buscarla. Si con malas artes se introdujo en mi tribu, bien pronto haré que la abandone. Catupirí quedó confundido. Su padre creía que, valiéndose de quién sabe qué poderes maléficos, Ñasaindí lo había obligado a traerla consigo; pero él sabía que no era así. Su padre, al verla, podría convencerse de que estaba equivocado. Corrió en busca de la hermosa doncella y pronto estuvieron ambos frente al temible Marangatú. Quedó el cacique maravillado al ver a la joven. Su hermoso rostro y la dulzura de su mirar lo conquistaron de inmediato. Debía haber una equivocación. Era imposible que una niña tan inocente, tan dulce y tan tímida, tuviera las malvadas intenciones que le atribuía Cava-Pitá. Conversó el ruvichá con Ñasaindí. Le contó la muchacha su niñez triste y sin afectos y su alegría al encontrar en el buen Catupirí que deseaba hacerla su esposa, el cariño y el apoyo que le faltaron siempre. Comprendió el gran Marangatú el noble sentimiento que acercaba a los jóvenes y dio su consentimiento para que unieran sus destinos como era el deseo y la voluntad de ambos. Y Ñasaindí fue la esposa de Catupirí, el muchacho de corazón generoso y noble que la encontró un día en el bosque... La maldad y la envidia de Cava-Pitá se acrecentaron al comprobar que su intervención había sido inútil y que, en cambio, los dos jóvenes habían llegado a realizar su deseo... A pesar de todo, no se desanimó la hechicera, proponiéndose por cualquier medio, conseguir que la extranjera fuera arrojada de la tribu. ¡Ya llegaría el momento en que se cumpliera su venganza! ¡Ella sabría esperar! Pasó el tiempo. La felicidad de Ñasaindí y de Catupirí era cada día mayor. Ningún mal había alcanzado a la tribu y todos habían olvidado por completo los vaticinios de la malvada Cava-Pitá. Un niño, hijo de ambos jóvenes, llegó para hacer más grande y efectiva la diche de que gozaban. El pequeño Chirirí era dulce y bueno como su padre y tenaz como su padre. Cuando tuvo edad de tener amigos, todos los niños de la tribu lo fueron de él y diariamente se los veía jugando en el bosque o en la costa del río, donde sentían gran placer en reunirse. El cacique, orgulloso de su nieto, le había regalado un arco y una flecha hechos expresamente para él, y entre los momentos más felices de su vida se contaban aquellos en que salía con el niño a ejercitarlo en el manejo de dichas armas.

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Todos vivían contentos en la tribu. Ya nadie consideraba a Ñasaindí como una extranjera a la que se debía despreciar, sino que, por el contrario, la joven, gracias a su bondad, se había granjeado la simpatía y el afecto de todos. La única que conservaba el odio que por ella había sentido desde un principio era Cava-Pitá, para quien la idea de venganza se afianzaba a medida que pasaba el tiempo, y que no abandonaría hasta ver a Ñasaindí arrojada de la aldea como se lo propusiera desde un principio. Tenía que convencer a la tribu de que la esposa de Catupirí bajo ese aspecto dulce y tierno encubría a una malvada enviada de Añá para hacer mal a la tribu y que sólo esperaba el momento oportuno para cumplir los mandatos del demonio. Para convencerlos, decidió ensayar una nueva acusación. Usando de sus sentimientos mezquinos y perversos divulgó la noticia de que el pequeño Chirirí se hallaba poseído por un mal espíritu, por el cual todos los niños que lo acompañaban en sus juegos estaban condenados a morir infaliblemente después de un corto tiempo. La noticia corrió por la tribu con la velocidad del rayo y todas las madres, temerosas del trágico fin que podrían tener sus hijos, los retuvieron con ellas prohibiéndoles que se acercaran al pequeño Chirirí. Sin embargo, esto no fue suficiente para la hechicera, ya que ella había querido levantar a toda la tribu contra la inocente Ñasaindí. En esa forma, considerándola culpable, la hubieran arrojado de la aldea indígena por temor al maleficio de que estaba poseída lo mismo que su hijo. Como no consiguiera su propósito, decidió poner en práctica un plan diabólico con el que, estaba segura, se cumpliría con creces su venganza. Preparó un brebaje dulce, exquisito, al que agregó una pequeña poción de activísimo veneno. Con zalamerías llamaba a los pequeños amigos de Chirirí y les daba a tomar el jarabe mortífero que ellos bebían golosos. Poco les duraba el placer, porque poco tiempo más tarde morían entre las más espantosas contorsiones, envenenados por la infame hechicera. Ignorantes las madres de la existencia del famoso jarabe, aceptaron como explicación de la muerte de sus hijos el maleficio del que suponían estaban poseídos el pequeño Chirirí y su madre, tal como lo predijera en tantas oportunidades la famosa Cava-Pitá. Ya no les cupo la menor duda: la extranjera era una enviada de Añá, llegada a la comarca para causar la desgracia de la tribu de Marangatú. Esta vez nadie dudó. Todos estuvieron en contra de Ñasaindí y de Catupirí, de quienes decidieron vengarse dando muerte a su hijito. La hechicera no cabía en sí de gozo. Había pasado un tiempo muy largo antes de lograr su propósito, pero por fin consiguió que la tribu entera odiara a la intrusa. Alentada por el triunfo fue levantando los ánimos de toldo en toldo, incitando a unos y a otros a dar muerte al pequeño Chirirí, único medio para librarse de los designios de Añá. En un grupo encabezado por la perversa Cava-Pitá, blandiendo palos y lanzas, hombres y mujeres se dirigieron al toldo de Catupirí. Llegaron, y tomando por la fuerza a los padres de la criatura, los llevaron al bosque donde los amarraron con fibras de caraguatá al tronco de un ñandubay para que fueran testigos impotentes de la muerte de su hijo. La dulce Ñasaindí dejaba oír desgarradores sollozos, gritando su inocencia y pidiendo piedad para su pequeño Chirirí, mientras el valiente Catupirí hacía desesperados esfuerzos por librarse de las ligaduras. Pero era en vano. Buen cuidado habían tenido sus verdugos. Mientras tanto, Cava-Pitá, la cruel y desalmada hechicera, saboreando el triunfo logrado después de tanto esperar, decidió ser ella misma quien diera muerte al pequeño, que, atado de pies y manos, yacía en el suelo, llorando y esforzándose por dejar sus manecitas en libertad. Preparó el arco y la flecha envenenada, y cuando se disponía a arrojarla al niño, que lloraba ante sus padres desesperados, un ruido espantoso atronó el bosque y una lengua de fuego

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bajó desde el cielo, que se había oscurecido de pronto, y dejó fulminada a la perversa hechicera, que rodó por el suelo dando un grito de espanto. Los que presenciaban la escena vieron en esto un castigo de sus dioses justicieros a la maldad y a la envidia y, convencidos de su error, desataron a los padres de la criatura que aún se hallaba en el suelo, a poca distancia de ellos. Ñasaindí corrió a levantar a su hijito, que medio desvanecido por el terror casi no podía moverse. Lo desató y lo abrazó estrechándolo contra su corazón, mientras las lágrimas corrían por sus pálidas mejillas. Con las cabezas gachas, avergonzados, con el paso vacilante, los que creyeron las calumnias de la perversa hechicera decidieron retornar a sus toldos, no sin antes dirigir una mirada triste al sitio donde el pequeño Chirirí estuviera momentos antes echadito en el suelo esperando la muerte de manos de la falsa y alevosa Cava-Pitá. La sorpresa de todos fue muy grande cuando observaron que crecía en ese mismo lugar una planta nueva, desconocida hasta entonces. La llamaron mandi-ó y en ella vieron la justicia de sus dioses buenos que sabían recompensar el bien y castigaban hasta con la muerte a los que procedían mal. La mandi-ó, regalo de Tupá a los hombres para que les sirva de alimento, posee el dulce corazón de Ñasaindí y de Chirirí, y da, al que la come, fortaleza y energía, como era fuerte y enérgico el valiente y esforzado Catupirí.

EL MAINUMBÍ Y EL CURUCÚ LEYENDA GUARANÍ

Mientras Tupá sé hallaba formando el mundo y poblándolo con los seres que hoy vemos en él, su tarea era ímproba e ininterrumpida. Las aguas lamían las tierras creadas y un firmamento muy azul limitaba el espacio con una bóveda de nubes. El sol, recién salido de las manos de Tupá, enviaba haces dorados de luz que daban calor y brillantes matices a las plantas terminadas de crear y que embellecían la tierra con el verdee de ramas y hojas, y los rojos, los blancos, los amarillos y los azules de sus pétalos de seda.

Tupá miró su obra y decidió poblar los aires y las aguas. Entonces formó las aves y los peces. Los aires se llenaron de alas y los árboles de nidos. Las más bellas y delicadas avecillas y las más fuertes y poderosas surgían de las manos todopoderosas de Tupá y buscaban el árbol o la montaña que las habría de cobijar. Tan entusiasmado estaba Tupá con su obra alada, que resolvió hacer una joya que surcara el aire despertando la admiración de todos por su belleza, por su color, por su aspecto, por su forma de volar.

Tomó un poco de arcilla, muy poca, y le dio una forma graciosa de leve aspecto; le agregó las alitas tenues y movedizas, una cola preciosa; un pico muy fino y largo para que la nueva avecita lo pudiera introducir en las flores en busca del néctar contenido en su interior, y cubrió el cuerpecito de finísimas y sedosas plumas.

Mezcló luego los más bellos colores con rayos de sol para darles reflejos irisados y con ellos pintó las plumitas de la nueva avecilla que, ya terminada, batió sus alas pequeñas y en vuelo gracioso y sutil comenzó su recorrido de flor en flor, temblando sobre ellas y sin posarse en ninguna.

Según los guaraníes, la llamó mainumbí. Tupá, satisfecho, la miró alejarse, seguro de haber creado la más bonita, la más graciosa, pequeña y sutil de las aves, sólo comparable a la más hermosa flor. No sólo Tupá tenia esa idea. De ella participaba también Añá, a quien la envidia inspiraba todos sus actos y que, no habiendo perdido detalle de la creación de la última obra

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de Tupá, escondido detrás de unos árboles desde donde le era fácil espiar, decidió él mismo, siguiendo en todas sus partes el procedimiento usado por el Dios bueno, hacer una obra exacta a la realizada por é1. Tuvo buen cuidado de realizarla- con la misma arcilla, de la que tomó un buen trozo, sin duda, para que no le llegara a faltar. La amasó, la acarició con sus largas y ganchudas manos tratando de darle elegante forma, imitando la que, de lejos, había visto hacer a Tupá.

No consiguió tantos colores para terminar su creación, pero no le dio mayor importancia, y con el verde, el negro y el blanco amarillento que halló, pintó la arcilla. Miró su obra convencido que bien podía competir con la dé Tupá, y -muy conforme con ella - la tomó entre sus dos manos, la levantó en el aire, y, allí, dándole un pequeño impulso, trató de echarla a volar. Pero en el mismo momento que la libró de la prisión que la contenía y dirigió la vista hacia lo alto, esperando verla llegar, un ruido sordo se oyó en la tierra. Miró sorprendido Añá, y un gesto de estupor cambió su expresión satisfecha. Su obra, en lugar de volar, había caído al suelo, de donde salió dando saltos; contra todas las suposiciones de su creador, para ir a ocultarse entre las piedras del camino. Añá, muy a su pesar, y contra su voluntad, creyendo crear un pájaro, había creado al cururú.

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La costumbre de Todos Santos

La fiesta empieza el 1ro de noviembre con los preparativos de la mesa, para recibir a las almas, para ello días antes la gente acude a los diferentes hornos panaderos para realizar sus masas, era tradicional que cada familia, empleara en la elaboración de masas para, Todos santos "una fanega de harina" equivalente a seis arrobas de 25 libras cada una. También se compran diferentes frutas, hortalizas y caña de azúcar, se realiza también el preparativo de las bebidas alcohólicas, insumos de repostería, y muchos otros alimentos y bebidas. Para preparar la mesa de las almas, se reúnen los familiares, personas especiales, vecinos y otros, todos ellos preparan la mesa, antes del medio día del 1ro de noviembre, con el fin de que para el medio día (12 horas en punto) todo esté listo para que lleguen las almas.Al día siguiente 2 de noviembre se procede a realizar el "despacho de las almas" que consiste en recoger la mesa.

Sin embargo del sentido espiritual de esta costumbre, por cada rezo para determinada alma, se paga al rezador con masas, biscochuelos, golosinas, los niños y la gente muy pobre aprovechan esta oportunidad para disfrutar de las masas, y llenar circunstancialmente sus alacenas con golosinas que rara vez pueden comprar;

La historia de Todos Santos

La Fiesta de Todos los Santos o día de los difuntos no tiene su propio origen aquí en Bolivia, las costumbres y tradiciones vienen con la llegada de los españoles que al imponer su religión amenazaban a la gente original de estas tierras que si no se arrepentían de sus pecados pagarían en el purgatorio para ir directo al infierno.

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