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2º de Bachillerato Historia de la Filosofía Año 2011/2012 Tema 9 TEMA 9. David Hume y el empirismo La demolición del pensamiento medieval ocasionada por las críticas del Renacimiento y el nuevo método científico, ligado a una nueva concepción de la naturaleza, pronto tuvo su contrapartida filosófica. El siglo siguiente, el siglo del Barroco, vio aparecer una nueva concepción filosófica, el racionalismo. El racionalismo intenta construir un nuevo sistema de pensamiento que sustituya el aristotélico-escolástico, y lo intenta utilizando los recursos derivados de la deducción y del rigor matemático. Por el camino, realiza un giro crítico hacia la propia conciencia subjetiva del individuo, para analizar sus posibilidades reales de conocimiento y deducir desde ella, axiomáticamente, una nueva y rigurosa interpretación metafísica del mundo. Este revolucionario giro cartesiano hacia el sujeto inaugura, propiamente hablando, la Edad Moderna en lo que a la filosofía se refiere. Pues bien: el empirismo tendrá la misma intención: volver a fundamentar la filosofía analizando las posibilidades cognoscitivas de la conciencia subjetiva humana. Pero darán un giro radical al método deductivo racionalista. Los empiristas analizarán la conciencia de forma desnuda, a partir de su relación con el mundo de la experiencia, sin dar por supuesto en ella ningún tipo de contenido. Analizarán el encuentro entre la conciencia subjetiva y el mundo objetivo partiendo de la idea de que esa conciencia se enfrenta al mundo como una pizarra en blanco. Por lo tanto, la tarea habrá de ser el análisis de los límites cognoscitivos de esta conciencia, límites que se encontrarán, como veremos, en los contenidos empíricos de esa misma experiencia. Recapitulando estas cuestiones en pocas palabras: el racionalismo se centró en los aspectos deductivo-matemáticos de la nueva ciencia; y el empirismo, en los aspectos empírico-inductivos para delimitar el alcance y contenidos de la conciencia. Pero ambos son respuestas características de la modernidad filosófica, de un nuevo sujeto autoconsciente y convencido de sus capacidades racionales, liberado de toda tutela exterior. El ser humano habrá de buscar en sí mismo sus límites y posibilidades, con la ayuda de su propia razón. Como dijimos, en eso consiste precisamente la modernidad en filosofía; el empirismo será una de sus dos vertientes; y como habremos de ver, con mucho la más influyente histórica y culturalmente. 9.1. El contexto cultural británico. Vida y obras de David Hume El parlamentarismo inglés El marco histórico y social en el que surge un pensamiento tan actual como el del empirismo es el de las revoluciones burguesas que tienen lugar en el siglo XVII en Gran Bretaña contra el poder absoluto del rey . Sin entrar en muchos detalles, la 1

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2º de Bachillerato Historia de la FilosofíaAño 2011/2012 Tema 9

TEMA 9. David Hume y el empirismo

La demolición del pensamiento medieval ocasionada por las críticas del Renacimiento y el nuevo método científico, ligado a una nueva concepción de la naturaleza, pronto tuvo su contrapartida filosófica. El siglo siguiente, el siglo del Barroco, vio aparecer una nueva concepción filosófica, el racionalismo. El racionalismo intenta construir un nuevo sistema de pensamiento que sustituya el aristotélico-escolástico, y lo intenta utilizando los recursos derivados de la deducción y del rigor matemático. Por el camino, realiza un giro crítico hacia la propia conciencia subjetiva del individuo, para analizar sus posibilidades reales de conocimiento y deducir desde ella, axiomáticamente, una nueva y rigurosa interpretación metafísica del mundo. Este revolucionario giro cartesiano hacia el sujeto inaugura, propiamente hablando, la Edad Moderna en lo que a la filosofía se refiere.

Pues bien: el empirismo tendrá la misma intención: volver a fundamentar la filosofía analizando las posibilidades cognoscitivas de la conciencia subjetiva humana. Pero darán un giro radical al método deductivo racionalista. Los empiristas analizarán la conciencia de forma desnuda, a partir de su relación con el mundo de la experiencia, sin dar por supuesto en ella ningún tipo de contenido. Analizarán el encuentro entre la conciencia subjetiva y el mundo objetivo partiendo de la idea de que esa conciencia se enfrenta al mundo como una pizarra en blanco. Por lo tanto, la tarea habrá de ser el análisis de los límites cognoscitivos de esta conciencia, límites que se encontrarán, como veremos, en los contenidos empíricos de esa misma experiencia.

Recapitulando estas cuestiones en pocas palabras: el racionalismo se centró en los aspectos deductivo-matemáticos de la nueva ciencia; y el empirismo, en los aspectos empírico-inductivos para delimitar el alcance y contenidos de la conciencia. Pero ambos son respuestas características de la modernidad filosófica, de un nuevo sujeto autoconsciente y convencido de sus capacidades racionales, liberado de toda tutela exterior. El ser humano habrá de buscar en sí mismo sus límites y posibilidades, con la ayuda de su propia razón. Como dijimos, en eso consiste precisamente la modernidad en filosofía; el empirismo será una de sus dos vertientes; y como habremos de ver, con mucho la más influyente histórica y culturalmente.

9.1. El contexto cultural británico. Vida y obras de David Hume

El parlamentarismo inglés

El marco histórico y social en el que surge un pensamiento tan actual como el del empirismo es el de las revoluciones burguesas que tienen lugar en el siglo XVII en Gran Bretaña contra el poder absoluto del rey. Sin entrar en muchos detalles, la

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verdadera primera revolución “democrática” europea no fue la francesa, sino la inglesa. Cuando el rey Carlos I Estuardo disuelve el Parlamento al exigirle éste una Petición de derechos (la famosa Bill of Rights) que limitaría el poder real (por no poder el rey conculcarlos ni derogarlos), la burguesía inglesa se rebela contra esa decisión. Los resultados de la guerra civil son bien conocidos: el rey Carlos fue decapitado, Cromwell gobernará una república imbuida del espíritu puritano (una especie de anglicanos más estrictos, más “calvinistas”), los Estuardo vuelven a la corona, Jacobo II intenta restaurar el catolicismo, la burguesía los vuelve a expulsar…

Y así llegamos a 1689: los dos partidos que se habían configurado en el parlamente, whigs (liberales) y tories (conservadores) hacen causa común, y tras la marcha de Jacobo traen a Guillermo de Orange (una dinastía holandesa) para que sea el nuevo rey, pero un rey sometido al Parlamento, que desde ese momento tendrá la supremacía, y formulará una Declaración de derechos, que así se convierten en inalienables y fijan las obligaciones y los deberes respectivos del Rey y el Parlamento.

Citemos algunos de ellos: el Rey no puede crear o eliminar leyes o impuestos sin la aprobación del Parlamento; el Rey no puede cobrar dinero para su uso personal, sin la aprobación del Parlamento; las elecciones de los miembros del Parlamento deben ser libres; las palabras del Parlamento “no pueden obstaculizarse o negarse en ningún otro lugar”… Estamos ante una democracia con la forma de una monarquía parlamentaria: el Parlamento se convierte en soberano y el rey se encuentra sometido a él. Sin ir más lejos, nuestro actual sistema político.

¿Quién representará la ideología de esta burguesía triunfante, que ha logrado transformar el sistema político evitando un proceso revolucionario de imprevisibles consecuencias? Evidentemente, el empirismo. John Locke primero, y David Hume después, representarán este nuevo espíritu liberal y moderado, práctico y sin prejuicios a priori; el espíritu de una nueva clase media segura de sí misma, que tira por tierra los viejos dogmas metafísicos y que se siente capaz de desarrollar su propia filosofía. No obstante, cabe hacer algún matiz: si John Locke representa esta ideología por antonomasia, Hume oscila hacia presupuestos más radicales y más cercanos a los que van a cristalizar en la Revolución Francesa.

Vida de David Hume (1711-1776)

David Hume nació en Edimburgo, la capital de Escocia, en 1711, y estudia en la Universidad de su ciudad natal. Aunque su padre, un terrateniente y comerciante, quería que estudiar derecho y siguiera la tradición empresarial familiar, esas no fueron sus intenciones. Más interesado por las letras y la filosofía, se marchó a estudiar a Francia con 23 años, y allí entró en contacto con la filosofía continental y con el ambiente y el pensamiento ilustrado característicamente francés.

En 1737 volvió a Inglaterra para publicar su obra más importante, el Tratado sobre la Naturaleza Humana; publicación que pasó sin pena ni gloria, así como un resumen posterior, Investigación sobre el entendimiento humano. Pero sí le dieron la suficiente mala fama de “ateo” y “radical” como para impedirle acceder a la Cátedra de Ética en Edimburgo y a la de Lógica en Glasgow, por lo que tuvo que ganarse la vida como bibliotecario de la Facultad de Derecho.

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Así que en cuanto se le presentó la ocasión, volvió a Francia como una especie de agregado cultural de la embajada. Allí fue especialmente bien recibido por los ilustrados franceses, especialmente Voltaire y Rousseau, para los que era una especie de mito viviente, y su pensamiento alcanza allí enorme éxito e influencia. En 1769 se retira definitivamente a Edimburgo, y vive sus últimos años con la satisfacción de ver su pensamiento triunfar en toda Europa (Kant consideraba que había logrado establecer su pensamiento filosófico gracias a él), y de gozar de la riqueza de un afortunado casamiento con una joven, hermosa y adinerada noble. Casi como Urdangarín.

Parece ser que su carácter era reflejo de su pensamiento: bonachón, optimista, escéptico, práctico y realista y, por lo que se cuenta, muy aficionado a las bromas. Hay una anécdota que refleja muy bien su forma de ser. En una velada filosófica, tan del gusto del siglo XVIII, una anciana dama le preguntaba por qué debía creer, ante las continuas polémicas filosóficas del siglos: si Dios existía, o no. Y Hume le replicó: “mire, señora, crea lo que quiera, pero crea poco”. Y en otra ocasión, un joven ilustrado le reprochó que no fuera tan combativo como antaño, a lo que éste replicó: “es que ahora estoy mucho más gordo”.

Las obras de Hume

Hume, como tantos otros ilustrados, escribió una gran cantidad de obras sobre asuntos políticos, históricos y sociales, además de los propiamente filosóficos. Entre sus obras se pueden citar las siguientes: una monumental Historia de Inglaterra, unos Discursos políticos, o unos Diálogos sobre religión natural.

Desde el punto de vista de la filosofía, sin embargo, bastaría con una sola obra para seguir formando parte de todos los temarios de la materia, y de una obra escrita, además, con tan solo 23 años; seguramente se trata del genio filosófico más precoz. Se trata del Tratado sobre la naturaleza humana. Ya dijimos líneas atrás que en el momento de su publicación tuvo un escasísimo éxito; no así al final de su vida. En 1740 publicó un breve resumen de este libro de forma anónima, al que posteriormente se le dio el nombre de Compendio de un tratado sobre la naturaleza humana. Así que lo resumió y lo refundió nuevamente en una obra más breve y sencilla que el tratado original, pero más compleja y elaborada que el compendio posterior: la Investigación sobre el entendimiento humano, que tuvo un alcance y repercusión mayores, aunque en ningún modo excepcional. La otra gran obra filosófica de Hume, si consideramos estas dos últimas como diferentes versiones del libro original, fue la Investigación sobre los principios de la moral, a la que él consideraba su obra más lograda y meritoria.

En las pruebas de acceso a la universidad de Asturias, desde que existe un registro informatizado, Hume ha sido preguntado, pardójicamente, la mitad de veces que Platón. La mayor parte de las ocasiones se ha tratado de textos procedentes del Compendio; en alguna ocasión del Tratado; en otra de la Investigación, y en alguna otra de un comentarista contemporáneo, si bien es un texto en el que se compara a Hume con Kant, y sin el conocimiento del pensamiento de éste último no se puede realizar.

Y una aclaración: aunque todos ellos tratan en su mayor parte acerca de cuestiones epistemológicas, es perfectamente posible que pueda caer un texto de contenido ético extraído de la Investigación sobre los principios de la moral; por eso será preciso estudiarlo igualmente.

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El propósito de Hume: el paralelismo con Newton

¿Cuál fue el propósito filosófico fundamental de la filosofía de Hume? En principio, se trataba de un propósito enormemente ambicioso: conseguir para las ciencias del ser humano lo mismo que Newton había conseguido para las ciencias físicas. El propósito ya viene indicado en el mismo título de su primera obra: Tratado general de la naturaleza humana.

Hume pensaba que si lograba descomponer el funcionamiento de la mente humana en sus elementos básicos (veremos más adelante cuáles son: impresiones e ideas; realizan el mismo papel que los átomos en la dinámica newtoniana) y a sus leyes fundamentales (las leyes de asociación de ideas; también se explicarán en su momento- mantendrían el mismo papel que los principios básicos del movimiento) junto con la fuerza del hábito mental (en este caso, afín a la gravitación), podría dar cuenta de las bases del conocimiento humano, de la moral, de la política… El proyecto, para Hume, debería desarrollarse en un marco empirista (sin ir más allá de la experiencia) y psicologista (se trata, en realidad, de un análisis del funcionamiento psicológico de la conciencia humana cuando se enfrenta al mundo exterior), y siguiendo los pasos del método por el que Newton había construido toda una solidísima física.

Sin embargo, al final del Tratado, el mismo Hume se mostró escéptico ante la posibilidad de semejante tarea, y en la Investigación sus objetivos se hicieron muchísimo más modestos. Abandona toda pretensión newtoniana, elabora su obra de forma mucho más breve y se propone explícitamente analizar el entendimiento humano (recordemos: en el lenguaje de la época, entendimiento designa lo que nosotros entenderíamos por razón; sólo a partir de Kant comenzará a modificarse el significado), pero con un fuerte carácter crítico: se tratará de fijar los límites de la capacidad de conocimiento del ser humano, introduciendo una nueva herramienta de análisis que apenas se encontraba en el Tratado (en este sentido, la Investigación aporta ciertas novedades): la distinción entre relaciones de ideas y cuestiones de hecho.

Se trata de una distinción en la que se basa la moderna distinción entre verdades necesarias y contingentes (que nos son bien conocidas) y que, aunque tiene elementos en común, no debe confundirse con la distinción de Leibniz entre verdades de hecho y verdades de razón, porque las interpreta de forma diferente. Lo veremos en su momento.

9.2. El empirismo en su contexto. John Locke y George Berkeley

Empirismo y racionalismo

El racionalismo se extendió como una línea de pensamiento característico del siglo barroco, del siglo XVII. En el tema anterior se explicó fundamentalmente a Descartes (1596-1650), pero se hizo también mención de Spinoza (1632-1677) y Leibniz (1646-1716). Todos ellos son autores que atraviesan la cultura europea de su siglo; pero que son mucho menos influyentes en Gran Bretaña. El empirismo, por su parte, tendrá como principal representante a David Hume (1711-1776), ya en el siglo

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XVIII, pero para poder comprender bien sus teoría será preciso explicar brevemente a otros dos pensadores, como son John Locke (1632-1704), el fundador del empirismo moderno, y a George Berkeley (1685-1753): un escocés, un inglés y un irlandés, respectivamente. Es decir, que el empirismo es, en líneas generales, un siglo posterior al racionalismo, y un estilo de pensamiento característicamente isleño y británico; en muchos sentidos ya se convierte en un pensamiento característico de la Ilustración, tremendamente próximo a las concepciones filosóficas contemporáneas (en política, ética o filosofía de la ciencia).

Todo esto se comentará en este tema. Pero antes es preciso explicar brevemente la relación general entre ambos conceptos. Empirismo y racionalismo son términos con dos acepciones o sentidos que no deben confundirse: por una parte, se refieren, de forma estricta, a las dos escuelas filosóficas de los siglos XVII y XVIII que estamos estudiando. Pero por otra parte, como el giro que inician ambas escuelas es un giro hacia el análisis de las condiciones del conocimiento humano, ambas se convierten en puntos de vista epistemológicos absolutamente generales, en algo así como unos criterios absolutos de clasificación para delimitar los puntos de vista que existen acerca del conocimiento humano, sea en filosofía, psicología, sociología, neurología o en el plano del simple sentido común. Este sería el primer sentido del término.

Y así, en este segundo sentido, todos aquellos que defiendan, con uno u otros matices, que el origen del conocimiento humano, o, al menos, de su estructuración, está en su propia conciencia, reciben el nombre de “racionalistas” (o “innatistas”, que en este contexto funcionaría como un sinónimo). Y todos los que niegan esta posibilidad, y defienden que al nacer la mente humana se encuentra absolutamente despojada de contenidos o estructuras preconfiguradas, y que todo ello lo adquiere la mente humana a partir de la experiencia (evidentemente, se trata de la idea básica del empirismo), reciben el nombre de “empiristas”.

Por lo tanto, en el primer sentido estricto, denominamos “racionalistas” (o “innatistas”), a Descartes, Spinoza y Leibniz; pero en el segundo sentido, podemos decir que el lingüista Chomski o la psicología cognitivista tienen “carácter racionalista”. Del mismo modo, en el primer sentido denominamos “empiristas” a Locke, Berkeley o Hume; pero en el segundo sentido podemos decir que la psicología conductista, o los lingüistas que defienden la tesis de la “relatividad lingüística” son igualmente empiristas. Repitámoslo: aunque estén relacionados, no mezclemos ambos conceptos.

Empirismo e ilustración

Acabamos de ver, igualmente, que aunque el fundador del empirismo, John Locke, se sitúe en el siglo XVII, la verdadera configuración definitiva y la verdadera influencia del pensamiento empirista se desarrolla a lo largo del siglo XVIII. Por lo tanto, se trata de un pensamiento característico de la Ilustración. Y como ya sabemos, la Ilustración es un proceso cultural que culmina en dos revoluciones que abren paso el mundo contemporáneo: la Revolución Americana y la Revolución Francesa.

Pues bien: el pensamiento racionalista no ejerció (casi) ninguna influencia sobre ese proceso histórico. Sin embargo, el empirismo tuvo una influencia directa, puesto que fue conformando y colocando las bases de buena parte de las ideas políticas contemporáneas: la teoría de que el poder y las formas de gobierno son un contrato

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entre los seres humanos; el parlamentarismo; la idea de los derechos políticos (libertad de opinión o de difusión de ideas); la libertad de conciencia (incluida la libertad de religión); la crítica al fanatismo y la superstición religiosa; la valoración sentido práctico y el sentido común frente a la pura especulación (es decir: dar la vuelta al esquema aristotélico, y privilegiar los saberes prácticos frente a los teóricos); el liberalismo; el capitalismo y el papel del mercado; el deísmo (creer en Dios de forma genérica, pero sin tomar partido por ninguna religión humana)… No nos ha de resultar extraño, por tanto, que el empirismo siga, con matices, presente entre nosotros también como escuela filosófica (aunque esta cuestión la desarrollaremos en el último apartado de este tema).

A la hora de explicar estas cuestiones, en este tema nos centraremos fundamentalmente (aunque no de forma exclusiva) en la epistemología empirista y en el nuevo modelo de teoría ética que defienden (el “emotivismo” moral y el “utilitarismo”), dejando el resto de las cuestiones políticas para el tema siguiente, dedicado íntegramente al pensamiento ilustrado.

John Locke: la negación de las ideas innatas y los límites del conocimiento

Como dijimos al principio de este tema, el pensamiento empirista comienza con John Locke. Su obra más importante es el Ensayo sobre el entendimiento humano (no confundir con la Investigación de Hume; la verdad es que no prodigaban imaginación a la hora de titular sus obras). Ahí formula el argumento clásico contra el fundamento del racionalismo, la afirmación de que el entendimiento posee ciertas ideas y principios innatos. Según el racionalismo, como nos es bien sabido, sería posible construir el edificio entero de nuestros conocimientos acerca de la realidad a partir de tales ideas y principios que el entendimiento encontraría dentro de sí mismo sin acudir a la experiencia.

Pues bien: Locke niega la existencia de ideas y principios innatos al entendimiento. Y el argumento con el que lo hace es el más clásico. Afirma que los principios de identidad o de no contradicción (ejemplos cartesianos de ideas innatas) no son poseídos por todo el mundo. Existen, al menos, dos tipos de personas que nos los poseen: los idiotas y los niños. Si se tratara de principios universales, esto no podría ser así; esa es la mejor prueba de que se adquieren por el aprendizaje y la cultura. Y respecto a la idea de Dios, que también para Descartes aparecía en la mente humana de forma intuitiva e inmediata, se podría realizar la misma crítica, puesto que hay pueblos enteros que no admiten la existencia de Dios; y muchos seres humanos individuales tampoco lo hacen. A partir de aquí, Locke generaliza su punto de vista: el límite y el fundamento de todo conocimiento humano se encuentra en la experiencia. La mente, al nacer, es una tabula rasa y es de la experiencia de donde obtiene todo conocimiento, creencia, opinión o sentimiento.

Las ideas y la experiencia

La tarea que Locke se propone a continuación es analizar el camino por el que nuestro entendimiento fabrica, a partir de la experiencia, las ideas que se encuentran en él y que son lo que constituyen propiamente el conocimiento (el conocimiento no tiene carácter material, como afirmaría un realista directo; el conocimiento no son cosas sino ideas –acerca de las cosas-: modernidad filosófica).

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En este momento cabe realizar dos aclaraciones. En primer lugar, que el conocimiento es siempre conocimiento de ideas (y no de cosas). En otras palabras, que no es posible para el sujeto acceder directamente al objeto de su conocimiento sino única y exclusivamente a su propia mente. Esta idea aparece con el giro subjetivo que la modernidad da a la filosofía, y en este sentido, la comparten racionalistas y empiristas. El realismo directo se queda definitivamente enterrado, y toda teoría del conocimiento habrá de asumir los presupuestos del realismo indirecto. Por eso el problema pasa a ser el siguiente: ¿cómo aparecen las ideas en mi mente?

En segundo lugar, que este nuevo punto de partida orienta la filosofía en un sentido psicologista, puesto que en realidad su tarea pasa a ser la siguiente: estudiar los mecanismos psicológicos de formación, combinación y asociación de ideas (a partir de la experiencia, evidentemente). Todas estas cuestiones van a ser asumidas en su totalidad por Hume.

El análisis concreto del mecanismo de conocimiento de Locke será muy sencillo: todas las ideas provienen de la experiencia, y las ideas son de dos tipos: simples y complejas. Las complejas se obtienen a base de combinar ideas simples y las simples provienen directamente de la sensación externa (percepción) o de la sensación interna (reflexión). No es preciso entrar en mayores complicaciones; más adelante veremos como Hume reelaborará todas estas cuestiones.

La causalidad y la idea de substancia

Un tipo de ideas complejas que sí conviene analizar más a fondo, por ser uno de los pilares del pensamiento racionalista, es la idea de substancia. Las ideas de las sustancias (las cosas: un árbol, una piedra, una rosa…) son complejas y están compuestas, por tanto, por una serie de cualidades o ideas simples.

Pongamos un ejemplo, como puede ser la idea de rosa. De una rosa percibimos su color, su forma, su olor, su sabor…; y partir de ello formamos la idea “rosa”. ¿Es esto, en realidad, la rosa? Para ser precisos, dice Locke, no: son el color de la rosa, la forma de la rosa…; pero no la rosa en sí misma, la sustancia “rosa”. Suponemos que hay algo distinto de las cualidades, que está debajo de esas cualidades perceptibles de la rosa (las cualidades perceptibles de la rosa son ideas simples, en su lenguaje, porque son el objeto de la sensación), constituyendo algo así como su soporte ontológico.

Así pues, no conocemos el verdadero ser de las cosas, la esencia de las cosas, la sustancia; y no la conocemos ni lo podemos conocer (tal conocimiento, de poder obtenerlo, sería “metafísico”). Y esto es lógico, puesto que para el empirismo, la experiencia es el límite de nuestro conocimiento.

Pero eso no le llevó a Locke a afirmar que no existe una realidad aparte de las ideas que aparecen en nuestra mente (las percepciones de las cosas). Las cosas, las sustancias, nos son desconocidas, pero existir, existen. Para Locke esto era evidente, puesto que estas sustancias son precisamente la causa de nuestras sensaciones, que luego el cerebro recoge como ideas simples. Así pues: las sustancias, los cuerpos, son la causa de nuestras sensaciones, aunque no podemos conocer esas sustancias en sí mismas. Por lo tanto, Locke es plenamente realista, y no idealista.

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George Berkeley y el giro idealista

Quien realiza el giro idealista en el pensamiento empirista, y por curiosos motivos teológicos, fue George Berkeley (que además era obispo y teólogo). Para Berkeley, la afirmación de Locke de que las ideas representan algo distinto de ellas mismas, y que constituye su causa, es incoherente y gratuita. Si lo único que conocemos son ideas, no tiene sentido decir que son representaciones de algo.

Fijémonos ahora en el giro que toma su pensamiento. ¿Conocemos las cosas? Por ejemplo, ¿conocemos la silla en la que estamos sentados? Todos nos sentiríamos tentados a decir que sí. Pues ya solo queda completar el razonamiento: si lo único que conocemos son ideas, y conocemos las cosas, entonces es que las cosas son ideas. La materialidad, la “substancialidad”, la existencia de las cosas, es una propiedad de la mente humana. “Esse est percipi”, o lo que es lo mismo, “existir consiste en ser percibido”; el ser de las cosas es su ser percibidas. Berkeley es el primer filósofo que a partir del realismo indirecto, pasa a defender tesis idealistas (y no realistas críticas, como por ejemplo Locke; recordad, a este respecto, vuestros estudios de epistemología de 1º de Bach.). Más adelante veremos de qué manera tratará Hume este mismo asunto.

A partir de aquí, Berkeley desarrolló una curiosa argumentación a favor de la existencia de Dios. ¿De dónde provienen las ideas de nuestra mente, entonces, si son lo único que podemos afirmar que existen? Puesto que su existencia, como la nuestra, es contingente, han de provenir del único ser absolutamente necesario, es decir, de Dios. Dios es la causa de las ideas de nuestra mente (de forma análoga a cómo la sustancia era la causa de nuestras ideas en Locke). Los pensamientos de Dios causan las ideas en nuestra mente.

Dicho sea de paso, esto implicaría un absoluto determinismo: cualquier percepción que yo vaya a realizar, previamente ha de ser pensada por Dios, que así albergará en su mente y en su voluntad todo el futuro; evidentemente, Berkeley era protestante (aunque irlandés) y no católico.

9.3. El conocimiento humano

Empirismo y principio de inmanencia

Desde este momento vamos a comenzar a desarrollar específicamente el pensamiento empirista de David Hume tal y como aparece en el Tratado y en la Investigación. Se tratará de un empirismo mucho más consecuente y desarrollado que el de Locke y Berkeley, en el que también se dará cuenta de las cuestiones que en estos dos autores resultaban problemáticas. Convendrá fijarse también en los conceptos que utiliza, pues cuando habla de impresiones o ideas no quiere decir exactamente lo mismo que Locke. Además, utiliza el concepto de percepción en lugar de sensación.

David Hume comienza por defender estrictos principios empiristas: “aunque nuestro pensamiento parece poseer una libertad ilimitada, en realidad está reducida a límites muy estrechos, ya que todos los materiales del pensar se derivan de nuestra

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percepción, interna o externa”. Y añade, además que “la razón no puede engendrar por sí misma una sola idea original”.

A este principio empirista añade nuestro autor el llamado principio de inmanencia. Lo que quiere decir este principio es que cualquier dato acerca de la realidad es inmanente al sujeto, es decir, que permanece dentro del mismo sujeto. El sujeto no accede a la realidad exterior, a la realidad misma, sino a percepciones de la misma que se encuentran en su conciencia. El sujeto no puede trascender los contenidos de su conciencia. En palabras de Hume: “nada puede estar presente a la mente sino una imagen o percepción. Los sentidos sólo son conductos por los que se transmiten estas imágenes sin que sean capaces de producir un contacto inmediato entre la mente y el objeto”. De nuevo, claramente formulada, la tesis del realismo indirecto.

Impresiones, ideas y el principio de copia o correspondencia

Pues bien, ahora ya llega el momento de determinar cuáles son esos contenidos inmanentes a la conciencia subjetiva humana. Como ya dijimos, varía y a la vez amplía la terminología empleada por Locke. Para Hume, todo contenido de conciencia es una percepción, la cual puede ser de uno de estos dos tipos: una impresión o una idea .

La distinción entre una impresión y una idea radica en el grado de fuerza o vivacidad. Las impresiones, serían “nuestras percepciones más intensas: cuando oímos, o vemos, o sentimos, o amamos, u odiamos, o deseamos, o queremos”, y las ideas que serían “menos intensas”, más débiles, algo así como el recuerdo o la reflexión sobre una idea. A su vez, mostrando aquí la influencia de Locke, Hume dividirá las impresiones en impresiones de sensación (las que se refieren a la experiencia externa) y en impresiones de reflexión (aquellas en las que el sujeto “se siente” a sí mismo, propias de la experiencia interna).

Hume define estos conceptos esenciales de la siguiente manera (citas textuales del Compendio: percepción es “todo lo que puede estar presente a la mente, sea que empleemos nuestros sentidos, o que estemos movidos por la pasión o que ejerzamos nuestro pensamiento y nuestra reflexión”. Impresión : es aquella percepción en la que “sentimos una pasión o una emoción de cualquier clase, o cuando las imágenes de los objetos externos nos son traídas por nuestros sentidos. Son nuestras percepciones vivas y fuertes.” E Idea es una clase de percepción en la que “reflexionamos sobre una pasión o sobre un objeto que no está presente. Las ideas son las percepciones más tenues y más débiles”. Nuestro entendimiento, habitualmente, trabaja con las ideas.

Para que nos acabe de quedar clara la distinción, Hume añade el principio de copia o correspondencia. ¿Por qué una idea es más débil que una impresión? De nuevo es muy fácil de comprender siguiendo sus palabras: porque “todas nuestras ideas no son sino copia de nuestras impresiones, es decir, que nos es imposible pensar algo que no hemos percibido previamente con nuestros sentidos internos o externos”.

La asociación de ideas

Pero las ideas, en la mente no se encuentran desconectadas. Por una parte, la imaginación tiene gran poder y libertad para asociarlas y combinarlas a su gusto; pero por otra parte, existe una especie de fuerza de atracción en las ideas por sí mismas,

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que tiende a asociarlas de maneras específicas. En palabras de Hume, “una especie de atracción que tiene en el mundo mental efectos tan extraordinarios como en el natural [la gravitación universal atrayendo las cosas unas a otras], aunque sus causas sean en gran parte desconocidas”. Aquí podemos apreciar la afinidad que existía entre sus intenciones y las de Newton: la gravitación tiende a unir los cuerpos de acuerdo con las leyes del movimiento; los principios de asociación de ideas tienden a unirlas entre sí y a impedir que permanezcan aisladas en la mente. De hecho, el conocimiento consiste siempre en relaciones entre ideas; un enunciado realiza precisamente ese tipo de tarea: “un diamante es un cristal” implica relacionar la idea de diamante y la de cristal; en este caso se trata de una relación de inclusión.

Al igual que Newton, Hume reduce a tres leyes el principio de asociación de ideas. Para él se trata de las tres siguientes: semejanza, contigüidad (o proximidad, tanto en el espacio como en el tiempo) y causa-efecto. Más adelante veremos que la más problemática habrá de ser la tercera (Hume las denomina relaciones naturales, por contraposición a las relaciones filosóficas, que sería cualquier comparación o análisis que deseáramos hacer entre determinadas ideas). Pongamos ejemplos de estas leyes:

Semejanza: tendemos a asociar aquellas ideas que guardan una cierta semejanza o parecido entre sí. Un cuadro o una fotografía dirigen nuestra mente al original que trata de representar o incluso a la vivencia que la fotografía haya podido captar.

Contigüidad: tendemos a agrupar aquellas ideas cuyas impresiones ocurrieron cercanas en el espacio y en el tiempo. Asociamos, por ejemplo, las ciudades con sus monumentos, y a menudo recordamos hechos del pasado enlazándolos con otras actividades realizadas en la misma época.

Causa-efecto: nos es inevitable pensar de un modo conjunto aquellas ideas entre las que establecemos nexos causales. Así por ejemplo, el humo nos obliga a pensar inmediatamente en el fuego.

La negación de las ideas generales y el criterio de significación

Fiel igualmente a la tradición empirista, Hume niega que existan las ideas generales. Usando expresiones que nos son bien conocidas, nuestro autor defiende el principio nominalista. En sus propias palabras se entiende perfectamente: “no existen las ideas generales y abstractas, sino que todas las ideas generales no son, en realidad, sino ideas particulares vinculadas a un término general, que recuerda en determinados momentos otras ideas particulares que se asemejan en ciertos detalles a la idea presente en la mente”. El término general “caballo” no se refiere a la “caballidad”, pero nos permite recordar todos los caballos concretos, que guardan cierto parecido entre sí y por eso los agrupamos bajo ese término.

De forma novedosa, ante la presencia de ideas dudosas o ambiguas, Hume añade un criterio de discriminación y de posterior significación. Cuando no tengamos claro el significado de algún término, o en qué sentido debemos emplearlo, hay que hacerse siempre la siguiente pregunta: “¿de qué impresión (o impresiones) se deriva esta idea?”. Ha de ser la impresión de la que dependa una idea la que convierta ésta en una idea clara y precisa. Pero si no puede remitirse a ninguna impresión concreta, debemos concluir que el término en cuestión, “ carece de significado ” .

(Más adelante veremos que el resultado de utilizar este criterio con todos los viejos conceptos filosóficos como “substancia”, “dios”, “esencia” o “causa” va a resultar demoledor.)

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Las relaciones de ideas y las cuestiones de hecho

Como ya hemos mencionado, en la Investigación sobre el entendimiento humano, Hume introduce una nueva distinción, que apenas se encontraba presente en el Tratado. Se trata de la distinción entre relaciones de ideas y cuestiones de hecho, distinción que se inspira en la distinción que hace Leibniz entre verdades de razón y verdades de hecho. Para Leibniz, las, verdades de razón son verdades necesarias que no se refieren a la realidad, y son innatas. Se basan en el principio de identidad, sin son afirmativas, y en el de contradicción, si son negativas. Su opuesto, evidentemente, es imposible. Las verdades de hecho, por el contrario, son contingentes y su opuesto es posible; se refieren a la realidad y se basan en el principio de razón suficiente.

Hume va a reinterpretar esta distinción desde presupuestos estrictamente empiristas. Para nuestro autor, todos los objetos de la razón y del conocimiento humano pueden dividirse de forma clara y evidente en dos grupos diferentes: las relaciones de ideas y las cuestiones de hecho.

Las relaciones de ideas pertenecen a las ciencias lógicas y matemáticas, y expresan afirmaciones intuitiva o demostrativamente ciertas, porque se basan en las relaciones entre símbolos (Hume anticipa aquí el sentido de “verdades analíticas”, que el término empleado modernamente). Las proposiciones de este tipo se pueden descubrir por las meras operaciones del entendimiento (o la razón), independientemente de lo que pueda pasar o existir en el universo, empírico y de que sean o no aplicables en él. A las relaciones entre ideas, evidentemente, corresponde razonamientos demostrativos, es decir: deducciones. En realidad, se limitan a expresar identidades entre símbolos o definiciones formales previamente establecidas, pero en ningún modo constituyen verdades innatas y a priori.

Las cuestiones de hecho no son averiguadas de la misma manera, ni la evidencia de su verdad es la misma. Se refieren a la realidad exterior y se adquieren de forma empírica; afirmar lo contrario de una cuestión de hecho no implica contradicción y puede ser perfectamente concebido por la mente. Los razonamientos acerca de las verdades de hecho no son demostrativos, sino probables (de tipo inductivo). ¿Dónde está la novedad de su planteamiento? En que considera que los razonamientos sobre las cuestiones de hecho se fundan en las relaciones de causa-efecto. En el apartado siguiente vamos a desarrollar esta cuestión en detalle; quizá el aspecto más influyente del pensamiento de Hume.

9.4. Análisis de la realidad: causalidad, inducción, hábito y creencia

El problema de las cuestiones de hecho

Una vez establecida esta distinción, Hume cree necesaria investigar cuál es la evidencia que poseemos acerca de las cuestiones de hecho. Y cree que la naturaleza de esa evidencia depende de si las cuestiones se refieren al pasado, al presente, o al futuro.

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Cuando una cuestión de hecho se refiere al presente, como por ejemplo, en una expresión como la siguiente: “Pedro viste un jersey rojo y unos pantalones vaqueros”, la evidencia viene proporcionada por las propias impresiones. Si una cuestión de hecho se refiere al pasado, como la siguiente: “Ayer Pedro vestía un jersey rojo y unos pantalones”, está claro que la evidencia ya no se puede remitir a las impresiones, pero sí al recuerdo de dichas impresiones, es decir, a la memoria. Para Hume, por tanto, la evidencia de las cuestiones de hecho no es problemática cuando se refiere al presente o al pasado.

El problema está en el futuro, ya que sobre él no podemos tener impresiones. Sin embargo, pese a no recibir impresiones del futuro, nos atrevemos a realizar afirmaciones acerca de él, a realizar predicciones (que son, en realidad, el verdadero producto de la investigación científica). Si vemos que una bola de billar se dirige hacia otra bola, nos atrevemos a afirmar que la segunda bola se moverá, sin tener (todavía) impresión de dicho movimiento. ¿En qué nos basamos?

Hume da la siguiente respuesta: “todos los razonamientos acerca de cuestiones de hecho parecen fundares en la relación de causa y efecto. Tan sólo por medio de esta relación podemos ir más allá de nuestra memoria y de nuestros sentidos”. En otras palabras, que creo saber que la segunda bola se moverá porque el choque de la primera será la causa de ese movimiento. La conclusión de Hume, por tanto, es que hay que realizar un análisis detallado del concepto de causalidad, dado el papel que juega en el conocimiento humano.

La relación causa-efecto y la idea de conexión necesaria

La siguiente afirmación que realiza Hume es que “las causas y los efectos no pueden describirse por la razón, sino únicamente por la experiencia”. Para un empirista y un nominalista esto ha de ser necesariamente así. En primer lugar, porque el principio de razón suficiente (“toda causa supone un efecto y todo efecto es resultado de una causa; todo sucede por alguna razón o motivo causal”) no es un principio innato y necesario, sino una verdad contingente y de experiencia, una “cuestión de hecho”.

En segundo lugar, porque el efecto es distinto de la causa, y por lo tanto, no puede descubrirse en ella (nominalismo estricto, pues). De hecho, se trata de impresiones diferentes: percibimos por separado el fuego y la quemadura, o el fuego y el humo; o el impacto de la primera bola y el movimiento de la segunda. El sólo examen racional de una cosa en sí misma no permite descubrir los efectos de que puede llegar a ser causa, sino que hay que acudir siempre a la experiencia. Todo descubrimiento sobre el comportamiento de la naturaleza ha de realizarse experimentalmente, no a priori.

Observemos lo que sucede en nuestra mente. Percibimos una cosa (adquirimos su impresión); a continuación, y contigua, pegada a la anterior, tanto en el tiempo como en el espacio, percibimos otra (adquirimos otra impresión). Realizamos esta percepción en varias (muchas) circunstancias generales. A continuación, denominamos a la primera impresión causa, y a la que le sigue, efecto. Pero tanto la causa como el efecto son cosas diferentes que nuestra mente, cuando reflexiona sobre ellas (sobre sus ideas) asocia de forma necesaria. La causalidad no es más que una ley psicológica de asociación de ideas; una ley que explica el funcionamiento de nuestro entendimiento.

Pero en realidad, no existe ninguna conexión necesaria entre la causa y el efecto. Cuando enunciamos cualquier cuestión de hecho referida al futuro no nos estamos basando en la necesidad de las conexiones causales en las que se base. De

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hecho nos estamos basando en el parecido (empírico) que encontramos en distintas situaciones; parecido que nos induce, que nos empuja a esperar efectos semejantes a los que hemos visto en situaciones similares en el pasado. Esta idea es el fundamento de la crítica de Hume a la concepción tradicional de la causalidad. A nosotros, de hecho, nos resulta extraño que los efectos no se desprendan, necesariamente, de la causa, por estar de alguna forma relacionados de forma interna o esencia con ella: el fuego quema porque su naturaleza, su esencia, es esa y no otra; y admitido eso, el efecto es connatural y necesario a la causa.

El hábito y la costumbre

Pero esta idea de sentido común que acabamos de mencionar es la que Hume tira por tierra. Nuestro autor convierte el fundamento de la causalidad en un simple hábito psicológico. Si experimentamos repetidamente que una bola de billar mueve a otra, o que el fuego quema, todo me inducirá a creer que una situación semejante volverá a suceder lo mismo. Pero esto implica un presupuesto metafísico de enormes consecuencias: creer que el futuro va a ser como ha sido el pasado.

Y la creencia de que el futuro será como ha sido el pasado es una cuestión de hecho, indemostrable, que se basa, igualmente, en el hábito psicológico de haber visto, que en el pasado, la naturaleza se comportó con regularidad. Y como nos es bien sabido, este argumento no puede demostrar esa afirmación, porque es un argumento circular: “la naturaleza se comportará con regularidad porque en el pasado se comportó con regularidad”.

En realidad, el fundamento de la afirmación “la segunda bola de billar saldrá despedida” es el mismo que el de la siguiente: “Juanra no me reñirá por haber llegado tarde”. En los dos casos, en el pasado experimentamos esos efectos, y prolongamos nuestra confianza en el futuro. Lo que pasa que en el segundo caso nuestra confianza es más débil que en el primero, pero desde el punto de vista lógico, ambas afirmaciones tienen el mismo fundamento: es la costumbre la que me induce a la creencia de que volverá a repetirse el mismo acontecimiento. Las inferencias causales acerca del futuro, fundamento de todo conocimiento humano y especialmente del científico, no se basan en la seguridad absoluta de la razón: no son sino creencias (muy probables y firmes, eso sí) basadas en el hábito y la costumbre.

Por cierto: creo que es evidente que, en última instancia, detrás del análisis humeano de la causalidad está el problema de la inducción. La predicción causal tiene un fundamento inductivo y no deductivo; y el conocimiento inductivo no puede aspirar a la seguridad absoluta. Haber visto cientos, miles o millones de cisnes blancos, nos habitúa, nos acostumbra a la creencia de que “todos los cisnes son blancos”; pero no nos da ninguna seguridad de que el próximo que veamos no sea negro. Digamos que Hume se centró más en la explicación psicológica del problema que en su explicación lógica.

La creencia

El análisis anterior muestra hasta qué punto Hume reduce el papel de la razón o el entendimiento humano y le señala límites muy estrechos. En nuestra vida somos guiados, en gran medida, por los hábitos creados por la experiencia. No podemos tener

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certeza racional sobre las cuestiones de hecho que afectan directamente nuestra existencia.

Pero a cambio, tenemos otra cosa con la que, a efectos prácticos, es suficiente para vivir de manera segura. En los seres humanos existe una especie de instinto natural que nos guía en la interpretación de los hechos; ese instinto se ajusta a la realidad mediante la creación de hábitos. Así pues, en las cuestiones de hecho, la creencia (“belief”) sustituye la certeza racional.

Esta creencia la considera Hume un sentimiento muy vivo. Así que si yo recibo la impresión de “fuego”, automáticamente, de forma causal, mi entendimiento la asocia con la idea de “quema”. Pero esta idea se ve reforzada por ese vivo y agudo sentimiento en que consiste la creencia. Con lo cual, la idea de “quema” adquiere la misma fuerza práctica que si fuera una impresión que ya hubiéramos recibido. Una idea, reforzada por la creencia, se hace tan viva, tan clara, tan aguda, que casi equivale a una impresión.

De este modo es posible que el hábito nos sea suficiente para vivir y desenvolvernos sin problemas. Para Hume, la creencia basada en la causalidad se basa en un instinto natural propio de los seres humanos; nosotros diríamos que razonar de forma causal e inductiva, aunque carezca de base lógica, es una característica que la selección natural ha proporcionado a nuestra mente por resultar adaptativa, útil, práctica, eficaz… La ciencia parece dar la razón a nuestro autor.

9.5. La crítica a la metafísica: análisis de la substancia y del yo

Matemáticas y física

Armado con todas las herramientas de análisis que acabamos de ver, Hume se propuso realizar un análisis detallado de todo el conocimiento humano. Comienza, en primer lugar, por las Matemáticas. Las matemáticas versan sobre relaciones de ideas, y permiten realizar razonamientos demostrativos a priori. Ya dijimos, al hablar de las relaciones de ideas, que son una creación del entendimiento humano, al relacionar dos ideas idénticas entre sí (como por ejemplo “triángulo” con “figura geométrica de tres lados y tres ángulos”). Como es habitual en él, Hume les da un fundamento psicológico, puesto que nuestro entendimiento, ya lo sabemos, posee leyes de asociación de ideas. En este caso, se trataría de la ley de “semejanza”; la igualdad es un caso extremo de ella.

Con respecto a la Física, afirma, como es lógico, que versa sobre hechos, y su finalidad es aprender a controlar y regular los acontecimientos, descubriendo los efectos futuros que se han de desprender de sus causas anteriores. Por lo tanto, a la física le afecta directamente toda la crítica anterior que acabamos de ver. Conceptos fundamentales de la física, como el de fuerza o ley necesaria, en realidad no son sino conexiones que realiza nuestra mente de sucesos de los que en el pasado hemos recibido impresiones encadenadas (recibimos las impresiones conjuntamente y luego las conectamos, en nuestra mente, de manera necesaria). En realidad, dice Hume, es lógico que esto sea así. Nadie ha recibido nunca una impresión directa de una causa, una fuerza

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o una ley necesaria. Lo único que se reciben son impresiones de sucesos que siguen a otros sucesos. Repitámoslo una vez más: la conexión la realiza nuestro entendimiento.

Ahora bien; como en el caso anterior de la causalidad, Hume afirma que la Física sólo puede formular leyes probables y no necesarias, pero esa probabilidad es tan elevada, que en la práctica es suficiente para que podamos manipular la realidad: fabricar aviones que probablemente vuelen y probablemente nos lleven a Berlín; pero con una probabilidad, repito, que en la práctica es una certeza. Como vemos, un punto de vista absolutamente moderno.

Escepticismo metafísico. La substancia

Como no podía ser menos, Hume se muestra especialmente terminante en su rechazo de la Metafísica. La considera un pretendido saber “abstruso, dogmático y que conduce a la superstición”. Nuestro autor adopta un escepticismo crítico y moderado, que él cree que puede aplacar el orgullo de muchas pretensiones filosóficas y teológicas. Y se trata de un escepticismo crítico porque no niega la posibilidad de todo conocimiento, sino de aquel que es inviable a la luz del funcionamiento del entendimiento humano. De hecho, el escepticismo no sólo nos cura del dogmatismo de los metafísicos, sino que además nos impide perder el tiempo con cuestiones insolubles.

Veamos como analiza el concepto clásico de la metafísica, el de “sustancia”. Como bien dijo Locke, la sustancia no puede ser percibida. No tenemos impresiones de la sustancia en sí misma. La palabra “sustancia” no designa sino un conjunto de impresiones particulares que nos acostumbramos a percibir juntas. La “rosa”, en sí misma, es la unión habitual de un color, una figura, un olor. Pero no podemos afirmar de ninguna de las maneras que la “rosa”, en sí misma, exista, al margen de su ser percibida. La afirmación de Locke de que la substancia “rosa” era la causa de nuestras impresiones, no puede ser demostrada. (Además, sabemos que Hume niega el concepto de causalidad).

¿Significa eso que Hume cae en el idealismo de Berkeley? ¿Afirma nuestro autor que lo único que existe son las percepciones en las mentes? Tampoco; se trataría del mismo error, porque esa afirmación es indemostrable. Hume, fiel a su sentido práctico y a su moderado escepticismo, afirma que aunque no se pueda demostrara la existencia de las cosas en sí mismas, al margen de su percepción, sí que hay una serie de argumentos que hacen muy probable su existencia y que en la práctica equivalen a una seguridad (argumentos que no existen a favor del idealismo).

Tales argumentos son los siguientes: existe una constancia y una regularidad en nuestras percepciones (es decir, siempre acompañan a la “rosa” las mismas percepciones); todos percibimos lo mismo; las impresiones son enormemente vivaces; los distintos sentidos se coordinan entre sí (no hay contradicción entre lo que nos indica el olor de una rosa y su sabor, o entre la vista y el tacto)… ¿Cuál puede ser la hipótesis más probable y económica que dé cuenta de todas estas sorprendentes coincidencias? Pues la hipótesis realista; pero repitámoslo, hipótesis altamente probable no equivale a certeza absoluta.

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El “yo” y la identidad personal

El siguiente concepto filosófico clásico que se va a enfrentar a su análisis será el del “yo” o la identidad personal. En este caso, su planteamiento es radical: a nuestra idea de “yo” no le corresponde ninguna impresión, por lo tanto se trata de un concepto sin significación alguna.

Ahora bien: ¿por qué no podemos percibir a nuestro propio yo? Hume es muy claro: nunca nos percibimos a nosotros mismos, sino que percibimos en nuestro interior una emoción, una sensación, un dolor, una apetencia; que además son cambiantes a lo largo del tiempo. Pero como aparecen unas a continuación de otras, y en el mismo sitio, las unimos mediante las leyes de asociación de ideas (contigüidad, en este caso), y les conferimos substancialidad (las “hipostatizamos”). Pero el “yo” y la identidad personal, como tales, no existen. La única garantía de nuestra unidad como sujetos la proporciona la memoria, que conserva en una secuencia lineal todas las impresiones que aparecen en nuestra mente unas a continuación de otras.

Veamos un breve ejemplo del transcurso de las clases. Hace unos años discutimos si una persona que padeciera la enfermedad del alzheimer en estado avanzado seguía siendo la misma. Yo, provocadoramente, afirmaba que al no poder remitir todos sus recuerdos a ella misma en una secuencia lineal (de hecho no reconocía a sus hijos como tales, o sólo a veces; o mezclaba el presente con el pasado), había perdido su yo y su identidad, y ya no podía ser considerada la misma persona; ahora ya sabemos de dónde venían las ideas que estaba utilizando. A Marcos, el hermano de Álex, dicha idea le resultaba inconcebible: su madre “siempre sería su madre”. Se estaba mostrando, pues, como un cartesiano: la res cogitans como soporte estable de la individualidad y de todos los actos de pensamiento (o la noción teológica de alma).

Comparemos esta crítica demoledora de la identidad individual, esta autocrítica radical del sujeto, con la sustancialización que realiza Descartes de la res pensante en el siguiente fragmento, uno de los más famosos del Tratado. Se trata de un ejemplo más de la modernidad del pensamiento de Hume, la perspicacia con la que analizó problemas filosóficos que siguen siendo contemporáneos:

Si hubiera alguna impresión que originara la idea del Yo, esa impresión debería permanecer invariablemente idéntica durante toda nuestra vida, pues se supone que el Yo existe de ese modo. Pero no existe ninguna impresión que sea constante e invariable. En lo que a mí respecta, siempre que penetro más íntimamente en lo que llamo mí mismo tropiezo en todo momento con una u otra percepción particular, sea de calor o de frío, de luz o sombra, de amor u odio, de dolor o placer. Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso sin una percepción, y nunca puedo observar otra cosa que la percepción. [Algunos gurús orientalizantes ganan fortunas intentando enseñar la contemplación de ese mí mismo, ese desnudo yo interior -el oooohm y toda esa parafernalia hippiosa-; no se reiría poco ni nada Hume de ellos -ya lo hago yo por él-].

La mente es una especie de teatro en el que distintas percepciones se presentan de formas sucesivas, pasan, vuelven a pasar, se desvanecen y mezclan en una variedad infinita de posturas y situaciones. No existe en ella con propiedad ni simplicidad en un tiempo, ni identidad a lo largo de momentos diferentes. La comparación del teatro no debe confundirnos: son solamente las percepciones las que constituyen la mente, de modo que no tenemos ni la noción más remota del lugar en que se representan estas escenas, ni tampoco de los materiales de los que están compuestas.

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La existencia de Dios

Hume también realiza una crítica radical de las pruebas de la existencia de Dios. Ninguna demostración puede probar que Dios exista. Las pruebas tomistas (las cinco vías) no pueden funcionar al utilizar la causalidad e ir más allá de los límites de nuestra experiencia; y tampoco el argumento ontológico de San Anselmo, puesto que no encierra ninguna contradicción afirmar “dios no existe”; y esa era precisamente la base de su reducción al absurdo. De hecho, la idea de Dios es la típica idea que no se corresponde con ninguna impresión concreta.

Pero tampoco nuestro autor cree posible demostrar sin ningún género de dudas la existencia de Dios, por poco probable que ésta sea. Desde su consecuente escepticismo, Hume defiende, posiciones agnósticas y no ateas; aunque en su momento esta postura no era bien comprendido (recordemos, en este sentido, los problemas que le ocasionó su reputación para alcanzar algún cargo docente en la universidad) y se le consideraba el típico ateo ilustrado, enemigo del fanatismo de la religiosidad dogmática (aunque en éste último sentido, el juicio sobre él sí era adecuado), aunque no de la creencia religiosa en sí misma.

Un simple ejemplo puede mostrar su actitud frente a la religión. Ante la afirmación “Jesús resucitó de entre los muertos”, él no afirma que se falsa; al fin y al cabo, no estaba allí, no tiene impresiones (percepciones, recordemos) de tal suceso… Pero se permite realizar la siguiente observación: dado los hechos que acostumbran a suceder en el mundo, y que por hábito y costumbre conocemos, “¿qué es más probable, que un hombre pueda resucitar tras haber muerto, o que los testimonios estén equivocados…?”. Y cuando un amigo, en su lecho de muerte, le pregunto si no creía en la inmortalidad del alma, le contestó: “También es posible que un pedazo de carbón puesto al fuego no arda”.

9.6. Emotivismo moral y utilitarismo

El racionalismo moral

La parte más conocida del pensamiento de Hume es la que hace referencia a la epistemología; pero fijémonos en que su pretensión era la de construir una ciencia total de la naturaleza humana; no hay más que recordar el título completo de su Tratado. Por eso nuestro autor no dejó de lado en su análisis la ética.

La teoría ética, en general, realiza el siguiente planteamiento. En primer lugar parte de la constatación de que en toda sociedad y para todo individuo existe un determinado código moral (describible de forma objetiva), formado habitualmente por una serie de imperativos morales (“debes hacer esto”, “no debes hacer lo otro”) y una serie de juicios morales (“esto está mal”, “esto está bien”). Habitualmente, el fundamento del juicio moral es el imperativo moral: “Caín es malvado por haber matado a su hermano, siendo así que un mandamiento ordena que no has de matar”. Evidentemente, esta justificación es insatisfactoria, porque es plenamente circular: “¿en qué se basa el imperativo de que no has de matar?”. Sin fundamentar el imperativo, no hay juicio moral posible. Así pues, la filosofía, al reflexionar sobre cuestiones éticas, debe plantearse la pregunta por el origen y fundamento de los juicios morales.

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La respuesta más clásica a esta pregunta, extendida desde los griegos, y afín a su característico intelectualismo moral, es la siguiente: la distinción entre lo que es moralmente malo y lo que es moralmente bueno, entre las conductas viciosas y las conductas virtuosas, es una distinción basada en el entendimiento, en la razón. La razón puede conocer el orden natural y objetivo de las cosas y a partir de este conocimiento establecer lo que es moralmente valioso, puede determinar qué conductas y actitudes son acordes con el mismo y por lo tanto buenas, o desacordes y por lo tanto malas: ése sería precisamente el fundamento de nuestros juicios morales. Por ejemplo: el orden de las cosas muestra que todos los seres desean sobrevivir, y luchan por ello. Por lo tanto, la vida es buena y valiosa; no se debe matar y matar es malo.

A una ética así, que considera que los juicios éticos pueden ser racionalizables y objetivos, que pueden ser objeto de conocimiento y se basan en la naturaleza, se le ha llamado modernamente “ética cognoscitiva”, y anteriormente, “ética racionalista” o “naturalista”.

Conocemos muchos ejemplos de estas justificaciones éticas: para Aristóteles el ser humano poseía “lógos”, y por lo tanto, su bien moral consistía en buscar su felicidad desarrollando este lógos. Para los estoicos el mundo estaba sometido a un férreo determinismo; entonces lo bueno para el ser humano debía ser afrontar de forma consciente su destino y no rebelarse contra él. Primero se conoce racionalmente la realidad; luego se deduce de ella una determinada moral.

La “falacia naturalista”

Hume vuelve de nuevo a ser revolucionario en éste aspecto, y proporciona una nueva orientación al pensamiento ético. El fundamento de su crítica consiste en la denominada “falacia naturalista”. Veamos en qué consiste dicha falacia, con un texto clarísimo del propio Hume:

En todo sistema moral de que hay tenido noticia hasta ahora he podido siempre observar que el autor sigue durante cierto tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo la existencia de Dios, o realizando observaciones sobre los quehaceres humanos, y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de que, en vez de las cópulas habituales de las proposiciones –es y no es-, no veo más que proposiciones que están conectadas con un debe o un no debe. Este cambio es imperceptible; pero resulta del a mayor importancia. En efecto, ya que este debe o no debe expresa una nueva relación o afirmación, es preciso que ésta sea tenida en cuenta y explicada, y que se dé razón de algo que parece absolutamente inconcebible: cómo es posible que esta nueva relación se deduzca de otras totalmente diferentes. Estoy seguro de que una pequeña reflexión sobre este asunto daría la vuelta a todos los sistemas corrientes de moralidad, haciéndonos ver que la distinción entre el vicio y la virtud no está basada meramente en relaciones de objetos, y tampoco es percibida por la razón.

Pretender derivar del “ser” (de lo que es la naturaleza humana y de la naturaleza de las cosas) el “deber ser” (el bien y el mal morales, la virtud y el vicio) es una forma de argumentar falaz, insostenible e injustificable. Si lo pensamos bien, podría servir para justificar el siguiente razonamiento: “es un hecho que la mujer es más débil que el hombre; por lo tanto, debe estar sometida a él”.

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El sentimiento como fundamento de la moral

Así pues, si los enunciados en los que se expresan los valores, los juicios y los imperativos morales no son cuestiones de hecho, ni son accesibles a la razón, ¿qué son entonces? Pues son la expresión de los sentimientos morales. Si miramos a los objetos o a las acciones, la bondad o la maldad no aparece por ningún lado; sólo aparece cuando miramos en el interior de nuestro corazón. La moralidad se siente, no se juzga. Lo bueno genera en nosotros un sentimiento de aprobación, y lo malo, un sentimiento de desaprobación. Es lógico que esto sea así, porque, si lo miramos bien, la razón no es nunca el motor de los fines morales; no son los argumentos los que nos mueven a actuar de una manera u otras, ni los que nos hacen preferir ciertos fines morales, son los sentimientos, las emociones (ahora bien, la razón sí que nos ayuda a establecer los mejores medios para alcanzar esos fines); ellos son los únicos que poseen esa fuerza.

Pongamos un ejemplo real. Cuando el profesor Jesús Neira salió en defensa de una mujer que estaba siendo maltratada (sí: la misma miserable de la repugnante, execrable, deleznable y nunca suficientemente vejada Tele 5), no fue la razón la que le empujó a ello. La razón le habría indicado que enfrentarse a alguien más fuerte y despiadado que tú y acostumbrado a la violencia, no podría traerle buenas consecuencias. No obstante el sentimiento de solidaridad humana, de proteger al débil, le empujó a defender a la mujer, con las trágicas consecuencias que eso le supuso. La razón, en todo caso, le podría haber indicado el mejor medio para conseguir el fin de repeler la agresión: pegarle con una silla en la cabeza, rociarle con un extintor; pero en ningún caso fue el motor de su acción.

En esencia, este es el punto de vista que se conoce con el nombre de “emotivismo moral” y más recientemente, con el de “ética no cognitivista” (puesto que no conocemos lo bueno o lo malo: lo sentimos). En realidad, Hume no fue el primero en formularla, sino otros des pensadores ingleses anteriores, el Conde de Shaftesbury (1671-1713) y Francis Hutcheson (1694-1746). Pero nuestro autor fue el primero en sistematizar y justificar dicha teoría, dándole un base epistemológica con la falacia naturalista que comentamos líneas atrás.

El criterio utilitarista

Pero Hume fue más allá de sus dos predecesores, y reforzó el emotivismo moral con una idea que en su momento sí que era novedosa. Lo que nuestro autor se pregunta a continuación es lo siguiente. ¿En qué consiste exactamente el sentimiento moral? Es un sentimiento de aprobación o desaprobación. Lo bueno genera en nosotros sentimientos de aprobación, y lo malo sentimientos de desaprobación. Cuánto más fuerte sea el sentimiento, con más facilidad nos puede empujar a la acción (en el caso del profesor Neira, su sentimiento fue mucho más fuerte que el del resto de la gente que se limitó a mirar –aunque sintieron, igual que él, que estaban ante una acción mala-).

La pregunta más interesante se la hace Hume a continuación: ¿qué es lo que despierta en nosotros ese sentimiento? Según nuestro autor, ese sentimiento es despertado por la utilidad de la acción contemplada de forma global y colectiva. En sus propias palabras, “todo lo que contribuye a la felicidad de la sociedad merece nuestra aprobación”. Fijémonos, además, que el criterio para medir la utilidad de la acción reside en la cantidad de felicidad que es capaz de proporcionar. De nuevo realismo,

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optimismo y sentido práctico. Este punto de vista, que tendrá una larga tradición posterior, se conoce con el nombre de “utilitarismo”. Así pues, la ética de Hume es emotivista y utilitarista (aunque nuestro autor todavía no utilizaba este término).

Sólo falta una cosa por explicar: ¿qué pasa con los malvados? Los malvados también tienen ese sentimiento moral (para Hume sería un sexto sentido a añadir a los cinco habituales), pues son conscientes, aún realizándolos de la maldad de sus actos. En todo caso, puede haber personas cuyo sentido moral no funcione correctamente, exactamente igual que cuando afirmamos de alguien que “no ve bien” (con referencia a una mayoría que sí lo hace); esos serían los psicópatas propiamente dichos. Hannibal Lecter o Dexter, no obstante, son demasiado encantadores y no son el mejor modelo de lo que la psiquiatría entendería por “psicópata”.

9.7. La dimensión histórica del pensamiento de Hume

La tradición británica: empirismo, nominalismo y sentido práctico

El pensamiento de Hume es un pensamiento radicalmente distinto del de Platón, Aristóteles y Descartes, por citar los tres autores previos que le acompañan en las pruebas PAU. De hecho, en términos históricos, su estilo de pensamiento está mucho más presente y resultó más influyente históricamente que el de cualquier contemporáneo suyo (como veremos a continuación). Tan sólo un ejemplo, ya mencionado: Kant, probablemente el más grande filósofo de todos los tiempos, afirmó que Hume “le despertó de su sueño dogmático”.

No obstante, Hume no es un pensador aislado, ni el empirismo una tradición que surge espontáneamente en el siglo XVII. Fijémonos en la clave del pensamiento humeano: las impresiones aisladas que recibe la mente son los datos básicos, a los cuáles no cabe buscarles mayor explicación, y entre los cuáles no es posible descubrir ningún tipo de conexión o vinculación interna de carácter necesario. Todo lo que conocemos y lo único que podemos experimentar son las percepciones, los fenómenos, lo que aparece en nuestra mente (de ahí que se diga siempre que Hume es “fenomenista”). La vinculación entre estos elementos fenoménicos es añadida por las operaciones de nuestra mente.

Pues bien: este punto de vista no es muy diferente del punto de vista nominalista que defendió Guillermo de Occam. Y siempre existió una interpretación empirista, inductivista y observacional del pensamiento de Aristóteles, despreocupada de sus esencias y sustancias metafísicas, que arraigó con especial fuerza en Gran Bretaña (“nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu”, se decía entonces: no existe nada en la mente que antes no hubiera sido una sensación).

Toda esta filosofía empirista, nominalista, con grandes dosis de sentido común y de sentido práctico, tolerante y reivindicadora del papel de la ciencia y la tecnología (no olvidemos que la física, la química, la geología y la biología modernas nacieron en Inglaterra), se puede apreciar igualmente en Roger Bacon y Francis Bacon. Estas son precisamente las raíces históricas de la corriente filosófica empirista.

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Ética, política y economía

La influencia posterior del empirismo habrá de ser muy grande en aspectos no estrictamente empistemológicos. En la ética, el utilitarismo tendrá un largo recorrido de la mano de pensadores como Jeremy Bentham (1748-1832) o John Stuart Mill (1806-1873). En cualquier caso, considerar buenas a las acciones que proporcionan la mayor cantidad de felicidad al mayor número posible de personas, es un criterio absolutamente contemporáneo (mucho más que los criterios aristotélicos, sin ir más lejos).

El utilitarismo, habitualmente, se asocia igualmente al liberalismo político (de hecho, los grandes teóricos del utilitarismo fueron también los teóricos del liberalismo; en ese sentido, la obra de Mill, Sobre la libertad, sigue siendo un clásico). Maximizar la felicidad de los individuos supone reconocerles autonomía, libertad y derechos políticos, junto con grandes dosis de tolerancia civil. Eso supone todo un sistema de contrapesos y controles al poder del estado (parlamentarismo, separación de poderes…). Ideas todas ellas fundadas en los pensamientos de Locke y Hume y en sus trayectorias personales.

La economía moderna, que nace con la crítica a la fisiocracia (que consideraba la tierra el origen de toda riqueza) y sostiene la tesis de que el valor se funda en el trabajo, habitualmente recibe el nombre de economía política. Pues bien: también recibió enormes influencias de esta línea de pensamiento que venimos viendo. La propiedad privada fue considerada un derecho por la teoría política empirista, así como la libertad de mercado, que ofrece a los individuos la posibilidad de maximizar su riqueza y a través de ella, su felicidad. Y el crecimiento de la riqueza y la actividad económica es bueno porque genera una mayor cantidad de posibilidades y de felicidad para la mayor parte de las personas.

Adam Smith (1723-1790), el autor de La riqueza de las naciones, sostuvo estos puntos de vista, y creía que el sentimiento moral humano empujaba a crear riqueza y disfrutarla de forma compartida, como un contrapeso a los sentimientos egoístas, que también empujaban a la creación de riquezas. David Ricardo (1772-1823), otro de los grandes economistas clásicos, compartió estos puntos de vista.

El empirismo moderno, la filosofía de la ciencia y la filosofía del lenguaje

El empirismo, además, como corriente filosófica, sigue plenamente presente en la actualidad; y siempre con más fuerza en la tradición filosófica anglosajona. Lo que sucede es que ha orientado sus investigaciones epistemológicas en dos nuevas direcciones: la filosofía de la ciencia y la filosofía del lenguaje.

La filosofía de la ciencia es la investigación acerca del método científico, su fundamento, su lógica interna o las diferencias entre los distintos tipos de ciencia. Todos los grandes filósofos de la ciencia contemporáneos se inscriben en esta tradición empirista: Karl Popper, Bertrand Russell (estos dos también realizaron reflexiones globales sobre el conocimiento humano, o sobre asuntos éticos y políticos; es interesante situarlos porque a menudo sus textos, comentando otros filósofos, aparecen en las pruebas PAU), Rudolf Carnap, Thomas Kuhn…

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2º de Bachillerato Historia de la FilosofíaAño 2011/2012 Tema 9

La filosofía del lenguaje (la reflexión sobre la capacidad de significación del lenguaje y por su capacidad de representar el mundo objetivo), por su parte, desarrolló una corriente de pensamiento en el siglo XX denominada filosofía analítica. La filosofía analítica también se inserta en la tradición empirista, y parte de una idea que ya está en Hume. Éste decía que los términos que no podían remitirse a ninguna impresión, carecían de significado. La filosofía analítica se plantea analizar la capacidad racional y cognoscitiva humana no a través de la conciencia humana, sino indirectamente, a través del análisis del lenguaje.

El “giro lingüístico” en filosofía es el cambio revolucionario característico del siglo XX. Sus máximos representantes serán Bertrand Russell, Ludwig Wittgenstein, Rudolf Carnap, John Searle… No obstante, todas estas cuestiones serán tratadas con más detalle en el último tema de la programación, el tema 14. Casi que lo veremos después de los exámenes PAU.

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