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LA TERCERA PROFECÍA VATICANA Juan Carlos Padilla Estrada

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LA TERCERA PROFECÍA VATICANA

Juan Carlos Padilla Estrada

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Título: La tercera profecía vaticana

Autor: © Juan Carlos Padilla Estrada

I. S. B. N. : 84-8454-356-0Depósito legal: A-XXX-2004

Edita: Editorial Club Universitario Telf. : 96 567 61 63C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante)www. ecu. fm

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma Telf. : 965 67 19 87C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante)www. gamma. fmgamma@gamma. fm

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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La profecía en su esplendor

Acerca del descenso del Papa Pío XII a las más profundas e ignoradas entrañas del Vaticano se pueden aventurar algunas interpretaciones: desde los viajes poéticos de Dante, círculo a círculo, acompañado sucesivamente por Virgilio y Estacio, por Beatriz o San Bernardo, hasta un relato inquietante de Raymond Chandler, o ciertos episodios y descripciones de la literatura gótica. Sucede, sin embargo, que el autor de esta novela se ha propuesto darle a cualquier anécdota el tratamiento de categoría, a cualquier posible antecedente, una revelación novedosa y enigmática. Y así es como el descenso del Papa Pío XII a las más profundas e ignoradas entrañas del Vaticano se lleva a efecto, sin apelaciones a la retórica, hasta conducirnos a los niveles y ámbitos más restringidos, donde se custodian documentos y reli-quias que constituyen “las pruebas de nuestra veracidad”, pero también se preservan “nuestros grandes errores, equivocaciones propias de lo humano de nuestra naturaleza, de las ambiciones y las pulsiones de los hombres que han gobernado esta gigantesca institución, sin duda, la más antigua y respetada del mundo”. Eugenio Pacelli habitualmente frío y distante, se muestra ahora confuso y algo turbado, por tan inesperados descubrimientos. Frente a él, se yergue el cardenal Ludovico Vanini, prefecto del Santo Ofi cio, institución heredera de la Santa Inquisición, y consecuentemente responsable de velar por la ortodoxia de la fe, quien ya le ha mostrado, entre obras de orfebrería, joyas relumbrantes, tapices y lienzos de los más grandes artistas, “el único fragmento original que se conserva de los Evangelios”, los textos completos, no los publicados, puntualiza el purpurado, de los concordatos con las diferentes naciones. “Y es que las circuns-tancias históricas nos han ido obligando a cerrar acuerdos en los

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que hemos debido renunciar a ciertos principios, para poder sobrevivir. Un buen ejemplo de ello es el acuerdo al que llegamos con el general rebelde Francisco Franco en España, para apoyar su levantamiento. A cambio de nuestra intermediación y la ayuda militar y política, para derrocar al régimen republicano, hemos conseguido garantizar la confesionalidad del estado español durante-esperemos- muchos años”.

Poco antes de tan portentosos hallazgos, el Obispo de Roma despachó con monseñor Massimo Pagiani, paleógrafo, erudito en lenguas semíticas y austero en sus hábitos, quien le entregó un breve dossier donde se resumían sus trabajos e investiga-ciones de los últimos años. El Papa se limitó a leerlo, con gesto impasible, y fi nalmente se lo devolvió, con una advertencia: “Clasifi que estos documentos con el código de nivel S. P. Nadie, repito, nadie excepto usted, mis sucesores y yo conocerá jamás estas revelaciones”. Un mes más tarde, Monseñor Massimo Pagiani moría repentinamente. Entre sus rigurosas indagaciones estaba la tercera profecía vaticana.

Esta novela es una primera novela, una opera prima. Es la primera novela de un creyente, de un católico, como confi esa en su prólogo el propio Juan Carlos Padilla Estrada, pero es también la novela de un crítico implacable y hasta radical, con una Iglesia jerarquizada, anacrónica, poderosa y socialmente con el paso cambiado. Y en tanto católico y en cuanto escritor, Juan Carlos Padilla Estrada no se resigna, y se propone y nos propone una revisión conceptual, un compromiso con nuestra realidad, una ética y una estética, desde su percepción del cristianismo como humanismo. En esa exigencia de valores más propicios a los desposeídos, a los explotados, a los marginados Juan Carlos Padilla Estrada no solo se aproxima a Teilhard de Chardin, sino que también selecciona otras opciones más allá de un probable y pretendido cristianocentrismo. Si el teólogo y jesuita francés afi rmó: “Ayer, adorar era preferir a Dios sobre su obra, refi rién-dose a Él y sacrifi cándosela a Él. Hoy, adorar es consagrarse en

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cuerpo y alma a su acto creador, adhiriéndose a este acto para perfeccionar el mundo mediante el esfuerzo y la investigación”; el padre Gioachino Ventura, en 1947, manifestó, y así consta en el frontispicio de esta obra: “Si la Iglesia no camina al ritmo de los pueblos, no por eso dejarán de caminar los pueblos; seguirán avanzando sin la Iglesia, fuera de la Iglesia o contra la Iglesia”. Cuarenta años después, Leonardo Boff publicó Y la Iglesia se hizo pueblo, donde insiste en su tesis sobre la teología de la liberación. Seguramente no lo fue, pero constituye, en una muy signifi cativa coincidencia, una contundente solución a las certeras predicciones del padre Gioachino Ventura.

No es casual que Leonardo Boff esté censado en la galería de personajes -o de personas- de esta historia, junto a Charles Woodrow Rutherford, negro y obispo metropolitano de New York, amigo del franciscano brasileño, y como él, vigilado por la sutileza vaticana, tan sagaz como implacable, y apartado de su ministerio por la heterodoxia de su doctrina. Comparecen en ese censo, además, pontífi ces, cardenales, sacerdotes -algunos, víctimas de las dictaduras latinoamericanas-, drogadictos, condenados a la pena capital, médicos expertos en genética e inmunología, religiosos y seglares, hombres y mujeres, en una estrategia narrativa que el autor despliega vigorosamente, como si unos y otros actuaran en una misma dimensión, aunque en diversos periodos cronológicos. En defi nitiva, la fi cción no es más que una realidad sin el matasellos del registro.

“La tercera profecía vaticana”, que ya ha demudado más de un semblante y ensombrece al Colegio Cardenalicio reunido en cónclave, se nos revelará sorprendentemente, y tras la elección de un nuevo Papa, muy lejos de Roma, en algún lugar de Centro-américa, donde un hombre negro y corpulento imparte lecciones a los niños y, en su ausencia, hace las veces de médico o de juez. El autor de “La tercera profecía vaticana”, según la exacta consi-deración anglosajona, ha escrito su novela desde el punto de una omnisciencia editorial, es decir, “que puede ser vista a voluntad

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Juan Carlos Padilla

desde un ángulo cualquiera o desde todos”. Pero, desde aquel que se prefi era, se advertirá de inmediato la audacia, el conocimiento y la solvencia con que Juan Carlos Padilla Estrada ha afrontado algunos de los más acuciantes problemas sociales, religiosos y morales de nuestro tiempo, y, en su condición de creyente, cómo ha resuelto su crítica simultáneamente tan demoledora como esperanzada.

ENRIQUE CERDÁN TATO

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Prólogo

Ésta es una narración escrita por un católico. De tradición y de formación. Y surge de la cotidiana certeza de la inadecuación de la gran Institución a los problemas sociales, raciales, econó-micos, de índole familiar, científi cos... de la sociedad actual. Una discronía que se hace especialmente sangrante cuando atañe a los más desfavorecidos, precisamente aquellos que el fundador colocó como objetivo de sus enseñanzas.

Nadie puede estar seguro de que Jesucristo es Dios. Pero sí está probado que vivió en Palestina hace aproximadamente dos milenios. Y si su mensaje –obviamente distorsionado- fue algo parecido al que ha llegado hasta nosotros ¿cómo reaccionaría ante los problemas actuales? ¿Cómo contemplaría el desequi-librio norte-sur, la división de la humanidad en dos bloques: los que poseen y los que no? ¿Cómo afrontaría aquel hombre los avances científi cos, los modernos problemas en el campo de la reproducción, la anticoncepción? ¿Qué opinaría de que se le continuara impidiendo a sus seguidores su realización como personas en un ámbito tan importante como la sexualidad y la vida familiar? ¿Qué respuesta tendría a los anhelos de igualdad, de participación de las mujeres en la institución que él mismo fundó? Y estoy seguro que no desdeñaría la infl uencia política, social, mediática, incluso económica de sus sucesivos vicarios, pero ¿quizás no la utilizaría con más energía, con mayor “radi-calidad”?

Yo no sé si murió y retornó, si ascendió vivo a los cielos ni si su madre lo concibió milagrosamente. Pero sí sé que su doctrina, sus enseñanzas, forman un código de conducta que merece

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la pena intentar imitar, que aquel hombre forma parte de ese pequeño club de elegidos, compuesto por personas especiales, como Martin L. King, Ghandi, Sor Teresa de Calcuta y millares de seres anónimos que han decidido dedicar su vida a los demás. Para ellos debería ser nuestro homenaje eterno, por encima de instituciones anacrónicas que, con todo su oropel, no deben impedir que –en última instancia- un hombre busque en lo más profundo de su interior la fuerza más intensa que pueda hacerle cambiar este Mundo que nos ha tocado vivir.

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Comentarios del autor, agradecimientos y dedicatoria.

Lo que tienes en la mano, querido lector, es una modesta ópera prima. Y, si has decidido invertir una parte de tu tiempo en su lectura, tienes mi eterno agradecimiento. Y ya que hemos establecido una relación, desearía conocer tus opiniones, tus críticas, tus comentarios; nada mejor para ello que utilizar la moderna tecnología de comunicación:

[email protected] está a tu disposición.

Escribiendo esta novela me he dado cuenta de lo necesario que es el capítulo de agradecimientos: la enorme cantidad de personas que han colaborado –cuando no sufrido- de una u otra manera en su (o por su) realización. Estoy en deuda en primer lugar con mi familia; a ellos pertenecía el tiempo que invertí en escribir esta obra. Debo agradecer las opiniones que he recibido acerca de la novela; todas han sido útiles y la han ido mejorando. Especial mención merece Mercedes Herrera, profesora de litera-tura y correctora de la sintaxis de esta novela. Ella es la respon-sable de que no aparezcan cosas como las tres mes encadenadas de dos frases más arriba.

He de destacar a dos personas a las que debo ideas que han enriquecido el original: José Manuel Lledó y Ana Rodríguez. A los dos, gracias.

Recuerdo afectuoso merecen los miembros de la editorial ECU, que ha tenido la confi anza de editar esta obra. Juan Antonio Llor, a quien le debo gran parte de esta simbiosis y Úrsula Perona, por su paciencia y profesionalidad.

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La lista de dedicatorias es mucho más reducida. A mi padre, de quien he heredado el gusto por lo literario y cuyas opiniones siempre serán una guía para mí. A una persona muy especial, por quien uno de los personajes ha recibido su nombre. Y a mis amigos, ese reducido círculo de personas que se alegran con mis éxitos.

Juan Carlos Padilla EstradaMayo 2004

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En la trama de esta novela se entremezclan personajes reales con imaginarios. De los históricos sólo se han tomado los nombres y algunos hechos relevantes. Los lugares donde transcurre la novela existen, aunque algunas de sus características pueden haber sido modifi cadas. Las argumentas de altos miembros de la jerarquía eclesíastica se han extraído de documentos ofi ciales de la Iglesia. El desarrollo de la acción, la mayoría de las anécdotas y muchas de las descripciones nacieron de la imaginación del autor.

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“Tu es Petrus et super hanc petram aedifi cabo ecclesiam meam et tibi dabo claves regni caelorum”

“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra construiré mi iglesia y te daré las llaves del reino de los cielos”

Mateo 11, 18

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“Si la Iglesia no camina al ritmo de los pueblos, no por eso dejarán de caminar los pueblos; seguirán avanzando sin la Iglesia, fuera de la Iglesia o contra la Iglesia”.

P. Gioachino Ventura. Roma, 1947

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Otoño de 1962. Birmingham, Alabama. Estados Unidos de América

-Charles Woodrow es nombre de blanco y no vamos a tolerar que tú lo uses, negro.

El corazón latía con fuerza en su pecho y sus músculos se tensaban, aprestándose a una desigual batalla. Frente a él, cuatro encapuchados, disfrazados de blanco, portando palos y cadenas en sus manos, esperando la mínima provocación del moreno. Al fondo una cruz ardía y hasta sus oídos llegaban apagados sollozos de aquellos infelices asesinados por el único crimen que no puede evitar cometer un hombre: el de su nacimiento.

Tres de los hombres sujetaron por detrás al joven negro mientras el cuarto rasgaba su camisa, descubriendo un cruci-fi jo que colgaba de su cuello. Aquello enfureció aún más a los blancos, como si las creencias también fueran patrimonio racial. Con rabia arrancó la cruz de madera y le espetó:

-Ahora llevarás siempre contigo otra cruz.

Y de una hoguera, el líder de los intransigentes extrajo un hierro candente que aplicó sobre el torso del muchacho, que temblaba de miedo. Sus desgarrados gritos de dolor fueron ahogados por las carcajadas y los aullidos de aquellos desal-mados. El dolor le hizo perder el conocimiento. Cuando despertó el pecho le ardía. Allí vio lo que le iba a acompañar mientras viviera: una enorme cruz que recorría su pecho, marca indeleble que le recordaría todos los días de su existencia su inferioridad racial en un mundo en que los negros podían ser marcados como reses.

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11 de Octubre de 1962. Ciudad del Vaticano, Roma. Italia

En ese mismo momento, a 12.000 kilómetros de allí, Su Santidad Juan XXIII, el viejo cardenal de Venecia, inauguraba el Concilio Vaticano II. Era aquel un hombre poco valorado por sus propios electores. De aspecto bonachón, llamado a una provisional interinidad sucesoria de la majestuosa fi gura de Pío XII, sin embargo, se transformó -en su breve pontifi cado-en el Papa más carismático y popular de este siglo. Y su gran mérito no fue otro que aceptar el veredicto de los tiempos.

Angelo Giuseppe Roncalli convocó el Concilio y planteó a sus obispos la necesidad de una refl exión universal llamada a tener infl uencia positiva en la sociedad del siglo XX. Su obje-tivo era la renovación de la vida religiosa católica mediante el aggiornamento (modernización) de la enseñanza, la disciplina y la organización de la Iglesia, así como alentar la unifi cación de los cristianos. El Papa inauguró las sesiones conciliares aquel 11 de octubre con un discurso llano y familiar, como él mismo, que impidió a muchos intuir el verdadero alcance del aconteci-miento.

Y el Concilio insistió en el abandono de la tradicional altivez eclesiástica, en la humildad del reconocimiento de errores, en la insospechada posibilidad de que la Iglesia admitiera alguno de sus pecados y en la necesidad de moderar incluso su infalibilidad. La revolución consistía en aceptar la modernidad y desautorizar la intransigencia. El Cristo del Domingo de Ramos triunfaba sobre el Hombre que moría en el Gólgota y se fundía con su pueblo en un abrazo, alegrándose con él en lugar de contemplarlo desde la

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soledad de su sufrimiento en la cruz.

Juan XXIII murió sin ver el comienzo de la segunda sesión de su Concilio, cuyo resplandor inicial fue tan intenso que no dejó ver las carencias ni las venganzas aplazadas. Quedó corto en muchos aspectos. Las estructuras y las vigas maestras del edifi cio eclesial permanecieron inmóviles. El poder absoluto no se alteró ni se logró el sueño de incorporar al pueblo de Dios a la toma de decisiones de la Iglesia. Toda la cultura de derechos humanos, que se había convertido en el eje de la vida cívica de Occidente, era clamorosamente ignorada por la organización religiosa mediante la coartada de la supeditación a lo divino. Pretender la libertad hacia fuera e ignorarla o reprimirla en su interior restó credibilidad a la Iglesia, sintiendo muchos católicos cómo sus ideales de libertad y justicia para el mundo mal podían compagi-narse con su pertenencia a una institución que no garantizaba el ejercicio de la democracia a sus propios miembros.

Años después, el balance de la restauración en el seno de la Iglesia romana desanima al sector católico más crítico, porque ni siquiera este siglo de libertades ha conseguido abrir puertas de luz en la muralla espiritual vaticana. Quizá haya que esperar a Juan XXIV...

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Ciudad del Vaticano, 1941. En plena II Guerra Mundial.

Monseñor Pagiani era, realmente, un ente anacrónico. Debería haber nacido en la Baja Edad Media y habría sido un excelente abad de monasterio cisterciense, encargado de preservar y legar el conocimiento a las futuras generaciones.

De hecho, Massimo Pagiani estaba considerado desde hacía más de treinta años como la máxima autoridad mundial en todo lo relativo al Antiguo Testamento y sentía verdadera pasión por desentrañar cualquier documento, libro o legajo con aroma añejo que caía en sus manos. Dominaba el latín, griego, hebreo y arameo y tenía amplios conocimientos de sánscrito, dálmata y otras lenguas semíticas. Su carrera en la Iglesia tenía su erudición como origen, motivo y meta. Hombre austero, de la clase media calabresa, de tibias convicciones religiosas y escasas necesidades materiales, encontró en la Santa Institución el medio ideal para desarrollar su pasión. Un trabajo que no conocía horario, recompensa en términos materiales y que tan sólo le aportaba reconocimiento en un muy reducido círculo de eruditos. Quizá la única recompensa a sus desvelos había sido el nombramiento de Obispo auxiliar de la Curia Romana, un cargo con sufi ciente jerarquía para proporcionarle acceso a documentos clasifi cados, que además le liberaba de cualquier obligación de tipo pastoral, para la que no estaba realmente dotado.

Aquella tarde de 1941, monseñor Pagiani estaba de pie frente al Obispo de Roma. Entre aquellos dos hombres no existía verdadera empatía. Pío XII era un hombre severo, enjuto, un asceta. Su trato era rígido, casi desprovisto de afectividad, cortés. El Obispo entregó al Sumo Pontífi ce un dossier de cuatro páginas

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en el que resumía lo que había sido su trabajo durante los últimos ocho años. La portada estaba cruzada con los colores amarillo y blanco del Estado Vaticano y la leyenda “Exclusivo Santo Padre” que limitaba a una sola persona en el mundo la posibilidad de su lectura.

El Papa tomó el documento y se sumergió en su lectura. Ni siquiera ofreció asiento al anciano sacerdote, que permaneció respetuosamente en pie. Tras varios minutos, en los que no se dibujó mueca alguna en el rostro del lector, le devolvió el legajo con una advertencia:

-Clasifi que estos documentos con el código de nivel S.P. Nadie, repito, nadie excepto usted, mis sucesores y yo, conocerá jamás estas revelaciones. Retorne los originales a su localización anterior y destruya las pruebas de su trabajo. Y, por favor, Massimo: olvide todo lo concerniente a este asunto -añadió con una leve sonrisa, único rasgo de afabilidad que le conoció el viejo obispo en toda su breve relación.

Los intentos de réplica del anciano fueron sofocados por una especie de cruz rápidamente esbozada en el aire con la mano derecha y el acercamiento del anillo papal a los labios del subordinado, lo que daba por concluido aquel asunto de manera defi nitiva.

Esa misma tarde, el papa Pío hizo llamar al Secretario de Estado y al cardenal Prefecto del Santo Ofi cio. Recibió a los dos prelados en una amplia sala, de grandes ventanales orientados al oeste. El Santo Padre se encontraba de pié, frente a la cristalera, con la mirada perdida, mirando sin ver la belleza del atardecer romano, con el infl amado sol escurriéndose entre las colinas que ribetean el horizonte.

El secretario personal del Papa introdujo a los visitantes y sólo pudo pronunciar una palabra:

-Santidad...

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Un gesto brusco del hombre que ostentaba el mayor rango de la cristiandad cortó en seco su frase y le obligó a retirarse en silencio. Los dos invitados permanecieron, respetuosamente, en pié.

Sin volverse, con la mirada aún perdida, Su Santidad Pío XII comenzó a hablar pausadamente, utilizando los términos justos y precisos, con la fría cortesía de los habituados a imponer su criterio, quizá con la osadía de quien se siente inspirado por poderes supraterrenales.

-Es nuestro deseo que, en lo sucesivo, todo documento actual o pretérito concerniente a la historia de la Fe y que pueda afectar directa o indirectamente a nuestra Sagrada Institución, que deba ser conocido, traducido o interpretado, sea fragmentado en tres partes y entregado para su estudio a un experto de cada una de las congregaciones de los Franciscanos, los Dominicos y los Jesuitas. Con la advertencia expresa de que ninguno de éstos podrá conocer las partes restantes del documento, quedando reservada para el propio Pontífi ce o personas expresamente designadas por él, el conocimiento íntegro del conjunto.

Los dos hombres sabían bien que aquellas palabras eran el fruto de una decisión papal y constituían, a partir de aquel momento, una norma de obligado cumplimiento en el seno de la Iglesia católica, ante la que de nada servirían sus argumentos.

Así, se limitaron a asentir:-Como su Santidad ordene.

Y sigilosamente salieron de la habitación, dejando al Papa con los ojos clavados en el encendido horizonte del cálido atardecer romano. Aquel hombre, nacido Eugenio Pacelli, hábil diplomático pero que debía soportar la amargura del fracaso en su intento de evitar la gran contienda mundial, sentía ahora, en su más recóndito interior la tibia sensación de haber cumplido

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con su deber. Ese mismo hombre que, años más tarde, promul-garía una encíclica en la que alertaría a los cristianos del peligro de adoptar los avances científi cos modernos sin sentido crítico, apartándose de las tradiciones de la Iglesia.

Aquella noche Pío XII estaba inquieto. La revelación del Obispo Pagiani le producía tal desasosiego que apenas le permitía dormir. Sus pesadillas estaban dominadas por los negros nuba-rrones que se cernían sobre la barca de Pedro y sobre él mismo que, patroneando la embarcación y manejando el timón, no podía evitar que el frágil paquebote se adentrara en un oscuro océano de terribles murallas acuosas y frisos de espuma que amenazaban, a cada instante, con hacerle añicos. Pertrechado tan solo por sus fuertes brazos, el sucesor de Pedro luchaba con todas sus fuerzas para evitar la caída libre de la barca en uno de los abismos líquidos, del que a duras penas salía, para toparse con un tifón que arrasaba la pequeña cubierta e inundaba las repletas bodegas, rebosantes de preciada carga. El viento inmisericorde desarbolaba los aparejos haciendo ingobernable la nave, ajena a sus esfuerzos, tan sólo a merced del caprichoso temporal.

Se despertó bañado en sudor frío, con el corazón galopando en su pecho. Se incorporó en la cama y buscó referentes en la oscuridad del aposento papal. No los halló. A tientas, asustado como cuando de niño le aterraba la oscuridad, con una de esas fobias que resucitan años después de creer que están resueltas, tomó con su mano el cordón del llamador. Tiró con fuerza de él. Con autoridad.

A los pocos instantes un sirviente llamó quedamente a la puerta de la alcoba. Con voz que aparentaba fi rmeza el papa Pío ordenó:

-Avise a mi confesor. Deseo verle inmediatamente

Su Eminencia, monseñor Ludovico Vanini, prefecto del Santo Ofi cio, la institución heredera de la Santa Inquisición, se presentó a los pocos minutos en la antesala de las dependencias

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papales. Una llamada de Su Santidad no podía ser desoída. Ni siquiera demorada. Se encontró al Papa sentado en una silla de respaldo recto con la vista perdida, los ojos vidriosos y un rictus entre sereno y pesaroso. Con un gesto, su superior le indicó una silla idéntica a la suya. En silencio, el cardenal tomó asiento. Aún transcurrieron unos instantes hasta que el Papa se decidió:

-Padre, necesito que escuche mi confesión.

El Papa sólo utilizaba ese título con su confesor, intenciona-damente le trataba como a alguien cercano, el referente en quien confi ar, a quien recurrir en momentos de zozobra, como aquel. “Padre”, esa forma de referirse al sacerdote cercano que el propio pontífi ce había olvidado, y aun hoy añoraba.

Pío XII inició su monólogo, refi riendo la conversación con el obispo Pagiani, todos los detalles del hallazgo de éste, sus propios sueños, los negros presentimientos, sus temores, sus dudas y, sobre todo, la intensa angustia que le producía su propia infalibilidad. En un gesto de humanidad, el pastor de la cristiandad revelaba a su confesor su miedo a errar. La coraza de infalibilidad parecía servir para todos menos para él, el único que creía en su propio error. En aquel momento, eran tan solo dos hombres, frente a frente.

Con las dos manos juntas en actitud oratoria y los ojos cerrados, el confesor se tomó un prolongado instante de refl exión.

-Santidad, yo soy el prefecto del Santo Ofi cio. Mi deber es velar por la ortodoxia de nuestra fe. Sobre los hombres que me han antecedido, los que me sucederán y yo mismo recae, probablemente, la mayor carga de nuestra institución. Me atrevo a decir que más aún que sobre la vuestra. Hace algo más de tres años que habéis accedido a vuestra responsabilidad. Creo que ha llegado el momento de revelaros algo que no todos vuestros antecesores han conocido, ni todos vuestros sucesores llegarán a conocer.

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El Papa estaba cada vez más sorprendido. Aquel hombre, el más puro representante de la curia vaticana -del aparato de la Iglesia- le estaba revelando cosas a quien, en teoría, debía ser el guardián de cientos de millones de almas, de las tradiciones de una institución casi bimilenaria, el responsable de mantener encendida la llama que un pescador de Palestina encendió hacía veinte siglos. Monseñor Vanini era un hombre sensato, fi able, un buen hombre, en quien el Papa Pacelli tenía fe ciega.

-Deberíamos dar un paseo, Santidad. Hace una noche agra-dable, aunque fresca. Abríguese.

Los dos hombres salieron de la zona en la que están ubicadas las dependencias papales y de los altos miembros de la curia en el Palacio Papal y fueron a parar a la porción trasera de la enorme Basílica de San Pedro. La noche de Octubre les recibió con frío, sus alientos se condensaban en breves nubes ante sus labios que se acompasaban con sus palabras. En realidad, con las de Monseñor Vanini únicamente, ya que el papa le acompañaba en silencio sin lograr salir aún de su perplejidad. Dos guardias suizos, con sus pintorescos uniformes, se acercaron con linternas a identifi car a los hombres que se adentraban por aquellos lugares reservados únicamente a los más altos prelados eclesiásticos. Al llegar hasta ellos e identifi carlos, los guardias se cuadraron con un gesto marcial. El sargento se dispuso a informar a su comandante en jefe y a formar la guardia, pero un gesto brusco de Vanini lo detuvo:

-Sargento, Su Santidad no desea ser acompañado ni escol-tado. Tenga la bondad de volver a su puesto de guardia. Y déme su linterna… por favor.

El guardia quedó en medio del empedrado petrifi cado y sin linterna, mientras los dos hombres se alejaban presurosos.

Las fi guras de los dos religiosos se desplazaban con rapidez. Dejaron atrás las estancias Borgia para seguir hacia la Academia de Ciencias y girar por la Biblioteca Vaticana hasta encontrarse

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con el Palacio de Belbedere. El Papa conocía bien aquellos edifi -cios, de hecho había pasado muchos años entre ellos, especial-mente en su etapa como Secretario de Estado, entre 1929 y 39.

El cardenal Vanini prosiguió la conversación donde la dejó en la habitación del Papa:

-Santidad, nos encontramos en el “nivel uno vaticano”-¿Nivel uno? Pío XII no había escuchado jamás aquel

término.-”Nivel uno” es el accesible a todos los visitantes, a los medios

de comunicación, sin restricción alguna. Estos preciosos edifi -cios, los museos y jardines vaticanos, la Academia de Ciencias, la Basílica de San Pedro con la cúpula de Bernini, la capilla Sixtina con sus frescos de Miguel Angel y las habitaciones de Rafael. También lo integran los más de un millón de volúmenes y centenares de manuscritos de la Biblioteca Vaticana… en fi n… una riqueza casi inimaginable, al alcance de cualquiera que desee contemplarla.

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-No acabo de entender.

En aquel momento los dos hombres llegaban a una puerta de madera que se abría en el fl anco lateral de la Biblioteca Vaticana. Vanini extrajo una llave de su bolsillo y, con un chirrido, la puerta se abrió. Los dos accedieron a un pequeño distribuidor en el que se originaba una escalera de caracol que descendía al piso inferior.

-Estamos accediendo al “nivel dos vaticano”, Santidad.Con cuidado, precediendo al Papa, Vanini recorrió todos

los peldaños de la escalera de madera hasta que llegó a la estancia inferior y pulsó un interruptor eléctrico. La enorme habitación se iluminó perezosamente y comenzaron a verse los extensos anaqueles que contenían cientos, miles de volúmenes, manuscritos, códices, documentos milenarios aún pendientes de clasifi cación, informes antiquísimos, actas inquisitoriales…

-La Biblioteca Vaticana, Santidad. Sección restringida.-Sí, la conozco bien. Aquí mismo he consultado decenas de

documentos. Entre 1904 y 1917 colaboré con el arzobispo Pietro Gasparri en la nueva codifi cación del derecho canónico, que aún está vigente en la actualidad.

-Y sabrá su Santidad que este sector pertenece a las zonas de la ciudad a las que está únicamente permitido el paso con acreditación especial. Acreditación que, por otro lado, se concede casi sistemáticamente con tal de que no sea solicitada por un conocido vándalo. Cualquier estudioso, periodista, investigador del pasado, escritor o afi cionado a la historia tiene fácil acceso a estos documentos, como digo de “nivel dos” Pero aun hay algo más en este nivel.

Atravesaron varias salas que se comunicaban entre sí, todas repletas de libros, manuscritos, legajos, eternas mesas de trabajo pulcramente ordenadas. Al fondo de la última sala se podía ver, si se miraba con mucha atención, una puerta casi perfectamente mimetizada con la pared entelada en los colores blancos y amari-llos de la Ciudad-Estado. Los dos religiosos la franquearon.

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La tercera profecía vaticana

-Seguimos en el “nivel dos”, Santidad. En estas estancias se encuentran los tesoros que no deseamos que tengan demasiada relevancia pública. Ya sabe usted ese viejo chisme que corre en determinados ambientes y que postula que la liquidación de los tesoros de la Iglesia serviría para solucionar la miseria en el Mundo. Como si nuestro patrimonio no fuera consustancial a la institución y apenas una gota de agua en la hoguera de la pobreza de la humanidad…

Las luces eléctricas se refl ejaban en centenares de joyas, conjuntos bellísimos de oro y piedras preciosas, mantos bordados con fi bras de metales preciosos, decenas de cálices que rivalizaban en esplendor, obras maestras de orfebrería, en imaginación, detalle y belleza. Avanzaban por las pequeñas salas, que también se comunicaban entre sí, y sus ojos no podían absorber la inimaginable densidad artística de aquel lugar. Las paredes estaban repletas de tapices, cuadros y lienzos, algunos sin enmarcar, con una representación variadísima de todas las tendencias artísticas. No sólo brillaba allá el arte sacro; se podía admirar paisaje romántico, retrato neoclásico, escenas paganas barrocas, deliciosas intimidades impresionistas, hasta originales representaciones cubistas. Rembrandt, Leonardo, Rafael, Rubens, Monet, Gris, Van Gogh, Velázquez, Turner… la lista era interminable. Y, en los estantes que fl anqueaban las salas se veían incontables lienzos enrollados ente la imposibilidad de exponer todo aquel ingente tesoro.

-Alguna vez había paseado por este lugar, hace muchos años. Reconozco que el ambiente no me apasiona especialmente –El papa Pacelli no amaba el estilo recargado, aquella acumulación extraordinaria de arte.

-La entrada a esta sala se restringe un poco más, aún sin demasiadas difi cultades. Pero aquí mismo acaba la posibilidad de visita para el común de los mortales.

En ese mismo momento los dos hombres llegaban a una gran puerta de hierro repujado, como las que seguramente debían