negus, keith - los géneros musicales y la cultura de las multinacionales · 1. cultura, industria y...

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1. Cultura, industria, género: las condiciones de la creatividad musical Un tema central de este libro es la idea de que la industria produce cultura y la cultura produce una industria. Este motivo vertebra mi estudio del negocio de la música y la producción de diferentes géneros, y se emplea para proponer una manera concreta de pensar sobre estas actividades y esferas de la vida que con frecuencia se separan artificialmente según las categorías de «economía» y «cultura». En este capítulo inicial me gustaría explicar con más detalle por qué adopto este enfoque, qué pretendo con la utilización de estos términos y reconocer mis deudas con otros estudiosos. Así, ahora introduciré algunos de los principales temas que presentaré a lo largo de todo este libro y que ilustraré más detalladamente en los capítulos posteriores. Al proporcionar un breve esbozo esquemático de las ideas teóricas que han guiado mi pensamiento y que forman parte integral del resto de este libro, analizaré por separado algunos hilos intelectuales que en la práctica están a menudo juntos, ya sea en las discusiones cotidianas sobre la música de un concierto o en las reflexiones teóricas y los estudios empíricos de varios escritores. En realidad, ésta será sólo una estrategia explicativa temporal, pues volveré a juntar las hebras en los capítulos posteriores de este libro. De la producción de cultura a la cultura de producción Con la expresión «la industria produce cultura» me refiero al modo en que las multinacionales del ocio montan estructuras organizativas e instituyen prácticas de trabajo para crear productos identificables, artículos de consumo y «propiedades intelectuales». Este enfoque está basado en las ideas de la economía política y en los estudios de las organizaciones y los emplea para examinar las diversas estrategias de las multinacionales y las prácticas empresariales de las compañías musicales y los medios de comunicación. Los estudiosos que han seguido esta amplia línea de razonamiento suelen tener tendencia a narrar una historia de la «producción cultural» en la cual las prácticas, la forma y el contenido de la música popular (y de otras formas culturales) se ven influidas de diversas maneras por un abanico de coacciones organizativas y criterios comerciales. Muchos estudios de la producción cultural en general y el negocio de la música en particular están condicionados por los supuestos de la economía política, o lo que a veces se califica como economía política «crítica», etiqueta utilizada por los escritores que quieren subrayar que no sólo les interesan los problemas técnicos o los temas de administración de empresas, sino también las valoraciones normativas sobre «la justicia, la igualdad y el bien público» (Golding y Murdock, 1996). 1 Un tema fundamental para quienes se inscriben en esta tradición de investigación puede resumirse en la siguiente pregunta: ¿cómo ejercitan y mantienen el control 1 Vale la pena señalar que el término «crítica» está lejos de ser sencillo, se ha utilizado con demasiada frecuencia como calificación y a menudo se emplea retóricamente en los juegos de posicionamiento que llevan a cabo algunos académicos. A pesar de las revelaciones presentadas en su artículo, Golding y Murdock también utilizan este recurso para hacer una dis tinción bastante tosca entre la investigación organizativa «crítica» y la «ad- ministrativa» y así tergiversar la obra de investigadores radicales que trabajan en el campo de los estudios organizativos, además de ignorar la ortodoxia «crítica» (y las convenciones de género) de tanta economía política reproducida sin crítica alguna.

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Apuntes de Historia de la Música II.

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Page 1: NEGUS, Keith - Los Géneros Musicales y La Cultura de Las Multinacionales · 1. Cultura, Industria y Género

1. Cultura, industria, género: las condiciones de la creatividad musical  

Un  tema  central de este  libro es  la  idea de que  la  industria produce  cultura  y  la  cultura produce una  industria. Este motivo vertebra mi estudio del negocio de  la música y  la produc‐ción de diferentes géneros, y se emplea para proponer una manera concreta de pensar sobre estas actividades y esferas de  la vida que con  frecuencia se separan artificialmente según  las categorías de  «economía»  y  «cultura».  En  este  capítulo  inicial me  gustaría  explicar  con más detalle por qué adopto este enfoque, qué pretendo con  la utilización de estos términos y re‐conocer mis  deudas  con  otros  estudiosos.  Así,  ahora  introduciré  algunos  de  los  principales temas que presentaré a  lo  largo de todo este  libro y que  ilustraré más detalladamente en  los capítulos posteriores. Al proporcionar un breve esbozo esquemático de  las  ideas teóricas que han guiado mi pensamiento y que forman parte  integral del resto de este  libro, analizaré por separado algunos hilos  intelectuales que en  la práctica están a menudo  juntos, ya sea en  las discusiones cotidianas sobre  la música de un concierto o en  las reflexiones teóricas y  los estu‐dios  empíricos  de  varios  escritores.  En  realidad,  ésta  será  sólo  una  estrategia  explicativa temporal, pues volveré a juntar las hebras en los capítulos posteriores de este libro.  De la producción de cultura a la cultura de producción  

Con  la  expresión  «la  industria  produce  cultura»  me  refiero  al  modo  en  que  las multinacionales del ocio montan estructuras organizativas e instituyen prácticas de trabajo para crear  productos  identificables,  artículos  de  consumo  y  «propiedades  intelectuales».  Este enfoque está basado en las ideas de la economía política y en los estudios de las organizaciones y  los  emplea  para  examinar  las  diversas  estrategias  de  las  multinacionales  y  las  prácticas empresariales de  las compañías musicales y  los medios de comunicación. Los estudiosos que han seguido esta amplia línea de razonamiento suelen tener tendencia a narrar una historia de la «producción cultural» en la cual las prácticas, la forma y el contenido de la música popular (y de otras formas culturales) se ven influidas de diversas maneras por un abanico de coacciones organizativas y criterios comerciales. 

Muchos estudios de la producción cultural en general y el negocio de la música en particular están condicionados por los supuestos de la economía política, o lo que a veces se califica como economía política «crítica», etiqueta utilizada por  los escritores que quieren subrayar que no sólo  les  interesan  los  problemas  técnicos  o  los  temas  de  administración  de  empresas,  sino también las valoraciones normativas sobre «la justicia, la igualdad y el bien público» (Golding y Murdock,  1996).1  Un  tema  fundamental  para  quienes  se  inscriben  en  esta  tradición  de investigación puede resumirse en la siguiente pregunta: ¿cómo ejercitan y mantienen el control  1 Vale la pena señalar que el término «crítica» está lejos de ser sencillo, se ha utilizado

con demasiada frecuencia como calificación y a menudo se emplea retóricamente en los juegos

de posicionamiento que llevan a cabo algunos académicos. A pesar de las revelaciones

presentadas en su artículo, Golding y Murdock también utilizan este recurso para hacer una

dis tinción bastante tosca entre la investigación organizativa «crítica» y la «ad-

ministrativa» y así tergiversar la obra de investigadores radicales que trabajan en el campo

de los estudios organizativos, además de ignorar la ortodoxia «crítica» (y las convenciones

de género) de tanta economía política reproducida sin crítica alguna.

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en  las  multinacionales  sus  responsables  y  cuáles  son  las  consecuencias  de  ello  para  los trabajadores y el público en general? En  lo que a  la  industria musical se refiere, esto plantea preguntas sobre el efecto de los esquemas de la propiedad capitalista en la obra creativa de los artistas y las opciones disponibles para los consumidores. 

La economía política ha aportado muchas ideas nuevas sobre las diversas maneras en que la propiedad empresarial afecta a  las prácticas culturales, subrayando cómo  la producción tiene lugar dentro de una serie de  relaciones de poder desiguales, cómo  las presiones comerciales pueden  limitar  la  circulación  de  ideas  no  ortodoxas  u  opuestas  y  cómo  el  control  de  la producción por parte de unas pocas multinacionales puede contribuir a ampliar  las divisiones sociales y las desigualdades de información, no sólo dentro de los países sino a escala mundial.2 Que  las multinacionales del ocio y el arte más  importantes están  intentando  continuamente controlar la producción cultural y por tanto maximizar los beneficios que ésta les reporta es una idea que los economistas políticos destacan una y otra vez. Uno de los métodos clave utilizados por las multinacionales modernas para mantener el control es la adopción de varias estrategias empresariales (Fligstein, 1990); en el capítulo 2 me centraré en estos métodos y en sus conse‐cuencias. 

A  pesar  de  estas  revelaciones,  las  conclusiones  de  la  economía  política  son  a menudo previsibles, pues describen la propiedad de las multinacionales como un factor que lleva a unas formas  rígidas  de  control  social  con  un  impacto  negativo  en  las  actividades  creativas  de  los músicos, los empleados de las multinacionales y los clientes de la industria discográfica. Según afirman  Steve  Chapple  y  Reebee  Garofalo  (1977)  en  un  exhaustivo  estudio  histórico  de  la industria discográfica en Estados Unidos, la conversión de la música en artículo de consumo y el control de su producción por parte de unas pocas grandes multinacionales también tienen un impacto negativo en  los sonidos que nos  llegan,  lo cual provoca  la erosión de  las actuaciones contrarias o «antimaterialistas», pues  los músicos y  los empleados de  la  industria musical son absorbidos por una industria del ocio que constituye «una parte indivisible de la estructura de las multinacionales  norteamericanas»  (ibid.,  pág.  300).  Otros  escritores  que  han  seguido  la economía política con el fin de comprender las industrias musicales han llegado a conclusiones similares.3

2 2. Una figura clave en el desarrollo de esta trayectoria de teorización ha sido Herbert

Schiller, quien afirmó con convicción que los esquemas de la propiedad de las multinacionales

han afectado al debate público y la forma, el contenido y las prácticas con las que se crea

la cultura. Para su razonamiento sobre la «toma de posesión de la expresión pública por parte

de las multinacionales» véase Schiller (1989); para un razonamiento sobre la aparición de una

forma del «dominio transnacional de la cultura por parte de las multinacionales» en el

comercio internacional véase Schiller (1991), y para los razonamientos sobre cómo el control

de los medios de comunicación produce formas de «desigualdad informativa» véase Schiller

(1996). Para un esbozo claro de las conexiones entre la economía política de la

comunicación/cultura y la obra de Karl Marx véanse los textos de Nicholas Garnham (1990).

Para una serie de estudios del control de la prensa y los informativos, principalmente en

Gran Bretaña, véase la obra de Peter Golding y Graham Murdock (Murdock y Golding, 1974, 1977;

Golding, 1990). Para una perspectiva más internacional véanse Armand Mattelart (1991) y

Vincent Mosco (1996). 3 El más notable de ellos es Harker (1980), pero véase también la introducción de Frith

(1988).

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Las  pesimistas  conclusiones  alcanzadas  por  gran  parte  de  la  economía  política  nos transmiten  la  imagen de unos poderosos propietarios que ejercen un poder casi omnipotente sobre  las  prácticas  de  los  músicos  y  las  opciones  de  los  consumidores.  Esto  se  opone frontalmente  a  las  experiencias  emocionantes  y  agradables  que  muchos  de  nosotros obtenemos de los productos procedentes de la industria musical. La economía política siempre me  ha  parecido  atractiva  cuando  pienso  en mis momentos  de  congoja  como miembro  de grupos contratados por las compañías discográficas, pero menos convincente cuando pienso en la  composición  y  la  interpretación  de  canciones  y  en  las muchas  actividades  que  implica  el consumo musical. 

Uno de  los problemas que plantea es  lo que Peter Golding y Graham Murdock (1996) han denominado «estructuralismo». El término «estructura» se emplea en los debates cotidianos y en las disciplinas de la ciencia social como metáfora para explicar el modo en que las relaciones sociales y  las actividades parecen adquirir  solidez:  las estructuras  sociales,  las estructuras de poder,  las  estructuras  empresariales  de  la  industria musical,  por  ejemplo.  Esto  transmite  la impresión  de  estar  ante  construcciones  imponentes,  dominadoras,  que  son  estáticas, permanentes  e  invariables,  algo  fácil  de  asumir  si  se  visitan  algunos  de  los  bloques  de  las multinacionales en Manhattan. Sin embargo, Golding y Murdock nos recuerdan que este tipo de «estructuras»  surgen de  las actividades humanas  cotidianas, que  son dinámicas,  cambian con  el  tiempo  y  contribuyen  a  su mantenimiento.  Estas  actividades  humanas  implican  a  los músicos además del público y el personal que trabaja en las multinacionales y para sus diversas marcas subcontratadas, filiales y compañías. 

Un problema relacionado con el anterior, también identificado por Golding y Murdock, es el del «instrumentalismo»: la observación de que las multinacionales capitalistas tienen intereses específicos (acumulación de capital, búsqueda de beneficios, una manera concreta de organizar la  producción)  no  significa  necesariamente  que  la  obra  de  los músicos  y  trabajadores  de  la industria de  los medios de  comunicación en general no pueda  reducirse a una  simple  lógica instrumental ni explicarse con ella. Como Garofalo (1986) reconoció más tarde, al reelaborar las críticas de la industria musical que había escrito con Chapple, «no existe correlación punto por punto  entre  el  control  económico  del mercado  y  el  control  de  la  forma,  el  contenido  y  el significado de la música» (pág. 83). La industria no puede limitarse a construir las estructuras de control  y manejarlas  de  una manera  instrumental. Quienes  se  centran  en  la  propiedad  y  el control a través del prisma de la economía política olvidan la vida organizativa menos metódica que existe dentro de  las  compañías;  a  los  seres humanos que habitan  las estructuras de  las multinacionales. Un  enfoque  instrumentalista  descuida  las  numerosas mediaciones  humanas que tienen lugar entre las estructuras empresariales y las prácticas y los sonidos de los músicos, sobre todo la obra de los intermediarios de la música y las industrias de los medios de comuni‐cación. 

Durante muchos  años  las  actividades  de  estos  trabajadores  en  las  organizaciones  de  la industria musical, y de quienes, más en general, participan en la producción cultural comercial, se explicaron mediante analogías con una «cadena de montaje» o «línea de producción». Se observó que  la producción de canciones de éxito,  junto con películas de Hollywood y novelas, era similar a la manufacturación industrial. Los observadores críticos conjugaron una imagen de «factorías  de  canciones»  burocráticas,  ocupadas  en  montar  melodías,  letras  y  ritmos estandarizados  e  intercambiables,  o  propusieron  un  modelo  analítico  de  administradores 

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anónimos  que  trasladaban  mecánica  y  secuencialmente  los  productos  de  los  artistas  al público.4

Estos modelos mecanicistas se han incorporado, con frecuencia de una manera no crítica, a las  afirmaciones  de  que  la música,  como  otras  industrias,  se  organizaba  en  términos  «for‐distas», utilizaba  técnicas de producción en masa  similares a  las que desarrolló Henry Ford y vendía  sus  productos  a  un  mercado  de  masas  indiferenciado  (Lash  y  Urry,  1994).  Este argumento  puede  encajar  convenientemente  en  una  teoría  general  sobre  la  emergencia universal de un tipo de «posfordismo» flexible, pero no tiene en cuenta las características espe‐cíficas históricas del desarrollo de la industria discográfica. Desde su aparición al final del siglo xix, el negocio de la música grabada (y de hecho de la industria editorial de las partituras en la que se basan muchas prácticas  laborales) se ha organizado según  las producciones a pequeña escala y  las ventas a nichos de mercado  cambiantes,  junto a  la  creación de grandes éxitos y bombazos  (la  mayoría  de  las  grabaciones  que  salieron  a  la  luz  en  el  siglo  xx  nunca  se comerciaron  o  vendieron  a  un  público  «de masas»).  Además,  desde  sus  inicios  la  industria discográfica ha empleado diversas actividades de marketing y promocionales, legales e ilegales, a  pequeña  escala  y  basadas  en  equipos,  como  manera  de  acercarse  a  los  consumidores, prácticas que muy bien podrían etiquetarse como «flexibles».5 Lo importante, por tanto, no es que  la  industria  de  la música  haya  experimentado  una  profunda  evolución  de  la  cadena  de montaje a la «desintegración flexible» más caótica (Lash y Urry, 1994). Lo que ocurre es que la discográfica  se  ha  descrito  equivocadamente  como  una  industria  ante  todo  mecánica  e industrial. 

Mucho  antes  de  los  debates  sobre  el  «posfordismo»,  Richard  Peterson  (1976)  había intentado desafiar los paralelismos superficiales con las industrias manufactureras burocráticas, exigiendo  una  «perspectiva  de  la  producción  de  cultura»  que  recomendaba  también  en oposición a  la  idea de que  los productos culturales son simplemente  la obra de artistas  indivi‐duales (desde  los cuales  luego  llegaban al público). Basándose en  las  ideas de Howard Becker (1974, 1976) sobre los «mundos artísticos» colaborativos en los que se crea la cultura, Peterson (1976) deseaba subrayar el modo en que  la cultura es «fabricada» por un abanico de grupos ocupacionales en el marco de unos medios sociales específicos. Ilustró esta idea con una serie 

4 Una de las formulaciones de este tipo más influyentes puede hallarse en la crítica de la

industria de la cultura llevada a cabo por Theodor Adorno y Max Horkheimer, publicada

originalmente en alemán en 1944. Un modelo sociológico más formal (un «análisis de los

sistemas de la industria de la cultura enmarcado organizativamente») fue desarrollado por

Paul Hirsch (1972), que propuso un modelo de «flujo de filtrado» de producción musical

mediante el cual los creadores artísticos proporcionaban la «materia prima» que luego se

procesaba y pasaba por el sistema hasta llegar al público. Para un estudio y una crítica más

extensos de este tipo de enfoque véase Ryan y Peterson (1982) y también mi crítica ampliada

de la producción musical y cultural (Negus, 1996, capítulo 2; Negus, 1997). 5 Para un estudio de la historia de la grabación y de la importancia de las pequeñas

compañías discográficas y el crecimiento de los subgéneros y las numerosas actividades

promocionales, véanse Garofalo (1997) y Laing (1969). Para una crítica del enfoque

posfordista de la producción cultural y el modo en que sus suposiciones han influido en los

estudios sobre la industria musical, incluyendo mi primer libro, véase Hesmondhalgh (1996a,

1996b).

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de  estudios  cada  vez más  detallados  de  las  «estructuras  organizativas»  y  la  «producción  de sistemas» en los que se manufacturaba la música country, que culminó en su estudio histórico de  la  «institucionalización»  de  la música  country  como  proceso  en  el  que  un  conjunto  de personas  se dedica  a  la  tarea  irónicamente  consciente de «fabricar  autenticidad»  (Peterson, 1997). 

La perspectiva de  la «producción de  cultura» de Peterson es un desafío deliberado a  los estudiosos que  intentan entender el  trabajo creativo según  lo que él  llama «el  raro genio de unas pocas personas selectas». En cambio, enfatiza «las disposiciones estructurales en  las que trabajan  los  innovadores» (Peterson, 1997, pág. 10). En  lugar de aceptar  la perspectiva parcial de  las  biografías  individuales,  Peterson  argumenta  que  deberíamos  prestar  atención  a  las condiciones específicas que han determinado que el talento haya podido salir a la luz y ser re‐conocido.  En  sus  propios  escritos,  Peterson  ha  demostrado  cómo  unos  tipos  concretos  de cantantes tenían el privilegio de ser considerados «country» (intérpretes blancos que adopta‐ban estilos rústicos específicos) y cómo un abanico de artistas, mánagers,  locutores de radio, productores, músicos,  compositores de  canciones  y  editores  se  encargaban de  seleccionar  y modelar  sistemáticamente  lo  que  llegaría  a  considerarse  música  country  «auténtica».  Yo coincido  con  el  énfasis  de  Peterson  en  comprender  las  condiciones  en  las  que  grandes individuos pueden desarrollar su talento, y utilizaré explícitamente parte de su trabajo sobre la música country en el capítulo 6. 

Mientras  Peterson  escribía  en  Estados  Unidos,  Antoine  Hennion  (1982,  1983,  1989) investigaba  la  producción  musical  en  Francia  y  llegaba  a  conclusiones  similares  sobre  la «creación  colectiva»,  añadiendo  que  los  empleados  de  la  industria  musical  actúan  como mediadores, pues conectan continuamente a  los artistas con el público. Hennion observó que los empleados del negocio de la música trabajaban como «intermediarios», no sólo durante las actividades más obvias del marketing y la promoción, sino también al «introducir» la idea de un público  imaginado a  la composición,  la producción y  la grabación de canciones en el estudio. Subrayando  que  esto  requiere  no  tanto  fórmulas  organizativas,  cadenas  de  montaje  y estructuras empresariales  como una  gran  cantidad de empatia humana e  intuición, Hennion arguyó que  los empleados de  la  industria discográfica no «manipulan al público,  sino que  le toman el pulso» (1983, pág. 191). 

El  trabajo  de  los  mediadores  ha  sido  también  objeto  de  estudio  por  parte  de  Pierre Bourdieu,  que  ha  adoptado  el  concepto  del  «intermediario  cultural»  para  referirse  a  los empleados  que  se  dedican  a  la  «presentación  y  representación  [...]  procurando  bienes  y servicios simbólicos» (1986, pág. 359). Como Hennion, Bourdieu ha subrayado el modo en que estos trabajadores ocupan una posición situada entre el productor y el consumidor, o entre el artista  y  el  público.  A  diferencia  de  Hennion,  no  obstante,  Bourdieu  ha  enfatizado  la importancia  de  varias  diferencias  sociales  según  los  estilos  de  vida  compartidos,  las procedencias de  clase y  los modos  (o hábitos) de vida más que  la  toma de pulso  intuitiva al público.  Bourdieu  ha  argumentado  que  los  intermediarios  culturales  que  trabajan  en  la producción artística no alcanzan su posición como consecuencia de calificaciones  formales, ni tampoco  son promovidos dentro de una meritocracia  laboral burocrática. En  lugar de eso,  la admisión  y  el progreso  se  logran  influyendo en  las  redes divididas por  clases de  conexiones obtenidas a  través de  las experiencias de vida compartida que surgen entre  los miembros de diferentes grupos sociales. 

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Bourdieu (1993, 1996) ha subrayado también el modo en que el trabajo artístico se lleva a cabo  a  través  de  una  amplia  serie  de  «ámbitos»  sociales  en  intersección  y  no  simplemente dentro de una organización. Ha enfatizado  los contextos sociales, económicos y políticos más amplios en los que se realizan juicios estéticos, se establecen jerarquías culturales y en los que los  artistas  tienen  que  luchar  para  alcanzar  su  posición.  Es  obvio  que  esta  idea  puede extenderse hasta  considerar  los  contextos más amplios en  los que deben  luchar  los músicos para  obtener  reconocimiento  y  recompensa  y  cómo  esto  sucede mediante  las  actividades sociales que convencionalmente se denominan «producción» y «consumo». A pesar de estas revelaciones, Bourdieu olvida estudiar el modo en que estas  luchas  forman parte del mundo laboral  formal  de  las  organizaciones  culturales  y  las  empresas  comerciales,  y  en  que  los miembros de  las organizaciones operan  y  contribuyen a  la  formación de diversos «ámbitos» como parte de su rutina diaria.6

En  este  libro  reflexionaré  sobre  las mediaciones  y  conexiones  entre  la  producción  y  el consumo y estudiaré cómo una serie más amplia de divisiones y hábitos sociales se  interseca con  la  organización  empresarial.  En  lugar  de  una  comprensión  intuitiva  o  una  sensación  de afiliación a través del hábito compartido, subrayaré los modos más formales en que el conoci‐miento  sobre  los  consumidores  se  recoge,  se  procesa  y  circula,  y  la manera  en  que  éste condiciona  la  toma de decisiones  y  las políticas de  repertorio. Uno de  los  temas que quiero subrayar en  los capítulos posteriores es cómo el personal de  la  industria de  la música  intenta comprender  el mundo  de  la  producción  y  el  consumo musical  construyendo  conocimientos sobre  él  (mediante  varias  formas  de  investigación  y  recopilación  de  información),  y  luego utilizando estos conocimientos como «realidad» que guía las actividades de los empleados de la multinacional. En términos económicos, esto equivale a la producción, la circulación y el uso de varias formas de datos de mercado o «inteligencia del consumidor». No obstante, el modo en que  el  conocimiento  se  produce  dentro  de  la  industria  musical  tiene  un  aspecto «antropológico» adicional. Con esto me refiero a la construcción de un tipo de conocimiento a través  del  cual  los  implicados  comprenden  la  producción mediante  una  serie  de  categorías aparentemente  intuitivas, obvias y de sentido común que no  implican tanto una comprensión de la «realidad» como una construcción e intervención en la realidad (notablemente a través de ideas  sobre  los diferentes «mercados»: el mercado del  rock‐and‐roll,  el mercado  country, el mercado latino). El modo en que esto sucede y sus consecuencias se comentarán a lo largo de este libro, y me llevarán a la segunda fase de mi tema central: la manera en que la «industria» se interseca con la «cultura» más amplia en la que se enmarca la tarea empresarial. 

Para estudiar este tema he adoptado la expresión «la cultura produce una industria» con el fin  de  subrayar  que  la  producción  no  tiene  lugar  sólo  «dentro»  de  un  entorno  empresarial 

6 La obra de Bourdieu sobre el «ámbito de la producción cultural» se centra en la alta

cultura europea, los novelistas franceses del siglo xix en particular y Flaubert en concreto.

A pesar de ofrecer nuevas revelaciones sobre las luchas de los novelistas y la producción y

el reconocimiento social de su arte dentro de un período determinado, es difícil ver cómo se

podría utilizar este enfoque para comprender la cultura popular mediada por los medios de

comunicación de masas del siglo xx y el papel de las multinacionales del ocio que no tienen

una relación tan evidente con las posiciones de clase/hábito localizadas como en los

detallados estudios de Bourdieu del caso de Flaubert (1993, 1996).

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estructurado según los requisitos de la producción capitalista o las fórmulas organizativas, sino en relación con formaciones y prácticas culturales más amplias que se encuentran más allá del control  o  la  comprensión  de  la  compañía.  Esta  idea  se  basa  en  la  crítica  de  la  producción presentada por quienes argumentan que la industria y los medios de comunicación no pueden determinar el significado de los productos musicales, y asume que los músicos y los grupos de consumidores pueden utilizarlos y apropiarse de ellos de varias maneras.7 Más concretamente, al adoptar esta perspectiva empleo  ideas sacadas de estudios culturales, y en particular de  la trayectoria de pensamiento  iniciada por  la concepción por parte de Raymond Williams  (1961, 1965) de  la cultura como «todo un modo de vida» y  los textos de Stuart Hall (1997; Morley y Chen, 1996) en  los que hace hincapié en  la cultura y en  las prácticas mediante  las cuales  las personas crean mundos con sentido en los que vivir. 

Las implicaciones de basarse en este tipo de enfoque son dobles, y también se siguen de la aproximación  de  Bourdieu  a  la  producción  cultural.  En  primer  lugar,  las  actividades  de  los miembros de  las  compañías discográficas deberían  considerarse parte de «todo un modo de vida»;  un modo  de  vida  que  no  está  confinado  a  las  tareas  laborales  formales  del mundo empresarial, sino que se extiende por un abanico de actividades que desdibujan las distinciones convencionales  tales  como  público/privado,  juicio  profesional/preferencia  personal  y  tra‐bajo/tiempo  libre.  En  segundo  lugar,  es  un  error  pensar  que  las  prácticas  de  las  compañías musicales  son  ante  todo  económicas  o  están  gobernadas  por  una  lógica  o  estructura organizativa. Al  contrario, el  trabajo  y  las actividades  implicadas en  la producción de música popular deberían considerarse unas prácticas  con  sentido que  se  interpretan y entienden de diferentes maneras (a menudo dentro de la misma oficina) y que reciben varios significados en situaciones sociales específicas. Ésta es una de  las  ideas extraídas de algunos de  los textos del enorme corpus de obras sobre la cultura de las organizaciones, y constituye una parte integral de la «producción», aunque con frecuencia la olviden los economistas políticos y quienes estu‐dian  los  aspectos  formales  de  las  actividades  laborales.8  Tal  como  han  señalado  también George E. Marcus y Michael Fischer, «no sólo es la construcción cultural de significados y sím‐bolos  inherentemente una cuestión de  intereses políticos y económicos, sino que  lo contrario también  es  cierto:  las  inquietudes  de  la  economía  política  tratan  inherentemente  de significados y símbolos» (1986, pág. 85). 

En consecuencia,  lo que yo creo es que para estudiar  la «producción de cultura» no basta con entender  la cultura como «producto» creado a  través de proceso  técnicos y  rutinarios y prácticas  institucionalizadas.  Necesitamos  algo  más  que  simplemente  leer  o  asumir  las 

7 Se trata de un argumento característico de la aproximación de Iain Chambers a la música popular. Por ejemplo, véase su comentario de la historia del pop británico y estadounidense

(1985) y su estudio sobre las «músicas del mundo» (1994). Para un estudio más exhaustivo del

conjunto de las acciones humanas condensadas en el sencillo término de «consumo» y el abanico

de representaciones que pueden darse a los «artículos» comerciales, véase Mackay (comp.)

(1997). 8 La cultura de las organizaciones se estudiará con más detalle en el capítulo 3. Para una

útil recopilación de artículos que reúne muchos enfoques y evaluaciones críticas de este tipo

de bibliografía, concretamente en relación con la producción cultural, véase Du Gay (comp.)

(1997).

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características de los sonidos y las imágenes de los esquemas de propiedad o el modo en que se organiza  la  producción  de  artículos  de  consumo.  Tenemos  que  comprender  los  significados otorgados  tanto  al  «producto»  como  a  las  prácticas  con  las  que  se  hace  ese  producto.  La cultura,  entendida  de  una  manera  más  amplia  como  modo  de  vida  y  como  las  acciones mediante  las  cuales  las  personas  crean  mundos  con  sentido  en  los  que  vivir,  tiene  que entenderse como el contexto constitutivo dentro y fuera del cual los sonidos, las palabras y las imágenes  de  la música  popular  se  crean  y  reciben  un  significado.  De  ahí  que,  al  intentar comprender  los esfuerzos de  las multinacionales en dirigir y manipular  la vida  laboral de una compañía musical y de sus artistas, también desee  incorporar  la reflexión sobre  los esquemas culturales  más  amplios  en  los  que  están  situadas  las  compañías.  Esto  podría  incluir, evidentemente, las experiencias de clase, etnia, género y localización geográfica y fronteras que afectan el modo de hacer música de  las compañías discográficas. Este tema se tratará de una manera más extensa en el capítulo 3, donde estudiaré la cultura de las organizaciones, y estará presente  en  todo  el  libro  cuando  examine  las maneras más  generales  en  que  los mundos culturales del rap, el country y  la salsa se  intersecan entre sí y contribuyen a  la producción de un tipo particular de negocio musical. 

Al  estudiar  este  tema  a  través  de  la  idea  de  la  «cultura  de  producción»  también  quiero ampliar mi trabajo anterior sobre  la  industria musical de Gran Bretaña (Negus, 1992). Cuando me centré en  la adquisición, el desarrollo y  la promoción de artistas hice hincapié en el modo en  que  los  supuestos  «intuitivos»  que  hacen  los  empleados  al  adquirir  los  artistas  y  las composiciones musicales más adecuadas se basan en creencias vertebradas por una serie de divisiones de  género, de  clase  y de  raza.  Éstas no  sólo  influyen en  los  juicios estéticos  y  las decisiones comerciales, sino que a su vez desempeñan un papel significativo en  la  formación del  «mundo  cultural»  de  los  departamentos  de  las  compañías  discográficas.9  Por  tanto, me interesa el modo en que  las acciones en el trabajo se  interpretan de diferentes maneras, y en que  los  significados  específicos  guían  la  imagen  que  tienen  las  personas  de  su  vida  laboral cotidiana.  Junto  con  Paul  du  Gay  (comp.)  (1997)  he  adoptado  el  concepto  de  «culturas  de producción» en referencia a la manera en que los procesos y las prácticas de producción son al mismo tiempo fenómenos culturales. Este enfoque, que se caracteriza por el giro de una frase (de  la  producción  de  cultura  a  la  cultura  de  producción),  no  sólo  tiene  implicaciones  en  lo referente a cómo pensar en  la  relación entre cultura e  industria;  también plantea cuestiones sobre la idea de una industria de la cultura. 

 El problema cultura/industria  

9 La idea de la cultura de producción tiene su origen en mis numerosas conversaciones con

Paul du Gay, sobre todo cuando ambos estábamos trabajando en nuestros estudios de doctorado

entre 1989 y 1992, y cuando colaboramos para el curso de la Open University sobre Medios de

comunicación, cultura e identidades (1994-1996). La obra de Du Gay (1996) sobre la

subjetividad en el trabajo y el modo en que la dirección despliega técnicas diversas para

alentar a los trabajadores a aceptar o asumir identidades específicas se intersecó con las

ideas que yo estaba desarrollando a partir de mi propia investigación sobre el negocio de la

música (Negus, 1992).

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La idea de una «industria de la cultura» fue utilizada por primera vez por Theodor Adorno y Max Horkheimer (1979) en una obra publicada originalmente en alemán durante la década de los  cuarenta, aunque  sus  textos no gozaron de gran difusión hasta  la  traducción de  los años sesenta.  Basándose  en  las  aproximaciones  contemporáneas  a  la  economía  política  y  las organizaciones  comerciales,  y oponiéndose de modo explícito a quienes  creían que  las artes eran  independientes  de  la  industria  y  el  comercio,  Adorno  y  Horkheimer  (véase  también Adorno, 1991) adoptaron el término «industria de la cultura» para argumentar que los artículos culturales se producían de una manera que había llegado a ser análoga al modo en que las in‐dustrias manufacturaban  grandes  cantidades de bienes de  consumo.  Empleando  la  conocida metáfora  de  la  «cadena  de montaje»  argüían  que  todos  los  productos  tenían  un  objetivo principal, el de generar beneficios según  los mismos procedimientos organizativos racionales. Esto,  concluían,  desembocaba  en  una  «cultura  de masas»  que  carecía  de  individualidad  y originalidad.10

La  idea  de  una  industria  de  la  cultura  implicaba  dos  procesos  distintos  pero interrelacionados.  En  primer  lugar,  sugería  la  aplicación  de  los  procesos  manufactureros industriales en el ámbito de  la actividad cultural, antes  independiente, que se suponía alejado de  los  intereses  económicos  y  comerciales.  En  segundo  lugar,  afirmaba  que  la  forma  y  el contenido de todos los productos culturales había llegado a ser básicamente similar debido a la estandarización de una industria unificada. Tal como ha argüido Bernard Miège (1989), a pesar de su influencia y de lo novedoso de sus puntos de vista, uno de los problemas de esta teoría es la presunción de que toda la «cultura» se produce de una manera similar dentro de un ámbito unificado  y  como  resultado  de  un  único  proceso.  Se  da  por  supuesto  que  la  producción  de música, programas  radiofónicos, novelas, cuadros, películas,  teatro y  televisión manifiesta  los mismos rasgos y procesos básicos. Además, no reconoce la orientación residual «no capitalista» de algunas obras artesa‐ nales o prácticas  creativas  subvencionadas por el Estado que no  se guían por una lógica estrictamente comercial. 

Subrayando  varias diferencias de mediación  tecnológica,  la  concentración del  capital  y  la organización del trabajo en un conjunto de producciones culturales, Miège, entre otros (véase por ejemplo, UNESCO, 1982), proponía una noción plural de  las  industrias culturales y sugería que no podemos generalizar de una a otra. Se trata de una cuestión  importante y yo coincido con la idea de que no podemos transponer nuestras teorías de un tipo de «producción cultural» a otro sin una  investigación prolongada y detallada que se plantee seriamente si  las prácticas creativas,  los  lugares  geográficos  y  las  acciones  históricas  concretas  se  pueden  comparar razonablemente. No  podemos  dar  por  supuesto,  como  hicieron Adorno  y Horkheimer  y  sus seguidores, que hay  correspondencias  sencillas entre  las «industrias  culturales» o mediáticas como el cine, la televisión, la música grabada o la edición de libros. Tal como ha señalado Miège (1989), existen muchas diferencias entre las industrias y dentro de ellas, y éstas pueden variar según  la  forma estética, el contenido,  las prácticas  laborales,  los medios de  financiación y  los modos de recepción y consumo. 

Por poner un ejemplo, una diferencia obvia entre la producción cinematográfica y la musical es el coste y la inversión humana necesarios para hacer el producto, y su modo de circulación y recepción.  Mientras  que  las  tecnologías  de  grabación,  los  instrumentos  electrónicos  y  los  10 Para un estudio y una crítica más extensos, véase Negus (1997).

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samplers han reducido progresivamente el coste de hacer música, los costes de producción de películas han  ido aumentando a medida que crecían  las expectativas de crear unas  imágenes más  realistas  y  fantásticas. Mientras  que  gracias  a  los  reproductores  de  CD  portátiles,  los walkmans  y  los  estéreos  de  coche  la música  grabada  se  ha  vuelto  cada  vez más móvil,  los productos de  la  industria cinematográfica todavía tienen que verse en el cine o en casa en un reproductor de vídeo. Ignorar estas diferencias y afirmar que la producción de música, películas y libros está igual de estandarizada, depende de las mismas fórmulas de género, se comercializa en  los  mismos  mercados  de  masas  y  nichos  de  mercado  o  utiliza  un  grupo  unificado  de guardabarreras  culturales,  es pasar por  alto una  serie de diferencias  significativas de  forma, contenido, producción, consumo y mediación social. 

Si no me gusta generalizar de  la  industria musical a otras  industrias culturales, también es porque me gustaría plantear una cuestión adicional sobre el concepto mismo de las «industrias culturales».  Porque  no  es  sólo  que  las  industrias  culturales  sean  plurales  (de  industria  a industrias), es que  todas  las  industrias  son  culturales.  Tal  como destacan  continuamente  los enfoques  antropológicos  de  las  organizaciones,  todas  las  industrias  se  constituyen  en  un contexto cultural específico que determina la manera en que la gente piensa, siente y actúa en las organizaciones.11 Y todas producen productos o servicios que poseen significados culturales y que no hablan por  sí mismos en  cuanto productos,  sino que  continuamente  requieren  ser interpretados. Ésta es la razón por la que las compañías se gastan grandes sumas de dinero en publicidad para animarnos no sólo a comprar, sino también a interpretar, comprender y captar el significado de los productos de una manera concreta (ya sea un cepillo de dientes, un plan de pensiones, una zapatilla deportiva, un teléfono móvil, una batidora, una hamburguesa o unos cereales de desayuno).12

Si  todas  las  industrias  se  constituyen  en  contextos  culturales  específicos,  si  todas  las actividades  laborales se comprenden a través de creencias e  ideas concretas, si todos  los pro‐ductos  producen  significados  culturales  cuando  circulan  por  la  vida  pública,  no  parece muy acertado limitar o intentar trazar un límite en torno a las «industrias culturales» como entidad artístico‐mediática  separada  artificialmente  de  algunas  industrias  no  culturales  que normalmente no se mencionan (y sólo pueden deducirse de  las «industrias culturales» que se mencionan u omiten  cuando  se utiliza este  término). Tal  vez podamos hacer  comparaciones más interesantes si adoptamos un enfoque de las industrias de la cultura más amplio y menos exclusivo. Quizá sea más útil comparar la creación de música institucionalizada (que recrea los mismos  sonidos  grabados,  anotados  o  recordados  en  diferentes  ocasiones  y  con  diferentes grados  de  improvisación)  con  la  cocina  de mercado  (que  realiza  el mismo  plato,  del mismo menú, de nuevo con ciertos elementos de improvisación), que comparar la práctica musical con la  producción  de  un  libro  en  rústica.  Lo  cierto  es  que me  gustaría  abrir  una  puerta  a  esta posibilidad para ver adonde podría llevarnos ese camino. 

Es en términos de estas ideas y cuestiones que este libro puede ser relevante para estudios más  amplios  sobre  el  tema  de  la  industria  cultural.  Los  capítulos  que  siguen  tratan  espe‐

11 Para nuevas perspectivas sobre este tema, véanse Hofstede (1991), Salaman (1997) y

Smircich (1983). 12 Para estudios provechosos de los objetivos de la publicidad, véanse Williamson (1978) y

Jhally (1990).

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cíficamente de la industria discográfica, pero me gustaría pensar que pueden tener una mayor relevancia,  no  porque  la  producción  de  música  pueda  generalizarse  o  compararse  con  la publicación  cinematográfica  o  editorial,  sino  por  el modo  en  que  puede  ser  relevante  para estudiar las culturas más amplias de la producción a través de las cuales las otras industrias se organizan y constituyen, ya sean de producción de ropa, cigarrillos, aperos de labranza, comida de  restaurante,  objetos  religiosos  o  condones.  Ahora  me  gustaría  concluir  este  capítulo relacionando  los problemas de  la producción cultural con  los otros motivos que vertebran  los capítulos siguientes, los del género y la creatividad. 

 Creatividad, género y producción musical  

Tal como han observado varios estudiosos (Garnham, 1990; Frith, 1996), uno de los puntos débiles de los enfoques de la actividad cultural orientados a la industria es que con frecuencia la forma, el contenido y el significado de los textos se pasan por alto o se deducen de esquemas de propiedad o estructuras organizativas. Uno de mis objetivos en este  libro es abordar este problema de manera amplia mediante el estudio del modo en que la industria empieza a definir las condiciones en las que se adoptan unas prácticas de género y técnicas creativas concretas. Esto pretende ser un pequeño paso hacia la integración más directa, o al menos la conexión, de los textos (sonidos, palabras,  imágenes) y  los contextos de producción. Lo que me  interesa no es  la manera  exacta  en  que  las multinacionales musicales  puedan  definir  directamente  los códigos  y  las  convenciones  de  los  estilos  de  música  concretos  (aunque  sin  duda  es  algo importante). Mi objetivo, en esta fase, es más general. Me gustaría bosquejar el modo en que las multinacionales  determinan  las  condiciones  en  las  cuales  es  posible  llevar  a  cabo  unas prácticas  concretas  definidas  como  «creativas»  y  que  al  mismo  tiempo  contienen  unas categorías de género que de otro modo podrían ser mucho más inestables y dinámicas. 

En  la búsqueda de  ideas sobre  la «creatividad» también quiero alejarme de un argumento que  aparece en muchos estudios de música popular,  según el  cual  la producción  cultural  se caracteriza por el conflicto entre el comercio (la industria) y la creatividad (los artistas). Se trata de una distinción que también vertebra la afirmación de que las subculturas y el público activo (creativo)  pueden  apropiarse  de  los  productos  difundidos  por  la  industria  (de  nuevo,  el comercio)  y  por  tanto  transformarlos.  En  otro  lugar  (Negus,  1995)  examiné  un  abanico  de afirmaciones sobre esta cuestión y sugerí que la creatividad a menudo se trata de una manera vaga  y mística,  pues muchos  escritores  dan  por  sentado  que  todos  reconocemos  la  «creati‐vidad» cuando nos encontramos con ella.13

13 También habría que apuntar aquí que, según mi experiencia al entrevistar a numerosas

personas de la industria de la música, los empleados de las compañías discográficas rara vez

utilizan el concepto de la creatividad de la misma manera que los fans, los periodistas y los

músicos. Si surge o se introduce el tema, suelen referirse a él en términos agnósticos, y

tengo el convencimiento, en parte «profesional», de que el «arte» o la «creatividad» es lo

que quienes participan en los géneros concretos (artistas, público, críticos, mediadores)

deciden que es en un momento determinado. Los empleados de la industria discográfica son muy

conscientes de que tienen una influencia directa en el modo en que la creatividad puede

realizarse, cobrar sentido y contestarse, pero, quizá por lógica, al estar inmersos en preo

cupaciones cotidianas más apremiantes, les resulta difícil reflexionar sobre el tema de un

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Basándome en el breve estudio de Raymond Williams (1983) de  la etimología del término «creativo»  y  reflexionando  sobre  sus  usos  académicos  y  cotidianos, me  gustaría  ampliar  la reflexión al  respecto  identificando dos amplios enfoques de  lo que es  la creatividad y  lo que ésta puede  implicar.  El primero es un  enfoque  exclusivista,  el  segundo  inclusivista.  Según  el enfoque exclusivista  (proveniente de  la referencia original a  la creación divina),  la creatividad está  asociada  con  la  capacidad  humana  para  la  «originalidad»  y  la  «innovación»  (Williams, 1983). En consecuencia, a menudo se argumenta que las compañías discográficas son incapaces de hallarla: la creatividad está fuera de la máquina empresarial y depende de la inspiración de los músicos, los escritores, los empresarios, las subculturas y las pequeñas marcas discográficas. En contraste, el enfoque  inclusivista puede encontrarse en numerosos  lugares y  se utiliza en referencia  a  actividades  convencionales  y  rutinarias  como  la  escritura  o  la  contabilidad «creativas». Aquí, como observa Williams  (1983), «creativo» se ha convertido en una especie de «palabra específica» que se utiliza para etiquetar todo tipo de prácticas audiovisuales, desde la  peluquería  hasta  la  producción  de  eslóganes  publicitarios  y  guiones  cinematográficos.  El primer significado conserva residuos de un enfoque elitista de la cultura y la vida social, según el  cual  ciertos  individuos de  talento o místicamente  inspirados poseen  capacidad  creativa. El otro impregna las más banales de las prácticas laborales habituales con un aura de inspiración artística y valía humanística. Ambos pueden detectarse en  las celebraciones  rutinarias de  los intérpretes musicales y los fans. 

Cualquier intento de abordar el tema de la creatividad desde una perspectiva sociológica no sólo está dificultado por este tipo de uso cotidiano. Además, tenemos que abrirnos paso por la colonización  indebida  de  la  investigación  sobre  este  ámbito  por  parte  de  los  psicólogos conductistas y  cognitivos en busca de  rasgos de  la personalidad, disposiciones  individuales o cambios  químicos  en  el  cerebro  como  medio  de  explicar  el  comportamiento  creativo.14 Estrechamente  relacionados  con  ellos  están  los  investigadores  educacionales  que  quieren encontrar maneras de fomentar la creatividad entre los niños y los consultores comerciales que 

modo crítico. Cuando se les hacen preguntas directas sobre la creatividad, muchos sólo

responden con tópicos o retórica empresarial («nuestra compañía ofrece un entorno muy

comprensivo a los artistas creativos», etc.). De ahí que uno de los supuestos que guían mi

enfoque de la cuestión sea que resulta imposible hacer demasiadas averiguaciones sobre la

verdad formulando preguntas directas a los que trabajan en el negocio de la música. Por

tanto, me gustaría abordar el tema moviéndome de una manera un poco más indirecta entre lo

que ocurre en la industria musical y las ideas sobre lo que puede suponer la creatividad.

14 Para ejemplos de este tipo de literatura, véanse C. Humke y C. Shaefer (1996), «Sense

of Humor and Creativity», Perceptual and Motor Skills, vol. 82, nº 2, págs. 544-547 sobre los

indicadores de la creatividad; J. Rodriguez-Fernandez (1996), «Is "Sudden Illumination" the

Result of the Activation of a Creative Center at the Human Brain?», Perspectives in Biology

and Medicine, vol. 39, nº 2, págs. 287-309 sobre la «localización» de la creatividad en el

cerebro; C. Hale (1995), «Psychological Characteristics of the Literary Genius», Journal of

Humanistic Psychology, vol. 35, nº 3, págs. 113-135 sobre las características psicológicas

del «genio solitario»; y una crítica parcial de este enfoque en A. Montouri y R. Purse

(1995), «Deconstructing the Lone Genius Myth: Toward a Contextual View of Creativity»,

Journal of Humanistic Psychology, vol. 35, nº 3, págs. 69-103.

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buscan comprender cómo dirigir o impulsar el pensamiento creativo en el trabajo.15 Gran parte del trabajo realizado desde estos puntos de vista da por sentado el proceso creativo y no tiene mucho que decir de las condiciones sociales de origen histórico en las que la creatividad podría o no podría realizarse y reconocerse en primer lugar. 

Me gustaría  sugerir una manera de  salir de  la dicotomía entre populismo y elitismo y de alejarse de  las explicaciones psicológicas  individuales  consistentes en  seguir  a  los estudiosos que  han  afirmado  que  las  prácticas  creativas  deberían  entenderse  a  través  de  la  noción  de género.  Luego quiero  redefinir el género en  términos de una  serie más amplia de divisiones sociales e  intentar  relacionarlas con  las dinámicas cultura‐industria de  la producción musical. Aquí esbozaré estas  ideas de manera esquemática y en el resto del  libro  las desarrollaré con ejemplos ilustrativos detallados. 

Es  razonable  decir  que  la  gran mayoría  de  la  producción musical  en  un momento  dado requiere que los músicos trabajen en «mundos de género» (Frith, 1996) relativamente estables en  los  cuales  la  práctica  creativa  continua  no  consista  tanto  en  estallidos  repentinos  de innovación como en  la producción constante de  lo conocido. Esta  idea fue bien planteada por Franco Fabbri (1982, 1985, 1989) en una obra perspicaz pero abiertamente determinista en  la que  intentaba  identificar  y  delinear  las  reglas  semióticas,  las  reglas  conductistas,  las  reglas económicas  y  las  reglas  sociales  que  producen  los  códigos  y  las  convenciones  que  guían  la actividad de los músicos y su público. Estas reglas pueden influir en las notas que un guitarrista escoge tocar (interprete  jazz, rock o folk, por ejemplo), el comportamiento de una estrella en público o durante una entrevista (mostrando la altivez del rock o la familiaridad del country), el comportamiento  del  público  (danzando  en  parejas,  bailando  el  pogo  individualmente  o aplaudiendo con educación sin moverse del asiento) y  la valoración estética de una actuación musical por parte de los músicos (una mala actuación o una nueva estética sonora). 

La obra de Fabbri es  importante porque plantea cuestiones sobre  las actividades creativas de artistas singulares: ¿por qué  la  inspiración se amolda convenientemente a  los códigos y  las convenciones de  los géneros musicales concretos? Fabbri también plantea preguntas sobre  la respuesta y  las expectativas del público y presenta un desafío al voluntarismo romántico y  la supuesta espontaneidad de gran parte de la teoría del público activo. A pesar de su originalidad y  perspicacia,  este  enfoque  implica  un  proceso muy  restringido  y  regulado.  Aunque  Fabbri reconoce  que  puede  haber  cambios,  el  panorama  que  presenta  es  bastante  estático:  se enfatizan más  las  limitaciones que  las posibilidades, y eso parece  contradecir nuestras expe‐riencias  como  consumidores  y músicos.  Para  quienes  participan  activamente  en  la  actividad musical cotidiana, los géneros suelen parecer dinámicos y variables y no regulados y estáticos. Sí, conocemos las reglas de género, pero siempre parece haber algo más. Esta idea me resultó aún más  evidente  durante  la  investigación  que  realicé  para  este  libro.  Por  ejemplo,  cuando empecé a hablar a la gente del rap me dijeron que el rap estaba «muerto», no iba «a ninguna parte»  y  «se  repetía  a  sí mismo».  De  hecho,  en  la misma  época  apareció  un  artículo  del respetado comentarista Greg Tate (1996), en el que proclamaba que el rap estaba «muerto». Sin embargo, también hablé con  fans y empleados de  las discográficas cuya respuesta a tales afirmaciones fue que ésa era la opinión de la gente que prestaba «demasiada atención a la MTV 

15 Véase por ejemplo R. Epstein (1996), «Capturing Creativity», Psychology Today, julio-

agosto, vol. 29, nº 4, págs. 41-47.

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y a los 40 Principales» y que no miraban ni escuchaban donde «pasaban» cosas.16 Por supuesto, es  posible  hallar  paralelos muy  similares  en  los  comentarios  realizados  sobre  la muerte  del country y la salsa, y de hecho sobre la muerte de casi cualquier género que se te ocurra, ya sea el rock, el soul, el jazz y el rhythm and blues o el death metal, el dengue bop y el tecno. 

Estas disputas plantean varias cuestiones sobre cómo se escuchan e interpretan los sonidos de género y sobre  la relación de  los códigos de género con  la novedad. ¿Habría que juzgar  las características de un género según los sonidos provenientes de la industria musical y los medios de comunicación, o tenemos que prestar más atención a los (otros) lugares adecuados? Por lo general, lo nuevo musicalmente se identifica cuando se cruza un límite claro y la disolución o la síntesis provocan  la transformación de  los  límites de género en estilos nuevos (que no tardan en establecer sus propias reglas); sin embargo, un tema igualmente interesante es la vida más común, rutinaria y menos variable de los géneros existentes, es decir, el hecho de que el rap (o la  salsa  o  el  rock)  se  considere  dinámico,  variable  y  en  continua  evolución  a  pesar  de  las lamentaciones por su muerte. Parece que  lo que desde una perspectiva son códigos, reglas y convenciones, desde otro punto de  vista  se  consideran  características musicales dinámicas  y cambiantes. 

A diferencia del hincapié en las reglas de género, quizá no exista una aproximación teórica desarrollada al género como elemento transformador.17 Aunque hay varios estudios centrados en los momentos más dramáticos de transformación y síntesis (la aparición del rock‐and‐roll, en concreto) y declaraciones sobre el papel de los sellos independientes y las subculturas en este proceso,  existen  pocos  estudios  disponibles  sobre  la  vida  continua  más  mundana  de  los géneros. No obstante, podemos dar algunos pasos en esta dirección a partir de las observacio‐nes de Ángel Quintero Rivera en su obra sobre  la salsa. Quintero utiliza una  idea particular de «práctica»  en  oposición  a  la  noción  de  que  la  salsa  sólo  puede  entenderse  formalmente  de acuerdo con una  serie de códigos,  convenciones y  reglas.18 Quintero  (1998) describe  la  salsa como una «manera de hacer música» que requiere  la «libre combinación de ritmos, formas y géneros  afrocaribeños  tradicionales».  Es  esta  libre  combinación  lo  que  permite  a  la  salsa ofrecer continuas posibilidades como forma de expresión abierta y dinámica, así como evitar y evadir su posible fosilización en fórmulas.19

16 A este respecto me gustaría agradecer las provechosas conversaciones que mantuve con

Havelock Nelson de Billboard (en Nueva York, el 27 de febrero de 1996) y Marcus Morton de EMI

(en Hollywood, el 24 de abril de 1996). 17 En el excelente capítulo de Simon Frith sobre las reglas de género, «Genre rules»

(1996), sólo se llega al tema de la «transgresión» hacia el final del capítulo, y entonces se

alude de paso y con brevedad. 18 La gran mayoría de la obra de Quintero Rivera sobre la salsa está sólo disponible en

español. Algunas obras clave relevantes para este estudio de la práctica musical incluyen

Quintero Rivera (1997, 1998) y Quintero Rivera y Manuel Álvarez (1990). Para unos provechosos

artículos sobre la sociología de la música en inglés, véase Quintero Rivera (1992, 1994). 19 En español: «manera de hacer música», «libre combinación de ritmos, formas y géneros

afrocaribeños tradicionales», «en su libre combinación evitaba o evadía su posible

fosilización en fórmulas».

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Adoptando  esta  aproximación,  Quintero  es  capaz  de  demostrar  que  la  salsa  surgió históricamente de varias fuentes geográficas y que las prácticas de la salsa se han incorporado a otros estilos y han bebido de otros géneros, ya sea mediante la práctica de la bomba, el rock o el hip hop virando «hacia» la salsa, o la práctica de la salsa virando hacia la música clásica, disco o rap. De esta manera, Quintero describe  la salsa como una práctica creativa fluida, flexible y cambiante y ofrece una manera de estudiar cómo ésta puede incorporarse a otras prácticas de género y beber de ellas, en contraste con  la visión de  la creatividad musical  según procesos, códigos  y  convenciones  reguladas.  La  obra  de  Quintero  es  importante  porque  subraya  la reproducción activa y la vida continua de los géneros, el placer de lo conocido y su importancia para  las  identidades  culturales y  la posibilidad  constante de  transformación  social y estética. Aun cuando una parte considerable de la actividad musical exija que los músicos unan diversos componentes  sonoros  y  visuales  de  una manera  reconocible  pero  sólo  ligeramente  distinta, siempre  ofrece  la  posibilidad  de  la  novedad  y  del  cruce  de  puentes  hacia  otros mundos  de género.20

No obstante, si Frith y Fabbri  insisten en  los códigos,  las reglas y  las  limitaciones, Quintero da prioridad a  la práctica creativa voluntaria, de tal modo que olvida que  la salsa, y cualquier otro género, puede reducirse  fácilmente a unas cuantas  frases musicales, esquemas rítmicos, gestos corporales y respuestas del público que se reproducen por rutina, ya sea en grabaciones o en actuaciones  locales en  fiestas patronales o  cabarets de  todo el mundo. Dicho en pocas palabras,  la  «manera  de  hacer  música»  puede  reducirse  con  facilidad  a  una  serie  de manierismos. El deseo de combinar con libertad y de atravesar fronteras con fluidez se enfrenta al hecho de que estas prácticas de género «están» limitadas y de que «los músicos, productores y consumidores están ya atrapados en una tela de expectativas de género»  (Frith, 1996, pág. 94). 

Es evidente que esta tela es obra sobre todo de las arañas de la industria musical; cualquier músico  se enfrentará  a estas  expectativas de  género en  cuanto  reciba  las  atenciones de  los empleados  del  negocio  de  la música  y,  sin  duda,  cuando  tenga  a  la  vista  un  contrato  de grabación. Tal como Frith ha observado con agudeza,  las compañías discográficas utilizan  los géneros como manera de integrar una concepción de la música (¿cómo suena?) con una noción del mercado (¿quién la comprará?). Músico y público se estudian al mismo tiempo, como modo de «definir  la música en su mercado» y «el mercado en su música»  (Frith, 1996, pág. 76). De esta manera,  el  deseo de  llevar  a  cabo  prácticas  creativas  transformadoras  se  enfrenta  a  la rutinización y a la institucionalización; lo potencialmente dinámico y provisional se convierte en estático y permanente. Uno de mis supuestos es que el énfasis en la organización social de los géneros  puede  ofrecer  nuevas  perspectivas  a  la  dinámica  de  esta  tensión  transformadora  y rutinaria. 

En consecuencia, para hacer un breve resumen, no abordo  la obra creativa como algo que depende de la inspiración y es radicalmente nuevo, ni tampoco como algo que todo el mundo 

20 Cómo, bajo qué condiciones y en qué circunstancias históricas esto podía ocurrir, no

obstante, es un tema que está fuera del alcance de este estudio. Cualquier intento de

teorizar el género como transformador requeriría seguramente la utilización de los conceptos

de poder, aunque sólo fuera para comprender las fuerzas que mantienen los códigos de género

en su posición y que además facilitan su transcendencia.

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hace en una especie de manera  creativa  cotidiana. Al  contrario,  intento  reflexionar  sobre  la manera en que las prácticas de género constantes y dinámicas se enfrentan continuamente a su traslación a reglas codificadas, convenciones y expectativas, no sólo como melodías, timbres y ritmos, sino también en términos de expectativas del público, categorías de mercado y hábitos de consumo. En este sentido, deseo situar claramente cualquier posibilidad de  rutinización o transformación en el contexto de las prácticas de la industria musical. 

Los  géneros  musicales  están  codificados  formalmente  en  departamentos  organizativos específicos, supuestos de miras estrechas sobre  los mercados y prácticas promocionales «diri‐gidas», y esto está gestionado estratégicamente por las compañías discográficas. En el proceso, los  recursos  se  destinan  a  unos  tipos  de música  y  no  a  otros;  ciertos  tipos  de  acuerdos  se alcanzan con unos artistas y no con otros. Hay algunos tipos de cosas conocidas y nuevas que reciben  más  inversión  que  otros.  Según  mi  razonamiento,  no  podemos  explorar  exhausti‐vamente  los detalles de  las convenciones,  los códigos o  las reglas de  los géneros a través del análisis  textual, ni  tampoco  empezar  a  explicar  cómo pueden darse unas  (y no otras)  trans‐formaciones de género sin comprender del todo la intervención activa de la multinacional en la producción, reproducción, circulación e interpretación de los géneros. 

Por  tanto, al estudiar  la  interacción  (o constitución mutua) de  la  industria y  la cultura no propongo un  simple  conflicto entre el  comercio y  la  creatividad. También  rechazo otros mo‐delos dicotómicos de la industria musical, ya sea el de las compañías independientes (creativas, artísticas,  democráticas)  contra  las  majors  (comerciales,  conservadoras,  oligárquicas); individuos  maquiavélicos  (explotadores  cínicos)  contra  músicos  esforzados  (talentosos  e inocentes);  subculturas  (innovadoras,  rebeldes)  contra  tendencia  general  (previsible,  poco estimulante).21  Al  contrario,  subrayaré  cómo  la  industria  discográfica  tiene  una  influencia directa  en  el  modo  en  que  la  creatividad  puede  llevarse  a  cabo,  recibir  significado  y  ser contestada  en  un momento  dado. No  obstante,  también  quiero  llegar  un  poco más  lejos  y situar las prácticas de la industria musical en un contexto más amplio de diferentes culturas de género. 

Al utilizar el término «cultura de género» me baso en el uso por parte de Steve Neale de género  como  concepto  sociológico  y  no  formal,  «no  [...]  como  formas  de  codificaciones textuales, sino como sistemas de orientaciones, expectativas y convenciones que circulan entre la industria, el texto y el sujeto» (Neale, 1980, pág. 19). Una de las maneras más obvias en que pueden circular estas expectativas es a través del sistema  institucionalizado de  los medios de comunicación,  sobre  todo  la  radio  y  el  vídeo,  y  el modo  en  que  ello  contribuye  a  definir  y 

21 La distinción entre iridies y majors ha sido empleada por varios estudiosos para

explicar el origen de la creatividad y los cambios en la música popular (véanse, por ejemplo,

Chapple y Garofalo, 1977; Gillett, 1983). Este enfoque ha sido criticado por varios

estudiosos, entre los que me incluyo, y no quisiera repetir los argumentos aquí (véanse

Frith, 1983; Negus, 1992; Hesmondhalgh, 1996, 1998). A menudo la batalla de los artistas con

talento contra el despiadado ejecutivo individual vertebra libros que intentan «poner al

descubierto» la industria; una de las fuentes más persuasivas y útiles en este sentido es

Dannen (1990). La distinción entre subculturas y cultura de masas también ha sido utilizada

para identificar los cambios creativos en la cultura popular más en general (de un modo

especialmente notable por Hebdige, 1979). Para una crítica válida de esta posición, véase

Thornton (1995).

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delimitar lo que se incluye o no en un género musical. Esto a su vez puede determinar lo que se produce  y  se  consume,  ofreciendo  incentivos  e  imponiendo  restricciones  a  los  músicos  y fomentando además  las continuas discusiones sobre  lo que constituye o no un tipo de música concreto (¿pone la radio country «verdadera» música country o ésta podría oírse en cualquier otro sitio?). 

No obstante, los límites de género asociados a los «mercados» comerciales, los formatos de radio o  los medios de comunicación y  las formaciones culturales más amplias no coinciden de manera  directa.  La  industria  de  los  medios  de  comunicación  o  de  la  música  no  puede «construir» un mercado, «producir» un tipo de consumidor ni determinar el significado de un artista (tal como se insinúa en algunos de los enfoques de la actividad musical más centrados en los medios de comunicación), y si lo intentan fracasarán continuamente. Las manipulaciones del mercado y la influencia de los medios de comunicación se han estudiado con profundidad —y a menudo  de  manera  exagerada—  en  otros  sitios  y  aunque  los  mencionaré  en  diferentes momentos de  este  libro, no quiero hacer demasiado hincapié en  el papel de  los medios de comunicación  y  las  prácticas  promocionales.  Al  contrario, mi  deseo  es  enfatizar  el  contexto sociológico y cultural más amplio en el que  los sonidos,  las  imágenes y  las palabras reciben su significado. Tal como Frith escribió perspicazmente al respecto: 

 Los nuevos «mundos de género» [...] primero se construyen y  luego se articulan a través de una compleja  interacción de músicos, oyentes e  ideólogos mediáticos, y este proceso es mu‐cho más  confuso  que  los  procesos  comerciales  que  siguen  cuando  la  industria  empieza  a comprender los nuevos sonidos y mercados y a explotar tanto los mundos como los discursos de género en las metódicas rutinas del mercado de masas (1996, pág. 88). 

 No voy a estudiar los géneros nuevos: eso requeriría que el investigador tuviera la suerte de 

estar  en  el  lugar  y  el momento  adecuados  para  registrar  su  aparición.  En  lugar  de  eso me concentraré en  los géneros establecidos y en el estudio de cómo  la  industria musical ordena cualquier confusión potencial mediante  las técnicas de gestión estratégica. Subrayaré cómo  la industria musical determina  las posibilidades de  la práctica creativa y cómo esto se  interseca con los procesos históricos, sociales y culturales más amplios. De esta manera consideraré que las «culturas de género» no son sólo debates estéticos dentro de  los «mundos de género» de los músicos,  los  fans y  los críticos. Haré hincapié en que  los géneros operan como categorías sociales; en que el rap no puede separarse de la política de la raza negra, ni la salsa de lo latino, ni el country de  la  raza blanca y el enigma del «Sur». Estudiaré cómo  surgen  las  culturas de género de la compleja intersección e interacción entre las estructuras organizativas comerciales y  las marcas promocionales;  las actividades de  los  fans,  los oyentes y el público;  las redes de músicos;  y  los  legados  históricos  que  nos  han  llegado  dentro  de  formaciones  sociales más amplias. Al desarrollar estos temas en este libro, argumentaré que las tensiones y las divisiones sociales que se forman en relación con estas culturas de género más amplias condicionan el ne‐gocio musical de  la misma manera que el negocio musical  condiciona  los  significados de  los géneros;  dicho  en  pocas  palabras,  cómo  una  industria  produce  cultura  y  cómo  la  cultura produce una industria.