informes del infortunio - josé luis valdez

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'La evidencia de lo inútil', cuento del libro 'Informes del infortunio' de José Luis Valdez.

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Informes del infortunio

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Informes del infortunio

José Luis Valdez

An.alfa.beta

Editorial

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El cuidado de esta edición estuvo a cargo de Ana Luisa Rodríguez Alanís, Carlos Lejaim Gómez,Frank Blanco Wong y Daniel H. Kanó.

Portada de Natt Rocha.

Primera edición©José Luis Valdez

©Editorial An.alfa.betaCircuito Vistas de la Villa #149Col. Vistas del Río, Benito Juárez, Nuevo León, 67267.

Contacto:http://[email protected]@ed_an_alfa_beta

isbn:

Impreso en Benito Juárez, Nuevo León, 2016

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La evidencia de lo inútil

(De folios encontrados bajo la baldosa del alféizar de la recámara principal de una casa en remodelación).

No escribo esto para comprender lo que nos está pasando. Es algo que no quiero entender. Hay co-

sas que es mejor describir que juzgar. Pero las atisbo al ver a María y a nosotros; ella las ha presenciado y com-prendido, y sin decir una palabra al respecto nos grita desde algún lugar lejano, sus ojos son gargantas afó-nicas, enmohecidas. Su amabilidad no es más que el despojo de un ser ausente. Sus abrazos se han termina-do. Y nosotros arrastrados por ella sin siquiera inten-tar aferrarnos al lodo. Tampoco quiero esas miradas de condescendencia que tan mal la ponen, nos ponen. No, sólo quiero que quede este testimonio como prue-ba fehaciente de que estamos descendiendo hacia la oscuridad más negra, hacia lo indecible y como estoy seguro de que hemos de llegar a lo indecible lo escribo antes de que se me terminen las palabras. Por cómo se han desarrollado los acontecimientos he dividido este escrito en dos partes: María y Los susurros.

Ni María ni nosotros volveremos a ser quienes éramos, en casa todos lo sabemos bien. Ella se ha ido para siempre y todos estamos reestructurando nuestros papeles. Estamos actuando para ella y entre nosotros y para nosotros mismos. Si bien no se ha dicho explícitamente son evidentes, los esfuerzos de su madre, sus hermanos y yo por hacer que se sienta bien, para hacer que nos sintamos mejor. No como antes, sólo mejor. Aunque claro, para hablar de bien o

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mejor, hay que ubicarlos en el lugar preciso para que suene más o menos a esperanza. Y con ella, con Ma-ría, no hay lugar preciso y esperanza no creo que la haya. Tampoco hay las agallas para desterrarla y ella no las tiene para matarse ni nosotros para claudicar. Después de todo ella tiene licencia para hacer lo que sea. Está en condición especial y todo se le permite. Su atenuante es tan grande que no puede ser juzgada. Es un limbo moral, ético y judicial. Y nosotros sólo podemos aspirar a las retahílas de los conocidos que, convencidos desde la comodidad de la blanda rutina y el sosiego de consagrarse a la vida bovina, se llenan de satisfacción personal al pronunciar los todo va a estar bien, conf ía en dios, por algo pasan las cosas y la déspota ley de la atracción o la infamia del qué va-lientes. Intercambio mi valentía por la aburguesada abulia de cualquiera. Y nos reducimos a agradecer el tener que soportar los infaustos libros con indicacio-nes para sanar el alma y curar el espíritu. Y aceptar lo que nos pasa para verla como área de oportunidad. Me da asco pensar que alguna vez pronuncié esas pa-labras con convicción. Como si una puta respiración profunda fuera a calmar la ebullición de soledad que ha estallado en nuestras caras. Como si leer fuera una cuerda que nos saque del pozo. Hojear esos libros sólo alimenta mi cinismo.

Hemos cambiado nuestras rutinas, pensamien-tos y conversaciones. Es pavoroso ver cómo todo perdió sustancia, o peor, se hizo evidente el tipo de sustancia que nos mantenía funcionando como fa-milia y como personas. Y nos ha dado, o al menos a mí me ha dado, un recelo terrible el poner en evi-dencia tanta insulsez. No, no puedo menospreciar a mi familia, también están al tanto de todo y tam-bién han probado la insípida circunstancia que éra-

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mos y la amarga circunstancia en que nos estamos volviendo. No puedo describir el vacío que siento al pasar los ojos por la sección deportiva del dia-rio o cuando en la oficina me llegan a preguntar por el clima o por el color de la pasta del engargolado del informe o cuando veo en el mercado a alguien dubitativo ante el anaquel de refrescos. He llegado a sentir un odio terrible y lastimoso ante la publi-cidad exterior. Hace unos días Vanessa me confesó que sintió lo mismo ante la gente que corre al alba en el parque, nos reímos y guardamos silencio toda la mañana. No sé si avergonzados o cansados. Todo se ha vuelto tan prescindible que los límites se difu-minan. Todo lo que éramos ha pasado de la fecha de caducidad y aún así seguimos comiendo sin gestos.

Nuestras sobremesas se tornaron un torpe in-tercambio de tópicos tan generales que me apena el hecho de que hablamos de lo mismo que antes. Somos actores hartos de las mismas líneas día a día, pero tan encarnados como para conseguir otro pa-pel. Sólo María lo ha conseguido, pero el precio ha sido muy alto. Y se ha quedado sin papel, fuera de la obra, mera escenograf ía, un árbol en escena, un ex-tra ataviado de cordero que de pronto es evidencia de lo inútil. La evidencia de lo oscuro.

Mis hijos son los que más han intentado volver a lo que fueron. A instancias de mi esposa han regresa-do al estadio de futbol, a la clase de música, a salir de fiesta. Pobres, ellos actúan por partida doble, actúan para María y actúan para Vanessa y para mí. Van dos veces que escucho al mayor llorar mientras se baña. Ha de creer que la regadera puede camuflar su llanto, pero hay llantos que no pueden camuflarse. Vanessa lo ha visto en el parque con su cello guardado, espe-rando, callado y fumando, a que acabe la hora de la

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clase para volver. No fumaba. El otro, el menor, bu-fón de siempre, cambió su espontaneidad chispeante por un montón de chistoretes aprendidos que estoy seguro busca y memoriza. Sabedor de su rol de paya-so se niega a dejarlo. Y se le agradece. Una noche de sábado lo sorprendí en el patio, estaba echado en el césped; había dicho que salía, incluso vinieron por él, pero se devolvió de inmediato, no quiso abrumarnos y se metió a hurtadillas a estar sin más esperando la hora para que pudiera ser oficial que había salido. Sé que es un juego inútil, que acabaremos tan cerca de María que nos preguntaremos por qué no lo había-mos hecho antes, pero cambiar de piel cuesta, dejar lo que se es o se fue cuesta. La semana pasada me invitaron al estadio. Éramos los tres monos sabios. No vimos el partido, no escuchamos el bullicio, no comentamos nada. Un piloto automático tan efecti-vo como silencioso y necesario. Fuimos la excepción de la sentencia de Publio, a menos de que no seamos hombres, a menos de que ya no seamos humanos.

Vanessa, después de María, por supuesto, es a la que más se le ha permitido el cambio, cumple sus roles anteriores con diligencia pero creo que es más empática con María de lo que quisiera. Entiendo que se venda a la empatía como la puerta a una existencia más civilizada, pero también puede ser una puerta al infierno y Vanessa es prueba de ello. Calzó los zapa-tos de María y se le rompieron los dedos, se le defor-mó el empeine, su talón es una roca agrietada. María ni por asomo ha sentido el confort de otros zapatos. María ya no tiene pies. Vanessa pierde la mirada con María y ve lo mismo que ella, pero no siente lo mis-mo. María ya no siente nada. Vanessa apenas dilucida lo que se llevó a María. Divisa la aleta del tiburón que va a devorarnos a todos. Lo sé porque me lo ha dicho.

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Cualquiera de los hombres de casa no podemos hacer eso. Dirigimos la mirada a un punto impreciso y no vemos lo mismo, intuimos el dolor, la desesperación, la tristeza, pero al final de nuestros ojos hay pasto, piedras, pájaros, ardillas, asfalto, autos, paseantes e intuición, sólo eso. Prefiguraciones, especulaciones retóricas, tablas de salvación del lenguaje, tablas cada vez más raídas y perforadas. Acudimos a las palabras para no desmoronarnos del todo. Los silencios de ellas son contundentes. Y no sólo cuando está con ella, nuestro colchón se ha vuelto la zona del silencio, una cápsula insonora de concurso de televisión. Al entrar ahí se acaban todas las palabras y los ojos bai-lan del cielorraso a la cómoda, al peinador, a la puerta del baño, al foco, a la pantalla, antigua catedral ahora ermita olvidada. Y sé que no duerme, yo tampoco lo hago. Pero no llora, yo sí.

Cuando no apareció fraguamos el regaño y el cas-tigo. Dos semanas sin salir ni recibir visitas, la aisla-ríamos sin teléfono y sin redes. Así entendería que no se mandaba sola. Y teníamos razón, no se mandaba sola, pero no sabíamos que nosotros tampoco. Luego vino la parte judicial, un tormento innecesario, pues lo hecho estaba hecho. El azar se la había llevado y el azar la había traído de vuelta. Me dan miedo mis pen-samientos al respecto. De entrada no hubiera querido ninguno de los dos azares, pero ya entrados en el jue-go me permito pensar que hubiera sido mejor pres-cindir del segundo. Sufriría f ísicamente lo indecible, es cierto, pero habría cesado, el cuerpo se habría lle-vado todas las posibilidades. Sin espacio para lo sim-bólico su último latido borraría su última imagen. Se hubiera derrumbado todo de una vez y para siempre. En cambio se derrumbó todo de una vez, pero hace falta morir para que sea para siempre. Somos unos

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cobardes. Si todo hubiera cesado con María desapa-recida y encontrada muerta nuestro dolor sería más compacto y manejable, tal vez orillado a la ira y desde ese enojo podríamos hacer algo con nosotros. Hay roles para ello: activista, agitador. Algo de qué ceñir-se. Un papel nuevo por aprender. ¿Pero esto? Mera vacuidad, puro despojo. María ha dicho en sus escue-tas y escasas declaraciones que lo que seguía era que la vejaran y luego la mataran porque ya había visto. Así fue con las demás. Primero ves, luego participas, luego te mueres. Todo debidamente filmado para la posteridad, lo que me cimbra, pues en alguna parte hay un video que muestra el horror de mi hija en los gritos fuera de campo, una banda sonora que acabó con su garganta, un rol que se refleja en su piel ahora asemejada a la flor de la orquídea que se marchita. La miro y no tengo duda de que no hubo rescate sino simple y llanamente una profanación de la muerte. Una prórroga innecesaria.

Y digo que por azar se la llevaron porque fue por Nicolás a su escuela para venirse juntos a casa. Y sa-bemos que estuvo ahí al menos unos minutos porque Julia, su amiga, la llevó luego de que no tuvieron la última clase. Precisamente Ética y sociedad. Y de ahí nada de ella, una semana en que pasamos de la ra-cionalidad del regaño fraguado al enojo, a la preocu-pación, al pánico, a la ira, a la desolación. Y digo que el azar la trajo de vuelta porque por casualidad una llamada de broma a los bomberos movilizó a una pa-trulla para tratar de identificar a los posibles bromis-tas, gente riendo en alguna esquina, en algún balcón, indagaciones de rutina. Al parecer el sonido del ca-mión de bomberos y la patrulla pusieron nervioso a un muchacho que empezó a correr nada más los vio, lo agarraron y cantó todo en un instante. Una pieza

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suelta que descubrió un rompecabezas fétido de jó-venes desaparecidas y videos snuff. Todo en una casa cualquiera, con gente cualquiera, un día cualquiera, a plena tarde, en pleno centro. Insonorizar, equipo de audio y de video, nada más. Crédito a dieciocho me-ses sin intereses. Y claro, emerger del trastorno y del delirio negro y del infierno.

Vanessa fue quien recibió la llamada del hallazgo, por su rostro entendí que la evolución emocional de las mujeres o al menos la de Vanessa me lleva siglos. Lo comprendió todo en un instante, prefiguró en se-gundos lo que ahora nos absorbe y nos tiene actuan-do. Ante su noticia, primate emocional, me alegré. A ella le cayó el silencio que no depende de las palabras. Fuimos al hospital, hablamos con el jefe de la poli-cía y nos puso al tanto de todo. Teníamos que espe-rar pues era atendida en esos momentos. Yo sudaba profusamente, hacía un calor insoportable y el aire acondicionado era insuficiente, Vanessa tenía conge-ladas las manos. Yo iba de un lado a otro y fumaba ci-garrillo tras cigarrillo. Vanessa impávida, inmóvil en su asiento. Una esfinge milenaria que ha atestiguado todas las catástrofes. Aún no le decíamos a Nicolás ni a Ricardo, mucho menos a las amigas y amigos de María. Pensaba en cómo decirles cuando vi a Vanessa tomar su teléfono y decir categóricamente a Nicolás: se van para la casa, hay noticias. Espérenos. Ni una palabra a nadie, aún no. Y ni una palabra a nadie se ha convertido en una obediencia extrema. Las pala-bras se extinguieron nada más verla. Recuerdo mi-rarme diciendo todo va a estar bien y sentir un asco profundo por mí. No sé si antes le dije ¿cómo estás?, ¿qué pasó? u otra cumbre de la incomprensión. De todos modos da igual, María no escuchó nada. Se dejó abrazar por su madre y por mí y nada más. No

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devolvió los saludos, las palmadas ni el abrazo. Y se dejó abrazar porque estaba muy medicada. Luego de eso no hay piel humana que soporte. He visto sus ojos anunciar algo parecido al terror ante un roce ocasio-nal de sus hermanos en los pasillos o en la sala o en la cocina. He visto su retracción cuando algún visitante despistado intenta saludarla de beso y abrazo como si tuviera una pierna rota o un brazo y no ¿su alma?

Qué mierda de cursilería, qué lejos de poder re-flejar el aire nauseabundo que se ha instalado en casa. Ahora una casa de fantasmas parlantes con un centro imantado que nos atrae de donde andemos. A pesar de lo que nos pasa, sin importar dónde estemos, te-nemos la urgencia de regresar. Hay un desasosiego que nos empieza a abrumar, una especie de ataque de asfixia que nos hace volver y sólo soportar el aire reciclado y caliente de esta casa. Como si sólo ese aire caliente fuera capaz de llenarnos. El aire que entró a nuestro cuerpo al nacer se ha vaciado, ahora de-pendemos de este aire artificial ácido y decadente. Y volvemos no para verla. No para estar con ella. No para hablar con ella, sólo para sentirnos cerca. Es un eclipse de sol que no puedes dejar de mirar aunque te queme los ojos. O para dejarse sorprender, porque María se ha vuelto furtiva, puede estar en cualquier parte y nada anuncia su presencia, ni sus pasos, ni su aroma, ni su sombra. Ahora mismo pudiera estar detrás de mí mientras escribo.

Pero eso no es todo y es aquí en donde se muestra nuestro descenso de la manera más contundente: Los susurros. Descenso que habrá de sacarnos del juego adentrándonos a otro en donde los jugadores perma-necen ocultos y el juego somos nosotros.

Primero fue Ricardo el que aventurara el tema en una lacónica sobremesa. Había escuchado cla-

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ramente una conversación susurrada como las que pueden oírse de madrugada entre dos que no quieren parar de hablar, pero tampoco quieren ser sorpren-didos. Había pensado que éramos Vanessa y yo y su pregunta expresa fue: ¿por qué hablaban afuera de mi cuarto tan noche? Creo que Vanessa siquiera lo escuchó porque no hizo ni un gesto para demostrar-lo. Le argumenté que a esas horas estábamos en el dormitorio. Y Nicolás lo secundó, él también había escuchado la conversación pero aderezó su aporte con que aquellos quienes hablaban coronaban ciertas intervenciones con risillas apagadas. Fue la primera vez que María desde su regreso miró a sus hermanos. Sus ojos se habían convertido en un faro incesante e inaccesible pero ahora realmente los miraba. No dijo nada pero los miraba. Vanessa zanjó la conversación con un categórico déjense de pendejadas y de estar especulando, ya mucha mierda tenemos aquí como para que anden embarrando las paredes, este rema-te tan sorprendente en boca de Vanessa, tan selecta en su vocabulario y que en otras ocasiones pudo ser hilarante por lo sorpresivo, nos pareció tan certero que su contestación fue el silencio. María volvió su mirada hacia adentro.

Este primer encuentro con las conversaciones se volvió el primer encuentro cuando Vanessa, de ma-nera muy natural me preguntó si había convencido a Ricardo de ir. ¿Lo convenciste?, me sorprendió con su pregunta apenas despertar. No respondí, era tan leja-na su inferencia que no me sentí aludido, pensé con quién estaría hablando en nuestra recámara a esas horas de la mañana. Por descarte eliminé a Ricardo por obvias razones y a María porque no estaba para convencer a nadie. Imaginé que Nicolás había entra-do sin que lo escuchara y hablaba con su madre sobre

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algo a lo que me mantenía ajeno, cosa que no me sor-prendía pues mi lejanía era latente. Lucas, te hablo, me increpó sorprendiendo mis cavilaciones. Tardé un momento en contestar, le devolví un qué por lo bajo, exploratorio, pues quizás había confundido el Lucas con el Nicolás, no caí en cuenta que no había escuchado la voz de Nicolás en ningún momento. Y soltó con el enfado in crescendo: ¿convenciste a Ricar-do sí o no? Ataqué: ¿de qué hablas, Vanessa? De si lo convenciste de ir o no a la playa, de lo que hablaban ayer. ¿Qué te pasa, de qué hablas? De lo que conver-saban ayer en el pasillo. Le iba a responder que había estado en la cama toda la noche y que no había visto a Ricardo desde la mañana del día anterior cuando bajó la mirada, recordando, viendo, poniendo en or-den sus ideas. Esclareciendo. Sin mirarme dijo para sí: voy a ver a María y salió.

A esa pregunta extraña de Vanessa se le quitó lo extraño cuando claramente la escuché en el patio conversar con Ricardo, hablaban de invitar a más gente, atribuí esa inquietud a que se acercaba el cum-pleaños de Nicolás, me enfurecí, no podía imaginar que estuvieran hablando de festejar, sentí un ardor en el estómago, sentí asco. Estaban traicionando a Ma-ría, estaban sucumbiendo a la palabrería cordial de los conocidos. A las recomendaciones ciegas y repe-titivas de los idiotas que siguen recetas para ser feliz. Estaban siendo todo lo que habíamos sido y había aprendido a odiar tan certeramente. Repasé sus ca-ras de dolor ante María y les escupí. Eran tan falsos, tan prescindibles, tan hijos de su puta madre. Con la mente embravecida pensé en llevarme a María e irnos lejos ella y yo, solos, abandonados por la familia cínica y cobarde. Las risillas de las voces quedas me hicieron levantarme y querer ver a Vanessa y Ricar-

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do en pleno acto infame, confirmar con mis ojos lo que mis oídos me entregaban. El patio estaba oscuro y pensé que era el culmen de la desfachatez fraguar aquello en la oscuridad, aceptación tácita de la trai-ción. Toqué a la ventana, debía llamar su atención y mientras la abría para gritarles que se fueran a chin-gar a su madre, Vanessa me jaló del brazo preguntan-do ¿qué pasa? Lancé un grito, no era Vanessa quien me jalaba del brazo, Vanessa estaba abajo, en el patio, con Nicolás. Lucas, ¿qué tienes?, me dijo asustada, las risillas seguían pero se fueron apagando mientras intentaba calmarme aspirando fuerte, me asomé a la ventana y el rectángulo negro seguía vacío, miré a Va-nessa, ¿quieres agua?, tuviste una pesadilla, me dijo. No le respondí nada, fingí estar sonámbulo o al me-nos no haber despertado del todo, me decidí a acos-tarme y dormir esperando a que no aludiera a nada por la mañana. Así lo hizo.

Luego fue lo de los muchachos. Las versiones ex-plican las cosas pero no las aclaran. Verlos golpearse me llevó de viaje al pasado cuando lo hacían regular-mente por cualquier tontería de chicos, pero un viaje ocre, cansado, en plena tundra, un viaje forzado y ri-dículo. Ricardo practicaba su instrumento a instancia de Vanessa, que quería escucharlo. Si nos ponemos estrictos aquí comenzó mal. Vanessa estaba forzando al pasado de manera irresponsable. Como nunca le ha gustado que estemos en la misma pieza en donde toca, ella fue a la cocina. La versión de Ricardo es la siguiente: toca y no le sale un movimiento, lo repite; era un movimiento que hacía sin dificultad cuando practicaba diario, al tercer intento escuchó la risilla apagada de Nicolás, no le prestó atención y lo inten-tó de nuevo y otras veces más, en cada uno de los fallos una risilla le caía en el orgullo. Aventó el cello,

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subió con el arco, entró al cuarto de Nicolás, quien se estaba colocando unos audífonos, lo que enfureció aún más a Ricardo, y le estrelló el arco en la espalda. Mientras Nicolás se retorcía de dolor, Ricardo se le montó y empezó a golpearlo con el puño cerrado en la cara. A como pudo Nicolás empezó a defenderse y a responder al ataque. Logró levantarse y empeza-ron a darse uno y otro golpe hasta que llegó Vanessa, quien aterrada clamaba mi presencia para separarlos. Te voy a matar, le gritaba Ricardo a Nicolás, ¿qué te pasa, pendejo?, le respondía Nicolás. Llegué cuan-do Vanessa gritaba: calmados, jalando a Ricardo y apartando a Nicolás. Tomé a Ricardo y ella a Nicolás. Cuando nos dimos cuenta de que María estaba en la puerta nos calmamos. Me llevé a Ricardo a su recá-mara y me contó lo que acabo de narrar. Vanessa se quedó con Nicolás en su cuarto y le contó su versión: estaba escribiendo una tarea escolar cuando empezó a escuchar a Ricardo practicar, jura que le dio gusto pues hacía mucho no lo escuchaba, a tal grado que le bajó el volumen al estéreo, pero le extrañó el so-nido que desprendía el instrumento de Ricardo, era un sonido grotesco, como filtrado en un desagüe. Un sonido de una garganta gangrenada. Decidió ponerse los audífonos para apartar esa mala práctica de Ricar-do cuando escuchó que se abrió la puerta y sintió el arco del cello estrellarse en su espalda. Y tú riéndote abajo, le increpó a Vanessa. A su vez Vanessa, en su recuento afirma no haber escuchado ni las risas de Nicolás que asevera Ricardo ni la melodía infernal de Ricardo que rememora Nicolás. Y mucho menos el estarse riendo, lo que niega rotundamente y yo pue-do atestiguar. Para ella fue así: deja a Ricardo en la sala para que practique, va a la cocina a prepararse un té para luego buscarse un lugar en dónde escu-

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char la práctica de su hijo. Mientras el agua hervía se pone a hojear una revista y, en palabras de ella, se le suelta una serie de bostezos terrible, uno tras otro. Con los ojos acuosos de tanto bostezar escucha el primer fallo de Ricardo, acostumbrada a escuchar las abruptas interrupciones no hace ningún aspaviento al respecto. Reposa los ojos porque le ha entrado un sueño pesado, cuando el agua hierve se da cuenta que la melodía ha cesado hace unos momentos y empieza a escuchar a María susurrar una canción como lo ha-cía a menudo. Sorprendida decide no ir a verla para no interrumpirla en lo que sería su primer síntoma de una recuperación improbable e intenta descifrar lo que su hija está cantando, pero no entiende nada, arrastra las palabras de tal manera que hacen impo-sible saber qué es lo que canta. Por su cabeza no cabe ni especular en qué habitación se encuentra María ni por qué su hijo ha parado por completo y no le ha di-cho nada. La canción la arrulla. Entonces escucha los gritos de Nicolás y de Ricardo, se activa de inmediato y sube para constatar lo que ya intuye, aterrada grita por mí y llega al cuarto del enfrentamiento, enton-ces llego. Y la concordancia de todas las versiones, los te voy a matar de Ricardo y los ¿qué te pasa, pen-dejo? de Nicolás, ella agarrando a uno, yo agarran-do a otro, las caras rojizas de contusiones y sangre, las ropas arrugadas, los cuerpos tensos y María en la puerta. La versión de Vanessa yo la puedo constatar hasta que cierra los ojos en la cocina y digo que la puedo constatar porque vi todo su recorrido desde que entró a la cocina, buscó la tetera, vertió agua en ella, encendió la estufa, tomó la revista y comenzó a hojearla, le dió el ataque de bostezos, entrecerró los ojos. En lo que difiero absolutamente es en el canto de María, y digo absolutamente porque yo estaba en

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el patio y pude mirarla desde ahí porque María esta-ba en el patio en un camastro tomando una siesta o al menos permanecía acostada con los ojos cerrados bajo el cielo nublado.

Yo estaba en el estudio cuando escuché a Vanessa convencer a Ricardo de practicar. Escucho los prime-ros sonidos de Ricardo y veo a María pasar y empren-der hacia el patio; curioso, la sigo sin anunciar que lo hago aunque sospecho que siempre que lo he hecho, lo sabe. Ella se acuesta en el camastro y me quedo a una distancia que considero prudente. En ese punto también tengo acceso a la cocina y veo el actuar de Va-nessa ya descrito, luego la veo en una acción de como quien se despierta abruptamente con un estruendo o un sismo o un incendio, la veo salir corriendo y empie-zo a escuchar que grita mi presencia, dejo mi posición y voy hacia adentro. Imagino que María también es-cucha el escándalo y me sigue. Los separamos y cada quien se fue con el suyo, ignoro lo que hizo María en ese lapso. Los dejamos calmados en sus respectivos cuartos y fuimos a la cocina, ahí Vanessa me contó su versión. No conjeturamos nada, nos limitamos a con-tar lo sucedido. Nos quedamos en silencio el tiempo necesario hasta que los intocados tés se enfriaron. Va-nessa fue a la recámara y yo al estudio.

Miro el portaretratos vacío frente a mí, y aunque me propuse aguardar hasta tenerlo más claro, me ani-mo a escribir el hallazgo más reciente. Síntoma aún nebuloso que bien puedo llamar: El abrazo de María. Y no me traiciono ni traiciono lo que aquí informo, como lo he dicho: María no ha vuelto a tocar a nadie. Al tal abrazo lo he nombrado así porque es la des-cripción más cercana a una contorsión que he des-cubierto en María en fotos viejas que me ha dado por revisar. He visto una contorsión extraña si se está solo

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en la fotograf ía no así si se es abrazado. Una efigie rara si se borra uno de dos individuos que se abrazan. Cuerpos que reposan en la nada o les son mutilados sus asideros. Así está María en las fotograf ías, a cada cual la sorpresa es menor, porque no es María la que abraza, es algo lo que abraza a María. En la primera, muestra su sorpresa en la cara. En la fotograf ía Ma-ría posa con un grupo de amigas que hacen dos filas, cuatro están inclinadas al frente y cuatro están ergui-das atrás. María está a la orilla izquierda de las que están detrás y la fotograf ía está tomada justo cuando María voltea a su izquierda y puede verse cómo incli-na su cuerpo a la derecha defendiendo su posición al ser jalada a la izquierda, por eso voltea a ese lado, sor-prendida, porque todas las amigas están ahí, no falta nadie. Pero es evidente que María está siendo jalada, lo dice su brazo derecho pegado al tórax con presión y su cintura un tanto jalada a la izquierda pero con reticencia y en su cara la sorpresa de no ver a quien la jala, los ojos muy abiertos, las cejas alzadas. Habrá pensado en una descompensación o una antelación de un desmayo. Nunca mencionó nada al respecto.

En la segunda fotograf ía aparece sólo con tres amigas, ella está a la orilla izquierda de nuevo y esta vez mueve el hombro tratando de quitarse una mano imprudente, esta vez no voltea, no sé si no impor-tándole quién pudiera estar a su lado o sabiendo que no hay nadie, pero la posición de su hombro es de-finitivamente anormal respecto a las posiciones de las otras dos y de María misma. Es una fotograf ía, al contrario de la otra donde se infiere el bullicio, de simple testimonio de una calma velada, una fotogra-f ía que toma un mesero. Y ahí está el hombro de Ma-ría hacia arriba indicando un movimiento oscilatorio anterior para zafarse.

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Y la tercera es con sus hermanos, en la playa, el último viaje que hicimos juntos. La habrá tomado Vanessa, o yo. María de nuevo en la orilla izquierda, Nicolás en medio abraza a María de la cintura, el bra-zo de Ricardo por sobre los hombros de Nicolás y su mano se posa en el hombro izquierdo de su hermano. María no tiende su brazo sobre Nicolás, sólo lo deja caer naturalmente, pero su mano izquierda está en su hombro derecho espigado y respingando, en un movimiento que o se hace en un calentamiento o en medio de un dolor o para quitarse algo que se posa. Su cuello tampoco tiene un movimiento natural, se inclina un poco a la izquierda pero su mentón tiende al sentido contrario. No sonríe, se le mira harta.

Imagino que pensamos que algo le pasaba f ísica-mente, pero pensándolo bien ello hubiera sido tema importante y de alguna forma natural, ya que Vanessa ejerció de terapeuta muscular y no había luxación o dolor muscular o molestia f ísica que no fuera aten-dido inmediatamente y sobre todo luxación o dolor muscular o dolencia f ísica que los hijos ocultaran a su madre. Al hacer estas descripciones corro el ries-go de parecer un paranoico mas confieso que ante lo que nos pasa he notado mi total falta de astucia para discernir entre lo relevante y lo irrelevante, tampoco las borro porque también he notado mi total falta de astucia para prevenir el acecho de lo oscuro. Descri-bo las tres que he encontrado, no dudo que pudiera haber más. No sé si seguiré buscando y si pueda ras-trear el inicio de esto que nos está terminando.

Sin otro evento puntual qué narrar hasta ahora, me resta mencionar lo que ya puede ser inferido, que la casa, antes tan visitada, se ha ido vaciando. Entre nuestro aislamiento y el miedo de los otros a nuestra abulia negra, nos hemos ido quedando solos. No más

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asados, no más piscina, no más veladas, no más mú-sica, no más risas. Ése es nuestro aporte al deterioro y la herrumbre. Hemos vaciado la casa, una casa que se ha ido poblando de susurros, de conversaciones a horas improbables. Lo más parecido a reír es un so-nido que parece provenir de una oquedad de árbol viejo y podrido, de pie pero muerto. Acaso la misma oquedad de la que salen los susurros que empiezan a ser más claros, que empiezan a sugerir acciones, como estos folios mismos, que empiezan a fraguar estrategias para hacer algo por mi familia, un escape, un final. Hoy Vanessa me ha mirado en complicidad cuando me sorprendió aterido ante un susurro. No sé si haremos caso o no a sus designios, sólo es una so-lución posible. Y como todas, evidentemente inútil.

Seguiré describiendo lo que nos acontece en este cuaderno hasta que ya no sea posible hacerlo.

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Índice

La evidencia de lo inútil 7

Historias de familia o un atajo peligroso

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Emersión a retazos 45

El negro manto de Lucifer 61

Los modelos caducos 69

Un batido de sonidos infernales 87

Un alma negra 99

Una habilidad realmente extraordinaria ola falsa sensación de seguridad

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Informes del infortunio se terminó el 27 febrero de 2016 en el taller de Ed. An.alfa.beta, en Juárez, n.l. La portada, impresa en serigraf ía, y la encuadernación se realizaron artesanalmente. En la composición se utilizaron caracteres War-nock Pro 10, 11, 12, 14 y 16. El tiraje es de 500 ejemplares numerados más sobrantes para repo-sición en papel cultural ahuesado de 90 gramos.