Download - Violencia Delicuencial
L A N U E V A
VIOLENCIA
D E L I N C U E N C I A L
“Mira:a partir de los catorce años, chama,
empecé a tener problemas.Me empecé a meté en problemas.
Este… empecé a dale tiro a la gente, chama.¡Paj! ¡Paj! ¡Paj!”
L a expresión es impresionante:
“¡Paj, paj, paj!”. La repetirá. Pare-
ce revivir la acción y revivirla con
deleite, con entusiasmo. La voz se escu-
cha en la grabación no sólo con gusto sino
con orgullo. Se regodea en el recuerdo.
Esta vivencia de autosuficiencia se impo-
ne sobre la prudencia que la situación le
aconseja, puesto que está detenido. Y ello
de una vez, al principio de la narración.
No hay en esto inhibiciones. La violencia
desatada y gozada parece pertenecerle
como estructura constituyente de toda
alejandro moreno
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su persona. Mata a “la gente”, a cualquiera, porque le
dijo una palabra, le insultó, le miró mal. Mata por ma-
tar, no por la palabra, la mirada o la cachetada. La des-
proporción entre el estímulo y la respuesta es tan gran-
de que no puede ser entendida ésta como dirigida a cas-
tigar, a reparar la ofensa o incluso a vengarla. Casos se-
mejantes siempre debe haberlos habido, pero ya se
están convirtiendo en lo “normal”, la “normalidad” de
los delincuentes del momento, de la actualidad. No es
solamente la edad, es también el arma de que dispo-
nen fácilmente, la negación prepotente a todo acuer-
do social, a toda norma.
“Después me compré una pistola, un tres ocho; a
partir de ahí, me dieron una cachetá y le di cuatro tiros
al chamo; a raíz de eso, empecé a cometer bastantes
homicidios”.
Este texto reproduce la intervención del autor en el foro “Juven-
tud: conflicto, presencia y creatividad” promovido y organiza-
do por la Fundación ConcienciActiva y en su mayor parte no es
sino la exposición adaptada a dicho foro de las conclusiones
del proyecto de investigación sobre “Violencia Delincuencial”
que el lector encontrará por extenso en la obra Y salimos a
matar gente (2006) publicada por la Universidad del Zulia.
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Lo hemos llamado Héctor para encubrir su nom-
bre verdadero y preservar su identidad. Nos confirma
lo ya conocido por otras vías, lo fácil que es conseguir
un arma mortal. Esta facilidad es componente funda-
mental de la nueva forma de violencia, de la violencia
de los más jóvenes. Un adolescente, descontrolado,
con una arma, es una máquina de matar.
Héctor no ha cumplido todavía los 18 años. Está
en un centro de reclusión del INAM cuando se elabora
su historia-de-vida.
Nos habla de su uso con una frialdad impresio-
nante, con auténtica anafectividad. Su lenguaje nos ha-
bla de que nada le importa. Ahora le mete cuatro tiros
al que le dio una cachetada pero “no masca” para me-
terle ocho o diez tiros en la cara a cualquier otro. Los
tiros son algo aceptado en su vida con total normalidad,
sin ningún tipo de emoción. Entre la acción del otro y
su reacción parece, de su expresión, que no hubiera la
mediación ni de la afectividad ni del pensamiento re-
flexivo, ni de la palabra. Ni siquiera odia, está más allá
del amor y del odio, fuera de todo eso, en otra cosa que no
sabemos qué es. El exceso de la reacción no va encamina-
do a una defensa o a un simple desquite, sino a la des-
trucción total de quien de alguna manera se le enfrenta.
Cuando cumple los quince años ya tenía, como él
dice, seis homicidios.
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“Y empecé a... con otra mentalidá. Ya yo no que-
ría, o sea, ya yo no quería estar en broma de botellazos
sino que ya yo quería comprame una pistola porque...
O sea, ya los problemas poco a poco como que se iban
agrandando ¿ve? Y este... empecé a..., empecé a darle
tiros a los... a la gente”.
“ A ese chamo le di cuatro tiros y me tuve que ir
pirao. Entonces, ya los chamos ya no veían que yo tenía
la misma mentalidad de antes, sino que ya... ya era
como... como otra mente.”
“Tuve varios homicidios. Mi primer homicidio
fue... buscando un chamo en una fiesta que yo estaba,
que me habían dicho que... que él estaba en esa fiesta y
entonces... nos metimos a buscarlo yo y un chamo que
era... que era como la costilla mía en ese tiempo (…) El
hombre estaba de espalda, le tocamos la espalda, él se
volteó y le dijimos que... “¿viste como te pescamos?” Y le
dimos dieciséis tiros. Con esa nos fuimos y a raíz de ahí,
bueno...”
“El veintisiete de diciembre tuve otro, estábanos...
varios muchachos en un sector que se llamaba... de la
Vega, que es la capilla, este... ellos me habían dicho que
si yo tenía problema con un fulano, entonces yo le dije
que sí, me dijo que estaba al frente, traqué la pistola, fui
hacia él y... este... le dije unas palabras y le di nueve ti-
ros en la cara.”
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“Después, bueno, el cuarto homicidio fue un cha-
mo, este... Un chamo que era de Los Teques, era de Los
Teques (…) no era problema de nosotros, pero entonces
el hombre... tenía una actitud que no... que no concor-
daba mucho... A uno que se la pasaba conmigo, le dio
un tiro (…) Bajé, entonces le di un poco de tiros en la
cabeza y a raíz de ahí, bueno, seguí, seguí teniendo ho-
micidios, chama.”
“Después estuve preso. Cuando me caí, cuando te-
nía... tenía quince añitos me caí... con el chamo, con el
chamo que siempre le he contao, me caí con una ametra-
lladora. Este... me caí con seis homicidios, él se cayó con
quince homicidios, a él lo mandaron para el Rodeo, a mí
me mandaron para acá (INAM), duré una semana aquí,
me fugué… Cuando me fugo... sigo en lo mismo, el chamo
sale, seguimos en lo mismo, seguimos matando gente.”
El chamo de los quince homicidios salió a los tres
meses.
“A raíz de esos chamos que me... que me envían
droga tuvo un problema conmigo, lo mato. Lo maté,
bueno, lo maté, le di seis tiros en la cara, con un 3-5-7.”
Héctor es modelo de otros muchos. Forma parte
de una investigación muy amplia que está en proceso
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de publicación por la Universidad del Zulia. Ya estamos
dándole los últimos toques. Es una investigación cen-
trada en el delincuente violento. El resultado central
nos ha llevado a concluir que la manera de ser del de-
lincuente violento constituye toda una forma-de-vida.
¿Qué decimos con la expresión forma-de-vida?
Ante todo, no se trata de una idea previa teórica
o de una categoría de la que hayamos partido, sino de
un constructo a posteriori producido por el mismo es-
tudio como instrumento explicativo necesario para
conceptualizar lo que del análisis de las historias-de-
vida se deduce.
Si estas vidas se las ve desde dentro de ellas mis-
mas y de los propios actores, si penetramos en el inte-
rior de su manera de ubicarse éstos como vivientes y
nos detenemos a considerar las reglas de producción
de su vivir cotidiano, hallamos un principio de organi-
zación en unidad de sentido de sus múltiples acciones,
experiencias y conductas. Un sentido que dota a unas
y otras de una racionalidad interior, de una ilación ló-
gica de su todo vital, de una estructura no contradicto-
ria de su estar en el mundo, de un sistema de significa-
dos que conforman una manera específica de vivir. A
esta integración en unidad la llamamos forma-de-vida.
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La forma-de-vida, por tanto, constituye una tota-
lidad práxica, vivencial, conceptual, incluso semánti-
ca en cuanto que es una manera de dar significado al
mundo que viven los sujetos, un modo de existencia,
un estilo vital, un sistema concreto de condiciones de
vida, una forma de interactuar en la sociedad, una ma-
nera de hacer, una actualidad y posibilidad de ser, el
discurrir de un proceso en el tiempo. No es un acciden-
te en una vida sino una estructura que forma totalmen-
te una vida.
Hemos encontrado, pues, que la violencia delin-
cuencial no es un conjunto inarmónico ni una suce-
sión inconexa de conductas y acciones, sino toda una
forma-de-vida que se desarrolla y se despliega en el
tiempo como historia, como la historia-de-vida de los
delincuentes violentos.
Antiguos, medios y nuevos
El tema de esta presentación, “La Nueva Violen-
cia Delincuencial”, hay que ubicarlo, porque así se nos
ha presentado en nuestro trabajo, en la evolución del
delito criminal a lo largo de los últimos cincuenta años
del siglo XX y los que llevamos de éste.
En los barrios se suele hablar del “malandro vie-
jo” como distinto del “malandro nuevo”. Esto corres-
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ponde, según nuestras historias-de-vida, a la experien-
cia de las comunidades populares en su bregar con los
malandros.
En nuestro estudio, podemos distinguir tres mo-
mentos en la evolución de la violencia delincuencial de
cada uno de los cuales tenemos representantes:
- forma antigua; personificada en José
- forma media; personificada en Alfredo
- forma nueva o actual; personificada en Héctor.
Entre la “forma antigua” y la “forma nueva” las di-
ferencias son muy claras y se pueden identificar. En la
“forma media” los límites son más difusos: quedan res-
tos de la antigua y signos de la nueva que se mezclan.
Veamos esto concretado en algunos aspectos:
El asesinato
En la “forma antigua” el asesinato no es presen-
tado como una hazaña, una acción valiosa y propia de
quien es valiente o frío o despiadado y que con eso se
afirma. El significado verdadero, el que aparece al aná-
lisis de la narración y de la postura a lo largo de toda
la historia, es en realidad ése, pero no se presenta en
el discurso narrativo como tal, como una gloria del
actor. Se lo narra como una “necesidad” producida por
las circunstancias, como algo inevitable si el ejecutor
quería salvarse de lo peor, como la necesaria elimina-
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ción de un serio peligro. El énfasis hazañoso está no
en el asesinato mismo sino en la “manera” de ejecu-
tarlo, esto es, en la habilidad con la que se hace, en la
inteligencia con la que se planifica, en la astucia con
la que se es capaz de descubrir los puntos débiles del
otro, en la firmeza de la decisión en el momento pre-
ciso, etc.
En la “forma media” no es ciertamente un acto
glorioso pero tampoco es encubierto como producto
de lo inevitable. Se confiesa sin ningún pudor la volun-
tad de hacerlo y se narra con indiferencia, sin lamen-
tarlo ni sentirse culpable. Ante el asesinato se descu-
bre una actitud más bien de ligereza e indiferencia.
En la “forma nueva”, el asesinato es una hazaña
gloriosa por el asesinato mismo. El énfasis está en la
capacidad de asesinar y asesinar mucho. El número de
asesinatos con relación al tiempo es muy importante.
Cuantos más muertos tenga encima y más joven sea el
sujeto, más digno de admiración y más valioso es. Eso
equipara a los más jóvenes con los más “cartelúos” e,
incluso, puede ponerlos por encima. Para los “nuevos”
el asesinato es un logro y de él se glorían. La violencia
asesina es en éstos descarada, totalmente fría, inmo-
tivada o con motivaciones absolutamente banales, casi
mecánica, producto de un dispositivo que actúa auto-
máticamente.
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En Héctor, la muerte del otro es una decisión sim-
ple. No necesita explicación, justificación, razones; se
ejecuta y ya está. Es ejercicio puro de poder sobre la vida
y la muerte. Mata “gente”, como dice, por matar gente.
El robo, el atraco y la sangre
En la “forma antigua” estaban delimitados los
campos de acción de modo que ninguno se sobrepo-
nía a otro ni se confundía con él. El ámbito del robo y
el del atraco no eran los ámbitos del asesinato o de la
herida grave.
En la “forma nueva” el robo, el atraco y el asesi-
nato se sobreponen o van juntos: te robo y te mato o,
si tienes suerte, te hiero, por ejemplo, en los pies.
Un cambio radical y temible para todos. La vio-
lencia se ha vuelto más sangrienta, más agresiva, más
implacable. Los “nuevos” no tienen ya ningún control,
ningún límite, ninguna emoción.
Las relaciones con la comunidad
El delincuente “antiguo” cuidaba mucho las apa-
riencias en el seno de su comunidad, aunque todos
sabían su condición.
El “medio” sólo las cuida entre sus compinches,
colegas o los miembros de su grupo, en el que un ase-
sinato no significa gran cosa.
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El “nuevo” no las cuida en absoluto porque no le
importa la comunidad y cada asesinato es un blasón en
el grupo.
El control social
Todo esto depende mucho del control social. No
estamos hablando del control policial o gubernamen-
tal, sino del control de la sociedad y la comunidad. Este
control no sólo ha disminuido a lo largo del tiempo,
desde los años cincuenta hasta hoy, sino que en la ac-
tualidad o ha desaparecido o se ha vuelto completa-
mente ineficaz y deleznable.
Los “antiguos” estaban sometidos a un control
social bastante fuerte y eficaz. Por control social enten-
demos ahora la opinión de la gente, la manera de tra-
tar de la gente, las condiciones no expresadas pero
presentes en las prácticas relacionales para no delatar,
no negar el trato…, etc.
La comunidad sabía que tal sujeto era un delin-
cuente y conocía todas sus fechorías, pero, si cumplía
ciertas condiciones, si, por ejemplo, no se gloriaba de
sus delitos, no los ejecutaba en la comunidad, no es-
candalizaba a los niños, si protegía a la comunidad
contra delincuentes externos, etc., o sea, si observaba
ciertas normas y salvaba ciertas apariencias, lo acep-
taba e incluso lo protegía. Si no cumplía las reglas, si
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no estaba bien con la comunidad, ésta poseía mecanis-
mos para castigarlo eficazmente, ya fuera mediante la
policía, ya fuera mediante los mismos vecinos. Por otra
parte, persistían en ellos restos de una larga y tradicio-
nal cultura del respeto a los propios vecinos.
Por distintos motivos tales como el aumento nu-
mérico de los delincuentes en una comunidad, las nue-
vas armas mucho más difundidas y mucho más dañinas,
la juventud del delincuente actual irreflexivo e instinti-
vo, la total pérdida de todo rastro de respeto humano,
la absoluta inutilidad de todas las policías para contro-
lar el delito y lo peligroso que es recurrir a ellas, el con-
trol social ha desaparecido como fuerza real y operante.
El “antiguo” tenía cierta necesidad de ser acepta-
do; eso estaba en las entrañas de su formación infan-
til tanto en la familia como en el vecindario. Al “nue-
vo” no le importa en absoluto si es aceptado o no. La
aceptación está sustituida por su capacidad brutal y
directa de imponerse, de ejercer el poder total sobre
cualquiera, la pura “gana”. El poder como instinto de
muerte en estado puro. Si para los “antiguos” el otro
contaba por lo menos algo, para éstos, el otro está
completamente anulado. Sólo se preocupan de sí mis-
mos. Son asesinos integrales.
Ante esta nueva realidad, a la comunidad, sin
verdadera y eficaz protección policial, no le queda sino
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la vía terrible del linchamiento. En tiempos de los “an-
tiguos” no se daban los linchamientos o eran muy ra-
ros y se producían sólo en momentos críticos, hoy son
más frecuentes de lo que se dice, se cree y se sabe.
Podría pensarse que estas terribles novedades
son producto de la difusión de las drogas entre los
más jóvenes. Es posible que la droga tenga influencia
pero tanto los “antiguos” como los “medios” también
se drogaban y el asesinato no había llegado a estos ex-
tremos.
La formación
Nuestros delincuentes no entran en la forma-de-
vida delincuencial porque alguien les enseña, pero una
vez que están en la calle, en el mundo del delito, apren-
den de alguien y se forman de alguna manera.
Los “antiguos” se integraban a grupos de mayo-
res, de delincuentes experimentados y con cierta edad,
de quienes aprendían. Entendemos que aprendían a
“hacer las cosas bien”, esto es, a pensar lo que iban a
ejecutar, a cómo planificar los pasos y a cómo ejecu-
tarlos sin errores, con calma, paciencia, reflexión, or-
ganización, con lógica, con “seriedad”, como diría José.
En cierto modo, eran iniciados a la “profesión” o al “ofi-
cio” si no se quiere hablar de profesión, esto es, a un
cauce establecido de una manera de hacer. La tradi-
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ción del oficio estaba en la cultura y se aprendía por la
enseñanza de los ya expertos en el mismo.
El delincuente “antiguo” todavía participa de una
tradición que pocos años después va a desaparecer con
el desarrollo de la producción industrial. Según esto,
no se asesina a lo loco, se asesina según ciertas normas
y ciertas maneras experimentadas de hacerlo, no se
roba a lo loco y sin cuidar las consecuencias, etc. Los
mayores enseñan técnicas pero también actitudes, ló-
gicas, planificaciones.
En los “medios” vemos que la formación es más
bien producto del azar o de alguien más experimenta-
do con el que se coincide casualmente en un grupo o
en una circunstancia. Las cosas ya no se hacen bien. Se
ha introducido la improvisación.
En los “nuevos” no se aprende de nadie sino por
pura observación personal, viendo lo que hacen los
“cartelúos”, los más malandros del entorno en el que se
vive. Sólo se aprende por tanto acción, se aprende a
hacer por el hacer mismo. Estamos en la cultura de la
“acción” en el cine, en la televisión, en la vida. La ac-
ción separada de la reflexión. Sólo la experiencia, el
ensayo y error, puede enseñar algún procedimiento.
Ello está patente en el caso de Héctor. Tiene quin-
ce años y ya se ha convertido en un modelo, en un hé-
roe. Hay un muchacho que quiere mostrarle cómo es
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capaz de hacer lo que él hace, que puede matar como él.
El ejemplo se difunde y éste es uno de los caminos de
iniciación para los mismos niños de once y doce años
de un barrio. Así funciona la inducción. El delincuente
ya experimentado, con cartel, esto es, con varios muer-
tos encima, el “cartelúo”, cosa que se indica dándose
unos golpes con los dedos índice y medio de la mano
derecha en el hombro izquierdo, señalando unas cha-
rreteras imaginarias, marca un camino con su pura pre-
sencia y su efectiva práctica a quienes por uno u otro
motivo ya tienen desde antes disposición al delito.
El muchacho, pues, quiere demostrar su audacia
y Héctor le da la oportunidad; lo lleva al terreno de las
“culebras”, esto es, a donde abundan sus enemigos
mortales. Allí puede matar, tiene abundancia de opor-
tunidades y de posibles víctimas. Para ello basta ma-
tar a cualquiera. De hecho matan a un catequista que
probablemente nada tenía que ver con nada. Eso no
importa. Lo importante es que el otro demuestre que
puede matar. Aprueba su tesis de grado.
La convivencia
El “antiguo” se mueve de comunidad en comuni-
dad. Sale de la comunidad familiar y entra en la de los
jóvenes coetáneos, la pandilla, o algo mayores, para
pasar, cuando cae en la vida del delito plenamente, a
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un grupo de delincuentes que forman comunidad e
incluso, lo típico, viven en una misma casa de vecindad
y delinquen en grupo con cierta continuidad; por lo
menos, mientras no los desarticula la policía.
El “mediano” se integra a un grupo de la calle y
vive de manera trashumante. Se junta con otros para
formar transitoriamente un grupo de tarea que se di-
suelve una vez terminada ésta. Es más libre, menos
atado a compromisos pero delinque en grupo.
El “nuevo” no convive. Puede juntarse circuns-
tancialmente en parejas o tríos, y poco más, pero fun-
damentalmente actúa por su cuenta aunque tenga “pa-
nas”, especialmente cuando asesina. El “nuevo” es so-
bre todo, un solitario.
Trabajo
El “antiguo” tiene una cierta relación con el tra-
bajo como medio de ganar recursos, aunque sea tran-
sitoria y circunstancial. Combina trabajo y delito, pero
se le puede identificar con un tipo de trabajo. El “me-
dio” trabaja rara vez y no tiene un oficio que lo identi-
fique. El “nuevo” no trabaja en absoluto; sólo delinque.
La policía
El “antiguo” se cuida de la policía; tiene que cui-
darse de ella tanto cuando está sólo como cuando ac-
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túa en grupo. La imagen que se nos da de la policía es
la de un cuerpo que persigue realmente al delincuen-
te y no entra en connivencia con él.
El “medio” negocia con la policía. Ya la policía es
un cuerpo que se distingue de la banda delincuente
por las formas y los procedimientos, pero que compar-
te los mismos delitos y no persigue al delincuente para
resguardar la seguridad de los ciudadanos sino por
otras motivaciones.
El “nuevo” huye de la policía porque ni siquiera
puede llegar a acuerdos en delitos con ella. A veces,
incluso, la enfrenta. Es su competencia.
Los bienes
El “antiguo” busca obtener bienes y aparentar
con los bienes, llevar una buena vida de goce, sin su-
frimiento, sin mucho trabajo.
El “medio” los busca pero, como los consigue, los
gasta.
En el “nuevo” no hay ninguna referencia a los bie-
nes de nigún tipo. La referencia es al solo poder.
La violencia delincuencial se vuelve autónoma
El desarrollo histórico aquí expuesto viene a ser
lo que podríamos llamar el proceso de autonomización
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de la violencia delincuencial. Con esto queremos de-
cir que la delincuencia, en tiempos de los “antiguos”
no era autónoma de la sociedad, de la comunidad del
barrio, de la policía, de la opinión de los ciudadanos.
Eso no impedía que el delincuente delinquiera, pero
para poder hacerlo tenía que observar ciertas formas,
resguardarse, hacerlo en ciertos espacios y no en otros,
en ciertos tiempos y no en otros, etc. Cuando para de-
linquir tenía que conservar ciertas maneras, estaba
sometido a un determinado control. Era un cuerpo
enfermo, peligroso, dañino, todo lo que se quiera, de
la sociedad, pero le pertenecía como le pertenecen los
leprosos, los locos, los retrasados mentales. Para él, la
sociedad había elaborado sus mecanismos de control,
de aislamiento, de reclusión e incluso de reintegración.
En esos espacios se desenvolvía la vida del delincuen-
te cuidándose, acomodándose, aprovechando las
fisuras y deficiencias, eludiendo o manipulando los
controles, etc. De todos modos, no tenía manera de
autonomizarse totalmente de ellos.
En estos momentos, en cambio, los “nuevos” se
han autonomizado por completo. Ninguno de esos dis-
positivos ejerce presión alguna sobre ellos. Pero ade-
más, se trata de una autonomía de todo rastro de los
valores de la cultura, de todos los significados del mun-
do-de-vida popular, de todo lo que se ha conceptua-
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lizado como “humano” en la tradición y de lo que en el
“antiguo” siempre quedaban huellas.
Esta autonomía del “nuevo” es, además, un total
desarraigo. No se sostiene sobre nada, ni sobre la fami-
lia, ni sobre la madre, ni sobre el amigo, ni sobre la tie-
rra, ni sobre la naturaleza, ni sobre la dignidad, ni so-
bre la humanidad, sólo sobre su propio mecanismo de
acción.
¿Cómo pensar la delincuencia violenta actual?
Esto los hace terriblemente peligrosos, pero, ade-
más, impensables para la sociedad; esto es, su mane-
ra de vivir la forma-de-vida de violencia delincuencial
no es representable como algo con sentido en las re-
presentaciones sociales de la actualidad.
La comunidad del vecindario está paralizada
ante este fenómeno; no tiene como vérselas con él. Lo
único que le queda es estallar con enorme violencia
contraria en el linchamiento. La autonomía del nuevo
malandro es tan extraña, tan fuera de toda posible
comprensión, que no se encuentra ni se puede produ-
cir un espacio social en el cual encuadrarla.
La representación social de la violencia delin-
cuente se ha hecho imposible. La delincuencia y vio-
lencia de los “antiguos” entraba en la tradición ciu-
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dadana de la época, según la cual ser delincuente era
una forma-de-vida delimitada por la representación
que de ella se hacía la sociedad. La sociedad había de-
finido cómo era ser delincuente y cómo era el grupo
de delincuentes, la banda o la pandilla. Cuando la
ciudad crece, cuando se llena de inmigrantes del cam-
po, del interior y de otros países vecinos, la delin-
cuencia se diversifica y se sale de los esquemas den-
tro de los cuales tenía su representación. Hoy, con los
“nuevos”, ya no hay esquema. La delincuencia se ha
diversificado, se ha expandido enormemente, ha des-
cendido a edades que antes eran excepcionales, se ha
hecho demasiado libre, autónoma, brota por todas
partes y con novedad, con originalidad, en formas no
sospechadas e inusuales, de modo que sorprende cons-
tantemente.
La sociedad, la cultura, todavía no ha elaborado
dispositivos adecuados para delimitarla y representár-
sela, para significarla. Por eso, aun no sabe qué hacer
con ella, cómo manejarla. No lo sabe ni la policía, ni el
juez, ni el educador, ningún ente, porque aún no se ha
podido elaborar un concepto para pensarla.
Cuando la sociedad define al delincuente y éste,
o la mayoría de ellos, entra en ese marco, está abierta
la puerta a las posibilidades de control a partir de su
representación. Hoy, la delincuencia “nueva” ni siquie-
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ra puede ser objeto de análisis, porque no existe como
objeto delimitado.
La comunidad y sus malandros
Esto nos lleva a retomar y ampliar un tema ya
tocado y de la mayor importancia: las relaciones de la
comunidad inmediata, la del barrio, con el malandro.
Tradicionalmente, en lo que corresponde a los
delincuentes del tipo “antiguo”, la comunidad había
llegado, espontáneamente, a algunos acuerdos implí-
citos con ellos, para poder sobrevivir en cierta paz y
para mantenerlos bajo el máximo control posible den-
tro del vecindario. Como consecuencia de esos acuer-
dos, sobrevivían unos y otros, los malandros y la comu-
nidad. Ahora bien, con los “nuevos” esta situación se ha
vuelto imposible. No hay posibilidad de ningún acuer-
do. La supervivencia de ambos se ha hecho inviable.
En la historia-de-vida de José vemos cómo fun-
cionaban estos acuerdos. Todo el mundo en la comu-
nidad sabía que él era ladrón y en sus propias palabras,
“la gente me conocía y me respetaba”. Es un malandro
que tiene claras sus áreas de acción, su papel dentro de
la comunidad. Ante todo, no meterse con la comuni-
dad. Si no se mete con la comunidad, ésta le asigna un
papel y esto funciona como un dispositivo de control.
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Así, si los más jóvenes, por condiciones propias de la
edad, roban a algún vecino, él está encargado de que
lo robado regrese a sus dueños y él da la razón: “me
perjudicas a mí que me la paso aquí en esas cosas… no
quiero tener problemas con el gobierno por culpa…”
Tiene una función de protección contra los abusos de
los delincuentes imprudentes y de las agresiones de los
malandros externos, al mismo tiempo orienta a los
nuevos para que no se extralimiten en la misma comu-
nidad, controla las armas, el consumo de la droga y los
escándalos a los niños.
Siempre hubo algún delincuente de mayor edad
y más reflexivo que cumplió estas funciones.
La comunidad, por su parte, no lo denunciaba a
la policía, no lo descubría cuando había algún opera-
tivo, compraba y escondía los productos de sus robos
vendidos a muy bajo precio, etc. No es que aprobara su
conducta, pero la toleraba siempre que no fueran ase-
sinatos. Toleraba el robo pero no las muertes. Ante és-
tas se callaba, pero en cualquier momento podía de-
nunciar. Esto implicaba una actitud permisiva y algu-
na complicidad, sin duda, pero posibilitaba cierta se-
guridad y cierto control.
En una situación en que la comunidad estaba,
como ha estado siempre, desprotegida porque los
cuerpos de seguridad no aseguraban nada, esos
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acuerdos implícitos permitieron una convivencia pa-
cífica.
Actualmente, se ha cambiado el sentido. El ma-
landro ha roto los únicos límites que respetaba, los de
la convivencia en la comunidad. Con eso se ha puesto
en contra de ella, no tanto porque la agreda, sino por-
que le da lo mismo lo que piensen de él y la actitud que
ante él tomen las gentes. De esta manera han desapa-
recido las posibilidades de convivencia.
Si el malandro antiguo pertenecía de algún modo
a la comunidad, estos “nuevos” son cuerpos absoluta-
mente extraños, para los que no hay lugar de ningún
tipo. La comunidad trata de expulsarlos ya sea recu-
rriendo a los cuerpos represivos, que tampoco pueden
llegar a acuerdos con ellos y los persiguen; ya sea or-
ganizando grupos represivos internos para-policiales;
ya sea radicalmente, linchándolos, pero sólo en casos
extremos; aunque, como hemos dicho, menos raros de
lo que se piensa.
Dos componentes fundamentales están en la ba-
se de este cambio tan significativo y tan peligroso: la
proliferación de la droga y de las armas. Las armas se
han extendido de tal manera que su uso está comple-
tamente anarquizado. Cualquier adolescente posee un
arma; la misma gente común, para protegerse, tam-
bién se ha armado. No hay cómo controlar el uso de las
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armas en la misma comunidad. Ya no está, y si está no
tiene ninguna capacidad de control, el malandro de
edad tipo José. Los más jóvenes acabaron, al ser más y
más atrevidos, por derrotar a los malandros experi-
mentados y adueñarse del patio. Muchas veces, cuan-
do por cualquier circunstancia ha entrado en conflic-
to con alguno de los “nuevos”, la gente sana tiene que
huir y mudarse del lugar.