teodora la dragona

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Teodora la dragona Ilustra: Lidia Iris Masferrer Oncala. Texto: Manuel Ferrero López del Moral.

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Teodora la dragona

Ilustra: Lidia Iris Masferrer Oncala. Texto: Manuel Ferrero López del Moral.

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Agradecemos el apoyo de mucha gente. No citamos nombres para no olvidar a nadie. Gracias por creer en nosotros y hacer este cuento realidad.

Es más fácil obtener lo que se desea con una sonrisa que con la punta de la espada. William Shakespeare

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Con cariño para mi sobrino David. Dragón rojo y bondadoso. Lleno de colores y de sol.

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Daniel miraba la sopa. Se aburría viendo fideos, letras y estrellas. —Come Daniel. —Respiraba papá—. No mires a las musarañas. Daniel estaba triste. Cada vez que se alegraba o entusiasmaba con algo, se metía en un lío. Rompía el jarrón, hacía mal las cuentas en el cole, tiraba aba-jo los paraguas del paragüero, tropezaba con un escalón o le reñían por chi-llar tanto. Por esa razón tenía miedo a ponerse contento. No sabía que la ale-gría era un regalo del cielo. Daniel no tenía manera de explicarle a mamá, a papá, a la maestra, que no lo podía evitar; así que estaba decidido a no reírse más, pero de pronto desde el fondo de la sopa, del tamaño de una judía gorda, una sonrisa. Mejor dicho, una risita de dragona roja.

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—Hola Daniel ¿Qué te pasa? —Saludo el animalillo. Dani, se froto los ojos. ¡No podía ser! Un bicho pequeño en su sopa. Miro a mamá, que estaba distraída haciendo crucigramas y papá mandaba un men-saje por el móvil. ¿No habían oído? —Sólo me oyes tú, Daniel, porque tu corazón es de niño. Los mayores no me pueden oír. ¿Qué te ocurre? No hace falta que digas nada. Piensa y te enten-deré. El niño estaba asustado. No sabía qué decir. ¡Una dragona roja en su sopa! Eso le daba mitad miedo, mitad alegría. No debía hablar con extraños, pero algo en su corazón le dijo que pensar no era hablar.

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—¿Cómo sabes mi nombre? ¿Quién eres? La dragona le explicó que ella era uno de los pocos dragones rojos de la so-pa. Casi todos los dragones de la sopa son blancos. Explicó también que la mayoría son buenos. Se sabe de su bondad por el brillo dorado de sus ojos. Ella conocía a Daniel desde hace mucho. Los dragones de la sopa vuelan de tazón a tazón y de plato a plato, recorren el mundo entero. Escuchan y obser-van la vida de las personas. No suelen decir nada, pero ella se atrevió, por-que le había visto triste. —¿Qué te pasa Daniel? —¡Qué cada vez que me alegro me riñen! ¿Es mala la alegría? —No ¡Por Dios! Menudo lío tienes. La alegría es una emoción, en la vida dra-gones y humanos pasamos por muchas emociones. Hay que vivirlas todas y aprender de todas, pero la alegría no es mala. Tal vez te ayude escuchar lo que a mí me pasó con el fuego. —¿Cómo se llama señora dragona? —Me llamo Teodora.

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Teodora le explicó a Daniel su hermosa historia. Hace miles de años que es-tos animales minúsculos y curiosos viven con los hombres. Pocas eran las afortunadas que podían verlos, digo afortunadas, pues normalmente sólo las mujeres era capaces de verlos, los hombres se pasaban el día cazando y guerreando. Cuando Teodora nació fue una gran sorpresa, porque todos eran blancos y ella era roja como un pimiento de Fresno de la Vega. Pero no fue esa la única diferencia. Todos los dragones soperos usaban el fuego, lo hacían bailar, her-vían la sopa y dibujaban lagartos ardientes en el caldo. Eran felices de sacar desde sus fauces chorros de hoguera y por la nariz humo blanco. Teodora tenía un problema con el fuego, cada vez que lo soltaba era tan fuer-te que quemaba una casa, reventaba el tazón o encendía las barbas del que estaba comiendo la sopa. Los dragones querían mantener su anonimato, pues a lo mejor a los humanos les daba por comerse a los dragones de la so-pa. Por eso, el fuego de Teodora era devastador. Sus errores no permitirían que estuvieran escondidos por muchos años.

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Le prohibieron a la dragona roja hacer fuego. Teodora no lo entendía. ¿Por qué otros usaban el fuego y ella no podía? —¿Por qué? —Preguntaba. —Porque tú no sabes usarlo —respondían con frialdad. —Enseñadme. —No sabemos, ni tenemos tiempo. Teodora al principio se sintió mejor. No usaba su fuego y nadie la reñía. No se metía en problemas, pero poco a poco se volvió muy... muy triste. No jugaba. Ni reía. Ni disfrutaba de nadar en la sopa. Para ella no usar su fuego era co-mo prohibirle volar a un pájaro o nadar a un delfín.

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Cuando pensaba que era malo tener fuego, una abuelina que estaba cociendo un pu-chero de sopa de cocido y que tenía cara de ser muy sabia, le habló. (Lo sabio se sabe por el número tan grande de arrugas que alguien tiene). Sonrío a Teodora y saludo: —Vaya. Una dragona roja, cuánto hace que no veía ninguna. —¿Me ves? ¿Hay más dragonas como yo? — Sí, te veo. Hay dragones y dragonas rojos. No todos son blancos. Los dragones ro-jos son mágicos. —Pues no sé qué tengo de mágica. —¿Aún no sabes usar tu fuego? ¿Verdad? —No. La abuela Aurelia enseñó a Teodora que el fuego no era algo malo. Casi todas las co-sas tienen siempre parte de bien y parte de mal, así son correctas. El fuego es algo maravilloso siempre y cuando lo sepas usar y disfrutar. Explicó que los dragones rojos eran más poderosos que los blancos y que su función en el mundo era dar calor en las casas donde el frío congela los corazones, pero para conseguirlo deben aprender, si no pueden volverse un peligro.

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—¿Qué deben aprender? —preguntó Daniel a Teodora. —La abuelina Aurelia me enseñó que debía aprender a usar mi fuerza y a medir la cantidad de fuego que debo usar en cada momento. Hay ratos de mucho fuego para calentar una casa fría y ratos de ser solo chispas. —Tu fuego me recuerda a mi alegría. —Claro Daniel, por eso te cuento mi historia. — ¿Y cómo se juega con la alegría, digo, con el fuego? —Es lo mismo. Los hombres en vez de fuego, tienen alegría. —Sonrió mo-viendo la colita. Teodora le contó a Daniel que la abuela Aurelia le enseñó a usar su llama. Era cuestión de estar atenta, (de no perder el paso, ni la respiración profunda) cada vez que jugase con su fuego. De ese modo pudo hacer figuras de lagar-tos en los platos, hervir la sopa y mucho más.

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Su llama era tan hermosa y grande, que durante horas podía hacer fuegos ar-tificiales que no provocaban incendios, crear círculos de fuego en el aire y ca-lentar las casas de las familias pobres. De ese modo no tenían frío en invier-no. —Teodora, ¿y qué puedo hacer con mi alegría? —Daniel, hay momentos para ser hoguera grande como la de San Juan y mo-mentos para ser una brasa de castañas. Tú decides… y si eliges bien, eso lle-va tiempo aprenderlo, no tendrás problemas con tu alegría. —Y cuando me quiero reír... y todos están serios... o les parece mal que me entusiasme... o quieren que esté muy quieto. —Hay tiempo para moverse y tiempo para estar quieto, ¿sabes? La alegría y el fuego también salen por los ojos y por las manos. No sólo por los pies. En realidad puede salir por todo el cuerpo. Puedes pintar, bailar, reír, soñar con tu alegría. O simplemente mirar con felicidad.

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La dragona le explicó que, hasta que supo dominar bien el fuego, los demás le tenían miedo pues su soplido era gigante y ardoroso. La abuela Aurelia le enseñó a sacar el fuego por los ojos y por el resto del cuerpo. El fuego de la mirada no daña, ni quema, es como la luz. La dragoncina encendió para Da-niel sus ojos y su sonrisa. ¡Qué maravilla de colores! Luz de todos los colores del arcoíris. No quemaba, ni molestaba a nadie. Hoy los dragones blancos la aceptan, y la quieren muchísimo (trabajo les cos-tó), pero por fin saben de la bondad y fuerza de los dragones rojos. Por cada dos mil dragones blancos, nace una dragona o un dragón rojo, para enseñar-les a los demás la hermosura de la luz. —Daniel, ten paciencia. A veces a los demás les cuesta entendernos. Otras veces no nos conocemos todavía. Tú eres un gran regalo. No olvides tu valor. Aprende a manejar y disfrutar tu alegría. Serás un gran maestro de la risa, pe-ro has de ser humilde.

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—Lo haré —Sonrío Daniel y sacó su alegría por primera vez a través de los ojos—. Los demás entenderán mi alegría con el tiempo, pero es importante que no la deje morir. Teodora se despidió contenta. Salió volando del plato. Como una chispa de colores desapareció más allá de las cortinas blancas de la ventana. Se fue a enseñar a otra niña que tenía un problema parecido a Daniel. Mamá miró a Daniel. Papá también. Al verle el brillo en los ojos le dieron un beso. —¡Qué guapo que es nuestro Daniel! —Dijo papá. —Un tesoro —Dijo mamá. Daniel pensó: —Vaya, me funcionó sacar alegría por los ojos; y aunque otras veces no fun-cione, es igual. Es muy bonito vivir mi alegría. He de cuidarla y algún día en-señaré a los demás cuán grande y maravilloso es el fuego que todos lleva-mos dentro. Aprenderé de los dragones rojos y seré entre los hombres un maestro del entusiasmo. Seré yo mismo.

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Este cuento busca editorial. Si te gusta ruédalo o ponte en contacto con nosotros. Es un placer compartir latidos. Nuestra profesionalidad a tu servicio. La alfabetización emocional es la evolución del ser humano. Un saludo de: Lidia Iris Masferrer Oncala. [email protected] http://www.misscuchiflita.blogspot.com.es/ Manuel Ferrero López del Moral. [email protected] http://www.manutecuenta.com/