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http://www.avempace.com/personal/jose-antonio-garcia-fernandez Prof. José Antonio García Fernández DPTO. LENGUA Y LITERATURA- IES Avempace [email protected] C/ Islas Canarias, 5 - 50015 ZARAGOZA - Telf.: 976 5186 66 - Fax: 976 73 01 69 1 CHARLES BAUDELAIRE (1821-1867) HABLA DE EUGÈNE DELACROIX (1798-1863) En un pequeño libro, Charles Baudelaire: Delacroix. Vida y obra de E. D. (Madrid, Casimiro Libros, 2011, trad. Pablo Palant, diseño de cubierta Rossella Gentile, detalle de la pintura «Huérfanos en el cementerio», 1823, Museo del Louvre, París), el poeta francés habla del pintor y amigo, al que admiró profundamente y al que trató en su niñez y juventud. El libro recoge el magnífico artículo necrológico escrito por el autor de Las flores del mal y publicado en tres entregas en L’Opinion nationale, en París, el 2 de septiembre, el 14 de noviembre y el 22 de noviembre de 1863. Allí dice Baudelaire que Delacroix pertenecía a esa clase de los “solitarios altivos”, como podríamos decir de él mismo, “que no pueden crearse una familia sino por relaciones intelectuales”. Compara la pérdida del pintor a la de otros genios como Chateaubriand, Balzac y Alfred de Vigny. Habla de “gran duelo nacional”, de “eclipse solar, imitación momentánea del fin del mundo” por su fallecimiento. Describe a Delacroix, tristemente arrebatado al público por una pulmonía, como hombre “frágil y terco”, “nervioso y esforzado, único en la historia del arte europeo, artista enfermizo y friolento, que soñaba sin cesar en cubrir paredes con sus grandes concepciones”. Su divisa en temas económicos era: “Búsqueda de lo necesario y desprecio por lo superfluo” (p. 59). Es decir, al artista debía bastarle con ser independiente, pero no tenía que buscar riquezas, honores, halagos. Nada que lo distrajese de lo principal: su tarea creativa. Baudelaire sobrevivió pocos años al maestro francés de la pintura. Fueron sus años de decadencia física y mental: sífilis, apoplejía, afasia, muerte, todo entre 1864 y 1867, año de su fallecimiento. En 1864, se había establecido en Bruselas, huyendo de su patria, que tan mal lo había tratado. Trataba de vivir, sin demasiado éxito, dando conferencias de arte (sobre Delacroix, Théophile Gautier, los paraísos artificiales…). De Delacroix dice Baudelaire en su necrología: “…es el más evocador de todos los pintores, sus obras nos devuelven a la memoria sentimientos y pensamientos poéticos que creíamos olvidados para siempre.” En cierta forma, el poeta se veía reflejado en su amigo: “En fin, señor, advirtamos que el hombre superior se halla más obligado que otro cualquiera a velar por su defensa personal. Puede decirse que toda la sociedad le hace la guerra. Hemos podido verificarlo más de una vez. A su educación la llaman frialdad; a su ironía, por mitigada que sea, maldad; a su economía, avaricia. Pero si el desdichado, por desgracia, se muestra imprevisor, lejos de compadecerlo la sociedad dirá: ‘Está bien; su penuria es el castigo que sufre por su prodigalidad’ ” (p. 57). Ambos tenían una idea similar de la sociedad burguesa- y el tiempo el siglo XIX- en que les tocó vivir. Léanse si no estas afirmaciones de Delacroix, en su Diario:

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CHARLES BAUDELAIRE (1821-1867) HABLA DE EUGÈNE

DELACROIX (1798-1863)

En un pequeño libro, Charles Baudelaire: Delacroix. Vida y obra de E. D. (Madrid, Casimiro Libros, 2011, trad. Pablo Palant, diseño de cubierta Rossella Gentile, detalle de la pintura «Huérfanos en el cementerio», 1823, Museo del Louvre, París), el poeta francés habla del pintor y amigo, al que admiró profundamente y al que trató en su niñez y juventud. El libro recoge el magnífico artículo necrológico escrito por el autor de Las flores del mal y publicado en tres entregas en L’Opinion nationale, en París, el 2 de septiembre, el 14 de noviembre y el 22 de noviembre de 1863. Allí dice Baudelaire que Delacroix pertenecía a esa clase de los “solitarios altivos”, como podríamos decir de él mismo, “que no pueden crearse una familia sino por relaciones intelectuales”. Compara la pérdida del pintor a la de otros genios como Chateaubriand, Balzac y Alfred de Vigny. Habla de “gran duelo nacional”, de “eclipse solar, imitación momentánea del fin del mundo” por su fallecimiento. Describe a Delacroix, tristemente

arrebatado al público por una pulmonía, como hombre “frágil y terco”, “nervioso y esforzado, único en la historia del arte europeo, artista enfermizo y friolento, que soñaba sin cesar en cubrir paredes con sus grandes concepciones”. Su divisa en temas económicos era:

“Búsqueda de lo necesario y desprecio por lo superfluo” (p. 59).

Es decir, al artista debía bastarle con ser independiente, pero no tenía que buscar riquezas, honores, halagos. Nada que lo distrajese de lo principal: su tarea creativa. Baudelaire sobrevivió pocos años al maestro francés de la pintura. Fueron sus años de decadencia física y mental: sífilis, apoplejía, afasia, muerte, todo entre 1864 y 1867, año de su fallecimiento. En 1864, se había establecido en Bruselas, huyendo de su patria, que tan mal lo había tratado. Trataba de vivir, sin demasiado éxito, dando conferencias de arte (sobre Delacroix, Théophile Gautier, los paraísos artificiales…). De Delacroix dice Baudelaire en su necrología:

“…es el más evocador de todos los pintores, sus obras nos devuelven a la memoria sentimientos y pensamientos poéticos que creíamos olvidados para siempre.”

En cierta forma, el poeta se veía reflejado en su amigo:

“En fin, señor, advirtamos que el hombre superior se halla más obligado que otro cualquiera a velar por su defensa personal. Puede decirse que toda la sociedad le hace la guerra. Hemos podido verificarlo más de una vez. A su educación la llaman frialdad; a su ironía, por mitigada que sea, maldad; a su economía, avaricia. Pero si el desdichado, por desgracia, se muestra imprevisor, lejos de compadecerlo la sociedad dirá: ‘Está bien; su penuria es el castigo que sufre por su prodigalidad’ ” (p. 57).

Ambos tenían una idea similar de la sociedad –burguesa- y el tiempo –el siglo XIX- en que les tocó vivir. Léanse si no estas afirmaciones de Delacroix, en su Diario:

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“La ausencia general de gusto, la riqueza a la que acceden gradualmente las clases medias, la

autoridad cada vez más imperiosa de una crítica estéril cuya mayor característica es aupar la mediocridad y

desanimar a los verdaderos talentos, la inteligencia inclinada cada vez más hacia las ciencias útiles, las luces

crecientes que asustan las cosas de la imaginación, todas estas causas reunidas condenan fatalmente las

artes a quedar sometidas cada vez más a los caprichos de la moda y a perder cualquier tipo de elevación”

(Eugène Delacroix, Diarios, artículo “Decadencia”, 25 de enero de 1857, poco antes del proceso de Madame

Bovary, de Flaubert y de Las flores del mal, de Baudelaire).

Estas ideas de desprecio hacia los nuevos tiempos democráticos eran bastante frecuentes entre

intelectuales y artistas. También el célebre crítico francés Hippolite Taine mantenía algo parecido sobre la

sociedad decimonónica en que le había tocado vivir:

“una democracia de obreros y campesinos bien administrados, con una burguesía minoritaria que ahorra y se corrompe, y unos funcionarios pasando estrecheces que están esperando el ascenso… El estado tiene un plan: suprimir los grandes destinos, la amplitud de miras, cualquier herencia y cualquier aristocracia, compartirlo todo, producir grandes cantidades de semicultura y de semibienestar, conseguir que de quince a veinte millones de individuos sean pasablemente felices”.

Delacroix y Baudelaire compartían, además, el gusto por el dandismo y el desprecio a la mujer: ella es la inspiración del artista, pero no su amor (reservado al oficio artístico).

“VII. Las mujeres sentimentales y preciosas se extrañarían de saber que Delacroix, a semejanza de Miguel Ángel (recordad el final de sus sonetos: “Escultura, divina Escultura, tú eres mi única amante!”), había hecho de la Pintura su única musa, su única amante, su única y suficiente voluptuosidad. Amó mucho a la mujer, sin duda, en las horas agitadas de su juventud. ¿Quién no ha sacrificado demasiado a ese ídolo temible? ¿Y quién no sabe que son justamente quienes mejor lo sirven los que más se quejan? Pero mucho tiempo antes de morir ya había excluido a la mujer de su vida (…) En esta cuestión, como en muchas otras, la idea oriental lo dominaba vivamente y con despotismo. Consideraba que la mujer era un objeto de arte, delicioso y apto para excitar el espíritu, pero un objeto de arte desobediente y turbador si se le entrega el dintel del corazón, que devora con glotonería el tiempo y las fuerzas”. (pp. 51-53)

En cuanto a la inspiración artística, momentánea y huidiza, Delacroix luchó por apresarla. Realizó excelentes copias de los maestros universales –Rubens, Velázquez…- y fue un gran bocetista, siempre

tomando apuntes a una velocidad de vértigo:

“Le dijo una vez a un amigo mío: "Si no sois lo bastante hábil para hacer el croquis de un hombre que se tira por la ventana durante el tiempo que tarda en caer desde el cuarto piso al suelo, jamás podréis producir obras maestras".

En esta hipérbole enorme encuentro la preocupación de toda su vida, que era, como se sabe, ejecutar con bastante rapidez y certeza para que no se evaporara nada de la intensidad de la acción o de la idea.” (p. 46)

Solo vivía –sobre todo, en sus últimos años- para el trabajo, “que ya no era solamente una pasión y hubiera podido llamarse un furor”. Baudelaire dice que vivió el pintor en su “torre de marfil”, su turris eburnea, como ningún otro artista, realizando verdaderas “orgías de trabajo”. Delacroix hizo suya la máxima latina del “Odi profanum vulgus” (aristocratismo, elitismo de artista) y las del filósofo trascendentalista americano Emerson:

Delacroix retratado por Félix Nadar

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“The one prudence in life is concentration; the one evil is dissipation”(“Lo prudente en la vida es la concentración; lo diabólico, la dispersión”) (p. 42) y “The hero is he who in immovabily centred” (“El héroe es quien se halla inmutablemente concentrado”) (p. 30).

Delacroix, según Baudelaire, amaba a los escritores concisos y de prosa densa, como Montesquieu o nuestro Gracián, apreciaba las sentencias duras, firmes y cortas. El pintor, como él mismo, despreciaba el arte “realista”, pues para él la línea y el color hacían soñar, provocaban placer de naturaleza distinta al tema del cuadro. Las composiciones de Delacroix, como las del poeta, destilaban voluptuosidad, placeres

prohibidos, pulsiones primitivas; eran sombrías, pero deliciosas; excitaciones de la naturaleza; tenían un colorismo sobrenatural. Baudelaire traslada el malditismo que le acompañó en vida a su biografiado y también sus teorías de la sinestesia (los efectos asociativos del arte) y de la armonía (la proporción entre distintos elementos de la obra artística):

“Un buen cuadro, fiel e igual al sueño que lo ha engendrado, debe producirse como un mundo. Así como la creación, tal cual la vemos, es el resultado de muchas creaciones que se completan unas con otras, un cuadro realizado de modo armónico consiste en una serie de cuadros superpuestos y cada nueva capa da más realidad al sueño y lo hace ascender gradualmente hacia la perfección” (p. 19).

“todo el universo visible no es más que un comercio de imágenes y de signos a los que la imaginación dará un lugar y un valor relativos; es una especie de alimento que la imaginación debe digerir y transformar. Todas las facultades del alma humana deben subordinarse a la imaginación, que las requiere a todas a la vez. Así como conocer bien el diccionario no implica necesariamente el conocimiento del arte de la composición, y que el mismo arte de la composición no implica la imaginación universal, un buen pintor puede no ser un gran pintor, pero un gran pintor es por fuerza un buen pintor, porque la imaginación universal encierra la inteligencia de todos los medios y el deseo de adquirirlos (…) la inmensa clase de los artistas, es decir, de los hombres que se han consagrado a la expresión de lo bello, puede dividirse en dos campos muy distintos. El que se llama a sí mismo realista, palabra de doble significado y cuyo sentido aún no se ha determinado muy bien, que llamaremos positivista por nuestra parte, para poder caracterizar mejor su error, dice: “Quiero representar las cosas como son o como serían, suponiendo que ya no existan”. El universo sin el hombre. Y el imaginativo, que dice: “Quiero iluminar las cosas con mi espíritu y proyectar su reflejo sobre los otros espíritus”. Aunque estos métodos, absolutamente contrarios, puedan agrandar o disminuir todos los demás, desde la escena religiosa hasta el paisaje más modesto, el hombre de imaginación ha debido producirse, por lo general, en la pintura religiosa y en la fantasía, en tanto que la pintura llamada de género y el paisaje debían ofrecer en apariencia vastos recursos a los espíritus perezosos y difícilmente excitables…” (pp. 20-23). “La naturaleza exterior no provee al artista sino una ocasión de cultivar ese germen que se renueva sin cesar; no es otra cosa que un cúmulo incoherente de materiales que el artista queda invitado a asociar y poner en orden, un incitamentum, un despertar para las facultades sonnolientas. (pp. 25-27) “Una figura bien dibujada os produce un placer completamente extraño al tema. Voluptuosa o terrible, esa figura sólo debe su encanto al arabesco que recorta en el espacio. Los miembros de un mártir a quien desuellan, el cuerpo de una ninfa desmayada, provocan una especie de placer en el que el tema no tiene nada que ver, siempre que hayan sido dibujados sabiamente” (p. 28).

El artículo comienza así:

«Señor: Quisiera rendir homenaje una vez más, una última vez, al genio de Eugene Delacroix, y os ruego acoger en vuestro diario estas pocas páginas en las que procuraré encerrar tan brevemente como sea

La Libertad guiando al pueblo, de Delacroix

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posible, la historia de su talento, y la razón de su superioridad, que en mi opinión todavía no han sido reconocidos suficientemente, y también algunas anécdotas y observaciones sobre su vida y carácter».

Y sigue en términos muy elogiosos para el pintor y amigo: “Creo, señor, que lo importante es buscar la cualidad característica del genio de Delacroix e intentar definirla; buscar en qué difiere de sus predecesores más ilustres, a todos los cuales iguala; y mostrar, en fin, en la medida que lo consienta la palabra escrita, el arte mágico gracias al cual pudo traducir la palabra en imágenes plásticas más vivas y apropiadas que las de ningún otro creador de su misma profesión: buscar, en una palabra, qué especialidad encomendó la Providencia a Eugéne Delacroix en el desarrollo histórico de la Pintura. I. ¿Qué es Delacroix? ¿Cuáles fueron su papel y su deber en este mundo? Este es el primer problema que corresponde estudiar. Seré breve y aspiro a lograr conclusiones inmediatas. Flandes tiene a Rubens, Italia a Rafael y el Veronés, Francia a Lebrun, David y Delacroix. A un espíritu superficial podrá sorprenderle, al comienzo, el agrupamiento de estos nombres, que representan cualidades y métodos tan

distintos. Pero un ojo espiritual y más atento advertirá de inmediato que entre todos ellos hay un parentesco común, una especie de fraternidad o parentela que derivan de su amor hacia lo grande, lo nacional, lo inmenso y lo universal, amor que se ha expresado siempre en la pintura llamada decorativa o en las obras de primer orden. Es indudable que muchos otros han realizado obras de esta clase, pero los pintores que he nombrado las hicieron del modo más apropiado para dejar una huella eterna en la memoria humana. ¿Quién es el más grande de estos hombres tan distintos? Cada cual puede decirlo a su antojo, según su temperamento lo impulse a preferir la abundancia prolífica, brillante, casi jovial, de Rubens; la dulce majestad y el orden eurítmico de Rafael; el color paradisíaco y como de atardecer del Veronés; la severidad austera y dilatada de David, o la facundia dramática y casi literaria de Lebrun. Ninguno de estos hombres puede ser reemplazado; cada uno de ellos encaró un fin parecido y empleó medios diversos que nacían de su naturaleza personal. Delacroix, el último en llegar, expresó con una vehemencia y fervor admirables lo que los otros no habían traducido sino de manera incompleta. ¿Quizá en detrimento de otras cosas, como ellos mismos lo habían hecho, por lo demás? Es posible, pero este no es el problema. Muchos otros más que yo se han tomado el cuidado de insistir sobre las consecuencias fatales de un genio esencialmente personal; y después de todo sería muy posible que las expresiones más bellas del genio, fuera del cielo puro, es decir, en esta pobre tierra en donde la misma perfección es imperfecta, no pudieran obtenerse sino al precio de un sacrificio inevitable. Pero ya os preguntaréis, señor, cuál es esa cosa misteriosa que Delacroix tradujo mejor que nadie para gloria de nuestro siglo. Es lo indivisible, lo impalpable; el sueño, los nervios, el alma; y lo ha hecho -observadlo bien, señor- sin otros medios que el contorno y el color; lo ha hecho mejor que nadie, con la perfección de un pintor consumado, el rigor de un literato sutil y la elocuencia de un músico apasionado. Por otra parte, el que las artes aspiren, sino a reemplazarse una a otra, sí a prestarse recíprocamente fuerzas nuevas, constituye uno de los diagnósticos del estado espiritual de nuestro siglo. Delacroix es el más sugestivo de todos los pintores, aquel cuyas obras, aun las secundarias y las inferiores, hacen pensar con más intensidad y recuerdan la mayoría de los sentimientos y pensamientos poéticos ya conocidos pero que se creían perdidos para siempre en la noche del pasado. Veo a veces la obra de Delacroix como una especie de mnemotecnia de la grandeza y la pasión naturales del hombre universal. Este mérito particular y totalmente nuevo de Delacroix, que le permitió expresar sencillamente, con el contorno, el gesto del hombre, por violento que sea, y con el color, lo que podríamos llamar la atmósfera del drama humano o el estado de alma del creador, congregó siempre alrededor de él las simpatías de todos los poetas; y si cabría deducir una verificación filosófica de una manifestación puramente material, os rogaría, señor, observarais que entre la multitud que acudió a rendirle los honores supremos había muchos más escritores que pintores. Para decir la verdad desnuda, estos últimos nunca lo comprendieron del todo. II.

Grecia expirando sobre las ruinas de

Missolonghi, de Delacroix. Dedicado a

Lord Byron

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Y después de todo, ¿qué tiene esto de sorprendente? ¿Acaso no sabemos que ya ha pasado el tiempo de los Miguel Ángel, los Rafael, los Leonardo y aun los Reynolds, y que el nivel intelectual medio de los artistas ha descendido de modo singular? Sería injusto, sin duda, buscar filósofos, poetas y sabios entre los artistas actuales; pero sería legítimo exigir que se interesaran un poco más por la religión, la poesía y la ciencia. ¿Qué saben fuera de sus talleres? ¿Qué aman? ¿Qué expresan? Pero Eugène Delacroix era al mismo tiempo que un pintor apasionado por su oficio un hombre de educación general, al contrario de otros artistas modernos que en su mayoría no son sino ilustres u oscuros aprendices de pintor, tristes especialistas, viejos o jóvenes; obreros que saben fabricar figuras académicas, frutas o bestias. Eugéne Delacroix amaba todo, sabía pintar todo y sabía gustar todos los géneros del talento. Era el espíritu más

abierto a todas las nociones e impresiones y su gozador más ecléctico e imparcial. Va de suyo que era un gran lector. La lectura de los poetas le dejaba imágenes grandiosas y definidas rápidamente, cuadros hechos, por decirlo así. Por distinto que sea a su maestro Guérin en cuanto al método y al color, heredó de la gran escuela republicana e imperial el amor hacia los poetas y no sé qué espíritu endiablado de rivalidad con la palabra escrita. David, Guérin y Girodet se inflamaban espiritualmente al contacto de Hornero, Virgilio, Racine y Ossian. Delacroix fue el traductor emocionante de Shakespeare, Dante, Byron y Ariosto. Parecido importante y diferencia ligera. Pero os ruego entremos un poco antes en lo que podríamos llamar la enseñanza del maestro, enseñanza que para mí no resulta sólo de la contemplación sucesiva de todas sus obras y simultánea de algunas, como podéis haberla gozado en la Exposición Universal de 1855, sino también de muchas conversaciones que mantuve con él. III. Delacroix estaba enamorado apasionadamente de la pasión y determinado fríamente a buscar los modos de expresarla de la manera más visible. Digamos al pasar que encontramos en ese doble carácter los dos signos que señalan a los genios más sólidos, genios extremos que no han sido hechos para agradar a las almas timoratas y fáciles de satisfacer, que encuentran alimento suficiente en las obras cobardes, blandas e imperfectas. Una pasión inmensa y una voluntad formidable: tal era el hombre. Decía sin cesar: "Puesto que considero que la impresión que la naturaleza transmite al artista es la cosa más importante que hay que traducir, ¿no es necesario que éste posea cuanto antes los medios de traducción más rápidos?". Es evidente que para él la imaginación era el don más precioso y la facultad más importante, pero que esa facultad era impotente y estéril si no tenía a su servicio una habilidad rápida que pudiera seguir a la gran facultad despótica en sus caprichos impacientes. Es cierto que no necesitaba activar el fuego de su imaginación, siempre incandescente, pero le parecía que el día era demasiado corto para estudiar los medios de expresión. A esta preocupación incesante hay que atribuir sus búsquedas perpetuas relativas al color y la calidad de los colores, su curiosidad por la química y sus conversaciones con los fabricantes de colores. En esto se parece a Leonardo de Vinci, a quien invadieron las mismas obsesiones. A pesar de su admiración por los fenómenos ardientes de la vida, nunca podrá confundirse a Delacroix con esa turba de artistas y literatos vulgares, cuya inteligencia miope se resguarda detrás de la palabra vaga y oscura que es realismo. Creo que la primera vez que vi a Delacroix, en 1845 (qué rápidos y voraces pasan los años), hablamos mucho de lugares comunes, es decir, de las cosas más amplias y sin embargo más sencillas: de la naturaleza, por ejemplo. Y aquí os pido permiso para citarme a mí mismo, porque una paráfrasis no valdría lo que las palabras que escribí en otro tiempo, casi bajo el dictado del maestro

1:

"La naturaleza no es sino un diccionario" -repetía con frecuencia. Para comprender con justeza el sentido de esta frase hay que imaginarse los usos ordinarios y numerosos del diccionario. En él se buscan el

1 Aquí, Baudelaire reproduce casi literalmente algunas páginas sobre "La Imaginación" que figuran en su capítulo de El Salón de

1859: "El gobierno de la imaginación".

La barca de Dante: Dante y Virigilio en los infiernos, de

Delacroix

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sentido de las palabras, la generación de las palabras y la etimología de las palabras; en fin, todos los elementos que componen una frase o un relato; pero nadie ha considerado nunca al diccionario como una composición, en el sentido poético del vocablo. Los pintores que obedecen a la imaginación buscan en su diccionario los elementos que se acomoden a su composición, y al ajustados con cierto arte les dan una fisonomía totalmente nueva. Los que carecen de imaginación, copian el diccionario. Resulta de ello un gran vicio: la trivialidad, que caracteriza de modo más particular a aquellos pintores a quienes su especialidad acerca más a la naturaleza llamada inanimada: los paisajistas, por ejemplo, que consideran generalmente como un triunfo no mostrar su personalidad. A fuerza de contemplar y copiar, se olvidan de sentir y pensar. Para este gran pintor, todas las partes del arte, cada una

de las cuales es considerada principal por este o aquel pintor, no eran, no son, quiero decir, sino las sirvientas muy humildes de una facultad única y superior. Si hace falta una ejecución muy clara es para que el sueño se traduzca con claridad; si muy rápida, para que no se pierda nada de la impresión extraordinaria que acompañó a la concepción. Se concibe sin esfuerzo que la atención del artista llegue a fijarse sobre la propiedad material de los útiles, ya que han de tomarse todas las precauciones para que la ejecución resulte ágil y decisiva. De paso, digo que jamás vi una paleta tan minuciosa y delicadamente preparada como la de Delacroix, que se parecía a un ramo de flores dispuestas sabiamente. En semejante método, que es de esencia lógica, todos los personajes, su disposición relativa, el paisaje o interior que les sirve de fondo o de horizonte, y sus ropas, deben servir para ilustrar la idea general y llevar su color original, su librea, por así decirlo. Así como se coloca un sueño en una atmósfera de color que le es particular, del mismo modo una concepción que se transforma en composición necesita moverse en un medio de color que le sea propio. Hay, evidentemente, un tono particular en una parte cualquiera del cuadro, que se convierte en llave y gobierna a los otros. Todo el mundo sabe que el amarillo, el anaranjado y el rojo inspiran y representan ideas de alegría, riqueza, gloria y amor; pero hay millares de atmósferas amarillas o rojas, y todos los colores serán afectados lógicamente en una cantidad proporcional por la atmósfera dominante. El arte del colorista se vincula de cierto modo, evidente, a las matemáticas y la música. Sin embargo, esas operaciones, que son las más delicadas, se realizan por medio de un sentimiento al que un largo ejercicio ha dado una seguridad incalificable. Se ve que esta gran ley de la armonía general condena muchos espejismos y crudezas, aun entre los pintores más ilustres. Hay cuadros de Rubens que no sólo hacen pensar en un fuego de artificio coloreado, sino también en muchos fuegos de artificio arrojados en el mismo lugar. Va de suyo que cuanto más grande es un cuadro más amplios deben ser los toques, pero es bueno que no se combinen materialmente, sino de modo natural a la distancia que consienta la ley de atracción que los asocia. El color logra así más energía y frescura.

En su semblanza se ocupa Baudelaire de señalar el carácter y la personalidad del artista. Habla de su “civilización refinada”, de su gusto por la conversación (sazonada de “sal byroniana”) y los buenos modales, de su dandismo y su admiración por el corte inglés en el calzado y los trajes, de su educación y cordialidad para todos los puntos de vista, incluso los más impertinentes. Parecía un gentleman, era un hombre muy ilustrado. Pero también señala Baudelaire que el pintor se estremecía con impaciencia

“cuando toda su alma estaba fija tras de una idea o quería apoderarse de un sueño” “En él todo era energía, pero energía que derivaba de los nervios y de la voluntad, porque físicamente era frágil y delicado. (…) El mismo carácter físico de su fisonomía, su tez de peruano o malayo, sus grandes ojos negros disminuidos por los parpadeos provocados por la atención que parecían rechazar la luz, su pelo abundante y lustroso, su frente obstinada y sus labios apretados a los que una tensión perpetua de voluntad comunicaba una expresión cruel, sugerían la idea de un origen exótico. Más de una vez me sucedió, al mirarlo, soñar con los antiguos soberanos de México, con ese Moctezuma cuya mano hábil para los sacrificios podía inmolar en un solo día tres mil criaturas humanas sobre el altar piramidal del Sol, o bien

Mujeres de Argel, de Delacroix (1834)

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en alguno de esos príncipes hindúes que en medio de los esplendores de las fiestas más gloriosas tienen en el fondo de sus ojos una especie de avidez insatisfecha y una nostalgia inexplicable, algo así como el recuerdo y la pena de cosas no conocidas.” (pp. 39-40) “Eugène Delacroix tenía mucho de salvaje; esta era la parte más preciosa de su alma, la parte dedicada por entero a la pintura de sus sueños y al culto de su arte. Tenía mucho de hombre de mundo; esta parte estaba destinada a cubrir la primera y hacerl perdonar. Creo que una de las grandes preocupaciones de su vida fue disimular las cóleras de su corazón y no tener el aire de un hombre de genio. Su espíritu de dominación, perfectamente legítimo, fatal por otra parte, había desaparecido casi del todo bajo mil genitlezas. Se hubiera dicho el cráter de un volcán ocultado artísticamente por ramos de flores” (pp. 36-37).

Baudelaire llama la atención sobre un hecho importante: considera que los escritores le comprendieron mejor que los pintores, y

fueron los que mayoritariamente acudieron a sus exequias. Pero lo que dice del resto de pintores también lo extiende a las personas en general:

«Cabe recordar aquí que los grandes maestros, poetas o pintores, Hugo o Delacroix, se anticipan siempre en muchos años a sus tímidos admiradores. Con respecto al genio, el público es un reloj que atrasa» (p. 24).

Estas palabras que Baudelaire dedicó a su admirado amigo podría aplicárselas a sí mismo. Delacroix fue, como él, un genio incomprendido; un crítico consciente de su arte, capaz de escribir, como su amigo poeta, interesantes ensayos sobre artistas y teoría pictórica; un pintor de una obra “molochista” (=destructora, satánica) en donde abundan

«la desolación, matanzas e incendios; todo atestigua la barbarie eterna e incorregible del hombre. Las ciudades incendiadas y humeantes; las víctimas degolladas; las mujeres violadas y los mismos niños arrojados bajo las patas de los caballos o el puñal de las madres delirantes, componen una obra que se parece, en mi opinión, a un himno terrible compuesto en honor de la fatalidad y el dolor irremediables».

Baudelaire destaca la precisión del contorno, la captación con agilidad y presteza de la idea, los colores capaces de atraer la atención sobre algún punto concreto, pero sin desmerecer el conjunto. Viendo los dibujos de los cuadros que acompañan a modo de ejemplo el texto en el libro, lo que más fácilmente se capta es el movimiento que hay en las figuras, en las telas, en los seres. Nada parece estar nunca quieto.

“Antes de su fallecimiento ya había en Francia 77 obras monumentales en diferentes edificios. Yo he visto en el Louvre de París sus obras. Y si alguien me preguntase qué obras recuerdo de aquel Museo, sin duda, las de Delacroix aparecen entre las primeras por su monumentalidad, impacto y fuerza dramática.”

Baudelaire hace un retrato magnífico de su amigo y maestro, de una persona en varios aspectos similar a él mismo, con el que coincidía en el papel y el sentido del arte como provocación, ruptura, novedad; en la consideración del artista como un aristócrata separado del pueblo…

“V. Eugène Delacroix era una mezcla curiosa de escepticismo, cultura, dandysmo, voluntad ardiente, astucia, despotismo, y, en fin, una especie de bondad particular y de ternura moderada que acompañan siempre al genio. Su padre pertenecía a esa raza de hombres fuertes que se extinguió en nuestra infancia; unos eran fervientes apóstoles de Jean Jacques y otros discípulos determinados de Voltaire; todos colaboraron con la misma obstinación en la Revolución francesa, y sus sobrevivientes, jacobinos o franciscanos adhirieron con perfecta buena fe (importa señalarlo) a las intenciones de Bonaparte. Eugéne Delacroix conservó siempre las huellas de ese origen revolucionario. Puede decirse de él, como de Stendhal, que tenía un gran temor de ser cándido. Escéptico y aristocrático, no conocía la pasión y

Charles Baudelaire

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lo sobrenatural sino por su frecuentación forzosa del sueño. Era enemigo de las multitudes, a las que no consideraba sino como destructoras de imágenes, y las violencias que se cometieron en 1848 contra algunas de sus obras no eran las más aptas para convertirlo al sentimentalismo político de nuestros tiempos.” (pp. 34-35). “¿Quién de los genios clarividentes no comprende que el primer cuadro del maestro contenía en germen a todos los otros? Pero es inevitable, fatal y loable que perfeccione sus dote naturales sin cesar, que las aguce con cuidado, que obtenga nuevos efectos y que él mismo impulse su propia naturaleza hasta el extremo. El signo principal del genio de Delacroix lo constituye el no conocer la decadencia; sólo muestra progreso.” (p. 24)

Bibliografía

Pilar Alberdi, http://pilaralberdi.blogspot.com.es/2012/03/delacroix-por-charles-baudelaire.html.

Charles Baudelaire, Delacroix. Vida y obra de E. D., Madrid, Casimiro Libros, 2011, trad. Pablo Palant, diseño de cubierta Rossella Gentile.

Resumen. Ideas principales sobre el Arte y los artistas

Elitismo del artista, aristocratismo del “solitario altivo” (él mismo o su amigo Delacroix), ser superior.

Al artista, ser superior, todo el mundo lo ataca. La sociedad entera está contra él (ver “El albatros”).

Dandismo exterior que refleja la superioridad del artista y su libertad.

No materialismo, desprecio del dinero por el dinero, si bien el artista debe tener “lo necesario” para garantizar su independencia.

La mujer debe ser la inspiración del artista, pero este no debe esclavizarse a ella. Su único amor verdadero es el Arte. Trabajo, “torre de marfil”.

El arte tiene que ver con la voluptuosidad, los placeres prohibidos, la trasgresión y el escándalo. Asociaciones libres (sinestesia), armonía compositiva. Malditismo del artista. Molochismo. Satanismo.

Negación del arte realista y del arte con finalidad didáctica o moralizante; aprecio de la imaginación, libertad absoluta de crear, apuesta por un arte “sobrenaturalista” o “super-naturalista”, que no imita o reproduce la realidad, sino que la inventa o crea.