dos ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar :-1- 1 Taxidermia emocional. _ Condición. _ ¿Qué? _ Índole o naturaleza de una cosa. La cinco. _ Ah, gracias, prefiero resolverlo sola. El viaje así me resulta más corto, no lo tome a mal. _ Por un momento pensé que prefería estar sola. _ A veces es mejor, yo a usted no lo conozco. _ Yo, en cambio, a usted sí, doctora. Siempre con su uniforme y su andar grácil e incorpóreo. _ No sé qué significa grácil, no soy argentina. _ Lo noté, oriental. ¿De qué renglón del universo? _ Tampoco soy doctora y bajo acá, en Flores, permiso. _ Ya sé, señora. Yo debería haberlo hecho en la anterior, pero la vi y me tomé el atrevimiento de acercarme a dialogar aunque sólo sea por una estación. _ Bueno, ya; me bajo. _ La acompaño. _ Como quiera. _ Estas puertas abren arbitrariamente y se traban, es porque las fuerzan. Ya nadie respeta nada. Esa casa, la de ahí ¿ve? hace muchos años estaba llena de gatos. Ahora la arreglaron y pusieron un museo o algo así. _ Dígame ¿Qué busca en mí? Disculpe mi frontalidad pero soy mucho mayor que us- ted y a priori poco interesante. _ ¿Cómo? _ No nací ayer, estoy intentando presagiar por dónde viene el engaño. _ No se precipite, señora, desde la primera vez que la vi me acompañó su halo mis- terioso. Hoy me armé de valor y me animé a hablarle. En todos estos días no pude dejar de pensar en su rostro, en su belleza, su contextura pequeña, la ternura que aflora en sus gestos, su estampa de muñeca de jade. _ ¿Alguna vez ha visto usted jade? ¡Qué cosas dice! Además, ¿siempre pasa por en- cima del molinete? No se sonroje, comprendo, no todos pueden pagar. _ No es eso, no encontraba el boleto y no quise perderle pisada. _ Atienda, va a explotarle el celular. Yo sigo, no me vaya a pisar, perdido ya está. _ Lo apago y listo, déjeme ver

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Relata la interrelación entre cuatro personajes. Transcurre en Buenos Aires, Argentina, en otoño de 2011. El personaje central está en estado de shock post traumático y sufre alucinaciones en las que se cuelan fantasmas del pasado que intentarán moldear las mismas. Otro personaje central es Hamukuro, una adolescente coreana que debió aplazar su niñez para ir a trabajar. Juega con muñecos perversos para establecer un puente entre su niñez y su estado adulto al que no quiere arribar.Los restantes son la madre de Hamukuro y su amante, veinte años mas jóven.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-1-

1 – Taxidermia emocional.

_ Condición.

_ ¿Qué?

_ Índole o naturaleza de una cosa.

La cinco.

_ Ah, gracias, prefiero resolverlo sola. El viaje así me resulta más corto, no lo tome a

mal.

_ Por un momento pensé que prefería estar sola.

_ A veces es mejor, yo a usted no lo conozco.

_ Yo, en cambio, a usted sí, doctora. Siempre con su uniforme y su andar grácil e

incorpóreo.

_ No sé qué significa grácil, no soy argentina.

_ Lo noté, oriental. ¿De qué renglón del universo?

_ Tampoco soy doctora y bajo acá, en Flores, permiso.

_ Ya sé, señora. Yo debería haberlo hecho en la anterior, pero la vi y me tomé el

atrevimiento de acercarme a dialogar aunque sólo sea por una estación.

_ Bueno, ya; me bajo.

_ La acompaño.

_ Como quiera.

_ Estas puertas abren arbitrariamente y se traban, es porque las fuerzan. Ya nadie

respeta nada.

Esa casa, la de ahí ¿ve? hace muchos años estaba llena de gatos. Ahora la arreglaron

y pusieron un museo o algo así.

_ Dígame ¿Qué busca en mí? Disculpe mi frontalidad pero soy mucho mayor que us-

ted y a priori poco interesante.

_ ¿Cómo?

_ No nací ayer, estoy intentando presagiar por dónde viene el engaño.

_ No se precipite, señora, desde la primera vez que la vi me acompañó su halo mis-

terioso. Hoy me armé de valor y me animé a hablarle. En todos estos días no pude

dejar de pensar en su rostro, en su belleza, su contextura pequeña, la ternura que

aflora en sus gestos, su estampa de muñeca de jade.

_ ¿Alguna vez ha visto usted jade? ¡Qué cosas dice! Además, ¿siempre pasa por en-

cima del molinete?

No se sonroje, comprendo, no todos pueden pagar.

_ No es eso, no encontraba el boleto y no quise perderle pisada.

_ Atienda, va a explotarle el celular. Yo sigo, no me vaya a pisar, perdido ya está.

_ Lo apago y listo, déjeme ver…

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-2-

_ ¿Me está sacando una foto? ¡Es el colmo!

_ Si, sonría.

_ Tiene que pedir permiso. ¿Qué se cree? No me agrada que cualquiera lleve una

foto mía en el bolsillo.

_ Deme tiempo, algún día dejaré de ser cualquiera, ya va a ver.

_ Me parece que usted delira. ¿No tendrá fiebre?

_ ¿Ve? Recién no me hablaba y ahora me toca.

_ No lo toco, es mi trabajo, soy enfermera.

_ Le pago entonces.

_ No sea ridículo.

_ Vayamos a merendar por ahí.

_ No puedo, mi hija me espera.

_ Conozco a su hija, o al menos eso creo, la he seguido alguna vez.

Usted absorbe mis jornadas, señora. No quiero parecer un obsesivo pero es así. In-

cluso, monto guardia en los lugares en los que frecuenta para forzar un encuentro

casual. Hice mapas, notas, estudios de probabilidad. No debería revelar mis artes,

pero quiero hacerlo, quiero quitarme este lastre.

Uno puede hacer las cosas más diversas por amor.

_ Felonías

_ ¿Eh?

_ Traición, engaño, la siete, ¿ve? Acá aparece usted, vertical. _ La enfermera retira

de su bolsillo y enseña la hoja de un periódico con el crucigrama.

_ Usted toma en sorna mis sentimientos.

_ Me parece absurdo escucharlo hablar de amor.

_ Hay quien se enamora de una actriz de cine y nunca llega a conocerla. Usted es

eso para mí: alguien a quien observé durante algún tiempo, alguien inalcanzable. La

idealicé, la convertí en mito. Ahora, fortuitamente, se abre una escotilla y debo buce-

ar hasta la siguiente etapa.

_ Claro, ya veo. Yo, una enfermera coreana de cuarenta y seis años, vendría a ser

una especie de starlett para usted, un joven de veintitantos años que podría ambi-

cionar otra cosa.

¿Usted ha estado alguna vez con una mujer? ¿No será ese el problema? Quizás yo

sólo sea un intento desesperado o uno de los múltiples frentes que fue sembrando

por ahí a la espera de una magra cosecha. La mies, los pies, el barro y usted que

mira sin entender nada.

_ Que bonito habla.

_ Tengo que pensar que nunca se ha enamorado. Si así fuera, no quiero ser su coba-

yo.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-3-

_ No, de ninguna manera.

_ ¿Para qué sigo hablando? Aquí el objeto de análisis es usted y sus conductas, su

foco torcido.

_ Usted ha sido mi centro este último mes y pico y ahora que hablamos quiero inda-

gar más.

_ Usted es un fisgón que busca inmiscuirse en mis cosas. ¿Qué quiere averiguar?

_ Quiero saber cómo se siente, ¿cuáles son sus miedos?, ¿qué motivo la hace cami-

nar tan rápido, pero con pasos cortos?, ¿por qué razón antes de mirar a los ojos hace

un movimiento infrecuente con el cuello, como pidiendo autorización?

_ A mis cuarenta y seis años escuché mucho. No es la primera vez que un tipo inten-

ta seducirme con este tipo de argumentos y luego se convierte en un despojo malo-

liente que posa su infortunio apoltronado en mi sillón y viviendo a mí cargo. Un poco

de compañía no justifica sostener un parásito que vacía mi heladera. La libido em-

briaga la razón y la desdibuja, pero por ahora tengo los límites bien demarcados.

Con esto termino, nene, no me jodas; para hijo tengo a mi hija. Busco otra cosa en

un hombre.

El Tipo móvil, así lo llamaremos de ahora en más, clavó sus ojos en los de la enfer-

mera y se fue. Se perdió en el adoquinado, rumbo al este, frente al sol de la mañana.

No se produjeron encuentros casuales durante los siguientes dos meses y cada uno

continúo con sus pequeñas existencias.

Ella sintió la inexorable tribulación originada por la pérdida de la oportunidad y él, el

fracaso.

Ella, intentó convencerse a sí misma de obrar correctamente al no haber aceptado

intempestivamente la invitación. Intentó, pero en la sensación de vacío rebotan las

palabras de aquel muchachote mascullando palabras que no comprendía, su bigotín

ridículo, sus mocasines blancos y su traje holgado.

Los días se repiten en el tren. Viajar a la misma hora es como una improvisación de

jazz. Siempre con los mismos acordes, pero nunca igual, generalmente imperfecto y

despiadado.

Un hombre vestido con un pantalón beige y una camisa crema, bizco, con zapatos

símil cuero cubiertos de yeso salpicado y seco, refunfuña y masculla por la demora

de una formación.

_ Yo no pago un puto boleto más, yo no pago un puto boleto más y la concha de tu

mad, la cncha de tu mad. _ Todo dicho entre dientes, acentuando en concha pero

tragándose la primera o, a la vez que se rasca la mollera, retirándose para ello un

gorro azul bordado con la inscripción PINAMAR: UN ESTILO DE VIDA.

Otro tipo, canoso, de ojos claros y mirada perdida, se pasea destartalándose en cada

zancada con un cono de señalización sustraído de la vía pública, naranja y con cintas

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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reflectivas a los costados. Probablemente busque ser descubierto, su botín nunca

pasará desapercibido. Su rostro evidencia vergüenza. Siente todas las miradas fijas

en él y la situación lo supera e incómoda. Mira en todas direcciones, apoya el botín

en el suelo, se aleja unos pasos y se hace el distraído.

Ahí reposa, como un hito caprichoso en el medio del pasillo del tren. Los pasajeros lo

esquivan, lo patean e incluso alguno se lo coloca como un bonete.

La calesita1 de la esquina de Segurola2 y la vía está cerrada. Los muñecos de madera

laqueada destellan ante el reflejo repentino de los automóviles.

Son las 6:30 de la mañana y aún es de noche. A alguien se le ocurrió escribir su

nombre (o el nombre de alguna Mabel) con el vacío que produjo quitando venecitas

mugrientas de la estación Villa Luro. Los vislumbres de la noche viajan por los rieles,

interferidos, de a ratos, por la interposición de algún objeto opaco.

El tren se detiene antes de llegar a Liniers. Tras la silueta de un vagón quemado se

advierte algo de movimiento. Retoma su marcha y la estación aparece como todos

los días, con sus charcos, sus falencias, su hedor penetrante y ácido y su gente que

espera, mira en lontananza y pasa como mojones en la ruta.

Pocas sonrisas a esta hora de la mañana. Pocas diferencias en el fraseo ahora que

entramos a la provincia de Buenos Aires. Comienza a aclarar en Tres de Febrero y en

La Matanza será igual, inequívoco, previsible.

El encuentro casual no se produce y la imagen del Tipo móvil se agiganta. La enfer-

mera coreana intenta darle vueltas al asunto, mientras ensortija las puntas florecidas

de su cabello. Fija su mirada en el cono naranja que rueda torpemente en círculos y

piensa para sí:

_ Tengo razón, no es más que un pendejo que quería una revolcada y ante el menor

obstáculo se amilana. El botín tampoco era tan suculento. ¿Qué tengo para ofrecer?

¿Por qué alguien debería ser insistente luego de mis ironías y repulsas? Al final me-

rezco esto que me pasa, quiero movimiento pero no problemas.

¿Por qué se habrá fijado en mí? ¿Será un estafador?

Obsesivo es. ¿Estará por ahí, oculto, observando?

Al menos alguien se interesó en mí, aunque no puedo conformarme con tal minucia.

Pedí durante mucho tiempo que se presente una oportunidad así. Alguien que no

tenga una nariz de alcohólico o me supere veinte años en edad, alguien que no se

mueva dentro de mi ámbito profesional y pueda causarme problemas. Al fin y al ca-

bo, entre una cosa y la otra se me pasa la vida. ¿Dónde voy a

conocer a alguien potable fuera del tren o la calle misma? Fueron trechos de lánguida

letanía y ahora que vislumbro un atisbo de claridad, me hago la desentendida.

1 Tiovivo 2 Avenida de Buenos Aires

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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Creo que me estoy volviendo estúpida; parezco una adolescente encandilada.

¿Si aparece ahora de pronto, qué le digo? ¿Le hinco el diente? ¿Comienzo con mis

peros otra vez? Terminaría por espantarlo con cualquiera de las dos variables.

Una noche cualquiera, ella está sola en su departamento. Su hija, apodada Hamuku-

ro, salió y estará fuera algunos días. Llegó tarde a casa, se quitó la ropa de trabajo,

la arrojó a un sillón y se colocó una bata china con los puños desgastados. Preparó

mate3 en una tacita de porcelana decorada a mano y comenzó a pintarse los labios,

de rodillas, con delicadeza, usando como retorno visual su reflejo aberrante en la

puerta del horno. Por aberrante interpreto ópticamente deforme, no otro tipo de con-

notación. Luego se dedicó a delinear sus ojos, primero el derecho y luego el timbre.

El timbre de la puerta del departamento, no el de la calle; presionado por alguien

que no tiene la llave de arriba pero sí la de abajo. Algún vecino, la portera o cual-

quiera que entró de sopetón.

El visitante está ahí, en medio del pasillo, a oscuras y observado a través de la mirilla

por una mujer a medio arreglar que hace un instante hacía esfuerzos por abandonar

las cuclillas tomándose del asa inestable de la puerta del horno; con los dientes ver-

des por el mate, la bata antes mencionada y unas pantuflas de EVA4 robadas de un

hotel. No hay tiempo para seguir arreglándose, pero tampoco corresponde recibir a

alguien de ese modo. Pudo haber gritado ¡un momento por favor! Pudo haber dicho

¡ya vaaaa!, pero no se le ocurrió y se quedó ahí parada en silencio.

La visión a través de la mirilla no aporta demasiado. Si fuera su hija, a esta altura se

escucharía un mamáááá abrííí, no encuentro las llaves. Cualquier otro podía esperar

o irse, pero, si es él, no hay otra alternativa que arriesgarse a que conozca una ima-

gen derruida, notablemente distante de la idealización sugerida anteriormente.

El timbre retumba otra vez en el silencio del cuarto. Ella, sobresaltada pregunta:

_ ¿Quién es?

_ Yo, señora, Silván. Vengo a despedirme.

Ella entreabre la puerta y lo ve. Es él, el Tipo móvil, con un traje Príncipe de Gales de

feria americana mayor a su talle, medias5 rojas, zapatos blancos, un ramo de man-

zanilla atado con cinta bebé y una nariz de payaso. El mismo que hace menos de dos

horas estalló en gritos y abandonó el domicilio de su vecina y pareja acusándola in-

fundadamente de traición.

Entre los cientos de preguntas posibles ella elige.

_ ¿Y esa nariz?

3 Infusión hecha de yerba mate y bebida a traves de una bombilla.

4 Polímero termoplástico flexible compuesto de etileno vinilo y acetato. 5 Calcetines.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ Hace juego con tus labios.

_ Qué pavada. ¿Las flores secas significan algo?

_ Son manzanilla, del terreno que tiene mi hermano en la provincia de La Pampa.

_ ¿Qué se supone que haga con ellas? ¿Son de adorno?

_ Puede ser, un adorno que sirve para preparar té, si no le molesta, ya mismo hago

dos.

_ Estás algo alterado. Se nota que te cuesta llevar adelante la situación. Me tratás de

usted y después me tuteas. Es la incoherencia y el titubeo de un tímido o de un men-

tiroso. Te acompaño a la cocina, quiero probar ese té de tu hermano.

_ De manzanilla.

_ Si, ya sé. Yo conocía la manzanilla pero ensobrada en saquitos.

_ Traje por un lado el saco y por otro la manzanilla.

_ Disculpá, ¡qué colgada! Dejalo en la silla.

Antes que empieces te advierto que no tengo colador.

_ No importa, la dejamos decantar y luego intentamos evitar la borra o filtramos to-

do con una media de Nylon6.

_ Una media no, en todo caso un lienzo.

_ Un puñado de flores envuelto en un lienzo, cerrado con esta misma cinta que ata el

ramo. Un saquito más grande, artesanal.

_ ¿Cuál sería la gracia entonces? Usemos un par de saquitos y ya.

_ La gracia está en la ofrenda, el aroma. No iba a aparecer con un ramo de saquitos.

_ En ese caso sería un racimo, ahora mismo estaríamos intentando desenredarlos.

Aquí está la pava.

_ ¿Enlozada? Qué bonita.

_ La galantería me fastidia, me resulta pegajosa. Es una pava y punto.

_ Una pava bonita, igual a su propietaria.

_ Igual a su propietaria, con el enlozado saltado y óxido en avance permanente;

muestras de un progresivo e inevitable deterioro. ¿Qué más? Sarro imposible de qui-

tar, un asa de madera agrietada, un remache faltante sustituido por un tornillo mu-

cho más pequeño que el orificio y un par de bollos que nadie se adjudica.

_ La perfección de lo imperfecto.

_ Entonces reconocés que soy la fiel imagen de la pava.

De todas maneras la propietaria es mi hermana. La heredó de mi madre y me la dio

como préstamo sin retorno. Se ve que nadie la quiere pero al parecer a vos te agra-

da. Pero, ya que tratamos el tema de la perfección de lo imperfecto, nombrame mis

imperfecciones.

_ No podría

6 Marca comercial de poliamida.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-7-

_ Yo sí podría nombrar las tuyas, me refiero a lo que se aprecia a simple vista.

_ Me gusta mucho lo que veo.

_ Quizás tu problema es que sos chicato7, debería aprovecharme de eso.

Quizás tampoco oís, o sos insensible ¿no ves que hierve el agua?

_ No entiendo por qué los argentinos decimos ¿no ves que tal cosa?, refiriéndonos a

un sonido. El sonido no se ve.

_ Otra vez, yo no soy argentina. Al hervir el agua, la tapa tintinea y exhala vapor;

dos fenómenos factibles de captar a través de la visión.

_ Suspiros de vapor, como en invierno en la calle. Algún día podríamos ir al parque

Avellaneda y comprar nieve de azúcar.

_ ¿Eso es todo lo que se te ocurre? Sos un galán de cabotaje. Ah, no, también están

las flores de tu supuesto hermano.

_ Su puesto quedó vacante.

_ Perdón, no sabía.

_ No, mi hermano está bien. Me acordé de otra persona con la que discutí hace un

par de horas.

_ ¿Cenaste?

_ No. ¿Azúcar?

_ A mí, con miel, está en la puerta de la heladera. Las cucharas, en el primer cajón y

las tazas, en la alacena de la calcomanía redonda.

Ahí también hay platitos. Traé uno más que tengo algo de queso.

_ ¿Puedo dormir acá hoy?

_ ¿Aquí, conmigo?

_ Si, acá, juntos.

_ De eso se trata, supongo, pero mañana temprano te vas.

_ Mañana es feriado, primero de mayo.

_ Igual, te vas.

_ Estas tazas no tienen manija. ¿Cómo las agarro para no quemarme?

_ Se llama asa, y a la temperatura correcta no quema. Si tuviera asa, te pelarías las

tripas de todos modos.

¿Pensaste a priori que era así de fácil? ¿Llegabas con un ramito de pasto y te acosta-

bas conmigo? ¿Pensaste por un momento que iba a funcionar?

No podés creerlo… ¿o te da lo mismo?

_ No sé, actué por impulso, improvisé.

_ No te creo. Sabías que mi hija no estaba. Habrás montado guardia una semana,

anotando en una libretita horarios, impresiones y garabatos.

_ No, tanto como eso no.

7 Corto de vista

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-8-

_ Bueno, dejá la taza en la bacha y vení antes de que me arrepienta.

_ Esperá, no tironees que se cae.

_ Dale payaso.

_ ¡Se cae!...

_ Ahí está, no se cayó. ¿Ves que exagerás todo?

Sacate esa nariz ridícula, hace que hables gangoso.

_ No, la dejo para el final.

_ Hacé como quieras. No entiendo tus jueguitos, pero son tan patéticos que me di-

vierten.

Perdoná el desorden, no esperaba visitas.

_ Yo imaginé todo pero no importa, es diferente.

_ Imaginar, imaginar… La imaginación es frondosa, compleja y a veces incongruente.

Imaginar tanto generalmente no sirve. Apoyá tus cosas ahí.

¿Imaginaste este cuerpo chorreando carne con olor a yodo y desinfectante? ¿Y mis

rodillas asimétricas? ¿Los juanetes? ¿La ropa interior beige del siglo pasado? ¿Las

cobijas con olor a naftalina y pelos de gato? ¿Y la alfombra rala? Ahí tiene restos de

un chicle que nunca pude sacar. No me tomé el trabajo, en realidad. Me dicen que

soy una dejada. Las dejo que opinen, ¿que mierda?, no me interesa. Aguanté cinco

años a un marido que marcaba cada uno de mis errores y falencias. Ahí se quedó, sin

mujer ni hija y en un país que lo rechaza.

¿Era todo en blanco y negro? ¿Olías en tu imaginación? ¿Era todo estático o mutaba?

Yo divago cuando pienso. No puedo recrear una imagen y dejarla ahí apoyada en una

mesa. Al segundo desaparece o cambia completamente de forma. No puedo fijar

contornos y todo queda nublado, borroso; una porquería. _ El Tipo móvil tantea sus

bolsillos desde afuera.

_ Te quedaste perplejo. ¿Seguís con ganas de quedarte?

_ Deseo irme mañana feliz por la hermosa noche que pasamos juntos.

_ Eso me suena a que viniste a buscar mi cabeza, que soy un trofeo o parte de una

colección. Una historia para contarles a tus amigos.

_ Soy muy discreto.

_ Andar fisgoneando por ahí no es signo de discreción.

_ El fin justifica los medios y los miedos. Ahuyenta los miedos.

_ ¿Tenés miedo de algo?

_ Miedo al rechazo.

_ Eso no es miedo, es otra cosa.

¿A qué rechazo te referís? Estoy parloteando frente a vos, semidesnuda y a punto de

meternos en la cama. ¿Temés que me arrepienta a último momento? No te enros-

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-9-

ques ni mucho menos me enrosques a mí. Mañana seremos sólo un buen o mal re-

cuerdo uno del otro.

_ Te faltó pintarte un ojo.

_ No alcancé a terminar el otro, no te esperaba.

_ Yo creo que me esperaste todas las noches esta semana.

_ Sacate esa nariz.

_ Primero la ropa.

_ Primero vos.

La mañana siguiente la nariz yace en el suelo alfombrado, enredada con la manga de

una camisa que debió haber estado sobre una silla junto con el resto de la ropa, ex-

cepto el saco que pernoctó en el respaldo de otra silla en la cocina. La habitación se

encuentra inundada por débiles rayos de luz con tierra en suspensión filtrados por los

agujeritos de la persiana. El elástico de la sábana de abajo está roto y la esquina

superior derecha del colchón queda al desnudo. El Tipo móvil observa cada detalle

mientras hurga en su nariz, reclinado en el respaldar de la cama. El placar entre-

abierto deja ver atisbos de la ropa de ella y ella mira (en la acepción de apuntar, no

de ver) hacia el otro lado, inmóvil e imperturbable, adoptando una postura similar a

la de una media res.

Él se incorpora para ir al baño y ella despierta.

_ Ándate, prefiero que sea así. ¿No te enojas?

_ ¿Me despachas sin desayuno?

_ Dale, no lo hagas más difícil. Nos vemos después.

_ ¿Me abrís?

_ Me visto y voy. _ La siguiente cita se produjo el mismo día, en el Parque Avellane-

da.

Él aguardó pacientemente la llegada de ella, en la vereda de enfrente, en la cuadra

de los monoblocks, dando pequeños saltitos para mitigar el frío.

Ella apareció por donde él menos lo esperaba, con tapado y botas de cuero, pollera

búlgara, un collar de madera y unos anteojos con incrustaciones, a modo de vincha.

Su gélido rostro hoy aparece correctamente maquillado excepto por un roce involun-

tario de lápiz labial en uno de sus dientes.

_ Me mirás raro, ¿qué ves? No me depilé el bozo, espero no te importe. Ayer no te

importó, pero quizás no te diste cuenta. La base a veces disimula y a veces resalta.

_ Nada de eso, te ves hermosa. Esperame, compro un copo de nieve de azúcar y

vuelvo.

_ Prefiero un café con un tostado acá en Olivera y Directorio. _ La enfermera señala

la esquina con su dedo índice.

_ ¿Dónde?

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-10-

_ Ahí, ¿no ves?, hay un bar.

_ Me imaginé que preferirías otro tipo de lugar.

_ Ese está bien, nadie va a vernos.

_ ¿Puedo darte la mano?

_ Mejor no.

_ ¿Te incomoda que nos vean? No hay un alma.

_ Bueno, un ratito, pero besos en la calle no.

_ Descontracturate.

_ Todavía no, no es fácil para mí. Veo miradas réprobas y condenatorias por todos

lados. La gente mira con desdén las parejas en la que la mujer es tantos años mayor

que el hombre, y para colmo la nuestra es interracial; una locura. No quiero ser el

bufón de nadie, y menos en mi barrio.

_ Este no es tu barrio, sos de Flores ¿Ya te preguntaron si conocías la diferencia en-

tre Flores y Floresta?

_ No seas pelotudo. _ Minutos después el Tipo móvil juega con un terrón de azúcar

entre la mesa y la yema de su índice derecho.

_ Este soy yo, dulce y firme.

_ Cuadrado y empalagoso.

_ ¿Querés?

_ Yo no uso azúcar. ¿No es que sabés todo acerca de mi Sherlock?

_ Pensé que preferías la miel, no que no usabas azúcar. _ Abre el envoltorio y coloca

el cubo dulce en su taza. Ella sonríe de a ratos y observa la decoración del bar entre-

cerrando sus ojos para enfocar mejor.

_ ¿Tenés perro? _ Pregunta ella y él piensa sin decir nada. Apenas atina a fruncir el

ceño como quien indica ¿qué me preguntás?

_ Contestame.

_ No, no tengo nada que no quepa en un par de valijas.

_ Yo no tengo mascotas. Tuve pero ya no. Concretamente dos loros, Renzo y Lorena.

Primero uno y luego otro. La jaula la regalé, estaba despintada y rota.

Lorena era hembra. Tuvo una enfermedad. La cuidé mucho. De ella solo quedó un

manojo de plumas, el resto lo tragó el gato de mi hija. Conociste su pelo en la cama

anoche. Nunca está, viene a comer. Me detesta y yo a él.

Podríamos tener algo juntos; una tortuga, un hámster, una iguana… Una semana

vos, una yo.

_ No, definitivamente. Soy inconstante. Además viajo seguido al interior. Soy viajan-

te de comercio, entre otras cosas.

_ ¿Otras cosas? ¿No eras visitador médico?

_ Algo así. Vendo suplementos proteicos en gimnasios.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-11-

_ ¿Algo así? ¡Mirá que sos chanta8, eh!

_ No, ¿por qué? Represento a una firma importante.

_ ¿Y te presentás con la nariz de payaso?

_ Eso fue para romper el hielo, puse mi mejor voluntad.

_ Tenés razón, funcionó la treta. Si venías con aires de seriedad a hablarme de tus

intenciones y del futuro te echaba a escobazos limpios.

_ Sos contradictoria. La mascota es un lazo con el futuro. Yo voy y vengo. Es mejor

no involucrar los sentimientos de golpe. Si uno no espera nada del otro, todo lo que

recibe es un bonus extra.

_ Ayer nos vimos y hoy también. Es la misma cita, sólo que te fuiste en el medio.

_ Me echaste.

_ Soy vulnerable cuando duermo, me incomodabas.

_ Pero dormimos juntos.

_ No me importa dormir en mi casa con alguien. El problema aparece cuando él des-

pierta mientras yo duermo. Siento invadida mi privacidad. Imagino que abren los

cajones, espían. Encima vos tenés un prontuario que mete miedo.

_ ¿Querés pedir algo más?

_ No, vamos. En casa tengo una película que andaba buscando hace rato. Es coreana

pero esta subtitulada en inglés.

Perdón, no vas a entender nada. No sé en que estaba pensando, disculpame.

_ Dejá, nos vemos otro día.

_ No sé dónde. Mi hija ahora no está, pero pasado mañana vuelve y ahí en casa ya

no vamos a poder. Se va a hacer más difícil.

_ Somos adultos, vamos a encontrar algún sitio. Mi casa es un cuchitril, pero digno.

_ Llegado el caso vemos.

_ Te acompaño. Quizás entienda los subtítulos o me enseñes coreano.

8 Alguien que no es de fiar.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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2- Mercader de espuma.

_ Parece una cucaracha de tres patas, con cola, y una corona azul incompleta.

_ Las cucarachas no tienen cola ni coronas azules, en todo caso se parecerá a algún

otro animal.

_ Se mueve. ¿No es peligroso?

_ La próxima quedate encerrado, Hookson, todo te resulta peligroso.

_ Todo no, no seas injusto.

_ La gente de la parada del colectivo, la boca de tormenta, los quemadores, la bebi-

da, la comida; ah y el gato tuerto.

_ El gato no me asustó. Sí me asustó, pero no porque inspire peligro. Apareció re-

pentinamente. Es susto mezclado con sorpresa. _ Hookson se encuentra en una fies-

ta de disfraces en el barrio porteño de Monserrat organizada por un sector de la co-

munidad peruana. Fue invitado por un compañero de pensión quien no le advirtió

que el embozo debía ser característico de esa colectividad.

Contra un costado, alguien colocó quemadores a gas bajo una chapa de acero, sus-

tentada por caballetes de hierro ángulo. Sobre la precaria instalación, cinco filas y

nueve columnas de hamburguesas y chorizos se retuercen ante la progresiva des-

hidratación.

La chapa está levemente inclinada y los fluidos van a parar a una cubeta cincada

atestada de gotas espesas que se amalgaman y fluyen pesadamente.

Hookson viste la única muda de ropa decente que tiene y una careta plástica que

imita la cabeza de una vaca. Se le hace difícil respirar. La ventilación es escasa, el

oxígeno no alcanza y el olor a grasa, gas y comida le provoca náuseas.

La fiesta transcurre en paz.

La careta opera de barrera. La consiguió en la calle Lavalle dónde además tuvo que

adquirir otras cosas para alcanzar el monto mínimo de pago exigido por tratarse de

un local de venta mayorista.

La máscara posee contra curvas.

Vista desde adentro es blanca.

Exteriormente posee colores fuera de registro estampados por serigrafía.

La tinta serigráfica emana un olor penetrante.

Las contra curvas acumulan agua líquida condensada por el contacto del vapor con el

plástico.

Hookson está al borde de la asfixia. Sufre alucinaciones y entra en un estado de

somnolencia que lo hace flotar enajenado.

Intenta hablar con todos pero balbucea incoherencias. A causa del efecto narcótico

producido por su cerebro turbado consigue vencer la barrera de su inmensa timidez.

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Siente que algo bueno puede ocurrir y no quiere desperdiciar la sazón involuntaria.

Avanza, tropieza y cae en un sopor que le provoca un vahído temporal. Se reanima

pero no despierta del todo. Su capacidad de discernimiento entre lo real y lo imagi-

nario se ha roto temporalmente.

Sale a la calle y camina a los tumbos unos pocos metros. La temperatura es más

baja que en la sala y lo nota, pero no advierte que olvidó, hecho un bollo arriba de

unos bafles, su saco beige con botones de madera.

Hookson está fuera de sí. Sonríe desencajado, baila solo y patea hacia la calle bolsas

de residuos.

La música suena grave afuera. Se cuelan voces apagadas y palmas. Hookson señala

la fuente sonora, mueve un dedo, frunce el ceño y se tambalea como si estuviese

embriagado.

Tiene un contacto esquivo con la realidad que aparece mezclada con alucinaciones en

forma de ráfagas intermitentes.

Cree haber visto en la fiesta a Ángela, una maestra jujeña devenida en cosmiatra, de

quien se enamoró perdidamente alguna vez y con quien vivió un romance desteñido.

Cree que ella lo busca y no puede hallarlo. Advierte peligro en el derrotero de ella por

alcanzarlo. Se toma la cabeza con las manos e intenta gritar su desdicha pero ni si-

quiera recuerda cómo hacerlo. Ha perdido la capacidad de disociar entre lo real, lo

imaginario y los reflejos de vivencias del pasado.

Hookson siente que es un superhéroe, los impredecibles vericuetos de la esquizofre-

nia lo depositaron ahí.

Frota los brazos con sus manotas para mitigar el frío mientras camina a los saltos

con la cabeza gacha sorteando charcos.

La realidad y la fantasía conviven en su cerebro contaminándose una a otra. Ahuyen-

ta con vehemencia moscas inexistentes y hace movimientos bruscos.

El viento levanta y traslada la basura de la calle.

No voltea hacia atrás aunque tiene la certeza de ser perseguido por algo o alguien.

Camina con tranco decidido y destino incierto. Ni siquiera sabe bien dónde está ni

quién es.

Intenta recordar cuál fue la circunstancia que lo depositó allí, turbado y sin abrigo,

pero sólo logra rememorar impresiones inconexas y deshilvanadas.

De a poco aparecen los colores de la fiesta, el tufillo fétido del gas, la grasa burbuje-

ante, los enmascarados y el saco de lana beige con botones de madera.

Entrecierra sus ojos para evitar la tierra imaginaria que avanza de frente arrastrada

por el viento.

Se coloca al resguardo contra la chapa lateral de un puesto de diarios, se acurruca y

duerme profundamente. Advierte peligro, pero lejos de acobardarlo, lo fortalece. Su

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centro es proteger a Ángela de los monstruos deformes que se esconden en sus sue-

ños, viles y perversos aunque submarinos.

Cavila y desarrolla hipótesis a un ritmo acelerado. Percibe la presencia de un peligro

inminente. Determina que debe hallar a Ángela para disuadirla de acercarse al mar.

Apesadumbrado, tapa su rostro con las palmas de sus manos. Se incorpora y advier-

te que ya no hay puertas ni monstruos subacuáticos. Frente a él se alza la cara de

chapa de una parada de diarios9 escrita con pincel en un idioma que recuerda pero

que no puede comprender. El dueño del local advierte su presencia e intenta ahuyen-

tarlo. Hookson escucha, mira pero no comprende el significado de las palabras (aun-

que sí de algunos gestos). Distingue gritos apagados, informes y opacos. Intenta

justificarse pero no puede traducir en vocablos sus pensamientos. Apenas balbucea

incoherencias.

Una gitana de unos cuarenta años se quita una pulsera y la lustra contra su vestido.

Hookson intenta dar un paso hacia ella y cae desplomado.

Despierta horas más tarde en un banquito rectangular con patas de caño cuadrado

pintadas de beige, tapizado con cuerina verde. Con la yema de los dedos recorre la

cuerina resquebrajada y pelusienta. Va y viene con las uñas, levanta cascaritas y las

desprende dejando al desnudo una capa de tela blanca.

_ ¿Qué hace señor? Me rompe la silla.

Hookson comprende que no es su casa, su silla ni su idioma y que las cosas cambia-

ron desde que despertó al costado de la parada de diarios. Sin embargo, a su iz-

quierda, una adolescente con auriculares canturrea algo en un lenguaje conocido

para él. Se incorpora y advierte que está cubierto por una manta liviana. La acomo-

da, se envuelve en ella y suspira. Su mirada sigue fija en la adolescente de la silla

contigua que ahora juguetea con un vasito de plástico.

Ya no canturrea.

Hookson se distrae con la aguja de un reloj que avanza un grado y retrocede. Com-

prende la hora, los números, el bloqueo como señal de falta de batería y sobre todo

las palabras en inglés de Hamukuro, la adolecente de la silla de al lado. Logra tam-

bién interpretar alguna de las inscripciones de un fragmento del envoltorio de un pa-

quete que extrajo hecho un bollo de su bolsillo. Se rasca la barbilla, frunce los labios

y cavila. Hamukuro coloca un vasito de café, que aún conserva un sedimento visco-

so, boca abajo, sobre el piso de linóleo. Lo empuja despacito con la punta de sus

borceguíes. Lo desliza suavemente con un pie y luego con el otro, mientras acompa-

sadamente acompaña tarareando con una cadencia en el cuello y una sonrisa.

El reloj sigue sin moverse mientras el vasito se aleja lentamente.

9 Local callejero de venta de periódicos y revistas.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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La melodía es más aguda y vuelve a aparecer el lenguaje conocido. Hamukuro se

reclina, eleva una de sus piernas sin flexionar las rodillas para tomar impulso, frunce

el ceño y aplasta violentamente el objeto como a una mosca. La masa viscosa de

azúcar coloreada con café se desparrama radialmente pero no fluye.

Hookson sonríe por reflejo. Piensa un instante y recuerda a la enfermera que lo re-

prendió.

Encuentra un manojo de gasa entre los residuos de un tacho y limpia el piso como

puede.

Hamukuro no esperaba ese gesto y comienza a golpetear el asiento con sus dedos,

hecho que Hookson interpreta como una invitación a sentarse a su lado. Hookson

retira el envoltorio plástico de su bolsillo y lee en voz alta:

_ Chocolate: 70% cocoa: 65%. Cocoa mass, sugar emulsifier, soya, lechiting, flavou-

ring: vainillin. Gum arabic. Gun, arabic. Caramauba. Caramauba. ¿Caramauba?

_ What a fuck is Caramauba? _ Pregunta Hamukuro mientras observa sorprendida.

Una compuerta se abre en el cerebro de Hookson como si un coágulo ahora disuelto

hubiera estado impidiendo el flujo de su pensamiento. Nota que hay un lenguaje en

el que puede comunicarse pero no es el que aparece mayoritariamente a su alrede-

dor. Esa adolecente es su ancla y es real, o al menos eso aparenta.

A partir de esa revelación comienza a dialogar con ella en inglés, aunque sus conver-

saciones aparecerán traducidas al castellano para su mejor comprensión.

_ No sé quién soy ni por qué estoy aquí. No comprendo el idioma de éste lugar pero

observo que esporádicamente utilizan el mío. Vos, sin ir más lejos, estabas cantán-

dolo recién. Te pido imperiosamente que me ayudes, te lo suplico. _ Mientras tanto,

toma con sus manotas las de Hamukuro, quien atina a retirarlas por impulso.

_Yo estoy acá porque de casualidad. Hablemos un rato y después me voy.

_ ¿Por qué hablás mi idioma?

_ Mucha gente habla tu idioma acá. Igualmente ninguno de los dos el mío. Nací en

Corea del Sur y llegué a Buenos Aires a los tres años de edad. No sé qué soy. Mi ma-

dre dice que me mantengo dentro del estereotipo de una pendeja norteamericana

amoldada a Buenos Aires. Lo dice para joder. Yo intento tener identidad propia.

_ Creo recordar un viaje. Tampoco soy de aquí. Recuerdo el mar, un televisor en

blanco y negro, la calle, los manglares. Basura en la playa, pantanos, monstruos y

enemigos acechando por todas partes.

_ ¿Qué clase de enemigos?

_ Puertas que se abren, siluetas, sombras, algunas figuras definidas. Amenazas la-

tentes que nunca concretan el ataque.

_ Yo tengo amigos y enemigos, los anoto en un papel. Pasan de un bando al otro de

acuerdo a su proceder. Con un amigo hicimos un diagrama. Él es el escriba y yo dic-

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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tamino. Lo bautizamos El Árbol maniqueo. En la copa están los buenos y en las raíces

los malos. La copa es débil, por lo que cuenta con pocas plazas. Las raíces son in-

terminables. Alguien puede descender arbitrariamente sólo porque no queda lugar en

la copa. En ese caso se genera un conflicto ya que alguien nuevo al que considera-

mos bueno debe desplazar a otro y confinarlo a la vida subterránea, hecho que habla

mal de sí mismo y le quita puntaje.

_ ¿Qué ocurre con quien no es bueno ni malo?

_ Casi ninguno se define de modo tajante. Los límites se desdibujan. Esos seres gri-

ses a los que te referís pueblan la superficie. Son los peores, los despreciamos infini-

tamente y les prohibimos todo intento de acercamiento al árbol.

En cada uno de nosotros convive un ser imaginario que se atreve a decir y hacer co-

sas irreverentes, cosas inalcanzables.

Yo intento despegar a las personas de ese ser imaginario para enfrentarlo y destruir-

lo. De esa manera me veo forzada a crear otro ser imaginario perfeccionado, más

acabado y definido.

_ Una imagen de gelatina.

_ Una masa informe que comienza a contornearse hasta lograr una identidad que se

transfigura en un momento dado para mutar en otra.

_ ¿Vos sos capaz de ver el ser imaginario del otro?

_ No, imagino, es un juego. Si todos tuvieran realmente alguien así dentro suyo vi-

viríamos más descontracturados.

_ Pura espuma.

_ El mundo está plagado de mercaderes de espuma.

_ ¿Mercaderes?

_ Quien te vende una zanahoria, una promesa, una realidad que se desvanece.

_ Una entelequia con animadversión. De todos modos, de los errores se aprende.

Hay que saber notar cuando se trata de algo etéreo, inasible.

_ Pretendo convertir la gelatina en algo que se pueda amoldar, definir, controlar y

destruir.

_ Como al vaso de recién.

_ Por el momento me manejo con objetos inanimados y personajes imaginarios. No

soy capaz de ultimar a nadie. ¿Vos sí?

_ Yo no hago alarde de nada.

_ No estoy tan segura. Estudio a la gente, escudriño sus actitudes intrínsecas. A prio-

ri están todos condenados y busco razones para perdonarles la vida. Perdonar es un

acto sublime. Intento descubrir personas buenas que valgan la pena.

_ ¿Para qué?

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_ Para nada, es parte del proceso de aprendizaje. Vivimos para aprender y enseñar,

todo lo demás es superfluo.

Me tomo al menos dos encuentros para arrojar un veredicto. En cuanto resbalan o

patinan en indefiniciones, pafff, los aplasto con mis borceguíes. Ya te dije, no tolero

los grises.

_ Sin embargo no hay gris más definido que quien anuncia cosas que no cumple.

_ Alguna vez llegará el día en que una actitud imperdonable o mi propia intolerancia

me cieguen y conduzcan a cometer el acto. Una muerte seca, limpia. Un suicidio in-

ducido por la gota de ácido que horada la conciencia.

_ La conciencia me obliga a colocarme en el rol de adulto y hacerte notar que lo tuyo

es bobería adolescente. No vas a aniquilar a nadie, es tan sólo un juego.

Yo conozco la muerte. Vi ojos apagarse extrañados. Perdí la conciencia de quien soy

pero tengo claro que prefiero el día a la noche, la vida a la muerte.

_ El hastío a la aventura.

_ No te confundas, no soy un conformista. Tengo límites y aspiraciones.

No se trata de absurdos caprichos de niña aburrida. Acepto mutaciones, restricciones

y vaivenes propios del crecimiento, sin objetivos inalcanzables. Persigo movimiento,

color, ratón.

_ ¿Color, ratón? Estás desvariando.

_ Me cuesta hilvanar las palabras.

_ Yo prefiero el negro, ¿se me nota?

_ Yo era igual a tu edad. Tengo ráfagas, no puedo precisarlas. Recuerdo el sonido de

un inodoro, la frase goodbye a & m, qué sé yo. Distorsión, pantalones rotos, jabón

en el pelo. También tengo imágenes muy nítidas de una playa. Creo que en mi infan-

cia trabajaba allí. _ Se abre la puerta y un médico llama a Hamukuro.

_ Mi turno, ahora vengo. _ Hamukuro se incorpora y Hookson la pierde de vista al

tiempo que toma las riendas del relato.

_ Comienzo a hurgar en la basura. Oigo voces amenazantes y pedidos de auxilio.

Siento la obligación de proteger a una mujer que no logro definir, quizás utilizada

como objeto de cambio. Me hallo en una encrucijada difícil de abordar. Enemigos

subacuáticos emergentes, hábiles, despiadados, desafiantes e impalpables; intentan

derribarme y no sé cómo hacerles frente.

Pero no me siento solo, percibo una compañía silenciosa y protectora. Una brisa cáli-

da que sopla desde el Este, desde el Río de la Plata. El abrazo de una regresión a la

tibia infancia, lejos de peligros, responsabilidades y flaquezas de adulto. El recuerdo

me trae dibujos en plumín y tinta china sobre papel de estraza, los cómics de Aqua-

man y los intentos de crear el mío propio; las arañitas zigzagueantes de los gotones

esparcidos por el blanco intentando rodear a aureolas de grasa transparente y amari-

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llenta. Sobrevuela un pelícano impreso en la etiqueta del frasco de vidrio con tapa

plástica, a rosca, o a veces corcho; un tiralíneas10, gotas, gotas. Tinta espesa tapo-

nando, sangre en blanco y negro y un rabihorcado11 inflando su pecho bermellón pa-

ra aparentar tener mayor tamaño. Un interminable viaje en barco, tiburones chiqui-

tos, lejanos. El incómodo Buenos Aires y un idioma nuevo que con tanto esfuerzo

aprendí y tan rápidamente olvidé.

Hay una zona borrada, una brecha; clústeres dañados. Una confluencia entre reali-

dad e imaginación. Ni siquiera sé cuál es mi nombre. Resuena Arthur, pero no re-

cuerdo que nadie me haya llamado así jamás.

Aparecen escenas que alguna vez imaginé. Cosas dibujadas, dibujos que cobran vida,

juegos de niños, postes en la ruta unidos por cables que pancean, mojones de ce-

mento, carteles verdes y publicidades.

Siento que no puedo quedarme ahí y me voy.

Llueve copiosamente.

Los charcos distorsionan el reflejo de mis muecas. Estoy quieto, pero bailo en el es-

pejo de agua, en la medida en que ésta se mueve. Cuando deja de hacerlo, aparezco

inmóvil otra vez, hasta que algo altera esa mansedumbre y vuelven las cabriolas.

Bailo en círculos, baila el sol, mi estómago y los reflectores apagados.

La gitana de la pulsera aparece por detrás, arroja una cucharita de helado al agua y

se pierde entre las ondulacionse del líquido.

Tengo hambre y no sé cómo hacer frente a algo tan simple.

A menos de veinte metros de aquí hay un supermercado. Llevo dinero encima, pero

desconozco su valor. Comprendo los números, pero no los textos. Retengo las caras

de los próceres impresos en color y sus nombres, no los billetes.

Evoco vagamente una fiesta en un club, una imagen religiosa, una veneración a una

estatua de madera pintada, unas luces colgando, una gitana leyendo la mano de una

hipermétrope sonriente, un beso, una frenada, alguien que se toma la cabeza y grita.

Quizás esa esquina sea la misma que ésta. Quizás aquella ensoñación se vea influen-

ciada por los estímulos visuales del presente.

Recuerdo también un aire nervioso, pesado y un tránsito trabado. No se si lo viví o

me lo contaron.

Hoy no es así. Llueve y nadie circula. La calle sólo la cruza, a los tirones, una bolsa

de polietileno sometida a los caprichos del viento.

Me invade el hedor a fruta fermentada de una verdulería cercana. Me marea y me

traslada otra vez al pasado. La gitana no está. En su lugar aparece una mujer más

10 Instrumento de dibujo, utilizado para trazar líneas con tinta. 11 Ave marítima tropical.

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joven que mueve sus brazos exageradamente sin preocupación. Lleva puesta una

pollera llamativa y un diente enfundado en chapa.

Un hombre sentado en la boca de ingreso del subterráneo escupe cáscaras mastica-

das de semillas de girasol.

Me tropiezo con un rollo de ruberoid12 que obstaculiza el paso. Alguien me grita algo

que no comprendo. Aparecen dibujos que conviven con la tridimensión de la materia.

La gitana vuelve a entrar en escena, se zarandea con nerviosismo y custodia el rollo

con recelo.

El ruido de un motor me devuelve a la realidad.

A dos cuadras están montando un set de filmación. Distingo un generador, pantallas

reflectantes y gente moviéndose en todas direcciones.

La distorsión del espacio me confunde. Estoy en la puerta del supermercado que

quedaba a veinte metros hace cinco minutos y no recuerdo haberme desplazado. Un

repositor discute con otra persona. Una cajera testea lamparitas en un probador y

ninguna funciona. Habla sola en un idioma extraño. Por sus rasgos intuyo que es chi-

na o de algún país de Oriente.

En un momento dado una de la lamparitas se enciende y la mujer me sonríe, quizás

buscando alguien con quien compartir ese pequeño instante feliz. Devuelvo la sonrisa

y le entrego una bolsa con galletas marineras. En la góndola figuraba el precio en

números, en consecuencia no me resultó difícil pagar correctamente. Noto que me

mira por encima de mis cejas. Recién en ese instante, y a pesar de haber observado

mi reflejo en el agua, advierto que llevo pegada una gasa con cinta que seguramente

me colocaron en el nosocomio. Saludo inclinando la cabeza y salgo.

La lluvia amainó pero el piso sigue mojado, hecho que no parece importarles dema-

siado a los trabajadores del set.

Camino en esa dirección. No quiero volver sobre mis pasos porque sé que si volteo

tendré que enfrentarme a la gitana, los peces, los enemigos y mis propios fantasmas.

Por más que intente evitarlo, el encuentro es inexorable. Ella retira con una uña los

restos de esmalte que le quedaron incrustados en la otra. El esmalte es celeste y cae

al suelo en forma de diminutas escamas. Me ve y comienza su acto.

Se dirige a la esquina y solloza. Luego se agacha y toma de la mano el rollo de ais-

lante, que se ha convertido en un cuerpo inerte cubierto con papel de periódico.

Intento acercarme.

Me hallo descalzo en un colchón de viruta.

En la senda peatonal13 se aprecian las huellas frescas de una frenada. El causante,

un camión pequeño y antiguo, retumba detenido a un costado con el motor encendi-

do y la puerta trasera abierta.

12 Fieltro asfáltico utilizado como impermeabilizante de techos.

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Me aproximo a la cabina y observo que se halla repleta de cáscaras de maní. Posee

un tablero de madera lustrada, una guantera a medio abrir sostenida por una banda

elástica y una araña en el parabrisas, producto de un impacto. Un muñeco vestido de

futbolista y con cara de maldito cuelga y pendula del espejo superior.

De su caja de carga chorrea un líquido color té con leche, producto de la mezcla de

óxido de hierro y soluble refrigerante blanco.

Las gotas caen sobre un charco generado en el asfalto y repercuten como timbales

en mi cráneo.

Todos los sentidos se encuentran excitados y los estímulos se hallan potenciados y

exacerbados.

La gitana gimotea afligida y me dirige la mirada aguardando un retorno de mi parte.

Me comprometo con su dolor y en extraña medida me siento partícipe necesario de la

fatalidad.

Las hojas de periódico adheridas al cuerpo inerte flamean a causa de la ventisca re-

inante. Un fotógrafo forense se aburre de su labor profesional y comienza a capturar

imágenes del entorno. En una posición estrambótica hace foco en un cigüeñal parti-

do, acomodado caprichosamente junto a toneladas de acero esparcidas por la calle.

Un policía con bufanda roja posa para él y se contornea socarronamente mostrándole

a la cámara sus labios extendidos hacia afuera.

Una mano en mi hombro me arranca de la escena.

_ ¿Estás bien?

Asiento con la cabeza.

Las palabras de Hamukuro me colocan otra vez en el plano real.

_ ¿De dónde sacaste esto? ¿Lo robaste? _ Le muestro el paquete de galletas que es-

trujé en mis manos y le digo que las compré con dinero mío.

¿Querés?

_ No, gracias. Tengo que irme.

Te dejo mi número de teléfono, no lo pierdas. Me mortifica dejarte así, pero no tengo

otra opción. _ La sonrisa de Hamukuro se estira hasta que su semblante se deforma

completamente y se cubre de pecas de color negro, cyan, magenta y amarillo. Los

puntos la invaden como hormigas y caminan impunes por su rostro aplanado. A pe-

sar de eso la saludo como si nada ocurriese para no preocuparla.

Elementos extraños invaden la realidad y elementos reales se cuelan en las alucina-

ciones. Hay otra mujer que me necesita, Ángela. Puedo recordar su nombre, su tez

cobriza, su cabello negro y pajoso, su sonrisa esquiva, su olor tan característico y su

cuerpo desnudo con piel de gallina.

13 Línea de cebra

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Las imágenes reales se ven atravesadas por planos bidimensionales. Cada vez que

enfoco un objeto fijo, puntos de cuatricromía invaden la escena y la tornan cada vez

más confusa. Se genera una pastosidad producto del movimiento de los objetos y el

cúmulo de puntos que lo atacan.

Casi toda la vereda de enfrente se convirtió ahora en una imagen offset fluctuante.

Un hombre cruza la calle con premura y se pierde entre los puntos. Lleva una media

de Nylon en la cabeza y es perseguido infructuosamente por un uniformado que corre

remiso, incitado a hacerlo por la mujer que hace unos instantes probaba lámparas en

el supermercado. Por momentos logro distinguirlos entre los círculos de color pero

luego sus movimientos se funden con ellos y los degluten.

Tropiezo nuevamente con el rollo de ruberoid y caigo en un charco de soluble y viru-

ta. El ruberoid muta adquiriendo un contorno humano cubierto por papel de diario. El

llanto de la gitana está dirigido al él.

Ensayo retirarlos para conocer la identidad del cuerpo pero al hacerlo éstos se renue-

van imposibilitándome la tarea.

La gitana me mira y con voz temblorosa y apagada dice:

_ El rostro, procura descubrir el rostro. _ Tengo la certeza de que al quitar el papel

que resguarda el cráneo me encontraré con el mío.

El miedo me paraliza. Mi mano extendida como en una imposición tantea la nariz

bajo los impresos. Al hacerlo percibo una doble sensación. Distingo con mis yemas la

nariz del muerto y a la vez unos dedos húmedos invisibles tanteándome el morro.

Siento náuseas, gusto salado en mi boca, sudor frío.

La gitana ríe burlándose de mi infortunio. Su semblante y su cuerpo comienzan a

deformarse en una metamorfosis que lo convierte en el mío. Sus ropas raídas dejan

entrever mi propio cuerpo travestido y cubierto de vello.

El cadáver muta y se empequeñece.

_ Aún no es tiempo para revelar su identidad. Yo sé quién es. Vos, en algún pliegue

recóndito de tu cerebro, también, pero estás atravesando un proceso de exploración

y conocimiento producto de acontecimientos recientes, nocivos e irreparables.

Quizás, si hacés o hubieras hecho lo correcto, el futuro nos encuentre sentados fren-

te a un cúmulo de bollos arrugados de papel de diario y no haya necesidad de lamen-

tarse. Seguís permitiendo que el culpable se nos cague de risa en la cara. Tu actitud

no cambió. Quiero que me demuestres lo contrario pero por el momento te veo como

el flojo de siempre

El tiempo va y viene, se agota, se estira, rebota. _ Luego de señalar esto, la gitana

apoya en el suelo una taza inclinada para poder llenarla del soluble ahora tibio, de-

venido en té con leche.

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Mi ancla horaria es ahora el muñequito blanco del semáforo. Aparece y desaparece

respondiendo a un ritmo anárquico que me hace pensar en constantes fluctuaciones

temporales.

Piso nuevamente el charco de la calle. Hago bailar en ondas al sol que se sacude pe-

sadamente entre puntos de offset. Arranco un papel adherido al poste que dice algo

de amarres y chamanes. Al hacerlo percibo el cosquilleo de una descarga eléctrica.

La gitana ya no está y el muerto vuelve a ser un simple rollo de ruberoid.

Durante los siguientes minutos el paisaje no cambia. Deduzco que es hora de irme.

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3- El incipiente ocaso de L. Birth.

Hamukuro escribe un nombre, con el cabo de un fósforo en el tizne viscoso mezclado

con grasa adherido al enlozado blanco del calefón. Se arrepiente e intenta borrarlo

pero resulta espeso y pegajoso.

Con sus yemas renegridas sella diferentes zonas de la chapa tibia del artefacto. To-

ma distancia, las observa, las limpia con un trapo rejilla, toma el detergente y se

dirige al baño. Abre el grifo y vierte en la bañera parte del líquido denso que cae pe-

sadamente hasta convertirse en espuma.

Ella encuentra en los baños de inmersión su espacio reflexivo.

Utiliza a modo de almohada un pato inflable que le regaló su padre. En algunos casos

agrega islotes de aceite comestible y sobre ellos, salpicaduras de tinta de colores. Al

emerger la tinta se deposita caprichosa en su piel mareada por la untuosidad del

aceite y queda ahí impregnada hasta que decide limpiarla.

Esta mañana no hay tinta, solo espuma de detergente. Minúsculas burbujas que na-

cen, crecen, se reproducen, se enciman y explotan generando una reflexión capri-

chosa y latente.

A este efecto, ella lo denomina MOM, multiplicidad de ojos de mosca. MOM siempre

está observándola desde los espejos no ortodoxos de la ciudad. Es su contralor a

distancia, la señal que indica que es preciso accionar el freno.

A pesar de sus diecisiete años de edad ella sigue jugando con muñecos.

Hoy, como casi siempre, le toca el turno a Joy, una marioneta apolillada que perte-

neciera a su bisabuela. Posee rasgos humanoides, un canesú amarilleado por el

tiempo, puntillas y rayas de birome que ella misma garabateó cuando era niña.

Cuando sumerge muñecos no utiliza tintas.

Un frasco casi lleno de aceite dendé14, reciclado, oxidado y turbio reposa a la espera

en bambalinas.

Hamukuro, o una reinvención de sí misma llamada Lady Birth, dialoga con Joy utili-

zando dos tonos diferentes susurrados e impostados. Joy lo hace en un dudoso cas-

tellano neutro de telenovela alternado con un español castizo sui generis acentuado

con gestos toscos de sus manitos de madera despintada.

_ Algún día vas a matarme de una puñalada en la espalda. ¡A traición!

_ Podría ahorcarte con una sola mano muñecote o ahogarte ahora mismo si quisiera,

pero tengo una misión para encomendarte.

_ ¿Otro crimen? Matar se ha convertido en mi centro. Aunque no disfrute de ello me

tranquiliza, me hace sentir útil.

_ Matás para sobrevivir. De lo contrario ¡chafff, al agua! Un fantoche más al río.

14 Aceite de palma.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ No juegues con eso. ¿Cuál es mi nuevo encargo?

_ ¿Si te pidiera que me mates? ¿Cómo lo llevarías a cabo?

_ No podría.

_ ¿Nunca lo pensaste?

_ Nunca he dejado de pensarlo. El pasaje a la libertad y el consecuente miedo a la

libertad, al ¿y ahora qué?

Te ultimaría a traición, sin que lo notes. Eres más hábil e inteligente que yo, un sim-

ple matarife cobarde y desconfiado, un pusilánime, un tibio.

_ Ni siquiera eso. Un pelotudo alegre, aunque alegre no, sonriente.

_ Si río es por el miedo mismo.

_ No hay felicidad en tu vida, Joy.

_ Tampoco la hay en la tuya, Lady Birth. Toda tu ropa vistosa y tus collares fueron

robados a los muertos. Aún poseen girones desgarrados por los zamarreos y costras

agrietadas de sangre seca.

_ Joy, Joy, Joy, querido, querido. Siempre ansiaste quitarme la vida, pero me deseás

más de lo que me odiás.

_ No te odio, sólo intento sobrevivir. Yo te amo pero más me amo a mí mismo.

_ ¿Te amo? ¡Ja ja! Joy, Joy, Joy, estás encendido. Sos el rescoldo que se oculta bajo

mi ceniza. Un día te doy el gusto y cuando estés en pleno éxtasis te estrujo el cuello

con las mismas manos con las que digito la totalidad de tus actos.

Jooooy, Joyzinho. Seguramente sos virgen, muñeco de caca.

_ Si fuera de caca me habría disuelto en el agua.

Tangiblemente tú también eres virgen, Lady Birth, a pesar de tus cincuenta y tantos

años.

_ ¡Castiiiigo, al agua! Joooooooooy, avioncito y papapapapapapapaaaaa…. ¡Plafff!

Haces patito y te hundís leeeeentamente.

¿Joy? ¿Qué es esa cara de espasmo? ¿Ya no me amás?

Voy a pintarte los labios y vas a trabajar de travesti en la esquina del semáforo

¡Guay con que te quedes con parte de la recaudación! _ El muñeco voltea hacia aba-

jo como si observara el reflejo de la adolescente en la superficie del agua.

_ ¡Joooy! ¡Atrevido! ¿Qué mirás?

_ Miro pero no veo. Pienso que te esfuerzas denodadamente en ser alguien que nun-

ca serás. Nadie llorará en tu lecho de muerte y nadie recordará tu fama. Sólo apare-

cerás en un pasquín de pueblo de baja tirada.

Señora mayor se ahorca en un poste y un casal de horneros hace nido en su

cabeza.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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La imagino inclinada y con el nido de barro aún fresco chorreando sobre tu rostro

pálido y maquillado, con los labios amoratados y esos lentes de mierda que tenés,

despedazados en el piso de tierra.

Una muerte bucólica y programada.

Tenía el semblante apacible y sonriente.

Una pena, una pérdida inreparable.

_ Irreparable, troglodita.

_ No son mis palabras, son las del pasquín de pueblo.

Recuerdo cuando le exigiste un deseo a una estrella fugaz. Pretendiste fama y cuan-

do te incorporaste tenías los muslos brotados de un sarpullido. Estabas arrodillada en

una ortiga enorme y no lo notabas. Así de insensible eres, Lady Birth.

_ Así somos las estrellas, deslumbrantes e insensibles. Aunque para el populacho

aparentemos ser absolutamente despojadas, siempre estamos actuando. Caridad

orientada, altruismo siniestro desparramado estratégicamente.

_ Me volví de pronto altruista, pero dejé una nota con mi nombre.

_ La melodía inconclusa de G. Rein.

_ De todas las tonalidades del amor me quedé con la más verde. _ Canturrea el mu-

ñeco.

_ Decía algo de una cabra también, pero no me acuerdo.

_ Estoy en campaña. Quiero ser intendenta de Pehuajó, desayunar sopa de tortuga,

impartir justicia y administrar como lo haría una estrella.

_ La justicia no la imparte un intendente. ¿No estudiaste división de poderes? ¿Tú

crees que podrás adaptarte a esa función? ¿Ser acólita del gobernador de la provincia

de Buenos Aires? ¿Recibir órdenes de alguien? ¿De un hombre tan luego?

_ Mi meta es utilizar la intendencia como trampolín y en uno o dos períodos conver-

tirme en la primera gobernatriz de Buenos Aires. Me haré llamar nuestra señora de

aquí, nuestra señora de allí.

Podés ser mi lacayo, mi guardaespaldas. Para que no intentes propasarte voy a ca-

parte. Vas a convertirte en mi siervo eunuco.

_ ¡Reaccioná! Sos una vieja llena de telarañas.

_ Soy quien teje y desteje las telarañas.

Debiste haberme visto en la tarima anunciando mis proclamas políticas para luego

arrojarme a la multitud que vociferaba mi nombre. Querían despacharme de a uno,

de a dos. ¡Ay, Little Joy, cuanto te falta aprender!

_ ¿Cuántos fueron? ¿Tres, diez, veinticuatro? Sos muy barata.

_ Tus celos te obnubilan.

_ Tu incoherencia me exaspera.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ No dilapides tus últimos minutos. Tu fecha de vencimiento se avecina, todos tene-

mos una.

_ ¿Ves? Volvés a amenazarme.

_ Esta vez no intento amedrentarte. Perteneciste a mi abuela, coqueteaste con mi tía

y mi madre y ahora estás frente a mí declarándome tu amor. Resulta inevitable ima-

ginar que a todas les habrás dicho lo mismo, y todas son sangre de mi sangre; por lo

tanto, tu traición es múltiple e inexcusable.

_ La cronología de los hechos impide llamarlo traición. Estás celosa de tu tía. Ella sí

fue una estrella y tu abuela, una dama. Por supuesto que antes fueron unas niñas

adorables.

_ Ella fue quien te puso ese canesú de marica.

_ Es una guayabera.

_ En Corea no hay guayaberas. Es un canesú de nena. ¡Nennnnna!

Sos el bufón, el bufarrón, el bufarrete.

Preparate, nos vamos a dar una vuelta por el mundo real. _ Hamukuro coloca a Joy

cerca de la estufa para quitarle la humedad. Se frota enérgicamente con una toalla

salpicada con cloro y se viste con la misma ropa que se había quitado minutos antes.

Se ventila el cabello con un secador eléctrico y luego a Joy, que permanece húmedo

aunque tibio. Coloca al muñeco en el bolsillo de red de su mochila, toma un puñado

de pistachos salados y se va.

Camina rápidamente y llega a una esquina.

_ Ahora vas a conocer el mundo real. Ahora vas a ver Joy, ahora vas a ver. _ Repite

mientras con su mano extendida logra detener un colectivo de la línea 180.

Hamukuro usa pantalones enormes que dejan entrever el elástico de los calzoncillos

que eventualmente utiliza en lugar de bombachas. Recurre a una gran cantidad de

hebillas metálicas para poder controlar su caótico cabello cortado caprichosamente

por ella misma con filos de trincheta.

Allí estaba, despanzurrada en un asiento individual del colectivo y cuchicheando en-

tre susurros con Joy, cuando una mujer tropieza con sus pies, extendidos más allá

del límite natural del asiento.

_ ¿Te corrés nena? Casi me caigo. _ Hamukuro coloca sus borceguíes en posición y

refunfuña en tono de secreto.

_ Lady Birth, Lovely Birth, otra vez te comiste los mocos. Pudiste haberla atravesado

con el doble espadín parrillero de chorizo, para luego arrojarla a las brasas hasta que

le exploten los ojos y el colágeno de sus pómulos rozagantes. Deberías haberla

arrastrado hasta colocar su mano en la máquina de coser y ahí bordarle una cruz

pampa.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-27-

Te comés los mocos. ¡Los mocos! ¿Oíste? Incluso ahora, conmigo. ¿Qué querías mos-

trarme, esto?

_ Vas a ver, quiero que conozcas a alguien. Conocer en realidad no, vas a quedarte

guardadito sin chistar en la mochila, mientras visito a alguien.

Al cruzar Lisandro de la Torre el 180 quedó casi vacío. La señora del incidente se

acerca y le pregunta.

_ ¿Nena, por qué te vestís así? ¿Qué hacés sola un domingo? ¿Vas a visitar a tu pa-

dre? Ahora todas las familias son disfuncionales ¡Pobrecita!

¿Estás bien? ¿Sos mudita? Mudita no, te escuché susurrar por lo bajo después que te

puse en vereda. _ Hamukuro alza la vista cuarenta y cinco grados y parsimoniosa-

mente se dirige verbalmente a la señora que sonreía en sorna.

_ Lady Birth es misericordiosa. Va a perdonarle la vida, aunque usted no lo merezca,

aunque en realidad, estaría haciéndole un favor si ultimo esa existencia hueca y des-

dichada.

_ ¡Ni hueca ni desdichada, chinita de mierda!

Voy a visitar a mi hermana, ¡Mi familia! Efe, a, eme, i, ele, a. Familia. No sé si sabes

qué significa. Si la tuviste no fue capaz de educarte en el respeto a los mayores.

_ Fui educada en una cultura milenaria, pero escupo a la tradición. Yo soy yo y mi

circunstancia. Nadie me dice qué hacer ni cómo vivir, y menos una vieja patética que

ni siquiera aprendió a deletrear, enfundada en un vestido de florcitas Liberty y con

raíces blancas de hace más de un mes.

Soy Lady Birth y no acostumbro a dar tantas explicaciones. _ Hamukuro se incorpora

y ocupa otro asiento opuesto diametralmente al escenario del pleito. El colectivero,

sorprendido, sigue la trama a través del espejo superior tallado con la inscripción

Isabel y Alfredo.

La mujer prosiguió su viaje despotricando contra los improperios de la menor hasta

que descendió en General Paz y Crovara. Al hacerlo no tuvo otra chance de pasar

frente a Hamukuro, quien la saludó dulcemente con un _ Que tenga buenos días se-

ñora, saludos a su hermana.

Hamukuro baja treinta cuadras después, en Crovara y la vía.

Desde pequeña suele entablar diálogos con personas que conoce en la calle. Uno de

ellos, Emerico, está ahora trabajando de señalero en la estación La Tablada.

Hacia allí se dirige.

Ahí se queda un instante, de pie, observando a su alrededor; mientras las patas del

muñeco cuelgan de su mochila emparchada.

El hombre es propietario de un Ford Taunus blanco que posee el paragolpes posterior

atado con alambre. En la luneta trasera lleva calcomanías descoloridas de Mar del

Plata, San Clemente del Tuyú, Claromecó, Reta y Punta Alta.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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A Emerico le fastidia que golpeen su puerta y sobre todo que aplaudan o le chisten.

Una vez le dijo a Hamukuro indignado. ¿Podés creer nena?, vino uno y me golpeó la

ventanita del costado. Si llegó hasta ahí es porque pisoteó todo el jardín. Es el único

camino posible. Encima, quién sabe cuánto hacía que estaba parado espiando para

adentro. No puedo tener intimidad. Ella, por respeto, no se animó a decirle que esa

no es su casa, sino su puesto de trabajo y que el usuario, indirectamente, paga su

salario a través del boleto, los impuestos y los subsidios. Explicar eso hubiese sido

fútil ya que habría comenzado a despotricar contra cualquier otra cuestión enca-

ramándose cada vez más a la frase anterior y sacando a relucir una faceta huraña

que Hamukuro detesta.

_ ¡Emerico! (golpea con los nudillos). ¡Emeriiiico!

_ ¡Voooy! _ Hoy Emerico está afable, o al menos sonriente.

_ Te traje churros rellenos.

_ ¿Te traje churros? ¿Acaso vos no vas a comer?

_ Traje sin corbata. Para mí, para vos y para Chila. _ Chila está sucio, rengo y mal-

tratado por los vaivenes de vivir al costado de la vía en un sitio de difícil posiciona-

miento para un gato macho.

_ Eme, ¿por qué le pusiste Chila?

_ Iba a ponerle Félix pero me pareció trillado y terminé poniéndole Chila. No me alejé

mucho de Félix, por lo del paraguayo arquero. ¿Me entendés?

_ No.

_ No importa nena, un arquero.

Abrí el paquete y renová el mate que ahora vengo. _ Por el ventanuco que da a la vía

la adolescente observa a Emerico verter la yerba húmeda sobre los rieles, flanqueado

por Chila y una señal ferroviaria. Su madre diría: ese no es lugar para una nena de

tu edad; pero Emerico es incapaz de hacer algo malo.

Vino de Italia cuando era pequeño luego de que su madre conociera la posguerra y

no regresó jamás.

En la pared gris azulado que da al Oeste aparece una foto de la boda de sus padres y

otra más pequeña, coloreada, de B. Mussolini, ridiculizado con un bigote azul de bi-

rome15. Sobre la mesa, una radio pequeña con pilas flamantes, un blister abierto, un

mantel de plástico ajado y con quemaduras, un almanaque de bolsillo con la foto de

un caballo y un cenicero de chapa de aluminio embutida, en un lugar en el que se

prohíbe fumar. Del piso afloran las palancas para los cambios de señal, un cesto para

residuos, una escoba y Hamukuro, que observa hacia afuera acodada en el alfeizar.

La ventanita ahora le proporciona la imagen de Emerico, que la llama con sus manos.

Sale.

15 Bolígrafo descartable.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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Atraviesan unos pastizales y a menos de cincuenta metros divisan un altarcito erigido

en homenaje a un pasajero que cayó del tren y fue arrollado cerca de ese punto. A

un costado botellas de cerveza y fernet con flores marchitas alternan con esquelas,

inscripciones y molinetes multicolores girando por acción del viento.

Al fondo, los automóviles cruzan y se funden entre la vía y el sol.

_ Este no cayó, lo tiraron. Flor de turro era. Ahora lo tratan como a un santo milagre-

ro pero fue un hijo de puta.

Para qué me amargo. Quería que lo vieras. Ahí tienen, vos y tu berretín por los asun-

tos de la muerte.

Dicen que le pedían a San La Muerte que lo limpiase. Ahora se agrandaron como so-

rete en querosén. Se agrandaron y los agrandaron. Para mí que lo tiraron del tren o

se cayó, vaya uno a saber.

_ ¿Quién era?

_ Un dirigente que se olvidó de sus orígenes y de su fuente. Se fue del barrio y se

quedó con un par de recuerdos y algún que otro vuelto. Puro despilfarro, ominoso.

_ ¿Qué hacía un tipo así en el tren?

_ Decilo, no me ofendo. ¿Qué hacía un tipo con poder y dinero en este trencito de

merda?

No sé. El tipo se mamaba y le daba por la nostalgia. Hay quien quiere avanzar en la

vida sólo por la vanidad de ostentarle a otro que el tiempo los convirtió en algo me-

jor.

Coqueteaba con la fatalidad. Tarde o temprano iba a ocurrir. Algunos dicen que fue

San La Muerte, a favor y en contra. Supuestamente tiene su sello.

Otros alegan que lo mataron para echarle el fardo al santo.

Pura sanata. La historia es según quien la cuente, más en este tipo de casos. La rea-

lidad a veces es fofa y aburrida y uno debe condimentarla para crear un postulado

amarillo. Probablemente el tipo se emborrachó, trastabilló y zácate: papilla entre las

ruedas.

_ Jamón del diablo16.

_ El diablo es otro invento.

_ Que escéptico sos. Poné un poco de romanticismo.

_ Yo en mi candor conocí el rigor de la guerra y los callos aún quedan en el alma.

_ Que poético Eme, pero la guerra terminó hace mil años.

_ No creo que te maten con plegarias y macumbas pero mucho menos que los de-

tractores del santo armen semejante puesta en escena. Ni lo uno ni lo otro, fatalidad.

_ Las comadronas hoy releerán su nombre en un obituario.

_ ¿Qué decís, nena?

16 Pasta cárnica comestible.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ Vuelvo a tus palabras. El tipo quiso ser alguien. Quiso destellar, que se hable de él.

Cuando vio que la luz se apagaba y que se había pasado el cuarto de hora se liquidó

a sí mismo. Se inmoló para iniciar su propio mito. El acto más trascendente de su

vida fue modelar su propia muerte.

Las comadronas que antes lo desdeñaban ahora deben estar leyendo su nombre con

respeto, una y otra vez, comentando: Yo lo conocí; yo los conocí de verdad, al niño y

al hombre.

Algo habrán escrito. Alguien habrá leído.

El tipo va a convertirse en una leyenda. Van a empezar a decir que ven al fantasma,

que protege a los pobres, que envenena a los perros con su mirada, que canta cuan-

do silba el viento.

_ Ya empezaron, le llevan ofrendas para que esté contento y no se les ponga en con-

tra.

Ese que viene ahí, ¿ves? Trae una botella.

Escondete que si nos ve vamos a intimidarlo. Acá son todos supersticiosos.

También se dice que no murió, que todo es una farsa, que el fiambre era de otro..

¿Qué sé yo? Para viajar en ese tren sabiendo que no te quieren ni los perros tenés

que ser dejado, boludo o fabricante de coartadas. En fin.

_ ¿Ves porque vengo? Siempre tenés algo para contar.

_ ¿Vos no tenés que estudiar, nena?

_ Sí, comemos los churros y me voy. A propósito, los vengo paseando desde hace

dos horas.

_ A las 3:47 pasa el tren, bajás en Haedo y tomás el Sarmiento17.

_ Qué precisión. ¿Desde cuándo la puntualidad?

_ Son años.

_ Años mintiéndole a la gente. Igual vuelvo para Mataderos, voy a otro lado.

_ ¿Tu mamá está con ese tipo joven?

_ Si, no sé. ¿Y qué?

_ Te fastidia y se te nota.

_ Es medio guachín, va a hacerla sufrir.

_ Pedile que te lo saquen de encima a San La Muerte o a alguno de esos pelotudos.

_ ¿Funcionará?

_ Te estoy codiendo.

_ Jodiendo, tano bruto.

_ Entremos, compré una bombilla18 nueva. Pilas para la radio también.

_ Gracias, se que lo hacés por mí.

17 Línea ferroviaria argentina. 18 Tubo filtrador utilizado para beber mate.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ La otra servía pero no hay que contradecir a las mujeres, menos en esas pavadi-

tas.

El tiempo se me hace más liviano cuando venís a visitarme. _ Mientras Emerico di-

serta acerca de los hechos que rodearon la misteriosa muerte, ella despega con las

uñas restos de una calcomanía adherida al termo azul con el que ceban los mates.

_ Cuidado, el repuesto no se consigue. La otra vez se me rompió y me tuve que ir

hasta San Custo.

_ ¡Qué tremendo! San Justo queda a quince cuadras de acá, Emerico.

_ No jodas, no hay necesidad. Y aflojá con la calcamonía.

_ Calcomanía19.

_ Eso.

_ Como las de la luneta trasera del Taunus.

¿Estuviste en todos esos lugares?

_ ¿Me ves cara de andar comprando recuerdos y pegarlos por ahí? Las conservé por

respeto al dueño anterior del auto. Te parecerá una boludez, pero cuando el tipo las

pegó habrá sido importante para él. Además, forma parte de la historia del coche.

Uno hereda el kilometraje y las historias. Todos tenemos una, él también; no voy a

arrancarla. _ Cada cosa que dice la grafica en el envoltorio desplegado de los chu-

rros. Rodea las aureolas de grasa con su bolígrafo hexagonal amarillo de tinta azul,

pero no los atraviesa para que no se empaste el dibujo.

Le gusta definir y catalogar las cosas y a las personas. Por un lado los buenos y por

otro los malos. Los neutros e indefinidos lo inquietan porque son incógnitas que ne-

cesariamente deben abandonar ese lugar para ocupar una de las dos fracciones ante-

riores.

_ ¿Ese tipo es bueno o malo?

_ ¿Cuál, Emerico?

_ ¿Cómo cual? El novio de tu mamá.

_ No sé, me faltan pruebas para condenarlo. Ponelo en la nebulosa.

_ Lo pongo, como ordenes.

_ Tengo otro para el lado bueno, lo conocí hace unos días en la guardia del hospital.

_ ¿Hospital?

_ Se me infectó el piercing del ombligo, no era nada. No empecés con la filípica y los

sermones.

_ No dije ni mu.

_ Ya no voy a lo de mi amiga, es tardísimo.

_ ¿Enrollo el árbol?

_ Hacé como quieras.

19 Pegatina, sticker.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ Enrollalo vos, yo llamo para ver a qué hora tenemos tren. _ Para obtener esa in-

formación es preciso hacer girar la manivela del teléfono de madera mencionado an-

teriormente.

Un tipo desde afuera percute sus palmas a la voz de ¡Jefe! ¡Jefe!

_ Otro candidato ¿Será posible? ¡A las cuatro y veintitrés para Haedo y a las cuatro y

diecisiete para Témperley!

¿Ves? Ni las gracias te dan. Creen que uno es responsable de la demora de esta ca-

tramina.

Lo hacen a propósito porque da pérdida. Van atrasando los horarios y se produce una

reacción en cadena. Al final del día se ahorran como cinco formaciones.

_ La gente no sabe esperar, no lo tolera.

_ A nadie le gusta, pero yo supe. Esperé como un hombre que mi padre retornara de

esa guerra de merda. Vinimos a la Argentina y seguí esperando.

La muerte conduce al duelo, y el duelo, a la corta o a la larga, se termina; pero la

incertidumbre te lleva a una desazón permanente.

Decí que mi madre conoció a un tipo bueno después, qué va a hacer.

_ Nunca me contaste nada de ese tipo.

_ Andá yendo o vas a perder el tren.

_ cuatro y veintitrés me dijiste.

_ A vos no, al muerto de frío ese. Pero creo que le dije al revés. Ya bajó la señal.

Andá, cuidate, nena. _ Las aberturas de la estación La Tablada están tapiadas con

maderas cubiertas ahora de grafitis y papeletas. Está abandonada a su suerte pero el

tren sigue deteniéndose ahí todos los días. En el andén de enfrente (separado por un

alambrado) esperan los que viajan hacia Temperley. Dos de ellos miran a Hamukuro

y cuchichean.

Como vaticinó Emerico los horarios están al revés de su anuncio.

Desde el sur avanza la locomotora Diesel con su triste foco encendido. A medida que

se acerca, afloran los bracitos, torsos y piernitas de los más impacientes que se pa-

ran en el estribo como si faltara espacio en el interior o el tiempo apremiase.

Hamukuro espera que desciendan cuatro o cinco y se encarama en la escalerita

metálica.

El pasaje puede ser adquirido dentro del vagón y, de acuerdo al guarda de turno,

existen dos formas de pago. Abonar la tarifa exacta a cambio de un boleto o una su-

ma inferior sin comprobante que será ganancia neta para el expendedor.

Lady Birth y Hamukuro se acovachan contra la ventana de plástico. Según Emerico,

es poliestireno cristal. Hay que hablar con propiedad, diría. El vidrio lo rompen a los

piedrazos los chiquilines que merodean a los costados de la vía y el acrílico es carísi-

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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mo. A cambio, pusieron estas placas lechosas de mala calidad, que resultan óptimas

por combinar resistencia y bajo costo.

_ ¿Cuánta gente conociste hoy, con tu cabecita loca husmeando por ahí? Ahora aten-

ción, puede acechar el peligro.

Casi todo a mi alrededor es lúgubre y sombrío. ¿Será ese mi destino, Joy? El ocaso

en el tren, como aquel impuro del altarcito.

Mirá, mujeres con changuitos, dientes metálicos… ¡Cuantas pulseras! Se ve que quie-

re llamar la atención la chirusa.20 ¡Y ese celular, pi, pi, pi!

¿Ves ese gordo con camisa a cuadros? Vive en la estación San Justo. Fuma rollitos de

papel de diario, descalzo y con los pies renegridos. A esa costra no la atraviesa un

cuchillo, es cuero de oso puro. Menos mal que se quedó cerca de la puerta y la co-

rrentada se lleva todo ese hedor inmundo. _ El tren se detiene en la desolada esta-

ción Ingeniero Brian y el linyera desciende.

_ ¿Ves, Joy? No hay un alma. Voy a tirarte aquí y nadie va a rescatarte. En otro lugar

puede compadecerse un espíritu noble, pero aquí no. Son todos despiadados, autó-

matas, apáticos o desconsiderados.

De todas maneras, nunca hay nadie. Van a consumirte la lluvia y el sol, y vas a des-

integrarte antes de que alguien advierta tu presencia. Ese será tu final, un manojo de

pelusa en Brian. _ El tren cruza el paso a nivel de Don Bosco. Ella se estira, bosteza

y se acerca a la puerta. En unos pocos minutos estarán en Haedo y de ahí otro tren

hasta su casa.

_ Lady Birth, ¿en qué pensás?

_ ¿Quién pregunta? ¿El pelusón? ¿El vómito de gato?

Estuviste toda la tarde en esa casilla y te perdiste lo mejor.

San la Muerte va a darme un empujoncito con mi candidatura, lo presiento. Debo

encontrar el método, establecer contacto.

Hay gente que puede ayudar, colaboracionistas.

Debo formar una cohorte de colaboracionistas con influencia mística en el inframun-

do.

Se inicia la etapa de siembra. Pronto veré los resultados.

Séquito luctuoso. ¡Luctus sequitum!

_ Potus pus.

Pussssss, pusssssssssss.

Cuan vulnerable eres, L.B, eres la fragilidad hecha cuerpo. Pueden manipularte con

cualquier argumento. Con una proclama o panfleto infundado te llevan de las narices.

De esa horrenda nariz en forma de gancho. Meat hook, meat hook, meat hook. Nariz

de cuervo desplumado vestido gracias al sogueo o a la limosna.

20 Mujer, en trato despectivo.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ Sólo pido que me allanen el camino. Siembro aquí, siembro allí, siembro ají.

_ Y los árboles atiborrados arrojan tantos frutos que ni siquiera podés tomarlos.

Naranjas amargas para tu seca garganta. Naranjas secas para tu amarga garganta.

Se escurre el tiempo entre tus dedos y, cuando te conviertas en ceniza, valdrás me-

nos que yo hecho pelusa en el desolado viento de Ingeniero Brian. Estamos perdidos,

Lady Birth. Aunque más no sea, ese parámetro nos aglutina.

_ Quizás esté condenada a envejecer sola, pero estoy a tiempo de torcer el destino.

Nada está escrito. Ni siquiera tu futuro, que está intrínsecamente ligado a mis capri-

chos y decisiones arbitrarias. Improviso tu guión y el mío a cada instante siguiendo

ciertos lineamientos trazados de antemano. Diseño macro estructuras sólidas habita-

das por una oquedad insoportable que debo completar con inteligencia y carácter.

No soy tan voluble como inferís, me adapto para sobrevivir.

Yo, al fin y al cabo, también soy una invención que caducará algún día. Vos al menos

tenés más de cien años de edad y, aunque tuviste varias voces y personalidades, en

el plano físico te mantenés casi como el primer día.

_ Estropeaste mi guayabera cuando Ella era niña. Fue un acto de maldad.

_ Fue una agresión destinada a ella, no a esta Ella a la que te referís, a su madre y a

todas las Ellas que coartaron nuestra libertad y condicionaron mis actos.

_ Ellas te observan desde el cromado de los pasamanos.

_ Retrocedo frente a la afrenta del otro para ganar distancia y meditar el contraata-

que. Soy Lady Birth, a partir de este instante, nadie maneja mi vida.

Ante la afrenta me distancio. Abro una brecha, me adentro en ella, y la utilizo como

trinchera. Combato protegida. De abajo hacia arriba, donde duele. Con una certera

coz genital, los derribo y salgo airosa a la superficie.

_ Sos Lady Birth, pero por momentos hablas como ella. A veces me resulta difícil

discernir de cuál de las dos se trata.

_ Quizás algún día nos fusionemos y yo sea carne de su carne.

_ Los palos borrachos indican que Floresta se aproxima.

_ Los murales de Flores aparecerán inexorablemente y será momento de descender.

_ Siempre me llamó la atención el fofo contorno de los palos borrachos y su barriga

cubierta de espinas en todos los frentes de avance. Un gordo verde inasible, con tu-

pida cabellera dotada de enormes frutos y bellas flores.

_ Todavía retumba en mi cabeza la frase naranjas amargas y se renueva el escalofrío

producido por mi primer acercamiento culposo a la mentira. Hace algunos años, una

vecina me trajo un frasco de mermelada de naranjas silvestres recolectadas por ella

misma y de su propio árbol. Fue preparada con una receta ancestral, en una olla de

hierro renegrida y gruesa.

Se pudrió casi intacta en el frasco y tuve que desecharla.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-35-

Al poco tiempo mi vecina se presentó en mi casa preguntando por el dulce.

_ Exquisita, Mabel _ fue mi respuesta.

_ Bueno, me alegro, cuando prepare más te traigo. _ Replicó ella.

Con el tiempo, supe que mi madre le había contado a Mabel que la mermelada no me

había agradado y que luego de cubrirse totalmente de unos hongos algodonosos tuve

que deshacerme de ella. No obstante, vino a verme y a montar la farsa para poner a

prueba mi sinceridad.

A partir de ese hecho, cada vez que me carcome la conciencia tomo el trabajo casi

penitente de recolectar naranjas silvestres, preparar un frasco de dulce y devorarlo

en una semana.

Con el tiempo comencé a disfrutar su sabor, el sabor de la redención.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-36-

4- Esfera de agua.

Un hombre con antiparras21 y cabeza ovalada se acerca presuroso, blandiendo un

tridente con decisión. Emerge de una grieta enorme que acaba de abrirse en la calle.

La grieta está llena de agua de mar y parece no tener fin. Bajo el agua nadan peces

entre los vagones de subterráneo. Unos cables exageradamente gruesos producen un

zumbido constante y chispazos esporádicos.

En la superficie de mar flotan bolsas de residuos, trozos de cartón y hasta un gato

preso del pánico.

El hombre, muy amablemente, me comenta que su identidad prefiere mantenerla en

secreto y que de aquí en adelante debo llamarlo Crna Lubenica22. Me dice que las

circunstancias de la vida y nuestros propios intereses personales nos convirtieron en

adversarios, pero que él no guarda ningún tipo de rencor hacia mí. Menciona,

además, que yo opté por quedar del lado del imperialismo capitalista y que él se

siente decepcionado por mi actitud. No obstante, recalca que los motivos personales

resultan minúsculos y triviales cuando uno está al frente de una epopeya que involu-

cra a miles de personas.

Me da cuarenta y ocho horas de plazo para prepararme. Transcurrido ese lapso co-

menzará la guerra. Con su voz grave y de marcado acento croata expone:

_ Ángela deberá ser borrada del mapa para arrancar empardados23. A partir de ahí

nos enfrentaremos en igualdad de condiciones y quizás algún día, uno de los dos, o

el entendimiento y el consenso, resulten victoriosos. Buena suerte, Arthur, vas a ne-

cesitarla.

Crna Lubenica se sumerge en el abismo y la brecha se cierra causando un enorme

estruendo. El asfalto queda sellado, sin el menor resquicio o atisbo de grieta y todo

vuelve a la normalidad.

Sin embargo, el tufillo a océano sigue impregnando mi ropa. Mis pantalones, aún

mojados se reducen paulatinamente ciñéndose a mi cuerpo como una calza. La aluci-

nación, si es eso lo que me rodea, posee ribetes lógicos y lazos con la realidad. No

creo que mi nombre sea Arhur, como el alter ego de Aquaman, mi héroe favorito de

ficción, enemigo acérrimo B. Manta y de notable parecido físico con Crna Lubenica.

No estoy tan loco como para creer eso. No obstante, muchas cosas están fuera de

lugar y las pocas que encajan me vinculan con ese submundo ficcional en el que me

sumergía en mi infancia, en el manglar.

21

Gafas protectoras. 22 Sandía Negra. 23 En cero, empatados.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-37-

En este escenario, Ángela sigue siendo mi mujer. Quizás, si consigo contactar con

ella, pueda obtener más datos para descifrar este enigma exasperante.

El horizonte sigue impreso en offset. El set de filmación ya no está y el rollo de rube-

roid tampoco. Anochece y comienza a descender la temperatura.

Debo tener cuentas vencidas por pagar, alguien que me espere, algo. Llevo en mis

bolsillos un llavero con llaves, un ticket de supermercado, un pañuelo, el número de

teléfono de Hamukuro y algo de dinero.

Reconozco un teléfono público y las monedas que aferré en mis manos mientras

husmeaba en mi pantalón. Introduzco una y marco.

Llama.

Atiende otra persona.

Se produce una conversación en la que nadie comprende lo que el otro dice.

Recuerdo que Hamukuro era un apodo, no su nombre real. La mujer, al parecer, es

su madre. Descifra parte de lo que digo y me comunica con ella. Le doy mis coorde-

nadas, pero me explica que le es imposible llegar hasta aquí a esa hora de la noche y

que intentará dedicarme tiempo en el transcurso de los próximos días. Le agradezco

y me despido.

El escenario que abandoné es más hostil ahora. Los cuerpos y las gitanas se multipli-

caron idénticos a lo largo de la calle, así como los sollozos, los pies desnudos y los

puntos móviles. Una de ellas rompe el esquema, me observa y murmura en un idio-

ma que puedo descifrar:

_ No obraste en tiempo y forma y aquí yace el resultado. _ El cuerpo obseso es ahora

el de una mujer. Por la cartera animal print24 atravesada por la huella de un camión,

adivino que se trata de Ángela. Evidentemente, el plazo de amnistía otorgado por

Crna Lubenica había expirado.

Me enfurezco e intento patear a la gitana, pero es ilusoria. Se trata de una efigie in-

corpórea vestida con atuendos reales. Su ropa aparece sostenida por la imagen de su

cuerpo y se hunde a cada patada o trompada que le propicio.

El resto de las gitanas ya no están. La calle es un islote rodeado de agua de afluentes

urbanos.

El semáforo sigue enclavado junto a mí, titilando ahora en rojo y emitiendo cíclica-

mente una melodía propia de una tarjeta musical.

Sin embargo, no todo se ha tragado el mar. En el horizonte vislumbro edificios, algu-

nas luces y carteles publicitarios.

El agua me devuelve un reflejo diferente al acostumbrado. Me veo esbelto y con ca-

bello claro y rizado, aunque la imagen es borrosa, a causa de la materia en suspen-

sión y las aberraciones propias de un reflejo líquido oscilante.

24 Estampado que imita la piel de un animal.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-38-

Como si se tratara de un hecho natural en mí, tomo impulso y me sumerjo.

La densidad, y por tanto resistencia del agua, resulta considerablemente inferior a la

usual, razón por la cual me dirijo al fondo casi en caída libre. Diviso una especie de

núcleo abisal completamente oscuro y de cuyo centro brotan flecos de tela gris y ne-

gra. Me dirijo inexorablemente a él y, al establecer contacto, noto que lo que parecía

lienzo es un manojo de cinta orgánica viscosa y quebradiza. El núcleo no es más que

el punto en que todas convergen para luego distribuirse como en un pompón25, pero

con la libertad de movimiento propia de un objeto inmerso en un líquido.

Atravieso esa masa viscosa, deteriorándola ostensiblemente, protegiendo mi rostro

con las manos e intentando librarme del enredo.

El camino sigue en línea recta por acción de una gravedad inversa u otro tipo de

atracción similar. Desacelero y mi agitación disminuye.

Sin hacer ningún esfuerzo me dirijo a un área cada vez más luminosa.

En pocos segundos noto que un cuerpo opaco se aproxima. Enseguida comprendo

que el cuerpo flota inmóvil mientras yo me acerco emergiendo a pesar de no haber

nunca tocado fondo ni cambiado el sentido de avance.

La velocidad es cada vez más lenta.

Distingo cemento y alambrón en el cuerpo sólido próximo.

Uno de los hierros retorcidos roza y me hiere el brazo.

Ya estoy en la superficie. Noto que el paisaje es similar al que dejé al sumergirme. La

gitana está vestida con otra ropa y el islote es algo más espacioso y con adoquines.

Me mantengo a flote con dificultad a causa del dolor en el brazo y la infrecuente den-

sidad del líquido. Intento asir uno de los hierros para tomar impulso y ubicarme en la

base sólida, pero la fuerza de la gravedad se reanuda y me atrae hacia el núcleo.

Esta vez avanzo con los pies hacia adelante, hecho que me hace pensar que conser-

vo la posición anterior, ya que antes me arrojé de cabeza y atravesé de ese modo la

esfera de océano.

El núcleo llega, pastoso y regenerado. Ahora me sacude y expele en un ángulo dife-

rente al de mi anterior trayectoria, por lo que sigo hacia abajo pero en otra dirección.

Una vez más, la velocidad comienza a menguar luego del impacto con el núcleo.

En el camino me topo con cajas de cartón desechas por el agua, juguetes perdidos y

scrap26 de planchuela27 punzonada, oxidada y enroscada en sí misma como un tentá-

culo de pulpo en el agua hirviendo.

Prendas de ropa sujeta por broches a una soga bailan caprichosamente bajo un haz

de claridad. Entre los atavíos reconozco un buzo de plush con pitucones28, un pan-

25

Bola de lana dispuesta radialmente y convergente en un núcleo. 26 Sobrante, desperdicio. 27 Perfil rectangular de hierro.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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talón de gimnasia con talonera, camisetas de frisa y broches de madera mordidos por

un perro.

Me aferro a uno de los cabos y en la distracción no advierto que se acerca la siguien-

te estación flotante. Ato la soga a lo que creo alambrón, pero descubro que se trata

de una de las raíces de un inmenso mangle.

La plataforma, esta vez es de arena y barro. El barro se disuelve y empantana el

mar.

La gitana tiene ahora cuerpo de mujer y rostro de niña. Mis manos también son las

de un niño y el semáforo semeja una especie de puchinball sujeto a un resorte de

tracción, solidario a una base de hierro sumergida en el pantano. La zíngara sonríe y

me ofrece una taza del té con leche que recuperó de la calle. Al alzar la vista veo que

hay cientos de ellas, diferentes, agrupadas contra un costado y rodeadas de moscas.

La mujer quita con un dedo la nata que se ha formado en la superficie y me dice:

_ No tomés si no te gusta. Yo bebí todas éstas esperando tu regreso. _ Para luego

mostrarme los recipientes vacíos y sucios con nata seca marrón adherida al fondo.

Con medio cuerpo sumergido quito una media tubo29 de la soga y la anudo a mi bra-

zo, auxiliándome con la boca para detener el sangrado de la herida producida en la

estación anterior.

Me aferro a la raíz para contrarrestar la enorme atracción ejercida por el núcleo, pero

es en vano; resbalo y me dirijo a la siguiente etapa.

Una vez en ella, encuentro a la misma gitana, semidesnuda y con un rostro de mujer

que me resulta familiar. Viste una camisa a lunares, una cantidad excesiva de anillos

y collares de plata, y un pañuelo en la cabeza. De la cintura para abajo está comple-

tamente desnuda. Su piel se encuentra cubierta de maquillaje, para intentar disimu-

lar manchas propias de vitiligo. Ya no la rodean tazas y moscas.

Se contornea en lo que interpreto como un intento de seducción y emprendo el avan-

ce.

Su voz es deforme y robótica y su tufillo a cloro predomina por sobre las emanacio-

nes pestilentes del pantano.

Me ayuda a subir. Toma y voltea una de mis manos para leer en ella mi futuro y

vuelve a girarla en el mismo sentido, como si no existieran músculos y ligamentos

que lo impidan.

Se desata la camisa, se recuesta en el lodo y se unta el cuerpo con el barrizal, mien-

tras observa la posición cambiante de las nubes. Con las manos, efectúa un movi-

miento similar al de quien toca una cítara. Se detiene, me observa y repite la acción,

28 Parches para remendar ropa rota. 29 Calcetín recto, sin talonera

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-40-

esta vez cambiando el eje de sus muñecas. Le sonrío y me sonríe en señal de com-

plicidad.

Cuando me acerco lo suficiente, me impulsa con las plantas de los pies con tanta

fuerza que vuelo de espaldas por el aire. Me zambullo en el agua en una posición

forzada y, al hacer contacto con ella, siento un dolor quemante en la espalda.

Mis dientes tintinean y me siento afiebrado.

Pienso en Ángela y temo por su futuro.

Me hago un ovillo, me sumerjo en mí mismo y me dirijo hacia el fondo como un peso

muerto abandonado a su suerte.

Por la velocidad intuyo que el núcleo está cerca.

Al entrar en contacto con la masa pegajosa comienzo a sentirme realmente en el

agua, mojado, con imposibilidad de respirar y luchando denodadamente para libe-

rarme de los tentáculos invasivos. Así vuelvo a la realidad, revolcándome en el suelo,

seco, con las piernas enredadas en el poste del semáforo, una media tubo rodeán-

dome el brazo y las fosas nasales doloridas por la ingestión de agua.

La experiencia me deja exhausto.

Tomo unos cartones que sirvan de colchón y frazada y me acomodo en la entrada de

una galería.

En pocos minutos quedo profundamente dormido.

En mi sueño puedo hablar y entender castellano. Ocurren sucesos en los que tengo

una edad más avanzada a la actual. Quizás se trata de hechos del futuro, sueños

premonitorios, un amasijo de recuerdos empastados o fragmentos de mi memoria

que ya no están ahí, sumidos en un descalabro anárquico.

Mis recuerdos están circunscriptos a vivencias de mis primeros quince a veinte años

de vida. Eso explica que conozca sólo mi idioma originario, un inglés con acento ex-

traño, según Hamukuro.

También advierto que mi memoria reciente no se borra, aunque mi raciocinio se de-

teriora y altera ostensiblemente.

El sueño se ve interrumpido constantemente por bocinas, aullidos de perros, voces y

frenadas.

Un joven corpulento, de un enorme cuello y con los lóbulos de las orejas inclinados

hacia afuera, comienza a zarandear la puerta metálica de la galería al grito de ¡va-

mos, vamos!

El estado de distorsión de la realidad, originado en los primeros instantes luego de un

despertar forzado, hace que comprenda las palabras en castellano y algunas más que

me propicia el hombre orondo, invitándome a retirarme con mis petates del sitio.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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Al disolverse las vivencias descoordinadas de los sueños, vuelvo a la confusión y las

limitaciones de mis días anteriores; como un hombre que ha perdido la vista y ve

imágenes en sus sueños, pero al despertar se encuentra con que es ciego otra vez.

Camino sin sentido buscando respuestas en locales comerciales, las caras de la gen-

te, las voces, los carteles y en mi propio desorden.

Los puntos de fuga se acercan cada vez que miro hacia el infinito. La imagen tridi-

mensional se convierte en bidimensional y para ello avanza y se plasma en un plano

perpendicular al de mi eje de visión situado arbitrariamente unos dos o tres metros

delante de mí.

El plano o pantalla virtual demora unas milésimas de segundo en recrearse. Como yo

avanzo hacia él, ese retraso ocasiona que lo atraviese, para luego enfrentarme a otro

que recién en ese momento comienza a dibujarse y que prontamente cruzaré, repi-

tiendo el ciclo.

Si invierto la marcha ocurre lo mismo.

La imagen congelada deja entrever la imagen real. Mientras las líneas convergen en

tres puntos de fuga estáticos y congelados como en una fotografía, mi cerebro recrea

las nuevas proyecciones ocasionadas por el avance. Esto hace que las líneas reales

se entrecrucen con las de la pantalla, hecho que me genera una desestabilización

espacio-temporal.

Si me quedo quieto, el fenómeno es diferente. La imagen observada es similar a la

congelada y solo es alterada por los objetos móviles. Un auto que ya atravesó el pla-

no seguirá viéndose atrapado en la pantalla y otro real quizás lo perfore y quede es-

tampado allí, sumando cada vez mayor cantidad de líneas al efímero bosquejo. Si no

hubiera movimiento alguno de mi visión, si mi cabeza estuviera sujetada a algún tipo

de soporte y mis ojos se clavaran en un punto sin moverse un ápice, la diferencia

sutil entre la imagen bifocal y la mono focal del plano (similar a la de una lente) ge-

neraría de todas maneras aberraciones y vibraciones dentro del dibujo.

Si cierro los ojos la imagen se resetea. Por un pequeño lapso observo la realidad en

una rampa que en seguida me conduce al escenario combinado. Si parpadeo, se pro-

ducen pequeños chispazos de realidad, como si un vaporizador limpiara la distorsión

con pequeñas gotas que pronto se desvanecieran.

Así estuve un tiempo, abstrayéndome, aislado entre la gente y observando el curioso

fenómeno.

Desplazarse atravesando planos hace que uno extreme las precauciones. Desde otro

punto de vista, probablemente parezca que tengo los sentidos alterados por la locu-

ra, el alcohol o algún estupefaciente.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-42-

A las 20:30 arribo a la puerta de la casa de Hamukuro. La puerta de la casa es en

realidad la periferia de la entrada de un edificio de departamentos habitado por cien-

tos de personas.

Me sobreviene un halo de angustia, producto de creer que hago lo incorrecto. Me

invade un rechazo instintivo al encuentro, ganas de huir, de explotar o de evaporar-

me en el aire. Temo exponer a la pequeña del mismo modo que lo hice con Ángela y

me culpo por eso.

Contigua al edificio, se alza una puerta cancel. Tras ella, un pasillo celado por puertas

de colores y macetas con malvones y geranios.

Desde el fondo, la silueta de una mujer se acerca con una cadencia oscilante. Al lle-

gar extrae de su bolsillo un suculento manojo de llaves, escoge una y abre la puerta.

Se produce un chirrido altamente sonoro y prolongado mientras los goznes y el

herrumbre se desperezan.

La mujer me besa en la mejilla con los ojos enrojecidos. Borra con su pulgar derecho

restos de lápiz labial que depositó en mi rostro y se queda un rato mirándome. Me

acomoda el cuello de la camisa y quita unas hilachas de mi saco. Me mide de un vis-

tazo como quien dice mirá como estás, e insinúa una tímida sonrisa.

Me abraza pero me mantengo inmóvil con los brazos hacia abajo. Se separa, me

arropa y me dice:

_ No te quedes. _ Cierra la puerta, suspira resignación y se acerca a la misma gitana

de siempre que aguardaba en la esquina.

Juntas, se alejan hasta esfumarse en el momento en que los círculos de offset resul-

tan superiores al tamaño de sus cuerpos, empequeñecidos por la perspectiva.

Alguien golpetea mi espalda en señal de llamado.

Hamukuro y su madre, intérprete y oradora.

_ Acá tenés una viandita, unos sanguchitos30. Andá a esta dirección, es en Morón.

Tomate el tren.

Puse una manzana también, debés tener hambre.

Ahí trabaja ella. _ Dice Hamukuro señalando a su madre

_ Mañana a las siete de la mañana van a encontrarse ahí, en el hall central. Ella ya

avisó pero, por si alguien te interroga, hizo esta notita escrita en castellano. No la

pierdas, cuidate.

Hago una reverencia en señal de agradecimiento y me voy.

Abordo el tren en Flores.

Reconozco la estación y el paisaje móvil tras la ventanilla. También los palos borra-

chos31 y palmeras de Floresta, los pilotes de cemento de Villa Luro ataviados con afi-

30 Sandwich. 31 Árbol sudamericano.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-43-

ches impresos y las casillas erigidas debajo de la autopista, bañadas por las luces de

mercurio de los reflectores del andén.

Intento decodificar el mensaje de la mujer que salió a mi encuentro.

No es la primera vez que la veo. Es una versión derruida de la gitana que me arrojó

al agua con sus pies. No es la gitana del ruberoid, eso me queda claro. Son dos gita-

nas diferentes y de edades cambiantes. Ellas aparecen esporádicamente, como las

torres que sostienen la autopista, el soluble y el muerto.

Alguien apoya un turrón en mi regazo y en los del resto de los pasajeros; alguien que

también conozco y cuya identidad olvidé.

Así como lo da, lo quita.

Algunos ofrecen dinero y eso les da derecho a conservarlo. Otros me miran.

Evidentemente llamo la atención. A esta altura debo verme algo andrajoso y, para

colmo de males, con una manga de camisa anudada al brazo y con residuos de san-

gre seca.

Ella vuelve a aparecer. Ella es la niña que vende turrón, pero ahora tiene mi edad.

Lleva los labios pintados de rojo, como hace una hora, y abulta el bolsillo delantero

de su delantal el manojo de llaves.

Ella dice cosas como no te quedes y el ascenso del pitch de la puerta cancel refunfu-

ña y se me apaga. Se ahoga allá, muy lejos. Se oscurece el sonido en mi recuerdo.

Aparecen imágenes de mi madre, de sus continuos viajes al Norte, del trabajo golon-

drina32, de las despedidas y reencuentros.

No te quedes es un mensaje ambiguo. Puede pedirme que avance o que me vaya,

que siga con mis convicciones o que las abandone; que distinga entre realidad y en-

telequia.

Las dos versiones de la misma mujer se miran a los ojos. La que está a mi lado, con

mirada réproba.

La niña de los turrones se distrae contemplando su futuro y vuelve a repartir. Un

hombre notablemente molesto desplaza violentamente la golosina con el antebrazo

como diciendo nena, ya lo rechacé una vez ¿no te das cuenta que no me interesa?

Ella dijo también que la venganza no conduce a nada positivo; ella, la de las llaves,

el té con leche y el abrazo que no me animé a retribuir.

Abandonamos Villa Luro.

La herida me provoca comezón.

La correa dentada que asegura la apertura de la puerta esta desencajada y cuelga de

la polea solidaria al pistón neumático. El vaivén del tren hace que repiquetee en el

vidrio. Sumados al tintineo de las campanas de los pasos a nivel y a los ruidos gene-

rados por mi intelecto turbado, conforman una maraña acústica insoportable.

32 Trabajo estacional que obliga a migrar.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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Me tapo los oídos con las palmas de mis manos. Al menos, así consigo limitar la per-

cepción de sonidos reales externos.

Casi llego a Liniers; percibo el resplandor de sus luces multicolores.

Una feria se alza en plena avenida Rivadavia. Se vislumbran puestos de venta de

verduras, de carne, un afilador de cuchillos, banderines de lado a lado de la calle y

lamparitas de baja potencia.

El tren se detiene y no prosigue su marcha.

Desciendo.

El andén de la estación se ha convertido en un escenario. Dos señoritas esbeltas me

piden cordialmente que circule y que las acompañe a ubicar un lugar de privilegio en

el palco oficial.

Allí me espera una silla similar a las Luis XVI tapizada con pana roja, con la particula-

ridad de que su respaldo tiene la posibilidad de ser rebatido, como el de las viejas

butacas de cine.

A mi lado, C. Pellegrini se arregla el bigote y me convida a un cigarro. Muevo uno de

mis dedos indicando, no gracias.

La vía se ha convertido ahora en una calle empedrada. Por allí, según me indican,

circulará un desfile.

Un manojo de policías coloca un vallado, ante el rezongo de los transeúntes y los

espectadores que deben desalojar el sitio.

Un camión se detiene y desde su interior brota una innumerable cantidad de monos

saimirí. Al poco tiempo se transforman en un reguero dorado que se mezcla entre la

muchedumbre. Algunos son agresivos, gritan, arañan, muerden y orinan en cualquier

sitio.

El hombre de la derecha, separado de mí por C. Pellegrini, alza los brazos, juntando

los puños como si asiera un bastón virtual. Luego gira ambas manos, como quien

retuerce un trapo húmedo.

El gentío interpreta tal señal de ajusticiamiento y comienza a estrangularlos.

Sus cuerpitos tapizan la calle y al poco tiempo todo vuelve a la normalidad. Los más

ágiles escapan hacia la espesa oscuridad del Oeste, categóricamente hostil para un

primate subtropical.

El hombre que arengó a los asistentes a cometer tamaño zoocidio es retirado del pal-

co por personal policial, que además arresta a algunos de los espectadores.

Se producen corridas y bastonazos, alguna escaramuza también, con sus consiguien-

tes gritos y empujones.

Los curiosos se dispersan y la función prosigue.

Un arlequín de baja estatura se acerca bailoteando. Calza enormes zapatos, en pun-

ta, con pompones dorados similares a los de las fundas de los sables. Posee rasgos

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angulosos y una de sus orejas es algo más pequeña, con clara evidencia de haber

sido sesgada por roedores.

El alfeñique33 tose para aclararse la garganta y realiza, con voz de pito, una pregunta

a la señora que ocupa la butaca izquierda contigua a la mía.

Ella deberá resolver en un papel una ecuación matemática relativamente simple. C.

Pellegrini me hace notar que se trata de la esposa del ingeniero Lagerlöf, el hombre

que estuvo sentado a su lado hasta ser retirado por la policía.

Un chingolito34 come migajas del suelo.

Un niño engrasa una pelota con recortes de un bife de chorizo.

El bife de chorizo lo tiene uno de los policías apoyado en la sien.

Otro prefirió un cataplasma para aliviar los embates de Lagerlöf, que espera con neu-

rastenia.

C. Pellegrini lo observa, me mira y se lleva la mano al cuello en forma horizontal,

moviéndola paralela al piso.

A un costado, han montado un cadalso con tres horcas. Una está reservada para el

infortunado ingeniero, quien aún se pregunta por qué lo mantienen prisionero.

La señora debe responder mientras el arlequín la fastidia para distraerla. Le lame

lascivamente el rostro mientras le provoca cosquillas a lo ancho de la cintura.

El bolígrafo se agita en las manos temblorosas de la dama. Lo deja junto al papel,

sobre un costado del pupitre y exclama:

_ ¡Lo tengo: diecisiete!

_ Muy bien, señora. Su respuesta es correcta. _ Aclara el saltimbanqui mientras

aplaude.

La mujer se seca la saliva con los puños y respira aliviadamente.

El arlequín, con notable regocijo, se detiene frente a ella sin mirarla y vocifera:

_ La respuesta es correcta, pero se excedió en el tiempo estipulado para zanjar la

ecuación.

_ Nadie mencionó jamás un límite de tiempo. Es un engaño, un vituperio.

_ Un vituperio es un agravio. Aquí nadie la agravió. Piense, al menos, que no que-

dará viuda; y si lo hace, será por unos pocos minutos.

La policía arrastra a la mujer de los brazos y a los tirones. Se necesitan tres hombres

más para forzarla a caminar. No logran mantenerla quieta y deben precipitar los

tiempos de su ejecución así como la de su cónyuge.

C. Pellegrini se acerca y me dice con voz ronca:

_ Sólo quedamos usted y yo.

33 Hombre pequeño y débil. 34 El chingolo es un ave similar al gorrión.

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Una señorita pulposa porta una tetera de plata y nos sirve té en unas tacitas anti-

guas cachadas.

Da comienzo un desfile militar convencional, excepto porque cada tanto algún grana-

dero35 carece de pantalones. En la retaguardia, una banda de aficionados ejecuta

melodías populares camufladas entre marchas castrenses.

Un trombonista bizco se contornea a la vez que obliga a sus compañeros a abando-

nar su posición para no ser alcanzados por una estocada de su vara. Entremezclados

aparecen algunos músicos fantoches, con atuendo militar modificado y exagerado. Se

distinguen por sus medias36 cancán cuadriculadas, zapatos enormes, rostros maqui-

llados, flores en la solapa y pelucas de cáñamo teñido mezcladas con charreteras,

gorros, sables y guantes blancos.

C. Pellegrini no aprueba esa licencia por considerarla una chabacana degradación del

gusto y una falta de respeto. A pesar de eso y en forma involuntaria, acompaña el

ritmo con los pies.

La mujer pulposa retira las tazas vacías y me pide ayuda para aflojar el corsette37

que la ciñe como a un matambre. Unas ocho o nueve mujeres del costado del palco

imitan el accionar y se liberan de parte de su vestimenta. Algunas muestran más de

lo que otros aprueban y resurge el alboroto.

C. Pellegrini suda excesivamente. Sabe que debe interceder para que la fiesta no se

desbande y se degenere hasta convertirse en una exhibición nudista.

Extrae un puñado de billetes, que por coincidencia llevan su retrato y los coloca en el

escote entreabierto de la dama de la bandeja, quien comienza a transpirar tras ser

iluminada por reflectores.

El público no lo imita. Son épocas de crisis y no es bien vista la ostentación y dilapi-

dación de dinero; mucho menos si viene de manos de un político poderoso que arro-

gantemente utiliza billetes de curso legal impresos con su rostro.

El arlequín, vestido ahora con un esmoquin color manteca, se arremanga la camisa

floreada y señala la tercera horca. De las otras dos cuelga el infortunado matrimonio

Lagerlöf.

A la izquierda, se ha montado un pequeño convite exclusivo para las celebridades.

El arlequín arenga a la multitud para que bata palmas. Inmediatamente comprendo

que falta mi prueba. El hecho de que C. Pellegrini no aprobara la suya no me convier-

te en ganador del certamen.

La banda detiene la ejecución y se suma al concierto de aplausos. A mi lado, un an-

ciano violinista ejecuta una melodía vivaz.

35

Soldado de infantería 36 Calcetines 37 Corsé.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-47-

Alguien me acerca una partitura y un acordeón. La coloco en un atril y para ganar

tiempo, las abrocho con clips.

Inexplicablemente puedo leer, tocar y llevar adelante la situación; aunque no recuer-

do haber ejecutado jamás un instrumento musical.

Resignado, C. Pellegrini se sirve una copa de brandy, extrae del bolsillo interno de su

saco un puñal abre cartas e intenta clavárselo en la frente. La estocada le produce

una herida leve. Repite infructuosamente el acto pero sólo logra amoratase la piel y

salpicar tímidamente de sangre su atuendo de gala.

Yo me erijo en vencedor, aunque siento remordimiento por haber deseado mi victoria

a sabiendas de que provocaría la condena a muerte de mi compañero y adversario.

Una versión de Fredy Mercury, más vieja y obesa, oficiará de verdugo. Se unta los

brazos con repelente para mosquitos y se enfunda el cráneo con una capucha de

cuero negro. Carlos, resignado, rodea su propio cuello con la soga. Dos granaderos

esmirriados le quitan el uniforme, dejándolo en camiseta y calzoncillos largos.

El verdugo y otro hombre flexionan el brazo izquierdo del prócer y amarran la muñe-

ca al codo del brazo derecho, que se mantiene extendido hacia abajo. De este modo

forman un número cuatro en la espalda del sentenciado con sus propias extremida-

des superiores.

Parte de la gente hace el cuatro con manos y brazos; otros lo gritan en forma de

cántico improvisado.

Yo me sumo y bailoteo con mis pulgares retraídos. Sin saberlo estoy pidiendo que se

eleve a cuatro el número de condenados y, con esto, reclamando mi propia muerte.

Se afloja una correa y el acordeón cae al piso. Al impactar noto que salpica agua.

De a poco todo comienza a inundarse.

Lentamente aparecen las primeras luces de la alborada y lo que era el oscuro Oeste

se convierte en un horizonte lejano tras un gran espejo de agua.

Los restos flotantes de la feria son arrastrados por la corriente.

Del camión transportador de monos sólo queda al descubierto el techo y parte de la

cabina.

La gente comienza a retirarse lentamente haciendo grandes esfuerzos para avanzar

ante la pesadumbre del agua. Intentan conservar sus pertenencias, resguardarlas del

saqueo y de ser posible, tomar parte de lo ajeno.

El desbande hace que los organizadores y agentes del orden se escabullan para evi-

tar un linchamiento.

Una nena pregunta al tope de su capacidad vocal. _ ¿Quién quiere comer galletitas

crocantes? Galletitas de cucaracha. _ Señalando una canasta de mimbre infestada de

insectos.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-48-

C. Pellegrini, con su visión disminuida, intenta librarse de la horca y las amarras. Se

contornea bruscamente temiendo que el creciente nivel de agua lo ahogue. Me acer-

co, abriéndome paso entre los curiosos y le quito la soga del cuello. Raudamente co-

rre, aún atado y con una bolsa de arpillera enfundada en la cabeza. Tropieza con una

de las tablas del cadalso y cae al agua. Ni siquiera le interesa saber quién le salvó la

vida, hecho que me provoca cierta indignación. Aún puede hacer pie y se desplaza

pesadamente hasta perderse en la neblina.

Algunos pocos quedaron en la escena recogiendo comida flotante pero ya sin distur-

bios.

El piso de tierra se volvió cenagoso. Mi mano izquierda aún sostiene una de las rien-

das del acordeón, casi completamente sumergido en el marisma salobre.

Desde el Este se acercan olas que rompen tímidamente cerca del paso al nivel de

Barragán y dificultan aún más la tarea de recolección de alimentos por parte de la

muchedumbre famélica.

Algunos, ofuscados, me insultan al pasar. Intuyo que me endilgan algún tipo de res-

ponsabilidad debido a mi vínculo cercano al poder.

El agua espumosa deposita restos oleosos en mi cota de escamas naranja.

La turba, embravecida, toma objetos contundentes y se acerca para increparme. Uno

de ellos, muñido con una tabla con clavos, parece ser el instigador. Raudamente me

arrojo al agua y los pierdo de vista.

La visión submarina es dificultosa por el efecto opacante del barrizal.

Trato de no acercarme a la vía y me muevo unos metros hasta Rivadavia.

De acuerdo a las condiciones del terreno, la cota de nivel de agua fluctúa entre uno y

dos metros.

Los primeros haces de luz de la mañana comienzan a incidir con un ángulo casi para-

lelo al de la superficie. Esto me permite nadar a mayor velocidad ya que ahora puedo

ver y sortear los escollos con los que me topaba anteriormente.

Canoas y balsas improvisadas transportan a los osados que emprenden el éxodo

hacia tierras más altas. Algunos animales también lo hacen, principalmente perros y

ratas. Desde abajo puedo ver los remos y las patitas moverse con celeridad.

Yo tomo la dirección contraria: por Rivadavia, hacia el Este.

Nado contorneándome, como si hilvanara el agua enhebrando con la cabeza orienta-

da levemente hacia arriba, para luego sumergirla inclinada hacia abajo, trasladando

dicho movimiento al resto de mi cuerpo. Este esquema me permite desplazarme

ágilmente alcanzando velocidades impensadas para un ser humano corriente.

No encuentro aún signos de vida ictícola ni del trasnochado ovocéfalo.

Me detengo y emerjo con cautela.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-49-

Un edificio está siendo evacuado, utilizando como transporte una gigantesca balsa,

propiedad de los US Marines. Los soldados conducen a la gente a través de un puen-

te flotante, realizando un proceso de selección arbitrario o al menos incomprensible

para mí.

Uno de ellos advierte mi presencia, me reconoce y saluda efusivamente. Otros se

acercan y hacen lo propio.

Me presentan con su Comandante, un hombre canoso de ojos claros mezcla entre

Edmundo Rivero y Paul Newman.

_ Como ya le habrán anticipado, yo soy el Capitán Morris. Dígame: ¿Cuál es su gra-

cia?

_ Yooo, mmmm..

_ No me diga nada; aquí todo el mundo lo conoce. Su presencia no nos toma de sor-

presa, estábamos aguardándolo.

_ ¿Aquí, en Argentina, en Villa Luro?_ Pregunto.

_ Sabíamos que esto ocurriría. Una especie de premonición apoyada en deducción

científica e investigación de nuestros servicios de inteligencia.

Estamos realizando una gestión de salvataje acompañada por acciones de bienestar

comunitario. A su vez intentamos una concientización social que permita expulsar

desde adentro al aletargado pero latente germen del comunismo.

No se ría, tomando en sorna al enemigo permitimos que avance.

Éste es un país lábil y, por ende, propenso a cualquier tipo de adoctrinamiento. Acu-

dimos simplemente para inclinar la balanza.

Sin embargo, notamos que nuestra imagen se encuentra deteriorada, hecho que nos

hace topar con escollos incómodos.

_ ¿Cómo sabían que se produciría un avance del mar?

_ Inteligencia e investigación. No cuestione, usted es uno de los nuestros. _ Dice

mientras señala algunas de sus condecoraciones.

La palabra nuestros me hiela y abriga a la vez. Me produce confort e incomodidad;

sensaciones cambiantes, ambiguas y contrapuestas.

_ Usted es una pieza clave en la tarea de concientización social. Tiene carisma y apti-

tudes especiales. Además todos lo reconocen e idolatran.

Usted será la punta de lanza, el mascarón de proa. Nosotros nos ocupamos del resto.

Aguarde un segundo. _ Interrumpe en el momento en que un soldado le acerca una

carpeta forrada con papel araña38 verde.

_ Como le decía, parece que algunos ingratos no notan que hemos venido a rescatar-

los de la inundación. Somos parte del desastre, pero hemos traído la solución. Una

solución de base, visceral.

38 Papel plastificado con dibujos de tela de araña en sobrerelieve.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-50-

Extirparemos toda dispersión para confluir en un gran ideal americano. Toda América

unida, ¿se imagina? Separada por el idioma, claro está; una barrera que pronto sor-

tearemos.

El agua no va a retirarse hasta que cambie la luna y para eso faltan trece días. Es

tiempo suficiente para cocinar nuestro puchero.

Usted tiene como atadura proteger la vida de Ángela, su mujer. De eso no debe pre-

ocuparse ahora. Ella se encuentra a salvo, fuera del país, en uno de nuestros búnkers

de localización clasificada.

Contamos con su cooperación. _ Dice mientras estira la mano en señal de saludo.

_ Una mano lava la otra y las dos juntan la mierda y la reciclan en abono. _ Morris

sonríe y acerca dos balones.

_ Tomemos una cerveza fría.

_ Ya no bebo.

_ Relájese, solo una. _ La cerveza amarga me quita de la boca el sabor salado.

No puedo dejar de pensar si todo esto tiene asidero alguno. Me retumba el planteo

de Crna Lubenica. El oscuro personaje lleva la disputa a un terreno de capitalismo

versus su posición, una especie de anarquismo revolucionario exageradamente radi-

cal. Una postura impostada conformada por clichés prendidos con alfileres.

Aunque resulte inverosímil, vi a C. Pellegrini huyendo en calzoncillos largos, percibí

los arañazos de los monos, toda esta agua escurriéndose entre los dedos y mis ye-

mas presionando las teclas del acordeón. Algo de todo esto es cierto. Es diferente a

un sueño, tiene ribetes excesivamente reales.

Los marines me invitan a almorzar unas latas de frijoles ensopados, acompañadas

por galletas. Al costado montaron unas tiendas flotantes con urinales.

La muchedumbre se agolpa en la proximidad de las balsas para observarme. Cuchi-

chean, susurran mi nombre y me señalan.

El Capitán Morris me hace una venia de aprobación.

Atino a saludar.

Lejos de sentirme un héroe, me veo como un estúpido. Un pato Donald del tren de la

alegría39 con baterías bajas. Una versión consumida de mí mismo, sin saber ni si

quiera quién es ese mí mismo.

Un grupo de manifestantes hostiles protesta, con pancartas antiimperialistas, desde

una balsa improvisada con tablas de fenólico clavadas a barriles azules de polipropi-

leno.

No logro identificarme con ninguna de las dos posiciones, aunque un extraño sentido

de pertenencia me atrae al escuadrón norteamericano. No obstante, la curiosidad

hace que nade los ochenta metros que me separan de los revoltosos.

39 Tren infantil ciudadano.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-51-

La barrera idiomática no me impide advertir el rechazo hacia mí, hacia quienes re-

presento y en quienes me respaldo.

Mi instinto me señala que debo huir; lejos, no sé dónde. Quizás deba forzar los lími-

tes, escapar y afrontar las consecuencias.

Cinco minutos después, me encuentro conversando nuevamente con el Capitán.

_ ¿Ha visto? Parecen hostiles pero son tranquilos, desarticulados. Tierra fértil para

nuestros hombres.

_ No creo que sea tarea fácil convencerlos de vuestra postura.

_ Por el contrario, a través de nuestros infiltrados intentaremos aumentar el nivel de

beligerancia. Luego lo encausaremos, dándonos motivos justificados para entrar en

acción.

_ ¿Van a reprimir a una turba que no tiene más armas que carteles y megáfonos?

_ Procederemos a inflar al adversario hasta convertirlo en una amenaza. Luego libra-

remos a la sociedad del peligro que los acongoja y desvela.

_ ¿Van a borrarlos de un plumazo?

_ No, nunca hay que erradicar todo el foco enemigo. La estufa debe quedar en piloto.

Sin enemigos no tendríamos razón de existir. Una sociedad débil y temerosa justifica

nuestra presencia.

_ Como la inundación.

_ Mmm.

_ ¿Cómo provocaron un hecho de tal magnitud?

_ No provocamos nada. Utilizamos la información de acuerdo a nuestro provecho. Un

puro y genuino golpe de efecto.

_ Sí, pero…

_ A nuestro provecho. _ Al decir nuestro se señala y me señala.

_ Quiero creer que sigue de nuestro lado.

_ Si, por supuesto. _ Aclaro intentando ser convincente.

_ Usted no debe hacer nada en particular, sólo necesitamos su aval y alguna muestra

de destreza que a su debido tiempo orquestaremos.

_ ¿Entonces Crna Lubenica es una invención del imperio?

_ No me hable de imperio, no se contamine con esos términos rojos.

El engendro ese es un hombrecito perverso. Es su enemigo, no el nuestro. _ Ahora

me señala sólo a mi describiendo un cono virtual con su dedo índice derecho.

Nuestra participación se limita a la protección de Ángela que, por cierto, está muy

bien atendida.

_ Le estoy infinitamente agradecido Morris. Sólo me pregunto si puedo verla.

_ No, por el momento, su paradero es confidencial.

_ Si la visito pueden seguirme y localizarla.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-52-

_ Claro, hombre, veo que va empapándose del asunto.

_ Empapado seguro.

_ Me reconforta que lo tome con humor. Ahora, si me disculpa, tengo cosas que

hacer. Nosotros lo contactaremos mediante el sonar; usted sabe cómo hacerlo, no es

necesario que explique nada.

Que tenga buenos días. _ Al decir esto, hace una venia y va al encuentro de sus su-

bordinados.

Mi intento de escape se ve abortado por la invitación a retirarme.

Prosigo mi camino por Rivadavia, hacia el Este. Las yemas apoclidas de mis dedos

me quitan sensibilidad al tiempo que se ven como rechonchas pasas pálidas. Mi ros-

tro carece totalmente de barba a pesar del tiempo transcurrido desde mi última afei-

tada. Mi tonicidad y volumen muscular hacen que me sienta vigoroso y seguro de mí

mismo.

Atardeció y el nivel del agua menguó levemente.

Para ese entonces me encuentro próximo al Obelisco.

La Avenida 9 de Julio se convirtió en un apacible río de agua salada salpicado de ob-

jetos flotantes diversos. Cuatro operarios de una empresa de electricidad realizan

tareas de mantenimiento o reparación en un transformador sumergido. Todos poseen

branquias a los costados, bigotes y estigmas propios de un surubí humanoide. Visten

overol y portan herramientas extrañas.

Desde el agua, una luz me encandila y refracta caprichosamente sus rayos. Intento

retroceder, pero me topo con un cable electrificado, colocado especialmente ahí a

modo de trampa. Siento en el muslo izquierdo el cosquilleo punzante de una patada

de corriente eléctrica y súbitamente pierdo el conocimiento.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-53-

5- Principio del chicle.

La madre de Hamukuro se llama Hye, pero todos la conocen como Mónica. Con una

mano ubica en posición unos lentes rectangulares finitos que utiliza ocasionalmente y

con la otra toma un papel cuadriculado que posee un bosquejo con medidas y texto.

Coloca este último sobre la mesa y cose entre sí dos siluetas de tela, casi idénticas y

del tamaño de una palma. Mientras contempla el avance de su obra, golpetea la su-

perficie de Fórmica40 con un dedal.

Finaliza una etapa de la labor. El muñeco casi está listo. Lo da vuelta en sí mismo

para que las costuras queden del lado interno. Un bracito queda más largo que el

otro aunque la plantilla estaba bien. Separa un manojo de algodón y lo introduce por

uno de los piecitos. Cuando termina la tarea cose el orificio y habla para sí.

_ ¡Por el culo tendría que haber puesto el relleno, pendejo! _ Toma un alfiler y con el

filo contornea la piel del muñeco, como si dibujara sobre él. Luego lo coloca en una

caja y vuelve a alzar la voz.

_ Acá esperan los clavos del escarmiento.

Portate bien, ¿entendiste? Es un aviso de advertencia, no te pases de la raya. _ To-

ma unas flores de manzanilla, las huele, estornuda y suena el teléfono. Abre un

cajón, guarda presurosamente el proyecto de muñeco vudú y atiende.

_ Hola.

_ Hola. _ Responde el Tipo móvil.

_ ¿Cómo estuvo tu día?

_ Mmm. Hoy el colectivo estaba bastante lleno. Me detuve frente a una mujer de

unos cuarenta y cinco años que estaba sentada del lado del pasillo. Fijé mi mirada en

ella porque era bastante particular; tenía una nariz ganchuda enorme y unos ojos

celestes saltones. Parecía un pajarraco. Transcurren unos minutos, no pensaba en

nada, alzo la vista y me encuentro que en el asiento de atrás, junto a la ventana,

estaba su hermana gemela. Ya no eran exactamente iguales, se ve que el paso del

tiempo las trató diferente.

_ Esas cosas no me ocurren, soy tan dispersa que no suelo observar a la gente, ex-

cepto que algo me llame mucho la atención.

En mi infancia quise tener un hermano gemelo, siempre jugaba a eso.

_ ¿Jugabas sola o con alguien?

_ Sola, juagaba mucho sola. Hablaba todo el tiempo con el espejo.

_ Yo, cuando jugaba solo, enfrentaba bandos de muñequitos. También jugaba a la

guerra, pero con los broches de la ropa. Hacía que aprieten tornillos o clavos a modo

de armas. Luchaban los de plástico contra los de madera. El tornillo tenía que estar

40 Multicapa de papel y resina melamínica utilizada como revestimiento.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-54-

equilibrado o se caían. Siempre ganaban los de plástico; los de madera eran más

pobres. Peleaban valientemente y eran mis preferidos, pero perdían.

Parece que desde mis inicios me di cuenta de que los poderosos ganan y aprendí a

soportar derrotas.

_ Eras un revolucionario.

Yo jugaba a la guerra con mi hermano, nos hacíamos caballos con las sillas. Todo eso

yo lo montaba para que después él jugara conmigo. Cuando yo elegía el juego, él

participaba un rato y después empezaba a pelearme para irse. Tardaba horas en ar-

mar todo y después me cansaba. El armado era la parte del juego que mas me gus-

taba.

_ Creí que tenías una hermana, no un hermano.

_ Si, una hermana, es igual, no viene al caso.

Jugaba mucho a la maestra. Me encantaba ponerme los tacos de mi abuela y desfilar

con aire de no sé qué.

_ Jugabas a que eras la envidia del barrio. De chiquitas aprenden a pavonearse y

sacarse el cuero entre ustedes.

_ La envidia hace mal al envidioso, llena de amargura y no suma. Todos los que ven

programas de chimentos en los que se habla de otro son envidiosos. Si el envidiado

cae en desgracia se ponen felices, de jodidos, porque, aunque no lo reconozcan,

odian a la vez que admiran.

_ La envidia no es algo que uno elija, todos la tuvimos alguna vez.

_ Supongo que sí. Cuando te dije que yo no era envidiosa me refería a que no soy la

clase de gente que codicia todo el tiempo los logros del otro. Obviamente que en

algún momento la sentí, como sentí o siento odio. Quizás no sea una mujer normal.

A veces pienso eso, aunque en parte todos sentimos que somos diferentes, no enca-

jamos y que los normales son los demás. Entonces algunos hacen esfuerzos para

amoldarse y otros para parecer raros y llamar la atención.

Generalmente el diferente está en pose. ¡Salí!

_ ¿Qué?

_ Vos no, el gato.

_ Ojo que ponerse en pose puede ser divertido. A mí me encanta enervar a la gente.

Puedo ser muy molesto cuando me lo propongo.

_ Supongo, qué sé yo. ¿Con que fin?

_ Descolocar al otro, sacarlo de su eje.

_ ¿Su eje?

_ Perder el eje es no ser uno mismo; perder la noción de la realidad o creer que es

de otra manera. Confundo al seguro de sí mismo para desestabilizarlo. Doblego al

oponente.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-55-

Olvidate, son cosas mías.

_ Cosas de pendejo. Perdón, se me escapó.

_ No importa, prefiero la sinceridad.

Antes de ayer soñé que conseguía trabajo como movilero41 de un programa de chi-

mentos42 de la tarde. Me contrataban porque querían que cambiara el perfil, el enfo-

que. Era un programa diferente, de investigación periodística. Empezábamos hacien-

do un informe en una especie de isla top, tipo country, en los Esteros del Iberá. Una

nota para poner de manifiesto la desigualdad social en la provincia de Corrientes. Yo

tenía esas botas de neoprene que terminan como un pantalón y avanzaba por los

pantanos con mi camarógrafo y una mochilita cubierta por una bolsa negra de resi-

duos toda embarrada. Al poco tiempo el programa comenzaba a perder rating y volv-

ía a ser lo que es hoy y fue toda la vida.

El meollo de la cuestión radica en que yo no conocía a nadie de la farándula. Tenía

que hacer notas y era terrible, no sabía qué carajo preguntar. Me cagaban a pedos

todo el tiempo. Fue muy angustiante.

Encima, mi jefe era un tipo medio perverso y con cara de muñeco.

_ Eras un fraude y se te vieron los alfileres.

_ Ser sincero no es fácil, pero sostener una mentira tampoco.

_ Hay gente que sostiene mentiras toda su vida.

_ Cuando te das cuenta de que alguien te mintió pones en duda todo lo que te dijo y

eso es horrible.

_ ¿Lo decís porque inventé un hermano?

_ No. Lo que te decía, o pensé y no tuve oportunidad de decir, es que estar mucho

tiempo con la misma persona llevando una vida que no es la misma que tenías antes,

te hace sentir incompleto. Sentís que ya no sos vos.

Yo postergué muchas cosas por amor, dejé de ver amigos, toleré reuniones indesea-

das, me até a montones de responsabilidades, etc. En parte tiene que ver con la ma-

durez pero uno no puede vivir toda la vida, desde que empieza hasta que termina el

día, cumpliendo obligaciones.

_ Es aburrido.

_ Es agobiante, te sentís ahogado. Querés hacer muchas cosas y, como no podés,

buscas escapes todo el tiempo.

_ Yo quiero escaparme, ver el mar y quedarme sola en la playa, un día de semana

cualquiera en mitad del año, sin pensar, como en Corea, cuando era niña. Niña otra

vez y el mar. Ahí puedo morir feliz.

_ No pienses en morirte, pensá en cómo ser más feliz.

41 Notero, periodista de exteriores. 42 Chismes, habladurías.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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Te tomas un micro43 y en cinco horas estas en el mar. Uno no piensa de esa manera,

se reprime a sí mismo. Piensa no, con esa guita44 tendría que comprar ropa o pintura

para el living y así nos vamos haciendo cada vez más grises. Cuando finalmente te

atrevés y estas allá te preguntás ¿por qué no hago esto más seguido? En serio, hay

que buscarse momentitos de felicidad sin tantos peros.

_ Si, uno también se empasta y no intenta salir del círculo.

_ Maldito círculo de amor, de A. Migré, con S. M. Lanzani, R. Bebán y gran elenco.

Voy a robarte esa frase.

_ Salís a buscar el amor y encontrás un tipo que al principio es todo amor, así como

el chicle al principio es todo sabor.

_ Coincido con la caducidad de la pasión, es un tema trillado pero me condiciona no-

tablemente. A veces uno se queda con lo poco que consiguió, aunque se seque por

dentro, sólo por comodidad.

_ Cuando sos demasiado cómodo, la vida te sacude para despabilarte.

_ La vida o alguien. Hay mucha gente que te dice cosas para joder. También están

los que te aconsejan cuando es demasiado tarde y con el hecho consumado.

_ Bueno, me tengo que ir.

_ Chau, un abrazo. Dejá, no digas nada. Cuando uno dice te mando un abrazo y le

responden otro no toma conciencia de las palabras. Está hablando de un abrazo. Re-

quiere reciprocidad. ¿Cómo es eso de otro? ¿Son dos abrazos o está correspondiendo

el primero? Si uno abraza al otro: ¿se produce un abrazo o es necesaria una respues-

ta? Si el otro se queda parado como un poste, con los brazos hacia abajo, ¿se puede

decir nos dimos un abrazo?

_ Hay gente confianzuda que a cualquiera le dice chau, un beso. ¡Que sigas bien!

¿Quién te dijo que estoy bien?

_ O te preguntan, ¿Tus cosas? y cuando empezás a contar te cortan. ¿Para qué corno

me preguntas?

_ Dale chau, me tengo que ir.

_ ¿Dónde vas? No me engañes.

_ No estoy atado a vos, chiquito.

_ No soy chiquito.

_ Chau.

_ Esperá, no cortes, te cuento algo.

_ Otro día, chau.

43 Omnibus. 44 Dinero.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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6- Eslingas, monigote y un cajón de nogal.

Nuevamente despierto en la guardia de un hospital. Esta vez, sobre una camilla y

con suero en un brazo. Siento sequedad en los labios y ahora sí, la presencia de bar-

ba rala en mi rostro. Intento incorporarme pero una puntada en el cuello hace que

me repliegue. Muevo torpemente los brazos para tantear el terreno y accidentalmen-

te arrojo al suelo una cubeta de acero inoxidable. A raíz del ruido la puerta se abre.

Un enfermero y Hamukuro entran en escena. El hombre le habla a ella pero me mira

a mí mientras Hamukuro oficia de intérprete.

El hombre despliega una batería de sugerencias como si estuviera convencido de

ellas.

Al cabo de unos minutos me encuentro nuevamente caminando por la calle.

_ Me llamaron, debe ser por el papelito que te di.

Estuviste varias horas desparramado e inconsciente en el andén de Liniers.

Vamos a casa, mi vieja45 no está.

_ No quiero causarte inconvenientes.

_ Ya los causaste, ahora intentemos resolverlos.

_ Necesito hallar a Ángela, corre peligro.

_ ¿Otra vez con eso? ¿Al menos sabés su apellido?

_ Sé dónde vive. Sé ir de memoria, es cerca de la estación Morón.

_ El sábado que viene vamos.

_ El sábado que viene puede ser muy tarde.

¿Ya bajó el agua?

_ ¿Qué agua?

_ No importa, es mejor que no sepas. No quiero involucrarte en mis tribulaciones.

Está a punto de ocurrir un incidente internacional grave y quiero que estés al res-

guardo.

_ ¿Dónde? ¿Bajo tierra? ¿Con paredes de cuatro pulgadas de acero y plomo?

_ El sitio debe ser estanco. Van a inundar Buenos Aires.

_ ¿Quiénes?

_ Ellos, los Marines. Quieren plantar una semilla, un virus y así controlar nuestras

voluntades. Buscan formar lazos interamericanos en los que jugaremos el rol de la-

cayos.

_ Ah, estás peor de lo que creí.

_ Nos observan. Yo soy una pieza clave y a raíz de eso estoy monitoreado permanen-

temente.

45 Madre.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-58-

Soy parte de la imagen del imperio. No sólo yo, hay otros personajes. Soy una fa-

chada de cartón pintado.

Tengo la extraña capacidad de ver los hilos que mueven las ideas y las marionetas.

Veo como se forman los acontecimientos futuros.

_ ¿Cómo los ves?

_ Ahora mismo y en experiencias más profundas. Sin ir más lejos, veo tu rostro

compuesto por puntos de cuatro colores: cyan, magenta, negro y amarillo.

_ ¿Como si estuviera impresa en offset?

_ Tú lo has dicho.

Los puntos se mueven y los planos de color vibran. Mi cerebro está sobreestimulado

y colapsa. Además se ha desarrollado en mí una curiosa respiración branquial.

_ ¿Dónde? Mostrame.

_ No puedo revelarte más información, podría ponerte en peligro.

_ ¿Pretenden desestabilizarte? ¿Quiénes, los US Marines?

_ No me queda demasiado claro. Son monstruos submarinos.

_ ¿Monstruos que emergen y se toman un ómnibus hasta la terminal de Liniers,

compran chipás46 y resuelven crucigramas?

_ Tu escepticismo es razonable, pero te pido que me escuches. El mar está cerca,

muy cerca. Puedo olerlo, lo vi en el futuro. Las balsas navegaban a tontas y a locas

por Rivadavia hacia el Oeste: un cuadro caótico.

Proveete de salvavidas, botes inflables o lo que sea. El futuro es de los que poseen

información y saben aplicarla.

Todo va a cubrirse de agua salada y provocará una horrenda devastación. Hay que

comunicarlo, poner al corriente a la población.

_ Eso dejámelo a mí, vos no hables del tema con nadie.

_ Con Ángela sí, ella me espera y necesita.

_ El sábado, yo me encargo.

_ Es mi deber.

_ Va a mirarte como a un bicho raro.

_ Debo correr el riesgo.

_ ¿Vas a hablarle en inglés?

_ Ya voy a encontrar un modo.

_ Así vas a causar espanto. Vení a casa, bañate y limpiate la cabeza de ideas para-

noicas.

En mi trabajo te conseguí unas remeras de descarte y un pantalón en buen estado.

Podés pasar la noche en la baulera que pertenece a mi departamento. Mañana, reno-

vado, vas a visitarla. Haceme caso.

46 Pan pequeño de almidon de mandioca y queso.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-59-

Al día siguiente, Hookson toma coraje y va a encontrarse con la mujer.

Toca el timbre y lo recibe otra mujer, de unos setenta años. Lo único que obtiene es

un ¿que hacés acá? Ángela no está. No vuelvas. Es por el bien de todos. Al no enten-

der las palabras, Hookson se queda perplejo frente a la puerta.

Al cabo de unos minutos aparece un hombre canoso y gordo en medias y ojotas.

Hookson sigue sin entender y se golpea la oreja con el dedo mayor, intentando seña-

lar que no comprende. El hombre interpreta que no escucha, se compadece y al poco

tiempo regresa con una nota que dice: Ángela tiene marido. Viven acá con nosotros

pero ahora no están. Hay que aguantarse.

Hookson desperdició el resto del día intentando descifrar el texto.

Buscó a su alrededor concordancias para intentar efectuar una traducción aceptable

que sólo consiguió esa misma noche, gracias a Hamukuro.

Entonces, lo invadió una profunda desazón e impotencia.

Montó guardia durante los siguientes cuatro días. Hamukuro se había ofrecido a

acompañarlo el sábado, pero la ansiedad no le permitió mantenerse al margen.

El siguiente viernes a la tarde, entre planos de color y gitanas aparece Ángela. Se ve

diferente, con el cabello más claro y algo más gorda y deteriorada.

Ángela posee rasgos incaicos. Su familia es oriunda de la provincia de Jujuy pero ella

siempre quiso disimular sus facciones alterando el color de sus ojos, su cabello y su

modo de vestir.

_ ¡Ángela! _ Exclama Hookson.

_ ¿Oliver? Me dijeron que estabas sordo.

¿Me escuchás? _ Hookson asiente con la cabeza.

_ ¡Me dijeron que estabas sordo! No puedo creerlo. ¿Para qué mentiste? No se juega

con algo así.

_ Ángela, I… you. _ Ella, obnubilada por la furia, no se preocupa por comprender.

Piensa que Hookson le toma el pelo y retoma su camino.

Hookson, para evitarlo, intenta interponerse y agita sus brazos repitiendo please,

please.

_ Correte, imbécil, ya fue. No seas pelotudo, das pena. No quieras cagarme la vida. _

Hookson toma una libretita y se la ofrece a su antigua amante.

Ella la acepta y escribe nerviosamente:

Quiero estar tranquila, no me molestes más. Ya te lo dije mil veces, forma parte del

pasado. Prefiero estar como estoy. Entendeme.

Oliver arranca de la libretita una nota previamente escrita, en inglés, por él. La dobla

en cuatro y la deposita en la palma áspera de la mano derecha de la jujeña. Ella

apoya su mano izquierda sobre la de él y con ojos húmedos desliza un cuidate.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-60-

Hookson comprende ahora.

Suelta pesadamente la mano y se va.

Lo hace rápidamente. No quiere ver a la mujer que ama devorada por manchas de

cuatricromía.

Camina mil metros hacia el Este, cruza Pueyrredón y se detiene.

Allí lo esperan otra vez un rollo de ruberoid y una gitana.

Ahora no llora y repite la frase:

_ Era inevitable, no quiso escuchar, hicimos todo a nuestro alcance. _ Ángela yace

con la misma ropa que vestía hace un rato pero con el cuerpo extremadamente páli-

do e hinchado. Los diarios que la cubren se le pegotean a causa de la abundante

humedad.

_ La encontraron flotando, ¡pobrecita! Qué paradoja. Branquias y poderes malgasta-

dos.

_ No seas nihilista. _ Replica Hookson.

_ Creo en lo que veo y punto. _ Asiente la gitana.

Hookson voltea el cuerpo inerte con su empeine, como si se tratara de un tronco se-

co. No lo hace con desprecio, pero si con apatía.

Luego de unos minutos, en plena calle, dos empleados de una funeraria comienzan la

rutina del amortajamiento.

El velatorio se efectúa ahí mismo.

Al cuadro lo componen el pedestal que sostiene al féretro, cuatro candelabros de pie,

Hookson, los padres de Ángela y algunas personas cuya identidad desconozco. Cada

tanto, una empleada de camisa blanca y pollera azul ofrece café y uvas chinche a los

invitados. Guirnaldas de papel crepe negro y verde inglés circunscriben el cuadriláte-

ro. Penden de un hilo de tanza interminable que cuelga desde el infinito superior.

Un intenso movimiento telúrico eleva la zona cuarenta centímetros por encima del

nivel habitual y conforma una meseta asfáltica irregular.

El repentino movimiento hace que los candelabros tambaleen y se apaguen y que un

porta corona recientemente integrado a la escena se tumbe y caiga en la zona baja.

El sitio se inunda y la corona se aleja flotando. El anillo floral lleva una faja de polieti-

leno lila, cruzada diametralmente e inscripta con la frase:

U.S. Marines se hacen presentes en este momento de inconmensurable dolor.

El agua avanza y obliga a los ocupantes del islote a apretujarse en busca de un sec-

tor seco.

La empleada de la funeraria escurre las puntas de su pollera, azul ahora más oscuro,

y anuncia la finalización precipitada de la ceremonia aludiendo causas de fuerza ma-

yor. A pesar de la aparente premura, procede al cierre del cajón con exasperante

parsimonia.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-61-

Los presentes, excepto Hookson, toman el ataúd de las asas laterales y lo depositan

en el agua. Flota a la deriva hasta que otro empleado de la casa velatoria lo detiene

con una rodilla y lo rodea con dos eslingas47 de tela. Toma los dos cabos y los coloca

en el gancho de una gigantesca grúa fija, que sorpresivamente entra en escena des-

de el Sur.

Las eslingas se enredan po movimiento oscilante del féretro, causado por la combi-

nación entre la elevación y el intenso viento reinante.

El lustre y la humedad hacen que finalmente la tela ceda y el cajón de nogal caiga al

vacío desde una altura de aproximadamente quince metros. Al impactar contra el

suelo mojado se desintegra. En ese momento suena una fanfarria y Ángela, como por

arte de magia, desciende semidesnuda, portando un espaldar plumífero de vedette y

rodeada de flashes de fotógrafos excitados. Su pie derecho se posa en el gancho y el

izquierdo en su muslo rechoncho.

Hookson observa y piensa:

_ Me miran como diciendo ¡caíste!, al tiempo que aguardan alguna manifestación de

asombro de mí parte.

Yo me siento anestesiado, incrédulo, impávido entre las guirnaldas de papel.

Al parecer todo fue orquestado por los acólitos del Capitán Morris, quien recién ahora

entra en escena con una galera blanca, un monóculo y un bastón con incrustaciones

de nácar.

A lo lejos, unos tímidos fuegos artificiales anuncian un tratado de alianza asistencial

entre Argentina y Estados Unidos.

El padre de Ángela extrae una corona de laureles desde la cabina de su Rastrojero y

me la coloca en la sien. Luego me mira, sonríe y dice:

_ Felicidades campeón, sos el auténtico ganador. _ Del espejo de la camioneta pende

el mismo muñeco oscilante que me llamara la atención hace unos días.

Ángela reproduce ahora tal movimiento. Se mece lateralmente y rigidiza su cuerpo

en un intento por imitar al juguete colgante.

Un soldado enano me rodea el torso con un arnés amarillo. Ángela desciende, se

acerca, me besa la mejilla y me engancha al mosquetón de la pluma mecánica.

Comienzo a elevarme mientras me aclaman y vivan exageradamente.

La curvatura de la tierra se ve muy pronunciada, como si el planeta se hubiera redu-

cido a unos pocos kilómetros de diámetro. Cuando llego al tope de elevación del ma-

lacate, los fuegos artificiales cesan y el público se retira.

Quedo horas varado ahí, completamente solo.

El nivel de agua no es el suficiente para intentar una zambullida desde tamaña altu-

ra.

47 Elmento intermedio que permite enganchar una carga a un gancho de izado o de tracción

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-62-

Me contorneo enérgicamente y logro liberarme del arnés. Me encaramo al cable de

acero hasta aferrarme al brazo estructural amarillo.

El vértigo me provoca náuseas y altera mis reflejos. Asimismo genera temblores que

menguan mi capacidad de asirme a la viga de acero. Intento columpiarme para poder

alcanzar el brazo con las piernas, pero calculo mal y caigo al vacío.

Aquí estoy, en plena calle, con los huesos rotos y sin poder moverme.

Un rabihorcado se posa en mi pecho y comienza a acicalarme. Cada picotazo reper-

cute en mi columna vertebral en forma de dolor agudo y penetrante.

Las pequeñas olas hacen que permanezca sumergido en forma intermitente. De no

ser por la capacidad de respirar bajo el agua, este ciclo me habría ocasionado una

muerte espantosa.

Mi cuerpo yace abandonado a su suerte.

El hecho de no depender de mí mismo me apacigua. Al menos, no siento culpa por

actuar o no de un modo u otro.

Recuesto una de mis mejillas contra el asfalto húmedo y entro en sueño profundo.

Cuando despierto, mi cuerpo tiene apenas algunos magullones. Acurrucado en la en-

trada de una gomería logro conciliar el sueño en forma intermitente una vez más.

A las tres de la mañana me incorporo y retomo la marcha. Pocos minutos después

reaparecen los planos, trazos y pastiches de cuatricromía.

Me desplazo a los tumbos y con considerable dificultad.

Al llegar a la esquina de Estrada y Rivadavia me detengo.

Mi cuerpo ahora es el de un niño de doce o trece años.

En algún sector de la cuadra que media entre la estación de servicio y la vía, se es-

cucha algo de revuelo.

Cruzo la calle hasta la imprenta para poder identificar el foco sonoro. Identifico gritos

y golpes provenientes de la casa de enfrente. Vidrios que estallan, chirridos de obje-

tos contra el piso, voces de mando y voces contrariadas. Con la escueta información

que poseo intento descifrar que es lo que ocurre allí. Interpreto que se trata de un

robo o un intento de secuestro.

Un hombre con guantes fuma al costado de un auto. Tiene extremidades de madera

y un copioso mostacho de cáñamo. Viste ropa azul y, cada tanto, se lleva la mano a

la cintura para establecer un reconocimiento táctil con la culata de su pistola.

El monigote advierte mi presencia y me llama. Por ojos lleva dos botones negros,

cosidos a su rostro con hilo bermellón.

Al acercarme inicia un interrogatorio en idioma de monigote, similar al de El Palomo

Mensajero perseguido por El Escuadrón Diabólico.

Aparentemente está burlándose de mí, quizás de mi atuendo o de mi imposibilidad

para comprender lo que dice.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-63-

Me coloco frente al pasillo de la casa de los gritos y diviso un gordo encapuchado con

pasamontañas arrastrando del cabello a una joven que reconozco. El monigote, al

advertir mi sorpresa, cambia su semblante. Adopta facciones humanas, se trona los

dedos en señal de nerviosismo y me grita. Interpreto que quiere que me esfume sin

levantar polvareda, pero quedo perplejo y dubitativo. La chica del pasillo avanza en-

capuchada hacia mi posición, arrastrada de los brazos por dos hombres de los cuales

uno es el gordo.

Mi pulso se acelera.

Trago saliva.

Corro lo más deprisa que puedo. El monigote va detrás de mí, grita y jadea. Yo, a

pesar de mis magullones, me muevo más velozmente que él.

Cruzo la vía y doblo hacia la izquierda, en Vignes.

La visión se complejiza a cada paso.

Montada en una bicicleta, la gitana de siempre, la del ruberoid, no la del vitiligo, me

arenga para que me apure. Sugiere que rumbeé para el lado de la Cantábrica y que

me esconda por allí.

Escucho un estruendo y la mujer cae. Un balazo certero le perforó el cuello.

En vano intento socorrerla.

A veinte metros el bigotudo se detiene a recargar su pistola.

Tomo presurosamente la bicicleta. El nerviosismo y la altura del asiento hacen que

demore unos segundos en estabilizarme y emprender la marcha.

El hombre toma el pulso de la gitana, se incorpora, me apunta y dispara. Estas últi-

mas dos instancias no las veo. Percibo el silbido de la bala cerca de mi oreja y una

leve quemazón.

Pierdo de vista al monigote.

A bordo del rodado me adentro en la oscuridad.

Las luces de Vignes menguan al llegar a la vía. El asfalto desaparece abruptamente y

me desequilibro.

Un Siam di Tella48 me encandila y se aproxima lánguidamente. Su presencia me obli-

ga a forzar una decisión. Si intento huir de él me acerco a la supuesta posición del

monigote y si me quedo quieto me entrego a mi suerte.

La disyuntiva acelera aún más mi ritmo cardíaco y me seca la garganta.

Una niña observa el cuadro desde una casilla de madera. Me señala un escape posi-

ble por la vía.

El Siam di Tella avanza pesadamente debido a la tortuosidad del camino.

La niña despliega una tranquera precaria sostenida por un manojo de alambres.

Ingreso a pie.

48 Automóvil.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-64-

Ella se lleva el dedo a la boca indicando que procure mantenerme en silencio.

Apoyo la bicicleta contra el suelo de tierra. Al hacerlo, la rueda gira y se produce el

sonido característico de la rodadura en el vacío, resonando en la quietud de la noche

como una matraca.

A lo lejos se escuchan grillos y perros.

La casa está construida en terrenos del ferrocarril, de espaldas a la vía, entre mato-

rrales y árboles frutales. Un aura de misterio la embebe y me embriaga.

Escapo a través de la pared del fondo y me tuerzo el tobillo al caer del otro lado.

Recostado unos segundos contra la pared consigo recuperar el aire.

El padre de la niña la reprende por haber permitido que un extraño ingrese a su do-

micilio. Tanteo mi oreja y me encuentro con un pequeño resto de sangre evidencian-

do que la bala apenas me rozó.

Me pongo de pie y escapo hacia el Oeste.

Me invaden vívidos recuerdos del pasado. Aunque no puedo precisar exactamente mi

edad en este contexto, presumo que me encuentro a fines de la década del setenta.

Mi registro táctil se encuentra levemente desfasado con el visual, hecho que dificulta

notoriamente mi percepción del espacio. A la imagen real se le superpone otra, des-

contextualizada e independiente del resto de mis sentidos. Posee puntos de fuga di-

ferentes y alcanza un nivel de nitidez tan alto que hace que me cueste identificar un

plano del otro.

Los dos escenarios (a los que llamare Uno y Dos), transcurren en vías diferentes. El

Uno es entre Haedo y Morón, en la zona de talleres. Este es el plano que tiene rela-

ción intrínseca con el resto de mis sentidos. El Dos está ambientado a ochocientos o

novecientos metros de aquí, sobre la vía, entre Haedo e Ingeniero Brian.

Paulatinamente comienzo a rememorar quién soy, o al menos quien fui en un punto

concreto de mi infancia. Me recuerdo zarandeando el alambrado del costado de la vía

para poder tumbarlo y atravesarlo, sacrificando monedas para que sean aplastadas

por las ruedas del tren, jugando al fútbol con mis amigos, sujeto a privaciones de

vida humilde o diagramando pretensiosas travesías de exploración.

Me veo con ropa enorme cedida por alguien que la descartó luego de mucho uso y

rodeado de un cable de plancha que utilizaba como cinturón. El temido cinturón eléc-

trico con el que lograba amedrentar y poner en su sitio a algún niño jactancioso. El

lazo conductor me ofrecía la posibilidad de tele transportarme a donde yo quisiera.

Con él hice apoteóticos viajes imaginarios que me dieron gran reputación, incluso

entre mis amigos más taimados.

Recuerdo las burlas de los niños por mi marcado acento anglosajón, por la anarquía

en el modo de empleo de los tiempos verbales y la combinación inaudita de las pala-

bras.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-65-

Ahí adelante veo a mis amigos haciendo equilibrio sobre el riel. Realmente los veo,

no es una estratagema de un infame mecanismo del recuerdo.

Intento seguirlos pero ellos se mueven en el plano Dos, que sólo es visual.

El constante avance y retroceso de los planos produce diferencias lumínicas y focales.

Sin embargo, y a pesar de la impotencia que me genera la confusión sensorial, me

siento libre. Creo al menos saber quien fui y eso me despoja de una parte de la an-

gustia de los últimos días. Saber quien fui me otorga recursos para intentar descifrar

quien soy y que me ocurrió para llegar a este estado alienante.

El plano Dos es diurno. Al tener mayor nivel lumínico prevalece frente al otro. Eso

hace que prácticamente me encuentre ciego para el plano Uno, como si caminara con

un antifaz sin agujeros que me proyecta una imagen que no tiene correlato alguno

con el tacto, el gusto, el olfato y el oído.

Allí se desata una tormenta de viento que arrastra tierra, césped cortado y hojas de

árbol. Intuitivamente y en vano entrecierro mis ojos para evitar una colisión de obje-

tos que no impactarán jamás. Entre la nube de tierra que vuela distingo la luz dimi-

nuta de una locomotora que lentamente se dilata. Mis amigos, ya adelantados con

respecto a mi posición, le arrojan piedras y corren. El tren se acerca y yo me quedo

parado en la vía virtual. En cuestión de segundos me atraviesa y se aleja hasta per-

derse en la polvareda.

Intento concentrarme en las imágenes reales y no en las intangibles. Camino con los

ojos cerrados, aferrándome al alambrado y los abro intermitentemente para determi-

nar mi posición. El cerco metálico está cubierto por una enredadera densamente po-

blada por flores violetas acampanadas. Tomo una hoja de césped y la mastico. Noto

que el sentido del gusto está sincronizado con el del tacto y presumiblemente con el

del olfato.

Percuto mis manos contra mis muslos. Oído y tacto están alineados.

El sincronismo de la vista aplica sólo a mí mismo. Al intentar golpear un objeto ex-

terno se descalabra. Arrojo una piedra contra una lata y el sonido me llega antes que

la imagen. Me distraigo haciendo ensayos sobre esta particularidad sensorial y esta-

bleciendo la interrelación de a pares de todos los sentidos entre sí. Escucho una

puerta que se abre y la veo con unas décimas de segundo de retraso. También oigo

la frase andá a arreglar la cagada que te mandaste, una puerta de auto que se cierra

y unos pasos que se acercan.

Entre las múltiples formas que se cruzan en ambos planos distingo al bigotudo que

fuera monigote, atravesando en forma oblicua objetos que sólo yo puedo ver.

Intento correr pero apenas troto. Sería inútil hacerlo ante tamaña confusión senso-

rial.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-66-

Con mi empeine impacto de lleno en el lateral de un durmiente que reposa oculto

entre los yuyos con un enorme clavo de hierro en su cara superior. Vuelo por el aire

y caigo en un zanjón seco.

Otra vez el pulso aciago. Otra vez esa voz de pito que nunca olvidaré.

El tipo toma un cigarrillo y lo enciende. Al pitar entrecierra su ojo izquierdo y pone

cara de recio.

Retrocedo, a la rastra, valiéndome de mis manos.

El tipo ensaya anillos de humo y, cada tanto, envenena el aire con sus justificaciones

y agresiones.

Caliento mis manos entumecidas con el vapor que emana de mi boca en cada ex-

halación. Recuerdo y ansío el cable tele transportador aunque nunca haya funciona-

do. La evocación me provoca una sonrisa entre lágrimas y me da fortaleza para

afrontar la coyuntura.

Me incorporo con determinación y enfrento al gordito que apura la última ingestión

de nicotina. Lo miro y escupo al suelo cerca de sus botas. Evidentemente el pistolero

no esperaba semejante irreverencia surgida de un preadolescente.

Giro y comienzo a caminar como si el peligro no existiera.

Al rato oigo un corte de cartuchos, una explosión y una fuerte quemazón en mi es-

palda. Caigo de bruces contra el alambrado arrastrando a mi paso hojas, flores y

zarcillos.

_ No quise que terminara así pibe, perdóname. Me partís el corazón. Te tiré a la cin-

tura para no comprometer órganos vitales. Si te salvás, te pido que me entiendas y

consideres que no quise matarte. Desobedecí órdenes y me expongo a un enorme

riesgo para poder darte una chance de sobrevida. _ Dicho esto, el monigote se aleja

y desaparece del cuadro.

Me quedo inmóvil jugueteando con una de las flores.

Me zumban los oídos y la visión sigue confusa.

En el plano Dos una madre cruza la vía con su hijo en brazos.

Hago enormes esfuerzos por mantenerme consciente para poder reabsorber girones

de mi niñez y quizás los últimos suspiros de una vida que ya no me pertenece. No

quiero perder la sensación de ser pequeño otra vez y me aferro a ella con vehemen-

cia.

Me sumerjo en un mar de flores violetas y navego hasta desintegrarme en partículas

y regenerarme en diversas formas. Atravieso el miedo con una sonrisa y me doblo en

ocho hasta entrar en uno de mis bolsillos. Allí espero lo que los caprichos de mi cir-

cunstancia me deparen, dentro de mí mismo, en un paréntesis esquivo de mi línea de

tiempo y sobre una zanja abierta en algún paraje oscuro de Haedo Norte.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-67-

7- Filiación.

_ Ese tipo no fue al hospital.

_ No tengo forma de comunicarme.

_ Comunicate por telepatía, ¿no era que ustedes esconden poderes sobrehumanos?

_ No te burles, es un buen hombre. La otra vez me dijo que necesitaba encontrar

una cura para todo ese lastre sensorial, voluntad no le falta.

Yo le respondí: no te cures, sos más adorable que cualquier individuo de tu edad.

Conservás la inocencia, las ganas de jugar, la inagotable energía que generan los

proyectos, por más alocados que sean. Hay lozanía en tu rostro cansado. No tenés el

acartonamiento y la opacidad de los adultos.

_ Será un buen hombre pero ese trastorno hay que controlarlo. La energía a la que

te referís puede encauzarse mal o transformarse en una olla de presión y escapar por

cualquier parte. Puede devenir en ira.

Un tipo así es una bomba de tiempo.

No puedo hacer de madre de un grandulón. Es peligroso para él y para los demás. Un

tipo que ve enemigos por todas partes es un asesino en potencia.

No me mires con esa cara ojete, sabés que lo que te digo es verdad.

¡Y comete la última tostada!

_ ¡No quiero más!

_ Entonces la tiro.

_ No se tira la comida.

_ Comela, entonces.

_ Te dije que no quiero.

_ Si la guardo, mañana va a ser una piedra.

_ Me alegra que lo entiendas. Parece raro viniendo de una persona que acumula ob-

jetos que nunca va a utilizar, que ahorra, que vive con miedo y que se auto compri-

me en una lata de conservas.

_ De una tostada de mierda haces un mundo. Estás muy agresiva conmigo, nunca

me contás nada.

_ Me voy.

_ ¿Dónde?

_ A ver a Ángela, la novia de Hookson. Quizás pueda arrojar algo de luz.

_ No puedo acompañarte, hija, aunque me encantaría poder hacer algo juntas alguna

vez.

_ Entiendo, una vez que tenés el departamento libre aprovechás. Te pido solamente

que no usen mi cama.

_ No seas desubicada. Además, no salgo más con ese tipo.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-68-

_ ¿Te dejó?

_ Digamos que se fue, ya no está.

_ ¿Lo mataste? _ Hamukuro se incorpora y apoya sus palmas sobre la mesa.

_ ¿Cómo se te ocurre?

_ ¿Lo mataste?, ¿sí o no? Debés saber cómo hacerlo, sos enfermera. Seguro conocés

algún método que no deja rastros.

_ Es posible, quedate con la intriga.

_ Podés ir presa.

_ No digas pavadas, no murió nadie.

_ No te creo.

_ No me creas.

_ Tenías un móvil, te trató como a una puta.

_ No, me trató bien. Fuimos pareja, ya no. Vas a entender cuando te liberes de todas

esas fantasías enmarañadas propias de una adolescente.

_ Yo te vi hecha un trapo llorando por los rincones. Te escuché, me saco los auricula-

res cada tanto.

_ La angustia llega a veces y me hace llorar, no creas que siempre haya un causante.

La relación con él revolvió algunas cosas, me sentí joven y luego me di cuenta que se

trataba sólo de la embriaguez que producen las hormonas.

_ ¿Qué hiciste con el cadáver? ¿Lo mataste como a una rata? Seguramente le diste

algo con efecto retardado, para que muera solo en su madriguera.

_ Cortala.

_ Te acostaste con un tipo que capturaste en el tren y después te deshiciste de él.

_ No me deshice de él, se fue y punto.

_ Te dejó. ¿De qué embriaguez me hablás? Buscó una pendeja y eso te precipitó a

actuar así.

_ Es viajante de comercio, se fue a trabajar. Es un tipo inestable, no me conviene.

_ Dijiste que era visitador médico.

_ Sí, pero mintió.

_ Te mintió, te dejó y te refregó a una mina mejor que vos. Entiendo como debiste

sentirte.

No pudiste soportar la pérdida de vigencia de tu envase. Quisiste retenerlo y no fun-

cionó. Se rió en tu cara, te usó. Ya sos parte de su colección, una figurita más en el

álbum de las moscas que quedaron pegadas en el zapallo49 en almíbar. El fanfarrón

no se dio cuenta que vos sos una avispa, no una mosca. La avispa vuela, se posa,

medita, cavila, contrae su abdomen e inyecta la ponzoña.

_ Tenés una imaginación frondosa.

49 Calabaza

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-69-

_ No sólo te liberaste del Tipo móvil, te deshiciste de tus miedos y de la parálisis que

te anquilosaba en tu esquema hermético intrascendente. El capullo vomitó una mari-

posa que, aunque viva dos o tres días, habrá hecho algo de su vida.

_ Espero vivir más que dos o tres días.

_ Si dejaste cabos sueltos podrías terminar en la cárcel, eso me preocupa.

_ Ponete a fabricar mermelada amarga y vendela en la feria.

_ Entonces le cobraría a la gente para amargarle la vida.

_ Amárguese, pero primero pague. Gatille50 antes de gatillarse51.

_ El lugar del sufrimiento a veces resulta cómodo. Uno termina convirtiéndose en el

depositario de la piedad ajena.

_ Todos necesitamos algo de piedad. El entorno es muy hostil y cada tanto unos mi-

mos reconfortan.

_ Mimos y a la bolsa. Imagino los titulares.

MUJER COREANA MATA POR DESPECHO A SU JOVEN AMANTE.

CHACAL AMARILLO DEJA TRUNCA VIDA INOCENTE EN EL BAJO FLORES.

Vas a tener que convertirte en fugitiva.

Yo te pedí algo de adrenalina, no un balde de diez litros.

_ Me voy.

_ ¿Escapás?

_ Un clavo saca otro clavo.

_ ¿Conseguiste reemplazante? Quedate, entonces. Olvida lo que dije de mi cama.

_ Quiero ir de a poco esta vez.

_ Chau Yellow Jackal, cuidate.

_ Chau hija, no te asustes. _ Hamukuro se dirige a su habitación, comienza a recoger

objetos del suelo y los ordena. Resulta extraño verla despierta un sábado a las nueve

de la mañana.

_ ¡Qué niña aplicada! Así me gusta.

_ ¡Callate Joy!

_ Mmmmmm mmmmmm mmmmmm.

_ ¡Callate! ¿No ves que intento pensar?

_ Debés estar cagada en las patas.

_ Vos también.

_ Se te cae la estantería.

_ Vos la conocés mejor que yo, aunque seas incapaz de transmitírmelo. Ella te dio

vida, voz, carácter. Quizás yo no actúe en consecuencia. Yo no, ella. Ella y yo.

_ Ella es Ella, no tu madre. El límite entre Ella y vos se desdibuja.

50 Pague. 51 Dispararse.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-70-

_ Mi madre habrá sido una Ella, alguna vez.

_ Tu madre nunca fue niña, siempre tuvo que hacerse cargo de algo o alguien. Ma-

duró a los golpes.

_ Nunca tuvo que enfrentar algo así. Y no es mi madre, es la madre de Ella. Yo soy

Lady Birth. ¿Hace falta que te lo recuerde a cada rato muñecote atolondrado?

_ Estaba pensando ¿Como repercute este incidente en tu proyecto de candidatura?

_ No me roza en tanto y en cuanto no salga a la luz el complejo vínculo que nos une.

_ ¿Te movió el piso? Un crimen no figuraba ni en tus sueños más perversos.

_ Ella lo niega.

_ No pretendas que se lo cuente a una niña.

_ Lady Birth no es ninguna niña. Apaga incendios: uno aquí, otro allí. Ellas dos llevan

una relación complicada y yo no tengo nada que ver con eso.

_ ¿Vamos?

_ Si, abrigate.

Cuarenta minutos después, Hamukuro, Joy y Lady Birth discuten entre dientes en las

postrimerías de la estación Morón.

Caminan dos cuadras y se detienen. Ella pulsa un timbre negro de baquelita.

_ ¿Quién es?

_ Busco a Ángela.

_ ¿Sos clienta?, ¿tenés turno?

_ Si, no… es una preguntita nomás. Me la recomendaron mucho.

_ Esperá un cachitín52. _ Al cabo de un minuto Ángela arriba a la puerta con la cara

lavada. No recuerda haber tenido jamás como clienta a una niña coreana.

_ ¿En qué puedo ayudarte?

_ ¿Vos sos Ángela? Vine desde lejos, son unas preguntitas.

_ Rapidito por favor, tengo cosas que hacer.

_ Es acerca de Hookson. Tiene algún tipo de trastorno psiquiátrico, no habla castella-

no y vive en medio de una alucinación.

Vos sos la única persona que fehacientemente lo conoce. Ayudame a contactar más

gente o tirame algunos datos para poder armar el rompecabezas.

_ ¿A vos quien te manda?

_ Nadie, quiero ayudarlo, está como bola sin manija.

_ Tuvimos una relación esporádica, no más de diez veces. El volvía y yo ocasional-

mente le abría la puerta. Fue hace mucho. Después mi marido comenzó a sospechar

y corté por lo sano.

Creo que fui importante para él, lo lamento. Para mí es una etapa superada.

52 Instante.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

:-71-

_ No te pido un detalle de la relación ni mucho menos que vuelvan a estar juntos.

Necesito alguna punta para seguir y no te molesto más. ¿Tiene un domicilio, un telé-

fono, parientes?

_ Nunca quise saber. Vivía en una pensión. Me contactaba él, nunca lo busqué.

Siempre estaba a mano, revoloteando. Es de Guyana, no sé si eso importa.

_ Quizás si te ve pueda recordar algo.

_ No, ni en pedo53. Mi marido es muy celoso.

_ ¿Me voy con las manos vacías?

_ No vale la pena ese tipo, es cargoso e inestable. Va a traerte problemas.

Buscate alguien de tu edad.

_ Quiero ayudarlo, ni siquiera puede comunicarse con su entorno. Está a la deriva.

_ ¿Dónde está ahora?

_ No sé, él me llama.

_ ¿Ves? Algo esconde ese hombre. Al parecer ese es su modus operandi.

No te enrosques con ese lastre, dejalo en una comisaría y que ellos se arreglen. Sos

muy tiernita. A tu edad todos queremos salvar al mundo.

Si te sirve de dato, él mencionaba una amiga rumana de Haedo Norte. No sé si la

inventó o es real pero dijo que algún día iba a buscarla y que no era momento aún.

Creo que intentaba provocarme celos.

Es un tipo muy enroscado y medio bobalicón.

_ Gracias, Ángela.

_ Si querés volvé como clienta. La primera vez no te cobro y charlamos.

_ Gracias, voy a volver. _ Hamukuro tiene ahora una pista para investigar. Un cos-

quilleo ansioso la gobierna. Cuarenta minutos después golpea la puerta de Emerico

en la cabina de señales de la estación La Tablada.

_ No te esperaba, nena.

_ No pensaba venir.

_ Llamame la próxima vez, así estoy.

_ Mi mamá mató a alguien.

_ ¡No!

_ Sí.

_ ¿Mala praxis?

_ No, intencionalmente. Mató al amante, el Tipo móvil.

_ ¡A la pelotita! ¿Estás segura?

_ No. Contesta con evasivas, se hace la misteriosa. Ningunea el tema pero está rara.

El hecho es que el tipo se evaporó.

_ Quizás se fue a la Conchinchina.

53 Borracha.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ Puede ser, es una opción.

_ Opción, no. No es cuestión de elegir. Es como cuando dicen que hay opción de gol.

Nadie optaría por patear afuera.

_ No me enerves más de lo que estoy.

_ ¿Querés que hable con ella?

_ No quiero levantar el avispero. No te conté nada, ¿entendés? Cosete la boca.

_ ¿Preferís quedarte con la incertidumbre? Te noto nerviosa. La idea del encierro de

tu madre debe volverte loca.

_ ¿Qué puedo hacer?

_ Yo no soy encubridor ni detective. Soy señalero y vos, una niña. Hablá con ella, vas

a ver que no pasó nada. Además, si así fuera, te darías cuenta.

_ Busco a una rumana que vive o vivía en Haedo Norte. Es amiga del tipo que conocí

en el hospital.

_ ¿El acuapato?

_ Ese.

_ ¿Qué tiene que ver con tu vieja?

_ Nada, cambié de tema; ahora es Hookson. Tenía una amiga rumana en Haedo Nor-

te.

_ ¿Rumana?

_ ¿Vas a repreguntar todo lo que digo? Estas medio dormido hoy.

_ Es que no te entiendo, sos medio alrevesada54, a veces. Andá a la Policía o a un

juzgado.

_ Ya me dijeron eso mil veces. Quiero hacerlo a mi modo. Quiero investigar.

_ Pero no es un juguete, es un ser humano.

_ No siento culpa. Apenas lo conozco y soy la única persona que se ocupa de él.

_ Es muy valorable lo que hacés. Andá a Haedo y preguntá en los negocios, a los

encargados de edificio, trapitos55, linyeras56; gente que ande por la calle. Yo le digo a

un conocido mío que ponga un cartelito en el vidrio de la boletería.

¿Tenés una foto del cusifai57 ese? Quizás alguien lo reconozca.

_ Tengo dos fotos que saqué con el celular. Las imprimo y las pegamos.

_ Hablás como si se hubiera perdido un perro.

_ Un perro de agua.

_ Recuperaste el humor, así quiero verte. _ Emerico guarda sin desenrollar El Árbol

Maniqueo y se despiden.

54 Cunfusa. 55

Cuidador callejero de vehículos. 56 Homless. 57 Persona innominada, fulano, sujeto.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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Pocos días después aparecieron algunas pistas. Concretamente dos casillas cerca de

la vía, en las que presuntamente vivían rumanos.

Allí están la adolescente coreana y el guardabarreras escudriñando entre las calleci-

tas resquebrajadas. Hamukuro parece otra. Viste una blusa a cuadros azules y blan-

cos y una pollera. Emerico se engominó58 y lleva bajo el brazo una carterita de cuero

marrón.

_ Pará, nena, no camines tan rápido.

_ Dale vejete, faltan veinte metros.

_ ¿Es acá?

_ Debe ser. No tiene número ni timbre. _ Emerico se arremanga y bate palmas.

_ ¿Sí? _ Responde una señora desde la ventana.

_ Buenas tardes.

_ ¿Qué quieren?

_ ¿Conoce usted a esta persona?

_ ¿Para qué? Acérquese que no veo.

_ Fíjese bien. ¿Lo conoce?

_ Puede ser.

_ ¿Usted es de Rumania?

_ ¿Que querés nena?

_ Estoy investigando.

_ ¿Y el de atrás quién es?

_ Mi tío Emerico, me acompaña.

_ ¿Tu tío no debería ser japonés?

_ Sí, debería, pero el destino no quiso.

_ El destino nos cruzó con los japoneses en la década del cuarenta. _ Interrumpe

Emerico.

_ La guerra. _ Replica la mujer de la ventana.

_ Claro, usted me entiende.

_ ¿Y su sobrina entiende?

_ Es sobrina del corazón, no tenemos filiación parental.

_ Me imaginé.

_ ¿Conoce al de la foto?

_ No tenemos filiación parental.

_ Entonces lo conoce.

_ Mi hermano lo conoce pero no está, salió a comprar.

Ahí viene, justo. ¡Vlad!, ¡Vení Vlad!

_ ¿Qué pasa Klaudina? _ Pregunta Vlad.

58 Coloco fijador en su cabello.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ La nena y su tío quieren saber algo. No es su tío de sangre.

_ Ah.

_ Es por Olivercito, anda perdido por ahí.

_ Y estos, ¿quiénes son?

_ Son buena gente, amigos de él. Se preocupan.

_ Me dijeron que conocía a una rumana de por acá. _ Indica Hamukuro

_ ¿Está perdido?

_ Está desorientado, en shock. Iba para el hospital de Morón pero nunca llegó.

_ ¿Llamaron a la policía?

_ No, si lo encuentran lo internan.

_ Claro, pobrecito. _ Afirma Klaudyna.

_ Mi hija Rosvita se desvivía por él. Ella era la rumana que buscan.

_ ¿Era?

_ Mi hermana y mi sobrina nos ilustran desde el cielo.

_ Callate Klaudyna ¡Por el amor de Dios!

_ Mi más sentido pésame. _ Expresa Emerico.

_ La vida es chiquita, cortita, en círculo. Primero mi señora, después ella.

Estuvimos algunos años sin saber nada de él. Un día apareció, no hace mucho, y se

enteró de lo de Rosvita.

Se puso muy mal. Se fue sin saludar, estaba irreconocible.

_ Qué pena.

_ Vuelvan otro día, hoy estoy apagado. Buenas tardes.

_ No se aflija, son circunstancias de la vida. _ Señala Emerico.

_ ¿Usted que sabe?

_ Vamos Emerico.

_ Vamos nena.

_ Le dejo mis datos. _ Hamukuro se acerca a la ventana y Klaudyna la toma de las

manos.

_ Saquen los carteles que pegaron por ahí. Son una botoneada59 terrible. _ Apunta

Vlad acompañando su relato con gesticulaciones.

_ Tiene razón. Buenas tardes, y a usted señora ¿Klaudina me dijo?

_ Si corazón.

_ Buenas tardes.

59 Alcahueteada.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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8- Rayos, lampazo y cucharitas

Siento en mi cuerpo el repiqueteo de los picotazos del rabihorcado60. Me sacudo para

espantarlo y revolotea cerca de mi oreja. Sobresaltado, abro los ojos.

Me encuentro boca arriba, sobre la tierra, en un zanjón, y recostado en un alambrado

vencido tapizado con violetas. Justo donde me quedé, en el mismo sitio.

Tengo el cuerpo entumecido, siento frío y está por llover.

Me incorporo asiéndome de los rombos generados por el cerco cincado y sacudo la

tierra de mi ropa.

Vuelvo sobre mis pasos. Reconozco el lugar. Acá estaba plantado el monigote bigo-

tudo hijo de una gran puta. Ahí arrojó la colilla del cigarrillo, pero ya no está.

Camino unos metros como puedo.

Algunas cosas cambiaron.

Reconozco la casa que me sirvió de puerta de escape, la recuerdo bien. Frente a ella

me siento en mi hogar. Estuve muchas veces aquí. Aquí me cobijaron, aquí recibí mis

primeras curaciones luego del balazo, aquí comencé a garabatear una parte mi vida.

Adentro hay alguien que juega al solitario61 bajo una luz mortecina e intermitente.

Me coloco directamente frente a la ventana.

El hombre me reconoce y se incorpora.

Unos segundos después, abre la puerta.

Las aberraciones y superposiciones de imagen menguaron.

Me abraza y luego me da una palmada en la mejilla. Intento explicarle que no com-

prendo el castellano y él me hace un gesto aprobatorio con la cabeza.

Tomo asiento y miro alrededor.

La comunicación entre nosotros es dificultosa y básica. Comprendemos solo palabras

aisladas, muecas, gestos y dibujos. Mi presencia no parece sorprenderlo. Intuyo que

esperaba mi visita.

Pido permiso, me incorporo y me dirijo hacia el baño.

Dos canillas gotean, una a un tempo más acelerado que la otra. Una se ubica en la

bañadera y la otra en el lavabo.

Yo estoy en el medio, sentado en el inodoro.

Entre las dos generan un sonido percusivo regular. Plip, plop, plip, plip. Cada siete

gotas de una caen cuatro de la otra, momento en el que prácticamente coinciden

60 Ave de clima tropical 61 Juego de naipes.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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para luego disgregarse y recomenzar el ciclo. Interrumpo para lavarme las manos y

me quedo un rato observando el agua que corre.

Testeo mis sentidos. Están prácticamente en orden.

Los planos atrapa imágenes siguen existiendo pero con menor intensidad.

Cierro el grifo y seco mis manos.

El hombre cuyo nombre no recuerdo preparó tostadas y me aguarda de pie en la pe-

numbra.

Desayunamos en silencio.

En algunos de los porta retratos que reposan sobre un baiud desvencijado reconozco

los rostros de la gitana del ruberoid, la mujer de la puerta cancel y la niña que vendía

turrones en el tren. Estas dos últimas aparentemente son la misma persona en dife-

rentes etapas de su vida. En otra foto aparecen los tres; en otra nosotros tres, sin la

gitana madre y en una tercera ella y yo.

Se me ocurren cientos de preguntas pero no sé cómo efectuarlas de un modo com-

prensible. Podría intentarlo pero el desgano es más fuerte. Estoy anestesiado, abu-

rrido y falto de ánimo discursivo.

El hombre me habla o monologa, no logro precisarlo. Sabe que no comprendo nada

pero igual lo hace. Mira sus manos, la mantequera, el plato. Cada tanto busca mi

mirada y espera algún tipo de respuesta de mi parte, pero ya ni muecas hago.

Las tostadas se terminan.

El hombre toma un papel, anota su nombre, su número telefónico y los datos de

Hamukuro. Cruzamos la sala y nos dirigimos a un patio abierto. Allí, dentro de un

gallinero abandonado, reposa algo maltrecha la bicicleta que fuera de la gitana hasta

el momento en que le dispararon y me la cedió. Fue repintada a pincel. Conserva,

descoloridas y resquebrajadas, algunas de las cucharitas de helado que coloqué

cuando era niño, trabadas a presión entre los rayos de alambre. También, una dína-

mo y una lámpara ubicada en el frente.

La desata y me la entrega junto con una cadena, un candado y una llave. Enrosco la

cadena en el cuadro, guardo la llave en mi bolsillo y me voy.

A las dos cuadras intuyo que el hombre quizás hubiera esperado algún gesto de mi

parte. Una nota, un abrazo, una señal de gratitud, un reconocimiento, algo.

Nada.

Quizás fui descortés. Puede ser. De todos modos no voy a regresar.

Vuelvo al Este. Busco respuestas y quizás las encuentre en el Río de la Plata. Preten-

do una inmersión completamente real, despojada de ribetes objetables.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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El atuendo resulta algo pequeño para mi talle. El límite entre el pantalón verde y la

cota de escamas aumenta o disminuye de acuerdo a la cadencia de mis movimientos.

Cíclicamente detengo el pedaleo para acomodar mi ropa y evitar así circular con el

culo al aire.

Dos hombres negros con sobretodo gris me indican mediante señas que debo dete-

nerme. Amablemente me sugieren ingresar por una puerta entreabierta verde. Se

identifican con credenciales y uno de ellos anuncia algo por el intercomunicador que

cuelga de su oreja. El lugar está ambientado como un burdel de principios del siglo

veinte. Arañas incompletas, una pianola, mesas redondas de madera, mujeres con

boquilla, un tipo trapeando el piso, espejos marmolados, humo y más humo.

En una de las mesas dos hombres dialogan en francés. Parecen celtas, galos o lucha-

dores de catch. Beben cerveza en jarros cerámicos esmaltados, estampados con el

gallo de Deportivo Morón. Filetean los restos una pata de jamón de jabalí con un cu-

chillo demasiado pequeño para tal menester. En el sector central un hombre bebe

ginebra y golpetea el vaso contra la tabla.

_ ¡Eh, usted! No se haga el desentendido, acérquese.

_ Se trata de C. Pellegrini, mi antiguo compañero de aventuras. Tiene la barba algo

crecida, una musculosa que dice Camboriú sol e mar y un pantalón con tiradores.

Sobre la mesa, además del tubo marrón de ginebra y los vasitos, reposan una pava,

un mate y un elefante cerámico con carozos de aceituna en su interior.

_ Esperamos a alguien. Vaya sirviéndose una copita.

Salud.

_ Salud.

_ No tuve oportunidad de agradecerle.

_ No es necesario.

_ Huí como una rata.

_ Estaba maniatado y con la cabeza cubierta por una bolsa de arpillera.

_ Gracias de todos modos.

_ El peligro había cesado en ese momento, no fue tan heroico mi desempeño.

_ Igual, de ésto, muzarella62. Se supone que me liberé valientemente luego de un

enfrentamiento desparejo.

_ Como quiera, me da igual.

_ Yo soy dueño de este local. Puede elegir lo que guste. Eso incluye todo excepto al

tipo que pasa el lampazo y a mí, por su puesto.

62 De eso no se habla.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ Así estoy bien.

_ Comuníqueselo a su cara, entonces. Afloje un poco, sonría.

Mire, ahí llegan. Estos gringos no son santos de mi devoción. A decir verdad, me ca-

en medio como la mierda, ¿sabe? Pero así son las reglas.

_ ¿Qué dice buen amigo? ¡Capitán Morris! ¡Teniente Flichner!

_ Veo que combustible no falta ¿Se han puesto al tanto de las novedades?

_ No hubo tiempo.

_ Perfecto. Mire. Aquí, con el amigo Carlos, hemos estrechado un pacto de buena

voluntad. Zanjamos diferencias y colocamos los objetivos comunes blanco sobre ne-

gro. Las aguas bajaron pero la tarea no está completa. Hay que revolver un poco

más el avispero, generar maniobras de distracción, sacudir y despabilar.

Shock en formato publicitario. Puestas en escena con derivaciones inducidas.

Fíjese que interesante diseño: Un ñu, un yak, y un buey, por la escalera mecánica de

un subterráneo, en hora pico, o de un shopping, o de lo que sea, caminando al revés.

Peinando a contrapelo del sentido de avance de la gente. Subiendo por la escalera

que baja, sin escapatoria. Como una suelta de toros sin toros. Animales que parecen

toros pero no se comportan como tales. El yak y el buey son mansos, pero imponen-

tes. Generan un golpe de efecto que desconcierta y genera pánico. Imagine una es-

tampida humana huyendo despavorida mientras nosotros desde un pedestal arroja-

mos objetos de merchandising con un cañón lanza panfletos. Algunos se detendrán a

recoger su mercancía mientras otros no lo hacen, tropiezan, el pavor aumenta, el ñu

galopa atontado, aparecen las brigadas y controlan la situación. Es el momento en

que, de la nada, entran en escena oradores reconocidos por la gente proclamando

mensajes apocalípticos desmesurados y soluciones apócrifas. Una acción conjunta

desencadenada en diversos puntos del país. Todas en el mismo momento. Un regue-

ro certero y ensayado.

Imagínese un séptimo de la población activa de langostas acarreadas en camiones

refrigerados y liberadas en la Plaza del Cañón. Al recuperar su temperatura corporal

comenzarán a aletear. Un vibrante zumbido comparable en volumen sonoro con el de

un generador eléctrico descomunal. Cualquiera a mil metros a la redonda podría es-

cucharlas. Y luego, ¡a volar, pequeñas! Una gigantesca nube verde despoja a La Ma-

tanza63 de brotes, flores y retoños.

Un ejército de cocineros, con tablas y cuchillos, cortando en cuadraditos toneladas de

olluco para luego cargarlas en aviones fumigadores que lo escupirán en forma gra-

dual sobre el hipódromo de Palermo, en plena carrera.

63 Partido populoso de la provincia de Buenos Aires, Argentina.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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Una convención internacional de mimos, aquí en Ciudadela. Ocho mil tipos con sus

caras blancas formando un círculo silencioso. El cubo de cristal virtual más grande

que el mundo haya visto, aquí, en el partido de Tres de Febrero. Música tenue de

Vangelis, sincronismo total. _ Morris extiende sus brazos y en sorna simula un violín

virtual.

_ Gente conmovida y, de pronto, una bandada de harpías entrenadas destruye el

vidrio imaginario y caga a picotazos a los artistas. ¡Ese es un golpe de efecto! Adjudi-

camos el acto a algún grupo de intolerantes inescrupulosos, los señalamos y a la pi-

cota.

Tengo más, escuche, esto es descomunal. Arrancamos de cuajo el obelisco y coloca-

mos en su lugar un bidet gigantesco. A una determinada hora del día, en lugar de

agua, comenzará a expeler desechos tecnológicos. Transistores quemados, capacito-

res, astillas de Micarta64, etcétra. Sentirán que sufren en carne propia el efecto de-

vastador de los residuos que ellos mismos generan. Un feedback65 con tinte ecologis-

ta y culposo, seguido de una represalia con látigos luminosos de fibra óptica.

El veneno y el contraveneno. Dosis justas, complementarias y contrapuestas. Un re-

curso antiguo pero vigente.

_ Yo a ésta no me subo. _ Opone terminantemente Hookson.

_ ¿Pero qué dice, Hookson? _ Morris, con los ojos inyectados de furia, toma una pava

y la coloca frente a sí con tal vehemencia que la tapa cae y rueda por el piso de ma-

dera encerada.

_ Fíjese, ésta es una pava y ésta es mi mano, ¿la ve? Los dedos están más cerca y

parecen más grandes. Es una deformación óptica, pero es lo que se ve. Es la reali-

dad, la verdad, lo que los ojos perciben y el sistema nervioso procesa y acepta como

real. Entonces, mi mano es más grande que mi cabeza para quien sólo conoce el

mundo a través de la pava.

Ahora me aproximo. Mi nariz es enorme y mi aspecto deforme ¿Quién es esa perso-

nita que asoma por detrás?, ¿un muñequito de torta?, ¿un alfeñique? ¿Usted es así

de minúsculo frente a los demás? ¿Se reconoce en la convexidad y el azar del reflejo

de la pava?

¿Es realmente usted? ¿Así quiere que lo vean? Con este dedito lo oculto y si le agre-

go este otro lo vuelo de una patada en el culo.

No me haga reír, usted es poca cosa. Si se suma a nosotros va a adquirir cierto po-

der y si se aleja no resta. No opera de contrapeso.

64 Laminado fenólico utilizado en plaquetas electrónicas. 65 Retroalimentación.

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Usted, en definitiva, no es nadie sin nuestro reconocimiento. Nos necesita para po-

sarse frente a la pava en una ubicación medianamente relevante. ¡Para ser alguien

de una vez por todas, carajo! Puedo ofrecerle un ingreso fijo, un plus por objetivos

realizados, obra social, beneficios, contactos. Cosas con las que ni siquiera se atrevió

a soñar.

No sea tan obcecado, hombre. Usted es una cebra oculta entre los caballos. Una ce-

bra toda negra, sin rayas, completamente al pedo.

Le pido disculpas si fui grosero. Me trastorna contemplar la dilapidación de tamaña

oportunidad.

_ El hombre se las rebusca con el acordeón a piano. _ Acota Carlos P. encorvado en

el respaldo de su silla.

_ ¿Qué relevancia puede tener eso, Carlos? ¿Ese es tu bocadillo?

_ Decía, es algo.

Hookson, sin pedir permiso, se acerca a la pava y juguetea absorto. Hace muecas,

muestra los dientes, entrecierra los ojos, se acerca, se aleja. La chapa curva de acero

inoxidable le devuelve el rostro de Aquaman, sus rizos dorados, sus globos oculares

del color de la piel, el fondo del burdel, una mujer semidesnuda que depila sus bra-

zos con cera verde inglés y un barman que hurga en su nariz y observa la yema al

retirarla.

El capitán hace bosquejos sobre un papel encerado. El teniente dormita y se bambo-

lea en su asiento. El vaivén hace que se desestabilice y caiga.

Hookson voltea y pregunta.

_ ¿Usted que pito toca acá, Carlos?

_ Hookson, controle sus expresiones. _ Regaña Morris mientras ayuda a Flichner a

reincorporarse.

_ Déjelo, Capitán. El hombre está confundido.

Yo soy la conexión local, el enlace con los grupos de presión.

_ ¿Grupos de choque?

_ Presión económica y política. Empresarios, instituciones. Gente que mueve los hilos

anónimamente.

_ ¿Y los vende al mejor postor?

_ Usted intenta atacarme con halagos. ¿Ve que diferentes son nuestros puntos de

vista?

_ Usted no tiene escrúpulos. _ Sentencia Hookson.

_ Usted entonces no nos sirve.

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_ Dejalo, Carlos. Que muerda la mano que lo alimenta. Ya va a venir, cortito y al pie.

Sacalo de mi vista o le pego un tiro.

¿Sos sordo, además de gil? _ Infiere Morris golpeando con sus dedos la oreja izquier-

da de Hookson.

_ Están desquiciados, todos ustedes.

_ Ah, porque vos sos el semblante vívido de la cordura, pedazo de estúpido.

Andá. Vamos a ver hasta donde llegás solo. _ En cuestión de segundos, Hookson se

esfuma tras la puerta verde.

Del otro lado, opaca, se escucha las voz del capitán, propiciando amenazas contra la

integridad física de las tres o cuatro personas con las que pudieron vincular al nativo

de Guayana, entre las que figuran, claro está, Hamukuro y su madre.

Hookson monta la bicicleta y huye zigzagueante entre los autos. Toma la calle Juan

B. Justo hasta la avenida General Paz y de ahí hasta el puente Saavedra. Dobla en

Maipú y apela a su memoria para encontrar un atajo que lo conduzca al río.

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9- La cocina de color y el legado irrevocable.

Mesas largas, engomadas, completamente sucias y chorreadas con multiplicidad de

tintas. Capas y capas, una sobre otra. Confluencia de ríos de color, secos y advene-

dizos. El olor nauseabundo de los solventes mezclado con la fetidez agria de los

cuerpos sudorosos. Cuerpos que se mueven en una cadencia marcada por las pasa-

das. Remeros de mares de tela muñidos solo con maniguetas. El ir y venir con tarros

de tinta espesa y el lavado del schablon cada diez pasadas, siempre y cuando no se

obstruya antes debido a una mala dilución de los componentes.

Torsos desnudos de operarios que se mueven rápido para mantener la cremosidad de

la pintura y evitar que se seque. Torsos que intentan denodadamente evitar refrega-

das con cepillo, pérdida de emulsión, lavado de cabeza y pérdida del trabajo. Oídos

que ruegan evitar el grito del capataz, envuelto en ajo, contundente, cerca de la nu-

ca. Un tuerto desdentado de pocas pulgas. Un rockero de los de antes devenido en

jefe de taller. De cara agrietada y pelo ralo, largo, gris, impregnado de grasa y humo

de cigarrillo.

Es necesario enjuagar y secar todo. Todo debe hacerse en equipos bipersonales, al-

ternando el lugar para no ensuciar el schablón y la tela.

Un color en una tela es un cuadro. Si es de cinco colores, requiere un plantel de diez

operarios confinados a lo largo de un tablón de quince metros por un metro y medio

de ancho.

Un ambiente denso y pegajoso, húmedo y pestilente. Con bajo nivel de oxígeno, mal

humor, insultos, reproches, recelo. Con sentidos afilados, al acecho de la estocada,

cuidando la espalda. Pendientes de un error que provoque un atraso de la línea pro-

ductiva y los incrimine, aunque no tuviesen nada que ver. La búsqueda de un res-

ponsable y la supervivencia del más fuerte. Tensión solo interrumpida a la hora de

irse. Hora en la que deberán enfrentar sus existencias y filosofar acerca del sentido

de sus vidas y de las circunstancias que los depositaron allí, en un taller semi clan-

destino de estampado ubicado en algún confín del Bajo Flores.

Las paredes están tapizadas de posters de mujeres desnudas, arrancados de alguna

revista descolorida y demodé. Nadie jamás conoció o conocerá a ninguna de ellas,

pero al llegar e irse, todos las saludan rutinariamente.

Hola bombón, no tomes frío

¿Querés un matecito con espuma?

Si te agarro, te parto

Chau, hasta mañana; pórtense mal.

_ La de Julio parece rusa o lituana.

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_ Para mí es de Europa del Este.

_ Si Hamu, de por ahí.

_ ¿De Estonia?

_ Rolling Stonia.

_ Rolando, el Mono Matemático.66

_ Tiene tetas retocadas, no operadas. Retocadas con fotoshot.

_ ¿Con chocolate luminoso?

_ ¿Qué decís?, desvariás.

_ Hablas por boca de ganso. Repetís lo que dice Mamani. ¡Fotomilka! No se llama

fotoshot y ni siquiera sabés que es.

_ ¿Y si repito, qué? Mamani sabe bocha67.

_ Sí, claro, Bochini68. Para mentir hay que saber sustentar el engaño, y para eso ne-

cesitas recursos. No podes agarrarte69 de la mentira de otro, aunque, si creíste una

mentira y la repetís como un lorito, técnicamente, no estás mintiendo.

_ ¿Cómo?

_ Vos crees una falacia y la repetís. No es tu culpa que no sea cierto. Vos lo decís

como una verdad, entonces no mentís.

_ ¿Cuándo volvés a la mesa? Se te extraña por ahí.

_ Te manchaste el pantalón.

_ ¿Me estás cargando? Está todo manchado. No se sabe de qué color era original-

mente.

_ Caqui.

_ Si, es una forma de decir. Sos una maestra Siruela70, enervás a todo el mundo.

_ Me refiero a que tenés una mancha nueva, cerca de la bragueta.

_ Me picaba un huevo. Vos no sabes de eso. ¡Mirá lo que me obligás a decir!

_ A nosotras también no nos pica y no andamos por ahí rascándonos como orangu-

tanes.

_ Vos no parecés mujer. Overol, borceguíes, pelo corto, cofia… Un chinito saltarín. Te

falta el bigote y sos un tipo más.

_ No tengo la fuerza de un hombre, me quedan los brazos a la miseria71. A veces me

tiemblan tanto que no puedo agarrarme del pasa manos del colectivo.

66 Personaje humorístico. 67 Sabe mucho. 68 Futbolista argentino. 69

Aferrarte. 70 Personaje popular. 71 En mal estado.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ Tenés que ser mas guacha, serrucharle el piso a la gorda Celina y quedarte con la

cocina de color. A lo sumo tendrás que estibar tachos unos meses. Podés usar el ca-

rrito, aunque está algo desvencijado.

_ Yo sé más que esa gorda bolsa de pus pero a ella no la mueve nadie.

_ Acá, a las minas72, para que no las mueva nadie primero se la mueven todos.

_ Todos no. Monzón Aguirre padre y Monzón Aguirre hijos, aunque Duilio es medio

medio.

_ Eso lo decís vos. Cuando éramos pendejos íbamos a un sauna73 de Constitución. Se

le había hecho vicio. Cuando cobrábamos el aguinaldo invitaba él. Duilio Monzón

Aguirre no es como decís. Hablas sin saber, como siempre.

_ A mí no me mueve nadie.

_ Será por eso que seguís haciendo los laburos que nadie quiere: fraccionar el de-

sengrasante, rasquetear las maniguetas, barrer, acomodar los marcos…

_ Metí un par de goles en la cocina.

_ Sí, me enteré. La puta gorda estaba con la re vena.

_ Hablando de Rommel...

_ ¿Qué pasa Roma? Mucho alboroto. _ Interrumpe Celina

_ ¿A ver chinelita?, haceme un color.

_ No soy china.

_ No me hagas perder el tiempo. Tenés todo ahí arriba, movete.

Primero hace una probetita.

_ ¿Una provoletita?

_ No seas atrevida, pendeja; pendés de un hilo.

_ Tengo el futuro en mis manos.

_ ¿Sabés los Carlos Pellegrini74 que te faltan, pimpollo? Ponete a laburar.

_ Cuando me dice pimpollo, me mira con ganas de comerme cruda. _ Piensa Hamu-

kuro.

_ La gorda Celina es ojos y oídos de los dueños, además de engreída, falluta y chu-

pamedias75.

Con su mano muñida de anillos de bronce y cromo desplacado por los ácidos, revuel-

ve durante toda la jornada latas de tinta viscosa con espátulas de madera. Recurren-

temente realiza una cadencia para retirar la intromisión de sus bragas en su profun-

do trasero, a fin de evitar restregarse con sus dedos percudidos.

72 Mujeres. 73

Prostíbulo. 74 Carrera hípica argentina. 75 Persona que se comporta de modo servil para ganarse el favor de otro.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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Su presencia es la sordidez humana encarnada. Sin embargo, la platea masculina

observa con particular atención sus contorneos indecorosos y sus insinuaciones si-

calípticas.

El paraguayo Genoud se enamoró de ella y tuvo que renunciar.

Le compraba flores y le recitaba en guaraní. Ella posaba sugerente, maquillada exce-

sivamente y perfumada con fragancias falsificadas compradas a un vendedor calleje-

ro. Él, sin ningún tipo de ignominia, hacia demostraciones públicas de amor. Pero a

Celina la carne la atraía demasiado. Genoud no pudo soportar las burlas de sus com-

pañeros, quienes conocían de memoria los colgajos desnudos de su infiel amada.

Cuando el flaco se fue, compró una casita en Ciudad del Este y nunca más tuvimos

noticias suyas.

Ella quedó resentida y amargada, sin horizonte y sin expectativas.

A partir de ahí nunca más se relacionó con hombres de la estampería, aunque algu-

nas lenguas ponzoñosas aseguren que cada tanto, sin que nadie lo requiera, hace

horas extras en el turno noche.

La tercera mujer del taller ya casi nunca viene. Es el Gato con botas. La rubia nari-

gona, prometida de Monzón Aguirre hijo y ex amante de Monzón Aguirre padre.

Hay una cuarta, quinta y hasta decimo tercera, pero trabajan en otros turnos y no

poseen relevancia significante.

Me apena que no estés aquí, Joy; harías un festín con todas estas yeguas. _ No hay

lugar para Little Joy y apenas para Lady Birth en el espacio laboral. Quizás en la ima-

ginación, pero no en el diálogo entre dientes. Tal vez sea por la falta de libertad y por

la adversidad a la que es expuesta diariamente que Hamukuro se sumerge en ellos

cada vez que necesita procesar y deglutir los trozos de su realidad.

Trabaja en el turno que comienza a las seis de la mañana y concluye a las dos de la

tarde. Excepto en verano, entra de noche y sale de día. Amanece entre schablones y

emulsiones fotosensibles, entre café instantáneo que le perfora el estomago y la mo-

notonía de las publicidades de una radio AM de sintonía fija que casi nunca apagan.

Por la celosía de la pared de los posters ingresa algo de luz natural. El tiempo es pe-

sado. Nueve horas entre tachos y gritos. Nueve horas en las que cada tanto se cuela

Lady Birth con su instinto asesino.

Lady B. acompañó desde siempre a la pequeña y fue mutando de acuerdo a sus de-

saveniencias y proyecciones. Opera de escudo, de tubo de ensayo en el que se depo-

sitan las nuevas experiencias, decisiones y contrariedades. Ella, ademas, adquirió un

tinte fantástico. Puede volar gracias a su capa hecha con girones de tela de la ropa

sustraída a sus víctimas y maneja, en menor escala, la telequinesis.

_ Puedo erizar todo tu cabello y ahorcarte con él. _ Piensa.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ Puedo ocasionar que tu sangre fluya con tanta presión que haga saltar la banca de

tus vísceras gelatinosas. _ Sigue pensando y es interrumpida por algún mandato de

su jefa, por el canto monótono de un chingolito en la ventana, por el correte miérco-

les, siempre en el medio, o por el ansiado timbre que marca el fin del turno.

Se cambia de ropa rápidamente y se va. Sin prolegómenos y sin saludos corre hasta

su casa.

En pocos minutos arriba a su hogar.

La idea de ver a su madre en prisión la perturba y condiciona todas sus proyecciones

futuras.

Recalienta pescado en el microondas y coloca el plato sobre la mesa, junto al moni-

gote ancestral de canesú color marfil.

En el horario de descanso cedido por la estampería no amuerza porque la mescolan-

za de olores le quita el apetito.

_ No podés estar todo el día durmiendo, son las catorce y treintaitrés. ¿Fuiste así

toda tu inútil vida?

_ Callate heroína berreta.

_ Si callo, callas. Soy tu Administratrix. Puedo confinarte al último de los claustros de

las afueras de la periferia o dorarte en los rescoldos del infierno de los muñecos des-

obedientes.

_ Hasta que un día alguien me encuentre y me adopte.

_ Siempre serás el lacayo inmortal, el segundo de un mortal. Un niño, desde su tor-

peza, es más hábil e independiente que vos. El muñecote centenario se regala a los

brazos de un mocoso meado que inevitablemente crece, madura y no lo mira más.

Se aburre y te abandona, como mi tía, como seguramente tantos otros. Habrás

transcurrido etapas de ostracismo aciago e interminable.

_ El aburrimiento es el peor enemigo de cualquier tipo de relación. El odio puede re-

vertirse, la traición perdonarse, pero el aburrimiento es la nada misma. La licúa, la

disuelve en el aire y una vez en él, se va. Se va. Cualquier número multiplicado por

cero da como resultado cero.

_ Me gusta cuando decís se vaaaa… y mirás por la ventana, entre suspiros.

_ ¿Te gusté siempre?

_ No, es un sentimiento reciente. Amo tu vehemencia, tu seguridad, tu femineidad,

la expresividad de tus manos, tus claroscuros.

_ ¿Y mi aliento a pescado, justo ahora?, ¿a ver?...

_ Y tu aliento a pescado, justo ahora; la naftalina de tus ropajes, tu tendencia a la

auto laceración y a mutilar todo atisbo de amor hacia los demás. Hiciste un bonsái

con tus sentimientos. Sos una enana, en el plano afectivo.

_ Entendí la cursilería, un bonsái no crece.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ Crece de a poco, timorato, reprimido constantemente. Es una miniatura de lo que

la naturaleza quiso que sea. Un ensayo a escala del mandato natural.

_ Sometidos a la escala podemos ser insectos o gigantes, depende de quién elijamos

para compararnos.

_ Siempre inundas de belleza el espacio sonoro. Tu voz es miel espesa y tóxica.

_ Con tus nimiedades no vas a conquistarme, menos aún si arrastran sedimentos de

reproche.

Sos un cúmulo de lugares comunes nadando en tejido adiposo derretido.

Si hubiera un vaso de precipitados capaz de medir el nivel de tu crasitud, desbordaría

colapsado.

Sos el gato eléctrico dorado que mueve el bracito, y yo, la escolopendra que trepa a

su cuello plástico para aniquilarlo. Sos el bufón cautivo que encuentra, entre cientos,

un pistacho con forma de corazón y se lo ofrenda a su cortesana, que lo mira con

desdén y lo coloca junto a otros presentes ridículos e insulsos.

Yo represento el té de carqueja, frío y amargo, destinado a ser turbia anilina para tus

rancias tripas de vellón.

Tu idilio por mi es obstinación, no es amor, no es dolor. Tu rostro pide seguir siendo

el mío, así como tus manitas flojas y tu voz impostada y chillona. Te aferrás a mí

como lo hace a la corteza de un árbol un gato viejo que perdió las uñas y sabe que

abajo acecha el perro del vecino, que siempre quiso destrozarlo pero que ya ni lo

torea, por compasión.

Todo lo tuyo esconde algo mío, y lo mío es y será siempre de ella.

Soy hasta donde ella lo permite. Vos, en cambio, tuviste muchas voces y en diferen-

tes idiomas. Tu carácter es tan voluble como la transfiguración antojadiza de los ca-

prichos de tu Administratrix.

Yo estoy condenada a desaparecer o caer en el olvido, cualquier día de estos.

¡Hay, Joyzito! Ella ahora tiene motivos de sobra para preocuparse.

¡Su madre está a punto de caer presa!

Deberá afrontar un juicio, dolor, pesar, destete. Deberá hacerse cargo de sí misma.

Yo voy a ser algo superfluo, prescindible. Una vieja lastimosa añorando el pasado.

Vivir de recuerdos es empezar a morir, decía el piloto. Yo soy parte de su mente y de

su carne. No puedo ser depositada en una caja y reencarnar en Addis Abeba o Cu-

ruzú Cuatiá. La única caja es la que me unirá a ella en el frío húmedo del sepulcro.

Lady Birth sacrificará un destino de grandeza para ser enterrada viva, junto a su

ama.

_ Ella puede borrarte cuando quiera o colocarte en un stand by indefinido. Pausa: L

Birth congelada.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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Ahora, tic, tic… avance cuadro por cuadro. ¡Fast forward! Bli, bli, bli, habla como ar-

dillita, baila. ¡Bailá, yegua, o te quiebro las piernas!

_ Ludibrio y oprobio colapsan contra tu emperrada esperanza, vacua, burda, remani-

da.

_ A mi modo, soy un sabio.

_ Un sabio sin instrucción.

_ Un caso perdido restaurado y vigente. Un restyling exitoso.

_ Tu rostro pide seguir siendo el mío, tu rostro inexpresivo y vulgar.

_ Mi idilio por vos es amor, puro e incuestionable.

_ Ya ni siquiera puedo odiarte Little Joy, sos menos que un plato frío de buseca.

_ Sé que tenés planes para mí y no te atrevés a llevarlos a cabo.

_ No me provoques.

_ Tenés que hacerlo, es hora de cortar los lazos. No voy a guardarte rencor.

_ No quiero dar el paso, no me animo.

_ Dijiste que no te asusta quedarte sola.

_ Son solo palabras.

_ No llores, astillás mi corazón. Quisiera abrazarte, pero ya no sé si sos vos o ella. _

Las manitos de la marioneta acarician ahora las mejillas enrojecidas de la adolescen-

te coreana. Ella, a su vez, toma la agenda de su madre y transcribe una dirección y

un número de teléfono a un cuadradito amarillo.

Toma sus petates y se va. Previamente acomoda a Joy en su caja original de made-

ra.

Tardó más de una hora en llegar a Lanús Este. Allí viven su prima Suni y su pequeña

hija Yoon.

Suni corta en porciones media torta de ricota y la sirve en tres platos de aluminio

anodizado, uno verde, otro celeste y el último lila.

Comen en silencio. Beben cascarilla76 con leche en polvo y unas gotas de esencia de

vainilla. Al rato se ponen al corriente de las novedades triviales de sus vidas hasta

que Yoon corta el aire con una pregunta incómoda y necesaria.

_ ¿Tía, que trajiste en la caja?

_ No es tu tía, es mi prima. _ Replica Suni.

_ Sos tía Hamu, tía.

_ Si, tía Hamu está bien. _ Asiente Hamukuro.

Esa caja era de tu bisabuela. Ella se la regaló a tu abuela y tu abu Soon He se la dio

a su hermanita. Ella creció hasta convertirse en mi mamá y cuando lo creyó conve-

niente, me la dio a mí. Yo la cuidé mucho, pero mucho mucho. Tanto, que nos hici-

76 Cascara de cacao que se utiliza para preparar infusiónes.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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mos muy amigos. Pero ahora soy grande y no puedo tenerla más. Tengo que dársela

en custodia a una nena de la familia, para que la cuide como yo y como ellas.

Existieron muchas Ellas a lo largo de nuestra historia familiar. Yo soy la última, vos la

próxima.

_ Pará, la estás asustando. _ Exclama Suni.

_ Está sorprendida, no asustada. Al menos no miró al costado.

_ No me doy por aludida. Los juguetes cambiaron, nosotras también. _ Responde

Suni.

_ Hay tener cintura para adaptarse a los cambios y a las cosas que no cambian. Ahí

tenes todavía esa mesada verde, espantosa, quebrada y remendada hace quince

años.

_ Tengo otras prioridades. Ademas, no me vengas con esa cuando sabemos bien

que..

_ ¿Y qué es? Interrumpe la niña.

_ Es una personita buena.

Ponele el nombre que quieras, a partir de ahora es tuyo.

_ ¿A ver?

_ No abras ahora la caja, esperá a que me vaya. Así, cerrada, es sólo un estuche de

madera.

Me voy. Cuídense.

Cuando seas grande, entregáselo a alguien capaz de continuar el legado, alguien que

lo proteja y valore; alguien que le dé vida.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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10- Quicio.

Duelen las articulaciones. La bicicleta me lo recuerda en cada pedaleo.

Me miran. ¿Qué miran?, ¿qué ven?, ¿un paladín en bicicleta? Resulta inverosímil.

¿Resulto un impostor o un monigote disfrazado que arquea un talle más grande que

el indicado para su máquina?

Los murmullos pasan zumbando por una oreja, por la otra, ida, vuelta, en círculos.

La chusma no es mejor que yo. Al menos no usted, señora.

_ ¡Eh! ¿Que mira? _ La vieja hace un sacudón con la escoba, como quien echa a un

perro y una especie de ¡fushh, fuera!, sin que suene la F.

Yo no era así. En otra ocasión habría permitido que se rían, sin reaccionar.

Quizás sea este atuendo que me ciñe el cuerpo y me hace transpirar. Quizás sea por

el peso de la responsabilidad o por el miedo que actúo impulsivamente y no puedo

razonar con claridad.

Quiero y no quiero llegar. Creo que busco excusas para arrepentirme. Pero el manda-

to no calla. ¿Mandato de quien?

Ese tipo que baja del Taunus y se rasca la barriga: ¿no tiene ni tuvo un mandato co-

mo el mío? Muerdo una piedra con la rueda delantera y le pasa cerca pero el tipo

apenas atina a mirar.

Ya ni siquiera causo fastidio.

El olor metálico del rio me perfuma.

Ato la bicicleta.

¿Los superhéroes atan sus bicicletas?

¿Quedan a merced de sus enemigos?

¿Quién es mi enemigo?

No logro precisarlo.

Se acerca amistosamente un perro. Se acerca el río a cada paso. Mi mirada se centra

en el avance de mis pies y en el mordisqueo de una piedra a la otra mientras las pi-

so. Piedras, vidrios, mugre, ramas secas desteñidas por el sol. El residuo de una de-

molición, los alambres desnudos y la bocina lejana de un barco atiborrado de conte-

nedores multicolores. Son sólo maniobras. Maniobras de distracción del disidente.

Me quito los zapatos, los anudo entre sí y los arrojo hacia arriba, buscando la copa de

un árbol.

Cuarto intento. Ahí cuelgan esperando mi regreso.

Los trancos en medias son más inseguros.

Antes las llamaba calcetines, aquí las llaman medias.

Una gruesa de medias equivale a doscientas ochenta y ocho medias, ciento cuarenta

y cuatro pares. Un par de medias no es un entero. Se me viene a la memoria un

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chiste que hablaba de un viaje al mundo en tero. Esos chistes con juegos de palabras

no tienen sentido cuando los vemos escritos.

Sufro en carne propia el miedo y las dudas de los superhéroes. Dudas a cada paso y

una voz lejana que me enseña el camino. La voz de un delfín. Definitivamente, es un

delfín. Terso, enorme, amigo, consejero. ¿Delfines en el Río de la Plata? ¿Pelícanos,

albatros, tortugas marinas, amigos, enemigos? Soy la pieza que asegura el equilibrio

y estoy afuera. Estuve fuera tantos años que quizás nadie me espere.

En primera instancia intentaré reunir un grupo reducido y fiel. Un núcleo duro. Des-

pués veremos sobre la marcha como se desenvuelven los hechos.

El mordisqueo de las piedras es ahora más opaco. El agua y el barro se encargan de

filtrar las frecuencias más agudas, como si se hubiera cerrado la puerta que aísla la

fuente sonora.

Me estremezco por el primer hilo de agua que atraviesa mis medias. Avanzo un po-

quito más y un escalofrío sacude todo mi ser.

¿Estoy haciendo lo correcto? No es tan fácil como hace unos minutos.

Soplan ráfagas de viento arrastrando gotas de agua.

Me empapo.

Me sumerjo y quedo varado entre las piedras.

No hay profundidad suficiente, es preciso adentrarme más para poder nadar.

Camino timorato, alejándome de la costa.

El nivel ya alcanza mi ombligo y el frío es insoportable. Cala en lo más profundo de

mi cuerpo.

Vuelvo a mirar la costa. Me despido de Buenos Aires. Quizás se trate de un acto des-

esperado o de un pedido de auxilio. Lanzo un beso al aire. No recuerdo la última vez

que alguien me besó. Evoco un beso tierno en la mejilla pero no sé si realmente exis-

tió.

No obtengo respuesta alguna, ahí no hay nadie. La ciudad se erige de espaldas al río

y no va a detenerse a escuchar a un pasajero que implora que lo cobije y lo acepte

tal como es.

El agua está tan fría que ya no la siento. Mi piel se encuentra anestesiada y excesi-

vamente pálida.

Me zambullo.

Abajo todo es marrón. El sonido se apaga y el frío cesa.

Bajan las pulsaciones. Estoy más tranquilo, ahora.

Me contorneo, avanzo y de una vez por todas, me siento libre.

El proceso de transformación branquial no se completó aún. Para absorber oxígeno

debo emerger, como si fuera un simple bañista que no tiene poderes especiales.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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Confío en que mi cuerpo se adapte al río para poder completar mi travesía o de lo

contrario deberé abortarla o perecer en el intento.

He llegado hasta aquí. Volver atrás sería fracasar y con ello traicionar a quienes de-

positaron su confianza en mí. ¿Quiénes son? ¿Tienen nombre? ¿Existen tales indivi-

duos? ¿Para qué me engaño? ¿Soy un fraude o una víctima de la defraudación?

Siento que avanzo más rápidamente. Puedo distinguir los primeros indicios de fauna

subacuática, crustáceos y equinodermos entre residuos y materia en suspensión.

Aún no puedo desplegar todas mis habilidades pero ahora confío en que ya apare-

cerán.

Estoy tranquilo y seguro de mi mismo, ya no hay apuro.

Mis branquias están listas.

Inspiro.

El agua se enturbia y entro en shock.

Me arden los ojos y las fosas nasales.

En los oídos zumba una nota pedal.

Piiiii hace la nota, aunque también podría describirse como un uuuuuuuuuuuu agudo.

Quizás resulte inoportuno, pero en ese momento se me viene a la mente e intento

recordar una melodía infantil.

Mientras tarareo, noto un pequeño ardor me y veo que una de mis rodillas sangra.

Instintivamente atino a abandonar mi posición horizontal.

Estoy de pie, ahora. El nivel de la superficie apenas llega a mi cuello.

Expulso el agua que tragué por la nariz. La sensación de ahogo es espeluznante y el

ritmo cardíaco sigue acelerado.

De a poco logro caminar pesadamente hacia la orilla. Tengo espasmos, movimientos

convulsivos y siento el gusto metálico del río en lo más profundo de mis entrañas.

La costa está cada vez más cerca. Ensayo unas brazadas pero mi organismo se en-

cuentra exhausto. Con un pequeño hilo de fuerza doy un par de manotazos sin que

logre avanzar demasiado.

El agua llega a mi cintura. Para no tener frío, me agacho y camino en cuclillas hasta

llegar a la costa.

Me recuesto mirando al cielo.

Estoy extremadamente agitado.

Cierro los ojos e intento calmar la respiración.

El frío duele.

Me incorporo y, al costado, diviso un barco que draga arena.

Mis medias son girones de poliester con más agujeros que plenos.

Mi atuendo consta de una remera a rayas y un pantalón marrón de gabardina, con-

trariamente a la cota de escamas naranja y la calza verde que creí vestir.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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Mi reflejo devuelve mi rostro usual, de cara larga, pera prominente, ojos juntos y

cabello entrecano ondulado. No hay rizos dorados ni cara de gringo. Mis manotas no

poseen membranas entre los dedos y mi musculatura se desinfló.

Mi nariz chorrea agua y cada estornudo es una revolución.

Tanteo en mis bolsillos para buscar indicios. En los delanteros hay algo de dinero. En

el posterior, un pañuelo y papeles desteñidos ilegibles.

Estoy sentado en lo que fuera una vigueta. Alguno podría llamarlo cascote, cacho de

demolición, asiento, obstáculo… Obstáculos, uno tras otro.

Flexiono mis piernas y embozo mi rostro con el cuello de la remera. El delgado espe-

jo de agua devuelve ahora una imagen sinuosa y serpenteante sometida al movi-

miento de avance y retracción del río.

Desde lejos, frotándose las manos, se acerca un hombre. Me invade una profunda

vergüenza. No puedo disimular que estuve en el agua, aunque considero que tampo-

co es necesario dar explicaciones.

El tipo se encuentra cada vez más cerca. Las ráfagas de viento hacen que la parte

superior de su cuerpo gire para evitar la colisión de alguna partícula en sus ojos, que

entrecierra a la vez que esgrime la mueca característica de quien se expone a tal

situación.

_ ¿Qué hace? ¿Se volvió loco? _ Inquiere el extraño entre muecas exageradas.

_ Buen día.

_ Está tiritando. El castañeteo de sus dientes es más intenso que su voz.

¿Usted es de aquí?

_ ¿De acá, del río?

_ No hombre, tiene un acento extraño. ¿De qué renglón del uni…? Olvídese.

_ Soy del Norte de Sudamérica.

_ Déjeme adivinar, ¿Ecuador?

_ No.

_ ¿Venezuela, Colombia, Panamá, Perú?

_ Panamá queda en Centroamérica.

_ ¿Es alguno de esos?

_ No, Brasil tampoco.

_ Entonces no sé.

_ Averigüe, busque un mapa.

_ No sea descortés, vengo a ver como está, me preocupo.

_ ¿Usted de donde salió?

_ Estuve mirando, simple curiosidad.

_ Pudo haber evitado que me meta al río.

_ No me inmiscuyo en las locuras de terceros, no me corresponde.

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_ Todos creemos que no nos corresponde o que es tarea de algún otro.

_ Me está haciendo irritar. Usted tampoco es ningún santo.

_ ¿Usted que sabe?

_ Estuve observándolo, de casualidad. Mi foco era otra persona.

_ ¿Usted es detective?

_ No, mato el tiempo libre.

_ ¿Observando a la gente?

_ Entre otras cosas. Me dio algunos frutos.

Usted sabe, pequeñas miserias cotidianas, información, secretos que nadie quiere

que salgan a la luz, flaquezas. Observo sus comportamientos y desarrollo estrategias

de abordaje.

_ Entiendo. ¿Qué tengo que ver yo? ¿Que encontró en mi que despertara sus califica-

tivos?

_ Usted me pareció sospechoso; un tipo que engaña a la gente, quizás un pedófilo.

No ponga esa cara.

_ Es que usted dice cada cosa…

Lo vi hablando con una niña de diecisiete años.

_ Se desdibujan algunos acontecimientos de mi vida. ¿Qué día es hoy?

_ Seis de junio.

_ Fui a una fiesta a principios de Mayo. No recuerdo ningún acontecimiento posterior.

_ Esto ocurrió después, hace unos quince días.

_ En realidad tengo imágenes borrosas de una niña de pelo corto, pero también las

tengo de C. Pellegrini corriendo maniatado. No sé bien que es real y que no.

Creo que la niña está apesadumbrada. Algo la pone mal, pero no se anima a con-

fiármelo.

_ Que interesante.

_ Está triste. Tiene la cara llena de lunares de colores, como si estuviera impresa en

cutricromía. La gitana y su hija me advierten que me aleje de ella. La hija de la gita-

na es gitana también, y amiga mía. Murió hace poco; un accidente, no sé; las pistas

son confusas. Una pérdida enorme. La perdí dos veces. Ella se desvivía por mí y yo

miré al costado.

Me fui y volví. En el medio me obsesioné con una trastornada que nunca me corres-

pondió.

Así es, en fin; ya está. llegué demasiado tarde, pero al menos logré comprender al-

gunas cosas. La recuerdo sobre un colchón de viruta, aunque no creo haberla visto.

Alguien me lo contó, pude imaginarlo y puedo rememorarlo ahora. Recuerdo la re-

presentación mental que creé tras el relato de su padre. Ese alguien es su padre,

claro, el de las tostadas, el marido de la gitana que perdió su vida y salvó la mía en

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el mismo acto, cuando yo era pibe, en la calle. Siento el pedaleo de su bicicleta en

mis pies, los pedales altos, el ruido de la cadena oxidada, el tiro, la niña de los turro-

nes que me abrió todas esas puertas. La puerta, la niña,

Iiiiiiiiuuuuuuu.Paccc. La puerta se cierra y ya solo resuena el manojo de llaves, opa-

co, dentro del bolsillo del delantal de Rosvita.

_ Hookson hace una pausa y rasca su cabeza. _ Rosvita. ¿Rosvita? ¿Cómo estás Ros-

vita? Vine a verte. Ensayé formas de acercamiento, de pie, frente al espejo, en la

esquina, en la cuadra de El Trebol77, en el subte.

¿Cómo estás Rosvita? Vine a verte.

¿Rosvita?

Ya no tiene caso. Ella guardó todas esas tazas y todas esas moscas con suma pa-

ciencia. Recuerdo haber entrado a esa casa de Haedo Norte emplazada de espaldas a

la vía, un sudor frío, la noticia, la voz frágil de Klaudyna, gusto salado en la boca,

mareo, ganas de correr. Luego sigue una maraña de hechos aislados, inconexos y

atemporales. Creo saber quién iba al volante. La gitana madre me lo hizo entender.

Mala señal cruzó las piernas... me sobrevuela esa frase, no sé de dónde. Ella sembró

pistas en mis alucinaciones, ella misma las borró. No sé cuál de ellas es ella, cual

Rosvita, cual su madre. Adquirieron morfismos cambiantes y exacerbados. Son dos

de ellas, un rabihorcado y un cúmulo de picotazos. Hija, madre y mi lazo con mi

mismo.

Ella quiere dejar todo como está pero su madre insiste en vengarse. El muñequito

pendular se burla de mí, me enerva e incita a cometer una locura. Mi vuelo corto no

me permite determinar específicamente quien movió los hilos y quien los enmarañó.

¿Me porté mal? Sí, dos veces. Primero rompí la silla de cuerina y me retaron. Des-

pués hice ruido y la niña de las pecas de cuatricromía ingresó con un médico. Shock

post traumático tradujo la pecosa y se perdió enas aureolas de colores que degluten

las imágenes. Ahora no las veo, pero se que volverán a aparecer.

Los flecos me abrazan con ternura bajo la esfera de agua. La mayoría de las lámpa-

ras no funciona y los rollos de ruberoid se materializan en carne humana. La calle se

abre, hay chispazos en el agua y confusión. El peligro acecha. Los músicos tienen

sables y pelucas de cáñamo. Están maquillados pero se van antes que lleguen las

galletitas de cucaracha. Los verdugos tienen fobia a los mosquitos y el que mató a

Lagerlöf y a su señora oculta algo tras su bigote postizo. Me veo triste, apesadum-

brado. Alguien quiere matarme pero tengo hambre y no dialogué cuando tuve en-

frente un canasto con tostadas.

Pude contar las gotas del baño. Cuatro por aquí y siete por allá. Cuatro por aquí, sie-

te por allá. Cuatro por aquí, cuatro por acá…

77 Club de Haedo Norte.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ Dígame una cosa. Usted, en el río… no sé si preguntarle. ¿Quería quitarse la vida?

_ No sé como llegué hasta aquí ni que hacía en el Río de la Plata. Ni siquiera recuer-

do como propia la ropa que llevo puesta.

Hago un gran esfuerzo para comprender lo que usted me dice, éste no es mi idioma

nativo. Además, siento tanto frío que lo único que realmente quiero en este momento

es que esas nubes no tapen el sol.

_ Usted vino en bicicleta. La ató ahí, ¿ve? En ese arbolito lánguido del que además

cuelgan sus zapatillas andrajosas. Perdón, sus zapatillas las colgó en ese otro, dos

minutos después.

Yo lo seguí con mi auto, desde Haedo.

_ Usted está desquiciado.

_ Ya me lo han dicho alguna vez. Usted está peor, yo al menos tengo la ropa seca.

Creí que usted quería acercarse a mi pareja, pero veo que me preocupé en vano. Por

más que lo hubiera intentado, nadie en su sano juicio querría estar con un loco que

arroja al rio en pleno invierno.

_ Usted vino a alterar mi paz. Yo retozaba aquí, en el pedregullo, secándome tran-

quilamente al sol.

_ Ahora resulta que yo soy el causante de su desdicha y de todos los males del mun-

do. Todos me miran con recelo, al soslayo y tratan de evitarme

¿Por qué me trata así?

_ Siga, desahóguese.

_ Tengo la sensación que usted cree que estoy ocultando algo. Esto que me ocurre a

menudo con las personas. Es una sensación basada en la presunción de desconfianza

de otro hacia mí. No sé a ciencia cierta si el otro desconfía de mí, pero sospecho que

lo hace. Intuyo que sospecha que hago algo y me auto convierto en acusado. No sé

que se me infunda, sólo sé que soy sospechoso y que presuntamente oculto algo.

Para el imaginario ajeno puedo hacer cosas que ni yo mismo pergeñe jamás y quizás,

potencialmente, resulte inconveniente para alguien. Puedo no hacerlo pero no me

exime de mi calidad de sospechoso.

De momento son solo presunciones mías y supuestamente del otro. Lo cierto es que

la tensión resulta incómoda y eso es palpable, aunque arbitrario.

Percibo que alguien cree que estoy ocultando algo y me desarticulo. Intento desva-

necer mi perfil, desdibujarlo. Cada cosa la hago de modo insospechable, aunque sea

del mismo modo de siempre y sin dobles intenciones.

Tengo la sensación y no puedo obviarla. Filtra mis actos y me condiciona. Es tan real

como el guano de torcaza de esta mañana sobre el cuero blanco manteca del empei-

ne de mi zapato.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ La coexistencia entre lo real y lo irreal es lo que nos enloquece de a poco.

_ El guano pude limpiarlo. Compré pañuelos de papel. Quité el grueso con el primero

y el resto con el segundo, humedecido en saliva. Es difícil encontrar cestos para resi-

duos en esta zona del conurbano. El único totalmente público de la zona está atibo-

rrado y por lo tanto inservible. No tuve otra opción que depositarlo en el tacho de

una panchería, hecho que molestó ostensiblemente al encargado.

_ Claro, por supuesto.

_ ¿Me sigue o está en otra?

_ Lo sigo, no le pierdo pisada. _ Responde Hookson mientras rasca la comisura de

sus labios.

_ El sol hace que la vestimenta resulte incómoda y el lamparón de mi zapato me co-

loca en el papel del estúpido de la escena. No me refiero específicamente a este sol y

este guano, es una sensación recurrente.

Mi estampa me provoca inseguridad y cierta genuflexión hacia quienes exteriorizan

una efigie de ganador.

Me apodaron Tipo móvil. Imaginé que se refería a mi naturaleza inquieta, pero pro-

bablemente tenga una raigambre más profunda. El tipo móvil de una imprenta ofrece

la posibilidad de infinitas combinaciones que devendrán en palabras. Entonces yo

probablemente sea un comodín, un naipe sin numerar, un suplente eterno, un boleto

sin fecha. Un animal que muta, pero no por voluntad propia sino de acuerdo al medio

en que se desempeñe.

En el plano sentimental, voluntariamente o no, me comporto del mismo modo.

Quise emparchar los huecos de una mujer mayor y no me dio ni el nombre. Me hizo

creer que yo era su centro y luego me desplazó a un costado. Me acerqué como un

seductor misericordioso y la señora me comió crudo. Entré como un caballo al juego

de ella, creyendo jugar de local y en un escenario que creí conocido por mí.

Desde el punto de vista de un tercero, el cuadro siempre me favorece. El rol de co-

modín hace que yo me convierta en la pesadilla del otro o en su compinche, su con-

fesor, aeromoza, potus, depositario de afecto, desechos o apatía.

Me defino con un perfil pero mis flaquezas me convierten en lo que el otro quiere.

Hoy, junto a usted, me siento particularmente pequeño. Cualquiera a mi lado repre-

senta un arquetipo de individuo centrado y digno de admiración.

Es un tema coyuntural. De hoy y de otros hoy salpicados intermitentemente a lo lar-

go de mi devenir.

Tuve mis logros también, pero en una cascara tan frágil como la mía, una flaqueza

puede conducir al claustro y al oscurantismo.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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La presunción de un mal inminente a cada paso deviene en pánico y de ahí al encie-

rro hay un pie de distancia.

Estoy a doce pulgadas de caer en la sombra. De ser yo mismo, con todo lo malo que

eso implica, y no un actor de reparto desempeñando un rol signado por mi circuns-

tancia o por la de otro.

_ Cálmese, tómese un respiro.

_ El derrotero emocional al que me expuso esta mujer me saco de quicio. Y por qui-

cio entiendo cauce, no me refiero a una exasperación violenta.

El problema es que estas verde, me dijo, y yo le creí. Retrocedí dentro de mí mismo,

como una babosa que, luego de haber dejado escapar todos los tiros, ataja un balón

de sal gruesa, pateado al medio con vehemencia, premeditación y predictibilidad.

Una atajada que la conduce al ocaso pero que, a pesar de todo, se convierte en el

máximo logro de su existencia. Un molusco orgulloso de su baile retorcido al ritmo de

la muerte.

Esa mujer ha sido un logro para mí. Ya está, sólo eso. Llegamos al punto que yo

tracé de antemano y ahora congelo la escena ahí.

Taxidermia emocional. Una cuarentona y un comodín. Otrora una ciega, una anciana

casada, de un sólo hombre, una profesora del secundario, una travesti recién llegada

de Perú, una prostituta rusa y la vecina de enfrente.

Siempre el foco, la mira, la estrategia y el resultado. Siempre me fui en el punto más

alto. Nunca soporté el declive ni el infortunio. Interpreté el rol del ruin que dilapida

un sentimiento intenso pero nunca hice más que vislumbrar el ocaso y ganarle de

mano.

Me voy y ahí queda el tendal, desaparezco. Puedo ir a cualquier sitio porque soy un

comodín y me adapto.

Con ella todo terminó igual que con todas, sólo que ahora siento un vació que jamás

había experimentado.

No le produje desengaño ni odio ni quebranto. No desgarré su alma ni soy una aguja

en su pecho o una promesa ausente.

No congelé su vida en un punto sin retorno, no me ama ni me odia, no me espera, o

sí, pero sin desvelos.

La imagino sentada ahí, tomando mate en su tacita de porcelana con el asa rota,

intentando encender el calefón con una antorcha hecha de alambre y algodón embe-

bido en bencina. Puedo oler la bencina inflamándose, casi estornudo con el polvillo de

la yerba con sólo imaginarla. Las alacenas descascaradas, los grisines crocantes, los

posa pavas de lana con florcitas colgados en la pared de azulejos agrietados por la

impronta del clavito.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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No quiero que se vaya de mis recuerdos, pero no puedo quedarme imaginando que

todo seguirá igual, que no llegarán los reproches, enfermedades, las pequeñas mise-

rias cotidianas y el tiempo desdeñado.

La sumisión a ocupar el rincón del rincón para que no me molestes esta tarde, los

desatinos del olvido, el desgano, el temor a la ausencia de temor y la apatía.

No me doy crédito, pero tampoco me considero execrable.

_ Llámela, tantee. Es preferible perecer en el intento a imaginar cómo hubiese sido.

Piense que, generalmente, las cosas salen mal. A todos nos sale mal. No crea que

usted es el depositario de todas las desgracias de este mundo.

Usted es un cobarde, ni más ni menos; un inseguro, un cómodo. Me animaría a decir

egoísta, también. A usted no le importa lo que pudiera ocurrirle al otro.

_ Tiene razón, no me importa.

Ahora, si me disculpa, voy a llamarla, ¡porque no me importa! Arruinar todo es más

fácil, depende de uno. Uno lleva las riendas y tiene la última palabra.

Usted, que no es más que un pobre desgraciado que se arrojó al río para no enfren-

tar las asperezas de la vida, viene a tildarme a mí de cobarde.

¿Por qué no se va un poquito al carajo?

_ De ahí vengo y voy constantemente, pero no soy egoísta. Priorizo siempre al otro y

cuando no lo hago me siento tan vacío que no le encuentro sentido a mis actos.

_ Hágase un favor a si mismo, entonces, aunque experimente oquedad. Intérnese,

cúrese, consiga empleo. Una vida vacía es mejor que estar muerto. A este paso va a

matarlo el frío o sus propias amenazas inventadas.

_ Ya casi estoy seco. Esto nos equipara y lo asusta. No podrá utilizar más esa carta

¿Vio que fácil? Era cuestión de quedarse un ratito al sol.

Vaya, llámela. Hágame caso.

Hasta otro día. _ Las nubes se corren y Oliver Hookson va trotando en puntas de pie

al encuentro de su bicicleta, sus zapatillas mugrientas y su futuro.

Entre tanto, el Tipo móvil cruza la escena de espaldas al sol y con el cuello del saco

levantado.

_ Una cabina, si es tan amable.

_ La quince.

_ No tiene tono.

Ahora sí.

Cuatro, seis, nueve... ¿Quién puede ser tan roñoso? Chicles pegados en la mesa.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ Hola.

_ Hola.

_ ¿Quién sos?

_ Siván.

_ ¿Silván es tu nombre real?

_ Si, ¿que tiene?

_ Creí que era un nombre falso.

_ No te burles, es el nombre de mi abuelo.

_ ¿Cuándo volviste?

_ Hace unos días. Iba a llamarte pero te vi con alguien.

_ ¿Seguís espiándome?

_ Uno no pierde fácilmente las mañas.

_ No estoy sola. Me encuentro en el inicio una relación y todo va muy bien.

No iba a sentarme a esperar que algún día aparezcas.

_ Está bien, me dejé estar. Pensé en llamarte y lo hice cuando pude, nada más. No

es fácil encontrar mujeres como vos.

_ Otro de tus ardides. ¿Tiene plural ardid?

_ La gente cuando está de levante dice lo que supone va a gustarle al otro.

_ La gente no, vos. Generalizas para licuar tu sentimiento de culpa.

_ No estés a la defensiva conmigo, no soy un extraño.

_ Por eso, porque te conozco. A mí me pasa que o no creo nada o creo todo lo que

me dicen. Casi siempre confío en quien no debo.

_ Yo también, para la intuición soy un desastre.

_ Yo soy bastante intuitiva con lo que le pasa a otras personas, en el rol de especta-

dora. Cuando se trata de mí, la intuición se me va a los caños, se transfigura.

_ Es como la publicidad, no todo es real, hay que vender una imagen.

_ Yo no pretendo vender nada. Tampoco compro todo. En realidad sí, compré un

chocolate en el tren y me cayó mal. Me parece que estoy intoxicada.

_ Si, mejor no vender nada ¿Con que te intoxicaste?

_ Con chocolate. ¿Ves que no me escuchás?

Recién ahora me siento un poco mejor. Dormí desde que llegue del hospital y tome

mucha agua, supongo que me habrá hecho bien.

_ La clave está en eliminar la porquería. También se aplica a otros órdenes de la vi-

da.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ Yo elimino cosas que me insumieron tiempo y esfuerzo. Siento que antes de cum-

plir una etapa se desmorona.

_ Es triste lamentarse del tiempo perdido. Genera una impotencia cruel. Una cosa es

no poder avanzar, siempre hay una pequeñísima grieta que produce una esperanza,

otra muy diferente es querer solucionar lo irreparable.

_ Por eso hay que exprimir el tiempo.

_ Si, a veces postergamos los buenos momentos por culpa de las obligaciones y las

estructuras. Además nos da miedo ser felices y terminamos estropeando esos mo-

mentos.

_ Generalmente uno piensa que sólo le toca a otro.

_ O que no lo mercés. ¿Qué se yo?

_ Si, la culpa ante todo.

_ Si, ¿porque la perversa culpa?

_ Estoy un tanto falto de fuerzas, no tanto desde lo físico. Me cuesta llegar a fin de

año y ver lo poco que avanzo.

_ Ni siquiera entramos en la segunda mitad y ya pensás en fin de año. Sos exaspe-

rantemente ansioso. Es una de tus características que más rechazo me produce.

¿En qué sentís que no avanzas?

_ En el trabajo, el nivel de vida, profesionalmente. Doy vueltas continuamente en la

misma calesita.

_ A veces es difícil bajarse de esa calesita. A mí me pasa eso en lo afectivo.

_ No vayas a creer que siempre soy así, esto se potencia a fin de año y cerca de mi

cumpleaños.

_ Hacemos balances en Navidad.

_ La Navidad es un gastadero infernal. A mí la reunión me gusta, veo a gente que en

otras ocasiones no. Además comes de todo y a mí me encanta la comida. ¿Qué es lo

que no te gusta?

_ Lo contario. Me gusta hacer regalos y recibirlos. Me genera hostilidad la reunión

porque me topo con gente que sólo veo en esa ocasión. Observo minuciosamente el

modo en que las personas modifican sus conductas; son más buenas, no sé. Es una

fiesta relativamente nueva para mí. No te olvides que soy extranjera, que práctica-

mente no tengo familia aquí y que se trata de una celebración que no tiene nada que

ver con mi cultura. La primera vez que me invitaron, mi hija esperaba que en cual-

quier momento llegue la torta. Cuando empieza a filosofar tiemblo. En plena reunión,

una mocosita de doce años dijo que no es más que el festejo masivo e internacional

de un cumpleaños.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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Siempre fui a la casa de una amiga, de su padre, tío, o quien toque.

Siento que llego como una paracaidista, con dos o tres regalitos y un pionono de

atún. Aparezco con un miedo escénico terrible, miedo de primeriza. Después me doy

cuenta que la escena es siempre la misma y siempre el mismo prolegómeno.

_ Imagino las presentaciones.

_ No imagines, te cuento.

Ella es mi amiga Mónica, compañera del hospital; Ella es su hijita… te presento: mi

tío Rolo… ¿se conocen? _ Pregona Hye con la voz impostada, intentando imitar a al-

guien.

_ Yo soy muy despistada y mezclo los recuerdos. No registro a nadie y me da ver-

güenza que todos me recuerdan. Supongo que es porque soy el bicho raro, la nota

de color.

Cuando estoy ahí me siento sapo de otro pozo, pero en los días previos me olvido y

creo que todo va a ser diferente. Me produce un tipo de atracción que no me explico,

una especie de adicción injustificada. Mi hija ya no va mas, un día me hizo un escan-

dalete de novela.

_ Yo, desde hace unos años, trato de buscarle el lado bueno a las cosas. Antes me

amargaba por todo y ahora disfruto reuniones que consideraba tediosas. No creas

que me estoy boludizando.

_ Las fiestas de fin de año, supuestamente, son para manifestar alegría, tiene que

haber acuerdo y consenso.

_ El otro día un tipo explico que es el consenso. Dijo: imaginen una reunión de con-

sorcio. Uno quiere pintar de rojo, el otro de verde. Los dos tienen propuestas van-

guardistas, pero como a ninguno de los dos le gusta el color del otro, terminan pin-

tando de beige.

_ Así funcionamos, de a pasitos cortos y tímidos.

Yo tengo que armar la pileta en la terraza. El problema es que al lado están constru-

yendo y los tipos están casi pegados a la terraza. Va a ser un caos bañarme.

_ Van a gritarte barbaridades, hipotéticamente hablando, porque estamos en Junio.

Por lo visto no monopolicé la ansiedad.

_ El otro día, temprano a la mañana, fui en bombacha a buscar algo. Me olvide que

estaban y me vieron. Empecé a caminar para atrás. Hice el paso de Michael Jackson,

un horror.

_ Si fuera una comedia musical te hubieras ido cantando o habrían bailado todos con

los pies en la membrana y vos, tapándote con una sábana.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ Hubiese sido genial. Yo en el medio de ellos bailando con la sabana del amanecer

entre las palmeras. Pero la vida no es una comedia musical y tuve que huir.

_ La vida, por lo general, te agarra por sorpresa y te quedas parado sin saber qué

hacer.

_ Eso es bueno, sin sobresaltos seria aburridísima.

_ A veces las sorpresas te dejan culo al Norte, pero no queda otra.

_ Yo siempre pienso que el otro va a esfumarse y que no voy a poder ubicarlo más,

o que en un abrir y cerrar de ojos ya no me va a querer.

_ ¿Es algún tipo se alusión a mi persona?

_ Tomalo como quieras.

_ Si alguna vez te dejaron y desaparecieron vas a pensar que siempre será así, hasta

que suceda lo contrario. Si te asaltan en Carapachay vas a evitar ir a Carapachay. Si

te estás enamorando es lógico que estés medio descolocada, pero es agradable.

Cuando la felicidad llega hay que aprovechar.

_ Cortala con la melosidad. Lo que pasa es que es difícil explicar esto sin ponerme

pesada.

Encima un par de amigas me matan con los comentarios. Sé que soy una idiota, que

tengo que disfrutar y relajarme, pero hace rato que no me pasa y me da cierto esco-

zor. Una me dijo que me tengo que hacer valorar, que tengo que verlo más seguido

y poner yo mis tiempos.

Otra, hoy, que el problema es mío, pero que yo no le puedo cargar todos mis mam-

bos al tipo porque se rompen las pelotas y te abandonan.

_ Cada una proyecta en vos sus experiencias personales.

_ Ah, eso es seguro. Soy la novelita de los lunes.

_ Contame a mí la novelita, quiero detalles.

_ Ni en pedo.

_ Los hombres también tenemos vueltas, quizá se nota menos. ¿Por qué es tan difí-

cil?

_ Quizás no sea difícil y yo lo haga difícil. Soy muy glotona en lo afectivo, me enrosco

y me quemo la cabeza. Me acelero y me olvido de disfrutar.

Esta vez decidí lo contario, es todo un desafío pero voy a intentarlo.

_ Con el tiempo y la edad me di cuenta que no hay que ser tan crítico ni buscar el

pelo al huevo. Me volví mas practico y me va mejor. Decile a tus amigas que no

rompan las bolas y que, si son amigas, tienen que entender.

_ Hablás de edad y de experiencia y ni siquiera cumpliste treinta años.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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_ Mis sobrinitos dicen que soy un viejo.

_ ¿Cómo te preparás para el feriado?

_ Para mí todos los días son iguales. Soy casi mi propio jefe. Si no trabajo no cobro,

sea lunes o domingo.

_ Es complicado. Cuando arranca el año laboral me anticipo y me fijo en el almana-

que. Para descomprimir necesito imperiosamente los feriados.

_ Como necesitar, todos necesitamos. El problema es que se trata de un feriado ex-

clusivo para empleados del estado. Paradójicamente lo pagamos nosotros, los que

tenemos muchísimos menos feriados.

¿Por qué los empleados del estado tienen que tener privilegios?

_ No lo sé, además no todos son privilegios. Tendría que mostrarte mi recibo de

sueldo.

_ Yo sí se. Es porque los que deciden los feriados trabajan en el estado. Indirecta-

mente, y visto de modo global, fijan sus propios sueldos. Por eso ganan más que el

resto. No se puede ser juez y parte.

_ Te dije que yo gano poco.

_ Pero otros ganan mucho.

_ La mayoría de los seres humanos siempre trata de sacar ventaja, así funciona la

máquina.

_ Claro, cagándonos los unos a los otros estamos donde estamos

_ Así es.

_ Te mencioné mi cumpleaños y no me preguntaste nada. Está cerca.

_ Una vez me dijiste que era el treinta y uno de noviembre. Cuando fui a agendarlo

noté que esa fecha no existe.

_ Es una broma que hago a menudo.

_ Vos sí sos un vivo bárbaro.

_ Quiero verte.

_ Dejame que lo piense. Dejame veeerrr. Mmmm. Acá tengo un día libre, treinta y

uno de Abril.

_ No me corras con eso.

_ Te pago con la misma moneda.

_ Hacete un lugarcito para mí.

_ Mi hija creyó que habías muerto, que yo te había asesinado.

Ella admira a los villanos. Ahora soy su heroína.

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Cree que pude salir de mi vida vacua gracias a una acción trascendental. Por primera

vez desde que es adolescente volvimos a entablar relaciones normales madre e hija.

Si tengo que priorizar, me quedo con lo que logré con ella. No voy a arriesgarlo por

entregarme a una relación inconducente.

_ ¿Qué hacías?

_ ¿Cuándo?

_ Ahora, recién.

_ Mate, crucigramas.

_ Condición.

_ ¿Qué?

_ Índole o naturaleza de una cosa, la cinco.

_ Ah, gracias; prefiero resolverlo sola. El viaje, así, me resulta más corto; no lo tome

a mal.

_ Por un momento pensé que prefería estar sola.

_ A veces es preferible, yo a usted no lo conozco.

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Pablo EMILIO Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar

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Dos de ellas, el rabihorcado y el zapallo en almíbar.

Escrita por Pablo Sebastián Emilio entre abril y agosto de 2011 y corregida por Manuela Her-

nandez Heredia.

Contacto: [email protected]

Registro de propiedad intelectual expediente Nº: 5043510, hecho en la Dirección Nacional de

Derecho de Autor en Buenos Aires, Argentina.

Gracias por leer y opinar.