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Los Cuadernos de Literatura
BAUDELAIRE EN
COLOMBRES O EL
POETA EN EL REINO
DE LA CASUALIDAD
José Ignacio Gracia Noriega
e harles Baudelaire falleció el 31 de agosto de 1867, «a las once de la mañana, después de una larga agonía, pero dulce
. y sin sufrimiento. Estaba tan débil que ya no luchaba», según palabras de su madre, en carta dirigida al día siguiente al editor Malassis. El poeta, que, en su juventud, había heredado cien mil francos de la época, y gastado, en dos años, más de la mitad (una suma equivatente a 130.000 $ de ahora, según cálculo de· Jorge Edwards), pudo sobrevivir gracias a la intervención de su madre, que solicitó su interdicción ante los tribunales, con lo que le salvó una renta mensual de 400 $, que, como comenta Edwards, «no estaba tan mal»; pues de la literatura no hubiera vivido, ya· que, como le confesó a Catule Méndes, una noche que, por haber perdido el tren, se quedó a dormir en su casa, sus artículos, sus versos y sus libros le habían proporcionado la cantidad de 15.892,60 francos, es decir, al cabo de 27 años de actividad literaria, un franco con setenta céntimos al día. A raíz de su muerte, Veuillot le dedicó una frase que repele un poco, no sé si por literaria o por piadosa: «Dios tuvo por fin piedad de su alma, que él mismo opri-mía»..
La familia del poeta mandó imprimir una esquela mortuoria en la que figura: «Le rogamos asista a la conducción, funeral y entierro del Sr. Charles Pierre Baudelaire, fallecido en París el 31 de agosto de 1867, a la edad de cuarenta y seis años, después de haber recibido los Santos Sacramentos. El funeral se celebrará el lunes 2 de septiembre próximo en la iglesia Saint-Honoré, su parroquia, Plaza del Hipódromo, a las once en punto».
Sigue la relación de sus atribulados familiares: Mme. Aupick, su madre; Mme. Perrée, su tía abuela; Mme. Baudelaire, su cuñada; M. Jean Levaillant, general de brigada; M. Jean-Jacques Levaillant, jefe de batallón; M. Charles Levaillant, general de división, sus primos».
Un entierro bajo el signo de la respetabilidad burguesa, aunque cabe preguntarse si Baudelaire habría advertido alguna vez en vida que la iglesia de Saint-Honoré era su parroquia. Por ser aún verano, muchos amigos se hallaban ausentes, todavía de veraneo, y como la víspera había sido domingo, no pudieron repartirse a tiempo las esquelas precisas. «Había unas cien personas
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en la iglesia y menos en el cementerio -escribe Ramón Gómez de la Serna en «El desgarrado Baudelaire»-. El calor impidió que muchos pudiesen llegar hasta el final. Un trueno que estalló al entrar en el cementerio hizo que huyesen la mayor parte de los que quedaban».
No obstante, se quedaron Houssaye y su hijo, Nadar, Champfleury, Monselet, Vitu, Wallon, Alfred Stevens, Braquemont, Fantin, Pothey, Edouard Manet, Verlaine, Alph, Calmann Lévy, Veuillot, Silvestre, Ducossois, el editor Lemerre, etc., y Banville y Asselineau dijeron discursos. Se echó en falta, y mucho, a Théophile Gautier, a quien el fallecido había dedicado dos artículos: uno de ellos, extenso, en el que le declara «el igual de los más grandes del pasado, un modelo para los que han de venir, el más raro diamante de una época ebria de ignorancia y de materias; es decir, un perfecto hombre de letras»; y otro, más breve, que se cierra igualmente con palabras elogiosas: «Pues, lquién de entre los vivos, que conserve su lucidez, no entiende que un día se citará a Théophile Gautier igual que hoy se cita a La Bruyere, Buff on y Chateaubriand, es decir, como a uno de los maestros más sólidos y más escasos en materia de lengua y estilo?».
Paul Verlaine, aunque poco atento a las cuestiones materiales, como demostró en muchas ocasiones, anotó perspicazmente a propósito de esta ausencia: «Ha sido lamentable que la ausencia de un personaje célebre haya sido notada y calificada de inconveniente, pero más lamentable es todavía que esta apreciación sea justa».
Charles Baudelaire fue enterrado en el cementerio de Montparnasse, en el ala que está cerca del Boulevard Edgar Quinet, donde se encuentra el panteóri del general Aupick, su padrastro, y donde también yace su madre. El nombre del poeta figura debajo del de ambos, en letras más pequeñas: el de Aupick, con todos sus títulos y el de Baudelaire tan sólo con las fechas de nacimiento y muerte: 1821-1867. Jacques Aupick, nacido en Gravelinas en 1789, había hecho las campañas del imperio y fue herido de gravedad en la batalla de Ligny, en 1813. Posteriormente fue director de la Escuela Politécnica, embajador ante la Puerta Otomana en 1848, y, en 1851, embajador en Londres, y después en Madrid. Mas pasará a la historia, inevitablemente, porque la madre de Baudelaire contrajo matrimonio con él en segundas nupcias. Murió en 1857. Baudelaire le aborrecía, y durante la revolución de 1848 animaba a las masas a que incendiasen su casa. Tan irónico como que el ilustre general y diplomático sea recordado ahora gracias al hijastro con el que no había modo de hacer carrera es que Baudelaire comparta con él la tumba.
No obstante, es fácil que Baudelaire sospechara que esto, un día u otro, acabaría produciéndose. A quien no esperaba es al vecino de tumba que le deparó el destino.
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Este vecino llegó por una serie de circunstancias fortuitas. Porfirio Díaz, presidente de México, había sido uno de los generales más distinguidos de Benito Juárez en la lucha contra los franceses de Maximiliano. El «caudillo de Tuxtepec», que era como se le conocía, fue elegido presidente después del derrocamiento de Lerdo de Tejada, que había ocupado la presidencia al fallecimiento de Juárez. Porfirio Díaz promovió la construcción de ferrocarriles y promulgó leyes que tenían por objeto fomentar el progreso del país, y, al terminar su período, en 1880, entregó pacíficamente el poder al nuevo presidente electo, general Manuel González. Pero el gobierno de González fue un completo desbarajuste administrativo, por lo que, en 1884, Porfirio Díaz vuelve a ocupar la presidencia, continuando su política de mejorar las condiciones económicas del país: otorgó concesiones para la construcción de ferrocarriles y telégrafos, para la creación de líneas de navegación y para la consolidación del crédito nacional. Pero, aparte de las mejoras, debía opinar que a los mejicanos «no se los puede dejar solos», por lo que introdujo una reforma en la Constitución en el sentido de que permitiera la reelección del Presidente de la República por una sola vez. En 1910 era reelegido por sexta vez, lo que originó un movimiento revolucionario que estalló en noviembre. Díaz, a estas alturas, no tenía las cosas muy claras o estaba cansado; lo cierto es que se aplicó la fábula de la zorra y las uvas, y en una entrevista al periodista norteamericano Mr. Creelman le expresó que ya deseaba alejarse del Poder y que vería con gusto la formación de partidos políticos, puesto que la Nación había llegado a un grado de cultura superior y el pueblo estaba en aptitud de ejercitar sus derechos, de dirigirse y de gobernarse por sí mismo. De modo que después de seis meses de lucha, cayó el gobierno del general Díaz y éste abandonó el país.
Naturalmente, Porfirio Díaz estaba dispuesto a vivir su exilio en Europa, por lo que entra en escena un asturiano agradecido y emprendedor, indiano riquísimo, don Iñigo Noriega, de Colambres, en el término judicial de Llanes. Don lñigo había emigrado joven a Méjico, como era frecuente en su tierra, y se había establecido en la capital, al frente de una pulquería, en la que servía a la indiada pulque, tequila, mescal, que según Malcolm Lowry vale por «Muerte», y otros brebajes que no hubieran desagradado a Baudelaire. Pero en éstas el Gobernador de Méjico D. F. dio la orden de que se cerraran a las 12 de la noche las puertas de todos los establecimientos que vendían bebidas alcohólicas.
A don Iñigo le iba bien el negocio, y se supone que más durante la noche que en el día, por lo que el bando le perjudicaba; pero decidió cumplirlo al pie de la letra, quitando las puertas de la tasca, y siguió despachando aquella dinamita líquida y contundente hasta que un buen día ( o noche) se presentaron los gendarmes y al-
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guaciles y le sellaron el local al imaginativo gachupín. Mas don lñigo no se arrugó: recurrió contra medida tan injusta, y tanta fue su insistencia que llegó a la más alta instancia de la nación. Don Porfirio vio ante él a un gachupín despierto; y comprendiendo su caso, vino a decirle: «Mire usted, no se enfrente con el Gobierno, que tarde o temprano quien lo hace, pierde. Y además, déjese de pulquerías. Dedíquese a negocios propios de un hombre de su talento».
Don lñigo, que, efectivamente, era hombre de talento, se dedicó a negocios que le convirtieron en uno de los hombres más poderosos de Méjico y Tejas. Siempre le guardó profundo agradecimiento a don Porfirio, por el consejo, naturalmente; con lo que, al conocer su derrocamiento, se apresuró don lñigo a edificar un palacio en su Colambres natal para que sirviera de reposo del guerrero y cuartel de invierno al ex presidente mejicano. No reparó en gastos ni en medios y llenó el palacio de lo mejor: desde las más completas cuberterías y mantelerías hasta criados alemanes de librea y calzón corto, además de dos automóviles, con sus «chauffeurs» respectivos. Sin embargo, don Porfirio sintió la tentación de París, tan habitual en dictadores hispanoamericanos derrocados, y, por otra parte, tan comprensible. Allá quedó. El palacio se quedó sin su habitante y con los avatares del tiempo y los muchos giros que da la historia llegó a ser hasta residencia de la Sección Femenina, después de la guerra civil. lQué hubieran dicho don Porfirio y don lñigo de esto? Los criados alemanes volvieron a su país de origen o a Madrid, porque dicen que les perjudicaban las brumas asturianas. Cuando falleció don Porfirio, ya muy anciano, con el cabello y el enorme bigote completamente blancos, fue enterrado en el cementerio de Montparnasse, precisamente en la zona que está cerca del Boulevard Edgar Quinet, frente a la tumba de otro general, Aupick. Jorge Edwards, en un artículo excelente, «El poeta en interdicción», comenta esto no sin cierto humor, porque no es para menos: «Lo curioso es que la tumba del poeta, gracias a un azar más o menos burlón, quedó casi al frente de la de Porfirio Díaz, el Presidente de Méjico antes de la Revolución. Cuando la visité por última vez, hace ya unos dos años, descubrí que los porfiristas de París seguían llevándole flores a su viejo héroe. Era un tema que podía servirle a Carlos Fuentes. Porfirio Díaz, presidente de Méjico, frente al general Aupick, embajador ante la Puerta Otomana, y a su hijastro maldito».
Ahora sólo cabe preguntarse que, si efectivamente Porfirio Díaz hubiera aceptado la invitación de lñigo Noriega, lpor qué extraños caminos habría tenido que llegar Baudelaire a Colambres, dado que, como es obvio, es- � taba determinado que su tumba estu- •�viera frente a la del ex presidente mejí- � cano?