la gente feliz lee y toma cafe agnes martin-lugand

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Tras la muerte de su marido y de suhija en un accidente, Diane lleva unaño encerrada en casa, incapaz deretomar las riendas de su vida. Suúnico anclaje con el mundo real esFélix, su amigo y socio en el caféliterario La gente feliz lee y tomacafé, en el que Diane no ha vuelto aponer los pies.

Decidida a darse una nuevaoportunidad lejos de sus recuerdos,se instala en un pequeño pueblo deIrlanda, en una casa frente al mar.Los habitantes de Mulranny son

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alegres y amables, salvo Edward,su huraño y salvaje vecino, que lasacará de su indolencia despertandola ira, el odio y, muy a su pesar, laatracción. Pero ¿cómo enfrentarse alos nuevos sentimientos? Y luego,¿qué hacer con ellos?

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Agnès Martin-Lugand

La gente feliz leey toma café

ePub r1.0orhi 14.02.14

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Título original: Les Gens heureux lisentet boivent du caféAgnès Martin-Lugand, 2012Traducción: Juan Carlos Durán RomeroImagen de portada: Paolo Pizzimenti

Editor digital: orhiePub base r1.0

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A Guillaume y Simon-Aderaw, mivida.

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Contamos con que será superado tras uncierto lapso de tiempo, y consideramosque sería inoportuno e inclusoperjudicial perturbarlo.

SIGMUND FREUD, a propósito delduelo,

«Duelo y melancolía», enMetapsicología

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1—Por favor, mamá.—Clara, he dicho que no.—Vamos, Diane. Déjala venir

conmigo.—Colin, no me tomes por idiota. Si

Clara se va contigo, os entretendréis porahí y saldremos de vacaciones con tresdías de retraso.

—¡Ven con nosotros para vigilarnos!—Ni hablar. ¿Has visto todo lo que

tengo que hacer?—Razón de más para que Clara se

venga conmigo, así estarás mástranquila.

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—¡Anda, mamá!—Bueno, vale. ¡Venga, largaos!

¡Fuera! Desapareced de mi vista.Se marcharon armando jaleo por las

escaleras.Después supe que seguían haciendo

el bobo en el coche, justo antes de queel camión les embistiera. Me dije a mímisma que habían muerto riendo. Medije que hubiese querido estar con ellos.

Y un año después me seguíarepitiendo todos los días que hubierapreferido morir a su lado. Pero micorazón latía con obstinación. Memantenía con vida. Para mi grandesgracia.

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Tendida en el sofá, miraba bailar elhumo del cigarrillo cuando se abrió lapuerta de entrada. Félix presentaba deimproviso, o casi. Aparecía todos losdías. ¿Cómo se me habría ocurridodejarle una copia de las llaves?

Me sobresaltó su llegada, y la cenizafue a parar a mi pijama. La envié alsuelo de un soplido. Para no ver cómose ponía manos a la obra con sulimpieza habitual, me largué a la cocinaa recargarme de cafeína.

Cuando volví, todo seguía en susitio. Los ceniceros a rebosar, las tazasvacías, las cajas de comida preparada y

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las botellas llenaban la mesita baja.Félix estaba sentado, con las piernascruzadas, mirándome fijamente. Verlocon ese aspecto tan serio medesconcertó durante una fracción desegundo, pero lo que más me sorprendiófue su indumentaria. ¿Por qué llevabatraje? ¿Qué había hecho con susinseparables vaqueros rotos y suscamisetas ajustadas?

—¿Adónde vas vestido así? ¿A unaboda o a un entierro?

—¿Qué hora es?—Eso no responde a mi pregunta.

Me trae sin cuidado la hora que es. ¿Tehas vestido para ligar con un golden

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boy?—Lo preferiría. Son las dos de la

tarde, y tienes que lavarte y vestirte. Nopuedes ir con esas pintas.

—¿Adónde quieres que vaya?—Date prisa. Nos esperan tus

padres y los de Colin. Tenemos queestar allí dentro de una hora.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo,mis manos empezaron a temblar, la bilissubió hasta mi garganta.

—Ni hablar, no voy a ir alcementerio, ¿te enteras?

—Hazlo por ellos —me dijosuavemente—. Ve a rendirles homenaje,hoy tienes que ir, hoy hace un año, todo

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el mundo va a apoyarte.—No quiero el apoyo de nadie. Me

niego a ir a esa estúpida ceremoniaconmemorativa. ¿Acaso creéis que meapetece ir a celebrar su muerte?

Mi voz empezó a temblar, y brotaronlas primeras lágrimas del día. Con losojos emborronados vi a Félix levantarsey acercarse a mí. Sus brazos rodearonmi cuerpo, aplastándome contra su torso.

—Diane, tienes que venir. Hazlo porellos, por favor.

Le aparté violentamente.—¡Te he dicho que no! ¿Estás

sordo? ¡Sal de mi casa! —exclamé alver que intentaba de nuevo dar un paso

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hacia mí.Salí corriendo en dirección a mi

cuarto. A pesar del temblor de mismanos, conseguí encerrarme con llave.Me dejé caer, la espalda contra lapuerta, y doblé las piernas sobre mipecho. El suspiro de Félix rompió elsilencio que había invadido el piso.

—Volveré esta tarde.—No quiero verte nunca más.—Preocúpate al menos de lavarte, o

seré yo el que te meta en la ducha.Oí cómo sus pasos se alejaban, y el

ruido de la puerta al cerrarse meconfirmó que finalmente se había ido.

Me quedé postrada un buen rato, con

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la cabeza entre las rodillas, antes deorientar la mirada hacia la cama. Acuatro patas, me dirigí penosamentehacia ella. Me desplomé encima y meenrollé en el edredón. Mi nariz, comocada vez que me refugiaba allí, partió enbusca del olor de Colin. Había acabadopor desaparecer, a pesar de no habercambiado las sábanas en todo esetiempo. Quería seguir sintiéndolo.Quería olvidarme del olor del hospital,de la muerte que impregnaba su piel laúltima vez que me había acurrucadocontra su cuello.

Quería dormir, el sueño me haríaolvidar.

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Un año antes, cuando había llegado aurgencias acompañada de Félix, mehabían anunciado que era demasiadotarde, que mi hija había muerto en laambulancia. Los médicos sólo medejaron tiempo para vomitar antes deinformarme de que a Colin le quedabanunos minutos, o como mucho unas horas.No debía perder tiempo si queríadespedirme de él. Sentí ganas de gritar,de chillarles a la cara que mentían, perono fui capaz. Estaba hundida en aquellapesadilla, y sólo quería creer que iba adespertarme. Pero una enfermera nosguió hasta el box donde se encontraba

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Colin. Cada palabra, cada gesto, a partirdel momento en que entré en aquellahabitación, quedó grabado en mimemoria. Allí estaba Colin, tumbado enuna cama, conectado a un montón demáquinas ruidosas y centelleantes. Sucuerpo apenas se movía, tenía el rostrocubierto de heridas. Me quedéparalizada varios minutos ante esaescena. Félix me sostenía por detrás, ysu presencia fue lo que impidió que mederrumbase. La cabeza de Colin estabaligeramente inclinada hacia mí y susojos se clavaban en los míos. Habíaencontrado fuerzas para esbozar unasonrisa. Una sonrisa que me permitió

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acercarme a él. Le cogí la mano,estrechó la mía con fuerza.

—Deberías estar con Clara —medijo con dificultad.

—Colin, Clara está…—Está en el quirófano —me cortó

Félix.Levanté la cabeza hacia él. Félix

sonrió a Colin evitando mi mirada. Lafrase había entrado en mi oído como unabejorro, cada centímetro de mi cuerpose echó a temblar, todo a mi alrededorse volvió borroso. Lo miraba fijamentemientras escuchaba a Félix comentarleel estado de Clara y asegurarle que sesalvaría. Aquella mentira me había

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devuelto brutalmente a la realidad. Conun hilo de voz, Colin explicó que nohabía visto el camión, que estabacantando con Clara. Yo era incapaz depronunciar una sola palabra. Me inclinésobre él, le acaricié el pelo y la frente.Su rostro se volvió de nuevo hacia mí.Mis lágrimas emborronaban sus rasgos,ya había empezado a desaparecer.Sollocé. Levantó la mano para posarlasobre mi mejilla.

—Chiss, mi amor —me dijo—.Cálmate, ya has oído a Félix, Clara te vaa necesitar.

No encontré forma de escapar de sumirada llena de esperanza por nuestra

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hija.—Pero… ¿y tú? —conseguí

articular.—Ella es la que importa —me dijo

secándome una lágrima de la mejilla.Mis sollozos se hicieron más fuertes,

y apoyé la cara sobre su palma todavíacálida. Todavía estaba allí. Todavía.Me agarraba desesperadamente a esetodavía.

—Colin, no quiero perderte —murmuré.

—No estarás sola, tienes a Clara, yFélix se ocupará de vosotras.

Sacudí la cabeza sin atreverme amirarle.

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—Amor mío, todo irá bien, tienesque ser valiente por nuestra hija…

Su voz se extinguió de forma brusca.Sentí pánico y levanté la cabeza. Habíautilizado sus últimas fuerzas para mí,como siempre. Me pegué a él parabesarlo, y me respondió con lo poco devida que le quedaba. Me tumbé a su ladoy lo abracé, le ayudé a que apoyase sucabeza sobre mí. Mientras estuviese enmis brazos no podría dejarme. Colinmurmuró por última vez que me quería,y yo tuve el tiempo justo pararesponderle antes de que se durmieseapaciblemente. Permanecí varias horasabrazándolo, lo acuné, lo besé, me bebí

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su aliento. Mis padres intentaron que mefuese y me negué a gritos. Los de Colinvinieron a ver a su hijo y ni siquiera lesdejé tocarlo. Era sólo mío. La pacienciade Félix terminó obligándome a ceder.Esperó todo lo necesario hasta que meapacigüé y me recordó que debíadespedirme también de Clara. Mi hijasiempre había sido el único ser de estemundo capaz de separarme de Colin. Lamuerte no había cambiado nada. Mismanos perdieron su rigidez y soltaron sucuerpo. Por última vez, posé mis labiossobre los suyos y me marché.

La niebla me envolvió por el caminoque me conducía hasta Clara. Sólo

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reaccioné cuando me vi frente a lapuerta.

—No —dije a Félix—. No puedo.—Diane, tienes que verla.Sin dejar de mirar la puerta, di

varios pasos atrás y huiprecipitadamente por los pasillos delhospital. Me negué a ver a mi hijamuerta. Sólo quería recordar su sonrisa,sus rizos dorados y revueltos bailandoen torno a su rostro, sus ojos brillantesde malicia aquella misma mañana,cuando se había marchado junto a supadre.

Hoy, como desde hace un año, elsilencio reinaba en nuestro piso. Ni

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música, ni risas, ni conversaciones sinfin.

Mis pasos me llevaronautomáticamente hasta la habitación deClara. Allí todo era rosa. Desde elinstante en que supe que íbamos a teneruna hija, decidí que toda la decoraciónsería de ese color. Colin había intentadoutilizar un montón de tretas parahacerme cambiar de opinión. No cedí.

No había tocado nada, ni el edredónhecho una bola, ni sus juguetesesparcidos por todas partes, ni sucamisón por el suelo, ni su maletita conruedas donde había metido las muñecaspara las vacaciones. Faltaban dos

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peluches, el osito con el que se habíamarchado y otro con el que dormía yo.

Tras volver a cerrar la puerta ensilencio, me dirigí al ropero de Colin ycogí una camisa limpia.

Acababa de encerrarme en el cuartode baño para ducharme cuando oí volvera Félix. Una sábana grande cubría elespejo, todos los estantes estabanvacíos, salvo los frascos de perfume deColin. Ya no había ningún productofemenino, ni maquillaje, ni cremas, nijoyas.

El frío de las baldosas no me hizoreaccionar, me daba igual. El aguachorreaba por mi cuerpo sin procurarme

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ningún placer. Vertí sobre la palma demi mano el champú con aroma a fresa deClara. Su olor dulzón me provocóalgunas lágrimas que se mezclaron conun consuelo morboso.

Mi ritual podía comenzar. Me rociéla piel con el perfume de Colin, primeracapa de protección. Cerré los botonesde su camisa, segunda capa. Me puse sujersey con capucha, tercera. Recogí mipelo mojado para conservar el olor afresa, cuarta.

En el salón, la basura que había idoacumulando había desaparecido, lasventanas estaban abiertas, y desde lacocina llegaba el bullicio de una

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actividad frenética. Antes de reunirmecon Félix, volví a cerrar las persianas.La penumbra era mi mejor amiga.

Félix tenía la cabeza metida en elcongelador. Apoyé el hombro en elquicio de la puerta para contemplarle.Se había puesto el uniforme y movía elculo mientras silbaba.

—¿Se puede saber por qué estás detan buen humor?

—Por la noche pasada. Déjame quete prepare la cena y te lo cuento todo.

Se volvió hacia mí y me miró a losojos. Se acercó e inspiró profundamentevarias veces.

—Deja de resoplar como un perro

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—le dije.—Será mejor que pares esto.—¿De qué te quejas? Me he lavado.—Ya era hora.Me besó con suavidad la mejilla y

se puso de nuevo a la tarea.—¿Desde cuándo sabes cocinar?—Yo no cocino, utilizo el

microondas. Pero primero tendría queencontrar algo apetitoso que echarnos ala boca. Tu nevera tiene menos vida queel desierto de Gobi.

—Si tienes hambre, pide una pizza.Eres incapaz de cocinar nada. Hasta unplato congelado te saldría mal.

—Por eso Colin y tú me

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alimentasteis estos últimos diez años.Acabas de tener una idea genial, asípodré dedicarte más tiempo.

Fui a tumbarme en el sofá. Ahoratendría que aguantar el relato de lafantástica noche de Félix. De inmediatoapareció ante mis ojos una copa de vinotinto. Félix se sentó frente a mí y melanzó su paquete de tabaco. Cogí uno ylo encendí.

—Tus padres te envían besos.—Mejor para ellos —le respondí,

escupiendo el humo en su dirección.—Están preocupados por ti.—No tienen por qué.—Les gustaría venir a verte.

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—No quiero. De hecho, considérateun privilegiado, eres el único al quetodavía tolero.

—Di más bien que soyirreemplazable, que no puedes pasar sinmí.

—¡Vamos, Félix!—Muy bien, si insistes, te contaré

mi velada de ayer con todo lujo dedetalles.

—¡Oh, no! ¡Prefiero cualquier cosaa tu vida sexual!

—Tienes que decidir qué quieres, omis aventuras, o tus padres.

—Vale, venga, te escucho.Félix no escatimaba en detalles

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escabrosos. Para él la vida se reducía auna fiesta gigante, sazonada por unasexualidad desenfrenada y un consumode sustancias que él, sin dudarlo, erasiempre de los primeros en probar. Unavez que empezaba con sus historias, yani siquiera esperaba algún tipo derespuesta por mi parte, hablaba yhablaba sin parar. Ni siquiera seinterrumpió cuando sonó el timbre.

Así fue como el motorista de lapizzería se enteró también de cómo sehabía colado en la cama de un estudiantede veinte años. Otro más al que Félix sehabía encargado de educar.

—Si hubieses visto su cara esta

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mañana, pobre chico, a punto ha estadode suplicarme que volviese a ocuparmede él. Me ha dado penita —añadiófingiendo secarse una lágrima.

—Eres realmente despreciable.—Se lo había advertido, pero qué

quieres, Félix crea adicción desde laprimera vez.

Mientras yo daba apenas dos o tresbocados, él comió hasta reventar. Noparecía tener ninguna gana demarcharse. De pronto, se volvióextrañamente silencioso, recogió losrestos y desapareció en la cocina.

—Diane, ni siquiera me haspreguntado qué tal ha ido hoy.

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—Me da igual.—Te estás pasando. ¿Cómo puedes

quedarte indiferente?—Cállate, no te atrevas a acusarme

de indiferencia. ¡No te permito siquieraque lo menciones! —grité levantándomede un salto.

—¡Joder, Diane, mírate, pareces undespojo humano! Ya no haces nada. Notrabajas. Te pasas la vida fumando,bebiendo y durmiendo. Este piso se haconvertido en un santuario. Estoy hartode ver cómo te hundes cada día un pocomás.

—Nadie puede entenderlo.—Pues claro que sí, todo el mundo

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entiende lo que sufres. Pero ésa no esrazón para abandonarse. Hace un añoque se fueron, ha llegado la hora devivir. ¡Lucha! ¡Hazlo por Colin y Clara!

—No sé luchar, y de todas formas,no tengo ganas.

—Déjame ayudarte.Incapaz de soportar nada más, me

tapé los oídos y cerré los ojos. Félix metomó en sus brazos y me obligó asentarme. Me había vuelto a ganar unode sus asfixiantes abrazos. Nunca habíacomprendido la necesidad que tenía deaplastarme contra él.

—¿Qué tal si sales conmigo estanoche? —preguntó.

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—No entiendes nada —le respondí,estrechándome contra su pecho a mipesar.

—Sal de casa, relaciónate un poco.No puedes quedarte recluida. Venconmigo a La Gente mañana.

—¡Me importa un bledo La Gente!—Entonces, vámonos de vacaciones

los dos juntos. Puedo cerrar. El barriopuede pasar sin nosotros… bueno, sinmí sólo unas semanas.

—No tengo ganas de vacaciones.—Estoy seguro de que sí. Vamos a

reírnos tú y yo, me ocuparé de ti lasveinticuatro horas del día. Es lo quenecesitas para recuperarte.

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No vio cómo mis ojos se salían desus órbitas ante la idea de tener queaguantarlo todo el día.

—Bueno, déjame que lo piense —ledije para calmarle.

—¿Me lo prometes?—Sí, ahora quiero irme a dormir.

Lárgate.Me estampó un sonoro beso en la

mejilla y sacó el teléfono del bolsillo.Empezó a consultar su interminable listade contactos para llamar a un tal Steven,a un Fred o quizás a un Alex.Entusiasmado ante la perspectiva de unanueva velada de excesos, me dejó porfin. De pie, encendí un cigarrillo y me

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dirigí hacia la puerta de entrada paradespedirle. Dejó en suspenso a suinterlocutor para besarme una última vezy susurrarme al oído:

—Hasta mañana, pero no cuentesconmigo demasiado temprano, estanoche va a ser un bombazo.

A modo de respuesta, levanté lamirada al cielo. La Gente volvería aabrir con retraso a la mañana siguiente.No me importaba mucho. Lo de dirigirun café literario formaba parte de unavida anterior.

Félix me había agotado. Dios sabecuánto lo quería, pero me tenía harta.

Ya en la cama, estuve reflexionando

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sobre sus palabras. Parecía decidido ahacerme reaccionar. Tenía que encontraruna solución para librarme de aquello atoda costa. Cuando se le metía una ideacomo ésa en la cabeza, nada podíadetenerlo. Quería que me sintiese mejor.Y yo no. ¿Qué podía inventarme?

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2Pronto haría una semana que Félix

había puesto en marcha el proyecto«Saquemos a Diane de su depresión».Un diluvio de sugerencias a cada cualmás estrafalaria se había abatido sobremí. Aquello había llegado a su puntoculminante cuando vi que había dejadounos cuantos folletos de agencias deviaje sobre la mesita del salón. Yo yasabía lo que estaba preparando, unasvacaciones al sol con todo lo que esoconlleva. Un club de recreo, hamacas,palmeras, cócteles a base de ronadulterado, cuerpos bronceados y

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brillantes, clases de aquagym paraecharle un ojo al monitor; en resumen, elsueño de Félix y una pesadilla para mí.Todos esos veraneantes amontonadosunos contra otros en una playaminúscula, o peleándose en traje denoche delante del bufet, horrorizadosante la idea de que ese maldito vecinoque ronca les robe la última salchicha.Esa gente que se considera feliz dehaberse pasado diez horas encerrada enuna carlinga llena de chiquillos ruidososa su alrededor. Todo aquello me dabaganas de vomitar.

Ésa era la razón por la que mepasaba el día dando vueltas a la casa,

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fumando un cigarrillo tras otro hastaquemarme la garganta. El sueño ya nopodía servirme de refugio, había sidoinvadido por Félix en bañadorobligándome a bailar salsa en unadiscoteca para turistas. No se rendiríahasta que no cediese. Tenía que escaparde aquello, ponerle toda clase deobstáculos, calmarlo al mismo tiempoque me libraba de él. No podíaquedarme en casa, eso estaba claro. Asíque, finalmente, la solución estaba endejar París. Encontrar un agujeroperdido hasta el que no me siguiera.

La despensa y el frigorífico estabandesesperadamente vacíos, por lo que se

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hacía inevitable una excursión al mundode los vivos. No encontré más quepaquetes de galletas caducadas —lamerienda de Clara— y las cervezas deColin. Cogí una y la giré en todos lossentidos antes de decidirme a abrirla.Me la llevé a la nariz como si inspiraralos aromas de un gran vino. Bebí untrago, y en mi cabeza empezaron aborbotear los recuerdos.

Nuestro primer beso había tenidosabor a cerveza. ¿Cuántas veces nosreímos de aquello? Con veinte años, elromanticismo era lo de menos. Colinsólo bebía cerveza tostada, no le gustabala rubia, y por eso siempre se

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preguntaba por qué razón me habíaelegido. Y siempre obtenía porrespuesta una buena colleja.

La cerveza se había entrometidotambién una vez en que hubo que pensaradónde iríamos de vacaciones. Colintenía ganas de pasar unos días enIrlanda. Después fingió que la lluvia, elviento y el frío le habían hecho cambiarde opinión. La realidad era que conocíademasiado mi gusto exclusivo por el soly el bronceado como para obligarme ameter en la maleta un chubasquero y unjersey polar para nuestras vacaciones deverano, o imponerme un destino que mehubiese desagradado.

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La botella se escurrió de entre mismanos y estalló contra el suelo.

Sentada en el escritorio de Colin,frente a un atlas, recorría con la miradaun mapa de Irlanda. ¿Cuál era la formacorrecta de elegir mi propia tumba acielo abierto? ¿Qué lugar podría traermela paz y la tranquilidad necesarias paraquedarme a solas con Colin y Clara? Nosabía absolutamente nada de aquel país,me sentía incapaz de elegir un punto deaterrizaje, así que acabé cerrando losojos y apoyando el índice al azar sobreel papel.

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Entreabrí uno de mis párpados y meacerqué. Retiré el dedo y abrí el otroojo para descifrar el nombre. La suertehabía decidido el pueblo más pequeñoposible, la letra apenas podía leersesobre el mapa. «Mulranny.» Meexiliaría en Mulranny.

Era el momento, debía anunciarle aFélix la noticia de que me marchaba avivir a Irlanda. Tres días, ése fue eltiempo que necesité para reunir el valornecesario. Acabábamos de terminar decenar, y me había esforzado portragarme cada bocado para satisfacerle.

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Tumbado en un sillón, hojeaba uno desus folletos.

—Félix, deja de leer.—¿Ya te has decidido? —se levantó

de un salto y empezó a frotarse lasmanos—. ¿Adónde nos vamos?

—Tú no sé, pero yo me voy a vivir aIrlanda.

Intenté que mi tono fuese lo másnatural posible. Félix empezó a boquearcomo un pez fuera del agua.

—Félix, reponte, anda.—¿Me estás tomando el pelo? ¡No

estás hablando en serio! ¿Verdad? ¿Dedónde has podido sacar una ideaparecida?

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—Pues de Colin, figúrate.—Ya está, ya perdió definitivamente

el tornillo. Y ahora me dirás que havuelto de entre los muertos para decirteadónde tienes que marcharte.

—No necesitas ser cruel. A él lehubiese gustado ir allí, eso es todo. Asíque voy yo en su lugar.

—De eso nada, tú no vas a ir —medijo Félix, muy seguro de sí mismo.

—¿Y eso por qué?—No se te ha perdido nada en ese

país de… de…—¿De qué?—De jugadores de rugby comedores

de ovejas.

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—¿Ahora te molestan los jugadoresde rugby? Primera noticia que tengo.Normalmente suelen gustarte. Y además,¿crees acaso que marcharse a Tailandiaa tumbarse en una playa durante la lunallena y volver con un Forever Brandontatuado en el culo es mejor?

—Touché…, zorra. Pero esto no escomparable. Ya estás suficientementepachucha, y de allí vas a volverirrecuperable.

—Déjalo ya. He decidido que mevoy a marchar a Irlanda unos meses, y túno tienes nada que decir.

—No cuentes conmigo paraacompañarte.

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Me levanté y me puse a recoger todolo que caía entre mis manos.

—Mejor, porque no estás invitado.Estoy hasta el gorro de tenerte de perritofaldero. ¡Me estás agobiando! —exclamé mirándole a los ojos.

—Te diré algo: ya verás qué pocotardo en volver a agobiarte.

Se echó a reír y, sin dejar demirarme, encendió tranquilamente uncigarrillo.

—¿Quieres saber por qué? Porqueno te doy ni dos días. Volverás con lasorejas gachas y me suplicarás que telleve a la playa.

—Ni lo sueñes. Puedes pensar lo

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que quieras, pero hago esto pararecuperarme.

—Pues te equivocas de método,pero al menos parece que te han vuelto adar cuerda como a un reloj.

—¿No te esperan tus amigos?Ya no soportaba su mirada

inquisidora. Se levantó y se acercó a mí.—¿Quieres que me vaya a celebrar

tu nuevo capricho? —su rostro seensombreció. Posó las manos sobre mishombros y clavó sus ojos en los míos—.¿De verdad quieres recuperarte?

—Claro que sí.—Entonces, estarás de acuerdo en

que tus maletas no contengan ninguna

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camisa de Colin, ningún peluche deClara, ni otro perfume aparte del tuyo.

Había caído en mi propia trampa.Me dolía la tripa, la cabeza, la piel.Imposible huir de sus ojos negros comoel carbón, de sus dedos aprisionandomis hombros.

—Por supuesto que quieroreponerme. Me separaré poco a poco desus cosas. Deberías estar contento, hacemucho tiempo que quieres que lo haga.

Por no sé bien qué milagro, mi vozno se había quebrado. Félix suspiróprofundamente.

—Eres una irresponsable. No loconseguirás nunca. Colin jamás te habría

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dejado embarcarte en un proyecto así.Está bien, has buscado algo que tepudiera ayudar a salir del bache, peropor favor, desiste, encontraremos otracosa. Tengo miedo de que te hundas aúnmás.

—No renunciaré.—Ve a dormir. Hablaremos de

nuevo mañana.Puso cara de pena, me besó en la

mejilla y se dirigió a la puerta sin deciruna palabra más.

En la cama, envuelta en el edredón ycon el peluche de Clara fuertemente

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agarrado entre mis brazos, intentabacalmar los latidos de mi corazón. Félixse equivocaba, Colin me habría dejadomarcharme al extranjero, con la únicacondición de ocuparse él de todos lospreparativos. Él lo arreglaba todocuando partíamos de viaje, desde elbillete de avión hasta la reserva delhotel, pasando por mi documentación.Nunca habría dejado en mis manos mipasaporte o el de Clara; decía de mí quetenía la cabeza en las nubes. Entonces,¿habría confiado en mí para llevar acabo un proyecto como aquél? En elfondo, no estaba tan segura.

Nunca había vivido sola, dejé la

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casa de mis padres para irme a vivir conél. Tenía miedo de hacer una simplellamada para pedir información orealizar una reclamación. Colin sí quesabía hacerlo. Tendría que prepararlotodo imaginando que él era mi guía. Ibaa hacer que estuviese orgulloso de mí.Si iba a ser uno de mis últimos actosantes de enterrarme, probaría a todosque era capaz de llegar hasta el final.

Algunas cosas no cambiaban, comomi técnica para hacer las maletas. Miropero estaba vacío y mis maletas llenasa rebosar. Al final, no utilizaría ni la

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cuarta parte de lo que llevaba. Sólo mefaltaban las lecturas, y debería refrenarmis impulsos.

¿Cuánto tiempo hacía que norecorría ese camino? Félix se iba adesmayar detrás de la barra al vermeaparecer. En menos de cinco minutos,llegué a la rue Vieille-du-Temple. Micalle. Hubo una época en la que mepasaba allí la vida; en las terrazas, enlas tiendas, en las galerías y trabajando.El simple hecho de estar en esa calle mehacía feliz. Antes.

Ahora, escondida tras la capucha deun jersey de Colin, evitaba losescaparates, los peatones, los turistas.

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Caminaba por la calzada para evitaresos malditos bolardos que obligan aandar en zigzag. Todo parecíaagredirme, hasta el delicioso olor a panrecién hecho que se escapaba de lapanadería que solía frecuentar.

Mis pasos se ralentizaron alacercarme a La Gente. Hacía más de unaño que no ponía el pie allí. Me detuveen la acera de enfrente sin echar unvistazo siquiera. Paralizada, la cabezagacha, hundí la mano en uno de misbolsillos. Necesitaba nicotina. Meempujaron, y mi rostro se volvióinvoluntariamente hacia mi caféliterario. El pequeño escaparate con

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marco de madera, la puerta en el centrocon su campanilla en el interior, elnombre con el que lo había bautizadohacía cinco años, «La gente feliz lee ytoma café», todo me recordaba mi vidacon Colin y Clara.

La mañana de la inauguración habíaestado presidida por el pánico general.Las obras de reforma no estabanterminadas y todavía no habíamosdesempaquetado los libros. Félix nohabía llegado, yo era la única queluchaba para que los obreros aceleraranel ritmo. Colin me había estado

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llamando cada quince minutos paraasegurarse de que íbamos a estar listospara la velada de apertura. Todas lasveces me había tragado las lágrimas yme había reído como si fuese estúpida.Mi muy querido socio, hecho todo unpincel, asomó la nariz a media tarde,cuando yo ya rozaba la crisis de histeriaporque el letrero no estaba todavíacolocado en la fachada.

—Félix, ¿dónde estabas? —exclamé.

—En la peluquería, y tú deberíashaber hecho lo mismo —respondióagarrando un mechón de mi cabello condos dedos, asqueado.

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—¿Y cuándo querías que fuese?Esto no estará listo para esta noche deninguna manera, llevo mintiendo a Colindesde esta mañana, ya te había dichoque estábamos condenados al fracaso,este sitio es un regalo envenenado. ¿Porqué mis padres y los de Colin me haríancaso cuando les dije que quería montarun café literario? No puedo más.

Había empezado a chillar y amoverme en todas direcciones. Félixechó a los obreros a la calle y se volvióhacia mí. Me agarró y me sacudió comoun ciruelo.

—¡Alto! A partir de ahora, yo meencargo. Ve a prepararte.

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—¡No me queda tiempo!Me empujó hasta la puerta trasera,

que llevaba al estudio alquilado juntocon el café. En el interior, encontré unvestido nuevo y todo lo necesario paraarreglarme. Un enorme ramo de rosas yfresias presidía la estancia desde elsuelo. Leí la nota de Colin. Me repetíahasta qué punto creía en mí.

Al final, la velada de inauguraciónhabía salido bastante bien, a pesar deuna facturación cercana a cero porqueFélix se había autoproclamadoresponsable de la caja. Los guiños y lassonrisas de Colin me habían dadoánimos. Con Clara en mis brazos, había

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circulado de mesa en mesa, entre lafamilia, los amigos, los compañeros demi marido, las dudosas relaciones deFélix y los comerciantes de la calle.

Ahora, cinco años más tarde, todohabía cambiado. Colin y Clara ya noestaban, no tenía ninguna gana de volvera trabajar, y todo en aquel lugar merecordaba a mi marido y a mi hija. Elorgullo de Colin cuando venía acelebrar una victoria en los tribunales,los primeros pasos de Clara entre losclientes, la primera vez que habíaescrito su nombre, sentada en la barra

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con un vaso de granadina.Una sombra se dibujó a mi lado,

sobre la acera. Félix me agarró, meestrechó contra él y me acunó entre susbrazos.

—¿Sabes que llevas media hora ahíplantada? Sígueme.

Negué con la cabeza.—No habrás venido aquí para

nada… Ya es hora de que vuelvas aentrar en La Gente.

Me cogió de la mano y me obligó acruzar la calle. Me agarró aún másfuerte cuando abrió la puerta. Lacampana sonó y desencadenó una crisisde llanto.

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—Yo también pienso en Clara cadavez que la oigo —me confesó Félix—.Pasa detrás de la barra.

Asentí sin resistirme. El olor a cafémezclado con el de los libros tomó minariz. A pesar de mí misma, lo aspiré apleno pulmón. Mi mano se deslizó por labarra de madera, estaba pegajosa. Cogíuna taza, estaba sucia, cogí otra,tampoco inspiraba mucha confianza.

—Félix, eres más puntilloso con mipiso que con La Gente, esto estáasqueroso.

—Porque estoy desbordado, notengo tiempo para jugar al duendecillode la limpieza —me respondió

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encogiéndose de hombros.—Ya veo que esto está a rebosar,

estamos en plena temporada alta.Se volvió para ocuparse de su único

cliente, con quien parecía tener algo másque intimidad a juzgar por las miradasque se intercambiaban. El tipo apuró suvaso y se marchó con un libro bajo elbrazo sin pasar por caja.

—¿Y bien? ¿Vas a volver a ajustarteel delantal? —me preguntó Félix trasservirse una copa.

—¿De qué estás hablando?—Has venido para volver a trabajar,

¿verdad?—No, y lo sabes muy bien. Sólo

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quiero llevarme algunos libros.—Así que te vas de veras, ¿eh? Pero

si todavía tienes tiempo, no hay ningunaprisa.

—No escuchas lo que digo. Me voydentro de ocho horas, ya he devuelto elcontrato de alquiler firmado.

—¿Qué contrato de alquiler?—El del cottage en el que voy a

vivir los próximos meses.—¿Estás segura de que no estás

dando un paso en falso?—No, no estoy segura de nada, ya

veré cuando esté allí.No dejábamos de mirarnos.—Diane, no puedes dejarme solo

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aquí.—Llevas un año currando sin mí, y

no soy muy famosa por mi eficacia en eltrabajo. Venga, aconséjame libros.

De mala gana, me indicó suspreferencias. Asentí sin pensar. Locierto era que me daba igual. Yaconocía una de ellas: Historias de SanFrancisco. Para mi mejor amigo,Armistead Maupin tenía el don desolucionar cualquier problema. No sabíade qué me hablaba, nunca lo había leído.Félix depositaba los libros uno tras otrosobre la barra, evitando mirarme.

—Te los llevaré a casa, pesandemasiado.

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—Gracias. Te dejo, todavía mequedan muchas cosas que hacer.

Mi mirada se desvió hacia un rincóntras la barra. Me acerqué, arrastrada porla curiosidad. Era un marco que conteníafotos de Colin, Clara, Félix y mías.Estaba hecho con mimo. Me giré haciaFélix.

—Ahora vuélvete a casa —me dijocon dulzura.

Estaba cerca de la puerta, me detuvea su lado, le besé suavemente la mejillay salí.

—¡Diane! No me esperes esta noche,no voy a ir.

—Vale, hasta mañana.

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—¡Colin!Mi corazón latía con fuerza, tenía la

piel cubierta de sudor. Con la manotemblorosa, tanteaba las cuatro esquinasdel lecho. A mi llamada respondieron elfrío y el vacío de su lado de la cama. Ysin embargo, allí estaba Colin,besándome, picoteando la piel de micuello con la punta de sus labios, quedescendían desde mi oreja hasta mihombro. Su aliento sobre mi nuca, suspalabras susurradas, nuestras piernasentrelazadas. Me libré de las sábanas yposé los pies desnudos sobre el parqué.El piso estaba iluminado por las luces

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de la ciudad. El ruido de la maderacrujiendo bajo mis pasos me recordó alde los pies de Clara corriendo hacia laentrada cuando oía las llaves de Colinen la cerradura.

Era el mismo ritual cada noche. Nosacurrucábamos la una contra la otra enel sofá. Clara en camisón y yoimpaciente por ver a mi marido. Yocaminaba hasta el recibidor, Colin teníael tiempo justo de dejar sus carpetassobre la consola antes de que la pequeñasaltara a sus brazos.

En la oscuridad, caminé sobre suspasos, hasta el salón donde me reuníacon ellos. Colin avanzaba hacia mí, yo

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le aflojaba la corbata, él me besaba,Clara nos separaba, cenábamos, Colinacostaba a nuestra hija y nosquedábamos solos los dos, tranquilos desaber que Clara estaba bien arropada ensu cama, chupándose el pulgar.

Me di cuenta de que nuestro piso yano existía, a pesar de que había queridoquedarme allí para siempre yconservarlo intacto. Me equivoqué. Yano había ni carpetas, ni ruidos de llavesen la cerradura, ni carreras sobre elparqué. Me marcharía y no volveríajamás.

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Tres cuartos de hora en el metropara acabar bloqueada al pie de laescalera de salida. Mis piernas sehacían más pesadas a cada escalón. Laentrada estaba muy cerca de la estacióny yo no lo sabía. Cuando iba a franquearla verja de acceso, pensé que no podíaaparecer con las manos vacías. Entré enla floristería más cercana, de las muchasque había por allí.

—Quería unas flores.—¡Ha elegido el lugar ideal! —me

respondió la florista sonriente—. ¿Paraalguna ocasión en particular?

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—Para allí —dije, señalando elcementerio.

—¿Quiere usted algo clásico?—Déme dos rosas, con eso bastará.Atónita, se dirigió hacia el jarrón de

flores cortadas.—Las blancas —dije—. No las

envuelva, me las llevaré en la mano.—Pero…—¿Cuánto es?Dejé un billete, le arranqué las rosas

de las manos y salí precipitadamente.Mi loca carrera se detuvo en el caminode grava de la entrada principal. Girésobre mí misma, escrutando en todasdirecciones. ¿Dónde estaban? Volví a

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salir y me senté en el suelo. Febrilmente,marqué el número de La Gente.

—La gente feliz se emborracha y sededica al sexo desenfrenado, dígame.

—Félix —suspiré.—¿Tienes algún problema?—No sé dónde están, ¿te das cuenta?

Soy incapaz de ir a verlos.—¿A quién quieres ir a ver? No

entiendo nada. ¿Dónde estás? ¿Por quélloras?

—Quiero ver a Colin y a Clara.—¿Estás…, estás en el cementerio?—Sí.—Ahora mismo voy, no te muevas.Había ido una sola vez al

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cementerio, el día del entierro. Despuésme había negado sistemáticamente avolver.

Tras huir del hospital el día de sumuerte, no había vuelto a poner el pieallí. Ante la mirada horrorizada de mispadres y los de Colin, anuncié que noasistiría al funeral. Mis suegros sehabían marchado dando un portazo.

—¡Diane, te has vueltocompletamente loca!

—Mamá, no puedo ir, va a serdemasiado para mí. Si los veodesaparecer dentro de una caja, querrá

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decir que todo ha terminado.—Colin y Clara están muertos —me

respondió—. Tienes que aceptarlo.—¡Cállate! Y no iré al entierro, no

quiero verlos marcharse.Me eché a llorar de nuevo y les di la

espalda.—¿Cómo? —exclamó mi padre.—Es tu deber —añadió mi madre—.

Vendrás y no montarás ninguna escena.—¿Mi deber? ¿Me habláis de

deberes? Me traen sin cuidado misdeberes.

Me había vuelto con ira hacia ellos.La rabia se había impuesto al dolor.

—Pues sí, efectivamente, tienes

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responsabilidades, y las vas a asumir —me respondió mi padre.

—A vosotros os damoscompletamente igual Colin, Clara o yo.Lo único que os importa son lasapariencias. Dar una imagen de familiadestrozada.

—Pero es que eso es lo que somos—respondió mi madre.

—¡No! La única familia que heconocido, mi única familia de verdad,acabo de perderla.

Estaba agotada, respiraba condificultad. No había dejado de mirarles.Sus rostros se descompusieron duranteun instante. Busqué en ellos una señal de

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contrición, pero no la descubrí. Sufachada permanecía inalterable.

—No tienes derecho a hablarnos enese tono, somos tus padres —mereprochó mi padre.

—¡Fuera! —grité apuntando hacia lapuerta con el índice—. ¡Largaos de micasa!

Mi padre se dirigió a mi madre, laagarró del brazo y la llevó hasta lasalida.

—Prepárate y sé puntual, pasaremosa recogerte —me dijo antes dedesaparecer.

Volvieron, mecánicos y rigurososcomo relojes suizos. No habían

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escuchado nada de lo que les habíadicho.

En el estado de agotamiento en elque me encontraba, no tuve fuerzas paraluchar. Sin la menor consideración, mimadre me obligó a vestirme y mi padreme empujó hasta el coche. Delante de laiglesia, los aparté para echarme enbrazos de Félix. A partir de ese instante,no me separé de él. Cuando llegó elcoche fúnebre, escondí mi rostro en supecho. Pasó toda la ceremoniahablándome al oído, contándome lo quehabía hecho los últimos días. Habíaelegido la ropa que llevaban: el vestidode Clara, el peluche que había colocado

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a su lado; la corbata gris de Colin, elreloj en su muñeca, el que le habíaregalado por su treinta cumpleaños.Junto a Félix hice el trayecto hasta elcementerio. Permanecí aparte hasta elmomento en que mis padres se acercarona nosotros. Me tendieron algunas flores,y mi padre dijo:

—Félix, ayúdala a recuperarse.Debe hacerlo. No es el momento dehacerse la caprichosa.

La mano de Félix estrechófuertemente la mía y con la otra arrancólas flores de las manos de mi madre.

—No lo hagas por tus padres, hazlopor ti, por Colin y Clara.

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Lancé las flores a la fosa.

—He venido lo más deprisa que hepodido —me dijo Félix cuando llegó—.Suelta las rosas, te estás haciendo daño.

Se puso en cuclillas a mi lado,separó mis dedos uno tras otro y retirólas rosas, dejándolas en el suelo. Mismanos estaban ensangrentadas, nisiquiera había sentido cómo se clavabanlas espinas. Me pasó un brazo por lacintura y me ayudó a levantarme.

Caminamos por el cementerio hastauna fuente. Sin decir palabra, me lavólas manos. Cogió una regadera y la

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llenó. Caminé abrazada a él, queavanzaba con seguridad. Me soltó y sepuso a limpiar una tumba, su tumba, esatumba que veía por primera vez. Misojos recorrieron cada detalle, el colordel mármol, la caligrafía de susnombres. Colin había vivido treinta añosy Clara no había tenido tiempo decumplir los seis. Félix me entregó lasdos rosas.

—Háblales.Coloqué mi ridículo regalo sobre la

tumba y me puse de rodillas.—Bueno, cariños míos…,

perdonadme…, no sé bien quédeciros…

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Mi voz se rompió. Hundí mi rostroentre las manos. Tenía frío. Tenía calor.Me dolía.

—Qué duro es esto, Colin. ¿Por quéte llevaste a Clara contigo? No teníasderecho a marcharte, no tenías derecho allevártela. Siento tanta rabia porhaberme quedado sola. Me sientoperdida. Tenía que haberme marchadocon vosotros —me sequé las lágrimascon la palma de la mano. Me sorbí losmocos ruidosamente—. No consigohacerme a la idea de que no vais avolver. Me paso la vida esperándoos.En casa, todo está listo para vosotros…La gente dice que no es normal. Así que

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me marcho. ¿Recuerdas, Colin? Queríasque fuésemos a Irlanda, y yo dije que no,qué tonta… Me voy una temporada. Nosé dónde estáis vosotros dos, pero osnecesito. Velad por mí, protegedme. Osquiero…

Durante unos instantes, cerré losojos. Después me levanté con dificultad,la cabeza me daba vueltas y casi noconseguía mantener el equilibrio. Félixme ayudó a seguir en pie. Nos dirigimoshasta la salida sin decir palabra. Antesde bajar al metro, Félix se detuvo.

—¿Sabes? Hasta ahora no te creíacuando decías que querías recuperarte—me confesó—. Pero lo que has hecho

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hoy me demuestra lo contrario. Estoyorgulloso de ti.

Esperé a la víspera de mi partidapara llamar a mis padres. Desde que leshabía anunciado mi decisión, no habíandejado de intentar convencerme paraque me quedara. Me habían llamadotodos los días, y mi contestador habíafuncionado de maravilla.

—Mamá, soy Diane.Se escuchaba el habitual ruido de

fondo de la televisión, con el volumen almáximo.

—¿Cómo estás, cariño?

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—Ya estoy lista para marcharme.—¿Todavía andas con ésas?

Querido, es tu hija, sigue queriendomarcharse.

Se oyó el chirrido de una silla sobrelas baldosas, y mi padre cogió elauricular.

—Escucha, hija mía, te vas a venir apasar unos días a casa, eso te vendrábien para ordenarte las ideas.

—Papá, eso no sirve de nada. Mevoy mañana. Todavía no habéisentendido que no quiero volver a vivircon vosotros. Ahora soy una mujer,tengo treinta y dos años y ninguna ganade irme a vivir con mis padres.

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—Nunca has sabido hacer nada sola.Necesitas a alguien que te guíe, eresincapaz de llevar un proyecto hasta elfinal. Los hechos hablan por sí solos, tepagamos la cafetería y si ahora tienes dequé vivir y con qué pagar ese capricho,es porque Colin fue previsor. Así que,francamente, marcharte al extranjeroestá pero que muy por encima de tusposibilidades.

—Gracias, papá, no sabía que paravosotros era una carga. Tus palabras mevan a ayudar muchísimo.

—Pásamela, la estás predisponiendocontra nosotros —dijo mi madre tras él—. Cariño, tu padre no es muy

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diplomático, pero tiene razón, eres unainconsciente. Si por lo menos Félix sefuese contigo, nos sentiríamos mástranquilos, aunque no sea la personaideal para ocuparse de ti. Escucha, tehemos dejado en paz hasta ahora,pensando que con el tiempo te sentiríasmejor. ¿Por qué no has ido a ver alpsiquiatra del que te hablé? Te sentaríamuy bien.

—Mamá, ya basta. No quiero ir alpsiquiatra, no quiero vivir con vosotrosy no quiero que Félix me acompañe.Quiero que me dejéis todos en paz, ¿estáclaro? Quiero estar sola, estoy harta deque me vigilen. Si queréis hablar

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conmigo, ya tenéis el número de mimóvil. Y sobre todo no me deseéis buenviaje.

Miraba fijamente al techo con losojos completamente abiertos. Estabaesperando a que sonase el despertador.No había pegado ojo en toda la noche,aunque haberle colgado el teléfono enlas narices a mis padres no tenía nadaque ver con mi insomnio. Dentro de unashoras subiría a bordo de un avión endirección a Irlanda. Acababa de vivir miúltima noche en nuestro piso, en nuestracama.

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Por última vez me acurruqué en ellado de Colin, con la cara hundida en sualmohada, me froté la nariz contra elpeluche de Clara y mis lágrimas lomojaron todo. Sonó el despertador y,como una autómata, me levanté.

En el cuarto de baño, retiré la toallaque cubría el espejo y me vi por primeravez desde hacía meses. Perdida dentrode la camisa de Colin. Observé cómomis dedos soltaban cada botón, saqué unhombro y después el otro. La tela sedeslizó por mi cuerpo y cayó a mis pies.Me lavé el pelo por última vez con elchampú de Clara. Al salir de la ducha,evité mirar la camisa en el suelo. Me

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vestí de Diane, vaqueros, camiseta detirantes y jersey ajustado. Tuve lasensación de que iba a asfixiarme, luchépara quitarme el jersey y agarré el decapucha de Colin, me lo puse y puderespirar de nuevo. Ya me lo ponía antesde su muerte, así que seguía teniendoderecho a llevarlo.

Un vistazo al reloj me indicó que mequedaba poco tiempo. Café en la mano,cigarrillo en los labios, elegí algunasfotos al azar y las metí en el bolso.

Esperé en el sofá la hora de salida,moviendo nerviosamente los dedos. Elpulgar chocó con mi alianza. Sin dudaconocería a gente en Irlanda, esa gente

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vería que estaba casada, mepreguntarían dónde estaba mi marido ysería incapaz de contestar. Debíaesconder el anillo sin separarme de él.Solté la cadena que llevaba al cuello,colgué la alianza en ella y la coloquébajo el jersey para ocultarla de lasmiradas.

Dos timbrazos rompieron elsilencio. La puerta se abrió y aparecióFélix. Entró sin decir palabra y me mirófijamente. Su rostro estaba marcado porlos excesos de la noche anterior. Teníalos ojos rojos e hinchados. Apestaba aalcohol y tabaco. No necesitaba hablarpara saber que estaba ronco. Empezó a

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sacar mis maletas. Muchas. Di unavuelta por el piso, apagué todas lasluces, cerré todas las habitaciones. Mimano se crispó sobre el pomo de laentrada en el momento de cerrarla. Elúnico sonido perceptible fue el delcerrojo.

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3Estaba plantada delante del coche

alquilado, las maletas a mis pies, losbrazos caídos, las llaves en la mano. Lasráfagas de viento se colaban en elaparcamiento y me hacían perder elequilibrio.

Desde que había bajado del avión,tenía la sensación de estar flotando.Había seguido mecánicamente a losdemás pasajeros hasta la cintatransportadora para recuperar miequipaje. Después, un poco más tarde,en la oficina de alquiler, habíaconseguido entenderme con mi

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interlocutor —a pesar de su acento, tanespeso que se podría cortar— y firmarel contrato.

Sin embargo ahora, delante delcoche, helada, encorvada, extenuada, mepreguntaba en qué demonios estaba yopensando cuando se me ocurriósemejante idea. Pero ya no teníaelección, quería estar en casa, y mi casa,a partir de entonces, estaba en Mulranny.

Tras varios intentos fallidos, logréencender un cigarrillo. El fuerte vientono dejaba de azotar ni un segundo, yempezaba a ponerme de los nervios. Lacosa fue a peor cuando me di cuenta deque estaba consumiendo el pitillo en mi

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lugar. Así que encendí otro antes decargar el maletero. De paso me prendíun mechón de pelo que una ráfaga deviento había soltado sobre mi rostro.

Un adhesivo en el parabrisas merecordó que allí se conducía por laizquierda. Giré el contacto, metí laprimera y el coche se caló. El segundo ytercer intento de arrancar se saldaronigualmente con un fracaso. Me habíatocado un coche podrido. Me dirigíhasta una garita donde se agrupabancinco hombres que habían asistido a laescena con una sonrisa en los labios.

—Quiero que me cambien el coche,no funciona —dije visiblemente

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molesta.—Buenos días —me respondió el

hombre de más edad sin dejar de sonreír—. ¿Cuál es el problema?

—No lo sé, no quiere arrancar.—Venga, chicos, vamos a echar una

mano a la señora.Impresionada por su estatura, di un

paso atrás cuando salieron. «Jugadoresde rugby devoradores de ovejas», habíadicho Félix. No se había equivocado.Me escoltaron hasta el coche. Volví aintentar arrancarlo. Nada. El coche secaló de nuevo.

—Se está equivocando de marcha —me indicó uno de los gigantes, divertido.

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—Pero bueno, no…, para nada.Estoy metiendo primera.

—Meta más bien quinta. Su quinta.Ya verá.

En su mirada había desaparecidotodo rastro de burla. Seguí su consejo yel coche arrancó.

—Aquí todo es al revés. El lado pordonde se conduce, el volante, y lasmarchas.

—¿Podrá arreglárselas? —mepreguntó otro.

—Sí, gracias.—¿Hacia dónde se dirige?—A Mulranny.—Tiene un largo camino. Cuídese y

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ponga atención en las rotondas.—Muchas gracias.—Ha sido un placer. Adiós, buen

viaje.Me hicieron una señal con la cabeza

y me dedicaron otra sonrisa. ¿Desdecuándo los tipos que se ocupaban de loscoches de alquiler eran amables yserviciales?

Estaba a medio camino y yaempezaba a relajarme vagamente. Habíapasado con éxito las pruebas de laautopista y la primera rotonda. Por elcamino no había nada reseñable salvo

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ovejas y prados verde fluorescente hastadonde se perdía la vista. Ni atascos nilluvia en el horizonte.

No dejaba de pensar en la despedidacon Félix. No habíamos dicho unapalabra entre mi casa y el aeropuerto. Élhabía fumado cigarrillo tras cigarrillosin mirarme ni una vez. Sólo habíadespegado los labios en el últimomomento. Estábamos el uno frente alotro, mirándonos, dudando.

—¿Tendrás cuidado? —mepreguntó.

—No te preocupes.—Todavía puedes cambiar de idea,

no estás obligada a marcharte.

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—No me pongas las cosas másdifíciles. Es la hora, tengo queembarcar.

Nunca había soportado lasdespedidas. Ésta había sido mucho másdifícil de lo que habría imaginado. Leabracé, y él tardó unos instantes enreaccionar y estrecharme en sus brazos.

—Cuídate, no hagas tonterías —ledije—. ¿Me lo prometes?

—Ya veremos. Lárgate.Me soltó, cogí el bolso y me dirigí

al control de seguridad. Esbocé un gestocon la mano. Saqué mi pasaporte y se lomostré al policía. Sentí la mirada deFélix sobre mí durante todas esas

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formalidades. Pero no me volví ni unasola vez.

Allí estaba. Había llegado aMulranny, frente al cottage que apenashabía mirado en las fotos del anuncio.Había tenido que cruzar todo el pueblo ytomar el caótico camino de la playa parallegar al final de mi periplo.

Tenía vecinos. Otra casa selevantaba al lado de la mía. Una mujermuy pequeña vino hacia mí y me saludócon la mano. Me forcé a sonreír.

—Hola, Diane, soy Abby, tu casera.¿Has tenido buen viaje?

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—Encantada de conocerla.Miró divertida la mano que le tendía

antes de estrecharla.—¿Sabes?, aquí todo el mundo se

conoce. Y no estás en una entrevista detrabajo. No te molestes en llamarmeseñora cada vez que me hables, inclusocuando se trate de cosas serias, ¿deacuerdo?

Me invitó a entrar en lo que iba aconvertirse en mi casa. Descubrí uninterior cálido y acogedor.

Abby no dejaba de hablar, y yo noentendía ni la mitad de lo que decía, melimitaba a sonreír tontamente y abalancear la cabeza para responderle.

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Me tuve que tragar toda la descripciónde la batería de cocina, de la televisiónpor cable, de los horarios de las mareas,sin olvidar los de misa. Ahí fue donde lacorté.

—Creo que no lo necesito, estoyenfadada con la Iglesia.

—Entonces tenemos un serioproblema, Diane. Tendrías que haberteinformado mejor antes de venir aquí.Hemos luchado por nuestraindependencia y nuestra religión. Apartir de ahora vives entre irlandesescatólicos y orgullosos de serlo.

Empezábamos bien.—Abby, lo siento, yo…

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Se echó a reír.—¡Por amor de Dios, relájate! Es

una broma. Simplemente forma parte demis costumbres. Nada te obliga aacompañarme los domingos por lamañana. En cambio, te daré un buenconsejo, no olvides nunca que no somosingleses.

—No lo olvidaré.Prosiguió con entusiasmo su visita

guiada. En el primer piso estaban micuarto de baño y mi dormitorio. La camaera tan grande que podría dormir endiagonal. Algo normal en el país de losgigantes.

—Abby —la corté—, gracias, todo

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está perfecto. No falta de nada.—Perdona mi entusiasmo, pero me

siento tan feliz de que alguien viva en elcottage durante el invierno, te estabaesperando con impaciencia. Dejaré quete instales.

La acompañé hasta el exterior. Semontó en una bici y se volvió hacia mí.

—Ven a tomar café con nosotros, asíconoces a Jack.

Durante mi primera noche, loselementos se desencadenaron en señalde bienvenida. El viento ululaba, lalluvia golpeaba las ventanas, el techo

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crujía. Me fue imposible conciliar elsueño a pesar del cansancio y lacomodidad de la cama. Me dediqué apensar en el día que acababa determinar.

Vaciar el coche había sido aún máscomplicado que llenarlo, las maletasestaban esparcidas por todo el salón.Había estado a punto de rendirme aldarme cuenta de que no había compradonada de comer. Me había precipitadohasta la pequeña cocina. La despensa yla nevera estaban repletas. Seguro queAbby me lo había dicho, y yo ni siquierase lo había agradecido. Qué vergüenza.Qué fallo por mi parte. Tendría ocasión

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de cruzármela un día u otro paradisculparme. Como había dicho,Mulranny era realmente minúsculo: unacalle principal, un pequeñosupermercado, una gasolinera y un pub.No corría el riesgo ni de perderme ni dequemar la tarjeta de crédito en lastiendas.

La acogida de mi casera me habíadejado perpleja. Parecía esperar unarelación privilegiada, cosa que noestaba en absoluto prevista en elprograma. Tendría que esquivar comopudiera su invitación, no estaba allí paraacompañar a una pareja de viejos. Notenía ganas de conocer a nadie.

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Había aguantado más de una semanasin salir del cottage, las compras deAbby y los cartones de tabaco quellevaba me habían permitido sobrevivir.También me había hecho falta todo esetiempo para ordenar mis cosas. Eradifícil sentirme como en casa, nada merecordaba a mi vida anterior. La nocheno estaba iluminada por las farolas nianimada por los ruidos de la ciudad.Cuando el viento amainaba, el silenciose hacía opresivo. Me habría encantadoque mis vecinos (todavía ausentes)hubiesen hecho una gran fiesta que mearrullara mientras dormía. El penetrante

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olor de las flores secas no tenía nadaque ver con el del parqué encerado denuestro piso, y el anonimato de loscomercios parisinos estabadefinitivamente muy lejos.

Empezaba a arrepentirme de nohaber salido antes, quizás hubieseevitado todas esas miradas sobre mícuando entré en el supermercado. Nonecesitaba aguzar el oído. Ladesconocida, la extranjera, alimentabatodas las conversaciones. Los clientesse volvían a mi paso, me dedicabanpequeñas sonrisas o un gesto de lacabeza. Algunos se dirigían a mí. Yo lesrespondía con un gruñido. No tenía

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costumbre de saludar a la gente que mecruzaba en las tiendas. Di una vuelta porlos pasillos. Había de todo: comida,ropa, y hasta recuerdos para turistas.Aunque debía de ser la única loca quehabía llegado hasta allí. Lo que estabapor todas partes eran las ovejas. En lastazas de porcelana, en la sección decarne para el ragú, y por supuesto en losjerséis y las bufandas. Aquí criaban aesos animalitos para alimentarse y paravestirse. Como en los tiemposprehistóricos con los mamuts.

—Diane, qué contenta estoy de vertepor aquí —me dijo Abby, a quien nohabía visto llegar.

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—Hola —respondí tras recuperarmedel sobresalto.

—Pensaba pasarme por tu casa hoy.¿Va todo bien?

—Sí, gracias.—¿Encuentras todo lo que quieres?—Pues lo cierto es que no, no hay

nada de lo que busco.—¿Te refieres a la baguette y al

queso?—Esto… yo…—Venga, que me estoy quedando

contigo. ¿Has terminado?—Eso creo… Sí.—Ven conmigo, te voy a presentar.Con su sonrisa resplandeciente en

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los labios, me agarró del brazo y meguió hasta unos y otros. No habíahablado con tanta gente desde hacíameses. Su amabilidad llegaba a ser casimolesta. Tras media hora de banalidadsocial, conseguí por fin dirigirme a lacaja. Podría sobrevivir a un asedio porlo menos diez días. Pero iba a sentirmeobligada a salir de casa, pues no habíaencontrado ninguna excusa para rechazarla invitación de Abby, sólo habíaconseguido negociar un retraso de unosdías para prepararme.

Se estaba a gusto en casa de mis

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caseros. Me instalé cómodamente en susofá, delante de un gran fuego dechimenea y con una taza de café ardienteen la mano.

Jack era un coloso de barba blanca.Su calma apaciguaba la excitaciónpermanente de su mujer. Con unanaturalidad desconcertante, se habíaservido una pinta de Guinness a lascuatro de la tarde. «Jugadores de rugbydevoradores de ovejas y bebedores decerveza negra», pensé para completar ladescripción de Félix. Y la cerveza negrame hizo pensar inmediatamente en Colin.

A pesar de todo conseguí seguir laconversación. Al principio la había

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orientado hacia su perro, Postman Pat,que se me había echado encima a millegada y que desde entonces no sedespegaba de mis pies. Después habléde la lluvia y del buen tiempo —bueno,sobre todo de la lluvia—, y de lacomodidad del cottage, tras lo cual mistemas empezaron a agotarse.

—¿Son ustedes de aquí?—Sí, pero vivimos en Dublín hasta

que nos jubilamos —respondió Jack.—¿Y a qué se dedicaban?—Él era médico —le cortó Abby—.

Pero háblanos más bien de ti, serámucho más interesante. Y, sobre todo,me gustaría saber por qué motivo has

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venido a sepultarte en un agujeroperdido como éste.

A sepultarme, precisamente, larespuesta estaba dentro de la pregunta.

—Quería conocer el país.—¿Sola? ¿Cómo es que una chica

tan guapa como tú no vieneacompañada?

—Déjala tranquila —la reprendióJack.

—Sería demasiado largo deexplicar. Bueno, tengo que dejarles.

Me levanté, cogí la chaqueta y elbolso y me dirigí hacia la salida. Abby yJack me siguieron. Acababa de marcarlas distancias. Postman Pat me hizo

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tropezar varias veces y salió corriendoal exterior en cuanto se abrió la puerta.

—¡Debe de dar mucho trabajo, uncachorro tan grande y tan inquieto! —lesdije (y entonces pensé en Clara).

—Uf, a Dios gracias no es nuestro.—¿De quién es?—De Edward. Nuestro sobrino. Se

lo cuidamos cuando está ausente.—Es tu vecino —me informó Abby.Vaya chasco. Había acabado por

creer que la casa que estaba junto a lamía permanecería sin habitar, lo que mevenía de perlas. No necesitaba vecinoalguno. Me parecía que mis caseros yavivían demasiado cerca.

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Me acompañaron hasta el coche.Allí el perro se puso a ladrar y a darvueltas en todos los sentidos. Untodoterreno negro manchado de barroacababa de detenerse frente a la casa.

—Mira, hablando del rey de Roma—exclamó Jack.

—Espera un minuto, te lo vamos apresentar —me dijo Abby reteniéndomedel brazo.

El sobrino en cuestión bajó deltodoterreno. Su rostro duro y suexpresión de desdén no me causaronsimpatía alguna. Jack y Abby caminarona su encuentro. Él se apoyó en la puertade su coche cruzando los brazos. Cuanto

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más lo miraba, menos confianza meinspiraba. No sonreía. Rezumabaarrogancia. El tipo de persona que sepasa horas en el cuarto de bañocuidando su aspecto de aventurerodescuidado. Se las daba de intocable.

—¡Edward, has llegado en buenmomento! —dijo Abby.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?—Creo que no conoces a Diane.Por fin giró la cabeza en mi

dirección. Se quitó las gafas de sol —deninguna utilidad teniendo en cuenta labruma— y me observó de arriba abajo.Tuve la impresión de ser un corderoabierto en canal colgado de un gancho.

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Y por la mirada que me lanzó, noparecía abrirle el apetito.

—Pues no, no especialmente. ¿Quiénes? —preguntó con frialdad.

Me esforcé por ser cortés y meacerqué a él.

—Parece ser que somos vecinos.Su rostro se cerró aún más. Se estiró

y habló a mis anfitriones ignorando mipresencia.

—Os había dicho que no quería anadie al lado de mi casa. ¿Cuántotiempo se va a quedar?

Llamé a su espalda como a unapuerta. Su cuerpo se tensó. Se volvió,pero no retrocedí y me puse de puntillas.

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—Puedes preguntármelo a mídirectamente, ¿sabes?

Arqueó una ceja, visiblementecontrariado de que osase dirigirle lapalabra.

—No vengas a llamar a mi puerta —me respondió, enviándome una miradacapaz de helarme la sangre.

Y sin más formalidades, me dio laespalda, silbó a su perro y se marchó alfondo del jardín.

—No te lo tomes a mal —me dijoJack.

—No quería que alquilásemos elcottage, no le pedimos opinión. Sóloestá de mal humor —añadió Abby.

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—No, sólo está mal educado —murmuré—. Hasta pronto.

No podía salir, el coche de mivecino bloqueaba el mío. Hice sonar elclaxon ininterrumpidamente. Abby yJack se echaron a reír y se metieron encasa.

Vi llegar a Edward por el retrovisor.Avanzaba despreocupadamente fumandoun cigarrillo. Abrió el maletero e hizoque el perro saltara dentro. Su lentitudme exasperaba, y volví a tocar elclaxon. Con un chasquido de dedoslanzó su colilla a mi parabrisas. Alarrancar, hizo rechinar los neumáticos, yuna ola de agua embarrada se abatió

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sobre mi coche. Para cuando puse ellimpiaparabrisas, se había esfumado.¡Qué tipejo!

Debía encontrar un medio paraevitar calarme cada vez que salía atomar el aire. Hoy había caído de nuevoen la trampa. Primera decisión,renunciar al paraguas, totalmente inútil,pues había roto cuatro en cuatro días.Segunda decisión, no fiarme ni una vezmás de los rayos de sol, quedesaparecían tan rápido como llegaban.Tercera y última decisión, prepararmepara salir cuando estaba aún lloviendo,

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pues en el tiempo que tardaba enponerme las botas, tres jerséis, miabrigo y una bufanda, la tormenta podíahaber pasado, y así reduciría el riesgode mojarme. Probaría a salir cuando meviniera en gana.

Mi técnica funcionaba. Fue lo queme dije al sentarme por primera vezsobre la arena para contemplar el mar.El azar me llevó al mejor sitio, parecíaestar sola en el mundo. Cerré los ojos,mecida por el ruido de las olas querompían a pocos metros de mí. El vientomaltrataba mi piel y me hacía derramaralgunas lágrimas, mis pulmones sellenaban de oxígeno yodado.

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De golpe, algo me tiró de espaldas.Abrí los ojos para encontrarme frente afrente con Postman Pat, que me lamía lacara. Me levanté con mucha dificultad.Estaba intentando quitarme como podíala arena que cubría mi ropa cuando elperro salió corriendo al oír un silbido.

Levanté la cabeza. Edwardcaminaba un poco más lejos. Habíapasado forzosamente muy cerca de mí,pero no se había molestado ensaludarme. No era posible que no mehubiese reconocido. Aunque sólo fuerapor el hecho de que su perro acababa desaltar sobre alguien, lo menos que podíahaber hecho era venir a disculparse.

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Enfilé el camino de regreso, decidida aecharle la bronca. Al final del senderoque conducía a los cottages, vi que sutodoterreno se dirigía hacia el pueblo.No se libraría tan fácilmente.

Me subí al coche. Debía encontrar aese asno y hacerle comprender a quiénse enfrentaba. Enseguida localicé suembarrado vehículo frente al pub.Aparqué, salté del mío y entré en el barhecha una furia. Barrí la estancia con lamirada para localizar a mi presa. Todoslos ojos convergieron sobre mí. Salvouna.

Allí estaba Edward, instalado en labarra, solo, inclinado sobre un

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periódico y con una pinta de Guinnessen la mano. Me acerqué a él.

—¿Quién te crees que eres?No reaccionó.—Mírame cuando te hablo.Pasó una página del periódico.—¿Tus padres no te enseñaron

educación? Nadie me ha tratado nuncade esa forma, así que te aconsejo que tedisculpes ahora mismo.

Sentí que me ponía cada vez másroja por efecto de la cólera. Él seguíasin dignarse a levantar la nariz de supanfleto.

—¡Ya empiezo a estar harta! —gritéarrancándoselo de las manos.

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Bebió un trago de cerveza, dejó supinta y suspiró profundamente. Su puñose crispó tanto que se le hinchó unavena. Se levantó y plantó su mirada en lamía. Pensé que quizás había idodemasiado lejos. Agarró un paquete detabaco que había en la barra y se dirigióa la zona de fumadores. De pasoestrechó algunas manos, sin articular unasola palabra ni esbozar la más mínimasonrisa.

La puerta de la terraza se cerró.Había contenido la respiración desdeque se había levantado. El silenciohabía invadido el pub, toda la poblaciónmasculina se había dado cita allí y había

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asistido a la escena. Me derrumbé sobreel taburete más cercano. Alguien deberíadarle un día una buena lección. Elcamarero se encogió de hombros cuandome miró.

—Un expresso, por favor.—No tenemos de eso.—¿No tiene café?—Sí.Tenía que mejorar mi acento.—Bueno, entonces tomaré uno, por

favor.Sonrió y fue hasta una esquina tras la

barra. Colocó ante mí un tazón lleno decafé de filtro… y aguado. Aquello noera el café solo que esperaba. No

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comprendía por qué el camarero seguíadelante de mí.

—¿Va a mirar cómo me lo bebo?—Sólo quiero que me pague.—No se preocupe, pensaba pagarle

al salir.—Aquí se paga antes de beber.

Servicio a la inglesa.—Vale, vale.Le tendí un billete y me devolvió el

cambio amablemente. A riesgo dequemarme, me tragué el café a todavelocidad y me fui. Qué país tan raro,donde la gente es toda amable yacogedora, salvo el paleto de Edward,pero en el que se obliga a pagar de

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inmediato la consumición. En París eseencantador camarero se habría llevadouna buena bronca sin comprender elporqué. Salvo que en Francia, esemismo camarero no habría sido amable,no habría abierto la boca, y en cuanto asonreír, ni soñarlo.

Poco a poco empecé a adaptarme avivir allí. No me arreglaba, comíacualquier porquería a cualquier hora deldía. Me pasaba parte de la jornadadurmiendo. Si no podía conciliar elsueño, me quedaba en la camaobservando el cielo y las nubes, bien

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calentita bajo el edredón. Me plantabadelante de la televisión a dejar depensar y a ver sandeces que setransformaban en cine mudo cuando eranen gaélico. Hablaba con Colin y conClara mirando fijamente sus fotos. Vivíacomo en casa, en París, pero sin Félix.Así que el tan esperado alivio nollegaba. El peso no decrecía en mipecho ni sentía ningún tipo deliberación. No tenía ganas de hacernada, ni siquiera conseguía llorar.Pasaba el tiempo y los días me parecíancada vez más largos.

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Aquella mañana, en lugar dequedarme en la cama, decidí colocar elpesado sillón mirando hacia la playa.Tras pasar días y días contemplando elcielo, me divertiría contemplando elmar. Acumulé reservas de café y tabaco,me enrollé en una manta y me coloqué uncojín detrás de la cabeza.

Unos ladridos llamaron mi atención.Edward y su perro salían. Era laprimera vez que veía a mi vecino desdeel incidente del pub. Llevaba unaenorme bolsa colgada del hombro. Paraver mejor qué estaba tramando, acerqué

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el sillón a la ventana. Se dirigió hacia laplaya. Su pelo moreno estaba aún másrevuelto que la vez anterior.

Desapareció de mi campo de visiónal rodear una roca. Reapareció mediahora más tarde, dejó su bolsa en el sueloy rebuscó en ella. Habría necesitadounos prismáticos para ver lo que hacía.Estaba agachado y sólo veía su espalda.Permaneció un buen rato en esaposición.

Mis tripas rugieron, recordándomeque no había comido nada desde el díaanterior. Entré en la cocina paraprepararme un bocadillo. Cuando volvíal salón, Edward había desaparecido.

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Mi único entretenimiento de la jornadaacababa de esfumarse. Me hundí en elsillón y me tragué el tentempié sinninguna gana.

Pasaron las horas y seguí sinmoverme. Mis sentidos se despertaronal ver apagarse las luces en casa deEdward. Salió corriendo para volverexactamente al mismo sitio en el quehabía estado por la mañana. Me eché lamanta sobre los hombros y salí a mi veza la terraza para observarlo mejor.Distinguí un objeto entre sus manos. Selo llevó a la altura del rostro, creíreconocer una cámara de fotos.

Edward permaneció allí una hora

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larga. Ya había caído la noche cuandovolvió a subir de la playa. Tuve eltiempo justo de agacharme para que nome viese. Esperé unos minutos antes devolver a entrar en casa.

Mi vecino era fotógrafo. Pasaronocho días en los que mis jornadas seacoplaban a las suyas. Salía en distintosmomentos del día, siempre con unacámara en la mano, y recorría toda labahía de Mulranny. Podía permanecerinmóvil durante horas, sin reaccionar nia la lluvia ni al viento, que a veces seabatían sobre él.

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Gracias a mis pesquisas, me enteréde un montón de cosas. Estaba aún másintoxicado que yo, porque llevabasiempre un cigarrillo entre los labios. Suapariencia, el día de nuestro primerencuentro, no tenía nada de excepcional,siempre andaba desaliñado. Nuncahablaba con nadie, nunca recibía visitas.Nunca le vi volver la cabeza en midirección. Conclusión, aquel tipo era unegocéntrico. No se preocupaba de nadani de nadie, aparte de sus fotos: siemprela misma ola, siempre la misma arena.Era muy previsible, no necesitababuscarlo mucho tiempo. Según la hora,se encontraba encima de una roca o de

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otra.Una mañana dejé de mirar por la

ventana para ver si estaba allí. Perocuanto más tiempo pasaba, más meextrañaba no oír siquiera los ladridos desu perro, que lo seguía a todas partes.Para mi sorpresa, vi que su coche habíadesaparecido. De pronto pensé en Félix,al que no había llamado desde que mehabía marchado, hacía ya mes y medio.Era la ocasión. Cogí mi móvil yseleccioné su número en la agenda.

—Félix, soy Diane —anunciécuando descolgó.

—No conozco a ninguna Diane.Me colgó en las narices. Volví a

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llamar.—Félix, no cuelgues, por favor.—¿Por fin te acuerdas de mí?—Soy un desastre, lo sé.

Perdóname.—¿Cuándo vuelves?—No voy a volver, me quedo en

Irlanda.—¿Estás disfrutando tu nueva vida?Le conté que mis caseros eran

encantadores, que había cenado variasveces con ellos, que todos los habitantesme habían acogido con los brazosabiertos, que iba regularmente al pub atomar algo. El ruido de un motor detuvomi sarta de mentiras.

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—Diane, ¿estás ahí?—Sí, sí, espera un minuto, por favor.—¿Tienes visita?—No, es mi vecino, que vuelve a

casa.—¿Tienes un vecino?—Sí, y estaría mejor sin él.Empecé a hablarle de Edward.—Diane, anda, para y recupera el

aliento.—Perdóname, pero ese tío me pone

de los nervios. ¿Y tú? ¿Qué hay denuevo?

—En este momento hay bastantetranquilidad, sólo abro La Gente a lahora del aperitivo, y no está mal. Entra

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algo de dinero. He organizado unavelada sobre los pervertidos másgrandes de la literatura.

—No tienes remedio.—Puedo garantizarte que si alguien

escribe un libro sobre mí, me llevo elpremio. Desde que te marchaste tengomás tiempo, y estoy atravesando unperiodo de suerte en el que mis veladasson alucinantes y mis noches tórridas.Tus castos oídos no soportarían elrelato.

Al colgar constaté tres cosas. Félixno cambiaría nunca, le echaba de menosy mi vecino no merecía mi atención. Deun golpe seco cerré las cortinas.

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Me sentía animada e intentémantenerme así mediante la lectura.Pero aquella tarde no me sirvió deconsuelo. No sabía si era debido alambiente lúgubre de la novela policiacade Arnaldur Indriðason que estabaleyendo o a la corriente fría quegolpeaba mi espalda. Tenía las manosheladas. El cottage estaba aún mássilencioso que de costumbre. Melevanté, me froté las manos y me detuvedurante un instante ante la terrazaacristalada. Hacía mal tiempo. Gruesasnubes tapaban el cielo, la oscuridadllegaría antes esa noche. Lamenté no

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saber encender la chimenea. Al poner lamano sobre un radiador, me sorprendiósentirlo helado. Me moriría de frío si lacalefacción se estropeaba. Quiseencender la luz. La primera lámparapermaneció desesperadamente apagada.Pulsé otro interruptor sin mejorresultado. Pulsé todos los interruptores.No había corriente. Oscuridad total. Yyo dentro. Sola.

Aunque me costó, corrí a llamar a lapuerta de Edward. Acabé haciéndomedaño en la mano a fuerza de golpear lamadera. Me alejé unos pasos paraintentar ver algo a través de una ventana.Si permanecía sola un minuto más, me

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volvería loca. Escuché unos ruidosextraños detrás de mí y me entró miedo.

—¿Se puede saber qué haces? —oía mi espalda.

Me giré de un salto. Edward estabaplantado ante mí, inmensamente alto. Mehice a un lado para escapar. Mi miedose volvió completamente irracional.

—Me he equivocado…, yo…, yo…—¿Tú, qué?—No debí haber venido. Ya no te

molesto más.Sin dejar de mirarle, continué

caminando de espaldas por el senderode la entrada. Mi talón tropezó con unapiedra y me caí hacia atrás, el trasero en

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el barro. Edward se acercó a mí.Parecía furioso, pero me tendió unamano.

—No me toques.Se quedó parado y arqueó una ceja.—Tenía que tocarme una francesa

majareta.Me puse a cuatro patas para

levantarme. Oí la risa malvada deEdward. Me marché corriendo a casa ycerré la puerta con llave. Después merefugié en la cama.

A pesar de las mantas y los jerséis,seguía tiritando. Agarrédesesperadamente mi alianza. La nocheera negrísima. Tenía miedo. Los

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sollozos me dificultaban la respiración.Estaba completamente acurrucada sobremí misma. Me dolía la espalda a fuerzade contraerme para combatir losescalofríos. Mordía la almohada paraevitar gritar.

Dormí a ratos. La electricidad novolvió milagrosamente durante la noche.Me puse en contacto con la únicapersona que podía ayudarme, aunquefuese por teléfono.

—Mierda, la gente duerme a estashoras —vociferó Félix, al que llamabapor segunda vez el mismo día.

—Perdóname —le dije echándome allorar.

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—¿Qué te pasa?—Tengo frío, está todo oscuro.—¿Qué?—No tengo electricidad desde ayer

por la tarde.—¿No había nadie que pudiese

ayudarte?—Fui a ver al vecino, pero no me

atreví a molestarle.—¿Por qué?—Me pregunto si no es un asesino

en serie.—¿Has fumado lana de oveja?—No tengo electricidad, ayúdame.—¿Has mirado si no han saltado los

plomos?

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—No.—Ve a ver.Obedecí a Félix. Con el móvil

pegado a la oreja, pulsé el botón delautomático. Todas las luces seencendieron y los aparatos se pusieronen marcha.

—¿Y bien? —preguntó Félix.—Ya está, gracias.—¿Estás segura de que estás bien?—Sí, vuelve a acostarte, lo siento de

veras.Colgué inmediatamente y me

desplomé en el suelo. Decididamente,era incapaz de enfrentarme al menorproblema sin ayuda, mis padres tenían

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razón. Sentí ganas de abofetearme.

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4Casi había olvidado la sensación

que me provocaba escuchar música atodo volumen hasta quedarme sorda.Había dudado mucho antes de poner enmarcha la cadena de música. Sinembargo, hubo una época en la que lohacía por reflejo. Antes de decidirme,estuve observándola y dando vueltas asu alrededor.

El incidente de los plomos habíatrastornado mis costumbres. Paraobligarme a salir más a menudo de casa,me iba a caminar casi una hora a laplaya, tratando de no pasarme los días

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enteros arrastrándome en pijama. Hacíatodo lo posible por regresar al mundo delos vivos y dejar de hundirme endelirios paranoides. Una mañana mesorprendí sintiéndome menos machacadaal despertar y me entraron ganas deescuchar música. Por supuesto que lloré,la euforia no duró mucho.

Al día siguiente, lo repetí. Yentonces no pude evitar moverme alritmo de la música. Poco a poco, volvíaa mis antiguas costumbres. Bailabacomo una loca sola en el salón. La únicadiferencia en Mulranny era que nonecesitaba cascos en los oídos, estabadisfrutando a tope, los bajos

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retumbaban.«The dog days are over, the dog

days are done. Can you hear the horses?’Cause here they come.» Compartía elescenario con Florence and the Machine.Me sabía esa canción de memoria, nuncame había saltado un acorde. Mecontoneaba con rabia y una fina películade sudor cubría mi piel, mi coleta sebalanceaba en todas direcciones, y mismejillas estaban rojas. De pronto, se oyóuna percusión fuera de ritmo. Bajé elvolumen y volví a escuchar el estruendo.Con el mando a distancia en la mano, meacerqué a la puerta de entrada, quetembló. Conté hasta tres antes de abrir.

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—Buenos días, Edward. ¿Qué puedohacer por ti? —le pregunté, luciendo lamayor de mis sonrisas.

—¡Bajar tu música de mierda!—¿No te gusta el rock inglés? Son

tus compatriotas…Dio un puñetazo en la pared.—No soy inglés.—Eso está claro, no tienes su flema

legendaria.Continué sonriendo de oreja a oreja.

Cerró los puños, abrió los puños, cerrólos ojos y respiró profundamente.

—Me estás buscando… —empezó adecir con su voz ronca.

—Lo cierto es que no. Eres

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prácticamente lo contrario de lo quebusco.

—Ten cuidado conmigo.—Uh, qué miedo.Me señaló con el dedo, apretando

los dientes.—Sólo te pido una cosa, baja el

volumen. Estás haciendo vibrar micuarto oscuro, y eso me molesta.

Me eché a reír.—¿De verdad eres fotógrafo?—¿Y a ti qué te importa?—Nada. ¡Pero debes de ser

malísimo!Si hubiese sido un hombre, ya me

habría partido la cara. Proseguí:

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—La fotografía es un arte y esorequiere un mínimo de sensibilidad,cosa de la que careces completamente.Conclusión, no estás hecho para esaprofesión. Bueno, oye, me ha encantadohablar contigo… No, es una broma,perdóname, tengo mejores cosas quehacer.

Le desafié con la mirada, apunté conel mando a distancia en dirección a lacadena y puse el volumen al máximo.«Happiness hit her like a bullet in thehead. Struck from a great height bysomeone who should know better thanthat. The dog days are over, the dog daysare done», bramé. Y pataleé ante sus

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ojos y le estampé la puerta en lasnarices.

Desbordaba alegría, bailando ycantando a voz en grito. ¡Qué bien mesentía por haberle cerrado el pico! Meentraron muchas ganas de continuardivirtiéndome y de terminar lo que habíaempezado. Así que decidí fastidiarle eldía entero. Apostaba a que era el tipo detío que iría a tomar un trago paracalmarse.

A diferencia de la primera vez, entréen el pub de forma civilizada. Saludé alos clientes con un gesto de la mano

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acompañado de una sonrisa. Pedí unvaso de vino tinto y pagué miconsumición ipso facto, para despuéssentarme a una distancia respetable demi vecino.

Tenía el ceño aún más fruncido quede costumbre, sin duda le había sacadopor completo de sus casillas. Jugaba conel mechero, con la mandíbula tensa.Vació su cerveza de un trago y pidióotra con un simple gesto de la cabeza.Clavó su mirada en la mía. Levanté mivaso hacia él y bebí un sorbo. A puntoestuve de volver a escupirlo. Aquelvino, si merecía tal nombre, eraimbebible. A su lado, un sommelier

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habría preferido aconsejar un tintorro enTetra Brik. ¿Pero qué me había creído?¿Pensaba encontrar un buen reserva enesta esquina recóndita de Irlanda, dondesólo se bebía Guinness y whisky? Noobstante, aquello no me impidió seguirdesafiando a Edward con la mirada.

El juego duró algo más de mediahora. Terminé venciendo cuando selevantó y se dirigió a la salida. Acababade ganar una batalla, ya había hechoalgo de provecho aquel día.

Esperé unos minutos y también salí.Se había hecho de noche, me levanté elcuello del abrigo. Estábamos a finalesde octubre, y cada vez se sentía más la

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cercanía del invierno.—Justo lo que pensaba —dijo una

voz ronca.Edward me esperaba en mi coche.

Estaba inquietantemente tranquilo.—Creía que te habías marchado a

casa. ¿No tienes fotos que revelar?—Hoy he perdido un carrete entero

por tu culpa, así que no me hables detrabajo. Tú no debes de saber lo que eseso.

Sin dejarme tiempo para responder,prosiguió:

—No necesito conocerte para saberque no haces nada en todo el día. ¿Notienes familia o amigos que te esperen

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en otra parte?El miedo me hizo titubear, él había

recuperado el control.—¡Claro que no! ¿Quién querría

algo de ti? No interesas a nadie. Seguroque saliste con algún tío, pero se murióde aburrimiento…

Mi mano saltó sola. Le golpeé contanta fuerza que su cabeza giró a un lado.Se frotó la mejilla y esbozó una sonrisasocarrona.

—¿He tocado un punto sensible?Sentí cómo mi respiración se

aceleraba y subían las lágrimas.—Comprendo, no quiso saber nada

de ti. No se equivocó al dejarte

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plantada.—Déjame pasar —le dije, porque

me impedía meterme en el coche.Me retuvo del brazo y me miró

fijamente a los ojos.—Ni se te ocurra volver a hacerlo, y

lárgate por donde has venido.Me soltó brutalmente y desapareció

en la oscuridad. Tuve que secarme laslágrimas con la palma de la mano.Temblaba tanto que se me cayeron lasllaves. Luchaba con la cerradura cuandoel coche de Edward pasó muy cercacomo una exhalación. No sería unasesino, pero ese hombre era peligroso.

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Me senté en el suelo en medio delsalón. Una luz débil iluminaba laestancia. La primera botella de vinoestaba casi vacía. Antes de apagar elcigarrillo, utilicé la colilla paraencender el siguiente. Por fin, cogí elmóvil.

—Félix, soy yo.—¿Qué novedades tienes del país de

las ovejas?—Ya no puedo más, estoy harta.—¿Qué me estás contando?—Te lo prometo, lo he intentado, me

he esforzado, pero no lo consigo.—Ya pasará —me dijo suavemente.—¡No! Nunca pasará. Ya no hay

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nada, nada de nada.—Es normal que no te sientas bien

estos días. El cumpleaños de Clarareaviva demasiados recuerdos.

—¿Irás a verla mañana?—Sí, ya me ocupo de ella… Vuelve

a casa.—Buenas noches.Avancé titubeando hasta la cocina.

Abandoné el vino. Ahogué el zumo denaranja en ron. Con el vaso en una manoy la botella en la otra volví al salón atirarme en el suelo. Estuve bebiendo,fumando y llorando hasta que amaneció.

El sol estaba en lo alto cuando miestómago empezó a retorcerse. Me

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precipité hacia el baño sin preocuparmede lo que derribaba a mi paso. Micuerpo se agitaba con espasmos cadavez más violentos. Tras vomitar durantelo que me parecieron horas, me arrastréhasta la ducha sin preocuparme siquierade desnudarme. Permanecí sentada bajoel chorro, acurrucada, balanceándomeadelante y atrás mientras lanzabaquejidos. El agua caliente se volviótibia, luego fría, y acabó saliendohelada.

Mi ropa calada se quedó en el suelodel cuarto de baño. La ropa limpia yseca no me proporcionó bienestaralguno, ni siquiera el jersey de Colin.

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Me asfixiaba. Me cubrí la cabeza con lacapucha y salí.

Mis piernas consiguieron llevarmehasta la playa. Tumbada en la arena,miraba fijamente el mar embravecido; lalluvia martilleaba mi rostro, el viento yla arena lo azotaban. Quería dormir,para siempre, sin importar dónde. Milugar estaba junto a Colin y Clara, yhabía encontrado un sitio estupendo parareunirme con ellos. Me sentía perdidaentre el sueño y la realidad. Laconsciencia me fue abandonando poco apoco, mis miembros se entumecían, mehundía suavemente. Cada vez estaba másoscuro. La tempestad me ayudaba a

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marcharme.Un perro ladró muy cerca de mí,

sentí cómo me olisqueaba, me dio unosgolpecitos con el hocico para obligarmea reaccionar. Se oyó un silbido y sealejó. Así podría terminar mi viaje.

—¿Qué estás haciendo aquí?Reconocí la voz ronca de Edward y

me invadió el miedo. Me abracé a misrodillas, cerré los ojos con todas misfuerzas y puse un brazo sobre la cabezapara protegerme.

—¡Déjame en paz! —exclamé.Sentí sus manos posarse sobre mí,

fue como un electroshock. Me resistí apatadas y puñetazos.

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—¡Suéltame!Conseguí liberarme. Intenté ponerme

de pie, pero mi debilidad me traicionó.Iba a caerme cuando el suelodesapareció. Estaba atrapada en losbrazos de Edward.

—Cállate y déjame hacer.No tenía fuerzas para luchar. Por

puro reflejo, me agarré a su cuello, y sucuerpo me protegió inmediatamente delas acometidas del viento. La lluviacesó, estábamos a cubierto. Sinsoltarme, subió unas escaleras. Con ungolpe de hombro, abrió una puerta, entróen la habitación y me dejó sobre unacama. Permanecí con la cabeza gacha y

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me acurruqué. Sin mirarlo directamente,vi cómo lanzaba su chaqueta a unaesquina de la habitación. Desaparecióunos instantes para luego volver con unatoalla alrededor del cuello y otra en lamano. Se agachó ante mí y empezó asecarme la frente y las mejillas. Susmanos eran grandes. Retirócompletamente mi capucha y me soltó elpelo.

—Quítate el jersey.—No —respondí con la voz rota y

sacudiendo la cabeza.—No tienes elección, si no te

desnudas caerás enferma.—No puedo.

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Temblaba cada vez más. Se inclinó,me quitó las botas y los calcetines.

—Ponte de pie.Me apoyé en la cama para

levantarme. Edward me quitó el jerseyde Colin. Perdí el equilibrio, me agarrópor la cintura y me estrechó contra élunos instantes antes de soltarme. Luegodesabrochó mis vaqueros y los bajó. Mesostuvo para que pudiera quitármelos.Sus manos rozaron mi espalda cuandome quitó la camiseta. Un arranque depudor me obligó a taparme el pecho conlos brazos. Abrió un armario y volviócon una camisa que me ayudó aponerme. Los recuerdos brotaron al

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mismo tiempo que las lágrimas. Edwardabrochó cada botón y colocó mi alianzabajo la tela.

—Acuéstate.Me tumbé y me cubrió con el

edredón. Apartó los cabellos de mifrente. Sentí que se alejaba. Mirespiración se entrecortaba, lloraba aúnmás fuerte. Abrí los ojos y, por primeravez, lo miré. Se pasó una mano por elrostro y se marchó. Saqué mi alianza dela camisa para estrecharla en mi mano.Me puse en posición fetal y hundí lacabeza en la almohada. Y por fin acabédurmiéndome.

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No tenía ganas de despertarme, peromis sentidos se mantenían al acecho.Mis ojos parpadeaban. Las paredes dela habitación no eran grises, sinoblancas. Alargué el brazo hacia lamesita de noche para encender lalámpara, pero sólo encontré el vacío. Deun salto, me senté en la cama,provocándome una espantosa migraña.Me froté las sienes con las yemas de losdedos y todo el día anterior pasó antemis ojos rápidamente. Salvo un granagujero negro en la parte quecorrespondía a la noche.

Mis primeros pasos fueronvacilantes. Pegué una oreja a la puerta

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antes de abrir. El pasillo estaba ensilencio. Quizás podría marcharme sinque Edward se diese cuenta. Depuntillas, di unos pasos hacia laescalera, intentando ser lo más discretaposible. Un carraspeo a mi espaldainterrumpió mi avance. Me quedéparalizada. Edward estaba de pie detrásde mí. Suspiré profundamente antes deenfrentarme a él. Sus ojos merecorrieron de la cabeza a los pies, conuna mirada indescifrable. Me di cuentaentonces de que mi vestimenta sereducía a una camisa suya y traté de tirarde ella para esconder las piernas.

—Tu ropa está en el cuarto de baño,

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ya debe de estar seca.—¿Dónde está?—Segunda puerta al fondo del

pasillo, no entres en la habitación de allado.

Desapareció escaleras abajo antesde darme tiempo para añadir nada más.Había despertado mi curiosidadprohibiéndome el acceso a unahabitación. Sin embargo, no caí en latentación. Me fui en busca de mi ropa.Un auténtico cuarto de baño de solterón,pensé al entrar. Toallas de mano hechasuna bola, un gel de ducha, un cepillo dedientes y un espejo en el que no se veíagran cosa. Mi ropa colgaba de un

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toallero y, efectivamente, ya no estabahúmeda. Me quité la camisa con un gestode alivio. Me la quedé en la mano, sinsaber qué hacer con ella. Vi la cesta dela ropa sucia. Ya había dormido en sucama, así que acercarme a su ropainterior usada no me tentaba nada.Detrás de la puerta había un perchero.Perfecto. Con un gesto automático, memojé la cara con agua, lo que me sentótremendamente bien, tuve la impresiónde tener las ideas más claras. Utilicé lamanga del jersey para secarme. Yaestaba lista para enfrentarme a Edward,y quizás para responder a sus preguntas.

Me quedé plantada al pie de la

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escalera, en el umbral de la sala deestar, balanceándome sobre uno y otropie. Postman Pat llegó trotando afrotarse en mis piernas. Lo acaricié paraevitar dirigirme a su dueño, que estabade espaldas tras la barra de la cocina.

—¿Café? —me preguntó consequedad.

—Sí —respondí avanzando hacia él.—¿Tienes hambre?—Ya comeré más tarde, me basta

con un café.Llenó un plato y lo dejó sobre la

barra. Se me hizo la boca agua con elolor a huevos revueltos. Miré el platodesconfiada.

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—Siéntate y come.Obedecí sin pensar. Por una parte,

estaba muerta de hambre, y por la otra,su tono no dejaba posibilidad a lanegociación. Edward me escrutaba, depie, con la taza de café en la mano y unpitillo entre los labios. Me llevé eltenedor a la boca y abrí los ojos comoplatos. Podía no ser amable, pero era elrey de los huevos revueltos. De vez encuando yo levantaba la nariz del plato,pero se hacía imposible adivinar suspensamientos ni sostener su miradademasiado tiempo. Eché un vistazo a mialrededor. Si algo quedaba claro, es queEdward era un desordenado de primera.

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Había cosas por todas partes: materialfotográfico, revistas, libros, montonesde ropa, ceniceros medio llenos. Unpaquete de tabaco chocó contra mi taza yvolví la cabeza hacia mi anfitrión.

—Te mueres de ganas —me dijo.—Gracias.Me bajé del taburete, inspiré mi

dosis de nicotina y me acerqué a lapuerta acristalada de la terraza.

—Edward, te debo una explicaciónsobre lo que pasó ayer.

—No me debes nada de nada, habríaayudado a cualquiera.

—Contrariamente a lo que piensas,no me gusta montar espectáculos como

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ése, quiero que lo comprendas.—Me traen sin cuidado las razones

que tuvieras para hacerlo.Se dirigió hacia la puerta de entrada

y la abrió. Ese animal me estabaechando. Acaricié por última vez alperro, que seguía pegado a mí. Despuéspasé por delante de su amo y salí alporche. Me puse frente a él para mirarledirectamente a los ojos. Nadie podía sertan duro.

—Adiós —soltó.—Si necesitas algo, no dudes en

pedírmelo.—No necesito nada.Y me cerró la puerta en las narices.

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Permanecí allí un buen rato. Qué tío másgilipollas.

Tuve que hacer una limpieza generalpara poner la casa en orden. En asuntosde borrachera y resaca, poco importa enqué país estés, los efectos son siemprelos mismos.

Félix había interpretado su papel deterapeuta a las mil maravillasescuchándome largas horas al teléfono.Acababa de atravesar otra crisis más yseguía en pie. Tenía ganas de afrontaruna nueva tentativa de cura.

Buscaba el medio de conseguirlo

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cuando llamaron a la puerta. Mesorprendí al descubrir a mi vecino. Losdioses se habían aliado en mi contra. Nolo había vuelto a ver después de habersalido de su casa una semana antes, y nome había ido mal.

—Hola —dijo sobriamente.—Edward.—Al final sí que tengo un favor que

pedirte. ¿Puedes quedarte con mi perro?—¿Abby y Jack no se encargan de

eso normalmente?—Me voy demasiado tiempo como

para dejárselo.—¿Qué quieres decir con demasiado

tiempo?

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—Dos semanas o más.—¿Cuándo quieres que lo recoja?—Ahora.No le faltaba morro. Había dejado

en marcha el motor del coche, para nodarme otra opción. Como tardaba enresponderle, dibujó una mueca y dijo:

—Está bien, olvídalo.—Oye, ¿me dejas pensarlo un

momento?—¿Pensar? ¿Para cuidar a un perro?—Si me lo pides tan amablemente…

De acuerdo, tráelo.Abrió el maletero del todoterreno y

Postman Pat bajó de un salto. Másafectuoso que su amo, empezó a brincar

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a mi alrededor, lo que me hizo sonreír.—Me voy —dijo Edward.Ya estaba instalado al volante.—Espera, ¿no tiene correa?—No, le silbas y viene.—¿Eso es todo?Edward cerró la puerta y arrancó a

toda velocidad. El gilipollas desiempre. Y había adoptado la pésimacostumbre de cerrarme las puertas en lasnarices.

Llevaba tres semanas haciendo dedog-sitter. Tres semanas. Edward seestaba quedando conmigo. Menos mal

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que el perro era simpático, mi mejoramigo en aquel momento. Mi únicoamigo en aquel pueblucho, de hecho.Cuando empezaba a hablarle, measustaba de mí misma. Estilo vieja locacon perrito faldero, aunque el perritofaldero tenía un aspecto entre asno yoso. Una mezcla indefinible.

Descubrí la alegría de tener uncompañero de cuatro patas. Me gustaba,salvo cuando huía corriendo. Todos losdías me hacía lo mismo durante nuestropaseo por la playa. Ya podía dejarmelos pulmones silbando, no había nadaque hacer. Esa vez estaba máspreocupada de lo habitual. Llevaba

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desaparecido mucho tiempo.Sudaba a mares a fuerza de correr

por la playa. Estaba sin resuello.Intentaba recobrar la respiración con lacabeza inclinada y las manos sobre lasrodillas cuando reconocí el ladrido dePostman Pat. Volvía hacia míacompañado por una desconocida. Mecoloqué una mano en la frente a modo devisera. Cuanto más se acercaba, máspensaba que no había podido cruzarmecon esa chica sin fijarme en ella. Debíade tener más o menos mi edad. Llevabauna minifalda escocesa y botasmilitares. Se estaba ganando unapulmonía al exhibir tanto el canalillo en

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un escote que cubría a duras penas unachaqueta de cuero. Una mata rizada yrojiza coronaba el conjunto. Antes dellegar a mi lado, cogió un palo y se lolanzó lejos al perro.

—Lárgate, bicho asqueroso —dijoriéndose. Continuó avanzando hacia mísin dejar de sonreír—. Hola, Diane —me dijo, y me dio dos besos.

—Hola —respondí, atónita.—Me enteré de que lo estabas

cuidando y he venido a ver si no teestaba causando demasiadas pifias.

—No, me las arreglo, salvo si seescapa.

—Oh, no te preocupes, he perdido la

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cuenta del número de veces que heterminado con el culo lleno de arenacorriendo tras él. Sólo obedece aEdward. Por otra parte, ¿a quién se leocurriría hacer locuras con mi hermano?

Se echó a reír mientras yo trataba deasimilar toda la información después deaquel torrente de palabras.

—¿Edward es tu hermano?—Sí. Oh, perdona, no me he

presentado. Soy Judith, su hermanapequeña.

—Yo soy Diane, pero eso ya losabes.

—Bueno, ¿me invitas a un trago en tucasa?

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Me agarró del brazo y me obligó adar media vuelta para volver al cottage.Era imposible que fuera la hermana deEdward, sus padres no podían haberengendrado dos hijos tan diferentes. Suúnico punto en común era el color de susojos, los de Judith tenían exactamente lamisma tonalidad que los de Edward, elmismo verde azulado.

La invité a entrar, se dejó caerdirectamente en el sofá y puso los piessobre la mesita.

—¿Quieres té o café?—Oye, parece ser que eres francesa,

seguro que tienes por ahí escondida unabuena botella de vino. Es la hora del

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aperitivo.Cinco minutos más tarde estábamos

brindando.—Diane, no puedo creer que seas

tan salvaje como mi hermano. ¿Por quéte has venido a vivir aquí? Ya sé que esbonito, pero ¿cómo se te ha ocurridosemejante idea?

—Es una experiencia comocualquier otra, vivir sola frente al mar.¿Y tú? ¿Dónde vives?

—Encima de un pub en Dublín,tienes que venir a verme.

—Quizás algún día.—¿Cuánto tiempo piensas quedarte?

¿No trabajas?

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—De momento no, ¿y tú?—Tengo unos días de vacaciones,

pero trabajo en el puerto. Gestiono ladistribución de containers, es más bienaburrido, pero me da para pagar elalquiler y las facturas.

Y continuó hablando y hablando. Erauna auténtica charlatana. Después, comosi le hubiese picado una mosca, selevantó de pronto.

—Te dejo, me están esperando Abbyy Jack.

Y, diciendo esto, se plantó ante lapuerta.

—Espera, te olvidas el tabaco.—Guárdatelo, es de contrabando,

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tengo un pequeño acuerdo con losestibadores —me dijo, guiñándome unojo.

—No irás a regresar a pie, ya es denoche. ¿Quieres que te lleve?

—¿Estás de broma? Me vendrá bienun poco de ejercicio para los muslos.¡Hasta mañana!

Judith volvió al día siguiente comohabía anunciado. Y el siguiente. Llevabatres días invadiendo mi espacio vital.Paradójicamente, su presencia no meagobiaba. Me hacía reír. Era unaprovocadora nata. Se vestía para

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resaltar sus curvas dignas de una actrizitaliana y blasfemaba como un carreteroen cuanto abría la boca: era un cóctelexplosivo. Me hablaba sin parar,encadenando sus portentosas historiasde amor una detrás de otra. Tan segurade sí misma y sin miedo a nada, y a lavez tan dispuesta a ser engañada porcualquier chico guapo que pasara cerca.En cuanto se la ligaba un bad boy,estaba perdida.

Esa noche se había quedado a cenarconmigo. Bebía como un hombre ycomía como cuatro.

—Ahora que estamos solas, ¿mepermites? —me preguntó

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desabrochándose los vaqueros.Fui a abrir la puerta al perro, que

reclamaba su paseo nocturno.—¿Por qué te ha dejado mi hermano

a su chucho?—Le debía un favor.Me miró con desconfianza. Sin decir

nada más, me instalé en el sofá plegandolas piernas bajo el trasero.

—¿Edward siempre ha sido así? —pregunté bruscamente.

—¿A qué te refieres con «así»? —repitió haciendo un gesto deentrecomillar con los dedos.

—Del tipo bronco, solitario,taciturno…

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—¡Ah, eso! Sí, siempre. Arrastraese carácter de mierda desde la infancia.

—Qué simpático, no envidio avuestros padres.

—¿Abby no te lo ha contado?Fueron ellos, Abby y Jack, quienes noscriaron. Mi madre murió cuando metrajo al mundo, Edward tenía seis años.Mi padre no quería ocuparse denosotros, así que nos dejó con mis tíos.

—Lo siento…—¡Oh, no lo sientas! He tenido unos

padres maravillosos, no me ha faltadode nada. Nunca me oirás decir que soyhuérfana.

—¿Nunca vivisteis con vuestro

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padre?—Pasábamos algunos días con él

cuando se dignaba a salir de sudespacho, pero era un infierno. Porculpa de Edward.

—¿No estaba contento de verle?—No, cree que nuestros padres nos

abandonaron. Odia todo y a todos. Apesar de la admiración que le profesabaa papá, en cuanto estaban en la mismahabitación, estallaba.

—¿Y eso?—Edward es su vivo retrato, así que

siempre saltaron chispas entre ellos. Sepasaban el tiempo gritándose.

—¿Y tú estabas en medio?

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—Pues sí, imagínate el ambiente.—Y ahora, ¿sigue siendo igual de

conflictivo?—Papá murió.—Vaya…—Sí, vamos una detrás de otra…Se rió suavemente, encendió un

cigarrillo y alzó la vista unos instantesantes de proseguir:

—Se enfrentaron hasta el final, peroEdward se quedó al lado de nuestropadre durante toda su enfermedad. Sepasaba horas a los pies de su cama.Creo que arreglaron sus problemas.Nunca supe qué se dijeron. Edward noquiere hablar de ello, sólo me aseguró

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que papá se había marchado en paz.—¿Qué edad teníais?—Yo dieciséis y Edward veintidós.

Inmediatamente decretó que se habíaconvertido en el jefe de la familia y quedebía cuidar de mí. Abby y Jack nopudieron hacer nada. Vino a buscarme ynos fuimos a vivir solos los dos.

—¿Cómo se las arregló para hacersecargo de todo?

—No tengo ni idea. Seguíaestudiando, trabajaba y se ocupaba demí. Fue haciéndose mayor y forjándoseuna armadura para preservarse delmundo exterior.

—¿No tiene amigos?

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—Pocos. Se cuentan con los dedosde una mano. Le resulta casi imposibleconfiar en alguien. Está convencido deque le van a traicionar o a abandonar.Me enseñó a arreglármelas sola y a nocontar con nadie. Siempre me haprotegido, y nunca ha dudado en usar lospuños para defenderme de tipos queconsideraba demasiado atrevidos parasu gusto.

—¿Es violento?—En realidad no, se pelea cuando le

tocan las narices, sólo cuando lo sacanrealmente de sus casillas.

—Me parece que es lo que hice yo—murmuré.

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Me miró frunciendo el ceño.—No tendrás miedo de él.—No lo sé, conmigo se porta de

forma muy desagradable.Se echó a reír.—Si algo está claro es que tu

llegada le jorobó bastante, pero no tepreocupes, tiene sus principios. Entreotros, no levantar nunca la mano a unamujer. Tiende más bien a lo contrario, asocorrer a la damisela en peligro.

—Me cuesta imaginar que me estéshablando de mi vecino.

Judith se marchaba al día siguiente a

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Dublín. Se reunió conmigo durante mipaseo cotidiano con Postman Pat. Nossentamos en la arena. De nuevo intentósaber algo más de mí.

—Me estás ocultando algo. ¿Quédemonios haces aquí? No consigocomprender que ni Abby ni yo hayamosconseguido sonsacarte nada.

—No hay nada que contar. Mi vidano tiene ningún interés, te lo aseguro.

Partí en busca de Postman Pat. Seme había vuelto a escapar. Corrí endirección al sendero de los cottages,temiendo como siempre que loatropellase un coche o, peor aún, queEdward llegara y viera a su perro

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dejado de la mano de Dios.Le eché la mano encima y tiré del

collar para llevarlo hacia la playa. Enese instante, el todoterreno de Edwardse detuvo delante de los cottages. Parademostrar mejor la autoridad que mehabía ganado sobre el can, lo sostuvecon firmeza hasta que su dueño estuvo anuestro lado. El perro saltó sobre él yEdward me fusiló con la mirada. Nosquedamos allí clavados, el uno frente alotro, mirándonos fijamente,midiéndonos. El animal brincaba de unoa otro.

Sonó un grito estridente. Judithllegaba a la carrera. Se abalanzó sobre

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su hermano. Creí distinguir la sombra deuna sonrisa en el rostro de Edward.Judith terminó soltándole. Lo agarró delmentón y lo observó con el ceñofruncido.

—Tienes mala cara.—Déjame.Se liberó de ella y se volvió hacia

mí.—Gracias por lo del perro.—De nada.Judith empezó a aplaudir

mirándonos alternativamente.—¡Joder! ¡Qué conversación!

Edward, has enlazado más de dospalabras. Y tú, Diane, sueles ser más

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habladora.Me encogí de hombros.—Ya basta, Judith —gruñó Edward.—¡Cálmate, muchacho!—Abby y Jack nos esperan.—Dame tiempo para decir adiós a

mi nueva amiga.Edward levantó la mirada al cielo y

marchó delante. Judith me cogió en susbrazos.

—Volveré dentro de dos semanaspara las vacaciones de Navidad, iré averte y me lo confesarás todo.

—No creo.Le devolví el abrazo, la presencia

de esa chica me sentaba bien.

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Permanecí en la playa viéndolespartir. Judith daba saltitos al lado de suhermano, feliz de estar con él. Edward,a su manera, debía de sentir lo mismo.

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5Había pasado una semana entera sin

noticias de Félix. Aquello era el colmo:yo persiguiéndole. Después de tresintentos de que me cogiera el teléfono,por fin descolgó:

—¡Diane, estoy colapsado!—¡Di hola por lo menos!—Date prisa, estoy desbordado por

los preparativos de Navidad.—¿Qué tienes previsto?—Tus padres me han dicho que no

pasabas las fiestas en su casa, me haninvitado, pero les he dicho que no,intentarían exorcizarme de nuevo. Tengo

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otros planes, es la fiesta del tanga enMykonos.

—¿Ah, sí? Qué bien.—Te llamaré cuando vuelva.Colgó. Me quedé unos instantes con

el teléfono pegado a la oreja. La cosaiba de mal en peor, pero claro, ojos queno ven, corazón que no siente. Que mispadres no hubiesen insistido para quevolviera en Navidad no tenía nada deextraño. Su hija viuda y depresivahabría desentonado en su cena mundana.Pero que Félix me dejara tirada, aquelloera más difícil de tragar.

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Un gran sol de invierno bañaba elsalón. Lo nunca visto. Y sin embargo, nome sentía con fuerzas para salir de casa.La cercanía de las fiestas me pesabacomo una losa. Unos golpes en la puertame obligaron a levantarme del sillón yfui a abrir. Judith, vestida deduendecillo de Papá Noel en versiónsexy, se abalanzó sobre mi cuello.

—¿Qué estás haciendo encerradacon un tiempo así? Ponte los guantes,nos vamos de paseo.

—Eres muy amable, pero no tengoganas.

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—¿Te crees acaso que tieneselección? —me dijo, empujándomehasta el perchero.

Me encasquetó un gorro de lana enla cabeza, cogió mis llaves y cerró lapuerta del cottage.

Cantaba desafinando todo elrepertorio navideño. A mi pesar, mehacía gracia. Judith conseguía loimposible. Me obligó a atravesar toda labahía y Mulranny a pie para arrastrarmea casa de Abby y Jack.

—¡Somos nosotras! —gritó nadamás entrar.

La seguí hasta el salón. Se fue aplantar dos sonoros besos en las

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mejillas de sus tíos.—Diane, cuánto me alegro de verte

—me dijo Abby agarrándomecalurosamente del brazo.

Jack me dedicó una gran sonrisa yme dio una palmadita en el hombro.Sólo faltaban los cuentos de Dickenspara redondear el mito de la Navidad: elabeto que llega hasta el techo, lastarjetas de felicitación sobre lachimenea, las galletas de jengibre en lamesita baja, las guirnaldas luminosas yu n Jingle Bells remasterizado comoruido de fondo. Estaba todo. En menosde cinco minutos, Abby y Judith seencargaron de que estuviera a gusto. Me

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obligaron a sentarme, Judith me tendióuna taza de té y Abby un plato lleno decookies, de carrot cake y degingerbread. Parecían querer queengordase un poco. Jack reía sacudiendola cabeza.

Pasé un par de horas asistiendo aaquel espectáculo. Judith estaba sentadaen el suelo haciendo paquetitos deregalo que dejaba al pie del abeto amedida que los terminaba. Abby tejía uncalcetín de Navidad. Me encontrabacompletamente fuera de lugar en aquelambiente. Rezumaban los buenossentimientos, cosa en la que habíadejado de creer. En otro tiempo yo

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habría sido la primera en ponerme ungorro de gnomo en la cabeza y empezara lanzar serpentinas. Sólo por Clara.

—Ten cuidado —me dijo Jack—.Están organizando un complot, y creoque tiene que ver contigo.

—Tú cállate —le dijo Abby—.Diane, faltan dos días para Navidad.¿No vas a volver a Francia?

—No, en efecto.La sonrisa forzada que mostraba

desde mi llegada fue borrándose poco apoco.

—Pues vente a pasarla aquí, vamosa celebrarla en familia.

¿En familia? ¿Eso quería decir que

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el idiota de Edward iba a estarpresente? Sólo por la curiosidad de vercómo animaba la cena de Navidad, mesentía tentada de aceptar.

—Venga, no quiero que estés sola—insistió Judith.

Iba a responderle cuando se oyó unapuerta. Judith se levantó y fue dandosaltitos hasta la entrada. Se escucharonlos ruidos de una conversación en vozbaja.

—Ahora entra, ¡y pórtate bien! —dijo Judith.

No me extrañó ver a Edward entraren el salón detrás de su hermana. Ésta,en lugar de volver a sentarse, se colocó

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a la espalda de Abby, pasó los brazosalrededor de su cuello, apoyó el mentónsobre su hombro y me miró con unasonrisa en los labios.

—¡Di hola, Edward! —exclamó sindejar de mirarme.

Para evitar un ataque de risa, levantéla cabeza hacia él y me preparé para unaducha de agua fría. Me miraba condureza.

—Hola —gruñó.—Edward.Avanzó por la habitación, estrechó

la mano de Jack y se puso delante de lachimenea. Se quedó mirando el fuego ydándonos la espalda.

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—Ahora que nos hemos saludado,retomemos el hilo de la conversación —dijo Judith.

—Estamos hablando en serio, ventea cenar en Navidad con nosotros —prosiguió Abby.

Edward se giró de golpe.—¿De qué estáis hablando? Esto no

es el Ejército de Salvación.Su cuerpo estaba tenso como un

arco, no me habría extrañado quehubiese empezado a salir humo de susorejas.

—¿No te hartas de ser un capullo?—le preguntó su hermana—. Hemosinvitado a Diane en Navidad, y tú te

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callas. Si no te gusta, lo pasaremosestupendamente sin ti.

Había algo entre los dos hermanos apunto de explotar, parecían dos gallosde pelea. Pero, por una vez, Edward nodaba la impresión de ser el máspeligroso. A pesar del placer que sentíaal verle ceder ante su hermana pequeña,tuve que poner fin a la situación.

—¡Un momento! Creo que yotambién tengo algo que decir. Lo siento,pero no vendré. No celebro la Navidad.

—Pero…—No insistas.—Haz lo que quieras —me dijo Jack

—. Pero si cambias de opinión, ya sabes

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que te recibiremos con los brazosabiertos.

—Muchas gracias. Os tengo quedejar, se hace tarde.

—Quédate a cenar —me propusoAbby.

—No, gracias. No os mováis,conozco el camino.

Judith se escabulló. Abby meestrechó de nuevo contra ella y me fijéen la mirada de reproche que dedicó asu sobrino. Iba a besar a Jack en lamejilla cuando me guiñó el ojo. Meplanté delante de Edward, que me mirófijamente.

—Gracias —murmuré para que

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nadie me oyese—. Acabas de hacermeun gran favor. Al final tienes cosasbuenas.

—Largo de aquí —murmuró entredientes.

—Adiós —le dije en voz alta.No respondió. Lancé un último

saludo con la mano y me encontré aJudith cerca de la puerta de entrada. Meobservó mientras me ponía el abrigo.

—¿Por qué huyes?—Tengo ganas de volver a casa.—Iré a verte en Navidad.—No. Quiero estar sola. Tu lugar

está junto a tu familia.—¿Es por culpa del cretino de mi

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hermano?—No le doy tanta importancia. No

tiene nada que ver con él. Es hora deque me vaya. Buenas noches. No tepreocupes por mí —le dije al besarla.

Había olvidado que había llegadoandando hasta su casa. Un fuertechaparrón se me echaba encima y estabaoscuro. Con las manos hundidas en losbolsillos, avanzaba evitando pensar,hasta que me sobresaltó el ruido de unclaxon. Me detuve y me volví, pero losfaros me cegaron. Vi con sorpresa cómoel coche de Edward se detenía a mialtura. Bajó la ventanilla.

—Sube.

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—¿Es el espíritu navideño, o es quete ha dado un aire?

—Aprovecha el taxi, no pasará dosveces.

—Después de todo, mejor que sirvaspara algo.

Me subí al coche. Dentro reinaba elmismo desorden que en su casa. Tuveque empujar algunos objetos noidentificados con mis pies para hacermesitio. El salpicadero estaba repleto depaquetes de tabaco y periódicos, y loscompartimentos de las puertas llenos devasos de café de plástico. Dios sabe quefumo, pero en ese coche el olor a tabacofrío me dio náuseas. El silencio ocupaba

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todo el habitáculo.—¿Por qué no te has ido a Francia?—Allí ya no me siento en casa —

respondí demasiado deprisa.—Aquí tampoco estás en casa.—Espera, ¿para eso me has

recogido, para decirme eso?—La única cosa que me importa de

ti es cuándo te vas.—¡Para el maldito coche!Frenó en seco. Quise salir lo más

rápidamente posible, pero no podíaquitarme el cinturón.

—¿Quieres que te ayude?—¡Cierra el pico! —grité.Conseguí por fin salir, y por una vez

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fui yo la que le dio con la puerta en lasnarices.

—¡Feliz Navidad! —exclamó através de la ventanilla bajada.

No le concedí ni la sombra de unamirada y me puse en marcha. Su cocheme rozó al pasar por un charco, y meregó de la cabeza a los pies. Edadmental, doce años como mucho. Pero yoacabaría ganando; además de ponermede los nervios, me agotaba.

Por fin llegué a casa tiritando, y meencerré a cal y canto.

Estábamos a 26 de diciembre, eran

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las once de la mañana y alguien llamó ala puerta. Era Judith, que me empujópara entrar.

—¡Se acabó la Navidad!Se metió en la cocina para servirse

un café y fue a tumbarse en el sofá.—Hay algo que no cuadra contigo

—me dijo—. Tengo que pedirte unfavor.

—Te escucho.—Todos los años organizo la fiesta

de Nochevieja.Sentí que me ponía pálida. Me

levanté y encendí un cigarrillo.—El dueño del pub me conoce

desde que era pequeña, no me niega

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nada. Ya sabes, en Mulranny no hay másque viejos y no les entusiasmandemasiado los cotillones. Así que mepresta el local y yo hago lo que quiero.Hemos celebrado fiestas memorablesallí.

—Puedo imaginármelo.—Vienen todos mis colegas, y

aquello es una locura. Bebemos,cantamos, bailamos sobre las mesas…Y este año, habrá una francesa connosotros.

—¿Ah, sí? ¿Hay otra francesa enMulranny?

—Cállate, Diane. Que no celebres laNavidad, pase. No eres la única que

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tiene un problema con las reunionesfamiliares. Pero la Nochevieja es unavelada entre amigos, para divertirse. Nopuedes negarte a eso.

—Me estás pidiendo demasiado.—¿Por qué?—Déjalo.—Vale. Quiero que vayas, pero

evita el museo de los horrores.Fruncí el ceño.—Olvídate del pantalón de yoga y

de tu jersey raído.A su manera, podía resultar igual de

tocapelotas que su hermano. Suspiré ycerré los ojos para responderle.

—Está bien, iré, pero no me quedaré

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mucho tiempo.—Eso es lo que dices ahora. Venga,

me voy, tengo un montón de cosas quehacer.

Y desapareció como un tornado. Yome hundí en el sofá y metí la cabezaentre las manos.

Había conseguido convencer aJudith de que podía pasar sin su ayuda.Todavía sabía vestirme sola y supuseque sus consejos de moda serían delpeor de los gustos.

Contemplé mi reflejo en el espejo dela habitación. Tenía la sensación de

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estar disfrazada, y sin embargo meestaba descubriendo a mí misma. Estuveun buen rato mirándome. La conclusiónera sencilla, había envejecido, mi rostroestaba marcado. Habían aparecido unaspocas arrugas y de cerca pude vermecanas. Entonces pensé en Colin.Enmascaré algunas señales de mi penacon maquillaje. Puse sombra en mispárpados y apliqué una espesa capa derímel en las pestañas. Me pinté los ojospara él. Por puro reflejo, me recogí elpelo en un moño desordenado; algunosmechones caían sobre mi cuello. A él leencantaba recogerlos. Me vestí de negrode pies a cabeza, pantalón, la espalda

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desnuda y tacones. Mi única joya, mialianza colgando entre mis senos.

Me planté delante del pub. Elaparcamiento estaba completo, la fiestaparecía en su apogeo. Iba a enfrentarmea un montón de desconocidos. Iba atener que hablar, sonreír. Y me parecíaque aquello estaba por encima de miscapacidades.

Empujé la puerta suspirando confuerza. Me sorprendió el calor. El pubestaba abarrotado, cantaban, bailaban,reían al son de Sweet Home Alabama.Sin duda, los irlandeses tenían sentido

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de la fiesta. Nunca había visto nadaigual. Me costó muy poco localizar aJudith. No pasaba desapercibida con sumelena de leona, su pantalón de cueronegro y su corsé rojo. Conseguí abrirmecamino hasta llegar a su lado. Le golpeéligeramente el hombro, se volvió y pusocara de sorpresa.

—Diane, ¿eres tú?—¡Sí, tonta!—Estaba segura de que había una

mujer fatal oculta en tu interior. ¡Mierda,me vas a robar el protagonismo!

—Déjalo o me voy.—Ni hablar, has venido y te quedas.—Ya te lo he dicho, a las doce en

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punto hago lo que Cenicienta, me voycorriendo.

Desapareció un instante y volviótendiéndome una copa.

—¡Bebe, y luego hablamos!Después me arrastró por un remolino

de presentaciones. Conocí a genteencantadora, todos sonreían y teníanunas ganas de divertirse quesobrepasaban lo imaginable. Elambiente era de buen rollo, nadapretencioso. Las copas que me ibansirviendo unos y otros me ayudaron arelajarme y a integrarme en la fiesta.

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Gracias a mis sonrisas, pudeacceder a la barra. Mi copa llevabavacía un buen rato, y si quería aguantarhasta el próximo año no tenía elección.Así que no escatimé con el alcohol.Sentí una presencia a mi lado, pero medio igual y continué sorbiendo mi cóctel.Si mi nivel de ron era ya bastante alto,el de whisky de mi compañero de barrarozaba el tsunami. Me sonaban susmanos, las había visto antes.Contrariada, levanté la cabeza. Edwardestaba acodado en la barra, dandosorbos a su vaso y mirándome. Tuve la

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impresión de estar pasando por undetector de metales.

—Mi hermana ha vuelto a hacer delas suyas —dijo con una mueca en loslabios—. Siempre le han fascinado losperritos abandonados.

—¿Y tú, a cuántas personas vas aagredir hoy?

—A ninguna, aparte de a ti. Aquítodos son amigos míos.

—¿Quién querría ser tu amigo?Le di la espalda. La velada se

anunciaba aún más difícil.

Estaba escuchando a medias la

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conversación. Judith, a mi lado, no mesoltaba ni un segundo por miedo a queme fugara. De repente me llamó laatención un cráneo moreno afeitado, yempecé a empujar a todo el mundo parallegar hasta él.

—¡Félix!Se dio la vuelta y me vio. Corrió

hacia mí. Me lancé a sus brazos y mehizo girar por el aire. Me reía y llorabaacurrucada en su cuello. Me comprimía,pero disfrutar de un abrazo asfixiante deFélix merecía todos los cardenales queprovocaba.

—En cuanto escuché tu mensaje, nopude resistirme.

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—¡Gracias, te he echado tanto demenos!

Me dejó en el suelo y me cogió lacara con las dos manos.

—¡Ya te dije que no podrías estarsin mí!

Le di una palmada en el cogote. Yme volvió a abrazar.

—Qué contento estoy de verte.—¿Cuánto tiempo te quedas?—Me voy mañana por la tarde.Lo agarré por la cintura con los dos

brazos.—¿Dónde se bebe en este bar?De la mano lo arrastré hasta la

barra. Se bebió de un trago la primera

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copa y se sirvió una segunda. Partía delprincipio de que ya llevaba una hora deretraso. Y no se olvidó de llenar la mía.

—Tienes mejor aspecto. Te vienebien arreglarte un poco.

—Lo he hecho por esta noche, y porJudith.

—Preséntamela.—No necesitas buscarme, estoy

aquí.Me volví hacia ella con la sonrisa en

los labios.—Ya podrías haberme dicho que iba

a venir tu chico —me dijo, enfurruñada.—¿Mi qué?—Eso, tu chico, tu hombre…

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—¡Eh, para! Que sólo es Félix…—Gracias por lo de sólo —me cortó

él.—Oh, ya vale contigo. Judith, te

presento a mi mejor amigo.Me sondeó con la mirada, lanzó su

generoso pecho hacia delante y se izósobre la punta de los pies para besar lamejilla de Félix.

—Diane ha hecho bien en invitarte—le dijo—. Un poco de carne fresca.Me gusta… Me gusta mucho.

Inclinó la cabeza a un lado y loobservó detenidamente. Félix cumplíatodos los criterios para que ella cayeseen sus brazos: chaqueta de cuero,

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camiseta tan de cuello pico que podíaverse su ombligo, y su cráneo afeitado.

—Estoy encantadísimo de conocerte—le dijo dedicándole la mejor de sussonrisas.

—Y yo también. Espero que Dianequiera prestarte un poco.

Di una discreta patada a mi seductormejor amigo, y gran narcisista.

—No te preocupes, tenemos toda lavelada para conocernos mejor, pero hayalgo que debo decirte.

—Soy toda oídos —respondióparpadeando.

—Lo nuestro es imposible.—¡Oh! Nunca me habían dejado en

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la estacada con tanta rapidez. ¿Me hueleel aliento? ¿Tengo algo entre losdientes?

—No, precisamente lo que no tieneses nada entre las piernas.

Miré al cielo. Judith lanzó unacarcajada.

—Vale. Ayúdame al menos aretenerla hasta el amanecer —le dijo,señalándome con el mentón.

—Sé perfectamente cómo hacerlo.Me tendió un chupito. Me lo bebí de

un trago y me quemé la garganta, perome daba igual. Sabía que con esos dos ami lado no resistiría mucho tiempo.

Pronto dieron las doce. Todos los

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invitados corearon la cuenta atrás salvoFélix y yo. Nos habíamos retirado unpoco y nos dábamos la mano. Cuandotodo el mundo estalló, apoyé la cabezasobre su hombro.

—Feliz año nuevo, Diane.—Feliz año. Ven, vamos a volver

con Judith.Lo arrastré del brazo.

Inmediatamente localicé a quienbuscábamos.

—¿Por qué te paras? —me dijoFélix empujándome con su inercia.

—Está con su asqueroso hermano.—Está bien el chico.—¡Qué horror! ¡No sabes de quién

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estás hablando! Es mi vecino.—Tendrías que haberme dicho que

el paisaje era excitante, habría venido averte mucho antes.

—No digas estupideces. Bueno, yahablaremos con ella más tarde.

—Me permitirás que al menos lointente.

Me giré bruscamente hacia él. Lamirada lúbrica de Félix no dejaba lugara dudas. Encontraba a Edward de sugusto.

—¡Estás completamente enfermo!—Para nada. Piénsalo bien, podría

domar a la bestia y susurrarle en laalmohada que sea bueno contigo.

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—Deja de decir tonterías. Mejorsácame a bailar.

Me marqué con Félix una batería derocks endiablados e inventécoreografías delirantes con Judith.Compartimos llenas de fervor varioséxitos de los dioses de Irlanda, U2.Todos los invitados entraban en unaespecie de trance cuando la voz de Bonoresonaba en el pub. Yo apagaba la sedentre baile y baile a golpe de cóctel biencargado. De vez en cuando salía a tomarel aire en la terraza.

En un momento dado, el cigarrillo enlos labios y el vaso en la mano, espiépor la ventana a Judith y Félix. Él le

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estaba dando un curso muy particular debachata a ritmo del rock desenfrenadode los Kings of Leon y su Sex on Fire.Para partirse de risa. Edward apareció yse plantó frente a mí.

—¿Ni siquiera puedo fumartranquila? —dije.

—Ve a decirle al listillo de tu amigoque deje en paz a mi hermana.

—Ella no parece tener queja.—Dile que se marche o se lo diré

yo.Me enderecé y me acerqué a él. Le

puse un dedo sobre el torso,pretendiendo ser tan amenazante comosus palabras.

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—Tu hermana no necesita que ladefiendas. Y eres tú el que deberíacuidarse de Félix. Eres su tipo, y haconseguido llevarse a la cama a tíosmucho más heteros que tú.

Me agarró de la muñeca y meempujó violentamente contra labarandilla.

—¡No me toques las pelotas!—¿Y si lo hago, qué? ¿Me vas a

pegar?—Me lo estoy pensando.—Lárgate.Le di una última calada a mi

cigarrillo, escupí el humo hacia su caray dejé caer la colilla a sus pies. Fue al

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regresar adentro cuando me di cuenta deque me temblaban las piernas.

—Oye, sí que se ha puesto calientela cosa entre tú y tu vecino —declaróFélix cuando llegó a mi lado.

—He intentado ponértelo a tiro.Le dejé para volver a la barra.

Necesitaba una copa.Fueron pasando las horas. Había

tanto alcohol en los cuerpos como en elsuelo. La atmósfera y la piel estabanhúmedas y olía a sudor. Ya no sentía lospies a fuerza de bailar. Estabadivirtiéndome de veras, me sentía ligeray no podía creérmelo. Pero mi estado deembriaguez avanzada empezaba a

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jugarme malas pasadas. Ya no caminabamuy derecha, mi vista se enturbiaba, mirisa era demasiado fuerte y misinhibiciones desaparecían. Comoprueba, mi versión extremadamentepersonal de I Love Rock ‘n’ Roll ; yonunca tendría el talento de Joan Jett.Dejé la pista para unirme a Félix y aJudith, acodados en la barra.

—Me voy, no puedo más.—Me tomo la última y nos vemos en

tu casa —respondió Félix.—¿Estás segura de que quieres ir a

acostarte? —me preguntó Judith.—Sí. ¡Se acabó el espectáculo!

Gracias por la velada, no pensé que

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todavía fuera capaz de festejar nada —le respondí, abrazándola.

Al dirigirme hacia la salida,rebusqué en el bolso las llaves delcoche. Me topé con alguien.

—Perdona.—¡Estás siempre en medio! —

respondió Edward.—Apártate, me voy a casa.Le empujé, salí y respiré aire fresco.

El viento soplaba con fuerza, pero no losuficiente como para despejarme.

Conducía tranquilamente endirección al cottage. Al final había

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conservado una parte de mis reflejos.Debía reconocer que rodaba muydespacio, totalmente pegada al volante.De nuevo el síndrome de la viejecita. Elconductor que venía detrás me hizo unaseñal con los faros. Reduje aún más. Lareacción fue inmediata, me adelantó deun volantazo y pegó un bandazo que meobligó a frenar. Reconocí el coche deEdward. Si buscaba guerra, la tendría.

Cuando llegué a mi casa, puse elfreno de mano y corrí hasta la suya.

—¡Abre inmediatamente esa puerta!—chillé mientras la aporreaba—. ¡Salahora mismo de ahí!

Empecé a dar vueltas sobre mí

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misma sin dejar de gritarle. No podíamás, cogí unos guijarros del suelo ycomencé a estamparlos contra la puertay las ventanas.

—¡Estás completamente tarada! —gritó saliendo por fin de su casa.

—Tú sí que estás enfermo. ¡Eres unconductor de mierda y un capullointegral! Vamos a ajustar cuentas de unavez por todas.

—Ve a dormirla a otra parte.—Soy peor que una lapa. Cuanto

más me digas que me vaya, más tiempome quedaré.

—Habría hecho mejor dejando quete pudrieras en la playa.

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—No sabes de qué estás hablando—le dije, pegándole—. No tienes niidea.

Le pegaba con todas mis fuerzas,intentaba arañarle. Él se defendía singanas, esquivando mis ataques sólo consus brazos.

—¡Cálmate! —oí gritar a Félix a miespalda.

Me agarró por la cintura, me levantóy me alejó de Edward. Yo continuégolpeando el vacío.

—Déjame, lo voy a destripar.—No vale la pena —dijo

sujetándome con más fuerza.Agité los pies para poder darle un

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buen golpe con mis afilados tacones.—Protege tus bajos, gilipollas —

grité.—Enciérrala —exclamó Edward—.

Es una loca peligrosa.—¡Cierra el pico, idiota!La réplica de Félix me hizo dejar de

gesticular. En cuanto a Edward, pareciódesconcertado y lo miró con los ojoscomo platos. Después sacudió la cabeza.

—Igual de chalados los dos —murmuró, dispuesto a entrar en su casa.

—Quédate ahí, aún no hemosterminado tú y yo —le dijo Félix.

Me dejó en el suelo y me agarró delmentón.

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—Vas a prometerme que entrarás encasa y te quedarás allí, ¿de acuerdo?

—No.—Déjame arreglar esto. Ve a

meterte en la cama y duerme. Nos vemosmañana. Confía en mí, todo irá bien.

Me besó la frente y me empujó paraque me fuese. Más que andar, titubeaba,volviéndome cada dos pasos. Félix yEdward seguían en el mismo sitio, no oínada de su pelea.

Al llegar a casa, me arrastré y memetí debajo del edredón. A pesar de queFélix me preocupaba, estaba agotada. Latensión, el alcohol y el cansancioacabaron con mis últimas resistencias.

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6Moverme en la cama me daba dolor

de cabeza. Intenté con mucho esfuerzoabrir los ojos, me picaban. Tenía laboca pastosa y agujetas. Antes de ponerun pie en el suelo ya sabía que lajornada sería interminable. Asíaprendería a no hacer el loco en lasfiestas. Corrí las cortinas para intentardespertarme. ¿De quién era ese cocheaparcado frente a mi casa? Sentía que seme olvidaba algo importante de la nocheanterior. El primer chute de cafeína deldía serviría para aclararme las ideas.Bajar los escalones fue todo un desafío,

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me dolía hasta el último pelo de lacabeza. Sobre el sofá yacía un cuerpo.La bruma se disipó.

Félix.Tenía un brazo y un pie en el suelo.

Estaba completamente vestido y roncabacomo un camión. No podía verle la cara.

—Despierta —dije, sacudiéndole.—Cállate, quiero dormir.—¿Qué tal estás? ¿Te encuentras

bien?—Tengo la sensación de que me ha

pasado una apisonadora por encima.Se sentó, agachando la cabeza y

frotándose el cráneo.—Félix, mírame.

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Levantó la cara hacia mí. Tenía uncorte en la ceja y un ojo morado tirandoa negro. Se derrumbó en el sofá, se llevólas manos a las costillas e hizo un gestode dolor. Me acerqué a él y le levanté lacamiseta, tenía un enorme moratón en elcostado.

—¡Ay, Dios! ¿Pero qué te ha hecho?Félix se levantó del sofá de un salto

y corrió hasta un espejo.—Ah, bueno, sigo siendo guapo.Se tocó la cara, gesticuló y se sonrió

a sí mismo.—Voy a poder presumir de vuelta a

París.—No tiene ninguna gracia, es

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peligroso. Has tenido suerte.Barrió mis reproches con un gesto

de la mano y volvió a desplomarsesobre el diván, otra vez con un quejido.Al muy imbécil le dolía todo.

—Por cierto, la próxima vez que teexilies ¡hazlo en el país de los pigmeos!Joder, no hay ninguna duda, ese tío esirlandés. Aprendió a caminar en uncampo de rugby. Cuando me placócontra el suelo, pensé que estabaparticipando en el torneo de las SeisNaciones…

—En resumen, te lo has pasado defábula peleándote con un chalado.

—Te lo juro, estaba en el campo,

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podía escuchar los gritos del público.—Y tú eras el balón oval. Todo eso

está muy bien, pero ¿conseguisteatizarle?

—Estuve dudándolo, no queríaestropear su cara bonita.

—¿Te estás quedando conmigo?—Sí y no. Pero tranquilízate,

defendí tu honor. Le estampé un buengancho de izquierda, se va a pasar unatemporadita sin poder besar a nadie.

—¿De veras?—Sangraba como un cerdo, y su

labio se infló como un globo. ¡Chocaesos cinco!

Me puse en pie y bailé la danza de la

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victoria.

Bajo la ducha, todavía me estabariendo de las hazañas de Félix. No habíaparado de hablar durante todo eldesayuno. Me relató las últimas noticiasde París y me describió la mudanza denuestro piso. Mis padres y los de Colinse habían quedado con nuestras cosas,no quedaba nada. Después, me hizo unbalance de la situación de La Gente. Lafacturación parecía en punto muerto.Más tarde o más temprano, habría quevolver a coger las riendas del negocio.

Enrollada en la toalla, reflexionaba

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sobre mi falta de ganas de volver aFrancia. Me miré un momento en elespejo y me di cuenta de una cosa: nohabía nada alrededor de mi cuello.

—¡Félix!—¡Qué! —exclamó subiendo las

escaleras de cuatro en cuatro.—He perdido mi alianza.Empecé a sollozar.—¿Qué estás diciendo?—La llevaba colgada del cuello

ayer.—No te preocupes, la

encontraremos. Has debido de perderlaen el pub, vístete.

Diez minutos más tarde estábamos

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en marcha. El pub estaba cerrado, eindiqué a Félix el camino hasta la casade Abby y Jack. Judith tendría lasllaves. Fui a llamar a la puerta mientrasFélix registraba el coche.

—Qué sorpresa verte por aquí hoy—me dijo Abby nada más abrir.

—Buenos días, Abby. Me gustaríaver a Judith, es urgente.

—Está durmiendo, pero quizás yopueda ayudarte.

—Tengo que entrar en el pub, perdíalgo anoche —le dije sin poder retenerlas lágrimas.

—Cariño, ¿qué te pasa?—Por favor, ayúdame.

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Estaba en brazos de Félix cuandoAbby, Jack y Judith se unieron anosotros frente al pub. Judith saliócorriendo a nuestro encuentro, pero seconcentró en Félix.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntótocándole el ojo—. Jack, échale unvistazo.

—No es nada, ayer estuve de juergacon tu hermano.

—¿Que hiciste qué con mi hermano?—Secret boy, todo lo que puedo

decirte es que fue muy físico. Pero esono importa, ocúpate de Diane.

—Si tú lo dices. Bueno, tu turno —

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me dijo abriendo la puerta—. Teconviene que sea importante, porquequiero que esta historia quede clara.

—Lo es.Entré en el pub y me quedé

petrificada unos segundos.—¿Ya lo has recogido todo?—Sí, abren esta noche. Justo

acababa de acostarme cuando Abby mesacó de la cama. Pero ¿qué has perdidoexactamente?

—Una joya.Empecé a buscar por el suelo.—No tiene tanta importancia, ya te

comprarás otra.—No.

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Había alzado el tonoincorporándome de golpe. Judith dio unpaso atrás.

—Judith no tiene la culpa, Diane —me dijo Félix acercándose a mí—. Ven,la buscaremos juntos.

Nos dirigimos los cuatro cada uno aun lado del pub. Me tiré al suelo yacaricié el parqué con la esperanza deque mis dedos encontrasen la cadena.

—Diane —me llamó suavementeAbby arrodillándose a mi lado—.Diane, mírame.

Puso su mano sobre mi brazo.—No tengo tiempo.—Dinos lo que estás buscando, así

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podremos ayudarte.—He perdido mi alianza. La llevaba

colgada del cuello.—¿Estás casada? —preguntó Judith.Las palabras se negaron a salir de

mi boca.—Dejemos a Diane buscar sola —

dijo Abby.Me encerré en mi burbuja, ya no oía

nada de lo que pasaba a mi alrededor.Avanzaba de rodillas empujando mesasy taburetes, rascaba entre las tablas delparqué para verificar que la cadena nose había colado en alguna rendija.

—¿Dónde está la basura? —pregunté levantándome.

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—Ya he mirado ahí, no hay nada —me respondió Félix.

—No habrás buscado bien.Me derrumbé en el suelo llorando y

agarrándome el vientre. Félix me cogióentre sus brazos y me acunó. Le golpeéla espalda con los puños.

—Cálmate… cálmate.—Es imposible, no puedo haberla

perdido.—Lo siento.—Quizás sea la ocasión de pasar

página —intervino Judith—. No sé, perosi tu marido te ha dejado tirada…

—No me ha «dejado tirada».Félix me cogió la mano con fuerza.

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Me faltaba el aire, y me acurruqué denuevo contra él. Sin despegarme, megiré hacia Judith.

—Colin está… Colin está muerto.—Llega hasta el final —me murmuró

Félix al oído.—Y Clara… nuestra hija… se fue

con él.Judith se llevó la mano a la boca.

Félix me ayudó a levantarme. Crucé lasmiradas de Jack y Abby sin verlos.

—Seguiré buscando, la encontraré—prometió Judith.

Abby y Jack se limitaron aabrazarme a la vez. Yo me quedé conlos brazos pegados al cuerpo y la

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mirada perdida. Félix me llevó envolandas hasta el coche, me abrochó elcinturón de seguridad y condujo hacia elcottage.

Allí me ayudó a acostarme. Trasobligarme a tragar una aspirina, setumbó a mi lado y me abrazó. Perdí lanoción del tiempo. Estaba vacía.

—Tengo que marcharme —me dijo—. Tengo que coger el avión. ¿Quieresvolver conmigo?

—No, me quedo aquí.—Te llamaré en cuanto pueda.Le di la espalda. Él me besó. No le

dediqué gesto alguno. Escuché el ruidode sus pasos. Cerró silenciosamente la

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puerta de la casa. Oí cómo se alejaba sucoche. Estaba sola. Y Colin y Clarahabían muerto por segunda vez.

Llevaba tres días postrada en unsillón del salón, siempre con las fotosde Colin y Clara en la mano. Antes demarcharse a Dublín, Judith había venidoa despedirse. No había encontrado mialianza.

Cuando volvió a sonar la puerta, meacerqué a abrir arrastrando los pies.Edward apareció ante mí en el umbral.

—Eres la última persona a la quequerría ver —le dije antes de empezar a

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cerrar la puerta.—Espera —respondió bloqueándola

con el puño.—¿Qué quieres?—Darte esto, acabo de encontrarlo

delante de mi casa. Debió de caerse laotra noche. Toma.

No podía moverme, miré fijamenteel anillo balanceándose ante mis ojos.Temblando, le tendí la mano. Laslágrimas brotaron en mi rostro. Edwardsoltó suavemente la cadena cuando mimano se cerró en torno a ella. Me echéen sus brazos llorando todavía con másfuerza. Él se quedó paralizado, sinreaccionar.

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—Gracias… gracias, no puedesimaginarte…

Mi cuerpo expulsaba toda la tensiónacumulada esos últimos días. Me agarréa Edward como a un salvavidas. Nopodía dejar de llorar. Sentí su manosobre mi pelo. Ese simple contacto merelajó, pero me hizo darme cuenta de aquién estaba abrazando.

—Perdóname —le dije apartándomeligeramente de él.

—Deberías ponértela de nuevo.Mis manos temblaban tanto que era

incapaz de manipular el broche.—Espera, te voy a ayudar.Cogió la cadena, la abrió y pasó sus

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brazos alrededor de mi cuello. Mi manopartió directamente en busca de mialianza, y la apreté con todas misfuerzas. Edward dio un paso atrás, ydurante un instante nos miramosfijamente.

—Te dejo —dijo, pasándose unamano por la cara.

—¿Puedo ofrecerte algo de beber?—No, tengo trabajo. Otra vez será.No tuve tiempo de responderle. Ya

se había ido.

Fui a visitar a Abby y a Jack paraagradecerles su ayuda. Habían sido muy

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discretos sobre el tema. Resultó másdifícil hablar por teléfono con Judith, nocomprendía por qué no se lo habíacontado antes. Sentí que apenas podíacontener su curiosidad. En cambio,todavía no había reunido el valorsuficiente para dar las gracias a mivecino como se merecía.

Estaba tomando el aire sentada en laplaya cuando vi a Postman Pat dandograndes zancadas en mi dirección. Vinobuscando caricias y se tumbó a mis pies.Llegaba en el momento justo, empezabaa quedarme helada y me dio un poco decalor.

—Oye, podrías echarme una mano,

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no tengo ni idea de qué decir a tu amo.Me ha vuelto a salvar la vida y no megustaría parecer ingrata. ¿Tienes algunasugerencia?

Hundió la cabeza entre sus patas ycerró los ojos.

—Eres tan poco hablador como él,¿verdad?

—Hola —me dijo una voz ronca ami espalda.

¿Desde cuándo estaba allí?—Hola.—Si te molesta, échale.—No, al contrario.Edward esbozó una media sonrisa.

Estaba segura de que había escuchado

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todo. Se puso en cuclillas para dejar unabolsa en el suelo, encendió un cigarrilloy me tendió el paquete sin decir palabra.Cogí uno y me armé de valor.

—Quería darte las gracias.—Vale.—No, de verdad, me gustaría hacer

algo por ti. Dime tú.—Qué testaruda eres. Ya que

insistes, invítame a una cerveza estanoche, en el pub.

Se levantó y se dirigió hacia el mar.—Hasta luego —dijo.

Llevaba un cuarto de hora aparcada

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delante del pub. Edward ya estabadentro. No conseguía salir del coche.Me disponía a beber un trago con mipeor enemigo. Cierto era que me habíadevuelto la alianza, pero eso no lodisculpaba de todo lo anterior. Mehabría gustado estar segura de queaquello no terminaría en una pelea. Alabrir la puerta del pub, lo vi instaladoen la barra, frente a una cerveza y con elperiódico en la mano. Me acerqué y mequedé de pie a su lado. No se percató demi presencia.

—¿Voy a tener que arrancártelo otravez de las manos? —le pregunté.

—Creía que te rajarías.

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—Eso es conocerme mal.Hizo una seña al camarero, que se

acercó. Edward le tendió su pinta vacíay pidió dos. No tuve tiempo dereaccionar y pagó en mi lugar. Judith mehabía avisado, su hermano era un macho.

Me sentía mal, muy mal. Me estabadesafiando con una pinta de Guinness.Ya me había dado cuenta de que todoslos irlandeses la bebían, pero yo no erairlandesa. Era una chica parisina quecreía firmemente que esa cerveza eraasquerosa. Mi estómago ya habíasoportado su tintorro, así que aguantaríala Draught. Además, no tenía elección.Ni hablar de hacerme la difícil delante

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de ese tío.—¿Por qué brindamos?—Por la tregua.Me armé de valor y bebí un trago.

Después otro.—Está buena esta asquerosidad,

sabe a café —me dije a mí misma.—Perdona, no te he comprendido,

has dicho algo en francés.—Nada, no te preocupes.Entre los dos se instaló un silencio

bastante incómodo.—¿Estás contento con las fotos que

has hecho hoy?—No mucho.—¿No te hartas de fotografiar

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siempre la misma cosa?—Nunca es igual.Y se lanzó a darme una clase

magistral de fotografía. Parecíafascinado por su profesión. Lo quecontaba me interesaba, y fui la primeraen extrañarse.

—¿Te ganas la vida con ello?—Trabajo mucho por encargo, pero

intento concentrarme al máximo en loque me gusta. ¿Y tú? ¿A qué te dedicasen París?

Suspiré profundamente y pedí otraronda. Esta vez me adelanté y pagué. Endos horas me había vuelto adicta a laGuinness. Di un trago largo.

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—Llevaba un café literario.—¿Con tu marido?—No, Colin me ayudó a abrirlo,

pero mi socio es Félix.—¿Qué? ¿El payaso con el que me

peleé?—El mismo. Pero oye, el payaso te

dejó un pequeño recuerdo de suestancia.

Señalé con el dedo la herida quetodavía atravesaba el labio de Edward.Para ser sinceros, Félix había exageradomucho sus proezas.

—Fue bastante ridículo —me dijoEdward sonriendo—. Entonces, ¿quieresdecir que Félix dirige un café literario

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en este momento?—Sí, desde hace año y medio está

solo al mando.—Estaréis a punto de arruinaros,

¿no? No digo que no sea simpático, perono me lo imagino buen gerente ni buengestor.

—Y no te equivocas. Pero yotambién tengo mi parte deresponsabilidad. No he hecho ningúnesfuerzo por retomar las riendas, y antesde la muerte de Colin y Clara tampocome mataba a trabajar.

—Un día tendrás que volver,imagino que tener un café literario enpleno París es una suerte inmensa…

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Evité su mirada.A la salida del pub, tuvimos el

mismo reflejo: encender un cigarrillo.La pipa de la paz. Edward me acompañóhasta el coche antes de montar al suyo.

Tardé un tiempo exagerado enarrancar, de lo atónita que estaba por elgiro que había dado aquel día. Un toquede claxon me sacó de miensimismamiento. El coche de Edwardestaba a mi altura. Bajé el cristal.

—Con tu permiso, paso delante —me dijo con una sonrisa socarrona.

—Después de ti.Se marchó como una exhalación. Al

llegar al cottage pensé, por primera vez,

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que las luces de mi vecino no meagredían.

Desde que Edward y yo enterramosel hacha de guerra, no paramos decruzarnos; en la playa, en casa de Abbyy Jack, donde yo pasaba cada vez mástiempo, y a veces incluso en el pub.

En una ocasión caminaba por laplaya. Me ocupaba de Postman Patmientras Edward tomaba fotos. Alvolver hacia él, le vi guardar el materialprecipitadamente.

—¿Qué estás haciendo?—No tengo ganas de calarme, me

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vuelvo a casa.—Qué debilucho.Me sonrió.—Deberías hacer lo mismo.—¿Estás de broma? No son más que

tres nubes.—Hace casi seis meses que vives

aquí y todavía no entiendes el clima. Tejuro que va a caer una de las gordas.

Se dirigió a su casa agitando lamano. Postman Pat dudaba entre su amoy yo. Le lancé un palo, y se quedójugando.

Pero el juego no duró mucho, lo quetardó la tromba de agua en caer sobrenosotros, un cuarto de hora más tarde.

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Me dirigí hacia los cottages a todocorrer, con el perro delante. Algún díadejaré de fumar, y podré echarme unabuena carrera. La puerta de Edwardestaba abierta y Postman Pat se metiódentro. Le seguí sin pensar y me quedéparalizada en la entrada, mirando aEdward.

—No te voy a comer, ven —me dijo.—No, me vuelvo a casa.—¿Qué pasa? ¿No te has mojado lo

suficiente?Asentí con la cabeza.—Venga, entra y caliéntate un poco.Subió al primer piso. Su casa seguía

siendo una pocilga. Fui directamente a

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calentarme las manos delante de lachimenea. Me quedé contemplando unafoto en la repisa: la imagen de una mujersobre la playa de Mulranny. Si la habíahecho él, Edward tenía talento.

—Ponte esto —me dijo cuandoestuvo a mi lado.

Cogí el jersey que me ofrecía. Mellegaba a las rodillas. Edward meofreció una taza de café. La acepté conplacer y me concentré de nuevo en lafoto sin alejarme del fuego.

—No te quedes de pie.—¿Esa foto es tuya?—Sí, la tomé poco tiempo antes de

decidirme a vivir aquí.

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—Y la mujer ¿quién es?—Nadie.Me volví y me apoyé en la

chimenea. Edward estaba sentado en unode los sofás.

—¿Cuánto tiempo llevas viviendo enMulranny?

Se inclinó sobre la mesita paracoger su paquete de tabaco. Trasencender un cigarrillo, apoyó los codossobre las rodillas y se rascó la barba.

—Cinco años.—¿Por qué te fuiste de Dublín?—¿Me estás interrogando?—No… no…, lo siento, soy

demasiado curiosa.

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Empecé a quitarme el jersey.—¿Qué haces? —preguntó Edward.—Ya no llueve, no quiero molestarte

más.—¿No quieres saber por qué me he

convertido en un ermitaño?Volví a meter la cabeza por el cuello

del jersey, lo que equivalía a un «sí».—Lo cierto es que dejé Dublín

porque no aguantaba más la ciudad.—Pues Judith me dijo que estabas

bien allí, yo creía que te gustaba vivircerca de ella.

—Hubo un momento en que necesitécambiar de vida.

De pronto, se cerró como una ostra y

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se levantó de golpe.—¿Quieres quedarte a cenar?Pasada la sorpresa, acepté la

invitación. Edward se metió en la cocinay me prohibió terminantemente ayudarle.

Durante la cena, me habló de Judith,de sus padres y de sus tíos. Yo leconfesé mis relaciones cada vez másconflictivas con mi familia. Tuvo elpudor de no hacerme ninguna preguntasobre Colin y Clara.

Poco después, empecé a mostrar lasprimeras señales de fatiga.

—¿Quién es ahora la debilucha?—Ya es hora de irme.Edward me acompañó hasta la

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puerta. En el recibidor había una bolsade viaje.

—¿Te vas?—Mañana por la mañana, tengo un

reportaje en Belfast.—¿Qué vas a hacer con el perro?—¿Lo quieres?—Si te viene bien.—Llévatelo, es tuyo.Abrí la puerta y conseguí silbar a

Postman Pat, que apareció trotandoalegremente. Edward le brindó unacaricia que parecía más bien unempujón. Di unos pasos y me giré haciaél.

—¿Cuándo vuelves?

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—Dentro de ocho días.—Vale. Buenas noches.

Había hecho un tiempo terrible todoel día y prácticamente no habíamosasomado la nariz fuera. Me entretuvecocinando, de pronto me habían entradoganas. Y además, resultaba muy prácticodisponer de un cubo de basura viviente.

Mi guiso estaba en el fuego. Mehabía instalado cómodamente en el sofácon el perro a los pies, una copa de vinoen el reposabrazos, inmersa en TheGood Life de Jay McInerney, y un pianocomo música de fondo. Unos golpes en

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la puerta rompieron mi tranquilidad.Postman Pat ni se movió, tenía tantasganas como yo de que le molestaran. Detodas formas, me levanté para abrir ydescubrí a Edward.

—Buenas tardes —dijo.—No recordaba que volvías hoy.—Puedo marcharme, si quieres.—Pasa, tonto.Me siguió hasta el salón. El perro

saltó sobre él para saludarle, perovolvió inmediatamente a acurrucarse ensu lugar. Edward empezó a observartodo a su alrededor.

—¿Estás comprobando el estado detu propiedad?

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—Nada de eso, pero hacía muchotiempo que no ponía el pie en esta casa.

—Te lo ruego, haz como si fuese latuya.

—No me atrevería.—¿Te sirvo una copa?—Muchas gracias.Entré en la cocina y aproveché para

echar un vistazo al contenido de la olla apresión. Estaba a rebosar. Me apoyé enla encimera para guardar el equilibrio.Volví al salón y tendí la copa a Edwardsin decir palabra.

—¿Estás bien? —se preocupó.—¿Te quedarías a comer conmigo?—No lo sé…

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Encendí un cigarrillo y me coloquéante el cristal de la terraza. No se veíanada, era de noche.

—Hoy he cocinado por primera vezdesde hace año y medio, y todavía tengoen la cabeza las proporcionesfamiliares. Tengo comida para unregimiento. Me gustaría que cenasesaquí.

—Sería una grosería rechazar lainvitación.

—Gracias —respondí bajando lacabeza.

Durante la cena, Edward me contósu semana. Le hice reír con lasdesventuras que me habían provocado

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las fugas de su perro. En algunosmomentos me despegaba de la escena yla observaba de lejos: estabacompartiendo una cena en mi casa con elque hacía sólo unas semanas llamaba el«cabrón de mi vecino». Era surrealista.

Después de poner en marcha lacafetera, volví al salón y encontré aEdward, con un cigarrillo en los labios,de pie en medio de la habitación. Nodistinguí lo que tenía en las manos perolo miraba con atención. Levantó elrostro y clavó sus ojos en los míos.

—Formabais una familia estupenda.Me acerqué a él y cogí la foto que

sostenía. Me senté y se inclinó a mi

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lado. Era una de nuestras últimas fotosde familia, pocas semanas antes delaccidente.

—Te presento a Colin y Clara —dije, acariciando la cara de mi hija.

—Se parece a ti.—¿De veras?—Te voy a dejar dormir.Se puso el chaquetón, silbó a su

perro y se dirigió a la entrada.—Me voy dentro de tres días a las

islas Aran —declaró.—¿Quieres que me quede con

Postman Pat?—No, ven conmigo.—¿Cómo?

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—Acompáñame. No te arrepentirás.Dicho esto, se fue.

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7No me lo pensé dos veces y acepté

la propuesta de Edward. Nosmarchamos ante la atónita mirada deAbby y Jack, que se tuvieron que quedarcon Postman Pat esta vez.

Hicimos el trayecto en coche y latravesía por mar en el mayor de lossilencios. Con él aprendí a no hablar sino tenía algo interesante que decir.

Nada más poner el pie en la isla, mellevó hasta uno de sus extremos, dondese suponía que encontraríamos la luzperfecta para sus fotos. Allí fue dondeempecé a arrepentirme seriamente de

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haberlo acompañado. Siempre habíasufrido de vértigo, y estábamos al bordede un acantilado, a más de noventametros de altura.

—Quería enseñarte este sitio. ¿No teparece relajante? —me preguntó.Aterrador me parecía un adjetivo másapropiado—. Se tiene la impresión deestar solo en el mundo.

—Y por eso te gusta estar aquí.—Al menos, no hay vecinos que te

molesten.En ese instante intercambiamos una

mirada significativa.—Me voy a poner a trabajar —

anunció Edward—. Tú puedes quedarte

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aquí y cumplir con la tradición de laisla.

—¿De qué estás hablando?—Todo visitante debe tumbarse

boca abajo y asomar la cabeza al vacío.¡Tu turno!

Empezó a alejarse y lo retuve delbrazo.

—¿Estás de broma?—¿Tienes miedo?—Esto… No, para nada, todo lo

contrario —respondí con tono ofendido—. Me encantan las sensaciones fuertes.

—Entonces, disfruta.Esta vez se marchó de verdad. Me

había lanzado un desafío. Me fumé un

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cigarrillo. Después, me puse de rodillas.Sólo se me ocurría una manera deacercarme al borde: arrastrándome. Losprimeros temblores aparecieron a unmetro de mi objetivo. Mis músculos seagarrotaron, estaba paralizada y a puntode gritar de terror. Pasaba el tiempo yme sentía incapaz de levantarme yalejarme del precipicio. Mover lacabeza para ver dónde estaba Edwardhaciendo fotos me parecía imposible,estaba segura de caer. Murmuré sunombre para que acudiese en mi auxilio.Sin resultado.

—Edward, ven, por favor —exclamé en voz alta.

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Los minutos me parecieron horas.Por fin, Edward se acercó.

—¿Qué haces ahí todavía?—Estoy tomando el té. ¿A ti qué te

parece?—No me digas que tienes vértigo.—Sí.—Entonces, ¿por qué has querido

hacerlo?—Eso no importa. Haz algo, lo que

sea, tírame de los pies, pero no medejes.

—Ni lo sueñes.Cabrón. Sentí cómo se tumbaba a mi

lado.—¿Qué estás haciendo?

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Sin decir palabra, se acercó más amí, pasó un brazo por encima de miespalda y me estrechó contra él. Yoseguía completamente quieta.

—Avanza conmigo —me dijo consuavidad.

—No —alcancé a decir.Cuando sentí que Edward iniciaba

un movimiento hacia el borde, escondíla cabeza en su cuello.

—Me voy a caer.—No te voy a soltar.Despegué lentamente mi cara. El

viento me sacudió, y el pelo empezó arevolotear en todos los sentidos. Abrílos ojos poco a poco y tuve la sensación

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de ser aspirada por un remolino aldescubrir las olas rompiendo contra lapared. El abrazo de Edward se hizo másfuerte. Yo parpadeaba continuamente,me dejaba llevar, no podía controlarnada, todo mi cuerpo se relajó. Acabévolviendo la cabeza hacia Edward. Meestaba mirando.

—¿Qué? —pregunté.—Disfruta del espectáculo.Le lancé una última mirada y me

incliné de nuevo. Edward terminólevantándose, me agarró por la cintura yme puso de pie. Esbocé una sonrisa.

—Vámonos —me anunció apoyandouna mano en mi cintura.

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Pasamos la velada en el pub delpuerto. En el camino de regreso al Bed& Breakfast donde nos alojábamos, meenteré de que al día siguiente partiríatemprano, tenía que hacer unas fotos alamanecer.

Me estiré en la cama, había dormidocomo un bebé. El sol ya estaba muy alto.Al levantarme, vi un papel que habíandeslizado bajo la puerta: un mapa de laisla y una nota para mí. Edward meindicaba dónde iba a pasar el día.

El propietario me sirvió un desayunopantagruélico. Mientras lo devoraba, le

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escuché hablar de Edward y de susestancias en solitario allí.

Un poco más tarde llegué al lugarque marcaba el mapa. Había caminadomás de una hora a través de la landa.Tenía la playa ante mí, y vi a Edward alo lejos, cámara en mano. Si no hubiesetemido desconcentrarle, creo que habríacorrido a su encuentro, sin saber muybien por qué. Me senté para observarlo.Cogí un puñado de arena y jugué con él.Estaba a gusto, ya no me sentíaagobiada, la vida retomaba su curso y yano quería luchar contra ello.

Edward subió por la playa, con subolsa al hombro y el cigarrillo en los

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labios. Al llegar a mi altura, se sentó ami lado.

—¿Se ha despertado la marmota?Bajé la cabeza sonriendo. Sentí

cómo se acercaba. Sus labios se posaronsobre mi sien.

—Buenos días —me dijosimplemente.

Me estremecí.—¿Qué tal las fotos? —pregunté

para pasar a otra cosa.—Ya veré cuando las tenga en

papel, no antes. He terminado por hoy.¿Quieres caminar un poco? —propuso,poniéndose de pie.

Levanté la cabeza y lo miré

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fijamente. Me entraron ganas de cogerlede la mano. No se resistió, y me atrajohacia él. Permanecí así unos instantes,sorprendida por la sensación deseguridad que me proporcionaba. Alfinal me alejé lentamente. Caminé haciael mar. Miré hacia atrás y vi queEdward me seguía, le sonreí y medevolvió la sonrisa.

Había pasado casi la mitad del díadurmiendo, y sin embargo estabaagotada. Otra vez iba a caer en la camacomo un saco de patatas.

—¿Qué tenías pensado hacer

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mañana? —pregunté a Edward delantede la puerta de mi habitación.

—He encontrado un barco que melleva a otra isla en alta mar. Pasaré eldía allí.

—¿Puedo ir contigo?Sonrió y se pasó una mano por la

cara.—Déjalo, no haré más que estorbar

—le dije abriendo la puerta de micuarto.

—No he dicho que no.Me volví y lo miré.—Ven conmigo, pero vas a tener que

levantarte al amanecer.En sus labios se dibujó una sonrisa

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burlona.—¡Eh! ¡Soy perfectamente capaz de

despertarme!—En ese caso, pasaré a buscarte a

las seis.Se acercó a mí y repitió el gesto de

la tarde, me besó en la sien.

Había programado el despertador dela habitación y el de mi móvil. Cuandosaltaron los dos a la vez, di un salto enla cama. Tenía la sensación de no haberdormido prácticamente nada. Pensé queiba a caerme de cansancio bajo laducha. A las seis de la mañana en punto,

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abrí mi puerta completamente a ciegas.A través de los párpados semicerrados,vi a Edward, fresco como una rosa.

—¿De qué planeta vienes? —lepregunté con la voz áspera del sueño.

—Duermo poco.—¿Hay tumbonas en el barco?Me hizo una señal para que lo

siguiera. Se desvió por la cocinamientras yo me apoyaba en la paredpreguntándome cómo iba a soportaraquella jornada.

—Toma —me dijo.Abrí los ojos. Me tendió un termo.—¿Es lo que yo creo?—Ya empiezo a conocerte.

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—¡Oh, Dios mío, gracias!La dosis de cafeína y lo que

descubrí al llegar al puerto terminaronde despertarme. A lo lejos se escuchabael ruido de las traínas, y se distinguía labruma de la noche gracias a los faros delos pesqueros. Enseguida comprendí quenos disponíamos a subir a una deaquellas chalupas. Sólo me faltaban elchubasquero amarillo y las botas azulmarino para parecer la típica parisina enalta mar. Me mantuve aparte mientrasEdward saludaba a los marineros.Tenían todos un cigarrillo en la boca yel rostro esculpido por los elementos.Verdaderas fuerzas de la naturaleza. Me

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sentí particularmente incómoda cuandotodos se volvieron hacia mí. Edward mehizo una seña para que me acercara aembarcar.

—Tú te quedarás en la cabina delpiloto.

—¿Y tú?—Yo iré con ellos.—De acuerdo.—No te muevas de ahí, volveré a

buscarte. Y…, bueno…, no toques nadani abras la boca.

—Sé contenerme.—¿No conoces el dicho? Las

mujeres traen mala suerte en un barco. Ytú no estabas en el programa, he tenido

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que discutir para que te dejaran venirconmigo.

—¿Y qué les has dicho paraconvencerles?

Me miró y de golpe se puso muyserio, pasándose la mano por la cara.

—Nada especial.Y así me dejó.Como no había causado problema

alguno durante la travesía, me dedicaronunas sonrisas al bajar del barco.

Después de pasar la mañana en elpuerto, entre barcos de pesca, partimosen dirección a una playa. Bueno, más

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que una playa era una cala rodeada deacantilados. Edward se puso a trabajar,y yo aproveché para ir a descubrir loque se escondía tras las rocas. Lasescalé. Nada más que mar hasta dondese perdía la vista. Me pegué a una roca ycerré los ojos. Un rayo de sol acariciómi cara, saboreé el instante.

Detrás de mí, Edward me llamó.—¡Diane!—¿Sí?Eché un vistazo en dirección a él, y

mi sonrisa se desvaneció cuando me dicuenta de que me había hecho una foto.Puso cara de satisfacción y se marchó.Bajé rápidamente de las rocas para

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perseguirlo.—¡Enséñame inmediatamente esas

fotos!—Propiedad del artista —me

respondió levantando la cámara.Empecé a saltar a su alrededor para

intentar atraparla, en vano. Al final, metumbé en la arena y Edward se sentó ami lado.

—¿Podré verlas algún día?—Si te portas bien.Vi que había soltado la cámara. En

un momento de distracción, pasé porencima de él, agarré el objeto de misdeseos y huí con él como un conejo.Como pensaba que no me iba a dar ni un

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segundo de margen, me puse a girar elaparato en todos los sentidos.

—¿Y esto cómo se enciende?—Así.Edward estaba justo a mi espalda.

Pasó sus brazos por detrás de mi cuerpo,puso sus manos sobre las mías y meguió. La pantalla se encendió.

—¿Quieres verlas ahora de verdad?—me preguntó al oído.

—Esperaré con una condición.—Te escucho.—Quiero fotos contigo.—No soporto eso.—¿El señor fotógrafo tiene miedo de

salir en las fotos?

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No respondió y empezó a toquetearlos ajustes de la cámara. Su rostro,inclinado por encima de mi hombro,reflejaba una gran concentración. Por finlevantó el brazo y disparó sin avisar.

—Sonríe, Edward. Espera, teayudaré.

Me giré entre sus brazos, y frunció elceño. Puse mis manos en su cara y leestiré la boca hacia los lados.

—¿Ves? Si es que cuando quieres…¡Venga, haz tu trabajo!

Era la primera vez que lo veía tanfeliz, casi despreocupado. Hizo que mesubiera a su espalda para una serie detomas. Yo hacía tantos aspavientos que

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acabamos cayéndonos. Conseguíquitarle la cámara de las manos y me fuicorriendo. Cuando me di la vuelta, vique esta vez Edward no se había movidoy me seguía con la mirada. Se sentó,encendió un cigarrillo, giró la cabeza ysus ojos se perdieron en el vacío. Poruna especie de milagro, conseguíinmortalizar la escena. Volví aacercarme y me quedé de pie ante él.

—¿Y bien? ¿Qué piensa elprofesional?

Se puso un cigarrillo en los labios,recuperó su cámara y se inclinó sobreella. Levantó los ojos hacia mí cuandodescubrió que él era el tema de la foto.

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—Ven aquí —me dijo ofreciéndomeel espacio entre sus piernas.

Me introduje en él, me rodeó con susbrazos y me puso la pantalla frente a losojos.

—No está nada mal para ser laprimera —declaró—. Pero mira, aquí,falta…

No escuchaba nada de lo que mecontaba, lo miraba fijamente y lo ibadescubriendo, su pelo alborotado, subarba de tres días, el color de sus ojos.Olí su perfume por primera vez, unamezcla de jabón y tabaco frío. Meestremecí y tuve que cerrar lospárpados.

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—Vamos a hacer una última.Nuestras miradas se cruzaron. Dejó

su cámara sin quitar los ojos de mí. Mepuso una mano en la mejilla. Yo meapoyé en su palma.

—Tenemos que volver al puerto, elbarco no va a esperarnos —dijo, con lavoz más ronca que de costumbre.

Se levantó, recogió su material y meayudó a levantarme. Nuestras manospermanecieron unidas un buen ratodurante el camino de regreso.

—Despierta. Hemos llegado.Era la voz de Edward. Me había

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dormido en sus brazos durante latravesía. Me acariciaba la mejilla paraayudarme a despertar. Me froté la caracontra él, me sentía bien.

El propietario del Bed & Breakfastnos acogió a pesar de la hora que era.Nos había guardado restos para nuestracena. Edward estaba allí como en sucasa. Recalentó la comida y nos sirvióuna copa mientras, subida en un taburetede bar, yo le observaba sin hacer nada.En la mesa sólo intercambiamosmiradas, ninguna palabra.

—¿No habrás olvidado que mañanavolvemos a Mulranny? —me preguntóEdward después de cenar, mientras

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fumábamos un cigarrillo fuera.—Ya ni me acordaba —respondí,

sintiendo de pronto un peso en elestómago.

—¿Estás bien?—Aquí me siento libre. No tengo

ganas de volver.—Vamos a dormir.Me sostuvo la puerta de entrada,

pasé delante de él rozándole, y mesiguió hasta la habitación. Al volverme,me sorprendió lo cerca que estaba.Había apoyado una mano en lo alto de lapared, la cabeza inclinada.

—Gracias por estos tres días.—Me ha gustado mucho estar

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contigo.Hundió su mirada en la mía. Mi

corazón empezó a latir con fuerza. Seacercó a mí, sus labios se posaron sobremi sien y se quedaron allí. No puderemediarlo, me agarré a su camisa. Seapartó ligeramente y se inclinó, hastaque nuestras frentes se juntaron. Ya nodominaba mi respiración, mi vientre secontrajo. Su boca rozó la mía una vez,luego otra. Me abrazó y me besóprofundamente, y yo le devolví el beso.Cuando nuestros labios se separaron, denuevo posó su frente contra la mía yacarició mi mejilla.

—Detenme, por favor —murmuró.

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Bajé los ojos y vi que mis manosseguían agarradas a su camisa. Todosmis sentidos estaban en ebullición, peronecesitaba ordenar mis emociones. Aregañadientes, solté los dedos y, lo mássuavemente posible, me alejé de él. Sedejó hacer. Demasiado fácilmente.

—Perdóname —dijo—. Yo…Le hice callar poniendo un dedo

sobre su boca.—Creo que, por esta noche, será

mejor que lo dejemos así.Le di un beso en la comisura de los

labios. Abrí la puerta y entré en mihabitación. Me volví hacia él, no dejabade mirarme.

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—Que duermas bien —dije en vozmuy baja.

Se pasó una mano por la cara, mesonrió y dio dos pasos atrás. Cerré lapuerta silenciosamente y apoyé laespalda en ella. Sólo en ese instante medi cuenta de que me temblaban laspiernas. Escuché los ruidos de la casa,oí a Edward volver a bajar. Sonreí,estaba segura de que iba a salir a fumar.

Todavía alterada, me introduje bajoel edredón. En la penumbra, me pasé losdedos por los labios. Había sidoagradable sentir los suyos. Hubiesepodido ir más lejos, pero no lo habíahecho. Demasiado rápido, quizás. Me

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acurruqué en el centro de la cama. Apesar de que los párpados se mecerraban, me quedé mirando fijamente laluz bajo la puerta. Después escuchépasos en la escalera, que se detuvieronen el umbral. Me incorporé. Edwardestaba allí, muy cerca. Puse los pies enel suelo pensando a toda velocidad en loque debía hacer. Había decidido abrirlela puerta cuando le oí marcharse a suhabitación. Sintiendo que me vencía elsueño, pensé que al día siguiente vería aEdward. Estaba impaciente.

Abrí los ojos, y mis primeros

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pensamientos fueron para él. Miré elreloj, nuestro barco partía en una hora.Me duché, me vestí, recogí mis cosas ycerré la bolsa. En el pasillo, eché unvistazo a la puerta de su habitación,estaba abierta. Fui a ver si todavíaseguía dentro. Nadie. Ya estabarecogida. Entré en la cocina, allí sóloestaba el propietario. Me sonrió y meofreció una taza de café mientrasempezaba a servirme otro de susdesayunos tan especiales.

—No, gracias. No tengo muchahambre esta mañana.

—Como quiera, pero para latravesía es mejor tener el estómago

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lleno.—Me conformaré con el café.Permanecí de pie y bebí algunos

sorbos.—¿Ha visto a Edward? —pregunté.—Se ha caído de la cama. Está aún

menos hablador que de costumbre,¿puede creérselo?

—Es difícil de imaginar.—Se ha marchado al puerto, y

después ha vuelto a pagar la cuenta.—Y ahora ¿dónde está?—Es como un león enjaulado, la está

esperando fuera.—Ah…Apuré rápidamente el café, ante la

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mirada burlona del casero.—Está usted muy pálida. ¿Es por

culpa de la travesía o de Edward?—¿Qué sería peor?Se echó a reír.Le hice una pequeña señal con la

mano a modo de despedida y me dirigí ala entrada.

Edward no advirtió mi llegada. Elrostro cerrado, aspiraba su cigarrillocomo un loco. Le llamé con suavidad.Se volvió, me miró fijamente con unaexpresión indescifrable en el rostro yavanzó hacia mí. Sin decir palabra,cogió mi bolsa. Yo lo retuve del brazo.

—¿Estás bien?

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—¿Y tú? —me preguntó conbrusquedad.

—Sí, en fin, eso creo.—Vámonos.Esbozó una sonrisa, me cogió de la

mano y me llevó al puerto. Cuanto másavanzábamos, más me acercaba a él.Acabé entrelazando nuestros dedos.

Al llegar al barco, tuvimos quesoltarnos para descargar lo quellevábamos. Le seguí hasta el puente. Elviento era tan fuerte que parecía quefuéramos a salir volando. Encendió uncigarrillo y me lo dio, lo acepté y leobservé encender el suyo. Se apoyó enla borda. Fumamos en silencio.

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El barco zarpó y se alejó de la islacon nosotros aún en la cubierta.

—Esto se va a mover —me dijoEdward incorporándose.

—¿Te vas a quedar aquí?—Por ahora sí. Entra tú si quieres.Me quedé allí y me agarré también a

la barandilla. El barco ya empezaba atambalearse, y el viento me hacía dañoen los oídos, pero por nada del mundohubiese querido estar en otra parte. Depronto, dejé de sentirlo. Edward sehabía instalado a mi espalda, con susbrazos alrededor de mi cuerpo, y susmanos sobre las mías.

—Avísame si empiezas a

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encontrarte mal —me dijo al oído.Su tono de voz denotaba que lo

había dicho con ironía, y le di un ligerocodazo en las costillas.

Hicimos la travesía entera abrazadosel uno al otro y sin decir palabra. Eratan agradable disfrutar de todo aquelloentre dos. Una vez amarrado el barco,Edward fue a recuperar nuestras bolsasde viaje. Luego me tomó de nuevo de lamano para ir hasta el aparcamiento, ymientras yo montaba en el coche, élcargó el maletero. Cuando se metiódentro, suspiró profundamente. Debió desentir que le observaba, se volvió y memiró directamente a los ojos.

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—¿Volvemos a casa?—Tú conduces.Durante todo el trayecto nos

encerramos cada uno en nuestrospensamientos, acunados por la músicade los Red Hot Chili Peppers, unamezcla de dulzura y brutalidad a imagende Edward. Sólo se oía el ruido delencendedor eléctrico. Encadenábamoscigarrillos alternativamente. El paisajedesfilaba ante nuestros ojos, mientras yomanoseaba mi cadena y mi alianza. Nome atrevía a mirar a Edward. Cuando viel cartel de Mulranny, me puse tensa.Detuvo el coche frente al cottage y dejóel motor en marcha.

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—Bueno, tengo trabajo.—No hay problema —respondí

precipitadamente mientras bajaba delcoche.

Cerré la puerta con más fuerza de laque había deseado. Recogí mis cosasdel maletero. Edward no se movió, perotampoco se marchó. Frente a la puertade casa, empecé a buscar la llave.Cuando por fin la encontré, estaba tanfuriosa que no conseguía acertar con lacerradura. Si no tenía nada que decirme,no tenía más que marcharse.

Solté todo lo que llevaba y me volvíde golpe. Me topé de bruces con él. Meagarró por la cintura para evitar que

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cayese de espaldas. Pasaron variossegundos. Después me soltó. Me quité elpelo de la frente mientras él encendía uncigarrillo.

—¿Querrías venir a mi casa estanoche? —propuso.

—Esto… Sí… Sí, me apetece.Nos miramos durante un rato. La

tensión subió aún más. Edward sacudióligeramente la cabeza.

—Hasta luego.Fruncí el ceño al verle agacharse.

Cogió mi llave y abrió la puerta.—Mejor así, ¿no?Me besó en la sien y volvió a su

coche sin darme tiempo a pronunciar

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palabra. Miré cómo su todoterreno sealejaba envuelto en una nube de polvo.

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8Acababa de salir de la ducha. Había

sido larga, caliente y relajante. Estabadesnuda ante el espejo, observando micuerpo. No le había prestado atención enmuchísimo tiempo. Se había apagadocon la muerte de Colin. Edward lo habíadespertado suavemente el día anterior.Presentía lo que iba a pasar entrenosotros esa noche. Hasta entonces,pensaba que ningún hombre iba a volvera tocarme. ¿Dejaría que las manos y elcuerpo de Edward reemplazaran a losde Colin? No debía darle más vueltas.Recuperaba los gestos de mujer: cubrir

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mi piel de leche hidratante, poner unagota de perfume entre los senos,alisarme el pelo, elegir la lencería,vestirme para seducir.

Se había hecho de noche. Tenía losnervios a flor de piel, como unaadolescente enamorada, y además de unhombre al que había odiado hasta hacíamuy poco tiempo. Y ahora, unas pocashoras alejada de él me producíansíndrome de abstinencia. Eché unvistazo por la ventana, las luces de sucasa estaban encendidas. Prendí uncigarrillo para no empezar a comerme

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las uñas. Di vueltas por la habitación,sentía sofocos y a la vez escalofríos.¿Para qué esperar más tiempo? Me pusela chaqueta de cuero, cogí mi bolso ysalí. Apenas unos metros separabannuestros cottages, y aun así encontré lamanera de encender otro pitillo. Medetuve a medio camino, pensé quepodría dar media vuelta, que no seenteraría, le llamaría y le diría que nome encontraba bien. Estaba aterrorizada,seguro que iba a decepcionarle, ya nosabía cómo hacerlo. Me reí sola.Ridícula, estaba siendo ridícula. Eso eracomo la bicicleta, nunca se olvida.Aplasté la colilla y llamé a la puerta.

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Edward tardó unos segundos en abrir.Me miró de arriba abajo y hundió susojos en los míos. Mi respiración sedesbocó, y la calma que pretendía fingirse rompió en pedazos.

—Entra.—Gracias —respondí con voz

ahogada.Se apartó para dejarme pasar.

Postman Pat corrió a saludarme, lo queno consiguió que me relajara. Mesobresalté cuando sentí los dedos deEdward apoyarse sobre mis vértebrasdorsales para guiarme hasta el salón.

—¿Te sirvo una copa?—Sí, por favor.

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Me besó la sien y se colocó detrásde la barra. En vez de seguirlo con lamirada, preferí observar a mi alrededorpara convencerme de que era el mismoEdward de antes de nuestro viaje a lasislas Aran, de que íbamos a pasar unavelada completamente normal yamistosa, de que me estaba montandouna película sobre nosotros dos. Sulegendaria leonera y los cenicerosdesbordados me tranquilizarían. Barrí laestancia con la mirada varias veces,mientras el pánico me invadía.

—¿Has estado ordenando?—¿Te extraña?—Quizás, no sé.

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—Ven a sentarte.Miré hacia donde estaba. Me hizo

una seña para que me sentase en el sofá.Apoyé los glúteos en el borde y agarréel vaso de vino que me ofrecía sinmirarle. Debía encontrar a toda costaalgo que me ayudara a combatir elnerviosismo. Cogí un cigarrillo y, sintiempo para dejarme siquiera buscar elencendedor, una llama apareció ante misnarices. Le di las gracias a Edward.

Se sentó sobre la mesita baja frentea mí, bebió un trago de Guinness y memiró. Bajé la cabeza. Me agarró delmentón y la volvió a levantar.

—¿Va todo bien?

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—Claro. ¿Qué has hecho hoy? ¿Hastrabajado? ¿Qué tal han salido las fotos?Ya sabes, las que nos hicimos juntos.

Mi batería de preguntas me dejó sinaliento. Edward acarició mi mejilla.

—Relájate.Eché de golpe todo el aire que

guardaba en los pulmones.—Perdona.Me levanté de un salto y di una

vuelta por todo el salón antes deapoyarme en la chimenea. Apuré elcigarrillo y tiré el filtro al fuego. Sentíla presencia de Edward a mi espalda.Cogió mi vaso, lo colocó sobre la repisade la chimenea y puso sus manos sobre

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mis brazos. Todo mi cuerpo se tensó.—¿De qué tienes miedo?—De todo…—No tienes nada que temer a mi

lado.Me giré para hacerle frente. Sonrió y

apartó el pelo de mi cara. Me acurruquéen su pecho y respiré su perfume. Sumano subió por mi espalda.Permanecimos un rato abrazados. Mesentía bien. Todas mis dudas sedesvanecieron. Lo besé delicadamente.Me cogió de la mandíbula y apoyó sufrente contra la mía.

—¿Sabes que he estado a punto devolverme al llegar frente a tu casa?

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—Entonces, nos hemos perdido unabuena ocasión de despellejarnos.

—¿Quieres decir que hubiesesvenido a pedirme explicaciones?

—Tenlo por seguro.Empecé a jugar con el botón de su

camisa.—He pasado el día pensando en ti.Levanté la mirada hacia él, que la

aprisionó con la suya. Era yo la quedebía decidir hasta dónde íbamos allegar. Fue en ese momento cuando pedía mi cerebro que se desactivara y micuerpo se puso al mando. Me puse depuntillas.

—Confío en ti —susurré con mis

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labios pegados a los suyos.Le di un beso como pensaba que

nunca podría volver a dar. Me atrapópor la cintura y tiró de mí con firmezahasta tenerme entre sus brazos. Meagarré firmemente a sus hombros. Sentísus manos introducirse debajo de miropa, acarició mi espalda, mi vientre,mis senos. Sus caricias hicieron querecuperase la confianza en mí misma, lesaqué la camisa de los vaqueros, ladesabotoné, quería descubrir su piel,una piel cálida, viva. Nuestros labiossólo se despegaron el tiempo que tardóEdward en quitarme la camiseta.Cruzamos una mirada, me levantó en

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volandas y rodeé su cintura con mispiernas. Nos tumbamos sobre el sofá.Dejé escapar un suspiro de placer en elmomento en que nuestras pielesdesnudas se tocaron para pegarse la unaa la otra. Noté cómo su barba me hacíacosquillas en el cuello mientras mebesaba detrás de la oreja.

—¿Estás segura de esto? —murmuró.

Lo miré, pasé la mano por su pelo,le sonreí y lo besé. En ese momento elperro gruñó, lo que nos descentró unpoco.

—Túmbate —le ordenó Edward.Volvimos los dos la cabeza en

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dirección al animal. Enseñaba losdientes y seguía gruñendo y mirandohacia la entrada. Edward me puso undedo en la boca para impedirme hablar.Sonaron unos golpes en la puerta.

—Deberías ir a ver —susurré—.Quizás sea importante.

—Tenemos mejores cosas quehacer.

Y se metió en mi boca mientras medesabrochaba los vaqueros. No sentíninguna gana de contradecirle.

—¡Edward, sé que estás ahí! —exclamó una voz de mujer a través de lapuerta.

Por el tono, sonó apremiante.

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Edward cerró los ojos y la expresión desu cara se endureció. Empezó a alejarse,lo retuve.

—¿Quién es?—Ábreme —se impacientó la mujer

—. Tenemos que hablar.Edward soltó mi mano y se levantó.

Me senté en el sofá, me cubrí los senoscon los brazos y me quedéobservándolo. Se frotó la cara y el pelocomo si intentara despertarse. Despuésencendió un cigarrillo y recogió sucamisa del suelo.

—¿Qué pasa? —le preguntésuavemente.

—Vístete.

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Su voz sonó como un tortazo. Conlágrimas en los ojos, empecé a buscarmi camiseta y mi sujetador. Cuandoterminé de vestirme de nuevo, se dirigióhacia la puerta sin mirarme siquiera.Dio una patada en dirección a PostmanPat para que despejase el camino. Elperro vino a refugiarse entre mispiernas. Edward agarró el pomo de lapuerta con fuerza, hasta que se lehincharon las venas. Después abrió. Sucuerpo me ocultó a la intrusa, pero lo oítodo.

—Megan —dijo él.—Ay, Dios, qué contenta estoy de

verte. Te he echado tanto de menos.

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Saltó a su cuello. Aquello era unabroma de mal gusto. Era superior a misfuerzas: carraspeé. La espalda deEdward se tensó. La mujer levantó elrostro, me vio, se soltó de él y se apartó.

Era espléndida, esbelta, de formasarmoniosas y mirada de terciopelo. Unacascada de pelo negro le caía por laespalda. Su aspecto y su indumentariareflejaban feminidad y cuidado. Teníaun rostro insolente, que desprendía unaseguridad aplastante. Nos miróalternativamente. Edward se habíavuelto hacia mí, pero tenía los ojosvacíos. Parecía estar en otro lugar, unlugar de tormento. Ella le pasó la mano

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por el pelo, él no reaccionó.—He llegado a tiempo —dijo.

Después avanzó hacia mí—. Seas quienseas, ha llegado la hora de que nos dejessolos.

Me desentendí de ella y me acerquéa Edward. Intenté cogerle de la mano,pero hizo un movimiento de rechazo.

—Dime algo. ¿Quién es?Miró a lo lejos y suspiró.—Pero bueno, soy su mujer —

anunció ella mientras se colgaba de subrazo.

—Megan —intervino Edwardbruscamente.

—Perdón, mi amor, lo sé.

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—Pero… ¿qué coño está pasandoaquí? —exclamé.

Por primera vez desde que ellahabía llegado, Edward me miró a losojos. Estaba frío, distante, ya no era elmismo. Daba incluso más miedo que ami llegada a Mulranny. El dolor me hizoretroceder. En ese instante, mi mirada sedesvió hasta la chimenea. Allí vi la foto.Y comprendí. La mujer en la playa noera «nadie». Qué imbécil había sido. Mela había jugado bien. Cogí mi bolso y michaqueta y abandoné el cottage sinpreocuparme de cerrar la puerta nivolver la cabeza.

Tuve que pararme a medio camino

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para vomitar. Ya en casa, me arrastréhasta la ducha y allí me arrasé la pielpara borrar todo rastro de aquel tipoasqueroso sobre mi cuerpo. Habíaestado a un paso de acostarme con unhombre casado. Ni siquiera se me habíaocurrido preguntarle si había alguien ensu vida. Partía del principio de quebuscaba mi compañía, que era libre. Dehecho, le había servido de relleno. ¿Quépensaría Colin allá donde estuviese? Nohabían hecho falta más que dos o tressonrisas y un fin de semana románticopara estar dispuesta a meterme en lacama con otro. Me daba asco.

Incapaz de conciliar el sueño, me

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senté bajo la ventana de mi habitación,en la oscuridad, me acurruqué sobre misrodillas y empecé a balancearmeadelante y atrás. Acabé por dormirme ypasé la noche entre pesadillas. Losrostros de Edward y Colin se confundíanen mis sueños, se aliaban contra mí.

No había salido de casa en tres días.No pegaba ojo y rumiaba esas últimassemanas en compañía de Edward.Quería comprender en qué momento mehabía equivocado, en qué momentohabía preferido cerrar los ojos y losoídos a la información principal sobre

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una tal señora Edward.Tuve que dejar mi encierro para

hacer un poco de compra. Cuando yahabía conseguido salir delsupermercado sin tropezar con nadie yestaba cerrando el maletero del coche,algo me sobresaltó.

—¿Diane?Reconocí la voz de Jack. Mis

hombros se encogieron, compuse unasonrisa falsa y me volví.

—¿Qué tal está nuestra francesita?Hace tiempo que no te vemos.

—Hola, Jack. Estoy bien, gracias.—Sígueme a casa, Abby se alegrará

mucho de verte.

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En efecto. Cuando llegué a su casa,Abby me abrazó. La calidez quetransmitían disminuyó mi cólera. Mesentí en confianza, les hablé de Clara.

—¿No piensas en volver un día aFrancia? —me interrumpió Abby.

—No lo he pensado todavía.—¿No tienes ganas de regresar a tu

vida de antes?—¿Necesitáis el cottage?—No.Y un cuerno. Estaban mintiendo.

Estaba claro, la francesa molestaba ytenía que dejar sitio a la zorrita deEdward. Se oyó la puerta de entrada.Me puse tensa.

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—Te has quedado pálida de repente.¿Te encuentras bien? —me preguntóAbby.

—Una bajada de tensión, nadagrave, voy a volver a casa.

—Pídele a Edward que teacompañe.

—Ni hablar —casi había gritado—.Estoy bien.

Me levanté precipitadamente yrecogí mis cosas.

—Hasta pronto —dije, y salícorriendo hacia la puerta.

Me crucé con Edward en la entrada.Fui incapaz de mirarle. No intentódecirme nada. Me refugié en el coche y

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me derrumbé sobre el volante. Habíasentido miedo, miedo de él, miedo de mireacción.

Estaba plantada delante del ventanal.Observaba a Edward pasear con superro por la playa. Tenía que acabarenfrentándome a él, necesitaba que mediese una explicación. Quería tener laprueba de que no había estado soñando.

Se imponía una visita al tocador. Noiba a darle el gusto de que me vierahecha polvo. Tuve buen cuidado alelegir la ropa y al maquillarme paradisimular mis noches de insomnio.

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Ya está, ya era imposible echarmeatrás. Acababa de llamar a su puerta y oíladrar a Postman Pat. Me pareció que eltiempo se había detenido, tenía lasmanos frías, temblores y un nudo en elvientre. Todos esos síntomasdesaparecieron cuando Edward abriópor fin. Me inundó un sentimiento deviolencia. Tenía ganas de golpearlo contodas mis fuerzas, pero lo que más rabiame daba eran las ganas que tenía debesarlo y de estar entre sus brazos. Nome esperaba ese carrusel de emociones,así que el discurso que había ensayadodelante del espejo se volatilizó.

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—¿Qué quieres?—Hola —balbuceé.Suspiró y se pasó la mano por la

cara.—Date prisa, tengo muchas cosas

que hacer.Me estiré, eché los hombros hacia

atrás y me enfrenté a él con la mirada.—Me debes una explicación.Los rasgos de su cara reflejaron

sorpresa, y después cólera.—No te debo nada.—¿Cómo puedes mirarte en el

espejo?Me fusiló con la mirada y me

estampó la puerta en las narices. Una

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vieja costumbre suya.

A pesar del cielo gris y las nubesamenazantes, me decidí a tomar el aire.Estuve recorriendo la playa durante másde una hora. Al subir hacia la casa, vi aPostman Pat correr hacia mí. Lo acariciéy seguí mi camino. No debía permanecerallí. Un coche se detuvo delante de lacasa de Edward. Su mujer salió de él enel momento en que pasaba. Sentí que meclavaba la mirada.

—¿Todavía estás aquí? —bajé lacabeza y me abstuve de responderle—.Voy a ir a ver a Abby y a Jack y a

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arreglarlo para que no vuelvas amolestarnos.

Tanteando los bolsillos en busca detabaco, encontré las llaves de mi coche.Justo lo que necesitaba. No fui lobastante rápida.

—Edward —llamó.—Ya voy —respondió él.Cerré la puerta y salí disparada.Durante más de dos horas circulé a

toda velocidad. Desaceleré al llegar devuelta al pueblo. Mi velocidad nodisminuyó lo suficiente como para nover a la tal Megan salir de casa de Abbyy Jack. Todo el pueblo era su casa.Había pensado que Mulranny me

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curaría, y al final ese lugar iba aconvertirse en mi tumba.

Judith también se había olvidado demí. No me había avisado de su llegada.Y estaba hablando desde hacía más deuna hora con Megan en la playa. Cuandola vi dirigirse hacia mi casa, cogíinmediatamente el bolso y las llaves ysalí.

—Diane —llamó.—No tengo tiempo.—¿Qué te pasa?—No te importa.—Espera —me dijo agarrándome

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del brazo.—Suéltame.Me libré de ella, subí al coche y me

marché.

Llegué a Mulranny tras haberconducido otro buen rato. Ya queestaban todos en casa de Abby y Jack, elpub era el lugar ideal. Abrí la puerta,decidida a emborracharme. Meencaramé a un taburete y pedí la primeracopa de una larga lista. Irlanda iba avolverme alcohólica.

Pasaba de la risa a las lágrimas. Lacabeza apoyada en la barra, miraba

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fijamente las copas vacías. Quise salir afumar y me caí, pero en lugar de besar elsuelo, me estampé contra el pecho dealguien.

—Gracias —dije al tipo que mehabía agarrado y al que no había vistonunca por allí.

—De nada. ¿Puedo ofrecerle uncigarrillo?

—¡Bueno, por fin un tío educado!Salí a la terraza y le indiqué que me

siguiera. A pesar de lo borroso que meparecía todo, sabía que me estabamirando de arriba abajo. Por mí, que sediera el gustazo, me daba igual. Me puseen plan niñata descerebrada. Me reía

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como una tonta de los chistes que mecontaba, y que no entendía. No perdió eltiempo. Me agarró de la cintura parallevarme a la barra. Parecía querertirarse de cabeza en mi escote. Le echéun vistazo, no estaba mal. Después detodo, era un irlandés como cualquierotro. Podía servir para exorcizar aEdward. Le lancé una mirada de perraen celo y le propuse tomar una copaconmigo. No tardó ni una décima desegundo en aceptar.

—¿Nos pones otra ronda? —balbuceé al camarero.

—Diane, ya es hora de dejarlo.—No, sírveme, que te pago. ¡Tengo

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derecho a divertirme!Le lancé unas monedas sobre la

barra. Llegó una nueva copa, la vacié deun trago, y entonces todo se volviónegro.

Estaba como en el espacio exterior,aunque percibía voces a mi alrededor.

—¡No te acerques a ella!Ese timbre, lo habría reconocido

entre mil. Edward. ¿A quién estaríagritando así? Abrí los ojos y lo viagarrar a un tipo por el cuello de lacamisa. Me sonaba vagamente.

—Espera, tío, ha sido ella la que meha estado calentando —informóapuntándome con el dedo.

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El puño de Edward salió disparadocomo un rayo, el tipo acabó en el sueloy, sin pedir explicaciones, desapareció ala velocidad de la luz.

—Oh… ¿qué es lo que he hecho? —dije.

—Lo interesante es lo que hasestado a punto de hacer —respondióJudith, a la que todavía no había visto.

—Cállate.Con estas palabras, intenté darme la

vuelta, pero fue mi cabeza la que giró,porque el suelo se balanceabapeligrosamente.

—Hermanito, que ésta se larga —dijo Judith a Edward—. Espera, Diane,

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te llevamos.—Dejadme en paz los dos, quiero

volver sola. ¡Y no os metáis en misasuntos!

Me detuve. Ésta era la ocasión, siquería hacerle entender mi forma depensar; ahora o nunca. Intenté fijar mimirada, no tenía un Edward delante, sinodos.

—Escúchame bien —le espeté—.No tienes derecho a meterte en mi vida.Lo perdiste la otra noche. Me puedotirar a quien…

—Cállate —me ordenó—. Ya valede tonterías.

Antes de que me diese tiempo a

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responderle, me alzó y me cargó sobresu hombro como un saco. Le iba dandopuñetazos en la espalda e intentabaliberarme.

—Déjame, cabrón.Me agarró con más fuerza y avanzó

por el aparcamiento. Sin decir palabra,me lanzó al interior de su coche. Allí mequedé dormida.

Recobré la conciencia en mi cama.Alguien me había desnudado.

—Te has cogido una buena —medijo Judith.

—Déjame en paz.—Que te lo has creído.Me arropó con el edredón y salió.

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Minutos más tarde sonaron pasos denuevo. Abrí los ojos. Edward dejó unvaso de agua en mi mesilla de noche yme pasó una mano por la frente.

—No me toques.Intenté levantarme.—Quédate acostada.Edward me empujó ligeramente. Me

sentía incapaz de luchar contra él.—Todo esto es culpa tuya —le dije

llorando—. Eres un cabrón.—Lo sé.Me escondí bajo el edredón. Oí

cómo bajaba la escalera y, después,cómo se cerraba la puerta de entrada.

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Me dolía todo de pies a cabeza.Cada paso resonaba en mi cráneo. Alllegar al cuarto de baño, tuve queapoyarme en el lavabo. Mi reflejo mehorrorizó. Estaba hinchada, tenía elrímel corrido, mi pelo parecía un nidode cuervos. Me sentía tan avergonzadaque no me atrevía a mirar mi alianza, ymenos a tocarla. Me cepillé los dientesvarias veces para intentar acabar con elregusto a alcohol incrustado en la boca.Lo había decidido, no bebería nuncamás.

Judith estaba sentada en el sofá,hojeando una revista.

—¿Qué haces todavía aquí?

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—¿Por qué te pones así conmigo?—¡Lo habéis conseguido! Me largo

de este agujero de mierda. Estáis todoslocos.

—¿De qué estás hablando?—Os habéis reído de mí desde que

he llegado.—¿Cómo? Anoche estábamos todos

preocupados por ti.—Seguro.Miré al cielo. Judith se fue a la

cocina, yo me dejé caer en un sillón.Volvió cinco minutos más tarde con

una bandeja entre las manos.—Come, y hablamos después.Me tragué el desayuno llorando.

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Vacié la taza de café, Judith me sirvióotra. Después encendió un cigarrillo yme lo pasó.

—¿Por qué no me avisaste de quevenías? —pregunté.

—No será por eso por lo quemontaste el espectáculo ayer.

—Tú fuiste la gota de agua… Bueno,agua, es una forma de hablar. Creo queno bebí mucho, ¿no? ¿La monté hasta esepunto?

—Créeme, preferirías no saberlo.Arqueó una ceja y me cubrí la cara

con las manos.—Explícame qué pasa. Desde que

he llegado vivo en una pesadilla. La

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puta ha vuelto, Edward tumba al primertipo que se te acerca, y tú juegas a laperra en celo en el pub.

Seguía con las manos en mi cabeza,separé los dedos para mirarla.

—¿Quién es la puta?—Megan. ¿Quién quieres que sea?—¿Llamas puta a la mujer de tu

hermano?—¿De dónde has sacado que sea su

mujer? ¡Si mi hermano estuviese casado,lo sabría!

—Pues ella se presentó como tal, yél no la desmintió.

—¡Qué cretino! Espera…, hay algoque no entiendo, ¿estabas en su casa

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cuando apareció ella en plena noche?—Sí —respondí, bajando los ojos.—¿Te has acostado con él?—No tuvimos tiempo.—¡Joder! Esa zorra tiene un radar. Y

a Edward le faltan cojones.Se levantó y se puso a dar vueltas

por toda la habitación. Me estabamareando. Encendí otro cigarrillo y fui amirar por la ventana. Vi a Edward en laplaya, a lo lejos. Apoyé mi frente en elfrío cristal.

—Diane.—¿Qué?—¿Le quieres?—Eso creo…, hay algo que me

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empuja hacia él. Cuando estábamos losdos juntos, me sentía bien…, pero esono cambia nada, aunque no esténcasados, están juntos.

—Te equivocas.Judith se tumbó en el sofá, encendió

un cigarrillo y me observó entrecerrandolos ojos.

—Si se entera de que te cuento esto,me mata. Pero me da igual. Siéntate.

Obedecí.—Mira, su carácter de perros no se

debe sólo a la muerte de nuestrospadres. La relación que tuvo con Megandestrozó su vida. Por eso volvíinmediatamente cuando recibí la

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llamada de socorro de Abby.—¿Pero quién es esa tipa?—Una arribista. Una killer. Una

zorra. Siempre ha querido triunfar en lavida y tener una posición social. Portodos los medios y utilizando a todo elmundo. Empezó de la nada y se hizo a símisma, trabajó como una loca parallegar donde está. Trabaja decazatalentos en la agencia de colocaciónmás importante de Dublín. Vendería asus padres sin dudarlo para conseguirsus fines. No tiene piedad, es inteligente,astuta, y sobre todo manipuladora.

—¿Y ése es el tipo de mujer que legusta? —bromeé.

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—No lo sé, pero ha sido la únicarelación de pareja que ha tenido.

—Así que esa mujer ha sido el amorde su vida.

—En cierto modo.Abrí los ojos como platos

conteniendo una arcada.—Lo que debes saber es que antes

de conocerla Edward no queríacompromisos. Siempre pensó que lasrelaciones de pareja estaban condenadasal fracaso. Según él, amas y despuéssufres, porque serás traicionado yabandonado. Así que siempre se dedicóa las aventuras sin futuro, hasta el día enque ella se cruzó en su camino. Al

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principio la quería como trofeo de caza.Y cayó en sus redes. Es una verdaderamantis religiosa. Se aseguró de que nose escaparía antes de entregarse a él.Edward quedó seducido por sudeterminación, su seguridad y su rabia.Y después, ella le clavó el cuchillodorándole la píldora, haciéndose lasanta mujer que quiere formar unafamilia, que cree en el amor…

Me salía el humo por las orejas.Tenía ganas de matar. ¿Cómo habíapodido caer en la trampa de una zorraasí?

—¿Y tú, no la creías?—Me puse a investigar por mi

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cuenta sobre ella. No podía ni verla.Demasiado frívola, demasiado melosapara ser honesta. Me enteré de queconocía de vista a Edward y que sehabía encaprichado de él. Queríaaprovecharse de su imagen de artistaoscuro y atormentado. Para ella era elmedio de suavizar su reputación dedepredadora. Se lo dije todo a Edward ya punto estuve de perderle. Estuvimosmeses sin dirigirnos la palabra.

—¿Y cómo terminó su relación? —exclamé impaciente.

—Tranquila, Diane… Despacio…Menuda historia… En aquella época,Edward estaba atravesando un periodo

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de duda en su trabajo. Curraba para unarevista, pero quería independizarse.Megan se opuso violentamente a suproyecto. Siempre pensé que teníamiedo de que su tren de vida bajara denivel. Bueno, pues eso. Mi hermanosiempre ha sido el que es, pero aquelloya pasaba de castaño oscuro. Se sentíafrustrado, sufría terribles ataques decólera. Sólo con estar en la mismahabitación ya empezaban a gritarse. Peroél necesitaba su apoyo. Al final, a fuerzade comportarse como un gilipollas, laempujó al desliz. Como si le hicierafalta un empujón…

Yo apretaba los puños para contener

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la cólera y la rabia en aumento. Estabaal borde de la erupción volcánica.

—¿Puedes ir al grano? —silbé entredientes.

—Edward se marchó a hacer unreportaje. Cuando volvió la pilló en lacama con uno de sus compañeros.

—¡Qué horror! —exclamélevantándome de golpe.

—Al tío le partió la cara. Ése estátodavía con vida gracias a las súplicasde Megan. Luego, Edward cargó todassus cosas en el coche. Ella le rogó quese quedara, le prometió que no volveríaa ocurrir, que podrían superarlo juntos,que lo quería por encima de todo. Como

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comprenderás, él no quiso saber nada.Me sentía como una leona enjaulada,

daba vueltas y vueltas sin dejar de mirara Judith.

—Lo normal, ¿no?—Tenía previsto pedirle que se

casara con él en cuanto resolviese susproblemas de trabajo. Puedes imaginartesu descenso a los infiernos.

—¿Y cómo lo superó?—Pues, ya ves cómo está. Se fue a

un refugio y adoptó a su chucho. Cruzótoda Irlanda hasta las islas Aran.Desapareció de la tierra durante más dedos meses. Nadie sabía dónde estaba.Ya me estaba planteando poner una

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denuncia por desaparición. Y luego undía, se presentó aquí y pidió las llavesde la casa de nuestros padres. Y ahí seinstaló. A partir de entonces, decidióque ninguna mujer le haría sufrir y quese quedaría solo.

—¿Y para qué ha venido Megan?¿Qué es lo que quiere?

—A él. A su manera, lo ama.Dejé caer los hombros.—Nunca lo ha olvidado —prosiguió

Judith al ver mi expresión deincredulidad—. Lleva cinco añosintentando recuperarlo por todos losmedios. Ha llegado incluso a venir allorar a mis faldas. Megan sigue siendo

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la única mujer que ha querido. A pesarde todo lo que le ha hecho, sé muy bienque se ven algunas veces cuando él va aDublín por trabajo. ¡Se diría que ella leespía! Sabe siempre dónde encontrarlo.Y como por casualidad, cuandocoinciden, Edward nunca pasa la nocheen mi casa. Es como un drogadicto querecae tras una cura.

—Lo tiene agarrado, haga lo quehaga —escupí.

—Yo diría más bien que lo tenía.Porque llegaste tú y lo cambiaste todo.No sé cómo lo has hecho. Debes detener un arma secreta. En Navidad leexasperabas, y luego te llevó a su

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refugio. Las islas Aran son como unatierra sagrada para él.

—¿Y eso ahora qué importa?No conseguía estarme quieta. Cogí

el paquete de tabaco y encendí uncigarrillo. Inspiré el humoprofundamente para intentar calmarme.

—Estoy preocupada por él —declaró Judith—. En el mismo momentoen que estaba dispuesto a abandonarsecontigo, a intentar algo, aparece Megan,le jura por lo más sagrado que no haynadie más que él y que está dispuesta avenir a vivir aquí. Lo va a volver loco.

—No intentó retenerme cuandollegó, me dio con la puerta en las

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narices cuando fui a pedirleexplicaciones. Para mí la cosa está muyclara. Ella vive en su casa, ¿no?

—No, la envió al hotel. He visto sureacción esta noche, estaba loco deinquietud cuando el dueño del pub lellamó. Y después, cuando vio al otrotío…, de verdad que me dio miedo.

—Supongamos que te creo, ahora¿qué hago?

—¡Todo! Tienes que hacerlo todo.¿Quieres retenerlo, sí o no?

Me volví hacia el ventanal y busquéa Edward con la mirada. Seguía en laplaya, más solo y guapo que nunca.

—Por supuesto.

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—Entonces ¡mueve el culo!Sedúcele, menea las caderas delante desus narices, haz que se dé cuenta de quetú eres la mujer de su vida, y no esazorra. Saca los colmillos y todo lodemás. Te lo advierto, con ella no seráuna batalla limpia, todos los golpesestán permitidos. Vas a tener quearmarte de valor para atravesar suarmadura. Y debes saber que también tearriesgas a que os mande a las dos atomar por saco y desaparezca.

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9Judith acababa de marcharse. Me

había hecho jurar sobre la Biblia quepasaría de inmediato al ataque. Peroantes de lanzarme a la batalla debíalibrarme imperativamente de la resaca.Así que me disponía a volver a metermeen la cama a la hora de las gallinas,cuando llamaron a la puerta. Ese malditodía no iba a acabar nunca. Tenía losnervios tan a flor de piel que estuve apunto de soltar una carcajada aldescubrir a la famosa Megan ante mí.Sin tregua. Me miró de pies a cabeza, yaproveché para inspeccionarla. Era la

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primera vez que la veía tan de cerca.Era una belleza fría, la cabeza alta, lamirada orgullosa y afilada. A su lado,cualquier otra parecía una chiquilla a lasalida del instituto. Iba vestida de mujerde negocios en fin de semana, con susvaqueros de lujo, sus taconesvertiginosos sin rastro de barro y susuñas de manicura. Debía reconocerlo,mi pinta de día después de juerga nojugaba en mi favor.

—Eres Diana, ¿no?—No, Diane. ¿Qué quieres?—Parece ser que Edward salió

corriendo a rescatarte ayer por la noche.—¿Y a ti qué te importa?

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—No te acerques a él. Es mío.Me reí en sus narices.—Puedes reírte lo que quieras, me

da igual. No pierdas el tiempo. No es tutipo. Francamente, mírate.

Me miró con cara de asco.—¿No se te ocurre nada mejor? —le

pregunté—. Porque si crees que me voya apartar para dejarte el sitio, lo llevasclaro.

Sonrió con malicia.—Tu desgracia le ha dado pena,

¿verdad? —me preguntó.Me quedé sin respiración, las

piernas empezaron a temblarme, sentícómo las lágrimas ascendían a mis ojos.

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Tuve que apoyarme en el quicio de lapuerta.

—Pobre niñita —añadió Megan.Escuché vagamente el ruido de un

motor. Lanzó una risita.—Perfecto, ahí está Edward. Así te

verá en tu mejor momento.Edward salió del coche y vino

inmediatamente hacia nosotras.—¿Qué haces aquí? —preguntó a

Megan.Permanecí a propósito con la cabeza

gacha.—Me he enterado de la desgracia

que había golpeado a Diane, y he venidoa presentarle mis condolencias por su

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marido y su hija.Rezumaba sinceridad.—¿Has acabado?Su tono de voz fue tan cortante que

levanté la cabeza. La estaba fusilandocon la mirada. Ella le miraba con carade no haber roto un plato en su vida; sevolvió hacia mí y me puso la mano en elbrazo.

—Lo siento, no quería remover laherida. Si nos necesitas, no lo dudes.Además, en cuanto estés mejor iremos atomar algo entre chicas. Te sentarábien…

—Ya basta, Megan —la cortóEdward—. Ha quedado claro. Coge las

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llaves y vete a casa.Me besó. El beso de Judas. Se giró

para irse, pero volvió la cabeza deinmediato.

—Edward, ¿vienes?—No, tengo que hablar con Diane.Encajó el golpe con una sonrisa. Mi

moral subió de repente. Ella se acercó aél.

—Tómate tu tiempo, voy a prepararuna cenita romántica.

Se puso de puntillas y le besó en lacomisura de los labios. Vi cómoEdward apoyaba la mano en su cadera yme desinflé de nuevo como un globopinchado. Megan me guiñó el ojo y se

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dirigió al cottage de Edward. Sabía quele estaba mirando con cara de tonta,pero no podía evitarlo. Se pasó la manopor el pelo, esquivó mi mirada. Estabaclaro que se preguntaba por qué se habíaquedado conmigo. Decidí ponérselofácil.

—No la hagas esperar.—¿En qué estabas pensando la otra

noche?—Quería ahogar mis penas.Nos miramos a los ojos durante un

momento interminable.—¿Qué quieres de mí? —acabó

preguntándome.—Que agarres la vida por los

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cuernos y… que tomes ciertasdecisiones.

Encendió un cigarrillo y me dio laespalda.

—Es complicado. No puedoresponderte, no todavía.

Se alejó sin decir palabra.—Edward —se detuvo—. No me

excluyas de tu vida.—Aunque quisiera, no podría.Y se fue a su casa. Megan debía de

estar vigilándonos, porque salió arecibirlo cuando llegó al porche. Locogió del brazo para llevarlo dentro. Laguerra había comenzado, y Megan teníamucha ventaja. Lo conocía

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perfectamente, sabía qué decirle ycuándo. Tenían un pasado en común quepodía utilizar como arma. Yo, encambio, caminaba a ciegas. Aparte denuestras riñas de vecindario, más omenos violentas, y una tregua de pocassemanas, ¿qué había compartido conEdward? Me dormí haciéndome esapregunta.

Aquello no quería decir nada, peroMegan no había pasado la noche con él.Acababa de llegar. Edward llevaba unbuen rato en la playa, armado con sucámara. Me reí sola viendo a Megan

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intentar avanzar por la arena calzada consus tacones de aguja. Pensé que me dabaun ataque de risa cuando Postman Pat lesaltó encima. Ese perro extraterrestreera definitivamente mi mejor amigo.Justo antes se había metido en el agua yrestregado en la arena, y el magníficoabrigo de cachemira de Megan acababade recibir un buen golpe. De pronto sehizo la luz. Supe lo que compartía conEdward, y Megan era incapaz derivalizar conmigo en ese terreno.

Mi gorro y mi bufanda, de pura lanade oveja evidentemente, serían misarmas de seducción. Increíble. Comencéa andar hacia la playa a paso rápido,

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decidida a demostrar a esa pava que nose había librado de mí. No vio que meacercaba a ella por detrás. Estabahablando sola: «Ni hablar de pudrirmeen este agujero. En un abrir y cerrar deojos me lo llevo a Dublín. Y de pasoharé que sacrifique a su apestosoperro».

¡Qué asquerosa!—¡Hola, Megan! —dije pasando a

su lado.Silbé. Postman Pat corrió hacia mí.

Me saltó encima, me quedé de pie y loacaricié. Empezó a dar saltos como unloco en cuanto me vio coger un palo. Selo lancé, guiñé un ojo a mi rival y

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continué caminando por la playa.Edward me vio de lejos. Le hice unaseña con la mano y seguí jugando con elperro. Ya sabía que estaba allí, con esome bastaba. Me acerqué a él, sutilmente,sin mirarle, sin dejar de concentrarme enel perro.

—Diane —le oí llamarme.Disimulé con dificultad mi sonrisa.

Antes de que tuviese tiempo devolverme hacia él, Postman Pat se lanzósobre mí. Normal, tenía el palo en lamano. Me dejé derrumbar sobre laarena, en medio de un ataque de risaincontrolable. Justo lo que quería. Y mi«fan» puso de su parte cuando empezó a

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lamerme la cara. Fue soltar de nuevo elpalo y Postman Pat salió corriendo. Abrílos ojos. Edward estaba de pie sobremí, una pierna a cada lado de mi cuerpo.Me fijé en sus rasgos tensos, en susojeras. Pero me sonreía.

—¡Si vieses la pinta que tienes!—¡Si supieras lo poco que me

importa!Alargó sus manos, las agarré y me

ayudó a levantarme. Después, con elpulgar, quitó un poco de arena de mimejilla. Encontré en su expresión lasmarcas de ternura que me habíadedicado en los últimos tiempos. Era elmomento.

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—¿Damos un paseo juntos? —propuse.

Dejó caer su mano, que hastaentonces seguía en mi mejilla, y lanzó unvistazo en dirección al mar; luego sevolvió hacia mí.

—Me voy a casa, tengo que revelar.Se acabó el recreo. Fue a recuperar

su material fotográfico. Suspiré. Perocuál no sería mi sorpresa al verlo denuevo acercarse a mí.

—¿Todavía te interesan las fotos delas islas Aran?

—Claro.—Entonces ven conmigo, te las voy

a dar.

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Remontamos toda la playa, ensilencio. Durante unos instantes casi meolvidé de Megan. Nos estaba esperando,apoyada en el coche.

—¿Qué haces aquí? —le preguntóEdward con dureza—. Salvo que hayauna prueba que demuestre lo contrario,tú odias la playa.

—Quería verte, necesito comentartemis proyectos.

—No tengo tiempo, ahora tengotrabajo.

—Puedo esperar.Edward continuó, le seguí, y Megan

me siguió a mí. ¿En qué idioma habíaque decirle a ésa que molestaba? Él

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abrió la puerta y entró en su casa. Yo mequedé en el umbral. Megan me empujósin que él se diese cuenta y le siguióadentro.

—Te he dicho que ahora no —repitió al verla.

—¿Y ella qué hace aquí?—Edward tiene que darme unas

fotos, eso es todo. Después te dejotranquila.

Él subió al primer piso. Encendí uncigarrillo. Megan no se movió ni unmilímetro. Un auténtico perro guardián,un rottweiler con escarpines. Dosminutos más tarde, Edward bajócorriendo las escaleras con un gran

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sobre en la mano. Me lo tendió sin decirpalabra.

—Gracias —le dije—. Hasta luego.—Cuando quieras.Sonreí una última vez antes de

dirigirme hacia mi casa. Escuché lassúplicas de Megan para que la dejaraquedarse. Pero la envió a paseo.

Llegué ante mi puerta.—¡Eh, tú! ¡Espera un momento! —oí

llamar a Megan.Después de todo, merecía saborear

mi victoria del día. Me di la vuelta y ledediqué mi sonrisa más hipócrita. Lacólera la afeaba.

—¿Qué son esas fotos?

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—¿Éstas? —pregunté blandiendo elsobre bajo la nariz.

—¡No me tomes el pelo!—Son fotos que hizo Edward de mí

y de nosotros, en las islas Aran.—¡Estás mintiendo!—¿No me crees? Pues es la verdad.

De hecho, el Bed & Breakfast es un sitioencantador, con unas camascomodísimas, un lugar ideal para losenamorados.

—¡Dame eso!Me arrancó el sobre de las manos.

Aunque no fuera creyente, en aquelmomento rogué a Dios no haberexagerado. Viendo cómo se deformaban

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los rasgos de Megan por efecto de larabia y los celos acumulados, meprometí a mí misma encender un cirio enla primera iglesia que encontrase. Abbyme echaría una mano.

—No es posible —repitió variasveces.

—Pues sí.Si sus ojos hubiesen sido

metralletas, me habría acribillado abalazos. Me lanzó las fotos a la cara yse marchó hacia su coche.

—¡Ésta me la pagas!Eché un vistazo a la primera copia.

Yo, en su lugar, habría sufrido una crisisde histeria. Completamente estupefacta,

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ni siquiera me tomé la molestia deresponderle y entré en casa para mirarlas fotos con calma.

Al día siguiente por la tarde, decidíir al pub con la esperanza de cruzarmecon Edward. El dueño me dedicó unagran sonrisa. Me subí a un taburete.

—Siento lo de la última vez.—No te preocupes, puede pasarle a

cualquiera —me respondió sirviéndomeuna pinta—. Invita la casa.

—Gracias.Lanzó una mirada hacia la entrada,

levantó la vista al cielo y se volvió

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hacia mí.—Suerte.—¿Cómo?—Hola, Diane —me dijo Megan.Se sentó con delicadeza a mi lado y

pidió una copa de vino blanco. SiEdward aparecía, no aguantaría lacomparación. Tuve que constatar queningún hombre podría resistirse a ella.Estaba magnífica con su vestido negro,que no era ni vulgar ni provocativo.Sólo sexy, con clase, dejando a la vistala cantidad justa de piel para dar ganasde descubrir más.

—Quiero proponerte un trato —medijo al cabo de unos segundos.

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Me volví hacia ella, sin un ápice deconfianza.

—Estoy dispuesta a admitir que hayalgo entre vosotros —empezó—. Tienesalma de competidora, tengo quereconocerlo.

Primera noticia.—¿Adónde quieres llegar?—Edward es mío hagas lo que

hagas, pero se ha encaprichado, es loque hay. Así que te propongo una cosa:yo desaparezco unos días, tú le montasel numerito y os acostáis juntos. Así élpodrá pasar a otra cosa… y volverconmigo.

—Creo que necesitas ver a un

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psiquiatra.—No te hagas la mojigata. Algo me

dice que no has estado con nadie desdela muerte de tu marido.

Sentí ganas de vomitar.—¿Sabes?, reanudar tu vida sexual

con Edward puede ser algo excelente.En realidad te estoy haciendo un favor.

Aquello era cada vez más sórdido.No era capaz de juntar dos palabrasseguidas.

—¿No quieres? Peor para ti.Me miró de nuevo, sacó el teléfono

del bolso y marcó un número.—Edward, soy yo —maulló—.

Estoy en el pub… pensando en ti. ¿Nos

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vemos esta noche? Tenemos quehablar…

Su voz cambiaba a medida que sedesarrollaba la conversación, se hacíamás suave, más envolvente. Jugaba conuna miga imaginaria en las yemas de losdedos.

—Siento lo de ayer, sé que necesitasestar solo para trabajar.

No podía oír las respuestas deEdward, pero las adivinaba por lo quedecía Megan.

—Además, no debí reprocharte quepasaras tiempo con Diane —siguió—.Eres un hombre bueno y la estásayudando a salir a flote. Fue muy

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desconsiderado por mi parte después delo que te hice.

Me estaba volviendo loca. Edwardno podía tragarse algo así.

—Incluso si me duele verte con otramujer —lloriqueó—, me doy cuenta deldaño que te he hecho. Me gustaría quevolviésemos a ser… como antes…

Aquello era de risa. No podíafuncionar. Imposible. Edward no podíadejarse atrapar en una trampa tan burda.No volvería a caer entre las garras deesa tigresa que se hacía pasar por unagatita inofensiva.

—Te lo suplico —susurró—, di quesí. Sólo esta noche, por favor.

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Hablaremos de mudarme aquí.Una sonrisa malvada atravesó su

rostro.—Gracias… —suspiró, al borde de

la agonía—. Te espero.¡Menudo cretino! La muy fulana

colgó, sacó un espejo del bolso ycomprobó su maquillaje. Lo guardó todoy me miró de nuevo.

—Edward no cambiará jamás, sémuy bien lo que quiere escuchar.

—Eres odiosa, ¿cómo puedes hablarde él de esa forma? ¿Y todas tusmentiras?

Barrió mi reproche con el dorso dela mano.

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—Un consejo: no te pases la nocheesperándole —se echó a reír—. ¡Mipobre Diane, te lo había advertido!

Salí a la terraza. Aspiré la colillacomo una condenada.

Al volver al pub descubrí queEdward había llegado. Megan y élestaban a punto de marcharse. Ella lepasó un brazo por la cintura, él le dejóhacer, yo apreté los puños. Ella me viola primera.

—¿No es aquélla Diane? —le dijo.—Sí —respondió mirándome.Lo arrastró hacia mí. Él y yo no

dejábamos de mirarnos.—Hola —me dijo Megan—. Qué

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pena, no sabía que estabas aquí,hubiésemos podido tomar algo juntas yconocernos mejor.

Me dedicó una sonrisa llena deamabilidad. Edward la observaba conuna mirada que no le conocía. Atónitapor el talento de Megan para lacomedia, la dejé proseguir sin tenertiempo de ponerla en su sitio.

—Debemos irnos, he reservado unamesa. ¿Nos vemos pronto?

Desarmada por completo, asentítontamente con la cabeza.

—Ve a esperarme al coche —le dijoEdward.

Ella le besó la mejilla y me dijo

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«hasta pronto». La seguí con la mirada.Edward también. Se detuvo en la puerta,se volvió y nos hizo una seña con lamano.

—¿De verdad vas a pasar la nochecon ella?

—Necesitamos hablar de algunascosas.

—No olvides lo que te hizo.La mirada de Edward se endureció.—Tú no la conoces.—No dejes que te haga daño.—Ella ha cambiado.Se dispuso a darme la espalda, y lo

agarré de la chaqueta.—¿Estás seguro?

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—Buenas noches.Lo solté, me miró por última vez y

giró sobre sus pasos.No volvió tarde a casa. Comprendí

que había ido a encerrarse en su cuartooscuro cuando vi la luz roja filtrarse através de las persianas. Megan habíafracasado.

Mi estado de ánimo se hundió a lamañana siguiente: estaban los dos en laplaya. Los observaba escondida detrásde las cortinas de mi habitación. Ella sepegaba a él, le sonreía batiendo laspestañas, estaba segura. Sin embargo, él

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guardaba cierta distancia. Subieron endirección al cottage, y él la acompañóhasta su coche. Estaban el uno frente alotro. Pude distinguir el ceño fruncido deEdward mientras ella apoyaba lasmanos sobre su torso. Él sacudió lacabeza y se echó hacia atrás. Megan sepuso de puntillas para besarle la mejilla.Se subió al coche y se marchó. Élencendió un cigarrillo antes de entrar ensu casa.

Horas más tarde, llamaron a mipuerta. Abrí y descubrí a Edward.

—¿Puedo entrar?Me aparté y entró en el salón.

Parecía muy nervioso, no se estaba

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quieto.—¿Tienes algo que decirme?—Me voy.—¿Cómo que te vas?Se volvió hacia mí y se acercó.—Sólo unos días. Necesito alejarme

un poco.—Lo entiendo. ¿Y Megan qué va a

hacer?—Se quedará en el hotel.Acaricié su mejilla oscurecida por

su barba, le pasé un dedo por las ojeras.El cansancio le marcaba cada vez más.Estaba agotado.

—Cuídate.No dejó de mirarme. Sin que me lo

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esperase, me cogió entre sus brazos, meestrechó contra él y hundió su cabeza enmi cuello. Me agarré a él y no puderetener las lágrimas. Se irguió de nuevo,me besó en la sien, me soltó y se marchósin decir palabra.

Inmediatamente después de que sefuera, me dejé ganar por la melancolía.Erraba como un alma en pena en micottage.

Se sucedieron los días, todosparecidos entre sí. Estaba otra vezdeprimida. No salía de casa. No queríacruzarme con Megan y volver a empezaraquella batalla pueril. No me extrañabaque Edward se hubiese ido. No daba

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señales de vida, pero no me sorprendió.Me pasaba las horas sentada en elsillón, frente a la bahía de Mulranny.Remontando el hilo del tiempo, lamuerte de Colin y Clara, mi llegada aIrlanda, mi encuentro con Edward.

Una tarde, sonó el teléfono. Félix.Dudé unos instantes antes de responder.

—Hola.—Todavía no te has ahogado en

cerveza.—Qué tonto puedes llegar a ser.

¿Qué tal por París?—Nada de particular. ¿Y tú?—Tampoco nada.—Te noto la voz rara. ¿No estás

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bien?—Sí, sí, todo va bien.—¿A qué te dedicas en este

momento?—Estoy pensando en mi futuro.—¿Y?—Estoy perdida, pero espero

encontrar la respuesta dentro de poco.—Mantenme al corriente.—Te lo prometo. Bueno, te dejo.Colgué y encendí un cigarrillo.

Hacía una semana que Edward sehabía marchado y no había parado dedarle vueltas a la situación en todos los

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sentidos, considerando los múltiplesescenarios posibles. Cuando llamaron ala puerta al final de la tarde, supe quehabía llegado el momento de la verdad.

Edward estaba en el umbral, serio.Hundió sus ojos en los míos. Sentímiedo, mi corazón se aceleró. Sin decirpalabra, entró y fue a apostarse delantedel ventanal. Le seguí y me quedé a unospasos de distancia. Se frotó la frente conla mano y suspiró profundamente.

—Cuando Megan apareció, me sentísobrepasado por los acontecimientos.Tuve miedo de lo que se me veníaencima. Y sin embargo, ya tenía todaslas respuestas, desde hacía mucho

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tiempo. Si hubiese sido honesto conmigomismo desde el principio, habríaevitado todo este circo.

—¿Qué estás intentando decirme? —le pregunté con la voz temblorosa.

—He pedido a Megan que semarche, que se vuelva a su casa, aDublín.

—¿Estás seguro de lo que haces?—Ha salido de mi vida de una vez

por todas. Se acabó. Ahora estamos losdos, sólo los dos.

Me quedé sin habla. Lo miré, nuncahabía estado tan sereno, tan relajadocomo en aquel instante. Me sonrió, seacercó a mí y me agarró de la cintura.

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Me aferré a su camisa para noderrumbarme. Hui de la intensidad de sumirada. Posó su frente contra la mía.

—Diane…, quiero construir algocontigo…, te q…

Puse mis dedos sobre su boca. Elsilencio invadió la habitación de talmodo que se podían oír los latidos de micorazón. Observaba mis manos abiertassobre su pecho, sentía su aliento en mipiel. Me liberé suavemente de suabrazo. Di un paso atrás y me hundí enel sofá. Me siguió, se sentó sobre lamesita frente a mí y me cogió de lasmanos.

—Vamos a empezar de cero —me

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dijo—. No te asustes.Lo miré a los ojos. La ternura y el

amor que leí en ellos me conmovieron.No podía permanecer mucho tiempo sindecir nada.

—Escúchame, ¿quieres?Me sonrió, apretó mis manos.

Respiré profundamente antes delanzarme.

—No pensaba que sería tan duro…durante tu ausencia, he pensado muchoen todo lo que nos ha pasado desde quellegué aquí. Entraste en mi vida y volvía sentir ganas de luchar, de reír, devivir… Te has vuelto tan importantepara mí, casi esencial… Creí en ello…,

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creí tanto en ello, pero… en realidad meestaba dejando llevar por la ilusión deque podrías colmar todo el vacío quehay en mi interior y de que… podríaamar de nuevo…

Me venció la emoción. No hiceningún esfuerzo por evitar las lágrimas.Mis manos temblaban, estreché las suyascon más fuerza. Su mirada desvelaba eldaño que le estaba haciendo. Pero teníaque llegar hasta el final.

—Pero todavía no estoy lista… Sigoen un momento delicado. Yo no puedoexcluir a Colin como tú acabas de hacercon Megan. Si empiezo una historiacontigo, llegará un día en el que te

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reprocharé no ser él… sino tú. Noquiero eso… Tú no eres ni mi muleta nimi medicina. Mereces ser amado sincondiciones, por ser tú mismo y no portus virtudes curativas. Y sé que… no tequiero como te mereces, o no todavía.Primero debo reconstruirme, recuperarlas fuerzas, estar bien, no necesitar másayuda. Sólo después de eso podrévolver a amar. Por completo. ¿Loentiendes?

Me soltó las manos como si lequemaran, su mandíbula se tensó.Suspiré y miré al vacío antes de asestarel golpe de gracia:

—Me voy, porque no puedo vivir

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cerca de ti.«Ni lejos de ti», pensé. Mis lágrimas

brotaron sin interrupción, nos miramos alos ojos.

—Ya tengo el billete de avión. Enunos días me voy de Mulranny, vuelvo aParís. Tengo que terminar dereconstruirme, y debo hacerlo sola, sinti.

Intenté coger su mano, pero lo evitó.—Perdóname —murmuré.Cerró los ojos, apretó los puños y

respiró profundamente. Después, sinmirarme, se levantó y se dirigió a laentrada.

—Espera —le supliqué corriendo

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tras él.Abrió la puerta sin mirar, la dejó

abierta, corrió hasta su coche, se metiódentro y se fue. En aquel instantecomprendí que no lo volvería a ver. Ydolía, dolía mucho.

La parte más fácil fue avisar a Félix.Le llamé por teléfono.

—¿Tú otra vez? —me dijo aldescolgar.

—Sí…, ¿estás listo para soportarmede nuevo?

—¿Qué?—Que voy a volver.

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—¿Que tú qué?—Que vuelvo a París.—¡Yuju! Voy a organizar una fiesta

de escándalo. Y después vendrás a vivira mi casa…

—Para el carro. Nada de fiestas. Yvoy a vivir en el estudio que hay encimadel café.

—¿Estás de broma? Es un cuchitril.—Está muy bien. Y eso me permitirá

abrir puntualmente.—¿Porque además piensas trabajar?

Eso sí que no me lo esperaba.—Y sin embargo, es cierto. Nos

vemos en La Gente.—No tan rápido. Iré a buscarte al

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aeropuerto.—No te molestes, me las arreglaré

sola. Ahora ya sé hacerlo, ¿te enteras?Tres horas más tarde, con el corazón

en un puño, me presenté en casa deAbby y Jack. Me abrió Judith.

—¿Qué haces aquí? —le dije.Saltó a mi cuello.—¿Dónde está mi hermano? Me

crucé con la zorra ayer por la noche,estaba en un pub, ligando con todo loque se movía. Me metí en el coche y salídisparada a felicitaros.

—Es una suerte que estés aquí, tengoque hablar con los tres.

—¿Qué sucede?

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—Vamos a ver a Abby y a Jack.Me dejó pasar. Abby me abrazó

llamándome «mi niña». La bocazas deJudith había debido de contarle queEdward y yo estábamos locos el uno porel otro. Mis ojos se emborronaron, mecrucé con la mirada perspicaz de Jack,que ya había comprendido. Iba acargarme el buen rollo en menos de unsegundo.

Nos sentamos. Abby y Judith seagitaban en el sofá. Sólo Jackconservaba la calma, observándome.

—Te vas, ¿no es eso? —preguntó.—Sí.—¿Cómo? Pero ¿qué estás

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diciendo? —gritó Judith.—Mi vida está en París.—¿Y Edward?Bajé la cabeza y me encogí de

hombros.—Creía que le querías. No eres

mejor que la otra, te has aprovechado deél ¡y ahora le dejas tirado!

—Judith, ya basta —intervino Abby.—¿Cuándo te vas?—Pasado mañana.—¿Tan pronto? —exclamó Abby.—Es lo mejor. Hay otra cosa…

Cuando le comuniqué a Edward midecisión, se marchó, no ha vuelto a casa,de eso hace tres días. No sé dónde

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está…, lo siento.—No es culpa tuya —dijo Jack.Judith saltó del sofá y cogió su

teléfono.—¡El contestador! —gruñó—. Nos

va a volver a hacer el numerito del lobosolitario. ¡Ya lo aguantamos una vez!¡Otra vez no, joder!

Roja de rabia, tiró su móvil e hizocomo si yo no existiera.

—Es hora de irme —dije.Me dirigí hacia la salida. Me

siguieron los tres. Con el rabillo del ojo,vi cómo Jack cogía a su mujer por elhombro. En su rostro se leía tristeza einquietud. En el umbral de la puerta,

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Abby me agarró del brazo.—Cuéntanos qué tal te va.—Gracias por todo —respondí,

luchando por contener las lágrimas.Le devolví el abrazo, besé a Jack en

la mejilla y me volví hacia Judith.—Te acompaño al coche —me dijo

sin mirarme.Abrí mi puerta, metí mi bolso

dentro. Judith no decía nada.—¿He perdido a una amiga?—¡Has decidido volverte gilipollas!

Ya tenía bastante con mi hermano…—¿Cuidarás de él?—Confía en mí. Le daré una buena

patada en el culo.

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—No sé qué decirte. Hubiesequerido que esto…

—Lo sé —me cortó mirándome a losojos—. ¿Podré ir a verte a París si meentran ganas?

—Cuando quieras.Empecé a llorar y vi cómo los ojos

de Judith se llenaban también delágrimas.

—Ahora lárgate.La abracé y me subí al coche. Me fui

sin mirar atrás.

Hice limpieza general para borrartodo rastro de mi paso por allí. Fui

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acumulando maletas primero en laentrada y luego en el coche. Al cerrar elmaletero, miré hacia el cottage vecino,desesperadamente vacío de todapresencia. Mis últimas horas irlandesasse desarrollaban en completa soledad.

Pasé mi última noche sentada en elsofá, esperando no sé qué. El sol apenasse había levantado cuando puse fin a esecalvario. Me tragué un café y fumé uncigarrillo dando una última vuelta por lacasa.

Fuera estaba oscuro, llovía y lasráfagas de viento se abatían sobre mí. Elclima irlandés me haría sufrir hasta elfinal. Lo echaría de menos.

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Sentí náuseas al cerrar la puerta conllave. Apoyé la frente sobre ella. Erahora de marcharse, me volví hacia elcoche y me quedé de piedra. Edwardestaba allí, el rostro sombrío. Corríhacia él y me eché en sus brazosllorando. Me abrazó y me acarició elpelo. Respiré su aroma a pleno pulmón.Sus labios se posaron en mi sien, losapretó con fuerza sobre mi piel. Fue loque me dio el valor de levantar los ojoshacia él. Puso su gran mano sobre mimejilla, y me apoyé sobre su palma.Intenté hacerle sonreír, pero no loconseguí. Mis manos, todavía agarradasa él, le soltaron. Clavó sus ojos en los

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míos, por última vez, lo sabía, y se fueen dirección a la playa. Eché una últimamirada a través del retrovisor. Allíestaba, bajo la lluvia, frente al mar. Laslágrimas emborronaron mi visión, lassequé con el dorso de la mano y aceleré.

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10Me bajé del taxi delante de La

Gente. El taxista dejó las maletas sobrela acera. Estaba cerrado, y ni rastro deFélix. Todo estaba oscuro y parecíapolvoriento. Me senté sobre una de misbolsas de viaje, encendí un cigarrillo yme puse a mirar alrededor.

De vuelta a la casilla de salida. Nohabía cambiado nada: peatones conprisa, circulación infernal, ajetreo en loscomercios. Había olvidado hasta quépunto los parisinos tenían unapermanente cara de asco. En elprograma escolar debería ser

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obligatorio un curso de calor humanoirlandés. Ahora pensaba eso, pero sabíamuy bien que en menos de dos díastendría la misma cara pálida y de pocosamigos que el resto.

Llevaba una hora esperando cuandoFélix apareció a lo lejos. Pensé quehabía cambiado mucho. Caminabapegado a la pared, llevaba una gorra yse cubría con el cuello de su chaqueta.Al llegar a mi altura, descubrí unenorme apósito que le cruzaba la cara.

—No quiero que digas una solapalabra —dijo.

Me eché a reír.—Ahora entiendo por qué está

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cerrado.—He salido de casa única y

exclusivamente porque volvías. Diosmío, ¡estás aquí de verdad! —mepellizcó las mejillas—. Qué cosas, escomo si nunca te hubieses marchado.

El cansancio acumulado empezaba apesarme. Me eché en sus brazos y mepuse a llorar.

—No te pongas así por mí. Sólo mehe roto la nariz.

—Idiota.Me acunó asfixiándome contra él.

Me eché a reír entre lágrimas.—Ya no puedo respirar.—¿De verdad quieres vivir ahí

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arriba?—Sí, será perfecto.—Si quieres jugar a ser otra vez una

estudiante sin blanca, es tu problema.Me ayudó a llevar una parte de las

maletas. Empujó la puerta del edificiocon el hombro para abrirla.

—Uf, qué dolor.Volví a reírme.—¡Cállate!Al llegar arriba, me dio la llave del

apartamento. Abrí, entré y me quedésorprendida de encontrar cajas de cartónamontonadas.

—¿Qué es esto?—Es lo que pude salvar de la

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mudanza de vuestro piso. Los viejoseran auténticas pirañas. Lo guardé todoaquí esperando que volvieses.

—Gracias.

No paraba de bostezar, y Félix nodejaba de hablar. Para variar, habíapedido una pizza que compartimossentados en el suelo ante una caja quehacía las veces de mesa baja. Me contócon todo tipo de detalles cómo se habíaroto la nariz, una historia truculenta trasuna buena farra.

—Escucha —interrumpí—, tenemostodo el tiempo del mundo. Ahora estoy

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agotada, y debo estar en forma paramañana.

—¿Por qué?—La Gente, ¿te suena de algo?—¿Así que no era una broma?,

¿quieres volver a trabajar?Me contenté con fulminarle con la

mirada.—De acuerdo, entendido.Se levantó y le acompañé hasta la

puerta.—Quedamos mañana por la mañana

para hacer balance.Metió la mano en su bolsillo y me

tendió un manojo de llaves.—Por si no me despierto —dijo

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besándome.—Buenas noches.Me miró de forma extraña.—¿Qué pasa?—Nada, ya hablaremos.Diez minutos más tarde estaba en la

cama, pero no conseguía conciliar elsueño. Había olvidado los ruidos de laciudad, los cláxones, las sirenas, losnoctámbulos, la noche eternamenteiluminada. Mulranny estaba ahora muylejos. Y también Edward.

Atravesé el patio del edificio parallegar al local. La puerta chirrió. Olía a

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cerrado. Pulsé el interruptor. Variasbombillas estaban fundidas. El caféliterario no iba bien. Avancé por laestancia. Busqué en el fondo de misrecuerdos las sensaciones que meproducía antes, pero no quedaba grancosa. Miré las estanterías, algunasestaban vacías. En las otras, rocé loslibros con la mano. Cogí uno al azar,tenía las esquinas dobladas, las páginasamarillentas. El segundo y el tercero noestaban en mejor estado. Me metí detrásde la barra, llena de polvo. Eché unvistazo a la vajilla; las tazas y los vasosestaban mellados. Una hoja de papelcolgaba de uno de los grifos de cerveza,

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rezaba: «Averiado», y no tenían mejorpinta los libros de cuentas y las libretasde pedidos, tirados por el suelo. Sólo elmarco con la foto estaba limpio y en susitio. El filtro de la cafetera me diobastantes problemas antes de escupir unlíquido que vagamente tenía el color delcafé. Me apoyé en la pared e hice unamueca al probar el brebaje. Moraleja:no volver a confiar en Félix. Para salir aflote, para mantenerme en pie, debíarecuperar La Gente.

Acababa de pasar la fregona portercera vez cuando mi querido socio sedignó a aparecer.

—¿Te has convertido en mujer de la

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limpieza?—Sí. Y ahora tú también.Le lancé un par de guantes de goma a

la cara.Después de frotar durante horas, nos

sentamos en el suelo. Sobre la acera seapilaban decenas de bolsas de basura.Al contrario que nosotros, La Gente olíaa limpio.

—Félix, a partir de ahora dejarás dejugar a los bibliotecarios.

—Entonces ¿jugaré a las tiendas?Sacudí la cabeza.—Y vas a avisar a todos tus colegas

de que tendrán que pagar hasta los vasosde agua. ¿Queda claro?

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—Me das miedo cuando hablas así.Se protegió la cara con los brazos.

Le di un sopapo y me puse en pie.—Ahora vete a dormir.—¿Y mañana qué hacemos?—Nos dedicamos a los pedidos.—¿Me vas a necesitar?—Madura un poco. No te preocupes,

no te haré madrugar.

Félix y yo estábamos cada uno a unlado de la barra, yo hacía las cuentasmientras él preparaba los pedidos.Hacía mucho que se había hecho denoche.

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—¡Basta! Estoy hasta la coronilla —decretó.

Se levantó, sirvió dos copas de vinoy guardó todos los cuadernos parasentarse sobre la barra.

—¿La señora comandante en jefe nose enfada?

—No, estaba a punto de anunciarteque habíamos terminado por hoy.

Se rió, brindó conmigo y cogió supaquete de tabaco de debajo de la barra.Le dediqué mi mirada más asesina.

—Por favor, estamos cerrados,puedo echar una calada. Y tú no vas aresistir mucho tiempo más.

Me pasó la nicotina por debajo de la

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nariz.—Está bien, dame uno.Encendí el pitillo, bebí un sorbo de

vino y lo miré.—¿Me ves cambiada?—Ni siquiera cuando Colin y Clara

estaban todavía te había visto con tantasganas de currar, y lo más alucinante esque te las arreglas sola.

—Creo que la reconstrucción de mivida pasa por el café literario. Tenemossuerte de tener este sitio, ¿no?

—¿Estás pensando en convertirte enuna adicta al trabajo? Porque, si es así,dimito ahora mismo.

—Para lo que haces, no sería una

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gran pérdida.—En serio, ¿cómo estás?—Bien.—Ya… ¿Sales de juerga conmigo

esta noche?—No tengo ganas.—No te vas a quedar encerrada en

una concha el resto de tu vida.—Te lo prometo, un día volveré a

salir de fiesta contigo.—Tienes que conocer gente. Y

además…, no sé…, quizás haya llegadola hora… quizás podrías conocer aalguien majo.

Sabía que de un momento a otrotendría que confesarlo todo.

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—Creo que lo he conocidodemasiado pronto.

Félix suspiró.—Hace dos años que Colin se fue.—Lo sé.—Eres desesperante, te vas a

convertir en una solterona y a vivir conun par de gatos.

Saltó de la barra sacudiendo lacabeza.

—Voy a mear.—Mejor para ti —le respondí

encendiendo otro cigarrillo.Cinco, cuatro, tres, dos, uno…—¿Que has conocido a alguien?—La bragueta…

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—¡Dímelo! ¿Quién es? ¿Dónde está?¿Lo conozco?

—Sí.—¡Edward! Te has tirado al

irlandés. Estaba seguro. ¿Y bien?¡Quiero todo lujo de detalles!

—No hay nada que contar. Teresumiré la situación de forma sencilla,me ha hecho mucho bien, le he hechomucho daño, y con toda seguridad lo heperdido para siempre. Ahí se quedatodo.

—Eres incapaz de hacer daño a unamosca, así que a un tipo como él,imposible.

Me abrazó de nuevo, y como de

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costumbre me estaba asfixiando.—Venga…, dime qué pasó.—Por favor, prefiero no hablar de

él.—¿Por qué?—Porque le echo de menos.Me acurruqué entre sus brazos.—Menos mal que no te lo has traído

en una de tus maletas. Habría sidohorrible. Me habría pasado la vidaqueriendo tirarme encima de tu chico.

Lloré. De risa. Y de tristeza. Félixme acunó un buen rato antes deconseguir calmarme.

El café literario estaba listo. Yoalgo menos. Había dormido poco, me

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sentía angustiada y excitada al mismotiempo. Inspeccioné el lugar por últimavez. Todo estaba niquelado: la nuevavajilla colocada en su sitio, el grifo decerveza funcionaba de maravilla, lacafetera hacía un café digno de esenombre, la barra brillaba, y los libros,relucientes, estaban bien alineados ybien destacados, esperando a loslectores en los estantes.

Félix y yo habíamos querido quitarleel polvo, en todos los sentidos deltérmino, a nuestro catálogo. Le habíadado carta blanca, porque hacía muchotiempo que estaba alejada de lo quepasaba en el mundo literario como para

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encargarme. «Hay que traer tambiénalgo de rock ‘n’ roll», había afirmado.«Tenemos una clientela con ese perfil,ya sabes.» No lo dudaba, en la medidaen que gracias a él teníamos ese tipo declientela. Así pues, había pedido, entreotros, a Chuck Palahniuk, a Irvine Welshy la última novela de un autor francésque no conocía, Laurent Bettoni. El librose titulaba Les Corps terrestres . «Yaverás, es como si Sade hubiese escritoLas amistades peligrosas, pero en unestilo muy moderno», había dicho Félix.«Ofrecerá cierto perfume a escándalo.»Yo había sonreído. Tras dos años deletargo, me sentía en forma para la

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lujuria y el escándalo.Con todo listo, giré el cartel de

«Abierto». Empujé la puerta para oír lacampanilla, como antes, como tanto legustaba a Clara. Detrás de mis párpadoscerrados apareció su sonrisa. Entró elprimer cliente. La jornada habíacomenzado.

Félix llegó sobre las doce, cargadocon un monumental ramo de rosas yfresias, semejante al que Colin me habíaregalado años antes. Me lo ofreciótorpemente y se marchó a dejar lachaqueta en el perchero. Encontré unlugar para las flores y me acerqué a él.De puntillas, le di un beso en la mejilla.

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—Estaría orgulloso de ti —me dijoal oído.

Pasé el siguiente domingoarreglando mi estudio. Hacía quincedías que había vuelto y todavía vivíaentre cajas de cartón y maletas. No eramuy grande, pero me iba como unguante. Allí me sentía segura y en casa.Colgué de la pared algunas fotos deColin y de Clara para que estuviesenpresentes. Mi ropa, y sólo la mía,encontró su lugar en el armarioempotrado. Coloqué sobre un estante loslibros que me habían acompañado a

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Irlanda e instalé con todo el placer delmundo la espléndida cafetera que mehabía regalado Colin. Debía un granfavor a Félix por haberla salvado.

No me quedaba más que una bolsade viaje que vaciar. Allí encontré lasfotos de Edward. Incapaz de resistir, mesenté en el suelo a mirarlas. Viéndonos alos dos sobre papel satinado, measaltaron nuevamente las dudas y losrecuerdos. Edward ocupaba mispensamientos sin cesar. Estabapreocupada por él. Me hubiese gustadosaber cómo se encontraba, lo que hacía,qué diría si supiera que había empezadoa trabajar. Me hubiese gustado saber

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también si pensaba en mí. Guardé lasfotos en una caja de recuerdos al fondode un armario, suspiré, puse música yme metí en el cuarto de baño. Dejé queel agua corriese por mi cuerpo pensandoque al día siguiente me levantaría paraafrontar una nueva semana de trabajo.Conseguía abrir los ojos a las siete ymedia, me levantaba, me vestía y abríael local. Tenía fuerzas para sonreír amis clientes, para hablar con ellos. Loconseguiría, no tenía elección.

El sol se filtraba a través de lascortinas de mi cuarto, eso me ayudaría a

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cumplir mi misión del día. Hacía un mesque estaba de vuelta, no podía retrasarlomás. Me tomé mi tiempo paraprepararme. Abrí la ventana. Me pusecómoda para mi dosis de cafeína y miprimer cigarrillo.

Como cada mañana, entré al café porla puerta trasera. Pero hoy coloqué uncartel en el escaparate para avisar delretraso en la apertura. El pilotoautomático se puso en marcha.

Entré en la floristería y salí con unramo de rosas blancas en los brazos.Caminaba febril por los senderos,aunque ahora conocía el camino.

Suspiré profundamente y alcé los

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hombros al llegar ante su tumba. Seguíabien cuidada. Aparté algunos pétalosmarchitos del mármol y coloqué misflores en un jarrón. Me puse en cuclillasa su altura. Acaricié sus nombres con lasyemas de mis dedos.

—¡Bueno! Cariños míos… hevuelto…, os echo de menos… Irlandaestaba bien, pero habría sido mejor convosotros dos. Mi Clara, si supieses…,he rodado por la arena con un perroenorme como no puedes imaginarte,habrías podido subirte a su lomo yabrazarlo… Siento que no hayas tenidouno como él… Mamá te quiere…

Me sequé la lágrima que había

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rodado por mi mejilla.—Colin…, mi amor…, te quiero

demasiado. ¿Cuándo estaré lista paradejarte partir? He estado muy cerca, yya ves… Creo que Edward te gustaría…Pero ¿qué te estoy contando? Es a mí aquien tiene que gustar, ¿no?

Miré a mi alrededor, sin ver. Mesequé las lágrimas. Volví a posar misojos sobre su tumba e incliné la cabeza aun lado.

—Os quiero tanto a los dos… Perotengo que irme, me está esperando Félix.

Acababa de llegar al café literario.

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Félix no estaba aún allí, lógico. Pero elcielo azul seguía estando allí arriba,sonreí cerrando los ojos. Erasimplemente capaz de disfrutar de lospequeños placeres sencillos. Ya eraalgo, algo mejor. Toqué mi alianza. Undía me la quitaría. Quizás por Edward.Oí sonar el teléfono. Había llegado lahora de trabajar. Antes de entrar, echéun vistazo al cartel.

La gente feliz…

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AgradecimientosA Laurent Bettoni, autor, pedagogo y

precursor. Gracias por haber tenido másfe que yo misma, por haberme empujadomás allá de mis límites, por tu sabiamirada sin concesiones. Gracias a ti, séqué escritora quiero ser.

A mis lectores tempranos, a los delos primeros clics. Sois el origen de lasaventuras que vive La gente… desdediciembre de 2012.

A Éditions Michel Lafon, y a FlorianLafani. Gracias por haber salido de lossenderos trillados y por haber respetadomi camino y mi libertad.

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La crítica ha dicho:«Una novela conmovedora. Un libro quese lee de una sentada y deja una huellaen nuestro corazón. Una buena lecciónvital.»

Femmes Magazine

«Como Katherine Pancol, Agnès Martin-Lugand derrocha originalidad y nos haceamar a una heroína llena deencantadores defectos.»

ÉMILIE RIVENQ, Elle

«Una vez que se comienza su lectura, nose puede parar. La amamos…»

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Amazon.fr

«Los críticos literarios tenemos muchoque aprender de obras como La gentefeliz lee y toma café.»

SABINE AUDRERIE, France Culture

«Una intrusión realista en la vida de unamujer… Una lectura que es un placer yunos personajes entrañables que danganas de conocer.»

Babelio.com

«Este librito tiene el sabor de un buenexpreso.»

EMMANUEL HECHT, L’Express

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«Una hermosa historia… Los pasajesconmovedores se alternan consituaciones divertidas y el lectoratraviesa toda una gama de emociones amedida que la vida retoma su curso.»

ANDRÉ LEBEL, La Presse (Canadá)

«Poderosa y llena de una sensibilidadpoco común para una primera novela.»

Bon-livre.net

«Martin-Lugand analiza y diseccionacon finura, humor y ternura losmecanismos del alma humana. Sushistorias nos hablan directamente alcorazón.»

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Blog Le Baiser de la mouche

«Cuando se cierra el libro siguepresente en la mente del lector estapequeña mujer que llora, grita y a la queAgnès Martin-Lugand ha dotado de unregalo maravilloso: la vida.»

Blog La Bauge littéraire

«Voilà! Una novela que me hasorprendido, emocionado y dejado sinaliento… Una joya llena de ternura,amor y vida. Un gran libro… No sécómo explicar lo difícil que fuedespedirme de estos personajes.»

Blog Coeur de Libraire

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«El viaje interior y exterior de unamujer para superar el peor momento desu vida. Una novela interesante,entretenida de principio a fin, fresca,totalmente visual en sus descripciones…Se lee con verdadero placer.»

Blog Cajón de historias

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AGNÈS MARTIN-LUGAND. (1979) espsicóloga clínica y durante más de seisaños trabajó en el campo de laprotección de la infancia en Rouen(Francia). Después de enfrentarse anumerosas negativas por parte de laseditoriales decidió autoeditar enAmazon La gente feliz lee y toma café

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en diciembre de 2012. Rápidamente sunovela alcanzó los primeros puestos yfue el primer caso de autoedicióncontratado por una editorial tradicionalen Francia. Los derechos han sidovendidos a dieciocho países ypróximamente será adaptada al cine enuna coproducción internacional.