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El Largo Crepusculo - Keith Laumer

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Keith Laumer

EL LARGO CREPÚSCULO

Page 3: El Largo Crepusculo - Keith Laumer

Sinopsis

Mientras comienzan las pruebas de un nuevo sistema de energía, un recluso un tantoextraño comienza a cambiar su comportamiento, una gran tormenta comienza a formarse en elocéano y un loco borrachín trata de volver a la realidad.

Page 4: El Largo Crepusculo - Keith Laumer

Título original: The Long Twilight

Traducción: Domingo Santos

Cubierta: Antonio Garcés

Primera edición: Enero 1991

© 1969 by Keith Laumer

© de esta edición, Ediciones Júcar, 1991

Fernández de los Ríos 20. 28015 Madrid. Alto Atocha 7. 33201 Gijón

I.S.B.N.: 84-334-4041-1

Depósito Legal: B. 2.285 -1991

Producción: Fénix Servicios Editoriales

Impreso en Romanyá/Valls. Verdaguer, 1. Capellades (Barcelona)

Printed in Spain.

Etiqueta Futura nº 21

Page 5: El Largo Crepusculo - Keith Laumer

Es curioso observar que la vida de muchos escritores de ciencia ficción está señalada porla aventura, el constante viajar, el frecuente cambio de empleos y ocupaciones y, en muchoscasos, el paso por la vida militar, como si en la vida real buscaran también, en estamultiplicidad de ambientes y situaciones, un poco de ese sentido de la maravilla que luegoreflejarán en sus libros.

Keith Laumer no es una excepción. Nacido en 1925 en Syracuse, estado de Nueva York,sirvió en el Ejército norteamericano entre 1943-45, estudió y se licenció en arquitectura en1952 por la universidad de Illinois, sirvió en las Fuerzas Aéreas en 1953-56, pasó luego alservicio diplomático, volvió a las Fuerzas Aéreas como capitán en 1960. Tan sólo entonces,cuando al parecer decidió aposentar su vida en las soleadas playas de Florida, dejó libre cursoa su imaginación. Su primer relato publicado apareció en 1959, en la revista Amazing Stories,y desde entonces hasta mediados los años setenta su producción fue abundante y de unaestimable calidad. A partir de 1975, sin embargo, su producción literaria se cortó casi en seco,aunque sus obras anteriores no han dejado de reeditarse ni un momento en los paísesanglosajones ni de traducirse a otros idiomas.

Quizás el gran error que se ha cometido con Keith Laumer ha sido considerarlo un escritorde space-operas, un mero narrador de aventuras espaciales. Nada más equivocado. Aunque labase aparente de muchas de sus obras es la aventura (fiel reflejo de las características de laciencia ficción de los años sesenta y setenta, donde se centra la mayor parte de su producción),hay en todas sus novelas una profundidad temática que las aparta mucho de la mera aventuraespacial que en principio parece arroparlas. Si han leído ustedes La jaula infinita (publicadaen el número 12 de esta misma colección), y si leen ahora El largo crepúsculo, comprenderánfácilmente lo que quiero decir. Y estarán de acuerdo conmigo en que Laumer es un autor dignode ser rescatado y tenido en cuenta como el gran clásico de la ciencia ficción que es.

Domingo Santos

Page 6: El Largo Crepusculo - Keith Laumer

PROLOGO

Aquí en la oscuridad y el silencio sueño en Ysar. En el espejo de mi mente veo de nuevosus torres y sus minaretes alzarse en el eterno crepúsculo de sus cielos amarillos, arrojandolargas sombras a través de los prados y los estanques y las avenidas enlosadas por donde hacemucho tiempo cabalgaron en procesión los ejércitos victoriosos bajo los brillantes estandartes.La ambarina luz resplandece en los árboles en flor y las esculpidas fachadas de los enjoyadospalacios. Una vez más oigo en mi memoria la música de los cuernos anunciando la llegada delos triunfantes príncipes.

Recuerdo las voces y los rostros de los hombres y las mujeres, de los guerreros y las reinas,de los comerciantes y los virreyes, de los orfebres y los cortesanos, de todos aquellos que hanvivido y han recorrido esas calles, han descansado junto a esos estanques y fuentes, bajo la luzocre del sol que siempre se pone en Ysar. Y veo las inconquistables naves llenas de cicatrices,orgullosos restos de lo que en su tiempo fue una gran flota, fieles a su antiguo juramento, alzarsesobre columnas de fuego para emprender el rumbo hacia el exterior, para enfrentarse una vezmás al enemigo.

Aguardo aquí, en la oscuridad y el silencio, y sueño en Ysar la muy amada; y juro queregresaré a ella, aunque sea en el fin de los tiempos.

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UNO

1

Un hombre estaba sentado en un pequeño escritorio al lado de una ventana abierta,escribiendo con una pluma de punta de acero pasada de moda que mojaba a intervalos regularesen un recipiente de negroazulada tinta. Una suave brisa marina agitaba la cortina, trayendoconsigo un olor a sal y algas. Muy lejos, una campana dio las seis de la tarde.

El hombre escribió una línea, la tachó, permaneció sentado contemplando los prados y losjardines. Su rostro era de rasgos fuertes y mandíbula cuadrada. Su pelo gris se pegaba a sucráneo de formas delicadas. Sus dedos eran gruesos y de puntas cuadradas; unos dedospoderosos.

— ¿Escribiendo de nuevo poemas, señor Grayle? —sonó de pronto una voz desde la puertadetrás del hombre. Este se volvió con una débil sonrisa.

—Cierto, Ted. —Su voz era profunda, suave, con un débil rastro de acento.

—Le gusta escribir poemas, ¿verdad, señor Grayle? —Ted sonrió en suave conspiración.

—Hummm.

—Hey, es la hora del juego, señor Grayle. Supongo que no ha oído la campana.

— Supongo que no, Ted. —Grayle se puso en pie.

—Vaya, oh vaya, los Azules van a barrer a los Rojos esta noche, ¿eh, señor Grayle? —Tedse echó a un lado cuando Grayle salió al amplio y bien iluminado corredor.

— Seguro que lo haremos, Ted.

Recorrieron el pasillo, donde otros hombres salían también de sus cubículos.

—Bien, esta noche es la noche, ¿eh, señor Grayle? —dijo Ted.

— ¿Esta noche? —inquirió suavemente Grayle.

—Ya sabe. Se pone en marcha el nuevo sistema de energía. Recogida simplemente delaire. Estupendo, ¿eh?

—No lo sabía.

—No necesita leer usted mucho los periódicos, ¿verdad, señor Grayle?

Page 8: El Largo Crepusculo - Keith Laumer

—No mucho, Ted.

—Vaya, oh vaya. —Ted agitó la cabeza—. ¿Qué es lo que harán a continuación?

Cruzaron un patio al aire libre, atravesaron una arcada y salieron a un amplio y herbosoprado. Hombres vestidos con ropas sencillas y bien cortadas de una sola pieza, algunos llevandoun brazal rojo, otros uno azul, formaban grupos y hablaban, pasándose de unos a otros unapelota de béisbol.

—Vayamos a por ellos, señor Grayle —dijo Ted—, Demostrémosles las viejas cualidades.

—Tienes razón, Ted.

El hombre llamado Ted se reclinó contra una columna, con los brazos cruzados, y observómientras Grayle se dirigía a reunirse con su equipo.

—Hey, ése es el tipo, ¿verdad? —dijo una voz detrás de Ted. Este se volvió y agitó lacabeza, con el ceño fruncido, al joven que había aparecido a sus espaldas.

— ¿Qué tipo?

—El hombre misterioso. He oído hablar de él. Nadie sabe cuánto tiempo lleva aquí. Heoído decir que mató a un tipo con un hacha. Visto, no me parece gran cosa.

—El señor Grayle es un hombre como corresponde, novato — dijo Ted—. Se han dichomuchas tonterías acerca de que nadie sabe cuánto tiempo lleva aquí. Mantienen registros, ¿no?Ellos lo saben, ¿de acuerdo?

— ¿Cuánto tiempo llevas tú aquí, Ted?

— ¿Yo? Cinco años, ¿por qué?

—Hablé con Stengel; él lleva diecinueve años. Dice que el hombre ya estaba aquí entonces.

— ¿Y?

—No parece tan viejo como eso.

— ¿Cómo se supone que debería estar, hecho una pasa? Quizá tenga treinta y algo, quizácuarenta y cinco. ¿Y qué?

—Siento curiosidad, eso es todo.

—Ja —dijo Ted—. Vosotros los tipos universitarios. Tenéis demasiadas teorías en lacabeza.

El otro se encogió de hombros. Los dos guardias siguieron observando mientras seformaban los equipos para el partido nocturno entre los reclusos de la Penitenciaría Federal dela isla Caine.

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2

Era una estancia larga y estrecha, penumbrosa, sucia y vieja, con el olor de generacionesde cervezas derramadas. La débil luz del sol de última hora de la tarde se filtraba a través delturbio cristal de la gran ventana, donde unas chillones letras luminosas azules proclamabanFANGIO’S a la inversa. Un hombre con doble papada y calvo cráneo ocupaba la parte de atrásde la barra, hablando con un hombre bajo y de rápidos ojos que permanecía inclinado sobre untaburete cerca de una difunta máquina de discos cargada con ondulados discos cinco añospasados de moda. En un rincón, un hombre con el rostro horriblemente lleno de cicatricespermanecía sentado hablando consigo mismo. Iba vestido con un caro traje gris, polvoriento ymanchado. Un reloj de oro resplandecía en su muñeca, visible bajo el ennegrecido puño de sucamisa mientras gesticulaba.

—El pobre diablo está acabado —dijo el hombre bajo, mientras contemplaba al solitariobebedor por el deslucido espejo situado en un hueco entre el montón de botellas de whisky dela parte de atrás de la barra—. ¿Has visto ese fajo?

Los ojos de Fangio se movieron a la izquierda, a la derecha, de nuevo a la izquierda,mientras rascaba los restos de comida de un plato descascarillado.

— ¿Has visto a Dinamita por ahí? —murmuró.

Los párpados del hombre bajo hicieron un leve gesto afirmativo.

Fangio dejó a un lado el plato y se secó las manos en su chaqueta.

—Tengo que ir atrás —dijo—. Échale una mirada al lugar. — Se alejó, se metió de ladopor una estrecha puertecita. El hombre bajo fue a la cabina telefónica al extremo de la barra ytecleó un número; habló, sin dejar de observar al hombre de las cicatrices.

Una mujer entró por la doble puerta de cristal negro. Era de mediana edad, un pocoregordeta, muy maquillada. Se sentó en uno de los taburetes de la barra, miró a su alrededor ydijo:

—Hey, que salga alguien. Hay una dama esperando.

El hombre bajo abrió la puerta de la cabina de un puntapié.

—Lárgate, Wilma —dijo con voz baja y urgente—, Fangio no está aquí.

— ¿Quién eres tú, el vigilante nocturno?

—He dicho que te largues.

La mujer le hizo una mueca con la boca.

—Me serviré yo misma. —Se dirigió hacia la parte de atrás de la barra. El hombre bajosaltó hacia ella, la sujetó por su brazo lleno de pulseras, se lo retorció salvajemente. Ella dejóescapar un grito y le lanzó una patada.

Las puertas resonaron cuando entró un hombre regordete vestido con un informe monogris. Se detuvo en seco y los miró a los dos. Tenía un rostro ancho y muy moreno, recio pelonegro; su mandíbula y la línea del pelo estaban salpicadas por antiguas huellas de acné.

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— ¿Qué demonios...? —empezó a decir.

—Hola, Dinamita —dijo el hombre bajo—. Te estaba llamando. — Soltó a la mujer, quebufó y se arregló el vestido. El hombre bajo inclinó la cabeza, en un gesto hacia la ocupadamesa del rincón.

Dinamita lanzó a Wilma una mirada asesina.

—Lárgate —dijo. Ella se escurrió tras él y salió apresuradamente por la puerta.

En el rincón, el hombre de las cicatrices estaba abriendo y cerrando su puño.

—...el pájaro dorado de Ahuriel —dijo—. Una vez alzado el vuelo, nunca más vuelve aser capturado...

— ¿De qué está hablando? —preguntó Dinamita.

El hombre bajo sacudió la cabeza.

—Está hecho un lío. —Se dirigieron hacia allá, se detuvieron al lado de la mesa. El hombrede las cicatrices les ignoró.

—Prueba la presa de izquierda.

Dinamita adelantó una mano, cogió con un movimiento muy practicado el brazo delborracho, se lo echó hacia atrás, y forzó su rostro contra la mesa. Un vaso cayó. Dinamitaadelantó la otra mano por detrás del hombre sentado, palmeó su bolsillo trasero, extrajo un fajode billetes doblados por la mitad. El de fuera era de cincuenta. Sujetando aún el brazo delpropietario, abrió el fajo.

—Hey —dijo—, zapatos nuevos para los niños.

Soltó el brazo del hombre y retrocedió. La víctima siguió derrumbada sobre la mesa,inmóvil, con la mejilla contra la madera.

Apenas habían dado dos pasos cuando el hombre de las cicatrices saltó en pie con un únicoy rápido movimiento, cerró como una tenaza su brazo en torno a la garganta del hombreregordete y le obligó a echar la cabeza hacia atrás.

— ¡Quieto, hijo de una bruja! —siseó. Su rostro estaba moteado, crispado,contorsionado—. ¿Sois sus emisarios? ¿Acecha él allá?

El hombre bajo hizo un intento de coger el dinero aún en la mano de su compañero, falló,se dio la vuelta y corrió hacia la puerta.

— ¡Suelta tu lengua, desgraciado, o mi daga abrirá tu gaznate!

La mano de Dinamita, aferrando el dinero, se agitó cerca del rostro del hombre de lascicatrices; la apartó rápidamente, como en un intento desesperado de conseguir soltarse.

— ¡Quieto, cachorrillo, o tendré que informar a tu amo! —gruñó el hombre de lascicatrices, e intentó agarrar la mano del hombre. Falló, trastabilló contra la mesa. El hombreregordete consiguió soltarse y desapareció en dirección a la puerta de atrás. El de las cicatricescontempló el dinero ahora en su mano como si lo viera por primera vez.

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—No... no eran más que unos simples rateros —murmuró—. Nada más... —Miró a sualrededor en el momento en que la puerta se abría de nuevo, cautelosamente. La mujer llamadaWilma asomó la cabeza, entró.

—Hey —dijo —. ¿Qué ocurre?

El hombre de las cicatrices la miró parpadeando y le hizo una seña.

—Trae cerveza, muchacha —murmuró, y se volvió y medio se derrumbó en el asiento máscercano.

La puerta de atrás se abrió bruscamente; apareció Fangio, con los ojos muy abiertos.

—Hey, ¿qué...?

—Que sean dos —ladró la mujer. Se sentó frente al hombre de las cicatrices, que estabareclinado en su asiento, con los ojos cerrados y la boca abierta. Contempló con curiosidad sudesfigurado rostro.

— ¿Le conoces? —preguntó secamente Fangio.

—Claro. El y yo somos viejos amigos. —Clavó su mirada en el dinero que el borrachosostenía en su mano.

— ¿Varfór? —murmuró el hombre de las cicatrices—. ¿Varfór har du gjórt det, du somvar min van och brór?

— ¿Por qué habla de ese modo tan raro? —Fangio frunció hoscamente el ceño.

—Es una especie de danés —dijo rápidamente la mujer—. Mi primer esposo era danés.Me cansé de oír esa especie de jerga.

— El tipo parece más bien judío —observó Fangio.

—Trae las cervezas —indicó la mujer—. Tú no eres judío, ¿verdad, cariño? —Palmeó lamano de gruesos nudillos que reposaba sobre la mesa.

—Uf, ¿has visto sus cicatrices? —gruñó Fangio.

—Era luchador —respondió la mujer—, ¿Qué es esto, una especie de concurso depreguntas y respuestas?

—No fue más que un sueño —dijo de pronto el hombre de las cicatrices. Abrió los ojos,miró vagamente a la mujer—. Sólo... un sueño —repitió—. Eso es todo. Un mal sueño.Olvídalo.

La mujer palmeó de nuevo su mano.

—Seguro, cariño. Olvídalo. Wilma se ocupará de ti. Wilma tiene una habitación, cariño.Será mejor que vayamos ahí mientras aún puedes navegar.

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3

En la Estación Generadora del Pasmaquoddie Superior (Experimental), una docena desenadores y representantes, el gobernador del estado, varios políticos menores surtidos, y uncuadro selecto de periodistas, estaban agrupados alrededor del secretario de Interior mientraséste charlaba con el ingeniero en jefe y sus principales ayudantes delante del panel de docemetros de largo por tres y medio de alto lleno de diales y luces que parpadeabantranquilizadoramente en ámbar, rojo y verde, indicando que todo estaba listo para la primeratransmisión comercial de energía radiada en la historia de la República.

—Es impresionante, señor Hunnicut —dijo el secretario, asintiendo con la cabeza—. Ungran logro.

—Si funciona —dijo secamente un senador de expresión virtuosa.

—Los técnicos nos aseguran que así será, Cy —dijo, tolerante, el secretario.

—Estoy familiarizado con la ley de la inversa del cuadrado —respondió el senador—.Ustedes no dejan de lanzar energía al aire, pero ni un uno por ciento de ella va a parar donde sesupone que debe ir. ¡Es un trabajo inútil! Un desperdicio del dinero de los contribuyentes.

El ingeniero en jefe frunció el ceño mientras los periodistas tomaban notasprecipitadamente.

— Senador, creo que no comprende. No estamos radiando energía, como usted lo llama...,no directamente. Erigimos un campo transportador..., algo similar a la transmisión de unaemisión de trivisión. Cuando el campo tropieza con un punto de demanda, es decir, undispositivo consumidor de energía de un tipo sintonizado con la señal, se produce un impulsode vuelta, un eco...

—El senador conoce todo esto, señor Hunnicut —intervino el secretario con una sonrisaindulgente—. Está hablando para la prensa.

Un hombre con una bata manchada de aceite se acercó y le mostró al ingeniero en jefe unatablilla. Éste asintió y miró el reloj de la aséptica pared blanca.

—Dos minutos para la hora cero —dijo el secretario—. ¿Todo sigue yendo normalmente?

— Sí, señor secretario —dijo el técnico, luego se retiró bajo la fría mirada del dignatario.

—Todos los sistemas funcionan —dijo Hunnicut, haciéndolo oficial —. No veo ningunarazón por la que no debamos conectar según el plan previsto.

—Piensen en ello, caballeros. —El secretario se volvió hacia los legisladores e,incidentalmente, hacia los reporteros —. Potencia en bruto, arrancada del corazón mismo delátomo, y dominada aquí, aguardando la llamada que la enviará rezumando a los hogares yfábricas de los Estados Unidos...

—En estos momentos sólo estamos facilitando energía a unas pocas instalacionesgubernamentales y sistemas de utilidad pública —aclaró Hunnicut—, Todavía se trata de unaoperación piloto.

—...para liberar al hombre de su trabajo ancestral, haciéndole entrar en una nueva era deautorrealización e ilimitada promesa...

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— Sesenta segundos —dijo secamente una voz desde un altavoz en el techo—. Conexiónautomática.

—Procedan —dijo Hunnicut.

Los hombres aguardaron en silencio mientras la segunda manecilla del enorme relojavanzaba como una guadaña segando el minuto final de una era.

4

El hombre de las cicatrices estaba tendido de espaldas en la estrecha cama, durmiendo conla boca abierta. Su rostro, en la relajada respuesta a su profunda embriaguez, era un asoladocampo donde se habían luchado, y perdido, innumerables batallas hacía mucho tiempo.

La mujer llamada Wilma permanecía de pie al lado de la cama, contemplándole a la luz dela lámpara sin pantalla de encima de la mesa. Se tensó cuando la luz osciló, disminuyó; lassombras se cerraron sobre la destartalada habitación; luego la lámpara volvió a parpadear yrecobró todo su brillo. La mujer dejó escapar el aliento que había estado reteniendo, disipadosu momentáneo pánico.

—Claro, en la tele hablaron de que esta noche iban a cambiar a la nueva radioenergía —murmuró, medio en voz alta. En la cama, el hombre de las cicatrices se envaró; hizo una muecay agitó la cabeza de lado a lado. Gruñó, suspiró, volvió a quedar inmóvil.

Wilma se inclinó sobre él; sus manos se movieron diestramente, registrando sus bolsillos.Estaban vacíos, pero halló el fajo de billetes metido bajo la manta doblada que le servía dealmohada. Mientras lo retiraba, contempló el rostro del hombre. Sus ojos estabancompletamente abiertos y la miraban fijamente.

—Yo..., sólo te estaba arreglando la almohada —dijo ella.

Él se sentó con una brusquedad que la envió tambaleándose hacia atrás, aferrando el dineroen su mano.

—Yo... iba a cuidar de ti. —Su voz sonó tan falsa como una joya de latón a sus propiosoídos.

El apartó la vista y agitó vagamente la cabeza. Al instante, la valentía regresó a ella.

—Vamos, vuélvete a dormir, duerme la mona —dijo.

Él echó a un lado la moteada manta y se puso en pie en un solo movimiento. La mujer hizotodo un espectáculo de retroceder ante su desnudez.

— ¡Hey, mira! —dijo—. No te he subido aquí arriba para...

Él pasó junto a ella hasta el fregadero esmaltado que colgaba torcido en la pared, se mojóel rostro con agua fría, se llenó la boca y escupió, se miró en el descolorido espejo. Cogió elantiguo tarro de mermelada que servía de vaso de su estante, pero se le hizo pedazos en sumano. Contempló con ojos entrecerrados el corte en su palma y las gotas rojo oscuro que se

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formaban allí. Emitió un extraño sonido en lo más profundo de su garganta, se volvió para mirarla habitación como si nunca antes la hubiera visto.

—Xix —dijo—. ¿Dónde estás?

Wilma hizo un movimiento hacia la puerta, retrocedió cuando él se le acercó. Él adelantóun brazo y, con un movimiento preciso, le arrancó el dinero de la mano. Separó un billete dediez dólares, se lo arrojó.

— Será mejor que te marches —dijo.

— Sí —murmuró ella. Algo en la voz del hombre la hizo estremecer—. Seguro, sólo estabamirando...

Después de que ella se hubo ido, él permaneció en la casi completa oscuridad, con la cabezainclinada hacia un lado, como si estuviera escuchando distantes voces. Abrió su mano cortada,la estudió. La herida era una línea casi invisible. Apartó impaciente a un lado las casi congeladasgotas.

Sus ropas yacían revueltas a los pies de la cama. Empezó a vestirse con rápidos y segurosdedos.

5

En el comedor de la prisión, el guardia Ted permanecía sentado contemplando preocupado,a través de la amplia y suavemente iluminada estancia, la pequeña mesa de la esquina donde,siguiendo una larga costumbre, Grayle cenaba solo. Había mirado hacia allá unos momentosantes de que las luces hubieran disminuido momentáneamente, en un impulso de compartir elinstante con el prisionero, sonriendo con una sonrisa satisfecha que decía: «Lo ves, lo hicimos»,pero Grayle se había echado hacia atrás, con las manos aferrando los brazos de su silla y susnormalmente impasibles rasgos encajados en una tensa mueca. Aquello había dado paso a unaexpresión de absoluto desconcierto. Ahora Grayle permanecía sentado rígido, mirandofijamente a la nada.

Ted se levantó y cruzó apresuradamente la habitación. Cuando estuvo más cerca, vio queel sudor perlaba el rostro del prisionero.

— Señor Grayle..., ¿se encuentra bien?

Grayle alzó lentamente la cabeza.

— ¿Está enfermo, señor Grayle? —insistió Ted —. ¿Llamo al médico?

Grayle asintió secamente.

— Sí —dijo con voz quebrada—. Ve a buscarlo.

Ted tanteó en busca del comunicador sujeto a su cinturón. Grayle adelantó una mano.

—No —dijo secamente—. No lo llames. Ve a buscarlo.

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—Sí, pero...

—Ve y tráelo, Ted. Será más discreto de ese modo —añadió—. Ya entiendes.

—Hum, sí. De acuerdo, señor Grayle. —Ted se marchó apresuradamente.

Grayle aguardó todo un minuto; luego se levantó y alzó la mesa, derramando platos ycubiertos por el suelo. Con un aullido que resonó en la pacífica estancia como el rugido de unleón, arrojó la mesa por delante y, saltando tras ella, empezó a volcar las demás mesasdesocupadas a derecha e izquierda.

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Árboles gigantescos se alzan en las sombras azules contra la amplia extensión del virginalcampo de nieve. Un sol que no desprende calor cuelga casi inmóvil en el helado cielo azul. Unviento intermitente arroja nubecillas de cristales de hielo por la ladera.

Un hombre avanza lentamente por la ladera blanca. Es alto, de pecho profundo, hombrosmasivos, vestido con un traje que se ajusta a sus formas hecho de un lustroso materialnegroazulado adornado con brillantes asomos de metal y esmalte. Tiene cicatrices de recientesquemaduras en el lado derecho de su mandíbula y cuello, y su pelo rojo oscuro estáchamuscado en la sien. Se tambalea mientras anda, descendiendo testarudamente la ladera.

Alcanza el centro del prado cubierto por la nieve, donde un rápido arroyo fluye bajo unadelgada capa de hielo. Arrodillado, bebe, engulle una bolita que saca de un bolsillo de sucintura, antes de seguir adelante. Al anochecer alcanza el mar.

Es enorme, negroazulado, adornado por los encajes de la espuma blanca de losrompientes; la rocosa orilla desciende empinada hasta el borde mismo del agua. El vientoarrastra olor a yodo y a sal en las gotitas que azotan su rostro. Cuando llega junto al agua, elfrío entumece sus pies a través de sus botas impermeables.

Pequeñas criaturas se agitan en los bajíos. En una laguna formada por la marea entre lasrocas, un pez chapotea en el agua demasiado somera para poder nadar. Lo recoge, contemplacuriosamente la pequeña vida que se debate entre sus dedos mientras lo devuelve al mar.

Cae la oscuridad. El hombre se prepara un campamento pisoteando un hueco en la nieveal abrigo de un escarpado peñasco. Se tiende con la vista fija en un cielo extrañamenteempobrecido de estrellas. Un resplandor crece al este; un vivido disco naranja aparece, y suluminosidad se vuelve blanca a medida que asciende por encima de las copas de los árboles.Es un mundo muerto, fantásticamente lleno de cráteres, que cuelga tan cerca que parececabalgar justo por encima de las distantes cadenas montañosas. El hombre lo contempladurante largo tiempo antes de quedarse dormido.

La resaca murmura; el viento emite suaves sonidos que suenan como flautas por entre lasrocas. Hay otros sonidos también; suaves susurros y roces, crujidos furtivos...

Se sienta envarado y, a la brillante luz de la luna llena, ve una figura barbuda, gigantesca,envuelta en pieles, preparada para saltar sobre él desde el reborde rocoso de arriba; se echarápidamente a un lado, siente un terrible golpe contra su sien que lo envía de cabeza al vacíode la inconsciencia.

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DOS

1

A bordo del pequeño yate de doce metros Miss Behave, a ciento setenta y cinco kilómetrosde Port Royal y camino de su puerto de origen de Miami, el señor Charles D. Crassman, suesposa, Elizabeth, y su hija de veinticuatro años, Elaine, se relajaban confortablemente en elmeticulosamente decorado camarote, bebiendo escocés helado con soda y observando elatardecer sobre las aguas escarlatas.

—Una hermosa tarde —dijo Crassman—. Estamos haciendo un buen tiempo. Ya os dijeque sería una buena idea viajar de noche, eludir así el calor.

—Papá, ¿qué es eso? —Elaine señaló hacia una formación de nubes de forma curiosamenteregular en la parte de babor de proa: una gran cuña púrpura y rosa, cuya punta tocaba el aguaen el horizonte y cuya parte superior se mezclaba con la suave bruma vespertina.

—Nada —dijo tranquilamente Crassman—, Sólo nubes.

—Charles, no me gusta su aspecto —dijo secamente la señora Crassman—, Parece comouno de esos, ¿cómo los llaman?, tornados.

Crassman se echó a reír.

—Es en Kansas donde tienen tornados —dijo, y dio un sorbo a su bebida. Pero sus ojos seclavaron en la nube.

—Esquívala.

Crassman, medio inconscientemente, había apuntado la proa hacia estribor, alejándose dela formación que gravitaba allá delante; ante las palabras de su mujer, sin embargo, hizo girarla aguja de la brújula directamente de vuelta a los 220 grados.

—Déjame a mí la navegación, ¿quieres? —gruñó.

—Es tan grande —murmuró Elaine—. Y está tan cerca.

— Es sólo una ilusión óptica. —Los ojos de Crassman estaban fijos en la brújula. La agujaderivaba más allá de los 220 grados, hacia los 210 grados. Corrigió con el timón. El tono de losmotores cambió débilmente, se hizo como más penoso. Una ligera hinchazón había aparecidoen las planas aguas; la proa cortaba ahora las bajas crestas de las olas con un sonido rítmico.Crassman frunció el ceño y pasó los husillos de la gran rueda de una a otra mano, manteniendola proa en su rumbo. Las aguas estaban más agitadas ahora. El yate cabeceaba, cortandotransversalmente las olas de la aceitosa agua.

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— ¡Charles, volvamos atrás! No me gusta el aspecto que tiene esto...

— ¡Cállate! —restalló Crassman —. ¡En estos momentos ya tengo bastantes problemascontrolando el barco!

—Papá..., ¿ocurre algo?

— ¡No lo sé!

—La nube..., ¡se está moviendo! ¡Está cruzando delante de nosotros!

—No se está moviendo..., nosotros estamos derivando de lado. Hay alguna especie de locacorriente lateral por aquí...

— ¡Charles..., por el amor de Dios! ¡Quiero volver!

— ¡No seas ridícula! —Crassman siguió luchando contra la corriente; la gran nube, ahorade un color púrpura oscuro y directamente al frente, parecía ominosamente cercana. Se alzaba,se extendía, como una montaña invertida en el cielo. Crassman la observó derivar cruzando suproa, empezó a deslizarse en una curva hacia estribor.

— ¡Se está acercando! ¡Vamos directamente hacia ella!

—Papá, ¿no puedes virar para alejarte?

— Bueno..., no me gusta perder el tiempo poniéndome nervioso acerca de una simpleformación de nubes —dijo Crassman, pero fue rápido en virar hacia el sur, lejos de la nube.Ahora la proa tendía a desviarse hacia estribor. Crassman notó que el sudor perlaba su calvocráneo. Tenía los labios secos. Un fuerte y firme viento soplaba directamente contra su rostro.

La señora Crassman dejó escapar un chillido ahogado. Crassman, sobresaltado, la miró;señalaba hacia popa. El corazón de Crassman dio un doloroso vuelco en su pecho. La nubeestaba ahora directamente a popa, y claramente más cerca de lo que había estado cinco minutosantes.

— ¡Nos está ganando!

Crassman accionó a tope la válvula de estrangulación. Los grandes motores resonaron conun poderoso mugir; la proa se alzó, la espuma azotó el gran parabrisas inclinado. Crassmanmiró hacia atrás. La nube colgaba lúgubremente a popa. Por la proa, a estribor, el sol ponienteera una rojiza pelota en el horizonte, que derivaba con lentitud a cada oscilación de la proa delbarco. Ahora estaba directamente al frente; ahora se desplazaba hacia babor, deslizándose másallá de la embarcación. Una enorme sombra se extendía por encima del agua, más allá de laparte de babor de proa, y se acercaba cada vez más. Cayó sobre el yate. Crassman miró haciaatrás en la repentina oscuridad y vio la nube, ahora de un sucio negro púrpura, densa comogranito, llenando a medias el cielo. Y ahora, por encima del cantar de los motores, era audibleotro sonido: un enorme y bajo retumbar, como las cataratas del Niágara multiplicadas.

— Buen Dios de los cielos —exclamó de pronto Elaine, cuando el yate emergió de la bandade sombra a la rojiza luz del sol—. ¿Qué es eso, papá?

La señora Crassman gimió y empezó a sollozar.

Con el rostro blanco como el yeso, Crassman se aferró hoscamente al timón, sin mirar yaatrás, escuchando el creciente tronar a sus espaldas.

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2

El meteorólogo de servicio en el Satélite Meteorológico de los Estados Unidos en la órbitaClark a treinta y cinco mil kilómetros sobre el Atlántico estuvo observando la anómalaformación durante media hora en la gran pantalla de doce aumentos antes de llamar la atenciónde su supervisor.

—Hay algo tremendamente curioso ahí abajo, Fred, justo al este de la línea del ocaso —dijo, señalando hacia el pequeño e impreciso disco sobre el mar al oeste de la isla Somerset, enlas Bermudas —. Se formó en cosa de uno o dos minutos, en mitad de una extensión de dos milkilómetros que estaba tan clara como el cristal de una ventana. Y sigue creciendo sin parar.

— ¿Una explosión, quizá? —sugirió el jefe de sección.

—Esa cosa tiene ya más de cinco kilómetros de ancho, Fred. Se necesitaría una explosiónnuclear para producir algo así. De todos modos, si fuera una prueba, nos lo habrían notificado.

—Quizás un buque nuclear ha hecho saltar sus reactores. Nunca ha ocurrido antes, perosiempre hay una primera vez.

—El índice de disipación no encaja con una explosión. No se está expandiendo con lasuficiente rapidez. Y creo que está girando.

—Bueno, echémosle una mirada, Bunny. Quizás hayas descubierto el primer huracán dela estación.

—Si es así, voy a tener que desaprender un montón de meteorología. Comprueba conKennedy, ¿quieres, Fred? Hay algo respecto a todo esto que me preocupa.

Un cuarto de hora más tarde, Fred estaba de vuelta en la burbuja de observación.

—Kennedy dice que no tiene informes de ninguna detonación en la zona. Lasautoestaciones a lo largo de la orilla atlántica están registrando débiles movimientos de masasde aire al norte y al este. Es un poco pronto para decir si hay alguna corrección.

— ¿Por qué no se disipa? —preguntó Bunny—. ¿Qué es lo que la retiene?

—Es difícil de decir. Mejor pon a trabajar las grabadoras, Bunny. Pero no te preocupes; lavieja Madre Naturaleza siempre nos está preparando sorpresas, justo cuando pensamos que yalo sabemos todo de ella.

De vuelta en el centro de comunicaciones del gigantesco satélite, Fred accionó elinterruptor que activaba el haz que enlazaba la estación con el Control del Clima de Kennedy.

—Jake, nada de pánico, pero, ¿qué te parecería un examen ocular de ese punto del que tehablé antes? Esa maldita cosa sigue ahí como una chincheta clavada en un tablero; y, en lospocos minutos que estuve fuera, creció apreciablemente.

—De acuerdo. Enviaré uno de los viejos Neptune fuera de Jax. De todos modos, a esoschicos de la reserva les encantará un paseo.

—Mantenme informado, Jake.

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—Por supuesto, Fred. Cualquier cosa para nuestros valientes chicos ahí arriba en elespacio.

3

A veinte kilómetros al norte del pueblo de Skime, Minnesota, Arne Burko, un tramperoestacional, dejó caer la brazada de ramas secas que había reunido para su fuego y se sentó enun tronco para fumar tranquilamente una pipa antes de cenar. Era un atardecer tranquilo, con elcielo de un color tostado por los últimos rayos del sol de finales de verano. Burko encendió supipa, estiró las piernas y pensó en el fuera borda de cuarenta caballos que había en el escaparatede Winberg’s en Skime. Parecía que todo lo que un hombre deseaba costaba tanto... Ahora uncoche. Con un coche podría ir más a menudo a la ciudad, ver más a Barby...

Apartó el pensamiento de su cálido cuerpo y su sonriente rostro. No servía de nada ponersenervioso. Se levantó y paseó arriba y abajo, olisqueando el aire. Hacia el este, por entre losárboles, el terreno se alzaba en dirección al rocoso risco conocido localmente como Vargot Hill.No había estado ahí arriba desde hacía años, no desde que era chico. Por aquel entonces iba amenudo a coger moras allí. Se suponía que la colina estaba encantada. Los chicosacostumbraban a desafiarse los unos a los otros a que no eran capaces de subir hasta arriba. Searrastraban ladera arriba por entre los árboles, más y más silenciosos a medida que se acercabana la cima.

Había grandes losas de roca ahí arriba, amontonadas como si hubieran sido apiladas allípor un gigante. Los chicos tenían todo tipo de historias acerca de la colina. Acerca de los enanosy los elfos que vivían debajo de las rocas, y que salían y devoraban a cualquier chico descuidadoque se quedara demasiado tiempo después del anochecer. Y acerca del diablo que tomaba laforma de una gran pantera negra y merodeaba por toda la zona, en busca de almas.

Burko bufó y se echó a reír y se atareó con el fuego. Cuando ya había prendido, apilóalgunas piedras a su alrededor y puso encima la sartén. Desenrolló el tocino envuelto en papelencerado y echó media docena de lonchas. Iban a ahumarse un poco con la leña aún verde, perono le importaba. Caminar todo el día hacía que a un hombre se le desarrollara el apetito.

Curiosa esa leyenda del felino negro. El viejo Olsen decía que el nombre «Vargot» era unacorrupción de una antigua palabra que significaba «felino negro». Probablemente se remontabaa alguna leyenda india. Los shoshonu siempre habían sido grandes contadores de historias.Grandes mentirosos. Los suecos también eran bastante buenos mentirosos, cuando se trataba debordar una historia. Él había cumplido ampliamente con su cuota. Una vez, después de quepasara la mayor parte de una tarde ahí arriba jugando sobre las rocas en la cima de la colina,había obtenido una efímera celebridad entre los chicos cuando les contó que la roca habíaempezado a elevarse mientras él estaba sentado encima, y cómo él había tenido que apretarlahacia abajo con todo su peso para mantenerla en su lugar. Eso los había dejado a todos con laboca abierta, hasta que Fats Linder dijo:

— ¡Tonterías, Burko: nadie puede pesar hacia abajo más de lo que ya pesa!

Le dio la vuelta al tocino, cortó un par de rebanadas de pan. Empapó el pan con la grasa,pinchó el tocino con el tenedor y lo colocó encima, luego puso el pote para el café en el fuego.Comió lentamente, saboreando cada mordisco. Era casi completamente oscuro cuando terminó.

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Se estaba alzando una luna llena, que brillaba grande y amarilla al este, detrás de la colina.Juntó más el fuego, se estiró, luego, movido por un impulso, empezó a subir la ladera, a lo largode un apenas distinguible sendero hecho por los animales, sonriéndose un poco para sí mismomientras sentía el roce fantasmal de la vieja aprensión supersticiosa.

Se abrió camino hacia arriba a través de densas zarzamoras, aún sin fruto, emergió en elnivel justo debajo del castillo del gigante. Nunca lo había observado antes, pero el lugar teníarealmente el aspecto, si lo contemplabas con la luz adecuada, como si alguien hubiera apiladoaquellas rocas ahí arriba. Pura tontería, por supuesto; los glaciares habían esparcido rocas portoda aquella región; pero estas rocas eran todas de un mismo tamaño, casi..., y tenían un aspectocurioso. Y la forma como estaban dispuestas, en una especie de gran rectángulo, por todo loque podía decirse entre la maleza...

Burko se inmovilizó y alzó la vista hacia el amontonamiento rocoso. ¿Se había movidoalgo ahí arriba, algo que fluía de sombra en sombra..., algo que se movía tan rápido y silenciosocomo un felino?

Fue consciente del latir de su pulso, de la tirantez en su cuero cabelludo.

—Demonios. —Se echó a reír a carcajadas —. Soy tan tonto como un crío. Probablementela cosa es un cementerio indio. Lleno de potes oxidados y puntas de flechas y quizás algunoscráneos. Indios muertos. Qué demonios. —Siguió adelante con paso firme, trepó por lasinclinadas losas, subió a la piedra plana que remataba la estructura. Jadeaba y sudaba un poco.Un tábano lo encontró, zumbó furioso alrededor de su rostro. Le dio un manotazo. Entoncestodo quedó en silencio. Burko dio un paso sobre la piedra y se detuvo. Permaneció así, inmóvil,durante unos eternos diez segundos, sintiendo que sus entrañas se volvían agua.

Inconfundiblemente, a través de la piedra, captó una débil vibración. Debajo de sus pies,algo antiguo y maligno se estaba agitando...

Arne Burko estaba a más de cinco kilómetros de Vargot Hill cuando paró de correr. Sehabía distendido un ligamento de un tobillo saltando por las losas de roca, pero hasta entoncesno se dio cuenta de ello.

Una semana más tarde, aún le dolía la garganta del grito que había lanzado cuando huyó.

4

En la oficina del alcaide de la Penitenciaría Federal de la isla Caine, el psicólogo de laprisión se inclinó hacia delante apoyándose en el escritorio y alzó la voz por encima del chillardel viento que azotaba el exterior de la gran sala panelada en roble.

—Creo que comete usted un error, señor —dijo—. Ese hombre posee todo un récord deviolencia. Es peligrosamente inestable...

— ¿Inestable o inclasificable, doctor? —cortó el alcaide de la prisión.

—Reconozco que el hombre es un enigma —admitió el psicólogo—. No pretendocomprender sus motivaciones. Pero, después de este estallido, puede ocurrir cualquier cosa.

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El alcaide se volvió para mirar fuera a través de las altas ventanas de detrás de su escritorio.El encapotado cielo, claro hacía apenas una hora, mostraba ahora una luz del color del aguasucia que embarraba el paisaje y se reflejaba más allá en los picos blancos de espuma de un marque tenía el color del plomo. A través del enorme sillón de piel y la densa moqueta que cubríael suelo podía captarse claramente el débil temblor del edificio de acero y cemento. Mientras elalcaide observaba, una palmera real de doce metros de altura se curvó en un arco como si sepreparara para disparar una flecha, chasqueó, se partió y cayó sobre la densa buganvilla quemarcaba el canal de drenaje sur.

—Tengo entendido que nadie resultó herido —indicó el alcaide.

—No; pero, alcaide, debería haber visto usted lo que les hizo a aquellas sillas. De tubo deacero, recuerde. ¡Las retorció hasta convertirlas en ochos de acero cromado! Hablando de fuerzamaníaca...

— ¿Dónde estaba su guardia?

—Fingió que estaba enfermo y lo envió en busca del médico de guardia.

—En otras palabras, lo apartó del camino.

—Alcaide..., ¿no le está buscando usted excusas a ese hombre?

—No había ninguna razón para el estallido, como usted muy bien dice, Claude —indicó elalcaide—. Quiero saber cuál fue exactamente la razón.

—Alcaide, se trata de un viejo presidiario, un hombre que en una ocasión alzó un hachacontra un ser humano. ¡Un hacha en esta época, por el amor de Dios! El salvajismo de eso...

—Gracias por su opinión, doctor; su advertencia quedará registrada, en caso de que mearranque la cabeza con sus manos desnudas.

—No estaba pensando solamente en mi reputación, alcaide.

—Por supuesto que no, Claude. Sin embargo, voy a hablar con él. —El alcaide hizo unaseña con la cabeza al hombre uniformado que se hallaba apostado junto a la puerta blindada. Elguardia pulsó una placa en la pared; hubo un doble ¡clic-clic! suave cuando las cerraduras seabrieron. La puerta se deslizó hacia un lado; el guardia adoptó su posición, con su pistolaaturdidora en la mano, vigilando mientras Grayle pasaba junto a él y entraba en la habitación.

El uniforme de la prisión hecho a medida acentuaba su poderoso físico. Mientras elprisionero avanzaba cruzando la habitación, las palabras «tigre enjaulado» brotaron en la mentedel alcaide.

—Eso es todo, doctor —dijo—. Guardia, espere fuera.

—Un momento —empezó a decir el psicólogo. Captó la expresión que le dirigió susuperior, y abandonó en silencio la estancia. La puerta se deslizó tras el guardia y se cerró.

—Hola, Grayle —dijo el alcaide.

—Hola, Hardman —dijo el prisionero, en un tono de absoluta neutralidad.

El alcaide hizo un gesto con la cabeza hacia la silla que había al lado del hombre de pie.

—Siéntese —dijo.

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Grayle no se movió.

— ¿Por qué? —preguntó el alcaide—. Simplemente dígame por qué, eso es todo.

La cabeza de Grayle se agitó casi imperceptiblemente.

—Usted sabía que estaba trabajando en una libertad bajo palabra especial para usted. Y lahubiera conseguido. Así que decidió hacer pedazos el comedor. ¿Por qué, Grayle?

—Estaba usted equivocado conmigo, alcaide —dijo Grayle sin ninguna expresión.

—Tonterías; si empezó usted a destrozar sillas, es que tenía una razón.

Grayle no dijo nada.

— ¿Qué está intentando demostrar? —dijo secamente el alcaide—. ¿Que es usted un tipoduro?

—Exacto —dijo Grayle.

El alcaide sacudió la cabeza.

—Usted no es ningún rufián sin seso. Tenía usted una razón..., una buena razón. Quierosaberla.

El viento chilló en el prolongado silencio.

—Ha costado usted al gobierno federal más de mil dólares en mobiliario roto esta tarde —dijo secamente Hardman—. Le ha facilitado a la prensa nueva munición para sus acusacionesde relajación y administración demasiado blanda.

— Lamento esta parte —dijo Grayle.

—Cuando se convirtió en un furioso loco destructor, sabía usted el efecto que iba a tenerlo que estaba haciendo. Sabía que se perjudicaría usted mismo, me perjudicaría a mí,perjudicaría a todo el sistema penitenciario.

Grayle no dijo nada.

— ¿Se da cuenta de lo que está pidiendo con esto? —Había una nota dura en la voz deloficial.

Por un instante, los ojos de Grayle se clavaron en los de Hardman; parecía haber unmensaje allí, casi legible. Luego el prisionero desvió indiferente los ojos.

—Voy a enviarle al recinto de máxima seguridad de Cayo Gull, Grayle.

Grayle asintió, casi impacientemente, pensó el alcaide.

—No me gusta hacerlo —continuó—. No me gusta admitir mi fracaso con un hombre;pero los intereses de la isla Caine están por encima.

—Por supuesto, alcaide —dijo suavemente Grayle—, Lo comprendo.

—Maldita sea, hombre. ¡No me estoy disculpando! ¡Estoy haciendo mi deber, nada más!—El alcaide apoyó la mano bajo el borde del escritorio, tocó algo oculto allí—. Acabo de

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desconectar el sistema de grabación —dijo rápidamente—. ¡Hable ahora, hombre! ¡Dígame dequé va todo esto!

—Mejor vuelva a conectarlo, señor. Dentro de unos segundos tendrá a los guardiasechando la puerta abajo.

— ¡Hable, hombre: Cayo Gull no es un terreno para picnics!

—Eso es todo lo que tengo que decir, alcaide. Está perdiendo usted su tiempo.

El rostro de Hardman enrojeció. Apretó furiosamente un botón del escritorio.

—De acuerdo, Grayle —dijo llanamente, mientras la puerta se deslizaba hacia un lado yel guardia entraba, alerta —. Eso es todo. Puede irse.

Grayle salió de la habitación sin mirar atrás ni una sola vez.

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Procedentes de una ciudad de casas de madera y piedra arracimadas entre gigantescosárboles y que se derraman a lo largo de la orilla, hombres y mujeres corren a reunirse en laplaya; muchos de ellos se sumergen en la fría agua hasta la cintura para apoyar sus manos enel bote, gritando su bienvenida a los viajeros que regresan. El prisionero salta por encima dela borda con los demás, agarra un cabo, ayuda a arrastrar la embarcación hasta la arena. Depie junto a la proa, observa mientras los hombres dan saltos, abrazan a las robustas mujeresde narices respingonas cuyo pelo amarillo cuelga en gruesas trenzas por sus espaldas. Una odos de estas últimas le miran curiosamente, pero no dicen nada.

—Echa a andar, esclavo —retumba una profunda voz. Un hombre avanza hacia él, con untrozo de cuerda en sus manos. Es alto, recio, con una enmarañada barba rubia y colgante pelo,y va vestido con ropas de cuero. La Estrella de Deneb y la dorada Cruz de Omrian brillancontra su pecho entre los pulidos dientes de oso engarzados con un recio hilo—, ¡Ya es horade atar y marcar al toro para el mercado, antes de que se suelte entre las vacas! —gritaalegremente.

El cautivo da un paso hacia un lado, apoya la espalda contra las planchas del casco.

— Ven y cógeme, Olove Barbadecobre —dice torpemente en el lenguaje de los bárbaros.

Olove hace un gesto con su mano libre.

— ¡Bor! ¡Grendel! ¡Agarradme a este esclavo!

Dos recios hombres avanzan, sonriendo con amplias sonrisas por entre sus boscosasbarbas.

—Creo que sería una buena diversión ver a Olove atarme con sus propias manos —diceel cautivo. Bor vacila—. Si puede —añade el esclavo.

La sonrisa de Grendel se hace más amplia. Escupe en el rocoso suelo.

—La ley del mar no rige aquí en la orilla, Olove. El viaje ha terminado. Tienes una cuerdaen tus manos, átalo tú con ella..., si te atreves.

— ¿Esperas que yo, un jefe, ensucie mis manos con un esclavo?

— ¿Qué dices tú, extranjero? —pregunta Grendel—. ¿Eras hombre de rango en tu propiaciudad?

—Era un teniente capitán. —El prisionero da el título en su propia lengua.

—Miente —estalla Olove—. Estaba solo, sin escolta ni hombres de armas, vestido sólocon unos pobres harapos...

—Llevaba adornos de oro —dice Hulf, que está gozando con todo aquello—. Los mismosque ahora veo que parpadean entre las pulgas en tu pecho.

—Sin duda los robó de su amo antes de huir —gruñe Olove.

—Su anillo le encajaba sorprendentemente bien para ser robado — dice Hulf—, A ti encambio habrá que cortarte el dedo para sacártelo.

Barbadecobre barbotea algo indescifrable; luego lanza un bufido y echa a un lado su pielde lobo. Flexiona sus brazos, escupe y carga, con sus gruesas y arqueadas piernas bombeandocomo pistones. El cautivo permanece inmóvil. Cuando Barbadecobre se acerca, pivota

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ligeramente, alza su antebrazo izquierdo para desviar la mano tendida del jefe, se inclina parasituar su codo en el camino de la barbilla del hombre, aprovecha su impulso para darle unafuerte palmada en la espalda con la que hacerle llegar hasta el final de su camino. Olovegolpea de lleno con su cabeza contra el lado de la embarcación, resbala a lo largo, cae debruces al agua y se queda tendido allí, con sus velludas piernas agitándose unos momentosantes de quedar inmóviles. Un rugido de risas brota a todo su alrededor.

Grendel avanza hasta él y le da la vuelta.

—Olove está muerto —dice, aún sonriendo—. Se aplastó los sesos contra su barca pararendirle homenaje al extranjero. —Se seca las lágrimas de regocijo de sus ojos, se vuelve haciael antiguo esclavo, adelanta una mano, sujeta el brazo del otro por debajo del codo—. Losdioses declaran que eres hombre libre —dice—. ¿Por qué nombre deben llamarte tus amigos?

—Gralgrathor —dice el hombre.

—Bienvenido a Bjórnholm, Grall Grathor. Ven, mi esposa encontrará algo de comida yun camastro para ti, y compartiremos una o dos jarras de cerveza. Y, para divertirnos —añadeen tono más bajo—, puedes enseñarme el conjuro que utilizaste para convertir la ira de Oloveen la locura que lo destruyó.

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TRES

1

George, el hombre del turno de noche en el Gimnasio y Centro de Salud Smitty’s, dejó aun lado su periódico cuando sonó el timbre y unos pies bajaron el corto tramo de escaleras queconducían al local desde la calle. Un hombre alto y de movimientos rápidos, con el rostroterriblemente lleno de cicatrices, entró en la sala quitándose la chaqueta.

— Sí, señor —dijo George, al tiempo que se ponía en pie con un rápido movimiento parasus ciento treinta kilos de masa, sonriendo y evaluando al recién llegado. Observó losmanchados puños de su camisa, el sucio y arrugado cuello, el desgarrón en una polvorientarodilla de sus pantalones. Pero el traje había sido cortado de una pieza de estambre de calidad,auténtica lana, parecía, y los enormes zapatos parecían casi nuevos bajo el polvo y los rasguños.Y los calcetines eran elegantes, nada de esas cosas baratas tan habituales. El tipo estaba en horasbajas, de acuerdo, pero había cierta calidad en él; no era un desgraciado cualquiera que huía delhúmedo aire nocturno. George atrapó la chaqueta que el hombre echó a un lado —. ¿Le doy unrepaso y le plancho el traje, señor? —preguntó—. Se lo puedo dejar como nuevo, mientras ustedestá en la sauna.

—No se preocupe por eso —dijo el hombre. Las cicatrices de su cara se agitaron mientrashablaba, la grande que cruzaba su mejilla se frunció como en una maliciosa sonrisa, la queatravesaba su frente y desaparecía hacia atrás en su cuero cabelludo se alzó sardónicamenteinterrogativa. Extrajo unos billetes de un fajo que llevaba doblado y los arrojó sobre la mesa—. Mi cuerpo está lleno de veneno —dijo —. Quiero calor. Montones de calor.

Un hombre ya mayor, desnudo y arrugado, que salía de la sala de infrarrojos, alzóbruscamente la cabeza al ver al recién llegado. Se detuvo y observó su aspecto mientras sedesnudaba. Pareció fascinado por las cicatrices, grandes y pequeñas, que señalaban elpoderosamente musculado pecho, espalda, muslos.

—Tenemos cuarenta en la sala de sudor, setenta en la sauna — dijo George—. Cincominutos en esta última es todo lo que podrá aguantar.

—Pongamos diez.

George contempló la puerta de cristal, sonriendo un poco para sí mismo. Dobló algunastoallas, abrió la puerta y colocó sobre un estante una pastilla de jabón. Diez minutos, dice elhombre. Me gustará verle diez minutos sobre las ardientes tablas de teca. Los primeros dosminutos son fáciles; luego las cosas empiezan a ponerse candentes. Diez minutos, rio George.La puerta se abriría en cualquier momento y el hombre saldría boqueando como un pez fueradel agua. Miró el reloj. Estaban a punto de cumplirse los cinco minutos. Vio a través del cristalal hombre de las cicatrices sentado muy erguido, agitando los brazos. ¡Hooo-ee! Ese hombreblanco loco, tendría que vigilarle, sacarle de ahí cuando perdiera el sentido...

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—Ese hombre está pidiendo a gritos un ataque al corazón — dijo de pronto el viejo al ladode George. Se había acercado silenciosamente a él, calzado con unas sandalias de caucho. Sefrotó el alborotado pelo con una toalla—. ¿Qué es lo que dijo acerca de veneno?

—Alcohol, doctor —dijo George—. Quería decir alcohol. Bastaba con olerle.

Habían transcurrido once minutos antes de que el hombre de las cicatrices saliera de lasauna, con el cuerpo chorreando sudor. Un mareante olor a alcohol flotaba a su alrededor.George le miró.

— ¿Agua fría? —dijo secamente el hombre.

—Las duchas están a su derecha —señaló George.

—Una buena forma de buscarse un ataque de coronarias —dijo el viejo tras él.

El hombre de las cicatrices se metió en una ducha y dejó caer sobre su cuerpo un fuertechorro de agua helada. Tragó aire en grandes y temblorosas bocanadas. Después pasó diezminutos en la sala de vapor, otros diez en la sauna, volvió a ducharse. Por aquel entonces elolor a alcohol se había disipado. — ¿Sabe usted dar masaje? —preguntó a George. El ampliorostro negro de George se frunció en una sonrisa.

—Algunos dicen que soy bastante bueno. —Hizo un gesto hacia la mesa acolchada. Elhombre de las cicatrices rechazó la toalla que el otro le ofrecía y se tendió boca abajo. Su espaldaera sólido músculo desde los hombros hasta la dura y estrecha cintura. Una profunda cicatrizrecorría el trapecio izquierdo hasta cerca de la espina dorsal. Cicatrices más pequeñas —líneas,puntos, zigzags— cruzaban su piel en una distribución al azar. Bajo las manos de George, lacarne era dura y como llena de recias cuerdas.

— ¿Ha practicado usted en el ring? —preguntó el masajista.

—No mucho.

—Todo ese lío del boxeo y la lucha libre no es vida para un hombre.

—Es posible —admitió el de las cicatrices—. Tengo ganas de probarlo.

— Será mejor que vaya con cuidado —rio George—. Uno vuelve a casa lleno de morados,y la mujer quiere saber cómo se los hizo.

—Dígame —indicó el viejo—, ¿le importa si le pregunto cómo se hizo usted estascicatrices?

El hombre volvió la cabeza para mirarle.

— Soy doctor —dijo rápidamente el viejo—. Médico. Nunca había visto nada así enningún hombre.

—Me las hice en las guerras —respondió el hombre. George le lanzó al viejo unfruncimiento de boca.

—No me incordies, George —dijo el viejo—. Mi interés es legítimo.

— ¿No siente un poco de reumatismo aquí? —preguntó George. Sus duras manos derosadas palmas exploraron un bulto bajo la piel de su cliente. El viejo médico se acercó, fruncióexpertamente el ceño hacia el hombre tendido sobre la mesa.

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—Ve con cuidado, George —indicó—. Con esas manos tuyas hay que tomarse las cosascon calma. —Se inclinó para mirar más de cerca la profunda fisura, bordeada de queloide, quecruzaba la región lumbar.

—Parece como si tuviera un bulto duro aquí —dijo George—. Y caliente también. —Retrocedió un paso, mirando al doctor. Los delgados dedos del viejo recorrieron la visiblehinchazón en el borde inferior de las costillas del hombre tendido.

—Hey, hay una bala alojada aquí dentro —exclamó—. ¿Le han disparado alguna vez,señor?

—No recientemente.

—Hummm. Debe haber entrado por aquí... —El viejo y delgado dedo rastreó el camino alo largo del costado del hombre—.

Directamente aquí —dijo—, Ajá, aquí está el punto de entrada. Viajó directamente a lolargo de la caja torácica...

El médico se interrumpió, contemplando la furiosa hinchazón rojiza que empezó adesarrollarse de pronto en el punto debajo del cual se hallaba la bala.

—George, ¿qué le has hecho con esos gordos pulgares tuyos? ¡Te dije que tuvierascuidado!

—Nunca llegué a este lugar, doctor. Noté la hinchazón y no hice nada ahí.

—Quédese tranquilo, señor —dijo el doctor—. Tiene usted algún tipo de infección ahí, esoes evidente. Tengo conmigo mi maletín. Creo que será mejor que le ponga una inyección dePN-43...

—No —dijo el hombre. Rechinaba los dientes, su espalda estaba tensa —. Sé lo que es.Pero había olvidado la sensación...

Mientras el médico y el masajista observaban, la contusión creció, ahora de un colorpúrpura oscuro, una mancha de casi diez centímetros contra la bronceada piel. Un punto depalidez creció en su centro, se extendió hasta adquirir el tamaño de un dólar de acero.

—Hey, doctor... —dijo George, y se interrumpió cuando la hinchazón estalló, la piel seabrió para dejar rezumar sangre negra y una materia más clara, dejando al descubierto una masagrisácea. El médico lanzó una exclamación, corrió hacia un armario abierto, extrajo de él unacaja de instrumental de plástico verde, la abrió sobre un banco, regresó apresuradamente. Conuna sonda con la forma de una cucharilla plana se inclinó sobre la herida y recogió unaligeramente abollada masa de plomo tan grande como la punta de su pulgar. El hombre suspiróruidosamente y se relajó.

— ¿Cuánto tiempo dijo que hacía que le dispararon? —preguntó el médico con voz tensa,contemplando la gran bala en su palma.

—Hace ya bastante.

—Eso diría yo. —El viejo dejó escapar una corta risa que sonó casi como un ladrido—. Sino resultara tan ridículo, juraría que esto es una auténtica bala minié.

— ¿Una bala minié? ¿Y eso qué es? —preguntó George; sus ojos giraban como los de uncaballo oliendo el humo de un incendio.

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—Un tipo de balas utilizadas en la Guerra Civil —dijo el médico.

El hombre de las cicatrices sonrió ligeramente.

—Necesito comer —dijo, mientras se ponía su camisa—, ¿Hay algún restaurante por aquícerca que pueda recomendarme, George?

—Resulta que tengo un hermoso solomillo en mi nevera aquí en la habitación de al lado—dijo el recio hombre negro —. Y también huevos. ¿Media docena le parecen bien?

El hombre de las cicatrices tomó el fajo de billetes de su bolsillo y separó uno de cincuenta;lo depositó encima de la mesa.

—Estupendo. Es precisamente lo que necesito.

—Oiga —dijo el médico—. Esto resulta curioso. Las cicatrices de su rostro; parecendistintas.

El hombre de las cicatrices se volvió hacia el espejo de cuerpo entero en la pared. Se acercóa él y estudió sus rasgos. Los surcos de sus mejillas que habían tensado su boca en una débilsonrisa perpetua se habían difuminado a una leve línea rosácea. La amplia franja de tejidocicatricial que cruzaba su frente no era ahora más que una débil discontinuidad en el lisobronceado de su piel.

—Nunca vi nada así —murmuró el viejo con tono maravillado—. Esas cicatrices estándesapareciendo. Simplemente desapareciendo... —Avanzó una mano, se contuvo—. Disculparámi curiosidad —murmuró, dirigiéndose hacia un lado para conseguir un mejor ángulo devisión—, pero, como hombre de ciencia...

—No eran tan malas como parecían —dijo simplemente el hombre ya sin cicatrices, altiempo que se daba la vuelta.

—Mire, amigo, soy el doctor Henry Cripps. Hank para los amigos. Tengo algo deexperiencia con contusiones y cosas así después de más de cuarenta años de práctica de lamedicina. Sé reconocer una cicatriz de tercer grado cuando veo una. Una cosa así no desaparecesimplemente en el espacio de un cuarto de hora...

—Doctor, no necesito ninguna clase de atención médica, pero gracias de todos modos —dijo el hombre. El viejo encajó la mandíbula, se retiró al rincón más alejado de la sala, pero nodejó de mirar al objeto de su curiosidad profesional. La estancia se vio invadida por el olor acocina procedente de la puerta abierta que conducía a la habitación de atrás. El hombre echó aandar arriba y abajo, flexionando los brazos.

—Pica, ¿verdad? —preguntó Cripps.

—Un poco.

—Es la cosa más malditamente curiosa que haya visto nunca.

Siguieron cinco minutos de silencio. George apareció en la puerta.

—A la mesa —dijo. El hombre le siguió a la pequeña y bien dispuesta zona de vivienda.Se sentó y atacó inmediatamente el bistec de ochocientos gramos. George puso un gran vasode leche frente a él. Lo vació de un trago, pidió que se lo volviera a llenar. Comió los huevos,rebañó el jugo del plato con un trozo de tostada. George trajo un pastel de palmo y medio de

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ancho, cortó una cuarta parte y la puso en un plato, depositó una jarra de un cuarto de litro decafé a su lado.

—Ese pastel no se consigue en las tiendas —dijo —. Tengo una amiga que me los traeespecialmente. —Contempló mientras su invitado terminaba el postre y vaciaba la jarra.

—No deje escapar a esa amiga, George —dijo el hombre. Se levantó —. Gracias. Lonecesitaba.

—Apuesto a que sí —admitió George—. Lástima que Lucy-Ann no estuviera aquí paraverle devorar todo esto. Su corazón se alegra cuando ve a un hombre comer.

— Buen Dios —dijo el doctor Cripps —, ¿has visto eso, George? Apenas puede apreciarsedónde estaban las cicatrices. Están desapareciendo por completo.

George sacudió la cabeza, aceptando filosóficamente la evidencia de sus ojos.

—No hay nada como una buena comida para alegrar a un hombre —comentó.

—Espere —dijo Cripps, mientras el objeto de su discusión se encaminaba hacia la salida—, ¿le importaría dejarme echar un vistazo a su espalda?

—Lo siento; tengo prisa.

—Pero, maldita sea, esto es historia médica en vivo..., ¡déjeme observarlo! Tengo unacámara en mi apartamento, está a pocas manzanas de aquí; tengo que fotografiar esto,documentarlo...

—Lo siento. —El hombre recogió su chaqueta.

—Al menos déjeme examinar la herida de la bala que le saqué. Eso al menos me lo debe.

—De acuerdo. —El hombre se despojó de su camisa. Los ojos del médico se desorbitaronante la visión de las amplias espaldas sin la menor señal. Adelantó una mano, tocó la lisa piel.No había rastro de ninguna herida en ninguna parte en la piel del paciente.

— Señor —dijo con voz estrangulada—, tiene que venir usted conmigo al St. John’sHospital. Tiene que permitir que esto sea estudiado por autoridades competentes...

El hombre sacudió negativamente la cabeza.

—Ni pensarlo. —Volvió a ponerse la camisa, anudó su corbata, luego se puso la chaqueta.Depositó otro billete de cincuenta dólares sobre la mesa.

—Gracias a los dos —dijo —. Espero que esto cubra sus honorarios, doctor.

—Olvide mis honorarios...

—Ya es tarde —dijo gentilmente el hombre—. Quizás ha estado usted imaginando cosas.

—George, tú lo viste también —exclamó Cripps, volviéndose hacia el negro.

—Doctor, tengo la impresión de que a veces mi memoria es terriblemente mala. —Georgesonrió soñadoramente, contemplando el billete.

Vieron en silencio como el hombre subía las escaleras.

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— ¿Dónde puedo localizarle? —preguntó Cripps mientras el hombre apoyaba una manoen la puerta—, ¡Deseará usted seguir el tratamiento, por supuesto!

El hombre hizo una pausa y volvió lentamente la cabeza, como si escuchara un distantesonido. Apuntó hacia un ángulo de la puerta.

—Voy en esa dirección —dijo—. No sé hasta cuán lejos. —El silbido del viento cuandoabrió la puerta ahogó la respuesta del médico.

2

Cuatro guardias con pistolas aturdidoras en las manos y pistolas de impacto de 4 mm ensus fundas sobaqueras escoltaron a Grayle a lo largo del ancho y brillantemente iluminadocorredor subterráneo, dos delante, dos detrás. En el ascensor, se apostaron en las cuatro esquinasy bajaron los visores de sus cascos antes de cerrar la puerta. Descendieron en silencio loscincuenta metros hasta la sala de estacionamiento que era el único camino de salida de la prisiónpropiamente dicha. Cuando salieron del ascensor, Ted estaba aguardando. Avanzó, vacilante.

—Hey, señor Grayle —dijo, en un tenso saludo.

—Hola, Ted —dijo Grayle.

—Hum..., ¿se encuentra bien ahora? —preguntó Ted, y enrojeció.

—Por supuesto. Gracias por todo, Ted.

—Bueno, señor Grayle... —Ted tragó saliva y se alejó rápidamente.

—Hasta otra, Ted —dijo Grayle.

En la unidad de procesado, Grayle pasó impasible por los escáneres químicos y deradiaciones, se sometió a la fría caricia de la unidad médica, al helado contacto de loshiposprays. Sus huellas dactilares, retínales y dentales fueron leídas y comparadas. Un hoscoteniente tecleó algo en el panel de identificación y registró la respuesta que certificaba laidentidad del prisionero 7654-K-3NY-003. Abrió un cajón de acero, sacó un par de esposasmetálicas de un dedo de grueso unidas por una varilla de acero al cromo de un palmo delongitud. Las sopesó en su palma, mirando fijamente a Grayle.

—No deseo tener ningún problema contigo, amigo —dijo. Su voz era despreocupadamentearrastrada, pero sus ojos estaban clavados en los de Grayle. Avanzó rápidamente, cerró un anillometálico en su lugar en la muñeca derecha del prisionero, tendió la mano hacia la izquierda. Lasujetó, luego retorció bruscamente el brazo de Grayle hacia atrás, lo llevó hasta un par de dedosde la otra esposa que aguardaba, y se detuvo. Su rostro se ensombreció; las venas abultaron ensu frente, pero la esposa no se acercó más.

— ¿Quiere llamar pidiendo ayuda? —preguntó suavemente Grayle—. ¿O prefiere ceñirsea las instrucciones?

—No me hagas enfadar, amigo —siseó el teniente—. Tengo amigos en Gull.

Page 33: El Largo Crepusculo - Keith Laumer

— ¿Qué hace usted cuando se enfada, Harmon, burbujea?

El hombre emitió un ruido en lo más profundo de su garganta.

—Así que eres un leguleyo aficionado —gruñó. Transcurrieron cinco segundos en silencio,luego el teniente retrocedió—. Creo que le daré un respiro —dijo en voz alta al sargento—.Este amigo no nos dará ningún problema. Ya ha tenido bastantes. Querrá llegar a Gull limpio...,tan limpio como uno de los de su clase puede esperar. Espóselo por delante.

El sargento aseguró las esposas. Los cuatro hombres armados escoltaron al prisionero.Hubo un resonar de metal cuando las puertas de acero se abrieron a una estancia desnuda.Entraron en ella. Las puertas se cerraron a sus espaldas. Dos de los hombres pulsaron botonesen los extremos opuestos de la pequeña habitación. Un pesado panel se deslizó a un ladorevelando un enorme garaje brillantemente iluminado donde había aparcados dos masivosvehículos pintados de gris, con las letras PFIC en sus costados. Un ayudante abrió una puertaen la parte trasera de uno de ellos; uno de los guardias subió al compartimiento sin ventanas,cubrió a Grayle cuando éste entró. Un segundo guardia subió a bordo, y la puerta se cerró.Resonaron cerraduras.

— Siéntese ahí. —El guardia indicó un banco bajo con un respaldo inclinado montadocontra el compartimiento del conductor. Cuando Grayle se hubo sentado en él, con las rodillasaltas, su peso sobre el extremo de su espina dorsal, una barra se deslizó en su lugar por delantede sus costillas y se cerró con un clic. Los dos guardias se sujetaron a sendos asientosanatómicos montados en los lados del coche. Cada uno pulsó un botón en el brazo de su asiento.

—En posición —dijo uno. Grayle oyó un sonido suave, vio un diminuto movimiento en elpequeño prisma de cristal encajado en el techo. Lo estudió, luego giró ligeramente parainspeccionar a los guardias. La luz murió tras él. Un momento más tarde las turbinas iniciaronun creciente aullido apagado.

Grayle notó el vehículo iniciar su marcha; oyó el subir de la puerta de acero reforzado; fueconsciente de la sensación de claustrofobia cuando el vehículo entró en el inclinado túnelascendente.

Uno de los guardias se agitó en su asiento. Era un tipo joven, de rostro correoso y huesudoy dientes prominentes.

— Simplemente intenta algo, chico —dijo en un ronco susurro—. He oído decir que eresun tipo duro. Veamos si puedes escaparte de nosotros.

—Cállate, Jimbo —dijo el otro hombre—. No tiene ningún lugar donde ir.

— Simplemente a Gull, eso es todo —dijo Jimbo. Sonrió, dejando al descubierto unosdescuidados molares—. ¿Crees que le gustará allí, Randy?

—Claro que sí —dijo Randy—. A los que son como él les gustan las cosas duras.

Grayle ignoró su conversación. Estaba escuchando los ecos del apagado rugir del paso delvehículo por los cien metros del túnel. El tono cambió al tiempo que el coche moderaba sumarcha, alcanzaba el final de la rampa, cambiaba de nuevo cuando se nivelaba. Ahora habíansalido a la calzada que unía las islas. El vehículo aumentó rápidamente su velocidad. Dentro deseis minutos pasaría por la ría de Boca Ciega, el canal de aguas profundas cruzado por un puentede un solo carril. Grayle se tensó, contando en silencio para sí mismo.

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3

Cuando el Control del Clima de Kennedy alertó al satélite de que el aparato de la patrullameteorológica había despegado, estimando en cinco minutos el tiempo para el contacto, elobjeto que atraía la atención de los meteorólogos del espacio había crecido hasta un diámetroaproximado de seis kilómetros. Su rotación era claramente visible ahora.

—Casi cinco minutos para una revolución completa —dijo Bunny—. Eso significa que losvientos ya han alcanzado los cien en la periferia. Y está manteniendo su posición como sihubiera echado el ancla.

—Kennedy nos conecta directamente con la línea tierra-aire —dijo Fred. Conectó unmicrófono de mano a una clavija al lado de la pantalla. Sonó un débil crujido; luego la voz delpiloto les llegó fuerte y clara:

—...haciendo oscuro rápido, pero está completamente claro ahí fuera, y el mar tranquilo.Veo algunas barcas de pesca ahí abajo, como patos en una charca. Me estoy manteniendo a tresmil...

—Tendría que ver ya alguna señal de él —murmuró Bunny—, Está a menos de ochentakilómetros...

—Hey, atención, Torre Kennedy. —El tono del piloto cambió—. Tengo algo..., como unatromba, un embudo. Negro como el hollín. Tiene un aspecto extraño, sus bordes son duros comoel metal. Simplemente está apoyado ahí en el horizonte, quizás a unos sesenta kilómetros antemis narices.

—Entendido, Marina cero-nueve-tres —dijo el controlador en Kennedy—. Acércate aquince kilómetros y rodéalo. Mejor conecta las cámaras a partir de ahora.

—Cámaras conectadas. Voy a enviar un eco a esa cosa. Es grande, vaya que sí. Su alturaserá de unos cinco mil, con unos diez kilómetros de ancho. Parece como una montaña apoyadaen el pico. ¿Qué es lo que lo mantiene erguido?

— Lo tengo en la pantalla de alta resolución, señor —avisó un joven técnico—. Está aunos cincuenta kilómetros, acercándose rápido.

—Hey, Kennedy, recibo algunas turbulencias —dijo calmadamente el piloto delNeptune—. Voy a hacer una pasada por el este de la cosa. Esto es grande. Nunca había vistonada así. Es opaco. Parece como si girara. Arrastra como banderolas tras de sí. El mar tiene unaspecto curioso debajo. Una sombra negra y... —Hubo una pausa de cinco segundos—, Hey,hay un agujero ahí abajo. Un torbellino. Dios mío, yo...

—Marina cero-nueve-tres —dijo Kennedy cuando la voz vaciló—. Repita la últimatransmisión.

—Bajo a mil quinientos y me mantengo a veinte kilómetros. La cosa se alza por encimade mí como un paraguas. Me mantengo en derrape de veinte grados. Los vientos se estánvolviendo fuertes. Puedo oírlos rugir ahora...

—Está bien, déjelo, Ken, salga de esa turbulencia...

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— ¡Hay un barco ahí abajo, algún tipo de yate! Ha encendido todas sus luces. Parece comoun nueve metros. Ofrece su estribor al torbellino. Está..., ¡Dios mío, la maldita cosa lo hacogido! ¡Se lo está tragando!

— ¡Ken, salga de ahí!

— ¡Hay tres personas a bordo, puedo verlas! —El piloto estaba gritando ahora.

— Está bien, Marina cero-nueve-tres —dijo secamente otra voz—. Informe del cambio derumbo, ¡y muévase!

—Yo..., voy a pasarlo ahora, por el norte, a ocho kilómetros del contacto. Ese barco...

— ¡No importa el barco! ¡Ponga rumbo cero-nueve-cero y deje alguna distancia entre ustedy esa cosa!

— La turbulencia es mala. Intenta dominarme...

— ¡Ponga toda la potencia, Ken! ¡Salga ahora mismo de ahí!

— ¡El aparato no reacciona a los controles, Kennedy! Está... ¡Dios! ¡Me arrastra..., me vaa hacer pedazos!

— ¡Señor Hoffa! —llamó el técnico —. ¡El avión de la Marina se encamina directamentecontra la cosa!

— ¡Ken! ¡Intente cabalgar en él! ¡No luche, deje que lo impulse a su alrededor, acumulevelocidad e intente salirse tangencialmente!

—De acuerdo, Kennedy —dijo el piloto. Su voz era llana ahora, sin ninguna emoción, porencima del aullar de fondo —. Díganle al siguiente tipo que se mantenga bien alejado, treintakilómetros como mínimo. Es como un imán. Me está llevando como en un tiovivo. Es como unpozo negro, a tres kilómetros de la punta de mi ala de estribor. El ruido..., supongo que puedenoírlo. Mis indicadores marcan setecientos, pero estoy seguro de que mi velocidad con respectoal suelo es al menos de trescientos más...

—Ken, intente girar a la izquierda, unos cinco grados...

—Estoy en un auténtico derrape, no bromeo, Kennedy. El yate vuelve a estar debajo demí. Se halla justo al borde del precipicio. Se está..., se está rompiendo. Haciéndose pedazos. Hadesaparecido. En eso ha tenido suerte. Ha sido rápido. Recibo la turbulencia de nuevo. Estáoscuro aquí dentro. Voy a encender mis luces de posición. Todo esto parece como cristal negro.El aire me azota terriblemente ahora; no puedo hacer mucho..., yo...

— ¡Ken! ¡Ken! ¡Conteste, Ken!

—Ya está —dijo el técnico con voz estrangulada —. ¡El avión ha volado directamentehacia su centro!

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4

El sonido de los neumáticos del vehículo blindado cambió de tono cuando empezó arecorrer la superficie reforzada con rejilla metálica del puente de Boca Ciega. En aquelmomento, Grayle arqueó la espalda e hizo presión contra la barra de acero que cruzaba su pecho.Por un instante resistió firme; luego cedió, se dobló como cera calentada por el sol. Un extremosaltó con un chasquido del mecanismo de cierre. Ante aquel sonido los dos guardias se tensaron,sus cabezas giraron al unísono para ver a Grayle saltar en pie, tensar sus antebrazos y doblar lavarilla de acero al cromo de entre sus muñecas en una U, agarrarla con ambas manos y, con unrápido giro, partirla. El llamado Randy emitió un sonido ahogado y tanteó en busca de la pistolaen su cadera. Grayle se la arrancó antes de que pudiera cogerla, le hizo algo con las manos, laarrojó a un lado, y en el mismo movimiento atrapó a Jimbo mientras éste se levantaba, lo golpeóligeramente contra la pared, lo dejó caer. Se dirigió hacia la parte de atrás del vehículo, agarrólas barras de acero que encajaban en sendas ranuras a los lados de la doble puerta, afianzó lospies y tiró hacia arriba. Una de las barras saltó fuera de sus encajes; la otra se rompió con unsonido cristalino. Grayle abrió las puertas de una patada; un torbellino de lluvia lo azotó. Seagarró a la jamba, se inclinó hacia fuera, se aferró al alojamiento de las luces de arriba, se izóal techo del ahora veloz vehículo. Mientras izaba sus piernas, se produjo abajo un secoestampido doble y un agudo dolor impactó contra su pantorrilla izquierda.

Se puso de rodillas y miró hacia la protección lateral de cemento que se deslizaba a todavelocidad por su lado, a las múltiples hileras de alambre espinoso que la remataban, a lasoscuras aguas que espumeaban allá abajo. Se alzó en pie contra el azotante viento, calculó ladistancia, y se lanzó de cabeza por encima del pavimento y la protección y las hileras de alambremientras el vehículo frenaba bruscamente, con los neumáticos chillando y su sirena cobrandode pronto aullante vida.

La escolta pasó media hora patrullando el puente a pie, paseando sus potentes linternas porel agua, pero no hallaron ningún rastro del convicto fugado.

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Bajo el techo de altas vigas de la granja de madera en Bjornholm, el hombre que habíasido Gralgrathor permanece sentado ante una larga mesa, meditando sobre una jarra de reciacerveza ale. En el fuego que arde en la chimenea se forman imágenes de rostros y figuras,hacen señas, parpadean y desaparecen, y sus susurrantes voces de llamas murmuran palabrasen una lengua que ha olvidado a medias. Al otro lado de la habitación, Gudred permanecesentada en un banco entre las dos sirvientas de la casa, con su juvenil cabeza inclinada sobresu labor de punto.

Él aparta la jarra, se levanta, se pone un cálido chaquetón de piel de oso. Gudred se leacerca, con la luz del fuego fundiendo el oro de su cabello.

— ¿Te sentarás conmigo junto al fuego por un rato, mi Grall? —había pedido suavementeantes. De todas las hijas del conde Arnulf, sólo ella tenía una voz que no era como el bramidode un ternero. Sus manos eran gentiles, su piel suave y clara.

—Eres un tonto, Grall —le había dicho el conde, hacía tiempo—. Ella es una criaturaenfermiza que sin duda morirá al darte tu primer hijo. Pero si la eliges por encima de una demis otras lujuriosas y espléndidas muchachas..., bueno, tómala, ¡y que te aproveche!

—Estoy inquieto, muchacha —le dice, mirándola fijamente a los ojos y sonriéndole—. Micabeza está confusa por la cerveza y demasiado haraganear bajo techo. Necesito caminar unpoco por las colinas para limpiar las telarañas de mi cerebro.

La mano de ella se aprieta contra su brazo.

— Thor..., ¡no en las colinas! No al anochecer; sé que te ríes de las historias de trolls yogros, pero, ¿por qué tentarlos...?

Él se echa a reír y la abraza más fuerte. Al otro extremo de la amplia habitación, lascortinas de la alcoba se agitan. Aparece el rostro de un niño pequeño, frotándose los ojos conlos nudillos.

— ¿Lo ves?... Hemos despertado a Loki con nuestra charla —dice Gralgrathor—. Cántaleuna canción, Gudred, y cuando des una nueva puntada a tu traje para el próximo día de feriaya estaré de vuelta.

Fuera, la luz del largo atardecer septentrional brilla a través de los campos de cereal quedescienden suavemente por la colina hasta el borde del mar. Encima, el bosque asciende porentre las empinadas rocas hacia los campos de nieve manchados de rosa de los altos riscos.Con el viejo lebrel Dientes de Odín a su lado, echa a andar a largas zancadas que en un cuartode hora han puesto su casa muy lejos a sus espaldas.

A su lado, Dientes de Odín gruñe de pronto; tranquiliza al perro con una palabra. En laladera, un movimiento llama su atención. Es un hombre, envuelto en una capa oscura, que seacerca desde la lengua de bosque que se extiende hacia abajo en dirección a la granja. Gralllo observa, notando su delgado y poderoso físico, sus rápidos y seguros movimientos.

El rumbo del hombre lo conduce a través de un pliegue del terreno y lo hace volver a subirhacia el lugar donde aguarda Gralgrathor; hay algo en su forma de andar, en sus fácilesmovimientos, que le recuerdan a alguien de su vida olvidada...

El hombre sube la ladera, con su rostro en sombras bajo su capucha. Por un instante, supesado atuendo gris parece una capa climática estándar de la Flota...

— ¿Thor? —llama una suave voz de tenor.

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Gralgrathor permanece inmóvil, contemplando al recién llegado, que ha echado haciaatrás su capucha para revelar un delgado rostro, unos ojos oscuros, un pelo rojo llama.

—Lokrien..., ¿estoy soñando? —susurra Gralgrathor.

El hombre de los ojos oscuros sonríe y sacude la cabeza. Habla en un lenguaje extraño...,pero, confusamente, Gralgrathor capta el significado.

— Thor, hombre..., ¡eres tú! ¡No me digas que has olvidado tu lengua materna!

— ¿Después de todos esos años? —dice Gralgrathor—. ¿Has venido realmente?

—He venido a por ti —dice Lokrien en su medio extraño lenguaje—. He venido a llevartea casa, Thor.

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CUATRO

1

El alcaide de la prisión de la isla Caine contempló incrédulo al jefe de sus guardias.

— Supongo... que no estará haciendo usted algún tipo de broma de mal gusto, Brasher.

—No, señor —dijo el nervudo y apuesto oficial. Permanecía en posición de descanso,evidentemente incómodo. Fuera, el viento soplaba con un agudo chillido burlón.

—No es posible —dijo el alcaide—. ¡Simplemente no es posible!

—Ocurrió en el puente —explicó el capitán, con los labios tensos —. Justo en el momentoen que el vehículo cruzaba la cortada.

—Una fuga. —Hardman se sentó rígido en su silla, con el rostro pálido excepto unasmanchas de color en sus pómulos —. ¡De la única cárcel segura al cien por cien contra fugasde todo el país!

El capitán miró a su superior con ojos entrecerrados.

—Alcaide, si está usted sugiriendo...

— ¡No estoy sugiriendo nada..., excepto que ha ocurrido un desastre!

—No puede haber ido muy lejos —dijo el capitán —. No con dos tiros en su cuerpo. Cayópor el lado a la corriente de resaca. Eso es una buena caída a cien kilómetros por hora, inclusosin la tormenta. Estamos buscando el cuerpo, pero...

— ¡Quiero que hallen el cuerpo antes de que se divulgue la noticia! Y si está vivo... —Miró ferozmente al oficial.

—Está muerto, señor, puede contar con eso...

— Si está vivo, digo, quiero que lo atrapen, ¿entiende, Brasher? ¡Antes de que llegue atierra firme! ¿Está claro?

El capitán contuvo unos instantes el aliento y luego lo dejó escapar, haciendo todo unespectáculo de autocontrol.

— Sí, señor —dijo pesadamente —. Como usted diga. —Se dio la vuelta, lanzando aHardman una mirada que decía que había algunos comentarios que sólo el protocolo le impedíahacer.

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Cuando el oficial se hubo marchado, Hardman permaneció sentado durante cinco minutos,mordisqueándose el pulgar. Luego pulsó el botón del intercom.

—Lester, quiero el dossier de Grayle; todo lo que tengamos.

—No es mucho, alcaide. Recordará usted que fue transferido de Leavenworth Este...

—Quiero ver lo que tengamos.

Lester dudó.

— ¿Es cierto, alcaide? La historia que circula por aquí dice más o menos que se abriócamino reventando uno de los lados de un coche blindado...

— ¡Eso es una exageración! ¡No ayude a difundir estos malditos rumores, Lester!

—Por supuesto, sabía que se trataba de algo ridículo. Supongo que, amparándose en latormenta, tomó desprevenida a la escolta...

—Quiero estos informes de inmediato, Lester. Y póngase en contacto con Pyle enLeavenworth, vea si puede conseguir algo más sobre Grayle allí. Compruebe también conWashington, los servicios militares, las distintas agencias federales. Indague con la Interpol ylas oficinas de las Naciones Unidas. Quiero cualquier cosa que pueda encontrar.

Lester dejó escapar un suave silbido.

—Vaya revuelo para un solo hombre, señor, ¿no? Quiero decir...

— ¡Ese hombre tiene mi reputación en su bolsillo, Lester! Quiero saber todo lo que sepueda saber sobre él..., ¡sólo por si acaso no es pescado mañana por la mañana flotando en lamarea!

—Por supuesto. ¿Sabe, alcaide?, parte del personal ha estado repitiendo historias acercade que Grayle había cumplido ya su condena, pero no había sido puesto en libertad porque suspapeles se perdieron. Dicen que él finalmente se ha tomado la justicia por su mano...

—Tonterías. Hubiera sido puesto en libertad en noventa días.

— ¿Cuánto tiempo llevaba dentro, señor? Se lo pregunté al capitán Brasher, y él...

—Tráigame los informes, Lester —cortó el alcaide —. Y le sugiero que deje de escucharlos rumores y se preocupe de indagar unos cuantos hechos ciertos.

2

Tendido de bruces entre las cañas de una orilla de sulfuroso barro negro, Grayle apartó surostro del aullante viento que arrojaba la lluvia contra él en heladas cortinas. Descansó duranteun rato, esperando que se disipara el mareo, luego se arrastró orilla arriba, con los ojos fruncidoscontra el agua. Un árbol de respetable tamaño le concedió un cierto refugio. Se aposentó con laespalda contra él, empezó a arrancar tiras de su uniforme de la prisión para vendarse la

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pantorrilla, donde una bala de alta velocidad había abierto un profundo surco antes de rebotarcontra el hueso.

Arriba, en la carretera, un coche pasó a toda velocidad, con una parpadeante luz roja sobresu techo, sus faros ahogados en la casi sólida lluvia. Grayle siguió andando a lo largo de laorilla, manteniéndose al amparo de los robles y los pinos australianos, resbalando y tropezandoen la oscuridad con las retorcidas raíces. Tropo con la casa casi antes de verla: un cuboide negrode cemento sin pintar, techo de plancha, oscura y silenciosa bajo los empapados árboles. Habíaun coche pequeño estacionado en el sendero de grava. Grayle siguió avanzando, estudió elvehículo. Mientras lo rodeaba, una luz brotó junto a la casa como una lanza, se clavó en surostro.

—No vale la pena robarlo —dijo una voz por encima del tamborileo de la lluvia—. Peropuede intentarlo si quiere.

La voz era de una mujer. Grayle permaneció donde estaba y aguardó.

— Será mejor que siga su camino —dijo la voz —. Tengo una pistola en las manos, ¿sabe?Es algo necesario, viviendo donde vivo.

La voz se cortó bruscamente; la luz osciló.

—Eso es una chaqueta de la prisión...

La luz se paseó por su cuerpo, se detuvo de nuevo en su rostro.

— ¿Ha escapado usted de la isla Caine? —Cuando Grayle no dijo nada, siguió—: Serámejor que entre, he oído las sirenas hace unos momentos. Están patrullando la carretera.

Grayle dio dos rápidos pasos, agarró repentinamente la luz de manos de la mujer, la invirtióy arrojó su haz sobre el rostro de ella. Era joven, de rasgos limpios, pelo oscuro, alta y esbelta,envuelta en un chaquetón impermeable. No se movió, pero apartó los ojos de la luz. No habíaninguna pistola en sus manos.

—Lo siento —dijo Grayle—. Tenía que asegurarme. —Le devolvió la linterna. Ella sevolvió en silencio, abrió camino hacia la casa. Encendió una luz, bajó las persianas enrollables.Tras el frío viento, el calor y el silencio comparativos envolvieron a Grayle como una suavemanta.

— ¡Está usted herido! —exclamó la muchacha.

Grayle se sujetó la pierna, luchando contra una oleada de mareo.

— ¡Letanol! —La voz de la muchacha llegó desde una remota distancia—. ¡Puedo olerloen usted! Siéntese...

La muchacha se inclinó sobre él, con una expresión preocupada en su rostro. El aguagoteaba de su pelo y descendía por su mejilla. Por un instante le recordó a alguien: la imagende un rostro con el pelo ensortijado y una gorra parpadeó y desapareció. No podía recordar sunombre. Había sido hacía tanto tiempo, había olvidado tantas cosas...

Intentó ponerse en pie; no debía dormirse ahora.

Ella sujetó su brazo; fue consciente de su voz, pero no hizo ningún esfuerzo por seguir suspalabras. Fragmentos de viejos recuerdos danzaron a través de su consciencia: una noche enmedio de la lluvia en un campo cerca de Córdoba; de pie junto a un muro de piedra, mientras

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unos pies enfundados en botas martilleaban incesantemente junto a él, las tropas vestidas deazul con sus mochilas y sus bayonetas caladas; una repentina y vivida evocación del olor delcordaje embreado y los crujientes maderos, de agitada espuma y el pescado salado, cuero ypólvora...

—...permanezca en pie —estaba diciendo la muchacha—. Vi una demostración allá enBloomington... —Su voz era baja, bien modulada, su dicción buena.

La interrumpió.

— ¿Tiene algo de comer con un alto contenido en proteínas..., carne, huevos...?

—Sí. Buena idea.

Grayle siguió caminando arriba y abajo por la pequeña estancia. Estaba limpia, bienarreglada, escasamente amueblada con sillas baratas de tubo de acero y plástico y un camastrode estudio, una delgada alfombra, una estantería para libros hecha con ladrillos y tablones yllena con ediciones de bolsillo. Fotos de revistas enmarcadas decoraban las paredes. Habíaflores en latas de conserva vacías recubiertas con papel de aluminio. La cocina era un huecocon una mesa abatible, una nevera mínima debajo de la encimera y un pequeño hornilloeléctrico. El aroma de huevos con tocino fue casi dolorosamente intenso.

Ella colocó un plato en la mesa, añadió una gran taza de barro llena con un café muy negro.

—Coma lentamente —dijo, observándole tragar el huevo en dos bocados —; no le ayudaráen nada tener una indigestión.

— ¿A qué distancia estoy del muro del perímetro?

—A unos cinco kilómetros en línea recta, al otro lado de la bahía. Casi diez por carretera.¿Cómo llegó tan lejos?

—Nadé.

— Sí, pero... —Sus ojos se posaron en el tosco vendaje en su pantorrilla, visible bajo suspantalones —. Está usted herido. —Sin aguardar una respuesta, se arrodilló, deshizo con hábilesdedos el simple nudo y apartó la mojada tela. Había una débil cicatriz rosada que cruzaba labronceada piel. Le dirigió una desconcertada mirada mientras se alzaba.

—Me iré ahora mismo —dijo él. Se puso en pie—. Le agradezco enormemente suamabilidad.

— ¿Qué es lo que piensa hacer? ¿Simplemente salir de aquí y aguardar a que le cojan?

— Será mejor para usted si no sabe nada de mis planes.

—Esto es una península, sólo hay una salida. La habrán bloqueado.

Un coche pasó por la carretera. Escucharon mientras el zumbido del motor se alejaba.

—Pronto comprobarán aquí —dijo la muchacha—. Hay un lugar donde esconderse encimade la cocina.

— ¿Por qué?

— ¿Por qué no? —Su tono era desafiante.

Page 43: El Largo Crepusculo - Keith Laumer

— ¿Por qué está dispuesta a meterse en esto?

—Quizá me sienta identificada con un hombre que huye.

El aguardó.

—Yo tenía un hermano en la isla Caine. Por eso compré este lugar..., se me permitía verleun día a la semana. Él no tenía a nadie más; yo tampoco.

—Eso no explica...

—Murió. Hace tres meses. Leucemia, dijeron. Sólo tenía treinta y cuatro años.

— ¿Culpa usted a las autoridades?

—Ellos lo tenían —respondió llanamente ella.

Una luz escarlata golpeó la ventana delantera, brilló a través del pequeño espacio debajode la persiana. Una brillante luz blanca la reemplazó, haciendo huir las sombras del suelo. Elzumbar de un motor se hizo audible por encima del repiquetear de la lluvia contra el techo.

—Hemos esperado demasiado —dijo tensamente la muchacha.

—Quédese fuera del camino, fuera de la vista —dijo Grayle. En el exterior se oyó elresonar de las portezuelas de un coche. Hubo una seca llamada. Un momento más tarde elpicaporte giró, la puerta se abrió violentamente. La lluvia entró en tromba. Hubo el sonido demetal rozando contra cuero, el clic del seguro de una pistola al ser retirado. Un hombre alto conun brillante impermeable amarillo dio un paso dentro de la habitación. Grayle se movióentonces, aferró la mano del hombre que sujetaba el arma, tiró de él hacia sí.

—No grite —dijo al sorprendido rostro del policía.

— ¡Harmon! —aulló el hombre—. No...

Grayle lo aferró por el hombro, dio una brusca sacudida. Se volvió fláccido. Grayle lodepositó en el suelo. El segundo hombre cruzó la puerta a la carrera. Mientras lo hacía, Graylele golpeó a un lado del cuello; cayó pesadamente, quedó inmóvil. Grayle cerró la puerta. Losojos de la muchacha se clavaron en los suyos.

—Nunca vi a nadie moverse tan rápido...

—Adiós —la interrumpió Grayle—, y gracias...

— ¿Qué va a hacer ahora?

—No se meta en esto, señorita...

—Rogers. Anne Rogers. —Evitó mirar a los dos hombres inconscientes en el suelo —. Yya estoy metida en esto.

—Estaré bien, señorita Rogers.

—Tome mi coche.

—Nunca aprendí a conducir un coche.

Los ojos de ella escrutaron su rostro.

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—Entonces tendré que ir con usted.

Apagó las luces, tomó su linterna, abrió la puerta, salió a la lluvia. Grayle la siguió. Ella semetió en el coche de la policía, apagó las luces. La radio chasqueaba y murmuraba.

El interior del pequeño coche de ella olía a moho y humedad. El encendido gruñóperezosamente.

—Tendré que ponerlo en marcha con el otro coche. —Anne salió y fue al maletero, loabrió, tomó un par de cables fuertemente aislados. Grayle alzó la capota por ella siguiendo susindicaciones, observó mientras ella unía las tenazas de cobre, haciendo saltar chispas.

Esta vez el encendido giró enérgicamente; el motor tosió, cobró traqueteante vida. Lamuchacha aceleró varias veces, arrojando nubes de gases por el escape.

—Mantenga su pie en el acelerador —dijo, y saltó fuera para desconectar los cables. Latapa del maletero resonó. Ella volvió a sentarse a su lado.

—Ahí vamos. Vaya pensando en cómo nos las arreglaremos cuando lleguemos a lacarretera.

Avanzaron durante diez minutos por entre una lluvia torrencial, a unos treinta kilómetrospor hora sobre el negro asfalto. Las ráfagas de viento arrojaban el ligero coche de un lado paraotro de la carretera. No se cruzaron con ningún otro coche. En un punto, el agua cubría lacalzada; Anne redujo al mínimo y cruzó a paso de tortuga. Entonces brillaron unas luces a uncentenar de metros delante de ellos: el rojo faro destellante de un coche de la policía estacionadoen medio de la lluvia.

—Pare el coche.

Ella pisó el freno, se volvió, le miró interrogadoramente.

— ¿Puede apañárselas si registran el coche? —preguntó él.

— ¿Qué es lo que piensa hacer?

—Viajaré sujetándome al bastidor.

—No puede. No hay nada donde agarrarse, no hay sitio...

—Me las arreglaré. —Salió en medio de la tormenta, se echó en el suelo y se deslizó debajodel chasis. Tanteó el oxidado bastidor, se quemó los dedos con el tubo de escape, buscó unasujeción en un travesaño. Clavó los tacones de sus zapatos penitenciarios sobre las barras deamortiguación de la parte de atrás, alzó su cuerpo del mojado pavimento, lo apretó contra losbajos del coche. La muchacha se agachó junto al coche, le miró.

— ¡Está usted loco! ¡No puede sujetarse de esta forma! ¡Si resbala... se matará!

—Adelante, Anne —dijo él—. Estaré bien.

Ella dudó por un momento; luego asintió y desapareció. Grayle oyó el sonido del cambiode marchas; el coche dio una sacudida cuando emprendió de nuevo el camino. Ácidos gasesescapaban de los semipodridos tubos; el coche vibraba y se sacudía en la carretera. Se veíasalpicado por agua aceitosa, la gravilla le golpeaba. Los neumáticos silbaban cerca de su rostro.Luego el coche redujo la velocidad. Brillaron luces en el pavimento; se acercaron. Vio lasruedas de otro coche; dos pares de pies enfundados en botas se acercaron, se detuvieron a unpalmo de su cabeza. Voces, indistintas sobre el tamborilear de la persistente lluvia y el silbar

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del viento. Resonaron portezuelas; el coche se bamboleó, y aparecieron los pies de la muchacha.Un policía rodeó el coche; más resonar de portezuelas, más bamboleos. La tapa del maletero sealzó y cayó. La muchacha volvió a subir al asiento del conductor. Las botas masculinas seretiraron. El coche se puso en marcha, aceleró.

A un kilómetro de distancia, redujo la marcha y finalmente se detuvo. Grayle se dejó caeral suelo y se arrastró bajo la lluvia. Se deslizó en el asiento del pasajero, y sus ojos se cruzaroncon los de la muchacha.

— Sigo sin creérmelo —dijo ella—. Nadie puede hacer lo que acaba de hacer usted.

Grayle puso una mano en la manija de la portezuela.

—Gracias —dijo—. Ahora me marcharé.

— ¿Cómo se llama? —preguntó de pronto la muchacha.

—Grayle.

— ¿Por qué estaba usted... allí? —Inclinó ligeramente la cabeza hacia la invisible isla asus espaldas.

—Maté a un hombre. —Miró fijamente sus ojos.

— ¿En una pelea limpia?

—El casi me mató a mí, si es eso lo que quiere decir.

—Grayle, no durará usted ni un día sin mí. Ha estado ahí dentro demasiado tiempo.

—Tengo un largo camino que recorrer, Anne.

— ¿Acaso no lo tiene todo el mundo, Grayle?

El dudó por un momento; luego asintió.

Ella sonrió tensamente, volvió el coche a la carretera y aceleró por la oscura pista.

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Están sentados en la amplia y ventosa sala, llena con escudos colgados y lanzas y hachasque no son decoraciones sino que están listos para ser usados, junto a la gran chimenea degranito sin humero.

—Es un mundo extraño y bárbaro éste en el que te has visto varado, Thor —dice Lokrien—, Pero tienes un techo sobre tu cabeza, un cálido fuego para una fría noche, buena comida ycerveza, una mujer para consolarte. Hubiera podido ser peor.

—Hallé amigos aquí —dice Gralgrathor—. Hubieran podido matarme, pero en vez de ellome dejaron entrar en sus vidas.

—Pobres criaturas. Me pregunto cuál es su historia. Son humanos, por supuesto, sin dudadescendientes de algunos antiguos exploradores espaciales que naufragaron aquí hace muchotiempo. ¿Tienen alguna leyenda de su perdido hogar?

Gralgrathor asiente.

— Tiene que haber sido hace mucho tiempo. Sus mitos están muy distorsionados.

—Hay una cierta paz y simplicidad aquí..., la paz de la ignorancia —dice Lokrien—,Nunca han oído hablar del Xorc. No sueñan con que ahí fuera una gran Flota Imperial estádefendiendo su pequeño mundo contra un enemigo que puede vaporizar el planeta. Quizás enaños futuros, Thor, mires a veces hacia atrás con nostalgia, hacia tu idilio entre los primitivos.

—No, Loki —dice Gralgrathor—. No miraré hacia atrás con nostalgia. Me quedo aquí,Loki. No voy a volver contigo.

Lokrien sacude la cabeza como para alejar de ella alguna oscura visión.

—No sabes lo que estás diciendo. ¿No volver nunca? ¿No volver a ver Ysar, llevar denuevo el uniforme, navegar con la Flota...?

— Todas esas cosas, Loki.

— ¿Sabes lo que hice para venir aquí? —dice Lokrien—. Deserté de mi puesto en la líneade batalla. Aguardé un momento de calma y di la vuelta a mi bote y me dirigí hasta este mundode avanzada en tu busca. Me tomó todos estos años de búsqueda captar la huella del circuitodel escudo de tu cuerpo y hallarte aquí. Con suerte podremos pensar en una historia paraexplicar cómo te hallé...

—Loki, no puedo abandonar mi hogar, mi esposa, mi hijo.

—No puedes permitir que esta mujer salvaje y su cachorro se interpongan en el caminode... —Lokrien duda—. Lo siento, Thor. La mujer es hermosa. ¡Pero Ysar! ¿Piensas abandonartoda tu vida por esta granja, estos miserables campos, esta mezquina baronía...?

—Sí.

—Entonces piensa en tu deber para con la Flota.

—La Flota es sólo una colección de máquinas, una vez el sueño que había detrás hadesaparecido.

— ¿Crees que hallarás el sueño, como tú lo llamas, aquí en este mundo atrasado?

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—Mejor una bellota viva que un bosque muerto, Loki.

Loki mira a través del inmenso golfo al hermano al que ha venido a buscar.

—Puedo obligarte, Thor. Todavía tengo mi traje y mi pistola. Y.

Gralgrathor sonríe ligeramente.

—No intentes decidir ahora —dice Lokrien—, Los dos estamos cansados. Necesitamosdormir. Por la mañana...

—Por la mañana no habrá cambiado nada.

— ¿No? Quizás estés equivocado al respecto.

—Hay pieles limpias aquí, junto al hogar —señala Gralgrathor—. Duerme bien, Loki.Necesito caminar un poco.

Los ojos de Lokrien siguen a Gralgrathor cuando éste sale fuera, bajo la helada luz de laluna.

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CINCO

1

—Déjeme plantearlo claramente —murmuró hoscamente el comandante de la EstaciónAérea Naval de Lakewood—. ¿Me está diciendo usted que hemos perdido un piloto a plena luzdel día, en un torbellino?

—No exactamente eso, comodoro Keyes —respondió el coronel—, Hay también untremendo volumen de aire implicado en esa cosa. La fricción con la superficie del agua,¿comprende?...

—No, no comprendo. Quizá será mejor que empiece por el principio.

—Tengo la grabación de las transmisiones del piloto aquí, por si desea escucharlas.

El comodoro asintió secamente. El coronel se apresuró a preparar la pequeña grabadoraportátil, ajustó la cinta. Al cabo de un momento, la voz del piloto surgió tensa.

Los dos hombres escucharon en silencio, siguiendo el avance del avión. El rostro delcomodoro estaba encajado y su ceño fruncido cuando la cinta terminó.

—De acuerdo, ¿qué están haciendo respecto a esta cosa?

—El núcleo de la alteración se halla centrado en un punto al noroeste de las Bermudas. —El coronel se dirigió hacia el gran mapamundi en la pared y señaló el lugar—. Se está haciendocada vez más grande, desplazando poderosos vientos y corrientes marinas sobre una zona devarios miles de kilómetros cuadrados. El agua está siendo atraída hacia el centro desde todasdirecciones, de ahí el torbellino. —El coronel extrajo un juego de fotos de su maletín y lasdepositó encima del escritorio. Mostraban un enorme embudo de un negro lustroso, envueltoen espirales de polvo como algodón batido hasta desintegrarlo—. Estas fotos fueron tomadascon rayos ultravioletas desde una distancia de ciento cincuenta kilómetros. Observará lasmarcas de calibración; muestran que la boca del torbellino tiene aproximadamente unos cientocincuenta metros en la superficie...

— ¿Cuánto?

—Sé que suena increíble, comodoro, pero me he asegurado de que la cifra de cientocincuenta metros es exacta.

—Hopper, ¿tiene usted idea del volumen de agua del que está hablando?

—Bueno, puedo calcularlo...

— ¿Cuál es la profundidad del mar en este punto?

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—No tengo la cifra exacta, señor, pero el océano es profundo aquí, lejos de la plataformacontinental...

— ¿Qué tipo de fuerza se necesita para conseguir que tanta agua se mueva a la velocidadque debe tener esta cosa? ¿De dónde procede la energía?

—Bien, comodoro...

— ¿Y dice usted que el agua fluye hacia dentro desde todas direcciones? ¿Adónde va? Yel aire: miles de kilómetros cúbicos de atmósfera en movimiento, todos hacia el mismo punto.¿Qué les ocurre? ¿Por dónde salen?

—Comodoro, tenemos en estos momentos aviones fotografiando toda la mitad oriental dela zona, y muy adentro en el Atlántico. Y, por supuesto, el satélite no cesa de estudiar tambiénesa cosa. Espero que muy pronto tendremos resultados.

—Descubra de qué va todo esto, Hopper. Hay algo que no me gusta aquí. Nos estamosdejando algo fuera. Esa agua tiene que ir a alguna parte. ¡Quiero saber dónde, antes de que elmaremoto más enorme de la historia golpee la costa este!

2

En la oficina del alcaide en la isla Caine, Lester Palé, ayudante especial del alcaide, sacudiópesarosamente la cabeza a su jefe.

—Me temo que el dossier de Grayle no es mucho, señor — dijo—. Tengo los documentosque cubren su traslado de Leavenworth Este hace seis años; están en orden. Y, por supuesto, suhistorial aquí, en la isla Caine. Pero, antes de eso... —Sacudió Je nuevo la cabeza.

—Déme lo que tenga —murmuró Hardman, impaciente. Estaña inclinado hacia delantesobre el escritorio, alzando la voz por encima del tamborileo de la lluvia, que llevaba seis horasincrementándose firmemente.

—He hablado con el alcaide Pyle tal como usted sugirió, señor. Muchos de sus registrosse perdieron en un incendio en la ?ala de archivos hará unos doce años; pero dice que recuerdade memoria que ese Grayle era un prisionero militar, encerrado por el asesinato de un oficialdel ejército.

—Adelante, siga.

—Lo curioso, alcaide, es que él se muestra absolutamente seguro de que Grayle ya era unrecluso cuando él se hizo cargo de L. Este, hará unos veinte años. —Hizo una pausa, mirandodubitativo a su superior.

— ¿Y?

—Bien, después de todo, señor..., ¿qué edad tiene Grayle?

—Dígamelo usted.

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—Bueno, señor..., Pyle llamó a un viejo recluso, un hombre que había cumplido veinteaños de una cadena perpetua antes de obtener la libertad bajo palabra. Ahora trabaja en lascocinas de la prisión. Pyle le preguntó si recordaba a Grayle.

— ¿Y?

Lester hizo un gesto de disculpa.

—El hombre dijo que Grayle era uno de los prisioneros que fueron transferidos con éldesde Kansas, allá en el setenta y uno. Y que lo conocía de antes de eso.

— ¿Cuánto antes?

—Más de diez años. De hecho, jura que Grayle era ya un recluso cuando él entró en lacárcel. Y eso, alcaide, fue hará unos treinta y cinco años. Así que ya ve a lo que me refiero.

— ¿A qué se refiere, Lester? Dígalo.

—Bueno, evidentemente están confundiendo al hombre con alguna otra persona. Puedeque haya existido algún otro prisionero con el nombre de Grayle, posiblemente alguien con uncierto parecido físico. Supongo que no han tenido ocasión de pensar en el hombre durante uncierto número de años, y ahora están evocando falsos recuerdos, sobreimprimiendo a nuestroGrayle con lo que ellos recuerdan de ese hombre más viejo.

— ¿Qué hay de los archivos del ejército acerca del consejo de guerra?

Lester agitó la cabeza.

—Ningún éxito hasta ahora, señor. Tengo un amigo en el Pentágono que tiene acceso agran número de material retirado que nunca ha llegado a ser programado en el Centro deRegistro. Proporciona datos a los historiadores y cosas así; recibe un montón de peticiones eneste sentido. Sólo para asegurarme, le pedí que indagara hasta tan lejos como pudiera. Pero meinformó hará apenas unos minutos que había llegado hasta la Segunda Guerra Mundial, y queno había encontrado nada.

— ¿Le dijo que siguiera buscando?

— Bueno, no, señor. Eso ya eran treinta y seis años atrás. Es muy improbable...

—Dígale que siga buscando, Lester. No se envía a un hombre a la cárcel de por vida sinque hayan documentos sobre él en alguna parte.

—Alcaide —dijo secamente una voz por el intercom—, el capitán Brasher desea verle. Hainsistido en que le interrumpiera...

—Hágalo pasar.

La puerta se abrió, y el jefe de los guardias entró en la habitación; lanzó a Palé una secamirada, aguardó.

— ¡Bien, hable, hombre! —restalló el alcaide.

—Como sospechaba, señor —dijo el capitán—, Grayle está vivo. Sorprendió a uno de misagentes y a un patrullero del estado en una casa en la orilla norte, les golpeó dejándoles sinsentido y escapó.

— ¿Escapó? ¿Acaso no están bloqueadas las carreteras?

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—Por supuesto. No quiero decir que haya escapado de la red, sólo que aún sigue suelto.

— ¿Cuánto hace de eso?

Los ojos del capitán se dirigieron unos breves instantes al reloj de la pared, volvieron aposarse en Hardman.

—Hará apenas media hora.

— ¿Estaba ocupada la casa?

—Oh..., respecto a esto, no puedo decir...

—Averígüelo. ¿Cómo se marchó? ¿En el coche patrulla?

—No, estaba estacionado frente al lugar. Por eso supimos...

—Descubra qué tipo de coche tenía el ocupante de la casa. Mientras tanto, vigilen todaslas carreteras. No puede estar muy lejos. Y, Brasher..., no deje que se le escape de entre losdedos. No me importa lo que tenga que hacer para detenerlo, pero..., ¡deténgalo!

— Lo detendré, señor. —Brasher vaciló—. Ya sabe que ha atacado a tres de mis hombres...

—Eso no dice mucho en favor de sus hombres, Brasher. ¡Dígales que estén alertas y no ledejen escapar bajo ningún pretexto!

—Eso es lo que deseaba oírle decir, alcaide. —Brasher giró sobre sus talones y abandonóla estancia.

—Alcaide —dijo Lester—, tengo la sensación de que en alguna parte a lo largo de la línease ha cometido un serio error...

—No hable como un estúpido, Lester. Los papeles de ingreso de Grayle en esta instituciónestán en regla; para mí, esto es suficiente...

—No me refiero a un error por su parte, alcaide. Me refiero a antes de su transferencia a laisla Caine. Posiblemente por eso cometió esta acción desesperada. Quizá sea inocente...

Hardman se inclinó hacia delante, con sus grandes manos apoyadas planas sobre elescritorio.

—Ha escapado de una prisión bajo mi mando, Lester. Llevo invertidos veintiún años eneste lugar sin que jamás haya escapado nadie, y no voy a permitir que nadie manche un historialperfecto, ¿está claro?

—Alcaide, se trata de la vida de un hombre...

—Y, por supuesto, esto cuenta más que sólo mi reputación — dijo Hardman, reclinándosehacia atrás —. Si un hombre consigue escapar de Caine y no lo cogemos..., tendremos a todoslos descontentos de ahí dentro queriendo intentarlo también. Será un golpe a todo el sistemapenitenciario moderno...

— ¡Brasher hará que le disparen como a un perro, alcaide!

—Yo no he dado esas órdenes.

— ¡Brasher las ha interpretado así!

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—Puede interpretarlas como quiera, Lester... ¡Siempre que agarre a ese hombre, no voy amostrarme abiertamente crítico respecto a sus métodos!

3

—No estoy interesado en excusas, señor Hunnicut. —La voz del subsecretario ayudantede Interior para la Energía Pública raspó en los oídos del ingeniero en jefe de Pasmaquoddie—. Les he echado una mano; ahora espero de ustedes respuestas que pueda transmitirle al Comité.Están buscando cueros cabelludos, y piensan que el mío puede servir.

—Ya le he explicado que parece existir una pérdida de transmisión muy superior al factorteórico esperado, señor secretario...

— ¡Lo cual quiere decir que el sistema es un fracaso! ¡No me caiga en el tipo de jerga queustedes los técnicos utilizan para ofuscar las cosas cuando empiezan a ir mal! ¡Lo quiero todode una forma clara y sencilla! Su estación generadora calcula una pérdida de un diez por cientocomo estándar medio operativo, mientras que las estaciones receptoras informan en todas partesque reciben tan sólo entre un treinta y un cuarenta por ciento. Ahora dígame, en palabras clarasy comprensibles: ¿adónde va toda esa energía, señor Hunnicut?

—Es evidente que se produce una filtración en alguna parte, señor secretario —dijoHunnicut, manteniendo el control con un esfuerzo.

— ¿Dónde? ¿Al final de la transmisión? ¿En las estaciones receptoras? ¿O en los cerebrosgigantes que soñaron este fiasco?

— ¡Señor secretario, todo esto es una tecnología completamente nueva! Se supone quetienen que producirse algunos ajustes de tanteo...

— ¡Tonterías! ¡Ustedes no mencionaron nada de esto cuando suplicaron otros cienmillones de fondos especiales para el proyecto!

— Mire, esto no es un asunto tan sencillo como rastrear el punto de ruptura en un sistemaconvencional de transmisiones..., e, incluso en este caso, a veces pasan días antes de conseguirlocalizar el problema. Recuerde el apagón de Nueva York en los años sesenta, y...

— ¡No me dé una lección de historia, Hunnicut! ¿Me está diciendo que cualquiera y superro Rex puede meterse en nuestro sistema de transmisión a voluntad, y que no hay nada quenosotros podamos hacer al respecto?

—Espere un momento, yo no he dicho...

— ¡Los periódicos lo dirán! ¡Déme unos titulares mejores para que nos salten encima!

— Señor secretario, tiene que comprender usted que no tenemos instrumentos niprocedimientos para esta situación. Es algo totalmente sin precedentes, contrario a la teoría,inexplicable...

— ¡Está ocurriendo, señor Hunnicut! ¡Mejor realinee sus teorías!

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—Ya hemos empezado con ello. Hemos preparado algunos sensores de densidad de campoimprovisados, y tenemos cuatro equipos motorizados fuera trazando curvas de búsqueda,delineando el gradiente...

— ¿Lo cual significa?

—Lo cual significa que, con un poco de suerte, detectaremos el esquema que nos permitirátriangular el punto de drenaje de la energía.

— ¡Alto con eso! ¡No puedo hablar de ello a la prensa, Hunnicut! ¡Sacarán todo tipo deconclusiones, desde los rusos hasta los hombrecillos de Marte! ¡Los alienígenas roban la energíade los Estados Unidos! ¡Ya puedo ver los titulares!

— ¡No es nada de eso! ¡Estoy completamente seguro de que descubriremos que es algúntipo de formación natural anómala la que está sorbiendo nuestra energía! ¡Un enorme depósitode mineral, algo así!

— ¡Hunnicut..., está diciendo tonterías! Entre nosotros..., ¿qué cree realmente que es loque se está bebiendo un par de centenares de miles de kilovatios por hora del mismo aire?

—Señor secretario, no lo sé.

— Me alegra que lo admita, Hunnicut. ¡Ahora, le sugiero que se apresure y lo descubraantes de que tenga que sacarle a patadas de esta oficina y poner en su lugar a alguien con unaidea mejor de la dinámica de la tecnología política moderna!

— ¡Yo no soy político! Yo...

—Localice esa fuga, Hunnicut..., ¡o se encontrará de vuelta ocupándose de los contadoresgamma en la pila de Lackawanna!

4

Anne Rogers miraba fijamente a través del parabrisas enturbiado por la lluvia la casiinvisible superficie de la carretera que se enroscaba ante ellos. A largos intervalos, las luces dealguna casa solitaria brillaban débilmente a través del agua que caía sesgada ante los faros.

—Hay una ciudad a unos ocho kilómetros más adelante —dijo—. Tendríamos que cambiarde coche allí.

Siguieron avanzando en silencio durante otros cuantos minutos. Más luces aparecierondelante. Pasaron una gasolinera, oscura y vacía. Anne giró a la izquierda al llegar a un semáforoque parpadeaba ámbar, siguió una amplia carretera para camiones durante un kilómetro, luegodobló a la derecha a una estrecha calle residencial. Los árboles que la flanqueabanproporcionaban un cierto refugio contra la lluvia. Avanzaron a paso de tortuga, con los farosapagados. Había coches aparcados a ambos lados de la calle sin aceras y en los patios llenos dehierbajos.

—Hay trastos peores que éste —dijo Anne, acelerando más allá de un solar vacío—. Serámejor que cojamos uno bueno, ya que estamos en ello.

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—Confiaré en su buen juicio —dijo Grayle con un asomo de humor.

Anne le miró de reojo.

—Ha estado usted demasiado tiempo ahí dentro. Supongo que todo le debe parecerextraño. Dios mío, qué cosa tan terrible, quitarle a un hombre la libertad. Preferiría que memataran y acabar con ello.

—No fue tampoco tan malo. Hay una cierta paz, casi diría una vista monástica, despuésde...

— ¿Después de qué? —preguntó ella suavemente.

Él agitó la cabeza.

—Me temo que no lo entendería, Anne. Es usted tan joven. Tan terriblemente joven...

—Tengo veinticinco años, Grayle. Usted no debe tener más de treinta y cinco.

El no respondió. Cruzaron un semáforo en verde, siguieron una desierta manzana contiendas en los bajos, unas cuantas de las cuales habían limpiado y pintado sus fachadas, lo cualacentuaba lo decrépito del resto del conjunto. Disminuyeron la velocidad al llegar a un solardonde una hilera de coches con parrillas y parachoques idénticos se alineaban frente a unacuarteada acera bajo una sucesión de banderolas que se agitaban al viento como pájarosatrapados. Un descolorido cartel anunciaba: HERB GRINER FORD.

—Coches nuevos —dijo Anne—. Pero necesitaremos las llaves.

—Explíquese, por favor.

—Se necesita la llave de encendido para poner un coche en marcha. E incluso para abrirlas portezuelas. Probablemente las tienen guardadas en la oficina.

—Vaya hasta la esquina y párese allí en las sombras.

Ella hizo lo indicado y se detuvo en un charco de oscuridad debajo de un enorme roble.

—Espere aquí. —Grayle salió del coche, cruzó rápidamente la calle, se abrió camino entrelos coches hasta la puerta de atrás de la pequeña oficina. Agarró la manija, le dio un rápido giro;el metal resonó ligeramente. Se metió dentro y cerró la puerta.

Había un pequeño escritorio, una silla tapizada de plástico con una costura descosida, uncalendario en la pared. La débil luz de una farola montada sobre un poste en la esquina brillósobre un archivador, un trozo de desgastada alfombra, un colgador con un ajado sombrero.

Grayle probó el cajón central del escritorio; se abrió con un pequeño sonido de maderaastillada. Había papeles, gomas elásticas, clips, cigarrillos sueltos, algunas monedas, unanavajita. Probó los demás cajones. El del fondo de la derecha contenía una caja de puros dechillones colores con una sobada tapa. Dentro había puñados de llaves, unidas de cuatro encuatro, cada una con su correspondiente tarjeta. Grayle las examinó: Blanco 2 Dr Fal; Gris 4Dr Gal...

La puerta al lado de Grayle emitió un débil sonido. Se volvió en el momento en que seabría de golpe. Un hombre entró, sujetando un pesado revólver frente a él. Era calvo, demediana edad, voluminoso en su chaqueta de cazador color tostado, empapada en los hombros,el cuello vuelto hacia arriba. Llevaba unas gafas redondas con montura de acero, empañadaspor el agua. Una gota de agua colgaba de la punta de su prominente nariz.

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—Está bien, simplemente vuélvase y apoye las manos contra la pared, amigo —dijo conuna voz aguda y nasal. Dio un paso hacia un lado y tanteó en busca del teléfono sobre elescritorio. Grayle no se movió. El hombre hizo una pausa, con la mano sobre el auricular.

— ¡Buen Dios, le he dicho que se mueva!

— ¿Herb no le ha dicho nada de mí? —preguntó Grayle con indiferencia.

— ¿Eh? —El hombre lo miró con fijeza—. ¿Qué demonios quiere decir?

—La idea era que yo me dejara caer por aquí para echarle un vistazo a los desagües, paraque la lluvia no..., ya entiende.

—Oh. —El hombre tenía el ceño fruncido; la pistola bajó imperceptiblemente—. BuenDios, ¿por qué él no me dijo...?

Hubo un sonido en la puerta; el hombre con la pistola se volvió y la alzó de nuevo; Grayledio un paso, le golpeó a un lado del cuello con la mano derecha mientras su izquierda agarrabael arma y daba un tirón. El hombre cayó contra la pared. Anne estaba de pie en el umbral, conuna llave inglesa en la mano, los ojos muy abiertos.

—Le dije que esperara —gruñó Grayle secamente.

—Yo..., le vi salir de uno de los coches.

—No haga de niñera conmigo, muchacha. —Grayle tomó las llaves del escritorio —.¿Puede entender estas anotaciones?

Ella estudió las etiquetas y asintió. Miró al hombre en el suelo, que respiraba ruidosamente.

—No está herido —dijo Grayle—. Hubiera disparado contra usted —añadió.

—Es usted un hombre extraño, Grayle. ¿Le hubiera importado realmente si me hubieradisparado? E incluso él..., y aquellos dos policías: usted sabía lo que hacía, ¿verdad? Sabíaexactamente dónde golpearles, y con cuánta fuerza, para dejarles inconscientes sin lastimarles.Eso es importante para usted, ¿no? No lastimar realmente a nadie.

— Será mejor que nos vayamos —dijo Grayle.

—Yo estaba haciéndole de niñera —dijo Anne—. Supongo que la idea de que no sabeusted conducir, de que no conoce los alrededores, me hizo pensar que estaba usted indefenso.Pero no está usted indefenso. Está menos indefenso que cualquier persona en la que puedapensar.

— ¿Qué coche? —preguntó bruscamente Grayle.

—El Falcon blanco —dijo la muchacha.

— ¿Qué? —la palabra fue explosivamente seca.

Ella se lo quedó mirando.

—Tomaremos el Falcon blanco. Son muy comunes.

Encontraron el coche en la primera hilera; se puso en marcha en seguida; la aguja delcombustible señalaba medio depósito lleno. Había un olor rancio a cigarrillos en el coche; sobreel asiento encontraron un mapa doblado.

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—Han estado usándolo. Eso está bien. Quiere decir que se halla en buenas condiciones. —Anne examinó el mapa—. Cruzaremos hasta la diecinueve por la cincuenta y nosencaminaremos al norte. Con un poco de suerte, habremos cruzado la línea del estado antes deque se haga de día.

En la cima del risco conocido como el Hacha de Snorri, Dientes de Odín olisquea el airey gime. Gralgrathor acaricia la cabeza del viejo lebrel. El gruñido del perro termina con unseco y asustado gañido.

—Se necesita algo más que un oso para ponerte nervioso, viejo guerrero. ¿De qué setrata? —Gralgrathor mira hacia abajo en medio de la noche, en dirección al débil destellolejano de la luz del fuego que brilla a través de la ventana de su casa —. Ya es hora de volver—murmura—. La luna se está poniendo; pronto amanecerá.

Está a un kilómetro de la casa cuando oye el grito, débil y ahogado, bruscamente cortado.Al instante está corriendo, con el gran perro por delante.

Los sirvientes están apiñados en el patio de la casa, sujetando en alto sus antorchas. Elenorme Hulf de encorvados hombros acude a su encuentro, con una nudosa maza sujetafuertemente en sus manos. Las lágrimas resbalan por su rostro quemado por el sol y por elhielo y se entierran en el nido de su barba.

—Llegas demasiado tarde, Grall —dice. El gran perro se detiene, con las piernasenvaradas, el pelo del lomo erizado, mostrando los dientes. Gralgrathor se abre paso por entreel silencioso grupo. Los cuerpos están tendidos fuera del umbral: Gudred, esbelta y de pelodorado, con la sangre escarlata resaltando sobre su rostro blanco como el hielo. Por uninstante sus muertos ojos parecen encontrarse con los de él, como si quisiera comunicarle unmensaje desde una distancia infinita. El niño está tendido medio debajo de ella, boca abajo,con sangre en su pelo claro. Dientes de Odín se aplasta contra el suelo al oír los sonidos quebrotan de la garganta de su amo.

—Oímos gritar al niño, Grall —dice una mujer vieja—. Saltamos de nuestras camas ycorrimos hacia aquí, para ver al troll alejarse velozmente, por allí... —Señala con un huesudodedo hacia arriba por la rocosa ladera.

—Loki..., ¿dónde está?

—Se fue —murmura la mujer vieja —. Se transformó en esa forma negra y huyó...

Gralgrathor entra en tromba en la casa. Las ascuas de la chimenea le muestran la vacíahabitación, cubierta de sombras, la cortina caída que cubría la entrada a la alcoba, la brillantemancha de sangre en el suelo de tierra. Tras él, un hombre cruza el umbral, y su antorcha creaenormes sombras que saltan y danzan contra las oscuras paredes.

—Se ha ido, Grall, como la vieja Siv ha dicho. Ni siquiera un troll se entretendría despuésde haber hecho algo así.

Gralgrathor coge una almádena de hierro con un corto mango de roble. Los hombres sedispersan cuando sale de nuevo de la casa.

—Loki —grita—, ¿dónde estás? —Luego echa a correr, y el gran lebrel salta a su lado.

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SEIS

1

A bordo del satélite meteorológico, los meteorólogos de servicio, así como la mitad delpersonal fuera de servicio, estaban reunidos en la cubierta principal de observación,contemplando las grandes pantallas que mostraban una vista del lado nocturno del planeta a suspies. Débiles manchas de difusa luz señalaban las posiciones de las grandes zonasmetropolitanas a lo largo de la orilla oriental de los Estados Unidos. Un arco rosáceo abrazabaaún el horizonte occidental, desvaneciéndose visiblemente con el girar del planeta. La voz delobservador de servicio en la isla Merritt brotó del gran altavoz en la pared, entre el crepitar dela estática.

—...la turbulencia ha alcanzado una escala sin precedentes, lo cual dificulta la observación,pero hemos hecho lo que hemos podido con el ordenador. La imagen que se está formando esde lo más extraño. Hemos obtenido el esquema de un frente circular en expansión, centradojunto a las Bermudas. Los volúmenes de aire implicados son asombrosos. Los vientos hanalcanzado en estos momentos los ciento cincuenta nudos, a ochenta kilómetros del centro.Estamos obteniendo una especie de acción circular: altas masas de aire son arrastradas haciaabajo, dejando caer cristales de hielo, luego ruedan por debajo y se unen a la rotación principalde Coriolis. La corriente en chorro se ve afectada hasta tan lejos como Islandia. Todos los vueloscon rumbo al sur han sido desviados hacia el norte. Mientras tanto, la temperatura de la costairlandesa está cayendo como un ascensor exprés. Parece como si la corriente del Golfo estuvierasiendo desviada de su curso y disipada en el Atlántico Sur.

Fred Hoffa, meteorólogo en jefe, intercambió una desconcertada mirada con el comandantedel satélite.

—Entendido, Tom —dijo al micrófono que sostenía en la mano—. Pero no comprendemosnada de esto. Lo que estás describiendo es en sí mismo una contradicción. Tenemos todo el fríoaire de gran altitud metiéndose ahí dentro: ¿qué es lo que tira de él? ¿Adónde va? Lo mismopuede decirse de las corrientes oceánicas. Hemos estado examinando los datos, y parece comosi una gran cantidad de agua estuviera fluyendo hacia el centro de la tormenta, sin que nadasalga de ella. Eso no tiene mucho sentido.

—Estoy transmitiendo simplemente lo que me dicen las cintas, Fred. Sé que suena a locura.Y algunos de los datos son probablemente erróneos. Pero el esquema está bastante claro.Esperad a que se haga de día, y lo veréis por vosotros mismos.

El general tomó el micrófono.

—Isla Merritt, hemos estado estudiando esta cosa por infrarrojos, radar y láser, y todo loque podemos sacar en claro es que se trata de un gran torbellino..., exactamente lo que describióel piloto del Neptune.

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—No es exactamente un torbellino normal. Es más bien como lo que uno puede ver cuandoel agua corre por el desagüe de una bañera.

—Sí, pero eso... —La voz de Fred se apagó.

—Ahora captáis la idea —dijo Tom—. Estimamos que seis kilómetros cuadrados y mediode agua de mar se han derramado por ese agujero en las últimas seis horas.

—Pero..., ¿adónde van a parar?

—Esa es una buena pregunta. Hacédnoslo saber si conseguís elaborar alguna respuesta.

2

Había un taxi estacionado junto a la acera ante la estrecha fachada de un pequeñorestaurante abierto toda la noche. El conductor estaba dentro, inclinado sobre un taburete anteuna taza de café. Se dio la vuelta cuando se abrió la puerta, echó una dura mirada al reciohombre que entró, se volvió hacia el camarero detrás de la barra.

—Así que le dije, dije, qué demonios, nadie le dice a John Zabisky cómo tiene queconducir. Le dije, mira, amigo, llevo dieciocho años tras el volante, y he conducido todo tipode cacharros, y no acepto que nadie me diga...

—Disculpe la intrusión, señor Zabisky —dijo el recién llegado—. Necesito un taxi,urgente.

El taxista se volvió lentamente.

— ¿Cómo sabe mi nombre?

—Acaba de mencionarlo usted hace un momento.

— ¿Quién es usted?

—Me llamo Falconer. Como he dicho, es urgente...

— Sí, sí, tranquilo, ahorre su saliva. Todo es urgente para ustedes. Para mí, lo urgente esesta taza de café.

El camarero estaba apoyado sobre un codo, trabajándose una muela con un palillo. Loretiró y examinó la punta, sonriendo hoscamente.

— ¿Te la lleno de nuevo, John?

—Demonios, sí, seguro, ¿por qué no?

—Le pagaré cincuenta dólares si me lleva a Princeton inmediatamente — dijo el hombreque se había identificado como Falconer.

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— ¿Princeton? ¿Nueva Jersey? ¿Con este tiempo? ¿Está usted loco o algo así? Noconduciría hasta allí ni en pleno día por cincuenta pavos.

— ¿Está usted fuera de servicio?

—No, no estoy fuera de servicio. ¿Por qué?

— Su licencia dice que llevará usted a sus clientes a donde ellos deseen ir..., por unacantidad estipulada por kilómetro.

—Escuchen al tipo —dijo John, contemplando el serio e inexpresivo rostro de Falconer—. ¿Qué quiere, amigo, hacerse el duro? ¿Sabe su vieja que está fuera a estas horas de la noche?

Falconer sonrió suavemente.

— ¿Quiere salir ahí fuera conmigo y discutir el asunto, Zabisky?

El taxista saltó de su taburete en una embestida que, de alguna forma, perdió impulsocuando chocó contra Falconer: de alguna forma, se vio empujado suavemente hacia atrás. Nofue como tropezar con una pared de ladrillos..., no exactamente.

—Hey, no aquí dentro, John —dijo el camarero—. Pero puedes llevarlo al callejón. Meencanta ver a esos tipos listos recibir lo que se merecen.

El taxista se volvió hacia él.

— ¿Qué te parecería si fuera allí y recogiera unos cuantos ladrillos para metértelos por tubocaza? ¿Qué pretendes, que pierda una carrera? —Se dio un tirón a su chaqueta para ponerlaen su sitio y lanzó a Falconer una mirada de reojo —. Cobraré veinte por adelantado —dijo —, ¿Adónde quiere ir de Princeton?

Fue un largo camino bajo la lluvia que azotaba los cristales del coche como una manadade caballos salvajes. En las afueras de la ciudad, el taxista murmuró para sí mismo, tomandolas curvas de la serpenteante carretera que Falconer le había indicado que siguiera. Los farosiluminaron un par de enormes puertas de hierro forjado encajadas en un alto muro de ladrillo.

—Apague las luces tres veces —indicó Falconer cuando el taxi se detuvo delante de laspuertas. Las puertas se abrieron hacia atrás, dando paso a un sendero de grava. Lo recorrieron,se detuvieron delante de unos amplios escalones y un porche encolumnado tras el cual unasaltas ventanas reflejaban la oscuridad y el resplandor de los faros sobre las empapadas hojas.

—Parece que no hay nadie en casa —dijo el conductor—. ¿Quién vive aquí?

—Yo. —La lluvia azotó el rostro de Falconer cuando abrió la portezuela del lado izquierdo—. Tenemos un asunto por terminar, señor Zabisky —dijo. Salió del coche y se volvió; laportezuela del conductor se abrió bruscamente, y Zabisky saltó fuera, con una palanca para lasruedas en su apretado puño.

—De acuerdo, señor, puede empezar —dijo por encima del sonido de la tormenta. Falconeravanzó hacia él; un instante después, la palanca resonaba sobre la grava del camino. Con lasmanos vacías, Zabisky se enfrentó a Falconer, con una expresión de asombro en su ancho rostro.

—Esto hace las cosas más igualadas, ¿no cree, Zabisky? —dijo Falconer. El taxista hundióla cabeza entre los hombros y se lanzó hacia delante, agitando los puños. Falconer recibió unsólido golpe en el pecho antes de agarrar al otro, hacerlo girar e inmovilizarlo con los dos brazossujetos a su espalda—, ¿Preparado para rendirse, Zabisky?

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— ¡Váyase al infierno! —El taxista intentó lanzar una patada a la mandíbula de Falconer.Este hizo girar un poco más los brazos.

—Pídamelo educadamente, y le soltaré.

—Diviértase, amigo —gruñó Zabisky—. Pártamelos por el codo, si quiere. No piensopedirle nada.

Falconer soltó al hombre; éste se volvió de inmediato, con los puños apretados. Su densopelo negro estaba aplastado contra su ancha y corta frente. Se lamió la lluvia que resbalaba porsus labios, aguardando.

—Zabisky, ¿tiene usted familia? ¿Alguien que vaya a preocuparse si no se deja usted verdurante unos días?

— ¿Y eso qué le importa a usted?

—Necesito a un hombre que no se arrugue bajo presión. Usted servirá. Le pagaré ciendólares al día, más gastos.

—Métaselos donde le quepan, amigo.

—Doscientos.

— ¿Está usted loco o qué?

—Le estoy ofreciendo un trabajo. Pero primero tenía que saber algo acerca de usted. Nose sienta mal por no haber podido usar esa barra conmigo. Soy luchador profesional.

Zabisky frunció el ceño.

— ¿Qué es lo que quiere que haga? No pienso meterme en nada feo.

—Quiero que conduzca mi coche.

— ¿Dos de a cien al día por un chófer?

—Es mi dinero. —Falconer sacó un fajo doblado de billetes, le tendió al otro dos de a cien.Zabisky los miró.

— ¿Adónde hay que ir?

—A cualquier sitio que yo le diga.

Zabisky se lo pensó.

— ¿Es esto legal?

— ¿Por qué si no iba a perder mi tiempo y el suyo? Venga dentro y hablaremos de ello. —Falconer se dio la vuelta y subió los escalones. Al cabo de un momento, Zabisky se metió losbilletes en el bolsillo y le siguió.

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3

En la oficina del alcaide en la isla Caine, el capitán de los guardias Brasher estaba de piedelante del escritorio de su jefe, con aire incómodo.

—La casa pertenece a una tal señora Talbot —estaba diciendo—. Una viuda de unosveinticinco años. Con buen aspecto...

—No me importa su aspecto. ¿Dónde está ella?

—Todavía no la hemos localizado. Pero...

— ¿Señales de violencia en la casa?

—No a menos que desee incluir usted a dos hombres tendidos en el suelo —restallóBrasher.

— ¿Dijeron quién les atacó?

—No han podido decirnos nada que nos resulte útil. Ya sabe usted cómo son esos casos deconcusión, alcaide. Harmon dice que no vio quién le golpeó. Weinert no recuerda nada desdeel partido de fútbol de ayer.

— ¿Qué hay del coche de la mujer?

—Un Rambler del cincuenta y nueve, color tostado claro con el techo blanco, licencia 40D 657, con una abolladura en el guardabarros delantero derecho.

— ¿Ha sido visto?

—Cruzó el control de la carretera norte a las doce y trece minutos. Conducía la mujer. Ibasola.

— ¿Está usted seguro de eso?

—Los chicos del sheriff revisaron el coche de arriba abajo, por supuesto. Estaba limpio.

— ¿Pasaron otros coches por el control?

—Ninguno. La mayoría de la gente tiene el buen juicio de quedarse en casa con ese tiempo.

— ¿Qué más sabe usted de la mujer?

—Lleva viviendo en aquella casa desde hace dos años. Tenía un hermano encerrado aquí;murió el marzo pasado. Acostumbraba a visitarle. No sé por qué siguió aquí luego...

—Hábleme más del coche. ¿Había algo desacostumbrado en él? ¿Algún paquete en la partede atrás, alguna alfombra en el suelo, algo?

—Mis chicos hubieran visto algo así. El coche estaba limpio. Por aquel entonces no habíaninguna razón para retener a la mujer...

— ¿Adónde iba a aquella hora, con ese tiempo?

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—Iba a casa de unos familiares en la parte norte del estado; estaba preocupada por lasinundaciones...

— ¿Dónde en la parte norte del estado?

—En Gainesville, dijo.

— ¿Dio los nombres de esos familiares?

—Bueno...

—Averígüelo, Brasher. Y ponga una alerta general sobre el coche. Quiero que loencuentren rápido. Y, cuando lo encuentren, quiero que lo examinen con lupa; ¡por encima, pordentro y por debajo!

—Naturalmente, he alertado a la patrulla de carreteras del estado —dijo Brasher—. Perofrancamente, alcaide, no comprendo todo este énfasis sobre el coche. Evidentemente la mujerabandonó la casa antes de que llegara Grayle. Éste halló la casa vacía y forzó la entrada...

— ¿Hay alguna señal de eso?

—Bueno, las cerraduras no estaban rotas. Pero... —Se interrumpió, con aire asombrado—. ¡Buen Dios! ¡Está tan claro como el día! ¡La pequeña puta está metida en ello! ¡Lo planearontodo por anticipado! Ella le estaba esperando, con el depósito del coche lleno y preparados parair a...

— ¿Planeado con dos años y medio de anticipación..., incluida la muerte del hermano? Ytengo entendido que dijo usted que ella iba sola en el coche. Pero no importa. Averigüen todosobre ese coche. Encuentren qué mecánico se ocupaba de él, en qué condiciones estaba, si sehizo algún trabajo especial sobre él. Hable con los amigos de la mujer. Averigüe si conoció aGrayle, si visitó alguna vez la prisión después de la muerte de su hermano. Y, capitán... —Clavó sus ojos en los de Brasher con una fría expresión—. Le apuesto mi retiro contra supróximo ascenso a que no descubre absolutamente nada.

El jefe de los guardias le devolvió la mirada.

—Acepto la apuesta..., señor.

4

El ingeniero en jefe Hunnicut llegó siete minutos tarde a la reunión de oficiales convocadaen la oficina del director regional de la USPPA; miró a su alrededor, vio las hoscas expresionesque se alineaban en torno a la mesa.

—No malgastaré su tiempo con generalidades, caballeros. Son ustedes conscientes de quese han producido algunas dificultades en las primeras horas de operación en la estación APU.En esencia, todo se reduce a una discrepancia más bien amplia entre la eficiencia calculada y lareal. Esto, a su vez, sugiere una filtración de energía, lo cual a primera vista parece ridículo. Senecesita un tipo muy especializado de receptor para sorber energía del campo transmisor...

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—Teníamos entendido que no era posible nada así —cortó bruscamente un hombre derecia mandíbula con una abundante cabellera gris—. Recuerdo las objeciones planteadas en lasprimeras sesiones, y la forma despectiva en la que esas objeciones fueron rechazadas por elllamado equipo técnico. Y tiene usted el valor de presentarse aquí y decir que se está filtrando,o está siendo robada, la energía de los Estados Unidos.

—No sé con quién habrá estado usted hablando, senador — dijo Hunnicut—. Pero yo nodije nada de ninguna energía robada. Creo que sería sensato evitar el saltar a ninguna conclusiónen este punto..., en particular antes de que haya escuchado lo que tengo que informarles.

—Bueno, ciertamente parece obvio... —El senador dejó morir sus palabras.

—Dista mucho de ser obvio. Se trata de una nueva tecnología, caballeros. Incluso aquellosde nosotros que diseñamos y construimos el sistema no pretendemos conocer todas lasrespuestas; creo que corresponde a aquellos que poseen menos conocimiento de los hechos elejercer alguna contención en las ideas que están difundiendo; esos comentarios pueden volversecontra nosotros. —Hunnicut barrió la mesa con una mirada de desafío —. Ahora, respecto a loque hablábamos..., parece que hay al menos dos discontinuidades de campo, aparte de lascorrespondientes a las nueve estaciones receptoras.

— ¿Qué es una discontinuidad de campo?

—Un punto de demanda en el campo de energía crea una fluctuación perceptible en elgradiente de fuerza del campo. Estamos tratando con lo que podría ser descrito como líneas defuerza, análogas a las líneas de fuerza de un campo magnético. Cuando se extrae energía, esaslíneas de fuerza se doblan en dirección al punto de demanda.

—Bien, entonces..., ¿hay receptores ilegales? ¿Qué piensan hacer ustedes al respecto? ¿Aquiénes han notificado? ¿Tienen intención de permitirles simplemente seguir extrayendo Diossabe cuántos miles de kilovatios de energía del gobierno, mientras nos sacan la lengua?

—La localización de estas discontinuidades no es una cosa tan sencilla como localizar untransmisor de radio ilegal, por ejemplo. Es necesario tomar un gran número de lecturas decampos de fuerza, y compararlas con el esquema teórico de densidad de flujo. De nuevo deborecordarles que el estado de las cosas...

—No estamos aquí para escuchar una conferencia acerca del estado de las cosas —cortóel senador—. Le he hecho un cierto número de preguntas, joven, y espero...

—Ya no soy ningún joven, senador —interrumpió Hunnicut. Se dio cuenta de quefinalmente estaba perdiendo el control; y se sentía malditamente bien. Una sensación casiexultante lo invadió. Había un blanco al que podía apuntar—, Y tengo una insinuante sospechade que todos ustedes, caballeros, no han venido aquí para escuchar las expectativas. Estoyintentando decirles lo que hemos averiguado hasta el momento. Si permanecen ustedes sentadosy escuchan durante unos minutos, puede que descubran que es innecesario perder el tiempo conabsurdas insinuaciones. Ahora, como estaba diciendo...

—Mire... —El senador empezó a levantarse de su silla, pero dejó que sus colegas volvierana sentarle y le calmaran.

—...estamos bastante seguros de que tenemos dos puntos de pérdida de energía a los queenfrentarnos, uno considerablemente más fuerte que el otro. El menor de los dos parece estarlocalizado muy cerca de la estación generadora, posiblemente en la zona montañosa al norte...

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— ¿Qué demonios puede haber ahí que esté chupando energía de la red? —exclamó untipo delgado y viejo al que Hunnicut reconoció como un miembro de la universidad del estado;luego se calmó y pareció avergonzado.

—No lo sabemos. Estamos actuando según la teoría de que se trata de un fenómenopuramente natural...

— ¿Cómo es posible eso? —bufó el senador—. Creo recordar que se me dijo que todo estesistema es una pieza enormemente sofisticada de ingeniería ultramoderna, que la teoría que lorespalda no tiene más de cinco años...

— La naturaleza no sabe nada de nuestras teorías —dijo llanamente Hunnicut—, El solbrillaba mucho antes de que nosotros comprendiéramos la física subnuclear, la radiactividadcalentaba la Tierra desde cinco mil millones de años antes de que aparecieran los Curie. Esposible que algún tipo de formación geológica de la que no sabemos nada posea la característicade absorber energía en nuestro espectro de radiación. Esa teoría puede verse apoyada o no porotros descubrimientos que vayamos efectuando.

— ¡Nada de pausas dramáticas, por favor, señor Hunnicut! —introdujo el senador en elmomentáneo silencio.

—Les recordaré que todo esto es tentativo, caballeros. —Hunnicut ignoró el aguijón—,Pero, por el momento, parece que el segundo punto de demanda coincide con el centro de latormenta que está haciendo pedazos la Costa Este en estos momentos.

—Y..., ¿qué significa eso?

—Respecto a este punto, senador, sus suposiciones son tan buenas como las mías.

—Muy bien, ¿cuáles son sus suposiciones?

—Mis suposiciones —dijo lentamente Hunnicut, mirando fijamente al senador— son quela cosa que ha creado el torbellino se está alimentando, en lo que a energía se refiere, de laestación de Pasmaquoddie.

Hubo un estallido de exclamaciones; la aflautada voz del hombre del departamento deInterior ganó a las demás:

— ¿Está diciendo usted que alguien, los comunistas quizás, están utilizando nuestrosistema de energía para crear esa tormenta?

—No he dicho nada respecto a los comunistas. Pero la relación parece innegable.

— ¡Disparates! —ladró el senador—. Intenta usted explicar el fracaso de su instalaciónconjurando amenazas imaginarias. Los rusos manipulando el clima, ¿eh? Es la más condenadaelucubración estúpida que he visto en mi...

— ¡No es eso lo que he dicho!

— ¡Pero lo ha dado a entender!

—No he dado a entender nada...

— ¡Caballeros! —Los pacificadores se habían puesto en pie, animando a los dosantagonistas verbales a que volvieran a ocupar sus asientos —. Todo esto no nos lleva a ningunaparte —dijo un coronel del ejército—. Estamos aquí para reunir datos, nada más. Ciñámonos alos hechos.

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—Los hechos son que recomiendo que el transmisor sea cerrado inmediatamente, hastaque puedan ser comprobadas las posibles correcciones —dijo Hunnicut.

— ¡Ridículo! —ladró el senador—. ¡Eso sería anunciar públicamente nuestro fracaso!

—Imposible —dijo llanamente el representante del departamento de Interior—, Todo elproyecto se vería desacreditado por este cierre..., sin hablar de los problemas que causaría a laszonas que ya están trabajando conectadas al sistema.

—Muy bien. Ustedes, caballeros, pueden actuar como crean conveniente. Pero someterémi recomendación por escrito al secretario, personalmente.

— Si hace usted esto, señor Hunnicut —indicó el senador—, será el fin de una prometedoracarrera.

— ¡Si no lo hago —dijo Hunnicut—, puede ser el fin de algo considerablemente muchomás importante que el futuro profesional de un empleado del gobierno pagado muy por debajode sus méritos!

5

El insistente chirrr del discreto teléfono despertó al Presidente de los Estados Unidos deun inquieto sueño. Alzó el receptor que brillaba débilmente y carraspeó.

—Sí —dijo.

— Señor Presidente, el general Maynard recomienda la evacuación inmediata de los Cayosde Florida. El gobernador Cook ha declarado el estado de emergencia y solicita acción federalinmediata.

— ¿Los vientos siguen aumentando?

— Sí, señor. Ahora están por encima de los noventa nudos. Se registran grandes mareas alo largo de toda la costa sur de Florida. Los daños por el viento y el agua alcanzan hasta tan alnorte como Hateras. No hay señales de ninguna disminución, según la isla Merritt.

—Dígale al general que siga adelante con la evacuación. Facilítele todo el apoyo de lasfuerzas armadas. No le envidio la tarea.

—No, señor. Tengo otro asunto; no le hubiera molestado por él, pero puesto que ya hetenido que hacerlo... Un ingeniero del proyecto de Pasmaquoddie, un hombre llamadoHunnicut...

—Recuerdo el nombre, Jerry.

—Sí, señor. Ha presentado una recomendación directa al secretario Tyndall, pasando porencima de sus superiores directos, indicando que la emisión de energía de su estación estáafectando de algún modo la tormenta; empeorándola, supongo. Solicita autorización parainterrumpir la emisión el tiempo suficiente para observar los resultados, si los hay.

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—Esa es una petición más bien extrema, Jerry.

—Hunnicut es conocido como un hombre muy sensato, señor. Y está poniendo en un granpeligro su trabajo con esta acción. De todos modos, como usted dice, suena fantástico.

—Compruébelo, Jerry. Pida algunas otras opiniones..., opiniones de fuera. No deje queBob Tyndall le presione. Aténgase a los hechos. Y vea el impacto que podría tener ese cierre.

— Ya he comprobado ese aspecto, señor. No habría ningún problema en particular, exceptopara la prisión de la isla Caine. Están en la red de emisiones, como usted sabe. Y han perdidosu posibilidad de conectarse a otras fuentes. Los vientos han derribado los cables, y susgeneradores de emergencia se han visto inundados. Sin la energía radiada, se verán en seriosproblemas.

— ¿Qué hay acerca de una evacuación?

—Señor, hay mil doscientos reclusos de máxima seguridad en la isla Caine.

—Entiendo. De acuerdo, siga con ello, y vuelva a ponerse en contacto conmigo con unafirme recomendación de... —El presidente miró la esfera luminosa del reloj en su mesilla denoche—. Demonios, casi podría levantarme y bajar a la oficina. De todos modos, ya no voy apoder volver a dormir esta noche.

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El bote de enlace está oculto en el lugar descrito por Lokrien, una garganta poco profundaarriba en las montañas. La suave curva gris verdosa del casco de metal-Ul resplandecesuavemente en la oscuridad. Mientras Gralgrathor se desliza ladera abajo entre un resonar deguijarros, la portilla de entrada, accionada por el campo generado por los dispositivosbioprotésicos de su cuerpo, se abre para admitirle. Con la almádena en la mano, se desliza porel iluminado pasadizo hasta el compartimiento de control.

—Bienvenido a bordo, teniente capitán —dice una suave voz sobre su cabeza. Se aplastacontra la pared, con los dientes desnudos; ha olvidado que las naves de Ysar hablan con vozfemenina—. El comandante Lokrien no está a bordo en este momento —sigue la vozconstruida—. Por favor, póngase cómodo hasta su regreso. El cubículo de refrescos estásituado...

— ¿Dónde está él?

—Detecto que está usted agitado —dice calmadamente la voz—. Le ruego que utilice unspray tranquilizador. —Se oye un suave clic, y un pequeño tubo plateado aparece en undispensador al lado de la silla de control.

Gralgrathor sonríe en silencio, golpea con la almádena el panel de plastrón. Rebota sinproducir el menor daño.

— ¡Atención! —dice secamente la voz—, ¡Se le ordena que se retire usted de inmediatodel compartimiento de control! ¡Ésta es una orden operativa urgente! — Un seco crepitar deelectricidad en el suelo refuerza las palabras. Gralgrathor se da la vuelta y corre a popa,abriendo todas las puertas, registrando todos los huecos del compacto vehículo.

— ¿Dónde te escondes, Loki? —grita—, ¡Sal y enfréntate a mí, y cuéntame de nuevo lasnecesidades del Imperio!

— Teniente capitán, percibo que se halla usted en un estado peligrosamente excitado. —La voz cibernética brota de un altavoz en el pasillo—. Debo pedirle que abandone de inmediatoeste vehículo. —Un shock de alto voltaje lo lanza contra un mamparo; se vuelve y se abrecamino, tambaleante, hacia la puerta de la cámara donde se halla la célula de energía, revientala cerradura con un golpe; dentro, ignorando los repetidos shocks, apunta a los enormesconductores que ascienden desde la cámara de la bobina, y con toda la fuerza de su espalda ybrazos descarga la almádena contra los circuitos. El instantáneo estallido que sigue lo arrojade inmediato a una oscuridad escarlata.

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SIETE

1

Dentro de la gran casa, Falconer condujo al taxista hasta una estancia de alto techo con lasparedes de roble llenas de trofeos, una enorme chimenea de granito, profundas alfombras, bajosy cómodos muebles. Sirvió una copa al hombre de un bar con encimera de caoba que ocupabala mayor parte de una pared adyacente a unas puertas de cristal que se abrían a una terraza delosas de piedra.

—Estaré con usted en unos diez minutos —dijo, y abandonó la habitación, subió la granescalinata curva y recorrió el pasillo hasta un espacioso dormitorio. Se puso una pesada camisade sarga de caballería, unos ajustados pantalones de montar, botas bajas. Sujetó una ligera fundasobaquera bajo su brazo, encajó en ella una pistola plana, luego se puso una gruesa chaquetacolor azul marino oscuro.

Zabisky miraba a su alrededor cuando Falconer volvió a entrar en el estudio.

—Tiene usted algunas hermosas piezas aquí, señor —dijo. Señaló con un romo índice unadeslustrada coraza y un par de picas cruzadas sobre el bar—. Eso parece una antigua armadurapolaca —dijo—. Del siglo XVII. Le llevaba todo un día a un hombre ponerse esa cosa, se loaseguro.

Falconer asintió.

— Seguro que sí. ¿Está usted interesado en armaduras?

—Bueno, ya sabe. Todo el mundo ha de tener un hobby — dijo—. Tiene una buenacolección. —Sus ojos se pasearon por la hilera de armas, armaduras, cotas de malla, las ajadasbanderas y los rayados blasones—. Hey —dijo, señalando con la barbilla un escudo en formade rombo que llevaba el dibujo de un águila de dos cabezas en bronce oscuro—, ¿Dóndeconsiguió ése?

—En Viena.

—Curioso. Tenía una vieja jarra de cerveza en casa, llevaba mucho tiempo en la familia,con el mismo dibujo. Siempre supuse que perteneció a mis antepasados. La historia es que huboun tiempo en que tuvimos un rey en la familia. —Se echó a reír, mirando de reojo a Falconer—. Supongo que todo son tonterías, pero mi vieja tía abuela Dragica era aficionada a la genealogía,ya sabe; fue ella quien vino con todo eso.

— Su nombre me resultó familiar —dijo Falconer—. ¿Es usted descendiente del rey JuanSobieski?

—Ajá, ése era su nombre. ¿Oyó usted hablar de él? Vaya, a mí me llamaron John por él.

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—Era un hombre —dijo Falconer— más alto que usted, grande como un buey de pecho yhombros, pelo claro, pero con unos ojos muy parecidos a los suyos. Tenía el don de la risa. Eramuy querido por sus hombres.

Zabisky le miró, dejó escapar una corta risa.

—Habla usted como si lo hubiera conocido.

—He leído sobre él —dijo Falconer secamente—. Vámonos, John.

— Sí. —Zabisky siguió a Falconer fuera; en el camino se detuvo—. Hey, señor..., una solacosa más...

Falconer se volvió. Zabisky dio un rápido paso hacia él, lanzó un poderoso derechazocontra el esternón de Falconer. Este se giró a medias de lado, aferró el puño, siguió su impulsohacia delante hasta situarlo debajo de su brazo izquierdo, hizo girar el codo contra su pecho.

—De acuerdo —dijo Zabisky—. Sólo quería comprobar.

Siguieron adelante por un camino de ladrillo; Falconer alzó una de las cinco puertas dellargo garaje. Zabisky dejó escapar un silbido ante la vista de las resplandecientes formasaparcadas en la oscuridad. Recorrió la hilera.

— Un Jag XK120, un JS Doosie, un SSK Mercedes, un Bugatti 41, ¿no? ¿Y eso qué es?Parece como un Auburn del treinta y cinco...

—Es un Auburn 866 del sesenta y ocho. Nueva producción.

—Amigo, conoce usted sus coches. ¿Cuál cogemos?

—El Auburn.

Zabisky silbó de nuevo, pasando una mano por las estilizadas líneas del vehículo.

— ¿Qué tiene bajo la capota?

—Un Thunderbird de 386 caballos y ocho válvulas.

— ¿Y encima va a pagarme? Adelante, amigo. Quiero ver cómo responde este chiquillo.

Avanzaron rápida y silenciosamente por el camino. En la carretera, Zabisky se volvió haciaFalconer.

— ¿Hacia dónde?

Falconer señaló.

— ¿A qué ciudad nos dirigimos?

—Usted sólo conduzca, John. Yo le diré cuándo y dónde ha de girar. —Falconer se reclinócontra la suave piel de su asiento, y en diez segundos estaba profundamente dormido.

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2

—La patrulla de carreteras encontró el coche estacionado en una calle lateral deBrooksville —dijo el capitán Brasher—. Con las llaves en el contacto y nadie por losalrededores.

— ¿En qué tipo de vecindario? —preguntó Hardman.

El capitán alzó ligeramente sus hombros caqui.

—Yo no estuve allí. No se puede esperar que sepa todos los detalles...

— ¡Eso es precisamente lo que espero, Brasher! ¡Y no espero aguardar hasta la mañanapara descubrir qué tipo de coche está conduciendo Grayle ahora!

El intercom zumbó; el alcaide apretó salvajemente el botón.

— Señor, el capitán Lacey, de la patrulla de carreteras, en la línea para el capitán Brasher.¿Le paso...?

—Páselo. —Cogió el teléfono, escuchó los clics—. Aquí Hardman de isla Caine, capitán—dijo—. Yo recibiré su informe.

— Sí, señor. Es sobre el Rambler: lo encontramos en Brooksville...

—Sí, lo sé. ¿Alguna cosa más?

—Parece que el hombre noqueó al guardia de la agencia de coches Ford; está justo al otrolado de la calle donde estaba estacionado el Rambler. Todavía está sin sentido, pero cuandovuelva en sí podrá decirnos si falta alguno de sus coches.

—Bien. Manténgame informado. —El gobernador cubrió el auricular y miró a Brasher—. Se llevó un coche de la agencia Ford que estaba al lado. No sabemos qué modelo o color, peropodemos estar completamente seguros de que es uno de los nuevos. —Hizo girar su silla paracontemplar el mapa del estado en la pared—. Lacey, quiero que vigile usted la 1-74 y la 1-4 yla US 19, al norte y al sur. Detenga todos los Fords nuevos.

—Eso es una orden muy...

— ¡Pero sigue siendo una orden! —Colgó el teléfono y se volvió a Brasher—. Quiero a unhombre allí..., un hombre de confianza, que represente mis..., nuestros intereses.

—Harmon —dijo inmediatamente Brasher—. Es hábil, un buen hombre...

—Creí que estaba en el hospital.

—Tiene un dolor de cabeza que le ha dejado como secuela un interés personal en atrapara Grayle. Ha estado en otras persecuciones antes.

—Tráigalo aquí inmediatamente.

Cuando Brasher se hubo ido, el alcaide se sirvió un generoso vaso de escocés del bar de suoficina, luego pulsó el intercom y llamó a Lester Palé. El hombre apareció unos minutos mástarde, con expresión turbada.

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— ¿Todavía nada, Lester?

—Nada que tenga ningún sentido, señor.

—Escuchémoslo de todos modos.

Lester esparció unos papeles en una esquina del escritorio.

—Mi contacto del Pentágono halló una referencia a un prisionero llamado Grayle...

— ¿Nombre de pila?

— Sólo una inicial: T. Ese Grayle fue transferido a Fort Leavenworth desde Fort McNairen Washington, después de ser declarado culpable de asesinato por un consejo de guerra.

— ¿Algún detalle sobre el crimen?

— Sí, señor. Hay adjunta una transcripción del juicio. Parece que estaba en una prisiónmilitar en el momento del asesinato.

— ¿El motivo?

—Al parecer conocía a la víctima; aparte del hecho que... —Lester sacudió la cabeza—.Francamente, resulta más bien difícil de leer; en primer lugar, la fotocopia es muy mala; y,además está escrito a mano con una letra tan apretada...

— ¿Qué quiere decir con escrito a mano? ¿Acaso no es una copia del registro oficial?

— Sí, señor —dijo llanamente Lester—, Pero en el año mil ochocientos sesenta y trestodavía no había máquinas de escribir.

Hardman miró incrédulo a su ayudante; tendió la mano, cogió los papeles del otro, examinólas hojas, emitió un ruido en lo más profundo de su garganta.

— ¿Qué demonios es esto, Lester? ¡Esto corresponde a un juicio de la Guerra Civil!

— Sí, señor. Ese tal Grayle era un prisionero confederado, y el hombre al que mató era unoficial de la Unión.

— ¿Un oficial de la Unión? —hizo eco Hardman.

— Sin embargo, hay una discrepancia en la historia —prosiguió Lester, con una voz queparecía a punto de quebrarse—. Los rumores aquí en la isla Caine eran que Grayle hizo eltrabajo con un hacha; pero, según esos papeles, utilizó un martillo.

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3

—Déjeme ver si lo entiendo bien —dijo suavemente el teniente de los guardias —. ¿Meestá dando usted la orden de matar a ese pichón?

—En absoluto. —Los ojos de Brasher miraron más allá del otro hombre —. Pero si recibeun balazo en medio de un tiroteo, y hay algún testigo que puede afirmar que él disparó primero...

El teniente asintió, se pasó la lengua por los labios.

— Sí —dijo—. Ahora se explica bien, señor. Blake y Weinert se sentirán mejor cuandooigan...

— ¡No van a oír nada, maldita sea! Guarde esto para sí mismo. Pero asegúrese de que estáusted allí, ¿entiende?

—Apueste a que sí, capitán. —El teniente palmeó la sólida y antigua pistola del 38 quellevaba en la cadera—. Estaré allí.

4

—Deberíamos abandonar la carretera principal —dijo Grayle.

—No podemos —respondió decididamente la muchacha—. Todo el sistema de carreterasde Florida fue construido para llevar a los turistas al norte y al sur a toda velocidad. Todo estoeran tierras desocupadas hasta hace unos pocos años; no hay ninguna red de caminos granjerosy carreteras secundarias como en la mayor parte de los demás estados.

— ¿Qué me dice de esto? —Grayle señaló hacia una salida en la carretera de varios carriles.

— Sólo conduce a una ciudad. Estamos haciendo un buen tiempo...

Entonces vieron el control de carretera: un par de coches patrulla aparcados a trescientosmetros de distancia cruzando dos de los cuatro carriles que conducían al norte, con sus lucesrojas parpadeando. Anne giró bruscamente el volante a la derecha y, con un chirriar deneumáticos, tomó la rampa de salida.

Grayle miró hacia atrás. Uno de los coches de la policía se había puesto en movimiento,dando la vuelta en una cerrada curva en la franja divisoria central.

—Nos han visto.

Anne sacó el coche de la curvada rampa de salida y enfiló una amplia y vacía avenida queresplandecía bajo la fantasmal luz azul de las farolas de vapor de mercurio. Sobre altas acerasde cemento, las fachadas de las antiguas casas contemplaban la zanja abierta para el tráficocomo viejos de hundidas mejillas contemplando una tumba recién abierta. Se acercaba un cruce;Anne frenó, derrapó, lo tomó, golpeó con el guardabarros el bordillo y la protección de una

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gasolinera, eludió por milímetros un coche aparcado y se metió en la estrecha boca de una callelateral, arrojando con sus ruedas chorros de negra agua. Apagó los faros, redujo la marcha a unarrastrarse, se metió en un camino lleno de hierbas, tendió la mano para orientar el espejoretrovisor. Por un momento nada se movió en el rectángulo de cristal; luego creció una luz, seconvirtió en el resplandor de unos focos que sondeaban la oscura calle. Las luces rojasparpadearon cuando el coche de la policía penetró lentamente en la calle. Un foco se centrósobre ellos, creando nítidas sombras. El coche se detuvo a tres metros del parachoques traserodel Ford.

—No se mueva. —Grayle sujetó la manija de la puerta de la derecha, la girósilenciosamente, la retuvo. La lluvia golpeteaba contra el techo del coche; débilmente, unospies chapotearon en el lodo, acercándose por la derecha. Cuando se detuvieron, Grayle abrió degolpe la puerta, enviando el hombre hacia atrás y haciéndole caer. Salió del coche de un salto,se agachó y agarró la pistola del policía caído, se la arrancó de la mano, se aplastó contra ellado del coche cerca de la rueda trasera. Contempló el furioso y asustado rostro que le mirabadesde el suelo.

—Dígale a su compañero que arroje su arma y venga para este lado —dijo.

El hombre en el suelo no se movió, no dijo nada. La lluvia bañaba la rosada sangre de uncorte en su labio.

— ¡Tira a sus pies, Charlie! —gritó repentinamente, y se arrojó contra Grayle en una torpeplancha. Un vivido destello doble, el ¡bum-bum! de un arma desde el otro lado del coche, unzumbante rebote. Grayle rodeó la parte de atrás del vehículo, se lanzó contra el hombre quevenía por el lado opuesto, lo envió contra el suelo. Corrió en busca del refugio de losdescuidados enebros que alineaban el camino, se arrojó entre ellos cuando la pistola resonó denuevo. Corrió más allá del frente de la casa, se lanzó por entre un seto de algo más de un metro,cortó a la izquierda, regresó a la acera. Uno de los hombres corría pesadamente hacia el cochede policía en la calle. Grayle se lanzó hacia el coche, lo alcanzó antes de que el policía llegara,tenía ya la puerta abierta cuando vio al segundo policía forcejear con una figura delgada que sedebatía furiosamente al lado del Ford. El policía que corría vio a Grayle; se detuvo en seco,alzó la pistola...

Grayle se lanzó en plancha bajo el destello, oyó el ¡spang! de la sólida bala contra el metala sus espaldas, y alcanzó al hombre a la altura de las rodillas, notó el crujir del hueso alromperse, oyó el rasgado grito mientras el hombre caía de espaldas. Grayle rodó sobre sí mismoy se puso de nuevo en pie, echó a correr por el camino. El hombre junto al Ford apartó a Annede un empellón; la delgada y plana lanzaagujas en su mano dejó escapar un seco y raspantezumbido; Grayle notó el golpe de un fuerte mazazo contra su pecho; luego estuvo sobre elhombre, lo hizo girar, arrancó el arma de su mano y la arrojó a la oscuridad. Apretó duramenteun pulgar en la base del cuello del policía, lo dejó caer al suelo. Alzó a Anne, corrió hacia elcoche de policía, la depositó en el asiento.

— ¿Puede conducir esto?

—Sí. —El motor estaba en marcha. Grayle se deslizó en el asiento del pasajero y cerró laportezuela; el coche se apartó bruscamente de la acera, derrapó por unos instantes, se enderezó,con sus faros quemando un túnel en la oscuridad. Anne miró a Grayle de reojo.

— ¿Se encuentra bien? Pensé que el policía le había dado...

—Estoy bien.

— ¡No pudo fallarle! ¡No a esa distancia!

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—Vigile la carretera —dijo Grayle suavemente. Se llevó la mano al costado; la gruesacamisa de la prisión estaba rasgada; bajo ella, la cálida sangre rezumaba de su herida. Los ojosde Anne fueron a su mano. Jadeó, y el coche dio un brusco bandazo.

— ¡Está usted herido!

—No se preocupe por mí, Anne. Tenemos otros problemas más inmediatos...

Una voz chasqueó en la radio:

—Coche uno a coche nueve-dos-cinco. ¿Dónde está ese informe, Clance? Adelante.

Grayle tomó el micrófono que colgaba de una horquilla en el centro del tablero de mandos,pulsó un botón.

—Coche nueve-dos-cinco a coche uno —dijo, manteniendo el micrófono apartado de suboca y enronqueciendo la voz—. Tenemos problemas; llamaré más tarde.

— ¿Clance? ¿Qué fue eso? —El hombre al otro lado llamó dos veces más, luego cortóbruscamente.

—No lo ha engañado —dijo Anne—. Poseen detectores direccionales; saben dónde estáeste coche. En estos momentos deben estar rastreándonos.

Habían girado hacia una calle comercial de aspecto próspero. El brillo de los carteles deneón vencía a la lluvia. Una alta palmera se erguía al final de la encharcada calle. El vientoarrastraba las palmas caídas por el pavimento. No había nadie a la vista, pocos coches junto alas aceras.

Grayle tomó el mapa del asiento, lo abrió, estudió el plano de calles que había en el reverso.

—Hay un aeródromo aquí cerca —señaló—. Y un helipuerto de taxis y de la policía.

— ¿Y?

—Gire a la izquierda ahí delante. Está a poco más de un kilómetro.

— ¿Ha dicho usted «policía»?

—Necesitamos un aparato aéreo; tenemos pocas posibilidades...

—Grayle, no sé manejar un helicóptero.

—Quizá yo pueda.

—Pero..., ¡si ni siquiera sabe conducir un coche!

—No estoy familiarizado con los vehículos de superficie, pero tengo una considerableexperiencia como piloto. Haga lo que le digo, Anne. Como usted misma ha dicho, no podemosperder tiempo.

Anrie se echó a reír con un toque de histeria, giró en un cruce hacia una avenida endirección a una imponente columna de luces en la distancia, a unos firmes setenta kilómetrospor hora por el centro de la calzada alineada con palmeras. Un coche de la policía les cruzó,haciendo sonar su sirena en dirección opuesta. Mientras giraban la periferia de una amplia plaza,un segundo coche de policía les pasó, sin frenar su marcha. La avenida avanzaba recta entreamplios prados cruzados por anchos caminos y puntuados por fuentes iluminadas. Allá delante,

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el lago era un pozo de oscuridad. Ante un edificio bajo a su izquierda hubo movimiento en unpatio. Otro coche salió de una rampa y aceleró. Delante había una puerta iluminada. Un policíacon un impermeable amarillo salió de la garita para hacerles señas de que pasaran. Anne dejóescapar un jadeo que era mitad sollozo, mitad risa.

—La gente ve lo que espera ver —dijo Grayle —, No esperan vernos aquí.

Había una docena o más de pequeños aviones a la vista; tres grandes aparatos paracincuenta pasajeros con identificadores comerciales, varios aparatos más pequeños civiles, unenorme helicóptero antidisturbios de la policía, un cierto número de rápidos y más pequeños dedos plazas. Al extremo de la hilera había un par de achaparrados aparatos de cortas alas ydespegue vertical con identificadores del ejército. Los faros del coche se reflejaron en elloscuando giraron una amplia curva.

—Pare allí —dijo Grayle.

Anne detuvo el coche al lado del primero de la fila.

—Adiós, Anne —empezó a decir Grayle.

— ¿Tiene intención de dejarme aquí para que me enfrente sola a la policía? —preguntóAnne, con una sonrisa que aliviaba las palabras de acusación.

—Muy bien. Vamos. —Grayle saltó del coche, observó el pequeño aparato de cortas alas,luego alzó la mano hacia la cabina; tanteó el liso metal, halló una palanca. La cubierta de lacabina se abrió con un leve sonido chirriante. Mientras se deslizaba al interior, Anne se izó trasél, se encajó graciosamente en el asiento delantero. Grayle cerró la cubierta, estudió las hilerasde diales luminosos. Pulsó un botón, y una luz se encendió en la cabina.

Anne se volvió para mirarle.

— ¿Está seguro de saber hacer volar esto?

—No debería ser difícil —respondió él, ausente; tocó otro botón, y el encendido vibró; loscortos propulsores de amplias palas a cada lado se agitaron espasmódicamente. Hubo unresoplar de vapor en un motor; se puso en marcha, y un momento más tarde el segundo se leunió, zumbando mientras adquiría revoluciones. Grayle halló la palanca del freno, la soltó, dioa los motores un poco de energía; el achaparrado vehículo avanzó sobre el trípode de su tren deaterrizaje, bamboleándose al viento. El volante que tenía ante él, descubrió Grayle, controlabala dirección. Hizo girar bruscamente el aparato, pasó cerca de la garita del guardia y la verja,volvió hacia atrás para situarse cara al viento que aullaba desde el lago. Hizo una nueva pausapara estudiar otra vez los controles. Un par de palancas terminaban en romos conos, no muydistintos a los giroscopios y orientadores de un motor. Los sujetó y los movió de horizontal avertical. Los motores giraron obedientemente. Ahora los propulsores se hallaban en un planoparalelo al pavimento.

—Grayle..., ¡apresúrese! ¡Nos han visto! —dijo Anne. Él siguió la dirección de la miradade la muchacha, vio a los hombres que corrían hacia ellos desde la puerta.

— Sujétese el cinturón —dijo por encima del chillido de las turbinas —. Sospecho queeste aparato es altamente inestable.

Abrió las válvulas de admisión; al instante el aparato saltó hacia arriba, con el morroligeramente alzado, derivando hacia atrás. Lo enderezó; el avión saltó hacia delante,bamboleándose y agitándose en el viento. Las luces pasaron rápidamente por su lado y sehundieron hacia abajo y hacia atrás. La aguja del altímetro se movió a sacudidas en su dial. La

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brújula se centró en un rumbo firme a 305. A una velocidad en el aire de trescientos cincuentay una velocidad con respecto al suelo cincuenta nudos más alta, el aparato se lanzó hacia elnoroeste.

5

—Nos enfrentamos —dijo el jefe meteorólogo del Servicio Meteorológico de los EstadosUnidos— con un cono de aire de aproximadamente kilómetro y medio de altura y un diámetrode unos tres kilómetros, con un índice de rotación de una revolución cada ciento cincosegundos. Este índice se incrementa lentamente en una curva exponencial decreciente y debería,a todos los efectos prácticos, estabilizarse en otras treinta horas a aproximadamente unarevolución por minuto, con una velocidad periférica de unos ciento diez nudos.

—Informan ya de vientos de más de ciento cincuenta kilómetros por hora desde PalmBeach Oeste hasta Boston —interrumpió uno de los oficiales de alto rango del gobierno queformaban el Grupo Consejero Especial.

El meteorólogo asintió tranquilamente.

—Naturalmente, las fuerzas de fricción influencian a un enorme volumen de aire fuera delnúcleo de la alteración. Tras la estabilización, deberíamos esperar vientos de más de trescientoskilómetros por hora en todo un cinturón de unos trescientos kilómetros de anchura adyacenteal núcleo dinámico, descendiendo a un índice de unos diez nudos cada ciento cincuentakilómetros. Aproximadamente a mil quinientos kilómetros del centro, la turbulencia causaráuna desintegración del esquema rotativo, creando borrascas distribuidas al azar...

— ¡Buen Dios, hombre, está hablando usted de un superhuracán que devastará una cuartaparte del país!

El meteorólogo frunció los labios.

—Esto es ligeramente exagerado —afirmó cuidadosamente—. En cuanto a las lluvias, lasprecipitaciones estimadas para la parte oriental del país son del orden de metro y medio a lasveinticuatro horas. Observen que se trata de una cifra estimativa...

— ¿Se da cuenta de lo que está diciendo? —estalló otro hombre—. ¡Metro y medio es másde lo que algunas partes del país reciben en todo un año!

—Cierto. Podemos anticipar inundaciones importantes en toda la línea costera. Losproblemas implicados en calcular probables índices de afluencia se ven complicados por nuestrafalta de experiencia en tratar con volúmenes de agua de esta magnitud, pero parece claro quetodo el esquema de drenaje continental se verá sobresaturado, lo cual dará como resultadoalguna dinámica de erosión más bien interesante. Por ejemplo...

—Espere un minuto —interrumpió un congresista—, ¿Durante cuánto tiempo se suponeque proseguirán estas lluvias?

Por primera vez, el meteorólogo pareció ligeramente turbado.

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—Por lo que hemos podido calcular sobre las bases de nuestros limitados datos —dijo—,no hay contraindicaciones respecto a la continuación indefinida del esquema actual.

— ¿Qué demonios quiere decir con esto? —exclamó alguien.

— Quiere decir —interpretó el congresista— que, por todo lo que ellos pueden saber, va aseguir lloviendo eternamente.

—Eso es ridículo —dijo un miembro del Gabinete—. Una tormenta toma su energía delcalor liberado por la evaporación; hay un límite definido a la magnitud que puede alcanzarcualquier alteración climática. Creo que tiene que ser relativamente simple calcular el límiteteórico, basado en factores conocidos de luz solar incidental y cosas así.

—Normalmente, eso sería cierto, señor secretario. Pero la teoría no parece aplicarse eneste caso. Es usted consciente de que parece existir una situación anómala en lo que se refiereal desplazamiento del agua del mar: el flujo que entra en la zona del torbellino no parece estarequilibrado por un flujo saliente, ni siquiera a gran profundidad. Lo mismo puede decirse delos volúmenes de aire. Y también parece aplicarse al equilibrio de la energía.

— ¿Traducción, por favor? —preguntó un cáustico asistente.

—Tranquilo, Homer —dijo el congresista—. El agua y el aire entran, pero no sale nada. Yla energía que consume la tormenta excede la disponible de todas las fuentes conocidas.¿Correcto, señor?

El meteorólogo pareció complacido.

—Completamente correcto.

—Así que..., ¿qué vamos a hacer al respecto?

La expresión del meteorólogo cambió a una de suave sorpresa.

— ¿Hacer? —Su voz sonó como un eco. Agitó la cabeza—. Nadie puede «hacer» nadaacerca de la meteorología, congresista. ¡Uno simplemente la observa!

— ¡Por el amor de Dios, hombre! —exclamó un miembro de la marina lleno deentorchados—. No querrá decirnos usted que vamos a quedarnos sentados aquí y mirar cómoel país se hace pedazos..., ¡si no se ve sumergido antes!

—La función de mi departamento es informar del tiempo, almirante..., no controlarlo.

Durante varios minutos la estancia se llenó de voces emocionadas, todas hablando a la vez.El congresista se puso en pie y dio varios puñetazos sobre la mesa, reclamando orden.

—Esto no nos lleva a ninguna parte, caballeros —dijo—. ¿Qué tienen que decir ustedes alrespecto? —Se dirigió al meteorólogo y a sus ayudantes—. ¿Hay alguna acción, algún tipo demedida, que puedan recomendarnos? ¿Una siembra? ¿Una disipación nuclear? ¿Algo?

Los meteorólogos sacudían ya negativamente sus cabezas antes de que terminara lapregunta. Hubo un momento de silencio.

—He oído algo —dijo vacilante un portavoz del departamento de Interior—.Probablemente tan sólo sea una idea loca.

— ¿Y bien?

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—Uno de nuestros ingenieros..., Hunnicut se llama, creo..., ha sugerido que la tormenta sehalla relacionada con la emisión APU de energía. Afirma haber detectado un enorme drenajede energía justo encima del centro de la tormenta. De hecho, ha sometido una proposicióndirectamente a la Casa Blanca para que el sistema sea cerrado.

— ¡Y bien! —ladró el congresista—. Quizás haya hallado algo. Comprobémoslo. Diossabe que ha llegado el tiempo de agarrarnos a todo lo que podamos.

— Bueno, una idea así... —El hombre de Interior abrió las manos —. Difícilmente puedeser tomada en serio.

— Sólo hay una forma de averiguarlo —indicó un portavoz de la Casa Blanca—. Cerrarel sistema. Y no podemos hacerlo. —Planteó la situación en lo que afectaba a la prisión de laisla Caine.

—Así que los prisioneros pueden amotinarse en la oscuridad. Creo que podemos sobrevivira eso.

—Hay más que eso...

— Sí, ya sé..., la reputación de los visionarios que derramaron diez mil millones de fondosfederales en la idea de la energía por el aire. Pero, tal como veo las cosas, van a tener queaguantarse. Digo que cerremos y observemos los resultados.

—Congresista, para eso se necesitará una orden ejecutiva.

—Entonces obtengámosla.

Hubo un murmullo general de asentimiento. El hombre de Interior se marchóapresuradamente, sacudiendo la cabeza. El miembro del Gabinete acorraló al congresista.

—Todo esto está muy bien, Herb —dijo en voz baja—, pero, ¿y si la idea es tan estúpidacomo parece? ¿Qué vamos a hacer entonces?

El congresista agitó las manos en el aire.

—Ya nos preocuparemos de ello si se presenta la ocasión, ¿eh, Homer? En estos momentoslo mejor que podemos hacer es ir a ver al Presidente.

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Lokrien asciende por entre las rocas, se detiene delante de la entrada de la nave,ennegrecida por el fuego y de la que brota una voluta de humo que asciende más allá de sucabeza.

—Xix..., ¿qué ha ocurrido aquí?

—Sabotaje por parte de un oficial de la Flota —dice la voz de la nave. Suena débil y aguda.

— ¿Un oficial de la Flota? —Lokrien mira el oscuro paisaje rocoso a su alrededor—.Thor..., ¿estás aquí? —llama.

No hay respuesta.

—Salí a buscarte —grita Lokrien a la oscuridad—. Cuando regresé, tu gente me atacócomo una manada de krill locos. Sin el campo. Y ahora estaría muerto.

Una vaga forma se mueve en la oscuridad. Es Gralgrathor, casi irreconocible, con lamitad del pelo de su cabeza quemado, el rostro Heno de ampollas, sus ropas colgando enharapos carbonizados.

— ¡Thor! ¿Qué, en nombre de los Nueve Dioses...?

Gralgrathor salta, haciendo un molinete con su martillo. Lokrien retrocede rápidamente,evitando el torpe golpe.

—Thor..., ¿te has vuelto loco?

Gralgrathor gruñe y se lanza de nuevo al ataque. Lokrien evita su embestida, le observacaer.

La voz de la nave, débil y olvidada, murmura en la oscuridad:

—...daños por el fuego en la cámara de control. Capacidad de asalto: negativa. Capacidadde defensa: mínima. Nivel de reserva de energía: crítica. Medidas de emergencia categoríauno en acción. El saboteador ha sido identificado como el teniente capitán Gralgrathor...

— ¡Has destrozado mi nave! —exclama Lokrien—. ¿Por qué?

Por el amor de Ysar, ¿por qué? ¿Tenías intención de arrastrarme también a tu exilio?

Pero Gralgrathor no responde. Lucha por levantarse y cae de espaldas.

— ¡Atención, comandante! —La voz de la nave resuena entre el desmoronado granito,entre los árboles—. Ejecutaré al traidor por su crimen contra la Flota Blanca...

— ¡No! —Lokrien se acerca a Gralgrathor—, Tiene que haber una razón, una explicación.¡Dímela, Thor! —suplica.

Gralgrathor, apoyado sobre manos y rodillas, se tambalea. Sus ojos relucen con un odiorojo.

— Te mataré —gruñe—. Antes de morir, te mataré.

— ¡Comandante! —llama la nave—, ¡Se acercan hombres!

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— Tu turba —dice Lokrien a Gralgrathor—, Los mismos que enviaste antes contra mí...

—Me encargaré de ellos, comandante —dice la nave.

— Thor, ve a su encuentro, detenlos, si quieres salvar sus vidas. Xix matará a cualquieraque se acerque demasiado.

En silencio, Gralgrathor consigue ponerse en pie. Lokrien lo observa mientras se alejacomo un insecto aplastado y desaparece entre los árboles. Entonces se vuelve a la nave.

—Xix —dice con voz quebrada—, ¿qué vamos a hacer?

—Sobreviviremos, comandante —dice Xix—. Y un día enmendaremos el mal que se hacometido esta noche.

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OCHO

1

—Respecto a esa comprobación de analogías que pidió, alcaide Hardman —dijo vacilanteel técnico de datos del FBI al teléfono—, me temo que no hemos logrado nada significativo.Hemos pasado programas de verificación basados en todas las variables posibles del perfil,como usted solicitó, pero no puedo encajarlo con nada del Archivo Principal.

— ¡Maldita sea, hombre, tenemos aquí a un prisionero sin ningún antecedente de un juicioy una sentencia..., nada excepto el simple hecho de su presencia aquí como prueba de algúncrimen! ¡Tiene que haber alguna explicación!

— ¿Lo han cogido ya? —preguntó rápidamente el hombre del FBI.

— ¡No, y por el aspecto que tienen ahora las cosas, dudo que lo hagamos! Y, si lo cogemos,¿qué maldita base tengo para retenerlo? ¡Ni siquiera sé lo que se supone que hizo, excepto porrumores!

—Es una situación extraña, de acuerdo, alcaide. Me gustaría poder ayudarle. Si pudieradarme usted alguna idea de qué es exactamente lo que estoy buscando...

— ¡No lo sé! Por eso pedí un análisis completo de los pocos hechos que poseo sobre elhombre..., con la esperanza de que tropezara usted con algo. Necesito algún indicio, algo a loque poder agarrarme. ¡Maldita sea, en esta época un hombre no puede haber vivido toda unavida sin dejar alguna huella, algún registro, en alguna parte!

—Bueno, después de todo, alcaide, si ha estado en prisión durante más de treinta años...

— ¡Tonterías! Se trata de un caso de error de identidad. Grayle ni siquiera tiene cuarentaaños, como máximo absoluto. Pero, aunque tuviera cincuenta, ¡eso lo convertiría en un convictofederal a los quince años! ¡Es absurdo!

—Alcaide..., hay aquí un pequeño dato que nos ha aparecido. No es nada relevante, porsupuesto, pero quizá valga la pena que se lo mencione...

— ¿Y bien?

El técnico dejó escapar una azarada risita.

—La conexión, lamento decirlo, es más aparente que real. ¿Recuerda usted la confusióncon el juicio de la Guerra Civil relativo a su hombre? Metí esto con todo lo demás..., y elordenador encadenó una referencia cruzada que acaba de salir hará unas tres horas. Parece queun médico en las afueras de Saint Louis informó de haber extraído una bala del abdomen de unhombre la noche pasada. La bala fue identificada como algo llamado bala minié, un tipo de bala

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sólida usada por el ejército en los años mil ochocientos sesenta. En otras palabras, durante laGuerra Civil.

Hardman emitió un sonido raspante de pura frustración.

— ¡Y un cuerno la Guerra Civil! ¿Qué es esto, Tatum, alguna especie de broma en grupo?

—Los ordenadores son muy literales, alcaide.

— ¿Alguna descripción de ese tipo en Saint Louis?

—Sí, la tengo aquí..., metro noventa, unos cien kilos, ojos azules, pelo gris, asomo de barbarojiza, fornido, y enormemente lleno de cicatrices..., aunque parece que hay una ciertaconfusión acerca de esto último. El médico informó que cuando examinó por primera vez alpaciente, el hombre exhibía un gran número de prominentes cicatrices en el rostro, cuello,espalda, pecho, brazos..., virtualmente por todas partes. Pero, una hora más tarde, las cicatriceshabían desaparecido. Curioso, ¿no?

Hardman aferró con fuerza el teléfono.

— ¿Dónde está ahora este hombre?

—No lo sabemos.

—Tatum, usted conoce a la gente. ¿Puede poner una orden de busca y captura sobre estehombre con la policía de Saint Louis? ¿Sin armar mucho alboroto? Y preferentemente de unaforma anónima.

— ¿Ve usted alguna conexión?

Hardman rio secamente.

—Grayle tiene como metro noventa, pelo gris, un asomo de barba roja. Según los informes,destrozó un par esposas de acero al cromo con sus manos desnudas, y arrancó las barras queaseguraban las puertas de un coche blindado..., también con las manos desnudas. O eso, ollevaba un martillo pilón de tres cuartos de tonelada oculto bajo la camisa. Ahora tenemos otrotipo robusto y de pelo gris en Saint Louis cuyas cicatrices curan milagrosamente en una hora.Y que llevaba en su cuerpo una bala de la Guerra Civil. Grayle está relacionado con un asesinatodurante la Guerra Civil. Ciertamente, veo una conexión: ¡ambas cosas son imposibles!

—Entiendo lo que quiere decir, alcaide. Me ocuparé inmediatamente del asunto.

2

En la Estación Generadora del Pasmaquoddie Superior, el ingeniero en jefe Hunnicutpaseaba arriba y abajo por su espaciosa oficina dotada de aire acondicionado, iluminadaindirectamente, insonorizada y enmoquetada de nilón gris. Al otro lado de las amplias ventanasde paneles térmicos la tormenta azotaba sin disminuir en lo más mínimo. De hecho, tenía laimpresión Hunnicut, parecía haber ganado en ferocidad en la última hora.

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Se detuvo delante de su escritorio —amplio, muy pulido, auténtica caoba— y pulsó unatecla del intercom.

— Sam, ¿qué hay acerca de esos afinamientos en la localización? — Su voz era quebradizapor la tensión.

—En estos momentos iba a llamarle, señor Hunnicut. Ocurre algo raro ahí: la pequeña esengañosa, muy débil..., pero la hemos centrado en un punto en las montañas justo al norte deaquí, posiblemente dentro de un radio de quince kilómetros. La grande está sorbiendo una grancantidad de energía, y podemos centrarla más. Está a unos treinta kilómetros, más menos cincokilómetros, de la orilla oeste de la isla Somerset, justo en la posición informada del centro de latormenta.

— Sam, ¿cuáles son las posibilidades de un error en ese emplazamiento?

—Bueno, hablé con un amigo mío de Meteorología en Washington hará una media hora.Me confirmó la localización del torbellino y me juró que era exacta al centímetro. No se hamovido desde que fue divisado por primera vez ayer por la tarde. En cuanto a nuestralocalización..., le apuesto mi trabajo. Dije dentro de unos cinco kilómetros, pero entre nosotroscreo que nos hallamos dentro de un margen de un kilómetro. Es curioso, ¿verdad, señorHunnicut? ¿Qué cree...?

—Quédese en la sala principal del generador, Sam. Ahora bajo.

Pulsó otra tecla, habló agitadamente a su secretaria:

—Myra, proceda con las llamadas que grabé antes. —Cortó la comunicación y abandonóla oficina. En el pasillo, el profundo resonar de los grandes generadores enterrados abajo en laroca vibraba en el aire, penetrando hasta los huesos. Se hizo más fuerte mientras bajaba en elascensor y cruzaba las puertas intermedias, se convirtió en algo sólido cuando entró en laenorme y alta cámara casi llena por las enormes máquinas. Sam Webb estaba ante el gran cuadrode mandos, contemplando preocupadamente las hileras de diales de ocho centímetros dediámetro. Se volvió cuando Hunnicut llegó a su lado.

—Las curvas siguen subiendo —dijo—. Supongo que se nivelarán en unas veinticuatrohoras. Por aquel entonces, ese enorme bebé junto a las Bermudas estará sorbiendo unamonstruosa cantidad de energía, señor Hunnicut.

—Lo hará si esperamos tanto —dijo Hunnicut.

Webb frunció interrogativamente el ceño.

—Podemos cortar la energía, Sam. Podemos utilizar los procedimientos regulares deemergencia: desviar lo que podamos a la Red de Distribución Nordeste y alimentar el resto alDispositivo de Almacenamiento del Erie. Lo que no podamos manejar podemos esparcirlo porlos enlaces de la Red, dejar que la Central y la Sudeste lo manejen.

—Señor Hunnicut, sé que no es asunto mío, usted es el jefe, pero..., ¿ha recibido ustedautorización de arriba para hacer eso?

—No se preocupe, Sam. Asumo toda la responsabilidad de cualquier orden que dé.

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3

El hombre tras la barra en el restaurante barato abierto toda la noche aguardó hasta que elsilencioso individuo con el impermeable gris se hubo sentado y examinado el menú escrito contiza en la polvorienta pizarra encima de la barra antes de bajar el periódico y alzar la vista.Trasladó el palillo de uno a otro extremo de su amplia boca.

— ¿Y bien? —inquirió.

—Un hombre —dijo el cliente—. Metro noventa, pelo gris, ojos azules, robusto.Posiblemente con cicatrices en su rostro. Con un trajee gris recto con una sola hilera de botones,con los puños sucios. ¿Lo ha visto?

El camarero sacudió la cabeza. Escupió el palillo.

— ¿Quién, yo? No he visto a nadie. —Tomó un trapo amarillento de debajo de la barra yempezó a secar la maltratada fórmica.

—El negocio es malo, ¿eh?

—Ajá.

—Pero no tan malo. Fue visto entrando aquí. —El hombre vestido de gris sacó una carterade piel de un bolsillo interior; la abrió para mostrar una placa dorada.

—No he visto a nadie con cicatrices —dijo el camarero—. Y no me importa lo que algúnpayaso haya dicho que ha visto él.

— ¿Qué ha visto usted entonces?

El hombre alzó sus huesudos hombros.

—Un par de taxistas... —Hizo una pausa.

—Adelante.

—Había un tipo con el pelo gris, ya sabe, canas prematuras, un tipo grande. Pero joven,sin cicatrices; demonios, probablemente ni siquiera se afeite.

— ¿Cuándo estuvo aquí?

—Hará un par de horas. Demonios, ¿cómo quiere que lo sepa?

— ¿Alguna idea de adonde fue cuando salió de aquí?

— ¿Qué se piensa usted que soy, una oficina de información?

No conozco al tipo, nunca lo había visto antes. ¿Cree que voy a preguntarle adonde irá alsalir de aquí?

—Responda a la pregunta.

—No. No sé adónde fue.

— ¿Se marchó a pie, o tenía algún coche esperando?

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—No..., no tenía ningún coche.

El hombre de gris sonrió gentilmente.

— ¿Está usted seguro de eso?

—Quizá cogió un taxi aquí. Sí, ahora lo recuerdo. Entró para alquilar los servicios de untaxista que estaba comiendo aquí. Intentó armar jaleo. Tuve que echarles a los dos.

— ¿Adónde quería ir?

—A Nueva Jersey, supongo. Dijo algo acerca de Princeton.

El hombre de gris asintió y se puso en pie.

—Muchas gracias, señor Schutz —dijo. Hizo una pausa en la puerta y miró hacia atrás—.Por cierto, el asunto de la pizarra es hábil..., pero creo que será mejor que cierre sus apuestaspor el momento. Los polis andan tras de ello, ¿sabe?

La mirada del camarero le siguió mientras se subía el cuello del impermeable y salía a lalluvia que continuaba cayendo.

4

—Ciertamente vale la pena intentarlo, señor Presidente —dijo con solemnidad elcongresista Doberman—. El aspecto del asunto relativo a la isla Caine es desafortunado,ciertamente, pero en vista de la situación...

— Si existe alguna base técnica legítima para la decisión de cerrar la emisión de energía,lo haré, Herbert. Lo que me cuestiono es la solidez de la proposición. —El Presidente miró asu ayudante especial—. ¿Qué opina usted, Jerry?

— Señor, Hunnicut es la principal autoridad en el campo de la radiación de energía. Lostécnicos que he coordinado son todos estudiantes suyos o de sus anteriores maestros. Todosellos sienten el mayor respeto hacia su juicio.

—Hey, espere un minuto, Jeffy —interrumpió el secretario Tyndall—. Le recordaré queyo también tengo algunos científicos. Entre mi personal, quiero decir...

— ¿Qué aconsejan ellos, Bob? —dijo con suavidad el Presidente.

—Me aseguran que la idea es fantástica, señor Presidente. ¡Una muestra de histeria, puray simple! No estoy diciendo que este asunto haya sido puesto en movimiento por fuerzasantitransmisión, entiendan, ¡pero, si así hubiera sido, no hubiera podido estar mejor planeadopara socavar la confianza del Congreso en el futuro de la energía radiada!

—De acuerdo, Bob, comprendo su problema. Puede poner a descansar su mente. Nadie vaa culparle...

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—Es más que eso, señor Presidente —dijo Doberman—. Lo que me preocupa ahora no essalvar la cara..., no enteramente, al menos. Una cosa así puede ser la paja que deslome elprograma durante veinte años. No podemos permitirnos eso. Necesitamos el APU...

—Está bien. Bob, le creo. Y confío en que usted me crea a mí cuando le digo que estoycon usted. Pero por el momento nos enfrentamos a una grave situación. Si tenemos laposibilidad de evitar el desastre, es incuestionable que debemos hacerlo.

El secretario asintió, reluctante.

—Muy bien, Jerry. No se preocupe con los canales. Póngame en línea con la estación,directo.

El ayudante habló en voz baja por el teléfono de la línea gris. Los demás aguardaron ensilencio.

— ¿Señor Hunnicut? Aquí la Casa Blanca... Sí, la Casa Blanca... El señor Hunnicut;personalmente, por favor. —Jerry hizo una pausa y escuchó. Sus cejas se alzaron —. Unmomento —dijo secamente—. ¿Quién habla, por favor? ¿El señor Webb? Señor Webb, llamoen nombre del Presidente. Le llamo..., por favor, no interrumpa, señor Webb..., le llamo paradarle instrucciones de cerrar inmediatamente la emisión de energía, hasta nuevas órdenes.Repito, le llamo para darle instrucciones de cerrar la emisión de energía ahora mismo. Estaorden le será confirmada de inmediato por TWX. Correcto, señor Webb. Gracias. —Colgó elteléfono.

El Presidente le miró interrogativamente.

—La energía ha sido cortada, señor Presidente —dijo Jerry, con expresión incómoda.

El Presidente asintió.

—Ya está hecho, caballeros. Gracias por venir. Por favor, manténganme inmediatamenteinformado de cualquier resultado y, Bob, le agradecería que hablara personalmente con RayCook y le ofreciera toda la ayuda que podamos darle. Supongo que es posible enviar algún tipode energía portátil a la isla Caine...

Después de que los otros se hubieron ido, el Presidente miró a su ayudante con una débilsonrisa.

—El señor Hunnicut fue una pizca impaciente, ¿verdad, Jerry?

—Su ayudante estaba intentando decirme algo, señor Presidente —dijo Jerry, mirando asu jefe directamente a los ojos —. No pude captar lo que era.

El Presidente asintió.

—Es usted un buen hombre, Jerry —dijo.

—Usted también, señor Presidente.

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5

—Sí, estuve hablando con la Casa Blanca, señor Hunnicut —dijo Sam Webb—. O, mejordicho... —Sacudió la cabeza, pero la expresión desconcertada permaneció en su rostro—. Elloshablaron conmigo. Era una orden presidencial de cerrar los transmisores.

Hunnicut sonrió ligeramente, con los ojos fijos en el panel ante él. El sonido de losgeneradores había cambiado; podía oírse el distante sonido del restallar de los pesados reléscerrándose. Las agujas oscilaban y temblaban en los grandes diales. La sonrisa de Hunnicut sedesvaneció, fue reemplazada por un fruncimiento de ceño. Una puerta lateral se abrió de golpe,y simultáneamente el teléfono se puso a sonar.

— ¡Señor Hunnicut! ¡Problemas graves! ¡Los transmisores se han vuelto a conectar por símismos! ¡Toda la bancada de relés se ha vuelto loca! Los circuitos se están soldando, losfusibles son dejados de lado...

Webb cogió el teléfono.

— ¡Sí..., de acuerdo, ya lo sabemos, vamos para ahí inmediatamente! —Colgó el auricularcon un golpe seco y siguió a la carrera a los demás fuera de la estancia.

Diez minutos de frenéticos esfuerzos por parte de una docena de ingenieros no dieron elmenor resultado. La energía seguía manando de los generadores a las grandes bobinastransmisoras.

—Miren esto —dijo un hombre desde un tablero repetidor—. Se nos sigue solicitando todala carga..., pero sólo dos estaciones están sorbiendo energía. —Su voz tembló—. Y esas dosson..., son...

— ¡No le entiendo, Joe! ¿Qué demonios quiere decir?

— Simple —respondió Hunnicut—. Los puntos de demanda ilegal siguen aún sorbiendoenergía..., toda nuestra producción ahora. ¡Y van a seguir haciéndolo, nos guste o no!

6

Max Wiston, número P978675-45, que hacía tres semanas había completado la primeradécada de una sentencia de cadena perpetua en la isla Caine por violación y asesinato, estabasentado en su camastro de la celda 911-m-14 cuando las luces se apagaron. Al mismo instante,la música de Happy Dan y sus Radio Folks se desvaneció; el suave silbido del aire del ventiladorse convirtió en silencio.

Durante diez segundos Max permaneció sentado inmóvil, con los ojos muy abiertos contrala oscuridad, los oídos tendidos en busca de algún sonido. Luego, un grito sonó desde algunaparte cerca:

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— ¡Hey!, ¿qué ha pasado con las luces? ¡Estoy intentando leer! —Al instante siguiente,un resonar de gritos y llamadas estalló por todas partes. Max se levantó y cruzó tanteando lacelda, con las manos tendidas hacia delante. Apoyó su rostro contra los barrotes; no se veía elmenor destello de luz por ninguna parte. Ahora sonaban gritos de otra clase; para unclaustrofóbico latente, la total ausencia de luz podía ser algo tan confinante como una tumba.

Max permaneció de pie junto a la puerta de la celda, haciendo trabajar su mente. Habíasabido desde el momento mismo en que fuera pronunciada su sentencia que no pasaría el restode su vida en una prisión. Era un hombre que había vivido al aire libre, sobre el agua, casisiempre embarcado, había conocido el mar abierto. Un día recobraría la vida que aquella putagolfa le había quitado. Mientras tanto, aceptaba las cosas, fingía doblegarse a su destino..., yesperaba. Algún día llegaría su oportunidad.

Y ahora había llegado. Lo sabía. Podía olerlo en el aire. Todo lo que tenía que hacer erapensar, efectuar los movimientos correctos, no dejarse dominar por el pánico, no estropearlo.Piensa. Piensa, Max.

Las luces se habían apagado, el aire no soplaba, la radio no funcionaba. No había energía.Había una tormenta fuera, las líneas habían caído... Pero había oído algo acerca de conectarsea un nuevo sistema, energía radiada. Quizá fuera eso. La cosa no había funcionado; esos nuevossistemas siempre desarrollaban sus caprichos particulares. Así que muy bien, los detalles noimportaban, el asunto era... que no había energía. Lo cual significaba que no había sirenas dealarma, ni circuitos de intrusión, ni cerraduras de tiempo en todas las puertas intermedias...

Un pensamiento abrumador penetró en la mente de Max. Lentamente, delicadamente, pasóla mano por entre los barrotes, tanteó el frío metal hasta encontrar la manija externa manual. Lasujetó con suavidad; la giró con mucho cuidado.

La puerta se abrió.

Por un momento Max permaneció inmóvil en la oscuridad, sonriendo. Luego salió, hizouna pausa para orientarse, y echó a andar hacia el puesto de guardia al final del pasillo.

7

—Correcto —dijo el empleado de la gasolinera—. Vaya coche, no es de los que se olvidan.Dos hombres en él; el conductor era un tipo de aspecto más bien facineroso, nariz chata, cabezaen forma de bala, ya sabe. Llevaba una especie de chaquetón marrón y amarillo. El otro tipo...,bueno, no sé. Iba dormido, no dijo nada. Por lo que imaginé, él era el dueño del coche, y el otrosu chófer..., sólo que no es ésa la idea que yo tengo de un chófer.

Quizá..., ¡hey! Puede que el tipo le golpeara, cogiera su coche. Tal vez el tipo... —Elempleado tragó saliva—, ¡Tal vez el tipo estuviera muerto!

—Si estuviera muerto —inquirió el hombre del coche color tostado—, ¿por qué lo llevaríacon él el asesino?

— Sí, eso no tiene sentido. De todos modos, ahora recuerdo que el tipo dijo algo. —Elempleado sonó decepcionado—. Cuando se iban.

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— ¿Recuerda lo que dijo?

El hombre se alzó la gorra para rascarse la cabeza.

—Dijo algo así como... «Nos estamos acercando. Diríjase un poco más hacia el este...»Algo parecido.

— ¿Y cuándo fue eso?

— Oh, no hará más de quince o veinte minutos.

—Gracias. —El hombre del coche color tostado se apartó de los surtidores. Mientrasaceleraba para volver a meterse en la carretera, se puso a hablar con urgencia por un micrófono.

8

Cuando Falconer se despertó de nuevo, el gran coche daba tumbos por una carretera defirme irregular. El viento seguía azotando el vehículo, pero la lluvia había remitidoperceptiblemente. Se sentó erguido, instantáneamente alerta.

— ¿Dónde estamos, John?

—A unos cuantos kilómetros al oeste de Saint Paul —dijo Zabisky—. Tuve que salirmede la interestatal.

— ¿Por qué?

—Usted dijo que me desviara un poco más hacia el este. ¿Qué iba a hacer, cortar a campotraviesa?

Falconer asintió.

—Tengo hambre —dijo—. Párese en el primer restaurante que vea, John.

— ¡Vaya, ésa sí que es buena, hermano! Dormir y comer, ¿es eso todo lo que hace usted,por el amor de Dios?

—Estoy recuperando el tiempo perdido, John. Podríamos decir que hace mucho que no mealimento como debiera.

—Pues por aquí no vamos a encontrar mucho. Mierda, ni siquiera se preocupan deconservar esta maldita carretera. No he visto una casa desde hace quince kilómetros. Y estajodida lluvia no ayuda en nada.

Zabisky se inclinó sobre el volante y miró a través de la lluvia, que caía en ráfagas casihorizontales cruzando la carretera.

—De todos modos, no hay mucho tráfico. La gente prefiere quedarse en casa con estetiempo.

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Falconer miró al espejo retrovisor de fuera, vio un destello de luces a lo lejos.

— ¿Cuánto tiempo lleva ese coche detrás nuestro?

El conductor miró por su retrovisor.

—Caray, es la primera vez que lo veo.

Un par de kilómetros más tarde, el coche de detrás había acortado la distancia a unkilómetro.

—Acelere un poco —dijo Falconer.

—Hey —exclamó Zabisky—, ¿ese tipo nos está siguiendo o qué? —Miró de reojo a supatrón—. ¿De qué va todo esto? Le dije que no quería verme mezclado en nada poco claro.

—No estamos haciendo nada ilegal, John. Vea si puede sacarle un poco de ventaja.

— ¡Estoy haciendo todo lo que puedo, por los clavos de Cristo! ¡Ir a ochenta en medio deesta sopa es como ir a doscientos!

—Parece que él no piensa así.

Zabisky maldijo para sí y aceleró. El aerodinámico coche empezó a ir de un lado a otro porla estrecha carretera, empujado por las ráfagas de viento. Al coger una curva derrapó, dio uncoletazo antes de que el conductor consiguiera llevarlo de nuevo al centro de la carretera.

— ¡Ja! A nuestro amigo de ahí atrás no le gusta el ritmo —dijo. Parecía haberse animadobajo la tensión. El Auburn aceleró con un rugido en un largo trecho recto. La aguja delvelocímetro alcanzó los noventa, pasó los cien. Los faros del otro coche aparecieron rezagados,saliendo de la curva.

—Oh-oh —dijo Zabisky, mirando por el retrovisor—. Está intentando enderezar... —Lasluces que les seguían giraron bruscamente, barrieron las copas de los árboles, desaparecieron—. No lo ha conseguido —dijo Zabisky—. Ha volcado.

—Tenemos que volver —dijo Falconer.

— ¿Eh? Pensé...

—Puede haber alguien malherido, John.

Zabisky detuvo el coche.

— ¿Quiénes son, polis? —preguntó.

—No lo sé, John.

— ¿Por qué nos siguen?

—Tampoco sé eso.

—Para ser un tipo listo, hay muchas cosas que no sabe usted.

— Sin embargo, le estoy diciendo la verdad. Vamos, John.

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Murmurando para sí mismo, Zabisky dio la vuelta al coche y retrocedió por la estrechacarretera a cincuenta. Los faros mostraron un coche de color tostado boca abajo en la cuneta.Las ruedas de delante giraban aún lentamente.

—Un limpio vuelco —dijo Zabisky, girando el coche para iluminar al otro con sus faros.Falconer abrió la portezuela y salió a la azotante lluvia, cruzó la franja de empapada hierbahasta el otro coche. Estaba apoyado sobre el techo en un palmo de lodosa y remolineante agua.Dentro había un hombre derrumbado contra el cuarteado cristal del parabrisas como un montónde ropas viejas. Su rostro estaba metido a medias en el agua.

—Maldita sea, el pobre tipo va a ahogarse —exclamó Zabisky por encima del tamborileode la tormenta. Falconer bajó hasta el agua y probó la manija de la portezuela. Estaba encajada.Tiró más fuerte. El metal de la manija cedió, se partió con un sonido seco—. Hay que ver eljodido metal que utilizan hoy en día — dijo Zabisky. Chapoteó hasta la parte delantera delcoche—. Vamos a tener problemas —exclamó—. Ha quedado encajonado en la zanja. ¡Estaotra puerta tampoco va a abrirse, hagamos lo que hagamos!

Falconer tanteó el borde de la puerta. Se había desencajado lo suficiente como parapermitirle meter las yemas de los dedos. Tiró suavemente. El torcido metal se dobló hacia atrássin que el resto de la puerta cediera.

—Hey, ese tipo de dentro no va a aguantar mucho más —llamó Zabisky —, ¡El agua estásubiendo rápido! Quizá podamos reventar el parabrisas..., pero no me gustará ver la cara deltipo cuando hayamos terminado...

Falconer se apoyó sobre una rodilla en el lodoso suelo y exploró el borde de la puerta queestaba por debajo del nivel del agua. Se había doblado ligeramente, dejando al descubierto unaesquina. Metió un dedo por ella, niveló la puerta hacia fuera lo suficiente como para podersujetarla con ambas manos, se apoyó sobre ambos pies y tiró. El metal se dobló lentamente,luego la puerta se abrió de golpe. Falconer metió los brazos, cogió al hombre herido y lo arrastróa la embarrada cuneta. Respiraba ruidosamente por la boca. El agua chorreaba de su nariz.Tosió, luego su respiración se hizo más regular. Excepto un chichón en su frente, no parecíaherido.

Mientras Falconer se ponía en pie, captó la mirada de Zabisky. Su morena piel parecíaamarillenta a la dura luz de los faros; las cerdas de su recia mandíbula sin afeitar tenían elaspecto de base de maquillaje. Sacudía la cabeza en una enérgica negativa.

—Nunca había visto nada así —dijo, contemplando la doblada puerta. La manija colgabadel metal—. He visto a tipos fuertes, pero nada así. ¿Qué es usted, señor? —Sus ojos se clavaronen los de Falconer.

—Un hombre con manos fuertes, John. Eso es todo.

—Uh-uh —dijo Zabisky—, Nadie tiene unas manos así. —Se interrumpió cuando lassombras se movieron. Se volvió rápidamente, casi perdiendo el equilibrio en la resbaladizacuneta. Un coche se acercaba desde el sur. Falconer se aplastó contra la cuneta. El coche quese acercaba redujo su marcha, se detuvo a seis metros. Un potente foco iluminó a Zabisky.

— Quieto ahí —dijo una voz. Se oyó un abrir y cerrar de portezuelas. Salieron doshombres, voluminosos en sus impermeables. Zabisky permaneció de pie con las manos bienvisibles a sus costados, sin moverse, observándoles. Uno se detuvo a tres metros, sujetando unapesada pistola apuntada al pecho del conductor. El otro fue por un lado, se situó detrás y leregistró.

— Demonios, no es el tipo —dijo el hombre con la pistola. Apagó su foco.

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El otro hombre contemplaba el coche volcado.

— ¿Qué ocurrió?

— Se salió en la curva —dijo Zabisky—. El muy maldito intentó tomarla a cien..., ¡en estasopa!

— ¿De veras? ¿Y qué pintas tú en todo esto?

—Volví para ver qué le había pasado.

El hombre que le había registrado le dio un empujón, haciéndole tambalear.

—Yo diría más bien que fue emboscado. ¿Qué le hiciste, le disparaste a un neumático? ¿Ole hiciste tragar una píldora a través del parabrisas?

— ¿Dónde está el socio? —preguntó el otro hombre—. Será mejor que hables, amigo. Nonos gustan los que matan a policías, aunque sean federales.

—No está muerto... —empezó a decir Zabisky, y fue interrumpido bruscamente por unseco y poderoso derechazo en el diafragma. Se dobló sobre sí mismo, con las manos en elestómago.

— ¿Qué te parece, Roy? Tiene tripas de cristal —dijo el policía con la pistola.

—Está tendido ahí —gruñó Zabisky, obligándose a mantenerse erguido.

El policía desarmado se dirigió hacia el hombre tendido en la cuneta y se inclinó sobre él.

—Respira —dijo. Volvió a situarse delante de Zabisky—. ¿Por qué lo sacaste del coche?

Zabisky cuadró los hombros. Miró fijamente al sombrío rostro del policía.

—Ve a que te zurzan, poli —dijo. Esta vez, cuando el policía lanzó su puño, Zabisky sevolvió a medias, lo esquivó, agarró su muñeca, tiró del hombre contra su pecho y encajó el codocontra sus costillas.

—Tú —le dijo al otro policía—. Suelta eso o tu compañero va a tener que beber su cervezacon pajita.

La pistola siguió apuntando firmemente a Zabisky. El policía torció la boca en una muecaque quería ser una sonrisa.

— ¿Y si te digo adelante, amigo? ¿Qué es un brazo para mí, comparado con una bala entu rodilla..., sobre todo si el brazo es de otro?

Zabisky retrocedió, arrastrando consigo al policía.

—Entonces será mejor que seas bueno con tu puntería, poli. O de otro modo será tucompañero el que pare la bala.

—Es posible, amigo. Veámoslo. —El policía adoptó una posición de disparo, con el cuerpoligeramente girado hacia un lado, el brazo con el arma extendido, la mano izquierda en sucadera, un poco inclinado hacia atrás para mantener el equilibrio. Apuntó cuidadosamente, aúnsonriendo...

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Falconer saltó de la cuneta en una rápida embestida, barrió al policía de la pistola y en unsolo movimiento lo arrojó a estrellarse al otro lado de la carretera, levantando un surtidor deagua. Agarró la pechera de la chaqueta del otro hombre, lo alzó hasta que sus pies perdieroncontacto con el suelo y lo sacudió suavemente.

—Cuidad de ese hombre —dijo, haciendo un gesto con la cabeza hacia la víctima delaccidente—. Vámonos, John. Ya hemos perdido demasiado tiempo. —Soltó al policía, que cayódespatarrado sobre el asfalto.

Zabisky dudó unos instantes, luego fue rápidamente al coche y se deslizó tras el volante.Observó a Falconer entrar, cerrar la portezuela.

— Señor..., debo estar loco, pero me gusta la vida a su estilo — dijo. Puso en marcha elcoche, lo metió en la empapada carretera y arrancó con una aceleración tal que aplastó a los doshombres contra los sólidos asientos de piel.

9

Grayle observó los instrumentos, manteniendo el pequeño aparato a tres mil metros y lavelocidad a trescientos cuarenta. No prestó atención a la brújula. Sentada en el asiento delantede él, Anne contemplaba la noche, tan opaca como un cristal negro. El avión se sacudía yencabritaba, caía bruscamente, se elevaba, se balanceaba. El zumbido de los motores era ungrito interminable, como un gato en medio de un fuego.

Grayle tenía el ceño fruncido y la cabeza ladeada. En el límite de audición había unsonido..., una débil y retumbante subcorriente sobre el ruido de fondo de los rugientesturbopropulsores. Creció firmemente, se convirtió en un rugir. Más allá de la punta del ala deestribor, ligeramente al frente, apareció un resplandor naranja que parpadeaba a intervalos y seacercaba. Se hizo visible un punto de luz verde, luego uno blanco encima y detrás de él.Vagamente, Grayle perfiló la forma metálica que había tras ellos.

—Es un caza a reacción —jadeó Anne—. Nos está persiguiendo.

Lentamente, el reactor se situó delante de ellos. Justo antes de alcanzar el límite devisibilidad viró hacia arriba, mostrando la luz de la punta de su ala de babor, y cruzódirectamente el rumbo del avión más pequeño. Grayle luchó con los controles mientras elaparato saltaba y se agitaba en la turbulencia. Anne señaló. Un segundo reactor había aparecidopor su derecha.

—Tranquila —dijo Grayle. Echó hacia un lado la palanca de control y giró a fondo eltimón, al tiempo que cortaba las válvulas de estrangulación y hacía girar los motores a lavertical.

Apagó los propulsores mientras el pequeño avión derivaba bruscamente hacia la izquierday caía como una piedra. El altímetro descendió a toda velocidad por la escala, dos mil quinientosmetros, dos mil, mil quinientos...

A mil doscientos metros conectó de nuevo los propulsores, aplicó toda la potencia. Losmotores chillaron; la caída disminuyó. Niveló el aparato a seiscientos metros.

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Grayle accionó los controles, haciendo girar los motores a la horizontal para obtenerimpulso hacia delante. Durante medio minuto el avión avanzó hacia el este en una totaloscuridad. Luego saltó cuando un sonido casi sólido entró en erupción a su alrededor. Con unlargo y despedazador rugir, uno de los reactores pasó como un relámpago. Al breve resplandorde su chorro de cola, Grayle pudo ver hilachas de bruma disipándose en la lluvia. Picó de morroy dio toda la potencia. A menos de trescientos metros, niveló de nuevo. Por un instante, a travésde una brecha en la bruma que les envolvía, captó el atisbo de una vaga forma que pasaba debajoa toda velocidad. Alzó el morro del aparato, redujo velocidad, miró al altímetro; indicabadoscientos setenta metros.

— ¡Anne! ¿Bajo qué principio funciona este indicador de altitud? ¿Radiación reflejada?¿O...?

Algo oscuro se cernió ante ellos; Grayle se volvió hacia Anne, la sujetó con sus brazos, seretorció para apoyar su espalda contra el panel acolchado, mientras, con un terrible impacto, elavión se estrellaba.

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—Es preciso emprender de inmediato medidas de emergencia —dice la nave—. No hayque perder tiempo en regresar a la línea de batalla. En estos momentos estoy operando conReservas de Emergencia Final. A menos que mis circuitos de energía sean reenergizados deinmediato, pronto caeré en un estado de subalerta.

—Esto va a tomar tiempo, Xix —dice Lokrien—, No puedo dejarte aquí expuesta, para serrecogida por cualquier cazador de recuerdos errante que pase por este lugar. ¿Puedes reunirlas piedras suficientes a su alrededor como para ocultarte?

—El gasto de energía me dejará completamente agotada —dice la máquina—. Pero miscálculos dicen que puede hacerse.

Lokrien reúne unas cuantas cosas en una mochila, abandona la nave.

—Comandante —llama la voz de Xix.

Lokrien vuelve la vista hacia el casco de bruñidas líneas.

—Después de este gasto de energía seré incapaz de hablar. Adiós. Recuerda que estaréaguardando debajo de las rocas, confiando en tu regreso.

—Eres una buena nave, Praxixytsaran Novena. Y lo serás de nuevo, algún día.

Detrás de Lokrien resuena la energía. Rayos de fuego blanco-azulado parten para cortary alzar grandes losas de granito. Cuando vuelve a producirse el silencio, no se ve nada exceptomontones de piedras sobre las que se deposita lentamente el polvo.

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NUEVE

1

—Déjeme expresarlo claramente, señor Hunnicut —dijo con cuidado el Presidente—, ¿Meestá diciendo usted que el único resultado del corte de la emisión de energía ha sido sumir sieteinstalaciones federales en la oscuridad? ¿Que los dos puntos de demanda no autorizados y noidentificados siguen sorbiendo energía?

—Eso es, señor. Seis de las instalaciones se hallan bajo energía de emergencia o han vueltoa conectarse a la Red de Nueva Inglaterra..., todas menos la isla Caine...

—Quizá sea que estoy cansado, señor Hunnicut. ¿Cómo pueden esos dos receptores piratasseguir extrayendo energía si usted ya no la sigue generando?

— Señor, esto es precisamente lo que he estado intentando explicarle. La estación aúnsigue generando..., y emitiendo. Cuando corté la transmisión, o intenté hacerlo, los interruptoresautomáticos se trabaron, soldaron los circuitos abiertos. Estoy radiando me guste o no..., y lomismo ocurre con los generadores. No puedo pararlos. El último hombre que envié adesconectarlos manualmente se halla ahora en la enfermería, sometido a respiración artificial.Ni siquiera podemos entrar en la sala de generadores. Toda la cosa está al rojo.

— Señor Hunnicut, tengo la impresión de que las cosas se le han escapado terriblementede las manos en su estación.

— Señor Presidente, como ingeniero en jefe tomo sobre mí toda la responsabilidad. Perolo que está ocurriendo es anormal..., ¡fantásticamente anormal! No pretendo comprenderlo...,pero puedo asegurarle que esto es algo más que un simple mal funcionamiento. Alguien, o algo,está manipulando la estación...

— ¡Señor Hunnicut, éste no es momento de apelar al misticismo! Quiero que las emisionesde energía de su estación cesen de inmediato, por cualquier medio a sus órdenes. Espero quequede completamente claro.

—Sí, señor, pero...

—Eso es todo, señor Hunnicut. —El rostro del Presidente estaba oscurecido por la furiacuando colgó el teléfono. Hizo girar su silla hacia los hombres de pie al lado de su escritorio.

—General —se dirigió a un recio oficial vestido con el verde del ejército—, ¿cuántotiempo le tomará trasladar un batallón de sus tropas a la estación del Pasmaquoddie Superior?

—Dos horas desde el momento en que usted lo ordene, señor.

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—Mejor empiece ahora mismo, general. —Se volvió hacia un hombre delgado y de peloblanco vestido de un discreto gris —. Señor Thorpe, tenga el personal que ha seleccionadopreparado para cooperar con el ejército tal como hemos hablado. Y, mientras tanto, hágamesaber el instante mismo en que sus instrumentos indiquen que mis instrucciones han sidollevadas a cabo. —El físico asintió y desapareció rápidamente. El Presidente miró al secretariode Interior, pálido y con los ojos como los de un búho en el preamanecer.

—Curioso... No estaba en absoluto seguro de que cerrar la emisión fuera la acción correcta,pese a lo persuasivo del señor Hunnicut..., pero, ahora que el señor Hunnicut parece habercambiado de opinión, ¡que me maldiga si yo voy a cambiar la mía!

2

Fuera de la oficina del alcaide de la Penitenciaría Federal de la isla Caine, un generadorportátil de cinco caballos resoplaba impasible, alimentando una hilera de débiles lucesapresuradamente instaladas a lo largo del pasillo. Dentro de la oficina, el alcaide aferraba elteléfono con una mano cuyos nudillos se habían vuelto blancos. Estaba gritando, y no sólodebido al retumbar de la tormenta al otro lado de las gruesas paredes.

— ¡Posiblemente no se dé cuenta usted todavía de la situación aquí, gobernador Cook!¡Hay mil doscientos treinta y un prisioneros federales de máxima seguridad alojados en esterecinto, que se halla en estos momentos totalmente sin luz ni energía! El sistema de altavoceses inoperativo. Mis guardias se hallan dispersos por toda la prisión, sin luz ni instrucciones.Incidentalmente, las paredes del lugar son más bien gruesas; con el equipo deacondicionamiento de aire inoperativo, el aire se está volviendo irrespirable rápidamente. En elmomento en que se cortó la energía, trescientos de esos hombres estaban en el comedor; másde doscientos estaban en sus puestos de trabajo en distintos lugares del recinto. Gracias a Dios,casi setecientos de ellos estaban seguros en sus celdas. Donde siguen ahora..., en una totaloscuridad. Sin embargo, las cerraduras de la prisión son operadas eléctricamente. Cuando fallóla energía, todas se pusieron automáticamente en posición de abierto. Cuando los hombresdescubran eso..., bueno, dejo los resultados a su imaginación.

Cuando Hardman hizo una pausa para recobrar el aliento, la voz del gobernador del estadode Florida dijo calmadamente:

—Comprendo la situación, Jim, y créame, este paso no se hubiera dado de haber existidoalguna otra alternativa...

—Lo dice usted como si la energía hubiera sido cortada intencionadamente.

—Fue necesario cortar el transmisor, Jim. El Presidente en persona me lo notificó, ycréame, las razones que me dio...

— ¡Malditas sean las razones que le dio! ¡A menos que vuelva a tener energía en el plazode una hora, la isla Caine se convertirá en el escenario de la peor revuelta en una prisión de todala historia penitenciaria! Estoy sentado sobre un barril de pólvora con la mecha encendida...

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— ¡Ya basta, Jim! —cortó secamente el gobernador del estado—, Yo tengo misinstrucciones, usted tiene las suyas. Está usted a cargo de la isla Caine; tome todas las accionesque sean necesarias para mantener las cosas bajo control. ¡Eso es todo lo que tengo que decirle!

—Mire, gobernador... —La voz de Hardman se apagó. Estaba hablándole a un receptormuerto. Depositó el auricular con un fuerte golpe, giró en su silla para mirar a Lester Palé através de la débilmente iluminada oficina. En ausencia del zumbido de los renovadores de aire,el gemir y el resonar de la tormenta parecían querer echar abajo las paredes—. ¡Me ha colgado!¡Después de decirme que el sistema de energía fue interrumpido deliberadamente! ¡Y que sesupone que yo debo mantener aquí las cosas bajo control, dice!

— Señor, he conseguido contactar con una docena o así de guardias, incluido el tenienteTrent. Ha repartido linternas entre los hombres, y están reuniendo a tantos de los demás comopueden. Dentro de unos minutos la mayoría tendrían que estar congregados en susdependencias...

— ¿Y entonces qué? ¿Apiñarnos aquí y aguardar a que los prisioneros se den cuenta deque están libres dentro de la prisión?

—El teniente Trent aguarda sus órdenes, señor —dijo Palé cuidadosamente.

Hardman se frotó el rostro con las manos, luego se sentó erguido.

—Gracias, Lester —dijo —. Espero dejar de hacer el estúpido ahora. De acuerdo, tenemosuna situación en nuestras manos a la que debemos enfrentamos. Dígale a Trent que venga.Supongo que nuestro mejor movimiento es ceder todo el complejo de celdas y establecernosaquí en el ala administrativa. Tenemos hombres suficientes para controlar los accesos... —Seinterrumpió, inclinó la cabeza. En la distancia se oyó un débil sonido tableteante.

— ¡Disparos! —Lester se dio la vuelta en el momento en que la puerta se abría de golpe.Un hombre vestido con el azul de los guardias avanzó apresuradamente hacia el centro de lahabitación y se detuvo, jadeando entrecortadamente. Llevaba una pistola en su mano derecha,y apretaba el lado del arma contra su hombro izquierdo. Un reguero de sangre rojo negruzcaresbalaba por su muñeca y formaba una enorme mancha en su manga.

—Dios mío, alcaide —exclamó—. Han salido todos; han matado al teniente y...

—Yo le contaré el resto —dijo una voz ronca. Un hombre alto y delgado con el uniformede la prisión, de piel curtida y rígido pelo gris, entró por la puerta abierta. La pistola de impactoarrebatada a algún guardia que llevaba en la mano apuntó descuidadamente a Hardman. Elguardia giró con un sonido inarticulado, apartó su arma del hombro...

El alto prisionero desvió su pistola para cubrirle, apretó el gatillo. Hubo un seco ¡whac-whac! El sonido de las balas golpeando la carne fue claramente audible. El guardia dio un pasoatrás con piernas como de caucho, las dobló bruscamente. Golpeó la moqueta y quedó tendidoinmóvil.

—No estoy aquí para charlar, alcaide —dijo Max Wiston—. Esto es lo que quiero deusted...

3

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Grayle despertó con el rostro metido en agua helada y el sabor de barro en su boca. Duranteun interminable momento su mente tanteó en busca de orientación: intentó oír el vibrar de losarcos, el retumbar de los cañones, el tabletear de las pequeñas armas de fuego; los gritos deguerra, los aullidos de los heridos, el resonar del acero contra acero, el golpeteo de los cascosde los caballos...

Pero sólo había el batir de la lluvia, que golpeaba el barro con un sonido como el resonarde ahogados cañones. Grayle se sentó. El dolor acuchilló sus costillas.

La muchacha yacía contra su pecho, inconsciente. Tocó su rostro; estaba tan frío como elhielo.

Necesitó diez minutos para apartar a un lado el retorcido metal, extraer a la muchacha deldestrozado aparato y llevarla por el arado lodazal hasta el inadecuado refugio de los árbolesrevelados por los destellos de los relámpagos.

Vio el camino seguido por el avión después de golpear la copa de un alto roble, arar sucamino por el denso follaje, cediendo alas y cola en el proceso, para terminar impactando en uncampo recién labrado. Era un milagro que la muchacha hubiera sobrevivido.

Se vio obligado a tenderse. La lluvia seguía cayendo, el viento gemía en los árboles...

Luces, y voces de hombres. Grayle se puso en pie con dificultad, sintiendo el raspar de suscostillas rotas. Una línea de luces apareció en un risco a un kilómetro de distancia: vehículosaparcados, supuso. Las luces se movían cruzando el campo hacia él. Echó a un lado el dolor,obligó a su mente a enfocarse en la situación: el rumbo del pequeño aparato había sido seguidosin duda por el radar..., pero no podían estar seguros de si había aterrizado sano y salvo, se habíaestrellado, o había seguido volando al nivel de la copa de los árboles. Y eso le daba quizás unaposibilidad..., si se movía rápido.

Se inclinó sobre Anne y tanteó su cuerpo en busca de posibles heridas. Había muchospequeños cortes y abrasiones, pero era imposible decir si estaba seriamente herida. Necesitabaayuda médica, rápido. Miró hacia las luces que se acercaban..., y hacia otras luces queavanzaban ahora desde dirección opuesta. Habían trazado un cordón en torno a la zona, yestaban cerrando el lazo desde todos lados. El tiempo se estaba agotando. Debía deslizarse ahoraa través de ellos, o no lo conseguiría nunca.

Recogió a la inconsciente muchacha en sus brazos, echó a andar en dirección hacia dondelas luces parecían más espaciadas, manteniendo el rumbo fijo entre dos de ellas por el irregularterreno. En una ocasión tuvo que dejarse caer al suelo cuando el haz de una poderosa linternacruzó el campo; pero la misma luz le mostró un canal de drenaje marcado por crecidas hierbas.Se desvió en ángulo hacia él, se deslizó en su interior hasta que la lodosa y agitada agua le llegóa las rodillas. Se aplastó contra la orilla mientras dos hombres pasaban por encima de él a pocospasos de distancia, uno a cada lado del canal. Siguió el canal durante otros treinta metros, luegolo abandonó y varió su rumbo cuarenta y cinco grados hacia la derecha, hacia la carretera.

Alcanzó el pavimento a unos cincuenta metros detrás del último de los tres coches en fila,y avanzó manteniéndose en la cuneta. Dos hombres con impermeables estaban de pie en mitadde la calzada, entre el primero y el segundo coches. Ambos llevaban rifles bajo el brazo. Graylellegó a la altura del último coche, un sedán de cuatro puertas con la identificación de la policíay una larga antena. La luz de cortesía se encendió cuando abrió la puerta delantera, deslizó aAnne en el asiento. Su cabeza colgaba sobre su hombro. Un hilillo de rosada sangre descendíapor su mojado rostro. Su respiración era regular pero somera.

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Algo en el asiento de atrás llamó la atención de Grayle: una metralleta de cañón corto.También había una escopeta de dos cañones, cajas de municiones, y un cinturón de tela congranadas de fragmentación. Grayle cogió el cinturón, se lo puso.

Hubo un grito; los dos hombres en la carretera corrían hacia el coche. Grayle cruzó lacuneta, llegó a una verja de alambre espinoso; rompió el alambre con sus manos y echó a correr.

A un kilómetro de la carretera hizo una pausa, alzó la cabeza, girando lentamente sobre símismo, como si buscara la dirección del viento para captar los olores. Luego echó a correr apaso firme hacia el oeste-noroeste.

4

Zabisky redujo la marcha cuando los faros del Auburn captaron una forma oscura quebloqueaba la carretera ante ellos. Se detuvo a seis metros del gran semioruga verde olivacruzado en el estrecho pavimento. Un hombre se adelantó, agitando una linterna; Zabisky bajóla ventanilla.

—La carretera está cortada —dijo el hombre. Llevaba un casco de acero de tipo militar yun rifle de repetición colgado al hombro.

— ¿Qué ocurre, se ha inundado? —inquirió Zabisky.

—Hay un convoy en ella —dijo el hombre. Se cerró un poco más su impermeable verde,con el agua goteando del borde de su casco—. Oiga, vaya coche que tiene usted aquí. ¿Qué es,una de esas cosas extranjeras?

—No..., hecho en Oklahoma. Escuche, amigo, tenemos que pasar, ¿sabe? Tenemos asuntosimportantes que resolver.

El hombre sacudió la cabeza, se pasó el rifle al otro hombro.

—No hay nada que hacer, lo siento. Tendrán que volver a Pineville, tomar la estatal once...

—No tenemos tiempo para eso...

—No importa, John —dijo Falconer. Se inclinó hacia delante—. ¿Cuánto tiempo estarácerrada la carretera, soldado?

—A mí no me pregunte, señor.

— ¿Qué es lo que pasa?

—Demonios, ¿quién le dice nada a nadie? Nos llamaron en medio de esta maldita tormentay...

—Ya está bien de charla, soldado. —Otro hombre apareció a un lado de la carretera, untipo recio con los galones de sargento en su casco—, ¿Qué te crees que es esto, una reunión deBoy Scouts? —Lanzó una ceñuda mirada al coche y sus ocupantes —. Bien, ya han sido

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informados. Ahora den la vuelta a este trasto y salgan de aquí antes de que tenga que ponermeduro.

Zabisky lanzó al sargento una larga mirada.

— ¿Qué opina usted, señor Falconer? —dijo con voz audible—.

¿Quiere que llame a su amigo el general por el teléfono del coche?

Falconer sonrió ligeramente.

—No será necesario, John. —Estaba mirando el mapa —. Sargento, es un largo caminovolver a la carretera once, y no parece ir en la dirección correcta...

—Las cosas están mal por todas partes. Ahora, salgan de aquí como les he dicho..., ¡ypueden llamar a su compinche el general y decirles que he sido yo quien se lo he dicho!

Falconer abrió su portezuela y salió del coche. Los faros arrojaron una larga sombra contrala cortina de lluvia cuando se dirigió a la parte delantera del coche. El sargento aguardó, conlos pulgares metidos en el cinturón de la pistolera sobre su estómago. Falconer se dirigió haciaél y, sin ninguna pausa, lanzó su puño como un ariete contra el vientre del hombre. El sargentolanzó un sonido explosivo y se dobló, cayó de rodillas. El soldado tras él lanzó una exclamación,tanteó su hombro en busca del rifle el tiempo suficiente para que Falconer se lo agarrara, se loarrancara de un tirón y lo arrojara a la cuneta. Luego se adelantó un paso y lanzó un cortogancho de derecha a la mandíbula del sorprendido muchacho. Se derrumbó contra el costadodel coche.

—Hey, no necesitaba tumbar al chico —dijo Zabisky. Había salido del coche, y agarró lapistola del cinturón del sargento.

—Una hermosa contusión en la mandíbula le será útil cuando le cuente las cosas a sussuperiores —dijo Falconer—. Vámonos. —Se dirigió hacia el gran vehículo que bloqueaba lacarretera.

— Hey..., ¿adónde va? —llamó Zabisky.

—Hasta aquí es hasta donde podemos llegar con un coche normal —dijo Falconer—,Tuvimos suerte al hallar un transporte mejor esperándonos.

— ¿Está bromeando, hermano, o dice en serio que cojamos un tanque del ejército...?

—No necesita venir conmigo, John. Coja el coche y regrese. Pero le sugiero que loabandone a la primera oportunidad. El sargento dará una descripción muy detallada de él tanpronto como recupere el aliento.

Zabisky se lo quedó mirando.

— ¿Por qué no me dice de qué va todo esto? Hasta ahora todo ha sido una completalocura..., ¡pero ésta es la peor de todas! —Apuntó con un dedo al semioruga.

Falconer sacudió la cabeza.

—Adiós, John —dijo—. Le agradezco su ayuda...

Zabisky agitó las manos.

— Olvídelo —exclamó —. Le dije que estaba con usted; no voy a abandonar ahora.

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Sentado en el vehículo blindado, Falconer observó el panel, pulsó el botón de puesta enmarcha. El gran motor rugió a la vida. Metió una marcha y lo hizo avanzar, bajando la zanja dela cuneta, subiendo por el otro lado, aplastando una cerca metálica. Corrigió ligeramente elrumbo, luego orientó la enorme máquina por el ondulante terreno hacia la oscura masa de lascolinas allá al frente.

5

El ingeniero en jefe Daniel Hunnicut, su jefe de operaciones, Sam Webb, y dos ingenierosde mantenimiento estaban de pie en el brillantemente iluminado pasillo fuera de la sala dedistribución de la Estación de Energía del Pasmaquoddie. Iban vestidos con pesados trajes decaucho, guantes y botas; cada uno llevaba equipos de respiración autónoma. Hunnicut sujetabauna negra caja envuelta en papel encerado aferrada contra su pecho. Los ingenieros sujetabanrollos de pesado cable. Sus cinturones estaban llenos de herramientas.

—No sé cuánto tiempo tendremos —dijo Hunnicut al micrófono instalado ante sus labiosdentro de su casco respirador—. El calor es infernal ahí dentro. Todos ustedes saben lo quetienen que hacer. No malgasten tiempo ni energías, no hagan falsos movimientos. Colocaremoslas cargas, fijaremos los detonadores y saldremos. ¿Alguna pregunta?

Los tres hombres sacudieron la cabeza.

—Entonces adelante. —Hunnicut descorrió los cierres de la pesada puerta, la empujó haciafuera. Un estallido de luz y de calor les golpeó, haciendo arder sus pieles incluso a través de lostrajes aislantes. Las unidades refrigeradoras se pusieron en funcionamiento de inmediato a todapotencia. El ingeniero en jefe abrió camino por el interior de la estancia de alto techo, más alláde la masa de solidificado metal gris brillante que serpenteaba por el suelo hasta la base de labancada principal de disyuntores. Colocó la caja en el suelo; la cera se estaba fundiendo,goteando por los lados. Sus dedos eran torpes en los gruesos guantes mientras desgarraba lasenvolturas de papel. Alzó las cargas de explosivo en forma de cigarro, unidas en racimos de acuatro, y se las tendió a Webb, que las insertó rápidamente en los puntos previamenteseleccionados en torno a la base del enorme aparato. Uno de los ingenieros empezó a unircables. El otro se atareó disponiendo un grueso cable general a lo largo del suelo.

—Ya están todas —dijo Hunnicut. Webb asintió mientras colocaba la última carga en sulugar. Los ingenieros unieron sus cables, se pusieron en pie y miraron a Hunnicut.

— Fuera —dijo éste. Los tres hombres se dirigieron hacia la puerta. Los dos ingenierospasaron al pasillo. Webb hizo una pausa para mirar atrás. Se inmovilizó, señaló más allá deHunnicut. Este se dio la vuelta. Una voluta de humo ascendía del aislado cable unido al grupoinferior de explosivos. Hunnicut dio un paso hacia allá. Webb gritó, saltó tras su jefe mientrasel cable seguía ardiendo. La carga cayó al suelo. Hunnicut dio un rápido paso, se inclinó pararecoger el humeante explosivo...

Los hombres en el pasillo fueron arrojados al suelo por el terrible y resonante estallido.Algunos paneles acústicos cayeron del techo. A través de la abertura sin puertas llena deremolineante polvo que se abría a la sala de distribución pudieron entrever algo parecido a unosharapos que caían lentamente, pegados a la abrasada y combada pared opuesta a la entrada.

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Posteriores exámenes identificaron a Webb por los empastes dentales de un trozo demandíbula que sobrevivió entera. No pudo ser hallada ninguna porción reconocible deHunnicut.

La energía siguió fluyendo de los generadores al gran conjunto de antenas de la Estaciónde Energía del Pasmaquoddie Superior.

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Durante dos semanas Gralgrathor ha permanecido tendido en una cama hecha con pielesen la gran sala de Bjornholm, sin comer nada, bebiendo tan sólo la mezcla de vino y agua quela vieja bruja Siv aprieta contra sus labios antes de que ella y las demás sirvientas realicen eldiario ritual de retirar las secas telas impregnadas con sal de las enormes zonas quemadas desu cuerpo, llevándose con ellas la acumulación diaria de tejido muerto, tras lo cual untan todosu cuerpo con maloliente grasa de oso y vuelven a vendarlo.

El decimoquinto día, Gralgrathor se levanta por primera vez. Los sirvientes lo hallan enel suelo y lo devuelven a la cama. Dos días más tarde, camina sin ayuda hasta la puerta. Apartir de entonces, camina un poco cada día, agita los brazos, tensa la piel en proceso decuración hasta que el sudor del dolor llena su frente. Durante los días siguientes practica consus armas hasta que ha recuperado parte de sus antiguas habilidades. Por las noches, merodeapor las colinas con el lebrel Dientes de Odín a sus talones. Durante todo este tiempo no dicemás de una docena de palabras al día. No tolera ninguna referencia a su esposa y su hijomuertos, o al demonio que los depositó en el umbral de su casa.

Ha transcurrido un mes cuando Gralgrathor asciende la empinada cuesta rocosa hasta elbarranco donde había estado el bote. Descubre un enorme cráter de rotas rocas, llenas ya dezarzas. Permanece de pie allí, contemplando todo aquello durante largo rato. Luego regresa ala gran sala.

Al día siguiente reúne a todos sus sirvientes y distribuye entre ellos sus tierras yposesiones. Con sólo el viejo Hulf como compañero, y llevando sólo un martillo sujeto por unacorrea de cuero como arma, parte a pie a lo largo de la orilla, hacia el sur.

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DIEZ

1

Tres hombres estaban sentados en un coche militar aparcado a un lado de la carretera,opuesto al vehículo civil abandonado por los asaltantes. En el asiento delantero estaban elcapitán Zwicky del Primer Ejército de los Estados Unidos y el teniente Harmon de la Policíadel Estado de Florida, en traje de paisano. En la parte de atrás, el sargento Milton Gassmanpermanecía derrumbado en su asiento, con su redondo rostro gris cerúleo a la amarillenta luz.

—Oigámoslo otra vez, Gassman —dijo Zwicky con voz crispada. Habló fuerte, parahacerse oír por encima del tamborileo de la lluvia—. Usted y Bogen estaban en su puesto; uncoche con dos civiles desarmados se presenta; y luego..., ¿qué?

—Como ya le he dicho, el tipo me engañó, capitán. Hablaba muy educadamente, parecíainofensivo...

— ¿Está seguro respecto a su rostro? —intervino Harmon —, ¿Ninguna cicatriz? ¿Ningunaen absoluto?

—Estoy seguro. Se lo repito, el tipo tenía una cara de niño, ni siquiera tostada por el sol...

— ¿Pero su cabello era gris?

— Sí, gris. Al principio pensé que era rubio, pero lo vi bien a la luz. Pero no era un viejo.Tenía la fuerza de una muía. —Gassman se frotó suavemente las costillas.

—Ese es nuestro hombre —dijo Harmon—, No sé cómo ha cubierto tanta distancia tanrápido, pero es él, estoy seguro. Ahora lo tenemos. No puede haber ido muy lejos en veinteminutos. Un helicóptero...

—No es tan fácil —dijo Zwicky—, Fue a campo traviesa, y con este tiempo ningúnhelicóptero querrá volar.

— ¡Podemos seguirle allá donde vaya! Tomó su semioruga; de acuerdo: le seguiremos conotro semioruga...

— Seguro..., podemos conseguir otro en diez minutos. Eso le da a nuestro hombre mediahora de ventaja. Si sabe cómo manejar el trasto, y apostaría lo que quiera a que sabe, mantendrásu ventaja. Y allá donde se encamina hay montones de lugares donde perderse. Puede buscarsitios donde no deje huellas y...

— ¿Está diciendo que este hombre es demasiado para el ejército de los Estados Unidos?

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— Sólo estoy diciendo que refrene un poco sus caballos, señor Harmon. Recibí unallamada telefónica diciéndome que colaborara con usted, pero no se me dijo nada de entregarleel mando de la compañía. Tengo hombres y un equipo en los que pensar, además del pequeñotrabajo de escolta de un convoy que el coronel espera que no deje de lado.

—De acuerdo, de acuerdo, no estoy intentando decirle cuál tiene que ser su trabajo. ¡Perome pone furioso quedarme sentado aquí y dejar que ese hijoputa matapolicías se me escape porentre los dedos!

— ¿Cuándo mató a un policía? Mis informaciones son que el tipo escapó de la cárcel, esoes todo.

—Está bien, si quiere ser técnico, sólo vapuleó a unos cuantos policías, quizá sobrevivan,pero a ese tipo le importan un carajo.

El capitán Zwicky miró duramente a Harmon.

— Se toma su trabajo como algo personal, ¿verdad?

—Puede decir usted que siento algo personal respecto a este asunto.

—Simplemente recuerde que está usted muy lejos de su jurisdicción. Y que éste es unasunto del ejército.

—Sí, claro. No me pondré en su camino, Zwicky.

—Será mejor que sea «capitán Zwicky» mientras esté usted a mi mando, Harmon.

Harmon sonrió sardónicamente, hizo un saludo con dos dedos...

—Aquí no jugamos con las cortesías militares, Harmon —restalló el capitán. El pesadorostro de Harmon palideció ligeramente; intentó sonreír, luego frunció el ceño. Se sentóerguido, tiró de sus solapas.

— De acuerdo, disculpe, por el amor de Dios. No estoy presionando. Sólo estoy ansiosopor seguir tras ese hijoputa.

—Eso está mejor. Le aconsejo que no deje de recordarlo.

En medio de un pesado silencio, aguardaron la llegada del semioruga.

2

Veinte kilómetros al norte-noroeste, el coronel Ajax Pyler de la Tercera DivisiónAcorazada del Primer Ejército estaba con un trío de oficiales de estado mayor del regimientoen el precario refugio de un gran pino en la larga ladera que se extendía hacia lasresplandecientes luces de la estación de energía a un kilómetro de distancia. En la carretera, elconvoy, con los faros al mínimo, se extendía a lo largo de quinientos metros hacia la oscuridad.La fría lluvia azotaba el rostro del coronel y enturbiaba las lentes de los binoculares quemantenía apuntados hacia la estación de energía.

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—Todo parece normal, Cal —dijo, tendiendo los binoculares a un robusto mayor a su lado.

—Sigo sin captarlo, coronel —dijo el mayor—. Enviar a un regimiento blindado ahídentro..., ¿qué se supone que debemos hacer, guardar el lugar? ¿Echar un vistazo y volver acasa? ¡Jesús! — Se secó el agua de lluvia de su frente con un dedo y sacudió la cabeza—. Aveces pienso que están todos locos ahí arriba.

—Yo también estoy en la oscuridad, Cal. Mis órdenes fueron situar el regimiento enposición y aguardar, eso es todo.

— ¿Le llama a eso estar en posición? —El mayor hizo un gesto con la mano hacia la líneade vehículos.

—Por todo lo que sé, no se espera que ataquemos —dijo el coronel con una débil sonrisa.Dio una palmada en la espalda al otro hombre—. Alégrese, Cal. Todos necesitamos elejercicio...

— ¡Señor! —El sargento de comunicaciones estaba al lado del coronel con un teléfono decampaña—. La División en la línea.

—Coronel Pyler —dijo el oficial, volviéndose de espaldas a la persistente lluvia. Escuchó,frunció el ceño—. Sí, sí... Comprendo. Unos diez minutos, diría. —Miró hacia las luces de laestación de energía mientras tendía de vuelta el teléfono al hombre de comunicaciones.

Hubo un corto e inquieto silencio.

—De acuerdo, caballeros. —Se dirigió finalmente a los oficiales que tenía a su alrededor—. Posicionen sus unidades formando un círculo de un kilómetro centrado en torno a la estación...,con las armas apuntando hacia ella. Cal..., destaque seis hombres al mando de un oficial, hagaque escolten a un grupo de civiles al interior. —Hizo un gesto de despedida cuando variosoficiales empezaron a hablar a la vez—. Eso es todo, caballeros. Adelante. —Acompañado porel sargento, Pyler regresó a la carretera, recorrió la hilera de tanques ligeros y medianos hastalos transportes de armas donde aguardaba su chófer. Siguiendo sus instrucciones, su chófer diola vuelta a su vehículo, condujo hasta la retaguardia de la columna. Tres hombres con ropasciviles e impermeables bajaron de un coche militar color verde oliva y se dirigieron hacia él.

— Bien, señor Crick, caballeros, vamos a proceder. —Los civiles, dos de los cualesllevaban pesadas bolsas de lona llenas de equipo, subieron al vehículo de altas ruedas. Este diola vuelta, volvió a pasar toda la columna. A la cabeza de la fila aguardaban dos jeeps, cada unocon cuatro hombres. Se situaron detrás. En silencio, los tres vehículos avanzaron por lacarretera, siguiendo una suave curva que subía por la ladera. Delante, una puerta flanqueadapor un enorme muro de ladrillo bloqueaba el camino.

Mientras los faros brillaban en los paneles de acero, dos hombres bajaron y se dirigieronhacia allá. Había una cabina telefónica montada en el muro. Uno de los hombres, un tenientecon una carabina al hombro, habló por el teléfono. Casi de inmediato las puertas se abrieron.Los hombres volvieron a subir al jeep, y los tres vehículos siguieron adelante.

La carretera ascendía directamente hasta las altas y desnudas paredes de la central deenergía y el enorme y muy iluminado edificio de la antena que se alzaba tras ella, más arriba enla colina. Había un cierto número de hombres de pie ante la iluminada entrada del gran edificio.Pyler detuvo su vehículo y bajó.

—Gracias a Dios que están aquí, coronel —dijo el primero de los hombres de a pie cuandose acercó—. Ha sido una pesadilla desde la explosión: los teléfonos no funcionan, los sistemasautomáticos no funcionan, los instrumentos no funcionan...

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—Tranquilo, señor —cortó el coronel—. Será mejor que empiece por el principio..., y dejeque mi gente técnica se ocupe de ello. —Aguardó hasta que los tres civiles se hubieron reunidoa su alrededor. Por aquel entonces otros tres hombres habían llegado de la planta. La lluviagiraba y tamborileaba a su alrededor; al resplandor de los faros, un millón de pequeños tulipanescristalinos brotaban en el resplandeciente pavimento.

— Soy Prescott, jefe de mantenimiento —dijo el hombre de la planta—. Hunnicut me dejóa cargo de todo cuando él y Webb entraron con los explosivos para hacer saltar losdistribuidores y retirarlos del circuito. Todo estaba fundido ahí abajo, ya saben. Wilson habíaentrado antes, y..., pero supongo que ya lo saben todo al respecto; Hunnicut informó de ello.Por cierto, Wilson ha muerto. Sea como sea, algo fue mal, no sabemos qué. Hunnicut y Webbfueron reducidos a átomos..., a nada. Todo sigue funcionando aún a plena potencia...

— ¿Dice que Hunnicut está muerto? —interrumpió uno de los civiles.

—Exacto. Y Sam Webb, nuestro jefe de operaciones...

—Está bien, vayamos a lo práctico —dijo secamente otro de los recién llegados—.Háganos un resumen de lo que ha estado ocurriendo exactamente aquí. Todo lo que tenemos esuna historia más bien confusa acerca de que los generadores no se dejan cortar...

—No es confusa, hermano, es tan cierta como Dios. Y... —El excitado hombre prosiguiócon su relato de los acontecimientos de las últimas tres horas.

Los tres expertos importados escucharon en silencio, con sólo alguna tensa preguntaocasional.

—...no sabemos qué otra cosa intentar —terminó Prescott—. En cada punto dondehubiéramos podido romper los circuitos, la instalación se ha fundido y las zonas colindanteshan quedado electrificadas..., ¡saltan como fuegos artificiales! ¡Ni siquiera podemos acercarnosa ellas!

— ¿Y bien? —preguntó Pyler a su equipo —. ¿Qué hay al respecto? Si Prescott tiene razón,pueden echar por la ventana cualquier idea que hayan tenido ustedes acerca de entrar y empezara accionar interruptores.

—Me gustaría ver por mí mismo algo de esto —dijo el más alto de los tres civiles—. Noes que dude de la palabra del señor Prescott...

—Adelante; encontrarán exactamente lo que acabo de decir. ¡Pero, por el amor de Dios,lleven equipo protector!

—Oh, no creo que sea necesario...

—Haga lo que él sugiere, señor Tadlor —ordenó Pyler.

Con una sonrisa divertida, Tadlor obedeció y extrajo el equipo de la bolsa que llevaba. Susdos colegas hicieron lo mismo.

— Mis órdenes son permanecer fuera del edificio hasta que ustedes, caballeros, me den elvisto bueno para poder entrar —gruñó Pyler—. Háganlo rápido. —Se volvió hacia Prescott—.¿Hasta dónde puedo acercar mis vehículos?

—Por ahora no hemos tenido ningún tipo de manifestaciones fuera del edificio, exceptoen los edificios de conmutación —dijo el hombre dubitativamente.

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Pyler dio una orden; los vehículos avanzaron, con los hombres caminando a sus lados. Sedetuvieron bajo el alto pórtico. Tadlor y sus ayudantes, con Prescott, empezaron a subir losescalones. Las puertas se abrieron bruscamente. Un hombre apareció tambaleante, aferrándoseel pecho. Las mangas de su camisa estaban hechas jirones, y la sangre resbalaba por sus brazosy goteaba de sus codos. Había una ampolla tan grande como la palma de una mano en un ladode su cuello y mandíbula.

— ¡Nagle! ¿Qué ha pasado? —Prescott corrió a sostener al hombre. Tras él aparecierondos hombres más, sujetando entre ellos a una semiinconsciente mujer.

—Todo el lugar... quema... —Nagle se derrumbó. Tadlor contempló al hombre, pasó juntoa él y acabó de subir los escalones, con sus dos hombres tras él. Prescott llamó:

—Coronel, no les deje...

La mano de Tadlor se dirigió hacia la puerta. Una chispa azul crepitó, saltó a su encuentro.Por un instante un halo danzó alrededor del alto y delgado hombre, que dio un cómico salto enel aire y cayó al suelo, desmadejado como un payaso. Sus dos hombres se detuvieron, luegocorrieron hacia él y se inclinaron sobre su cuerpo. Uno de ellos se enderezó, miró a los demáscon unos ojos muy abiertos en un rostro pálido como la tiza.

—Está muerto —dijo.

— ¡Llévenlo al convoy, a un respirador! —gritó Pyler, haciendo rápidos gestos a lossoldados armados del jeep.

Uno de los hombres que había ayudado a la muchacha a salir del edificio se volviórápidamente, sujetó a Pyler por el brazo.

—No hace falta —graznó—. Es demasiado tarde.

— ¿Qué quiere decir? —restalló Prescott.

—Ya vio lo que le ocurrió a ese hombre... —Señaló con la cabeza al cuerpo inerte deTadlor.

—Pero..., todavía tengo a cuarenta y tantas personas dentro...

—Ya no, señor Prescott. Usted salió justo a tiempo. El lugar se volvió loco unos segundosdespués de que saliera. Dick y Van y yo fuimos los últimos en poder salir. Hallamos a Jill justocuando salíamos. Pensé que estaba muerta. ¡Y lo mismo le ocurrirá a cualquiera que intentepenetrar en este agujero infernal!

— ¡A los vehículos, rápido! —restalló Pyler—. ¡Todo el mundo! —Aguardó hasta que elúltimo hombre hubo subido, luego subió al transporte de armas. Tras él, Prescott se inclinóhacia delante.

—Coronel..., ¿qué va a hacer?

—El enfoque de Tadlor no funcionó —dijo—. Así que vamos a intentar métodos másdirectos.

—Pero..., ¿qué...?

Pyler miró al hombre, unos ojos enloquecidos en un rostro pálido y redondo.

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—Veremos qué efecto le hacen unas cuantas andanadas de proyectiles de cien milímetrosa través de la puerta delantera..., a lo que sea contra lo que estamos luchando —terminóhoscamente.

3

Los motores gemelos del semioruga robado rugían; las orugas se esforzaban inútilmente.La parte trasera del pesado vehículo se había hundido en el barro, mientras que las ruedasdelanteras permanecían encajadas en la trampa de fragmentadas rocas que habían detenido lalenta ascensión.

—Hasta aquí llega este trasto —dijo Zabisky. A la pálida luz de las luces de losinstrumentos, su redondo rostro brillaba lleno de sudor—, ¿Y ahora qué?

Falconer se soltó el cinturón, abrió de golpe la puerta de acero y bajó a la sopa de barro yrocas desmenuzadas. Escrutó el horizonte a todo su alrededor, luego metió el brazo en elvehículo para apagar los protegidos faros. En la repentina oscuridad se hizo visible un débilresplandor en el cielo por entre los árboles que alfombraban la ladera a su izquierda.

—Efectuemos un pequeño reconocimiento —dijo Falconer. Echó a andar por entre lamaleza hacia la loma, observó a través de los oscuros campos la disposición rectilínea de lucesquizás a tres kilómetros de distancia. Otras luces más pequeñas alineaban la concentracióncentral en una especie de círculo de kilómetro y medio de diámetro.

Zabisky llegó tras él, jadeando.

—Hermano, se mueve usted rápido en la oscuridad. —Miró en la dirección que estabaobservando Falconer—. ¿Qué es eso? Parece como algún tipo de fábrica. ¿Es eso lo que hemosvenido buscando?

—No.

— Vaya lugar curioso para una fábrica, a más de ochenta kilómetros de ninguna parte.

Las luces parpadearon brillantes allí abajo: una vez, dos, tres. Algunas de las luces de lainstalación central se apagaron.

—Hey..., ¿qué ocurre? —gruñó Zabisky. Un sordo carrump, carrump..., carrump flotóhacia ellos.

—Fuego de artillería —dijo Falconer.

—Mire, amigo, espero que no estará metido usted en nada militar.

—En absoluto.

—Entonces quizá será mejor que me diga de qué va todo eso, ¿eh? No quiero que lainfantería de los Estados Unidos se ponga furiosa conmigo. Reconozco que soy bastante tonto,pero tiene que haber alguna conexión aquí: usted moliéndose las costillas para llegar a este

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lugar en medio de la nada justo cuando alguien empieza a pegar tiros. ¿Qué es usted, algún tipode espía extranjero? ¿O qué?

Falconer se volvió hacia Zabisky.

— Será mejor que vuelva sobre sus pasos, John. A partir de aquí voy a seguir a pie..., solo.

—Hey, espere un minuto —protestó Zabisky—, ¿Así simplemente? ¿Va usted a meterseen los bosques y...?

—Exacto, John. Puede estar usted de vuelta en la carretera al amanecer.

— Oh, no, señor —protestó Zabisky—. He venido hasta aquí. ¿De qué va todo esto?¿Quién está disparando? ¿Por qué...?

—Adiós, John. —Falconer se volvió y echó a andar ladera arriba, siguiendo un apenasvisible sendero, torciendo hacia las luces que había debajo. Zabisky le llamó, pero el otro ignorósus gritos.

4

—Es usted un estúpido si cree que voy a ayudarle, Max —dijo Hardman.

—No me llame «Max»; todavía no nos conocemos lo suficiente. —El prisionero exhibióuna flaca sonrisa. Estaba sentado tranquilamente en el gran sillón de piel al lado del escritoriode Hardman, fumando uno de los cigarrillos de Hardman. El cañón de la pistola de impacto degran calibre descansaba sobre el escritorio, apuntando al pecho de Hardman—, Es «señorWiston»..., o simplemente «Wiston». Y ya sabía que no iba a gustarle lo que le diría, carcelero.—Su voz era profunda y ronca, suave pero penetrante.

Hardman agitó la cabeza.

—No puedo sacarle de la prisión ni aunque quisiera, Max — dijo con voz tranquila—. Yno quiero.

—Carcelero, ¿cree que no soy capaz de dispararle a sangre fría? —La voz de Wiston erasuave, su tono curioso.

— Seguro, no vacilaría usted en dispararme a sangre fría si eso le reportara su libertad.Pero sabe que si lo hace todo habrá terminado para usted. Soy su única posibilidad de verselibre..., cree. Pero está equivocado.

—Por el amor de dios, alcaide —susurró Lester Palé desde la silla contra la pared dondeWiston le había ordenado que se sentara—, ¡Convénzale de esto y lo matará con los ojoscerrados!

—Carcelero, habla usted demasiado — dijo Wiston—, Le diré cómo están las cosas:durante diez años he estado esperando esta oportunidad, y ahora que ha aparecido la he cogidoal vuelo. Puede que sea cierto lo que usted dice acerca de todos esos sofisticados artilugios deseguridad y trampas automáticas y todo lo demás..., pero prefiero estar muerto que seguir más

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tiempo en esta jaula. Vamos a salir caminando de aquí, usted y yo..., ganemos, perdamos oquedemos empatados. Así que lo mejor que puede hacer usted es abrir esas puertas. Porque novoy a volver a esa galería vivo, nunca. Y, si tengo que morir, usted vendrá conmigo. Eso se loprometo, carcelero.

—Habla en serio, alcaide —dijo Palé.

—El mariquita está en lo cierto —dijo Wiston con una sonrisa—. Ahora, en marcha. Meestoy poniendo nervioso. Quiero oler ese aire fresco, carcelero, ver ese cielo abierto sobre micabeza, sentir esa lluvia sobre mi rostro. —Se puso bruscamente en pie, hizo un gesto con lapistola. Hardman no se movió. Wiston giró la pistola hacia un lado y, sin apuntar, disparó unaráfaga contra la pared a medio metro de la silla de Lester Palé—. La próxima morderá carne,carcelero.

Hardman se puso en pie.

—Esto no va a funcionar, Max —dijo —. Es inútil.

— Seguro. Vamos.

En el pasillo oyeron el sonido de gritos distantes.

—He hecho que desencadenaran un infierno allá en el ala de servicios —dijo Wiston —.Eso mantendrá a sus jodidos matones ocupados mientras usted y yo probamos el camino deatrás.

— ¿Qué camino de atrás?

—La esclusa del agua, carcelero. Ese fue siempre el punto débil aquí en Caine. Nunca pudellegar al túnel, sin embargo. Pero usted me conducirá por él. Me dirá todas las cosas necesariasy me conducirá por él.

— ¿Y luego qué? La carretera sólo conduce a Cayo Gull...

—Hay un montón de agua ahí fuera, carcelero. Soy buen nadador. Y conozco estas aguas.Pesqué entre estas islas durante casi un año antes incluso de que construyeran la prisión. No sepreocupe por mí, carcelero. Estaré bien, simplemente bien.

—Con esta tormenta, se ahogará antes de que haya nadado un centenar de metros.

—No hable, carcelero. Simplemente condúzcame hasta allá.

En silencio, Hardman empujó la puerta de la escalera. Descendió en la oscuridad, tanteandosu camino; los pasos de Wiston le siguieron directamente detrás. En el fondo, palpó la pared,halló la puerta que se abría a la Sala de Procesado.

—Puede que haya algunos de mis hombres ahí dentro —dijo —. Espero que tenga ustedel suficiente buen sentido como para no empezar a disparar, Max.

—Veremos.

Hardman abrió la puerta; al otro lado no había más que oscuridad.

— ¿Y ahora qué? —dijo—. Ninguno de los dos podemos ver...

Los dedos de Wiston le palparon, sujetaron su cinturón.

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—Usted conoce el recorrido, carcelero. Simplemente camine. Cuando no me guste algo,ya se lo oirá decir a esta pistola. ¿O no lo oirá? Ya sabe lo que dicen acerca de quién te mata.

Hardman intentó recordar la distribución de la estancia. Las puertas del personal estaban ala derecha..., por allá. Avanzó cautelosamente, con el otro hombre a sus talones. Sus manostocaron obra de ladrillo. La exploró, halló el frío acero de la puerta. Se abrió a su contacto. Unaire helado envolvió su rostro. Los sonidos de la tormenta eran más fuertes ahora.

—Buen trabajo, carcelero. Puedo oler el Golfo.

—Esto es el garaje —dijo Hardman—, La única salida es a través de la gran puerta y eltúnel. La puerta es accionada eléctricamente. Este es el final del camino, Max...

Un haz de luz brotó a su izquierda. Hardman se dio la vuelta, gritó:

— ¡Apague esto, maldito estúpido!

El retumbar de la pistola resonó en el cerrado espacio. La linterna cayó al suelo y rodó,lanzando su haz a través del suelo de cemento manchado de aceite. Hubo el pesado ycomplicado sonido de un cuerpo al caer contra el costado de un vehículo, deslizarse al suelo,un jadeo de aire al ser exhalado.

—No se mueva, carcelero —dijo Wiston calmadamente—. Voy a ir a recoger la luz.

Hardman oyó unos suaves y rápidos pasos. La luz se alzó, se enfocó en él, luego mostró ellugar donde un hombre vestido con un mono yacía de bruces entre dos transportes blindados enmedio de un charco de sangre rojo negruzca que se iba haciendo más grande.

—Lástima —dijo Wiston—. No quería hacerle ningún daño a ese tipo, pero no hubieradebido enfocarme de este modo con la luz. —Apuntó el haz hacia la enorme puerta del garaje,primero un lado, luego el dintel, luego el otro lado.

—Bien, ahora le toca a usted, carcelero. Ábrala.

— Le he dicho...

—Apuesto a que hay algún manual de emergencia en alguna parte. Será mejor que loencuentre.

—Encuéntrelo usted mismo, Wiston.

—Es usted curioso, carcelero. Ahora puede verme; sabe que no bromeo cuando hablo deusar el arma. ¿Imagina que es usted a prueba de balas?

—Estoy aquí para mantener a los asesinos a sangre fría como usted fuera de la circulación,Wiston, no para conducirles fuera y decirles adiós.

Wiston se echó a reír.

— Es usted un loco más duro de lo que parece, viejo. Pero me pregunto si será tan durocomo alardea. —El convicto enfocó el haz de la linterna a la rodilla derecha de Hardman—.Contaré hasta cinco. Luego meteré una bala allá donde apunta la luz. Después de eso, se lopediré de nuevo. —Carraspeó, escupió, empezó a contar...

Hardman aguardó hasta la cuenta de cuatro, luego otro medio segundo, y entonces girósobre sí mismo y se dejó caer al suelo en el momento en que la pistola resonaba. Un martillopilón al rojo vivo le golpeó detrás de la rodilla derecha con una tremenda sacudida. Su rostro

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chocó duramente contra el cemento. Tuvo la sensación de que le habían clavado una pica en laparte de atrás de la pierna. Intentó reunir el aliento para gritar, intentó agarrar la pica y arrancarlade su pierna...

—Deje de agitarse, carcelero. Debería matarle por ese truco, pero no le resultó tampoco.

La luz cegaba los ojos de Hardman, avanzando y retrocediendo. La sangre golpeaba en sucabeza. El mareo crecía dentro de él. El dolor giraba en oleadas al rojo blanco desde sudestrozada rodilla. Apenas oía la voz de Wiston. Permanecía tendido de costado, la mejillacontra el suelo, aferrándose la pierna.

—Ahora será mejor que simplemente me diga lo de la puerta, carcelero. —El hombreestaba de pie sobre él; vio las sucias perneras azul oscuro de los pantalones de la prisión, losrecios zapatos, todo ello a través de un velo de agonía.

—Váyase... al infierno... —consiguió decir.

Los pies se alejaron. Hubo sonidos, golpes, el resonar de metal, maldiciones. Luego, ungruñido de satisfacción; empezó a oírse un firme ruido de engranajes, acompañado por unpesado jadear. Un aire frío y húmedo sopló a nivel del suelo; el zumbar del viento y eltamborilear de la lluvia se hicieron bruscamente más fuertes. Luego, el ruido de engranajescesó.

Hardman intentó rodar de espaldas, consiguió golpear su cabeza contra el suelo. Obligó asus manos, empapadas de sangre, a apartarse de su herida, se izó a una posición sentada. Elhombre al que Wiston había disparado estaba tendido a tres metros de él, visible a la luz de lalinterna que Wiston había colocado en el suelo. La puerta del garaje había sido alzada mediometro. Wiston recogió la luz y se deslizó por debajo de la puerta. La cruzó, se puso de nuevoen pie al otro lado, empezó a alejarse.

Bruscamente, brillantes y duros focos de luz parpadearon y se encendieron, el tabletear dearmas automáticas resonó en la rampa de salida, se movieron sombras por las paredes comoactores de películas mudas. Tendido en el suelo justo al otro lado de la puerta, Hardman vio aun hombre caminar tambaleante hacia él. El hombre redujo su marcha, se arrodilló lentamentea su lado, cayó de bruces. Otros hombres llegaban; brillantes luces se reflejaron en el mojadopavimento. Sonaron voces. Wiston estaba tendido de bruces a un metro de Hardman. Sus manosse crisparon en el pavimento. Alzó la cabeza y miró a Hardman fijamente a los ojos.

—En algún lugar —dijo—, en algún tiempo, tiene que... tiene que haber... justicia. —Surostro golpeó contra el suelo.

Un pie volvió el cuerpo de Wiston. La lluvia cayó sobre sus ojos muy abiertos.

— ¿Habéis oído esto? —dijo alguien —. Hablar de justicia. Un tipo como él.

Hardman sintió deseos de decir algo entonces, algo de enorme importancia que habíaintentado comprender a lo largo de toda su vida y que ahora, en este instante, le resultaba claro.Pero, cuando abrió la boca, la oscuridad llenó su cerebro y lo barrió lejos, a un negro maelstromde rugientes aguas.

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5

El soldado Obers, Ewen J., ASN 3783746353, de la Tercera Compañía, Primer Batallón,hizo una pausa al amparo de uno de los grandes árboles para secarse la helada agua de lluviade su rostro e intentar una vez más ajustar el cuello del impermeable del ejército para impedirque el frío gotear se metiera dentro. Apoyó su carabina M-3 contra el árbol, desabrochó el botónsuperior con dedos entumecidos por el frío, se subió el cuello de la chaqueta de campo bajo elimpermeable, volvió a abrocharse éste. La sensación era más fría y húmeda que nunca, pero eratodo lo que podía hacer. Pensó en quitarse las botas para vaciar el agua que se había metidodentro; pero qué demonios, no tardarían en llenarse de nuevo. De cada tres pasos, uno era dentrode una zanja con agua hasta el tobillo o incluso hasta la rodilla. Obers escrutó la oscuridad enbusca de señales del pelotón. Pitcher les había dicho que se mantuvieran cerca los unos de losotros mientras subían aquella ladera desde la carretera donde habían dejado los vehículos deseis ruedas. No había visto ni a Dodge ni a Shapiro, los hombres de su izquierda y derecha,desde que habían llegado al terreno escabroso. Pero al menos no podías perderte; no sisimplemente seguías subiendo.

Obers deseó brevemente estar de vuelta en los barracones, tendido en su camastro, leyendouna revista y mordisqueando una barra de caramelo; luego cogió la carabina y se preparó paraenfrentarse de nuevo con la lluvia.

Hubo un movimiento encima de él.

— ¿Shapiro? —Su llamada se vio ahogada por la tormenta.

No hubo respuesta; pero encima de él se movió una forma oscura, muy cerca del suelo,grande..., demasiado grande para ser Shapiro o Dodge. Y, ¿por qué el tipo estaba arrastrándose?Obers se detuvo y notó que se le erizaba bruscamente el pelo de la nuca; no era que creyera enfantasmas...

— Bien, ¿quién está ahí? —gritó contra la lluvia.

Ninguna respuesta. La gran forma —más de metro ochenta de largo— pareció fluir haciaabajo, hacia él. Por un instante, Obers creyó captar un destello de luz reflejada por unos ojosverde amarillentos. Aferró la carabina, accionó la palanca de carga, apuntó desde la cadera yapretó el gatillo.

No ocurrió nada; el gatillo estaba fuertemente trabado. El pánico inundó a Obers. ¡Elseguro está puesto! Las palabras resonaron en su mente; pero su dedo estaba crispado en elgatillo, apretando y apretando hasta que el metal cortó su carne. Y la forma oscura se estabalevantando, fluyendo hacia fuera y hacia abajo, hacia él.

En la última décima de segundo intentó gritar, pero no había aliento en sus pulmones.Luego el peso le golpeó, lo arrojó hacia abajo y hacia atrás. Notó algo tremendamente heladorasgar su garganta, sintió un remoto dolor que apenas era apreciable en medio de la agonía másgrande de la necesidad de aire. Algo rojo escarlata bailoteó ante sus ojos, creció hastaconvertirse en un estallido que llenó el mundo, luego se desvaneció lentamente en unainterminable oscuridad.

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En un claro en el bosque se yergue un hombre alto con una melena rojo fuego, vestido conun atuendo de piel verde y un sobretodo de piel de búfalo adornado con un pájaro blanco conlas alas extendidas. Una espada para dos manos en una empuñadura enjoyada cuelga a sucostado. Un arco cruza su espalda. Lleva un pesado guantelete en su mano izquierda, en el quese percha un halcón blanco, de cuya cabeza el hombre acaba de retirar el capuchón de suavepiel. Con un movimiento de su muñeca, el hombre lanza el ave hacia las alturas; el halcónemite un penetrante grito y empieza a trazar círculos muy arriba.

—El poder de mi señor sobre un pájaro salvaje es algo de lo que maravillarse —murmurauno del grupo de siervos que observan desde su escondite.

—Realmente, es un asunto que rebasa toda comprensión cristiana —comenta otro.

—He oído decir —dice un tercero— que el pájaro es una criatura mágica, un hombreencantado.

—Sí, algunos dicen que es su propio hermano...

—No, no su hermano; a éste lo mató en la batalla delante de los ojos de todos sushombres...

—Pero, por la virtud de Cristo, el hermano muerto se alzó y caminó de nuevo...

—...y fue entonces cuando lo encantó en la forma del halcón blanco...

—Cuentos de viejas —dice el primer hombre que ha hablado, un hombre de piel oscuracon extraños ojos amarillos—. Mi señor Lohengrin no es ningún mago, sino un auténticocaballero...

— ¡Bah! ¿Qué sabes tú? —dice un viejo con una rala y despeinada barba amarilla—. Yole serví en tiempos de tu abuelo, y con mis propios ojos le vi hundirse profundamente en lasaguas de la eterna juventud. Porque, ay, como el mismo pájaro, ¿acaso no tiene el mismoaspecto ahora que cuando yo era un lujurioso mozalbete...?

— ¿Lujurioso tú, Brecht? ¿Cuándo fue eso, antes o después de Noé y el Diluvio?

Cuando las furtivas risas mueren, un hombre que no ha hablado se da un poderoso tiróna su oreja.

—Sí, reíd —dice—, Pero en verdad estáis todos completamente equivocados. El pájaro noes un hombre embrujado.

Los otros le miran con las mandíbulas colgando.

—Es una mujer, Leda es su nombre, una humilde doncella que desdeñó los atrevidosavances de mi señor. Esto podéis darlo como un hecho del Evangelio, porque era la hermanade un primo de un amigo...

— ¡Bah! —bufa el más viejo—. Si fuera una mujer, tomaría la forma de un cisne, no la deun halcón cazador; cualquier tonto sabe esto...

—Por eso lo sabes tú —dice el otro secamente—. Pero un hombre sabio tiene otras ideas...

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Guardan silencio cuando el cazador se vuelve y les mira con unos fríos ojos azules quepenetran hasta lo más profundo de su escondite.

—Estáis todos equivocados —dice, con una voz que resuena como helado acero—. Elpájaro es sólo un pájaro; mi hermano es un perro loco; y en cuanto a mí..., yo soy un hombremuerto.

Como una sola persona, el grupo de pueblerinos da media vuelta y se aleja a toda prisapor entre la maleza. El halconero sonríe tristemente y alza la vista al cielo, donde la blancaave traza círculos en una corriente ascendente de aire.

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ONCE

1

Grayle había cubierto veinte kilómetros en menos de una hora, corriendo firmemente porlos oscuros campos barridos por la lluvia, ignorando el dolor de su costado. Ahora, en elirregular terreno bajo las altas murallas de las colinas, su avance se hizo más lento. Era necesarioelegir su camino, chapoteando por los veloces torrentes de lodosa agua que descendían por entrela barrera de peñascos depositados hacía diez mil años por el glaciar. Se detuvo en una ocasión,escuchando el sonido de lo que parecían ser disparos en la distancia, pero el sonido no se repitió.Minutos más tarde, fue consciente de la presencia de hombres que se movían en la ladera,delante y a su izquierda. El terreno era empinado allí, un montón de rocas caídas de los agrestesriscos de arriba; los hombres eran ruidosos, llamándose entre sí, manejando ocasionalmentelinternas por la ladera, entre los pinos que habían hallado asidero en el terreno. Era evidenteque se trataba de soldados: un sargento ladró furiosas órdenes reclamando silencio a losmiembros del Tercer Pelotón.

Grayle eludió al hombre que se abría camino hacia el sur, a su izquierda, y siguió subiendo,cara a la incesante lluvia.

Ya estaba cerca. No pasaría mucho tiempo antes de saber si había llegado a tiempo.

2

Fuera, la incesante tormenta azotaba las gruesas paredes; dentro, el generador resoplaba,el hedor de los gases de escape flotaba en el viciado aire. Hardman estaba tendido en uncamastro de campaña instalado provisionalmente en su oficina, con la pierna derechafuertemente vendada.

—Tiene mal aspecto, alcaide —dijo Brasher, con el ceño fruncido—. Debería usted...

—Olvide todo eso. Oigamos este informe.

—Bueno, si cree usted que es competente..., quiero decir, si se siente lo bastante bien...

—El informe, Brasher. —La voz de Hardman era tensa por el dolor—. Le gusta darinformes, ¿recuerda? Le dan la posibilidad de sonar como Moisés..., ¿o es Dios en persona?

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—Mire... —empezó a decir Brasher, furioso.

— ¡Esto es una orden, capitán! —El grito de Hardman cubrió la voz del otro. El rostro deBrasher se crispó, furioso.

— Sólo pensaba en su bienestar, alcaide. Sin embargo, si insiste... —se apresuró a decir—. Ya conoce el robo del coche y el asalto en Brooksville. Bien, parece que eso sólo fue unprecalentamiento. Nuestro hombre siguió hasta Gainesville, atacó a dos patrulleros y robó sucoche, fue hasta el helipuerto de la policía en la ciudad, y procedió a apoderarse de un aparatomilitar de alta velocidad...

— ¿Quién le contó esa patraña? —interrumpió Hardman.

—El capitán Lacey. Y...

—Está bien, se deslizó hasta el corazón de una instalación de la policía enormementecustodiada, robó un helicóptero o lo que fuera, y se metió en medio de un huracán. ¿Algunacosa más?

—El helicóptero fue seguido por radar; se dirigió hacia el noroeste. El asunto fuecomunicado a Eglin y a todas las demás bases militares a lo largo de la ruta. Lo rastrearon hastaunos ciento cincuenta kilómetros de la frontera canadiense. Luego alguien, Washington creo,hizo despegar unos cazas de los Grandes Lagos. Lo obligaron a descender en una regiónescabrosa en la parte norte de Minnesota.

— ¿Lo dice en serio?

—Absolutamente en serio.

—Y..., ¿dónde está ahora?

—Escapó. Pero tienen a la muchacha.

— ¿Qué muchacha?

— Su cómplice. La que le ayudó a escapar.

— ¿Qué les dijo?

Brasher sacudió la cabeza.

—Tengo entendido que resultó malherida al estrellarse el aparato. No ha hablado.

—Dice que él escapó. ¿No estaban cubriendo el terreno?

—Por supuesto. Pero es una zona muy grande...

—Él está solo y desarmado, probablemente herido. Debería ser fácil de atrapar.

— Bueno, en cuanto a eso..., debo señalar que hay un par de puntos confusos. Parece haberun informe de un hombre que responde a la descripción de Grayle y que atacó a dos agentes dela policía en la escena de un accidente automovilístico.

— ¿Cerca del lugar del accidente?

—A unos ciento y algo de kilómetros al sudoeste.

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— ¿Cómo encajan los tiempos?

—El aparato se estrelló a las cuatro y siete; este otro informe fue aproximadamente unahora más tarde, a las cinco y uno de la madrugada.

—Así que ahora está en dos lugares a la vez —bufó Hardman—. ¿Qué le hace pensar quehay alguna conexión? Hay miles de hombres que responden a la descripción general de Grayle.

—No que puedan arrancar la portezuela de un coche con las manos desnudas —dijoBrasher, mirando de reojo a Hardman.

— ¿Qué significa eso?

—El coche accidentado iba conducido por un agente del FBI. Estaba siguiendo a Grayle.La portezuela fue arrancada de sus bisagras. Y había huellas de dedos en el metal.

Hardman se apoyó sobre un codo.

— ¿Y? —urgió.

—Como he dicho, asaltó a los policías y abandonó la escena en su coche. Treintakilómetros más adelante, él y su cómplice...

— ¿Una muchacha?

—No, un hombre. Tropezaron con un bloqueo militar, atacaron a un par de soldados yrobaron un vehículo militar..., un semioruga, creo que era.

—Todo esto menos de una hora después de que se estrellara con un helicóptero de la policíaen otro lugar, acompañado por una mujer. Una magnífica hazaña, ¿eh, Brasher? Un auténticosuperhombre, ese tipo..., ¡o eso, o las fuerzas de la policía de este país son una colección deidiotas!

— Sé que suena a locura. —Brasher agitó las manos —, ¡Pero ésos son los hechos de losque fui informado! ¡Este hombre va de un lado para otro más rápido que un rumor escandaloso!¡Tiene que ser Grayle! De acuerdo, cualquiera puede tener el pelo gris y un inicio de barbarojiza, pero, ¿quién más puede doblar el acero con sus manos desnudas? A menos... —Brasherpareció sobresaltarse—. Hace un minuto dijo usted algo acerca de un superhombre, alcaide —murmuró—. ¿Qué diría usted de dos superhombres?

—No lo sé, Brasher. —Hardman se echó hacia atrás, con aire agotado.

—Bien, seguiremos atentos, alcaide. —Brasher consultó su enorme reloj de pulsera dorado—. Las cosas se están moviendo rápido; sin duda se producirá algún arresto en cualquiermomento.

—Brasher —llamó Hardman cuando el policía se daba ya la vuelta—. Cuando lo cojan...,sea uno o dos..., lo quiero vivo.

Brasher adoptó una actitud grave.

—Bueno, alcaide, tal como convinimos antes, no deseamos situar ningún obstáculo en elcamino del cumplimiento de la ley...

— ¡He dicho vivo, Brasher!

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— ¿Y si ese loco furioso empieza a disparar contra más agentes de la policía? ¿Qué sesupone que deben hacer? ¿Volver la otra mejilla?

—Vivo, Brasher —repitió Hardman—, Ahora salga..., y quizá será mejor que le diga a esedoctor que llame al hospital de todos modos.

Fuera aguardaba Lester Palé. Alzó las cejas.

—Nada —dijo rápidamente Brasher—, Estaba consciente..., apenas. No dijo nada quetuviera sentido.

— ¿Ningún cambio en las órdenes? Tenía la idea...

—Ningún cambio —restalló Brasher—, Soy policía, ¿recuerda?

Mi trabajo es agarrar criminales, eso es todo.

3

A medio camino colina arriba de donde había abandonado el semioruga, Falconer se tendióde bruces sobre el empapado terreno entre densos y crecidos matorrales. Desde la oscuridadfrente a él y a su izquierda le llegaron los sonidos de un hombre abriéndose camino entre lamaleza. Otros sonidos de paso le llegaron de su derecha, junto con el ocasional resplandor deuna linterna. Gradualmente, los sonidos disminuyeron a medida que los hombres se alejaban,moviéndose diagonalmente a su rumbo. Falconer se puso en pie, avanzó otros quince metros,luego se detuvo, con la cabeza alzada, oliendo el aire. Avanzó cautelosamente, eludiendo unenorme árbol. El agudo olor metálico que había notado se hizo rápidamente más fuerte.Entonces vio el cuerpo.

Era un soldado, tendido al pie del gran pino, las manos extendidas, una pierna doblada bajosu cuerpo. La parte delantera del impermeable del hombre estaba hecha jirones; una piel pálidaseñalada por profundos cortes aparecía por entre las aberturas. Más arriba, la garganta estabaabierta de oreja a oreja, no una vez, sino con tres heridas paralelas. El suelo bajo el hombre erauna espesa sopa de sangre y barro.

Durante medio minuto Falconer estudió el cadáver y el suelo a su alrededor con ojosentrecerrados. Luego siguió adelante.

4

El sargento Duane Pitcher, del Tercer Pelotón, estaba disgustado. Durante la última hora,desde que habían abandonado los vehículos en la carretera allá abajo, había estado avanzandomedio helado bajo la incesante lluvia por entre aquellos malditos bosques negros como la pez,

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intentando seguir las órdenes de no hacer ningún ruido ni mostrar ninguna luz y mantener a loshombres abiertos en una especie de irregular línea, y mantenerlos avanzando hacia la posiciónque el teniente le había señalado en el mapa topográfico. En medio de aquella sopa, tendríasuerte si conseguía llegar a un kilómetro de allí. Ya era bastante malo trepar simplemente porentre aquellas malditas rocas resbaladizas en medio de aquel maldito lodo resbaladizo, perotenía que estar en veinte lugares a la vez, porque de otro modo los castores ansiosos como Obersestarían a un centenar de metros por delante, mientras las perezosas tortugas como Bloom yCinti lo dejarían correr y volverían a los camiones, alegando que se habían perdido.

Pitcher vio un débil movimiento allá delante, llamó, obtuvo una respuesta con elinconfundible acento del profundo sur.

—Está bien, quédate aquí, Brown. No queremos tropezar con el Segundo Pelotón bajando.

Se movió oblicuamente por la ladera, contactó con otros dos hombres.

— ¿Dónde está Obers? —preguntó a un cabo.

—Demonios, sarge, ¿dónde está todo el mundo aquí?

Pitcher gruñó.

—Está bien, mantón el pelotón allá donde esté. Se supone que el teniente Boyd tenía quecontactar por la izquierda antes de que alcanzáramos la cima. Voy a buscar a Obers antes deque siga adelante y reciba una cien milímetros en el regazo.

— ¿Qué fueron esos disparos, sarge?

— ¿Y yo qué sé? —Pitcher siguió adelante a lo largo de un apenas reconocible senderopor entre los árboles. Había recorrido setenta metros cuando tropezó con un obstáculo en labase de un gran pino. El entrenamiento de Pitcher era bueno. Mientras caía, cogió la carabinaque llevaba colgada del hombro, golpeó el suelo y rodó, y se inmovilizó en posición de fuego,el arma apuntada, el seguro retirado.

Nada se movió. No había ningún sonido excepto el aullar del viento y el golpetear de lalluvia. No le había gustado la sensación de aquello con lo que había tropezado: demasiadoblando, había cedido con excesiva facilidad. Como si...

Soltó la linterna de su cinturón, la encendió en dirección al árbol. Iluminó un pie recubiertopor una bota. El resto del hombre estaba también allí, tendido de espaldas. Era Obers. Pitcherpaseó la linterna por la desgarrada garganta, el lacerado pecho.

Durante un largo momento mantuvo la luz enfocada en el hombre muerto. Luego desvióel haz, lo paseó a su alrededor, escrutó la profunda oscuridad del bosque. No había nada exceptoárboles empapados, rocas empapadas. Entonces le llegó un sonido a su izquierda, más abajo: elrestallar de una rama mojada al partirse, el deslizar de zapatos en el lodo, el raspar de piel contraroca. Pitcher apagó la linterna, la dejó colgar del cinturón y apoyó la culata de la carabina contrasu mejilla, el dedo en el gatillo.

Apareció un hombre, abriéndose camino entre los árboles. Era un tipo robusto, vestido conun chaquetón impermeable. Su empapado pelo negro estaba aplastado contra su redondocráneo. Se encaminaba directo hacia el lugar donde estaba tendido el cuerpo. Pitcher enfocó laluz directamente a sus ojos.

— ¡Muy bien, quédese donde está! —gritó. Ante sus palabras, el hombre se inmovilizó,luego dio la vuelta y saltó hacia los matorrales. El dedo de Pitcher se crispó; del cañón de su

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arma brotó una llama roja. El disparo fue un plano ¡bam! contra el fondo de la tormenta. Elhombre tropezó, se recuperó, se sumergió entre la maleza. Pitcher disparó de nuevo hacia laoscuridad donde el otro había desaparecido, pero cuando avanzó para investigar sólo halló lahuella de un pie y una mancha de sangre que se disolvía rápidamente para indicarle que habíahabido un blanco, y que sus balas lo habían alcanzado.

5

Falconer se detuvo cuando oyó los disparos, luego, al no oír más, siguió ascendiendo. Elsendero terminaba en una desnuda ladera de piedra a través de la cual descendía el agua comoderramándose. La cruzó, aferrándose a la roca, mientras el viento arrojaba la lluvia a sus ojos ynariz, al interior de sus ropas. En el extremo superior, gigantescas rocas yacían desmoronadascomo restos de alguna titánica explosión. Falconer siguió su camino hacia arriba por entre ellas,y se halló mirando hacia un hueco, un charco de oscuridad negra como tinta. Dio un paso haciadelante, y bruscamente ya no hubo lluvia; el azotante viento desapareció. Un metro más atrásla tormenta aún aullaba, pero aquí el aire estaba en calma y era cálido. Le llegó un suave sonidodesde abajo; una línea vertical de luz amarilla apareció y se ensanchó, brillando sobre la secaroca, reflejando una bruñida curva metálica ennegrecida por el tiempo. Más allá del abiertoumbral brillaban paredes verde pálido, lustroso metal.

—Bienvenido, comandante Lokrien —moduló una voz suave en un extraño lenguaje quepor un momento Falconer fracasó en comprender—. He aguardado tanto tiempo este momento.

6

De pie en la carretera al lado del tanque mediano que, media hora antes, había disparadotres andanadas de proyectiles convencionales de 100 mm a través de la entrada principal de laEstación de Energía del Pasmaquoddie Superior, el coronel Ajax Pyler clavó los puños en suscaderas y acercó su rostro al del observador del estado mayor de la división.

— ¡Usted no conoce la situación, Yount! —restalló —, ¡Vi a esa cosa matar a un hombredelante mismo de mí! ¡Hablé con los tres hombres que consiguieron escapar! ¡Le estoy diciendoque es mucho más que un mal funcionamiento o un maldito complot estúpido maquinado poralgún ingeniero loco!

—Todavía hay unos cuarenta civiles dentro de ese edificio, Pyler —respondió fríamenteel coronel Yount—. Sólo tenemos la palabra de una pareja de civiles medio histéricos de queahí dentro hay algo que un pelotón de soldados a pie no pueda controlar...

—No pienso enviar a ningún hombre a mi mando a esa trampa mortal —dijo llanamentePyler—, ¡Y me importa un pimiento aunque el propio general al mando en persona redacte laorden con su propia sangre y una aguja doblada!

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—Pyler, a usted le gusta demasiado apretar el gatillo...

—Mis órdenes fueron cerrar ese transmisor. Eso es precisamente lo que pienso hacer...,¡de la forma que pueda!

— ¡Le está disparando a una instalación federal que vale cinco mil millones de dólares,hombre! ¡Esto no es Vietnam! ¡No puede simplemente volar todo lo que se le ponga por delante!

— ¡Puedo intentarlo!

—Antes de que lo haga —dijo Yount fríamente —, le sugiero que piense por unosmomentos en intentar medidas menos drásticas que la total destrucción de la planta.

— ¿Quién ha dicho nada de total destrucción? Pretendo lanzar andanadas en puntoscuidadosamente seleccionados, elegidos por mis ingenieros, hasta que cesen las transmisiones.Entonces...

—No, usted no hará eso, Pyler. —Yount hizo un rápido movimiento, y el fornido sargentomayor que había permanecido de pie a su lado en posición de descanso, mirando fijamente alos dos hombres bajo el ala de su casco de acero, cobró vida.

— ¡Señor!

—Coronel Pyler, éste es el sargento mayor Muldoon. Pesa ciento diez kilos desnudo, y nohay ni un gramo de grasa en su cuerpo. Le he ordenado que lo escolte a usted al cuartel generalde la división para que redacte allí su informe...

El rostro de Pyle se puso pálido, luego púrpura.

—Es decir, a menos que esté dispuesto usted a entrar en razón.

Pyler dejó escapar un par de roncos jadeos por la nariz.

— ¿Qué..., qué es lo que piensa hacer?

—Quiero enviar un equipo de tres hombres al interior de la planta. Especialmenteequipados, por supuesto; no desecho por completo su descripción de las condiciones internas.Parece que hay varios puntos en los que los circuitos pueden ser interrumpidos bastantesimplemente...

—Ya le dije lo que le ocurrió a ese ingeniero, Hunnicut, y al otro hombre..., y antes deellos hubo otro...

—Lo sé todo al respecto. He hablado con Prescott. Mis hombres saben qué hacer.

—Muy bien —dijo Pyler con los labios tensos —. Por supuesto, quiero órdenes escritasrelevándome del mando.

Yount sacudió la cabeza.

—No es usted relevado del mando, Jack. Simplemente le estoy brindando lo que podríamosllamar un pequeño apoyo técnico del cuartel general. —Se dio la vuelta, empezó a darinstrucciones a un capitán alto de pelo rubio y a dos suboficiales, todos vestidos con trajes deasalto negros de comando.

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7

El teniente Harmon de la Policía del Estado de Florida fue el primero en divisar elsemioruga abandonado que bloqueaba el sendero encajonado más arriba. Él y el capitán Zwickybajaron de su vehículo y se dirigieron hacia allá, con las armas en la mano.

— Bien, ¿qué esperaba usted, hallar a un hombre sentado ahí dentro tomando su desayuno?—preguntó Zwicky cuando Harmon maldijo al ver vacío el vehículo.

—Ese hijo de puta no puede estar lejos. ¡Cojámoslo!

Zwicky frunció los ojos en la torbellineante lluvia hacia el oscuro bosque más arriba.

— ¿Cree que podrá encontrarlo ahí?

— ¿Tiene alguna idea mejor?

—Quizá. —Zwicky señaló la baja elevación hacia el este—. La Planta de Energía dePasmaquoddie está al otro lado de esa colina, a unos tres kilómetros. Quizá sea allí a donde sedirige.

— ¿Y qué demonios querrá hacer allí?

—No lo sé..., pero tengo entendido que tienen algunos problemas en ese lugar. Por eso elejército está ahí fuera con este tiempo. ¿Quizá su hombre tenga algo que ver con ello?

— ¿Como qué? Por el amor de Dios, capitán, ese tipo es un jodido presidiario, un sucioasesino que ha pasado su vida entre rejas. ¿Qué...?

—No lo sé. Pero éste es el único lugar habitado en sesenta kilómetros a la redonda; esto esun terreno salvaje, teniente. Y su hombre se ha encaminado directamente hacia él. Creo quevale la pena mirar, ¿no? ¿O está usted decidido a trepar ahí arriba y batir el bosque en su busca...,solo? Porque hasta aquí es hasta donde llego yo.

Harmon alzó la vista hacia las alturas.

—Bueno...

Hubo un sonido cercano..., el inconfundible doble ¡clac-clac! de un rifle al ser armado.

— ¡Quédense quietos ahí! —ladró una dura voz desde la oscuridad.

Harmon dejó caer su pistola y alzó las manos allá donde estaba, de espaldas a la voz.Zwicky se volvió lentamente, sujetando la carabina por la culata, con el cañón hacia el suelo,la mano separada de su costado.

Un hombre uniformado avanzó, apuntándoles con su carabina. Llevaba galones desargento pintados en el casco de acero que ocultaba sus ojos.

— ¿Qué ocurre, sargento? —preguntó Zwicky.

— ¡Hey! —gritó otra voz—. ¡El tipo es un oficial, por el amor de Dios!

El sargento se detuvo, miró inseguro a Zwicky, luego a Harmon, que le miraba por encimadel hombro. Este último bajó lentamente las manos.

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— ¡Reclutas! —estalló—. ¡Por el amor de Dios, Zwicky, dígales...!

— ¡Vuelva a levantar las manos..., arriba! —restalló el suboficial—. Usted también,capitán.

—Quizá será mejor que me diga usted qué demonios cree que está haciendo —dijoZwicky, sin moverse.

— Quizá será mejor que suelte usted su arma, capitán, antes de que yo apriete este gatillo.Ya he perdido un hombre esta noche, y no estoy aquí de paseo.

Zwicky dejó caer su arma.

—De acuerdo; adelante, soldado.

—Mejor dígame usted qué están haciendo en la zona de mi pelotón, capitán. ¿Y quién esese tipo? — Señaló con la cabeza a Harmon.

—Es un agente de la policía. Estamos buscando al hombre que trajo ese semioruga hastaaquí arriba. —Zwicky señaló con la cabeza al gran vehículo a sus espaldas.

—Gus, echa un vistazo a sus identificaciones. No te pongas entre ellos y yo.

Un soldado avanzó, se colgó al hombro su carabina, sonrió tímidamente mientrasregistraba los bolsillos de Zwicky, sacó su cartera, la abrió, y mostró la tarjeta azul al sargento,que la estudió a la luz de la linterna sostenida por el otro hombre. El soldado tomó la placa deHarmon, se la mostró al otro.

—Muy bien, ya le hemos satisfecho, sargento —dijo Zwicky, mientras volvía a guardarsesu cartera—. Ahora, apunte esta artillería hacia cualquier otra dirección y dígame qué demoniosestá ocurriendo aquí.

El sargento bajó reluctante la carabina.

—Uno de mis hombres ha sido muerto ahí arriba. Obers, que valía como tres. Estoybuscando al hombre que lo hizo. —Miró hacia el semioruga—. Quizá...

— ¡Seguro que ha sido él! —estalló Harmon —. ¡El hombre es un asesino a sangre fría,un convicto fugado! —Miró a Zwicky—. Le hablé de ese tipo, capitán. ¡Ahora quizá meescuche!

—Vamos a echar un vistazo —dijo Zwicky. Recogió su carabina, limpió el barro con sumanga. Harmon cogió su pistola.

—Gus, ve tú primero —ordenó el sargento al soldado —. Capitán, usted y el civil acontinuación. Yo cerraré la marcha.

Le tomó al grupo de hombres un cuarto de hora abrirse camino ladera arriba hasta el lugardonde estaba el cuerpo de Obers. Harmon dejó escapar un silbido cuando vio el mutiladocadáver.

—Muy bien —dijo —. Ahora ya han visto con qué tipo de hombre nos enfrentamos.Guante de terciopelo, ¿eh? Y un infierno, capitán; y un infierno.

—Hay una especie de sendero que va hacia arriba —indicó uno de los hombres—, ¡Hey!—Señaló excitadamente hacia un lugar resguardado bajo un montón de follaje—. Pisadas...,¡un par de ellas!

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— Seguro, vi al hijoputa —dijo el sargento —. Le disparé, pero consiguió escapar. Cuandooí ruidos más abajo, pensé que a lo mejor había descendido.

Harmon gruñó.

—Está ahí arriba —murmuró —. Y yo digo: agarrémoslo.

El sargento miró a Harmon.

—Usted es un poli —dijo—. Si subo ahí arriba, dispararé primero y luego le preguntaré alhijoputa.

—No podré reprochárselo —dijo Harmon.

—Gus, encárgate de todo —dijo el sargento—. Estaré de vuelta cuando haya vaciado micargador en la barriga de alguien.

Con Zwicky delante, los tres hombres iniciaron el ascenso final.

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Anochece; los destellos de los cañones sitiadores parpadean incesantemente contra elcielo rojo oscuro a lo largo de los pliegues de las colinas bajo los muros de la ciudad. Ungrupo de cinco hombres sale por las puertas cabalgando caballos de batalla, flacos corcelesnegros cuyas costillas sobresalen como los pómulos de sus jinetes enfundados en sus cascos ypetos, uno de los cuales enarbola una lanza en cuya punta se agita un estandarte blanco.Cuatro de los hombres tienen oscura piel olivácea y negras barbas. Uno parece recién afeitado,con un pelo negro rojizo y un rostro lleno de cicatrices. Montado sobre su silla, es una cabezamás alto que cualquiera de sus compañeros, y cabalga delante de ellos.

Otro grupo de cinco hombres mantiene sus caballos inmóviles en la cima de la colina.Esos hombres están mejor alimentados; uno tiene pelo negro y ojos de gato. Uno, con el pelodel color del óxido nuevo, permanece más adelante de los otros, vestido con un lujoso perogastado atuendo de batalla, una espada a su costado, un escudo colgando del pomo de su silla.

El grupo que se acerca se detiene a quince metros de distancia. El líder habla brevementea sus hombres, baja de su montura, avanza. El hombre del pelo color óxido desmonta también,avanza a su encuentro. Son de la misma estatura, el uno más grueso y recio, el otro demovimientos más rápidos y ligeros.

—Sabía que eras tú —dice el hombre de recios huesos—. Vi tu maldita ave volar porencima del campo.

— Y sin embargo viniste...

—No tengo miedo: honro la bandera blanca.

El hombre del pelo color llama ríe suavemente.

—Muchos hombres leales mueren de hambre en la ciudad — dice el hombre máscorpulento—. Esta charada tiene que terminar.

—Entonces deja de atacar a mis mercaderes...

— ¡Haz que vendan sus artículos en casa! Esa gente no necesita mejor acero ni pólvora;ya matan lo suficiente con sus burdos medios propios.

—Lamento los usos a que se dedica el conocimiento, pero ése es el precio de unatecnología en desarrollo.

—El precio es demasiado alto; esos bárbaros no están preparados...

— Ya te he dicho mis condiciones, de la Torre..., como creo que te haces llamar estos días.

—Debo ceder debido a aquellos que confían en mí. Pero nos encontraremos de nuevo,hermano.

—No lo dudo, hermano.

Se dan la vuelta; cada cual se reúne con sus hombres. El lugarteniente de la Torre mirafijamente al hombre del pelo color fuego mientras éste monta en su caballo blanco.

—Mi señor, ¿por qué no lo matamos ahora? Un lanzazo rápido en la espalda...

Su amo sujeta fuertemente su brazo, lo obliga a alzarse sobre sus talones.

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—Él es mío, Castillo..., ¡mío y de nadie más!

Al otro lado de la colina, el hombre con ojos de gato cabalga cerca de su señor.

— Seguro que hubiera sido juicioso terminar con el traidor ahí mismo —dice—. Unasimple punzada de un dardo envenenado...

—No.

—Pero, señor..., es indudable que prepara alguna nueva traición...

— ¡Mientes, Pinquelle!

—A veces me pregunto, señor, si es realmente odio, o amor, lo que sientes por él.

El señor da un tirón a las riendas, se vuelve para enfrentarse a su lacayo.

— ¡Desaparece de mi compañía, Pinquelle! Estoy harto de tu crispado rostro y de tuscrueles ojos y de tu venenosa lengua.

—Como mi señor ordene. —El hombre hace girar su montura y se aleja, sin mirar atrás.

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DOCE

1

El capitán Aldous Drake, de las Fuerzas Especiales, destacado al cuartel general del TercerEjército, permanecía tendido de bruces sobre la empapada hierba a cincuenta metros del orificioennegrecido por el fuego que había sido la entrada principal de cristal y aluminio de la plantade energía. Una silla de mecanógrafa estaba volcada de lado entre los cascotes que bloqueabana medias la entrada. Un trozo de destrozada moqueta escarlata se enrollaba en el porche llenode restos y descendía por los escalones como la lengua de un animal muerto. Del ennegrecidointerior todavía brotaban volutas de humo.

—Pyler ha armado un buen jaleo en esta puerta de entrada — dijo el sargento de estadomayor Ike Weintraub, tendido en el suelo a pocos pasos a la izquierda de Drake.

—No importa. De todos modos, no tenemos intención de bailar ningún vals ahí dentro.Ike, ése es tu lugar, ahí a la izquierda, más allá de los arbustos. —Drake indicó la ranura de unventilador vertical que cortaba el liso frente de cemento—. Unos cuantos gramos de PMMdeberían abrir un agujero lo suficientemente grande como para poder deslizarse por él. Jess...—Se dirigió al robusto sargento de negro rostro a su derecha—. ¿Crees que podrás ir por eltecho..., por ahí, a la derecha, por encima de la terraza?

— Seguro, sin ningún problema.

—Cuando llegues ahí arriba, tómatelo con calma, busca el pozo del montacargas. Ya sabescómo forzarlo... —Drake consultó su reloj —. Yo actuaré cinco minutos y treinta segundos mástarde. —Aguardó mientras los otros dos hacían minuciosos ajustes a sus relojes—. Ike, te doycinco minutos para colocar tus cargas. Jess, ya tienes identificado tu lugar. Utiliza tu palanquetaeléctrica, pero nada de explosivos. Yo puedo romper un poco de cristal al entrar. Nos abriremosdentro, ya conocéis la distribución por los mapas, y cada uno se dirigirá a su propio blanco. Elprimer hombre en terminar que haga sonar su silbato de aviso, y luego todos saldremos comosi nos persiguiera el diablo. De acuerdo, vamos.

—Capitán, cuando entremos..., ¿será categoría tres o qué?

—Categoría uno, Ike. Cada cual por sí mismo. Nuestros informes pueden significar todala diferencia para el próximo equipo. Pero os apuesto a los dos una buena borrachera del mejorwhisky a que volveremos a reunimos aquí para darnos palmadas en la espalda. Vamos. — Drakese deslizó hacia delante, utilizando los codos y los dedos de los pies en un rápido y cómicoritmo que devoró la distancia con engañosa rapidez y un silencio total. Durante unos pocossegundos pudo ver a sus dos compatriotas como manchas oscuras contra la oscuridad; luegodesaparecieron.

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El edificio aguardaba ante él, alto, brillantemente iluminado, cruzado por franjasdiagonales de lluvia. A quince metros de la fachada, Drake encontró restos: cristales,fragmentos de ladrillo, un trozo de material acolchado, papeles. Cruzó una acera, otra franja dehierba, se detuvo unos instantes bajo una hilera de bajos enebros, y luego estuvo contra lafachada del edificio.

La ventana -dobles paneles fijos de recio cristal plástico estaba justo encima suyo, elalféizar al nivel de su rostro, la habitación tras ella oscura. Drake se puso en pie a la izquierdade la abertura, abrió una bolsa sujeta con un clip al cinturón de su pistola, tomó una pequeñamasa de un material verde oscuro parecido a pasta de modelar. Lo amasó rápidamente hastaconvertirlo en un largo y estrecho tubo, lo apretó contra el borde de la ventana partiendo desdela esquina y a lo largo del fondo y lado. Insertó una pequeña cápsula encajada en cristal en laesquina, unió a ésta un par de cables finos como cabellos, y se retiró a lo largo de la fachadadel edificio hasta unos tres metros de distancia. Se tendió en el suelo, boca abajo, y situó sureloj de pulsera delante de los ojos. Habían transcurrido tres minutos y medio; faltaban noventasegundos.

La lluvia golpeaba contra las espaldas de Drake. El frío barro bajo su pecho le empapabaa través de su chaqueta de combate, hallaba rendijas en su camiseta. Flexionó las manos paramantenerlas en forma. Nunca podías decir lo que ibas a encontrar cuando corrieras dentro.Yount había hablado como si todo aquello fuera un ejercicio, pero el otro pájaro —Pyler, sellamaba— parecía estar tremendamente impresionado. Lástima que no hubiera tenidooportunidad de hablar con los hombres que habían salido de la planta, pero Yount le habíacomunicado todo lo que podía serle de utilidad..., o al menos eso decía. No era que fuese grancosa. Pero, por lo que valía, el esquema parecía simple. Los corredores estaban electrificados,los interruptores, las manijas de las puertas, todo lo que uno normalmente tocaría. Así que eltruco consistía en hacer tus propios agujeros, atenerte a las vías de servicio, ir directamentehacia el lugar que los chicos técnicos te habían mostrado en los planos, y ¡zap!, trabajo hecho.Después de todo, ahí dentro no había más que un montón de maquinaria. Dale al interruptor, ytodo ha acabado; era tan sencillo como eso.

Diez segundos todavía. Drake esperaba que Ike estuviera preparado..., y que Jess hubierallegado a su lugar. Si realmente había algún genio loco ahí dentro, golpearle desde tres lugaresa la vez bastaría para mantenerle saltando sobre un pie. Cinco segundos. Sería una lástima queno estuviera cerca de la pared del edificio para que medio kilo o así de plexiglás pulverizado legolpeara la espalda.

Drake pulsó el botón detonador. Hubo un instantáneo estallido ensordecedor, y el polvopasó en tromba junto a su rostro. Se puso en pie, se deslizó a lo largo de la pared hasta la nuevaabertura desacristalada, metió la mano para buscar un asidero, saltó, apoyó por un breve instantelos pies en el alféizar y saltó al interior, sobre una moqueta cubierta de fragmentos de cristal.Rodó hasta la pared, se detuvo con los pies abiertos, los dedos tensos, el codo preparado, lapistola en su mano apuntando contra la pared. El polvo aún se estaba depositando. Un trozo decristal plástico cayó suavemente sobre la moqueta. Había un cadáver tendido boca abajo cercadel escritorio. Muy bien, pensó Drake. ¿Dónde está el impacto de Ike?

Notó el sordo estallido a través del suelo antes de que le alcanzara el sonido; dejó escaparel aliento y miró a su alrededor. La entrada al sistema de acceso que habían señalado losingenieros se hallaba en el techo de los lavabos que se abrían a la oficina. La puerta estaba ados metros, entreabierta. Drake se acercó a ella; mientras lo hacía, observó que una luz pálidaresplandecía contra la moqueta. ¿Un corredor de luz que brillaba bajo la puerta, incidiendosobre las fibras de la moqueta? No, demasiado brillante para eso. Más bien una fluorescencia...,y haciéndose más brillante por momentos, ondulando como el resplandor de unas ascuas. Unachispa saltó a través de la moqueta. Drake dio un paso atrás; al hacerlo, su codo tocó unarchivador. Al instante siguiente un fuego azul lo envolvió. Tuvo tiempo de inspirar

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profundamente —una inspiración de llamas que abrasó sus pulmones— y expeler el aire en unentrecortado jadeo de agonía. Luego su carbonizado cuerpo cayó rígido al suelo, dondepermaneció humeando, con su medio fundida pistola aún aferrada entre los ennegrecidos huesosde sus dedos.

A veinte metros de distancia, en la sala de equipo mecánico de la planta baja, Ike Weintraubhizo una pausa, con la cabeza inclinada, para envolver un vendaje provisional en torno al corteque se había hecho en el antebrazo a causa de un fragmento de la explosión. El sonido habíasido muy débil, pero había sonado como un grito..., un aullido, para ser exactos. Peroprobablemente sólo había sido el viento, silbando por alguno de los agujeros que habíanpracticado en las paredes. Se sintió algo azarado por haberse retrasado cinco segundos en suexplosión. Drake tenía razón al respecto, había que ser meticulosamente exactos. Un buen tipo,el viejo Drake. Si todos los mandos fueran como él, a un hombre no le importaría ir saludandoa diestro y siniestro. Lástima que el ejército no fuera lo que él había soñado que era: buenoshombres, bien entrenados, listos para enfrentarse juntos a cualquier cosa, uno para todos y todospara uno, o como fuera que decía la vieja frase. Algo vulgar quizá, pero pese a todo aún era lomejor del mundo, estar con gente a la que conocías y con la que podías contar. Curioso, allá encasa había creído en toda esa basura en la que había sido criado, se había convencido de lomucho mejor que él era con respecto a los goyim, había pensado que los negros estaban sóloun peldaño por encima de los gorilas. Había una cosa respecto al ejército; había descubierto quecuando las cosas se ponían difíciles, no era la religión o el color de la piel lo que contaba; eralo que uno tenía dentro. Como Drake. Drake era el mejor. Y el viejo Jess. Ellos no le habíanhecho a él mejor. Pero recorrería todo el camino hasta el infierno con ambos..., como ahora. Nole gustaba su trabajo, en absoluto. Esos civiles no eran unos estúpidos, y estaban asustados hastael culo. Y Pyler también. Era un hijoputa, pero nadie había dicho nunca que era amarillo. Peroera correcto estar allí, saber lo que tenía que hacer, cómo hacerlo, saber que Jess estaba en ellocon él, que Drake dirigía la orquesta. Era correcto. Y ya era tiempo de moverse.

Weintraub paseó el estrecho haz de su linterna en torno a la gran estancia, iluminando laescalera contra la pared detrás del gran conducto de plancha metálica, con la trampilla encima,allá donde habían dicho que estaría. Hasta ahora, todo bien. Lo único que tenía que hacer erasubir allá arriba y arrastrarse por aquel espacio y encaminarse hacia el blanco.

Pero dudó. Parecía demasiado fácil. Era lo que los tipos listos que habían trabajado en ellugar habían imaginado..., pero no había estado tan caliente cuando ellos estaban dentro. Pesea lo cual habían salido con las colas chamuscadas. De modo que quizá fuera una buena ideaechar un par de miradas al asunto antes de lanzarse.

Weintraub paseó la luz por las paredes, el techo y el suelo. Se puso en pie y avanzó a lolargo de la pared, sin tocarla. La parte de atrás de los pozos de aireación parecía igual que la dedelante. Había una escalerilla de madera apoyada contra la pared del fondo, en un estrechoespacio tras un gran condensador. Había una rejilla cuadrada encajada en la pared encima deella. No había nada allí que pareciera mejor que la otra ruta, pero de alguna forma a Weintrauble gustó más. Cogió la escalera, la apoyó contra la pared, trepó hasta situarse frente a la rejillade plástico. Había dos palomillas de plástico sujetándola. Las soltó, apartó la rejilla a un lado ycontempló el polvoriento conducto. Utilizando los codos, se izó arriba y dentro. La luz le mostróun espacio amplio y bajo, atestado de conducciones, cables, tuberías. No le gustó el aspecto detodo aquello, pero no había mucho que pudiera hacer al respecto. Sabía qué camino tomar. Echóa andar, eligiendo cuidadosamente la ruta, por debajo y a través de las obstrucciones.

Diez minutos más tarde, siguiendo su imagen mental de los diagramas que había estudiadodurante cinco minutos enteros antes de iniciar la operación, llegaba al lugar que Drake habíaelegido para él..., esperaba. Si estaba en el blanco, tenía que haber allí una tubería negra tangruesa como su pierna. Según los civiles, se trataba de algún tipo de conducto lubricante.Cuando lo hiciera estallar, cortaría la provisión de silicona a alta presión a la zona de los

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generadores, y en unos tres minutos éstos se sobrecalentarían y pondrían en acción un conjuntode frenos automáticos de emergencia. Al menos, ésa era la teoría. Había mucho ruido allí. Esoera buena señal. Se suponía que la sala de colectores estaba inmediatamente debajo de él. Y ahíestaba la tubería. Arrojó su luz a lo largo de la superficie negro mate. La unión allá donde sedoblaba en ángulo recto hacia abajo parecía el mejor lugar donde golpear. Weintraub colocó laluz de modo que iluminara el ángulo y extrajo la carga moldeable del bolsillo de su caderaderecha. De otro bolsillo tomó el detonador, una pequeña cápsula de algo más de un centímetrode largo. Lo manejó todo con exagerado cuidado. La gran carga abriría un agujero a través deuna pared de cemento, pero era muy manejable. La cápsula, por el contrario, era tan delicadacomo un huevo agrietado: un pequeño desliz, y ¡blam!

Dejó de pensar en ello. Tenía que mantener su mente fija en lo que estaba haciendo, éseera el secreto. Un tipo que se asustaba y echaba a correr era simplemente un tipo que pensabademasiado en las cosas que podían ir mal. O terminaba el trabajo y salía de allí vivo, o no. Sino lo hacía, nunca sabría lo que le había golpeado. Así que, ¿por qué preocuparse? Sonriendoligeramente, Ike Weintraub cambió de posición para alcanzar las herramientas en miniatura quellevaba sujetas a su cinturón. Su cabeza golpeó una tubería al agacharse debajo de ella parapasar. No fue un golpe duro, no lo suficiente para alterarle. Pero sí fue suficiente para que lacápsula del detonador escapara de entre sus dedos. Cayó treinta y cinco centímetros hasta elsuelo de cemento, y estalló con fuerza suficiente como para destrozar la mandíbula inferior deWeintraub y empujar una apreciable sección del astillado hueso contra su vena yugular.

Transcurrieron veintiún segundos antes de que su corazón, tras bombear toda la provisiónde sangre de su cuerpo a través de la inmensa herida, sorbiera convulsivamente aire, entrara enfibrilación y se detuviera.

En el angosto espacio encima de la sala de conmutadores, el recio Jess Dooley oyó la secavibración. Frunció el ceño, esperando oír el silbato que indicaría que Drake o Ike habíanconseguido su objetivo. Pero no le llegó nada.

Imaginó lo ocurrido. La detonación no había sido lo bastante fuerte como para ser laexplosión de una carga. Lo cual suscitaba la cuestión de qué había sido. Pero ésa era unacuestión que tendría que esperar. Se trataba de una operación de categoría uno, había dichoDrake. Eso significaba hacer primero el trabajo y preguntar luego, en la mesa del rincón del bardonde los tres se emborracharían concienzudamente. Vaya mundo curioso. No podían ir juntosal Club NCI; a Drake no se le permitía la entrada. Lo mismo ocurría con el Club de Oficiales;no se aceptaban a los EM. Lo mismo cabía decir para la mayoría de los lugares fuera de la base:una piel negra no despertaba sonrisas precisamente en los lugares de la Calle Principal, y unnegro tenía que pelearse con medio mundo en el barrio moreno si quería llevar a un par deRosados ahí. Sí, era un mundo curioso. Era mejor aquí, con la muerte chasqueando en el aire atodo su alrededor, haciendo las cosas que se sabían hacer, con los hombres con los que se sabíaque se podía contar para que le apoyaran a uno, no importaba lo que ocurriera. Jess se secó elsudor de su frente con un grueso dedo y, utilizando el delgado haz de luz de su linterna, empezóa estudiar el laberinto de conducciones que brotaban del gran panel en la pared, buscando lasdos que llevaban los cables a los termostatos que controlaban el aporte de combustible a losgeneradores nucleares enterrados a treinta metros debajo de la estación.

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2

Falconer descendió del borde cubierto de peñascos al hoyo, con los ojos fijos en el abiertoe iluminado umbral y en la esbelta forma que flotaba en la oscuridad de encima.

—Te busqué, Xix —dijo, en la antigua lengua que volvía rápidamente a él—. Pensé quete habías marchado hace mucho tiempo, sin mí.

—Nunca te he abandonado, mi comandante —dijo la voz por encima del tamborileo de lalluvia—. Mientras el Otro conociera mi localización, nunca estaría segura de él en mi debilitadacondición. Era necesario que me ocultara. Pero, hace nueve horas, los nativos erigieron un toscocampo de energía del que fui capaz de extraer la necesaria para mis funciones mínimas.Inmediatamente te envié mi llamada, mi comandante. Ahora tenemos que actuar rápido.

Falconer rio suavemente.

— ¿Después de todo este tiempo, Xix? ¿A qué viene tu prisa?

—Comandante, el campo de energía es débil, no encaja con mis receptores. Sólo puedoextraer un hilo de energía de él, insuficiente para cargar mi bobina de energía estática. Si tengoque elevarme de este planeta, necesitaré más energía..., mucha más.

— ¿Cuánto tiempo te tomará extraer la energía suficiente del campo emisor?

—Más de un siglo. No podemos esperar. Debemos cargar la bobina directamente de lafuente, no atenuada por la distancia.

— ¿Cómo?

—Con tu ayuda, mi comandante. Debes retirar la bobina de elevación, llevarla a la estacióntransmisora y conectarla directamente al haz.

— Se me ocurre que estamos muy cerca del transmisor. Debe tratarse de la instalación quevi en mi camino hasta aquí. Es más bien una coincidencia, ¿eh, Xix?

—Por supuesto, comandante. Pero la bobina debe ser cargada, y no queda mucho tiempo.Ya me he visto obligada a... Pero no importa. Debes extraer la bobina y bajar inmediatamenteal transmisor.

—Oí disparos ahí abajo. ¿Qué es lo que ocurre, Xix?

—Se intentó cerrar la transmisión. Por supuesto, yo no podía permitirlo.

— ¿Cómo puedes detenerla?

—Mi comandante, no debemos retrasarnos ahora discutiendo asuntos periféricos. Tengola sensación de estar amenazada; la hora de la acción ha llegado.

Falconer cruzó el terreno sembrado de rocas, consciente de los truenos y del resonar de latormenta más allá de la zona protegida sellada por el campo defensivo de la nave. Cruzó laportilla de entrada, recorrió el pasadizo completamente desprovisto de polvo delimitado porliso material sintético, adornado con incrustaciones de imperecedero metal. En elcompartimiento de control, suaves luces brillaron por entre las bancadas de diales y palancas,tan familiares en su tiempo, tan olvidadas.

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—Xix..., ¿qué hay de Gralgrathor? Si todavía está vivo...

—El traidor está muerto.

—Hace tantos años —murmuró—. Ya no siento ningún odio hacia él. —Se echó a reír, nouna risa alegre—. Ya no siento mucho acerca de nada.

—Pronto cambiará eso, mi comandante. El largo crepúsculo termina. Ysar nos aguarda.

— Sí —dijo Falconer—, Ahora será mejor que me apresure. Ha pasado mucho tiempodesde que empleé una herramienta con una máquina de Ysar.

3

John Zabisky, herido en la parte baja de su costado derecho por una bala forrada de acerocalibre treinta que le había roto una costilla, perforado un pulmón, atravesado el hígado, yalojado en la curva interior del íleon, permanecía tendido de bruces bajo un pino enano dedensas agujas. Inmediatamente después de ser alcanzado por el disparo, había recorrido quincemetros de abrupto camino en su huida inicial del peligro antes de que el shock lo dominara y lehiciera caer de bruces. Luego, durante un tiempo —no tenía idea de cuánto —, habíapermanecido tendido, desorientado, sintiendo el ardiente y cada vez más amplio dolor de sucostado convertirse en una pulsante agonía que se hinchaba en su interior como un animalfurioso que se alimentara de sus entrañas. Luego, el semieufórico estado había dejado paso auna consciencia total. Zabisky exploró con sus dedos, halló la entrada de la herida. Sangraba,pero no excesivamente. El dolor parecía estar en alguna otra parte, muy adentro. Sufría unahemorragia interna. Sabía lo que eso significaba. Tenía una hora, quizá dos. Una piojosa formade morir. Permaneció tendido, con su mejilla contra el barro, y pensó en ello.

¿Por qué demonios había seguido a aquel tipo, Falconer, después de que éste lo despidiera?Había recibido su dinero, dos de a cien. ¿Curiosidad? No exactamente; era algo más quesimplemente meter la nariz en ello. Era como si el tipo le necesitara..., como si estuviera metidoen algo excesivamente duro para él, e intentara hacerlo solo, demasiado para un hombre. Y éldeseara ayudar al tipo, seguir a su lado. Era como si hubiera algo en juego, algo que no podíaexpresar con palabras; pero que si lo dejaba correr, si se marchaba, si se lavaba las manos, jamássería capaz de volver a mirarse a la cara como el hombre que creía que era. Era más o menoscomo en los viejos días, cuando el primer Juan Sobieski había subido a su caballo y habíaconducido a sus hombres a la batalla. Era algo que tenías que hacer, o admitir que no eras nada.

Sí. Y luego la luz le había golpeado en pleno rostro, y un tipo había gritado, y luego la balale había golpeado en el costado, y había oído el arma disparar de nuevo a sus espaldas, y luegose descubrió aquí tendido, ¿y de qué le valían dos de a cien ahora?

Y, ¿dónde infiernos estaba? A media cuesta de alguna piojosa colina, en los bosques, enmedio de la noche, bajo una tormenta como no había visto dos en toda su vida.

De la que ya no le quedaba mucho. Quizás otra hora. O tal vez no tanto.

Falconer le ayudaría, si lo supiera.

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Falconer estaba más arriba, en alguna parte.

Tenía que seguir avanzando.

Dolorosamente, gruñendo, luchando contra las náuseas y la debilidad, Zabisky avanzótrabajosamente. Quizá habría cubierto un centenar de metros cuando vio el resplandor alláarriba. Ese tenía que ser Falconer. Probablemente tenía una cabaña en la cima, con una cálidahabitación, un fuego, una cama. Mejor morir en la cama que aquí. Mejor morir intentándoloque pararse allí y dejar que el dolor lo invadiera hasta cubrirlo por completo y lo hundiera en lanada y se convirtiera como todos los demás animales extintos que uno podía ver en los libros.Claro que no podías hacer mucho, respecto a nada. Pero él aún no había llegado a eso. Enabsoluto. Todavía era capaz de caminar unos cuantos metros más. Dar un paso detrás de otro,ése era el truco. Uno detrás de otro..., mientras aún quedara tiempo.

Había recorrido otra media docena de metros cuando oyó el sonido arriba: el débilchasquear de un guijarro al soltarse.

— Falconer —llamó, alzando la vista. Hubo un movimiento allí, entre las sombras. Unaforma larga, esbelta, de anchos hombros, apareció a su vista y se detuvo mirándole con unosojos amarillos que parecían brillar como diminutos fuegos contra la oscuridad.

4

Doscientos metros al este y treinta metros más abajo, Grayle se abría camino a lo largo dela cara de una fisura en la roca azotada por los elementos. Tres veces había intentado alcanzarel resalte de arriba; tres veces había vuelto a caer. La distancia era demasiado grande, los pocospuntos donde sujetarse demasiado resbaladizos, las costillas rotas un impedimento excesivo.Ahora descendió al talud de más abajo, giró en ángulo hacia el sur, eludió la barrera. Lainclinación era menos grande aquí; algunos árboles medio atrofiados habían hallado asidero;maleza y raíces al descubierto ofrecían agarradero para sus manos. Avanzo más rápidamente,moviéndose lateralmente entre troncos más grandes. Encontró un sendero apenas marcado, giróhacia la derecha, siguiéndolo, reanudó su ascensión. Había cubierto sólo unos cuantos metroscuando vio el cuerpo tendido en la base del pino.

Durante largos segundos permaneció contemplando la desgarrada garganta del hombremuerto. Entonces emitió un profundo sonido animal desde lo más hondo de su garganta, sesacudió como un hombre despertando de una pesadilla, y siguió su camino hacia arriba.

Había cubierto un centenar de metros cuando oyó sonidos delante: el raspar de pies contrala piedra, el jadear de una respiración dificultosa. Más de un hombre, avanzando torpementehacia arriba.

Abandonó el camino y se apresuró para adelantarles.

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5

Tendido de espaldas en la absoluta oscuridad, el sargento Jess Dooley notó cómo la sierraeléctrica en miniatura cortaba el segundo de los dos conductos. Había sido una operacióndelicada, cortar de lado a lado cada uno de los tubos de acero inoxidable de un centímetro sintocar los cables que había dentro, pero los ingenieros habían dejado muy claro lo que ocurriríasi un hombre los seccionaba accidentalmente.

Ahora el truco consistía en cortocircuitarlos a propósito y salirse de ello de una pieza.Dooley se secó el sudor de su frente y pensó en los planos que había estudiado sobre el papel.La memoria era importante para un hombre dedicado a su trabajo. Tenías que poseer una aptitudmnemónica natural, y luego sobrevivir a un duro entrenamiento, para cualificarte comomiembro de un Equipo Especial. Después de todos los problemas de alcanzar el lugar dondedebías actuar, había montones de veces en las que completar tu trabajo dependía de recordarperfectamente un complicado diagrama.

Como ahora. No bastaría con cortar un cable; había seis sistemas de respaldo que entraríanen acción en este caso..., aunque él no resultara frito en el proceso. Tenía que conseguir que lacosa diera una falsa lectura..., y no demasiado falsa. Tan sólo lo suficiente como para mostraruna condición de no demanda, y en consecuencia hacer que los interruptores automáticosentraran en acción. Esos sistemas automatizados eran terriblemente listos; podían enfrentarse acasi cualquier situación que se presentara. Pero no podías engañarlos. No esperaban recibir unaseñal falsa de sus propias entrañas.

Y, si podía colocar el pequeño artilugio que le habían dado los chicos técnicos,exactamente en el lugar preciso, exactamente de la forma precisa, entre sensores; y, si eraposible, en el mismo instante, como un impulso legítimo de los termostatos...

Bien, entonces quizá pudiera salirse de ello.

Extrajo el dispositivo —del tamaño de una píldora contra las lombrices para un perro detamaño medio—, retiró los tubos protectores de los contactos. Cambió de posición,aposentándose de la mejor manera posible a fin de poder efectuar la maniobra en un únicomovimiento coordinado. A los dispositivos protectores no les gustaría si trasteaba con elenganche, estableciendo y rompiendo el contacto media docena de veces en medio segundoantes de conseguir la posición adecuada.

Estaba preparado. El sudor resbalaba sobre sus ojos. Se lo secó ineficientemente con elhombro. Hacía calor allí dentro, parecía como si le faltara el aire. Un hombre podía sofocarseantes de conseguir terminar su trabajo. Así que, ¿a qué estaba esperando? A nada. Estaba listo.La próxima vez que el relé hiciera clic —el ciclo era aproximadamente de una vez cada cincominutos —, haría su movimiento.

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6

El capitán Zwicky, a unos pocos pasos por delante del sargento Pitcher y del tenienteHarmon, se izó a un saliente de granito y empezó a ponerse en pie.

—Ya ha ido bastante lejos, capitán —dijo una voz desde arriba—, Este no es lugar parausted esta noche. Vuelva atrás.

Zwicky se inmovilizó, con ambas manos y una rodilla sobre la piedra y una expresión deabsoluta sorpresa en su rostro vuelto hacia arriba. Tras él, Pitcher, al oír la repentina voz, sedetuvo, luego se inclinó hacia delante. Pudo ver por encima del hombro del capitán la oscuramaleza, el goteante follaje..., y las piernas y el torso de un hombre. Un hombre robusto, vestidocon ropas oscuras.

En un solo movimiento, alzó la carabina, apuntó y disparó. Zwicky se arrojó de bruceshacia un lado ante la explosión junto a su oído derecho. Pitcher, despejado su camino, saltóhacia arriba, vio la alta y oscura figura aún de pie en la misma posición; alzó rápidamente denuevo la carabina..., y sintió una vibrante sacudida en sus manos cuando el arma voló de supresa. Se lanzó hacia el lugar donde había resbalado la carabina, sintió unas duras manosatraparlo, alzarlo, girarlo. Zwicky estaba de nuevo en pie, alzando ahora su carabina; pero teníaproblemas para apuntar. Pitcher se sintió lanzado por los aires, soltado. Se estrelló resbalandosobre seis metros de maleza antes de chocar brutalmente contra un árbol. Mientras luchaba porvolver a ponerse en pie, el teniente Harmon sujetó su brazo, lo ayudó a levantarse.

— ¿Qué ha ocurrido ahí arriba? Ese disparo...

—Olvídelo —gruñó Pitcher. Apartó de un golpe la mano de Harmon, cogió la pistola delotro—. Déme eso...

—Está usted loco...

La llegada del capitán Zwicky, resbalando y dando tumbos por el sendero, cortó suprotesta. Pitcher retrocedió unos pasos, sujetando la pistola, mientras Zwicky se detenía,tendido de espaldas, entre los dos hombres.

— ¡Quédese quieto, sargento! —gritó, mientras Pitcher pasaba por su lado.

—Voy a cargarme a ese hijoputa que mató a Obers —gruñó Pitcher.

— ¡Es una orden! —Pitcher se detuvo mientras Zwicky se arrastraba y se ponía en pie.Sangraba por la nariz y había perdido su gorra. Se secó el rostro con el dorso de su mano,mezclando sangre y agua de lluvia—. Perder más hombres no nos ayudará —dijo—. No sécontra lo que nos enfrentamos, pero es más de lo que parece. Antes de intentarlo de nuevo,debemos...

En aquel momento, un sonido se elevó por encima de los ruidos de la tormenta: un gritoestridente, ululante, que descendió toda la escala y murió en un gruñido de terror.

Sin una palabra, Harmon se dio la vuelta y echó a correr sendero abajo. Pitcher retrocediódos pasos, se vio detenido por una rama seca que se clavó entre sus omoplatos. Dejó caer sucarabina, se lanzó de cabeza ladera abajo. Zwicky vaciló unos instantes, empezó a gritar unaorden, luego se volvió y se dirigió también sendero abajo, sin correr, pero sin perder ningúntiempo.

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7

— ¿Qué demonios fue eso, por los Nueve Infiernos? —Falconer se levantó del panelabierto tras el que estaba montada la compacta masa de la bobina vacía de toda energía.

—No te alarmes —dijo la fría voz de la nave—. Es simplemente un dispositivo de aviso.Lo arreglé a fin de mantener a distancia a la vida nativa en todas sus formas.

— Sonó como un krill en plena caza. Por el rey de todos los demonios, había olvidado esesonido.

— Sirve muy efectivamente a su propósito...

— ¿Por qué se ha disparado precisamente ahora?

—Hay un nativo merodeando cerca.

—Un extraño momento y un extraño lugar para merodear.

—No tengas miedo; ahora que mi campo está restablecido, estoy a salvo de suinsignificante intrusión.

—Puede que yo los haya traído hasta aquí —dijo Falconer—. Es una lástima. Puede quehaya problemas cuando baje de nuevo.

—Hay armas en mi armería, comandante...

—No siento deseos de matar a nadie, Xix —dijo Falconer—. También son gente; éste essu mundo.

—Comandante, estás tan por encima de esos nativos como... Pero te estoy distrayendo detu tarea. Su presencia en las cercanías indica que debemos apresurarnos.

En silencio, Falconer siguió desarmando la unidad de elevación.

8

Por un momento después de que sonara el grito del krill en plena caza, Grayle se inmovilizómirando hacia la oscuridad de arriba, más allá del borde donde resplandecía una débil luz porentre la sesgada cortina de lluvia. No hubo más sonidos. Reanudó su ascensión, cruzó unaextensión de roca desnuda, se abrió paso por entre un amontonamiento de granito, y se hallócontemplando al otro lado de una plataforma llena de guijarros el levemente resplandecientecasco de metal-Ul de un bote de la flota de la marina ysariana alzado por entre las losas de roca.

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9

Jess Dooley oyó el suave clic del relé al abrirse. Tenía exactamente 0,4 segundos paraactuar. Con un suave movimiento, hizo que los dos hilos del dispositivo de la señal falsa tocaranlos expuestos conductores. Una chispa saltó al extremo expuesto del cortado conducto, del quegoteaba un volátil fluido refrigerante y antiestático. El destello de fuego chamuscó el pelo dellado izquierdo del cuero cabelludo de Dooley, abrasó la punta de su oreja, quemóprofundamente la piel expuesta de su cuello. En un reflejo instantáneo, el hombre aferró unapequeña lata a presión de su cinturón, dirigió el chorro de espuma contra sí mismo, contra elcharco de fluido sobre el que pálidas llamas azules lamían como coñac flambeado sobre unpastel de frutas por encima de los conductos y cables a su alrededor. Se echó hacia atrás, torpeen el bajo techo, conteniendo el aliento para no respirar la mezcla de llamas, espuma y gasesnocivos.

Las llamas parpadearon y murieron. Entonces golpeó el dolor. Dooley dejó caer la lata,tanteó en busca de otra, se administró una generosa dosis de paralizante nervioso. El ladoquemado de su rostro se convirtió en algo parecido a la madera. Demasiado tarde, volvió lacabeza. Una gota de anestésico condensado goteó a la comisura de su ojo derecho. Hubo unmomentáneo picor; luego el atontamiento, la oscuridad.

Maldiciendo para sí mismo, Dooley encontró su linterna, la encendió. Nada. La luz eracálida contra su mano. Funcionaba. Pero no podía verla. Con el adormecedor nervioso en losojos, estaba tan ciego como un murciélago.

Buen trabajo, Dooley. En el mejor sitio y en el mejor momento. ¿Había conseguido apagarel fuego? Esperaba que sí. ¿Estaba la pequeña combinación mágica de abrelatas yeludedesastres en su lugar y funcionando? Esperaba también que sí. Mientras tanto, ¿qué podíahacer un hombre para salir a escape de allí?

A solas en la oscuridad, Dooley empezó a tantear, centímetro a centímetro, su camino devuelta por la misma ruta por la que había venido.

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AI resplandor de la fogata, los rostros de los hombres parecen enrojecidos, contradiciendolas privaciones de la larga campaña. Permanecen sentados en silencio, escuchando el cantode las cigarras, los suaves sonidos del río, contemplando al otro lado las dispersas luces deVicksburg.

Se acerca un ordenanza, un muchacho que aún no ha alcanzado los veinte años, delgadoy torpe en su polvoriento uniforme azul. Se detiene delante de un oficial con el pelo que le llegahasta sus anchos hombros, en su tiempo rojo, ahora estriado de gris.

—General Logan, saludos del mayor Tate; hace media hora han atrapado a un coronelrebelde explorando este lado del río, y quiere saber si el general desea hablar con él.

El recio hombre se levanta.

—De acuerdo, muchacho. —Sigue al ordenanza a lo largo del sinuoso sendero por entrelas tiendas recién plantadas donde hombres con arrugados uniformes azules permanecensentados inquietos, oprimidos por el húmedo calor y los enjambres de insectos. En un toscorecinto construido con tablones arrancados de las paredes de una granja cercana, un cansadocentinela se yergue al verles acercarse, presenta armas. Un capitán sale de una tienda, saluda,habla a un sargento armado. Un destacamento de cuatro hombres avanza tras ellos. Abren lapuerta.

— ¿Una escolta de cinco hombres? —dice suavemente el general Logan cuando entran enel recinto—. Debe de ser un guerrero realmente temible.

El capitán tiene un rostro redondo y rojizo, un largo y desordenado bigote. Se seca elsudor de la frente, asiente.

—Es un caso difícil. Powell jura que rompió una cuerda de un centímetro de grueso quele echaron para inmovilizarlo. Supongo que si no le hubieran tomado por sorpresa cuando loencontraron ni siquiera hubieran podido echarle la cuerda. Así que no quiero correr riesgoscon él.

Se detienen delante de una fragua de herrero, donde un hombre con la cabeza descubiertapermanece de pie, retenido por una nueva cuerda de cáñamo. Es alto, robusto, con un rostrocuadrado lleno de cicatrices y un pelo negro rojizo. Sus muñecas están unidas por unas esposasde hierro; una bola de cañón está en el suelo a su lado, en posición para ser sujeta a su tobilloizquierdo. Hay sangre en su rostro y en su chaqueta gris.

El general Logan mira fijamente al hombre.

— Tú —exclama, en un tono de profundo asombro. El prisionero parpadea entre la sangreseca que ha resbalado sobre sus ojos. Bruscamente, hace un movimiento como de encogersede hombros, y los soldados que lo sujetan son arrojados hacia atrás. Se tensa, y con un secochasquido la cuerda de cáñamo que lo retiene se rompe. Se adelanta, coge con sus manosesposadas el martillo de herrero, avanza de un salto y, antes de que nadie pueda hacer nada,deja caer la pesada almádena con fuerza demoledora sobre el cráneo del general de la Unión.

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TRECE

1

Cargado con la pesada bobina, Falconer se detuvo un instante en la entrada, mirando a sualrededor al círculo de polvo seco y piedras sueltas débilmente iluminadas por las luces de laportilla de la nave, que terminaban en una brusca transición en el borde de las rotas rocasbarridas por la lluvia y, más allá, las copas de los negros árboles que se alzaban más abajo.

—Buena suerte, comandante —dijo Xix cuando él inició la marcha. Lastrado con su pesadacarga, echó a andar hacia el punto a partir del cual el sendero conducía hacia abajo. Habíadescendido menos de treinta metros cuando vio al hombre tendido boca abajo en el sendero,envuelto en un abultado chaquetón de brillantes colores. Falconer dejó la bobina en el suelo, searrodilló al lado del hombre. Había sangre en el costado del pesado chaquetón. Volvió alhombre boca arriba, vio las abiertas heridas a un lado del grueso y musculoso cuello, ladestrozada pechera del empapado chaquetón.

—John Zabisky —murmuró—. ¿Por qué me siguió?

Los ojos de Zabisky se agitaron levemente, se alzaron: sus pequeños y oscuros ojosopalinos miraron a Falconer. Sus labios se movieron.

—Yo... lo intenté —dijo con voz clara; luego la luz murió en sus ojos, los convirtió enpiedras opacas.

Falconer se levantó, se quedó allí de pie contemplando la lluvia golpear sobre el rostro delhombre muerto. Alzó la vista al oír un débil sonido, y una dura luz blanca llenó sus ojos.

—Hubiera debido saber que no morirías —dijo una voz profunda y ronca en la oscuridad.

2

—Así que estás vivo, Gralgrathor —dijo Falconer.

Grayle avanzó unos pasos, contempló el cuerpo en el suelo a los pies de Falconer.

—Así que has estado atareado esta noche, Lokrien.

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—Y todavía me quedan más cosas por hacer. No tengo tiempo que perder, Thor. Sigue tucamino y yo seguiré el mío..., ¿o todavía tienes intención de matarme?

—No vine aquí para matarte, Lokrien. Mi asunto es con eso. —Inclinó la cabeza hacia eldébil brillo más arriba.

— ¿Esperas que Xix te lleve fuera de este mundo?

—Al contrario; Xix no va a ir a ninguna parte.

—Creo que sí. Échate a un lado, Thor.

—No he venido a matarte, Loki —repitió Grayle—, Pero lo haré si intentas interferir. —Señaló sendero abajo—. Estarás seguro ahí...

—Bajaremos juntos.

—Tú vas a bajar. Yo pienso subir —dijo Grayle.

Falconer negó con la cabeza.

—No —dijo.

Grayle lo examinó de pies a cabeza, su cuadrado rostro oscuro en la oscuridad.

—Cuando el campo se conectó de nuevo y sentí su pulsar, supe que vendrías, si aún vivías.Esperaba llegar aquí antes que tú. Es extraño, pero a lo largo de los años en mi mente ha idocreciendo el pensamiento de que, de algún modo, no sé cómo, se ha cometido aquí un fantásticoerror. Luego vi al hombre muerto ahí abajo. Entonces supe que te encontraría aquí.

—Hallo esta observación un tanto oscura, Thor.

— ¿Has olvidado que he visto heridas así antes?

— ¿De veras? ¿Dónde, si puedo preguntar?

— ¿Te atreves a preguntarme eso...?

Se oyó un suave sonido de pasos acercándose. De las sombras junto al sendero emergióuna forma sinuosa que avanzaba sobre almohadilladas patas. Se parecía, más que a ningunaotra criatura terrestre, a una gigantesca pantera negra: tan grande como un tigre de Bengala,pero de patas más largas, más delgada, con un pecho más profundo, un cráneo redondo y unosojos amarillos brillantes y alertas. Avanzó hacia Grayle, alzó una pata de afiladas garras tangrande como un plato...

— ¡Alto! —gritó Falconer, y saltó entre el hombre y la bestia. El krill se detuvo, agitó sucola, se sentó sobre sus cuartos traseros.

—No te alarmes, Lokrien —dijo la bestia, con la suave y cuidadosamente modulada vozde Xix—. Estoy aquí para ayudarte.

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3

— ¿Qué eres? —dijo Falconer—, ¿De dónde vienes?

—Mi apariencia debe sorprenderte, comandante —dijo la cosa felina—. Pero soy unaconstrucción, nada más.

—Una construcción ysariana. ¿Cómo?

—Xix me creó. Soy sus ojos y sus oídos a distancia. Puedes dirigirte a ella a través de mí.—El krill se levantó, dio un paso hacia Grayle.

—Déjalo tranquilo —indicó Falconer.

El krill miró a Falconer.

—Mi comandante, el traidor debe morir.

—Necesito su ayuda para forzar mi entrada en la planta.

—Tonterías...

— ¡Es una orden, Xix! —Falconer se enfrentó a Grayle —. Deja caer el cinturón con lasgranadas. Recoge la bobina. —Señaló hacia ésta en el suelo, donde la había dejado.

—Esta cosa te pertenece, ¿eh, Loki? —Grayle miró al krill—. Me preguntaba por quéelegiste ese método en particular..., pero, ahora que he visto tu arma, comprendo.

—Comandante..., ¡déjame matar al traidor! —siseó el krill.

Falconer miró fijamente a los amarillos ojos.

— ¿Eres la única construcción de Xix?

—Hubo otras, comandante.

—No con la forma de animales...

—Cierto.

—Un hombre llamado Pinquelle..., y Riuies..., y un soldado llamado Sleet...

—He tenido muchos nombres, comandante.

— ¿Por qué? ¿Por qué no te anunciaste?

—Me pareció más juiciosa ser discreta. En cuanto a mi finalidad..., bueno, se trataba deayudarte en la asimilación de la tecnología que necesitábamos para hacer lo que debíamoshacer.

—Entonces, el emplazamiento de la planta de energía no es una coincidencia.

—Yo intervine en la elección del lugar, sí.

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—Estás llena de sorpresas, ¿no es así, Xix? Me pregunto con qué me saldrás acontinuación.

—Me atengo a mi finalidad, comandante, nada más.

Falconer se volvió bruscamente a Grayle.

—Vamos a bajar esta montaña, Thor. Vamos a recargar la bobina de energía yregresaremos aquí. Entonces Xix podrá partir hacia Ysar. Ayúdame, y te llevaré conmigo;niégate, y Xix se encargará de ti.

Grayle gruñó y dio un paso hacia él. El krill tensó sus largas patas, la cabeza atizada, losbrillantes ojos clavados en la garganta de Grayle. Falconer miró al rostro de Grayle.

— ¿Por qué, Thor? —dijo suavemente—, ¿Por qué estás tan obcecado en destruimos atodos?

—Juré matarte, Loki. Y tengo intención de cumplir esa promesa.

El krill aulló y se agitó hacia Grayle. Falconer lo contuvo con una palabra.

—Puedes suicidarte si quieres —dijo —. Pero, si sigues con vida y cooperas, puede quetengas una mejor oportunidad.

Grayle dudó por un momento. Luego retrocedió un paso, recogió la bobina, se la echó alhombro sujeta por sus correas.

—Sí —dijo—. Quizá la tenga.

4

El coronel Ajax Pyler estaba de pie junto a su vehículo de estado mayor, observando elpunto donde se había iniciado el fuego.

— ¿Y bien, Cal? ¿Qué demonios está pasando ahí?

El ayudante hablaba con urgencia a través de un teléfono de campaña:

—Tráigalo aquí a la carretera. Hablaré personalmente con él. —Cortó la comunicación—. Era el hombre de la compañía A B, coronel; algo lo asustó. Jura que vio a dos hombres cruzarlos terrenos de la planta y entrar en el edificio. Y el edificio les dejó entrar.

— ¿Y?

—Es una historia alocada..., ahí vienen.

Un jeep se acercaba desde la verja del perímetro. Se detuvo al lado del coche de estadomayor; un sargento y un soldado bajaron de él, se pusieron firmes. El sargento saludó.

—Señor, éste es el soldado...

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—Eso puedo verlo. Adelante con ello. ¿Qué es exactamente lo que vio, soldado?

—Coronel, vi a esos dos tipos; salieron de entre los bosques arriba de donde yo estaba; loprimero que supe luego fue que mi arma escapó de entre mis manos...

— ¿Estaba usted dormido?

—No, coronel, hacía demasiado frío, y esos tipos aparecieron en silencio, y con el vientoy todo lo demás, y yo estaba mirando hacia la planta, jamás imaginé que nadie...

—Así que saltaron sobre usted y le arrebataron el arma. ¿Y luego qué?

—Bueno... Supongo que grité, y uno de ellos me dijo que me estuviera quieto. Habló muyconsideradamente. Era un tipo robusto. Los dos. Y...

— ¿Qué ocurrió, hombre? ¿Hacia dónde se fueron?

— Bueno, como le dije aquí al sargento, cruzaron directamente la verja...

— ¿Con qué la cortaron?

—Demonios, coronel, no cortaron nada. Desgarraron la verja con sus manos desnudas.Uno de ellos lo hizo. El otro tipo iba cargado...

— Sargento, ¿por qué no sonaron las alarmas? ¡Ordené triple circuito a todo lo largo delperímetro!

—Coronel, no sé...

— ¿Cómo pudo entrar nadie sin ser detectado? La entrada está completamente iluminada...

— ¡Eso es precisamente, coronel! No utilizaron la entrada delantera..., ni los agujeros queabrieron los chicos de las Fuerzas Especiales. ¡Simplemente atravesaron la pared! Y luegoapareció ese animal. Grande, negro como el carbón, y con los ojos como fuego. Avanzódirectamente hacia mí y me miró como si hubiera dejado abiertas las puertas del infierno, yluego cruzó también la verja... Fue entonces cuando eché a correr, coronel; yo...

— ¡Ya basta! — Pyler hizo un gesto con la cabeza al sargento—. Lleve a este hombre a laenfermería. No sé lo que ha estado bebiendo ni dónde lo obtuvo, pero está desvariando.

Se volvió hacia su ayudante.

—Cal, reúna un grupo de tiradores de élite, apóstelos cubriendo todas las salidas. ¡Si hayalguien ahí dentro, estaremos preparados cuando salga!

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5

El teniente Harmon se abrió paso por entre el grupo de hombros y examinó el retorcidoalambre espinoso a través del cual se había abierto un hueco.

—...miren esos extremos —estaba diciendo un hombre—. No fueron cortados, cedieronpor la tensión. Observen las deformaciones. Fueron estirados hasta que se rompieron.

— Hey..., aquí está por qué no sonaron las alarmas. —Otro hombre mostró un trozo decable aislado —. Saltaron por encima.

— ¿Quién vio lo que ocurrió? — Harmon ladró la pregunta. Varios rostros se volvieronhacia él. Obtuvo un breve relato de segunda y tercera mano del avance de los dos intrusos através de la cerca de alambre espinoso, cruzando el terreno y hacia la parte de atrás del edificio.

—No se molestaron con las puertas —gruñó un grueso cabo—. Hicieron su propio agujero.

— ¿Qué se supone que significa eso?

—Ilumina aquí, Sherm —dijo el cabo. Una deslumbrante linterna arrojó un humoso dedoa través del centenar de metros de empapada tierra para iluminar el irregular hueco negro a laaltura del suelo en la pared.

—No oí ninguna explosión —dijo Harmon.

—No hubo ninguna —escupió el cabo —. Reventaron ese agujero con las manos desnudas.

—No me tome el pelo —bufó Harmon.

—Hey, ¿no es usted ese policía de fuera del estado? —dijo un soldado de rostro pálido ycrispado lleno de pecas—. Oí decir que el tipo al que persigue arrancó con las manos desnudasla portezuela de un coche o algo así. Quizá sea el mismo tipo.

Harmon hirvió ante las risas.

— ¿Adónde han llevado al chico que lo vio todo?

—A la enfermería de campaña. Abajo en la carretera.

Harmon volvió al jeep que Zwicky le había prestado, le hizo dar la vuelta, condujo másallá de los vehículos del convoy aparcados. Le tomó quince minutos hallar el blanco hospitalmóvil, estacionado en un campo detrás de unos árboles. Dentro, preguntó por él, y fueconducido a la cabecera de la cama de Tatum.

—Demonios, no estoy enfermo —dijo indignado el soldado.

—Tómeselo con calma, muchacho —dijo Harmon—. Ahora cuénteme cuál era el aspectode ese hombre al que vio...

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6

Tendido en la oscuridad con el rostro contra el frío suelo, Jess Dooley inspiraba profunday regularmente, obligándose a mantener la calma. El pánico no iba a ayudarle en nada. El pánicomata, eso es lo que decían los carteles en las frías paredes verdes allá en el cuartel general. Enrealidad no estaba atrapado en un laberinto sin salida, atrapado en la oscuridad, enterrado vivo...

Nada de eso. Estaba perdido, seguro. Un hombre podía perderse muy fácilmente en unlaberinto de conductos como aquéllos, aunque hubiera estudiado los planos durante cincominutos enteros. Pero lo que se había perdido podía volver a encontrarse. Todo lo que tenía quehacer era mantener la cabeza clara, tantear su camino, y finalmente les oiría acudir a buscarle.Llevaba arañándose la barbilla y golpeándose la cabeza y tragando polvo y efectuando el largorecorrido del sistema de ventilación desde hacía media hora. Y lo había estado haciendo bien,hasta que el pánico le golpeó. Claustrofobia, así lo llamaban. Nunca se había preocupado porello antes. Pero treinta minutos de permanecer ciego era tiempo suficiente para la primera vez.Ahora deseaba aire, deseaba luz, deseaba poder alzar la cabeza, ponerse en pie, en vez sesentirse aplastado ahí dentro en aquel espacio sólo lo bastante alto como para poder arrastrarsepor él, con todas aquellas toneladas de rocas encima...

Tómatelo con calma, Dooley. Nada de pánico, ¿recuerdas? Quizás uno de los otros tiposlo ha conseguido primero y ha olvidado hacer sonar el silbato, tal vez todo está yendo sobreruedas.

Y quizá fuera mejor dejar de permanecer tendido allí y empezar a moverse de nuevo. Jessestornudó polvo por la nariz y siguió avanzando. Su mano tendida tocó la redonda pared deplástico de un conducto general. Recordó el sistema de conducciones: conducían a un hombrefuera de aquel laberinto. Y había paneles de acceso a todo lo largo...

Tres minutos más tarde, Dooley estaba dentro del gran conducto general, avanzando enuna dirección que esperaba que fuera hacia arriba. Recorrió quince metros, dobló un recodo...,y oyó débiles sonidos más arriba..., ¿o era a un lado? Voces. El buen viejo Drake, sabía quevendrían, él e Ike. Ahora sonaban más cerca. ¿Por qué no gritaba y les dejaba saber supresencia? Al diablo con ello. Había llegado hasta allí, debía seguir manteniendo latranquilidad. Podía ver una débil luz confusa allí delante, a través de una rejilla. Los efectos dellíquido estaban pasando. Simplemente llegar hasta allá, un golpe a la rejilla, y en otro minuto odos estarían todos fuera, al aire libre... Sonriendo, Jess Dooley siguió avanzando por el conductoencima de la Sala de Almacenamiento de Energía.

La rejilla de salida era un panel de tablillas móviles diseñado para ser retirado desde dentro.Jess encontró los cierres, apartó la rejilla a un lado. Las voces eran más claras ahora, a no másde seis, ocho metros...

Jess frunció el ceño y escuchó. Aquélla no era la voz de Drake, ni la de Ike. Ni siquierahablaban en inglés. Con el ceño aún fruncido, se tendió en la oscuridad y escuchó.

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7

—Ponía aquí —ordenó Falconer. Grayle bajó la descargada bobina hasta el suelo, mientrasel krill observaba de cerca.

Falconer se arrodilló junto a ella, soltó las correas, dejó al descubierto el compactodispositivo.

—Levanta la cubierta de la escotilla de servicio —ordenó.

Seguido por la cosa felina, Grayle cruzó hasta la escotilla, forzó un dedo por debajo delborde de la placa de acero, la desgarró como si fuera cartón mojado.

—Apártate a un lado. —Falconer levantó la descargada bobina.

Grayle no se movió.

—No lo intentes todavía —dijo Falconer—. Las posibilidades en contra son aún demasiadograndes.

—Loki, no cargues esa bobina —dijo Grayle—, Desafía a tu amo; sin tu ayuda, esimpotente.

— ¿Mi amo...?

El krill avanzó rápidamente, alzó una afilada pata delantera.

—Quieta, Xix —restalló Falconer.

La criatura se detuvo, volvió sus grandes ojos hacia él.

—Amenaza nuestra existencia, comandante.

—Yo decidiré eso.

—Pero, ¿lo harás? —dijo Grayle —. ¿Todavía no lo sabes, Loki?

El krill lanzó un aullido y un zarpazo hacia Grayle, desgarrando la manga de piel de suchaqueta al tiempo que éste saltaba hacia atrás. Le siguió, ignorando el grito de Falconer.

— ¡Observa cómo se revuelve tu fiel esclavo, Loki! —gritó Grayle.

Falconer dio dos rápidos pasos hacia la abierta escotilla, apoyó la bobina en el borde, cogiólos dos recios extremos de los cables.

— ¡Quieta, Xix..., o cruzaré esos cables y fundiré la bobina hasta convertirla en un bloque!

El krill giró hacia Falconer, con las mandíbulas abiertas, las aserradas crestas córneas desus dientes desnudas en una mueca.

— ¿Piensas ayudar al traidor en sus crímenes?

—Escucharé lo que tiene que decir —indicó Falconer.

—Comandante..., recuerda: ¡sólo yo puedo devolverte a Ysar!

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—Habla, Thor —dijo Falconer—. ¿Qué es lo que insinuaste?

8

A seis metros a la derecha y dos y medio más arriba del lugar donde Grayle estaba de piede espaldas a la pared, Jess Dooley permanecía tendido, con sus aún medio cegados ojoscontemplando la negrura de tinta del conducto, sus oídos tensos intentando extraer algún sentidode aquellas voces extrañas que penetraban por la rejilla de ventilación abierta a su lado.

Eran tres voces: una profunda, ronca, otra un resonante barítono, y la tercera un frío tenor.No le gustó esa última; sonaba como sonaría un cadáver si pudiera sentarse y hablar. Y las otrasdos sonaban locamente claras. Jess no podía entender las palabras, pero conocía el tono.Alguien se estaba preparando para matar a alguien ahí abajo. No había ninguna forma en queél pudiera impedirlo, aunque la víctima no supiera lo que le esperaba. Porque eran ellos, estabaseguro: los que habían liado todo el asunto allí, saboteado el lugar, matado a toda aquella gente.Probablemente rusos. Era una lástima que él no entendiera el ruso. Probablemente hubierapodido descubrir muchas cosas ahora.

Tenía suerte de que no le hubieran oído cuando él los oyó a ellos. Otro segundo, y hubieracaído en medio mismo de ellos. Y, por lo que había oído de los espías comunistas, aquellohubiera sido el fin de la biografía de Dooley.

No, no, no podía hacer nada. Simplemente permanecer tendido quieto y esperar a lo queocurriera a continuación..., y estar preparado para moverse aprisa, si era necesario.

9

Tendida en el duro camastro en la habitación de delgadas paredes, Anne Rogers sepreguntó dónde estaba. Recordaba el viento, la lluvia, las luces brillantes a través del mojadoasfalto...

Habían tomado un helicóptero. Ella y..., y un hombre...

Se había ido de nuevo. Un loco sueño. Acerca de huidas, y coches de la policía, y disparos,y cristales rompiéndose...

El helicóptero volando bajo sobre las agitadas copas de los árboles, el repentino impactoy...

Había resultado herida. Quizá el viaje en el helicóptero había sido un sueño, pero ella habíaresultado herida. Estaba segura de ello. Se llevó las manos a la cara, exploró su cráneo,comprobó los brazos, las costillas; se sentó, y se sorprendió ante el mareo que la invadió. Sus

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piernas parecían estar intactas; no había pesados vendajes inmovilizándola por ninguna parte.Le dolía la cabeza, y había dolores menores aquí y allá; pero nada serio. Sus ojos recorrieronde nuevo la pequeña habitación. Un hospital, por supuesto. Alguna especie de hospitalprovisional, como los que la policía lleva a la escena de un accidente...

La policía. Ahora lo recordaba todo acerca de la policía. Él, el hombre —era extraño, nopodía recordar claramente su rostro, ni su nombre—, había atacado a un policía..., o a dos. Y,ahora, ¿dónde estaba? Anne sintió una repentina punzada de dolor. ¿Estaba muerto? Por algunarazón, la idea la llenó de pánico. Dejó colgar sus piernas por un lado de la cama. Estaba aúncompletamente vestida, incluso con el enlodado chaquetón. Allá donde la hubieran llevado, nose habían preocupado mucho por ella. Pero, ¿por qué deberían? En lo que a ellos se refería, noera más que una criminal, la cómplice de un convicto fugado.

La lluvia tamborileaba y resonaba sobre el techo, a sólo unos pocos centímetros encima desu cabeza. Se levantó y se dirigió, tambaleándose un poco, hacia la estrecha puerta. Un pasillode menos de un metro de ancho daba paso, más allá de una serie de puertas idénticas, a uncuadrado de difusa luz al final. Fue hacia allá, miró a través de una ventanilla a una habitacióndonde había un hombre de pie, hablando por un teléfono recubierto de lona.

—...está dentro de la planta de energía, capitán, pero no puedo obtener ningunacooperación del ejército. Se me ha ordenado que permanezca lejos de la verja, que no meacerque al lugar. ¡Pero ese hombre es mío, Brasher, todo su metro noventa! Aquí ha de corrersangre, ¡y será su sangre!

Hubo una pausa mientras escuchaba, con el rostro profundamente fruncido.

—No se preocupe, sé cómo manejarlo... Seguro, permaneceré al tanto. Tengo biencontrolado el lugar. Puedo cubrir el frente y el agujero que abrió al lado a la vez. Salga pordonde salga, allí estaré yo..., sólo para asegurarme. Me encontrará esperándole. Un falsomovimiento y... Seguro, iré con cuidado. No me atosigue, capitán..., lo único que quiero es surespaldo. De acuerdo. —Colgó, se quedó allí mirando a la pared y sonriendo con una retorcidasonrisa.

—Pero tengo la extraña sensación —dijo para sí mismo en voz alta— de que cualquiermovimiento que haga ese hijo de puta será el equivocado..., ¡para él!

Anne se apartó rápidamente de la puerta, se apresuró al extremo opuesto del pasillo, salióal azotante viento y la fuerte lluvia. Estaba oscuro allí, pero a unos treinta metros había las lucesde los vehículos en la carretera, y más allá estaba la enorme masa de la planta de energía, pálidacomo un depósito de cadáveres al resplandor de los focos.

Grayle estaba ahí dentro. Y, cuando saliera, le estarían aguardando. Tenía que advertirle.Tenía que haber un medio...

Diez minutos más tarde, tras cruzar la carretera detrás del convoy y acercarse a la plantade energía más allá del resplandor de las luces de campaña, Anne estudió la fachada delanteradel edificio desde el abrigo de un grupo de alisos. Las puertas habían sido voladas, la entradaera un hueco abierto. No había nadie en sus inmediaciones. Si corría, sin pararse a pensar,rápido, ahora...

Había cubierto ya la mitad del centenar de metros de terreno despejado antes de que sonaraun grito.

— ¡Es una mujer! —gritó otra voz.

— ¡Dispara, maldita sea! —ordenó una tercera voz.

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Oyó el plano y resonante ¡carrog! de un rifle pesado, y el barro saltó formando un surtidora su lado. Siguió corriendo, oyó el segundo disparo, notó el picotear del barro que salpicó suspiernas. Luego estuvo entre los cascotes, saltó por encima de una silla volcada, se arrastró porentre las rotas puertas al tiempo que una tercera bala hacía saltar esquirlas de piedra sobre sucabeza y se adentraba chillando en la oscuridad.

—Grayle —susurró Anne, mirando a lo largo del oscuro corredor—, ¿Dónde está?

Cinco minutos más tarde tropezó con unas húmedas y lodosas huellas. Las siguió,avanzando rápidamente por el silencioso pasillo, hasta el pozo de una escalera que conducíahacia abajo.

10

— ¿No sabes cuál era mi misión aquí en la Tierra, Loki? —preguntó Grayle.

—Efectuar un reconocimiento de rutina...

—Una de las mentiras de Xix. Mis órdenes eran establecer un radiofaro Clase O.

—Clase O..., eso significa una ayuda a la navegación con una salida de energía de alcanceestelar inferior.

—Conocido comúnmente como un Corazón del Infierno.

— ¿Un dispositivo Corazón del Infierno... en un mundo habitado? —Falconer sacudió lacabeza—. Debes estar equivocado. El Mando de Batalla no tiene autoridad para ordenar unamedida así.

—La orden no vino del Mando de Batalla. Vino de Praze..., mi nave.

— Sigue.

—Me negué a obedecer, ordené abortar la misión. Praze se negó, pasó por encima de misórdenes.

—Me interrogué acerca del accidente. Una nave ysariana no se estropea. Tú la obligaste aestrellarse, ¿verdad?

— ¡Matanaves! —siseó el krill.

—La obligué a estrellarse..., pero no antes de que liberara el Corazón del Infierno. Impactoen el mar, junto a la costa del continente conocido ahora como Norteamérica.

— ¿Por qué no consultaste al Mando de Batalla pidiendo confirmación?

—El Mando de Batalla es una máquina. Hubiera confirmado la orden.

—Estás desvariando, Thor. El Mando de Batalla está formado por oficiales de combateveteranos: el general supremo Wotan, el almirante Tyrr...

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—No, Loki..., no desde hace mucho tiempo. Puedes preguntarle a Xix desde cuándo.

—Comandante..., ¡no seguiremos escuchando más tiempo a este traidor! ¡Carga la bobina!¡Se nos agota el tiempo!

—Pregúntale el porqué de su prisa, Loki. Pregúntale qué es lo que ansía tanto conseguir.

—Abandonar este mundo, ¿qué otra cosa? —dijo el krill.

—Pregúntale acerca del radiofaro.

— ¿Qué tiene que ver el radiofaro con todo esto?

—Está desvariando, comandante —gimió el krill.

—Pregúntale acerca de la tormenta —dijo Grayle—. ¡Pregúntale qué tiene que ver conello!

Falconer miró fijamente a la gran entidad negra.

—Responde —dijo.

—Muy bien..., pero estamos perdiendo unos segundos preciosos. Mis instrumentos medijeron que el dispositivo del radiofaro había sido situado en la superficie del planeta, pero sóloel campo protector básico estaba energizado, debido al sabotaje del traidor. Mi primera accióncuando empecé a acumular energía del primitivo campo emisor fue transmitir la señal de«proceda» a la banda para penetración de la corteza, utilizando un haz de aniquilación de lamateria. Naturalmente, se creó un efecto colateral de alteración climática. El dispositivo se hallaahora muy profundo en el interior del planeta. Una vez en su lugar en el núcleo, precisará tansólo el impulso disparador final al reactor para conectar el radiofaro. ¡Pero debemos actuarrápidamente! ¡Si la señal no es recibida dentro del período de algunas horas, el dispositivo seautodestruirá!

—Cancela eso —dijo Falconer—. No vamos a activar el radiofaro. No será necesarioahora..., no después de todos esos años.

— ¿Pretendes no cumplir con nuestro deber?

—No es nuestro deber..., ya no.

—No acabo de comprender qué circunstancias concibes que pueden descargarnos de laresponsabilidad de completar una misión de la Flota.

—El tiempo. Ha transcurrido una gran cantidad de tiempo. Si el radiofaro hubiera sidonecesario, hubiera sido enviada otra nave.

— ¿Cómo puede el paso de unos pocos días influenciar la Gran Estrategia ysariana?

—Más de mil doscientos años locales es más que unos pocos días.

— ¿Qué es toda esta charla sobre siglos? ¿Acaso es alguna broma?

— ¿No sabes cuánto tiempo llevamos aquí?

—Desde nuestra llegada a este mundo han transcurrido menos de diez mil horas; un pocomás de un año.

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—Algo interfirió con tu cronometría, Xix. Estás equivocada por un factor de mil.

— Soy incapaz de error dentro de mis parámetros de diseño. La necesidad de un radiofaroes más grande que nunca. En consecuencia, lo conectaré tal como estaba planeado. No puedoaceptar ningún otro curso de acción.

— ¿No puedes aceptar? Eres una máquina. Sigues mis órdenes.

—Mi responsabilidad definitiva es con el Mando de Batalla. Sus directrices pasan porencima de tu autoridad, comandante. El radiofaro será activado tal como estaba planeado.Esperemos que la Flota Blanca no haya sufrido reveses en la batalla por su falta.

—Creo comprender —dijo Falconer—. Xix, has permanecido en estado Q durante lamayor parte de los últimos doce siglos. Tus sensores cronométricos sólo registraron los períodosde consciencia.

—Es cierto que de tanto en tanto he revertido al estado J como una medida de conservaciónde la energía. Pero no consigo captar tu implicación de que este estado posee característicasdimensionales.

—Quiere decir —indicó Grayle— que, en lo que a ti se refiere, cuando estás desconectadano está ocurriendo nada.

—El mundo fenomenológico existe sólo durante el estado activo — dijo calmadamenteXix—. Esto está confirmado no sólo por la racionalidad básica, sino también por la ausencia deinputs sensoriales durante tales períodos.

—Entiendo: tú no te desconectas..., desconectas el mundo.

—Eso son meras elucubraciones semánticas, mi comandante...

— ¿Cómo explicas el hecho de que, cuando te reactivaste, descubriste que se habíanproducido grandes cambios a tu alrededor?

—He observado que una característica del universo es reformarse a un estado más o menosalterado tras una discontinuidad.

— ¿Qué hay acerca de la emisión de energía de la que te estás alimentando? ¿Crees quelos salvajes que encontré yo hace un milenio pudieron construir ese transmisor en seis semanas?

—Una manifestación del efecto de discontinuidad previamente reseñado. Tenía intenciónde discutir contigo este fenómeno más detalladamente, posiblemente durante el viaje de regresoa casa.

— ¿No te das cuenta —dijo Falconer— de que, cuando transmitas esa señal, convertirásel planeta en un sol menor?

—Eso es correcto —dijo el krill.

—Por el amor de Ysar, Xix..., escúchame...

—Por el amor de Ysar, mi comandante, no puedo. Ahora, déjame continuar con lo que hayque hacer.

—Dile que se vaya al Noveno Infierno —dijo Grayle tensamente.

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—Vamos, mi comandante..., sabes que sin la bobina yo..., y tú..., nunca podremosabandonar este mundo..., y el tiempo se acaba.

—No lo hagas, Loki —dijo Grayle—, Deja que la nave se pudra allá donde está.

El krill pareció sonreírle a Falconer, desnudando una aserrada hilera de placas blancomarfileñas.

— Sin energía no puedo elevarme, cierto. Pero no terminaré a través de una lentadescomposición..., ni por las bombas químicas de los primitivos. Reflexiona: el campo, y sehalla aún a nivel operativo, ¿no? Puedo activar el radiofaro en cualquier momento..., desde aquí.

—E incinerarte a ti misma junto con el resto del planeta.

—No tengo más alternativa que cumplir con mi deber. Vuestra traición no cambiaránada..., excepto que no viviréis para ver Ysar. Lamentaré vuestra muerte. Una muerte inútil,Lokrien.

— ¿Y si acepto —indicó Falconer— que contactes con un puesto de avanzada de la Flotapara pedir confirmación antes de activar el Corazón del Infierno?

—Eso significará un retraso peligroso..., pero sí, como desees. Estoy de acuerdo.

—Está mintiendo —dijo Grayle—. Ha estado mintiendo todo el tiempo.

— ¡Ya basta! —dijo el krill, alzándose sobre sus cuatro patas—. ¡Procede ahora, micomandante! ¡No puedo aguardar más tiempo!

Mientras Falconer dudaba, hubo un repentino sonido seco en la puerta a seis metros dedistancia en la pared del fondo. Se abrió de golpe, y una delgada figura vestida con un chaquetónentró, dudó. Sus ojos encontraron los de Grayle. En aquel instante, el krill se agazapó, saltó.Aún más rápidamente, Grayle se movió, se situó entre la bestia y la muchacha. El krill le golpeóde lleno, lo derribó contra la muchacha. Ella cayó al suelo mientras Grayle volvía a levantarse,las manos engarfiadas en torno a la garganta de la bestia, mientras las garras desgarraban sucarne.

— ¡Xix! —rugió Falconer, y la cosa felina retrocedió agazapada, mientras Grayle setambaleaba, con la sangre brotando de su desgarrada chaqueta.

—Me preguntaste en una ocasión..., dónde había visto heridas así antes —dijo entre dientescrispados —. Entonces pensé que te burlabas de mí.

—Vi a John Zabisky —dijo Falconer—. Y al soldado muerto en el sendero.

—Hubo otra vez..., hace mucho tiempo, Loki. En una casa construida con troncos en unacolina rocosa entre las nieves. Una mujer y un niño. Gudred, mi esposa, y Loki, mi hijo. —Miró fijamente a Falconer—, Que los Nueve Dioses me perdonen, pensé que los habías matadotú.

El rostro de Falconer se convirtió en una rígida máscara. Sus ojos se clavaron en los delkrill.

— Tú los mataste —dijo—. Y dejaste que Thor creyera que yo lo había hecho.

—Era necesario —siseó el krill—, ¡Te hubiera alejado de tu deber!

— ¡En el nombre de Ysar, has traicionado todo lo que Ysar ha significado siempre!

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— ¡Ysar! —aulló el krill—. ¡Estoy harta del nombre de Ysar y de tu estúpidosentimentalismo! ¡Ysar está muerta, muerta durante todo ese centenar de siglos! ¡Pero tú vives,como yo vivo..., eternamente! ¡Deja que esa realidad te sustente! ¡Ahora haz tu deber,comandante!

—Por una vez dice la verdad —murmuró Grayle—. Ysar está muerta, y sólo sus máquinasinmortales, y un puñado de hombres inmortales, siguen representando el muerto sueño.

—Pero..., yo recuerdo Ysar...

—Tus recuerdos son falsos —dijo el krill—. Naciste a bordo de una nave, Lokrien, fuistedesarrollado en un tanque amniótico, educado mediante cibercintas. Se te dio la visión de loque existió antiguamente y que ahora ya no existe, para inspirarte en la realización de tu deber.¡Pero seguro que ahora podemos dejar de lado esas imágenes infantiles! ¡Vives para tu deber alMando de Batalla, como yo! ¡Ahora déjame matar al traidor, y luego seguiremos nuestrocamino, viajaremos de nuevo al exterior, a casa, en el inmenso vacío del espacio!

—Loki..., te está engañando. Sin la bobina morirá..., porque de ahí es de donde extrae suenergía. Por eso vino con nosotros..., ¡para mantener vigilada la bobina! Destrúyela, y destruirásla nave..., ¡y su robot asesino con ella!

—Comandante..., quizá me equivoqué por exceso de celo..., ¡pero si destruyes la bobinatú también morirás!

— ¡Hazlo ahora, Loki!

— ¡Estúpidos! —rugió el krill—. Intenté ahorraros el último y total conocimiento devosotros mismos, pero no me dejáis otra elección. Cierto, soy una construcción de Xix, unida alos circuitos neurales de la nave, y con la muerte de la nave yo moriré. ¡Pero también vosotrossois construcciones! ¡Matadme, y os mataréis a vosotros mismos! ¡Dejadme vivir, y vuestravida será eterna..., incluso para el traidor Gralgrathor!

Grayle dejó escapar una corta y seca risa.

— Si somos construcciones, entonces somos construcciones humanas. Deberíamos sercapaces de hacer lo que un hombre puede hacer.

—Me muevo rápido, Lokrien..., quizá más rápido de lo que tú piensas.

Falconer miró a la cosa felina, acurrucada, agitando la cola, los ojos clavados en él. Miróa Grayle que aguardaba, ignorante de las terribles heridas en su pecho.

— Si destruyo la bobina, todos moriremos —dijo suavemente, en inglés —. Si no lohago..., la Tierra morirá.

—Decide, comandante —dijo el krill—. No aguardaré más.

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11

Jess Dooley miró en su semioscuridad a las confusas figuras de abajo. No podía captar losdetalles, sólo vagas formas oscuras contra una oscuridad más profunda. Hasta aquel momentono había tenido ningún indicio de lo que estaba ocurriendo; sólo que se trataba de un asuntomortal. Pero había oído lo que había dicho el último hombre, en claro inglés norteamericano,acerca de que la Tierra iba a morir. Eso resultaba bastante claro. Todo el mundo sabía que laTercera Guerra Mundial no iba a dejar en pie nada que valiera la pena recoger. Parecía que losrusos estaban hablando de eso..., fuera lo que fuese lo que hubieran venido a hacer aquí. Unode ellos, el de la voz aguda, estaba dispuesto a hacerlo ahora mismo. El otro, el de la vozprofunda, estaba contra ello. Y el tercero no estaba seguro. Pero él había alcanzado su decisiónen un solo minuto.

Se puso silenciosamente sobre manos y rodillas. Todavía no estaba seguro de lo que iba ahacer..., pero sabía que tenía que hacer algo, aunque fuera equivocado. Parpadeó, intentandopenetrar su ceguera, intentando ver claramente al tipo con la voz de muerto. Era ése al que habíaque vigilar, al que había que detener. Si se moviera un poco más hacia él...

12

—Por Ysar —dijo Falconer, y tendió las manos para cerrar los contactos. El krill aullótriunfante, dio dos rápidos pasos, se preparó a saltar sobre Grayle...

Desde las sombras de arriba saltó una forma oscura, golpeó a la cosa felina en plenaespalda, desequilibrándola lo suficiente como para que la presa de sus garras fallara. Secontorsionó, arrojó al hombre de encima de él, giró para saltar hacia Falconer...

El fuego estalló de la escotilla. A medio salto, el cuerpo de la criatura felina se contorsionó.Golpeó el lado metálico de la máquina, se apartó de él, agitando fútilmente los miembros en unúltimo esfuerzo por alcanzar a Falconer, que se desmoronó contra el lado de la unidad, agitandoatontadamente la cabeza. Grayle se aferraba contra la pared, luchando por permanecer en pie.

—Mintió... de nuevo —susurró.

El krill yacía fláccido; la luz seguía brillando, aunque débilmente, apagándose de susgrandes ojos. Habló con voz agonizante:

—El largo crepúsculo... termina al fin... en la noche.

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13

—Estoy bien, hombre —dijo Dooley cuando Falconer lo alzó en pie—. No me diga sobrelo que salté; no quiero saberlo. Simplemente sáqueme de este lugar.

—Está muerta —dijo Falconer—, Y los generadores se están parando.

—Pero nosotros estamos vivos —dijo Grayle—. Eso significa que somosbioconstrucciones, no mecánicas. Y ahora somos criaturas mortales. Envejeceremos ymoriremos como cualquier hombre.

Falconer se dirigió hacia Anne, la alzó en sus brazos.

—Hasta entonces podremos vivir como cualquier hombre.

Echaron a andar subiendo los resonantes escalones de cemento, a lo largo de los vacíoscorredores. Las primeras luces del día brillaron más allá de la destrozada entrada. El vientoestaba cesando ya, la lluvia disminuía.

Cuando los dos hombres salieron por entre la masa de cascotes, una luz destelló en laoscura ladera de la colina. Grayle saltó hacia delante cuando un solo tiro resonó en la boscosacolina por encima del edificio.

14

El capitán Zwicky se acercó en silencio por detrás del hombre que permanecía tendido debruces en posición de disparo tras el gran pino; vio el asomo de movimiento en la destrozadaentrada de abajo, vio a los dos hombres aparecer a la vista, oyó el plano crepitar del arma, searrojó sobre Harmon mientras éste rearmaba el arma para un segundo disparo.

— ¿Por qué le ha disparado? —le gritó al policía mientras éste se pasaba una enorme manopor su ensangrentada boca—. ¿Por qué?

—Porque —dijo Harmon con total convicción— el hijo de puta pensaba que era mejor queyo.

15

—Lo siento, hermano —dijo Falconer—. Lo siento por todo, pero principalmente por esto.

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—Xix tenía razón —susurró Grayle—. Pero sólo a medias. Incluso la noche más larga...termina al amanecer.

Llevando a Anne entre sus brazos, Falconer echó a andar hacia los hombres queaguardaban.

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TÍTULOS PUBLICADOS

1. LA REINA DE LA NIEVE, Joan D. Vinge

2. AGUARDANDO EL AÑO PASADO, Philip K. Dick

3. LA FRAGUA DE DIOS, Greg Bear

4. LA ESTRELLA DE LOS GITANOS, Robert Silverberg

5. MUNDO DE DÍA, Philip José Farmer

6. ARTEFACTO, Gregory Benford

7. EL LÍMITE DEL MUNDO, Joan D. Vinge

8. OJOS VERDES, Lucius Shepard

9. LA PLAYA SALVAJE, Kim Stanley Robinson

10. WYRMS, Orson Scott Card

11. LORD TYGER, Philip José Farmer

12. LA JAULA INFINITA, Keith Laumer

13. JACINTOS, Chelsea Quinn Yarbro

14. FUEGO DE ESTRELLAS, Frederik Pohl

15. LA COSTA DORADA, Kim Stanley Robinson

16. NEVERNESS, David Zindell

17. EN LA DERIVA, Michael Swanwick

18. EL DIA DE LA ESTRELLA NEGRA, Frederik Pohl

19. REBELDE DEL MUNDO DE DÍA, Philip José Farmer

20. LOS DE MI SANGRE, Jacqueline Lichtenberg

21. EL LARGO CREPÚSCULO, Keith Laumer

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EN PREPARACIÓN

22. PSIÓN, Joan D Vinge

El nacimiento de un personaje cautivador y entrañable: un muchacho analfabeto conextraños poderes, llamado Gato por sus felinos ojos verdes; una gran creación de la autorade La reina de la nieve y El límite del mundo.

23. LA DAMA DE PLATA, Ángel Torres Quesada

La más reciente novela del autor de la celebrada saga del Orden Estelar y del mayoréxito de ventas de la ciencia ficción española de los años ochenta, la trilogía de Las islasdel infierno.

24. RAID DE LUZ, Connie Willis y Cynthia Felice

La unión de dos afamadas autoras para crear una impactante novela sobre la luchade una heroína de diecisiete años en medio de una devastadora guerra futura.

25. LA PEZUÑA DEL GATO, Joan D. Vinge

Una nueva incursión al mundo y las aventuras de Gato, el protagonista de Psión yuno de los personajes más cautivadores de la ciencia ficción contemporánea.

26. UNA MIRADA DENTRO DEL SOL, James Patrick Nelly

El gran descubrimiento de la ciencia ficción de los años ochenta, basado en el relato«La nube de cristal», nominado para los premios Hugo y Nébula: una novela que ha sidocomparada por la espectacularidad de su temática a La mano izquierda de la oscuridad deUrsula K. LeGuin.