Cuentos como besos

Santos Rejas Rodríguez

Cuentos como besos

© Santos Rejas Rodríguez

ISBN: 978-84-9948-542-3Depósito legal: A-862-2011

Edita: Editorial Club Universitario. Telf.: 96 567 61 33C/ Decano, 4 — 03690 San Vicente (Alicante)www.ecu.fmecu@ecu.fm

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma. Telf.: 96 567 19 87C/ Cottolengo, 25 — 03690 San Vicente (Alicante)www.gamma.fmgamma@gamma.fm

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede re-producirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de in-formación o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

A los seres humanos que se hallan en la mitad de la vidaA quienes se encuentran y deciden acompañarse un trecho

A los jirones de alma que ambos van dejando por el caminoA quien se le quiebra su caminar

A quien sigue a trompiconesY a ti, especialmente a tique sigues habitándome

AGRADECIMIENTOS

Debo dejar constancia de mi sincero agradecimiento a Clara García-Moreno Bascones no solo por la guerra que le he dado con mis cuentos, que también, sino principalmente por la exhaustiva corrección y mejora de los mismos y, en especial, por la supresión de los innumerables puntos suspensivos que me suelen poblar… y su sabiduría para poner punto y aparte en el momento justo.

A María del Mar Mata López, por resaltar un cierto estilo cervantino en algún relato y despejarme la duda entre Elvis y Cat —Stevens—, por supuesto.

Ana Gómez Ruiz, porque ha tenido la infinita paciencia de escuchar la lectura de lo escrito mostrando su emotividad en forma de risas y lágrimas, expresiones contagiosas, por cierto.

Y por ser mis amigos, aguantarme no sin ciertos desesperos, darme y quitarme ánimos, colaborar en tareas diversas —aunque no esenciales, claro: fotocopias, encuadernación de los numerosos borradores… e incluso nada— para que este libro vea la luz, debo agradecérselo a Gabriel Fernández Quirantes, Francisco Labrador Encinas, Tomás Martín Tamargo y Leo (nardo) Milstein.

Y una vez casi cumplida en el párrafo anterior la ley de paridad, mi agradecimiento especial a mi hijo Carlos Rejas Mata, por haberme cedido los dibujos que ilustran algunos de estos cuentos, y a don Mario Conde, obvio por demás.

ÍNDICE

Agradecimientos .............................................................................5Prólogo ............................................................................................9Besos familiares ............................................................................17

Habilidades (o gracias) ..........................................................19Sinfonías inolvidables ............................................................31Mi diario, mi pobre diario .....................................................39Musgo para el belén ...............................................................51El avión saltarín ......................................................................59El avión ....................................................................................61Regreso ....................................................................................62Accidente .................................................................................63La casa ......................................................................................66El desván .................................................................................67Sueños ......................................................................................69La noche ..................................................................................72El viaje .....................................................................................74El sitio ......................................................................................76A casa .......................................................................................78Más sueños ..............................................................................79

Besos perdidos ..............................................................................81Uno ...........................................................................................85Dos ...........................................................................................87Tres ...........................................................................................91

Cuatro ......................................................................................95Último ......................................................................................97Detalles ....................................................................................99La flor del magnolio .............................................................109

Besos de desconcierto ...............................................................119Ensueños ...............................................................................121Adrián fragoso ......................................................................127Cruce de miradas ..................................................................137La fobia ..................................................................................143¡Qué suerte! ...........................................................................151La tarta ...................................................................................157La señora ...............................................................................163

Besos fugaces… o piquitos ......................................................165El bosque sin árboles ...........................................................167Ella y él ..................................................................................168Filosofía .................................................................................169Mirada triste ..........................................................................170Insistencia ..............................................................................171

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PRólOGO

Es deber de todo aquel que recibe el encargo de prologar una obra el elemental de leerla atentamente. No practico esta ac-tividad con excesivo desprendimiento, porque prologo escasa-mente, por ello mismo los libros de lectura obligada previos a su aparición pública no abundan en mi vida. Pero este, el que tiene el lector en las manos, forma parte de ese mundo escaso, y dentro de los libros leídos ocupa un lugar especial: el que co- rresponde a la devoción por encima de la obligación.

Me explico: leer, lo que se dice leer, hay que leer lo que pro-logas, o, como mínimo, ojear, manosear el manuscrito, tomar —aunque sea forzadamente— alguna parte, recoger determi-nada anécdota, algo que de cualquier modo certifique al autor que quien a él se refiere, a su obra para ser más preciso, ha con-sumido parte de su tiempo en leer lo escrito. Como mínimo eso. Ahí, entonces, reside la obligación. Pero puede ocurrir, y este es el acaso, que además de leer por obligación disfrute con el ejercicio intelectual de la lectura. Si esto sucede, la devoción se sobrepone, sustituye o expulsa a la pura y dura obligación. Y así me ocurrió.

Confieso que soy muy mal lector de novelas o de historias inventadas. Tengo en mi familia un escritor de gran nombre, Alfredo Conde, Premio Nacional de Literatura, entre otros

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prestigiosos, una de sus novelas, el Grifón no Vento, lleva vendi-dos en el mundo más de un millón de ejemplares, que se dice pronto pero que cuesta un disparate conseguirlo. Alfredo es hombre de imaginación fértil, aparte de otras muchas virtudes. Y en nuestra casa gallega A Cerca, incrustada en un montículo que domina Chaguazoso, en el territorio profundo y fronterizo con el viejo Condado Portucalense, hoy más conocido como Portugal, allí, envueltos en el frío del invierno —que para algo la zona se llama As Frieiras— aunque reconfortados con el calor de una lareira, hemos debatido acerca de la musa del nov-elista. Y le he reconocido a él, y hoy a quien esto lea, que me cuesta demasiado imaginar, construir una historia completa, plagada de sensaciones reales edificadas sobre el fermento de la imagi nación. Vamos, que creo que para eso soy malo con tendencia a desastroso. Y tampoco soy especialmente dotado para calibrar calidades literarias. Hombre, algo sí, porque tam-bién escribo. Pero si fuera miembro de la Real Academia, por ejemplo, o escritor profesional, podría situar en su contexto más preciso el estilo de D. Santos Rejas. Estaría capacitado para decir si su narrativa se ajusta a patrones del XIX o de comienzos del XX, si pertenece a la escuela de tal o cual au-tor. Lo siento pero no soy capaz. Lo único que puedo decir es que me parece una prosa elegante, repleta, casi oronda, pero sin perder agudeza en el relato. El lenguaje es culto, incluso a veces demasiado, pero es que el arte de escribir permite licen-cias con tal de que el conjunto, el producto, resulte armonioso. Y en un libro de cuentos lo que no puede perderse de vista es el relato. Porque de eso se trata, de relatos, y poco importa que sean nacidos de la imaginación pura y dura, trasladados de humano a humano por virtud de eso que llaman la transmisión oral, o una mezcla de todo ello. Da igual. Un relato no solo

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se construye para entretener. Además, para enseñar. Eso que llaman moraleja, que también se puede traducir como sacar conclusiones, enseñanzas útiles. Porque la vida es realmente sorprendente. Los clásicos decían que el asombro es el pórtico del conocimiento. Y admito que es de lo más cierto que me he topado en mi caminar vital. Siempre, o casi siempre, me ha sucedido algo asombroso, en el sentido de inesperado.

Y ahora entronco con lo que decía al principio: mi falta de imaginación para escribir novelas. Alfredo, mi pariente escritor, el del Premio Nacional, aseguraba que esa carencia es posible-mente debida a que la vida que me ha tocado vivir —y espero que siga— tiene tantos componentes de novela que fagocita la imaginación. Agudo el juicio, desde luego, y debo admitir que algo de verdad hay. He publicado un libro —el segundo está en marcha— acerca de cosas de mi vivir, como dirían por el sur, y ciertamente cuesta creer que cosas así sucedan.

Ocurre que no nos ocupamos demasiado de los humanos y por eso las historias nos sorprenden, porque detrás de cada hu-mano, o, cuando menos, de la inmensa mayoría de ellos, se en-cuentra una historia difícilmente creíble, historias la mayoría de las veces preñadas de tragedias, de dolor, de desolación, porque eso que dice Cioran del surco del hombre sobre la tierra, que no desprende precisamente un olor a rosas, es cierto en de-masiadas ocasiones. Por eso le contestaba a Alfredo que para escribir novelas nada mejor que investigar, explorar, profun-dizar en los trozos de realidad que tenemos cerca de nosotros. Creo que si eso hacemos encontraremos material más que su-ficiente. Y de ahí viene el éxito del relato: cuando concluyes la lectura de un cuento, si piensas, aunque sea por un mínimo instante, que eso que acabas de leer podría haber sucedido en realidad, el éxito es mayor que si lo monopoliza en exclusiva

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el mundo de lo imaginario. Porque, a fuer de verdad, lo que sucede en la vida es en ocasiones difícilmente imaginable. Así que, como digo, el material está ahí, lo tenemos delante. Y ya que hablamos de tener las cosas delante, este prólogo es en sí mismo un producto difícilmente imaginable. Ya digo que los cuentos, los relatos de este libro, me gustan, y con eso, al igual que me sucede con los vinos, me resulta más que suficiente.

Pero es que, además, la tradición y la trayectoria literaria de su autor, D. Santos Rejas, es conocida. ¿Miles de artículos publi- cados? Bueno, si no miles desde luego no bajo de cientos. Y cuando uno escribe tanto su estilo acaba siendo inconfundible.

Sí, pero eso no justifica que yo prologue su libro. Y ahora el lector tiene que prepararse para el mundo de las emociones nacidas de lo insólito. Porque, con independencia de esa dimen-sión de escritor, el autor de este libro es persona querida, res-petada y valorada en el mundo penitenciario. Durante muchos años fue director del CIS Victoria Kent y hoy ocupa posiciones de más jerarquía dentro de la organización del Estado en este territorio funcional. Uno podría pensar que el mundo de las prisiones es un campo en el que abundarán historias para ser contadas si una buena pluma se pone manos a la obra en ese cometido. Y, seguramente, será así. Pero en la trayectoria de D. Santos Rejas, con independencia de esa posible faceta, lo cierto es que abunda una actitud de comprensión y tolerancia, algo que en términos jurídicos debería traducirse como creencia en que el tiempo de alguien en prisión debe dedicarse a su mejor transformación interior, con el propósito de recuperar la ca-pacidad del individuo de vivir en sociedad. Algo, por cierto, que hoy no abunda demasiado, cuando conceptos, ideas o filosofías penales como el llamado Derecho penal del Enemigo nos inun-dan casi a diario.

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Y se preguntará quizás el lector, al menos hasta que vea quién firma el prólogo, por las razones de conocimiento de todo esto que cuento. Y son bien fáciles. He sido preso, y no un año y un día, sino unos cuantos, muchos, demasiados para algunos y excesivamente cortos para otros, por aquello de que la vida, incluso la mía, es según el color del cristal de quien la mira. Y ahí, en el campo secante de dos círculos vi-tales situados en planos diferentes, se encontraron nuestras vidas, las del autor del libro y la de quien ejecuta con placer el prólogo.

El mes de julio de 2005 me resultó menos caluroso que los anteriores, y no porque se hubiera producido un descenso en las temperaturas madrileñas, que de eso nada, sino porque un juez me entregó uno de esos papeles que llevan arriba, a la izquierda, el sello de la Administración de Justicia, y que al final se traducía en que podía abandonar la prisión de Alcalá Meco e irme a un campo mucho más fértil humanamente, más llevadero, con mayores dosis de libertad real. Un con-junto arquitectónico al que llamaban CIS Victoria Kent y que regentaba un hombre de gran fama en ese mundo. Ese hom-bre es, precisamente, el autor del libro. Como eran días finales de julio se encontraba de vacaciones, pero al enterarse de que iba a vivir quien esto redacta en alguna de las dependencias a su cargo, dejó el cometido preciso de que sus subordinados consiguieran que las cosas se desenvolvieran con la mayor naturalidad.

Y así fue. Unas semanas después me recibió en su despa-cho. Nunca nos habíamos visto antes. Mantuvimos una con-versación cordial, sin perder la perspectiva de quien era cada uno. Eso es lo difícil en la vida: una cordialidad no destruc-tora de los roles que la vida nos asigna. A eso yo le llamo

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humanidad. Otros que lo califiquen como quieran. Y en ese instante, en ese día, en ese momento, aquel hombre, el di-rector del centro, me pareció dotado de una gran dosis de humanidad.

Y a medida que el tiempo fue transcurriendo, la percep-ción aumentó en intensidad. Porque entendió que mi situación humana era acreedora de un trato penitenciario más acorde a lo legal que el que me sirvió de pasaporte para traspasar la frontera de sus dominios. Y solo porque así lo pensaba, sin decirme nada, se ocupó de conseguirlo. Y acto seguido se fue a la Dirección General, a donde había sido llamado a cometidos más importantes. Dejo tras de sí, conmigo y con muchos más que yo, la sensación esa tan reconfortante a la que llaman deber cumplido.

Pasó el tiempo. Llegó el 2010. Yo había terminado mis compromisos judiciales y penitenciarios. Era ya un hombre to-talmente libre. Y de nuevo un encuentro en el CIS derivado de asuntos totalmente diferentes de aquellos que motivaron el ya lejano 2005. Llegué a las 9 de la mañana. Me recibió en su despacho. Nos sentamos alrededor de una mesa redonda. El ambiente transpiraba trabajo, que hay mucho en ese mundo. Los ojos de D. Santos Rejas expresaban algo a lo que yo he bautizado en algún libro o en ciertos escritos con el nombre de tristería, una mezcla de tristeza y de alegría, que eso debe de ser el vivir de quienes vivimos lo que nos sucede con la emoción debida. Sin ser esclavos de ellas, pero sin renunciar a ser huma-nos. Ahora los dos éramos hombres libres. Él, D. Santos Rejas, siempre lo fue. Yo había vuelto a ingresar en la cofradía. Y a los dos nos unía un punto en común: el dolor.

Lourdes Arroyo, mi mujer durante 34 años, murió en el 2007. En el año 2009 había fallecido Pilar, la compañera de D.

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Santos Rejas. Conversamos sobre el dolor. Lo justo, lo nece- sario, sin extendernos más allá, y en ambos casos, en los dos costados de aquella mesa redonda, se localizaban dos personas que, conscientes del dolor, asumiendo su capacidad de tam-balear espíritus y almas, saben que la principal obligación con-siste en vivir, en no mirar hacia atrás queriendo regresar a un lugar que no conoce medio de transporte que allí llegue, sino al futuro, a un futuro, ahora sí, edificado a golpe de instantes, porque solo es nuestro el futuro que ha sido capaz de con-vertirse en presente.

Allí surgió la idea de que prologara su libro de cuentos. Se-guro que estas historias tienen visos de realidad. ¿Alguien ima-gina esa escena? ¿Es concebible la mesa redonda, el director y el preso, convertidos ambos en hombres libres, comentando lo de prologar un libro de cuentos? La vida... Si es que la vida es tan fértil... Es verdad, a veces la realidad se parece mucho a cuentos que saben a beso.

Así que ahí lo dejo.Para el lector será un placer leer el libro, como lo ha sido

para mí.Además, yo tengo la ventaja adicional de que ha sido un

placer todo lo sucedido que me ha conducido a prologar este libro.

Mario Conde

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Besos familiares