violencia delicuencial

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LA NUEVA VIOLENCIA DELINCUENCIAL “Mira: a partir de los catorce años, chama, empecé a tener problemas. Me empecé a meté en problemas. Este… empecé a dale tiro a la gente, chama. ¡Paj! ¡Paj! ¡Paj!” L a expresión es impresionante: ¡Paj, paj, paj!”. La repetirá. Pare- ce revivir la acción y revivirla con deleite, con entusiasmo. La voz se escu- cha en la grabación no sólo con gusto sino con orgullo. Se regodea en el recuerdo. Esta vivencia de autosuficiencia se impo- ne sobre la prudencia que la situación le aconseja, puesto que está detenido. Y ello de una vez, al principio de la narración. No hay en esto inhibiciones. La violencia desatada y gozada parece pertenecerle como estructura constituyente de toda alejandro moreno

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Page 1: Violencia Delicuencial

L A N U E V A

VIOLENCIA

D E L I N C U E N C I A L

“Mira:a partir de los catorce años, chama,

empecé a tener problemas.Me empecé a meté en problemas.

Este… empecé a dale tiro a la gente, chama.¡Paj! ¡Paj! ¡Paj!”

L a expresión es impresionante:

“¡Paj, paj, paj!”. La repetirá. Pare-

ce revivir la acción y revivirla con

deleite, con entusiasmo. La voz se escu-

cha en la grabación no sólo con gusto sino

con orgullo. Se regodea en el recuerdo.

Esta vivencia de autosuficiencia se impo-

ne sobre la prudencia que la situación le

aconseja, puesto que está detenido. Y ello

de una vez, al principio de la narración.

No hay en esto inhibiciones. La violencia

desatada y gozada parece pertenecerle

como estructura constituyente de toda

alejandro moreno

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su persona. Mata a “la gente”, a cualquiera, porque le

dijo una palabra, le insultó, le miró mal. Mata por ma-

tar, no por la palabra, la mirada o la cachetada. La des-

proporción entre el estímulo y la respuesta es tan gran-

de que no puede ser entendida ésta como dirigida a cas-

tigar, a reparar la ofensa o incluso a vengarla. Casos se-

mejantes siempre debe haberlos habido, pero ya se

están convirtiendo en lo “normal”, la “normalidad” de

los delincuentes del momento, de la actualidad. No es

solamente la edad, es también el arma de que dispo-

nen fácilmente, la negación prepotente a todo acuer-

do social, a toda norma.

“Después me compré una pistola, un tres ocho; a

partir de ahí, me dieron una cachetá y le di cuatro tiros

al chamo; a raíz de eso, empecé a cometer bastantes

homicidios”.

Este texto reproduce la intervención del autor en el foro “Juven-

tud: conflicto, presencia y creatividad” promovido y organiza-

do por la Fundación ConcienciActiva y en su mayor parte no es

sino la exposición adaptada a dicho foro de las conclusiones

del proyecto de investigación sobre “Violencia Delincuencial”

que el lector encontrará por extenso en la obra Y salimos a

matar gente (2006) publicada por la Universidad del Zulia.

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Lo hemos llamado Héctor para encubrir su nom-

bre verdadero y preservar su identidad. Nos confirma

lo ya conocido por otras vías, lo fácil que es conseguir

un arma mortal. Esta facilidad es componente funda-

mental de la nueva forma de violencia, de la violencia

de los más jóvenes. Un adolescente, descontrolado,

con una arma, es una máquina de matar.

Héctor no ha cumplido todavía los 18 años. Está

en un centro de reclusión del INAM cuando se elabora

su historia-de-vida.

Nos habla de su uso con una frialdad impresio-

nante, con auténtica anafectividad. Su lenguaje nos ha-

bla de que nada le importa. Ahora le mete cuatro tiros

al que le dio una cachetada pero “no masca” para me-

terle ocho o diez tiros en la cara a cualquier otro. Los

tiros son algo aceptado en su vida con total normalidad,

sin ningún tipo de emoción. Entre la acción del otro y

su reacción parece, de su expresión, que no hubiera la

mediación ni de la afectividad ni del pensamiento re-

flexivo, ni de la palabra. Ni siquiera odia, está más allá

del amor y del odio, fuera de todo eso, en otra cosa que no

sabemos qué es. El exceso de la reacción no va encamina-

do a una defensa o a un simple desquite, sino a la des-

trucción total de quien de alguna manera se le enfrenta.

Cuando cumple los quince años ya tenía, como él

dice, seis homicidios.

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“Y empecé a... con otra mentalidá. Ya yo no que-

ría, o sea, ya yo no quería estar en broma de botellazos

sino que ya yo quería comprame una pistola porque...

O sea, ya los problemas poco a poco como que se iban

agrandando ¿ve? Y este... empecé a..., empecé a darle

tiros a los... a la gente”.

“ A ese chamo le di cuatro tiros y me tuve que ir

pirao. Entonces, ya los chamos ya no veían que yo tenía

la misma mentalidad de antes, sino que ya... ya era

como... como otra mente.”

“Tuve varios homicidios. Mi primer homicidio

fue... buscando un chamo en una fiesta que yo estaba,

que me habían dicho que... que él estaba en esa fiesta y

entonces... nos metimos a buscarlo yo y un chamo que

era... que era como la costilla mía en ese tiempo (…) El

hombre estaba de espalda, le tocamos la espalda, él se

volteó y le dijimos que... “¿viste como te pescamos?” Y le

dimos dieciséis tiros. Con esa nos fuimos y a raíz de ahí,

bueno...”

“El veintisiete de diciembre tuve otro, estábanos...

varios muchachos en un sector que se llamaba... de la

Vega, que es la capilla, este... ellos me habían dicho que

si yo tenía problema con un fulano, entonces yo le dije

que sí, me dijo que estaba al frente, traqué la pistola, fui

hacia él y... este... le dije unas palabras y le di nueve ti-

ros en la cara.”

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“Después, bueno, el cuarto homicidio fue un cha-

mo, este... Un chamo que era de Los Teques, era de Los

Teques (…) no era problema de nosotros, pero entonces

el hombre... tenía una actitud que no... que no concor-

daba mucho... A uno que se la pasaba conmigo, le dio

un tiro (…) Bajé, entonces le di un poco de tiros en la

cabeza y a raíz de ahí, bueno, seguí, seguí teniendo ho-

micidios, chama.”

“Después estuve preso. Cuando me caí, cuando te-

nía... tenía quince añitos me caí... con el chamo, con el

chamo que siempre le he contao, me caí con una ametra-

lladora. Este... me caí con seis homicidios, él se cayó con

quince homicidios, a él lo mandaron para el Rodeo, a mí

me mandaron para acá (INAM), duré una semana aquí,

me fugué… Cuando me fugo... sigo en lo mismo, el chamo

sale, seguimos en lo mismo, seguimos matando gente.”

El chamo de los quince homicidios salió a los tres

meses.

“A raíz de esos chamos que me... que me envían

droga tuvo un problema conmigo, lo mato. Lo maté,

bueno, lo maté, le di seis tiros en la cara, con un 3-5-7.”

Héctor es modelo de otros muchos. Forma parte

de una investigación muy amplia que está en proceso

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de publicación por la Universidad del Zulia. Ya estamos

dándole los últimos toques. Es una investigación cen-

trada en el delincuente violento. El resultado central

nos ha llevado a concluir que la manera de ser del de-

lincuente violento constituye toda una forma-de-vida.

¿Qué decimos con la expresión forma-de-vida?

Ante todo, no se trata de una idea previa teórica

o de una categoría de la que hayamos partido, sino de

un constructo a posteriori producido por el mismo es-

tudio como instrumento explicativo necesario para

conceptualizar lo que del análisis de las historias-de-

vida se deduce.

Si estas vidas se las ve desde dentro de ellas mis-

mas y de los propios actores, si penetramos en el inte-

rior de su manera de ubicarse éstos como vivientes y

nos detenemos a considerar las reglas de producción

de su vivir cotidiano, hallamos un principio de organi-

zación en unidad de sentido de sus múltiples acciones,

experiencias y conductas. Un sentido que dota a unas

y otras de una racionalidad interior, de una ilación ló-

gica de su todo vital, de una estructura no contradicto-

ria de su estar en el mundo, de un sistema de significa-

dos que conforman una manera específica de vivir. A

esta integración en unidad la llamamos forma-de-vida.

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La forma-de-vida, por tanto, constituye una tota-

lidad práxica, vivencial, conceptual, incluso semánti-

ca en cuanto que es una manera de dar significado al

mundo que viven los sujetos, un modo de existencia,

un estilo vital, un sistema concreto de condiciones de

vida, una forma de interactuar en la sociedad, una ma-

nera de hacer, una actualidad y posibilidad de ser, el

discurrir de un proceso en el tiempo. No es un acciden-

te en una vida sino una estructura que forma totalmen-

te una vida.

Hemos encontrado, pues, que la violencia delin-

cuencial no es un conjunto inarmónico ni una suce-

sión inconexa de conductas y acciones, sino toda una

forma-de-vida que se desarrolla y se despliega en el

tiempo como historia, como la historia-de-vida de los

delincuentes violentos.

Antiguos, medios y nuevos

El tema de esta presentación, “La Nueva Violen-

cia Delincuencial”, hay que ubicarlo, porque así se nos

ha presentado en nuestro trabajo, en la evolución del

delito criminal a lo largo de los últimos cincuenta años

del siglo XX y los que llevamos de éste.

En los barrios se suele hablar del “malandro vie-

jo” como distinto del “malandro nuevo”. Esto corres-

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ponde, según nuestras historias-de-vida, a la experien-

cia de las comunidades populares en su bregar con los

malandros.

En nuestro estudio, podemos distinguir tres mo-

mentos en la evolución de la violencia delincuencial de

cada uno de los cuales tenemos representantes:

- forma antigua; personificada en José

- forma media; personificada en Alfredo

- forma nueva o actual; personificada en Héctor.

Entre la “forma antigua” y la “forma nueva” las di-

ferencias son muy claras y se pueden identificar. En la

“forma media” los límites son más difusos: quedan res-

tos de la antigua y signos de la nueva que se mezclan.

Veamos esto concretado en algunos aspectos:

El asesinato

En la “forma antigua” el asesinato no es presen-

tado como una hazaña, una acción valiosa y propia de

quien es valiente o frío o despiadado y que con eso se

afirma. El significado verdadero, el que aparece al aná-

lisis de la narración y de la postura a lo largo de toda

la historia, es en realidad ése, pero no se presenta en

el discurso narrativo como tal, como una gloria del

actor. Se lo narra como una “necesidad” producida por

las circunstancias, como algo inevitable si el ejecutor

quería salvarse de lo peor, como la necesaria elimina-

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ción de un serio peligro. El énfasis hazañoso está no

en el asesinato mismo sino en la “manera” de ejecu-

tarlo, esto es, en la habilidad con la que se hace, en la

inteligencia con la que se planifica, en la astucia con

la que se es capaz de descubrir los puntos débiles del

otro, en la firmeza de la decisión en el momento pre-

ciso, etc.

En la “forma media” no es ciertamente un acto

glorioso pero tampoco es encubierto como producto

de lo inevitable. Se confiesa sin ningún pudor la volun-

tad de hacerlo y se narra con indiferencia, sin lamen-

tarlo ni sentirse culpable. Ante el asesinato se descu-

bre una actitud más bien de ligereza e indiferencia.

En la “forma nueva”, el asesinato es una hazaña

gloriosa por el asesinato mismo. El énfasis está en la

capacidad de asesinar y asesinar mucho. El número de

asesinatos con relación al tiempo es muy importante.

Cuantos más muertos tenga encima y más joven sea el

sujeto, más digno de admiración y más valioso es. Eso

equipara a los más jóvenes con los más “cartelúos” e,

incluso, puede ponerlos por encima. Para los “nuevos”

el asesinato es un logro y de él se glorían. La violencia

asesina es en éstos descarada, totalmente fría, inmo-

tivada o con motivaciones absolutamente banales, casi

mecánica, producto de un dispositivo que actúa auto-

máticamente.

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En Héctor, la muerte del otro es una decisión sim-

ple. No necesita explicación, justificación, razones; se

ejecuta y ya está. Es ejercicio puro de poder sobre la vida

y la muerte. Mata “gente”, como dice, por matar gente.

El robo, el atraco y la sangre

En la “forma antigua” estaban delimitados los

campos de acción de modo que ninguno se sobrepo-

nía a otro ni se confundía con él. El ámbito del robo y

el del atraco no eran los ámbitos del asesinato o de la

herida grave.

En la “forma nueva” el robo, el atraco y el asesi-

nato se sobreponen o van juntos: te robo y te mato o,

si tienes suerte, te hiero, por ejemplo, en los pies.

Un cambio radical y temible para todos. La vio-

lencia se ha vuelto más sangrienta, más agresiva, más

implacable. Los “nuevos” no tienen ya ningún control,

ningún límite, ninguna emoción.

Las relaciones con la comunidad

El delincuente “antiguo” cuidaba mucho las apa-

riencias en el seno de su comunidad, aunque todos

sabían su condición.

El “medio” sólo las cuida entre sus compinches,

colegas o los miembros de su grupo, en el que un ase-

sinato no significa gran cosa.

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El “nuevo” no las cuida en absoluto porque no le

importa la comunidad y cada asesinato es un blasón en

el grupo.

El control social

Todo esto depende mucho del control social. No

estamos hablando del control policial o gubernamen-

tal, sino del control de la sociedad y la comunidad. Este

control no sólo ha disminuido a lo largo del tiempo,

desde los años cincuenta hasta hoy, sino que en la ac-

tualidad o ha desaparecido o se ha vuelto completa-

mente ineficaz y deleznable.

Los “antiguos” estaban sometidos a un control

social bastante fuerte y eficaz. Por control social enten-

demos ahora la opinión de la gente, la manera de tra-

tar de la gente, las condiciones no expresadas pero

presentes en las prácticas relacionales para no delatar,

no negar el trato…, etc.

La comunidad sabía que tal sujeto era un delin-

cuente y conocía todas sus fechorías, pero, si cumplía

ciertas condiciones, si, por ejemplo, no se gloriaba de

sus delitos, no los ejecutaba en la comunidad, no es-

candalizaba a los niños, si protegía a la comunidad

contra delincuentes externos, etc., o sea, si observaba

ciertas normas y salvaba ciertas apariencias, lo acep-

taba e incluso lo protegía. Si no cumplía las reglas, si

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no estaba bien con la comunidad, ésta poseía mecanis-

mos para castigarlo eficazmente, ya fuera mediante la

policía, ya fuera mediante los mismos vecinos. Por otra

parte, persistían en ellos restos de una larga y tradicio-

nal cultura del respeto a los propios vecinos.

Por distintos motivos tales como el aumento nu-

mérico de los delincuentes en una comunidad, las nue-

vas armas mucho más difundidas y mucho más dañinas,

la juventud del delincuente actual irreflexivo e instinti-

vo, la total pérdida de todo rastro de respeto humano,

la absoluta inutilidad de todas las policías para contro-

lar el delito y lo peligroso que es recurrir a ellas, el con-

trol social ha desaparecido como fuerza real y operante.

El “antiguo” tenía cierta necesidad de ser acepta-

do; eso estaba en las entrañas de su formación infan-

til tanto en la familia como en el vecindario. Al “nue-

vo” no le importa en absoluto si es aceptado o no. La

aceptación está sustituida por su capacidad brutal y

directa de imponerse, de ejercer el poder total sobre

cualquiera, la pura “gana”. El poder como instinto de

muerte en estado puro. Si para los “antiguos” el otro

contaba por lo menos algo, para éstos, el otro está

completamente anulado. Sólo se preocupan de sí mis-

mos. Son asesinos integrales.

Ante esta nueva realidad, a la comunidad, sin

verdadera y eficaz protección policial, no le queda sino

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la vía terrible del linchamiento. En tiempos de los “an-

tiguos” no se daban los linchamientos o eran muy ra-

ros y se producían sólo en momentos críticos, hoy son

más frecuentes de lo que se dice, se cree y se sabe.

Podría pensarse que estas terribles novedades

son producto de la difusión de las drogas entre los

más jóvenes. Es posible que la droga tenga influencia

pero tanto los “antiguos” como los “medios” también

se drogaban y el asesinato no había llegado a estos ex-

tremos.

La formación

Nuestros delincuentes no entran en la forma-de-

vida delincuencial porque alguien les enseña, pero una

vez que están en la calle, en el mundo del delito, apren-

den de alguien y se forman de alguna manera.

Los “antiguos” se integraban a grupos de mayo-

res, de delincuentes experimentados y con cierta edad,

de quienes aprendían. Entendemos que aprendían a

“hacer las cosas bien”, esto es, a pensar lo que iban a

ejecutar, a cómo planificar los pasos y a cómo ejecu-

tarlos sin errores, con calma, paciencia, reflexión, or-

ganización, con lógica, con “seriedad”, como diría José.

En cierto modo, eran iniciados a la “profesión” o al “ofi-

cio” si no se quiere hablar de profesión, esto es, a un

cauce establecido de una manera de hacer. La tradi-

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ción del oficio estaba en la cultura y se aprendía por la

enseñanza de los ya expertos en el mismo.

El delincuente “antiguo” todavía participa de una

tradición que pocos años después va a desaparecer con

el desarrollo de la producción industrial. Según esto,

no se asesina a lo loco, se asesina según ciertas normas

y ciertas maneras experimentadas de hacerlo, no se

roba a lo loco y sin cuidar las consecuencias, etc. Los

mayores enseñan técnicas pero también actitudes, ló-

gicas, planificaciones.

En los “medios” vemos que la formación es más

bien producto del azar o de alguien más experimenta-

do con el que se coincide casualmente en un grupo o

en una circunstancia. Las cosas ya no se hacen bien. Se

ha introducido la improvisación.

En los “nuevos” no se aprende de nadie sino por

pura observación personal, viendo lo que hacen los

“cartelúos”, los más malandros del entorno en el que se

vive. Sólo se aprende por tanto acción, se aprende a

hacer por el hacer mismo. Estamos en la cultura de la

“acción” en el cine, en la televisión, en la vida. La ac-

ción separada de la reflexión. Sólo la experiencia, el

ensayo y error, puede enseñar algún procedimiento.

Ello está patente en el caso de Héctor. Tiene quin-

ce años y ya se ha convertido en un modelo, en un hé-

roe. Hay un muchacho que quiere mostrarle cómo es

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capaz de hacer lo que él hace, que puede matar como él.

El ejemplo se difunde y éste es uno de los caminos de

iniciación para los mismos niños de once y doce años

de un barrio. Así funciona la inducción. El delincuente

ya experimentado, con cartel, esto es, con varios muer-

tos encima, el “cartelúo”, cosa que se indica dándose

unos golpes con los dedos índice y medio de la mano

derecha en el hombro izquierdo, señalando unas cha-

rreteras imaginarias, marca un camino con su pura pre-

sencia y su efectiva práctica a quienes por uno u otro

motivo ya tienen desde antes disposición al delito.

El muchacho, pues, quiere demostrar su audacia

y Héctor le da la oportunidad; lo lleva al terreno de las

“culebras”, esto es, a donde abundan sus enemigos

mortales. Allí puede matar, tiene abundancia de opor-

tunidades y de posibles víctimas. Para ello basta ma-

tar a cualquiera. De hecho matan a un catequista que

probablemente nada tenía que ver con nada. Eso no

importa. Lo importante es que el otro demuestre que

puede matar. Aprueba su tesis de grado.

La convivencia

El “antiguo” se mueve de comunidad en comuni-

dad. Sale de la comunidad familiar y entra en la de los

jóvenes coetáneos, la pandilla, o algo mayores, para

pasar, cuando cae en la vida del delito plenamente, a

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un grupo de delincuentes que forman comunidad e

incluso, lo típico, viven en una misma casa de vecindad

y delinquen en grupo con cierta continuidad; por lo

menos, mientras no los desarticula la policía.

El “mediano” se integra a un grupo de la calle y

vive de manera trashumante. Se junta con otros para

formar transitoriamente un grupo de tarea que se di-

suelve una vez terminada ésta. Es más libre, menos

atado a compromisos pero delinque en grupo.

El “nuevo” no convive. Puede juntarse circuns-

tancialmente en parejas o tríos, y poco más, pero fun-

damentalmente actúa por su cuenta aunque tenga “pa-

nas”, especialmente cuando asesina. El “nuevo” es so-

bre todo, un solitario.

Trabajo

El “antiguo” tiene una cierta relación con el tra-

bajo como medio de ganar recursos, aunque sea tran-

sitoria y circunstancial. Combina trabajo y delito, pero

se le puede identificar con un tipo de trabajo. El “me-

dio” trabaja rara vez y no tiene un oficio que lo identi-

fique. El “nuevo” no trabaja en absoluto; sólo delinque.

La policía

El “antiguo” se cuida de la policía; tiene que cui-

darse de ella tanto cuando está sólo como cuando ac-

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túa en grupo. La imagen que se nos da de la policía es

la de un cuerpo que persigue realmente al delincuen-

te y no entra en connivencia con él.

El “medio” negocia con la policía. Ya la policía es

un cuerpo que se distingue de la banda delincuente

por las formas y los procedimientos, pero que compar-

te los mismos delitos y no persigue al delincuente para

resguardar la seguridad de los ciudadanos sino por

otras motivaciones.

El “nuevo” huye de la policía porque ni siquiera

puede llegar a acuerdos en delitos con ella. A veces,

incluso, la enfrenta. Es su competencia.

Los bienes

El “antiguo” busca obtener bienes y aparentar

con los bienes, llevar una buena vida de goce, sin su-

frimiento, sin mucho trabajo.

El “medio” los busca pero, como los consigue, los

gasta.

En el “nuevo” no hay ninguna referencia a los bie-

nes de nigún tipo. La referencia es al solo poder.

La violencia delincuencial se vuelve autónoma

El desarrollo histórico aquí expuesto viene a ser

lo que podríamos llamar el proceso de autonomización

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de la violencia delincuencial. Con esto queremos de-

cir que la delincuencia, en tiempos de los “antiguos”

no era autónoma de la sociedad, de la comunidad del

barrio, de la policía, de la opinión de los ciudadanos.

Eso no impedía que el delincuente delinquiera, pero

para poder hacerlo tenía que observar ciertas formas,

resguardarse, hacerlo en ciertos espacios y no en otros,

en ciertos tiempos y no en otros, etc. Cuando para de-

linquir tenía que conservar ciertas maneras, estaba

sometido a un determinado control. Era un cuerpo

enfermo, peligroso, dañino, todo lo que se quiera, de

la sociedad, pero le pertenecía como le pertenecen los

leprosos, los locos, los retrasados mentales. Para él, la

sociedad había elaborado sus mecanismos de control,

de aislamiento, de reclusión e incluso de reintegración.

En esos espacios se desenvolvía la vida del delincuen-

te cuidándose, acomodándose, aprovechando las

fisuras y deficiencias, eludiendo o manipulando los

controles, etc. De todos modos, no tenía manera de

autonomizarse totalmente de ellos.

En estos momentos, en cambio, los “nuevos” se

han autonomizado por completo. Ninguno de esos dis-

positivos ejerce presión alguna sobre ellos. Pero ade-

más, se trata de una autonomía de todo rastro de los

valores de la cultura, de todos los significados del mun-

do-de-vida popular, de todo lo que se ha conceptua-

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lizado como “humano” en la tradición y de lo que en el

“antiguo” siempre quedaban huellas.

Esta autonomía del “nuevo” es, además, un total

desarraigo. No se sostiene sobre nada, ni sobre la fami-

lia, ni sobre la madre, ni sobre el amigo, ni sobre la tie-

rra, ni sobre la naturaleza, ni sobre la dignidad, ni so-

bre la humanidad, sólo sobre su propio mecanismo de

acción.

¿Cómo pensar la delincuencia violenta actual?

Esto los hace terriblemente peligrosos, pero, ade-

más, impensables para la sociedad; esto es, su mane-

ra de vivir la forma-de-vida de violencia delincuencial

no es representable como algo con sentido en las re-

presentaciones sociales de la actualidad.

La comunidad del vecindario está paralizada

ante este fenómeno; no tiene como vérselas con él. Lo

único que le queda es estallar con enorme violencia

contraria en el linchamiento. La autonomía del nuevo

malandro es tan extraña, tan fuera de toda posible

comprensión, que no se encuentra ni se puede produ-

cir un espacio social en el cual encuadrarla.

La representación social de la violencia delin-

cuente se ha hecho imposible. La delincuencia y vio-

lencia de los “antiguos” entraba en la tradición ciu-

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dadana de la época, según la cual ser delincuente era

una forma-de-vida delimitada por la representación

que de ella se hacía la sociedad. La sociedad había de-

finido cómo era ser delincuente y cómo era el grupo

de delincuentes, la banda o la pandilla. Cuando la

ciudad crece, cuando se llena de inmigrantes del cam-

po, del interior y de otros países vecinos, la delin-

cuencia se diversifica y se sale de los esquemas den-

tro de los cuales tenía su representación. Hoy, con los

“nuevos”, ya no hay esquema. La delincuencia se ha

diversificado, se ha expandido enormemente, ha des-

cendido a edades que antes eran excepcionales, se ha

hecho demasiado libre, autónoma, brota por todas

partes y con novedad, con originalidad, en formas no

sospechadas e inusuales, de modo que sorprende cons-

tantemente.

La sociedad, la cultura, todavía no ha elaborado

dispositivos adecuados para delimitarla y representár-

sela, para significarla. Por eso, aun no sabe qué hacer

con ella, cómo manejarla. No lo sabe ni la policía, ni el

juez, ni el educador, ningún ente, porque aún no se ha

podido elaborar un concepto para pensarla.

Cuando la sociedad define al delincuente y éste,

o la mayoría de ellos, entra en ese marco, está abierta

la puerta a las posibilidades de control a partir de su

representación. Hoy, la delincuencia “nueva” ni siquie-

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ra puede ser objeto de análisis, porque no existe como

objeto delimitado.

La comunidad y sus malandros

Esto nos lleva a retomar y ampliar un tema ya

tocado y de la mayor importancia: las relaciones de la

comunidad inmediata, la del barrio, con el malandro.

Tradicionalmente, en lo que corresponde a los

delincuentes del tipo “antiguo”, la comunidad había

llegado, espontáneamente, a algunos acuerdos implí-

citos con ellos, para poder sobrevivir en cierta paz y

para mantenerlos bajo el máximo control posible den-

tro del vecindario. Como consecuencia de esos acuer-

dos, sobrevivían unos y otros, los malandros y la comu-

nidad. Ahora bien, con los “nuevos” esta situación se ha

vuelto imposible. No hay posibilidad de ningún acuer-

do. La supervivencia de ambos se ha hecho inviable.

En la historia-de-vida de José vemos cómo fun-

cionaban estos acuerdos. Todo el mundo en la comu-

nidad sabía que él era ladrón y en sus propias palabras,

“la gente me conocía y me respetaba”. Es un malandro

que tiene claras sus áreas de acción, su papel dentro de

la comunidad. Ante todo, no meterse con la comuni-

dad. Si no se mete con la comunidad, ésta le asigna un

papel y esto funciona como un dispositivo de control.

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Así, si los más jóvenes, por condiciones propias de la

edad, roban a algún vecino, él está encargado de que

lo robado regrese a sus dueños y él da la razón: “me

perjudicas a mí que me la paso aquí en esas cosas… no

quiero tener problemas con el gobierno por culpa…”

Tiene una función de protección contra los abusos de

los delincuentes imprudentes y de las agresiones de los

malandros externos, al mismo tiempo orienta a los

nuevos para que no se extralimiten en la misma comu-

nidad, controla las armas, el consumo de la droga y los

escándalos a los niños.

Siempre hubo algún delincuente de mayor edad

y más reflexivo que cumplió estas funciones.

La comunidad, por su parte, no lo denunciaba a

la policía, no lo descubría cuando había algún opera-

tivo, compraba y escondía los productos de sus robos

vendidos a muy bajo precio, etc. No es que aprobara su

conducta, pero la toleraba siempre que no fueran ase-

sinatos. Toleraba el robo pero no las muertes. Ante és-

tas se callaba, pero en cualquier momento podía de-

nunciar. Esto implicaba una actitud permisiva y algu-

na complicidad, sin duda, pero posibilitaba cierta se-

guridad y cierto control.

En una situación en que la comunidad estaba,

como ha estado siempre, desprotegida porque los

cuerpos de seguridad no aseguraban nada, esos

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acuerdos implícitos permitieron una convivencia pa-

cífica.

Actualmente, se ha cambiado el sentido. El ma-

landro ha roto los únicos límites que respetaba, los de

la convivencia en la comunidad. Con eso se ha puesto

en contra de ella, no tanto porque la agreda, sino por-

que le da lo mismo lo que piensen de él y la actitud que

ante él tomen las gentes. De esta manera han desapa-

recido las posibilidades de convivencia.

Si el malandro antiguo pertenecía de algún modo

a la comunidad, estos “nuevos” son cuerpos absoluta-

mente extraños, para los que no hay lugar de ningún

tipo. La comunidad trata de expulsarlos ya sea recu-

rriendo a los cuerpos represivos, que tampoco pueden

llegar a acuerdos con ellos y los persiguen; ya sea or-

ganizando grupos represivos internos para-policiales;

ya sea radicalmente, linchándolos, pero sólo en casos

extremos; aunque, como hemos dicho, menos raros de

lo que se piensa.

Dos componentes fundamentales están en la ba-

se de este cambio tan significativo y tan peligroso: la

proliferación de la droga y de las armas. Las armas se

han extendido de tal manera que su uso está comple-

tamente anarquizado. Cualquier adolescente posee un

arma; la misma gente común, para protegerse, tam-

bién se ha armado. No hay cómo controlar el uso de las

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armas en la misma comunidad. Ya no está, y si está no

tiene ninguna capacidad de control, el malandro de

edad tipo José. Los más jóvenes acabaron, al ser más y

más atrevidos, por derrotar a los malandros experi-

mentados y adueñarse del patio. Muchas veces, cuan-

do por cualquier circunstancia ha entrado en conflic-

to con alguno de los “nuevos”, la gente sana tiene que

huir y mudarse del lugar.